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Creación de una pequeña liga de fútbol

Víctor Gutiérrez Forno

Era la mañana soleada de un sábado otoñal del año 1977 y decidí ir a ver jugar a
Víctor, mi hijo mayor, que cursaba sexto grado básico y estaba en el equipo de fútbol de su
colegio. Tenía un partido contra una escuela de un pueblo cercano y yo tenía curiosidad por
observar cómo se desempeñaría, pues él no había tenido oportunidad de practicar ese
deporte. Yo había podido enseñarle sólo las cosas básicas, tales como patear la pelota,
cabecearla y pararla.
Cuando llegué al colegio, el partido ya había comenzado. Observé que Víctor
parecía deambular por el lado izquierdo de la cancha sin saber qué hacer. Me di cuenta que
estaba en una posición de medio campista y que el entrenador no le daba ninguna
instrucción de cómo jugar. Así que, desde el costado del campo de juego, le indiqué cómo
hacerlo lo que dio buenos resultados.
Cuando terminó el primer período, con el marcador cero a cero, se me acercó un
señor quien, luego de presentarse como Greg Clarke, me dijo que le parecía que yo sabía de
“soccer”, que es el nombre que le dan a nuestro fútbol en Estados Unidos. Le respondí
afirmativamente y, luego de hablar de temas intrascendentes, me preguntó, a boca de jarro,
qué tal me parecía el entrenador del equipo del colegio. Habiendo llegado a ese pueblo del
estado de New Jersey hacía sólo ocho meses y siendo extranjero, eludí como pude una
respuesta negativa y, para cambiar de tema, le pregunté cuál de los jugadores era su hijo.
Me respondió que, en realidad, era su hija, pero el entrenador nunca la hacía jugar porque
era mujer. Agregó que éste parecía ignorar que, si le pasaran la pelota, nadie se la podría
quitar pues ella corría muy rápido: era la campeona del estado en cien metros planos, en su
categoría. Al despedirnos, me expresó abiertamente su insatisfacción con la labor del
entrenador y me preguntó si yo estaría dispuesto a que, juntos, organizáramos la actividad
de soccer en el pueblo, a nivel municipal. Por cortesía, le respondí que me encantaría, sin
saber de qué se trataba ni en el lío en que me estaba metiendo.
En el invierno siguiente, nos vimos con el señor Clarke varias veces en los partidos
de básquetbol de nuestros hijos y, cada vez que me divisaba me hacía señas y, en voz alta,
me recordaba nuestro compromiso con lo del soccer. Lo mismo se repitió en la primavera,
durante la temporada de béisbol y luego en el verano, cuando nos divisábamos en la piscina
municipal, así que empecé a acostumbrarme a ello. Llegó el otoño y un día sábado,
temprano en la tarde, sonó el timbre de mi casa. Al abrir la puerta, me encontré con el señor
Clarke, acompañado de otras dos personas. Luego de saludarme, me dijo:
---Ahora es el momento de llevar a cabo lo que hemos estado hablando durante todo
este tiempo, Mr. Gutiérrez.
Yo, muy sorprendido, no atiné a otra cosa que a hacerlos pasar a los tres. Greg
Clarke me presentó a las otras dos personas. Uno se llamaba Luigi Zanino, obviamente de
origen italiano y el otro, Hans Sommer, de origen alemán. Nos sentamos en el living y Greg
inició la conversación mencionando que en ese pueblo, Springfield, los niños no tenían
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oportunidad de practicar soccer, excepto en el colegio, en donde sólo jugaban los mejores.
Además, discrepaba totalmente con las políticas del entrenador. Así que había pensado
organizar la práctica de ese deporte para todos los niños del pueblo, como una actividad a
nivel municipal, y nos había convocado a los tres pues pensaba que, por nuestros orígenes
étnicos, tendríamos experiencia en ese deporte. Además, él mismo, siendo norteamericano,
se había criado en un pueblo en donde había muchos alemanes, por lo que había jugado
soccer cuando pequeño.
Nos abocamos, de inmediato, a trazar las líneas generales de cómo lo haríamos.
Estuvimos de acuerdo en que admitiríamos tanto a niños como a niñas, aunque fuera algo
excepcional e inédito en el deporte municipal; los jugadores deberían estar cursando entre
cuarto y octavo básico, y sería de primordial importancia que todos los participantes
jugaran a lo menos medio partido, evitando así que los menos diestros nunca jugaran, como
ocurría en los otros deportes que se practicaban en el pueblo. Formaríamos equipos
equilibrados respecto de las destrezas de sus integrantes, para prevenir que los padres
organizaran equipos con los mejores jugadores, en los cuáles colocaban a sus propios hijos
para que ganaran trofeos. Los partidos se jugarían en los fines de semana, y tendrían
sesenta minutos de duración, divididos en cuatro períodos de quince minutos cada uno. En
todo lo demás nos regiríamos por la reglamentación de la F.I.F.A. (Federación
Internacional de Fútbol Asociado). Al finalizar la reunión, elegimos a Greg para manejar
los contactos con el municipio, acordamos reunirnos día por medio con el fin de completar
los detalles mínimos que requiere el funcionamiento de una liga deportiva y todos
quedamos satisfechos con lo logrado.
En las reuniones siguientes, continuamos nuestra tarea de implementar las
decisiones que habíamos acordado y a solucionar los problemas que enfrentaríamos. A
continuación, mencionaré sólo los problemas principales que tuvimos.
El primero fue saber que el director de deportes de la municipalidad era, además,
quien dirigía la actividad de fútbol americano, la que también se desarrollaba durante el
otoño. Él no veía con buenos ojos la creación de la actividad de soccer pues le restaría
participantes al fútbol, lo que en un pueblo pequeño como el nuestro podría ser
significativo. Por lo anterior, no deberíamos esperar mucho apoyo municipal a nuestro
proyecto.
Otro problema era que no había canchas de soccer en el pueblo y ese director de
deportes no nos permitía usar los campos de béisbol para nuestra actividad. Debido a eso,
tuvimos que ubicar espacios municipales baldíos para jugar. Además, teníamos el problema
que no había arcos y tampoco la cancha estaría marcada. Entonces, recordando mis tiempos
de niño, en que “pichangueábamos” en los potreros vecinos al Estadio Nacional, que los
arcos los hacíamos con montoncitos de piedras, y la cancha quedaba delimitada por alguna
hilera de árboles o una acequia, hice una proposición en ese sentido para comenzar con el
programa, la cual fue rechazada de plano. No; las cosas había que hacerlas bien desde el
principio. Entonces, Hans se ofreció para fabricar los arcos, y Greg para conseguir las redes
correspondientes y los banderines para señalar las esquinas de la cancha. Pero había un
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problema con los arcos. No los podríamos dejar instalados durante toda la semana pues se
los podrían robar. Entonces, Luigi propuso que éstos fueran desarmables para poderlos
desmontar, transportar y guardar, y él se comprometió a trabajar con Hans en ello. Yo no
concebía cómo sería eso de los arcos desarmables.
Otro aspecto que consideramos fue cómo lograríamos formar equipos equilibrados
sin conocer las destrezas de los participantes ni cómo podríamos enseñárselas. Greg
propuso que les podríamos tomar un examen de las destrezas básicas, si es que eso era
posible. Yo le indiqué que sí y me ofrecí para diseñar esas pruebas.
Finalmente, deberíamos establecer el horario en que desarrollaríamos la actividad.
Propuse que estableciéramos un período para enseñar las destrezas y practicarlas y otro
para jugar los partidos, lo que fue aceptado. Acordamos, también, que el programa lo
desarrollaríamos los sábados y los domingos, en las tardes, esto último después de un
delicado debate que no es el caso describir aquí.
Cuarenta y ocho niños respondieron a la invitación para jugar soccer, entre los que
había cuatro niñas. A pesar que era un número exiguo, nos permitiría formar una pequeña
liga de cuatro equipos de once jugadores y uno de reserva. Les tomamos un examen de
destrezas, formamos los equipos y se empezó a jugar soccer en ese pueblo, a nivel
municipal, por primera vez en su historia. A mi hijo Víctor, quien había experimentado un
desarrollo físico prematuro y era el más alto y corpulento de los participantes, le asignamos
las tareas de transporte, instalación y desmontaje de las piezas de madera con que se
armaban los arcos.
Al comenzar el primer partido de práctica, unos quince de los veintidós jugadores
empezaron a correr detrás de la pelota. Incluso uno de los arqueros abandonó su valla y fue,
también a disputar el balón. ¡Evidentemente, nunca habían jugado soccer! Así que, poco a
poco, les fuimos enseñando y cuando llegaron los partidos oficiales (playoffs), los niños
parecían jugar casi como profesionales. Para los que lo organizamos, el programa de soccer
había sido un éxito. Los niños y sus padres se veían muy entusiasmados; estos últimos
controlaron, sólo al principio, que sus hijos jugaran a lo menos medio partido, como se
había estipulado, y los resultados de todos los juegos fueron muy ajustados, prueba
evidente que los equipos resultaron bien equilibrados. Incluso, el partido final para
determinar el equipo campeón, tuvo que decidirse por penales. Los padres, que
participaban activamente en las prácticas y en los partidos, empezaron a conocerse y se
formó así una especie de comunidad informal.
En el otoño siguiente, alrededor de ciento veinte niños se presentaron al programa,
lo que significaba un aumento del 150% en la cantidad de participantes. Ello nos permitió
formar una liga de ocho equipos. El campeón también tuvo que decidirse por penales, y
empezamos a tener cobertura en la prensa local. Cabe mencionar que ese año se
incorporaron al programa dos niños argentinos, el menor de los cuales, Claudio Reyna, jugó
años después, en la selección nacional de fútbol de Estados Unidos durante varios años y
militó también, exitosamente, en diversos equipos europeos.

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Al año siguiente, más de doscientos niños se inscribieron en el programa, lo que
significaba un 67% de aumento respecto del año anterior, y más de un 300% respecto de la
cantidad de niños con que habíamos iniciamos esa actividad.
A continuación, quiero relatar una experiencia que nunca olvidaré. Ya habían
empezado los entrenamientos y partidos de práctica, cuando un sábado, un señor mayor que
yo me abordó al costado de la cancha, diciendo que quería inscribir a su hijo en el programa
de soccer; había escuchado que a todos los niños se les aseguraba que jugarían a lo menos
durante medio partido. Su hijo se había inscrito en otros deportes en años anteriores, pero
nunca lo habían dejado jugar porque no era bueno para las actividades físicas. Mientras me
decía eso, observé que había un niño detrás de él, tomado de sus pantalones tratando de
esconderse. Le respondí que era bienvenido y que pondría a su hijo en el equipo que yo
entrenaba. Por supuesto que, al principio, el padre controlaba, reloj en mano, que su hijo
jugara a lo menos medio partido y, cuando se dio cuenta que se cumplía lo prometido, se
relajó. Su hijo terminaba las prácticas y partidos muy cansado y contento.
Y ocurrió que su equipo llegó a la final la que, como en años anteriores, hubo que
definirla por penales, pues el partido había terminado empatado tres a tres. Entonces, cada
equipo eligió sus cinco mejores jugadores para ejecutar sendos penales. En el arco del
equipo contrario estaba el hermano mayor de Claudio Reyna quien, además de ser un buen
delantero, era también un excelente arquero. Ejecutados los penales, el partido continuó
empatado, esta vez siete a siete. A continuación, cada equipo designó sus segundos cinco
mejores jugadores que, luego de ejecutar los penales, el partido continuó empatado: nueve a
nueve. Seguidamente, cada equipo designó nuevos jugadores, para ejecutar penales, pero
esta vez el partido terminaría inmediatamente después que uno de los equipos superara en
goles al otro. Luego del primer penal por cada equipo, las escuadras siguieron empatadas.
En el segundo penal, el jugador del equipo contrario desvió el tiro. Era el turno nuestro.
Designé al niño tímido para que ejecutara el penal… y lo convirtió. ¡Habíamos ganado el
campeonato!
Lo que sucedió después fue apoteósico para mí. Todos los jugadores del equipo se
abalanzaron sobre el goleador y lo abrazaban en una tremenda algarabía. Luego lo
levantaron en andas y lo pasearon por la cancha, mientras los periodistas lo fotografiaban.
Los padres de los ganadores los vitoreaban ruidosamente y se felicitaban alegremente entre
si. Yo apenas podía creer lo que estaba presenciando. Ese niño, que sólo unas semanas
antes se escondía temeroso detrás de su progenitor, era ahora el héroe de la jornada. De
pronto, vi a su padre venir hacia mí; me abrazó fuertemente y, llorando copiosamente de
felicidad me decía: “¡Gracias, gracias… muchas gracias…!”

VGF/
26/04/2021

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