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Un poco antes del terremoto

El 11 de enero del 2010, tuve la defensa de mi tesis. Recuerdo que llegué a presentar con
un ligero hálito alcohólico después de celebrar el campeonato de la Copa Gato que había
ganado Colo Colo al eterno rival. Para aquellos que entienden de fútbol, fue solo una
excusa para tomar alguna cosita.

Nueve días después, el calefont mal instalado por mi hermano mayor, provocó un
incendio, donde perdimos todo. Como los psicoanalistas dirían, fue un acting out. De
alguna manera, lo esperábamos —inconscientemente— en algún momento de nuestras
vidas.

Mientras mis padres trabajaban, yo me encargaba de comprar los materiales necesarios.


Perdí la cuenta de cuántas veces bajé al Sodimac. Digo bajé, porque esto pasó en el cerro
Barón de Valparaíso. Por cierto, el proceso fue largo y agotador. Tuvimos que llenar 20
camiones con escombros, ya que lo que no fue destruido por el fuego, lo hizo el agua.

La casa se levantaba rápidamente, al estilo de las construcciones chinas. El sol de ese


febrero nos acompañaba. Ya teníamos la fachada cerrada, solo faltaban algunas planchas
de zinc para reparar el techo. El viernes 26, nos reunimos en la casa de mis amigas, las
gemelas, para ver el Festival de Viña del Mar. Al igual que con la Copa Gato, el festival era
una excusa para reunirnos una vez más. A las 03:31 de la madrugada, aquellos con un
sentido sabueso ya sentíamos movimientos subterráneos. El temblor se aproximaba. A
pesar de la frecuencia de la experiencia, no nos alertamos. Olvidé mencionar que la casa
estaba ubicada en una pendiente de casi 45 grados. A las 03:34 de la madrugada, se
desataron los 8.8 grados en los 150 segundos más largos de mi vida. Nadie en esa casa
había vivido un terremoto, pero sí habíamos experimentado miles de temblores. Por lo
que nuestros padres nos contaban, el último terremoto había sido el 85, varios nacimos
por esas fechas. Los postes se doblaban como cañas en el amazonas y las calles se movían
de un lado a otro. Ya firmes, decidimos ir de casa en casa para verificar cómo estaban las
familias de nuestros amigos y cercanos. La escena era hollywoodense. Digna de una
escena de The Walking Dead: humo, fuego, choques de autos, oscuridad, casas con grietas
y personas tambaleando sin destino, con cara de angustia por el susto y las celebraciones
festivaleras.

Nos reunimos nuevamente, pero esta vez sin electricidad. Nos dimos cuenta de que lo que
habíamos vivido no era tan grave —o eso creíamos—. Encendimos una radio a pilas y
continuamos con nuestra reunión. Se hablaba de posibles tsunamis, de los fallecidos en la
Isla Juan Fernández, de un barco varado en el norte y de las críticas hacia la soa Bachelet.
En nuestro estado etílico, nada parecía demasiado complicado.

El 11 de marzo del mismo año, las réplicas venían cada 20 minutos. El saldo final por el 27
de febrero llegó a 525 muertos. Todavía buscaban a otros 23 que nunca aparecieron. Se
produjo otro terremoto en Pichilemu, esta vez de 6.9 grados. Y como predijo la biblia,
vinieron cosas peores; asumió el primer presidente empresario de Chile, Sebastián Piñera
Echeñique. Lo demás, es cuento sabido.

Rodrigo Orellana Carvajal


MESNA

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