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El 11 de enero del 2010, tuve la defensa de mi tesis. Recuerdo que llegué a presentar con
un ligero hálito alcohólico después de celebrar el campeonato de la Copa Gato que había
ganado Colo Colo al eterno rival. Para aquellos que entienden de fútbol, fue solo una
excusa para tomar alguna cosita.
Nueve días después, el calefont mal instalado por mi hermano mayor, provocó un
incendio, donde perdimos todo. Como los psicoanalistas dirían, fue un acting out. De
alguna manera, lo esperábamos —inconscientemente— en algún momento de nuestras
vidas.
Nos reunimos nuevamente, pero esta vez sin electricidad. Nos dimos cuenta de que lo que
habíamos vivido no era tan grave —o eso creíamos—. Encendimos una radio a pilas y
continuamos con nuestra reunión. Se hablaba de posibles tsunamis, de los fallecidos en la
Isla Juan Fernández, de un barco varado en el norte y de las críticas hacia la soa Bachelet.
En nuestro estado etílico, nada parecía demasiado complicado.
El 11 de marzo del mismo año, las réplicas venían cada 20 minutos. El saldo final por el 27
de febrero llegó a 525 muertos. Todavía buscaban a otros 23 que nunca aparecieron. Se
produjo otro terremoto en Pichilemu, esta vez de 6.9 grados. Y como predijo la biblia,
vinieron cosas peores; asumió el primer presidente empresario de Chile, Sebastián Piñera
Echeñique. Lo demás, es cuento sabido.