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Tabla de contenido

Réquiem con tostadas................................................................................................................. 2


Exlatinos ..................................................................................................................................... 6
No soy mujer .............................................................................................................................. 7
Axolotl ...................................................................................................................................... 10
MUCHACHA PUNK .................................................................................................................... 16
Algo muy grave va a suceder en este pueblo ............................................................................. 43
DIOS EN LA TIERRA.................................................................................................................... 46
NATACIÓN ................................................................................................................................ 55
El banquete .............................................................................................................................. 56
La bicicleta ................................................................................................................................ 61
Persiguiendo a los Rolling Stone ............................................................................................... 62
El velero.................................................................................................................................... 69
Chilanga banda / Jaime López (1995) ........................................................................................ 76
Mi carta al hijo de AMLO .......................................................................................................... 80
XVII. LAS NEO-CAMELIAS .......................................................................................................... 81
Pedro Navaja ............................................................................................................................ 84
La Familia, La Propiedad Privada Y El Amor ............................................................................... 87
No tengo tiempo (de cambiar mi vida) ...................................................................................... 90
Los eXcusados secretos del Metro............................................................................................. 91
El abanderado (Cuento) ............................................................................................................ 93
‘Los nadies’, de Eduardo Galeano (1940) ................................................................................... 97
El puño en alto* ........................................................................................................................ 99
Lucy y el monstruo ...................................................................................................................106
“¿Por qué no te callas?” ...........................................................................................................107
"Todos Santos, Día de Muertos" ..............................................................................................111
El país que no se ha rendido.....................................................................................................122
Caminar como técnica para pensar ..........................................................................................125
CAMINAR DA LIBERTAD ...........................................................................................................125
NIETZSCHE ...............................................................................................................................126
RIMBAUD ................................................................................................................................127
ROUSSEAU ...............................................................................................................................128
THOREAU.................................................................................................................................128
Hipertexto, literatura y ciudad .................................................................................................130
La reseña crítica .......................................................................................................................130
La reseña crítica paso a paso ....................................................................................................131
Réquiem con tostadas
Mario Benedetti

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso
puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco
a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y
Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero
es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó?
Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de
todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con
usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena
gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi
padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las
noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y
yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan
y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más
chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé
que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A
Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón
para pegarle.
Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de
acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde
hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos
daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado.
Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba
demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque
tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé
cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso
al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar.
Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años
antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era
una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato
empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era
pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza
era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y
el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida
fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo
precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué
consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque
ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado
en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá,
cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de
la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi
hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo
de papá nunca alcanzó para nada, y mamá
siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna
tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo
es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni
nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata.
Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería,
cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al
mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá.
Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y
empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que
apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni
siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos,
pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También
yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba
a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre
temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes.
Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más,
pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran
de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos
viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que
pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora
en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero
cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a
lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y
mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y
yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto.
Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue
importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante,
como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no
nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía
no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también
de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y
por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi
madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor:
saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes
ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le
formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo.
En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes
de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más
sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco
tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta
que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era
capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted
se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos
o tres veces
al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué
se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente
puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi
madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted
la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran.
Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo
también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será
porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando
arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por
Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto
tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que
voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin
encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando
salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta
tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá
no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho.
¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde
en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese
que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que
arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá
necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque
mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se
me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba
con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía
una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora
estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es
algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.
FIN
Exlatinos

Leila Guerriero

Se habla, desde hace rato, del muro que pretende levantar como el mayor símbolo de su lucha
retráctil contra la invasión de los bárbaros

Hacía unos años que no viajaba a Estados Unidos y estuve en Washington hace poco. Llegué
desde Buenos Aires y entré por Miami, donde tuve que hacer los trámites de migración. En la
fila había una inmensa mayoría de latinos: brasileños, peruanos, ecuatorianos, bolivianos,
mexicanos, argentinos como yo. Entré con pasaporte europeo, de modo que todo me resultó
muy sencillo: solo demoré dos horas y media. Mientras pasaba por migraciones y por el control
de seguridad para tomar mi conexión a Washington, vi hordas de latinos vistiendo uniforme de
personal aeroportuario gritar (con acento de Cuba, de Colombia, de México) a hordas de latinos
sin uniforme y con cara de pavor: “¡Muévase! ¡Hable más alto!
¡Salga por ahí! ¡Deje sus líquidos en la bandeja! ¡Quítese todo de los bolsillos! ¡Camine, brazos
arriba, piernas separadas, abra la maleta, no puede ingresar alimentos, muestre ese paquete,
muévase!”. Vi, digo, a latinos o descendientes de latinos tratando a otros latinos como si fueran
una indeseable secreción de la humanidad. Vi, digo, a latinos que en algún momento dejaron
sus países por el motivo que fuere, o a hijos de esos latinos, esparcir terror, desprecio y maltrato
entre los suyos; entre personas que quizás estuvieran allí para ir a Disney World pero que quizás
fueran — como ellos o sus padres o sus abuelos habían sido antes— gente que iba tras su
pequeña porción de sueño americano, o gente huyendo de algo peor que la muerte. Se habla
por estos días de los insultos de Trump contra ciertos países. Se habla, desde hace rato, del
muro que pretende levantar como el mayor símbolo de su lucha retráctil contra la invasión de
los bárbaros. Ya no hacen falta el muro ni los insultos: estar transformando a las antiguas
víctimas en victimarios, a los antiguos oprimidos en orgullosos guardianes del reino, es su
triunfo repulsivo, magno.

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No soy mujer

LEILA GUERRIERO
8 MAR 2018 - 14:59 CST

No soy mujer. Vivo en un país latinoamericano y tengo género femenino. Pero gano más dinero
que muchos hombres que conozco; si hubiera tenido que hacerme un aborto -aunque en mi país,
la Argentina, la interrupción del embarazo es ilegal- hubiera podido pagarle a un buen médico
y no hubiera corrido el riesgo de acabar muerta o estéril por causa de una infección; nunca me
han arrojado ácido a la cara; no me han arrancado los ojos; no me han quemado viva; no fui
violada ni por extraños ni por mi pareja; jamás fui golpeada por un hombre; no tuve que
hacerme cargo de cuidar sola a los enfermos de mi familia; no soy la única en mi casa que
cocina o hace las compras; la "presión social" para reproducirme no me hizo mella (al punto de
no haberla sentido). Viví en, de, por y para la libertad, la autosuficiencia y la insurrección, y
pagué por eso los precios que paga cualquier persona, macho, hembra, travesti, transgénero,
etcétera, de cualquier orientación sexual. Lo dicho: no soy mujer.

O mejor: soy una mujer de clase media, con estudios universitarios, sin creencia religiosa, con
conocimientos precisos acerca de la anticoncepción, las enfermedades de transmisión sexual,
la conciencia del cuerpo y los derechos ciudadanos que me asisten, con independencia
económica, un trabajo que me gusta, una pareja que comparte las tareas cotidianas y que no
emplea frases que empiezan con "Te", como "Te lavé los platos" o "Te hice las compras",
puesto que los platos y las compras son asunto de los dos, no solamente míos. Viajo donde
quiero sin pedir permiso; salgo con amigos sin que eso dispare celos de ninguna clase; no rindo
cuentas; no pido ni doy explicaciones; no reviso teléfonos celulares ajenos ni me los revisan;
abomino de las frases "cosas de chicas", "charla de mujeres" o "el grupo de las mamis", nunca
sentí que mi género fuera un impedimento para hacer lo que me gusta (ni tampoco lo contrario:
mi género no me facilitó nada).

Por esas, y muchas otras cosas, soy una excepción -acompañada por un buen puñado de

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excepciones que no son más que eso: un puñado-, en un área -América Latina y el Caribe- que
tiene, según un informe de la ONU de 2017, "la tasa mayor de violencia sexual fuera de la
pareja del mundo y la segunda tasa mayor de violencia por parte de pareja o expareja", a pesar
de que en los últimos años 18 países de la región incluyeron leyes tipificando el delito de
asesinato de una mujer por el sólo hecho de serlo: eso que conocemos como femicidio.

Debido al protagonismo que tiene en esta parte del planeta esa violencia desorbitada contra las
de mi género -mis hermanas-, podría pensarse que poner sobre la mesa este 8 de marzo temas
como la igualdad de salarios, las leyes de cupo o el llamado techo de cristal equivale a
preocuparse por un eczema cuando uno debe someterse a una operación a corazón abierto. Me
permito pensar que no es así, porque el asunto viene en combo y desde lejos.

Algo está muy mal si hay que "explicar" los motivos por los cuales no está bien acuchillar o
moler a golpes a la mitad de la población; algo está muy mal si hay que "explicar" los motivos
por los cuales no es admisible que una mujer gane menos que un hombre si hace el mismo
trabajo; y algo está muy mal si hay que "explicar" los motivos por los cuales no debe haber
ningún mecanismo, explícito o disimulado, que impida el acceso aun puesto por cuestiones de
género. Pero hay algo que está muy mal mucho antes de llegar a la violencia desaforada, la
discriminación y la desigualdad, y que empieza con un mundo dividido -por mujeres y por
hombres- en celeste y en rosa. Un mundo en el que campean ideas tales como "esas no son
cosas de nenas" (y su contrapartida "esas son cosas de nenas"); ideas como "el sueño de toda
mujer es ser madre" (y su derivada: "una mujer que no es madre no es una mujer completa");
ideas como "la sensibilidad femenina es distinta a la masculina" (lo que nos lleva de regreso al
principio: "hay cosas de nenes y cosas de nenas").
Ideas, estas y muchas otras, que hombres y mujeres repiten ancestralmente como
un mantra incuestionable, y que resultan tan perniciosas -y tan invisibles- como el techo de
cristal.

Hay un hilo conductor nada inocente, hijo directo de estas ideas, que une, por ejemplo, el hecho
en apariencia banal de que casi todas las publicidades de artículos de limpieza -o de pañales-
estén dirigidas a mujeres, y la frase "la maté porque era mía". Hay un hilo conductor nada
inocente, hijo directo de estas ideas, que une, por ejemplo, el hecho de que los periodistas

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continuemos pergeñando artículos sobre, por decir algo, "mujeres que conducen autobuses"
(como si hubiera que celebrar que unos seres genéticamente incapaces de mover palancas
hubieran conseguido un logro importante), y la brecha salarial. Hay un hilo conductor nada
inocente, hijo directo de estas ideas, que une, por ejemplo, el hecho en apariencia positivo de
que se organicen mesas redondas en las que se convoca a mujeres a hablar de "literatura
femenina" (como si eso existiera), y la dificultad para acceder a ciertos espacios por cuestiones
de género.

Mientras el atavismo de educar a las niñas para "cosas de niñas" y a los niños para "cosas de
niños" persista bajo cualquiera de sus formas, e inevitablemente se replique como un vibrión
colérico en todos los campos de la vida social, no habrá menos mujeres muertas y las ideas de
equidad e igualdad -en cualquier terreno- serán griales inalcanzables. Por todo eso, queda claro
que esta no es una guerra de sexos: porque no es un asunto de mujeres sino de personas. De
todas las personas.

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Axolotl
Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des
Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.
Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real
después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital,
vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras,
pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta
contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía.
Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me
quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas
larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran
mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en
lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra
durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las
lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite
se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes.
Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios
sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios
y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento
comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin
embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde
unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo
yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve
ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los
que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas
figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una

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situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado
y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño
lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria,
la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se
fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima,
acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos,
su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de
toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar

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a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro
rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente
triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una
estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara,
sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas
la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían
tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo
único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían
a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con
suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino;
apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen
dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl.
Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una
inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las
finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple
ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que
pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes
acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a
los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra
manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver
mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las
criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía
la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían
mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en
que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al
revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de
semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que
no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… Pero una lagartija tiene también
manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular

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rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis
que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su
cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada
ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba
como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo,
transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas
rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez
me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres
humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los
axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a
ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere
decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de
una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

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Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no
me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía
riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que
eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del
acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir
todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una
mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día
continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme
sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese
sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto
señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era
posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus
rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese
infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad
proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada
de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una
vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la
cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el
vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado
del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el
primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino.
Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de
comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna
comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera
del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror
venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl,
transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a
moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a
rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba,

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y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también
en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al
resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me
miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que
obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me
ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al
misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su
obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de
volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo
axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto
alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad
final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros,
creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

15
MUCHACHA PUNK
Rodolfo Fogwill

En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir “hice el amor” es un decir,
porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos,
ese montón de cosas que “hicimos” ella y yo, no eran el amor y ni siquiera – me atrevería hoy
a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que
la muchacha punk y yo nos “acostamos juntos”.
Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición
bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del
cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una
vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el
cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con
otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su
atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos,
creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba
la cara en Oxford Street y en Regent Street. Los cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk–
mirábamos esa misma vidriera. En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una
computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la
máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían
perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.
Blancas venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro
torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince
según dos o tal vez más; era la movida 116 ó 118, y los mirones –nadie a esas horas, por el
frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía
reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su
pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del
desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se
rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent

16
Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar
casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita
colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se
hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre – garabateando un
corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.
Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y
alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita
se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.

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Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel,
libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos
delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.
A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían supervisarlos.
Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la
computadora (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de
perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos
componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.
Poco después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street
vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía.
Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese
blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras
una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional.
Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en
el hotel.
El frío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un
amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a
prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC.
Sentía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos
bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron
a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en
mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones,
o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos,
llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que
olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión,
nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.
Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena
de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con
un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y
la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel
una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.

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Vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos árabes y africanos salían
rebotando de los tugurios porno. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de
vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de
leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras
del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross
abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa
noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy
condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza
de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las
once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica. Conté del frío, conté
del polar–suit. Ahora voy a contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier
habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un
frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y
era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida
durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la
televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del
hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío
y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los
huesos.
Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar
que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que
estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar
que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia
al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la
atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.
Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que
alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo,
noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco
induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería. Era una

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pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se
conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa,
opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés
pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido
un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un
nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero. Yo traía en el bolsillo
de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarla para no delatar mi
carácter hispano–parlante. El Chianti –embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio
del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío.
Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del
Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza,
reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había
mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la
semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de

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pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido
Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última
quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando
con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental.
Entonces aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en
Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda,
con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura
muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un
pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con
pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca
de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de mimbre mirando un
poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza
y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.
El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre;
lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana,
mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores,
y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique
Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la
existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y
también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático
a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese
latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.
Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño;
habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna
marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi
muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar;
faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo
sucedía fuera de mi cabeza.

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Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me
miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para
ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso
ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo
las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un
cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local
no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk.
Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.

Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo
la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas
cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño
a pishar y a lavarme las manos y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla.
Desde el espejo, miré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales.
Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar
mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más
irte gusta, esos que se suelen llamar “aristocráticos”, porque los aristócratas buscan
incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de
mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las
masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor!
¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa
genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico
heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos
“cinceladas” bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua
cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo
aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del
Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina,
y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos
de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir
a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer

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el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas
mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace
Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba
botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una
camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y
comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró. Pero en cambio,
su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz
provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o
planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría
mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en
cambio no me miraba. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas
extraviadas en el paso del viento. Así me dije: “se pierde su mirada pincelando el frío viento de
Oxford Street”. Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha
para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al
descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba
cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte
el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había
visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco.
¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice,
el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese
amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo
índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía
algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir:
me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa
verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub
confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de
partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba.
voy a contarlo en español:
–¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió

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creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un
rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino
a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al
pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda,
sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de
aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que
yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro
–¿Qué usted quiere?
–Nada, sentarme… Estar aquí como una sustancia de hecho… –dije en cachuzo inglés. Sin
duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de…? –
ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Sudamérica… Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que
llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba “¿Cómo puede
venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?”, imaginé que habría imaginado ella.
¿Sería un inglés?
–No. Soy sudamericano, lamentado –dije.
–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí… Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si
confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para
mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo:
–¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys
y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto

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conocer gente y entonces viajo… Conocer gente, ¿Me entiende?… Viajar… Conocer…
¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba.
–Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados
(se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal!
¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida:
–Portugal es lleno de maravilla… Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena.
Se vive una ola en completo distinta a la nuestra…
“seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que
comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita
aristocráticamente punk. Susurraba ella:
–Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–:
Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra.
¿Es no, eso …Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios
hijos de perra.
–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su
Players.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo,
quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo
imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda:
–Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh… –y desenrolló un billete de cinco
libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara
de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se
borraran, eso simplificaba la narración.
–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una
inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el
frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de

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mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres.
Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de
perra.
¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para
completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los
movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras, un mozo
muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de
propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de
Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un

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poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la
pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla
de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido
un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban
siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle.
Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo
bebía el vino por placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y
este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé a
mi hotel. No quiso. Habló:
–Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me
invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar
más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las
12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los huesos, argentinos, del
narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi
Muchacha –aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por
ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado
que la corriente, delatora, entra boyando al fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando
la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su
tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el
lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba
–creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha
ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a
la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra
cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de
Coke, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el
hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y
algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de
una ballesta, armónica como un golpe de tai chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que
había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído

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un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro
con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre
delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella
misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice,
entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro
milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio… ! Del lado izquierdo, lo que temprano
en Oxford Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos
tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres
costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de
medicina más chapucero que el

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común de los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda
decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado
derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había
comenzado a deshacerse por la humedad y por el frío y ahora necesitaba un service para
recuperar su color y su consistencia original.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: .
–¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando?
–Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices…
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle
que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente
que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje
urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su
olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor
humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas
calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones,
cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche
por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en
cualquier otro sitio. “¿Por qué?” –me preguntaba” ¿Por qué será?” Trataba de entender,
mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando
apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de
visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables,
poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó,
porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que
empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la
vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el
hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna
vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT,
encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a
ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado
de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me
abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de

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mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que
pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los
fragmentos de un autor’ que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero
ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ‘ –Nada… pensaba en este frío
maldito que arruina cicatrices… –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía
“gracias”, que en inglés (“agradecer tú”, había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio
de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en
pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo

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fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la
quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué:
–Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón…! “¡lt downs me!” traduje–.
¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una
muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un
taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a
gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio
bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con
media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por
el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar
que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan
chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso
paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía “Shadley House”. En la puerta
de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía “R. H. Shadley”.
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha,
la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto
a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado
con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como
Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces.
Al pasar por la puerta ella gritó “hello” y una voz le devolvió en francés una ristra de
guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración “queterrecontra” y con
una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi
dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich
disputando en francés por algo que no alcancé a entender.
Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el
color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían
espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.

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Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien
abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos
estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran “su gente”
y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados (“angry”, dijo) con ella, porque
les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una “zorra mezquina”,
creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas,
pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias
oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que

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comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres
generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido
nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando
las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le
había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su
entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y
la servidumbre de la casa. Vacilaba:
–Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, el
marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía “costumbres repugnantes”. No
pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades
punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me
contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de
museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio,
tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa
de sus ‘sevicios de espía, o policía, en la India.
Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna
y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo
admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos
viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos “hijos de perra
malolientes”. Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos
de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos
muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. “Cerdos malolientes”, había vuelto
a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía
realizarse semanalmente le costaba veiticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi
opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme
dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces
la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo
aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto pilo, pero uno de los anaqueles
se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de
alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin

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alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas
sobre pupitres de madera blanca muy suave.
Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una
familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por
seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los
atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran
catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del
combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.

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Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. “Nunca se sabe”, dije
en español, y le aclaré en inglés “es no fácil saber”. Ella se encogió de hombros y dijo que sus
amigos eran capaces de cualquier cosa, “como pobre Charlie”. Quise saber quién era “pobre
Charlie” y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas
de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a
Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme
de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, “como una
substancia de hecho”. El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras
tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito,
pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe
testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay
mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación
y de esquí acuático.
Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó
con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía
ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi
Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la
miniatura de Coke de su colgante de oro. “Aceite de heroína”, explicó. Ella había sido adicta y
friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.
Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían
matado a sus mejores amigos una noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de
aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le
traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al baño y
yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi
cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala
contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho
por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí
media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por
su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito

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de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel
y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys?
¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates
británicos…! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño,
trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba “hogar” en inglés de los
salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos,
pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la
brasa de mis 555, y –

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¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues
el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de
buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o
veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de
aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar
sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente
alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles
gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las
ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con
o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como
cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo
discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas…! ¡Las sábanas eran más suaves
que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía
camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en
las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches
de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas
sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura
de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor:
yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de
residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor
con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La
franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha
virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a
declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: “ai camin ai camin ai
camin ai camin ai camin”, gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos “ai voi ai voi ai
voi ai voi” de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas
sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur
y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se

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amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas,
pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran
las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.
Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (lee mi Muchacha
Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que
ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había
manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los
Sistemas.

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Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba una
publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante:
enriquecería mi conversación por un tiempo.
Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo
llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a
los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando
le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su
propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más.
En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba
profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes.
Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos
podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso,
parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a
pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y los
mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos
dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo
podía seguir leyendo, pues “la luz de la luz no nos molesta”. Así dijeron. Se desnudaron, se
echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato
entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y
agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato
velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen,
más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi
Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el
amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla.
Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi
Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba
una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo
volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió

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ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de
honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más
color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó
abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me
guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo
dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato
en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella
no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre
y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo
no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las
discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos
sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria
que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué
las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave
bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo
despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa
olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras
suspendidas de Paraná Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del
frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas,
en pleno corazón de la ciudad de Londres.
Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique
más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta
la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante
en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su
teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió
amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando
a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. Volvería recién a fines de
abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba

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sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba
con prudencia en medio de la rough hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado
porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que
debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió
un rato mi hipótesis y finalmente concedió:
–No lo sé, tal vez tengas razón…
Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos
de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.
Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos
y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.
Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde
con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi
procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad.
¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué
habría hecho otro en mi lugar…? ¡A muchos querría ver en una

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situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés…! Oscurecía. Inapelable, se
nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra “Argentina”, el armero
judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares
y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero
supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.
El paqui, cuando oyó que decía “Buenos Aires, Argentina, Sur” arregló su turbante violeta y
adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su
tierra…?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la
frase “cidade maravilhosa dincantos mil”, pero apoyándola contra la melodía de la opereta
Evita.
Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento
mostrándome sus dientes perfectos de marfil.
Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí argentinamente
y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura
noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático
aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés, era petulante
y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así
les va…!
(1979)

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Algo muy grave va a suceder en este pueblo
Gabriel García Márquez

Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o


escribirlo, García Márquez contó lo que sigue, “Para que vean después cómo cambia cuando lo
escriba”.

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno
de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación.
Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este
pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo
se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro
jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué
pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana
sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o
una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen. La pariente lo oye y va
a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor
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véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora
agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el

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momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las
actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados
por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central
donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno
de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y
otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos
va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca. FIN

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DIOS EN LA TIERRA
José Revueltas

La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus
puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de
tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades
incomprensibles, inabarcables, que venían… ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las
Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de
sitio, avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano
y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida,
agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia.
Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una
cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas
las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de
Dios. Dios de los Ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y terrible, hostil y sordo,
de piedra ardiendo, de sangre helada. Y eso era ahí y en todo lugar porque Él, según una vieja
y enloquecedora maldición, está en todo lugar: en el siniestro silencio de la calle; en el colérico
trabajo; en la sorprendida alcoba matrimonial; en los odios nupciales y en las iglesias, subiendo
en anatemas por encima del pavor y de la consternación. Dios se había acumulado en las
entrañas de los hombres como sólo puede acumularse la sangre, y salía en gritos, en despaciosa,
cuidadosa, ordenada crueldad. En el Norte y en el Sur, inventando puntos cardinales para estar
ahí, para impedir algo ahí, para negar alguna cosa con todas las fuerzas que al hombre le llegan
desde los más oscuros siglos, desde la ceguedad más ciega de su historia.
¿De dónde venía esa pesadilla? ¿Cómo había nacido? Parece que los hombres habían aprendido
algo inaprensible y ese algo les había tornado el cerebro cual una monstruosa bola de fuego,
donde el empecinamiento estaba fijo y central, como una cuchillada.
Negarse. Negarse siempre, por encima de todas las cosas, aunque se cayera el mundo, aunque
de pronto el Universo se paralizase y los planetas y las estrellas se clavaran en el aire.
Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca, y tras de
las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabían ni

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un alfiler ni un gemido.
Era difícil para los soldados combatir en contra de Dios, porque Él era invisible, invisible y
presente, como una espesa capa de aire sólido o de hielo transparente o de sed líquida. ¡Y cómo
son los soldados! Tienen unos rostros morenos, de tierra labrantía, tiernos, y unos gestos de
niños inconscientemente crueles. Su autoridad no les viene de nada. La tomaron en préstamo
quién sabe dónde y prefieren morir, como si fueran de paso por todos los lugares y les diera un
poco de vergüenza todo. Llegaban a los pueblos sólo con cierto asombro, como si se hubieran
echado encima todos los caminos y los trajeran ahí, en sus

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polainas de lona o en sus paliacates rojos, donde, mudas, aún quedaban las tortillas crujientes,
como matas secas.
Los oficiales rabiaban ante el silencio; los desenfrenaba el mutismo hostil, la piedra enfrente, y
tenían que ordenar, entonces, el saqueo, pues los pueblos estaban cerrados con odio, con
láminas de odio, con mares petrificados. Odio y sólo odio, como montañas.
—¡Los federales! ¡Los federales!
Y a esta voz era cuando las calles de los pueblos se ordenaban de indiferencia, de obstinada
frialdad y los hombres se morían provisionalmente, aguardando dentro de las casas herméticas
o disparando sus carabinas desde ignorados rincones.
El oficial descendía con el rostro rojo y golpeaba con el cañón de su pistola la puerta inmóvil,
bárbara.
—¡Queremos comer!
—¡Pagaremos todo!
La respuesta era un silencio duradero, donde se paseaban los años, donde las manos no
alcanzaban a levantarse. Después un grito como un aullido de lobo perseguido, de fiera
rabiosamente triste;
—¡Viva Cristo Rey!
Era un Rey. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Por qué caminos espantosos? La tropa podía caminar
leguas y más leguas sin detenerse. Los soldados podían comerse los unos a los otros. Dios había
tapiado las casas y había quemado los campos para que no hubiese ni descanso ni abrigo, ni
aliento ni semilla.
La voz era una, unánime, sin límites: “Ni agua.” El agua es tierna y llena de gracia. El agua es
joven y antigua. Parece una mujer lejana y primera, eternamente leal. El mundo se hizo de agua
y de tierra y ambas están unidas, como si dos opuestos cielos hubiesen realizado nupcias
imponderables. “Ni agua.” Y del agua nace todo. Las lágrimas y el cuerpo armonioso del
hombre, su corazón, su sudor. “Ni agua.” Caminar sin descanso por toda la tierra, en
persecución terrible y no encontrarla, no verla, no oírla, no sentir su rumor acariciante. Ver
cómo el sol se despeña, cómo calienta el polvo, blando y enemigo, cómo aspira toda el agua
por mandato de Dios y de ese Rey sin espinas, de ese Rey furioso, de ese inspector del odio que
camina por el mundo cerrando los postigos…
¿Cuándo llegarían?

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Eran aguardados con ansiedad y al mismo tiempo con un temor lleno de cólera. ¡Que vinieran!
Que entraran por el pueblo con sus zapatones claveteados y con su miserable color olivo, con
las cantimploras vacías y hambrientos. ¡Que entraran! Nadie haría una señal, un gesto. Para eso
eran las puertas, para cerrarse. Y el pueblo, repleto de habitantes, aparecería deshabitado, como
un pueblo de muertos, profundamente solo.
¿Cuándo y de qué punto aparecerían aquellos hombres de uniforme, aquellos desamparados a
quienes Dios había maldecido?
Todavía lejos, allá, el teniente Medina, sobre su cabalgadura, meditaba. Sus soldados eran
grises, parecían cactus crecidos en una tierra sin más vegetación. Cactus que podían estarse ahí,
sin que lloviera, bajo los rayos del sol. Debían tener sed, sin embargo, porque escupían pastoso,
aunque preferían tragarse la saliva, como un consuelo. Se trataba de

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una saliva gruesa, innoble, que ya sabía mal, que ya sabía a lengua calcinada, a trapo, a dientes
sucios. ¡La sed! Es un anhelo, como de sexo. Se siente un deseo inexpresable, un coraje, y los
diablos echan lumbre en el estómago y en las orejas para que todo el cuerpo arda, se consuma,
reviente. El agua se convierte, entonces, en algo más grande que la mujer o que los hijos, más
grande que el mundo, y nos dejaríamos cortar una mano o un pie o los testículos, por hundirnos
en su claridad y respirar su frescura, aunque después muriésemos.
De pronto aquellos hombres como que detenían su marcha, ya sin deseos. Pero siempre hay
algo inhumano e ilusorio que llama con quién sabe qué voces, eternamente, y no deja
interrumpir nada. ¡Adelante! Y entonces la pequeña tropa aceleraba su caminar, locamente, en
contra de Dios. De Dios que había tomado la forma de la sed. Dios ¡en todo lugar! Allí, entre
los cactus, caliente, de fuego infernal en las entrañas, para que no lo olvidasen nunca, nunca,
para siempre jamás.
Unos tambores golpeaban en la frente de Medina y bajaban a ambos lados, por las sienes, hasta
los brazos y la punta de los dedos: “a…gua, a…gua, a…gua. ¿Por qué repetir esa palabra
absurda? ¿Por qué también los caballos, en sus pisadas… ?” Tornaba a mirar los rostros de
aquellos hombres, y sólo advertía los labios cenizos y las frentes imposibles donde latía un
pensamiento en forma de río, de lago, de cántaro, de pozo: agua, agua, agua. “¡Si el profesor
cumple su palabra…!”
—Mi teniente… —se aproximó un sargento.
Pero no quiso continuar y nadie, en efecto, le pidió que terminara, pues era evidente la inutilidad
de hacerlo.
—¡Bueno! ¿Para qué, realmente…? —confesó, soltando la risa, como si hubiera tenido gracia.
“Mi teniente.” ¿Para qué? Ni modo que hicieran un hoyo en la tierra para que brotara el agua.
Ni modo. “¡Oh! ¡Si ese maldito profesor cumple su palabra…!”
—¡Romero! —gritó el teniente.
El sargento movióse apresuradamente y con alegría en los ojos, pues siempre se cree que los
superiores pueden hacer cosas inauditas, milagros imposibles en los momentos difíciles.
—¿…crees que el profesor… ?
Toda la pequeña tropa sintió un alivio, como si viera el agua ahí enfrente, porque no podía
discurrir ya, no podía pensar, no tenía en el cerebro otra cosa que la sed.
—Sí, mi teniente, él nos mandó avisar que con seguro ai’staba…

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“¡Con seguro!” ¡Maldito profesor! Aunque maldito era todo: maldita el agua, la sed, la
distancia, la tropa, maldito Dios y el Universo entero.
El profesor estaría, ni cerca ni lejos del pueblo para llevarlos al agua, al agua buena, a la que
bebían los hijos de Dios.
¿Cuándo llegarían? ¿Cuándo y cómo? Dos entidades opuestas enemigas, diversamente
constituidas aguardaban allá: una masa nacida de la furia, horrorosamente falta de ojos, sin
labios, sólo con un rostro inmutable, imperecedero, donde no había más que un golpe, un
trueno, una palabra oscura, “Cristo Rey”, y un hombre febril y anhelante, cuyo corazón

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latía sin cesar, sobresaltado, para darles agua, para darles un líquido puro, extraordinario, que
bajaría por las gargantas y llegaría a las venas, alegre, estremecido y cantando.
El teniente balanceaba la cabeza mirando cómo las orejas del caballo ponían una especie de
signos de admiración al paisaje seco, hostil. Signos de admiración. Sí, de admiración y de
asombro, de profunda alegría, de sonoro y vital entusiasmo. Porque ¿no era aquel punto…
aquél… un hombre, el profesor…? ¿No?
—¡Romero! ¡Romero! Junto al huizache… ¿distingues algo? Entonces el grito de la tropa se
dejó oír, ensordecedor, impetuoso:
—¡Jajajajay…! —y retumbó por el monte, porque aquello era el agua.
Una masa que de lejos parecía blanca, estaba ahí compacta, de cerca fea, brutal, porfiada como
una maldición. “¡Cristo Rey!” Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos
tenazas de cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como Él mismo, como no puede ser
más que Dios, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para
arrojar rayos e incendiar, castigar, vencer.
En la periferia de la masa, entre los hombres que estaban en las casas fronteras, todavía se
ignoraba qué era aquello. Voces sólo, dispares:
—¡Sí, sí, sí!
—¡No, no, no!
¡Ay de los vecinos! Aquí no había nadie ya, sino el castigo. La Ley Terrible que no perdona ni
a la vigésima generación, ni a la centésima, ni al género humano. Que no perdona. Que juró
vengarse. Que juró no dar punto de reposo. Que juró cerrar todas las puertas, tapiar las ventanas,
oscurecer el cielo y sobre su azul de lago superior, de agua aérea, colocar un manto púrpura e
impenetrable. Dios está aquí de nuevo, para que tiemblen los pecadores. Dios está defendiendo
su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos.
En medio de la masa blanca apareció, de pronto, el punto negro de un cuerpo desmadejado,
triste, perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de terror, pálido y verde en
medio de la masa. De todos lados se le golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el
odio, espontáneo, salía.
—¡Grita viva Cristo Rey…!
Los ojos del maestro se perdían en el aire a tiempo que repetía, exhausto, la consigna:
—¡Viva Cristo Rey!

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Los hombres de la periferia ya estaban enterados también. Ahora se les veía el rostro negro, de
animales duros.
—¡Les dio agua a los federales, el desgraciado!
¡Agua! Aquel líquido transparente de donde se formó el mundo. ¡Agua! Nada menos que la
vida.
—¡Traidor! ¡Traidor!
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un
machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe
escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”,
dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo

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de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.
De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera
el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado
por la tierra.

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NATACIÓN
Virgilio Piñera (Cuba, 1912-1979)
He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor
a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano.
También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante
de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.
No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los
estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza
uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el
gusano que se arrastra por el suelo.
Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en
los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco.
De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que
atrapo en las profundidades submarinas.
(1957)

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El banquete
Julio Ramón Ribeyro

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de
este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general.
Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las
ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de
zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva
y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando
se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco
de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para
cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como
dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín.
En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie
de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin
salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera,
que cruzaba sobre un torrente imaginario.

Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la
mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas
provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes
con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al
presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar
el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y
restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos
preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.

Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que
en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos
orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al
fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de

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esta recepción.

-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra
fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre
modesto.

-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el
momento hacer efectiva su invitación.

Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos
como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar
adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad,
aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle
humildemente su proyecto.

-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea.Pero por el momento me
encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.

Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas
reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para
alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente
(que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.

Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse
por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.

Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y
cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber
perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se
veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde
(como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más
importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando
de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como
una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el
sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.

El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde
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estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus
sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de
delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos
los que desempeñan oficios clandestinos.

Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios,


diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier
los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les
estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.

Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la
gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente.
Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la
etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que
le dañó una de sus charreteras.

Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron
discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron
en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada
por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente
mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.

A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del
Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del
faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los
panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.

Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía
sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias.
A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no
encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los
comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de
anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas,
palmaditas, puros y paradojas.

Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a
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una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí,
sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una
princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.

-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada
de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré.
Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses
discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted
también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.

Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron
sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos
de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban
ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse
a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don
Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron
hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el
convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la
ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.

A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le
vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó
los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada,
aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente
había sido obligado a dimitir.

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La bicicleta
Julio Torri

Es un deporte que para practicarlo no necesita uno de compañeros. Propio pues para
misántropos, para orgullosos, para insociables de toda laya. El ciclista es un aprendiz de suicida.
Entre los peligros que lo amenazan los menores no son para desestimarse: los perros, enemigos
encarnizados de quien anda aprisa y al desgaire; y los guardias que sin gran cortesía recuerdan
disposiciones municipales quebrantadas involuntariamente.

Desde que se han multiplicado los automóviles por nuestras calles, he perdido la admiración
con que veía antes a los toreros y la he reservado para los aficionados a la bicicleta.

En ella va uno como suspendido en el aire. Quien vuela en aeroplano se desliga del mundo. El
que se desliza por su superficie sostenido en dos puntos de contacto no rompe amarras con el
planeta.

El avión y el auto no guardan proporción por su velocidad con el hombre, que es mayor que la
que él necesita. No así la bicicleta.

Raro deporte que se ejercita sentado como el remar. Todos los intentos para compartirlo con
otros han sido frustráneos.

Lo exclusivo de su disfrute la hace apreciable a los egoístas.

Llegamos a profesarle sentimientos verdaderamente afectuosos. Adivinamos sus pequeños


contratiempos, sus bajas necesidades de aire y aceite. Un leve chirrido en la biela o en el buje
ilustra suficientemente nuestra solícita atención de hombres sensibles, comedidos, bien
educados. Sé de quienes han extremado estos miramientos por su máquina, incurriendo en
afecciones que sólo suelen despertar seres humanos. Las bicicletas son también útiles, discretas,
económicas.

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Persiguiendo a los Rolling Stone
Daniela Rea

18/2/2006, 22:50, Río de Janeiro.

Parece románticamente gracioso o gracio-samente romántico que Keith Richards tome su


guitarra y se ponga a cantar un tema que se llama This place is empty delante de más de un
millón de personas, en el concierto más grande de toda la historia de la música, sobre un
escenario de 22 metros de alto, 28 metros de ancho y 60 metros de profundidad montado frente
a la playa de Copacabana, en Río de Janeiro. Y ahí estoy yo ahora: en el centro del universo,
frente al escenario, delante de todo, y ahí están ellos, tocando gratis para la gente y los veo en
tamaño natural, como si estuviera en un teatro, y no lo puedo creer.

18/2/2006, 19:07, Río de Janeiro.

Me fundo frente al escenario en un abrazo de seis brazos con mis amigos Diego Perri y Marcelo
Sonaglioni. Diego y Marcelo son coleccionistas y fans y entienden de qué se trata lo que vamos
a vivir dentro de menos de tres horas. Hay gente en los balcones de todos los edificios de la
Avenida Atlántica, hay gente sobre la avenida y gente sobre la playa y gente en los yates sobre
la costa. Hay lenguas que caminan por todas partes. Hay un dirigible sobrevolando la zona y
hay un dirigible, de pronto, en la pantalla gigante (bien gigante), un dirigible con una lengua,
una lengua que sobrevuela una gran metrópoli, una lengua que se apresta a aterrizar sobre
nosotros, y ahí está Keith, señores, Jumping Jack Flash, nada menos, y en seguida Jagger dice
Hola, Rio, hola, Brasil y empieza It ‘s Only Rock ‘n‘ Roll, y no sé a quién mirar, porque si lo
miro a Mick me lo pierdo a Keith y si lo miro a Ronnie me lo pierdo a Charlie. Es increíble: los
vi en el 94, los vi en el 95, los vi en el 98, y este show es mejor que todos los anteriores. Me
parece que hay un par de pifies en Wild Horses. ¿Por qué, entonces, estoy llorando?

17/2/2006, 12:30, Río de Janeiro.

Estoy frente al hotel Copacabana Palace junto a cientos de fans que esperan desde la vereda
que alguno de ellos se asome por la ventana y salude, sonría, haga un gesto, una señal, cualquier
cosa, lo que sea, mientras en frente, sobre la playa, terminan de montar el escenario donde
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mañana veré a la banda. Me topo con un paraguayo que los vio 41 veces. Me dice que van a
tocar solo media hora, que por eso aceptaron reducir su cachet.

-¿De dónde sacaste eso?

-Es un hecho. Ya lo sabe todo el mundo -dice el paraguayo, imperturbable. -¿Y por qué solo
media hora?
-Porque el cachet que les pagaron alcanza solo para eso.
-No puede ser, sería
una catástrofe.

-Es lo que yo digo. Va a ser una catástrofe.

Lo que sabe "todo el mundo" es que el show tiene que terminar antes de la medianoche, porque
en caso contrario, la empresa promotora deberá abonar una multa de 125 mil dólares. Lo que
no queda claro es antes de cuál medianoche debe terminar el show, porque el 18 de febrero en
el Brasil hay dos medianoches: a las 12:00 de la noche hay que atrasar el reloj una hora y
vuelven a ser las 23:00 No deja de ser maravilloso que la noche de las dos medianoches sea
justo la noche que tocan los Rolling Stones. En el lugar donde los Stones brindan el concierto
más grande de la historia de la música, el día tiene 25 horas.

17/2/2006, 16:30, Río de Janeiro.

Desde uno de los balcones del Copacabana Palace, Ron Wood saluda a la multitud, agita los
brazos, payasea. Se agradece. Están ahí. Estoy acá. Somos vecinos. Durante dos días, ellos y
yo viviremos sobre la misma avenida. El 19 de febrero, ellos y yo nos iremos a Buenos Aires.

18/2/06, 22:30, Río de Janeiro.

La versión de Midnight Rambler es uno de los grandes momentos de un show pródigo en


grandes momentos, un show que en sí mismo es un gran momento.

17/2/2006, 14:30, Río de Janeiro.

Me cuelgo, orgulloso, mi credencial en el cuello e ingreso sin problemas en el Copacabana


Palace. En eso baja Bobby Keys con la esposa. Bobby es el saxofonista de los Stones desde
antes de que yo naciera. El saxo de Brown Sugar, por ejemplo, lo toca él. Pero está con la mujer
y están saliendo de paseo... ¿Qué puedo hacer antes de que se vayan? Bueno, grito Ey, Bobby,

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y Bobby se da vuelta y sonríe, y sonrío. Le digo Nice to meet you y le extiendo la mano. Me la
estrecha, como un caballero. A ver si nos entendemos: los dedos que tocan el saxo en Brown
Sugar o en Can‘t You Hear Me Knocking se estrechan contra los míos.

Los mismos dedos con que Bobby toma por la cintura a su esposa hasta que salen del hotel y
se pierden con rumbo desconocido.

21/2/2006, 18:30, Buenos Aires.

Llego al estadio tres horas antes del concierto, pero la gente que tiene tickets para el campo
forma una fila de siete cuadras. Me topo con una pareja amiga que llegó a las 5:00 de la tarde.
Me ayudan a ahorrar una cuadra y media. Logramos entrar recién a las 9:30 de la noche. Quince
minutos después se apagan las luces. Afuera hay cuadras y cuadras de gente que compró su
ticket y no logró entrar. Afuera hay un descontrol que puedo imaginar pero no ver, porque
felizmente quedé del lado de adentro. Suena el teléfono celular de mi amiga. Su madre quiere
saber si está bien. La televisión está mostrando en directo una batalla entre policías y
espectadores. Los Stones arrancan con Jumping Jack Flash.

18/2/2006, 23:50, Río de Janeiro.

Termina el concierto y caminamos detrás del escenario, hacia el sector de prensa. Nos permiten
cruzar por el mismo puente gigante que va desde el escenario hasta el Copacabana Palace, el
mismo puente por el cual vino y se fue la banda. Desembocamos frente a la piscina del hotel,
en una fiesta de puta madre con baile, tragos, mujeres hermosas. Subimos al entrepiso: el corista
Bernard Fowler besuquea a una menina, el tecladista Chuck Leavell se sirve un plato de fideos;
la sexy Lisa Fischer come solita, sentada en el suelo, recostada contra una columna.

El salón está decorado con fotos en blanco y negro, autografiadas, de los visitantes ilustres. Por
lo que veo, aquí estuvieron todos: Carmen Miranda, Sartre y Simone de Beauvoir, John Wayne
y, entre muchos otros, claro, Mick Jagger. ¿Y si me robo el cuadro firmado por él? No puedo
descolgarlo sin que nadie me vea, por menos luz que haya en este salón. Existen grandes,
enormes posibilidades de que me caguen a trompadas, me metan preso, me deporten, quiero
decir, robar es un delito y si uno, para colmo, está en un país que no es el suyo, el problema se
agrava, sería el fin de mi carrera profesional, tal vez, y aún así evalúo el robo con seriedad,
porque no deja de ser una foto autografiada de Mick Jagger. Y además está enmarcada.
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Ey, esa que está ahí es Jo, la mujer de Ronnie. Ey, ese es Ronnie. ¡Ronnie! Está tomando una
cerveza. Parece contento. Ese que está ahí es Keith. ¡Keith! Está con Patti, su mujer.

-Está hermoso -dice Marcelo, muy seriamente. Asiento.

Y ese que está ahí es Jagger. ¡Guau! Los tres están sentados en unos sillones en una especie de
Vip improvisado, separados del resto de la fiesta por un corredor de sogas rojas y una mesa de
madera repleta de manjares. Nos asomamos al borde de la soga, al borde de la mesa. Nos
gratifica el solo hecho de saber que están tan cerca. Entre la mesa con los manjares y la pared
hay un espacio delgadísimo. Una chica que debe medir 1,75 y debe pesar 45 kilos lo advierte y
pasa por allí sin inconvenientes. Mis proporciones son diferentes a las de ella. Quiero decir, yo
mido 1,79 y peso 95 kilos, no creo que pueda... Me atasco entre la mesa y la pared, y un security
de proporciones parecidas a las mías, pero de masa muscular más sólida, me viene a echar con
los mejores modales. Come on, man, enjoy the party, you can‘t stay here. Jagger se pierde por
una puerta por la cual no podemos seguirlo. Keith sale del megavip con Patti rumbo a un
ascensor. Diego lo persigue con su pocket. Cuando lo alcanza, tiene la delicadeza de pedirle
permiso para retratarlo. Keith le hace un gesto que quiere decir No, por favor, estoy cansado.
Diego respeta la voluntad de Keith. Nos hemos jurado no robarles una foto jamás: los amamos
demasiado para eso. La puerta del ascensor se cierra. Ronnie se queda un rato más, por suerte.
En cuanto Ronnie decide irse, la fiesta ha perdido su razón de ser: las mujeres hermosas se nos
antojan feas, los manjares se vuelven insípidos, las cervezas se calientan y nos vamos. En
Buenos Aires habrá otra oportunidad.

21/2/2006, 22:25, Buenos Aires.

Los vasos de Coca-Cola vacíos no son buenos para derribar a las chicas que están subidas al
hombro de sus novios. Lo mejor son las botellas de agua mineral de medio litro. Cuando sienten
el impacto, las chicas comprenden que deben bajarse para que puedan observar el show quienes
están detrás. Mi puntería es buena. Por eso puedo ver sin interferencias cuando Jagger se sienta
al piano para cantar Worried About You.

En el medio de Midnight Rambler, Keith se apoya sobre el hombro de Mick. La pantalla gigante
registra la escena y el mundo se paraliza.

23/02/2006, 18:00, Buenos Aires.


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Diego me dio un pase que me permite acceder al lugar más cool de todo el estadio: el
Rattlesnake Inn, un lounge al lado del camarín de la banda. Estoy presente en el momento en
que entran al estadio. Keith y Ronnie están despatarrados en uno de los carritos que se utilizan
para sacar fuera de la cancha a los jugadores lesionados en los partidos de fútbol. En el carrito
de atrás van Charlie Watts y el bajista Darryl Jones. No sé por dónde habrá entrado Jagger: tal
vez, simplemente haya llegado antes que nosotros. A las 7:00 de la tarde abren las puertas del
Rattlesnake Inn. Diego me cuenta que Charlie se pasó aquí buena

parte de la previa al show del 21, que Ronnie y Keith se hicieron ver un poco (no demasiado)
y que Mick se mantuvo escondido. Adelanto la cena. Me sirvo ojo de bife, pastel de carne,
kebab, un poco de tarta de frambuesa. Luego empiezo a caminar. Todos menos Charlie salen
del camarín al Rattlesnake Inn y del Rattlesnake Inn a los pasillos del Monumental: Mick está
de negro, Ronnie y Keith, de azul... Lo bueno de que hayan salido es que volverán, y cuando
vuelvan, los veré de nuevo.

Vuelven, sí, los veo de nuevo. Pasan directamente al camarín. Si tan solo se quedaran aquí unos
minutos... No está permitido tomar fotos, pero me han dicho que el 21, Ronnie accedió a
retratarse con un par de fans que se lo pidieron educadamente. Marcelo y Diego están muertos
de pena: sencillamente, no aceptan que no suceda nada. De pronto, Jane Rose, la mánager
personal de Richards, los ve con cara de pollos mojados y les dice Come on. Muerto de envidia,
los veo perderse por la puerta negra. Emergen con una foto con Keith y la satisfacción del deber
cumplido.

Ey, ese que está ahí no es... Qué pregunta estúpida, claro que es Charlie Watts. Si lloro antes
de pedirle la foto lo voy a asustar, tengo que calmarme. Lo saludo, Hello, Charlie, nice to meet
U (nadie me echa, qué bueno), with all respect (no me huye... ¡genial!), You know, the emotion.
tartamudeo. I don ‘t wanna bother you (¡me sonrió!). Would you let me take me a picture with
you? Me contesta Yes, Ok, no problem. Viene Santiago, amigo, ex manager de Charly García,
con su camarita. Le atravieso la espalda con el brazo a Charlie (Watts), nos sacamos la foto. Ya
está. Thank you very much, Charlie. Podría hablar una hora y media sobre él, pero me quedo
sin palabras. Ahora sí, me largo a llorar como un niño. Ahora estoy hecho. A las 20:50, una
hora exacta antes del show, desalojan el Rattlesnake Inn. Los Stones se quedan solos,
concentrados, y yo me voy a mi platea a esperarlos.

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23/02/2006, 21:50, Buenos Aires.

Uno de los tipos que está tocando sobre el escenario es mi amigo, el baterista, el que se saca
fotos conmigo. Este show es mejor que el del 21, que era, a su vez, mejor que el del Río. Este
show es, por lo tanto, el mejor que vi en mi vida. Llueve mucho, mucho, y ellos salen con
sombreros y con pilotos, y, con la excepción de Charlie, tocan con esos sombreros maravillosos.
La pantalla altera su rutina cuando tocan Rain Fall Down y, por supuesto, muestra imágenes
del diluvio que se cierne sobre Buenos Aires.

Hoy se les da por tocar Angie -y ahí es tanto lo que lloro que una chica se acerca a consolarme-
, hoy se les da por tocar Gimmie Shelter, hoy vuelven a tocar Get Off Of My Cloud... De un
concierto al otro hay nada menos que seis temas diferentes. Cuando, en la mitad del show se
mudan al centro del campo, descubro que mi ubicación en la platea General Belgrano es la más
adecuada para el escenario "B". Jagger está desaforado

devolviendo las remeras sudadas, empapadas, que le arroja el público. Afuera, la policía está
desaforada reprimiendo a los miles de muchachos que trataron de pasar sin su entrada.

Después de la secuencia de superclásicos que termina en Satisfaction, los saludos a la gente y


algún tibio amago de fuegos artificiales opacado por la lluvia, la lengua roja que lame la pantalla
gigante anuncia que, ahora sí, todo terminó, que quién sabe cuándo volveré a ver a los Rolling
Stones.

Al día siguiente, lo llamo a Santiago para que me mande mi foto con Charlie Watts. Santiago
me dice qué lástima que nos desencontramos ayer, te llevaba a la fiesta.

-¿Qué fiesta? -le digo.

-La del Four Seasons. Fuimos a las 3:00 de la mañana con Charly (García). Después apareció
Maradona.

-No me digas nada, no sigas -le digo, y cuelgo el teléfono.

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El velero
Fabio Morábito

El letrero que anunciaba la venta era tan pequeño que, cuando sacó una tarjeta del bolsillo del
saco para anotar el número de teléfono de la agencia, le costó trabajo distinguir las cifras y tuvo
que pedirle a un joven que pasaba que lo ayudara a descifrar los últimos dos números. El letrero
estaba colocado justo en la ventana de la habitación que había sido suya y de su hermano. Dio
unos pasos hacia atrás para contemplar el edificio de cinco pisos. Era idéntico a como lo
recordaba, pero frente a los nuevos inmuebles que habían invadido la ciudad, su aspecto vetusto
era notorio. Cruzó la calle para entrar en un café, cuyo local había sido ocupado en su infancia
por una verdulería y luego un salón de belleza. Se dirigió al teléfono y marcó el número. Le
contestó una voz de mujer. Ricaño dijo que le interesaba ver el departamento que estaba en
venta y la mujer le hizo una somera descripción del mismo antes de decirle el precio. Él, después
de escuchar el precio, confirmó que quería verlo, y la otra le advirtió: “Todavía está habitado
por los que lo rentan. Se lo digo porque hay personas que no les gusta ver un departamento si
hay gente adentro.” Ricaño dijo que para él era mejor así, porque uno se daba una mejor idea
del espacio cuando tenía muebles. Se citaron para la tarde en la entrada del edificio y la mujer
dijo que hablaría en seguida a los inquilinos para anunciarles su visita. Cuando le preguntó su
nombre, él contestó “Santibáñez”. Colgó y pidió un café en la barra. Decidió esperar un rato,
el tiempo que tardaría la mujer en llamarles a los inquilinos para pedirles que estuvieran listos
para recibirlo. Se dio un plazo de veinte minutos; pidió un segundo café y echó una ojeada al
periódico deportivo que alguien había dejado sobre una de las mesas, luego pagó, cruzó la calle
y tocó el timbre del interfono. Le contestó la voz de una niña. Dijo que era la persona interesada
en comprar el departamento. La niña dejó el aparato y unos segundos después una voz de mujer
preguntó quién era.

–Soy Santibáñez, la persona interesada en comprar el departamento. –¿No iba usted a venir en
la tarde?

Ricaño dijo que sí, y explicó que, puesto que se encontraba frente a su casa, le habría convenido
verlo de una vez. Oyó un ruido rasposo, como cuando se tapa la bocina con una mano. La mujer
le dijo que esperara un momento. Él pegó la cara al portón, haciéndose sombra con una mano
para ver a través del vidrio. El interior del edificio casi no había cambiado. Reconoció el pasillo

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alfombrado que conducía al elevador y a las escaleras. Pasaron algunos minutos y estaba a
punto de volver a tocar el timbre, cuando vio a una muchacha que se acercaba desde el fondo
del pasillo. Ella llegó al portón, lo miró a través del cristal y, por fin, se decidió a abrir.

–¿El señor Santibáñez? –preguntó. –El mismo.

La muchacha lo invitó a pasar. Él le calculó unos dieciséis años. Subieron los cinco escalones
que conducían al pasillo de los departamentos de la planta baja y la muchacha tocó el timbre
en la primera puerta a la derecha. En la pequeña placa junto al timbre leyó el nombre de Del
Valle. Abrió una mujer de unos cuarenta años, en cuyas facciones se espejeaban las de la
muchacha.

–Mucho gusto –dijo sin tenderle la mano–. Disculpe el tiradero.
–Quien se disculpa soy yo –
dijo Ricaño, y le bastó pararse en el vestíbulo para tener la certeza casi traumática de haber sido
un niño entre esas paredes. Lo estremeció volver a ver los dinteles y los picaportes de las puertas
y, sobre todo, las baldosas del piso. Sin darse cuenta, se había inmovilizado, y la mujer, al verlo
cohibido, le dijo: –Pase por aquí, por favor–, pero él, en lugar de seguirla, se apretó con fuerza
el puente de la nariz para contener la emoción. Ella, entonces, le preguntó si se sentía bien. –
Disculpe –dijo Ricaño, y un sollozo le quebró la voz. La mujer y su hija se miraron. En ese
momento apareció una niña, tendría cuatro o cinco años.
–¿Por qué llora el señor, mamá? –
preguntó.

Un segundo sollozo obligó a Ricaño a voltear la cara hacia un lado para que la niña no lo viera.
Se dio media vuelta y abrió la puerta para marcharse, pero estaba asegurada con una cadena.
Intentó destrabarla y la muchacha acudió en su ayuda, quitó la cadena y abrió la puerta. Ricaño
salió y se detuvo en el rellano.

–¿Se siente mal, señor Santibáñez? –volvió a preguntar la madre de las niñas. Él sacó unos
kleenex del bolsillo del saco, se secó los ojos y volteó a mirarlas.
–Disculpen –dijo–, esta casa
me trae muchos recuerdos.

Aquí viví toda mi infancia –volvió a apretarse el puente de la nariz y sonrió débilmente–: Voy
a serle franco, señora, no tengo intención de comprar el departamento.
Vivo en el extranjero
desde hace cuarenta años. Siempre que regreso, vengo aquí. Hace diez años me animé a tocar
el timbre y me contestó un anciano, le pedí permiso para entrar y él se negó. La gente se ha
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vuelto muy desconfiada. Por eso, cuando vi el letrero de la venta, no lo pensé dos veces, me
dije: ahora o nunca.

–¡Nos dijo una mentira! –exclamó la muchacha, mirando a su madre. Ricaño se guardó el
kleenex en un bolsillo e hizo el ademán de retirarse.

–Espere, puede pasar y mirar el departamento –dijo la madre. La muchacha, entonces, tomó de
la mano a la niña, le dijo: “¡Ven!”, la llevó a una de las habitaciones y se encerró dando un
portazo. La mujer miró a Ricaño:

–Por aquí, señor Santibáñez.
–No me llamo Santibáñez –dijo él–. Le di a la señora de la


agencia el nombre de un amigo mío, no sé por qué. Me llamo Ricaño, mire –sacó la cartera,
extrajo una credencial y se la mostró a la mujer, que le echó un vistazo y dijo–: No le haga caso
a mi hija, no está de ánimo, cayó usted en un mal día, hoy hace tres meses murió mi esposo.
–
Lo siento, señora. Escogí un día pésimo para molestarlas.
–Venga, aquí está la cocina.
–Lo
sé, y esta es la puerta del baño. Viví aquí once años.

La mujer le mostró el departamento y en cada habitación Ricaño se asomó a la ventana; todas


las ventanas daban a la calle y en cada una se detuvo un rato, como si las diferentes vistas le
trajeran recuerdos diferentes. Cuando entraron en el cuarto de la muchacha, esta se llevó a su
hermanita al cuarto de junto. Por último, entraron en el baño. Lo primero en que se fijó Ricaño
fue en las losetas del piso; se sentó en el borde de la tina para mirarlas y le dijo a la mujer: –
¡Dios mío, recuerdo cada una de las manchas de estas losetas! Fíjese en esta, parece la cabeza
de un dragón, y esta es la del viejito del bastón... ¿lo ve?

La mujer se inclinó para mirar la mancha. Él dijo:
–Mire esta otra... ¿qué le trae a la
mente?
–No sé... un velero, tal vez.
–¡Exacto! ¡No sabe cuántos pleitos tuve con mi hermano
por esta mancha! Él insistía en que era un tiburón, por esta raya de aquí, pero para mí fue claro
desde el principio que era un velero. Más claro no podría ser.

–También podría ser un tiburón –dijo la mujer.
–¿Y la aleta? Siempre le dije a mi hermano
que, para ser tiburón, le falta la aleta. –Aquí está –dijo ella, señalando con un dedo una
excrecencia menuda. –Demasiado chica –se rió él–. Usted es peor que mi hermano.

En ese momento la niña hizo su aparición, pero no se atrevió a entrar. –Ven, Anita –dijo su

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madre–, dime qué ves aquí.

La niña se acercó y observó la mancha que le señaló su madre.
–No sé –dijo, y soltó una
carcajada.
–¿No se parece a ningún animal? –le preguntó su madre.
–Señora, está llevando
agua a su molino –protestó Ricaño. Entre tanto, también la hija mayor se había parado en la
puerta del baño y los observaba.

–Rosario, acércate –dijo la madre–. Mira esta mancha y dime qué parece.

La muchacha, sin mirar a Ricaño, se acercó a mirar la loseta. –Creo... parece un velero –dijo.
–
¿Ya lo ve? –exclamó Ricaño.

–Dime si no parece también un tiburón –dijo su madre, seria.

La muchacha volvió a fijarse en la mancha y dijo:
–Sí, pero no tiene la aleta.
–¿Qué le dije?


–prorrumpió de nuevo Ricaño, y acarició a la hija menor, que estaba junto a él. Luego dijo–:
¡No lo puedo creer, volví a ver el velero!
–¿No gusta un café? –le preguntó la mujer.
Ricaño
miró de reojo a la hija mayor y tomó su expresión distraída como una autorización a
quedarse.
–Me encantaría, pero ya les quité mucho tiempo –dijo.
–Lo hago en un minuto –
dijo la dueña de la casa. Los cuatro se trasladaron a la cocina, Ricaño se sentó en una silla y la
mujer preparó una cafetera para exprés, la puso sobre la parrilla y encendió el fuego. La
muchacha regañó a la niña por acercarse demasiado a la estufa. Ricaño le preguntó a la mujer
cuánto tiempo llevaban rentando el departamento y ella le contestó que dos años.
–Teníamos
una mesa muy parecida a esta, señora, pero en aquel rincón, no aquí –dijo él. –¡Se lo he dicho
un montón de veces –exclamó la muchacha–, pero no me hace caso! Dice que en este rincón
hay poca luz.
–La verdad sea dicha, ganarían ustedes espacio, señora, y en cuanto a la luz, no
se crea, hay más que suficiente.
–¿Qué caso tiene hacer cambios ahora? –dijo la mujer.
–
¡Mamá, el letrero de venta lleva seis meses! –dijo la muchacha–. Puede que pasen otros seis
antes que se venda –y, dirigiéndose a Ricaño, le preguntó–: ¿Usted me ayuda, señor? –¿A
qué?
–A mover la mesa.
–Si no le molesta a tu mamá...
–Haz lo que quieras –dijo su
madre, y apagó el fuego debajo de la cafetera. La hija se acercó a la mesa, Ricaño se puso de
pie, entre los dos la escombraron, quitaron el mantel y la transportaron hasta el rincón más
alejado de la ventana.
–Mire usted, señora, cuánto espacio se gana –dijo Ricaño.
–Sí, pero
la mesa queda a oscuras –replicó ella.
–Por culpa del refri, pero si ponemos el refrigerador

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aquí, como lo teníamos nosotros, la mesa tendrá luz suficiente.

Él y la muchacha movieron fatigosamente el refri de lugar, mientras la mujer servía el café en


dos tazas pequeñas. En efecto, la mesa, sin el refri de por medio, recibía bastante luz. –¡Se ve
mucho mejor! –dijo la hija.
–¡Así era! ¡Justo como está ahora! –exclamó Ricaño, mirando la
nueva distribución de la cocina. Tomó la taza de café que le ofreció la mujer y volvió a sentarse.
Estaba cansado por el traslado del refrigerador. La muchacha quiso saber cuál había sido su
cuarto y él le contestó que el mismo donde dormían ella y su hermana.

–¿Tenían las camas como nosotros las tenemos? –preguntó ella. –No, estaban colocadas en
ángulo. Si quieres, te muestro.

Los cuatro se trasladaron al cuarto de las niñas. Ricaño les mostró cómo su cama y la de su
hermano habían formado una escuadra entre una pared y otra.
–¡Qué extraño! ¿Y dormían
bien? –preguntó la hija.
–Si te fijas, es la mejor manera de ponerlas. Si lo hicieran así,
ganarían espacio para un escritorio.

–¿Dónde?
–Aquí –dijo Ricaño, abriendo los brazos para indicar el tamaño del mueble. La
muchacha visualizó en seguida la nueva disposición del cuarto y miró a su madre:
–Ma, no
perdemos nada con probar. Aprovechemos que el señor nos puede ayudar. Si no nos gusta,
volvemos a poner todo como estaba.
–Haz lo que quieras, voy por más café –repitió su madre,
y regresó a la cocina. Ricaño y la muchacha quitaron los libros del librero para desplazarlo más
fácilmente y luego movieron las dos camas. Cuando terminaron, la mujer había vuelto de la
cocina y se sentó en una de ellas. No había traído más café. Ricaño respiraba con fatiga.

Mover el librero y las camas había resultado más duro que desplazar el refrigerador. La
muchacha era la más animada.
–Queda lugar hasta para un pequeño librero –dijo–. Podemos
ponerlo aquí.
–Mejor acá –sugirió Ricaño, indicando el rincón junto a la ventana.

–¡Basta! –gritó la madre, y se puso de pie. La hija palideció, miró a Ricaño y le preguntó a su
madre qué ocurría.

Ella la miró con rabia–: ¿De qué sirve cambiar los muebles de lugar, si nos vamos a ir? Y usted,
señor Santibáñez...
–Ricaño –corrigió él.
–Ricaño o como se llame... llega usted y nos
mueve todo de lugar, porque cuando era usted niño la mesa estaba ahí, y el librero acá, y la

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cama de tal manera, y el refri lejos de la ventana... ¡Usted y su infancia! Me dejé llevar por sus
lágrimas.

–Señora, yo...
–¡Vino nomás a alborotarnos! –se dio media vuelta y salió de la


habitación.
Ricaño miró a la muchacha, que se sentó sobre la otra cama y parecía haber
perdido de golpe su entusiasmo.
–Hoy hace tres meses que murió mi papá, mi mamá está muy
sensible –dijo.
–Lo sé, me lo dijo hace poco.
–Tiene razón ella. ¿Para qué mover todo, si
nos vamos? Es mejor que se vaya.

Ricaño se puso de pie, se acercó a la ventana y miró la calle, empañando el vidrio con su aliento.
Estaba todavía jadeando por el esfuerzo. Volteó hacia la muchacha y le dijo: – Pregúntale a tu
mamá si quiere que ponga las cosas como estaban antes.

La muchacha fue a la cocina, él las oyó discutir brevemente, luego la hija reapareció.
–Que
deje las cosas como están –dijo. Él, entonces, salió de la habitación y caminó hasta la puerta.
Trató de abrirla, pero estaba asegurada con la cadena. La hija destrabó la cadena, abrió la puerta
y, cuando Ricaño salió, la otra cerró la puerta a sus espaldas con algo de brusquedad. Ricaño
permaneció en el rellano sin moverse, luego bajó los cinco escalones que conducían al zaguán,
caminó hasta el portón, lo abrió y salió a la calle; cruzó hasta el café de enfrente y pidió un
exprés. Desde la barra podía ver las ventanas de su antiguo departamento. Se imaginó a la
madre y a la hija discutiendo, indecisas si dejar las cosas como estaban o devolverlas a su sitio.
Les había hecho un favor y ellas lo habían echado. Al menos, le habría gustado averiguar si
terminarían por acatar sus modificaciones o no. A lo mejor, no moverían nada ahora, pero al
otro día, en la mañana, mirando las cosas con nuevos ojos, regresarían todo a su lugar, como si
él no hubiera existido.

Tomó el exprés en dos tragos, se dirigió al teléfono, que estaba junto al baño, y marcó el número
de la agencia. Le contestó la mujer con quien había hablado dos horas antes.
–Soy Santibáñez
–dijo.
–Sí, señor Santibáñez, dígame.

–Acabo de ver el departamento –dijo.
–¿Ya lo vio?
–Sí, después de hablar con usted me


acordé de un compromiso que tengo en la tarde, y como ya estaba aquí, decidí verlo de una vez.
Le toqué a la señora Del Valle y ella me hizo el favor de enseñármelo.
–¿Y qué le
pareció?
Ricaño se aclaró la garganta.
–Me gustó mucho –dijo.
–Me alegra –dijo la

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mujer.
–Pero ya sabe, es difícil hacerse una idea de una casa si se ve solo una vez.
–
Entiendo, quiere echarle una segunda mirada. ¿Le parece bien mañana en la tarde, a las
cuatro?
–Sí.
–Hasta mañana, entonces, frente a la entrada del edificio.
–Hasta mañana –
dijo Ricaño, y colgó, fue a la barra y pidió otro exprés.

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Chilanga banda / Jaime López (1995)

¿Cuántos de nosotros no hemos coreado, a todo pulmón, «Chilanga banda», reafirmando con
ello nuestro orgullo de pertenecer a, como dice la canción, la chilanga banda?

Seguramente todos saben lo que las palabras «chilango» y «banda» significan. En caso de que
no, aquí la explicación: «chilango», agregada al Diccionario de la Real Academia Española en
2009, es usada como adjetivo peyorativo o gentilicio de uso común por aquellos que no viven
en el Distrito Federal para dirigirse a las personas que pertenecen a este lugar, y «banda» hace
referencia a un grupo de personas con afinidades y gustos en común. Una vez aclarado este
punto, sigamos con la canción.

A mediados de los años 90, el grupo mexicano Café Tacvba, nacido en 1989, popularizó y, a la
vez, se hizo popular con «Chilanga banda». Esta canción hacía que los jóvenes citadinos se
sintieran más mexicanos que el nopal, más «reyes del barrio» que el mismísimo Tin Tan y los
más grandes conocedores de la escuela de la calle. Es probable que algunos de los que en esa
época estaban en plena adolescencia y se identificaban con Café Tacvba crecieran con la idea
de que esta canción pertenece a dicha agrupación. Pero esto no es así: el autor es el tamaulipeco
Jaime López.

Cover de «Chilanga banda» por Café Tacuba


http://www.youtube.com/watch?v=GFU9xJaBbvM

El compositor y cantante Jaime López es uno de los precursores del llamado Movimiento
Rupestre, surgido en los años 80. Su trabajo ha sido influencia de artistas como Botellita de
Jerez, Cecilia Toussaint, Eugenia León y Tania Libertad, entre otros. Por su formación y
habilidad literaria, el tamaulipeco se convirtió en un hito de la música mexicana, al crear
canciones cuyas letras son una crítica social y política al país. Para lograrlo, el compositor

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enriquece la canción con ingeniosas frases que contienen juegos de palabras muy características
de la cultura mexicana, en especial del DF. Y el más grande ejemplo de ello es, justamente,
«Chilanga banda».

El Movimiento Rupestre surgió dada la falta de recursos de los artistas mexicanos. Para crear
su música, usaron instrumentos acústicos como guitarra, armónica y teclado, y la riqueza de la
canción se encontraba en su letra.

Antes de escribir esta canción, López se había dedicado a musicalizar algunos de sus escritos,
pero es con este sencillo con el que consolidó su carrera. A manera de himno, «Chilanga banda»
tiene gran relevancia desde el punto de vista cultural y lingüístico. Su letra es una larga lista de
palabras de uso coloquial que están basadas en el fonema ch —el cual utilizamos bastante en
el país— y que quizá no sean muy del gusto de los «bien hablados», pero, sin duda, son
conocidas por los distintos sectores de la Ciudad de México.

Así como The Beatles, con A day in life, describen el día de un inglés en los años 60, López
relata a lo que se tiene que enfrentar un mexicano promedio un día cualquiera; define su estilo
y forma de vida y, lo mejor: lo hace canción.

Y al ver el video que realizó, por su parte, Café Tacvba, se puede ver esa parte de la «vida
chilanga». No la de las altas esferas de la sociedad mexicana, sino la de los lugares pobres y
maleados de la Ciudad de México, en donde, a diario, este sector lidia con injusticias cometidas
por «los poderosos», pidiendo ayuda de sus iguales, es decir, de otro chilango. Este sencillo
pertenece al disco Odio Fonky, tomas de buró (1994), producción que resultó muy innovadora
y que fue muy bien aceptada por el público, ya que contiene los ritmos que se encontraban de
moda, como rap —en la forma de cantarse— en combinación con rock y ritmos caribeños. De
esta manera, «Chilanga banda», rica musical y culturalmente, se convirtió en un referente de la
historia de la música en México y una canción icónica del rock en español.

A continuación, la «traducción» de la letra para aquellos que no sean chilangos o que alguna
vez se hayan preguntado: «¿Qué demonios es lo que acaban de cantar?»

Ya chole, chango chilango, / Siempre es lo mismo contigo, capitalino
,


qué chafa chamba te chutas. / trabajas en algo bien feo.

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No checa andar de tacuche / No queda bien vestir de traje

y chale con la charola / ni está bien traer placa de policía.

Tan choncho como una chinche, / Tan gordo como una chinche, 

más chueco que la fayuca, / más ilegal que la mercancía de contrabando
,
con fusca y con cachiporra, / con pistola y con macana,

te pasa andar de guarura. / te gusta ser guardaespaldas.

Mejor yo me echo una chela / Mejor me tomo una cerveza 



y chance enchufo una chava. / y tal vez me acuesto con una chica
.
Chambeando de chafirete / Trabajando de chofer

me sobra chupe y pachanga. / me sobran alcohol y fiestas.

Si choco, saco chipote / Si me estrello contra otro carro, traeré un golpe
.


La chota no es muy molacha, / La policía no es muy honrada,

chiveando a los que machucan, / amedrentando a los conductores,

se va en morder su talacha. / su trabajo es sobornar a las personas.

De noche caigo al congal. / En la noche voy a un prostíbulo
.


No manches, dice la changa. / No seas malo, dice la señora
.
Al choro del teporocho, / Al ritmo del borracho
,
enchifla, pasa la pacha / rápido, pásame la botella

Pachucos, cholos y chundos / Pachucos: mexicanos que vivían en EE. UU., que visten como Tin
Tan; cholos: jóvenes con look pandillero, y chundo: gente de baja calidad y hábitos
inapropiados
.

Chichinflas y malafachas / Chichinflas: asaltantes de poca categoría y malafachas: gente de


muy mal gusto para vestir y con poca limpieza.


Acá los chompiras rifan / Aquí los grandes amigos son muy fieles.

Y bailan tibiritabara / «Tibiritabara» es una canción de La Sonora Matancera
Mi ñero mata la bacha / Mi compañero se acaba la colilla del cigarro de mariguana,
y canta «La cucaracha». / Y canta la canción de la Revolución Mexicana que dice: «La

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cucaracha ya no puede caminar porque no tiene, porque le falta mariguana que fumar».

Su choya vive de chochos, / Su cabeza vive de pastillas, drogas,
de chemo, churro y garnachas, / de pegamento o aguarrás inhalado, cigarro de marihuana y
comida chatarra típica del DF.
Transando de arriba abajo / Robando por todos lados
,
ahí va la chilanga banda. / ahí va la gente del DF.

Chinchín si me la recuerdan, / Pobres de ustedes si insultan a mi madre,

carcacha y se les retacha. / se les regresa.

Para otros, tal vez, muestre una hipótesis que muchos tienen: que ésta es una ciudad —y un
país— cuyos habitantes recurren al vicio para olvidar problemas, para festejar, para ahogar las
penas, para brindar por el amor… para todo.

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Mi carta al hijo de AMLO
Paloma Villanueva

Coordinadora de Contenidos
Jue, 07/05/2018 - 20:26

Hola Jesús Ernesto, no te conozco ni tú a mí, pero al igual que millones de personas en México,
te vi a ti y a tu familia en la televisión durante la transmisión del discurso que tu papá dio en el
Zócalo luego de ganar la elección presidencial.
Te escribo esta carta porque sé que hay personas que han utilizado sus redes sociales para
criticarte porque no les gusta tu mechón rubio. Te han lanzado insultos y hasta te han juzgado
porque masticas chicle.
Primero quiero decirte que te envío un abrazo como el que tú nos mandaste aquella noche que
saliste en televisión.
Sé que estas agresiones podrían hacerte sentir enojado y triste, es parecido a lo que muchas
personas vivimos cuando íbamos a la escuela y nos insultaban por ser muy gordas o muy flacas,
por tener pecas, por usar lentes o por ser morenas. Es así pero multiplicado por mil.
Debes saber que lo que te está pasando se llama racismo y clasismo, que no es tu culpa y que
no está bien. No debería pasarte a ti, ni a ninguna otra persona. En especial, no debería pasarle
a ningún niño o niña.
Nuestro México es un país en el que convivimos personas muy diversas. Tenemos distintos
colores de piel, nacimos en familias que están conformadas de manera diferente, pertenecemos
a múltiples etnias por lo que hablamos diferentes lenguas, no todas tenemos la misma
orientación e identidad sexual, nuestros cuerpos son distintos y, por supuesto, tenemos gustos,
aficiones, talentos, miedos y sueños diferentes. Esto de ninguna manera significa que hay
personas de primera y personas de segunda. Todas somos personas, en este caso personas
mexicanas, y todas tenemos los mismos derechos.
Quiero contarte que en mis 30 años de vida, esta es la primera vez que la familia de quien será
presidente de mi país, se parece a mi familia. Nosotras somos personas morenas, nuestros
cuerpos no son extremadamente esbeltos ni llevamos peinados de salón de belleza, mi papá usa

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huaraches de su pueblo de Michoacán y no vestimos con ropa de diseñador. Nos parecemos,
¿no? Y a mí eso me da muchísimo gusto.
Mi alegría no es por el partido al que pertenece tu papá -quien por cierto ha prometido muchas
cosas que ahora tiene que cumplir-, sino porque tu papá es tan moreno como mi mamá y mis
tías, y porque tu mamá con sus ideas feministas ¡se parece muchísimo a mí!
Lo que intento transmitirte es que hay muchos niños, abuelas, adultos, papás, mujeres y niñas
como tú en nuestro país. Que puedes pintarte un mechón rubio, usar el cabello largo, masticar
chicle y vestirte como quieras, y eso está bien si a ti te hace feliz.
Y a quienes te han atacado y agredido en redes sociales, te propongo que les enviemos el
siguiente mensaje: ¿Por qué agredes al hijo de AMLO? ¿Sólo porque no se parece a ti?
Imagen principal tomada
de http://www.eluniversal.com.mx/sites/default/files/2018/07/02/familia_aml... el 5 de julio de
2018 a las 20:26 horas
Imagen miniatura tomada de https://pbs.twimg.com/media/DhMWezKUEAAZft2.jpg el 5 de
julio de 2018 a las 20:27 horas
Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor o autora y no necesariamente
reflejan la postura oficial de Oxfam México
XVII. LAS NEO-CAMELIAS
Cristina Rivera Garza

“Antes, por lo menos, respetábamos a los niños y las mujeres”, le dice don Epifanio Vargas —
un narco vuelto político— a Teresa Mendoza, la futura Reina del Sur en la famosa novela de
Pérez-Reverte. Recordarán los que leyeron este libro a inicios de 2008 que Teresa Mendoza no
era todavía la empresaria que logró establecer un imperio ilegal en la boca del mediterráneo,
sino sólo la novia —que no buchona— del Güero Dávila, un piloto al que por intentar pasarse
de listo se lo tronaron en plena pista de aterrizaje. Don Epifanio, fel a su palabra, le proporciona
a Teresa los contactos que la ayudarán a evadir la venganza del Narco, aunque ya para entonces
ha pasado por la violación de rigor, la persecución a salto de mata y el clásico encañonamiento
en la sien. De ahí que el antes que pronuncia don Epifanio Vargas cuando medita sobre la
posibilidad de ayudarla salga de su boca con un pesado dejo de nostalgia. Antes, eso parece
estar diciendo, la cosa era entre machos. Antes se respetaba, parece colegirse como resultado
lógico, luego entonces, a las mujeres y niños. Algo, pues, debió haber cambiado mientas tanto.

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Es de presumirse entonces que sólo en ese mítico antes pudo haber existido un personaje como
Camelia “La Texana”, aquella mujer que inmortalizaron Los Tigres del Norte en el corrido
“Contrabando y traición”, de 1971. 126 A la luz de noticias que incluyen la decapitación de una
edecán tijuanense, quien presuntamente tenía lazos sentimentales con hombres del Narco,
resulta difícil creer e incluso seguir la historia del romance entre Camelia y Emilio Varela.
Como se recordará, Emilio y Camelia se hicieron amantes mientras lograban cruzar una carga
de “yerba mala” a través de la frontera entre México y Estados Unidos. Una vez conseguida la
misión, y sin miramiento alguno, Varela le da su parte del negocio a Camelia, aconsejándole
que rehaga su vida mientras él se prepara para regresar a su casa, con su mujer, “el verdadero
amor”. Unos 30 años después, es difícil imaginar siquiera una despedida tan civilizada entre
integrantes del narcotráfco. Ahí está, por ejemplo, Emilio Varela invitando a Camelia a
continuar en otro sitio, y sobre todo con otros, la vida que merece tener. Y ahí está, sobre todo,
Camelia que en lugar de conformarse con las condecoraciones femeninas del Narco (joyas,
coches, viajes) tiene a bien vengarse a sí misma (“sonaron siete balazos”, dice la canción) y,
además, quedarse con la totalidad de la carga que había ayudado a pasar. Las Camelias de ahora
no suelen ser así. Todo parece indicar que el amor en los tiempos del narcotráfco tiene nuevas
reglas. Una década después del apogeo del corrido de Camelia, aunque todavía en ese antes
mítico que pronunciaba don Epifanio Vargas, existió también Sara Cosío Vidaurry, la novia
(supuestamente secuestrada) en compañía de quien capturaron a Rafael Caro Quintero, uno de
los capos más poderosos del Narco durante la década de los ochenta. Descrita por su padre
como una joven 127 “de carácter muy fuerte”, la hija de una familia bien de Jalisco sólo tenía
17 años y estudiaba el bachillerato en el momento de la captura en 1985. Que Sara Cosío haya
sobrevivido al romance con el capo que fue a dar a la cárcel y contra el cual ella declaró, es
sólo otra prueba de que las reglas de antes, en efecto, pudieron haber sido distintas. De antes,
aunque también de ahora, son las así llamadas buchonas, esas mujeres bellas y de poca
educación que acompañan a los hombres del Narco en coches último modelo, portando joyas
ostentosas y luciendo su físico. Una especie de esposa trofeo, aunque sin el estatus civil
incluido. Una especie de paloma que “ostenta un volumen de pecho exagerado”. El ejemplo
más contemporáneo es la tristemente célebre Miss Sinaloa 2008, Laura Elena Zúñiga Guisar,
la joven que andaba en compañía de Ángel Orlando García Urquiza, presunto operador del
cártel de Juárez, cuando lo capturaron con armas y miles de dólares en su haber. Tal vez antes
ella no habría terminado en la cárcel, pero ahora así fue. Habiéndose desempeñado como

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modelo de una agencia, Laura Zúñiga había hecho notar con anterioridad la poca remuneración
del ofcio (lo más que llegó a obtener por un trabajo hecho para Pepsi fue un salario de 40 mil
pesos, cuando el promedio era de 2 mil pesos por pasarela), además de la marcada
discriminación en favor de extranjeras en el medio. Quejas similares contra la falta de empleo
y los bajos salarios fueron asociados a la profesora de literatura de la Universidad Autónoma
de Baja California, Alejandra González Licea, cuando 128 fue capturada mientras recaudaba
dinero del Narco en Tijuana. De buchonas a profesoras de literatura, es claro que las neo-
Camelias se han diversifcado. De ahora, y defnitivamente no de antes, fue la noticia del
asesinato brutal de Adriana Ruiz Muñiz, la modelo y edecán del equipo de futbol de primera
división A, Xoloitzcuintles, propiedad de la familia Hank, quien se presume sostenía alguna
relación de tipo sentimental (así se dice) con gente del Teo, o incluso con el Teo mismo, el capo
que pelea la plaza de Tijuana. Ejecutada por encargo, torturada y decapitada cuando aún estaba
viva, el cadáver de Adriana Ruiz es tal vez la prueba más obvia de los cambios ocurridos en las
relaciones que se establecen entre los hombres del Narco, por un lado, y las mujeres y los niños,
por otro. ¡Qué lejos estuvo esta neo-Camelia bajacaliforniana de imprecar a su Emilio Varela!
Menos como Teresa Mendoza y más como las anónimas mujeres asesinadas tanto en Ciudad
Juárez como en otras ciudades de un país en guerra, las neoCamelias, como Adriana Ruiz,
confrman que en el paso de la mariguana a la cocaína, y luego a la heroína, con guerra
presidencial de por medio, en el Narco las jerarquías de género son cada vez más mortíferas.

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Pedro Navaja
Ruben Blades

Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar


Con el tumbao' que tienen los guapos al caminar
Las manos siempre en los bolsillos de su gabán
Pa' que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal
Usa un sombrero de ala ancha de medio lao'
Y zapatillas por si hay problemas salir volao'
Lentes oscuros pa' que no sepan qué está mirando
Y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando
Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer
Va recorriendo la acera entera por quinta vez
Y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar
Que el día está flojo y no hay clientes pa' trabajar
Un carro pasa muy despacito por la avenida
No tiene marcas pero toos' saben ques' policia uhm
Pedro Navaja las manos siempre dentro el gabán
Mira y sonríe y el diente de oro vuelve a brillar
Mientras camina pasa la vista de esquina a esquina
No se ve un alma está desierta toa' la avenida
Cuando de pronto esa mujer sale del zaguán
Y Pedro Navaja aprieta un puño dentro 'el gabán
Mira pa' un lado mira pal' otro y no ve a nadie
Y a la carrera, pero sin ruido cruza la calle
Y mientras tanto en la otra acera va esa mujer
Refunfuñando pues no hizo pesos con qué comer

Mientras camina del viejo abrigo saca un revolver, esa mujer


Y va a guardarlo en su cartera pa' que no estorbe
Un treinta y ocho smith and wilson del especial
Que carga encima pa' que la libre de todo mal

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Y Pedro Navaja puñal en mano le fue pa' encima
El diente de oro iba alumbrando toa' la avenida, ¡ hizo fácil!
Mientras reía el puñal le hundía sin compasión
Cuando de pronto sonó un disparo como un cañón
Y Pedro Navaja cayó en la acera mientras veía, a esa mujer
Que revolver en mano y de muerte herida a el le decía
Yo que pensaba; Hoy no es mi día, estoy salá
Pero Pedro Navaja tu estás peor, no estás en na'

Y creánme gente que aunque hubo ruido nadie salió


No hubo curiosos, no hubo preguntas nadie lloró
Sólo un borracho con los dos cuerpos se tropezó
Cogió el revólver, el puñal, los pesos y se marchó
Y tropezando se fué cantando desafínao'
El coro que aqui les traje y da el mensaje de mi cancion

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay Dios


Pedró navajas matón de esquina
Quien a hierro mata, a hierro termina

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay Dios


Valiente pescador, al anzuelo que tiraste
En vez de una sardina, un tiburón enganchaste

I like to live in América


La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay Dios
Ocho millones de historias tiene la ciudad de Nueva York
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios
Como decía mi abuelita, el que de último ríe, se ríe mejor
La la la la la la la, la la la la la la la
I like to live in América

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La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios
Cuando lo manda el destino, no lo cambia ni el mas bravo
Si nacístes pa' martillo, del cielo te caen los clavos
La vida te da sorpresas sorpresas te da la vida ay Dios
En barrio de guapos, cuidao en la acera
Cuidao' camará que el no corre, vuela
La vida te da sorpresas sorpresas te da la vida, ay Dios
Como en una novela de Kafka, el borracho dobló por el callejón
La vida te da

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La Familia, La Propiedad Privada Y El Amor
Silvio Rodríguez

El derrumbe de un sueño
Algo hallado pasando
Resultabas ser tú
Una esponja sin dueño
Un silbido buscando
Resultaba ser yo

Cuando se hallan dos balas


Sobre un campo de guerra
Algo debe ocurrir
Que prediga el amor
De cabeza hacia el suelo
Una nube vendrá
O estampidas de tiempo
Los ojos tendrán

Fue preciso algo siempre


Y no fue porque tú
Tenías lazos blancos en la piel
Tú, tenías precio puesto desde ayer
Tú, valías cuatro cuños de la ley
Tú sentada sobre el miedo de correr

Una buena muchacha de casa decente no puede salir


Que diría la gente el domingo en la misa
Si saben de ti
Que dirían los amigo

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Los viejos vecinos
Que vienen aquí

Qué dirían las ventanas


Tu madre y su hermana
Y todos los siglos de colonialismo español
Que no en balde te han hecho cobarde
Qué diría dios
Si amas sin la iglesia
Y sin la ley
Dios, a quien ya te entregaste en comunión
Dios, que hace eternas las almas de los niños
Que destrozarán las bombas y el napalm

El derrumbe de un sueño
Algo hallado pasando
Resultabas ser tú
Una esponja sin dueño un silbido buscando
Resultaba ser yo

Busca amor con anillos


Y papeles firmados
Y cuando dejes de amar
Ten presentes los niños
No dejes tu esposo
Ni una buena casa
Y si no se resisten

Serruchen los bienes


Que tienes derecho también
Porque tú tenías lazos blancos en la piel
Tú, tenías precio puesto desde ayer

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Tú, valías cuatro cuños de la ley
Tú sentada sobre el miedo de correr

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No tengo tiempo (de cambiar mi vida)
Rodrigo González

Cabalgo sobre sueños innecesarios y rotos


Prisionero iluso de esta selva cotidiana
Y como hoja seca que vaga en el viento
Vuelo imaginario sobre historias de concreto
Navego en el mar de las cosas exactas
Voy clavado en momentos de semánticas gastadas;
Y cual si fuera una nube esculpida sobre el cielo
Dibujo insatisfecho mis huellas en el invierno

Ya que yo no tengo tiempo de cambiar mi vida


La máquina me ha vuelto una sombra borrosa;
Y, aunque soy la misma puerta que han negado tus ojos
Sé que aún tengo tiempo para atracar en un puerto

Camino automático en una alfombra de estatuas


Masticando en mi mente las verdades más sabidas;
Y como un lobo salvaje que ha perdido su camino
He llenado mis bolsillos con escombros del destino
Sabes bien que manejo implacable mi nave cibernética
Entre aquel laberinto de los planetas muertos;
Y, cual si fuera la espuma de un anuncio de cerveza
Una marca me ha vendido ya la forma de mi cabeza

Ya que yo no tengo tiempo de cambiar mi vida


La máquina me ha vuelto una sombra borrosa;
Y, aunque soy la misma puerta que han negado tus ojos
Sé que aún tengo tiempo para atracar en un puerto

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Los eXcusados secretos del Metro
Por Armando Vega-Gil

Hace poco, luego de hartos años de haber sido inaugurado el Metro, encontré al fin un baño
público en sus instalaciones, caso excepcional, en la parada de Chilpancingo. Y ahí llegué a
una conclusión poética: ¿existe algo peor que estarse meando en la estación Balderas en una
hora pico? Sí, contenerse ahí mismo las ganas de zurrar.

Cuando alguien aguanta y se aguanta a hacer del cuerpo, le vienen unos dolores de parto –con
la diferencia de que el producto no es un bebé sino una bola de excremento- que suben desde
un punto harto frágil del pobrecito ano e invaden el vientre cual patada de judicial. Sientes las
paredes del colon ensancharse hasta quedar como una membranita reestirada, a punto del
desgarre. Uno cae de rodillas, aprieta el esfínter y gime, <<¡ay, ay ay!>>, entre goterones de
sudor frío. Y es que en nuestra moral cristiana está mal visto que uno ande cagando por la vida,
más aún si cuelgas de un pasamanos del Metro. El dicho <<Es preferible perder un amigo que
un intestino>> debía privar por nuestro propio bien; pero la moral es la moral.

Así me ocurrió con dos compañeros de la escuela: el Caballo y Dominique. Yo estaba


enamorado de ella, y, claro, Domi no me pelaba. Esa mañana quedamos de vernos en una
biblioteca, cerca del Metro Allende, para hacer una tarea. Yo estaba nerviosísimo, por lo que
me dio por desayunar como puerco; encima, en la víspera había cenado pozole con harto maíz
cacahuazintle, eso sí, descabezado. La inseguridad hizo meterme todavía, entre libros y apuntes,
dos bolsas de cacahuates japoneses sabor limón, un Boing de a litro, una torta de tamal y un
paquete de pasistas aflojatodo. Al rato me sentía recargadito; sin embargo, levantarme al baño
le hubiera concedido unos segundos al Caballo para darme baje con la chata.

Al salir de la biblio, ya me había arrepentido de no obrar, pero mejor era aguantarse. La cosa
empeoró al bajar por las escaleras de la estación del subterráneo. Tenía que caminar como
pingüino, aflojando solo ciertos músculos que atenuaran el dolor pero que evitaran la salida
del cake.

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En el andén, el primer gran cólico me dobló por el ombligo, Sudaba entre escalofríos, veía
nublado. <<Dios mío, ¿qué te pasa?>>, preguntó Dominique, mientras me tomaba por los
hombros. ¡Ah!, esa era su primer manifestación de cariño, y ni modo que le dijera que me estaba
haciendo de la caca.

Domi pedía ayuda a gritos cuando, más fuerte, me vino la segunda contracción. Llegó un policía
preguntándome qué pasa, y yo solo farfullaba. <<Necesito un baño, ¡un baño por favor!>> El
poli amenazó con llamar una ambulancia. <<¡No, un baño!>>, chillé… Y todo por no haber
guaters públicos en el méndigo Metro. Sé que los chilangos somos bien marranos y dejaríamos
los w.c. hechos barquillos con todo y cereza, pero esto era de vida o muerte. Entre mirones, ya
me sacaban a rastras el tira y el Caballo, y yo insistía, ebrio de dolor: <<¡Su baño!>>. <<Híjole,
joven es que solo es pa empleados.>> Dominique suplicó al azul, <<¡ándele, por
favorcito!>>, el Caballo le dio un billete azul al agente. <<Me van a llamar la atención, pero
órale.>>

Tras una puerta disimulada en un muro estaba el trono salvador. Me dejaron solo y ahí hice la
caca más deliciosa y abundante de mi vida. ¡Ahhh, liberar al Keiko! Y salí feliz, recuperado.
El poli entró a revisar si no me había inyectado heroína, pero solo encontrose con el denso
buqué del pozole.
El Caballo y Domi me fueron a dejar a mi casa, y me depositaron en mi camita donde perdí el
conocimiento. Al día siguiente mis compañeritos ya eran novios. ¡Chale!, y todo por no haber
guaters en el Metro.

Un consuelo me queda. Cuando el Caballo y Dominique se pongan nostálgicos y acaramelados,


tiernos y románticos, ¡ah!, sin duda dirán entre suspiros:

--Bebé, ¿te acuerdas del día que nos enamoramos?


--Sí, mi vida, fue cuando el güey aquel se estaba cagando.

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El abanderado (Cuento)

Eusebio Ruvalcaba

Lo último que hubiera querido es que me escogieran para la escolta. Porque es mejor
estar en la fila, sin que nadie se fije en ti ni tú te fijes en nadie; aunque siempre hay la
posibilidad de que en la fila tú sí te fijes en lo que quieras, sea persona, animal, mueble
o ciudadano director (como le gusta que le digamos al ciudadano director).

Pero ni modo. Me escogieron y ahí sí no puedes decir “fíjense que no, gracias”.

Porque lo deciden entre el ciudadano director y los maestros de cada grupo. Dicen que
se fijan en todo, o sea lo que ellos creen que es todo: las calificaciones y la conducta.
Claro está que tienes que estar en sexto. Pero estar en la escolta es una verdadera lata:
te sacan a las diez de la mañana de tu clase y bajo el puritito rayo del sol te enseñan a
caminar muy derecho, a portar la bandera, a izarla o arriarla (arriarla es lo contrario a
izarla, y es así como se debe decir, no bajarla, como lo diría cualquier baboso), según
el caso.

Así que cuando dijeron mi nombre dije “¡sopas!, aquí se acabó mi felicidad”. No sé ni
por qué me escogieron. Pero puedo decirles que no soy muy machetero ni nada que se
le parezca. Simplemente y para que mis papás no me molesten hago mis tareas, y en la
clase tengo cerrada la boca, pero no para que me pongan diez en conducta, a mí eso no
me importa, sino más bien porque mis compañeros son una bola de retrasados mentales,
de esos con los que no puedes hablar de nada que no sea futbol, Gloria Trevi o lucha
libre. Y a mí me aburren como si estuviera viendo a Raúl Velasco; por eso prefiero estar
solo en el recreo y no echar relajo cuando la maestra sale de la clase por cualquier cosa.
Les voy a contar lo que pasa cuando la maestra abandona el salón o mejor dicho lo que
hacen Tinajero, Rivera, Peniche, Aguirre -al que le apodan Lolo -, Carrillo y Pantoja.

Pues sí, como gracias a Dios somos puros hombres apenas la maestra pone un pie
afuera, Tinajero se sube al estrado y se saca la reata, o el pizarrín, como le dice mi papá;
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Rivera se orina en una bolsa de plástico y la avienta a la calle -casi siempre le cae a un
coche que va pasando -; Peniche le jala los pelitos de las patillas a todos los de la fila;
Aguirre, al que le apodan Lolo y dice ser muy sensible, se hace rosca y se pone a llorar;
Carrillo saca de su mochila una revista de mujeres desnudas y se empieza a masturbar,
y Pantoja se echa un pedo que hace que todos a su alrededor salgan disparados. Yo
nomás los observo. Y no nada más porque me haga mosquita muerta sino porque así
soy yo. Conmigo nadie se mete porque yo no meto con nadie, no voy con el chisme ni
acuso a nadie. Me tienen sin cuidado. Los muy ingeniosos me pusieron El Silencioso.
Aunque más bien yo fui el que me puse el apodo. Le dije a Rivera, que es el más
broncudo:

-¿Ya sabes cómo andan diciendo que me van a decir?

-No, -dijo -¿Cómo?

-El Silencioso, -repuse yo. Y agregué: pero hay de quien me lo diga porque le pongo
sus madrazos.

Por supuesto, al día siguiente todos me decían así. Sobra decir que de ese modo evité
que me pusieran algún apodo que en serio fuera a molestarme, aunque se me hace que
para que a mí me sulfure un apodo está en chino, además de que no creo que se les
ocurra nada original.

Pues digo que estoy en la escolta y aquí estoy. Y justo con los más guerristas, cuyos
nombres ya los habrán memorizado pero creo que los voy a repetir por si las purititas
dudas: Rivera, Tinajero, Carrillo, Aguirre -a quien le apodan Lolo -y Peniche. Pantoja
no; yo le propuse que se pasara a mi lugar y él aceptó encantado, pero la maestra dijo
que no, que Pantoja sobraba, que a mi correspondía estar ahí y asunto concluido.
Supongo que a estas alturas ya se habrán preguntado por qué escogieron a los más
desmadrosos del grupo –salvo yo, que soy más bien indiferente y gris, como ya quedó
dicho -y no a los más aplicados, como ha sido siempre y como según dije se acostumbra
hacer. Pues por dos razones: porque los más aplicados ya habían estado en la escolta, y
para ver si así se disciplinaban los relajientos. Porque según el ciudadano director, que
dice que va a ser Secretario de Educación, los revoltosos mejoran si les haces sentirse

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bien, si les das un voto de confianza, como si fueran excelentes alumnos, bien portados
y estudiosos.

Sobre lo que yo habría querido platicar con Tinajero y compañía era sobre otra cosa:
sobre Chiapas y el subcomandante Marcos. Pero a nadie de mi grupo le interesa. A mi
papá sí. Me lee los comunicados -que a veces están de morirse de risa y otras no tanto
-y me cuenta las luchas que desde tiempos muy antiguos entablaron los indígenas y la
forma en que los han despreciado, desaparecido y explotado, peor que si fueran
animales, y digo peor no porque los animales lo merezcan, sino porque mi papá dice
que los han engañado vilmente, que les prometen una cosa, otra y otra, y al final les dan
un cuerno. Él mismo ha guardado los periódicos desde el dos de enero -porque el
primero no hubo -, porque dice que el día de mañana van a servirme para hacer un
trabajo universitario.

Pobre.

Ahí si está muy equivocado porque yo lo último que quiero es ir a la universidad. Tengo
otros planes: terminar la primaria y lanzarme a colonizar Nueva Zelanda, porque dicen
que están solicitando pioneros como los de las películas.

Tinajero dice que en Alaska te haces rico pelando pescado, que te pagan en dólares
canadienses (yo no sabía que había dólares canadienses) y que en menos de dos años
regresas a México en un Corvette. Cuando Carrillo oyó el chisme dijo que en Alaska
están las mujeres más cachondas del mundo y que a los mexicanos no les cobran.
“¿Cómo que no les cobran?”, pregunté yo, “¿pues qué les van a cobrar: tienen una deuda
o qué?” No lo hubiera dicho por que todos se rieron de mí. “Porque las mujeres te
cobran para que te las cojas, tarado”, dijo Carrillo y me dio un empujón. “Ya lo sabía
pero no me acordaba, tarado”, le dije yo y le regresé el empujón.

Por fin llegó el siguiente lunes, el de la ceremonia. A años luz se veía que mi mamá
estaba feliz de que me hubieran escogido precisamente a mí para que yo portara la
bandera, o sea, para que fuera el abanderado. Y digo feliz porque el día anterior me
llevó a la peluquería- a la Dandy, que abre los domingos-, le puso almidón a la camisa,
como hace con las camisas de mi papá, y no me dijo que me bañara el domingo en la
noche sino el lunes en la mañana, casi de madrugada, lo que provocó que casi me cayera

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de sueño con todo y bandera. No me dormí porque estaba hecho un nudo de nervios.
¿Y si se me olvidaba para dónde era el flanco derecho, o el izquierdo? ¿Y si se me
chispaba la bandera? ¿O si me torcía un pie o me venía un calambre?, a mí que me dan
a cada rato. Me podían ocurrir mil cosas. Así que puse toda mi atención para que no se
me pasara ningún detalle. Por lo pronto Rivera, Tinajero, Carrillo y Peniche estaban
paraditos como soldados. Hicimos un recorrido por todo el patio. El silencio era como
el de los cines cuando ves una película de miedo. En la tarima, desde un micrófono, el
ciudadano director daba las órdenes: “¡Alto, ya! ¡Flanco derecho, ya! ¡Paso redoblado,
ya!” Hasta que por fin llegamos a la tarima, donde él estaba. Mientras se hacía a un lado
para que nos acomodáramos, yo quedé frente al micrófono. Y no sé por qué, pero
entonces recordé un viejo sueño: dar El Grito desde el Palacio Nacional, tal cual lo hace
todos los años el presidente. Así que sin importarme que no fuera 15 de septiembre,
agitando la bandera de un lado al otro, grité sin pensarlo dos veces: “¡Viva México!”
De inmediato toda la escuela grito: “¡Viva!”, y entonces grité, más fuerte todavía, lo
más fuerte que pude, lo primero que me vino a la cabeza: “¡Viva el subcomandante
Marcos!” Como si fuera uno solo, la escuela por completo gritó lo mismo: “¡Viva!”

Bueno, eso fue hace unos cuantos meses. No tiene caso decir que mi papá ya no me lee
más comunicados -por orden de mi mamá -y que tuve que repetir el sexto año. En otra
escuela, por supuesto. Y de paga, para acabarla de amolar.

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‘Los nadies’, de Eduardo Galeano (1940)

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los na-

dies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto

la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la

buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en

lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los na-

dies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se le-

vanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de

escoba.

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la

Liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

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Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica

Roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

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El puño en alto*
POR JUAN VILLORO , 23 SEPTIEMBRE, 2017

Eres del lugar donde recoges


la basura.
Donde dos rayos caen
en el mismo sitio.
Porque viste el primero,
esperas el segundo.
Y aquí sigues.
Donde la tierra se abre
y la gente se junta.

Otra vez llegaste tarde:


estás vivo por impuntual,
por no asistir a la cita que
a las 13:14 te había
dado la muerte,
treinta y dos años después
de la otra cita, a la que
tampoco llegaste
a tiempo.
Eres la víctima omitida.
El edificio se cimbró y no
viste pasar la vida ante
tus ojos, como sucede
en las películas.
Te dolió una parte del cuerpo
que no sabías que existía:
La piel de la memoria,
que no traía escenas
de tu vida, sino del
99
animal que oye crujir
a la materia.
También el agua recordó
lo que fue cuando
era dueña de este sitio.
Tembló en los ríos.
Tembló en las casas
que inventamos en los ríos.
Recogiste los libros de otro
tiempo, el que fuiste
hace mucho ante
esas páginas.
Llovió sobre mojado
después de las fiestas
de la patria,
Más cercanas al jolgorio
que a la grandeza.
¿Queda cupo para los héroes
en septiembre?
Tienes miedo.
Tienes el valor de tener miedo.
No sabes qué hacer,
pero haces algo.
No fundaste la ciudad
ni la defendiste de invasores.

Eres, si acaso, un pordiosero


de la historia.
El que recoge desperdicios
después de la tragedia.
El que acomoda ladrillos,
junta piedras,

100
encuentra un peine,
dos zapatos que no hacen juego,
una cartera con fotografías.
El que ordena partes sueltas,
trozos de trozos,
restos, sólo restos.
Lo que cabe en las manos.

El que no tiene guantes.


El que reparte agua.
El que regala sus medicinas
porque ya se curó de espanto.
El que vio la luna y soñó
cosas raras, pero no
supo interpretarlas.
El que oyó maullar a su gato
media hora antes y sólo
lo entendió con la primera
sacudida, cuando el agua
salía del excusado.
El que rezó en una lengua
extraña porque olvidó
cómo se reza.
El que recordó quién estaba
en qué lugar.
El que fue por sus hijos
a la escuela.
El que pensó en los que
tenían hijos en la escuela.
El que se quedó sin pila.
El que salió a la calle a ofrecer
su celular.

101
El que entró a robar a un
comercio abandonado
y se arrepintió en
un centro de acopio.
El que supo que salía sobrando.
El que estuvo despierto para
que los demás durmieran.

El que es de aquí.
El que acaba de llegar
y ya es de aquí.
El que dice “ciudad” por decir
tú y yo y Pedro y Marta
y Francisco y Guadalupe.
El que lleva dos días sin luz
ni agua.
El que todavía respira.
El que levantó un puño
para pedir silencio.
Los que le hicieron caso.
Los que levantaron el puño.
Los que levantaron el puño
para escuchar
si alguien vivía.
Los que levantaron el puño para
escuchar si alguien
vivía y oyeron
un murmullo.
Los que no dejan de escuchar.

102
Ricardo Flores Magón

Desde lo alto de su roca el Buitre Viejo acecha. Una claridad inquietante comienza a disipar las
sombras que en el horizonte amontonó el crimen, y en la lividez del paisaje parece adivinarse
la silueta de un gigante que avanza: es la Insurrección.

El Buitre Viejo se sumerge en el abismo de su conciencia, hurga los lodos del bajo fondo; pero
nada haya en aquellas negruras que le explique el por qué de la rebelión. Acude entonces a los
recuerdos; hombres y cosas y fechas y circunstancias pasan por su mente como un desfile
dantesco; pasan los mártires de Veracruz, pálidos, mostrando las heridas de sus cuerpos,
recibidas una noche a la luz de un farolillo, en el patio de un cuartel, por soldados borrachos
mandados por un jefe borracho también de vino y de miedo; pasan los obreros de El
Republicano, lívidos, las ropas humildes y las carnes desgarradas por los sables y las bayonetas
de los esbirros; pasan las familias de Papantla, ancianos, mujeres, niños, acribillados a balazos;
pasan los obreros de Cananea, sublimes en su sacrificio chorreando sangre; pasan los
trabajadores de Río Blanco, magníficos, mostrando las heridas denunciadoras del crimen
oficial; pasan los mártires de Juchitán, de Velardeña, de Monterrey, de Acayucan, de Tomochic;
pasan Ordoñez, Olmos y Contreras, Rivero Echegaray, Martínez, Valadez, Martínez Carreón;
pasan Ramírez Terrón, García de la Cadena, Ramón Corona; pasan Ramírez Bonilla, Albertos,
Kaukum, Leyva. Luego pasan legiones de espectros, legiones de viudas, legiones de huérfanos,
legiones de prisioneros y el pueblo entero pasa, desnudo, mascilento, débil por la ignorancia y
el hambre.

El Buitre Viejo alisa con rabia las plumas alborotadas por el torbellino de los recuerdos, sin
encontrar en éstos el porqué de la Revolución. Su conciencia de ave de rapiña justifica la
muerte. ¿Hay cadáveres? La vida está asegurada.

Así viven las clases dominantes: del sufrimiento y de la muerte de las clases dominadas, y
pobres y ricos, oprimidos y déspotas, en virtud de la costumbre y de las preocupaciones
heredadas, consideran natural este absurdo estado de cosas.

103
Pero un día uno de los esclavos toma un periódico, y lo lee: es un periódico libertario. En él se
ve cómo el rico abusa del pobre sin más derecho que el de la fuerza y la astucia; en él se ve
cómo el gobierno abusa del pueblo sin otro derecho que el de la fuerza. El esclavo piensa
entonces y acaba por concluir que, hoy como ayer, la fuerza es soberana, y, consecuente con su
pensamiento, de hace rebelde. A la fuerza no se la domina con razones: a la fuerza se la domina
con la fuerza.

El derecho de rebelión penetra en las conciencias, el descontento crece, el malestar se hace


insoportable, la protesta estalla al fin y se inflama el ambiente. Se respira una atmósfera fuerte
por los eluvios de rebeldía que la saturan y el horizonte comenza a aclararse. Desde lo alto de
su roca el Buitre Viejo acecha. De las llanadas no suben ya rumores de quejas, ni de suspiros
ni de llantos: es rugido el que se escucha. Baja la vista y se estremece: no percibe una sola
espalda; es que el pueblo se ha puesto de pie.

Bendito momento aquel en que un pueblo se yergue. Ya no es el rebaño de lomos tostados por
el sol, ya no es la muchedumbre sórdida de resignados y de sumisos, sino la hueste de rebeldes
que se lanza a la conquista de la tierra ennoblecida porque al fin la pisan hombres.

El derecho de rebelión es sagrado porque su ejercicio es indispensable para romper los


obstáculos que se oponen al derecho de vivir. Rebeldía, grita la mariposa, al romper el capullo
que la aprisiona; rebeldía, grita la yema al desgarrar la recia corteza que cierra el paso; rebeldía,
grita el grano en el surco al agrietar la tierra para recibir los rayos del sol; rebeldía, grita el
tierno ser humano al desgarrar las entrañas maternas; rebeldía, grita el pueblo cuando se pone
de pie para aplastar a tiranos y explotadores.

La rebeldía es la vida: la sumisión es la muerte. ¿Hay rebeldes en un pueblo? La vida está


asegurada y asegurados están también el arte y la ciencia y la industria. Desde Prometeo hasta
Kropotkin, los rebeldes han hecho avanzar a la humanidad.

Supremo derecho de los instantes supremos es la rebeldía. Sin ella, la humanidad andaría
perdida aún en aquel lejano crepúsculo que la Historia llama la Edad de la Piedra, sin ella la
inteligencia humana hace tiempo que habría naufragado en el lodo de los dogmas; sin ella, los
pueblos vivirían aún de rodillas ante los principios del derecho divino; sin ella, esta América

104
hermosa continuaría durmiendo bajo la protección del misterioso océano; sin ella, los hombres
verían aun perfilarse los recios contornos de esa afrenta humana que se llamó la Bastilla.

Y el Buitre Viejo acecha desde lo alto de su roca, fija la sanguinolenta pupila en el gigante que
avanza sin darse cuenta aún del por qué de la insurrección. El derecho de rebelión no lo
entienden los tiranos.

(De Regeneración, 10 de septiembre de 1910).

105
Lucy y el monstruo

106
“¿Por qué no te callas?”

Jaime Martínez Luna

Hace más de quinientos años, con una espada y una cruz, el rey de España le dijo a todo un continente:
“¿Por qué no te callas?”; desenfundó espada, arcabuz, cruz, razonamiento, valores, enfermedades,
tecnología, idioma, estructura, y terminó con ello, sueños y alegrías de un continente. El monarca envió
a sus soldados a aplastar lo que se encontrara y explotar lo que hubiere. Se escuchó, se sintió, se sufrió
la pre- potencia, la arrogancia, la supuesta superioridad de una civilización que lo único que le distinguía
era su sed de oro.

El tiempo no ha pasado para el monarca, con el mismo lenguaje, el mismo tono, esas mismas palabras
se dejaron escuchar después de centurias, ahora en la república de Chile. No fueron suficientes
trescientos años de explotación bárbara, de despojo y robo de recursos, de explotación inmisericorde de
la mano de obra americana nativa, para que esta misma obcecación y esta forma de razonar se volvieran
a escuchar, ahora dirigidas, quinientos años después, a representantes republica- nos que expresaban la
voz y la decisión de sus pueblos.

El “por qué no te callas” puede responderse muy fácilmente: “por qué estamos vivos”. Pero no es la falta
de respuesta o las muchas que puedan haber, lo importante; lo desgraciado radica en el obstinamiento
hegemónico, en la terquedad de imaginarse superior, en seguirse realizando como “realeza”. Es el
empecinamiento de vernos como seres carentes de ideas, de propuestas, de conceptos.

Seguimos de pie, y ahora más claros que nunca deseamos construir nuestro propio camino. Pero ni el
“rey” ni sus súbditos, encomenderos, lacayos, sirvientes, lo conciben de esa manera.

América originaria y la que ha surgido de la conquista, ha dejado de ser súbdita, como tal expresa en su
lenguaje lo que considera pertinente. Si existen ministros fascistas en España, es porque así se ha
demostrado, no es sólo el lenguaje de un “menor”, sino de un pueblo con plena con- ciencia de lo que
ve, entiende y por lo mismo hace valer.

Lo trágico de la expresión es que los gobiernos, las élites, las clases económicamente poderosas, incluso
escritores como Carlos Fuentes, repiten hasta el cansancio la misma aseveración cuando se dirigen al
pueblo, a las clases desprotegidas, nulificando los orígenes de los pueblos que habitaban el continente

107
(antes de la llegada de los soldados de ese monarca), que ahora vuelve reencarnadamente a pisar nuestros
territorios con el mismo afán, el de llevarse todo, hasta nuestra dignidad.

Preguntémonos todos sobre el predominio existente de capitales es- pañoles en América Latina.
Preguntémonos qué nexos tiene el poder español con los afanes del imperio, no sólo en América, sino
en Irak y en prácticamente todo el mundo. Obviamente energéticos, telefonía, industria, etcétera.

Son estas expresiones las que nos han llevado a buscar la superación del liberalismo occidental que se
inscribe en la educación, en las leyes, en la gura del Estado. Son ellas las que nos han hecho descubrir
lo individual en el marxismo, en el liberalismo intercultural, las raíces profundas de la conquista que
explican la globalización. Son estas expresiones las que nos obligan a levantar la vista a la naturaleza y
a la fuerza de nuestros ancestros. Son ellas las que nos conminan

a buscar nuevas formas de convivencia que derriben la opresión, el sometimiento, la explotación, la


manipulación. Siguen siendo estas ex- presiones las que nos orientan hacia la dignificación de nuestro
pen- samiento, de nuestra energía, de nuestro conocimiento, el dejar de vernos como una población
fallecida bajo los escombros de una civilización depredadora.

Estas expresiones y muchos elementos estructurales más, nos han llevado a redescubrirnos, incluso a
reinventarnos a todos. Somos Comunalidad, lo opuesto a la individualidad, somos territorio comunal,
no propiedad privada; somos compartencia, no competencia; somos politeísmo, no monoteísmo. Somos
intercambio, no negocio; diversidad, no igualdad, aunque a nombre de la igualdad también se nos
oprima. Somos interdependientes, no libres. Tenemos autoridades, no monarcas.

Así como las fuerzas imperiales se han basado en el derecho y en la violencia para someternos, en el
derecho y en la concordia nos basamos para replicar, para anunciar lo que queremos y deseamos ser.

Es por ello que los métodos de investigación y de análisis tendrán también que ser diferentes. Lo que
dijeron los presidentes de Venezuela, de Bolivia, de Argentina, de Nicaragua, no es más que la res-
puesta inicial que diseña un pueblo latinoamericano para enfrentar a las fuerzas imperiales, del Norte,
de Europa, de Asia, vengan de don- de vengan.

México no está ausente o da oídos sordos a estas manifestaciones de prepotencia, menos Oaxaca. En
todo lugar se debe suprimir la represión unilateral, la que vulnera la sana convivencia, la que impide el
normal desenvolvimiento de las ideas, el reconocimiento de los principios que se comparten. En todo
lugar se debe buscar la armonía. Oaxaca es un espacio para la recreación de un nuevo pensar, de un
nuevo hacer. Ya no es tiempo que se siga midiendo nuestra capacidad con parámetros numéricos

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provenientes de otras latitudes. La pobreza no se mide sólo por las carencias materiales, también por las
espirituales. Los cánones del buen vivir no pueden provenir de ámbitos urbanos, de esferas sociales de
otros contextos. Se debe entender a Oaxaca con sus propios patrones de razonamiento.

Sabemos que vivimos una globalización que pretende uniformizar- nos, pero no es recomendable
medirnos en función de ésta, sino des- de nuestros parámetros, para soportarla o adecuarnos a ella. No
hay que actuar como se afirma que debemos actuar todos. Tenemos nuestra propia cultura y en ella
debemos encontrar los conceptos que nos expliquen. De otro modo simplemente seremos lo que los otros
afirman que somos sin que seamos eso que dicen que somos.

En los modelos que buscan interpretar lo que somos, se repite la voz del monarca, que pide que nos
callemos para que otros hablen por nosotros, para que otros escriban por nosotros, para que otros vivan,
no nosotros. Por ello urgente no ver de Oaxaca solamente la pobreza o la miseria, suscritas por los otros;
la pobreza y la miseria de los esquemas de interpretación “científica” que vulneran nuestra identidad y
que nos señalan como seres de otro planeta que debe ser destruido.

La demografía, la antropología, incluso las matemáticas, responden occidentalmente a la explicación de


nuestra existencia. Estas disciplinas de ordenamiento mental, son resultado de una obcecación que busca
satisfacer lo enunciado por el poder, por el monarca, por el individualista que no comprende lo colectivo,
lo que se hace “con” y reafirma lo que haga “yo”. La antropología es el estudio del Hombre. Nosotros
partimos del estudio de la Naturaleza porque pertenecemos a ella. Nuestro pensar es por de la
Naturalogía. El conocimiento que porta Oaxaca es natural, por ello los esquemas para su entender no
son únicamente cuantitativos como en el mercado, son cualitativos como la esta, la reciprocidad, la
complementariedad, el afecto.

Volvamos al sentido común, esta es una tarea obligada para descolonizarnos, es un deber para entender
lo nuestro. Somos autónomos en tanto nos medimos a nosotros mismos con nuestros parámetros, con
nuestros valores. Somos autónomos en la medida que nuestras asambleas representan y consensan
nuestras decisiones. Somos nosotros en la medida que no partimos de lo que otros quieren que seamos,
somos nosotros en la medida que no hay quien nos diga cómo vestirnos, hablar en público, caminar,
jugar, y hacer nuestra vida cotdiana. Somos, en la medida que el respeto es agua cristalina que nos baña
y nos hace transparentes. Esto no es poesía, es simplemente la formulación de porqué entre todos no
debemos aceptar que nos callen, y menos personas que han tratado de destruir nuestra conciencia.

No vivimos tiempos para aguantar, ni dentro, menos fuera. Quien quiera callar a otro no construye;
destruye, eso es lo que vemos en un discurso que hemos padecido durante siglos.

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Oaxaca vive, a pesar de los súbditos, o de los nuevos encomenderos, como alguien ya lo decía; estos son
tiempos para subrayar conceptos que la humanidad ha reiterado para no repetirlos, ser fascista es serlo.
Simplemente hay que entender cada contexto. Por ello, bien recibida la enseñanza, señor monarca: calle
a sus súbditos, nosotros hemos dejado de serlo.

Un por qué de esta historia. “No es fácil decir lo que se hace, las interpretaciones te llevan a evidenciar
un ego. Sin embargo, parece importante para explicar un proceso amplio”.

110
"Todos Santos, Día de Muertos"
Octavio Paz

El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier
pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres
y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como
a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes,
se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido
al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros y sus danzas,
ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces
y objetos que se venden esos días en plazas y mercados.
Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que
en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de
Guadalupe o del general Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las
plazas de México celebramos la fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por
espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al
12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana
siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de
comunión y comilona con los más antiguo y secreto de México.
El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde
pasado y futuro al fin se reconcilian. Pero no bastan las fiestas que ofrecen a todo el país la Iglesia y la
república. La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un santo, al que se festeja con
devoción y regularidad. Los barrios y los gremios tienen también sus fiestas anuales, sus ceremonias y
sus ferias. Y, en fin, cada uno de nosotros —ateos, católicos o indiferentes— poseemos nuestro santo,
al que cada año honramos. Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que
gastamos en festejar. Recuerdo que hace años pregunté a un presidente municipal de un poblado vecino
a Mitla: "¿A cuánto ascienden los ingresos del municipio por contribuciones?".
"A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor gobernador y la Federación nos
ayudan cada año a completar nuestros gastos." "¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?" " Pues casi todo
en fiestas, señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones." Esa respuesta no es asombrosa.
Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos
pocas: no hay tiempo, ni humor.
Y no son necesarias; las gentes tienen otras cosas que hacer y cuando se divierten lo hacen en grupos

111
pequeños. Las masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes ocasiones, en París o
en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia de pueblo: se
ven parejas y grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata
simultáneamente. Pero un pobre mexicano, ¿cómo podría vivir sin esa dos o tres fiestas anuales que lo
compensan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo; ellas substituyen, acaso
con ventaja, al teatro y a las vacaciones, el week end y el cocktail party de los sajones, a las recepciones
de la burguesía y al café de los mediterráneos.
En esas ceremonias —nacionales, locales, gremiales o familiares— el mexicano se abre al exterior.
Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes.
Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el
aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en
una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa
noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la
indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se
descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y
aullidos. Los enamorados despiertan con orquestas a las muchachas. Hay diálogos y burlas de balcón a
balcón, de acera a acera. Nadie habla en voz baja. Se arrojan los sombreros al aire. Las malas palabras
y los chistes caen como cascadas de pesos fuertes. Brotan las guitarras. En ocasiones, es cierto, la alegría
mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano
no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de la soledad que el resto del año lo incomunica.
Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los
sentimientos, ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es
salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa fiesta, cruzada
por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y
hosquedad. Algunos sociólogos franceses consideran a la fiesta como un gasto ritual. Gracias al
derroche, la colectividad se pone el abrigo de la envidia celeste y humana. Los sacrificios y las ofrendas
calman o compran a dioses y santos patrones; las dádivas y festejos, al pueblo.
El exceso en el gastar y el desprecio de energías afirman la opulencia de la colectividad. Ese lujo es una
prueba de salud, una exhibición de abundancia y poder. O una trampa mágica. Porque con el derroche
se espera atraer, por contagio, a la verdadera abundancia. Dinero llama dinero. La vida que se riega, da
más vida: la orgía, gasto sexual, es también una ceremonia de regeneración genésica; y el desperdicio,
fortalece. Las ceremonias de fin de año, en todas las culturas, significan algo más que la conmemoración
de una fecha. Ese día es una pausa; efectivamente el tiempo se acaba, se extingue. Los ritos que celebran
su extinción están destinados a provocar su renacimiento: la fiesta de fin de año es también la de año

112
nuevo, la del tiempo que empieza. Todo atrae a su contrario. En suma, la función de la fiesta es más
utilitaria de lo que se piensa; el desperdicio atrae o suscita la abundancia y es una inversión como
cualquier otra. Sólo que aquí la ganancia no se mide, ni cuenta. Se trata de adquirir potencia, vida, salud.
En este sentido la fiesta es una de las formas económicas más antiguas, como el don y la ofrenda.
Esta interpretación me ha parecido siempre incompleta. Inscrita en la órbita de lo sagrado, la fiesta es
ante todo el advenimiento de lo insólito. La rigen reglas especiales, privativas, que la aíslan y hacen un
día de excepción. Y con ellas se introduce una lógica, una moral, y hasta una economía que
frecuentemente contradicen a las de todos los días. Todo ocurre en un mundo encantado: el tiempo es
otro tiempo (situado en un pasado mítico o en una actualidad pura); el espacio en que se verifica cambia
de aspecto, se desliga de, resto de la tierra, se engalana y convierte en un "sitio de fiesta" (en general se
escogen lugares especiales o poco frecuentados); los personajes que intervienen abandonan su rasgo
humano o social y se transforman en vivas, aunque efímeras, representaciones. Y todo pasa como si no
fuera cierto, como en los sueños. Ocurra lo que ocurra, nuestras acciones poseen mayor ligereza, una
gravedad distinta: asumen significaciones diversas y contraemos con ellas responsabilidades singulares.
Nos aligeramos de nuestra carga de tiempo y razón. En ciertas fiestas desaparece la noción misma de
orden.
El caos regresa y reina la licencia. Todo se permite: desaparecen las jerarquías habituales, las
distinciones sociales, los sexos, las clases, los gremios. Los hombres se disfrazan de mujeres, los señores
de esclavos, los pobres de ricos. Se ridiculiza al ejército, al clero, a la magistratura. Gobiernan los niños
o los locos. Se cometen profanaciones rituales, sacrilegios obligatorios. El amor se vuelve promiscuo. A
veces la fiesta se convierte en misa negra. Se violan reglamentos, hábitos, costumbres. El individuo
respetable arroja su máscara de carne y la ropa obscura que lo aísla y, vestido de colorines, se esconde
en una careta, que lo libera de sí mismo. Así pues, la fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio
ritual de los bienes penosamente acumulados durante el año; también es una revuelta, una súbita
inmersión en lo informe, en la vida pura. A través de la fiesta la sociedad se libera de las normas que se
ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma. La fiesta es
una Revuelta, en el sentido literal de la palabra. En la confusión que engendra, la sociedad se disuelve,
se ahoga, en tanto que organismo regido conforme a ciertas reglas y principios.
Pero se ahoga en sí misma, en su caos o libertad original. Todo se comunica; se mezcla el bien con el
mal, el día con la noche, lo santo con lo maldito. Todo cohabita, pierde forma, singularidad y vuelve al
amasijo primordial. La fiesta es una operación cósmica: la experiencia del desorden, la reunión de los
elementos y principios contrarios para provocar el renacimiento de la vida. La muerte ritual suscita el
renacer; el vómito, el apetito; la orgía, estéril en sí misma, la fecundidad de las madres o de la tierra. La
fiesta es un regreso a un estado remoto o indiferenciado, prenatal o presocial, por decirlo así. Regreso

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que es también un comienzo, según quiere la dialéctica inherente a los hechos sociales. El grupo sale
purificado de ese baño de caos. Se ha sumergido en sí, en la entraña misma de donde salió. Dicho de
otro modo, la fiesta niega a la sociedad en tanto que conjunto orgánico de formas y principios
diferenciados, pero la afirma en cuanto fuente de energía y creación. Es una verdadera re-creación, al
contrario de lo que ocurre con las vacaciones modernas, que no entrañan rito o ceremonia alguna,
individuales y estériles como el mundo que las ha inventado. La sociedad comulga consigo misma en la
fiesta.
Todos sus miembros vuelven a la confusión y libertad originales. La estructura social se deshace y se
crean nuevas formas de relación, reglas inesperadas, jerarquías caprichosas. En el desorden general, cada
quién se abandona y atraviesa por situaciones y lugares que habitualmente le estaban vedados. Las
fronteras entre espectadores y actores, entre oficiantes y asistentes, se borran. Todos forman parte de la
fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado, la
fiesta es participación. Este rasgo la distingue finalmente de otros fenómenos y ceremonias: laica o
religiosa, orgía o saturnal, la fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes.
Gracias a las fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que
dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro
tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos
participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente,
de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior.
Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la fiesta mexicana no es nada más un regreso a
un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo,
sobrepasarse. Entre nosotros la fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, júbilo y lamento,
canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse.
No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de
fiesta es también noche de duelo. Si en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino
de la fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura:
el canto, el amor, la amistad. La violencia de nuestros festejos muestra hasta qué punto nuestro
hermetismo nos cierra las vías de comunicación con el mundo. Conocemos el delirio, la canción, el
aullido, el monólogo, pero no el diálogo. Nuestras fiestas, como nuestras confidencias, nuestros amores
y nuestras tentativas para reordenar nuestra sociedad, son rupturas violentas con lo antiguo o con lo
establecido. Cada vez que intentamos expresarnos, necesitamos romper con nosotros mismos. Y la fiesta
sólo es un ejemplo, acaso el más típico, de ruptura violenta. No sería difícil enumerar otros, igualmente
reveladores: el juego, que es siempre un ir a los extremos, mortal con frecuencia; nuestra prodigalidad
en el gastar, reverso de la timidez de nuestras inversiones y empresas económicas; nuestras confesiones.

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El mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo, de pronto estalla, se abre el pecho y se exhibe, con cierta
complacencia y deteniéndose en los repliegues vergonzosos o terribles de su intimidad. No somos
francos, pero nuestra sinceridad puede llegar a extremos que horrorizarían a un europeo. La manera
explosiva y dramática, a veces suicida, con que nos desnudamos y entregamos, inermes casi, revela que
algo nos asfixia y cohibe.
Algo nos impide ser. Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos
a la fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo al aire, fuego de artificio.
La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión
de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentran en
la muerte, ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes
de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino
para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo
tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: "se lo buscó". Y es
cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de
perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala
manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no
morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como
no nos pertenece la mala suerte que nos mata.
Dime cómo mueres y te diré quién eres. Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida
no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte
no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios
de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en
la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba
con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha.
El sacrificio poseía un doble objeto: por una parte, el hombre accedía al proceso creador (pagando a los
dioses, simultáneamente, la deuda contraída por la especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y la
social, que se nutría de la primera. Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el
sentido impersonal del sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte carecía de
todo propósito personal. Los muertos —incluso los guerreros caídos en el combate y la mujeres muertas
en el parto, compañeros de Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecerían al cabo de algún tiempo, ya
para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse al aire, a la tierra, al fuego, a la
substancia animadora del universo.
Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les pertenecía, como jamás pensaron que su
vida fuese realmente "su vida", en el sentido cristiano de la palabra. Todo se conjugaba para determinar,

115
desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada hombre: la clase social, el año, el lugar, el día, la hora.
El azteca era tan poco responsable de sus actos como de su muerte. Espacio y tiempo estaban ligados y
formaba una unidad inseparable. A cada espacio, a cada uno de los puntos cardinales, y al centro en que
se inmovilizaban, correspondía un "tiempo" particular. Y este complejo de espacio-tiempo poseía
virtudes y poderes propios, que influían y determinaban profundamente la vida humana. Nacer un día
cualquiera, era pertenecer a un espacio, a un tiempo, a un color y a un destino. Todo estaba previamente
trazado. En tanto que nosotros disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras
vidas, para ellos había tantos "espacios-tiempos" como combinaciones poseía el calendario sacerdotal.
Y cada uno estaba dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana.
Religión y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra. Mientras nosotros vivimos
bajo el signo de la libertad y todo —aun la fatalidad griega y la Gracia de los teólogos— es elección y
lucha, para los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre clara voluntad de los dioses. De
ahí la importancia de la prácticas adivinatorias. Los únicos libres eran los dioses.
Ellos podían escoger y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar. La religión azteca está llena de
grandes dioses pecadores — Quetzatcóatl, como ejemplo máximo—, dioses que desfallecen y pueden
abandonar a sus creyentes, del mismo modo que los cristianos reniegan a veces de su Dios. La Conquista
de México sería inexplicable sin la traición de los dioses que reniegan de su pueblo. El advenimiento del
catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea de salvación, que antes eran
colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los antiguos
aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación
ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y a la muerte
de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que cuenta. El mundo —la historia, la sociedad—
está condenado de antemano. La muerte de Cristo salva a cada hombre en particular. Cada uno de
nosotros es el Hombre y en cada uno están depositadas las esperanzas y posibilidades de la especie.
La redención es obra personal. Ambas actitudes, por más opuestas que nos parezcan, poseen una nota
común: la vida, colectiva o individual, está abierta a la perspectiva de una muerte que es, a su modo, una
nueva vida. La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte. Y ésta también es
trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida. Para los cristianos la muerte es un
tránsito, un salto mortal entre dos vidas, la temporal y la ultraterrena; para los aztecas, la manera más
honda de participar en la continua regeneración de las fuerzas creadoras, siempre en peligro de
extinguirse si no se les provee de la sangre, alimento sagrado. En ambos sistemas vida y muerte carecen
de autonomía; son las dos caras de una misma realidad.
Toda su significación proviene de otros valores, que las rigen. Son referencias a realidades invisibles.
La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi

116
todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la
muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas
nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia
dónde y desde dónde?, se preguntaba Scheler) pretende escamotearnos su presencia. En el mundo
moderno todo funciona como si la muerte no existiera.
Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes,
la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen
hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca
vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, de la higiene, los
anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de los campos de
concentración, del Estado policíaco, de la exterminación atómica y del murder story. Nadie piensa en la
muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal.
La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización. También para el mexicano moderno la
muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra.
Pero la intranscendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante
de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios.
El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus
juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de
los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén
o ironía: "si me han de matar mañana, que me maten de una vez". La indiferencia del mexicano ante la
muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente se postula la intranscendencia
del morir, sino del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una
manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque "la vida nos ha curado de espantos". Morir es
natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara
de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es
natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la
segunda se vuelve intranscendente.
La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las
ignora. El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en
nuestra fiestas, en nuestros juegos, en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces
nos abandonan. La muerte nos seduce.
La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo
rompemos. La presión de nuestra vitalidad, constreñida a expresarse en formas que la traicionan, explica
el carácter mortal, agresivo o suicida, de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el

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punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la altura del frenesí,
sentimos el vértigo: la muerte nos atrae. Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de
todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca
espantable.
En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero
afirmamos algo negativo.
Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos artificiales, nuestras
representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la
humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que
fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa
fanfarronada familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No
hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros:
¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida? El mexicano, obstinadamente cerrado ante el
mundo y sus semejantes, ¿se abre la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella,
definitivamente y para siempre, pero no se entrega. Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño y,
en primer término, la muerte, la extraña por excelencia.
El mexicano no se entrega a la muerte, porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez,
exige que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad que lo
trasciende. En un mundo intranscendente, cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana no da ni recibe;
se consume en sí misma y a sí misma se satisface. Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas
— más íntimas, acaso, que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de significación y desprovistas
de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra como la de los aztecas y cristianos. Nada más
opuesto a esta actitud que la de europeos y norteamericanos. Leyes, costumbres, moral pública y privada,
tienden a preservar la vida humana. Esta protección no impide que aparezcan cada vez con más
frecuencia ingeniosos y refinados asesinos, eficaces productores del crimen perfecto y en serie.
La reiterada interrupción de criminales profesionales, que maduran y calculan sus asesinatos con una
precisión inaccesible a cualquier mexicano; el placer con que relatan sus experiencias, sus goces y sus
procedimientos; la fascinación con que le público y los periódicos recogen sus confesiones; y,
finalmente, la reconocida ineficacia de los sistemas de represión con que se pretende evitar nuevos
crímenes, muestran que el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es
una noción incompleta o hipócrita. El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto
a la muerte.
Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida. La perfección
de los criminales modernos no es nada más una consecuencia del progreso de la técnica moderna, sino

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del desprecio a la vida inexorablemente implícito en todo voluntario escamoteo de la muerte. Y podría
agregarse que la perfección de la técnica moderna y la popularidad del murder story no son sino frutos
(como los campos de concentración y el empleo de sistemas de exterminación colectiva) de una
concepción optimista y unilateral de la existencia. Y así, es inútil excluir a la muerte de nuestras
representaciones, de nuestras palabras, de nuestras ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos y
en primer término a los que viven ignorándolo o fingiendo que lo ignoran.
Cuando el mexicano mata —por vergüenza, placer o capricho— mata a una persona, a un semejante.
Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen. Experimentan con seres que han perdido ya
su calidad humana.
En los campos de concentración primero se degrada al hombre; una vez convertido en objeto, se le
extermina en masa. El criminal típico de la gran ciudad —más allá de los móviles concretos que lo
impulsan— realiza en pequeña escala lo que el caudillo moderno hace en grande. También a su modo
experimenta: envenena, disgrega cadáveres con ácidos, incinera despojos, convierte en objeto a su
víctima. La antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen, lo único
que lo hace imaginable, ha desaparecido. Como en las novelas de Sade, no hay ya sino verdugos y
objetos, instrumentos de placer y destrucción. Y la existencia de la víctima hace más intolerable y total
la infinita soledad del victimario. Para nosotros el crimen es todavía una relación —y en ese sentido
posee el mismo significado liberador que la fiesta o la confesión. De ahí su dramatismo, su poesía y —
¿por qué no decirlo?— su grandeza.
Gracias al crimen, accedemos a una efímera transcendencia. En los primeros versos de la octava elegía
de Duino, Rilke dice que la criatura —el ser en su inocencia animal— contempla lo abierto, al contrario
de nosotros, que jamás vemos hacia adelante, hacia lo absoluto. El miedo nos hace volver el rostro, darle
la espalda a la muerte. Y al negarnos a contemplarla, nos cerramos fatalmente a la vida, que es una
totalidad que la lleva en sí. Lo abierto es el mundo en donde los contrarios se reconcilian y la luz y la
sombre se funden. Esta concepción tiende a devolver a la muerte su sentido original, que muestra época
le ha arrebatado: muerte y vida son contrarios que se complementan. Ambas son mitades de una esfera
que nosotros, sujetos a tiempo y espacio, no podemos sino entrever. En el mundo prenatal, muerte y vida
se confunden; en el nuestro. Se oponen; en el más allá, vuelven a reunirse, pero ya no en la ceguera
animal, anterior al pecado y a la conciencia, sino como inocencia reconquistada. El hombre puede
trascender la oposición temporal que las escinde —y que no reside en ellas, sino en su conciencia— y
percibirlas como una unidad superior. Este conocimiento no se opera sino a través de un
desprendimiento: la criatura debe renunciar a su vida temporal y a la nostalgia del limbo, del mundo
animal. Debe abrirse a la muerte si quiere abrirse a la vida; entonces "será como los ángeles".
Así, frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de

119
regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Ningún poeta
mexicano o hispanoamericano, con la excepción, acaso, de César Vallejo, se aproxima a la primera de
estas dos concepciones. En cambio, dos poetas mexicanos, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia,
encarnan la segunda de estas dos direcciones. Si para Gorostiza la vida es "una muerte sin fin", un
continuo despeñarse en la nada, para Villaurrutia la vida no es más que "nostalgia de la muerte". La
afortunada imagen que da título al libro de Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, es algo más que un
acierto verbal. Con él, su autor quiere señalarnos la significación última de la poesía.
La muerte como nostalgia y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no venimos de la vida
sino de la muerte. Lo antiguo y original, la entraña materna, es la huesa y no la nariz. Esta aseveración
corre el riesgo de parecer una vana paradoja o la reiteración de un viejo lugar común: todos somos polvos
y vamos al polvo. Creo, pues, que el poeta desea encontrar en la muerte (que es, en efecto, nuestro
origen) una revelación que la vida temporal no le ha dado: la de la verdadera vida. Al morir la aguja del
instantero recorrerá su cuadrante todo cabrá en un instante ... y será posible acaso vivir, después de haber
muerto. Regresar a la muerte original será volver a la vida de antes de la vida, a la vida de antes de la
muerte: al limbo, a la entraña materna. Muerte sin fin, el poema de José Gorostiza, es quizá el más alto
testimonio que poseemos los hispanoamericanos de una conciencia verdaderamente moderna, inclinada
sobre sí misma, presa de sí, de su propia claridad cegadora.
El poeta, al mismo tiempo lúcido y exasperado, desea arrancar su máscara a la existencia, para
contemplarla en su desnudez. El diálogo entre el mundo y el hombre, viejo como la poesía y el amor, se
transforma en el del agua y el vaso que la ciñe, el del pensamiento y la forma en que se vierte y a la que
acaba por corroer. Preso en las apariencias —árboles y pensamientos, piedras y emociones, días y
noches, crepúsculos, no son sino metáforas, cintas de colores— el poeta advierte que el soplo que hincha
la substancia, la modela y la erige forma, es el mismo que la carcome y arruga y destrona.
En este drama sin personajes, pues todos son nada más reflejos, disfraces de un suicida que dialoga
consigo mismo en un lenguaje de espejos y ecos, tampoco la inteligencia es otra cosa que reflejo, forma,
y la más pura, de la muerte, una muerte enamorada de sí misma. Todo se desempeña en su propia
claridad, todo se anega en su fulgor, todo se dirige hacia esa muerte transparente: la vida no es sino una
metáfora, una invención conque la muerte —¡también ella!— quiere engañarse. El poema es el tenso
desarrollo del viejo tema de Narciso —al que, por otra parte, no se alude una sola vez en el texto. Y no
solamente la conciencia se contempla a sí misma en sus aguas transparentes y vacías, espejo y ojo al
mismo tiempo, como en el poema de Valéry: la nada, que se miente en la forma y vida, respiración y
pecho, que se finge corrupción y muerte, termina por desnudarse y, ya vacía, se inclina sobre sí misma:
se enamora de sí, cae en sí, incansable muerte sin fin. En suma, si en la fiesta, la borrachera o la
confidencia nos abrimos, lo hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos,

120
Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa
desdeñosa.
La fiesta y el crimen pasional o gratuito revelan que el equilibrio de que hacemos gala sólo es una
máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad. Todas estas
actitudes indican que el mexicano siente, en sí mismo y en la carne del país, la presencia de una mancha,
no por difusa menos viva, original e imborrable. Todos nuestros gestos tienden a ocultar esa llaga,
siempre fresca, siempre lista a encenderse y arder bajo el sol de la mirada ajena. Ahora bien, todo
desprendimiento provoca una herida. A reserva de indagar cómo y en qué momento se produjo ese
desprendimiento, debo apuntar que cualquier ruptura (con nosotros mismos o con lo que nos rodea, con
el pasado o con el presente) engendra un sentimiento de soledad, En los caos extremos —separación de
los padres, de la Matriz o de la tierra natal, muerte de los dioses o conciencia aguda de sí— la soledad
se identifica con la orfandad. Y ambas se manifiestan generalmente como conciencia del pecado.
Las penalidades y vergüenza que infligen el estado de separación pueden ser consideradas, gracias a la
introducción de las nociones de expiación y redención, como sacrificios necesarios, prendas o promesas
de una futura comunión que pondrá fin al exilio. La culpa puede desaparecer, la herida cicatrizar, el
exilio resolverse en comunión. La soledad adquiere así un carácter purgatorio, purificador. El solitario
o aislado trasciende su soledad, la vive como una prueba y como una promesa de comunión. El
mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, nos transciende su soledad. Al contrario, se
encierra en ella. Habitamos nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo volver
al mundo.
No soportamos la presencia de nuestros compañeros. Encerrados en nosotros mismos, cuando no
desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá
creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio,
sin entregarnos jamás. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte; nuestro grito
desgarra esa más cara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por
ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte. Nota informativa "Todos Santos,
Día de muertos", forma parte del libro El laberinto de la soledad, cuya primera publicación la realizó la
editorial Cuadernos Americanos, en 1950. La ficha bibliográfica de esa primera edición es: Paz, Octavio.
El laberinto de la soledad. Ediciones Cuadernos Americanos, México, 1950. Dicha edición se término
de imprimir el día 15 de febrero de 1950, en los talleres de la Editorial Cultura, en la ciudad de México.
La transcripción actual se realizó del volumen VIII de las Obras completas, editadas por el Fondo de
Cultura Económica en México. La ficha bibliográfica de esta edición es: Paz, Octavio. El laberinto de la
soledad. (El peregrino en su patria. Historia y política de México), en OC, v. VIII, (segunda reimpresión
de la segunda edición), Círculo de Lectores/Fondo de Cultura Económica, México, 1996. [Edición

121
digital de Patricio Eufraccio Solano]

El país que no se ha rendido


PEDRO MIGUEL

Viva el país que no se ha rendido.

Vivan sus playas públicas. Viva su mar soberano. Viva su atmósfera libre. Vivan las tierras que no
serán convertidas en negocio aeroportuario.

Vivan los bosques que no ceden al golpe de la motosierra. Viva el filón de mineral defendido por
sus legítimos dueños. Viva el río que absorbe la descarga tóxica y no envenena a los sedientos. Vivan
los lagos cómplices de los pescadores.

Vivan los pescadores, los comuneros, los ejidatarios, que resisten los proyectos depredadores. Vivan
quienes difunden las luchas contra el acueducto, la hidroeléctrica, el teleférico, el parque de diversiones,
el campo de golf, la mina a cielo abierto, la supercarretera, la perforación destructiva, la construcción
devastadora.

Vivan los caminos libres que comunican sin lucrar, las represas que iluminan sin destruir el entorno,
las canteras que entregan su materia para construir escuelas y hospitales.

Vivan las cosechas sin transgénicos.

Vivan los campesinos que no sienten vergüenza de su condición. Vivan los trabajadores que no
aspiran a ser potentados. Vivan las profesionistas que defienden la dignidad de su trabajo.

Vivan los burócratas que se consagran a servir a la sociedad antes que a sus jefes. Vivan los políticos
que no traicionan a sus representados.

Vivan los barrios. Vivan las vecindades. Vivan los multifamiliares. Vivan los caseríos. Vivan los
mercados. Vivan los centros de salud y los planteles escolares, los parques y las plazas públicas.

Viva la palabra verdadera. Viva el discurso que esclarece. Viva el libro que rescata la memoria.
Vivan quienes difunden el antídoto de la verdad contra la intoxicación televisiva y la propaganda
mentirosa. Viva la oración de la esperanza y la maldición pronunciada ante toda injusticia.

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Vivan las indignadas, los escépticos, las que se organizan, los manifestantes, las que informan,
quienes siguen buscando a sus desaparecidos, los que no olvidan a sus muertos, quienes no han matado
a nadie, las que dan vida, los que le cierran los ojos al cadáver de un desconocido.

Vivan las que bordan en pañuelos los nombres de las víctimas, quienes se aferran a la vida aunque
cada año pongan nuevas fotos en su altar de muertos.

Vivan los jubilados y las viudas a quienes les robaron la pensión; los asalariados a los que no les
alcanza el salario; los causantes a los que el fisco les arrebata el ingreso; los productores sin mercado;
los comerciantes que se quedaron sin clientela; los jóvenes que no tienen escuela; los pacientes sin cama;
los campesinos despojados de sus tierras; los científicos sin laboratorio; los escritores sin computadora;
los plomeros sin herramienta; las costureras sin tela; los cocineros sin comida; los pintores sin pintura;
los obreros traicionados por sus dirigentes sindicales; los que son tratados como delincuentes porque
combatieron a la delincuencia; los que no pierden la claridad aunque no tengan para pagar la luz.

Vivan las comunidades zapatistas. Vivan los yaquis que defienden el agua. Viva Temacapulín. Vivan
los resistentes de Cholula. Viva Wirikuta. Viva San Salvador Atenco. Vivan las policías comunitarias.
Vivan Las Patronas. Vivan los defensores de derechos humanos. Viva el SME. Vivan los trabajadores
de Mexicana. Vivan los sindicatos universitarios.

Vivan las universidades y los hospitales públicos. Vivan los caminos públicos. Vivan los medios
públicos.

Viva La Jornada en sus 30 años.

Viva la América Latina soberana que espera nuestro regreso a sus filas.

Viva Cuauhtémoc. Viva Gonzalo Guerrero. Viva fray Bartolomé de las Casas. Viva Francisco
Tenamaztle. Viva Jacinto Canek. Viva Gaspar Yanga. Viva Gabriel Teporaca. Viva fray Servando
Teresa de Mier. Viva Francisco Primo de Verdad. Viva Miguel Hidalgo. Viva Josefa Ortiz de
Domínguez. Viva José María Morelos. Viva Leona Vicario. Viva Epigmenio González. Viva Francisco
Xavier Mina. Viva Vicente Guerrero. Viva el Batallón de San Patricio. Viva Benito Juárez. Viva
Guillermo Prieto. Viva Ignacio Zaragoza.

Viva José Santos Degollado. Viva Melchor Ocampo. Viva Mariano Escobedo. Viva Vicente Riva
Palacio. Viva Ignacio Manuel Altamirano. Vivan Ricardo y Enrique Flores Magón. Viva Juana Belén.
Viva Emiliano Zapata. Viva María Arias Bernal. Viva Aquiles Serdán. Viva Belisario Domínguez. Viva

123
Francisco Villa. Viva Elisa Acuña. Viva Antonio Díaz Soto y Gama. Viva María Talavera. Viva Elisa
Griensen. Viva Felipe Carrillo Puerto. Viva Lázaro Cárdenas. Viva Francisco J. Múgica. Viva Heriberto
Jara. Viva Rubén Jaramillo.

Viva Benita Galeana. Viva Valentín Campa. Viva Demetrio Vallejo. Vivan Frida Kahlo y Diego
Rivera. Viva José Revueltas. Viva Sergio Méndez Arceo. Viva Heberto Castillo. Viva Carlos
Montemayor. Viva Carlos Monsiváis. Viva Bety Cariño. Viva Samuel Ruiz. Viva Carlos Fuentes. Viva
Arnoldo Martínez Verdugo. Viva José María Pérez Gay. Viva Daniel Cazés. Viva José Emilio Pacheco.
Viva Arnaldo Córdoba.

Vivan la imaginación y el amor. Vivan la dignidad y la honestidad. Vivan la congruencia y la


persistencia. Viva la vida.

124
Caminar como técnica para pensar

por Mar Abad

Dicen que internet y la tecnología pueden llevar muy lejos. A lugares desconocidos,
inimaginables incluso. Pero en un sentido físico, estrictamente físico, podría habernos
encadenado a una silla. El ordenador, el coche, el ascensor, el segway… ¿Nos está convirtiendo
la modernidad en una versión humana del pollo de jaula?

«Pienso en los sedentarios abstractos que se pasan la vida en un despacho, tecleando. Golpeteos
de dedos en un teclado: conectados, como dicen. ¿A qué? A informaciones que varían de
segundo en segundo, a flujos de imágenes y de cifras, a cuadros y tablas. Después del trabajo,
toca el metro, el tren, la velocidad siempre, con la mirada fija esta vez en la pantalla del
teléfono, y vuelta a pulsar teclas, y de nuevo el desfile de mensajes e imágenes»,
escribe Frédéric Gros. «Anochece ya cuando no han visto siquiera el día. Televisión: una
pantalla más. ¿En qué dimensión viven entonces, sin levantan el polvo, sin contacto? ¿En qué
espacio sin relieve, en qué tiempo en el que ni la lluvia ni el sol importan? Esas vidas, desligadas
de los senderos y de los caminos, nos hacen olvidar nuestra condición: nada del desgaste de
las estaciones y del tiempo parece existir».

El filósofo francés reclama la costumbre de caminar y vivir más despacio. Y lo hace en un


libro titulado Andar, una filosofía, de Taurus Pensamiento. «Para ir más despacio no se ha
encontrado nada mejor que andar. (…) ¿Quieren ir más rápido? Entonces no caminen, hagan
otra cosa: rueden, deslícense, vuelen. No caminen. Caminando solo una hazaña importa: la
intensidad del cielo, la belleza de los paisajes. Andar no es un deporte».

CAMINAR DA LIBERTAD

Andar es libertad. Implica «una desconexión provisional: me escapo de la red unos días,
experimento en senderos desiertos lo que es estar fuera del sistema. Pero también se puede decir
‘romper’. A este respecto sería fácil encontrar llamadas a la transgresión y al ‘gran fuera’ en
los escritos de Kerouac o Snyder: acabar con las convenciones estúpidas, la seguridad letárgica
de las paredes, el tedio de lo idéntico, el desgaste de la repetición, la medrosidad de los
pudientes y el odio al cambio. Hay que provocar partidas, transgresiones, alimentar al fin la

125
locura y el sueño. La decisión de caminar (partir lejos, a alguna parte, intentar otra cosa)
se entiende esta vez como la llamada de lo salvaje».

Al caminar todo pierde importancia. Todo, de algún modo, queda atrás, para el profesor de
filosofía. La identidad de uno mismo, incluso, se disuelve en el camino. «Caminando se escapa
a la idea misma de identidad, a la tentación de ser alguien, de tener un nombres y una historia.
Ser alguien está bien en las veladas mundanas en las que cada uno habla de sí mismo o en la
consulta del psicólogo. Pero ser alguien ¿no es una vez más una obligación social que
encadena, una ficción estúpida que pesa sobre nuestros hombros?».

En un sentido político, «la marcha deja entrever un sueño: caminar como expresión del
rechazo de una civilización corrupta, contaminada, alienante y miserable». El poeta
Whitman hablaba de los vagabundos del Dharma, de su caminar con mochilas por viejos
senderos del desierto, negándose a consumir todo lo que la industria produce y «trabajar para
tener el privilegio de consumir toda esa mierda que en realidad no necesitan, como
refrigeradores, aparatos de televisión, coches, coches nuevos y llamativos […], y porquería en
general que siempre termina en el cubo de la basura una semana después».

Desde hace unos años parece que pensar y trabajar solo se puede hacer frente a un ordenador.
Tumbarse en un sofá a pensar levanta sospechas. Deambular provoca recelos.También mirar
al techo. También caminar. Pilvi Takala lo mostró en una instalación artística llamada The
Trainee que expuso el Museo de arte contemporáneo Kiasma de Helsinki en 2008.

Un vídeo relataba esta historia: una joven pasó un mes en una oficina de Deloitte haciendo unas
prácticas. En su mesa no había ordenador, ni papeles, ni nada. Los empleados la miraban con
asombro y se hacían gestos entre sí como diciendo: ‘Esta mujer está loca’. Algún valiente le
preguntó por fin qué hacía y ella dijo que estaba pensando. Los compañeros la miraron con más
sorpresa aún. Definitivamente pensaron que la trainee era muy extraña.

Caminar, sin embargo, se ha utilizado durante siglos como una técnica para pensar. Lo
hicieron Nietzsche, Rimbaud, Rousseau y Thoruau, entre otros. Kant, Marcel Proust o Walter
Benjamin fueron grandes paseantes. Los peregrinos han caminado durante siglos para acercarse
a su dios, y Gandhi lideró la marcha política más famosa de la historia. Lo cuenta, en detalle,
Frédéric Gros en Andar, una filosofía.

NIETZSCHE

126
Decía Friedrich Nietzsche (1844-1900) que «hay que sentarse lo menos posible: no creer en
ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre y estando nosotros en movimiento, en
ningún pensamiento en cuya génesis no intervengan alegremente también los músculos. Todos
los prejuicios proceden de los intestinos. Ya dije en una ocasión que la vida sedentaria
constituye el auténtico pecado contra el espíritu».

El filósofo alemán pensaba que las morales sedentarias habían envenenado a la humanidad. «No
somos de esos que solo rodeados de libros, inspirado por libros, llegan a pensar. Estamos
acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, bailando, de
preferencia en montañas solitarias o a la orilla del mar, donde hasta los caminos se ponen
pensativos», escribió en La gaya ciencia.

Y así construyó su obra. Nietzsche no era caminante de ciudad. Era andante de naturaleza. En
sus marchas por el bosque huía de sus infernales dolores de cabeza y buscaba ideas que no
estaban atadas a nada. Nietzsche trabajaba caminando, según Gros. Caminaba solo y a veces
hasta ocho horas al día. Andando escribió El paseante y su sombra. Andaba y redactaba a la
vez lo que iba pensando en seis cuadernos pequeños.

Pero el hombre que quiso llegar más allá del bien y del mal acabó sentado en una silla de ruedas.

RIMBAUD

Escapó andando hasta París, marchó a Bruselas, deambuló por Londres, atravesó los Alpes y
hasta intentó llegar a Rusia. El poeta francés Arthur Rimbaud (1854-1891), cuando era muy
joven, dijo que era «un peatón, nada más» y siguió andando el resto de su vida.

«A pie. Siempre a pie y midiendo con las ‘piernas sin rivales’ la amplitud de la tierra», escribe
Gros. «Para caminar, para avanzar, hace falta ansia. Siempre se da en Rimbaud ese grito en el
momento de la partida, esa alegría rabiosa (…). En las tripas, el dolor de estar aquí, la
imposibilidad de quedarse quieto, de enterrarse vivo, de quedarse simplemente».

En 1891 su rodilla se inflama terriblemente. Hay que amputar y pierde la pierna para siempre.
Rimbaud sigue haciendo planes con su futura prótesis, pero ya no volverá a caminar. El poeta
que vio en la marcha una forma de huida, de dejar atrás y olvidarse de uno mismo y del mundo
en cada paso, nunca paró. Ni en su lecho de muerte, donde dijo, como últimas
palabras: «Deprisa, nos esperan».

127
ROUSSEAU

El filósofo ginebrés (1712-1778) detestaba los escritorios. Pensar es, para Jean-Jacques
Rousseau, una extensión de caminar. De los 17 a los 19 años anda sin cesar. Después verá los
caminos en coche de caballos, con gran disgusto, según escribió en Las confesiones.

«Solo he viajado a pie en mis días de juventud, y siempre con delicia. Pronto los deberes,
los asuntos y un equipaje que llevar me obligaron a dármelas de señor y a utilizar vehículos, a
los que conmigo subían atormentadoras preocupaciones, apuros y molestias, mientras que antes
en mis viajes no sentía otra cosa que el placer de caminar. Desde entonces no he sentido otra
cosa que la necesidad de llegar».

Fue caminando por el bosque como Jean-Jacques Rousseau escribió su Discurso sobre el origen
de la desigualdad entre los hombres. Andando descubrió al homo viator (hombre que
camina), «el que no está desfigurado por la cultura, la educación y las artes; el de antes de
los libros y los salones; el de antes de las sociedades y el trabajo». Entre los árboles busca
Rousseau a ese primer hombre anterior a toda civilización, «saturado de cortesía e hipocresía,
lleno de maldad y de envidia». Es su buen salvaje.

Pero la vida hace el paisaje gris y en sus últimos paseos no busca inspiración. Al contrario.
«Los últimos paseos tienen la inmensa dulzura del desapego», escribe Gros. «Ya no hay nada
que esperar, nada que aguardar. Vivir solamente, permitirse existir».

THOREAU

El siglo XIX trajo las grandes producciones en masa y las explotaciones industriales. Los
hombres empiezan a saquear la naturaleza. El filósofo Henry David Thoreau (1817-1862) se
siente abrumado ante un capitalismo feroz y propone una nueva economía en la que «el coste
de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella» (Walden, 1854).

«Es también una manera de distinguir el provecho del beneficio. ¿Qué provecho saco de una
larga caminata por el bosque? El provecho es nulo: no se ha producido nada que pueda luego
venderse, ni se ha realizado algún servicio social que pueda rentarme nada. A ese respecto, la
marcha es desesperadamente inútil y estéril. En términos de economía tradicional, es tiempo
perdido, malgastado, tiempo muerto, sin producción de riqueza. Y sin embargo para mí, para
mi vida, no diría siquiera interior, sino total, absoluta, el beneficio es inmenso», explica Gros

128
en su obra. «Vivir, en el sentido más profundo, es algo que nadie puede hacer por nosotros. En
el trabajo puede sustituirnos alguien, pero no al caminar. Ese es el gran criterio».

El naturalista estadounidense medía el valor de las cosas en la calidad de las vivencias.


Decía: «¿Cuánta vida pura pierdo cuando me esfuerzo en ganar más dinero? Lo que les
cuesta a los ricos ser ricos: trabajo, preocupaciones, desvelos, no descansar nunca». Él, en
cambio, no necesitaba posesiones. Le bastaba con hacer suyo lo que veía. Así lo sentía. Todo
el bosque, todo el mundo, para él.

Cuán vano es sentarse a escribir cuando aún no te has levantado a vivir.


H.D. Thoreau
El diario (1837-1861)

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Hipertexto, literatura y ciudad

Por Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz Profesor Asociado del Departamento de Literatura Doctor en
Filología de la UNED

La reseña crítica
Es un tipo de texto escrito breve que implica un proceso de síntesis, dado que el lector puede y debe ir
“descubriendo” las ideas y analizando las temáticas principales del texto fuente, para poder elaborar una
redacción en donde se condensen dichas ideas y temáticas, guardando cohesión y coherencia. Es decir,
la reseña es un tipo de texto que puede ser expositivo o argumentativo y que implica la comprensión de
las ideas contenidas en la fuente original.

Una reseña puede hacerse a partir de cualquier tipo de texto, ya sea éste visual (reseña cinematográfica,
teatral, etc.), o un texto musical (sobre algún grupo, interpretación o intérprete en general), o un texto
escrito (novela, ensayo, poesía, artículo especializado, artículo de divulgación, texto de contenido
escolar, etc.). En todos estos casos, la reseña siempre va a constituirse a partir de reconocer los elementos
que distinguen cada tipo de texto para poder construir el sentido.

Al igual que en otros tipos de textos académicos escritos, la reseña también presenta la construcción de
un sistema de argumentación, mismo que debe estar conformado por elementos válidos que estén
expresados de manera clara, concisa y ordenados a partir de las características de los géneros discursivos
pertinentes. Esta argumentación son opiniones que el autor de la reseña construye sobre esas ideas y
temáticas que ha identificado, comprendido y analizado del texto fuente.

Sin embargo, es preciso señalar que estas opiniones no están solamente basadas en el sentido común,
sino que deben estar cimentadas en el texto fuente. Para esto, el escritor alumno deberá tener en cuenta
que la reseña crítica-argumentativa es un texto breve, pero no por eso subjetivo; es un texto que
contendrá los principales contenidos del texto que analizó, pero que podrá emplear la paráfrasis, para
expresar y comunicar sus ideas sobre el tema o temas tratados en el texto fuente original.

La reseña crítica tendrá como función hacer saber al lector los aspectos fundamentales del texto original,
de forma tal que el lector pueda sentirse motivado a leer la fuente. La reseña también puede servir para
comunicar ideas personales sobre todo si se trata de reseñas de películas, novelas u obras de teatro que
señalen al lector información relevante y de utilidad como una referencia informativa para contextualizar

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la obra en cuestión.

Si la reseña crítica es empleada en una materia determinada de la carrera, es probable que el profesor
desee saber si el alumno fue capaz de comprender el contenido del texto fuente, en cuanto al manejo de
las temáticas principales abordadas. En este sentido, la reseña tenderá a ser un texto conciso y
explicativo, en donde, a partir de considerar la economía del lenguaje, el alumno pueda evidenciar su
comprensión de la temática tratada en el libro que le dio origen.

La reseña crítica paso a paso


Es muy probable que en algún momento de tu vida universitaria, te pidan que escribas la reseña crítica
de un artículo de alguna publicación periódica. Aunque no estés muy familiarizado con este tipo de tarea,
no será tan difícil como escribir un ensayo que requiera una gran cantidad de investigación en la
biblioteca, pero tampoco es como hacer una reseña para El Norte que se escribiría para un lector general.

La reseña que escribirías estaría dirigida a un lector, por ejemplo, tu supervisor, profesor o asesor de
tesis, quien conoce la materia y está interesado no solo en que se cubra el contenido del artículo que se
reseña, sino también que se haga una valoración crítica de las ideas y el argumento que presenta el autor.

Podrías utilizar las siguientes preguntas para guiar tu reseña:

Familiarízate con el artículo que vas a reseñar: Observa el título, la lista de contenidos, el abstract y la
introducción. Con esto te darás una idea del tema central y su alcance, así como las razones del autor
para escribir ese artículo.

Echa un vistazo a todo el artículo, enfocándote en las oraciones de inicio de párrafo, cuadros,
ilustraciones y cualquier otro material gráfico.

Lee con detenimiento la primera sección, que te indicará los temas principales a discutir y el marco
teórico o conceptual que el autor propone para trabajar.

Lee también con atención la sección final, que debe incluir las conclusiones del autor y resumir las
principales razones de cómo llegó a ellas.

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Planea el contenido de tu reseña

Ahora que te has familiarizado con el texto, léelo completo y con mucha atención para establecer una
base sobre la cual lo reseñarás de manera crítica.

Decide qué aspectos del artículo te gustaría discutir a detalle en tu reseña: el enfoque teórico, el
contenido, los casos de estudio, la selección e interpretación de la evidencia, el alcance del tema, el estilo
de presentación.

Ahora, con base en tu conocimiento del artículo y tu decisión acerca de qué asuntos discutir, lee con
mayor atención las secciones que son relevantes para esos temas. Toma notas de los puntos principales
y citas clave. Puedes dividir la página en dos columnas, en la de la izquierda puedes resumir los puntos
principales del artículo y en la de la derecha registrar tus reacciones y evaluaciones tentativas de esa
sección.

Si es necesario, lee otros artículos o libros relacionados con el tema, posiblemente te puedan
proporcionar evidencia de modelos teóricos alternativos o interpretaciones de los datos.

Elabora el borrador y redacta la reseña

La estructura de tu reseña debe incluir:

Una identificación inicial del artículo (autor, título del artículo, título de la publicación periódica, año
de publicación, y otros detalles que parezcan importantes, p. ej. si es originalmente una edición en inglés,
etc.), y una indicación de los principales aspectos del artículo que discutirás.

Un resumen breve del alcance, contenidos y argumento del artículo. A veces puedes resumir sección por
sección, pero en las reseñas breves (1,000 a 1,500 palabras), solo escoges los temas principales. Esta
sección debe representar la tercera parte de tu reseña. Una discusión crítica de 2 o 3 asuntos principales
mencionados en el artículo. Esta sección es la parte más importante de tu reseña. Necesitas establecer
claramente los argumentos del autor, antes de que los critiques y evalúes. Es importante que fundamentes
tu crítica con evidencia del texto o de otros artículos. En este punto también podrías sacar a relucir
huecos de contenido, en la manera que el autor trata el tema; ten cuidado de no criticar a un autor por no
hacer algo que nunca fue su intención llevar a cabo.

Una evaluación final que mencione la manera en que el artículo contribuyó a que mejorara tu
entendimiento sobre el tema (y probablemente su importancia en el desarrollo del conocimiento en esta
área o disciplina en particular, ubicándola en el contexto de otros artículos en el campo).

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Lista de verificación para el borrador final

¿Identificaste el artículo claramente, desde el principio?

¿Resumiste el argumento del autor de forma clara y objetiva,

de manera que el lector pueda reconocer el enfoque teórico y

el alcance del material cubierto? (un tercio del texto en una reseña breve).

¿Se identificaron claramente y discutieron los 2 o 3 asuntos clave del artículo?

(50-60% de la reseña)

¿Proporcionaste razones que fundamenten tu crítica y aprobación del artículo?

¿Hay alguna evaluación final de la importancia del artículo, basada en lo que

acabas de mencionar?

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