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CAPITULO IV

SISTEMA DOCTRINAL AMERICANO Y LA NO


INTERVENCIÓN
La Doctrina Monroe

Esta doctrina es la expresión de un principio de la política exterior de Estados


Unidos de América de no permitir la intervención de las potencias europeas en los
asuntos internos de los países del hemisferio occidental. Fue formulada el 2 de
Diciembre de 1823 por el Presidente de E.U. J. Monroe en los párrafos 7, 48 y 49
de su mensaje al Congreso:

Párrafo 7. El principio con el que están ligados los derechos e intereses de los
E.U. es que el continente americano, debido a las condiciones de la libertad y la
independencia que conquistó y mantiene, no puede ya ser considerado como
terreno de una futura colonialización por parte de ninguna de las potencias
europeas.

Párrafo 48. En la guerra de potencias europeas por asuntos que le concernían


nunca hemos tomado parte, ni sería propio de nuestra política el hacerlo. Sólo
cuando nuestros derechos son pisoteados o amenazados seriamente tenemos en
cuenta las injurias o nos preparamos para nuestra defensa. Con los movimientos
de este hemisferio estamos por necesidad relacionados en forma más inmediata, y
por causas que deberían ser obvias para todos los observadores esclarecidos e
imparciales. El sistema político de las potencias aliadas es esencialmente distinto,
en este sentido, del de Norteamérica. Esta diferencia se deriva de la que existe entre
sus respectivos Gobiernos; y a la defensa de nuestro propio sistema, que ha sido
llevada a cabo mediante la pérdida de tanta sangre y riqueza y madurado por la
sabiduría de nuestros ciudadanos, más ilustres y bajo el cual hemos disfrutado una
felicidad sin par, está consagrada toda la nación. Por consiguiente, para mantener
la pureza y las amistosas relaciones existentes entre EU y aquellas potencias
debemos declarar que estamos obligados a considerar todo intento de su parte para
extender su sistema a cualquier nación de este hemisferio, como peligroso para
nuestra paz y seguridad. Pero no interferiremos en las colonias o las dependencias
existentes de cualquier potencia europea. Pero en lo que concierne a los gobiernos
que han declarado su independencia y la han mantenido, independencia que
después de gran consideración y sobre justos principios, hemos reconocido, no
podríamos contemplar ninguna intervención con el propósito de oprimirlas o
controlar de alguna manera su destino por parte de cualquier potencia europea,
sino como la manifestación de una disposición hostil hacia E.U....

Párrafo 49. Nuestra política respecto de Europa que fue adoptada en la primera
época de las guerras que durante tanto tiempo agitaron a ese sector del globo...
sigue siendo la misma; es decir, no interferir en los intereses internos de ninguna
de sus potencias; considerar al Gobierno de facto como el gobierno legítimo para
nosotros; cultivar relaciones amistosas con él y mantenerlas mediante una política
franca, firme y humana, respondiendo en todos los casos a las justas solicitudes de
todas las potencias y no aceptando injurias de ninguna. Pero con referencia a esos
continentes las circunstancias son clara y eminentemente distintas. Es imposible
que las potencias aliadas extiendan su sistema político a cualquier parte de uno y
otro continente sin amenazar nuestra paz y seguridad; nadie puede creer que
nuestros hermanos sureños, si son abandonados a sí mismos, puedan adoptar ese
sistema por propia voluntad. Es igualmente imposible, por consiguiente, que
nosotros admitamos con indiferencia una intervención de cualquier clase. Si
comparamos la fuerza y los recursos de España y los nuevos gobiernos, y la
distancia que los separa, resulta obvio que ella nunca podrá someterlos. EU aún
considera como su verdadera política dejar actuar por sí mismas a las partes, con
la esperanza de que las demás potencias adoptaran la misma actitud.

En su sentido original la Doctrina Monroe fue interpretada como un mecanismo


defensivo en el momento en que la independencia de casi todos los países
latinoamericanos había tenido lugar; de allí que inicialmente fuera acogida con
simpatía en el continente americano. Su observancia en los primeros años después
de su proclamación fue efectiva. Ahora bien, ocurrieron hechos y situaciones que
revelan su ineficacia y desnaturalización: la ocupación de México y el
establecimiento de un imperio extranjero en su suelo; el comportamiento de
Estados Unidos en cuanto a los derechos que invocó Inglaterra para despojar a
Argentina de sus derechos sobre las Islas Malvinas; la intervención anglo-francesa
en el Río de la Plata de 1838 a 1850; el intento español de reconquista de Santo
Domingo en 1861; el reconocimiento del aventurero norteamericano Walker en
Nicaragua; la política expansionista norteamericana que cercenó la mitad del terri-
torio de México a mediados del siglo XIX y produjo intervenciones militares en
Nicaragua, Haití, República Dominicana, México y otros países.

"La Doctrina Monroe —opina el científico mejicano I. Fabela— fue oportuna en


su época ante las manifestaciones de reconquista o conquista de Santa Alianza en
América; pero a fines del siglo XIX se transformó de un instrumento contra la
intervención europea en un instrumento de intervención de E.U. en América
Latina; y con este carácter fue integrada por decisión unilateral del Presidente W.
Wilson al Art. 21 del Pacto de la Sociedad de Naciones en 1919, lo que causó el
alejamiento de esta Institución de diversas repúblicas latinoamericanas, menos
dependientes de E.U. El Presidente Lázaro Cárdenas dijo entonces: La Doctrina
Monroe constituye un protectorado arbitrario, impuesto sobre los pueblos que no
lo han solicitado ni tampoco lo necesitan. La Doctrina Monroe no es recíproca y,
por consiguiente, es injusta...."

A la Doctrina Monroe no se le puede atribuir un carácter jurídico, aunque, como


vemos en los párrafos citados, contiene principios de derecho internacional. Un
proyecto sobre americanización de la Doctrina fue descartado en la Conferencia
Interamericana de Consolidación de la Paz de Buenos Aires (1936).

Doctrina Drago
Con motivo de las reclamaciones de Alemania, Francia e Inglaterra contra
Venezuela, en 1902, y de los actos realizados por su marina de guerra en las costas
Venezolanas, el Ministro de Relaciones Exteriores de Argentina Luis María Drago,
dirigió una carta al Secretario de Estado norteamericano M. John Hay, por
conducto del representante argentino en Washington. En ella se consignó que el
capitalista que suministrara recursos a un Estado extranjero, tiene siempre en
cuenta cuales son los medios económicos del país en que va a actuar y la mayor o
menor probabilidad de que los compromisos contraídos se cumplan sin tropiezo.
Todos los gobiernos, dice además, gozan por ello de diferente crédito según su
grado de civilización y de cultura y su conducta en los negocios, y estas
circunstancias se miden y se pesan antes de contraer ningún empréstito, haciendo
más o menos onerosas sus condiciones con arreglo a los datos precisos que en ese
sentido tienen perfectamente registrados los banqueros. Luego el acreedor sabe
que contrata con una entidad soberana, y es condición inherente de toda soberanía
que no pueden iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra ella, ya que
de ese modo de cobro comprometería su existencia misma, haciendo desaparecer
la independencia y la acción del respectivo gobierno.

Con estas premisas llega la nota de Drago a las siguientes conclusiones: "Entre los
principios fundamentales del Derecho Público Internacional que la humanidad ha
consagrado, es uno de los más preciosos el que determina, que todos los Estados,
cualquiera que sea la fuerza de que dispongan, son entidades de derecho
perfectamente iguales entre sí, y recíprocamente acreedoras por ello a las mismas
consideraciones y respeto.

El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, pueden y deben ser


hechos por la acción, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad
soberana; pero el cobro compulsivo e inmediato, en un momento dado, por medio
de la fuerza, no traerían otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la
absorción de su gobierno, con todas las facultades que le son inherentes, por las
fuentes de la tierra".

Más adelante continua diciendo la carta: "No pretendemos de ninguna manera que
las naciones sudamericanas queden, por ningún concepto, exentas de la
responsabilidad de todo orden que las violaciones del Derecho Internacional
compartan para los pueblos civilizados.

No pretendemos, ni podemos pretender, que estos países ocupen una situación


excepcional en sus relaciones con las Potencias europeas, que tienen el derecho
indudable de proteger a sus súbditos tan ampliamente como en cualquiera otra
parte del globo, contra las persecuciones o las injusticias de que pudiera ser
víctima. Lo único que la República Argentina sostiene, y lo que vería con gran
satisfacción consagrada, con motivo de los sucesos de Venezuela, por una nación
que, como los Estados Unidos, goza de grande autoridad y poderío, es el principio
ya aceptado de que no puede haber extensión territorial europea en América, ni
opresión de los pueblos de este continente, porque una desgraciada situación
financiera pudiere llevar a alguno de ellos a diferir el cumplimiento de sus
compromisos. En una palabra, el pensamiento que quisiera ver reconocido es el de
que la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la
ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia
europea."

Esta carta y la Doctrina que contiene obtuvieron una gran resonancia en todo el
mundo, y la Unión Panamericana, al formular el programa de la Conferencia que
había de celebrarse en 1906, acordó el 21 de abril del mismo año incluir en él lo
siguiente:

"Un acuerdo recomendando que la Segunda Conferencia de la Paz de El Haya sea


invitada a considerar si es admisible el uso de la fuerza para el cobro de deudas
públicas, y si es admisible, hasta que punto." La Tercera Conferencia
Panamericana, reunida ese año en Río de Janeiro, sometió el problema a una
comisión y, con vista de su dictamen y de una exposición presentada por la
delegación argentina, adoptó en la sesión del 22 de agosto de 1906, por unanimidad
el siguiente acuerdo:

"Recomendar a los Gobiernos representados en ella que consideren el punto de


invitar a la Segunda Conferencia de la Paz de El Haya para que examine el caso
del cobro compulsivo de las deudas públicas, y, en general, las medidas tendientes
a disminuir entre las Naciones los conflictos de origen exclusivamente pecuniario".

Y en efecto, la Segunda Conferencia de la Paz, a que concurrió Drago, formando


parte de la Delegación argentina, aprobó, después de largos debates y de no pocas
reservas, en su sesión de 16 de octubre de 1907, una Convención en cuyo
preámbulo se consigna, como razón de la misma, el deseo de evitar entre las
Naciones conflictos armados de origen pecuniario, procedentes de deudas
contractuales que reclame el Gobierno de un país al de otro en favor de los
nacionales del primero.

Conforme al artículo inicial las Potencias contratantes convienen "en no recurrir a


la fuerza armada para el cobro de deudas contractuales reclamadas por el Gobierno
de un país al de otro como correspondientes a los nacionales del primero. Sin
embargo, dicha estipulación no podrá aplicarse cuando el Estado deudor rehúse o
deje sin respuesta una oferta de arbitraje, o haga imposible, en caso de aceptación,
el otorgamiento del compromiso, o deje de conformarse después del arbitraje a la
sentencia dictada". Y sin duda para que los árbitros puedan tener, no sólo el
convenio primitivo de que la reclamación arranca, sino también las condiciones
económicas presentes del deudor, agrega el Convenio al final de su artículo 2o.
que la sentencia arbitral determinará, salvo los acuerdos especiales de las partes,
la procedencia de la reclamación, el importe de la deuda y la época y la forma de
pago. Hay entre esa Convención y la doctrina primitiva de Drago notables
diferencias. Esta última tiene carácter absoluto y, por lo tanto, no permite el uso
de la fuerza armada para dicho fin en ninguna hipótesis; mientras la primera
autoriza en varias de ellas, como subsidiaria o como ejecutora del arbitraje. Drago
se refería exclusivamente a la deuda pública, y el Convenio de El Haya a toda clase
de obligaciones contractuales.

La Doctrina Calvo

"En derecho internacional estricto el cobro de crédito y la prosecución de


reclamaciones privadas no justifican de plano la intervención armada de los
gobiernos; y como los Estados europeos siguen invariablemente esta regla en sus
relaciones recíprocas, no hay motivo alguno para que la impongan en sus
relaciones con las naciones del Nuevo Mundo" —Carlos Calvo— Derecho
Internacional Teórico y Práctico—.

El trasfondo histórico de esta consideración de ese eminente diplomático e


historiador Argentino habría que buscarlo en el estado de las relaciones de los
países latinoamericanos frente a las Potencias, caracterizado por la débil condición
política y económica de los primeros, loquea menudo condujo a abusivas
interposiciones diplomáticas de los segundos en favor de sus súbditos;
interposiciones que se convertirán en una franca intervención de esas potencias en
los asuntos internos de estos países latinoamericanos.

Calvo quiso establecer el principio general de que un Estado no puede aceptar


responsabilidades por pérdidas causadas a los extranjeros como resultado de
guerras civiles o insurrección, con el argumento de que "crearía una desigualdad
injustificable entre nacionales y extranjeros: El extranjero sería considerado como
un nacional responsable ante las cortes y leyes del país.

Desde finales del siglo XIX en diferentes países latinoamericanos fue obligatorio
incluir esta "cláusula Calvo" en los contratos con personas o compañías privadas
extranjeras.1 En efecto, la esencia de esta cláusula consiste en una disposición
insertada en un contrato celebrado entre un extranjero y un gobierno en virtud de
la cual el extranjero se compromete a no acudir al gobierno de su nacionalidad en
búsqueda de protección en caso de que surja cualquier conflicto relacionado con
el contrato.

La mencionada cláusula despertó cierta reacción contraría acompañada de la


argumentación de que un particular no puede renunciar al derecho o privilegio de
su gobierno de proteger a sus ciudadanos en el extranjero.

Anexo: Doctrina Drago —Nota del Ministro de Relaciones Exteriores al Ministro


Argentino en Washington-

Buenos Aires, Diciembre 29 de 1902

Señor Ministro:
He recibido el telegrama de V.E., fecha 20 del corriente, relativo a los sucesos
últimamente ocurridos entre el gobierno de la República de Venezuela y los de la
Gran Bretaña y la Alemania. Según informes de V.E. el origen del conflicto debe
atribuirse en parte a perjuicios sufridos por súbditos de las naciones reclamantes
durante las revoluciones y guerras que recientemente han tenido lugar en el
territorio de aquella república y en parte también a que ciertos servicios de la deuda
externa del Estado no han sido satisfechos en la oportunidad debida.

Prescindiendo del primer género de reclamaciones, para cuya adecuada


apreciación habría que atender siempre a las leves de los respectivos países, este
gobierno ha estimado de oportunidad transmitir a V.E. algunas consideraciones
relativas al cobro compulsivo de la deuda pública, tales como las han sugerido los
hechos ocurridos.

Desde luego se advierte, a este respecto, que el capitalista que suministra su dinero
a un Estado extranjero, tiene siempre en cuenta cuáles son los recursos del país en
que va a actuar y la mayor o menor probabilidad de que los compromisos
contraídos se cumplan sin tropiezo.

Todos los gobiernos gozan por ello de diferentes crédito según su grado de
civilización y cultura y su conducta en los negocios y estas circunstancias se miden
y se pesan antes de contraer ningún empréstito, haciendo más o menos onerosas
sus condiciones con arreglo a los datos que en ese sentido tienen perfectamente
registrados los banqueros.

Luego el acreedor sabe que contrata con una entidad soberana y es condición
inherente a toda soberanía que no pueda iniciarse ni cumplirse procedimientos
ejecutivos contra ella, ya que de ese modo comprometería su existencia misma,
haciendo desaparecer la independencia v la acción del respectivo gobierno.

Entre los principios fundamentales del derecho público internacional que la


humanidad ha consagrado, es uno de los más preciosos el que determina que todos
los Estados, cualquiera que sea la fuerza de que disponga, son entidades de
derecho, perfectamente iguales entre sí y recíprocamente acreedoras por ello a las
mismas consideraciones y respeto.

El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, puede y debe ser


hecha por la nación, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad
soberana, pero el cobro compulsivo e inmediato, en un momento dado, por medio
de la fuerza, no traería otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la
absorción de su gobierno con todas las facultades que le son inherentes, por los
fuertes de la tierra. Otros son los principios proclamados en este continente de
América. "Los contratos entre una nación y los individuos particulares son
obligatorios según la conciencia del soberano, y no pueden ser objeto de fuerza
compulsiva, decía el ilustre Hamilton. No confieren derecho alguno de acción
fuera de la voluntad soberana".
Los Estados Unidos han ido muy lejos en ese sentido. La enmienda undécima de
su constitución estableció, en efecto, con el asentimiento unánime del pueblo, que
el poder judicial de la nación no se extiende a ningún pleito de ley o de equidad
seguido contra uno de los Estados Unidos por ciudadanos de otro Estado, o por
ciudadanos o subditos de un Estado extranjero.

La República Argentina ha hecho demandable a sus provincias y aun ha


consagrado el principio de que la nación misma puede ser llevada a juicio ante la
Suprema Corte por los contratos que celebra con los particulares.

Lo que no ha establecido, lo que no podría de ninguna manera admitir, es que, una


vez determinado por sentencia el monto de lo que pueda adeudar, se le prive de la
facultad de elegir el modo y la oportunidad del pago, en el que tiene tanto o más
interés que el acreedor mismo, porque en ello están comprometidos el crédito y el
honor colectivo.

No está de ninguna manera la defensa de la mala fe, del desorden y de la


insolvencia deliberada y voluntaria. Es simplemente amparar el decoro de la
entidad pública internacional que no puede ser arrastrada así a la guerra con
perjuicio de los altos fines que determinan la existencia y la libertad de las
naciones.

El reconocimiento de la deuda pública, la obligación definida de pagarla no es, por


otra parte, una declaración sin valor porque el cobro no pueda llevarse a la práctica
por el camino de la violencia.

El Estado persiste en su capacidad de tal y más tarde o más temprano las


situaciones obscuras se resuelven, crecen los recursos, las aspiraciones comunes
de equidad y de justicia prevalecen y se satisfacen los más retardados
compromisos.

El fallo, entonces, que declara la obligación de pagar la deuda, ya sea dictado por
los tribunales del país o por los de arbitraje internacional, los cuales expresan el
anhelo permanente de justicia como fundamento de las relaciones políticas |e los
pueblos, constituye un título indiscutible que no puede compararse al derecho
incierto de aquel cuyos créditos no son reconocidos y se ve impulsado a apelar a
la acción para que ellos le sean satisfechos.
Siendo estos sentimientos de justicia, de lealtad y de honor, los que animan al
pueblo argentino, y han inspirado en todo tiempo su política, V.E. comprenderá
que se haya sentido alarmado al saber que la falta de pago de los servicios de la
deuda pública de Venezuela se indica como una de las causas determinantes del
apresamiento de su flota, del bombardeo de uno de sus puertos y del bloqueo de
guerra rigurosamente establecido para sus costas. Si estos procedimientos fueran
definitivamente adoptados, establecerían un precedente peligroso para la
seguridad, y la paz de las naciones de esta parte de América.
El cobro militar de los empréstitos supone la ocupación territorial para hacerlo
efectivo, y la ocupación territorial significa la supresión o subordinación de los
gobiernos locales en los países a que se extiende.

Tal situación aparece contrariando visiblemente los principios muchas veces


proclamados por las naciones de América y muy particularmente la doctrina de
Monroe, con tanto celo sostenida y defendida en todo tiempo por los Estados
Unidos, doctrina a que la República Argentina ha adherido antes de ahora.

Dentro de los principios que enuncia el memorable mensaje de 2 de diciembre de


1823, se contienen dos grandes declaraciones que particularmente se refieren a
estas repúblicas, a saber; "Los continentes americanos no podrán en adelante servir
de campo para la colonización futura de las naciones europeas, y reconocida como
ha sido la independencia de los gobiernos de América, no podrá mirarse la
interposición de parte de ningún poder europeo, con el propósito de oprimirlos o
controlarlos de cualquier manera, sino como la manifestación de sentimientos poco
amigables, para los Estados Unidos".

La abstención de nuevos dominios coloniales en los territorios de este continente,


ha sido muchas veces adoptada por los hombres públicos de Inglaterra. A su
simpatía puede decirse que se debió el gran éxito que la doctrina de Monroe
alcanzó apenas promulgada. Pero en los últimos tiempos se ha observado una
tendencia marcada en los publicistas y en las manifestaciones diversas de la
opinión europea, que señala estos países como campo adecuado para las futuras
expansiones territoriales. Pensadores de la más alta jerarquía han indicado la
conveniencia de orientar en esta dirección los grandes esfuerzos que las principales
potencias han aplicado a la conquista de regiones estériles, con un clima
inclemente, en las más apartadas latitudes del mundo. Son muchos ya los escritores
europeos que designan los territorios de Sub América con sus grandes riquezas,
con su cielo feliz y su clima propicio para todas las producciones, como el teatro
obligado donde las grandes potencias, que tienen ya preparadas las armas y los
instrumentos de la conquista, han de disputarse el predominio en el curso de este
siglo.

La tendencia humana expansiva, caldeada así por las sugestiones de la opinión y


de la prensa, puede, en cualquier momento, tomar una dirección agresiva, aun
contra la voluntad de las actuales clases gobernantes. Y no se negará que el camino
más sencillo para las apropiaciones y la fácil suplantación de las autoridades
locales por los gobiernos europeos, es precisamente el de las intervenciones
financieras, como con muchos ejemplos podría demostrarse. No pretendemos de
ninguna manera que las naciones sudamericanas queden, por ningún concepto,
exentas de las responsabilidades de todo orden que las violaciones del derecho
internacional comportan para los pueblos civilizados. No pretendemos ni podemos
pretender que estos países ocupen una situación excepcional en sus relaciones con
las potencias europeas, que tienen el derecho indudable de proteger a sus súbditos
tan ampliamente como en cualquiera otra parte del globo, contra las persecuciones
las injusticias de que pudieran ser víctimas. Lo único que la República Argentina
sostiene y lo que vería con gran satisfacción consagrado con motivo de los sucesos
de Venezuela, por una nación que, como los Estados Unidos, goza de tan grande
autoridad y poderío, es un principio ya aceptado de que no puede haber expansión,
territorial euro-en América, ni opresión de los pueblos de este continente, porque
una desgraciada situación pudiese llevar a alguno de diferir el cumplimiento de sus
compromisos. En una Palabra, el principio que quisiera ver reconocido, es el de
que la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la
ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea.

El desprestigio y el descrédito de los Estados que dejan de satisfacer los derechos


de sus legítimos acreedores, trae consigo dificultades de tal magnitud que no hay
necesidad de que la intervención extranjera agrave con la opresión las calamidades
transitorias de la insolvencia.

La República Argentina podría citar su propio ejemplo, para demostrar lo


innecesario de las intervenciones armadas en estos casos.

El servicio de la deuda inglesa de 1824 fue reasumido espontáneamente por ella,


después de una interrupción de treinta años, ocasionada por la anarquía y las
convulsiones que conmovieron profundamente el país en ese período de tiempo, y
se pagaron escrupulosamente todos los atrasos y todos los intereses, sin que los
acreedores hicieran gestión alguna para ello.

Más tarde una serie de acontecimientos y contrastes financieros, completamente


fuera del control de sus hombres gobernantes, le pusieron por un momento, en
situación de suspender de nuevo temporalmente el servicio de la deuda externa.
Tuvo, empero, el propósito firme y decidido de reasumir los pagos inmediatamente
que las circunstancias se lo permitieran y así lo hizo, en efecto, algún tiempo
después, a costa de grandes sacrificios, pero por su parte propia y espontanea
voluntad sin la intervención ni las comunicaciones de ninguna potencia extranjera.
Y ha sido por sus procedimientos perfectamente escrupulosos regulares y
honestos, por su alto sentimiento de equidad y de justicia plenamente evidenciado,
que las dificultades sufridas en vez de disminuir han acrecentado su crédito en los
mercados europeos. Puede afirmarse con entera certidumbre que tan halagador
resultado no se habría obtenido si los acreedores hubieran creído conveniente
intervenir de un modo violento en el período de crisis de las finanzas, que así se
han repuesto por su sola virtud.
No tememos ni podemos temer que se repitan circunstancias semejantes.

En el momento presente no nos mueve, pues, ningún sentimiento egoísta ni


buscamos el propio provecho al manifestar nuestro deseo de que la deuda pública
de los Estados no sirva de motivo para una agresión militar de estos países.
No abrigamos, tampoco respecto de las naciones europeas ningún sentimiento de
hostilidad. Antes por el contrario, mantenemos con todas ellas las más cordiales
relaciones desde nuestra emancipación, muy particularmente con Inglaterra, a la
cual hemos dado recientemente la mayor prueba de la confianza que nos inspiran
su justicia y su ecuanimidad, entregando a su fallo la más importante de nuestras
cuestiones internacionales, que ella acaba de resolver fijando nuestro límite con
Chile después de una controversia de más de sesenta años.

Sabemos que donde la Inglaterra va, la acompaña la civilización y se extienden los


beneficios de la libertad política y civil. Por eso la estimamos, lo que quiere decir
que adhiriéramos con igual simpatía a su política en el caso improbable de que ella
tendiera a oprimir las nacionalidades de este continente, que luchan por su
progreso, que ya han vencido las dificultades mayores y triunfarán en definitiva
para honor de las instituciones democráticas. Largo es, quizás, el camino que
todavía deberán recorrer las naciones sudamericanas. Pero tienen fe bastante y la
suficiente energía y virtud para llegar a su desenvolvimiento pleno apoyándose las
unas en las otras.

Y es por ese sentimiento de confraternidad y por la fuerza que siempre deriva del
apoyo moral de todo un pueblo, que me dirijo al Señor Ministro, cumpliendo
instrucciones del excelentísimo Señor Presidente de la República, para que
transmita al gobierno de los Estados Unidos nuestra manera de considerar los
sucesos en cuyo desenvolvimiento ulterior va a tomar una parte tan importante, a
fin de que sirva tenerla como la expresión sincera de los sentimientos de una nación
que tiene fe en su destino y la tiene en los de todo este continente a cuya cabeza
marchan los Estados Unidos, actualizando ideales y suministrando ejemplos.

Quiera el señor Ministro aceptar las seguridades de mi consideración distinguida.


Luis M. DRAGO

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