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Las raíces de la luz

(A Novel)

Followed by

Escritura creativa en español: trayectoria, pedagogía y proyecciones en


programas de posgrado en Estados Unidos
(Analytical Essay)

A dissertation submitted to the Graduate School


of the University of Cincinnati in partial fulfillment of the
requirements for the degree of
Doctor of Philosophy
in the Department of Romance and
Arabic Languages and Literatures
of the College of Arts and Sciences
by

Andrea Beaudoin-Valenzuela

M.A. Universidad Nacional de Colombia


May 2015

Committee Co-chairs: Nicasio Urbina, Ph.D, Patricia Valladares-Ruiz, Ph.D


Abstract

Las raíces de la luz (The roots of the light) is a character-driven novel about Ana, a young woman

who just lost her grandfather, Leo, from Alzheimer’s disease. In an effort to honor her only family

member, and to find answers about her own past, Ana goes back to her childhood and tries to find

the moment when the relationship with her grandfather reached a point of no return. The novel

explores the possibilities and limitations of living and taking care of a patient with Alzheimer’s

disease. This project draws upon the critical work of scholars such as

Tess Maginess, Irmela Krüger-Fürhoff and Ragna Aadlandsvik, devoted to the study of fictional

representations of dementia and the challenges of narrating Alzheimer’s disease. As Maginess and

other scholars in this field have pointed out, such representations constitute

an enormous contribution in the building of knowledge regarding the

human, social and psychological dimensions of such disease; and participate in an

important cultural debate about the ethical implications of living with Alzheimer’s disease in

contemporary societies.

This creative project is accompanied by a critical essay analyzing the current pedagogy

practices and scholar development of Creative Writing in Spanish as an academic discipline.

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Resumen

Las raíces de la luz es una novela sobre una joven, Ana, que acaba de perder a su abuelo, Leo, de

la enfermedad de Alzheimer. En un esfuerzo por honrar a su único familiar y encontrar respuestas

sobre su propio pasado, Ana vuelve a su infancia e intenta encontrar el momento en que la relación

con su abuelo llegó a un punto sin retorno. La novela explora las posibilidades y limitaciones de

vivir y cuidar a un paciente con la enfermedad de Alzheimer. Este proyecto se basa en el trabajo

crítico de académicos como Tess Maginess, Irmela Krüger-Fürhoff y Ragna Aadlandsvik,

dedicados al estudio de representaciones de la demencia y los desafíos de narrar la enfermedad de

Alzheimer. Como Maginess y otros estudiosos en este campo han señalado, tales representaciones

constituyen una contribución enorme en la construcción de conocimiento sobre las dimensiones

humanas, sociales y psicológicas de dicha enfermedad; y participan, además, de un importante

debate cultural sobre las implicaciones éticas de vivir con la enfermedad de Alzheimer en las

sociedades contemporáneas.

Este proyecto creativo va acompañado de un ensayo crítico que analiza las prácticas

pedagógicas actuales y el desarrollo académico de la escritura creativa en español como disciplina

académica.

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iii
Table of contents

Abstract ------------------------------------------------------------------------------------------------ i

Table of contents ------------------------------------------------------------------------------------ iv

Las raíces de la luz -------------------------------------------------------------------------------- --- 1

Escritura creativa en español: trayectoria,

pedagogía y proyecciones en programas de posgrado en Estados Unidos --------------192

Introducción -------------------------------------------------------------------------------------- - 193

1. Problematización y reconceptualización del medio académico

y la escritura creativa como disciplina -------------------------------------------------------- 194

1.1 El surgimiento de programas

académicos en escritura creativa en español ---------------------------------------- 195

1.2 La escritura creativa en el sistema académico--------------------------------------- 204

1.3 El taller literario: alcances, limitaciones y proyección ---------------------------- 211

2. La expansión de la escritura creativa ------------------------------------------------- 217

2.1 El escritor del siglo XXI ----------------------------------------------------------------- 232

Bibliografía ---------------------------------------------------------------------------------------- - 243

iv
Las raíces de la luz

1
La memoria es una forma de amor.

Sus elecciones son siempre imperiosas y apasionadas.

Natalia Ginzburg

El camino que va a la ciudad

El pasado está siempre a punto de ocurrir. Eso se sabe.

Cristina Rivera Garza

El disco de Newton

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El primero les llegó casi por accidente. Lo encontraron viejo y con toda su ferocidad reducida.

Estaba casi asustado, en una esquina del ascensor que subía al consultorio del odontólogo. Era un

dinosaurio de plástico de apenas cinco centímetros. La pintura estaba pelada y los colmillos apenas

se adivinaban. Leo lo recogió del piso y exhibiéndolo sobre su mano les dijo a todos los que subían

al piso sexto, “esto pasa cuando un tiranosaurio no se cuida los dientes”. Después se permitió una

carcajada franca que se reía de su propio chiste. A la salida del ascensor le dio el juguete a Ana.

“Este es ahora nuestro amuleto de los dientes”.

El segundo apareció en el parqueadero del colegio. Era un perro gris con las patas

desarmables. Estaba sentado sobre una baranda esperando al aguacero. Ana supo cuando lo vio

que había nacido de un huevo de chocolate y lo habían abandonado por triste a la salida de clases.

Cuando llegó Leo a recogerla justo antes de la tormenta, ella extendió la palma de su mano. “Un

amuleto contra la lluvia”.

El tercero venía de regalo en la caja de un cereal. El cereal, por supuesto, no lo compraron.

Pero abrieron la caja en el supermercado y la mano pequeña de Ana sacó de entre una multitud de

bolitas achocolatadas a Rafiki, el mono sabio de El rey león. Leo lo bautizó “el amuleto de azúcar”

y lo instaló, junto a los otros dos, en una repisa de la biblioteca.

Con los años, las figuras en miniatura se acumularon en la casa. Todos eran amuletos, y

todos, excepto un extraterrestre, un power ranger y un troll de pelo morado, eran animales. Ana y

Leo llevaban el registro de la colección en un cuaderno donde anotaban la fecha y el lugar de

encuentro frente al nombre de cada amuleto:

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Amuleto contra el insomnio (oso verde de plástico traslúcido): enero 15, 1996, encontrado

a la madrugada frente al portón de la panadería cerrada.

Amuleto para las buenas notas (pata Daisy con zapatos rosados): mayo 23, 1996,

encontrado antes del examen de geometría en el baño de niñas del colegio de Ana.

Amuleto contra el conformismo (pollito negro hecho de plumas de verdad): julio 6, 1997,

robado a un niño del parque (que no lo sabía apreciar).

Amuleto contra el desencanto (escarabajo negro de plástico, tamaño real): octubre 22,

1997, adoptado después de ser confundido con un escarabajo real en medio del pasto.

Los amuletos se convirtieron en un pasatiempo común, pero también en una forma de

comunicación más clara y efectiva que las palabras entre Ana y Leo; un recurso para articular la

minúscula existencia que comparten, para hacer de ellos dos una familia completa y sin cojeras.

Ana y Leo Chevellier se bastan el uno al otro desde hace años. Él le ha explicado a ella que una

persona es una isla, pero dos son una nación; que ellos, una nieta y un abuelo son un universo y

un engranaje que se expande. Dominga, la gata, es un satélite en su sistema solar. Es un astro que

gana fuerza gravitacional con los años. Los amuletos son habitantes pequeñísimos de ese cosmos,

son catalizadores de los verbos y los sustantivos que todavía no se han inventado.

Cuando ella pregunta por sus padres, Leo se acerca a una de las repisas para tomar el

amuleto de los ancestros, una oveja de madera y lana que encontraron durante una visita al

cementerio. Le entrega el animal a su nieta y la arrulla contra su pecho hasta sentirla dormida.

Cuando él se queja por plata, ella vacila un momento entre el amuleto de la gratitud o el del

desprendimiento. Elige uno de los dos, y lo deja sobre la torre de cuentas por pagar.

Ahora van amontonados, unos sobre otros, en el baúl de una camioneta Renault doce de

latas viejas pintadas de blanco. Los animalitos, envueltos en papel y empacados en cajas de cartón

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pierden su esplendor, son ahora simples objetos sin un propósito concreto. ¿Para qué sirven? A su

lado un pela-papas, una máquina de coser o una llave que abre puertas se ufanan de sentido

práctico. Las herramientas la tienen fácil, no deben preguntarse por el propósito de su existencia,

cumplen su función como un jornalero sin salario, y cuando terminan descansan imperturbables

dentro de un cajón o un armario. Un amuleto, en cambio, no debe darse pausas. Su labor no le deja

ninguna satisfacción al terminar la jornada, no puede contar puntadas, ni papas desnudas. De su

insignificante presencia física se desprende un aura simbólica. Del ciempiés hecho de chaquiras

de colores, del lagarto de hule, del gato que alguna vez fue un llavero, emana un poder que crece

al contacto con los humanos, que necesita de la fe y de la incalculable masa gaseosa de las

emociones para existir. Los amuletos sirven para todo lo que no tiene una función específica, lo

transparente pero imprescindible. Su poderío intangible va ahora replegado entre el papel burbuja

y la cinta pegante. Son cosas, solo cosas, que se remueven en el fondo del carro cada vez que los

huecos de la carretera les dan un sacudón.

Ana duerme en la silla de atrás, arropada con una cobija de lana que en pocas horas solo

será un estorbo. Arrancaron de madrugada, para hacer rendir el día. Leo organizó dentro de la

camioneta un campamento para su nieta utilizando la cojinería del carro, una sábana sencilla,

cojines de la sala y la cobija de lana. Todavía estaba oscuro cuando cerraron el garaje. Adentro se

quedó Dominga, con una cara de reproche que escondía su desconcierto. A la gata la va a ir a

alimentar el vecino, el señor Ferro. Es solo una semana, tal vez diez días, y Leo dice que los gatos

se saben cuidar solos, que agradecen, como no saben hacerlo las personas, la franca soledad y la

autonomía. A Ana le parece que aunque Dominga pose de indiferente, extraña la dulzura y el tacto

de los dedos detrás de las orejas.

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La tierra se calienta casi tan pronto como se deja atrás a Bogotá. Las plantas comienzan a

crecer más grandes y abundantes al borde de la carretera, el aire se hace un poco más denso y más

dulce, y por las ventanas entra olor a tierra húmeda.

Después de un rato en la ruta, el día comienza a brotar detrás de las montañas. Les quedan

días de carretera por delante.

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No sé cuántas veces habías repetido tu ronda por los cuartos y ahora, rendido, esperabas sentado

en el borde de una cama con las manos sobre los oídos.

El televisor gritaba a un volumen aturdidor. Me acerqué sin movimientos bruscos y cuando

estuve frente a ti vi que apretabas los ojos y la boca en una mueca infantil. Puse mi mano en tu

rodilla y te hablé desde muy cerca: “¿qué está pasando?”. Entonces abriste los ojos despacio y me

miraste muchos segundos. Solo me respondiste “gracias”, y te dejaste caer sobre la cama.

Habrás encontrado, no sé dónde, el control remoto, y, sobre todo, habrás comprendido

cómo prender la televisión. Después habrás querido algo más, pero solo supiste subir todo el

volumen y ahora te escondías del hombre que voceaba las noticias del mediodía.

La casa era entonces una avalancha.

Los libros se amontonaban en torres que crecían desde el piso, sobre las mesas, en los

estantes. Todos tus zapatos hacían una fila inútil detrás de las puertas. Hacía meses que solo usabas

pantuflas. Algunas notas viejas todavía rondaban con instrucciones sobre los objetos: “Radio.

Prender con el botón rojo”, “Estufa. No utilizar”, “Teléfono. Llamar a Ana con la tecla 1”.

Las cosas sin notas erraban buscando su lugar, ansiosas de etiquetas y categorías.

Recorrí uno por uno los cuartos breves donde vivíamos. Busqué el control remoto debajo

de cada cojín, cada arrume de papeles. Lo invoqué. Le reclamé que se aprovechara de ti. Lo insulté.

Busqué debajo de la cama sobre la que desde hacía un rato te arremolinabas como un cachorro. Al

final, exhausta, desconecté el televisor. Me acurruqué a tu lado y me quedé escuchando el silbido

de tus pulmones.

Antes de que te quedaras dormido te pregunté si querías ir al parque. Vacilaste y yo no

supe si las palabras quieres ir al parque entraban vacías a tus oídos o si intentabas descifrar quién

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era yo. No te imaginas, Leo, lo diferente que llegaste a ser, lo encogida que estaba tu fuerza. Para

entonces ya no existía dentro de ti el hombre robusto dispuesto a dar la batalla contra sí mismo.

Ese fue nuestro tiempo más sosegado.

Asentiste con un esbozo de sonrisa. Te senté de nuevo en el borde de la cama y tu docilidad

se dejó desvestir. Primero las pantuflas, luego toda la pijama. Miraste hacia abajo y descubriste tu

cuerpo hinchado como una fruta blanda. Viste con detenimiento tu piel traslúcida sembrada de

manchas y venas oscuras.

Me miraste buscando una respuesta y entonces entendiste, como entendías por primera vez

todos los días, que hace años eras un viejo.

Algo en tu gesto insinuó lucidez, pero el destello desapareció antes de nacer. Volviste a ver

hacia abajo con los ojos en ninguna parte mientras yo te ponía un pantalón de sudadera. Te pedí

que estiraras un brazo entre una de las mangas de un suéter holgado y caliente. En seguida, te pedí

el siguiente brazo en la siguiente manga. Me miraste desconcertado, casi molesto. “¿Cuál brazo?,

¡ya te lo di!”, “El otro brazo, Leo, el izquierdo, solamente hemos vestido el derecho”. Entonces te

giraste sobre ti mismo, como un perro que persigue su propia cola; buscabas tu brazo, el otro, algún

brazo. Después solo buscabas algo, una parte de tu cuerpo.

“¿Cuántos brazos tienes?”, te pregunté. Con todavía más disgusto me miraste de nuevo.

“¡Cómo voy a saber!, ¡cuántos tienes tú!”, me dijiste. Te levantaste y te fuiste del cuarto con el

suéter colgando de una sola manga.

Casi una hora más tarde te encontré sentado frente a la mesa del comedor. Recogías granos

de azúcar con la yema de los dedos y te los llevabas a la boca muy despacio, uno por uno. Me senté

a tu lado y volví a preguntar “¿Quieres ir al parque? Hace sol”. Otra vez me dijiste que sí.

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Nuestra gran fortuna entonces era esa posibilidad de empezar casi todo de ceros varias

veces al día.

Cada enfado se diluía en pocos minutos, cada gran decepción quedaba aplazada hasta la

siguiente vez en que tu cordura te visitara, solo por un instante. No recordabas el número exacto

de brazos en tu cuerpo, pero tampoco recordabas haberlo olvidado, ni sabías que ese era un

conocimiento básico y necesario para vestirse, para ir al parque, para vivir. No recordabas los

gritos del televisor, ni el miedo que sentiste, ni mi abrazo contra tu pecho. Tampoco habrías podido

decir cuántas veces a la semana te preguntaba con terquedad calmada “¿Quieres ir al parque?”. No

sabías, por su puesto, que casi siempre la respuesta era “No”, sin más explicaciones. No sabías que

dos veces la misma tarde habías aceptado la misma invitación.

Terminar de vestirte fue fácil. Solo tomé el brazo izquierdo y lo hice atravesar la manga

colgante. Te puse unos zapatos de velcro y me agarré de tu cuerpo para salir de la casa.

En el parque un hombre columpiaba a una niña. Un indigente dormía bocabajo, abrazado

a un morral. Un perro vino a olernos y tú le diste pequeños golpes en la cabeza. Mientras lo

acariciabas me dijiste “Marou”, y una sonrisa formidable te creció en la cara.

Marou era el perro de tu abuela, un animal lo suficientemente grande para hacerte de

caballo cuando tenías muy pocos años. Muchas veces me hablaste de él, del pelo de alambre que

te daba calor en el invierno, de la tierra preñada de repollos creciendo en la huerta del jardín, del

olor inconfundible de la garbure sobre el fogón de leña.

De alguna manera Marou, el cultivo de col o la sopa francesa hacían más parte de tu vida

que yo.

Todavía intento descifrar cómo era que los personajes y los escenarios de ese mundo

pasado interceptaban nuestra cotidianidad en tu cabeza; cómo vivíamos tus ancestros y yo en la

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misma casa. Venían con desparpajo a sentarse en nuestra mesa o a visitarnos en el parque, a veces

incluso usaban mi rostro.

Comimos paletas de coco. La tuya se derritió sobre tu mano.

Dejamos que el sol calentara nuestros cuerpos y guardamos silencio.

El hombre y la niña del columpio se fueron. Vinieron palomas, picaron el piso, volaron.

La tarde avanzó sobre nosotros y yo quise sentir, como tú, que no sabía cuánto tiempo había pasado

desde que nos sentamos en esa banca. El paseo nos vino bien.

No caminamos mucho, pero la luz del día entró en nuestra piel y nos sacó de adentro el

encierro y el tedio.

Al regreso ya no recordabas haber visto a Marou, pero caminabas balanceándote, silbando

una canción desconocida. Algo de esa visita del perro permanecía en tu semblante y en tu andar

liviano. Yo iba de tu mano, disfrutando ese rato en que no te preguntabas quiénes éramos ni dónde

estábamos.

En la noche entré a tu cuarto para ofrecerte torta de naranja y descubrí que se había roto el

hechizo. Te encontré desnudo, sentado al borde de la cama intentando descifrar si pertenecías a

esa piel que te cubría, o esa casa estrecha que también te cubría.

No te tapaste cuando entré. No moviste tus ojos, agrandados y atónitos. Respirabas por la

boca y movías la cabeza de lado a lado con un ritmo casi imperceptible.

Tu piel brincó al contacto de mi mano, pero no me miraste. “Ou suis je?” le preguntaste al

suelo que mirabas, o tal vez te preguntabas a ti mismo, o a mí, que en ese momento era una sombra

sin nombre que te cubría del frío. Yo, como siempre que me hacías esa pregunta, no supe

responder. También me hubiera gustado saber en dónde estabas, a dónde se había ido tanto de ti,

quién era ese hombre encogido con ojos de mamífero recién nacido. A partir de esa noche el

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español fue en tu interior una llama que se ahogaba, las palabras de una lengua que amaste se

fueron extinguiendo una a una y tus frases se volvieron todavía más lentas y roncas, nacían de un

lugar remoto donde solo quedaban sonidos en francés.

Esa que fue nuestra suerte, fue también nuestro mayor tropiezo,

la tristeza regresaba en oleadas,

el desespero se hacía un bucle que nos impedía atravesar la jornada con gracia mínima.

No veías los contornos del pasado, pero sabías que existía.

Reconocías en esos cortos momentos de implacable lucidez, que vivías en un tiempo a años

de distancia de dónde creías estar.

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El calor despierta a Ana. Se sacude, abre la ventana, se despeja de la cara el pelo en

desorden. Una modorra pegajosa se adhiere a su piel, no le deja abrir los ojos por completo. Trata

de adivinar en dónde están y encuentra a Leo mirándola por el espejo retrovisor. “Buenos días”, le

dice y sonríe solo con los ojos.

Estira todo su cuerpo y descubre que sus piernas han crecido de jalón; que ya no cabe

completa, como antes, en la silla de atrás. Le gusta sentirse grande, calcular la estatura que tendrá

cuando termine de estirarse. Imagina cómo será cuando su cuerpo haya cambiado del todo, cuando

tenga por fin ese peso y ese relieve de formas generosas que tienen las mujeres. Le gusta la palabra

mujerón. Y la palabra despampanante. Le gusta abrir su mano sobre el pecho y jugar a que no le

alcanza la palma para cubrir su desnudez. Cuánta carne. Cuando crezca quiere ser un mujerón.

Cuenta los meses y los años escolares que le faltan para llegar ahí. Tal vez a los trece o a los quince.

No sabe todavía que hay cuerpos que habitan ese limbo de la niñez durante muchísimos años. Que

se acomodan, simplemente, en la frontera. Por ahora esperará. Por ahora le queda la ilusión del

tiempo que viene, la promesa del futuro donde todo puede ser.

Hay que tenerle una paciencia larga a la piel.

Termina de sacudirse la pereza. Mira el sol del otro lado de la ventana. La tierra negra de

las montañas. Se promete que será un buen viaje. Se gira para hacer un inventario de las cosas que

han traído en el baúl. De rodillas sobre la silla, con el tronco apoyado de frente contra el espaldar,

se asoma para contar:

Tres cajas de cartón marcadas a mano con los números uno, dos y tres, llevan la colección

de amuletos.

Una caja plástica de rendijas verdes cargada de comida: una bolsa de pan y una de

mandarinas; un recipiente plástico con el interior líquido de varias granadillas. Una cantimplora

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con café negro; una botella de Coca-cola dos litros sin etiqueta, rellena de agua; una botella de

vino; unas pocas latas de atún y fríjoles rojos que han traído solo por si acaso, o porque a Leo le

gusta sentir que un viaje es siempre un campamento.

Dos morrales con ropa. Uno de Leo y uno de Ana. El de él parece una bolsa militar, el de

ella es el que usa para el colegio. Han seleccionado las prendas más frescas que tienen, pero están

poco preparados para el clima de tierra caliente. A Ana, Carla le prestó unas sandalias, un vestido

estampado con flores hawaianas y un bikini azul brillante. Es lo que planea usar el día en que vean

el mar.

Una pila de pocos libros encajada con cuidado entre las cajas uno y dos de la colección. El

abuelo lee policiales casi siempre. Libros gordos con tapas oscuras. Cuando tiene suerte, que es

casi nunca, los encuentra en francés.

Sobre la pila de libros, una cámara kodak desechable. Es amarilla y está hecha de un

plástico liviano, no parece una cámara real. Alcanza para tomar veintiocho fotos. Ana y Leo han

acordado que a cada uno le corresponden catorce.

Un estuche de madera que guarda el tablero y las fichas blancas y negras de un juego chino

que Ana no ha terminado de comprender. Go. Así se llama el juego. Leo es aficionado a eso y al

ajedrez. Lleva uno o los dos tableros a todas partes, imaginando que siempre habrá tiempo de

jugar.

Una última caja, roja, metálica, que siempre ha estado en el carro. Parece de herramientas.

Si Ana recuerda bien, adentro hay una linterna y algunos cassettes de música vieja que nunca han

escuchado juntos.

Ana se estira y alcanza con la punta de los dedos la bolsa de pan. Se gira y encuentra a su

abuelo al volante, y frente a ellos, la ruta abierta y la mañana que comienza.

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Es el primer día de un viaje que han planeado juntos durante semanas.

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La víspera Ana y Leo durmieron mal, cada uno en su cama, pensando en el trayecto por

venir. A Ana le crecían adentro dos corrientes contrarias que terminaron por hacerle un remolino

en las entrañas. Una parte de ella sentía que por fin iría de vacaciones a la playa. Finalmente

alimentaba una ilusión que había aplazado por años: ver el mar, hundir los pies en la arena, ir, tal

vez, a comer a una pizzería con techo de paja y jugos servidos en cáscaras de coco.

Leo le había hablado de la grandeza y de la potencia, de la eternidad del agua del mar.

También le había explicado que del otro lado de esa enorme masa que se mecía contra el

continente, estaba Francia. Le prometió que un día cercano también irían allá y verían el mismo

mar desde la otra costa, y hablarían solo en francés, y comerían sin restricciones ostras,

frambuesas, quesos, pan. Ana asentía. Intentaba imaginar un río enorme, que crecía hasta el sol y

una tierra en donde todos eran hombres grandes y tercos como Leo, donde ninguna persona sabía

de Colombia ni del mar Caribe ni de su colegio.

Añoraba ese lugar en el que nunca había estado, pero del que venía.

La recorría desde siempre una nostalgia hereditaria. Pensaba que tal vez del otro lado del

mar comprendería el origen de todas las costumbres extrañas de su abuelo y el misterio de los

brotes de locura que nacen en él y se prolongan hasta ella.

Pasó los días antes del viaje buscando imágenes de playas en los computadores del colegio,

jugando con la idea de las vacaciones que nunca había tenido.

Otra parte de ella, quizás la más sensata de las dos, se decía que no iban a llegar al mar.

Algo, como siempre, iba a fallarles. En su vida juntos los errores de cálculo eran pequeños pero

certeros. De los proyectos que emprendían, al final solo podían contar victorias parciales. Todos,

en alguna medida eran versiones reducidas de una ambición original.

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Pensó en la última vez que las cosas salieron mal. Se prometió no volver a hacer peticiones

ridículas, aceptar la vida tal y como la proponía Leo y arreglárselas para que el resto del mundo

no notara el molde asimétrico que le daba forma a sus días. El asunto comenzó cuando ella le

preguntó al abuelo cuánto costaría pagar una suscripción a un servicio de televisión que incluyera

canales internacionales. Le explicó que todos sus amigos del colegio, sin excepción, veían en la

tarde el programa de una bruja adolescente que vive con sus tres tías, o de un grupo de seis amigos

inseparables en un apartamento en Nueva York. En realidad, lo que todos sus amigos del colegio

veían sin excepción era una serie de ciencia ficción erótica: Emmanuelle en el espacio, que

presentaban en The Film Zone después de las diez de la noche. La franja se llamaba Extreme Zone

y cada noche pasaba un capítulo de las aventuras de Emmanuelle, una joven dedicada a enseñarle

a un grupo de alienígenas recién llegados a la Tierra sobre las prácticas sexuales y amorosas de los

seres humanos.

Carla les contó a ella y a Valeria que había descubierto la serie durante las últimas

vacaciones en la casa de sus primos. En el primer capítulo, la protagonista hace contacto con uno

de los alienígenas, que tiene apariencia de hombre. Él toma forma humana y se teletransporta de

la nave espacial a una carretera en donde aparece al lado de un carro, su carro, que se acaba de

dañar. Justo unos segundos más tarde, Emanuelle aparece en la ruta y le ofrece llevarlo al pueblo

más cercano. Conversan y él hace evidente que no sabe qué es un café, un carro, una autopista.

Ella comprende que hay algo extraño con ese hombre, pero en lugar de asustarse, le pregunta de

dónde viene, quién es, qué necesita aprender. Entonces el extraterrestre hecho hombre saca de su

bolsillo un control remoto con un solo botón, lo oprime y la pantalla se llena de líneas de colores

y pixeles. Emanuelle y el hombre extraterrestre son teletransportados de vuelta a la nave espacial.

Alrededor de ellos hay plataformas coloridas plagadas de botones y luces inventadas en los años

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ochenta; también aparecen los demás miembros de la tripulación extraterrestre. El alienígena le

explica a la mujer que ellos son un grupo de exploradores que han llegado a la Tierra para

recolectar información sobre la especie dominante: los humanos. La hipótesis de estos

exploradores es que la civilización humana es el producto de sus prácticas sexuales. Entonces

necesitan comprenderlos. Lo que los mueve es el ansia de conocimiento, la curiosidad científica,

nada más. Algunas escenas más tarde, Emmanuelle le explica al alienígena, en abstracto, qué es el

sexo. Como al hombre le parecen extrañísimas las cosas que describe Emanuelle sobre el cuerpo

y el calor y los besos, ella le acaricia la cara para ilustrar el concepto. Se besan y una máquina le

anuncia al capitán que su pulso aumenta de manera precipitada. El pulso de los primos de Carla

también aumenta de manera precipitada. Toda la tripulación es llamada a observar la interacción

entre Emanuelle y el capitán. Los primos de Carla también sienten el llamado. La cámara alterna

imágenes de Emmanuelle y el capitán teniendo sexo ficticio, con fotos de planetas y paisajes de la

galaxia. Todos los presentes, los tripulantes, los primos, y la misma Carla que al comienzo se

mostraba indiferente, se unen en la misma experiencia: aprender de la mano de Emmanuelle la

jugosa, la experta, la esculpida a la medida, las prácticas sexuales de los adultos.

Los primos le aseguraron a Carla que todos los hombres de su generación conocían de

memoria los siete capítulos-película de Emmanuelle en el espacio. Después de hacer un censo

tímido entre sus compañeros hombres, Carla verificó la información que le dieron sus primos.

Emmanuelle, la reina sexual de la galaxia, era el objeto de fantasía de todos sus compañeros de

clase, se lo confesaron incluso los que años después se declararían homosexuales. En las

conversaciones de recreo en grupos de amigos se rompía cada vez con más frecuencia el hielo, y

la discusión monotemática giraba en torno a los detalles de la producción de televisión. Solo los

hombres comentaban con orgullo que se hacían la paja cada noche frente a la pantalla, metidos en

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sus camas todavía tendidas con edredones infantiles de las tortugas ninja. Las niñas, con una

curiosidad y un ansia tan vivas como la de sus compañeros, comprendieron rápidamente que

confesar lo mismo que ellos las condenaba a la exclusión. Estaba bien ver la serie, sobre todo para

aprender lo que a ellos les excitaba tanto, pero existía un pacto implícito de no comentar el poder

de las hormonas propias, las ganas, ese calor insoportable que también les crecía en el vientre.

Ana, casi siempre, se quedaba callada. Hacía comentarios sobre observaciones de otros, asentía y

tomaba partido en las discusiones, pero se sabía incapaz de relatar las anécdotas de Emmanuelle

de la noche anterior. Se excitaba solo con escuchar los relatos de sus compañeros, pero no se

atrevía a pedir detalles por miedo a delatarse. Todos, en los ratos de conversación se volvían

expertos. Ese grupo disparejo de preadolescentes era tan ignorante como los alienígenas a los que

la estrella del soft porn les daba cátedra; ellos, que venían de la Tierra y no de otra galaxia, eran

hasta hace algunos meses tan ajenos al sexo como cualquier extraterrestre que se reproduce por

ósmosis. Sin embargo, las artes amatorias de Emmanuelle ganaron en poco tiempo un poder

electromagnético que dominaba de día y alimentaba de noche la obsesiva curiosidad de los niños

de sexto grado.

Ana era la única que no tenía en su casa un servicio de televisión por cable y estaba

condenada a ver el noticiero y las películas dobladas al español que pasaban durante los fines de

semana en los canales nacionales. No le importó, años atrás, fingir que veía en su casa Disney

Channel o Nickelodeon. Usó siempre la misma estrategia: un silencio predominante que

interrumpía solo para reafirmar comentarios de otros. Llevaba mucho tiempo aplicando esa técnica

y podía seguir haciéndolo, pero esta vez era diferente. La necesidad de ver Emmanuelle en el

espacio no venía solo de su deseo por pertenecer, sino de sus ganas de aprender -como los

alienígenas. Cuando sus amigos hablaban de orgías intergalácticas; de las filas interminables que

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hacían hombres desnudos y criaturas del espacio para follarse, a su turno, a Emmanuelle, Ana

sentía el mismo ardor que a veces la despertaba en medio de la noche. Sabía que en esa pantalla

de televisión tenía lugar todo lo que su cuerpo le pedía sin tregua en los momentos más

inesperados. Había aprendido, sin la ayuda de ninguna experta, que con el roce constante y preciso

de algún objeto entre sus piernas, el calor aumentaba hasta convertirse en una bola de tensión que

terminaba por reventar.

Después venían un cosquilleo y un breve pulso que desembocaba en un agua espesa y

dulce, como de fruta fermentada.

Ana solo se le ocurría que eso mismo debían sentir los ríos cuando llegan al mar.

La experiencia era corta pero adictiva. Casi todas las noches, Ana experimentaba con un

nuevo objeto. Se frotaba en silencio contra los ángulos del colchón de su cama, contra la almohada,

una oveja de peluche con la cabeza firme, las medias del colegio sucias hechas una gran bola, el

borde de una silla de cuero, el estuche de las gafas, la esponja de la ducha mojada con agua caliente.

La misma urgencia física que la impulsaba en las noches, fue la que le dio el valor para pedirle a

su abuelo que contrataran un proveedor de televisión por cable. Estaba dispuesta a conseguir ella

misma la plata que hiciera falta. Además de la franja de Extreme Zone, también la emocionaba la

idea de ver videos de música en MTV hasta saberse de memoria las coreografías y las letras de las

canciones.

Leo intentó iniciar una conversación sobre la irrelevancia de consumir series producidas

en Estados Unidos y la importancia de, más bien, retomar la huerta del jardín, pero Ana se blindó

contra las reflexiones. Le dijo que ella entendía la superficialidad de los programas -aunque era

justamente esa superficialidad lo que la seducía-, pero que simplemente quería hacer parte de la

conversación cuando todos hablaban de lo mismo. No entró en detalles, pero le hizo saber que

19
cada vez más pasaba los recreos sola en la sala de computadores. Leo pareció entender la gravedad

del tema. Le dijo que iba a pensar en una solución. Esa misma noche, ya tenían acceso a los canales

de los que todo el mundo hablaba en el colegio, incluido The Film Zone. Ana disfrutó del privilegio

simple de pertenecer a la manada durante casi un mes. En las noches luchaba contra el sueño

esperando a que Leo se acostara a dormir para adueñarse del único televisor de la casa. Algunas

veces no tenía suerte porque el viejo se quedaba llenando crucigramas viejos hasta casi media

noche. A ella la vencía el cansancio y reaccionaba a la mañana siguiente para descubrir que no

tendría cómo comentar en el recreo sobre la intensa labor instructiva de Emmanuelle. Cuando la

cosa salía bien, Leo se despedía sobre las diez y solo le pedía a Ana que se lavara bien los dientes

antes de dormir. Después desaparecía en su cuarto y ella se apoderaba del control remoto para

llenarse los ojos con imágenes de sexo suave, pero también de raperos a dueto con cantantes de

pop, dibujos animados, pocas escenas de películas de terror, y siempre un poco más de

Emmanuelle. Al cabo de varias horas, dormía de sobredosis de televisión en el descosido sofá de

la sala.

Como siempre que algo demasiado bueno llega, Ana no preguntó cómo había logrado Leo

conseguir una suscripción a televisión por cable. Si cuestionaba el milagro, el hilo invisible de

donde pendía su felicidad se rompería. A pesar de su silencio devoto, Ana terminó descubriendo

lo que había pasado, una tarde después de que el vecino, uno que no conocía y que permanecería

sin nombre en su memoria, se plantara a gritos frente a su casa: “¡Viejo ladrón!”, “¡lo voy a

denunciar, hijueputa!”. Ana se asomó por la ventana del segundo piso para ver la escena. Leo salió,

sin espantarse demasiado, para hablar con el vecino. Discutieron. El hombre agitaba furioso unos

cables en la mano.

20
“No tendremos más televisión por cable, Ananá”, fue lo único que le dijo Leo a su nieta

cuando se la encontró un rato más tarde a la subida de la escalera. Ella ató los pocos cabos de esa

historia triste por su simpleza, y entendió que su abuelo había subido al tejado para piratear la señal

de televisión de una casa cercana. Durante un tiempo los dueños de esa casa no se enteraron, pero

ahora que lo sabían lo estaban amenazando con denuncias y cárcel y abogados, y todas esas lenguas

que Leo no hablaba y que a ella le aterraban.

Esa fue la última vez que Ana intentó ser normal, pedir algo que parecía básico, pero

resultaba un exceso. El camino, como tantas veces antes, se torció.

Algunos meses después de ese incidente, en las horas antes del viaje, a Ana le pareció que

la noche crecía sobre ella, extrañamente callada, como el presagio de una aventura o de una

tragedia.

Solo después de un rato largo encontró sosiego al tacto de Dominga. La gata se enrolló a

la orilla de sus piernas recogidas y ocupó con su ronroneo el silencio que la aturdía.

21
Llegaste a una estación de policía escurriendo agua, con la ropa pegada al cuerpo y la confusión

hecha rabia. Fue la última vez que saliste solo de la casa.

Al otro lado de la ciudad sonó el teléfono en nuestro apartamento. Un teléfono fijo que

había perdido su propósito, quizás por obsoleto, pero sobre todo porque nuestra pequeña vida

involucraba a muy pocas personas que pudieran darnos una llamada. Sentí un golpe de electricidad

en el estómago cuando escuché tu nombre completo del otro lado de la línea. “Léopold Octave

Chevallier”, intentaba pronunciar el policía que me preguntó si tú y yo éramos familiares.

“Encontramos al señor Léopold caminando en la autopista norte a la salida de la ciudad”. Vino

otro punzón frío en el centro del cuerpo, y luego solo escuché algunas palabras inconexas del

policía: “estado alterado”, “actitud desafiante”, “pudo causar un accidente”. Confirmé algunos

datos y anoté la dirección de la estación para ir a buscarte. Pasaste al teléfono y entonces pude

escuchar, con una claridad devastadora, toda tu desarticulación. No sabías dónde estabas, qué había

pasado, cómo habías llegado a ese sitio de donde ahora no te dejaban salir. Supe que no valía de

nada hacer preguntas. “Voy por ti, Leo”, te dije antes de colgar.

Cuando entré a la estación te encontré derrotado y escurriendo agua en una banca pegada

al piso. Estábamos a muchas cuadras de nuestro apartamento. Me viste entrar y tu cara se llenó de

algo parecido al alivio y a la vergüenza. Bajaste la cabeza para mirar el nudo que hacías con las

manos.

“Ya pasó”, te dije, y puse mis manos sobre las tuyas. Supimos que era mejor abrazarnos

después.

El policía que me había llamado quiso saber quién se hacía cargo de ti, de nosotros.

“Nosotros nos hacemos cargo de nosotros”. Quiso saber qué adultos había en nuestra casa.

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“Nosotros somos los adultos en nuestra casa”. Lo que el policía quería saber era si tú y yo vivíamos

con alguien más. Alguien menos joven o menos viejo, que pudiera responder a sus preguntas.

Cuando comprendió que solo éramos tú y yo, me pidió un documento de identidad. A mis

veintinueve años todavía no parecía mayor de edad. Será la estatura, el tronco menudo, los brazos

como palos. Serán sobre todo los ojos que lo miran todo como haciendo una pregunta. El hombre

miró mi foto con el ceño fruncido. En seguida miró mi cara de nuevo, comprendiendo que no había

nadie más. La mujer con cara de niña y el viejo que deambula. Entonces me dijo lo poco que sabía.

Te habían encontrado caminando bajo el aguacero en una vía que sale de la ciudad.

Andabas sin miedo entre los carros, parando uno por uno a los buses para leer con cuidado sus

letreros: “Bima, Jardines de paz, Av. Boyacá, Calle 170”, “Chia, Cajicá, Tabio”, y del otro lado

de la calle: “Chapinero, Unicentro, Av. Boyacá, Américas, Calle 13”. Del sistema de buses

intermunicipales llamaron a la estación. Como había riesgo de accidente, tuvieron que enviar una

patrulla. “Casi siempre son indigentes” dijo el policía, “pero su abuelo tiene billetera y cédula. Es

un ciudadano de bien, por eso quisimos ayudarlo”. Me giré para verte, lejos de nosotros, todavía

en la banca de la entrada de la estación, mirando al piso.

Un ciudadano de bien.

Casi a los gritos les dijiste a los policías que ningún bus iba a tu casa. Entraste en la patrulla

y te dejaste llevar a la estación. Cuando te preguntaron tu dirección, solo repetiste: “¡Ningún bus

va a mi casa!”. Al cabo de un par de horas de esperar, recordaste nuestro número de teléfono.

Le dije al policía lo que yo sabía: habías salido antes de que comenzara la lluvia. Esa lluvia

como hecha de cuerdas, que cae negra sobre los cerros y la ciudad. Que cada jueves desde hacía

años jugabas ajedrez con Hermógenes, un viejo espigado que se hizo tu amigo cuando todavía

vivíamos en la casa grande. Siempre salías y regresabas por tu cuenta.

23
No teníamos puentes que explicaran las horas entre tu salida y la estación de policía. No

había más testigos que tu memoria agujereada.

**

El tiempo es inasible. Es todo lo que ya fue, o lo que ya no será. Es un ancla para estar en

la tierra, y existir pensando que mañana tal vez sí. Hace pensar que el dolor es pasajero, pero jamás

la dicha. El tiempo es una secuencia de eventos que se comprimen y se expanden, según como se

miren. Ese, por ejemplo, fue un día larguísimo, y es ahora un punto diminuto del pasado. Adentro,

en tu cerebro, un incendio crecía sin freno, nunca sabremos desde cuándo. Afuera, en nuestra vida,

solo había breves intermitencias de tu memoria. Los días ocurrían con poquísimos incidentes:

desayuno, lectura, siesta, paseo, café. Apenas notábamos que habías pasado de largo por la ducha

o el almuerzo.

Olvidar es humano, como sudar o soñar.

Cuántas veces yo misma he llegado a una habitación para olvidar por qué estoy ahí. Tal

vez quisimos no verlo, tal vez era una sombra que crece despacio y un día te revienta en la cara.

Ese fue el día para nosotros, en que las cosas ya no tuvieron reversa.

En el trayecto de regreso a la casa los dos íbamos callados. Tú mirabas afuera, con la cabeza

recostada contra la ventana del bus. Quise preguntarte cómo habías llegado a esa vía, qué había

pasado con el juego, qué era lo último que recordabas, pero vi la tristeza expandirse como una

mancha de tinta en el agua, vi tu cabeza negar en una lucha contra sí misma, y entonces guardé

silencio. No volvimos a hablar del incidente en un tiempo. Lo evitamos, tú por vergüenza y yo por

temor.

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Varias noches antes del viaje, ambos comenzaron la labor minuciosa de empacar la colección

completa en cajas de cartón. Había que prepararlos para el camino largo y las carreteras en mal

estado, etiquetarlos con números, enrollar algunos en papel burbuja, y acomodarlos a todos en el

orden que dictaba el inventario. Tenían ochenta y cuatro figuras, cada una con un poder otorgado,

como dioses personales de una religión íntima que por fin se preparaba para darse a conocer al

mundo. Entre todos ocuparon las tres cajas medianas que Leo acomodó en el baúl del carro la

noche antes de salir. Con un marcador negro dibujó sobre las tapas: 1, 2, 3.

Hace un poco más de un mes el abuelo había leído la noticia que lo impulsó a crear el plan.

Cada día, el señor Ferro, que alquila uno de los lugares del garaje de la casa de los Chevallier, le

da a Leo el periódico del día anterior.

El abuelo no paga suscripción a ningún medio de comunicación. Dice que las noticias son

un derecho que no piensa comprar. Lee publicaciones caducas que le dan a conocer la forma que

tenía el mundo algunos días atrás. Así, un miércoles de abril leyó una nota publicada el martes:

una asociación de coleccionistas se reuniría en la costa de Colombia, en junio de ese año. Además

de organizar una exhibición de colecciones -una colección de colecciones-, la asociación premiaría

a las tres mejores. Los tres premios prometían buenas cantidades de plata y un viaje a Europa el

siguiente año. Cuando Ana llegó del colegio esa tarde, Leo había llenado páginas y páginas de un

cuaderno con notas, listas y presupuestos con los que comenzaba a organizar un viaje a la costa.

“Sin saberlo, nos hemos estado preparando para esto durante mucho tiempo. Los animalitos de

plástico, todos juntos, son nuestro gran amuleto. Nos vamos a ver el mar, Ananá. Solo necesitamos

ahorrar para el viaje de ida. Con la plata del premio viajamos de regreso sin preocupaciones y nos

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alcanza para vivir un año de lujo. Cuando ese año se termine, viajamos lejos porque el premio

también incluye un viaje a Europa. Ahí encontramos la manera de llegar a Francia”.

La promesa de Leo abarcaba todas las ilusiones de Ana. La mejor apuesta que podía hacer

era embarcarse en el plan del abuelo. No podía pensar en un mal que sus animalitos de plástico no

fueran capaces de curar, ni un deseo que no pudieran cumplir.

La noche en que Leo le habló del viaje por primera vez, ella calculó las posibilidades reales

que tenían de ganar ese concurso. No sabía decir si esta era una buena colección, porque era la

única colección que conocía. Sabía de una señora, varias casas más allá de la suya, que en

diciembre exhibía un pesebre descomunal en el garaje, a la vista de todos. Cada año, Ana y Leo se

asomaban entre las rejas para ver los relieves del paisaje hechos de un papel verde musgoso.

Algunos de los habitantes del pueblo-pesebre van cambiando año a año, pero siempre hay un

camino de lucecitas de todos los colores que titilan en el cielo y lagos hechos con espejos redondos

donde nadan patos demasiado grandes. Tres pastores van avanzando día a día por entre las

montañas y las casitas de cartón. Dos camellos y un campesino con ruana caminan por un desierto

hecho de arena pegada sobre cartulinas. Hay burros, vacas, leones, dinosaurios, palmeras. También

hay un papá Noel sentado al borde de una colina, con las piernas colgando; y un soldadito

cascanueces que vigila la chocita donde la virgen María espera, sin barriga de embarazo, a su hijo.

Ella y José se pasan todo diciembre en la misma posición, arrodillados frente a la cuna, con la

mirada fija, como esperando a que de la paja brote un niño. Las personas que andan la calle con

bolsas de buñuelos paran casi siempre a admirar el pesebre. Los niños meten los brazos entre las

rejas de la casa para señalar de cerca lo que más les gusta: un carrusel miniatura que ya no da

vueltas, una fuente de donde brota agua de verdad, cacerolas de cerámica rellenas de frijoles y

lentejas, fachadas de fincas cafeteras con flores artificiales.

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Ana pensó que quizá el pesebre de la señora tenía más chance que su colección de amuletos.

Que tal vez era buena idea alquilárselo para unir fuerzas, pero al final se conformó con la idea de

viajar con sus animalitos, los que han llegado a ellos porque ese era su destino, los que los han

elegido a Leo y a ella en lugar de irse al pesebre o vivir en la basura. Dejó al azar la posibilidad

de ganar e intentó más bien calcular en pesos, las opciones que tenían de llegar a la costa. Revisó

las cuentas por pagar. Sumó, con mucho esfuerzo, cuánto podrían necesitar para llegar al otro lado

del país. Le faltaban datos importantísimos: el precio de la gasolina, de un cuarto de hotel de

carretera, la distancia entre Bogotá y cualquier punto de la costa Caribe. Para los planes del día a

día, ya sabía determinar, a vuelo de pájaro, la viabilidad de cualquier iniciativa. Sabe que no pagan

nada por el colegio en donde estudia. Antes de morirse, su mamá era profesora en ese lugar, y en

un gesto de reconocimiento a su trabajo, y sobre todo en un gesto de compasión, el día de la

velación de sus padres, la rectora le ofreció a Leo una beca completa para que Ana pudiera hacer

sus estudios. Sabe que Leo tiene dos pensiones, una que le envía el gobierno francés y otra de

cuando trabajó en una planta de Michelin cerca de Bogotá. Cada mes llegan dos cheques, uno

escrito en francos y otro en pesos. Ana no sabe convertir francos a pesos, pero entiende que

sumando los dos llegan apenas a fin de mes. Ese cheque con una marca de agua de un señor viejo

dibujando al principito, aunque venga en moneda extranjera, no es tan generoso como los salarios

de los papás o mamás de sus compañeros de clase. Con esa plata se pagan las cuotas de la casa.

Casi todo se va en eso. Lo que queda es para comprar comida, pagar la gasolina del carro y la

cuenta del agua. También sabe que el señor Ferro les paga por alquilar uno de los garajes de su

casa. Ese no es un gran ingreso, pero les permite pagar la electricidad de una casa construida para

ser habitada por una familia numerosa. Hay meses en que sobra un poco y meses en que falta un

poco. Por eso hay que cuidar el tiempo en la ducha, contar los bombillos prendidos, comprar

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siempre el champú más barato. A Ana le gustaría alimentar a Dominga con concentrado para gatos,

tener internet y un computador en la casa, comprarse unos tenis skechers azules con escarcha, y

llevar papas fritas de talego para las onces del colegio, pero todas esas cosas son para Leo gastos

innecesarios, lujos. Le ha explicado hasta el cansancio que el capitalismo genera necesidades

accesorias que solo sirven para crear una ilusión de estatus; que hasta hace unos quince años ningún

animal comía concentrado y ninguno tuvo una vida miserable ni murió prematuramente; y que el

mejor producto para la piel y el pelo es la emulsión de petróleo. Ana ya no pregunta, porque conoce

las respuestas. Entiende que es inútil explicarle a Leo que ese estatus que se construye a punta de

necesidades accesorias es vital para sobrevivir en el colegio, que no puede invitar a sus amigas a

la casa porque no sabría inventarse una razón por la que no tienen un computador, ni podría

ofrecerles las onces a las que están acostumbradas. Tampoco se atreve a decirle que, aunque

Francia debe ser tan interesante como él dice, lo que cuenta entre sus conocidos es haber ido a

Florida, de más niña para visitar los parques de Disney, y ahora para ir de shopping.

Para pensar en el proyecto del viaje a la costa, Ana tuvo que retar su sentido común. Si la

plata que tenían alcanzaba al ras para vivir mes a mes, ¿cómo esa misma plata iba a darles para

viajar tan lejos? El plan solo era posible si le pedían algunos meses por adelantado al señor Ferro

y, sobre todo, si se ganaban uno de los premios del concurso. Tuvo que investigar en los

computadores del colegio sobre precios de peajes, rutas, tiempos. Los hoteles que tenían anuncio

en línea estaba fuera del rango que ellos podían pagar. En el peor de los casos, pensaba Ana, podían

dormir en la camioneta.

Les dijo a Clara y a Valeria, en un recreo de la mañana, cuando alguna mencionó las

vacaciones: “Mi abuelo y yo nos vamos a la costa”. Lo dijo sin mirarlas, con una voz monótona,

vaciada de la emoción que en realidad sentía cuando pensaba en el viaje. “El mar de la costa no

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me gusta. Es mejor el de San Andrés”, dijo Valeria. Ana asintió preguntándose qué tan diferente

podía ser el mar en dos lugares, cuando es siempre uno solo. Le dio la razón a su amiga sin dejar

ver que no tenía en su cabeza ninguna referencia de la playa, ningunas vacaciones que no fueran

paseos de camping con cenas de enlatados.

Ese día, más tarde, recordó la conversación del recreo y sintió vergüenza, con sus amigas

y con Leo. Se sintió traidora con su abuelo, falsa. Era capaz de negarlo a él, su casa, su gata que

comía sopas de arroz y sus vacaciones más ambiciosas planeadas sobre centavos y posadas de

carretera. Le habría gustado tener la fuerza de sentirse orgullosa de ese hombre al que amaba. Le

habría gustado saber, como supo mucho tiempo después, que él le estaba enseñando todo lo que

después les faltaría a Carla y a Valeria, que en ese viaje y en esa casa y entre sus brazos siempre

había estado segura, que aprendía a cuestionarlo todo, a extrañarse con lo común, a no conformarse

con las normas.

Ahora, con la brisa entrando a raudales por las ventanas abiertas, y la radio roncando a

brincos canciones entrecortadas, no tiene que pensar en Valeria, ni en Carla, ni en cómo pagar el

regreso del viaje. Se ha pasado al puesto del copiloto y asume con seriedad su rol de navegante.

Lleva sobre las rodillas un mapa de Colombia, raído en las comisuras donde el papel se dobla. Al

abrirlo por completo, se dibuja una constelación de municipios ausentes y ríos que no aparecen

crecidos ni secos, sino siempre del mismo tono azul desteñido. Ahí, en ese pliego cabe el país

atravesado por arterias y montañas. No están ilustradas las plazas arrasadas por la guerra, ni las

pirámides de cadáveres que dejan frente a las iglesias los ejércitos. El mapa es majestuoso porque

no caminan por su relieve niños famélicos con la panza llena de parásitos.

Han parado el carro a la orilla de la carretera para desayunar el café de la cantina metálica

y las pulpas de granadilla que Leo destripó en una enorme coca plástica antes de salir de la casa.

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Ana es la única de su curso capaz de tomar café negro, sin azúcar, a los once años. No comprende

todas las formas en que es muchos años más grande que sus compañeros de clase.

Sentada al borde de una ruta sin pavimento, desayunando vísceras de fruta, Ana no puede

dimensionar la fortuna de crecer sin pudor y sin miedo de dios, ni la fuerza que ha ganado

haciéndose cargo de sí misma y de Leo.

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Mantuvimos un pacto de silencio tanto como pudimos después del incidente del aguacero. No

volviste a jugar ajedrez. Peleabas a manotones frente al espejo, espantabas la confusión con golpes

furiosos sobre las mesas, hacías silencios cada vez más largos.

Aceptaste ir a ver a un médico una tarde en que regresé y te habías quedado por fuera del

apartamento. “Me encerré aquí afuera. Fue un accidente”, me dijiste. Después me intentaste

explicar las razones que te llevaron a salir: una paloma se había estrellado mortalmente contra una

de nuestras ventanas. En el apuro de salir a socorrerla, olvidaste las llaves dentro de la casa.

Encontraste la paloma muerta, no pudiste volver a entrar a la casa y usaste la espera para enterrarla,

sin ninguna herramienta más que tus dedos cavando la tierra en la triste porción de pasto que rodea

el lote de parqueo del edificio. “A cualquiera le pasa”.

Los vecinos te vieron, pero no se involucraron. Lo que no me dijiste en esa primera versión,

es que oíste el golpe del pájaro contra el vidrio y saliste al rescate, seguro de que el accidente

ocurría en nuestra casa, la vieja casa grande de la que tuvimos que salir hace años. Cerraste la

puerta detrás de ti y fuiste incapaz de reconocer los pasillos del edificio, llenos de puertas marcadas

con números de apartamentos. La confusión te oprimió las sienes, como un torrente de agua con

marea creciente dentro de tu cabeza. Subiste escaleras. Bajaste escaleras. Esperaste en un corredor

a que alguien viniera a buscarte. Nadie vino y tú olvidaste que estabas esperando. Perdiste la noción

del tiempo, y cuando la recuperaste deambulabas en la entrada del edificio. Entonces recordaste:

vivías en este apartamento hace algunos años, una paloma se había estrellado contra la ventana del

sexto piso. Recordaste también que yo ya no era una niña y que no era necesario explicarme por

qué se estrellan las palomas contra los vidrios o por qué mueren los animales y las personas.

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Supiste que vivíamos juntos en el apartamento y tuviste la sospecha de una vida larga, de lugares

familiares.

Eso se lo dijiste al médico. Le contaste todo: la confusión, el desespero, el instante en que

recapacitaste, el espacio que quedó en blanco entre un momento y el siguiente. Me sorprendieron

tu franqueza y tu lucidez. Costaba creer que ese viejo aplomado y consiente que compartía con un

extraño las historias de sus vergüenzas era el mismo que olvidaba cerrar la llave de la ducha.

Una enfermera te llevó a una mesa en donde te interrogó con dulzura, pero sin tregua. “Don

Leo, ¿puede decirme qué hay en este dibujo?”, “una pera, ¿y qué más?, un árbol, ¿y qué más?”,

una casa ¿y qué más”, “Don Leo, este de aquí es un caballo”, “Sí, un caballo, muy bien”, “Ahora

sin mirar, ¿me puede decir qué dibujos había en esa hoja?”, “No pasa nada si no se acuerda”,

“¿Puede por favor dibujar un reloj? Eso, bien redondito, muy bien, don Leo”, “¿Y puede decirme

qué hora es?, ¿qué fecha es hoy”, “No, don Leo, estamos en septiembre”, “¿Puede, por favor,

escribir septiembre treinta en la hoja?”. Seguiste sus instrucciones y respondiste a sus preguntas a

regañadientes. Te atropellaba su velocidad, su tono condescendiente, la manera simple en que hizo

evidente que tenías que hacer un gran esfuerzo para reconocer el dibujo de un caballo o pintar un

círculo en una hoja de papel.

Dos semanas más tarde, el mismo neurólogo al que le contaste la historia de la paloma nos

explicaba cómo vivir con Alzhéimer. Intentaba ser optimista y empático, pero los dos notábamos

que repetía un guion. “Se puede vivir muchos años con Alzhéimer”, “Es importante que adaptemos

la rutina a esta nueva etapa para la familia”, “Vamos a ir paso a paso”, “La calidad de vida del

paciente puede mejorar si todos hacemos un esfuerzo en la casa”. Todos en la casa quería decir tú

y yo. El médico usaba el plural como si él también estuviera a cargo de guardar en cajones cerrados

a llave los cuchillos de la cocina; como si fuera capaz de negociar contigo tu derecho a estar solo,

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tu derecho a salir; como si él fuera a desvestirte y a bañar tu cuerpo orinado en los siguientes años;

como si fuera a arrullar tus noches de desasosiego; como si tuviera que, él mismo, olvidar las

palabras más sencillas, la manera de comer, cómo poner un pie adelante del otro.

Pensé en la cantidad de familias que pasarían por el mismo consultorio y saldrían con la

convicción de poder manejar esta enfermedad a punta de amor y buena voluntad en una

conjugación colectiva en la que el médico se incluía sin vergüenza; pensé en la enfermera

repitiendo todos los días “pera, árbol, casa, caballo”; en los brochures donde aparecían viejitos

felices soplando sobre un ponqué de cumpleaños velas infinitas.

Agarré uno de los brochures y tú me miraste con el rabo del ojo. Guardabas un silencio

estoico y todo tu cuerpo se esforzaba por no rugir, por mantener la tensa calma que aprovechaba

el médico para dar su discurso alentador. El diagnóstico era para mí una confirmación, una forma

de poner nombres y categorías a la que ya era nuestra rutina diaria. Ahora comprendo que mi

soberbia era una forma de negación: nada que dijera el médico me iba a sorprender, nuestra vida

no iba a cambiar porque ya venía funcionando de revés hace meses, tal vez años.

No alcanzaba entonces a imaginar el desbarrancadero por el que comenzábamos a

precipitarnos.

El doctor nos mostró imágenes incomprensibles en un tablero y nos dejó claro que era tarde

para intentar frenar los efectos de la enfermedad. Nos explicó el proceso degenerativo por el que

atraviesa el cerebro y el cuerpo con Alzheimer a lo largo de los años. Habló de cúmulos de

moléculas de proteína que evitan que las neuronas se comuniquen entre sí y con el resto de los

sistemas del cuerpo. Cuando una placa de proteína se forma, se quema un circuito que nunca

revivirá. Las neuronas no se regeneran ni puede el cuerpo fabricar nuevas para reemplazar las

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chamuscadas. Vimos tomas de un cerebro saludable comparado con el de un paciente terminal. En

la segunda imagen se veía un órgano reducido e infestado de lo que el médico llamó ‘ovillos’.

En los meses que siguieron a esa cita, cada vez que perdía la paciencia con tu torpeza o tu

silencio, trataba de pensar en ese cerebro encogido y tostado que habíamos visto en el libro del

consultorio. Me imaginaba la maquinaria en tu cabeza colapsando como una esponja que se queda

sin agua, achicándose con cada esfuerzo por llevar a cabo tareas que antes eran automáticas.

Entonces me inundaba una ternura que casi siempre terminaba en lágrimas.

Aprendimos que esta enfermedad es una de las diez principales causantes de muerte en el

mundo, y de todas, es la única que no tiene cura o tratamiento que revierta su progreso. Es siempre

fatal. Eso quiere decir que las personas mueren de Alzheimer, la demencia acaba con sus cuerpos,

algo que antes no se me había ocurrido. No se trata solo de olvidar nombres y fechas. Se van

también las memorias del cuerpo, nociones biológicas que vienen de antes de nosotros mismos,

como respirar o tragar.

Olvidan la piel y los dientes, la lengua, las plantas de los pies.

Se distraen, los órganos, como cansados de marchar hacia adelante.

Entran en letargo los pulmones y la próstata, y entonces la menor de las angustias es que

no recuerdes quién soy o quién fuiste, sino que dejes de pronto de respirar. Se pierde sobre todo el

sentido del olfato, pero también la sensación de dolor.

En etapas definidas la enfermedad progresa y la persona queda atrás. El médico optimista,

por supuesto no lo dijo así, pero todo el proceso es un dejarse ir, despedirse de alguien que habita

parcialmente el cuerpo hasta que desaparece por completo.

El incendio te fue arrinconado hasta que quedaba de ti apenas lo que podías cargar en las

manos.

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Tú, que antes poblabas con soberanía todo tu ser, fuiste cediéndole espacio a una peste

implacable.

En tu fuga precipitada vaciaste tu pasado, desligaste los objetos de las palabras, las

personas de los nombres. Le entregaste tus convicciones inflexibles y tus certezas enciclopédicas.

Le dejaste todo, excepto dos o tres cosas que todavía en los últimos días te hacían sonreír.

Tuvimos, incluso en los últimos meses, encuentros breves, destellos en que podíamos

reconocernos sin necesidad de palabras ni de nombres.

Ese día en el consultorio asentías y mirabas con atención los gráficos y las tomas de

disección de cerebros enfermos. Eran manchas con tonos de muchos grises que no se parecían en

nada a la locura, ni a la atrofia muscular ni a la pérdida del control de esfínteres. Esas imágenes no

tenían la forma de nada que nos diera miedo, así que nos fuimos del consultorio sin demasiada

angustia. Prometimos, cómo no, doctor, tener controles médicos cada tres meses, ver a un geriatra,

unirnos a un grupo de apoyo, contratar, tal vez, a un enfermero que nos alivianara la carga.

Estrechaste con fuerza la mano del médico y levantaste tu sombrero para despedirte de la

enfermera. “pera, árbol, casa, caballo, don Leo”. Saliste casi de buen genio.

De vuelta en el apartamento me ofreciste un trago. “¿Por qué no nos olvidamos de todo

esto?”, me dijiste con la botella en la mano y una sonrisa gris.

Tu sentido del humor tardó mucho tiempo en desaparecer por completo.

Tomamos juntos. Brindamos, no sé por qué. Me miraste sin dudas y yo alcancé a pensar

en lo absurdo de la situación. Eras tú, Leo, el de siempre, con un par de incidentes de memoria.

Nada que no le haya pasado antes a un viejo, o a una persona. Un ciudadano de bien.

**

35
Al día siguiente, me despertó el sonido del agua corriendo en la cocina. Cuando entré tú ya

no estabas, pero la olleta del café rebosaba de agua fresca debajo del chorro del lavaplatos. Tú

mirabas por la ventana, con las manos en la espalda.

36
Ana lee en voz alta los nombres de pueblos que nunca había escuchado: Uramita, Vegachí,

Soplaviento, Beteitiva, Chachaguí, Usiacuri, Apia. Sigue con el dedo índice el curso del río

Magdalena. Se pregunta quién habrá trazado las líneas finas que separan un departamento del

siguiente, un país de otro. Leo saca un brazo por la ventana. Aspira fuerte el aire azucarado de

tierra caliente. Un grupo de ciclistas aficionados pedalea con fuerza al lado derecho de la carretera.

Las cajas con los amuletos se arrastran en el baúl del carro.

El día se desdobla en plenitud sobre los caseríos cercanos.

Han pasado casi tres horas desde que desayunaron al borde de la ruta. Ana tiene hambre.

A las orillas de la carretera se levantan cada cierto tiempo puestos enanos donde los campesinos

venden fruta y jugo. Sobre pequeñas mesas de madera se amontonan mandarinas, bananos,

guanábanas, racimos de mamoncillos. Al lado, sobre una silla o sobre la tierra, casi siempre es una

mujer la que se sienta a esperar a los viajeros que se atreven a cruzar el país en carro o en bus.

Algunas veces la mujer está acompañada de dos, tres, cuatro niños que juegan descalzos con alguna

rama o con una pelota de fútbol a la que se le han borrado las manchas negras.

Los niños también exprimen las frutas, sonríen con pocos dientes, pelean entre ellos,

duermen la siesta sobre un tapete de hierba.

Ana lleva sus ahorros en una alcancía de plástico. Es una casita roja que le regalaron los

agentes de un banco cuando visitaron su colegio. Ahí guarda la plata que gana cuando Valeria le

paga por hacerle la tarea de español, también guarda las ganancias de la venta ocasional de dulces

a sus compañeros de clase. Le propone a Leo que paren en uno de los puestos de fruta para tomar

jugo. Le muestra la alcancía y le ofrece invitarlo.

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El quiosco donde paran está bien organizado. Tiene sillas de plástico y parasoles desteñidos

para que los clientes puedan sentarse y escampar del sol. También les ofrecen servilletas que casi

siempre salen volando y desaparecen sobre la carretera. Piden dos jugos de naranja, un vaso de

papaya picada para Leo y uno de mango para Ana. En la siguiente mesa una familia come

salpicones. Un hombre, una mujer, dos niños. Los niños son pequeños, deben ser menores que el

que pela las frutas detrás del mostrador. Ana los mira y come trozos de mango con un palillo. El

menor de los niños se frota los ojos y lloriquea en intervalos. A veces recuerda que está llorando

y a veces se distrae con los movimientos de su hermano que fabrica burbujas con un pitillo untado

de jabón líquido. La mamá carga al niño que llora y lo sienta sobre su regazo. Le toma la cabeza

y la recuesta contra su pecho. Se balancea despacio mientras aprieta el cuerpo del niño contra el

suyo. El niño deja de llorar, come las cucharadas de salpicón que su mamá le lleva a la boca, la

abraza, se queda dormido. Los brazos, las piernas y la cabeza le cuelgan del tronco con entrega y

despreocupación absolutas. El mayor de los niños no quiere comer, sigue haciendo burbujas de

jabón que se revientan sobre la tierra, sobre su hermano dormido, sobre la fruta sin picar. La mamá

lo sigue con la mirada. “Pablo, ven a comer”, “Pablo, no te alejes”, “Allá no, Pablo”, “Nos vamos”.

Como Pablo no hace caso, la mamá empaca, con la mano que no carga al otro niño, el salpicón de

su hijo mayor. El papá come de pie y los mira. No dice nada. No se molesta con Pablo. Solo hunde

la cuchara en su propio vaso y mira a su familia desde una distancia corta, ajeno al peso del hijo

menor colgado de la madre, a los charcos de jugo de fruta sobre la mesa, al juego de Pablo. “Nos

vamos”, repite la mujer y agarra a Pablo de la mano. Ana los ve subirse a un carro y seguir su

camino. Tal vez van a un hotel como los que ella vio en internet. Tal vez tienen una finca con

piscina como sus compañeros de colegio.

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Ana no recuerda a sus padres. Le gustaría llevar dentro las cosas de las que le habla su

abuelo, pero no las encuentra en ningún lugar de su memoria. A veces intenta con mucha fuerza

hacer nacer una imagen, una sensación, pero solo tiene ecos de la vida después de que sus papás

murieran. Recuerda, sin embargo, extrañarlos. No conoce su estatura, ni el color de sus voces, ni

la temperatura de sus cuerpos, pero sabe que pasó muchas noches buscándolos. Ese es uno de sus

primeros recuerdos.

Era de noche y la electricidad se fundía. Las luces de la casa se apagaban de golpe y todos

los sonidos se pasmaban. Incluso la vibración de la nevera quedaba suspendida por horas. Las

voces de los equipos de sonido y de los televisores también se callaban.

La ciudad quedaba de pronto vaciada del caudal de luces y ruidos que la hacía parecer viva.

Ana estaba jugando, bajando las escaleras, comiendo, viendo televisión. Ocurría casi todas

las noches, pero la costumbre no le quitaba el miedo. El pecho siempre le daba un sacudón, la

oscuridad era una presencia poderosísima que podía entrarle por la boca, llenarla toda y nunca

dejarla; podía arrastrarla de los pies, crecerle bajo las uñas, morderla de adentro hacia afuera. En

su recuerdo, Leo tardaba demasiado tiempo en aparecer con una vela prendida. En el espacio

enorme entre el apagón y el rescate de su abuelo, Ana buscaba a sus padres. Los llamaba, quieta

en medio del cuarto negro. Se le hinchaban los ojos de lágrimas, recordaba sus nombres, les pedía

a gritos que vinieran por ella, se hacía con sus propias piernas un nido pequeño para esperarlos,

pero nunca venían. Algunas veces se atrevió a caminar por la casa, a preguntar detrás de las puertas,

a tantear trozos de la noche más oscuros que otros. La respuesta siempre fue siempre el mismo

silencio abismal, la misma negrura expandiéndose de una habitación a otra.

Al cabo de un rato largo, siempre llegaba Leo. Cargaba un candelabro y una caja de

fósforos. Su presencia era como la luz de la vela que llevaba prendida: pequeña, pero suficiente

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para espantar la penumbra. Ana recuerda la sensación contradictoria de ver al abuelo llegar. El

alivio de saberse acompañada casi siempre vencía la decepción de no encontrar a sus padres. Con

el tiempo se fue acostumbrando a verlo a él, que antes era una existencia accesoria, como el centro

de su familia. Con el tiempo ya no gritaba de puerta en puerta el nombre de su mamá, ni sentía en

las entrañas el frío de las noches de apagón en Bogotá. Con el tiempo fue a Leo a quien buscaba y

a quien sabía esperar. Se curtió contra la oscuridad y aprendió a disfrutar de esos ratos en que era

obligatorio reunirse en torno a una llama diminuta para dejar pasar los minutos. El ocio de falta de

luz se convirtió en el primer lugar de encuentro entre la nieta y el abuelo que no habían planeado

conocerse tan a fondo, amarse tan de lleno, ni ocupar la vida del otro definitivamente y por

completo. Las primeras noches el tiempo se iba en llanto y en hipo, en abrazos tímidos. Se

acercaban, el uno al otro, como dos animales que se huelen y se reconocen, que deben en adelante

formar una manada.

Los apagones eran la consecuencia de una crisis energética en todo el país. Los embalses

que permitían generar energía hidroeléctrica se habían secado por el fenómeno del Niño. En un

ciclo cada vez más corto, la tierra andina y tropical del Pacífico ecuatorial se seca hasta el extremo.

Los cultivos se entumecen. Las venas de los ríos se estrechan y se agrietan hasta hacerse infértiles.

Los pájaros se mueren de sed. Las personas empacan algunas cosas en cajas de cartón y echan a

andar.

Por las trochas de las montañas avanza el peregrinaje de los desposeídos.

Unos meses después, llueve sobre la misma tierra una lluvia sin fin que lo inunda todo. Los

cultivos se ahogan. Las venas por donde corren los ríos se ensanchan hasta reventar loma abajo.

El agua arrastra al ganado y a los animales silvestres, desentierra las raíces de los árboles. De

alguna manera ese ciclo de una naturaleza temperamental y violenta llegaba a la cuidad en forma

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de apagones eléctricos. El asunto se podía explicar como una emergencia natural o un error de

cálculo de la administración pública.

Durante casi un año el gobierno hizo racionamientos de agua y electricidad. Para Ana,

como para muchos de sus amigos, el miedo y la emoción de los cortes de luz en la ciudad son sus

primeros recuerdos de infancia. Entonces debían tener cuatro o cinco años. No sabían quién era el

presidente, ni qué era la energía hidroeléctrica o por qué a Colombia le llegaban implacables

temporadas de sequía y lluvias. Lo que sabían era que en cada cuarto de sus casas había una o

varias velas y cajas de fósforos; que tenían que esperar a que un adulto los rescatara de la oscuridad

y que tarde o temprano, después de varias horas, la luz siempre regresaba.

Al final de la temporada de apagones Ana ya no preguntó por sus padres. Siente todavía

una punzada aguda cuando la luz se va. Pero se había hecho fuerte en el transcurso de los meses.

Aprendió, primero, a llorar hacia adentro, sin ahogo. Luego supo ahuyentar la necesidad de

lágrimas. Apretaba los dientes, los dedos contra las palmas de las manos, los pies contra el piso,

pero no lloraba. Domesticó el miedo y aprendió a esperar. Leo llegaba tarde, pero siempre llegaba.

Se reunían frente a la vela y la angustia se desvanecía. El recuerdo de ella llega hasta ahí, pero Leo

le cuenta que jugaban a nombrar animales, colores, frutas; que se acurrucaban en el sofá y ella

cabía completa, hecha una bolita, en el pecho del abuelo. Así se quedaban dormidos hasta que los

sacudía el corrientazo de electricidad circulando de nuevo por las arterias de la casa. Entonces

hacían una ronda, trabajaban en equipo: revisaban que funcionara la nevera, el televisor, cada

bombillo. Los electrodomésticos podían dañarse por la fuerza con la que regresaba la luz en las

tomas de corriente. Por suerte para ellos, nunca tuvieron que reemplazar nada más grande que un

fusible. Ana, que apenas aprendía a colorear sin salirse de la línea, intentaba seguir las

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explicaciones de Leo sobre el funcionamiento de los tacos eléctricos, los circuitos conductores, la

cinta aislante y los cortos que causan incendios.

Algunas veces Ana agradece no tener recuerdos de sus padres. Sobre la angustia de los

apagones construyó casi de ceros una vida junto a Leo, se hizo noche a noche más grande y más

capaz, y aprendió a conocer al viejo de hombros pesados que antes le parecía demasiado brusco

para llegar a querer.

Pero otras veces, la mayoría de las veces, imagina a su mamá llegando antes que el llanto,

antes que el apagón; imagina que sus padres nunca la hubieran dejado curtiéndose a la intemperie

de la oscuridad, que habrían atendido su llamado desde el primer instante; que la hubieran

acompañado sin torpeza a ser una niña. Imagina que quizá ella también se habría sentado en el

regazo de su madre en un puesto de frutas al borde de la carretera. No los extraña, porque no los

recuerda; pero los añora porque se los ha inventado, porque los imagina tomando su mano para

cruzar la calle, porque ha soñado que su papá regresa y la abraza; y su mamá le hace trenzas

larguísimas, y nadan juntas en una piscina y tienen secretos, como todas las otras niñas que tienen

secretos que solo conocen ellas y sus mamás.

Casi siempre ha pensado que no tener una mamá y un papá es una desventaja y le tomará

muchos años construir una historia de su vida en donde esa orfandad no explica todas sus

flaquezas, donde su autonomía no es sinónimo de abandono.

A su alrededor, piensa, también ha existido una curiosidad excesiva sobre lo que pasó.

Cuando hace un nuevo amigo siente en algún punto el deber de confesar, en un tono más bien

íntimo, que perdió a sus papás en un accidente de carretera. No recuerda el día, ni la mala noticia,

ni la reacción de Leo. No recuerda cómo supo. Más bien ha configurado una versión de ese día

para repetir en su cabeza y para contarles a los demás, a sus amigos y a la psicóloga del colegio

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que cada cierto tiempo la busca con las mismas preguntas, que cómo se siente respecto a su

esquema familiar, que cuáles cree que son sus figuras de autoridad, que cómo va a pasar el día de

la madre, que si ha hablado con su abuelo sobre la pubertad (y usa esa palabra horrible: pubertad),

que si tiene suficiente contención, afecto, atención, límites. La lista de preguntas es interminable.

Leo le dijo que la noticia, como todas las malas noticias, circuló en una cadena confusa de

voces. Él recibió una llamada de una estación de emergencia remota. Recibió otra llamada, un

poco más tarde, de un hospital rural. Antes de recibir una tercera llamada, Leo tomó a Ana en sus

brazos, salió de la casa, paró un taxi en la calle y fue a la terminal de buses para comprar los

primeros pasajes que los llevaran al pueblo del hospital de donde lo habían llamado. En la sala de

emergencia le dijeron que los pacientes ya no estaban ahí. Los habían trasladado de urgencia a

Bogotá. Mientras Ana y Leo viajaban en bus hacia el campo, los papás de Ana iban en una

ambulancia de regreso a la capital. Quizá en algún punto de la carretera se habían cruzado. Sin

pensarlo, Leo emprendió el viaje de vuelta. Taxi, bus, taxi, hospital. Ya era de noche cuando

llegaron a la recepción de la sala de emergencias en Bogotá. Los hicieron esperar un poco, hasta

que una médica demasiado joven vino a darles la noticia.

Después de tanto correr, de ir y regresar en una racha de angustia, el tiempo de pronto dejó

de importar. Una enfermera esperó con Ana en una salita mientras Leo reconocía los cuerpos en

la morgue de la clínica. Pasaron ahí casi toda la noche. Pensando qué hacer ahora, para dónde va

la vida; llenando formularios que jamás habrían pensado tener que completar; haciéndose cargo

de la burocracia absurda que ocupa las horas muertas después de una tragedia. Ana recuerda la

sala de espera, la noche larga, pero no recuerda la tristeza ni el desasosiego. Se los ha imaginado,

eso sí. Se ha imaginado el carro hecho un revoltijo de latas del que los cuerpos de sus padres no

pueden escapar; y a los médicos de la sala de emergencia intentando contener la sangre, cosiendo

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a prisa tejidos y piel, dándoles golpes rítmicos en el pecho para reiniciar sus corazones. Ha visto

películas con accidentes y explosiones y salas de espera donde las familias lloran desconsoladas.

Con esos fragmentos de relatos y recuerdos y escenas de dolor de Hollywood, construyó su versión

de la muerte de sus padres. El recuerdo no es suyo, sino de Leo, pero ahora hace parte de la historia

que cuenta cuando alguien le pregunta quién es.

La curiosidad por saber quiénes eran sus padres le vino en los años posteriores. “¿Leo, me

parezco a mi mamá?”, y Leo le respondía siempre que sí, muchísimo, “mírala en esta foto. La

misma sonrisa ovalada, los huequitos en las mejillas, las manos pequeñas”. Entonces Ana se sentía

orgullosa. Y durante un tiempo en todo lo que hacían preguntaba si a sus papás les habría gustado,

qué sabor de helado habría escogido su papá, cuál era el color preferido de su mamá, cómo se

habían conocido. “Mi mamá era profesora en este colegio”, les decía a todos sus compañeros antes

de comprender que la mirada que le devolvían estaba llena de lástima. Entendió que el tema no era

cómodo para los otros, dejó de mencionarlo y de hacer indagaciones. Se quedó con su versión

hecha de retazos y vacíos que llenó como le pareció mejor. Atesoró unas pocas fotos de sus padres

con ella y de sus padres antes de ella. Se veían siempre felices detrás de la lámina brillante del

papel fotográfico. Ana quiere pensar que la vida con ellos habría sido así, siempre feliz, completa,

llena de momentos para fotografiar. No sabe qué habría sido imperfecta con ellos también. Que la

sonrisa ovalada de su madre habría envejecido. No sabe que de todas maneras se sentiría

incompleta si los tuviera cerca, y quizá sería más difícil porque no tendría cómo explicarse sus

tristezas repentinas. No sabe que ha codificado esa muerte con los ojos de los otros, ni que familia

es una palabra que se estira y se transforma muchas veces a lo largo de la vida.

Sentada en la silla del copiloto, con el mapa desmayado sobre sus piernas, va pensando

lejos, repasa todas las escenas que se ha inventado, todo lo que nunca fue. Aprieta con la misma

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fuerza de hace años los dientes y las manos, domestica el llanto, llora por dentro gotas saladas que

caen en un lugar vacío. Leo no le hace preguntas. Tal vez porque sabe muy bien. Tal vez porque

la tristeza de su nieta es un código que todavía no aprende a descifrar. Avanzan por la carretera

hacia abajo, hacia la falda frondosa de las montañas. Cada vez entra más calor por las ventanas

abiertas. Ya la radio solamente reproduce el sonido de la estática.

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El brochure sobre el Alzheimer, optimista como el médico que hablaba en plural, dividía la vida

en categorías sencillas y tareas prácticas para cuidar de un paciente. Tenía un tono despreocupado

que me ayudaba a simplificar el terror.

“La vida con Alzheimer”, leía el título. Pero el texto no explicaba, en realidad, qué

significa vivir con la enfermedad. No hubo ningún libro clínico que pudiera explicarnos de dónde

viene la angustia, en qué lugar del cerebro está la dignidad, el punto exacto en que se deja de ser

persona.

Yo quería un mapa certero, una radiografía de las dendritas extintas y los caminos que ya

nunca podríamos recorrer. En lugar de eso, tenía un brochure: “Demencia, manual de uso”

Comunicación:

1. Escoja palabras sencillas y frases cortas. Utilice un tono de voz amable y tranquilo.

Evite hablarle a la persona que sufre de Alzheimer como si fuera un bebé o hablar de

él o ella como si no estuviera presente.

2. Mire a la persona a los ojos y llámela por su nombre, asegurando que tiene su atención

antes de hablarle. Permítale suficiente tiempo para responder. Tenga cuidado de no

interrumpirle.

Hora del baño:

1. Prepare todo de antemano. Antes de empezar, asegure que tiene listo todo lo que

necesita en el baño.

2. Respete el hecho de que el baño produce miedo y es incómodo para algunas personas

con la enfermedad. Tenga paciencia y calma.

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3. Reduzca los riesgos utilizando una ducha de mano, un asiento para la ducha, barras

para agarrarse y alfombras no resbaladizas para la bañera. Nunca deje a la persona sola

en el baño o en la ducha.

4. Dígale a la persona lo que usted va a hacerle, paso por paso, y permítale hacer por sí

misma todo lo que le sea posible.

Vestirse:

1. Permítale escoger de una selección limitada de prendas. Si la persona tiene un conjunto de

prendas favorito, considere comprarle varios juegos idénticos.

2. Remplace las prendas rígidas y broches por ropa holgada, fácil de vestir. De preferencia,

elija pantalones deportivos con elástico en lugar de pretina o bragueta. Acciones sencillas

como abotonar y amarrar se irán haciendo difíciles de llevar a cabo con el tiempo.

Comer:

1. Escoja platos y utensilios que promuevan la independencia. Si la persona tiene dificultad

para utilizar los cubiertos, use un plato hondo en vez de uno plano u ofrézcale cubiertos

con mangos grandes.

2. A medida que la enfermedad avanza, tenga en mente que el riesgo de que la persona se

atragante con algo aumenta debido a dificultades al masticar y tragar.

En la tarde:

1. El atardecer suele ser un momento difícil de atravesar en las etapas intermedias y

avanzadas de la enfermedad, ya que el paciente no tiene una noción clara de haber vivido el día

que está por terminar. Intenté proponer actividades que le distraigan durante la transición entre el

día y la noche.

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Fuera de la casa:

1. Intente visitar entornos familiares. Estímulos fuertes como ambientes concurridos o

sonidos fuertes pueden aturdir o resultar agotadores.

2. Asegúrese de que la persona a su cuidado lleve en todo momento una pulsera con datos

personales, información de contacto de emergencia, y aspectos médicos relevantes. Esto le servirá

en caso de que accidentalmente se encuentre deambulando sola fuera de la casa.

3. Mantenga una fotografía reciente o un video del familiar con Alzheimer para ayudar a

la policía en caso de que la persona se pierda.

El futuro:

1. Si usted está a cargo de una persona en las primeras etapas de la enfermedad, intente

tener una conversación sobre el futuro. Explíquele que poco a poco perderá autonomía y capacidad

de decisión. Hagan acuerdos sobre su cuidado en los meses y años por venir.

El brochure seguía con categorías cada vez más abrumadoras: “Incontinencia”, “Problemas

para dormir”, “Alucinaciones y delirios”, “Si el paciente deambula”, “Seguridad”… Sugería

instalar cerraduras de seguridad, cierres automáticos en las ventanas; notificar a las autoridades

locales y a los vecinos del diagnóstico; cambiar todos los patrones de relación hacia una versión

simplificada de humanidad; comprar un protector impermeable para el colchón y los sofás; tener

una rutina estricta e invariable; minimizar las conversaciones; anular los debates; elegir pañales;

esconder objetos cortopunzantes; licuar casi todas las comidas; no redecorar o remodelar los

espacios de la casa; marcar con notas pequeñas los objetos cotidianos indicando su función;

cuidarse de no parecer condescendiente, pero decidir por él.

Fue ahí, esa semana, sentada en la cama leyendo una y otra vez las instrucciones de ese

folleto corto con fotos de una vida plena e irreal, que lo comprendí. Esta no iba a ser una etapa, no

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iba a ser una situación esporádica con la que aprenderíamos a lidiar. Esta iba a ser nuestra vida.

Tendríamos una hora del baño y una hora del desayuno, una rutina estricta, una casa invariable

para tu tranquilidad. Usarías un babero y cubiertos de niño. Pasaríamos horas repasando

distracciones para borrar las bisagras que separan los días de las noches; armando con esfuerzo

rompecabezas de cuatro fichas; viendo fotos de rostros cada vez más borrosos; mitigando la fatiga

de olvidarlo todo.

Te harías un manojo de tendones blandos, un archipiélago seco de manchas de saliva y orín.

Te sentarías desnudo en una silla de plástico dentro de la ducha, y te agarrarías con una

fuerza terca de las barandas y yo tendría que explicarte, con palabras cada vez menos claras para

ti, que estamos en el baño, y esto es una esponja, que el agua está caliente, como te gusta, que te

voy a bañar, que por favor no estés asustado, que soy yo, Ana, Ananá, tu nieta, no importa quién,

alguien a quien amas y que no hay ninguna vergüenza en estar sin ropa frente a mí, que nos

conocemos de siempre, de ese tiempo borroso que yo no recuerdas, que nada malo te va a pasar,

que es martes, que vives en Colombia hace muchos años, que no conozco a las personas de las que

me hablas, ni esos lugares que extrañas con los ojos hecho niebla, pero puedes oler el jabón, mira,

Leo, qué rico huele el jabón, a hierbas frescas, que levantes un poco los brazos, así, muy bien, para

que pueda enjabonarte, que es de mañana y hoy va a ser un buen día, que tenemos todo el día por

delante para dar algunos pasos, andar una vuelta en círculo y regresar, que se está tan bien en la

ducha, Leo, míranos, qué ligera es la existencia esta mañana, y también puedes oler el champú

aunque no sirva de mucho en tu cabeza casi calva, pero hace burbujas que te hacen sonreír.

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Leo descarga los morrales en el pasillo de una pensión. Recibe una llave que cuelga de una cinta

plástica fosforescente.

En su plan original, debían dormir mucho más adelante en el camino. Parar en este pueblo

no estaba previsto, pero a la renoleta le ha costado mucho trabajo avanzar hasta ahí. También se

acerca la noche y Leo se niega a continuar en la oscuridad. Están en La Dorada, Caldas. En el

mapa de carretera, Ana encerró el nombre del pueblo con un lápiz rojo cuando decidieron parar

ahí. Las doradas son unos peces de río que se pescan en las aguas del Magdalena y le dan nombre

al pueblo porque todos ahí viven de pescarlas y venderlas. Aunque el arrullo del agua suena a la

distancia, todo el lugar está sumergido en un calor que no se mueve.

Han llegado a una casa grande con un patio interior. De un lado del patio está la recepción:

un escritorio de madera delante de una silla a la que le han amarrado un cojín rojo. Detrás de la

silla hay un tablero donde han clavado muchas puntillas. De cada puntilla cuelga un juego de

llaves. Del otro lado, hay una sala pequeña con sillas que miran hacia un televisor de barriga de

vidrio en donde se proyectan a medio día y a las siete de la noche las imágenes de los muertos del

día. En el centro del patio crece un árbol joven. En una de sus ramas más fuertes, un perico verde

que camina de lado a lado sin detenerse. Al perico, explica Leo, le han cortado la punta de las alas

y no puede volar. Cada cierto tiempo grita con el pico muy abierto. Entonces saca una lengua negra

y pequeña y sacude todas las plumas de su cuerpo. Después vuelve a caminar de lado hasta la punta

de la rama y de vuelta, cada vez más rápido, subiendo y bajando la cabeza. Alrededor del patio

central se levantan dos pisos de puertas pintadas de anaranjado. Una cortina de plantas desmayadas

cuelga de la baranda del segundo piso. El lugar está casi limpio.

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Los atiende una mujer baja y sonriente, de mejillas muy rosadas y ojos achinados. Tiene

puesto un delantal blanco con un bolsillo donde mete las manos cuando termina de hablar. “Sí,

señor, cómo no, claro que sí, a la orden, como guste” responde a casi todo. Después sonríe y los

ojos se le hacen dos líneas curvas de pestañas negrísimas.

Leo pagó por una habitación con dos camas sencillas y un baño privado. Detrás de la puerta

se acumulan pelusas voladoras. Ana se sienta en el borde del catre pequeño en donde dormirá y

disfruta el aire caliente. No tienen piscina, piensa, pero pronto estarán en el mar.

Todavía no se hace de noche y Leo le propone a Ana caminar un poco por el pueblo: una

plaza pequeña con jardines de arbustos descuidados, una fuente en donde no circula agua, tiendas

que solamente venden cerveza y enlatados. La iglesia es de lejos el edificio más alto y más limpio

de todos. Adentro se está bien porque hace fresco, pero a Leo no le gustan los santos ni los altares

e insiste para que salgan pronto.

Toman sopa de pollo en un restaurante casero. Preferirían no tomar sopa bajo el calor

sofocante de la tarde, pero no hay muchas alternativas. Se sientan al lado del único ventilador del

comedor y al poco tiempo una mujer sin sonrisa les sirve caldo en platos con grabados desteñidos

de rositas y borde desportillado. En la superficie flotan enormes ojos de grasa. Leo adivina la

resistencia de Ana y le dice que este es un menú muy nutritivo, que puede ponerle cilantro para

darle más sabor, pero incluso con el cilantro la sopa sabe a agua caliente con grasa y sal. Comen

sin hacer muchos comentarios. Leo se limpia el sudor de la frente con un pañuelo de tela.

Pronto va a oscurecer. Las puertas de las casas, antes abiertas para invitar la brisa a circular,

comienzan a cerrarse como guardando un secreto. Ana usa la plata de la casita roja para comprarse

una colombina en la última tienda que encuentran abierta.

**

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En la entrada de la pensión, unos hombres uniformados hacen dos filas largas a lado y lado de la

puerta. Ana los ve como hombres, pero algunos años más tarde, en su recuerdo se irán haciendo

niños de caras blandas y mirada de ternero.

“¿Usted es el gringo que llegó hoy?”, le pregunta el primero de la fila a Leo, y cuando se

gira deja ver completo el fusil que lleva al hombro.

“Yo no soy gringo”, responde Leo, e intenta seguir hacía el interior de la casa.

El hombre se le cruza por delante y lo frena. Le sonríe.

“Entre, vamos a hablar”.

Cuando entran, encuentran el patio central vacío, en la salita de al lado, el televisor está

apagado, todos los huéspedes han desparecido. Tampoco queda nadie en la recepción. Solo se

escucha al loro que vocifera y aletea desde la rama del árbol. Ana sigue a su abuelo que sigue a

los hombres. Bota la colombina a la basura y se limpia las manos, sucias de sopa y dulce, contra

el vestido que lleva puesto.

“¿Qué vino a hacer aquí?”, Le pregunta a Leo el mismo hombre que lo hizo entrar hace un

rato. Leo se acerca despacio y le extiende la mano, “Mucho gusto, me puede decir Leo”. El hombre

le aprieta la mano sin quitarle de encima sus ojos que no parpadean, “¿Qué vino a hacer aquí,

Leo?”.

El abuelo se acerca todavía más y le dice con timidez algo al oído. El hombre de las

preguntas se gira y mira a Ana por un segundo. Después pide: “Chucho, Reyes, llévense a la niña

al fondo. La cuidan”. Dos soldados se acercan a Ana y uno la lleva del brazo al fondo del corredor.

Encuentran unas sillas plásticas y se sientan a esperar. Ana quiere saber qué pasa en la sala del

televisor donde se quedó su abuelo, pero Chucho le hace preguntas. Quiere saber cómo se llama,

cuántos años tiene, si es de Bogotá, si va al colegio, dónde están sus papás, quién es Leo, qué hacen

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en La Dorada. Ana tiene miedo y responde con un hilo de voz y el mentón pegado a una de sus

clavículas. “Ana”, “Once”, “Sí, estoy en sexto”, “Se murieron. Hace mucho”, “Es mi abuelo. El

papá de mi papá”, “Vamos para la costa”. Chucho asiente.

Después de un rato los tres se aburren. Reyes le muestra a Ana un insecto-palo. Lo toma

haciendo una pinza con su índice y su pulgar. Lo posa sobre su mano. Ana lo mira con curiosidad

y Reyes le explica que ese insecto se camufla entre las ramitas débiles de los árboles y así

sobrevive. Parece inofensivo, el insecto. También el hombre del uniforme. Cerca de él, Ana

descubre que no es tan alto ni tan fuerte como parecía de lejos. Siente de pronto que puede confiar

en él, preguntarle por qué la separaron de su abuelo, quiénes son ellos. Al final prefiere quedarse

callada. Intuye las respuestas a sus preguntas y eso le da miedo: ellos son guerrilleros o

paramilitares. Valeria le dijo que lo más importante es mirar las botas de los soldados. Si son de

caucho, son guerrilla; si son de amarrar, son ejército. Estos soldados llevan botas de caucho. A su

abuelo le están averiguando la vida porque es extranjero y se le nota en la cara y en el acento. Ana

se siente orgullosa de que no se le note su lado francés, pero tiene miedo por Leo. A los extranjeros

los secuestran más. Pero Ana sabe que su abuelo no tiene plata y piensa que el gobierno francés

tampoco haría mucho por él. Se muerde los cueritos de las uñas. Se hace la interesada en el insecto-

palo para no molestar a Reyes. Espía con el rabo del ojo la conversación entre el jefe de los

soldados y su abuelo. Descubre al hombre que da las órdenes riéndose con toda la boca abierta.

La pensión está en silencio, pero de pronto aparece la señora que les dio la llave de la

habitación. Camina sin hacer ruido y se acerca al de las órdenes. El hombre le da la mano.

Intercambian unas palabras, pocas. Unos minutos más tarde la mujer regresa con una bandeja llena

de pocillos con café. Ana no quiere, pero recibe su taza como todos los demás. Pregunta cuánto

cuesta y la señora le sonríe apenas con los labios y le dice que no tiene que pagar. Ana busca a Leo

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con la mirada. Él le devuelve el gesto picando un ojo. Se toman el café, cada uno en su extremo

de la sala, con la compañía obligatoria de los guerrilleros. La noche termina de caer.

El abuelo, el jefe y los demás soldados salen de la pensión por la puerta de atrás. Ana siente

todo el llanto del que es capaz su cuerpo subiéndole de un solo golpe a la cabeza. Intenta

contenerlo, llorar por dentro, apretar las manos, pero una fuga de lágrimas le enrojece los ojos y la

cara. Se queda muy quieta y llora sin tomar aire para no hacer ruido. Reyes, que descubre su

angustia, la toma del brazo. Se acurruca frente a ella y sus caras quedan a la misma altura. “No se

preocupe. ¿Por qué está llorando?, ya vuelve su abuelito, le están haciendo unas preguntas, no

más”. Ana asiente en silencio, con los ojos bien abiertos y los lagrimones acumulados en el

mentón. Un poco más tranquila se atreve a preguntar “No nos van a hacer nada malo, ¿cierto?”.

“Ustedes no han hecho nada malo, ¿cierto?, entonces no tienen de qué preocuparse”, le contesta

Chucho. Ana sabe que no han hecho nada malo, nada demasiado malo, pero también sabe que eso

es lo que menos importa.

Al papá de Alejandro Liévano, un niño del otro sexto, lo secuestró la guerrilla hace dos

años en una pesca milagrosa. Todos en el colegio sabían, pero no podían hablar de eso con él. Ana

no sabe exactamente qué pasó, nadie sabe y nadie se atreve a preguntar detalles. Ana y otros de

sus compañeros se acostumbraron a sintonizar en la noche una emisora de radio en donde se

transmitían mensajes que enviaban los familiares de personas secuestradas. Se supone que la señal

de radio llegaba a todos los campamentos guerrilleros, y que en la noche dejaban que los cautivos

escucharan el programa para oír a sus familias. Alguien en el colegio dijo un día que había

escuchado a Alejandro y a su hermano en la radio. Entonces todo el curso, e incluso niños de otros

cursos, tuvieron curiosidad y comenzó ese hábito común de escuchar los mensajes a los

secuestrados. A veces comentaban en grupos muy pequeños sobre el caso de una señora que

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llevaba nueve años sin saber nada de su esposo, o unos papás que iban todos los días a la estación

de radio, o una familia que solo enviaba oraciones a la virgen. Nunca volvieron a escuchar a

Alejandro.

Al final soltaron al señor y Alejandro y sus hermanos y su mamá viajaron muy lejos en

carro para ir a recogerlo. Alejandro perdió el año y por eso no está en séptimo sino en sexto, con

ella. Es un niño muy callado, pero una vez dijo que cuando sea grande va a prestar el servicio

militar para ir a la selva y matar a los guerrilleros que se llevaron a su papá. La familia se quedó

sin plata, porque pagaron muchas veces para que soltaran al señor. Vendieron la casa, la finca, los

carros, la empresa. Pidieron más plata prestada y esa también se les acabó. Una profesora dijo que

apenas tengan plata de nuevo, se van a ir de Colombia.

Los que pueden, se van.

Nadie nunca le ha preguntado a Alejandro si su papá escuchó los mensajes que le mandaron

por la radio.

Ana recuerda noticias macabras que ha visto en la televisión y siente ganas de llorar otra

vez. Toda la fuerza que creía tener se diluye, siente los huesos débiles, el corazón le zumba furioso.

Leo dice que todos los ejércitos que hay en Colombia son corruptos y que todos los soldados rasos,

como Chucho y Reyes, son víctimas. Valeria dice que la guerrilla es un cáncer. El que dice eso es

el papá de Valeria, ella lo repite. Que hay que matarlos a todos y punto, se acaba el problema de

este país. Ana no sabe. Sabe que hay secuestrados, detenidos, muertos, desaparecidos. Todavía no

entiende cómo es lo de los desaparecidos. ¿Cómo puede desaparecer una persona? Alguien en

algún lugar los habrá visto. De eso tampoco se atreve a preguntar. Sabe que hay personas en

cautiverio a las que les cortan las plantas de los pies para que no se puedan escapar por el monte.

Mira hacia abajo y ve sus propias plantas de los pies.

55
Nunca pasa nada malo, hasta que pasa.

Leo y los soldados regresan a la sala de televisión. El jefe aprieta la mano del abuelo y se

despide con unas palmadas en el hombro. Llama a Chucho y a Reyes, que se despiden rápido de

Ana, agarran sus fusiles y salen de la pensión.

Leo y Ana se acercan despacio, como tanteando el terreno que los separa, como esperando

una señal que les indique que ya están solos. Se abrazan. Ana rodea muy fuerte la barriga y la

espalda de su abuelo, se aferra a ese cuerpo robusto y llora. Tiene miedo, o se siente afortunada, o

ambas cosas al mismo tiempo.

Ya en la habitación, Leo le dice a Ana que no tiene de qué preocuparse. Que esos hombres

son guerrilleros y que este es su pueblo. Estaban haciendo un control. Ellos saben quién vive en el

pueblo, quién lo atraviesa, quién se emborracha en la plaza todas las noches, quién le pega a la

esposa, quién habla con otros solados, quién puede y debe contribuir con su causa, quién es

peligroso para ellos. Nadie viene de vacaciones aquí. Al principio Leo les dijo que solo viajaban a

la costa para que su nieta conociera el mar. No quería revelarles que llevaban en el baúl una

colección que pronto estaría muy bien avaluada. Pero el jefe tenía experiencia con las verdades

parciales y siguió insistiendo. Entonces Leo asumió el riesgo y les dijo que en realidad querían

participar en un concurso de colecciones que habían anunciado en el periódico. El hombre a cargo

otra vez pareció no creerle y quiso verificar la información. Entonces fueron al carro para

desempacar los amuletos. Abrieron las cajas, rasgaron el papel burbuja y dejaron al descubierto

las figuritas de plástico. Al jefe le dio risa. Es un hombre que se ríe mucho, pero no parece feliz.

Al final le deseó mucha suerte a Leo en el concurso.

“Si se gana algún premio, pasa por aquí y nos deja la parte”.

56
Los amuletos otra vez los han protegido, le dice Leo a Ana. Ese hombre por fortuna no

sabe lo que valen sus animalitos mágicos. Mañana en la mañana habrá que volver a empacarlos.

Ahora necesitan dormir.

Ana se baña antes de acostarse. Ya no le importa que el piso esté sucio, que el agua esté

fría, que la sopa tuviera islas grasientas. Se desviste y mira el vestido demasiado delicado, las

sandalias que apenas cubren sus pies. Con esa ropa no habría aguantado ni una noche en el monte.

Tiene ganas de llorar de nuevo, pero el agua la contiene y le lava la angustia.

57
Esta, Leo, es la arqueología de la nostalgia

son los años que perdiste,

los días que no recuerdas.

Esto fue lo que hicimos con ese pedazo pequeño e impreciso que quedó de ti:

Rondamos las esquinas en busca del sol,

dormimos a la orilla del pasado,

hicimos del concreto una crisálida,

del silencio un refugio,

del olvido un hermano.

Vinieron los muertos a comer en nuestra mesa,

a besarte la boca,

a poblarte de otros tiempos.

Bailaron tu himno de sílabas errantes,

anduvieron de retorno

el peregrinaje de tu niñez,

y con la luz de la mañana nos dejaron, ellos también.

Emprendimos de nuevo nuestro viaje al fin del mundo,

un camino hecho de soles y grietas en la piel de la tierra.

Estaba la guerra en pausa y nuestras manos al viento,

el aire con un sudor de azúcar,

y el agua salada lamiéndonos los pies.

58
Cantamos con el cuerpo una coreografía del delirio,

y antes de perderte, juramos reencontrarnos

en la próxima vida,

y en las siguientes también,

para hablar en nuestra lengua

y fundar nuestro país.

59
Me habría gustado retener los nombres de todos los lugares en los que viviste, para ahora dártelos

de vuelta.

Los más importantes para ti eran los relatos de despedida, los apegos, la necesidad de

volver a empezar. Me los contaste una y otra vez. Todos los lugares que dejaste guardaban rincones

entrañables a los que renunciaste al partir; en todos cambiaste de piel.

Hablabas de ellos con la voz hacia adentro,

como si en realidad los hubieras perdido el día en que te fuiste.

Ahora que no queda nadie para habitarlos pienso que fue aquí, después de muchos años,

en donde finalmente los abandonaste.

Quizá ni siquiera fuiste tú quién se marchó, sino ellos los que migraron sin carnaval. Se

fueron de ti el día en que cerraste los ojos y no pudiste más invocar un olor preciso, la textura de

la costra del pan, los cardúmenes de hojas oxidadas en noviembre. Así también, la casa enorme en

donde hicimos nuestra vida, un día nos dejó.

Tú llevabas a cuestas cada una de tus vidas pasadas, así como ahora yo llevo en mi espalda

este relato y este recuerdo de tus recuerdos.

Fuiste un caracol que un día se despertó sin concha.

Todos los recuerdos de despedidas fueron borrándose. En tu cabeza el incendio lo arrasaba

todo. El fuego iba quemando cada día una aldea diferente. El altillo de una casa, las ramas del

árbol donde una vez te trepaste, los nombres de tus hermanos, tu viaje sobre el Atlántico, las

primeras noches que pasaste en Colombia, todos se fueron en el incendio. Ahí donde pasaba el

exterminio, no volvía a retoñar ningún recuerdo, no se acumulaban nuevas sensaciones. Era solo

tierra quemada, mirada perdida.

60
Con los años, algo en ti aprendió a dejar ir los recuerdos, las habilidades, la idea del tiempo

en una habitación. Se iluminaban simplemente, y después partían, como un ave que por instinto

tiene que migrar. Tu cuerpo senil alcanzaba la aceptación de la impermanencia, no por virtud, sino

por carencia.

Sin apego, recitabas por última vez una frase, y después la dejabas ir para siempre,

sílaba a sílaba.

Yo aprendí a reconocer el tono de las cosas que te dejaban para no regresar. Nombrabas de

pronto a tu mano derecha, y en esa ronquera que venía con la palabra “mano” estaba decidido un

final. Era la última vez que sabrías que ese objeto tentaculoso que colgaba del extremo de tu brazo,

era una mano, tu mano. De ahí en adelante te sería ajena, la verías como a un molusco adherido a

tu piel.

Casi todas las partes de tu cuerpo llegaron a parecerte parásitos risibles, extensiones sin

propósito que mirabas hasta las carcajadas. Las rodillas, si se les mira por largo tiempo, pierden

proporción, así como los dientes en el espejo y las orejas siempre en crecimiento.

Todo pierde sentido si se observa lo suficiente.

Es gracioso, por ejemplo, aprender cada día a usar una cuchara, mirarla desde lejos,

comprender con la punta de los dedos sus formas curvas, su piel fría; descubrir que dentro de su

panza metálica puede albergar porciones perfectas de mermelada, vaciarla en la boca, volver a

comenzar; no saber que ese objeto recién inventado se llama cuchara, y sin embargo, adorarlo a

cada desayuno, celebrar su genialidad.

61
Llegaste a Colombia siendo todavía muy joven. Habías terminado tu servicio militar en la

guerra de Argelia, peleando para el bando francés, dando una lucha que se sabía perdida. Te habías

casado con Céline, mi abuela, una muchacha de tu mismo pueblo, con ambiciones pequeñas. El

que quiso viajar al otro lado del Atlántico fuiste tú. Habías visto el desierto en el norte de África y

comprendiste de golpe que el mundo era posible sobre todo en sus lugares remotos; que lejos de

esa vida que habían vivido tu madre y su madre se desplegaban otras lenguas y otros soles,

imposibles de imaginar. Quizá fue desde entonces que se precipitó en algún lugar un deseo de

naufragio y de gran aventura, unas ganas de atravesar fronteras que nadie más conocía, un impulso

por lo infinito y lo tropical, con sus palmeras ajadas y su sol incesante y sus montañas hambrientas

de huesos.

Vinieron en barco, aunque para entonces ya se podía llegar en avión.

Supe, porque un día lo mencionaste, que tu idea no era vivir en Colombia, sino llegar a

Chile para cultivar el vino. Pero nunca llegaron al sur.

Se fueron quedando en este país donde todo germina y todo se estanca.

Nunca hice demasiadas preguntas sobre por qué. Creciendo me parecía que las cosas

siempre habían sido así, que por supuesto habías dejado Francia y habías decidido venir a un país

del que pocas veces habías escuchado hablar; un país que era una sola guerra desde que era país,

y desde antes también. Me parecía natural porque de ahí vengo y de no ser así la historia, yo no

estaría aquí, así que no había nada que cuestionar. Ser niña era tener la libertad de no preguntarme

por qué las cosas son como son; no comprender que hay decisiones difíciles de tomar,

remordimientos que duran toda la vida y reproches que curvan la forma del cuerpo sin reversa.

Desembarcaron en Cartagena, pero se mudaron a Bogotá porque conseguiste un trabajo en

una central de Michelin. La única credencial que tenías era tu nacionalidad francesa, pero eso

62
bastó. Al poco tiempo se instalaron, Céline y tú, en la casa grande donde yo nací mucho tiempo

después. De ella, mi abuela, solo conozco el silencio en el que se convirtió. Recordarla era un tabú

que incorporé rápidamente, uno que aprendí de tu tristeza cuando hacías un esfuerzo por no

mencionarla. Yo pasé muchas tardes mirando con detenimiento su foto en nuestra sala e

imaginando su carácter, su voz. Miraba con cuidado su cuerpo robusto cubierto por un vestido de

lanilla, sus ojos pequeños, viendo a la cámara desde muy adentro, como sembrados profundamente

en el cráneo.

En la foto ella estaba de pie en un prado abierto que podría ser en Colombia o en Francia.

No era joven, ni vieja, ni madre, ni tenía sonrisa, solo esa mirada honda que a veces intenté sin

éxito encontrar en el espejo.

Ese misterio impenetrable que era el pasado reciente de nuestra familia, abría a veces

pequeños claros de luz a donde podía asomarme. Ahora esos instantes son la única materia prima

que tengo para mirar hacia atrás y reconstruir un refugio,

un lugar donde protegerme de la incertidumbre y la orfandad.

Tuve pocos momentos, fugaces pero reveladores, que me dejaron ver quién era mi abuela

y qué pasó con ella. Céline murió de cáncer algunos años después de que mi papá naciera. Se lo

dijiste a un pediatra del servicio público de salud. Yo me amarraba los zapatos y te escuché decirlo

sin dolor, sin doblar tu voz ni tus ojos hacia mí, casi con naturalidad. Hice silencio. No podía

comprender del todo, pero conocía la oscuridad que rodea a la palabra cáncer.

Al regresar a la casa, miré la foto sin pausa y algo en ella parecía haber cambiado. Su gesto

parecía ahora el de alguien que sufre pero no lo dice; creí comprender que el secreto de esa mirada

animal era un dolor prolongado y en constante expansión.

63
Esa noche, tal vez porque comprendiste mi desconcierto, rompimos la norma implícita de

nunca hablar de ella. Me llevaste de la mano al comedor grande de la casa, un cuarto al que nunca

entrábamos y en el que no comíamos. Había una mesa con doce puestos, pero tú y yo siempre

comíamos alrededor de una mesita de madera en el centro de la cocina. Ese día, sin embargo, en

contra de todos nuestros principios opuestos al derroche y las ceremonias innecesarias, pusimos la

mesa con un mantel blanco y copas de vino que llenamos de agua. Comimos, como cubiertos por

un hechizo, en una casa que no parecía la nuestra. Incluso pusimos música en una radio vieja que

hasta ese día solo servía para sintonizar noticieros matutinos, y decoramos los puestos vacíos con

velas que jamás habíamos prendido antes. Brindamos y jugamos a entrecerrar los ojos para

imaginarnos que las llamas de las velas eran luciérnagas estáticas. Fue ahí, en medio del embrujo,

que me dejaste preguntarte sobre ella.

“A tu abuela le encantaban las cenas espléndidas, las fiestas en el jardín”. Imaginé la casa

años atrás, con todos sus rincones luminosos, con la mesa puesta para los hijos por venir, con la

promesa de un nuevo comienzo construido sobre pequeñas victorias. Me contaste de su espíritu

resistente a todas las tormentas, de su fuerza infinita contenida en el estuche pequeño de su cuerpo

redondo. Supe entonces que había dejado su pueblo minúsculo en el centro de Francia; que había

hecho propio un sueño ajeno, uno que a ella jamás se le habría ocurrido, y que se dijo, como

consuelo, que tendría un taller de costura al otro lado del mundo. Compró una máquina Singer que

se quedó sin estrenar e invirtió todo su tiempo y sus esfuerzos en sobrellevar el dolor con la ilusión

de una familia grande que habitara la casa.

Pintaba, martillaba, cosía, construía, palmo a palmo, un futuro del que ella no iba a hacer

parte. Fue, como me han dicho que son las madres, la columna vertebral de la vida de los otros.

Invisible pero sólida.

64
Tuvo tres embarazos de riesgo. Durante varios meses pasó todos los días y las noches

acostada y sin moverse, esperando a que un niño le germinara adentro. Las dos primeras veces, la

espera solo le trajo sangre y un infinito reproche contra sí misma. El tercero fue mi papá.

Terminamos de comer. Soplamos las velas y apagamos la radio. La casa volvió a llenarse

de sombras en las esquinas. Tú me tomaste de la mano otra vez, y me llevaste al segundo piso.

“Ese, y ese, y ese, iban a ser los cuartos para los hermanos y hermanas de tu papá”, me dijiste, y

te quedaste en silencio mirando al interior de los cuartos. Fueron lugares de estudio, cuartos

abandonados, llenos de chécheres navideños y cajas con papeles. Eran, para mí, reinos de juego,

territorios minados de escondites y fortalezas en donde pasaba las horas jugando sola. Ese día

entendí que vivíamos en casas diferentes, tú y yo. Todo lo que para mí era un laberinto infinito de

ecos y distracciones, era para ti la ruina de otros tiempos, espacios deshabitados que no

alcanzábamos a llenar con nuestras presencias pequeñas.

Los cuartos donde me sentaba a descubrir el mundo eran recordatorios de los hijos que no

habías tenido, o del dolor prolongado de Céline, o el desconcierto de tener que volver a empezar

cuando nos quedamos solos los dos; cuando ya no hubo hijo para ti ni padres para mí; cuando

tuvimos que bastarnos como familia y reinventar la casa.

Yo me acercaba al momento en que gradualmente se desvanece la necesidad de jugar, y

esa noche me empujó a dejar del todo ese encantamiento infantil.

Transité en una noche de la infancia a la cordura, el resto de la vida que este constante ya

no imaginar.

Las luciérnagas estáticas fueron tal vez las últimas criaturas que vi, sobrevolando la mesa

envueltas en un aura narcótica e hipnotizante. Las pilas de cajas en adelante solo fueron pilas de

cajas que guardaban recuerdos de una felicidad a la que yo no pertenecía.

65
**

Creció en mí una culpa oscura por haber disfrutado de la casa y su jardín, por haber llegado

tarde a ti y anclarte a una vida que quizá hubieras querido dejar. Recorrí las habitaciones con

parsimonia, como en un ritual de invocación. Imaginé una cama estrecha donde el cuerpo de Céline

pasó meses inmóvil, rogando por que esta vez sí, la espera le diera un hijo.

Imaginé también tu cuerpo recogido sobre esa misma cama, la primera noche después de

su muerte; y la infancia de mi papá, rodeando con timidez el cuerpo de su madre enferma, teniendo

cuidado de no despertarla,

cargando el peso invisible de ser él solo todos los hijos que ella quería.

Repetí tantas veces el deseo de hacerte olvidar de ese dolor, de tomarte yo entre mis brazos

y consolar todas las pérdidas de las que yo había nacido.

Ahora, la distancia me muestra que no hay tragedia sin ironía, por fin has olvidado uno a

uno los detalles de la casa, sus espacios abandonados, sus meses de espera, los rincones en donde

crecieron silencios insoportables, el cuadro de la sala con la única foto de Céline, sus ojos como

alfileres negros, su expresión enigmática, su luminosidad opacada, su amor por ti, la victoria de

saberse madre.

Se ha ido la casa de ti, se han ido tus días dentro de ella, tus esfuerzos por convertirla en

hogar, la mesa grande y también la pequeña donde cada mañana al desayuno yo iba creciendo y tú

envejeciendo, las velas hechas luciérnaga y el día en que tuvimos que partir.

Se han ido también el declive y la noche en que por fin basculaste de la humanidad a la

locura.

66
Cuando Ana se despierta, Leo no está en la habitación. Hace poco que la luz ha nacido, al día le

falta un rato para instalarse del todo sobre la casa y ella disfruta esa sensación casi fresca de la

madrugada. Se acerca a la ventana y levanta unas cortinas estampadas para ver hacia el patio

interior de la casa. Ahí está Leo con una taza de café en una mano y un libro en la otra. Lee y toma

café sentado en las sillas plásticas donde ayer lo interrogaba el hombre del uniforme militar. Ocupa

con tranquilidad el silencio del día que comienza y que todavía no es habitado por nadie más. Ana

prefiere no interrumpirlo porque conoce ese ritual, pero sobre todo porque se alegra de pronto de

saberse sola.

Va al baño, se quita la ropa, abre la llave de la ducha y espera en vano a que el agua se

caliente. Se mete bajo el chorro frío y en todo el cuerpo un espasmo la sacude. Por un momento se

resiste, pero pronto aprende a disfrutar de la sensación potente del agua helada.

Debajo de la ducha se siente de pronto adulta. Diez o quince años mayor. Una mujer que

se baña en una habitación de hotel. Bueno, ese es casi un hotel y ella es casi una mujer.

Se toca con orgullo la piel lisa de las axilas afeitadas. Mira con detenimiento entre sus

piernas. Algunos pelos desordenados han comenzado a crecerle de nuevo en el pubis. En la última

semana ha sentido una piquiña insoportable cuando va en el carro, cuando se sienta a desayunar,

cuando piensa en cualquier cosa. Nunca antes se había afeitado. Le entran unas ganas feroces de

meter la mano entre los calzones y rascarse con fuerza. Si hay alguien más con ella, tiene que

aguantarse y apretar las piernas, una sobre la otra, mientras se arrepiente mil veces de haberse

depilado.

La idea fue de Carla. Ana no necesita cerrar los ojos para ver a su amiga otra vez, acostada

bocabajo, afeitándole los muslos.

67
Fue el último viernes de la semana de exámenes, el día de la salida a vacaciones de mitad

de año. Tenían que haber estado las tres, pero a Valeria no le dieron permiso sus papás. Ana se

sintió feliz de estar sola con Carla. Excluir a alguien más era casi siempre la mejor manera de

hacerse más amigas. Esa tarde, en la casa de Carla, comieron perros calientes y vieron El

Resplandor, una película de un hombre que se vuelve loco y escribe un libro donde solo repite una

y otra vez la misma frase: “no por mucho madrugar, amanece más temprano”. Por lo menos esa es

la frase de los subtítulos en español. Hicieron un esfuerzo por no parecer demasiado asustadas en

las escenas de terror donde el hombre abraza a una mujer vieja cubierta de moho y después intenta

matar a hachazos a su esposa y su hijo. Terminaron de ver esa película que no comprendieron del

todo, se miraron con desconcierto y se encogieron de hombros. Después, Carla tomó a Ana de la

mano, la llevó a su cuarto y cerró la puerta con seguro. De uno de los cajones de su closet sacó una

cuchilla de afeitar gris y azul, y un tarro de crema para el cuerpo. “Vamos a depilarnos juntas para

las vacaciones”.

Ana no sabía que estaba bien admitir que tenía pelos en todo el cuerpo, pero por su puesto

aceptó. No se le había ocurrido que las vacaciones necesitaban prepararse también así. Se dejó

guiar por Carla, que siempre parecía saberlo todo.

“Tú me afeitas a mí, y yo a ti”.

Ana asintió sin hacer preguntas, queriendo parecer lo más natural posible. Acostada sobre

la cama de Carla, siguió las instrucciones de su amiga. Estiró los brazos desnudos, se dejó untar

crema en las axilas, sintió el roce afilado de la cuchilla sobre su piel. Contuvo la risa muchas veces.

Cuando se quitó el pantalón del uniforme para untarse crema en las piernas, Carla le dijo que no

tuviera pena, “Tienes que quitarte todo. Voy a afeitarte el bikini”.

Bikini. Ana entendió de golpe que esa era una palabra para coño.

68
Tuvo miedo de la cuchilla, pena de su desnudez y de sus calzones infantiles con caracolitos

estampados; pena de tener apenas unos poco pelos débiles y dispersos, pero vio a Carla tan segura

de sí misma que no se atrevió a decir que no. Se desvistió y volvió a acostarse sobre la cama con

las piernas y el sexo desnudos. Todo el cuerpo le temblaba, un poco por el frío, un poco por la

emoción. Dejó que Carla la embadurnara con esa crema dulce desde los tobillos hasta el ombligo,

incluido el bikini.

Sintió de nuevo ese palpitar entre los labios, que era como un llamado subterráneo y

urgente. De nuevo tuvo que contener la risa, una risa que ahora le nacía de más adentro en el

cuerpo.

A Carla también se le escapó una risa corta, y por un momento Ana no supo si también

estaba nerviosa o se burlaba de ella. Carla se arrodilló a los pies de la cama y entregó toda su

concentración a la cuchilla sobre la piel de Ana. Comenzó por los tobillos. Después hizo rítmico

el tacto frío de la máquina subiendo y bajando sobre la superficie de las piernas y las rodillas, un

ejercicio de paciencia y cuidado, como abonar la tierra o peinar dunas de arena.

El cuarto se llenó del olor azucarado de la crema. Ninguna dijo nada, como a sabiendas de

que una complicidad como esa se fractura con las palabras.

Carla rompió el silencio solo un momento para pedirle a Ana que abriera piernas. Se trepó

sobre la cama y se acostó bocabajo, con la cabeza entre las rodillas de su amiga.

Esa es la imagen que ahora, en la ducha del hotelito en La Dorada, Ana recuerda: Carla

está acostada entre sus piernas abiertas, con la cara tan cerca de su sexo que Ana tiene miedo de

que pueda olerla. Con una mano le separa la entrepierna y con la otra le afeita los labios. El bikini.

El coño. Lo hace con un cuidado infinito, sin decir nada. Sus manos están frías, como la cuchilla,

69
y con los dedos pequeños repasa la piel lisa recién afeitada, toca a Ana como curando a un animal

herido.

Cuando termina, la mira con detenimiento. “Perfecta”, dice, y se levanta.

Le extiende a Ana un espejito redondo. “Mírala”.

Una semana más tarde, los pelos crecen sin tregua bajo el chorro frío de la ducha. Ana se

mira con cuidado y vuelve a sentir el revoltijo de risa, vergüenza y excitación que se le hizo en el

estómago cuando se vio el coño totalmente afeitado en el reflejo de ese espejito redondo.

Ahora mismo, piensa, Carla sentirá la misma piquiña. Repasará con sus dedos fríos la piel

lisa debajo de sus brazos, detrás de sus rodillas, al interior de sus piernas. Recordará a respiración

de Ana, muy cerca de su sexo, al que también le habían nacido todavía muy pocos pelos. El roce

frío de la cuchilla, las yemas de los dedos, demasiado tímidas para tocarla con más curiosidad.

Tendrá la imagen de su coño, limpio y untado de crema, reflejándose en un espejo de bolsillo

demasiado pequeño para responder a todas sus preguntas. Tal vez Carla, como ella, se acuerda de

esa tarde y siente un agua tibia bullendo en las entrañas.

Ana termina de bañarse, cierra la llave del agua. Antes de vestirse se sienta unos minutos

desnuda frente a un ventilador ruidoso que gira su cabeza hacia la izquierda y luego, despacio,

hacia la derecha.

Vuelve a pasar su mano sobre la superficie de sus axilas y sus piernas. Sonríe y se viste.

Sale del cuarto y encuentra a su abuelo, que levanta la taza de café para brindar con ella en

el aire desde la distancia.

“Buenos días, Ananá”.

70
Toman café en el patio central de la casa, sin conversar demasiado. Leo se sumerge en su

libro policial y Ana mira sigue con la mirada al loro que ha comenzado su aleteo en la rama del

árbol. Va y viene, como ayer, como todos los días.

71
En el carro, Leo ha envuelto de nuevo los amuletos. Se las ha arreglado para reutilizar la cinta y el

plástico rasgados a la fuerza por los soldados la noche anterior. Van reempacados y contentos,

listos para emprender la ruta, una tortuga ninja, un perro de ojos enormes y tristones con un corazón

en la mano, un lagarto relleno de granos de arroz, un pez de cristal con aletas tornasoladas.

El aire caliente se estanca dentro de la renoleta. De nada sirve haberse bañado. Emprenden

un nuevo día, Leo, Ana, los amuletos. Avanzan por la carretera que se extiende a lo largo del

Magdalena. El río es ancho y oscuro. Leo dice que es un caudal violento que se traga a la gente,

pero a Ana, desde la distancia, le parece tranquilo, como una culebra gordísima que se acomoda

sobre la cordillera y suda remolinos de agua amarilla.

Si el río pudiera hablar, haría un voto de silencio.

Ana sube los pies sobre el tablero del carro y abre la ventana del copiloto por completo

para tocar con la punta de los dedos las ramas débiles que se asoman desde el borde de la carretera.

Piensa en el loro del hotelito en La Dorada. A esa hora, mientras ellos viajan, el loro debe estar en

la misma rama, repitiendo su aleteo y sus gritos. Entonces le pregunta a su abuelo si cree que ese

loro vivirá toda su vida en esa rama, haciendo cada día lo mismo. A Leo no parece inquietarle

tanto esa idea. Le dice que sí:

-Seguramente ese loro vive así. De noche duerme en una jaula cubierta con una cobija y de día

camina por la rama.

-Pobre loro. Si volvemos a quedarnos ahí de regreso, lo voy a coger y lo voy a liberar.

- ¿Y para qué lo vas a liberar? A ese loro le cortaron las alas. No puede volar y no va a sobrevivir.

- ¿Entonces no hay nada que hacer?, ¿ese loro tiene que vivir infeliz?

- ¿Y quién te dijo que el loro es infeliz?

72
-Pues parece. ¿Qué tal que tú tuvieras que vivir en una rama y dormir en una jaula?

-Bueno, pues nuestra vida no es tan diferente. La mayoría de las personas viven así.

-¡Claro que no!

-Mira, tú vas al colegio todo el día, ¿no? Y después vas a la casa a dormir. Muy pocos días puedes

hacer algo diferente. Lo mismo yo, lo mismo la otra gente. Ese loro no es infeliz, porque no sabe

que podría volar.

-Sí sabe. Por eso grita y aletea.

-Todos los loros gritan.

Después Leo cuenta una historia que a Ana le parece rebuscada. En la historia un hombre carga

una roca muy pesada hasta la cima de una colina o una montaña. Se tarda todo el día en subirla,

porque la piedra es pesada y la montaña es alta. Cuando llega arriba, la roca rueda cuesta abajo y

el hombre tiene que bajar para volver a comenzar. Hace eso todos los días. Parece que no duerme,

ni come, ni conoce a nadie más, solo carga la roca cuesta arriba. Leo entonces explica que ese es

un hombre metafórico. O sea, que lo que importa no es él sino la idea que representa. Ana

comprende, es la infelicidad. Pero Leo insiste en decir que no. Le dice que el hombre metafórico,

como Ana, solo es infeliz si sabe que lo que está haciendo no tiene salida. Entonces se siente

prisionero. Si el hombre siente que avanza, no importa que haga una y otra vez lo mismo porque

nunca se va a sentir frustrado. Ana se siente confundida. No entiende cómo su abuelo, un rebelde,

o al menos un irreverente, piensa en la vida como algo tan simple y tan triste. Se queda pensando

en si su abuelo tendrá razón. Le molesta pensar que la existencia es cargar una piedra todos los

días, pero le molesta más que a Leo eso no le incomode. Sin embargo, dentro de ella una grieta

breve se ilumina con la historia del abuelo, como si resonara con alguna verdad alojada desde hace

mucho en su intuición. Después de pensar un rato se anima a preguntar:

73
-Entonces todos vivimos como el tipo ese de la piedra, ¿sí?

-Bueno, más o menos sí.

**

La ruta de pronto se torna estrecha, curva, demasiado curva. Las líneas blancas y amarillas

van desapareciendo del pavimento y se alza una carretera delgada que es, sin embargo, la ruta que

atraviesa varios pueblos cubiertos de polvo. El carro avanza a brincos.

74
Van conversando sobre la vida del loro, la de los humanos y la del hombre metafórico que carga

una roca, cuando deben frenar en medio de la vía estrecha. Frente a ellos, una cuerda tensa atraviesa

de costado a costado la carretera. A cada extremo, un niño sostiene el lazo, grueso y raído.

Entonces aparece un tercer niño que se acerca al carro, se asoma a la ventana del conductor

con un tarro metálico. “Vecino, necesitamos su colaboración”, le dice a Leo mientras le muestra

el interior del tarro con algunos billetes y monedas. Después se acomoda con los brazos cruzados

en el borde de la ventana. Mira sin recato en el interior del carro.

“Estamos haciendo una recolecta para la cancha de fútbol en la vereda”.

Leo chasquea la boca y busca su billetera en la guantera. Los mismos ojos imprudentes del

niño, intentan adivinar cuántos billetes lleva Leo en su billetera. Ana mira sin pausa a esos niños,

apenas menores que ella, entregados a la labor de retener carros en una vía estrecha. Parecen

felices. Se miran entre sí con los ojos llenos de palabras que se dirán después.

Leo hace un aporte al tarro metálico y el niño sonríe celebrando su pequeño triunfo. Toma

el tarro con las dos manos, mira en su interior, tal vez calculando las ganancias de la mañana. Abre

la boca en una sonrisa erosionada y sin asomo de vergüenza. Una lama negra le carcome los dientes

de abajo hacia arriba.

“Dios lo bendiga, patrón”.

El niño mira a sus compañeros y asiente con la cabeza dándoles la señal. Entonces los otros

dos dejan caer la cuerda al piso y el camino se abre de nuevo para el Renault viejo.

El carro avanza despacio entre los niños que miran a Ana con curiosidad de animales. Uno

de ellos se despide con un gesto tímido. Sacude la mano a la altura del pecho, haciendo apenas un

movimiento. Ana les devuelve la mirada. Los ve en el espejo retrovisor volverse pequeños y

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desaparecer detrás de una nube de polvo amarillo que el carro levanta a su paso. Los imagina

saltando lazo con la misma cuerda que usan para retener los carros, jugando fútbol en la cancha

que van a construir, peleando hasta los puños por el balón.

76
Al cabo de varios kilómetros, la ruta pequeña desemboca en una carretera más grande, casi en buen

estado. Es cerca del mediodía. No han avanzado tan rápido como estaba previsto. El carro es viejo

y las vías son malas. Los puestos de fruta vuelven a brotar a lado y lado del camino. Son un

indicador de los caseríos próximos, una señal de tránsito que anuncia la cercanía de un pueblo.

Después de casi una hora, a la orilla de la ruta otro niño sacude con desgano un trapo rojo.

Es una señal para los carros que pasan. Indica que cerca hay un restaurante. Ana y Leo deciden

seguir la seña del trapo.

Adentro encuentran varias mesas pequeñas con manteles de un plástico grueso estampados

con frutas de colores pálidos. Sobre cada mesa cuelga una bolsa transparente llena de agua. “Son

para espantar los zancudos”, les explica la mesera cuando Leo pregunta por el propósito de esas

bolsas. “Los bichos se espantan cuando ven su reflejo agrandado en el agua”, agrega la mesera,

satisfecha de su explicación.

El método no parece muy efectivo porque durante el almuerzo Ana siente picadas feroces

en sus piernas. No comprende cómo es posible que los mosquitos sientan miedo y se espanten con

su propia imagen.

Piden el plato del día, el único plato que ofrecen en el lugar. Leo se come una ensalada

anémica, arrumada como decoración en el borde del plato. Ana intenta cortar un pedazo de carne

demasiado seca con un cuchillo sin filo. Mastican, sudan, resoplan para refrescarse. Para nadie

más alrededor parece difícil vivir en medio del aire sofocante que no circula. Las personas

conversan, comen, ríen mientras les crecen manchas de sudor en la ropa.

De regreso en el carro se dicen que ha sido un buen almuerzo. Emprenden la ruta otra vez

y Ana pregunta si están ya cerca del mar. “Todavía falta camino, pero seguro llegamos mañana”,

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le responde Leo. Avanzan, acalorados, buscando en el mapa pueblos posibles en dónde pasar la

noche.

En el horizonte van naciendo y quedando atrás archipiélagos de casas contrahechas, árboles

resistentes a ese sol todopoderoso, viejos panzones que toman la siesta en una poltrona frente a sus

casas.

**

Los pasan a toda velocidad motociclistas, buses, camionetas enormes de vidrios oscuros. Los

rebasan incluso las tractomulas, que suben las cuestas con esfuerzo sostenido, como ciempiés

obesos. Andan despacio, viendo pocos turistas y muchos camioneros alcanzarlos y dejarlos atrás.

Ven de pronto otro Renault doce, amarillo, que avanza fatigado por la ruta pendiente. El

carro está inclinado y parece que las luces traseras van a rozar el pavimento en cualquier momento.

Cuando los ve, el conductor del carro gemelo comienza a pitar emocionado, con el mismo

ritmo festivo que cantan los pitos de los carros cuando Colombia gana un partido de fútbol. Leo y

Ana, entusiasmados de encontrar a otro valiente carro viejo en la ruta, le pitan de vuelta. Los dos

carros se encuentran al fin, paralelos sobre la vía, y todos los pasajeros se saludan unos a otros. En

el Renault vecino viaja una familia numerosa. Ana alcanza a contar cinco personas en el puesto de

atrás: tres niños y dos adultos que se apretujan contra las ventanas abiertas para saludar con la

mano. Uno de los niños duerme con la boca abierta, recostado sobre el hombro desnudo de la que

puede ser su tía o su mamá. Todos tienen las mejillas demasiado rojas. Ha de ser el calor dentro

del carro. Al volante va un hombre corpulento, que no deja de pitar y sonreír; a su lado, una mujer,

que también los saluda, lleva a un bebé pegado al pecho por la boca. El bebé chupa leche y lo mira

todo con los ojos muy abiertos. La mamá de pronto toma la manito del bebé y la agita en el aire,

como haciendo que saluda. El baúl está lleno hasta el techo de cajas, bolsas y bultos.

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Parece que la euforia de ese encuentro nunca se va a acabar, pero al final el carro gemelo

también los pasa.

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Han parado en dos peajes donde los carros se amontonan en filas y los vendedores aprovechan la

parada obligatoria para desfilar por las ventanas de los viajeros ofreciendo guayabas, ciruelas,

achiras, helados caseros. Han visto en silencio las curvas del camino aparecer y quedar atrás. Han

distraído el hambre con mandarinas y panes. Han adivinado, lejos ya de la carretera, el curso del

río que avanza paralelo al viaje, hasta, él también, llegar al mar. Han competido por ver quién de

los dos puede componer más palabras con las tres letras inscritas en las placas de los carros que

los pasan: TBO: “Tumbado”, “Tobogán”, “Tenebroso”, “tubérculo”; AGD: “Agudo”,

“Aguardiente”, “Amígdala”; STR: “Estruendo”, “Estría”, “Subterráneo”. Han agotado casi todos

los pasatiempos en los que Ana puede pensar, y todavía faltan un par de horas para llegar a

Aguachica, el lugar donde decidieron que dormirán. Al ritmo que van, quizá sean tres horas, pero

llegarán antes de la noche. Es importante encontrar dónde dormir antes de que se haga oscuro. Ana

prefiere no preguntar por qué, porque intuye la respuesta. Leo solo le ha explicado que esa ruta es

mejor transitarla de día.

**

Ana cierra sus ojos. La arrulla la vibración del motor, y por un momento casi pierde la

noción del tiempo que pasa. Las imágenes del mundo de afuera se borronean. Está a punto de ceder

al sueño, cuando el carro se detiene de un brinco. Un humo gris oscuro sale sin parar de la parte

delantera.

Entonces Ana se incorpora. Intenta no mirar a Leo. Intenta comprender qué ha fallado.

Huele mal, algo se quema. El humo crece en espirales, los rodea por completo, entra por las

ventanas que ahora los dos cierran a toda prisa dando vueltas a unas manijas endurecidas. El motor

agoniza hasta hacer total silencio. Entonces se oye un silbido agudo que nace en el mismo lugar

de donde viene el humo. Leo intenta arrancar el carro, gira la llave y oprime los pedales con mucha

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fuerza, pero no sirve de nada. El motor brinca como haciendo un esfuerzo y vuelve pronto a quedar

en silencio. De nuevo, gira la llave, oprime los pedales, hace fuerza con todo su cuerpo, nada. El

carro exhala una vibración corta que se ahoga demasiado pronto.

“Eh, merde!”, es lo único que dice el viejo mientras deja caer el peso de sus manos furiosas

sobre el timón.

Ana calcula, hoy no verán el mar. Tal vez simplemente no verán el mar.

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De la casa nos fuimos una mañana, casi de madrugada. De los tres, quizá fue Dominga quien más

resintió el cambio. Tuvo que dejar sus tardes de sol sobre la hierba y el dominio del tejado que la

volvía todopoderosa sobre los pájaros y los insectos que sobrevolaban el barrio. Ya era una gata

vieja, con hábitos arraigados y un sentido de territorio que nunca la abandonó y que le impidió

hacer del apartamento su nueva guarida.

Quizá como tú y como yo siempre añoró un camino de regreso.

Yo estaba cerca de terminar el bachillerato y con los años había comprendido lo difícil que

era para ti hacerte cargo de nosotros. Nunca, hasta hoy, descifré si eras irresponsable o francamente

ingenuo. Todavía no decido si fue gracias a esa falta de aplomo o a pesar de ella que tuve una

infancia maravillosa a tu lado.

Cuando vinieron para hacernos desocupar la casa, hacía ya mucho tiempo que las cuentas

se acumulaban sobre las mesas y las repisas. Pagábamos una y en seguida venían más, como una

hidra de cabezas infinitas que se colaba debajo de la puerta. Cancelamos la línea de teléfono y

vendimos el televisor. En las noches prendíamos un solo bombillo durante pocas horas y

cronometrábamos el tiempo en la ducha en una especie de maratón del ahorro donde

concursábamos el uno contra el otro para demostrar quién necesitaba menos agua. Cada cierto

tiempo, venía un empleado de la empresa de la luz o del acueducto esperando a que le ofreciéramos

un soborno modesto. Cuando teníamos la plata, se la dábamos, y cuando no, con unas pinzas

enormes nos dejaba desconectados de los servicios básicos hasta que pagáramos la deuda. Yo

vendía sándwiches en el colegio y el señor Ferro, que ahora solo tenía un carro y ya no necesitaba

dejarlo en nuestro garaje, seguía pagándonos una renta de parqueo, en un acto de solidaridad. Pero

no era suficiente.

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Durante un tiempo corto aprendimos a vivir sin electricidad, pero no sin agua. Decidimos

pagar la deuda del acueducto y dejar que creciera la oscuridad en la casa. Prendíamos velas, como

hacía años durante los apagones, y leíamos a la luz de una linterna de baterías, hasta que se le agotó

la pila. Como no teníamos televisor, no era una tentación prenderlo en las noches. Lavábamos la

ropa a mano y dejamos de comprar comida que necesitara refrigeración. También consideramos

vender la nevera y la lavadora, pero nos resistimos a pensar que la vida sin electricidad sería

permanente. Los electrodomésticos apagados eran un recordatorio y un compromiso por volver a

vivir como antes. En la panadería comprábamos bolsas enormes de pan rollito, el más barato, que

comíamos al desayuno, al almuerzo y a la cena. Preparábamos olladas de lentejas que duraban toda

una semana.

Yo tenía un receso de esa vida de escasez durante las horas de colegio. Muchos días a la

salida de clases iba donde Carla para hacer tareas. Los años de adolescencia nos acercaron en una

complicidad que nunca encontré con nadie más después. Toda su casa me parecía un derroche de

electricidad: luces prendidas en cada cuarto, televisores a los que nadie ponía atención, equipos de

sonido con numeritos titilando en la pantalla. Sus papás nos alimentaban con pizzas y arroz chino

que yo comía con voracidad y remordimiento, pensando que a esa misma hora tú estarías

comiéndote un plato de lentejas con dos panes rollito antes de ir a la cama. Algunas noches me

quedaba a dormir donde Carla y entonces aprovechaba para ver una película y darme una ducha

con agua caliente. Me lavaba el pelo con parsimonia y con champú de coco del que costaba

demasiado caro para nosotros.

Para comunicarnos teníamos un sistema: si a las cinco de la tarde yo no había regresado

del colegio, tú llamabas de una cabina pública a la casa de Carla o de Valeria. Entonces yo te decía

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si pasaría o no la noche afuera. Al día siguiente volvíamos a nuestra rutina de linternas y panes de

cien pesos.

En las noches que pasábamos juntos en la casa retomamos una vieja costumbre de jugar en

la oscuridad a descifrar acertijos y recitar de memoria objetos por categoría: marcas de carro,

nombres de artistas, constelaciones. Casi siempre las preguntas enigmáticas las hacías tú: “Dos

padres y dos hijos salen de pesca. Cada uno pesca un pescado. Al regresar, tienen en total tres

pescados. ¿Por qué?”, “Paul y Simón yacen muertos en el piso. A su alrededor solo hay un gran

charco de agua, ¿cómo murieron?”. Yo podía hacer preguntas de sí o no para descifrar los acertijos,

y las horas se pasaban más rápido que frente al televisor o en las casas de mis amigas. Al principio

la idea me pareció floja. Pensaba que a esa edad, con la mente ocupada en cosas que entonces

parecían serias como saber si podría permitirme ir a la universidad, jugar a adivinar acertijos era

una pérdida de tiempo. Comencé por simpatía, pero me quedé porque era enviciadora esa

costumbre nuestra de tener secretos y codificar las experiencias en hipótesis y adivinanzas.

Pronto dejamos de usar acertijos de otros y comenzamos a inventarnos sistemas y códigos

para sustentar mundos paralelos, apenas diferentes de este en el que vivimos. Varias noches

seguidas pensamos en un idioma, propio y arbitrario, como todos los idiomas. En mi lengua

personal, recuerdo, había verbos que le faltan al español: uno para la acción de perderse a propósito

en un lugar desconocido; uno para el gesto de guardar el último pedazo de chocolate para más

tarde. También había sustantivos para expresar la naturaleza de las emociones híbridas: la

expectativa cargada de pereza del primer día de clase; la libertad indisociable del miedo de tener

que dejarlo todo y volver a comenzar; el alivio y la culpa de terminar con una relación tormentosa;

la sensación incómoda y dulce de pedir disculpas.

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De todas las palabras que creamos, la única que todavía recuerdo viene de tu idioma:

“Oleana”. Las oleanas son familias o pequeñas comunidades hechas de retazos del tejido social

que debido a una situación inesperada terminan por agruparse; son relaciones excepcionalmente

fuertes porque están cimentadas en el accidente o el desastre, duran para toda la vida y reconfiguran

el sentido de la existencia de quienes pertenecen a ellas. Tú y yo somos el ejemplo perfecto de una

oleana: una niña sin padres, un padre que se quedó sin hijo, dos extraños que descubren que son

familia y se fortalecen en cada infortunio. “Son nuestros nombres juntos, pero al revés”, me

explicaste cuando te inventaste la palabra. Eso era lo que nos pasaba, que la vida se nos ponía del

revés, desde siempre, y nos las arreglábamos para permanecer juntos y navegar el duelo, la escasez

o la derrota pensando que todas son formas de aventura. Cada noche, en una forma perfecta de

oleana olvidábamos si teníamos los ojos abiertos o cerrados y hablábamos hasta el cansancio, hasta

dejar atrás la angustia y el hambre. Nos atrincherábamos en el caparazón enorme de la casa y

acostados bocarriba en medio de la oscuridad nos sentíamos invencibles, divertidos, capaces de

volver a inventarnos el mundo roca por roca, planta por planta, si fuera necesario.

Llegamos a vivir así casi sin darnos cuenta. Nos hicimos pequeños y silenciosos. El sistema

bancario no nos dejó ir más lejos, pero siempre tuve la sospecha de que hubiéramos continuado

resguardándonos en la casa y achicando nuestras necesidades hasta volvernos grises y apáticos,

capaces de hablar solo el uno con el otro.

Tocamos, apenas con la punta de los dedos, la precariedad y el abandono. Ahí se llega

rápido, sin advertirlo, como las ranas que mueren sumergidas en el agua porque su piel se adapta

gradualmente a la temperatura que las revienta por dentro. Un hombre sucio sentado en un andén

es quizá un hombre que perdió su casa en un embargo. Una mujer que extiende su mano pidiendo

monedas a los conductores en un trancón de carros en la autopista fue una vez una adolescente,

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alguien algún día la abrazó y la llevó al colegio y ella pensó que la vida no sería tan difícil, pero la

arrastró una corriente. Lo precario y lo intolerable son siempre relativos, siempre negociables,

avanzan en silencio, un centímetro a la vez, hasta arrasar con todo. Mi recuerdo de ese tiempo es

el de un coqueteo con los límites, ¿hasta dónde está bien llegar?, ¿a qué cosas nunca debería

renunciar?

**

Cumplí dieciocho años justo antes de la mudanza. Ese fue el último cumpleaños que

celebramos en la casa. Comimos panes, por su puesto, y cerramos fuerte los ojos para imaginarnos

un festejo a todo dar, con luces y música y amigos.

Pasamos varias semanas más viviendo de esa manera, hasta que un día simplemente

alguien dejó escurrir un sobre con marcas rojas debajo de la puerta. Ese era diferente a los que

llevaban meses acumulándose en torres de papel. Era una notificación de embargo por la casa y la

renoleta doce que ya no servía para mucho. A todas las pequeñas deudas que habías olvidado aquí

y allá les fueron creciendo intereses como maleza y ahora juntas eran poderosas e invencibles. Tu

pensión embargada ya no alcanzaba para cubrir los gastos que durante años no habíamos pagado.

Nos quitaban la casa para cubrir todos los huecos y podías recibir de nuevo tu cheque mensual. La

deuda quedaba saldada, pero nos costaba todo lo que teníamos. Nos daban treinta días para

empacar nuestras cosas y desalojar la propiedad. Treinta días para encontrar un lugar donde vivir,

para vender la mesa de doce puestos y las copas, reducirnos a algunas cajas, para hacer lo que

hacía quince años veníamos aplazando: botar la ropa y la cama de mis padres muertos y guardar

de ellos solo algunas fotos. Despedirnos, por fin, dejarlos ir, a ellos y a Céline.

Recoger el pasado y planear un futuro eran tareas imposibles para nosotros que nos

habíamos acostumbrado a la evasión y al despilfarro de oscuridad. De día revisábamos anuncios

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de pequeños apartamentos en renta, y de noche, con la ayuda de las linternas, recogíamos objetos

viejos y clasificábamos nuestros recuerdos. Sacamos cajas, bolsas, cajoneras completas repletas

de carga emocional que ni siquiera revisamos antes de desechar. Hicimos una venta de garaje poco

rentable. Separamos lo útil de lo inútil y comprendimos que la línea entre los dos es siempre

movediza. Limpiamos como pudimos los espacios vacíos donde yo siempre había imaginado que

guardábamos tesoros que en realidad eran basura. Vaciamos esa estructura monstruosa en donde

yo siempre había vivido, y escuchamos el eco de nuestras voces en su interior. La dejamos una

mañana temprano. Firmaste papeles que no comprendimos del todo y nos fuimos sin hacer mucho

ruido, sin grandes despedidas, a cada instante mirando hacia atrás.

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Encontramos un apartamento, pequeño y oscuro, en un barrio ruidoso de casitas amontonadas y

ventas ambulantes. Lo elegimos porque no pedían tantos requisitos como los demás lugares que

habíamos considerado. Nos prometimos que sería temporal vivir ahí y convencimos al señor Ferro,

que era lo más parecido que teníamos a un familiar, de que firmara como deudor del contrato. Él

accedió siempre y cuando el alquiler estuviera a nombre mío. Así, con dieciocho años recién

cumplidos, me estrené en responsabilidades y burocracias adultas.

El señor Ferro nos despidió en pijama con un abrazo silencioso. “Cualquier cosa, me

llaman, Ana, ¿bueno?”, fue lo único que me dijo antes de volver a entrar a su casa para desayunar

(con frutas y huevos y jugo de naranja, y no solo rollitos de pan de cien). Con el poco efectivo que

teníamos pagamos un carro de acarreos destartalado que llevó al apartamento nuevo la depuración

de nuestras cosas: una nevera en desuso, dos colchones con sus esqueletos de cama, la mesita

pequeña de la cocina, dos sillas, cajas de libros y rompecabezas, ollas, la lavadora ruidosa.

Nadie notó nuestra llegada ni nos dio la bienvenida. Dominga pasó toda una semana debajo

de mi cama en este apartamento que al final se hizo nuestro hogar permanente y en el que logramos

quedarnos porque recuperaste tu pensión embargada. La gata al principio tuvo miedo de los pasos

de los vecinos del piso de arriba, pero pronto se acostumbró y en seguida se llenó de tedio cuando

descubrió la brevedad del espacio y la altura de las ventanas.

Envejeció en muy poco tiempo, quizá porque adentro le crecía el aburrimiento.

Nos acostumbramos los tres a ese nuevo encierro, y a los vecinos anónimos, y a la falta de

verde. Nos mudamos a un apartamento que no cuenta ninguna historia y dejamos para siempre la

casa que había sido habitada en todos sus rincones y guardaba el secreto de la cultura y la

civilización que habíamos construido con esmero tú y yo; era el hogar que Dominga había elegido

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para vivir y tenía un patio con huerta, escaleras de caracol, recovecos donde era posible esconderse

por días y escampar de la guerra y la lluvia de meteoritos que anunciaban en la radio.

Abandonamos nuestro universo venido abajo, convertido en ruina y reliquia, un universo

que quizás nunca existió, que solo fue una burbuja grande y frágil en donde hicimos nuestra vida.

Tal vez ahí comenzó.

Tal vez esa fue la despedida que hizo bascular tu cabeza. Quiero pensar que hubo un punto

en que comenzaste a desanudar las ataduras de la vida funcional.

Busco sin descanso el germen de un torbellino, un punto de quiebre que me permita

explicar cómo es que acabamos así.

Quisiera contarte una historia con un comienzo, pero en la vida solo hay corrientes de

tiempo que se traslapan y se bifurcan. Nunca comienzan. La historia de nuestra casa es parcial y

hueca, porque fue la casa de otros antes que la nuestra, porque albergó a una versión de ti que fue

muriendo con cada duelo, porque fue muchas casas y no solo la que yo recuerdo, porque algo de

nosotros se quedó para siempre ahí adentro cuando cerramos la puerta por última vez. Nunca

comienza el relato de tu demencia, parece que siempre estuvo ahí, paciente y creciendo,

alimentándose del desarraigo y los panes blandos.

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Desde el puesto del copiloto Ana no puede ver a Leo que juega a ser mecánico detrás del capó

abierto. Decide salir para ayudarle, o para comprender lo que hace el abuelo con las tripas negras

del carro, o para distraer su aburrimiento. Él, con ánimo decidido, aprieta piezas, jala cables, da

pequeños golpes sobre cosas que no se parecen a nada. El humo ha dejado de salir y ahora el carro

está inerte por completo. Cada tanto, Leo cierra la tapa del motor, regresa al interior, gira la llave,

oprime los pedales.

Nada.

Repite la misma secuencia de acciones cada vez con la esperanza de haber solucionado el

problema. El carro no hace ningún ruido, no gruñe, ni se ahoga, ni agoniza.

El cielo está lleno de sol. Las botellas de agua que guardan en el puesto de atrás están

calientes, el plástico se siente blando, como a punto de ceder.

Bajo el bochorno aplastante de la tarde solo se mueve el canto de los grillos.

Ana tiene sed, quiere cerrar los ojos, dejarse ganar por el aire que la sofoca, pero sabe que

no es posible. Ahora hay que pensar en un plan, revivir el carro, conseguir ayuda. Mira a su

alrededor, no hay árboles. Nadie ha sembrado un poco de sombra al borde de esa ruta. Solo crecen,

sin la ayuda de nadie, unos arbustos bravos con pinta de resistirlo todo. Ana se sienta en una piedra,

bajo la luz ardiente, a esperar a que Leo renuncie a su lucha mecánica.

Después de un rato que parece demasiado largo, Leo cierra las puertas del carro con llave

y se acerca a Ana. “Vamos a esperar aquí a que pase un bus. Tenemos que ir hasta el próximo

pueblo a buscar un mecánico”. Ana asiente y el abuelo sigue: “Antes, tenemos que empujar el

carro para dejarlo a la orilla de la carretera”. Ana asiente de nuevo y se levanta. “Tú siéntate en el

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puesto de piloto y giras el timón como yo te diga. No tienes que hacer nada con los pedales, ¿sí?”,

“Sí”, responde Ana, esperando ser capaz de la tarea.

Leo se quita la camisa y la usa para limpiarse el sudor de la cara y el cuello. Deja a Ana

instalada en el puesto del conductor y camina hacia la parte trasera del carro. Empuja, primero con

las manos y luego apoyando todo el cuerpo, ese cascarón pesado. Ana sentada por primera vez al

volante gira el timón hacia la derecha. Las latas crujen, pero avanzan hacia el costado de la ruta.

“Gira despacio”, grita Leo desde la parte de atrás. Ella estira la cabeza hacia adelante para conocer

el futuro inmediato de sus maniobras. Cuando las dos llantas delanteras están fuera de la carretera,

Leo indica: “ahora devuelve el timón. Gíralo al centro. Sí, así”. Ana suda, sigue las instrucciones,

por el espejo retrovisor alcanza a ver a su abuelo haciendo un esfuerzo tremendo, cuerpo a cuerpo

contra el Renault doce que reverbera bajo el sol.

Cuando las cuatro llantas están por fin fuera del pavimento, Leo deja de empujar y se acerca

a Ana. “Somos un equipo invencible”, le dice mientras regula su respiración y se limpia una vez

más el sudor de la cabeza. Le extiende a Ana la palma abierta de su mano derecha y ella responde

chocándola. Leo sonríe achinando los ojos. Hay demasiada luz.

Esperan sentados sobre la piedra en donde estaba Ana antes de mover el carro. Es difícil

calcular cuánto tiempo han estado ahí. Por la posición del sol, Leo calcula que son las tres de la

tarde y predice que con el aire seco que circula no lloverá en meses. “Ça va, biquette?”, le pregunta

a su nieta. Ella asiente. “J’ai chaud”, le responde. Entonces él, que también parece aplastado por

el calor, le propone una estrategia para dejar de sentirse asfixiados. “Es apenas cuestión de

técnica”, “Mira, la mente es capaz de todo. Con la concentración adecuada es posible abandonar

las más fuertes sensaciones de dolor, hambre, sed. Cualquier necesidad que creamos tener es una

forma de ansiedad que podemos domar”. Ana lo mira, incrédula. No cree que pueda simplemente

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concentrarse y dejar de sudar, y sin embargo, le dice a su abuelo que sí, que lo intenten, que por

favor le enseñe cómo. Leo entonces cambia su expresión, su cara asume un tono grave, su columna

se endereza, cierra los ojos y respira muy profundo.

Ana puede detallar el torso del abuelo, curtido por la intemperie y los soles de tantos

mundos; el pecho que se expande y se contrae como una gran bodega de cuero; la piel que

comienza a ceder al tiempo, seca, plegada en pequeñísimas líneas blancas y rojizas; los pectorales

apenas escurridos sobre el abdomen; los brazos que guardan el recuerdo de haber sido macizos.

Él, invencible, marinero, trotamundos, lleva ahora una cáscara flácida y regordeta, un cansancio

que empieza a notarse en el lindero de los ojos, en el ombligo que se sumerge panza adentro porque

ya tuvo demasiado de la vida. Ella, en cambio, lleva tan pocas historias en el cuerpo. Está

recubierta de una piel demasiado blanca, sin manchas, sin cicatrices. Piensa en el insecto palo.

Ella, de ser un animal sería un diminuto y poco agraciado insecto palo; una espiga lánguida de la

que solo sobresalen, en sus piernas flacuchas, las rodillas enormes, y en su pecho, dos chichones

duros y dolorosos que le crecen disparejos y la obligan a encorvase para ocultar la vergüenza de

ser todavía un animal en proceso de transformación.

Leo abre solo un ojo para mirarla. “¿No vas a meditar conmigo?”, le pregunta a Ana.

Entonces ella comprende que debe adoptar la misma expresión severa en la cara y en el tronco.

Cierra los ojos y respira, apenas unos segundos detrás del abuelo. Entonces él comienza: “Hace

tanto frío que me duelen los huesos”, inhala, “El viento helado llena mis pulmones”, exhala, “El

Ártico es un lugar blanquísimo”, inhala, “¿Ya sientes el frío, Ana?”. A ella le cuesta inventarse el

frío en medio de la tarde abrasadora que los rodea y los oprime. Respira, trata de concentrarse.

“No sentimos los pies, la sangre se nos estanca en las venas”, continúa el abuelo. “Esta es una

madrugada gélida, pronto veremos la aurora boreal”, “Cuando respiramos, tragamos copos de

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nieve y hielo”, “viene una tormenta”, “todo es blanco, gris, azul, hay tan poca luz”, “el agua nos

corta la piel”, “los bronquios se comprimen”, “todos los músculos paralizados”, “cuando hace

tanto frío, a las personas se les caen las uñas”, “la cara morada”, “los párpados petrificados”, “los

mocos hechos estalactitas”, entonces los dos abren los ojos porque ya no pueden contener la risa.

“¿Ves qué bien se está bajo este sol, Ananá?”. Ana asiente, un poco refrescada.

**

Al cabo de un rato, escuchan un motor que se acerca. Se levantan de prisa. Leo se abotona

la camisa untada de un olor ácido a sudor, y en seguida levanta un brazo para hacerle señas al

conductor del bus que se detiene frente a ellos. “Nos varamos, hombre”, le dice al abuelo al chofer.

“¿A cuánto estamos del próximo pueblo?, ¿por cuánto nos lleva?”. Acuerdan un precio. Aguachica

está muy lejos, pero como a media hora hay un taller mecánico en un caserío a la orilla de la

carretera. El conductor es cuñado del conductor: “El tipo es un verraco, seguro lo saca de esta”.

En el bus Ana se siente a salvo, pero el calor no cesa. Los pasajeros, pegajosos y

adormilados, forman entre todos un vaho humano que se fermenta dentro del vehículo. Solo a

veces, entra por las ventanillas un poco de aire con polvo que refresca el trayecto. La cabina del

conductor está forrada por completo con una tela de peluche verde, ahora desteñida. Del techo

cuelgan penachos coloridos que se sacuden al ritmo del motor que frena y acelera con violencia.

Un panel separa la cabina del conductor del resto del bus. En el panel hay una especie de ventana

donde está impresa la cara de Cristo, rubio, blanco, sin una gota de sudor, con unos ojos claros que

parecen tristes o pacíficos. Junto a su cara se lee “Jesus is my lord” en letras metalizadas. Ana

trata, como antes, de concentrarse para olvidar el olor rancio del aire estancado, pero hay

demasiado ruido, demasiado movimiento. El exosto del bus eructa explosiones repentinas que la

mantienen alerta. La radio, que apenas se escucha, ronronea vallenatos. El trayecto de pronto

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parece estirarse o paralizarse en el tiempo, en un ciclo que se repite: el vaivén de los penachos, los

golpes del exosto, Jesús impasible, my lord en el trópico, olor a gallinero, otro vallenato que

comienza, las latas del bus meciéndose de un lado a otro.

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Se bajan del bus frente a una casa pequeña, sin vecinos ni andén. El conductor les indica que ahí

vive y trabaja Richie, su cuñado, el mecánico verraco que puede repararlo todo. Leo se despide

con una seña de agradecimiento.

“Buenas”, les dice sin ganas una señora sentada frente a la casa en una mecedora de

plástico. La silla tiene ranuras por donde se desbordan pedacitos de los gordos de la mujer, la piel

morena apretada contra el espaldar.

“Estamos buscando a Richie”, dice Leo, “tenemos un problema mecánico”.

Sin levantarse, la mujer asoma la cabeza por la puerta abierta de la casa y grita. Es

imposible comprender lo que dice, parece una sola palabra larga, un reclamo sin pausas.

Entonces, en el marco de la puerta aparece un hombre musculoso y gordo. Solo lleva

calzoncillos y una camiseta ennegrecida sin mangas que se templa sobre su barriga, y una botella

de cerveza en la mano. “A la orden”, le dice a Leo. El abuelo le explica lo que les ha pasado.

También hace énfasis en que no tienen mucha plata ni mucho tiempo, necesitan llegar a la costa

lo antes posible. El hombre escucha sin moverse, se limpia los dientes con la punta de la lengua,

chasquea con la boca, termina su cerveza. Luego, como haciendo un esfuerzo enorme por mover

su propio peso, se despega del umbral de la puerta y mientras se rasca la cabeza con las dos manos

le dice a Leo que Richie no está. Se fue temprano a otro caserío para terminar un trabajo y no saben

a qué hora regresa. Le explica que lo pueden esperar en el patio, en lo que él llama el patio, detrás

de la casa.

Ana y el abuelo rodean la propiedad y llegan a un terreno pelado donde tres gallinas flacas

pican la tierra seca. El patio es un híbrido entre taller mecánico, granja y bodega donde los animales

habitan objetos acumulados sin orden bajo una teja metálica que se oxida. Acostado en el suelo,

exhibiendo todo el despropósito de su existencia, yace un árbol de navidad de ramas plásticas con

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guirnaldas doradas; también hay llantas cagadas por los pollos, a las que un poco de hierba brava

les ha crecido alrededor; pegado a la pared, un calendario de hace dos años, en donde tres mujeres

llevan bikinis minúsculos con los colores de la bandera de Colombia; debajo del calendario, contra

el muro, hay una puerta de carro, sin vidrio en la ventana, sin manijas. El resto del carro no está.

En una esquina del patio, duerme un perro grande. Mueve solo las orejas cuando una mosca se

acerca. Está amarrado, con una cadena gruesa, a un gancho enterrado en el piso.

Ana se sienta sobre una llanta grande y fuerte a la sombra de la teja. Con un palo raspa la

tierra. Mira a las gallinas flacas y al perro, inmutable en su siesta, resignado a vivir en un pequeño

perímetro del patio. Se pregunta si ese animal preferiría no tener casa. Es mejor ser un perro

vagabundo que vivir amarrado. Piensa en el loro del árbol en el hotelito. Piensa también en

Dominga, que la espera al regreso. Recuerda el día en que la adoptaron.

La habían descubierto más de un mes atrás, viviendo en un lote de parqueo cerca de la casa.

Era una gata joven, casi cachorra. Cuando Ana quiso acercarse para tocarla, Dominga brincó sobre

el muro del lote y desapareció tan rápido que no supieron en qué dirección seguirla. De ahí en

adelante Ana le pedía a Leo que caminaran hasta ese lugar, para ver si encontraban a la gata que

habían visto. Era hembra, Leo se lo había dicho. “Cuando un gato tiene tres o más colores en su

pelaje, es hembra. Los pocos machos que tienen tres colores son estériles”. Dominga era negra,

con salpicaduras caramelo en todo el cuerpo y una mancha redonda y blanca en el centro del pecho.

La siguiente vez que fueron al lote no la encontraron. Buscaron con paciencia, pero ya no estaba.

Leo insinuó que quizás solo la habían visto de paso y vivía en otro lugar, pero Ana insistió, tenían

que regresar, con comida. Unos días más tarde hicieron el tercer intento. Con la plata de su alcancía

Ana había comprado una lata de paté para gatos que a Leo le pareció carísima. Habían pactado

pasar la tarde en el lote si era necesario, a la espera de la gata. Durante esa semana Ana, se

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sorprendió a sí misma pensando en el animal casi sin pausa. No se lo dijo a nadie en el colegio y

tampoco lo discutió en detalle con Leo, pero la idea ya había germinado por completo en su cabeza:

la gata iría a vivir con ellos. Reconoció en ella misma la terquedad de su abuelo, esa capacidad de

sobrepasar límites con tal de conseguir algo que ya está decidido, que es suyo y será realidad.

Abrieron la lata, la dejaron en la esquina donde vieron a Dominga el primer día, y se sentaron a

una distancia prudente para dejar que la gata se acercara. Mientras esperaban Leo le explicó a Ana

que los gatos no son del todo domésticos. Los perros, por su lado, habían evolucionado con la raza

humana. Son dos especies que se encontraron y convivieron desde antes de que el perro fuera perro

y el ser humano, humano, y en esa convivencia se habían forjado las versiones actuales de los dos

animales. Por eso se necesitan con tanta facilidad y por eso el perro aprendió a obedecer, para

adaptarse al hombre, que ante todo necesita dominar. El gato, en cambio, aceptó acercarse a la

humanidad cuando ya existían civilizaciones y guerras y literatura. Son animales del desierto, que

cazan y son cazados, y esconden su rastro en la arena y afilan sus instintos y eligen a quién amar.

No obedecen, eligen, y por eso para muchos fallan como mascotas, porque no ceden al contrato de

posesión que exigen los humanos en su ser más primitivo. Un perro abandonado es tristísimo,

porque anhela un amo y espera contención, resguardo. Pero con los gatos es otra cosa. No todos

los gatos quieren ser rescatados. Leo, entonces, sin que Ana lo viera venir, le dijo que debía pensar

en la gata antes de pensar en ella, saber si como muchos, lo que siente es un ansia de posesión o

un verdadero deseo de convivir con otro. A la gata hay que seducirla, proponerle algo que valga

más que su libertad, ofrecérselo sin ataduras. Y si ella elige, qué privilegio, qué responsabilidad

tan poderosa la del amor de un animal que se sabe suyo y de nadie más.

Entonces cambiaron de estrategia. Decidieron alimentarla sin estar al acecho. Todos los

días, después del colegio, caminaban al lote para dejarle un plato de comida y solo a veces, ella se

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acercaba. El cortejo duró varias semanas y Ana se contentaba con verla desde lejos, haciendo sus

rituales felinos de limpieza y cacería y juego y alabanza al sol. Una mañana la oyó maullar, la vio

venir directo hacia ella, con la cola erguida como una antena. Se quedó muy quieta y dejó que el

animal hiciera lo suyo. La gata restregó el costado de su hocico contra los zapatos de la niña y en

seguida se tumbó en el piso, panza arriba, sin dejar de maullar. Ana, se agachó y pudo, por fin,

tocar ese pelaje negro de pantera diminuta. La piel del animal zumbaba en un ronroneo tímido.

Sus ojos se cerraban apenas entre una caricia y otra, mirando siempre a Ana, como diciéndole “sé

que existes”. Ese día Dominga los escoltó de regreso a la casa hasta la mitad del camino. En los

días que siguieron, los acompañó algunas cuadras, pero en algún punto siempre daba la vuelta para

regresar al lote de parqueo. Poco después, una tarde de domingo, Leo llamó a Ana con un susurro

que quería ser grito para que saliera al antejardín. Ahí, acostada sobre la hierba, frente a la que

había elegido por fin como su casa, estaba la gata tomando el sol. Cuando vio a la niña, se acercó

con parsimonia, mirándola siempre, como diciendo “ahora existimos juntas”. La llamaron

Dominga en honor al día que eligió para adoptarlos como familia. A partir de entonces la gata

orbita en torno a la casa, sobre los tejados, en las calles vecinas, y siempre retorna, con la caída de

la luz, a la cama de Ana. Se hicieron hermanas, hijas la una de la otra, una bola de cuerpos en las

noches más frías, cazadoras, sobrevivientes, nido.

Nunca habían estado tanto tiempo lejos, Ana y Dominga, la gata y la niña. Sentada en esa

llanta, en el patio caluroso y despelotado de un desconocido, Ana descubre que lo único mejor que

estar sola es estar con su animal. Qué pocas concesiones exige la relación con su gata, cuando los

otros humanos demandan tanto. Mira al perro amarrado y le duele pensar en su destino corto como

la cadena, sofocante en el cuello. Toda su animalidad sometida, un desperdicio de grandeza y

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colmillos y músculos tensos. Después piensa en eso que dijo Leo, que la vida de los humanos es

también así.

Pasan muchos minutos. De la casa salen ecos del televisor prendido. Los diálogos

dramáticos de una telenovela y las exclamaciones de las gallinas en el patio son lo único que se

escucha.

Ana espera izando sus pensamientos como cometas.

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Parece que Richie se tardará unas horas en regresar. Leo habla con el hombre de la cerveza para

pedirle que más tarde lleve al mecánico al punto en donde se varó la renoleta, unos dieciocho

kilómetros abajo por esa misma carretera.

El de la cerveza les dice que sí, que él y Richie estarán allá tan pronto como puedan, en

dos horas, tal vez tres. Se presenta y le estrecha la mano a Leo, se llama Miguel y es aprendiz de

mecánico. Lástima que no pueda ayudarles por ahora, pero les ofrece llevarlos en su carro al

mejor sitio de pescado frito del mundo. Eso dice, del mundo. Leo acepta, sonríe y le golpea la

espalda a Miguel.

Se suben a un carro cuadrado y sólido que hace mucho ruido al andar. Es un Lada, le

explica Leo a su nieta. Un carro que se inventaron los rusos cuando todavía eran unión soviética.

Ahora son carros rusos, pero hace unos años eran soviéticos. Los países también cambian de

nombre y se engordan o se encogen con los años. Hay personas, dice Leo, que nacieron en países

que ya no existen. Y serán siempre de ese lugar en donde crecieron, aunque ya no puedan

visitarlo ni hablar su idioma. Miguel mira al abuelo sin decir nada. Parece que intenta

comprender todo eso de dejar de existir y sentir nostalgia por las cosas que ya no pueden ser.

Interrumpe a Leo para decir que su carro es el más resistente, “a prueba de todo”. Lo tiene hace

catorce años y solo le ha hecho uno o dos arreglos para que siga andando. El hombre entonces se

echa a hablar sobre las veces en que su amigo Richie le ayudó a ajustar frenos y cambiar partes.

Ana deja de escucharlo y mira el acero, los vidrios, la pintura azul apenas manchada, todo ese

carro que es mucho más viejo que ella.

La pescadería es una casa larga con las puertas del garaje abiertas de par en par y varias

mesitas estrechas acomodadas a lo largo del espacio. Al fondo hay una ventanita por la que se

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puede ver una cocina pequeña. Dos mujeres de piel muy tostada y brillante, como mojarras fritas,

maniobran pailas y plátanos verdes. La entrada exhala un olor a aceite y a pescado que le abren

el apetito a Ana. Se sientan en una de las mesas libres y el dueño del Lada grita “¡Llegó el

patrón!” y se echa a reír.

Al rato una de las mujeres de la cocina se acerca a la mesa y saluda al hombre. Le dice

que lo han extrañado, que dónde estaba, que si lo habían tratado mal para que no regresara, “mi

amor, si está es tu casa, ya te traigo una fría y una porción de patacones”. Regresa con una

canastilla de plástico repleta de tostones de plátano verde y una cerveza para Miguel. Agarra un

esfero que lleva atrapado detrás de la oreja y una libreta que saca del bolsillo trasero de su

pantalón y dice “a la orden, mis amores, qué les traigo”, y recita los nombres de pescados que

tienen ese día. Leo y Miguel piden pargos rojos y Ana una mojarra.

Mientras esperan, Miguel les pregunta para dónde van en el carro que se les varó. Leo le

dice que en dos días tienen que estar en Cartagena. Como parece que tienen tiempo, le cuenta

todo desde el comienzo: que él y su nieta vieron un anuncio en el periódico y que se inscribieron

para participar en un concurso de colecciones. Le cuenta también de la colección de amuletos e

intenta explicarle, porque Miguel no sabe qué es un amuleto, cómo funcionan esas figuritas de la

suerte. Miguel escucha y toma sorbos largos de cerveza. Quiere saber, sobre todo de dónde es el

abuelo. Leo tiene un acento marcado cuando habla, pero no parece el acento de un francés. A los

otros franceses les cuesta la erre. Parece que hubieran nacido con la lengua lisa y la erre atorada

en la garganta. La jota también la pronuncian así, con la garganta. Y entonces no dicen “Jarra” o

“Naranja” sino “Grragrra” o “Nagrranrra”. Leo, en cambio, puede pronunciar sin problema

todas las palabras difíciles como “Raja”, “Ferrocarril”, y “Arrojan”, pero la manera en que

entona las frases tiene un deje inequívoco de extranjería. Le han dicho antes de que tal vez es

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griego o uruguayo. Leo sonríe satisfecho cuando se sabe un acertijo. “francés”, le dice a Miguel.

Entonces Miguel asiente y achica los ojos, “eso es lejos, ¿no?”, y en seguida se atreve a

preguntarle al abuelo cómo es que terminó en Colombia. Leo le cuenta que viajó hace muchos

años y que ha vivido más aquí que allá, que en este punto ya se siente más colombiano que

francés. De donde él viene, explica, todo el mundo hace vino. Sus vecinos, su familia, sus

amigos crecieron todos en una región donde crecen las parras como maleza. Bueno, tanto así no,

hay que cuidarlas y podarlas y esperar todo un año a que hagan su ciclo para recolectar la

vendimia. Entonces hay que saber tratar la fruta y después el jugo y la fermentación; dejarla

reposar en barriles de una madera especial y al cabo de un año, hay vino. Todo eso sabe hacerlo

Leo sin mucho esfuerzo. Lo aprendió de tanto verlo, mientras se fijaba en otras cosas. Además,

tiene un librito descuadernado que le regaló su hermano Jean Pierre cuando emprendió su viaje:

Vins du monde. Su plan hace todos esos años era llegar a Chile. El dueño de un castillo vinícola

había ido a ese país ya muchas veces y a su regreso prometía siempre que la tierra era tan buena

como la francesa, pero mucho más económica. Le dijo a Leo una noche que podían emprender

juntos. Él necesitaba gente con experiencia que pudiera enseñar allá lo que hacían en Francia.

Leo había regresado hacía poco del servicio militar y ya no tenía miedo como antes del mundo y

todos sus habitantes extranjeros. Se había casado hacía poco con una mujer que también sabía

hacer vino. Como a ella la idea no le pareció mala, aceptaron y zarparon. Pero llegaron a

Colombia y no a Chile y ya nunca se fueron. Leo deja su historia ahí, porque sabe que es

suficiente y porque lo que sigue le duele.

Cuando termina de hablar, Leo le pregunta a Miguel cómo llegó a ser aprendiz de Richie.

Él le dice que desde siempre le ha interesado la mecánica. Desde siempre le han interesado

muchas cosas, por eso ha hecho un poco de todo. Es un todero, así dice. Empezó de pequeño

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vendiendo en la ferretería de su papá. Pero el papá se bebió la plata del negocio, y también la de

la casa. Entonces él, sus hermanos y su mamá se fueron a vivir donde su abuela. Ahí trabajó de

ayudante en una tienda. Después estuvo varios años de cotero en el mercado de un pueblo

pesquero. Conocía el negocio mejor que los propios dueños, pero no le dieron el puesto de

supervisor de coteros porque no había terminado el bachillerato. Estudiar nunca fue lo suyo, pero

aprender sí. En cualquier puesto que consigue, aprende rápido y después se aburre. A Miguel le

gusta hablar. Cuenta su historia y se va por las ramas explicando que a su hermana, la menor de

los cinco, la embarazaron cuando estaba en el colegio; que su hermano mayor está haciendo una

carrera en el ejército, que a él sí que le va bien; que su abuela se murió y su mamá se quedó en

esa casa y que ya está vieja para seguir trabajando. Él se casó, pero la cosa no funcionó. “Ya sabe

cómo es esa vaina. Jodida”, dice, pero en realidad no explica qué pasó. Tiene dos peladitos. Les

dice peladitos a sus hijos que viven con la mamá en otro pueblo. Les manda plata cuando puede,

pero no se aparece por allá porque lo pelan. Se ríe y la garganta se le ensancha cuando vuelve a

tomar cerveza.

Llegan los pescados a la mesa, todavía burbujeando aceite caliente sobre la piel. Vienen

con más patacones. Los tres comen concentrados, evitando las espinas, separando la carne por

secciones: cabeza, aletas, tronco. Miguel pide otra cerveza y sigue con su historia. Sus hijos

deben tener ocho y seis años, y para año nuevo la mamá siempre los deja que vayan a visitarlo.

Se reúnen todos los hermanos y hacen un parrandón tremendo, de varios días. Cocinan un

marrano completo, echan pólvora y bailan toda la noche. A Richie lo conoció en una de esas

fiestas. Entonces andaba desempleado y el hombre necesitaba un asistente. Él sabía poco de

carros y motores, pero como ya dijo, aprende muy rápido. Así cuenta la vida, de a sorbos,

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mezclando su historia con la de los demás, hilando un proyecto con otro, siempre con optimismo.

Ana y su abuelo lo escuchan con atención, sin hacer preguntas.

Cuando terminan de comer, Miguel se levanta. Se acerca a la ventana que da a la cocina

para charlar con las cocineras. Su voz escandalosa se escucha en todo el lugar. Una de las

mujeres de la cocina se acerca a la mesa y le entrega a Leo la cuenta, que es una nota escrita a

mano donde apenas se entiende que cobran tres pescados fritos. Leo paga el almuerzo de los tres.

Antes de salir, Miguel les ofrece llevarlos en el Lada al punto en donde se ha varado la renoleta.

Les dice que él tiene que ir hasta El Playón a recoger un encargo para su hermana. Le queda de

camino llevarlos. Puede dejarlos ahí y regresar en la tarde con Richie para reparar el carro.

En el Lada Ana siente que todo el sueño de la tarde le cae encima, es una modorra

placentera que la mece de un lado a otro. La voz de Miguel sigue prendida narrando la última

vez que vendió unas vacas a muy buen precio y entonces no tuvo que trabajar durante meses.

Leo asiente en el puesto de Copiloto y Ana se siente feliz de ser un cuerpo invisible en el fondo

del carro. Cierra los ojos y se deja dormir.

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Leo despierta a Ana porque han llegado al Renault doce. Se bajan del Lada y Miguel se despide

entusiasmado. “Ya vuelvo”, dice, “no me demoro”. Les promete que en un par de horas regresará

con su compadre para reparar el carro.

Miguel desaparece camino arriba. Se van su voz bulliciosa y el ruido del motor del Lada.

Queda entonces un silencio que pasa demasiado rápido del alivio al tedio. El carro está como lo

dejaron, arrinconado al borde de la carretera. Parece cansado. Adentro le circula un aire pasado

que ha estado calentándose todo este tiempo. Leo dice que deben dejarlo respirar, abrir todas las

puertas. Abren la puerta trasera y deciden sentarse ahí, en el borde del baúl donde dejaron todas

sus cosas cubiertas con la cobija de lana. Encuentran sus libros y se acomodan, cada uno en una

esquina para leer. Ana no puede concentrarse porque hace demasiado calor. Ve a Leo que pasa

páginas mientras el sudor le perla la frente.

El sol es una mancha lechosa en el cielo.

**

Después de varias horas el calor comienza a ceder espacio. Una brisa muy leve sopla desde

arriba. Se puede, poco a poco, respirar mejor. Es la tarde que cae. El sol que se marcha por fin

con su luz abrasadora al otro lado del mundo. El cielo cambia de colores en poco tiempo. Se hace

de noche en ese punto exacto sin nombre en el mapa. Ahí donde Leo dijo que era mejor no

transitar si estaba oscuro. Ana entonces sabe que Miguel y su amigo mecánico no vendrán. Se lo

dice a Leo, esperando que él la contradiga, que le diga que ya vienen, pero el abuelo calla. Alza

los hombros, nada qué hacer. Hace ya un buen rato que dejaron de circular vehículos en la ruta.

Ya no se escuchan de lejos los ecos de los camiones. Solo las chicharras que cantan desde

adentro de la tierra. Ana quiere y no quiere preguntar por lo que les puede pasar de noche ahí. De

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momento simplemente parece que el aire se aliviana. La oscuridad limpia los afanes del día, todo

parece pequeño y apacible, todo puede solucionarse mañana.

Se acomodan en la certeza de tener que pasar la noche en el Renault doce. Será similar a

acampar. Tallaran la piel gruesa de las ramas con la punta de una navaja, como hicieron los

humanos desde siempre para decir que aquí estuvieron, que esta es su tierra y así se dibuja su

paso por ella. Vendrán la negrura y la madrugada con sus ruidos de animal escondido.

Ahuyentarán el miedo con percusiones de garganta y repasarán de memoria los nombres de las

constelaciones en el hemisferio norte. Casiopea, Andrómeda, Orión, las dos Osas, Tauro, Cisne y

Perro mayor. La favorita de Ana es Orión, porque casi siempre puede verse, incluso en Bogotá.

Es fácil de reconocer porque se dibuja sobre una línea diagonal entre Rigel y Betelgeuse. Rigel

es una estrella azul. Por su color Ana sabe que es joven. Betelgeuse es una estrella roja, o sea una

estrella vieja, que lleva muchos años brillando en el espacio y consumiéndose a sí misma. Es

extraño pensar que las estrellas nacen y mueren, como las personas. Que tienen principio y final,

cuando parece que en la naturaleza nada nunca comenzara o acabara, sino que existiera de

manera líquida, vaporosa, siempre yendo hacía algo más. Todo en el espacio está siempre

ocurriendo, no puede parar, como la respiración. A cada segundo los árboles se ensanchan, las

células se multiplican debajo de alguna piel, la saliva se hace corteza, las larvas brotan de debajo

de las piedras, las algas en el mar flotan en presente continuo. Y aunque es imposible conocer el

principio y el final de ese cosmos siempre en expansión y siempre devorándose a sí mismo, hay

un día en que nacen las estrellas y un día en que mueren. Nacen de las nebulosas, cuando el gas

se arremolina con la suficiente fuerza para crear gravedad. Entonces el material antes etéreo de

esa nube espacial se encoje hacia un centro que se calienta y se calienta hasta hacerse una bola

incandescente de plasma. Están hechas de un fuego infinito, esas estrellas recién nacidas. Un

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fuego incandescente y caníbal que se alimenta de su interior y crece en remolinos. El mismo de

las fogatas y los fósforos. Viven una vida vertiginosa y caliente, aunque se les vea estáticas. Y un

día, cuando todas sus partes han sido devoradas por el centro, mueren. Aunque ese día llega, han

comenzado a morir desde mucho antes. Desde que nacen. Las personas, como los astros tienen

diferentes fuerzas de gravedad. Ana piensa si el de ella todavía estará creciendo o habrá llegado a

su tamaño final. Leo, con los años, se ha hecho magnético. A su alrededor las cosas flotan y

colapsan como meteoritos cotidianos. Crece en círculos concéntricos una fuerza sin límite que

absorbe todo a su paso.

**

Cuando ya no hay suficiente luz para leer, Leo desocupa el baúl y dobla la silla trasera

del carro hacia adelante. Ahora pueden acostarse, lado a lado, sobre la cobija tendida en el

interior extenso del vehículo. El abuelo, horizontal, casi cabe completo. Le sobran apenas los

pies, que quedan en el aire, fuera del carro. Se está bien ahí, aunque no hace el suficiente frío

para dormir sobre la cobija.

En la caja de comida solo quedan algunos panes y las latas de fríjoles rojos y atún que

Leo empacó antes de salir. Mientras abre con la navaja la tapa superior de los enlatados, le dice

orgulloso a su nieta: “il faut toujours prévoir”. Se alegra de haber pensado en esa comida de

emergencia. En el fondo, siempre está a la espera de un momento como ese, donde es necesario

recurrir a un plan b, ingeniárselas, rebuscar. A Ana en cambio le parece que no ha previsto bien.

Habría que anticipar, por ejemplo, que a un carro como el de ellos no le alcanza el soplo para

atravesar el país. Ahora ella lo sabe. Ahora también sabe, como tantas veces, que al abuelo las

cuentas alegres le salen mal.

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Comen a cucharadas directamente de las latas. Aunque tienen mucha sed, toman solo un

poco de agua y guardan el resto para después. Antes de acostarse, Ana orina agachada en el

borde del camino. Un viento casi frío y algunas hierbas rígidas rozan las nalgas. Se ríe de sí

misma. Puede verse desde arriba, como si un satélite espacial le tomara una foto en ese

momento: Ana, con el culo al aire y el chorro de orines a merced del viento, acurrucada quién

sabe dónde, entre un pueblito mínimo y otro, después de haber cenado enlatados en un carro que

decidió morir en medio del viaje.

Ana a la deriva.

Esa foto imaginaria la acompañará el resto de la vida. Cuando cierre los ojos y recuerde

ese momento se sentirá de nuevo siempre en el aire, un poco asustada, pero sobre todo feliz de

saberse pequeñísima, nada de dueña de sí misma ni de lo que le pasa. Es un extravío sereno ese

que le pasa ahora, una resignación sin renuncia.

Cuando termina mira hacia el cielo y lo encuentra mucho más poblado de luces que la

noche de la ciudad. Hace con sus manos la forma de unos binoculares y enfoca algunos astros al

azar. Después mira en frente suyo, ya sin los binoculares. Una oscuridad profunda nace apenas

unos pasos adelante. Allá, en las entrañas del campo hay cosas peligrosas, cosas que les pasan

siempre por el lado a ella y a su abuelo.

Ana y Leo no rezan, no conocen oraciones, no tienen a quién pedirle por lo que vendrá.

Sin embargo, en ese momento, ella piensa con todas sus fuerzas en algo grande y poderoso que

pueda cuidarlos. Algo más fuerte que los amuletos, que aguante la guerra y la muerte, y les

permita dormir ahí esa noche sin que nada malo pueda tocarlos para siempre. Pide, por favor,

que no venga nadie a llevarlos, que el carro se haga invisible en esta negrura, que los cubra con

sus latas viejas. Una cosa es saberse minúscula en el universo, y otra cosa es saberse minúscula

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en su país. Ya no se trata de viajar el vientre del universo donde todo se genera y va a morir, sino

de un peligro con cara y voz humanas, armado de machetes y fusiles. Algo que apenas ha sido en

su vida un eco de eso que les toca a los demás, pero que los acecha a todos.

Regresa al carro y se hace un ovillo muy cerca de su abuelo. Cierra los ojos y escucha en

la noche caliente a la oscuridad creciendo.

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La despiertan las voces de Leo y Richie afuera del carro. La luz del día ya brilla con fuerza sobre

la carretera. El abuelo intenta ayudar al mecánico que ha venido con Miguel. Ana siente alivio al

saber que esos hombres no los olvidaron. Con suerte en poco tiempo podrán retomar el viaje. Les

esperan al menos ocho horas más de ruta, y al paso del carro viejo serán unas diez.

Ana toma un poco de agua y se amarra el pelo antes de salir del carro. “Bonjour,

Biquete”, le dice Leo. Miguel y Richie siguen en lo suyo, sin saludarla. El Lada de Miguel está

frente al Renault, ambos carros tienen la boca abierta y muestran el motor desnudo. Están

conectados por cables con pinzas, como si el más fuerte de los dos pudiera reanimar al otro.

Leo le ofrece a Ana el último de los panes que tienen y le explica, en voz baja y

alejándose de donde están los dos hombres, que la noche anterior Richie no regresó a su casa y

por eso hasta ahora han podido venir para reparar el carro. Ana asiente y come.

**

Para reparar el Renault van a necesitar partes de carro, esas piezas oscuras e

incomprensibles que hacen que el motor funcione. Tienen que pedirlas o ir a comprarlas y la

cosa se tarda un par de días. Leo le pregunta a Miguel cuánto les cobra por alquilarles el Lada

por unos días. El ayudante del mecánico no quiere dejar ir su carro, porque es el único en que

pueden moverse él, Richie y toda su familia, pero sobre todo porque no tiene ninguna garantía de

que Leo regrese y se lo devuelva. Richie le explica al abuelo que pueden llegar ese mismo día a

Cartagena si se van en uno de los primeros buses que pasen. Es de día y la carretera ha salido de

ese embrujo enmudecedor de la noche. Ya hay carros y caminos circulando de nuevo, pronto

pasará un bus.

Esto es lo que deciden hacer: van a agarrar sus mochilas, los libros, la alcancía y las cajas

con los amuletos; van a subirse al siguiente bus que pase hacia Cartagena y van a dejar el

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Renault en manos de Miguel y Richie. En algunos días, al regreso, tomarán el mismo bus en el

sentido opuesto y se bajarán en la casa del mecánico para recoger el Renault recién reparado.

Ellos tampoco tienen garantías. Bien pueden los mecánicos engañarlos y robarse el carro. Pero

en el fondo, Leo y su nieta saben que lo único que quieren Miguel y su compadre es un buen

pago por su trabajo, no encartarse con una renoleta moribunda. En el baúl dejan solo cajas

vacías, cojines y los tableros de go y ajedrez cubiertos con la cobija de lana.

Apuntan un número de teléfono en la contratapa del libro de Leo. Ahí pueden llamar en

la noche o al día siguiente para preguntar cómo va el arreglo. La dueña de la línea es la cuñada

de Richie. Vive muy cerca de él y puede ir a buscarlo cuando tiene una llamada. Doña Lina, se

llama. Su casa es la central telefónica de todo el caserío. Todas las llamadas se hacen y se

reciben desde ahí, y a cambio la gente le debe favores.

Antes de sentarse a esperar el bus, Leo busca entre las cosas que llevaron. Encuentra la

cámara desechable y decide tomar su primera foto del viaje. Le pide a Richie que oprima el

botón. Se para detrás de él y le muestra cómo sostener el aparato. “Mire, ponga el ojo aquí y el

dedo aquí”. A Richie la hace gracia. A todo en realidad, les parece un disparate. Él, Ana y

Miguel posan bajo el sol ardiente frente al carro varado. “Nos vamos a acordar de esto y nos

vamos a reír”, asegura el abuelo, “sería una lástima no tener una foto de este momento”. Richie

cuenta, a la una, a las dos y a las tres: “clic”. Queda una promesa de registro de ese momento y

ese lugar.

**

En el bus Ana y Leo consiguen dos puestos juntos. Como el del día anterior, este bus

también se mece de lado a lado, pero no tiene un retrato de Jesús, sino de una chica en bikini

tomando cerveza. Está de espalda, tiene el pelo negro y alborotado, y una tanga minúscula le

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rodea las nalgas redondas. Un mujerón, piensa Ana. Una hembra, como dicen sus amigos del

colegio que apenas están cambiando de voz.

Un par de horas después, el conductor hace una parada en una estación de gasolina. “Diez

minutos”, avisa mirando a los pasajeros. Entonces las personas comienzan a emerger de la

cojinería de las sillas. Hay voces, bostezos, brazos y piernas que se estiran, niños que de pronto

caminan por el corredor central del bus.

Ana y Leo deciden bajar para estirar las piernas. Ella necesita ir al baño. Le pagan unas

monedas al empleado de la gasolinera y caminan hacia la parte de atrás donde están los baños. Se

encuentran con dos cabinas sin puerta, dentro de cada una hay un inodoro sin tapa, y al lado, un

balde de agua. Leo encuentra una cortina de ducha colgada de un gancho en una de las cabinas,

la extiende y la sostiene mientras que Ana orina manteniendo el equilibrio.

Compran dos sánduches de mortadela, un paquete de maní, uno de habas tostadas y dos

botellas de agua a un vendedor ambulante que trabaja subiéndose a los buses que paran en la

gasolinera. Regresan al bus un poco refrescados, listos para muchas horas de carretera, felices de

haber conseguido comida para el camino. Los demás pasajeros regresan lentamente al bus y

desaparecen al sentarse en sus puestos. Retoman en camino.

**

Comen. Intentan dormir. Miran por la ventana el paisaje sin novedad. Se aburren. Pasa

mucho tiempo. El espacio se llena del tedio que es viajar. Se acumulan las horas muertas que

después se olvidan o se opacan por recuerdos luminosos.

**

Hacia el final de la tarde, el bus para de pronto. El conductor abre su puerta y se baja, sin decir

nada. No hay una estación de gasolina, ni un paradero de comida. Solo un edificio viejo con

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cortinas de velo en las ventanas. Los pocos pasajeros que quedan se bajan sin hacer preguntas.

Agarran todas sus cosas y dejan el bus. Ana y Leo se quedan solos en la cabina de pasajeros. Se

miran intentando comprender qué ha pasado. Leo se baja para hablar con el conductor. Según sus

cuentas todavía les faltan unas tres horas para llegar a Cartagena.

Cuando el abuelo regresa, le explica a Ana que no hay modo de seguir. A esa hora todos

los buses que avanzan en esa vía, no importa el sentido en el que vayan, paran. Se estacionan en

algún paradero conocido y dejan pasar la noche. También paran los camiones y los carros

particulares. Por ahí no transita nadie de noche. A primera hora, ese mismo bus retoma la ruta.

No les cobra de nuevo a los pasajeros que abordaron el día anterior.

Recogen sus cosas en medio de una incertidumbre que se va haciendo resignación. Se bajan

del bus y buscan al conductor para preguntarle si habrá algún hotel cercano donde puedan dormir.

El hombre les explica que en ese pueblo, que ni siquiera es un pueblo sino un caserío grande que

se extiende a ambos lados de la carretera, no hay hoteles; que los únicos que duermen de paso en

ese lugar son conductores de tractomulas y buses. Les recomienda un lugar que administra su

compadre, pero les advierte que no es muy cristiano. Así dice, “no es muy cristiano”, y se ríe.

Deben caminar unos diez minutos sobre ese costado del camino para encontrar un edificio sin

letrero, pero con las puertas abiertas. La indicación más precisa es la música, “donde oigan música,

entran”.

El cielo comienza a oscurecer. El sol cansado de su jornada omnipresente se hunde en el

suelo al final de la carretera. Bajo esa breve luz anaranjada caminan Ana y Leo. Llevan al hombro

sus maletas y en los brazos las cajas repletas de animalitos mágicos.

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Nos inventamos el sistema de notas sobre los objetos cuando comenzaste a perderte en el

apartamento. Por un tiempo funcionó. Había pequeños papeles en los corredores y las puertas y

sobre los objetos cotidianos: “libros de Leo”, “baño”, “radio”, “sal”, “galletas”. Después

agregamos algunas instrucciones sencillas de seguir: “no abrir esta puerta”, “apagar la luz”. Alguna

vez dibujaste sobre el espejo un círculo a la altura de tu cara y al lado marcaste “tú”. Cuando

terminaste te giraste hacia mí con la risa contenida entre los labios: “Ahí lo pongo, por si un día se

me olvida”. Nos reímos con ganas los dos, por lo absurdo de la ocurrencia, sin pensar que un día

cercano no sabrías quién era el hombre lelo que te miraba desde lejos en ese mismo espejo.

Al principio dejaste de manejar y de cocinar, y de leer de cabo a rabo el periódico reciclado

de unos días atrás. Nuestras conversaciones eran apenas menos elocuentes y tú parecías solo a

veces más cansado de todo, como si de a poco tu cuerpo pesara más sobre el mundo, o el mundo

sobre tu cuerpo.

“La vida, de todas maneras, es una secuencia de despedidas”, concluiste una noche en que

conversábamos alrededor de la mesa sobre los nuevos ajustes de nuestra rutina. “Ahora mismo,

Ana, tú también estás dejando atrás cosas tuyas, cosas que no van a volver”. Yo asentí y levanté

una copa. “Salud”.

Nada permanece, nada existe dos veces con la misma forma. Hay un último día de colegio

y un último día en todos los trabajos y una última vez de ver a alguien que parece irremplazable.

Hay un dejar ir los dientes y las ciudades y los amigos y los amores que al final no sobreviven a

todo. Esto no parecía diferente. Una serie de últimas veces marcadas por un diagnóstico. La

catástrofe se tarda en llegar. Justo al momento de cantar victoria aparece un nombre en lugar de

otro, se confunden los días de la semana o se lee seis veces la misma página porque no hay cómo

retener sus palabras.

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La marea comenzó a subir en tu cerebro y cada vez nos quedaba más difícil ignorarla,

brindar a su salud, transformarla en hazaña y reír. Pero jugamos con ella, por supuesto, como

hacíamos con todo lo que nos hería. Retomamos nuestra vieja costumbre de enumerar objetos por

categoría, hasta agotar la reserva de palabras. Esa costumbre que otras veces nos había salvado de

la locura. Acostados boca arriba sobre el tapete rígido de la sala, con todas las luces apagadas,

volvimos a inventarnos acertijos y listados que nos sacaban risotadas del centro de las tripas.

“Vamos con nombres de pájaros”, decía alguno de los dos, y sin darnos tregua nos

turnábamos para responder: “pelícano”, “gorrión”, “gallina”, “tucán”, “flamingo”, “golondrina”,

“copetón”, “paloma”, “cóndor”, “avestruz”, “cuervo”, “mirla”, “colibrí”, “garza”, “cisne”, “pato”,

“albatros”, “quetzal”. Después, un silencio. “Leo, estamos diciendo nombres de pájaros. Perdiste”.

Entonces retomabas: “Ah, sí, pájaros… gallina… ¡gallina!”.

—No, Leo, gallina ya lo dijiste. Volvamos a empezar: pingüino.

—¿Qué con un pingüino?

—Estamos jugando a decir nombres de pájaros y yo dije “pingüino”, ahora te toca a ti.

—Bueno: piraña.

—Leo, son aves, no peces.

—Bueno, pues los pingüinos tampoco son aves, son mitad peces, ¿no los has visto nadar?

—Entonces sigamos con peces: pez espada.

—Ehh. Hay uno pequeñito y gris. ¿Cómo se llama? Uno que nada en grupo. Cardumen, nada en

cardúmenes. Uno pequeño que siempre se lo comen.

Y entonces cerrabas los ojos con fuerza y el cuarto volvía a llenarse de silencio. La noche

se cerraba por completo sobre nosotros con un peso invisible que nos vaciaba de aire. Nos

quedábamos así, sin decir nada, sin prender la luz, sintiendo nuestras cabezas cerca, haciendo

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ninguna cosa en particular. El espacio se convertía en un cultivo de pequeñísimas nostalgias que

regábamos noche a noche en los ratos de oscuridad. “Seguro que mañana no se me olvidan los

peces”, me decías sin quitar la mirada del techo.

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Ana todavía no lo sabe, pero la noche que pasan en ese hospedaje de la inunda de preguntas

borrosas y obsesivas en los años por venir.

El primer piso del lugar es una especie de taberna donde todas las luces se ahogan. El

edificio, como les dijo Richie, está rodeado por un aura de ruido incesante, música a todo volumen

que anula cualquier posibilidad de hablar. Aunque no ha terminado de caer la noche, el lugar está

oscuro. Una especie de calcomanías azules cubren las ventanas cerradas por donde apenas entra

una luz azulada. Ana y Leo, cargados con las cajas y las maletas de su viaje, se adentran en ese

lugar turbio que exhala un vapor caliente y grasoso. Buscan encontrarse con una mirada, alguien

que les explique cómo se pasa la noche ahí. Caminan por lo que parece una pista de baile, donde

dos parejas comparten el sudor al ritmo de un vallenato. Encuentran una mesa libre de botellas de

aguardiente y sin copas desmayadas. Descargan sus bultos en ese rincón y Leo, a los gritos, le pide

a Ana que lo espere ahí, a cargo de las cosas de ambos, mientras él busca al compadre de Richie.

Ana entonces, con el morral todavía abrazado contra su pecho, mira a su alrededor. Al fondo hay

una mesa hecha de espejos que funciona como barra de bar. Detrás de la mesa una mujer gorda

con mucho maquillaje saca cervezas y botellas de aguardiente de una nevera Postobón. En el

ángulo opuesto al bar hay un hueco en el muro, rodeado a medias por una cortina de baño raída.

Ana no se explica ese lugar hasta que uno de los hombres que antes bailaba en la pista trastabilla

para llegar al rincón y sin cerrar la cortina se desabrocha los pantalones para orinar. La mujer que

bailaba con ese hombre ha regresado a una mesita plástica donde llena dos copas con aguardiente.

Cuando el hombre se acerca, ella le extiende una de las copas y sonríe cada vez más cerca de su

cara, mostrándole la lengua. Los dos se ríen, brindan y desocupan las copas de un jalón. Para Ana

es difícil hacerse una idea del espacio y del rumbo de su abuelo. Busca con la mirada, pero no lo

ve. Algunas personas entran al lugar, abren una puerta lateral cerrada con una reja, y suben unas

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escaleras largas y estrechas. La pareja de la mesita plástica ha tomado una copa más y ahora bailan,

o se mecen el uno sobre el otro. El hombre, con una sonrisa llena de saliva busca la cara de la

mujer que lo esquiva, pero le sonríe de vuelta. Entonces, sin dejar de bailar con ella, la agarra de

las nalgas y suelta una risa que Ana casi alcanza a escuchar. El hombre se ríe, bebe, baila, se

tambalea, vuelve a beber. La mujer mira a la gorda de la barra y le hace un gesto rápido levantando

la quijada. La de la barra se apunta con el índice en la muñeca donde no lleva reloj, como

indicándole que es tarde o que queda poco tiempo. Entonces la mujer toma la cabeza del hombre

entre sus dos manos y le dice algo, él sonríe, parece un poco satisfecho y un poco imbécil. Ella lo

agarra de la mano, se acomoda el vestido y desparecen por las escaleras de la puerta de reja.

Una nueva ola de parejas aparece en la pista. Bailan sin muchas ganas, con los cuerpos

muy apretados los unos contra los otros. Parece que esa es la entretención que ofrece el local: bailar

con desgano, beber, orinar, desaparecer por las escaleras. A Ana la espera le parece demasiado

larga. Se siente incómoda en ese garaje sórdido. Sin soltar el morral, se acomoda el pelo e intenta

respirar algo diferente a ese olor guardado. Cansada, se sienta en uno de los butacos plásticos que

rodea la mesita en donde Leo la dejó instalada. Cuando recuesta la espalda contra la pared, siente

contra su piel la transpiración tibia del lugar. Siente asco, pero no se mueve. La gorda de la barra

se mete las manos en el escote hasta que desaparecen entre la carne. Saca una bolsa plástica que

desenvuelve sobre la barra, es un fajo de billetes. Se pasa la lengua por el dedo índice antes de

contar la plata. Cuando termina, vuelve a hacer con los billetes un rollo que sumerge en su escote.

Leo aparece de pronto, sin que Ana lo haya visto venir, y le hace señas para que recojan

las cajas. Ana lo sigue hacia las escaleras por donde desaparecen las parejas de la pista de baile.

El sonido aturdidor de la música va quedando atrás a medida que suben. Arriba los espera un

hombre fuerte con un peinado solidificado y brillante por el gel. Avanzan por un corredor estrecho

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y sienten bajo sus pies la vibración del ruido en el piso de abajo. Al fondo del pasillo hay una sola

puerta abierta que da a una habitación. Adentro hay una cama con un cubrelecho morado y brillante

a medio tender, una ventana sellada con clavos, un lavamanos y un espejito colgado de la pared

con una puntilla. No hay ventilador. “El pago es por adelantado, hermano”, le dice el hombre del

gel a Leo, “¿Cuántas horas va a pagar?”. El abuelo suelta de golpe las cajas sobre la cama que hace

un ruido metálico. Se gira con brusquedad, toma al hombre por el brazo y lo arrastra fuera del

cuarto. Ana alcanza a escuchar que discuten. Leo habla en voz baja pero enervada y Ana no

comprende lo que dice, solo escucha al hombre que responde risueño, “Relax, viejo, todo bien, a

mí no me importa si es tu nieta o tu sobrina o tu amiguita, tú me pagas y te vas, ¿estamos?”

**

Ana descarga su morral y se asoma a las cajas para confirmar que los amuletos hayan

sobrevivido a los tropiezos del camino. Están atrapados debajo de los embalajes rehechos y no se

pueden advertir patas rotas, plumas o antenas faltantes. La colección está en total desorden y habrá

que volver a comenzar la labor de catalogación y exhibición cuando lleguen al lugar del concurso.

Leo se lava la cara en el lavamanos de la habitación, Ana lo imita. Aunque el agua huele a

óxido, viene fresca. Los ecos de la música a todo volumen resuenan en las paredes. El color de la

noche entra con esfuerzo por las rendijas de la ventana sellada.

“¿Y ahora?”, pregunta Leo con un tono que intenta ser bonachón. Lo pregunta como si

tuvieran opciones para elegir. Ana encoge los hombros. Después de una pausa responde: “Tengo

hambre”. Entonces Leo le pide que lo espere en ese cuarto, mientras él busca algo para comer. Le

propone que se deje atender, que él se encarga del room service, “Así se dice, ¿no?, rum servis”,

pregunta con su acento demasiado marcado y le pica un ojo. Ana no puede evitar sonreír. Claro

que acepta. El abuelo se va y ella busca la pijama en el morral. Recorre en su memoria el día

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larguísimo que tuvieron. Piensa en los soldados de la noche anterior, en los niños del lazo, en el

quejido de los grillos y las cigarras que no ha parado de aullar desde que la tierra se calentó. Piensa

en la renoleta vieja que sacó la mano en pleno camino y que ahora se llena de polvo al borde de

una ruta inhóspita; en el perro atado al piso de tierra, en el escote carnudo de la gorda del bar, en

las plantas verdísimas que acolchan las montañas de jungla, pero, sobre todo, piensa en su abuelo.

Lo ve de nuevo mirándola por el espejo retrovisor, silbando una canción que se acaba de inventar,

sumando y restando en una libreta los gastos del viaje, inventándose para ella un soplo de frío en

medio de ese país que hierve. Ana termina de ponerse la pijama. Saca de la mochila la bola de ropa

arrugada y la dobla con cuidado, como resarciendo un daño.

Diez minutos más tarde regresa Leo con una bolsa atiborrada de paquetes de fritos. El

abuelo y la nieta se sientan en la cama y en medio de los dos acomodan la cena improvisada: papás

fritas de limón y de pollo, un paquete de tajaditas de plátano dulce, unos cheetos. Para tomar tienen

dos gaseosas Kola Román, que Ana nunca había visto antes. Brindan con las botellas de líquido

rosado por el premio que se van a ganar.

Mientras comen hacen cuentas alegres sobre el futuro, planean, sin tropezarse en los

detalles, los viajes que vendrán. Un safari en Tanzania, una semana navegando en un barquito

alquilado por el canal du midi, un invierno en el Sahara, cuando los alacranes hibernan, una

excursión al cabo del norte para ver el sol de medianoche o la aurora boreal, una visita al Atacama

florecido y al bosque de baobabs en Monrondava. Bueno, quizás el premio no dé para tanto, pero

es irresistible continuar con la lista. Una temporada con voto de silencio en un centro de meditación

a las afueras de Chiang Mai, algunas semanas durmiendo en las yurtas de los vaqueros mongoles

o pescando en el Titicaca sobre islas de paja. Ana no conoce la mitad de las referencias, pero solo

los nombres la hacen soñar. Después de pensarlo por unos minutos, le pregunta a su abuelo, si

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realmente la plata les alcanzará para ir a Francia. Él hace una pausa, comprende que ahora hay que

hablar en serio. Entonces responde que claro, por supuesto que alcanza.

Es cierto que Leo tiene un hermano, Jean Pierre, con el que a veces habla muy largo por

teléfono. También es cierto que después de terminar esas conversaciones, Leo casi siempre busca

a Ana para decirle que pronto tienen que ir, tienen que regresar a ese pueblo de Turenne donde hay

un puñado más de Chevalliers que son su familia. Algunas veces Ana misma ha hablado con Jean

Pierre, pero siente vergüenza de su francés torpe y sobre todo no sabe de qué hablar con ese señor

al que no conoce, y entonces le devuelve el aparato a su abuelo.

Si consiguen los pasajes a Europa y llegan a Francia y a Tourenne, entonces es posible que

todas las nostalgias del abuelo se curen. Que se junten adentro suyo los cabos que lleva sueltos.

Leo termina de tomarse su Kola Román y recoge los paquetes vacíos de la comida. Se lava

los dientes y se acuesta anunciando una buena noche de sueño para un largo día de viaje. Mañana

llegarán a la costa y exhibirán su colección de amuletos.

“Mañana es el día, Ananá. Bonne nuit”, y hace crujir la cama cuando se da la vuelta hacia

la pared.

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Ana apaga la luz y el único bombillo que cuelga desnudo en el centro del cuarto se extingue. Con

la oscuridad, los ruidos cercanos parecen expandirse. Todavía se escucha en golpes constantes y

bajos la música del primer piso. Afuera las cigarras no paran de aullar. Ana se acurruca sobre el

colchón e intenta dormirse sin rodeos, pero los pensamientos hacen remolinos en su cabeza. Piensa

en mañana, en el Renault doce varado, en los amuletos, en el mar; en los detalles: cómo llegar,

cómo pagar, a qué hora salir, dónde bañarse, qué comer, cómo llevar las cajas. La ansiedad germina

detrás de sus ojos cerrados con fuerza, la siente crecer desde la base de la nuca y extenderse por

todo el cuerpo como electricidad. No sabe distinguir la angustia de la expectativa. A su lado, Leo

respira como un oso, su sueño tiene un pulso firme e imperturbable.

Ana no tiene cómo medir el tiempo. No sabe cuántos minutos han pasado desde que apagó

la luz. Tal vez una hora, tal vez un poco más. Se levanta e intenta mirar a la carretera por las

rendijas de la ventana sellada. Da una vuelta por el cuarto adivinando los contornos de las cosas

en medio de la penumbra. Se sienta con fuerza en la cama, que cruje de nuevo. Ningún movimiento

es capaz de despertar a su abuelo. Se aburre por un rato, hasta que escucha pasos que se acercan

por el corredor de habitaciones. Los pasos se detienen muy cerca del cuarto donde ella y Leo están.

Ahora se escuchan voces, pero Ana no comprende lo que dicen.

Por debajo de la puerta entra una cenefa de luz donde de pronto aparecen sombras. Son las

personas que acaban de llegar. Las sombras se mueven y hablan. Ana se acerca a la entrada y junta

su oído contra la puerta. Todavía no puede entender lo que dicen del otro lado. Las voces hacen

pausas largas y regresan hablando en voz baja. Son las voces de un hombre y una mujer. Ana se

agacha y ahora apoya su cabeza contra el piso frío, intenta ver por la rendija de luz bajo la puerta.

Solo alcanza a ver unos pies que llevan chanclas de hule y las uñas pintadas de rojo con un esmalte

122
que se descascara. Los pies aparecen y desaparecen de vista, se mueven con pequeños pasos hacía

un lugar que la niña no alcanza con su mirada. Ana quiere ver la cara de la mujer de las chanclas,

quiere saber con quién habla, qué está pasando. Entonces se levanta y abre con mucho cuidado la

puerta.

Ahora una franja de luz más grande entra al cuarto. Ana se gira para verificar que Leo siga

dormido y en seguida asoma un solo ojo por la puerta entreabierta. Los ve: el hombre está recostado

contra la pared del corredor y abraza a la mujer que a veces le devuelve el abrazo y a veces

retrocede. Él tiene una barriga grande que se le desparrama por debajo de la camiseta. Ella, además

de las chanclas, lleva unos shorts plateados muy apretados que le comprimen la carne hasta hacerla

reventar sobre las costuras en las piernas y el abdomen. Conversan en voz baja y hacen pausas

para darse besos en la boca y en el cuello. De pronto el hombre aprieta el cuerpo de la mujer contra

el suyo. Sin dejar de besarse se giran hasta que es ella quien queda recostada contra la pared. Él

toca con desespero la piel que se asoma sobre los shorts y la que está aprisionada bajo la lycra.

Empuja a la mujer un poco más hasta aplastarla entre su barriga y la pared. La agarra con fuerza

de las nalgas y la trae hacia él, hasta encajar con esfuerzo la cadera de ella contra su pelvis.

Entonces exhala un gruñido que asusta a Ana, que no puede dejar de mirar la escena con el corazón

acelerado del otro lado de la puerta.

El hombre se desabrocha el cinturón con mucha prisa, hala la camiseta de la mujer, se

enreda, mete las manos bajo la tela, “quítesela”, le dice, y ella se la quita y deja al descubierto un

brasier rosado, apretado y brillante como los shorts. “Quítese todo”, dice el hombre que ahora se

aleja un poco para mirarla. Entonces ella se saca una manilla de la muñeca. De la manilla cuelga

una llave con la que abre la puerta vecina a la habitación de Ana. La pareja entra y se escucha un

portazo.

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En el piso del pasillo ha quedado hecha un zurullo la camiseta de la mujer. Ana se gira de

nuevo para verificar que Leo duerme y entonces decide salir al corredor. Detrás de sí deja la puerta

entreabierta. Se acerca a la habitación donde la pareja entró. Le cuesta escuchar los detalles porque

la música sigue llegando desde abajo, pero oye los cuerpos moverse el uno contra el otro, un golpe

seco en una pared, una breve queja de ella que dice “así no”, la cama que cruje, un golpeteo

arrítmico, algo que parece otra queja, pero se ahoga demasiado pronto, la respiración gutural del

hombre que crece y crece hasta volverse un ronquido espantoso que de pronto se calla. Todo

demasiado rápido. Después no hay nada. Silencio.

Ana finalmente apoya su cuerpo contra la puerta y le parece escuchar un tintineo que ha de

ser la hebilla del cinturón del hombre, también oye el chillido metálico de la cama. Después siente

pasos muy cerca de ella y retrocede de un brinco. La puerta se abre, sale el hombre y se aleja por

el corredor sin percatarse de la presencia de la niña. Ana mira de reojo el interior del cuarto y

adivina a la mujer que se apunta el brasier, busca los shorts debajo de la cama, termina de vestirse,

se recoge el pelo en un moño disparejo y exhala con fuerza mientras se masajea el cuello con las

dos manos, como hacen los adultos cuando se sacan el cansancio de encima. Ana se queda cerca

del umbral, no retrocede cuando la mujer sale. Sus miradas se encuentran y sin que Ana se lo

espere la mujer le acaricia la mejilla, “chao, muñeca”, le dice, y enseguida recoge su camiseta del

piso y desaparece por el corredor.

Todo alrededor regresa a un estado de quietud que impacienta a Ana. En su interior bulle

ese calor que ya conoce, el mismo que le crecía adentro cuando veía la serie de Emmanuelle en el

espacio, pero esta vez es más urgente, más real, puede olerlo, puede sentir a qué sabe cuándo traga

su propia saliva, pero no puede agarrarlo, está en todas partes y en ningún lugar. Necesita ver más,

saber a dónde fue la mujer, espiar a una nueva pareja. Se decide a bajar al primer piso que ahora

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está más húmedo y encerrado. Se encuentra de frente con ese olor a guardado del bar-garaje y la

ansiedad que antes la impulsaba va disminuyendo. La curiosidad, sin embargo, sigue intacta, y por

eso continúa caminando hasta encontrar la mesita plástica donde horas más temprano había

esperado a su abuelo. Se sienta en un butaco y mira a las parejas que bailan en la pista. La gorda

de la barra todavía está ahí, es la guardiana del alcohol y la música y la plata en ramilletes. Pasan

los minutos y la escena no avanza: las parejas bailan y beben, los hombres orinan y eructan y

vuelven a la mesa buscando aguardiente, la gorda recolecta billetes, el vapor se pega y se escurre

en los vidrios metalizados de las ventanas.

Ana comienza a aburrirse. El único calor que siente ahora es el que emana de ese bar de

carretera. Piensa en sus amigas del colegio, en todo su curso, en cómo se ganaría la atención de

todos si pudiera contarles que vio y escuchó a una pareja teniendo sexo, en la vida real, no en

televisión. Pero sabe que no puede hablar de ese lugar de mala muerte sin aire acondicionado, sin

siquiera ventiladores. Entonces se le ocurre: lo va a contar, pero va a cambiar algunos hechos. En

su versión para compañeros del colegio Ana estaba en un hotel al borde de la playa (tendrá que

buscar nombres de hoteles, por si alguien le pregunta dónde se estaba quedando). Su abuelo, como

en la versión real, se había dormido temprano y ella había decidido salir de la habitación, tal vez

iba a la sala de bolos o a la piscina. En el camino se había confundido de corredor y había terminado

en algún recoveco sin salida del hotel donde una pareja se besaba con desespero. En esa versión,

el hombre no tiene una barrigota y la mujer no se limita a obedecer, sino que parece entusiasmada.

Tal y como en la versión real, entran a una habitación cercana, pero esta vez todo se oye mucha

claridad: respiran al unísono, gimen, se ríen, se abrazan, se duermen muy pegados el uno al otro

sin volver a vestirse. Eso último no se escucha, pero Ana lo infiere. Así es como debería terminar

la escena. Es una mentira parcial. Todos mienten en el colegio. Ana sabe que Valeria no se da

125
besos con su vecino, y que no se ha dado ningún primer beso con nadie. También duda de Juan

Carlos, un niño del otro sexto, que cuenta sin parar que él y su hermano mayor se turnan para

manosear a la empleada del servicio cuando sus papás no están en la casa. Ana tiene una historia

que es real, sabe lo que vio y lo que escuchó y puede dar todos los detalles que le pidan, solo tiene

que maquillarlos un poco.

**

Así está, sentada en ese rincón sofocante y oscuro, medio entretenida con un relato del que

muchos probablemente dudarán, cuando ve a una de las parejas de la pista alejarse hasta la entrada

de reja y subir por las escaleras que van a al corredor de cuartos. Entonces se levanta sin pensarlo

y va detrás de ellos. A medio camino reduce la velocidad para asegurarse de que no la vean. Sube.

Cuando llega al pasillo alcanza a ver la puerta de una de las habitaciones que se cierra. Se acerca

esforzándose por no hacer ruido y apoya despacio su oído contra la puerta. Intenta regular su pulso

para oír con precisión. Adivina el sonido de los cuerpos en movimiento, pero no puede imaginar

una acción concreta. No hay conversación, ni pasos, ni risa, ni respiración. Parece que dentro del

cuarto solo crecen ruidos sordos o tropiezos seguidos de un silencio largo que para nada contribuye

a la historia que Ana quiere contar. Sin embargo, se queda ahí, en esa posición incómoda, con el

oído contra la puerta, esperando a que pase algo. Al cabo de un rato le parece escuchar murmullos,

la voz pequeña de la mujer dice algo que no se puede descifrar, y a cambio recibe un grito: “¡Esta

malparida!”, ruge la voz del hombre. Lo siguiente que escucha Ana con claridad aterradora son

golpes secos, puños que caen sobre un cuerpo, sobre el cuerpo de la mujer que se queja. El hombre

repite “eso le pasa por malparida”, y se larga con toda su fuerza contra ella que ya no dice nada.

Ana se aleja de la puerta. Está aterrada. Intenta pensar. Qué hacer, a dónde ir, escapar de esa escena

o buscar ayuda. El pecho le bombea sangre a toda velocidad. Tiene que tomar una decisión y solo

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acierta a quedarse quieta, paralizada por el miedo, contra la pared de ese corredor que ahora le

parece larguísimo.

a---------------------------------------Después viene otro silencio que ya no trae incertidumbre

sino terror. No hay voces, ni súplicas, ni insultos, ni paliza. Cuando Ana casi recupera el aliento,

la puerta se abre con violencia y sale el hombre con la piel brillante por el sudor y los pantalones

a medio escurrir. Por un momento muy corto él no la ve. Tambalea. Intenta sin éxito subirse y

cerrarse los pantalones, y cuando renuncia a esa tarea, se gira y encuentra de frente a Ana, que

intenta desaparecer apretando todos sus músculos contra la pared. Entonces el hombre se ríe y Ana

puede ver los ojos líquidos y nublados, que la miran a ella, sin duda. El cuerpo gigante de él se

acerca y ella de nuevo siente la sangre palpitando como un torbellino. “Una peladita”, dice el tipo

con una sonrisa llena de babas. Luego trastabilla, pero no deja de mirarla. Se acerca hasta cubrirla

con su aura de alcohol, una nube de licor anisado y saliva. Apoya los brazos contra la pared, uno

a cada lado de la cabeza de la niña que ahora cierra los ojos con mucha fuerza. Ana quiere que

alguien aparezca para salvarla, quiere salir corriendo, llorar, pedirle perdón al hombre, suplicarle

que no le pegue, devolver el tiempo y nunca salir del cuarto con Leo, desaparecer, haber actuado

cuando pudo.

Él la agarra de un brazo y a ella de pronto le falta el aire, una parálisis le trepa desde las

piernas hasta el cuello, se queda inmóvil, rígida, invadida por un miedo que no sabía que existía.

“Mire, le tengo una sorpresa”, le dice él, y lleva con fuerza la mano de Ana hasta su verga que está

dura y caliente. Ella abre los ojos. Sus pulmones se hinchan hasta el dolor, cada vez más rápido.

Siente contra la palma de su mano ese rollo de carne grueso y húmedo que palpita con vida propia.

Ve las piernas del gigante, sus pantalones que ahora se han escurrido hasta el piso. Ana no puede

moverse, no puede ni siquiera volver a cerrar los ojos. Una ola de náusea le sube por la garganta.

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Suda frío. Todo su cuerpo, dentro, bulle hasta el vértigo; y todo su cuerpo, afuera, está hecho de

roca. De pronto el hombre le suelta el brazo porque pierde un poco el equilibrio. Al olor del alcohol

se le suma una peste ácida. Es el hedor concentrado de esa carne tensa.

Ana no sabe de dónde viene el impulso, pero sus piernas se escurren hacia abajo con una

agilidad recién descubierta. Se gira en un solo gesto brusco y preciso, y se zafa del todo de la mano

del hombre. Él intenta seguirla, volver a agarrarla, pero tropieza con su propio pantalón y cae

bocabajo. Ella alcanza a adivinar la figura enorme del tipo, acostado sobre su propia barriga, con

las nalgas al aire. Ana corre impulsada por el instinto y la adrenalina y la sangre que late en las

sienes. Corre tan rápido como puede, más rápido de lo que puede, hasta sentir que las piernas arden

y se revientan, hasta alcanzar la puerta de su cuarto y entrar sin vacilar y cerrar de un portazo.

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Pronto y sin ponernos de acuerdo dejamos los juegos de memoria y nos inventamos uno de

imaginación, porque esa se deteriora mucho después. Yo sostenía un diccionario escolar que había

sobrevivido a la mudanza y lo abría en cualquier página, elegía una palabra y la leía en voz alta.

Tú, al otro lado de la habitación escuchabas con atención, pensabas por unos segundos y soltabas

sin pensarlo mucho la definición de la palabra. El juego era más interesante cuando no conocíamos

la palabra o cuando tú no lograbas recordarla. Para ganar no había que acertar, sino hacerme reír.

“Es que mi cerebro es un pantano donde las palabras se ablandan”, me dijiste un día en medio del

juego.

Eso era lo que les pasaba: las palabras se ponían viejas muy rápido, perdían consistencia,

se hacían menos sólidas y después se disolvían. Pero eras bueno para el juego porque podías

inventarte todo lo que dejabas de conocer. La palabra “paraguas”, que todavía entonces tenía

algunos contornos, la definías parodiando el tono del diccionario: “artefacto portátil que sirve

principalmente como resguardo contra la lluvia, aunque se han registrado otros usos como la

defensa personal”. Con el paso de los meses la misma palabra se desdibujaba y aparecían

definiciones cada vez menos sofisticadas: “Lengüeta pegajosa que sirve de trampa para las

moscas”, “instrumento de percusión”, “objeto redondo con el que juegan los niños”, “es algo

grande y brillante”.

**

La noche en que decidimos abandonar también ese juego, abrí por última vez el diccionario

en la sección de la G. “Gato”, anuncié con entusiasmo. Me miraste y tu expresión pasó de la

curiosidad a la angustia en un solo gesto brusco. En vez de dar una definición te levantaste de

golpe. “¡La gata! Hace mucho que no veo a la gata, Ana. Yo creo que le pasó algo”. Te giraste de

prisa sobre ti mismo, una, dos, tres veces, tocando con urgencia todos los bolsillos de tu ropa.

129
“¡Las llaves! ¿Dónde están las llaves? Vamos a buscarla”. Me miraste lleno de reclamo, casi con

rabia, “Párate, que hay que ir por ella, ¡dame las llaves!”.

Me levanté y te seguí. Atravesamos el apartamento tan rápido que no me dio tiempo de

inventar una estrategia. Antes de llegar a la puerta te jalé del brazo. “Leo, escúchame. Ven, necesito

que te sientes y me escuches”. Era la primera vez que te daba la noticia y me salió de prisa, llena

de angustia: “La gata se murió”.

Todo tu cuerpo frenó de repente. Otra vez cambió tu expresión, de preocupación a

desconcierto en una fracción cortísima de tiempo.

Una bofetada. La gata se murió.

Agarraste una silla cercana y te dejaste caer sobre ella. Después de varios minutos me

preguntaste “¿Qué le pasó?”. Te expliqué, ahora con calma, que Dominga vivió poco tiempo en el

apartamento. Se pasaba el día acostada sobre una hebra de sol que entraba por la ventana de la

sala. En la noche, se escondía debajo de mi cama y no volvía a salir hasta la mañana. Dejó de cazar

insectos y miraba sin interés el vuelo demasiado lejano de los pájaros en el cielo. Empequeñeció

y así, liviana y opaca la llevamos al veterinario. Pagamos para ella exámenes médicos que ni tú ni

yo nos podíamos permitir, pero nada nos dio una respuesta.

A la gata simplemente se le desprendieron las ganas de vivir. La trajimos de vuelta con

nosotros y vivió un par de meses más, comiendo apenas, sin ronroneo, con los ojos fijos en la

ventana. Una tarde después de la caída del sol no se levantó para ir a su escondite de la cama. La

encontré hecha un nido de pelaje, dura y fría, en el lugar donde de día entraba el sol.

La enterramos en el humedal cerca de la casa vieja y en una especie de plegaria le dijimos

“Buen viaje, dios egipcio, reina del Nilo, dueña de los tejados. Gracias por darnos tu esplendor y

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elegirnos para adorarte. Ve con los tuyos, a cazar sombras en la noche, a observar el mundo desde

las alturas”.

Apoyaste los codos sobre las rodillas y con las manos abiertas te cubriste la cara. “¿Fue

nuestra culpa?”, me preguntaste con la voz muy triste. “No sé”, te respondí.

Ya antes, cuando todavía sabías que Dominga se nos había muerto, me preguntabas con

frecuencia si creía que la gata se había enfermado por la estrechez del espacio, por la falta de aire.

Tal vez. Tomamos por ella una decisión errada y siempre tendremos la duda. Las culpas no

envejecen como las palabras. Se esconden primero y retoñan luego, intactas, punzantes y

poderosas cuando son recordadas.

No volvimos a jugar al diccionario, pero sí volviste a preguntarme por ella, por Dominga.

Al principio te decía, con el mismo dolor de la primera vez, que la gata se había muerto. Cada vez

la noticia te golpeaba con la misma fuerza y con el tiempo comprendí que a los dos nos hería muy

adentro esa historia. Aunque en cuestión de horas te olvidabas de la gata y de su muerte, pasabas

el resto del día con la cabeza abajo y el apetito cerrado. Tu mente lo dejaba ir, pero tu cuerpo

recordaba la tristeza y le tomaba mucho recuperarse.

Fui entendiendo el despropósito de la verdad. Comencé a evadir la respuesta de la pregunta

por la gata. Sin muchos detalles te respondía “Leo, la gata está bien, no te preocupes por ella”.

Después me acostumbré a la mentira y te respondía con naturalidad, “Pero si pasaron toda la

mañana juntos, la gata y tú”, “Estuvo ronroneando sobre tus piernas”, “Durmieron una siesta en tu

cama”, “Ya viene, la gata, estará cazando”. Te quedabas tranquilo, esperándola por un rato,

imaginando un recuerdo que no tenías de ese animal dulce y afilado. Después la olvidabas hasta

la siguiente vez.

131
Comencé a créemelo yo también, que Dominga ya venía, que había salido a su ronda felina

o que se daba un baño de sol radiante. Miraba afuera y la presentía llegando de vuelta, caminado

en un prado abierto. Nos hizo bien la mentira. Esa y todas las que vinieron después. A veces, Leo,

el amor viene en forma de mentira. A veces es una decisión que el otro no puede tomar. A veces

es quitarle su pequeña libertad y cargar siempre con el remordimiento. Es asimétrico, deforme.

Pesa. Viene en forma de trampa, el amor, y hace jaque, zancadilla.

132
Ana se recuesta contra la puerta que acaba de cerrar. Atina a verificar que el seguro esté puesto y

se gira hacia el interior del cuarto, con el pecho agitado y un llanto a punto de reventar. Ve a Leo

que se ha despertado de un brinco y que la ve a ella de vuelta, intentando comprender qué ha

pasado. Entonces ella sabe que no debe llorar. Hace un esfuerzo por regular su respiración. Piensa.

Piensa. Piensa en una explicación para el portazo. Trata de pensar muy rápido, pero solo puede

recordar fragmentos de lo que acaba de pasar en el corredor.

“¿Está todo bien?”, pregunta finalmente Leo. “¿Qué haces ahí?”.

Ana sabe, presiente, que no debe contar la verdad. Tiene vergüenza. Tiene miedo de la ira

de su abuelo. Se imagina al gordo borracho acabando a puños a Leo. Duda, pero descarta la verdad.

“Todo bien”, es lo único que alcanza a decir Ana. Después finge una sonrisa que quiere ser

cómplice, que quiere ser el comienzo de una explicación. En seguida se le ocurre: “Salí al baño”.

Leo la mira sin decir nada por un momento que parece largo.

Ella regresa a la cama y se disculpa por haberlo despertado. Leo vuelve a acostarse, sin

responder nada. Ana siente cómo todavía el corazón bombea sangre a prisa por todo su cuerpo.

Intenta acostumbrarse a esa quietud, a la oscuridad parcial del cuarto, a la noche sin ruido dentro

de esa habitación. No escucha pasos en el corredor. No adivina al gordo caminando para

encontrarla. Se imagina que la busca, desesperado, furioso, para golpearla, “malparida”. También

se imagina que ha muerto ahí, boca abajo sobre su propio peso. Espera con todas sus fuerzas que

simplemente se haya ido. Cierra los ojos para dormirse, pero todo en su cuerpo está alerta. Hay

ráfagas de movimiento que atraviesan el espacio oscuro detrás de sus ojos cerrados. Le cuesta un

trabajo enorme la quietud. Repasa una y otra vez la secuencia de acciones que la llevaron a estar

arrinconada contra ese muro. La primera pareja, los besos, la risa, la puerta que se cierra, “chao,

133
muñeca”, las escaleras, la pista de baile, la gorda del fajo de billetes al otro lado de la barra, las

ventanas empañadas, el aire salado, las escaleras, el silencio, los golpes, otra vez el silencio, los

ojos del hombre mirándola desde la bruma de la borrachera, el olor anisado de su voz pegajosa, la

verga caliente, una risa burlona que sale de ese cuerpo grande y sudoroso, el instante en que ella

se gira y se zafa, el corredor inmenso, largo, imposible de atravesar, la puerta que se cierra. A cada

vez el corazón le brinca. Si cierra los ojos, ve los de él, negros y vidriosos. Vuelve a verlos. Siente

que la siguen, que estarán ahí cuando amanezca. Que la buscarán en la mañana y a la noche

siguiente. Escucha a su abuelo roncar de nuevo, dormido y tranquilo. Llora sin hacer ruido, pero

apretando la mandíbula hasta sentir que las muelas le van a reventar.

Pasa mucho tiempo. Ana no duerme. Escucha carros y buses en la carretera que pasa justo

al frente de la pensión; la música del primer piso que todavía retumba en todo el edificio; algunas

voces lejanas. Ya no tiene curiosidad. Solo quiere irse. Quiere que amanezca para irse. Quiere

nunca haber entrado a ese lugar putrefacto. Quiere poder dormir y roncar como Leo, inmune al

miedo y a la muerte.

Finalmente, después de algunas horas, la música cesa. La pensión entra en somnolencia.

Parece que pronto vendrá el día y borrará las borracheras de la noche, sus gritos, sus golpes.

Alguien bota muchas botellas en una caneca de basura afuera del edificio. De vez en cuando un

bus pasa a toda velocidad en la carretera y Ana piensa brevemente en el accidente de sus padres.

El sonido de una máquina pesada andando cuesta abajo sin control, un estallido repentino, el crujir

de las latas. Antes de cerrar los ojos, cree adivinar el resplandor de la mañana despuntando del otro

lado de la venta. Es un día que viene desde muy lejos, limpio, nuevo. Entonces, como si el

amanecer pudiera cubrirla con un aura protectora, Ana se entrega por fin a un sueño profundo. Cae

vencida, cierra sus ojos hinchados y suelta por fin todo el peso de su cuerpo sobre la cama.

134
**

Leo la despierta demasiado pronto. Hay que alistarse, buscar desayuno. Por fin van a salir

de ahí. Se saludan en una normalidad restaurada, sanada por el sueño.

Después de buscar ropa limpia y una chuchilla de afeitar, el abuelo sale del cuarto con una

toalla al hombro, a buscar los baños al fondo del corredor. Ana se queda en la habitación. Pasan

doce minutos que le parecen demasiado largos. Está acorralada en ese cuarto del que ahora le

parece mejor nunca salir. Mira a su alrededor para encontrar un lugar donde esconderse, un objeto

con el cual defenderse. Sabe que no se defendería porque el miedo no la deja, pero igual busca.

Decide que no se dará una ducha. No caminará de nuevo, sola, por ese pasillo. Se lava las axilas y

la cara en el lavamanos de la habitación. Se viste en silencio, odiando su cuerpo flaco y debilucho.

135
Teníamos la misma discusión muchas veces en un mismo día. No nos ocurría varias veces en el

transcurso de un mes o de una semana. No. Pasaba cuatro, cinco, seis veces en un día. Todos los

días. Vivíamos en un loop de sinsentido. Los episodios antes esporádicos que te desconectaban de

la rutina eran ahora la norma, y solo a veces teníamos acceso a ti mismo, a Leo, el abuelo, el

hombre inteligente que inventó una salida para cada trampa de la vida.

Teníamos que hacer esfuerzos titánicos por encontrarnos, tú y yo, en algún momento del

día, mirarnos a los ojos y esperar que durara el encuentro. Fue una época estruendosa. Las palabras

que antes se desvanecían ahora se multiplicaban y se repetían hasta perder el sentido. “El zapato,

el zapato, el zapato, el za pa to, e l z a p a t o, z a, p a, to, to, to”, “No más, nomás, n o m á s, no,

m, a, s, por favor, no más”, “¿quieres ir al parque?, el parque, Leo, allá, afuera, ¿no?”, “p a r q u

e, a f u e r a, Leo, por favor, dime algo, ¿me estás escuchando?” Y tú me mirabas desde el fondo

de tu cabeza, como queriendo responderme, como haciendo un esfuerzo por levantar la lengua, o

rodeando las palabras con un meneo sutil de los labios. A veces sonreías de vuelta. A veces me

tocabas el pelo en una caricia que yo siempre entendí como unas disculpas. A veces, casi nunca,

me respondías “sí”.

Vivíamos alrededor de las mismas frases una y otra vez: “Leo, ya almorzaste hoy, no comas

más”, “Leo, ya comiste dos veces. Deja el plato, ve a dormir”, “No es verdad, no tienes hambre,

acabas de comer”.

Comenzaba temprano, de mañana, y casi siempre era una continuación de la misma escena

mil veces repetida el día anterior:

—¿Dónde está el pan? Me esconden todo, siempre.

—Desayunamos hace una hora, Leo. ¿Qué estás buscando ahí?

—¿Usted está trabajando aquí?

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—Leo. Ven, dame la mano.

—¿Puede llamar a mi esposa, Céline?. Ella sabe dónde está todo. Ella seguro sabe. Ella sabe.

¿Dónde está? ¡¡Céline!!

—¿Qué estás buscando?

—El pan.

—¿Y eso que tienes en la mano?

—¿Qué con esto?

—Ese es el pan.

—Ah. Pues no huele a pan.

—¿Para qué quieres pan? Acabamos de comer.

—¡Yo no lo quiero! Yo solo quiero que me dejen en paz.

Y salías de la cocina con el pan en la mano y dando un portazo que acababa de golpe con

la conversación. Yo volvía a lo mío, pero te escuchaba rondar en tu cuarto, como una bestia en

cautiverio, de la puerta a la ventana y de la venta a la puerta, una y otra vez, murmurando en voz

alta quejas y argumentos que se deshacían en sílabas incoherentes. Después venía una calma que

yo sabía corta, y al cabo de unas horas te encontraba otra vez en la cocina.

—¿Dónde está el pan? Me esconden todo, siempre.

—Ya pronto almorzamos, ¿vale? Salgamos de la cocina.

—Céline, mon coeur! Heureusement que tu es lá. Ou est le pain?

—Te acabaste el pan en la mañana. Te lo comiste todo, ya no queda.

—Je cherche un bout de pain— y escarbabas a dos manos todos los cajones y las estanterías de la

cocina.

—Si te vas a tu cuarto, te llevo un pan.

137
Me mirabas perplejo, intentando comprender quién era yo y por qué te estaba ofreciendo

un pan. Mirabas el piso, el desorden a tu alrededor, tu cuerpo un poco más gordo que hace unos

meses, tus manos dentro de los cajones. Entonces te levantabas despacio, te sacudías la ropa y te

alejabas hasta desparecer por la puerta de tu cuarto. Yo, traidora, mentirosa, no te llevaba el pan a

tu cuarto. Sabía que ahí adentro se te olvidaba el hambre y la obsesión se transformaba en algo

más, en buscar algún objeto que jamás tuvimos, en querer regresar a una casa, quién sabe cuál, en

llamar a Céline, en cansancio y finalmente en siesta. Sabía que te quejarías un rato, y sacudirías la

cabeza y después te dormirías.

Cerca de la noche, la situación siempre empeoraba. Toda la tensión acumulada en el día

estallaba de pronto.

—¡Leo, sal de ahí.!. ¿Qué está pasando? Te vas a hacer daño. ¡No más!

—No encuentro el pan.

—¡No hay pan!, ¿bueno?, no hay y tú no deberías comer más.

—… ¿Usted es de aquí?, ¿sabe dónde habrán metido la bola de pan?

—No, no sé. Si me necesitas, estoy trabajando aquí al lado. ¡No toques esos cajones!

Después de un rato de escucharte por tercera o cuarta vez desarmando el arsenal de la

cocina intentando no hacer ruido, me llenaba de ternura y te invitaba a la panadería. Salíamos

entusiasmados, con un plan sencillo pero muy importante: conseguirte una bola pequeña recién

salida del horno. Pero antes de llegar ya querías regresar. Era un plan que no duraba, como todos

los demás.

—¿Por qué teníamos que salir? Hace frío, nos vamos a enfermar.

—Leo, vamos por pan, para ti.

138
Te encogías de hombros y me seguías como si la necesidad fuera mía. Te quejabas del frío,

de la contaminación, del ruido de la calle a la que cada vez estabas menos acostumbrado. Yo,

impaciente por regresar, te halaba de la mano hacia adelante, pasando por alto tus reclamos.

“Tengo frío”, “La próxima vez no salgamos de noche”.

Regresábamos desencantados, con una bola de pan francés que no se parecía mucho al pan

francés. Nos sentábamos alrededor de la mesa, sin hablarnos, sin mirarnos. Yo partía la bola en

dos y te daba la mitad. Comíamos en silencio.

Algunas madrugadas, escuchaba de nuevo el ruido. Me asomaba al corredor de los cuartos

y veía la cocina iluminada únicamente por la luz de la nevera abierta. Un frasco rodaba por el piso

o un tarro de condimentos se caía de su repisa. Entonces ya no era un secreto, estabas en la cocina.

Yo me acercaba y te encontraba, casi siempre, intentando abrir con algo metálico el cajón de los

cuchillos que cerrábamos con llave.

—Estoy seguro de que aquí es donde meten el pan.

—¡Salte de ahí! ¡No más con esos cajones! ¡No toques esos cajones! Nunca. ¿Bueno? ¡Nunca! Te

vas a cortar.

—¡Claro que no me voy a cortar! ¡Qué berrinche, qué genio!

—Ya, por favor, solo vete a dormir, ¿sí? Deja quieto eso y vete. ¡No más con ese cajón!¡Mierda!

—¡Si yo no estoy haciendo nada con los cajones! Yo no los cerré. Ahora el pan se va a podrir ahí

adentro. Vamos a buscar la llave o un cuchillo para abrirlo.

—¡Los cuchillos están en el cajón! ¡No más! ¡me estás volviendo loca! ¡Loca, carajo! ¡Te vas a tu

cuarto ya! ¡No hay pan ni cuchillos porque tú no sabes controlarte, porque te cortas y comes hasta

reventarte y yo tengo que vigilarte y no puedo salir de esta casa nunca! ¡Vivimos aquí encerrados

porque estás enfermo y no sabes ni dónde estás ni qué comiste ni si tienes ganas de ir al baño!

139
En medio de la madrugada, en esa cocina puesta de revés e iluminada solo por la luz de la

nevera, se nos acababan los pactos y los juegos. Tú te quedabas quieto, como hecho de un hielo

que se derrite, mirándome en silencio. Te llenabas de vergüenza y hacías un gesto torpe para

recoger frascos de condimentos. Al final te rendías, me esquivabas y te ibas caminando lento a tu

cuarto o al mío, o al baño, o a cualquiera de esos lugares oscuros de la casa que no reconocías en

medio de la noche.

Yo me quedaba. Miraba el desorden. Repasaba en mi cabeza lo que acababa de gritar.

Hacía revivir la culpa de las discusiones que terminaban en pelea. Te reprochaba tu terquedad, tu

gula, tu egoísmo, y a cada reclamo sentía como me trepaba por la cara un llanto incontenible,

hecho de rabias y frustraciones repetidas, pero sobre todo de culpa. Porque tú no sabías de tu

terquedad, ni de tu gula, ni de tu irresponsabilidad ciega. No tenías ninguna certeza más que la de

necesitar un trozo de pan, y yo te la quitaba de una bofetada. Que te largues viejo torpe, viejo

baboso, inútil. Que te vayas a tu cuarto donde no me estorbes y que hagas de tu existencia una cosa

insignificante y silenciosa que nunca se interponga en el camino de los que sí sabemos qué día es

hoy. Que te encierres y nunca salgas porque tu cuerpo pesa mucho y hueles a guardado y a orines

secos y repites todo el día las mismas palabras huecas. Que dejes de arrastrar los pies y de respirar

por la boca y de preguntar por la gata o por tu hijo o por tu esposa, se murieron todos. Y entonces

lloraba derrotada, sentada en el piso, con la cabeza escondida entre las rodillas. Lloraba por tu

enorme soledad y por la mía, por la tiranía de mi cordura, por el tiempo en que todavía podíamos

conversar, por todo lo que habías perdido en el naufragio de tu cabeza, por las preguntas que no

hice a tiempo, por el pan que no sabía darte con generosidad.

Lloraba hasta sentir tus pasos de regreso, tu sombra cruzando el corredor, acercándose a

mí; hasta ver tu sonrisa bonachona y tu preocupación genuina.

140
—¿Qué te pasó, muchacha?, ¿quién te está haciendo llorar?

141
Salen de la pensión y esperan al borde de la carretera a que salga el primer bus a la ciudad. Leo

extiende la mano a todos los carros que pasan, por si alguno decide llevarlos. Es muy de mañana

pero el calor ya comienza a llenarlo todo. Ana siente que la falta de sueño distorsiona lo que ve.

Todo lo que hacen le parece de pronto irrelevante. Intenta recordar por qué han llegado hasta ahí

y siente por primera vez con absoluta certeza que ese plan es ridículo. Bosteza. Leo la llama. Un

bus ha parado.

El bus es como los dos anteriores, grande, ruidoso, viejo. A la derecha, por la ventanilla se

pueden ver montañas alzándose a lo lejos. “Estamos cerca”, dice Leo, “esa de allá es la Sierra

nevada”, y señala con el dedo una cima verde cubierta por las nubes de la mañana.

Desayunan bolitas de yuca rellenas de queso que le compran a una vendedora que ha

trepado al bus anunciando: “Carimañolas, yuca frita, arepas, chicharrones, a la orden”. Están frías,

no parecen frescas, pero a Ana que nunca ha comido algo parecido le encantan. Las devora. Quiere

más. Compran un par más, Leo le regala la suya, sonríe cuando la ve comer así.

Después de comer, Ana siente todo el sueño de la noche en blanco cayéndole encima con

su peso invisible y poderoso. Mira a Leo, que lee su libro; a los demás pasajeros que se mecen

pacientes; la cabina de conducción; la vía que se alza delante del bus en marcha; la sierra cada vez

más grande tupida de árboles oscuros. El conductor del bus es un hombre moreno y pequeño que

lleva una camisa desabotonada y canta los vallenatos que suenan en la radio, sin tener ninguna

pena de su voz aguda. El aire fresco entre por las ventanas abiertas y se lleva de a pocos el olor a

chicharrones y yuca. Todo comienza a estar lejano y borroso en medio de la somnolencia. Ana se

recuesta contra el hombro de su abuelo y se queda dormida antes de que el vallenato que suena a

todo volumen termine.

**

142
Leo despierta a Ana y corre con cuidado la cortina de la ventanilla del bus. Señala y dice muy

suave, “Mira, Ananá, ahí está, ese es el mar”. Ella no puede creerlo, se asoma para verlo. A lo

lejos, del otro lado de la carretera, se alza horizontal una franja gris que se funde con el cielo. Si

se le ve con cuidado es posible comprender que se mueve, que lleva visos de un azul muy oscuro

y se riza en ondas pequeñas pero extensas hasta desaparecer. Es el mar. Al alcance de los jos.

Parece imposible tenerlo tan cerca, verlo desde la ventana de un bus, sin mayor reverencia. Ana

lo mira un rato descifrando su magnitud y su simpleza. Después, hace un puente con sus manos

en el oído del abuelo y se acerca para decirle: “Cerremos la cortina. No lo miremos más. Que sea

una sorpresa cuando lo podamos tocar”. Leo entonces cubre la ventanilla. El mar queda oculto

detrás de la tela verde. Ana vuelve a recostarse contra el cuerpo robusto de su abuelo. Cierra los

ojos y piensa en esa franja de agua, corriendo a lo largo de la carretera. Mientras se adormece

imagina el punto en donde están en el mapa de carretera. Una ruta paralela al mar, por donde

corre una brisa tibia. A pesar de la contracorriente, han llegado hasta ahí.

143
El bus para. Han llegado a la ciudad. Esa es la parada más cercana al centro de convenciones

donde Ana y Leo concursarán con la colección. Al bajarse del bus, Ana pisa algo que alcanza a

curvar la suela de su sandalia. Se agacha y levanta el pie para descubrirlo: es una figurita de

plástico que pretende parecerse a un cubo de hielo. Desde hace un tiempo es posible conseguir

figuras como esa comprando una botella familiar de Coca cola. Se llaman hielocos. Muchos

niños en el colegio los coleccionaban y los intercambiaban hace meses, cuando todavía estaban

de moda. Se pueden meter al congelador y usar como hielo seco dentro del vaso de Coca cola.

Algunos alumbran en la oscuridad, algunos son de colores brillantes, y todos tienen tallada sobre

el plástico una cara divertida o loca, con ojos muy grandes y sonrisas repletas de dientes y con la

lengua afuera. Ana recoge el hieloco del piso y lo mira. Está sucio y en las esquinas el plástico se

ha rallado y ya no se ve traslúcido. Es obvio que lleva mucho tiempo desandando las calles. Está

trajinado y feo, pero aun así tiene el poder de los amuletos. Ana siente el impulso de buscar a

Leo para mostrárselo. Es una señal. Un nuevo amuleto justo a la entrada del concurso en el que

van a participar. Piensa que todavía pueden apuntar en la bitácora: “Amuleto para ganar el

primer lugar (hieloco azul): julio 2, 1998, encontrado frente al centro de convenciones del

concurso de colecciones en la costa”. Pueden incorporarlo al grupo y presentarlo como parte de

la colección, pero idea de pronto pierde todo el poder que hace un instante tenía. Es una cosa de

niños. Un pedazo de plástico. Ana toma una bocanada de aire y guarda el hieloco en su bolsillo,

tal vez para después. Del otro lado del bus ve a su abuelo sonriente, descargado las cajas con la

colección y contando unos billetes para pagarle al conductor.

Caminan un par de cuadras, preguntando a cada esquina por el lugar a donde van. Cuando

lo encuentran, entran al edificio y un chorro de aire acondicionado los refresca de inmediato. Hay

144
tres pisos con salas pequeñas y un salón central donde está la mesa de registro y un aviso que da

la bienvenida a coleccionistas y visitantes. Algunos participantes se saludan con abrazos como si

se conocieran de hace mucho tiempo. Uno lleva un carrito cargado de cajas herméticas donde tiene

su colección; otro usa guantes de látex para desempacar objetos que vienen dentro de bolsas

minúsculas, idénticas, marcadas con números. Ana y Leo se acercan tímidos a la mesa de registro.

Llevan en los brazos las cajas de cartón con los amuletos. Una mujer amable en exceso les pide

que llenen un formulario: Nombre del coleccionista, número de ejemplares, compañía

aseguradora, categoría. Deben preguntarle varias veces a la mujer cómo llenar las preguntas

detalladas y las casillas con opciones. Con su asesoría determinan que la de amuletos está en la

categoría de colecciones amateur (y no en las de clásicos, rarezas, antigüedades o mundo geek).

Leo firma sobre una línea que estipula que su colección no está asegurada y que él es responsable

por cualquier pérdida o daño de los ejemplares. Cuando termina de revisar el papeleo, la mujer les

dice que todo está listo y les pide pagar la cuota de registro para participantes. Ana y Leo se miran.

No dicen nada, pero está claro que intentan comprender qué cuota es esa. Entonces Leo retrocede

un poco y se gira para abrir su billetera. Ana se acerca y le pregunta casi en susurro “¿sí nos

alcanza?”. Leo sonríe, está incómodo, pero sonríe. “Claro que alcanza, Ananá, tú no te preocupes”.

Por supuesto que Ana se preocupa, por supuesto que no le cree a su abuelo. Quisiera saber

exactamente cuánta plata les queda y cómo tendrán que gastarla. Tiene pena de regresar a la mesa

donde la mujer ha comprendido que no contaban con ese gasto y que además un precio nimio como

ese es un tremendo desbalance para ellos dos. Deja que Leo se acerque otra vez a la mesa y haga

los trámites que hacen falta.

Terminan el registro y la mujer los guía hasta una sala del segundo piso que tiene un letrero

en la entrada que marca: colecciones amateur. Tienen asignada una mesa pequeña, dos sillas y tres

145
muebles de repisa con iluminación interna y puertas de vidrio. También les dan escarapelas recién

impresas con sus nombres: Ana Chevallier, expositor; Léopold Chevallier, expositor concursante.

Todo en la convención tiene un aura limpia y oficial que hace sentir a Ana segura y fuera de lugar

a la vez. Cuando la mujer deja el cuarto, Leo mira a Ana y le extiende la palma de su mano para

que la choque. “Chócalas, Ana, estamos aquí”, le dice con ese español suyo al que le suenan raras

las palabras locales. Una vez más sellan un pacto de complicidad con los ojos y un entusiasmo

incipiente vuelve a aparecer en el estómago de Ana. Hoy será un buen día.

Sacan con cuidado los amuletos de las cajas. Los desempacan y los limpian. Ana encuentra

una bolsita pequeña en donde antes de salir metieron todas las orejas, colas y accesorios

removibles. Busca a los dueños de las partes y los completa con cariño.

En las repisas iluminadas, detrás de las puertas de vidrio, los animalitos se ven

espléndidos. Parece que han crecido, sus colores brillan con fuerza y sus imperfecciones se

exhiben como heridas de guerra que cuentan una historia fascinante. Ana está satisfecha de haber

llegado ahí. Tiene la sospecha de que la vida por lo pronto puede ser un poco más ligera.

146
Fui comprendiendo que la repetición no es solamente un síntoma, es un refugio. Un mecanismo

para sobrellevar la pérdida de todo lo conocido. Porque perder la memoria no significa solo dejar

ir recuerdos, sino abandonar también el sentido de la continuidad y la familiaridad con los objetos

y los olores y los sonidos. Todo lo que antes era ruido de fondo es ahora nuevo, desconocido,

aterrador. El agua, el frío, la oscuridad, el tic tac del reloj, mi voz tranquila y enervada, el sabor de

la sal, las letras en los libros, los ladridos, los megáfonos, las ambulancias, el olor del café, la llama

de una vela, la ropa, la piel que se roza contra cosas conocidas, la humedad de la boca, los labios

partidos, el interior gelatinoso del cuerpo. Todo es ajeno. Las funciones del cuerpo se desintegran

y entonces no es posible concentrarse por un minuto, ni comprender un comercial de televisión, ni

saber si el estómago tiene hambre o está a punto de reventar; y no sabes si quieres ir al baño y

entonces vas, te quedas ahí una hora, mirando los baldosines del piso, y cuando sales te sientas en

el sofá y te orinas encima.

La repetición es una búsqueda desesperada por recuperar el control. Lo que te importaba

en esas conversaciones siempre iguales, siempre una detrás de la otra, no eran mis respuestas, ni

descubrir el escondite del pan, sino sentir que iniciabas un acto de comunicación, de contacto con

el entorno. Que recordabas la palabra “pan” y que esa era tu casa, y tú un ser humano que necesita

comer. Ahí había una certeza. En la

repetición te sentías seguro, capaz de interactuar en un territorio conocido y muchas veces

visitado. Yo, en esos momentos, no era un interlocutor, sino un ancla. Me convertí en cómplice de

esa urgente necesidad de construir normalidad. Estaba ahí, esperando para ser un faro, para

corroborar tu existencia, tu hambre, tu cuerpo, tu tener la razón aunque ya nunca la tuvieras. Entre

más agujeros aparecían en tu memoria, más automático se volvía tu comportamiento. Vivíamos en

147
un mundo fragmentado, donde los días se miraban al espejo en un abismo de otros días,

interminables, todos hechos uno solo.

El material del que está hecho el vínculo que nos une se fue transformando. Aprendimos a

comunicarnos más allá de la elocuencia, a construir sobre arena movediza una relación sin

reconocimiento ni acuerdos ni normas ni confianza; un lazo impermanente cimentado en algo más

fuerte que la coherencia y la reciprocidad. Hasta entonces, me di cuenta, pensaba que la humanidad

reside en el lenguaje compartido y los recuerdos comunes, pero va más allá. Tuvimos que

reinventarnos como nunca para habitar uno de esos mundos inverosímiles que tantas veces nos

habíamos imaginado.

Me levantaba para encontrarte desnudo debajo de un delantal de cocina, sentado en un

sillón de la sala con una espátula en la mano. O en medio de una caminata, después de días de

hablar apenas, veías una grúa cargada y me decías con emoción de niño, “¡Mira, una carra

preñada!”. O contabas sin pausa los dedos de tus manos, uno, dos, tres, ocho, nueve, diez, y al

terminar volvías a comenzar, uno, dos, tres, hasta olvidar también los números. O en plena hora

del baño te agarrabas con orgullo la barriga y decías “todo un marinero, señores, todo un

marinero”, y alzabas los brazos en señal de victoria.

Para navegar en ese mundo entrópico desaprendí las expectativas y el orden y la idea de

futuro. Desaprendí, con todos los esfuerzos de los que soy capaz, el amor que se nombra, que

reconoce rostros y agradece. Nada de eso nos pertenecía, pero era posible un instante de remanso

en tus brazos, una carcajada sincera, un beso de buenas noches. De eso vivíamos. Un día a la vez.

Todos los días eran el mismo, excepto en los detalles.

Repetías un ciclo de sílabas prehistóricas “ma” “ma” “ma” “ma” “ma” acompañadas de

movimientos obsesivos, golpecitos de los dedos contra la mesa, cabeceos verticales y después

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horizontales, pasos en el aire. Repetíamos las conversaciones, las preguntas, los recorridos en el

parque y en la casa. Repetíamos tanto que yo misma dudaba de lo que ya habíamos hecho, de la

fecha, de las citas futuras en el hospital, de las entregas de mi trabajo, del lugar del pan, del sentido

de las palabras. Za, pa, to. Dudaba del tiempo que seguía pasando afuera del apartamento, de mi

capacidad para sostener una conversación normal, de la solidez de los objetos, del pasado cada vez

más blando, de la luz del día demasiado brillante para nuestros ojos oxidados.

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Una vez instalada la colección, Leo propone bajar al primer piso para desayunar. Encuentran café,

frutas, una barra con panes calientes, todo está cubierto por la convención y a nadie parece

importarle si comen de más. Desayunan dos veces y se deciden a explorar las diferentes salas de

exhibición. “Es una colección de colecciones”, dice Leo divertido con su propia ocurrencia.

Encuentran vitrinas saturadas de estampillas y monedas extranjeras. “Predecible”,

concluye Leo, “no hay chance de ganar con algo tan predecible”. Pero pronto descubren que hay

más: una gran familia de teteras, redondas, frágiles o pesadas, de todos los colores. Cientos de

discos de acetato con portadas originales impresas en los años cincuenta y sesenta, caras de

hombres vestidos de gala que agarran el micrófono con expresión grave, grupos de gringos que

llevan gafas de sol de colores pastel y bandanas en la cabeza, uno de Bob Marley con sus

dreadlocks volando al aire. Ana se siente orgullosa de reconocerlo al menos a él. También hay una

sala completa con muñecas Barbie. Leo pierde el interés pronto, pero Ana se queda para ver en

detalle esa exhibición. Mira, ahora con distancia, ese juguete que tantas veces quiso tener y que

por supuesto no tuvo. Le parece que su abuelo tenía razón, no hay nada interesante en esa figura

plástica de cuerpo rígido, y sin embargo, todavía le despierta un deseo que no puede explicar y que

sobre todo no quiere admitir. Puede ser la ropa con sus detalles perfectos, abrigos, faldas, trajes

para todas las profesiones, zapatos hechos a la medida de sus pies muy pequeños; pueden ser todas

las cosas que la rodean, un carro descapotable, una casa poblada de objetos rosados, un hombre

fuerte y sonriente que no la contradice ni le hace preguntas, al que nunca le crecerá una barriga y

que está dispuesto a vivir en la casa rosada; tal vez es ella misma, su cara imperturbable, siempre

maquillada, su talle diminuto, sus manos con dedos largos, su pelo rubio y parejo. Puede ser, sobre

todo, esa vida simple donde no hay lugar para preguntas. Barbie parece siempre estar en control.

Mejor todavía, parece no necesitar el control de nada. No tiene que tomar ninguna decisión porque

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vive una vida hecha a la medida. Ana se dice que esa vida ha de ser aburrida y vacía, pero la quiere,

y entonces la mira sin pudor, la ve cambiar en el tiempo: pasa de ser un ama de casa con blusas de

mangas bombachas a una mujer que usa un bikini diminuto; tiene a veces un peinado abombado y

crespo y usa trusas de lycra de colores chillones, como si fuera una instructora de aeróbicos; se

hace profesional y entonces es dentista, veterinaria, profesora, surfista, incluso abogada; hay

también una barbie embarazada que puede parir a su bebé directamente desde una barriga

removible, un caparazón de plástico que se quita y se pone a conveniencia. Es una princesa, una

madre, una jueza de la república, una mujer libre que maneja su propio carro convertible. Barbie

nunca es empleada del servicio, ni guerrillera. Mira por última vez a todas esas muñecas que son

muchas veces la misma, que no entenderían los niveles de complejidad que puede alcanzar la vida

real, que no sudan ni sangran ni cierran los ojos.

Sale en busca de Leo y lo encuentra conversando con un coleccionista de autógrafos. Los

más impresionantes están enmarcados en cuadros que cuelgan de una pared estrecha: Sofía Loren,

Bill Clinton, ese presidente de pelo blanco que hace poco estuvo en todos los noticieros por un

escándalo con su amante, Bon Jovi, Madonna, Gabriel García Márquez. Los otros autógrafos, las

menos importantes están en un álbum de páginas plastificadas. El hombre le señala al abuelo los

garabatos y se larga a contarle una tras otra las historias de esas firmas. Se nota que ha repetido

esos cuentos muchas veces en su cabeza y muchas veces a desconocidos.

En esa misma sala hay una colección de animales de cristal. El coleccionista es un tipo

flaco y parco que fuma en silencio y no se acerca a Ana cuando ella se inclina para ver las vitrinas.

Hay una tortuga, dos cisnes que se besan, un oso panda, un pavo real de cristal verde, una mariposa,

un gato de ojos brillantes, un búho. Hay más todavía. Muchísimos animales de cristal con

incrustaciones que parecen piedras preciosas, pero Ana no se queda para verlos. Atraviesa un

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corredor pequeño que conecta esa sala con la siguiente y se encuentra de frente con un circuito

ferroviario a escala que la deja perpleja. En las paredes hay dibujadas montañas y valles amarillos,

un cielo de un azul casi irreal con nubes un poco cuadradas. En el cuarto el paisaje cobra vida en

varias mesas sobre las que crecen colinas, sembradíos y casitas de madera y cerámica. Toda esa

geografía está atravesada por líneas de tren. Las locomotoras avanzan en perfecta sincronía, sin

tocarse una a otras. Cuando un tren cruza el puente, otro entra en el túnel y un tercero se detiene

en la estación de cerámica donde hay personajes rígidos con maletas, un reloj y luces de bombillos

diminutos que se prenden desde adentro e iluminan el lugar. Vistos con detenimiento ese grupo de

pueblos atravesados por la vía férrea está lleno de habitantes pequeños, niños y adultos que visten

abrigos, perros, postes de luz con flores, casetas de venta de tabaco. Los mismos vagones tienen

adentro sillas de terciopelo y lámparas que funcionan. Ana sabe que la maqueta se parece a Europa

porque las personas son elegantes y casi podría adivinar que es invierno. También porque en

Colombia los trenes fueron un proyecto caduco y ahora las carrileras abandonadas solo sirven de

referencia para los que viven en la selva y en el campo, son venas oxidadas devoradas por la maleza

y los árboles de mango.

En una pared de la sala hay colgadas cajas de vidrio con modelos a escala de trenes

famosos. “Este es el transiberiano”, dice el coleccionista cuando Ana se acerca a verlo. “Viaja

desde Moscú hasta Pekín”. El que le habla es un hombre regordete, rígido pero dulce, que viste

pantalones de pana y tirantes. Todo ese ensamblaje se mueve gracias a un circuito eléctrico que él

mismo diseñó. Tiene un control que permite poner en marcha las máquinas y un cuaderno donde

apunta cómo hacer cada una de las conexiones de la maqueta. Ana mira con fascinación ese mundo

que es producto de la paciencia y la minucia, y tal vez también de una soledad inmensa que el

hombre ocupa con vagoncitos y cables de colores. Piensa en esa y en todas las colecciones. En las

152
personas que viajaron desde lejos para poner en estantes sus obsesiones más íntimas. Las

colecciones son microcosmos, modelos a escala de un mundo pulido y curado cuidadosamente,

diferente al real. Son maquetas del universo, pero sin entropía, sin desastres naturales ni muertes

repentinas. Tienen sus propios sistemas y leyes, y al mirarlas parece posible el dominio total, la

tranquilidad. Todo marcha. Cada cosa tiene un lugar, cada tren una vía y un horario y una estación

de llegada.

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El médico que monitoreaba tu deterioro mencionaba con frecuencia la red de apoyo de cuidadores

y familiares a tu alrededor, la importancia de encontrar espacios fuera de la rutina del paciente para

cultivar mi calidad de vida.

Cuando le dije, durante una consulta, que yo era toda la red de apoyo, que nuestra familia

éramos tú y yo, y siempre nos las habíamos arreglado así, se quedó perplejo. Me miró con

desconcierto y me recordó que al paciente no hay que dejarlo solo en ningún momento. “Él no está

solo, doctor, yo siempre estoy con él. Trabajo a distancia escribiendo para una productora

extranjera, casi nunca tengo que salir, y cuando es necesario, me lo llevo a donde vaya: al

supermercado, al banco, a un almacén. A veces incluso vamos a cine y él se duerme toda la

película. La gente es muy amable cuando ven que está así, y a él le hacen bien las salidas”. Se

tardó unos minutos en asimilar que vivíamos en un encierro cada vez más sofocante. Cuando me

habló de buscar apoyo, le expliqué cortándole la palabra que conocía las alternativas. La plata no

nos alcanzaba para pagar un enfermero geriátrico, y dejarte en un asilo público tampoco era una

opción para nosotros, no para mí. Ya sabíamos que la situación siempre empeora, y qué le íbamos

a hacer, ajustarnos, como siempre, hacer lo necesario, ir en bus al hospital, salir a caminar cuando

hiciera buen tiempo y tomar ventaja de los buenos días para sobrevivir a los malos. El médico se

quedó en silencio y retomó sus preguntas de rutina.

Para combatir el aislamiento yo había descubierto una ventana de escape que se acomodaba a todas

nuestras necesidades. Simultánea a la nuestra, vivía una vida en internet. Volcaba toda mi energía

en la pantalla. No se lo mencioné al médico, porque sentí vergüenza de esa escapatoria mediocre.

Me vi a mí misma, sentada en ese consultorio demasiado blanco y demasiado luminoso, intentando

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explicar por qué no necesitaba del contacto con otras personas, y sentí tristeza. Me hice pequeña

en esa silla y pude ver mi vida insignificante dentro del apartamento que ya casi nunca dejábamos.

Había renunciado a la idea de mantener cualquier relación que me exigiera dejar la casa. Conocía

los riesgos agigantados del agua hirviendo, la estufa prendida, todos los filos que cortan, la ventana

abierta, así que no volví a salir y me hice adicta, visitante frecuente de una serie de realidades

virtuales en las que me sentía más cómoda que en el mundo de afuera donde hay médicos que

juzgan el aislamiento y la soledad. Invitar a personas de ese mundo a la casa tampoco era una

opción. Me apenaba el olor rancio en el que vivíamos, a orines y a col hervida y a vinagre; las

manchas del tapete y del sofá, y tu cuerpo giboso vestido con sudaderas y pijamas.

En internet, en cambio, esa realidad palpable se anulaba. Todo era control y evasión. Devoraba

series de televisión buenas y malas, comedias de guiones flojos con risas de fondo, thrillers

escandinavos, reality shows de pasteleros y diseñadores de moda; tutoriales de proyectos que

nunca hacía realidad, pero que me hacían sentir capaz; reseñas de libros que no leía; recetas que

archivaba para después; fotos y videos de personas que alguna vez conocí y ahora tenían hijos o

viajaban por el mundo o posaban frente al espejo de un baño. La pornografía me aburrió muy

rápido y no supe encontrar en línea un buen sustituto para el sexo. Siempre encontraba las mismas

escenas forzadas con hombres sin cara y mujeres que gritan nomás al contacto con un pene. Me

costaba creerles, encontrar en esa experiencia algo que me diera curiosidad. Eso y la comida fueron

tal vez las únicas dos cosas que no pude reemplazar. Pero las fui aplazando, minimizando. Me

acostumbré a comer casi siempre lo mismo, papillas y arroces y cenas blandas, y a no tocar a otros

ni querer sus cuerpos firmes y blandos en los lugares indicados, con la piel caliente y la saliva

dulce. Hice con mis ganas una bolita de papel que podía apretar en mi vientre hasta sentir que

desaparecía. No volví a mirarme de cuerpo entero frente al espejo.

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Chateaba esporádicamente con personas cuyos nombres reales nunca conocí. CHEETAH002.

RAMONALARATONA. CAPITANG. Como yo, llevaban vidas paralelas en línea y agradecían

ese contacto distante pero honesto. No hay voz, no hay imagen, solo palabras escritas en una

pantalla. A ellos les contaba de tus paseos errantes y de mis noches insomnes y de las visitas al

médico. También los leía.

Ramona había estado hospitalizada por anorexia nerviosa varias veces y ahora se mantenía

en la raya de la alimentación saludable, comiendo apenas lo necesario para no ser diagnosticada

otra vez. Quería con muchas ganas tener una vida social donde no hubiera comida de por medio,

y solo en internet lo conseguía. Contaba las calorías y las libras, y siempre que hablábamos me

daba un reporte del peso exacto de lo que había comido desde nuestra última conversación. Vivía

con su mamá en un apartamento con balcón en Quito. Varias veces había pensado en saltar, pero

la idea de su mamá descubriendo su cuerpo con poca carne aplastado contra el pavimento, la

detenía.

El capitán era un hombre que se aburría eternidades desde que su esposa lo había dejado.

Tampoco le hacía mucha falta ella, o eso me decía. Solo se aburría. Iba a su trabajo, un trabajo que

odiaba, y regresaba a su casa para pedir un domicilio y mirar la pantalla hasta caer vencido por el

sueño. Antes, su esposa lo impulsaba a hacer cosas o le daba motivos para pelear. Él solo quería

dormir y repetir su rutina y tener una vida mediocre que nunca le exigiera tener más plata o

volverse más inteligente o comprometerse a cuidar de otros. Ahora que estaba divorciado tenía

todo el tiempo del mundo para perder, todo su sueldo para gastar en pollo asado y propinas para

performers de striptease online. A él sí que le gustaba la pornografía. Se obsesionaba con las chicas

que se quitaban la ropa frente a la web cam, pero nunca tenía sexo cuerpo a cuerpo porque cada

vez le producía más angustia y menos placer. Le gustaba así, a través de la pantalla, sin olor, sin

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tener que considerar las necesidades de otro, sin todos los riesgos humanos que implican mostrarse

desnudo y vulnerable frente a alguien más.

Cheetah002 era una adolescente. Tímida. Enamorada de alguien de su clase. A punto de

terminar el colegio. Hablar con ella era refrescante porque todo lo que le pasaba venía cargado de

un peso dramático que solo los adolescentes pueden ver. La vida, toda, era siempre en serio,

siempre trascendental. Me ayudaba a ver en perspectiva mis propias luchas. Mis problemas

también eran relativos ahora que no me quedaba toda la vida por delante, sino solo un pedazo;

ahora que no me atormentaba un amor galopante; ahora que el acné había dejado de preocuparme

hacía muchos años.

Yo era Usuario86. Elegí un nombre genérico, más bien masculino, para no recibir tantas

fotos de vergas e invitaciones trilladas a tener sexo virtual. Me costó, como en la vida física,

depurar las voces de esas salas infinitas donde todos hablan y nadie escucha. Llegué a estos tres

amigos y dejé de buscar. No hablábamos todos los días, pero su presencia me ayudaba a sobrellevar

el aislamiento. Cuando algo nos sucedía, algo risible o doloroso o común, pensaba en ellos y en

cómo les iba a contar. También a veces me preguntaba por sus días. Me imaginaba el balcón de

Ramona, en un décimo piso, con vista a la ciudad montañosa de otro país, muy parecido al nuestro,

pero diferente.

Nunca me uní a un grupo de apoyo de cuidadores de pacientes con alzheimer. Los hay,

también en internet, pero no quería pasar otra jornada escuchando historias similares a la mía para

sentirme menos única y desesperada. Miraba a veces, sobre todo al principio videos caseros o

documentales completos sobre la enfermedad que me estremecían hasta los huesos pero también

me sacudían de risa, sin que hubiera punto medio entre el terror y la carcajada.

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1: Frente a la cámara una nieta y su abuela se presentan. “Yo soy Carmen”, dice la mujer

joven. Tiene unos veinticinco años. “¿Quién eres tú, abuela?, pregunta Carmen y mira a la vieja

que de pronto enrojece. La sonrisa con la que antes posaba, se le borra de un jalón. Mira a su nieta

confundida. “…Pues yo soy, soy… Abuela”, dice finalmente. “Pues, muy bien, Abuela”, la felicita

Carmen. “Ahora, vamos a hacer una prueba”, continúa la nieta. La anciana asiente y entonces

Carmen le muestra unas gafas de sol. “¿Qué es esto, Abuela, dígame?”. La abuela se ríe y responde

con soltura, “pues es un pie”. “¡No, abuela, no! Un pie es esto”, y el pie de Carmen aparece en

medio de la pantalla. “Ah, sí, un pie”, señala la vieja y mira a su nieta con ojos de niña. Carmen

insiste con las gafas “¿Qué es esto entonces?”, y la abuela duda un momento. Toma las gafas y las

mira con detenimiento. Finalmente dice, a punto de reventar de risa: “¡es una chupeta!”. Carmen,

que se divierte con las ocurrencias de Abuela, abre las patas de las gafas y se las pone a la anciana.

Abuela de pronto se ve como un extraterrestre: tiene puesto un saquito de lana pálido, sobre todas

las arrugas del mundo y ahora lleva un par de gafas psicodélicas. Carmen le acerca un espejo y la

abuela ve la imagen de una mujer demasiado vieja para llevar esos lentes azulados. Tal vez no

sabe que esa vieja es ella, que eso es un espejo, que tiene puestas unas gafas de sol, que cientos de

personas la pueden ver en internet adivinando sin éxito el nombre de un objeto sencillo. No le

importa. Suelta el torrente de risa que había contenido hasta entonces. Carmen y su abuela se ríen.

Se abrazan.

2: Un hombre no tan viejo es entrevistado por su hija. La hija nunca aparece en el video

porque está detrás de la cámara. Han comenzado a grabar porque el hombre quiere ser entrevistado.

“Ya está”, dice ella, “te estoy entrevistando, ¿de qué quieres hablar?”. El hombre hace silencio,

mira a su hija detrás de la cámara. Entonces ella se anima y le pregunta “¿cómo es la vida con

demencia?”. Él, sin pensar mucho responde: “Una mierda”. “La vida con demencia es no tener

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memoria. Se te olvidan las cosas”. Hace una pausa dramática y suelta: “Se te olvida cómo es la

vida con demencia”. Los dos se ríen como urracas. Es una risa que sigue después de que el video

se corta.

3: Una productora digital, similar a la que me da trabajo, ha recopilado respuestas de varias

personas con Alzheimer. Les preguntan, primero, cuál es uno de sus primeros recuerdos. “Debía

tener dos o tres años”, “estaba lloviendo”, “estoy frente al espejo, usando los zapatos altos de mi

mamá”, “el primer día de clases, mis libros pesaban mucho”, “le di un beso a ese niño”. Luego,

cuál en uno de sus recuerdos más recientes. Todos titubean. Una mujer cierra los ojos, levanta las

cejas y sonríe antes de negar con la cabeza: “No sé”. Un hombre comienza una frase: “Bueno, esta

mañana, antes de venir aquí, fui a… ¿A dónde fui esta mañana?... ¿qué hice hoy?, ¿qué estaba

haciendo antes de venir aquí?” Mira a su alrededor y comprende, “No vine aquí, ¡ustedes vinieron,

esta es mi casa!”. Se cubre la cara con las dos manos. Cuando les preguntan qué cosa no quisieran

olvidar nunca, todos mencionan a su familia: “Mis hijos, sobre todo el mayor, ¿cómo se llama?”,

“Mi esposa”. El hombre que antes no reconoció su casa dice: “A mi perro, Chuck, aunque ya está

muerto”.

Noche a noche, frente al computador, fui explorando la marea que se metía debajo de

nuestra puerta y ocupaba todo el centro de nuestro silencio. Supe de experimentos, estudios,

tratamientos nunca ensayados, promesas médicas y suposiciones a futuro -un futuro que ya no nos

tocaría; de personas brillantes que ahora pasaban el día llenando un babero de saliva, de familias

que renunciaron y parejas que nunca se amaron tanto como en la última fase de una demencia

común; de algunos que encontraron alivio y ligereza soltando el bulto obeso de su pasado. Supe

que lo último que se olvida es la música y que la infancia está anclada en un lugar recóndito pero

imperdible del cerebro; que la memoria es narrativa y está urdida de historias que necesitamos

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contarnos una y otra vez para no bascular del lado oscuro de la mente, porque parece que somos

animales sociales o animales de costumbre, pero ante todo somos animales narrativos: una especie

que podría abandonarse a su muerte si no construye sentido, si no comprende, si no recuerda. Supe

que como a todas las personas que hablaban en esos videos, nos llegaría el turno. También supe

de asociaciones, grupos de apoyo, comunidades enteras que se han radicado en algún rincón

tranquilo para acompañar a sus dementes a vivir lo que les queda de vida, miles de espacios a los

que nunca fuimos. Leí las descripciones de esos lugares y supe también que no eran una opción

para nosotros. Tú y yo, Ana y Leo, uno y dos, y basta. Muy pocos personajes para habitar una

historia que valga la pena contar. Desde que puedo recordarla siempre fue así la vida: una

constelación brevísima, de dos puntos nada más. Dos. Suficiente para no estar nunca solos, para

llevar de una generación a otra el fuego de la humanidad, para guardar secretos y reventar de risa,

para llenar una casa enorme y una casa pequeña, para perder la paciencia y hacer después las paces,

y cultivar un amor parásito donde nadie más cabe.

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Después de un par de horas han recorrido y curioseado la exhibición completa. Guitarras,

marionetas, posters de películas, insectos crucificados con alfileres, figuras de Star Wars, carros

clásicos en miniatura, ediciones infinitas de cómics, piedras.

Casi todas esas cosas son simplemente una acumulación de objetos que significan muy

poco para Ana. Vienen de épocas en las que ella no había nacido o le producen una sensación

ligeramente perturbadora. Los insectos, por ejemplo, parecen a punto de ponerse en movimiento,

atrapados detrás del vidrio. Ana puede ver que tienen pelitos finísimos en las patas y ojos

tornasolados que la miran directo. Avanza a la siguiente sala y se entretiene pasando páginas de

un libro gigante hecho de afiches cinematográficos. No ha visto ninguna de esas películas y se las

imagina todas aburridas. Un hombre que lleva un smoking mira directo a la cámara, en una mano

sostiene una pistola y en la otra una copa en la que flota una aceituna. “Agent 007”, marca el

afiche. El mismo hombre con el mismo smoking aparece dibujado en la siguiente página. Una

mujer vestida de gala, con piernas larguísimas y ojos sensuales lo abraza por detrás. “James Bond

007 in Octopussy”. Hay varias páginas con el mismo tipo, muchas mujeres o partes de mujeres

decoran el fondo de los afiches, también hay hombres malos, morenos o árabes, con los que

seguramente el protagonista luchará a muerte en la película. Muchos de los posters retratan escenas

románticas y apasionadas. Parejas a punto de besarse o mirándose con deseo. “Gone with the

wind”, “La la”, “Casablanca”, “The big Heat”. Para Ana todas parecen aburridas, arcaicas, excepto

una, la única que ha visto: “Titanic”. Es una de las últimas páginas del gran libro, porque es una

de las más recientes películas. Ana repasa esa imagen que ya ha visto muchas veces. Leonardo

DiCaprio abraza a Kate Winslet desde atrás, tomándola apenas por la cintura, mientras ella abre

los brazos a la inmensidad en la proa del Titanic. Le parece perfecta, romántica, dramática,

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inspiradora. Quiere volver a ver las cuatro horas enteras del film, cantar My heart will go on al

unísono con Céline Dion, aunque no comprenda del todo la letra de esa canción en inglés. Ha

comprado completa esa historia de amor y despecho, se imagina que así se siente estar enamorada,

dejarlo todo, huir de la primera clase para bailar y emborracharse con un hombre sensible pero

fuerte que sabe un poco más de todo que ella. No alcanza a predecir que sus propias historias de

amor serán más mundanas, que a veces no sabrá distinguir el amor de la simple confianza o la

comodidad, que querrá quedarse en una relación por negligencia, solo para no tener que volver a

construir un vínculo de intimidad con alguien nuevo, que no siempre serán hombres los que la

harán querer dejarlo todo y huir, que el amor de las mujeres será para ella más visceral y cómplice

que el de los hombres, y que las historias más emocionantes de su vida poco o nada tendrán que

ver con el romance.

Leo se acerca a Ana y le pide permiso para buscar un afiche. Pasa las páginas hacia atrás y

se detiene para señalarle la imagen de tres hombres con sombrero: “The Good, The Bad, The

Uguly”. A Ana nada en esa imagen le parece interesante, pero Leo le dice, “Ese de la derecha es

Clint Eastwood, el amor platónico de tu mamá”. Ana, ahora intrigada, lo mira de cerca. Intenta

verlo guapo, pero solo puede ver a un tipo más bien arrugado, vestido de vaquero. Pasa las páginas

y lo encuentra de nuevo, siempre usando sombrero y una especie de poncho que le cubre los

hombros. Fuma y frunce el ceño, como si algo muy grave estuviera sucediendo. Es feo ese Clint

Eastwood que le gustaba a su mamá. Tal vez no le gusta a Ana porque no la tuvo a ella para

enseñarle, para mostrarle el encanto de los hombres peludos y bárbaros. Tuvo que aprender de sus

amigas y de los musicales animados a querer las caras afeminadas de los príncipes. Se dice que

quizá algún día, cuando sea una mujer adulta, aprenderá a comprender el encanto de ese ceño

fruncido lleno de brusquedad.

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Así pasan el día, andando sin prisa sobre pasos que ya dieron. Almuerzan en la misma sala

donde en la mañana hubo desayuno. Otra vez la comida está cubierta en el precio de inscripción y

Ana se siente por fin en vacaciones cuando ve el buffet abierto con posibilidad de repetir todas las

veces que quiera. Comen hasta saciarse. Prueban todos los postres. Toman café. Guardan para más

tarde un par de jugos tropicales de caja y un paquete de galletas wafer que se harán polvo.

**

Pasan la tarde vegetando y esperando visitantes en su puesto de expositores. Les explican

a quienes se acercan a su vitrina la historia de la colección de amuletos. Son un grupo dispar de

objetos, pero tienen un vínculo potente que los vuelve colección: todos les han traído buena suerte

y los han protegido del infortunio, todos han llegado a sus vidas sin ser buscados para unirse a esa

sociedad secreta de objetos guardianes. A los curiosos les gusta leer la bitácora donde aparecen los

detalles de cada amuleto y luego buscar las figuras que corresponden al texto en las repisas de la

exhibición. Los menos populares resultan ser el troll, amuleto contra el tedio; un pececito de boca

imantada que alguna vez hizo parte de un juego de pesca al que se le daba cuerda manualmente, y

que terminó de amuleto contra el instinto de rebaño; y el amuleto de los buenos modales, un

dinosaurio color curuba que usa pañal y camiseta amarilla, tal y como el personaje de Dinosaurs,

una serie gringa que dejaron de pasar en televisión nacional hace años. Ha de ser que son feos,

disparejos, que solo parecen un juguete pasado de moda. Pero ahora son mucho más que juguetes,

mucho más que ellos mismos y su forma aparente. Son un guiño del cosmos para Leo y Ana, una

señal que prueba que hay algo afuera que lo contiene todo, que el mundo frágil de los cuerpos se

sustenta en algo que no se puede ver, pero que se presiente a cada coincidencia. Justamente eso

son los amuletos, una prueba pequeña de que las casualidades no existen. Están ahí para quién

tiene la intuición suficiente de adivinarlos y acogerlos. Eso intenta explicarle Ana a un niño, tal

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vez demasiado pequeño para comprender, que se ha plantado frente a su puesto y no deja de

preguntarle.

—¿Cómo se llaman tus juguetes?

—No son juguetes, son amuletos.

—Pero sí son juguetes, mira, ese es Meeko, el de Pocahontas. ¿Me lo prestas?

—No, no son para jugar. Son para la suerte.

—Ah.

—Meeko trae suerte si te vas de camping. No te roban ni te pasa nada malo. Tampoco

llueve.

—Ajá, ¿y cómo hace Meeko para que no me roben?

—No sé, es su poder. Los poderes son así. Tú lo llevas y él te protege.

—¿Cómo el ángel de la guarda?

—Sí, algo así.

—¿Meeko es tu ángel de la guarda?

—Más o menos. Todos los amuletos son el ángel de la guarda, pero no tienen nada que ver

con dios ni con los ángeles.

—Ah, ya.

El niño habla como las personas de la costa. Llena de aire el final de las palabras. Parece

confundido, pero sobre todo celoso de que sus santos no sean mapaches o extraterrestres. Mira las

vitrinas haciendo un esfuerzo por conciliar su fascinación y sus ganas de comprender cómo es que

esos muñequitos, tan pequeños y parecidos a los juguetes, son ángeles de la guarda que no trabajan

para dios.

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Después de un rato al niño se le olvida todo eso tan complicado de los amuletos, o

simplemente se aburre, y se va. Ana se queda en el puesto, actuando su rol de expositora afuera,

pero dudando adentro, pensando que quizá no hay tal cosa como los poderes de los amuletos, que

son un cuento, como todo lo demás, como el ángel de la guarda.

Está en medio de esa duda larga de desentrañar cuando ve entrar a la sala un grupo de tres

hombres y una mujer con cara de ser los dueños del lugar. Llevan agendas de cuero donde toman

notas de todo lo que ven. Son los miembros del jurado, que recorren la exhibición anotando

puntajes secretos. Justo unos segundos después de ellos, entra Leo a la sala, un poco apurado. Se

acomoda junto a las repisas, al lado de Ana. Estira su camisa y se peina con la mano. El jurado

avanza en silencio escaneando todas las vitrinas. Cuando se acercan a ellos, Leo les extiende la

mano y les ofrece una sonrisa amplia. Ana apenas los mira a los ojos. Busca qué hacer con sus

manos y decide llevárselas a los bolsillos. Entonces lo siente: el hieloco se ha quedado ahí todo el

día. Lo olvidó y ya no hay cómo incluirlo en el inventario. Algo le dice que su falta de fe los hará

fallar, que debería estar ahí ese nuevo amuleto para completar la colección. Leo no sabe, ni los

señores del jurado. Solo ella, pero eso basta. Sabe que no creyó, era su última prueba y no creyó.

Solo uno de los hombres del jurado se detiene en la bitácora. La hojea y apunta en su

agenda algunos garabatos. Los otros se van demasiado rápido. Ana piensa que en ese corto tiempo

no habrán podido comprender de qué va su colección. Salen y la sala vuelve a llenarse lentamente

de voces. No ha pasado nada, pero ya todo está decidido.

**

Casi una hora más tarde la recepcionista de la mañana pasa, sala a sala, buscando a los expositores

para la premiación. Todos bajan al salón central del primer piso. Sobre la mesa de registro ahora

hay copas de vino. Pronto aparece otra mujer, una que también habla como el niño y como todas

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las personas de esa región. Se acomoda detrás de un micrófono y a través de unas gafas pesadas

lee un discurso que Ana le parece demasiado largo. Agradece a instituciones y patrocinadores,

pero sobre todo a quienes hicieron un esfuerzo por estar ahí esa tarde. Hace un brindis que quiere

ser emotivo, repite una cita sobre el arte de coleccionar y concluye que aquello que todos

deberíamos acumular son los momentos bellos de la vida. Recibe un aplauso pálido, lleno de una

cordialidad tensa. En seguida deja las páginas que acaba de leer y toma de la mesa varios sobres.

Antes de leer, extiende la espera reiterando que todos para ella son ganadores solo por el hecho de

estar ahí, y que ha sido una decisión difícil para el jurado, pero alguien debe llevarse los premios.

“¡El tercer lugar, que se lleva un cheque por quinientos mil pesos…”, dice la mujer y hace

una pausa para ver en el público una mirada de deseo por los quinientos mil pesos, “…es para ¡La

colección de figuras Swarovsky!”

El público aplaude. A Ana le parece que todos como ella sienten algo de tristeza por no

recibir ese cheque, pero se consuelan de inmediato pensando que pueden ganar el segundo o

incluso el primer lugar. El hombre de los animales de cristal se acerca a la mujer sin cambiar de

expresión. Recibe el cheque y se aleja de inmediato, antes de que puedan fotografiarlo.

“El segundo lugar, premiado con un cheque por un millón de pesos”, dice la mujer y de

nuevo mira al público con sonrisa pícara, “¡es para la colección de Barbie!, ¡Bravo!”, y aplaude

con los sobres en una mano y el micrófono en la otra. La dueña de la colección de muñecas Barbie

pasa al frente y se roba el micrófono para decir palabras que Ana ya no alcanza a escuchar. Todo

en su mente se nubla. Calcula rápido y sabe que han perdido. No hay manera de que los amuletos

puedan vencer a la mujer de las doscientas Barbies. Mira a Leo que escucha el discurso de la

ganadora, aplaude y sonríe. Mira a todos a su alrededor, concentrados en la premiación, bebiendo

vino, celebrando esa reunión de personas tristes y sin ocupación. Sin dudar demasiado, toma una

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decisión. Se dice que debe actuar. Ella. Sola. Entonces se acerca a Leo y le dice al oído que ya

regresa, que tiene que ir al baño.

—¿Al baño?, ¿Ahora? — Le responde él y en su tono queda claro que no le parece buena

idea irse, viene el premio al primer puesto y podría ser de ellos.

—Sí, es urgente. Ya vuelvo. — Y se va antes de que el abuelo le pueda responder.

Ana sube las escaleras hacía las salas de exhibición ahora deshabitadas. Hace una pausa brevísima

en los últimos escalones, pero ahí lo comprende todo. La duda que le venía creciendo se resuelve

de tajo: No, no hay un poder invisible que sostiene a los cuerpos en su lugar, no hay amuletos que

curen el abandono. Las coincidencias son eso, coincidencias. Los accidentes pasan, las personas

se mueren. Un mono de plástico no es más que un mono de plástico, no importa lo que diga Leo.

Las cosas no tienen auras mágicas. Lo más duro de comprender es que Leo ahora es un viejo,

apenas viejo, pero lo suficiente para dejar de comprender la mecánica arbitraria de la vida. Ahora

ella lo sabe y él todavía no. Ella ha visto el miedo. Ha visto el asco a los ojos, y estuvo a punto de

devorarla. Casi ha visto la guerra que desangra a Colombia, apenas la superficie, y le fue suficiente

para no querer regresar a las entrañas de ese país caníbal. Ha comprendido la dimensión de su

soledad cuando calla entre sus amigos, cuando le miente a su abuelo, cuando hace pocas semanas

le sangró el vientre por primera vez y no tuvo a nadie para decírselo. Está sola. La fe es un tropiezo,

una cosa de niños y ella ya no es una niña. No es cierto que las cosas suceden por una razón. Las

cosas hay que buscarlas y ganárselas. No es cierto que algún día entenderá, algún día es hoy. Ya

es hora, se dice, y se escabulle por los corredores del segundo piso. Mientras se aleja, alcanza a

escuchar que abajo la mujer anuncia:

“El premio al primer lugar, con un cheque por ocho millones de pesos y un viaje a Madrid,

es para la colección de locomotoras a escala. ¡Un aplauso para el coleccionista ganador!”.

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Después cesó el ruido.

Ya no hubo discusiones, casi nunca. Entramos en un silencio hondo, como el que queda

después de un huracán. Ya no eran recuerdos ni nombres ni pensamientos obsesivos lo que dejabas

ir, sino habilidades y gestos que tu cuerpo antes recordaba automáticamente. La balanza se fue

inclinando del lado de la ausencia, y al cabo de un año ya solo reaparecías como eras antes en

cortas instantáneas para descubrir que no sabías qué había sido de ti. Comenzaste a pasar más y

más tiempo buscando a personas de otras vidas, cada vez más lejanas.

Vinieron las últimas veces. La última vez que fuimos por helado, tiraste el cono al piso.

Estaba fría, demasiado fría esa masa dulce que te hería las encías.

La última vez que comiste con cubiertos, los dejaste caer al piso una y otra vez. Tus manos

se tropezaban con la mesa y con el plato y los dedos perdían la tensión necesaria para sostener un

tenedor.

La última vez que hablaste con Céline, la viste en mis ojos, “Bon soir, chérie, ça fait du

bien te voir”, y me tocaste la mejilla con tus dedos untados de alguna papilla.

La última vez que miramos juntos las fotos de mi infancia, miraste con atención una imagen

donde tengo seis años, llevo vestido de baño, unas gafas de sol enormes, e intento hacer bailar un

aro de ula ula en mi cintura. Señalaste con un dedo inseguro y se te iluminó la cara al decir “Ana,

ma petite fille”.

La última vez que supiste amarrarte los zapatos pasó desapercibida para los dos. Ese es un

acto invisible, como todos los otros, que nunca mereció nuestra atención hasta el día en que no

pudiste hacerlo más. El médico que hablaba en plural nos había dicho que era importante salir a

caminar, no solo para mover el cuerpo sino para aliviar la sensación de encierro. Aunque la

169
recomendación era para ti, era a mí a quien le hacía más falta. En nuestra rutina rígida, de domingo

a domingo seguíamos el mismo patrón: desayuno, tiempo muerto, caminata, almuerzo, siesta,

baño, televisión, cama.

Una tarde íbamos de salida al parque y te quedaste sentado en el sofá, mirando al frente

con los zapatos desamarrados. “Yo sé hacer esto, ¿verdad?”, me preguntaste aturdido, y yo

comprendí que me hablabas de los cordones. “Sí, Leo, sí sabes”. Entonces me senté a tu lado,

desamarré mis propios zapatos y te pedí que me siguieras paso a paso: “haz una orejita con este

cordón. No la sueltes”, “Ahora haz otra orejita con el otro”, “Así está perfecto”, “Ahora cruza las

orejas y pasa una debajo de la otra. Hala hasta que el nudo se apriete”. “Así, exacto, ¿ves qué

fácil?”. Tus manos seguían mis movimientos con una torpeza recién inventada. Amarraste tus

zapatos y en la cara se te hinchó una sonrisa de satisfacción. Tal vez solo tenías que aprenderlo de

nuevo, entrenarte en esa habilidad que había sido automática por años y en la que no reparabas

desde que tú mismo me enseñaste la técnica de las orejitas, cuando era una niña.

Yo debía tener unos cuatro años porque ya iba al colegio. Llegaste a la casa con una caja

envuelta en papel brillante y anunciaste alzando la voz la entrega de un regalo inesperado.

Recuerdo la emoción creciendo como un cosquilleo incontenible en la barriga. Había que esperar

porque el paquete venía con una condición. El regalo traía compromisos. Yo quería aceptarlos

todos, decir que sí, asumir cualquier responsabilidad con tal de tener la caja en mis manos, rasgar

el papel. “Lo que hay aquí adentro es tuyo, pero tienes que aprender a usarlo sin ayuda, ¿bueno?”.

Yo asentí con movimientos exagerados y una expresión seria que quería demostrar que había

comprendido.

Dentro de la caja venían unos tenis de La Bella y la Bestia, la película que todos en el

colegio habíamos visto sin parpadear. La suela tenía una plataforma transparente que se alumbraba

170
con luces rojas a cada paso. En uno de los zapatos estaba dibujada Bella, con su vestido amarillo

flotando en el aire. En el otro zapato estaba Bestia, con gesto amable, ofreciendo una rosa. No

podía creer mi suerte. Un día inesperado, sin que fuera mi cumpleaños o navidad, me habías traído

los zapatos que cualquier niña de mi curso querría tener. El único problema: tenían cordones. Estos

tenis no eran como los otros, que se abrían y se cerraban con un velcro grueso y ruidoso, fácil de

desprender. Tenía que aprender la técnica de las orejitas. Me prometiste que era sencillísimo y que

sería una niña grande mucho antes que los demás. Me mostraste, paso a paso cómo doblar los lazos

y cruzarlos entre sí. Estuve toda la tarde sentada en el piso ensayando orejitas con los cordones.

Era una tarea inconquistable, tremendamente compleja. Crear esos aros requería de toda mi

concentración. Cuando sostenía uno, el otro se desvanecía. Cuando parecía lograrlo, las orejas

perdían su forma y se desmayaban sobre los zapatos. Me pregunté cómo era posible que todas las

personas grandes supieran amarrarse los zapatos, que lo hicieran todos los días, siempre tan rápido.

Consideré renunciar a ese regalo increíble que venía con una trampa, como un caballo de Troya

con estampados de Disney que alumbran en la oscuridad. Calculé las posibilidades de vivir una

vida sin tener nunca que atar lazos. Me rendí. Quise llorar, tirar lejos los zapatos nuevos. Estuve

mucho tiempo con los brazos cruzados intentando comprender la ecuación de los nudos y la

inexperiencia de mis dedos diminutos. En la noche, recogiste los zapatos. Los guardaste en la caja

de regalo y me prometiste que en la mañana serían míos de nuevo, míos siempre y cuando pudiera

amarrarlos.

No sé cuánto tiempo invertí en ese aprendizaje básico y dispendioso. En algún momento

de los días siguientes habré conseguido cruzar las orejitas en el momento preciso y ejercer la fuerza

exacta sobre los cabos tensos de cordón. La victoria fue absoluta.

171
Muchos años después, la tarde en que olvidaste cómo atar tus zapatos, pensé con inmensa

gratitud en la fortuna que era poder regresarte, con tus mismos gestos, el regalo inesperado de esa

victoria. Habíamos invertido los roles y ahora tú conquistabas un peldaño sin gloria, de mi mano

retrocedías un paso, cosechabas las orejas de conejo que habías cultivado en mi infancia, cuando

de golpe y sin pedirlo tuviste que hacerte cargo de mí.

172
En el tiempo que siguió presté especial atención a los retrocesos paulatinos de tus manos y tus

pies, a las palabras que se quedaban errando en algún lugar entre tu mente y tu voz. Casi todas las

facultades que perdías eran tesoros transparentes que alguna vez me habías entregado con

perseverancia y estrategia, y que habían desaparecido para los dos durante años. Todo lo que

aprende un niño lo desaprenderá con los años y el rostro arrugado. Vivimos tanto tiempo sin

percibir la importancia de esas cosas, dándolas por hecho: contar monedas, agarrar los cubiertos,

cortarse las uñas, lavarse los dientes, caminar sin tropezar.

Muchas veces intentaste de nuevo atar tus zapatos, y te fue imposible. Yo sabía, porque

podía recordarlo, que la tarea era titánica. En pocas ocasiones conseguiste seguir los pasos de las

orejitas y amarrar un nudo sólido. La ilusión de volver a sembrar la memoria de las cosas simples

en tus manos se fue diluyendo tarde a tarde. Los cabos de los lazos se hacían más resbaladizos, las

instrucciones más confusas, las orejas menos fáciles de encontrar.

Descubrimos entonces que cuando comenzabas a desaprender algo, no había retorno. Las

batallas contra los objetos más familiares duraban tanto como el desconcierto, a veces días, a veces

solo minutos. Dejabas de comprender la peinilla y los libros y la tostadora para convertirlos en

animales extravagantes armados de filamentos rígidos y alambres que se tornaban fosforescentes

y mordían al tacto. Los dedos, demasiado vulnerables, se extendían en la búsqueda del calor y la

luz y entonces se chamuscaban dentro del orificio para el pan. Yemas de anciano tostadas. Un

dolor insoportable que pronto se olvidaba. Las marcas del alambre caliente en tus manos.

**

Yo pensaba con frecuencia en los ritos de iniciación, en las celebraciones ruidosas de las

familias que exhiben a sus hijos como miembros dignos del clan. Se celebra la primera vez que un

joven mata un buey, o que una niña sangra. Se celebran los nacimientos de los primogénitos, las

173
pruebas de valor, los diplomas que marcan el fin de pequeñas eras; incluso, en rituales de pocos

amigos, se aplaude al primero que tiene sexo, aunque la experiencia sea floja. Las primeras veces

llegan con emoción inaugural y efervescencia de futuro. Las últimas veces, en cambio, van

marcadas de derrota y ocurren sin predicciones ni expectativas ni fiesta. Me parecía injusto dejarlas

pasar sin carnaval, como si fueran acontecimientos vergonzosos que solo nos quitaban espacio

para respirar.

Decidí que tendríamos que celebrar las últimas veces por simple gratitud, porque los dedos

ahora incapaces y las rodillas que comenzaban a flaquear te habían servido toda una vida y era una

falta de respeto no honrar su trayecto. Era una manera de sobrellevar la pérdida y renombrarla a la

luz del desahogo. Y qué si te hacías cada vez más pequeño, menos hombre, indigno del clan.

Nuestros ritos de iniciación le darían la bienvenida al viejo enniñecido, al arrullo del vaivén de una

silla, a la depuración de las palabras, al silencio creciente, al olvido de lo innecesario y de lo

precioso y de lo más básico. Nuestros ritos de despedida serían una venia para el hombre grande

que se marchaba, laureles para Leo que estuvo ahí para contar los dientes que abandonaron mi

boca; que preparó con sus manos tortas para los cumpleaños que celebrábamos en fiestas de tres

invitados, el abuelo, la nieta y la gata; que trenzó mi pelo en peinados maltrechos antes de ir al

colegio; que me enseñó la multiplicación egipcia y las constelaciones del cielo, y las palabras

intraducibles de todas las lenguas que no hablamos; que me inició en las nociones básicas para

navegar un mundo que él mismo no comprendía; que me resguardó de la incertidumbre y me

enseñó a hacer mejores preguntas; que empacó infinitas loncheras y asistió a reuniones de padres

y planeó vacaciones a las que nunca fuimos; laureles para él que cruzó al Atlántico y reinventó su

lengua materna, y que perdió una a una todas sus certezas.

174
La primera celebración se me ocurrió sin esfuerzo. Dormías la siesta y calculé que en las

siguientes horas no me necesitarías. Si despertabas y un desconcierto agudo te inundaba el cuerpo,

seguramente para la noche ya lo habrías olvidado. Regresé antes de que hubieras despertado y me

senté en el borde de tu cama. Te desperté hablando suave, casi cantando tu nombre, que todavía

reconocías. Te tardaste unos instantes en saber dónde estabas, quién era yo, de qué sueño

despertabas, y entonces la viste: una caja envuelta en papel brillante que reposaba sobre mi regazo.

Me miraste con los ojos llenos de preguntas. Te expliqué, “Este es un regalo porque sí, no es

navidad ni tu cumpleaños. Lo que hay aquí adentro es tuyo, pero tiene una condición”. Tenías en

la expresión un rezago de sueño y una confusión que comenzaba a nacer.

—¿Cuándo fue mi cumpleaños? —, me preguntaste.

—En noviembre, el año pasado. Hace cuatro meses.

—¿Y navidad?

—En diciembre, también el año pasado.

—¿Y cuántos años tengo?

—Ochenta y tres, Leo.

—N'importe quoi!

“Leo, mira, ¿quieres el regalo?”, te pregunté para retomar nuestro rito que se iba por las ramas.

“Sí, sí lo quiero, ¿es para mí?”. Entonces repetí: “Es para ti, pero viene con una condición. Cuando

lo abras, te explico cómo funciona”. Rasgaste el papel hasta encontrar la caja desnuda y debajo de

la tapa encontraste dos enormes tenis blancos con cierre de velcro. Los miraste con desilusión.

“Pensé que era un velero a escala”, me dijiste y me entregaste la caja de vuelta. Te expliqué que

eran los zapatos de velcro, muy fáciles de quitar y poner para salir a caminar. A cambio solo tenías

que darme tus tenis viejos y así no tendrías que luchar intentando amarrarlos nunca más. Encogiste

175
los hombros, “Yo sé amarrarme los zapatos”, me dijiste y te dejaste caer sobre la cama, dándome

la espalda.

176
El ruido del primer piso se aleja hasta desaparecer. Ana avanza sin darse pausas. Se agacha para

no ser vista desde abajo. Mira detrás suyo para confirmar que nadie la sigue. Entra a una de las

salas de exhibición donde las luces todavía están prendidas y los objetos, casi todos perdedores del

concurso posan sobre repisas como caídos en desgracia.

Escanea el lugar con los ojos, siempre alerta, vigilando que nadie se acerque por los

pasillos. Analiza a toda prisa las diferentes mesas y se decide por una. Tiene que actuar rápido y

ser eficiente. Se escurre detrás de las repisas y llega hasta la mesa que ha elegido. Detrás del puesto

de exhibición hay una silla de la que cuelga una cartera. Ana la eligió porque se ve elegante. Está

casi segura de que es de la mujer de la colección de Barbie. Se agacha detrás de la silla y abre el

cierre de la cartera. A primera vista parece que adentro solo hay desorden. Papeles flotando, una

bolsa de maquillaje manchada, un estuche de gafas, un paquete de maní, dulces, crema para las

manos. Ana revuelca con urgencia esos objetos, busca con su mano pequeña en el interior de la

cartera. Finalmente la adivina la billetera con los dedos. Asoma la cabeza sobre la mesa para estar

segura de que nadie la ha visto. Regresa a su trabajo. Hace un esfuerzo por actuar con calma y

precisión. Abre la billetera y saca todo el efectivo que encuentra. Hace con los billetes un fajo que

mete en su bolsillo, junto al hieloco. Está hecho. Respira y de pronto se arrepiente. Todavía puede

revertir su impulso, devolver la plata y bajar para encontrarse con la incertidumbre y con Leo.

Pero entonces se imagina el resto de su día, sin plata para comer lo suficiente, sin un lugar dónde

dormir, sin medios para regresar al carro en el taller de Richie. Piensa en el regreso a Bogotá,

varios días a la deriva en medio de ese calor de mierda. No puede permitirlo. Ya ha dejado a Leo

hacer las cosas a su manera, ahora es el turno de ella. Se repite casi en voz alta lo que comprendió

minutos antes. Tiene que actuar. Además, piensa, esa mujer acaba de ganarse un premio grande y

177
no le hará falta plata. Con ese argumento ya no le quedan dudas. No puede permitirse tanto tiempo

para dudas. Cierra la billetera y la mete con brusquedad dentro de la cartera. Después cierra la

cartera. Respira hondo, intentando controlar su pulso. Se dice que lo difícil ha pasado y comienza

a arrastrase de vuelta hacia la entrada de la sala. Mira a lado y lado de la puerta antes de salir.

Camina agachada por el corredor, de vuelta hacia las escaleras. Mete la mano en su bolsillo para

verificar que lleva los billetes. Se le mezclan la satisfacción y la culpa cuando siente el fajo entre

los dedos. Respira hondo por última vez y se endereza para bajar las escaleras. Ensaya su cara de

tranquilidad, de buena perdedora. Ensaya sobre todo su cara de niña.

Antes de llegar al final de las escaleras, Ana se encuentra de frente con dos mujeres que

suben. Van charlando y parece que no la miran, pero ella siente cómo su cuerpo se enfría por

completo de arriba hacia abajo. Esa fisura basta para que la descubran. Ahora solo puede pensar

que la señora de la cartera abrirá su billetera y verá que falta toda la plata que traía. Lo comunicará

a la gente del evento y comenzarán una búsqueda. Les preguntarán a todos si han visto algo

sospechoso y entonces esas mujeres que ahora van distraídas recordarán con precisión la cara

pálida de Ana bajando las escaleras. Intenta de nuevo pensar con claridad. Tiene que ir al baño

porque eso es lo que le dijo a su abuelo que haría. Siempre es mejor cubrir la mentira con una

coartada real. Se devuelve por las escaleras y entra al baño del segundo piso. No hay nadie adentro,

justo cuando le vendría bien contar con un testigo. Ahí puede refugiarse por un momento. Entra a

un cubículo y saca el fajo de billetes de su bolsillo. Los cuenta. Hay suficiente para pasar la noche

en un lugar con baño privado y ventilador. También les alcanza para comer bien y con esfuerzo

para pagarle a Riche. No sabe cuánto cuesta reparar un carro, pero se imagina que podrán

negociarlo. Vuelve a guardar la plata y piensa en un plan. Tendrá que guardar los billetes en la

alcancía de la casita roja tan pronto como pueda y sacar a Leo de ese lugar antes de que alguien

178
descubra lo que ella hizo. Sale del cubículo y se lava la cara. Se mira al espejo buscando en sus

propios ojos una confirmación de que ha hecho lo correcto, o al menos lo necesario. Del otro lado

su imagen le devuelve la mirada todavía con un dejo de duda. Se mira minuciosamente para

reconocerse, para convencerse de no importa cuántas líneas tenga que cruzar, siempre será ella,

Ana. Se mira buscando un gesto familiar, una hermana, una cómplice. Ve esa imagen hasta que le

parece extraña su propia cara, esa fisionomía gratuita, los ojos de un color cambiante, la frente

muy amplia. No logra encontrar ninguna seguridad en su reflejo que cambia tan rápido que en

pocos meses será otra.

Sale del baño repasando en su cabeza los pasos a seguir: buscar a Leo, hacer breve la

conversación sobre la derrota de su colección, subir por sus cosas y evitar el contacto visual con

cualquier persona, meter los billetes, sin que nadie la vea, en la alcancía de la casita roja, salir del

edificio lo más pronto posible. Todavía tiene que pensar cómo le va a explicar a su abuelo que

tiene esa plata. Decirle la verdad es una opción. Sabe que Leo no cree en las cosas buenas y malas

de una manera tan tajante. Sin embargo le parece más fácil inventar que fue un golpe de suerte y

atribuir el milagro a los amuletos.

Baja las escaleras y busca entre la gente la cara de su abuelo. Los cuerpos en el salón se

mueven sin prisa, ajenos al afán de Ana. Ahora que no les queda mucho por hacer, se llenan la

boca de vino, brindan, charlan, se convencen de que ha valido la pena el esfuerzo.

**

Entre la multitud, de pronto, ve desde lejos a su abuelo que mira al piso. No conversa con

otros, no brinda, no sonríe. Lo ve, sin que él la adivine, permitiéndose una decepción del mismo

tamaño que el impulso que los trajo hasta ahí. La cabeza le cuelga hacia adelante y todo su cuerpo

parece más pesado, como anclado al suelo y sin ganas de moverse nunca más. Ana no necesita

179
acercarse para saber. Lo que le pasa a Leo es una gran tristeza que siempre esconde para no

preocuparla a ella. Ese que ahora puede ver es el lado que él se reserva para sí mismo, ese que ella

no ha podido conquistar a pesar de los años y la dulzura y la complicidad. Es un secreto mal

guardado.

Ana se llena de valor. Tiene que proteger a Leo de su propio espíritu frágil como el cristal,

pero arrebatado y andariego. Camina despacio hasta llegar a ese cuerpo derrotado y lo toca por la

espalda. Tan pronto como la ve, Leo sonríe. Los dos abren los brazos y Ana se sumerge en el pecho

amplio y fuerte del viejo. En ese momento no le hace falta nada. Quiere quedarse así, abrazada a

su abuelo que es grande y alguna vez fue todo poderoso.

“Todo va a estar bien, Ananá”, le dice Leo, y ella asiente con la cabeza.

Todo va a estar bien.

180
Hace apenas unos días supiste por última vez quién era yo. Me reconociste, Leo, después de meses

de ser un cuerpo despacioso que andaba por la casa como atravesando una maleza densa. Después

de semanas de silencio, volviste.

La noche apenas despuntaba y descubrí algo extraño cuando intenté prender la lámpara de

mi cuarto. No había luz. Oprimí un interruptor y después otro. Nada. Pensé que habían cortado la

electricidad y salí al corredor del apartamento para buscarte. Pensé en las velas y los encendedores

encerrados en cajones con llave. Te imaginé asustado, pero en cambio te encontré sonriente.

Estabas sentado en el piso de tu cuarto, tu silueta apenas marcada por el resplandor gris del final

del día. Me miraste, a mí, a los ojos, y me extendiste la mano. “Ven”. Entonces vi el piso a tu

alrededor repleto de bombillos. Blancos, transparentes, un poco sucios de marcas que el tiempo

les había imprimido. Frágiles. Redondos. Desnudos. Todos los bombillos de la casa hechos un

rebaño manso de burbujas de vidrio. En lugar de preguntarte qué estaba pasando, acepté la

invitación de tu mano y fui a sentarme a tu lado. El día se extinguió por fin y nuestros ojos se

acostumbraron a la oscuridad. Te acercaste un poco más a mí y me dijiste casi en secreto, “los

vamos a sembrar”, y pusiste un bombillo en mi mano. Después hiciste con tu dedo una señal de

silencio sobre tus labios arrugados, “shhh”.

No pregunté los detalles de ese plan absurdo, porque no quería interrumpir la elocuencia

que de golpe habías recuperado, ni la calma que respirabas, ni tu mirada presente después de tanto

tiempo. Solo atiné a preguntar “¿Dónde?”. “En el patio de atrás. Al lado de la huerta”, me dijiste,

sin saber que hacía años que no teníamos patio ni huerta ni casa. Y seguiste, “Estuve buscando,

todo este tiempo, las raíces de la luz. Tenemos que sembrarlas para que vuelva a crecer. Mira sus

flores, aquí adentro. Todo este tiempo aquí, esperando. Ahora me acuerdo, Ana, me acuerdo de ti,

181
ma puce, ma biquette, mon enfant de l’autre bout du monde. La vimos juntos, ¿te acuerdas? La

luz, sembrada muy profundo. El agua venía y se iba, con los animales. Del otro lado del agua hay

otro mundo. Nos quedamos, Ana, mirando. Estaba lejos, un punto que crecía. Cómo crece la luz

de noche. El agua venía y se iba.

¿Recuerdas, Ana, que fuimos muy felices?”

Te acostaste en el piso, hasta hacerte un remolino con la cabeza apoyada en mis piernas, y

seguiste, “Vimos el agua y yo te dije que hay algo adentro de tu cuerpo que se prende la primera

vez que ves el mar. Es algo que está dormido y se despierta con ese sonido. Y se pone en

movimiento. Y nunca para. Algo que todavía llevamos dentro, tú y yo. No volvimos nunca. No

volví a cruzarlo, el mar. No regresé. No supe de ellos. Creo que hubo otra guerra, de la que no me

acuerdo. Nos fuimos por una razón. Por ella, mon coeur, Céline, porque le dolía el pecho. Al otro

lado del agua había más tierra. Una tierra nueva. Había un país donde no conocían su dolor. Donde

sus huesos sanaron. Casi sanaron. Nunca le pedí perdón. Dile tú, Ana, cuando la veas, je suis

desolé, mon coeur. Nunca le dije que a tu papá lo enterramos aquí, y después casi nunca le llevamos

flores. No le dije que se me había muerto. Porque eso no se puede decir. De pronto ya sabe. Ella

siempre sabe todo. No volvimos a ver el invierno, ni los viñedos, ni la roca grande al lado del río.

Pero vimos el mar.

¿Recuerdas, Ana, que vimos el mar? Nos nació algo adentro, y tú sonreías a pesar de todas

las cosas.

Yo quería tomarte una foto para verla después. Para recordar. Era inmenso y negro y

brillante. Y vino la luz. Me sentí orgulloso de haberte llevado hasta ahí. Esa vale por todas las

promesas que no te pude cumplir. Porque la vida se atraviesa en las promesas. Esa es la cicatriz

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que no se ve. Duele menos algunos días. Duele menos cuando estoy contigo, Ana. Perdóname. Por

enfermarme y por todas las cosas que hice mal, las cosas que ya no sé, pero tú sí.

A veces quiero decirte todo lo que quiero decirte y no puedo, porque no me acuerdo cómo

se dice.

Tú sí que puedes, ma puce, hablar. Decirlo todo. Escribirlo. Escríbelo. Escríbeme qué ha

sido de mí, qué fue de nosotros, de qué me perdí. Cuéntame del día en que vimos el mar. Repítelo

siempre, porque lo vimos juntos. Porque encontramos las raíces de la luz y las llevamos adentro.

Tú sí puedes volver al otro lado. Cuando vayas, piensa en mí. Parece que la casa es ahora un banco,

Le Crédit Agricole. Pero fue una casa, ¿te acuerdas, Ana, de nuestra casa en Vouvray? Las piedras

estaban frescas todo el verano. Las uvas olían a sangre de fruta y a azucar. Parecía que la vida iba

a ser siempre así. Y no vimos venir el tiempo porque éramos inmortales, Ana. Corríamos hasta

perder el aliento.

Yo no iba a ser viejo nunca, ¿te imaginas?”

Te quedaste en silencio un rato y tu voz ronca comenzó a tararear una canción, muy bajo.

Me miraste, con los ojos hinchados, más vivos que nunca, y sonreíste. Pusiste las palmas de tus

manos en mis mejillas, y me dijiste con toda certeza “Maman”.

Todo tu cuerpo se encogió sobre el mío hasta que fuimos un solo remanso y uno solo mecer.

Tarareaste tu canción bajito y dejaste que mis manos te cubrieran del frío y del desamparo y del

cansancio largo de haber vivido tanto.

183
Recogen sus mochilas y empacan, esta vez sin cuidado, los amuletos en las cajas de cartón, ya

deformadas por el trajín del viaje. Ana consigue meter el puñado de billetes por el culo de su

alcancía mientras que Leo se ocupa de los animalitos. Se despiden de los demás participantes

haciendo un gesto con la mano desde la puerta. Salen del edificio y se encuentran con un día

caluroso. Todo este tiempo el sol ha estado brillando afuera.

Ahora que no hay prisa Ana detalla las calles de esa ciudad a la que llegaron después de

días de viaje. Todo avanza con parsimonia, como si las personas y los perros de la calle y las

palmeras estuvieran cubiertos por un manto de tiempo hecho de calor. Todo parece lento, y de

pronto revienta a todo volumen una música alborotada, o la risa escandalosa de alguien se

desparrama por las esquinas. Lejos, se alcanza a ver una muralla de piedra que cerca en interior de

la ciudad. Del otro lado, advierte Leo, está el mar.

Eso les queda: ver el mar. A eso han venido, después de todo.

El final de la tarde se acerca y Leo propone caminar hasta la muralla, atravesarla por una

de sus puertas y llegar hasta la playa. Ana se llena de ilusión. Por un momento no importa el calor

pesado ni la derrota, ni siquiera la noche sórdida que pasó. Allá, del otro lado de ese muro está el

mar.

Caminan sin prisa, abrazando las cajas, discutiendo sobre cosas irrelevantes, dándose el

lujo de no pensar en después. Cuando ya están cerca, una brisa salada los atraviesa. Ana siente el

viento que la despeina y que se lleva la pesadumbre. La pesadilla de la noche anterior, la derrota,

la escasez. Cierra los ojos para dejarse invadir por esa sensación simple pero sobrecogedora.

La brisa, solo eso.

Unos pasos más adelante lo ven. Finalmente lo ven. La muralla ha quedado atrás y en

frente, abierto de par en par está el mar. Algunas personas caminan sin advertirlo, sin hacer una

184
pausa para verlo, acostumbradas a su presencia. Sobre la playa vuelan paquetes plásticos de papas

fritas. También hay ancladas a la arena latas de cerveza vacías. El cielo cae pesado sobre la masa

de agua. Las nubes se han hecho un remolino gris que oculta al sol y adelanta el final del día. No

será un atardecer espléndido y esa no es una playa de sueño. Leo lo sabe, pero Ana no. Para ella

es perfecto, gris, sucio, despojado de grandeza. No se fija en los detalles, ni en el tiempo de repente

un poco frío. Deja la caja que lleva en los brazos sobre la arena, se quita las sandalias y corre

abriendo los brazos todo lo que puede hasta que sus pies tocan el agua. “¡Uuuuhuuuu!, ¡Eeehhhh!”,

grita cuando llega al borde y después gira sobre sí misma, sin cerrar los brazos, con la cara hacia

el cielo. Leo la mira sin moverse, se hincha de dicha y su sonrisa se convierte en carcajada.

Saben que este será un recuerdo precioso, un gramo de plenitud, un tesoro para guardar el

resto de la vida.

Todo lo que antes parecía importante, va quedando atrás.

El peligro y la posibilidad son hermanos.

185
Esa mañana, Leo, se hizo de día un poco más tarde. Te encontré sobre la cama. En la cara ningún

gesto. Justo arriba de la sien una mancha púrpura, extendida como tinta debajo de la piel, con

filamentos delgadísimos que llegaban hasta tus ojos cerrados.

Un aneurisma cerebral, eso dijo el médico.

Con abrir la puerta lo supe. El aire más quieto de lo habitual. Sentí una punzada aguda en

el centro del pecho. En la boca del estómago. Eras tú y ya no eras. Ya nada de ti en ese cuerpo

hecho roca, y sin embargo ahí estabas, como a punto de despertar.

Vino una calma de abismo.

Vi tu pecho quieto, libre por fin del esfuerzo y del ahogo. Todo tu peso sobre la cama,

recibiendo de frente la bendición de la muerte.

Entonces fui a tu lado. Busqué en tu expresión alivio, y lo encontré. Estuve un rato sentada

ahí, al lado de eso que ya no eras tú. Preguntándome a dónde te habrás ido. Buscándote. ¿Dónde

estás ahora, Leo? Tan cerca. ¿A dónde se fueron todas las partes de ti que se marcharon poco a

poco?, ¿en qué se convirtieron? Te fuiste en algún momento de esa noche, pero hace años que te

estabas yendo, pedazo por pedazo.

Le perdí el miedo a tu cuerpo muerto, porque lo conozco desde siempre. Te estuve mirando.

Tu piel blanquísima. La corriente congelada dentro de las venas que ahora se marcan, oscuras. Tus

labios en un gesto rígido. Tus piernas pesadas. Una barba incipiente que seguirá creciendo por

algunos días. Ya nada de ti en ese cuerpo, y sin embargo todavía tú.

Tomé tus manos frías, en donde todavía cabían las mías, y las besé. Gracias, Leo. Bon

voyage, mon vieux, a bientot. Pronto nos vemos, porque para ti ya no hay tiempo, y no tienes que

esperarme. Y lloré, por supuesto. Sin hacer mucho ruido, para no preocuparte. Tuve tu mano entre

las mías. Tus dedos gordos. Garras de oso. Tus manos que ya no son torpes porque ya no son nada.

186
Comenzó la primera lucha que daré sin ti. Dejarte ir, por fin, pero guardarte adentro,

intacto. Guardar este día y todos los anteriores. Recordar hasta que yo misma empiece a

tartamudear en mi cabeza. Agarrarme a tu recuerdo con toda la fuerza de nuestro universo personal.

Ser sin ti, por primera vez. Libre y desprotegida. Sin brújula. Sin nadie más que tú a quién contarle

quiénes somos.

Esta, Leo, es nuestra historia. El cúmulo de días que fuimos. Deberías contarla tú, pero no

puedes.

Tendrá que ser así, estará minada de callejones sin salida y agujeros y preguntas. La escribo

yo, pero fue tu idea y entonces la escribo para ti. Solo ahora puedo juntar los cabos de nuestra vida,

mirarla como a un laberinto, tentar palabras que se agotan tan pronto como se iluminan. La nuestra

es ante todo la historia de una desarticulación, pero está llena de oasis y de treguas en donde

creímos que nada podía contra los dos.

Recuerdo, claro que recuerdo, Leo, las raíces de la luz. Las vimos juntos, cuando vimos el

mar, una tarde gris al borde del Caribe. Las nubes bajas cargaban una tormenta que al final no se

soltó. Llevábamos dentro la desesperanza. Nos habíamos topado con una nueva forma de la

frustración. Solo nos quedaba el mar. Una masa inmensa. Plateada. Un ruido de olas que se

mecía hasta tocarnos los pies. Nosotros al borde, con las cajas repletas de animalitos. Nuestra

colección de amuletos vencidos. Habíamos viajado por días y llegamos al borde del mar

agotados, sin más planes para después. Desprovistos de futuro, libres. Le entregamos toda

nuestra suerte a las olas. Los amuletos quisieron navegar. Los dejamos emprender el viaje al que

no podíamos ir. Los pusimos uno por uno en la arena y vino el mar a llevárselos de un

lengüetazo. Se hizo de noche y ya no pudimos verlos. Sumergidos, a la deriva. Los imaginamos

llenos de vértigo, dando brazadas, dejándose flotar. La ciudad bullía ruidosa lejos de nosotros,

187
lejos del agua. Recuerdo, Leo. La negrura nos cubrió tanto que apenas podíamos vernos, y aun

así yo sabía que sonreías. Me dijiste que lo viera, que adivinara su tamaño. Los visos brillantes

en la superficie. El eco profundo de una voz que viene desde muy lejos. En medio de esa

oscuridad, como tocado por un trance, me dijiste que algo adentro en el cuerpo se pone en

movimiento la primera vez que vemos el mar. Algo que antes estaba dormido se despierta con el

olor a salitre y el ronquido manso del agua; algo que después nunca cesa, que viene y va, y que

está atado desde nuestro centro a ese momento. Llevamos adentro la misma raíz. La adivinamos

fuerte, agarrándose a la vida desde nuestros cuerpos, creciendo en el fondo abisal, trepando por

nuestros pies, tocando a los amuletos que ahora hacían parte de ese todo sin comienzo y sin fin,

extendiéndose sobre las plantas y las rocas y todas las cosas que respiran de alguna manera. Me

dijiste que florece, esa fuerza imparable, de golpe y en cualquier lugar, que nace con nuestros

hijos, dormida pero viva, esperando a ver el mar. Y entonces me pareció que por primera vez

hablabas de dios, pero no estoy segura. Sé que la vimos juntos, que la sentimos creciendo en el

pecho y en la nuca y en las vísceras líquidas. Y ahora la llevo adentro, como llevo los recuerdos

de tus recuerdos, los días en que no estuve pero que son todo lo que me queda de ti. Llevo los

campos parejos sembrados de viña y los días demasiado largos de tu infancia al otro lado de ese

mar opaco, cuando eras un niño gordo y asustado con cicatrices todavía muy nuevas. Cuando la

vida no había pasado y no veías venir el tiempo que se convierte en una bola que crece y crece y

te lleva por delante.

Al final un hombre no es más que un puñado de historias. Una niñez remota urdida de

preocupaciones que después parecen simples, y de breves momentos de resguardo y plenitud. Una

ruta hecha de errores y también de buena suerte. Algunas pocas piedras preciosas para guardar en

el bolsillo: recuerdos como tesoros para visitar en la vejez. Un tropiezo que resulta cambiar el

188
rumbo de la vida. Muchos días imposibles de prever, un camino traicionero y en medio de la

tormenta alguien a quien regresar siempre, un refugio, un seguro, una piel contra la piel.

Estos son los días que perdiste, Leo. El relato fragmentado de tu paso por el mundo. El día

en que vimos juntos las raíces de la luz. Estas son las palabras que olvidaste, pero que ya no

necesitas. Esta es la mañana de tu muerte, en un lugar lejano donde solo yo iré a enterrarte.

189
De momento no hay futuro. Solo está el mar.

Ana y Leo a la orilla recalculan el rumbo de la vida.

190
191
Escritura creativa en español:

trayectoria, pedagogía y proyecciones en programas

de posgrado en Estados Unidos

192
Introducción

El campo de la escritura creativa en español en el ámbito académico está en expansión.

Cada año en diferentes programas universitarios en Latinoamérica, España y Estados Unidos se

abren nuevos espacios que incluyen esta práctica como parte de su currículo. La negociación que

implica su consolidación como disciplina está en auge y a raíz de esta han emergido diferentes

tensiones institucionales e intelectuales que nutren la discusión sobre cómo hacer de la escritura

creativa parte activa del circuito académico.

La proliferación de nuevos programas y la apertura de departamentos de estudios

literarios más ‘tradicionales’ hacia esta aproximación es, sin duda, la mejor muestra de su

pertinencia, así como de una transformación institucional del medio académico. Sin embargo, las

investigaciones a cargo de estudiar sus orígenes, transformaciones y configuración académica no

han crecido de manera tan vertiginosa como la inclusión del término y de su práctica en el

ámbito universitario. Los límites y alcances de este campo siguen siendo borrosos en la academia

y en muchos departamentos de literatura, en especial en aquellos donde imperan las tradiciones

crítica y teórica. El diálogo sobre el lugar de la escritura creativa en la academia sigue teniendo

vigencia y su veloz despliegue demanda su demarcación, así como un recuento de su trayectoria

y una proyección de sus alcances.

Este trabajo busca contribuir a la delimitación de la escritura creativa como una

disciplina académica, así como dar cuenta de la particularidad, desarrollo y prácticas

pedagógicas de los programas dedicados a este campo en español. Con este fin, en primer lugar,

plantearé la problematización y reconceptualización del medio académico en los estudios

literarios y la escritura creativa como disciplina. Para ello, primero rastrearé de manera breve el

193
origen y desarrollo de la escritura creativa en español y cómo ha llegado a consolidarse dentro

del ámbito universitario. Expondré cómo la cultura de los grupos y talleres literarios en el mundo

hispanohablante, así como la tradición académica de la escritura creativa en inglés, constituyen

dos influencias determinantes en la consolidación de los primeros programas universitarios en

español en este campo.

Posteriormente, discutiré los posibles espacios académicos dentro de los cuales puede

circular y establecerse la escritura creativa como práctica disciplinaria, teniendo en cuenta que

esta se ha desarrollado en el ámbito tanto disciplinario como interdisciplinario

Finalmente, en el último apartado de la primera parte, analizaré el esquema pedagógico

del taller literario -heredada en gran medida de los programas de escritura creativa en inglés- con

el fin de exponer sus alcances, limitaciones y las posibles transformaciones que comienza a

experimentar.

En segundo lugar, analizaré las perspectivas pedagógicas de Ana Merino, José de Piérola

y Cristina Rivera Garza, académicos pioneros en este campo en Estados Unidos, con el fin de dar

cuenta de la manera en que este campo se está articulando. En este apartado hablaré tanto de las

posturas de estos académicos frente a las iniciativas recientes en diferentes universidades, como

de los pilares intelectuales y pedagógicos a partir de los cuales conciben el ejercicio de la

escritura creativa.

1. Problematización y reconceptualización del medio académico y la escritura creativa

como disciplina

194
1.1 El surgimiento de programas académicos en escritura creativa en español

La transformación disciplinaria que ha surgido a partir de la inclusión de la escritura

creativa en departamentos de literatura resulta interesante de estudiar a la luz de una

metamorfosis cultural e institucional. Sin embargo, antes de discutir de qué manera se han

transformado, o se están transformando, presupuestos epistemológicos y prácticas académicas en

los estudios literarios, es pertinente abordar el origen de este fenómeno. ¿Cómo llegó la escritura

creativa, que venía desarrollándose fuera de las fronteras académicas, a hacer parte de facultades

de artes o departamentos de literatura?

Al enfrentar la tarea de rastrear este origen, resulta imprescindible reconocer dos grandes

influencias que han determinado el lugar que la escritura creativa en español tiene actualmente y

la manera en que ha llegado a instalarse en la educación formal: por un lado, los programas

académicos dedicados a este campo en departamentos de literatura en inglés, especialmente la

tradición que existe en universidades en Estados Unidos; y por otro lado, los talleres y grupos

literarios que durante mucho tiempo, y hasta el día de hoy, han constituido un foco importante de

la producción literaria y cultural en diferentes países de Latinoamérica.

Decir que la escritura creativa en español es un fenómeno reciente, sería caer en la miopía

de no reconocer la larga trayectoria que tiene la cultura de los talleres literarios es España y

Latinoamérica, en algunos países, como Argentina, Colombia y Chile, más marcada que en otros.

Mientras que en los programas dedicados a los estudios literarios en inglés la escritura creativa

se vinculó a este campo casi desde el origen de la disciplina, en el mundo hispanohablante esta se

mantuvo al margen de la institución universitaria por varias décadas y encontró su nicho en las

reuniones informales de grupos de escritores o estudiantes de literatura. La escritura creativa, y

195
su pedagogía, existe en español desde hace muchos años, pero durante la mayor parte de su

historia se desarrolló fuera de la universidad. Gran parte de las dinámicas que hoy en día se

ejercen en programas universitarios se heredaron directamente del modelo de taller literario que

se surgió de estas reuniones no institucionales.

El intercambio de textos y la crítica mutua durante el proceso de escritura se practicó

desde muy temprano en grupos literarios como el de Barranquilla, creado en la costa caribe de

Colombia a finales de la década de los cuarenta, o el grupo de estudiantes del pregrado en letras

de la Universidad de Buenos Aires, dirigido por el profesor Noé Jitrik, creado a principios de los

años sesenta. A diferencia de las tertulias literarias o los grupos intelectuales, cuya tradición es

anterior por mucho, estos grupos tenían como objetivo no solo la discusión y la lectura, sino -y

en especial- la construcción de una pequeña comunidad de escritura y retroalimentación. Gracias

al surgimiento de estas agrupaciones que derivaron eventualmente en la formación de talleres

literarios, escribir ficción se convirtió en un proceso colectivo cimentado en la crítica mutua.

En su libro Maestros de la escritura (2017) Liliana Villanueva recapitula de manera

sucinta la genealogía de algunos de los talleres literarios que marcaron la trayectoria de la que

hoy se consolida como una disciplina académica:

Se cree que el primer taller de narrativa colombiano fue inaugurado en 1962 en Cartagena

de Indias y que en Cuba surgieron diversos talleres durante los setenta. Desde 1969

Augusto Monterroso dio talleres de cuento en la universidad de México y de narrativa en

el Instituto Nacional de Bellas Artes de ese país. En 1975 el poeta chileno Carlos Alberto

Trujillo funda el taller literario Aumen, que sobrevivió hasta el siglo XXI. (13)

Algunos de estos talleres, pioneros al inicio de la segunda mitad del siglo XX, se hicieron un

lugar en universidades como espacios alternativos al quehacer intelectual tradicional. Su

196
existencia periférica les permitió instaurarse sin desacomodar los presupuestos institucionales de

la academia, pero de la misma manera los relegó a un lugar accesorio. Para ninguna facultad, de

artes o humanidades, la escritura creativa constituía un pilar central en la misión de su ejercicio.

Mientras tanto, los demás talleres, que constituían la mayoría, eran espacios privados liderados

casi siempre por escritores con cierta trayectoria dispuestos a servir de tutores para nuevas voces

en camino de forjarse.

El primer taller literario formalmente constituido en España data de 1979, en Madrid.

Simultáneamente, en Argentina, se formaron a principios de la década de los ochenta algunos de

los talleres que marcarían de manera más definitivamente la historia de la escritura creativa en

habla hispana. Como señala Liliana Villanueva, en este periodo Abelardo Castillo y Liliana

Heker —quien más tarde fundaría Casa de letras en Buenas Aires — iniciaron una labor de

reclutamiento y educación con sus talleres literarios (14). Esta labor resultó en la consolidación

del Río de la Plata como la región con la más fuerte tradición en este campo en Latinoamérica

hasta finales del siglo XX.

En la década de los noventa, Mario Levrero también fundó su propio taller literario. Se

dedicó desde entonces y hasta su muerte (2004) a hacer de maestro de nuevas voces literarias,

seleccionadas por su ojo crítico de buen lector, y entrenadas intensamente en sesiones

individuales que tenían lugar en su casa (Villanueva 15).

Las metodologías pedagógicas de los talleres eran entonces tan diversas como

exploratorias. Tanto estudiantes como tutores participaban de experimentos literarios que

buscaban explotar la plasticidad de la palabra escrita. Resulta interesante trazar un paralelo entre

el surgimiento y auge de estos grupos y sus prácticas con el de las vanguardias a lo largo de la

segunda mitad del siglo XX. El espíritu experimental y lúdico de propuestas estéticas como las

197
del surrealismo y el dadaísmo influenciaron sin duda la iniciativa no solo de agrupación, sino de

exploración artística.

El taller literario hereda de las vanguardias estéticas —nacidas en Europa e incorporadas

vorazmente por la producción cultural en Latinoamérica — la posibilidad de pensar y consolidar

una propuestas artística e intelectual por medio de un colectivo, pero también, y sobre todo, un

entusiasmo por la experimentación y la ruptura con la tradición.

El auge de los talleres literarios desembocó, con el fin de siglo, en la inclusión de estos

espacios dentro de la universidad. La identidad escindida de académicos que eran

simultáneamente profesores de literatura y escritores, y la de estudiantes que buscaban

herramientas para ejercer una profesión más allá de la crítica literaria, reclamaba una

reconciliación entre las labores académica y creativa. De la mano de una transformación

institucional a mayor escala, donde se comenzaron a repensar, entre otros asuntos, los límites que

separan a las disciplinas académicas, en algunos departamentos de estudios literarios se

consideró por primera vez instituir líneas de profundización dedicadas a la escritura creativa.

El principal argumento para incluir la escritura creativa en el ámbito académico era,

además de la demanda, que este esquema había funcionado durante casi un siglo en Estados

Unidos, donde estudiar letras en inglés ofrecía opciones disciplinarias alternativas a la crítica.

Así, la trayectoria de los programas en inglés se convirtió en un punto de referencia crucial en la

fundación de programas en español. De hecho, el primer programa de maestría en este campo en

español se fundó, no en Latinoamérica, sino en la Universidad de Nueva York al inicio de la

década de los dos mil. Esta primera iniciativa, además de articular una nueva perspectiva sobre

quiénes pertenecen y qué se hace en un departamento de lengua y literatura en español, se

cimienta en el reconocimiento de la relevancia de la creciente comunidad hispanohablante en

198
Estados Unidos y la necesidad de aproximarse a una tradición literaria emergente desde esa

geografía.

De esta manera, el que había sido en el mundo hispano un territorio ajeno al circuito de la

academia e indiferente a sus dinámicas, exigencias y pretensiones, comenzó a ganar territorio

dentro de facultades de artes y letras a lo largo del continente americano primero, y en España

después. A diferencia de la mayoría de los programas de letras en Estados Unidos, en el mundo

hispanohablante, incluidos los programas dedicados al estudio de literatura en español en

Norteamérica, la idea del profesional en estudios literarios estaba desde hacía años anclada a la

labor de la crítica de manera exclusiva. La manera más efectiva de explorar las posibilidades de

incluir la escritura creativa en los currículos de estudios literarios fue en una primera instancia

mirar hacia atrás y aprender de la trayectoria que esta disciplina había robustecido durante

décadas en el mundo angloparlante. Esta incursión fue, como la llama Marta Orrantia en su

artículo Escritura creativa en Colombia, una “idea importada” (287), sobre todo para programas

en Latinoamérica.

La de los programas de escritura creativa en inglés se convierte entonces en la segunda

ruta —paralela a la de los talleres literarios privados — que desemboca el origen de la escritura

creativa en español en el medio académico. Mientras que en Cartagena y Buenos Aires se

congregaban los primeros estudiantes y escritores en torno a la mesa del taller informal, en

Estados Unidos nacían los primeros programas posgraduados en escritura creativa a mediados

del siglo pasado. Estos surgieron como parte de un proyecto político que buscaba fortalecer el

ámbito universitario en general a nivel nacional, y fomentar la creación de una tradición literaria

nacional robusta. Contrario a lo que ocurría en Latinoamérica, en Estados Unidos el afán de

institucionalización impulsó la rápida consolidación de programas, conferencias y residencias,

199
plataformas de publicación, e incentivos económicos para fomentar el trabajo de nuevos artistas

y escritores. Esto trajo como consecuencia la profesionalización de oficios creativos, como el de

escritor o poeta.

Lo que empezó con la tímida aceptación de trabajos creativos dentro de clases de retórica

y composición, desembocó en la consolidación de programas posgraduados centrados

únicamente en creación literaria. En la década de los años veinte las universidades de Harvard y

Iowa, en sus programas de literatura, aceptaron como trabajos finales y tesis de grado, en

pregrado y maestría, trabajos creativos. En esta segunda universidad, la iniciativa adquirió la

fuerza suficiente para desembocar en la apertura del Iowa Writers Workshop, el primer taller

literario instituido en una universidad en Estados Unidos, en 1936. Este taller derivó en la

primera maestría en escritura creativa, con título de master in fine arts. Hasta entonces, ni en

Estados Unidos ni en el resto del mundo se pensaba el oficio de escritor como una profesión que

se pudiera estudiar en la universidad. Mientras que otras artes como la música o las artes

plásticas para entonces ya contaban con una larga trayectoria de instrucción académica dentro

del ámbito universitario, la creación literaria estaba —y todavía está en gran medida — asociada

a la imagen del genio que produce, en soledad, obras maestras, y no al del aprendiz de una labor

en proceso de formación.

La apertura de estos programas desestabilizó la asociación entre la imagen del escritor y

su trabajo como una labor solitaria y misteriosa. Gracias a esta también se inició una discusión

sobre la pertinencia de incluir en el circuito académico la producción literaria y la figura del

escritor como intelectual. Y, sobre todo, se rebatió la enraizada creencia de que no es posible

enseñar o aprender a escribir literatura, aunque sí sea posible aprender otras artes como la música

o prácticas de las humanidades como la filosofía o la crítica literaria.

200
Sobre la plataforma que habían ganado a lo largo del siglo los programas y líneas de

profundización en creación literaria en programas en inglés, se instalaron las primeras

discusiones sobre la inclusión de esta disciplina en universidades dedicadas al estudio de

literatura en español.

Un factor para tener en cuenta en este estudio es la distancia histórica que separa a los

primeros programas en español de los programas originales en inglés, y la inmensa variedad de

aproximaciones que han surgido desde entonces con respecto a la escritura creativa. También es

importante abordar cada programa en diálogo con el contexto socio histórico del país en donde

surge y teniendo en cuenta la marcada herencia que también ejerce la cultura de los grupos y

talleres literarios informales sobre la conformación de este campo académico.

Después de la maestría (MFA) abierta a comienzos del presente siglo por la universidad

de Nueva York en el departamento de español, en el 2006 la Universidad Nacional de Colombia

abrió el primer posgrado en este campo en Latinoamérica. Posteriormente la Universidad

Central, también en Colombia, y las universidades de Iowa Texas el Paso, en Estados Unidos,

siguieron los pasos de este camino pionero y abrieron sus propias maestrías.

Para 2015, varias facultades en países de América Latina habían inaugurado programas,

en su mayoría maestrías, en escritura creativa. Ese año, las instituciones pioneras de la

Universidad Central y la Nacional en Colombia convocaron al primer encuentro de una

asociación también creada por directivas de estas universidades: la Red de Programas de

Escrituras de las Américas (o red PEA). En este primer encuentro se congregaron académicos de

ocho países, representando programas formales e informales de diversas instituciones a lo largo

del mundo hispano. Según la página web de Casa de Letras (Argentina), los países e

instituciones que se reunieron en torno a la escritura creativa en este evento fueron:

201
México (Escuela Mexicana de Escritores), Cuba (Centro Onelio Jorge Cardoso), EE.UU.

(tres programas: University of Texas at El Paso, New York University, University of

Iowa), Chile (Universidad Diego Portales), Bolivia (Universidad de Santa Cruz de la

Sierra), Colombia (cuatro programas: Universidad Nacional de Colombia, Universidad

Central, Universidad Javeriana, Instituto Caro y Cuervo), Argentina (dos programas:

Universidad Nacional Tres de Febrero y Casa de Letras – Escuela de Escritura y

Oralidad). (casadeletras.com)

La iniciativa de crear una asociación de programas que permitiera la cohesión de la disciplina y

su crecimiento a partir de una nutrida y constante discusión, la tuvo Alejandra Jaramillo Morales,

entonces directora de la maestría de la Universidad Nacional de Colombia. En una visita a Casa

de Letras en Buenos Aires, Alejandra supo de la existencia de la Asociación Europea de

Programas de Escritura Creativa (EACWP), una red que en Europa permitía no solo agrupar

programas y académicos, sino crear una comunidad de estudiantes y profesores en constante

intercambio y fortalecimiento de su disciplina. Entonces, con el objetivo de generar un canal de

comunicación entre programas de escritura en el continente americano, se fundó la red PEA.

Actualmente existen más de diecisiete programas formales de posgrado a lo largo de las

Américas y España. Como se evidencia en la siguiente tabla, lo que comenzó como una

exploración académica es hoy en día una disciplina en constante expansión que ofrece

posibilidades de cursar desde seminarios y clases, hasta estudios doctorales:

Institución País Programa graduado

Universidad Nacional tres Argentina Maestría en escritura

de febrero creativa

202
Universidad Privada de Bolivia Maestría en escritura

Santa Cruz de la Sierra creativa

Instituto Caro y Cuervo Colombia Maestría en escritura

creativa

Universidad Central de Colombia Especialización en creación

Colombia literaria/ Maestría en

creación literaria

Universidad Eafit Colombia Maestría en escritura

creativa

Universidad Nacional de Colombia Maestría en escritura

Colombia creativa

Universidad Diego Portales Chile Maestría en escritura

creativa

Universidad Complutense España Maestría en escritura

de Madrid creativa

Universidad internacional España Maestría en creación

de valencia literaria

Universidad Pomepu Fabra España Maestría en escritura

creativa

Universidad de Sevilla España Maestría en escritura

creativa

Universidad de Cincinnati Estados Unidos Énfasis doctoral en escritura

creativa

203
Universidad de Iowa Estados Unidos Maestría en escritura

creativa / Énfasis doctoral

en escritura creativa

Universidad de Nueva York Estados Unidos Maestría en escritura

creativa

Universidad de Texas, El Estados Unidos Maestría en escritura

Paso creativa

Universidad de Texas, Estados Unidos Doctorado en escritura

Houston creativa

1.2 La escritura creativa en el sistema académico

Los departamentos de letras y las facultades de artes y humanidades se han dado a la tarea

de (re) pensar sus misiones, prácticas y aquello que comprenden por investigación y

conocimiento, dos de los grandes pilares de la academia. Sin embargo, el ejercicio creativo

todavía no permea del todo en el esquema disciplinario de las humanidades ni se ajusta a las

exigencias del sistema en que se está abriendo paso.

Para comprender la forma en que se ha incluido y excluido a la escritura creativa en el

ámbito académico en años recientes parece importante recordar que la institucionalización del

conocimiento en campos de estudio, disciplinas, facultades y universidades no siempre ha

existido como la conocemos hoy en día. Los objetos de estudio y las prácticas propias de una

profesión, que a veces parecen tan inamovibles, no están afincadas en una categorización

objetiva que busca estudiar el mundo como si se tratase de un objeto exterior susceptible de ser

204
descifrado. Estas, en cambio, son el producto de un reclamo y de una necesidad de formalizar un

modo de interpretación. Tal y como reconoce Julie Thompson Klein, “[t]he university field, like

any other, is the locus of struggles to determine the conditions and criteria of legitimate

membership and hierarchy” (4). Entendido de esta manera, el medio académico es un escenario

de tensiones donde se negocia constantemente el significado del quehacer legítimo de una

disciplina.

Como también señala Klein, la producción de conocimiento a lo largo de la historia ha

estado asociada a diferentes instituciones y se ha organizado bajo diferentes esquemas. Con la

llegada de la modernidad, surgieron las disciplinas que hoy en día permiten estructurar la

universidad bajo rótulos que se encargan de organizar la producción de conocimiento. Sin

embargo, durante mucho tiempo, que Thompson Klein denomina como una época pre-

disciplinaria, se ejercía en la universidad la labor investigativa y teórica bajo un esquema menos

taxonómico (5).

Bajo esta mirada, las disciplinas entendidas como el producto de las tensiones entre

aquello que se considera legítimo n la producción de conocimiento resultan de una negociación

en donde se reclama un objeto de ese conocimiento y una independencia institucional. De la

misma manera estas disciplinas se transforman, negocian y re-articulan constantemente su

significado, alcances, prácticas y el objeto de conocimiento alrededor del cual se conformaron.

En la historia más reciente, algunas de las disciplinas en las humanidades que se han instaurado

como campos independientes, con sus focos y metodologías particulares son los estudios de

género y sexualidad, y los estudios culturales. Ambos surgieron de coyunturas disciplinarias que

permitieron determinarlos como autosuficientes; y ambos se nutren de disciplinas más

205
tradicionales, pero no se limitan a la práctica de una sola de estas, sino que integran a modo de

herramientas diversas perspectivas de las humanidades.

De la misma manera, tiempo atrás los departamentos de estudios literarios, tan arraigados

en la crítica, surgieron también de una lucha institucional. La suya es también una historia de

exploración y reclamos de independencia. Muchos de estos surgieron de la división entre las

áreas de filosofía y letras. Otros, a partir de la división de campos de estudio entre la lingüística,

la filología y la literatura. En su etapa inicial la labor de la crítica literaria podría parecer

insuficiente y desarraigada del estudio de la lengua o la historia y teorización del pensamiento,

como a algunos académicos hoy en día el ejercicio creativo les parece caprichoso y divorciado

del estudio de la literatura. Sin embargo, con el paso del tiempo y a partir de un ejercicio

riguroso, la crítica literaria se convirtió en una forma de interpretación lo suficientemente sólida

como para reclamar de manera evidente su pertinencia y aporte en el medio académico y, quizá,

fuera de este.

Desde su configuración como disciplina, la labor de los estudios literarios se ha

estructurado alrededor del ejercicio de la crítica literaria como práctica a cargo de revisar,

evaluar y consolidar una tradición a partir de la lectura: “It is criticism that had the responsibility

of evaluating and promoting the transformative power of imaginative literature, and its goal was

to produce a readership rather than to generate new writing” (188). La misión de los estudios

literarios, con la crítica como su eje central, consiste en generar una interpretación de las

tradiciones y textos literarios a partir de la lectura. ¿Cómo entonces puede el académico de la

escritura creativa reclamar un lugar en este escenario?, ¿de qué manera se pueden (re)pensar la

crítica y la creación como formas de estudiar literatura que conviven y se nutren mutuamente, y

206
no que se oponen?, ¿es necesario transformar la disciplina de manera que abra su espectro de

acción, o adaptar la práctica creativa a las exigencias actuales del campo?

Si se asume la escritura creativa es una disciplina, es necesario también definir cuál es el

cuerpo de conocimiento que estudia y en qué consiste hacer investigación en este campo, o qué

se considera producción de conocimiento en esta área. Por otra parte, si se concibe subdisciplina

de los estudios literarios, tan válida y necesaria como la crítica, es pertinente preguntarse cómo

se estudia literatura a partir de la escritura creativa y cuál es el enfoque diferencial entre esta

perspectiva y otras en la disciplina.

En su libro Creative Writing and the New Humanities, Paul Dawson define la disciplina

académica como un campo que cuenta con “a distinct and discrete object of study, specific

methods for studying this object, and a body of knowledge emerging from this research that can

be passed on through teaching” (New Humanities 2). A la luz de esta definición, las pregunta

sobre el carácter disciplinario de la escritura creativa cobra relevancia. Como se cuestiona el

mismo autor, vale la pena considerar:

“What is the object of study in creative writing? Is it literature? Is it the creative process?

The craft of writing? Or the teaching of writing itself? Does one teach within the

discipline, or does the discipline arise from the teaching? (Interdisciplinarity 2)

Para Dawson, el objeto de estudio de la escritura creativa es el proceso de escritura y la

investigación llevada a cabo en este campo debe responder a un estudio de las metodologías con

respecto a los proyectos creativos. Para este académico, es necesario que el crecimiento de esta

disciplina se cimiente sobre la formación de nuevos académicos dedicados al estudio del proceso

mismo de escribir: “…a new generation of teachers who perceive themselves as writers and

critics has productively engaged with theory to investigate their practices and transform their

207
knowledge base” (Interdisciplinarity 3). Entendida de esta manera, la escritura creativa como

disciplina autónoma no necesitaría estar vinculada a un programa de estudios literarios. Es

posible, entonces imaginar programas dedicados únicamente la escritura, gestión y pedagogía de

proyectos creativos. La investigación del campo se centraría en estudiar los medios, alcances,

metodologías e implicaciones culturales de la escritura dentro y fuera de la academia; sus

circuitos de producción, sus transformaciones materiales y simbólicas, su impacto en

determinadas comunidades.

Por otro lado, existe la posibilidad de pensar en la escritura creativa como una forma de

ejercer la disciplina de los estudios literarios. En este caso, el objeto de estudio sería la literatura,

el texto literario. En este escenario resultaría fundamental la integración de la práctica crítica con

la creativa, con el propósito común de generar interpretaciones de textos y tradiciones literarias,

esta vez no solo a partir de la lectura, sino también de la escritura.

Una de las barreras que separa hoy en día a los académicos en escritura creativa de

aquellos dedicados a la crítica es la distinción que existe entre la investigación crítica, que

contribuye a generar conocimiento tal y como se comprende en la actualidad, y la investigación

creativa o performativa.

Para conseguir una real integración de las dos prácticas —la crítica y la creativa — en los

estudios literarios, es necesario generar una transformación en dos vías: por un lado, la

institucionalización del conocimiento debe abrirse de manera que no solo el lenguaje crítico sea

considerado investigación y producción de conocimiento; por otro lado, la práctica de la escritura

creativa debe ampliarse de manera que no consista únicamente en producción de ficción, sino en

la producción de reflexiones académicas y pedagógicas como las que Dawson señala a la hora de

constituir una labor investigativa en este campo.

208
Teniendo en cuenta lo anterior, es posible afirmar que para hacer de la escritura creativa

un campo académico sólido es necesario abrir espacio para su inclusión dentro de un circuito

académico actualmente demasiado estrecho en sus expectativas y prácticas; pero también es

urgente el crecimiento disciplinario desde adentro, la consolidación de una tradición

investigativa que nutra el diálogo entre el quehacer creativo, el crítico y el teórico. ¿Cómo

entonces se puede pensar en esta transformación?, ¿desde qué lugares puede y deben la academia

y el ejercicio creativo modificar la geografía institucional que las separa tajantemente?

Una veta que ilumina posibles salidas a esta situación actual es la idea de la

interdisciplinariedad. Quizá, en lugar de aislar y reforzar las prácticas y perspectivas de

disciplinas separadas, valga la pena considerar la forma en que se nutren en coyunturas como la

interpretación socio-cítrica de un texto, el estudio de una tradición o el análisis de recursos

formales, solo por comparar algunos de los escenarios en donde la escritura creativa y la crítica

literaria se encuentran.

Al considerar el ejercicio de la escritura creativa, resulta posible ubicarlo en la

intersección entre varias aproximaciones que confluyen y se solidifican en forma de texto

ficcional. Como muchos campos emergentes, el de la escritura creativa nace de la dislocación de

las disciplinas tradicionales y encuentra su mayor potencial en el encuentro y desarticulación de

estas. Esta metamorfosis institucional puede entenderse a gran escala como la consecuencia de

una transformación epistemológica que contribuye a reconfigurar lo que entendemos por

conocimiento y cómo este se expresa. Como señala Julie Thompson Klein: “In the latter half of

the twentieth century, the balance of surface —disciplinarieties —and shadow -

interdisciplinarities- structure is changing as heterogeneity, hybridity, complexity, and

intersiciplinarity become characterizing traits of knowledge” (4).

209
En este escenario, la práctica de la escritura creativa se articula a partir de una suerte de

constelación disciplinaria que varía proyecto a proyecto. De la misma manera, campos

emergentes como los film studies o los estudios performativos se nutren y ofrecen un campo

fértil de desarrollo para disciplinas más tradicionales, mayormente en las humanidades. Tiene

sentido que estos nuevos campos académicos emerjan justamente del desajuste que sufren

disciplinas en proceso de reestructuración, y por la misma razón, encuentren en dicha dislocación

las grietas que les permiten crecer de manera trepidante.

Con el surgimiento de estos campos emergentes se genera una nueva dinámica en el

ámbito académico que promueve el cruce de fronteras con el fin de generar conocimiento allí

donde antes existía un campo desierto: “[b]oundary crossing stimulates the formulation of

trading zones of interaction, interlanguages, hybrid communities and professional roles, new

institutional structures, and new categories of knowledge” (Thompson Klein 2). En el cruce de

estas fronteras se producen tensiones que estimulan el cuestionamiento y la exploración, dos

pilares del quehacer académico.

Entendida bajo esta idea de constelación disciplinaria, la escritura creativa encuentra

siempre un nuevo objeto de estudio, teniendo en cuenta las ambiciones y objetivos de cada

proyecto a desarrollar. Sin embargo, todos los proyectos tendrán en común la necesidad de

reflexionar sobre el proceso de escritura e investigación, y deberían estar basados en una lectura

crítica y detenida de la tradición con la que el texto a ser escrito dialoga. En este sentido, aunque

el espectro interdisciplinario de proyectos de escritura creativa sea amplísimo, sí existe un núcleo

común a las iniciativas en este campo que permite argumentar a favor y fomentar el crecimiento

de una disciplina académica vinculada al estudio de la literatura y a cargo de generar

conocimiento.

210
Vale la pena preguntarse entonces, ¿cómo se articula actualmente la escritura creativa en

sus prácticas y metodologías?, ¿cuál es la base de su formato pedagógico y de qué manera se ha

adaptado y aislado del circuito académico a partir de este?

1.3 El taller literario: alcances, limitaciones y proyección

Con el surgimiento de los primeros programas académicos en inglés, la idea romántica

del escritor como genio solitario e individual en lugar de desaparecer, paradójicamente

permaneció en el centro de las dinámicas académicas del taller literario. La persistencia de esta

idea no se debe únicamente al entonces incipiente desarrollo de la escritura creativa como

práctica académica, sino también —y sobre todo — a su trasfondo ideológico.

En contraposición a la idea de cultura como producto por y para el pueblo, comunal, que

promovía el socialismo soviético, la academia estadounidense fomentaba una idea del arte como

producto y propiedad individual. De la misma manera, en oposición al arte comprometido se

estimulaba la noción del arte por el arte, el arte ‘libre’ de politización, que es, por su puesto, una

noción tan politizada como la del arte comprometido.

Este vínculo entre el surgimiento de los programas de escritura creativa y el proyecto

imperialista de Estados Unidos durante la Guerra Fría es señalado por Mark McGurl cuando

afirma que: “[t]he modernist imperative to “make it new” was institutionalized as another form

of original research sponsored by the booming, science-oriented, universities of the Cold War

era. The literature of this period would remain obsessed by individuals and their individuality”

(4). En la obsesión con la individualidad a la que se refiere McGurl radica la imposibilidad de

trascender la imagen del escritor como genio dentro del taller literario. Si bien en estos primeros

211
programas se promulgaba la escritura de ficción como una labor susceptible de ser enseñada y

perfeccionada, la idea de la obra como producto individual y propiedad del autor, y del arte como

esfera cultural independiente del entorno político y social, reiteraba la imagen del genio cuya

única deuda y compromiso son con su propio talento. A través de los cursos y talleres de estos

programas se educaba ideológicamente al escritor desde una perspectiva que delimitaba muy

claramente cuál es el lugar del artista en la sociedad y cuál es el destino de su producción. El

escritor, como artista, pertenece a un ámbito excluido del resto de la sociedad, su labor no

implica un diálogo con los discursos sociales y políticos de su entorno, y su obra es siempre una

forma de propiedad. De estas nociones también se desprende que el objetivo de estudiar escritura

creativa sea llegar a ser un escritor publicado, es decir, propietario del patrimonio de su obra, y

que esta forma de propiedad se convierta en sinónimo de éxito y validación profesional.

Intervenir culturalmente para el escritor-académico se limitaba entonces a participar de los

circuitos de producción a través de la consolidación de un capital privado. La figura de este autor

como autoridad y la forma de circulación de su trabajo como capital individual y privado

perviven hasta nuestros días y se alimentan de la creencia de que un buen escritor se debe a una

especie de genio abstracto y aleatoriamente concedido (casualmente en su mayoría a hombres

blancos).

Como consecuencia del trasfondo ideológico sobre el que se concibieron los primeros

programas de escritura creativa, este campo académico se desarrolló como un nuevo desván, esta

vez situado en la academia, desde el cual los escritores, aislados del ámbito público (e incluso del

académico) producen su obra. En este contexto, el taller literario como unidad pedagógica sobre

la que se funda la disciplina de la escritura creativa reproduce las dinámicas que un principio

buscaba cuestionar:

212
The workshop model offers no figure of the writer for students and teachers other than

that of the artist dedicated to the discovery of a personal voice and the development of a

craft. The university, in this formulation, is nothing but a garret in the ivory tower, and

this attitude persist today. (Dawson 188)

En este modelo pedagógico al que se refiere Dawson, el taller se convierte en un espacio

de refugio y patronaje donde el estudiante, aspirante a escritor, consigue el espacio para

‘encontrar su voz’ y el profesor-escritor hace las veces de tutor acompañante, pero, sobre todo,

encuentra en la universidad un refugio desde donde ejercer su vocación. Como consecuencia, a la

pregunta sobre si se puede enseñar y aprender a escribir ficción, el taller literario parece indicar

que no; que es solo posible brindar el espacio para que quien ha recibido la gracia de escribir

literatura, lo haga. En este sentido, como apunta Dawson, el taller se limita a generar un

ambiente propicio para la escritura:

The irony of the debate over whether writing can be taught, which was triggered by the

rise of Creative Writing, is that most writing courses themselves tend to operate with the

notion of innate talent, claiming only that talent can be nurtured in a sympathetic

environment. (11)

Esta dinámica presenta múltiples limitaciones para la escritura creativa. Por un lado,

trunca su desarrollo como disciplina académica a cargo de investigar y producir conocimiento.

Por otro lado, genera una escisión entre el quehacer creativo y el quehacer crítico en los estudios

literarios. Y, finalmente, aísla al académico en escritura creativa del circuito público.

Al analizar la forma en que la escritura creativa funciona en el ámbito académico en

Estados Unidos, G. D. Myers concluye que esta disciplina se ha convertido en una máquina de

generar nuevos programas de escritura creativa. Lo que este autor denomina como ‘the elephants

213
machine’ (149) es consecuencia de la infinita reproducción del espacio del taller literario en un

sistema de patronaje sobre el cual se desarrolló la escritura creativa en un principio.

En este contexto, resulta urgente estudiar críticamente la pedagogía del taller literario, así

como las formas en que la escritura creativa se concibe como disciplina. Como bien apunta

Dawson: “Creative Writing must have another function beyond its ‘official’ purpose of

employing and training writers: it must have a function specific to the university” (193).

Para Dawson, y para otros estudiosos de la escritura creativa como Cristina Rivera Garza,

el aspecto fundamental para hacer del académico de la escritura creativa un intelectual literario

es fundar la pedagogía del taller en la crítica, entendida como metodología de lectura y escritura,

pero también como el ejercicio mediante el cual se vincula el texto en proceso de escritura con

tradiciones literarias y no literarias del contexto social en el que emerge. De esta manera,

sostiene Dawson, el trabajo producido en el taller se puede asumir “as a form of knowledge

constituted at the dialogic junction of literature and criticism” (205).

El taller debe entonces dejar de ser un espacio propicio para la escritura en donde se

comentan, a partir de opiniones, los textos de otros estudiantes y profesores. En este modelo la

evaluación del texto está sujeta tanto al gusto individual de los participantes como a su previa

formación como lectores, pero no se construyen las herramientas para abordar críticamente el

proceso creativo. Como consecuencia, el taller no se convierte en un espacio de aprendizaje, sino

de juicio. La evaluación de textos creativos en este modelo carece de herramientas concretas y

genera, frecuentemente, ansiedad tanto en el estudiante como en el profesor.

Dawson propone transformar el taller en un espacio de recepción crítica (critical context

of reception) donde se comente el texto en su relación con otros textos circundantes. Es decir, a

la luz de teorías literarias y sociales, discusiones políticas, propuestas estéticas y tradiciones

214
literarias, entre otros. La apreciación del texto creativo debe rastrear sus conexiones dialógicas y

preguntarse por la elección de las formas textuales en relación con el contexto social y la

tradición en las que emergen. Esta manera de leer, y de escribir, implica revertir de fondo la idea

del escritor como genio ajeno a la red de relaciones sociales en las que se inscribe, y cimentar la

generación de proyectos y la interacción entre miembros del taller en un conocimiento sesudo y

estratégico de los debates y tradiciones en donde el nuevo texto busca inscribirse.

Si en los primeros programas de escritura creativa se promulgaba una dinámica que, en

consonancia con una ideología, pretendía aislar la producción artística del circuito social y

político, en los programas más contemporáneos se propone una dinámica pedagógica cimentada

en el ejercicio opuesto: el hacer consciencia de los procesos de diálogo, apropiación y ruptura del

texto en proceso de escritura con su contexto; no invisibilizar, sino abordar consciente y

críticamente las implicaciones políticas del texto escrito.

Para Cristina Rivera Garza, la lectura crítica también representa la piedra angular de la

pedagogía del taller literario. Esta autora propone que:

Acaso habría de considerarse que no puede haber talleres de escritura que no sean al

mismo tiempo, y por necesidad, talleres de lectura, incluyendo la discusión y el debate

minucioso y crítico acerca de las diversas tradiciones que alimentan y han alimentado, a

menudo de maneras poco armoniosas, la historia de las escrituras dichas en espacios y

tiempos específicos. Tal vez sería buena idea que los que asistan a un taller de escrituras

piensen que van, también, acaso sobre todo, a leer: a comentar en todo caso un rango

amplio de lecturas que pongan en entredicho cualquier parámetro con la aspiración al

estatus de la transparencia universal. Acaso sería bueno que todo participante saliera de

215
estos talleres pensando que no hay tradición intocable ni mucho menos inmutable. (Los

muertos indóciles 240-241)

Según las propuestas de Dawson y Rivera Garza, no es posible concebir, dentro del ámbito

académico, un proyecto de escritura creativa que no se cimiente en la investigación y la lectura

crítica de otras obras literarias. De la misma manera, no es posible leer el trabajo de pares o

estudiantes sin tener en cuenta las tradiciones dentro de las cuales este se inscribe y circula. De

esta forma, el taller se transforma en un espacio de formación de lectura crítica y nutrición de la

escritura. En este modelo de taller, la lectura de obras literarias publicadas se convierte en una

herramienta fundamental para nutrir el conocimiento y la aproximación crítica a las obras en

proceso de escritura.

Al abordar el estudio del desarrollo de programas de escritura creativa en departamentos

de literatura en español resulta pertinente tener en cuenta las dinámicas descritas por Dawson y

Myers para preguntarse en qué medida estos programas, que surgieron originalmente como

herederos del formato de los programas en inglés, pero también en estrecho vínculo con la

tradición de los talleres literarios no universitarios instalada en Latinoamérica y España,

reproducen o rompen esta estructura pedagógica.

Con este propósito, daré cuenta del actual panorama en que estos programas se articulan

y desarrollan. Aunque resulta sumamente relevante analizar y contrastar la situación actual de los

programas a lo largo y ancho de todo el continente americano, así como en España, he decidido

abordar inicialmente los programas formales de posgrado en Estados Unidos, no solo por la

cercanía vivencial a la que tengo acceso como una de las primeras doctorandas en este campo en

la Universidad de Cincinnati, sino porque la distancia institucional que separa la estructura

académica norteamericana de la latinoamericana, así como de las disimiles implicaciones

216
políticas y culturales del uso del español en estos dos contextos, obligan a asumirlas de manera

independiente.

El ejercicio que a continuación esbozo busca, además de indagar en la mirada experta de

cuatro académicos pioneros de la escritura creativa en español, generar un espacio de encuentro

entre diversas perspectivas respecto del presente y el futuro de este campo. El diálogo que me

propongo tejer entre estos puntos de vista nace mis propias conversaciones con dichos escritores

y profesores, que generosamente han aportado a este proyecto sus experiencias e informadas

posturas. Aunque a lo largo y Ancho de Estados Unidos se pueden contar numerosos profesores

que además de entregarse a la labor crítica y docente se destacan por su rol como escritores, e

intervienen en el medio cultural más allá de la academia, los cuatro que he buscado para entablar

este debate comparten no solo este rol dual, sino una carrera nutrida por la reflexión, la

investigación y el desarrollo curricular de programas en escritura creativa. La creación es un

elemento central de su formación como profesionales y de su ejercicio como académicos, pero,

además, los procesos de creación, la preocupación por las limitaciones de los circuitos

académicos existentes y el esfuerzo pionero por consolidar espacios para la escritura creativa en

la academia es lo que hace su perspectiva pertinente. Estos autores encarnan el perfil ideal de un

académico en escritura creativa, que más allá de ejercer su profesión desde la mera coincidencia

de la creación y la crítica, han dedicado sus carreras a reflexionar sobre esta y sobre los tantos

posibles diálogos e intervenciones todavía a venir entre la escritura creativa y otras disciplinas.

2. La expansión de la escritura creativa

217
Quizá el asunto de mayor relevancia de los últimos años en el campo de la escritura creativa

en español en Estados Unidos sea el debate en torno a la viabilidad de abrir un programa o una

línea de especialización en este campo para estudiantes que cursan estudios doctorales. La

discusión que en la década pasada giraba en torno a la pertinencia de abrir un espacio que

posibilitara la profesionalización de escritores de habla hispana en el ámbito académico ha

asumido una nueva dirección. Con tres programas de MFA consolidados en este campo, en las

universidades de Nueva York, Iowa y Texas, El Paso, la pregunta ya no parece ser si la academia

debería ser un lugar que albergue la labor creativa de nuevos autores, o si escritores emergentes

cuya obra sea escrita en español tienen un lugar en la academia estadounidense, sino qué

implicaciones conlleva expandir la escritura creativa al terreno de los estudios doctorales. Esto

implica que más allá de darle una plataforma de formación a un profesional con un proyecto

creativo, la academia se convertiría en un circuito en donde ese escritor se puede desarrollar de

manera permanente.

Actualmente existen cinco universidades en Estados Unidos que ofrecen programas graduados

en escritura creativa. Las universidades de Nueva York, Iowa y Texas, El paso, cuyos programas

de MFA cuentan con una ya sólida trayectoria; y las universidades de Houston y Cincinnati, que

han abierto opciones de líneas de profundización en este campo para estudiantes doctorales.

Adicionalmente, la universidad de Iowa también ha aprobado la apertura de esta línea de

especialización a nivel doctoral, y en la universidad de Texas, El Paso se está discutiendo la

posibilidad de abrirla en los próximos años. José de Piérola, director del MFA en esta

universidad, apunta: “En esta universidad estamos explorando la posibilidad de abrir un espacio

hacia el doctorado porque no me queda la menor duda de que ese es el futuro de los programas

218
de creación literaria en los Estados Unidos”1. Parece indiscutible que el campo de los estudios

literarios se está transformando y que la apertura de programas doctorales en escritura creativa

generará el espacio propicio para fortalecer este campo desde la investigación. No obstante, la

discusión sobre en qué consiste un doctorado y cuál será la futura dirección de la escritura

creativa, es un debate vivo donde diferentes visiones, a menudo opuestas, se nutren y

problematizan mutuamente. Además, la incursión en el campo no es homogénea, se da en

condiciones disímiles que dependen internamente de la configuración curricular de cada uno de

los departamentos, así como de los recursos con los que cuentan, y externamente de factores

como su localización geográfica, y el contacto con comunidades hispanohablantes más amplias.

En los casos de la universidad de Cincinnati y Houston, cuyo programa graduado en

español no ofrecen la opción de cursar un MFA, la ausencia de una previa plataforma académica

para la escritura creativa es por supuesto uno de los desafíos que pueden enfrentar estas

universidades. A la luz de la reciente apertura en este campo a nivel doctoral, les ha sido

indispensable investigar y estructurar pedagógicamente el ejercicio de la escritura creativa y la

forma en que esta se articula con otras líneas de especialización como la crítica literaria y la

lingüística. Sin embargo, esta misma ausencia puede jugar a su favor. Al no ofrecer un MFA,

estas universidades no se enfrentan a la posibilidad de repetir curricularmente la estructura del

MFA en el doctorado. Es decir que no corren el riesgo de ofrecer ‘más de lo mismo’ a

estudiantes egresados del programa de máster. No obstante, esto no presupone que baste incluir

el modelo pedagógico del taller literario para consolidar una formación doctoral. Como se

1
José de Piérola es un escritor de narrativa peruano. Es director del MFA en escritura creativa de
la universidad de Texas, El Paso, donde ha trabajado desde la fundación del programa. Sus
intereses académicos en crítica, vinculados a su visión pedagógica de la escritura creativa, son la
migración, el desplazamiento, la violencia política y la construcción de la identidad.
219
discutirá a lo largo de este apartado, aunque el taller y su pedagogía hacen parte importante de la

formación académica en escritura creativa, a nivel doctoral es necesario desarrollar estrategias y

plataformas que van más allá de este para garantizar una formación más amplia y sólida.

Los tres programas en donde existen en MFA en escritura creativa en español han sido,

quizá por su temprana apertura y su ya sólida trayectoria en el campo, algunos de los primeros en

plantearse la posibilidad de extender su currículo hacia el PhD. Sin embargo, son justamente

ellos quienes asumen uno de los retos más grandes: qué pueden o deben ofrecer curricularmente

a un estudiante que decida, después de terminar su MFA, cursar un doctorado en escritura

creativa; cómo es posible articular un programa doctoral que supere la mera repetición y

extensión de la estructura del máster. A este respecto Ana Merino2, fundadora del MFA de la

universidad de Iowa, insiste en la importancia de desarrollar una estructura curricular que soporte

la decisión de incursionar en un doctorado en escritura creativa. Para ella, aunque es

incuestionable que el campo tanto de los estudios literarios como de la escritura creativa en

español están viviendo una interesante transformación, es necesario pensar juiciosamente la

manera en que se está incursionando en la posibilidad de abrir un PhD en esta área.

La incursión en la escritura creativa es sin duda una de las caras de la transformación que

viven actualmente los estudios literarios tanto en inglés como en español. Sin embargo, asumirla

únicamente como una forma de hacer frente a la crisis que atraviesan humanidades es no solo

irresponsable sino perjudicial para el campo. Por esta razón, y después de haber asumido la ardua

y dispendiosa labor de estructurar desde sus cimientos el programa de maestría en escritura

2
Ana Merino es una poeta, dramaturga y catedrática española. Su especialización académica,
además de la escritura creativa, se centra en estudios del cómic. Fundó el MFA en escritura
creativa en español de la universidad de Iowa y ha emprendido otros proyectos relevantes en este
campo como el Spanish Creative Literacy Project.

220
creativa en Iowa, Merino se opone a un acercamiento ligero a la hora de abrir la puerta a los

estudios de doctorado en este campo. Para plantearse esta opción, argumenta, el departamento

que quiera ofrecer un programa doctoral en escritura creativa debe asegurarse de tener expertos o

académicos dispuestos a investigar y trabajar en las fundaciones pedagógicas e intelectuales que

lo sustentarán, garantizando a sus estudiantes una formación cimentada en la emergencia y

crecimiento de un campo de estudio propio. Frente a la recién aprobada iniciativa del

Departamento de Español y Portugués de la universidad de Iowa, de permitir a un estudiante,

egresado del MFA, continuar en el programa como estudiante doctoral en escritura creativa,

Merino se muestra escéptica. No se trata de una oposición caprichosa o de un rechazo a la

transformación del campo de estudio. Esta resistencia nace de un afán por garantizar que la

escritura creativa crezca de manera sólida antes que acelerada. Según esta autora, “si queremos

derivar los resultados del MFA hacia la teoría de la escritura creativa, necesitamos escritores con

doctorados y con teoría del proceso de escribir. O sea, necesitamos crear un currículum,

desarrollar cursos centrados en la materia que se trabaja” (Entrevista personal). Esto quiere decir

que antes que aceptar estudiantes, el programa debe solidificar una postura tanto intelectual,

centrada en qué significa estudiar escritura creativa en un doctorado, como práctica, cimentada

en el desarrollo de herramientas concretas que se traduzcan en prácticas académicas. En este

sentido, Merino sostiene que “no pueden darle un doctorado a un estudiante que simplemente

está tomando los mismos talleres del MFA otra vez, o que simplemente está repitiendo cursos de

estudios literarios y escribiendo una novela. Hay que darles clases para su especialización”

(entrevista personal).

La pregunta latente detrás de la crítica que hace Ana Merino atañe a la particularidad del

campo de estudio. ¿En qué radica la diferencia entre un doctorado en escritura creativa y un

221
MFA en este mismo campo, o un doctorado en estudios literarios? La respuesta a esta pregunta

debe traducirse en los principios y prácticas que sustentan la creación del programa doctoral.

Como bien apunta la autora española, no se trata de estudiar un MFA más extenso, donde el

estudiante cursa otra vez una serie de talleres que le permiten desarrollar un nuevo proyecto

creativo; tampoco se trata de un doctorado en estudios literarios, donde el estudiante lleva

seminarios de literatura y en lugar de una disertación crítica o teórica, escribe un proyecto de

creación.

Para pensar en la expansión de la escritura creativa Merino hace hincapié en que hay que

diferenciar de forma clara los alcances y objetivos de un máster de los de un doctorado, y

teniendo en cuenta esta distinción, construir un andamiaje pedagógico y académico que sustente

cada uno de estos programas de forma definida e independiente.

Merino concibe el MFA como una “carrera técnica” o un espacio de “profesionalización

del escritor” (Entrevista personal). En este sentido, los estudiantes deberían encontrar en una

maestría en escritura creativa un espacio, pedagógicamente cimentado en la estructura del taller,

que les permite desarrollar un proyecto creativo a través de la exploración técnica de la labor de

la escritura. Sin embargo, si el programa

es un doctorado, los talleres no son suficientes, tienes que desarrollar un currículo

de clases sobre cómo se estudian manuscritos de escritores, cómo ha cambiado la forma

de escritura, cómo dialogan los documentos de tal escritor con su creación de novela, es

decir, investigaciones sobre el proceso creador. (Entrevista personal)

En este sentido, “el pensamiento creador es la base del doctorado”, así como “la

investigación en diálogo con la realidad de la escritura creativa” (entrevista personal).

222
La postura de Ana Merino se asemeja así a la de Paul Dawson, expuesta en el apartado

anterior. Para estos dos académicos, el campo de estudio de la escritura creativa deben ser los

procesos escriturales y la pedagogía de la escritura. Según esta aproximación, al investigar para

este campo, más allá de desarrollar una obra propia, se busca aportar a la comprensión y el

desarrollo de la escritura y los proyectos creativos desde perspectivas amplísimas que pueden

preguntarse, entre muchas otras cosas, por el impacto de la escritura en comunidades concretas,

la transformación de los circuitos de producción, edición y consumo de literatura, las

implicaciones del bilingüismo en procesos de creación, el diálogo entre procesos de creación a

través de distintos medios de expresión, la particularidad de la investigación y el uso de archivos

para proyectos de escritura creativa, las posibles conexiones entre el ejercicio académico de la

escritura creativa y el activismo. La lista de posibles investigaciones es infinita. Todas ellas

urgentes y relevantes para un profesional que se ocupa tanto de escribir literatura como de

estudiarla. “Lo ideal en este tipo de perfil”, Merino apunta,

sería el de un estudiante que hace su MFA, con su novela, y luego hace un

doctorado sobre la problematización de la escritura creativa, y entonces investiga el

debate de la escritura creativa. Hay que hacerlo con metodología, porque si no, les estás

vendiendo a los estudiantes que escribir una novela o un libro de poemas es hacer un

doctorado, y eso no es un doctorado. Ese ha sido el gran debate en Iowa. (Entrevista

personal)

Así, un egresado de un programa como este habrá cursado seminario de literatura y talleres

literarios, pero también cursos enfocados en la problematización y las implicaciones de la

escritura; “clases que no sean cronológicas ni genealógicas, que no sean la teoría x, sino sobre el

proceso de escribir” (Merino, Entrevista personal). Su perfil estará nutrido no solo por su

223
capacidad crítica y su vocación creativa, sino por su experticia respecto del diálogo entre estos

dos campos y su capacidad de emprender y desarrollar proyectos pedagógicos de escritura

creativa. Adicional a esto, su tesis doctoral no incluirá necesariamente un componente creativo,

sino que será una aproximación teórica o crítica a un problema concerniente a la pedagogía de la

escritura y su proceso creativo, el desarrollo de manuscritos, o la edición y circulación de

proyectos de creación. Mientras que un egresado de MFA en escritura creativa habrá encontrado

el espacio pedagógico para explorar y desarrollar su obra, un egresado de PhD habrá

problematizado e investigado las pedagogías, prácticas e implicaciones intelectuales de la

escritura creativa como campo académico. Ambas formaciones se complementan de manera

orgánica, así como también dialogan con los estudios críticos de la literatura. Sin embargo, sus

campos de estudio y acción no son del todo los mismos.

La postura de Merino es particularmente relevante si se tiene en cuenta la actual

necesidad de investigar y consolidar la escritura creativa como un campo académico. De su

experiencia docente y académica se desprende una preocupación por construir como punto de

partida los cimientos curriculares que contribuyen a darle forma a un campo de estudio. Es

precisamente esta preocupación la que en primer lugar le permitió, diez años atrás, imaginar y

consolidar a través del MFA en Iowa la escritura creativa como campo disciplinar, si bien

asociado, independiente de los estudios literarios. De su energética crítica queda claro que

aventurar una apertura disciplinaria huérfana de solidez pedagógica puede resultar

contraproducente para un campo en expansión, en donde antes que abarcar un perímetro más

amplio debe ser una prioridad fijar un punto de partida. También es alentador reconocer de su

mano las tantas posibilidades que existen para la escritura creativa como campo de investigación

en la academia, y la urgente necesidad de explorarlas desde ahora.

224
Aunque joven, un programa con los cimientos curriculares como los que describe Ana

Merino sí existe. En 2016 la Universidad de Houston abrió admisiones para un programa

doctoral en español con concentración en escritura creativa. Cristina Rivera Garza3, directora de

esta iniciativa, había desarrollado su carrera académica como profesora en este campo en el

departamento de inglés en la universidad de California en San Diego. Sin embargo, no había

encontrado allí la fisura necesaria para problematizar el estudio creativo de tradiciones

monolingües. Esta académica señala que, desde el inicio de su carrera en San Diego, consideraba

urgente explorar el contacto entre el español y el inglés, así como el activismo sobre la

producción en español, tan presente en la vida de la ciudad, pero tan tajantemente dividido en la

estructura académica: “cuando acepté el trabajo en UCSD para mí era muy importante que en el

futuro ese programa fuera no solo un programa en inglés, sino bilingüe”(Entrevista personal).

Sin embargo, quizá a falta de otros profesores que como Rivera Garza pudieran navegar las dos

lenguas y el diálogo entre las tradiciones, el MFA de la universidad de San Diego no abrió sus

puertas entonces al español.

Rivera Garza todavía trabajaba como profesora en San Diego, dirigiendo siempre

proyectos escritos en inglés, muchas veces escritos por estudiantes bilingües, cuando visitó la

Universidad de Houston para dar una conferencia sobre su trabajo en escritura creativa. De

manera espontánea, la preocupación de esta académica por la apertura del campo hacia el

bilingüismo y el español entró en diálogo con la exploración institucional del Departamento de

Estudios Hispánicos que estaba visitando. Como ya había manifestado tanto en San Diego como

3
Cristina Rivera Garza una escritora y académica mexicana. Ha dedicado su labor de
investigación y docencia a la escritura creativa en las universidades de San Diego y Houston,
donde ahora dirige el programa de doctorado en escritura creativa en español. Sus intereses
académicos también incluyen la historia y representaciones de enfermedades mentales.
225
en otras universidades a las que era invitada, Rivera Garza tenía en mente la necesidad de

expandir el campo de la escritura creativa: “yo tenía esta idea de que hay tres programas de MFA

de creative writing en español y me parecía que era el momento de que naciera un doctorado”

(Entrevista personal). Unos meses más tarde, la universidad de Houston contactó a la escritora

mexicana para proponerle dirigir ese programa doctoral que ella imaginaba.

Basada en la experiencia pedagógica adquirida en el programa de escritura creativa del

departamento de inglés en la universidad de San Diego, Cristina Rivera Garza constituyó en

2016 los cinco pilares intelectuales que sostienen la visión del doctorado que ofrece la

Universidad de Houston: la creación literaria desde la academia; la relación entre el escritor y la

comunidad; la producción de libros concebida desde el proyecto de escritura, pasando por

proceso de edición, hasta la labor manual de confección del libro-objeto; la traducción como

ejercicio de creación; y la escritura digital. Estos cinco son para Rivera Garza los ‘ejes

intelectuales o filosóficos’ que sustentan el currículo del programa y el perfil del doctorando que

lo cruza. A la hora de concebir las prácticas concretas del programa, estos ejes se traducen en

una ‘estructura ósea’: seminarios y talleres enfocados en problemáticas alrededor de estos temas,

una agenda de investigación relacionada con los pilares, la financiación de ciclos del ‘workshop

series’ con escritores invitados, y la compra de un risógrafo que posibilita el aprendizaje del

quehacer editorial, y que permitió la creación de una editorial independiente que sirve como

plataforma profesional para los estudiantes.

La columna vertebral del programa es, por supuesto, la reflexión académica en torno a

qué es y cómo se hace la escritura creativa. Sin embargo, esta debe concretarse a través de

iniciativas concreta que ofrece la universidad para el campo en desarrollo. En el caso de la

Universidad de Houston, Rivera Garza dice: “Aquí había una infraestructura para desarrollar el

226
programa, había una editorial, con un proceso de rescate documental. También había un par de

profesores que no solo eran PhD, sino que también escribían” (Entrevista personal).

De manera estratégica, el doctorado se creó como parte del Departamento de Estudios

Hispánicos, en donde ya se ofrecía un doctorado con dos opciones de especialización: literatura y

lingüística. El de escritura creativa se instaló como un tercer track, con sus requisitos curriculares

determinados e independientes de los dos anteriores, pero también con un profesorado a cargo de

investigar y ofrecer cursos especializados para esta área. Gracias a que este programa cohabita

con los estudios literarios y la lingüística, los estudiantes que lo cursan se forman en diálogo

constante con estas áreas. Como Rivera Garza lo señala, la idea de consolidar el campo de la

disciplina de la escritura creativa “no es crear una práctica separada del entrenamiento

académico del estudio tradicional de la literatura, sino que está profundamente mezclada,

trenzada con este” (Entrevista personal). De esta forma, los estudiantes y egresados de este

programa serán idealmente “personas que les interesa pesar desde la crítica literaria, pero que

también están creando libros” (Entrevista personal).

Así, el estudiante de este doctorado se diferenciaría de un estudiante doctoral en estudios

literarios no solo porque conjuga el quehacer creativo con el crítico, sino porque se especializa

en la escritura creativa como campo de investigación. Simultáneamente, se diferencia de un

estudiante de MFA porque su formación va más allá de la profesionalización del escritor a la que

se refiere Ana Merino; se trata de un académico capaz de emprender proyectos de crítica, edición

y creación literaria. Como Rivera Garza lo señala:

Una de las cosas que es de suma importancia para mí es que quede muy claro que

esto no es un MFA más largo, es decir, que es un trabajo de doctorado donde apuntamos

a una formación completa. Los estudiantes tienen que tomar seminarios de literatura, de

227
lingüística. Para asegurarnos de que el individuo que salga con un grado como doctor en

escritura creativa en español, tenemos que formar a alguien que puede concursar por un

trabajo en la academia gringa, en programas de literatura, pero que además tiene esta otra

formación. No es alguien a quién le falte algo, sino alguien que viene con un plus.

(Entrevista personal)

El egresado de un programa como este, tendrá idealmente una formación general en estudios

literarios, y una agenda de investigación nutrida por la reflexión en torno al ejercicio de la

creación. El objetivo de su formación es que este profesional pueda emprender tanto proyectos

académicos creativos, de docencia, y de investigación, así como proyectos culturales fuera de la

academia, en relación con la producción y circulación de libros, pero también en contacto con

comunidades. La configuración de un perfil amplio como este apunta no solo a la

interdisciplinariedad dentro de los estudios literarios o las humanidades, sino a la

postdisciplinariedad en un mercado donde los ámbitos académico y público dialogan de manera

nutritiva haciendo los límites que los separan más flexibles. Entendido de esta manera, el

desarrollo de la escritura creativa emerge como respuesta a un cambio en las formas de abordar

los estudios literarios, sino también como una consecuencia de la transformación del medio

académico y su mercado.

Una de las razones que impulsó a la universidad de Houston, y a las otras dos

universidades que actualmente incursionan en el campo de la escritura creativa a nivel doctoral,

fue la generación de una estrategia para hacer frente a la decreciente tasa de solicitudes para

programas doctorales en las humanidades. En esta universidad, apunta Cristina Rivera Garza,

228
se estaban inscribiendo cada vez menos estudiantes a nuestros PhD en

humanidades, por una crisis que están sufriendo las humanidades, por el tipo de mundo

en el que vivimos, por la falta de trabajo (…). Y veíamos que había menos y menos

trabajos para egresados con especializaciones muy limitadas, y cada vez un mercado de

trabajo más amplio para doctorantes (sic) que saben hacer más cosas. (Entrevista

personal)

En un ciclo mutuamente complementario, la transformación del mercado de solicitudes y ofertas

curriculares en programas de doctorado genera un cambio en el mercado laboral de los egresados

de doctorados. Es a través de esta correlación que poco a poco el ejercicio profesional se

modifica para ajustarse a una nueva etapa. Es en este sentido que la exploración de nuevas

formas diciplinares puede funcionar, si es estructurada de manera estratégica, como una forma

efectiva de responder a ambos mercados simultáneamente, permitiéndole al campo de estudio

mutar para adaptarse a un nuevo medio. Sin embargo, para algunos académicos, esta

interrelación no resulta tan evidente. En aquellos departamentos en donde esta discusión ya

resulta relevante, existe una pugna entre una postura quizá más conservadora, y otra que se

arriesga a la apuesta por lo nuevo. Quienes se oponen a esta apertura pueden sostener con razón

que aún no existe un terreno fértil para que un egresado doctoral en escritura creativa encuentre

una plaza docente, y que al ser un campo disciplinar incipiente a nivel doctoral todavía no

existen las herramientas para ofrecer a nuevos estudiantes una plataforma de formación. Este es,

por ejemplo, el caso de Ana Merino. Para ella, refiriéndose específicamente a la iniciativa de la

universidad de Iowa, resulta contraproducente abrir la puerta a un espacio que aún no cuenta con

cimientos. Reconoce que el mercado está cambiando y sabe que ofrecer la opción de cursar un

229
doctorado en escritura creativa puede atraer nuevos y más estudiantes al programa graduado de

español. Sin embargo, le parece irresponsable adoptar esta medida como estrategia para reclutar

nuevos doctorandos si no se está simultáneamente trabajando en una estrategia para que esos

estudiantes construyan un perfil sólido que les permita enfrentar el mercado laboral. Para

Merino, los estudios doctorales en escritura creativa

no se pueden implementar simplemente como estrategia para atraer a más estudiantes.

Hay que pensar qué va a pasar cuando esos estudiantes sean profesionales en el futuro.

¿cuál va a ser su formación, qué cursos les vamos a ofrecer para que tengan un perfil

sólido? (Entrevista personal)

Vale la pena preguntarse entonces, ¿qué debe suceder primero para que el campo de la escritura

creativa se consolide: que estudiantes y académicos se interesen por esta área para hacerse

expertos, o que un programa se articule a nivel curricular para ofrecer una plataforma a quien

quiera formarse en el área? Estos procesos se darán de manera inacabada y simultánea. La

investigación dará lugar a espacios de formación y los espacios de formación fomentarán más

investigación. Como resultado, la incipiente grieta en el mercado laboral se ensanchará dando

espacio a una nueva subespecialización de los estudios literarios. Al estar interconectados, los

mercados de demanda de programas académicos y de trabajos en la academia, es imposible

asumirlos como espacios independientes. Cambiar la estructura curricular implicará cambiar los

perfiles del futuro mercado laboral, así como transformar los nuevos puestos de trabajo cambiará

los campos de especialidad y la formación de quienes cursen un doctorado. La transformación

disciplinar es entonces un proceso mutuamente constitutivo entre la emergencia de nuevos

espacios de formación y nuevos espacios de ejercicio profesional. En este contexto, por supuesto,

como apunta Merino, un departamento que decida abrir su currículo en una nueva dirección debe

230
asegurarse de ofrecer a sus estudiantes un medio propicio para su formación. Esto quiere decir

que la decisión institucional debe ir acompañada de un esfuerzo académico y pedagógico. Si esto

ocurre, el panorama futuro será como de manera optimista lo plantea Cristina Rivera Garza

cuando proyecta que “muy pronto, más programas van a solicitar profesores que no solo sepan

ser críticos literarios, sino que también sepan escribir y sobre todo sepan ofrecer clases y talleres

de escritura” (Entrevista personal).

La incursión en la escritura creativa a nivel doctoral ya está ocurriendo. Quizá para abrir

lugar a los egresados de programas de MFA cuyo ejercicio profesional no estaba del todo

pensado para el circuito académico, pero quizá sobre todo porque el oficio de estudiar literatura

está siendo asumido desde una nueva perspectiva. La emergencia del campo se sustenta en la

necesidad de formar académicos integrales que aborden la literatura desde la crítica, la teoría y la

creación, y que se queden dentro de la academia para generar nuevos proyectos donde se

conjuguen estas tres áreas. En este sentido, como bien señala de Piérola:

no es suficiente con un MFA para formar un intelectual con una formación completa en

este campo. Un doctorado no es un MFA más largo, es un espacio que ofrece la

formación que ofrecen otros doctorados en literatura, con la diferencia de que la

especialidad principal es la creación literaria. Pero hay una formación en crítica y teoría

de quien ha terminado un doctorado. (Entrevista personal)

Pensar estratégicamente, desde adentro de las instituciones y los currículos, cómo se estructura

esta formación es el reto actual de intelectuales como Merino, Rivera Garza y de Piérola, entre,

ojalá, muchos otros. Idealmente, el escenario de los próximos años se traducirá en la

consolidación de doctorados donde

231
los estudiantes puedan tener un entrenamiento intelectual riguroso en literatura, y a la vez

pudieran tener la experiencia pedagógica del taller, y que pudieran graduarse con una

disertación creativa que incluyera, por supuesto, un buen componente de revisión teórica.

Es decir que formáramos, lo que a mí me parece que es el escritor del siglo XXI: un

escritor bilingüe o multilingüe, capaz de navegar entre el discurso académico teórico y la

práctica creativa. (Rivera Garza, Entrevista personal)

2.1 El escritor del siglo XXI

Uno de los puntos de coincidencia de los académicos entrevistados para este estudio, es la

idea del escritor académico como un intelectual consciente del propósito de sus intervenciones

en el medio tanto universitario como cultural.

Desarticular la idea del escritor en la torre de marfil se traduce en los ejes pedagógicos de

la formación de ese escritor del siglo XXI que señalan con insistencia Merino, Rivera Garza y de

Piérola. Asumir la escritura como una acción inscrita en el mundo y en su realidad tanto

simbólica como material conlleva a repensar en la idea del escritor y su lugar en la sociedad.

Lejos de ser una figura aislada, se convierte, todo lo contrario, en un trabajador de la lengua que

participa activamente en la creación de sentido de la realidad que lo circunda, y que además es

consciente y responsable de dicho lugar. Esto no solo permite naturalizar la figura del creador

literario dentro del circuito académico, sino que también implica que ese creador se sabe

partícipe de este medio en donde las ideas se generan y circulan en constante diálogo con

diferentes realidades.

232
La todavía arraigada idea del genio-escritor hace difícil de reconciliar la escritura creativa

con la académica porque no reconoce que ambas se basan en procesos similares de investigación,

diálogo, redacción y edición. Como ya fue expuesto, esta imagen romántica del escritor no fue

rebatida en el formato pedagógico del taller de los programas de escritura creativa en inglés del

siglo XX. El escritor ya no simplemente cambia su lugar resguardo al ámbito universitario, como

hizo a lo largo del siglo pasado. Hoy, la deconstrucción de esa guarida que antes lo

impermeabilizaba de su contacto y responsabilidad con el mundo constituye el eje de lo que

define a la escritura creativa disciplinariamente.

El escritor del siglo XXI encuentra en la academia un espacio de formación integral y un

medio para participar, a través de la creación literaria y la crítica, en los debates más relevantes

de su tiempo. La escritura creativa emerge solo cuando se rebate la idea de que hay una

contraposición entre un entrenamiento riguroso académico de lectura crítica y la creatividad. En

el ejercicio de esta disciplina se defiende la universidad como un espacio que da acceso a un foro

público de discusión, y a la escritura no como medio de expresión personal, sino de producción

crítica. En palabras de José de Piérola:

Uno es parte de un diálogo como escritor o escritora, y ese diálogo tiene mucha

influencia en lo que uno hace y en lo que los demás hacen también. Recircular ideas del

siglo XX no es tan interesante como repensarlas y replantearlas desde ahora en ese

diálogo. (Entrevista personal)

Así como de Piérola, Ana Merino también argumenta que la consciente intervención en la

producción de realidades y las discusiones vitales alrededor de estas son rasgos fundamentales

del escritor contemporáneo, en especial de aquel que se forma académicamente.

233
Cuando Merino emprendió la tarea de pensar en los pilares que sustentarían la formación

en escritura creativa del MFA de la universidad de Iowa, basó sus estrategias en la idea de que:

El escritor era este intelectual que tenía que dialogar con su presente y compartir su

pasión creativa con el entorno que le rodeaba. Quería alejarme de esa idea del escritor

endiosado en su torre de marfil. De ese concepto del escritor como producto de consumo

con el que la industria editorial juega en su búsqueda de autores superventas. Ser escritor

conllevaba aspectos de vida comprometida con el presente. (El tallerismo comprometido,

9)

El compromiso y la toma de consciencia a la que se refiere Merino es el mismo que se desdibujó

en tantos programas de escritura creativa en inglés en los Estados Unidos de la guerra fría.

Entonces, la creación literaria desde la academia se cimentaba en la idea del arte por el arte, que,

sabemos hoy, no carecía de ideología.

En consonancia con Merino y de Piérola, Rivera Garza sustenta la aproximación a la

escritura creativa justamente en el acto intelectual de darle la vuelta a la figura del escritor como

genio, para acercarlo al mundo y a sus realidades. Para esta autora el escritor del mundo actual:

No será nunca más el inspirado del siglo XIX que recibía, eso decían, el soplo divino por

métodos más bien peculiares, sino el reciclador que lee su realidad con cuidado y, con

cuidado, copia, recicla y se apropia del discurso público para participar de este modo en

diálogos textuales e intertextuales más amplios, tanto a nivel estético como político. (Los

Muertos indóciles, 93)

Este escritor contemporáneo, además de asumir su intervención en el ámbito cultural, que es

siempre social, es también un escritor que reconoce en la práctica de su oficio el contacto con la

comunidad a varios niveles.

234
El que escribe nunca escribe solo. Esta es una afirmación sencilla y sin embargo pareciera

a veces todavía revolucionaria. Es una frase que no se cansa de repetir Cristina Rivera Garza

cuando afirma que quien escribe participa de una conversación con las voces de aquellos que

nutren su obra. Es decir que se inscribe en una tradición literaria y cultural. Ser consciente de

este diálogo al que entra, de los argumentos que se han propuesto; de las voces que más se han

escuchado, y de las que han quedado relegadas; del lugar y la postura que su voz genera; y sobre

todo de la realidad que se crea y se habita en esa tradición, es una responsabilidad primordial del

escritor contemporáneo. Asumir el lugar en una tradición implica estudiarla y curar

cuidadosamente el proyecto de creación con el que se hará partícipe de ella. Escribir es en este

sentido entablar una lectura y un diálogo con todos aquellos que ya han explorado la forma, el

tema, la problemática, los lenguajes a los que recurre el creador, así como aquellos que se han

dado a la tarea de estudiar todos estos aspectos desde la crítica y la teoría. Tal vez este es uno de

los aspectos en donde más resultan indisociables la formación académica crítica y la creativa.

¿Cómo sería posible emprender un proyecto de creación literaria sin saberse partícipe de una

constelación cultural?, ¿quién hoy en día defendería que un escritor se forma y se erige gracias a

sí mismo y no al diálogo nutrido con otras voces y con el discurso de la crítica? El reverso de

estas preguntas es la afirmación por una práctica creativa cimentada en el concepto de

comunalidad: “la experiencia de pertenencia mutua que es el lenguaje y de trabajo colectivo con

otros, que es constitutiva del texto” (Rivera Garza, Los muertos indóciles, 23).

La comunalidad como pilar pedagógico de la escritura creativa conlleva a una rigurosa

investigación de las tradiciones y los lenguajes a los que un proyecto de escritura busca

pertenecer. Tiene como consecuencia, también, una toma de conciencia sobre la imposibilidad de

defender la escritura en solitario y de espaldas al mundo.

235
A nivel académico, el reconocimiento de la escritura como práctica de la comunalidad

reconcilia los ejercicios crítico y creativo, tejiendo puentes entre ambos y posibilitando a la

emergencia de proyectos paralelos o conjuntos a través de estas dos formas de estudiar la

tradición. No obstante, el que se entabla con la tradición y las voces culturales y literarias no es

el único diálogo en el que interviene el escritor. Quien escribe no está solo porque su obra se

yergue sobre las voces de otros tantos; pero tampoco está solo en la medida en que pertenece a

una comunidad lingüística y social. El vínculo y la intervención dentro de esta, es otro de los

roles que señalan como fundamentales los académicos de la escritura creativa. Quien escribe

debe entonces preguntarse por los medios que utiliza y los circuitos desde donde produce su

escritura. El primero de estos medios será la lengua, viva y capaz de significar solo en su

contacto con una comunidad.

En el diálogo con la comunidad, vinculada por la lengua común, radica una de las

mayores diferencias entre programas de escritura creativa en español en Estados Unidos y

Latinoamérica. Aunque el vínculo de escritor con la comunidad puede establecerse a partir de

otros contactos además del lingüístico, en Estados Unidos el compartido uso de la lengua hispana

vincula al académico en estudios de español con la comunidad hispanohablante de este país.

Hacer consciencia y pensar de manera crítica el vínculo lingüístico y las implicaciones del uso

del español en Estados Unidos es tal vez uno de los aspectos más relevantes para los escritores

que emprenden proyectos creativos (y académicos) en Estados Unidos.

Quien desarrolla un proyecto de escritura creativa debe plantearse el lugar desde donde

escribe y de qué manera esa locación lo conecta con una red social específica. En Estados

Unidos, quien escribe en español usa la lengua del trabajo en el campo; la lengua que emparenta

a descendientes de variadas naciones a lo largo América; la lengua de una minoría creciente; una

236
lengua política. Esto no implica, por supuesto, que quien emprende un proyecto creativo en

español deba ineludiblemente abordar la problemática de la población hispanohablante en

Estados Unidos. Lo que sí implica, es que quien escribe en español sabe que interviene en una

constelación cultural donde su lengua no es dominante, y que a través de su escritura estará

construyendo comunidad y tejiendo lazos entre aquellos que comprenden el mundo a través de

un sistema lingüístico común.

En su ejercicio nutrido por el contacto con la comunidad lingüística, el académico en

escritura creativa podrá emprender proyectos pedagógicos fuera del ámbito universitario y en

contacto con comunidades específicas. Este ha sido el caso de los programas en Houston, Iowa y

El Paso, cuyos directores han emprendido iniciativas de alfabetización creativa. Las iniciativas a

este respecto son incipientes, pero pueden llegar a ser nutritivas y muy variadas.

A partir de este diálogo con la comunidad lingüística, el escritor encuentra la

reconciliación del quehacer creativo con la intervención de la realidad social, en un rango tan

amplio que abarca desde la mera intervención en la tradición literaria en español en Estado

Unidos, hasta el emprendimiento de proyectos de activismo político. Uno de los ejemplos más

claros a nivel pedagógico a este respecto, lo ha llevado a cabo Ana Merino a través del Creative

Literacy Project. Merino señala que desde el inicio consideró el trabajo con la comunidad como

un pilar del programa que fundó:

Cuando me ofrecieron la posibilidad de desarrollar el MFA de Iowa pensé que era

fundamental que aquel proyecto de escritura creativa tuviera un componente de activismo

social claro. Que la creatividad y los talleres tocaran a la comunidad que los rodeaba, y

que los escritores compartieran esa pasión por la lectura y la escritura con los niños y los

adolescentes de las comunidades hispanas”. (El tallerismo comprometido, 9)

237
Debido a esta estudiada consciencia del sistema lingüístico en que se inscribe un proyecto y su

relación con una comunidad, el bilingüismo y el multilingüismo también resultan aspectos

centrales de reflexión al escribir y emprender investigación en escritura creativa en español en

Estados Unidos.

Al concebir pedagógicamente el MFA de El Paso, José de Piérola se propuso hacer del

bilingüismo un elemento central del programa. Quizá porque desde el campus de esta

universidad se ve, como apunta él mismo, el inicio geográfico de Latinoamérica; quizás porque

se encuentra cerca de una frontera política y cultural, el programa de El Paso se propone

problematizar y desdibujar los límites tajantes entre tradiciones y lenguas a la hora de estudiar

literatura a partir de la escritura creativa. A este respecto, Piérola sostiene:

el experimento que hemos estado haciendo en los últimos quince años es el de hacer un

programa que sea bilingüe. No en el sentido de que los estudiantes sean bilingües, sino en

el sentido de que el inglés y el español coexisten en la misma aula. Los programas de

literatura, con mucha razón se especializan en ciertas tradiciones. Sin embargo, desde el

aspecto creativo, es imposible hacer un trabajo creativo en español sin reconocer la gran

herencia que tenemos en la literatura latinoamericana, de la literatura anglosajona y

norteamericana. Los escritores del boom, por ejemplo, no serían posibles sin la escritura

de la generación perdida. Y al mismo tiempo, la emergencia de los escritores del boom ha

influido de manera bastante notable en los escritores norteamericanos. Entonces, durante

el siglo XX ha existido ese intercambio de preocupaciones, técnicas, enfoques, temáticas,

entre los estados unidos y Latinoamérica. De modo que tener un programa en el cual

conviven estudiantes de manera viva, vuelven a recrear ese momento de intercambio, me

238
parece formidable. El aula funciona como un espacio de intercambio de tradiciones.

(Entrevista personal)

La preocupación por generar un espacio de diálogo entre tradiciones es una forma estratégica de

poner de relieve la condición, siempre entre dos mundos, del académico y el escritor que abordan

problemáticas del mundo hispanohablante desde los Estados Unidos. Hacer de esa condición un

aspecto central de reflexión a la hora de generar crítica y creación literaria resulta profundamente

relevante a la luz de la necesidad de hacer consciencia de las posturas e intervenciones que

establece el escritor y el académico como intelectual.

La permeabilidad lingüística también se presenta como una grieta de donde pueden surgir

nutridos diálogos entre la escritura creativa en inglés y en español. Habitar dos o más lenguas

simultáneamente implica vivir en un estado de alternancia y cuestionamiento sobre las formas de

significación. La labor creativa se basa más que nada justamente en eso: la reflexión sobre los

mecanismos mediante los cuales se articula el significado de una realidad que es siempre

construcción y negociación. En este sentido, el escritor que produce desde este lugar de

confrontación que surge del encuentro entre dos lenguas puede ser entendido en términos de

Rivera Garza como escritor planetario: “Se trata de ese tipo de escritores que habitan de manera

esporádica (que no diaspórica) sitios y lenguas con los cuales desarrollan una relación de

dinámica resistencia, más que de amable acomodo” (Los muertos indóciles, 140).

Un último aspecto mencionado por los autores entrevistados como fundamental en la

formación del escritor desde el ámbito académico es el estudio y la reflexión en torno a los

lugares y circuitos de producción material de libros y proyectos creativos. A este respecto, quien

estudia escritura creativa, y posiblemente quien estudia literatura desde otras subdisciplinas,

debería preguntarse por la forma en que existe y se transforma la lectura; el acceso a los libros; la

239
obra literaria más allá del formato del libro; el proyecto creativo que no asume la forma de libro;

los medios de publicación y circulación. Esto posibilita la construcción de un sólido

conocimiento sobre la labor material de hacer un libro, sus procesos de escritura, edición,

encuadernación, impresión y distribución. Además, y de manera muy relevante, articula la idea

de las posibles esferas de circulación de proyectos creativos más allá del formato de libro, y de

los procesos de publicación más allá del editorial. En este orden de ideas, un proyecto creativo

puede concebirse como una forma de intervención social; a partir de un formato de blog; como

herramienta educativa; como proyecto digital, entre muchísimos otros formatos. Resultaría

limitante imaginar que todo proyecto de escritura busca convertirse en un libro publicado. Sin

embargo, las dinámicas del mercado editorial traen como consecuencia que, si no se piensa de

manera crítica y estratégica, se caiga en esta idea restrictiva. Así como la inclusión de la creación

literaria dentro del ámbito académico modifica los circuitos de producción, la reflexión y

emprendimiento de proyectos de creación desde esta esfera, afectan los circuitos editoriales, así

como el destino y formato del texto creativo.

A este respecto José de Piérola señala que hoy en día “Hay una democratización sin

precedentes con respecto al acceso a la publicación y a la lectura, y es labor de nuestros

programas analizar e intervenir en este escenario” (Entrevista personal). Esta es sin lugar a dudas

una de las condiciones más relevantes de emprender proyectos de escritura en el mundo

contemporáneo. Es entonces consecuente que como parte de una formación profunda y sólida en

el campo de la escritura creativa, se reflexione en torno a las diversas posibilidades del texto

literario. Parte de esta reflexión debe presuponer cuestionarse sobre las implicaciones de escribir

desde la universidad y cómo este fenómeno modifica el circuito tanto literario como académico.

240
Así, la escritura creativa como disciplina dentro de los estudios literarios, intervendrá en

el medio académico a través de la investigación, en la tradición a través de la creación literaria,

en la comunidad a través de iniciativas cimentadas en la pedagogía de la escritura creativa, y en

los medios de circulación y producción literaria a través de proyectos que aborden de manera

crítica y estratégica los lugares de circulación y lectura.

El escritor formado académicamente será entonces un profesional consciente de los

diálogos culturales en los que interviene y de las tradiciones literarias a las que busca pertenecer,

así como de su participación en una comunidad lingüística. También estudiará y conocerá los

medios de creación, producción y circulación de una iniciativa creativa, dentro de los cuales

todavía se destaca el libro y su producción editorial como forma privilegiada. La formación

crítica y teórica constituyen en la formación de este profesional aspectos tan imprescindibles

como indisociables. Este es ante todo un académico que asume la escritura como una práctica

porosa y permeada por otras voces, el entorno, la comunidad y la memoria. Se sabe partícipe en

la construcción de sentido de su realidad, y asume con responsable entrega las labores de

investigación, creación e intervención cultural que ha emprendido.

El escritor del siglo XXI, como lo llama Cristina Rivera Garza, es aquel que concilia la

labor creativa con la crítica, así como la creación literaria con la intervención social. Al

comprender los pilares intelectuales que configuran el perfil ideal del profesional en escritura

creativa, es posible dilucidar cómo se pueden traducirse en principios y prácticas pedagógicas

que sustenten su formación.

Un profesional de este campo, además de trabajar en su propia obra creativa como parte

fundamental de su quehacer académico, se dedicará al estudio de la literatura desde la crítica, la

teoría, y de sus espacios de producción, circulación y contacto con la comunidad. Un doctorando

241
o un académico dedicado a la escritura creativa, además de esto, tomará y enseñará cursos, y

emprenderá proyectos de investigación donde se problematizan y se articulan las posibilidades

de los proyectos creativos y los procesos escriturales dentro y fuera de la academia.

Como queda expuesto por Cristina Rivera Garza, Ana Merino y José de Piérola, quienes

han estudiado y ejercido a lo largo de décadas la pedagogía de la escritura creativa, el futuro de

este campo académico es fértil y nutrido. Entre algunos de los pilares que hacen de esta una

subdisciplina en los estudios literarios se cuentan, además de la producción literaria: la

investigación y problematización de procesos escriturales y la pedagogía de la escritura creativa;

el diálogo con la crítica y la teoría, a través del estudio de las tradiciones en las que se inscribe el

proyecto creativo; el diálogo con la comunidad a través de una intervención consciente del

circuito cultural y social; el emprendimiento de proyectos con dicha comunidad, que en el caso

de Estados Unidos será la comunidad hispanohablante; el bilingüismo o multilingüismo; y,

finalmente, el abordaje estratégico y crítico de proyectos de edición o circulación alternativos de

proyectos creativos.

En el futuro, como indican estos autores, la escritura creativa vivirá una expansión

disciplinaria que permitirá robustecer los estudios literarios, repensar los vínculos entre la

creación literaria y otras formas de estudiar literatura, estructurar proyectos interdisciplinarios

cimentados en la escritura y la creatividad, y replantear la interacción de la esfera académica con

la pública y la comunitaria.

Con la actual emergencia y crecimiento de programas en el campo de la escritura

creativa se hace necesario no solo estudiar el panorama actual de esta disciplina para comprender

sus orígenes y fundamentos, sino también, y quizá de forma más urgente, explorar y proponer

estrategias pedagógicas e intelectuales que permitan su consolidación y ejercicio.

242
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