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(A Novel)
Followed by
Andrea Beaudoin-Valenzuela
Las raíces de la luz (The roots of the light) is a character-driven novel about Ana, a young woman
who just lost her grandfather, Leo, from Alzheimer’s disease. In an effort to honor her only family
member, and to find answers about her own past, Ana goes back to her childhood and tries to find
the moment when the relationship with her grandfather reached a point of no return. The novel
explores the possibilities and limitations of living and taking care of a patient with Alzheimer’s
disease. This project draws upon the critical work of scholars such as
Tess Maginess, Irmela Krüger-Fürhoff and Ragna Aadlandsvik, devoted to the study of fictional
representations of dementia and the challenges of narrating Alzheimer’s disease. As Maginess and
other scholars in this field have pointed out, such representations constitute
important cultural debate about the ethical implications of living with Alzheimer’s disease in
contemporary societies.
This creative project is accompanied by a critical essay analyzing the current pedagogy
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Resumen
Las raíces de la luz es una novela sobre una joven, Ana, que acaba de perder a su abuelo, Leo, de
sobre su propio pasado, Ana vuelve a su infancia e intenta encontrar el momento en que la relación
con su abuelo llegó a un punto sin retorno. La novela explora las posibilidades y limitaciones de
vivir y cuidar a un paciente con la enfermedad de Alzheimer. Este proyecto se basa en el trabajo
Alzheimer. Como Maginess y otros estudiosos en este campo han señalado, tales representaciones
debate cultural sobre las implicaciones éticas de vivir con la enfermedad de Alzheimer en las
sociedades contemporáneas.
Este proyecto creativo va acompañado de un ensayo crítico que analiza las prácticas
académica.
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Table of contents
Abstract ------------------------------------------------------------------------------------------------ i
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Las raíces de la luz
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La memoria es una forma de amor.
Natalia Ginzburg
El disco de Newton
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El primero les llegó casi por accidente. Lo encontraron viejo y con toda su ferocidad reducida.
Estaba casi asustado, en una esquina del ascensor que subía al consultorio del odontólogo. Era un
dinosaurio de plástico de apenas cinco centímetros. La pintura estaba pelada y los colmillos apenas
se adivinaban. Leo lo recogió del piso y exhibiéndolo sobre su mano les dijo a todos los que subían
al piso sexto, “esto pasa cuando un tiranosaurio no se cuida los dientes”. Después se permitió una
carcajada franca que se reía de su propio chiste. A la salida del ascensor le dio el juguete a Ana.
El segundo apareció en el parqueadero del colegio. Era un perro gris con las patas
desarmables. Estaba sentado sobre una baranda esperando al aguacero. Ana supo cuando lo vio
que había nacido de un huevo de chocolate y lo habían abandonado por triste a la salida de clases.
Cuando llegó Leo a recogerla justo antes de la tormenta, ella extendió la palma de su mano. “Un
Pero abrieron la caja en el supermercado y la mano pequeña de Ana sacó de entre una multitud de
bolitas achocolatadas a Rafiki, el mono sabio de El rey león. Leo lo bautizó “el amuleto de azúcar”
Con los años, las figuras en miniatura se acumularon en la casa. Todos eran amuletos, y
todos, excepto un extraterrestre, un power ranger y un troll de pelo morado, eran animales. Ana y
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Amuleto contra el insomnio (oso verde de plástico traslúcido): enero 15, 1996, encontrado
Amuleto para las buenas notas (pata Daisy con zapatos rosados): mayo 23, 1996,
encontrado antes del examen de geometría en el baño de niñas del colegio de Ana.
Amuleto contra el conformismo (pollito negro hecho de plumas de verdad): julio 6, 1997,
Amuleto contra el desencanto (escarabajo negro de plástico, tamaño real): octubre 22,
1997, adoptado después de ser confundido con un escarabajo real en medio del pasto.
comunicación más clara y efectiva que las palabras entre Ana y Leo; un recurso para articular la
minúscula existencia que comparten, para hacer de ellos dos una familia completa y sin cojeras.
Ana y Leo Chevellier se bastan el uno al otro desde hace años. Él le ha explicado a ella que una
persona es una isla, pero dos son una nación; que ellos, una nieta y un abuelo son un universo y
un engranaje que se expande. Dominga, la gata, es un satélite en su sistema solar. Es un astro que
gana fuerza gravitacional con los años. Los amuletos son habitantes pequeñísimos de ese cosmos,
son catalizadores de los verbos y los sustantivos que todavía no se han inventado.
Cuando ella pregunta por sus padres, Leo se acerca a una de las repisas para tomar el
amuleto de los ancestros, una oveja de madera y lana que encontraron durante una visita al
cementerio. Le entrega el animal a su nieta y la arrulla contra su pecho hasta sentirla dormida.
Cuando él se queja por plata, ella vacila un momento entre el amuleto de la gratitud o el del
desprendimiento. Elige uno de los dos, y lo deja sobre la torre de cuentas por pagar.
Ahora van amontonados, unos sobre otros, en el baúl de una camioneta Renault doce de
latas viejas pintadas de blanco. Los animalitos, envueltos en papel y empacados en cajas de cartón
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pierden su esplendor, son ahora simples objetos sin un propósito concreto. ¿Para qué sirven? A su
lado un pela-papas, una máquina de coser o una llave que abre puertas se ufanan de sentido
práctico. Las herramientas la tienen fácil, no deben preguntarse por el propósito de su existencia,
cumplen su función como un jornalero sin salario, y cuando terminan descansan imperturbables
dentro de un cajón o un armario. Un amuleto, en cambio, no debe darse pausas. Su labor no le deja
insignificante presencia física se desprende un aura simbólica. Del ciempiés hecho de chaquiras
de colores, del lagarto de hule, del gato que alguna vez fue un llavero, emana un poder que crece
al contacto con los humanos, que necesita de la fe y de la incalculable masa gaseosa de las
emociones para existir. Los amuletos sirven para todo lo que no tiene una función específica, lo
transparente pero imprescindible. Su poderío intangible va ahora replegado entre el papel burbuja
y la cinta pegante. Son cosas, solo cosas, que se remueven en el fondo del carro cada vez que los
Ana duerme en la silla de atrás, arropada con una cobija de lana que en pocas horas solo
será un estorbo. Arrancaron de madrugada, para hacer rendir el día. Leo organizó dentro de la
camioneta un campamento para su nieta utilizando la cojinería del carro, una sábana sencilla,
cojines de la sala y la cobija de lana. Todavía estaba oscuro cuando cerraron el garaje. Adentro se
quedó Dominga, con una cara de reproche que escondía su desconcierto. A la gata la va a ir a
alimentar el vecino, el señor Ferro. Es solo una semana, tal vez diez días, y Leo dice que los gatos
se saben cuidar solos, que agradecen, como no saben hacerlo las personas, la franca soledad y la
autonomía. A Ana le parece que aunque Dominga pose de indiferente, extraña la dulzura y el tacto
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La tierra se calienta casi tan pronto como se deja atrás a Bogotá. Las plantas comienzan a
crecer más grandes y abundantes al borde de la carretera, el aire se hace un poco más denso y más
Después de un rato en la ruta, el día comienza a brotar detrás de las montañas. Les quedan
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No sé cuántas veces habías repetido tu ronda por los cuartos y ahora, rendido, esperabas sentado
estuve frente a ti vi que apretabas los ojos y la boca en una mueca infantil. Puse mi mano en tu
rodilla y te hablé desde muy cerca: “¿qué está pasando?”. Entonces abriste los ojos despacio y me
miraste muchos segundos. Solo me respondiste “gracias”, y te dejaste caer sobre la cama.
cómo prender la televisión. Después habrás querido algo más, pero solo supiste subir todo el
volumen y ahora te escondías del hombre que voceaba las noticias del mediodía.
Los libros se amontonaban en torres que crecían desde el piso, sobre las mesas, en los
estantes. Todos tus zapatos hacían una fila inútil detrás de las puertas. Hacía meses que solo usabas
pantuflas. Algunas notas viejas todavía rondaban con instrucciones sobre los objetos: “Radio.
Prender con el botón rojo”, “Estufa. No utilizar”, “Teléfono. Llamar a Ana con la tecla 1”.
Las cosas sin notas erraban buscando su lugar, ansiosas de etiquetas y categorías.
Recorrí uno por uno los cuartos breves donde vivíamos. Busqué el control remoto debajo
de cada cojín, cada arrume de papeles. Lo invoqué. Le reclamé que se aprovechara de ti. Lo insulté.
Busqué debajo de la cama sobre la que desde hacía un rato te arremolinabas como un cachorro. Al
de tus pulmones.
supe si las palabras quieres ir al parque entraban vacías a tus oídos o si intentabas descifrar quién
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era yo. No te imaginas, Leo, lo diferente que llegaste a ser, lo encogida que estaba tu fuerza. Para
entonces ya no existía dentro de ti el hombre robusto dispuesto a dar la batalla contra sí mismo.
se dejó desvestir. Primero las pantuflas, luego toda la pijama. Miraste hacia abajo y descubriste tu
cuerpo hinchado como una fruta blanda. Viste con detenimiento tu piel traslúcida sembrada de
Me miraste buscando una respuesta y entonces entendiste, como entendías por primera vez
Algo en tu gesto insinuó lucidez, pero el destello desapareció antes de nacer. Volviste a ver
hacia abajo con los ojos en ninguna parte mientras yo te ponía un pantalón de sudadera. Te pedí
que estiraras un brazo entre una de las mangas de un suéter holgado y caliente. En seguida, te pedí
el siguiente brazo en la siguiente manga. Me miraste desconcertado, casi molesto. “¿Cuál brazo?,
¡ya te lo di!”, “El otro brazo, Leo, el izquierdo, solamente hemos vestido el derecho”. Entonces te
giraste sobre ti mismo, como un perro que persigue su propia cola; buscabas tu brazo, el otro, algún
“¿Cuántos brazos tienes?”, te pregunté. Con todavía más disgusto me miraste de nuevo.
“¡Cómo voy a saber!, ¡cuántos tienes tú!”, me dijiste. Te levantaste y te fuiste del cuarto con el
Casi una hora más tarde te encontré sentado frente a la mesa del comedor. Recogías granos
de azúcar con la yema de los dedos y te los llevabas a la boca muy despacio, uno por uno. Me senté
a tu lado y volví a preguntar “¿Quieres ir al parque? Hace sol”. Otra vez me dijiste que sí.
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Nuestra gran fortuna entonces era esa posibilidad de empezar casi todo de ceros varias
veces al día.
Cada enfado se diluía en pocos minutos, cada gran decepción quedaba aplazada hasta la
siguiente vez en que tu cordura te visitara, solo por un instante. No recordabas el número exacto
de brazos en tu cuerpo, pero tampoco recordabas haberlo olvidado, ni sabías que ese era un
conocimiento básico y necesario para vestirse, para ir al parque, para vivir. No recordabas los
gritos del televisor, ni el miedo que sentiste, ni mi abrazo contra tu pecho. Tampoco habrías podido
decir cuántas veces a la semana te preguntaba con terquedad calmada “¿Quieres ir al parque?”. No
sabías, por su puesto, que casi siempre la respuesta era “No”, sin más explicaciones. No sabías que
Terminar de vestirte fue fácil. Solo tomé el brazo izquierdo y lo hice atravesar la manga
colgante. Te puse unos zapatos de velcro y me agarré de tu cuerpo para salir de la casa.
caballo cuando tenías muy pocos años. Muchas veces me hablaste de él, del pelo de alambre que
te daba calor en el invierno, de la tierra preñada de repollos creciendo en la huerta del jardín, del
De alguna manera Marou, el cultivo de col o la sopa francesa hacían más parte de tu vida
que yo.
Todavía intento descifrar cómo era que los personajes y los escenarios de ese mundo
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misma casa. Venían con desparpajo a sentarse en nuestra mesa o a visitarnos en el parque, a veces
El hombre y la niña del columpio se fueron. Vinieron palomas, picaron el piso, volaron.
La tarde avanzó sobre nosotros y yo quise sentir, como tú, que no sabía cuánto tiempo había pasado
desde que nos sentamos en esa banca. El paseo nos vino bien.
No caminamos mucho, pero la luz del día entró en nuestra piel y nos sacó de adentro el
encierro y el tedio.
una canción desconocida. Algo de esa visita del perro permanecía en tu semblante y en tu andar
liviano. Yo iba de tu mano, disfrutando ese rato en que no te preguntabas quiénes éramos ni dónde
estábamos.
En la noche entré a tu cuarto para ofrecerte torta de naranja y descubrí que se había roto el
esa piel que te cubría, o esa casa estrecha que también te cubría.
No te tapaste cuando entré. No moviste tus ojos, agrandados y atónitos. Respirabas por la
Tu piel brincó al contacto de mi mano, pero no me miraste. “Ou suis je?” le preguntaste al
suelo que mirabas, o tal vez te preguntabas a ti mismo, o a mí, que en ese momento era una sombra
sin nombre que te cubría del frío. Yo, como siempre que me hacías esa pregunta, no supe
responder. También me hubiera gustado saber en dónde estabas, a dónde se había ido tanto de ti,
quién era ese hombre encogido con ojos de mamífero recién nacido. A partir de esa noche el
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español fue en tu interior una llama que se ahogaba, las palabras de una lengua que amaste se
fueron extinguiendo una a una y tus frases se volvieron todavía más lentas y roncas, nacían de un
Esa que fue nuestra suerte, fue también nuestro mayor tropiezo,
el desespero se hacía un bucle que nos impedía atravesar la jornada con gracia mínima.
Reconocías en esos cortos momentos de implacable lucidez, que vivías en un tiempo a años
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El calor despierta a Ana. Se sacude, abre la ventana, se despeja de la cara el pelo en
desorden. Una modorra pegajosa se adhiere a su piel, no le deja abrir los ojos por completo. Trata
de adivinar en dónde están y encuentra a Leo mirándola por el espejo retrovisor. “Buenos días”, le
Estira todo su cuerpo y descubre que sus piernas han crecido de jalón; que ya no cabe
completa, como antes, en la silla de atrás. Le gusta sentirse grande, calcular la estatura que tendrá
cuando termine de estirarse. Imagina cómo será cuando su cuerpo haya cambiado del todo, cuando
tenga por fin ese peso y ese relieve de formas generosas que tienen las mujeres. Le gusta la palabra
mujerón. Y la palabra despampanante. Le gusta abrir su mano sobre el pecho y jugar a que no le
alcanza la palma para cubrir su desnudez. Cuánta carne. Cuando crezca quiere ser un mujerón.
Cuenta los meses y los años escolares que le faltan para llegar ahí. Tal vez a los trece o a los quince.
No sabe todavía que hay cuerpos que habitan ese limbo de la niñez durante muchísimos años. Que
se acomodan, simplemente, en la frontera. Por ahora esperará. Por ahora le queda la ilusión del
tiempo que viene, la promesa del futuro donde todo puede ser.
Termina de sacudirse la pereza. Mira el sol del otro lado de la ventana. La tierra negra de
las montañas. Se promete que será un buen viaje. Se gira para hacer un inventario de las cosas que
han traído en el baúl. De rodillas sobre la silla, con el tronco apoyado de frente contra el espaldar,
Tres cajas de cartón marcadas a mano con los números uno, dos y tres, llevan la colección
de amuletos.
Una caja plástica de rendijas verdes cargada de comida: una bolsa de pan y una de
mandarinas; un recipiente plástico con el interior líquido de varias granadillas. Una cantimplora
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con café negro; una botella de Coca-cola dos litros sin etiqueta, rellena de agua; una botella de
vino; unas pocas latas de atún y fríjoles rojos que han traído solo por si acaso, o porque a Leo le
Dos morrales con ropa. Uno de Leo y uno de Ana. El de él parece una bolsa militar, el de
ella es el que usa para el colegio. Han seleccionado las prendas más frescas que tienen, pero están
poco preparados para el clima de tierra caliente. A Ana, Carla le prestó unas sandalias, un vestido
estampado con flores hawaianas y un bikini azul brillante. Es lo que planea usar el día en que vean
el mar.
Una pila de pocos libros encajada con cuidado entre las cajas uno y dos de la colección. El
abuelo lee policiales casi siempre. Libros gordos con tapas oscuras. Cuando tiene suerte, que es
Sobre la pila de libros, una cámara kodak desechable. Es amarilla y está hecha de un
plástico liviano, no parece una cámara real. Alcanza para tomar veintiocho fotos. Ana y Leo han
Un estuche de madera que guarda el tablero y las fichas blancas y negras de un juego chino
que Ana no ha terminado de comprender. Go. Así se llama el juego. Leo es aficionado a eso y al
ajedrez. Lleva uno o los dos tableros a todas partes, imaginando que siempre habrá tiempo de
jugar.
Una última caja, roja, metálica, que siempre ha estado en el carro. Parece de herramientas.
Si Ana recuerda bien, adentro hay una linterna y algunos cassettes de música vieja que nunca han
escuchado juntos.
Ana se estira y alcanza con la punta de los dedos la bolsa de pan. Se gira y encuentra a su
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Es el primer día de un viaje que han planeado juntos durante semanas.
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La víspera Ana y Leo durmieron mal, cada uno en su cama, pensando en el trayecto por
venir. A Ana le crecían adentro dos corrientes contrarias que terminaron por hacerle un remolino
en las entrañas. Una parte de ella sentía que por fin iría de vacaciones a la playa. Finalmente
alimentaba una ilusión que había aplazado por años: ver el mar, hundir los pies en la arena, ir, tal
vez, a comer a una pizzería con techo de paja y jugos servidos en cáscaras de coco.
Leo le había hablado de la grandeza y de la potencia, de la eternidad del agua del mar.
También le había explicado que del otro lado de esa enorme masa que se mecía contra el
continente, estaba Francia. Le prometió que un día cercano también irían allá y verían el mismo
mar desde la otra costa, y hablarían solo en francés, y comerían sin restricciones ostras,
frambuesas, quesos, pan. Ana asentía. Intentaba imaginar un río enorme, que crecía hasta el sol y
una tierra en donde todos eran hombres grandes y tercos como Leo, donde ninguna persona sabía
Añoraba ese lugar en el que nunca había estado, pero del que venía.
La recorría desde siempre una nostalgia hereditaria. Pensaba que tal vez del otro lado del
mar comprendería el origen de todas las costumbres extrañas de su abuelo y el misterio de los
Pasó los días antes del viaje buscando imágenes de playas en los computadores del colegio,
Otra parte de ella, quizás la más sensata de las dos, se decía que no iban a llegar al mar.
Algo, como siempre, iba a fallarles. En su vida juntos los errores de cálculo eran pequeños pero
certeros. De los proyectos que emprendían, al final solo podían contar victorias parciales. Todos,
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Pensó en la última vez que las cosas salieron mal. Se prometió no volver a hacer peticiones
ridículas, aceptar la vida tal y como la proponía Leo y arreglárselas para que el resto del mundo
no notara el molde asimétrico que le daba forma a sus días. El asunto comenzó cuando ella le
preguntó al abuelo cuánto costaría pagar una suscripción a un servicio de televisión que incluyera
canales internacionales. Le explicó que todos sus amigos del colegio, sin excepción, veían en la
tarde el programa de una bruja adolescente que vive con sus tres tías, o de un grupo de seis amigos
inseparables en un apartamento en Nueva York. En realidad, lo que todos sus amigos del colegio
veían sin excepción era una serie de ciencia ficción erótica: Emmanuelle en el espacio, que
presentaban en The Film Zone después de las diez de la noche. La franja se llamaba Extreme Zone
y cada noche pasaba un capítulo de las aventuras de Emmanuelle, una joven dedicada a enseñarle
a un grupo de alienígenas recién llegados a la Tierra sobre las prácticas sexuales y amorosas de los
seres humanos.
Carla les contó a ella y a Valeria que había descubierto la serie durante las últimas
vacaciones en la casa de sus primos. En el primer capítulo, la protagonista hace contacto con uno
de los alienígenas, que tiene apariencia de hombre. Él toma forma humana y se teletransporta de
la nave espacial a una carretera en donde aparece al lado de un carro, su carro, que se acaba de
dañar. Justo unos segundos más tarde, Emanuelle aparece en la ruta y le ofrece llevarlo al pueblo
más cercano. Conversan y él hace evidente que no sabe qué es un café, un carro, una autopista.
Ella comprende que hay algo extraño con ese hombre, pero en lugar de asustarse, le pregunta de
dónde viene, quién es, qué necesita aprender. Entonces el extraterrestre hecho hombre saca de su
bolsillo un control remoto con un solo botón, lo oprime y la pantalla se llena de líneas de colores
Alrededor de ellos hay plataformas coloridas plagadas de botones y luces inventadas en los años
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ochenta; también aparecen los demás miembros de la tripulación extraterrestre. El alienígena le
explica a la mujer que ellos son un grupo de exploradores que han llegado a la Tierra para
nada más. Algunas escenas más tarde, Emmanuelle le explica al alienígena, en abstracto, qué es el
sexo. Como al hombre le parecen extrañísimas las cosas que describe Emanuelle sobre el cuerpo
y el calor y los besos, ella le acaricia la cara para ilustrar el concepto. Se besan y una máquina le
anuncia al capitán que su pulso aumenta de manera precipitada. El pulso de los primos de Carla
entre Emanuelle y el capitán. Los primos de Carla también sienten el llamado. La cámara alterna
imágenes de Emmanuelle y el capitán teniendo sexo ficticio, con fotos de planetas y paisajes de la
galaxia. Todos los presentes, los tripulantes, los primos, y la misma Carla que al comienzo se
Los primos le aseguraron a Carla que todos los hombres de su generación conocían de
tímido entre sus compañeros hombres, Carla verificó la información que le dieron sus primos.
Emmanuelle, la reina sexual de la galaxia, era el objeto de fantasía de todos sus compañeros de
clase, se lo confesaron incluso los que años después se declararían homosexuales. En las
conversaciones de recreo en grupos de amigos se rompía cada vez con más frecuencia el hielo, y
la discusión monotemática giraba en torno a los detalles de la producción de televisión. Solo los
hombres comentaban con orgullo que se hacían la paja cada noche frente a la pantalla, metidos en
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sus camas todavía tendidas con edredones infantiles de las tortugas ninja. Las niñas, con una
curiosidad y un ansia tan vivas como la de sus compañeros, comprendieron rápidamente que
confesar lo mismo que ellos las condenaba a la exclusión. Estaba bien ver la serie, sobre todo para
aprender lo que a ellos les excitaba tanto, pero existía un pacto implícito de no comentar el poder
de las hormonas propias, las ganas, ese calor insoportable que también les crecía en el vientre.
Ana, casi siempre, se quedaba callada. Hacía comentarios sobre observaciones de otros, asentía y
tomaba partido en las discusiones, pero se sabía incapaz de relatar las anécdotas de Emmanuelle
de la noche anterior. Se excitaba solo con escuchar los relatos de sus compañeros, pero no se
atrevía a pedir detalles por miedo a delatarse. Todos, en los ratos de conversación se volvían
expertos. Ese grupo disparejo de preadolescentes era tan ignorante como los alienígenas a los que
la estrella del soft porn les daba cátedra; ellos, que venían de la Tierra y no de otra galaxia, eran
hasta hace algunos meses tan ajenos al sexo como cualquier extraterrestre que se reproduce por
ósmosis. Sin embargo, las artes amatorias de Emmanuelle ganaron en poco tiempo un poder
electromagnético que dominaba de día y alimentaba de noche la obsesiva curiosidad de los niños
de sexto grado.
Ana era la única que no tenía en su casa un servicio de televisión por cable y estaba
condenada a ver el noticiero y las películas dobladas al español que pasaban durante los fines de
semana en los canales nacionales. No le importó, años atrás, fingir que veía en su casa Disney
interrumpía solo para reafirmar comentarios de otros. Llevaba mucho tiempo aplicando esa técnica
y podía seguir haciéndolo, pero esta vez era diferente. La necesidad de ver Emmanuelle en el
espacio no venía solo de su deseo por pertenecer, sino de sus ganas de aprender -como los
alienígenas. Cuando sus amigos hablaban de orgías intergalácticas; de las filas interminables que
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hacían hombres desnudos y criaturas del espacio para follarse, a su turno, a Emmanuelle, Ana
sentía el mismo ardor que a veces la despertaba en medio de la noche. Sabía que en esa pantalla
de televisión tenía lugar todo lo que su cuerpo le pedía sin tregua en los momentos más
inesperados. Había aprendido, sin la ayuda de ninguna experta, que con el roce constante y preciso
de algún objeto entre sus piernas, el calor aumentaba hasta convertirse en una bola de tensión que
Ana solo se le ocurría que eso mismo debían sentir los ríos cuando llegan al mar.
La experiencia era corta pero adictiva. Casi todas las noches, Ana experimentaba con un
nuevo objeto. Se frotaba en silencio contra los ángulos del colchón de su cama, contra la almohada,
una oveja de peluche con la cabeza firme, las medias del colegio sucias hechas una gran bola, el
borde de una silla de cuero, el estuche de las gafas, la esponja de la ducha mojada con agua caliente.
La misma urgencia física que la impulsaba en las noches, fue la que le dio el valor para pedirle a
su abuelo que contrataran un proveedor de televisión por cable. Estaba dispuesta a conseguir ella
misma la plata que hiciera falta. Además de la franja de Extreme Zone, también la emocionaba la
idea de ver videos de música en MTV hasta saberse de memoria las coreografías y las letras de las
canciones.
Leo intentó iniciar una conversación sobre la irrelevancia de consumir series producidas
en Estados Unidos y la importancia de, más bien, retomar la huerta del jardín, pero Ana se blindó
contra las reflexiones. Le dijo que ella entendía la superficialidad de los programas -aunque era
justamente esa superficialidad lo que la seducía-, pero que simplemente quería hacer parte de la
conversación cuando todos hablaban de lo mismo. No entró en detalles, pero le hizo saber que
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cada vez más pasaba los recreos sola en la sala de computadores. Leo pareció entender la gravedad
del tema. Le dijo que iba a pensar en una solución. Esa misma noche, ya tenían acceso a los canales
de los que todo el mundo hablaba en el colegio, incluido The Film Zone. Ana disfrutó del privilegio
simple de pertenecer a la manada durante casi un mes. En las noches luchaba contra el sueño
esperando a que Leo se acostara a dormir para adueñarse del único televisor de la casa. Algunas
veces no tenía suerte porque el viejo se quedaba llenando crucigramas viejos hasta casi media
noche. A ella la vencía el cansancio y reaccionaba a la mañana siguiente para descubrir que no
tendría cómo comentar en el recreo sobre la intensa labor instructiva de Emmanuelle. Cuando la
cosa salía bien, Leo se despedía sobre las diez y solo le pedía a Ana que se lavara bien los dientes
antes de dormir. Después desaparecía en su cuarto y ella se apoderaba del control remoto para
llenarse los ojos con imágenes de sexo suave, pero también de raperos a dueto con cantantes de
pop, dibujos animados, pocas escenas de películas de terror, y siempre un poco más de
la sala.
Como siempre que algo demasiado bueno llega, Ana no preguntó cómo había logrado Leo
conseguir una suscripción a televisión por cable. Si cuestionaba el milagro, el hilo invisible de
donde pendía su felicidad se rompería. A pesar de su silencio devoto, Ana terminó descubriendo
lo que había pasado, una tarde después de que el vecino, uno que no conocía y que permanecería
sin nombre en su memoria, se plantara a gritos frente a su casa: “¡Viejo ladrón!”, “¡lo voy a
denunciar, hijueputa!”. Ana se asomó por la ventana del segundo piso para ver la escena. Leo salió,
sin espantarse demasiado, para hablar con el vecino. Discutieron. El hombre agitaba furioso unos
cables en la mano.
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“No tendremos más televisión por cable, Ananá”, fue lo único que le dijo Leo a su nieta
cuando se la encontró un rato más tarde a la subida de la escalera. Ella ató los pocos cabos de esa
historia triste por su simpleza, y entendió que su abuelo había subido al tejado para piratear la señal
de televisión de una casa cercana. Durante un tiempo los dueños de esa casa no se enteraron, pero
ahora que lo sabían lo estaban amenazando con denuncias y cárcel y abogados, y todas esas lenguas
Esa fue la última vez que Ana intentó ser normal, pedir algo que parecía básico, pero
Algunos meses después de ese incidente, en las horas antes del viaje, a Ana le pareció que
la noche crecía sobre ella, extrañamente callada, como el presagio de una aventura o de una
tragedia.
Solo después de un rato largo encontró sosiego al tacto de Dominga. La gata se enrolló a
la orilla de sus piernas recogidas y ocupó con su ronroneo el silencio que la aturdía.
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Llegaste a una estación de policía escurriendo agua, con la ropa pegada al cuerpo y la confusión
Al otro lado de la ciudad sonó el teléfono en nuestro apartamento. Un teléfono fijo que
había perdido su propósito, quizás por obsoleto, pero sobre todo porque nuestra pequeña vida
involucraba a muy pocas personas que pudieran darnos una llamada. Sentí un golpe de electricidad
en el estómago cuando escuché tu nombre completo del otro lado de la línea. “Léopold Octave
otro punzón frío en el centro del cuerpo, y luego solo escuché algunas palabras inconexas del
policía: “estado alterado”, “actitud desafiante”, “pudo causar un accidente”. Confirmé algunos
datos y anoté la dirección de la estación para ir a buscarte. Pasaste al teléfono y entonces pude
escuchar, con una claridad devastadora, toda tu desarticulación. No sabías dónde estabas, qué había
pasado, cómo habías llegado a ese sitio de donde ahora no te dejaban salir. Supe que no valía de
nada hacer preguntas. “Voy por ti, Leo”, te dije antes de colgar.
Cuando entré a la estación te encontré derrotado y escurriendo agua en una banca pegada
al piso. Estábamos a muchas cuadras de nuestro apartamento. Me viste entrar y tu cara se llenó de
algo parecido al alivio y a la vergüenza. Bajaste la cabeza para mirar el nudo que hacías con las
manos.
“Ya pasó”, te dije, y puse mis manos sobre las tuyas. Supimos que era mejor abrazarnos
después.
El policía que me había llamado quiso saber quién se hacía cargo de ti, de nosotros.
“Nosotros nos hacemos cargo de nosotros”. Quiso saber qué adultos había en nuestra casa.
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“Nosotros somos los adultos en nuestra casa”. Lo que el policía quería saber era si tú y yo vivíamos
con alguien más. Alguien menos joven o menos viejo, que pudiera responder a sus preguntas.
Cuando comprendió que solo éramos tú y yo, me pidió un documento de identidad. A mis
veintinueve años todavía no parecía mayor de edad. Será la estatura, el tronco menudo, los brazos
como palos. Serán sobre todo los ojos que lo miran todo como haciendo una pregunta. El hombre
miró mi foto con el ceño fruncido. En seguida miró mi cara de nuevo, comprendiendo que no había
nadie más. La mujer con cara de niña y el viejo que deambula. Entonces me dijo lo poco que sabía.
Te habían encontrado caminando bajo el aguacero en una vía que sale de la ciudad.
Andabas sin miedo entre los carros, parando uno por uno a los buses para leer con cuidado sus
letreros: “Bima, Jardines de paz, Av. Boyacá, Calle 170”, “Chia, Cajicá, Tabio”, y del otro lado
de la calle: “Chapinero, Unicentro, Av. Boyacá, Américas, Calle 13”. Del sistema de buses
intermunicipales llamaron a la estación. Como había riesgo de accidente, tuvieron que enviar una
patrulla. “Casi siempre son indigentes” dijo el policía, “pero su abuelo tiene billetera y cédula. Es
un ciudadano de bien, por eso quisimos ayudarlo”. Me giré para verte, lejos de nosotros, todavía
Un ciudadano de bien.
Casi a los gritos les dijiste a los policías que ningún bus iba a tu casa. Entraste en la patrulla
y te dejaste llevar a la estación. Cuando te preguntaron tu dirección, solo repetiste: “¡Ningún bus
Le dije al policía lo que yo sabía: habías salido antes de que comenzara la lluvia. Esa lluvia
como hecha de cuerdas, que cae negra sobre los cerros y la ciudad. Que cada jueves desde hacía
años jugabas ajedrez con Hermógenes, un viejo espigado que se hizo tu amigo cuando todavía
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No teníamos puentes que explicaran las horas entre tu salida y la estación de policía. No
**
El tiempo es inasible. Es todo lo que ya fue, o lo que ya no será. Es un ancla para estar en
la tierra, y existir pensando que mañana tal vez sí. Hace pensar que el dolor es pasajero, pero jamás
la dicha. El tiempo es una secuencia de eventos que se comprimen y se expanden, según como se
miren. Ese, por ejemplo, fue un día larguísimo, y es ahora un punto diminuto del pasado. Adentro,
en tu cerebro, un incendio crecía sin freno, nunca sabremos desde cuándo. Afuera, en nuestra vida,
solo había breves intermitencias de tu memoria. Los días ocurrían con poquísimos incidentes:
desayuno, lectura, siesta, paseo, café. Apenas notábamos que habías pasado de largo por la ducha
o el almuerzo.
Cuántas veces yo misma he llegado a una habitación para olvidar por qué estoy ahí. Tal
vez quisimos no verlo, tal vez era una sombra que crece despacio y un día te revienta en la cara.
Ese fue el día para nosotros, en que las cosas ya no tuvieron reversa.
En el trayecto de regreso a la casa los dos íbamos callados. Tú mirabas afuera, con la cabeza
recostada contra la ventana del bus. Quise preguntarte cómo habías llegado a esa vía, qué había
pasado con el juego, qué era lo último que recordabas, pero vi la tristeza expandirse como una
mancha de tinta en el agua, vi tu cabeza negar en una lucha contra sí misma, y entonces guardé
silencio. No volvimos a hablar del incidente en un tiempo. Lo evitamos, tú por vergüenza y yo por
temor.
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Varias noches antes del viaje, ambos comenzaron la labor minuciosa de empacar la colección
completa en cajas de cartón. Había que prepararlos para el camino largo y las carreteras en mal
estado, etiquetarlos con números, enrollar algunos en papel burbuja, y acomodarlos a todos en el
orden que dictaba el inventario. Tenían ochenta y cuatro figuras, cada una con un poder otorgado,
como dioses personales de una religión íntima que por fin se preparaba para darse a conocer al
mundo. Entre todos ocuparon las tres cajas medianas que Leo acomodó en el baúl del carro la
noche antes de salir. Con un marcador negro dibujó sobre las tapas: 1, 2, 3.
Hace un poco más de un mes el abuelo había leído la noticia que lo impulsó a crear el plan.
Cada día, el señor Ferro, que alquila uno de los lugares del garaje de la casa de los Chevallier, le
El abuelo no paga suscripción a ningún medio de comunicación. Dice que las noticias son
un derecho que no piensa comprar. Lee publicaciones caducas que le dan a conocer la forma que
tenía el mundo algunos días atrás. Así, un miércoles de abril leyó una nota publicada el martes:
una asociación de coleccionistas se reuniría en la costa de Colombia, en junio de ese año. Además
a las tres mejores. Los tres premios prometían buenas cantidades de plata y un viaje a Europa el
siguiente año. Cuando Ana llegó del colegio esa tarde, Leo había llenado páginas y páginas de un
cuaderno con notas, listas y presupuestos con los que comenzaba a organizar un viaje a la costa.
“Sin saberlo, nos hemos estado preparando para esto durante mucho tiempo. Los animalitos de
plástico, todos juntos, son nuestro gran amuleto. Nos vamos a ver el mar, Ananá. Solo necesitamos
ahorrar para el viaje de ida. Con la plata del premio viajamos de regreso sin preocupaciones y nos
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alcanza para vivir un año de lujo. Cuando ese año se termine, viajamos lejos porque el premio
La promesa de Leo abarcaba todas las ilusiones de Ana. La mejor apuesta que podía hacer
era embarcarse en el plan del abuelo. No podía pensar en un mal que sus animalitos de plástico no
La noche en que Leo le habló del viaje por primera vez, ella calculó las posibilidades reales
que tenían de ganar ese concurso. No sabía decir si esta era una buena colección, porque era la
única colección que conocía. Sabía de una señora, varias casas más allá de la suya, que en
diciembre exhibía un pesebre descomunal en el garaje, a la vista de todos. Cada año, Ana y Leo se
asomaban entre las rejas para ver los relieves del paisaje hechos de un papel verde musgoso.
Algunos de los habitantes del pueblo-pesebre van cambiando año a año, pero siempre hay un
camino de lucecitas de todos los colores que titilan en el cielo y lagos hechos con espejos redondos
donde nadan patos demasiado grandes. Tres pastores van avanzando día a día por entre las
montañas y las casitas de cartón. Dos camellos y un campesino con ruana caminan por un desierto
hecho de arena pegada sobre cartulinas. Hay burros, vacas, leones, dinosaurios, palmeras. También
hay un papá Noel sentado al borde de una colina, con las piernas colgando; y un soldadito
cascanueces que vigila la chocita donde la virgen María espera, sin barriga de embarazo, a su hijo.
Ella y José se pasan todo diciembre en la misma posición, arrodillados frente a la cuna, con la
mirada fija, como esperando a que de la paja brote un niño. Las personas que andan la calle con
bolsas de buñuelos paran casi siempre a admirar el pesebre. Los niños meten los brazos entre las
rejas de la casa para señalar de cerca lo que más les gusta: un carrusel miniatura que ya no da
vueltas, una fuente de donde brota agua de verdad, cacerolas de cerámica rellenas de frijoles y
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Ana pensó que quizá el pesebre de la señora tenía más chance que su colección de amuletos.
Que tal vez era buena idea alquilárselo para unir fuerzas, pero al final se conformó con la idea de
viajar con sus animalitos, los que han llegado a ellos porque ese era su destino, los que los han
elegido a Leo y a ella en lugar de irse al pesebre o vivir en la basura. Dejó al azar la posibilidad
de ganar e intentó más bien calcular en pesos, las opciones que tenían de llegar a la costa. Revisó
las cuentas por pagar. Sumó, con mucho esfuerzo, cuánto podrían necesitar para llegar al otro lado
carretera, la distancia entre Bogotá y cualquier punto de la costa Caribe. Para los planes del día a
día, ya sabía determinar, a vuelo de pájaro, la viabilidad de cualquier iniciativa. Sabe que no pagan
nada por el colegio en donde estudia. Antes de morirse, su mamá era profesora en ese lugar, y en
velación de sus padres, la rectora le ofreció a Leo una beca completa para que Ana pudiera hacer
sus estudios. Sabe que Leo tiene dos pensiones, una que le envía el gobierno francés y otra de
cuando trabajó en una planta de Michelin cerca de Bogotá. Cada mes llegan dos cheques, uno
escrito en francos y otro en pesos. Ana no sabe convertir francos a pesos, pero entiende que
sumando los dos llegan apenas a fin de mes. Ese cheque con una marca de agua de un señor viejo
dibujando al principito, aunque venga en moneda extranjera, no es tan generoso como los salarios
de los papás o mamás de sus compañeros de clase. Con esa plata se pagan las cuotas de la casa.
Casi todo se va en eso. Lo que queda es para comprar comida, pagar la gasolina del carro y la
cuenta del agua. También sabe que el señor Ferro les paga por alquilar uno de los garajes de su
casa. Ese no es un gran ingreso, pero les permite pagar la electricidad de una casa construida para
ser habitada por una familia numerosa. Hay meses en que sobra un poco y meses en que falta un
poco. Por eso hay que cuidar el tiempo en la ducha, contar los bombillos prendidos, comprar
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siempre el champú más barato. A Ana le gustaría alimentar a Dominga con concentrado para gatos,
tener internet y un computador en la casa, comprarse unos tenis skechers azules con escarcha, y
llevar papas fritas de talego para las onces del colegio, pero todas esas cosas son para Leo gastos
accesorias que solo sirven para crear una ilusión de estatus; que hasta hace unos quince años ningún
animal comía concentrado y ninguno tuvo una vida miserable ni murió prematuramente; y que el
mejor producto para la piel y el pelo es la emulsión de petróleo. Ana ya no pregunta, porque conoce
las respuestas. Entiende que es inútil explicarle a Leo que ese estatus que se construye a punta de
necesidades accesorias es vital para sobrevivir en el colegio, que no puede invitar a sus amigas a
la casa porque no sabría inventarse una razón por la que no tienen un computador, ni podría
ofrecerles las onces a las que están acostumbradas. Tampoco se atreve a decirle que, aunque
Francia debe ser tan interesante como él dice, lo que cuenta entre sus conocidos es haber ido a
Florida, de más niña para visitar los parques de Disney, y ahora para ir de shopping.
Para pensar en el proyecto del viaje a la costa, Ana tuvo que retar su sentido común. Si la
plata que tenían alcanzaba al ras para vivir mes a mes, ¿cómo esa misma plata iba a darles para
viajar tan lejos? El plan solo era posible si le pedían algunos meses por adelantado al señor Ferro
y, sobre todo, si se ganaban uno de los premios del concurso. Tuvo que investigar en los
computadores del colegio sobre precios de peajes, rutas, tiempos. Los hoteles que tenían anuncio
en línea estaba fuera del rango que ellos podían pagar. En el peor de los casos, pensaba Ana, podían
dormir en la camioneta.
Les dijo a Clara y a Valeria, en un recreo de la mañana, cuando alguna mencionó las
vacaciones: “Mi abuelo y yo nos vamos a la costa”. Lo dijo sin mirarlas, con una voz monótona,
vaciada de la emoción que en realidad sentía cuando pensaba en el viaje. “El mar de la costa no
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me gusta. Es mejor el de San Andrés”, dijo Valeria. Ana asintió preguntándose qué tan diferente
podía ser el mar en dos lugares, cuando es siempre uno solo. Le dio la razón a su amiga sin dejar
ver que no tenía en su cabeza ninguna referencia de la playa, ningunas vacaciones que no fueran
Ese día, más tarde, recordó la conversación del recreo y sintió vergüenza, con sus amigas
y con Leo. Se sintió traidora con su abuelo, falsa. Era capaz de negarlo a él, su casa, su gata que
comía sopas de arroz y sus vacaciones más ambiciosas planeadas sobre centavos y posadas de
carretera. Le habría gustado tener la fuerza de sentirse orgullosa de ese hombre al que amaba. Le
habría gustado saber, como supo mucho tiempo después, que él le estaba enseñando todo lo que
después les faltaría a Carla y a Valeria, que en ese viaje y en esa casa y entre sus brazos siempre
había estado segura, que aprendía a cuestionarlo todo, a extrañarse con lo común, a no conformarse
Ahora, con la brisa entrando a raudales por las ventanas abiertas, y la radio roncando a
brincos canciones entrecortadas, no tiene que pensar en Valeria, ni en Carla, ni en cómo pagar el
regreso del viaje. Se ha pasado al puesto del copiloto y asume con seriedad su rol de navegante.
Lleva sobre las rodillas un mapa de Colombia, raído en las comisuras donde el papel se dobla. Al
abrirlo por completo, se dibuja una constelación de municipios ausentes y ríos que no aparecen
crecidos ni secos, sino siempre del mismo tono azul desteñido. Ahí, en ese pliego cabe el país
atravesado por arterias y montañas. No están ilustradas las plazas arrasadas por la guerra, ni las
pirámides de cadáveres que dejan frente a las iglesias los ejércitos. El mapa es majestuoso porque
Han parado el carro a la orilla de la carretera para desayunar el café de la cantina metálica
y las pulpas de granadilla que Leo destripó en una enorme coca plástica antes de salir de la casa.
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Ana es la única de su curso capaz de tomar café negro, sin azúcar, a los once años. No comprende
todas las formas en que es muchos años más grande que sus compañeros de clase.
Sentada al borde de una ruta sin pavimento, desayunando vísceras de fruta, Ana no puede
dimensionar la fortuna de crecer sin pudor y sin miedo de dios, ni la fuerza que ha ganado
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Mantuvimos un pacto de silencio tanto como pudimos después del incidente del aguacero. No
volviste a jugar ajedrez. Peleabas a manotones frente al espejo, espantabas la confusión con golpes
furiosos sobre las mesas, hacías silencios cada vez más largos.
Aceptaste ir a ver a un médico una tarde en que regresé y te habías quedado por fuera del
apartamento. “Me encerré aquí afuera. Fue un accidente”, me dijiste. Después me intentaste
explicar las razones que te llevaron a salir: una paloma se había estrellado mortalmente contra una
de nuestras ventanas. En el apuro de salir a socorrerla, olvidaste las llaves dentro de la casa.
Encontraste la paloma muerta, no pudiste volver a entrar a la casa y usaste la espera para enterrarla,
sin ninguna herramienta más que tus dedos cavando la tierra en la triste porción de pasto que rodea
Los vecinos te vieron, pero no se involucraron. Lo que no me dijiste en esa primera versión,
es que oíste el golpe del pájaro contra el vidrio y saliste al rescate, seguro de que el accidente
ocurría en nuestra casa, la vieja casa grande de la que tuvimos que salir hace años. Cerraste la
puerta detrás de ti y fuiste incapaz de reconocer los pasillos del edificio, llenos de puertas marcadas
con números de apartamentos. La confusión te oprimió las sienes, como un torrente de agua con
marea creciente dentro de tu cabeza. Subiste escaleras. Bajaste escaleras. Esperaste en un corredor
a que alguien viniera a buscarte. Nadie vino y tú olvidaste que estabas esperando. Perdiste la noción
del tiempo, y cuando la recuperaste deambulabas en la entrada del edificio. Entonces recordaste:
vivías en este apartamento hace algunos años, una paloma se había estrellado contra la ventana del
sexto piso. Recordaste también que yo ya no era una niña y que no era necesario explicarme por
qué se estrellan las palomas contra los vidrios o por qué mueren los animales y las personas.
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Supiste que vivíamos juntos en el apartamento y tuviste la sospecha de una vida larga, de lugares
familiares.
tu franqueza y tu lucidez. Costaba creer que ese viejo aplomado y consiente que compartía con un
extraño las historias de sus vergüenzas era el mismo que olvidaba cerrar la llave de la ducha.
Una enfermera te llevó a una mesa en donde te interrogó con dulzura, pero sin tregua. “Don
Leo, ¿puede decirme qué hay en este dibujo?”, “una pera, ¿y qué más?, un árbol, ¿y qué más?”,
una casa ¿y qué más”, “Don Leo, este de aquí es un caballo”, “Sí, un caballo, muy bien”, “Ahora
sin mirar, ¿me puede decir qué dibujos había en esa hoja?”, “No pasa nada si no se acuerda”,
“¿Puede por favor dibujar un reloj? Eso, bien redondito, muy bien, don Leo”, “¿Y puede decirme
qué hora es?, ¿qué fecha es hoy”, “No, don Leo, estamos en septiembre”, “¿Puede, por favor,
escribir septiembre treinta en la hoja?”. Seguiste sus instrucciones y respondiste a sus preguntas a
evidente que tenías que hacer un gran esfuerzo para reconocer el dibujo de un caballo o pintar un
Dos semanas más tarde, el mismo neurólogo al que le contaste la historia de la paloma nos
explicaba cómo vivir con Alzhéimer. Intentaba ser optimista y empático, pero los dos notábamos
que repetía un guion. “Se puede vivir muchos años con Alzhéimer”, “Es importante que adaptemos
la rutina a esta nueva etapa para la familia”, “Vamos a ir paso a paso”, “La calidad de vida del
paciente puede mejorar si todos hacemos un esfuerzo en la casa”. Todos en la casa quería decir tú
y yo. El médico usaba el plural como si él también estuviera a cargo de guardar en cajones cerrados
a llave los cuchillos de la cocina; como si fuera capaz de negociar contigo tu derecho a estar solo,
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tu derecho a salir; como si él fuera a desvestirte y a bañar tu cuerpo orinado en los siguientes años;
como si fuera a arrullar tus noches de desasosiego; como si tuviera que, él mismo, olvidar las
palabras más sencillas, la manera de comer, cómo poner un pie adelante del otro.
Pensé en la cantidad de familias que pasarían por el mismo consultorio y saldrían con la
convicción de poder manejar esta enfermedad a punta de amor y buena voluntad en una
repitiendo todos los días “pera, árbol, casa, caballo”; en los brochures donde aparecían viejitos
Agarré uno de los brochures y tú me miraste con el rabo del ojo. Guardabas un silencio
estoico y todo tu cuerpo se esforzaba por no rugir, por mantener la tensa calma que aprovechaba
el médico para dar su discurso alentador. El diagnóstico era para mí una confirmación, una forma
de poner nombres y categorías a la que ya era nuestra rutina diaria. Ahora comprendo que mi
soberbia era una forma de negación: nada que dijera el médico me iba a sorprender, nuestra vida
no iba a cambiar porque ya venía funcionando de revés hace meses, tal vez años.
precipitarnos.
El doctor nos mostró imágenes incomprensibles en un tablero y nos dejó claro que era tarde
para intentar frenar los efectos de la enfermedad. Nos explicó el proceso degenerativo por el que
atraviesa el cerebro y el cuerpo con Alzheimer a lo largo de los años. Habló de cúmulos de
moléculas de proteína que evitan que las neuronas se comuniquen entre sí y con el resto de los
sistemas del cuerpo. Cuando una placa de proteína se forma, se quema un circuito que nunca
revivirá. Las neuronas no se regeneran ni puede el cuerpo fabricar nuevas para reemplazar las
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chamuscadas. Vimos tomas de un cerebro saludable comparado con el de un paciente terminal. En
la segunda imagen se veía un órgano reducido e infestado de lo que el médico llamó ‘ovillos’.
En los meses que siguieron a esa cita, cada vez que perdía la paciencia con tu torpeza o tu
silencio, trataba de pensar en ese cerebro encogido y tostado que habíamos visto en el libro del
consultorio. Me imaginaba la maquinaria en tu cabeza colapsando como una esponja que se queda
sin agua, achicándose con cada esfuerzo por llevar a cabo tareas que antes eran automáticas.
Aprendimos que esta enfermedad es una de las diez principales causantes de muerte en el
mundo, y de todas, es la única que no tiene cura o tratamiento que revierta su progreso. Es siempre
fatal. Eso quiere decir que las personas mueren de Alzheimer, la demencia acaba con sus cuerpos,
algo que antes no se me había ocurrido. No se trata solo de olvidar nombres y fechas. Se van
también las memorias del cuerpo, nociones biológicas que vienen de antes de nosotros mismos,
Entran en letargo los pulmones y la próstata, y entonces la menor de las angustias es que
no recuerdes quién soy o quién fuiste, sino que dejes de pronto de respirar. Se pierde sobre todo el
por supuesto no lo dijo así, pero todo el proceso es un dejarse ir, despedirse de alguien que habita
El incendio te fue arrinconado hasta que quedaba de ti apenas lo que podías cargar en las
manos.
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Tú, que antes poblabas con soberanía todo tu ser, fuiste cediéndole espacio a una peste
implacable.
En tu fuga precipitada vaciaste tu pasado, desligaste los objetos de las palabras, las
personas de los nombres. Le entregaste tus convicciones inflexibles y tus certezas enciclopédicas.
Le dejaste todo, excepto dos o tres cosas que todavía en los últimos días te hacían sonreír.
Tuvimos, incluso en los últimos meses, encuentros breves, destellos en que podíamos
Ese día en el consultorio asentías y mirabas con atención los gráficos y las tomas de
disección de cerebros enfermos. Eran manchas con tonos de muchos grises que no se parecían en
nada a la locura, ni a la atrofia muscular ni a la pérdida del control de esfínteres. Esas imágenes no
tenían la forma de nada que nos diera miedo, así que nos fuimos del consultorio sin demasiada
angustia. Prometimos, cómo no, doctor, tener controles médicos cada tres meses, ver a un geriatra,
unirnos a un grupo de apoyo, contratar, tal vez, a un enfermero que nos alivianara la carga.
Estrechaste con fuerza la mano del médico y levantaste tu sombrero para despedirte de la
enfermera. “pera, árbol, casa, caballo, don Leo”. Saliste casi de buen genio.
Tomamos juntos. Brindamos, no sé por qué. Me miraste sin dudas y yo alcancé a pensar
en lo absurdo de la situación. Eras tú, Leo, el de siempre, con un par de incidentes de memoria.
Nada que no le haya pasado antes a un viejo, o a una persona. Un ciudadano de bien.
**
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Al día siguiente, me despertó el sonido del agua corriendo en la cocina. Cuando entré tú ya
no estabas, pero la olleta del café rebosaba de agua fresca debajo del chorro del lavaplatos. Tú
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Ana lee en voz alta los nombres de pueblos que nunca había escuchado: Uramita, Vegachí,
Soplaviento, Beteitiva, Chachaguí, Usiacuri, Apia. Sigue con el dedo índice el curso del río
Magdalena. Se pregunta quién habrá trazado las líneas finas que separan un departamento del
siguiente, un país de otro. Leo saca un brazo por la ventana. Aspira fuerte el aire azucarado de
tierra caliente. Un grupo de ciclistas aficionados pedalea con fuerza al lado derecho de la carretera.
Han pasado casi tres horas desde que desayunaron al borde de la ruta. Ana tiene hambre.
A las orillas de la carretera se levantan cada cierto tiempo puestos enanos donde los campesinos
venden fruta y jugo. Sobre pequeñas mesas de madera se amontonan mandarinas, bananos,
guanábanas, racimos de mamoncillos. Al lado, sobre una silla o sobre la tierra, casi siempre es una
mujer la que se sienta a esperar a los viajeros que se atreven a cruzar el país en carro o en bus.
Algunas veces la mujer está acompañada de dos, tres, cuatro niños que juegan descalzos con alguna
rama o con una pelota de fútbol a la que se le han borrado las manchas negras.
Los niños también exprimen las frutas, sonríen con pocos dientes, pelean entre ellos,
Ana lleva sus ahorros en una alcancía de plástico. Es una casita roja que le regalaron los
agentes de un banco cuando visitaron su colegio. Ahí guarda la plata que gana cuando Valeria le
paga por hacerle la tarea de español, también guarda las ganancias de la venta ocasional de dulces
a sus compañeros de clase. Le propone a Leo que paren en uno de los puestos de fruta para tomar
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El quiosco donde paran está bien organizado. Tiene sillas de plástico y parasoles desteñidos
para que los clientes puedan sentarse y escampar del sol. También les ofrecen servilletas que casi
siempre salen volando y desaparecen sobre la carretera. Piden dos jugos de naranja, un vaso de
papaya picada para Leo y uno de mango para Ana. En la siguiente mesa una familia come
salpicones. Un hombre, una mujer, dos niños. Los niños son pequeños, deben ser menores que el
que pela las frutas detrás del mostrador. Ana los mira y come trozos de mango con un palillo. El
menor de los niños se frota los ojos y lloriquea en intervalos. A veces recuerda que está llorando
y a veces se distrae con los movimientos de su hermano que fabrica burbujas con un pitillo untado
de jabón líquido. La mamá carga al niño que llora y lo sienta sobre su regazo. Le toma la cabeza
y la recuesta contra su pecho. Se balancea despacio mientras aprieta el cuerpo del niño contra el
suyo. El niño deja de llorar, come las cucharadas de salpicón que su mamá le lleva a la boca, la
abraza, se queda dormido. Los brazos, las piernas y la cabeza le cuelgan del tronco con entrega y
despreocupación absolutas. El mayor de los niños no quiere comer, sigue haciendo burbujas de
jabón que se revientan sobre la tierra, sobre su hermano dormido, sobre la fruta sin picar. La mamá
lo sigue con la mirada. “Pablo, ven a comer”, “Pablo, no te alejes”, “Allá no, Pablo”, “Nos vamos”.
Como Pablo no hace caso, la mamá empaca, con la mano que no carga al otro niño, el salpicón de
su hijo mayor. El papá come de pie y los mira. No dice nada. No se molesta con Pablo. Solo hunde
la cuchara en su propio vaso y mira a su familia desde una distancia corta, ajeno al peso del hijo
menor colgado de la madre, a los charcos de jugo de fruta sobre la mesa, al juego de Pablo. “Nos
vamos”, repite la mujer y agarra a Pablo de la mano. Ana los ve subirse a un carro y seguir su
camino. Tal vez van a un hotel como los que ella vio en internet. Tal vez tienen una finca con
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Ana no recuerda a sus padres. Le gustaría llevar dentro las cosas de las que le habla su
abuelo, pero no las encuentra en ningún lugar de su memoria. A veces intenta con mucha fuerza
hacer nacer una imagen, una sensación, pero solo tiene ecos de la vida después de que sus papás
murieran. Recuerda, sin embargo, extrañarlos. No conoce su estatura, ni el color de sus voces, ni
la temperatura de sus cuerpos, pero sabe que pasó muchas noches buscándolos. Ese es uno de sus
primeros recuerdos.
Era de noche y la electricidad se fundía. Las luces de la casa se apagaban de golpe y todos
los sonidos se pasmaban. Incluso la vibración de la nevera quedaba suspendida por horas. Las
La ciudad quedaba de pronto vaciada del caudal de luces y ruidos que la hacía parecer viva.
Ana estaba jugando, bajando las escaleras, comiendo, viendo televisión. Ocurría casi todas
las noches, pero la costumbre no le quitaba el miedo. El pecho siempre le daba un sacudón, la
oscuridad era una presencia poderosísima que podía entrarle por la boca, llenarla toda y nunca
dejarla; podía arrastrarla de los pies, crecerle bajo las uñas, morderla de adentro hacia afuera. En
su recuerdo, Leo tardaba demasiado tiempo en aparecer con una vela prendida. En el espacio
enorme entre el apagón y el rescate de su abuelo, Ana buscaba a sus padres. Los llamaba, quieta
en medio del cuarto negro. Se le hinchaban los ojos de lágrimas, recordaba sus nombres, les pedía
a gritos que vinieran por ella, se hacía con sus propias piernas un nido pequeño para esperarlos,
pero nunca venían. Algunas veces se atrevió a caminar por la casa, a preguntar detrás de las puertas,
a tantear trozos de la noche más oscuros que otros. La respuesta siempre fue siempre el mismo
Al cabo de un rato largo, siempre llegaba Leo. Cargaba un candelabro y una caja de
fósforos. Su presencia era como la luz de la vela que llevaba prendida: pequeña, pero suficiente
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para espantar la penumbra. Ana recuerda la sensación contradictoria de ver al abuelo llegar. El
alivio de saberse acompañada casi siempre vencía la decepción de no encontrar a sus padres. Con
el tiempo se fue acostumbrando a verlo a él, que antes era una existencia accesoria, como el centro
las entrañas el frío de las noches de apagón en Bogotá. Con el tiempo fue a Leo a quien buscaba y
a quien sabía esperar. Se curtió contra la oscuridad y aprendió a disfrutar de esos ratos en que era
obligatorio reunirse en torno a una llama diminuta para dejar pasar los minutos. El ocio de falta de
luz se convirtió en el primer lugar de encuentro entre la nieta y el abuelo que no habían planeado
conocerse tan a fondo, amarse tan de lleno, ni ocupar la vida del otro definitivamente y por
completo. Las primeras noches el tiempo se iba en llanto y en hipo, en abrazos tímidos. Se
acercaban, el uno al otro, como dos animales que se huelen y se reconocen, que deben en adelante
Los apagones eran la consecuencia de una crisis energética en todo el país. Los embalses
que permitían generar energía hidroeléctrica se habían secado por el fenómeno del Niño. En un
ciclo cada vez más corto, la tierra andina y tropical del Pacífico ecuatorial se seca hasta el extremo.
Los cultivos se entumecen. Las venas de los ríos se estrechan y se agrietan hasta hacerse infértiles.
Los pájaros se mueren de sed. Las personas empacan algunas cosas en cajas de cartón y echan a
andar.
Unos meses después, llueve sobre la misma tierra una lluvia sin fin que lo inunda todo. Los
cultivos se ahogan. Las venas por donde corren los ríos se ensanchan hasta reventar loma abajo.
El agua arrastra al ganado y a los animales silvestres, desentierra las raíces de los árboles. De
alguna manera ese ciclo de una naturaleza temperamental y violenta llegaba a la cuidad en forma
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de apagones eléctricos. El asunto se podía explicar como una emergencia natural o un error de
Durante casi un año el gobierno hizo racionamientos de agua y electricidad. Para Ana,
como para muchos de sus amigos, el miedo y la emoción de los cortes de luz en la ciudad son sus
primeros recuerdos de infancia. Entonces debían tener cuatro o cinco años. No sabían quién era el
presidente, ni qué era la energía hidroeléctrica o por qué a Colombia le llegaban implacables
temporadas de sequía y lluvias. Lo que sabían era que en cada cuarto de sus casas había una o
varias velas y cajas de fósforos; que tenían que esperar a que un adulto los rescatara de la oscuridad
Al final de la temporada de apagones Ana ya no preguntó por sus padres. Siente todavía
una punzada aguda cuando la luz se va. Pero se había hecho fuerte en el transcurso de los meses.
Aprendió, primero, a llorar hacia adentro, sin ahogo. Luego supo ahuyentar la necesidad de
lágrimas. Apretaba los dientes, los dedos contra las palmas de las manos, los pies contra el piso,
pero no lloraba. Domesticó el miedo y aprendió a esperar. Leo llegaba tarde, pero siempre llegaba.
Se reunían frente a la vela y la angustia se desvanecía. El recuerdo de ella llega hasta ahí, pero Leo
le cuenta que jugaban a nombrar animales, colores, frutas; que se acurrucaban en el sofá y ella
cabía completa, hecha una bolita, en el pecho del abuelo. Así se quedaban dormidos hasta que los
sacudía el corrientazo de electricidad circulando de nuevo por las arterias de la casa. Entonces
hacían una ronda, trabajaban en equipo: revisaban que funcionara la nevera, el televisor, cada
bombillo. Los electrodomésticos podían dañarse por la fuerza con la que regresaba la luz en las
tomas de corriente. Por suerte para ellos, nunca tuvieron que reemplazar nada más grande que un
fusible. Ana, que apenas aprendía a colorear sin salirse de la línea, intentaba seguir las
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explicaciones de Leo sobre el funcionamiento de los tacos eléctricos, los circuitos conductores, la
Algunas veces Ana agradece no tener recuerdos de sus padres. Sobre la angustia de los
apagones construyó casi de ceros una vida junto a Leo, se hizo noche a noche más grande y más
capaz, y aprendió a conocer al viejo de hombros pesados que antes le parecía demasiado brusco
Pero otras veces, la mayoría de las veces, imagina a su mamá llegando antes que el llanto,
antes que el apagón; imagina que sus padres nunca la hubieran dejado curtiéndose a la intemperie
de la oscuridad, que habrían atendido su llamado desde el primer instante; que la hubieran
acompañado sin torpeza a ser una niña. Imagina que quizá ella también se habría sentado en el
regazo de su madre en un puesto de frutas al borde de la carretera. No los extraña, porque no los
recuerda; pero los añora porque se los ha inventado, porque los imagina tomando su mano para
cruzar la calle, porque ha soñado que su papá regresa y la abraza; y su mamá le hace trenzas
larguísimas, y nadan juntas en una piscina y tienen secretos, como todas las otras niñas que tienen
Casi siempre ha pensado que no tener una mamá y un papá es una desventaja y le tomará
muchos años construir una historia de su vida en donde esa orfandad no explica todas sus
A su alrededor, piensa, también ha existido una curiosidad excesiva sobre lo que pasó.
Cuando hace un nuevo amigo siente en algún punto el deber de confesar, en un tono más bien
íntimo, que perdió a sus papás en un accidente de carretera. No recuerda el día, ni la mala noticia,
ni la reacción de Leo. No recuerda cómo supo. Más bien ha configurado una versión de ese día
para repetir en su cabeza y para contarles a los demás, a sus amigos y a la psicóloga del colegio
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que cada cierto tiempo la busca con las mismas preguntas, que cómo se siente respecto a su
esquema familiar, que cuáles cree que son sus figuras de autoridad, que cómo va a pasar el día de
la madre, que si ha hablado con su abuelo sobre la pubertad (y usa esa palabra horrible: pubertad),
que si tiene suficiente contención, afecto, atención, límites. La lista de preguntas es interminable.
Leo le dijo que la noticia, como todas las malas noticias, circuló en una cadena confusa de
voces. Él recibió una llamada de una estación de emergencia remota. Recibió otra llamada, un
poco más tarde, de un hospital rural. Antes de recibir una tercera llamada, Leo tomó a Ana en sus
brazos, salió de la casa, paró un taxi en la calle y fue a la terminal de buses para comprar los
primeros pasajes que los llevaran al pueblo del hospital de donde lo habían llamado. En la sala de
emergencia le dijeron que los pacientes ya no estaban ahí. Los habían trasladado de urgencia a
Bogotá. Mientras Ana y Leo viajaban en bus hacia el campo, los papás de Ana iban en una
ambulancia de regreso a la capital. Quizá en algún punto de la carretera se habían cruzado. Sin
pensarlo, Leo emprendió el viaje de vuelta. Taxi, bus, taxi, hospital. Ya era de noche cuando
llegaron a la recepción de la sala de emergencias en Bogotá. Los hicieron esperar un poco, hasta
Después de tanto correr, de ir y regresar en una racha de angustia, el tiempo de pronto dejó
de importar. Una enfermera esperó con Ana en una salita mientras Leo reconocía los cuerpos en
la morgue de la clínica. Pasaron ahí casi toda la noche. Pensando qué hacer ahora, para dónde va
la vida; llenando formularios que jamás habrían pensado tener que completar; haciéndose cargo
de la burocracia absurda que ocupa las horas muertas después de una tragedia. Ana recuerda la
sala de espera, la noche larga, pero no recuerda la tristeza ni el desasosiego. Se los ha imaginado,
eso sí. Se ha imaginado el carro hecho un revoltijo de latas del que los cuerpos de sus padres no
pueden escapar; y a los médicos de la sala de emergencia intentando contener la sangre, cosiendo
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a prisa tejidos y piel, dándoles golpes rítmicos en el pecho para reiniciar sus corazones. Ha visto
películas con accidentes y explosiones y salas de espera donde las familias lloran desconsoladas.
Con esos fragmentos de relatos y recuerdos y escenas de dolor de Hollywood, construyó su versión
de la muerte de sus padres. El recuerdo no es suyo, sino de Leo, pero ahora hace parte de la historia
La curiosidad por saber quiénes eran sus padres le vino en los años posteriores. “¿Leo, me
parezco a mi mamá?”, y Leo le respondía siempre que sí, muchísimo, “mírala en esta foto. La
misma sonrisa ovalada, los huequitos en las mejillas, las manos pequeñas”. Entonces Ana se sentía
orgullosa. Y durante un tiempo en todo lo que hacían preguntaba si a sus papás les habría gustado,
qué sabor de helado habría escogido su papá, cuál era el color preferido de su mamá, cómo se
habían conocido. “Mi mamá era profesora en este colegio”, les decía a todos sus compañeros antes
de comprender que la mirada que le devolvían estaba llena de lástima. Entendió que el tema no era
cómodo para los otros, dejó de mencionarlo y de hacer indagaciones. Se quedó con su versión
hecha de retazos y vacíos que llenó como le pareció mejor. Atesoró unas pocas fotos de sus padres
con ella y de sus padres antes de ella. Se veían siempre felices detrás de la lámina brillante del
papel fotográfico. Ana quiere pensar que la vida con ellos habría sido así, siempre feliz, completa,
llena de momentos para fotografiar. No sabe qué habría sido imperfecta con ellos también. Que la
sonrisa ovalada de su madre habría envejecido. No sabe que de todas maneras se sentiría
incompleta si los tuviera cerca, y quizá sería más difícil porque no tendría cómo explicarse sus
tristezas repentinas. No sabe que ha codificado esa muerte con los ojos de los otros, ni que familia
Sentada en la silla del copiloto, con el mapa desmayado sobre sus piernas, va pensando
lejos, repasa todas las escenas que se ha inventado, todo lo que nunca fue. Aprieta con la misma
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fuerza de hace años los dientes y las manos, domestica el llanto, llora por dentro gotas saladas que
caen en un lugar vacío. Leo no le hace preguntas. Tal vez porque sabe muy bien. Tal vez porque
la tristeza de su nieta es un código que todavía no aprende a descifrar. Avanzan por la carretera
hacia abajo, hacia la falda frondosa de las montañas. Cada vez entra más calor por las ventanas
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El brochure sobre el Alzheimer, optimista como el médico que hablaba en plural, dividía la vida
en categorías sencillas y tareas prácticas para cuidar de un paciente. Tenía un tono despreocupado
“La vida con Alzheimer”, leía el título. Pero el texto no explicaba, en realidad, qué
significa vivir con la enfermedad. No hubo ningún libro clínico que pudiera explicarnos de dónde
viene la angustia, en qué lugar del cerebro está la dignidad, el punto exacto en que se deja de ser
persona.
Yo quería un mapa certero, una radiografía de las dendritas extintas y los caminos que ya
nunca podríamos recorrer. En lugar de eso, tenía un brochure: “Demencia, manual de uso”
Comunicación:
1. Escoja palabras sencillas y frases cortas. Utilice un tono de voz amable y tranquilo.
Evite hablarle a la persona que sufre de Alzheimer como si fuera un bebé o hablar de
2. Mire a la persona a los ojos y llámela por su nombre, asegurando que tiene su atención
interrumpirle.
1. Prepare todo de antemano. Antes de empezar, asegure que tiene listo todo lo que
necesita en el baño.
2. Respete el hecho de que el baño produce miedo y es incómodo para algunas personas
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3. Reduzca los riesgos utilizando una ducha de mano, un asiento para la ducha, barras
para agarrarse y alfombras no resbaladizas para la bañera. Nunca deje a la persona sola
en el baño o en la ducha.
4. Dígale a la persona lo que usted va a hacerle, paso por paso, y permítale hacer por sí
Vestirse:
2. Remplace las prendas rígidas y broches por ropa holgada, fácil de vestir. De preferencia,
elija pantalones deportivos con elástico en lugar de pretina o bragueta. Acciones sencillas
como abotonar y amarrar se irán haciendo difíciles de llevar a cabo con el tiempo.
Comer:
para utilizar los cubiertos, use un plato hondo en vez de uno plano u ofrézcale cubiertos
2. A medida que la enfermedad avanza, tenga en mente que el riesgo de que la persona se
En la tarde:
avanzadas de la enfermedad, ya que el paciente no tiene una noción clara de haber vivido el día
que está por terminar. Intenté proponer actividades que le distraigan durante la transición entre el
día y la noche.
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Fuera de la casa:
2. Asegúrese de que la persona a su cuidado lleve en todo momento una pulsera con datos
3. Mantenga una fotografía reciente o un video del familiar con Alzheimer para ayudar a
El futuro:
1. Si usted está a cargo de una persona en las primeras etapas de la enfermedad, intente
tener una conversación sobre el futuro. Explíquele que poco a poco perderá autonomía y capacidad
de decisión. Hagan acuerdos sobre su cuidado en los meses y años por venir.
El brochure seguía con categorías cada vez más abrumadoras: “Incontinencia”, “Problemas
instalar cerraduras de seguridad, cierres automáticos en las ventanas; notificar a las autoridades
locales y a los vecinos del diagnóstico; cambiar todos los patrones de relación hacia una versión
simplificada de humanidad; comprar un protector impermeable para el colchón y los sofás; tener
una rutina estricta e invariable; minimizar las conversaciones; anular los debates; elegir pañales;
esconder objetos cortopunzantes; licuar casi todas las comidas; no redecorar o remodelar los
espacios de la casa; marcar con notas pequeñas los objetos cotidianos indicando su función;
Fue ahí, esa semana, sentada en la cama leyendo una y otra vez las instrucciones de ese
folleto corto con fotos de una vida plena e irreal, que lo comprendí. Esta no iba a ser una etapa, no
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iba a ser una situación esporádica con la que aprenderíamos a lidiar. Esta iba a ser nuestra vida.
Tendríamos una hora del baño y una hora del desayuno, una rutina estricta, una casa invariable
distracciones para borrar las bisagras que separan los días de las noches; armando con esfuerzo
rompecabezas de cuatro fichas; viendo fotos de rostros cada vez más borrosos; mitigando la fatiga
de olvidarlo todo.
Te sentarías desnudo en una silla de plástico dentro de la ducha, y te agarrarías con una
fuerza terca de las barandas y yo tendría que explicarte, con palabras cada vez menos claras para
ti, que estamos en el baño, y esto es una esponja, que el agua está caliente, como te gusta, que te
voy a bañar, que por favor no estés asustado, que soy yo, Ana, Ananá, tu nieta, no importa quién,
alguien a quien amas y que no hay ninguna vergüenza en estar sin ropa frente a mí, que nos
conocemos de siempre, de ese tiempo borroso que yo no recuerdas, que nada malo te va a pasar,
que es martes, que vives en Colombia hace muchos años, que no conozco a las personas de las que
me hablas, ni esos lugares que extrañas con los ojos hecho niebla, pero puedes oler el jabón, mira,
Leo, qué rico huele el jabón, a hierbas frescas, que levantes un poco los brazos, así, muy bien, para
que pueda enjabonarte, que es de mañana y hoy va a ser un buen día, que tenemos todo el día por
delante para dar algunos pasos, andar una vuelta en círculo y regresar, que se está tan bien en la
ducha, Leo, míranos, qué ligera es la existencia esta mañana, y también puedes oler el champú
aunque no sirva de mucho en tu cabeza casi calva, pero hace burbujas que te hacen sonreír.
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Leo descarga los morrales en el pasillo de una pensión. Recibe una llave que cuelga de una cinta
plástica fosforescente.
En su plan original, debían dormir mucho más adelante en el camino. Parar en este pueblo
no estaba previsto, pero a la renoleta le ha costado mucho trabajo avanzar hasta ahí. También se
mapa de carretera, Ana encerró el nombre del pueblo con un lápiz rojo cuando decidieron parar
ahí. Las doradas son unos peces de río que se pescan en las aguas del Magdalena y le dan nombre
al pueblo porque todos ahí viven de pescarlas y venderlas. Aunque el arrullo del agua suena a la
Han llegado a una casa grande con un patio interior. De un lado del patio está la recepción:
un escritorio de madera delante de una silla a la que le han amarrado un cojín rojo. Detrás de la
silla hay un tablero donde han clavado muchas puntillas. De cada puntilla cuelga un juego de
llaves. Del otro lado, hay una sala pequeña con sillas que miran hacia un televisor de barriga de
vidrio en donde se proyectan a medio día y a las siete de la noche las imágenes de los muertos del
día. En el centro del patio crece un árbol joven. En una de sus ramas más fuertes, un perico verde
que camina de lado a lado sin detenerse. Al perico, explica Leo, le han cortado la punta de las alas
y no puede volar. Cada cierto tiempo grita con el pico muy abierto. Entonces saca una lengua negra
y pequeña y sacude todas las plumas de su cuerpo. Después vuelve a caminar de lado hasta la punta
de la rama y de vuelta, cada vez más rápido, subiendo y bajando la cabeza. Alrededor del patio
central se levantan dos pisos de puertas pintadas de anaranjado. Una cortina de plantas desmayadas
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Los atiende una mujer baja y sonriente, de mejillas muy rosadas y ojos achinados. Tiene
puesto un delantal blanco con un bolsillo donde mete las manos cuando termina de hablar. “Sí,
señor, cómo no, claro que sí, a la orden, como guste” responde a casi todo. Después sonríe y los
Leo pagó por una habitación con dos camas sencillas y un baño privado. Detrás de la puerta
se acumulan pelusas voladoras. Ana se sienta en el borde del catre pequeño en donde dormirá y
disfruta el aire caliente. No tienen piscina, piensa, pero pronto estarán en el mar.
Todavía no se hace de noche y Leo le propone a Ana caminar un poco por el pueblo: una
plaza pequeña con jardines de arbustos descuidados, una fuente en donde no circula agua, tiendas
que solamente venden cerveza y enlatados. La iglesia es de lejos el edificio más alto y más limpio
de todos. Adentro se está bien porque hace fresco, pero a Leo no le gustan los santos ni los altares
Toman sopa de pollo en un restaurante casero. Preferirían no tomar sopa bajo el calor
sofocante de la tarde, pero no hay muchas alternativas. Se sientan al lado del único ventilador del
comedor y al poco tiempo una mujer sin sonrisa les sirve caldo en platos con grabados desteñidos
de rositas y borde desportillado. En la superficie flotan enormes ojos de grasa. Leo adivina la
resistencia de Ana y le dice que este es un menú muy nutritivo, que puede ponerle cilantro para
darle más sabor, pero incluso con el cilantro la sopa sabe a agua caliente con grasa y sal. Comen
sin hacer muchos comentarios. Leo se limpia el sudor de la frente con un pañuelo de tela.
Pronto va a oscurecer. Las puertas de las casas, antes abiertas para invitar la brisa a circular,
comienzan a cerrarse como guardando un secreto. Ana usa la plata de la casita roja para comprarse
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En la entrada de la pensión, unos hombres uniformados hacen dos filas largas a lado y lado de la
puerta. Ana los ve como hombres, pero algunos años más tarde, en su recuerdo se irán haciendo
“¿Usted es el gringo que llegó hoy?”, le pregunta el primero de la fila a Leo, y cuando se
“Yo no soy gringo”, responde Leo, e intenta seguir hacía el interior de la casa.
Cuando entran, encuentran el patio central vacío, en la salita de al lado, el televisor está
apagado, todos los huéspedes han desparecido. Tampoco queda nadie en la recepción. Solo se
escucha al loro que vocifera y aletea desde la rama del árbol. Ana sigue a su abuelo que sigue a
los hombres. Bota la colombina a la basura y se limpia las manos, sucias de sopa y dulce, contra
“¿Qué vino a hacer aquí?”, Le pregunta a Leo el mismo hombre que lo hizo entrar hace un
rato. Leo se acerca despacio y le extiende la mano, “Mucho gusto, me puede decir Leo”. El hombre
le aprieta la mano sin quitarle de encima sus ojos que no parpadean, “¿Qué vino a hacer aquí,
Leo?”.
El abuelo se acerca todavía más y le dice con timidez algo al oído. El hombre de las
preguntas se gira y mira a Ana por un segundo. Después pide: “Chucho, Reyes, llévense a la niña
al fondo. La cuidan”. Dos soldados se acercan a Ana y uno la lleva del brazo al fondo del corredor.
Encuentran unas sillas plásticas y se sientan a esperar. Ana quiere saber qué pasa en la sala del
televisor donde se quedó su abuelo, pero Chucho le hace preguntas. Quiere saber cómo se llama,
cuántos años tiene, si es de Bogotá, si va al colegio, dónde están sus papás, quién es Leo, qué hacen
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en La Dorada. Ana tiene miedo y responde con un hilo de voz y el mentón pegado a una de sus
clavículas. “Ana”, “Once”, “Sí, estoy en sexto”, “Se murieron. Hace mucho”, “Es mi abuelo. El
Después de un rato los tres se aburren. Reyes le muestra a Ana un insecto-palo. Lo toma
haciendo una pinza con su índice y su pulgar. Lo posa sobre su mano. Ana lo mira con curiosidad
y Reyes le explica que ese insecto se camufla entre las ramitas débiles de los árboles y así
sobrevive. Parece inofensivo, el insecto. También el hombre del uniforme. Cerca de él, Ana
descubre que no es tan alto ni tan fuerte como parecía de lejos. Siente de pronto que puede confiar
en él, preguntarle por qué la separaron de su abuelo, quiénes son ellos. Al final prefiere quedarse
callada. Intuye las respuestas a sus preguntas y eso le da miedo: ellos son guerrilleros o
paramilitares. Valeria le dijo que lo más importante es mirar las botas de los soldados. Si son de
caucho, son guerrilla; si son de amarrar, son ejército. Estos soldados llevan botas de caucho. A su
abuelo le están averiguando la vida porque es extranjero y se le nota en la cara y en el acento. Ana
se siente orgullosa de que no se le note su lado francés, pero tiene miedo por Leo. A los extranjeros
los secuestran más. Pero Ana sabe que su abuelo no tiene plata y piensa que el gobierno francés
tampoco haría mucho por él. Se muerde los cueritos de las uñas. Se hace la interesada en el insecto-
palo para no molestar a Reyes. Espía con el rabo del ojo la conversación entre el jefe de los
soldados y su abuelo. Descubre al hombre que da las órdenes riéndose con toda la boca abierta.
La pensión está en silencio, pero de pronto aparece la señora que les dio la llave de la
habitación. Camina sin hacer ruido y se acerca al de las órdenes. El hombre le da la mano.
Intercambian unas palabras, pocas. Unos minutos más tarde la mujer regresa con una bandeja llena
de pocillos con café. Ana no quiere, pero recibe su taza como todos los demás. Pregunta cuánto
cuesta y la señora le sonríe apenas con los labios y le dice que no tiene que pagar. Ana busca a Leo
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con la mirada. Él le devuelve el gesto picando un ojo. Se toman el café, cada uno en su extremo
El abuelo, el jefe y los demás soldados salen de la pensión por la puerta de atrás. Ana siente
todo el llanto del que es capaz su cuerpo subiéndole de un solo golpe a la cabeza. Intenta
contenerlo, llorar por dentro, apretar las manos, pero una fuga de lágrimas le enrojece los ojos y la
cara. Se queda muy quieta y llora sin tomar aire para no hacer ruido. Reyes, que descubre su
angustia, la toma del brazo. Se acurruca frente a ella y sus caras quedan a la misma altura. “No se
preocupe. ¿Por qué está llorando?, ya vuelve su abuelito, le están haciendo unas preguntas, no
más”. Ana asiente en silencio, con los ojos bien abiertos y los lagrimones acumulados en el
mentón. Un poco más tranquila se atreve a preguntar “No nos van a hacer nada malo, ¿cierto?”.
“Ustedes no han hecho nada malo, ¿cierto?, entonces no tienen de qué preocuparse”, le contesta
Chucho. Ana sabe que no han hecho nada malo, nada demasiado malo, pero también sabe que eso
Al papá de Alejandro Liévano, un niño del otro sexto, lo secuestró la guerrilla hace dos
años en una pesca milagrosa. Todos en el colegio sabían, pero no podían hablar de eso con él. Ana
no sabe exactamente qué pasó, nadie sabe y nadie se atreve a preguntar detalles. Ana y otros de
transmitían mensajes que enviaban los familiares de personas secuestradas. Se supone que la señal
de radio llegaba a todos los campamentos guerrilleros, y que en la noche dejaban que los cautivos
escucharan el programa para oír a sus familias. Alguien en el colegio dijo un día que había
escuchado a Alejandro y a su hermano en la radio. Entonces todo el curso, e incluso niños de otros
cursos, tuvieron curiosidad y comenzó ese hábito común de escuchar los mensajes a los
secuestrados. A veces comentaban en grupos muy pequeños sobre el caso de una señora que
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llevaba nueve años sin saber nada de su esposo, o unos papás que iban todos los días a la estación
de radio, o una familia que solo enviaba oraciones a la virgen. Nunca volvieron a escuchar a
Alejandro.
Al final soltaron al señor y Alejandro y sus hermanos y su mamá viajaron muy lejos en
carro para ir a recogerlo. Alejandro perdió el año y por eso no está en séptimo sino en sexto, con
ella. Es un niño muy callado, pero una vez dijo que cuando sea grande va a prestar el servicio
militar para ir a la selva y matar a los guerrilleros que se llevaron a su papá. La familia se quedó
sin plata, porque pagaron muchas veces para que soltaran al señor. Vendieron la casa, la finca, los
carros, la empresa. Pidieron más plata prestada y esa también se les acabó. Una profesora dijo que
Nadie nunca le ha preguntado a Alejandro si su papá escuchó los mensajes que le mandaron
por la radio.
Ana recuerda noticias macabras que ha visto en la televisión y siente ganas de llorar otra
vez. Toda la fuerza que creía tener se diluye, siente los huesos débiles, el corazón le zumba furioso.
Leo dice que todos los ejércitos que hay en Colombia son corruptos y que todos los soldados rasos,
como Chucho y Reyes, son víctimas. Valeria dice que la guerrilla es un cáncer. El que dice eso es
el papá de Valeria, ella lo repite. Que hay que matarlos a todos y punto, se acaba el problema de
este país. Ana no sabe. Sabe que hay secuestrados, detenidos, muertos, desaparecidos. Todavía no
entiende cómo es lo de los desaparecidos. ¿Cómo puede desaparecer una persona? Alguien en
algún lugar los habrá visto. De eso tampoco se atreve a preguntar. Sabe que hay personas en
cautiverio a las que les cortan las plantas de los pies para que no se puedan escapar por el monte.
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Nunca pasa nada malo, hasta que pasa.
Leo y los soldados regresan a la sala de televisión. El jefe aprieta la mano del abuelo y se
despide con unas palmadas en el hombro. Llama a Chucho y a Reyes, que se despiden rápido de
Leo y Ana se acercan despacio, como tanteando el terreno que los separa, como esperando
una señal que les indique que ya están solos. Se abrazan. Ana rodea muy fuerte la barriga y la
espalda de su abuelo, se aferra a ese cuerpo robusto y llora. Tiene miedo, o se siente afortunada, o
Ya en la habitación, Leo le dice a Ana que no tiene de qué preocuparse. Que esos hombres
son guerrilleros y que este es su pueblo. Estaban haciendo un control. Ellos saben quién vive en el
pueblo, quién lo atraviesa, quién se emborracha en la plaza todas las noches, quién le pega a la
esposa, quién habla con otros solados, quién puede y debe contribuir con su causa, quién es
peligroso para ellos. Nadie viene de vacaciones aquí. Al principio Leo les dijo que solo viajaban a
la costa para que su nieta conociera el mar. No quería revelarles que llevaban en el baúl una
colección que pronto estaría muy bien avaluada. Pero el jefe tenía experiencia con las verdades
parciales y siguió insistiendo. Entonces Leo asumió el riesgo y les dijo que en realidad querían
otra vez pareció no creerle y quiso verificar la información. Entonces fueron al carro para
desempacar los amuletos. Abrieron las cajas, rasgaron el papel burbuja y dejaron al descubierto
las figuritas de plástico. Al jefe le dio risa. Es un hombre que se ríe mucho, pero no parece feliz.
“Si se gana algún premio, pasa por aquí y nos deja la parte”.
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Los amuletos otra vez los han protegido, le dice Leo a Ana. Ese hombre por fortuna no
sabe lo que valen sus animalitos mágicos. Mañana en la mañana habrá que volver a empacarlos.
Ana se baña antes de acostarse. Ya no le importa que el piso esté sucio, que el agua esté
fría, que la sopa tuviera islas grasientas. Se desviste y mira el vestido demasiado delicado, las
sandalias que apenas cubren sus pies. Con esa ropa no habría aguantado ni una noche en el monte.
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Esta, Leo, es la arqueología de la nostalgia
Esto fue lo que hicimos con ese pedazo pequeño e impreciso que quedó de ti:
a besarte la boca,
anduvieron de retorno
el peregrinaje de tu niñez,
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Cantamos con el cuerpo una coreografía del delirio,
en la próxima vida,
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Me habría gustado retener los nombres de todos los lugares en los que viviste, para ahora dártelos
de vuelta.
Los más importantes para ti eran los relatos de despedida, los apegos, la necesidad de
volver a empezar. Me los contaste una y otra vez. Todos los lugares que dejaste guardaban rincones
Ahora que no queda nadie para habitarlos pienso que fue aquí, después de muchos años,
Quizá ni siquiera fuiste tú quién se marchó, sino ellos los que migraron sin carnaval. Se
fueron de ti el día en que cerraste los ojos y no pudiste más invocar un olor preciso, la textura de
la costra del pan, los cardúmenes de hojas oxidadas en noviembre. Así también, la casa enorme en
Tú llevabas a cuestas cada una de tus vidas pasadas, así como ahora yo llevo en mi espalda
todo. El fuego iba quemando cada día una aldea diferente. El altillo de una casa, las ramas del
árbol donde una vez te trepaste, los nombres de tus hermanos, tu viaje sobre el Atlántico, las
primeras noches que pasaste en Colombia, todos se fueron en el incendio. Ahí donde pasaba el
exterminio, no volvía a retoñar ningún recuerdo, no se acumulaban nuevas sensaciones. Era solo
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Con los años, algo en ti aprendió a dejar ir los recuerdos, las habilidades, la idea del tiempo
en una habitación. Se iluminaban simplemente, y después partían, como un ave que por instinto
tiene que migrar. Tu cuerpo senil alcanzaba la aceptación de la impermanencia, no por virtud, sino
por carencia.
Sin apego, recitabas por última vez una frase, y después la dejabas ir para siempre,
sílaba a sílaba.
Yo aprendí a reconocer el tono de las cosas que te dejaban para no regresar. Nombrabas de
pronto a tu mano derecha, y en esa ronquera que venía con la palabra “mano” estaba decidido un
final. Era la última vez que sabrías que ese objeto tentaculoso que colgaba del extremo de tu brazo,
era una mano, tu mano. De ahí en adelante te sería ajena, la verías como a un molusco adherido a
tu piel.
Casi todas las partes de tu cuerpo llegaron a parecerte parásitos risibles, extensiones sin
propósito que mirabas hasta las carcajadas. Las rodillas, si se les mira por largo tiempo, pierden
proporción, así como los dientes en el espejo y las orejas siempre en crecimiento.
Es gracioso, por ejemplo, aprender cada día a usar una cuchara, mirarla desde lejos,
comprender con la punta de los dedos sus formas curvas, su piel fría; descubrir que dentro de su
panza metálica puede albergar porciones perfectas de mermelada, vaciarla en la boca, volver a
comenzar; no saber que ese objeto recién inventado se llama cuchara, y sin embargo, adorarlo a
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Llegaste a Colombia siendo todavía muy joven. Habías terminado tu servicio militar en la
guerra de Argelia, peleando para el bando francés, dando una lucha que se sabía perdida. Te habías
casado con Céline, mi abuela, una muchacha de tu mismo pueblo, con ambiciones pequeñas. El
que quiso viajar al otro lado del Atlántico fuiste tú. Habías visto el desierto en el norte de África y
comprendiste de golpe que el mundo era posible sobre todo en sus lugares remotos; que lejos de
esa vida que habían vivido tu madre y su madre se desplegaban otras lenguas y otros soles,
imposibles de imaginar. Quizá fue desde entonces que se precipitó en algún lugar un deseo de
naufragio y de gran aventura, unas ganas de atravesar fronteras que nadie más conocía, un impulso
por lo infinito y lo tropical, con sus palmeras ajadas y su sol incesante y sus montañas hambrientas
de huesos.
Supe, porque un día lo mencionaste, que tu idea no era vivir en Colombia, sino llegar a
Nunca hice demasiadas preguntas sobre por qué. Creciendo me parecía que las cosas
siempre habían sido así, que por supuesto habías dejado Francia y habías decidido venir a un país
del que pocas veces habías escuchado hablar; un país que era una sola guerra desde que era país,
y desde antes también. Me parecía natural porque de ahí vengo y de no ser así la historia, yo no
estaría aquí, así que no había nada que cuestionar. Ser niña era tener la libertad de no preguntarme
por qué las cosas son como son; no comprender que hay decisiones difíciles de tomar,
remordimientos que duran toda la vida y reproches que curvan la forma del cuerpo sin reversa.
una central de Michelin. La única credencial que tenías era tu nacionalidad francesa, pero eso
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bastó. Al poco tiempo se instalaron, Céline y tú, en la casa grande donde yo nací mucho tiempo
después. De ella, mi abuela, solo conozco el silencio en el que se convirtió. Recordarla era un tabú
que incorporé rápidamente, uno que aprendí de tu tristeza cuando hacías un esfuerzo por no
mencionarla. Yo pasé muchas tardes mirando con detenimiento su foto en nuestra sala e
imaginando su carácter, su voz. Miraba con cuidado su cuerpo robusto cubierto por un vestido de
lanilla, sus ojos pequeños, viendo a la cámara desde muy adentro, como sembrados profundamente
en el cráneo.
En la foto ella estaba de pie en un prado abierto que podría ser en Colombia o en Francia.
No era joven, ni vieja, ni madre, ni tenía sonrisa, solo esa mirada honda que a veces intenté sin
Ese misterio impenetrable que era el pasado reciente de nuestra familia, abría a veces
pequeños claros de luz a donde podía asomarme. Ahora esos instantes son la única materia prima
Tuve pocos momentos, fugaces pero reveladores, que me dejaron ver quién era mi abuela
y qué pasó con ella. Céline murió de cáncer algunos años después de que mi papá naciera. Se lo
dijiste a un pediatra del servicio público de salud. Yo me amarraba los zapatos y te escuché decirlo
sin dolor, sin doblar tu voz ni tus ojos hacia mí, casi con naturalidad. Hice silencio. No podía
comprender del todo, pero conocía la oscuridad que rodea a la palabra cáncer.
Al regresar a la casa, miré la foto sin pausa y algo en ella parecía haber cambiado. Su gesto
parecía ahora el de alguien que sufre pero no lo dice; creí comprender que el secreto de esa mirada
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Esa noche, tal vez porque comprendiste mi desconcierto, rompimos la norma implícita de
nunca hablar de ella. Me llevaste de la mano al comedor grande de la casa, un cuarto al que nunca
entrábamos y en el que no comíamos. Había una mesa con doce puestos, pero tú y yo siempre
comíamos alrededor de una mesita de madera en el centro de la cocina. Ese día, sin embargo, en
contra de todos nuestros principios opuestos al derroche y las ceremonias innecesarias, pusimos la
mesa con un mantel blanco y copas de vino que llenamos de agua. Comimos, como cubiertos por
un hechizo, en una casa que no parecía la nuestra. Incluso pusimos música en una radio vieja que
hasta ese día solo servía para sintonizar noticieros matutinos, y decoramos los puestos vacíos con
velas que jamás habíamos prendido antes. Brindamos y jugamos a entrecerrar los ojos para
imaginarnos que las llamas de las velas eran luciérnagas estáticas. Fue ahí, en medio del embrujo,
“A tu abuela le encantaban las cenas espléndidas, las fiestas en el jardín”. Imaginé la casa
años atrás, con todos sus rincones luminosos, con la mesa puesta para los hijos por venir, con la
resistente a todas las tormentas, de su fuerza infinita contenida en el estuche pequeño de su cuerpo
redondo. Supe entonces que había dejado su pueblo minúsculo en el centro de Francia; que había
hecho propio un sueño ajeno, uno que a ella jamás se le habría ocurrido, y que se dijo, como
consuelo, que tendría un taller de costura al otro lado del mundo. Compró una máquina Singer que
se quedó sin estrenar e invirtió todo su tiempo y sus esfuerzos en sobrellevar el dolor con la ilusión
Pintaba, martillaba, cosía, construía, palmo a palmo, un futuro del que ella no iba a hacer
parte. Fue, como me han dicho que son las madres, la columna vertebral de la vida de los otros.
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Tuvo tres embarazos de riesgo. Durante varios meses pasó todos los días y las noches
acostada y sin moverse, esperando a que un niño le germinara adentro. Las dos primeras veces, la
espera solo le trajo sangre y un infinito reproche contra sí misma. El tercero fue mi papá.
Terminamos de comer. Soplamos las velas y apagamos la radio. La casa volvió a llenarse
de sombras en las esquinas. Tú me tomaste de la mano otra vez, y me llevaste al segundo piso.
“Ese, y ese, y ese, iban a ser los cuartos para los hermanos y hermanas de tu papá”, me dijiste, y
te quedaste en silencio mirando al interior de los cuartos. Fueron lugares de estudio, cuartos
abandonados, llenos de chécheres navideños y cajas con papeles. Eran, para mí, reinos de juego,
territorios minados de escondites y fortalezas en donde pasaba las horas jugando sola. Ese día
entendí que vivíamos en casas diferentes, tú y yo. Todo lo que para mí era un laberinto infinito de
ecos y distracciones, era para ti la ruina de otros tiempos, espacios deshabitados que no
Los cuartos donde me sentaba a descubrir el mundo eran recordatorios de los hijos que no
habías tenido, o del dolor prolongado de Céline, o el desconcierto de tener que volver a empezar
cuando nos quedamos solos los dos; cuando ya no hubo hijo para ti ni padres para mí; cuando
Transité en una noche de la infancia a la cordura, el resto de la vida que este constante ya
no imaginar.
Las luciérnagas estáticas fueron tal vez las últimas criaturas que vi, sobrevolando la mesa
envueltas en un aura narcótica e hipnotizante. Las pilas de cajas en adelante solo fueron pilas de
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**
Creció en mí una culpa oscura por haber disfrutado de la casa y su jardín, por haber llegado
tarde a ti y anclarte a una vida que quizá hubieras querido dejar. Recorrí las habitaciones con
parsimonia, como en un ritual de invocación. Imaginé una cama estrecha donde el cuerpo de Céline
pasó meses inmóvil, rogando por que esta vez sí, la espera le diera un hijo.
Imaginé también tu cuerpo recogido sobre esa misma cama, la primera noche después de
su muerte; y la infancia de mi papá, rodeando con timidez el cuerpo de su madre enferma, teniendo
cuidado de no despertarla,
cargando el peso invisible de ser él solo todos los hijos que ella quería.
Repetí tantas veces el deseo de hacerte olvidar de ese dolor, de tomarte yo entre mis brazos
Ahora, la distancia me muestra que no hay tragedia sin ironía, por fin has olvidado uno a
uno los detalles de la casa, sus espacios abandonados, sus meses de espera, los rincones en donde
crecieron silencios insoportables, el cuadro de la sala con la única foto de Céline, sus ojos como
alfileres negros, su expresión enigmática, su luminosidad opacada, su amor por ti, la victoria de
saberse madre.
Se ha ido la casa de ti, se han ido tus días dentro de ella, tus esfuerzos por convertirla en
hogar, la mesa grande y también la pequeña donde cada mañana al desayuno yo iba creciendo y tú
envejeciendo, las velas hechas luciérnaga y el día en que tuvimos que partir.
Se han ido también el declive y la noche en que por fin basculaste de la humanidad a la
locura.
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Cuando Ana se despierta, Leo no está en la habitación. Hace poco que la luz ha nacido, al día le
falta un rato para instalarse del todo sobre la casa y ella disfruta esa sensación casi fresca de la
madrugada. Se acerca a la ventana y levanta unas cortinas estampadas para ver hacia el patio
interior de la casa. Ahí está Leo con una taza de café en una mano y un libro en la otra. Lee y toma
café sentado en las sillas plásticas donde ayer lo interrogaba el hombre del uniforme militar. Ocupa
con tranquilidad el silencio del día que comienza y que todavía no es habitado por nadie más. Ana
prefiere no interrumpirlo porque conoce ese ritual, pero sobre todo porque se alegra de pronto de
saberse sola.
Va al baño, se quita la ropa, abre la llave de la ducha y espera en vano a que el agua se
caliente. Se mete bajo el chorro frío y en todo el cuerpo un espasmo la sacude. Por un momento se
resiste, pero pronto aprende a disfrutar de la sensación potente del agua helada.
Debajo de la ducha se siente de pronto adulta. Diez o quince años mayor. Una mujer que
se baña en una habitación de hotel. Bueno, ese es casi un hotel y ella es casi una mujer.
Se toca con orgullo la piel lisa de las axilas afeitadas. Mira con detenimiento entre sus
piernas. Algunos pelos desordenados han comenzado a crecerle de nuevo en el pubis. En la última
semana ha sentido una piquiña insoportable cuando va en el carro, cuando se sienta a desayunar,
cuando piensa en cualquier cosa. Nunca antes se había afeitado. Le entran unas ganas feroces de
meter la mano entre los calzones y rascarse con fuerza. Si hay alguien más con ella, tiene que
aguantarse y apretar las piernas, una sobre la otra, mientras se arrepiente mil veces de haberse
depilado.
La idea fue de Carla. Ana no necesita cerrar los ojos para ver a su amiga otra vez, acostada
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Fue el último viernes de la semana de exámenes, el día de la salida a vacaciones de mitad
de año. Tenían que haber estado las tres, pero a Valeria no le dieron permiso sus papás. Ana se
sintió feliz de estar sola con Carla. Excluir a alguien más era casi siempre la mejor manera de
hacerse más amigas. Esa tarde, en la casa de Carla, comieron perros calientes y vieron El
Resplandor, una película de un hombre que se vuelve loco y escribe un libro donde solo repite una
y otra vez la misma frase: “no por mucho madrugar, amanece más temprano”. Por lo menos esa es
la frase de los subtítulos en español. Hicieron un esfuerzo por no parecer demasiado asustadas en
las escenas de terror donde el hombre abraza a una mujer vieja cubierta de moho y después intenta
matar a hachazos a su esposa y su hijo. Terminaron de ver esa película que no comprendieron del
todo, se miraron con desconcierto y se encogieron de hombros. Después, Carla tomó a Ana de la
mano, la llevó a su cuarto y cerró la puerta con seguro. De uno de los cajones de su closet sacó una
cuchilla de afeitar gris y azul, y un tarro de crema para el cuerpo. “Vamos a depilarnos juntas para
las vacaciones”.
Ana no sabía que estaba bien admitir que tenía pelos en todo el cuerpo, pero por su puesto
aceptó. No se le había ocurrido que las vacaciones necesitaban prepararse también así. Se dejó
Ana asintió sin hacer preguntas, queriendo parecer lo más natural posible. Acostada sobre
la cama de Carla, siguió las instrucciones de su amiga. Estiró los brazos desnudos, se dejó untar
crema en las axilas, sintió el roce afilado de la cuchilla sobre su piel. Contuvo la risa muchas veces.
Cuando se quitó el pantalón del uniforme para untarse crema en las piernas, Carla le dijo que no
Bikini. Ana entendió de golpe que esa era una palabra para coño.
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Tuvo miedo de la cuchilla, pena de su desnudez y de sus calzones infantiles con caracolitos
estampados; pena de tener apenas unos poco pelos débiles y dispersos, pero vio a Carla tan segura
de sí misma que no se atrevió a decir que no. Se desvistió y volvió a acostarse sobre la cama con
las piernas y el sexo desnudos. Todo el cuerpo le temblaba, un poco por el frío, un poco por la
emoción. Dejó que Carla la embadurnara con esa crema dulce desde los tobillos hasta el ombligo,
incluido el bikini.
Sintió de nuevo ese palpitar entre los labios, que era como un llamado subterráneo y
urgente. De nuevo tuvo que contener la risa, una risa que ahora le nacía de más adentro en el
cuerpo.
A Carla también se le escapó una risa corta, y por un momento Ana no supo si también
estaba nerviosa o se burlaba de ella. Carla se arrodilló a los pies de la cama y entregó toda su
concentración a la cuchilla sobre la piel de Ana. Comenzó por los tobillos. Después hizo rítmico
el tacto frío de la máquina subiendo y bajando sobre la superficie de las piernas y las rodillas, un
El cuarto se llenó del olor azucarado de la crema. Ninguna dijo nada, como a sabiendas de
Carla rompió el silencio solo un momento para pedirle a Ana que abriera piernas. Se trepó
sobre la cama y se acostó bocabajo, con la cabeza entre las rodillas de su amiga.
Esa es la imagen que ahora, en la ducha del hotelito en La Dorada, Ana recuerda: Carla
está acostada entre sus piernas abiertas, con la cara tan cerca de su sexo que Ana tiene miedo de
que pueda olerla. Con una mano le separa la entrepierna y con la otra le afeita los labios. El bikini.
El coño. Lo hace con un cuidado infinito, sin decir nada. Sus manos están frías, como la cuchilla,
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y con los dedos pequeños repasa la piel lisa recién afeitada, toca a Ana como curando a un animal
herido.
Una semana más tarde, los pelos crecen sin tregua bajo el chorro frío de la ducha. Ana se
mira con cuidado y vuelve a sentir el revoltijo de risa, vergüenza y excitación que se le hizo en el
estómago cuando se vio el coño totalmente afeitado en el reflejo de ese espejito redondo.
Ahora mismo, piensa, Carla sentirá la misma piquiña. Repasará con sus dedos fríos la piel
lisa debajo de sus brazos, detrás de sus rodillas, al interior de sus piernas. Recordará a respiración
de Ana, muy cerca de su sexo, al que también le habían nacido todavía muy pocos pelos. El roce
frío de la cuchilla, las yemas de los dedos, demasiado tímidas para tocarla con más curiosidad.
demasiado pequeño para responder a todas sus preguntas. Tal vez Carla, como ella, se acuerda de
Ana termina de bañarse, cierra la llave del agua. Antes de vestirse se sienta unos minutos
desnuda frente a un ventilador ruidoso que gira su cabeza hacia la izquierda y luego, despacio,
hacia la derecha.
Vuelve a pasar su mano sobre la superficie de sus axilas y sus piernas. Sonríe y se viste.
Sale del cuarto y encuentra a su abuelo, que levanta la taza de café para brindar con ella en
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Toman café en el patio central de la casa, sin conversar demasiado. Leo se sumerge en su
libro policial y Ana mira sigue con la mirada al loro que ha comenzado su aleteo en la rama del
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En el carro, Leo ha envuelto de nuevo los amuletos. Se las ha arreglado para reutilizar la cinta y el
plástico rasgados a la fuerza por los soldados la noche anterior. Van reempacados y contentos,
listos para emprender la ruta, una tortuga ninja, un perro de ojos enormes y tristones con un corazón
en la mano, un lagarto relleno de granos de arroz, un pez de cristal con aletas tornasoladas.
El aire caliente se estanca dentro de la renoleta. De nada sirve haberse bañado. Emprenden
un nuevo día, Leo, Ana, los amuletos. Avanzan por la carretera que se extiende a lo largo del
Magdalena. El río es ancho y oscuro. Leo dice que es un caudal violento que se traga a la gente,
pero a Ana, desde la distancia, le parece tranquilo, como una culebra gordísima que se acomoda
Ana sube los pies sobre el tablero del carro y abre la ventana del copiloto por completo
para tocar con la punta de los dedos las ramas débiles que se asoman desde el borde de la carretera.
Piensa en el loro del hotelito en La Dorada. A esa hora, mientras ellos viajan, el loro debe estar en
la misma rama, repitiendo su aleteo y sus gritos. Entonces le pregunta a su abuelo si cree que ese
loro vivirá toda su vida en esa rama, haciendo cada día lo mismo. A Leo no parece inquietarle
-Seguramente ese loro vive así. De noche duerme en una jaula cubierta con una cobija y de día
-Pobre loro. Si volvemos a quedarnos ahí de regreso, lo voy a coger y lo voy a liberar.
- ¿Y para qué lo vas a liberar? A ese loro le cortaron las alas. No puede volar y no va a sobrevivir.
- ¿Entonces no hay nada que hacer?, ¿ese loro tiene que vivir infeliz?
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-Pues parece. ¿Qué tal que tú tuvieras que vivir en una rama y dormir en una jaula?
-Bueno, pues nuestra vida no es tan diferente. La mayoría de las personas viven así.
-Mira, tú vas al colegio todo el día, ¿no? Y después vas a la casa a dormir. Muy pocos días puedes
hacer algo diferente. Lo mismo yo, lo mismo la otra gente. Ese loro no es infeliz, porque no sabe
Después Leo cuenta una historia que a Ana le parece rebuscada. En la historia un hombre carga
una roca muy pesada hasta la cima de una colina o una montaña. Se tarda todo el día en subirla,
porque la piedra es pesada y la montaña es alta. Cuando llega arriba, la roca rueda cuesta abajo y
el hombre tiene que bajar para volver a comenzar. Hace eso todos los días. Parece que no duerme,
ni come, ni conoce a nadie más, solo carga la roca cuesta arriba. Leo entonces explica que ese es
un hombre metafórico. O sea, que lo que importa no es él sino la idea que representa. Ana
comprende, es la infelicidad. Pero Leo insiste en decir que no. Le dice que el hombre metafórico,
como Ana, solo es infeliz si sabe que lo que está haciendo no tiene salida. Entonces se siente
prisionero. Si el hombre siente que avanza, no importa que haga una y otra vez lo mismo porque
nunca se va a sentir frustrado. Ana se siente confundida. No entiende cómo su abuelo, un rebelde,
o al menos un irreverente, piensa en la vida como algo tan simple y tan triste. Se queda pensando
en si su abuelo tendrá razón. Le molesta pensar que la existencia es cargar una piedra todos los
días, pero le molesta más que a Leo eso no le incomode. Sin embargo, dentro de ella una grieta
breve se ilumina con la historia del abuelo, como si resonara con alguna verdad alojada desde hace
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-Entonces todos vivimos como el tipo ese de la piedra, ¿sí?
**
La ruta de pronto se torna estrecha, curva, demasiado curva. Las líneas blancas y amarillas
van desapareciendo del pavimento y se alza una carretera delgada que es, sin embargo, la ruta que
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Van conversando sobre la vida del loro, la de los humanos y la del hombre metafórico que carga
una roca, cuando deben frenar en medio de la vía estrecha. Frente a ellos, una cuerda tensa atraviesa
de costado a costado la carretera. A cada extremo, un niño sostiene el lazo, grueso y raído.
Entonces aparece un tercer niño que se acerca al carro, se asoma a la ventana del conductor
con un tarro metálico. “Vecino, necesitamos su colaboración”, le dice a Leo mientras le muestra
el interior del tarro con algunos billetes y monedas. Después se acomoda con los brazos cruzados
Leo chasquea la boca y busca su billetera en la guantera. Los mismos ojos imprudentes del
niño, intentan adivinar cuántos billetes lleva Leo en su billetera. Ana mira sin pausa a esos niños,
apenas menores que ella, entregados a la labor de retener carros en una vía estrecha. Parecen
felices. Se miran entre sí con los ojos llenos de palabras que se dirán después.
Leo hace un aporte al tarro metálico y el niño sonríe celebrando su pequeño triunfo. Toma
el tarro con las dos manos, mira en su interior, tal vez calculando las ganancias de la mañana. Abre
la boca en una sonrisa erosionada y sin asomo de vergüenza. Una lama negra le carcome los dientes
El niño mira a sus compañeros y asiente con la cabeza dándoles la señal. Entonces los otros
dos dejan caer la cuerda al piso y el camino se abre de nuevo para el Renault viejo.
El carro avanza despacio entre los niños que miran a Ana con curiosidad de animales. Uno
de ellos se despide con un gesto tímido. Sacude la mano a la altura del pecho, haciendo apenas un
movimiento. Ana les devuelve la mirada. Los ve en el espejo retrovisor volverse pequeños y
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desaparecer detrás de una nube de polvo amarillo que el carro levanta a su paso. Los imagina
saltando lazo con la misma cuerda que usan para retener los carros, jugando fútbol en la cancha
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Al cabo de varios kilómetros, la ruta pequeña desemboca en una carretera más grande, casi en buen
estado. Es cerca del mediodía. No han avanzado tan rápido como estaba previsto. El carro es viejo
y las vías son malas. Los puestos de fruta vuelven a brotar a lado y lado del camino. Son un
indicador de los caseríos próximos, una señal de tránsito que anuncia la cercanía de un pueblo.
Después de casi una hora, a la orilla de la ruta otro niño sacude con desgano un trapo rojo.
Es una señal para los carros que pasan. Indica que cerca hay un restaurante. Ana y Leo deciden
Adentro encuentran varias mesas pequeñas con manteles de un plástico grueso estampados
con frutas de colores pálidos. Sobre cada mesa cuelga una bolsa transparente llena de agua. “Son
para espantar los zancudos”, les explica la mesera cuando Leo pregunta por el propósito de esas
bolsas. “Los bichos se espantan cuando ven su reflejo agrandado en el agua”, agrega la mesera,
satisfecha de su explicación.
El método no parece muy efectivo porque durante el almuerzo Ana siente picadas feroces
en sus piernas. No comprende cómo es posible que los mosquitos sientan miedo y se espanten con
su propia imagen.
Piden el plato del día, el único plato que ofrecen en el lugar. Leo se come una ensalada
anémica, arrumada como decoración en el borde del plato. Ana intenta cortar un pedazo de carne
demasiado seca con un cuchillo sin filo. Mastican, sudan, resoplan para refrescarse. Para nadie
más alrededor parece difícil vivir en medio del aire sofocante que no circula. Las personas
De regreso en el carro se dicen que ha sido un buen almuerzo. Emprenden la ruta otra vez
y Ana pregunta si están ya cerca del mar. “Todavía falta camino, pero seguro llegamos mañana”,
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le responde Leo. Avanzan, acalorados, buscando en el mapa pueblos posibles en dónde pasar la
noche.
resistentes a ese sol todopoderoso, viejos panzones que toman la siesta en una poltrona frente a sus
casas.
**
Los pasan a toda velocidad motociclistas, buses, camionetas enormes de vidrios oscuros. Los
rebasan incluso las tractomulas, que suben las cuestas con esfuerzo sostenido, como ciempiés
obesos. Andan despacio, viendo pocos turistas y muchos camioneros alcanzarlos y dejarlos atrás.
Ven de pronto otro Renault doce, amarillo, que avanza fatigado por la ruta pendiente. El
carro está inclinado y parece que las luces traseras van a rozar el pavimento en cualquier momento.
Cuando los ve, el conductor del carro gemelo comienza a pitar emocionado, con el mismo
ritmo festivo que cantan los pitos de los carros cuando Colombia gana un partido de fútbol. Leo y
Ana, entusiasmados de encontrar a otro valiente carro viejo en la ruta, le pitan de vuelta. Los dos
carros se encuentran al fin, paralelos sobre la vía, y todos los pasajeros se saludan unos a otros. En
el Renault vecino viaja una familia numerosa. Ana alcanza a contar cinco personas en el puesto de
atrás: tres niños y dos adultos que se apretujan contra las ventanas abiertas para saludar con la
mano. Uno de los niños duerme con la boca abierta, recostado sobre el hombro desnudo de la que
puede ser su tía o su mamá. Todos tienen las mejillas demasiado rojas. Ha de ser el calor dentro
del carro. Al volante va un hombre corpulento, que no deja de pitar y sonreír; a su lado, una mujer,
que también los saluda, lleva a un bebé pegado al pecho por la boca. El bebé chupa leche y lo mira
todo con los ojos muy abiertos. La mamá de pronto toma la manito del bebé y la agita en el aire,
como haciendo que saluda. El baúl está lleno hasta el techo de cajas, bolsas y bultos.
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Parece que la euforia de ese encuentro nunca se va a acabar, pero al final el carro gemelo
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Han parado en dos peajes donde los carros se amontonan en filas y los vendedores aprovechan la
parada obligatoria para desfilar por las ventanas de los viajeros ofreciendo guayabas, ciruelas,
achiras, helados caseros. Han visto en silencio las curvas del camino aparecer y quedar atrás. Han
distraído el hambre con mandarinas y panes. Han adivinado, lejos ya de la carretera, el curso del
río que avanza paralelo al viaje, hasta, él también, llegar al mar. Han competido por ver quién de
los dos puede componer más palabras con las tres letras inscritas en las placas de los carros que
“Aguardiente”, “Amígdala”; STR: “Estruendo”, “Estría”, “Subterráneo”. Han agotado casi todos
los pasatiempos en los que Ana puede pensar, y todavía faltan un par de horas para llegar a
Aguachica, el lugar donde decidieron que dormirán. Al ritmo que van, quizá sean tres horas, pero
llegarán antes de la noche. Es importante encontrar dónde dormir antes de que se haga oscuro. Ana
prefiere no preguntar por qué, porque intuye la respuesta. Leo solo le ha explicado que esa ruta es
**
Ana cierra sus ojos. La arrulla la vibración del motor, y por un momento casi pierde la
noción del tiempo que pasa. Las imágenes del mundo de afuera se borronean. Está a punto de ceder
al sueño, cuando el carro se detiene de un brinco. Un humo gris oscuro sale sin parar de la parte
delantera.
Entonces Ana se incorpora. Intenta no mirar a Leo. Intenta comprender qué ha fallado.
Huele mal, algo se quema. El humo crece en espirales, los rodea por completo, entra por las
ventanas que ahora los dos cierran a toda prisa dando vueltas a unas manijas endurecidas. El motor
agoniza hasta hacer total silencio. Entonces se oye un silbido agudo que nace en el mismo lugar
de donde viene el humo. Leo intenta arrancar el carro, gira la llave y oprime los pedales con mucha
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fuerza, pero no sirve de nada. El motor brinca como haciendo un esfuerzo y vuelve pronto a quedar
en silencio. De nuevo, gira la llave, oprime los pedales, hace fuerza con todo su cuerpo, nada. El
“Eh, merde!”, es lo único que dice el viejo mientras deja caer el peso de sus manos furiosas
sobre el timón.
Ana calcula, hoy no verán el mar. Tal vez simplemente no verán el mar.
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De la casa nos fuimos una mañana, casi de madrugada. De los tres, quizá fue Dominga quien más
resintió el cambio. Tuvo que dejar sus tardes de sol sobre la hierba y el dominio del tejado que la
volvía todopoderosa sobre los pájaros y los insectos que sobrevolaban el barrio. Ya era una gata
vieja, con hábitos arraigados y un sentido de territorio que nunca la abandonó y que le impidió
Yo estaba cerca de terminar el bachillerato y con los años había comprendido lo difícil que
era para ti hacerte cargo de nosotros. Nunca, hasta hoy, descifré si eras irresponsable o francamente
ingenuo. Todavía no decido si fue gracias a esa falta de aplomo o a pesar de ella que tuve una
Cuando vinieron para hacernos desocupar la casa, hacía ya mucho tiempo que las cuentas
se acumulaban sobre las mesas y las repisas. Pagábamos una y en seguida venían más, como una
hidra de cabezas infinitas que se colaba debajo de la puerta. Cancelamos la línea de teléfono y
vendimos el televisor. En las noches prendíamos un solo bombillo durante pocas horas y
concursábamos el uno contra el otro para demostrar quién necesitaba menos agua. Cada cierto
tiempo, venía un empleado de la empresa de la luz o del acueducto esperando a que le ofreciéramos
un soborno modesto. Cuando teníamos la plata, se la dábamos, y cuando no, con unas pinzas
enormes nos dejaba desconectados de los servicios básicos hasta que pagáramos la deuda. Yo
vendía sándwiches en el colegio y el señor Ferro, que ahora solo tenía un carro y ya no necesitaba
dejarlo en nuestro garaje, seguía pagándonos una renta de parqueo, en un acto de solidaridad. Pero
no era suficiente.
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Durante un tiempo corto aprendimos a vivir sin electricidad, pero no sin agua. Decidimos
pagar la deuda del acueducto y dejar que creciera la oscuridad en la casa. Prendíamos velas, como
hacía años durante los apagones, y leíamos a la luz de una linterna de baterías, hasta que se le agotó
la pila. Como no teníamos televisor, no era una tentación prenderlo en las noches. Lavábamos la
ropa a mano y dejamos de comprar comida que necesitara refrigeración. También consideramos
vender la nevera y la lavadora, pero nos resistimos a pensar que la vida sin electricidad sería
vivir como antes. En la panadería comprábamos bolsas enormes de pan rollito, el más barato, que
comíamos al desayuno, al almuerzo y a la cena. Preparábamos olladas de lentejas que duraban toda
una semana.
Yo tenía un receso de esa vida de escasez durante las horas de colegio. Muchos días a la
salida de clases iba donde Carla para hacer tareas. Los años de adolescencia nos acercaron en una
complicidad que nunca encontré con nadie más después. Toda su casa me parecía un derroche de
electricidad: luces prendidas en cada cuarto, televisores a los que nadie ponía atención, equipos de
sonido con numeritos titilando en la pantalla. Sus papás nos alimentaban con pizzas y arroz chino
que yo comía con voracidad y remordimiento, pensando que a esa misma hora tú estarías
comiéndote un plato de lentejas con dos panes rollito antes de ir a la cama. Algunas noches me
quedaba a dormir donde Carla y entonces aprovechaba para ver una película y darme una ducha
con agua caliente. Me lavaba el pelo con parsimonia y con champú de coco del que costaba
del colegio, tú llamabas de una cabina pública a la casa de Carla o de Valeria. Entonces yo te decía
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si pasaría o no la noche afuera. Al día siguiente volvíamos a nuestra rutina de linternas y panes de
cien pesos.
En las noches que pasábamos juntos en la casa retomamos una vieja costumbre de jugar en
la oscuridad a descifrar acertijos y recitar de memoria objetos por categoría: marcas de carro,
nombres de artistas, constelaciones. Casi siempre las preguntas enigmáticas las hacías tú: “Dos
padres y dos hijos salen de pesca. Cada uno pesca un pescado. Al regresar, tienen en total tres
pescados. ¿Por qué?”, “Paul y Simón yacen muertos en el piso. A su alrededor solo hay un gran
charco de agua, ¿cómo murieron?”. Yo podía hacer preguntas de sí o no para descifrar los acertijos,
y las horas se pasaban más rápido que frente al televisor o en las casas de mis amigas. Al principio
la idea me pareció floja. Pensaba que a esa edad, con la mente ocupada en cosas que entonces
parecían serias como saber si podría permitirme ir a la universidad, jugar a adivinar acertijos era
una pérdida de tiempo. Comencé por simpatía, pero me quedé porque era enviciadora esa
para sustentar mundos paralelos, apenas diferentes de este en el que vivimos. Varias noches
seguidas pensamos en un idioma, propio y arbitrario, como todos los idiomas. En mi lengua
personal, recuerdo, había verbos que le faltan al español: uno para la acción de perderse a propósito
en un lugar desconocido; uno para el gesto de guardar el último pedazo de chocolate para más
tarde. También había sustantivos para expresar la naturaleza de las emociones híbridas: la
expectativa cargada de pereza del primer día de clase; la libertad indisociable del miedo de tener
que dejarlo todo y volver a comenzar; el alivio y la culpa de terminar con una relación tormentosa;
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De todas las palabras que creamos, la única que todavía recuerdo viene de tu idioma:
“Oleana”. Las oleanas son familias o pequeñas comunidades hechas de retazos del tejido social
que debido a una situación inesperada terminan por agruparse; son relaciones excepcionalmente
fuertes porque están cimentadas en el accidente o el desastre, duran para toda la vida y reconfiguran
oleana: una niña sin padres, un padre que se quedó sin hijo, dos extraños que descubren que son
familia y se fortalecen en cada infortunio. “Son nuestros nombres juntos, pero al revés”, me
explicaste cuando te inventaste la palabra. Eso era lo que nos pasaba, que la vida se nos ponía del
revés, desde siempre, y nos las arreglábamos para permanecer juntos y navegar el duelo, la escasez
o la derrota pensando que todas son formas de aventura. Cada noche, en una forma perfecta de
oleana olvidábamos si teníamos los ojos abiertos o cerrados y hablábamos hasta el cansancio, hasta
volver a inventarnos el mundo roca por roca, planta por planta, si fuera necesario.
Llegamos a vivir así casi sin darnos cuenta. Nos hicimos pequeños y silenciosos. El sistema
bancario no nos dejó ir más lejos, pero siempre tuve la sospecha de que hubiéramos continuado
Tocamos, apenas con la punta de los dedos, la precariedad y el abandono. Ahí se llega
rápido, sin advertirlo, como las ranas que mueren sumergidas en el agua porque su piel se adapta
gradualmente a la temperatura que las revienta por dentro. Un hombre sucio sentado en un andén
es quizá un hombre que perdió su casa en un embargo. Una mujer que extiende su mano pidiendo
monedas a los conductores en un trancón de carros en la autopista fue una vez una adolescente,
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alguien algún día la abrazó y la llevó al colegio y ella pensó que la vida no sería tan difícil, pero la
arrastró una corriente. Lo precario y lo intolerable son siempre relativos, siempre negociables,
avanzan en silencio, un centímetro a la vez, hasta arrasar con todo. Mi recuerdo de ese tiempo es
el de un coqueteo con los límites, ¿hasta dónde está bien llegar?, ¿a qué cosas nunca debería
renunciar?
**
Cumplí dieciocho años justo antes de la mudanza. Ese fue el último cumpleaños que
celebramos en la casa. Comimos panes, por su puesto, y cerramos fuerte los ojos para imaginarnos
Pasamos varias semanas más viviendo de esa manera, hasta que un día simplemente
alguien dejó escurrir un sobre con marcas rojas debajo de la puerta. Ese era diferente a los que
llevaban meses acumulándose en torres de papel. Era una notificación de embargo por la casa y la
renoleta doce que ya no servía para mucho. A todas las pequeñas deudas que habías olvidado aquí
y allá les fueron creciendo intereses como maleza y ahora juntas eran poderosas e invencibles. Tu
pensión embargada ya no alcanzaba para cubrir los gastos que durante años no habíamos pagado.
Nos quitaban la casa para cubrir todos los huecos y podías recibir de nuevo tu cheque mensual. La
deuda quedaba saldada, pero nos costaba todo lo que teníamos. Nos daban treinta días para
empacar nuestras cosas y desalojar la propiedad. Treinta días para encontrar un lugar donde vivir,
para vender la mesa de doce puestos y las copas, reducirnos a algunas cajas, para hacer lo que
hacía quince años veníamos aplazando: botar la ropa y la cama de mis padres muertos y guardar
de ellos solo algunas fotos. Despedirnos, por fin, dejarlos ir, a ellos y a Céline.
Recoger el pasado y planear un futuro eran tareas imposibles para nosotros que nos
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de pequeños apartamentos en renta, y de noche, con la ayuda de las linternas, recogíamos objetos
viejos y clasificábamos nuestros recuerdos. Sacamos cajas, bolsas, cajoneras completas repletas
de carga emocional que ni siquiera revisamos antes de desechar. Hicimos una venta de garaje poco
rentable. Separamos lo útil de lo inútil y comprendimos que la línea entre los dos es siempre
movediza. Limpiamos como pudimos los espacios vacíos donde yo siempre había imaginado que
guardábamos tesoros que en realidad eran basura. Vaciamos esa estructura monstruosa en donde
yo siempre había vivido, y escuchamos el eco de nuestras voces en su interior. La dejamos una
mañana temprano. Firmaste papeles que no comprendimos del todo y nos fuimos sin hacer mucho
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Encontramos un apartamento, pequeño y oscuro, en un barrio ruidoso de casitas amontonadas y
ventas ambulantes. Lo elegimos porque no pedían tantos requisitos como los demás lugares que
habíamos considerado. Nos prometimos que sería temporal vivir ahí y convencimos al señor Ferro,
que era lo más parecido que teníamos a un familiar, de que firmara como deudor del contrato. Él
accedió siempre y cuando el alquiler estuviera a nombre mío. Así, con dieciocho años recién
El señor Ferro nos despidió en pijama con un abrazo silencioso. “Cualquier cosa, me
llaman, Ana, ¿bueno?”, fue lo único que me dijo antes de volver a entrar a su casa para desayunar
(con frutas y huevos y jugo de naranja, y no solo rollitos de pan de cien). Con el poco efectivo que
teníamos pagamos un carro de acarreos destartalado que llevó al apartamento nuevo la depuración
de nuestras cosas: una nevera en desuso, dos colchones con sus esqueletos de cama, la mesita
pequeña de la cocina, dos sillas, cajas de libros y rompecabezas, ollas, la lavadora ruidosa.
Nadie notó nuestra llegada ni nos dio la bienvenida. Dominga pasó toda una semana debajo
de mi cama en este apartamento que al final se hizo nuestro hogar permanente y en el que logramos
quedarnos porque recuperaste tu pensión embargada. La gata al principio tuvo miedo de los pasos
de los vecinos del piso de arriba, pero pronto se acostumbró y en seguida se llenó de tedio cuando
Nos acostumbramos los tres a ese nuevo encierro, y a los vecinos anónimos, y a la falta de
verde. Nos mudamos a un apartamento que no cuenta ninguna historia y dejamos para siempre la
casa que había sido habitada en todos sus rincones y guardaba el secreto de la cultura y la
civilización que habíamos construido con esmero tú y yo; era el hogar que Dominga había elegido
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para vivir y tenía un patio con huerta, escaleras de caracol, recovecos donde era posible esconderse
que quizás nunca existió, que solo fue una burbuja grande y frágil en donde hicimos nuestra vida.
Tal vez esa fue la despedida que hizo bascular tu cabeza. Quiero pensar que hubo un punto
Quisiera contarte una historia con un comienzo, pero en la vida solo hay corrientes de
tiempo que se traslapan y se bifurcan. Nunca comienzan. La historia de nuestra casa es parcial y
hueca, porque fue la casa de otros antes que la nuestra, porque albergó a una versión de ti que fue
muriendo con cada duelo, porque fue muchas casas y no solo la que yo recuerdo, porque algo de
nosotros se quedó para siempre ahí adentro cuando cerramos la puerta por última vez. Nunca
comienza el relato de tu demencia, parece que siempre estuvo ahí, paciente y creciendo,
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Desde el puesto del copiloto Ana no puede ver a Leo que juega a ser mecánico detrás del capó
abierto. Decide salir para ayudarle, o para comprender lo que hace el abuelo con las tripas negras
del carro, o para distraer su aburrimiento. Él, con ánimo decidido, aprieta piezas, jala cables, da
pequeños golpes sobre cosas que no se parecen a nada. El humo ha dejado de salir y ahora el carro
está inerte por completo. Cada tanto, Leo cierra la tapa del motor, regresa al interior, gira la llave,
Nada.
Repite la misma secuencia de acciones cada vez con la esperanza de haber solucionado el
El cielo está lleno de sol. Las botellas de agua que guardan en el puesto de atrás están
Ana tiene sed, quiere cerrar los ojos, dejarse ganar por el aire que la sofoca, pero sabe que
no es posible. Ahora hay que pensar en un plan, revivir el carro, conseguir ayuda. Mira a su
alrededor, no hay árboles. Nadie ha sembrado un poco de sombra al borde de esa ruta. Solo crecen,
sin la ayuda de nadie, unos arbustos bravos con pinta de resistirlo todo. Ana se sienta en una piedra,
Después de un rato que parece demasiado largo, Leo cierra las puertas del carro con llave
y se acerca a Ana. “Vamos a esperar aquí a que pase un bus. Tenemos que ir hasta el próximo
pueblo a buscar un mecánico”. Ana asiente y el abuelo sigue: “Antes, tenemos que empujar el
carro para dejarlo a la orilla de la carretera”. Ana asiente de nuevo y se levanta. “Tú siéntate en el
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puesto de piloto y giras el timón como yo te diga. No tienes que hacer nada con los pedales, ¿sí?”,
Leo se quita la camisa y la usa para limpiarse el sudor de la cara y el cuello. Deja a Ana
instalada en el puesto del conductor y camina hacia la parte trasera del carro. Empuja, primero con
las manos y luego apoyando todo el cuerpo, ese cascarón pesado. Ana sentada por primera vez al
volante gira el timón hacia la derecha. Las latas crujen, pero avanzan hacia el costado de la ruta.
“Gira despacio”, grita Leo desde la parte de atrás. Ella estira la cabeza hacia adelante para conocer
el futuro inmediato de sus maniobras. Cuando las dos llantas delanteras están fuera de la carretera,
Leo indica: “ahora devuelve el timón. Gíralo al centro. Sí, así”. Ana suda, sigue las instrucciones,
por el espejo retrovisor alcanza a ver a su abuelo haciendo un esfuerzo tremendo, cuerpo a cuerpo
Cuando las cuatro llantas están por fin fuera del pavimento, Leo deja de empujar y se acerca
a Ana. “Somos un equipo invencible”, le dice mientras regula su respiración y se limpia una vez
más el sudor de la cabeza. Le extiende a Ana la palma abierta de su mano derecha y ella responde
Esperan sentados sobre la piedra en donde estaba Ana antes de mover el carro. Es difícil
calcular cuánto tiempo han estado ahí. Por la posición del sol, Leo calcula que son las tres de la
tarde y predice que con el aire seco que circula no lloverá en meses. “Ça va, biquette?”, le pregunta
a su nieta. Ella asiente. “J’ai chaud”, le responde. Entonces él, que también parece aplastado por
el calor, le propone una estrategia para dejar de sentirse asfixiados. “Es apenas cuestión de
técnica”, “Mira, la mente es capaz de todo. Con la concentración adecuada es posible abandonar
las más fuertes sensaciones de dolor, hambre, sed. Cualquier necesidad que creamos tener es una
forma de ansiedad que podemos domar”. Ana lo mira, incrédula. No cree que pueda simplemente
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concentrarse y dejar de sudar, y sin embargo, le dice a su abuelo que sí, que lo intenten, que por
favor le enseñe cómo. Leo entonces cambia su expresión, su cara asume un tono grave, su columna
Ana puede detallar el torso del abuelo, curtido por la intemperie y los soles de tantos
mundos; el pecho que se expande y se contrae como una gran bodega de cuero; la piel que
comienza a ceder al tiempo, seca, plegada en pequeñísimas líneas blancas y rojizas; los pectorales
apenas escurridos sobre el abdomen; los brazos que guardan el recuerdo de haber sido macizos.
Él, invencible, marinero, trotamundos, lleva ahora una cáscara flácida y regordeta, un cansancio
que empieza a notarse en el lindero de los ojos, en el ombligo que se sumerge panza adentro porque
ya tuvo demasiado de la vida. Ella, en cambio, lleva tan pocas historias en el cuerpo. Está
recubierta de una piel demasiado blanca, sin manchas, sin cicatrices. Piensa en el insecto palo.
Ella, de ser un animal sería un diminuto y poco agraciado insecto palo; una espiga lánguida de la
que solo sobresalen, en sus piernas flacuchas, las rodillas enormes, y en su pecho, dos chichones
duros y dolorosos que le crecen disparejos y la obligan a encorvase para ocultar la vergüenza de
Leo abre solo un ojo para mirarla. “¿No vas a meditar conmigo?”, le pregunta a Ana.
Entonces ella comprende que debe adoptar la misma expresión severa en la cara y en el tronco.
Cierra los ojos y respira, apenas unos segundos detrás del abuelo. Entonces él comienza: “Hace
tanto frío que me duelen los huesos”, inhala, “El viento helado llena mis pulmones”, exhala, “El
Ártico es un lugar blanquísimo”, inhala, “¿Ya sientes el frío, Ana?”. A ella le cuesta inventarse el
frío en medio de la tarde abrasadora que los rodea y los oprime. Respira, trata de concentrarse.
“No sentimos los pies, la sangre se nos estanca en las venas”, continúa el abuelo. “Esta es una
madrugada gélida, pronto veremos la aurora boreal”, “Cuando respiramos, tragamos copos de
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nieve y hielo”, “viene una tormenta”, “todo es blanco, gris, azul, hay tan poca luz”, “el agua nos
corta la piel”, “los bronquios se comprimen”, “todos los músculos paralizados”, “cuando hace
tanto frío, a las personas se les caen las uñas”, “la cara morada”, “los párpados petrificados”, “los
mocos hechos estalactitas”, entonces los dos abren los ojos porque ya no pueden contener la risa.
“¿Ves qué bien se está bajo este sol, Ananá?”. Ana asiente, un poco refrescada.
**
Al cabo de un rato, escuchan un motor que se acerca. Se levantan de prisa. Leo se abotona
la camisa untada de un olor ácido a sudor, y en seguida levanta un brazo para hacerle señas al
conductor del bus que se detiene frente a ellos. “Nos varamos, hombre”, le dice al abuelo al chofer.
“¿A cuánto estamos del próximo pueblo?, ¿por cuánto nos lleva?”. Acuerdan un precio. Aguachica
está muy lejos, pero como a media hora hay un taller mecánico en un caserío a la orilla de la
carretera. El conductor es cuñado del conductor: “El tipo es un verraco, seguro lo saca de esta”.
En el bus Ana se siente a salvo, pero el calor no cesa. Los pasajeros, pegajosos y
adormilados, forman entre todos un vaho humano que se fermenta dentro del vehículo. Solo a
veces, entra por las ventanillas un poco de aire con polvo que refresca el trayecto. La cabina del
conductor está forrada por completo con una tela de peluche verde, ahora desteñida. Del techo
cuelgan penachos coloridos que se sacuden al ritmo del motor que frena y acelera con violencia.
Un panel separa la cabina del conductor del resto del bus. En el panel hay una especie de ventana
donde está impresa la cara de Cristo, rubio, blanco, sin una gota de sudor, con unos ojos claros que
parecen tristes o pacíficos. Junto a su cara se lee “Jesus is my lord” en letras metalizadas. Ana
trata, como antes, de concentrarse para olvidar el olor rancio del aire estancado, pero hay
demasiado ruido, demasiado movimiento. El exosto del bus eructa explosiones repentinas que la
mantienen alerta. La radio, que apenas se escucha, ronronea vallenatos. El trayecto de pronto
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parece estirarse o paralizarse en el tiempo, en un ciclo que se repite: el vaivén de los penachos, los
golpes del exosto, Jesús impasible, my lord en el trópico, olor a gallinero, otro vallenato que
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Se bajan del bus frente a una casa pequeña, sin vecinos ni andén. El conductor les indica que ahí
vive y trabaja Richie, su cuñado, el mecánico verraco que puede repararlo todo. Leo se despide
“Buenas”, les dice sin ganas una señora sentada frente a la casa en una mecedora de
plástico. La silla tiene ranuras por donde se desbordan pedacitos de los gordos de la mujer, la piel
Sin levantarse, la mujer asoma la cabeza por la puerta abierta de la casa y grita. Es
imposible comprender lo que dice, parece una sola palabra larga, un reclamo sin pausas.
calzoncillos y una camiseta ennegrecida sin mangas que se templa sobre su barriga, y una botella
de cerveza en la mano. “A la orden”, le dice a Leo. El abuelo le explica lo que les ha pasado.
También hace énfasis en que no tienen mucha plata ni mucho tiempo, necesitan llegar a la costa
lo antes posible. El hombre escucha sin moverse, se limpia los dientes con la punta de la lengua,
chasquea con la boca, termina su cerveza. Luego, como haciendo un esfuerzo enorme por mover
su propio peso, se despega del umbral de la puerta y mientras se rasca la cabeza con las dos manos
le dice a Leo que Richie no está. Se fue temprano a otro caserío para terminar un trabajo y no saben
a qué hora regresa. Le explica que lo pueden esperar en el patio, en lo que él llama el patio, detrás
de la casa.
Ana y el abuelo rodean la propiedad y llegan a un terreno pelado donde tres gallinas flacas
pican la tierra seca. El patio es un híbrido entre taller mecánico, granja y bodega donde los animales
habitan objetos acumulados sin orden bajo una teja metálica que se oxida. Acostado en el suelo,
exhibiendo todo el despropósito de su existencia, yace un árbol de navidad de ramas plásticas con
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guirnaldas doradas; también hay llantas cagadas por los pollos, a las que un poco de hierba brava
les ha crecido alrededor; pegado a la pared, un calendario de hace dos años, en donde tres mujeres
llevan bikinis minúsculos con los colores de la bandera de Colombia; debajo del calendario, contra
el muro, hay una puerta de carro, sin vidrio en la ventana, sin manijas. El resto del carro no está.
En una esquina del patio, duerme un perro grande. Mueve solo las orejas cuando una mosca se
acerca. Está amarrado, con una cadena gruesa, a un gancho enterrado en el piso.
Ana se sienta sobre una llanta grande y fuerte a la sombra de la teja. Con un palo raspa la
tierra. Mira a las gallinas flacas y al perro, inmutable en su siesta, resignado a vivir en un pequeño
perímetro del patio. Se pregunta si ese animal preferiría no tener casa. Es mejor ser un perro
vagabundo que vivir amarrado. Piensa en el loro del árbol en el hotelito. Piensa también en
La habían descubierto más de un mes atrás, viviendo en un lote de parqueo cerca de la casa.
Era una gata joven, casi cachorra. Cuando Ana quiso acercarse para tocarla, Dominga brincó sobre
el muro del lote y desapareció tan rápido que no supieron en qué dirección seguirla. De ahí en
adelante Ana le pedía a Leo que caminaran hasta ese lugar, para ver si encontraban a la gata que
habían visto. Era hembra, Leo se lo había dicho. “Cuando un gato tiene tres o más colores en su
pelaje, es hembra. Los pocos machos que tienen tres colores son estériles”. Dominga era negra,
con salpicaduras caramelo en todo el cuerpo y una mancha redonda y blanca en el centro del pecho.
La siguiente vez que fueron al lote no la encontraron. Buscaron con paciencia, pero ya no estaba.
Leo insinuó que quizás solo la habían visto de paso y vivía en otro lugar, pero Ana insistió, tenían
que regresar, con comida. Unos días más tarde hicieron el tercer intento. Con la plata de su alcancía
Ana había comprado una lata de paté para gatos que a Leo le pareció carísima. Habían pactado
pasar la tarde en el lote si era necesario, a la espera de la gata. Durante esa semana Ana, se
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sorprendió a sí misma pensando en el animal casi sin pausa. No se lo dijo a nadie en el colegio y
tampoco lo discutió en detalle con Leo, pero la idea ya había germinado por completo en su cabeza:
la gata iría a vivir con ellos. Reconoció en ella misma la terquedad de su abuelo, esa capacidad de
sobrepasar límites con tal de conseguir algo que ya está decidido, que es suyo y será realidad.
Abrieron la lata, la dejaron en la esquina donde vieron a Dominga el primer día, y se sentaron a
una distancia prudente para dejar que la gata se acercara. Mientras esperaban Leo le explicó a Ana
que los gatos no son del todo domésticos. Los perros, por su lado, habían evolucionado con la raza
humana. Son dos especies que se encontraron y convivieron desde antes de que el perro fuera perro
y el ser humano, humano, y en esa convivencia se habían forjado las versiones actuales de los dos
animales. Por eso se necesitan con tanta facilidad y por eso el perro aprendió a obedecer, para
adaptarse al hombre, que ante todo necesita dominar. El gato, en cambio, aceptó acercarse a la
humanidad cuando ya existían civilizaciones y guerras y literatura. Son animales del desierto, que
cazan y son cazados, y esconden su rastro en la arena y afilan sus instintos y eligen a quién amar.
No obedecen, eligen, y por eso para muchos fallan como mascotas, porque no ceden al contrato de
posesión que exigen los humanos en su ser más primitivo. Un perro abandonado es tristísimo,
porque anhela un amo y espera contención, resguardo. Pero con los gatos es otra cosa. No todos
los gatos quieren ser rescatados. Leo, entonces, sin que Ana lo viera venir, le dijo que debía pensar
en la gata antes de pensar en ella, saber si como muchos, lo que siente es un ansia de posesión o
un verdadero deseo de convivir con otro. A la gata hay que seducirla, proponerle algo que valga
más que su libertad, ofrecérselo sin ataduras. Y si ella elige, qué privilegio, qué responsabilidad
tan poderosa la del amor de un animal que se sabe suyo y de nadie más.
Entonces cambiaron de estrategia. Decidieron alimentarla sin estar al acecho. Todos los
días, después del colegio, caminaban al lote para dejarle un plato de comida y solo a veces, ella se
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acercaba. El cortejo duró varias semanas y Ana se contentaba con verla desde lejos, haciendo sus
rituales felinos de limpieza y cacería y juego y alabanza al sol. Una mañana la oyó maullar, la vio
venir directo hacia ella, con la cola erguida como una antena. Se quedó muy quieta y dejó que el
animal hiciera lo suyo. La gata restregó el costado de su hocico contra los zapatos de la niña y en
seguida se tumbó en el piso, panza arriba, sin dejar de maullar. Ana, se agachó y pudo, por fin,
tocar ese pelaje negro de pantera diminuta. La piel del animal zumbaba en un ronroneo tímido.
Sus ojos se cerraban apenas entre una caricia y otra, mirando siempre a Ana, como diciéndole “sé
que existes”. Ese día Dominga los escoltó de regreso a la casa hasta la mitad del camino. En los
días que siguieron, los acompañó algunas cuadras, pero en algún punto siempre daba la vuelta para
regresar al lote de parqueo. Poco después, una tarde de domingo, Leo llamó a Ana con un susurro
que quería ser grito para que saliera al antejardín. Ahí, acostada sobre la hierba, frente a la que
había elegido por fin como su casa, estaba la gata tomando el sol. Cuando vio a la niña, se acercó
con parsimonia, mirándola siempre, como diciendo “ahora existimos juntas”. La llamaron
Dominga en honor al día que eligió para adoptarlos como familia. A partir de entonces la gata
orbita en torno a la casa, sobre los tejados, en las calles vecinas, y siempre retorna, con la caída de
la luz, a la cama de Ana. Se hicieron hermanas, hijas la una de la otra, una bola de cuerpos en las
Nunca habían estado tanto tiempo lejos, Ana y Dominga, la gata y la niña. Sentada en esa
llanta, en el patio caluroso y despelotado de un desconocido, Ana descubre que lo único mejor que
estar sola es estar con su animal. Qué pocas concesiones exige la relación con su gata, cuando los
otros humanos demandan tanto. Mira al perro amarrado y le duele pensar en su destino corto como
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colmillos y músculos tensos. Después piensa en eso que dijo Leo, que la vida de los humanos es
también así.
Pasan muchos minutos. De la casa salen ecos del televisor prendido. Los diálogos
dramáticos de una telenovela y las exclamaciones de las gallinas en el patio son lo único que se
escucha.
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Parece que Richie se tardará unas horas en regresar. Leo habla con el hombre de la cerveza para
pedirle que más tarde lleve al mecánico al punto en donde se varó la renoleta, unos dieciocho
El de la cerveza les dice que sí, que él y Richie estarán allá tan pronto como puedan, en
dos horas, tal vez tres. Se presenta y le estrecha la mano a Leo, se llama Miguel y es aprendiz de
mecánico. Lástima que no pueda ayudarles por ahora, pero les ofrece llevarlos en su carro al
mejor sitio de pescado frito del mundo. Eso dice, del mundo. Leo acepta, sonríe y le golpea la
espalda a Miguel.
Se suben a un carro cuadrado y sólido que hace mucho ruido al andar. Es un Lada, le
explica Leo a su nieta. Un carro que se inventaron los rusos cuando todavía eran unión soviética.
Ahora son carros rusos, pero hace unos años eran soviéticos. Los países también cambian de
nombre y se engordan o se encogen con los años. Hay personas, dice Leo, que nacieron en países
que ya no existen. Y serán siempre de ese lugar en donde crecieron, aunque ya no puedan
visitarlo ni hablar su idioma. Miguel mira al abuelo sin decir nada. Parece que intenta
comprender todo eso de dejar de existir y sentir nostalgia por las cosas que ya no pueden ser.
Interrumpe a Leo para decir que su carro es el más resistente, “a prueba de todo”. Lo tiene hace
catorce años y solo le ha hecho uno o dos arreglos para que siga andando. El hombre entonces se
echa a hablar sobre las veces en que su amigo Richie le ayudó a ajustar frenos y cambiar partes.
Ana deja de escucharlo y mira el acero, los vidrios, la pintura azul apenas manchada, todo ese
La pescadería es una casa larga con las puertas del garaje abiertas de par en par y varias
mesitas estrechas acomodadas a lo largo del espacio. Al fondo hay una ventanita por la que se
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puede ver una cocina pequeña. Dos mujeres de piel muy tostada y brillante, como mojarras fritas,
maniobran pailas y plátanos verdes. La entrada exhala un olor a aceite y a pescado que le abren
el apetito a Ana. Se sientan en una de las mesas libres y el dueño del Lada grita “¡Llegó el
Al rato una de las mujeres de la cocina se acerca a la mesa y saluda al hombre. Le dice
que lo han extrañado, que dónde estaba, que si lo habían tratado mal para que no regresara, “mi
amor, si está es tu casa, ya te traigo una fría y una porción de patacones”. Regresa con una
canastilla de plástico repleta de tostones de plátano verde y una cerveza para Miguel. Agarra un
esfero que lleva atrapado detrás de la oreja y una libreta que saca del bolsillo trasero de su
pantalón y dice “a la orden, mis amores, qué les traigo”, y recita los nombres de pescados que
tienen ese día. Leo y Miguel piden pargos rojos y Ana una mojarra.
Mientras esperan, Miguel les pregunta para dónde van en el carro que se les varó. Leo le
dice que en dos días tienen que estar en Cartagena. Como parece que tienen tiempo, le cuenta
todo desde el comienzo: que él y su nieta vieron un anuncio en el periódico y que se inscribieron
intenta explicarle, porque Miguel no sabe qué es un amuleto, cómo funcionan esas figuritas de la
suerte. Miguel escucha y toma sorbos largos de cerveza. Quiere saber, sobre todo de dónde es el
abuelo. Leo tiene un acento marcado cuando habla, pero no parece el acento de un francés. A los
otros franceses les cuesta la erre. Parece que hubieran nacido con la lengua lisa y la erre atorada
en la garganta. La jota también la pronuncian así, con la garganta. Y entonces no dicen “Jarra” o
“Naranja” sino “Grragrra” o “Nagrranrra”. Leo, en cambio, puede pronunciar sin problema
todas las palabras difíciles como “Raja”, “Ferrocarril”, y “Arrojan”, pero la manera en que
entona las frases tiene un deje inequívoco de extranjería. Le han dicho antes de que tal vez es
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griego o uruguayo. Leo sonríe satisfecho cuando se sabe un acertijo. “francés”, le dice a Miguel.
Entonces Miguel asiente y achica los ojos, “eso es lejos, ¿no?”, y en seguida se atreve a
preguntarle al abuelo cómo es que terminó en Colombia. Leo le cuenta que viajó hace muchos
años y que ha vivido más aquí que allá, que en este punto ya se siente más colombiano que
francés. De donde él viene, explica, todo el mundo hace vino. Sus vecinos, su familia, sus
amigos crecieron todos en una región donde crecen las parras como maleza. Bueno, tanto así no,
hay que cuidarlas y podarlas y esperar todo un año a que hagan su ciclo para recolectar la
vendimia. Entonces hay que saber tratar la fruta y después el jugo y la fermentación; dejarla
reposar en barriles de una madera especial y al cabo de un año, hay vino. Todo eso sabe hacerlo
Leo sin mucho esfuerzo. Lo aprendió de tanto verlo, mientras se fijaba en otras cosas. Además,
tiene un librito descuadernado que le regaló su hermano Jean Pierre cuando emprendió su viaje:
Vins du monde. Su plan hace todos esos años era llegar a Chile. El dueño de un castillo vinícola
había ido a ese país ya muchas veces y a su regreso prometía siempre que la tierra era tan buena
como la francesa, pero mucho más económica. Le dijo a Leo una noche que podían emprender
juntos. Él necesitaba gente con experiencia que pudiera enseñar allá lo que hacían en Francia.
Leo había regresado hacía poco del servicio militar y ya no tenía miedo como antes del mundo y
todos sus habitantes extranjeros. Se había casado hacía poco con una mujer que también sabía
hacer vino. Como a ella la idea no le pareció mala, aceptaron y zarparon. Pero llegaron a
Colombia y no a Chile y ya nunca se fueron. Leo deja su historia ahí, porque sabe que es
Cuando termina de hablar, Leo le pregunta a Miguel cómo llegó a ser aprendiz de Richie.
Él le dice que desde siempre le ha interesado la mecánica. Desde siempre le han interesado
muchas cosas, por eso ha hecho un poco de todo. Es un todero, así dice. Empezó de pequeño
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vendiendo en la ferretería de su papá. Pero el papá se bebió la plata del negocio, y también la de
la casa. Entonces él, sus hermanos y su mamá se fueron a vivir donde su abuela. Ahí trabajó de
ayudante en una tienda. Después estuvo varios años de cotero en el mercado de un pueblo
pesquero. Conocía el negocio mejor que los propios dueños, pero no le dieron el puesto de
supervisor de coteros porque no había terminado el bachillerato. Estudiar nunca fue lo suyo, pero
aprender sí. En cualquier puesto que consigue, aprende rápido y después se aburre. A Miguel le
gusta hablar. Cuenta su historia y se va por las ramas explicando que a su hermana, la menor de
los cinco, la embarazaron cuando estaba en el colegio; que su hermano mayor está haciendo una
carrera en el ejército, que a él sí que le va bien; que su abuela se murió y su mamá se quedó en
esa casa y que ya está vieja para seguir trabajando. Él se casó, pero la cosa no funcionó. “Ya sabe
cómo es esa vaina. Jodida”, dice, pero en realidad no explica qué pasó. Tiene dos peladitos. Les
dice peladitos a sus hijos que viven con la mamá en otro pueblo. Les manda plata cuando puede,
pero no se aparece por allá porque lo pelan. Se ríe y la garganta se le ensancha cuando vuelve a
tomar cerveza.
Llegan los pescados a la mesa, todavía burbujeando aceite caliente sobre la piel. Vienen
con más patacones. Los tres comen concentrados, evitando las espinas, separando la carne por
secciones: cabeza, aletas, tronco. Miguel pide otra cerveza y sigue con su historia. Sus hijos
deben tener ocho y seis años, y para año nuevo la mamá siempre los deja que vayan a visitarlo.
Se reúnen todos los hermanos y hacen un parrandón tremendo, de varios días. Cocinan un
marrano completo, echan pólvora y bailan toda la noche. A Richie lo conoció en una de esas
carros y motores, pero como ya dijo, aprende muy rápido. Así cuenta la vida, de a sorbos,
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mezclando su historia con la de los demás, hilando un proyecto con otro, siempre con optimismo.
para charlar con las cocineras. Su voz escandalosa se escucha en todo el lugar. Una de las
mujeres de la cocina se acerca a la mesa y le entrega a Leo la cuenta, que es una nota escrita a
mano donde apenas se entiende que cobran tres pescados fritos. Leo paga el almuerzo de los tres.
Antes de salir, Miguel les ofrece llevarlos en el Lada al punto en donde se ha varado la renoleta.
Les dice que él tiene que ir hasta El Playón a recoger un encargo para su hermana. Le queda de
camino llevarlos. Puede dejarlos ahí y regresar en la tarde con Richie para reparar el carro.
En el Lada Ana siente que todo el sueño de la tarde le cae encima, es una modorra
placentera que la mece de un lado a otro. La voz de Miguel sigue prendida narrando la última
vez que vendió unas vacas a muy buen precio y entonces no tuvo que trabajar durante meses.
Leo asiente en el puesto de Copiloto y Ana se siente feliz de ser un cuerpo invisible en el fondo
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Leo despierta a Ana porque han llegado al Renault doce. Se bajan del Lada y Miguel se despide
entusiasmado. “Ya vuelvo”, dice, “no me demoro”. Les promete que en un par de horas regresará
Miguel desaparece camino arriba. Se van su voz bulliciosa y el ruido del motor del Lada.
Queda entonces un silencio que pasa demasiado rápido del alivio al tedio. El carro está como lo
dejaron, arrinconado al borde de la carretera. Parece cansado. Adentro le circula un aire pasado
que ha estado calentándose todo este tiempo. Leo dice que deben dejarlo respirar, abrir todas las
puertas. Abren la puerta trasera y deciden sentarse ahí, en el borde del baúl donde dejaron todas
sus cosas cubiertas con la cobija de lana. Encuentran sus libros y se acomodan, cada uno en una
esquina para leer. Ana no puede concentrarse porque hace demasiado calor. Ve a Leo que pasa
**
Después de varias horas el calor comienza a ceder espacio. Una brisa muy leve sopla desde
arriba. Se puede, poco a poco, respirar mejor. Es la tarde que cae. El sol que se marcha por fin
con su luz abrasadora al otro lado del mundo. El cielo cambia de colores en poco tiempo. Se hace
de noche en ese punto exacto sin nombre en el mapa. Ahí donde Leo dijo que era mejor no
transitar si estaba oscuro. Ana entonces sabe que Miguel y su amigo mecánico no vendrán. Se lo
dice a Leo, esperando que él la contradiga, que le diga que ya vienen, pero el abuelo calla. Alza
los hombros, nada qué hacer. Hace ya un buen rato que dejaron de circular vehículos en la ruta.
Ya no se escuchan de lejos los ecos de los camiones. Solo las chicharras que cantan desde
adentro de la tierra. Ana quiere y no quiere preguntar por lo que les puede pasar de noche ahí. De
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momento simplemente parece que el aire se aliviana. La oscuridad limpia los afanes del día, todo
Se acomodan en la certeza de tener que pasar la noche en el Renault doce. Será similar a
acampar. Tallaran la piel gruesa de las ramas con la punta de una navaja, como hicieron los
humanos desde siempre para decir que aquí estuvieron, que esta es su tierra y así se dibuja su
paso por ella. Vendrán la negrura y la madrugada con sus ruidos de animal escondido.
Ahuyentarán el miedo con percusiones de garganta y repasarán de memoria los nombres de las
constelaciones en el hemisferio norte. Casiopea, Andrómeda, Orión, las dos Osas, Tauro, Cisne y
Perro mayor. La favorita de Ana es Orión, porque casi siempre puede verse, incluso en Bogotá.
Es fácil de reconocer porque se dibuja sobre una línea diagonal entre Rigel y Betelgeuse. Rigel
es una estrella azul. Por su color Ana sabe que es joven. Betelgeuse es una estrella roja, o sea una
estrella vieja, que lleva muchos años brillando en el espacio y consumiéndose a sí misma. Es
extraño pensar que las estrellas nacen y mueren, como las personas. Que tienen principio y final,
cuando parece que en la naturaleza nada nunca comenzara o acabara, sino que existiera de
manera líquida, vaporosa, siempre yendo hacía algo más. Todo en el espacio está siempre
ocurriendo, no puede parar, como la respiración. A cada segundo los árboles se ensanchan, las
células se multiplican debajo de alguna piel, la saliva se hace corteza, las larvas brotan de debajo
de las piedras, las algas en el mar flotan en presente continuo. Y aunque es imposible conocer el
principio y el final de ese cosmos siempre en expansión y siempre devorándose a sí mismo, hay
un día en que nacen las estrellas y un día en que mueren. Nacen de las nebulosas, cuando el gas
se arremolina con la suficiente fuerza para crear gravedad. Entonces el material antes etéreo de
esa nube espacial se encoje hacia un centro que se calienta y se calienta hasta hacerse una bola
incandescente de plasma. Están hechas de un fuego infinito, esas estrellas recién nacidas. Un
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fuego incandescente y caníbal que se alimenta de su interior y crece en remolinos. El mismo de
las fogatas y los fósforos. Viven una vida vertiginosa y caliente, aunque se les vea estáticas. Y un
día, cuando todas sus partes han sido devoradas por el centro, mueren. Aunque ese día llega, han
comenzado a morir desde mucho antes. Desde que nacen. Las personas, como los astros tienen
diferentes fuerzas de gravedad. Ana piensa si el de ella todavía estará creciendo o habrá llegado a
su tamaño final. Leo, con los años, se ha hecho magnético. A su alrededor las cosas flotan y
colapsan como meteoritos cotidianos. Crece en círculos concéntricos una fuerza sin límite que
**
Cuando ya no hay suficiente luz para leer, Leo desocupa el baúl y dobla la silla trasera
del carro hacia adelante. Ahora pueden acostarse, lado a lado, sobre la cobija tendida en el
interior extenso del vehículo. El abuelo, horizontal, casi cabe completo. Le sobran apenas los
pies, que quedan en el aire, fuera del carro. Se está bien ahí, aunque no hace el suficiente frío
En la caja de comida solo quedan algunos panes y las latas de fríjoles rojos y atún que
Leo empacó antes de salir. Mientras abre con la navaja la tapa superior de los enlatados, le dice
orgulloso a su nieta: “il faut toujours prévoir”. Se alegra de haber pensado en esa comida de
emergencia. En el fondo, siempre está a la espera de un momento como ese, donde es necesario
recurrir a un plan b, ingeniárselas, rebuscar. A Ana en cambio le parece que no ha previsto bien.
Habría que anticipar, por ejemplo, que a un carro como el de ellos no le alcanza el soplo para
atravesar el país. Ahora ella lo sabe. Ahora también sabe, como tantas veces, que al abuelo las
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Comen a cucharadas directamente de las latas. Aunque tienen mucha sed, toman solo un
poco de agua y guardan el resto para después. Antes de acostarse, Ana orina agachada en el
borde del camino. Un viento casi frío y algunas hierbas rígidas rozan las nalgas. Se ríe de sí
misma. Puede verse desde arriba, como si un satélite espacial le tomara una foto en ese
momento: Ana, con el culo al aire y el chorro de orines a merced del viento, acurrucada quién
sabe dónde, entre un pueblito mínimo y otro, después de haber cenado enlatados en un carro que
Ana a la deriva.
Esa foto imaginaria la acompañará el resto de la vida. Cuando cierre los ojos y recuerde
ese momento se sentirá de nuevo siempre en el aire, un poco asustada, pero sobre todo feliz de
saberse pequeñísima, nada de dueña de sí misma ni de lo que le pasa. Es un extravío sereno ese
Cuando termina mira hacia el cielo y lo encuentra mucho más poblado de luces que la
noche de la ciudad. Hace con sus manos la forma de unos binoculares y enfoca algunos astros al
azar. Después mira en frente suyo, ya sin los binoculares. Una oscuridad profunda nace apenas
unos pasos adelante. Allá, en las entrañas del campo hay cosas peligrosas, cosas que les pasan
Ana y Leo no rezan, no conocen oraciones, no tienen a quién pedirle por lo que vendrá.
Sin embargo, en ese momento, ella piensa con todas sus fuerzas en algo grande y poderoso que
pueda cuidarlos. Algo más fuerte que los amuletos, que aguante la guerra y la muerte, y les
permita dormir ahí esa noche sin que nada malo pueda tocarlos para siempre. Pide, por favor,
que no venga nadie a llevarlos, que el carro se haga invisible en esta negrura, que los cubra con
sus latas viejas. Una cosa es saberse minúscula en el universo, y otra cosa es saberse minúscula
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en su país. Ya no se trata de viajar el vientre del universo donde todo se genera y va a morir, sino
de un peligro con cara y voz humanas, armado de machetes y fusiles. Algo que apenas ha sido en
su vida un eco de eso que les toca a los demás, pero que los acecha a todos.
Regresa al carro y se hace un ovillo muy cerca de su abuelo. Cierra los ojos y escucha en
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La despiertan las voces de Leo y Richie afuera del carro. La luz del día ya brilla con fuerza sobre
la carretera. El abuelo intenta ayudar al mecánico que ha venido con Miguel. Ana siente alivio al
saber que esos hombres no los olvidaron. Con suerte en poco tiempo podrán retomar el viaje. Les
esperan al menos ocho horas más de ruta, y al paso del carro viejo serán unas diez.
Ana toma un poco de agua y se amarra el pelo antes de salir del carro. “Bonjour,
Biquete”, le dice Leo. Miguel y Richie siguen en lo suyo, sin saludarla. El Lada de Miguel está
frente al Renault, ambos carros tienen la boca abierta y muestran el motor desnudo. Están
conectados por cables con pinzas, como si el más fuerte de los dos pudiera reanimar al otro.
Leo le ofrece a Ana el último de los panes que tienen y le explica, en voz baja y
alejándose de donde están los dos hombres, que la noche anterior Richie no regresó a su casa y
por eso hasta ahora han podido venir para reparar el carro. Ana asiente y come.
**
Para reparar el Renault van a necesitar partes de carro, esas piezas oscuras e
incomprensibles que hacen que el motor funcione. Tienen que pedirlas o ir a comprarlas y la
cosa se tarda un par de días. Leo le pregunta a Miguel cuánto les cobra por alquilarles el Lada
por unos días. El ayudante del mecánico no quiere dejar ir su carro, porque es el único en que
pueden moverse él, Richie y toda su familia, pero sobre todo porque no tiene ninguna garantía de
que Leo regrese y se lo devuelva. Richie le explica al abuelo que pueden llegar ese mismo día a
Cartagena si se van en uno de los primeros buses que pasen. Es de día y la carretera ha salido de
ese embrujo enmudecedor de la noche. Ya hay carros y caminos circulando de nuevo, pronto
pasará un bus.
Esto es lo que deciden hacer: van a agarrar sus mochilas, los libros, la alcancía y las cajas
con los amuletos; van a subirse al siguiente bus que pase hacia Cartagena y van a dejar el
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Renault en manos de Miguel y Richie. En algunos días, al regreso, tomarán el mismo bus en el
sentido opuesto y se bajarán en la casa del mecánico para recoger el Renault recién reparado.
Ellos tampoco tienen garantías. Bien pueden los mecánicos engañarlos y robarse el carro. Pero
en el fondo, Leo y su nieta saben que lo único que quieren Miguel y su compadre es un buen
pago por su trabajo, no encartarse con una renoleta moribunda. En el baúl dejan solo cajas
Apuntan un número de teléfono en la contratapa del libro de Leo. Ahí pueden llamar en
la noche o al día siguiente para preguntar cómo va el arreglo. La dueña de la línea es la cuñada
de Richie. Vive muy cerca de él y puede ir a buscarlo cuando tiene una llamada. Doña Lina, se
llama. Su casa es la central telefónica de todo el caserío. Todas las llamadas se hacen y se
Antes de sentarse a esperar el bus, Leo busca entre las cosas que llevaron. Encuentra la
cámara desechable y decide tomar su primera foto del viaje. Le pide a Richie que oprima el
botón. Se para detrás de él y le muestra cómo sostener el aparato. “Mire, ponga el ojo aquí y el
dedo aquí”. A Richie la hace gracia. A todo en realidad, les parece un disparate. Él, Ana y
Miguel posan bajo el sol ardiente frente al carro varado. “Nos vamos a acordar de esto y nos
vamos a reír”, asegura el abuelo, “sería una lástima no tener una foto de este momento”. Richie
cuenta, a la una, a las dos y a las tres: “clic”. Queda una promesa de registro de ese momento y
ese lugar.
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En el bus Ana y Leo consiguen dos puestos juntos. Como el del día anterior, este bus
también se mece de lado a lado, pero no tiene un retrato de Jesús, sino de una chica en bikini
tomando cerveza. Está de espalda, tiene el pelo negro y alborotado, y una tanga minúscula le
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rodea las nalgas redondas. Un mujerón, piensa Ana. Una hembra, como dicen sus amigos del
Un par de horas después, el conductor hace una parada en una estación de gasolina. “Diez
minutos”, avisa mirando a los pasajeros. Entonces las personas comienzan a emerger de la
cojinería de las sillas. Hay voces, bostezos, brazos y piernas que se estiran, niños que de pronto
Ana y Leo deciden bajar para estirar las piernas. Ella necesita ir al baño. Le pagan unas
monedas al empleado de la gasolinera y caminan hacia la parte de atrás donde están los baños. Se
encuentran con dos cabinas sin puerta, dentro de cada una hay un inodoro sin tapa, y al lado, un
balde de agua. Leo encuentra una cortina de ducha colgada de un gancho en una de las cabinas,
Compran dos sánduches de mortadela, un paquete de maní, uno de habas tostadas y dos
botellas de agua a un vendedor ambulante que trabaja subiéndose a los buses que paran en la
gasolinera. Regresan al bus un poco refrescados, listos para muchas horas de carretera, felices de
haber conseguido comida para el camino. Los demás pasajeros regresan lentamente al bus y
**
Comen. Intentan dormir. Miran por la ventana el paisaje sin novedad. Se aburren. Pasa
mucho tiempo. El espacio se llena del tedio que es viajar. Se acumulan las horas muertas que
**
Hacia el final de la tarde, el bus para de pronto. El conductor abre su puerta y se baja, sin decir
nada. No hay una estación de gasolina, ni un paradero de comida. Solo un edificio viejo con
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cortinas de velo en las ventanas. Los pocos pasajeros que quedan se bajan sin hacer preguntas.
Agarran todas sus cosas y dejan el bus. Ana y Leo se quedan solos en la cabina de pasajeros. Se
miran intentando comprender qué ha pasado. Leo se baja para hablar con el conductor. Según sus
cuentas todavía les faltan unas tres horas para llegar a Cartagena.
Cuando el abuelo regresa, le explica a Ana que no hay modo de seguir. A esa hora todos
los buses que avanzan en esa vía, no importa el sentido en el que vayan, paran. Se estacionan en
algún paradero conocido y dejan pasar la noche. También paran los camiones y los carros
particulares. Por ahí no transita nadie de noche. A primera hora, ese mismo bus retoma la ruta.
Recogen sus cosas en medio de una incertidumbre que se va haciendo resignación. Se bajan
del bus y buscan al conductor para preguntarle si habrá algún hotel cercano donde puedan dormir.
El hombre les explica que en ese pueblo, que ni siquiera es un pueblo sino un caserío grande que
se extiende a ambos lados de la carretera, no hay hoteles; que los únicos que duermen de paso en
ese lugar son conductores de tractomulas y buses. Les recomienda un lugar que administra su
compadre, pero les advierte que no es muy cristiano. Así dice, “no es muy cristiano”, y se ríe.
Deben caminar unos diez minutos sobre ese costado del camino para encontrar un edificio sin
letrero, pero con las puertas abiertas. La indicación más precisa es la música, “donde oigan música,
entran”.
suelo al final de la carretera. Bajo esa breve luz anaranjada caminan Ana y Leo. Llevan al hombro
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Nos inventamos el sistema de notas sobre los objetos cuando comenzaste a perderte en el
apartamento. Por un tiempo funcionó. Había pequeños papeles en los corredores y las puertas y
sobre los objetos cotidianos: “libros de Leo”, “baño”, “radio”, “sal”, “galletas”. Después
agregamos algunas instrucciones sencillas de seguir: “no abrir esta puerta”, “apagar la luz”. Alguna
vez dibujaste sobre el espejo un círculo a la altura de tu cara y al lado marcaste “tú”. Cuando
terminaste te giraste hacia mí con la risa contenida entre los labios: “Ahí lo pongo, por si un día se
me olvida”. Nos reímos con ganas los dos, por lo absurdo de la ocurrencia, sin pensar que un día
cercano no sabrías quién era el hombre lelo que te miraba desde lejos en ese mismo espejo.
de unos días atrás. Nuestras conversaciones eran apenas menos elocuentes y tú parecías solo a
veces más cansado de todo, como si de a poco tu cuerpo pesara más sobre el mundo, o el mundo
sobre tu cuerpo.
“La vida, de todas maneras, es una secuencia de despedidas”, concluiste una noche en que
conversábamos alrededor de la mesa sobre los nuevos ajustes de nuestra rutina. “Ahora mismo,
Ana, tú también estás dejando atrás cosas tuyas, cosas que no van a volver”. Yo asentí y levanté
Nada permanece, nada existe dos veces con la misma forma. Hay un último día de colegio
y un último día en todos los trabajos y una última vez de ver a alguien que parece irremplazable.
Hay un dejar ir los dientes y las ciudades y los amigos y los amores que al final no sobreviven a
todo. Esto no parecía diferente. Una serie de últimas veces marcadas por un diagnóstico. La
catástrofe se tarda en llegar. Justo al momento de cantar victoria aparece un nombre en lugar de
otro, se confunden los días de la semana o se lee seis veces la misma página porque no hay cómo
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La marea comenzó a subir en tu cerebro y cada vez nos quedaba más difícil ignorarla,
brindar a su salud, transformarla en hazaña y reír. Pero jugamos con ella, por supuesto, como
hacíamos con todo lo que nos hería. Retomamos nuestra vieja costumbre de enumerar objetos por
categoría, hasta agotar la reserva de palabras. Esa costumbre que otras veces nos había salvado de
la locura. Acostados boca arriba sobre el tapete rígido de la sala, con todas las luces apagadas,
volvimos a inventarnos acertijos y listados que nos sacaban risotadas del centro de las tripas.
“Vamos con nombres de pájaros”, decía alguno de los dos, y sin darnos tregua nos
“copetón”, “paloma”, “cóndor”, “avestruz”, “cuervo”, “mirla”, “colibrí”, “garza”, “cisne”, “pato”,
“albatros”, “quetzal”. Después, un silencio. “Leo, estamos diciendo nombres de pájaros. Perdiste”.
—Estamos jugando a decir nombres de pájaros y yo dije “pingüino”, ahora te toca a ti.
—Bueno: piraña.
—Bueno, pues los pingüinos tampoco son aves, son mitad peces, ¿no los has visto nadar?
—Ehh. Hay uno pequeñito y gris. ¿Cómo se llama? Uno que nada en grupo. Cardumen, nada en
Y entonces cerrabas los ojos con fuerza y el cuarto volvía a llenarse de silencio. La noche
se cerraba por completo sobre nosotros con un peso invisible que nos vaciaba de aire. Nos
quedábamos así, sin decir nada, sin prender la luz, sintiendo nuestras cabezas cerca, haciendo
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ninguna cosa en particular. El espacio se convertía en un cultivo de pequeñísimas nostalgias que
regábamos noche a noche en los ratos de oscuridad. “Seguro que mañana no se me olvidan los
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Ana todavía no lo sabe, pero la noche que pasan en ese hospedaje de la inunda de preguntas
El primer piso del lugar es una especie de taberna donde todas las luces se ahogan. El
edificio, como les dijo Richie, está rodeado por un aura de ruido incesante, música a todo volumen
que anula cualquier posibilidad de hablar. Aunque no ha terminado de caer la noche, el lugar está
oscuro. Una especie de calcomanías azules cubren las ventanas cerradas por donde apenas entra
una luz azulada. Ana y Leo, cargados con las cajas y las maletas de su viaje, se adentran en ese
lugar turbio que exhala un vapor caliente y grasoso. Buscan encontrarse con una mirada, alguien
que les explique cómo se pasa la noche ahí. Caminan por lo que parece una pista de baile, donde
dos parejas comparten el sudor al ritmo de un vallenato. Encuentran una mesa libre de botellas de
aguardiente y sin copas desmayadas. Descargan sus bultos en ese rincón y Leo, a los gritos, le pide
a Ana que lo espere ahí, a cargo de las cosas de ambos, mientras él busca al compadre de Richie.
Ana entonces, con el morral todavía abrazado contra su pecho, mira a su alrededor. Al fondo hay
una mesa hecha de espejos que funciona como barra de bar. Detrás de la mesa una mujer gorda
con mucho maquillaje saca cervezas y botellas de aguardiente de una nevera Postobón. En el
ángulo opuesto al bar hay un hueco en el muro, rodeado a medias por una cortina de baño raída.
Ana no se explica ese lugar hasta que uno de los hombres que antes bailaba en la pista trastabilla
para llegar al rincón y sin cerrar la cortina se desabrocha los pantalones para orinar. La mujer que
bailaba con ese hombre ha regresado a una mesita plástica donde llena dos copas con aguardiente.
Cuando el hombre se acerca, ella le extiende una de las copas y sonríe cada vez más cerca de su
cara, mostrándole la lengua. Los dos se ríen, brindan y desocupan las copas de un jalón. Para Ana
es difícil hacerse una idea del espacio y del rumbo de su abuelo. Busca con la mirada, pero no lo
ve. Algunas personas entran al lugar, abren una puerta lateral cerrada con una reja, y suben unas
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escaleras largas y estrechas. La pareja de la mesita plástica ha tomado una copa más y ahora bailan,
o se mecen el uno sobre el otro. El hombre, con una sonrisa llena de saliva busca la cara de la
mujer que lo esquiva, pero le sonríe de vuelta. Entonces, sin dejar de bailar con ella, la agarra de
las nalgas y suelta una risa que Ana casi alcanza a escuchar. El hombre se ríe, bebe, baila, se
tambalea, vuelve a beber. La mujer mira a la gorda de la barra y le hace un gesto rápido levantando
la quijada. La de la barra se apunta con el índice en la muñeca donde no lleva reloj, como
indicándole que es tarde o que queda poco tiempo. Entonces la mujer toma la cabeza del hombre
entre sus dos manos y le dice algo, él sonríe, parece un poco satisfecho y un poco imbécil. Ella lo
agarra de la mano, se acomoda el vestido y desparecen por las escaleras de la puerta de reja.
Una nueva ola de parejas aparece en la pista. Bailan sin muchas ganas, con los cuerpos
muy apretados los unos contra los otros. Parece que esa es la entretención que ofrece el local: bailar
con desgano, beber, orinar, desaparecer por las escaleras. A Ana la espera le parece demasiado
larga. Se siente incómoda en ese garaje sórdido. Sin soltar el morral, se acomoda el pelo e intenta
respirar algo diferente a ese olor guardado. Cansada, se sienta en uno de los butacos plásticos que
rodea la mesita en donde Leo la dejó instalada. Cuando recuesta la espalda contra la pared, siente
contra su piel la transpiración tibia del lugar. Siente asco, pero no se mueve. La gorda de la barra
se mete las manos en el escote hasta que desaparecen entre la carne. Saca una bolsa plástica que
desenvuelve sobre la barra, es un fajo de billetes. Se pasa la lengua por el dedo índice antes de
contar la plata. Cuando termina, vuelve a hacer con los billetes un rollo que sumerge en su escote.
Leo aparece de pronto, sin que Ana lo haya visto venir, y le hace señas para que recojan
las cajas. Ana lo sigue hacia las escaleras por donde desaparecen las parejas de la pista de baile.
El sonido aturdidor de la música va quedando atrás a medida que suben. Arriba los espera un
hombre fuerte con un peinado solidificado y brillante por el gel. Avanzan por un corredor estrecho
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y sienten bajo sus pies la vibración del ruido en el piso de abajo. Al fondo del pasillo hay una sola
puerta abierta que da a una habitación. Adentro hay una cama con un cubrelecho morado y brillante
a medio tender, una ventana sellada con clavos, un lavamanos y un espejito colgado de la pared
con una puntilla. No hay ventilador. “El pago es por adelantado, hermano”, le dice el hombre del
gel a Leo, “¿Cuántas horas va a pagar?”. El abuelo suelta de golpe las cajas sobre la cama que hace
un ruido metálico. Se gira con brusquedad, toma al hombre por el brazo y lo arrastra fuera del
cuarto. Ana alcanza a escuchar que discuten. Leo habla en voz baja pero enervada y Ana no
comprende lo que dice, solo escucha al hombre que responde risueño, “Relax, viejo, todo bien, a
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Ana descarga su morral y se asoma a las cajas para confirmar que los amuletos hayan
sobrevivido a los tropiezos del camino. Están atrapados debajo de los embalajes rehechos y no se
pueden advertir patas rotas, plumas o antenas faltantes. La colección está en total desorden y habrá
que volver a comenzar la labor de catalogación y exhibición cuando lleguen al lugar del concurso.
Leo se lava la cara en el lavamanos de la habitación, Ana lo imita. Aunque el agua huele a
óxido, viene fresca. Los ecos de la música a todo volumen resuenan en las paredes. El color de la
“¿Y ahora?”, pregunta Leo con un tono que intenta ser bonachón. Lo pregunta como si
tuvieran opciones para elegir. Ana encoge los hombros. Después de una pausa responde: “Tengo
hambre”. Entonces Leo le pide que lo espere en ese cuarto, mientras él busca algo para comer. Le
propone que se deje atender, que él se encarga del room service, “Así se dice, ¿no?, rum servis”,
pregunta con su acento demasiado marcado y le pica un ojo. Ana no puede evitar sonreír. Claro
que acepta. El abuelo se va y ella busca la pijama en el morral. Recorre en su memoria el día
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larguísimo que tuvieron. Piensa en los soldados de la noche anterior, en los niños del lazo, en el
quejido de los grillos y las cigarras que no ha parado de aullar desde que la tierra se calentó. Piensa
en la renoleta vieja que sacó la mano en pleno camino y que ahora se llena de polvo al borde de
una ruta inhóspita; en el perro atado al piso de tierra, en el escote carnudo de la gorda del bar, en
las plantas verdísimas que acolchan las montañas de jungla, pero, sobre todo, piensa en su abuelo.
Lo ve de nuevo mirándola por el espejo retrovisor, silbando una canción que se acaba de inventar,
sumando y restando en una libreta los gastos del viaje, inventándose para ella un soplo de frío en
medio de ese país que hierve. Ana termina de ponerse la pijama. Saca de la mochila la bola de ropa
Diez minutos más tarde regresa Leo con una bolsa atiborrada de paquetes de fritos. El
abuelo y la nieta se sientan en la cama y en medio de los dos acomodan la cena improvisada: papás
fritas de limón y de pollo, un paquete de tajaditas de plátano dulce, unos cheetos. Para tomar tienen
dos gaseosas Kola Román, que Ana nunca había visto antes. Brindan con las botellas de líquido
Mientras comen hacen cuentas alegres sobre el futuro, planean, sin tropezarse en los
detalles, los viajes que vendrán. Un safari en Tanzania, una semana navegando en un barquito
alquilado por el canal du midi, un invierno en el Sahara, cuando los alacranes hibernan, una
excursión al cabo del norte para ver el sol de medianoche o la aurora boreal, una visita al Atacama
florecido y al bosque de baobabs en Monrondava. Bueno, quizás el premio no dé para tanto, pero
es irresistible continuar con la lista. Una temporada con voto de silencio en un centro de meditación
a las afueras de Chiang Mai, algunas semanas durmiendo en las yurtas de los vaqueros mongoles
o pescando en el Titicaca sobre islas de paja. Ana no conoce la mitad de las referencias, pero solo
los nombres la hacen soñar. Después de pensarlo por unos minutos, le pregunta a su abuelo, si
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realmente la plata les alcanzará para ir a Francia. Él hace una pausa, comprende que ahora hay que
hablar en serio. Entonces responde que claro, por supuesto que alcanza.
Es cierto que Leo tiene un hermano, Jean Pierre, con el que a veces habla muy largo por
teléfono. También es cierto que después de terminar esas conversaciones, Leo casi siempre busca
a Ana para decirle que pronto tienen que ir, tienen que regresar a ese pueblo de Turenne donde hay
un puñado más de Chevalliers que son su familia. Algunas veces Ana misma ha hablado con Jean
Pierre, pero siente vergüenza de su francés torpe y sobre todo no sabe de qué hablar con ese señor
Si consiguen los pasajes a Europa y llegan a Francia y a Tourenne, entonces es posible que
todas las nostalgias del abuelo se curen. Que se junten adentro suyo los cabos que lleva sueltos.
Leo termina de tomarse su Kola Román y recoge los paquetes vacíos de la comida. Se lava
los dientes y se acuesta anunciando una buena noche de sueño para un largo día de viaje. Mañana
“Mañana es el día, Ananá. Bonne nuit”, y hace crujir la cama cuando se da la vuelta hacia
la pared.
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Ana apaga la luz y el único bombillo que cuelga desnudo en el centro del cuarto se extingue. Con
la oscuridad, los ruidos cercanos parecen expandirse. Todavía se escucha en golpes constantes y
bajos la música del primer piso. Afuera las cigarras no paran de aullar. Ana se acurruca sobre el
colchón e intenta dormirse sin rodeos, pero los pensamientos hacen remolinos en su cabeza. Piensa
en mañana, en el Renault doce varado, en los amuletos, en el mar; en los detalles: cómo llegar,
cómo pagar, a qué hora salir, dónde bañarse, qué comer, cómo llevar las cajas. La ansiedad germina
detrás de sus ojos cerrados con fuerza, la siente crecer desde la base de la nuca y extenderse por
todo el cuerpo como electricidad. No sabe distinguir la angustia de la expectativa. A su lado, Leo
Ana no tiene cómo medir el tiempo. No sabe cuántos minutos han pasado desde que apagó
la luz. Tal vez una hora, tal vez un poco más. Se levanta e intenta mirar a la carretera por las
rendijas de la ventana sellada. Da una vuelta por el cuarto adivinando los contornos de las cosas
en medio de la penumbra. Se sienta con fuerza en la cama, que cruje de nuevo. Ningún movimiento
es capaz de despertar a su abuelo. Se aburre por un rato, hasta que escucha pasos que se acercan
por el corredor de habitaciones. Los pasos se detienen muy cerca del cuarto donde ella y Leo están.
Por debajo de la puerta entra una cenefa de luz donde de pronto aparecen sombras. Son las
personas que acaban de llegar. Las sombras se mueven y hablan. Ana se acerca a la entrada y junta
su oído contra la puerta. Todavía no puede entender lo que dicen del otro lado. Las voces hacen
pausas largas y regresan hablando en voz baja. Son las voces de un hombre y una mujer. Ana se
agacha y ahora apoya su cabeza contra el piso frío, intenta ver por la rendija de luz bajo la puerta.
Solo alcanza a ver unos pies que llevan chanclas de hule y las uñas pintadas de rojo con un esmalte
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que se descascara. Los pies aparecen y desaparecen de vista, se mueven con pequeños pasos hacía
un lugar que la niña no alcanza con su mirada. Ana quiere ver la cara de la mujer de las chanclas,
quiere saber con quién habla, qué está pasando. Entonces se levanta y abre con mucho cuidado la
puerta.
Ahora una franja de luz más grande entra al cuarto. Ana se gira para verificar que Leo siga
dormido y en seguida asoma un solo ojo por la puerta entreabierta. Los ve: el hombre está recostado
contra la pared del corredor y abraza a la mujer que a veces le devuelve el abrazo y a veces
retrocede. Él tiene una barriga grande que se le desparrama por debajo de la camiseta. Ella, además
de las chanclas, lleva unos shorts plateados muy apretados que le comprimen la carne hasta hacerla
reventar sobre las costuras en las piernas y el abdomen. Conversan en voz baja y hacen pausas
para darse besos en la boca y en el cuello. De pronto el hombre aprieta el cuerpo de la mujer contra
el suyo. Sin dejar de besarse se giran hasta que es ella quien queda recostada contra la pared. Él
toca con desespero la piel que se asoma sobre los shorts y la que está aprisionada bajo la lycra.
Empuja a la mujer un poco más hasta aplastarla entre su barriga y la pared. La agarra con fuerza
de las nalgas y la trae hacia él, hasta encajar con esfuerzo la cadera de ella contra su pelvis.
Entonces exhala un gruñido que asusta a Ana, que no puede dejar de mirar la escena con el corazón
enreda, mete las manos bajo la tela, “quítesela”, le dice, y ella se la quita y deja al descubierto un
brasier rosado, apretado y brillante como los shorts. “Quítese todo”, dice el hombre que ahora se
aleja un poco para mirarla. Entonces ella se saca una manilla de la muñeca. De la manilla cuelga
una llave con la que abre la puerta vecina a la habitación de Ana. La pareja entra y se escucha un
portazo.
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En el piso del pasillo ha quedado hecha un zurullo la camiseta de la mujer. Ana se gira de
nuevo para verificar que Leo duerme y entonces decide salir al corredor. Detrás de sí deja la puerta
entreabierta. Se acerca a la habitación donde la pareja entró. Le cuesta escuchar los detalles porque
la música sigue llegando desde abajo, pero oye los cuerpos moverse el uno contra el otro, un golpe
seco en una pared, una breve queja de ella que dice “así no”, la cama que cruje, un golpeteo
arrítmico, algo que parece otra queja, pero se ahoga demasiado pronto, la respiración gutural del
hombre que crece y crece hasta volverse un ronquido espantoso que de pronto se calla. Todo
Ana finalmente apoya su cuerpo contra la puerta y le parece escuchar un tintineo que ha de
ser la hebilla del cinturón del hombre, también oye el chillido metálico de la cama. Después siente
pasos muy cerca de ella y retrocede de un brinco. La puerta se abre, sale el hombre y se aleja por
el corredor sin percatarse de la presencia de la niña. Ana mira de reojo el interior del cuarto y
adivina a la mujer que se apunta el brasier, busca los shorts debajo de la cama, termina de vestirse,
se recoge el pelo en un moño disparejo y exhala con fuerza mientras se masajea el cuello con las
dos manos, como hacen los adultos cuando se sacan el cansancio de encima. Ana se queda cerca
del umbral, no retrocede cuando la mujer sale. Sus miradas se encuentran y sin que Ana se lo
espere la mujer le acaricia la mejilla, “chao, muñeca”, le dice, y enseguida recoge su camiseta del
Todo alrededor regresa a un estado de quietud que impacienta a Ana. En su interior bulle
ese calor que ya conoce, el mismo que le crecía adentro cuando veía la serie de Emmanuelle en el
espacio, pero esta vez es más urgente, más real, puede olerlo, puede sentir a qué sabe cuándo traga
su propia saliva, pero no puede agarrarlo, está en todas partes y en ningún lugar. Necesita ver más,
saber a dónde fue la mujer, espiar a una nueva pareja. Se decide a bajar al primer piso que ahora
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está más húmedo y encerrado. Se encuentra de frente con ese olor a guardado del bar-garaje y la
ansiedad que antes la impulsaba va disminuyendo. La curiosidad, sin embargo, sigue intacta, y por
eso continúa caminando hasta encontrar la mesita plástica donde horas más temprano había
esperado a su abuelo. Se sienta en un butaco y mira a las parejas que bailan en la pista. La gorda
de la barra todavía está ahí, es la guardiana del alcohol y la música y la plata en ramilletes. Pasan
los minutos y la escena no avanza: las parejas bailan y beben, los hombres orinan y eructan y
vuelven a la mesa buscando aguardiente, la gorda recolecta billetes, el vapor se pega y se escurre
Ana comienza a aburrirse. El único calor que siente ahora es el que emana de ese bar de
carretera. Piensa en sus amigas del colegio, en todo su curso, en cómo se ganaría la atención de
todos si pudiera contarles que vio y escuchó a una pareja teniendo sexo, en la vida real, no en
televisión. Pero sabe que no puede hablar de ese lugar de mala muerte sin aire acondicionado, sin
su versión para compañeros del colegio Ana estaba en un hotel al borde de la playa (tendrá que
buscar nombres de hoteles, por si alguien le pregunta dónde se estaba quedando). Su abuelo, como
en la versión real, se había dormido temprano y ella había decidido salir de la habitación, tal vez
iba a la sala de bolos o a la piscina. En el camino se había confundido de corredor y había terminado
en algún recoveco sin salida del hotel donde una pareja se besaba con desespero. En esa versión,
el hombre no tiene una barrigota y la mujer no se limita a obedecer, sino que parece entusiasmada.
Tal y como en la versión real, entran a una habitación cercana, pero esta vez todo se oye mucha
claridad: respiran al unísono, gimen, se ríen, se abrazan, se duermen muy pegados el uno al otro
sin volver a vestirse. Eso último no se escucha, pero Ana lo infiere. Así es como debería terminar
la escena. Es una mentira parcial. Todos mienten en el colegio. Ana sabe que Valeria no se da
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besos con su vecino, y que no se ha dado ningún primer beso con nadie. También duda de Juan
Carlos, un niño del otro sexto, que cuenta sin parar que él y su hermano mayor se turnan para
manosear a la empleada del servicio cuando sus papás no están en la casa. Ana tiene una historia
que es real, sabe lo que vio y lo que escuchó y puede dar todos los detalles que le pidan, solo tiene
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Así está, sentada en ese rincón sofocante y oscuro, medio entretenida con un relato del que
muchos probablemente dudarán, cuando ve a una de las parejas de la pista alejarse hasta la entrada
de reja y subir por las escaleras que van a al corredor de cuartos. Entonces se levanta sin pensarlo
y va detrás de ellos. A medio camino reduce la velocidad para asegurarse de que no la vean. Sube.
Cuando llega al pasillo alcanza a ver la puerta de una de las habitaciones que se cierra. Se acerca
esforzándose por no hacer ruido y apoya despacio su oído contra la puerta. Intenta regular su pulso
para oír con precisión. Adivina el sonido de los cuerpos en movimiento, pero no puede imaginar
una acción concreta. No hay conversación, ni pasos, ni risa, ni respiración. Parece que dentro del
cuarto solo crecen ruidos sordos o tropiezos seguidos de un silencio largo que para nada contribuye
a la historia que Ana quiere contar. Sin embargo, se queda ahí, en esa posición incómoda, con el
oído contra la puerta, esperando a que pase algo. Al cabo de un rato le parece escuchar murmullos,
la voz pequeña de la mujer dice algo que no se puede descifrar, y a cambio recibe un grito: “¡Esta
malparida!”, ruge la voz del hombre. Lo siguiente que escucha Ana con claridad aterradora son
golpes secos, puños que caen sobre un cuerpo, sobre el cuerpo de la mujer que se queja. El hombre
repite “eso le pasa por malparida”, y se larga con toda su fuerza contra ella que ya no dice nada.
Ana se aleja de la puerta. Está aterrada. Intenta pensar. Qué hacer, a dónde ir, escapar de esa escena
o buscar ayuda. El pecho le bombea sangre a toda velocidad. Tiene que tomar una decisión y solo
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acierta a quedarse quieta, paralizada por el miedo, contra la pared de ese corredor que ahora le
parece larguísimo.
sino terror. No hay voces, ni súplicas, ni insultos, ni paliza. Cuando Ana casi recupera el aliento,
la puerta se abre con violencia y sale el hombre con la piel brillante por el sudor y los pantalones
a medio escurrir. Por un momento muy corto él no la ve. Tambalea. Intenta sin éxito subirse y
cerrarse los pantalones, y cuando renuncia a esa tarea, se gira y encuentra de frente a Ana, que
intenta desaparecer apretando todos sus músculos contra la pared. Entonces el hombre se ríe y Ana
puede ver los ojos líquidos y nublados, que la miran a ella, sin duda. El cuerpo gigante de él se
acerca y ella de nuevo siente la sangre palpitando como un torbellino. “Una peladita”, dice el tipo
con una sonrisa llena de babas. Luego trastabilla, pero no deja de mirarla. Se acerca hasta cubrirla
con su aura de alcohol, una nube de licor anisado y saliva. Apoya los brazos contra la pared, uno
a cada lado de la cabeza de la niña que ahora cierra los ojos con mucha fuerza. Ana quiere que
alguien aparezca para salvarla, quiere salir corriendo, llorar, pedirle perdón al hombre, suplicarle
que no le pegue, devolver el tiempo y nunca salir del cuarto con Leo, desaparecer, haber actuado
cuando pudo.
Él la agarra de un brazo y a ella de pronto le falta el aire, una parálisis le trepa desde las
piernas hasta el cuello, se queda inmóvil, rígida, invadida por un miedo que no sabía que existía.
“Mire, le tengo una sorpresa”, le dice él, y lleva con fuerza la mano de Ana hasta su verga que está
dura y caliente. Ella abre los ojos. Sus pulmones se hinchan hasta el dolor, cada vez más rápido.
Siente contra la palma de su mano ese rollo de carne grueso y húmedo que palpita con vida propia.
Ve las piernas del gigante, sus pantalones que ahora se han escurrido hasta el piso. Ana no puede
moverse, no puede ni siquiera volver a cerrar los ojos. Una ola de náusea le sube por la garganta.
127
Suda frío. Todo su cuerpo, dentro, bulle hasta el vértigo; y todo su cuerpo, afuera, está hecho de
roca. De pronto el hombre le suelta el brazo porque pierde un poco el equilibrio. Al olor del alcohol
Ana no sabe de dónde viene el impulso, pero sus piernas se escurren hacia abajo con una
agilidad recién descubierta. Se gira en un solo gesto brusco y preciso, y se zafa del todo de la mano
del hombre. Él intenta seguirla, volver a agarrarla, pero tropieza con su propio pantalón y cae
bocabajo. Ella alcanza a adivinar la figura enorme del tipo, acostado sobre su propia barriga, con
las nalgas al aire. Ana corre impulsada por el instinto y la adrenalina y la sangre que late en las
sienes. Corre tan rápido como puede, más rápido de lo que puede, hasta sentir que las piernas arden
y se revientan, hasta alcanzar la puerta de su cuarto y entrar sin vacilar y cerrar de un portazo.
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Pronto y sin ponernos de acuerdo dejamos los juegos de memoria y nos inventamos uno de
imaginación, porque esa se deteriora mucho después. Yo sostenía un diccionario escolar que había
sobrevivido a la mudanza y lo abría en cualquier página, elegía una palabra y la leía en voz alta.
Tú, al otro lado de la habitación escuchabas con atención, pensabas por unos segundos y soltabas
sin pensarlo mucho la definición de la palabra. El juego era más interesante cuando no conocíamos
la palabra o cuando tú no lograbas recordarla. Para ganar no había que acertar, sino hacerme reír.
“Es que mi cerebro es un pantano donde las palabras se ablandan”, me dijiste un día en medio del
juego.
Eso era lo que les pasaba: las palabras se ponían viejas muy rápido, perdían consistencia,
se hacían menos sólidas y después se disolvían. Pero eras bueno para el juego porque podías
inventarte todo lo que dejabas de conocer. La palabra “paraguas”, que todavía entonces tenía
algunos contornos, la definías parodiando el tono del diccionario: “artefacto portátil que sirve
principalmente como resguardo contra la lluvia, aunque se han registrado otros usos como la
defensa personal”. Con el paso de los meses la misma palabra se desdibujaba y aparecían
definiciones cada vez menos sofisticadas: “Lengüeta pegajosa que sirve de trampa para las
moscas”, “instrumento de percusión”, “objeto redondo con el que juegan los niños”, “es algo
grande y brillante”.
**
La noche en que decidimos abandonar también ese juego, abrí por última vez el diccionario
curiosidad a la angustia en un solo gesto brusco. En vez de dar una definición te levantaste de
golpe. “¡La gata! Hace mucho que no veo a la gata, Ana. Yo creo que le pasó algo”. Te giraste de
prisa sobre ti mismo, una, dos, tres veces, tocando con urgencia todos los bolsillos de tu ropa.
129
“¡Las llaves! ¿Dónde están las llaves? Vamos a buscarla”. Me miraste lleno de reclamo, casi con
rabia, “Párate, que hay que ir por ella, ¡dame las llaves!”.
inventar una estrategia. Antes de llegar a la puerta te jalé del brazo. “Leo, escúchame. Ven, necesito
que te sientes y me escuches”. Era la primera vez que te daba la noticia y me salió de prisa, llena
Agarraste una silla cercana y te dejaste caer sobre ella. Después de varios minutos me
preguntaste “¿Qué le pasó?”. Te expliqué, ahora con calma, que Dominga vivió poco tiempo en el
apartamento. Se pasaba el día acostada sobre una hebra de sol que entraba por la ventana de la
sala. En la noche, se escondía debajo de mi cama y no volvía a salir hasta la mañana. Dejó de cazar
insectos y miraba sin interés el vuelo demasiado lejano de los pájaros en el cielo. Empequeñeció
y así, liviana y opaca la llevamos al veterinario. Pagamos para ella exámenes médicos que ni tú ni
nosotros y vivió un par de meses más, comiendo apenas, sin ronroneo, con los ojos fijos en la
ventana. Una tarde después de la caída del sol no se levantó para ir a su escondite de la cama. La
encontré hecha un nido de pelaje, dura y fría, en el lugar donde de día entraba el sol.
“Buen viaje, dios egipcio, reina del Nilo, dueña de los tejados. Gracias por darnos tu esplendor y
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elegirnos para adorarte. Ve con los tuyos, a cazar sombras en la noche, a observar el mundo desde
las alturas”.
Apoyaste los codos sobre las rodillas y con las manos abiertas te cubriste la cara. “¿Fue
nuestra culpa?”, me preguntaste con la voz muy triste. “No sé”, te respondí.
Ya antes, cuando todavía sabías que Dominga se nos había muerto, me preguntabas con
frecuencia si creía que la gata se había enfermado por la estrechez del espacio, por la falta de aire.
Tal vez. Tomamos por ella una decisión errada y siempre tendremos la duda. Las culpas no
envejecen como las palabras. Se esconden primero y retoñan luego, intactas, punzantes y
No volvimos a jugar al diccionario, pero sí volviste a preguntarme por ella, por Dominga.
Al principio te decía, con el mismo dolor de la primera vez, que la gata se había muerto. Cada vez
la noticia te golpeaba con la misma fuerza y con el tiempo comprendí que a los dos nos hería muy
adentro esa historia. Aunque en cuestión de horas te olvidabas de la gata y de su muerte, pasabas
el resto del día con la cabeza abajo y el apetito cerrado. Tu mente lo dejaba ir, pero tu cuerpo
por la gata. Sin muchos detalles te respondía “Leo, la gata está bien, no te preocupes por ella”.
mañana juntos, la gata y tú”, “Estuvo ronroneando sobre tus piernas”, “Durmieron una siesta en tu
cama”, “Ya viene, la gata, estará cazando”. Te quedabas tranquilo, esperándola por un rato,
imaginando un recuerdo que no tenías de ese animal dulce y afilado. Después la olvidabas hasta
la siguiente vez.
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Comencé a créemelo yo también, que Dominga ya venía, que había salido a su ronda felina
o que se daba un baño de sol radiante. Miraba afuera y la presentía llegando de vuelta, caminado
en un prado abierto. Nos hizo bien la mentira. Esa y todas las que vinieron después. A veces, Leo,
el amor viene en forma de mentira. A veces es una decisión que el otro no puede tomar. A veces
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Ana se recuesta contra la puerta que acaba de cerrar. Atina a verificar que el seguro esté puesto y
se gira hacia el interior del cuarto, con el pecho agitado y un llanto a punto de reventar. Ve a Leo
pasado. Entonces ella sabe que no debe llorar. Hace un esfuerzo por regular su respiración. Piensa.
Piensa. Piensa en una explicación para el portazo. Trata de pensar muy rápido, pero solo puede
Ana sabe, presiente, que no debe contar la verdad. Tiene vergüenza. Tiene miedo de la ira
de su abuelo. Se imagina al gordo borracho acabando a puños a Leo. Duda, pero descarta la verdad.
“Todo bien”, es lo único que alcanza a decir Ana. Después finge una sonrisa que quiere ser
cómplice, que quiere ser el comienzo de una explicación. En seguida se le ocurre: “Salí al baño”.
Leo la mira sin decir nada por un momento que parece largo.
Ella regresa a la cama y se disculpa por haberlo despertado. Leo vuelve a acostarse, sin
responder nada. Ana siente cómo todavía el corazón bombea sangre a prisa por todo su cuerpo.
Intenta acostumbrarse a esa quietud, a la oscuridad parcial del cuarto, a la noche sin ruido dentro
encontrarla. Se imagina que la busca, desesperado, furioso, para golpearla, “malparida”. También
se imagina que ha muerto ahí, boca abajo sobre su propio peso. Espera con todas sus fuerzas que
simplemente se haya ido. Cierra los ojos para dormirse, pero todo en su cuerpo está alerta. Hay
ráfagas de movimiento que atraviesan el espacio oscuro detrás de sus ojos cerrados. Le cuesta un
trabajo enorme la quietud. Repasa una y otra vez la secuencia de acciones que la llevaron a estar
arrinconada contra ese muro. La primera pareja, los besos, la risa, la puerta que se cierra, “chao,
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muñeca”, las escaleras, la pista de baile, la gorda del fajo de billetes al otro lado de la barra, las
ventanas empañadas, el aire salado, las escaleras, el silencio, los golpes, otra vez el silencio, los
ojos del hombre mirándola desde la bruma de la borrachera, el olor anisado de su voz pegajosa, la
verga caliente, una risa burlona que sale de ese cuerpo grande y sudoroso, el instante en que ella
se gira y se zafa, el corredor inmenso, largo, imposible de atravesar, la puerta que se cierra. A cada
vez el corazón le brinca. Si cierra los ojos, ve los de él, negros y vidriosos. Vuelve a verlos. Siente
que la siguen, que estarán ahí cuando amanezca. Que la buscarán en la mañana y a la noche
siguiente. Escucha a su abuelo roncar de nuevo, dormido y tranquilo. Llora sin hacer ruido, pero
Pasa mucho tiempo. Ana no duerme. Escucha carros y buses en la carretera que pasa justo
al frente de la pensión; la música del primer piso que todavía retumba en todo el edificio; algunas
voces lejanas. Ya no tiene curiosidad. Solo quiere irse. Quiere que amanezca para irse. Quiere
nunca haber entrado a ese lugar putrefacto. Quiere poder dormir y roncar como Leo, inmune al
miedo y a la muerte.
Parece que pronto vendrá el día y borrará las borracheras de la noche, sus gritos, sus golpes.
Alguien bota muchas botellas en una caneca de basura afuera del edificio. De vez en cuando un
bus pasa a toda velocidad en la carretera y Ana piensa brevemente en el accidente de sus padres.
El sonido de una máquina pesada andando cuesta abajo sin control, un estallido repentino, el crujir
de las latas. Antes de cerrar los ojos, cree adivinar el resplandor de la mañana despuntando del otro
lado de la venta. Es un día que viene desde muy lejos, limpio, nuevo. Entonces, como si el
amanecer pudiera cubrirla con un aura protectora, Ana se entrega por fin a un sueño profundo. Cae
vencida, cierra sus ojos hinchados y suelta por fin todo el peso de su cuerpo sobre la cama.
134
**
Leo la despierta demasiado pronto. Hay que alistarse, buscar desayuno. Por fin van a salir
Después de buscar ropa limpia y una chuchilla de afeitar, el abuelo sale del cuarto con una
toalla al hombro, a buscar los baños al fondo del corredor. Ana se queda en la habitación. Pasan
doce minutos que le parecen demasiado largos. Está acorralada en ese cuarto del que ahora le
parece mejor nunca salir. Mira a su alrededor para encontrar un lugar donde esconderse, un objeto
con el cual defenderse. Sabe que no se defendería porque el miedo no la deja, pero igual busca.
Decide que no se dará una ducha. No caminará de nuevo, sola, por ese pasillo. Se lava las axilas y
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Teníamos la misma discusión muchas veces en un mismo día. No nos ocurría varias veces en el
transcurso de un mes o de una semana. No. Pasaba cuatro, cinco, seis veces en un día. Todos los
días. Vivíamos en un loop de sinsentido. Los episodios antes esporádicos que te desconectaban de
la rutina eran ahora la norma, y solo a veces teníamos acceso a ti mismo, a Leo, el abuelo, el
hombre inteligente que inventó una salida para cada trampa de la vida.
Teníamos que hacer esfuerzos titánicos por encontrarnos, tú y yo, en algún momento del
día, mirarnos a los ojos y esperar que durara el encuentro. Fue una época estruendosa. Las palabras
que antes se desvanecían ahora se multiplicaban y se repetían hasta perder el sentido. “El zapato,
el zapato, el zapato, el za pa to, e l z a p a t o, z a, p a, to, to, to”, “No más, nomás, n o m á s, no,
m, a, s, por favor, no más”, “¿quieres ir al parque?, el parque, Leo, allá, afuera, ¿no?”, “p a r q u
e, a f u e r a, Leo, por favor, dime algo, ¿me estás escuchando?” Y tú me mirabas desde el fondo
de tu cabeza, como queriendo responderme, como haciendo un esfuerzo por levantar la lengua, o
rodeando las palabras con un meneo sutil de los labios. A veces sonreías de vuelta. A veces me
tocabas el pelo en una caricia que yo siempre entendí como unas disculpas. A veces, casi nunca,
me respondías “sí”.
Vivíamos alrededor de las mismas frases una y otra vez: “Leo, ya almorzaste hoy, no comas
más”, “Leo, ya comiste dos veces. Deja el plato, ve a dormir”, “No es verdad, no tienes hambre,
acabas de comer”.
Comenzaba temprano, de mañana, y casi siempre era una continuación de la misma escena
136
—Leo. Ven, dame la mano.
—¿Puede llamar a mi esposa, Céline?. Ella sabe dónde está todo. Ella seguro sabe. Ella sabe.
—El pan.
—Ese es el pan.
Y salías de la cocina con el pan en la mano y dando un portazo que acababa de golpe con
la conversación. Yo volvía a lo mío, pero te escuchaba rondar en tu cuarto, como una bestia en
cautiverio, de la puerta a la ventana y de la venta a la puerta, una y otra vez, murmurando en voz
alta quejas y argumentos que se deshacían en sílabas incoherentes. Después venía una calma que
—Je cherche un bout de pain— y escarbabas a dos manos todos los cajones y las estanterías de la
cocina.
137
Me mirabas perplejo, intentando comprender quién era yo y por qué te estaba ofreciendo
un pan. Mirabas el piso, el desorden a tu alrededor, tu cuerpo un poco más gordo que hace unos
meses, tus manos dentro de los cajones. Entonces te levantabas despacio, te sacudías la ropa y te
alejabas hasta desparecer por la puerta de tu cuarto. Yo, traidora, mentirosa, no te llevaba el pan a
tu cuarto. Sabía que ahí adentro se te olvidaba el hambre y la obsesión se transformaba en algo
más, en buscar algún objeto que jamás tuvimos, en querer regresar a una casa, quién sabe cuál, en
llamar a Céline, en cansancio y finalmente en siesta. Sabía que te quejarías un rato, y sacudirías la
estallaba de pronto.
—¡Leo, sal de ahí.!. ¿Qué está pasando? Te vas a hacer daño. ¡No más!
—No, no sé. Si me necesitas, estoy trabajando aquí al lado. ¡No toques esos cajones!
entusiasmados, con un plan sencillo pero muy importante: conseguirte una bola pequeña recién
salida del horno. Pero antes de llegar ya querías regresar. Era un plan que no duraba, como todos
los demás.
—¿Por qué teníamos que salir? Hace frío, nos vamos a enfermar.
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Te encogías de hombros y me seguías como si la necesidad fuera mía. Te quejabas del frío,
de la contaminación, del ruido de la calle a la que cada vez estabas menos acostumbrado. Yo,
impaciente por regresar, te halaba de la mano hacia adelante, pasando por alto tus reclamos.
Regresábamos desencantados, con una bola de pan francés que no se parecía mucho al pan
francés. Nos sentábamos alrededor de la mesa, sin hablarnos, sin mirarnos. Yo partía la bola en
y veía la cocina iluminada únicamente por la luz de la nevera abierta. Un frasco rodaba por el piso
Yo me acercaba y te encontraba, casi siempre, intentando abrir con algo metálico el cajón de los
—¡Salte de ahí! ¡No más con esos cajones! ¡No toques esos cajones! Nunca. ¿Bueno? ¡Nunca! Te
vas a cortar.
—Ya, por favor, solo vete a dormir, ¿sí? Deja quieto eso y vete. ¡No más con ese cajón!¡Mierda!
—¡Si yo no estoy haciendo nada con los cajones! Yo no los cerré. Ahora el pan se va a podrir ahí
—¡Los cuchillos están en el cajón! ¡No más! ¡me estás volviendo loca! ¡Loca, carajo! ¡Te vas a tu
cuarto ya! ¡No hay pan ni cuchillos porque tú no sabes controlarte, porque te cortas y comes hasta
reventarte y yo tengo que vigilarte y no puedo salir de esta casa nunca! ¡Vivimos aquí encerrados
porque estás enfermo y no sabes ni dónde estás ni qué comiste ni si tienes ganas de ir al baño!
139
En medio de la madrugada, en esa cocina puesta de revés e iluminada solo por la luz de la
nevera, se nos acababan los pactos y los juegos. Tú te quedabas quieto, como hecho de un hielo
que se derrite, mirándome en silencio. Te llenabas de vergüenza y hacías un gesto torpe para
cuarto o al mío, o al baño, o a cualquiera de esos lugares oscuros de la casa que no reconocías en
medio de la noche.
Hacía revivir la culpa de las discusiones que terminaban en pelea. Te reprochaba tu terquedad, tu
gula, tu egoísmo, y a cada reclamo sentía como me trepaba por la cara un llanto incontenible,
hecho de rabias y frustraciones repetidas, pero sobre todo de culpa. Porque tú no sabías de tu
necesitar un trozo de pan, y yo te la quitaba de una bofetada. Que te largues viejo torpe, viejo
baboso, inútil. Que te vayas a tu cuarto donde no me estorbes y que hagas de tu existencia una cosa
insignificante y silenciosa que nunca se interponga en el camino de los que sí sabemos qué día es
hoy. Que te encierres y nunca salgas porque tu cuerpo pesa mucho y hueles a guardado y a orines
secos y repites todo el día las mismas palabras huecas. Que dejes de arrastrar los pies y de respirar
por la boca y de preguntar por la gata o por tu hijo o por tu esposa, se murieron todos. Y entonces
lloraba derrotada, sentada en el piso, con la cabeza escondida entre las rodillas. Lloraba por tu
enorme soledad y por la mía, por la tiranía de mi cordura, por el tiempo en que todavía podíamos
conversar, por todo lo que habías perdido en el naufragio de tu cabeza, por las preguntas que no
Lloraba hasta sentir tus pasos de regreso, tu sombra cruzando el corredor, acercándose a
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—¿Qué te pasó, muchacha?, ¿quién te está haciendo llorar?
141
Salen de la pensión y esperan al borde de la carretera a que salga el primer bus a la ciudad. Leo
extiende la mano a todos los carros que pasan, por si alguno decide llevarlos. Es muy de mañana
pero el calor ya comienza a llenarlo todo. Ana siente que la falta de sueño distorsiona lo que ve.
Todo lo que hacen le parece de pronto irrelevante. Intenta recordar por qué han llegado hasta ahí
y siente por primera vez con absoluta certeza que ese plan es ridículo. Bosteza. Leo la llama. Un
bus ha parado.
El bus es como los dos anteriores, grande, ruidoso, viejo. A la derecha, por la ventanilla se
pueden ver montañas alzándose a lo lejos. “Estamos cerca”, dice Leo, “esa de allá es la Sierra
nevada”, y señala con el dedo una cima verde cubierta por las nubes de la mañana.
Desayunan bolitas de yuca rellenas de queso que le compran a una vendedora que ha
trepado al bus anunciando: “Carimañolas, yuca frita, arepas, chicharrones, a la orden”. Están frías,
no parecen frescas, pero a Ana que nunca ha comido algo parecido le encantan. Las devora. Quiere
más. Compran un par más, Leo le regala la suya, sonríe cuando la ve comer así.
Después de comer, Ana siente todo el sueño de la noche en blanco cayéndole encima con
su peso invisible y poderoso. Mira a Leo, que lee su libro; a los demás pasajeros que se mecen
pacientes; la cabina de conducción; la vía que se alza delante del bus en marcha; la sierra cada vez
más grande tupida de árboles oscuros. El conductor del bus es un hombre moreno y pequeño que
lleva una camisa desabotonada y canta los vallenatos que suenan en la radio, sin tener ninguna
pena de su voz aguda. El aire fresco entre por las ventanas abiertas y se lleva de a pocos el olor a
chicharrones y yuca. Todo comienza a estar lejano y borroso en medio de la somnolencia. Ana se
recuesta contra el hombro de su abuelo y se queda dormida antes de que el vallenato que suena a
**
142
Leo despierta a Ana y corre con cuidado la cortina de la ventanilla del bus. Señala y dice muy
suave, “Mira, Ananá, ahí está, ese es el mar”. Ella no puede creerlo, se asoma para verlo. A lo
lejos, del otro lado de la carretera, se alza horizontal una franja gris que se funde con el cielo. Si
se le ve con cuidado es posible comprender que se mueve, que lleva visos de un azul muy oscuro
y se riza en ondas pequeñas pero extensas hasta desaparecer. Es el mar. Al alcance de los jos.
Parece imposible tenerlo tan cerca, verlo desde la ventana de un bus, sin mayor reverencia. Ana
lo mira un rato descifrando su magnitud y su simpleza. Después, hace un puente con sus manos
en el oído del abuelo y se acerca para decirle: “Cerremos la cortina. No lo miremos más. Que sea
una sorpresa cuando lo podamos tocar”. Leo entonces cubre la ventanilla. El mar queda oculto
detrás de la tela verde. Ana vuelve a recostarse contra el cuerpo robusto de su abuelo. Cierra los
ojos y piensa en esa franja de agua, corriendo a lo largo de la carretera. Mientras se adormece
imagina el punto en donde están en el mapa de carretera. Una ruta paralela al mar, por donde
corre una brisa tibia. A pesar de la contracorriente, han llegado hasta ahí.
143
El bus para. Han llegado a la ciudad. Esa es la parada más cercana al centro de convenciones
donde Ana y Leo concursarán con la colección. Al bajarse del bus, Ana pisa algo que alcanza a
curvar la suela de su sandalia. Se agacha y levanta el pie para descubrirlo: es una figurita de
plástico que pretende parecerse a un cubo de hielo. Desde hace un tiempo es posible conseguir
figuras como esa comprando una botella familiar de Coca cola. Se llaman hielocos. Muchos
niños en el colegio los coleccionaban y los intercambiaban hace meses, cuando todavía estaban
de moda. Se pueden meter al congelador y usar como hielo seco dentro del vaso de Coca cola.
Algunos alumbran en la oscuridad, algunos son de colores brillantes, y todos tienen tallada sobre
el plástico una cara divertida o loca, con ojos muy grandes y sonrisas repletas de dientes y con la
lengua afuera. Ana recoge el hieloco del piso y lo mira. Está sucio y en las esquinas el plástico se
ha rallado y ya no se ve traslúcido. Es obvio que lleva mucho tiempo desandando las calles. Está
trajinado y feo, pero aun así tiene el poder de los amuletos. Ana siente el impulso de buscar a
Leo para mostrárselo. Es una señal. Un nuevo amuleto justo a la entrada del concurso en el que
van a participar. Piensa que todavía pueden apuntar en la bitácora: “Amuleto para ganar el
primer lugar (hieloco azul): julio 2, 1998, encontrado frente al centro de convenciones del
la colección, pero idea de pronto pierde todo el poder que hace un instante tenía. Es una cosa de
niños. Un pedazo de plástico. Ana toma una bocanada de aire y guarda el hieloco en su bolsillo,
tal vez para después. Del otro lado del bus ve a su abuelo sonriente, descargado las cajas con la
Caminan un par de cuadras, preguntando a cada esquina por el lugar a donde van. Cuando
lo encuentran, entran al edificio y un chorro de aire acondicionado los refresca de inmediato. Hay
144
tres pisos con salas pequeñas y un salón central donde está la mesa de registro y un aviso que da
se conocieran de hace mucho tiempo. Uno lleva un carrito cargado de cajas herméticas donde tiene
su colección; otro usa guantes de látex para desempacar objetos que vienen dentro de bolsas
minúsculas, idénticas, marcadas con números. Ana y Leo se acercan tímidos a la mesa de registro.
Llevan en los brazos las cajas de cartón con los amuletos. Una mujer amable en exceso les pide
aseguradora, categoría. Deben preguntarle varias veces a la mujer cómo llenar las preguntas
detalladas y las casillas con opciones. Con su asesoría determinan que la de amuletos está en la
Leo firma sobre una línea que estipula que su colección no está asegurada y que él es responsable
por cualquier pérdida o daño de los ejemplares. Cuando termina de revisar el papeleo, la mujer les
dice que todo está listo y les pide pagar la cuota de registro para participantes. Ana y Leo se miran.
No dicen nada, pero está claro que intentan comprender qué cuota es esa. Entonces Leo retrocede
un poco y se gira para abrir su billetera. Ana se acerca y le pregunta casi en susurro “¿sí nos
alcanza?”. Leo sonríe, está incómodo, pero sonríe. “Claro que alcanza, Ananá, tú no te preocupes”.
Por supuesto que Ana se preocupa, por supuesto que no le cree a su abuelo. Quisiera saber
exactamente cuánta plata les queda y cómo tendrán que gastarla. Tiene pena de regresar a la mesa
donde la mujer ha comprendido que no contaban con ese gasto y que además un precio nimio como
ese es un tremendo desbalance para ellos dos. Deja que Leo se acerque otra vez a la mesa y haga
Terminan el registro y la mujer los guía hasta una sala del segundo piso que tiene un letrero
en la entrada que marca: colecciones amateur. Tienen asignada una mesa pequeña, dos sillas y tres
145
muebles de repisa con iluminación interna y puertas de vidrio. También les dan escarapelas recién
impresas con sus nombres: Ana Chevallier, expositor; Léopold Chevallier, expositor concursante.
Todo en la convención tiene un aura limpia y oficial que hace sentir a Ana segura y fuera de lugar
a la vez. Cuando la mujer deja el cuarto, Leo mira a Ana y le extiende la palma de su mano para
que la choque. “Chócalas, Ana, estamos aquí”, le dice con ese español suyo al que le suenan raras
las palabras locales. Una vez más sellan un pacto de complicidad con los ojos y un entusiasmo
Sacan con cuidado los amuletos de las cajas. Los desempacan y los limpian. Ana encuentra
una bolsita pequeña en donde antes de salir metieron todas las orejas, colas y accesorios
removibles. Busca a los dueños de las partes y los completa con cariño.
En las repisas iluminadas, detrás de las puertas de vidrio, los animalitos se ven
espléndidos. Parece que han crecido, sus colores brillan con fuerza y sus imperfecciones se
exhiben como heridas de guerra que cuentan una historia fascinante. Ana está satisfecha de haber
llegado ahí. Tiene la sospecha de que la vida por lo pronto puede ser un poco más ligera.
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Fui comprendiendo que la repetición no es solamente un síntoma, es un refugio. Un mecanismo
para sobrellevar la pérdida de todo lo conocido. Porque perder la memoria no significa solo dejar
ir recuerdos, sino abandonar también el sentido de la continuidad y la familiaridad con los objetos
y los olores y los sonidos. Todo lo que antes era ruido de fondo es ahora nuevo, desconocido,
aterrador. El agua, el frío, la oscuridad, el tic tac del reloj, mi voz tranquila y enervada, el sabor de
la sal, las letras en los libros, los ladridos, los megáfonos, las ambulancias, el olor del café, la llama
de una vela, la ropa, la piel que se roza contra cosas conocidas, la humedad de la boca, los labios
partidos, el interior gelatinoso del cuerpo. Todo es ajeno. Las funciones del cuerpo se desintegran
saber si el estómago tiene hambre o está a punto de reventar; y no sabes si quieres ir al baño y
entonces vas, te quedas ahí una hora, mirando los baldosines del piso, y cuando sales te sientas en
en esas conversaciones siempre iguales, siempre una detrás de la otra, no eran mis respuestas, ni
descubrir el escondite del pan, sino sentir que iniciabas un acto de comunicación, de contacto con
el entorno. Que recordabas la palabra “pan” y que esa era tu casa, y tú un ser humano que necesita
visitado. Yo, en esos momentos, no era un interlocutor, sino un ancla. Me convertí en cómplice de
esa urgente necesidad de construir normalidad. Estaba ahí, esperando para ser un faro, para
corroborar tu existencia, tu hambre, tu cuerpo, tu tener la razón aunque ya nunca la tuvieras. Entre
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un mundo fragmentado, donde los días se miraban al espejo en un abismo de otros días,
El material del que está hecho el vínculo que nos une se fue transformando. Aprendimos a
comunicarnos más allá de la elocuencia, a construir sobre arena movediza una relación sin
fuerte que la coherencia y la reciprocidad. Hasta entonces, me di cuenta, pensaba que la humanidad
reside en el lenguaje compartido y los recuerdos comunes, pero va más allá. Tuvimos que
reinventarnos como nunca para habitar uno de esos mundos inverosímiles que tantas veces nos
habíamos imaginado.
sillón de la sala con una espátula en la mano. O en medio de una caminata, después de días de
hablar apenas, veías una grúa cargada y me decías con emoción de niño, “¡Mira, una carra
preñada!”. O contabas sin pausa los dedos de tus manos, uno, dos, tres, ocho, nueve, diez, y al
terminar volvías a comenzar, uno, dos, tres, hasta olvidar también los números. O en plena hora
del baño te agarrabas con orgullo la barriga y decías “todo un marinero, señores, todo un
Para navegar en ese mundo entrópico desaprendí las expectativas y el orden y la idea de
futuro. Desaprendí, con todos los esfuerzos de los que soy capaz, el amor que se nombra, que
reconoce rostros y agradece. Nada de eso nos pertenecía, pero era posible un instante de remanso
en tus brazos, una carcajada sincera, un beso de buenas noches. De eso vivíamos. Un día a la vez.
Repetías un ciclo de sílabas prehistóricas “ma” “ma” “ma” “ma” “ma” acompañadas de
movimientos obsesivos, golpecitos de los dedos contra la mesa, cabeceos verticales y después
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horizontales, pasos en el aire. Repetíamos las conversaciones, las preguntas, los recorridos en el
parque y en la casa. Repetíamos tanto que yo misma dudaba de lo que ya habíamos hecho, de la
fecha, de las citas futuras en el hospital, de las entregas de mi trabajo, del lugar del pan, del sentido
de las palabras. Za, pa, to. Dudaba del tiempo que seguía pasando afuera del apartamento, de mi
capacidad para sostener una conversación normal, de la solidez de los objetos, del pasado cada vez
más blando, de la luz del día demasiado brillante para nuestros ojos oxidados.
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Una vez instalada la colección, Leo propone bajar al primer piso para desayunar. Encuentran café,
frutas, una barra con panes calientes, todo está cubierto por la convención y a nadie parece
importarle si comen de más. Desayunan dos veces y se deciden a explorar las diferentes salas de
exhibición. “Es una colección de colecciones”, dice Leo divertido con su propia ocurrencia.
concluye Leo, “no hay chance de ganar con algo tan predecible”. Pero pronto descubren que hay
más: una gran familia de teteras, redondas, frágiles o pesadas, de todos los colores. Cientos de
discos de acetato con portadas originales impresas en los años cincuenta y sesenta, caras de
hombres vestidos de gala que agarran el micrófono con expresión grave, grupos de gringos que
llevan gafas de sol de colores pastel y bandanas en la cabeza, uno de Bob Marley con sus
dreadlocks volando al aire. Ana se siente orgullosa de reconocerlo al menos a él. También hay una
sala completa con muñecas Barbie. Leo pierde el interés pronto, pero Ana se queda para ver en
detalle esa exhibición. Mira, ahora con distancia, ese juguete que tantas veces quiso tener y que
por supuesto no tuvo. Le parece que su abuelo tenía razón, no hay nada interesante en esa figura
plástica de cuerpo rígido, y sin embargo, todavía le despierta un deseo que no puede explicar y que
sobre todo no quiere admitir. Puede ser la ropa con sus detalles perfectos, abrigos, faldas, trajes
para todas las profesiones, zapatos hechos a la medida de sus pies muy pequeños; pueden ser todas
las cosas que la rodean, un carro descapotable, una casa poblada de objetos rosados, un hombre
fuerte y sonriente que no la contradice ni le hace preguntas, al que nunca le crecerá una barriga y
que está dispuesto a vivir en la casa rosada; tal vez es ella misma, su cara imperturbable, siempre
maquillada, su talle diminuto, sus manos con dedos largos, su pelo rubio y parejo. Puede ser, sobre
todo, esa vida simple donde no hay lugar para preguntas. Barbie parece siempre estar en control.
Mejor todavía, parece no necesitar el control de nada. No tiene que tomar ninguna decisión porque
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vive una vida hecha a la medida. Ana se dice que esa vida ha de ser aburrida y vacía, pero la quiere,
y entonces la mira sin pudor, la ve cambiar en el tiempo: pasa de ser un ama de casa con blusas de
mangas bombachas a una mujer que usa un bikini diminuto; tiene a veces un peinado abombado y
crespo y usa trusas de lycra de colores chillones, como si fuera una instructora de aeróbicos; se
hace profesional y entonces es dentista, veterinaria, profesora, surfista, incluso abogada; hay
también una barbie embarazada que puede parir a su bebé directamente desde una barriga
removible, un caparazón de plástico que se quita y se pone a conveniencia. Es una princesa, una
madre, una jueza de la república, una mujer libre que maneja su propio carro convertible. Barbie
nunca es empleada del servicio, ni guerrillera. Mira por última vez a todas esas muñecas que son
muchas veces la misma, que no entenderían los niveles de complejidad que puede alcanzar la vida
más impresionantes están enmarcados en cuadros que cuelgan de una pared estrecha: Sofía Loren,
Bill Clinton, ese presidente de pelo blanco que hace poco estuvo en todos los noticieros por un
escándalo con su amante, Bon Jovi, Madonna, Gabriel García Márquez. Los otros autógrafos, las
menos importantes están en un álbum de páginas plastificadas. El hombre le señala al abuelo los
garabatos y se larga a contarle una tras otra las historias de esas firmas. Se nota que ha repetido
En esa misma sala hay una colección de animales de cristal. El coleccionista es un tipo
flaco y parco que fuma en silencio y no se acerca a Ana cuando ella se inclina para ver las vitrinas.
Hay una tortuga, dos cisnes que se besan, un oso panda, un pavo real de cristal verde, una mariposa,
un gato de ojos brillantes, un búho. Hay más todavía. Muchísimos animales de cristal con
incrustaciones que parecen piedras preciosas, pero Ana no se queda para verlos. Atraviesa un
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corredor pequeño que conecta esa sala con la siguiente y se encuentra de frente con un circuito
ferroviario a escala que la deja perpleja. En las paredes hay dibujadas montañas y valles amarillos,
un cielo de un azul casi irreal con nubes un poco cuadradas. En el cuarto el paisaje cobra vida en
varias mesas sobre las que crecen colinas, sembradíos y casitas de madera y cerámica. Toda esa
geografía está atravesada por líneas de tren. Las locomotoras avanzan en perfecta sincronía, sin
tocarse una a otras. Cuando un tren cruza el puente, otro entra en el túnel y un tercero se detiene
en la estación de cerámica donde hay personajes rígidos con maletas, un reloj y luces de bombillos
diminutos que se prenden desde adentro e iluminan el lugar. Vistos con detenimiento ese grupo de
pueblos atravesados por la vía férrea está lleno de habitantes pequeños, niños y adultos que visten
abrigos, perros, postes de luz con flores, casetas de venta de tabaco. Los mismos vagones tienen
adentro sillas de terciopelo y lámparas que funcionan. Ana sabe que la maqueta se parece a Europa
porque las personas son elegantes y casi podría adivinar que es invierno. También porque en
Colombia los trenes fueron un proyecto caduco y ahora las carrileras abandonadas solo sirven de
referencia para los que viven en la selva y en el campo, son venas oxidadas devoradas por la maleza
En una pared de la sala hay colgadas cajas de vidrio con modelos a escala de trenes
famosos. “Este es el transiberiano”, dice el coleccionista cuando Ana se acerca a verlo. “Viaja
desde Moscú hasta Pekín”. El que le habla es un hombre regordete, rígido pero dulce, que viste
pantalones de pana y tirantes. Todo ese ensamblaje se mueve gracias a un circuito eléctrico que él
mismo diseñó. Tiene un control que permite poner en marcha las máquinas y un cuaderno donde
apunta cómo hacer cada una de las conexiones de la maqueta. Ana mira con fascinación ese mundo
que es producto de la paciencia y la minucia, y tal vez también de una soledad inmensa que el
hombre ocupa con vagoncitos y cables de colores. Piensa en esa y en todas las colecciones. En las
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personas que viajaron desde lejos para poner en estantes sus obsesiones más íntimas. Las
diferente al real. Son maquetas del universo, pero sin entropía, sin desastres naturales ni muertes
repentinas. Tienen sus propios sistemas y leyes, y al mirarlas parece posible el dominio total, la
tranquilidad. Todo marcha. Cada cosa tiene un lugar, cada tren una vía y un horario y una estación
de llegada.
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El médico que monitoreaba tu deterioro mencionaba con frecuencia la red de apoyo de cuidadores
y familiares a tu alrededor, la importancia de encontrar espacios fuera de la rutina del paciente para
Cuando le dije, durante una consulta, que yo era toda la red de apoyo, que nuestra familia
éramos tú y yo, y siempre nos las habíamos arreglado así, se quedó perplejo. Me miró con
desconcierto y me recordó que al paciente no hay que dejarlo solo en ningún momento. “Él no está
solo, doctor, yo siempre estoy con él. Trabajo a distancia escribiendo para una productora
extranjera, casi nunca tengo que salir, y cuando es necesario, me lo llevo a donde vaya: al
película. La gente es muy amable cuando ven que está así, y a él le hacen bien las salidas”. Se
tardó unos minutos en asimilar que vivíamos en un encierro cada vez más sofocante. Cuando me
habló de buscar apoyo, le expliqué cortándole la palabra que conocía las alternativas. La plata no
nos alcanzaba para pagar un enfermero geriátrico, y dejarte en un asilo público tampoco era una
opción para nosotros, no para mí. Ya sabíamos que la situación siempre empeora, y qué le íbamos
a hacer, ajustarnos, como siempre, hacer lo necesario, ir en bus al hospital, salir a caminar cuando
hiciera buen tiempo y tomar ventaja de los buenos días para sobrevivir a los malos. El médico se
Para combatir el aislamiento yo había descubierto una ventana de escape que se acomodaba a todas
nuestras necesidades. Simultánea a la nuestra, vivía una vida en internet. Volcaba toda mi energía
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explicar por qué no necesitaba del contacto con otras personas, y sentí tristeza. Me hice pequeña
en esa silla y pude ver mi vida insignificante dentro del apartamento que ya casi nunca dejábamos.
Había renunciado a la idea de mantener cualquier relación que me exigiera dejar la casa. Conocía
los riesgos agigantados del agua hirviendo, la estufa prendida, todos los filos que cortan, la ventana
abierta, así que no volví a salir y me hice adicta, visitante frecuente de una serie de realidades
virtuales en las que me sentía más cómoda que en el mundo de afuera donde hay médicos que
juzgan el aislamiento y la soledad. Invitar a personas de ese mundo a la casa tampoco era una
opción. Me apenaba el olor rancio en el que vivíamos, a orines y a col hervida y a vinagre; las
manchas del tapete y del sofá, y tu cuerpo giboso vestido con sudaderas y pijamas.
En internet, en cambio, esa realidad palpable se anulaba. Todo era control y evasión. Devoraba
series de televisión buenas y malas, comedias de guiones flojos con risas de fondo, thrillers
nunca hacía realidad, pero que me hacían sentir capaz; reseñas de libros que no leía; recetas que
archivaba para después; fotos y videos de personas que alguna vez conocí y ahora tenían hijos o
viajaban por el mundo o posaban frente al espejo de un baño. La pornografía me aburrió muy
rápido y no supe encontrar en línea un buen sustituto para el sexo. Siempre encontraba las mismas
escenas forzadas con hombres sin cara y mujeres que gritan nomás al contacto con un pene. Me
costaba creerles, encontrar en esa experiencia algo que me diera curiosidad. Eso y la comida fueron
tal vez las únicas dos cosas que no pude reemplazar. Pero las fui aplazando, minimizando. Me
acostumbré a comer casi siempre lo mismo, papillas y arroces y cenas blandas, y a no tocar a otros
ni querer sus cuerpos firmes y blandos en los lugares indicados, con la piel caliente y la saliva
dulce. Hice con mis ganas una bolita de papel que podía apretar en mi vientre hasta sentir que
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Chateaba esporádicamente con personas cuyos nombres reales nunca conocí. CHEETAH002.
ese contacto distante pero honesto. No hay voz, no hay imagen, solo palabras escritas en una
pantalla. A ellos les contaba de tus paseos errantes y de mis noches insomnes y de las visitas al
Ramona había estado hospitalizada por anorexia nerviosa varias veces y ahora se mantenía
otra vez. Quería con muchas ganas tener una vida social donde no hubiera comida de por medio,
y solo en internet lo conseguía. Contaba las calorías y las libras, y siempre que hablábamos me
daba un reporte del peso exacto de lo que había comido desde nuestra última conversación. Vivía
con su mamá en un apartamento con balcón en Quito. Varias veces había pensado en saltar, pero
la idea de su mamá descubriendo su cuerpo con poca carne aplastado contra el pavimento, la
detenía.
El capitán era un hombre que se aburría eternidades desde que su esposa lo había dejado.
Tampoco le hacía mucha falta ella, o eso me decía. Solo se aburría. Iba a su trabajo, un trabajo que
odiaba, y regresaba a su casa para pedir un domicilio y mirar la pantalla hasta caer vencido por el
sueño. Antes, su esposa lo impulsaba a hacer cosas o le daba motivos para pelear. Él solo quería
dormir y repetir su rutina y tener una vida mediocre que nunca le exigiera tener más plata o
volverse más inteligente o comprometerse a cuidar de otros. Ahora que estaba divorciado tenía
todo el tiempo del mundo para perder, todo su sueldo para gastar en pollo asado y propinas para
performers de striptease online. A él sí que le gustaba la pornografía. Se obsesionaba con las chicas
que se quitaban la ropa frente a la web cam, pero nunca tenía sexo cuerpo a cuerpo porque cada
vez le producía más angustia y menos placer. Le gustaba así, a través de la pantalla, sin olor, sin
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tener que considerar las necesidades de otro, sin todos los riesgos humanos que implican mostrarse
terminar el colegio. Hablar con ella era refrescante porque todo lo que le pasaba venía cargado de
un peso dramático que solo los adolescentes pueden ver. La vida, toda, era siempre en serio,
siempre trascendental. Me ayudaba a ver en perspectiva mis propias luchas. Mis problemas
también eran relativos ahora que no me quedaba toda la vida por delante, sino solo un pedazo;
ahora que no me atormentaba un amor galopante; ahora que el acné había dejado de preocuparme
Yo era Usuario86. Elegí un nombre genérico, más bien masculino, para no recibir tantas
fotos de vergas e invitaciones trilladas a tener sexo virtual. Me costó, como en la vida física,
depurar las voces de esas salas infinitas donde todos hablan y nadie escucha. Llegué a estos tres
amigos y dejé de buscar. No hablábamos todos los días, pero su presencia me ayudaba a sobrellevar
el aislamiento. Cuando algo nos sucedía, algo risible o doloroso o común, pensaba en ellos y en
cómo les iba a contar. También a veces me preguntaba por sus días. Me imaginaba el balcón de
Ramona, en un décimo piso, con vista a la ciudad montañosa de otro país, muy parecido al nuestro,
pero diferente.
Nunca me uní a un grupo de apoyo de cuidadores de pacientes con alzheimer. Los hay,
también en internet, pero no quería pasar otra jornada escuchando historias similares a la mía para
sentirme menos única y desesperada. Miraba a veces, sobre todo al principio videos caseros o
documentales completos sobre la enfermedad que me estremecían hasta los huesos pero también
me sacudían de risa, sin que hubiera punto medio entre el terror y la carcajada.
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1: Frente a la cámara una nieta y su abuela se presentan. “Yo soy Carmen”, dice la mujer
joven. Tiene unos veinticinco años. “¿Quién eres tú, abuela?, pregunta Carmen y mira a la vieja
que de pronto enrojece. La sonrisa con la que antes posaba, se le borra de un jalón. Mira a su nieta
confundida. “…Pues yo soy, soy… Abuela”, dice finalmente. “Pues, muy bien, Abuela”, la felicita
Carmen. “Ahora, vamos a hacer una prueba”, continúa la nieta. La anciana asiente y entonces
Carmen le muestra unas gafas de sol. “¿Qué es esto, Abuela, dígame?”. La abuela se ríe y responde
con soltura, “pues es un pie”. “¡No, abuela, no! Un pie es esto”, y el pie de Carmen aparece en
medio de la pantalla. “Ah, sí, un pie”, señala la vieja y mira a su nieta con ojos de niña. Carmen
insiste con las gafas “¿Qué es esto entonces?”, y la abuela duda un momento. Toma las gafas y las
mira con detenimiento. Finalmente dice, a punto de reventar de risa: “¡es una chupeta!”. Carmen,
que se divierte con las ocurrencias de Abuela, abre las patas de las gafas y se las pone a la anciana.
Abuela de pronto se ve como un extraterrestre: tiene puesto un saquito de lana pálido, sobre todas
las arrugas del mundo y ahora lleva un par de gafas psicodélicas. Carmen le acerca un espejo y la
abuela ve la imagen de una mujer demasiado vieja para llevar esos lentes azulados. Tal vez no
sabe que esa vieja es ella, que eso es un espejo, que tiene puestas unas gafas de sol, que cientos de
personas la pueden ver en internet adivinando sin éxito el nombre de un objeto sencillo. No le
importa. Suelta el torrente de risa que había contenido hasta entonces. Carmen y su abuela se ríen.
Se abrazan.
2: Un hombre no tan viejo es entrevistado por su hija. La hija nunca aparece en el video
porque está detrás de la cámara. Han comenzado a grabar porque el hombre quiere ser entrevistado.
“Ya está”, dice ella, “te estoy entrevistando, ¿de qué quieres hablar?”. El hombre hace silencio,
mira a su hija detrás de la cámara. Entonces ella se anima y le pregunta “¿cómo es la vida con
demencia?”. Él, sin pensar mucho responde: “Una mierda”. “La vida con demencia es no tener
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memoria. Se te olvidan las cosas”. Hace una pausa dramática y suelta: “Se te olvida cómo es la
vida con demencia”. Los dos se ríen como urracas. Es una risa que sigue después de que el video
se corta.
personas con Alzheimer. Les preguntan, primero, cuál es uno de sus primeros recuerdos. “Debía
tener dos o tres años”, “estaba lloviendo”, “estoy frente al espejo, usando los zapatos altos de mi
mamá”, “el primer día de clases, mis libros pesaban mucho”, “le di un beso a ese niño”. Luego,
cuál en uno de sus recuerdos más recientes. Todos titubean. Una mujer cierra los ojos, levanta las
cejas y sonríe antes de negar con la cabeza: “No sé”. Un hombre comienza una frase: “Bueno, esta
mañana, antes de venir aquí, fui a… ¿A dónde fui esta mañana?... ¿qué hice hoy?, ¿qué estaba
haciendo antes de venir aquí?” Mira a su alrededor y comprende, “No vine aquí, ¡ustedes vinieron,
esta es mi casa!”. Se cubre la cara con las dos manos. Cuando les preguntan qué cosa no quisieran
olvidar nunca, todos mencionan a su familia: “Mis hijos, sobre todo el mayor, ¿cómo se llama?”,
“Mi esposa”. El hombre que antes no reconoció su casa dice: “A mi perro, Chuck, aunque ya está
muerto”.
Noche a noche, frente al computador, fui explorando la marea que se metía debajo de
nuestra puerta y ocupaba todo el centro de nuestro silencio. Supe de experimentos, estudios,
tratamientos nunca ensayados, promesas médicas y suposiciones a futuro -un futuro que ya no nos
tocaría; de personas brillantes que ahora pasaban el día llenando un babero de saliva, de familias
que renunciaron y parejas que nunca se amaron tanto como en la última fase de una demencia
común; de algunos que encontraron alivio y ligereza soltando el bulto obeso de su pasado. Supe
que lo último que se olvida es la música y que la infancia está anclada en un lugar recóndito pero
imperdible del cerebro; que la memoria es narrativa y está urdida de historias que necesitamos
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contarnos una y otra vez para no bascular del lado oscuro de la mente, porque parece que somos
animales sociales o animales de costumbre, pero ante todo somos animales narrativos: una especie
que como a todas las personas que hablaban en esos videos, nos llegaría el turno. También supe
de asociaciones, grupos de apoyo, comunidades enteras que se han radicado en algún rincón
tranquilo para acompañar a sus dementes a vivir lo que les queda de vida, miles de espacios a los
que nunca fuimos. Leí las descripciones de esos lugares y supe también que no eran una opción
para nosotros. Tú y yo, Ana y Leo, uno y dos, y basta. Muy pocos personajes para habitar una
historia que valga la pena contar. Desde que puedo recordarla siempre fue así la vida: una
constelación brevísima, de dos puntos nada más. Dos. Suficiente para no estar nunca solos, para
llevar de una generación a otra el fuego de la humanidad, para guardar secretos y reventar de risa,
para llenar una casa enorme y una casa pequeña, para perder la paciencia y hacer después las paces,
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Después de un par de horas han recorrido y curioseado la exhibición completa. Guitarras,
marionetas, posters de películas, insectos crucificados con alfileres, figuras de Star Wars, carros
Casi todas esas cosas son simplemente una acumulación de objetos que significan muy
poco para Ana. Vienen de épocas en las que ella no había nacido o le producen una sensación
ligeramente perturbadora. Los insectos, por ejemplo, parecen a punto de ponerse en movimiento,
atrapados detrás del vidrio. Ana puede ver que tienen pelitos finísimos en las patas y ojos
tornasolados que la miran directo. Avanza a la siguiente sala y se entretiene pasando páginas de
un libro gigante hecho de afiches cinematográficos. No ha visto ninguna de esas películas y se las
imagina todas aburridas. Un hombre que lleva un smoking mira directo a la cámara, en una mano
sostiene una pistola y en la otra una copa en la que flota una aceituna. “Agent 007”, marca el
afiche. El mismo hombre con el mismo smoking aparece dibujado en la siguiente página. Una
mujer vestida de gala, con piernas larguísimas y ojos sensuales lo abraza por detrás. “James Bond
007 in Octopussy”. Hay varias páginas con el mismo tipo, muchas mujeres o partes de mujeres
decoran el fondo de los afiches, también hay hombres malos, morenos o árabes, con los que
seguramente el protagonista luchará a muerte en la película. Muchos de los posters retratan escenas
románticas y apasionadas. Parejas a punto de besarse o mirándose con deseo. “Gone with the
wind”, “La la”, “Casablanca”, “The big Heat”. Para Ana todas parecen aburridas, arcaicas, excepto
una, la única que ha visto: “Titanic”. Es una de las últimas páginas del gran libro, porque es una
de las más recientes películas. Ana repasa esa imagen que ya ha visto muchas veces. Leonardo
DiCaprio abraza a Kate Winslet desde atrás, tomándola apenas por la cintura, mientras ella abre
los brazos a la inmensidad en la proa del Titanic. Le parece perfecta, romántica, dramática,
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inspiradora. Quiere volver a ver las cuatro horas enteras del film, cantar My heart will go on al
unísono con Céline Dion, aunque no comprenda del todo la letra de esa canción en inglés. Ha
comprado completa esa historia de amor y despecho, se imagina que así se siente estar enamorada,
dejarlo todo, huir de la primera clase para bailar y emborracharse con un hombre sensible pero
fuerte que sabe un poco más de todo que ella. No alcanza a predecir que sus propias historias de
amor serán más mundanas, que a veces no sabrá distinguir el amor de la simple confianza o la
comodidad, que querrá quedarse en una relación por negligencia, solo para no tener que volver a
construir un vínculo de intimidad con alguien nuevo, que no siempre serán hombres los que la
harán querer dejarlo todo y huir, que el amor de las mujeres será para ella más visceral y cómplice
que el de los hombres, y que las historias más emocionantes de su vida poco o nada tendrán que
Leo se acerca a Ana y le pide permiso para buscar un afiche. Pasa las páginas hacia atrás y
se detiene para señalarle la imagen de tres hombres con sombrero: “The Good, The Bad, The
Uguly”. A Ana nada en esa imagen le parece interesante, pero Leo le dice, “Ese de la derecha es
Clint Eastwood, el amor platónico de tu mamá”. Ana, ahora intrigada, lo mira de cerca. Intenta
verlo guapo, pero solo puede ver a un tipo más bien arrugado, vestido de vaquero. Pasa las páginas
y lo encuentra de nuevo, siempre usando sombrero y una especie de poncho que le cubre los
hombros. Fuma y frunce el ceño, como si algo muy grave estuviera sucediendo. Es feo ese Clint
Eastwood que le gustaba a su mamá. Tal vez no le gusta a Ana porque no la tuvo a ella para
enseñarle, para mostrarle el encanto de los hombres peludos y bárbaros. Tuvo que aprender de sus
amigas y de los musicales animados a querer las caras afeminadas de los príncipes. Se dice que
quizá algún día, cuando sea una mujer adulta, aprenderá a comprender el encanto de ese ceño
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Así pasan el día, andando sin prisa sobre pasos que ya dieron. Almuerzan en la misma sala
donde en la mañana hubo desayuno. Otra vez la comida está cubierta en el precio de inscripción y
Ana se siente por fin en vacaciones cuando ve el buffet abierto con posibilidad de repetir todas las
veces que quiera. Comen hasta saciarse. Prueban todos los postres. Toman café. Guardan para más
tarde un par de jugos tropicales de caja y un paquete de galletas wafer que se harán polvo.
**
objetos, pero tienen un vínculo potente que los vuelve colección: todos les han traído buena suerte
y los han protegido del infortunio, todos han llegado a sus vidas sin ser buscados para unirse a esa
sociedad secreta de objetos guardianes. A los curiosos les gusta leer la bitácora donde aparecen los
detalles de cada amuleto y luego buscar las figuras que corresponden al texto en las repisas de la
exhibición. Los menos populares resultan ser el troll, amuleto contra el tedio; un pececito de boca
imantada que alguna vez hizo parte de un juego de pesca al que se le daba cuerda manualmente, y
que terminó de amuleto contra el instinto de rebaño; y el amuleto de los buenos modales, un
dinosaurio color curuba que usa pañal y camiseta amarilla, tal y como el personaje de Dinosaurs,
una serie gringa que dejaron de pasar en televisión nacional hace años. Ha de ser que son feos,
disparejos, que solo parecen un juguete pasado de moda. Pero ahora son mucho más que juguetes,
mucho más que ellos mismos y su forma aparente. Son un guiño del cosmos para Leo y Ana, una
señal que prueba que hay algo afuera que lo contiene todo, que el mundo frágil de los cuerpos se
sustenta en algo que no se puede ver, pero que se presiente a cada coincidencia. Justamente eso
son los amuletos, una prueba pequeña de que las casualidades no existen. Están ahí para quién
tiene la intuición suficiente de adivinarlos y acogerlos. Eso intenta explicarle Ana a un niño, tal
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vez demasiado pequeño para comprender, que se ha plantado frente a su puesto y no deja de
preguntarle.
—Ah.
—Meeko trae suerte si te vas de camping. No te roban ni te pasa nada malo. Tampoco
llueve.
—Más o menos. Todos los amuletos son el ángel de la guarda, pero no tienen nada que ver
—Ah, ya.
El niño habla como las personas de la costa. Llena de aire el final de las palabras. Parece
confundido, pero sobre todo celoso de que sus santos no sean mapaches o extraterrestres. Mira las
vitrinas haciendo un esfuerzo por conciliar su fascinación y sus ganas de comprender cómo es que
esos muñequitos, tan pequeños y parecidos a los juguetes, son ángeles de la guarda que no trabajan
para dios.
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Después de un rato al niño se le olvida todo eso tan complicado de los amuletos, o
simplemente se aburre, y se va. Ana se queda en el puesto, actuando su rol de expositora afuera,
pero dudando adentro, pensando que quizá no hay tal cosa como los poderes de los amuletos, que
Está en medio de esa duda larga de desentrañar cuando ve entrar a la sala un grupo de tres
hombres y una mujer con cara de ser los dueños del lugar. Llevan agendas de cuero donde toman
notas de todo lo que ven. Son los miembros del jurado, que recorren la exhibición anotando
puntajes secretos. Justo unos segundos después de ellos, entra Leo a la sala, un poco apurado. Se
acomoda junto a las repisas, al lado de Ana. Estira su camisa y se peina con la mano. El jurado
avanza en silencio escaneando todas las vitrinas. Cuando se acercan a ellos, Leo les extiende la
mano y les ofrece una sonrisa amplia. Ana apenas los mira a los ojos. Busca qué hacer con sus
manos y decide llevárselas a los bolsillos. Entonces lo siente: el hieloco se ha quedado ahí todo el
día. Lo olvidó y ya no hay cómo incluirlo en el inventario. Algo le dice que su falta de fe los hará
fallar, que debería estar ahí ese nuevo amuleto para completar la colección. Leo no sabe, ni los
señores del jurado. Solo ella, pero eso basta. Sabe que no creyó, era su última prueba y no creyó.
Solo uno de los hombres del jurado se detiene en la bitácora. La hojea y apunta en su
agenda algunos garabatos. Los otros se van demasiado rápido. Ana piensa que en ese corto tiempo
no habrán podido comprender de qué va su colección. Salen y la sala vuelve a llenarse lentamente
**
Casi una hora más tarde la recepcionista de la mañana pasa, sala a sala, buscando a los expositores
para la premiación. Todos bajan al salón central del primer piso. Sobre la mesa de registro ahora
hay copas de vino. Pronto aparece otra mujer, una que también habla como el niño y como todas
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las personas de esa región. Se acomoda detrás de un micrófono y a través de unas gafas pesadas
lee un discurso que Ana le parece demasiado largo. Agradece a instituciones y patrocinadores,
pero sobre todo a quienes hicieron un esfuerzo por estar ahí esa tarde. Hace un brindis que quiere
ser emotivo, repite una cita sobre el arte de coleccionar y concluye que aquello que todos
deberíamos acumular son los momentos bellos de la vida. Recibe un aplauso pálido, lleno de una
cordialidad tensa. En seguida deja las páginas que acaba de leer y toma de la mesa varios sobres.
Antes de leer, extiende la espera reiterando que todos para ella son ganadores solo por el hecho de
estar ahí, y que ha sido una decisión difícil para el jurado, pero alguien debe llevarse los premios.
“¡El tercer lugar, que se lleva un cheque por quinientos mil pesos…”, dice la mujer y hace
una pausa para ver en el público una mirada de deseo por los quinientos mil pesos, “…es para ¡La
El público aplaude. A Ana le parece que todos como ella sienten algo de tristeza por no
recibir ese cheque, pero se consuelan de inmediato pensando que pueden ganar el segundo o
incluso el primer lugar. El hombre de los animales de cristal se acerca a la mujer sin cambiar de
“El segundo lugar, premiado con un cheque por un millón de pesos”, dice la mujer y de
nuevo mira al público con sonrisa pícara, “¡es para la colección de Barbie!, ¡Bravo!”, y aplaude
con los sobres en una mano y el micrófono en la otra. La dueña de la colección de muñecas Barbie
pasa al frente y se roba el micrófono para decir palabras que Ana ya no alcanza a escuchar. Todo
en su mente se nubla. Calcula rápido y sabe que han perdido. No hay manera de que los amuletos
puedan vencer a la mujer de las doscientas Barbies. Mira a Leo que escucha el discurso de la
vino, celebrando esa reunión de personas tristes y sin ocupación. Sin dudar demasiado, toma una
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decisión. Se dice que debe actuar. Ella. Sola. Entonces se acerca a Leo y le dice al oído que ya
—¿Al baño?, ¿Ahora? — Le responde él y en su tono queda claro que no le parece buena
Ana sube las escaleras hacía las salas de exhibición ahora deshabitadas. Hace una pausa brevísima
en los últimos escalones, pero ahí lo comprende todo. La duda que le venía creciendo se resuelve
de tajo: No, no hay un poder invisible que sostiene a los cuerpos en su lugar, no hay amuletos que
curen el abandono. Las coincidencias son eso, coincidencias. Los accidentes pasan, las personas
se mueren. Un mono de plástico no es más que un mono de plástico, no importa lo que diga Leo.
Las cosas no tienen auras mágicas. Lo más duro de comprender es que Leo ahora es un viejo,
apenas viejo, pero lo suficiente para dejar de comprender la mecánica arbitraria de la vida. Ahora
ella lo sabe y él todavía no. Ella ha visto el miedo. Ha visto el asco a los ojos, y estuvo a punto de
devorarla. Casi ha visto la guerra que desangra a Colombia, apenas la superficie, y le fue suficiente
para no querer regresar a las entrañas de ese país caníbal. Ha comprendido la dimensión de su
soledad cuando calla entre sus amigos, cuando le miente a su abuelo, cuando hace pocas semanas
le sangró el vientre por primera vez y no tuvo a nadie para decírselo. Está sola. La fe es un tropiezo,
una cosa de niños y ella ya no es una niña. No es cierto que las cosas suceden por una razón. Las
cosas hay que buscarlas y ganárselas. No es cierto que algún día entenderá, algún día es hoy. Ya
es hora, se dice, y se escabulle por los corredores del segundo piso. Mientras se aleja, alcanza a
“El premio al primer lugar, con un cheque por ocho millones de pesos y un viaje a Madrid,
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Después cesó el ruido.
Ya no hubo discusiones, casi nunca. Entramos en un silencio hondo, como el que queda
ir, sino habilidades y gestos que tu cuerpo antes recordaba automáticamente. La balanza se fue
inclinando del lado de la ausencia, y al cabo de un año ya solo reaparecías como eras antes en
cortas instantáneas para descubrir que no sabías qué había sido de ti. Comenzaste a pasar más y
más tiempo buscando a personas de otras vidas, cada vez más lejanas.
Vinieron las últimas veces. La última vez que fuimos por helado, tiraste el cono al piso.
Estaba fría, demasiado fría esa masa dulce que te hería las encías.
La última vez que comiste con cubiertos, los dejaste caer al piso una y otra vez. Tus manos
se tropezaban con la mesa y con el plato y los dedos perdían la tensión necesaria para sostener un
tenedor.
La última vez que hablaste con Céline, la viste en mis ojos, “Bon soir, chérie, ça fait du
bien te voir”, y me tocaste la mejilla con tus dedos untados de alguna papilla.
La última vez que miramos juntos las fotos de mi infancia, miraste con atención una imagen
donde tengo seis años, llevo vestido de baño, unas gafas de sol enormes, e intento hacer bailar un
aro de ula ula en mi cintura. Señalaste con un dedo inseguro y se te iluminó la cara al decir “Ana,
ma petite fille”.
La última vez que supiste amarrarte los zapatos pasó desapercibida para los dos. Ese es un
acto invisible, como todos los otros, que nunca mereció nuestra atención hasta el día en que no
pudiste hacerlo más. El médico que hablaba en plural nos había dicho que era importante salir a
caminar, no solo para mover el cuerpo sino para aliviar la sensación de encierro. Aunque la
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recomendación era para ti, era a mí a quien le hacía más falta. En nuestra rutina rígida, de domingo
a domingo seguíamos el mismo patrón: desayuno, tiempo muerto, caminata, almuerzo, siesta,
Una tarde íbamos de salida al parque y te quedaste sentado en el sofá, mirando al frente
con los zapatos desamarrados. “Yo sé hacer esto, ¿verdad?”, me preguntaste aturdido, y yo
comprendí que me hablabas de los cordones. “Sí, Leo, sí sabes”. Entonces me senté a tu lado,
desamarré mis propios zapatos y te pedí que me siguieras paso a paso: “haz una orejita con este
cordón. No la sueltes”, “Ahora haz otra orejita con el otro”, “Así está perfecto”, “Ahora cruza las
orejas y pasa una debajo de la otra. Hala hasta que el nudo se apriete”. “Así, exacto, ¿ves qué
fácil?”. Tus manos seguían mis movimientos con una torpeza recién inventada. Amarraste tus
zapatos y en la cara se te hinchó una sonrisa de satisfacción. Tal vez solo tenías que aprenderlo de
nuevo, entrenarte en esa habilidad que había sido automática por años y en la que no reparabas
desde que tú mismo me enseñaste la técnica de las orejitas, cuando era una niña.
Yo debía tener unos cuatro años porque ya iba al colegio. Llegaste a la casa con una caja
Recuerdo la emoción creciendo como un cosquilleo incontenible en la barriga. Había que esperar
porque el paquete venía con una condición. El regalo traía compromisos. Yo quería aceptarlos
todos, decir que sí, asumir cualquier responsabilidad con tal de tener la caja en mis manos, rasgar
el papel. “Lo que hay aquí adentro es tuyo, pero tienes que aprender a usarlo sin ayuda, ¿bueno?”.
Yo asentí con movimientos exagerados y una expresión seria que quería demostrar que había
comprendido.
Dentro de la caja venían unos tenis de La Bella y la Bestia, la película que todos en el
colegio habíamos visto sin parpadear. La suela tenía una plataforma transparente que se alumbraba
170
con luces rojas a cada paso. En uno de los zapatos estaba dibujada Bella, con su vestido amarillo
flotando en el aire. En el otro zapato estaba Bestia, con gesto amable, ofreciendo una rosa. No
podía creer mi suerte. Un día inesperado, sin que fuera mi cumpleaños o navidad, me habías traído
los zapatos que cualquier niña de mi curso querría tener. El único problema: tenían cordones. Estos
tenis no eran como los otros, que se abrían y se cerraban con un velcro grueso y ruidoso, fácil de
desprender. Tenía que aprender la técnica de las orejitas. Me prometiste que era sencillísimo y que
sería una niña grande mucho antes que los demás. Me mostraste, paso a paso cómo doblar los lazos
y cruzarlos entre sí. Estuve toda la tarde sentada en el piso ensayando orejitas con los cordones.
Era una tarea inconquistable, tremendamente compleja. Crear esos aros requería de toda mi
concentración. Cuando sostenía uno, el otro se desvanecía. Cuando parecía lograrlo, las orejas
perdían su forma y se desmayaban sobre los zapatos. Me pregunté cómo era posible que todas las
personas grandes supieran amarrarse los zapatos, que lo hicieran todos los días, siempre tan rápido.
Consideré renunciar a ese regalo increíble que venía con una trampa, como un caballo de Troya
con estampados de Disney que alumbran en la oscuridad. Calculé las posibilidades de vivir una
vida sin tener nunca que atar lazos. Me rendí. Quise llorar, tirar lejos los zapatos nuevos. Estuve
mucho tiempo con los brazos cruzados intentando comprender la ecuación de los nudos y la
inexperiencia de mis dedos diminutos. En la noche, recogiste los zapatos. Los guardaste en la caja
de regalo y me prometiste que en la mañana serían míos de nuevo, míos siempre y cuando pudiera
amarrarlos.
de los días siguientes habré conseguido cruzar las orejitas en el momento preciso y ejercer la fuerza
171
Muchos años después, la tarde en que olvidaste cómo atar tus zapatos, pensé con inmensa
gratitud en la fortuna que era poder regresarte, con tus mismos gestos, el regalo inesperado de esa
victoria. Habíamos invertido los roles y ahora tú conquistabas un peldaño sin gloria, de mi mano
retrocedías un paso, cosechabas las orejas de conejo que habías cultivado en mi infancia, cuando
172
En el tiempo que siguió presté especial atención a los retrocesos paulatinos de tus manos y tus
pies, a las palabras que se quedaban errando en algún lugar entre tu mente y tu voz. Casi todas las
facultades que perdías eran tesoros transparentes que alguna vez me habías entregado con
perseverancia y estrategia, y que habían desaparecido para los dos durante años. Todo lo que
aprende un niño lo desaprenderá con los años y el rostro arrugado. Vivimos tanto tiempo sin
percibir la importancia de esas cosas, dándolas por hecho: contar monedas, agarrar los cubiertos,
Muchas veces intentaste de nuevo atar tus zapatos, y te fue imposible. Yo sabía, porque
podía recordarlo, que la tarea era titánica. En pocas ocasiones conseguiste seguir los pasos de las
orejitas y amarrar un nudo sólido. La ilusión de volver a sembrar la memoria de las cosas simples
en tus manos se fue diluyendo tarde a tarde. Los cabos de los lazos se hacían más resbaladizos, las
Descubrimos entonces que cuando comenzabas a desaprender algo, no había retorno. Las
batallas contra los objetos más familiares duraban tanto como el desconcierto, a veces días, a veces
solo minutos. Dejabas de comprender la peinilla y los libros y la tostadora para convertirlos en
y mordían al tacto. Los dedos, demasiado vulnerables, se extendían en la búsqueda del calor y la
luz y entonces se chamuscaban dentro del orificio para el pan. Yemas de anciano tostadas. Un
dolor insoportable que pronto se olvidaba. Las marcas del alambre caliente en tus manos.
**
Yo pensaba con frecuencia en los ritos de iniciación, en las celebraciones ruidosas de las
familias que exhiben a sus hijos como miembros dignos del clan. Se celebra la primera vez que un
joven mata un buey, o que una niña sangra. Se celebran los nacimientos de los primogénitos, las
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pruebas de valor, los diplomas que marcan el fin de pequeñas eras; incluso, en rituales de pocos
amigos, se aplaude al primero que tiene sexo, aunque la experiencia sea floja. Las primeras veces
llegan con emoción inaugural y efervescencia de futuro. Las últimas veces, en cambio, van
marcadas de derrota y ocurren sin predicciones ni expectativas ni fiesta. Me parecía injusto dejarlas
pasar sin carnaval, como si fueran acontecimientos vergonzosos que solo nos quitaban espacio
para respirar.
Decidí que tendríamos que celebrar las últimas veces por simple gratitud, porque los dedos
ahora incapaces y las rodillas que comenzaban a flaquear te habían servido toda una vida y era una
falta de respeto no honrar su trayecto. Era una manera de sobrellevar la pérdida y renombrarla a la
luz del desahogo. Y qué si te hacías cada vez más pequeño, menos hombre, indigno del clan.
Nuestros ritos de iniciación le darían la bienvenida al viejo enniñecido, al arrullo del vaivén de una
precioso y de lo más básico. Nuestros ritos de despedida serían una venia para el hombre grande
que se marchaba, laureles para Leo que estuvo ahí para contar los dientes que abandonaron mi
boca; que preparó con sus manos tortas para los cumpleaños que celebrábamos en fiestas de tres
invitados, el abuelo, la nieta y la gata; que trenzó mi pelo en peinados maltrechos antes de ir al
colegio; que me enseñó la multiplicación egipcia y las constelaciones del cielo, y las palabras
intraducibles de todas las lenguas que no hablamos; que me inició en las nociones básicas para
enseñó a hacer mejores preguntas; que empacó infinitas loncheras y asistió a reuniones de padres
y planeó vacaciones a las que nunca fuimos; laureles para él que cruzó al Atlántico y reinventó su
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La primera celebración se me ocurrió sin esfuerzo. Dormías la siesta y calculé que en las
seguramente para la noche ya lo habrías olvidado. Regresé antes de que hubieras despertado y me
senté en el borde de tu cama. Te desperté hablando suave, casi cantando tu nombre, que todavía
reconocías. Te tardaste unos instantes en saber dónde estabas, quién era yo, de qué sueño
despertabas, y entonces la viste: una caja envuelta en papel brillante que reposaba sobre mi regazo.
Me miraste con los ojos llenos de preguntas. Te expliqué, “Este es un regalo porque sí, no es
navidad ni tu cumpleaños. Lo que hay aquí adentro es tuyo, pero tiene una condición”. Tenías en
—¿Y navidad?
—N'importe quoi!
“Leo, mira, ¿quieres el regalo?”, te pregunté para retomar nuestro rito que se iba por las ramas.
“Sí, sí lo quiero, ¿es para mí?”. Entonces repetí: “Es para ti, pero viene con una condición. Cuando
lo abras, te explico cómo funciona”. Rasgaste el papel hasta encontrar la caja desnuda y debajo de
la tapa encontraste dos enormes tenis blancos con cierre de velcro. Los miraste con desilusión.
“Pensé que era un velero a escala”, me dijiste y me entregaste la caja de vuelta. Te expliqué que
eran los zapatos de velcro, muy fáciles de quitar y poner para salir a caminar. A cambio solo tenías
que darme tus tenis viejos y así no tendrías que luchar intentando amarrarlos nunca más. Encogiste
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los hombros, “Yo sé amarrarme los zapatos”, me dijiste y te dejaste caer sobre la cama, dándome
la espalda.
176
El ruido del primer piso se aleja hasta desaparecer. Ana avanza sin darse pausas. Se agacha para
no ser vista desde abajo. Mira detrás suyo para confirmar que nadie la sigue. Entra a una de las
salas de exhibición donde las luces todavía están prendidas y los objetos, casi todos perdedores del
Escanea el lugar con los ojos, siempre alerta, vigilando que nadie se acerque por los
pasillos. Analiza a toda prisa las diferentes mesas y se decide por una. Tiene que actuar rápido y
ser eficiente. Se escurre detrás de las repisas y llega hasta la mesa que ha elegido. Detrás del puesto
de exhibición hay una silla de la que cuelga una cartera. Ana la eligió porque se ve elegante. Está
casi segura de que es de la mujer de la colección de Barbie. Se agacha detrás de la silla y abre el
cierre de la cartera. A primera vista parece que adentro solo hay desorden. Papeles flotando, una
bolsa de maquillaje manchada, un estuche de gafas, un paquete de maní, dulces, crema para las
manos. Ana revuelca con urgencia esos objetos, busca con su mano pequeña en el interior de la
cartera. Finalmente la adivina la billetera con los dedos. Asoma la cabeza sobre la mesa para estar
segura de que nadie la ha visto. Regresa a su trabajo. Hace un esfuerzo por actuar con calma y
precisión. Abre la billetera y saca todo el efectivo que encuentra. Hace con los billetes un fajo que
mete en su bolsillo, junto al hieloco. Está hecho. Respira y de pronto se arrepiente. Todavía puede
revertir su impulso, devolver la plata y bajar para encontrarse con la incertidumbre y con Leo.
Pero entonces se imagina el resto de su día, sin plata para comer lo suficiente, sin un lugar dónde
dormir, sin medios para regresar al carro en el taller de Richie. Piensa en el regreso a Bogotá,
varios días a la deriva en medio de ese calor de mierda. No puede permitirlo. Ya ha dejado a Leo
hacer las cosas a su manera, ahora es el turno de ella. Se repite casi en voz alta lo que comprendió
minutos antes. Tiene que actuar. Además, piensa, esa mujer acaba de ganarse un premio grande y
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no le hará falta plata. Con ese argumento ya no le quedan dudas. No puede permitirse tanto tiempo
para dudas. Cierra la billetera y la mete con brusquedad dentro de la cartera. Después cierra la
cartera. Respira hondo, intentando controlar su pulso. Se dice que lo difícil ha pasado y comienza
a arrastrase de vuelta hacia la entrada de la sala. Mira a lado y lado de la puerta antes de salir.
Camina agachada por el corredor, de vuelta hacia las escaleras. Mete la mano en su bolsillo para
verificar que lleva los billetes. Se le mezclan la satisfacción y la culpa cuando siente el fajo entre
los dedos. Respira hondo por última vez y se endereza para bajar las escaleras. Ensaya su cara de
Antes de llegar al final de las escaleras, Ana se encuentra de frente con dos mujeres que
suben. Van charlando y parece que no la miran, pero ella siente cómo su cuerpo se enfría por
completo de arriba hacia abajo. Esa fisura basta para que la descubran. Ahora solo puede pensar
que la señora de la cartera abrirá su billetera y verá que falta toda la plata que traía. Lo comunicará
a la gente del evento y comenzarán una búsqueda. Les preguntarán a todos si han visto algo
sospechoso y entonces esas mujeres que ahora van distraídas recordarán con precisión la cara
pálida de Ana bajando las escaleras. Intenta de nuevo pensar con claridad. Tiene que ir al baño
porque eso es lo que le dijo a su abuelo que haría. Siempre es mejor cubrir la mentira con una
coartada real. Se devuelve por las escaleras y entra al baño del segundo piso. No hay nadie adentro,
justo cuando le vendría bien contar con un testigo. Ahí puede refugiarse por un momento. Entra a
un cubículo y saca el fajo de billetes de su bolsillo. Los cuenta. Hay suficiente para pasar la noche
en un lugar con baño privado y ventilador. También les alcanza para comer bien y con esfuerzo
para pagarle a Riche. No sabe cuánto cuesta reparar un carro, pero se imagina que podrán
negociarlo. Vuelve a guardar la plata y piensa en un plan. Tendrá que guardar los billetes en la
alcancía de la casita roja tan pronto como pueda y sacar a Leo de ese lugar antes de que alguien
178
descubra lo que ella hizo. Sale del cubículo y se lava la cara. Se mira al espejo buscando en sus
propios ojos una confirmación de que ha hecho lo correcto, o al menos lo necesario. Del otro lado
su imagen le devuelve la mirada todavía con un dejo de duda. Se mira minuciosamente para
reconocerse, para convencerse de no importa cuántas líneas tenga que cruzar, siempre será ella,
Ana. Se mira buscando un gesto familiar, una hermana, una cómplice. Ve esa imagen hasta que le
parece extraña su propia cara, esa fisionomía gratuita, los ojos de un color cambiante, la frente
muy amplia. No logra encontrar ninguna seguridad en su reflejo que cambia tan rápido que en
Sale del baño repasando en su cabeza los pasos a seguir: buscar a Leo, hacer breve la
conversación sobre la derrota de su colección, subir por sus cosas y evitar el contacto visual con
cualquier persona, meter los billetes, sin que nadie la vea, en la alcancía de la casita roja, salir del
edificio lo más pronto posible. Todavía tiene que pensar cómo le va a explicar a su abuelo que
tiene esa plata. Decirle la verdad es una opción. Sabe que Leo no cree en las cosas buenas y malas
de una manera tan tajante. Sin embargo le parece más fácil inventar que fue un golpe de suerte y
Baja las escaleras y busca entre la gente la cara de su abuelo. Los cuerpos en el salón se
mueven sin prisa, ajenos al afán de Ana. Ahora que no les queda mucho por hacer, se llenan la
**
Entre la multitud, de pronto, ve desde lejos a su abuelo que mira al piso. No conversa con
otros, no brinda, no sonríe. Lo ve, sin que él la adivine, permitiéndose una decepción del mismo
tamaño que el impulso que los trajo hasta ahí. La cabeza le cuelga hacia adelante y todo su cuerpo
parece más pesado, como anclado al suelo y sin ganas de moverse nunca más. Ana no necesita
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acercarse para saber. Lo que le pasa a Leo es una gran tristeza que siempre esconde para no
preocuparla a ella. Ese que ahora puede ver es el lado que él se reserva para sí mismo, ese que ella
guardado.
Ana se llena de valor. Tiene que proteger a Leo de su propio espíritu frágil como el cristal,
pero arrebatado y andariego. Camina despacio hasta llegar a ese cuerpo derrotado y lo toca por la
espalda. Tan pronto como la ve, Leo sonríe. Los dos abren los brazos y Ana se sumerge en el pecho
amplio y fuerte del viejo. En ese momento no le hace falta nada. Quiere quedarse así, abrazada a
“Todo va a estar bien, Ananá”, le dice Leo, y ella asiente con la cabeza.
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Hace apenas unos días supiste por última vez quién era yo. Me reconociste, Leo, después de meses
de ser un cuerpo despacioso que andaba por la casa como atravesando una maleza densa. Después
La noche apenas despuntaba y descubrí algo extraño cuando intenté prender la lámpara de
mi cuarto. No había luz. Oprimí un interruptor y después otro. Nada. Pensé que habían cortado la
electricidad y salí al corredor del apartamento para buscarte. Pensé en las velas y los encendedores
encerrados en cajones con llave. Te imaginé asustado, pero en cambio te encontré sonriente.
Estabas sentado en el piso de tu cuarto, tu silueta apenas marcada por el resplandor gris del final
del día. Me miraste, a mí, a los ojos, y me extendiste la mano. “Ven”. Entonces vi el piso a tu
alrededor repleto de bombillos. Blancos, transparentes, un poco sucios de marcas que el tiempo
les había imprimido. Frágiles. Redondos. Desnudos. Todos los bombillos de la casa hechos un
rebaño manso de burbujas de vidrio. En lugar de preguntarte qué estaba pasando, acepté la
invitación de tu mano y fui a sentarme a tu lado. El día se extinguió por fin y nuestros ojos se
vamos a sembrar”, y pusiste un bombillo en mi mano. Después hiciste con tu dedo una señal de
No pregunté los detalles de ese plan absurdo, porque no quería interrumpir la elocuencia
que de golpe habías recuperado, ni la calma que respirabas, ni tu mirada presente después de tanto
tiempo. Solo atiné a preguntar “¿Dónde?”. “En el patio de atrás. Al lado de la huerta”, me dijiste,
sin saber que hacía años que no teníamos patio ni huerta ni casa. Y seguiste, “Estuve buscando,
todo este tiempo, las raíces de la luz. Tenemos que sembrarlas para que vuelva a crecer. Mira sus
flores, aquí adentro. Todo este tiempo aquí, esperando. Ahora me acuerdo, Ana, me acuerdo de ti,
181
ma puce, ma biquette, mon enfant de l’autre bout du monde. La vimos juntos, ¿te acuerdas? La
luz, sembrada muy profundo. El agua venía y se iba, con los animales. Del otro lado del agua hay
otro mundo. Nos quedamos, Ana, mirando. Estaba lejos, un punto que crecía. Cómo crece la luz
Te acostaste en el piso, hasta hacerte un remolino con la cabeza apoyada en mis piernas, y
seguiste, “Vimos el agua y yo te dije que hay algo adentro de tu cuerpo que se prende la primera
vez que ves el mar. Es algo que está dormido y se despierta con ese sonido. Y se pone en
movimiento. Y nunca para. Algo que todavía llevamos dentro, tú y yo. No volvimos nunca. No
volví a cruzarlo, el mar. No regresé. No supe de ellos. Creo que hubo otra guerra, de la que no me
acuerdo. Nos fuimos por una razón. Por ella, mon coeur, Céline, porque le dolía el pecho. Al otro
lado del agua había más tierra. Una tierra nueva. Había un país donde no conocían su dolor. Donde
sus huesos sanaron. Casi sanaron. Nunca le pedí perdón. Dile tú, Ana, cuando la veas, je suis
desolé, mon coeur. Nunca le dije que a tu papá lo enterramos aquí, y después casi nunca le llevamos
flores. No le dije que se me había muerto. Porque eso no se puede decir. De pronto ya sabe. Ella
siempre sabe todo. No volvimos a ver el invierno, ni los viñedos, ni la roca grande al lado del río.
¿Recuerdas, Ana, que vimos el mar? Nos nació algo adentro, y tú sonreías a pesar de todas
las cosas.
Yo quería tomarte una foto para verla después. Para recordar. Era inmenso y negro y
brillante. Y vino la luz. Me sentí orgulloso de haberte llevado hasta ahí. Esa vale por todas las
promesas que no te pude cumplir. Porque la vida se atraviesa en las promesas. Esa es la cicatriz
182
que no se ve. Duele menos algunos días. Duele menos cuando estoy contigo, Ana. Perdóname. Por
enfermarme y por todas las cosas que hice mal, las cosas que ya no sé, pero tú sí.
A veces quiero decirte todo lo que quiero decirte y no puedo, porque no me acuerdo cómo
se dice.
Tú sí que puedes, ma puce, hablar. Decirlo todo. Escribirlo. Escríbelo. Escríbeme qué ha
sido de mí, qué fue de nosotros, de qué me perdí. Cuéntame del día en que vimos el mar. Repítelo
siempre, porque lo vimos juntos. Porque encontramos las raíces de la luz y las llevamos adentro.
Tú sí puedes volver al otro lado. Cuando vayas, piensa en mí. Parece que la casa es ahora un banco,
Le Crédit Agricole. Pero fue una casa, ¿te acuerdas, Ana, de nuestra casa en Vouvray? Las piedras
estaban frescas todo el verano. Las uvas olían a sangre de fruta y a azucar. Parecía que la vida iba
a ser siempre así. Y no vimos venir el tiempo porque éramos inmortales, Ana. Corríamos hasta
perder el aliento.
Te quedaste en silencio un rato y tu voz ronca comenzó a tararear una canción, muy bajo.
Me miraste, con los ojos hinchados, más vivos que nunca, y sonreíste. Pusiste las palmas de tus
Todo tu cuerpo se encogió sobre el mío hasta que fuimos un solo remanso y uno solo mecer.
Tarareaste tu canción bajito y dejaste que mis manos te cubrieran del frío y del desamparo y del
183
Recogen sus mochilas y empacan, esta vez sin cuidado, los amuletos en las cajas de cartón, ya
deformadas por el trajín del viaje. Ana consigue meter el puñado de billetes por el culo de su
alcancía mientras que Leo se ocupa de los animalitos. Se despiden de los demás participantes
haciendo un gesto con la mano desde la puerta. Salen del edificio y se encuentran con un día
Ahora que no hay prisa Ana detalla las calles de esa ciudad a la que llegaron después de
días de viaje. Todo avanza con parsimonia, como si las personas y los perros de la calle y las
palmeras estuvieran cubiertos por un manto de tiempo hecho de calor. Todo parece lento, y de
pronto revienta a todo volumen una música alborotada, o la risa escandalosa de alguien se
desparrama por las esquinas. Lejos, se alcanza a ver una muralla de piedra que cerca en interior de
Eso les queda: ver el mar. A eso han venido, después de todo.
El final de la tarde se acerca y Leo propone caminar hasta la muralla, atravesarla por una
de sus puertas y llegar hasta la playa. Ana se llena de ilusión. Por un momento no importa el calor
pesado ni la derrota, ni siquiera la noche sórdida que pasó. Allá, del otro lado de ese muro está el
mar.
Caminan sin prisa, abrazando las cajas, discutiendo sobre cosas irrelevantes, dándose el
lujo de no pensar en después. Cuando ya están cerca, una brisa salada los atraviesa. Ana siente el
viento que la despeina y que se lleva la pesadumbre. La pesadilla de la noche anterior, la derrota,
la escasez. Cierra los ojos para dejarse invadir por esa sensación simple pero sobrecogedora.
Unos pasos más adelante lo ven. Finalmente lo ven. La muralla ha quedado atrás y en
frente, abierto de par en par está el mar. Algunas personas caminan sin advertirlo, sin hacer una
184
pausa para verlo, acostumbradas a su presencia. Sobre la playa vuelan paquetes plásticos de papas
fritas. También hay ancladas a la arena latas de cerveza vacías. El cielo cae pesado sobre la masa
de agua. Las nubes se han hecho un remolino gris que oculta al sol y adelanta el final del día. No
será un atardecer espléndido y esa no es una playa de sueño. Leo lo sabe, pero Ana no. Para ella
es perfecto, gris, sucio, despojado de grandeza. No se fija en los detalles, ni en el tiempo de repente
un poco frío. Deja la caja que lleva en los brazos sobre la arena, se quita las sandalias y corre
abriendo los brazos todo lo que puede hasta que sus pies tocan el agua. “¡Uuuuhuuuu!, ¡Eeehhhh!”,
grita cuando llega al borde y después gira sobre sí misma, sin cerrar los brazos, con la cara hacia
el cielo. Leo la mira sin moverse, se hincha de dicha y su sonrisa se convierte en carcajada.
Saben que este será un recuerdo precioso, un gramo de plenitud, un tesoro para guardar el
resto de la vida.
185
Esa mañana, Leo, se hizo de día un poco más tarde. Te encontré sobre la cama. En la cara ningún
gesto. Justo arriba de la sien una mancha púrpura, extendida como tinta debajo de la piel, con
Con abrir la puerta lo supe. El aire más quieto de lo habitual. Sentí una punzada aguda en
el centro del pecho. En la boca del estómago. Eras tú y ya no eras. Ya nada de ti en ese cuerpo
Vi tu pecho quieto, libre por fin del esfuerzo y del ahogo. Todo tu peso sobre la cama,
Entonces fui a tu lado. Busqué en tu expresión alivio, y lo encontré. Estuve un rato sentada
ahí, al lado de eso que ya no eras tú. Preguntándome a dónde te habrás ido. Buscándote. ¿Dónde
estás ahora, Leo? Tan cerca. ¿A dónde se fueron todas las partes de ti que se marcharon poco a
poco?, ¿en qué se convirtieron? Te fuiste en algún momento de esa noche, pero hace años que te
Le perdí el miedo a tu cuerpo muerto, porque lo conozco desde siempre. Te estuve mirando.
Tu piel blanquísima. La corriente congelada dentro de las venas que ahora se marcan, oscuras. Tus
labios en un gesto rígido. Tus piernas pesadas. Una barba incipiente que seguirá creciendo por
Tomé tus manos frías, en donde todavía cabían las mías, y las besé. Gracias, Leo. Bon
voyage, mon vieux, a bientot. Pronto nos vemos, porque para ti ya no hay tiempo, y no tienes que
esperarme. Y lloré, por supuesto. Sin hacer mucho ruido, para no preocuparte. Tuve tu mano entre
las mías. Tus dedos gordos. Garras de oso. Tus manos que ya no son torpes porque ya no son nada.
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Comenzó la primera lucha que daré sin ti. Dejarte ir, por fin, pero guardarte adentro,
intacto. Guardar este día y todos los anteriores. Recordar hasta que yo misma empiece a
tartamudear en mi cabeza. Agarrarme a tu recuerdo con toda la fuerza de nuestro universo personal.
Ser sin ti, por primera vez. Libre y desprotegida. Sin brújula. Sin nadie más que tú a quién contarle
quiénes somos.
Esta, Leo, es nuestra historia. El cúmulo de días que fuimos. Deberías contarla tú, pero no
puedes.
Tendrá que ser así, estará minada de callejones sin salida y agujeros y preguntas. La escribo
yo, pero fue tu idea y entonces la escribo para ti. Solo ahora puedo juntar los cabos de nuestra vida,
mirarla como a un laberinto, tentar palabras que se agotan tan pronto como se iluminan. La nuestra
es ante todo la historia de una desarticulación, pero está llena de oasis y de treguas en donde
Recuerdo, claro que recuerdo, Leo, las raíces de la luz. Las vimos juntos, cuando vimos el
mar, una tarde gris al borde del Caribe. Las nubes bajas cargaban una tormenta que al final no se
soltó. Llevábamos dentro la desesperanza. Nos habíamos topado con una nueva forma de la
frustración. Solo nos quedaba el mar. Una masa inmensa. Plateada. Un ruido de olas que se
mecía hasta tocarnos los pies. Nosotros al borde, con las cajas repletas de animalitos. Nuestra
colección de amuletos vencidos. Habíamos viajado por días y llegamos al borde del mar
agotados, sin más planes para después. Desprovistos de futuro, libres. Le entregamos toda
nuestra suerte a las olas. Los amuletos quisieron navegar. Los dejamos emprender el viaje al que
no podíamos ir. Los pusimos uno por uno en la arena y vino el mar a llevárselos de un
llenos de vértigo, dando brazadas, dejándose flotar. La ciudad bullía ruidosa lejos de nosotros,
187
lejos del agua. Recuerdo, Leo. La negrura nos cubrió tanto que apenas podíamos vernos, y aun
así yo sabía que sonreías. Me dijiste que lo viera, que adivinara su tamaño. Los visos brillantes
en la superficie. El eco profundo de una voz que viene desde muy lejos. En medio de esa
oscuridad, como tocado por un trance, me dijiste que algo adentro en el cuerpo se pone en
movimiento la primera vez que vemos el mar. Algo que antes estaba dormido se despierta con el
olor a salitre y el ronquido manso del agua; algo que después nunca cesa, que viene y va, y que
está atado desde nuestro centro a ese momento. Llevamos adentro la misma raíz. La adivinamos
fuerte, agarrándose a la vida desde nuestros cuerpos, creciendo en el fondo abisal, trepando por
nuestros pies, tocando a los amuletos que ahora hacían parte de ese todo sin comienzo y sin fin,
extendiéndose sobre las plantas y las rocas y todas las cosas que respiran de alguna manera. Me
dijiste que florece, esa fuerza imparable, de golpe y en cualquier lugar, que nace con nuestros
hijos, dormida pero viva, esperando a ver el mar. Y entonces me pareció que por primera vez
hablabas de dios, pero no estoy segura. Sé que la vimos juntos, que la sentimos creciendo en el
pecho y en la nuca y en las vísceras líquidas. Y ahora la llevo adentro, como llevo los recuerdos
de tus recuerdos, los días en que no estuve pero que son todo lo que me queda de ti. Llevo los
campos parejos sembrados de viña y los días demasiado largos de tu infancia al otro lado de ese
mar opaco, cuando eras un niño gordo y asustado con cicatrices todavía muy nuevas. Cuando la
vida no había pasado y no veías venir el tiempo que se convierte en una bola que crece y crece y
Al final un hombre no es más que un puñado de historias. Una niñez remota urdida de
preocupaciones que después parecen simples, y de breves momentos de resguardo y plenitud. Una
ruta hecha de errores y también de buena suerte. Algunas pocas piedras preciosas para guardar en
el bolsillo: recuerdos como tesoros para visitar en la vejez. Un tropiezo que resulta cambiar el
188
rumbo de la vida. Muchos días imposibles de prever, un camino traicionero y en medio de la
tormenta alguien a quien regresar siempre, un refugio, un seguro, una piel contra la piel.
Estos son los días que perdiste, Leo. El relato fragmentado de tu paso por el mundo. El día
en que vimos juntos las raíces de la luz. Estas son las palabras que olvidaste, pero que ya no
necesitas. Esta es la mañana de tu muerte, en un lugar lejano donde solo yo iré a enterrarte.
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De momento no hay futuro. Solo está el mar.
190
191
Escritura creativa en español:
192
Introducción
abren nuevos espacios que incluyen esta práctica como parte de su currículo. La negociación que
implica su consolidación como disciplina está en auge y a raíz de esta han emergido diferentes
tensiones institucionales e intelectuales que nutren la discusión sobre cómo hacer de la escritura
literarios más ‘tradicionales’ hacia esta aproximación es, sin duda, la mejor muestra de su
pertinencia, así como de una transformación institucional del medio académico. Sin embargo, las
han crecido de manera tan vertiginosa como la inclusión del término y de su práctica en el
ámbito universitario. Los límites y alcances de este campo siguen siendo borrosos en la academia
crítica y teórica. El diálogo sobre el lugar de la escritura creativa en la academia sigue teniendo
pedagógicas de los programas dedicados a este campo en español. Con este fin, en primer lugar,
literarios y la escritura creativa como disciplina. Para ello, primero rastrearé de manera breve el
193
origen y desarrollo de la escritura creativa en español y cómo ha llegado a consolidarse dentro
del ámbito universitario. Expondré cómo la cultura de los grupos y talleres literarios en el mundo
Posteriormente, discutiré los posibles espacios académicos dentro de los cuales puede
circular y establecerse la escritura creativa como práctica disciplinaria, teniendo en cuenta que
del taller literario -heredada en gran medida de los programas de escritura creativa en inglés- con
el fin de exponer sus alcances, limitaciones y las posibles transformaciones que comienza a
experimentar.
En segundo lugar, analizaré las perspectivas pedagógicas de Ana Merino, José de Piérola
y Cristina Rivera Garza, académicos pioneros en este campo en Estados Unidos, con el fin de dar
cuenta de la manera en que este campo se está articulando. En este apartado hablaré tanto de las
posturas de estos académicos frente a las iniciativas recientes en diferentes universidades, como
escritura creativa.
como disciplina
194
1.1 El surgimiento de programas académicos en escritura creativa en español
metamorfosis cultural e institucional. Sin embargo, antes de discutir de qué manera se han
los estudios literarios, es pertinente abordar el origen de este fenómeno. ¿Cómo llegó la escritura
creativa, que venía desarrollándose fuera de las fronteras académicas, a hacer parte de facultades
Al enfrentar la tarea de rastrear este origen, resulta imprescindible reconocer dos grandes
influencias que han determinado el lugar que la escritura creativa en español tiene actualmente y
la manera en que ha llegado a instalarse en la educación formal: por un lado, los programas
tradición que existe en universidades en Estados Unidos; y por otro lado, los talleres y grupos
literarios que durante mucho tiempo, y hasta el día de hoy, han constituido un foco importante de
Decir que la escritura creativa en español es un fenómeno reciente, sería caer en la miopía
de no reconocer la larga trayectoria que tiene la cultura de los talleres literarios es España y
Latinoamérica, en algunos países, como Argentina, Colombia y Chile, más marcada que en otros.
Mientras que en los programas dedicados a los estudios literarios en inglés la escritura creativa
se vinculó a este campo casi desde el origen de la disciplina, en el mundo hispanohablante esta se
mantuvo al margen de la institución universitaria por varias décadas y encontró su nicho en las
195
su pedagogía, existe en español desde hace muchos años, pero durante la mayor parte de su
historia se desarrolló fuera de la universidad. Gran parte de las dinámicas que hoy en día se
ejercen en programas universitarios se heredaron directamente del modelo de taller literario que
desde muy temprano en grupos literarios como el de Barranquilla, creado en la costa caribe de
Colombia a finales de la década de los cuarenta, o el grupo de estudiantes del pregrado en letras
de la Universidad de Buenos Aires, dirigido por el profesor Noé Jitrik, creado a principios de los
años sesenta. A diferencia de las tertulias literarias o los grupos intelectuales, cuya tradición es
anterior por mucho, estos grupos tenían como objetivo no solo la discusión y la lectura, sino -y
sucinta la genealogía de algunos de los talleres literarios que marcaron la trayectoria de la que
Se cree que el primer taller de narrativa colombiano fue inaugurado en 1962 en Cartagena
de Indias y que en Cuba surgieron diversos talleres durante los setenta. Desde 1969
el Instituto Nacional de Bellas Artes de ese país. En 1975 el poeta chileno Carlos Alberto
Trujillo funda el taller literario Aumen, que sobrevivió hasta el siglo XXI. (13)
Algunos de estos talleres, pioneros al inicio de la segunda mitad del siglo XX, se hicieron un
196
existencia periférica les permitió instaurarse sin desacomodar los presupuestos institucionales de
la academia, pero de la misma manera los relegó a un lugar accesorio. Para ninguna facultad, de
Mientras tanto, los demás talleres, que constituían la mayoría, eran espacios privados liderados
casi siempre por escritores con cierta trayectoria dispuestos a servir de tutores para nuevas voces
en camino de forjarse.
los talleres que marcarían de manera más definitivamente la historia de la escritura creativa en
habla hispana. Como señala Liliana Villanueva, en este periodo Abelardo Castillo y Liliana
Heker —quien más tarde fundaría Casa de letras en Buenas Aires — iniciaron una labor de
reclutamiento y educación con sus talleres literarios (14). Esta labor resultó en la consolidación
del Río de la Plata como la región con la más fuerte tradición en este campo en Latinoamérica
En la década de los noventa, Mario Levrero también fundó su propio taller literario. Se
dedicó desde entonces y hasta su muerte (2004) a hacer de maestro de nuevas voces literarias,
Las metodologías pedagógicas de los talleres eran entonces tan diversas como
buscaban explotar la plasticidad de la palabra escrita. Resulta interesante trazar un paralelo entre
el surgimiento y auge de estos grupos y sus prácticas con el de las vanguardias a lo largo de la
segunda mitad del siglo XX. El espíritu experimental y lúdico de propuestas estéticas como las
197
del surrealismo y el dadaísmo influenciaron sin duda la iniciativa no solo de agrupación, sino de
exploración artística.
una propuestas artística e intelectual por medio de un colectivo, pero también, y sobre todo, un
El auge de los talleres literarios desembocó, con el fin de siglo, en la inclusión de estos
herramientas para ejercer una profesión más allá de la crítica literaria, reclamaba una
institucional a mayor escala, donde se comenzaron a repensar, entre otros asuntos, los límites que
consideró por primera vez instituir líneas de profundización dedicadas a la escritura creativa.
además de la demanda, que este esquema había funcionado durante casi un siglo en Estados
Unidos, donde estudiar letras en inglés ofrecía opciones disciplinarias alternativas a la crítica.
década de los dos mil. Esta primera iniciativa, además de articular una nueva perspectiva sobre
198
Estados Unidos y la necesidad de aproximarse a una tradición literaria emergente desde esa
geografía.
De esta manera, el que había sido en el mundo hispano un territorio ajeno al circuito de la
dentro de facultades de artes y letras a lo largo del continente americano primero, y en España
Norteamérica, la idea del profesional en estudios literarios estaba desde hacía años anclada a la
labor de la crítica de manera exclusiva. La manera más efectiva de explorar las posibilidades de
incluir la escritura creativa en los currículos de estudios literarios fue en una primera instancia
mirar hacia atrás y aprender de la trayectoria que esta disciplina había robustecido durante
décadas en el mundo angloparlante. Esta incursión fue, como la llama Marta Orrantia en su
artículo Escritura creativa en Colombia, una “idea importada” (287), sobre todo para programas
en Latinoamérica.
ruta —paralela a la de los talleres literarios privados — que desemboca el origen de la escritura
congregaban los primeros estudiantes y escritores en torno a la mesa del taller informal, en
Estados Unidos nacían los primeros programas posgraduados en escritura creativa a mediados
del siglo pasado. Estos surgieron como parte de un proyecto político que buscaba fortalecer el
ámbito universitario en general a nivel nacional, y fomentar la creación de una tradición literaria
199
plataformas de publicación, e incentivos económicos para fomentar el trabajo de nuevos artistas
escritor o poeta.
Lo que empezó con la tímida aceptación de trabajos creativos dentro de clases de retórica
únicamente en creación literaria. En la década de los años veinte las universidades de Harvard y
Iowa, en sus programas de literatura, aceptaron como trabajos finales y tesis de grado, en
fuerza suficiente para desembocar en la apertura del Iowa Writers Workshop, el primer taller
literario instituido en una universidad en Estados Unidos, en 1936. Este taller derivó en la
primera maestría en escritura creativa, con título de master in fine arts. Hasta entonces, ni en
Estados Unidos ni en el resto del mundo se pensaba el oficio de escritor como una profesión que
se pudiera estudiar en la universidad. Mientras que otras artes como la música o las artes
plásticas para entonces ya contaban con una larga trayectoria de instrucción académica dentro
del ámbito universitario, la creación literaria estaba —y todavía está en gran medida — asociada
a la imagen del genio que produce, en soledad, obras maestras, y no al del aprendiz de una labor
en proceso de formación.
su trabajo como una labor solitaria y misteriosa. Gracias a esta también se inició una discusión
escritor como intelectual. Y, sobre todo, se rebatió la enraizada creencia de que no es posible
enseñar o aprender a escribir literatura, aunque sí sea posible aprender otras artes como la música
200
Sobre la plataforma que habían ganado a lo largo del siglo los programas y líneas de
literatura en español.
Un factor para tener en cuenta en este estudio es la distancia histórica que separa a los
aproximaciones que han surgido desde entonces con respecto a la escritura creativa. También es
importante abordar cada programa en diálogo con el contexto socio histórico del país en donde
surge y teniendo en cuenta la marcada herencia que también ejerce la cultura de los grupos y
Después de la maestría (MFA) abierta a comienzos del presente siglo por la universidad
Central, también en Colombia, y las universidades de Iowa Texas el Paso, en Estados Unidos,
siguieron los pasos de este camino pionero y abrieron sus propias maestrías.
Para 2015, varias facultades en países de América Latina habían inaugurado programas,
Escrituras de las Américas (o red PEA). En este primer encuentro se congregaron académicos de
del mundo hispano. Según la página web de Casa de Letras (Argentina), los países e
201
México (Escuela Mexicana de Escritores), Cuba (Centro Onelio Jorge Cardoso), EE.UU.
Oralidad). (casadeletras.com)
su crecimiento a partir de una nutrida y constante discusión, la tuvo Alejandra Jaramillo Morales,
Programas de Escritura Creativa (EACWP), una red que en Europa permitía no solo agrupar
Américas y España. Como se evidencia en la siguiente tabla, lo que comenzó como una
exploración académica es hoy en día una disciplina en constante expansión que ofrece
de febrero creativa
202
Universidad Privada de Bolivia Maestría en escritura
creativa
creación literaria
creativa
Colombia creativa
creativa
de Madrid creativa
de valencia literaria
creativa
creativa
creativa
203
Universidad de Iowa Estados Unidos Maestría en escritura
en escritura creativa
creativa
Paso creativa
Houston creativa
Los departamentos de letras y las facultades de artes y humanidades se han dado a la tarea
de (re) pensar sus misiones, prácticas y aquello que comprenden por investigación y
conocimiento, dos de los grandes pilares de la academia. Sin embargo, el ejercicio creativo
todavía no permea del todo en el esquema disciplinario de las humanidades ni se ajusta a las
ámbito académico en años recientes parece importante recordar que la institucionalización del
existido como la conocemos hoy en día. Los objetos de estudio y las prácticas propias de una
profesión, que a veces parecen tan inamovibles, no están afincadas en una categorización
objetiva que busca estudiar el mundo como si se tratase de un objeto exterior susceptible de ser
204
descifrado. Estas, en cambio, son el producto de un reclamo y de una necesidad de formalizar un
modo de interpretación. Tal y como reconoce Julie Thompson Klein, “[t]he university field, like
any other, is the locus of struggles to determine the conditions and criteria of legitimate
membership and hierarchy” (4). Entendido de esta manera, el medio académico es un escenario
disciplina.
llegada de la modernidad, surgieron las disciplinas que hoy en día permiten estructurar la
embargo, durante mucho tiempo, que Thompson Klein denomina como una época pre-
taxonómico (5).
Bajo esta mirada, las disciplinas entendidas como el producto de las tensiones entre
En la historia más reciente, algunas de las disciplinas en las humanidades que se han instaurado
como campos independientes, con sus focos y metodologías particulares son los estudios de
género y sexualidad, y los estudios culturales. Ambos surgieron de coyunturas disciplinarias que
205
tradicionales, pero no se limitan a la práctica de una sola de estas, sino que integran a modo de
De la misma manera, tiempo atrás los departamentos de estudios literarios, tan arraigados
en la crítica, surgieron también de una lucha institucional. La suya es también una historia de
áreas de filosofía y letras. Otros, a partir de la división de campos de estudio entre la lingüística,
como a algunos académicos hoy en día el ejercicio creativo les parece caprichoso y divorciado
del estudio de la literatura. Sin embargo, con el paso del tiempo y a partir de un ejercicio
como para reclamar de manera evidente su pertinencia y aporte en el medio académico y, quizá,
fuera de este.
estructurado alrededor del ejercicio de la crítica literaria como práctica a cargo de revisar,
evaluar y consolidar una tradición a partir de la lectura: “It is criticism that had the responsibility
of evaluating and promoting the transformative power of imaginative literature, and its goal was
to produce a readership rather than to generate new writing” (188). La misión de los estudios
literarios, con la crítica como su eje central, consiste en generar una interpretación de las
escritura creativa reclamar un lugar en este escenario?, ¿de qué manera se pueden (re)pensar la
crítica y la creación como formas de estudiar literatura que conviven y se nutren mutuamente, y
206
no que se oponen?, ¿es necesario transformar la disciplina de manera que abra su espectro de
cuerpo de conocimiento que estudia y en qué consiste hacer investigación en este campo, o qué
se considera producción de conocimiento en esta área. Por otra parte, si se concibe subdisciplina
de los estudios literarios, tan válida y necesaria como la crítica, es pertinente preguntarse cómo
se estudia literatura a partir de la escritura creativa y cuál es el enfoque diferencial entre esta
En su libro Creative Writing and the New Humanities, Paul Dawson define la disciplina
académica como un campo que cuenta con “a distinct and discrete object of study, specific
methods for studying this object, and a body of knowledge emerging from this research that can
be passed on through teaching” (New Humanities 2). A la luz de esta definición, las pregunta
“What is the object of study in creative writing? Is it literature? Is it the creative process?
The craft of writing? Or the teaching of writing itself? Does one teach within the
investigación llevada a cabo en este campo debe responder a un estudio de las metodologías con
respecto a los proyectos creativos. Para este académico, es necesario que el crecimiento de esta
disciplina se cimiente sobre la formación de nuevos académicos dedicados al estudio del proceso
mismo de escribir: “…a new generation of teachers who perceive themselves as writers and
critics has productively engaged with theory to investigate their practices and transform their
207
knowledge base” (Interdisciplinarity 3). Entendida de esta manera, la escritura creativa como
proyectos creativos. La investigación del campo se centraría en estudiar los medios, alcances,
determinadas comunidades.
Por otro lado, existe la posibilidad de pensar en la escritura creativa como una forma de
ejercer la disciplina de los estudios literarios. En este caso, el objeto de estudio sería la literatura,
el texto literario. En este escenario resultaría fundamental la integración de la práctica crítica con
Una de las barreras que separa hoy en día a los académicos en escritura creativa de
aquellos dedicados a la crítica es la distinción que existe entre la investigación crítica, que
creativa o performativa.
Para conseguir una real integración de las dos prácticas —la crítica y la creativa — en los
estudios literarios, es necesario generar una transformación en dos vías: por un lado, la
institucionalización del conocimiento debe abrirse de manera que no solo el lenguaje crítico sea
creativa debe ampliarse de manera que no consista únicamente en producción de ficción, sino en
la producción de reflexiones académicas y pedagógicas como las que Dawson señala a la hora de
208
Teniendo en cuenta lo anterior, es posible afirmar que para hacer de la escritura creativa
un campo académico sólido es necesario abrir espacio para su inclusión dentro de un circuito
investigativa que nutra el diálogo entre el quehacer creativo, el crítico y el teórico. ¿Cómo
entonces se puede pensar en esta transformación?, ¿desde qué lugares puede y deben la academia
Una veta que ilumina posibles salidas a esta situación actual es la idea de la
disciplinas separadas, valga la pena considerar la forma en que se nutren en coyunturas como la
formales, solo por comparar algunos de los escenarios en donde la escritura creativa y la crítica
literaria se encuentran.
estas. Esta metamorfosis institucional puede entenderse a gran escala como la consecuencia de
conocimiento y cómo este se expresa. Como señala Julie Thompson Klein: “In the latter half of
209
En este escenario, la práctica de la escritura creativa se articula a partir de una suerte de
emergentes como los film studies o los estudios performativos se nutren y ofrecen un campo
fértil de desarrollo para disciplinas más tradicionales, mayormente en las humanidades. Tiene
sentido que estos nuevos campos académicos emerjan justamente del desajuste que sufren
ámbito académico que promueve el cruce de fronteras con el fin de generar conocimiento allí
donde antes existía un campo desierto: “[b]oundary crossing stimulates the formulation of
trading zones of interaction, interlanguages, hybrid communities and professional roles, new
institutional structures, and new categories of knowledge” (Thompson Klein 2). En el cruce de
siempre un nuevo objeto de estudio, teniendo en cuenta las ambiciones y objetivos de cada
proyecto a desarrollar. Sin embargo, todos los proyectos tendrán en común la necesidad de
reflexionar sobre el proceso de escritura e investigación, y deberían estar basados en una lectura
crítica y detenida de la tradición con la que el texto a ser escrito dialoga. En este sentido, aunque
común a las iniciativas en este campo que permite argumentar a favor y fomentar el crecimiento
conocimiento.
210
Vale la pena preguntarse entonces, ¿cómo se articula actualmente la escritura creativa en
permaneció en el centro de las dinámicas académicas del taller literario. La persistencia de esta
En contraposición a la idea de cultura como producto por y para el pueblo, comunal, que
promovía el socialismo soviético, la academia estadounidense fomentaba una idea del arte como
estimulaba la noción del arte por el arte, el arte ‘libre’ de politización, que es, por su puesto, una
imperialista de Estados Unidos durante la Guerra Fría es señalado por Mark McGurl cuando
afirma que: “[t]he modernist imperative to “make it new” was institutionalized as another form
of original research sponsored by the booming, science-oriented, universities of the Cold War
era. The literature of this period would remain obsessed by individuals and their individuality”
trascender la imagen del escritor como genio dentro del taller literario. Si bien en estos primeros
211
programas se promulgaba la escritura de ficción como una labor susceptible de ser enseñada y
perfeccionada, la idea de la obra como producto individual y propiedad del autor, y del arte como
esfera cultural independiente del entorno político y social, reiteraba la imagen del genio cuya
única deuda y compromiso son con su propio talento. A través de los cursos y talleres de estos
programas se educaba ideológicamente al escritor desde una perspectiva que delimitaba muy
escritor, como artista, pertenece a un ámbito excluido del resto de la sociedad, su labor no
implica un diálogo con los discursos sociales y políticos de su entorno, y su obra es siempre una
forma de propiedad. De estas nociones también se desprende que el objetivo de estudiar escritura
creativa sea llegar a ser un escritor publicado, es decir, propietario del patrimonio de su obra, y
perviven hasta nuestros días y se alimentan de la creencia de que un buen escritor se debe a una
blancos).
Como consecuencia del trasfondo ideológico sobre el que se concibieron los primeros
programas de escritura creativa, este campo académico se desarrolló como un nuevo desván, esta
vez situado en la academia, desde el cual los escritores, aislados del ámbito público (e incluso del
académico) producen su obra. En este contexto, el taller literario como unidad pedagógica sobre
la que se funda la disciplina de la escritura creativa reproduce las dinámicas que un principio
buscaba cuestionar:
212
The workshop model offers no figure of the writer for students and teachers other than
that of the artist dedicated to the discovery of a personal voice and the development of a
craft. The university, in this formulation, is nothing but a garret in the ivory tower, and
‘encontrar su voz’ y el profesor-escritor hace las veces de tutor acompañante, pero, sobre todo,
pregunta sobre si se puede enseñar y aprender a escribir ficción, el taller literario parece indicar
que no; que es solo posible brindar el espacio para que quien ha recibido la gracia de escribir
literatura, lo haga. En este sentido, como apunta Dawson, el taller se limita a generar un
The irony of the debate over whether writing can be taught, which was triggered by the
rise of Creative Writing, is that most writing courses themselves tend to operate with the
notion of innate talent, claiming only that talent can be nurtured in a sympathetic
environment. (11)
Esta dinámica presenta múltiples limitaciones para la escritura creativa. Por un lado,
Por otro lado, genera una escisión entre el quehacer creativo y el quehacer crítico en los estudios
Estados Unidos, G. D. Myers concluye que esta disciplina se ha convertido en una máquina de
generar nuevos programas de escritura creativa. Lo que este autor denomina como ‘the elephants
213
machine’ (149) es consecuencia de la infinita reproducción del espacio del taller literario en un
En este contexto, resulta urgente estudiar críticamente la pedagogía del taller literario, así
como las formas en que la escritura creativa se concibe como disciplina. Como bien apunta
Dawson: “Creative Writing must have another function beyond its ‘official’ purpose of
employing and training writers: it must have a function specific to the university” (193).
Para Dawson, y para otros estudiosos de la escritura creativa como Cristina Rivera Garza,
el aspecto fundamental para hacer del académico de la escritura creativa un intelectual literario
es fundar la pedagogía del taller en la crítica, entendida como metodología de lectura y escritura,
pero también como el ejercicio mediante el cual se vincula el texto en proceso de escritura con
tradiciones literarias y no literarias del contexto social en el que emerge. De esta manera,
sostiene Dawson, el trabajo producido en el taller se puede asumir “as a form of knowledge
El taller debe entonces dejar de ser un espacio propicio para la escritura en donde se
comentan, a partir de opiniones, los textos de otros estudiantes y profesores. En este modelo la
evaluación del texto está sujeta tanto al gusto individual de los participantes como a su previa
formación como lectores, pero no se construyen las herramientas para abordar críticamente el
of reception) donde se comente el texto en su relación con otros textos circundantes. Es decir, a
214
literarias, entre otros. La apreciación del texto creativo debe rastrear sus conexiones dialógicas y
preguntarse por la elección de las formas textuales en relación con el contexto social y la
tradición en las que emergen. Esta manera de leer, y de escribir, implica revertir de fondo la idea
del escritor como genio ajeno a la red de relaciones sociales en las que se inscribe, y cimentar la
consonancia con una ideología, pretendía aislar la producción artística del circuito social y
político, en los programas más contemporáneos se propone una dinámica pedagógica cimentada
en el ejercicio opuesto: el hacer consciencia de los procesos de diálogo, apropiación y ruptura del
Para Cristina Rivera Garza, la lectura crítica también representa la piedra angular de la
Acaso habría de considerarse que no puede haber talleres de escritura que no sean al
minucioso y crítico acerca de las diversas tradiciones que alimentan y han alimentado, a
tiempos específicos. Tal vez sería buena idea que los que asistan a un taller de escrituras
piensen que van, también, acaso sobre todo, a leer: a comentar en todo caso un rango
estatus de la transparencia universal. Acaso sería bueno que todo participante saliera de
215
estos talleres pensando que no hay tradición intocable ni mucho menos inmutable. (Los
Según las propuestas de Dawson y Rivera Garza, no es posible concebir, dentro del ámbito
crítica de otras obras literarias. De la misma manera, no es posible leer el trabajo de pares o
estudiantes sin tener en cuenta las tradiciones dentro de las cuales este se inscribe y circula. De
escritura. En este modelo de taller, la lectura de obras literarias publicadas se convierte en una
proceso de escritura.
de literatura en español resulta pertinente tener en cuenta las dinámicas descritas por Dawson y
Myers para preguntarse en qué medida estos programas, que surgieron originalmente como
herederos del formato de los programas en inglés, pero también en estrecho vínculo con la
Con este propósito, daré cuenta del actual panorama en que estos programas se articulan
y desarrollan. Aunque resulta sumamente relevante analizar y contrastar la situación actual de los
programas a lo largo y ancho de todo el continente americano, así como en España, he decidido
abordar inicialmente los programas formales de posgrado en Estados Unidos, no solo por la
cercanía vivencial a la que tengo acceso como una de las primeras doctorandas en este campo en
216
políticas y culturales del uso del español en estos dos contextos, obligan a asumirlas de manera
independiente.
entre diversas perspectivas respecto del presente y el futuro de este campo. El diálogo que me
propongo tejer entre estos puntos de vista nace mis propias conversaciones con dichos escritores
y profesores, que generosamente han aportado a este proyecto sus experiencias e informadas
posturas. Aunque a lo largo y Ancho de Estados Unidos se pueden contar numerosos profesores
que además de entregarse a la labor crítica y docente se destacan por su rol como escritores, e
intervienen en el medio cultural más allá de la academia, los cuatro que he buscado para entablar
este debate comparten no solo este rol dual, sino una carrera nutrida por la reflexión, la
además, los procesos de creación, la preocupación por las limitaciones de los circuitos
académicos existentes y el esfuerzo pionero por consolidar espacios para la escritura creativa en
la academia es lo que hace su perspectiva pertinente. Estos autores encarnan el perfil ideal de un
académico en escritura creativa, que más allá de ejercer su profesión desde la mera coincidencia
de la creación y la crítica, han dedicado sus carreras a reflexionar sobre esta y sobre los tantos
posibles diálogos e intervenciones todavía a venir entre la escritura creativa y otras disciplinas.
217
Quizá el asunto de mayor relevancia de los últimos años en el campo de la escritura creativa
en español en Estados Unidos sea el debate en torno a la viabilidad de abrir un programa o una
línea de especialización en este campo para estudiantes que cursan estudios doctorales. La
discusión que en la década pasada giraba en torno a la pertinencia de abrir un espacio que
asumido una nueva dirección. Con tres programas de MFA consolidados en este campo, en las
universidades de Nueva York, Iowa y Texas, El Paso, la pregunta ya no parece ser si la academia
debería ser un lugar que albergue la labor creativa de nuevos autores, o si escritores emergentes
cuya obra sea escrita en español tienen un lugar en la academia estadounidense, sino qué
implicaciones conlleva expandir la escritura creativa al terreno de los estudios doctorales. Esto
implica que más allá de darle una plataforma de formación a un profesional con un proyecto
manera permanente.
Actualmente existen cinco universidades en Estados Unidos que ofrecen programas graduados
en escritura creativa. Las universidades de Nueva York, Iowa y Texas, El paso, cuyos programas
de MFA cuentan con una ya sólida trayectoria; y las universidades de Houston y Cincinnati, que
han abierto opciones de líneas de profundización en este campo para estudiantes doctorales.
posibilidad de abrirla en los próximos años. José de Piérola, director del MFA en esta
universidad, apunta: “En esta universidad estamos explorando la posibilidad de abrir un espacio
hacia el doctorado porque no me queda la menor duda de que ese es el futuro de los programas
218
de creación literaria en los Estados Unidos”1. Parece indiscutible que el campo de los estudios
generará el espacio propicio para fortalecer este campo desde la investigación. No obstante, la
discusión sobre en qué consiste un doctorado y cuál será la futura dirección de la escritura
los departamentos, así como de los recursos con los que cuentan, y externamente de factores
español no ofrecen la opción de cursar un MFA, la ausencia de una previa plataforma académica
para la escritura creativa es por supuesto uno de los desafíos que pueden enfrentar estas
universidades. A la luz de la reciente apertura en este campo a nivel doctoral, les ha sido
forma en que esta se articula con otras líneas de especialización como la crítica literaria y la
lingüística. Sin embargo, esta misma ausencia puede jugar a su favor. Al no ofrecer un MFA,
estudiantes egresados del programa de máster. No obstante, esto no presupone que baste incluir
el modelo pedagógico del taller literario para consolidar una formación doctoral. Como se
1
José de Piérola es un escritor de narrativa peruano. Es director del MFA en escritura creativa de
la universidad de Texas, El Paso, donde ha trabajado desde la fundación del programa. Sus
intereses académicos en crítica, vinculados a su visión pedagógica de la escritura creativa, son la
migración, el desplazamiento, la violencia política y la construcción de la identidad.
219
discutirá a lo largo de este apartado, aunque el taller y su pedagogía hacen parte importante de la
plataformas que van más allá de este para garantizar una formación más amplia y sólida.
Los tres programas en donde existen en MFA en escritura creativa en español han sido,
quizá por su temprana apertura y su ya sólida trayectoria en el campo, algunos de los primeros en
plantearse la posibilidad de extender su currículo hacia el PhD. Sin embargo, son justamente
ellos quienes asumen uno de los retos más grandes: qué pueden o deben ofrecer curricularmente
creativa; cómo es posible articular un programa doctoral que supere la mera repetición y
extensión de la estructura del máster. A este respecto Ana Merino2, fundadora del MFA de la
universidad de Iowa, insiste en la importancia de desarrollar una estructura curricular que soporte
incuestionable que el campo tanto de los estudios literarios como de la escritura creativa en
La incursión en la escritura creativa es sin duda una de las caras de la transformación que
viven actualmente los estudios literarios tanto en inglés como en español. Sin embargo, asumirla
únicamente como una forma de hacer frente a la crisis que atraviesan humanidades es no solo
irresponsable sino perjudicial para el campo. Por esta razón, y después de haber asumido la ardua
2
Ana Merino es una poeta, dramaturga y catedrática española. Su especialización académica,
además de la escritura creativa, se centra en estudios del cómic. Fundó el MFA en escritura
creativa en español de la universidad de Iowa y ha emprendido otros proyectos relevantes en este
campo como el Spanish Creative Literacy Project.
220
creativa en Iowa, Merino se opone a un acercamiento ligero a la hora de abrir la puerta a los
estudios de doctorado en este campo. Para plantearse esta opción, argumenta, el departamento
que quiera ofrecer un programa doctoral en escritura creativa debe asegurarse de tener expertos o
egresado del MFA, continuar en el programa como estudiante doctoral en escritura creativa,
transformación del campo de estudio. Esta resistencia nace de un afán por garantizar que la
escritura creativa crezca de manera sólida antes que acelerada. Según esta autora, “si queremos
derivar los resultados del MFA hacia la teoría de la escritura creativa, necesitamos escritores con
doctorados y con teoría del proceso de escribir. O sea, necesitamos crear un currículum,
desarrollar cursos centrados en la materia que se trabaja” (Entrevista personal). Esto quiere decir
que antes que aceptar estudiantes, el programa debe solidificar una postura tanto intelectual,
centrada en qué significa estudiar escritura creativa en un doctorado, como práctica, cimentada
sentido, Merino sostiene que “no pueden darle un doctorado a un estudiante que simplemente
está tomando los mismos talleres del MFA otra vez, o que simplemente está repitiendo cursos de
estudios literarios y escribiendo una novela. Hay que darles clases para su especialización”
(entrevista personal).
La pregunta latente detrás de la crítica que hace Ana Merino atañe a la particularidad del
campo de estudio. ¿En qué radica la diferencia entre un doctorado en escritura creativa y un
221
MFA en este mismo campo, o un doctorado en estudios literarios? La respuesta a esta pregunta
debe traducirse en los principios y prácticas que sustentan la creación del programa doctoral.
Como bien apunta la autora española, no se trata de estudiar un MFA más extenso, donde el
estudiante cursa otra vez una serie de talleres que le permiten desarrollar un nuevo proyecto
creación.
Para pensar en la expansión de la escritura creativa Merino hace hincapié en que hay que
teniendo en cuenta esta distinción, construir un andamiaje pedagógico y académico que sustente
del escritor” (Entrevista personal). En este sentido, los estudiantes deberían encontrar en una
que les permite desarrollar un proyecto creativo a través de la exploración técnica de la labor de
de escritura, cómo dialogan los documentos de tal escritor con su creación de novela, es
En este sentido, “el pensamiento creador es la base del doctorado”, así como “la
222
La postura de Ana Merino se asemeja así a la de Paul Dawson, expuesta en el apartado
anterior. Para estos dos académicos, el campo de estudio de la escritura creativa deben ser los
este campo, más allá de desarrollar una obra propia, se busca aportar a la comprensión y el
desarrollo de la escritura y los proyectos creativos desde perspectivas amplísimas que pueden
preguntarse, entre muchas otras cosas, por el impacto de la escritura en comunidades concretas,
para proyectos de escritura creativa, las posibles conexiones entre el ejercicio académico de la
urgentes y relevantes para un profesional que se ocupa tanto de escribir literatura como de
debate de la escritura creativa. Hay que hacerlo con metodología, porque si no, les estás
vendiendo a los estudiantes que escribir una novela o un libro de poemas es hacer un
personal)
Así, un egresado de un programa como este habrá cursado seminario de literatura y talleres
escritura; “clases que no sean cronológicas ni genealógicas, que no sean la teoría x, sino sobre el
proceso de escribir” (Merino, Entrevista personal). Su perfil estará nutrido no solo por su
223
capacidad crítica y su vocación creativa, sino por su experticia respecto del diálogo entre estos
sino que será una aproximación teórica o crítica a un problema concerniente a la pedagogía de la
proyectos de creación. Mientras que un egresado de MFA en escritura creativa habrá encontrado
orgánica, así como también dialogan con los estudios críticos de la literatura. Sin embargo, sus
experiencia docente y académica se desprende una preocupación por construir como punto de
partida los cimientos curriculares que contribuyen a darle forma a un campo de estudio. Es
precisamente esta preocupación la que en primer lugar le permitió, diez años atrás, imaginar y
consolidar a través del MFA en Iowa la escritura creativa como campo disciplinar, si bien
asociado, independiente de los estudios literarios. De su energética crítica queda claro que
contraproducente para un campo en expansión, en donde antes que abarcar un perímetro más
amplio debe ser una prioridad fijar un punto de partida. También es alentador reconocer de su
mano las tantas posibilidades que existen para la escritura creativa como campo de investigación
224
Aunque joven, un programa con los cimientos curriculares como los que describe Ana
doctoral en español con concentración en escritura creativa. Cristina Rivera Garza3, directora de
esta iniciativa, había desarrollado su carrera académica como profesora en este campo en el
monolingües. Esta académica señala que, desde el inicio de su carrera en San Diego, consideraba
urgente explorar el contacto entre el español y el inglés, así como el activismo sobre la
producción en español, tan presente en la vida de la ciudad, pero tan tajantemente dividido en la
estructura académica: “cuando acepté el trabajo en UCSD para mí era muy importante que en el
futuro ese programa fuera no solo un programa en inglés, sino bilingüe”(Entrevista personal).
Sin embargo, quizá a falta de otros profesores que como Rivera Garza pudieran navegar las dos
lenguas y el diálogo entre las tradiciones, el MFA de la universidad de San Diego no abrió sus
Rivera Garza todavía trabajaba como profesora en San Diego, dirigiendo siempre
proyectos escritos en inglés, muchas veces escritos por estudiantes bilingües, cuando visitó la
Universidad de Houston para dar una conferencia sobre su trabajo en escritura creativa. De
manera espontánea, la preocupación de esta académica por la apertura del campo hacia el
Estudios Hispánicos que estaba visitando. Como ya había manifestado tanto en San Diego como
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Cristina Rivera Garza una escritora y académica mexicana. Ha dedicado su labor de
investigación y docencia a la escritura creativa en las universidades de San Diego y Houston,
donde ahora dirige el programa de doctorado en escritura creativa en español. Sus intereses
académicos también incluyen la historia y representaciones de enfermedades mentales.
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en otras universidades a las que era invitada, Rivera Garza tenía en mente la necesidad de
expandir el campo de la escritura creativa: “yo tenía esta idea de que hay tres programas de MFA
de creative writing en español y me parecía que era el momento de que naciera un doctorado”
(Entrevista personal). Unos meses más tarde, la universidad de Houston contactó a la escritora
mexicana para proponerle dirigir ese programa doctoral que ella imaginaba.
2016 los cinco pilares intelectuales que sostienen la visión del doctorado que ofrece la
proceso de edición, hasta la labor manual de confección del libro-objeto; la traducción como
ejercicio de creación; y la escritura digital. Estos cinco son para Rivera Garza los ‘ejes
intelectuales o filosóficos’ que sustentan el currículo del programa y el perfil del doctorando que
lo cruza. A la hora de concebir las prácticas concretas del programa, estos ejes se traducen en
una ‘estructura ósea’: seminarios y talleres enfocados en problemáticas alrededor de estos temas,
una agenda de investigación relacionada con los pilares, la financiación de ciclos del ‘workshop
series’ con escritores invitados, y la compra de un risógrafo que posibilita el aprendizaje del
quehacer editorial, y que permitió la creación de una editorial independiente que sirve como
La columna vertebral del programa es, por supuesto, la reflexión académica en torno a
qué es y cómo se hace la escritura creativa. Sin embargo, esta debe concretarse a través de
Universidad de Houston, Rivera Garza dice: “Aquí había una infraestructura para desarrollar el
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programa, había una editorial, con un proceso de rescate documental. También había un par de
profesores que no solo eran PhD, sino que también escribían” (Entrevista personal).
lingüística. El de escritura creativa se instaló como un tercer track, con sus requisitos curriculares
determinados e independientes de los dos anteriores, pero también con un profesorado a cargo de
investigar y ofrecer cursos especializados para esta área. Gracias a que este programa cohabita
con los estudios literarios y la lingüística, los estudiantes que lo cursan se forman en diálogo
constante con estas áreas. Como Rivera Garza lo señala, la idea de consolidar el campo de la
disciplina de la escritura creativa “no es crear una práctica separada del entrenamiento
académico del estudio tradicional de la literatura, sino que está profundamente mezclada,
trenzada con este” (Entrevista personal). De esta forma, los estudiantes y egresados de este
programa serán idealmente “personas que les interesa pesar desde la crítica literaria, pero que
literarios no solo porque conjuga el quehacer creativo con el crítico, sino porque se especializa
estudiante de MFA porque su formación va más allá de la profesionalización del escritor a la que
se refiere Ana Merino; se trata de un académico capaz de emprender proyectos de crítica, edición
Una de las cosas que es de suma importancia para mí es que quede muy claro que
esto no es un MFA más largo, es decir, que es un trabajo de doctorado donde apuntamos
a una formación completa. Los estudiantes tienen que tomar seminarios de literatura, de
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lingüística. Para asegurarnos de que el individuo que salga con un grado como doctor en
escritura creativa en español, tenemos que formar a alguien que puede concursar por un
trabajo en la academia gringa, en programas de literatura, pero que además tiene esta otra
formación. No es alguien a quién le falte algo, sino alguien que viene con un plus.
(Entrevista personal)
El egresado de un programa como este, tendrá idealmente una formación general en estudios
creación. El objetivo de su formación es que este profesional pueda emprender tanto proyectos
academia, en relación con la producción y circulación de libros, pero también en contacto con
nutritiva haciendo los límites que los separan más flexibles. Entendido de esta manera, el
desarrollo de la escritura creativa emerge como respuesta a un cambio en las formas de abordar
los estudios literarios, sino también como una consecuencia de la transformación del medio
académico y su mercado.
Una de las razones que impulsó a la universidad de Houston, y a las otras dos
fue la generación de una estrategia para hacer frente a la decreciente tasa de solicitudes para
programas doctorales en las humanidades. En esta universidad, apunta Cristina Rivera Garza,
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se estaban inscribiendo cada vez menos estudiantes a nuestros PhD en
humanidades, por una crisis que están sufriendo las humanidades, por el tipo de mundo
en el que vivimos, por la falta de trabajo (…). Y veíamos que había menos y menos
trabajos para egresados con especializaciones muy limitadas, y cada vez un mercado de
trabajo más amplio para doctorantes (sic) que saben hacer más cosas. (Entrevista
personal)
modifica para ajustarse a una nueva etapa. Es en este sentido que la exploración de nuevas
formas diciplinares puede funcionar, si es estructurada de manera estratégica, como una forma
mutar para adaptarse a un nuevo medio. Sin embargo, para algunos académicos, esta
resulta relevante, existe una pugna entre una postura quizá más conservadora, y otra que se
arriesga a la apuesta por lo nuevo. Quienes se oponen a esta apertura pueden sostener con razón
que aún no existe un terreno fértil para que un egresado doctoral en escritura creativa encuentre
una plaza docente, y que al ser un campo disciplinar incipiente a nivel doctoral todavía no
existen las herramientas para ofrecer a nuevos estudiantes una plataforma de formación. Este es,
por ejemplo, el caso de Ana Merino. Para ella, refiriéndose específicamente a la iniciativa de la
universidad de Iowa, resulta contraproducente abrir la puerta a un espacio que aún no cuenta con
cimientos. Reconoce que el mercado está cambiando y sabe que ofrecer la opción de cursar un
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doctorado en escritura creativa puede atraer nuevos y más estudiantes al programa graduado de
español. Sin embargo, le parece irresponsable adoptar esta medida como estrategia para reclutar
nuevos doctorandos si no se está simultáneamente trabajando en una estrategia para que esos
estudiantes construyan un perfil sólido que les permita enfrentar el mercado laboral. Para
Hay que pensar qué va a pasar cuando esos estudiantes sean profesionales en el futuro.
¿cuál va a ser su formación, qué cursos les vamos a ofrecer para que tengan un perfil
Vale la pena preguntarse entonces, ¿qué debe suceder primero para que el campo de la escritura
creativa se consolide: que estudiantes y académicos se interesen por esta área para hacerse
expertos, o que un programa se articule a nivel curricular para ofrecer una plataforma a quien
investigación dará lugar a espacios de formación y los espacios de formación fomentarán más
espacio a una nueva subespecialización de los estudios literarios. Al estar interconectados, los
asumirlos como espacios independientes. Cambiar la estructura curricular implicará cambiar los
perfiles del futuro mercado laboral, así como transformar los nuevos puestos de trabajo cambiará
espacios de formación y nuevos espacios de ejercicio profesional. En este contexto, por supuesto,
como apunta Merino, un departamento que decida abrir su currículo en una nueva dirección debe
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asegurarse de ofrecer a sus estudiantes un medio propicio para su formación. Esto quiere decir
ocurre, el panorama futuro será como de manera optimista lo plantea Cristina Rivera Garza
cuando proyecta que “muy pronto, más programas van a solicitar profesores que no solo sepan
ser críticos literarios, sino que también sepan escribir y sobre todo sepan ofrecer clases y talleres
La incursión en la escritura creativa a nivel doctoral ya está ocurriendo. Quizá para abrir
lugar a los egresados de programas de MFA cuyo ejercicio profesional no estaba del todo
pensado para el circuito académico, pero quizá sobre todo porque el oficio de estudiar literatura
está siendo asumido desde una nueva perspectiva. La emergencia del campo se sustenta en la
necesidad de formar académicos integrales que aborden la literatura desde la crítica, la teoría y la
creación, y que se queden dentro de la academia para generar nuevos proyectos donde se
conjuguen estas tres áreas. En este sentido, como bien señala de Piérola:
no es suficiente con un MFA para formar un intelectual con una formación completa en
especialidad principal es la creación literaria. Pero hay una formación en crítica y teoría
Pensar estratégicamente, desde adentro de las instituciones y los currículos, cómo se estructura
esta formación es el reto actual de intelectuales como Merino, Rivera Garza y de Piérola, entre,
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los estudiantes puedan tener un entrenamiento intelectual riguroso en literatura, y a la vez
pudieran tener la experiencia pedagógica del taller, y que pudieran graduarse con una
disertación creativa que incluyera, por supuesto, un buen componente de revisión teórica.
Es decir que formáramos, lo que a mí me parece que es el escritor del siglo XXI: un
Uno de los puntos de coincidencia de los académicos entrevistados para este estudio, es la
idea del escritor académico como un intelectual consciente del propósito de sus intervenciones
Desarticular la idea del escritor en la torre de marfil se traduce en los ejes pedagógicos de
la formación de ese escritor del siglo XXI que señalan con insistencia Merino, Rivera Garza y de
Piérola. Asumir la escritura como una acción inscrita en el mundo y en su realidad tanto
simbólica como material conlleva a repensar en la idea del escritor y su lugar en la sociedad.
Lejos de ser una figura aislada, se convierte, todo lo contrario, en un trabajador de la lengua que
consciente y responsable de dicho lugar. Esto no solo permite naturalizar la figura del creador
literario dentro del circuito académico, sino que también implica que ese creador se sabe
partícipe de este medio en donde las ideas se generan y circulan en constante diálogo con
diferentes realidades.
232
La todavía arraigada idea del genio-escritor hace difícil de reconciliar la escritura creativa
con la académica porque no reconoce que ambas se basan en procesos similares de investigación,
diálogo, redacción y edición. Como ya fue expuesto, esta imagen romántica del escritor no fue
rebatida en el formato pedagógico del taller de los programas de escritura creativa en inglés del
siglo XX. El escritor ya no simplemente cambia su lugar resguardo al ámbito universitario, como
hizo a lo largo del siglo pasado. Hoy, la deconstrucción de esa guarida que antes lo
medio para participar, a través de la creación literaria y la crítica, en los debates más relevantes
de su tiempo. La escritura creativa emerge solo cuando se rebate la idea de que hay una
el ejercicio de esta disciplina se defiende la universidad como un espacio que da acceso a un foro
Uno es parte de un diálogo como escritor o escritora, y ese diálogo tiene mucha
influencia en lo que uno hace y en lo que los demás hacen también. Recircular ideas del
Así como de Piérola, Ana Merino también argumenta que la consciente intervención en la
producción de realidades y las discusiones vitales alrededor de estas son rasgos fundamentales
233
Cuando Merino emprendió la tarea de pensar en los pilares que sustentarían la formación
en escritura creativa del MFA de la universidad de Iowa, basó sus estrategias en la idea de que:
El escritor era este intelectual que tenía que dialogar con su presente y compartir su
pasión creativa con el entorno que le rodeaba. Quería alejarme de esa idea del escritor
endiosado en su torre de marfil. De ese concepto del escritor como producto de consumo
con el que la industria editorial juega en su búsqueda de autores superventas. Ser escritor
9)
en tantos programas de escritura creativa en inglés en los Estados Unidos de la guerra fría.
Entonces, la creación literaria desde la academia se cimentaba en la idea del arte por el arte, que,
escritura creativa justamente en el acto intelectual de darle la vuelta a la figura del escritor como
genio, para acercarlo al mundo y a sus realidades. Para esta autora el escritor del mundo actual:
No será nunca más el inspirado del siglo XIX que recibía, eso decían, el soplo divino por
métodos más bien peculiares, sino el reciclador que lee su realidad con cuidado y, con
cuidado, copia, recicla y se apropia del discurso público para participar de este modo en
diálogos textuales e intertextuales más amplios, tanto a nivel estético como político. (Los
siempre social, es también un escritor que reconoce en la práctica de su oficio el contacto con la
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El que escribe nunca escribe solo. Esta es una afirmación sencilla y sin embargo pareciera
a veces todavía revolucionaria. Es una frase que no se cansa de repetir Cristina Rivera Garza
cuando afirma que quien escribe participa de una conversación con las voces de aquellos que
nutren su obra. Es decir que se inscribe en una tradición literaria y cultural. Ser consciente de
este diálogo al que entra, de los argumentos que se han propuesto; de las voces que más se han
escuchado, y de las que han quedado relegadas; del lugar y la postura que su voz genera; y sobre
todo de la realidad que se crea y se habita en esa tradición, es una responsabilidad primordial del
cuidadosamente el proyecto de creación con el que se hará partícipe de ella. Escribir es en este
sentido entablar una lectura y un diálogo con todos aquellos que ya han explorado la forma, el
tema, la problemática, los lenguajes a los que recurre el creador, así como aquellos que se han
dado a la tarea de estudiar todos estos aspectos desde la crítica y la teoría. Tal vez este es uno de
los aspectos en donde más resultan indisociables la formación académica crítica y la creativa.
¿Cómo sería posible emprender un proyecto de creación literaria sin saberse partícipe de una
constelación cultural?, ¿quién hoy en día defendería que un escritor se forma y se erige gracias a
sí mismo y no al diálogo nutrido con otras voces y con el discurso de la crítica? El reverso de
comunalidad: “la experiencia de pertenencia mutua que es el lenguaje y de trabajo colectivo con
otros, que es constitutiva del texto” (Rivera Garza, Los muertos indóciles, 23).
investigación de las tradiciones y los lenguajes a los que un proyecto de escritura busca
pertenecer. Tiene como consecuencia, también, una toma de conciencia sobre la imposibilidad de
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A nivel académico, el reconocimiento de la escritura como práctica de la comunalidad
reconcilia los ejercicios crítico y creativo, tejiendo puentes entre ambos y posibilitando a la
tradición. No obstante, el que se entabla con la tradición y las voces culturales y literarias no es
el único diálogo en el que interviene el escritor. Quien escribe no está solo porque su obra se
yergue sobre las voces de otros tantos; pero tampoco está solo en la medida en que pertenece a
una comunidad lingüística y social. El vínculo y la intervención dentro de esta, es otro de los
roles que señalan como fundamentales los académicos de la escritura creativa. Quien escribe
debe entonces preguntarse por los medios que utiliza y los circuitos desde donde produce su
escritura. El primero de estos medios será la lengua, viva y capaz de significar solo en su
En el diálogo con la comunidad, vinculada por la lengua común, radica una de las
otros contactos además del lingüístico, en Estados Unidos el compartido uso de la lengua hispana
Hacer consciencia y pensar de manera crítica el vínculo lingüístico y las implicaciones del uso
del español en Estados Unidos es tal vez uno de los aspectos más relevantes para los escritores
Quien desarrolla un proyecto de escritura creativa debe plantearse el lugar desde donde
escribe y de qué manera esa locación lo conecta con una red social específica. En Estados
Unidos, quien escribe en español usa la lengua del trabajo en el campo; la lengua que emparenta
a descendientes de variadas naciones a lo largo América; la lengua de una minoría creciente; una
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lengua política. Esto no implica, por supuesto, que quien emprende un proyecto creativo en
Estados Unidos. Lo que sí implica, es que quien escribe en español sabe que interviene en una
construyendo comunidad y tejiendo lazos entre aquellos que comprenden el mundo a través de
escritura creativa podrá emprender proyectos pedagógicos fuera del ámbito universitario y en
contacto con comunidades específicas. Este ha sido el caso de los programas en Houston, Iowa y
El Paso, cuyos directores han emprendido iniciativas de alfabetización creativa. Las iniciativas a
este respecto son incipientes, pero pueden llegar a ser nutritivas y muy variadas.
reconciliación del quehacer creativo con la intervención de la realidad social, en un rango tan
amplio que abarca desde la mera intervención en la tradición literaria en español en Estado
Unidos, hasta el emprendimiento de proyectos de activismo político. Uno de los ejemplos más
claros a nivel pedagógico a este respecto, lo ha llevado a cabo Ana Merino a través del Creative
Literacy Project. Merino señala que desde el inicio consideró el trabajo con la comunidad como
social claro. Que la creatividad y los talleres tocaran a la comunidad que los rodeaba, y
que los escritores compartieran esa pasión por la lectura y la escritura con los niños y los
237
Debido a esta estudiada consciencia del sistema lingüístico en que se inscribe un proyecto y su
Estados Unidos.
bilingüismo un elemento central del programa. Quizá porque desde el campus de esta
universidad se ve, como apunta él mismo, el inicio geográfico de Latinoamérica; quizás porque
problematizar y desdibujar los límites tajantes entre tradiciones y lenguas a la hora de estudiar
el experimento que hemos estado haciendo en los últimos quince años es el de hacer un
programa que sea bilingüe. No en el sentido de que los estudiantes sean bilingües, sino en
literatura, con mucha razón se especializan en ciertas tradiciones. Sin embargo, desde el
aspecto creativo, es imposible hacer un trabajo creativo en español sin reconocer la gran
norteamericana. Los escritores del boom, por ejemplo, no serían posibles sin la escritura
entre los estados unidos y Latinoamérica. De modo que tener un programa en el cual
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parece formidable. El aula funciona como un espacio de intercambio de tradiciones.
(Entrevista personal)
La preocupación por generar un espacio de diálogo entre tradiciones es una forma estratégica de
poner de relieve la condición, siempre entre dos mundos, del académico y el escritor que abordan
problemáticas del mundo hispanohablante desde los Estados Unidos. Hacer de esa condición un
aspecto central de reflexión a la hora de generar crítica y creación literaria resulta profundamente
La permeabilidad lingüística también se presenta como una grieta de donde pueden surgir
nutridos diálogos entre la escritura creativa en inglés y en español. Habitar dos o más lenguas
significación. La labor creativa se basa más que nada justamente en eso: la reflexión sobre los
mecanismos mediante los cuales se articula el significado de una realidad que es siempre
construcción y negociación. En este sentido, el escritor que produce desde este lugar de
confrontación que surge del encuentro entre dos lenguas puede ser entendido en términos de
Rivera Garza como escritor planetario: “Se trata de ese tipo de escritores que habitan de manera
esporádica (que no diaspórica) sitios y lenguas con los cuales desarrollan una relación de
dinámica resistencia, más que de amable acomodo” (Los muertos indóciles, 140).
formación del escritor desde el ámbito académico es el estudio y la reflexión en torno a los
lugares y circuitos de producción material de libros y proyectos creativos. A este respecto, quien
estudia escritura creativa, y posiblemente quien estudia literatura desde otras subdisciplinas,
debería preguntarse por la forma en que existe y se transforma la lectura; el acceso a los libros; la
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obra literaria más allá del formato del libro; el proyecto creativo que no asume la forma de libro;
conocimiento sobre la labor material de hacer un libro, sus procesos de escritura, edición,
de las posibles esferas de circulación de proyectos creativos más allá del formato de libro, y de
los procesos de publicación más allá del editorial. En este orden de ideas, un proyecto creativo
puede concebirse como una forma de intervención social; a partir de un formato de blog; como
herramienta educativa; como proyecto digital, entre muchísimos otros formatos. Resultaría
limitante imaginar que todo proyecto de escritura busca convertirse en un libro publicado. Sin
embargo, las dinámicas del mercado editorial traen como consecuencia que, si no se piensa de
manera crítica y estratégica, se caiga en esta idea restrictiva. Así como la inclusión de la creación
literaria dentro del ámbito académico modifica los circuitos de producción, la reflexión y
emprendimiento de proyectos de creación desde esta esfera, afectan los circuitos editoriales, así
A este respecto José de Piérola señala que hoy en día “Hay una democratización sin
programas analizar e intervenir en este escenario” (Entrevista personal). Esta es sin lugar a dudas
contemporáneo. Es entonces consecuente que como parte de una formación profunda y sólida en
el campo de la escritura creativa, se reflexione en torno a las diversas posibilidades del texto
literario. Parte de esta reflexión debe presuponer cuestionarse sobre las implicaciones de escribir
desde la universidad y cómo este fenómeno modifica el circuito tanto literario como académico.
240
Así, la escritura creativa como disciplina dentro de los estudios literarios, intervendrá en
los medios de circulación y producción literaria a través de proyectos que aborden de manera
diálogos culturales en los que interviene y de las tradiciones literarias a las que busca pertenecer,
así como de su participación en una comunidad lingüística. También estudiará y conocerá los
medios de creación, producción y circulación de una iniciativa creativa, dentro de los cuales
como indisociables. Este es ante todo un académico que asume la escritura como una práctica
porosa y permeada por otras voces, el entorno, la comunidad y la memoria. Se sabe partícipe en
El escritor del siglo XXI, como lo llama Cristina Rivera Garza, es aquel que concilia la
labor creativa con la crítica, así como la creación literaria con la intervención social. Al
comprender los pilares intelectuales que configuran el perfil ideal del profesional en escritura
Un profesional de este campo, además de trabajar en su propia obra creativa como parte
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o un académico dedicado a la escritura creativa, además de esto, tomará y enseñará cursos, y
Como queda expuesto por Cristina Rivera Garza, Ana Merino y José de Piérola, quienes
este campo académico es fértil y nutrido. Entre algunos de los pilares que hacen de esta una
el diálogo con la crítica y la teoría, a través del estudio de las tradiciones en las que se inscribe el
proyecto creativo; el diálogo con la comunidad a través de una intervención consciente del
circuito cultural y social; el emprendimiento de proyectos con dicha comunidad, que en el caso
proyectos creativos.
En el futuro, como indican estos autores, la escritura creativa vivirá una expansión
disciplinaria que permitirá robustecer los estudios literarios, repensar los vínculos entre la
la pública y la comunitaria.
creativa se hace necesario no solo estudiar el panorama actual de esta disciplina para comprender
sus orígenes y fundamentos, sino también, y quizá de forma más urgente, explorar y proponer
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Bibliografía
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