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INSTITUCIÓN EDUCATIVA EMBLEMÁTICA “MIGUEL GRAU” PLAN LECTOR INSTITUCIONAL 2022

MES DE AGOSTO
Semana 1
EL SUEÑO DEL PONGO

Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno
de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo
lamentable; sus ropas, viejas. El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando
el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia. —¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó
delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó.
Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie. —¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá
lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate
esta inmundicia! —ordenó al mandón de la hacienda. Arrodillándose, el pongo le besó las manos al
patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño,
sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía
bien. Pero había un poco de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo
compadecían. «Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el
corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo. El hombrecito no hablaba con
nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí,
mamacita», era cuanto solía decir. Quizás a causa de tener una cierta expresión de espanto, por su
ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio
por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el avemaría, en el corredor
de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre;
lo sacudía como a un trozo de pellejo. Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y,
así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara. —Creo que eres perro. ¡Ladra! —le
decía. El hombrecito no podía ladrar. —Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces. El pongo
obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies. —Trota de costado, como perro —seguía ordenándole el
hacendado. El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía de
muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo. —¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente alcanzaba
trotando el extremo del gran corredor. El pongo volvía, de costadito. Llegaba fatigado. Algunos de
sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el avemaría, despacio, como viento interior en el
corazón. —¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al cansado
hombrecito—. Siéntate en dos patas; empalma las manos. Como si en el vientre de su madre hubiera
sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de
estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las
orejas. Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso
de ladrillo del corredor. —Recemos el padrenuestro —decía luego el patrón a sus indios, que
esperaban en fila. El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le
correspondía ni ese lugar correspondía a nadie. En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al
patio y se dirigían al caserío de la hacienda. —¡Vete, pancita! —solía ordenar, después, el patrón al
pongo.
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo
obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos1.
Pero…, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la
hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló
muy claramente. Su rostro seguía como un poco espantado. —Gran señor, dame tu licencia; padrecito
mío, quiero hablarte —dijo. El patrón no oyó lo que oía. —¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?
—preguntó. —Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte —repitió el pongo.
—Habla… si puedes —contestó el hacendado. —Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a
hablar el hombrecito—. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón. —Como éramos hombres muertos,
señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco. —
¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad. —Viéndonos
muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan

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y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de
cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre
mío. —¿Y tú? —No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo. —Bueno.
Sigue contando. —Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más
hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el
más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca
más transparente». —¿Y entonces? —preguntó el patrón. Los indios siervos oían, oían al pongo, con
atención sin cuenta pero temerosos. —Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la
orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre,
caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el
resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro. —¿Y entonces? —repitió el patrón.
—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean
como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así
el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta
las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como
si estuviera hecho de oro, transparente. —Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó—: ¿Y
a ti? —Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: «Que de
todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro
de gasolina excremento humano». —¿Y entonces? —Un ángel que ya no valía, viejo, de patas
escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro
gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye,
viejo —ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel—, embadurna el cuerpo de este hombrecito con
el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como
puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la
lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin
cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando… —Así mismo tenía que ser —afirmó
el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí? —No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente,
aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió
a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no
sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego
dijo: «Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro!
Despacio, por mucho tiempo». El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su
color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
__________
1 Colono: indígena que pertenece a la hacienda.

© Relato popular recopilado por José María Arguedas. Publicado en El sueño del pongo, 1965.
Fuente: Blog Lecturia. Biblioteca de Relatos https://lecturia.org/cuentos-y-relatos/jose-maria-arguedas-sueno-
del-pongo/1062/ Recuperado el sábado 01 de agosto de 2020

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS (1965)

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MES DE AGOSTO
Semana 2
“EL JUSTICIA MAYOR DE LAYKAKOTA”
TRADICIONES PERUANAS – RICARDO PALMA
(FRAGMENTO)

“….La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran
número de aventureros a Laykakota.
Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos como pesaba
el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de miles de pesos».
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no estuviesen uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba un socorro de Salcedo, éste le regalaba
lo que pudiese sacar de la mina en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por los
menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral entraron en disensiones con los andaluces,
castellanos y criollos favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado éxito, hasta que
el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de
Almoguera, la pacificación del mineral. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las tropas del obispo,
librando mal herido el corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo, fundieron balas de plata. No se dirá que no
mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte del de Santisteban, y la Real Audiencia asumió el poder. El
gobernador que ésta nombró para Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, entregó el
mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de justicia mayor. La Audiencia se declaró impotente y
contemporizó con Salcedo, el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó y artilló una fortaleza
en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que ocuparse con los disturbios que promovía
en Chile el gobernador Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del inca Bohorques, descubierta en
Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al cadalso.
El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen
gobierno y caballerosidad de la justicia mayor.
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de España.
Era éste el conde de Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana
para ser completo jesuita. En cerca de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se
limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgan, que había
incendiado Panamá y a apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su destrucción por
los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos
voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes
de los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aún llaman la
atención del viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con frecuencia se le veía barriendo el
piso de la iglesia de los Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantor en la solemne
misa dominical, dándosele tres pepinillos de las murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos
de un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz en sitio donde pudiera ser pisada; que
todos se arrodillasen al toque de oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del convento
de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama de santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas
diarias al rezo del oficio parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y concurriendo al
jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le anunciara.
Jamás se han visto en Lima procesiones tan espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su Historia trae
la descripción de una en que se trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo
rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa
fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y
plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata, que representaban más de
dos millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien lo trujo!

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El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarriá y de Gátiva y duque
de Taurifanco, que cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus manos,
como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de jesuitas, apenas fue proclamado en Lima
como representante de Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y aprehendió a
Salcedo
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor
natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En
breve tiempo quedó concluida la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus bienes en provecho
del real tesoro.
Como hemos dicho, los jesuitas dominaban al virrey. Jesuita era su confesor el padre Castillo, y jesuitas sus
secretarios. Las crónicas de aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente el
trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos servicios a la causa de la corona y enviado a España
algunos millones por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le permitiese apelar a España, y que por el tiempo
que transcurriese desde la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid, lo
obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en dos mil duros, sino que el viaje del Callao
a Cádiz no era realizable en menos de seis meses.
La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuitas le hicieron presente que mejor partido sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fue el padre Francisco del Castillo, jesuita peruano que está
en olor de santidad, el cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de Almuña
e hijo del virrey.
Salcedo fue ejecutado en el sitio llamado Oroca-Pata, a poca distancia de Puno.
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace, convocó a sus deudos y les dijo:
- Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me
deparó por compañero. Mirad cómo le vengáis.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada fue cubierta con peñas, sin que hasta
hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos de la justicia mayor
el crimen a que la codicia los arrastrara. Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se
sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el nombre del Manto. Este es un error
que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y Cancharani.
El virrey, conde de Lemos, en cuyo periodo de mando tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en
diciembre de 1673, y su corazón fue enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación
de su nombre y el título de marqués de Villarrica para el jefe de la familia.

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MES DE AGOSTO
Semana 3
HISTORIA DE ABDULA,
EL MENDIGO CIEGO

El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada, refirió al
Califa su historia:

-Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta
camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado
imperio.

Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a
la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos
nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que
no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta
camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el
sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen
sentido y me contestó:

-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más
del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro
y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando
cada cual su camino.

Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me
escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no
arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.

Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero
tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.

El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos
aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había
un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre
los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.

El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis
ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que
según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.

Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí
la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.

No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos
y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -
pensé-, conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.

Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé.

-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, sólo experto en la oración y
en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun
así te verás en apuros para gobernarlos.

-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y
que Dios te guarde.

Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi
codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar
los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia
aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera
todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:

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-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los
menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan,
así, una recompensa mayor en el Paraíso.

La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo
pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero.

Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre
como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.

En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y
me la entregó.

Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:

-Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta pomada.

-Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se ven distintamente todos los
tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.

Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.

El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan diversos tesoros, que volvió a
encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y
cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho,
para ver más tesoros.

-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.

-Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan contrarias y dos virtudes tan
diversas.

Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía la verdad, cedió a mis
instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.

Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mi desmesurada codicia. Me arrojé
a los pies del derviche.

-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista.

-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta
desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no
conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha
quitado para castigar tu codicia.

Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y desamparado, sin atender a mis lágrimas
y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.

FIN

ANÓNIMO: LAS MIL Y UNA NOCHES.

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MES DE AGOSTO EL POTRO SALVAJE


Semana 4

Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo
de su velocidad.
Ver correr aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en
sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se
podía medir. Corría sin regla ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No
existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria
velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes, y esta
era la fuerza de aquel caballo.
A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin
coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado
tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad a vivir de sus carreras.
En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de
paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban
los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos,
arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por fin a toda velocidad,
tendido en una carrera loca que parecía imposible de superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven
potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón.
Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se
retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.
“No importa -se dijo el potro, alegremente-. Iré a ver a un empresario de espectáculos y ganaré, entretanto, lo
suficiente para vivir.”
De qué había vivido hasta entonces en la ciudad, apenas él podía decirlo. De su propia hambre, seguramente,
y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones.
Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas.
-Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo- si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo
de correr ha gustado a algunos hombres.
-Sin duda, sin duda… -le respondieron-. Siempre hay algún interesado en estas cosas… No es cuestión, sin
embargo, de que se haga ilusiones… Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte…
El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un poco de
pasto ardido y seco.
-No podemos más… Y, asimismo…
El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y
recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba en zigzag las pistas trilladas.
“No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto,
sostenerme.”
Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr.
Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda
el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas, para
halago de los espectadores que no comprendían su libertad. Comenzaba el trote como siempre con las narices
de fuego y la cola en arco; hacia resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo
traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco
que comía contento y descansado después del baño.
A veces, sin embargo, mientras trituraba su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de
avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.
“No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto.”
Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.
Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y
comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba
una bella impresión.

-No corre por las sendas, como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque
se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo.

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En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su ardiente velocidad,
se empleaba siempre a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo
definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración, la ración basta y mínima del más oscuro de los más
anónimos caballos.
“No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan…”
El tiempo pasaba, entretanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad, traspasaron
sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel
caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad
madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele en disputa apretadísimos fardos
de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable-, por el solo espectáculo de una
carrera.
Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido
en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el
gaznate.
“En aquel tiempo -se dijo melancólicamente- un solo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón
saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mi al más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.”
En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siempre, y el mismo el espectáculo de su
salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a
fondo, que antes el joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito
forraje para despertar.
El triunfante caballo pesaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finalmente con sus descansos. Y
cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr.
Corría entonces, como él solo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje
ganado.
Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran verdaderos
sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro
comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió entonces,
por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas regulares.
Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca-, pues se creía ciegamente en su salvaje libertad
para correr.
Libertad… No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas para no
flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa ni a fondo ni contra el viento. Corrió sobre
sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzag que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo
siempre creciente de agotarse, llegó el momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo,
engañando, escarceando cubierto de espumas por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.
Pero dos hombres, que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.
-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-; y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en
recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer.
-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y hambre son el más preciado don que
puede conceder la vida a un fuerte corazón.
Joven potro: Tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la
gloria, y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día
todo entero por un puñado de pasto

FIN

HORACIO QUIROGA

CICLO: VI ÁREAS RESPONSABLE: CCSS-DPCC

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