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EL HURTO

José Manuel Aguilera Franceschi

En mi ferretería hay de todo. ¡Y usted, tome nota, por favor! Estoy aquí para darle todos
los detalles de lo ocurrido... Le cuento: enumerar la gama estrambótica de piezas,
herramientas, ítems que vendo a diario en mi negocio no tiene mucho sentido, pero sí
le quiero decir que mantengo en existencia 254 tipos de tornillos de diversos tamaños,
roscas, grosores, diseños. Los hay curvos, autorroscantes y autoperforantes, para
chapas metálicas y maderas duras, tornillos tirafondos para paredes y muros de
edificios, de roscas cilíndricas o no. Recuérdeme, ¿cuál es su cargo? Como usted debe
saber, el surco helicoidal e infinito que los conforma generalmente se ajusta a la
derecha, pero hay honrosas excepciones que no vale la pena mencionar y que se ajustan
a la izquierda. Estoy hablando de cuando se quiere apretar el tornillo, para que usted
entienda mejor. Son variados, amigo mío, como lo son las moscas, grandes y verdes
algunas, otras pequeñas, casi tiernas y suaves. En fin, los tengo para todos los gustos y
necesidades. Como comprenderá, los tornillos se compran por peso, salvo unos muy
grandes que son de fácil cuantificación para la contabilidad. Pero como le estoy
diciendo, la mayoría se negocian en el mercado como si se tratase de un enjambre de
pequeños seres, seres vivos, nunca muertos, claro que no. Más bien dormidos en su
placenta de plástico transparente, esa que los resguarda amorosamente del olvido y la
humedad, de la potencial corrosión por óxido, a causa de este entorno tropical y
caluroso de Caracas. Es que en ese roído edificio que resguarda mi tienda desde hace
muchos años ya se nos hace imposible reparar el viejo aire acondicionado, ese que
tenemos desde finales de los años 90. Para combatir el empecinado calor recurrimos
entonces a los grandes ventiladores de pie, made in China, que parecieran más bien
daneses u holandeses por su blancura y altivez. ¿Por dónde iba? Ah sí. Entonces, como
venía diciendo, todo empezó con los tornillos, esos pequeños que a mí me encantan
porque juntos parecen invencibles en su lecho prenatal, pulcro y organizado, mi
estimado. Porque, qué paradójico, ¿no? ellos en su silencio de niños dormidos fueron
los que me alertaron de que algo venía pasando con el inventario de la mercancía. Y yo,
ante el tácito anuncio, me puse alerta. Y usted sabe, el que la hace, debe pagarla. ¿Cuál
es su cargo, señor? Le pedí que tomara nota. ¿Que por qué los tornillos fueron mis
confidentes? Porque ellos son muy prudentes, claro. Nadie sospecha nunca de un
tornillo. Pasan desapercibidos como las masas de mendigos en el oriente medio. O se
diluyen, como los migrantes que arrastran sus pies por las fronteras, anónimos y
hambrientos en las carreteras suramericanas. Ah, y me dicen, qué raro, que muchos de
esos caminantes tienen una extraña forma de leucemia. Sí, correcto, que no me
disperse, no me voy a dispersar. Lo que venía diciendo entonces es que no es fácil
detectar una baja de mercancía en el depósito por un contaje de tornillos, no, porque
ellos son discretos, como las relaciones prohibidas. Lo que quiero decir es que sería
mucho más fácil detectar si me están robando en el local cuando falta un alicate de
presión, de aquellos siete que recibí hace cuatro días. O si desaparece la llave inglesa
grandota que vino con una pequeña mancha negra en su mango rojo y que no devolví,
no sé por cuál razón. O si se extravía alguno de los serruchos americanos que llegaron a
buen precio. Así es la cosa. Lo que pasa es que para mí los tornillos son algo relevante,
fascinante. Ellos sostienen en cierto modo al mundo, solo en cierto modo, ojo, no hay
nada filosófico en mi comentario. Lo sostienen para armar el rompecabezas del universo
material, el andamiaje de las formas; lo organizan para que la física de los materiales no
ceda, como le pasó, por cierto, a aquella enfermera de piernas largas y torneadas, esa
misma, sí, la que estuvo aquí con usted hace unos minutos. Ella cedió. Sus contornos
calientes se desbordaron, y finalmente terminó acostándose anoche con ese camillero
bajito que está al fondo de aquel pasillo de paredes blancas. Volviendo a lo nuestro,
doctor: es que yo tenía ordenados los tornillos de cierta manera, por filas, en cajitas de
diversos tamaños y para no entrar en detalles que no son relevantes, pude notar que los
niveles de esos recipientes habían variado. No sé desde cuando me roban tornillos, no
tengo idea, pero en esta oportunidad, cuando estaba llenando esos pequeños depósitos,
recuerdo que la primera cajita, la del lado izquierdo que limita ciegamente con la pared
beige, estaba llena de tornillos hasta la altura exacta de una mancha que por alguna
casualidad brillaba en la pared, una mancha que era una especie de huella digital
ancestral que nadie reconoce. En ese momento, oh brillante idea, yo decidí que esa seña
era el nivel adecuado para llenar la caja. Hasta el límite de la huellita esa que no tiene
dueño. Desde la perspectiva de esa manchita yo fui llenando todas y cada una de las
cajas, una por una hacia la derecha, veintiuna en total. Y esos pequeños metales,
fulgurantes, se veían finalmente claros y lineales en su espacio natural. Cuál fue mi
sorpresa cuando, dos días después, comencé a notar, no sin cierto estupor, que el nivel
de la primera caja de tornillos estaba por debajo de la huella. Así como lo oye. Además,
Luis el vendedor, el que tenía unos 4 años trabajando conmigo, me miró fijamente a los
ojos durante un segundo eterno, mientras yo veía la huella y la caja y el nivel de los
tornillos. Su respiración se aceleró un poco y su ceño también se frunció. Para no
extenderme sobre la muerte de Luis, quiero aclarar que yo no lo maté. Tampoco lo
despedí. Yo creo que Luis no está muerto, doctor, sino de la vergüenza. Luis huyó,
doctor, seguramente para Barinas, de donde vino con su hermano cuando tenía 12 años.
No, yo no le hice nada. El cadáver del que todos hablan no se corresponde con la
descripción de Luis. Su cara ya no era una cara, sino más bien una máscara llena de
minúsculos aceros. Bueno, eso me dijeron en la morgue. Yo soy una persona reflexiva y
muy analítica, lo juro. Escriba eso. Escríbalo. Yo medité pausadamente acerca de ese
crítico momento de indefensión, el momento del hurto. Me detuve en ese instante en
el que mi privacidad fue vulnerada, para concluir, bueno, que a veces hay que hacerse
de la vista gorda, doctor, dejar pasar las cosas, que no hay tampoco que rasgarse las
vestiduras morales, ni pensar y repensar en cómo pudo atreverse ese muchacho a
extraer esos inocentes cigotos de metal de mi negocio, que la cantidad de pequeños
tornillos hurtados no iba a llevarme a la quiebra, y que a lo mejor los estaba revendiendo
porque, según me enteré en chismes de pasillo, su mujer intentaba conseguir unas
medicinas para tratarse una rara forma de leucemia que le fue diagnosticada. Ah, y por
fin, ¿encontrarían a la mujer?

¡Por cierto, querido doctor! En nuestra próxima sesión le voy a hablar de las tuercas,
inseparables compañeras…

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