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El término inteligencia proviene del latín intelligentia, que a su vez deriva de inteligere.

Esta es una
palabra compuesta por otros dos términos: intus (“entre”) y legere (“escoger”). Por lo tanto, el
origen etimológico del concepto de inteligencia hace referencia a quien sabe elegir: la inteligencia
posibilita la selección de las alternativas más convenientes para la resolución de un problema. De
acuerdo a lo descrito en la etimología, un individuo es inteligente cuando es capaz de escoger la
mejor opción entre las posibilidades que se presentan a su alcance para resolver un problema.
Del latín emotio, la emoción es la variación profunda pero efímera del ánimo, la cual puede ser
agradable o penosa y presentarse junto a cierta conmoción somática. Por otra parte, tal como
señala la Real Academia Española (RAE) en su diccionario, constituye un interés repleto de
expectativa con que se participa en algo que está sucediendo.
La inteligencia emocional ha sido un constructo muy estudiado por diferentes investigadores y ha
generado una enorme discusión al respecto. Existen diversas definiciones de inteligencia
emocional desde que Salovey y Mayer (1990) la referenciaron por primera vez en un artículo
llamado Emotional Intelligence, descrita como la parte de la inteligencia social que consistía en la
habilidad para observar las emociones tanto nuestras como las de los demás para usar esa
información en la resolución de conflictos.
Según Mayer y Salovey (1997), puede definirse la inteligencia emocional como “la capacidad para
percibir, valorar y expresar emociones con exactitud, la capacidad para acceder a sentimientos (o
generarlos) que faciliten el pensamiento, la capacidad para comprender las emociones y el
conocimiento emocional y la capacidad para regular las emociones promoviendo el crecimiento
personal e intelectual”.
La Inteligencia Emocional es uno de los conceptos clave para comprender el rumbo que ha tomado
la psicología en las últimas décadas. De un modelo preocupado fundamentalmente en los
trastornos mentales por un lado y por las capacidades de razonamiento por el otro, se ha pasado a
otro en el que se considera que las emociones son algo intrínseco a nuestro comportamiento y
actividad mental no patológica y que, por consiguiente, son algo que debe ser estudiado para
comprender cómo somos.
Siempre hemos oído decir que el Cociente intelectual (IQ) es un buen indicador para saber si una
persona será exitosa en la vida. La puntuación del test de inteligencia, decían, podría establecer
una relación fuerte con el desempeño académico y el éxito profesional. 
No obstante, los investigadores y las corporaciones empezaron a detectar hace unas décadas que
las capacidades y habilidades necesarias para tener éxito en la vida eran otras, y éstas no eran
evaluables mediante ningún Además, el reconocer las emociones y sentimientos de los demás es
el primer paso para comprender e identificarnos con las personas que los expresan. Las personas
empáticas son las que, en general, tienen mayores habilidades y competencias relacionadas con la
IE. Es necesario tener en cuenta una concepción más amplia de lo que son las habilidades
cognitivas básicas, aquello que entendemos que es la inteligencia.
Prueba de ello es que empezaron a ganar terreno algunas teorías de la inteligencia que intentaban
comprenderla desde ópticas diferentes, como la Teoría de las Inteligencias Múltiples de Howard
Gardner, la teoría de Raymond Cattell (y otros) que explicaba las diferencias entre Inteligencia
fluida y cristalizada, o la Inteligencia Emocional que popularizó Daniel Goleman.
Elementos de la Inteligencia Emocional
El gran teórico de la Inteligencia Emocional, el psicólogo estadounidense Daniel Goleman, señala
que los principales componentes que integran la Inteligencia Emocional son los siguientes:
1. Autoconocimiento emocional (o autoconciencia emocional)
Se refiere al conocimiento de nuestros propios sentimientos y emociones y cómo nos influyen. Es
importante reconocer la manera en que nuestro estado anímico afecta a nuestro
comportamiento, cuáles son nuestras capacidades y cuáles son nuestros puntos débiles.
2. Autocontrol emocional (o autorregulación)
El autocontrol emocional nos permite reflexionar y dominar nuestros sentimientos o emociones,
para no dejarnos llevar por ellos ciegamente. Consiste en saber detectar las dinámicas
emocionales, saber cuáles son efímeras y cuáles son duraderas, así como en ser conscientes de
qué aspectos de una emoción podemos aprovechar y de qué manera podemos relacionarnos con
el entorno para restarle poder a otra que nos daña más de lo que nos beneficia.
3. Automotivación
Enfocar las emociones hacia objetivos y metas nos permite mantener la motivación y establecer
nuestra atención en las metas en vez de en los obstáculos. En este factor es imprescindible cierto
grado de optimismo e iniciativa, de modo que tenemos que valorar el ser proactivos y actuar con
tesón y de forma positiva ante los imprevistos.
4. Reconocimiento de emociones en los demás (o empatía)
Las relaciones interpersonales se fundamentan en la correcta interpretación de las señales que los
demás expresan de forma inconsciente, y que a menudo emiten de forma no verbal. La detección
de estas emociones ajenas y sus sentimientos que pueden expresar mediante signos no
estrictamente lingüísticos (un gesto, una reacción fisiológica, un tic) nos puede ayudar a establecer
vínculos más estrechos y duraderos con las personas con que nos relacionamos. Además, el
reconocer las emociones y sentimientos de los demás es el primer paso para comprender e
identificarnos con las personas que los expresan. Las personas empáticas son las que, en general,
tienen mayores habilidades y competencias relacionadas con la IE.
5. Relaciones interpersonales (o habilidades sociales) una buena relación con los demás es una
fuente imprescindible para nuestra felicidad personal e incluso, en muchos casos, para un buen
desempeño laboral. Y esto pasa por saber tratar y comunicarse con aquellas personas que nos
resultan simpáticas o cercanas, pero también con personas que no nos sugieran muy buenas
vibraciones.
La idea de mejorar la inteligencia emocional no es alterar la capacidad de generación de
emociones por parte de una persona, sino la reacción ante ellas, que muchas veces tiene igual o
más impacto en la vida cotidiana que la emoción en sí.
De esta forma, se dice que las personas con alta inteligencia emocional no sufren menos
sensaciones negativas ni más positivas, sino que son capaces de dimensionar en su justa medida
cada una de ellas.
En general, se habla de tres cualidades que componen una buena inteligencia emocional:
Identificación de las emociones: Las personas son capaces de saber lo que están sintiendo a cada
momento y por qué, y de esta forma darse cuenta cuando su pensamiento y comportamiento está
influido por esas sensaciones.
Manejo de las emociones: En base a esa comprensión, son capaces de controlar sus impulsos o las
reacciones inmediatas que el cerebro parece pedir, midiendo las consecuencias que podrán tener
cuando esa emoción repentina cese.
Identificar las emociones de los demás: Aquello mismo que pueden hacer para consigo, son
capaces de hacerlo con las demás. De esta forma, pueden reconocer el momento en el que otra
persona está alterada por alguna razón, y de esta manera relativizar las acciones que hiciera a esa
situación.
Las personas que poseen estas cualidades, suelen ser personas socialmente equilibradas,
extrovertidas, alegres y que en lugar de preocuparse ven los problemas como oportunidades de
crecimiento y mejora.

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