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Colección CLAVES CRISTIANAS

1. Matrimonio y familia. Eugenio ALBURQUERQUE.


2. En la presencia de Dios. Giorgio GOZZELINO.
3. El Evangelio y Jesús de Nazaret. Juan José BARTOLOMÉ.
4. Teología y espiritualidad laical. Raúl BERZOSA.
5. Por los caminos de la increencia. Antonio JIMÉNEZ.
6. Ciencias sociales y doctrina social de la Iglesia. Restituto SIERRA.
7. Pablo de Tarso. Juan José BARTOLOMÉ.
8. El laico en la Iglesia. Antonio Ma CALERO.
9. La nostalgia del Eterno. José Luis SÁNCHEZ NOGALES.
10. Cristianismo e Islam. José Luis SÁNCHEZ NOGALES.
11. Moral de la vida y de la sexualidad. Eugenio ALBURQUERQUE.
12. La entrevista personal y el diálogo pastoral. Jesús ANDRÉS VELA.
13. Cuarto evangelio. Cartas de Juan. Juan José BARTOLOMÉ.
14. La Iglesia: Misterio, Comunión y Misión. Antonio Ma CALERO.
15. Catequesis evangelizadora. Manual de catequética fundamental. Emilio ALBERICH.
16. Catequesis de adultos. Elementos de metodología. Emilio ALBERICH / Ambroise BINZ.
17. Sociología de la religión. Giancarlo MILANESI / Joaquim M. CERVERA.
18. María, signo de esperanza cierta. Manual de Mariología. Antonio Ma CALERO.

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Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com

© Antonio María Calero


© 2001. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID
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Fotocomposición: M&A, Becerril de la Sierra (Madrid)

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DEDICATORIA

A la memoria de mi padre
de quien aprendí la seriedad en el trabajo.
Y en agradecimiento a las Carmelitas Descalzas
de Sanlúcar la Mayor (Sevilla)
por su inestimable testimonio
de verdadero amor a la Iglesia.

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SUMARIO

Presentación
Prólogo

Capítulo 1. La Iglesia en la Palabra revelada


Capítulo 2. La Iglesia en la historia de la Teología
Capítulo 3. La Iglesia en el Concilio Vaticano II
Capítulo 4. La Iglesia es un Misterio
Capítulo 5. La Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios
Capítulo 6. La Iglesia es una Comunión
Capítulo 7. La Iglesia, Sacramento de salvación
Capítulo 8. La Iglesia, enviada al mundo
Capítulo 9. María, primera Iglesia

Bibliografía general

Índice general

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PRESENTACIÓN

Cuando el concilio Vaticano II hace pública la constitución sobre la Iglesia y comienza


hablando de una luz, la de Cristo, para la salvación de todas las gentes, la teología de la
Iglesia recibe el implícito e ineludible encargo de ocuparse de un tema tan fundamental
como es el misterio, la comunión y la misión de la Iglesia.
La eclesiología ha sido considerada, y no sin razón, como el centro de la reflexión
teológica y, también, por qué no recordarlo, el motivo de no pocas tensiones y disensos.
Aunque mejor sería decir que, por olvidar una auténtica eclesiología, surgieron esas
situaciones de conflicto.
Pablo VI tuvo la gran intuición de recuperar el Sínodo de los Obispos y hacer, de
esta institución, uno de los caminos más acertados para vivir la colegialidad y para
estudiar, en comunión episcopal, los asuntos más importantes y actuales sobre la
vocación y ministerio de la Iglesia. Fruto de esas asambleas sinodales, son los
documentos magistrales de los que se alimenta la teología actual y, particularmente, la
eclesiología.
Pueblo de Dios, sacramento de Cristo, campo y viña del Señor, rebaño del buen
Pastor... Siempre la Iglesia una y santa, llamada y reunida por el mismo evangelio que ha
escuchado, santificada por los sacramentos y enviada al mundo entero para ser testigo
del misterio Pascual. Los miembros de este pueblo de Dios son diversos, porque distintos
son los carismas que reciben del Espíritu, pero la unidad sobresale en una profunda
comunión en el misterio de Cristo.
Tendrá la eclesiología que adentrarse en el misterio de Cristo y su presencia en los
días de los hombres, buscando raíces y haciendo historia, que no puede ser otra que la
de la salvación. Porque si la Iglesia es misterio, el origen y manantial hay que encontrarlo
en Dios, aunque la manifestación se realice en el tiempo y necesite la luz del Espíritu que
la misma Iglesia ha recibido.
En las manos de Pedro se puso y edificó la Iglesia. Con él, y con los que le habían
de suceder, se establece un vínculo profundo e imprescindible de unidad: la comunión.
Que es, al mismo tiempo, don del Espíritu y alianza nueva de unos hombres y mujeres

10
renacidos en el bautismo e incorporados a la comunidad que celebra la cena del Señor.
Como luz del mundo, así es enviada la Iglesia. Tendrá que llamar a las puertas de todos
los pueblos y anunciar el misterio nuevo de la resurrección del Señor, leer las Escrituras,
celebrar la Eucaristía, vivir el mandamiento nuevo, dar testimonio de Cristo resucitado y
anunciar el reino de Dios.
Entre las persecuciones de los hombres y los consuelos de Dios, la Iglesia va
realizando su vocación evangelizadora hasta el día del encuentro escatológico y
definitivo. En el centro, entre vocación y misión, siempre el misterio de Cristo. Todo
viene de Dios y todo se realiza en Cristo. Metida en la realidad histórica y siendo
comunidad visible encarnada entre los gozos y las esperanzas de los hombres. Colmada
de santidad y gustando todos los días la debilidad de quienes han sido llamados a realizar
una obra grande: evangelizar. Esta es la misión de la Iglesia.
Es garantía sobrada que un tratado de eclesiología esté pensado y escrito por el
profesor Don Antonio Calero de los Ríos, Director del Centro de Estudios Teológicos de
Sevilla. Don Antonio, al estilo de los mejores maestros de teología, expone en la cátedra
lo que vive, escribe de lo que ha contemplado, enseña de lo que ha estudiado, investiga
seriamente y, sólo después, habla.
Este libro, magnífico libro, es buena prueba de ello. Por otra parte, a su condición de
teólogo, el autor une unas cualidades pedagógicas y didácticas nada comunes. Creo que
lo ha aprendido en la mejor escuela salesiana, congregación a la que pertenece Don
Antonio Calero. La investigación teológica se une a la experiencia de la cátedra y da,
como resultado, un magnífico tratado de eclesiología y un eficaz instrumento para la
imprescindible relación entre el maestro que enseña y los que buscan el verdadero saber
teológico.
Del amor a la Iglesia habla cada una de las páginas de este libro. De la competencia,
seriedad, garantía teológica y bondad personal, podemos ser testigos cuantos tenemos el
privilegio de conocer y tratar de cerca y frecuentemente al profesor Don Antonio Calero
de los Ríos.

Carlos Amigo Vallejo


Arzobispo de Sevilla

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PRÓLOGO

¿Una Eclesiología más? Pues sí. Creemos que no es inútil ni mucho menos, cualquier
esfuerzo —por pequeño y modesto que sea— realizado para profundizar e ilustrar el
misterio de la Iglesia. Un misterio que, como el de Cristo, estuvo escondido durante
siglos en Dios, y fue manifestado «en los últimos tiempos»: que todos los hombres, sin
excepción, están llamados a formar en Cristo una comunidad de salvación.
Hoy, la Iglesia, como realidad social, pero sobre todo como realidad sobrenatural, no
solo es un tema recurrente en círculos y medios de comunicación, sino que sigue estando
fuertemente cuestionada. El escándalo frente a la Iglesia es hoy una realidad en acto.
Además, el alejamiento creciente (no siempre clamoroso sino silencioso y discreto) de
muchos de sus miembros, es un hecho innegable que está ahí para su fácil, por más que
dolorosa, constatación. Hay que consignar, por otra parte, la inercia atávica de no pocos,
creyentes y no creyentes, que siguen viendo y considerando a la Iglesia desde esquemas
y categorías que han sido amplia y valientemente superadas por el Concilio Vaticano II.
Sin duda alguna la eclesiología sigue siendo hoy una asignatura pendiente incluso para
muchos miembros de la Iglesia. Y es que la Iglesia es una realidad vivida, antes que una
realidad reflexionada con mayor o menor acierto: la vida eclesial precede a la reflexión
de la comunidad sobre su propia condición de iglesia. De hecho, cuando comenzaron las
primeras reflexiones acerca de la Iglesia, la comunidad eclesial era ya una realidad
existente y actuante en la historia.
No se puede olvidar que «la eclesiología católica en vísperas del siglo XX se
presentaba más como el fruto de reacciones y de defensas que como el anuncio gozoso y
liberador del “misterio” escondido en los siglos y revelado en Cristo» 1. Efectivamente,
los distintos capítulos que conformaban la eclesiología hasta la celebración del Concilio
Vaticano II, eran otras tantas reacciones frente o contra movimientos por los que se había
ido sintiendo amenazada la Iglesia a lo largo de los siglos: desde el regalismo medieval, al
modernismo de principios del siglo XX, pasando por el conciliarismo, el espiritualismo, la
Reforma, el jansenismo, el galicanismo tanto episcopal como regalista, el laicismo y el
absolutismo estatal del siglo XIX.
¿Qué remedio puede ofrecerse a la actual situación? Y-M. Congar reflexionando

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hace años (1935) sobre posibles caminos para hacer frente a la situación de incredulidad
de aquel momento, no dudó en afirmar que «el esfuerzo a realizar era un esfuerzo de
renovación de la eclesiología. Era preciso encontrar de nuevo, en las fuentes siempre
vivas de nuestra tradición profunda, un sentido y un rostro de la Iglesia, los de Pueblo de
Dios - Cuerpo de Cristo - Templo del Espíritu Santo» 2.
Aceptando también hoy este camino de renovación eclesial, es preciso valorar la
importancia decisiva que ha tenido la amplia, profunda y hasta sufrida reflexión sobre la
Iglesia hecha por el Concilio Vaticano II (1962-1965). Este Concilio, al menos a nivel de
Documentos, ha superado de forma oficial, solemne y autorizada, el planteamiento
eclesiológico que había estado vigente de forma prevalente y hasta exclusiva durante
siglos.
En el Concilio Vaticano II, en efecto, «no se trata ya de “lo que la Iglesia nos
propone creer”, sino de esta misma Iglesia, de lo que ella “es” para el creyente. De aquí
se desprende su misión y consiguientemente el derecho y hasta el deber que ella invoca
de transmitir por todas partes el mensaje. En nuestros días está ampliamente rebasado el
método de ataque que se centraba en un punto preciso de la doctrina católica, y las
herejías de este tipo llevan aires de anacronismo. El hombre moderno es radical: más que
derrochar sus fuerzas contra un dogma particular, lo que hace es rehusar con desdén la
noción misma de dogma. No ha sido casualidad que la constitución dogmática sobre la
naturaleza de la Iglesia fuera tomando poco a poco proporciones de clave de bóveda del
Vaticano II: todo lo demás, en efecto, está determinado por ella. No se desconoce el
aspecto apologético de la controversia eclesial, pero se lo supera muy ampliamente» 3.
Por todo ello, nuestro interés se ha centrado en las que pueden llamarse líneas de
fuerza que se desprenden de la novedad eclesiológica del Concilio, adivinando, hasta
donde es posible, la repercusión renovadora de los planteamientos conciliares en la vida
eclesial de cada día.
1. Siguiendo la enseñanza del Vaticano II según el cual «la Sagrada Escritura debe
ser como el alma de toda la teología» (OT 16), en el capítulo primero se pretende recoger
las auténticas líneas de fuerza que aparecen en los distintos escritos del Nuevo
Testamento de forma más o menos refleja, acerca de esa realidad viva y determinante
para todo bautizado que es la Iglesia: ¿cuáles son los datos fundamentales, cuál es la
imagen que transmiten los diversos escritos del Nuevo Testamento acerca de la Iglesia,
sobre su vida, sobre los elementos que la constituyen en su realidad más profunda y
esencial? Es evidente que el Nuevo Testamento no se propuso presentar una visión
global y sistemática del misterio de la Iglesia. El tema de la Iglesia —excepto en algunos
escritos, vgr. la Carta a los Efesios—, no es el objeto o la preocupación central y explícita
de los escritos del Nuevo Testamento. Sí aparece, aunque de forma implícita, por cuanto

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todos ellos recogen testimonios que la comunidad cristiana ofrece de su propia vida a
partir de la forma de entenderse a sí misma, como lugar e instrumento de salvación. Es
inútil, por tanto, pretender que el Nuevo Testamento ofrezca lo que podría llamarse un
cuadro completo, orgánico y sistemático de la realidad iglesia: «lo que el Nuevo
Testamento dice sobre la Iglesia no son más que llamadas dirigidas a la fe, invitando a
escucharlas, meditarlas y vivirlas a fin de “edificar” la Iglesia de acuerdo con las
características que en ellas se contienen» 4.
2. Puesto que la historia es maestra de la vida, ha parecido necesario, mejor diría
indispensable, escribir un largo capítulo sobre la teología de la Iglesia a lo largo de la
historia. Si la Iglesia es obra de Dios pero es simultáneamente obra de los hombres, y los
hombres son seres históricos y circunstanciados, resulta inevitable que la Iglesia refleje el
influjo que la sociedad de cada momento histórico ha tenido en su vida y configuración.
Recorriendo la historia de la eclesiología se constanta como una evidencia innegable que
«la manera de comprender a la Iglesia ha estado ampliamente condicionada por la
manera de ver su relación con el mundo» 5. Decía ya en 1968 G. Philips, conocedor
como pocos de todos los entresijos y de la laboriosa construcción de la Constitución
dogmática Lumen Gentium: «las generaciones futuras podrán medir más fácilmente en su
justo valor la importancia de la Constitución sobre la Iglesia. Estamos persuadidos de que
sabrán apreciar la riqueza, la profundidad y el equilibrio de la declaración dogmática. Se
trata verdaderamente de una renovación que hunde sus raíces en los más antiguos
tesoros de la revelación, para asegurar una vida más abundante al pueblo de Dios» 6. Hay
que decir, sin embargo, que las generaciones futuras difícilmente van a poder calibrar y
valorar la importancia de la revolución copernicana que supuso la Constitución Lumen
Gentium, por el simple hecho de que les falta el contraluz de la eclesiología que estuvo
en vigor largos siglos en la Iglesia hasta la celebración del Concilio Vaticano II. Solamente
conociendo bien el antes del Vaticano II, se podrá apreciar y valorar de alguna forma, en
alguna medida, el después del mismo Concilio.
3. Como quiera que el Concilio Vaticano II ha significado un verdadero giro
copernicano en la forma de entenderse la Iglesia a sí misma, se hacía igualmente
indispensable escribir un entero capítulo en el que se pusiera de relieve, hasta donde
fuera posible, el apasionante proceso de conversión y renovación realizado por los
Padres conciliares, desde el primer Esquema «De Ecclesia» preparado por la Comisión
Central (1959) hasta la Constitución dogmática Lumen Gentium aprobada
definitivamente el 21 de noviembre de 1964.
4. Un primer fruto de esa verdadera conversión operada en el Concilio, es haber
pasado de una visión eminentemente societaria, a una visión radicalmente mistérica de la
Iglesia: no es la sociedad civil el referente ni el paradigma según el cual tiene que vivir y

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construirse la comunidad eclesial, sino el doble misterio de la Trinidad (UR 2) y del Verbo
encarnado (LG 8): en su esencia más honda la Iglesia no es una sociedad perfecta, sino
un profundo y admirable misterio.
5. Particular interés presenta el capítulo 5 en el que hemos querido elaborar de
forma, que no dudamos en calificar de genética, todos los elementos constitutivos de la
realidad iglesia. La categoría Pueblo de Dios, valorada y preferida inequívocamente por
los PP. Conciliares frente a otras categorías que, si se quiere, eran más familiares y
estaban más cercanas a la mente de la eclesiología de aquel momento (vgr. Cuerpo
místico de Cristo), constituye un eje central en toda la estructuración de la realidad
eclesial. La reflexión sobre la Iglesia como Pueblo de Dios permite afrontar de forma
orgánica, los elementos constitutivos de la Iglesia. Si el sujeto en la Iglesia es la
comunidad misma, Pueblo de Dios, es en esa comunidad (no por encima de ella) y en
orden a esa comunidad (no al margen o de forma paralela a la misma), donde y como
han de vivirse y ejercerse los distintos carismas y ministerios con los que el Espíritu ha
querido enriquecer a la comunidad. Es claro, en efecto, que «si la eclesiología no quiere
limitarse a ser la simple suma de todos los enunciados posibles sobre la Iglesia sino la
comprensión de su misterio reflejada en la fe, entonces su tema tendrá que ser la unidad
y totalidad sistemática de las verdades que atañen a este misterio» 7. Por lo demás, la
Iglesia no es solamente un Pueblo orgánicamente estructurado, sino también un Pueblo
peregrino, con un insuprimible horizonte escatológico; un Pueblo que se mueve entre el
«ya» y el «todavía no». Con ello quiso el Concilio superar la visión esencialista y estática
propia de toda la eclesiología preconciliar.
6. La naturaleza mistérica de la Iglesia se realiza y se expresa en un único y gran
movimiento que comprende, por una parte, la comunión (en la doble dimensión vertical:
hacia Dios-Trinidad, y horizontal: hacia todos los hombres como hermanos); por otra, su
condición de sacramento universal de salvación; y por otra, el ineludible compromiso
evangelizador.
7. Finalmente, volviendo a la Tradición patrística, se presenta el misterio de la Iglesia
a la luz del misterio de María. Se supera así el progresivo aislamiento que durante siglos
había tenido la Madre del Señor respecto al resto de la comunidad eclesial: no por efecto
de una indiferencia de la Iglesia respecto de María, sino como consecuencia del
distanciamiento de María respecto de la Iglesia a causa de los numerosos, altísimos e
insuperables privilegios de que había sido revestida. Con el Concilio se intenta hacer ver
que, si por una parte, María «ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto», por otra ocupa
también «el lugar más próximo a nosotros» 8. En la misma perspectiva en que lo hizo
muy pronto la primitiva comunidad cristiana, María es presentada por el Concilio como
su prototipo, su paradigma, su primera y mejor realización en plenitud y definitividad.

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Por lo demás, hay que recordar que la Constitución Lumen Gentium se mueve
claramente en la doble coordenada del cristocentrismo y de la perspectiva histórico-
salvífica. Más aún, «en la Constitución (LG), el Concilio ha hallado y conservado el
nuevo tono que le dio Juan XXIII» 9. Este tono de optimismo realista de la eclesiología
conciliar viene asegurado por la dimensión pneumatológica que estará constantemente
presente en estas páginas, sobre todo a partir del capítulo IV. La presencia y la acción del
Espíritu Santo en esta realidad místicosociológica que llamamos Iglesia, no sólo es una
preocupación personal del que esto escribe, sino que es una exigencia esencial e
irrenunciable de una eclesiología que pretenda presentarse como una realidad renovada.
En cuanto al sentido de la Bibliografía ofrecida, hemos preferido presentar unas
notas bibliográficas que, más que eruditas o altamente especializadas, sean absolutamente
solventes desde el punto de vista teológico, y, al mismo tiempo, relativamente asequibles
al lector.
Somos plenamente conscientes de la modestia y límites de nuestro esfuerzo. Como
decía ya en su día un adelantado de la renovación eclesiológica, «es un acontecimiento
importante el hecho de que se haya impuesto en la doctrina del Concilio (Vaticano II)
sobre la Iglesia, la idea clara de que no es posible comprender totalmente la esencia y
peculiaridad de la Iglesia bajo un solo concepto o una sola figura. (...) Es cierto que la
Teología, como toda ciencia, debe intentar comunicar la mayor precisión y claridad en
sus afirmaciones. Pero también debe hacerse consciente de la temeridad que envuelve
esa pretensión de querer abarcar y describir perfectamente, en conceptos conseguidos
por la experiencia de aquí abajo, la realidad sobrenatural revelada de la salvación que
Dios ha obrado. A una tal modestia está llamada la Teología en sus esfuerzos por
descubrir el misterio de la Iglesia» 10.
El misterio de la Iglesia, en todo caso, tiene que ser acogido y vivido como una
auténtica paradoja. Efectivamente, «la constitución de la Iglesia es un caso único, sin
verdadera analogía con la de las sociedades humanas» 11. Ella es complexio oppositorum:
Iglesia de Dios e Iglesia de los hombres, visible e invisible, histórica y escatológica, santa
y siempre necesitada de purificación, evangelizada y evangelizadora, universal y singular
unidas en la católica.
Sevilla, 8 de diciembre de 2000

Fiesta de la Inmaculada Concepción

16
1 B. Forte, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 17.
2 Y-M. Congar, en «Esprit» (diciembre 1961), p. 695.

3 Philips I, p. 96.

4 H. Schlier, Eclesiología del Nuevo Testamento, en MS IV/1, p. 108.

5 Y-M. Congar, Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, en M. Schmaus y otros (eds.),
Historia de los Dogmas III 3c-d, Madrid 1976, p. 290.
6 Philips I, pp. 86-87.

7 M. Kehl, La Iglesia, Salamanca 1996, p. 58.


8 LG 54.
9 A. Grillmeier, Espíritu, actitud fundamental y peculiaridad de la Constitución, en Baraúna I, p. 247.

10 O. Semmelroth, La Iglesia como Pueblo de Dios, en Baraúna I, p. 457.


11 H. de Lubac, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974, p. 102. Este mismo
autor publicó una obra con el significativo título Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967.

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SIGLAS Y ABREVIATURAS

AAS: «Acta Apostolicae Sedis» (Ciudad del Vaticano).


Baraúna I/II: La Iglesia del Vaticano II I-II, G.Baraúna (dir.), Flors, Barcelona 1966.
CFC: Conceptos Fundamentales del cristianismo, C.Floristán-J.J.Tamayo-
Acosta (eds.), Trotta, Madrid 1993.
CFT: Conceptos Fundamentales de Teología I-II, H.Fries (dir.), Madrid
19792.
ChL: Christifideles Laici (30 diciembre 1988), exhortación apostólica de
Juan Pablo II: AAS 81(1989) pp.393-521.
D.C.: Documentation Catholique, París.
DH: El Magisterio de la Iglesia, H.Denzinger-P.Hünermann, Herder,
Barcelona 1999.
DNT: Diccionario del Nuevo Testamento, X-Léon Dufour, Cristiandad,
Madrid 1977.
DPC: Diccionario de Pensamiento contemporáneo, M.Moreno Villa (dir.),
San Pablo, Madrid 1997.
DTE: Diccionario Teológico Enciclopédico, L.Pacomio-V.Mancuso (dirs.),
Verbo Divino, Estella 1995.
DTI: Diccionario Teológico Interdisciplinar I-V, L.Pacomio y otros (dirs.),
Sígueme, Salamanca 1981-1983.
DTF: Diccionario de Teología Fundamental, R.Latourelle-R.Fisichella
(dirs.), San Pablo, Madrid 1992.
DTNT: Diccionario Teológico del Nuevo Testamento I-IV, L.Coenen y otros
(dirs.), Sígueme, Salamanca 1980-1984.
ECLESIOLOGÍA: Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días, Y-M. Congar,
Madrid 1965.
EphMar:Revista «Ephemerides Mariologicae» (Madrid)
EN: Evangelii Nuntiandi (8 diciembre 1975), exhortación apostólica de
Pablo VI: AAS 68(1976), pp.5-96.
ES: Ecclesiam Suam (6 agosto 1964), encíclica de Pablo VI: AAS
56(1964) pp.609-659.

18
ET: Escritos de Teología I-VII, K.Rahner, Taurus, Madrid 1961-1969.
IGLESIA CRISTO: La Iglesia de Cristo, A.Antón (BAC Maior), Madrid 1977.
IGLESIANT: La Iglesia en el Nuevo Testamento, R.Schnackenburg, Taurus, Madrid
1965.
GLNT: Grande Lessico del Nuovo Testamento I-XVI, G.Kittel-G.Friedrich
(dirs.), Paideia, Brescia 1965-1992.
MANSI: Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio 1-53, J.D.Mansi,
Graz 1960-1961.
MAR: Revista «Marianum» (Roma)
MC: Marialis Cultus (2 febrero 1974), Exhortación apostólica de Pablo VI:
AAS 66(1974) pp. 144-149.
ML: Mysterium liberationis I-II, I. Ellacuría-J. Sobrino (dirs.), Trotta,
Madrid 1990.
MS: Mysterium Salutis I-V, J. Feiner-M. Löhrer (eds.), Madrid 1971-1984.
NDL: Nuevo Diccionario de Liturgia, D. Sartor-A-M. Triacca (dirs.),
Madrid 1987.
NDM: Nuevo Diccionario de Mariología, S.De Fiores-S.Meo (dirs.), San
Pablo, Madrid 1988.
NDT: Nuevo Diccionario de Teología I-II, G.B Arbaglio-S. Dianich (dirs.),
Cristiandad, Madrid 1982.
NDTB: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, P. Rossano y otros (dirs.),
San Pablo, Madrid 1990.
Philips I/II: La Iglesia y su Misterio en el Concilio Vaticano II I-II, G. Philips, Herder,
Barcelona 1968-1969.
RH: Redemptor hominis (4 marzo 1979), encíclica de Juan Pablo II: AAS
71(1979), pp. 257-324.
RM: Redemptoris Mater (25 marzo 1987), encíclica de Juan Pablo II: AAS
79(1987), pp. 361-433.
RMi: Redemptoris missio (7 diciembre 1990), encíclica de Juan Pablo II:
AAS 83(1991), pp. 249-340.
SM: Sacramentum mundi 1-6, K. Rahner (dir.), Herder, Barcelona 1982-
1986.
STh: Summa Theologica, Santo Tomás de Aquino.

19
DOCUMENTOS CONCILIARES

AA: «Apostolicam Actuositatem», decreto sobre el apostolado de los seglares,


del Concilio Vaticano II, 1965.
AG: «Ad Gentes», decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, del
Concilio Vaticano II, 1965.
CD: «Christus Dominus», decreto sobre el ministerio pastoral de los Obispos,
del Concilio Vaticano II, 1965.
DV: «Dei Verbum», constitución dogmática sobre la revelación divina, del
Concilio Vaticano II, 1965.
GS: «Gaudium et Spes», constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual, del Concilio Vaticano II, 1965.
LG: «Lumen Gentium», constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio
Vaticano II, 1964.
NAE: «Nostra aetate», declaración sobre las religiones no cristianas, del
Concilio Vaticano II, 1965.
OE: «Orientalium Ecclesiarum», decreto sobre Las Iglesias orientales
católicas, del Concilio Vaticano II, 1964.
PO: «Presbyterorum ordinis», decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros, del Concilio Vaticano II, 1965.
SC: «Sacrosanctum Concilium», constitución sobre la sagrada liturgia, del
Concilio Vaticano II, 1963.
UR: «Unitatis redintegratio», decreto sobre el ecumenismo, del Concilio
Vaticano II, 1964.

20
CAPÍTULO 1

LA IGLESIA EN LA PALABRA
REVELADA

21
22
Nota bibliográfica
R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987.
A. ANTÓN, La Iglesia de Cristo, Madrid 1977, pp. 70-704.
P. BENOIT, Corps, tête et plérome dans les Épîtres de la captivité, en Exégèse et Theologie II, París
1961, pp. 107-153.
R. E. BROWN, La Comunidad del Discípulo amado, Salamanca 1983.
R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986.
L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959.
L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo Testamento, en G. Baraúna(dir.), La
Iglesia del Vaticano II I, Barcelona 1966, pp. 309-323.
O. CULLMANN, Heil und Geschichte. Heilgeschichtliche Existenz im Neuen Testament, Tübingen 1975.
P. V. DIAS, La Iglesia en la Escritura y en el siglo II, en M. Schmaus y otros (dirs.), Historia de los
Dogmas III 3a-b, Madrid 1978, pp. 4-112.
J. A. ESTRADA, La Iglesia. ¿Institución o carisma?, Salamanca 1984, pp. 21-116.
P. FAYNEL, La Iglesia I, Barcelona 19822, pp. 49-142.
B-M. FERRY, Iglesia, en AA.VV., Diccionario Enciclopédico de la Biblia, Barcelona 1993, pp. 743-748.
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1990, pp. 785-806.
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X. PIKAZA, Pan, Casa, Palabra. La Iglesia en Marcos, Salamanca 1998.
J. RIUS-CAMPS, De Jerusalén a Antioquía. Génesis de la Iglesia cristiana, Córdoba 1989.
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K. H. SCHELKLE, Teología del Nuevo Testamento IV, Barcelona 1975.
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V. WARNACH, Iglesia, en J. B. Bauer (dir.), Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, cols. 477-
499.

23
24
Introducción
En la reflexión teológica sobre cualquiera de los puntos o aspectos que conforman el
misterio cristiano, el obligado e inequívoco punto de partida ha de ser necesariamente la
Palabra de Dios, leída y entendida como fuente, origen y posibilidad de penetrar ese
misterio.
Este planteamiento vale para esa parte del misterio cristiano que llamamos la Iglesia.
No se puede estudiar el misterio de la Iglesia (eclesiología), si no es partiendo de los
datos que encontramos en la Palabra revelada: tanto en el Nuevo como en el Antiguo
Testamento.
El método que seguiremos en esta presentación será el de ir pasando uno por uno
todos los escritos del Nuevo Testamento para descubrir no solo lo que cada autor, como
expresión de la conciencia de las distintas comunidades cristianas primitivas, sentía y
pensaba, sino sobre todo cómo se vivía la realidad «Iglesia». Concluiremos realizando un
esfuerzo de síntesis que abarque:
— Los puntos adquiridos, convergentes y complementarios.
— Los puntos de divergencia.
— Los temas que quedan abiertos a la investigación ulterior, como pueden ser:
los ministerios, la sucesión apostólica, el primado de Pedro, etc.
Algunas observaciones a tener presentes:
Cada uno de los autores del Nuevo Testamento es completamente autónomo y
hasta original en el planteamiento de su escrito: no es posible, por consiguiente,
mezclarlos como si fueran magnitudes homogéneas.
Es inevitable, por ello, que cada autor, aun tratando de comunicar la tradición,
«lo recibido» de otros anteriores a él (cf. Lc 1,1-4; 1Cor 11,23), haga esa
transmisión con una carga de subjetividad no indiferente en algunos casos.
A lo largo de los años, la autocomprensión de la Iglesia estuvo ciertamente
sometida a evolución, teniendo presente la notable diversidad de comunidades
surgidas por una parte y por otra a partir de Pentecostés.
Por otra parte, y como es completamente lógico, el lenguaje, sobre todo en un
primer momento, es vacilante y no unificado: la comunidad es «la Iglesia de
Dios», «el conjunto de los santos», «el nuevo Pueblo de Dios», «el resto
elegido y santo de Israel», etc.

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Desde el inicio mismo, ciertamente no sin dificultades y titubeos (cf. Hch10,9-
15; 11,1-3.18), la joven Iglesia se siente enviada al mundo, también a los
gentiles, para anunciar la Buena Noticia del Reino a todos los hombres. La
duda se ponía sobre todo en saber si esa misión había que iniciarla después de
haber de haber logrado que todos los miembros del antiguo pueblo elegido
aceptasen la salvación traída por Jesús, el Mesías, o de forma simultánea con
esa misma misión a los judíos (cf. Mt 10,5-6; 15,21-27; Mc 7,24-30).

1. ¿IGLESIA ANTES DE LA «IGLESIA»?

Las primeras comunidades cristianas, al reflexionar sobre su propia realidad comunitaria


fueron descubriendo —no sin admiración e indecible gozo ante el misterio—, que esa
realidad (la ekklesía), era fruto no de una iniciativa humana sino de un profundo y
gratuito proyecto de Dios en la historia. Ellos, aunque nacidos recientemente a la nueva
vida surgida de la Resurrección y de Pentecostés, estaban en profunda conexión con
todos los justos de la historia, comenzando por el justo Abel1. La Iglesia, pues, como
comunidad de los creyentes y seguidores de Cristo, existía bastante antes de que, como
tal comunidad, comenzara la reflexión sobre sí misma: sobre su origen, naturaleza,
existencia concreta, estructuración interna, objetivo, finalidad, etc.
De ahí, que exista un doble camino para el conocimiento de la Iglesia a partir de la
Escritura: un camino existencial que parte del análisis de la vida concreta de la comunidad
eclesial, y un camino doctrinal a partir de la reflexión que se va haciendo en las distintas
comunidades particulares sobre el ser más íntimo y radical de la Iglesia en sí.
Los dos movimientos, el existencial y el doctrinal, tienen una importancia decisiva en
orden a conocer en profundidad la realidad «Iglesia» como viene presentada en el Nuevo
Testamento. No son aspectos contradictorios ni mucho menos, sino plena y
perfectamente complementarios. La eclesiología neotestamentaria, en efecto, «recoge
datos históricos de la vida concreta de la Iglesia primitiva, intercalados con muchos otros
teologúmenos fruto de una verdadera reflexión teológica» 2.
Son puntos claros y adquiridos en la reflexión actual, que:
1. El Nuevo Testamento no se propuso en ningún momento dar una visión global y
sistemática de la Iglesia.
2. Cada uno de los escritos del Nuevo Testamento tiene su propia arquitectura en
función de unos destinatarios concretos, del mensaje central que el autor les quería hacer
llegar, de la problemática que vivía la comunidad a la que se dirigía, etc. Por

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consiguiente, exceptuando el Libro de los Hechos, la Carta a los Efesios y las Cartas
pastorales, el tema de la Iglesia, no era central ni prioritario en ninguno de los escritos del
Nuevo Testamento: su presencia es, con frecuencia, circunstancial e incluso tangencial.
3. El tema de la Iglesia aparece siempre estrechamente unido al tema de Cristo como
mensajero y realizador de la salvación. Una salvación que se perpetúa y se hace
eficazmente presente, justamente en la vida y acción concreta de la Iglesia como
instrumento de salvación que es.
4. La vida de la comunidad eclesial, su existencia histórica, el desarrollo concreto
que experimentó, condicionó en gran parte la propia autocomprensión de la Iglesia, su
imagen en el plano doctrinal. «Los escritos del Nuevo Testamento —no era de esperar
otro resultado, dado su origen ocasional y decisivamente concreto que los ha motivado
—, ofrecen una imagen de la Iglesia tan parcial y fragmentaria, tan condicionada
históricamente, tan caracterizada por diferencias y divergencias en los varios escritos
neotestamentarios, que se impone el concebirla abierta a una continua reflexión teológica
y el hablar solamente de líneas de fuerza y de diversos tipos de eclesiología en el Nuevo
Testamento» 3.
5. La Iglesia, como aparece en el Nuevo Testamento, tiene un carácter
eminentemente histórico: es decir, se hace presente y se encarna en un pueblo
determinado, con una cultura determinada, con sus vivencias y sensibilidad
determinadas, con sus deseos y aspiraciones determinados. Esta concretez histórica
condiciona a la Iglesia y le impide que se identifique por completo con los esquemas
antropológicos, culturales o sociales de la comunidad humana en la que se hace presente.
6. De todas formas, la naturaleza peculiar de la revelación cristiana, hace que la
Iglesia neotestamentaria, tanto en su vertiente doctrinal como en la vertiente existencial,
adquiera un carácter normativo para la Iglesia de todos los tiempos.

2. LA «QAHAL YAHVÉ» Y EL «MOVIMIENTO DE JESÚS»

Una cuestión que condiciona en cierto modo y orienta desde luego el pensamiento
eclesiológico del Nuevo Testamento es la relación que pueda existir entre el llamado
«movimiento de Jesús» que en Pentecostés cristalizó en la ekklesía, y la «qahal Yahvé»
en cuanto «pueblo de Dios de la antigua Alianza». ¿Fueron dos realidades dependientes
la una de la otra? ¿Fueron realidades absolutamente independientes entre sí? ¿Tuvieron
conciencia los primeros cristianos de ser, de alguna forma, continuadores del antiguo
pueblo de Dios?
Entre las soluciones dadas al problema planteado prevalece hoy la persuasión de que

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entre el pueblo de Dios de la antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios —formado por
los seguidores de Cristo y del que tienen ya clara conciencia los miembros de la primitiva
comunidad cristiana—, existe una estrecha relación que es, al mismo tiempo, de
continuidad y de novedad.
¿Qué entendía el pueblo de la antigua Alianza por Qahal Yahvé?
En contraposición a la ekklesía griega, que era fundamentalmente una reunión del
pueblo para resolver problemas relativos a la «polis» (problemas sociales en general), la
Qahal Yahvé existe porque Dios mismo es el que, por puro amor, de forma
absolutamente gratuita, toma la iniciativa de llamarlos a formar un pueblo y de
mantenerlos reunidos como comunidad convocada. La respuesta del pueblo a ese gesto,
«original» de Yahvé, hace que, en contraposición con los pueblos circunvecinos, ese
pueblo se sienta como propiedad peculiar de Dios, como pueblo de Dios, como cosa y
posesión santa de Dios (cf. Lev 26,11-13; Dt 4,7-8.32-34; Ezq 36,28; 37,27; 48,35; Sal
145,18; 147,19s; 148,14). Por eso precisamente, esta asamblea es la Qahal Yahvé; y por
eso, cuando el pueblo de Israel se reúne, no es para dilucidar problemas sociales o
políticos, sino formalmente para estrechar más y más los lazos de pertenencia a Dios:
bien mediante la escucha de la Palabra, bien renovando la voluntad de hacer lo que
Yahvé les diga (cf. Ex 24,3; Jos 24,16-24), bien para recordar las grandes hazañas con
las que Yahvé se ha cubierto de gloria al librar al pueblo con brazo fuerte y poderoso (cf.
Ex 6,6; Dt 5,15; Jer 32,21), bien para celebrar el culto en sus varias formas: holocausto,
oblación, sacrificio pacífico, acción de gracias, etc.
Por otra parte, situados en un punto de vista meramente linguístico se observa que el
vocablo hebreo qahal es traducido por varios términos: desde ekklesía que es el más
frecuente (81 veces), siguiendo por synagogé (35 veces), ojlos (6 veces), pléthos (2
veces) y synedrion y systasis (traducidos una sola vez de esta forma). Como se ve, los
términos fundamentales que aparecen son tres: qahal, ekklesía y synagogé.
En cuanto a la extensión de su significado hay que decir que «la fórmula matemática
que podría expresar la comparación de las tres palabras no sería una igualdad perfecta ni
una oposición absoluta. Lo exacto es colocar a synagogé como el término más amplio
entre los tres; en segundo lugar qahal; por fin, restringiendo el mismo significado de
qahal, ekklesía» 4.
Y en cuanto al contenido, se puede afirmar que en la conciencia del pueblo judío la
Qahal-Yahvéh, tiene un amplio significado: puede tener un significado local, o también
universal; una dimensión ideal (de lo que tenía que ser), o incluso empírico (de lo que de
hecho era); una perspectiva de realidad que pertenecía al pasado, o también con una
clara referencia al presente o incluso al futuro. En el sentir judío, «lo decisivo no es que
se reúna alguien y algo sin más, sino quién y qué se reúne, es decir, que Dios reúne, y la

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ekklesía se constituye así en junta o comunidad de Dios (aun cuando a menudo se hable
siempre de ekklesía sin el aditamento de Dios). Aquí no se da ya una reunión cualquiera
de hombres cualesquiera. La ekklesía de Dios es algo más que el suceso fáctico de
juntarse en cada caso. Ekklesía es la reunión del grupo antes escogido por Dios, que se
congrega en torno a Dios como su centro. De este modo, ya en los Setenta se convierte
en noción religiosa y cultual, que luego se entiende más y más escatológicamente, como
lo atestigua el Qahal» 5. De hecho, «el pueblo disperso en las ciudades de Israel, nunca es
llamado ekklesía; esta palabra se reserva para las ocasiones en que aparece al menos un
mínimum de sentido de reunión» 6. Por el contrario, synagogé se aplica, sobre todo a
partir del libro del Deuteronomio, para hablar de forma indiferente, de multitudes o de
reuniones de cualquier tipo, sin especificar su naturaleza: religiosa, civil, política, etc.: es
simplemente la reunión del pueblo. Más tarde, el judaísmo fue haciendo una especie de
contraposición entre los términos ekklesía y synagogé, «en el sentido de que synagogé
designa más bien la comunidad según su realidad empírica, y ekklesía según su
significación ideal... Synagogé no indicaría sino una situación de hecho (que no se limita
necesariamente al pueblo judío), mientras ekklesía llevaría consigo un juicio de valor
dogmático» 7. De esta forma, poco a poco el término Qahal, va significando cada vez
más, la asamblea litúrgica: una asamblea o comunidad de culto, aun cuando en algunos
casos se aparta de su significado habitual, para designar la simple asamblea del pueblo.
Por otra parte, en el Antiguo Testamento el término ekklesía (traducción
predominante, como se ha dicho, de la palabra qahal en el texto de los LXX), nunca es
sinónimo de laós (pueblo): indica fundamentalmente a Israel en cuanto formaba una
comunidad-asamblea cultual en la que «intervienen todos o alguno de los cuatro
elementos siguientes: a) convocación solemne del pueblo de Dios...; b) presencia de
Yahvé en la asamblea...; c) recuerdo de la Ley y de la alianza...; d) confirmación y
ratificación por el pueblo con la oblación de un sacrificio» 8.
La comunidad de Israel se sentía llamada y convocada para dilucidar los grandes
problemas que le afectaban como a tal comunidad, pero sobre todo aquellos problemas
que se referían de forma directa a la relación del pueblo con su Dios, como podían ser la
ratificación de la Alianza, escuchar la Palabra de Yahvé, las celebraciones cultuales, la
renovación del compromiso de observar la Ley, etc. Es este proceso dinámico de una
asamblea reunida en nombre de Yahvé, de convocación y de encuentro, el que fue
designado en el Antiguo Testamento con la expresión «Qahal Yahvé».
Ahora bien, ¿en qué relación está la Iglesia de Cristo con la Qahal Yahvé? ¿En
oposición? ¿En continuación? ¿En ampliación? Como respuesta general puede decirse
que, en perfecto paralelismo con la Thorá (cf. Mt 5,17), a la que Cristo vino a darle su
«cumplimiento», es decir, a llevarla a la plenitud prevista y querida por Dios, la ekklesía

29
de Cristo, lleva a plenitud lo significado y vivido en la Qahal Yahvé. En esta plenitud hay
elementos antiguos que son asumidos y quedan asimilados en una síntesis superior, y
otros que, por el contrario, son completamente nuevos y característicos, aportados por el
mismo Jesús como «enviado personal» del Padre.
El nuevo pueblo de Dios, en efecto, se presenta como continuación y herencia
legítima del antiguo pueblo, por cuanto el plan salvífico de Dios, su acción salvadora en
la historia de la humanidad es una y, sobre todo, única9. La historia de la salvación, en la
que Israel tiene un protagonismo innegable, es realmente única. De ahí, que exista, en el
fondo y como consecuencia de la unicidad del plan salvífico de Dios, una unidad
fundamental entre el pueblo de Dios de la antigua Alianza y el de la Alianza nueva: «se
trata de la misma realidad, de tal forma que, a pesar de todas las negativas y fracasos por
parte de Israel, y a pesar de la unicidad insuperable del acontecimiento Cristo, se puede y
se debe hablar no sólo de una continuidad, sino, en cierto modo, de una identidad. La
mujer del Apocalipsis, que da la vida al Mesías niño y se oculta con él (Ap 12,1-7),
simboliza a la vez el pueblo de Dios del AT y del NT» (...) «Por eso la Iglesia, como
observa acertadamente el Vaticano II (cf. NAE 4; LG 2.9.16), no solamente está
prefigurada en Israel, sino que está también incluida en él. Con otras palabras, que
proceden igualmente de la tradición cristiana: el objeto de la eclesiología es en definitiva
el único corpus ecclesiae, el pueblo de Dios único e indivisible» 10. El nuevo pueblo de
Dios, por consiguiente, no pretende ser, desde ese punto de vista, más que cumplimiento
y consumación del viejo Israel de Dios. De ahí que, «al autodesignarse como la ekklesía,
la comunidad primitiva era consciente de ser la verdadera Qahal-Yahvé, el verdadero
pueblo de Dios de los últimos tiempos, tanto en su dimensión universal como en sus
realizaciones locales, y, a un mismo tiempo, de distinguirse esencialmente de la synagogé
hebraica11.
Por otra parte, en la historia de la salvación ha aparecido Cristo, el Enviado del
Padre por excelencia (cf. Jn 8,16.29.42; 17,3.8.18.21.23.25; 20,21), y, como tal,
portador, realizador y consumador de la Nueva Alianza. Su obra redentora es de tal
forma nueva y determinante, que sus seguidores constituyen el nuevo pueblo, el nuevo
Israel de Dios, al que, además, no quisieron incorporarse los miembros del antiguo Israel
rechazando de plano al «enviado» (cf. Mt 21,33-46).
Es preciso, pues, mantener la tensión entre continuidad y discontinuidad entre
ambos pueblos. Ni son tan discontinuos que no tuvieran que ver nada el uno con el otro,
ni son tan continuos que se difuminase la auténtica novedad (plenitud respecto a la
realización parcial: Mt 5,17, y luz plena respecto de las sombras: Col 2,17; Hbr 10,1),
aportada por Cristo, autor, plenificador y consumador de la Nueva Alianza. Como dice
agudamente Dahl, «la ekklesía es el Israel único del tiempo escatológico» 12.

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3. «EKKLESÍA» EN EL NUEVO TESTAMENTO

Hablando en términos generales, el término ekklesía lleva en sí el significado fundamental


de «pueblo llamado», «comunidad convocada», incluso «asamblea política reunida»
para una determinada acción que competía, atañía y comprometía a todo el pueblo13.
Referido al ámbito de la comunidad cristiana conviene, ante todo, hacer una
distinción entre el término ekklesía y el concepto o realidad que subyace al mismo.
Estadísticamente el término aparece de forma decreciente desde los escritos más antiguos
del Nuevo Testamento a los más recientes: «es frecuentísimo en el libro de los Hechos y
en las cartas paulinas, mientras en las cartas pastorales apenas recurren a él, la carta a los
Hebreos usa la ekklesía solo dos veces y no aparece en absoluto en las así llamadas
cartas primera y segunda de Pedro, en las cartas de Tito, segunda a Timoteo, la de Judas
y la primera de Juan. Extraña en cierto sentido aún más, que los mismos evangelios
(hecha excepción de Mt 16,18 y 18,17), no hayan recogido el vocablo ekklesía» 14. Por
el contrario, la realidad subyacente al término se advierte presente en la conciencia de los
primeros cristianos desde el primer momento, y va creciendo constantemente en todos
ellos con el paso del tiempo.
Es cierto que «la palabra ekklesía en la línea bíblica no constituye una invención o
una creación del cristianismo, sino que se relaciona con el ambiente judío. Sin embargo
es objetivamente cierto que la misma palabra adquiere en el Nuevo Testamento un
significado más técnico y más profundo» 15. Efectivamente, la palabra ekklesía «tiene ya
en los escritos neotestamentarios y en los de la primera generación cristiana un marcado
sabor de término propio de la comunidad de los creyentes» 16, cobrando desde el primer
momento, un sentido eminentemente religioso y litúrgico.
De ahí que, cuando los primeros convertidos judeo-cristianos comienzan a
autodenominarse «Pueblo de Dios» o también y sobre todo la «ekklesía de Dios» (o, en
algún caso, de Cristo), tienen como trasfondo no tanto la concepción de ekklesía propia
del ámbito cultural helenístico, cuanto el profundo sentido hebreo de Qahal-Yahvé: «en
esta autodesignación manifiesta la comunidad cristiana primitiva su conciencia de sentirse
en una línea de continuidad con el Israel de la Vieja Alianza, enriquecida, sin embargo,
con la experiencia del misterio de Cristo, Cabeza del nuevo pueblo de Dios» 17. Por eso,
hay que valorar debidamente el hecho de que la primitiva comunidad de los seguidores
de Jesús, sintiéndose legítimos continuadores del pueblo de Israel, asumiera el término
ekklesía para designarse a sí misma como grupo socialmente identificable y sobre todo de
forma específica cuando se reunía para las celebraciones del culto: la escucha de la
Palabra, la celebración de la Eucaristía, la Oración en común, etc. «El hecho de que falte
el genitivo de Cristo, cuando las primeras comunidades hablan de la Iglesia, significa que

31
los cristianos no hicieron por su cuenta el añadido toû Theoû —comunidad de Dios—,
sino que lo recibieron del Antiguo Testamento. Lo utilizan para caracterizarse como los
herederos legítimos del viejotestamentario pueblo de Dios; pero el cristiano supo que el
nuevo pueblo de Dios era el pueblo de Dios fundado por Cristo y reunido en torno a
Él» 18.
Por eso, la vinculación expresa y formal que la comunidad cristiana sabe y siente
tener con la persona de Cristo (cf. Hch 20,28), hace que esa comunidad no sólo se
autodenomine en general ekklesía toû Theoû, sino que lo haga específicamente
llamándose a sí misma ekklesía toû Xristoû (cf. Rom 16,16).
El paso del significado veterotestamentario de ekklesía al significado propio del
Nuevo Testamento, se ve realizado incluso literiamente, sobre todo por el evangelista
Mateo con su texto central de Mt 16,16-18, al dar el paso de la profecía a la realidad. En
la perspectiva de Mateo, las profecías de la restauración post-exílica tienen su
cumplimiento: «Cristo se presenta como el edificador de la nueva Jerusalén anunciada
por los profetas para los tiempos mesiánicos. Una Jerusalén sin Templo, y, a la vez,
Templo toda ella por la presencia de la gloria de Dios en Cristo glorificado. Y en esta
Jerusalén, congregada en nueva y universal ekklesía, todos los pueblos y naciones, que,
al entrar por las puertas jamás cerradas, quedan también ellos iluminados por la antorcha,
reunidos en este Templo, penetrados interiormente por la gloria de Dios, transformados
en piedras vivas de esta Jerusalén animada, Ciudad, Templo y Esposa del Cordero» 19.
Cristo, según Mateo, ha querido reproducir lo que Yahvé hizo con su propia ekklesía en
el Antiguo Testamento: adquirirla para sí, convocar a todos los hombres, estar presente
no ya en el Templo sino como su Templo viviente, dándole la Ley del amor. Con una
diferencia importante: mientras la Asamblea de Yahvéh tiene una delimitación bien
concreta y determinada (Jerusalén), la ekklesía de Cristo no conoce, de por sí, límite
alguno de espacio, de tiempo, de destinatarios. De tal forma que los encuentros o
congregaciones de los judíos en Jerusalén durante las fiestas, eran —también en este
punto— «sombra de lo futuro» (Col 2,17): sombra y preanuncio de la ekklesía o de las
ekklesíai de los seguidores de Jesús.
Aun cuando, como se ha dicho, la expresión ekklesía Xristoû aparece raramente, es
evidente, con todo, que la ekklesía del Nuevo Testamento aparece siempre
indisolublemente unida a Cristo como su Cuerpo que es:
— Unida al Jesús histórico que formó el grupo de seguidores y lo envió a
predicar la Buena Noticia del Reino, haciendo otros seguidores del Maestro
(Mc 3,13-19; Mt 28,19-20).
— Unida al Cristo que murió y resucitó «por nosotros y por todos los hombres»
(cf. Jn 11,49-52; Mt 26,27-28).

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— Unida al Cristo presente por siempre en la historia (cf. Mt 28,20).
En resumen, en el ámbito del Nuevo Testamento, la ekklesía designa realidades
varias, ricas y complementarias entre sí:
Designa ante todo, a la comunidad creyente reunida bien para escuchar la
Palabra de Dios, bien para «partir el pan», para la oración, para hacer memoria
del Señor en la eucaristía, etc. (cf. 1Cor 11,18; 14,4.5.12.19.23.28.33-35).
Designa, otras veces, al conjunto de cristianos de una localidad concreta; la
Iglesia de Dios de Roma, de Corinto, de Éfeso, etc. Supuesto este contexto
local y en ese mismo contexto, la comunidad se siente y es llamada ekklesía,
sobre todo en el momento central de la misma: la celebración de la Eucaristía
(cf. Hch 5,11; 8,1; 11,22.26; 12,1.5; 15,22; 20,28; Rom 16,1.4.16.23).
Designa finalmente, al Pueblo de Dios extendido y disperso por todo el mundo,
asumiendo así un sentido auténticamente universalista aún cuando
ordinariamente se parta de la experiencia de la comunidad local: cada Iglesia es
«la» Iglesia (cf. Hch 8,3; 9,31; Ef 1,22; 3,10.21; 5,23-25.27.29.32; 1Tim
3,15ss).
Se ha planteado con cierta frecuencia una cuestión que no deja de tener su
importancia: si en el Nuevo Testamento se habla de «Iglesia particular» o de «Iglesia
universal». Sería equivocado plantear este tema en términos de dilema o disyuntiva.
K.L.Schmidt ha demostrado que la conciencia de los primeros cristianos era la de
pertenecer a un único y universal pueblo de Dios, del que participaban los demás
creyentes estuvieran donde estuvieran20. Dicho de otra manera, la realidad Iglesia se
vivía en una Iglesia particular concreta y determinada, pero siempre y de forma
inequívoca, con un horizonte de universalidad. Los miembros de las primeras
comunidades cristianas no tuvieron nunca espíritu o actitud de secta, sino siempre
conciencia de Iglesia. El horizonte universal fue una componente esencial de la
comunidad cristiana desde sus mismos orígenes.
Otra cuestión discutida, a la que ya se ha hecho referencia, es, si hay que hablar de
«Iglesia de Dios» o de «Iglesia de Cristo«. Hay que reconocer que en el Nuevo
Testamento aparece solamente una vez la expresión «Iglesia de Cristo» (Rom 16,16).
Las restantes veces aparece siempre la expresión «Iglesia de Dios». Las primeras
comunidades cristianas, a pesar de tener por Cabeza a Cristo el Señor, se siguieron
autodenominando ekklesía toû Theoû. Solo en Rom 16,16, se encuentra la expresión
ekklesía toû Xristoû. El hecho se puede explicar teniendo en cuenta que los primeros
cristianos como cosa normal y por la propia inercia de los hechos, adoptaron términos o
expresiones hechas del Antiguo Testamento, aunque siempre dándoles un significado
sustancialmente nuevo. Es claro, por esa misma razón, que «la autocomprensión de los

33
primeros cristianos de constituir la Iglesia de Cristo que Él adquirió con su sangre (Hch
20,28) y la llenó de su Espíritu, se manifestó en la denominación ekklesía que la
comunidad cristiana primitiva se dió a sí misma» 21.
En conclusión: «cuando pronunciamos esta palabra (ekklesía) es toda una línea la
que evocamos; una línea que empieza al pie del Sinaí, que llega a su punto culminante en
Jerusalén, en la plenitud de la Nueva Alianza de Sión, el día de Pentecostés, y que recibe
su apoteosis definitiva en la visión escatológica. Y junto a la línea histórica, inseparable
de ella, toda una teología: una convocación que se va ensanchando hasta llegar a ser
universal; una íntima reunión con Yahvé y con Cristo glorificado; una Ley que es
superada por una alianza indestructible en los corazones; una zona de influencia de la
vida divina; un «cuerpo de Cristo»; una nueva creación que recibe cuerpo dondequiera
los Apóstoles, portadores de la Iglesia, hacen reposar este tabernáculo, como los antiguos
levitas, en medio de los hombres; una esposa radiante de hermosura y claridad divinas,
que baja del cielo y es madre de los hombres, que es la nueva Jerusalén y que acompaña
inseparablemente al Esposo, quien, a su vez, le hace participar de las riquezas
incomparables que constituyen la plenitud de Dios» 22.

4. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS SINÓPTICOS

4.1. Eclesiología de Marcos


Ante todo, no deja de llamar la atención y hasta de causar extrañeza, el hecho de que
obras y estudios específicamente dedicados a la eclesiología del Nuevo Testamento, no
dediquen siquiera unas líneas al trasfondo eclesiológico, ciertamente existente, del
Evangelio de Marcos23. De hecho, este Evangelio se escribió para una comunidad
concreta, es decir, para una Iglesia particular que, como toda comunidad, tendría
naturalmente conciencia de su propia identidad; tendría, siquiera mínimamente, su propia
autocomprensión, tanto desde el punto de vista del «ser» (¿quiénes somos? ¿por qué
somos así?), como desde el punto de vista del «hacer» (¿qué hacemos? ¿para qué
existimos?).
Hay que reconocer de todas formas, en relación con el Evangelio de Marcos, que si,
desde una apreciación general resulta objetivamente dificultoso «reconstruir el perfil
teológico del evangelio más antiguo» 24, mucha mayor dificultad se encuentra para poder
establecer con cierta garantía la naturaleza de la comunidad que dirigía Marcos. De
hecho, es Mateo el que «recoge y explica las escasas indicaciones de Marcos sobre la
preformación de la Iglesia entre los discípulos de Jesús» 25.

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Es cierto que «Marcos no ha desarrollado temáticamente su visión de Iglesia, pero
ha ofrecido las bases teológico-simbólicas de toda posible eclesiología mesiánica desde
el fondo de la vida de Jesús» 26. Y es a la luz de ese Jesús, que constituye el verdadero
centro del Evangelio de Marcos, como hay que entender los signos bajo los que presenta
Marcos a la Iglesia. Así27:
— La Iglesia es barca desde la que predica Jesús y en la que acompaña a los
discípulos en momentos de zozobra (cf. 4,1.35-41; 6,46-52).
— La Iglesia es comunión con Jesús, a quien escuchan los discípulos y cuya
doctrina aceptan y comparten (cf. 4,10-12; 7,17-23; 10,10-11).
— La Iglesia es rebaño, disperso en la muerte de Jesús, pero reunido de nuevo
por el Pastor misericordioso después de la Resurrección (cf. 6,34; 14,27-28;
16,7-8).
— La Iglesia es el nuevo Templo, verdadera casa de oración y comunión con el
Resucitado (cf. 11,17; 12,10-11; 14,58; 15,29).
— La Iglesia es la nueva familia de Jesús, constituida desde la palabra y
comprometida en el seguimiento del Maestro (cf. 3,31-35; 10,29-31).
De esta forma, es innegable que en el Evangelio de Marcos la Iglesia aparece
embrionariamente como un «grupo de hombres» que se sienten llamados de forma
personal y hasta incondicional a seguir a Jesús de Nazaret (1,17.20; 2,14; 3,14;
10,21.52) y, por eso mismo, desvinculados de los anteriores lazos sociales: familiares,
laborales e incluso raciales. Un grupo de hombres que reciben un bautismo, no de agua
sino del «Espíritu» (1,8; 13,11); que tienen confiada la comprometida misión de predicar
la Buena Noticia del Reino y de instaurar ese Reino entre los hombres (4,1.10.14;
6,7s;13,9s.37; 14,9). Un grupo de hombres que se sienten llamados especialmente a
prestar un servicio generoso a los propios hermanos, creando así una comunidad nueva,
germen de una realidad histórica nueva.
Aunque no pueda detectarse todavía en la comunidad de Marcos una «organización
eclesial» por mínima que sea (no deja de llamar la atención, con todo, la relevancia de
Pedro en el Evangelio de Marcos), sin embargo es una comunidad que «conoce el
bautismo y la cena del Señor como acciones esclesiásticas. Su vida parece caracterizarse
por la actividad misionera ambulante, por las curaciones de los enfermos, por las
expulsiones de demonios, así como por las privaciones, pobreza, persecución,
impugnaciones múltiples y procedimientos judiciales» 28.

4.2. Eclesiología de Mateo


Hay que dejar constancia, ante todo, del gran influjo que el Evangelio de Mateo ha
ejercido en la Iglesia a través de todos los tiempos, por haber sido considerado «el más

35
adecuado a las múltiples necesidades de la Iglesia posterior, el más citado por los Padres
de la Iglesia, el más utilizado en la Liturgia y el más útil para los propósitos
catequéticos» 29.
Como se sabe, respecto del Evangelio de Mateo existe una cuestión (que es a su vez
auténtica «clave interpretativa» de todo su Evangelio), acerca de si, en todos sus pasos,
los relatos son constatación posterior de lo sucedido históricamente, o si, por el contrario,
son proyección anticipativa de lo que sucedió con posterioridad a la desaparición de Jesús
de la escena de este mundo. En el campo concreto que nos ocupa, «sigue en pie —dice
H.Schlier—, la cuestión de si la Iglesia no es la interpretación, adecuada en principio, del
discipulado de Jesús; Mateo lo habría comprendido así y, atendiendo a la realidad, habría
interpretado con razón lo anterior a la luz de lo posterior» 30. Si esto es así, «según Mateo
el grupo de discípulos de Jesús es la preformación de la Iglesia. Muchas veces este grupo
aparece ya caracterizado con los rasgos de la comunidad posterior» 31.
Mateo, que es el único evangelista que emplea la palabra ekklesía, parte en su
evangelio del profundo contraste entre el viejo Israel, étnico-nacionalista y particularista,
y el nuevo Israel, el «nuevo pueblo» que se entendía a sí mismo como una comunidad
universal de salvación. Más aún, «Mateo hace de la ekklesía como nuevo pueblo de
Dios, o mejor aún, como verdadero Israel, el tema central de su evangelio o punto
donde converge todo el material propiamente suyo. En este sentido, el Evangelio de
Mateo es comunmente llamado el evangelio de la Iglesia o también la primera
eclesiología» 32. El ideograma «el verdadero Israel», es realmente la idea básica de este
evangelio33. Efectivamente, «la eclesiología de Mateo hay que buscarla todo a lo largo de
su evangelio precisamente en torno a esta problemática: viejo pueblo de Dios-nuevo
pueblo de Dios. Este binomio, que radica en el Sitz im Leben de su evangelio, es
considerado como la clave para interpretar todo el complejo de su obra y en particular su
concepción eclesiológica» 34.
Para Mateo, «el “pueblo” es, pues, el verdadero pueblo de Dios que se constituye
sobre un nuevo fundamento; que abarca de igual manera a los miembros creyentes de
Israel y a los súbditos convertidos y probados de los pueblos gentiles (cf.12,21; 24,14;
25,32; 28,19). Es una comunidad puramente religiosa, hecha posible por la sangre de
expiación de Jesús (cf.26,28), convocada por sus enviados, constituida por el bautismo y
por el seguimiento obediente de Cristo (cf.28,19); pero sociedad que está también
obligada a dar frutos en lo moral, especialmente en el amor al hermano, al prójimo y aún
al enemigo (cf. 5,43-48; 18,23-25; 25,31-46)» 35.
Sobre la base mateana de la Iglesia entendida como el nuevo pueblo de Dios, se
construye su representación básica de la ekklesía: «la iglesia de Dios de la Antigua

36
Alianza se ha convertido ahora en la Iglesia de Cristo (cf.16,19) y a ella corresponde la
antigua dignidad del pueblo elegido por Dios» 36, de tal forma que «la ekklesía es el lugar
de la reunión y apresto de los ekklektói, la comunidad que otorga la salvación pero que
(sin frutos morales) no la garantiza; si se quiere (y si no se teme la expresión): el
“instituto de salvación”» 37.
Del análisis del Evangelio de Mateo se puede sacar esta conclusión en cuanto al
universalismo de la Iglesia y de su mensaje: la comunidad a la que se dirige Mateo es
una comunidad que tiene conciencia de universalidad. No es una comunidad encerrada
en sí, con visión corta, restringida únicamente a los judíos. Esta «concepción plenamente
universalista culmina en el epílogo del evangelio con el mandato misional sin
restricciones a los gentiles» 38. Más aún, la Iglesia del evangelio de Mateo «no se
comprende a sí misma como la Iglesia compuesta de judíos y gentiles, sino como la
ekklesía abierta a todos los pueblos» 39. De forma que «la concepción universalista del
Evangelio de Mateo es una de las líneas de fuerza de su eclesiología y echa sus raíces en
la predicación de Jesús» 40. Hasta tal punto es importante esta perspectiva en el Evangelio
de Mateo que «sólo quien tome en cuenta ambos puntos de vista —origen judeocristiano
y universalismo— podrá entender la temática y la “eclesiología” del Evangelio de
Mateo» 41.
Esta perspectiva de universalidad aplicada tanto a los posibles miembros de la
comunidad eclesial (judíos y no judíos), como a los destinatarios del mensaje (cf. Mt
21,43), es la perspectiva central de la eclesiología mateana. De tal manera, que «el envío
solemne por el Kyrios constituido por el dominio del mundo (20,18.20), no es algo
inesperado42, sino más bien el culmen a que todo el libro tiende» 43.
En el Evangelio de Mateo la Iglesia tiene una relación esencial con Jesús, pero con
una particularidad. Si Lucas, aun dentro de una visión profundamente unitaria, escribió el
Evangelio para narrar lo que ocurrió a Jesús en su vida terrena, y los Hechos para
transmitir a la posteridad lo acontecido a los primeros seguidores de Jesús después de la
resurrección, Mateo «no separa la época de la Iglesia de la época de Jesús» 44. La ligazón
intrínseca entre ambos momentos —vida de Jesús, vida de la Iglesia— se pone de relieve
en la técnica usada por Mateo (también por Juan), de entrelazar «su comprensión de la
era post-resurrecional en la narración del ministerio público de Jesús» 45.
En este mismo sentido, una nota que caracteriza igualmente la eclesiología de Mateo
es la certeza de la presencia de Cristo en medio de la comunidad. Una presencia que se
asegura hasta el final del tiempo (cf. 28,20) y en virtud de la cual la Iglesia llevará
incansablemente, con energía siempre renovada la tarea del anuncio de la Buena Noticia,
y una presencia misteriosa pero realísima de Cristo resucitado, semejante a la de Yahvé

37
en la Antigua Alianza (shekiná), en los momentos en que los creyentes se reúnen en
nombre de Jesús para la oración y el culto (cf. 18,19-20).
Otra forma de presencia de Jesús en la comunidad de los creyentes es mediante la
aceptación y vivencia de su doctrina. Efectivamente, «la doctrina de Jesús, ejemplificada
en los cinco grandes sermones del primer Evangelio (sermón de la montaña: caps. 5-7;
sermón de la misión: cap. 10; sermón en parábolas: cap. 13; sermón del orden y vida de
la Iglesia: cap. 18; sermón escatológico: caps. 24-25), es la forma en la cual y a través de
la cual, Jesús permanece presente en una comunidad deseosa de vivir según sus
mandamientos» 46.
Un capítulo del todo especial, monográficamente eclesial, del Evangelio de Mateo es
el capítulo 18. Capítulo que ha sido llamado «sermón de Jesús sobre el orden y la vida
de la Iglesia» 47, y que afronta en sus líneas generales los peligros y tentaciones que
pueden vivir las iglesias desde la perspectiva de las estructuras y de la autoridad:
El peligro del engreimiento, de la vanidad y del uso del poder en contra del
espíritu de «niños» que pide Jesús a todos.
El peligro de convertirse en la figura principal del grupo desde unas
coordenadas y planteamientos estrictamente mundanos. Mateo hace ver que
«la primera cuestión para una Iglesia que ha de sobrevivir en el mundo como la
sociedad de Jesús, es cómo evitar la aceptación de los valores opuestos de la
sociedad que le rodea» 48.
El peligro preventivo (más que la denuncia), de posibles escándalos tanto en el
interior de la comunidad eclesial, como hacia fuera de la misma.
El peligro de preterir e incluso despreciar a los pequeños e irrelevantes.
El peligro de no atender a los alejados, centrándose únicamente en los
miembros dóciles y fieles, y procediendo más por la fuerza que por el amor.
Efectivamente, «en el versículo 18, Mateo manifiesta conocer la existencia de
autoridad dentro de la Iglesia; pero tal autoridad no es en sí misma ni cristiana
ni no cristiana. Dicha cualidad no procede únicamente de la forma en que se
ejerce la autoridad, sino también de la resistencia a apelar a ella» 49.
Finalmente, el peligro de no ser generoso en el perdón del hermano, de
cansarse de perdonar, no siendo capaz de perdonar al que nos ofende.
La manera en que Mateo concibe la estructura interna de la Iglesia la encontramos
en la llamada «regla de la comunidad» (Mt 18,1-20). En esta «regla de la comunidad» se
descubre (v. 18) un círculo determinado de personas a las que se les otorga, por parte de
Dios y no de la comunidad, un pleno poder que dice relación y afecta a la salvación. De
tal forma que «la autoridad de la ekklesía del v. 17 no se apoya sólo en su dignidad como
representante del pueblo de Dios, sino también en que está guiada por aquellos que de

38
Dios han recibido pleno poder» 50. Efectivamente, «Mateo no rechaza
indiscriminadamente para su comunidad los principios de autoridad farisaicos» 51. Más
aún, «los modelos de autoridad rabínicos no están lejos del pensamiento de Mateo y
parecen tolerables, en tanto en cuanto se reconozca que la autoridad viene en último
término de Jesús» 52. Además de los Doce, existen en la ekklesía otros miembros a los
que se les confía el servicio de la comunidad. Mateo, en efecto, «conoce y reconoce
funciones y oficios directivos en la comunidad, pero los coloca bajo la ley del servir y de
la responsabilidad ante el Señor (cf. 24,45-51; 25,14-30)» 53.
Pero Mateo que, como queda dicho más arriba, es «el único evangelista que usa la
palabra iglesia y que habla de la construcción o fundación eclesial de Jesús, entendía que
la Iglesia podía convertirse en una entidad autosuficiente, gobernada (en nombre de
Cristo, para seguridad) por su propia autoridad, sus propias enseñanzas, y sus propios
mandamientos. Para contrarrestar tal peligro, Mateo ha insistido en que la Iglesia debería
gobernar no sólo en nombre de Jesús, sino también en el espíritu de Jesús, y a través de
sus enseñanzas y mandamientos» (...) «Mateo acepta la institución, la ley y la autoridad,
pero quiere una sociedad peculiar donde la voz de Jesús no haya sido suplantada y siga
siendo normativa» 54. Con todo, puede afirmarse que todos los ejemplos de poder
«otorgado por Jesús, demuestran con claridad que la Iglesia de Mateo tiene un fuerte
sentido de la organización y de la autoridad» 55.
Por otra parte, llevado de un concreto espíritu realista, Mateo es consciente de la
debilidad humana y, por tanto, de la posibilidad del pecado en la Iglesia. No es —la
Iglesia— una comunidad de solos puros y santos. Se dan en ella —al menos como
posibilidad—, también pecadores que pueden escandalizar a los miembros sencillos y
humildes de la comunidad (vv. 6-9).
Resumiendo, en Mateo la ekklesía aparece como:
— El verdadero Israel de Dios, que tiene su centro real y verdadero en Jesús
crucificado, resucitado y exaltado en plenitud de poder, que ha hecho un
llamamiento universal a su seguimiento.
— La nueva comunidad mesiánica, congregada por Dios, nacida de arriba, fruto
de un llamamiento por parte de Dios.
— Una comunidad reunida en nombre de Cristo el Resucitado, en cuyo nombre
se sienten vinculados entre sí los miembros de esa comunidad.
— Una comunidad que, en consecuencia de lo anterior (llamamiento de Dios y
presencia del Resucitado), se siente fraternalmente unida, de forma que cada
miembro es un hermano para los demás.
Los factores a tener presentes para descubrir la Eclesiología del Evangelio de Mateo
son, pues:

39
El Reino o reinado de Dios.
El grupo de seguidores-discípulos.
El pequeño grupo de los Doce.
Efectivamente, idea central y determinante en el Evangelio de Mateo es la realidad
del Reino de Dios o Reino de los cielos. Es un Reino «próximo»: tan próximo, que se
hace presente y se inaugura en la «palabra» de Jesús (parábolas), en sus «signos
admirables» (milagros) y, sobre todo, en su «persona«. Su obra (palabras y signos)
coloca a los hombres ante su persona con el compromiso de decidirse en favor o en
contra (11,12ss; 16,25; 19,29). Ese Reino penetra y se hace presente en la historia no
sólo en la persona de Jesús (palabras, signo, vida), sino también a través de «su Iglesia»,
es decir, a través de su comunidad, del grupo de sus discípulos: un grupo amplio y
abierto que se distingue de la masa del pueblo por sentirse particularmente llamados al
seguimiento, siendo discípulos de Jesús y hermanos entre sí. En este grupo de discípulos
aparece preformada la estructura de la Iglesia, algunos de cuyos elementos constitutivos
son el bautismo, la predicación y aceptación de la doctrina, la vivencia de una verdadera
fraternidad y la tensión escatológica frente al Reino de Dios que irrumpe.
Entre todos los seguidores y discípulos, destaca un pequeño grupo, los Doce, al
frente de los cuales se encuentra Pedro. «Para Mateo este grupo de discípulos, con los
Doce y Simón Pedro, constituyen la preformación de la futura Iglesia. Podríamos decir
incluso que el grupo es esta Iglesia en su estructura fundamental, a modo de promesa» 56.
Es importante poner de relieve que en el Evangelio de Mateo se detecta una
comunidad plural desde varios e importantes puntos de vista:
Ante todo, es plural y diversificada desde el punto de vista étnico: está
compuesta por judíos y gentiles, situación que acarreó a la comunidad
problemas externos e incluso internos.
Es plural, además, desde el punto de vista socio-económico: es una comunidad
en la que hay ricos y pobres, en la que éstos son los preferidos y en la que los
mismos ricos están llamados a ser «pobres de espíritu».
Es plural, igualmente, desde el punto de vista ético-moral. La Iglesia de Mateo
es una comunidad en la que pueden crecer simultáneamente el trigo y la
cizaña, es decir, miembros sanos y miembros de mala conducta, ante los
cuales, de todas formas, la comunidad ha de mostrarse paciente y
misericordiosa.
En una palabra, los elementos que configuran la realidad social de la ekklesía en el
Evangelio de Mateo son57:
— Ante todo, la realidad del Reino de los cielos, o Reino de Dios, manifestado en
el curso de la historia a través de la comunidad cristiana.

40
— La noción de Pueblo escogido, aplicada a la nueva comunidad mesiánica.
— El discipulado como núcleo de la futura comunidad del Cristo pospascual,
destacando, dentro del grupo, los Doce.
— El grupo formado por judíos y gentiles, que, como núcleo del verdadero Israel
de Dios, está llamado a ser una comunidad de hermanos, con una dimensión
espiritual y no puramente sociológica.
— La «Regla de la comunidad» (cap. 18) en la que aparece ya esbozada la
estructura interna de la Iglesia.
— El paso de Mt 16,16-18, como realidad anticipada al tiempo del Jesús
histórico, de algo que fue sucediendo a partir del momento de la Resurrección
de Cristo.

4.3. Eclesiología de Lucas: Evangelio y Hechos


R. Schnackenburg comienza su investigación sobre la Iglesia en la obra de Lucas
afirmando que «la considerable contribución que en sus dos obras (Evangelio y Hechos)
ha aportado Lucas a una teología de la Iglesia, puede muy bien consistir en haber
colocado a Iglesia e historia en una mutua relación y en haber asignado a la Iglesia su
tiempo y su tarea entre la recepción de Jesús en el cielo (cf. Lc 9,51; Hch 1,2.11.22) y su
retorno (Hch 1,11; cf. 21,27ss)» 58.

Un proyecto universal de Dios


Ante todo, Lucas presenta a la Iglesia como la heredera legítima de Israel. La Iglesia,
según Lucas, «se encuentra situada en la continuidad de los planes y de las disposiciones
salvíficas de Dios» 59. De ahí, que no sólo trata de establecer, hasta donde era posible, las
relaciones entre Iglesia y judaísmo, sino que, una vez constatada la actitud negativa de
Israel ante el llamamiento a la salvación hecho por Jesús, deslegitima las tendencias
judaizantes existentes entre algunos cristianos. En estrecha relación con esta perspectiva,
se constata que «el escenario de la Ciudad Santa adquiere en la geografía lucana un
significado salvífico central, como el lugar de las enseñanzas de Jesús en el Templo y de
su pasión y glorificación, y como el lugar también del nacimiento de la ekklesía y
comienzo del tiempo de la Iglesia en el desarrollo del plan histórico-salvífico» 60. Al
autodefinirse la comunidad primitiva como ekklesía toû Theoû (Hch 20,28), puso de
relieve la conciencia que tenía de ser la continuidad del viejo Israel.
Más aún: la comunidad mesiánica, la ekklesía presentada por Lucas, tiene una
preexistencia eterna (Hch 15,18), por cuanto es obra de Dios que cumple sus promesas
hechas a los «padres antiguos» según su plan de salvación (cf. Hch 3,18; 4,28; 8,32;

41
9,22; 10,43; 13,29; 17,2-3; 18,5.28; 26,22-23.27; 28,23); tiene por cabeza a Jesús, el
Mesías siempre presente, exaltado por Dios a su diestra (cf. Hch 2,32-36; 3,13-15.20-
26;5,30-32;7,5-56...). «Esta primacía del Resucitado y de su acción en la ekklesía, es un
elemento esencial de la autocomprensión de la comunidad cristiana primitiva, que pasa a
constituir un rasgo característico de la imagen lucana de la Iglesia» 61. Según esto, la
universalidad de la Iglesia tiene, según Lucas, un triple fundamento: «el decreto de Dios,
la misión de Jesús y el mismo correr de la historia sagrada» 62.

Iglesia y Espíritu Santo


En la obra lucana (Evangelio † Hechos) aparece la Iglesia (que tiene su origen en la
aparición del crucificado-resucitado), no sólo como una obra portentosa de Dios en
perfecta sintonía con la trayectoria vivida por Israel en la historia de la salvación, sino
también como una obra protagonizada de forma activa y manifiesta por el Espíritu
Santo.
Efectivamente, el tiempo de la Iglesia es, para Lucas, el tiempo del Espíritu que está
presente en ella, vive en ella, actúa en ella y se vale de ella para llevar adelante el
proyecto único de Dios en la historia de la salvación. Por eso precisamente, la efusión del
Espíritu «es un momento esencial de la constitución de la comunidad cristiana. En y por
el evento de Pentecostés, la comunidad de discípulos de Jesús se convierte en Iglesia de
Cristo. Consumada la actividad terrena de Jesús y de su partida al Padre, entra en escena
la Iglesia equipada con el Espíritu para prestrar su servicio al mundo perpetuando en el
espacio y en el tiempo la obra redentora del Señor63.
La múltiple acción del Espíritu se experimenta, además, en el protagonismo que
tiene en la vida y en la acción de la Iglesia, especialmente en la dirección de los
misioneros que predican el evangelio y hacen crecer la Iglesia mediante el bautismo de
los nuevos creyentes:
Gracias al Espíritu, esos misioneros son enviados a predicar la Palabra,
agregando a la comunidad a los nuevos convertidos, hechos cristianos
mediante el bautismo.
Gracias al Espíritu, crece y se difunde la Iglesia como portadora de la Buena
Noticia.
Gracias al Espíritu, que penetra y vivifica a los creyentes, la vida de la
comunidad se desenvuelve con pujanza, aunque no desprovista de sombras.
Gracias al Espíritu, los momentos más oscuros y difíciles de la comunidad
eclesial se resuelven con la paz y reconciliación de todos sus componentes: vgr.
en el Concilio de Jerusalén (cf. Hch 15,22).

42
Gracias al Espíritu, los ministros ejercen su función directiva en el seno de la
comunidad, con la actitud de servicio querida por el Maestro.
Gracias precisamente al mismo Espíritu, la comunidad eclesial está enriquecida
con multitud de dones, gracias y carismas, que, de esa forma, funcionan para
el acrecentamiento de la comunidad misma y no para el desorden o la
rivalidad.
El Espíritu está presente y activo tanto en la comunidad eclesial en cuanto tal, como
en los miembros que ejercen un ministerio en el interior de la misma: la multitud de los
creyentes, los «Doce», Pedro, Juan, Esteban, Bernabé, Pablo..., aparecen
reiteradamente como sujetos guiados, impulsados, sostenidos, fortalecidos e iluminados
por el Espíritu.
El Espíritu es, igualmente, el que lleva a su plenitud el «acontecimiento Cristo»,
realizando la promesa del Padre (Lc 24,49), a la vez que abre el tiempo de la Iglesia.
Efectivamente, así como Jesús recibió el Espíritu Santo para consumar, por una parte, las
profecías mesiánicas del Antiguo Testamento y para iniciar, por otra, su obra mesiánica
en la historia, de manera paralela, la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad del
Cenáculo representó la consumación y plenificación de la historia de la salvación, y el
inicio del caminar misionero de la Iglesia por la historia. De tal forma, que «el tiempo de
Jesús sigue corriendo en el tiempo de la Iglesia. Y más aún: éste desarrolla lo que aquel
prometía y sin duda tanto sobre la base de la glorificación y de la investidura en poder de
Jesús (cf. Hch 2,34-36), como de la donación del Espíritu. No hay entre el tiempo de
Jesús y el período de la Iglesia cesura alguna disyuntiva: allí y aquí se proclama el
Evangelio que, tras la Pascua, se ha enriquecido por el mensaje de Jesús, Mesías
crucificado y resucitado, Señor ensalzado» 64.
De la misma manera, «por medio de Espíritu Santo enviado “de arriba”, conduce el
Señor su comunidad terrena, le otorga predicadores y pastores, procura su edificación y
crecimiento, le da paz y unidad, fortaleza en la persecución y fuerza para la victoria.
Brevemente, la dirige a través de los tiempos hasta la plenitud del Reino de Dios (cf.
Hch9,31; 20,28; Ef 4,11-16)» 65.
En una palabra, el Espíritu es el enviado por excelencia por el Jesús exaltado en la
Resurrección y Ascensión; el Espíritu que se adueña de «los Doce», testigos de la
resurrección de Jesús, dirigentes de la ekklesía, guardianes fieles de la doctrina; el
Espíritu que actúa en la comunidad eclesial, particularmente en la Palabra y en los Signos
en los que misteriosamente se hace presente y operativa la obra salvífica de Jesús. La
Iglesia presentada por Lucas surge como comunidad de discípulos y hermanos, en la que
se escucha, se acoge y se cree en la Palabra, gracias a la cual se realiza la conversión
sellada por el bautismo. Es una comunidad integrada por judíos y gentiles, a pesar de las

43
grandes reticencias y hasta oposición existente por parte de los judeocristianos. Hasta tal
punto protagoniza el Espíritu la vida de la Iglesia, que es posible afirmar que, en la mente
de Lucas, «el tiempo de la Iglesia es el tiempo de la actuación eficaz del Espíritu» 66.

Un proyecto de Dios en la historia


Por otra parte, Lucas sitúa toda la obra de Cristo, y por tanto también la Iglesia, en el
contexto de la historia de la salvación. Una historia que expresa una profunda unidad en
todo el plan salvífico de Dios, y que se sitúa en el tiempo que transcurre entre la creación
y la parusía, comprendiendo tres fases sucesivas: la época de Israel, marcada por la Ley
y los Profetas; la época del ministerio de Jesús, que constituye precisamente el centro de
la historia y, de alguna manera, su consumación escatológica; y la época o tiempo de la
Iglesia, que no será breve y que se extiende precisamente entre la ascensión de Jesús al
cielo y su segunda venida en gloria. «En su visión de la ekklesía Lucas ha determinado
con mayor precisión que Mateo y Marcos el tiempo de la Iglesia. Todos sus
comentaristas convergen, dentro de una gama de tonalidades diversas, en señalar la
perspectiva histórico-salvífica como el elemento más característico de la concepción
eclesiológica de Lucas» 67. Por eso precisamente, «el lugar desde el que Lucas despliega
su visión de la historia (es) la Iglesia que cree en Jesucristo» 68. Los dos «tiempos», pues,
el de Jesús y el de la Iglesia, están en íntima relación el uno con el otro, de forma que
deben ser vistos y considerados dentro de un único plan divino de salvación, implicando
elementos de una profunda continuidad que van del uno (tiempo de Jesús), al otro
(tiempo de la Iglesia).

El discurso de la última Cena

De particular interés eclesiológico aparece la larga conversación de Jesús con los


discípulos, que presenta Lucas después de la Cena: Lc 22,21-38. En esa conversación
aparecen estos elementos eclesiológicos de primera importancia:
1. Ante todo, la donación que hace Cristo a la Iglesia de la Eucaristía. Porque habrá
de hacerse «en memoria suya«(v. 19), Lucas presentará en Hechos la Eucaristía como
una realidad central y determinante para la vida y para la existencia misma de la
comunidad cristiana: los primeros cristianos se reunían precisamente para «la fracción del
pan» (2,47).
2. En segundo lugar, la comunidad cristiana, puesto que es la continuación en la
historia del Maestro, tiene que contar con el dolor, el sufrimiento, la incomprensión, la
persecución: es ése el destino de la Iglesia futura (cf.Lc 6,22ss; 11,4-12; 14,25ss; 21,12-

44
19).
3. Se percibe, igualmente, en esa conversación de la Cena, un esbozo de estructura
apostólica de la Iglesia. Ahí tienen un particular protagonismo «los Doce» y, dentro de
ellos, «Simón» al que se le confía una tarea concreta: confirmar a los hermanos (v. 32),
es decir, a todos los miembros creyentes de la Iglesia. Según eso, el protagonismo de
Pedro se desarrolla y se ejercita, de una manera notable e innegable en Hch 1-12. Es así
cómo, «en la ekklesía que describe Lucas, se tocan ya los elementos de la tradición, la
sucesión y las potestades de magisterio y gobierno, en resumen, del ministerio
eclesiástico» 69.
4. Finalmente, resulta interesante descubrir en el relato que hace Lucas de la Cena,
el espíritu, el talante y, por consiguiente, la forma como hay que entender el oficio
(ministerio) que se confía a los miembros de la Iglesia: hay que ejercerlo «sirviendo»
(22,24-27). Lo que desea poner de relieve Lucas en este texto (que habría que completar
con el de Hechos 6,1-16), es precisamente «el cometido de quienes se hallan en la Iglesia
con una jerarquía y una misión» 70. Por el contrario, «en lo que concierne a la
organización externa y a la distribución de oficios, no se deja ver especial interés
alguno» 71. En esta misma línea aparece el texto de Hechos 20,28 sobre el cuidado que
han de tener los pastores acerca del rebaño que el Espíritu Santo les ha confiado. Un
texto, por lo demás, que no parece específico y peculiar de Lucas, sino más bien común
a todas las comunidades cristianas primitivas.
Se puede por todo esto afirmar que «lo que permanece específico suyo (de Lucas)
sigue siendo el haber asegurado a la Iglesia un tiempo y un espacio, una misión y un
camino hacia el futuro» 72.

Elementos constitutivos de la Eclesiología lucana

Varios son los elementos que constituyen esencialmente la Eclesiología lucana y que
destacan en la experiencia de Iglesia que refleja Lucas en sus escritos:
1. Ante todo, los miembros de la comunidad: los que, siguiendo la llamada de
Dios, aceptan en la fe el Bautismo, se convierten por ese mismo hecho, en discípulos
(Hch 6,12) y llegan a constituir el «pueblo de Dios» (Hch 15,14; 18,10), la ekklesía (Hch
5,8.11; 8,1.3ss; 9,31; 11,26; 19,1ss; 14,23; 20,17.28). Son miembros que pertenecen a
diversas clases sociales, pero en los que existe, por igual, una seria preocupación, un
interés constante, eficaz y operativo por los que, dentro de la misma comunidad eclesial e
incluso más allá de ella, son pobres y necesitados.
2. Después la Palabra: proclamada, ante todo, por Jesús, el portador de la Buena

45
Noticia y confiada a los mensajeros y heraldos de la misma que, en este caso es ya el
mismo Jesús convertido por Lucas, en centro de la proclamación de la palabra: Jesús ha
pasado de ser «predicador» a «predicado». Es una Palabra, que ofrece incansablemente
la predicación apostólica y gracias a la cual surgen las comunidades en todo el mundo.
«Mediante esta Palabra apostólica surge la Iglesia. Es su fuente y su fuerza interior
permanente» 73. Es una Palabra, por consiguiente, mediante la cual se va construyendo
cada comunidad, se renueva y consolida la fe de los creyentes. Una Palabra de la que,
incluso antes que los mismos ministros, deben ser portadores todos los miembros de la
comunidad. En efecto, «la vinculación intrínseca de la ekklesía con la Palabra no solo en
el momento creador de su mismo ser comunitario, sino en los demás aspectos de la vida
eclesial, implica una responsabilidad común a todos sus miembros en función de la
Palabra, que trasciende la misión específica de los ministros del Evangelio» 74.
3. En tercer lugar la vida sacramental, especialmente el Bautismo y la Eucaristía:
— El Bautismo, como rito de entrada y adscripción a un grupo religioso, era
común en el contexto religioso del Nuevo Testamento; incluso en su conexión
con el judaísmo. Sin embargo, en la concepción de Lucas, el Bautismo va
mucho más allá, apareciendo como el camino normal mediante el cual Dios
otorga su Espíritu Santo, y como el «signo» fundamental gracias al cual se
entra a participar «en la salvación adquirida por Jesucristo y que incorpora, a
la par, a su comunidad soteriológica. Es ésta una indisoluble interconexión:
toda salvación viene de Jesucristo. No existe ninguna (verdadera y plena: cf,
Hch 18,24-28) pertenencia a Él, que no se dé en su Iglesia. Y para ganar la
salvación, para ser agregado a su Iglesia, hay que hacerse bautizar en el
nombre de Jesús» 75.
— En cuanto a la Eucaristía hay que decir que «la celebración eucarística es,
desde un comienzo, el culto central y común de las iglesias cristianas, que les
era propio y que las fusionaba interiormente en la memoria de su Señor y en
el cumplimiento de su sagrada tarea» 76. En ella se hace memoria del Señor y
como consecuencia se comparten entre todos los bienes incluso materiales.
En la Iglesia que Lucas refleja en sus escritos, en efecto,«se partía el pan por las
casas» (klásis ton árton kat’oikón) y con ello se significaba que la comunidad, en el
marco de una comida familiar, prolongaba en el tiempo tanto la última Cena con el
Jesús terreno, como el convite con el Resucitado. Era un encuentro específicamente
cristiano del que consta, al menos para la Iglesia de Troade (Hch 20,7.11), que se
celebraba «el primer día de la semana», es decir, el domingo.
La comunidad creyente —según Lucas— es consciente de que en la Eucaristía
celebra la Nueva Alianza. Esta conciencia produce entre los creyentes alegría, recrea los

46
lazos de fraternidad de la nueva familia de Dios, y profundiza el convencimiento de
hallarse en camino hacia la consumación escatológica. Hay que reconocer, con todo, que
«todo intento de determinar ulteriormente la frecuencia de este perseverar de los
primeros cristianos en la fracción del pan encuentra también dificultades insolubles» 77.
La Eucaristía, por consiguiente (cualquiera que fuera la forma de su celebración), es
«un elemento constitutivo de la comunidad eclesial, que pone a un mismo tiempo de
manifiesto cómo su unidad no proviene de abajo, ni es el resultado de iniciativas
humanas, sino que es un don de arriba, comunicado por Cristo a su Iglesia en la
koinonía con su cuerpo y sangre, ofrecidos en sacrificio y dados como alimento. La
alegría de la comunidad en la celebración de la cena del Señor era, sobre todo, un gozo
vivencial de esta comunión con Cristo y de la comunión de los fieles entre sí» 78.
4. Está también la Oración en común: es la primera actividad de la que nos dan
cuenta los Hechos (cf. 2,41-42; 3,1; 5,12). La actividad orante de la comunidad va
jalonando los momentos particularmente importantes o críticos de esa comunidad: la
espera del Espíritu, la elección de los diáconos, la liberación de Pedro, la elección de
Matías, la misión de Pablo y Bernabé, etc. La Oración en común y, dentro de ella, la
celebración de la Eucaristía (actividad permanente de la comunidad), son, para Lucas, a
la vez, expresión de la comunión existente entre todos los bautizados, y compromiso para
profundizar y hacer operativa en la vida diaria esa comunión. Como dice A. Antón, «la
asamblea litúrgica implica un estado de comunidad eclesial, de la cual la reunión cultual
no es más que su manifestación localizada» 79. Esta comunión, por otra parte, no
suprimía ni anulaba en forma alguna la diversidad de dones, carismas, servicios y
ministerios, sino que se iba realizando en forma de un rico pluralismo; hizo a los
creyentes profundamente solidarios entre sí, hasta crear en ellos una arraigada conciencia
de fraternidad. En efecto, «los miembros de las comunidades no son sólo discípulos,
creyebntes y santos (mathetái, pistoi y hagioi), sino también hermanos (adelphoi) (por
ejemplo, Hch 1,15; 9,30; 10,23; 11,1, etc.). Para Lucas, la Iglesia es por su origen, sus
dones y su modo de vida, una fraternidad, aunque el evangelista no emplee nunca el
concepto de adelphotes» 80.
5. Elemento constituyente de la Iglesia es el Ministerio: en Lucas no encontramos
una reflexión más o menos estructurada de la comunidad que describe y de la que habla
constantemente. Sin embargo, «los Hechos nos han legado algunos datos sueltos, pero
valiosos, sobre la existencia de ciertas estructuras jerárquicas en la comunidad cristiana
primitiva, de los que se ha hecho eco la eclesiología de Lucas. Todo intento, sin
embargo, de describir más en concreto las estructuras ministeriales o jerárquicas y de
precisar sus funciones, topa con problemas insuperables, radicados sea en la escasez de
los datos, sea en la variedad y flexibilidad de formas de realización, que el ministerio

47
eclesial adoptó en la Iglesia ya desde sus mismos orígenes y que fue cambiando de
acuerdo con los postulados de espacio y tiempo, firme siempre un cierto substrato
inmutable» 81.
Teniendo presente la observación anterior, se puede afirmar la existencia de una
ministerialidad propia y verdadera, fácilmente detectable en el Libro de los Hechos sobre
todo, aun cuando dicha ministerialidad no tenga unos contornos suficientemente precisos
y definidos. Se pueden establecer en consecuencia, como elementos que conforman el
ministerio jerárquico en la obra de Lucas los siguientes: los Doce, cierta posición
primacial de Pedro en la dirección de la comunidad de Jerusalén, la actuación de los
presbíteros y ancianos en las comunidades junto a los apóstoles, la elección y funciones
de los siete diáconos, la presidencia de Santiago en la iglesia de Jerusalén, y la posición
de Pablo en relación con el grupo de los Doce y con los apóstoles de las Iglesias
particulares. En una palabra y teniendo bien presente el dinamismo propio de todo lo que
es vivo y como tal tiende a un desarrollo homogéneo, «en la ekklesía que describe Lucas
se tocan ya los elementos de la tradición, la sucesión y las potestades de magisterio y
gobierno; en resumen, del ministerio eclesiástico» 82.
6. Determinante en la eclesiología de Lucas es la Misión. Situada en la historia, la
Iglesia tiene una esencial e irrefrenable vocación misionera: una misión que tiene que
comenzar por Jerusalén, continuar por Samaría y Galilea, extendiéndose y llegando
«hasta los confines del mundo», es decir, a todos los hombres y a todos los pueblos sin
excepción (cf. Lc 24,47; Hch 1,8). Una misión dirigida, no sólo a los pobres y
marginados de la tierra, sino a todos aquellos que están alejados de Dios y a los que se
les ofrece, en nombre de ese Dios, el inefable y sorprendente don de la misericordia (cf.
Lc 15,3-32; 18,9-14; 19,1-10). Una misión para la que todos los obreros son pocos,
puesto que la mies es mucha (cf. Lc 10,1-12; Hch 11,19-26).

5. ECLESIOLOGÍA DE JUAN: Evangelio, Apocalipsis, Cartas

De entrada es preciso superar la impresión de subjetivismo e individualismo religioso que


puede dar el Evangelio de Juan. Algunas de sus afirmaciones, en efecto, leídas en clave
individualista, han propiciado y hasta afianzado a lo largo de la historia esa impresión,
con las consiguientes actuaciones en el plano de la espiritualidad cristiana. Hasta tal punto
ha podido estar afianzada esta impresión, que es legítimo hacerse esta pregunta: ¿tiene
Juan (sobre todo en el Evangelio) una Eclesiología?

5.1. Evangelio

48
Resulta absolutamente claro que «el interés primario del cuarto evangelista se dirige a la
cristología» 83: es Cristo preexistente en el seno del Padre, Enviado del Padre por
excelencia, luz del mundo, pan vivo bajado del cielo para la vida del mundo, pastor y
puerta del rebaño, etc.., el que ocupa el centro de atención del cuarto evangelio. Y sin
embargo, «si se mira profundamente en el evangelio de Juan, se advierte que a la Iglesia
se le ha asignado un puesto muy determinado en la obra de la salvación» 84. Hasta tal
punto está presente la comunidad eclesial en la obra de Juan, que Brown no duda en
afirmar que «la eclesiología juánica es la más atractiva y excitante del Nuevo
Testamento» 85.
La concepción eclesiológica de Juan en el Evangelio, viene expresada sobre todo en
las dos grandes imágenes de las que se vale:
1. En primer lugar, la imagen del rebaño (10,6-16) que es verdaderamente directriz.
Es una imagen que, además de estar presente a lo largo de todo el Evangelio —desde el
inicio hasta el último capítulo llamado «adicional»—, tiene una honda raigambre
veterotestamentaria: Dios, el dueño de las ovejas, las va encargando a distintos pastores
que no siempre responden al corazón de Dios. Por eso, suscitará un Pastor por
excelencia, bueno y verdadero, que no sólo reunirá a las ovejas y las servirá, sino que
dará su misma vida por ellas.
En esta imagen, además de las condiciones del Pastor, aparece, por una parte, la
preocupación (verdaderamente esencial en la visión de Juan), por la unidad de todas las
ovejas entre sí (Jn 10,16); y, por otra, la perspectiva de la universalidad: se supera el
ámbito de los creyentes de procedencia estrictamente judía, apareciendo el horizonte de
una universalidad sin límites geográficos ni étnicos, por la que desaparecen entre los
discípulos las barreras de cualquier tipo que fueran. La comunidad juánica, además, en
cuanto «rebaño» no está regida únicamente por Cristo Pastor en el tiempo de su
presencia terrena, sino que seguirá estándolo igualmente cuando ese Pastor desaparezca
y, en su nombre, aparezcan otros pastores (cf. Jn 1,42; 6,68ss; 21,15-17).
2. La segunda gran imagen juánica es la de la vid y los sarmientos (15,1-8), con la
que se pone de relieve lo que puede llamarse el misterio más íntimo de la Iglesia, su
esencia, su vida interna: la unión íntima de los creyentes con Cristo.
También aquí es fácil descubrir la raiz veterotestamentaria de la imagen, al recordar
que Israel es una viña plantada con todo mimo e ilusión por Dios para que le dé frutos
(cf. Is 5,1-7; 27,2-6; Jer 2,21; Ps 80,9-16). En esta imagen se ponen de relieve dos
aspectos importantes en la visión eclesiológica de Juan: por una parte, la de la pertenencia
personal, en cuanto el discípulo pertenece al pueblo elegido por Dios: «la viña es el
pueblo del Dios Sebaoth» (cf.Is 5,1-7); y, por otra, la estrecha relación existente entre
cada discípulo y el Maestro que los llama. La exigencia de Cristo a sus seguidores de

49
«permanecer en Él» como el sarmiento en la vid, tiene una proyección más allá del
Cristo histórico: es una exigencia planteada a todos aquellos que habrían de creer en Él
por la palabra de aquellos a los que directamente Jesús se había dirigido en la Cena (cf.
Jn 17,21). De esta forma, la autocomprensión de la Iglesia en Juan va por la persuasión
de que «en ella se cumple la más profunda comunidad con Cristo, la única que capacita
para “dar frutos”» 86.
En estas dos imágenes resume Juan su doctrina eclesiológica haciendo ver que «la
vid se hace fructuosa en el nuevo pueblo de Dios a causa de su unión con Cristo que le
otorga vida y virtud divinas»; y, al mismo tiempo, el rebaño, «por su interna ligazón a Él,
llega a ser verdadera y plena comunidad de Dios» 87.
Teniendo como fondo estas imágenes es posible encontrar los elementos
eclesiológicos fundamentales presentes en el Evangelio de Juan:
1. Al igual que para Lucas, existe también para Juan un «tiempo de Jesús» y un
«tiempo de la Iglesia», que, como en Lucas, se caracteriza precisamente por la presencia
del Espíritu, pero con la diferencia de que en Juan ambos tiempos están ya presentes en
la palabra de Cristo. Efectivamente, la mirada del Jesús de Juan se abre siempre hacia el
futuro y, en ese sentido, se orienta hacia la Iglesia. La del Espíritu es una presencia no
sólo en el creyente individual, sino también y particularmente en la comunidad eclesial.
2. En la eclesiología del Evangelio de Juan junto con la misión confiada a toda la
Iglesia y en particular a los Doce (Jn 20,21), aparece la centralidad de la Palabra (1,14;
3,31-36; 6,65-69; 8,31-37.51-53; 14,22-24) y la acogida de la misma como forma y
garantía a la vez de acoger al mismo Cristo. Aparecen, además, el Bautismo con agua y
Espíritu contrapuesto al bautismo de agua de Juan (Jn 1,26.31.33; 3,5-11); la Eucaristía
como comida que produce una identificación con Jesús (Jn 6,26-58); la capacidad de
perdonar y de retener los pecados (Jn 20,23); Pedro y el discípulo amado como dos
aspectos del discipulado: el del ministerio (piedra firme, pastor) en nombre de Jesús, y el
de la intimidad con el Maestro.
3. La naturaleza comunitaria de la fe en Cristo vivida en la Iglesia, que se expresa de
forma eminente en las dos mencionadas figuras simbólicas de la vid y los sarmientos
(cap. 15) y del rebaño (cap. 10).
4. La vivencia de la permanente presencia de Cristo en persona, en la vida de la
comunidad creyente. Se puede afirmar que la autocomprensión de la Iglesia en Juan va
por la línea de que «en ella se cumple la más profunda comunidad con Cristo, la única
que capacita para dar frutos» 88.
5. El culto celebrado y vivido «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23-24), como
contexto general en el que hay que celebrar los sacramentos del bautismo y de la

50
eucaristía, que constituyen la nueva Pascua cristiana.
6. La fuerte componente misionera. Porque, aunque «el Evangelio de Juan no sea
un escrito declaradamente misional, no puede desconocerse su interés misionero» 89. De
hecho, a lo largo de su Evangelio, presenta Juan a un Jesús preocupado misioneramente
por los demás (cf. 4,1-42; 8,1-20; 10,1-21; 12,20-26).
7. La persecución de que serán objeto los miembros de la Iglesia al igual que lo
había sido el propio Maestro. Aunque, al igual que ocurrió con el Maestro que «venció al
mundo» (Jn 16,33), también la comunidad eclesial saldrá victoriosa de las dificultades y
persecuciones.

5.2. Apocalipsis
En cuanto a la eclesiología presente en el Apocalipsis, he aquí las ideas centrales de este
escrito:
El objetivo del libro es poner de relieve la fuerza de la fe de la comunidad
creyente, así como la confianza de la Iglesia en Cristo, siempre presente en
ella.
La Iglesia es el verdadero Israel de Dios, el nuevo Pueblo que, después de una
peregrinación larga y hasta dolorosa por la tierra, llega a su plenitud y
consumación escatológica (cf. 7,1-17).
Entre el antiguo Pueblo y el nuevo Pueblo, existe una verdadera continuidad,
como quiera que, en definitiva, el Pueblo de Dios es único, representado en la
visión de la mujer, figura de una sola Iglesia que tiene su antecedente en la
Antigua Alianza y su consumación escatológica en la Nueva Alianza instaurada
de forma definitiva e irrepetible en Cristo y por Cristo.
Entre la Iglesia peregrina en la tierra, iglesia de mártires (cf. 7,14ss; 13,7-10;
20,4) y el conjunto de hombres salvados definitivamente en el cielo, existe una
estrecha relación que se decanta a favor de los miembros peregrinos de la
Iglesia. No existe, en efecto, «sino una única Iglesia en el cielo y en la tierra,
que se encamina a su triunfo y a su acabamiento en las bodas del Cordero» 90.
Esta única Iglesia, peregrina y hasta mártir y al mismo tiempo gloriosa y
triunfante, es la esposa del Cordero, profundamente unida a Cristo, anhelando
llegar a su plena consumación, llamada a convertirse en la nueva Jerusalén (cf.
21,2-5).
La Iglesia que aparece en el Apocalipsis es, ante todo y sobre todo, la Iglesia de
Jesucristo, el gran presente (misteriosamente) y, al mismo tiempo, el gran ausente
(visiblemente), pero que constituye el centro de la comunidad eclesial, y que tiene

51
todavía que venir. Esta Iglesia se sabe y se siente radicalmente redimida por la sangre del
Cordero. Es una Iglesia que, aunque interiormente tentada de apostasía, es una Iglesia
mártir, es decir, que confiesa su fe en medio de dolores, persecuciones y sacrificios. Es,
efectivamente, una Iglesia perseguida por el mundo (12,1-12) cumpliéndose la palabra
del Señor: «si a mí me persiguieron a vosotros os perseguirán también» (cf. Jn 15,20);
pero es también una Iglesia a la que se le promete el triunfo aunque no vaya a ser en un
futuro próximo, sino a largo plazo. En definitiva, «también en el Apocalipsis la Iglesia, en
cuanto Iglesia de Jesucristo, es una magnitud escatológica» (...) «Por ser la Iglesia de lo
santos y de los siervos de Dios, que dan testimonio de Jesucristo hasta la muerte, en la fe
y la esperanza, ha de soportar toda clase de agobios y sufrimientos y toda clase de
seducciones y tentaciones por parte del poder desarraigado del mundo. Pero también
valen para ella las promesas de una victoria en cuya gloria puede y debe verse ya
proféticamente» 91.
Resulta interesante —como se verá en su momento— observar que la imagen que
nos da el Apocalipsis de la Iglesia, «se asemeja grandemente a la de la Carta a los
Hebreos. En ambos escritos la Iglesia se halla “en camino” en esta tierra, en lucha y
probación y a la vez en unión íntima con el cielo, tendiendo a su fin escatológico» 92.

5.3. Cartas

Las Cartas de San Juan, sea cual fuere el autor de las mismas, tienen como factor
motivante, una concepción cristológica errónea que circulaba entre los cristianos (la
naturaleza humana de Cristo es sólo aparente), y, por eso mismo, sustancialmente alejada
de la concepción del cuarto Evangelio. A causa de esta concepción falsa de la persona y
del misterio de Cristo, se produce un verdadero cisma en las iglesias dependientes del
entorno de Juan.
A partir de esta situación doctrinal frente al misterio de Cristo, en las Cartas, al igual
que en el Evangelio, el tema de la Iglesia está siempre en el trasfondo de la doctrina,
apareciendo en ellas, con mayor claridad que incluso en el Evangelio, los elementos
estructurales de la Iglesia.
En las Cartas, efectivamente, pueden descubrirse algunas lineas teológicas
fundamentales en orden a conocer los valores de las comunidades juánicas93. Estas
líneas son: ante todo el bautismo como auténtica generación de Dios que hace realmente
al bautizado hijo suyo porque nace de la «semilla de Dios». Gracias a esa «semilla» que
es el mismo Espíritu Santo, el bautizado puede no sólo vivir sin pecado (1Jn 3,9) sino
también perseverar en la doctrina auténtica (1 Jn 2,20.27). Esa filiación divina se expresa

52
y reconoce en la recta confesión de Cristo (1Jn 2,22; 4,2ss; 5,1) y muy especialmente en
el amor fraterno (1Jn 2,9ss; 3,14.23; 4,20ss; 5,2). Los verdaderos hijos de Dios son los
que constituyen realmente la Iglesia: la Iglesia que posee el Espíritu (1Jn 3,24; 4,13) y
que, por eso mismo, posee la comunidad con Dios (1Jn 1,3.6; 2,3ss).
La comunidad eclesial en las Cartas es una comunidad que se funda en el amor
proveniente de Dios, y que, por consiguiente, está en profunda comunión con el Padre y
con su Hijo Jesucristo, gracias a la presencia y acción del Espíritu. Es una comunidad
que vive de la Palabra, manifestada en la persona de Jesús, Palabra transmitida «desde el
principio», que dispone de la vida y la da gratuitamente a quien quiere. Es una
comunidad creyente situada en el mundo oscuro y hostil: un mundo que ha entrado en la
misma comunidad, sobre todo a causa de la negación de la autenticidad de la naturaleza
humana de Jesús el Cristo (cf. 1Jn 2,22; 4,2ss). Es una comunidad «a la cual se dirige el
representante y portavoz de un grupo existente dentro de ella» 94. De hecho, el sujeto y
autor de la primera Carta se denomina a sí mismo como «el anciano» y reivindica para sí
una autoridad espiritual, en virtud de la cual habla en nombre de la comunidad ortodoxa.
Esta comunidad ha comenzado a vivir en el final de los tiempos. Tiene, por eso, una
innegable y decisiva orientación escatológica.
En 1Jn 5,6-9, aparecen los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía en profunda
conexión con la presencia transformante y santificadora del Espíritu. Existe además en la
comunidad la capacidad de perdonar pecados y de limpiar de toda injusticia (1Jn 1,9),
aunque, de todas formas, no se dice nada acerca de los posibles ministros de ese perdón.
Como se ve, la Iglesia de las Cartas es «una comunidad fundada por la acción del
amor de Dios en Jesucristo, dotada del Espíritu que revela esta acción de Dios en verdad.
En ella actúa como testimonio y mandamiento la palabra transmitida y confesante; el
bautismo y la eucaristía desempeñan un papel importante en cuanto sacramentos que dan
testimonio por la fuerza del Espíritu, y se da la confesión y el perdón de los pecados. Es,
pues, la comunidad de los que creen, conocen y aman, la comunidad de los que han sido
purificados por el perdón de Dios y de Jesucristo, descansan en Dios y gozan de su
favor» 95.

Líneas centrales de la eclesiología de Juan

Eclesiología y Cristología

La eclesiología en el cuarto evangelio —dice Brown— «está dominada por la


extraordinaria cristología de Juan» 96. La eclesiología de Juan, en efecto, está fuertemente
vinculada y hasta condicionada, por la cristología presente, sobre todo, en su evangelio.

53
La Iglesia para Juan es el grupo de los discípulos, tanto de los del Jesús terreno, como de
los del Jesús Resucitado y Exaltado. Estos discípulos tiene una realización paradigmática:
el grupo de «los doce», que constituyen el grupo de los discípulos por antonomasia, que
no son solamente los siervos del Señor (13,13.16; 15,20), sino también sus amigos
(15,14ss), sus hermanos (20,17), sus hijitos (13,33), que tienen que vivir unidos a Él
como los sarmientos a la vida (15,1ss), y que, como dóciles ovejas, encuentran en Él a
su verdadero y único Pastor (10,1-17). De esta forma, «los discípulos que Jesús ha
recibido de Dios y a quienes Él ha elegido, ha ganado por su entrega, ha puesto al abrigo
de su palabra mediante su presencia en el Espíritu y mantiene con su plegaria, viven de
Jesús en todos los aspectos. Jesús es el origen, el futuro común y el centro fecundo de su
comunidad» 97. Superando el posible peligro de fosilización (existente en los sinópticos)
de la relación de Jesús como fundador o piedra angular de la Iglesia, Juan ve a Jesús más
que como fundador de la comunidad, como «principio vitalizador que permanece en
medio de ella, vivo y justo» 98.

Unión del discípulo con Cristo

La eclesiología de la tradición juánica «se distingue por enfatizar la relación del


cristiano individual con Jesucristo» 99, de forma que «el núcleo de la eclesiología es la
relación personal y duradera con el dador de vida que viene de Dios» 100. Juan hace de
Jesús un retrato que responde plenamente a la necesidad y al deseo del creyente de
encontrarse personalmente con el Dios que es Amor. Ahora bien, «la relación amorosa
con Jesús que formaba parte del seguimiento durante su vida, se mantiene como
necesidad intrínseca en la Iglesia» 101. En este sentido hay que subrayar que «la cercanía
a Jesús, que es el gran aspecto positivo de la eclesiología del cuarto evangelio, tendía a
originar un grupo interno para el que la mayor parte de los otros, constituía un mundo
externo maligno» 102: en el caso del evangelio (de Juan), constituído fundamentalmente
por los judíos; en el caso de las cartas (de Juan), por los cristianos que se separaron
heterodoxamente de la comunidad.
La comunidad de Juan, además, en nueva contraposición con la de los sinópticos, no
es una comunidad llamada a entrar en el Reino de Dios, sino a adherirse personal y
vitalmente a Jesús. Este mismo dinamismo se encuentra referido a los sacramentos
(bautismo y eucaristía): en el cuarto evangelio «Jesús no sólo es el que instituyó los
sacramentos de la Iglesia; Él es el dador de vida que permanece activo en y a través de
esos sacramentos. Así, la extrema importancia que Juan da a la relación del cristiano con
Jesús, se subraya mediante la simbología sacramental» 103.
De aquí que, desde el punto de vista de la relación íntima y personal del discípulo

54
con Cristo, Maestro, es preciso constatar un límite no indiferente de la eclesiología
juánica: a saber, que presenta un fácil flanco al individualismo del cristiano. El miembro
de la Iglesia puede sentirse plenamente satisfecho si entiende y siente que establece una
estrecha e íntima relación con Jesús, aunque pierda de hecho el sentido de Iglesia, es
decir, de comunidad, que podría llegar a resultar completamente superflua e innecesaria.

El Espíritu Santo en la vida de la comunidad cristiana104

El Espíritu Santo, bajo el título de Paráclito, representa un aspecto particularmente


importante de la eclesiología de Juan. En la doctrina juánica, también en lo que se refiere
a la comunidad eclesial, el Espíritu Santo tiene un protagonismo decisivo. Efectivamente,
el Espíritu Santo «emerge claramente como una presencia personal, la presencia
permanente de Jesús durante su ausencia de la tierra, mientras está con el Padre en el
cielo» 105.
Y así, el verdadero discípulo es el que nace del Espíritu convirtiéndose así en un
auténtico hombre nuevo (cf. Jn 3,5-8); el que oye incansablemente y en actitud de
docilidad plena al Espíritu (Ap 2,7.11.17.29; 3,6.13.22); el que da culto a Dios «en
Espíritu y en verdad» (Jn 4,22-24); el que recibe por parte de Cristo el Espíritu «en
abundancia» (Jn 3,33-34; 7,37-39; 20,23); el que supera totalmente la confianza en la
carne y la pone completamente en el Espíritu (Jn 6,63).
Por lo demás, el Espíritu que promete y da Cristo a la comunidad de creyentes es:
Espíritu de la Verdad: 14,15-16; 15,25-26; 16,12-15.
Espíritu que substituye a Cristo después de su marcha al Padre: «para el
tiempo de la Iglesia, Jesús había anunciado que Él enviaría desde el Padre otro
Paráclito, es decir, otro Él mismo» 106.
Espíritu «abogado» ante el Padre: 14,16.25; 16,5-7.
Espíritu que vive con los discípulos y está en ellos: 14,17.
Espíritu que hace a los discípulos testigos de Cristo: 15,27. Efectivamente, el
Espíritu aparece como elemento fundamental en la exigencia propia de la
comunidad juánica de dar testimonio significativo de Cristo delante de los
hombres, aunque, por otra parte, «quizá la limitación más seria en la
eclesiología juánica y la que más se muestra en las epístolas, radica en el papel
del Paráclito» 107.
Espíritu que hace acoger y aceptar de forma vital (6,63.68) las palabras de
Jesús: «gracias a la acción del Espíritu de Verdad, están aseguradas de ahora en
adelante, la permanencia y la eficacia de la palabra de Jesús, de la verdad de
Jesús, de Jesús mismo» 108.

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Espíritu que es agua viva (4,10.14) y unción de los cristianos (1Jn 2,20.27).
Espíritu que hace constantemente presente a Cristo en medio de los suyos: «la
actualización de Cristo se hace en el Espíritu: no es posible, esa actualización,
más que para aquellos que buscan penetrar en el misterio de Cristo. En esto
consistirá precisamente “el bautismo en el Espíritu”; ese bautismo realiza la
presencia permanente de Jesús en el creyente; pero de Jesús tal como se nos
ha revelado a nosotros: Jesús que vive en comunión con el Padre y que está en
el Padre» 109.

Igualdad radical entre los discípulos

Una nota que caracteriza fuertemente la eclesiología juánica es el llamado igualitarismo.


En la eclesiología juánica, en efecto, se observa un auténtico igualitarismo que proviene y
se fundamenta en un hecho básico: todos los creyentes en Jesús son discípulos. Esta
condición de discípulo es lo verdaderamente definitivo que, al mismo tiempo, que los
iguala a todos, impide que en la comunidad haya miembros de primera o de segunda
clase: ni por la geografía (judíos o gentiles), ni por el tiempo (contemporáneos de Jesús o
no). «La eclesiología juánica no establece fronteras de estatus, espacio o tiempo que
podría situar a unos más lejos de Jesús que otros» 110. Frente a otras iglesias del Nuevo
Testamento (cf. 1Cor 12,28; Cartas pastorales, etc.), en las iglesias de Juan la categoría
más importante es la de discípulo. Las de Juan son, por consiguiente, unas iglesias que
cortan de raíz cualquier intento de vanidad, de prepotencia, de superioridad de unos
miembros sobre otros: todos son radicalemente discípulos, con ese estatus que lo
establece precisamente el amor que se tiene a Jesús. Por eso, en relación a la
diferenciación de miembros dentro de la comunidad eclesial, hay que decir que en Juan
«la relación con Jesús supera en importancia a todas las diferencias que surgen de los
servicios especiales en la Iglesia» 111. Hasta tal punto, que el evangelista «no presta
interés a los diversos carismas que distinguen a los cristianos: se interesa por un estatus
básico y receptor de la vida que todos disfrutan» 112.
En el Evangelio de Juan, el mismo Pedro (que en la tradición sinóptica tiene una
indudable preponderancia y protagonismo), queda siempre en segundo lugar respecto al
Discípulo Amado. Con lo que se quiere poner de relieve —siempre dentro de la
eclesiología de Juan—, que la condición fundamental del cristiano es la de ser discípulo y
que, en todo caso, «la grandeza entre los discípulos se determina por su relación de amor
con Jesús, no por su función o cargo» 113. Efectivamente, en el cuarto evangelio, lo
verdaderamente importante y decisivo no son los carismas, los cargos o las distinciones
de cualquier tipo, sino la condición de discípulo: condición que, a su vez, se mide por el

56
amor a Jesús.
Hay que decir, además, que, en el Evangelio de Juan, el grupo de discípulos de Jesús
no es un grupo cerrado o elitista, sino abierto y hasta universal. Son numerosos los
indicios que, a lo largo del evangelio, aparecen de esta universalidad: samaritanos
(4,20.26-28ss), griegos (12,21), judíos de toda condición (12,19), todos los hombres
(11,51s), otras ovejas (10,16).
De todas formas, en la eclesiología de Juan, existe una cuestión abierta que aquí no
es posible abordar: el mandamiento del «amor», que se presenta como un valor decisivo
para la supervivencia de la Iglesia, ¿tiene alcance universal (judíos y gentiles, amigos y
enemigos, fieles y heterodoxos), o está limitado única y exclusivamente a los hermanos
de la propia comunidad, extensible, en todo caso, a los miembros de las otras iglesias
cristianas?
Cotejando los distintos escritos juánicos, se puede afirmar, en resumen, que el punto
de contacto entre ellos es «sin duda alguna el “centro eclesiológico”: la Iglesia está en
este mundo firme sobre el fundamento de la obra salvífica de Cristo, intocable en esta su
posesión de la salvación, fecunda en su vida cúltica, ofreciendo su frente al mundo impío
y desechando segura el error. No ha de menester sino conservar apretadamente lo que se
le ha otorgado para estar segura de su triunfo futuro» 114.
Finalmente, es preciso recordar que «al hablar de la Iglesia en Juan, hemos de tener
en cuenta que en él no solamente falta el concepto de ekklesía, sino que nunca alude
expresamente a la Iglesia en cuanto tal. No obstante, el evangelista la tiene continuamente
ante sus ojos, aunque sólo en una determinada perspectiva, concretamente en la que
mira, si se nos permite la expresión, a su ser interior» 115. Es con todo igualmente cierto
que «siempre que Juan dirige su mirada al grupo de los discípulos de Jesús, habla de la
Iglesia concreta. En el trasfondo del evangelio se muestran determinados elementos de la
estructura de la Iglesia: la misión, el ministerio, la tradición y el culto. Por tanto, no se
trata de una comunidad puramente espiritual o carismática, aunque el aspecto espiritual
predomine. Es significativo que dentro de este contexto espiritual hable explícitamente del
bautismo y de la eucaristía116.
Sea como fuere, «la comunidad del Discípulo Amado continúa dando testimonio y
advirtiendo que en la Iglesia nunca debe permitirse reemplazar el papel único de Jesús en
la vida de los cristianos» 117.

6. ECLESIOLOGÍA DE PABLO

57
En la vida y en la misma personalidad de Pablo existen una serie de factores personales,
sociológicos, religiosos e incluso psicológicos, que condicionan y conforman
notablemente su concepción eclesiológica. Pablo, en efecto, fue un judío profundamente
convencido no sólo del valor y significado del pueblo judío en la historia de la salvación
(cf. Flp 3,4-6), sino de que en Dios hay un único plan de salvación en la historia, en cuya
plenitud, es decir, en su momento culminante, envió ese Dios a su propio Hijo «nacido
de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para
recibir la filiación adoptiva divina» (Ga 4,4-5). A partir de su profunda convicción de la
validez del Viejo Israel, Pablo tuvo que romper con él para incorporarse al Nuevo Israel
de Dios, desde el momento en que se encontró («fui alcanzado»: Flp 3,12)
personalmente con Jesús a quien él propiamente perseguía, creyendo perseguir a los
seguidores del Resucitado (cf.Hch 9,1-9). Fue Pablo un judeo-cristiano que, al ver la
incredulidad de sus propios connacionales, llegó a la conciencia de su vocación misionera
entre los gentiles (cf. Hch 9,15; 13,44-52; Ga 2,8); un judío fervoroso, de la secta de los
fariseos (Hch 23,6), que tuvo que afrontar el drama personal de la persecución por parte
de sus congéneres, arrostrando toda clase de sufrimientos y persecuciones por amor a
Cristo y a su cuerpo, la Iglesia (cf. Hch 22,1-16; 2Cor 11,22-33). Pablo fue un
convertido que, partiendo de la observancia más estricta y escrupulosa de la ley, llegó al
convencimiento de la total inutilidad de la misma para la justificación, y de la absoluta
necesidad de la fe en Cristo muerto y resucitado para llegar a esa justificación (cf. Ga
2,15-21). Por otra parte, tuvo una clara conciencia de que el mensaje de salvación tenía
como destinatarios a todos los hombres sin excepción, judíos o griegos, hombres o
mujeres, esclavos o libres, y de que, por consiguiente, la comunidad eclesial es, por su
propia naturaleza, una comunidad abierta y misionera (cf. 1Cor 12,13; Ga 3,27-28; Col
3,11). Pablo fue alguien profundamente convencido de que, en la perspectiva de la
historia de la salvación en que se sitúa, la Iglesia no es obra de hombres, sino una
realidad que «nace de arriba», fruto de un designio oculto de Dios y revelado en los
últimos tiempos (mysterion), y agraciada con dones y carismas del Espíritu (cf. Ga 4,21-
31). En una palabra, fue un creyente que reflexionó hondamente sobre el misterio de la
Iglesia a partir de su experiencia personal como incansable fundador de diversas
comunidades cristianas.
La compleja personalidad de Pablo y la rica experiencia espiritual hecha, tanto en el
nivel íntimo de su persona como en el nivel comunitario, hicieron de Pablo un verdadero
teólogo del misterio que es la Iglesia.

Nuevo Pueblo (Israel) de Dios


Un doble punto de partida convergente en la visión eclesiológica de Pablo son: por una

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parte, la constatación de que Israel se ha hecho profundamente infiel a Dios, al no
reconocer a Cristo como el Mesías; y, por otra, que la fidelidad de Dios no desecha sino
que mantiene a Israel como el tronco bravío (cf. Rom 11,17.24) en el cual deberá ser
injertado el nuevo Israel de Dios: la Iglesia.
Para Pablo resulta claro, uniendo Rom 9-11 con Gálatas 4,21-31, que «un nuevo
pueblo de Dios ha irrumpido en lugar del antiguo, formándose sobre la base de éste o,
por mejor decir, sobre las promesas que se le hicieron, pero que, por lo demás, se asienta
sobre un fundamento nuevo por completo. Sobre la fe en el único heredero de bendición
e intermediario de salvación: Jesucristo» 118.
Pablo traslada a la Iglesia no sólo el título de el Israel de Dios propio del pueblo de la
Antigua Alianza, sino todos los privilegios y consecuencias que de ese traslado se
derivan; de tal forma que la Iglesia aparece como la legítima heredera del antiguo pueblo
de Dios. Por este camino, hace despertar «la conciencia de la Iglesia primitiva de ser una
comunidad independiente, abriendo un camino más amplio a la concepción de los
cristianos como la tercera generación» 119.
Cuando Pablo se refiere a la comunidad cristiana llamándola ekklesía toû Theoû está
significando que esa comunidad es el nuevo pueblo de Dios en continuidad y en
cumplimiento al mismo tiempo, del antiguo pueblo, de Israel (cf. Rom 8,33; 9,11; 11,5ss;
1Cor 1,27; Ef 1,4; Col 3,12; 1Tes 1,4). Dice además el Apóstol que éste es el pueblo de
los últimos tiempos, un pueblo escatológico que, siendo único, se hace presente en todas
y cada una de las Iglesias particulares: Tesalónica, Corinto, Roma, etc. Cada una de estas
Iglesias, formadas por los «santos» (bautizados), constituye una verdadera asamblea
festiva, una reunión sacra festiva (cf. Rom 1,7; 1Cor 1,2). En analogía con lo que ocurre
en la sociedad civil (llamada alguna vez también ekklesía: Hch 19,32.39.40), la ekklesía
cristiana es concebida como una asamblea convocada legítimamente por Dios para la
escucha de la Palabra y la celebración del culto: una asamblea, por consiguiente, con
verdadera dimensión pública.
Por otra parte, Pablo afronta la situación, tanto de los judíos como de los gentiles,
en relación con la Iglesia, el nuevo Israel de Dios. Frente a los judíos, se muestra
absolutamente inflexible defendiendo la no necesidad de que los gentiles se incorporaran
a la Iglesia a través de la circuncisión y de la adopción de la ley judaica. Y frente a los
gentiles les previene una y otra vez contra el engreimiento y frente a la fácil tentación de
despreciar al antiguo Israel de Dios. Más aún, aboga constantemente por la más estrecha
unión y concordia entre judíos y gentiles en el seno de la comunidad eclesial, único
cuerpo de Cristo (cf. Ef 2,11-22). «Con todo ello —dice Schnackenburg— ha
colaborado Pablo de manera esencial, teológica y prácticamente, a la formación de una
conciencia paneclesial. Humanamente hablando, el gran mérito de que la Iglesia, que

59
crecía rápidamente en extensión, no se escindiese internamente, hay que atribuirlo a la
teología de Pablo, que hizo conciencia viva en todos los creyentes la unidad donada por
Dios, que exigía imperiosamente la unificación: una fe en Jesucristo, el Señor (cf. 1Cor
8,5ss), un bautismo que conduce a la unidad en Cristo (Ga 3,26ss; 1Cor 12,13; Col 3,11;
Ef 4,3-6), la común participación en el único pan eucarístico y, por tanto, en el cuerpo de
Cristo, por la que muchos vienen a ser un único cuerpo (1Cor 10,16ss)» 120.
La concepción paulina de la vocación cristiana tiene una repercusión inmediata en su
concepción eclesial. Pablo, en efecto, concibe siempre la vocación cristiana con una
dimensión esencialmente comunitaria: cada uno es llamado personalmente a la fe.
Pero esta fe ha de vivirse necesariamente en el seno de una comunidad. Además, la
vocación cristiana es esencialmente escatológica: el cristiano es un peregrino (cf. 2Cor
5,6-8), cuya «naturaleza se encuentra en el cielo» (Flp 3,20), donde tiene su verdadera
patria.
En consecuencia, la Iglesia es la comunidad, formada a partir de una sola fe, de un
solo bautismo, de un único pan partido, en la que el individuo realiza su ser-cristiano,
resultando por eso absolutamente imprescindible para el bautizado: «la nueva existencia
del individuo “en Cristo” (cf. 2Cor 5,17) es al mismo tiempo la existencia de una nueva
comunidad, fundamentada en Cristo Jesús. No es posible una separación del aspecto
individual y social; con la personal unificación en Cristo, viene dada también la
incorporación en aquella colectiva comunidad de Cristo» 121. Y, por otra parte, la Iglesia
es una comunidad peregrina pero que, viviendo ya con Cristo elevado al cielo y sentado a
la derecha de Dios (cf. Col 1,13), está avecindada en el cielo y, por consiguiente, ha de
vivir en la permanente expectación de lo que nos aguarda (cf. Rom 8,23).

Cuerpo de Cristo

La eclesiología de Pablo no sólo es anterior en el tiempo a Lucas y Marcos, sino que


hace una aportación original a la eclesiología bíblica en general: la imagen del «cuerpo de
Cristo». Para expresar la estrecha relación entre Cristo y la Iglesia, comunidad eclesial,
utiliza una expresión peculiar y característica suya: el «cuerpo de Cristo». Expresión que
no aparece ciertamente ni en Romanos ni en 1Corintios, pero que en Efesios y
Colosenses es utilizada de forma prevalente sacando además de ellas todas las
consecuencias posibles. De hecho, todos los aspectos del misterio de la Iglesia los
sintetiza Pablo, efectivamente, en la densa expresión con que llama a la comunidad
eclesial «cuerpo de Cristo».
1. Hay que señalar, ante todo, que en el Nuevo Testamento, el concepto de «cuerpo
de Cristo» no es disyuntivo respecto a la idea de «pueblo de Dios»: son, por el contrario,

60
dos formas complementarias de ver y vivir el misterio de la Iglesia, por más que sea
cierto que «la concepción paulina del cuerpo de Cristo se abre paso enérgicamente como
el fruto más maduro de la idea de Iglesia en el Nuevo Testamento» 122. De todas formas,
«sería una peligrosa autorresignación el prescindir del concepto histórico-salvífico de
pueblo de Dios, absolutizando la idea de cuerpo de Cristo y especulando solamente
desde ella. La Iglesia es pueblo de Dios en cuanto cuerpo de Cristo; y es cuerpo de
Cristo en un sentido que la idea de pueblo de Dios determina e incluso fundamenta» 123.
2. Aceptando y aplicando las categorías antropológicas hebreas presentes en las
cartas a los Efesios y a los Colosenses, afirma Schlier que en dichas Cartas «no se habla
sólo de la Iglesia como cuerpo de Cristo, sino que, en relación con ella, se habla también
de Cristo como cabeza de este cuerpo (cf. Ef 1,22s; 4,12.16; 5,23,30; Col 1,18.24;
2,19). En ambos escritos se indica mediante este concepto la relación de Cristo con la
Iglesia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo. No se trata de compararla simplemente con Él,
sino que se habla a partir de la realidad. La Iglesia es Cristo en su cuerpo. Según Pablo,
el cuerpo de un hombre es el hombre en su cuerpo, es decir, el cuerpo es el hombre en
un determinado aspecto, y no sólo una parte de él (cf. Rom 1,24; 6,12; 7,24; 8,10ss.23;
12,1, etc.). Lo mismo ocurre con Cristo y su cuerpo» 124.
3. La unión entre el Cristo glorioso y los miembros de Cristo, es creada por el
Espíritu. La relación íntima, profunda, entre la comunidad eclesial y Cristo, se realiza
siempre gracias a la presencia y actuación del Espíritu: «el pneuma (procedente del
Señor) es el principio de unión en el cuerpo de Cristo; así se nos confirma en 1Cor
12,13. Él une tanto a los bautizados con Cristo como a los bautizados
recíprocamente» 125. El Espíritu es el que une y plenifica al cuerpo total de Cristo: el
cuerpo que todavía peregrina y el que está sentado glorioso con Cristo junto a Dios. Esta
unidad dada en Cristo a la Iglesia mediante el Espíritu, tiene que ser celosamente
conservada y hecha fructificar de forma visible y palpable por el amor fraterno y la
armonía entre todos los miembros de la Iglesia.
4. El momento en el que los creyentes se unen con Cristo quedando injertados en Él
e incorporados a su cuerpo, es precisamente el bautismo (cf. Ga 3,26s; 1Cor 12,13).
Esta incorporación al cuerpo de Cristo es de tal importancia y definitividad, que gracias a
ella, hemos sido con-muertos, con-resucitados y co-instalados en el cielo con Cristo. Lo
que aconteció a Cristo, acontece igualmente a los miembros de su cuerpo, gracias a la
unión y cohesión indisolubles que produce objetivamente el bautismo.
5. En la edificación incesante de este cuerpo de Cristo hay un elemento
absolutamente eficaz y, por ello, absolutamente imprescindible: la Eucaristía (cf. 1Cor
10,14-22), el segundo gran «sacramento del cuerpo de Cristo» 126. La participación de
todos los miembros en la Eucaristía, no a título individual sino formalmente en cuanto

61
miembros de la comunidad eclesial, tiende objetivamente a realizar la unidad de la Iglesia.
De esta forma, «la Eucaristía fundamenta y realiza de una forma nueva lo que, en
especial respecto a la unidad, ya es ella por el bautismo: un único cuerpo, el cuerpo de
Cristo» 127.
6. La Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo, vive permanentemente la insuprimible
tensión dialéctica de su profunda unión con el Cristo-cabeza triunfante y glorificado, y de
su condición terrena de peregrina hacia la plenitud. De ahí, que deba tener siempre, en
cuanto cuerpo de Cristo, una inseparable apariencia terreno-celestial. Desde este punto
de vista se puede afirmar que «la Iglesia es considerada como una magnitud cósmica y
escatológica que en su existencia terreno-temporal sólo despliega y ambiciona lo que ya
es realidad en Cristo su cabeza» 128.
7. La eclesiología de Efesios y Colosenses tiende a hacer de Cristo y de la Iglesia
una sola realidad personal. De ahí, entre otras consecuencias, que la «santidad» sea una
de las notas características de la Iglesia como cuerpo de Cristo (cf. Ef 5,27). Esa
condición de cuerpo de Cristo, hace que se la pueda y se la deba considerar «santa e
inmaculada» a pesar de la experiencia de pecado que los miembros de la Iglesia (a todos
sus niveles), hacen a diario. Se podría decir paradójicamente, a partir de la enseñanza de
estas Cartas (Col/Ef) que «existe una Iglesia sin mancha llena de pecadores» 129.
8. De todas formas, hay que reconocer que «el concepto de cuerpo de Cristo es
múltiple y denuncia diversos estratos. Con él se alude a la relación de la Iglesia con
Cristo, con el mundo, con los creyentes que la forman, y a la relación de los creyentes
entre sí. Ese pueblo de Dios de los últimos tiempos, tiende a penetrar corporalmente en
un cuerpo —el cuerpo de Cristo— en este mundo; se sale fuera de éste, pero con
intención de incorporarlo a su salvación. En el cuerpo de Cristo es donde ese pueblo se
acredita y se mantiene como pueblo de Dios» 130. De hecho, en las Cartas auténticamente
paulinas (1Tes, Ga, 1 y 2Cor, Rom, Flp y Flm), los cristianos son presentados como
miembros de un cuerpo real que sufrió, murió y resucitó. En Efesios y Colosenses, por el
contrario, la imagen del cuerpo ya ha evolucionado hacia una comprensión corporal con
Cristo como Señor del cuerpo (cf. Ef 4,4-5). Como se sabe, la eclesiología presente en
las Cartas a los Efesios y a los Colosenses ha ejercido un enorme influjo en la
consideración eclesiológica a lo largo del tiempo, debido sobre todo al énfasis que ponen
en la santidad y en el amor presentes en la Iglesia gracias a la profunda relación existente
entre Cristo y la misma Iglesia. De todas formas, hay que subrayar también que «el
énfasis puesto en la Iglesia en estas epístolas (Col/Ef), atenúa la función de las iglesias
locales dentro de la eclesiología» 131.
Queda siempre claro que, a pesar de todos los esfuerzos de profundización y
explicitación, la doctrina paulina del cuerpo de Cristo, es decir, de la estrecha unión de la

62
Iglesia con Cristo, de su íntima relación con el Señor exaltado a los cielos, sigue y seguirá
siendo un auténtico y profundo misterio para todo cristiano. De hecho, «cuerpo de Cristo
es (en Pablo) más que una imagen. La expresión dice directamente algo sobre la relación
de la Iglesia con Cristo, su profunda unión con Él por el Espíritu, sobre la
fundamentación de esa unidad por el bautismo y su renovación por la eucaristía, y sobre
la mutua unión interna de los miembros con la obligación de hacer visible y fructífera
dicha unión» 132.

Templo de Dios en el Espíritu


La Iglesia, además de ser Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, es también, según Pablo,
Templo de Dios: un concepto, de todas formas, que no tiene en el apóstol ni la
relevancia y ni la fuerza de los otros dos.
En cuanto Templo, la Iglesia es el lugar donde Dios actúa en el Espíritu y mediante
el Espíritu: penetrada por el Espíritu, la comunidad eclesial es la posesión sagrada de
Dios entre los hombres, «morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,23); por eso mismo, es
sustancialmente santa en virtud de esa presencia permanente del Espíritu en la
comunidad eclesial; hace que cada miembro en particular, se convierta a su vez en
verdadero «templo del Espíritu» (1Cor 6,19) presente en él, de forma que deje de
pertenecerse a sí mismo para pertenecer a Dios, el Santo por excelencia.
En este contexto hay que recordar que en la eclesiología paulina tiene un
protagonismo particular el Espíritu. Es, efectivamente, el Espíritu Santo el que «edifica
el cuerpo crucificado de Cristo en la dimensión salvífica concreta de la Iglesia terrestre,
se sirve para ello de la palabra humana y de determinados signos, e instaura los servicios
ministerial y carismático. Mediante el movimiento inagotable del Espíritu Santo en los
medios y servicios salvíficos, la Iglesia queda ordenada y recibe vitalidad» 133.

Misterio escondido y revelado

Igualmente, Pablo tiene un hondo sentido de la naturaleza «misteriosa» de la Iglesia.


Hablando del origen de la Iglesia, el apóstol enseña que la Iglesia «no debe su ser y su
existir al mundo y a su historia. Su ser es el de la insondable voluntad salvífica de Dios,
que es anterior a todo ser y la llamó a la existencia. Esto pertenece ya a su misterio» 134.
En su núcleo más profundo, pues, la Iglesia es un misterio. Misterio presente en el
eterno designio salvífico de Dios, presente en la misma creación, presente en forma del
todo particular en Cristo, muerto y resucitado, en quien se ha manifestado de manera
plena y definitiva la voluntad salvífica de Dios; presente en la Iglesia, pueblo de Dios,

63
cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. En esta grandiosa perspectiva mistérica, creatural
y salvífica al mismo tiempo, hay que situar a la Iglesia cuyo ser más íntimo «no es otra
cosa que dicho misterio dentro de la caducidad del mundo. En la fuerza del Espíritu
Santo revelador, la Iglesia es el efecto y la plasmación visible del misterio de Dios en la
tierra, misterio que se ha manifestado definitivamente en Jesús» 135.

Elementos en la construcción de la Iglesia


En el pensamiento de Pablo los elementos mediante los que se edifica y crece la Iglesia
son fundamentalmente tres: la Palabra que es «la buena noticia» y el «poder de Dios»
(Rom 1,16; 1Cor 1,18), que ilumina, juzga, salva, discierne, construye, hace que la
verdad se manifieste, etc.; los Sacramentos, en particular el Bautismo gracias al cual el
creyente es transferido a Cristo y «sellado» por el Espíritu, y la Cena del Señor, gracias a
la cual el Cuerpo de Cristo, por la fuerza del Espíritu, crece y se amplia continuamente;
los Ministerios encarnados en hombres concretos a los que Dios les confía la recta y
prudente administración, tanto de la Palabra como de los «misterios de Dios» en general,
y del «ministerio de la reconciliación» en particular.
Resumiendo, se puede pensar que, a la luz de los diversos aspectos considerados,
los puntos claves de la eclesiología paulina son:
— La relación Iglesia-Israel: el Israel según la carne y el Israel según el
Espíritu136.
— La Iglesia como cuerpo de Cristo: un sólo cuerpo con diversidad de miembros
y de funciones137: Rom 12,3-8; 1Cor 6,12-20; 10,16-17; 12,3-8.
— La Iglesia, Templo de Dios en el Espíritu: no solo cada cristiano, sino también
y particularmente la comunidad cristiana, es Templo de Dios138.
— La edificación y el crecimiento de la Iglesia se realiza:
En virtud de la Palabra.
A partir de la regeneración bautismal.
Nutridos con el Cuerpo eucarístico de Cristo.
— La presencia de dones y carismas, entre los que destaca particularmente el
ministerio, gracias a los cuales la comunidad eclesial queda interiormente
dinamizada: Rom 12,3-8; 1Cor 12,4-30; Ef 4,7-13.

7. ECLESIOLOGÍA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO


TESTAMENTO

7.1. Primera Carta de Pedro


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La Primera Carta de Pedro se caracteriza «por su insistente descripción de la Iglesia
sobre el trasfondo de Israel» 139. Toda la presentación que se hace, sobre todo en el
capítulo primero y parte del segundo, de los puntos básicos del cristianismo, tiene una
fuerte base en temas particularmente peculiares del Antiguo Testamento: la constitución
en «pueblo», la «marcha por el desierto» en un éxodo interminable, la consecución de la
«tierra prometida», etc.
A lo largo de toda la Carta, y especialmente en el famoso texto 2,4-10, están
presentes algunas imágenes que dicen referencia directa a la comunidad eclesial:
La Iglesia es «el pueblo de Dios» (2,9; 5,13), cuyos miembros, a pesar de ser
en gran parte gentiles, es decir, «no-pueblo», llegan a formar, junto con los
judíos convertidos, un linaje escogido, una nación santa, un pueblo adquirido,
llamado de las tinieblas a la luz admirable de Dios; es un pueblo de creyentes
—judíos y gentiles— elegidos y llamados a una salvación que se realiza por
medio de la predicación-aceptación de la Palabra (1,25) y del Bautismo (3,21).
Hay que señalar, a este respecto, que «a pesar de ser bastantes diferentes el
concepto del cuerpo de Cristo en las cartas a los Colosenses y Efesios de la
tradición pospaulina y el del pueblo de Dios de la tradición postpetrina, tienen
en común un fuerte sentido de la Iglesia como comunidad» 140.
La Iglesia es la «comunidad de bautizados» elegidos y llamados a ejercer un
«sacerdocio santo», consistente en el ofrecimiento de «sacrificios espirituales,
aceptos a Dios por Jesucristo» (2,5b); es la «casa espiritual» en la que las
piedras vivas son justamente los bautizados; es un «templo vivo», un edificio
construido sobre una «piedra angular»: Cristo, «la piedra viva rechazada por
los hombres, pero escogida por Dios, preciosa» (2,4).
La Iglesia es, además, el «rebaño de Dios», sobre el que ejercen un cuidado
pastoral aquellos que han sido puestos por el Espíritu (cf. Hch 20,28), y que,
por eso mismo, debe ser ejercido «no por obligación, sino de buena gana,
como Dios quiere; tampoco por sacar dinero, sino con entusiasmo; no
tiranizando a los que os han confiado, sino haciéndoos modelo del rebaño»
(5,2-3). Texto que resulta particularmente iluminador para conocer la forma de
concebir la naturaleza del ministerio en la comunidad eclesial.
La Iglesia es un pueblo «peregrino», que llega a sentirse incluso «extranjero»
en este mundo; es un pueblo «en diáspora»: no tanto en el sentido de pueblo
dispersado por una parte y por otra entre los gentiles, sino en el de sentirse
extraño en medio del mundo. Esta situación de peregrinos y extranjeros, lleva
consigo para los bautizados, la exigencia de una vida moral irreprensible,
portándose honradamente entre los gentiles (cf. 2,11-12; 3,8-17). La Iglesia es,
según ésto, una comunidad de naturaleza escatológica, es decir, una

65
comunidad que sabiendo que «el final de todas las cosas ha llegado» (4,7),
vive ya de forma anticipada, en el aquí y ahora del mundo, la comunión plena
y definitiva con Dios y entre los hermanos.
En resumen, en la Carta primera de Pedro, la Iglesia aparece como el conjunto de
hombres, judíos pero sobre todo gentiles, a los que mediante el Espíritu de Dios se les ha
ofrecido una nueva vida, al ser llamados de forma especial para que constituyan el
Nuevo Pueblo de Dios: un pueblo que es sacerdotal, profético y regio. Un pueblo que
está apacentado, en nombre del único y gran Pastor, por unos pastores conscientes de su
responsabilidad. Un pueblo sometido a numerosos sufrimientos y persecuciones
justamente por su condición de cristianos. La primera Carta de Pedro exhorta a los
cristianos, agobiados por todas estas cosas, «a resistir las pruebas de la fe (1,7), a
perseverar constantemente en la esperanza (1,13), a no dejarse llevar por el egoísmo de
antes (1,14) y a no ceder a las pasiones (4,2ss; cf.2,11). Dicho de una manera positiva:
los cristianos han de tener paciencia (1,6ss; 2,20s; 5,16s), ser humildes (3,8; 5,5s),
practicar el derecho y la bondad (2,14.15.20, etc.), vivir en la justicia (2,24), amar
incondicionalmente (2,17; 3,8s; 4,8.12), ser santos en toda su conducta (1,15.22) porque
Dios es santo (1,16)» 141. La Iglesia, de todas formas, es un pueblo que tiene naturaleza
escatológica, por cuanto tiene delante un horizonte de auténtica trascendencia en
plenitud. Un pueblo de peregrinos, es decir, de hombres que permanecen poco tiempo en
un mismo lugar, que no tienen una residencia en el destierro, que no son propiamente
ciudadanos de esta tierra. La Iglesia es la «familia de Dios», la «casa de Dios» (2,5;
4,17), el «nuevo templo», cuya construcción es inacabada e inacabable, y cuyo
fundamento y piedra angular es Cristo.
Según la 1a de Pedro, la vida del cristiano está conformada por: la fe (1,7-9), la
esperanza viva y activa (1,21); el amor (1,2; 2,17; 3,8-9; 4,8); la paciencia y la
constancia (1,6-7; 2,18-22); la sensatez, sobriedad y vigilancia (1,13; 4,5; 5,8); la
humildad (3,8; 5,5); la justicia (2,24); la santidad (1,14-16); la oración (4,7).

7.2. Cartas pastorales


Comencemos constatando que las Cartas pastorales son unos escritos del todo peculiares
dentro de la literatura del Nuevo Testamento. De hecho, dice Schnackenburg que
«cuando emprendemos el análisis de las Cartas pastorales para percatarnos de su idea de
la Iglesia, es un aire totalmente nuevo el que nos rodea» 142.
La primera imagen que aparece de la Iglesia en 1Tim 3,15 y en 2Tim2,19ss, es la de
«casa de Dios»: pero no una casa en construcción, sino una casa ya construída, un
edificio terminado y concluido, bien cimentado y, por eso, sólido y bien plantado. Es una

66
casa cuyo cimiento —a diferencia de los primeros escritos paulinos— no son los
apóstoles y profetas, y ni siquiera Cristo, sino la comunidad misma. Una casa tan
reciamente trabada y construida que puede convertirse para sus miembros en verdadero
baluarte, en auténtica defensa para preservar la verdad frente al error, a la mentira y
superchería de otros tantos falsos maestros que han ido apareciendo en el horizonte de la
comunidad (cf. 1Tim 1,20; 2Tim 2,25; Tit 2,12). Es, la Iglesia, una «casa» que es
verdadera fundación de Dios, y, por ello, una casa «bien dispuesta», perteneciente no
tanto a la esfera «celeste» (a diferencia de la presentación paulina de Efesios y
Colosenses), cuanto a la esfera «terrestre».
Un elemento importante aparece en las Pastorales: la tradición (parádosis)
apostólica. Es un elemento que tendrá una trascendencia realmente decisiva en la vida de
la Iglesia a lo largo de toda su historia. Esta tradición, como viene presentada en las
Cartas pastorales, «se guarda recibiéndola en la fe y en el amor, comprendiéndola bajo la
asistencia del Señor y en la fuerza del Espíritu y transmitiéndola después de haberla
interpretado y asimilado» 143. Por eso precisamente, en cada Iglesia particular existe un
«apóstol», es decir, un miembro que, de forma oficial, en virtud de la «ordenación»,
recibe la misión legítima de proclamar, de forma oficial y autorizada, el mensaje cristiano
y de preservar la tradición apostólica (cf. 2Tim 3,1-9); recibe, además, una función de
gobierno pastoral (como padres que gobiernan y rigen su casa, de una forma
benevolente, eficaz y santa al mismo tiempo), y regula la actividad litúrgico-sacramental
de la comunidad.
En las Cartas pastorales, en efecto, la Iglesia viene presentada como «casa del Dios
vivo», «columna y fundamento de la verdad», «misterio de piedad» (cf. 1Tim 3,15-16),
es decir, como un instrumento de Dios, con una finalidad salvífica clara, para la
realización de una misión explícita de salvación. Para que siga siendo esto, incluso
después de la muerte del Apóstol Pablo, el «ministerio» que éste tenía, recibido de forma
personal y carismática directamente de Jesucristo, se transmite de forma institucional
mediante la «ordenación» a aquellos varones sensatos y de fiar a los que hay que
confiarles, a lo largo del tiempo, ese mismo «ministerio» al servicio de la Iglesia. En todo
caso, se puede estar de acuerdo con algunos exegetas cuando afirman que «si las
pastorales han descrito una imagen de la Iglesia quizá recargada de preocupaciones de
orden institucional, ha sido por la necesidad de dar una respuesta a problemas concretos
planteados por la situación histórica determinada, de la cual estos escritos se hacen
eco» 144.
Desde esta perspectiva, absolutamente preocupada por la fidelidad a la tradición
recibida, resulta indudable que «la Iglesia goza en las Cartas pastorales, de una
consideración más institucional, que parece contrastar con la esencia pneumática,

67
celestial, de la Iglesia de las primeras Cartas de Pablo» 145.
Además de la imagen de la «casa de Dios», aparece en las Pastorales la imagen de la
Iglesia como «pueblo de Dios» (cf. Tito 2,14): un pueblo que, por estar situado entre el
«ya» y el «todavía no», está al mismo tiempo lleno de gloria y de ignominia; lleno de
gozo y de tristezas; lleno de alegrías y de penalidades; lleno de triunfos y persecuciones
(cf. 1Tim 2,5ss; 4,10; 6,14; 2Tim 2,11ss; 4,8; Tito 1,2; 2,13-14; 3,7).
Una tercera perspectiva desde la que es vista y presentada la Iglesia en las Cartas
pastorales es la del ministerio personal de Pablo, transformado y transmitido a la Iglesia
mediante el ministerio ordenado. Las Pastorales son Cartas no dirigidas a la comunidad
eclesial propiamente, sino a los ministros responsables de la misma, y sobre un
argumento muy concreto: el ministerio que ejercen en el interior de ellas. En las Cartas
pastorales, en las que todo está subordinado a las instrucciones del apóstol Pablo, se
percibe claramente el paso del Ministerio carismático de Pablo, al ministerio instituido u
ordenado. La Iglesia, por esta razón, aparece bajo el aspecto particular del ministerio
eclesiástico. Los ministros, dentro de la comunidad eclesial tienen indudablemente una
autoridad. Una autoridad, de todas formas, que es esencialmente espiritual, porque está
basada en la fe y en el amor como corresponde a una Iglesia que viene entendida como
la «familia de Dios» (1Tim 5,1s). Las Pastorales tienen como modelo propuesto para el
orden interno de la iglesia, el de la administración familiar.
Según ésto, la Iglesia, en las Pastorales, aparece como una institución divina pero
formada por hombres, que descansa sobre el ministerio apostólico de Pablo que cuida de
ella. Al faltar Pablo, su ministerio carismático personalmente recibido de Jesucristo,
destinado a perpetuarse en la Iglesia para el servicio de la doctrina, es decir, para la
predicación, el testimonio, la enseñanza, la exhortación pastoral, para las actividades de
tipo directivo sobre personas y servicios comunitarios y para la regulación del culto, sufre
una transformación que le hace pasar del derecho divino al derecho eclesiástico. De esta
forma, «los ministerios eclesiásticos, proceden de los servicios personales que Pablo
había hecho suyos» (...) «El derecho divino se convierte en un derecho eclesiástico,
precisamente con el fin de salvaguardar aquél, dentro de la nueva situación» 146.
Teniendo la Iglesia una dimensión ‘terrestre’ es lógico que «al orden y a la buena
disposición de esta casa colaboran ante todo los oficios eclesiásticos. Su tarea esencial
es seguir edificando sobre el fundamento de Dios, defender su casa de peligros y
desplegar también la vida interior» 147. Sería por supuesto unilateral «ver en la Iglesia de
las Cartas pastorales sólo una institución establecida en la tierra y estableciéndose para un
largo tiempo; pero es cierto que en ella decrece la tensión escatológica, se agudizan las
virtudes burguesas, se prepara la lucha con las herejías y son reconocibles un orden y
una disciplina más rigurosos» 148.

68
El contenido del ministerio, según las Cartas pastorales, abarca dos puntos
fundamentales: ante todo, la fidelidad doctrinal. «En este tiempo de estabilización de la
Iglesia y de nacimiento de las herejías, la predicación se convierte en tarea magisterial
que el Apóstol traspasa a sus discípulos y mandatarios y que es administrada en las
iglesias locales por los obispos y presbíteros. Por ello reciben un acento especial,
acompañado de urgente monición (parakaleîn) (cf. 1Tim 4,11; 6,2; Tit 1,9; 2Tim 1,9.11;
2,2; 4,2), el adoctrinar, y —frente a las perniciosas herejías—, la sana doctrina (Tit 1,9;
2,1; 2Tim 4,3). Esto explica que la doctrina apostólica venga a ser una heredad
(parathéke) que Pablo transfiere a Timoteo y que éste debe guardar (1Tim 6,20) “por la
virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros” (2Tim 1,14). Así comienza a delinearse
el principio de la tradición y sucesión eclesiásticas» 149.
En segundo lugar, el ministerio dice relación directa al orden doméstico de la
comunidad, gracias a la dirección autoritativa de los Apóstoles, a la que se accede
mediante la «imposición de manos» (jeirotonía) u ordenación. Esta imposición de manos
es la que da capacidad dentro de la comunidad cristiana para que los designados,
«varones fieles, capaces de enseñar a otros» (2Tim 2,2) y de dirigir a la entera
comunidad en fidelidad a la tradición, puedan efectivamente tener pleno poder en
nombre de Cristo y de forma definitiva. «De esta suerte, los portadores locales de oficios
eclesiásticos participan también del poder de enseñanza y de dirección que
originariamente se reunían en los Apóstoles» 150.
Como se ve, las Cartas pastorales, «tienen a la vista una nueva estructura de la
Iglesia. Pero mantienen la convicción de que la nueva forma de la Iglesia y, sobre todo,
del ministerio eclesiástico, es una transformación histórica de la Iglesia paulina en la
nueva situación pospaulina, y que esta transformación constituye la consecuencia de las
instrucciones de Pablo a sus discípulos, y, por tanto, corresponde al espíritu y voluntad
del Apóstol» 151. De hecho, los requisitos que se le exigen a los presbíteros-obispos (cf.
1Tim 3,2-7; Tit 1,6-9), «reflejan el surgimiento de la Iglesia como una sociedad con
normas establecidas que se imponen sobre sus figuras públicas» 152.
Cabe consignar todavía la idea de que las Pastorales consideran a la comunidad local
(cada comunidad local), como una verdadera realización de la Iglesia de Cristo.
Quedan, con todo, abiertas y pendientes algunas preguntas importantes en relación
con la eclesiología de las Cartas pastorales: 1) ¿Ha sufrido una profunda transformación
la autocomprensión de la Iglesia desde los tiempos de Pablo a las Cartas pastorales? ¿Se
ha dado una transformación de una visión eminentemente escatológica y mística en la
concepción paulina de la Iglesia, para pasar a una visión más externa, más realistamente
externa, societaria y hasta jurídica de la misma? 2). ¿Es la de las Pastorales, una imagen
eclesial a caballo, mezcla o síntesis de las imágenes «jerosolimitana» y «paulina» de la

69
Iglesia, resultado de una evolución lógica y necesaria por ambas partes?
En cuanto a la primera pregunta, hay que responder que «según todos los indicios, la
concepción eclesiológica de las Cartas pastorales podría presentar un grado avanzado de
desarrollo histórico y teológico, que supone tanto el antiguo cristianismo palestinense
como el paulino. Pero junto a eso debe decirse una vez más, que el estilo y el objetivo de
estos escritos determina una imagen de la Iglesia que es —y lo es necesariamente—,
unilateral» 153.
Respecto a la segunda pregunta hay que afirmar como un hecho evidente que «el
elemento institucional y el carismático se han desarrollado en las Cartas pastorales hasta
constituir una unidad orgánica, en cuanto aquí la imposición de manos confiere el
Espíritu» 154.

7.3. Carta a los Hebreos


La idea central sobre la que gira toda la Carta a los Hebreos es la noción de pueblo de
Dios. De ahí que el objetivo de este escrito —según algunos exegetas— es «dirigir una
palabra positiva al pueblo de Dios en una peculiar («alejandrina») exégesis de la
Escritura, para espolearle así en su camino al mundo celestial» 155.
En la Carta existe, ante todo, un claro y manifiesto interés cristológico: en ella
aparece Jesús, el Hijo, que como capitán conduce a muchos hijos, sus hermanos, a la
gloria (2,5-18); el Hijo puesto al frente de la «casa de Dios» (3,1-6); el caudillo que
conduce al nuevo pueblo de Dios a su «descanso» (3,7-4,11); el Hijo que, como
verdadero Sumo Sacerdote, abre definitivamente el Santuario para la salvación de todos
los hombres (caps.7-10). A semejanza y en perfecto paralelismo con la Primera de
Pedro, esta Carta a los Hebreos tiene una finalidad claramente cristológica, por lo que no
pretende «ofrecernos expresamente una imagen real de la ekklesía, ni una teología
desarrollada sobre la misma. Sin embargo, en ambas descubrimos un trasfondo
eclesiológico muy rico de significado y fruto de la reflexión teológica —al menos por lo
que se refiere a Hebreos— más avanzada» 156.
Desde esta preocupación cristológica central, y como derivación de ella, aparecen
tanto el interés soteriológico como el eclesiológico:
Entre Cristo y sus hermanos existe una estrecha relación incluso de naturaleza:
«como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también él asumió una
como la de ellos» (2,14), pudiendo de esa manera, «parecerse en todo a sus
hermanos» (2,17).
De esta forma, al pertenecerse mutuamente, Cristo y los unidos con Él, forman
un pueblo con el que Dios, gracias a ese Mediador único y del todo peculiar,

70
concluye su nueva y definitiva Alianza.
La comunidad es «la casa de Dios», la «familia de Dios» (10,21), «el pueblo
de Dios» (4,9; 10,30; 11,25), el conjunto de «hermanos de Cristo» el
primogénito (2,1-13; 3,3.6), «el templo de Dios» en el cual Jesucristo es el
«gran Sacerdote», que ha realizado —en nombre del pueblo— la nueva
Alianza con Dios (7,22; 8,13; 9,15; 12,24).
La comunidad eclesial es de naturaleza escatológica: es decir, está ya
objetivamente redimida, se ha acercado «al Monte Sión, a la ciudad del Dios
vivo, a la Jerusalén celeste» (12,22ss), en una palabra, pertenece al cielo, pero
al mismo tiempo está sometida a las limitaciones y penalidades de todo tipo
(físicas, psicológicas, morales), propias de la condición de peregrinos:
«cumplimiento y espera, defensa y cumplimiento de la promesa, descansan
unos en otros; pero aún subsiste aquella tensión que debe ser vencida en la
prueba terrena. Las promesas escatológicas fundamentales se han cumplido en
la Nueva Alianza (8,6); pero la promesa de paso al reposo, que corona todas
las demás, no ha llegado aún a término (4,1)» 157. El pueblo de la nueva
Alianza está siempre en camino, es el nuevo pueblo de Dios peregrino, que, no
teniendo aquí una ciudad permanente, encuentra una meta clara en el cielo
(2,1); meta hacia la que camina constantemente (12,12) aun en medio de las
dificultades, persecuciones y problemas, y a pesar del desánimo general que
pueda invadir a los miembros de la comunidad. Es, además, una peregrinación
que hay que hacer en la fe, alentados por el ejemplo de todos los grandes
personajes de la historia de la salvación (11,1-13), incluido Jesús, autor y
consumador de la fe (12,2). Este pueblo de Dios, como verdadera caravana de
peregrinos, necesita ser fiel y perseverante en la fe, sabiendo que es corto el
espacio de tiempo que lo separa de la manifestación plena y definitiva de
Jesucristo. Hay que permanecer, pues, firmes en la confesión de la fe.
Como se ve, al igual que en otros escritos del Nuevo Testamento, encontramos
también en la Carta a los Hebreos los conceptos de pueblo de Dios, peregrinos, diáspora,
casa de Dios, ciudad futura, Jerusalén del cielo. De esta forma, «la total concepción, la
fundamentación escrituraria, la peculiar manera de pensar en dos planos (el terreno,
velado; el celeste, real), quedan como algo propio suyo, una síntesis teológica de
originalidad única» 158.
En la Carta a los Hebreos «la estructura concreta de la Iglesia queda en el trasfondo.
Pero la comprensión de su ser puede reconocerse claramente en relación con el tema
cristológico que es el principal. La Iglesia es el pueblo de Dios peregrino; Israel, su
historia... de Cristo en este mundo extraño» 159.

71
No es mucho ciertamente lo que sabemos sobre la estructura concreta de la
comunidad a la que se dirige la Carta a los Hebreos. Sabemos, de todas formas, que «se
trata de una comunidad de la segunda generación cristiana, formada por cristianos
procedentes de la gentilidad; esta comunidad ha pasado ya su período de iniciación
(5,1ss; 6,1ss), ha soportado ya muchos padecimientos (10,32ss), pero también ha
demostrado mucho amor por el hombre de Dios (6,10). Cuando la carta se escribe está
en peligro de desfallecer y desanimarse en la fe (12,3.12ss)» (...) «Conoce y estima el
bautismo..., la tradición (2,3), la confesión 3,1; 4,14; 10,23), la alabanza (13,15), la
plegaria (13,18). Tiene superiores o dirigentes (hegoúmenoi)... a los cuales debe obedecer
y someterse porque son ante Dios los responsables de las almas de los creyentes
(13,17)» 160.
Los elementos que aparecen como esenciales de la ekklesía según la Carta a los
Hebreos, son:
a) La Palabra de Dios.
b) El Bautismo.
c) El orden jerárquico.
a) Se trata, ante todo, de una Palabra viva y eficaz: una Palabra que tiene su origen
en el seno del Padre que nos la ha comunicado, después de largos siglos, a través de su
Hijo, su Verbo personal hecho hombre; una Palabra que, por eso mismo, es la última y
definitiva. Entre la Palabra y la ekklesía existe una estrecha relación de dependencia, en
cuanto que «la palabra de Dios implica la respuesta en el sujeto receptor y tiende así a
formar la comunidad de creyentes, y la ekklesía no se da sin esta palabra de Dios de la
cual trae su existencia y mediante la cual difunde su mensaje de salvación» 161. Es por
esa precisa razón, una Palabra viva y eficaz, por cuanto, como mensaje de salvación
proclamado por Cristo y confiado a la comunidad eclesial, se mantiene presente y
operante entre los cristianos.
b) El Bautismo en la consideración de la Carta a los Hebreos es el camino de la
incorporación definitiva del nuevo cristiano a la comunidad, y al mismo tiempo, el
momento en que ese cristiano profesa su fe ante los demás miembros de la comunidad.
El bautismo, por consiguiente, es momento realmente importante y hasta decisivo, para
todo aquel que, mediante la fe, se incorpora al pueblo peregrino de Dios. El pueblo que
marcha hacia la salvación, ha hecho su primera y definitiva «conversión» (metanoia) en
el bautismo (6,4ss; 12,16s), por lo que este sacramento es irrepetible.
En virtud del bautismo, el cristiano es un «iluminado» (10,32) que, anticipando el
estado final, gusta ya aquí y ahora el «don celestial», y queda hecho partícipe del
Espíritu Santo que le hace gustar las buenas nuevas de Dios, es decir, el mensaje

72
salvador de Cristo y las manifestaciones carismáticas presentes en la comunidad eclesial
(2,4). El bautismo aparece además en esta Carta como «el rito de purificación que
dispone al cristiano a entrar en el santuario, para acercarnos al misterio litúrgico donde la
comunidad actualiza la gracia del perdón obtenida en el (mismo) bautismo» 162.
c) A lo largo de toda la Carta, aparecen también, por una parte, algunos dirigentes a
los que se les ha confiado la grave responsabilidad de presidir con desvelo la comunidad
(13,7.17.24); y, por otra, el resto de la comunidad, «hermanos» y «santos» (3,12;
13,22.24), a los que se les invita a guardarles respeto y fidelidad a los primeros, siempre
dentro de una gran confianza entre todos. Una fidelidad que revierte, en definitiva, en
aceptación íntegra de la doctrina sana y genuina que les habían predicado los fundadores
de la comunidad. Como dice Antón, «esta instantánea de una comunidad cristiana
compuesta de dirigentes y de hermanos sometidos a la dirección de sus pastores no está
en contradicción con el resto de la carta, que nos ha trazado una imagen de la Ekklesía
como la casa de Dios que tiene a Cristo como cabeza y abraza fraternalmente a todos los
creyentes que a través del evento bautismal han sido iluminados y han gustado el don
celestial y tienen abierta la entrada en el santuario y acceso a Dios (6,4-5; 10,19.22)» 163.
La ekklesía de la Carta a los Hebreos es, pues, una comunidad en busca de su
consumación escatológica, en marcha hacia el reposo eterno (4,1.9). La concepción de
esta dimensión escatológica es realmente peculiar de la Carta, por cuanto ha cambiado el
esquema temporal, «por otros de orden espacial metafísico, al parecer, inspirado por las
corrientes filosóficas de impronta platónica. Según este esquema, se distinguen en
Hebreos claramente dos planos: uno terreno, con el carácter de algo imperfecto,
transitorio y de sombras, que determina también en este sentido sus realidades; otro,
celeste, propio de cuanto es definitivo, real y eterno. Aplicando este esquema nuevo a la
situación de la ekklesía como pueblo esencialmente peregrinante, le es posible a Hebreos
dar una respuesta al problema de cómo concebir la realización presente de las realidades
futuras y la realización futura de las realidades presentes. La salvación definitiva y
eterna, está ya presente en Cristo y en su ekklesía» 164.

7.4. Carta de Santiago


La Carta de Santiago parece ser una Homilía en la que, desde un trasfondo claramente
veterotestamentario de naturaleza sapiencial que el autor parece conocer perfectamente,
se hacen una serie de exhortaciones morales sobre la paciencia en las dificultades (1,1-
12; 5,7-11), las tentaciones a que se ve sometido el creyente (1,13-18), la autentificación
de la fe gracias a las obras (2,14-26), el dominio de la propia lengua (1,26; 3,1-18), la
importancia decisiva de la misericordia (2,8.13; 3,13-4,2.11s), la eficacia de la oración
(1,5-8; 4,2s; 5,13-18), el duro juicio de Dios contra los explotadores (5,1-6), la unción de

73
los enfermos (5,14ss), etc.
Dentro de la universalidad de estos consejos y exhortaciones, hechas claramente a
unos destinatarios judeo-cristianos, la Carta hace una doble alusión a la existencia de la
comunidad. Una comunidad estructurada a partir de la ley del amor (1,25; 2.8.12-13),
presidida por unos presbíteros (5,14), en la que existen doctores (3,1), contando además
con sus ritos (5,14).
Una comunidad por otra parte, a la que se le reprocha también, con claridad y
dureza, el comportamiento negativo que supone la discriminación entre los miembros de
la comunidad, a causa de su diversa situación social y económica (2,1-10), al tiempo que
se pondera el valor de la oración y de la unción realizada por parte de los responsables de
la comunidad en momentos particularmente delicados del creyente (5,13-18). Es posible
incluso encontrar en la Carta alguna alusión válida al sacramento del Bautismo, cuando
recuerda que los cristianos son engendrados por pura iniciativa divina «con el mensaje de
la verdad» (1,18); y que, además, deben ser dignos del «nombre ilustre» que les han
impuesto (2,7).

8. LÍNEAS FUNDAMENTALES GENERALES DE LA ECLESIOLOGÍA


DEL NUEVO TESTAMENTO

1. De la amplia exposición realizada a lo largo de este capítulo, se constata que «ninguno


de los autores bíblicos discutidos intentó ofrecer una imagen completa de lo que debería
ser la Iglesia» 165. Resulta por ello evidente que no existe «una» eclesiología del Nuevo
Testamento; menos aún existe «la» eclesiología del Nuevo Testamento. Por el contrario,
los escritos dirigidos a las distintas comunidades cristianas difieren (a veces
notablemente) en el énfasis que ponen en acentuar los distintos elementos constitutivos
de la comunidad eclesial. De hecho, «los escritos del Nuevo Testamento —no era de
esperar otro resultado, dado su origen ocasional y decisivamente concreto que los ha
motivado—, ofrecen una imagen de la Iglesia tan parcial y fragmentaria, tan
condicionada históricamente, tan caracterizada por diferencias y divergencias en los
varios escritos neotestamentarios, que se impone el concebirla abierta a una continua
reflexión teológica y el hablar solamente de líneas de fuerza y de diversos tipos de
eclesiología» 166. Un énfasis, de todas formas, que, aunque pudiera subrayar
fuertemente aspectos diversos en las distintas comunidades y hasta hacer de correctivo
de otras comunidades, nunca pone en contradicción los unos con los otros. Diferencias y
hasta cierta tensión, sí; contradicción, no. Sin embargo, «tomados colectivamente, estos
énfasis constituyen una importante lección sobre el primitivo idealismo en relación a la

74
vida de la comunidad cristiana» 167.
2. La Iglesia tiene en el designio salvífico de Dios, designio global, único e
irrevocable, una vinculación esencial con Israel: como «Pueblo de Dios», como
continuación del «resto de Israel», como relevo del «antiguo Israel». La Iglesia llega a
ser, por eso, «el verdadero Israel de Dios», formado por judíos y gentiles, pero
mediados por Cristo. En virtud de esta vinculación y de esta mediación —observación
esta de gran trascendencia—, los nuevos acontecimientos salvíficos protagonizados por
Cristo, aun siendo realidades realmente «nuevas», vienen de hecho expresados en
lenguaje del Antíguo Testamento: vgr. Alianza, Pascua, Culto, Sacrificio...
3. La Iglesia tiene su origen remoto en el grupo formado por el Jesús histórico. Este
grupo es la prefiguración o preformación de la Iglesia que nace de la cruz y resurrección
de Cristo. En el grupo de Jesús «existe ya la Iglesia de una manera provisional y
oculta» 168. El nacimiento de la Iglesia, de todas formas, lo sitúa el Nuevo Testamento de
forma próxima e inmediata, en el Cristo muerto y resucitado. La muerte y resurrección
de Cristo, señalan el momento en que la comunidad vuelve a reunirse (no se reúne por
primera vez...), para dar comienzo a su andadura por la historia como Iglesia del
crucificado-resucitado. Remontándose más hacia su origen, la comunidad eclesial
primitiva se descubre a sí misma como obra misteriosa de Dios. No es simple producto
de la voluntad de los hombres y, por eso mismo, no es una realidad meramente
sociológica. Más aún, en el designio de Dios, es una realidad anterior a la misma historia.
4. En el crucificado-resucitado tiene su origen no sólo la Iglesia, sino el Espíritu que
es enviado a esa Iglesia. Este envío y presencia del Espíritu es de tal importancia, que
llega a convertirse en verdadero protagonista en la Iglesia. Es Él, el que la construye, al
convocarla y encontrar en Él su fuerza vital. Es el Espíritu el que conduce a la
comunidad: asegura su edificación, suscita pastores, doctores y maestros, le da unidad,
paz y fortaleza en las dificultades y persecuciones, abre las mentes de los discípulos a la
universalidad (catolicidad), y dirige en consecuencia sus pasos a través de la historia. Por
eso, en realidad de verdad, «el tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu, y la historia
del Espíritu es la historia de la Iglesia. El Espíritu vive y alienta en la Iglesia, de tal modo
que hace presente en y con la Iglesia el ámbito vital del cuerpo crucificado de Cristo» 169.
A partir de la Pascua, la comunidad cristiana vuelve a reunirse y comienza a ser una
comunidad vivificada y dirigida por el Espíritu, que es siempre el Espíritu de Jesús
resucitado (1Cor 15,45), hasta el momento final de la historia en la resurrección.
5. La Iglesia aparece en el Nuevo Testamento con una clara conexión y referencia a
los apóstoles. Al ser continuación del pueblo de Israel, construido sobre las doce tribus, la
Iglesia como «el nuevo Israel de Dios», está construída sobre los Doce apostóles. Ellos,
no solamente fueron los compañeros de Jesús durante su existencia terrena, sino que

75
fueron igualmente los receptores fundamentales del Espíritu, convirtiéndose así en los
primeros y principales testigos de Cristo, muerto y resucitado. «La Iglesia del Nuevo
Testamento, Iglesia de Dios, de Jesucristo y del Espíritu, vive de los apóstoles y por eso
se mantiene en una constante y necesaria referencia a ellos» 170.
6. La Iglesia de Jesús, según el Nuevo Testamento, es, por su propia naturaleza,
una. Y no sólo por la razón fundamental de que está llamada a ser epifanía de la unidad
profunda existente entre Cristo y el Padre, sino también porque el Dios en quien se cree
es uno; el bautismo en virtud del que se incorporan los miembros al Cuerpo de Cristo es
uno; la Fe a la que son llamados y profesan los seguidores de Cristo es una; y el
testimonio a que están comprometidos esos seguidores para que todos los hombres
crean, es precisamente un testimonio de unidad. Esta unidad, sin embargo, no significa ni
indiferenciación, ni unicidad ni uniformismo. El Espíritu, presente en la Iglesia, es fuente,
al mismo tiempo, de unidad y diversidad de dones, carismas, gracias y ministerios que
edifican y enriquecen el cuerpo eclesial. La unidad de la Iglesia, de todas formas, no es
estática, sino dinámica: no es una realidad automáticamente hecha de una vez para
siempre; no está exenta de tensiones, y, por eso mismo, se está realizando
constantemente, incansablemente. La Iglesia primitiva es una Iglesia empeñada en
trabajar por construir y mantener una profunda unidad, entendida, al mismo tiempo,
como don de Dios y tarea y meta de la propia comunidad. Esta unidad debe hacerse
visible en la doctrina, en la confesión de la fe, en el culto y en la forma de dirigir las
comunidades. Es, por lo demás, una unidad que hay que ir consiguiendo constantemente,
a pesar de las diferencias e incluso discrepancias que puedan existir entre sus miembros.
7. Pero esta diversidad, para que no degenere en anarquía sino que sea positiva y
constructiva, tiene que estar sometida a un principio de orden. En la comunidad cada uno
tiene que intervenir en su lugar, en su momento, desde la peculiaridad del propio carisma
o del servicio que tenga confiado. Es, por tanto, una comunidad orgánicamente
estructurada. Esta estructura no es fruto de la propia iniciativa comunitaria, sino del
poder (exousía) salvador de Cristo que, a su vez, lo transmite a los miembros de la
comunidad. Es un poder, de todas formas, que tiene que ser entendido absolutamente
como un servicio. En esta perspectiva hay que situar el ministerio que «surge en la
Iglesia desde el principio, sea en la forma que fuere y de un modo más o menos reflejo.
Su punto de arranque está ya en el boceto eclesial del grupo de discípulos del Jesús
terreno, concretamente en la función escatológica de los doce y después va adquiriendo
vigencia en el ministerio, es decir, en la elección, instauración y otorgamiento de la
potestad, en el mandato y en la misión por parte de los apóstoles, que son los
responsables de la Iglesia» 171. Hasta tal punto está presente y activo el ministerio en la
primitiva comunidad eclesial, que «la afirmación de que en un principio se dio una Iglesia
exclusivamente carismática que luego fue evolucionando hasta convertirse en Iglesia

76
ministerial —lo cual significaría efectivamente el paso a otro género—, no puede
probarse a partir del Nuevo Testamento. Ni siquiera 3Jn nos presenta una contraposición
de principio» 172. Por lo demás, este servicio o ministerio, tiene, dentro de la comunidad
eclesial, unos destinatarios preferenciales: los pobres, los pecadores, las ovejas
descarriadas, los sencillos y marginados.
8. Existen, desde el inicio mismo de la Iglesia, dos factores realmente decisivos en su
vida y actuación: la Palabra y los Signos sacramentales como forma de celebrar el
culto173.
a) La Palabra aparece, desde el origen como un factor decisivo en la construcción de
la Iglesia. Convocada por la Palabra que salva, la Iglesia se reúne y edifica alrededor de
la Palabra, se alimenta de ella, crece y es juzgada por la Palabra, la sirve, la proclama y
la ofrece a todos los hombres. Una Palabra que es Buena Noticia, enseñanza, testimonio,
mensaje, y cuya transmisión urge, inquieta y estimula, siempre en plena fidelidad a la
enseñanza de los apóstoles.
b) Por otra parte, la celebración del culto se realiza fundamentalmente mediante los
Signos sacramentales: factores igualmente determinantes en la vida de la comunidad
eclesial. Entre ellos aparecen con toda claridad el Bautismo y la Eucaristía.
Por el Bautismo, el seguidor de Jesús es incorporado a su Cuerpo que es la Iglesia,
llegando a ser, de esta forma, una nueva criatura. Así, la comunidad eclesial queda
constituida como comunidad de hombres nuevos, de criaturas nuevas, nacidas no de la
carne y de la sangre (es decir, no según unos parámetros puramente humanos), sino del
agua y del Espíritu (es decir, concebidos y dados a luz según el proyecto re-novador de
Dios realizado por Cristo).
Por la Eucaristía, la Iglesia es edificada como cuerpo de Cristo, llegando a
convertirse en aquello mismo que celebra y recibe: el Cuerpo glorificado de Cristo.
Gracias a la Eucaristía, se establece objetivamente en la Iglesia una doble y profunda
comunión de cada bautizado: con Cristo, Cabeza del Cuerpo, y con los demás bautizados
como miembros de ese Cuerpo. En esta doble y profunda comunión, consiste y se realiza
la salvación a la que el bautizado está llamado.
9. La Comunidad de Jesús, no es una Comunidad destinada a «algunos escogidos»,
a una «élite privilegiada». Es una Comunidad de hombres y mujeres procedentes de los
cuatro puntos cardinales (cf. Mc 13,27), que se sienten llamados a la plenitud (=
perfección) de sí mismos según el Proyecto de Dios; es decir, a ser santos. Cristo, en
efecto, se preparó una Iglesia «radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, una
Iglesia santa e inmaculada» (Ef 5,27). No es una santidad fruto de una ascesis de origen
y motivación estrictamente humana. Se trata de una santidad objetiva recibida de Dios
por el miembro de la Iglesia en el momento del bautismo; sacramento que crea en el

77
creyente la exigencia irrenunciable de una santidad subjetiva, desde una respuesta
personal e intransferible. La santidad recibida mediante el agua y el Espíritu, crea en el
bautizado el compromiso de una santidad personal y subjetiva.
10. Desde su primer andar por la historia, la Iglesia, que es ante todo la Iglesia
particular y concreta en que se vive la propia vocación a la fe, el bautizado tiene
conciencia —en virtud del Espíritu—, no solamente de que en su seno tienen cabida
hombres de toda raza, lengua, pueblo o nación (cf. Hch 10,34-47; 11,17-18; 15,6ss; Ap
7,9-10), sino también de que la salvación de la que se siente portadora, está destinada a
alcanzar a todos los hombres sin excepción. Todas las comunidades eclesiales primitivas
tienen, a pesar de su localismo, conciencia de universalidad, presente en los escritos
apostólicos (tanto de Mateo como de Pedro, de Juan y sobre todo de Pablo) de los que
esas comunidades se alimentaban. En esos escritos no aparece la Iglesia como un grupo
religioso cerrado, con un mensaje esotérico destinado solamente a algunos iniciados, o
con la estrechez particularista propia de una actitud proselitista, sino como una sociedad
completamente pública y abierta a judíos y gentiles, ricos y pobres, sabios e ignorantes,
personas relevantes o marginados de la sociedad; y, además, como una comunidad a la
que se le ha confiado una misión de ámbito universal por la que se siente urgida y
constreñida constantemente174.
11. Desde este horizonte de universalidad misionera, es preciso descubrir el sentido
de la relación de la Iglesia con el mundo. Esta relación —según el Nuevo Testamento—
es una relación de presencia y de distancia al mismo tiempo. El mundo es el lugar donde
necesariamente está la comunidad seguidora de Jesús: lugar de su presencia santificadora
y de su acción salvadora. Pero, al mismo tiempo, es lugar en el que, como tal
comunidad, se siente «extraña y peregrina». Más aún, es lugar con el que, normalmente,
se siente confrontada, porque el mundo no solamente resiste y combate el mensaje de
Jesús, los valores y exigencias que ese mensaje lleva consigo y a los mismos mensajeros.
La comunidad eclesial no hace en esto más que compartir la actitud y el destino del
Maestro que, por una parte, amó entrañablemente al mundo, y, por otra, murió
perseguido y crucificado por ese mismo mundo (cf. Jn 1,10-11; 15,18-25; 16,33). Por
eso, para los miembros de esta comunidad la incomprensión, la persecución e incluso el
martirio, no tienen que resultarles particularmente extraños y lejanos: son algo con lo que
deben contar. Por lo demás, el mundo no sólo actúa fuera o alrededor de la Iglesia: en su
mismo seno se hace presente por el pecado, la desunión y la herejía175.
12. En línea con la contraposición frente al mundo, y sobre todo desde la conciencia
de ser la realización plena y definitiva de lo anunciado por los Profetas sobre el nuevo
pueblo de Dios, aparece una dimensión que es esencial y determinante en el ser y en el
actuar de la Iglesia: su dimensión escatológica. La comunidad eclesial ha llegado —en

78
Jesucristo y por Jesucristo— a la «ciudad celeste». Por consiguiente, vive y actúa desde
ese horizonte de totalidad, de plenitud y definitividad. Es consciente de que no tiene aquí
una ciudad permanente (cf. Hb 13,14), sino que busca la ciudad futura en la que no
habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, ni penas ni lágrimas. De ahí, su condición de
peregrina, su inquietud, su permanente disconformidad, su actitud crítica frente a las
realidades terrenas y, a la vez, su inquebrantable esperanza porque todo se hace nuevo
(cf. Ap 21,4). En esta comunidad escatológica, está ya funcionando la salvación realizada
por Jesús el Mesías y lo seguirá haciendo hasta la venida última (parusía) del mismo
Señor: una venida que, de inminente, se fue haciendo cada vez más lejana en el tiempo
y, por eso mismo, cada vez más ansiosamente esperada en las comunidades:
MARANATHÁ (cf. 1Cor 16,22; Apo 22,20)

79
1 Cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en Abhandlungen über Theologie und Kirche, Düsseldorf 19652,
pp. 79-108.
2 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 307.

3 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 309.

4 P. TENA, La palabra Ekklesía. Barcelona 1958, p. 56.

5 H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1969, pp. 103-104.


6 P. TENA, o.c., p. 55.

7 E. SCHÜRER, Geschichte des Judischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi II, Leipzig 19074, p. 504s.
Citado por P. Tena, o. c, p. 54.
8 P. TENA, o.c., p. 56.

9 Basta analizar con detenimiento los Discursos de Pedro y de Esteban en el Libro de los Hechos de los
Apóstoles (2,14-40; 3,12-26; 4,8-12; 7,2-53), para ver la continuidad y, al mismo tiempo, la novedad entre el
antiguo y el nuevo pueblo de Dios, dentro de la única historia de la salvación. En esta misma perspectiva hay que
situar la Carta de Judas, en la que, para denunciar y fustigar algunas corrientes heréticas que ponían en peligro la
fe cristiana, así como algunos comportamientos morales absolutamente inadmisibles para un cristiano, echa
mano el autor de personas y acontecimientos pertenecientes al antiguo Israel: liberación de Egipto y exterminio de
los que no creyeron en el desierto (v. 5), castigo de Sodoma y Gomorra (v. 7), castigo de Caín, Balaán y Coré (v.
11), e incluso alusiones a algunos apócrifos del Antíguo Testamento (vv. 9. 14).
10 N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en MS IV/1, pp. 103-104.
11 A. ANTÓN, La Iglesia de Cristo, p. 78.

12 N. A. DAHL, Das Volk Gottes, Oslo 1941, p. 243, citado por A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 108.
13 Cf. J. L. SCHMIDT, Ekklesía, en GLNT IV, cols. 1490-1580; H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1969,
pp. 100-109.
14 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 81.

15 P. TENA, o.c., p. 74.

16 P. TENA, o.c., p. 123.

17 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 81.


18 M. SCHMAUS, Teología dogmática IV: La Iglesia Madrid 19622, p. 41.

19 P. TENA, o.c., p. 91.


20 Cf. K. L. SCHMIDT, Ekklesía, en GLNT IV, cols. 1491-1494 y 1576-1579. En cuanto al uso de las
expresiones «Iglesia particular»—«Iglesia local» y al uso indiferenciado de ellas a causa de su mutua equivalencia,
cf. H. de Lubac, Las iglesias particulares y la iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 37-58; Grupo de Les
Dombes, El ministerio episcopal, n. 9 y nota 4, en A. GONZÁLEZ, Enchiridion oecumenicum, Salamanca 1986,
p. 674. Por razones tanto teológicas como ecuménicas, parece preferible la expresión «Iglesia particular».
21 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 85.

22 P. TENA, o.c., pp. 284-285.

80
23 Recientemente, con todo, se ha publicado una obra sobre el Evangelio de Marcos, que tiene
precisamente a la Iglesia como clave hermenéutica del primero de los Evangelios. Se trata, como dice el autor, de
una Eclesiología confesional elaborada en perspectiva mesiánica, sobre la base de Marcos, del que no duda en
afirmar que es «un testigo clave de la Iglesia primitiva y actual» (X. PIKAZA, Pan, Casa, Palabra. La Iglesia en
Marcos, Salamanca 1998, p. 9). Este mismo autor comparte nuestra extrañeza (cf. o.c., p. 12, nota 7).
24 R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 28.

25 H. SCHLIER, Eclesiología del Nuevo Testamento, en MS IV/1, p. 108.


26 X. PIKAZA, o.c., p. 10.

27 Cf. X. PIKAZA, o.c., p. 11.


28 P. V. DIAS, La Iglesia en la Escritura y en el siglo II, en M. Schmaus y otros(dirs.), Historia de los
Dogmas III, Cuaderno 3a-b, Madrid 1978, p. 73.
29 R. E. BROWN, o.c., p. 121.
30 Idem.
31 H. SCHLIER, a. c., p. 118.

32 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 312.


33 Cf. R. SCHNACKENBURG, La Iglesia NT, p. 89.

34 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 362.


35 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT., p. 88.
36 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 92.

37 Idem.
38 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 363.

39 W. TRILLING, Das wahre Israel. Studien zur Theologie des Mathäusevangelium, Leipzig 19643, p. 111.
40 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 364.

41 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 87.


42 Es decir, una sorpresa que aparece inesperadamente al final del evangelio.
43 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 91.

44 R. E. BROWN, o.c., p. 122.


45 Idem.

46 R. E. BROWN, o.c., p. 133.


47 R. E. BROWN, o.c., p. 134.

48 R. E. BROWN, o.c., p. 136.


49 R. E. BROWN, o.c., p. 139.
50 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 93.

81
51 R. E. BROWN, o.c., p. 130.
52 R. E. BROWN, o.c., p. 131.

53 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 94.

54 R. E. BROWN, o.c., p. 134.

55 R. E. BROWN, o.c., p. 131.


56 H. SCHLIER, a.c., p. 117.

57 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 417-420.


58 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 78.
59 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 80.

60 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 423.


61 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 430.

62 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 82.


63 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 437.
64 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 82.

65 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 151.


66 H. SCHLIER, a.c., p. 126.

67 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 420-421.


68 E. LOHSE, Lukas als Theologe der Heilsgeschichte, en «EvTh» 14(1964), p. 266, citado en R.
Schnackenburg, o.c., p. 80.
69 H. SCHLIER, a.c., p. 140.
70 H. SCHÜRMANN, Das Abendmahlsbericht Lukas 22,7-38 als Gottesdienstordnung, Gemeindeordnung,
Lebensordnung, Leipzig 1960, citado por R. Schnackenburg, o.c., p. 85.
71 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 86.

72 Idem.
73 H. SCHLIER, a.c., p. 135.

74 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 453.


75 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 59.

76 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 22.


77 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 464.
78 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 467.

79 Idem.
80 H. SCHLIER, a.c., p. 138.

82
81 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 471.
82 H. SCHLIER, a.c., p. 140.

83 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 126.

84 Idem.

85 R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 120.
86 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT,, p. 133.

87 Idem. Subrayado nuestro.


88 Idem.
89 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 136.

90 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 140.


91 H. SCHLIER, a.c., pp. 215-216.

92 Idem.
93 Cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 127.
94 H. SCHLIER, a.c., p. 154.

95 H. SCHLIER, a. c., p. 157.


96 R. E. BROWN, o.c., p. 86.

97 H. SCHLIER, a.c., p. 146.


98 R. E. BROWN, o.c., p. 88.

99 R. E. BROWN, o.c., p. 85.


100 R. E. BROWN, o.c., p. 88.
101 R. E. BROWN, o.c., p. 97.

102 R. E. BROWN, o.c., p. 117.


103 R. E. BROWN, o.c., pp. 90-91.

104 Cf. I. DE LA POTTERIE, Christologie et pneumatologie dans S. Jean, en Commission Biblique


Pontificale, Bible et Christologie, París 1984, pp. 271-286.
105 R. E. BROWN, o.c., p. 105.

106 I. DE LA POTTERIE, a.c., p. 286.


107 R. E. BROWN, o.c., p. 118.
108 Idem.

109 I. DE LA POTTERIE, a.c., p. 287.


110 R. E. BROWN, o.c., p. 107.

111 R. E. BROWN, o.c., p. 91.

83
112 Idem.
113 R. E. BROWN, o.c., p. 93.

114 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 141.

115 H. SCHLIER, a.c., p. 142.

116 H. SCHLIER, a.c., p. 153.


117 R-E. BROWN, o.c., p. 120.

118 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 98.


119 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 99.
120 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 101.

121 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 199.


122 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 197.

123 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 198. Subrayado nuestro.


124 H. SCHLIER, a.c., p. 165.
125 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 202.

126 H. SCHLIER, Der Brief an die Epheser, p. 260: citado por R. SCHNACKENBURG, o.c., p. 206.
127 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 203.

128 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 209.


129 R. E. BROWN, o.c., p. 56.

130 H. SCHLIER, o.c., p. 169.


131 R. E. BROWN, o.c, p. 59
132 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 203-204.

133 H. SCHLIER, a.c., p. 179.


134 H. SCHLIER, a.c., p. 171.

135 H. SCHLIER, a.c., p. 174.


136 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 542-543.

137 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 566-568.


138 Esta condición de Templo de Dios aparece siempre en un claro contexto trinitario: vgr., 2Cor 13,13; Ef
4,3-6. Cf. Biblia de Jerusalén: comentario al texto 2Cor 13,13; A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 579.
139 R. E. BROWN, o.c., p. 76.

140 R. E. BROWN, o.c., p. 85.


141 H. SCHLIER, a.c., p. 208.

142 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 115.

84
143 H. SCHLIER, a.c., p. 192.
144 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 651.

145 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 121.

146 H. SCHLIER, a.c., p. 190.

147 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 119.


148 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 122.

149 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 120.


150 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 121.
151 H. SCHLIER, a.c., p. 187.

152 R. E. BROWN, o.c., p. 34.


153 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 124.

154 Idem.
155 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 109.
156 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 670.

157 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 111.


158 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 115.

159 H. SCHLIER, a.c., pp. 202-203.


160 H. SCHLIER, a.c., p. 195.

161 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 679.


162 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 683.
163 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 685.

164 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 670.


165 R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 143.

166 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 308-309.


167 R. E. BROWUN, o.c., p. 143.

168 H. SCHLIER, Eclesiología del Nuevo Testamento, en MS IV/1, p. 218.


169 Idem.
170 H. SCHLIER, a. c., p. 219.

171 H. SCHLIER, a.c., p. 221.


172 Idem; cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 27-44.

173 Cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 44-61.

85
174 Cf. R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, pp. 61-68.
175 En base a los datos bíblicos se puede afirmar que la comunidad cristiana vive, desde sus mismos
inicios, en una tensión dialéctica con el mundo, que puede formularse diciendo que es una relación de simpatía
crítica.

86
CAPÍTULO 2

LA IGLESIA EN LA HISTORIA DE LA
TEOLOGÍA

87
88
Nota bibliográfica
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1987, pp. 64-69; 228-239.

89
90
Introducción
La Eclesiología fue vivencia del Seguimiento de Cristo y praxis de una Fe proveniente de
ese Seguimiento vivido en comunidad, antes que reflexión teológica sobre el misterio del
Cristo, continuado en la historia en su comunidad y por su comunidad.
Como quiera que la Iglesia es una realidad siempre viva y, por consiguiente,
cambiante aun dentro de su permanente identidad, se puede hablar de una historia de la
teología de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, aparece a lo largo de sus veinte siglos de
historia, como una realidad paradójicamente idéntica a sí misma, dentro de unas
apariencias profundamente cambiadas y cambiantes.
Por otra parte, si la Iglesia apareció en la historia como una realidad vivida antes que
como una realidad reflexionada, resulta mucho más fácil experimentar lo que es la Iglesia,
que definir o al menos describir lo que es su esencia. Durante siglos, la Iglesia no fue
tanto objeto de reflexión cuanto de vivencia: la Iglesia es una vida concreta, un ámbito
vital en el que el bautizado desarrolla su vida cristiana, antes que una idea o una reflexión
sistematizada. Y esto, desde los primeros momentos. «Las primeras generaciones
cristianas, en efecto, —dice Faynel— no empezaron por sistematizar su fe, sino por
vivirla. En el caso concreto del tema que aquí nos ocupa, fue viviendo su vida de Iglesia
y a partir de los problemas concretos que esa vida les planteaba, como las primeras
generaciones cristianas descubrieron y precisaron poco a poco las primeras grandes líneas
de la teología de la Iglesia» 1.
Dos elementos fundamentales se descubren en la vivencia del misterio de la Iglesia a
lo largo de toda su historia: ante todo, la constante presencia y acción del Espíritu Santo
que va guiando a la Iglesia en su incesante caminar por la historia y la va llevando fiel y
progresivamente a la plena verdad de sí misma y del mensaje de salvación; y en segundo
lugar, la naturaleza histórica de la comunidad del crucificado-resucitado, en virtud de la
cual no sólo tiene una relación esencial con la sociedad en la que está presente y vive,
sino que es incluso «conformada» por esa misma sociedad, con sus preocupaciones y
avatares, y con las diversas formas sociales, culturales e incluso políticas en que la
sociedad se va plasmando y configurando a lo largo de la historia.
Esto hace que podamos hablar de «la Iglesia de los Santos Padres», de «la Iglesia de
la Edad Media», de «la Iglesia de la Reforma y de la Contrarreforma», de «la Iglesia de
la Edad Contemporánea», de «la Iglesia del Vaticano II». Cada una de estas épocas en

91
las que ha vivido la Iglesia, ha tenido, dentro de una igualdad fundamental que constituye
su identidad esencial, expresiones, manifestaciones, acentuaciones, que sin hacerle perder
una fidelidad permanente a los valores tanto del evangelio como de la tradición
apostólica, han modulado, a veces muy profundamente, el ser de la Iglesia, su forma de
estar presente y, particularmente, su forma de actuar. Como todo organismo vivo, para
poder mantener su identidad fundamental, la Iglesia ha debido ir desarrollándose
tomando las formas del entorno concreto y determinado en que estaba presente. No
siendo, por otra parte, una realidad artificialmente superpuesta a la sociedad, y siendo sus
miembros al mismo tiempo ciudadanos del cielo (Hbr 12,22) y ciudadanos del mundo, la
Iglesia ha debido vivir y debe seguir viviendo en la no fácil dialéctica del «ya pero
todavía no». Los bautizados son verdaderos ciudadanos del mundo, pero, de igual forma
son plenamente conscientes de que no tienen aquí ciudad permanente, sino que buscan la
futura (cf. Hbr 13,14).

1. LA ECLESIOLOGÍA, DESDE LOS PADRES HASTA LA EDAD


MEDIA

1.1. En los cuatro primeros siglos


Ya en la época patrística, diríamos que sobre todo en la época de los Padres, la Iglesia es
más objeto de vivencia que de reflexión. Se vive la Iglesia y se vive en la Iglesia. Se
experimenta la Iglesia como el misterio de Dios entre los hombres, revelado en Cristo y
por Cristo. El bautizado se sabe y se siente miembro del Pueblo de Dios «reunido en
virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» 2. Se concibe y se
experimenta la Iglesia como la gran comunión de los santos: comunión en Cristo y con
Cristo, y comunión con los que, cercanos o lejanos, también creen en Él. Se la compara
con el Arca de Noé en la que se salvaron los que hicieron caso a Dios (cf. Gen 6,5-22;
1Pe 3,20; 2Pe 2,5). Se percibe como la realización plena y definitiva de la Alianza hecha
por Dios en la antigüedad, como «sombra y prenda» de lo futuro; como el lugar en que
se encuentra la salvación querida por Dios desde siempre para el hombre; y, por eso
mismo, como una realidad que preexiste desde antes de la creación y, desde luego, desde
el momento mismo de la creación del hombre3.
De esta forma, para los Padres la Iglesia es mucho más un «misterio de crecimiento,
que una simple transmisión o mera profundización de una doctrina» 4. El misterio que es
la Iglesia se va viviendo. Y, en la medida en que se ve amenazado desde fuera o también
desde dentro, se va reflexionando sobre él.

92
Y así, cuando la comunidad cristiana de Corinto sufre una seria crisis interna
rompiendo gravemente la unidad y con ella la paz llegando incluso a la destitución de sus
presbíteros, el obispo de Roma, Clemente, escribe una autorizada Carta5, en la que les
llama, amable pero enérgica y autorizadamente, a la paz y a la unidad, garantizadas
precisamente por aquellos que ejercen en la comunidad la presidencia de la Eucaristía: los
presbíteros. El mandato del Señor de ser «unos» como Él y el Padre lo son, es hasta tal
punto esencial, que se puede afirmar que la comunidad cristiana (la Iglesia) es, en su
esencia más profunda, un misterio de paz y de unidad6.
En esa misma línea se mueve Ignacio de Antioquía († 107), «el hombre siempre
dispuesto a la unidad» 7. Siguiendo su concepción de Cristo y consecuente con la misma,
concibe a la Iglesia como un misterio profundo de unidad: entre lo visible y lo invisible,
entre lo corporal y lo espiritual, entre lo divino y lo humano. En categorías actuales se
puede afirmar que Ignacio tiene ya, tanto de Cristo como de la Iglesia, una concepción
esencialmente sacramental. En efecto, el misterio de Cristo, Verbo encarnado, se refleja
de tal modo en el misterio de la Iglesia, que negar la autenticidad de la naturaleza humana
de Cristo —con todo lo que ello significa—, es devaluar y hasta negar la verdadera
realidad de lo visible en la Iglesia: la autenticidad de lo humano y estructural,
reduciéndolo a simple apariencia8. Según Ignacio, el símbolo por excelencia y al mismo
tiempo la pieza clave e imprescindible para la construcción de la Iglesia como misterio de
unidad es precisamente el obispo, sacramento visible del Obispo invisible: Cristo9.
Por otra parte, la unidad en la Iglesia procede y conduce simultáneamente al amor
(agápe): un amor que une profundamente a Dios y hace participar de la misma vida
divina; un amor que, desde esa fuente, dimana después hacia todos los miembros de la
comunidad a través del obispo y de su presbiterio.
Completa esta visión primigenia, embrionaria si se quiere pero riquísima sobre la
Iglesia, la enseñanza de Ireneo de Lyon († 165), el primer pensador sistemático dentro
del cristianismo10. También en Ireneo cristología y eclesiología van tan unidas de la
mano, que las herejías en el campo cristológico tienen una inevitable repercusión en el
campo eclesiológico.
Una categoría teológica fundamental de Ireneo, que llega a convertirse en el término
clave de toda su teología es la «recapitulación». La «recapitulación» en el pensamiento
de Ireneo es el proceso por el que —según el designio de Dios—, Cristo ha asumido
verdadera y realmente la naturaleza humana (y con ella, de alguna manera, toda la
naturaleza cósmica), para restaurarla, es decir, para reconducirla objetivamente al
primitivo proyecto de Dios. Es un proceso en el que lo humano de Jesús, su naturaleza
humana auténtica, tiene un valor y una eficacia determinante. Es un proceso, además,
que, iniciado por Cristo, durará hasta el fin de la historia.

93
Pues bien, en el desarrollo y realización de ese proyecto, la Iglesia tiene un papel
fundamental. Es la Iglesia la que, teniendo siempre como Cabeza a Cristo (cf. Col 1,18),
y gracias a la presencia y a la acción constante del Espíritu enviado a la Iglesia por
Cristo11, va realizando a lo largo de la historia el lento y laborioso proceso de
«recapitularlo todo en Cristo» (cf. Ef 1,9-10), es decir, de salvar a la humanidad
devolviéndola al proyecto primigenio de Dios al crear al hombre y al mundo.
Otro factor fundamental en la que podemos llamar concepción eclesiológica de
Ireneo es su alto concepto de la Tradición. Como se sabe, «la elaboración de la doctrina
ireniana de la tradición fue provocada, en cierta medida, por la pretensión de los
gnósticos de completar la enseñanza de la Escritura con tradiciones esotéricas
supuestamente apostólicas» 12. Desde el momento en que concibe el misterio de la Iglesia
como continuación del misterio de Cristo y éste es un misterio de encarnación, la Iglesia
tiene que tener, además de la presencia invisible del Espíritu Santo, la visibilidad histórica
que garantiza precisamente la Tradición. Una Tradición cuyos pilares son, ante todo, los
apóstoles puestos en la Iglesia por Cristo, y después sus sucesores en la historia que son
los obispos. Por eso —dice Ireneo— «la verdadera gnosis es la doctrina de los apóstoles,
es el organismo antiguo de la Iglesia extendido por toda la tierra. Y el carácter distintivo
del cuerpo de Cristo es la sucesión de los obispos a quienes los apóstoles confiaron cada
Iglesia local» 13.
En Tertuliano († h.220) es preciso distinguir, como se sabe, dos etapas en su vida:
la del católico y —a partir del 207—, la del montanista.
En la etapa de pertenencia a la Iglesia (la católica, es decir, la universal), se presenta
Tertuliano, a semejanza de Ireneo, como un defensor acérrimo de la Tradición, es decir,
del valor decisivo de la sucesión apostólica como garantía de permanencia en la verdad, y
de fidelidad a Cristo. En esta misma etapa (y paradójicamente aun siendo montanista),
llama frecuentemente a la Iglesia con el nombre de madre. La Iglesia es la domina
mater Ecclesia14. En el De poenitentia (escrito hacia el año 203 siendo todavía
católico), al hablar del dolor que significa la penitencia pública para el pecador en la
Iglesia, dice: «El cuerpo no puede encontrar placer en las heridas de uno de sus
miembros. Es preciso, por el contrario, que todo él sufra con el miembro enfermo...
Cuando dos cristianos permanecen unidos, ahí está la Iglesia. Pero la Iglesia es Cristo.
Así pues, cuando te abrazas a las rodillas de tus hermanos, abrazas a Cristo y a Cristo
oras. Y cuando ellos lloran sobre ti, es Cristo el que sufre y ruega a su Padre por ti» 15.
Por lo dicho a propósito de la tradición, llama más la atención el hecho de su paso al
montanismo, es decir, a una Iglesia de los espirituales, a una Iglesia en la que la sucesión
apostólica no tiene importancia alguna, porque se identifica (la Iglesia) con el mismo
Espíritu Santo. Más aún, la Iglesia de la que se separó llega a ser descrita por Tertuliano

94
(no sin cierto desprecio), como una simple «colección de obispos» 16. De forma que entre
la Iglesia de los obispos y la Iglesia del Espíritu, existe una total y absoluta oposición. He
aquí sus palabras: «La Iglesia propia y principalmente es el mismo Espíritu, en quien
reside la Trinidad de la única Divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. (El Espíritu) forma
esta Iglesia, que el Señor ha hecho para ser “tres”. Por eso, desde entonces, todas (las
personas) reunidas en esta fe constituyen “la Iglesia una”, a los ojos del Autor y
Consagrador. Es verdad, ciertamente, que “la Iglesia” perdona los pecados, pero (es) la
Iglesia del Espíritu, por medio de un hombre espiritual, y no la Iglesia (que es) asamblea
de obispos» 17.
Una figura de particular relevancia en esta época es Cipriano de Cartago († 258).
La idea central de su eclesiología es la unidad: la Iglesia es esencialmente una. Por eso,
no tienen sentido de Iglesia todos aquellos que, por una razón o por otra, por un camino
o por otro, atentan o rompen la unidad de la Iglesia: sería como romper la túnica
inconsútil de Cristo. «Este sacramento de la unidad —dice Cipriano—, este vínculo de
concordia indisoluble, se nos da a conocer cuando se nos habla en el Evangelio de la
túnica de Cristo, la cual no podía ser dividida ni rota, sino que echando suertes para ver
quién se vestiría con ella, uno solo la recibe y la posee íntegra e indivisa...» 18.
La «fraternidad» que es la Iglesia en su esencia más profunda, se fundamenta, por
una parte, en vínculos internos como son: el Espíritu Santo, la única fe, el único amor
entre todos los bautizados; y, por otra, en vínculos externos, especialmente en la
eucaristía y en el obispo.
Es notable, y hace recordar inevitablemente a Ignacio de Antioquía, la concepción
que tiene Cipriano del obispo como el vínculo absolutamente necesario, más aún
indispensable, para poder realizar la unidad en la Iglesia. En sus cartas, y especialmente
en el Tratado De catholicae Ecclesiae unitate, insiste una y otra vez en el papel
verdaderamente fundamental del obispo: «La Iglesia es el pueblo unido a su pontífice, y
el rebaño unido a su pastor. Debéis, pues, saber y entender que el obispo está dentro de
la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y que todo el que no está con el obispo no está dentro
de la Iglesia» 19. Ahora bien, así como la unidad en la Iglesia particular está realizada y
garantizada de forma visible por el obispo de cada Iglesia, análogamente la Iglesia católica
que es una también en su nivel universal, «no está dividida ni partida, sino está
indudablemente bien trabada y coherente con el vínculo de los obispos unidos entre
sí» 20.
Por otra parte, Cipriano está tan convencido de que la Iglesia es como el arca de
Noé, arca única de salvación, que llega a afirmar que «fuera de la Iglesia no hay
salvación» 21, que «es imposible que tenga a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia

95
por madre» 22, que «no es cristiano el que no está en la Iglesia» 23, que «no llegará a
conseguir los premios de Cristo el que abandona a la Iglesia de Cristo» 24, que «el
cristiano que se separa de su seno se condena a la muerte» 25.
Dentro del colegio episcopal, Cipriano pone de relieve y admite la peculiaridad del
obispo de Roma. Una peculiaridad, con todo, que no alcanza el nivel de primado de
jurisdicción. Efectivamente, tanto en su relación con Cornelio, obispo de Roma, como,
sobre todo con Esteban, sucesor de Cornelio, Cipriano afirma una y otra vez que la
cátedra de Pedro es el principio y el origen de la concordia episcopal. «A Pedro —
escribía en el De unitate— se le otorga el primado y se muestra con ello una sola Iglesia
y una sola cátedra. Y todos son pastores, pero el rebaño es uno sólo, que es apacentado
por todos los apóstoles en unánime concordia. El que abandona la cátedra de Pedro,
sobre el que está cimentada la Iglesia, ¿va a creer que está dentro de la Iglesia?» 26. De
ahí, entre otras consecuencias, la deferencia respetuosa que demuestra al notificar al
obispo de Roma los asuntos de mayor importancia de su Iglesia. Este reconocimiento, sin
embargo, no le impidió un duro enfrentamiento con Esteban, obispo de Roma, cuando
éste le acusó de forma enérgica y hasta airada, de atacar la unidad y concordia de los
obispos. Escribía en su carta a Quinto: «Ni Pedro, a quien eligió el Señor como el
primero y sobre el que edificó su Iglesia, cuando discutió con Pablo sobre la circuncisión,
se adjudicó ni reivindicó insolente y arrogantemente algún privilegio; no dijo que tenía la
primacía y que debía ser obedecido por los recientes y posteriores; ni despreció a Pablo
porque había sido antes perseguidor de la Iglesia, sino admitió la razón de la verdad y se
rindió a las justas razones que defendía Pablo, dándonos ejemplo de concordia y
paciencia...» 27.
Parece claro, pues, a pesar de algunos pareceres contrarios28, que «Cipriano
concedía a la iglesia de Roma y a su obispo una primacía, pero de antigüedad y de
preeminencia de honor, no de jurisdicción y poder. Ciertamente no estaban claros ni
definidos el carácter y límites de esa preeminencia general, que desde su germen
evangélico que alega varias veces él mismo, irá germinando y consolidándose como signo
y centro visible de la unidad de la Iglesia universal, de la que fue defensor acérrimo» 29.
Al decir de Quasten, «la escuela de Alejandría llegó a su apogeo bajo el sucesor de
Clemente, Orígenes (* h. 185 † 253), doctor y sabio eminente de la Iglesia antigua,
hombre de conducta intachable y de erudición enciclopédica, uno de los pensadores más
originales de todos los tiempos» 30.
La Escuela teológica de Alejandría tenía una clara orientación platónica, estando
hondamente preocupada por afirmar la más estrecha unidad de las dos naturalezas en
Cristo, subrayando al tiempo que subraya con toda su fuerza la autenticidad de su

96
naturaleza divina.
En este doble marco, filosófico y teológico, es preciso inscribir toda la teología de
Orígenes, incluido naturalmente su pensamiento eclesiológico.
Y así, su formación platónica le llevó —de forma completamente lógica y natural—
a pensar que la verdadera Iglesia, es propiamente hablando, la Iglesia del cielo. La
Iglesia de la tierra, la que Orígenes llama «coetus populi christiani»31, el «coetus
omnium sanctorum»32, la «credentium plebs»33, debe reproducir (al estilo platónico), en
cuanto sea posible, esa otra Iglesia del cielo. De ahí que, en cuanto reflejo de la Iglesia
del cielo, la Iglesia terrena «existe desde los comienzos del género humano, incluso desde
la creación del mundo» 34.
Sin embargo, refiriéndose a esta Iglesia terrena, dice en su escrito apologético más
importante: «afirmamos, conforme a las divinas Escrituras, que la Iglesia toda de Dios es
el cuerpo de Cristo, animado por el Hijo de Dios; que todos y cada uno de los creyentes,
forman los miembros de ese cuerpo, de esa totalidad. Como el alma anima e impulsa al
cuerpo, que en su defecto estaría inerte, así el Verbo da fuerza e impulso para el bien a
todo ese cuerpo que es la Iglesia; mueve a cada miembro de la Iglesia, y ninguna hace
nada sin él» 35. Más aún, Orígenes, según Quasten, «es el primero en declarar que la
Iglesia es la ciudad de Dios sobre la tierra (In Ier.hom. 9,2; In Ios.hom. 8,7)» 36.
Por otra parte, hasta tal punto está persuadido Orígenes de que la doctrina, las leyes
y la misma sangre redentora de Cristo se encuentran única y exclusivamente en la Iglesia,
que llega a afirmar —al igual que Cipriano—, que «fuera de esta casa, es decir, fuera de
la Iglesia, no se salva nadie» 37.
Dentro de la Iglesia terrena, manifiesta Orígenes un grandísimo aprecio por la
Tradición, hasta el punto de afirmar en su primera obra: «No se ha de aceptar como
verdad, más que aquello que en nada difiera de la tradición eclesiástica y apostólica» 38.
En este sentido, llama no poco la atención que Orígenes no preste particular atención al
ministerio y función del obispo de Roma, aunque por Eusebio se sabe que hacia el año
212, durante el pontificado del papa Ceferino, hizo un viaje a Roma «porque deseaba ver
la antiquísima Iglesia de los romanos» (Hist.eccl. 6,14,10). Por el contrario, desde su
propia experiencia como «uno de los grandes místicos de la Iglesia» 39, sí habla de la
necesidad e importancia decisiva de la santidad en la Iglesia. Aun reconociendo al
hombre en general y a la Iglesia en particular su condición de pecadora40, parece vincular
de alguna manera la eficacia del sacramento del Orden a la santidad tanto del ordenado
como del mismo obispo ordenante.
La plenificación del proceso de divinización de la humanidad es, según los

97
PP.griegos, precisamente la Iglesia. Así lo entienden San Atanasio († 373)41, San
Gregorio de Nisa († 385) (el autor que «más ha contribuído a poner al servicio de la
doctrina revelada la concepción filosófica de una naturaleza humana única, indivisible, ya
real antes de su multiplicación histórica en los individuos» 42) y el mismo Hipólito de
Roma († 236/7) a quien puede incluirse entre los autores griegos, ya que —como dice
Quasten a juzgar por una serie de indicios: su conocimiento de la filosofía griega, su
familiaridad con los misterios griegos, etc.—, no sólo «procedía del Este», sino que «es
griego en la expresión y en el pensamiento» 43.
Esta es también la forma de entenderla, especialmente, San Cirilo de Alejandría (†
444), en cuya eclesiología nos vamos a detener44.
Preocupación central en la mente de Cirilo, como se sabe, es el Misterio de Cristo.
Es una preocupación percibida, no tanto desde una preocupación teórica o intelectual,
sino desde una percepción y sensibilidad pastoral: si Cristo no es realmente una Persona
divina, el hombre no está de verdad redimido, es decir, divinizado.
Ahora bien, «la humanidad está enteramente en Cristo en cuanto hombre» 45, en lo
que podría llamarse su fase inicial. La culminación de la encarnación es precisamente el
misterio de la Iglesia que, en cuanto conjunto de los fieles, está contenida toda ella en
Cristo: «el Señor es una gavilla, porque contiene a todos en Él..., y Él es las primicias de
la humanidad consumada en la fe. Así, cuando el Señor ha vuelto a la vida y se ha
ofrecido con un gesto a Dios, su Padre, como las primicias de la humanidad..., hemos
sido entonces transformados en una nueva vida» 46.
En esta transformación divinizadora del hombre que es continuación de la divinidad
misma de la Persona de Cristo, tienen parte decisiva tanto la Persona divina del Espíritu
Santo como la Eucaristía, sacramento central en la vida y construcción de la Iglesia. Aún
siendo muchos y diversos los miembros de la Iglesia, «el Hijo único ha inventado un
medio. Por un solo cuerpo, su propio cuerpo, bendice a sus fieles en la comunión
mística, haciéndolos concorporales con Él y entre ellos. Por eso la Iglesia es llamada
cuerpo de Cristo y nosotros sus miembros» 47. En el sentir de E.Mersch, la Eucaristía es,
para Cirilo, el acto de esta humanidad de Cristo universalmente divinizante. Cristo
vivifica en la Eucaristía como vivificaba en otro tiempo. La encarnación se continúa en la
Eucaristía, de forma que, el que desconozca o menosprecie la encarnación, debe
desconocer o menospreciar la Eucaristía48.
En resumen, se puede decir que el trasfondo eclesiológico de los PP. griegos viene
conformado por esta sucesión de conceptos: la idea de una realidad es, de alguna forma,
real antes de ser realizada en particular; la Encarnación del Verbo es la asunción de una
naturaleza humana: más aún, es asunción de la naturaleza humana; la Iglesia es

98
plenificación de la encarnación, en cuanto que Cristo, cabeza, se prolonga en los
miembros de la comunidad eclesial. La Iglesia, por consiguiente, existe incluso desde
antes de la misma Encarnación.

1.2. San Agustín (354-430)49


El esquema mental de San Agustín, el marco general de todo su pensamiento, la base
filosófica en la que descansa su posición, también en el ámbito de la Teología, es una
síntesis de inspiración claramente neoplatónica.
Sobre esta base, se configura su pensamiento teológico en general y el eclesiológico
en particular. Un pensamiento que no cambiará a lo largo de toda su existencia y que
descansa a su vez en tres preocupaciones:
— La necesidad de explicar a los creyentes el misterio de la Iglesia a partir de la
Escritura.
— Su lucha abierta y constante contra los herejes, en particular contra los
donatistas.
— La aplicación, al ámbito de la Iglesia, de su postura tanto en el tema de la
justificación del hombre como en el de la gracia.
La primera intuición sobre la naturaleza de la Iglesia le viene a Agustín a partir de su
lectura de dos textos neotestamentarios importantes: la conversión de Saulo (Hch 9,1-19)
y la enseñanza de la Carta a los Efesios sobre la profunda unidad de los esposos en el
matrimonio (Ef 5,31; Gen 2,24). A partir de estos textos, en efecto, Agustín llega a
definir la Iglesia como un cuerpo cuya Cabeza es Cristo: Cristo y la Iglesia forman una
única persona, el Cristo total.
Por otra parte, el concepto de la Iglesia de los donatistas —una Iglesia de los
«mártires», paralela y enfrentada a la llamada Iglesia de los «traditores»—, dio pie a
Agustín, ante todo, para plantear y defender, como nota imprescindible de la auténtica
Iglesia de Cristo, la catolicidad: solo una comunión tan vasta como el mundo, puede ser
verdaderamente la Iglesia de Cristo. Y por otro lado, la lucha contra el puritanismo de los
donatistas llevó a Agustín a admitir una Iglesia en la que los santos están materialmente
mezclados con los pecadores50.
Siempre en lucha contra los donatistas, enseña también Agustín, de forma enérgica e
indudable, que la eficacia objetiva de los sacramentos y sobre todo la gracia sacramental,
no depende en absoluto de la santidad moral del ministro. Y esto por una razón profunda
y decisiva: el sujeto de la acción sacramental en la Iglesia es el mismo Cristo: «Que
bautice Pedro, o Pablo, o Judas, siempre es Él (Cristo) el que bautiza» 51. Es la santidad
de Cristo y no la del ministro, la que alcanza al creyente que recibe el sacramento.

99
«Toda esta teología —afirmar Congar—, que se incorpora a las posiciones
mantenidas por la Iglesia romana desde mediados del siglo III, entra igualmente a formar
parte del tesoso de la tradición católica. Ella ha influenciado la eclesiología de diferentes
formas» 52.
Situado siempre en una perspectiva platónica, según la cual la realidad —toda
realidad en el orden del conocimiento, de la vida social, de la mera existencia humana,
etc.—, existe al menos en dos planos (el del esbozo y el de la realización plena y de la
verdad objetiva propiamente dicha), San Agustín distingue, también en la Iglesia, dos
planos: el de la «communio sacramentorum» y el de la «societas sanctorum». La
«communio sacramentorum» se crea por el mero hecho externo de celebrar y recibir los
sacramentos. La «societas sanctorum», por el contrario, se realiza gracias a la presencia
y a la acción del Espíritu Santo en el corazón de los santos. Es el Espíritu el que
protagoniza las operaciones salvíficas dentro de la Comunidad eclesial y el que hace
posible la «unidad por la caridad» 53.
Un punto clave para entender la eclesiología agustiniana es la confección y
publicación del De Civitate Dei, entre los años 413 a 42654.
Cuando Agustín habla de la «Ciudad de Dios», no habla precisamente «de una
institución o de una sociedad particular que se designa como “ciudad de Dios”, sino de
una grandeza mística que coexiste con el designio creacional de Dios. Esta ciudad ha
comenzado a existir antes de la creación del hombre por la decisión que se planteó, ante
todo, a los ángeles, de amarse a sí mismos hasta el desprecio de Dios, o amar a Dios
hasta el desprecio de sí (De civ. Dei XIV, 28)» 55. De ahí que, para Agustín, la «Ciudad
de Dios» propiamente dicha, «es de suyo esencialmente celestial, y los ángeles son los
primeros ciudadanos» 56.
Por eso precisamente, una parte de esta Ciudad de Dios —los creyentes—aunque
llamada a ir ocupando los lugares de los ángeles caídos, está todavía peregrinando por la
tierra, siendo ayudada por la otra parte presente ya en el cielo.
De todas formas, hay que reconocer una cierta ambivalencia y hasta confusión en el
empleo que hace Agustín de los términos Iglesia y Ciudad de Dios, como si fueran
plenamente equivalentes57, siendo así que, propiamente hablando, la Ciudad de Dios es
más amplia que la Iglesia: la encierra en sí.
En cualquier caso, por una parte, la relación de una y otra con Cristo es esencial, en
virtud precisamente de que Cristo ha llegado a ser cabeza de la Iglesia gracias a su
encarnación y a su pasión58; y, por otra, la viva conciencia «de una Iglesia en destierro e
itinerante, no impide a Agustín sostener que esta Iglesia es ya el Regnum Dei, y que su
historia presente responde al reino de mil años de que habla el Apocalipsis» 59. Con todo,

100
hay que observar que Agustín distingue claramente el «regnum militiae» del Reino que
«erit post finem saeculi» 60.
Esta ambivalencia en la concepción de la Ciudad de Dios ha llevado a plantear la
cuestión de si Agustín tenía dos conceptos de Iglesia61. La verdad es que, por una parte,
Agustín subraya la necesidad no sólo de la Iglesia, sino también del bautismo y la
Eucaristía para la salvación; y por otra, afirma que la salvación misma no está, en rigor
de términos, supeditada estrictamente al marco sacramental de la Iglesia62.
En cuanto a la visión y valoración que tiene Agustín de la Iglesia de Roma entre
todas las Iglesias apostólicas, es necesario decir que se basa en el hecho histórico de que,
esa Iglesia, posee la Cátedra de Pedro. No es propiamente un fundamento bíblico (los
célebres textos de Mt 16,18-19; Jn 21,15-17) lo que hace que todas las Iglesias deban
conservar la comunión con la Iglesia romana, sino el hecho de que Pedro, cuya Cátedra
se conserva en esa Iglesia, fue constituido el primero entre todos los apóstoles. Lo que da
auténtica garantía a una Iglesia determinada de ser verdadera Iglesia y de mantenerse fiel
a la verdadera doctrina apostólica es la comunión con todas las otras Iglesias y en
particular con la Iglesia romana63.
En este contexto hay que dejar constancia de la valoración que hace Agustín de los
Concilios plenarios: ellos, al precisar todos aquellos aspectos —doctrinales y disciplinares
— no precisados suficientemente ni por la Escritura ni por la Tradición, gozan de una
verdadera autoridad en esos campos. De hecho, Agustín en sus dificultades con los
herejes (donatistas y pelagianos especialmente), no apela propiamente a la autoridad de la
Iglesia de Roma. Para él, la instancia suprema, no solo doctrinal sino también
autoritativa, son, de vía normal, los Concilios, justamente «porque en ellos se refleja y
se realiza la unanimidad de la Catholica» 64.
Por lo demás, el influjo de la doctrina de San Agustín acerca de la Iglesia a lo largo
de los siglos es innegable: no por nada le llamó Pedro el Venerable «maximus post
apostolos ecclesiarum instructor» 65. A él se deben las líneas fundamentales de la teología
del Cuerpo místico; a él, se debe igualmente la visión de una Iglesia que está compuesta,
al mismo tiempo, por santos y pecadores: una Iglesia «sin manchas ni arrugas» (Ef 5,26-
27), que, sin embargo, debe decir diriamente y con toda sinceridad «dimitte nobis debita
nostra» 66. De origen agustiniano —como recordábamos anteriormente—, es la doctrina
acerca del valor objetivo de los sacramentos y del carácter sacramental, más allá de la
calidad moral de los ministros. Igualmente agustiniana es la visión de la Iglesia como
instrumento y administradora de la gracia y no como fuente de la misma. Su doctrina de
las llaves entregadas precisamente a la Iglesia en la persona de Pedro («non uni sed
unitati»), así como su concepción de Pedro «unus pro omnibus», tuvieron una

101
aplicación y un influjo relevante en los pensadores conciliaristas y galicanos a partir del
siglo XIV y hasta el mismo Vaticano I.
Hay que reconocer que el De Civitate Dei influyó en la Iglesia, sobre todo a lo largo
de la Edad Media: aunque más como inspiradora de actitudes y comportamientos
morales, que como un programa propiamente político para los príncipes cristianos. Es
innegable, de todas formas, que «San Agustín ha proporcionado las grandes categorías,
esencialmente morales y religiosas, con las cuales estructuró la Edad Media su visión de
la historia y de la sociedad» 67.
A lo largo de los siglos posteriores, hasta nuestros mismos días, las posiciones
doctrinales de San Agustín, su poderosa síntesis del misterio cristiano, han sido fuente de
inspiración y base justificativa de las posturas más diversas y hasta opuestas: ya se trate
de corrientes espirituales, de movimientos reformistas, o incluso de la manera de
concebir las formas y cauces de relación de la Iglesia con la función social de los
gobernantes68.
El breve recorrido hecho por la doctrina de los Santos Padres permite afirmar, como
resumen, que «recogiendo las enseñanzas de la Escritura, se contentan con tratar de
Cristo, de los Sacramentos, de la comunión de los Santos, de los misterios del Cuerpo
místico, y no se ocupan, sino incidentalmente y de pasada, de los elementos estructurales
y jurídicos, sobre los que posteriormente se construyó la eclesiología» 69.

2. LA ECLESIOLOGÍA EN LOS SIGLOS XI AL XV

En estos siglos el misterio de la Iglesia seguía siendo una realidad más vivida que
reflexionada. Sin embargo, las dificultades que encontraron los mismos por una parte, la
necesidad de justificar jurídicamente las actuaciones de los mismos en sus relaciones con
los reyes y emperadores por otra y la reflexión de la gran escolástica, por otra, dieron
lugar a ir dando forma sistemática a todas las vivencias y realidades eclesiales. Es en
estos siglos cuando aparecen los primeros «Tratados» De Ecclesia de los que se tiene
conocimiento.

2.1. Los Papas de los siglos XI al XIV70


Ante la imposibilidad de estudiar uno por uno el pensamiento y la acción eclesial de los
papas en estos siglos (fueron 45 los papas habidos entre el siglo XI y el XV), nos
centramos en tres de ellos que han marcado de forma del todo particular la vida de la
Iglesia y, a partir de la vida, incluso la forma de entenderse la Iglesia a sí misma.

102
Gregorio VII (1073-1085)

Partiendo de las ideas comunes de su tiempo sobre la Iglesia (Cuerpo de Cristo, la


Eucaristía como alimento de la Iglesia, un cuerpo jerarquizado...) y convencido de la
necesidad de una reforma profunda, Gregorio VII «se distingue de los demás celadores
de esta reforma por la manera más rigurosa como ha fundamentado la empresa sobre
principios jurídicos, a saber: prohibición de toda investidura laica (Sínodo romano de
febrero de 1075, urgiendo el canon 6 del Sínodo de 1059); la Iglesia y los hombres de
Iglesia deben ser juzgados por un derecho de la Iglesia, original e independiente; este
derecho depende absolutamente del Papa. De esta manera, la Iglesia está totalmente
dependiente de la monarquía pontificia. Gregorio VII ha dibujado de este modo, los
rasgos de una eclesiología jurídica, dominada por la institución papal. Su acción ha
determinado el mayor cambio que haya jamás conocido la eclesiología católica»71.
Las 27 proposiciones publicadas en marzo de 1075 bajo el título de Dictatus papae,
tienen como denominador común que todo el orden eclesiástico y el mismo orden
temporal dependen del que es la cabeza en la Iglesia: el papa. Pues bien, hay que
obedecer el orden fundado por Dios. Y lo que Dios ha fundado no ha sido la realeza,
sino el sacerdocio que tiene, precisamente en la institución papal, su máxima expresión.
De ahí, la necesidad de someterse a la disciplina romana, de estar en perfecta relación
con el papa, si se quiere realizar la justicia y asegurar de verdad la libertad. Gregorio
VII aún admitiendo la dualidad de potestades (espiritual y temporal), al poner la potestad
temporal al servicio de los intereses de la potestad espiritual, se constituía, de hecho, en
jefe y árbitro de todas las actuaciones de los gobernantes y del mismo emperador.
A reforzar esta línea contribuyeron no poco los canonistas. En efecto, para los
canonistas «gregorianos», el papa no solo es «el origen del orden sacerdotal», sino que
es también aquel «a quo omnis ecclesiastica potestas procedit», con todas las
consecuencias que de ahí se derivan en el orden legislativo, judicial e incluso coercitivo.
El papa tiene sobre toda la Iglesia una potestad y una jurisdicción de naturaleza
episcopal, pero superior a la que tiene el obispo local. De hecho, Gregorio VII además
de llamarse a sí mismo «universalis pontifex», «universalis Ecclesiae episcopus» 72,
afirma en el Dictatus papae, que «solus Romanus Pontifex iure dicatur universalis» 73.
De esta forma, la Iglesia entera entró por caminos de un progresivo y acentuado
juridicismo: el Misterio cede ante el Derecho.

Inocencio III (1198-1216)74

«Con Inocencio III —dice Congar— el papa ha realizado el ideal de un jefe, no sólo de

103
la Iglesia, sino del “populus christianus”» 75. El razonamiento era sencillo y hasta lógico:
el príncipe, si es cristiano y por el mismo hecho de serlo, está completamente sometido al
papa, incluso en los asuntos temporales. Si así no fuera, habría en el único pueblo
cristiano (en el que coinciden los bautizados y los ciudadanos), dos cabezas. Se daría por
tanto un auténtico bicefalismo en un mismo y único cuerpo, lo que es una auténtica
monstruosidad. Por consiguiente, y en cuanto Vicario de Cristo, el papa no solo goza de
una soberana libertad de acción, sino que es el único monarca posible en la realidad de
una Iglesia que coincide exactamente con el mundo: «es evidente que, en la medida en
que se ve al emperador intra Ecclesiam, este principio equivalía a afirmar la monarquía
papal, incluso en materia temporal» 76.
Inocencio III afirma, además, que así como Cristo no le dió a los demás apóstoles la
potestad de atar y desatar sin Pedro, sí le dió a Pedro sin los demás apóstoles la
potestad personal de atar y desatar. De ahí que la plenitudo potestatis del sucesor de
Pedro, del Vicario de Cristo, el obispo de Roma, une al papa directamente a Cristo y lo
hace independiente de la estructura apostólica de la autoridad en la Iglesia77 En el interior
de la Iglesia el papa tiene, pues, una auténtica plenitudo potestatis, con facultad
suprema y universal para intervenir personalmente en todas y cada una de las Iglesias. Y
de puertas a fuera, en la sociedad temporal, el papa tiene una amplísima potestad para
intervenir aunque siempre «ratione peccati», «casualiter», «certis causis inspectis». Y
esto, por el hecho de que, por una parte, se le había dado a Pedro el poder de atar y
desatar quodcumque, y, por otra, la «donación» de Constantino a la Iglesia le habría
transferido a ésta, dicha amplitud de acción en lo temporal78.
Desde 1179 con Alejandro III comienzan a hacerse colecciones de Decretales, de
forma que, entre Graciano y Bonifacio VIII se desenvuelve la que puede llamarse «era
canónica» con un verdadero predominio de papas que eran en su mayoría canonistas79.

Bonifacio VIII (1294-1303)80

El final del siglo XIII y el paso al siglo XIV marcan en el terreno de la eclesiología un giro
que será decisivo por largos siglos en la Iglesia: la eclesiología de los poderes (del papa y
de los emperadores, reyes y gobernantes en general) que luchan y se enfrentan con la
Iglesia en unas relaciones siempre difíciles. En este contexto hay que situar la figura y la
actuación de Bonifacio VIII.
El papa Bonifacio VIII sin percibir que el régimen monolítico de cristiandad
comenzaba a resquebrajarse, no sólo defendió para sí la potestad indirecta sobre los
negocios y asuntos temporales, sino que se adjudicó la potestad directa sobre esos
mismos asuntos y cuestiones.

104
Hacia el final de su pontificado (1302) y en plena lucha con Felipe el Hermoso, rey
de Francia, promulgó la Bula Unam Sanctam que parte, como premisa, de un rígido
concepto de unidad y hasta de unicidad dentro de la Iglesia. A partir de ahí, se sacan las
consecuencias que perseguía como objetivo fundamental Bonifacio VIII: «en la potestad
de la Iglesia se dan las dos espadas, a saber, la espiritual y la temporal; mientras ésta es
para (pro) la Iglesia, aquella debe ser ejercida por (ab) la Iglesia. La espiritual es propia
del sacerdote, la temporal pertenece a los reyes y caballeros, pero debe ser ejercida ad
nutum et patientiam sacerdotis». Es preciso, afirma la Bula, «que una espada esté
subordinada a la otra, vale decir, que la potestad temporal se someta a la espiritual. La
supremacía de lo espiritual, puesto en comparación con lo temporal es indiscutible. El
papa no puede ser juzgado por otro tribunal humano. Él ejerce una autoridad por manos
humanas, como hombre que es; pero su potestad no es simplemente humana, sino
divina, confiada personalmente por Cristo a Pedro y a sus sucesores» 81.
La Bula concluye con una afirmación que necesita absolutamente de una recta
hermenéutica que tenga presente tanto el momento histórico como la coyuntura política
en que fue escrita: «Porro subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae
declaramus, dicimus et difinimus, omnino esse de necessitate salutis»82.
Como es fácil ver, en esta Bula culmina la corriente eclesiológica que ha sido
llamada hierocrática.
Después de este breve recorrido por el pensamiento y la acción de los papas es
posible concluir que «la teología del poder papal, que se fija y se formula a partir de
Gregorio VII hasta Inocencio III, quien la lleva a su apogeo, se resiente... del notable
desarrollo de la ciencia canónica: es una teología de un poder sacerdotal, enfrente (y por
encima) de un poder real. En la línea gregoriana, el poder papal se convierte en una pieza
de la visión teológica de la Iglesia, según un proceso que no terminará hasta la victoria
del papado sobre el conciliarismo, e incluso sobre el episcopalismo» 83.

2.2. Los canonistas


La doctrina eclesiológica de estos siglos (doctrina reducida con demasiada frecuencia a
los temas de la plenitudo potestatis del papa y de las dos espadas: poder espiritual y
poder temporal), se apoya muy fuertemente tanto en la doctrina de las Escuelas (la
Escolástica en general), como, de forma muy particular, en la doctrina de los canonistas.

Juan Graciano

Por el enorme influjo que ha ejercido a lo largo de los siglos en el Derecho en la Iglesia y,

105
a través de él, sobre la misma teología, es necesario recordar a Graciano. Efectivamente,
hacia el año 1140 el camaldulense Juan Graciano recogió, seleccionó y ordenó de forma
sistemática en orden a sus clases, todo el material canónico hasta entonces existente, en
una obra que tiene el significativo título Concordia discordantium canonum, conocida
habitualmente bajo el título de Decretum Gratiani 84. En esta obra recoge los principales
temas, no sólo canónicos sino también eclesiológicos, presentes hasta aquel momento en
la Iglesia, yuxtaponiendo frecuentemente opiniones y argumentos contrarios y hasta
contradictorios. A partir de Graciano sobre todo, adquiere el Derecho un claro e
innegable predominio incluso y especialmente sobre los mismos aspectos teológicos del
misterio de la Iglesia. Se observa, después de Graciano, el paso de una prevalencia de la
realidad Ecclesia en cuanto comunidad cristiana que protagoniza la propia vida eclesial, a
la prevalencia de la potestas inherente al sacerdocio y muy especialmente al papado.
Un tema realmente emblemático en la visión eclesiológica del Decretum Gratiani es
el de la autoridad suprema y universal del sucesor de Pedro. Es un tema que tenía en
aquel momento y ha tenido a lo largo de la historia de la Iglesia un protagonismo del todo
particular.
Para Graciano, junto a la presentación del papa como supremo y hasta único
legislador en la Iglesia, se encuentran (y de aquí lo significativo del título de la obra),
otras afirmaciones que parecen insinuar un verdadero protagonismo de la Comunidad
eclesial en cuanto tal en el orden de las actividades e iniciativas, atribuyendo por
consiguiente a la Iglesia de Roma, una mera preeminencia en orden a tomar decisiones
apoyadas siempre por las demás Iglesias locales. De hecho, hablando de la posibilidad de
un papa hereje, afirma Graciano que el papa «a nemine est iudicandus nisi deprehendatur
a fide devius» 85.
Por lo demás, en el tema de la relación entre el poder sobrenatural y el poder
temporal, Graciano se decanta por una postura dualista a partir del hecho de que los dos
poderes han sido instituidos por Dios de forma separada: cada uno de ellos puede actuar
de forma independiente, aunque siempre el poder temporal ha de estar sometido en lo
espiritual a la jurisdicción de la Iglesia.
En el planteamiento eclesiológico de la Bula Unam Sanctam tienen un influjo
decisivo las tesis de los agustinos Egidio Romano y Giacomo da Viterbo.
Egidio Romano (1243-1316) afirma en su obra fundamental86, que el papa «tenet
apicem Ecclesiae et potest dici Ecclesia» (III c. 12); que «nulli sunt sub Christo rectore,
nisi sint sub summo pontifice, qui est Christi vicarius generalis» (III c. 10); que «nullum
dominium cum iustitia, nec rerum temporalium, nec personarum laicarum, nec
quorumcumque, quod non sit sub Ecclesia et per Ecclesiam«(II c. 9); que «sicut Deus
hoc agit de regimine omnium creaturarum, ita summus pontifex, Dei vicarius, hoc agit in

106
gubernatione Ecclesiae et in regimine fidelium«(III c. 2); que «Ecclesia est catholica
universaliter dominando» (II c. 7); que «Ecclesia dupliciter potest accipi: pro tota
congregatione fidelium; por ipsis praelatis... praelati qui supremum gradum in Ecclesia
tenent, dicuntur Ecclesia» 87.
Por su parte Giacomo da Viterbo, al hacer en su obra De regimine christiano un
planteamiento más teológico que el de su maestro Egidio, es considerado como el padre
del Tratado De Ecclesia. Basó todo su razonamiento en las dos dimensiones del Reino
de Cristo: en cuanto que es creador de todo, y en cuanto que es fundador de la Iglesia.
De G. da Viterbo procede la distinción entre «Ecclesia militans» y «Ecclesia
triumphans», así como las cuatro Notas de la verdadera Iglesia que han perdurado a lo
largo del tiempo hasta llegar a nuestros días.
Tanto en una caso como en otro, la Iglesia se convierte paradójicamente en una
realidad al mismo tiempo hierocrática y secularizada: realidad hierocrática por la
exaltación exagerada de los poderes del papa en la Iglesia; y realidad secularizada porque
comienza a configurarse (en virtud de unos principios y de la misma reflexión) como una
realidad terrena a imagen y semejanza de los reinos de la tierra.
Y aunque es cierto que la expresión plenitudo potestatis no tiene, en sí misma, una
pretensión hierocrática sino de una monarquía papal intraeclesial, sin embargo el
contenido se fue deslizando, cada vez más, hacia el significado de un sentido absoluto e
ilimitado, por obra de los canonistas y curialistas que «han inflado la plenitudo potestatis
de un contenido ilimitado, sin detenerse más que ante los enunciados de la fe. Ellos han
hecho del poder papal un poder quasi divino» 88.
De esta forma, la doctrina de las dos espadas y la de la plenitudo potestatis en
manos del papa, llegará a constituir «uno de los elementos más característicos de la
herencia eclesiológica de la Edad Media» 89.
Es preciso decir, con todo, que hubo autores como Juan de París, Pedro de la
Palude y Marsilio de Padua que, siendo conscientes, por una parte, del resurgir de los
estados nacionales y, por otra, de la sustitución de una intelectualidad de tipo sacral y
simbólico por una epistemología de tipo empírico científico, interpretaron de forma más
objetiva y matizada, tanto la doctrina de las dos espadas, como la de la plenitudo
potestatis90.

2.3. Los teólogos: los escolásticos


Una pregunta se ofrece al estudioso en el momento mismo de abordar este punto: ¿cómo
es posible que los escolásticos que estructuraron tantos tratados concretos de la teología
(Dios, Cristo, los Sacramentos...) no sintieran la necesidad de estructurar un Tratado De

107
Ecclesia? Una respuesta puede darse. Una respuesta al mismo tiempo lógica y profunda.
En efecto, al no contradistinguirse en aquel momento la Iglesia del mundo, más aún, al
coincidir prácticamente la Iglesia con el mundo conocido, convertido en cristiandad, no
se sentía la necesidad de hacer una reflexión teológica sistemática sobre el misterio de la
Iglesia como algo distinto y separado de la vivencia real que todos tenían de ese misterio.
La Iglesia, en cuanto tal, era una realidad para ser vivida, experimentada, gozada o
sufrida, mucho más que para ser reflexionada teológicamente. Como dice gráficamente
Faynel, «la Iglesia representaba mucho más una ley general de la arquitectura que una
parte especial del edificio» 91.
De todas formas, se encuentran entre los autores escolásticos innumerables
elementos, tanto de orden jurídico como de orden estrictamente teológico, que han ido
conformando los distintos Tratados De Ecclesia que han ido apareciendo a lo largo de
los siglos hasta nuestros días: unas veces, bajo el signo del Derecho y otras, desde una
perspectiva propiamente teológica. Se observa, una vez más, que en el ámbito de la
Escolástica, también en el tema de la eclesiología, «la visión de las cosas está dominada
por el influjo de los temas agustinianos. Esto se siente, en particular, en los temas de la
unidad por medio de la fe, de la Ecclesia, del Cuerpo de Cristo» 92.

Santo Tomás
Por la especial representatividad que tiene en la tradición escolástica, porque recoge toda
la tradición teológica anterior (desde los Santos Padres hasta sus antecesores más
inmediatos) y por el enorme influjo que ha ejercido y sigue ejerciendo en los
planteamientos teológicos, nos ceñiremos en este punto a la doctrina eclesiológica de
Santo Tomás (1225-1274)93.
Aplicando al caso de Santo Tomás la observación que acabamos de hacer, resulta
relativamente extraño el hecho que el Doctor Angélico no dedicara, de forma expresa y
directa, una parte de la Summa Theológica o algún otro de sus numerosos escritos al
tema de la Iglesia. El tratado De Ecclesia, en efecto, está ausente del horizonte mental de
Santo Tomás. Las respuestas a esta cuestión han sido varias hasta el día de hoy, no todas
ellas satisfactorias en su totalidad94.
Sea de ello lo que fuere, lo que sí se puede afirmar es que, siendo Dios —Veritas
prima— para Santo Tomás el obligado e inequívoco punto de partida, el verdadero
centro y alma de toda la teología, todas las otras realidades, incluida la realidad Iglesia,
adquieren y tienen consistencia en tanto en cuanto se unen a esa «Verdad primera».
Siendo por otra parte el hombre, en el pensamiento teológico de Santo Tomás, el otro
polo de tensión, en cuanto que toda la obra de Dios, especialmente la obra de la

108
Encarnación del Verbo, está dirigida a que el hombre pueda llegar a la felicidad de la vida
inmortal95, la Iglesia, como función mediadora intrínsecamente vinculada a Cristo
cabeza, está necesariamente implicada en la obra de la divinización del hombre. Si esta
divinización depende de la comunicación que el hombre tenga con el misterio de Dios en
su divinidad, resulta lógico pensar que «la Iglesia, en su realidad más profunda, que es
también aquella por la cual alcanza su extensión más total y la que permanecerá de ella
eternamente, es comunión divinizante con Dios» 96. Siempre a la luz del Verbo
encarnado, cuya humanidad es causa instrumental de la gracia, la Iglesia, en su realidad
histórica y concreta, llega a ser —sobre todo mediante los sacramentos—, mediación de
gracia para la divinización de los hombres. Manteniéndose en esta perspectiva del
misterio de la Encarnación, la Iglesia es para Santo Tomás no solamente «la
Congregación de todos los fieles», el «collegium christianorum», «la reunión de los
hombres para hacer todos algo en común» 97, sino también una realidad social y hasta
jurídica. Para Tomás de Aquino, la Iglesia como institución y la Iglesia como comunidad
de los fieles es una y la misma.
Son dos, pues, las coordenadas en las que hay que situar el pensamiento
eclesiológico de Santo Tomás para una justa y objetiva valoración del mismo: Dios y las
virtudes teologales, especialmente la fe. En su dimensión de relación con Dios, la Iglesia
está llamada a ser una auténtica comunión divinizante con Dios. Solo que, en la
condición terrestre que vive de hecho la Iglesia peregrina, esta comunión divinizante no
es posible realizarla más que gracias a Cristo, el Verbo encarnado, y gracias a todo
aquello que, por Él, nos ha venido: la fe, los sacramentos y la misma institución eclesial.
De esta forma y por esta razón, la humanidad de Cristo se convierte en causa
instrumental dentro de ese cuerpo —la Iglesia— en el que el mismo Cristo es su
cabeza. Por esta misma razón Cristo es auténtica «via qua ad divinitatem pervenitur» 98.
Siendo un efecto de la gracia, más aún, siendo una verdadera «obra de la gracia» 99, la
Iglesia merece el calificativo cuerpo de Cristo.
En la Iglesia existe, además, un principio último de unidad: el Espíritu Santo que, al
habitar en todos los bautizados, comenzando por la humanidad de Cristo, perfecciona y
unifica a todos los miembros del cuerpo de Cristo100.
Tomás, con toda la tradición de la Iglesia, no duda en afirmar que «de latere Christi
dormientis in cruce fluxerunt sacramenta, id est, sanguis et aqua, quibus est Ecclesia
instituta» 101. Apoyado en este principio tomado de la tradición, puede afirmar, por una
parte, que «Ecclesia fundatur in fide et fidei sacramentis» 102, y, por otra, que «Ecclesia
est una unitate fidei et sacramentorum» 103.
Aun siendo una y la misma, la Iglesia puede ser vista y considerada tanto desde el

109
punto de vista institucional, como, muy especialmente, desde la perspectiva comunitaria,
es decir, en cuanto «comunidad de los fieles», de la cual hace Santo Tomás su definición
preferida de Iglesia104. Una definición, por lo demás (congregatio fidelium..), que es
omnicomprensiva en el sentido de que abarca no solo a los comprehensores, es decir, a
los peregrinos que viven de la gracia y de la fe aquí en la tierra, sino también a los
habitantes del cielo que viven en la gloria y en la visión de Dios. Más aún, abarca a los
creyentes que vivieron antes de Cristo y a los que han de vivir después de Él: una Iglesia
auténticamente universal105.
Santo Tomás tiene una visión de la Iglesia en consonancia con la grandiosidad de su
concepción teológica general: «en su sentido más amplio, la Iglesia abraza la totalidad de
todas las creaturas racionales que creen en Dios Uno y Trino. En un segundo significado
es equiparada con la Iglesia militante; y, finalmente, en una tercera aceptación viene a
nuestra consideración la comunidad de bautizados iluminada por el Espíritu Santo, que
vive unificada bajo la cabeza de Cristo y su representante en la tierra. La concepción de
la Iglesia en Santo Tomás entra así, según el contexto, en una perspectiva apologética,
histórica, dogmático-mística, ética y jurídica. Es la armonía de todos estos matices y
resonancias la que revela y pone en evidencia toda la belleza de la concepción tomista
sobre la Iglesia» 106.
Se ha suscitado la cuestión de si Santo Tomás enseñó y defendió la realidad de una
Iglesia teocrática. Existe, en efecto, un texto de 1254 que ha dado pie a esa
interpretación: «Potestas spiritualis et saecularis utraque deducitur a potestate divina. Et
ideo in tantum saecularis potestas est sub spirituali in quantum est ei a Deo supposita, sc.
in his quae ad salutem animae pertinent. Et ideo in his magis est oboediendum potestati
spirituali quam saeculari. In his autem quae ad bonum civile pertinent est magis
oboediendum potestati saeculari quam sprituali secundum illud Mt 22,21: Reddite quae
sunt Caesaris Caesari, nisi forte potestati spirituali etiam saecularis potestas
coniugatur, sicut in papa, qui utriusque potestatis apicem tenet... hoc illo disponente qui
est Sacerdos et Rex» 107. La interpretación más verosímil es la que ve en este texto una
referencia al dominio temporal de la Santa Sede y al caso en que se sometían al papa
distintos argumentos para que él fuera el árbitro108.
Por esto precisamente se ha podido afirmar que el concepto de Iglesia de Santo
Tomás «se sitúa en la tradición eclesiológica medieval» 109.
Si se quisieran resumir los elementos esenciales de la reflexión eclesiológica de la
escolástica en general y de Santo Tomás en particular, podrían señalarse estos puntos:
1. Ante todo, Cristo como fuente de la que dimana toda la gracia de que se vive en
la Iglesia: la gracia capital de Cristo es causa y origen de toda otra gracia.
2. En segundo lugar, la presencia y la acción del Espíritu Santo, como elemento

110
principal en la Ley de la Nueva Alianza, de la que vive la misma Iglesia.
3. Después, la concepción de la naturaleza de Cristo como el gran Sacramento de
Dios para los hombres que constituye el fundamento y origen de la naturaleza
sacramental de la Iglesia. En el contexto de esta naturaleza sacramental de la
Iglesia hay que situar no solo los siete sacramentos como conjunto de los
medios que comunican al creyente la gracia de Cristo y le ayudan a vivir de ella,
sino también la relación profunda existente entre los aspectos internos y
externos en el organismo eclesial: la Iglesia como sociedad visible, no es otra
cosa que el sacramento, el signo eficaz de la Iglesia entendida como comunidad
de vida divina con Cristo y en Cristo.
4. Finalmente, en este contexto de encarnación y de comunión aparece y se sitúa
la Eucaristía como el sacramento de la «unidad eclesial» y, por eso mismo,
como el culmen y centro de todos los demás sacramentos.

2.4. Un escolástico rebelde: Guillermo de Ockam (*ca. 1290 †


1349)110

Para G. de Ockam la Iglesia santa y católica, cuya cabeza es Cristo, no es el colegio del
papa y de los cardenales, sino el conjunto de los fieles unidos en la celebración de los
mismos sacramentos. Más aún, tiene de la Iglesia una idea multitudinaria de hombres y
mujeres, comprometidos en virtud del bautismo en promover el bien de toda la
comunidad.
Ockam concibe la Iglesia como una «multitud»: es «la totalidad de los fieles que
viven al mismo tiempo en esta existencia mortal» 111. Esta y otras expresiones
(congretatio, communitas, collectio, collegium, societas) no las entiende Ockam en un
sentido teológico de realidad orgánica, sino en un sentido sociológico y, por bien decir,
acumulativo, es decir, como un colectivo: la congregatio fidelium es la suma de los
creyentes. Da origen y propicia, de esta forma, a una corriente multitudinarista dentro de
la Iglesia.
El elemento fundamental y determinante en la Iglesia es la fe, situada en la cual, la
multitud de creyentes puede acusar y juzgar al mismo papa de herejía. La inerrancia está
prometida no al papa ni al mismo concilio, sino a la Iglesia universal de tal forma que
podría subsistir, esa inerrancia, incluso en uno solo de los creyentes: sólo la Ecclesia
universalis es infalible.
En cuanto al tema que tanto preocupó a la eclesiología del medioevo, la
interpretación de la plenitudo potestatis del papa, Ockam rechaza la que podría llamarse
interpretación omnímoda y poco menos que caprichosa de esa potestad, pero admite —

111
dada la coincidencia en la misma persona del creyente y del ciudadano— un poder de
suplencia en los casos y asuntos en que la instancia competente falta.
Por otra parte, dadas sus raices humanas y espirituales (inglés y franciscano),
Ockam aboga y predica la libertad de la persona y de la aceptación de la fe,
constituyéndose de esta forma en «el iniciador de un mundo nuevo» al inaugurar para el
creyente, efectivamente, «en vez de un mundo de las naturalezas, de la institución y de
las leyes, un mundo de las personas y de la libertad en la fe» 112.
Congar resume el esfuerzo de reflexión hecho por los teólogos escolásticos acerca
del misterio de la Iglesia diciendo que la eclesiología en los escolásticos «es todavía muy
teológica, sacramentaria y antropológica, aunque las aportaciones canónicas tiendan a
conquistar en ella un puesto. Pero todavía no ha dado lugar en ellos a un tratado
separado. Cuando esto ocurra, semejantes tratados estarán esencialmente consagrados a
estas cuestiones de concurrencia entre poderes. La eclesiología se orientará hacia una
afirmación de autoridad y de potestas sacerdotal, frente y por encima de la potestas
real» 113.

2.5. La aparición de los primeros Tratados «De Ecclesia»


Al irse, no sólo distinguiendo, sino separando más y más la realidad Iglesia y la Sociedad
civil, se fueron acentuando los aspectos institucionales propios de la Iglesia,
desarrollándose un creciente interés por la realidad Iglesia «en sí».
Así, «mientras que los grandes escolásticos no habían redactado ningún tratado
independiente de eclesiología, repentinamente en pocos años, aparece un gran número de
ellos, cuyos títulos se asemejan. Estos títulos son significativos; se trata esencialmente de
poderes, de los dos poderes (espiritual y temporal) y de sus difíciles relaciones. Hemos
entrado en otra época, en otro clima muy distinto del de los grandes escolásticos» 114.
Una nota predominante de todos estos Tratados es la de una defensa a toda costa de la
autoridad papal.
Aparecen así, a partir sobre todo del siglo XIV, los Tratados de Eclesiología de una
forma separada y autónoma dentro del universo teológico. El primero de ellos parece ser,
como se dijo anteriormente, el de Giacomo da Viterbo que, significativamente llevaba el
título De Regimine christiano y data del año 1302. El Tratado aparece en el contexto
polémico de la lucha entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso.
Del mismo año 1302, como se sabe, es la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII,
que debe su inspiración a autores como Bartolomé de Lucca, Egidio Romano y el mismo
Giacomo da Viterbo. Ellos «han dado la consistencia de una síntesis coherente, filosófica
y teológicamente elaborada, a las que eran, en los canonistas, tesis dispersas. Han creado

112
una tradición que seguirá la escuela agustiniana» 115.
Justamente a partir del siglo XIV y teniendo como telón de fondo el problema del
«papa hereje» (cuándo deja de ser papa, en qué momento pierde la plenitudo potestatis,
quién le depone, cómo hay que entender la condición herética del papa, etc.), comienza a
desarrollarse la teoría estrictamente conciliarista que llegará a un punto culminante en el
siglo XV con los Concilios de Constanza y Basilea116.
Es por ello posible decir que «la aparición de los primeros tratados eclesiológicos
coinciden con el inicio de un nuevo período en la historia de la Iglesia y de la doctrina
teológica sobre la Iglesia» 117.

2.6. Los Concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (1431-


1437)118
En la segunda mitad del siglo XIV y en los primeros veinte años del siglo XV se
generalizaron y tomaron rápido auge las ideas conciliaristas, es decir, la revalorización de
los Concilios por encima y, con frecuencia, contra el poder centralista y absoluto del
papa. Un punto de partida importante del conciliarismo fue la profundización teórica del
tema de la posibilidad de un «papa hereje» que, como tal, no podría ser juzgado por
nadie más que por un Concilio. Otro acontecimiento no menos importante que condujo a
plantearse el tema de dónde brota el poder en la Iglesia y en qué relación estaba el papa
con la Iglesia como «congregatio fidelium», fue el hecho del cisma de occidente, con dos
y hasta tres papas coexistentes.
Así se llegó a «una Iglesia que no se deducía del papa, como la de los gregorianos y
la de los hierócratas, sino que era ella misma la realidad y el concepto de base, en
dependencia de su jefe infalible, Cristo. Se dan cuenta de que, en ausencia de un papa
conocido, la Iglesia universal permanece intacta. Se expresa, por consiguiente, una
eclesiología de la Ecclesia universal, única infalible, bajo el signo, no de un papa-obispo
universal, sino de Cristo. Tal es el fondo común de todas las teologías conciliares que se
abren paso a partir de 1379» 119.

Concilio de Constanza

El principal mérito del Concilio de Constanza es, posiblemente, haber puesto término al
doloroso cisma de Occidente. Gregorio XII dimitió voluntariamente y Juan XXIII y
Benedicto XIII fueron depuestos a la fuerza. El Concilio eligió a Martín V el 11 de
noviembre de 1417. Pero con ser un problema de orden jurídico y disciplinar, el fondo
último era verdaderamente un problema teológico: ¿dónde está la fuente de la autoridad

113
en la Iglesia? ¿cuál es su última instancia? ¿frente a un papa hereje, quién tiene poder
para destituirlo? ¿dónde reside, en último término, la autoridad en la Iglesia?
En las sesiones IV y V el Concilio estableció: «Haec sancta Synodus Constantiensis
generale concilium faciens, pro exstirpatione praesentis schismatis, et unione et
reformatione Ecclesiae Dei in capite et in membris fienda... ad consequendam facilius,
securius, uberius et liberius unionem ac reformationem Ecclesiae Dei ordinat, diffinit,
statuit, decernit et declarat ut sequitur. Et primo declarat quod ipsa Synodus in Spiritu
Sancto congregata legitime, generale concilium faciens, Ecclesiam catholicam militantem
repraesentans, potestatem a Christo immediate habet, cui quilibet cuiuscumque status vel
dignitatis, etiam si papalis exsistat, oboedire tenetur in his quae pertinent ad fidem et
exstirpationem dicti schismatis, ac generalem reformationem dictae Ecclesiae Dei in
capite et in membris» 120.
La pregunta, ante este texto, es obvia: ¿en manos de quién quedaba para el futuro la
potestad suprema en la Iglesia: en las del papa o en las del Concilio? Se entra así, de una
forma quasi-oficial por caminos de conciliarismo, preconizado, entre otros autores, por J.
Gersón121 (†1429) para el que todo cristiano, incluido el papa, debe someterse al juicio
de la Ecclesia según la regla establecida por Cristo (cf. Mt 18,17)122.
Es claro, de todas formas, que al carecer la doctrina de la Haec Sancta de una
aprobación subsiguiente por parte del papa (Eugenio IV en este caso), desde un punto de
vista formal, Constanza resulta un Concilio válido, pero que —siempre según Eugenio IV
—, debería ser entendido conforme a la doctrina de los Padres, entendiendo por tal, la
doctrina que sostenía la monarquía papal. La doctrina del Concilio de Constanza, con
todo, ni buscaba ni tenía necesidad de aprobación alguna fuera de sí mismo: su autoridad
conciliar era más que suficiente.

Concilio de Basilea

El Concilio de Basilea se desarrolló bajo el pontificado del papa Eugenio IV (1431-1447).


Como se sabe, Basilea tuvo dos períodos. El primero (1431-1437) se desarrolló como
Concilio ecuménico en plena línea ortodoxa. El segundo (1437-1448) ya como Concilio
cismático.
A juicio de Congar, «los hombres reunidos en Basilea (1431), venidos en su mayoría
de las universidades, pero ejerciendo el derecho de voto, no hicieron ninguna aportación
a la eclesiología. Se contentaron con apelar a los decretos de Constanza, exasperando, en
el curso de un conflicto superagudo con Eugenio IV, su aspecto parlamentarista y
antipapal. Además, la afirmación de Haec Sancta, que había conservado en Constanza
cierto carácter circunstancial, se convierte en Basilea en dogma de fe. Mejor: para la

114
asamblea de Basilea no solamente el papa estaba sometido al concilio, sino que no tenía
autoridad propia: todo se reduce al concilio, que se considera que representa a la
Iglesia» 123.
En este Concilio se mantuvieron conciliaristas grandes autores como Nicolás
Panormitano, Juan de Ragusa, Nicolás de Cusa, Alfonso Tostado, Juan de Segovia e
incluso el mismo Eneas Silvio Piccolomini que, convertido más tarde en Pío II, no dudó
en calificar de «viro pestífero» a la doctrina de la apelación del papa al concilio. En
contra del conciliarismo de Constanza y especialmente de Basilea en lo que tuvo de
conciliarista, brilla con todo su esplendor el dominico Juan de Torquemada. Toda la obra
literaria de Torquemada gira alrededor de la Iglesia, recogiéndola en una obra ingente que
tituló Summa de Ecclesia124.
Basilea escribió una epístola sinodal Cogitandi (septiembre de 1432) en la que
reconoce la plenitudo potestatis del papa, pero en dependencia de la Ecclesia que es la
que sustenta de verdad la garantía de inerrancia en la comunidad de creyentes, y de la
que, por consiguiente, el papa no es más que una parte, sometida lógicamente al todo125.
Hasta tal punto tenían conciencia los Padres conciliares de la centralidad de la Ecclesia
que, según testigos presenciales, todos se arrodillaban al pronunciar las palabras del
Credo: «et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam» 126.
El concilio de Basilea fue transferido, a partir del año 1437, a Ferrara y más tarde a
Florencia, momento en el que se recondujo de nuevo la doctrina del primado papal en la
Bula de unión con los griegos Laetentur caeli. En ella se define que «la Santa Sede
apostólica y el Pontífice romano tienen el primado de todo el universo«(...) «que el
poder pleno de apacentar, dirigir y gobernar a la Iglesia universal le ha sido entregado en
San Pedro por nuestro Señor Jesucristo, como se encuentra (afimado) en las actas de los
concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» 127.

3. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS REFORMADORES128

El pensamiento eclesiológico de los Reformadores es el resultado convergente de un


múltiple influjo de corrientes filosóficas, teológicas, espirituales, y reformistas. En su
pensamiento y en sus actuaciones han influido, en diverso grado pero de forma innegable
y decisiva, algunas posturas y corrientes anteriores a ellos.
Y así, es innegable el influjo, por remoto que pueda parecer, de San Agustín, con su
hondo sentido de la trascendencia de Dios, su distinción entre lo exterior y lo interior de
los hombres y de las cosas, su, a veces mal disimulada, sospecha (de origen claramente

115
maniqueo...) frente a la carne y a todo lo que depende o se relacione con ella.
Innegable igualmente es el influjo de la espiritualidad monástica medieval, al
acentuar en demasía una visión de la Iglesia como una realidad compuesta
fundamentalmente por hombres auténticamente espirituales.
Es particularmente innegable el influjo de Guillermo de Ockam (a quien Lutero no
duda en llamar su «maestro»), desde dos puntos de vista: desde el punto de vista de su
filosofía nomimalista (la realidad material no tiene consistencia, no es realidad más que
en apariencia...), y desde el punto de vista teológico, no sólo al propiciar una religiosidad
subjetiva, sino también al considerar a la Iglesia como la simple suma de los verdaderos
creyentes, sin contar además —siempre por parte de Ockam— con la «oposición a un
papado al que acusaba de múltiples herejías» 129.
La filosofía social de Marsilio de Padua, con su atribución al príncipe del derecho a
regular plenamente la vida externa de la Iglesia hizo, igualmente, que los Reformadores
se sintieran atrapados en el binomio «autoridad eclesial-autoridad civil», estableciendo
una oposición disyuntiva y una pugna constante entre el «dentro de la Iglesia» y el
«fuera de la Iglesia».
Finalmente, los Reformadores sufrieron, por una u otra causa, de una u otra forma,
el influjo no indiferente de los movimientos espirituales, frecuentemente heréticos y
sectarios, que venían produciéndose en la Iglesia desde la Edad Media: los cátaros y
valdenses (s. XII-XIII), los fraticelli con Joaquín de Fiore († 1202), los espirituales de
Pedro de Olivi († 1298), el espiritualismo eclesiológico de J. Wiclif († 1384) con su
radical negación de la institución papal, el predestinacionismo profesado por J. Huss (†
1415) con su idea de una Iglesia radicalmente escatológica, etc.130
Además de estas causas que podrían calificarse entre espirituales, teológicas,
históricas y sociológicas, existe, a nuestro entender, una causa estrictamente teológica. Y
es, la visión que los Reformadores, y en especial, Lutero, tuvieron de la validez y
consistencia objetiva de la naturaleza humana de Cristo en orden a la obra de la
salvación.
La doctrina de los Reformadores sobre la Iglesia estuvo —como no podía ser menos
—, en dependencia directa de su doctrina sobre el misterio de la Encarnación: fue
determinante la visión que tenían del misterio de Cristo, Verbo encarnado, formalmente
en cuanto encarnado. Y este misterio, a su vez, depende, por una parte, de la filosofía
que profesaron, y, por otra, de la concepción que tenían de Dios como único y exclusivo
protagonista en la obra de la redención.
En el misterio de la Encarnación visto por los Reformadores, subyace, en efecto, la
postura filosófica de Guillermo de Ockam (* ca. 1300 † ca. 1350)131. Influídos por el

116
nominalismo de Ockam (de ascendencia innegablemente agustiniana), los Reformadores
no apreciaron nunca en su justo y objetivo valor el misterio de la Encarnación y, en
particular, la naturaleza humana asumida por el Verbo132.
De hecho, a juicio de Congar, el problema central en la teología de Lutero es «el
papel que desempeña o no desempeña la humanidad, incluso de Cristo, en la economía
de la salvación» 133. Según Lutero en el comentario a la Carta a los Gálatas de 1535, la
creación, el Reino de Dios y la misma justificación son obras únicamente de la
divinidad. Aplica a todas esas obras, de forma radical, el principio de «solus Deus». El
protagonismo de Dios en la obra salvadora es de tal forma exclusivo y excluyente, que
incluso en la justificación del hombre se niega la cooperación de la humanidad de Cristo a
la economía de la salvación: «aún en Cristo, se verifica la famosa Alleinwirksamkeit
Gottes» 134. Es Dios el único agente o sujeto de la salvación, de forma que Cristo es
aquel en quien Dios actúa: es decir, destruye la muerte y las obras del diablo. La
desvalorización de la naturaleza humana del Verbo hecho carne es tal, por parte de los
Reformadores, que en Cristo, su humanidad no es causa de salvación, sino el lugar en el
que «solo Dios» actúa la salvación: en Cristo está Dios actuando bajo el manto de una
carne humana. Cristo no es «causa de nuestra justicia»: es «nuestra justicia» solamente
en cuanto que, por la fe, intercambia con nosotros su «justicia» con nuestro «pecado», y
en cuanto que, siempre por la fe, es el modelo (exemplar) a cuya imagen se «con-
forman» los hombres que se salvan.
Ahora bien, si la misma humanidad asumida por el Verbo de Dios resulta irrelevante
(desde el plano de la causalidad) en orden a la justificación del hombre, cuánto menor
relevancia tendrá lo externo, lo estructural, lo organizativo en la Iglesia (desde los
sacramentos hasta la jerarquía, pasando por el magisterio, los ministerios...) en orden a la
transformación interior del creyente.
Para Lutero, en efecto, la expresión paulina «cuerpo de Cristo» aplicada a la Iglesia
no es, a pesar del uso frecuente que hace de ella, una categoría de particular relieve,
mucho menos decisiva en la consideración de la Iglesia. Para él, «el Cuerpo místico no
es el organismo eclesial visible de los sacramentos y de los ministerios jerárquicos. Es el
conjunto de las personas, a las que, por la verdadera fides Christi, se ha aplicado la
iustitia Christi; la suma de los que, con Cristo, forman un solo cuerpo de maldición y de
perdón y, en este sentido, una caro. No somos miembros de Cristo por influjo suyo, sino
por una identificación con él en el momento decisivo del drama en que Dios le condena a
muerte y le llama de nuevo a la vida» 135. En esta perspectiva, «el papel de “caput” de la
Iglesia consiste, para Cristo, en ser el punto inicial y decisivo en el que Dios ha vencido el
pecado» 136.
Aferrados, además, a la literalidad de la Escritura («sola Scriptura»), los

117
Reformadores no admiten otro sacerdocio que no sea el sacerdocio bautismal, ni otros
sacramentos que los que aparecen literalmente en el Nuevo Testamento, ni unos
ministerios instituidos, ni una jerarquía propiamente dicha, ni otra verdadera comunidad
que la del Espíritu. Admiten, eso sí, aunque con diversidad de matices, una Iglesia
visible que exprese externamente la realidad de la verdadera Iglesia que es siempre una
realidad invisible o escondida. En una palabra, profesan y predican «no una eclesiología
de la institución sacramental y jerárquica, sino una eclesiología de la vida cristiana, es
decir, de la fe en la gracia saludable de Dios, dada en Jesucristo y comunicada por su
Santo Espíritu» 137.
Finalmente, no es ni mucho menos indiferente, para explicar la postura
violentamente reactiva de los Reformadores frente al misterio de la Iglesia, la progresiva
hipertrofia, experimentada a partir de la Edad Media, de los elementos estructurales y
societarios de la Iglesia. Esta hipertrofia, acompañada de más sombras que luces en la
vivencia de no pocos sectores de la comunidad eclesial, produjo en todos ellos un
profundo rechazo de la Iglesia, como de una realidad completamente infiel y
prostituida138.

4. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LA CONTRARREFORMA HASTA EL


SIGLO XIX

Se entiende por Contrarreforma el movimiento iniciado en la Iglesia católica como sólida


y cerrada reacción frente a los planteamientos de los Reformadores para mantener la
fidelidad más absoluta a lo que la Iglesia había sido y vivido hasta entonces. Esta
reacción se hace no sólo frente a, sino muy especialmente contra la visión eclesiológica
de los Reformadores, tanto en su dimensión doctrinal como en la dimensión existencial.
Y esta actitud contra fue de tal manera determinante, que marcó la vida de la Iglesia
prácticamente hasta la mitad del siglo XX. Congar describe el movimiento de la
Contrarreforma diciendo que «la fidelidad católica aprieta sus filas con la Iglesia, su
sacerdocio, su jefe romano, sus santos y sus prácticas. Se expresa en una teología que ha
inspirado inmediatamente una catequesis y una predicación. Epistemológicamente, esta
teología es un producto de la escolástica, es decir, de las escuelas; una síntesis entre una
información positiva orientada hacia la defensa de las posiciones católicas más
confesionales, y un uso abundante de razonamiento, con la convicción de que la razón es
homogénea con la fe y que se puede, por medio de ella, precisar e incluso ampliar las
afirmaciones dogmáticas. (...) Un sistema católico y romano, dinámico y conquistador
hacia el exterior, pero cerrado sobre sí mismo, en estado de sentimiento de asedio» 139.

118
No creemos que esté fuera de lugar citar aquí al cardenal Cayetano (Tomás de Vío:
*1469 † 1534) que, aunque no publicó ningún trabajo sobre la Iglesia, sin embargo,
prolongó con verdadera eficacia el pensamiento eclesiológico de Juan de Torquemada.
«Cayetano ha utilizado categorías filosóficas y todo su rigor lógico para sistematizar una
teología del poder monárquico papal. Ha contribuido de esta manera poderosamente a la
formación de una teología que, a través de la Contrarreforma y una difícil victoria sobre
el galicanismo y el episcopalismo, desembocará en el primer concilio Vaticano» 140.
En este contexto de Contrarreforma se inscribe la celebración del Concilio de
Trento141, asi como el desarrollo de toda la doctrina, especialmente la referente a la
Iglesia, de los siglos posteriores.

4.1. El Concilio de Trento (1545-1563)142


No deja de llamar la atención el hecho de que, en plena Reforma protestante, uno de
cuyos puntos neurálgicos era precisamente una lucha abierta contra toda forma
institucional de la Iglesia, el Concilio tridentino no dedicara, (a lo largo de sus muchos
años de duración: más de 40 entre preparación y celebración), al tema de la Iglesia en
forma directa y específica ninguna Sesión propia. De los grandes argumentos tratados
por Trento (Fuentes de la fe, Pecado original, Justificación, Sacramentos del Bautismo,
Confirmación, Eucaristía, Sacrificio de la Misa, Penitencia, Extremaunción y Orden: DH
1500-1835), ninguno de ellos abordó formalmente el tema de la Iglesia a pesar de la
oposición frontal de los Reformadores143.
A lo largo del Concilio, sin embargo, se ponen de relieve algunos puntos importantes
dentro de la eclesiología:
Frente a una relación exclusivamente interna, de gracia, espiritual, en el mero
orden de la redención (DH 1546), Trento establece que la relación de todo
bautizado con Cristo es la de un súbdito con su legislador (DH 1571 y 1620),
para deducir de ahí, la necesidad y el valor santificador de los aspectos
sacramentales, estructurales e institucionales de la Iglesia.
Subraya fuertemente el valor autoritativo de un Concilio en relación con la
autoridad monárquica del papa individualmente considerado. De hecho, el
Concilio aparece siempre como el sujeto doctrinal y disciplinar de todas las
actuaciones conciliares, de forma que los Decretos, son todos Decretos del
Concilio: «ab ipsa Synodo suscipiuntur«(DH 1501); Tridentina
Synodus..statuit, fatetur ac declarat» (DH 1510); «placuit sanctae Synodo hos
canones subiungere» (DH 1550); «Tridentina Synodus..hos praesentes
canones statuendos et decernendos censuit» (DH 1600); «eadem sacrosancta

119
Synodus..omnibus Christi fidelibus interdicit» (DH 1635); «placuit sanctae
Synodo hos canones subiungere» (DH 1650); «quem nunc sancta Synodus
christianis omnibus perpetuo servandam proponit» (DH 1667); «haec sancta
oecumenica Synodus profitetur et docet, atque omnibus Christi fidelibus
credenda et tenenda proponit» (DH 1700); «itaque sancta ipsa Synodus a
Spiritu Sancto..edocta..declarat ac docet» (DH 1726); «Sacrosancta
oecumenica et generalis Tridentina Synodus... haec quae sequuntur, docet,
declarat et fidelibus populis praedicanda decernit» (DH 1738); «sacrosancta
Synodus... hos canones constituit» (DH 1750); «mandat sancta Synodus»
(DH 1821); «Cum sancta Synodus animadvertat» (DH 1814).
De todas formas, y para evitar equívocos y malas interpretaciones de tipo
conciliarista, como conclusión del Concilio se aprobó la Bula Benedictus Dominus del 26
de enero de 1564 (DH 1847-1850), en la que se reconoce oficialmente la dependencia
del Concilio Ecuménico del Sumo Pontífice. Más aún se reafirma que el Concilio ha
podido tratar libremente argumentos y temas que, hablando con toda propiedad, estaban
reservados a la Sede Apostólica (DH 1847). Se pone de manifiesto que el papa,
accediendo a la petición del mismo Concilio, confirmó con su autoridad apostólica todas
y cada una de las enseñanzas y disposiciones conciliares (DH 1848). Y para evitar
cualquier peligro o tentación de interpretar arbitrariamente los comentarios y
disposiciones de la doctrina conciliar, prohibe el papa que se publiquen dichos
comentarios sin su expresa autoridad (DH 1849). Una autoridad, por lo demás, que ha
reconocido con reverencia el mismo Concilio (DH 1850).
Un argumento estrictamente eclesiológico planteado en la Sesión XXIII (15 de julio
de 1563) del Concilio Tridentino (DH 1763-1778) fue el del origen de la jurisdicción de
los obispos. No estando clara la relación entre el orden sacramental y la potestad de
jurisdicción, se daban dos posturas: la de los que creían que tanto el orden como la
jurisdicción proceden de forma inmediata de Cristo, y la de los que —siguiendo la
doctrina de los grandes escolásticos—, pensaban que el orden sí procede de Cristo, pero
la jurisdicción deriva del papa. La consagración episcopal no llevaba consigo el poder de
jurisdicción. Es esta una cuestión que el Tridentino dejó sin resolver y que se ha
mantenido abierta prácticamente hasta el Concilio Vaticano II144.
Por lo demás, los Padres del Concilio Tridentino se debatían entre la consideración
del obispo separado de los demás a causa de su pertenencia a una diócesis, y la del
obispo sujeto de un doble vínculo: con la Iglesia universal en virtud de su misma
consagración (vínculo completamente inamisible), y con la Iglesia particular en virtud de
la determinación del papa (vínculo mudable y en no pocos casos temporal).
En resumen, el Concilio de Trento dio un decidido impulso a una construcción del

120
orden jerárquico, no en torno a la Eucaristía, sino sobre la base de una concepción
jurídica de la Iglesia, en la cual Roma ocupa el centro y la cima. Por ello, «cualesquiera
que fuesen las promociones, en tantos aspectos admirables, de la vida cristiana de los
fieles y de los pastores, se abría una era de jurisdicismo para la eclesiología teórica.
Finalmente, una ortodoxia, no solamente de fe, sino de teología, se fijaba por medio de
una especie de canonización del sistema conceptual y verbal, heredado de la escolástica,
que, desde entonces y hasta nuestros día, ha consituido un solo cuerpo con el
catolicismo» 145.

4.2. Roberto Belarmino (*1542 † 1621)146

Entre los autores que han marcado un hito en la construcción del tratado De Ecclesia,
figura ciertamente Roberto Belarmino. No es el único, pero es innegable la repercusión
que ha tenido su postura eclesiológica en los siglos siguientes hasta la celebración del
Concilio Vaticano II (1962-1965). Por ello nos ceñimos a su pensamiento147.
El punto de partida de Belarmino, la preocupación fundamental que manifiesta en su
obra por antonomasia, las Controversias (1576-1588)148, está centrada en demostrar
cuál es la verdadera Iglesia y dónde se encontraba en aquel momento histórico. Desde
esta perspectiva establece la visibilidad como una de las notas fundamentales de la
verdadera Iglesia. Esta Iglesia es, en efecto, «la asamblea de los hombres reunidos por la
profesión de la misma fe cristiana, por la comunión en unos mismos sacramentos, y bajo
el gobierno de los legítimos pastores y muy principalmente de un solo Vicario de Cristo
en la tierra, el pontífice romano» 149. Por lo demás, «la Iglesia es una asamblea de
hombres, tan visible y palpable como son las asambleas del pueblo romano o el reino de
Francia o la República de Venecia» 150.
Siguiendo una corriente de pensamiento anterior a él, Belarmino fue construyendo
un Tratado De vera Ecclesia en el que insistía fuertemente sobre la dimensión terrestre
de la Iglesia, incidiendo además en una clara contraposición entre el que es cabeza de la
Iglesia y como tal representa al mismo Cristo, y el resto del cuerpo eclesial, es decir,
todos los demás miembros, incluidos los obispos. Siempre en esa dirección, Belarmino
extrema el poder apostólico del papa, haciendo brotar y por consiguiente depender de su
autoridad, no sólo el poder de los obispos en sus diócesis, sino incluso el de los Concilios
generales que sólo son «ecuménicos» cuando los reconoce como tales el papa con su
autoridad suprema.
El poder del papa es tal, que se extiende —bien que de forma indirecta— también al
ámbito político: en el caso de los reyes y gobernantes cristianos, por el hecho de que
Iglesia y poder civil constituyen como un sólo cuerpo compuesto de cuerpo (el Estado) y

121
el alma (la Iglesia). Y en el caso de los estados no católicos porque el papa tiene derecho
a deponer a los reyes y gobernantes indignos.

4.3. Controversias y controversistas


Los planteamientos clarificadores y defensivos de la Iglesia frente a las posturas
doctrinales y existenciales de los Reformadores dieron lugar en el catolicismo a una
corriente de pensamiento y de actuaciones llamada de las Controversias151. Una
corriente que tuvo su manifestación más característica posiblemente en el campo de la
eclesiología y que, iniciada en el siglo XVI atravesó, con diversidad de expresiones, los
siglos XVIII y XIX hasta llegar a las mismas puertas del Concilio Vaticano II.
He aquí algunas de las notas que caracterizan a la eclesiología en el marco de la
Controversia:
Ante todo, la consideración de la Iglesia como «sociedad perfecta», dotada,
por tanto, de los tres poderes propios de toda verdadera y auténtica sociedad:
el legislativo, el judicial y el coercitivo.
Una segunda nota, consecuencia lógica e inmediata de la anterior, es la
reducción, hasta su identificación total de la Iglesia con la jerarquía152.
La tendencia progresiva, imparable y cada vez más acentuada, a concentrar y
reducir de forma predominante toda la tradición viva de la Iglesia, y
especialmente la firme tradición de la infalibilidad de la Iglesia universal, en la
persona del papa. Así comienza a defenderse la doctrina de la infalibilidad
papal como doctrina «proxima fidei» (R. Belarmino, F. Suárez)153.
En este contexto general, aparece la distinción, cada vez más nítida y
pronunciada (hasta generalizarse en el siglo XIX) entre Iglesia «docens» e
Iglesia «discens» (Stapleton, Fenelón, Tournély, Billuart, Perrone...).
La reafirmación de la necesidad de la Iglesia para la salvación, si bien es
verdad que comienza a abrirse paso la idea de que, en caso de conciencia
invenciblemente errónea, sería posible, de alguna forma, esa salvación.
La ausencia absoluta de la dimensión escatológica de la Iglesia: es decir, de una
Iglesia proyectada desde el interior y por propia esencia, al Reino de Dios
como horizonte último y definitivo, al Reino como a su término final. En todo
caso, si aparece el Reino en el ámbito de la eclesiología, es para afimar que la
Iglesia es precisamente el Reino al que tienen que converger todos los hombres
sin excepción.

4.4. Galicanismo154

122
La postura cerrada, intransigente y progresivamente centralista de la Contrarreforma
frente a la sociedad y particularmente frente a la Reforma, produjo como reacción la
corriente eclesiológica conocida como galicanismo.
El término galicanismo «designa en su origen una cierta concepción de las relaciones
de la Iglesia de Francia con el poder real y con el papado, y la actitud práctica que de ello
se desprende: celosa autonomía respecto a la Santa Sede, sumisión respetuosa a la
monarquía, considerada válidamente cualificada para representar a la Iglesia nacional e
internacional en su disciplina interna» 155.
El galicanismo se encuentra ya sus raíces en la Universidad de París en 1396 con
una serie de medidas que tendían claramente a una autoafirmación, sea del clero (obispos
especialmente), sea del mismo rey, frente a las pretensiones centralistas y personalistas
del obispo de Roma. Este movimiento contra el creciente absolutismo papal, tiene como
raíz, por una parte, el deseo de volver a la antigua Iglesia, es decir, a la Iglesia anterior a
Gregorio VII y a la escolástica; y, por otra, la acentuada aversión hacia una Iglesia
totalmente dominada por el papado. Movimiento que, como se ha visto, había estado
presente a lo largo de la historia: desde la alta Edad Media con Hincmarus de Reims (†
881), hasta los Concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (1431-1437) con su
afirmación de que el Concilio representa a la Iglesia «universal».
La pregunta que subyace al galicanismo, en cualquiera de las formas que se
presente, es esta: ¿donde reside el poder en la Iglesia? ¿cuál es su fuente? ¿Es en la
Congregación de los fieles que después entrega ese poder al papa?
A esta pregunta responde una primera forma de galicanismo diciendo que la potestas
reside ante todo y sobre todo, por derecho divino, en el episcopado, mientras que el
ministerio de Pedro fue una cosa de orden estrictamente personal y por consiguiente no
transmisible.
En esta línea tiene una relevancia particular J-B. Bossuet († 1704)156. En el
pensamiento eclesiológico de Bossuet es preciso distinguir dos planos: el teológico y el
jurídico. En el plano teológico Bossuet tiene una visión eclesiológica en plena
consonancia con la doctrina de los Santos Padres y, en consecuencia, considera a la
Iglesia como un misterio esencialmente trinitario: lo que equivale a decir como un
misterio de comunión y de profunda unidad. En esa misma perspectiva presenta a la
Iglesia como la Esposa de Cristo y como su Cuerpo místico. Desde la perspectiva de la
constitución de la Iglesia, Bossuet se mueve en la línea del galicanismo episcopalista.
Reivindica el poder original de los obispos que, según él, ni dimana ni es un simple reflejo
del poder del papa, sino que viene directamente de Cristo, como viene directamente de
Cristo el poder de Pedro. Y aunque es cierto que según Bossuet «el papa es el primero
del colegio episcopal y de toda la comunión católica» (Defensio IX,1), sin embargo,

123
defiende la necesidad del acuerdo de los obispos para que una decisión papal pueda
imponerse a la Iglesia universal, puesto que la Iglesia no se deduce del papa. Son
famosos los Cuatro artículos redactados por Bossuet y aprobados en 1682 por la
Asamblea del clero de Francia en los que resume su pensamiento claramente galicano157.
Se presenta además el galicanismo bajo una segunda modalidad, presbiteriana en
este caso. El autor de la misma es E. Richer († 1631), según el cual así como los obispos
son sucesores de los apóstoles, de la misma forma los presbíteros lo son de los setenta y
dos discípulos. Por eso, a la hora de un Concilio deben sentarse todos por igual —
obispos y presbíteros— como testigos de la fe de sus Iglesias. El papa, por su parte, es
cabeza de la Iglesia, pero una cabeza no esencial sino accidental y de naturaleza
puramente ministerial.
Por la importancia, la difusión y el influjo que ejerció su doctrina —aun no
coincidiendo exactamente con el galicanismo francés— es preciso recordar a Febronius,
pseudónimo bajo el que escribió Nicolás de Hontheim, obispo auxiliar de Tréveris (1701-
1790)158. Sus tesis fundamentales son: el poder de las llaves pertenece de forma
principal y radical a la Iglesia en cuanto tal; de la Iglesia deriva esa potestad hacia todos
los ministros, incluido por supuesto el mismo sumo pontífice, que no tienen más que
simples poderes ministeriales; el papa no tiene más que un primado de rango y de
coordinación; el poder civil tiene, frente al poder eclesiástico, la capacidad de dar el
«placet» y de apelar frente a una decisión que no crea justa u oportuna159.
En conclusión se puede decir que «los teólogos galicanos estaban convencidos de
que ellos se acomodaban a la antigua Iglesia, la Iglesia anterior a Gregorio VII, a las
Decretales, a la escolástica y a su rama teocrática. Ellos conocían los textos antiguos, los
textos de los Padres y de los concilios, editados por los humanistas y por los eruditos del
siglo XVII» 160.

5. LA ECLESIOLOGÍA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA HASTA EL


CONCILIO VATICANO II

5.1. El siglo XIX

Es, el XIX, un siglo en el que se realiza lo que Congar llama «la contrarrevolución
católica» 161 que vino a desembocar y a expresarse en una verdadera obra de
«restauración».
La persecución abierta y encarnizada —sobre todo de tipo ideológico— de la Iglesia

124
en los siglos anteriores, produjo por contra y como reacción, el reforzamiento defensivo
de una Iglesia concentrada y prácticamente identificada con la figura y autoridad del
papa. Era idea compartida por todos los apologetas del momento, no sólo clérigos sino
también laicos, que «no existe moral pública, ni carácter nacional sin religión; no existe
religión europea sin el cristianismo; no existe cristianismo sin el catolicismo; no existe
catolicismo sin el papa; no existe el papa sin la supremacía que le pertenece» 162. En esta
misma persuasión se movía J. de Maistre, cuando ante la convocatoria del Vaticano I, se
pregunta: «¿Por qué un concilio ecuménico, cuando la cumbre basta?» 163.
Los temas eclesiológicos fundamentales que dominaron el siglo XIX fueron: la
cuestión de los poderes de la Iglesia, el Magisterio164, la autoridad o potestad en la
Iglesia, la naturaleza divina y las notas de la Iglesia, el origen de la Iglesia romana, la
necesidad absoluta de la Iglesia para salvarse y, finalmente, los beneficios que reporta la
Iglesia a la humanidad.
Esta auténtica exacerbación de los aspectos societarios, estructurales y jurídicos de
la Iglesia que a lo largo de los siglos (comenzando por Gregorio VII) no había hecho más
que reforzarse, se vio de alguna forma compensada por autores que, tanto dentro como
fuera del catolicismo, subrayaron la dimensión pneumatológica y comunional de la
Iglesia. Entre ellos es necesario recordar a S. Khomiakov († 1860) y a J. A. Möhler (†
1838) el principal representante de la Escuela de Tubinga.
Según Khomiakov, la Iglesia es fundamentalmente un organismo de amor, de
forma que al conocimiento y a la confesión de la verdad se llega única y exclusivamente
desde el amor: es la comunión de los creyentes y no los concilios, los obispos o el mismo
papa, lo que asegura que el carisma de la verdad en la Iglesia165. El pensamiento de J. A.
Möhler, por su parte, se recoge en sus dos obras Die Einheit in der Kirche (1825) y
Symbolik (1832). La primera de ellas tiene un perfil eminentemente pneumatológico: «La
Iglesia es ante todo —dice Möhler— un efecto de la fe cristiana, el resultado del amor
viviente de los fieles agrupados por el Espíritu Santo» 166. De todas formas, es preciso
tener presente que el Espíritu Santo y su acción es en el pensamiento de Möhler
absolutamente inseparable de la totalidad del organismo visible al que cada creyente está
vinculado especialmente en el aspecto doctrinal167. En la Symbolik, por el contrario, la
perspectiva eclesiológica es fundamentalmente cristológica. En este sentido hay que decir,
con Congar, que «la aportación eclesiológica decisiva de la Symbolik, lo que le valió a
Möhler el influjo que nosotros le reconocemos sobre la escuela romana y, mediante ella,
hasta el Concilio Vaticano I, fue el esclarecimiento decididamente cristológico bajo el
cual es abordada la realidad eclesial. La Iglesia aparece vinculada a la institución del
Verbo encarnado y considerada como unión de lo humano y de lo divino según una
estructura de encarnación» 168. Situado en esta perspectiva cristológica, puso Möhler de

125
relieve y valoró los aspectos institucionales de la Iglesia y en particular el papel del
primado del papa. Hay que decir con todo, y no sin cierta decepción, que la orientación
eclesiológica de la Escuela de Tubinga a la que perteneció Möhler como uno de sus más
ilustres representantes, no tuvo particular eco en los ambientes teológicos de la época
(exceptuando a la Escuela romana), sino más bien lo contrario: críticas y hasta
indiferencia.
En este siglo ejercen un indudable influjo en la concepción de la Iglesia como
sociedad perfecta, los papas Gregorio XVI (1831-1846)169 y Pío IX (1846-1878)170. La
reacción de estos papas frente a los distintos movimientos ideológicos y políticos
provenientes del siglo XVIII fue sustancialmente el volver a planteamientos que
encuentran su origen más remoto en el papa Gregorio VII (1073-1085). La Iglesia, en
efecto, en cuanto sociedad perfecta es completamente independiente de cualquier Estado;
y en cuanto realidad sobrenatural es superior a cualquier Estado. Convencidos además de
que el desorden viene de la falta de autoridad, refuerzan más y más (no sólo en el interior
de la Iglesia, sino también de puertas afuera) el orden hierocrático que encuentra su
cúspide precisamente en el papa: «la cima de la pirámide, principio de unidad, la norma,
y, por decirlo así, el todo de la Iglesia» 171. A medida que avanzan los años dentro de este
siglo XIX, se va acentuando esta tendencia centralista que se manifiesta «en las
correcciones aportadas a los tratados teológicos en un sentido romano; en las
modificaciones análogas introducidas en los catecismos; en los concilios provinciales,
corregidos a veces en Roma a partir de 1850; en la eliminación de las liturgias locales en
beneficio del único rito romano; en la difusión de las formas italianas de piedad y el
desarrollo, en beneficio de Pío IX, de una verdadera devoción al papa; finalmente en la
multiplicación de publicaciones favorables a las tesis papales que frecuentemente
vulgarizan los trabajos antifebronianos de finales del siglo XVIII sin investigación histórica
original ni visión eclesiológica nueva» 172.
La eclesiología dominante en estos pontificados está centrada en gran parte, en la
reivindicación de los derechos de la Iglesia así como en su indiscutible autoridad. Otros
temas, como por ejemplo, la consideración de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo,
sonaban a demasiado espirituales cuando no a exclusivamente teóricos173. Una autoridad,
por otra parte, que se concentraba en la persona del papa, «principium, radix et origo
indefectibilis de toda potestad en la Iglesia» 174.
Paralelamente a esta orientación eclesiológica del Magisterio tenía lugar una reflexión
teológica sobre la Iglesia, realizada en la misma ciudad de Roma175, en línea con los
planteamientos de Möhler. La Iglesia, según esta línea de pensamiento, es la continuación
de Cristo en la historia, a modo de una encarnación continuada, una realidad que, a
imagen del Verbo encarnado es, al mismo tiempo y de forma inseparable, visible e

126
invisible, humana y divina. Dentro de semejante perspectiva teológica, es obligado
reseñar la posición del cardenal Newman, el cual «presenta en su conjunto una visión de
la Iglesia diferente de la visión de la Escuela romana. Es que aporta a su visión el sentido
histórico, personalista y concreto, propio de su temperamento inglés y de la tradición
anglicana: efectivamente, Newman pudo hacerse católico sin renegar de los principios
eclesiológicos de su período anglicano» 176. El influjo de Newman, con todo, fue
significativamente débil, casi imperceptible.

5.1.1. El Concilio Vaticano I


En este mismo siglo XIX tiene lugar un hecho decisivo en el campo de la eclesiología: la
celebración del Concilio Vaticano I (8 de diciembre de 1869-18 de julio de 1870)177. El
Concilio Vaticano I comenzó a celebrarse sin un planteamiento eclesiológico previo
propiamente dicho: es decir, sin una base doctrinal fruto de una reflexión global y
sistemática del misterio de la Iglesia. Durante siglos había predominado lo que Congar
llama una «jerarquiología» 178, es decir, un conjunto doctrinal de naturaleza
eminentemente societario y jerárquico, sustentado en una lectura e interpretación de los
datos del Nuevo Testamento desde claves prevalentemente (cuando no exclusivamente)
históricas y sociológicas. Teniendo presente, sin embargo, los fermentos eclesiológicos a
los que hemos hecho referencia anteriormente (Escuela de Tubinga, Escuela de Roma),
se puede razonablemente afirmar que «el Concilio se inscribe, a un tiempo, en la línea
postridentina por la mentalidad de algunos de sus miembros, y en la línea de renovación
eclesiológica, por la nueva orientación presente incluso en la Constitución Pastor
Aeternus» 179.
Con todo, en la mente de Pío IX con la convocación del Concilio Vaticano I «se
trataba, en el cuadro de la restauración general de la sociedad cristiana emprendida desde
el comienzo de su pontificado, de completar y confirmar la obra de exposición doctrinal
esbozada en el Syllabus, realizando contra el racionalismo teórico y práctico del siglo XIX
lo que el Concilio de Trento había efectuado en el siglo XVI contra el protestantismo» 180.
Teniendo presente, sin embargo, los fermentos eclesiológicos a los que hemos referencia
anteriormente (Escuelas de Tubinga y de Roma), se puede razonablemente afirmar que
«el concilio se inscribe, a un tiempo, en la línea postridentina por la mentalidad de
algunos de sus miembros, y en la línea de renovación eclesiológica, por la nueva
orientación presente incluso en la Constitución Pastor aeternus» 181.
Los trabajos conciliares del Vaticano I se centraron en la elaboración y aprobación
de la Constitución dogmática Pastor aeternus, el primer texto de la Iglesia proclamado
solemnemente en un Concilio con rango de Constitución. El 20 de octubre de 1969 se

127
presentó un primer documento De Ecclesia que, reformado y ampliado, llevó a un
Esquema propiamente dicho de Constitución dogmática presentado a los Padres
conciliares el 21 de enero de 1970. Este primer Esquema tuvo como redactor
fundamental al jesuita G.Schrader y constaba de 15 capítulos, 21 cánones y 70 notas
explicativas182. Ante la extensión del mismo, el Esquema fue dividido en dos partes
cuyos títulos fueron Pastor aeternus y Tametsi Deus. Esta segunda parte no fue
discutida y consiguientemente tampoco votada.
Dos críticas fundamentales se hicieron a la Pastor aeternus por parte de la mayoría
de los Padres conciliares. En primer lugar, se le tachaba de excesivamente espiritualista,
puesto que comenzaba hablando de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, cuando lo
que se necesitaba de verdad era un serio reforzamiento de los aspectos estructurales y
jurídicos frente a una sociedad que no la reconocía suficientemente como verdadera
sociedad perfecta. Por otra parte, se criticaba que se tratase casi exclusivamente del
papa, de su jurisdicción verdaderamente episcopal, inmediata, y ordinaria, y no también
del episcopado, introduciendo así un desequilibrio no pequeño al dar la impresión de que
los obispos son simples delegados administrativos del papa en las diversas diócesis,
siendo el papa el único y verdadero obispo de la Iglesia universal183. Por eso se pedía
insistentemente que, al tratar del papa, se hiciese sin separarlo ni de la Iglesia ni del
colegio episcopal.
Un tema de particular relieve y dificultad en el Vaticano I fue el de la
infalibilidad184. Se planteaba, ante todo, la cuestión de si la infalibilidad es una
prerrogativa de toda la comunidad eclesial o al menos del episcopado en su totalidad, o
si, por el contrario, es una prerrogativa propia y personal del obispo de Roma185. Al
hacerse, para resolver esta cuestión, una planteamiento más jurídico que propiamente
eclesiológico, se llegó a la conclusión de que el papa gozaba ex sese y no por
consentimiento con la Tradición de la Iglesia, «de aquella infalibilidad de la que Cristo
quiso que gozara la Iglesia al definir la doctrina relativa a la fe o a las costumbres» 186.
Esta precisión, con todo, no canonizó «una teología según la cual el cuerpo de los
obispos o de la Iglesia no serían infalibles sino mediante una comunicación o derivación
de la infalibilidad del papa» 187.
Asegurado el hecho, se planteaba la cuestión de si el sujeto de la infalibilidad era uno
o doble: es decir, si era el Colegio episcopal con el papa a la cabeza, o si eran dos los
sujetos, o sea, por una parte el Colegio episcopal incluido el papa naturalmente, y, por
otra, el papa en forma personal, independientemente del Colegio, cuando habla «ex
cathedra» 188. La solución a que llega el Concilio es la de no separar el papa ni de la
Iglesia, ni del Colegio episcopal, ni del Concilio, aunque dejando bien claro que la
autoridad personal del papa, al gozar éste de un primado de jurisdicción verdaderamente

128
episcopal, ordinario e inmediato, no puede ser condicionada o limitada por ninguna otra
instancia humana. Es, de todas formas, una infalibilidad situada en el interior de la
infalibilidad de la Iglesia.
Dado lo agitado de la situación social y política del momento, dada la carencia de
una eclesiología más bíblica y menos jurídica y, dada particularmente la premura e
inestabilidad que acompañó la celebración del Vaticano I189, se echa de menos «la
ausencia de una doctrina expresa del episcopado» que ha «desequilibrado durante largo
tiempo la enseñanza católica en provecho de la única autoridad papal, lo mismo que se
puede deplorar la ausencia de un dinamismo misionero, de una verdadera pneumatología,
de una exposición sobre la dignidad y el papel activo de los laicos. En cuanto a una
apertura ecuménica, no había cuestión en absoluto» 190.

5.1.2. León XIII (1878-1903)


El pontificado de León XIII, en general y su amplia y apreciada producción doctrinal, se
centra con notable insistencia en el tema de la Iglesia. Este interés por los temas
eclesiológicos se había manifestado ya en él siendo obispo de Peruggia, centrando su
atención en los distintos aspectos del misterio de la Iglesia191.
Convencido de la centralidad de la Iglesia en la sociedad y en el mundo, se convirtió
pronto en un incansable promotor de la paz, a partir precisamente de su asumido y
profesado eclesiocentrismo: buscó la paz de la Iglesia católica con las Iglesias disidentes
tanto del Oriente como del mismo Occidente; procuró la paz política entre las distintas
potencias civiles del mundo; trabajó denodadamente por construir en aquel momento
altamente conflictivo, la paz social gracias a un entendimiento hondo y progresivo entre
el capital y los obreros; se esforzó con los medios diplomáticos a su alcance por
consolidar la paz civil haciendo que los grupos y facciones enfrentados en el interior
mismo de las naciones llegaran a verdadero entendimiento.
Desde una perspectiva doctrinal propiamente dicha, se descubre en el pensamiento
de León XIII dos claras líneas de pensamiento, siempre dentro del eclesiocentrismo a
que se acaba de aludir:
— Por una parte, aparece con toda claridad la idea de una Iglesia como sociedad
perfecta. Siguiendo la línea de reflexión teológica que se prolongaba ya con
fuerza desde la Contrarreforma con R. Belarmino192, y teniendo presente la
traumática historia del pontificado en los primeros setenta años del siglo XIX,
parecía completamente lógico y hasta necesario, insistir con gran fuerza en la
naturaleza de la Iglesia como verdadera y auténtica sociedad perfecta, con
todas sus prerrogativas y exigencias de orden incluso sociológico.

129
— Por otra, León XIII fue igualmente sensible a los aspectos mistéricos de la
Iglesia: la presencia y acción del Espíritu Santo en ella; la importancia central
de los sacramentos para la vida de la gracia; el valor de la Palabra revelada; la
presencia de los dones y carismas del Espíritu, etc.
Con todo, hay que confesar que este papa dio todavía una clara prevalencia al
concepto de Iglesia como sociedad perfecta, llegando incluso, a partir de esta noción, a
posturas claramente apologéticas y hasta beligerantes: tanto frente a la sociedad civil,
como, particularmente, frente a los modernistas193 que empezaron a manifestarse cada
vez más claramente con sus escritos, en contra de los aspectos doctrinales y estructurales
o externos de la Iglesia.
Sin embargo, «sería un error hablar de dos nociones de Iglesia contrapuestas en el
Magisterio de León XIII. Es un hecho, con todo, que en su doctrina sobre la Iglesia, a
pesar de ser tan vasta, no logró elaborar la síntesis eclesiológica en la que los teólogos
trabajaban desde siglos atrás. Más aún, un balance de su doctrina eclesiológica da como
resultado la yuxtaposición de elementos de ambas nociones eclesiológicas. Es necesario,
con todo, admitir que sus dos Encíclicas Satis cognitum194 y Divinum illud195,
constituyen un intento serio de presentar una noción de Iglesia que integra en sí
elementos que provienen de ambas corrientes eclesiológicas» 196.
Otros aspectos importantes en los que expresó su doctrina sobre la Iglesia de León
XIII son: la relación de la Iglesia, sociedad perfecta, con las otras sociedades humanas y
en particular, con el Estado, en clave generalmente polémica; la consideración de la
Iglesia como cuerpo de Cristo197, verdadero punto neurálgico para un pontífice
hondamente preocupado —según lo dicho anteriormente—, por el tema de la unidad en
la Iglesia; la certeza de que la misión de la Iglesia continúa en la historia la obra y la
misión misma de Cristo198; la presentación del Espíritu Santo, según la antigua doctrina
de San Agustin199, como verdadera alma de la Iglesia200; la Eucaristía201, a la que da
una importancia central en orden a la unidad de la Iglesia, hasta llegar a llamarla «veluti
anima Ecclesiae» 202; la insistencia verdaderamente llamativa (como no podía ser menos
en aquellos momentos posconciliares del Vaticano I), en los temas de la suprema e
indiscutible autoridad del romano pontífice y su magisterio infalible, así como la unidad
de la Iglesia, condicionada a una triple e inseparable realidad: la profesión de la misma fe,
el ejercicio fiel del culto, y la sumisión total a la jerarquía, bajo la autoridad del sucesor
de Pedro. Finalmente, un tema que, aun dentro del predominio clerical existente en la
Iglesia del siglo pasado mereció gran atención por parte de León XIII, es el del lugar y
función de los laicos en la Iglesia. La larga historia de silencio y pasividad de los laicos en
la comunidad eclesial, no podía superarse en pocos años. Por eso, si por una parte se
detecta en estos años un movimiento de mayor presencia y acción de los laicos hasta

130
percibirla como indispensable en la misión de la Iglesia203, por otra, se tiene buen
cuidado de mantenerlos en el propio lugar, sin permitir mínimamente ingerencias o
críticas en la marcha de la Iglesia, que es competencia fundamental y hasta exclusiva de
la jerarquía. De todas formas, se puede afirmar, hablando en términos generales, que el
episcopado del último tercio del siglo XIX y en particular el papa León XIII, inició,
lentamente desde luego, una época de mayor acercamiento y diálogo con los seglares,
llegando incluso a consultarles sobre problemas que debía afrontar la Iglesia en la nueva
época.
Hay que reseñar por último dos hechos, entre otros, de particular importancia
eclesiológica en el pontificado de León XIII: ante todo, el acercamiento de María a la
Iglesia, poniendo de relieve —en línea con la mejor tradición eclesial— las estrechas
relaciones existentes entre ambas204. Y, en segundo lugar, el amplio desarrollo que
experimentó el magisterio ordinario del Papa con las alocuciones a diversas grupos y
especialmente con sus Cartas Encíclicas205.

5.2. El siglo XX
En el siglo XX, la Iglesia —como realidad mistérica y social— fue desde los primeros
años, objeto de atención, de reflexión y hasta de preocupación central por parte de
teólogos y pastoralistas. Ya en los años veinte sentenció R.Guardini: «el siglo XX será el
siglo de la Iglesia». Efectivamente, con fina percepción afirmaba: «se ha iniciado un
proceso religioso de incalculable alcance: la Iglesia despierta en las almas» 206. Y unos
años más tarde O. Dibelius habló del siglo XX dándole el calificativo de «el siglo de la
Iglesia» 207. Gracias a diversos fermentos existentes en el interior mismo de la comunidad
eclesial, el interés por la realidad Iglesia en este siglo fue creciendo progresivamente hasta
hacerse realmente relevante como en pocos momentos de la historia. El despertar del
sentido de Iglesia en la conciencia de los bautizados no ha hecho más que crecer a lo
largo de los años.
Varios factores y movimientos, procedentes tanto del campo de las ideas
(eclesiología) como de la vida misma de la Iglesia (actuaciones y comportamientos), han
contribuido a que el interés de los teólogos se concentrara en la consideración de la
Iglesia como objeto de la reflexión teológica. Entre estos fermentos están, de forma
convergente y conjunta:
— La renovación de los estudios bíblicos, y, en particular, el redescubrimiento de
la Biblia como fundamento de la Teología en la Iglesia.
— La profunda renovación litúrgica, sobre todo a partir del año 1909.
— El renovado interés por los estudios patrísticos.

131
— La vuelta a una espiritualidad cristocéntrica.
— El redescubrimiento de la dimensión comunitaria de la vocación cristiana.
— El lento pero imparable despertar de los laicos.
— El esperanzador, aunque laborioso, movimiento ecuménico.
— La preocupación por los estudios históricos también en el ámbito de la Iglesia.
— La apertura y simpatía crítica frente al mundo moderno: un mundo
profundamente diversificado y en fatigosa búsqueda de unidad.
Todas esas corrientes de pensamiento, dieron como resultado que, por paradójico y
hasta elemental que pueda parecer, creciera significativamente el interés por la Iglesia
como objeto central de la reflexión teológica208.
En el desarrollo y hasta en la orientación de estos Tratados tuvieron parte no
pequeña los papas de este siglo con las orientaciones fundamentales de su magisterio en
el campo de la eclesiología.

5.2.1. San Pío X (1903-1914)


El pontificado de Pío X, en general, y su concepción y visión de la Iglesia, en particular,
se mueve entre su propósito de «instaurarlo todo en Cristo» (Ef 1,10) y las líneas de
fuerza eclesiológicas que dimanan del Concilio Vaticano I.
Esto explica la doble línea, existencial y doctrinal, que es fácil constatar en las
enseñanzas y actuaciones del Papa Sarto.
A) Existencialmente, Pío X se propone renovar internamente la vida de la Iglesia.
Para ello, toma una serie de decisiones que marcaron un importante punto de inflexión
respecto a lo que había sido la época anterior, a partir del siglo XVIII.
Y así, propicia y aconseja la Comunión frecuente de los bautizados209; hace posible
que se haga la Primera Comunión en edad temprana210; impulsa y alienta la revitalización
de las celebraciones litúrgicas, especialmente la Eucaristía, cuidando incluso y muy
particularmente la música sagrada211; renueva por completo y publica el nuevo
Breviario212.
En esta misma línea existencial, se empeña seriamente en la implicación de los
seglares en el apostolado de la Iglesia, llamando Acción Católica o Acción de los
católicos al conjunto de obras apostólicas promovidas por los laicos en los diversos
países del mundo. Les invita reiteradamente a una clara y eficaz acción en el campo
social, mostrándose por el contrario claramente reticente en la acción estrictamente
política de los laicos. Subraya sobre todo y de manera insistente tanto en un campo como
en el otro, la necesidad de una sumisión total y absoluta de los seglares respecto de la

132
jerarquía, en virtud precisamente de la naturaleza misma de la Iglesia que es una
sociedad desigual.
B) Desde el punto de vista doctrinal se mueve, como decimos, en la línea de la
eclesiología de la Contrarreforma y, más cercana en el tiempo, en la perspectiva
eclesiológica del Concilio Vaticano I, centrada igualmente en los aspectos institucionales
de la Iglesia y en particular en la potestad monárquica del primado romano.
Y así, la Iglesia, para Pío X, es una sociedad perfecta, aunque de un orden distinto
y superior a cualquier otra sociedad, por el doble motivo de haber sido fundada por
Cristo, y por tener un fin estrictamente sobrenatural: la salvación de las almas.
Pero precisamente por ser una sociedad perfecta, tiene pleno y justificado derecho
a su propia independencia frente a los Estados. Y por esa misma razón (ser una sociedad
perfecta) pero con una finalidad sobrenatural, la Iglesia busca el verdadero bien del
hombre: su perfección, su plenitud incluso humana, haciendo posible y garantizando de
esa forma la realización de un mundo más justo y más humano213.
La Iglesia, en efecto, es una sociedad sobrenatural y, en ese sentido, una sociedad
peculiar: por su propia naturaleza, es decir, por voluntad de Cristo, la Iglesia es una
sociedad desigual, en la que la jerarquía ocupa, por constitución divina, un lugar de
indiscutible predominio. Escribía en 1906: «La Sagrada Escritura nos enseña y la
tradición de los Padres nos lo confirma, que la Iglesia es el cuerpo místico de Jesucristo,
cuerpo dirigido por los Pastores y Doctores, a saber: una sociedad de hombres en cuyo
seno se encuentran rectores investidos de pleno y perfecto poder de gobernar, de enseñar
y de juzgar. Resulta de aquí que la Iglesia es, por su naturaleza, una societas inaequalis,
es decir, una sociedad formada por dos categorías de personas: los pastores y el rebaño;
por aquellos que ocupan un grado en la jerarquía y por la multitud de simples fieles.
Estas dos categorías de personas son tan distintas entre sí, que sólo en el cuerpo de los
pastores se dan el derecho y la autoridad necesarios para promover y ordenar a todos los
miembros hacia los fines de dicha sociedad. Por lo que a la multitud se refiere, sólo tiene
el deber de dejarse conducir y de seguir, como un rebaño dócil, a sus pastores» 214.
Un aspecto notabilísimo del pontificado de Pío X en su doble aspecto, doctrinal y
existencial, fue su lucha abierta y decidida frente al modernismo.
Partiendo del principio según el cual el modernismo es un sumario apretado y
envenenado de todas las herejías215, lo combatió enérgicamente. Efectivamente, en el
Decreto Lamentabili publicado el 3 de julio de 1907 por el Santo Oficio, se condenan los
errores modernistas referentes a:
— La emancipación de la exégesis respecto del Magisterio de la Iglesia.
— La inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura.

133
— El concepto de Revelación y de Dogma.
— La persona de Cristo.
— Los Sacramentos de la Iglesia.
— La constitución de la Iglesia.
— La inmutabilidad de las verdades religiosas.
El Papa, por su parte, en la Encíclica Pascendi dominici gregis, del 8 de septiembre
del mismo año 1907, condena personalmente los errores modernistas referentes a:
— Los principios filosóficos.
— El concepto de fe.
— Los dogmas teológicos.
— Los principios de la disciplina histórica y crítica.
— El método apologético.
De esta forma, San Pío X, al tiempo que en la línea existencial marca una línea de
apertura en consonancia con una teología más cristocéntrica, en el aspecto doctrinal se
mantiene fundamentalmente en la línea marcada por la trayectoria eclesiológica de la
Contrarreforma y en particular del Concilio Vaticano I.

5.2.2. Benedicto XV (1914-1922)


El pensamiento eclesiológico de Benedicto XV se mueve por completo en las líneas
fuertemente marcadas por el Concilio Vaticano I, reforzadas, si cabe, por la preocupación
de combatir, hasta su erradicación, esa «síntesis de todas las herejías» que fue el
modernismo, combatido ya con toda energía por su antecesor Pío X216.
La concepción de Iglesia sigue siendo la de una sociedad perfecta, reciamente
jerarquizada217, fuertemente centrada en el primado romano, con clara y activa
capacidad legislativa en todos los campos dentro de la Iglesia218, con una inequívoca
autoridad doctrinal no sólo por parte del sucesor de Pedro sino también por parte de los
obispos219, y, por consiguiente, con una estricta obligación de sumisión y obediencia por
parte de todos, especialmente de los laicos. Escribía, en efecto, al año siguiente de asumir
el ministerio de Pedro: «Cuando la legítima autoridad imparta una orden, a ninguno le es
lícito transgredirla meramente porque no le agrada; sino que cada uno someta la propia
opinión a la autoridad de aquel al cual está sujeto y le obedezca por obligación de
conciencia. Igualmente, ninguno privadamente asuma la función de maestro, sea
publicando libros o revistas, sea a través de conferencia públicas. Todos saben a quien ha
confiado Dios el magisterio en la Iglesia; se le deje, pues, libre el campo, para que hable
cuando y como crea oportuno. Incumbe a los otros prestarle respeto obsequioso y
obedecer a su palabra» 220.

134
Por otra parte, invitó a los laicos a participar en el apostolado misionero, sea en la
propia nación, sea en la frontera misional de la Iglesia. Los invitó igualmente a emprender
una acción política en la sociedad, fundando, si es necesario, partidos políticos de
confesionalidad católica.
Se puede afirmar que Benedicto XV representó —desde el punto de vista
eclesiológico— el final de un período de tiempo que se inició con la celebración del
Concilio Vaticano I, para dar paso a una perspectiva eclesiológica en la que, superando
los planteamientos y actuaciones de la Contrarreforma (Iglesia = sociedad perfecta), irá
cobrando progresiva importancia la consideración bíblica de la Iglesia como cuerpo de
Cristo.
Esta inflexión la marcó, en los últimos años de su pontificado, precisamente la
Encíclica Spiritus Paraclitus221, en la que invitaba a entrar por caminos de renovación
en los estudios bíblicos, siempre sin embargo en actitud de total docilidad y obediencia al
Magisterio de la Iglesia. Una perspectiva bíblica que debía conducir —en el pensamiento
del Papa— a crecer en el amor a la Iglesia cuerpo místico, y al que es su Cabeza,
Cristo222.

5.2.3. Pío XI (1922-1939)


El Papa Ratti heredó, como no podía ser menos, la doctrina eclesiológica de sus
antecesores. Se mueve, por ello, fundamentalmente en las líneas de fuerza marcadas por
el Concilio Vaticano I y por el Magisterio de los papas que siguieron a dicho Concilio. Sin
embargo, los gérmenes de renovación que habían ido apareciendo por una parte y por
otra en la Iglesia comenzaron poco a poco a dar su fruto. Por eso, la de Pío XI puede ser
llamada una eclesiología de transición: es decir, una eclesiología que se mueve entre los
parámetros de una eclesiología societaria (Iglesia = sociedad perfecta), y una eclesiología
de naturaleza eminentemente bíblica.
Efectivamente, la doctrina de Pío XI supuso un cierto avance en relación con sus
antecesores acerca de su concepción de la Iglesia, y, especialmente, de la relación de la
Iglesia con el mundo. Porque, si por una parte la gracia no sólo no destruye la naturaleza
sino que la presupone y la lleva a su plenitud dándole su sentido último, y, por otra, la
Iglesia está al servicio de su propia misión en el mundo, es lógico pensar que a la Iglesia
han de interesarle todos los problemas y necesidades de los hombres (sociales, culturales,
políticos e incluso económicos), debiendo estar presente allí donde se afrontan y
resuelven esos problemas.
Y esto, no sólo en virtud de su propia misión, sino también y particularmente, por el
hecho de ser, por su propia naturaleza, una sociedad perfecta223. Como tal, puede y debe

135
ser interlocutora válida con todas aquellas que, como ella misma, son sociedades
perfectas. De esta concepción de Iglesia como sociedad perfecta, deduce Pío XI algunas
consecuencias importantes como las que se refieren, entre otras, a la libertad y
autonomía de la Iglesia frente a cualquier Estado224; a la aportación que puede hacer la
Iglesia para la construcción y consolidación de la paz entre los hombres; a su
contribución en el campo crucial de la educación cristiana225; a la tarea, cada vez más
necesaria, de formar cristianos responsables en el ámbito de la política; al indiscutible
primado de Pedro y de sus sucesores como verdaderos monarcas o jefes de estado; al
poder de jurisdicción de que goza la jerarquía en la Iglesia; a la función doctrinal del
magisterio eclesiástico y al alcance del mismo llegando incluso a la infalibilidad.
Así y todo, Pío XI contrapone la Iglesia sociedad perfecta, a otras dos formas de
sociedades perfectas: la sociedad civil y la sociedad familiar, por tratarse —dice hablando
de la Iglesia— de una sociedad que, aunque posee todos los medios necesarios para
lograr su fin, es, sin embargo, «estrictamente sobrenatural» y por eso mismo «suprema
en su orden» 226.
Junto con esta visión de Iglesia que podría llamarse híbrida por situarse entre lo
sociológico y lo estrictamente teológico, Pío XI desarrolla también la dimensión más
propiamente teológica: es decir, la consideración de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Es
una visión de Iglesia en la que Cristo tiene un lugar determinante, tanto en el orden del
ser como en el orden del actuar.
La Iglesia, en efecto, tiene una vinculación esencial con Cristo: no sólo como el que
tiene todo efecto respecto de su causa, o como el que tiene la realidad fundada respecto a
la causa fundante, sino de forma más específica como la que se da entre la realidad
divina y la realidad humana en la única persona de Cristo.
La vinculación de la Iglesia con Cristo le proviene además del compromiso que tiene
de realizar en la historia la misma misión de Cristo.
Desde esta visión más estrictamente bíblica y sobrenatural, cobran particular
importancia algunos elementos presentes en la visión eclesiológica de Pío XI. Entre ellos
cabe destacar, ante todo, la presencia y la acción del Espíritu Santo que, al igual que en
León XIII, es presentado como «el alma de la Iglesia» 227: no sólo en el nivel personal de
cada bautizado, sino también y muy especialmente en orden a la misión que tiene
confiada la Iglesia hasta el fin de los siglos228.
En esta misma perspectiva bíblica debe considerarse la revalorización de los laicos
en la Iglesia, como colaboradores de la jerarquía en las varias actividades y campos
apostólicos. Los fermentos eclesiológicos encontrados en los pontificados anteriores
(León XIII, Pío X y Benedicto XV) así como la nueva situación social del mundo en los

136
primeros veinte años del siglo, llevaron a Pío XI a poner de relieve la creciente
importancia del laicado en la Iglesia. Sobre la persuasión de que el cristiano, por el simple
hecho de serlo, está llamado a ser un apóstol en medio del mundo, hace Pío XI un
reiterado e insistente llamamiento a formar parte de la Acción Católica, es decir, a
colaborar «con la actividad del apostolado jerárquico» 229, precisamente porque «es Jesús
mismo quien puso los principios de la Acción Católica, eligiendo y formando en los
apóstoles y discípulos colaboradores de su divino apostolado, ejemplo inmediatamente
imitado por los primeros apóstoles» 230. Se trata, pues, de una colaboración que se realiza
en virtud del mandato específico que el seglar recibe expresamente de la jerarquía. Por
esta razón precisamente, esa colaboración exige una auténtica y estricta «dependencia de
la jerarquía» 231.
Es claro, de todas formas, que el monopolio que atribuye Pío XI de toda la misión
de la Iglesia a la jerarquía, está lejos de lo que enseñará su inmediato sucesor Pío XII, y
sobre todo del planteamiento que hará el Concilio Vaticano II acerca del sujeto de la
misión eclesial y, por consiguiente, de la relación jerarquía-laicos232. Por eso, «la
doctrina eclesiológica de Pío XI desde este punto de vista (de los laicos) quedó todavía
muy lejos de la meta» 233.
A pesar de todo, es de justicia reconocer que «las repercusiones eclesiológicas de
este desarrollo de la Acción Católica se manifestaron ya durante el pontificado de Pío XI.
Ella modificó las relaciones de la Iglesia con la sociedad, abriéndole nuevos campos de
acción y restableciendo el contacto con las clases obreras. La Acción Católica
contribuyó, sobre todo, a despertar en los seglares una nueva conciencia del puesto y de
la misión que tienen en la Iglesia. Por este camino se llegará más tarde a crear un cierto
equilibrio entre jerarquía y laicado en cuanto estructuras de la Iglesia, y a desclericalizar
gradualmente la imagen de la Iglesia» 234. Hay que reconocer, sin embargo, que con Pío
XI «nos hallamos ante los primeros escarceos en el desarrollo de una auténtica teología
del laicado» 235.
Un aspecto importante, que de alguna forma es complementario con lo hasta ahora
dicho, es la consideración que hace Pío XI de las notas de la Iglesia. Un argumento que
tuvo gran relieve en otros momentos de la eclesiología, pero que en la actualidad parece
haber pasado a un segundo plano del interés eclesiológico236.
En el contexto de una eclesiología societaria que se presenta en no pocos momentos
como una doctrina polémica, apologética y hasta beligerante, presenta Pío XI las cuatro
Notas de la Iglesia, verdaderas «cartas de identidad por las que todos en cada momento
puedan conocer dónde está la verdadera Iglesia de Cristo» 237. La interpretación que hace
Pío XI de las Notas de la Iglesia, responde plenamente al planteamiento de una Iglesia

137
sociedad perfecta, única y verdadera Iglesia de Cristo. Y así, al tener a Cristo por cabeza
que asegura su unidad y estar animada por el Espíritu Santo, la Iglesia forma un
cuerpo único bien trabado y unido, del que es garante externo y visible precisamente
el obispo de Roma en su calidad de sucesor de Pedro238. El primado romano, en efecto,
es «principio perpetuo y fundamento visible» de unidad de fe y de gobierno239. Y esto,
no en virtud de un simple reconocimiento de honor o incluso de prestigio moral, sino por
el poder de jurisdicción dado por Cristo a Pedro, y en él, a todos sus legítimos sucesores.
De esta recia unidad defendida y asegurada por la potestad de jurisdicción, brotan una
serie de capacidades y hasta de exigencias de diverso orden frente a la sociedad: sobre la
familia, sobre problemas sociales o políticos, sobre la orientación de la educación, sobre
el uso del latín como lengua que asegura sociológicamente la unidad en la Iglesia, etc.
Esta Iglesia, siendo la única y verdadera Iglesia de Cristo, no sólo debe extenderse a
todos los extremos del mundo, sino que debe ser recibida y aceptada por todos los
hombres: en esto consiste fundamentalmente su catolicidad. Además, es santa, no sólo
por los medios eficaces de santidad que ofrece, sino también y muy especialmente por
los frutos de santidad que ha producido y sigue produciendo en sus hijos. Finalmente, es
indiscutiblemente apostólica por el hecho de la innegable e ininterrumpida sucesión
apostólica que se ha dado sobre todo en la sede de Roma.
Como conclusión, hay que dejar constancia de la innegable sensación de
yuxtaposición que se dan en los dos enfoques de la eclesiología de Pío XI. Los
elementos de un planteamiento y de otro, no sólo no están debidamente sintetizados, sino
que incluso no aparecen suficientemente articulados. Se puede afirmar por ello, que «el
magisterio eclesiológico de Pío XI, habiéndose hecho eco de no pocos elementos de la
corriente renovadora de la eclesiología, se mantiene todavía en el estadio de transición
de la eclesiología de la sociedad perfecta a la del cuerpo místico. Precisamente aquí
radican ciertas antinomias de la doctrina eclesiológica de Pío XI. Son patentes sus
esfuerzos por trazar una síntesis de ambas concepciones eclesiológicas. La tarea, sin
embargo, de armonizar la doctrina sobre la Iglesia concebida como comunión de vida
entre los fieles y Cristo, con la de la Iglesia como sociedad perfecta, no obtuvo en el
magisterio de Pío XI resultados de interés particular para la historia de la
eclesiología» 240.

5.2.4. Pío XII (1939-1958)


En el ámbito de la eclesiología Pío XII es conocido fundamentalmente por su famosa
Encíclica Mystici Corporis Christi publicada en la fiesta de San Pedro de 1943241. Sin
embargo, como dice Congar, «para exponer de una manera más completa la enseñanza

138
eclesiológica de Pío XII, habría que hablar igualmente de su doctrina sobre la Liturgia,
sobre el Laicado, sobre la acción temporal y sobre la relación íntima que une el misterio
de la Madre de Dios al misterio de la Iglesia» 242. Hay que reconocer, con todo, que la de
Pío XII es una eclesiología deudora, en gran parte, a la del siglo que precedió a su
pontificado: 1858-1939. Es por ello una eclesiología que, aunque no avance mucho más
que la de sus predecesores, puede situarse a mitad de camino entre la perspectiva
eclesiológica de naturaleza societaria y jerarcológica proveniente de la Contrarreforma243,
y la eclesiología resultante de una serie de fermentos que venían actuando callada pero
eficazmente desde el tiempo de León XIII. Entre estos fermentos pueden citarse: la
pronunciada referencia de la Iglesia al misterio de Cristo, la revalorización de la presencia
y acción del Espíritu en la Iglesia (dimensión pneumatológica), la relación dialéctica
existente entre los aspectos internos (carismáticos) y los aspectos externos (estructurales
u organizativos) de la Iglesia, la amplitud de la misión eclesial, la conciencia de ser la
Iglesia santa y, al mismo tiempo, «necesitada de reforma, la lectura e interpretación
renovada de las Notas de la Iglesia, la forma de concebir y realizar la relación existente
entre el episcopado y el primado en la Iglesia, el puesto de los seglares en su doble
condición de miembros de la Iglesia y de la sociedad civil, etc.
En particular es preciso subrayar en la visión eclesiológica de Pío XII, ante todo, una
clara dimensión cristológica. Pío XII, en efecto, concibe a la Iglesia en profunda
conexión con el Misterio de Cristo el Verbo encarnado, y como su continuación en la
historia. Así como en Cristo reconocemos y confesamos una sola realidad personal en la
dualidad de sus dos naturalezas auténticas, divina y humana, de forma análoga en la
Iglesia es preciso reconocer una única realidad en su doble vertiente divina y humana.
De esta consideración de fondo, va deduciendo consecuencias importantes en
diversos ámbitos de la vida de la Iglesia:
En primer lugar, la estrecha vinculación de la Iglesia con Cristo. Una
vinculación que excede la mera relación del fundador a la realidad fundada, e
incluso la relación extrínseca causa-efecto. Es una relación misteriosa y
profunda por más que tenga un real fundamento en la historia. La Iglesia no
sólo está en conexión esencial com los acontecimientos históricos del Verbo
hecho hombre, sino que perpetúa en la historia hasta el fin de los tiempos la
misión y la obra salvífica de Cristo: «el divino Redentor ha fundado la Iglesia,
a fin de comunicar mediante ella a la humanidad su verdad y su gracia hasta el
fin de los tiempos. La Iglesia es su cuerpo místico. Ella es toda de Cristo y
Cristo de Dios» 244.
La presencia constante de Cristo Resucitado en la Iglesia, la hace capaz,
gracias al Espíritu, de continuar en la historia la misión de salvación que el

139
mismo Cristo realizó245.
Como Cristo es personalmente «uno» a pesar de la dualidad de naturalezas,
así también la Iglesia, a pesar de la multiplicidad de los elementos que
componen su realidad visible, es profundamente «una». Y así como Cristo, el
Verbo encarnado recapitula al género humano y hasta la misma creación, así
también la Iglesia está llamada, desde su profunda unidad, a ser principio y
fermento de unidad entre todos los hombres246.
La esencial relación de la Iglesia con el misterio de Cristo hace además que,
aunque en el orden humano sea verdadera y auténtica sociedad, la Iglesia no
puede homologarse sin más, a las sociedades civiles, verdaderas sociedades,
pero de un orden y de una naturaleza esencialmente diversa. Llamar a la Iglesia
sociedad perfecta, no equivale en absoluto a situarla en todos los planos y en
igualdad de naturaleza, en el mismo nivel que el resto de las sociedades civiles.
Su relación de origen, de dependencia y hasta de misteriosa prolongación,
hacen que la dimensión societaria de la Iglesia sea de naturaleza propia y
peculiar, es decir, analógica respecto a las otras sociedades. De ahí que rechace
enérgicamente el concepto de Iglesia «como imperio terreno y dominación
mundial», como un concepto «fundamentalmente falso» 247. Al afirmar, pues,
la naturaleza societaria de la Iglesia comparándola con la sociedad civil, tiene
siempre la preocupación de superar la univocidad belarmiana («tan perfecta
como la República de Venecia o el Virreynato de Nápoles...»), subrayando la
naturaleza analógica con que usa ese parangón al aplicarlo a la Iglesia.
Siguiendo la misma ley de la analogía, la Iglesia está llamada a encarnarse en el
mundo y en la historia, siendo verdadera sal y auténtico fermento en la
sociedad248. Esta encarnación, de todas formas, de ninguna manera puede
significar una total identificación con el mundo. En efecto, al igual que Cristo,
Verbo encarnado, la Iglesia ha de estar plenamente unida a los hombres para la
construcción de una gran familia según el proyecto de Dios. No hay, por
consiguiente, lugar en el mundo o ámbito en la sociedad, en el que, por su
propia naturaleza, la Iglesia no pueda o no deba estar presente249. Esta
presencia e identificación, sin embargo, de ninguna manera puede significar
una identificación acrítica con el mundo y sus planteamientos. Por el contrario,
hay que marcar siempre bien las diferencias con todo aquello que signifique
pecado, injusticia, división, opresión de unos hombres por otros, en una
palabra, forma alguna de mal250.
En virtud de su condición de sociedad perfecta, compete a la Iglesia igualmente
un serio y eficaz servicio a la paz y a la justicia entre los hombres. Su «estar en
el mundo sin ser del mundo» 251 hace posible y fiable la acción de la Iglesia en

140
favor de la sociedad. Y no sólo en el orden sobrenatural, sino también y
especialmente en todo aquello que contribuye al verdadero progreso de la
humanidad, a la verdadera humanización del hombre, guiándolo al pleno
desarrollo de sus posibilidades humanas y, como consecuencia, a la
construcción de un mundo más justo y más humano. Pío XII está convencido,
y así lo proclama constantemente a lo largo de su pontificado, que la Iglesia,
por su propia naturaleza y constitución, es principio de unidad y de paz entre
los hombres, así como incansable defensora de la verdadera libertad de todos
los hombres a partir de la dignidad ínsita en el corazón de cada hombre: «la
pertenencia a la Iglesia de Cristo, una, santa, católica, en la cual todos los fieles
tienen el mismo derecho de ciudadanía, la única fe, que hace que todos sean
uno en el sentido más íntimo y elevado; la única mesa sagrada que a través de
montes y mares une a todos en Cristo; el único Espíritu Santo, del que todos
son templo suyo en virtud de la gracia santificante; la única cabeza visible de la
Iglesia católica, que abraza a todos en la misma caridad; todo esto constituye
por su naturaleza y por la experiencia de los siglos, el medio más poderoso de
sanar las heridas de las guerras para reconciliar y pacificar los pueblos» 252.
Pío XII manifiesta igualmente una particular sensibilidad, presente ya en autores de
final del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX, frente a la dimensión trinitaria
del misterio de la Iglesia. Concibe por eso la Iglesia como una realidad que es obra de
Dios uno y trino. En la Alocución del día de Pentecostés del año 1941 decía: «A la orilla
del lago de Tiberíades, sosegado en las tempestades y fecundado por Cristo mediante las
redes de los apóstoles, nació la Iglesia, con Pedro Pastor de los corderos y de las ovejas
de Cristo; pero el fuego del Espíritu Santo que debía llevar a cumplimiento su bautismo,
lo recibió ella en el cenáculo, para que se cumpliese también en ella el nacimiento
sobrenatural, a semejanza de su divino Fundador y Esposo, sobre el cual, saliendo de las
aguas del Jordán, se abrió el cielo y en forma de paloma descendió el Espíritu de Dios y
la voz del Padre lo proclamó Hijo suyo predilecto. El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo
aman a la Iglesia y están con ella» 253.
En este contexto trinitario, Pío XII hace resaltar la presencia y la acción del Espíritu
Santo, que él concibe en su relación con la Iglesia, como el que está presente en el
nacimiento mismo de la comunidad eclesial; el que la asiste para que esa comunidad
conozca en profundidad la revelación de la Palabra que Dios le transmite254; el que asiste
igualmente a los ministros, ante todo en su condición de testigos del resucitado, y,
después, en el ejercicio de sus funciones sobre todo jerárquicas255; el que es —por
excelencia— vínculo de amor y de unidad entre todos los miembros de la Iglesia.
Un aspecto de particular importancia en la eclesiología de Pío XII es la concepción

141
realmente globalizante y omnicomprensiva que tiene del Magisterio dentro de la Iglesia.
En su Encíclica Humani Generis256, que marcó un hito de particular importancia en su
largo pontificado, expone su pensamiento enseñando con toda claridad y seguridad que
«el magisterio que la Iglesia ejercita en relación con el sagrado depósito presupone el
poder de juzgar de toda verdad, ya que el destino eterno del hombre es uno solo y nada
se sustrae en su vida de esta finalidad. Las realidades culturales, políticas, sociales y
morales influyen sobre la orientación de su conducta. Encargada la Iglesia de conducir el
hombre a Dios y poseyendo los medios infalibles para discernir la verdad del error, ella es
capaz de apreciar el exacto valor de los principios intelectuales y morales, así como
también de las exigencias de la verdad en las situaciones concretas de la vida individual y
social... Algunos han limitado el objeto de la competencia del magisterio eclesiástico al
campo de los principios, excluyendo el de los hechos de la vida concreta. Baste repetir
aquí que esta afirmación es insostenible: en la medida en que no se trata simplemente
de comprobar un hecho material, sino de apreciar las consecuencias religiosas y morales
que él comporta, está en juego el destino sobrenatural del hombre y, por esto, también la
responsabilidad de la Iglesia» 257.
A partir de estos presupuestos, el magisterio de la Iglesia tiene —según Pío XII— la
potestad y, por ello, la capacidad y hasta la obligación y responsabilidad de enseñar, ante
todo lo perteneciente al depósito de la revelación y además, y como parte de la misma,
en materia de fe y costumbres (normas generales de ética y de conducta moral y social),
en la interpretación de la misma ley natural258, e incluso en las cuestiones sociales. Hay
que consignar, en este contexto magisterial, el paso que dio Pío XII proclamando y
reconociendo el derecho a expresar la opinión pública a la que dió carta de ciudadanía en
el seno de la Iglesia católica259.
En su visión de la Iglesia revalorizó de forma peculiar y significativa la vocación
laical tanto en el interior de la misma Iglesia, como de cara a su compromiso en la
sociedad.
A juicio de A. Antón260, las claves que explican la nueva forma de entender y
considerar a los laicos son dos: por una parte, subrayar el sentido analógico cuando
afirmamos que la Iglesia es una sociedad perfecta comparándola con la sociedad civil:
ambas son sociedades perfectas, pero no en un sentido unívoco, sino analógico. La
segunda clave proviene de la constante preocupación de no identificar la Iglesia con la
jerarquía. Pío XII fue siempre cuidadoso en el empleo reductivo del término Iglesia
evitando referirlo exclusivamente a la jerarquía eclesiástica.
Sobre la base de que «todos los fieles sin excepción, son miembros del Cuerpo
místico de Jesucristo» 261, más aún, de que los laicos no sólo pertenecen a la Iglesia sino

142
que «son la Iglesia» 262, Pío XII no duda en afirmar, a partir precisamente de la vida
litúrgica de la Iglesia, que «los pastores y el rebaño, la Iglesia docens y la Iglesia discens,
forman un sólo y único cuerpo. Por tanto, no hay motivo alguno para abrigar
desconfianza, rivalidades, contrastes manifiestos o paliados, tanto en el pensar como en
el hablar y obrar. Entre los miembros de un mismo cuerpo deben reinar ante todo la
concordia, la unión y la colaboración. En esta unión, realmente, la Iglesia ora, se santifica
y, por tanto, puede justamente afirmarse que la liturgia es obra de la Iglesia toda
entera» 263.
Después de siglos de existencia de un profundo foso entre la jerarquía y los fieles
laicos en la Iglesia, a partir precisamente de la superioridad (incluso cristiana) de los
ministros en relación con los que no lo son en la Iglesia, Pío XII puso las bases para que
el laicado cobrara el lugar que le corresponde en el cuerpo de Cristo, lugar del que dan
testimonio los mismos escritos del Nuevo Testamento264. Y lo hizo a partir de los dos
principios recordados anteriormente, que son realmente determinantes y
complementarios: la naturaleza analógica de la Iglesia-sociedad respecto a la sociedad
civil, y la complementariedad sustancial entre todos los miembros de la Iglesia. En un
célebre texto hacia el final de su pontificado decía: «La jerarquía eclesiástica no es toda
la Iglesia y ella no ejerce su poder desde fuera, a la manera, por ejemplo, del poder civil,
que tiene relaciones con subordinados sólo sobre el plano jurídico. Vosotras (mujeres de
las organizaciones femeninas católicas) sois miembros del cuerpo místico de Cristo,
incorporadas en él como en un organismo animado por un sólo Espíritu y dotado de una
misma y única vida. La unión de los miembros con la cabeza no implica en absoluto que
éstos cedan su propia autonomía o renuncien a ejercitar sus funciones; más aún, es de la
cabeza de quien reciben los miembros el impulso continuo que les permite obrar con
vigor y acierto, en perfecta coordinación con todos los otros miembros para el bien del
cuerpo entero» 265. De todas formas y, a pesar de todo, Pío XII mantuvo con toda
nitidez la distinción entre jerarquía y laicos, particularmente desde el punto de vista de
ministerios y funciones.
Como se ha dicho más arriba, un capítulo del todo particular en el pensamiento
eclesiológico de Pío XII viene constituido por la publicación de la Encíclica Mystici
corporis Christi 266.
La Encíclica de Pío XII nació en un ambiente preparado por el creciente interés de
los teólogos y del mismo Magisterio de la Iglesia267 por el tema del misterio de Cristo
concebido como un cuerpo. Interés agravado, como veremos enseguida, por unas
interpretaciones excesivamente biologistas o también dualistas de la Iglesia como cuerpo
de Cristo.
Se puede asegurar, pues, que la Mystici corporis no surgió en la Iglesia de forma

143
repentina e improvisada, como algo completamente sorprendente e inesperado: el tema
flotaba en el ambiente incluso con una nota negativa de polémica268. Por otra parte,
siguiendo la enseñanza de Pablo (cf. Rom 12,5; 1Cor 6,15; 10,17; 12,12-27; Ef
4,4.12.16; Col 1,18; 2,19; 3,15), la Iglesia había sido concebida de una u otra forma, y
cualquiera que fuese la explicación, como cuerpo de Cristo.
En el tiempo inmediatamente anterior a la publicación de la Encíclica la forma de
interpretar esta corporeidad variaba notablemente269, según se concibiera a la Iglesia
como un organismo animado por el Espíritu Santo, siendo de importancia secundaria
los vínculos que mantienen sociológicamente unidos a estos miembros, o bien se
acentuaran los aspectos personales de los miembros de la Iglesia en su doble dimensión,
con Cristo y de los miembros entre sí. Otra corriente, con la expresión cuerpo de Cristo
entendía acentuar fundamentalmente, hasta llegar a la misma exclusividad, la dimensión
interna de la vida de gracia dimanante de Cristo cabeza, y de la consiguiente vida
sobrenatural que culmina en la santidad. Una gracia que, brotando de Cristo, cabeza no
sólo de la Iglesia sino de la creación y de toda la humanidad, abarca a todos los hombres
sin excepción, formando con todos ellos y entre todos ellos, un solo cuerpo: el Cristo
total. Evidentemente, al hablar de cuerpo de Cristo restringiendo esa expresión
exclusivamente a la realidad interior de la Iglesia, existe el peligro de desconocer,
minusvalorar o de interpretar de forma dualista, los aspectos estructurales e
institucionales que son esenciales a la realidad Iglesia. Existe todavía una cuarta forma de
interpretar la expresión cuerpo de Cristo aplicada a la Iglesia: consiste en concebir a la
Iglesia «como la corporación constituida por una gran variedad de miembros y funciones
sociales, pero unidos por vínculos internos y aspiraciones comunes a realizar en la
Iglesia» 270.
La indefinición y hasta la amplia confusión existente en cuanto al significado y
contenido concreto de la expresión Cuerpo de Cristo aplicado a la Iglesia, llevó, pues, a
Pío XII a la publicación de la Encíclica Mystici corporis.
El panorama ante el que se encontraba el papa venía configurado, por una parte, por
un exagerado racionalismo que «tiene por absurdo todo lo que supera las fuerzas de la
inteligencia humana» 271; por otra parte, por una naturalismo craso según el cual la
Iglesia no es más que una realidad meramente sociológica y jurídica; y, por último, por
un falso cristicismo, motivado en gran parte por el deseo insaciable de realidades
espirituales que, en no pocos creyentes, habían desatado las amargas experiencias de dos
guerras devastadoras (1914 y 1939).
Ante este panorama, Pío XII reacciona desde una perspectiva doctrinal, pero con un
objetivo claramente pastoral: denunciar de forma clara y directa las desviaciones más
peligrosas de falso misticismo o de peligroso dualismo entre los aspectos místicos y

144
estructurales de la Iglesia que corrían entre los creyentes272, poniendo al mismo tiempo
orden y claridad en las ideas, actitudes y comportamientos religiosos de no pocos
cristianos.
Frente a la doble perspectiva en que puede verse la Iglesia en cuanto cuerpo de
Cristo —es decir, partiendo del concepto de cuerpo místico para aplicarlo después a la
Iglesia, o partir de la Iglesia en cuanto realidad visible y jerárquica para ver en ella el
cuerpo místico de Cristo—, Pío XII se sitúa en la segunda de estas perspectivas. La
Encíclica está de tal modo centrada en la imagen de la Iglesia como «cuerpo místico de
Cristo», que se ha podido hablar, con motivo de su publicación, de haber consolidado «el
monopolio práctico de la eclesiología del cuerpo místico identificado con la Iglesia
católica» 273. De hecho Pío XII no duda en afirmar que «para definir y describir esta
verdadera Iglesia de Cristo —que es la Iglesia santa, católica, apostólica, romana—, no
existe otra expresión más noble, más célebre y, finalmente, más divina, que la del cuerpo
místico de Cristo, la cual ciertamente, deriva y está avalada por el testimonio de la
Escritura y de los Padres» 274. De esta forma, al colocarse en una perspectiva
sobrenatural, y al hablar de cuerpo místico contraponiéndolo al cuerpo físico de Cristo y
a un simple cuerpo moral, aún conservando y defendiendo la dimensión visible y
jerarquizada de la Iglesia, Pío XII superó la concepción de la Iglesia como simple cuerpo
social, y en concreto como una sociedad.
La intención de Pío XII al escribir la Mystici corporis, fue, ante todo y según sus
propias palabras, la de «impedir todo acceso a los numerosos errores»; pero fue, sobre
todo, la de «exponer la doctrina sobre el cuerpo místico de Jesucristo y sobre la unión de
los fieles en este cuerpo con el divino Redentor». De esta forma, «brillará con nuevo
esplendor la belleza de la Iglesia, de modo que la nobleza sobrenatural e imperecedera de
los fieles, que están unidos en este cuerpo con la cabeza, aparezca en una luz nueva» 275.
La estructura de la Encíclica es simple. Después de una Introducción en la que
aborda la problemática a que hemos hecho referencia hace un momento, da un primer
paso declarando lo que significa y lo que implica la naturaleza de cuerpo «aplicado a la
Iglesia». En un segundo paso analiza la relación existente entre este cuerpo y Cristo, de
quien se dice ser «cuerpo de Cristo»: la Iglesia. Cristo es para la Iglesia su Creador, su
Señor, su Conservador, su Redentor. En la tercera y última parte, profundiza el término
místico dado a este cuerpo. Místico se contrapone, por una parte, a cuerpo físico y a
cuerpo simplemente moral, zanjando de esta forma discusiones teológicas que, con
frecuencia, degeneraban en interpretaciones erróneas, tanto en el plano eclesiológico
como en el mismo plano cristológico. Y, por otra parte, el término «místico» estaba
destinado a darle nueva vida a elementos eclesiales que se habían ido empobreciendo y
hasta esclerosando, al ser vistos y considerados exclusivamente desde una perspectiva y

145
clave societaria y jurídica de la Iglesia.
Según Congar, «las tesis esenciales —de la Mystici corporis— conciernen a la
definición del concepto paulino de cuerpo de Cristo, como realidad socio-corporativa,
orgánica; la afirmación de la identidad entre cuerpo místico de Cristo e Iglesia católico
romana276, y, por vía de consecuencia, la doctrina sobre la pertenencia a este cuerpo:
únicamente los católicos romanos son efectivamente, reapse, miembros de la Iglesia, y,
por ende, también del cuerpo místico277; de los demás (entre los cuales no se distinguía
entre bautizados y no bautizados), decía la Encíclica que no lo son incluso si están
ordenados (referidos) al Cuerpo místico por algún deseo y voto inconsciente» 278.
Resumiendo, se puede afirmar que la Mystici corporis propició un serio giro de la
eclesiología que la precedió. Y lo hizo desde una doble perspectiva. Ante todo, desde la
perspectiva cristológica: «el misterio de la encarnación ilumina el misterio de la Iglesia a
partir de la unidad en Cristo de naturalezas distintas para comprender la unidad en la
Iglesia de diferentes aspectos, visibles e invisibles. Aquí está el mérito y la novedad de la
encíclica sobre el cuerpo místico de Cristo, a saber, en haber dado una orientación
cristológica a la eclesiología» 279. La segunda perspectiva es la organicidad, es decir, la
complementariedad y hasta la mutua necesidad de unos miembros en relación con los
demás. Superando el jerarcologismo característico de la eclesiología anterior, Pío XII
enseña que la Iglesia, como verdadero organismo vivo, es un cuerpo en el que cada
miembro en su propio puesto es capaz de dar y de recibir; incluso la jerarquía,
indispensable en la Iglesia por voluntad divina, no puede pensarse como un grupo eclesial
aislado y ni siquiera contrapuesto al resto del cuerpo. La organicidad implica, por su
propia esencia, la comunión entre todos los miembros.
El mérito de la doctrina eclesiológica de Pío XII expuesta en la Mystici corporis fue
el de «completar la doctrina expuesta sobre la Iglesia dejando entrever bajo la societas
perfecta de la Ecclesia militans, la Iglesia pneumática; bajo la institución jurídica, el
organismo vivo del cuerpo místico; bajo la organización jerárquica centralizada en el
primado infalible del papa, la unión esencial y sobrenatural de todos los fieles como
miembros en Cristo» 280. Es cierto que la doctrina expuesta se prestaba a una cierta
absolutización de la institución jerárquica. Sin embargo, Mystici Corporis ha sido el
primer documento en la historia de la Iglesia en el que el Magisterio ha tratado de forma
directa y expresa este argumento, no para fundamentar o robustecer su propia posición
dentro de la Iglesia, sino para resaltar la relación esencial que la Iglesia tiene con el
mismo Jesucristo. Hay que constatar, con todo, y no sin cierta sorpresa, que «en los dos
decenios siguientes a la Mystici corporis, la eclesiología se desarrolló no en la orientación
propuesta por la encíclica, a saber, no imponiendo el llamado monopolio del «cuerpo
místico de Cristo» sobre las demás nociones de Iglesia, sino intentando trazar una

146
síntesis de todas ellas, capaz de recoger en sí, combinados armónicamente, la pluralidad
de aspectos del misterio eclesial» 281.
Es innegable que la Encíclica Mystici corporis Christi escrita por Pío XII en los
primeros años de su pontificado (29.6.1943), gracias a la profundidad de la doctrina y a
la indudable autoridad del propio papa, marcó una inflexión importante en la
consideración eclesiológica de los siglos precedentes, y preparó lo que, con el tiempo,
sería la base del llamado giro copernicano que experimentó la eclesiología en el Concilio
Vaticano II, plasmado sobre todo, en la Constitución dogmática Lumen Gentium
(21.11.1964).

6. UNA HISTORIA SIEMPRE ABIERTA

Decíamos al principio que la Iglesia es una realidad viva, y por eso mismo, sometida, en
este caso, tanto al influjo permanentee indefectible del Espíritu que vive en ella y la
conduce a lo largo de la historia, como de la realidad social en la que está inserta y
enraizada.
De ahí que a la pregunta sobre el futuro de la Iglesia, o mejor, sobre la Iglesia del
futuro, es preciso responder que no es fácil hacer futurología, menos aún, cuando es el
Espíritu, siempre imprevisible e improgramable, el que protagoniza su vida y el que la va
llevando por caminos siempre nuevos e inéditos (cf. Jn 3,5-8).
Ahora bien, a la Iglesia no se le ha asegurado un futuro con determinadas formas o
contornos prefijados. A la Iglesia se le ha asegurado la indefectibilidad hasta el final de los
siglos. Esto quiere decir que, mientras la Iglesia permanezca, con la fuerza del Espíritu,
fiel a su Señor y Maestro muerto y resucitado, mientras permanezca fiel a los elementos
estructurales que le fueron dados, tiene asegurada su existencia en el tiempo y en la
historia. Pero así como a lo largo de los siglos la Iglesia ha cambiado para poder ser un
instrumento útil en manos de Dios para la construcción del Reino, esta misma Iglesia
podrá y deberá cambiar permaneciendo fiel a Cristo y a su Evangelio en su esencia más
profunda. El dinamismo en la fidelidad y la fidelidad en el dinamismo, han de ser dos
principios que se conjuguen y complementen constantemente en el devenir histórico de la
Iglesia. Al no ser una magnitud estática que se transporta de un lugar a otro, de un siglo a
otro, de una época histórica a otra, sino un acontecimiento de gracia siempre antiguo y
siempre nuevo, la Iglesia tiene una historia siempre abierta.
Es evidente, según esto, que la Iglesia, sin perder su propia identidad esencial como
obra del Dios uno y trino, deberá hacer frente en el futuro a algunos desafíos, tanto de
puertas adentro como de puertas afuera282: deberá ahondar en la eclesiología de

147
comunión, y, en particular, abrirse a nuevas y más amplias experiencias de colegialidad,
especialmente para afrontar el desafío de unidad en la diversidad que lleva consigo la
exigencia de la inculturación; deberá reflexionar, en orden a la acción, sobre el lugar y la
función de los laicos y especialmente de la mujer en la comunidad eclesial; deberá
resolver el problema de la verdadera integración de los Movimientos eclesiales en la
comunión de la pastoral diocesana y parroquial; deberá abordar los temas relativos a la
sexualidad humana en toda su amplitud; deberá ahondar en las relaciones con las Iglesias
cristianas no católicas, en especial con las ortodoxas; deberá seguir afrontando las líneas
de evolución del mundo en el que vive y al que la misma Iglesia pertenece; deberá, en
una palabra, hacer frente, desde una inquebrantable fidelidad a Cristo, al desafío de
responder a las necesidades y urgencias profundas e inéditas del mundo para el que
existe.
Esto supuesto, la Iglesia del futuro, en rigurosa fidelidad dinámica a su propia
esencia, deberá ser una Iglesia283:
Abierta: en estado de evangelización y de diálogo tanto en el propio interior de
la Iglesia como hacia fuera de sí misma.
Verdadera comunión de iglesias particulares y locales.
Pluralista en su interior.
De talante pastoral en la que queden excluidas las imposiciones.
Ecuménica, en permanente comunicación con las iglesias cristianas no-
católicas.
Para el mundo, y, por ello, en incansable en actitud de servicio, superando la
visión eclesiocéntrica y centrípeta que, durante siglos, ha predominado en la
praxis eclesial durante siglos.
Construida desde las exigencias del bautismo.
De los pobres.
Democratizada de manera analógica, al igual que, durante siglos y de forma
pacífica, lo ha sido de manera monárquica y piramidal.
De creyentes adultos y corresponsables.
Con unas estructuras modernizadas.
Con profundo sentido escatológico que se traduce en un talante de
provisionalidad.
¿Es posible y legítimo, según esto, hablar de un «nuevo modelo» de Iglesia para el
futuro?284. La historia de la Iglesia, una larga historia hecha de luces y sombras, de
fidelidad y de alejamiento al Proyecto de Jesús de Nazaret, de generosidad y de
prepotencia, de utopía y de terrenidad, nos dice que efectivamente, dentro de la fidelidad
cabe el dinamismo y, por consiguiente, modelos de Iglesia que respondan a la única y
gran misión recibida de Cristo: la construcción del Reino de Dios ya aquí en la tierra. En

148
el futuro, al igual que en el pasado, se cumplirá la constatación hecha por el Concilio
Vaticano II: «caminando la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve
confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no
desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne; antes, al contrario,
persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de
renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso» 285.

149
1 P. FAYNEL, La Iglesia I, pp. 145-146.
2 SAN CIPRIANO, De orat. domin. 23: PL 4,553; cf. SAN AGUSTÍN, Serm. 71, 20,33: PL 38,463s; San
Juan Damasceno, Adv. iconocl. I,2: PG 96,1358D.
3 San Ireneo da por supuesto que Cristo es el Redentor de todos los hombres: de los que son, de los que
serán y de los que fueron (cf. Adv. Haer. IV, 11,38; V, 36: PG 7,1001ss; 1105ss; 1221ss); Orígenes afirma que la
Iglesia es esposa de Cristo desde el nacimiento del género humano... antes de la constitución de este mundo (cf.
In Cant. lib. 2: PG 13,134); y San Agustín no duda en afirmar que cuerpo y miembros de Cristo son todos los
hombres justos, desde el justo Abel hasta el fin de los siglos (cf. Serm. 341, 9,11: PL 39,1499ss); cf. Y-M.
CONGAR, Ecclesia ab Abel, en M. REDING (ed.), Abhandlungen über Theologie un Kirche, (Fs. K. Adam),
Düsseldorf 1952, pp. 79-108.
4 P. FAYNEL, o.c., p. 144.

5 Cf. D. RUIZ BUENO, Los Padres apostólicos, (BAC 65), Madrid 1950, pp. 89-238, especialmente pp.
142-151. Este autor fija la fecha de la Carta entre los años 95 ó 96: o.c., p. 115.
6 Cf. Idem, XIX-XX; XXXVII-XXXVIII; XLII; XLIV; XLVI; LIX; LXV.

7 SAN IGNACIO, Carta a los Filadelfios 8,1, en D. RUIZ BUENO, o.c., p. 485.
8 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846, pp. 354-357.
9 Cf. Eph 5,3; 6,2; Magn 3,2; Rom 9,1.

10 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, o.c., pp. 372-382; Id., Carne de Dios, Barcelona 1969; P. FAYNEL, La
Iglesia I, pp. 151-155.
11 IRENEO, Adversus haereses V,1: PG 7, 1121.

12 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 154 nota 9.


13 IRENEO, Adversus haereses IV,33,8: PG 7,1077-1078.
14 Ad mart. I,1: CCSL I, p. 3; De orat. II,6: CCSL I, p. 258; De praescr. 42,10: PL 2,58; De Bapt. 20: PL
1,1224; De anima 43: PL 2,723; De monogamia 7: PL 2,939; De pudic. 4: PL 2,986-987. Según Quasten,
«Tertuliano es el primero en aplicar el título de Madre a la Iglesia» (Patrología I, Madrid 1961, p. 608). A partir
sobre todo de Tertuliano y hasta nuestros mismos días, ha sido robusta la corriente de pensadores que han puesto
de relieve la naturaleza y condición «maternal» de la Iglesia: cf. H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid
1980, pp. 189-219.
15 De poenit. X,5-6: PL 1,1245.
16 De pudic. 21, 16-17: PL 2,1026.

17 TERTULIANO, De pudicitia 21,17: PL 2,1026. Subrayado nuestro.


18 De catholicae Ecclesiae unitate (= De unit.) 7, en J. CAMPOS, Obras de San Cipriano, (BAC 241),
Madrid 1964, p. 149.
19 Epistola (=Epist.) 66,8,3, en J. CAMPOS, o.c., p. 629.
20 Epist. 66,8,3, en J. CAMPOS, o.c., p. 629.
21 Epist. 73,21,2, en J. CAMPOS, o.c., p. 689.

22 De unit. 6, en J. CAMPOS, o.c., p. 148.

150
23 Epist. 55,24,1, en J. CAMPOS, o.c., p. 538.
24 De unit. 6, en J. CAMPOS, o.c., p. 148.

25 De unit. 23, en J. CAMPOS, o.c., p. 165.

26 De unit. 4, en J. CAMPOS, o.c., p. 147.

27 Epist. 71,3, en J. CAMPOS, o.c., p. 668.


28 Cf. M. BÉVENOT, A Bishop is Responsible to God Alone, en «RSR» 39-40(1951-1952), pp. 397-415.

29 J. CAMPOS, o.c., p. 54.


30 J. QUASTEN, Patrología I, Madrid 1961, p. 338.
31 In Ez. hom. 1,11: PG 13,677.

32 In Cant. 1,37: PG 3,83.


33 In Ex. hom. 9,3: PG 12,364-365.

34 In Cant. comment. II: PG 13,134A; cf. H. CROUZEL, Orígenes. Un teólogo controvertido, Madrid
1998, pp. 287-327.
35 Contra Celsum 6,48: PG 11,1374.
36 J. QUASTEN, o.c., p. 380.

37 In Ies. hom. 3,5: PG 12,841.


38 De principibus Praef. 2: PG

39 J. QUASTEN, o.c., p. 391.


40 Cf. H. URS VON BALTHASAR, Casta Meretrix, en Ensayos Teológicos II (Sponsa Verbi), Madrid 1964,
pp. 239-366.
41 Cf. De Incarnatione Verbi et contra Arrianos 21: PG 26,1021; III Contra Arrianos 33: PG 26,393-396;
Oratio de Incarnatione 30: PG 25,148; Epist. ad Epictetum 6-7: PG 26,1060-1061.
42 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 173. Subrayado nuestro.
43 J. QUASTEN, Patrología I, Madrid 1961, pp. 452-453.

44 Cf. J. MAHÉ, Cyrille d’Alexandrie, en DTC VI, cols. 2476-2527, especialmente cols. 2517-2518, donde
el autor hace una apretada síntesis del pensamiento eclesiológico de Cirilo; E. MERSCH, Le Corps Mystique du
Christ I, París 19513, pp. 489-526; P. FAYNEL, o.c., pp. 176-180.
45 In Ioh (7,39) 5: PG 73,756C.

46 Glaphyra in Numeros: PG 69,624 A-B; 625 A.


47 In Ioh (17,20-21) 11: PG 74,560 A-B; cf. Quod unus sit Christus: PG 75,1256 C-1265 BC; Thesaurus:
PG 75,368 B - 429 C.
48 Cf. E. MERSCH, o.c., pp. 499-503.
49 Seguimos en esta exposición del pensamiento agustiniano la obra de Congar, Eclesiología, pp. 2-10.
Usaremos la edición de las Obras de San Agustín hecha por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC).

151
50 Cf. De vera religione 6,10: en Obras de San Agustín IV, Madrid 1948, pp. 81-83; Ep. ad cath. de
unitate XV, 38: en Obras de San Agustín IV, Madrid 1948, pp. 721-725; De bapt. IV 5,6: en Obras de San
Agustín XXXII, Madrid 1988, pp. 520-522.
51 Tract. in Joan. V, 18; VI, 7s; XV, 3: en Obras de San Agustín XIII, Madrid 1955, pp. 193-195. 183.
407; De bapt. III,4; VII,10: en Obras de San Agustín XXXII, Madrid 1988, pp. 518-520; 528-530.
52 CONGAR, Eclesiología, p. 5.
53 Cf. Ep. 98,5, en: Obras de San Agustín VIII, Madrid 1951, p. 681; Ep. 105,5,16: en Obras de San
Agustín, VIII, Madrid 1951, pp. 763. 775-777.
54 Cf. G. PHILIPS, Estudios sobre la «Ciudad de Dios», 2 vols., La Ciudad de Dios, Madrid 1955.
55 CONGAR, Eclesiología, p. 6.

56 Idem.

57 Cf. Enchiridion LVIs: en Obras de San Agustín IV, Madrid 1948, pp. 543-545.
58 Cf. Sermo 341,11 y 12; Enchiridion LXI.

59 CONGAR, Eclesiología, p. 7.
60 Cf. De Civitate Dei XX 9; Tract. in Joan. XXI 2; Sermo 56,6.

61 Posiblemente se supera esta ambivalencia si se tiene en cuenta que el término «Ecclesia» en San Agustín
no responde exactamente a lo que el común de cristianos (y no cristianos) entienden hoy bajo esa palabra: «la
Ecclesia de Agustín está más cercana a nuestro término “comunidad”, y podría ser reemplazada por populus,
genus, societas» (CONGAR, Eclesiología, p. 7).
62 Será Fulgencio de Ruspe († 533), discípulo de Agustín, el que extreme de forma estricta y restrictiva el
principio formulado ya por San Cipriano (cf. supra) de que Extra Ecclesiam nulla salus»: cf. De fide ad
Petrum: PL 38,79 = ML 65,704.
63 Cf. Contra epist. Parmem. III 4,24; Contra Iulian. I 4,13.

64 Cf. CONGAR, Eclesiología, p. 7.


65 Carta a San Bernardo: PL 182,405.

66 Cf. Enarrat. in Ps. 9,12; Contra Faust. XI 7 y XII 36; De Civit. Dei XX 9,1; Ep. 187,28; Tract. in
Ioan. LXXIV 5; Sermo 181 7; De continentia 25.
67 CONGAR, Eclesiología, pp. 9-10.

68 Baste pensar, por una parte, en el uso más que abundante que hace Santo Tomás en sus escritos de la
doctrina y autoridad de San Agustín; y, por otra, en el uso que hacen del mismo Agustín los Reformadores en no
pocas de sus tesis teológicas.
69 J. SALAVERRI, El Misterio de la Iglesia, en AA.VV., Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia,
Madrid 1966, p. 117.
70 Puede verse una exposición, tanto de los papas como de la lucha conciliarista en estos siglos en K.
SCHATZ, El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Santander 1996, pp. 117-163;
G. LANGEVIN, Synthèse de la Tradition doctrinale sur la primauté du successeur de Pierre durant le second
millénaire, en Il Primato del Successore di Pietro, Atti del Simposio Teologico, Roma 1998, pp. 147-160; W.

152
HENN, Historical-theological synthesis of the relation between primacy and episcopacy during the second
millennium, en Id., pp. 222-273.
71 CONGAR, Eclesiología, pp. 58-59.

72 Gregorii VII Registrum I 21a; VI 17a; VIII 21.

73 Dictatus Papae II.

74 Para la obra de Inocencio III Regestum super Negotio Romani Imperii, ver PL 214-217; cf. Y-M.
CONGAR, Eclesiología, en o.c., pp. 115-119; A. ANTÓN, El Misterio de la Iglesia I, Madrid 1986, pp. 142-
146.
75 CONGAR, Eclesiología, p. 154.

76 CONGAR, Eclesiología, p. 155.

77 Cf. INOCENCIO III, Carta al Patriarca de Constantinopla: PL 214,760BC; DH 775.


78 Cf. INOCENCIO III, Regestum super Negotio Romani Imperii VIII 190: PL 215,767B; DH 774.

79 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 86-92; H. TEDIN, Manual de Historia de la Iglesia IV, Barcelona
1973, pp. 383-387.
80 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 164-174; cf. J. E. SCHENK, Centralización pontificia y tendencias
nacionales, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XI, Valencia 1979, pp. 119-169.
81 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 150; cf. DH 873-874.
82 DH 875.
83 CONGAR, Eclesiología, p. 106.

84 Del Decretum -publicado en Bolonia en 1140- afirma Congar, para hacer ver la importancia que tuvo ya
en su momento, que «nos quedan más de 600 manuscritos» (Eclesiología, p. 86, nota 95).
85 GRACIANO, Decretum XL c. 6.

86 De ecclesiastica potestate III c. 12; cf. R. WEIGAND, Aegidius von Rom en LThK I, Freiburg 19933
cols. 180-181.
87 Comentario al Cantar de los Cantares. Citado por CONGAR, Eclesiología, p. 166, nota 6.

88 CONGAR, Eclesiología, p. 156.


89 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 151.
90 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 171-174; A. ANTÓN, El Misterio I, pp. 112-117.

91 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 197.


92 CONGAR, Eclesiología, p. 93.

93 Cf. Y-M. CONGAR, Ensayos sobre el Misterio de la Iglesia, Barcelona 1959, pp. 47-69; M. Useros,
«Statuta Ecclesiae» y «Sacramenta Ecclesiae» en la eclesiología de Santo Tomás, Roma 1962.
94 Cf. A. ANTÓN, El Misterio I, pp. 100-104. Por lo demás, es un hecho innegable que «el De Ecclesia,
como tratado relativamente autónomo y en su forma estrictamente sistemática, aparece pro vez primera
incorporado al sistema teológico en el siglo pasado» (A. ANTÓN, o.c., p. 100).

153
95 Cf. STh III, Prol.
96 CONGAR, Eclesiología, p. 141.

97 Cf. Contra impugnantes Dei cultum et religionem (1256).

98 Summa Theologica (STh) II q. 3; I q. 2 prol. ; III prol.

99 Cf. Sent. III d. 25, q. 1, a. 2 ad 10; De verit. q. 29, a. 5c.


100 STh I q. 147; I-II q. 106, a. 1; II-II q. 183, a. 3 ad 3; Sent. III d. 13, q. 2, a. 2 sol. 2.

101 STh I q. 92,a. 3; III q. 64,a. 2 ad 3; Sent. IV d. 3,q. 1,a. 3 sol. 2.


102 Sent. IV d. 17,q. 3,a. 1 sol. 5; d. 27,q. 3,a. 3 ad 2.
103 In Ioan. 6, lect. 3; Quodl. XII,19.

104 Cf. STh I q. 117,a. 2 ad 1; III q. 8, a. 4 ad 2; De ver. q. 29,a. 4; Sent. IV d. 2, q. 1, a. 4 sol. 1; C.


Gent. IV q. 78.
105 Cf. Sth I-II q. 106, a. 1 ad 3; II-II q. 2, a. 7; q. 98, a. 2 ad 4; III q. 8, a. 3 ad 3; q. 68, a. 1.

106 F. MERZBACHER, Wandlungen des Kirchenbegriffs im Spätmittelalter, «ZRG Kan» 39(1953), p. 290:
citado en A. ANTÓN, o.c., p. 104.
107 Sent. II d. 44.
108 Cf. CONGAR, Eclesiología, p. 146.

109 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 151.


110 Cf. E. GILSON, La Filosofía en la Edad Media II, Madrid 1958, pp. 328-385; E. AMANN, Occam,
en Vacant-Mangenot-Amann, DTC XXI, cols. 864-904, esp. cols 890-903; P. VIGNAUX, Nominalisme, en
Vacant-Mangenot-Amann, DTC XI, cols. 748-784; A. FOREST y otros, El pensamiento medieval, en A.
FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974, pp. 507-572; CONGAR, Eclesiología, pp. 177-
180; J. FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía 2, Madrid 19908, pp. 1404-1409; R. HEINZMANN,
Filosofía de la Edad Media, Barcelona 1995, pp. 359-392.
111 Dialogus I, 1,4. Este planteamiento dió pie a la llamada doctrina del «multitudinarismo» aplicada
especialmente a los Concilios. Konrad von Gelnhausen decía que «el concilio general es la reunión en un lugar
común de numerosas personas —o incluso del mayor número— convocadas regularmente y que representan los
diversos estados, órdenes, sexos y personas de toda la Cristiandad, venidos o delegados para tratar del bien
común que pertenece a la Iglesia universal» (Epistola concordiae).
112 CONGAR, Eclesiología, p. 180; cf. A. FOREST y otros, El pensamiento medieval, en A. FLICHE-V.
MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974, pp. 518-530.
113 CONGAR, Eclesiología, p. 158.
114 CONGAR, Eclesiología, pp. 164-165, con amplísima bibliografía. Para una presentación de los
distintos elementos que fueron conformando los Tratados De Ecclesia, ver E. DELARUELLE y otros,
Espiritualidad y política en la Edad Media, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIII, Valencia
1977, pp. 272-300.
115 CONGAR, Eclesiología, p. 167.

116 El «conciliarismo» fue haciendo su aparición ya a partir del siglo XIII y fue llevado adelante por una

154
serie de autores con posiciones más o menos radicales o matizadas. Entre ellos pueden citarse como
particularmente representativos a: Marsilio de Padua (1275/80-1312/43), Guillermo de Ockam (1285-1347), Juan
de París (†1306), Konrad von Gelnhausen (1320-1390), Enrique de Langenstein (1340-1397), Pedro de Ailly
(1350-1420), Juan Gerson (1363-1429), Francisco Zabarella (1360-1417), Nicolás Tudeschi (1386-1445),
Nicolás de Cusa (1401-1464) y Juan de Ragusa (†1443).
117 A. ANTÓN, El Misterio I, p. 117

118 Cf. H. JEDIN, Manual de Historia de la Iglesia IV, Barcelona 1973, pp. 700-752; A. FLICHE-V.
MARTIN, Historia de la Iglesia XIV, Valencia 1974; CONGAR, Eclesiología, pp. 197-208; A. FRANZEN,
Conciliarismo, en K. RAHNER y otros (dirs.), Sacramentum Mundi 1, Barcelona 1982, cols. 864-870; G.
ALBERIGO (ed.), Historia de los Concilios ecuménicos, Salamanca 1993.
119 CONGAR, Eclesiología, pp. 191-192.

120 Mansi 27, 585 B, 590 D. Subrayado nuestro. El papa Martín V obligó a todos los fieles a aceptar este
Concilio como Concilio general, aunque no marcara con claridad el ámbito y alcance de los Decretos del mismo.
Cf. G. ALBERIGO y otros, Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1991, pp. 403-451; E. DELARUELLE
y otros, Espiritualidad y política en la Edad Media, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XIII,
Valencia 1977.
121 Cf. P. GLORIEUX, Oeuvres complètes, 7 vols., Paris-Tournai 1960-1966.

122 De todas formas, dada la diversidad y hasta la perplejidad de los Padres conciliares en el uso de los
términos, es posible pensar —con Congar— que se puede «entender el texto del Decreto de una manera que,
honrando su letra, se distancia del conciliarismo sistemático de los teólogos de París» (Eclesiología, p. 199).
123 CONGAR, Eclesiología, p. 201. Hay que reconocer con A. Antón que «el predominio cada vez más
monopolizador que se dio a estas categorías jurídicas humanas, hasta elevarlas a la razón última en orden a
declarar la institución, la naturaleza y la misión de la Iglesia, implicó, tanto en este punto de las relaciones entre el
papa y el concilio como en tantos otros temas eclesiológicos, consecuencias muy funestas» (A. ANTÓN, El
Misterio I, p. 154).
124 J. DE TORQUEMADA, Summa de Ecclesia, Venecia 1561. La estructura material de esta obra
comprende cuatro partes: 1a, De universali Ecclesia; 2a, De Ecclesia romana et Pontificis eius primatu; 3a, De
universalibus conciliis; 4a, De schismaticis et haeresibus. Según algún historiador, «la Summa de Ecclesia
constituye el más desarticulante o «yugulador» espadinazo teológico contra el conciliarismo en aquel siglo y en
los venideros. Un monumento de la teología eclesial. ¿Su estilo? More hispano. ¿Su trama o cañamazo interno?
More thomista« (A. FOREST y otros, El pensamiento medieval, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la
Iglesia XIV, Valencia 1974, p. 690). Por lo demás, es altamente significativo que, en momentos críticos de la
historia de la Iglesia en que parece rebrotar incesantemente la doctrina conciliarista (vgr. en Trento y en el
Vaticano I), se ha reimpreso y distribuido a los Padres conciliares la obra de Juan de Torquemada.
125 Cf. MANSI 29, 245 E y sig.
126 Cf. JUAN DE TORQUEMADA, Summa de Ecclesia I 20.

127 DH 1307.
128 Cf. Y-M. CONGAR, Verdaderas y falsas reformas de la Iglesia, Madrid 19732, Parte IIIa, pp. 317-467;
E. DE MOREAU-P. JOURDA-P. JANELLE, La crisis religiosa del siglo XVI, en A. FLICHE-V. MARTIN (dirs.),
Historia de la Iglesia XVIII, Valencia 1978.
129 CONGAR, Eclesiología, p. 178.

155
130 Cf. H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento I, Pamplona 1972, pp. 186-218; CONGAR,
Eclesiología, pp. 119-129.
131 Ver lo dicho anteriormente a propósito de este autor hablando de los Escolásticos.

132 Ver los amplios y profundos estudios de Y-M. CONGAR: Falsas y verdaderas reformas de la Iglesia,
Madrid 1954; El misterio del Templo, Barcelona 1964; Cristianos en diálogo, Barcelona 1967; Cristo, María y la
Iglesia Barcelona 19682.
133 Y-M. CONGAR, Cristo María y la Iglesia, Barcelona 19682, p. 28.

134 Y-M. CONGAR, Cristianos en diálogo, Barcelona 1967, p. 434, con nota 39.
135 Id., o.c., pp. 441-442.

136 Id., p. 441, nota 73.

137 CONGAR, Eclesiología, p. 221.


138 Cf. H. Jedin, Historia del Concilio de Trento I, Pamplona 1972, pp. 186-218.

139 Congar, Eclesiología, p. 237.


140 Congar, Eclesiología, p. 217.

141 Basta ver el tono beligerante de sus veinticinco Sesiones: DH 1500-1835.


142 Cf. G. ALBERIGO, Die Ekklesiologie des Konzils von Trient, en R. Baumer (ed.), Concilium
Tridentinum, Darmstadt 1979, pp. 278-300; L. Cristiani, El Concilio de Trento, en A. FLICHE-V. MARTIN
(dirs.), Historia de la Iglesia XIX, Valencia 1976; H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento I-IV1/2, Pamplona
1972-1981.
143 Cf. L. CRISTIANI, El Concilio de Trento, en o.c, pp. 9-14; 263-281.

144 Cf. LG 20. 24. 25. 26. 27. 41; ChD 12; PO 7.
145 CONGAR, Eclesiología, p. 228.

146 Cf. L. WILLAERT, La Restauración católica, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XX,
Valencia 1976, pp. 313-340.
147 Un antecesor inmediato de Roberto Belarmino, sobre el que había ejercido un indudable influjo, es
Thomas Stapleton († 1598). Su doctrina eclesiológica, centrada en la función docente de la jerarquía, sostenía
que «en la doctrina de la fe, el pueblo fiel no tiene que estar atento a lo que se diga, sino a quién lo diga» (De
Principibus fidei doctrinalibus, Controv. VI, lib. X, capt. V, en Opera omnia I, Lutetiae Parisiorum 1620, fol.
343). Igualmente, defendía que «a la debilidad e ignorancia humana en todo aquello que pertenece necesariamente
a la fe, no se le viene al encuentro, no se le socorre más que por la sabiduría de la Iglesia docente»
(Principiorum fidei analysis et ad universum opus introductio, Controv. IV, Cuest. II, en Opera qua exstant
omnia I, Lutetiae Parisiorum 1620, fols. 744-750; aquí, fol. 744). Una Iglesia docente, por lo demás, que, para
que pueda dar certeza en la fe, tiene que haber recibido necesariamente la potestad infalible de enseñar y regir
(Ibd.).
148 R. BELARMINO, De controversiis christianae fidei adversus nostri temporis haereticos, Edición de
1598 en Lyón. Las Controversias, escritas entre 1576 y 1588, forman un cuerpo de doctrina dividido en tres
volúmenes: en el Io, aborda siete problemas: la Palabra de Dios escrita o no escrita; Cristo, cabeza de toda la
Iglesia; el Sumo Pontífice, cabeza de la Iglesia militante; la Iglesia militante, congregada en Concilio o esparcida

156
por toda la tierra; los miembros de la Iglesia militante: clérigos, monjes, laicos; la Iglesia que está en el Purgatorio;
la Iglesia triunfante en el Cielo. En el volumen IIo aborda cinco temas: los Sacramentos en general; el Bautismo y
la Confirmación; la Eucaristía y el sacrificio de la Misa; la Penitencia; la Extrema Unción, el Orden y el
Matrimonio. Finalmente, en el volumen IIIo trata tres cuestiones: la Gracia del primer hombre y el estado de
inocencia; la pérdida de la Gracia y el estado de pecado; la recuperación de la Gracia y la justificación por Cristo.
La obra de Belarmino en general y, en particular, las cuestiones tratadas en el primer volumen con el orden en que
aparecen, han tenido una persistente repercusión en la eclesiología posterior, hasta la víspera misma de la
celebración del Concilio Vaticano II. Esta obra, en efecto, tuvo una grandísima difusión: «entre 1586 y 1608 —
precisa Congar— las Controversias conocieron dieciséis ediciones. El influjo de Belarmino ha sido inmenso y
durable, particularmente sensible en el Concilio Vaticano I. Su definición de Iglesia ha inspirado la de un gran
número de tratados hasta el Vaticano II» (CONGAR, Eclesiología, p. 232).
149 Controversia IV, III c. 2.

150 Id.

151 Autores católicos que se significaron en este campo son entre otros: F. de Toledo († 1596), Gregorio
de Valencia († 1603), D. Báñez († 1604), J. de Perron († 1618), San Francisco de Sales († 1622), Juan de Santo
Tomás († 1644).
152 Congar reproduce la afirmación que, desde una postura evidentemente crítica, hacía ya en 1823 Möhler
de la Eclesiología de la Aufklärung: «Dios ha creado la jerarquía y así ha provisto más que suficientemente a las
necesidades de la Iglesia hasta el fin del mundo» (CONGAR, Eclesiología, p. 238).
153 Más aún, Inocencio XI «pretendió definir la infalibilidad papal en agosto de 1682. El episcopado
húngaro reaccionó en el mismo sentido. Numerosos teólogos, igualmente, a finales del siglo XVII y principios de
siglo XVIII» (CONGAR, Eclesiología, p. 240).
154 Cf. L. WILLAERT, La Restauración católica, en o.c., pp. 399-451.
155 E. PRECLIN-E. JARRY, Luchas doctrinales, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXII,
Valencia 1976, pp. 505.
156 Cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 247-248.

157 Estos artículos fueron declarados nulos el 4 de agosto de 1690 en la Constitución Inter multiplices del
papa Alejandro VIII: DH 2281-2285.
158 Cf. E. PRECLIN-E. JARRY, Luchas doctrinales, en A. Fliche-V. Martin, o.c., pp. 505-541.

159 La doctrina de Febronius, prolongada por el canonista vienés José Valentín Eybel (1782), fue
condenada en el Breve de Pío VI Super soliditate petrae (28-XI-1786): DH 2592-2597; cf. DH 2600. 2602.
160 CONGAR, Eclesiología, p. 248.
161 CONGAR, Eclesiología, p. 258.

162 F. DE LAMMENAIS, De la religion considerée dans ses rapports avec l’ordre politique, Paris 18263,
p. 181.
163 J. DE MAISTRE, Du Pape II, p. 16.

164 Acerca del desarrollo del Magisterio, cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 279-280, especialmente, nota 92.
165 Cf. S. KHOMIAKOV, L’Église est une, Lausanne 1872.

157
166 J. A. MÖHLER, La Unidad en la Iglesia, Pamplona 1996, § 49, p. 240; Id., Simbólica, Madrid 2000,
$$ 36-43, pp. 381-435.
167 Cf. J. A. MÖHLER, o.c., § 10, p. 121.

168 CONGAR, Eclesiología, pp. 263-264. Cf. J. A. MÖHLER, Simbólica § 36 [6-8], Madrid 2000, pp.
384-385.
169 Cf. J. LAFLON, La Revolución, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIII, Valencia
1975, pp. 461-502.
170 Cf. R. AUBERT, Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia
1974.
171 CONGAR, Eclesiología, p. 266. Pío IX se presentó a sí mismo como el «único» testigo de la tradición:
cf. R. AUBERT, Le Pontificat du Pie IX (1846-1878), París 1952, pp. 301. 328. 354; Id., Pío IX y su época, en
A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia 1974, p. 379, nota 160.
172 CONGAR, Eclesiología, p. 267. En la obra de Congar cada una de estas serias afirmaciones está
fundamentada por otras tantas notas ilustrativas.
173 Esta tendencia a minusvalorar la dimensión «mistérica» de la Iglesia se puso claramente de manifiesto
en la preparación y celebración del Concilio Vaticano I, sobre todo en la elaboración de la Constitución dogmática
Pastor aeternus: cf. CONGAR, Eclesiología, pp. 276-277.
174 Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra (16-IX-1864): DS 2888.

175 Es la línea seguida sobre todo por teólogos de la Escuela romana: Perrone, Passaglia, Schrader,
Franzelin, Petau, Thomassin, Scheeben...
176 CONGAR, Eclesiología, p. 272. Subrayado nuestro. Cf. H. TRISTAM-F. BACCHUS, Newman, en
Dictionaire de Théologie Catholique XI, cols. 327-398.
177 Cf. G. ALBERIGO, Lo sviluppo della dottrina sui poteri nella Chiesa universale. Momenti essenziali
tra il secolo XVI e il XIX secolo, Roma 1964; R. Aubert, L’ecclesiologie au concile du Vatican, en AA.VV., Le
concile et les conciles París-Chevetogne 1960, pp. 245-284; Id., Vaticano I. Concilios ecuménicos, Vitoria 1970;
Id., Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia 1974, pp. 347-389; U.
BETTI, La Costituzione dommatica «Pastor Aeternus» del Concilio Vaticano I, Roma 1961; J. BRUGERETTE-E.
AMANN, Vatican I, en DTC XV, cols. 2536-2585; C. COLOMBO, Il problema dell’episcopato nella Costituzione
«De Ecclesia catholica» del Concilio Vaticano I, en «La Scuola cattolica» 89(1961), pp. 344-372; J. MADOZ,
La Iglesia, cuerpo de Cristo, según el primer esquema «De Ecclesia» en el Concilio Vaticano, en «RET»
3(1943), pp. 159-181; H. RONDET, Vaticano I, Bilbao 1964; G. THILS, L’infallibilité pontifical. Sources,
conditions, limites, Gembloux 1969; A. ZAMBARBIERI, Los Concilios del Vaticano, Madrid 1996.
178 CONGAR, Eclesiología, p. 291; Id., Jalones para una Teología del laicado, Barcelona 1961, p. 62.
179 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 215.

180 R. AUBERT, Pío IX y su época, en A. FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXIV, Valencia
1974, p. 347. Sobre el Syllabus, ver la misma obra, en pp. 272-285.
181 P. FAYNEL, La Iglesia I, p. 215.

182 Ver texto íntegro en Mansi 51, cols. 539-636; cf. DH 3050-3075.
183 Esta impresión —mejor se diría certeza—, la tuvo y manifestó el Canciller Bismark sobre los obispos

158
alemanes, que reaccionaron enérgicamente, respaldados por Pío IX con su carta Mirabilis illa constantia del 4 de
marzo de 1875: DH 3112-3117.
184 Según CONGAR (Eclesiología, p. 150, nota 145), el término infallibilis aplicado al papa se encuentra
(al parecer) por primera vez en Pedro de Olivi en 1295, para rechazar una asimiliación del papa a Cristo, que le
haría infalible como era éste. Después de 1312 se encuentra en Hervaeus Natalis; más tarde, en 1320, en
Agostino Trionfo; y finalmente, antes de 1328, en Guido Terrena; cf. B. TIERNEY, Origins of papal infallibility
1150-1350, Leiden 1970: es éste posiblemente el mejor estudio histórico sobre el origen y evolución del término
infalible.
185 Cf. Intervencicón de Mons Pie el 13 de mayo de 1870, en Mansi 52, cols. 29-37. Según Congar
abundan los testimonios «sobre la incertidumbre de numerosas inteligencias al principio del siglo XVI, referentes
al primado del papa iure divino, y sobre todo, su infalibilidad. La Iglesia era infalible; pero ¿cuál era precisamente
el sujeto de esta infalibilidad? Sobre este punto la incertidumbre, es decir, las negaciones se prolongarán hasta
mediados del siglo XIX» (CONGAR, Eclesiología, p. 239).
186 DH 3074.

187 CONGAR, Eclesiología, p. 279.


188 La expresión «hablar ex cathedra» aplicada al papa, se encuentra ya en Humberto de Silva Cándida
(1054), en Nicolás de Cusa (1441), en Melchor Cano (1563) y en Francisco Suárez (1600).
189 Cf. A. ZAMBARBIERI, Los Concilios del Vaticano, Madrid 1996, pp. 73-83.
190 CONGAR, Eclesiología, p. 281.
191 En 1867 había escrito sobre Las prerrogativas sobrenaturales de la Iglesia católica; en 1871 centró su
atención (a raiz del Concilio Vaticano I) en el tema del primado del Romano Pontífice; en 1876 ofreció una amplia
reflexión sobre la Iglesia en el siglo XIX; en 1877 abordó el no fácil problema (sobre todo en el siglo pasado) de
la Iglesia y la civilización en el plano meramente material; en 1878, meses antes de su elección como obispo de
Roma, prosiguió la reflexión, en este caso poniendo en relación a la Iglesia con la dimensión moral de la
civilización. Era claro, en todo caso, el interés del obispo de Peruggia por los temas eclesiológicos.
192191 Cf. lo dicho más arriba sobre R. Berlamino, especialmente en nota 148.
193 Cf. M. GUASCO, El modernismo, Bilbao 2000, pp. 129-150.

194 Lleva fecha de 29. 6. 1896, y publicada en ASS 28(1895-1896), pp. 708-739.
195 Fechada el 9. 5. 1897, en ASS 29(1896-1897), pp. 644-658.
196 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 482.

197 Expuesta sobre todo en la Encíclica Satis cognitum (29. 6. 1896), se centra en la analogía existente
entre el misterio de la Iglesia y el misterio del Verbo encarnado. Desde ahí, es posible hablar de lo visible y lo
invisible en la Iglesia; de cuerpo y alma; del Espíritu y de las estructuras; de los elementos humanos y de los
elementos divinos en la Iglesia.
198 «Munus idem, idemque mandatum in eam continuandam transmittere, quod ipse acceperat a Patre»:
Enc. Satis cognitum, en ASS 28(1895-1896), p. 712.
199 Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo 267,4: PL 38,1231A.
200 Cf. Divinum illud (9. 5. 1897), en ASS 29(1896-1897), p. 650.

201 Enc. Mirae caritatis (28. 5. 1902), en ASS 34(1902), p. 642ss.

159
202 Ibidem. Cf. DH 3364.
203 Ven la luz en estos años numerosas agrupaciones laicales como la Hermandad Romana de San Pedro,
la Asociación Olivaint de ayuda a los trabajadores, la Sociedad paulina para al difusión de la prensa católica, la
Hermandad francesa del trabajo, la Liga protectora católica de Marsella, la Unión por el descanso dominical, la
Unión belga contra la esclavitud, la Asociación de la prensa católica de San Agustín, etc. También en España, y
desde esa misma perspectiva apologética-defensiva, aparecen Asociaciones laicales de diversa índole: cf. A.
FLICHE-V. MARTIN, Historia de la Iglesia XXV, Valencia 1985, pp. 117-123
204 Cf. G. QUADRIO, Le relazioni tra Maria e la Chies nell’insegnamento di Leone XIII, en AA. VV.,
Maria et Ecclesia. Acta Congessus Mariologici-Mariani in civitate Lourdes anno 1958 celebrati III, Roma 1959,
pp. 611-641.
205 A propósito de esta forma concreta de magisterio ordinario —las Encíclicas— en el que el papa dice
comprometer su propia autoridad apostólica, observa Congar que «tendió a elevarse por encima del magisterio
ordinario del episcopado disperso y a adquirir un valor que participa del valor del magisterio solemne de
definición, tal como lo había expresado el dogma de 1870; esto sin que quede bien expresado si las encíclicas
equivalen a juicios definitivos» (CONGAR, Eclesiología, p. 285).
206 R. GUARDINI, Vom Sinn der Kirche, Maguncia 1922, p. 1.
207 O. DIBELIUS, Das Jahrhundert der Kirche, Berlin 1926.

208 Son numerosos los Tratados De Ecclesia que han visto la luz en este siglo desde sus primeros años.
Entre ellos se pueden citar algunos de los más representativos: J. M. HERVE, Manuale Theologiae dogmaticae.
De Ecclesia Christi, Parisiis 1924-1926; H. DIECKMANN, De Ecclesia. Tractatus historici-dogmatici I-II,
Freiburg 1925; R. M. SCHULTES, De Ecclesia Catholica praelectiones apologeticae, París 1926; L. BILLOT,
De Ecclesia Christi sive continuatio theologiae de Verbo Incarnato, Romae 1927-1929; D’HERBIGNY,
Theologia de Ecclesia, Paris 19273; De GUIBERT, De Ecclesia Christi, Romae 19282; L. LERCHER-F.
SCHLAGENHAUFEN, Institutiones theologiae dogmaticae ad usum scholarum, Oeniponte 1927-1930; E.
MERSCH, Le Corps Mystique du Christ. Etudes de théologie historique I-II, París 1933; E. MURA, Le Corps
mystique du Christ I-II, París 19372; T. ZAPELENA, De Ecclesia Christi. I Pars Apologetica, II, Pars
Dogmatica, Romae 1940; M. Schmaus, Katholische Dogmatik III/1, München 1940; Ch. JOURNET, L’Église
du Verbe Incarné: I Hiérarchie apostolique; II Sa Structure interne et sa unité catholique, París 1941; S.
TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia: I Introductio; II De Christo Capite; III De spiritu Christi anima,
Romae 1946; J. SALAVERRI, De Ecclesia Christi, Madrid 19625; Y-M. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona
1966, con una amplísima bibliografía sobre la Iglesia en los treinta primeros años del siglo XX.
209 Decr. Sacra Tridentina Synodus (20.12.1905), en AAS 2(1910), pp. 894-898.
210 Decr. Quam singulari (8.8.1910), en AAS 2(1910), pp. 577-583.

211 Motu proprio Inter pastoralis officii sollicitudines, (22. 11. 1903) en Acta Pontificia 1(1903),pp.306-
314.
212 Const. apost. Divino afflatu (1. 11. 1911), en AAS 3(1911), pp. 633-638.

213 Alocución Vi sono grato, en Acta Pii X, 4, p. 310.


214 Enc. Vehementer Nos (11.2.1906), en Acta Pii X, 3, p. 34s.
215 Decr. Lamentabili (3.7.1907) en DH 3401-3467; cf. D 2105; M. GUASCO, o.c., pp. 150-183. Sobre el
Modernismo y sus secuelas, cf. J. M. JAVIERRE, El mundo secularizado (II), en A. FLICHE-V. MARTIN
(dirs.), Historia de la Iglesia XXV, Valencia 1991, pp. 399-428.

160
216 Cf. Pío X, Enc. Pascendi dominici gregis (8.9.1907), en ASS 40, p. 596ss; Decr. Lamentabili
(3.7.1907), en ASS 40, p. 470ss.
217 Cf. Constitución apostólica Providentissima mater Ecclesia (27.5.1917), en AAS 9 (1917), pp. 5-8.

218 Benedicto XV promulgó el Código de Derecho Canónico el 27 de mayo de 1917, en AAS 9(1917), pp.
11-521.
219 Ep. Cum semper (10.2.1921) a los obispos belgas, en AAS 13 (1921), pp. 127-130.

220 Enc. Ad beatissimi Apostolorum Principi (1.11.1914), en AAS 6 (1914), pp. 565-581.
221 Tiene fecha del 15 de septiembre de 1920, en AAS 12 (1920), pp. 385-422.

222 Cf. Enc. Spiritus Paraclitus (15.9.1920), en AAS 12 (1920), p. 389s.


223 Cf. Enc. Mortalium animos (6.1.1928), en AAS 20 (1928), pp. 5-16.

224 Cf. Enc. Mit brennender Sorge (14.3.1937), en AAS 29 (1937), pp. 145-167; Ep. Firmissimam
constantiam (28.3.1937), en AAS 29 (1937), pp. 196-199.
225 Cf. Enc. Divini illius Magistri (31.12.1929), en AAS 22 (1930), p. 49-86; Const. Apost. Deus
scientiarum Dominus (24.4.1931), en AAS 23 (1931), pp. 241-247ss.
226 Pío XI, Enc. Divini illius Magistri (31.12.1929), en AAS 22 (1930), pp. 52-56ss.

227 Cf. lo dicho más arriba acerca de la enseñanza de León XIII. Pío XI repite en la práctica la enseñanza
de San Agustín: Sermo 267,4: PL 38,1231A.
228 Cf. Enc. Ecclesiam Dei (12.11.1923), en AAS 15 (1923), p. 573ss; Enc. Rerum Ecclesiae (28. 2.
1926), en AAS 18(1926), p. 65; Enc. Iniquis afflictisque (18.11.1926), en AAS 18 (1926), p. 465.
229 Enc. Non abbiamo bisogno (29.6.1931), en AAS 23 (1931), p. 285ss.

230 Ibidem.
231 Carta Dobbiamo intrattenerla (26.4.1931), en AAS 23 (1931), p. 145.

232 Cf. Conc. Vat. II, Lumen Gentium 30.33; Apostolicam Actuositatem 1. 2. 3.

233 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 535.

234 Idem.
235 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 530.
236 Cf. el amplísimo artículo de Y-M. CONGAR, Propiedades esenciales de la Iglesia, en MS IV/1, pp.
371-609.
237 Const. Apost. Umbratilem remotamque (8.7.1924), en AAS 16 (1924), p. 385s. Recordar que las
cuatro Notas de la Iglesia (una, santa, católica y apostólica), aparecen ya en el Símbolo del Concilio I de
Constantinopla del 381: D 86; DH 150. Estas cualidades o notas, habían sido ya tomadas en el Símbolo de San
Epifanio, el cual las había tomado, a su vez, del Símbolo de San Cirilo de Jerusalén.
238 Cf. Enc. Ecclesiam Dei (12.11.1923), en AAS 15 (1923), p. 573ss.

239 Cf. Con. Vaticano I, Constitución Pastor Aeternus: «ut vero episcopatus ipse unus et indivisus esset, et
per cohaerentes sibi invicem sacerdotes credentium multitudo universa in fidei et communionis unitate
conservaretur, beatum Petrum ceteris Apostolis praeponens in ipso instituit perpetuum utriusque unitatis

161
principium ac visibile fundamentum, super cuius fortitudinem aeternum exstrueretur templum, et Ecclesiae caelo
inferenda sublimitas in huius fidei firmitate consurgeret» (DH 3051). Cf. Pío XI, Enc, Rerum Ecclesiae
(28.2.1926), en AAS 18 (1926), p. 24ss; Enc. Mortalium animos (6. 1. 1928), en AAS 20(1928), p. 5ss; Enc.
Ad salutem humani generis (20.4.1930), en AAS 22 (1930), p. 201ss; Enc. Mit brenneder Sorge (14.3.1937), en
AAS 29 (1937), p. 145ss.
240 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 519.

241 Cf. AAS 35(1943), pp. 193-248.


242 CONGAR, Eclesiología, p. 294, nota 32.

243 Cf. lo dicho a propósito de SAN ROBERTO BELARMINO: Opera omnia II, 33.7.18; Controversiae
III, 3.5.6.
244 Aloc. C’est bien volontiers (9.3.1956), en AAS 48 (1956), p. 210.

245 Cf. Radiomensaje Sospinti della sete (6.4.1958), en AAS 50 (1958), p. 263.
246 Cf. Aloc. L’elevatezza (20.2.1946), en AAS 38 (1946), pp. 142-148.
247 Radiomensaje Già per la decimaterza volta (24.12.1951), en AAS 44 (1952), pp. 5-15. Aquí, p. 6.

248 Cf. Enc. Mediator Dei (20.11.1947), en AAS 39 (1947), pp. 527-528.
249 Cf. Radiomensaje Grave e ad un tempo tenere (24. 12. 1948), en AAS 41(1949), p. 10ss;
Radiomensaje Leva, Jerusalem (22.12.1957), en AAS 50 (1958), pp. 18-24.
250 Cf. Aloc. In questa vigilia (24.12.1944), en AAS 37(1945), p. 9ss.
251 Aloc. In questo giorno (2.6.1939), en Discorsi e Radiomessaggi I, p. 23ss.
252 Aloc. Graditissima, in mezzo (17.2.1942), en AAS 34 (1942), p. 142; cf. Enc. Summi Pontificatus
(20.10.1939), en AAS 31 (1939), pp. 413-453.
253 Aloc. La grandissima solennità (1.6.1941), en AAS 33 (1941), p. 191.
254 Cf. Const. Apost. Munificentissimus Deus (1.11.1950), en AAS 42 (1950), p. 753.

255 Aloc. Di gran cuore (14.9.1956), en AAS 48 (1956), pp. 622ss; Aloc. Graditissima in mezzo
(17.2.1942), en AAS 34 (1942), pp. 137ss.
256 En: AAS 42 (1950), pp. 561-578.

257 Enc. Humani generis (12.8.1950), en AAS 42 (1950), p. 561.


258 Aloc. Vi diamo il nostro (4.5.1958), en Discorsi e Radiomesaggi XX, p. 151ss.
259 Mensaje L’importance de la Presse catholique (17.2.1950), en AAS 42 (1950), pp. 251-257.

260 Cf. A. Antón, El Misterio II, p. 608.


261 Aloc. De quelle consolation (14.10.1951), en AAS 43 (1951), pp. 788-792.

262 Aloc. L’elevatezza (20.2.1946), en AAS 38 (1946), pp. 149; Aloc. Il vostro Congresso (26.4.1958), en
AAS 50 (1958), pp. 320-322.
263 Aloc. Vous Nous avez (22.9.1956), en AAS 48 (1956), p. 714.

264 Cf. el capítulo XVI de la Carta a los Romanos que es verdaderamente emblemático a este respecto. Cf.

162
igualmente, 1Cor 16,15-20; Flp 4,2-3. 18-23; Col 4,7-17; 2Tim 4,19-22; Tit 3,12-14.
265 Aloc. Poussées par le désir (29.9.1957), en AAS 49 (1957), p. 906.

266 Seguimos en esta presentación a A. Antón en su obra El Misterio II, pp. 625-653.

267 Basta recordar aquí las dos Encíclicas de León XIII: Satis cognitum (29.6.1896) y Divinum illud
(9.5.1897).
268 Una de las voces más radicales fue la del teólogo M. D. Koster en su obra Ekklesiologie im Werden,
Paderborn 1940.
269 Cf. A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 615-625.

270 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 622.


271 Cf. AAS 35(1943), p. 197.

272 Cf. Enc. Mystici corporis, en AAS 35(1943), pp. 197,211,223,234.

273 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 628.


274 Enc. Mystici corporis, en AAS 35 (1943), p. 199.

275 Enc. Mystici corporis (29.6.1943), en AAS 35 (1943), p. 198.


276 Cf. AAS 35(1943), p. 199. La misma convicción la expresó años más tarde en la Encíclica Humani
Generis del 12 de agosto de 1950: en AAS 42 (1950), p. 571.
277 Cf. AAS 35(1943), p. 202.

278 Cf. AAS 35(1943), p. 243. Hay que dejar constancia, sin embargo, de que «los fundamentos de esta
doctrina, a saber, la identidad entre cuerpo místico e Iglesia católico romana y la definición orgánico-social del
sôma Xristôu paulino dejaban una insatisfacción» (CONGAR, Eclesiología, p. 296).
279 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 652.

280 N. OHMEN, L’écclesiologie dans la crise. Questions sur l’Église et son unité, Gembloux 1943, p. 2.
281 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 653.

282 Cf. C. FLORISTÁN, La Iglesia, comunidad de creyentes, Salamanca 1999, pp. 599-624; Ch.
DUQUOR,, «Creo en la Iglesia», Precariedad institucional y Reino de Dios, Santander 2001, pp. 37-99.
283 Cf. K. RAHNER, Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974, pp. 114-162; JUAN PABLO II, Carta
apostólica. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), nn. 29-41.
284 Cf. A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975, pp. 15-109; Comisión episcopal para la
Doctrina de la Fe, NOTA: Sobre usos inadecuados de la expresión «modelos de Iglesia», en «Ecclesia», n. 2397
(12-XI-1988), pp. 29-34;.
285 LG 9.

163
CAPÍTULO 3

LA IGLESIA EN EL CONCILIO
VATICANO II

164
165
Nota bibliográfica
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166
101-166.
A. ZAMBARBIERI, Los Concilios del Vaticano, Madrid 1996.

167
168
Introducción
En la Iglesia, como en la vida, los hechos preceden a las fórmulas; aparece antes la vida
que la reflexión, y la experiencia antes que la formulación sobre ella. Por eso, desde sus
mismos inicios, la Iglesia es mucho más una experiencia de salvación que se vive, que no
una realidad que se reflexiona. Antes se vivió la realidad Iglesia y después (aunque muy
pronto), comenzó la reflexión sobre ella: ¿quiénes somos? ¿cuáles son nuestras señas de
identidad? ¿por qué somos lo que somos? ¿de dónde venimos? ¿cuál es nuestra misión
en el mundo? La reflexión sobre la Iglesia, comenzada bien pronto1, se ha ido haciendo a
lo largo del tiempo, a partir siempre de lo que la Palabra, la experiencia y las actuaciones
de Jesús, recogidas en los escritos del Nuevo Testamento, iban sugiriendo a sus
seguidores, profundamente insertos, por otra parte, en la sociedad que les ha ido tocando
vivir en cada momento2.
La Iglesia, en efecto, no es sólo (como veremos) un misterio, sino también una
realidad histórica. Es una realidad que vive y se desarrolla en la historia; está (en el
sentido más profundo del verbo estar) en la historia: es decir, no como una realidad
artificialmente superpuesta, sino como una realidad profundamente enraizada en ella. Por
eso, se pigmenta en cada momento, de las características sociales, culturales, e incluso
políticas de la época histórica concreta en que vive; ella misma hace historia, y por eso
precisamente está sometida a todos los vaivenes e incluso a los errores de la historia;
sufre y comparte los avatares de la historia.
Pues bien, el Concilio Vaticano II (1962-1965) se inserta en esa ineludible corriente
histórica en la que se han desarrollado todos los momentos (felices o desdichados) por
los que ha ido pasando la Iglesia en su larga existencia. Es necesario conocer el mundo, y
dentro de él, la sociedad de los siglos XIX y XX, (sometido éste particularmente a cambios
rápidos y profundos), para comprender y saberse explicar la necesidad urgente que había
de celebrar un nuevo Concilio ecumémico.
Acerca del Vaticano II se ha discutido ampliamente sobre su naturaleza eclesiológica
y renovadora: ¿fue, y hasta qué punto, el Vaticano II un Concilio renovador, sobre todo y
específicamente, en el ámbito de la eclesiología?3.
El Concilio Vaticano II, que —como se sabe— fue convocado oficialmente para
hacer frente a la múltiple problemática que debía afrontar la Iglesia sobre todo en su

169
relación con el mundo y para una puesta al día («aggiornamento») de todas sus
estructuras e instituciones4, terminó siendo un Concilio sustancialmente eclesiológico:
encontró en la realidad Iglesia el punto de convergencia, el elemento aglutinante de todos
los demás temas, problemas y cuestiones con los que se enfrentaba y a los que quería
responder, y hasta su principio hermenéutico fundamental: desde la conciencia que la
Iglesia de nuestro tiempo tuviera de sí misma, sería posible entender e interpretar todos
los demás aspectos de su vida: la liturgia, los carismas y ministerios, la estructura
jerárquica, su actividad misionera, las relaciones existentes entre sus miembros, etc.5
Hasta el punto de poderse afirmar que el Vaticano II «ha sido el primer Concilio que se
ha propuesto exponer la doctrina global del misterio de la Iglesia» 6. Pero terminó siendo,
igualmente, un Concilio renovador de forma que ha representado, en el ámbito de la
misma Teología de la Iglesia (eclesiología), una auténtica revolución copernicana.
Así lo reconocía el mismo Pablo VI cuando al abrir la 2a Sesión conciliar (29-IX-
1963) afirmaba: «está fuera de duda que es deseo, necesidad y deber de la Iglesia, que se
dé finalmente una más meditada definición de sí misma» 7. Y más adelante añadía: «otro
objetivo principalísimo de este Concilio es el de la así llamada reforma de la Santa
Iglesia» (...) «El Concilio se presenta como un decidido propósito de rejuvenecimiento
no sólo de las fuerzas interiores, sino también de las normas que regulan sus estructuras
canónicas y sus formas rituales» (...) «Sí, el Concilio tiende a una nueva reforma» (...)
«al querer despojarla (a la Iglesia) de toda caduca y defectuosa manifestación para
hacerla genuina y fecunda» 8.

1. UN CONCILIO INESPERADO PERO NO IMPROVISADO

El Concilio Vaticano II, según se ha visto anteriormente al examinar la vida de la Iglesia


en el siglo XIX y primera mitad del XX, fue preparado, desde un punto de vista humano,
por los grandes Movimientos eclesiales que, a modo de fermento, se fueron produciendo
en esos años: bíblico, litúrgico, catequético, pastoral, ecuménico, teológico en general y
eclesiológico en particular.
Teniendo presente cuanto queda dicho en referencia al interés por la eclesiología en
la primera mitad del siglo XX9, queremos referirnos más en particular a tres grandes
corrientes teológicas precursoras de la renovación eclesiológica conciliar:
1.1. Por su especial relevancia y por la estrecha relación de la Liturgia con el
Misterio de la Iglesia, centramos nuestra atención, ante todo, en el Movimiento
litúrgico 10.

170
Este Movimiento, así llamado y puesto en marcha por Dom L. Beauduin en una
Conferencia pronunciada en «el día de los católicos» celebrado en Malinas (23-IX-
1909), había tenido su momento de incubación, su prehistoria, en pleno siglo XIX gracias
a la actividad renovadora de la Liturgia suscitada por Dom P. Guéranger(1805-1875) en
Solesmes y por los hermanos Mauro y Plácido Wolker en Beuron. Es un movimiento que
nace con tal ímpetu y empuje que «ni siquiera la guerra (1914-1918) estuvo en
condiciones de detenerlo» 11.
Jalones importantes de este Movimiento litúrgico fueron: ante todo, el Motu proprio
de Pío X Tra le sollecitudini (22-XI-1903) al afirmar que «la participación activa en los
misterios sacrosantos y en la oración pública y solemne de la Iglesia es la fuente primera
e indispensable del genuino espíritu cristiano» 12. Otro jalón importante y hasta decisivo
es la actividad divulgativa de la Liturgia entre el pueblo realizada por la abadía
benedictina de Maria Laach a partir de 1918, así como la promoción y difusión de la
Misa comunitaria o dialogada en lengua vernácula, no sin reticencias por parte de la
Congregación de Ritos que, sin embargo manifestaba en 1922, que, «per se», está
permitido que el pueblo responda en la Misa. Igualmente relevante fue la actividad
desarrollada, a partir de 1930, por Pío Parsch con sus escritos populares sobre el sentido
y el valor de la Liturgia. Entre los Documentos oficiales hay que mencionar: el Decreto
emanado en 1943 por la misma Congregación de Ritos dando amplia libertad para la
celebración de la Misa dialogada; la Encíclica Mediator Dei de Pío XII (1947) que
representó un reconocimiento oficial del Movimiento litúrgico por parte de la suprema
autoridad eclesiástica; la restauración de la Vigilia pascual ordenada por Roma (1951); la
reforma de la Semana Santa ordenada igualmente por Roma (1955); el Congreso
internacional de Liturgia pastoral celebrado en Asís en 1956; y, finalmente, la
«Instrucción» romana de 195813.
Evidentemente, una nueva forma de entender la celebración eclesial del misterio
cristiano, llevaba implícita (aunque no siempre se explicitara ni con mucho), una nueva
forma de entender el sacerdocio ministerial en relación con la asamblea cristiana,
verdadera protagonista de la celebración en virtud del sacerdocio bautismal; la necesidad
y la manera de participar en la celebración del misterio cristiano, y, en definitiva, una
nueva concepción de Iglesia. Se forma por ese camino «una nueva conciencia de Iglesia;
la Iglesia se hace viva en el alma de los fieles, sobre todo cuando éstos se encuentran
reunidos en torno al altar como Iglesia local. Se dan cuenta de que todos los bautizados
están llamados, como sujetos de un sacerdocio universal y bajo la guía del sacerdote
ordenado celebrante, a celebrar el culto en una acción sagrada que tiene un sentido, es
simbólica, sacramental» 14.
El movimiento litúrgico está, pues, en estrecha relación con el cambio en la forma de

171
entender lo que es la Iglesia. Efectivamente —afirma L. Mayer—, «cuando ya la idea de
Iglesia del siglo XIX, que venía a ser la de una Iglesia social, organizadora y pedagógica,
había agotado su propia vitalidad, fue precisamente el movimiento litúrgico el que
contribuyó de manera decisiva y profunda a crear una nueva idea de la Iglesia. Y esto
sucedió en el sentido de que a los hombres liberados de las estructuras ficticias de las
concepciones pasadas, el movimiento litúrgico les presentaba no un nuevo rostro de la
Iglesia, sino un rostro que había permanecido durante mucho tiempo en la sombra;
trataba, en efecto, de acercarlos lo más posible a lo que la Iglesia era en su naturaleza
más profunda, a saber: a su ser sacramental y a sus celebraciones litúrgicas, mientras que
les enseñaba que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, o sea, el misterio del Cristo
que continúa su existencia humana» 15.
1.2. Otro fermento importante en la renovación eclesiológica llevada a cabo por el
Vaticano II ha sido el Movimiento ecuménico 16. El Movimiento ecuménico, en efecto,
ha tenido un influjo particular en la renovación de la forma de entenderse la Iglesia
católica a sí misma en relación con las diversas confesiones cristianas. Hay que recordar
que uno de los objetivos fundamentales propuestos por el Papa Juan XXIII para el
Concilio por él convocado, y recogido por el propio Concilio, fue precisamente
«promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos: uno de los principales
propósitos del Concilio ecuménico Vaticano II» 17.
El Movimiento ecuménico no sólo ha surgido en el siglo XX, sino que ha
experimentado en este mismo siglo un auge realmente impensado hasta impensable en el
pasado.
Entre los protestantes nace y tiene su punto de arranque como tal movimiento,
en la Conferencia de Edimburgo celebrada en 191018. Esta Conferencia, nacida del
escándalo que suponía una labor misionera hecha desde Iglesias cristianas no sólo
diversas sino contrapuestas y hasta enemigas entre sí, dio origen a dos Movimientos:
Vida y Trabajo (Estocolmo 1925) y Fe y Constitución (Lausana 1927), desembocando
finalmente en el Consejo Ecuménico de las Iglesias (Amsterdam 1948).
Entre los ortodoxos fue sobre todo el Patriarca de Constantinopla Atenágoras I
(1886-1972) el que, desde principios de siglo alentó este movimiento: en primer lugar,
con sus cartas Encíclicas, contribuyendo de forma notable a la renovación de la
eclesiología, a partir de la forma en la que, en la Ortodoxia, se concibe el misterio de la
Iglesia; y después, y de forma del todo particular, con sus históricos encuentros con
Pablo VI en Jerusalén (1964), en Estambul (1967) y en Roma (1967).
Entre los católicos, se inició, algo remotamente, con la Encíclica Satis cognitum de
León XII en 1896, se prosiguió con la Encíclica Mortalium animos de Pío XI en 1928 y
se impulsó con la Encíclica Ad Petri Cathedram de Juan XXIII en 1959.

172
Hay que confesar, de todas formas, que la actitud de la Iglesia católica ante el
Movimiento ecuménico fue, si se exceptúa la de Juan XXIII, una actitud de superioridad
y de no poco recelo frente a las otras Iglesias. De hecho, no había en la tradición católica
ningún antecedente de una acción ecuménica promovida de manera oficial y a nivel
mundial. Más aún, hasta el Concilio Vaticano II la jerarquía católica había mirado no sin
preocupación e incluso con cierta hostilidad el Movimiento ecuménico19. Por
consiguiente, la participación de los católicos en los encuentros ecuménicos estaba
restringida a unos pocos observadores, muy bien seleccionados por otra parte. Se habían
ido celebrando, no obstante, conversaciones informales entre miembros de la Iglesia
católica con otros de las distintas confesiones cristianas, además de fomentar lo que se
llamó el «ecumenismo espiritual».
Subyacente al Movimiento ecuménico, como es fácilmente comprensible, había
unos fermentos eclesiales innegables que, en el Concilio Vaticano II, desembocaron, por
una parte, en la presencia en el Aula conciliar de observadores de las distintas
confesiones cristianas no-católicas; y, por otra, en el Decreto Unitatis Redintegratio: un
Decreto eminentemente eclesiológico por encima de su naturaleza operativa. Dichos
fermentos eclesiológicos condujeron tanto a una fuerte y operativa toma de conciencia
del escándalo y antitestimonio que significa el espectáculo de la Iglesia «una» de
Jesucristo, dividida hasta la atomización y enfrentada escandalosamente en sus diversas
ramas, como al progresivo redescubrimiento de la Iglesia, como Iglesia particular o
diocesana, y, por consiguiente, de la Iglesia universal como comunión de Iglesias locales,
es decir, como Comunidad de comunidades; condujo, finalmente, a la constatación de
que las Iglesias cristianas (católica, ortodoxa y protestante), tienen no pocos elementos en
común, y de todas formas, tienen más y más fundamentales cosas que las unen
(confesión de fe en Dios Uno y Trino, en la divinidad de Cristo, único Mediador entre
Dios y los hombres, la Escritura como Palabra de Dios, el Sacramento del Bautismo, el
ministerio) que elementos que las separan irremediablemente.
Estos fermentos eclesiológicos condujeron a una triple forma de Ecumenismo:
espiritual, plasmado en la Oración por la unidad de todos los cristianos; doctrinal, que
encontró su cauce central en numerosos diálogos entre teólogos de las distintas
confesiones cristianas; y pastoral, plasmado en una serie de acciones y actuaciones
conjuntas en favor de la paz, de la justicia, de la promoción de los pueblos, del
ecologismo, etc.
1.3. Un tercer e importante movimiento de largo alcance renovador ha sido, en el
siglo XX, el Movimiento misionero.
El siglo XX se ha caracterizado —particularmente en su primera mitad— no sólo por
un renovado fervor misionero, sino por iniciar una reflexión seria, orgánica y sistemática

173
sobre el hecho mismo de la Misión: es lo que se llama la Misionología.
Efectivamente, por una parte, los Papas del siglo XX impulsaron notablemente con
sus escritos el hecho misionero: Benedicto XV con su Encíclica Maximum illud (1919),
Pío XI con su Encíclica Rerum Ecclesiae (1926), Pío XII con sus dos Encíclicas
Evangelii praecones (1951) y Fidei donum (1957) y Juan XXIII con la Encíclica
Princeps pastorum (1959). Y por otra, tanto en el campo protestante (con G.Warnack)
como en el campo católico (R. Streit, OMI), la reflexión sistemática sobre el hecho
misionero (su historia, la situación actual, la formación de los misioneros, los métodos
seguidos o a seguir en la evangelización, en una palabra, la misionología), se comenzó a
desarrollar en los primeros años del siglo XX, tomando cada vez mayor importancia hasta
merecer un Documento propio entre los 16 promulgados por el Concilio Vaticano II: el
Decreto Ad Gentes divinitus.
Comienzan a funcionar en estos mismos años las categorías de inculturación del
Evangelio, prosiguiendo la de implantación de la Iglesia, pero no entendida como un
simple trasplante de la Iglesia de Roma con sus formas organizativas e incluso rituales a
los diversos países y culturas, sino como fundación de nuevas Iglesias particulares,
implantadas y enraizadas en la propia cultura. Todo esto lleva consigo la superación de
una Iglesia uniforme y monolítica por una Iglesia que permaneciendo verdaderamente
«una», sea diversa y pluriforme.
La convergencia de todas estas realidades fueron persuadiendo a la comunidad
eclesial de algunas verdades fundamentales que están a la base no sólo del Decreto Ad
Gentes, sino de la misma Constitución Lumen Gentium: a saber, que la obra
evangelizadora no es cosa de unos pocos dentro de la Iglesia, sino de todos y cada uno
de los bautizados por el único y fundamental hecho de serlo; que en la obra misionera,
antes incluso que la «plantatio Ecclesiae» está el compromiso de anunciar a Cristo; que
los destinatarios de este anuncio no viven únicamente en los llamados «paises de
misión», sino que se encuentran también, a causa de la creciente indiferencia e incluso
del ateísmo, en los países tradicionalmente católicos20.
Las diversas corrientes de pensamiento y movimientos eclesiales, y especialmente
los tres a los que acabamos de referirnos, estuvieron en parte promovidos y en gran parte
iluminados y liderados personalmente por una serie de pensadores y teólogos21 que, con
frecuencia, pagaron personalmente la audacia (¡!) de su pensamiento, pero que más tarde
resultaron ser los mejores y más decisivos mentores de la profunda renovación eclesial
que ha significado el Concilio Vaticano II22.
En el contexto de una Iglesia secretamente trabajada y preparada por el Espíritu del
Resucitado con estos «fermentos», hizo Juan XXIII la inesperada convocatoria del
Concilio Vaticano II el 25 de enero de 195923.

174
2. UN CONCILIO ECLESIOLÓGICO

El Vaticano II puede ostentar la gloria de ser el primer Concilio en la historia de la Iglesia


que ha abordado, de forma global, orgánica, sistemática, pacífica, no polémica ni
apologética frente a los no católicos (cristianos o no), una profunda reflexión sobre el ser
y el actuar de la Iglesia: tanto hacia dentro (es decir, hacia la propia Iglesia), como hacia
fuera (o sea, mirando al mundo en el que está, en el que vive, para el que es).
Desde el inicio, y a pesar de la relativa cercanía en el tiempo (1943), los PP.
conciliares fueron conscientes de que «no estaba todo dicho en la Encíclica Mystici
Corporis» 24. Y, por consiguiente, el argumento de la Iglesia estaba llamado a ocupar un
puesto central en el Concilio, llegando a ser su mismo meollo. Esta persuasión, no
desprovista de preocupación, fue expresada en la pregunta hecha por Mons. Huygue,
obispo de Arrás, y recogida por el cardenal Suenens en su primera intervención conciliar:
«Ante todo, hemos de decir qué es la Iglesia misma, como misterio de Cristo que vive en
su Cuerpo Místico; cuál es la verdadera naturaleza de la Iglesia. Le preguntamos pues a
la Iglesia: ¿qué dices de ti misma?» 25.

3. EL ESQUEMA «DE ECCLESIA» Y SU ELABORACIÓN HASTA LA


APROBACIÓN FINAL

3.1. El planteamiento eclesiológico inicial

En primer lugar, y como resultado de la consulta preconciliar mandada realizar por el


Papa Juan XXIII, se hizo, a partir de posibles temas sugeridos por los obispos para su
estudio y desarrollo en el Concilio, un esbozo de Constitución que constaba de 13
puntos: 1) Índole y misión divina de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo; 2) La
Iglesia y la Comunión de los Santos; 3) Los miembros de la Iglesia y sujetos por derecho
de la Iglesia; 4) Necesidad de la Iglesia; 5) Autoridad magisterial auténtica de la Iglesia; 6)
Autoridad disciplinar de la Iglesia; 7) Sacramento del episcopado; 8) Relación de los
obispos con el sacerdocio; 9) Puesto de los laicos en la Iglesia y responsabilidad de los
mismos; 10) Derecho y deber de la Iglesia de predicar el Evangelio a todas las gentes y
en todas partes; 11) La Iglesia y el retorno de los separados; 12) La Iglesia y el Estado;
13) La tolerancia cristiana26.
A partir de estos trece puntos, se redactó el primer Esquema De Ecclesia
propiamente dicho, ultimado e impreso en noviembre de 196227. Este Esquema
comprendía los siguientes once capítulos: 1) Naturaleza de la Iglesia militante; 2)

175
Miembros de la Iglesia militante y necesidad de la misma para salvarse; 3) El episcopado
como grado supremo del sacramento del Orden, y el sacerdocio; 4) Los Obipos
residenciales; 5) Los Estados de perfección evangélica; 6) Los laicos; 7) El Magisterio de
la Iglesia; 8) Autoridad y obediencia en la Iglesia; 9) Relaciones entre la Iglesia y el
Estado; 10) Necesidad que tiene la Iglesia de anunciar el Evangelio a todas las gentes y
en todas partes; 11) El Ecumenismo.
Ahora bien, al establecer el estudio de un Esquema De Ecclesia, el Concilio se había
propuesto hacer un planteamiento y una línea de reflexión eclesiológica que superara lo
que, con un término no del todo pertinente y si se quiere hasta impertinente, se llamaba
el «escolasticismo» de la Teología. A juicio de G.Philips —buen conocedor del tema por
haber llegado a ser el último y definitivo redactor de la Constitución Lumen Gentium—,
el deseo del Papa Juan XXIII era expresamente que «la Constitución no se presente
como una lección de clase. La dogmática escolástica, cuyo valor y mérito son
indiscutibles, no padecerá por esto ninguna injuria. Con todo, un Concilio no se reúne
para proponer unos temas de libro de texto nada más: la cristiandad tiene actualmente
necesidad de interés por los elementos más importantes sin los cuales no puede
desarrollar normalmente su vida de fe. Para esto hay que emplear los mejores trabajos de
exégesis y de patrística, tal como la investigación científica los pone hoy a nuestra
disposición» 28.

3.2. La reacción conciliar


Por eso, este Esquema (el primero), distribuido el 23 de noviembre de 1962, no tuvo
buena acogida entre los Padres conciliares, por entender que no estaba en sintonía con la
orientación dada por el Papa Juan XXIII en su ya mencionado Discurso de Apertura del
Concilio el 11 de octubre de 196229. El Esquema, además, al provenir de la misma
Comisión teológica (presidida por el cardenal Ottaviani) que había redactado el Esquema
sobre las fuentes de la Revelación (ásperamente discutido y contestado por una parte
notable del Concilio ya en la primera Sesión conciliar)30, no gozó de la plena simpatía de
los Padres conciliares.
Más aún, el texto del Esquema (que contenía además de los once capítulos un
apéndice sobre la Virgen María), fue criticado abierta y radicalmente: se trataba, en
efecto, a juicio de los intervenientes, de un texto excesivamente esquemático, abstracto,
falto de organicidad y de cohesión interna, y de verdadero alcance pastoral como había
pronosticado y deseado el Papa Juan XXIII en su Discurso de Apertura: «nuestro deber
no es sólo custodiar ese tesoro precioso como si únicamente nos ocupásemos de la
antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que
exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte

176
siglos. Si la tarea principal del Concilio fuera discutir uno u otro artículo de la doctrina
fundamental de la Iglesia, repitiendo con mayor difusión la enseñanza de los padres y
teólogos antiguos y modernos, que suponemos conocéis y que tenéis presente en vuestro
espíritu, para esto no era necesario un Concilio» 31.
Por eso, en su histórica intervención (4-XII-1962), el cardenal Suenens, en nombre
de un cualificado grupo de Padres conciliares32, pidió que se retirara el Esquema y así se
hizo con la aprobación del Papa.
A la luz de las múltiples intervenciones de los Padres señalando, quien un aspecto,
quien otro, de las muchas carencias observadas en el Esquema, y especialmente a la luz
del programático Discurso de Juan XXIII en la Apertura del Concilio, se hizo inevitable
refundir el Esquema I para llegar a otro Esquema (el II), que respondiera lo más
plenamente posible a las expectativas levantadas y a las carencias apuntadas. Para ello se
adoptó y adaptó, por parte de una nueva Subcomisión «De Ecclesia» (26-II-1963), un
Esquema de origen belga que presentaba la doctrina sobre la Iglesia en cuatro capítulos.
En consecuencia, la Comisión doctrinal aprobó el siguiente Esquema:
1) El Misterio de la Iglesia.
2) Constitución jerárquica de la Iglesia y en especial el Episcopado.
3) El Pueblo de Dios y en particular de los Laicos.
4) Vocación a la santidad en la Iglesia33.
Estos cuatro capítulos, precedidos de una Introducción (Lumen Gentium) formaron
el Esquema segundo que se envió a los Padres conciliares en los meses de mayo y junio
de 1963.

3.3. Las distintas redacciones

El nuevo Esquema se estudia, ante todo, desde la perspectiva de su validez global como
base de trabajo y discusión conciliar. Como tal (como válida base de trabajo), se aprobó
por una casi unanimidad: 2.231 placet; 43 non placet; 27 votos nulos.
A partir de ese momento, el Esquema De Ecclesia y el mismo argumento «la
Iglesia», se convertirán en el verdadero centro de los trabajos conciliares hasta el punto
de poderse llamar, el Vaticano II, un Concilio de la Iglesia sobre la Iglesia34. Así lo
había pronosticado de alguna forma Pablo VI en su primera intervención conciliar como
nuevo papa, en la inauguración de la Segunda Sesión conciliar el 29 de septiembre de
196335.
Como acertadamente hace observar U. Betti, la peculiaridad de este Esquema
(segundo) «no es tanto la materia, cuando la diversa disposición de la misma y, lo que

177
más cuenta, la diversa perspectiva del conjunto y un acento muy marcado de algunos
puntos en particular» 36. Es efectivamente ese cambio de perspectiva, la forma diversa de
acentuar, lo que hace posible y asegura el cambio de clave que significó el Concilio
Vaticano II en la historia de la Iglesia, frente a la forma de entenderse a sí misma que
había tenido la Iglesia sobre todo a partir de la Edad Media. Es este profundo cambio de
clave el que hace posible y permite hablar del Vaticano II, haciéndolo coincidir con «el
fin de la era constantiniana».
Puede afirmarse, sin temor a exagerar, que la verdadera «inflexión» de la marcha del
Concilio, tanto en su aspecto operativo como sobre todo en su orientación doctrinal, la
marcó la intervención del cardenal Suenens con su intervención del día 4 de diciembre de
1962, en la que afirmó rotundamente: «la Iglesia debe presentarse al mundo que espera y
darle a conocer su respuesta a los problemas de mayor importancia que se plantean
hoy» 37.
En la Segunda Sesión conciliar se tomó la decisión de dividir en dos, el capítulo
sobre el Pueblo de Dios y los laicos, a partir de una consideración que, siendo sencilla y
hasta elemental, no deja de tener una enorme trascendencia: a saber, que todos los
bautizados, sin distinción alguna, forman por igual el Pueblo de Dios ontológicamente,
antes de pertenecer a la jerarquía o a un estado de especial consagración.
En la discusión del capítulo II del Esquema segundo (sobre la jerarquía), los Padres
conciliares se encontraron con el problema de no saber cómo armonizar debida y
justamente la doctrina enseñada y hasta definida por el Vaticano I en la Pastor
Aeternus38, con la doctrina del colegio episcopal del que se afirmaba, un poco
genéricamente y sin mayores especificaciones, que sucedía al colegio apostólico. La
discusión, complicada por la introducción de un sondeo sobre cinco puntos que
pretendían aclarar la materia en discusión39, no sirvió grandemente a la clarificación que
se buscaba sobre la relación entre el Romano Pontífice y el Colegio episcopal.
Peor destino tuvo en esta Segunda Sesión el capítulo IV del Esquema presentado
que, a pesar del esfuerzo realizado por un grupo de Padres conciliares para que se
desdoblara (religiosos por una parte y vocación universal a la santidad por otra), no se
logró, permaneciendo unidos en un mismo capítulo ambos argumentos.
En esta misma Segunda Sesión, y por un estrecho margen de 40 votos (1.114, sí;
1074, no), quedó incluido en el Esquema sobre la Iglesia el Esquema propuesto sobre la
Virgen María que entraría, así, a formar parte del Esquema general De Ecclesia como
capítulo V40.
Igualmente, se había pedido a lo largo de la Sesión, en diversas intervenciones, la
inclusión de un nuevo capítulo en que se presentaran las relaciones entre la Iglesia

178
peregrinante en este mundo y la Iglesia del cielo o triunfante41.
De esta forma, como se ve y a pesar de los puntos todavía en discusión, en la
Segunda Sesión conciliar (1963), estaba perfectamente perfilada la doctrina y hasta la
organización interna de la misma, como se hizo patente en el Esquema definitivamente
aprobado en la Tercera Sesión conciliar (noviembre de 1964). Un Esquema que,
debidamente corregido, modificado y hasta notablemente enriquecido, fue enviado a los
Padres conciliares en julio de 196442.
En resumen, el iter del Documento en la Segunda Sesión conciliar fue el siguiente:
— Se redacta un Esquema de once puntos a partir de las 13 Cuestiones
presentadas.
— Se pasa de un Esquema de once puntos a uno de cuatro.
— El Esquema de cuatro se desdoble en uno de seis:
El capítulo II se desdoble en dos: —el Pueblo de Dios.
— Los Laicos.
El capítulo IV se desdobla igualmente en dos:
La Vocación universal a la santidad.
Los Religiosos.
— A este Esquema de seis capítulos se le añade uno sobre la dimensión
escatológica de la Iglesia.
— Finalmente, después de una amplia y hasta áspera discusión, se integra en el
De Ecclesia el Tratado De Beata.

3.4. La aprobación final de la Constitución Lumen Gentium


En la Sesión Tercera y entre los días 16 de septiembre y 29 de octubre (1964), tuvo
lugar la votación (con iuxta modum todavía, es decir, con posibilidad de enmiendas no
sustanciales del texto) de los ocho capítulos en que, finalmente, había quedado
estructurado el Esquema De Ecclesia.
Una vez modificado el texto según las enmiendas admitidas por la Comisión
doctrinal para los diversos capítulos (140 en total), tuvo lugar la votación de todo el
Esquema que fue respaldado por una amplísima mayoría. Efectivamente, el 21 de
noviembre de 1964 fue aprobado (por 2.151 placet sobre 2.156 votantes), el quinto y
último Esquema cuyos ocho capítulos son:
1) El Misterio de la Iglesia.
2) El Pueblo de Dios.
3) Constitución jerárquica de la Iglesia, y particularmente el Episcopado.
4) Los Laicos.
5) Universal vocación a la santidad en la Iglesia.

179
6) Los religiosos.
7) Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial.
8) La Santísima Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la
Iglesia.
Como dice U. Betti, «el Esquema sobre la Iglesia, habiendo recorrido un largo y
atormentado camino, estaba finalmente preparado para la votación final y para la
promulgación conciliar que lo transformaría en la Constitución dogmática» 43.
«Entre los no iniciados —dice G. Philips con cierte deje de justificación y hasta de
amargura—», son muchos los que no se dan cuenta de modo suficiente de que la
Constitución sobre la Iglesia es realmente el trabajo del Concilio mismo y de sus
miembros más activos. La forma es evidentemente obra de un grupo de teólogos, pero el
fondo les fue casi dictado por los padres» 44.
Desde otra perspectiva es importante subrayar con Ch. Möller que «desde el punto
de vista de la madurez de las ideas, lo que extraña es la rapidez del cambio» 45. Y
explicita más su pensamiento haciendo suyas las palabras de Congar cuando éste afirma
que «se ha pasado de una concepción de predominio jurídico a la primacía de la
ontología de la gracia, de un predominio del sistema, a la afirmación del hombre
cristiano, y, por lo que respecta a las estructuras de autoridad en el pueblo de Dios, se ha
reconocido mejor, junto a la monarquía romana, el lugar del colegio universal de obispos,
el de los organismos locales y la parte de la Ecclesia, de la Iglesia como comunidad» 46
Por lo demás, según el autorizado juicio de G.Philips, el Padre conciliar «que tuvo la
intuición más clara del esquema definitivo y que se constituyó en defensor del mismo,
fue el cardenal chileno Mons. Silva Henríquez. Además de una exposición sobre el
pueblo de Dios, el cardenal Silva propone un capítulo especial sobre los santos del cielo y
una exposición final sobre la Virgen María como coronamiento de la Constitución» 47.

4. DUALIDAD DE PLANTEAMIENTOS ECLESIOLÓGICOS: su reflejo


en la Constitución Lumen Gentium48

En el Concilio se manifiestaron, desde muy pronto49, dos tendencias teológicas


claramente contrapuestas: la primera, mayoritaria, deseaba simplemente continuar los
caminos ya trazados y seguidos en el siglo anterior: es la corriente llamada
(sorprendentemente) tradicional, siendo así que no seguía la mejor Tradición de la
Iglesia50. La segunda, llamada corriente innovadora (más que «renovadora»), se abría
totalmente, desde la tradición patrística particularmente, a las tendencias de la

180
problemática actual, también en el campo de la Teología51. La primera tendencia estaba
empeñada en mantener y defender, por encima de todo y a cualquier precio, la
eclesiología proveniente del Concilio Vaticano I (incompleta, como se sabe, a causa de la
brusca interrupción del Concilio en 1870). Considerando a la Iglesia fundamentalmente
como una religión, se sentía ordenada al culto y a la frecuencia de los sacramentos en
vista a una santificación individual y, por eso mismo, muy centrada en torno a la
jerarquía y a todo lo que es poder sagrado en general. Hondamente preocupada por la
enseñanza de la verdadera doctrina, manifestaba una seria y hasta obsesiva preocupación
por las formulaciones claras, precisas y bien definidas.
La segunda corriente (que fue ganando terreno progresivamente y hasta cierto punto
logró imponerse), estaba claramente en línea con la orientación y finalidad pastoral
marcada al Concilio desde el primer momento por el Papa Juan XXIII. Partía, por ello,
de un concepto de Iglesia como Pueblo de Dios, que, desde una profunda comunión, se
presenta como portador de una Buena Noticia y, por consiguiente, como sacramento de
salvación para todos los hombres. Es un Pueblo, además, estructurado en comunidades
en las que se celebra la fe, en las que se viven los ministerios, ordenados o no, con una
exigencia fundamental de servicio y no como expresión de una potestad, aunque fuese
sagrada. Es un Pueblo llamado, todo él, a una comprometida actividad misionera. Como
se ve, era una corriente preocupada por los aspectos vitales del dogma, a partir siempre
de los datos de la Escritura y de la Tradición.
Como consecuencia de esta situación doctrinal y hasta emocional, hay que
reconocer en los Documentos del Vaticano II, y especialmente en la Constitución
dogmática Lumen Gentium, la existencia de dos planteamientos eclesiológicos, no pocas
veces antitéticos, reflejo de la situación existente en el aula conciliar. Estas luchas
dialécticas (con frecuencia muy duras y hasta encarnizadas), dejaron su huella en unos
textos conciliares que, sobre todo en algunos temas, llegan a resultar de cierto
compromiso. No es infrecuente, en efecto, que, junto a un texto que acepta, confiesa e
impulsa una abierta eclesiología de comunión y participación corresponsable de todos los
bautizados, se puedan encontrar otros textos en los que aparece una eclesiología
verticalista de la desigualdad de los miembros dentro de la Iglesia, con innegables aires de
paternalismo de la jerarquía frente a los laicos: vgr. LG 27.30.35.37; CD 11.16; GS 43;
PO 9; AA 24.25. Junto a una eclesiología de base claramente teológica y más
concretamente trinitaria y de comunión, se encuentra un conjunto de afirmaciones
pertenecientes a la eclesiología proveniente de la Contrarreforma. Ello era más fruto de
un cierto irenismo que del convencimiento profundo. Y ello hace «que los conflictos de
interpretación que siguieron al Vaticano II encuentren aquí su origen, así como la
dificultad de encontrar un centro unificador de la doctrina conciliar en su conjunto» 52.

181
No obstante esta constatación, a pesar de todo y hablando globalmente, se puede
afirmar que «el Vaticano II nos legó una eclesiología profundamente renovada respecto,
tanto del método y de los modos de expresión empleados, como de su mismo contenido.
La eclesiología del Vaticano II ha dado pasos decisivos ilustrando aspectos fundamentales
del dogma eclesiológico relegados por varios siglos a un segundo plano de la atención, si
es que no sería más exacto hablar de un olvido, al menos en lo que se refiere a algunos
de dichos aspectos. Se aducen como más significativos: el origen trinitario de la Iglesia;
su índole mística o carismática; la igualdad fundamental de todos sus miembros; el
sacerdocio universal de los fieles; la colegialidad y responsabilidad del episcopado; la
entidad de la Iglesia particular; el significado eclesial de las Iglesias no católicas; la
responsabilidad de la Iglesia y del cristiano frente a los problemas de los hombres a nivel
local y mundial» 53.
Es preciso tener en cuenta, por consiguiente, para valorar en su justa medida las
afirmaciones del Vaticano II en general y de la Constitución Lumen Gentium en
particular, «todas las vicisitudes por que cada elemento del texto y cada encadenamiento
de ideas tuvieron forzosamente que pasar. Que el conjunto sea un monumento de
armoniosa arquitectura no es un efecto del azar, sino el resultado de un serio trabajo de
reflexión colectiva sobre un tema central» 54. De la misma Nota previa (presentada en el
último momento de la tercera Sesión conciliar: 16-XI-1964), dice G. Philips que el papa
consiguió su aprobación (el 19-XI-1964) a costa de un gran precio de «dificultades y
penas» 55.
Refiriéndonos en particular al aspecto doctrinal ofrecido por el concilio, hay que
recordar que la vida de la Iglesia, desde esa vertiente es un «continuum» en el que el
Espíritu Santo es garantía de fidelidad y de dinamismo al mismo tiempo. Esta presencia
del Espíritu, en efecto, garantiza en el campo doctrinal la definitividad y la relatividad de
las fórmulas dogmáticas a la manera de como el cuerpo en el hombre, se renueva
constantemente permaneciendo el hombre siempre el mismo, con su propia identidad
personal. Aplicando este principio a la doctrina expuesta en la Lumen gentium en relación
con la doctrina eclesiológica del Vaticano I56, se puede afirmar de manera objetiva, que
«el Vaticano II no anula sino completa al Vaticano I; ni la colegialidad, al primado; ni
afirmar que la Iglesia católica en su ejercicio católico de fe es infalible, supone negar que
lo sea también el colegio episcopal y su cabeza; ni el acentuar la fundamental igualdad
ontológica de los miembros del Pueblo de Dios pone en peligro la diversidad funcional,
también sacramentalmente fundada; ni la constatación de la llamada universal a la
santidad significa minusvalorar el estado religioso; ni los carismas hacen innecesaria la
autoridad, ya que afirmar ante todo la presencia y actuación del Espíritu Santo no lleva
consigo negar la jerarquía, sino todo lo contrario; ni afirmar que María ha de quedar

182
eclesiológicamente integrada, significa olvidar su especial papel en la historia de la
salvación» 57.
En resumen, creemos que se puede y se debe afirmar que los Documentos
conciliares no son el fruto fácil de un entendimiento rápido, sencillo, inmediato y tal vez
superficial entre los Padres conciliares, ni tampoco fruto de una componenda política.
Por el contrario, son el fruto muchas veces sufrido, el destilado de un laborioso empeño
de búsqueda, de un diálogo con frecuencia difícil, de contraposición de posturas lúcidas,
claras, sin engaños mutuos, de valientes y esclarecedoras defensas: en una palabra, de
una dialéctica en que se afirman los dos términos del binomio, pero con un claro
posicionamiento por la eclesiología de comunión. Por eso, son Documentos que reflejan
de verdad, el punto de convergencia consciente y lúcida a que llegaron las dos corrientes
fundamentales en que estaban divididos los Padres conciliares al iniciarse la celebración
del Concilio en octubre de 1962. Las votaciones finales de los Documentos certifican que
se puede estar seguros de que esos Documentos recogen el pensamiento verdadero del
Concilio en sí, y no el punto de vista de un grupo más o menos amplio de Padres,
vencedor sobre el otro grupo.
Hay que ser conscientes, de todas formas, de que, al no estar siempre
suficientemente armonizadas ambas tendencias eclesiológicas, la interpretación de la
eclesiología del Vaticano II depende, no pocas veces, del horizonte hermenéutico mental
del que la interpreta.

5. LA LUMEN GENTIUM EN EL CONTEXTO DE LOS


DOCUMENTOS CONCILIARES58

Los Documentos del Concilio Vaticano II recogen todos el fruto de los prolongados y
serios debates que tuvieron lugar en el aula conciliar. Es sabido, como acabamos de
recordar, que entre los más de dos mil Padres conciliares existían dos corrientes
fundamentales de pensamiento y de planteamiento: una corriente (claramente mayoritaria
al comenzar el Concilio) empeñada en repetir doctrinas y comportamientos que
pertenecían claramente al pasado, y otra corriente (minoritaria en un principio) que era
particularmente sensible a la problemática del mundo con el que, desde hacía más de un
siglo, se encontraba enfrentada la Iglesia.
Los Documentos conciliares, aún resintiéndose de esa doble corriente como se ha
puesto de relieve más arriba, son el fruto de todos los Padres conciliares que, en la casi
totalidad de los Documentos, lograron una unanimidad admirable y hasta milagrosa59.

183
Dentro de ellos es posible descubrir lo que podría llamarse «la columna vertebral»
de toda la doctrina conciliar: la Constitución dogmática Lumen Gentium.
Efectivamente, el pensamiento eclesiológico del Concilio Vaticano II, su visión
teológica del de la Iglesia, está recogido y plasmado, fundamental pero no
exclusivamente, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium. En ella aparece:
— Una Iglesia totalmente pendiente de la Palabra de Dios y construida dentro de la
gran Tradición eclesial: Dei Verbum.
— Una Iglesia que no sólo acoge en la fe la Palabra, sino que la celebra en unión
con Cristo, verdadero protagonista en el compromiso de alabanza y de acción
de gracias a Dios Padre en el Espíritu, a través de los siglos: Sacrosanctum
Concilium.
— Una Iglesia centrada en Cristo y convencida de que Cristo es salvador de todos
los hombres y de todo el hombre: Ad Gentes. Gaudium et Spes.
— Una Iglesia viva y activa en todos sus miembros, que, por eso mismo, han de
sentirse corresponsables dentro de la comunidad eclesial: Apostolicam
Actuositaten.
— Una Iglesia que se sabe, toda ella, servidora de los demás a la luz de Cristo, el
gran servidor de la humanidad: Christus Dominus. Presbyterorum Ordinis.
Optatam Totius.
— Una Iglesia que se siente constantemente llamada y estimulada a un seguimiento
fiel y generoso de Cristo, el Señor: Perfectae Charitatis.
— Una Iglesia que siente profundamente el dolor y el escándalo de la división entre
los cristianos: Unitatis Redintegratio.
— Una Iglesia inserta en el mundo, a cuyo servicio se siente enviada y por el que
siente una verdadera «simpatía crítica»: Gaudium et Spes.
— Una Iglesia que aprecia y valora debidamente el sentido religioso del hombre en
sí: Nostra Aetate.
— Una Iglesia que valora a la persona en sí y en particular aquello que la hace
verdaderamente tal: la libertad auténtica: Dignitatis humanae.
— Una Iglesia preocupada y solícita ante problemas humanos y sociales de
importancia: Gravissimum educationis momentum, Inter mirifica.
Como se ve, los restantes 15 Documentos pueden ser vistos como el desarrollo de
los ocho capítulos que forman la Lumen Gentium.
Y así:
— El capítulo primero, El misterio de la Iglesia, misterio trinitario y
prolongación del Misterio del Verbo encarnado, tiene un desarrollo espléndido
en las dos Constituciones Dei Verbum y Sacrosanctum Concilium.
— En el capítulo segundo, El Pueblo de Dios, se analiza en las distintas

184
direcciones de su esencia en una serie de nueve Documentos. Porque éste,
efectivamente, es un Pueblo que se encuentra tanto en el Occidente como en
el Oriente: Orientalium Ecclesiarum; es un Pueblo dividido que está llamado
a la re-unificación: Unitatis Redintegratio; es Pueblo que siente la urgencia de
anunciar la Buena Noticia del Evangelio a todos los hombres: Ad Gentes
divinitus; es un Pueblo que siente un profundo respeto y aprecio por las
demás religiones y particularmente por las religiones monoteistas, el judaísmo
y el islamismo: Nostra aetate; es un Pueblo que, estando en el mundo, tiene
que preocuparse del decisivo tema de la educación: Gravissimum
aeducationis momentum, así como de los Medios de Comunicación social,
decisivos en la cultura de la imagen en que vive la sociedad: Inter mirifica; es
un Pueblo que, por la misma razón, tiene que tener una simpatía crítica frente
al mundo a cuyo servicio se siente enviado: Gaudium et spes; es un Pueblo
que respeta profundamente la libertad personal de cada hombre, y
especialmente su libertad en el campo de la opción religiosa: Dignitatis
humanae.
— El capítulo tercero, Constitución jerárquica de la Iglesia, y particularmente
el Episcopado encuentra su desarrollo y complemento en tres Documentos
que hacen referencia tanto al ministerio episcopal: Christus Dominus, como al
ministerio presbiteral: Presbyterorum ordinis, y a la misma preparación de
aquellos que, en su día, serán llamados a ejercer el Ministerio ordenado en la
Comunidad eclesial: Optatam totius.
— El capítulo cuarto, Los laicos, tiene su ampliación y prolongación en el
Decreto Apostolicam actuositatem en el que se abordan aspectos importantes
de la vida laical, que van, desde la espiritualidad hasta la formación, pasando
por los aspectos asociativos de los mismos laicos.
— El capítulo sexto, Los religiosos, se desarrolla, desde un punto de vista más
operativo que teológico, en el Decreto Perfectae charitatis, en el que se
establecen normas y determinaciones para una adecuada renovación de la
Vida consagrada.
De esta forma, se ve cómo la Constitución dogmática Lumen Gentium guarda una
perfecta armonía y homogeneidad, no sólo con las otras tres Constituciones, (DV, SC y
GS) sino también con los nueve Decretos, (CD, PO, OT, PC, AA, OE, UR, AG, e IM), y
con las tres Declaraciones (DH, GE y NAE) del mismo Concilio. Como se ha dicho
anteriormente, esta Constitución dogmática es realmente la verdadera «columna
vertebral» de todo el Concilio Vaticano II60.

185
6. LAS GRANDES «LÍNEAS DE FUERZA» ECLESIOLÓGICAS DE LA
LUMEN GENTIUM

Toda la doctrina conciliar referente a la Iglesia puede organizarse alrededor de algunas


lineas de fuerza, que constituyen, por eso mismo, como el armazón de toda la
eclesiología conciliar. A nuestro entender esas líneas de fuerza son:
6.1. La dimensión mistérica como fundamental y decisivo punto de partida. Situar
la Eclesiología a la doble luz del misterio de la Trinidad y del misterio del Verbo
Encarnado, no es sólo darle su verdadero sentido, sino superar de una vez por todas la
eclesiología societaria y jerarcológica dominante desde la Edad Media hasta la
celebración misma del Concilio Vaticano II.
6.2. La condición de Nuevo Pueblo de Dios, como dimensión primera y radical
que vive todo bautizado como miembro de la Iglesia. Antes de establecer ninguna
distinción a causa de las vocaciones peculiares desde las que se vive la vocación
bautismal, antes de distinguirse a causa de los carismas de los que se pueda estar
adornados, antes de contraponerse por motivo del ministerio que se tenga confiado al
servicio de la comunidad eclesial, todos los bautizados comparten una única y misma
condición: la de ser miembros del único Pueblo de Dios.
6.3. La naturaleza sacramental de la Iglesia, en la que, en profunda analogía con
el misterio del Verbo encarnado, los aspectos externos y estructurales y los elementos
internos de gracia y de salvación están íntimamente unidos formando una sola realidad
compleja, pero de tal forma, que lo externo esté al servicio de lo interno, la articulación
social al servicio del misterio de gracia y de salvación, haciéndolo manifiesto de forma
válida y significativa.
Esta naturaleza sacramental es consecuencia inmediata del «cristocentrismo»
profesado por el Concilio. Es un tema que será abordado explícitamente en el capítulo 5.
Baste dejar aquí consignada la persuasión de que «este tomar en serio la estructura
sacramental de la Iglesia es algo revolucionariamente nuevo en la Lumen gentium» 61.
6.4. La exigencia de comunión existente entre todos los bautizados: tanto
singularmente considerados como constituidos en comunidades en las que, formalmente,
se vive en profundidad la comunión con Cristo cabeza y con cada una de las restantes
comunidades particulares.
6.5. El compromiso misionero de una Iglesia que se siente, toda entera, enviada a
anunciar a todos los hombres la Buena Noticia del Evangelio, superando definitivamente
el doble reduccionismo vivido durante la larga etapa de cristiandad: a saber, el
reduccionismo por el que solamente algunos de sus miembros eran misioneros, quedando

186
todos los demás tranquila y pasivamente insertos en una Iglesia arca de salvación, y el
reduccionismo de los llamados territorios de misión, dando por supuesto que las fronteras
de la misión estaban más allá de los llamados píses cristianos.
6.6. El prototipismo eclesial de María, Madre del Señor. Con la Edad Media
María había comenzado a ser progresivamente la Madre bondadosa frente a un Hijo
justiciero, la Intercesora y la Mediadora entre Dios-Cristo y los hombres pecadores.
Aparecía también María, es cierto, como el modelo a imitar por los cristianos. Pero había
ido desapareciendo la gran perspectiva patrística según la cual María es primera Iglesia,
microhistoria de la salvación, prototipo y paradigma de la Iglesia, realización en plenitud
de aquello a lo que la comunidad eclesial, en cuanto tal, está llamada a ser.
Son éstas las verdaderas líneas de fuerza que con-forman la eclesiología resultante
del Vaticano II, y serán, por ello, los capítulos en los que estructuraremos la reflexión
eclesiológica que se hará a lo largo de esta obra.

7. CARACTERÍSTICAS DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II

Son varios los autores que se han ocupado de analizar y hacer ver las novedades
aportadas por la eclesiología del Vaticano II, así como las características de la misma.
Entre ellos se pueden citar a G. Philips que se centra sobre todo en la novedad de las
claves de interpretación62, al profesor L. Gallo63 y al profesor A. Antón que analiza las
novedades tanto desde el punto de vista del método como desde el punto de vista del
contenido64. E. Schillebeeckx, otro autor, testigo particularmente cualificado de la
renovación eclesiológica que tuvo lugar en el Vaticano II, ha consignado también los
puntos de renovación presentes en la Lumen Gentium65.
Por nuestra parte, creemos con O. G. Hernández que la Constitución Lumen
Gentium ha querido, ante todo, «redescubrir el fundamento original de la Iglesia, e
interpretar su misterio desde sí misma, con categorías elaboradas en una contemplación
del plan de Dios sobre sí, y no deducidas de estructuras humanas: órdenes sociológicos o
sistemas filosóficos. Así, por ejemplo, para la Lumen Gentium, la fórmula “Iglesia =
sociedad perfecta”, no es la palanca más a propósito para facilitar su comprensión.
Antes que imitar la existencia de una sociedad humana, imita ella la existencia y revive
el destino del Verbo encarnado. Por ello tiene una estructura teándrica y deberá saberse
prolongadora del vivir y morir de Cristo» 66.
Los dos ejes sobre los que se ha centrado y afirmado con fuerza el Concilio han
sido: Cristo y la comunidad eclesial vista como pueblo de Dios. La Iglesia, a la luz de

187
Cristo el servidor de los hombres (Mc 10,45; Lc 17,7-10; Jn 13,12-17), se ha entendido
a sí misma, de forma real, libre y operativa, como la gran servidora de la humanidad. Y
es que «por primera vez con esta franqueza y esta amplitud, ha abandonado la Edad
Media, ha aceptado la autonomía de lo temporal dentro de su orden, su carácter laico, y
reconocido el pluralismo de las sociedades modernas» 67.
En este sentido, hay que reconocer que «el Vaticano II se ha distanciado un poco de
determinadas tesis eclesiológicas de Pío XII: no privilegia en un mismo grado la imagen
del cuerpo; supera el unilateralismo de su interpretación socio-corporativa; no recoge en
sentido exclusivo la identidad entre cuerpo místico e Iglesia católica ni la expresión
“ordinati ad”, y distingue perfectamente el caso de los bautizados no católicos del caso de
los no-bautizados; ofrece una interpretación más amplia y más conforme con la historia,
de la relación entre la jurisdicción ordinaria de los obispos y el primado papal» 68.
He aquí los rasgos que, a nuestro entender, caracterizan de forma peculiar la
eclesiología emanada del Concilio Vaticano II, de forma que, en adelante, tanto el
misterio de la Iglesia como el mismo Tratado De Ecclesia, tendrán que plantearse y
vivirse desde estas coordenadas, profundamente transformadas, establecidas por el
Concilio.

7.1. Eclesiología de una Iglesia dinámicamente fiel a sí misma


La presencia y la intervención de los Padres conciliares venidos de todo el mundo (el
mayor número de obispos que jamás se haya reunido nunca en la Iglesia para un
Concilio), la inestimable ayuda y asesoramiento de los mejores peritos y teólogos del
momento (de todas las escuelas y tendencias), el seguimiento vivo y continuado por parte
de todos los creyentes (no sólo católicos sino también de otras confesiones cristianas), la
presencia de observadores religiosos/as, de laicos y especialmente de ortodoxos y
protestantes (en un número, de todas formas, sumamente escaso), todos estos factores
hicieron que la eclesiología que nos ha legado el Vaticano II sea, en realidad de verdad y
a pesar de todas sus limitaciones, «la fiel expresión de esta fe de la entera Iglesia» 69. El
recurso que se hizo frecuentemente a la Tradición (comenzando por las intervenciones
doctrinales de Juan XXIII), se hizo teniendo siempre presente el concepto profundo y
dinámico de Tradición, que no es la simple repetición de la doctrina y, mucho menos, la
conservación de usos y costumbres incluso fuertemente arraigadas en la praxis de la
Iglesia, pero que no pertenecen propiamente hablando a la esencia misma de la Iglesia.
Para el Concilio la Tradición es «la presencia de un mismo principio en todos los
momentos de una historia» 70, y no la mera repetición de la doctrina formulada en un
momento histórico determinado, o el simple hecho de conservar usos y costumbres

188
propios y peculiares de una época, por ancestral que sea. La verdadera tradición sabe
conjugar armónicamente fidelidad y dinamismo: es decir, el mantenimiento de la propia
identidad esencial en el aquí y ahora del momento histórico en que se vive71.

7.2. Eclesiología cristocéntrica72


Si hay alguna característica por la que pueda quedar identificado el Concilio Vaticano II
es, exactamente, por el esfuerzo realizado por los Padres, a lo largo de las cuatro
Sesiones conciliares y en los 16 Documentos promulgados, de «descentrarse» la Iglesia
de sí misma para «centrarse» única y exclusivamente en Cristo. Poner a Cristo en el
centro de la Iglesia con todas las consecuencias que de ese cristocentrismo se derivan,
superando el conocido eclesiocentrismo vivido y practicado a lo largo de muchos siglos,
es posiblemente el gesto más fecundo y determinante del Vaticano II73. La condición
histórica de la Iglesia hace que, situada en unas coordenadas de espacio y de tiempo
determinadas, llegue a tener una percepción y hasta una valoración diversa de los
elementos que la conforman. Es por ello posible, que, por múltiples razones, en algunos
momentos o épocas históricas, la atención de la Iglesia se centre en aspectos de la vida
eclesial que, aun siendo importantes, no son verdaderamente esenciales y, en concreto,
no es el elemento esencial. El elemento esencial de la Iglesia no es otro que Cristo. Pues
bien, hasta tal punto Cristo constituyó el único y verdadero centro de todos los trabajos y
reflexiones conciliares, que sin haber dedicado un Documento expreso y ni siquiera una
parte específica dentro de algún Documento al tema de Cristo, se puede afirmar con
absoluta objetividad, que el Vaticano II es una Concilio esencialmente cristológico.
Por eso, aunque es cierto que el Vaticano II no es un Concilio cristológico en cuanto
que no pretendió en ningún momento dar una visión completa y sistemática del misterio
de Cristo, es cierto sin embargo que «ha puesto de relieve los aspectos fundamentales de
este mismo, sobre algunos de los cuales hasta ahora poco o nada había dicho el
magisterio de la Iglesia, y que proyectan nueva luz sobre varios problemas teológicos,
particularmente en el campo de la cristología y de la eclesiología» 74. De tal forma que
puede afirmarse con toda certeza que es Cristo el verdadero y único centro del Concilio.
Este camino cristocéntrico lo señaló en su primera intervención conciliar el hasta
unos meses antes Cardenal Montini, convertido en papa con el nombre de Pablo VI. Con
palabras encendidas decía a los Padres conciliares: «¿De dónde arranca nuestro viaje?
¿qué ruta pretende recorrer? ¿y qué meta deberá fijarse nuestro itinerario? Estas tres
preguntas sencillísimas y capitales, tienen, como bien sabemos, una sola respuesta, que
aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos y anunciarla al mundo que nos
rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo nuestra vida y nuestro guía; Cristo,

189
nuestra esperanza y nuestro término. Que preste este Concilio plena atención a la
relación múltiple y única, firme y estimulante, misteriosa y clarísima, que nos apremia y
nos hace felices, entre nosotros y Jesús bendito; entre esta santa y viva Iglesia, que
somos nosotros, y Cristo, del cual venimos, por el cual vivimos y al cual vamos. Que no
se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra
verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que
ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles» 75.
Guiados por esta orientación de fondo, los trabajos conciliares encontraron un «eje»
determinante a partir del cual todos los temas y argumentos encontraron su verdadero
sentido. Así se ha podido afirmar que «la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II
está orientada por la fecunda intuición de la analogía del misterio de la Iglesia con el
misterio fundamental del cristianismo, la encarnación del Hijo de Dios: la Iglesia no es
inteligible sino como la proyección del misterio de Cristo en la familia humana. La
expresión y comunicación de la gracia de Dios en la estructura visible de la Iglesia se
funda en la revelación y comunicación suprema de Dios en el hombre Jesús, su Hijo» 76.
Y ese conocedor excepcional de la Lumen Gentium que fue G. Philips afirma sin el
menor asomo de duda que «ya desde el exordio la Constitución (LG) adopta
explícitamente sobre la Iglesia una perspectiva cristocéntrica, perspectiva que no cesará
de afirmarse un sólo instante a todo lo largo de la exposición» 77.
De esta forma, el reflejo de Cristo a lo largo de todos los Documentos conciliares y
en especial de la Constitución dogmática Lumen Gentium, no sólo es innegable sino que
es verdaderamente determinante. «La eclesiología del Vaticano II —afirma A. Antón—
ha insistido reiteradamente en la dependencia de la Iglesia de Cristo, no sólo en calidad
de fundador, legislador y cabeza histórica, sino también porque Cristo es su cabeza actual
que está siempre en ella y con ella hasta el fin de los tiempos. En la Iglesia todo es de
Cristo: su origen, sus estructuras, su mensaje, sus sacramentos, la gracia santificante. De
Cristo emaman también el amor, la fe, la esperanza y la libertad cristianas. La Iglesia es
la continuación de Cristo en los siglos: en ella Cristo ora, sufre, muere y resucita» 78.
Centrada en Cristo, la conciencia de la Iglesia comenzó a cambiar: no en el sentido
de negar todo lo anterior de su historia, sino de integrarlo en una nueva y superior
síntesis; en cambiar los ejes axiológicos de las verdades, en la diversa acentuación de los
elementos constitutivos de la fe cristiana, en la forma de entenderse a sí misma como
mediación de salvación, en redescubrir y vivenciar de una forma nueva, aspectos
olvidados o puestos en la sombra en épocas pasadas; en acentuar perspectivas y tomar
opciones que en tiempos pasados hubieran parecido improcedentes o incluso erróneos;
en percibirse interiormente a sí misma como llamada a un valiente y decidido seguimiento
de Cristo, mucho más que a una simple renovación moral.

190
7.3. Eclesiología pneumatológica79
En íntima relación con el aspecto cristocéntrico, aparece en el Vaticano II el aspecto
pneumatológico. Se ha cuestionado la importancia que los Padres conciliares dieron a la
presencia y a la acción del Espíritu en la vida de la Iglesia. Congar, que toma nota del
reproche que los Observadores no-católicos hacían a los textos en discusión por la
ausencia en ellos de una dimensión pneumatológica, concluye su breve estudio afirmando
sin ningún género de duda que «el Concilio Vaticano II posee una verdadera
pneumatología» 80. El redescubrimiento de la presencia y de la acción vivificante,
unificante y santificadora del Espíritu en el seno de la Iglesia es realmente otro elemento
determinante en la conciencia eclesial según el Concilio. A lo largo de toda la
Constitución Lumen gentium81 se pone de relieve la múltiple acción del Espíritu en la
vida de la Iglesia, hasta el punto, de que «esta dimensión pneumática de la Iglesia, de la
que es un aspecto la dimensión carismática, será una de las aportaciones más fecundas
de la Lumen gentium para la renovación actual de la Iglesia» 82. Esta realidad cobra un
valor especial si se tiene en cuenta que, en los últimos siglos, la eclesiología estuvo
completamente encorsetada y hasta determinada por el derecho público eclesiástico: «se
olvidó que las leyes brotan como precipitado jurídico de una concepción teológica, que, a
su vez, lo es de una conciencia eclesial. ¡Pero nunca a la inversa!» 83.
El Espíritu del que habla el Concilio es, ante todo y sobre todo, el Espíritu de Cristo,
el que realiza la obra de Cristo, el que construye el cuerpo de Cristo (LG 7.8.14). Es, por
eso mismo, el vivificador de la Iglesia (LG 4.7.8.17; UR 2; AG 4); el principio de la
comunión eclesial (LG 13.25.49; AG 19; UR 2; OE 2); el vínculo de unidad en la Iglesia
(LG 4.7.9.13; AG 4) y como tal, el impulsor de la unidad de la Iglesia (LG 15; UR 1; GS
92) y del ecumenismo (UR 1.4). Él es el que congrega al Pueblo de Dios (AG 15), el
distribuidor de los carismas (LG 12; UR 2; AA 3; AG 4.23), la fuente de la santificación
(LG 4; GS 22), el impulsor de la acción de gracias en la Liturgia de la Iglesia (SC 6), el
custodio de la verdad en la Iglesia (LG 8.25) y el que la conduce al pleno conocimiento
de la verdad (DV 8.19.20).
Incluso más allá de la comunidad eclesial, el Espíritu también actúa: «inunda el
universo» (PO 22; GS 11), «restaura internamente a todo el hombre» (GS 22), «guía el
curso de los tiempos, renueva la faz de la tierra, está presente en esta evolución» (GS
26), «obra en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino
alentando, purificando y restableciendo los generosos propósitos de la familia humana»
(GS 38), hace que el hombre «no sea totalmente indiferente al problema religioso» (GS
41).
Por lo demás, una eclesiología cristocéntrica es imposible sin una correspondiente

191
pneumatología. Lo mismo que lo es una eclesiología de comunión, una eclesiología de
tipo personalista o una eclesiología planteada desde una perspectiva verdaderamente
ecuménica. Es el Espíritu el que hace posible establecer la analogía entre el Misterio del
Verbo encarnado y el Misterio de la Iglesia: «porque así como la naturaleza asumida sirve
al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de
modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica,
para el crecimiento de su cuerpo» (LG 8). Es el mismo y único Espíritu el que habita y
anima a la Cabeza y a los miembros (LG 10.12.35). Como es el Espíritu Santo el que
hace posible que en la Iglesia, la gracia de la salvación y las estructuras externas estén de
tal forma unidas, que la conviertan en un sacramento: signo e instrumento de salvación
(LG 1.9.48; SC 2.5.26; GS 42.45; AG 1.5).

7.4. Eclesiología de comunión


Es posible pensar que «la innovación de mayor trascendencia del Vaticano II para la
eclesiología y para la vida de la Iglesia, ha sido el haber centrado la teología del misterio
de la Iglesia sobre la noción de comunión» 84. Una perspectiva, por otra parte, enraizada
en la mejor y más constante tradición cristiana85.
Efectivamente, la Eclesiología resultante del Vaticano II es sustancial y
ontológicamente, una Eclesiología de comunión. La Iglesia, como reflejo del Misterio
trinitario, es misterio de comunión, como quiere que la Trinidad cristiana, es, en su
esencia más íntima y profunda, misterio de comunión, paradigma y modelo (como llegará
a afirmar el Concilio más adelante: Unitatis Redintegratio 2) para toda forma de
comunión entre los cristianos y para la misma configuración de la Iglesia. Es misterio de
comunión entre las Iglesias particulares y la Iglesia de Roma; es misterio de comunión en
el interior del colegio episcopal en su relación con el obispo de Roma, cabeza de este
colegio; es misterio de comunión entre las diversas vocaciones vividas eclesialmente; es
misterio de comunión muy particularmente en el sacramento de la Eucaristía, raíz y
quicio de la comunidad eclesial en general y de cada una de las Iglesias locales en
particular: es la Eucaristía la que hace y construye la Iglesia, que, por eso mismo, se
siente interiormente impelida a celebrar y vivir incansablemente la Eucaristía86; es
misterio de comunión, por cuanto está llamada a la unidad en la diversidad, dejándose
guiar por el Espíritu Santo, principio de unidad y de comunión entre las Divinas
Personas.
El Vaticano II, para hablar de las diversas categorías de miembros que forman la
Iglesia y de las relaciones que entre ellos existen, escogió la categoría fundamental de
«communio fidelium»: es decir, dando un vuelco profundo a la que había sido desde
siglos la perspectiva eclesiológica, tomó como punto de partida, no el vértice

192
sacramental constituido por el sacramento del Orden, sino la base sacramental
constituida por el sacramento del Bautismo. Desde esa base sacramental, se plantea y
enfoca la doctrina del ministerio en la Iglesia y de su forma de ejercicio; la común
dignidad de todos los bautizados; la unidad más profunda dentro de la más amplia y
legítima diversidad; la realidad de las Iglesias particulares en la Iglesia universal; la
unicidad de la Iglesia aun dentro de la variedad de tradiciones, oriental y occidental; la
forma de entender y ejercer la autoridad en la comunidad eclesial, etc. Como se ve, es la
realidad sacramental del Bautismo, compartida por todos los miembros de la Iglesia antes
que cualquier otra diferenciación, lo que constituye el fundamento sobre el que descansa
la comunión eclesial al mismo tiempo que la exige y la hace posible87.

7.5. Eclesiología personalista


No sólo desde el punto de vista humano cada persona es única e irrepetible —y por ello
digna de todo respeto y consideración—, sino también en el ámbito de la comunidad
eclesial. También en la Iglesia la persona bautizada es única e irrepetible en virtud del
sacramento de la incorporación a esa comunidad: el Bautismo.
Ahora bien, la persona humana, siempre desde su irrepetible originalidad, se
constituye como tal, precisamente en virtud de la esencial relación que tiene con el otro,
con los otros. De ahí que, también en la comunidad eclesial, el yo y el nosotros son
dimensiones absolutamente constituyentes del ser del cristiano como lo es del ser del
hombre; y, por eso mismo, absolutamente insuprimibles. La supresión de alguno de los
dos términos del binomio llevaría necesariamente al individualismo más radical o al
colectivismo más destructor de la persona.
Pues bien, al entender la presencia del bautizado en la Iglesia como el resultado de
un llamamiento personalizado de Dios y de una respuesta igualmente personal del
hombre a ese llamamiento divino, el Concilio Vaticano II ha visto lógicamente el
Bautismo como un gesto absolutamente personal del creyente.
Más aún, una de las claves fundamentales para entender la revolución copernicana
del Vaticano II es precisamente el haber puesto el acento en lo personal, mejor, en la
persona, antes y por encima de lo estructural y normativo: la respuesta personal, la
responsabilidad personal, la libertad personal de conciencia y de opción religiosa, el
respeto a la persona discrepante, el juicio y la decisión personal en asuntos y argumentos
incluso muy importantes (paternidad responsable, opción política, comportamientos
sociales, etc.), son otras tantas expresiones externas de ese profundo y trascendental
cambio de clave realizado por el Concilio88.

193
7.6. Eclesiología sensible a la instancia ecuménica
Desde el primer momento, en el Vaticano II estuvo presente de una forma activa y
esperanzada, la instancia o inquietud ecuménica89. En su intervención del 19 de
noviembre de 1962 decía el obispo De Smedt (miembro del Secretariado para la unión de
los cristianos) que con el sistema seguido hasta entonces consistente en exponer cada uno
claramente sus puntos de vista doctrinales pero sin hacer el menor esfuerzo para
comprender los puntos de vista del interlocutor, «no se ha realizado ningún avance por la
vía de la unidad, muy al contrario». Por eso no es posible ocuparse «únicamente de la
verdad como tal, sino también de la forma de presentarla a fin de hacerla comprensible a
los demás». Y ponía como ejemplo el problema del lenguaje escolástico que es «mal
comprendido por los no católicos; por contra, el lenguaje bíblico y patrístico evita
muchos errores y prejuicios» 90. En esto no hacían los Padres conciliares otra cosa que
coincidir o posiblemente seguir las inquietudes y puntos de vista del Papa Juan XXIII,
puestas de relieve en su Discurso de Apertura del Concilio91.
Son numerosos los momentos de la discusión conciliar en los que se pone de relieve
esta sensibilidad ecuménica. Uno de ellos, de los más decisivos a nuestro parecer, es
aquel en el que se discutía la cuestión concerniente a la pregunta: ¿dónde se encuentra la
verdadera Iglesia? El Vaticano II, en contraposición al Concilio de Trento, no responde
que es la Iglesia católica y concretamente la Iglesia católica romana. Responde (cf. LG
8b) con una expresión, subsistit in92, una expresión de la que pronosticaba G. Philips
que haría «correr ríos de tinta», y sobre la que, de todas formas, el Concilio no ofreció
ninguna dilucidación ulterior con el objeto de aclarar y precisar el sentido exacto en el
que debía ser entendida dicha expresión. Se puede pensar con Philips que la expresión
significa: «ahí es donde encontramos a la Iglesia de Cristo en toda su plenitud y en toda
su fuerza, al modo como san Pablo dice de Cristo resucitado que ha sido establecido Hijo
de Dios en dynamei, con potencia(Rom 1,4)» 93.
Sea cual fuere el sentido, lo importante es subrayar la sensibilidad de los Padres
conciliares al superar la consideración de herejes o cismáticos que en la Iglesia católica
había estado vigente durante siglos al referirse a los cristianos que, por diversas razones y
en diversos momentos de la historia, se habían ido separando de la confesión católica de
la Iglesia de Roma. Estos cristianos no-católicos son, según el Vaticano II, «hermanos
separados» y sus confesiones constituían verdaderas iglesias94.

7.7. Eclesiología para la vida


La eclesiología del Vaticano II ha querido ser, en perfecta sintonía con la orientación

194
general que impimió Juan XXIII a todo el Concilio, una eclesiología al mismo tiempo
dogmática y pastoral95. Al afirmar esto hay que interpretar los dos términos —dogmático
y pastoral— en su justo y preciso sentido: un sentido eminentemente positivo, según el
cual, la doctrina es sensible a la situación y urgencias que presenta el mundo, y las
actuaciones pastorales encuentran en la doctrina su mejor y más decisivo fundamento.
Doctrinal o dogmático no quiere decir que el Concilio tuviera que definir nuevos dogmas
o condenar doctrinas inaceptables o lanzar anatematismos, sino que subrayaba la
necesidad de repensar el mensaje cristiano, presentándolo en términos positivos y en
forma y lenguaje propio y adecuado a nuestro tiempo. Pastoral, por su parte, excluye
toda interpretación superficial o peyorativa, como si se tratara de entrar por caminos de
un pragmatismo pastoral de tipo inmediatista y carente de todo fundamento doctrinal
serio y consistente. Nada más lejos de la realidad. «Nuestro deber —decía Juan XXIII—
no es sólo custodiar ese tesoro precioso, como si únicamente nos ocupásemos de la
antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que
exige nuestro tiempo»..., porque «una cosa es la sustancia del “depositum fidei”, es
decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se
expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario,
ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente
pastoral» 96.
La Eclesiología conciliar es una letra, pero también y sobre todo, un espíritu, como
ha puesto de relieve uno de los artífices del Concilio Vaticano II y uno de los mejores
conocedores de la profunda transformación operada en el seno del mismo Concilio. Dice
en efecto Congar: «se ha notado que un espíritu anima a este gran cuerpo (el Concilio).
Sin duda, sin que lo haya compartido íntegramente la totalidad o la unanimidad
cuantitativa de los obispos. No hemos ocultado ni tampoco exagerado las tensiones que
se han manifestado. Sea lo que quiera de tal o cual individuo, existe, se ha formado y
afirmado netamente un espíritu del Concilio, muy de acuerdo con el de S. S. Juan XXIII.
Es un espíritu de franqueza y de libertad, alejado de todo servilismo y de todo cálculo
interesado. Es un espíritu de servicio a los hombres, alejado de toda actitud señorial,
ávida de privilegios. Es un espíritu evangélico y apostólico, un espíritu de respeto y de
amor para los hombres, cuidadoso de honrar su libertad y su dignidad. También un
espíritu de apertura a los demás, libres del espíritu de triunfo teológico o clerical. Es, en
fin, una atención intensa para escuchar lo que Dios, que habla también por medio de los
acontecimientos, exige hoy de su Iglesia» 97.

8. ALGUNAS CUESTIONES CANDENTES Y NO RESUELTAS

195
DEFINITIVAMENTE

1) Un tema importante apareció y fue creciendo en interés y en esfuerzos de clarificación


en las sucesivas Sesiones del Vaticano II, es el tema de la Colegialidad98. Su aparición
en el Concilio se debe, en buena parte, a la controversia (que tuvo particular relieve y
protagonismo entre los años 1955-1960) acerca de la esencia y sacramentalidad del
Episcopado99, así como la sensibilidad creada en la Iglesia católica gracias al movimiento
ecuménico especialmente en su relación con las Iglesias ortodoxas100.
El Concilio, en consecuencia, ha revitalizado el concepto de colegialidad episcopal:
«un concepto que no era nuevo, pero cuyo reconocimiento había sido impedido durante
la Edad Media por una consideración excesivamente exclusiva de los apóstoles y de los
obispos dispersos; posteriormente, por una cierta ideología del colegio cardenalicio;
finalmente, tras el conciliarismo, por una distinción mal aplicada entre una sucesión de
los apóstoles como apóstoles, y una sucesión de los apóstoles como obispos» 101. En este
sentido, la doctrina de la Colegialidad está llamada a corregir «el unilateralismo de una
eclesiología de pura monarquía pontificia y sitúa al episcopado en la apostolicidad de la
Iglesia de modo interesante para los ortodoxos» 102.
2) A propósito del tema de la Colegialidad es preciso detenerse en la presentación
de la Nota explicativa previa comunicada a los Padres conciliares, «por mandato de la
autoridad superior», el 16 de noviembre de 1964103.
Esta Nota explicativa que, como decía el Secretario del Concilio Mons.Felici, «es
previa a los modos (modi) referentes al capítulo tercero del esquema De Ecclesia, de
alguna manera tomó por sorpresa al Concilio en cuanto que fue presentada y leída a los
Padres conciliares en el último momento de la Tercera Sesión conciliar. En sí no contenía
nada verdaderamente nuevo, no haciendo otra cosa que puntualizar, con la «autoridad
superior» de Pablo VI, los cinco puntos o cuestiones que habían sido presentados en el
aula conciliar un año antes (30 de octubre de 1963) para que, sobre ellas, expresaran los
Padres conciliares su parecer.
En la Nota explicativa previa se precisa, ante todo, el sentido en que debe ser
tomado el término «colegio» cuando se aplica al cuerpo episcopal: ni se puede entender
en el sentido del Derecho romano o bizantino (coetus aequalium = grupo de iguales), ni
en el sentido simplemente jurídico. Su contexto es el de una verdadera «comunión
eclesial» vista y entendida desde la Tradición de la Iglesia y, más aún, desde la
peculiaridad que enseña la Palabra revelada: la proporcionalidad existente entre Pedro y
los Apóstoles y el Papa y los Obispos (1a observación). Se reafirma, en segundo lugar,
que la raíz y la fuente de la triple potestad pastoral (santificar, enseñar y gobernar) es la

196
gracia de la Consagración episcopal. Por consiguiente, la jurisdicción que el Papa
otorga al nuevo Obispo brota de su propia Consagración episcopal, aunque deba ser
definida de modo más concreto por el Papa en lo tocante al área de su aplicación, forma
y medida en que la jurisdicción deba ser ejercida (2a observación). Precisa, en tercer
lugar, sin rebasarla de todas formas, la doctrina del nº 22 de la Lumen Gentium, al
afirmar que el Colegio, que no existe sin su Cabeza, «es también sujeto de la suprema y
plena potestad sobre la Iglesia universal». Teniendo presente, de todas formas, que «la
distinción no se establece entre el Romano Pontífice y los Obispos colectivamente
considerados, sino entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano Pontífice
junto con los Obispos» (3a observación). Finalmente, la Nota explicativa previa reafirma
la doctrina (del Vaticano I) según la cual para todo acto estrictamente colegial, se
requiere el consentimiento del Papa. Es de notar que, tanto en el nº 22 de Lumen
Gentium como la misma Nota explicativa previa, no se habla de «dependencia del
Papa», sino «con el consentimiento del Papa». Y se dice «con el consentimiento de su
Cabeza —prosigue la Nota— para que no se piense en una dependencia, por así decirlo,
de un extraño; el término consentimiento evoca, por el contrario, la comunión entre la
Cabeza y los miembros e incluye la necesidad del acto, que compete propiamente a la
Cabeza» (4a observación).
De todas formas, en relación con el planteamiento eclesiológico del Vaticano II
puede decirse que si esta Nota explicativa previa no contradice efectivamente la letra del
Concilio, no es de ninguna manera fácil afirmar que interpreta la intención del mismo
Concilio. A lo largo de toda ella se tiene la impresión (mejor se diría la persuasión), de
que subraya y refuerza más y más la doctrina del Vaticano I acerca del primado en
relación con los restantes miembros del Colegio episcopal.
3) Otra cuestión abierta incluso después del Vaticano II es la relativa al poder
supremo en la Iglesia. ¿Es estrictamente monárquico o está distribuido sobre dos sujetos
inadecuadamente distintos? ¿es siempre colegial? ¿cuáles son las relaciones exactas entre
primado y episcopado? ¿de dónde procede el poder universal ejercido por los obispos en
el Concilio: de su propia Ordenación episcopal (supuesta siempre la comunión con los
restantes miembros del Colegio y, naturalmente, con su Cabeza), o del jefe del Colegio?
En este mismo contexto es preciso situar una cuestión que ha cobrado especial relieve
sobre todo a raíz de la Encíclica Ut Unum sint de Juan Pablo II: es la reinterpretación del
ministerio petrino en el contexto de una Iglesia-comunión104.
4) En íntima conexión con el tema de la relación existente entre primado y colegio
episcopal, y posiblemente a la base del mismo, está el problema de la relación entre
Iglesia particular e Iglesia universal. La articulación de las Iglesias particulares en el
ámbito de la Iglesia universal es una cuestión particularmente importante y hasta decisiva

197
en una eclesiología basada sobre todo en la Escritura y en la Tradición105.
Sentado el principio de que la Iglesia particular reunida alrededor de su obispo para
celebrar la Eucaristía es «la principal manifestación de la Iglesia» (SC 41; cf. LG 23.26),
es claro que esa Iglesia particular no es una parte de la Iglesia universal como si fuera
una parte respecto del todo, sino que es la Iglesia de Cristo presente en un territorio
concreto y determinado: es la parte por el todo. Resulta igualmente claro que la única
Iglesia de Dios se encuentra presente en cada celebración local, y, por consiguiente, que
la Iglesia particular no gravita en torno a la Iglesia universal (cf. LG 13.23; CD 6; OE
2.3; AG 15-22).
La pregunta determinante que subsiste, sin embargo, es la siguiente: ¿cómo han de
articularse Iglesia particular e Iglesia universal, de forma que la Iglesia particular, siendo
plenamente Iglesia de Cristo, lo sea en la católica (es decir, en la comunión con las
demás Iglesias locales y particularmente con la Iglesia de Roma), y la Iglesia universal,
presidida por la Iglesia de Roma, no empobrezca, minusvalore o haga desaparecer a la
Iglesia particular? La colegialidad de las Iglesias particulares, ¿ha de ser entendida desde
la perspectiva de la Iglesia universal o en la perspectiva de la Iglesia particular?
E) Un tema abierto en el campo de la eclesiología católica es igualmente el de la
sinodalidad como forma de gobierno en la Iglesia: ¿es posible? ¿contradice la enseñanza
del Vaticano I? ¿va contra la Tradición de la Iglesia? ¿es (la sinodalidad) una dimensión
ontológica de la constitución de la Iglesia? ¿se actualiza sólo en los sínodos o también en
otras formas no específicamente institucionales? ¿debe funcionar no sólo en el nivel de
obispos-obispos, sino también en el de los obispos-presbíteros, e incluso en el de los
obispos-presbíteros-laicos?106
F) Finalmente, un punto que está pidiendo una amplia y lúcida profundización es el
de la relación existente entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial: ¿basta la
enseñanza de la Lumen Gentium cuando afirma que difieren «esencialmente y no sólo en
grado», de forma que «se ordenan el uno al otro» (n. 10)?

9. BALANCE GLOBAL: UNA NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL

En la Constitución apostólica Humanae salutis (25-XII-1961) de convocatoria del


Concilio afirmaba con gran sencillez pero con total claridad el Papa Juan XXIII:
«acogiendo como venida de lo alto una voz íntima de nuestro espíritu, hemos creido
estar ya maduros los tiempos para ofrecer a la Iglesia católica y al mundo el don de un
nuevo Concilio Ecuménico» 107. Juan Pablo II, abriendo el mismo Sínodo
extraordinario convocado para evaluar los frutos del Concilio a los veinte años de su

198
conclusión (24-XI-1985) no dudaba en calificar al Concilio como «gracia excepcional»,
«gran acontecimiento eclesial», «semilla de vida nueva» 108. Y los Padres sinodales, en el
Mensaje dirigido al Pueblo de Dios al concluir el Sínodo, se expresaban de forma
indudablemente positiva no exenta de realismo: «Todos nosotros, obispos de los ritos
orientales y del rito latino, hemos compartido, unánimemente, en acción de gracias, la
convicción de que el Concilio Vaticano II es un don de Dios a la Iglesia y al mundo.
En plena adhesión al Concilio, percibimos en él una fuente ofrecida por el Espíritu Santo
a la Iglesia de hoy y para el mañana. No nos detengamos ante los errores, las confusiones
y los defectos que, a causa del pecado y de la debilidad de los hombres, han ocasionado
sufrimientos en el seño del pueblo de Dios. Nosotros creemos firmemente y lo estamos
viendo, que la Iglesia encuentra en el Concilio la luz y la fuerza que Cristo prometió dar a
los suyos en cada época de la historia» 109.
Este «don del Espíritu» hizo que, a lo largo de la celebración del Concilio Vaticano II
se fuera formando una nueva conciencia eclesial, no sólo entre los Padres conciliares
sino también entre el común de los bautizados. Efectivamente, si «el retorno a sus
fuentes, el vivir profundamente su contenido sobrenatural, el choque con el mundo, el
esfuerzo misional, la inserción de Dios en la historia a través de los acontecimientos que
Él provoca o permite, son los factores que condicionan el modo de conciencia que la
Iglesia tiene en cada momento de sí misma» 110, es evidente que en el Concilio Vaticano
II se llegó a una nueva conciencia eclesial. A lo largo de la celebración del Concilio, en
efecto, la Iglesia llegó a unas nuevas relaciones con la Palabra de Dios, a unas nuevas
relaciones con el mundo y a un nuevo talante misionero. Se pasó de una cierta
instrumentalización de la Palabra, a una actitud de plena docilidad ante esa Palabra
teniéndola siempre como punto de partida111 y no como simple confirmación de una
doctrina elaborada desde parámetros sustancialmente filosóficos o de autoridad; se pasó
de una actitud de confrontación y hasta de rechazo frontal del mundo, a una postura de
simpatía crítica frente a las realidades temporales112; se pasó de una actitud impositiva
del propio mensaje cristiano y hasta de la propia realidad eclesial, a una actitud
propositiva de la propia riqueza al hombre contemporáneo113.
Es posible, por todo ello, detectar una verdadera contraposición entre un antes y un
después del Concilio en la consideración de la Iglesia. Decía, en efecto, Mons. Elchinger
(Estrasburgo) en una intervención conciliar: «Ayer, la Iglesia era considerada sobre todo
como institución; hoy, la vemos mucho más claramente como comunión. Ayer, se veía
sobre todo al papa; hoy, estamos en presencia del obispo unido al papa. Ayer, se
consideraba al obispo solo; hoy, a los obispos todos juntos. Ayer, la teología afirmaba el
valor de la jerarquía; hoy, descubre el pueblo de Dios. Ayer, la teología ponía en primera
línea lo que separa; hoy, lo que une. Ayer la teología de la Iglesia consideraba sobre todo

199
su vida interna; hoy, es la Iglesia vuelta hacia el exterior» 114. Pero este cambio —dice
agudamente el historiador G. Martina— «no implica una ruptura con el pasado. Como
siempre sucede en la historia, el progreso no excluye la continuidad. Y, a su vez, ésta no
constituye una repetición monótona y mecánica; se presenta, más bien, como una
superación de muchos aspectos de la mentalidad anterior» 115.
Por su parte, Pablo VI hablando a la Conferencia episcopal italiana en la víspera
misma de la clausura del Concilio Vaticano II (6-XII-1965): «lo primero, nos parece, es
la conciencia posconciliar. Tenemos que predicárnosla a nosotros mismos, desde el
momento en que todos debemos tratar de infundirla en los demás, en el clero y en los
fieles. ¿Terminado el Concilio todo vuelve a ser como antes? Las apariencias y las
costumbres responderán que sí. El espíritu del Concilio responderá que no. Alguna cosa,
y no pequeña, tendrá que ser, también para nosotros —sobre todo para nosotros—,
nueva. ¿El cambio de muchas formas exteriores? Sí, pero no aludimos a éstas ahora. Nos
referimos a nuestro modo de considerar la Iglesia; modo, que el Concilio tanto ha
cargado de pensamientos, de temas teológicos, espirituales y prácticos de deberes y
consuelos, que nos exigen un nuevo fervor, un nuevo amor, casi un nuevo espíritu» 116.
Ya antes, en la Navidad de 1964, había afirmado: «debemos asegurar a la vida de la
Iglesia una manera nueva de sentir, de querer y de comportarse» 117.
Entre la nueva conciencia eclesial y la conciencia eclesial anterior al Concilio hay que
establecer una tensión dialéctica: no se niega lo que constituía el núcleo central de la vieja
conciencia eclesial, sino que se asume en una síntesis superior y enriquecida.
La nueva conciencia eclesial, puede explicitarse diciendo que existe en la Iglesia
posconciliar:
— una nueva forma de ser,
— una nueva forma de estar presente
— nueva forma de actuar.

— La nueva forma de ser de la Iglesia se expresa al poner el acento en su


naturaleza sacramental de la Iglesia, por encima de los aspectos institucionales
fuertemente acentuados en el preconcilio; en la condición de nuevo Pueblo de Dios,
dentro del cual y a cuyo servicio está la jerarquía en las tres dimensiones de su
ministerio: santificadora, magisterial y de gobierno pastoral; en la corresponsabilidad
propia de todos los miembros de la Iglesia por el solo y fundamental hecho de ser
bautizados, superando cualquier forma de discriminación que provenga de la diversidad
de vocación, de ministerios o funciones; se manifiesta, además, en la naturaleza
misionera de toda la Iglesia y en la atención que presta a su vocación profética en el
mundo, por encima de su condición de simple guardiana y custodia del depósito de la fe;

200
en la experiencia de profunda comunión entre todas las Iglesias particulares, superando el
monolitismo de una Iglesia universal de la que las Iglesias particulares pudieran parecer
simples sucursales o representaciones diplomáticas.
— La nueva forma de estar presente la Iglesia se echa de ver fácilmente en la
dimensión escatológica a la que se le ha dedicado un entero capítulo en la Lumen
Gentium; en la consiguiente conciencia de Iglesia peregrina en el mundo, frente a la
impresión —dada durante siglos— de una Iglesia bien instalada y afincada en este
mundo. Está presente además en este mundo la Iglesia, no desde una posición defensiva
o incluso de ataque; no con la actitud recelosa y desconfiada de tiempos pasados, sino
con una actitud de simpatía crítica y, por eso mismo, con un talante auténticamente
humanista: es decir, acogiendo todo lo humano en lo que tiene de auténtico, así como
con el compromiso y el esfuerzo de humanizar todos los aspectos de la vida del hombre
actual, compartiendo los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, convencida de que nada hay verdaderamente humano que
no deba encontrar eco en el corazón de los discípulos de Cristo (cf. GS 1).
— La nueva forma de actuar de la Iglesia posconciliar parte de la conciencia de no
encontrarse ya en situación de cristiandad. De ahí, que prefiera actuar «desde dentro»,
«a modo de fermento», «siendo lo que el alma es en el cuerpo» (cf. LG 9.31.38). De ahí
también que esté más preocupada de celebrar en toda su plenitud y profundidad el
Misterio Pascual, que de los aspectos estrictamente rituales de las celebraciones
litúrgicas. De ahí que actúe más con el desinterés de un testigo que con el interés del que
hace proselitismo. De ahí que esté más preocupada de los derechos del hombre que de
los derechos de la ortodoxia. De ahí, la exigencia de superar el individualismo, para
actuar en una pastoral de conjunto que parta y conduzca a una verdadera comunión. Esa
forma nueva se expresa igualmente en la actitud de diálogo y en el talante pastoral de sus
actuaciones en todos los órdenes: doctrinales, disciplinares, jurídicos, frente a las
actuaciones preconciliares caracterizadas por decisiones de carácter impositivo e incluso
conminatorio. La Iglesia del Vaticano II es una Iglesia que cultiva el pluralismo en la
comunión; que ofrece su verdad y la salvación de que se siente portadora, pero sin
imponerla por la fuerza.
Resumiendo, con el Vaticano II se ha pasado de una visión eminentemente societaria
de Iglesia, a una visión mistérica y sacramental; de una visión fundamentalmente
institucional y verticalista, a una visión comunional y participativa; de una concepción de
Iglesia construida prevalentemente a partir del protagonismo de la jerarquía, a una Iglesia
construida a partir del protagonismo del Pueblo de Dios; de una conciencia prácticamente
exclusiva de Iglesia universal, a la conciencia viva y operante de Iglesia particular como
lugar concreto y determinado en que cada bautizado vive y realiza el Misterio de la
Iglesia; de una visión estática de Iglesia, a una visión dinámica de la misma. Lo

201
característico del Concilio ha sido precisamente «este radical deseo de autenticidad:
voluntad de distinguir y, sobre todo, de deducir en la Iglesia las estructuras de la esencia,
las apariencias externas del contenido interno, los comportamientos exteriores de las
convicciones interiores, las encarnaciones sociológicas de la misión espiritual» 118. Es
posible, pues, concluir con G. Bartina reconociendo que «ha sido un camino laborioso el
paso de la Iglesia postridentina a la Iglesia del Vaticano II. Todo esto implicaba
necesariamente una eclesiología más abierta y objetiva (Lumen Gentium), un concepto
de Revelación más sensible a la dimensión histórica (Dei Verbum), una mayor
comprensión de la auténtica presencia de la Iglesia en el mundo (Gaudium et Spes)...
Hemos pasado de la condena al diálogo, del ghetto a la presencia, de la defensa de la
cristiandad a la construcción de una Iglesia que se apoya en la fuerza de la verdad y en la
eficacia de la gracia» 119.

202
1 Cf. lo dicho en el capítulo primero sobre la Eclesiología en los escritos del Nuevo Testamento.
2 Refiriéndose a la vida de los primeros cristianos el Discurso a Diogneto, afirma: «habitando ciudades
griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de
vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor peculiar de conducta, admirable, y, por
confesión de todos, sorprendente» (V. 4). «Los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero
ellos son los que mantienen la trabazón del mundo» (VI. 7) (D. RUIZ BUENO, Padres apostólicos, (BAC 65),
Madrid 1950, pp. 813-860. Aquí, pp. 850-852).
3 Cf. R. LAURENTIN, Balance de las sesiones del Concilio, 4 vols., Madrid 1964-1967; Y-M. Congar,
Diario del Concilio, 3 vols., Barcelona 1967; E. SCHILLEBEECKX, La Iglesia de Cristo y el hombre moderno
según el Vaticano II Madrid 1969, pp. 212-237; J. M. ROVIRA BELLOSO, Significación histórica del Vaticano
II, en AA.VV., El Vaticano II, veinte años después, Madrid 1985, pp. 17-46; A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 835-
840.
4 Juan XXIII lo hizo saber y sentir en repetidas ocasiones. Es significativo en este mismo sentido, el hecho
de que la Constitución Sacrosanctum Concilium, el primer Documento aprobado en el Concilio (4-XII-1963)
comience precisamente afirmando: «Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles
la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio,
promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve
para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia»(SC 1). Subrayado nuestro.
5 Ver la Constitución Humanae salutis (25-XII-1961) convocando oficialmente el Concilio, en AAS 54
(1962), pp. 5-13, y el Discurso de Apertura del mismo de Juan XXIII (11-X-1962), en AAS 54 (1962), pp. 786-
795.
6 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 913.

7 Pablo VI, Discurso de Apertura de la 2a Sesión conciliar, en AAS 55(1963), p. 850. El mismo Juan Pablo
II en la homilía pronunciada al concluir el Sínodo extraordinario a los veinte años de Clausura del Vaticano II (8-
XII-1985), no dudó en afirmar que «el tema central del Concilio había sido la Iglesia», en El Vaticano II, don de
Dios, PPC (Documentos de estudio, nº 110), Madrid 1986, p. 99.
8 Idem, pp. 850-851.
9 Cf. capítulo anterior en la Nota en que recogemos los Tratados y Obras referentes a la Teología de la
Iglesia. Pueden completarse esos datos con la Bibliografía eclesiológica aportada por Y- M. CONGAR en Santa
Iglesia, Barcelona 1965, pp. 397-630; Idem., El Concilio día tras día, Barcelona 1963, pp. 103-140.
10 Cf. B. NEUNHEUSER, Movimiento litúrgico, en NDL, pp. 1365-1382; Id., Historia de la Liturgia, en
NDL, pp. 990-998; G. PASQUALETTI, Reforma litúrgica, en NDL, pp. 1691-1714.
11 B. NEUNHEUSER, Movimiento litúrgico, en NDL, p. 1374.

12 Palabras estas que, por desgracia, quedaron prácticamente en letra muerta como se vió en el decurso de
la historia inmediata.
13 Cf. AAS 43(1951), pp. 128-137; 47(1955), pp. 838-847; 50(1958), pp. 630-663.
14 B. NEUNHEUSER, Historia de la Liturgia, en NDL, p. 991.

15 A. L. MAYER, Die Liturgie in der europäischen Geistesgeschichte, Darmstadt 1971, p. 432s, citado en
NDL, pp. 1372-1373.
16 Cf. Y-M. CONGAR, Aspectos del ecumenismo, Barcelona 1965; G. THILS, Historia doctrinal del

203
movimiento ecuménico, Madrid 1965; Y-M. CONGAR, Cristianos en diálogo, Barcelona 1967; J. BOSCH, Para
comprender el Ecumenismo, Estella 1993: con amplia bibliografía; J. E. VERCRUYSSE, Introducción a la
teología ecuménica, Estella 1993.
17 UR 1.

18 Entre los pioneros, ya desaparecidos, del Movimiento ecuménico entre protestantes, reformados y
anglicanos, es imprescindible recordar a Ch. Brent (1862-1929), N. Soederblom (1866-1931); Lord Halifax
(1839-1934); L-Th. Wattson (1863-1940); K. Barth (1886-1968); M. Boegner (1881-1970); W. A. Visser’T
Hooft (1900-1985).
19 Cf. J. WICKS, La cuestión eclesiológica en el diálogo católico-luterano, en R. LATOURELLE (ed.),
Vaticano II, Balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 663-689.
20 Cf. H. GODIN y DANIEL, Francia, ¿pais de misión?, París 1943. En este mismo contexto, contribuyó
no poco a profundizar y clarificar la naturaleza soteriológica de la Iglesia, así como la voluntad salvífica universal
de Dios, la polémica posición doctrinal levantada por K. Rahner acerca del cristianismo implícito o de los
cristianos anónimos. Cf. K. RAHNER, Los cristianos anónimos, en Escritos de Teología (ET) VI, Madrid 1969,
pp. 535-544; Id., Misión y cristianismo implícito, en SM 4, cols. 696-700.
21 Entre otros, L. Beauduin, P. Parsch, Hermanos Wolker, J. Jugmann, O. Semmelroth, J. Danielou, H. de
Lubac, K. Rahner, H. U. von Balthasar, Y-M. Congar, M-D. Chenu, J. Geiselmann, H. Fries, J. Ratzinger, E.
Schillebeckx, etc.
22 Sobre la parte y el influjo de no pocos de los autores citados en las líneas renovadoras del Vaticano II,
cf. K. H. NEUFELD, Obispos y teólogos al servicio del Concilio Vaticano segundo, en R. LATOURELLE(ED.),
Vaticano II, Balance y Perspectivas, Salamanca 1989, pp. 65-84. Refiriéndose a H. de Lubac y a Y-M. Congar,
en particular, afirma O. Glez. de Cardedal que «de su aliento, trabajo, libros y alma, nació la posibilidad del
Concilio Vaticano II, a la vez que de toda una generación anónima de pensadores, liturgistas, exégetas,
historiadores de la Iglesia y patrólogos«(Revista «El Ciervo», n. 574 [enero 1999] p. 38).
23 Alocución a los cardenales en San Pablo extramuros, en AAS 51(1959), pp. 65-69.
24 O. ROUSSEAU, La Constitución (LG) en el cuadro de los movimientos renovadores de técnica y
pastoral de las últimas décadas, en Baraúna I, p. 126.
25 Cf. D. C., 60 (1963), pp. 47-48; Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II I/IV, p.
223. Semejante idea la expresaba en su intervención conciliar también el cardenal Bea en la misma XXXIII
Congregación General: «desde el anuncio mismo del Concilio, con mucha frecuencia y por parte de muchos, se
ha enumerado el problema de la Iglesia como uno de los principales problemas a tratar por este Concilio». Por eso
«es claro que este Esquema debe ocupar un lugar absolutamente central en nuestro Concilio» y esto, «para el bien
de la Iglesia, más aún, para el bien de toda la humanidad»: Ib., p. 227.
26 Cf. Schemata Constitutionum et Decretorum ex quibus argumenta in Concilio disceptanda seligentur,
Series Secunda, Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1962; cf. U. BETTI, Crónica de la Constitución (LG), en
Baraúna I, pp. 145-170; aquí p. 146, nota 7; Ch. MOELLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la
Constitución, en Baraúna I, pp. 171-204; B. KLOPPENBURG, Votaciones y últimas enmiendas a la Constitución,
en Baraúna I, pp. 205-234.
27 Cf. U. BETTI, Crónica de la Constitución (LG), en Baraúna I, pp. 148-149.
28 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 25.
29 Cf. AAS 54(1962), p. 792.

204
30 He aquí cómo describe la situación A. Borrás, profesor de Historia eclesiástica: «La discusión del
Esquema de las Fuentes de la Revelación duró desde el 14 al 21 de noviembre. Se le dedicaron 6 Congregaciones
generales. Hubo 104 intervenciones de 99 padres. De ellos 19 italianos, 12 españoles, 10 franceses, 6 alemanes, 4
norteamericanos, etc. Ottaviani presenta el Esquema, pero por su edad prosigue la presentación Mons. Garofalo.
Sigue la pedrea: Liénart ataca fuerte: Non placet! Lo mismo dice Frings; lo defienden Ruffini y Siri; Quiroga
Palacios se sitúa en una posición intermedia; continúa el ataque: Léger, incisivo, König, Alfrink, Suenens, Ritter...
hicieron notar su pleno desacuerdo; Bea dice que es contrario a los fines que el Papa se ha propuesto al convocar
el Concilio. La oposión era tan clara, el debate tan fuerte, que L’Osservatore Romano del 14 noche para el 15
¡pide prudencia a los periodistas! (Vaticano II. Enciclopedia conciliar, Ed. Regina, Barcelona 1967, p. 70).
31 JUAN XXIII, Discurso de Apertura del Concilio Vaticano II, en AAS 54(1962), pp. 793-794.

32 Cf. Documentation Catholique (D. C.) 60(1963), pp. 47-48; cf. Acta Synodalia I/IV, p. 224.
33 Schema Constitutionis dogmaticae «De Ecclesia», Typis Polyglottis Vaticanis 1963, pars I, p. 47; pars
II, p. 31.
34 K. RAHNER, Das neue Bild der Kirche, en «Geist und Leben» 39(1966), p. 4.
35 Discurso en la Apertura de la Segunda Sesión conciliar, en AAS 55(1963), pp. 847-850.

36 U. BETTI, Crónica de la Constitución, en Baraúna I, p. 153. Subrayado nuestro.


37 D. C. 60(1963), p. 48; Acta Synodalia I/IV, p. 223.
38 Cf. DH 3050-3075.

39 Los cinco puntos son: 1) La consagración episcopal constituye el grado supremo del sacramento del
Orden. 2) Cada obispo, legítimamente consagrado, en comunión con los demás obispos y con el Romano
Pontífice, es miembro del cuerpo episcopal. 3) El cuerpo o colegio de obispos sucede al colegio de los Apóstoles
y, unidos a su cabeza, el Romano Pontífice, posee plena y suprema potestad en la Iglesia universal. 4) Esta plena
y suprema potestad le compete al colegio de obispos, unidos a su cabeza, por derecho divino. 5) Es menester
considerar la oportunidad de restablecer el diaconado como grado jerárquico permanente. Cf. Acta Synodalia
II/III, pp. 574-575.
40 Cf. A. M. CALERO, María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1988, pp. 60-63.

41 Esta idea había partido del propio Juan XXIII en febrero de 1961.

42 Schema Constitutionis «De Ecclesia», Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1964, 220 páginas.
43 U. BETTI, Crónica de la Constitución, en Baraúna I, p. 169. Subrayado nuestro.

44 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 63.


45 Ch. MÖLLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en Baraúna I, p. 201.

46 Y-M. CONGAR, «Informations catholiques internationales», 224, (15-IX-1964) p. 1.


47 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 33.

48 Cf. J. MOINGT, Services et lieux d’Église, en «Etudes» 350/6(1979), pp. 835-849; 351/1(1979), pp.
103-119, y 351/4(1979), pp. 363-394. Es sobre todo en la segunda parte de este amplio artículo (351/1[1979],
pp. 103-119), donde el autor presenta en toda su crudeza el problema de la dualidad de planteamientos presente en
el Concilio Vaticano II: conflicto de dos discursos; tentativa de innovación; persistencia de lo sagrado; audacias y
dudas; lo nuevo brota de lo viejo. Ver resumen en «Selecciones de Teología» 75 (1980), pp. 239-242.

205
49 Efectivamente, ya en la discusión acerca de las dos fuentes de la Revelación (primera cuestión
importante comenzada a discutir en el Concilio el día 14 de noviembre de 1962), se pusieron de relieve entre los
Padres conciliares dos tendencias seriamente contrapuestas.
50 Cf. Y-M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones I-II, San Sebastián 1966.

51 Cf. R. LATOURELLE, Teología de la Revelación, Salamanca 19773, pp. 351-398


52 P. TIHON, La Iglesia, en B. SESBOÜÉ (dir.), Historia de los Dogmas III, Salamanca 1996, p. 398.

53 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 836.


54 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 75.

55 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 86.


56 Cf. PÍO IX, ASS 6(1870/71), pp. 40-47; DH 3050-3075.

57 O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en


Baraúna I, p. 276.
58 Acerca de la «novedad» que ha aportado cada uno de los Documentos conciliares, cf. E.
SCHILLEBEECKX, o.c., pp. 209-238.
59 He aquí, por orden cronológico de votación, el resultado de las votaciones de los distintos Documentos:

Sacr. Concilium votantes: 2. 152 Sí: 2. 147 No: 4 Nulos: 1.


Inter mirifica votantes: 2. 131 Sí: 1. 960 No:164 Nulos: 7.
Lumen Gentium votantes: 2. 156 Sí: 2. 151 No: 5 Nulos: 0.
Orientalium Eccl. votantes: 2. 149 Sí: 2. 110 No: 39 Nulos: 0.
Unitatis Red. votantes: 2. 148 Sí: 2. 137 No: 11 Nulos: 0.
Christus Dominus votantes: 2. 322 Sí: 2. 319 No: 2 Nulos: 1.
Perfectae caritatis votantes: 2. 325 Sí: 2. 321 No: 4 Nulos: 0.
Optatam totius votantes: 2. 321 Sí: 2. 318 No: 3 Nulos: 0.
Grav. educationis votantes: 2. 325 Sí: 2. 290 No: 35 Nulos: 0.
Nostra aetate votantes: 2. 310 Sí: 2. 221 No: 88 Nulos: 1.
Dei Verbum votantes: 2. 350 Sí: 2. 344 No: 6 Nulos: 0.
Apost. Actuositatem votantes: 2. 342 Sí: 2. 340 No: 2 Nulos: 0.
Dignitatis humanae votantes: 2. 384 Sí: 2. 308 No: 70 Nulos: 6.
Ad Gentes votantes: 2. 399 Sí: 2. 394 No: 5 Nulos: 0.
Presb. ordinis votantes: 2. 394 Sí: 2. 390 No: 4 Nulos: 0.
Gaudium et spes votantes: 2. 391 Sí: 2. 309 No: 75 Nulos: 7.
60 Bastará consultar, para tener una visión relativamente completa de la eclesialidad de los Documentos
conciliares, algún Índice analítico: vgr., el de la Edición bilingüe promovida por la Conferencia Episcopal
Española, Madrid 1993, pp. 1232-1237.
61 O. G. HERNÁNDEZ, o. c., en Baraúna I, p. 268. Subrayado nuestro.
62 Cf. La Iglesia II, pp. 409-433. Señala como puntos de novedad presentes en la Lumen Gentium: el

206
retorno a las fuentes; la síntesis centrada en el Misterio; la dimensión histórica; el aspecto comunitario; el
personalismo; la apertura a los demás; el dinamismo.
63 Cf. L. GALLO, Le quattro costituzioni del Vaticano II. Identità, struttura, portata, en «Note di pastorale
giovanile», noviembre 1987, pp. 7-13.
64 Cf. El Misterio II, pp. 866-914. Desde el punto de vista del método, señala: el retorno a las fuentes de
la teología; el enfoque histórico-salvífico; el misterio de la Iglesia como punto de partida de la Eclesiología. Y
desde el punto de vista del contenido: la Eclesiología teológica y antropológica; la búsqueda de integración; la
dimensión histórica; la fidelidad a la estructura teándrica de la Iglesia; la eclesiología de comunión; la eclesiología
personalista; la eclesiología ecuménica; la eclesiología misional; una eclesiología abierta a la dimensión
escatológica de la Iglesia; una eclesiología de carácter dogmático y pastoral.
65 Cf. E. SCHILLEBEECKX, La Iglesia de Cristo y el hombre moderno según el Vaticano II, Madrid 1969,
pp. 213-217. Estos son los puntos de novedad señalados por Schillebeeckx:
— Haber puesto, como punto de partida, la dimensión mistérica de la Iglesia.
— Haber situado a Cristo en el centro mismo de la realidad eclesial, situando esa
realidad en el contexto de la historia de la salvación.
— Haber recuperado en la eclesiología católica la idea de reino de Dios, punto de
partida de la tensión escatológica en que debe vivir la Iglesia.
— Presentar a la Iglesia, en primerísimo lugar, como el pueblo de Dios: un pueblo
carismática, profético y sacramental.
— Concebir la pertenencia a la Iglesia no en sentido unívoco, sino analógico:
incluso los increyentes de buena voluntad tienen algo que ver con esta Iglesia
y no están completamente fuera de ella.
— Existencia de ministerios clericales y no-clericales, todos ellos en orden al
servicio.
— Reconocimiento de la colegialidad episcopal bajo el principio rector del
primado del papa.
— La concepción de la Ordenación episcopal como base de toda misión
ministerial: santificar, autoridad magisterial y potestad de jurisdicción.
— Redescubrimiento de la teología de la Iglesia local o particular, en la que se
hace presente toda la Iglesia universal.
— La vocación de todos los bautizados a la santidad.
— La sacramentalidad de la Iglesia respecto al mundo: signo e instrumento de la
mutua unidad de los hombres.
— Integración de la figura de María en el doble misterio de Cristo y de la Iglesia.
66 O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en
Baraúna I, pp. 274-275.
67 Y-M. CONGAR, Eclesiología, p. 298. Subrayado nuestro.

68 Y-M. CONGAR, Eclesiología, p. 297, nota 46; cf. Idem., Bulletin d’Eclésiologie, en «RSPT» 66
(1982), pp. 93-98, a propósito del estudio del P. Ghirlanda sobre la «comunión jerárquica».

207
69 A. Antón, El Misterio II, p. 914.
70 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 11; cf. Constitución Dei Verbum 8.9.10.21.

71 Cf. Y-M. CONGAR, La Tradición y las tradiciones I-II, San Sebastián 1964.

72 Cf. J. ALFARO, Cristología y eclesiología en el Vaticano II, en Id., Cristología y antropología, Madrid
1973, pp. 105-120.
73 Es interesante observar, con G. Philips, cómo se pasó de aplicar la expresión «Luz de los pueblos» a la
Iglesia (como hizo el cardenal Suenens en la primera sesión: 4.XII.1962), a la redacción final de la Constitución,
que comienza justamente con esa expresión, pero aplicada a Cristo y no a la Iglesia. «Luz de las gentes» no es la
Iglesia, sino únicamente Cristo: «es la manera de poner inmediata e incondicionalmente el Verbo encarnado a la
cabeza de la exposición y de llegar así al cristocentrismo a que el cardenal Montini mostraba tan profunda
adhesión» (PHILIPS, La Iglesia I, p. 22).
74 J. ALFARO, Cristología y eclesiología del Vaticano II, en Idem., o.c., p. 110.

75 PABLO VI, Discurso de Apertura de la Segunda Sesión conciliar, en AAS 55(1963), (nn. 11 y 12) pp.
845-846.
76 J. ALFARO, Cristología y eclesiología en el Vaticano II, en Idem., o.c., p. 118.
77 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 91.

78 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 920.


79 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974, pp. 445-690; Y-M. CONGAR, El
Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 195-201; A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 920-925
80 Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, p. 201. En la misma obra (p. 196) deja constancia
de que son 258 las menciones que los Documentos conciliares hacen del Espíritu Santo.
81 LG 4. 6. 7. 8. 9. 11. 12. 15. 17. 19. 21. 22. 25. 26. 32. 34. 38. 39. 41. 42. 43. 44. 45. 48. 49. 50. 52.
53. 56. 63. 64. 65.
82 O. G. HERNÁNDEZ, a.c., en Baraúna I, p. 265.

83 O. G. HERNÁNDEZ, a.c., en Baraúna I, p. 266.

84 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 900; cf. en este mismo sentido G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 14. 76; II,
pp. 38s. 226-236. 421-426. J. Ratzinger no duda en afirmar que «esta esclesiología de la communio ha llegado a
ser el auténtico corazón de la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia, el elemento nuevo y, al mismo tiempo,
enteramente ligado a los orígenes, que este Concilio ha querido ofrecernos» (Iglesia, ecumenismo y política,
Madrid 1987, p. 10).
85 Cf. cuanto queda dicho en el capítulo anterior hablando de los Santos Padres.
86 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 112-132.

87 Es digno de recordar que, en el Sínodo extraordinario de los obispos, celebrado en 1985 a los veinte
años de concluido el Concilio Vaticano II para hacer su evaluación, los Padres sinodales siguen afirmando con
toda claridad que «la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio.
Koinonía/comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las
iglesias orientales hasta nuestros días» (G. Card. DANEELS, Relación final, II, C) 1). Con todo, el mismo
Relator, Cardenal Daneels, había constatado que «la idea Iglesia-comunión no ha penetrado en los entresijos del
pueblo cristiano» (Primera Relación sinodal, II, 3c).

208
88 Esta dimensión personalista de la eclesiología se pone de relieve, no solo en la Lumen Gentium al tratar
de la colegialidad episcopal, de la relación del obispo con los presbíteros y con los laicos (LG 23. 28. 37), sino a
lo largo de todos los Documentos conciliares, especialmente en la debatida y trabajosamente asumida Declaración
sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae. Esta Declaración comienza reconociendo abierta y positivamente
no sólo que «los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona
humana», sino que «crece el número de los que exigen que los hombres actúen según su propio criterio y hagan
uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» (DH 1).
89 Baste pensar en el hecho, inédito hasta este momento, de la presencia de un grupo de 39 observadores
permanentes, pertenecientes a 18 iglesias o confesiones cristianas no-católicas (además de 5 invitados a título
personal), cuya sola presencia tuvo ya en sí un gran valor, además del indudable influjo que esa presencia ejerció
en el planteamiento y en la resolución de los problemas, fueran de índole teológica o simplemente disciplinar.
90 Mons. DE SMEDT, Intervención conciliar, en Acta Synodalia I/III, pp. 184-187. Aquí, p. 185. Cf. D.
C., 59 (1962), cols. 1.586-1.587.
91 Cf. AAS 54 (1962), pp. 786-795.

92 Cf. G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 149-150; H. Mühlen, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca
1974, pp. 492-500; F. A. SULLIVAN, El significado y la importancia del Vaticano II de decir, a propósito de la
Iglesia de Cristo, no «que ella es», sino que ella «subsiste en» la Iglesia católica romana, en R. LATOURELLE
(ed.), Vaticano II. Balance y perspectivas, Salamanca 1989, pp. 607-627.
93 G. Philips, La Iglesia I, p. 149.

94 Recientemente parece haberse matizado esta doctrina conciliar: cf. Congregación para la Doctrina de la
fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 16-17, en «Ecclesia» n. 3014 (16-X-2000), pp. 34-35.
95 Desde el mismo inesperado anuncio del Concilio el 25 de enero de 1959 (en AAS 51[1959], pp. 65-69)
hasta el Discurso de Apertura el 11 de octubre de 1962 (en AAS 54[1962], pp. 786-795), pasando por la
Constitución apostólica Humanae salutis (en AAS 54[1962], pp. 5-13), en todo momento y en todos sus pasos
reafirmó constantemente Juan XXIII que el Vaticano II debía ser un Concilio de «aggiornamento», es decir, de
puesta al día, actualizando simultáneamente y de forma inseparable, la doctrina y el talante pastoral de la Iglesia.
96 JUAN XXIII, Discurso de Apertura del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, en AAS 54
(1962), pp. 791-792.
97 Y-M. CONGAR, El Concilio día tras día, Barcelona 1963, pp. 96-97.
98 Cf. Ch. MÖLLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en Baraúna I, pp.
172-175.
99 Cf. B. BOTTE, Presbyterium et ordo episcoporum, en «Irenikon» 29 (1956), pp. 5-27.
100 Cf. A. SCHMEMANN, La notion de Primauté dans l’ecclésiologie orthodoxe, en AA. VV., La
Primauté de Pièrre, Neuchâtel 1960. Este autor (ortodoxo) reconoce que «la Iglesia siempre conoció y poseyó un
primado universal. El error eclesiológico de Roma consiste no en la afirmación de su primado, sino en el hecho de
haber identificado dicho primado con la potestad suprema» (l. c., p. 141).
101 CONGAR, Eclesiología, p. 299; cf. Y-M. CONGAR-D. DUPUY (dirs.), L’episcopat et l’Église
universelle, Paris 1962.
102 Y-M. CONGAR, en «Informations catholiques internationales» 229 (1-XII-1964), p. 5.
103 Cf. J. RATZINGER, La Colegialidad episcopal, en Baraúna II, pp. 768-774; PHILIPS, La Iglesia II,

209
pp. 389-392; E. BUENO-R. CALVO, La Iglesia local, Madrid 2000.
104 Cf. JUAN PABLO II, Enc. Ut Unum sint (25 mayo 1995), nn. 88-97, en AAS 87 (1995), pp. 973-979.

105 Cf. H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974; H. LEGRAND,
La Iglesia local, en B. LAURET-F. REFOULÉ, Iniciación a la práctica de la Teología III, Madrid 1985, pp.
138-267; J-M-R. TILLARD, El obispo de Roma, Santander 1986; E. BUENO DE LA FUENTE-R. CALVO, La
Iglesia local, Madrid 2000, pp. 37-87.
106 Cf. K. RAHNER-J. RATZINGER, Episcopado y primado, Barcelona 1965; E. CORECCO, Sinodalidad,
en G. BARBAGLIO-S. DIANICH (dirs.), NDT II, pp. 1644-1673, con amplísima bibliografía; J. TAPIA PÉREZ,
Sinodalidad e Iglesia, en F. CHICA y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii Advenientis, Casale Monferrato
1997, pp. 315-328.
107 AAS 54(1962), p. 8.
108 Juan Pablo II, Homilía en la Apertura del Sínodo extraordinario, en El Vaticano, don de Dios, en
Documentos de estudio, PPC, Madrid 1986, p. 12.
109 El Vaticano II, don de Dios, en PPC, Documentos de estudio, nº 110, Madrid 1986, p. 91.
110 Cf. O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en
Baraúna I, pp. 249-278. Aquí, p. 257.
111 Fue altamente significativo el gesto «diario» de la entronización de la Palabra situándola en el centro del
Aula conciliar.
112 Cf. entre otros lugares GS 34-37.
113 DH 1; Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente (10.XI.1994), n. 35

114 Doc. Cath. (1963), col. 38. Acta Synodalia I/IV, pp. 147-148.
115 G. MARTINA, El contexto histórico en el que nació la idea de un nuevo concilio ecuménico, en R.
Latourelle (ed.), Vaticano II. Balance y perpsectivas, Salamanca 1989, p. 64.
116 PABLO VI, Alocución al episcopado italiano, en AAS 58 (1966), p. 67.

117 PABLO VI, Discurso a los miembros de la Curia Romana con motivo de la Fiesta de Navidad
(24.XII.1964), en AAS 57 (1965), pp. 169-173. Aquí, p. 171.
118 O. G. HERNÁNDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos históricos-teológicos, en
Baraúna I, p. 275; cf. G. Martina, a. c., en R. Latourelle (ed.), o.c., pp. 25-64.
119 G. BARTINA, El contexto histórico en el que nació la idea de un nuevo concilio ecuménico, en R.
Latourelle (ed.), o.c., p. 64

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CAPÍTULO 4

LA IGLESIA ES UN MISTERIO

211
212
Nota bibliográfica
A. ALCALÁ GALVE, La Iglesia. Misterio y misión, Madrid 1963, pp. 142-170.
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J. A. ESTRADA, La Iglesia: ¿institución o carisma?, Salamanca 1984.
J. A. ESTRADA, Del Misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988.
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G. FROSINI, La Trinità mistero primordiale, Bologna 2000.
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K. PRÜMM, Mystères, en DBS VI, cols. 1-225, con abundante bibliografía.
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K. RAHNER, Cambio estructural en la Iglesia, Madrid 1974.
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V. VALESKE, Votum ecclesiae, München 1962, pp. 160-195.

213
214
Introducción
A partir de la Edad Media y en un proceso progresivo e imparable que encontró su punto
culminante en el momento de la Contrarreforma, pero que ha perdurado hasta bien
mediado el siglo XX, la Iglesia se ha sentido y se ha presentado ante el mundo como una
sociedad perfecta con todas las consecuencias de orden sociológico, político, económico,
jurídico, etc., que dicha definición comportaba1.
Efectivamente, la Iglesia como realidad histórica que es, puede ser vista y
considerada desde diversas perspectivas y formalidades: sociológica, política, cultural,
jurídica y particularmente religiosa, no raramente en confrontación con otras religiones
igualmente venerables y legítimas, especialmente del judaísmo. Todas estas perspectivas,
siendo completamente legítimas y respondiendo a aspectos objetivos del verdadero ser de
la Iglesia, no la sitúan, con todo, en su verdadero y esencial contexto, no la iluminan con
su verdadera luz, no descubren su verdadera esencia: el misterio.
Por eso llega a decir con fina ironía G. Philips, recordando la famosa definición de
Belarmino («la Iglesia es una sociedad perfecta, tan perfecta y visible como la república
de Venecia...»), aceptada pacíficamente por la teología postridentina, hecha vida y sobre
todo convertida en criterio de actuación hasta la celebración misma del Concilio Vaticano
II, que «no es fácil ver cómo se las arreglaría un historiador para unir los orígenes de la
serenísima república (de Venecia), con un decreto del Padre eterno» 2.
En contra de esa conciencia y de esa visión extrinsecista, sociológica y jurídica, hoy
se sabe que, desde muy pronto, «la Iglesia se entendió a sí misma como misterio, en
cuanto que se reconoció globalmente como una comunidad convocada y reunida por una
decisión y designio misterioso de Dios Padre, consumada en Jesucristo a través del don
de su palabra y de su amor otorgado en el bautismo, en la eucaristía y en el perdón de los
pecados, y santificada por la participación en la santidad divina; asamblea que realiza su
comunidad por la koinonía o comunión, así como por los dones del Espíritu» 3.

1. NATURALEZA MISTÉRICA «VERSUS» NATURALEZA JURÍDICA


DE LA IGLESIA

215
El Concilio Vaticano II, volviendo a la mejor tradición tanto bíblica como patrística,
subrayó en diversos momentos y documentos la naturaleza mistérica de la Iglesia,
haciendo de esta perspectiva (mistérica) un indudable y fecundo punto de partida:
En la Constitución dogmática Lumen Gentium (n. 5), afirma claramente que
«el misterio de la Iglesia santa se manifiesta en su misma fundación».
En el Decreto Ad Gentes (n. 5) recuerda cómo Jesús «cuando hubo
completado en sí mismo el misterio de nuestra salvación y de la restauración
de todas las cosas con su muerte y resurrección..., antes de ascender al cielo,
fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los Apóstoles al
mundo entero».
En la Constitución pastoral Gaudium et spes (n. 40) enseña más explícitamente
la dimensión trinitaria del misterio de la Iglesia: «Procedente del amor del
Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, congregada en el
Espíritu Santo, la Iglesia tiene un fin salvífico y escatológico que sólo podrá
alcanzar plenamente en el siglo futuro».
Superando, pues, la visión meramente extrincesista y predominantemente jurídica y
sociológica de la Iglesia en relación casi exclusiva con el texto de Mt 16,16-19, el
Concilio Vaticano II «ha querido presentar a la Iglesia en su profundidad trinitaria, en el
origen que la convierte en una realidad inaferrable respecto a toda captación puramente
mundana, don que hay que acoger con asombro y con acción de gracias y que hay que
vivir en la disponibilidad concreta al servicio de los seres humanos» 4. Hay que observar,
además, que al hablar de la Iglesia como misterio «la Lumen Gentium no empieza por
una definición, sino por la afirmación de un hecho de la historia (de la historia santa,
desde luego). Para la fe, en la base misma de la Iglesia se encuentra la economía de la
salvación tal cual Dios la ha querido» 5.
De ahí que pueda afirmarse con toda razón que no «es admisible la pretensión de
hablar de la Iglesia-misterio como si éste fuera un título más que se puede poner en línea
con los otros. En realidad, el misterio de la Iglesia nos habla de la riqueza y
pluridimensionalidad de la realidad eclesial y, en este sentido, es mucho más que un
título. Nos indica, a priori, cuál es el enfoque desde el que hay que canalizar toda la
reflexión eclesiológica. Podríamos hablar de su realidad mistérica como de una nota
previa a todo el tratado de eclesiología» 6. Por eso —sigue diciendo el mismo autor—,
«eclesiológicamente sería suicida ignorar este tema, tanto por su importancia teológica
como por la posibilidad de manipulación a la que se presta en virtud de la ambigüedad del
concepto mismo de misterio» 7.
Es importante dejar constancia, a este propósito, que la naturaleza mistérica de la
Iglesia enseñada por el Concilio Vaticano II, fue plenamente reafirmada en su día, por el

216
Sínodo extraordinario de los obispos, celebrado en 1985 —a los veinte años de Clausura
del Concilio—, con el que se quería celebrar dicha efemérides, al tiempo que se evaluaba
el período posconciliar y se proponía un nuevo relanzamiento del espíritu renovador que
significó el Concilio en la Iglesia. En la Relación final del Sínodo, el primer argumento
particular tratado es precisamente el relativo al «misterio de la Iglesia» 8.
Y es que la Iglesia, como Cristo, nace de lo alto: no es obra de la carne y de la
sangre; no nace de abajo; ni es fruto del entusiasmo de unos discípulos atraídos por la
doctrina o el talante personal del Rabbí de Galilea con el que se sentían profundamente
identificados (cf. Lc 1,78; Jn 3,13-19. 31; 8,23; 15,16); ni es fruto de unos intereses de
cualquier tipo (religiosos, políticos, de poder, o incluso económicos...) más o menos
confesables.
La Iglesia, según la renovada visión conciliar, es la revelación del misterioso pero
inquebrantable designio de Dios, de salvar, en Cristo y por Cristo, a todos los hombres a
lo largo de la historia hasta el final de los tiempos. No sólo: la Iglesia es, de la misma
forma y al mismo tiempo, lugar en el que ese designio salvífico se realiza siendo
verdadera microrrealización histórica de la salvación de Dios en Cristo, e instrumento
para la realización en la historia de ese designio.
De esta forma, «en el misterio eclesial queda superado igualmente el visibilismo de la
Contrarreforma y recuperada la dimensión histórica de la Iglesia entre los tiempos, es
decir, la Iglesia puesta entre su origen en las misiones divinas, y su cumplimiento en la
gloria de Dios, todo en todos. El Concilio de la Iglesia restituye así a la eclesiología
católica la frescura y la profundidad de sus relaciones con la Trinidad y la conciencia de
estar en la historia, que es un simple ser de la historia» 9.
Y puesto que, como veremos inmediatamente, el término bíblico «misterio» tiene un
significado enormemente amplio, al aplicarlo en particular a la Iglesia, se puede prestar a
establecer en ella un doble plano de realidades que conduzca a un verdadero y nefasto
dualismo. De ahí la necesidad de estudiarlo en mayor profundidad para matizarlo
debidamente.

2. LA NOCIÓN DE «MYSTERIUM» EN EL NUEVO TESTAMENTO

Para captar con la mayor profundidad posible la naturaleza mistérica de la Iglesia es


preciso conocer la noción que de misterio se encuentra en el Nuevo Testamento.
Una primera constatación salta a la vista: en el Nuevo Testamento, el término
misterio no aparece con el sentido con el que es usado habitualmente en el lenguaje de la

217
Iglesia: ni en el sentido cultual significando la presencia real pero siempre misteriosa en la
celebración de los sacramentos o de la liturgia de un Dios que salva, ni en el sentido
prevalentemente intelectual de un contenido de fe cuya comprensibilidad escapa a la
inteligencia humana, a causa del exceso de luz que llega a ser inalcanzable no sólo para la
lógica, sino también para la misma inteligencia del hombre10.
En los escritos neotestamentarios que más directamente abordan la realidad del
misterio se observa, de forma negativa, que se distancian clara y voluntariamente de
cualquier significado que diga relación a los misterios cúlticos del paganismo11. De forma
positiva se observa igualmente un triple movimiento que caracteriza el contenido de ese
término: ante todo, una realidad largamente oculta en Dios, un gran secreto celosamente
guardado porque es exclusivamente suyo; en segundo lugar, es una realidad que «al llegar
la plenitud de los tiempos» (cf. Ga 4,4; Ef 1,9-10), Dios tuvo a bien desvelar, manifestar,
revelar, dar a conocer: es precisamente en ese momento, en esa plenitud, con la aparición
de Cristo en la historia de los hombres, cuando se dio el paso decisivo al pasar de la
situación de ocultamiento en que se encontraba el proyecto de Dios, a su fase de
revelación y de realización plena en la historia de la salvación. Finalmente, misterio es
una sorprendente buena nueva, un evangelio, confiado a la Iglesia en cuanto tal, que hay
que comunicar, predicar, anunciar y propagar entre todos los hombres, puesto que los
destinatarios de la misma son todos los hombres, la humanidad entera. La aceptación de
este secreto de Dios revelado a los hombres, dará a éstos sabiduría, comprensión,
penetración en la obra realizada por Dios en Cristo a favor de toda la humanidad.
En el Evangelio de Mateo (13,11 y 11,25), misterio debe interpretarse «bien como el
significado oculto de las parábolas, o mejor, como la irrupción concreta del Reino
mediante la palabra y la acción de Jesús, y percibido por los discípulos con la fe» 12.
En la mayor parte de los textos, cuando el Nuevo Testamento habla de misterio,
entiende «el designio de Dios de realizar la salvación de los hombres por medio de
Jesucristo, designio tomado desde el comienzo de los tiempos y oculto, pero revelado
ahora en la plenitud de los tiempos. Se trata pues, del misterio de Cristo» (...) «Siempre,
incluso en Ap 17,5. 7, aparece relacionado de algún modo con el misterio de Cristo, el
cual se funda en el designio salvador de Dios, es revelado y proclamado en el ahora
escatológico y alcanzará su consumación al fin de los tiempos» 13. Designa además, una
realidad actual, es decir, «no un hecho meramente pretérito cognoscible de un modo
teórico, sino un dinamismo que implica al hombre hasta lo más íntimo de su ser» 14.
Por otra parte, el misterio, como lo presenta en particular el apóstol Pablo, tiene tres
etapas sucesivas: la entrada de Jesús en la historia de la humanidad, el tiempo de la
Iglesia, y la consumación del mundo más allá del tiempo y de la historia. De esta forma,
el misterio de Dios engloba toda la historia de la salvación: desde la venida de Cristo

218
hasta su parusía. Es un misterio escondido, es decir, mantenido en secreto y envuelto en
el silencio por siglos y siglos, y manifestado ahora15, para ser dado a conocer a todas las
naciones (cf. Rom 16,25-27).
En la primera Carta a los Corintios (1Cor 2,1-2. 6-7. 14-15), el misterio de Dios es,
en primer lugar, el misterio de la cruz de Cristo, que Dios ha predestinado para nuestra
gloria al fin de los tiempos: un misterio ante el cual los hombres quedan sobrecogidos y
los que lo acogen sienten la necesidad de ponerse a su servicio difundiéndolo entre los
demás, como verdaderos y responsables administradores del mismo. Dios, en su
sabiduría, desde todos los siglos, ha predestinado la cruz de Cristo para nuestra
glorificación al final de los tiempos (cf. 1Cor 2,2. 7; Rom 16,25).
Ese misterio, ese designio salvífico universal de Dios por medio de la cruz de
Jesucristo, oculto y desconocido desde el principio de los tiempos, fue revelado y dado a
conocer en el origen del cristianismo por medio de la predicación apostólica; ahora (en el
«ahora» de cada época histórica y hasta el final de los tiempos) es dado a conocer por la
Iglesia en la que se ha perpetuado la predicación evangélica de generación en generación.
La proyección y el destino universal (tanto en relación con los destinatarios cuanto en
relación al espacio y al tiempo), hace que ese misterio tenga una esencial connotación
escatológica. La predicación apostólica, por consiguiente, presente y continuada en la
Iglesia a lo largo de la historia, forma parte del plan salvífico de Dios revelado en el
misterio (Col 1,25; 4,3s).
En la carta a los Efesios, presenta Pablo el misterio salvífico de Dios, como
misterio de Cristo y también como misterio de la Iglesia en cuanto Cuerpo de Cristo: Ef
1,22s; 2,11-22; 3,10. 21. De esta forma es posible deducir de Ef 5,32, que «la unión de
Cristo y de la Iglesia, comprendida en el enunciado completo del “gran misterio” paulino,
ofrece motivos para llamarse “misterio” o sacramentum» 16.
Teniendo presente el desarrollo de Rom 9-11, habría que decir que «este misterio
consiste en el llamamiento hecho a los judíos y gentiles a formar una única Iglesia. En las
Cartas de la cautividad, el misterio adquirirá un lugar más preeminente. Entraña las dos
grandes preocupaciones doctrinales de San Pablo: que los cristianos de la gentilidad han
sido solemnemente admitidos a la comunión del pueblo de Dios, y, algo más novedoso,
que Cristo es el único intermediario entre Dios y el mundo» 17.
En suma, en la doctrina paulina el misterio de la Iglesia consiste fundamentalmente
en el llamamiento que Dios hace, tanto a los judíos como a los paganos, para que entren
a formar parte del nuevo Pueblo de Dios, del nuevo Israel de Dios. Para Pablo el
misterio es el Plan de Dios de salvar a todos los hombres (judíos y gentiles, sabios e
ignorantes, hombres y mujeres) en Cristo: Plan o proyecto que había estado mucho
tiempo oculto, que se ha revelado en los últimos tiempos y que debe irse realizando a lo

219
largo de la historia hasta el fin de los siglos.
El sentido de misterio en el Nuevo Testamento es, como se ve, sumamente variado,
significando, unas veces, las cosas de Dios o del Espíritu (cf. 1Cor 4,1); otras, las
realidades trascendentes escondidas (cf. 1Cor 13,2); otras, las cosas incomprensibles (cf.
1Cor 14,2); otras, una realidad enigmática, especialmente la misteriosa realidad del mal
(cf. 2Tes 2,7); otras, el final de los tiempos y las circunstancias en que se desarrollarán,
siempre en dependencia del incontrolable y soberano querer de Dios (cf. Mc 4,11 y
parls.).
Toda esa multiplicidad de significados presente en el Nuevo Testamento, puede
reducirse claramente a estos tres:
El camino de la cruz, como designio y camino querido por Dios para la
redención y salvación final de los hombres.
El designio (los designios = mysteria) salvador de Dios en relación con Cristo,
la humanidad y la comunidad cristiana en particular.
La necesidad de revelar, es decir, de predicar, comunicar a todos los hombres
este designio largamente escondido en Dios y revelado recientemente.
En esta compleja realidad se descubren unas componentes que la configuran dándole
su significado propio y específico: ante todo, una componente teológica (la iniciativa es
siempre de Dios Padre); después, una decisiva componente cristológica (Cristo es, en
relación con el misterio, el centro, el enviado, el revelador, el recapitulador); en tercer
lugar, una imprescindible componente eclesiológica (en cuanto la Iglesia, cuerpo de
Cristo, es manifestación concreta del designio de Dios e instrumento para hacer de la
humanidad una única y gran familia), y, finalmente, una componente antropológica (en
cuanto que, en Cristo, ha aparecido, se ha manifestado el hombre nuevo, cabeza de la
nueva humanidad). Por otra parte, entre el misterio, como viene presentado por la
apocalíptica judía y el misterio del Reino revelado por Jesús (cf. Mc 4,11) y en especial
por la presentación que del misterio de Cristo hace el apóstol Pablo, se observa una
progresión continua y creciente: cada etapa va asumiendo a la anterior, y la va llevando a
su plenitud.
Nota importante del misterio, como lo presenta el Nuevo Testamento, es su
naturaleza inabarcable, sobreabundante, rica, supereminente, incalculable. Y no solo en la
objetividad concreta de lo que es en sí, sino en virtud de su trascendencia más allá de la
historia. El proyecto de Dios, celosamente guardado por generaciones y generaciones y
revelado finalmente en Cristo y por Cristo, no se agota en este eón; está destinado a
trascenderse, es decir, a llegar a su plenitud total en la consumación de la historia, cuando
Dios sea «todo en todos» (1Cor 15,28). Existe por eso siempre en el misterio cristiano,
un elemento reservado al futuro, de ulterior conocimiento y de ulterior realización,

220
presentado a veces en clave apocalíptica (cf. 1Cor 15,52-55; 1Tes 4,15-18; 2Tes 1,5-10;
Ap 10,6-7). Es, por consiguiente, en esta perspectiva trascendente y apocalíptica, donde
hay que situar también a la Iglesia en virtud de su naturaleza mistérica.
Aplicando esta doctrina neotestamentaria al caso de la Iglesia, es posible decir que
ésta es la comunidad en que se revela el designio escondido desde siempre en Dios de
salvar en Cristo y por Cristo, a todos los hombres sin distinción de sexo, edad, clase
social, nivel cultural, pertenencia religiosa, etc. Y no es sólo el lugar de esa revelación,
sino que es, al mismo tiempo, el instrumento que el mismo Dios ha destinado para que su
designio se vaya realizando a lo largo de la historia hasta el final de los tiempos18. «La
Iglesia —dice P. Smulders—, es algo más que un instrumento o una servidora, pues, de
algún modo, la realidad de la salvación, la nueva creación de la humanidad a imagen de
su Creador, está irrevocablemente erigida y anticipada en ella. La Iglesia manifiesta ya la
unidad definitiva del Pueblo escogido de Dios y, precisamente así, sirve a esa unidad que
prefigura. En su vida, se nos anticipa parte de la existencia celeste. Todo esto, que los
términos mysterion y sacramentum designaban en la antigua acepción cristiana, trae a la
memoria un contenido mucho más rico, mucho más relacionado con la realidad de la
salvación que las frías palabras signo e instrumento. La Iglesia es algo más que un mero
instrumento salvífico; ella es la forma terrena de la salvación» 19. De aquí que se haya
afirmado con toda razón que lo que significa propiamente mysterion es «una realidad que
supera nuestras posibilidades de conocimiento porque sobrepuja a la mera manifestación
visible; pues la dimensión corpórea no solo nos facilita el acceso —en el plano didáctico
— al conocimiento, contiene realmente en sí la realidad incorpórea. Por tanto, el velo
corporal del mysterion tiene que atraer también hacia sí la atención del hombre,
precisamente porque es envoltura y signo que señala hacia lo que en él se contiene; por
eso no cabe pasar de largo ante estos signos, sino que es preciso encontrar su auténtico
contenido al contemplarlos. Pero, al mismo tiempo, la envoltura del mysterion tiene que
señalar más allá de sí misma, hacia algo distinto, o a través de su propia entidad hacia
una realidad que halla presente en su estrato más profundo, aunque sin confundirse con
ella» 20.
En resumen, la Iglesia, es misterio:
Porque es «revelación en la historia» del Proyecto de Dios, Uno y Trino, que
ha decidido salvar en Cristo y por Cristo, al hombre de todos los tiempos.
Porque es «salvación verdadera», es decir, «presencia salvífica de Dios» en la
mediación humana.
Porque, en su condición de mediadora de salvación, es:
— Epifanía del misterio trinitario.
— Continuación en la historia del misterio del Verbo encarnado.
— Manifestación del «mysterium absconditum a saeculis in Deo»: Ef 3,9.

221
Por lo demás, no es superfluo decir que, dada la amplitud y riqueza de significado
bíblico del término misterio, cuando se aplica a la Iglesia, se hace en sentido real pero
analógico: es decir, se trata de una aplicación y predicación analógica y por extensión.
Por todo ello, y como se verá más adelante, la Iglesia es objeto de nuestra fe: «credo
ecclesiam unam, sanctam, catholicam et apostolicam» 21.

3. DOS PUNTOS DE REFERENCIA DE LA IGLESIA-MISTERIO

Como se ha recordado anteriormente, los Padres conciliares del Vaticano II tuvieron la


valentía de preguntarse por boca del cardenal Suenens: «Iglesia católica, ¿quién eres?
¿qué dices de ti misma?». Frente al progresivo malestar que se había ido gestando y
manifestando por el imparable proceso de hipertrofia juridicista de la Iglesia desde la
Edad Media hasta el mismo siglo XX pasando por la Contrarreforma, surgía en la Iglesia
una necesidad imperiosa e impostergable de profundizar en la propia esencia, en la propia
identidad, no sólo para dar una respuesta válida a los que la veían desde fuera, sino, ante
todo, para darse a sí misma una respuesta satisfactoria que la pusiera en conexión directa
con los propios orígenes y con la posterior reflexión de los Padres de la Iglesia.
Si el princeps analogatum para descubrir la propia identidad de la Iglesia no era —
como se defendió sobre todo en el período de la Contrarreforma22— el modelo de
sociedad perfecta, es decir, la consideración social y política en paralelo con una sociedad
puramente humana, ¿cuál es, cuál puede ser el referente obligado para encontrar la
verdadera y propia identidad, para que pueda llamarse y ser de verdad la Iglesia de Jesús,
la Iglesia que Dios ha querido antes de la creación del mundo? (cf. Ef 1,4-10). Y en
definitiva, ¿a qué o a quién debe parecerse la Iglesia? ¿cuál es el modelo según el cual
debe ser, vivir y construirse?
El Vaticano II, en un acto de profunda coherencia interna, dio una doble clave
formada por las dos coordenadas en las que necesariamente ha de situarse la Iglesia para
encontrar y establecer la propia identidad y para vivir y actuar en perfecta coherencia con
ella:
— La primera de esas coordenadas o punto de referencia determinante es, nada
más y nada menos, que el misterio de la Santísima Trinidad. Dice, en
efecto, el Decreto Unitatis redintegratio: «El supremo modelo y supremo
principio de este misterio (la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad
de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (UR 2).
— La segunda, el misterio de Jesucristo el Verbo encarnado: «la Iglesia... es
una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro

222
divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo
encarnado» (LG 8).
Aquí están pues, los dos puntos de referencia inequívocos e inseparables, a cuya luz
y en cuyo contexto es preciso situar la Iglesia para descubrir su verdadera esencia
sacando de ella todas las consecuencias lógicas y necesarias en el desenvolvimiento de su
vida: tanto de su vida interna, como de cara a sus actuaciones y comportamientos en el
mundo que la rodea.
Resulta sintomático que sea precisamente en el Decreto Unitatis redintegratio sobre
el Ecumenismo, donde el Concilio haya hecho la rectificación más clara y profunda
acerca de la naturaleza de la Iglesia, corrigiendo enérgicamente, aunque sin expresarlo
con palabras, el juridicismo eclesiológico propio de los siglos anteriores. Rectificando el
planteamiento societario y jurídico de la Iglesia que había hecho en su día R. Belarmino,
como reacción contra el espiritualismo eclesiológico de los Reformadores23, el Vaticano II
sitúa a la Iglesia no sólo en el contexto del misterio (LG capítulo I), sino precisamente en
el marco del misterio cristiano por excelencia: el misterio de la Trinidad. Es la unidad más
profunda en la irrenunciable trinidad de las Personas, el misterio que está llamada a
reproducir la Iglesia en su realización histórica, aunque sea de forma ideal y siempre
analógica. Y así como en la Trinidad la diversidad de las Personas no solo no niega ni
contradice la unidad más profunda y esencial, de forma análoga en la Iglesia de Jesús la
diversidad de personas, ministerios, dones, carismas y vocaciones, tiene que servir de
forma convergente a la unidad: una unidad dinámica, enriquecedora y salvífica.
Diversidad y unidad, son en la Iglesia, como en su supremo modelo la Trinidad, dos
dimensiones y exigencias absolutamente imprescindibles, irrenunciables e inseparables.
Un segundo punto de referencia para establecer la verdadera y misteriosa identidad
de la Iglesia lo encuentra el Vaticano II en el misterio del Verbo encarnado. La
Constitución dogmática Lumen Gentium, al analizar el misterio de la Iglesia, enseña,
siguiendo lo dicho ya en su día por Pío XII24, que en la Iglesia, lo visible y lo espiritual,
lo divino y lo humano, lo social y lo pneumático, lo carismático y lo jerárquico, lo
sacramental y lo jurídico, son ciertamente dimensiones diversas pero simultáneas,
distinguibles pero inseparables, distintas pero insuprimibles. Y para ilustrar esta naturaleza
teándrica de la Iglesia, el Vaticano II echa mano de una notable analogía no dudando en
afirmar que «así como la naturaleza (humana) asumida sirve al Verbo divino como de
instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de foma semejante (por una
notable analogía), la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica,
para el acrecentamiento de su cuerpo» (LG 8).
Siguiendo, pues, la enseñanza del Vaticano II daremos dos pasos considerando en
primer lugar el misterio de la Iglesia a la luz del misterio trinitario, para, en un segundo

223
momento, penetrar en ese mismo misterio a la luz del misterio del Verbo encarnado.

3.1. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio trinitario25

En el umbral mismo de este apartado hay que poner de relieve la importancia que tiene
para la eclesiología el volver a la perspectiva trinitaria —propia de la patrística—,
superando, no sólo la visión jurídico-societaria que se fue formando sobre todo a partir
de la alta Edad Media, sino incluso la visión cristomonista que comenzó a formarse en el
Renacimiento y que ha prevalecido en perfecta simbiosis con la anterior hasta la
celebración del Concilio Vaticano II.
Efectivamente, «a medida que perdió fuerza esta idea de Dios dialogal-trinitaria en la
conciencia del cristianismo, fue pasando a primer plano, en el curso del segundo milenio,
una imagen de la Iglesia que tenía su base fundamental y por bien decir, exclusiva, en la
cristología, pero de una cristología de vía muy estrecha que se había ido desgajando del
marco general de la teología trinitaria y en particular de la pneumatología. Esa cristología
vio en Cristo primariamente al fundador y legislador de la Iglesia institucional» 26.
En la enseñanza de los Padres es frecuente encontrar la expresión «Ecclesia de
Trinitate» para poner de relieve como, efectivamente, «es en la Trinidad beata en donde
la Iglesia tiene su primer origen, donde subsiste en su vida más oculta y a donde tiene
que volver en la consumación de los tiempos» 27. Efectivamente, en la gran Tradición de
la Iglesia, desde sus mismos comienzos, es digno de notarse el hecho de que toda la
simbología usada en referencia a la Iglesia, subraya de forma muy especial, la relación de
la «congregación de los fieles» (como viene llamada la Iglesia), con cada una de las tres
divinas personas de la Trinidad o con la Trinidad misma en cuanto tal. En la
consideración de la Iglesia «aparece la función dinámica y vital de la primitiva comunidad
cristiana contemplando el misterio de la Iglesia en función de las personas trinitarias. Son
ellas quienes intervienen en la Iglesia siguiendo su propio ritmo nocional y personal y
guardando siempre la misteriosa armonía que las reúne en una sola melodía» 28.
Volviendo, pues, a la mejor doctrina de los Santos Padres y en especial de San
Cipriano29, el Concilio Vaticano II pone de relieve la indudable raíz trinitaria de la Iglesia.
Su eclesiología puede resumirse diciendo que la Iglesia es una «Ecclesia de Trinitate»: en
concreto, «De unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» 30. G. Philips dice,
refiriéndose a este texto de San Cipriano, que «el sutil juego de palabras del original es
casi intraducible: De unitate... plebs adunata. La preposición de evoca al mismo tiempo
la idea de imitación y la de participación: a partir de esta unidad entre las hipóstasis se
prolonga la unificación del pueblo, el cual, unificándose, participa en una unidad diversa,
de modo que para San Cipriano la unidad de la Iglesia no se puede comprender sin la de

224
la Trinidad» 31.
La Iglesia es verdaderamente «la obra de la Trinidad. Como el hombre ha sido
hecho a imagen de Dios y refleja la actividad divina por su conocimiento y su amor, de la
misma manera la Iglesia, que prolonga a Jesucristo, debe ser la manifestación en el
tiempo de la vida trinitaria» 32. Por otra parte, «lo mismo que el Padre por el Hijo viene
al hombre en el Espíritu, así el hombre en el Espíritu por el Hijo puede ahora llegar al
Padre: el movimiento de bajada permite un movimiento de subida, en un circuito de
unidad, cuya fase eterna es la Trinidad y cuya fase temporal es la Iglesia» 33, que para H.
de Lubac es «una misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo34.
El Vaticano II pone de relieve la naturaleza trinitaria del misterio de la Iglesia en un
doble sentido:
A) Ante todo, presentándola como obra de las tres divinas Personas.
B) En segundo lugar, poniendo de relieve la exigencia interna que tiene la Iglesia de
ser epifanía, manifestación, presencialización en la historia, del misterio de Dios uno y
trino.

A) La Iglesia, obra de las tres divinas Personas


Si el obrar sigue al ser, y el ser de Dios es trinitario, la Iglesia, en cuanto obra ad extra de
Dios, tiene que ser necesariamente, en su esencia más profunda, un misterio trinitario, es
decir, obra de toda la Trinidad: decisión del Padre realizada por Cristo con la fuerza del
Espíritu.

1. La Iglesia, obra del Padre

Una de las vivencias más primigenias y constantes de los primeros cristianos es la de que
la comunidad cristiana existe porque Dios, en su misterioso designio revelado en los
últimos tiempos, así lo ha decretado y querido. La Iglesia no es fruto de la iniciativa
humana, «de la carne y de la sangre» (cf. Jn 1,13), sino iniciativa de Dios. Una iniciativa
que se conecta con el comienzo mismo de la creación en general y de la existencia del
hombre sobre la tierra en particular. Efectivamente, Dios, al crear, lo hace según un
designio que tiene en Cristo su centro, su culmen, su fin, su meta y su sentido último, su
explicación definitiva. Puesto que en Dios no existe un pensamiento discursivo, un antes
y un después, ni etapas sucesivas de programación en su designio, es claro que, desde
toda la eternidad, existe un único y definitivo designio salvador de Dios, que abarca la
creación y la redención de todo lo creado en general y del hombre en particular.

225
El origen y la existencia de la Iglesia se remonta, pues, al designio mismo de Dios,
un designio completamente original («¿quién fue su consejero?»: Rom 11,34),
incondicionado y libre («¿quién le ha prestado para que él devuelva?»: Rom 11,35) de
salvar a toda la humanidad en Cristo y por Cristo. En este sentido, se ha podido hablar
de «Ecclesia ab Abel» 35: es decir, de la existencia de la Iglesia antes de que la Iglesia
existiera de hecho en su realidad histórica.
Por designio y voluntad libre e incondicionada de Dios, existe la Iglesia como
germen e instrumento de salvación para la humanidad. Así como en la Antigua Alianza
Dios se escogió un Pueblo —de forma completamente libre y gratuita (cf. Dt 7,6-9; Ezq
16,1-14; Os 14,5)—, para hacerlo «luz de las naciones» (Is 49,6; 60,1-6) y prenda de
salvación para toda la humanidad, así también, al llegar la plenitud de los tiempos y
establecer con la humanidad la «nueva y definitiva Alianza» (cf. Lc 22,20; 1Cor 11,25;
Hbr 7,22; 8,6-8; 9,15; 12,24), ha querido llamar y formar un Pueblo nuevo, el Pueblo de
la Nueva Alianza, para salvar a todos los hombres en Cristo y por Cristo: ese nuevo
Pueblo es precisamente la Iglesia que, como tal, tiene su principio y su origen en la
iniciativa gratuita de Dios.
Este designio salvador, único, originario, global, de Dios en la historia de la
humanidad, lleva a la Iglesia directamente, desde sus propios orígenes históricos, a entrar
por caminos de universalismo, es decir, de catolicidad. Efectivamente, es ésta una de las
líneas más constantes en la reflexión de la tradición cristiana: la Iglesia, historia concreta
de la salvación, tiene un destino salvífico universal que abarca desde el justo Abel hasta
el último de los llamados por Dios.
Un punto de partida inequívoco es: «Dios quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Este todos hay que entenderlo —así
lo entendió desde el inicio mismo la comunidad cristiana primitiva (no sin esfuerzo y
sobre todo no sin la intervención del Espíritu Santo: cf. Hch 9-10 y 15)—, tanto en
proyección misionera de presente y de futuro, como en proyección retrospectiva de
todos los hombres —desde el inicio de la humanidad— y en particular respecto a los
judíos (cf. Rom caps. 9,10 y 11) comenzando por el justo Abel e incluso por el mismo
Adán. La tradición cristiana es constante en esta visión del mundo desde sus mismos
orígenes36: la Iglesia es, en su ser más íntimo, expresión y manifestación de la voluntad
salvífica universal de Dios, que quiere servirse de los hombres para realizar su designio
ofreciendo una ayuda verdadera y eficaz, no contentándose con una simple declaración
de intenciones.
Visto en su totalidad histórica y metahistórica, el misterio de la Iglesia «realiza
gradualmente la preordenación del Padre a lo largo de las diversas fases históricas de la
humanidad: en el comienzo del mundo, la prefiguración; en la historia de Israel, la

226
preparación; en la era del Espíritu Santo, la institución; y, al fin de los siglos, la
consumación» 37.
Existe un hilo conductor de la historia que va desde el momento mismo de la
creación hasta el momento final de la consumación de todas las cosas. Ese hilo conductor
está misteriosamente constituido por el libre y original designio de Dios Padre que ha
decidido, desde toda la eternidad, centrar toda la creación en la persona de Cristo y
salvar a toda la humanidad gracias a la obra redentora realizada por Cristo: a todos los
hombres que le precedieron en el tiempo, a todos sus contemporáneos y a todos los que
le seguirán hasta el fin de los tiempos. En el centro de esta dinámica salvífica, establecida
por Dios desde toda la eternidad, aparece precisamente la Iglesia, que, en cuanto
instrumento querido por Dios, está ya «prefigurada desde los comienzos del mundo y
preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza»
(LG 2), se estableció y manifestó en la historia mediante la efusión del Espíritu, estando
llamada a alcanzar su perfección gloriosa al final de los tiempos cuando finalmente «Dios
sea todo en todos» (1 Cor 15,28).
El Concilio Vaticano II es plenamente consciente de que el propósito de salvar al
hombre por Jesucristo continuado históricamente en la Iglesia «dimana del amor fontal o
caridad de Dios Padre» (AG 2) que, es Principio sin principio, creador gratuito del
hombre y de toda la creación, difundiendo graciosamente su bondad en todos los
hombres.
De esta forma, el Concilio ha redescubierto la dimensión teológica del misterio de
la Iglesia en su misma fuente: en el corazón de Dios Padre.

2. La Iglesia, obra de Jesucristo el Verbo encarnado

Ya se ha hecho ver anteriormente, cómo la Iglesia tiene un inequívoco punto de


vinculación con Cristo, el Verbo encarnado. Más aún, con palabras de Pablo VI,
recordadas más arriba, hay que decir que Cristo es el inicio y el fin del caminar de la
Iglesia por la historia de los hombres, puesto que es su prolongación hasta el final de los
siglos. Se descubre aquí la inequívoca dimensión cristológica del misterio de la Iglesia.
Pero ¿en qué relación está Jesús de Nazaret con la Iglesia?, ¿se puede afirmar que Jesús
fundó la Iglesia? ¿es Cristo realmente su «fundador»?, ¿hasta qué punto es la Iglesia
«obra de Cristo»? Y, en todo caso, ¿cómo hay que entender esa afirmación?
Hasta no hace demasiado tiempo —prácticamente hasta la renovación eclesiológica
del Vaticano II—, a la pregunta ¿quién fundó la Iglesia? se respondía de forma clara y
precisa: Jesucristo en Cesarea de Filipo. El texto de Mt 16,13-19, entendido en la
literalidad prepascual en que lo presenta Mateo, no dejaba lugar a la mínima duda. Con

227
ello, no quedaba suficientemente explicitado, si no implícitamente excluido en la génesis y
nacimiento de la Iglesia, tanto el designio del Padre, cuanto la presencia y la acción del
Espíritu Santo. La Iglesia tenía que ver única y exclusivamente con el Cristo prepascual,
y, además, desde una perspectiva esencialmente societaria y hasta jurídica38.
Hoy, se ha llegado a la persuasión de que «la fundación de la Iglesia es una de las
cuestiones en las que se hace necesario precisar los conceptos» 39. Gracias a esa mayor
precisión, «se ha alcanzado un consenso prácticamente unánime entre los teólogos para
afirmar que el comienzo de la Iglesia no tiene lugar por un acto fundacional único en el
que Jesús hubiera promulgado la Iglesia y determinado su aspecto institucional, de forma
que nada esencial quedará por hacer después de su paso por la tierra. La Iglesia ha sido
fundada por Jesús en cuanto que ella ha nacido de una libre decisión suya. Eso no
significa que la naturaleza y la actividad de la Iglesia quedaran plenamente determinadas
por Jesús, como tendía a pensar parte de la apologética clásica que veía necesario
defender el sentido institucional y jurídico de la Iglesia» 40.
De esta forma, la respuesta a la pregunta planteada no sólo supera una visión
completamente aislacionista de la Iglesia en cuanto realidad ligada exclusivamente al
Jesús histórico, sino que implica por eso mismo, la presencia y acción de las tres divinas
personas. La conexión de la Iglesia con la persona de Cristo, se matiza hoy mucho más,
y se sitúa en una perspectiva teológicamente mucho más rica (la Trinidad), e
históricamente mucho más dinámica como realidad que se va realizando de forma
progresiva hasta llegar a su concreción histórica a partir de Pentecostés41.
Los pasos que son posibles constatar a partir de los datos de la Escritura podrían
resumirse en la siguiente secuencia42:
Jesús, el Enviado del Padre por excelencia, recibe una misión concreta y
precisa: predicar, iniciar, instaurar ya en esta tierra, e incluso personificar el
Proyecto de Dios que llamamos el Reino: Mc 1,15. Por esa instauración
predica y trabaja incansablemente, a pesar de la abierta oposición que encontró
entre los responsables judíos, muriendo además en plena fidelidad al Padre que
le ha hecho esa encomienda.
En orden a la proclamación, implantación y construcción del Reino, lo primero
que hace Jesús es formar un grupo de discípulos que viviendo
permanentemente con Él, no sólo lo siguieran, sino que se identificaran
progresivamente con el Proyecto del Reino.
Ese grupo no estaba llamado simplemente a mejorar y ni siquiera a reformar la
Antigua Alianza en aspectos concretos y determinados al estilo de lo que
habían pretendido los antiguos profetas.
Por el contrario, el grupo estaba llamado a cambiar radicalmente, desde una

228
profunda vivencia religiosa de Dios, la sociedad humana, constituyendo una
auténtica «alternativa» a la sociedad del antiguo Israel: no se trataba
simplemente de reformar una sociedad teocrática más o menos corrompida,
sino de construir una sociedad diferente, más aún, una sociedad
completamente nueva desde sus cimientos: desde sus criterios y valores
fundamentales.
En consecuencia, el grupo tenía que vivir, proclamar y ofrecer unos valores
(igualdad entre todos los miembros del grupo, renuncia a honores y poder
dentro del mismo, permanente actitud de servicio, aprecio sincero y operativo
por los débiles y necesitados, superación del propio egoismo, decisión de
compartir generosamente lo que se tiene, solidaridad con todos en lugar de
dominio, etc.), que estuvieran en perfecta consonancia con el Reino que se
predica y que se intenta instaurar entre los hombres.
Por otra parte, no era un grupo cerrado, elitista, para iniciados o perfectos, sino
un grupo abierto, llamado a crecer gracias a la incorporación de todos aquellos
(hombres y mujeres, pobres y ricos, sabios e ignorantes, socialmente notables
y marginados, santos y pecadores), que se sintieran identificados con el
Proyecto de esa nueva manera de vida.
Este grupo, con todo, se disolvió tristemente en el momento de la tentación y
de la prueba del Maestro: cuando «hirieron al pastor, se disolvieron las ovejas»
(Mt 26,31); el sueño de la desilusión se apoderó de ellos (Mt 26,40. 43); la
desesperanza los invadió (Lc 24,21), la cobardía pudo más que su buena
voluntad (Mt 26,56).
Así habría terminado sencillamente el movimiento de Jesús si no hubiera
sobrevenido la acción poderosa, unificante, creativa y misionera del Espíritu
Santo.
Se puede entonces afirmar, que Jesús, fundó la Iglesia, pero matizando y precisando
debidamente esta expresión, en el sentido de que lo que hace Jesús, lo hace, por una
parte, siguiendo el designio eterno del Padre de salvar a toda la humanidad mediante un
instrumento que existía ya, antes de Cristo, gracias a la realidad e instituciones de la
Antigua Alianza; se realiza, además, durante la existencia terrena de Cristo, gracias a su
mediación única e irrepetible; y, después de Cristo, se lleva a cabo mediante el pueblo de
la Nueva y Definitiva Alianza. La funda, además, en el sentido de que pone las bases
fundamentales: la constitución de un grupo al que le encomienda la misión que Él mismo
había recibido del Padre, y al que le confiere los elementos necesarios para que la
salvación por Él realizada no desemboque en el vacío. La funda, finalmente, en el
sentido de que esa obra comenzada por Cristo «en los días de su vida mortal» (Hb 5,7),
tiene que ir cobrando forma, estabilidad, consistencia, definitividad y progresiva plenitud

229
hasta constituir la realidad que hoy se conoce con el nombre de Iglesia.
Algunas conclusiones:
— Teniendo en cuenta los datos que nos suministran en la actualidad tanto la
exégesis como la misma teología, no es fácil hablar hoy de una institución
próxima y directa de la Iglesia por parte de Jesucristo; no es posible,
determinar un acto en el que, formal y explícitamente, pudiera fijarse la
fundación de la Iglesia en sus estructuras y en los rasgos fundamentales que la
constituyen. No existe un día, una fecha, un momento concreto y determinado
a partir del cual pueda decirse: hasta este momento, no existe la Iglesia; de hoy
en adelante, sí existe la Iglesia.
— Entre el grupo que Jesús fue eligiendo y reuniendo para que vivieran con Él
durante su ministerio, el grupo de discípulos reunidos en el cenáculo después
de su Ascensión al cielo y el grupo que se manifiesta el día de Pentecostés
capitaneado por Pedro, existe una verdadera continuidad histórica.
— No es Cristo el que, con independencia del Padre y del Espíritu, haya dado
vida por su cuenta a esta realidad que conocemos con el nombre de Iglesia.
— La existencia de la Iglesia es incomprensible y se desvirtúa por completo si se
la aisla del contexto trinitario que está en el origen mismo de su existencia y
que es, por consiguiente, la explicación última y definitiva de su naturaleza.
¿Qué pensar, entonces, del texto de Mt 16,13-19?
Dada la centralidad de este texto en la tradición de Pedro, no es nada extraño que,
por una parte, siga siendo un texto ante el que los exégetas no quedan en absoluto
indiferentes; y, por otra, que sea un pasaje del Nuevo Testamento particularmente
discutido por los críticos43.
Sobre el origen de la perícopa se observa, ante todo, una gran variedad y hasta
variabilidad en el debate seguido. Las oscilaciones han sido muchas y no pequeñas. He
aquí algunas de ellas:
Es un logion que relata una aparición personal a Pedro.
Es un logion muy posterior a la redacción del Evangelio de Mateo, formado
con ideas que ni son ni pueden ser originales del Jesús histórico. Dada la
mentalidad y la perspectiva escatológica en que se movía, Jesús ni quiso ni
pudo haber querido una Iglesia. De hecho, el término ekklesía es desconocido
para los evangelistas: aparece sólo tres veces en los evangelios, y únicamente
en el Evangelio de Mateo: una, en 16,18 y dos, en 18,17.
Se trata de un logion fuera de su verdadero contexto, puesto que perteneció en
un primer momento a un contexto en el que se relataban hechos posteriores a
la resurrección.

230
Se trata de un acontecimiento pascual, situado posteriormente en la vida
terrena de Jesús.
Es un logion perteneciente al discurso de la última Cena, que hay que situar,
por otra parte, en el contexto de las negaciones de Pedro: Lc 22,31-32.
Es un texto que responde a un hecho histórico, pero la fecha y circunstancias
en que ese hecho tuvo lugar no son del todo claras: de ahí, que Marcos y
Lucas que narran el episodio de Cesarea (Mc 8,27-30; Lc 9,18-21), no se
refieran para nada al logion que reproduce las palabras de Jesús a Pedro (Mt
16,17-19) sobre la Iglesia y sobre el rol que el apóstol iba a desempeñar en
ella.
Por otra parte, es innegable y, por consiguiente, absolutamente válida la
contextura aramaica del texto, que denota un inequívoco contexto judío del
relato: el saludo introductorio, el título de Bar-Jona, las imágenes usadas
(llaves, atar-desatar, puertas del infierno...), etc. «Mt 16,16-19 contiene
demasiadas expresiones semíticas arcaicas en virtud de las cuales puede ser
obra del evangelista (Mateo), cosa que reconocen por otra parte los partidarios
del desplazamiento de nuestra perícopa a un contexto posterior a la
resurrección» 44.
Este logion es perfectamente coherente con el puesto verdaderamente
relevante de Pedro en todos los escritos del Nuevo Testamento. Ese telón de
fondo, ofrece una inequívoca garantía del hecho y de la autenticidad histórica
del mismo texto.
Se puede por consiguiente concluir que Mt 16,16-19 «es un logion que Mateo
es el único que nos transmite en toda su integridad, pero que no es él, el único
en conocerlo como lo prueban las tradiciones presentes en Jn 1,41-42 y 20,23.
Este logion ha llegado a Mateo por el canal de la comunidad palestina y ya en
ese momento, estaba puesto en relación con la confesión mesiánica ligada al
cuadro del Kippur y con la Transfiguración, fiesta de la entronización
mesiánica ligada al cuadro del Sukkot. (...) Nada impide pensar que se remonta
al mismo Jesús» 45.

3. La Iglesia, obra del Espíritu Santo

En el nacimiento de la Iglesia hay que reconocer la inequívoca presencia y el decisivo


influjo del Espíritu. El Espíritu, en efecto, media entre el Cristo resucitado y el
nacimiento mismo de la Iglesia46. La Iglesia nace en el momento mismo en que, clavado
en la cruz, Cristo «entrega el Espíritu» (parédoken tò pneuma) según la significativa
expresión del evangelista Juan (Jn 19,30; cf. Jn 7,37-39). O, según Lucas, (Hch 2,1-21),

231
en el momento en que, en el día de Pentecostés, «se efunde y derrama el Espíritu sobre
todo hombre», según la profecía de Joel (cf. Jl 3,1-5). El Espíritu está, pues, en la raíz
misma del momento histórico en el que el movimiento de Jesús se convierte en la
Comunidad constituida por los seguidores de Jesús47, es decir, en Iglesia.
El Espíritu está en el origen mismo de la Iglesia «del mismo modo que Cristo fue
concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María, y Cristo fue impulsado a
la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descendió sobre Él mientras
oraba» 48. Es en Pentecostés cuando, al venir sobre los Apóstoles reunidos en oración
con María la Madre del Señor (cf. Hch 1,14), los Apóstoles y discípulos cobraron clara
conciencia de ser «Iglesia», es decir, comunidad de hombres y mujeres comprometidos
de forma estable y orgánica en el seguimiento de Jesús el Nazareno crucificado y
resucitado, así como de ser depositarios en la historia hasta el fin de los tiempos, de la
misión que el mismo Jesús había recibido del Padre.
En este mismo sentido hay que añadir (observación ésta que hace ver con mayor
claridad la parte decisiva que tiene el Espíritu en la formación y primeros pasos de la
Iglesia por la historia), que ante la obstinada y lógica resistencia (mental, psicológica,
espiritual, y hasta de ortodoxia religiosa) de los apóstoles, es el Espíritu Santo el que los
lanza y les hace entrar (incluso contra la voluntad de ellos), por caminos de universalismo
de tiempos, lugares, culturas y sobre todo personas (cf. Hch caps. 9, 10 y 15).
La Iglesia tiene, pues, de una forma constitutiva, es decir, no como algo añadido o
accidental sino como una realidad que pertenece a su misma esencia y naturaleza, una
dimensión pneumatológica. El Vaticano II fue plenamente consciente no sólo de que el
Señor Jesús y el Espíritu Santo «están asociados en la realización de la obra de la
salvación en todas partes y para siempre» 49, sino también y de forma específica, de la
múltiple acción del Espíritu en la Iglesia. Y así, lo presenta como fuente de agua viva,
como principio de su incesante rejuvenecimiento, como protagonista en la obra de la
santificación, como dador de diversos dones y carismas, como principio de unidad en la
diversidad, como guía en la búsqueda y construcción de la verdad, etc.50 Fue consciente,
igualmente, de la vinculación profunda, esencial, existente entre la misión del Espíritu por
parte del Padre y del Hijo, y la «misión» de la Iglesia con su irrenunciable carácter de
universalidad51. Por eso, la Iglesia es absolutamente inseparable del Espíritu, aunque de
ninguna manera puede identificarse con Él. El Espíritu está siempre, en todo tiempo y en
cualquier eventualidad en ella, pero no se mezcla ni se confunde nunca con ella.
Hay que reconocer, por tanto, que «la unión estructural de la Iglesia y del Espíritu es
de una importancia primordial para la exposición teológica. La Iglesia es el signo de la
presencia del Espíritu Santo, y éste realiza en ella y por ella la salvación de los
escogidos» 52. Efectivamente, entre el Espíritu Santo y la organización social de la Iglesia,

232
con todo lo que esta expresión lleva consigo, existe una unión profunda que asegura de
manera objetiva y eficaz para el hombre de cada generación, la salvación realizada por
Cristo con su vida entera consumada en la muerte y en la resurrección. De ahí, que
«toda tentativa de disyunción entre la comunidad de gracia y de la caridad y la sociedad
jurídicamente estructurada, ha de ser rechazada» 53.
Si la Iglesia es «obra del Espíritu», es evidente que la dimensión carismática
pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia54. Así se constata en las listas de carismas
que encontramos en los escritos paulinos: 1Cor 12,1-31; Rom 12,3-21; Ef 4,1-16. Por
otra parte, es claro que si en la Iglesia existen carismas «libres» es porque también
existen carismas institucionalizados, siendo tan legítimos y necesarios los unos como los
otros.
El misterio de la Iglesia, por consiguiente, no puede verse y entenderse sólo a la luz
del misterio de Cristo. Es preciso hacerlo también, de forma no solo simultánea sino
integradora, a la luz del misterio del Espíritu. Efectivamente, «el presente de la existencia
creyente, personal y eclesial, puede leerse en clave sólo cristológica —y en este caso
destacará la visibilidad, la institución, la autoridad, la jerarquía, la ley, la letra, el primado
—, o en clave sólo pneumatológica —y entonces se subrayará la profundidad invisible, el
carisma, la libertad, el sacerdocio universal, la gracia, el Espíritu, la colegialidad—. Una
lectura históricamente atenta a la reciprocidad y a la complementariedad de la cristología
y la pneumatología, pondrá de manifiesto la inclusividad recíproca y dialéctica entre lo
visible y lo invisible, entre la institución y el carisma, entre la autoridad y la libertad, entre
la comunidad y los ministerios, entre la ley y la gracia, entre la letra y el espíritu, entre el
primado y la colegialidad. La misión de los creyentes no es pues sólo la de llevar a cabo
un proyecto ya dispuesto (perspectiva cristológica), no sólo la de inventarlo en cada
ocasión (perspectiva sólo pneumatológica), sino de la de ser creativamente
corresponsable en la acogida y en la realización del mismo» 55.

B) La Iglesia, epifanía del Misterio trinitario


Dando un paso más, hay que decir que la Iglesia no es sólo obra de la Trinidad, sino que
está llamada a ser en la historia de los hombres epifanía, es decir, manifestación histórica
y tangible, representación objetiva y actualizada del misterio trinitario.
Ahora bien, es completamente lícito, más aún, necesario, que el cristiano se
pregunte: ¿y cómo es la vida íntima de ese Dios-Trinidad? Aun siendo conscientes de
que, frente al insondable misterio de la trinidad de las Personas en la unidad de la
naturaleza divina, sería preferible callar y adorar56, sin embargo, puesto que, con no poca
frecuencia, el Magisterio presenta a la Trinidad como punto de referencia para la vida de

233
la Iglesia, es preciso hacer un esfuerzo, en la fe y desde la fe, de penetración en la vida
íntima de Dios que se autorrevela como trino para nuestra salvación57.
Asumiendo la visión económica de la Trinidad, se descubre —siempre a partir de la
Palabra revelada— que la vida íntima de Dios consiste, al mismo tiempo, en:
— Una vida de profunda comunión ad intra entre las divinas Personas.
— Una profunda comunidad de vida que se manifiesta en su acción ad extra.
La Iglesia, por consiguiente, está llamada a ser manifestación, epifanía del misterio
de la Trinidad en sus dos dimensiones más profundas:
Misterio de comunión de amor.
Misterio de comunidad de vida.

1. La Iglesia, epifanía de la comunión trinitaria ad intra

Si nos preguntamos por la vida intratrinitaria de Dios en lo que tiene de más íntimo, de
más profundo y hasta de más misterioso, habrá que responder, desde una conciencia
clara de la distancia y de la pobreza conceptual y terminológica de lo que expresamos58,
que es una profunda comunión de amor. Entre las divinas personas existe una apertura
amorosa, una comunicación de la esencia divina tan total, tan absoluta, tan plena, tan
infinita de cada persona respecto a las otras dos, que precisamente por eso no se
multiplica la única esencia divina a pesar de la objetividad de cada una de las tres divinas
Personas. El ininterrumpido diálogo de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es de tal
naturaleza, de tal profundidad e infinitud, que hace posible el que cada Persona divina
posea en su totalidad la esencia divina que es propia de las otras dos. No hay, pues,
multiplicación de la única esencia divina. La comunión divina es profunda y
esencialmente «una» en la diversidad de las personas, que establecen entre sí, desde el
amor, un intercambio infinitamente fecundo y personalizador de relaciones. El amor es la
única fuerza que une, sin destruir, sin absorber ni anular la verdadera y peculiar
personalidad de los amantes; antes bien, los mantiene en su propia identidad aunque
puedan dar, desde fuera, la impresión de que, al fundirse en el amor, ha desaparecido el
uno en el otro.
Lo más íntimo en la vida del Dios Trinidad al que hemos llegado de la mano de la
revelación del Nuevo Testamento, es precisamente la entrega recíproca de las divinas
Personas conservando la propia identidad personal en la más profunda unidad de la
esencia divina. Por eso, «confesar a Dios como Padre, Hijo y Espíritu —dice M. Kehl—
significa concebir a Dios como amor, como diálogo, como amistad, como vida en
relación que se desenvuelve entre un yo y un tú, en la pluralidad de un nosotros que los
aúna y que se da además a lo otro» (...) «La fe cristiana confiesa a Dios como unidad de

234
amor personal; más exactamente, como unidad de un proceso relacional de amor
infinitamente autodonante (= Padre), amor infinitamente agradecido y respondiente (=
Hijo) y amor infinitamente aglutinante que armoniza el dar y el recibir y lo desborda en la
creación (= Espíritu Santo)» 59.
Decir, pues, que la Iglesia es imagen de la Trinidad es afirmar que, aun dentro de la
analogía, la Iglesia ha de estructurarse como una profunda comunión que lleva a todos
sus miembros (ministros, religiosos, seglares) y en todos sus niveles (parroquial,
diocesano, universal) a un constante diálogo en el amor, a semejanza de la comunión
dialogal intratrinitaria. La Iglesia está llamada, en efecto, a expresar objetivamente en la
historia «la unidad de la comunión de Dios, la trama relacional del amor de Dios
diferenciada trinitariamente» 60. De ahí que la comunión en la Iglesia, que es siempre
«una en la variedad de las Iglesias locales y de los carismas y ministerios que se dan en
ellas, refleja la comunión trinitaria» 61.
Precisamente en la relación de la Iglesia con el Dios trino ve el Concilio Vaticano II
«el mysterium de la Iglesia, su sentido teológico más profundo: en virtud de la
participación en la vida del amor trinitario de Dios acontecida fundamentalmente en
Cristo y abierta a todas las personas en el Espíritu Santo, la Iglesia es llamada y
capacitada para ser a su vez, como imagen y semejanza, incluso como sacramento de
esta comunión divina, una comunión entre los hombres tanto en su propia figura social,
como en el servicio de reconciliación universal para el género humano y toda la
creación» 62.
Por consiguiente, si la Trinidad es «comunión de amor», tiene que suscitar, en su
epifanía histórica, la Iglesia, un profundo, inquebrantable e irrenunciable compromiso de
comunión en el amor.

2. La Iglesia, epifanía de la acción trinitaria ad extra

En el Nuevo Testamento aparecen las tres divinas Personas en una perfecta


concordancia y sintonía en la obra de la Redención de los hombres: Jesús es, ante todo,
el que «no ha bajado del cielo para realizar un designio propio, sino el designio del que lo
envió» (Jn 6,39); el «hijo que no puede hacer nada por sí, si antes no lo ve hacer a su
padre» (Jn 5,19); el que «no tiene otro alimento que no sea el cumplir el designio del que
lo envió llevando a cabo su obra» (Jn 4,34); el que «hace siempre lo que le agrada al
Padre» (Jn 8,29), el que «no hace nada por su propia cuenta» (Jn 8,42), el que «ha
venido a cumplir, a realizar, a llevar hasta su plenitud» la voluntad del Padre (Jn 5,30; Mt
12,50; 26,39. 42). Por su parte, el Espíritu Santo realiza su acción santificadora del
hombre, su acción iluminadora, impulsora de la misión, consoladora de los apóstoles y

235
discípulos, porque, según la profunda expresión de Jesús, «recibirá de lo mío» (Jn
16,14). De esta forma, la acción de las tres divinas Personas hacia fuera de sí mismas, es
una acción profundamente armónica y convergente desde la diversidad y peculiaridad
personal de cada una de ellas.
Hasta tal punto captó la reflexión de la Iglesia esta profunda unidad convergente en
la acción ad extra de las divinas Personas, que poco a poco se fue formulando hasta
quedar plasmada en el principio clásico de la teología según el cual «In divinis omnia sunt
unum ubi non obviat relationis oppositio» 63. Principio que, al tiempo que salvaguarda la
identidad y peculiaridad personal de cada una de las tres divinas personas, subraya
fuertemente la unidad de acción de las mismas. Hasta tal punto es profunda la unidad de
acción ad extra del Dios trino, que constituyen un único principio de acción.
Pues bien, «la Iglesia, estructurada sobre la ejemplaridad trinitaria, tendrá que
mantenerse lejos tanto de una uniformidad que aplaste y mortifique la originalidad y la
riqueza de los dones del Espíritu, como de toda contraposición hiriente, que no resuelva
la tensión entre los carismas y los ministerios diversos en la comunión, dentro de una
mutua recepción fecunda de las personas y de las comunidades en la unidad de la fe, de
la esperanza y del amor» 64.
En esta doctrina encuentra su fundamento y justificación teológica más plena y
exigente la tan añorada y todavía tan lejana pastoral de conjunto dentro de la Iglesia.
La acción pastoral en el seno de las diversas comunidades eclesiales está objetivamente
marcada por la exigencia de una acción convergente desde la diversidad de los dones,
carismas, ministerios, gracias y servicios que el Espíritu, fuente de diversidad y de unidad
al mismo tiempo, suscita en el interior de la Iglesia. Nada más antieclesial (por
antitrinitario), por consiguiente, que el atomismo pastoral, sobre todo cuando pretende
encontrar justificación en la diversidad de carismas y ministerios existentes en la Iglesia.
Sólo cuando esa diversidad de dones, carismas y ministerios es convergente y
enriquecedora en la construcción del Reino, llega a ser la Iglesia auténtica epifanía del
misterio trinitario en su acción ad extra.
De lo dicho anteriormente se puede concluir que «la lectura trinitaria de la comunión
eclesial se extiende así desde la historia del origen hasta la historia del presente y del
porvenir de la Iglesia: la Trinidad se ofrece como la respuesta rica e inagotable, no sólo a
la pregunta ¿de dónde viene la Iglesia?, sino también a las preguntas sobre lo que es la
Iglesia y adónde va» 65. Más aún, se puede afirmar, con una formulación concisa pero
densa de significado, que «la Iglesia viene de la Trinidad, camina hacia ella y está
estructurada según su imagen» 66.

3.2. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio del Verbo encarnado

236
Como se ha dicho más arriba, el misterio de la Iglesia no tiene solamente una
dependencia esencial respecto al misterio de la Trinidad. Tiene también, y de una forma
igualmente esencial, una relación de dependencia inmediata y condicionante con el
misterio de Cristo el Verbo encarnado. Con esto, estamos afirmando que, así como la
Iglesia sería completamente inexplicable si se la desconectara del misterio trinitario, de la
misma forma y por análoga razón, se convierte en un auténtico jeroglífico para los demás
e incluso para sí misma, si pierde su referencia fontal al misterio de Cristo. La Iglesia
nunca es más Iglesia que cuando está descentrada de sí misma y totalmente centrada en
Cristo su único y definitivo Señor. En este sentido hay que afirmar que el
eclesiocentrismo es una auténtica perversión del misterio de la Iglesia. La Iglesia no tiene
otro centro que no sea Cristo: únicamente a partir de Cristo cobra la Iglesia su
importancia; y únicamente en cuanto orienta al hombre y lo pone en relación con Cristo
y su misterio, se hace indispensable para la humanidad.

A) Jesucristo, realidad personal teándrica


Jesucristo, Verbo encarnado, es verdadera presencia de Dios en una realidad
auténticamente humana: «Dios se ha expresado del todo en Jesús. Jesús es el presente
definitivo de Dios en el mundo. Quien ve a él, ve al Padre (cf. Jn 14,9). Él es “el hijo” en
un sentido que no se puede aplicar a ningún otro hombre» 67. Con Nicea confesamos que
Jesucristo es «Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero» (DH 125), pero -y es
una observación de la mayor importancia y trascendencia- en forma objetiva y
misteriosamente kenotizada.
Hay que dejar constancia en este punto, del tenaz y perseverante esfuerzo de la
Iglesia por defender la autenticidad del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre, tan Dios como hombre, tan hombre como Dios. Frente a todo intento de falsear
la Persona de Cristo mutilándola o interpretándola de forma reductiva, la Iglesia ha
reaccionado siempre con verdadera pasión y energía a fin de que el misterio «que es
Cristo» (cf. Col 2,2; 4,3) sea, hasta donde es posible, explicado, entendido y aceptado en
toda su integridad. Frente a las oscilaciones de los distintos herejes, planteadas siempre
desde la disyuntiva «aut», «aut» (o una cosa u otra), la Iglesia oficial ha mantenido con
todo vigor la dialéctica enriquecedora del «et», «et» (una cosa y otra) en el misterio de
Cristo68.
En particular, el Concilio de Calcedonia enseñó, siguiendo el magisterio del Papa
León Magno, no sólo la permanencia de ambas naturalezas (divina y humana) en Cristo,
sino también —aspecto menos puesto de relieve en la reflexión cristológica posterior—,
el dinamismo intencional y finalizante, la convergencia de esas naturalezas, gracias a la

237
cual llegan a ser una sola realidad personal: «unum eundemque Christum Filium
Dominum unigenitum, in duabus naturis inconfuse, inmutabiliter, indivise,
inseparabiliter agnoscendum, nusquam sublata differentia naturarum propter
unitionem magisque salva proprietate utriusque naturae, et in unam personam atque
subsistentiam concurrente, non in duas personas partitum seu divisum, sed unum et
eundem Filium unigenitum Deum Verbum Dominum Iesum Christum» 69.

B) Naturaleza teándrica de la Iglesia


En la Tradición, el misterio de la Iglesia se relaciona tanto con el misterio trinitario como,
de igual forma y hasta con cierta preferencia, con el misterio de Cristo, el Verbo
encarnado. Sin poderse identificar evidentemente la Iglesia con Cristo, existe sin embargo
entre ellos una correlación sumamente estrecha, de forma que la Iglesia aparece como la
continuidad de Cristo en la historia y, por eso mismo, entre otras consecuencias, los
mismos errores cristológicos encontrados en los primeros siglos, tienen su perfecta
continuidad, su reflejo más fiel, en otros tantos errores eclesiológicos. En este sentido, es
posible afirmar que la eclesiología llega a convertirse en un capítulo de la cristología70.
Por eso mismo, el misterio de la Iglesia, aun siendo radicalmente un misterio trinitario, es
también un misterio específicamente cristológico: en la Trinidad tiene su origen, y en
Cristo tiene su centro71. Este centralismo cristológico, por otra parte, no excluye, antes
por el contrario, reclama como igualmente esencial, la dimensión pneumatológica de la
Iglesia, como quiera que la Persona y la acción del Espíritu Santo es —según lo visto—,
absolutamente imprescindible para una inteligencia profunda y objetiva del mismo
misterio de Cristo, comenzando por su aparición en la historia de los hombres.
A la luz, pues, del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es
preciso establecer y afirmar la naturaleza de la Iglesia: una naturaleza de carácter
teándrico. Análogamente a lo que sucede en el misterio de Cristo, también en el misterio
de la Iglesia hay que reconocer una doble realidad objetiva: su dimensión divina y su
dimensión humana; de forma, con todo, que en la Iglesia al igual que en Cristo, lo divino
se descubre y se expresa en lo humano: es decir, en su existencia y realidad humana e
histórica.
Se comprende así que el pasaje de la Lumen Gentium en el que el Concilio aborda la
naturaleza humano-divina de la Iglesia (LG 8), es, al decir del redactor último de esta
Constitución, «uno de los más importantes y de los más característicos de toda la
Constitución» 72. Y es que, efectivamente, si la Iglesia por una notable analogía debe
reproducir el Misterio del Verbo encarnado del que es prolongación en la historia, es
necesario que en ella se den, en una unidad absolutamente inseparable, las dos

238
dimensiones fundamentales: la divina y la humana73.
Delante de la Iglesia nos encontramos ante de una realidad verdaderamente
compleja al ser una realidad absolutamente indivisible en sus elementos que, por eso
precisamente son diferenciables pero inseparables.
El elemento divino de la Iglesia (que no es posible identificar ni confundir
simplemente con el Espíritu Santo), viene constituido por la Palabra de Dios, los
sacramentos, los ministerios, la disposición y apertura de los cristianos para lo
sobrenatural, la experiencia de la gracia que es posible hacer, y, especialmente, por la
presencia —siempre divina y trascendente— del Espíritu Santo, el cual, de todas formas,
se transmite y se entrega en la articulación social de la comunidad74, es decir, en
realidades en las que lo humano tiene una parte imprescindible y hasta determinante.
El Concilio Vaticano II puso de relieve claramente esta naturaleza teándrica de la
Iglesia presentando en forma de binomios aparentemente contrapuestos «la sociedad
jerárquica y el cuerpo místico de Cristo», «la asamblea visible y la comunidad
espiritual», «la Iglesia terrena y la Iglesia ataviada con los dones celestiales» (LG 8), y
afirmando que esta realidad —la Iglesia— es ciertamente compleja, pero que es
igualmente indivisible e inscindible en sí misma, aunque manteniendo siempre la
diferencia de ambos elementos: el humano y el divino. Estos elementos están unidos
entre sí de forma intrínseca y no meramente juxtapuestos; están, además,
funcionalizados el uno al otro: el humano al divino. El modelo o paradigma que establece
el Concilio es precisamente el de Cristo, el Verbo encarnado: «así como la naturaleza
asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido
indisolublemente a Él, no de otra forma (non dissimili modo) la articulación social de la
Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo(cf. Ef
4,16)» 75. No existe, evidentemente una unión hipostática, ni siquiera quasihipostática,
entre el Espíritu Santo y los creyentes o entre el Espíritu Santo y la realidad material de
la Iglesia (materia de los sacramentos, materialidad de los libros santos, estructuras,
organización material de la Iglesia en sus distintos niveles de servicios)76. Pero tampoco
estamos ante una unión —para seguir el símil tomista— como la que existe entre el jinete
y el caballo, o entre el carpintero y la sierra77. La realidad material es, en la Iglesia, tan
imprescindible como lo es en Cristo su verdadera naturaleza humana, para salvaguardar
en el verdero misterio de Cristo. Por eso precisamente, «la estructura humana de la
Iglesia se ha de tomar completamente en serio, so pena de verla desvanecerse no en Dios
sino en el vacío. Por dificultosa que sea la conciliación de este doble aspecto, la Iglesia
está ahí, anclada en nuestro suelo, en pleno medio humano, perfectamente identificable y
al mismo tiempo substrato de un poder supraterreno y espiritual: si este milagro no se
realiza, la redención no está a nuestro alcance» 78.

239
Prolongando la reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado que tuvo un punto
culminante en el Concilio de Calcedonia, se puede decir —siempre de forma análoga—,
que también en la Iglesia lo humano y lo divino existen en una sola realidad histórica y
social, «sin mezcla ni confusión, sin cambio, sin división y sin separación, no suprimida
las diferencias a causa de la unión, antes por el contrario, salvada la propiedad de cada
uno de los elementos» 79. Pero, al igual que en el Verbo encarnado, estructuras y sobre
todo organización, tienen que estar, en la Iglesia, de forma real, operativa, visible y
constatable, al servicio de la salvación de los hombres que es la razón última y definitiva
de la existencia misma de la Iglesia. De ahí, el principio mantenido inequívocamente en la
tradición de la Iglesia: «salus animarum suprema lex».

Herejías cristológicas y su reflejo en la eclesiología

El misterio de la Iglesia está de tal manera unido al misterio de Cristo, su dependencia de


éste es de tal forma determinante, que las herejías que a lo largo de la historia fueron
apareciendo en la forma de entender y explicar el misterio de Cristo, han tenido su reflejo
casi literal al reflexionar sobre el misterio de la Iglesia80.
No es éste, ciertamente, un argumento irrelevante o de poco interés. Así como la
tradición de la Iglesia defendió siempre una explicación correcta y ortodoxa de la Persona
y del misterio de Cristo, convencida de que un falseamiento de esa Persona humano-
divina llevaría indefectiblemente a una falseamiento de la salvación realizada por el
mismo Cristo, de forma semejante y por el mismo principio, un falseamiento de la
naturaleza de la Iglesia, llevaría necesariamente a una neutralización o anulación de la
función mediadora de la Iglesia en el plano de la redención.
Como se sabe, en la mayor parte de las herejías cristológicas, la realidad humana de
Jesús, su naturaleza de hombre verdadero, queda completamente mutilada, anulada, o
reducida a mera apariencia; y, por consiguiente, desposeída de cualquier relevancia o
valor objetivo en orden a la redención de la humanidad. No pocas veces se afirma el
protagonismo de Dios, la fuerza redentora de su gesto, a costa del valor objetivo e
igualmente determinante del hombre. En el fondo se destruye la tensión dialéctica
existente entre Dios y el hombre; se establece una disyuntiva: o Dios o el hombre, siendo
así que Dios es imprescindible para el hombre, pero, supuesta la creación y la redención,
el hombre resulta misteriosamente imprescindible para Dios. En la Tradición de la Iglesia
el hombre ni es ni puede nada sin Dios; pero, de la misma forma, Dios no puede nada
frente al hombre sin la libre colaboración de éste. Al crear Dios al hombre, Dios se lo ha
tomado completamente en serio: el hombre no es una marioneta en manos de Dios. Por
eso resulta cierto aquello de «no tú sin Dios»; pero lo es también aquello de «no Dios sin

240
ti». Como dijo profundamente San Agustín, «Dios no obra la salvación en nosotros
como si se tratara de piedras insensibles o seres en los que la naturaleza no ha puesto
razón y voluntad» 81. Así como para crearnos no ha contado Dios con nosotros, para
justificarnos y salvarnos cuenta necesariamente con nosotros; dicho de otra manera, ni el
libro albedrío puede destruir la gracia, ni la gracia puede destruir el libre albedrío.
Refiriéndonos en particular a las dos herejías que cobraron mayor relieve e
importancia, tanto en el plano teológico como en el eclesial e incluso en el político,
(nestorianismo y monofisismo) hay que decir que, a semejanza de lo que ocurre en
Cristo («non dissimili modo»: LG 8), es posible, si no se plantea debidamente, que el
misterio de la Iglesia, sea neutralizado, vaciado (cf. 1Cor 1,17; Ga 5,4. 11), bien por una
interpretación monofisita (el elemento divino, absorbe y hace desaparecer el elemento
humano, el cual carece en absoluto de todo valor objetivo y de todo interés verdadero en
el orden de la salvación), o bien haciendo de él una interpretación nestoriana según la
cual los dos elementos —humano y divino— son auténticos pero permanencen
disociados y meramente yuxtapuestos.
En ambos casos, las consecuencias de un falso planteamiento (monofisita o
nestoriano) son igualmente nefastas, tanto en lo referente al misterio de Cristo como en
su aplicación al misterio de la Iglesia. En definitiva se está poniendo en cuestión la
naturaleza de la voluntad salvífica de Dios sobre la humanidad. Porque:
1. La salvación de Dios no es una realidad que quede superpuesta al hombre,
afectándole únicamente de una forma externa o jurídica, ni el hombre (la naturaleza
humana) queda reducido a pura pasividad delante de un Dios que sería el único que, sin
contar con el hombre para nada, le aplica su salvación de una forma objetiva,
automática, casi mecánica.
2. Igualmente nefasta es la repercusión en el orden sacramental: los sacramentos
serían simplemente «ocasión» para que Dios actúe salvíficamente en el creyente. En el
sacramento hay que valorar ciertamente el opus operatum, es decir, la eficacia objetiva
(por parte de Dios) de su gesto salvador. Pero hay que tener igualmente presente y
contar con ello, el opus operantis subiecti, o sea, la actitud y disposición positiva del
sujeto, asi como el opus operantis Ecclesiae, a saber, la participación consciente y
activa de la comunidad eclesial.
3. La realidad humana no tiene en la Iglesia únicamente un valor aparente, como si
no fuera en sí vehículo de nada, ni exigencia de nada, ni manifestación de nada: es decir,
como si fuera pura y simple apariencia.
4. La dimensión divina de la Iglesia se hace presente y se revela en su dimensión
humana, de forma análoga a lo que ocurre en la persona de Cristo, en la que su divinidad
se revela misteriosamente en su humanidad82, y en una humanidad sometida en todo y

241
por todo a la condición humana, excepto el pecado (cf. Hbr 4,15).

4. LA PRESENCIA DEL «MYSTERIUM INIQUITATIS» EN EL SENO


DE LA IGLESIA «MYSTERIUM SANCTITATIS»83

La Iglesia es un misterio de santidad trinitaria que se realiza en la historia: la condición


histórica pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia. Ahora bien, la historia —como lo
demuestra la experiencia de cada día—, está toda ella transida de ese otro «mysterium
iniquitatis» (el mal, el pecado) que se enraiza y actúa no sólo en el corazón del hombre
(en nuestro caso, de cada bautizado), sino también en las estructuras que el propio
hombre construye, de las que se sirve en su actuar y de las que llega incluso a ser
esclavo. Existe, efectivamente, un pecado personal y un pecado estructural84.
Gracias a la inalterable presencia del Espíritu en la Iglesia, ésta es, en su raíz más
profunda, sustancialmente «santa». La gracia de Dios presente en la Palabra revelada, en
los Sacramentos, en el Ministerio, en el corazón de cada bautizado, hace que la santidad
sea una realidad objetiva en la Iglesia. Pero la realidad de la gracia y la misma presencia y
acción del Espíritu no solamente no excluye la participación libre y responsable del
hombre, sino que la exige absolutamente. Y esto, porque es esa misma presencia del
Espíritu y de la gracia en el bautizado la que suscita y hace posible la respuesta libre del
hombre a la acción de Dios sobre él. Es el Espíritu el que transforma interiormente con
su acción al hombre hasta llegar a una auténtica «divinización» 85.
En este sentido hay que afirmar que la santidad de la Iglesia es, ante todo y sobre
todo, iniciativa y don absoluto de Dios (santidad objetiva); pero es, también, fruto de la
respuesta positiva del hombre a Dios, suscitada por el mismo Dios en el corazón del
bautizado (santidad sujetiva). Esta santidad se realiza en la comunidad y en cada
bautizado, afectando también a las instituciones, ministerios y en especial a los
sacramentos.
Pero en el seno de la Iglesia, verdadero «mysterium santitatis», está presente y actúa
el «mysterium iniquitatis», el pecado. El misterio de santidad que constituyen, tanto la
Trinidad de las Personas como el Verbo encarnado, coexiste en la Iglesia con el misterio
de iniquidad que penetra también aquí no sólo el corazón de los bautizados, sino la
comunidad misma creyente en cuanto tal, y las instituciones a las que el hombre da vida
en la Iglesia. De esta forma, la comunidad eclesial que peregrina en la historia, es al
mismo tiempo, santa y pecadora.
Efectivamente, «el Nuevo Testamento (donde la palabra diábolos figura 53 veces)

242
nos revela la tensión de dos fuerzas, de dos reinos, de dos misterios en recíproca
oposición, agudizada, reivindicando uno y otro el derecho de dominar al hombre» 86.
De hecho, ya en 2 Tes 2,7-12 habla Pablo de un «misterio de iniquidad»: una
realidad que desconcierta al mismo creyente y que permanece oculta en el inescrutable
designio de Dios; que será revelada en el tiempo determinado por el mismo Dios y que,
de todas formas, está igualmente relacionada con la consumación escatológica aneja a la
parusía de Jesús: bastará recordar, a este propósito, la parábola del trigo y la zizaña en el
campo del único dueño (cf. Mt 13,24-30).
Por otra parte, encontrándose la Iglesia en un inacabable devenir hacia el
reencuentro trinitario en plenitud y definitividad, sin llegar nunca del todo a la meta
«mientras peregrina hacia el Señor» (cf. 2Cor 5,6), está siempre necesitada de una
continua purificación, de una constante renovación. Su condición de peregrina hace que
sienta continuamente en sí misma el peso de las contradicciones del presente y que,
como dice San Agustín, camine «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de
Dios» 87.
El Concilio Vaticano II, lleno de gran realismo, declaró abiertamente que «la Iglesia
encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de
purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» 88.
Por eso, concluye el capítulo Io de la Constitución Lumen gentium con la que —a juicio
de G. Philips—, es posiblemente «la frase más importante de todo el capítulo» 89: la
Iglesia «se siente fortalecida con la virtud del Señor resucitado... para revelar fielmente
en el mundo el misterio de Cristo, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste
en todo el esplendor al final de los tiempos» 90.
Existe a este propósito una cuestión que ha dividido largo tiempo a las distintas
confesiones cristianas y cuya formulación es la siguiente: Es la Iglesia «santa», ¿sí o no?
Es pecadora, ¿sí o no? ¿Es más «santa» que «pecadora»? ¿Es más «pecadora» que
«santa»? ¿Es «santa» y «pecadora» al mismo tiempo? Se habla con normalidad del
pecado en la Iglesia. Pero ¿se puede y se debe hablar también de pecado de la Iglesia?
Es ésta una cuestión que excede la simple fenomenología y la misma sociología, es decir,
lo que aparece o lo que se percibe exteriormente de la Iglesia. Es, en efecto, una cuestión
que afecta al ser más íntimo de la Iglesia, a saber, a la presencia y parte que tiene Dios en
ella, y a la presencia y responsabilidad que atañe al hombre. Es una cuestión en la que,
con no poca frecuencia, subyace un inaceptable planteamiento dualista de la Iglesia, sea
desde una vertiente monofisita (la Iglesia «sólo» es santa), sea desde una vertiente
puramente sociológica (la Iglesia es una institución puramente humana sometida por
consiguiente, como cualquiera otra institución, a los defectos, claudicaciones, defectos y
pecados de todo lo humano).

243
Existe, por otra parte, una notable diferencia entre católicos y protestantes a la hora
de abordar el tema tanto de la santidad (objetiva e incluso subjetiva en muchos casos) de
la Iglesia, como de esa otra realidad de la que no se ve exenta la Iglesia desde sus mismos
orígenes históricos: el pecado de la Iglesia. ¿En qué sentido se puede aplicar a la
comunidad eclesial el principio que se aplica a cada bautizado de forma personal: «simul
iustus et peccator»?91.
En contra de la posición teológica de los primeros y de los actuales cristianos
luteranos y reformados, la confesión católica sostiene que la comunidad eclesial en
cuanto tal y cada bautizado singularmente considerado, no es ante Dios pura y absoluta
pasividad: la mediación eclesial es, en la historia de la salvación, signo e instrumento a la
vez, de la presencia y actividad santificadora de Dios en la vida del hombre y de la
misma historia de la humanidad.
Porque no vale entender y hablar de la Iglesia como de una especie de ente ideal o
entelequia espiritual de la que, prescindiendo de sus miembros los bautizados, se afirma
que es «santa» o que «no es pecadora». Es cierto que la Iglesia es más que la simple
suma de los bautizados y en este sentido no puede identificarse simplistamente con la
comunidad eclesial. Pero es completamente irreal y nominalista hablar de la Iglesia
prescindiendo de la comunidad de bautizados en general y de cada miembro bautizado en
particular. Comunidad creyente y bautizados singularmente considerados, están
sometidos todos a la debilidad de la condición humana de que habla Santo Tomás92: en
cuanto compuesta de seres humanos y en cuanto realidad histórica, la Iglesia, que no
existe al margen de la comunidad de bautizados, no es sólo limitada sino también
pecadora.
No es posible querer eximir a personas, instituciones o colectivos eclesiales de la
condición de pecadores, ignorando así los errores, infidelidades, faltas y pecados que
unos y otros han cometido a lo largo de la historia93, o achacándolos de forma
meramente externa a personas o colectivos, como si, en cuanto creyentes, no
pertenecieran de forma intrínseca y constitutiva al ser mismo de la Iglesia. La condición
pecadora del hombre no desaparece a pesar de su condición de redimido y, a pesar de la
presencia del Espíritu santificador en medio de los bautizados. De ahí que santidad y
pecado sean dos realidades simultáneas en la Iglesia peregrina en la historia.
Además, mediante el bautismo, el cristiano entra a formar parte, de manera
personal, de un pueblo: el nuevo Pueblo de Dios. Esto quiere decir, en el contexto del
«mysterium iniquitatis» que nos ocupa, que el pecado afecta no únicamente al bautizado
singularmente considerado, sino también al cuerpo social al que pertenece y en el que es
introducido precisamente en virtud del bautismo. Pecado personal y pecado social son
dos realidades que acompañan de forma misteriosamente negativa a la Iglesia.

244
El Concilio Vaticano II —en este punto concreto— estuvo más atento a la línea
apologética del Concilio de Trento que a la gran Tradición de los Padres (que no dudaron
en calificar a la Iglesia como la «casta meretrix» 94) y a la misma enseñanza teológica del
medioevo. El Vaticano II, en efecto, no declaró nunca, de forma directa y explícita, que
la Iglesia en cuanto tal, fuera también pecadora. Sólo lo reconoció de manera indirecta al
enseñar que está necesitada de purificación a pesar de ser santa (cf. LG 8), que sus
miembros hieren a la propia Iglesia con sus pecados (cf. LG 11), que todos caemos en
muchas faltas (cf. LG 40), que está sometida al pecado en sus miembros (cf. UR 3), y
que también los católicos pecamos contra la unidad (cf. UR 7).
Sin embargo y aunque lentamente, crece hoy en la misma comunidad católica y no
sólo entre sus teólogos, el convencimiento de que, efectivamente, la Iglesia es,
paradójicamente, una comunidad de «santos pecadores» o de «pecadores santos»: es
decir, que tanto en la comunidad eclesial como tal, cuanto en su estructura ministerial o
incluso sacramental, la realidad del pecado puede estar y de hecho está presente, de
forma que no siempre son transparencia irrefutable de la acción salvífica de Dios y de la
actitud servicial de Cristo. La instrumentalización de los sacramentos y hasta del mismo
Dios, el abuso de poder, el orgullo del brillo terreno, son realidades que, como tentación
permanente, han acompañado y siguen acompañando la vida real y diaria de la Iglesia en
su peregrinar por la historia95.
La Iglesia no es ni sólo santa, como con demasiada frecuencia ha sido entendida y
presentada por la apologética católica, ni radical e inexorablemente pecadora como ha
sostenido sistemáticamente la tradición protestante, desde una visión antropológica
sustancialmente negativa y para defender además la absoluta trascendencia de Dios sobre
el hombre. El pecado impregna ciertamente a la Iglesia, no sólo en cada uno de sus
miembros, sino también en las mismas realidades eclesiales. Pero no es menos cierto que
la indudable presencia del Espíritu, la luz santificante de la Palabra, la fuerza
santificadora de los sacramentos y la vida personal de innumerables bautizados, hace que
sea al mismo tiempo objetivamente santa, es decir, responda sustancialmente al
proyecto de Dios sobre ella: «sed santos porque Yo soy santo» (Lev 11,44; 19,2); o
como dice Jesús, «sed santos como el Padre es santo» (Mt 5,48)96.
Por otra parte, desde su clara conciencia de comunidad afectada por el mal moral a
pesar de su condición de «santa», la Iglesia, «inquieta y crítica consigo misma en el
compromiso incesante de su reforma, se muestra igualmente crítica e inquieta con todas
las realizaciones mundanas, cuya miopía tiene que denunciar, anunciando al mismo
tiempo su meta más alta que le ha abierto la esperanza del Reino» 97.
En profunda unidad de pensamiento y de ontología existencial de una Iglesia santa y
pecadora al mismo tiempo, aparece la necesidad de perdón que tiene el bautizado como

245
hombre pecador, y la capacidad que existe en la comunidad eclesial de ofrecer ese
perdón a todo el que lo desee de corazón. Así se ve en el poder de perdonar pecados
dado por Cristo a la Iglesia en la persona de Pedro: cf. Mt 16,19; 18,15-18. «Esto —dice
J. Ratzinger— me parece un elemento de mayor importancia. En el centro mismo del
nuevo ministerio (confiado por Cristo a Pedro), que priva de energías a las fuerzas de la
destrucción, está la gracia del perdón. Ella es la que constituye a la Iglesia. La Iglesia
está fundada en el perdón. Pedro mismo representa en su persona este hecho: el que ha
caído en la tentación, ha confesado y recibido el perdón puede ser el depositario de las
llaves. La Iglesia en su esencia íntima es el lugar del perdón, en el que queda
desterrado el caos. Ella se mantiene unida por el perdón, de lo que Pedro es una perenne
demostración; ella no es la comunidad de perfectos, sino la comunidad de los
pecadores que tienen necesidad del perdón y lo buscan. Las palabras sobre la autoridad
ponen de manifiesto el poder de Dios como misericordia, y por tanto como piedra
angular de la Iglesia» 98.

5. TRASCENDENCIA EN LA VISIBILIDAD99

En la concepción cristiana, la realidad es, al mismo tiempo, inmanente y trascendente, de


tal forma que lo trascendente sólo es accesible al hombre en lo inmanente y a partir de
lo inmanente. De esta forma, desde la constatación y experiencia de lo inmanente, es
posible llegar al descubrimiento del Trascendente. El apóstol Pablo, en efecto, abre su
Carta a los Romanos con un largo reproche a los que no son capaces de «trascender» la
realidad, quedando atrapados en lo puramente fenoménico, en la estricta inmanencia: «lo
que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista, Dios mismo se lo ha puesto delante;
desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su
divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras, de modo que no tienen
disculpa. Porque al descubrir a Dios, en vez de tributarle la alabanza y las gracias que
Dios se merecía, su razonar se dedicó a vaciedades y su mente insensata se obnubiló»
(Rom 1,19-21).
El conocimiento de Dios a partir del conocimiento de las criaturas es una profunda
convicción que aparece en la literatura sapiencial judía: basta recordar el Libro de la
Sabiduría (13,1-9). Pero es sobre todo en el Nuevo Testamento cuando, en el ámbito de
la reflexión cristiana y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, se convierte en un
principio indiscutible la posibilidad real de descubrir lo trascendente (mejor se diría «el
Trascendente») en lo inmanente100.
Entendemos aquí el concepto de trascendencia no en la posible multiplicidad de sus

246
acepciones y dimensiones, sino como «el movimiento fundamental del espíritu abierto
hacia arriba en dirección al misterio no comprendido» 101.
El misterio cristiano, en su relación con el hombre, encuentra su paradigma y su
realización más profunda y palpable al mismo tiempo, en el misterio del Verbo
encarnado. Jesucristo, en efecto, en cuanto Verbo es absolutamente trascendente, pero
en cuanto encarnado, es absolutamente inmanente. De esta forma, en Jesucristo, Verbo
encarnado, la inmanencia está llamada a una efectiva participación o comunión con la
trascendencia; más aún, en Él se han unido, «sin mezcla, sin confusión, sin división y sin
separación», trascendencia e inmanencia: una unión «que no se limita a ser un
coniunctio oppositorum en la que uno de los opuestos anularía al otro o sería absorbido
por él, sino una alianza en la que el ámbito divino interpela a la humanidad y hace posible
una relación dialogal» 102. Y es que, por paradójico que pueda parecer, la distancia infinita
entre Dios y el hombre, «desemboca en la conjunción de trascendencia e inmanencia en
el Dios-Hombre, el punto de inserción de la mismidad y alteridad humanas en el misterio
trinitario» 103.
A partir del misterio del Verbo encarnado (trascendencia en la visibilidad: Jn 12,45;
14,9; Tito 2,11; 3,4), es preciso captar y entender todo el universo misterioso del
cristianismo. Desde entonces particularmente, el misterio se trasluce en lo visible, en lo
que se ve, en lo real y tangible, en lo que es y aparece. De forma que lo que se ve es el
vehículo, el camino, la mediación, para descubrir en toda su profundidad, lo que aun
siendo una realidad objetiva absoluta, no se ve. De ahí que sólo en lo humano, es posible
captar lo divino; sólo en lo visible, se entrevee lo invisible; sólo en lo material, se hace
realmente presente lo divino y lo trascendente.
Este principio, que vale para todo el universo sacramental cristiano, tiene un valor
muy particular aplicado al misterio de la Iglesia. Efectivamente, si se pierde de vista esta
perspectiva esencial del misterio cristiano, puede existir (tanto en el interior de la
comunidad eclesial como, sobre todo, fuera de la misma), el peligro de lo que puede
llamarse inmanentismo histórico, que no sólo «no conoce un más allá de la historia y del
tiempo del mundo, sino que pretende que el sentido y objetivo (si se dan) de la historia e
historicidad, sólo se realizan dentro de ésta» 104. Aplicado al misterio de la Iglesia este
inmanentismo histórico, llevaría a desconocer por completo o a echar en un nefasto
olvido, el carácter manifestativo y sacramental de la Iglesia, o a atribuir la eficacia de la
acción eclesial, en sus diversas dimensiones, a la misma Iglesia en lugar de atribuirla
fundamentalmente a la intervención absolutamente trascendente, libre y gratuita de Dios.
El capítulo I de la Lumen Gentium concluye con el reconocimiento del carácter
apocalíptico, final de la Iglesia, que, según se vio más arriba, forma parte esencial del
concepto de misterio105: la Iglesia-Misterio, peregrina en medio de múltiples dificultades,

247
está sin embargo «fortalecida con la virtud del Señor resucitado para triunfar con
paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y
revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se
manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» 106. La Iglesia es el misterio de la
trascendencia máxima en la máxima debilidad, pobreza, indefensión y hasta bajeza
humana; más aún, es la prolongación del misterio escondido en el reconocimiento del
Hijo de Dios en el crucificado del Gólgota: Mc 15,39. Este misterio, fundado en la
Palabra, acogida, leída e interpretada en el contexto de la Tradición107, es celebrado en la
Liturgia108.

6. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE FE

Al misterio se responde siempre con la fe. La fe, por eso, es clave de lectura del misterio
cristiano: también del misterio de la Iglesia. Este misterio ni puede ser captado, ni puede
ser mínimamente entendido, ni puede ser apreciado y vivido, si no es desde una clave de
fe. «Sólo con los ojos de la fe se puede ver la Iglesia tal como se la describe en el
capítulo I de la Constitución Lumen Gentium» 109. A semejanza de lo que ocurre con el
misterio de la Trinidad (primer analogatum del misterio de la Iglesia) o con el misterio
de la Encarnación del Verbo, la Iglesia vista desde unas claves estricta y exclusivamente
humanas, resulta ser una realidad absolutamente ininteligible, cuando no completamente
absurda e inaceptable. Efectivamente, «la Iglesia es objeto de fe, prolongación del
misterio trinitario y de la encarnación redentora, como lo anunciaba ya el principio del
capítulo primero (* de la Lumen Gentium). Desembocamos así, en la más auténtica
dogmática, a la vez teología de la cruz y teología de la gloria, porque organiza todo en
torno al misterio central de Cristo, Hijo de Dios y Salvador» 110. De ahí que, sin la fe,
tanto de los bautizados que pertenecen a la Iglesia como de los que la contemplan desde
fuera, la Iglesia se convierte en una empresa completamente humana, en la que
funcionan los aspectos promocionales, estratégicos, de supervivencia, de acomodación
estratégica, de competencia política, económica, social, etc., como en cualquier otra
empresa o colectividad meramente humana.
El objeto central de la fe, propiamente hablando, es Dios y su plan de salvación
sobre los hombres. Pero siendo la Iglesia obra de Dios uno y trino y prolongación del
misterio Verbo encarnado en el sentido antes visto, es parte de la actuación salvífica de
Dios en la historia de los hombres, de cuya salvación tiene que ser testigo e instrumento
al mismo tiempo: participa, por ello, de la naturaleza misteriosa de Dios.
Ahora bien, el misterio sólo se alcanza en la fe y desde la fe. De ahí, que siendo

248
misterio la Iglesia se convierta, por eso mismo, en objeto de fe. De hecho, en las
fórmulas de fe de la Iglesia que son los Credos, aparece bien pronto el «credo
ecclesiam», si bien como explicitación del «credo in Spiritum Sanctum» 111.
Por otra parte, si la fe «no se reduce a la mera comprensión del sentido de la
palabra, sino que abarca también la aceptación de la realidad que en ella se afirma y que
está a la vez latente y patente en el sentido humano de esa palabra, creer a la Iglesia no
significa comprender únicamente su realidad visible y su organización ni tampoco se
reduce a reconocer y afirmar en ella una organización similar a la del estado o a una
asociación con vistas a una meta común hacia la que tienden todos sus miembros y que
vendría a ser el ejercicio de la fe y de la piedad cristianas. Creer a la Iglesia significa más
bien, afirmar esta Iglesia visible con su existencia vivida comunitariamente por los
hombres como un signo, como una vocación y autocomunicación de Cristo resucitado;
en la convicción de que la eficacia divina se encontrará precisamente en la búsqueda de
aquella eficacia propia del Espíritu divino latente en la actividad humana de la vida
eclesial» 112.

249
1 Cf. Lo dicho en el capítulo 2.
2 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 100.

3 H. FRIES, Cambios en la imagen de la Iglesia y desarrollo histórico-dogmático, en MS IV/1, p. 234.

4 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1998, p. 193.

5 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 100.


6 J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988, p. 12.

7 Id., o.c., p. 13.


8 Cf. El Vaticano, don de Dios, en PPC (Documentos de estudio, no 110), Madrid 1986, pp. 71-75.
9 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, pp. 23-24. Subrayado nuestro.

10 En el Nuevo Testamento el término misterio aparece 28 veces: de ellas, 23 en singular (mysterium); el


resto en plural (mysteria). No aparece ni en el evangelio ni en las cartas de San Juan, ni tampoco en Hechos ni en
Hebreos. Por el contrario, en las cartas deuteropaulinas (Efesios y Colosenses) aparece hasta 10 veces; 3 en los
sinópticos, 4 veces en el Apocalipsis; 11 veces en Pablo y 11 en los escritos deuteropaulinos. Cf. K. PRÜMM,
Mystères, en DBS VI, cols. 1-225, con abundante bibliografía; H. BORNKAMM, Mysterion, en GLNT VII, cols.
645-716; G. FINKENRATH, Misterio, en DTNT III, 1983, pp. 94-98; R. PENNA, Misterio, en NDTB, pp. 1224-
1234.
11 Por ejemplo, Pablo en ninguno de sus escritos presenta el bautismo o la eucaristía en clave «mistérica»,
al estilo o en paralelo con los cultos helenistas de iniciación o de convivium sagrado.
12 R. GERARDI, Misterio, en DTE, p. 642.
13 G. RICHTER, Misterio, en CFT II, pp. 65-66.
14 G. FINKENRATH, Misterio, en DTNT III, p. 96.

15 Hay que poner de relieve la importancia neotestamentaria del «ahora» (nyn) en fuerte contraposición con
el «antes» de la venida de Cristo: el «ahora» está marcado ya definitivamente por Cristo (cf. 2Cor 6,2; Ef 5,7); cf.
O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Barcelona 1968; MJL-PG, Tiempo, en X. LÉON-DUFOUR, VTB, Barcelona
19736, pp. 894-896; H.-Chr. HAHN, kairós, en DTNT IV, pp. 267-272; G. STÄHLIN, nyn, en GLNT VII, cols.
1475-1498; A. MARANGON, Tiempo, en NDTB, pp. 1863-1866; G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?,
Madrid 1999, pp. 178-185.
16 L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, p. 255, nota 4.

17 L. CERFAUX, o.c., p. 251.


18 Cf. G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, pp. 36-71.

19 P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 394-395.


20 O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, p. 325.
21 DH 150.

22 Cf. lo dicho en el capítulo segundo hablando de la Eclesiología surgida en el momento de la


Contrarreforma.
23 Ver lo dicho a este propósito en el capítulo segundo.

250
24 Cf. Encíclica Mystici Corporis Christi en AAS 35(1943) pp. 199-221.
25 Cf. J. M. ALONSO, Ecclesia de Trinitate, en AA.VV., Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia,
Madrid 1966, pp. 138-165; B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992; G. FROSINI, La
Trinità mistero primordiale, Bologna 2000, pp. 320-335.
26 M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996, p. 57.
27 J. M. ALONSO, a.c., p. 139; cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia de Trinitate, en Irenikon 14(1937), pp. 131-
146.
28 J. M. ALONSO, a.c., p. 140.
29 Cf. SAN CIPRIANO, De orat. dom. 23: PL 4,553; SAN AGUSTÍN, Serm. 71,20,33: PL 38,463ss; SAN
JUAN DAMASCENO, Adv. icon. 12: PG 96,1358D; SAN FULGENCIO DE RUSPE, Ad monim. 2,11: Pl
65,190s; SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catech. 5 append. : PG 33,535-536.
30 SAN CIPRIANO, o.c.,: PL 4,553; cf. LG 4.
31 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 116.
32 E. ZOGHBY, Unidad y diversidad en la Iglesia, en Baraúna, La Iglesia I, p. 537.

33 B. FORTE, o.c., p. 27.


34 H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, p. 49.

35 Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en Abhandlungen über Theologie und Kirche (Festschrift für K.
Adam), Düsseldorf 1952, pp. 79-108; G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, pp. 11-71.
36 Ver los testimonios de Ireneo, Orígenes y Agustín aducidos en el capítulo 2.
37 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 103.

38 No es dicícil constatar esta línea de pensamiento en los Manuales de Teología anteriores al Concilio
Vaticano II. Entre los más representativos: S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia, Roma 1937; T.
ZAPELENA, De Ecclesia Christi, Roma 19556; J. SALAVERRI, De Ecclesia Christi, en Sacrae Theologiae
Summa I, Madrid 19625, pp. 502-586; Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarné I-II, DDB, Paris 1941 (I) y
1951 (II). Es significativo que de los dos volúmenes de que consta esta obra, novedosa y hasta clásica en su
momento, sea el primero el que esté dedicado íntegramente a La Hierarchie apostolique; Id., Teología de la
Iglesia, Bilbao 1962, pp. 41-85; U. Domínguez del Val, La eclesiología en los últimos años (1959-1964).
Orientaciones bibliográficas, en «Salmanticensis» 12 (1965), pp. 319-394.
39 C. IZQUIERDO, Cristo y el origen de la Iglesia, en «Scripta Theologica» 28 (1996/2), p. 454; cf.
Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de eclesiología, en C. POZO (ed.), Documentos (1969-1996),
Madrid 1998, pp. 327-334.
40 C. IZQUIERDO, a.c., pp. 454-455. Hay que observar, a este propósito, el hecho, que no deja de llamar
la atención, de que el Vaticano II, un Concilio todo él centrado en el tema de la Iglesia, se haya referido a su
fundación por parte de Cristo solamente en tres Documentos y de una forma más bien genérica: «El misterio de la
santa Iglesia se manifiesta en su fundación. (...) Por esto, la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador...»
(LG 5). «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu
Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación» (GS 40). «Después, el Señor..., antes de ascender
a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento de salvación...» (AG 5).
41 Cf. M. SCHMAUS, Teología dogmática IV: La Iglesia, Madrid 1960; J. Ratzinger, El Nuevo Pueblo de

251
Dios, Barcelona 1972; Id., La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, pp. 7-26; Y-M.
CONGAR, Le Concile de Vatican II. Son Eglise, Peuple de Dieu et Corps du Christ, París 1984; G. LOHFINK,
La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986; J. Auer, La Iglesia Barcelona 1986; F. Schüssler Fiorenza,
Foundational Theology. Jesus and the Church, New York 1986, pp. 57-192; H. FRIES, Teología Fundamental,
Barcelona 1987. Una posición completamente radical entre los autores católicos es la de H. Küng, La Iglesia,
Barcelona 1968, pp. 57-99; Id., Ser cristiano, Madrid 1977, pp. 607-639.
42 Cf. J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1975, pp. 27-42; Themata selecta de Ecclesiologia
occasione XX anniversarii conclusionis Concilii oecumenici Vaticani II (1984), en: Commissione Teologica
Internazionale, Documenti (1969-1985), pp. 468-477; De Iesu autoconscientia quam scilicet Ipse de se Ipso et de
Sua missione habuit (1985), en Ibid., pp. 580-586; J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986, pp. 142-155.
43 Cf. O. CULLMANN, Petrus-Jünger-Apostel-Märtyrer, Zurich 1952, pp. 176-190; Id., Pétros, Kefás, en
GLNT, cols. 136-148; P. BENOIT, La primauté de Pierre selon le Nouveau Testament, en «Istina» 2 (1955), pp.
305-334; J. M. VAN CANGH-M. VAN ESBROECK, La primauté de Pierre (Mt 16,16-19) et son contexte
judaïque, en «Rev. Théol. de Louvain» 11 (1980), pp. 310-324; G. CLAUDEL, La «Confession» de Pierre.
Trajectoire d’une péricope évangelique (Études Bibliques, N. S. 10), Paris 1988, pp. 167-388; J. RATZINGER,
La Iglesia, una comunidad en camino, Madrid 1992, pp. 33-38; R. PESCH, Was an Petrus sichtbar war, ist in
den Primat eingegangen, en Il primato del successore di Pietro (Atti del Simposio teologico: Roma dicembre
1996), Roma 1998, pp. 22-111.
44 J. M. VAN CANGH-M. van Esbroeck, a.c., p. 323.

45 Id., p. 324.
46 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974, pp. 342-358; Y-M. CONGAR, El
Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 205-269.
47 Cf. Ch. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1962, pp. 87-115; R. E. BROWN, La comunidad del
discípulo amado, Salamanca 1983; R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987.
48 Concilio Vaticano II, Decreto Ad Gentes (AG) 4.
49 AG 4.

50 LG 4.
51 AG 4.

52 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 148.


53 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 149.
54 AG n. 4; cf. LG 10-12; Y-M. CONGAR, El misterio del Templo, Barcelona 1964; K. RAHNER, Lo
dinámico en la Iglesia, Barcelona 1968, pp. 15-92; A. LEMMONYER, Charismes, en DBS I, cols. 1223-1243; L.
BOFF, Iglesia: carisma y poder, Santander 1982, pp. 245-262; J. A. ESTRADA, La Iglesia: ¿institución o
carisma?, Salamanca 1984, pp. 21-116; P. NEUNER, Carisma, en P. EICHER (dir.), Diccionario de conceptos
teológicos I, Barcelona 1989, pp. 100-104; A. VANHOYE, Carisma, en NDTB, pp. 282-288.
55 Congresso dell’Associazione Teologica Italiana del 1983, Tesi sul «Filioque». Tesi 5, en «Rassegna di
Teologia» 25(1984), p. 87, citado por B. Forte, Trinidad como historia, Salamanca 1988, pp. 195-196.
56 Hay quien, ante el Misterio de Dios, aboga por la llamada teología apofática, es decir, la que se niega a
hablar de él, dada la imposibilidad de penetrar en el misterio: cf. I. MANCINI, Dios, en NDT I, pp. 328-338; B.
FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, pp. 23-25; M. M. GARIJO-GUEMBE, Palamismo, en X-
PIKAZA-N. SILANES (dirs.), El Dios cristiano, Salamanca 1992, pp. 1029-1042; Y. SPITERIS, Apofatismo, en

252
AA.VV., Diccionario Teológico Enciclopédico, Estella 1995, pp. 68-69.
57 Es la llamada visión «económica» de la Trinidad, frente a una visión trinitaria completamente teórica y de
carácter metafísico, que sería como una especie de juego intelectual por el que se descubre la posibilidad de la
trinidad de las personas en la unidad de la esencia.
58 Santo Tomás no duda en afirmar que «a Dios se le honra con el silencio, no por el hecho de estar
callados y sin investigar nada acerca de Él, sino porque tomamos conciencia de estar siempre más acá de una
comprensión adecuada del mismo»: In Boet. de Trinitate, Proem., q. 2,a 1, ad 6. Recordemos aquí de nuevo el
valor y sentido de la Teología apofática: nota 56.
59 M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996, p. 56.

60 M. KEHL, o.c., p. 58.


61 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 14.

62 M. KEHL, o.c., p. 58.


63 Este principio —que, al parecer, lo formuló por vez primera San Anselmo de Canterbury en su obra De
processione Spiritus Sancti (c. 2: PL 158,288C)—, aparece en la Bula Cantate Domino del Concilio de Florencio
bajo Eugenio IV (4 de febrero de 1441/2) por la que se unían los coptos y los etíopes con la Iglesia de Roma: DH
1330.
64 B. FORTE, o.c., p. 30.

65 B. FORTE, o,c, p. 29.


66 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, p. 195.

67 G. LOHFINK, ¿Necesita Dios la Iglesia?, Madrid 1999, p. 184.


68 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846 pp. 353-476; A. GRILLMEIER,
Cristo en la Tradición cristiana, Salamanca 1997, pp. 313-847.
69 DH 302. Cf. A. GRILLMEIER, o.c., pp. 825-836.

70 Cf. H. RAHNER, Symbole der Kirche, Salzburg 1964, pp. 13-18; 91-96; 177-181; S. TROMP, De
nativitate Ecclesiae ex corde Iesu in cruce, en «Gregorianum» 13(1932), pp. 489-527.
71 Cf. Pablo VI, Discurso en la Apertura de la Segunda Sesión del Concilio Vaticano II (29 septiembre
1963), en AAS 55(1963), pp. 845-847.
72 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 148.
73 Cf. Ch. JOURNET, El carácter teándrico de la Iglesia, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 365-376; G.
PHILIPS, La Iglesia I, pp. 143-150.
74 Cf. J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios, Salamanca 1988, pp. 58-62.
75 LG 8.
76 Cf. Y-M. CONGAR, Dogme christologique et Ecclesiologie. Vérité et limites d’un parallèle, en A.
GRILLMEIER-H. BACHT (eds.), Das Konzil von Chalkedon III, Würzburg 1954, pp. 239-268: publicado en Id.,
Santa Iglesia, Estela, Barcelona 1965, pp. 65-96.
77 Cf. STh q. 2, a. 6; q. 18, a. 1; cf. qq. 4.5.6.13.19.
78 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 148.

253
79 DH 302.
80 Entre las herejías cristológicas de mayor relieve y repercusión histórica y eclesial pueden citarse:
Adopcionismo: un simple hombre, es tomado y considerado por Dios como «Hijo predilecto», en un
plano que llega a ser «quasi-divino».
Docetismo: en Cristo lo humano es pura apariencia, sin una realidad auténticamente humana
subyacente, como quiera que «lo material» tiene necesariamente una connotación negativa de pecado
o próxima a él.
Apolinarismo: en Cristo, su inteligencia humana (noûs) estaría substituida por el «logos divino». Se
priva así a Cristo de lo más específicamente humano del hombre.
Nestorianismo: en Cristo se da una auténtica yuxtaposición de dos realidades personales, con una
unión meramente moral entre ambas.
Monofisismo: toda la realidad humana de Cristo, desaparece al quedar absolutamente absorbida por
su persona divina: lo humano en Cristo queda reducido a la mera apariencia, sin mayor relevancia
salvífica objetiva.
Monotelismo: la única voluntad existente en Cristo es la divina, de forma que su voluntad humana y
su correspondiente libertad de hombre, o no existe enteramente, o es meramente aparente.
81 De peccatorum meritis et remissione II,5,6, en Obras de San Agustín, BAC(79), Madrid 1952, p. 319;
cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Santander 1991, pp. 272-285; L.
F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, Madrid 1993, pp. 155-163.
82 Cf. J. IGN. GONZÁLEZ FAUS, Este es el hombre, Santander 1980, pp. 26-47; J. LOIS, Jesús de
Nazaret, el Cristo liberador, Madrid 1995, pp. 261-349.
83 Cf. K. RAHNER, El pecado en la Iglesia, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 433-448; H. U. VON
BALTHASAR, Casta meretrix, en Sponsa Verbi II, Madrid 1964, pp. 239-354; G. PHILIPS, La Iglesia I, pp. 155-
157; Ch. DUQUOC, o. c., pp. 134-141.
84 Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, Roma 30-XII-1987, nn. 16. 17. 36. 37. 40, en
AAS 80(1988), pp. 531-533; 561-569; Id., Carta apostólica, Tertio millennio adveniente, Roma 10-XI-1994, nn.
33. 35. 36, en AAS 87(1995), pp. 25-29.
85 Encontramos aquí la razón posiblemente más profunda y radical del desencuentro y de la falta de
entendimiento teológico (que a nuestro juicio persiste a pesar de la Declaración conjunta sobre la doctrina de la
justificación: 24-X-1999) entre el protestantismo y el catolicismo. Encontramos aquí, de forma particular, la
mayor razón de la distancia entre católicos y protestantes en el campo de la Mariología como hemos tenido
ocasión de exponer en María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, pp. 381-399.
86 T. STROTMANN, La Iglesia como Misterio, en G. Baraúna, La Iglesia I, p. 337.
87 SAN AGUSTÍN, De civitate Dei XVIII, 51, 2: PL 41,614.

88 LG 8.
89 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 158.

90 LG 8.
91 Cf. J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988, pp. 50-58;
Federación Luterana Mundial y Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, Declaración
conjunta sobre la doctrina de la justificación, firmada en Augsburgo el 24 de octubre de 1999, nn. 28-30.
92 Cf. STh I-II, q. 21, a. 2 ad 3; q. 47, a. 2c; q. 73, a. 6c; II-II, q. . 14, a. 3c; q. 77, a. 3; q. 85, a. 3 ad 4;
q. 150, a. 4 ad 3.

254
93 Buena prueba de este realismo eclesial se encuentra en la citada Carta apostólica de Juan Pablo II, Tertio
millennio adveniente, nn. 33-36, en AAS 87(1995), pp. 25-29; cf. J. RATZINGER, La Iglesia una comunidad
siempre en camino, Madrid 1992, pp. 35-38.
94 Cf. capítulo 2, al hablar de Orígenes.

95 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, o.c., pp. 169-178; Id., La Teología de cada día, Salamanca 1976, pp. 27-
61.
96 Cf. K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 19672, pp. 100-102; 107-115; Id., La Iglesia
de los santos, en ET III, Madrid 1967, pp. 110-115; Id., Iglesia de los pecadores, en ET VI, Madrid 1969, pp.
295-313.
97 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, p. 194.
98 J. RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, pp. 37-38. Subrayado
nuestro.
99 Cf. K. LEHMANN, Trascendencia, en SM 6, cols. 713-726; E. SAURAS GÓMEZ, Trascendencia, en
DPC, pp. 1183-1188.
100 Cf. Concilio Vaticano I, Const. Dei Filius (24 abril 1870): DH 3004.
101 K. RAHNER, Misterio, en SM 4, col. 714.

102 E. SAURAS, a.c., p. 1184.


103 E. SAURAS, a.c., p. 1188.

104 P. HENRICI, Inmanentismo, en SM 3, col. 915.


105 Cf. el punto 2 de este mismo capítulo.
106 LG 8. A juicio de G. Philips, es ésta posiblemente –como recordamos más arriba– «la frase más
importante de todo el capítulo» (La Iglesia I, p. 158).
107 Cf. DV 21. 24.
108 Cf. SC 2. 6.

109 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 144.


110 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 159.

111 La Iglesia como objeto de fe aparece sistemáticamente en todas las formas del Credo desde las
redacciones más simples y primitivas del mismo: Cf. H. DENZINGER-P. HÜNERMANN (DH), El Magisterio de
la Iglesia, Barcelona 1999, nn. 1-76; Y-M. CONGAR, Propiedades esenciales de la Iglesia, en MS IV/1, Madrid
1973, pp. 371-605; O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, pp. 322-330; W.
PANNENBERG, La fe de los apóstoles, Salamanca 1975, pp. 166-181; Th. SCHNEIDER, Lo que nosotros
creemos. Exposición del símbolo de los Apóstoles, Salamanca 1991, pp. 341-410; H. KÜNG, Credo, Madrid
1994, pp. 125-146.
112 O. SEMMELROTH, a.c., p. 330.

255
CAPÍTULO 5

LA IGLESIA, EL NUEVO PUEBLO DE


DIOS

256
257
Nota bibliográfica
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259
260
Introducción
La consideración global de la Iglesia en cuanto pueblo de Dios como categoría teológica
prevalente, la debemos de forma muy marcada al ámbito teológico de Centroeuropa en
los primeros cincuenta años del siglo XX. Tanto la exégesis como la Teología dogmática e
incluso el mismo Derecho canónico, dieron a la categoría bíblica «Pueblo de Dios» una
relevancia superior a la misma de «Cuerpo místico de Cristo» 1, que había sido ya
particularmente diseñada en el Concilio Vaticano I por influjo de Kleutgen. Pero, como es
sabido, fue el Concilio Vaticano II el que dio carta de ciudadanía a la categoría bíblica de
pueblo de Dios aplicada a la Iglesia.
Esta categoría, con todo, no pretende ser exclusiva o excluyente. El Vaticano II, en
efecto, antes de abordar de forma amplia el estudio de la Iglesia como pueblo de Dios
(LG 9-17), presenta a la Iglesia bajo diversas imágenes: redil (cf. Jn 10,10), labranza de
Dios (cf. 1Cor 3,9), familia de Dios (cf. Ef 2,19-22), edificación de Dios (cf. 1Cor
3,9), tienda de Dios entre los hombres (cf. Ap 21,3), templo santo (cf. 1Pe 2,5),
esposa engalanada para su esposo (cf. Ef 5,25-28; Ap 21,1s), Cuerpo de Cristo (cf.
1Cor 12,27; Col 2,19; Ef 4,11-16)2.

1. DOS IMÁGENES DE PARTICULAR RELIEVE: PUEBLO DE DIOS Y


CUERPO DE CRISTO

Entre las múltiples imágenes de que se ha servido el Vaticano II para referise a la Iglesia,
existen dos que, desde el inicio mismo de la reflexión que los cristianos comenzaron a
hacer sobre la propia identidad, aparecen con toda claridad y profusión en el Nuevo
Testamento. Ellas son la imagen de pueblo de Dios y de cuerpo de Cristo.

A) Pueblo de Dios

Es una imagen que proviene fundamentalmente del ámbito bíblico-veterotestamentario.


La consideración de la Iglesia como pueblo de Dios «describe más adecuadamente la
Iglesia en su desarrollo histórico y en su expansión universal» 3. Sobre ella hablaremos
más extensamente.

261
B) Cuerpo de Cristo4

La segunda imagen usada en el Nuevo Testamento, exclusivamente por el apóstol Pablo,


es la de «Cuerpo de Cristo».
La idea de aplicar a la Iglesia la denominación de «cuerpo» proviene, sobre todo, del
ambiente cultural helénico: hacía referencia a una categoría sociológica en cuanto que
podía expresar tanto la solidaridad de las diversas clases sociales, como la unidad
existente en una sociedad o en otra colectividad u organización cualquiera como podía
ser, por ejemplo, un ejército5.
Ahora bien, la aplicación a un colectivo del término «cuerpo» pone de relieve, sobre
todo, la organicidad y reciprocidad existente entre unos miembros y otros, afectando a
todos los miembros de ese cuerpo por igual. El miembro de un cuerpo tiene que
interesarse por la salud del resto, y por consiguiente no puede desentenderse de la
situación que sufra el resto de los miembros.
A partir de esta experiencia fundamentalmente humana, aplica Pablo a la comunidad
cristiana el concepto de «cuerpo». Y lo hace en dos sentidos:
— Por una parte, «ante la anarquía originada por el espíritu individualista de los
griegos y, más concretamente, por el abuso de los carismas en las reuniones litúrgicas,
Pablo echó mano de esta comparación ya clásica. En la sociedad cristiana, como en un
cuerpo humano, debe reinar entre los miembros la armonía y la solidaridad» 6. Este
aspecto aparece particularmente puesto de relieve sobre todo en 1Cor 12,4-27: así como
en el mismo Cristo la pluralidad de sus miembros no constituyen sino una sola realidad
física y personal, de forma semejante, la Iglesia no constituye sino una sola realidad
social, un solo cuerpo profundamente unido y trabado entre sí, a pesar de la amplia
pluralidad de dones y carismas diversos existentes en el mismo.
— Por otra parte, se encuentra en San Pablo «una mística de la vida en Cristo que
va a transformar la comparación helénica. Ésta, desde ahora, significará algo más que la
unidad; expresará que esa unidad es producida por la única vida de Cristo que anima a
todos los cristianos, como si fueran, o mejor dicho, porque lo son (con esta vacilación
mística inevitable entre las dos expresiones) los miembros del cuerpo de Cristo» 7. En el
capítulo sexto de la Carta a los Romanos expone Pablo la inserción personal del cristiano
en Cristo, gracias a su participación en la muerte y resurrección de Cristo en el bautismo
(Rom 6, 3-11). Por contraposición, en el capítulo doce de la misma Carta, pone de
relieve la unión mística con Cristo que existe en la comunidad, gracias precisamente a
que la misma y única vida de Cristo se difunde en el corazón de todos los que viven en
Él8.

262
Es importante subrayar que no se trata aquí de una simple metáfora: la unión de los
cristianos con Cristo «por la comunicación de su Espíritu» (LG 7), por la presencia y
actuación de la gracia, por la recepción de los sacramentos (especialmente el bautismo y
la eucaristía), y sobre todo por la inquebrantable fe en la resurrección de Jesús: es una
realidad completamente objetiva aunque sea difícilmente expresable. De esta forma, la
comunidad eclesial es, en su realidad objetiva, el Cuerpo de Cristo, siendo el mismo
Cristo la cabeza (cf. Ef 4,15-16; 5,23; Col 1,18; 2,19; 5,23).

1.1. Dos imágenes complementarias entre sí


A veces se ha querido hacer una fuerte y hasta frontal contraposición entre estas dos
imágenes de la Iglesia (pueblo de Dios/cuerpo de Cristo) como si la acentuación de una
de ellas fuera en detrimento de la otra9. Cualquiera que sean las razones que se aduzcan,
resulta algo completamente incuestionable que el Vaticano II al tema de la Iglesia como
Cuerpo de Cristo le ha dedicado un solo parágrafo (LG 7), mientras que a la imagen de la
Iglesia como Pueblo de Dios le ha dedicado un entero capítulo: el tercero (LG 9-17).
Esta apreciación, por paradójica que pueda parecer, tiene su mejor fundamento en la
teología paulina de la Iglesia, en la que aparecen en estrecha relación y
complementariedad la realidad eclesial entendida tanto en cuanto pueblo de Dios, como
cuerpo de Cristo. En Pablo, «la idea de pueblo de Dios perdura: pero se interioriza y
espiritualiza. En lugar de ser simplemente su pueblo, la comunidad cristiana es también el
cuerpo de Cristo, proveniendo su unidad de la vida de Cristo que circula por ella y por
cada uno de sus miembros» 10. De esta forma, «los principios más abstractos extraídos
de la teología judaica se concretizan en la experiencia cristiana; viviendo de la vida de
Cristo, en el Espíritu, el pueblo nuevo encarna, al fin, el ideal pretendido por Israel» 11.

1.2. Preferencia del Vaticano II por la imagen del Pueblo de Dios


El Vaticano II, de todas formas, tiene el enorme mérito de haber situado el capítulo de la
Lumen Gentium dedicado a la Iglesia como pueblo de Dios, en el segundo lugar,
inmediatamente después de la consideración de la Iglesia como misterio. Este gesto —
puntualiza E. Schillebeeckx—, señala un hito realmente decisivo en la vida misma de la
comunidad eclesial para los años sucesivos al Concilio: «la Iglesia es presentada en
primerísimo lugar, como el pueblo de Dios, mientras que antes, la Iglesia era identificada
casi invariablemente con la jerarquía eclesiástica. Esta novedad —sigue diciendo este
autor— determinará intensísimamente el futuro de la Iglesia» 12. En este mismo sentido
se ha afirmado, como sentir común de los peritos y protagonistas del mismo Concilio que
«la inserción de un segundo capítulo (II) sobre el Pueblo de Dios, antes del capítulo III

263
sobre la Jerarquía, es acaso el cambio de plan más decisivo: desplaza el ángulo de visión
y permite evitar de ahora en adelante una visión de la Iglesia como pirámide clerical;
además, permite esclarecer el problema del sacerdocio universal» 13. Ya en su momento
había afirmado un gran biblista que «si se quiere decir algo más positivo y sustancial
sobre el misterio de la Iglesia, se ofrece en primer lugar la idea... de pueblo de Dios» 14.
Y es que «en realidad, el término pueblo de Dios no se puede aplicar a la Iglesia
como una comparación, sino como la expresión de su mismo ser. No se puede decir: la
Iglesia es semejante a un pueblo de Dios, como diríamos: el reino es semejante a un
grano de mostaza. Hay que afirmar: la Iglesia es el pueblo de Dios en la nueva y eterna
alianza. Nada hay aquí de figuras, sino la plena y total realidad» 15.
Las razones que llevaron a la redacción e inserción en la Constitución del capítulo II
sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, fueron expuestas el 19-IX-1964 en la 82a
Congregación General16:
Se pone mejor de relieve la naturaleza histórica de la Iglesia peregrina.
Se ve a la Iglesia en su totalidad, es decir, en lo que es común a todos los
bautizados haciendo ver, además, que la jerarquía existe en función de todo el
pueblo de Dios.
Se pone de relieve la vocación y el consiguiente compromiso de todo bautizado
de ser miembro vivo y activo de la Iglesia.
Se expresa con mucha mayor claridad la unidad de la Iglesia en la variedad
católica: de Iglesias particulares, de tradiciones, de culturas, etc.
Se subraya con fuerza la dimensión misionera de toda la Iglesia.
La noción de la Iglesia como pueblo de Dios, frente a la de sociedad perfecta e
incluso frente a la de «cuerpo de Cristo» revalorizada particularmente por Pío XII (como
se ha visto en el capítulo segundo), hizo posible el redescubrimiento de una amplia gama
de la riqueza que encierra en sí la realidad «Iglesia»: la dimensión histórica de la Iglesia,
la categoría bíblica de Alianza, la continuidad y discontinuidad de la Iglesia respecto a
Israel, la relación de los bautizados dentro de la comunidad eclesial, la igualdad
fundamental y la dignidad de todos ellos en cuanto bautizados, la distinción entre Iglesia
y Reino de Dios, la naturaleza esencialmente escatológica de la Iglesia, el compromiso de
la Iglesia en la historia de los hombres, etc. En particular, «en la Lumen Gentium el
capítulo II está en íntima dependencia y es consecuente prolongación del I. Ambos son
los capítulos centrales, y a pesar de lo que se haya dicho sobre el III, superan en
importancia a todos los demás, que no son sino explicitación del contenido de aquellos
dos. Todas las dimensiones de la Iglesia brotan y explicitan su constitución teándrica, es
decir, su dimensión cristocéntrica y sacramental» 17.
El Vaticano II ha representado, en este punto concreto, un giro auténticamente

264
copernicano al romper una doble y nefasta conexión que había funcionado durante siglos
en la Iglesia, propiciando un reduccionismo no menos nefasto. Efectivamente, por una
parte, superó el reduccionismo del Pueblo de Dios a los solos laicos frente a los ministros
ordenados que era ante todo y sobre todo, jerarquía. Y por otra, rompió la idea de que la
Iglesia era, por excelencia, la Jerarquía que, por consiguiente era el elemento primero,
principal e imprescindible a tener presente cuando se habla o se reflexiona sobre la
Iglesia. Al poner de relieve que Pueblo de Dios en la Iglesia son absolutamente todos los
bautizados antes de cualquier otra función o ministerio que se tenga en la comunidad
eclesial, el Vaticano II subrayó que también la Jerarquía, antes de ser jerarquía, es Pueblo
de Dios por el hecho fundamental de ser bautizados. Además, al situar el capítulo del
Pueblo de Dios por delante del capítulo referente a la Jerarquía, dejó bien sentada la idea
de que en la Iglesia la protagonista es la comunidad misma, de forma que la misma
jerarquía existe y está siempre en función del Pueblo de Dios y no al revés.

2. DEL PUEBLO DE DIOS DE LA ANTIGUA ALIANZA, AL NUEVO


PUEBLO DE DIOS

A) El Pueblo de Dios de la Antigua Alianza

Comencemos señalando que «Pueblo de Dios se ha convertido, por así decir, en un


slogan teológico a partir del Vaticano II. Y, en cuanto tal, corre el riesgo de sufrir el
destino que aguarda, tarde o temprano, a las frases de moda: ser trivializadas, en vez de
ser entendidas; darse por sabidas y por evidentes, sin hablar de ellas; ocultar, en vez de
revelar los hechos en que se piensa» 18.
En el Antiguo Testamento se establece una clara y neta distinción entre el pueblo de
Israel que es, por antonomasia, el «pueblo de Dios» (‘am ó laós toû Theoû), y los
restantes pueblos y naciones de la tierra que son irremediablemente los «gentiles» (goyim
ó éthne).
En la historia de la salvación el «pueblo» tiene un protagonismo especial.
Efectivamente, «en todo tiempo y en todo pueblo —dice el Vaticano II— es grato a Dios
quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el
santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con
otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera
santamente» 19.
El inicio del proceso de formación de este pueblo se encuentra ya en la elección y
vocación de Abrahán («te haré padre de un gran pueblo...: Gen 17,4-5; cf. Gen 15,5;

265
22,17), seguida de la odisea del pueblo por el desierto capitaneado por Moisés,
continuada por la constitución política de Israel como pueblo (claramente teocrático en
este caso), hasta llegar a la situación de pueblo políticamente sometido al imperio
romano.
En el proceso de constitución, formación y desarrollo histórico del pueblo, tiene
además una fuerza fundamental, vinculante y decisiva, la Alianza establecida entre Dios
y Abrahán (cf. Gen 17,1-9), renovada después a lo largo de las sucesivas etapas
históricas con Moisés (cf. Ex 24,3-8), Josué (cf. Jos 8,30-35; 24,1-28), David (2Sam
7,8-16), Salomón (1Re 8,14-29. 52-61) y especialmente con los profetas, que comienzan
a preanunciar una Alianza, pero, en este caso, nueva y definitiva (cf. Is 55,3-5; Jr 31,31-
34; Ezq 36,24-28; 37,27).
Hasta tal punto penetra y arraiga la categoría de «pueblo de Dios» en el Antiguo
Testamento, que «en el pensamiento hebreo, el pueblo es un todo, una personalidad
completa y participa como tal en los acontecimientos históricos, de modo que el
individuo está implicado en el destino del todo, aun por encima de los tiempos» 20.
La culminación de este proceso se alcanza con el anuncio del nuevo Pueblo de Dios
por los profetas, a partir del resto santo de Israel: nuevo éxodo, nueva y eterna Alianza,
nueva Ley, nuevo Templo, nuevo Culto, nueva Tierra, en una palabra, un pueblo nuevo
abierto a todas las gentes.
El Pueblo de Israel tiene en la antigua Alianza sus características propias21:
Es propiedad de Dios.
Es aliado de Dios.
Es morada o santuario de Dios.
Es una comunidad cultual.
Es enviado de Dios en medio de los otros pueblos.
Es mediador entre Dios y los otros pueblos.
Es un Pueblo en cuyo centro mora Dios como en un templo, siendo el propio Yahvé
el que lo conduce y dirige en su incesante caminar.
Es, por eso mismo, un pueblo esencialmente peregrino y batallador, que se concibe a
sí mismo como el ejército personal de Yahvé: «el pueblo de Dios, la tropa de Yahvé,
que él lleva a la guerra y que van de campamento en campamento. Israel es la hueste de
Dios; su Dios es el Dios de la Alianza y el Dios caudillo, y, por tanto, es también
esencialmente un Dios guerrero. La comunidad nómada es también una comunidad
guerrera. Este aspecto agonístico del concepto de pueblo de Dios se halla en todos los
estadios y estratos del Antiguo Testamento» 22.
Es un Pueblo construido sobre la base de las doce tribus que reconocen todas a un

266
único padre, Jacob, aunque procedían de madres distintas: Lía, Raquel, Zilpa, y Bilha.
Es un Pueblo elegido por pura bondad de Dios y, por consiguiente, de forma
completamente gratuita (cf. Deut 32,1-12; Is 5,1-7). Quiere esto decir que es un pueblo
llamado y escogido entre otros muchos; un pueblo que es propiedad personal de Yahvé,
un pueblo con el que establece una Alianza, un pacto inquebrantable de amor: «vosotros
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Lev 26,11-12). De esta forma, «en la teología
de la ekklesía veterotestamentaria, la alianza es un elemento fundamental en la
constitución y en la existencia histórica de Israel como pueblo de Dios» 23.
En consecuencia, es un Pueblo plenamente consciente de que, por todo ello, es
«pueblo de su propiedad»: cf. Ex 19,5; 23,22; Dt 7,6; 14,2; 26,18.

B) El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza

Es preciso resaltar, ante todo, tanto la continuidad como la novedad del Nuevo Pueblo de
Dios en relación con el Antiguo Pueblo de Dios24. El nuevo pueblo de Dios, en efecto,
tiene, por una parte, una conexión profunda y esencial respecto al antiguo pueblo25; pero
por otra, aporta una novedad innegable, que se expresa en diversas direcciones y
manifestaciones, comenzando por los miembros que lo componen. En efecto, así como
un goy (= pagano) al convertirse en ‘am (= miembro de la familia) supera la simple
unidad histórico-biológica para convertirse en miembro de una gran familia en la que
funcionan fundamentalmente los vínculos personales y familiares, de forma semejante,
en la concepción de los primeros seguidores de Jesús convertidos en el nuevo pueblo de
Dios, los goyim (= paganos) están todos llamados a entrar en la gran familia de Dios,
estableciendo relaciones filiales con Él, y fraternales con los restantes miembros del
Pueblo.
La comunidad del Nuevo Testamento tiene la conciencia de que constituye el nuevo
Pueblo de Dios preanunciado y de que Dios es para ellos su Dios: «Ellos serán mi pueblo
y yo seré su Dios»: cf. 2Cor 6,16; Hbr 8,10; Ap 21,3. Y esto, por pura gratuidad divina:
el Nuevo Pueblo de Dios «formado del resto de Israel y de muchos gentiles, se ha
constituido, como el antiguo, solamente por libre amor y gracia de Dios» 26.
Se constata con claridad que «al autodesignarse la comunidad cristiana primitiva con
el vocablo ekklesía, tuvo ciertamente conciencia —y la manifestó ocasionalmente— de
ser el nuevo pueblo de Dios escatológico, que tiene por Cabeza a Cristo» 27.
El concepto de Iglesia como Pueblo de Dios, lleva, en la mente de los primeros
seguidores de Jesús, una concepción colectiva, o mejor, comunitaria, del cristianismo,
superando la tentación de grupo cerrado, de ghetto, que podría dominar en cada

267
comunidad particular. En virtud de esta conciencia, las primeras comunidades cristianas
no fueron «conventillos autónomos que funcionaran por libre» 28.
La comunidad primitiva cristiana vio realizada en la Iglesia la realidad de pueblo de
Dios y por eso se consideró (cf. 1Pe 2,9) como el pueblo escatológico (último y
definitivo) preanunciado largamente por los profetas: Jer 24,7; 30,22; 31,1. 23; 32,38;
Ezq 11,20; 14,11; 36,28; 37,23-27; Os 2,3. 25; Zach 8,8; 13,9; Ap 1,6; 5,10.
El nuevo Pueblo de Dios:
Nace en una nueva y definitiva Pascua: Cristo, Muerto y Resucitado.
Nace como fruto de una elección, de un llamamiento completamente gratuito e
inmerecido.
Es de naturaleza escatológica y, por consiguiente, peregrina.
Se basa en una Alianza nueva y definitiva.
Está llamado a ser la esposa fiel de Dios.
Es la viña amada del Señor, que da el mejor fruto: Cristo.
Es el rebaño fiel y dócil de Dios.
Tiene la Ley (del Amor), grabada en el corazón.
Da un culto nuevo, profundamente grato a Dios.
Ofrece un único y definitivo sacrificio, de olor agradable (Ef 5,2).
Está llamado a vivir en una tierra nueva.
Está abierto también a los gentiles: ofrece a todos la salvación.
Es un pueblo llamado a anunciar la Buena Noticia del evangelio hasta los
confines del espacio y del tiempo.
Este Pueblo nuevo se lo escoge y lo constituye Dios gracias a la entrega (sangre)
redentora de Cristo. Por eso, entre otras consecuencias, para entrar a formar parte de
este pueblo, para incorporarse plenamente a él, no hace falta en absoluto el antiguo signo
de la Alianza, la circuncisión; lo único necesario e indispensable, es la fe en Jesucristo y
el bautismo en su nombre: lo que el apóstol Pablo llamaría la «circuncisión del corazón»
(Rom 2,29).

3. NATURALEZA DEL NUEVO PUEBLO DE DIOS

De lo dicho hasta ahora se deduce claramente que la Iglesia, como nuevo pueblo de
Dios, no puede confundirse ni ser interpretada desde una clave sociológica. Por
consiguiente, ni puede decirse que sea simple y llanamente una democracia, ni tampoco
—como se ha hecho sin tantos escrúpulos ni matizaciones en épocas pasadas, desde la
Contrarreforma hasta el Vaticano II—, como una monarquía. Decir que la Iglesia es el

268
pueblo de Dios es afirmar, ante todo y sobre todo, que es un pueblo cuyo origen, misión
y mensaje no proceden de él mismo, de la carne y de la sangre ni por iniciativa de varón
(cf. Jn 1,13), sino de la iniciativa de Dios Padre por Cristo en el Espíritu. La Iglesia es
ciertamente una organización con una componente innegablemente humana, pero no es
sólo humana: tiene un origen más allá de sí misma: en la iniciativa de Dios, uno y trino,
como queda dicho en el capítulo anterior.
Supuesto este origen divino más allá de la propia iniciativa humana, decir que la
Iglesia es el nuevo pueblo de Dios es afirmar que, en la comunidad eclesial, persona y
comunidad son realidades no sólo insuprimibles, sino absolutamente referidas la una a la
otra. En la Iglesia «persona y comunidad constituyen dos realidades inseparables. Fuera
de la comunidad, la persona no llega a desarrollarse, y sin Cristo ningún hombre llega a
Dios ni a la comunión con sus hermanos en Dios. Inversamente, sin personas, la
comunidad no es más que un rebaño. Si el Evangelio emplea, con todo, la imagen de
rebaño es en un sentido completamente diferente ya que en la parábola de Jesús, cada
oveja tiene su nombre y sigue libremente la voz del pastor que ella conoce» 29.
La orientación personalista presente de forma clara y determinante en la eclesiología
del Vaticano II30, «se opone a todo intento de cosificación o masificación en las
relaciones entre las varias categorías de personas en la Iglesia, siendo ésta un misterio de
comunión interpersonal opuesto a la masa o mera yuxtaposición de partes. La
comunidad eclesial, fundada sobre la realidad de una koinonía espiritual, forma un todo
irreductible a una masa» 31.
La común condición de miembros hace que, en la comunidad eclesial, «no sólo
cuentan desde ahora como pueblo de Dios los que ejercen cargos en la Iglesia —papa,
obispos y clérigos en general—, sino que a todos sus miembros, antes y por encima de
cualquier diferenciación presente o futura, se les atribuye una común dignidad y un
mismo rango individual [...]. Ni los miembros del pueblo de Dios vienen a sumarse desde
fuera, por así decirlo, a los representantes oficiales, ni los seglares en cuanto pueblo de
Dios, se ponen frente a ellos como desde otro estrado; al contrario, haciendo tabla rasa
de todas estas diferencias y suprimiéndolas, unos y otros constituyen juntos (y solamente
juntos) el pueblo de Dios» 32.
Más aún, en virtud del único y mismo Bautismo, los miembros del nuevo pueblo de
Dios, son todos iguales en dignidad. En una eclesiología fundamentada y construida
sobre parámetros primordialmente sociológicos más que sacramentales, resultaba normal
y hasta lógico, hablar de una Iglesia de «desiguales«: es decir, una Iglesia en la que se
llegaba a afirmar oficialmente que la desigualdad de sus miembros pertenecía a la esencia
misma de la Iglesia33. Y no a partir de los dones, carimas o ministerios que cada
miembro pudiera recibir, sino a partir de la pertenencia o no al estado clerical al que se

269
accedía a través del sacramento del Orden. En esta concepción, el sacramento del
Bautismo parecía no significar algo verdaderamente ontológico y determinante en el ser
de la Iglesia, sino más bien algo que pertenecía al orden extrínseco de los trámites o
condiciones de pertenencia a la comunidad eclesial.
Por el contrario, en una Iglesia que tiene como fundamento sacramental y
determinante el sacramento del Bautismo, como forma de inserción radical en el Pueblo
de Dios, resulta completamente normal afirmar que es común la dignidad de sus
miembros: una dignidad que deriva precisamente de la regeneración en Cristo, iniciada en
el Bautismo. Por eso afirma el Vaticano II que «aun cuando algunos, por voluntad de
Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los
demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción
común de todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» 34.

3.1. Pueblo Uno y Diferenciado


San Pablo, al pedirle a los cristianos que «por favor» vivan a la altura del llamamiento
que han recibido, manteniendo por encima de todo «la unidad que crea el Espíritu», les
da como argumento fundamental y decisivo, el hecho de que «hay un sólo Señor, una
sola fe, un sólo Bautismo, un sólo Dios y Padre de todos» (Ef 4,1-6). Desde esa unidad
en el plano ontológico de la fe, unidad fuertemente subrayada y exigida, puede y debe
hablarse de la diversidad en la Iglesia. De hecho, así lo hace el mismo apóstol: diversas
son las vocaciones, diversos los carismas, diversas las gracias, diversas las funciones,
diversos los ministerios. Pero toda esa amplia y rica diversidad en los miembros, brota de
un único y mismo Espíritu, y, por consiguiente, tiene que servir no para una lucha
antagónica entre ellos, sino para el enriquecimiento mutuo y de todo el cuerpo eclesial.
En particular:
En la Iglesia, a lo largo del tiempo se han ido configurando tres formas categoriales
de vivir la única vocación a la fe y al seguimiento de Cristo: la ministerial, la de especial
consagración y la laical. Los miembros del nuevo pueblo de Dios, en virtud del único
Bautismo, son todos llamados por igual a una misma y única Fe en el Seguimiento de
Cristo para la construcción del Reino. Pero esta única vocación puede vivirse y de hecho
se vive, según tres formas paradigmáticas, categorialmente diversas y complementarias.
Ninguna de ellas es superior a la otra, puesto que las tres se inscriben y son expresión de
la única vocación a la Fe, fruto de un único y mismo Bautismo. Las tres vocaciones son,
por consiguiente, indispensables en la vida de la Iglesia, y, por eso mismo absolutamente
insuprimibles y complementarias entre sí35.
Desde el punto de vista de los carismas, hay que reconocer, con gozo y

270
agradecimiento, la multiplicidad de los mismos, puesto que brotan de una misma y única
fuente: el Espíritu. «Los dones, en efecto, son variados, pero el Espíritu el mismo; las
funciones son variadas, aunque el Señor es el mismo; las actividades son variadas, pero
es el mismo Dios quien lo activa todo en todos» (1Cor 12,46). Teniendo siempre
presente, además, que «la manifestación particular del Espíritu se le da a cada uno para
el bien común» (1Cor 12,7): es decir, «para la construcción del cuerpo de Cristo» (Ef
4,12. 16. 29; 1Cor 14,3. 5. 12. 26).
Dentro de los carismas merece mención especial el ministerio ordenado: más que
ningún otro, este carisma tiene como objetivo último y hasta único, precisamente el de
construir la unidad en la diversidad. No se confía el ministerio para «dominar» a los otros
miembros de la comunidad (cf. 1Pe 5,3), sino para servirlos humildemente, siguiendo el
ejemplo del Maestro (cf. Jn 13,1-13; Mt 20,25-27; Mc 10,42-44; Lc 22,24-27). La
diversidad de funciones en el seno de la comunidad eclesial, tiene un objetivo único: la
construcción de un único Pueblo de Dios, a partir de la rica y plural diversidad de sus
miembros.

3.2. Orgánicamente estructurado


La Iglesia, Pueblo de Dios, como toda realidad social compuesta por muchos hombres,
tiene necesariamente necesidad de estructuras, directrices y normas de comportamiento.
La estructuración del Pueblo de Dios, con todo, no tiene ni un origen exclusivamente
humano, ni una dimensión meramente externa, sociológica o jurídica, como si se tratara
de una realidad pensada para el mejor funcionamiento de una sociedad estrictamente
humana y terrena. La estructuración de que se habla (cuando se refiere a la Iglesia),
proviene de dentro a fuera a semejanza a como toda realidad viviente es propiamente
hablando una realidad orgánica, es decir, construida genéticamente a partir de una célula
inicial, teleológicamente pensada y diseñada. Este aspecto de la organicidad estructural de
la Iglesia lo expresa el apóstol Pablo cuando llama a la Iglesia «el cuerpo de Cristo» (cf.
1Cor 12,12ss).
La Iglesia, según esta concepción, no es una realidad amorfa en la que los diversos
elementos, funciones y ministerios, están meramente juxtapuestos o artificialmente
superpuestos. El Espíritu del Señor es fuente de la diversidad de dones, carismas,
gracias, vocaciones y ministerios, y, al mismo tiempo, fuente de una unidad que es el
resultado de la convergencia de los diversos elementos. Se trata de una unidad genética,
constitutiva de la naturaleza misma de la Iglesia. Una unidad que es, simultáneamente,
don del Espíritu y tarea de todos los miembros del cuerpo.
En el interior, pues, del pueblo de Dios y al servicio del mismo, el Espíritu suscita

271
ministros y servidores que aseguren la fidelidad de todo el pueblo a lo que son sus
dimensiones esenciales y por eso mismo imprescindibles. Los ministerios,
particularmente el ministerio ordenado surge en el interior del pueblo, pero no por
iniciativa del mismo: «dijo el Espíritu Santo: apartadme a Bernabé y a Saulo para la tarea
a la que los he llamado...» (Hch 13,2). Con todo, estos ministros designados por
iniciativa del Espíritu, no están por encima del pueblo, sino precisamente a su servicio.
La jerarquía, por consiguiente, dentro de la Iglesia ni es anterior ni es exterior a la
comunidad eclesial en cuanto tal, puesto que Jesús la ha pensado como esencialmente
finalizada en orden a la comunidad: la comunidad es el humus en el que, gracias al
bautismo, se gestan y nacen los distintos ministerios (también el ministerio ordenado) y
particularmente los ministros36.
Es importante, en este contexto, distinguir netamente entre elementos estructurales y
elementos organizativos dentro de la Iglesia: los primeros son imprescindibles porque son
constitutivos de la esencia misma de la Iglesia. Y así, la Palabra de Dios, los
sacramentos, los carismas, el ministerio ordenado, la comunidad, la misión, son
elementos sin los cuales no puede darse la Iglesia de Jesús. Por el contrario, los
elementos organizativos son, por su propia esencia, variables y relativos: es decir,
responden a las conveniencias o funcionalidad de los objetivos santificadores y
misioneros de la comunidad en los distintos momentos de la historia.

3.3. Pueblo partícipe de la triple condición de Cristo: Sacerdote,


Profeta y Rey37
Cristo, preanunciado «en múltiples ocasiones y de muchas maneras» en la revelación
hecha por Dios a los profetas en los tiempos antiguos (Hb 1,1), es presentado en la
revelación hecha por el mismo Dios «en esta etapa final» de la historia (ibd.) como el
Único y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (Hb, 4,14; 5,10; 7,26; 9,11); como el
Profeta-Maestro por excelencia de los hombres (Lc 7,16; Jn 4,19; 6,14; Jn 3,2), y como
verdadero Rey (Jn 18,33-37), cuyo reinado, con todo, no es como los de este mundo,
sino que consiste en ser «el buen Pastor», «el Pastor» por antonomasia (Jn 10,10), «el
Pastor supremo» (1Pe 5,4) que da su vida por sus ovejas (Jn 10, 11-15).
Pues bien, el nuevo pueblo de Dios es presentado como el pueblo que participa,
todo él y de forma objetiva aunque misteriosa, de esta triple condición de Cristo,
Sacerdote, Profeta y Rey.

3.3.1. Pueblo de Sacerdotes


En virtud de su inserción en Cristo mediante el Bautismo, la comunidad de los creyentes

272
en Cristo constituye, toda ella, una comunidad sacerdotal (jieráteuma: 1Pe 2,9): una
comunidad llamada a compartir el nuevo y hasta revolucionario sacerdocio de Cristo38.
Frente a un sacerdocio proveniente de una casta o tribu sacerdotal, heredado en
virtud de la carne y de la sangre, restringido a algunos varones dentro del pueblo de Dios,
el sacerdocio del nuevo pueblo de Dios participa del sacerdocio de Cristo en cuanto que
son todos los miembros de ese pueblo el sujeto del sacerdocio. Es todo el pueblo el que
tiene que ser en su vida y desde su vida, alabanza a Dios, oblación santa, grata y
aceptable a Dios ofreciéndole un culto en espíritu y en verdad. Un culto que se traduce
de múltiples formas, todas ellas orientadas al servicio de Dios en los hombres y al
servicio de los hombres como servicio hecho al mismo Dios. Se trata, por consiguiente,
de un sacerdocio proveniente del Espíritu, no restringido solamente a algunos miembros
del pueblo sino participado por todos los bautizados, hombres y mujeres sin distintición;
un sacerdocio que consiste no en ofrecer dones más o menos preciados y preciosos pero
en definitiva exteriores o ajenos a los oferentes, sino en ofrecerse a sí mismos como
oblación santa, como sacrificio espiritual de olor agradable y completamente acepto a
Dios (cf. Rom 12,1; Ef 5,1).
La primitiva comunidad cristiana entendió el sacerdocio de Cristo y el suyo propio
en clave esencialmente existencial: es decir, centrado todo él en la persona, en su relación
más profunda y trascendente con Dios. Si Dios lo que quiere realmente es un culto
realizado y celebrado «en espíritu y verdad» (Jn 4,21-24), si no es el templo material por
suntuoso que sea el centro del culto (cf. Mt 24,1-3; Mc 13,1-4; Lc 21,5-7), si no es la
Ley (Thorá) la que determina la justicia profunda del hombre frente a Dios, si no es la
sangre de machos cabríos ni el mucho incienso (Hb 9,11-14) lo que verdaderamente
agrada a Dios y transforma al hombre en su interior, ¿dónde está el centro, en qué
consiste verdadera y realmente el culto a Dios y, condicionadamente, el sacerdocio de la
Nueva Alianza? En la ofrenda de la propia vida, entendida en toda su amplitud, como
sacrificio agradable a Dios (cf. Rom 12,1; Ef 5,1).
El Concilio Vaticano II, remontándose a la mejor tradición bíblica, ha descubierto
perspectivas y riquezas ocultas durante mucho tiempo, de este sacerdocio bautismal. Y
así, después de haber afirmado que «los bautizados son consagrados por la regeneración
y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo» 39, profundiza en
la naturaleza y expresiones de ese sacerdocio afirmando de todos los bautizados que
«todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el
cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso
las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en
sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1Pe 2,5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación

273
del cuerpo del Señor» 40. Invita, por ello, el Concilio a todos los cristianos a que
«aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del
sacerdote, sino juntamente con él» 41.
En el interior de este Pueblo sacerdotal, el Espíritu del Señor suscita algunos
miembros a los que se les confía el servicio a los hermanos desde la participación en el
sacerdocio de Cristo formalmente «en cuanto Cristo es Cabeza y Pastor de la Iglesia».
Es el llamado sacerdocio ministerial del que se participa gracias a la Ordenación
sacramental42.
Ambos sacerdocios, aun procediendo de una misma y única fuente que es
precisamente el sacerdocio de Cristo, son formas sustancialmente diversas y
complementarias de participación; sabiendo, además, que el sacerdocio ministerial está
siempre, por sus propia esencia, en función del sacerdocio bautismal: su sentido radical y
fundamental es el de hacer que la Palabra de Dios sea, cada vez más, luz y guía del
Pueblo; que el verdadero culto a Dios sea, cada vez más, la vida de los bautizados vivida
con total autenticidad en unión con Cristo y por eso mismo como un sacrificio de olor
agradable a Dios; que el compromiso misionero de anunciar a los hombres la Buena
Noticia del Reino por parte de todo el Pueblo, sea constantemente asumido y renovado
desde el testimonio de la propia vida y desde el anuncio gozoso del mismo.
Para descubrir por tanto la razón más honda, tanto de la diferencia esencial como de
la funcionalidad de un sacerdocio (bautismal) en relación con el otro (ministerial), hay
que partir de Cristo que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres» (1Tim
2,5) es el único y definitivo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Hb 3,1; 4,14-15; 5,5. 10;
7,26; 9,11).
Ahora bien, en la Persona de Cristo es posible distinguir dos formalidades diversas y
complementarias: respecto del Padre, realizó Cristo, de una vez por todas, la ofrenda de
la propia vida como el supremo sacrificio de olor agradable (cf. Ef 5,1); y respecto a la
comunidad de sus seguidores, Cristo es la Cabeza del cuerpo (la Iglesia: Col 1,18),
estando al servicio de ese cuerpo para que todos sus miembros vivan en plenitud la
propia vida como ofrenda igualmente agradable a los ojos de Dios Padre. La formalidad
primera y definitiva es la de la oblación de sí mismo al Padre para salvación del mundo.
La formalidad de Cristo, Cabeza del cuerpo, es esencialmente diversa en cuanto tiene la
finalidad y el objetivo de hacer que todo el cuerpo y cada uno de sus miembros, entren
en la dinámica de esa oblación a Dios Padre siendo ofrenda de olor agradable para la
salvación del mundo.
La primera forma de participación se realiza mediante el sacramento del Bautismo,
puerta obligada que sitúa al creyente de manera definitiva en su relación con Dios. La
segunda forma de participación se realiza mediante el sacramento del Orden, gracias al

274
cual un bautizado participa de la condición de Cristo, Cabeza y Pastor del pueblo de la
nueva Alianza.
El sacramento del Bautismo y la consiguiente participación en el Sacerdocio de
Cristo cuya vida entera fue una oblación acepta a Dios Padre, se sitúa en el orden de los
fines últimos, de los objetivos definitivos. Por el contrario, el sacramento del Orden y la
consiguiente participación en el Sacerdocio de Cristo, Cabeza y Pastor de su Pueblo,
mira al ámbito de las mediaciones: al servicio de la Palabra, de la Eucaristía y del
gobierno pastoral («sacra potestas»), para asegurar y desarrollar el ejercicio del
sacerdocio bautismal, actuando siempre «in persona Christi», es decir, personificando al
mismo Cristo en el ejercicio de ese sacerdocio43.
La unidad absoluta del sacerdocio de Cristo, hace que las dos formalidades,
verdaderas y sustancialmente diversas, no pueden ser simplemente paralelas, ni superior
la una a la otra, sino que sean funcionales: es decir, una esté al servicio de la otra. El
sacerdocio ministerial está, todo él, al igual que Cristo Cabeza y Pastor de su pueblo, al
servicio de la comunidad bautismal y para la evangelización de todos los hombres: «los
presbíteros —dice Juan Pablo II—, existen y actúan para el anuncio del Evangelio al
mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en
su nombre» 44. De esta forma, el sacerdocio bautismal alcanza la plenitud de su valor
eclesial gracias al sacerdocio ministerial, a la vez que el sacerdocio ministerial existe en
vista del ejercicio del sacerdocio común: es decir, para que sea vivido y ejercido en toda
su plenitud y profundidad en la vida de cada día.
El Concilio Vaticano II resume todo lo dicho, poniendo de relieve la realidad del
sacerdocio común o bautismal, al tiempo que su articulación con el sacerdocio ministerial:
«el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están
ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único
sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En
efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al
pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo
ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles en cambio, participan en la
celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real, y lo ejercen al recibir los
sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa,
con la renuncia y el amor que se traduce en obras» 45.

3.3.2. Pueblo de Profetas


A) El Vaticano II al revalorizar el sacramento del Bautismo recordando a todos los
miembros de la Iglesia que es el sacramento que los inserta en la comunidad eclesial

275
como miembros vivos y activos siendo, por consiguiente, el sacramento de donde
arranca todo el ser y el hacer del cristiano, ha revalorizado de nuevo y de forma muy
particular, la condición profética de todo el Pueblo de Dios (cf. LG 12. 35). No es la
Iglesia un Pueblo en el que solamente algunos son profetas, mientras que el resto carece
de dicha condición. El deseo de Moisés, «ojalá todos fueran profetas» (Num 11, 24-29),
se realiza en la comunidad eclesial desde el día mismo de Pentecostés (cf. Hch 2,14-21).
El profetismo del Nuevo Testamento, con todo, tiene evidentemente sus propias
características que no se pueden ignorar y que es posible esquematizar de la siguiente
forma46:
Es un profetismo completamente inspirado en el de Jesús, el «gran Profeta», el
Profeta por antonomasia aparecido entre los hombres (cf. Lc 7,16. 39; Jn
4,19; 6,14; 9,17)47.
Es un profetismo en total dependencia del Espíritu del Resucitado: Espíritu que
está presente y actúa de forma ininterrumpida en la comunidad de los
seguidores de Jesús (cf. Jn 14,15-17; 15,26-27; 16,7-15).
Es un profetismo cuyo sujeto primero no son los individuos, sino la comunidad
misma de seguidores, y en ella y a través de ella, los distintos miembros de esa
comunidad, según los dones, carismas, ministerios y servicios que el Espíritu
les da.
Es un profetismo cuyo contenido fundamental abarca, de forma unitaria, estos
cuatro aspectos:
— El descubrimiento de Dios en medio de los afanes y avatares de la vida y
de la historia: en el tráfago de la vida.
— El hacer presente a Dios y su Reino en toda realidad humana por adversa
que parezca, y más allá del espacio y del tiempo.
— El anuncio de la Buena Noticia de que el Reino de Dios no es una
veleidad o un simple buen deseo por parte de Dios, sino que es un
designio absolutamente serio, un Proyecto inquebrantablemente querido
por Dios.
— La denuncia sistemática de todo aquello que se opone a la realización de
ese Proyecto de Dios en la historia de los hombres.
En el seno de un Pueblo, todo él profético, se inscribe el magisterio de aquellos
que tienen confiado en la Iglesia el ministerio de enseñar: es decir, de mantener vivo y
operante en la comunidad cristiana, desde la fidelidad a la Palabra revelada, el don del
profetismo para salvación del mundo48. El mensaje salvador de Jesús ha sido confiado,
como sujeto de la revelación, a toda la comunidad creyente para que, aceptándolo y
creyendo en él ella misma, lo pueda ofrecer a todos los hombres de generación en
generación. Pero, dentro de la comunidad de los seguidores de Jesús hay algunos

276
miembros que tienen la irrenunciable e indelegable responsabilidad de custodiar y
exponer fielmente el contenido salvador de ese mensaje. Así lo expresa la Constitución
Dei Verbum del Concilio Vaticano II cuando dice que «para que este Evangelio (la Buena
Noticia de la salvación, o lo que se conoce también con la expresión, el depósito de la
Revelación) se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron
como sucesores a los Obispos, dejándoles (como dice San Ireneo: Adv. Haer. III,3,1: PG
7,848) su cargo en el magisterio» 49.
De este planteamiento se deducen ya algunas consecuencias importantes50:
1. En primer lugar, que la realidad y el hecho mismo del magisterio tiene su contexto
necesario y obligado en el hecho y en la realidad de la fe de la comunidad eclesial en
cuanto tal. En la Iglesia no puede entenderse ni tendría sentido un magisterio que se
situara al margen, en independencia o por encima de la fe de la misma Iglesia.
2. Situado de forma absolutamente necesaria en el interior de la Iglesia, el magisterio
está por completo al servicio de la fe de la comunidad creyente, exponiendo, defendiendo
y testimoniando con fidelidad la fe de toda la Iglesia, sin que, por consiguiente pueda
pretender tener el monopolio de la fe y de la verdad. La potestad doctrinal, en efecto,
«no constituye por sí misma ningún fin. En el seno de la comunidad eclesial está el
servicio de todo el pueblo religioso que, según la voluntad de Cristo, constituye una
comunidad organizada de personas» 51.
3. Si la función del magisterio, según la doctrina del Vaticano II (cf. DV 8), consiste
en estar al servicio de la fe, es evidente que este Magisterio no puede inventar doctrina
alguna más allá de lo explícita o implícitamente revelado, sino sólo declarar o explicitar de
forma autoritativa esa doctrina, como también defenderla cuando la doctrina esté de
alguna forma objetivamente amenazada. Más aún, «la tarea del magisterio ordinario no
es la de formular con precisión una verdad, sino la de guiar a la comprensión de los
misterios de la salvación, la de indicar los medios de la acción pastoral y la de aplicar
espiritual y vitalmente el mensaje de la fe. Esto explica por qué las indicaciones del
magisterio ordinario no son de suyo irreformables, sino que tienen a menudo un valor y
un significado prudencial» 52.
4. Como todo lo auténticamente estructural en la Iglesia, el magisterio tiene su
fundamento último y legitimador en la Palabra revelada. Jesús, en efecto, confió a los
apóstoles la responsabilidad de transmitir a sus seguidores de todos los tiempos el
conjunto del mensaje que Él mismo trajo como Enviado del Padre: «Vosotros me
llamáis Maestro y decís bien porque lo soy...» (Jn 13,13); por eso —sigue diciendo—,
«lo que os digo en privado, decidlo en las azoteas» (Mt 10,27); y de ahí también el
mandato: «Id, pues, por todo el mundo y haced discípulos de todas las naciones...,
enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19). La Buena Noticia que

277
Él había comunicado a los suyos (cf. Mc 16,15; Mt 28,18ss; Jn 17,18ss; 20,21), es la
que tienen ellos que proclamar por todo el mundo hasta el fin de los tiempos.
La primitiva comunidad cristiana, que comenzó inmediatamente a predicar a todos
los hombres la conversión y la salvación (cf. Lc 24,47; Hch 2,14-36. 42; 4,8-20),
percibió desde el principio este doble movimiento: de Jesús a los discípulos y de los
discípulos a todos los demás, mediante hombres especialmente fiables a causa de la
responsabilidad que se les confiaba como guardianes fieles del Mensaje (cf. Hch 2,42;
2Tim 2,2)53; percibió que los apóstoles constituían en verdad un punto de referencia
absolutamente irrenunciable para un concimiento cierto y garantizado de las enseñanzas
de Jesús y para mantener a lo largo de la historia la autenticidad de su mensaje de
salvación (cf. 1Cor 3,10ss; Ef 2,20; 3,5; 4,11). Las Cartas pastorales son particularmente
significativas a este respecto: cf. 1Tim 1,2-5. 11; 4,6; 6,3-5. 20; 2Tim 1,12-14; 2,14;
3,14; 4,1-5; Tit 1,9; 2,1.
5. Al establecer la relación (imprescindible por esencial) existente entre la Escritura y
el magisterio, aparece clara la relación de subordinación entre ambas. Porque es cierto
que «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado únicamente al magisterio de la Iglesia» 54. Pero es igualmente cierto, que
«el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar
puramente lo transmitido; pues, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu
Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este
único depósito de la fe (Escritura y Tradición), saca todo lo que propone como revelado
por Dios para ser creido» 55. La autoridad magisterial en la Iglesia está, pues, toda ella y
siempre, orientada a declarar lo que se contiene en la revelación y a conservar fielmente
el mensaje en ella contenido.
6. Se deduce también, de lo dicho hasta aquí, la estrecha relación existente entre el
magisterio y la Tradición de la Iglesia desde sus primeros pasos por la historia. Es una
relación que tiene que verse e interpretarse en una clave dinámica, es decir, en el
contexto de una Iglesia que es un cuerpo viviente. El Vaticano II, en efecto, afirma que
«la tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 56.
Explica, además, la forma en que esa Tradición crece: con la comprensión de las palabras
e instituciones transmitidas «cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en
su corazón (cf. Lc 2,19. 51); cuando comprenden internamente los misterios que viven;
cuando la proclaman los obispos sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad».
De esta forma, «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad,
hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» 57.
7. Una última consecuencia, que de alguna manera justifica y resume las anteriores,
es que el magisterio oficial de la Iglesia, puesto que está al servicio del desarrollo del

278
auténtico profetismo de la comunidad eclesial, tiene que tener él mismo, ese espíritu
profético gracias al cual va por delante de la comunidad creyente ayudándole a descubrir
a Dios en el tráfago de la vida diaria, a hacerlo presente en las circunstancias más
variadas e incluso adversas, a anunciar incansablemente la Buena Noticia del Evangelio a
todos los hombres, y a denunciar con auténtica valentía evangélica («parresía»: Hch
4,13. 29. 31; 9,27-28) todo aquello que se opone al Proyecto de Dios: hacer de la
humanidad una verdadera y única familia en Dios y desde Dios. «El servicio a la verdad
cristiana que rinde el magisterio es un servicio a todos los fieles llamados a entrar en la
libertad de la verdad que Dios ha revelado en Cristo y que, mediante la asistencia del
Espíritu Santo, es guardada y profundizada por la Iglesia» 58.
B) Una de las prerrogativas de mayor importancia de las que goza el Pueblo de
Dios, desde la perspectiva del profetismo, es la de la Infalibilidad59.
El tema de la Infalibilidad en la Iglesia hay que situarlo necesariamente, si no se
quiere desvirtuar, hipertrofiar y hasta pervertir, en el marco de la Infalibilidad de toda la
Iglesia. La Iglesia, toda entera, no puede equivocarse al expresar su fe y al adherir al
mensaje revelado presentado por los legítimos Maestros de la fe: a saber, el colegio
episcopal en su totalidad, y el papa personalmente: es lo que se llama infallibilitas in
credendo. La garantía de esta infalibilidad es precisamente el Espíritu Santo, el Espíritu
de la verdad que, como dijo Jesús, «está con vosotros y mora en vosotros»: Jn 14,15-16.
26-27; 15,25-26; 16,12-15. En este ámbito pneumatológico, que es el propio de la
comunidad eclesial, es necesario enraizar la prerrogativa de la Infalibilidad: es el Espíritu,
siempre presente en la Iglesia, guiándola y haciéndola crecer en fidelidad a la Buena
Noticia del Evangelio, el que garantiza la permanencia en la verdad, y la preservación
global del error (cf. Mt 16,18; 28,18-20; Lc 22,31-32).
R. Berlarmino, el influyente teólogo en la plasmación de una eclesiología societaria,
decía ya en su tiempo, que «cuando decimos que la Iglesia no puede equivocarse nos
referimos lo mismo a la totalidad de los creyentes que al conjunto de los obispos, de tal
modo que la significación del aserto la Iglesia no puede equivocarse es la siguiente: lo
que todos los fieles aceptan como verdad de fe (de fide) es necesariamente verdadero y
de fide; y paralelamente, lo que los obispos del mundo enseñan como perteneciente a la
fe, es verdadero y de fide» 60.
El Concilio Vaticano II ha enseñado esta misma doctrina con toda claridad, cuando
afirma que «el Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo.
(...) La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1Jn 2,20. 27), no
puede equivocarse (in credendo falli nequit) cuando cree, y esta prerrogativa peculiar
suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando,
desde los obispos hasta los últimos fieles laicos, presta su consentimiento universal en las

279
cosas de fe y costumbres» 61.
De esta forma, el Vaticano II, superó una visión reduccionista (empobrecedora, por
consiguiente, si no claramente errónea) de la Infalibilidad como si ésta fuera una
prerrogativa exclusiva del papa, el cual podría usarla además a su completo arbitrio, en
práctica independencia del resto de la comunidad eclesial. En consecuencia, tuvo buen
cuidado el Vaticano II, ante todo, de abordar el tema de la Infalibilidad dentro del
capítulo II de la Constitución Lumen Gentium al tratar del Pueblo de Dios. Lo hizo,
además, desde la perspectiva de una prerrogativa que atañe a todo el Pueblo de Dios: a la
comunidad universal de los creyentes. Es, pues, el Pueblo santo, la Iglesia en su
totalidad, el sujeto primario y fundamental de la infalibilidad.
Pues bien, al servicio de esta infalibilidad en el creer (infallibilitas in credendo),
propia del Pueblo de Dios, está la llamada infallibilitas in docendo: es decir,la
infalibilidad de todo el cuerpo episcopal cuando sus miembros, los obispos, en unión con
el papa, cabeza de ese colegio, «ejercen el supremo magisterio juntamente con el sucesor
de Pedro» 62. Está, igualmente, la infalibilidad del papa que, en cuanto cabeza y
presidente del Colegio episcopal, goza de forma personal «de esta misma infalibilidad en
razón de su oficio cuando, actuando como supremo pastor y doctor de todos los fieles
que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la
doctrina de fe y costumbres» 63.
La tematización de la realidad de la infalibilidad aplicada de forma particular y
específica al magisterio (colegio episcopal presidido por su cabeza, el papa, y el papa
singularmente considerado) no es anterior al siglo XIII. En su origen, se entendió de una
manera bastante imprecisa: unas veces, como confirmación irreformable de una doctrina
expuesta o de una decisión tomada con anterioridad; y otras, aplicándola previamente a
una doctrina que iba a ser expuesta por el papa personalmente64.
Se impone, pues, clarificar, precisar y puntualizar el concepto mismo de la
Infalibilidad.
Negativamente hablando la Infalibilidad puede entenderse, ante todo, como
imposibilidad intrínseca, absoluta, permanente y personal de equivocarse por parte de un
sujeto. En este sentido, es evidente que de sólo Dios se puede predicar que es infalible.
Ya decía, durante el debate de la Infalibilidad en el Concilio Vaticano I el relator Gasser
que «infallibilitas absoluta competit solo Deo, primae et essentiali veritati, qui nullibi et
nunquam fallere et falli potest» 65.
Pero la infalibilidad puede entenderse también (y es así como hay que entenderla
referida a la Iglesia, al Colegio episcopal y al Papa personalmente), como la preservación
de equivocarse y de equivocar a otros. Es lo que, con término técnico se conoce como

280
«inmunitas ab errore»: bien distinta, como se ve, de la llamada «impossibilitas errandi».
No se está, pues, ante una imposibilidad intrínseca de equivocarse (prerrogativa sola y
exclusivamente de Dios), sino ante la inmunidad de equivocarse o de equivocar a
otros, gracias a una asistencia exterior al propio sujeto, sea éste colectivo o personal: en
nuestro caso, gracias a la presencia y acción del Espíritu Santo.
Por eso, hablando de forma positiva, puede decirse que la infallibilitas in docendo
es la prerrogativa de que goza el colegio episcopal en su totalidad y su cabeza el papa,
singularmente considerado, en virtud de la cual, gracias a una asistencia especial del
Espíritu Santo, ni se equivocan ni pueden equivocar de hecho a la comunidad creyente,
cuando le exponen la doctrina revelada referente a la fe y a la vida moral, en
determinados momentos, en determinadas circunstancias y con determinadas
condiciones.
Se deduce de ahí la seguridad y certeza absoluta de que, con todas esas garantías,
Dios se compromete mediante su Espíritu a que los maestros en la Iglesia (colegio
episcopal reunido en Concilio ecuménico o esparcido por toda la tierra pero con total
unanimidad, o su cabeza visible el obispo de Roma de forma personal), no enseñan algo
que va contra lo auténticamente revelado por Dios a su Iglesia para salvación de la
humanidad.
Hay que recordar a este propósito con G. Philips, que «no hay sino una sola clase
de infalibilidad y, desde este ángulo, no hay diferencia entre el papa que habla ex
cathedra y el concilio que promulga un juicio definitivo. En ninguno de los casos,
propiamente hablando, puede ser sometida la decisión al juicio de los fieles, puesto que
son los pastores los que conducen al rebaño y no al revés. La asistencia del Espíritu
Santo es la garantía de que la Iglesia, en su totalidad o en sus representantes legítimos y
universales, formula fielmente la verdad revelada» 66.
Entre la infalibilidad personal del papa y la infalibilidad del colegio episcopal, existe,
con todo, una igualdad que podemos llamar inadecuadamente distinta, en cuanto que el
colegio episcopal no es infalible sin su cabeza el papa que lo preside; el papa, por el
contrario, en determinadas ocasiones y bajo determinadas condiciones, es infalible
personalmente sin necesidad de contar, como vinculación previa vinculante, con el
asentimiento del colegio episcopal. El Concilio Vaticano I, en efecto, después de un largo
y caluroso debate y poniendo de relieve la larga trayectoria seguida en la Tradición sobre
el tema de la infalibilidad67, definió: «Romanum Pontificem, cum ex cathedra loquitur, id
est, cum omnium christianorum pastoris et doctoris munere fungens pro suprema sua
Apostolica auctoritate doctrinam de fide vel moribus ab universa Ecclesia tendendam
definit, per assitentiam divinam ipsi in beato Petro promissam, ea infallibilitate pollere,
qua divinus Redemptor Ecclesiam suam in definienda doctrina de fide vel moribus

281
instructam esse voluit; ideoque eiusmodi Romani Pontificis definitiones ex sese, non
autem ex consensu Ecclesiae, irreformabiles esse» 68.
Según esta definición, la doctrina definida infaliblemente por el papa, lo es «ex sese
et non ex consensu Ecclesiae». Contra la postura galicana69, el Vaticano I mantuvo que la
enseñanza infalible del papa, para que tenga plena definitividad, no necesita, de por sí,
ser refrendada o aceptada previamente por lo obispos. Tiene valor en sí misma, por el
hecho mismo de ser enseñada por el papa personalmente. Como reafirma el Vaticano II,
esas enseñanzas «son llamadas con justo título irreformables por sí mismas y no en
virtud del consentimiento de la Iglesia, puesto que son pronunciadas bajo la asistencia del
Espíritu Santo» 70.
Conviene precisar, con todo, que «la fórmula controvertida ex sese (por sí misma,
por esencia) es el ejemplo típico de una expresión jurídica plenamente defendible, con tal
de tener en cuenta su contexto; pero que llega a ser inadmisible cuando se la traslada,
desde luego indebidamente, al plano espiritual. Ex sese indica el carácter irrevocable de la
declaración, la cual no puede ser sometida a una instancia superior, precisamente porque
es la autoridad suprema la que se ha pronunciado. Pero no indica en modo alguno el
origen de la infalibilidad. Esta fuente es únicamente el don del Espíritu Santo a su Iglesia
por Él protegida contra todo error» 71.
Refiriéndose a la infalibilidad personal del papa, el Concilio Vaticano I estableció
unas condiciones claras y bien precisas para poder ser ejercida: «El Pontífice Romano es
infalible (en el sentido antes visto) cuando habla ex cathedra» 72. Y habla «ex cathedra»,
según el mismo Concilio:
— «cum omnium christianorum pastoris et doctoris munere fungens,
— pro suprema sua apostolica auctoritate,
— doctrinam de fide vel moribus,
— ab universa Ecclesia tenendam definit,
— per assistentiam divinam ipsi in beato Petro promissam».
Todas estas condiciones y precauciones establecidas por el Vaticano I, ponen de
relieve varios aspectos importantes a tener muy en cuenta:
Ante todo, que la Infalibilidad no es una cualidad estable o permanente en la
vida del papa, y ni siquiera en todos sus actos magisteriales.
En segundo lugar, y como consecuencia inmediata, que la prerrogativa de no
equivocarse ni equivocar a otros, le viene de fuera: a saber, de la asistencia
divina que se le promete a él «en el bienaventurado Pedro» (DH 3074).
Después, que deben cumplirse claramente las condiciones antes establecidas,
para que pueda afirmarse inequívocamente que estamos delante de una
definición infalible propiamente dicha. Las formulaciones infalibles han de ser

282
propuestas con toda claridad y precisión, sin forma alguna de ambigüedad.
Ddice igualmente que el Pueblo de Dios, la comunidad creyente, no puede
pronunciar una definición dogmática.
Asegura también que el papa personalmente (y a fortiori el colegio episcopal
reunido en un Concilio), no puede proceder de forma independiente o arbitraria
respecto de la comunidad eclesial, puesto que, en definitiva, «ea infallibilitate
pollere, qua divinus Redemptor Ecclesiam suam... instructam esse voluit» 73.
Hace ver que definir no es inventar una doctrina y menos una verdad (cf. DH
3070).
Establece el ámbito doctrinal de la prerrogativa de la Infalibilidad: la doctrina
relativa a la fe y a las costumbres. Otros campos eclesiales, incluso importantes
(como pueden ser, el de la disciplina o el referente al mismo gobierno de la
Iglesia), caen fuera del alcance de lo infalible.
Que en el ejercicio de su magisterio, el papa ha de proceder con absoluta
libertad, sin la más mínima coacción, ni extraeclesial ni intraeclesial, pudiendo
así asegurar la profesión libre de la fe de la misma comunidad creyente.
Que el objeto directo del acto definitorio, son siempre las verdades reveladas,
pudiendo ser también objeto indirecto, aquellas verdades naturales que, aun sin
estar directamente reveladas, son necesariamente requeridas para proponer,
entender y defender las verdades formal y directamente reveladas.
Que la Infalibilidad se predica de las personas y no de las proposiciones
doctrinales.
Es evidente, pues, que la infalibilidad personal del papa se inscribe, aunque no
dependa propiamente de ellas, en el doble círculo de la Infalibilidad eclesial: el de la
comunidad eclesial en cuanto Pueblo profético, y el de todo el colegio episcopal. No es el
papa el que comunica su infalibilidad personal a la Iglesia, sino que es la infalibilidad
eclesial la que, en determinados momentos y en determinadas condiciones, toma cuerpo,
se personaliza en el sucesor del Pedro, el obispo de Roma. En la Iglesia y para la Iglesia,
y en su condición de sucesor de Pedro y en su consiguiente misión de «confirmar en la
fe a los hermanos» (cf. Lc 22,32), el obispo de Roma goza personalmente de esa
preservación de error personal y magisterial que llamamos infalibilidad.
Por lo demás, «para hacer teológicamente comprensible —dice K. Rahner—el
magisterio (infalible) eclesiástico, hay que partir del acontecimiento del Cristo
escatológicamente victorioso. Este acontecimiento tiene en sí como factor interno la
palabra de su propia testificación. Ahora bien, sólo puede permanecer escatológicamente
victorioso y presente en el mundo, si no perece en la palabra de su testificación propia.
Esta palabra del testimonio que hace el acontecimiento de Cristo históricamente presente
para todos los tiempos, tiene su sujeto primero y total en la comunidad de los creyentes

283
en Cristo, en la Iglesia como tal y como totalidad» 74. En definitiva, es el hecho
escatológico de Cristo, el Señor muerto y resucitado, vencedor del pecado y de la
muerte, que envía su Espíritu de Verdad a toda la comunidad eclesial, el fundamento
último de la infalibilidad en la Iglesia.
Se puede preguntar, a este punto, si una proposición doctrinal infaliblemente definida
no sólo es absolutamente irreformable, sino que tampoco es perfectible.
La irreformabilidad de la doctrina encuentra su fundamento último y su
garantía definitiva en la asistencia del Espíritu Santo: el fondo de lo que se
quiere decir o enseñar, al contar con la garantía del Espíritu de la Verdad
prometido por Jesús a los apóstoles, no necesita ninguna otra confirmación o
respaldo que garantice su veracidad. Es irreformable en la sustancia de lo que
se afirma.
Pero, como quiera que el Misterio de Dios, en cualquiera de sus facetas o
aspectos es absolutamente inabarcable e imposible de agotar por ninguna
palabra humana, por ninguna forma de pensamiento o categoría mental, se
puede afirmar que las fórmulas definidas (los dogmas), pueden ser
ulteriormente mejor entendidas, mejor matizadas, mejor expresadas, mejor
trasvasadas a un lenguaje humano más preciso y actual. Si ya en el plano
estrictamente humano, es preciso reconocer que jamás una terminología real
finita, puede ser adecuada para la realidad considerada75, ¡con cuánta mayor
razón hay que decirlo cuando la cosa considerada es, ni más ni menos, que el
Misterio de Dios!
Si se tiene además en cuenta que el hombre, como «ser situado en la historia»
alcanza siempre la verdad en y desde una perspectiva histórica, en un
momento determinado, en un contexto histórico concreto, si se tiene en cuenta
que «una proposición puede ser verdadera o falsa según sea el horizonte de
comprensión y el ámbito de pregunta en los que la proposición se sitúa» 76, la
irreformabilidad de la proposición doctrinal, tiene que referirse necesariamente
al fondo de lo que con ella se quiere afirmar, mucho más que a las categorías
mentales y a los términos con los que se formula en un momento concreto.
Aparece así «la necesidad absoluta de una hermenéutica correcta y responsable
de las afirmaciones doctrinales..., para comprender cada afirmación en su
verdad de sentido y en su significación precisa y necesariamente limitada» 77.
Ya en su momento afirmó certeramente Santo Tomás que «assensus fidei non
terminatur ad ennuntiabile sed ad rem» 78.
Existe una cuestión, que en otros momentos tuvo en la Iglesia un notable relieve e
importancia, acerca del sujeto de la Infalibilidad: ¿son dos los sujetos adecuadamente

284
distintos: el colegio episcopal, por una parte, y el papa por otra?
La respuesta que hoy se da a esta cuestión es que se trata de un sólo sujeto, que,
dentro del contexto infalible de la Iglesia, se ejerce de dos formas distintas. Porque ni el
colegio episcopal puede actuar infaliblemente sin su cabeza que es el Obispo de Roma79,
ni éste puede actuar independientemente de la Iglesia y en particular de aquellos que, en
virtud del sacramento del Orden, vienen constituidos en la comunidad eclesial maestros
auténticos en su condición de sucesores de los Apóstoles.
Por otra parte, el Magisterio auténtico de la Iglesia, que no es siempre y en toda
ocasión infalible, puede ejercerse, según el Concilio Vaticano I, de dos formas: «sive
solemni iudicio sive ordinario et universali magisterio» 80:
— El Magisterio ordinario, como su mismo nombre indica, es el que ejercen los
obispos esparcidos por todo el mundo en sus diversas diócesis, o bien el papa
personalmente en el ejercicio pastoral ordinario.
— Por el contrario, el Magisterio extraordinario, que por definición se ejerce de
forma extraordinaria, lo ejercen, por una parte, tanto el Colegio episcopal
reunido en Concilio, como los obispos reunidos en Sínodos o Concilios
regionales y, en determinadas ocasiones y bajo determinadas condiciones, las
Conferencias episcopales81. Lo ejerce igualmente el papa personalmente, bien
cuando define ex cathedra, bien cuando publica Documentos de particular
relieve e importancia, dirigidos a la Iglesia universal, o también a las Iglesias
particulares: Encíclicas, Constituciones apostólicas, Motu proprio, etc.
No hace falta decir que estos Documentos, tanto los del papa personalmente, como
los del colegio episcopal, no tienen todos el mismo valor doctrinal, y, por consiguiente, no
todos tienen la misma fuerza vinculante de la conciencia del creyente. Como enseña el
Vaticano II, la importancia de la doctrina en la Iglesia tiene grados; y esa gradualidad está
siempre en relación con el verdadero e irrenunciable núcleo de la doctrina revelada, que
no es otro que el hecho de la Resurrección del Señor: «Al comparar las doctrinas —
advierte el Concilio a los teólogos y por extensión a todos los creyentes, incluidos los
maestros en la fe—han de recordar que existe un orden o jerarquía de las verdades de la
doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe
cristiana» 82. En este mismo sentido, una cuestión importante en relación con el
magisterio de la Iglesia, es el grado de asentimiento que el bautizado ha de prestar a las
formas y expresiones no infalibles del magisterio: ¿es un asentimiento siempre firme y
hasta irreformable?, ¿hay que prestar una adhesión absolutamente incondicional?, ¿se
trata en todos los casos de una adhesión absoluta y definitiva?83.
La respuesta a esta cuestión la ha ido dando la Teología desde la Edad Media: es
decir, desde bastante antes que el Magisterio de la Iglesia tomara la masiva

285
preponderancia que se observa a partir del inicio mismo del siglo XX. Tradicionalmente,
en efecto, se matizaba no poco el grado de definitividad de la doctrina enseñada y el
consiguiente grado de adhesión que se pedía al creyente84.
Según esta doctrina tradicional:
Hay que creer como de fe divina y católica, la doctrina contenida en la Palabra
de Dios escrita o transmitida oralmente, y proclamada como tal por un acto
solemne del Magisterio extraordinario o por el Magisterio ordinario universal.
Hay que creer con asentimiento definitivo todas aquellas proposiciones
doctrinales que enseña el Magisterio de forma definitiva, por estar íntima y
estrechamente relacionadas con la revelación.
Hay que adherir con asentimiento religioso del espíritu (entendimiento y
voluntad) a la doctrina referente a la fe y a las costumbres, propuesta por el
Magisterio auténtico, del papa personalmente o del colegio episcopal (los
obispos con el papa) de manera no definitiva. Esta enseñanza, aunque no
definitiva por referirse a cuestiones muchas veces en discusión, sí pretende ser
orientativa. Exige por ello una adhesión respetuosa, religiosa; pero, al no excluir
una maduración ulterior en la comprensión de la cuestión enseñada, no excluye
por eso mismo una eventual reforma o cambio de la doctrina, y del
consiguiente asentimiento.
Como se ve, «la enseñanza dada directamente por el magisterio eclesiástico abraza
una gama de verdades en las que el refrendo magisterial no es siempre necesariamente de
la misma intensidad. Efectivamente, una doctrina eclesiástica, incluso la de un catecismo,
está hecha de verdades de diversa naturaleza: verdades directamente reveladas; verdades
reveladas en virtud de la analogía de la fe; verdades reveladas por implicación lógica;
verdades no reveladas directamente pero en conexión necesaria, en diversa forma, con
las reveladas; certezas teológicas comunes; hipótesis teológicas válidas; filosofía religiosa
subyacente a la revelación, etc. No hay ninguna síntesis cristiana que no contenga
verdades de cada una de estas categorías. Ahora bien, es cierto que a cada categoría de
verdad corresponde un distinto refrendo del magisterio eclesiástico» 85.
En el contexto del ámbito magisterial dentro de la Iglesia, hay que afirmar el valor
determinante del «sensus fidei» y del «sensus fidelium» de toda la comunidad eclesial en
relación con el magisterio infalible86.
El magisterio de la Iglesia se inserta, como en su ámbito natural y obligado, en el
«sentido de la fe» de los bautizados: en aquello que en la teología paulina se llama «el
sentido de Cristo» (1Cor 2,16), «los ojos iluminados del corazón» (Ef 1,18; cf. Flp 1,9;
Jn 14,17; 16,13); «la inteligencia espiritual» (Col 1,9). Por eso, aunque es cierto según el
Vaticano II, que el «sentido de la fe» del Pueblo de Dios no puede perscindir de la guía

286
del magisterio (cf. LG 12), de forma análoga y por el mismo principio, es preciso afirmar
que el magisterio no puede prescindir en sus actuaciones y pronunciamientos doctrinales
y en sus decisiones disciplinares del «sentido de la fe» del Pueblo.
Efectivamente, la importancia del «sensus fidei» en la vida de la Iglesia se ha puesto
de relieve constantemente a lo largo de la historia —desde los Santos Padres hasta
nuestros mismos días—, en campos y aspectos verdaderamente importantes: la elección
de los obispos, a veces por aclamación; la complementariedad, en el contexto de la
comunión eclesial, entre la llamada Iglesia docente y la Iglesia discente; el ejercicio de la
corresponsabilidad dentro de la Iglesia; la praxis como locus theologicus; el valor
epistemológico preciso de la religiosidad popular, aplicado vgr. a las últimas definiciones
dogmáticas de otras tantas verdades referentes a María (Inmaculada y Asunta), en cuya
definición infalible tuvo una parte realmente trascendente y hasta determinante,
precisamente el «sentido de la fe» del pueblo creyente.
Si el «sentido de la fe» o el «sentido de Cristo» es la capacidad que tiene el Pueblo
santo de Dios de percibir en su conjunto y en cada uno de sus miembros el sentido y el
valor de todo lo que es objeto de fe, y el magisterio eclesiástico, por su parte, no tiene el
monopolio de la verdad en la Iglesia, es evidente que este magisterio tiene que tener en
cuenta esa especie de instinto sobrenatural de la comunidad creyente en la percepción
de todo aquello que está presente, de forma explícita o de forma implícita, en el depósito
de la Revelación. El Pueblo de Dios, en virtud de la presencia en él del Espíritu que es el
«Maestro interior», tiene esa especie de instinto sobrenatural, de sabiduría del corazón,
con la que capta, por cierta «connaturalidad» 87, lo que es o no es conforme con la
verdad revelada en Cristo y por Cristo. No se trata de un saber puramente intelectual,
sino de una intuición instintiva gracias a la cual la comunidad creyente se siente
identificada con la verdad que salva, con anterioridad y más allá de lo que los maestros
auténticos puedan enseñar de forma más teórica, intelectual o especulativa. En virtud de
la presencia del «Maestro interior», en el fondo del corazón del creyente cristiano late
una profunda simpatía (sün-pathos) con el Hijo, que es la verdad revelada por el Padre a
la humanidad; se trata de una sintonía profunda y global con el Mensaje de la
Revelación, que es anterior a cualquier conocimiento consciente y reflejo: es un
conocimiento intuitivo que no tiene nada que ver con cualquier forma de instinto ciego,
sino que está guiado por la luz interior del Espíritu que, gracias a sus dones de
inteligencia, de ciencia y de sabiduría especialmente, crea en el corazón del creyente esa
simpatía y sintonía previa con el Mensaje revelado88.

3.3.3. Pueblo de reyes89


La primera Carta de Pedro (1Pe 2,9) así como el libro del Apocalipsis (1,6; 2,26-27;

287
5,10; 20,6; 22,5) presentan a la entera comunidad de los seguidores de Jesús como un
pueblo de reyes. No son solamente algunos miembros de esa comunidad los que detentan
la dignidad de reyes: son todos ellos como singularidad corporativa y por el hecho de
haber entrado a formar parte en la comunidad de los bautizados. Esta realeza, por otra
parte, que tiene su ancestro y su raíz en la realeza creada por Dios en la Antigua Alianza
(cf. 1Sam 8,1-22), tiene sin embargo unas connotaciones que la hacen completamente
original y por eso mismo nueva en el sentido más amplio y profundo del término.
Para interpretar correctamente esta designación dándole su exacto y justo valor, es
decir, para no sobrevalorar ni infravalorar la condición de reyes propia de los miembros
de este Pueblo, es absolutamente necesario referirse a la persona de Jesús que fue
preanunciado como el rey, el príncipe de la paz (cf. Is 9,6-7; 62,11; Za 9,9; Sal 71,2;
118,26; Mt 2,1-6; Lc 19,37-38; 22,28-30). De hecho Él se presentó a sí mismo como
Rey.
Efectivamente, la novedad de esta realeza tiene su origen y paradigma en Jesús de
Nazaret que preguntado por Pilato para que le dijera abiertamente si era rey o no, no
dudó en afirmarlo, aunque puntualizando de forma igualmente clara que su reino «no era
de este mundo», es decir, como los de este mundo (cf. Jn 18,33-37). Tiene entonces el
Reino que Jesús proclama sus peculiaridades. Así como Él no es un Rey convencional
más, tampoco su Reino lo es. De ahí que el pueblo de Reyes que constituyen sus
seguidores, sea un pueblo de reyes extraño, no convencional: no homologable ni siquiera
equiparable a las categorías sociales y políticas al uso.
Las peculiaridades regias del Nuevo Pueblo de Dios se pueden ir encontrando a lo
largo de todo el Nuevo Testamento y en particular en los Evangelios, puediéndose
resumirse en los siguientes rasgos:
Es un reino con el que hay que identificarse por completo haciendo propio el
proyecto global de Dios sobre la historia, en la linea presentada por las Cartas a
los Efesios (1,4-14) y a los Colosenses (1,13-20).
Es un reino que exige de todos sus miembros:
— Tener una actitud fundamental de hombres y mujeres servidores y no de
personas que explotan o se sirven de los otros.
— Estar, formalmente en cuanto Pueblo, al servicio del mundo, en orden a
construir el Proyecto de Dios en la historia: la fraternidad universal.
— Ser verdaderamente libres y dueños de sí mismos, como corresponde a la
condición de hijos de Dios, superando toda forma de esclavitud, en
particular la esclavitud fundamental que padece el hombre: la del pecado:
cf. Jn 8,31-36; Rom 6,6-23; 8,15; Ga 4,7.
— Ser dueños de las cosas en lugar de ser sus esclavos: Mt 6,19-33.
— Ser dueños incluso de los acontecimientos: Jn 14,1. 27; 16,6. 20-22.

288
— Tener, en la sociedad en que viven, una recia y coherente actitud de ética
profesional, siendo un Pueblo que, en virtud de su condición regia, se
esfuerza individual y colectivamente en adquirir y aplicar una verdadera
competencia profesional en todos los campos del saber y del actuar90.
— Estar empeñados en la liberación de la misma creación (cf. Rom 8,21).
— En particular, es un reino en el que los que detentan el poder tienen que
ejercer su condición de reyes fundamentalmente, sirviendo a los demás:
cf. Lc 22,24-30; Mt 20,25-27; Mc 10,42-44; Jn 13,3-17; 1Pe 5,1-4.
En el interior del Pueblo de Dios, Pueblo de reyes, y al servicio de esa realeza del
pueblo, surge el ministerio pastoral de los obispos y presbíteros91.
Efectivamente, es en el contexto de este pueblo de reyes donde es necesario situar
la sacra potestas de que están investidos aquellos a los que se les ha confiado, por el
ministerio ordenado, el gobierno pastoral de la comunidad cristiana. Dentro de la Iglesia,
como pueblo orgánicamente estructurado, existe un gobierno, una potestad, unos
ministros a los que se les da esa potestad.
Afirmada sin la menor sombra de duda, la necesidad y la presencia de los ministros
que ejerzan esa potestad sagrada en el seno de la comunidad eclesial, es preciso
igualmente descubrir y establecer el origen y la verdadera naturaleza de esa sacra
potestas, ya que, a lo largo de la historia, esta sacra potestas ha sido entendida,
interpretada y ejercida de formas muy diversas en los distintos niveles de la Iglesia:
universal, particular o diocesana, local o parroquial92.
¿De dónde brota la potestad en la Iglesia? Evidentemente de Cristo: «Dios me ha
dado autoridad plena en el cielo y en la tierra...» (Mt 28,18). De Cristo, pasó de forma
inmediata a los Apóstoles, y de éstos a sus sucesores a través del sacramento del
orden93.
El Concilio Vaticano II aportó, como una de sus novedades más profundas
eclesialmente y más ricas en consecuencias, la sacramentalidad de la triple potestad (de
santificar, enseñar y gobernar) de que goza todo el Pueblo de Dios y, dentro de él y a su
servicio, los ministros ordenados. De hecho, el capítulo III de la Constitución Lumen
Gentium comienza con estas programáticas palabras: «Para dirigir al Pueblo de Dios y
hacerle progresar siempre, instituyó Cristo el Señor en su Iglesia diversos ministerios que
están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la
sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son
miembros del Pueblo de Dios y tienen, por tanto, la verdadera dignidad de cristianos,
aspirando al mismo fin, en libertad y orden, lleguen a la salvación» 94. Hasta el Concilio
Vaticano II, en efecto, y durante casi un milenio había prevalecido la doctrina según la

289
cual el poder de santificar y enseñar, se les confería objetivamente a los ministros en
virtud del sacramento del orden; por el contrario, la potestad de gobernar les venía
concedida a esos ministros por vía jurídica: es decir, por delegación de aquel que
detentaba la suprema y prácticamente única potestad en toda la Iglesia, el papa.
En la eclesiología de comunión, recuperada por el Vaticano II incluso la potestas
iurisdictionis es fruto del sacramento del orden.
Volviendo a la mejor tradición bíblica y patrística, el Concilio Vaticano II ha
subrayado una característica fundamental del gobierno que se ejerce en la Iglesia: la de
pastoral. Esta «pastoralidad» se expresa, ante todo y sobre todo, en la actitud de
servicio a la comunidad misma para ayudarla a vivir con progresiva plenitud su triple
condición sacerdotal, profética y regia (real). En la Comunidad eclesial el gobernante
(ministro ordenado), no está por encima de la comunidad, sino en el seno mismo de la
comunidad, y «no como el que es servido, sino como el que sirve» (Mt 20,28; Mc
10,45; Lc 22,30; Jn 13,14-15). Más aún, siguiendo la enseñanza del apóstol Pedro al
gobernante en la Iglesia se le pide que ejerza su indiscutida potestad «haciéndose modelo
de la grey que tiene confiada» (1Pe 5,1-4). «Los obispos —dice el Concilio— como
vicarios y legados de Cristo, rigen las Iglesias particulares que les han sido
encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también
con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en
la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el
menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor» (cf. Lc 22,26-27)95.
Por lo demás, el fin último del gobierno pastoral en la Iglesia es, a todos los niveles,
la «comunión»: que la Iglesia llegue a ser en realidad de verdad esa «de unitate Patris et
Filii et Spiritus Sancti plebs adunata» 96. El papa en el nivel universal, el obispo en el nivel
de la Iglesia particular y el presbítero en el de la Iglesia local, están llamados a ejercer la
sacra potestas de que están investidos, al servicio de una Iglesia que está llamada a ser
realmente «en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano» 97.
En resumen, cada una de estas tres dimensiones de la persona de Cristo, es servida
—desde dentro, puesto que surgen del interior mismo de la comunidad cristiana— por el
ministerio ordenado que participa, desde formalidades diversas y específicas de la triple
condición de Cristo:
El sacerdocio real de todos los bautizados es servido desde el sacerdocio
ministerial.
El profetismo del pueblo de Dios, desde el ministerio magisterial que Cristo,
Profeta y Maestro, encomendó a los apóstoles.
La realeza del pueblo, desde un gobierno pastoral inspirado en la persona de

290
Cristo, el Buen Pastor por excelencia.

4. UN PUEBLO PEREGRINO

El evangelista Marcos presenta a Jesús, ante todo y sobre todo, como el gran
proclamador de la Buena Noticia de la llegada del Reino: «se ha cumplido el plazo, ya
llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la Buena Noticia» (Mc 1,15). El Reino,
pues, se presenta como el obligado horizonte de la Iglesia.
Pero surge, una vez más, una pregunta fundamental a este respecto: ¿pensó Jesús
alguna vez en la Iglesia?, ¿se mantuvo, por el contrario, únicamente en el horizonte del
Reino de Dios? Conocida, casi tópica, es la afirmación de Loisy a este propósito: «Jesús
predicó y esperó el Reino y nació la Iglesia» 98. En todo caso como es cierto que tanto la
realidad del Reino como la de la Iglesia se rehacen inequívocamente a la figura de Jesús
de Nazaret, se hace inevitable la pregunta: ¿en qué relación están Reino e Iglesia?
Ya en los capítulos anteriores se ha respondido aunque sea indirectamente a esta
cuestión. Efectivamente, la Iglesia no es fruto de un acto fundacional expreso,
determinado, puntual y datable del Jesús histórico: es obra, por una parte de toda la
Trinidad y, por otra, de los apóstoles, en cuanto que interpretando el pensamiento del
Resucitado y con la presencia activa del Espíritu, la fueron dotando de las formas y
elementos estructurales que conforman las líneas esenciales de la realidad eclesial. Como
se ha visto en otro punto de esta obra, hay una progresiva constitución estructural en
aspecto importantes de la Iglesia como son, entre otros, la Palabra revelada, el ministerio
ordenado, los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, etc.
La acentuación de estos elementos estructurales, con todo, no puede hacer
desaparecer del horizonte de la Iglesia la realidad del «Reino». ¿Hacia dónde, si no,
caminaría la Iglesia?, ¿cuál sería su norte inequívoco e incuestionable? Al igual que
Cristo, que no fue fin de sí mismo, sino que desde su pre-existencia y gracias a ella fue el
pro-existente, el hombre-para-los-demás, así también la Iglesia, pensada y querida por
Dios desde siempre99, no es fin de sí misma, sino que tiene una esencial pro-existencia.
«La Iglesia —dice el Vaticano II— entidad social visible y comunidad espiritual, avanza
juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, su razón de
ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo
y transformarse en familia de Dios» 100.
Pero si, por una parte, el horizonte existencial y operativo de Jesús fue el Reino de
Dios hasta constitutir en Él algo central en su actividad mesiánica101, y por otra, la Iglesia

291
encuentra en Jesús su inequívoco y radical punto de referencia e identidad, es preciso
preguntarse, efectivamente, en qué relación están Reino de Dios e Iglesia de Jesús.
Al estudiar esta relación se han dado varias respuestas:
Para algunos ha existido una identificación total y absoluta entre Iglesia y Reino
de Dios: identificación que ha tenido sus serias repercusiones incluso de orden
social y político, como lo demuestra hasta la saciedad la historia de la propia
Iglesia.
Para otros, entre Iglesia y Reino no existe relación alguna, por cuanto el Reino
es una realidad total y absolutamente trascendente que empezará en el más allá
de la historia y de la vida personal de cada hombre. En todo caso, se podría
admitir que el tiempo de la Iglesia y en particular la vida de cada cristiano, es
una preparación para llegar con seguridad al Reino de los cielos.
Una tercera postura, hoy prevalente, es la de aquellos que afirman que el
Reino ya ha comenzado, está ya presente, pero no puede identificarse
adecuadamente con la Iglesia: «ésta es objeto y lugar de la actividad divina y a
la vez órgano e instrumento de la salvación. No es el Reino de Dios» 102. El
Reino, en cuanto Proyecto de Dios, está presente en la historia aunque la
trascienda, y encuentra, precisamente en la Iglesia, su lugar privilegiado de
realización (lo que podría llamarse una anticipación y microrealización),
sirviéndose además de ella como de un instrumento particularmente eficaz para
su realización hasta el final de los tiempos: es la comunidad en la que, aunque
débil e imperfectamente, ese Reino se está ya realizando, y es, a la vez, el
instrumento del que Dios quiere servirse para que se instaure y realice en toda
la humanidad. El Reino es más amplio que la Iglesia, la rebasa; pero ni es
extraño a ella, ni puede prescindir de ella como de su instrumento principal. La
Iglesia está, pues, al servicio del Reino.
Más aún, la realidad del Reino es precisamente la que descentra de sí misma a la
Iglesia, y la que la conduce a «fijar los ojos en el autor y consumador de la fe» (Hbr
12,2), es decir, a «centrarse en Cristo» 103.

Condición escatológica del Pueblo

La Iglesia no es un pueblo que camine sin rumbo: conoce su condición de peregrina pero
sabe a dónde va. Siendo la Trinidad en la Iglesia y para la Iglesia «el pasado fontal y el
futuro prometido, el comienzo y el fin, el destino final a la gloria, en donde la comunión
de los hombres quedará inserta en la plenitud de lo eterno en la vida divina, fundamenta
—por eso mismo—, la índole escatológica de la Iglesia peregrinante» 104. Por otra parte,

292
Cristo, Cabeza de la Iglesia, tuvo clara la meta última de su caminar: la construcción del
Reino. Un Reino que se manifiesta y brilla en las palabras, en las obras y especialmente
en la persona misma de Cristo (cf. LG 5).
En la perspectiva del Reino de Dios, obligado horizonte de la Iglesia, aparece su
naturaleza escatológica. Pedro, en un denso pasaje de su primera Carta (1Pe 2,9), recoge
toda la realidad del pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Una realidad que se ve
realizada en la Iglesia, en la que se cumplen las antiguas promesas hechas a Israel. La
Iglesia, en efecto, es —en la visión de Pedro— el pueblo escatológico adquirido por
Dios, gracias a la obra de redención de Cristo, su Hijo105.
La Iglesia es, pues, el pueblo de Dios en camino por las sendas de la historia: un
pueblo peregrino que, teniendo siempre presente la meta final, camina incansablemente
hacia la construcción de una fraternidad universal hasta aquel día en que «Dios sea todo
en todos» (1Cor 15,28), es decir, hasta aquel día en que esa fraternidad universal sea de
forma plena y definitiva, don de Dios y fruto del esfuerzo del hombre106. «Como
comunidad de hombres, congregada y conservada por la acción salvífica de Dios en
Cristo, la Iglesia es un anticipo de la salvación definitiva; en ella, la unidad con los demás
hombres, ya no constituye un peso, sino una liberación. [...] Está constituida por aquella
humanidad a la que se dirige y en la que es aceptada la acción salvífica del Padre» 107.
Esta dimensión escatológica hace que la comunidad eclesial, consciente de que «no
tenemos aquí una ciudad permanente sino que buscamos la futura» (Hb 13,14), no sólo
viva en una «esperanza que no defrauda» (Rom 5,4-5), sino que sea una «comunidad en
éxodo», permanentemente insatisfecha, y, por eso mismo, crítica frente a todo lo que es
temporal y caduco, y en la medida en que lo es: una comunidad que vive en la
permanente expectación de la venida en plenitud del Reino108. El nuevo pueblo de Dios
es, por tanto, un pueblo, esperanzado, pero con una esperanza «viva y activa» (cf. 1Pe
1,3), que le impulsa a trabajar, con un compromiso sin límites, por aquello mismo que
espera alcanzar. Sabe este pueblo, por otra parte, que la plenitud de lo que espera es puro
don de Dios. Gratuidad y compromiso son, por eso, las coordenadas en que ha de
moverse permanentemente el nuevo Pueblo de Dios. Si la humanidad está en marcha
hacia el futuro, la historia aparece para el cristiano como la situación límite de la
esperanza en su dimensión comunitaria. De esta forma, el Reino de Dios en cuanto
Proyecto ya en marcha pero falto todavía de su plenitud hasta el día final, hace que la
comunidad eclesial viva en una constante tensión dialéctica entre lo presente y lo futuro:
entre una actualidad histórica que no la satisface y un futuro que la inquieta y estimula;
entre el «ya» de un Reino presente, y el «todavía no» de un Reino que espera su
consumación: vive por ello en una permanente actitud escatológica. Como dice G.
Philips, la Iglesia de la tierra no «se desintegrará en el más allá, ni se verá reemplazada

293
por una nueva colectividad, a la cual únicamente deberíamos llamar con el nombre de
verdadero cuerpo místico. (...) La Iglesia de la tierra vive ya desde ahora en la plenitud
de los tiempos y en los días postreros: únicamente le falta todavía ser gloriosamente
metamorfoseada: su porvenir no es el retiro sino la apoteosis» 109.
Además de esta proyección histórica como germen del Reino de Dios, aquí y ahora,
la Iglesia es un Pueblo en camino, en constante superación de sí mismo hacia la
santidad. El nuevo pueblo de Dios, gracias a la fidelidad de Jesús al Padre hasta la
muerte, y a la presencia del Espíritu Santo que habita en él como en su templo, está
llamado, en su conjunto, a la santidad: lleva en sí la certeza de la perfección, es decir, de
la plenitud del amor (consumación), a pesar de estar en estado de peregrinación terrestre.
Es necesario, por tanto, «entender la Iglesia en su sentido más amplio, que resulta ser, en
definitiva, su único sentido exacto. En este mundo su estatura es aún tan imperfecta, que
la Iglesia sólo en parte realiza su propia definición. Esto explica su dolorosa tensión hacia
el estado final: tiene todavía que convertirse (completamente) en aquello que ya es (de
modo incompleto pero real)» 110.
El Concilio Vaticano II, que fue particularmente sensible a la dimensión escatológica
de la Iglesia111, resumió todos estos aspectos afirmando que «la restauración prometida
que esperamos ya comenzó en Cristo..., mientras que con la esperanza de los bienes
futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos
nuestra salvación (cf. Filp 2,12). La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros
y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada... Pero mientras no lleguen
los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2Pe 3,13), la Iglesia
peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la
imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas que gimen con
dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de dios (cf. Rom
8,19-22)» 112.

5. LA IGLESIA, UN PUEBLO DE MIEMBROS CORRESPONSABLES

Uno de los protagonistas de mayor relieve e influjo en el Concilio Vaticano II, no dudó en
afirmar: «si se me preguntase cuál es el germen de vida más rico en consecuencias
pastorales que se debe al Concilio, respondería sin dudarlo: el haber vuelto a descubrir
al Pueblo de Dios como un todo, como una totalidad, y en consecuencia, la
corresponsabilidad que de aquí deriva para cada uno de sus miembros» 113.
Pues bien, es el sacramento del Bautismo, como puerta de la vida cristiana, el que
fundamenta y exige la corresponsabilidad en la Iglesia. Superando la visión prevalente

294
antes del Concilio, según la cual, los miembros no jerárquicos de la Iglesia participaban
de la vida y misión de la misma en virtud de la delegación de la jerarquía, el Concilio ha
puesto de relieve la raíz sacramental de esa corresponsabilidad. Es la condición de
bautizados la que no sólo iguala a todos los miembros de la Iglesia desde el punto de vista
de la dignidad, sino que los corresponsabiliza entre sí, y a todos juntos frente a la misión
que la Iglesia entera está llamada a realizar en el mundo. Por eso no duda el Vaticano II
en afirmar que «la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el
resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los pastores y los demás
fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad» 114.
Previa a cualquier otra distinción, la participación radical de todos los bautizados en
la triple condición de Cristo, sacerdote, profeta y rey, conduce directamente a una
corresponsabilización de todos por igual en el compromiso de desarrollar una vida
pujante tanto en el interior mismo de la Iglesia para mutua edificación, cuanto hacia fuera
de la misma, siendo portadores de la Buena Noticia, testigos de Cristo muerto y
resucitado en todos los ambientes (familiar, laboral, social, político), y fermento de
fraternidad para todos los hombres.
Son múltiples los niveles y campos en los que esta corresponsabilidad está llamada a
funcionar, y en los cuales es imposible entrar aquí. Lo importante en este contexto
eclesiológico es afirmar clara y firmemente la necesidad de esta esencial
corresponsabilidad intraeclesial. Porque «no se trata únicamente, ni ante todo, de una
colaboración escalonada, en vistas a una mayor eficacia práctica de la pastoral; sino de
una colaboración que aparezca como el corolario y la manifestación de la naturaleza
profunda de la Iglesia» 115.

295
1 Cf. O. SEMMELROTH, La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, en Baraúna, La Iglesia II, pp. 454-456. Por lo
demás, la consideración de la Iglesia como pueblo de Dios fue la gran categoría bíblico-teológica con la que y
desde la que el Concilio Vaticano II quiso expresamente abordar el tema de la Iglesia. No es que fuera la única
presente en la mente de los Padres (se verán más adelante otras categorías importantes y hasta determinantes en
orden a la renovación eclesial, empleadas por el Concilio: la comunión, la sacramentalidad); pero la de pueblo de
Dios mereció ciertamente la atención y preferencia de los PP. conciliares hasta construir desde ella, un entero
capítulo (el segundo) de la Constitución dogmática Lumen gentium.
2 Cf. L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo Testamento, en Baraúna, La Iglesia
I, pp. 309-323. No será superfluo recordar que en el Nuevo Testamento se pueden encontrar hasta ochenta
imágenes diversas para hablar de la Iglesia, aunque el Vaticano II las ha reducido a cuatro grupos fundamentales
en los que se pueden encuadrar efectivamente el resto de las imágenes: la vida pastoril, la vida agrícola, la
actividad constructiva y la vida de familia.
3 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 66.

4 Acerca de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y toda la problemática —bíblica y teológica— que ello
conlleva, la bibliografía es inmensa: cf. L. CERFAUX, Las imágenes simbólicas de la Iglesia en el Nuevo
Testamento, en G. BARAÚNA, La Iglesia I, p. 319, nota 12; Id., La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, pp. 222-
234. Se ha querido establecer una clara contraposición y hasta un cierto enfrentamiento (por cierto aritificial),
entre ambas categorías teológicas (Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo), siendo así que se exigen y complementan
mutuamente, enriqueciéndose la una a la otra (cf. J. Losada, La comunión en la Iglesia-Comunión, en
«Communio» 10[1988/I], pp. 38-47).
5 Pablo utiliza el conocido apólogo helenista del cuerpo y de los miembros, recogido de Esopo y aplicado al
orden social por Menenio Agripa.
6 L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959, p. 222.

7 L. CERFAUX, o.c., p. 223.


8 Resulta altamente iluminador el paralelismo y a la vez el contraste que establece L. Cerfaux entre los dos
textos aludidos (1Cor 12,27 y Rom 12,5), haciendo ver cómo «gracias precisamente a este paralelismo, podemos
presenciar en 1Cor. y Rom., el nacimiento de la expresión mística el cuerpo de Cristo» (o.c., p. 230, nota 32).
9 En el posconcilio no es demasiado difícil descubrir esa tendencia, sobre todo en el sentido de «acallar» un
poco la imagen de Pueblo de Dios, como si la preponderancia de esta imagen condujera a una visión meramente
externa, sociológica y hasta política de la Iglesia. No es posible, sin embargo, a pesar de estos sutiles esfuerzos,
restar importancia al debate conciliar acerca del lugar que esta imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios debía
ocupar en la Constitución dogmática Lumen Gentium: cf. Acta Synodalia Concilii Vaticani secundi
10 L. CERFAUX, o.c., p. 237.
11 Idem.

12 E. SCHILLEBEECKX, La Iglesia de Cristo y el hombre moderno según el Vaticano II, Madrid 1969, p.
214.
13 Ch. MOELLER, Fermentación de las ideas en la elaboración de la Constitución, en G. Baraúna, La
Iglesia I, p. 201. Subrayado nuestro.
14 R. SCHNACKENBURG, IglesiaNT, p. 179.

15 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 132. Subrayado nuestro.

296
16 Cf. B. KLOPPENBURG, Votaciones y últimas enmiendas a la Constitución, en Baraúna, La Iglesia I, pp.
207-208.
17 O. GONZÁLEZ HDEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en
Baraúna, La Iglesia I, p. 266.
18 N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en MS IV/1, p. 31.
19 LG 9.

20 R. SCHNACKENBURG, IglesiaNT, p. 180.


21 Cf. N. FÜGLISTER, Estructuras de la Eclesiología veterotestamentaria, en MS IV/1, pp. 62-85.

22 N. FÜGLISTER, a.c., p. 33.


23 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 167.

24 H. STRATHMANN, Laós, en GLNT IV, cols. 87-166; Cf. N. FÜGLISTER, o.c., pp. 103-104; A. Antón,
Iglesia Cristo, p. 134.
25 Cf. A. ANTÓN, Iglesia Cristo, pp. 86-109.
26 R. SCHNACKENBURG, Iglesia NT, p. 183.

27 A. ANTÓN, Iglesia Cristo, p. 85.


28 R. E. BROWN, Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, p. 144.
29 G. PHILIPS, La Iglesia II, p. 428.

30 Cf. lo expuesto en el capítulo tercero de esta obra.


31 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 902.

32 D. WIEDERKEHR, «Volk Gottes» erster und zweiter Klasse?, en AA. VV., Wir sind Kirche, Freiburg im
Breisgau 1995, pp. 113s.
33 Cf. Pío X, Enc. Vehementer Nos, en ASS 39(1906-7), pp. 8-9.

34 LG 32. Subrayado nuestro.

35 Cf. Juan Pablo II, Exh. Vita consecrata (Roma 25 marzo 1996), nn. 16. 31. 33. 49. 54. Hemos tratado
más ampliamente este punto en El laico en la Iglesia. Vocación y misión, Madrid 19982, pp. 67-85.
36 Cf. Y-M. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial Madrid 1973, p. 8; J. FONTBONA, Ministerio de
comunión, Barcelona 1999.
37 Para lo que sigue, cf. mi obra El laico en la Iglesia, Madrid 19982, pp. 89-128.
38 Cf. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, Salamanca 1984.

39 LG 10.
40 LG 34.

41 SC 48.
42 Cf. AA.VV., Sacerdozio comune e sacerdozio ministeriale, Unità e specificità, en «Lateranum» 47(1981)
1, pp. 7-324: es un número monográfico sobre este tema; D. BOROBIO, Ministerio sacerdotal Ministerios

297
laicales, Bilbao 1982, pp. 171-288; Temi scelti d’ecclesiologia, en Commissione Teologica Internazionale,
Documenta-Documenti (1969-1985), Città del Vaticano 1988, pp. 521-533; S. DIANICH, Teología del ministerio
ordenado, Madrid 1988; H. U. VON BALTHASAR, Estados de vida del cristiano, Madrid 1994, pp. 187-199;
249-254; Congregaciones Romanas, Algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el
sagrado ministerio de los sacerdotes, Roma 15 agosto 1997, en «Ecclesia», n. 2. 876 (17 enero 1998), pp. 26-35;
A. FAVALE, I Presbiteri, Leumann (Torino) 1999, pp. 110-116.
43 LG 10. 21. 28; PO 2. 6.

44 JUAN PABLO II, Exh. apost. Pastores dabo vobis 15, Roma 25 marzo 1992, en AAS 84(1982), p. 680.
45 LG 10.

46 Cf. A. M. CALERO, El laico en la Iglesia, Madrid 19982, pp. 106-110, con la bibliografía allí indicada.
47 Sobre el profetismo mesiánico de Jesús, cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente,
Madrid 1981, pp. 409-417; 442-480; Biblia de Jerusalén, comentario a Mt 16,14.
48 Cf. G. B. SALA, Magisterio, en DTI III, pp. 36-38; K. RAHNER, Magisterio eclesiástico, en SM 4,
cols. 382-398: con abundante bibliografía; M. LÖHRER, Sujetos de la transmisión, en MS I/2, pp. 625-669;
AA.VV., Teología y Magisterio, Salamanca 1987; J. ALFARO, La teología frente al Magisterio, en R.
LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de teología fundamental, Salamanca 1982, pp.
481-503; F. ARDUSSO, Magisterio eclesial, Madrid 1998.
49 DV 7.
50 Cf. J. M. CASTILLO, Teología de la Iglesia II, Madrid 1974, pp. 85-91.

51 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 218.


52 G. POZZO, Magisterio, en DTE, p. 588.

53 Cf. A. M. JAVIERRE, Los «ellógimoi ándres» de la 1a Clementis y la sucesión apostólica, en


«Salesianum» 19(1957), pp. 420-451; Id., «Pistói Ánthropoi» (IITim 2,2). Episcopado y sucesión apostólica en
el Nuevo Testamento, en Studiorum Paulinorum Congressus Internationalis Catholicus 1961, Roma, Pontificio
Istituto Biblico 1963, vol. II, pp. 108-118.
54 DV 10; cf. P. LENGSFELD, Tradición y Sagrada Escritura: su relación, en MS I/1, pp. 522-557.

55 DV 10.

56 DV 8.
57 Idem.

58 G. POZZO, a.c., p. 589.


59 Cf. Congregación para la Doctrina de la fe, Mysterium Ecclesiae, en AAS 65(1973), pp. 398-401;
AA.VV., La Infalibilidad de la Iglesia, Barcelona 1964. En esta obra se puede encontrar el análisis del concepto y
realidad de la Infalibilidad no sólo en el ámbito de la Iglesia católica, sino también en la ortodoxia y en el
protestantismo tanto calvinista como anglicano; A. TORRES QUEIRUGA, Fin del cristianismo premoderno.
Retos hacia un nuevo horizonte, Santander 2000, pp. 122-169.
60 Citado en MANSI 51,579(15). Sobre la infalibilidad in credendo de la comunidad eclesial, cf. el estudio
de G. THILS, L’Infallibilité du Peuple chrétien «in credendo», en Bibl. Eph. Th. Lov., Lovaina 1963.
61 LG 12.

298
62 LG 25.
63 LG 25 que cita al Vaticano I en Pastor Aeternus (cap. 4) De Romani Pontificis infallibili magisterio: DH
3074.
64 Acerca del origen histórico del concepto, de la amplitud de su significado y del uso del término, cf. Y-M.
CONGAR, Eclesiología, pp. 148-151; 239-242; 277-282; cf. E. DUBLANCHY, Infallibilité du Pape, en DThC
VII, cols. 1638-1717; U. BETTI, La costituzione dommatica «Pastor Aeternus» del Concilio Vaticano I, Roma
1961; K. RAHNER-J. RATZINGER, Episcopado y primado, Barcelona 1965, pp. 99-108; B-D. DUPUY,
Infallibilité de l’Eglise, en Catholicisme V, cols. 1549-1572; K. RAHNER, «Creo en la Iglesia», en ET VII, pp.
113-131; Id., Zur Geschichtlichkeit der Theologie, en ET VIII, pp. 88-110; H. KÜNG, ¿Infalible? Una pregunta,
Buenos Aires 1971; K. RAHNER y otros, Infalibilidad de la Iglesia, Madrid 1971; H. KÜNG, Respuesta a
propósito del debate sobre ¿Infalible? Una pregunta, Madrid 1971.
65 MANSI 52,1214.

66 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 47.


67 Cf. lo dicho a este propósito en el capítulo 2.

68 DH 3074. Subrayado nuestro. Cf. G. DEJAIFVE, «Ex sese, non autem ex consensu ecclesiae», en
«Salesianum» 25(1962), pp. 283-295; H. FRIES, «Ex sese, non autem ex consensu ecclesiae», en AA.VV., Volk
Gottes, Friburgo 1967, pp. 480-500.
69 Cf. lo dicho más arriba en el capítulo 2.
70 LG 25.

71 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 47.


72 Const. Dogm. Pastor Aeternus, cap. 4: DH 3074.

73 Idem.
74 K. RAHNER, Magisterio eclesiástico, en MS 4, cols. 383-384.
75 Cf. K. RAHNER, ¿Qué es un enunciado dogmático?, en ET V, Madrid 1963, pp. 68-69.

76 J. M. CASTILLO, La Iglesia II, p. 100.

77 Idem.

78 Santo Tomás, STh II-II, q. 1, a. 2 ad 2.


79 Cf. La Nota explicativa previa a la Const. Dogm. Lumen Gentium, sobre el uso y significado del término
«colegio» y su aplicación al colegio episcopal.
80 Constitución Dei Filius, cap. 3 De fide: DH 3011.
81 Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Apostolos suos, Roma 21 de mayo de 1998, en AAS 99(1998), pp.
641-658; en «Ecclesia» n. 2904 (1 agosto 1998), pp. 17-23. En esta carta se precisa el alcance y la obligatoriedad
de las enseñanzas de las Conferencias episcopales. Es inevitable la sensación de debilidad doctrinal que el
Documento atribuye a dichas Conferencias.
82 UR 11.

83 Cf. Professio fidei et iusiurandum, en AAS 81(1989), p. 105.

299
84 Es un fenómeno que ha sido observado y estudiado por varios autores, sobre todo a causa de la
diversidad de «calificaciones teológicas» que se han dado a las diversas manifestaciones y actuaciones doctrinales
del Magisterio. Cf. entre otros, Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarnée I, Fribourg 1941, pp. 184-185; 538-
549; J. FINSTERHÖLZL, Calificaciones teológicas, en SM 1, cols. 611-624, con abundante bibliografía.
85 G. THILS, La infalibilidad de la Iglesia en la Constitución «Pastor Aeternus» del I Concilio Vaticano,
en AA.VV., La infalibilidad de la Iglesia, Barcelona 1964, pp. 149-150.
86 A este tema nos hemos referido en nuestra obra María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid
1990, pp. 209-215; 269-273. Cf. A. G. AIELLO, Sviluppo del dogma e tradizione, Roma 1979, pp. 144-170; D.
VITALI, Sensus fidelium, Una funzione ecclesiale di intelligenza della fede, Brescia 1993; J-M. R. TILLARD,
La Iglesia local, Salamanca 1999, pp. 343-354. Un autor, ya desaparecido, que ha escrito la historia del «sensus
fidei» entre los años 1940 y 1970 es L. M. FDEZ DE TROCONIZ, en «Scriptorium Victoriense» 27(1980), pp.
142-183; 28(1981), pp. 39-75; 29(1982), pp. 133-179; 31(1984), pp. 5-54; 32(1985), pp. 5-39. Estudió
igualmente El «sensus fidei» según Santo Tomás de Aquino, en «Scriptorium Victoriense» 49(1993), pp. 195-208.
Por lo demás, el Vaticano II a la infallibilitas in credendo, la llama con diversos nombres relacionados todos con
el «sentido de la fe«: «sensus fidei» (LG 12; PO 9), «sensus catholicus» (NAE 2; DH 4; GS 59); «sensus Dei»
(DV 15; GS 7); «sensus Christi et Ecclesiae» (AG 19); «instinctus» (SC 24; PC 12; GS 18).
87 Acerca del conocimiento del misterio de Dios por «connaturalidad», cf. SANTO TOMÁS, Summa
Theologica I, q. 1, a. 6 ad 3; q. 83, a. 1, ad 5; I-II, q. 58, a. 5; q. 78, a. 2c; II-II, q. 1, a. 3, ad 1; q. 1, a. 5 ad 1;
q. 8, a. 5c; q. 45, a. 2c; III, q. 55, a. 2, ad 1.
88 Cf. M. M. CUERVO LÓPEZ, Definibilidad de la Asunción de María a los cielos, en «Ciencia Tomista»
77(1950), pp. 191-198; Y-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 340-347.
89 Hemos tratado este tema con cierta amplitud en nuestra obra El laico en la Iglesia. Vocación y Misión,
Madrid 19982, pp. 117-128.
90 Cf. GS 43; LG 31. 36.
91 Cf. G. COLOMBO, Tesi per la revisione dell’esercizio del ministero petrino, en «Teologia» 21(1996),
pp. 322-339.
92 Cf. Ch. JOURNET, L’Èglise du Verbe Incarnée I, Fribourg 1941, pp. 173-396; CONGAR, Eclesiología,
pp. 58-68; 84-92; 105-119.
93 Cf. LG 21b; W. FOERSTER, exousía, en GLNT III, Brescia 1967, cols. 630-665; G. GHIRLANDA, El
Derecho en la Iglesia misterio de comunión, Madrid 19922, pp. 301-324.
94 LG 18. Subrayado nuestro.

95 LG 27.
96 San CIPRIANO, De orat. Dom. 23: Pl,4,553, citado en la Constitución Lumen Gentium 4.
97 LG 1. 9; cf. GS 45.

98 A. LOISY, L’Évangile et l’Église, Paris 1902, p. 111: «Jésus annonçait le royaume, et c’est lÉglise qui
est venue».
99 Cf. Y-M. CONGAR, Ecclesia ab Abel, en Abhandlungen über Theologie und Kirche. Festschrift für K.
Adam, Dortmund 1952, pp. 79-108.
100 GS 40. Subrayado nuestro; cf. 3. 14. 24. 38. 42; LG 38; GE 8.

300
101 Entre las numerosas obras que estudian el binomio Jesús-Reino de Dios, cf. S. A. PANIMOLLE,
Reino, en NDTB, pp. 1616-1639, con abundante bibliografía; J. MOLTMANN, Cristo para nosotros hoy, Madrid
1997, pp. 13-29; J. P. MEIER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1, Estella 1999; J. M.
CASTILLO, El Reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, Bilbao 1999.
102 B. RIGAUX, El misterio de la Iglesia a la luz de la Biblia, en Baraúna, La Iglesia I, p. 298; cf. Ch.
DUQUOC, o.c., pp. 251-271.
103 Cf. J. ALFARO, Cristología y eclesiología en el Concilio Vaticano II, en Id., Cristología y
antropología, Madrid 1973, pp. 105-120; S. DIANICH, Iglesia extrovertida, Salamanca 1991.
104 B. FORTE, Trinidad como historia, Salamanca 1988, p. 194.

105 Es importante poner de relieve cómo el Concilio Vaticano II recuperó esta dimensión escatológica
perdida durante mucho tiempo en la Iglesia. Una recuperación que, significativamente, fue paralela a la
recuperación de la realidad Reino de Dios como obligado horizonte de la misma Iglesia. Esta dimensión se plasmó
en el capítulo VII de la Constitución dogmática Lumen Gentium, cuya elaboración resulta altamente
aleccionadora: cf. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii oecumenici Vaticani Secundi, vol. III, pars I, Romae
1973, pp. 336-352. En las páginas 351-352 se justifica la introducción de este capítulo en la Constitución Lumen
Gentium antes del cap. VIII dedicado a la Virgen María. A partir de la página 375 y hasta la 395 aparecen las
intervenciones orales de los Padres conciliares. Entre las páginas 479 y 494, se encuentran las intervenciones
entregadas por escrito.
106 Cf. GS 39.

107 P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en Baraúna, La Iglesia I, p. 398.


108 Cf. K. RAHNER, Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones teológicas, en ET IV,
Madrid 1961, pp. 411-439; J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 19722; J. ALFARO,
Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972; L. BOROS, Somos futuro, Salamanca 19733; F-J.
NOCKE, Escatología, Barcelona 1984, pp. 23-120; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión, Santander
1986; Id., La Pascua de la creación, Madrid 1996; Ch. SCHÜTZ, Fundamentos de la Escatología, en MS V, pp.
527-664; M. KEHL, Escatología, Salamanca 1992; J-J. TAMAYO-ACOSTA, Para comprender la Escatología
cristiana, Estella 1993, pp. 111-151; 276-316; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Raiz de la esperanza, Salamanca
1995.
109 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 146.

110 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 106.


111 A lo largo de la Constitución Lumen Gentium se hace presente constantemente esta dimensión dinámica
de un Pueblo que camina hacia una meta. Citamos únicamente los números ya que reproducir los textos sería
demasiado prolijo: nn. 1.2.3.4.5.6.7.8.9.10.13.14.16.17.18.21.24.35.36.38.41.42.44.59.62.64.65.68. En todos
estos lugares va poniendo de relieve, unas veces, que la vida cristiana en la tierra tiene esa índole escatológica;
otras, que el ministerio jerárquico tiene que recordarla constantemente a los bautizados; otras, que es una
dimensión imprescindible tanto en la vocación religiosa como en la vocación laical; otras, que es una componente
de la vocación bautismal; otras, finalmente, que María, la Madre del Señor, ya glorificada, es un signo inequívoco
y una esperanza cierta para el peregrinante Pueblo de Dios.
112 LG 48.
113 Card. SUENENS, La corresponsabilidad en la Iglesia de hoy, Bilbao 1968, p. 27. Subrayado nuestro.
114 LG 32.

301
115 Card. SUENENS, o.c., p. 30. Subrayado nuestro.

302
CAPÍTULO 6

LA IGLESIA ES UNA COMUNIÓN

303
304
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306
307
Introducción
Al abordar el tema de la Iglesia desde su perspectiva de «comunión» es preciso, ante
todo, ponerla en profunda relación con el capítulo anterior en el que se ha estudiado a la
Iglesia como Pueblo de Dios, y con el capítulo siguiente en el que se profundizará el
Misterio de la Iglesia como Sacramento de salvación para todos los hombres.
Efectivamente, la realidad Iglesia se constituye por la relación entre los elementos
visibles (la comunión visible en la doctrina de los apóstoles, los sacramentos, el orden
jerárquico) y los elementos invisibles (la comunión con Dios Uno y Trino, la
participación en la naturaleza divina, los dones del Espíritu, la misma fe), como quiera
que entre elementos invisibles y elementos visibles existe una íntima y esencial relación,
análoga a la que existe entre la divinidad y la humanidad en la única Persona divina del
Verbo encarnado1.
En el umbral mismo de este capítulo hay que recordar que el concepto de comunión
no es unívoco. Como otras tantas realidades y conceptos, el de comunión tiene una
amplia gama de significados y, por consiguiente, es analógico, al poder significar
diversidad de niveles, de comunicación, de encuentro, de entrega, de objetivos, de metas
a conseguir, de finalidades concretas, de realizaciones, etc. En el ámbito de la
eclesiología, la comunión deberá ser entendida a la luz de los parámetros específicos que
presenta la Palabra revelada y que el Vaticano II ha recordado cuando afirma que «el
supremo modelo y supremo principio de este misterio es, en la trinidad de personas, la
unidad de un sólo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» 2. Desde esta perspectiva
trinitaria se puede afirmar que la comunión eclesial tiene que ser la convergencia de
personas muy diversas entre sí, que sin perder la peculiar diversidad de lo que son,
tienden hacia un centro que las unifica formando un «nosotros» enriquecido y
enriquecedor.
La comunión eclesial, por otra parte, es, al mismo tiempo, don de Dios y
compromiso del hombre.
El Dios que se automanifiesta y se entrega al hombre, es un Dios-comunión, es el
Dios Padre, Hijo y Espíritu que en la comunión de las personas, constituye la unidad más
profunda de la misma y única realidad divina.
Este Dios, uno en la trinidad, que ya por la creación gratuita había hecho al hombre

308
a su imagen y semejanza, al llamarlo a la comunidad de los salvados que es la Iglesia le
hace un nuevo llamamiento y, por eso mismo, un nuevo don de la unidad en la
diversidad. De ahí, que la comunión a la que está llamada y urgida la comunidad eclesial
por su propia esencia, no es fruto de la propia voluntad y de las propias fuerzas. La
Iglesia tiene que trabajar de forma constante e ininterrumpida para construir la comunión,
siempre amenazada por el pecado de la desunión, de la confrontación violenta, de la
disparidad de criterios que enfrentan a unos miembros con otros, de la emulación egoísta
y vanidosa, de la prepotencia de unos frente a otros. Pero, la verdadera comunión
eclesial, para que no se reduzca a una simple convivencia diplomática, buscadora de una
convivencia apacible y tolerable pero superficial y de apariencias, tiene que ser entendida
siumltáneamente como don de Dios y tarea del hombre: es un caso más de la sinergia
Dios-hombre, expresión, en definitiva, de la misteriosa coexistencia de un Dios que no
quiere anular al hombre haciendo de él una marioneta, y de un hombre que siente que sin
Dios no es nada, pero que, con no poca frecuencia, en su autonomía pretende
autobastarse en todos los órdenes del ser, prescindiendo de Dios e incluso luchando
contra Él o negándolo. La actitud de los constructores de la torre de Babel (cf. Gen 11,4)
es paradigmática de la actitud autosuficiente y desafiante del hombre frente a Dios y de
su capacidad de desunión y alejamiento de unos con otros.
La comunión eclesial de la que aquí se habla es, pues, fruto conjunto de un Dios-
comunión que se entrega al hombre pidiéndole realizar esa comunión en la historia, y del
trabajo y esfuerzo del hombre que siente dentro de sí una irresistible fuerza centrífuga
que le inclina a la separación y confrontación constante con sus semejantes (cf. Rom
7,15-24; 1Cor 11,17-19).

1. EL HOMBRE, UN «SER-PARA-LA-COMUNIÓN»

La dimensión comunitaria, dimensión realmente constitutiva de la vocación cristiana,


encuentra un firme fundamento y un sólido punto de partida en la dimensión comunitaria
de la persona humana en cuanto tal. Ser persona, en efecto, es ser-en-comunión y para-
la-comunión.
Ya en cuanto ser corporal, es decir, en cuanto ser dependiente biológicamente de
unos progenitores, y en cuanto ser que gracias al cuerpo se relaciona con el resto de los
seres de la creación (incluida la totalidad de los hombres), el hombre es un ser social.
Esta dimensión de la socialidad humana, superando el simple nivel de la individualidad,
se afianza y profundiza mucho más en el hombre, a causa de su condición de ser
espiritual y en definitiva de ser persona, haciendo de él un ser dialogal por esencia. De
esta forma, «individualidad y exigencia de comunidad son datos igualmente originarios

309
para el hombre; ambos aspectos quedan integrados en la noción de persona, que significa
necesariamente ser en relación» 3.
Por otra parte, la psicología ha hecho ver y la experiencia de cada día lo confirma,
que «la conciencia de nuestro propio yo nace en la contraposición a un tú. El dato
original de que partimos en nuestra existencia no es sólo la autoconciencia sino, a la vez,
la relación y la diferenciación con los demás» 4.
La filosofía personalista, impulsada particularmente por E. Mounier ha hecho en esta
dirección aportaciones de primera importancia, descubriendo al hombre actual su esencial
e irrenunciable dimensión comunional5. La persona supera al mero individuo en cuanto
que el individuo queda asumido en la persona sin perder la propia individualidad pero
abierto esencialmente al otro. De forma análoga, la comunidad supera a la persona en
cuanto la persona queda asumida en la comunidad sin perder la propia personalidad pero
abierta al resto de la comunidad. Por eso resulta legítimo pensar que es «imposible
alcanzar la comunidad esquivando a la persona, sentar a la comunidad sobre otra cosa
que no sean personas sólidamente constituidas» 6.
Según esta filosofía la persona es relación. De ahí que el ser personal es de manera
inexorable y por su misma esencia, ser social como condición «sine qua non» para poder
realizar su propia personalidad. Esta es precisamente la razón por la que «la unión
verdadera no tiende a disolver unos en otros los seres que comprende, sino a completar
los unos por los otros» 7.
Por todo ello es posible afirmar, desde un punto de vista antropológico, que «la
comunión representa un grado de socialidad intenso y participado, manifestación madura
de que se ha alcanzado una etapa existencial-comunicativa en la que los individuos están
profundamente sumergidos en la realidad de los otros, hasta llegar a poder decirse
constituidos con y para ellos» 8. Si, como decían los estoicos, el hombre es un «animal
comunitario» (koinônikon zôon), vivir en comunión es para el hombre más que una
necesidad externa, una exigencia profunda de la naturaleza humana en cuanto tal.
Por lo demás, se vive hoy un tiempo en el que se multiplican las relaciones entre los
hombres, los pueblos y los continentes. Se vive, por eso mismo, una situación de
progresiva e imprescindible interdependencia: una situación que, aunque no exenta de
peligros y tentaciones antihumanas, «ofrece, sin embargo, muchas ventajas para
confirmar y aumentar las cualidades de la persona humana y proteger sus derechos» 9. El
mundo contemporáneo, en efecto, «se caracteriza ante todo por una evolución acelerada
hacia la unidad, ya sea en el terreno económico y social, ya en el plano del progreso
técnico o en el de los intercambios culturales. A pesar de las duras rivalidades que
levantan a unos pueblos contra otros, jamás se ha sentido la humanidad tan solidaria en

310
su conjunto como en nuestros días. Y sin embargo, ya pueden multiplicarse al infinito las
posibilidades de intercambios espirituales y materiales: nunca llegarán estas posibilidades
por sí mismas, a hacer latir al unísono todos los corazones humanos. La unificación total
y universal de la humanidad no puede hacerse sino en un plano más elevado, el de la
gracia salvadora de Cristo» 10.
Si todas estas consideraciones valen para el hombre en sí, sin adjetivación alguna
por ningún otro concepto que no sea el simple hecho de ser hombre, la perspectiva
comunional aquí presentada se hace mucho más esencial y exigente para el seguidor de
Cristo —el hombre perfecto11— como quiera que «las grandes facetas del ser-cristiano
en cada bautizado guardan efectivamente todas ellas, de alguna manera, una relación
esencial con la comunión» 12. La comunión «define y recoge la experiencia cristiana en
cuanto tal» 13.
El Concilio Vaticano II al abordar el estudio del hombre, ha puesto de relieve una y
otra vez, que, desde una visión cristiana, el hombre es un ser abierto a la comunión: está
hecho para la comunión con otros hombres. Y se trata de una apertura que no es algo
sobreañadido a la propia naturaleza del hombre, sino que pertenece a lo más íntimo y
constitutivo de su ser. «Dios, dice el Concilio, no creó al hombre solo: en efecto, desde el
principio los creó hombre y mujer (Gen 1,27). Esta asociación constituye la primera
forma de comunión entre personas. Pues el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser
social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» 14. Y
ahondando en esta condición social del hombre, llega el Concilio a la conclusión de que
si, por su propia naturaleza tiene necesidad de la vida social, ésta «no es para el hombre
algo accidental; el hombre desarrolla todas sus cualidades y puede responder a su
vocación, mediante el trato con los otros, la ayuda mutua y el diálogo con los
hermanos» 15. Por todo esto, «afirmar de la Iglesia que es comunión de comuniones
equivale a reconocer que en ella quedan asumidos los registros concretos de solidaridad
en los que se realiza la humanidad-tal-como-Dios-la quiere» 16.
Si según lo dicho hasta aquí «no hay falseamiento más profundo del hombre que la
cerrazón en el egoísmo» 17, es claro que el mandamiento de Cristo «amáos los unos a los
otros» (Jn 13,34; 15,12) no es algo advenedizo o periférico al hombre, sino que «está en
la exigencia misma de la naturaleza humana, creada con vistas a la unión con Dios. De
ahí que la comunidad y las necesarias estructuras sociales que la sostienen no son
obstáculo a la realización y plenificación de la persona, sino su misma condición de
posibilidad. A la inversa, la sociedad no puede renunciar a ser en la medida de lo posible
comunidad, es decir, ha de reconocer al hombre como persona irrepetible si quiere
enriquecerse con las posibilidades creativas de todo orden que éste puede ofrecer a

311
todos» 18.

2. LA COMUNIÓN, ASPIRACIÓN SUPREMA DE CRISTO

Supuesta la base antropológica de la dimensión comunional que lleva en sí el hombre por


el simple y único motivo de serlo, es preciso acercarse a la relación que existe entre
Cristo y la comunión eclesial.
Desde este punto de vista dos aspectos diversos y complementarios aparecen a
primera vista:
1. El Jesús histórico, misionero por excelencia de la Unidad.
2. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo.

1. El Jesús histórico, misionero por excelencia de la unidad19

El papa Juan Pablo no ha dudado en afirmar que «creer en Cristo significa querer la
unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la
comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad» 20.
Efectivamente, Cristo quiere que su pueblo crezca y lleve a perfección su comunión en la
unidad (cf. UR 2).
Si esto es así, es posible y hasta obligado preguntarse por qué la comunión es un
valor central en la mente y en la actividad mesiánica de Jesús.
Para dar una respuesta adecuada a esta pregunta es necesario tener presente que
Jesús vino de forma muy principal, a desandar el camino recorrido desde sus mismos
orígenes por el hombre: el camino del alejamiento de Dios y de los hermanos que
llamamos pecado (cf. Gen 3,8-13. 23-24; 4,6-12). Al alejarse de Dios, rompió la
comunión con Aquel que es el sentido último y definitivo de su existencia. Por el pecado,
el hombre había roto la comunión que Dios había establecido con él desde el momento
mismo de su creación. Pero Dios, en lugar de enojarse con el hombre rompiendo
definitivamente su Alianza, la renovó constantemente hasta el momento en que llegó el
Mediador de la Nueva y Definitiva Alianza. Entonces, por pura gracia (cf. Ef 5,1-10),
Dios reconcilió al hombre consigo a pesar de la resistencia ofrecida por el propio hombre
(cf. 2Cor 5,18-21), restableciendo por medio de Cristo la paz con Dios y entre los
hombres «matando en sí mismo la hostilidad» (Ef 5,16).
Esta obra de restauración y reconciliación pone de relieve —desde su vertiente
negativa— la misteriosa y trágica capacidad de desintegración que tiene el pecado. El

312
pecado es des-unión y crea más y más des-unión en el interior del hombre y entre los
hombres. «Al negarse —afirma el Vaticano II— con frecuencia a reconocer a Dios como
su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su
ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás
y con el resto de la creación» 21.
El pecado, en efecto, es, en su raíz más honda y en sus efectos más oscuros, des-
unión, destrucción de la armonía y de la múltiple común-unión del hombre: con Dios,
consigo mismo, con el hombre su semejante y con la misma creación en la que vive y de
la que forma parte. Es insondable el trágico y misterioso poder disgregador del pecado:
«la gravedad del pecado indica su absoluta y enmascarada fuerza destructora [...]. Todo
pecado es originante, es decir, genera nuevos males y da entrada a una ley sutil y casi
inapreciable, por la que el mal se hace necesario. Al verlo como necesario se deja
entonces de verle como mal y, de esta manera, se le sigue aceptando hasta que uno se
encuentra, sin saber cómo, prendido en su espiral o en su círculo diabólico y sin salida
posible» 22. Y es que «el pecado actúa como factor de desintegración, late en él una
dinámica centrífuga; siendo afirmación egolátrica, tiene que ser simultáneamente
negación de la relación con Dios y con la imagen de Dios» 23.
Pues bien, si Cristo vino para recomponer lo desintegrado y para realizar «la reunión
de todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52), resulta evidente que la
comunión —con Dios, consigo mismo, con los demás, con la creación— es el verdadero
objetivo, el sentido último y central de la misión de Cristo: una comunión que,
comenzando por los suyos (cf. Jn 17,20-23), va mucho más allá del propio círculo, para
alcanzar absolutamente a todos los hombres de todos los tiempos: hasta el momento
aquel en que se logre «un solo rebaño con un sólo pastor» (Jn 10,16). En la mente de
Cristo, la comunión del hombre con Dios aparece al mismo tiempo como fuente y
garantía de la múltiple comunión del hombre: consigo mismo, con los demás y con la
naturaleza en la que vive y de la que forma parte.

2. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo24

¿En qué relación está la Iglesia con Cristo? ¿Es simplemente la de lo fundado con su
fundador? ¿Es lo causado con su causa? ¿Es una relación de mayor profundidad?
La carta a los Efesios da una respuesta de gran calado al afirmar que la unión en el
amor del marido y la esposa es el gran signo para expresar la relación que existe entre
Cristo y la Iglesia: «los maridos deben amar a sus esposas como a su propio cuerpo» (...)
«nadie ha odiado nunca a su propio cuerpo, al contrario, lo alimenta y lo cuida como
hace Cristo con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5,27-29).

313
Pablo, tanto en la carta a los Romanos (12,3-8) como escribiendo a los Corintios
(1Cor 6,12-20; 10,17; 12,12-27), a los Efesios (4,4. 12. 16) o a los Colosenses (1,18.
22; 2,19), no duda en llamar a la Iglesia «cuerpo de Cristo»: una expresión que es
plurivalente. Efectivamente, por una parte, traduce en clave semita el concepto griego de
sôma que indicaba la sociedad en cuanto cuerpo político orgánicamente estructurado.
Tiene además el significado semítico de personalidad corporativa. Significa también la
presencia visible entre los hombres de Cristo, «el Resucitado», por cuanto el término
«cuerpo» designa a la comunidad eclesial en cuanto vehículo tangible e histórico gracias
al cual el Resucitado entra en contacto con la humanidad.
De este cuerpo se afirma que tiene como cabeza precisamente a Cristo (cf. Ef 1,20-
22; 4,15; 5,23; Col 1,18). Con ello se está queriendo decir no sólo que de Cristo —como
dirán los escolásticos— dimana toda la gracia de la Iglesia25, sino también que «la
soberanía del Señor sobre todas las cosas en orden a su plenificación en la unidad, se
manifiesta también en la Iglesia» 26. De tal forma es intenso este influjo unificador de
Cristo en la Iglesia y, a través de ella, en la plenificación progresiva y ascendente de toda
la creación, que la misma Iglesia es presentada en la teología paulina como el pléroma de
Cristo: «el complemento del que llena totalmente el universo» (Ef 1,23)27.
A partir de esta doctrina paulina, el Concilio Vaticano II entre las diversas imágenes
de la Iglesia que presenta, da un relieve particular a esta de «cuerpo místico de Cristo».
Es importante subrayar que esta imagen está situada en el contexto del capítulo primero
de la Constitución dogmática Lumen Gentium en el que aparece la Iglesia como misterio:
«communicando enim Spiritum suum, fratres suos, ex omnibus gentibus convocatos,
tanquam corpus suum mystice constituit» 28. Como hace observar sutilmente G. Philips
en su comentario a la Lumen Gentium29, el texto no dice corpus suum mysticum
constituit, sino que subraya el tanquam suum corpus mystice constituit. Puede por tanto
legítimamente traducirse de esta forma: «los constituye místicamente como cuerpo
suyo». Con esto se está queriendo decir —a juicio de G. Philips que compartimos—, que
«los fieles que se adhieren a Cristo se convierten en su cuerpo, es decir, en su cuerpo
físico de individuo en la humanidad, no de una manera material, lo cual sería absurdo,
sino de una manera oculta, en relación con la economía de la salvación, de una manera
por consiguiente misteriosa o mística. Tal es, en todo caso, la versión literal del texto del
Apóstol (1Cor 12,12), y el Concilio se ha quedado con este sentido, sin pretender
imponer oficialmente una determinada exégesis» 30.
Para evitar el doble peligro de reducir el sustantivo «cuerpo» a un nivel puramente
humano en el orden sociológico, o, por el contrario, subrayar excesivamente los aspectos
meramente internos, invisibles, morales, de dicho cuerpo31, «se ha hecho observar con
toda razón que místico dice más que moral; que connota un elemento de oscuridad, de

314
misterio, que debe tener en cuenta la interpretación doctrinal» 32.

2.1. En la fuente de la «comunión eclesial»

En el capítulo 4 se ha analizado el origen trinitario de la Iglesia: iniciativa del Padre,


implantación del Verbo encarnado, plenificación del Espíritu. Se puede afirmar, por tanto,
que análogamente a como dice la Escritura que la paternidad de Dios es la fuente, origen,
causa y modelo de toda paternidad humana (cf. Ef 3,15), también la comunión entre los
hombres (especialmente en su dimensión trascendente como comunión con Dios),
encuentra en la vida íntima de Dios, Uno y Trino, no sólo su modelo y paradigma, sino
su misma fuente, origen y causa33.
Ahora bien, si el actuar sigue al ser, resulta evidente que la Iglesia tiene que estar
estructurada a imagen de la Trinidad. De forma que la comunión, antes que ser una tarea
apasionada del hombre, un exigencia profunda de su propia naturaleza, es «don de Dios»
que, por medio de Cristo, se automanifiesta en su misterio trinitario: es decir, como
comunión profunda entre tres Personas esencialmente referidas unas a otras en un
diálogo ininterrumpido de amor. Efectivamente, «la intercomunicación entre el Padre y el
Hijo, lo mismo que sus personas entre sí, es también realidad divina, el Espíritu Santo;
mas se distingue de ambos como comunidad entre ellos y precisamente así consuma la
relación entre Padre e Hijo en la única esencia divina» 34.

2.1.1. La Trinidad de las Personas divinas


El Nuevo Testamento —dice Ruiz de la Peña—, «contiene una revelación trascendental:
no sólo el hombre es un ser comunitario: también Dios lo es. La manifestación del
misterio trinitario arroja sobre la socialidad humana una nueva luz: ella es la analogía
divina; el ser social del hombre es un nuevo aspecto de su ser imagen de Dios. Se
confirma así, de otro lado, que la persona no es concebible sino en el contexto de la
comunidad interpersonal; si Dios es un ser personal, tal ser no puede darse en un
espléndido aislamiento, sino en la mutua correlación de los tres diversos sujetos en la
comunión de la misma y única esencia. Con la doctrina de la Trinidad, la comprensión
cristiana de la socialidad humana rebasa el peligro que acecha al personalismo dialógico,
y que estriba en estrechar la socialidad en el menguado círculo de la relación yo-tú. Dios
no es sólo el yo solitario del Padre, pero tampoco es el yo-tú del Padre-Hijo; es el
nosotros del Padre, el Hijo y el Espíritu. De modo análogo, el hombre no es el yo del
solipsismo cartesiano, ni el idílico yo-tú de la relación intimista de la pareja enamorada
que pretende bastarse a sí misma. Es el nosotros de su ser social, que lo engasta en la
comunidad divina de la Trinidad y en la comunión solidaria de la entera humanidad.

315
Dicho brevemente, el nosotros trinitario, el hecho de que también Dios existe como ser
social, es el supuesto previo del nosotros interhumano» 35. La Trinidad aparece así, como
«lo uno en lo múltiple».
La reflexión teológica de la Edad Media llevó la enseñanza bíblica a una profundidad
admirable presentando el misterio trinitario como un misterio de total y absoluta
«relación» (esse ad) entre las personas divinas. Y así, presenta al Padre como pura
referencia al Hijo y al Espíritu Santo comunicándoles todo su ser infinito en un acto
eterno de amor puro y gratuito; presenta al Hijo como simple y absoluta apertura al
Padre a quien se entrega y dona en un acto de amor igualmente eterno y gratuito; y
presenta al Espíritu Santo como el Amor substancial y personal, lazo de unión infinita
existente entre el Padre y el Hijo. De esta forma, el misterio trinitario es el misterio de la
mutua in-existencia (circumincessio) de cada persona en las otras dos, gracias a la
donación total y absoluta de cada una de ellas a las otras36.
Con toda razón, pues, la Constitución Lumen Gentium después de haber presentado
a la Iglesia como fruto de la Trinidad (nn. 2. 3. 4), concluye con una afirmación de San
Cipriano gracias a la cual se ha podido hablar de «Ecclesia de Trinitate»: Iglesia de la
Trinidad. Una afirmación en la que «el sutil juego de palabras del original es casi
intraducible. De unitate Patris et Filii et Sipiritus Sancti plebs adunata. La preposición
latina de evoca al mismo tiempo la idea de imitación y la de participación: a partir de esta
unidad entre hipóstasis se prolonga la unificación del pueblo, el cual, unificándose,
participa en una unidad diversa, de modo que para San Cipriano la unidad de la Iglesia no
se puede comprender sin la Trinidad» 37.

2.1.2. Epifanía y reflejo de la comunión trinitaria

Siendo fruto de la comunión trinitaria, la Iglesia no sólo está llamada a ser manifestación
en el tiempo de la vida trinitaria, sino que ha de estar estructurada necesariamente en su
comunión a imagen y semejanza de la comunión trinitaria.
Efectivamente, el apóstol Juan en el capítulo 17 de su evangelio, no solo pone en
labios de Jesús aquella oración: «Padre, que todos sean uno», sino que presenta a los
discípulos un modelo y prototipo de unidad: «como tú, Padre, en mí y yo en tí» (Jn
17,21). Es altamente significativo —a este propósito—, que el evangelista no usa, en este
como en numerosos casos dentro de este mimo capítulo 17, la conjunción hôs (como),
sino la conjunción kathôs. Y es que mientras hôs «significa una semejanza fundada en
una imitación, un parecido externo [...], kathôs evoca la semejanza que procede de una
relación de causalidad o de origen entre los dos elementos comparados [...]. En nuestro
caso, la comunión del Padre y del Hijo es mucho más que el simple modelo de la

316
comunión fraterna: es su fuente, su origen, su lugar» 38.
De esta forma, la Iglesia «estructurada sobre la ejemplaridad trinitaria, tendrá que
mantenerse lejos tanto de una uniformidad que aplaste y mortifique la originalidad y la
riqueza de los dones del Espíritu, como de toda contraposición hiriente, que no resuelva
la tensión entre los carismas y los ministerios diversos en la comunión, dentro de una
mutua recepción fecunda de las personas y de las comunidades en la unidad de la fe, de
la esperanza y del amor» 39.
Vista, pues, desde la fe, «la Iglesia de Dios no es otra cosa sino la comunión de los
discípulos de Jesucristo en cuanto que, por el Espíritu, se encuentra asumida en la
relación integral del Padre y del Hijo» 40.
A la luz del misterio trinitario se puede decir que la comunión eclesial es el hecho de
abrirse totalmente una persona a otra o varias personas entre sí, para comunicarse en
profundidad, para intercambiar, para compartir juntos las mismas realidades y bienes,
para enriquecerse los unos a los otros, guiados y sostenidos siempre en el Amor y por el
Amor. Si, además de esta consideración, se tiene en cuenta lo que se dijo arriba, a saber,
que el hombre sólo puede realizarse plenamente en la apertura y comunicación con el
otro, resulta lógico concluir que sólo en la comunión y por la comunión, puede realizarse
el bautizado en toda su plenitud.
Es lícito concluir que «la lectura trinitaria de la comunión eclesial se extiende así
desde la historia del origen hasta la historia del presente y del porvenir de la Iglesia: la
Trinidad se ofrece como la respuesta rica e inagotable, no sólo a la pregunta “¿de dónde
viene la Iglesia?”, sino también a las preguntas sobre lo que es la Iglesia y adónde va» 41.

2.2. La «comunión», eje central en el misterio y vida de la Iglesia42

2.2.1. El redescubrimiento de la comunión como categoría


eclesiológica
El Concilio Vaticano II, siguiendo los pasos de la tradición patrística redescubrió la
eclesiología de comunión hasta hacer de ella una categoría central y hasta determinante
de toda la reflexión eclesiológica43. El concepto de comunión se convirtió en una
privilegiada clave de lectura, más aún, en verdadera clave hermenéutica del misterio de la
Iglesia.
Con el término comunión el Vaticano II expresa una amplia y riquísima gama de
significados, que van desde la esencial catolicidad de la Iglesia entendida como comunión
de vida, de amor y de unidad entre los bautizados44, a la configuración de las relaciones

317
y mutua in-existencia de la Iglesia particular y de la Iglesia universal45; desde la
vinculación de los obispos entre sí46, hasta la vinculación de los obispos con el papa,
cuya cátedra «preside la comunión universal de caridad» 47. Con todo, la Nota
explicativa previa presentada a los PP. Conciliares el 16 de noviembre de 1964,
completando el capítulo III de la Constitución Lumen Gentium, no dejó de puntualizar:
«la comunión es una idea que se tuvo en gran honor en la antigua Iglesia (como incluso
hoy se le tiene sobre todo en el Oriente). Ahora bien, la comunión no es un cierto y vago
sentimiento, sino una realidad orgánica que exige, al mismo tiempo, una forma jurídica
y estar animada por el amor» 48.
Veinte años después de la conclusión del Vaticano II, se celebró en 1985 un Sínodo
extraordinario de obispos para evaluar los frutos producidos por el Concilio en la
renovación de la Iglesia. Se constataron luces y sombras: aspectos positivos de fidelidad
al Concilio y también algunos aspectos negativos producidos en la vida de la Iglesia en el
posconcilio. Pero hubo algo en lo que los Padres sinodales no dudaron un momento,
antes por el contrario, lo valoraron positivamente una y otra vez: la plena validez de la
eclesiología de comunión. Afirmaron, en efecto, los Padres sinodales: «la eclesiología de
comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio.
Koinonía/comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la
Iglesia antigua y en las iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano
II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión
y se llevara esta idea más concretamente a la vida» 49.
Y es que «la naturaleza de la Iglesia, tal como la comprende la primera tradición, se
resume en la comunión, en la koinonía. Es la Iglesia de iglesias captada en toda su
amplitud; es comunión de comuniones, apareciendo como comunión de las iglesias
locales extendidas por todo el mundo, de las que cada una es a su vez comunión de los
bautizados, reunidos en comunidades por el Espíritu santo, sobre la base de su bautismo,
en la sinaxis eucarística. Este ser de comunión consituye su esencia. Y la relación con la
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu indica cómo está arraigada en la realidad
eterna del misterio de Dios» 50.
Ahora bien, «la dificultad de una eclesiología-comunión reside en armonizar las
dimensiones teológico-trinitarias de esa noción con una figura estructural comunicativa de
la Iglesia. Es preciso dar cabida a ambas cosas, porque una Iglesia de carácter
comunicativa sin una conciencia viva de su fundamento teológico en la comunión del
Dios trino, corre peligro de degenerar en un sistema quizá efectivo, pero vacío de
contenido y de sentido, destinado a todas las posibles necesidades religiosas; mas, por
otra parte, una Iglesia que se siente teológicamente una comunión pero no expresa ésta
estructuralmente, se hace sospechosa de querer conformarse con una ideología

318
teológica» 51.
A nivel ontológico, la comunión es una comunión con Dios y con los hombres, y, a
nivel estructural de la constitución de la Iglesia, es una comunión de las Iglesias.

2.2.2. La comunión en el contexto del Reino52


El Reino de Dios (como se ha visto más arriba) fue, sin duda, el centro del anuncio de
Jesús, la causa o proyecto que dió sentido a toda su existencia humana, desde la
Encarnación hasta la Resurrección, pasando por su Pasión y Muerte en la cruz.
Pues bien, la realidad del Reino de Dios es, en su esencia más profunda, una
realidad de comunión. Efectivamente, el Reino es el Proyecto de Dios sobre la
humanidad, según el cual los hombres están todos llamados y destinados a formar una
sola familia desde la viva conciencia de ser hijos de un mismo Padre, es decir, desde la
conciencia de proceder todos de un mismo origen; de tener todos, por esa razón, los
mismos derechos y deberes, de tener todos una misma y única meta: la fraternidad
universal. En el ámbito de este Proyecto y a su entero servicio, aparece la Iglesia
constantemente llamada y urgida a ser, al mismo tiempo y de forma inseparable,
microrrealización del Reino e instrumento válido para su progresiva realización hasta el
fin de los tiempos. Tanto desde una perspectiva (realización en pequeño del Reino) como
de otra (instrumento a su completo servicio), la Iglesia es, en su esencia más íntima y
tiene que ser, en su realización existencial, una comunión: reflejo de la comunión trinitaria
y compromiso y testimonio en la humanidad de comunión entre todos los hombres.
Como se ve, también la centralidad del Reino de Dios, plantea a la Iglesia su exigencia
más radical de ser una verdadera comunión.

2.2.3. La unidad, nota especificante de la Iglesia de Cristo

Para los seguidores de Jesús, ya desde los primeros pasos que dieron por la historia como
discípulos del crucificado-resucitado, la unidad no ha sido una cualidad de mayor o
menor importancia, una realidad más o menos central, una nota prácticamente periférica.
El «que todos sean uno para que el mundo crea» del evangelista Juan (cf. Jn 17,20-23),
es la versión abstracta del mandamiento nuevo, del único mandamiento que el Maestro
dejó a sus discípulos y seguidores convertidos en Iglesia por obra del Espíritu: «en esto
conocerán que sois míos: en que os amáis los unos a los otros» (Jn 15,12-17). Según
esto, el núcleo de la eclesiología tiene que estar centrado precisamente en la unidad, si se
quiere que, por una parte, no se convierta en simple historia de la eclesiología y, por otra,
no quede reducida a una mera jerarcología.

319
Se comprende cómo «esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere
abrazar a todos, no es accesoria sino que está en el centro mismo de su obra. No
equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en
cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y
en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape» 53.
Hasta tal punto es determinante la comunión en la Iglesia, que todo, absolutamente
todo, tiene que estar a su servicio: la Palabra, los Sacramentos, el Ministerio ordenado54,
la Misión55, las leyes y normas56, etc.

2.2.4. Muchas iglesias, una Iglesia

Teniendo presente lo dicho en el capítulo 1 sobre la realidad Iglesia en el Nuevo


Testamento, se ha de admitir que «el término y el concepto de iglesia tiene que
emplearse con pleno derecho y verdad, pero al mismo tiempo con un sentido analógico:
abarca la unidad con la diversidad, señala la diversidad en la unidad» 57. De hecho, las
primeras comunidades cristianas tuvieron clara conciencia de que la multiplicación de las
iglesias no significaba la multiplicación de la Iglesia: era siempre la misma y única realidad
—la Iglesia de Jesucristo—, la que se hacía presente en cada una de las iglesias
particulares (cf. Rom 1,7; 1Cor 1,2; 2Cor 1,1; Ga 1,2; Flp 1,1; Col 1,1; 1Tes 1,1; 2Tes
1,1). «Con la misma intensidad con que el nuevo testamento nos habla de la unidad de la
iglesia, y de la iglesia en singular, nos habla también de las iglesias en plural, esto es, de
las iglesias locales, de las asambleas litúrgicas de Corinto, Jerusalén, Roma, etc. No se
trata de filiales o de satélites de la única central, sino de “iglesia” en el sentido pleno de la
palabra: son iglesias como suceso. En ellas tiene lugar y se realiza lo que hace iglesia a la
Iglesia: la proclamación del anuncio de Jesús y sobre Jesús, el Cristo, la perseverancia en
la doctrina de los apóstoles, la fracción del pan como celebración de la eucaristía, el
ministerio diaconal (Hch 2,42)» 58. Las primeras comunidades fueron conscientes desde
el primer momento de que había muchas iglesias pero una sola Iglesia. San Hilario
exponente cualificado de la tradición, expresó esta realidad afirmando que «aunque en el
mundo haya una sola Iglesia, sin embargo cada ciudad tiene la suya propia; y aunque
sean mcuhas, sin embargo en todas es una, porque es una sola la que se tiene en las
muchas» 59. Esta multiplicidad en la unidad, o también, esta unicidad realizada en la
multiplicidad, no deja de ser en sí una no pequeña y sorprendente paradoja, que no tiene
parangón en el ámbito de las estructuras humanas60.

2.2.5. La comunión de los miembros en el único Cuerpo de Cristo

320
En esa única Iglesia, que es presentada por Pablo como el Cuerpo de Cristo (cf. Rom
12,5; 1Cor 10,17; 12,12. 20. 27; Ef 4,4; Col 2,19), los bautizados están todos unidos
graciaas a la profunda comunión existente entre ellos. La unidad de fe, de bautismo, de
eucaristía y especialmente la presencia en cada uno y entre todos los miembros de un
único y mismo Espíritu, establece entre ellos la mutua apertura y comunicación en lo que
consiste la verdadera comunión. No se trata de una mera yuxtaposición de los miembros,
ni siquiera de una buena organización en orden a una mayor eficacia: se trata de una
comunión orgánica a la manera de la que existe entre todos los miembros de un cerupo;
una comunión existente entre ellos de forma objetiva, más allá de la propia subjetividad o
incluso de la simpatía que pueda existir entre ellos.

2.3. El Espíritu Santo, fuente de diversidad y de unidad en la


Iglesia61
La Iglesia, según se ha visto anteriormente (capítulo 2), comenzó su andadura por la
historia en el momento de la efusión del Espíritu por obra del Resucitado. Resulta por
eso evidente que sin esa presencia activa y vivificante del Espíritu, el movimiento
iniciado por Jesús habría quedado en una simple secta dentro del judaísmo, pero no se
habría convertido en la Iglesia de Dios.
Ahora bien, el Espíritu dado a la Iglesia para su conformación en la historia, es el
mismo Espíritu que en el seno de la Trinidad es el lazo de unión entre el Padre y el
Verbo, el vínculo de Amor que los une hasta hacer de ellos una sola realidad divina en la
pluralidad de las Personas; el Espíritu es la comunión sustancial entre el Padre y el
Verbo. Pues bien, es esa misma la función que realiza el Espíritu en la Iglesia: y no
porque la tenga encomendada por el Padre y el Verbo, sino porque en su misma realidad
personal intratrinitaria es el Amor sustancial. Y si el actuar sigue al ser, es evidente que
al ser comunión interpersonal trinitaria, tiene que ser, igualmente, el principio de la
comunión intraeclesial. La función de comunión entre los bautizados en el seno de la
Iglesia no es una función añadida o accidental del Espíritu: es su propia Persona presente
y actuante en el seno de la Iglesia. Es el mismo Espíritu Santo, en el que el Padre y el
Hijo forman una misma y única comunión divina, el que «constituye la
intercomunicación de la Iglesia con su Señor y la de todos los miembros de Cristo que
viven en gracia» 62.
El Espíritu Santo, vínculo de amor y de comunión en el seno de la Trinidad, es
igualmente, en el interior de la Iglesia, el vínculo más profundo de comunión en la
diversidad de dones, carismas, gracias y ministerios: «tan estrechamente une a todos en
Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia» 63. En efecto, así como en el seno de

321
la Trinidad la acción vinculante del Espíritu no anula sino que mantiene profundamente
diversos al Padre y al Hijo en la plena comunión de un amor que mantiene la unidad de
la única naturaleza divina, así también, en la comunidad eclesial es el Espíritu el que
mantiene a los bautizados en la unidad más profunda sin anular la diversidad más variada
y enriquecedora de dones y ministerios, al servicio y para el crecimiento del único
Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,7-16). Es el Espíritu el que conserva en la Iglesia la verdadera
unidad fruto de su acción en la comunidad de los bautizados. Gracias al Espíritu, la
comunión en la Iglesia no sólo no es fruto de la destrucción de la diversidad de dones y
carismas, sino que es el resultado prodigioso de la convergencia de lo diverso. Gracias al
Espíritu, en el interior de la Iglesia no existe ni la unicidad ni el uniformismo, sino una
verdadera y rica unidad, fruto de la convergencia de lo diverso.
Por todo esto el apóstol Pablo no se cansa de repetir que, en la Iglesia, es el Espíritu
el principio no sólo de la diversidad de dones, sino también y muy especialmente, de la
unidad, es decir, de la comunión en la Iglesia (cf. Rom 12,3-8; 1Cor 12,4-30; Ef 4,3-13).
Es el Espíritu Santo, el que, en la Iglesia, crea, mantiene y desarrolla la unidad en la
diversidad; no suprime la diversidad, sino que la hace converger hacia su verdadero
centro: la vida de Dios, Uno y Trino. Al contrario de lo que sucedió en Babel, donde la
unidad saltó hecha pedazos en una distanciadora diversidad que enfrentó a los hombres
unos con otros (cf. Gen 11,1-11), el Espíritu en Pentecostés, respetando y conservando
la diversidad de cada pueblo, raza y nación (expresada plásticamente en la diversidad de
lenguas), hizo que todos los hombres entendieran la unidad del mensaje de salvación que
se les anunciaba, y, a partir de ahí, se entendieron entre sí, sin dejar de ser lo que eran
(cf. Hch 2,5-11).
Esta acción diversificadora y unificante al mismo tiempo, tiene ya su inicio en el
corazón mismo del bautizado, a partir de su relación con Cristo muerto y resucitado. De
hecho, «si en su estrato más profundo el ser-cristiano es esta relación con el Cristo
Salvador, esto se debe evidentemente a que éste lleva la fuerza del Espíritu. Pues bien, el
Espíritu salva reconciliando a la persona con lo que Dios soñaba de ella: un ser que no
encuentra su plenitud más que en la apertura a los demás y comulgando con Él, para
realizar así su imagen y semejanza» 64. Si en el corazón de cada bautizado actúa el
Espíritu abriéndolo a cada uno de sus hermanos y dándole la capacidad de darse a los
demás compartiendo los propios dones y de recibir en sí a los otros en la originalidad de
lo que cada uno es, resulta evidente que la comunión es, al mismo tiempo, fruto y
expresión de la acción del Espíritu en la Iglesia.
No hay, pues, Iglesia sin Espíritu. En su esencia más profunda, la Iglesia es una
realidad absolutamente pneumática65. Esto quiere decir que:
— Sin el Espíritu, no existe una verdadera y auténtica «con-vocación» (ekkaleo):

322
la Iglesia de Jesús.
— Sin el Espíritu, ni se acoge, ni se entiende, ni se vive la Palabra de Dios.
— Sin el Espíritu, el agua del Bautismo ni purifica, ni transforma, ni vivifica.
— Sin el Espíritu, no hay remisión de los pecados.
— Sin el Espíritu, no hay transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y en
la Sangre de Cristo.
— Sin el Espíritu, los ministros ordenados de la Iglesia se convierten en meros
funcionarios y guardianes externos de unas normas y de una disciplina eclesial
que esclaviza y no salva.
— Sin el Espíritu, ningún hombre puede confesar, con profundidad de fe: «Jesús
es Señor» (1Cor 12,3).
— Sin el Espíritu, la diversidad se convierte en atomismo empobrecedor, en
dispersión, emulación y controversia entre unos y otros.
— Sin el Espíritu, la unidad es aniquiladora de toda originalidad y riqueza
personal de cada bautizado.
— Sin el Espíritu, la misión de la Iglesia se convierte en mero proselitismo.
— Sin el Espíritu, la comunidad eclesial entra por caminos de infecundidad y
esterilidad salvadora.
— Sin el Espíritu, la fidelidad al Evangelio se convierte en fanatismo a la letra.
— Sin el Espíritu, en fin, la Iglesia es un conglomerado de individuos y no una
comunidad viva y rica en su variedad de seguidores de Jesús.
Entre unidad y diversidad existe, pues, en la Iglesia, siempre gracias al Espíritu,
una verdadera tensión dialéctica y no una empobrecedora disyuntiva excluyente. Es el
único y mismo Espíritu el que hace converger lo diverso para que, manteniéndose en su
diversidad, forme una auténtica unidad.

3. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL

«La comunión eclesial se expresa en su visibilidad y se construye al mismo tiempo en su


profundidad en ese acto de Iglesia por excelencia que es la sinaxis eucarística» 66.
Efectivamente, desde el primer momento en que la comunidad de los seguidores de Jesús
se siente iglesia (es decir, pueblo reunido por la con-vocación de que ha sido objeto por
parte de Dios), sintió, por eso mismo y de forma simultánea, la necesidad de realizar
aquel gesto misterioso que Jesús había confiado a los discípulos en la última Cena:
«haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,24). De hecho, después de
Pentecostés los seguidores del Resucitado sienten la necesidad de reunirse, una y otra
vez, «para la fracción del pan» (cf. Hch 2,42-47; 1Cor 10,16-21; 11,17-22).

323
En esta perspectiva histórica es impresionante el testimonio de Justino († 165) que
en su primera Apología67 narra la forma en que los cristianos, impulsados por un
misterioso pero real «sentido de la fe» celebraban ya en el siglo II la Eucaristía con la
clara conciencia no sólo de estar dando cumplimiento a un rito mandado por el Maestro
(cf. Lc 22,19; 1Cor 11,25-26), sino también de estar construyendo la Iglesia desde su
mismo fundamento o corazón. Con toda razón se puede afirmar con H. de Lubac, que
«hay una causalidad recíproca entre Eucaristía e Iglesia. Puede decirse que el Salvador
ha confiado la una a la otra. Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la
Eucaristía la que hace la Iglesia [...]. En virtud de esta misteriosa interacción, es el
cuerpo único, en fin de cuentas, el que se construye, en las condiciones de la vida
presente, hasta el día de su definitiva perfección» 68.
Los Padres fueron profundamente sensibles a esta relación (que no dudaríamos en
llamar genética) entre Eucaristía y comunión de las Iglesias que iban surgiendo por una
parte y por otra. Esta tradición patrística fue recogida y sistematizada en la Edad Media
por los grandes escolásticos69, hasta hacer de la Eucaristía el «sacramento de los
sacramentos» dentro de la Iglesia70, y de la unidad (con Cristo y con los hermanos), la
gracia específica de la Eucaristía. Sólo más tarde y a causa de las controversias con la
Reforma protestante, esta esencial relación entre Eucaristía e Iglesia fue totalmente
oscurecida, pasando a ser la Eucaristía en la consideración de los creyentes y de los
mismos ministros, por una parte, el Santo Sacrificio de la Misa, y, por otra, una
obligación semanal impuesta al cristiano, penalizada además, en caso de ausencia
voluntaria, con el pecado mortal.
Es digno de notarse que los teólogos ortodoxos han mantenido constantemente viva
conciencia la naturaleza radicalmente eucarística de la eclesiología71.
En la Iglesia católica ha sido el Concilio Vaticano II el que, significativamente, ha
recuperado al mismo tiempo, tanto el valor esencial y decisivo de la Eucaristía en orden
a la verdadera construcción de la Iglesia, como la primacía y el protagonismo de las
Iglesias particulares siempre en el marco de la Católica, es decir, de la Iglesia universal.
Efectivamente, en el Decreto Christus Dominus se afirma que «la diócesis es una
porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la
cooperación de su presbiterio, de suerte que, adherida a su pastor y reunida por él en el
Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia
particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una,
santa, católica y apostólica» 72. Y llevando adelante su razonamiento, el Concilio no duda
en afirmar que «la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación
plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas,
particularmente en la Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde

324
preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros» 73.
Hasta tal punto fue la Eucaristía, desde el primer momento de su existencia, el
corazón de la Iglesia, el sacramento eclesial por excelencia, que llegó a plasmarse el
aforisma de que «la Eucaristía hace la Iglesia» y, por eso mismo, «la Iglesia hace la
Eucaristía» 74. Entre Iglesia y Eucaristía, en efecto, «hay una causalidad recíproca [...].
Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero es también la Eucaristía la que hace a la
Iglesia [...]. En virtud de esta misteriosa interacción, es el Cuerpo único, en fin de
cuentas, el que se constituye, en las condiciones de vida presente, hasta el día de su
definitiva perfección» 75.

3.1. La Eucaristía «hace la Iglesia»

La Eucaristía es raíz y centro de la comunión eclesial: fuente y fuerza creadora de


comunión entre los miembros de la Iglesia; el lugar en el que, de forma permanente, se
expresa la Iglesia en su forma más esencial.
El Concilio Vaticano II repite una y otra vez, con expresiones diversas, que Cristo
«instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía, por el cual se significa y
se realiza la unidad de la Iglesia» 76.
Cuando la comunidad creyente celebra la Eucaristía con total sinceridad y
autenticidad, como ya en su tiempo exigía Pablo a los primeros cristianos (cf. 1Cor
10,16-17; 11,17-34), la comunidad eclesial, la Iglesia particular en este caso, queda
construida por esa celebración. De esta forma, «la Eucaristía es el hogar de la Iglesia. Allí
donde se celebra, acontece la Iglesia de manera fundamental. No puede, por ello, ser
considerada la comunidad eucarística como una sucursal administrativa. Aquí y ahora
está presente la totalidad del misterio salvífico. Por eso es legítimo afirmar que la
Eucaristía forja, hace, acendra, consolida la Iglesia. El cuerpo único e indiviso del Señor
se ofrece en totalidad y no parcialmente. Por la celebración eucarística es la comunidad
reunida enteramente Iglesia, aunque evidentemente no es la totalidad de la Iglesia. La
eclesiología eucarística conduce a la eclesiología de la Iglesia particular y ésta a la Iglesia
como comunión de iglesias. Porque, si en totalidad está presente la única Iglesia de Cristo
en cada una de las asambleas locales para celebrar la eucaristía, estas totalidades no
pueden estar en recíproca incomunicación» 77.
En este misma dirección afirma K. Rahner que «en el sentido más profundo, la
Iglesia no llega a ser plenamente acontecimiento sino en la celebración local de la
Eucaristía. En último término, y por esta razón, la Escritura puede llamar Ekklesía a la

325
comunidad local, nombre que significa, al mismo tiempo, la unión de todos los creyentes
dispersos por el mundo. No sólo resulta cierto decir: la Eucaristía existe porque existe la
Iglesia, sino también, con tal que se interprete rectamente, existe la Iglesia porque existe
la Eucaristía. La misma Iglesia universal existe y perdura porque se realiza siempre de
nuevo el acontecimiento único y total, la Eucaristía. Por el hecho de estar este
acontecimiento, por su propia naturaleza, localizado y vinculado a un elemento espacio-
temporal en una comunidad local, la Iglesia particular no es como una agencia,
libremente creada como consecuencia de la única Iglesia universal, sino que es el
acontecimiento mismo de esta Iglesia universal» 78. En otras palabras, tanto la Iglesia
universal como la Iglesia particular, «acontecen», «llegan a su plena realización aquí y
ahora», precisamente en la celebración de la Eucaristía. Por lo demás, la Eucaristía ha
sido siempre entendida en la Iglesia en clave de universalidad: pertenece a su propia
naturaleza. De forma que el horizonte de toda celebración eucarística es justamente la
catolicidad de la Iglesia.

3.2. La Iglesia «hace la Eucaristía»

Hemos recordado más arriba, cómo los seguidores de Jesús, apenas se sienten con-
vocados (ek-klesía) de nuevo por el Espíritu (cf. Hch 2,1) después de la desgraciada y
cobarde dispersión en el momento de la Pasión y Muerte del Maestro (cf. Mt 26,56; Mc
14,50), comenzaron no sólo a recordar su Persona, su doctrina y sus hechos
(anámnesis), sino también y sobre todo, a celebrar su presencia de Resucitado entre ellos
(memorial), dando gracias a Dios Padre por su santo siervo Jesús, el Ungido de Dios (cf.
Hch 4,24-30): comenzaron, en otras palabras, a hacer la Eucaristía. De ahí que, a lo
largo de la historia, la comunidad eclesial, precisamente porque se sabe hecha por la
Eucaristía, ha ido haciendo incansablemente la Eucaristía.
Pero la incesante celebración de la Eucaristía no lleva a la Iglesia a construirse de
forma automática: no cualquier forma de celebración eucarística es, de por sí,
construcción objetiva de la comunidad eclesial, como ya advertía Pablo a los primeros
cristianos (cf. 1Cor 11,17-34). La Eucaristía construye ciertamente la Iglesia, pero no a
cualquier precio ni de forma automática. El Concilio Vaticano II ha indicado algunos
parámetros para que se pueda hablar con toda verdad de auténtica celebración de la
Eucaristía: «esta celebración, para ser sincera y plena, debe conducir tanto a las varias
obras de caridad y a la mutua ayuda como a la acción misional y a las varias forma de
testimonio cristiano» 79.
Según estos criterios de autenticidad, se puede afirmar que la Iglesia particular hace

326
Eucaristía:
En la medida en que se hace verdaderamente católica, es decir, universal,
abriéndose más y más a la Iglesia universal en la que es, desde la que es, y por
la que es iglesia. Es absolutamente cierto que, «como el cuerpo eucarístico es
verdaderamente el cuerpo del Señor que asume en sí mismo a la totalidad de
los creyentes, cada celebración eucarística hace comulgar a la Iglesia entera. La
Iglesia universal es inmanente a la Iglesia particular en la comunión con el
cuerpo eucarístico. Y correlativamente, la Iglesia particular que celebra el
memorial del Señor es sacramentalmente comunión de la Iglesia en su
totalidad, una totalidad que abarca todos los tiempos desde el justo Abel, todos
los lugares, todas las situaciones. Cuando la tradición afirma que la Iglesia es
eucarística, manifiesta ese sentido profundo de la unidad irrompible de la
Iglesia de Dios, inseparable de su catolicidad, basada en su santidad, es decir,
en su inserción en Cristo Señor. Donde se celebra una sinaxis eucarística, allí
está la Iglesia de Dios tal como está en todas las sinaxis eucarísticas, como lo
ha estado y como lo estará» 80.
En la medida en que este «crisol de la unidad» 81, va haciendo que la
comunidad celebrante se vaya convirtiendo, en realidad de verdad, en aquello
mismo que celebra y recibe, es decir, el Cuerpo de Cristo82. Sólo así, los
miembros de la comunidad «confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada
liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de
Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este
augustísimo sacramento» 83. Sólo así, este pueblo mesiánico que es la Iglesia
«aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca
una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen
segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo que lo instituyó para
ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de
instrumento de la redención universal» 84.
En la medida en que crece y se afianza en su compromiso de construir la
unidad entre todos los hombres, más allá de su condición particular de raza,
sexo, nación, e incluso religión. La universalidad de la redención de Cristo (cf.
Mt 26,28; Mc 14,24), su condición de «mediador» único y universal entre
Dios y los hombres (cf. 1Tim 2,5; Hch 4,12)), hace que la comunidad
cristiana, comunidad esencialmente eucarística «reunida de todos los pueblos y
naciones que hay debajo del cielo» (cf. Ap 7,9), esté abierta a todos los
hombres siendo fermento de fraternidad universal. La comunidad eucarística
«avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del
mundo y encuentra su razón de ser en actuar como fermento y como alma de

327
la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de
Dios» 85. Si el Reino, como se recordaba más arriba, es el Proyecto de Dios de
hacer de la humanidad una única y gran familia, la comunidad cristiana celebra
la Eucaristía, no ritualmente sino en la realidad de los hechos, en la medida en
que se compromete a construir esa única y gran fraternidad entre los hombres.
En la medida en que el impulso misionero del «id y haced discípulos de todas
las naciones» (Mt 28,19) se siente constantemente renovado: un impulso que
no nace en la Iglesia de un elemental afán de proselitismo o del innato deseo de
supervivencia, sino de la profunda experiencia, personal y comunitaria, de ser
salvados por Cristo. La comunidad de bautizados, hecha consciente en la
Eucaristía de su condición de comunidad salvada, siente la necesidad no sólo
de celebrarla, sino también de proclamarla y de ofrecerla a todos los hombres,
puesto que por todos los hombres (cf. Jn 11,51-52) se entregó aquel que, en la
Eucaristía, no sólo nos ofrece su gracia, sino a sí mismo como autor de la
gracia. Con razón dice Santo Tomás que en la Eucaristía «se contiene todo el
misterio de nuestra salvación» 86. Por lo demás, ha de realizarse aquello de que
«el que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la
verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre
haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino, sin convertirse en alguien
que a su vez da testimonio y anuncia» 87.

4. EL MINISTERIO ORDENADO, COMO SERVICIO A LA


COMUNIÓN EN LA IGLESIA88

El ministerio en la Iglesia, sobre todo el ministerio ordenado, depende absolutamente del


concepto y de la visión de Iglesia que se tenga, no tanto en relación con su origen cuanto
en relación con su naturaleza y con la forma de ejercitarlo.
Una Iglesia concebida prevalentemente, por no decir exclusivamente, como una
«sociedad perfecta», es natural que se estructure de forma piramidal de arriba abajo, y
que entre sus miembros existan categorías, dividiéndose entre jerarcas y no jerarcas,
jefes y súbditos, gobernantes y gobernados. Se sigue así una pauta de actuación
fundamentalmente profana: es decir, se actúa en completa analogía, más aún, en
paralelismo perfecto con la estructura de la sociedad civil. La importancia de cada
miembro depende, por tanto, del lugar que ocupe en el organigrama general de la
sociedad.
Por el contrario, en una Iglesia concebida desde la categoría bíblica de «comunión»,

328
los miembros de la comunidad son todos de la misma dignidad (cf. LG 32), no
diferenciándose por el puesto que ocupan en el organigrama societario, sino por la
función que desarrollan en la totalidad del cuerpo de Cristo según el ministerio que cada
uno tiene confiado: una diferencia, por lo demás, que no los distancia entre sí, sino que
los sitúa en una posición de insuprimible complementariedad de unos respecto a los
otros.
Esta diferencia, realmente fundamental entre un planteamiento eclesiológico y otro,
se echa de ver claramente si se analizan, de forma paralela, las enseñanzas del Concilio
de Trento y las del Vaticano II. Se observa en ellas el paso del ministro-jerarca en la
comunidad, al ministro-servidor de la comunidad89.
Pues bien, es en el marco de una Iglesia toda ella ministerial, es decir, servidora
indiscutible de todos los hombres, donde aparecen los diversos ministerios que se
encuentran en el Nuevo Testamento. Es verdad que «el Nuevo Testamento atestigua
cierta intederminación en las formas de ejercicio y organización de los ministerios, pero
presenta también un tipo bastante sencillo de articulación entre las funciones
fundamentales que parecen pertenecer a la vida de la Iglesia de todos los tiempos» 90.
En el Nuevo Testamento, en efecto, las grandes tareas o servicios que se confían a
los ministros dentro de las comunidades son: el servicio de la Palabra y el de los
sacramentos, especialmente la Eucaristía. Dos servicios aparentemente diversos, pero
que, en definitiva, constituyen un mismo y único servicio: crear, afianzar y hacer crecer
(= auctoritas) la comunión entre los bautizados.
Efectivamente, la predicación de la Palabra que aparece como el primer objetivo del
ministerio ordenado dentro de la comunidad (cf. Rom 12,6-8; 1Cor 12,8; Ef 4,11; Hbr
13,7; 1Tim 3,2; 4,6. 13; 5,17; 2Tim 2,2; Tit 1,9; 2,15; Hch 20,28-32; 1Pe 4,11), es en el
fondo un servicio a la Comunión, puesto que la Palabra de Dios es siempre una Palabra
que «con-voca», que «une»: «la vida que transmite se traduce en unas relaciones nuevas
entre los hombres [...]. A los que engendra, los consagra para que se amen (1Pe 1,22;
2,3). Por eso el mundo no puede creer en Jesucristo sin el testimonio de la unidad de los
creyentes (Jn 17,23)» 91.
Esta Palabra sinceramente acogida por la comunidad, está llamada a ser, ante todo,
una Palabra realmente unificadora de todos los miembros en el interior de una
comunidad en las que se viva la fraternidad y el servicio de unos respecto de otros, ya
que «el evangelio aporta a los hombres, además de la salvación en Jesucristo, un modo
de entenderse recíprocamente y de colaborar que los libera del egoísmo y de la voluntad
de dominio» 92. La Palabra sinceramente acogida, lanza además necesariamente a la
comunidad a una actividad incoerciblemente anunciadora (cf. Hch 4,13-20; 5,25-30. 40-
42) de la Buena Noticia a todos los hombres sin distinción. Una Buena Noticia, por otra

329
parte, que no es otra que el anuncio de la comunión entre todos los hombres, en una
fraternidad que encuentra su fundamento y su exigencia fundamental precisamente en la
comunión establecida por Dios con la humanidad.
El Concilio Vaticano II abre su documento central —la Constitución dogmática
Lumen Gentium—, afirmando que la Iglesia es en Cristo «como un sacramento o sea,
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano» 93. O sea, la Iglesia, por su propia esencia, está llamada a ser en la realidad de la
vida, signo e instrumento de comunión al mismo tiempo.
Siendo la comunión, en su doble vertiente (vertical hacia Dios y horizontal hacia los
hombres), el gran objetivo, el sentido último, la meta final hacia la que tiende en
definitiva toda la acción de la Iglesia, resulta evidente y completamente lógico, afirmar
que todo en la Iglesia, absolutamente todo, tiene que estar al servicio y en función de la
comunión.
En esta perspectiva general de servicio a la comunión aparece y tiene que ser
ejercido el ministerio ordenado en la Iglesia, como parte de ese todo constitutivo que,
como el resto de elementos, tiene que ser puesto al servicio de la comunión.
Por otra parte, aunque es cierto que «el hecho ministerial se expresa en el Nuevo
Testamento sin el dualismo posterior de sacerdotes y laicos, y sin relación con una
doctrina elaborada del sacerdocio» 94, sin embargo, el ministerio ordenado no nace en la
Iglesia desde abajo: no se origina en el pueblo de Dios, no es algo que haya sido
inventado por ese pueblo o que haya nacido de la propia comunidad eclesial como algo
propio y original: le ha sido «dado» previamente; ha nacido de arriba, proviene de Jesús
y del Espíritu: «separadme a Bernabé y Saulo...» (Hch 13,2).
Pero con igual claridad y seguridad tiene que ser expresada y subrayada la naturaleza
diaconal del ministerio ordenado: los ministros no son dueños ni amos en el interior de las
comunidades; son bautizados, al servicio de los demás miembros en virtud de un
ministerio que se les ha confiado oficialmente mediante un sacramento. San Agustín lo
sentía y lo expresaba espléndidamente cuando decía: «Si me aterra lo que soy para
vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros, en efecto, soy
obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es el nombre del cargo (onus) que se asume;
éste el de la gracia que se recibe; aquél, el del peligro; éste, el de la salvación. Trabajando
en un cargo que nos es personal, descansamos en el beneficio que nos es común a todos.
Que el hecho de ser redimido con vosotros me seduzca más que el de ser vuestro jefe, y
por lo mismo, seré más totalmente vuestro siervo, como lo prescribe el Señor. Ojalá así,
pueda yo no ser deudor del precio, gracias al cual he obtenido ser vuestro compañero de
servicio» 95. El ministro es, por eso y en virtud de la propia Ordenación, el incondicional
servidor del resto de los hermanos (la grey como es llamada con frecuencia la comunidad

330
creyente: cf. Mt 26,31; Lc 12,32; Hch 20,28-29; 1Pe 5,2-3), dentro de la comunidad. El
ministerio ordenado no ha sido inventado por el Pueblo de Dios: su origen está más allá
de la iniciativa y de la posibilidad creativa y estructuradora de la propia comunidad. Pero
también la naturaleza del servicio está igualmente dada y señalada desde su mismo
origen. De ahí que, en virtud de su origen, hay que afirmar que todo ministerio en el
interior de la Iglesia, también y especialmente el ministerio ordenado, tiene una naturaleza
de servicio: «Yo, vuestro Señor y Maestro, estoy en medio de vosotros, no como el que
es servido, sino como el que sirve» (cf. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27; Jn 13,14-15).
En plena sintonía con esta perspectiva bíblica, el Vaticano II presenta la autoridad de
los ministros ordenados, señaladamente la del obispo como una autoridad cuyo sentido
fundamental es del de crecer en comunión a toda la comunidad eclesial: «en el ejercicio
de su oficio de padre y pastor, sean los obispos en medio de los suyos como los que
sirven [...]; verdaderos padres que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud para
con todos [...]. De tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que
todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» 96. La misma
sacra potestas de la que están inequívocamente investidos los ministros ordenados —los
obispos en primer lugar—, tienen que usarla «únicamente para edificar a su grey en la
verdad y en la santidad» 97.
En esta misma línea ha afirmado Juan Pablo II que «para asegurar y acrecentar la
comunión en la Iglesia y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios
ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al
servicio de todo el pueblo de Dios» (cf. Hb 5,1)98.

5. DOBLE DIMENSIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIAL: VERTICAL Y


HORIZONTAL99

Eclesialmente hablando, la comunión implica siempre y de forma necesaria e inseparable,


una doble dimensión: vertical (comunión con Dios), y horizontal (comunión entre los
hermanos).
En la tradición bíblica y patrística, la koinonía ha implicado invariablemente la
dimensión vertical hacia el Dios, Uno y Trino, y la horizontal hacia todos los hombres, en
especial hacia los propios hermanos de la comunidad (cf. 1Tim 5,8; Ga 6,10; Rom 16,5).
No se puede estar en comunión con Dios sin estarlo con los hermanos los hombres (cf.
Mc 12,28-31; Mt 22,36-40; 25,40. 45; Lc 10,25-28; Rom 13,8-10). El apóstol Juan,
sobre todo en su Primera Carta, captó y expresó de manera notable el sentido profundo
de la comunión enseñada y pedida por Cristo a sus seguidores: «Podemos amar nosotros

331
(a Dios) porque Él nos amó primero» (4,19); «sabemos que amamos a los hermanos
cuando amamos a Dios» (5,2); «quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios
a quien no ve, no puede amarlo» (4,20; cf. 1Jn 3,10. 16-17. 23; 4,7-12. 19-21; 5,1-2).
Ambas dimensiones —hacia Dios y hacia los hermanos— son absolutamente
inseparables, y por eso mismo, absolutamente imprescindibles. Cada una de ellas es
expresión y garantía de la autenticidad de la comunión con la otra parte: no hay
verdadera comunión con Dios que no se exprese en la comunión con los demás
miembros de la comunidad eclesial, como tampoco hay comunión con los hermanos que
no encuentre en la comunión con Dios su raíz, su fundamento, y su razón última y
determinante. El amor a Dios, el grado de comunión que se tiene con Él se expresa y se
mide por el grado y autenticidad del amor a los hermanos; al igual que el verdadero amor
cristiano a los otros, encuentra su raíz y motivación más honda y permanente en la
comunión con Dios.
La koinonía eclesial, en efecto, tiene su raíz y su inagotable principio generador, en
el Amor que el Dios Trinidad tiene por el hombre, como proyección del Amor sustancial
que es Él mismo en su interior: es el Dios, comunión trinitaria, el que tiene la iniciativa
absoluta en el establecimiento de las relaciones de comunión y de amor con el hombre.
La comunión del hombre con Dios es siempre respuesta a un ofrecimiento previo,
totalmente original y gratuito por parte de Dios. La comunión del hombre con Dios es,
siempre, respuesta, «acto segundo», en relación con el «acto primero» original y
precedente de un Dios que, por pura bondad, por el amor con que amó al hombre desde
toda la eternidad, se ha automanifestado al hombre y lo ha hecho como un Amor que
crea y funda la comunión.
La profundidad de la comunión con Dios tiene que ir de la mano con la extensión y
amplitud de la comunión que la comunidad eclesial está llamada y comprometida a
establecer con todos los hombres sin excepción, más allá de toda raza, lengua, pueblo,
nación, sexo, opción política o religiosa: es decir, una comunión auténticamente
ecuménica, universal. Si el verdadero amor no conoce fronteras, es evidente que la
comunión que el amor crea, debe carecer igualmente de fronteras. Cuando el amor y la
consiguiente comunión es mayor que las diferencias de cualquier tipo, sobre todo
ideológicas, entonces la actitud ecuménica no es una imposición desde fuera, sino una
exigencia desde dentro. Además de esa comunión horizontal y visible con los hermanos
mediante el amor, existe una comunión que puede llamarse específicamente eclesial: es la
comunión que se da con la doctrina que transmitieron los apóstoles, la comunión en unos
mismos sacramentos, la comunión con los ministros a los que ha puesto el Espíritu Santo
para gobernar pastoralmente a las comunidades (cf. Hch 20,28).

332
6. LA IGLESIA, COMUNIÓN DE COMUNIDADES

El Concilio Vaticano II recuperó la realidad de la Iglesia particular, en la comunión de la


Iglesia universal100. Presentó a la Católica, es decir, a la Iglesia universal, en la
comunión de las Iglesias locales o particulares.
Ahora bien, «cada Iglesia particular no es ni puede pensarse como una mera suma
de fieles, así como tampoco la Iglesia universal se constituye de la suma de las Iglesias
particulares. Aquella consta de éstas (ex quibus), porque al mismo tiempo la Iglesia
universal se realiza en cada una (in quibus) de las Iglesias particulares» 101.
Por otra parte, la relación entre Iglesia universal e iglesias particulares es de
naturaleza mistérica y, por consiguiente, «no es comparable a la del todo con las partes
en cualquier grupo o sociedad meramente humana» 102. Existe una correlación radical
entre Iglesias particulares e Iglesia universal: una correlación que es consubstancial e
interior a la misma catolicidad de la Iglesia. Por eso, Iglesia particular e Iglesia universal
no pueden relacionarse de una forma exageradamente dialéctica y según una lógica de
dos términos poco menos que contrapuestos: en la Iglesia particular está la católica, es
decir, la realidad de la Iglesia abierta no sólo a la universalidad de las demás Iglesias, sino
incluso del mismo mundo. Así la católica no es otra cosa que la comunión de todas las
Iglesias particulares unidas entre sí por la común Eucaristía, garantizada, además, por el
ministerio de unidad confiado a Pedro y a sus sucesores.

6.1. La Iglesia particular «porción» y no «parte» de la Iglesia


universal

Una cuestión no del todo indiferente en la relación Iglesia universal-Iglesias particulares,


es si éstas son parte o porción de la Iglesia universal. A primera vista estos términos
pueden parecer perfectamente equivalentes. De hecho así se usan en el lenguaje común,
y hasta en el diccionario asumen una equivalencia total en la práctica. En el mismo
Concilio Vaticano II aparecen ambos términos en textos diversos:
— «Queda como principio sagrado que, dirigiendo (los obispos) bien su propia
Iglesia, como porción de la Iglesia universal (portio Ecclesiae universalis;
portio Populi Dei), contribuyen eficazmente al bien de todo el cuerpo místico,
que es también el cuerpo de las Iglesias» 103.
— «Los obispos... no deben olvidar... a las otras Iglesias particulares, pues son
partes (partes unius Ecclesiae Christi) de la única Iglesia de Cristo» 104.
De todas formas, resulta importante precisar debidamente el significado de ambos
términos por las consecuencias que de ello pueden derivarse. En su sentido más propio,

333
filosófico si se quiere, la parte es una fracción de un todo al que pertenece de una forma
que puede ser extrínseca, accidental y hasta artificial: las partes integran al todo;
contribuyen a la conformación de la totalidad desde una perspectiva no necesariamente
ontológica, sino externa, accidental, integrativa. Por el contrario, se puede describir la
porción como aquella parte del todo en la que están presentes todos los elementos
esenciales e imprescindibles que constituyen e identifican el todo en su ser más profundo,
conservando todas y cada una de las cualidades y propiedades del conjunto. En la
porción está el todo, contenido de una forma esencial y plena aunque condensada. En la
parte no está el todo; en la porción, sí. De forma que toda porción es también parte, pero
no toda parte es porción; las partes componen el todo, la porción lo expresa.
Según este análisis, se comprende que el concepto de porción (y el correspondiente
término), expresa con mucha mayor precisión la relación Iglesia particular-Iglesia
universal, que el concepto (y el correspondiente término) de parte. La Iglesia universal no
se compone de partes que la integran: no es una realidad compuesta de partes. La Iglesia
se realiza en su totalidad esencial en cada una de las Iglesias particulares; por eso se
puede afirmar que cada Iglesia particular es porción de la Iglesia universal. El Concilio
Vaticano II puso de relieve la plenitud eclesial de cada Iglesia particular al afirmar que
éstas están constituidas «a imagen de la Iglesia universal» 105, o que cada una de ellas es
«una porción del Pueblo de Dios» 106. Efectivamente, cada Iglesia particular posee el
Espíritu de Cristo, acepta la totalidad de la organización eclesial, los medios de salvación
establecidos en la Iglesia, está unida a Cristo en su cuerpo visible por la profesión de una
misma fe, de unos mismos sacramentos, del mismo gobierno y comunión eclesiástica y,
especialmente, a través del propio obispo que la preside, por la comunión con todas las
demás Iglesias gracias a su comunión con la Iglesia de Roma107.

6.2. Profunda relación entre Iglesia particular e Iglesia universal


Entre Iglesia particular e Iglesia universal existe, pues, una peculiar relación de in-
existencia, es decir, de mutua interioridad, como quiera que en cada una de las iglesias
particulares «se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa,
católica y apostólica» 108. Por eso precisamente, la Iglesia universal «no puede ser
concebida como la suma de las Iglesias particulares ni como una federación de Iglesias
particulares» 109.
De la misma forma que la Iglesia católica, una y única, existe, —según el Vaticano II
— en las Iglesias particulares y a partir de las Iglesias particulares110, así también las
Iglesias particulares existen en la Iglesia universal y a partir de la Iglesia universal111.
El Papa Juan Pablo II ha expresado esta esencial relación entre Iglesia universal e

334
Iglesia particular, con unas palabras que vamos a reproducir por extenso: «Sobre el
fundamento de comunión, que sostiene a la Iglesia en su constitución más íntima y en
sus más variadas expresiones, concretas e históricas, se construye la exhuberante
correlación de mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesias particulares. En virtud
de esta constitutiva relación se establecen en las distintas partes vínculos de íntima
comunión acerca de las riquezas espirituales, mientras la variedad de Iglesias locales
concordes entre sí, demuestra con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa(cf.
LG 13). Por esta unidad, la Iglesia universal puede sentirse enriquecida por los tesoros de
las Iglesias particulares y las Iglesias particulares pueden gloriarse de pertenecer a la
Iglesia universal, la cual precisamente, está verdaderamente presente y actúa en ellas (cf.
CD 11). Tal reciprocidad, mientras expresa y preserva la dignidad de ambas, ilustra
adecuadamente la figura de la Iglesia, una y universal, que en las Iglesias particulares
encuentra al mismo tiempo, tanto la propia imagen como un lugar propio de expresión,
estando las Iglesias particulares formadas a imagen de la Iglesia universal, y en ellas y de
ellas se constituye la una y única Iglesia católica (cf. LG 23). Las Iglesias particulares a
su vez se constituyen ex et in Ecclesia universali: de ésta y en ésta, en efecto, adquieren
la propia eclesialidad. La Iglesia particular es «Iglesia» justamente porque es presencia
particular de la Iglesia universal. De esta forma, por una parte, la Iglesia universal
encuentra su existencia concreta en cada Iglesia particular, en la que ella está presente y
operante, y, por otra parte, la Iglesia particular no agota la totalidad del misterio de la
Iglesia, puesto que algunos de sus elementos constitutivos no son deducibles del puro
análisis de la Iglesia particular misma. Tales elementos son el oficio del sucesor de Pedro
y el mismo colegio episcopal» 112.

6.3. Unidad, pluralismo y sectarismo en la Iglesia113

El mundo es y ha sido siempre una realidad plural desde muchos puntos de vista:
filosófico, cultural, sociológico, político e incluso religioso. La historicidad radical del
hombre hace que, aun dentro de una sustancial inmutabilidad, los esquemas y formas de
percibir y vivenciar la realidad, cambien de un tiempo a otro, de una cultura a otra, de un
momento histórico determinado a otro. Incluso en el plano específicamente religioso —
también cristiano—, el hombre, a causa de su radical finitud, tiene una objetiva
incapacidad de agotar categorial y vivencialmente el misterio de Dios que se le
automanifiesta: las categorías mentales del hombre ni agotan ni pueden agotar la infinitud
del Dios que se revela. El lenguaje humano, por otra parte, ni expresa, ni puede expresar
de forma total y exhaustiva el misterio revelado. En consecuencia, ese misterio puede ser
cada vez mejor captado y expresado de lo que lo haya sido con anterioridad. Y no sólo
en la sucesión cronológica del tiempo, sino en la amplia variedad de las culturas. La

335
trascendencia del misterio de Dios, —revelado en nuestro caso en Cristo y por Cristo—,
y la finitud del hombre que lo capta y lo expresa, llevan necesariamente al pluralismo
teológico que, sin embargo, está condicionado por los márgenes de la comunión de la fe
de la Iglesia, garantizada a su vez por el magisterio auténtico gracias al cual el pluralismo
no degenera en desintegración de la fe, sino que mantiene siempre la unidad en la
diversidad.
Es un hecho innegable que la Iglesia, desde sus mismos orígenes ha sido una
realidad plural114. Como se vió en su momento, los autores del Nuevo Testamento y en
particular los evangelistas fueron muy distintos unos de otros en la forma de presentar y
transmitir el mismo y único mensaje de salvación, pudiéndose observar varias teologías
en los diversos escritos neotestamentarios. Existencialmente, además, se constata que
una es la forma como se entendió y vivió el misterio de la Iglesia en el ámbito judeo-
cristiano, otra en el ámbito de la comunidad antioquena y otra bien distinta en el ámbito
de la ciudad de Corinto. Plural ha sido además, desde siempre, la forma de celebrar la
única y misma fe (diversidad de liturgias...), la forma de entender y explicar el mismo y
único misterio cristiano (diversidad de escuelas teológicas...), la manera concreta de
entender la única y misma misión confiada por el Maestro a sus seguidores (formas de
colonización espiritual o formas de auténtica inculturación).
Este amplio pluralismo eclesial fue progresivamente eliminado sobre todo a partir de
la Reforma protestante, siendo substituido por un uniformismo rígido y empobrecedor en
todos los órdenes (litúrgico, teológico, misionero, pastoral) dentro de la Iglesia115.
El Concilio Vaticano II, superando el monolitismo uniformizador fuertemente
acentuado en tiempos de León XIII (Encíclica Aeterni Patris: 4 agosto 1879) y de Pío
XII (Encíclica Humani Generis: 12 agosto 1950), abrió las puertas de nuevo a la
posibilidad y consiguiente legitimidad del pluralismo en los diversos órdenes y aspectos
de la vida eclesial: bien de forma genérica (GS 33. 44), de la liturgia (SC 1. 37-40. 50.
63. 64. 81), de la cultura (GS 59. 62), de la política (GS 43. 75), e incluso en el terreno
íntimo de la conciencia (GS 50; DH 2).
El Papa Juan Pablo II, en plena fidelidad y sintonía con el Vaticano II, escribió la
Encíclica Slavorum Apostoli (2 junio 1985) en la que ponía de relieve cómo «el
evangelio no lleva al empobrecimiento o desaparición de todo lo que cada hombre,
pueblo y nación y cada cultura en la historia, reconocen y realizan como bien, verdad y
belleza». Y esto, por el hecho fundamental de que «cada hombre, cada nación, cada
cultura y civilización tienen una función propia que desarrollar y un puesto propio en el
misterioso plan de Dios y en la historia universal de la salvación» 116.

Unidad y pluralismo, dos polos en constante tensión en la Iglesia


336
Según se ha dicho anteriormente, la Iglesia, como misterio de comunión, se mueve por
su propia esencia y desde sus mismos orígenes, entre la unidad y el pluralismo. Estos dos
polos constituyen dos puntos de referencia a los que la Iglesia no puede en forma alguna
renunciar. Al ser reflejo y manifestación del misterio de la Trinidad por una parte, y al
encontrar en el mismo y único Espíritu la fuente tanto de la unidad como de la diversidad
(cf. 1Cor 12,4-14), la Iglesia no puede situarse en la tesitura de una disyuntiva
excluyente: por su propia esencia y, por consiguiente, de forma necesaria, unidad y
pluralismo se mantienen en la Iglesia en la relación de una radical dialéctica: no sólo, sino
también et... et...
Los miembros de la comunidad eclesial han de conservar y vivir la unidad más
profunda en la más amplia diversidad, sabiendo de todas formas, que la diversidad se
mantiene y vive en razón de la unidad. La Iglesia no puede ser una sacrificando toda
forma de legítimo pluralismo; como no puede ser plural olvidando la necesaria y esencial
unidad. No se puede lograr la unidad a costa de la diversidad, ni se mantiene la
diversidad a costa de la unidad. Estando llamados a ser, o mejor, siendo cuerpo de
Cristo, la verdadera unidad se construye y mantiene desde la diversidad, de la misma
forma que la legítima diversidad se garantiza y justifica desde una auténtica unidad.
Es necesario con todo reconocer que no resulta siempre fácil mantener en su justo
punto esta tensión, que siendo dialéctica, es decir, debiendo afirmar los dos términos del
binomio, unas veces sacrifica la unidad al pluralismo hasta crear la sensación de un
inaceptable y disgregador atomismo, y otras sacrifica el pluralismo a la unidad llegando a
formas y actuaciones de la más absoluta y empobrecedora uniformidad.
El pluralismo comienza a ser negativo cuando la pluralidad de pensamiento, de
opciones, de valores, de actitudes, se convierte en principio y causa de disgregación y
antagonismo. De la misma forma que la irrenunciable unidad se convierte en objetivo
negativo cuando cercena, coarta, aplasta o silencia la verdadera pluralidad de dones,
carismas, gracias o ministerios.
Con toda razón se puede afirmar con H. Fries que «la unidad de la Iglesia y en la
Iglesia no puede subsistir en la uniformidad, sino en una unidad vital y libre, rica y
multiforme. De todas formas, sigue habiendo un límite: precisamente en donde resulte
amenazada la unidad que se exige en las cosas necesarias, y en donde la variedad se
convierte en oposición y contradicción y conduce a la división» 117.
A la verdadera comunión en la unidad se oponen, pues, igualmente tanto el
pluralismo anárquico, sin límites ni fronteras, como el sectarismo que pretende asegurar
la unidad interna del grupo a base de eliminar cualquier forma de pluralismo (subjetivo u
objetivo), y de cortar todo vínculo de comunión más allá del propio grupo, anulando el
horizonte de la universalidad.

337
1) Ante todo, el pluralismo sin límite alguno

Admitido el hecho de la profunda diversidad entre los hombres, hay que decir que el
pluralismo, como proyección social de la propia condición humana, puede ser
interpretado desde diversos ángulos según el origen que tenga. Puede indicar, ante todo,
que las perspectivas desde las que puede ser considerada la realidad, cualquiera que ella
sea (objetos, personas, cosas, problemas, soluciones...), son ilimitadas. Puede decir
igualmente que nadie tiene el monopolio de la verdad como quiera que el mundo ha sido
puesto a la eterna discusión de los hombres. Puede incluso indicar que la capacidad de
equivocarse del hombre corre pareja con su capacidad de límite. Y, en el ámbito
específicamente cristiano, puede decir que nadie agota de forma exhaustiva el misterio y
la verdad de Dios, de Cristo y de su Evangelio.
Pues bien, cuando el pluralismo carece de todo principio unificador, de toda
referencia objetiva y compartida por un grupo, cualquiera que sea, se convierte en un
movimiento centrífugo; conduce de forma casi irremediable al relativismo más absoluto y
por ello mismo, de manera inequívoca y necesaria, a formas y comportamientos de
disgregación. Para que el pluralismo también en el seno de la Iglesia sea legítimo, no
puede convertirse en fuerza disgregadora, destructora del hombre o incluso del tejido
social. Al igual que, para que la unidad, también en el seno de la Iglesia, pueda ser su
meta suprema, no puede anular o hacer desaparecer la riqueza de la diversidad.

2) A la verdadera unidad se oponen igualmente las distintas formas de


sectarismo

La génesis y las razones profundas del sectarismo pueden ser muchas y variadas. Puede
tratarse de un problema de inseguridad, personal o colectiva; puede ser efecto de una
personalidad excesivamente poderosa por parte del líder y demasiado débil en el devoto;
puede obedecer a razones de ambición política o de cualquier otro género.
K. Rahner ha individualizado ampliamente las notas que caracterizan a toda secta:
«se da una tal secta cuando la gran mayoría de un grupo social se retira de hecho o a
propósito de la vida pública de la sociedad y se limita ya sólo a protestar, a ver alrededor
un mundo que va de mal en peor, cuyos objetivos y deberes intramundanos no le
interesan ya a uno, al menos en cuanto miembro de ese grupo, cuyo estilo de vida está
encuadrado por la mayor cantidad posible de prohibiciones tipo tabú; cuando se procura
ofrecer dentro de la secta, de modo autárquico, lo máximo posible de la vida, que al fin y
al cabo hay que llevar; cuando con toda naturalidad se considera como enemigos más o
menos peligrosos a quienes no pertenecen a ese grupo; cuando se sabe con toda exactitud
y en cada momento cuál es el partido político al que ha de dar su voto un miembro de

338
esa secta; cuando se sostiene la opinión (naturalmente sin confesarlo) de que para cada
cuestión que surja se tiene preparada de inmediato una respuesta, sabiendo, por ejemplo,
con toda precisión qué tipo de literatura y de arte es adecuado a la sensibilidad cristiana y
cuál no; cuando a las expresiones de la vida cultural de la sociedad se reacciona ya de
entrada sólo desde puntos de vista morales (o que se tienen por tales); cuando se es
supersensible a las críticas procedentes de las filas propias, sobre todo las dirigidas a
quienes detentan cargos en ellas, apelando con excesiva prontitud y gusto a una unidad
cerrada para poder resistir a los enemigos» 118. Resumiendo, se puede asegurar que todo
grupo que se repliega sobre sí mismo, que convierte lo propio, lo parcial, lo local, en una
realidad absoluta, cerrada e impermeable a cualquier forma de cuestionamiento, de
interpelación venida de fuera, es un grupo que ha entrado inequívocamente por caminos
de sectarización.
Tanto en un caso como en otro, pluralismo ilimitado o sectarismo, conducen al
grupo —a la Iglesia en sus diversos niveles en nuestro caso—, a la atomización; tanto en
un caso como en otro, se rompe la verdadera unidad; tanto en una caso como en otro, se
quebranta la fidelidad a la tradición recibida, originando actitudes beligerantes frente a
otras posturas o grupos igualmente legítimos en el seno de la comunidad eclesial: se
rompe la comunión.
Y tanto en un caso como en otro, existe, por institución divina (cf. 1Cor 7,10-11. 15;
2Cor 13,10; 1Tim 1,20; 4,6-16; 6,3-4; 2Tim 2,14-18; 3,14-17; Tit 3,8-11; 2Pe 1,20-21),
una instancia que está llamada a hacer de correctivo: el ministerio ordenado en sus
distintos niveles, sobre todo el ministerio episcopal. Si, como se ha dicho más arriba, el
objetivo central del ministerio es construir y asegurar la comunión en el ámbito de la
comunidad eclesial, resulta evidente que es al ministerio al que se le ha confiado también
el discernimiento y el juicio último para decidir los límites del pluralismo teniendo
presente la verdadera fidelidad al mensaje confiado a la Iglesia para su custodia, juzgando
de igual forma y estableciendo las connotaciones sectarias de un grupo determinado.

7. EL ECUMENISMO EN EL CONTEXTO DE LA COMUNIÓN


ECLESIAL

La vocación bautismal es, por su propia naturaleza, una vocación ecuménica, es decir,
abierta a la universalidad: tanto desde el punto de vista del mensaje en sí como del de los
destinatarios del mismo. Jesús llamó a los suyos para una misión más allá de toda
frontera, de espacio, de tiempo y de personas: «Id por el mundo entero pregonando la
buena noticia a toda la humanidad» (Mc 16,15).

339
Así como en el nivel personal la comunión tiene dos dimensiones, (vertical y
horizontal), así institucionalmente tiene que realizar la comunión también en doble
dimensión: hacia Dios (la doxa), y hacia todos los hombres sin excepción especialmente
hacia los «domestici fidei» (Ga 6,10).
El movimiento centrífugo de expansión y universalidad va íntimamente unido, en la
mente de Jesús, a otro movimiento, centrípeto en este caso: el de la unidad. Una unidad
que debe realizarse tanto entre sus seguidores («Padre, que todos sean uno»: Jn 17,11.
21. 23), como más allá, entre todos los hombres, llamados a realizar una fraternidad
auténticamente universal («porque todos sois hermanos»: Mt 23,8).
Desgraciadamente, los seguidores de Cristo ni han permanecido profundamente
unidos siempre en el horizonte de la universalidad, ni la fraternidad universal ha sido de
forma constante y palpable su primera y definitiva preocupación; con frecuencia se han
movido más en la línea de la confesionalidad, es decir, del grupo cerrado y contrapuesto
a otros, que de la universalidad. De ahí, que la Iglesia deba afrontar en la actualidad un
doble nivel de ecumenismo: la recomposición de una unidad rota y perdida entre los
seguidores de Jesús a lo largo de la historia, y el compromiso de construir entre los
hombres una fraternidad que esté más allá de cualquier frontera. La comunión entre
todos los seguidores de Cristo y la comunión entre todos los hombres según el Proyecto
de Dios (el Reino), es la doble tarea a la que tiene que aplicarse la Iglesia en la actualidad.
Y no por táctica, por supervivencia o por inconsciente afán de dominio, sino por fidelidad
a Jesús, el Maestro; por fidelidad al Proyecto del Padre, por docilidad al impulso del
Espíritu. La Iglesia única de Cristo rota, y la situación de una humanidad dividida y
enfrentada son realidades absolutamente inaceptables para la comunidad seguidora de
Jesús.
Se descubre así, que es desde la pasión por la comunión (intracristiana e
intramundana), desde donde ha de abrirse la Iglesia al doble ámbito del ecumenismo,
para que éste no sea el simple fruto de una estrategia de poder o el logro de un
oportunismo fácil.
La pasión por la unidad conduce necesariamente a la Iglesia a relativizar la realidad
en todos los órdenes: no sólo en el de la práctica o de los comportamientos, sino incluso
y especialmente en el de la doctrina119. La capacidad de relativizar, por su parte, lleva a
poner en su sitio justo cada uno de los elementos de una realidad. Este criterio
relativizador (no relativista), estuvo presente en el Concilio Vaticano II y quedó
plasmado en el Decreto Unitatis redintegratio. En él encontramos un principio de la
máxima importancia que dice relación precisamente al aspecto doctrinal del cristianismo:
«en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, al
investigar con los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben proceder con

340
amor a la verdad, con caridad y con humildad. Al comparar las doctrinas, recuerden que
existe un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso
el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» 120.
Una eclesiología de comunión es necesariamente una eclesiología preocupada por el
ecumenismo: tanto en su sentido amplio (con otras religiones no-cristianas e incluso con
todos los hombres), como en su sentido estricto y consagrado, comenzando por el
ámbito de la propia Iglesia católica.

7.1. Ecumenismo intraeclesial


El Concilio Vaticano II ha lanzado a la Iglesia católica por caminos de ecumenismo
comenzando por el que podemos llamar, con toda razón, el ecumenismo intraeclesial.
Efectivamente, después de largos siglos en los que, en el interior de la Iglesia las diversas
comunidades (diocesanas, parroquiales, religiosas...) han funcionado como verdaderos
compartimentos estancos, el Concilio, en virtud de la eclesiología de comunión
propugnada por él mismo, ha planteado en perspectiva de apertura a la comunión los
diversos niveles en que se realizan las comunidades eclesiales:
— Ha reafirmado el valor de la comunidad parroquial construida a partir de la
comunión. La parroquia es «la familia de Dios, como una fraternidad animada
por el Espíritu de unidad» 121, que ofrece un «modelo clarísimo del apostolado
comunitario, reduce a unidad todas las diversidades humanas que en ella se
encuentran y las inserta en la universalidad de la Iglesia» 122. Por eso
precisamente, «hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario
parroquial sobre todo en la celebración común de la Misa dominical» 123. Y
dentro de la comunidad parroquial, son los presbíteros los que «hacen visible
en cada lugar la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de
todo el Cuerpo de Cristo» (cf. Ef 4,12)124.
— Ha definido la comunidad diocesana como una «porción» del Pueblo de Dios:
una comunidad que «adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo
por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular en
que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una,
santa, católica y apostólica» 125. No duda el Concilio en afirmar que «la
principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa
de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas,
particularmente en la Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar,
donde preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros» 126.
— Ha visto la Iglesia universal, no como un simple ente de razón, ni como la

341
mera suma de múltiples iglesias, sino precisamente como la «comunión de las
Iglesias particulares» o diocesanas: «esta variedad de las Iglesias locales,
tendente a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la
Iglesia indivisa» 127. De tal forma que «la Iglesia de Cristo está
verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de fieles,
que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el
nombre de iglesias» 128. Recuerda en particular a los obispos el deber que les
incumbe de promover toda actividad que sea común a toda la Iglesia, porque
«rigiendo bien la propia Iglesia como porción de la Iglesia universal,
contribuyen eficazmente al bien de todo el cuerpo místico, que es también el
cuerpo de las Iglesias» 129.
— Ha abordado, en este contexto de Iglesia universal, el tema de la colegialidad
episcopal, no sólo en el texto de la Lumen Gentium, sino también y
especialmente en la Nota explicativa previa130. En dicha Nota se aclara y
puntualiza, en primer lugar, el concepto de colegio aplicado en el ámbito de la
Iglesia: «el término colegio no se entiende aquí en un sentido estrictamente
jurídico, es decir, como un grupo de iguales que confieren su poder a su
presidente, sino como un grupo estable cuya estructura y autoridad deben
deducirse de la Revelación» 131. La Nota hace, además, una importante
distinción entre munus (oficio o ministerio) y potestas (potestad). El
ministerio, con la consiguiente función pastoral, lo reciben los obispos en
virtud del Sacramento del Orden, mientras que el hecho de ejercerlo en un
lugar concreto, en una diósesis concreta, sobre unas comunidades concretas,
es fruto de la potestas. El papa no confía el ministerio (munus), sino la
potestas expedita ad actum132. Por último, la Nota deja bien sentado el
principio de que es al papa a quien corresponde ordenar y promover el modo
colegial de proceder, teniendo en cuenta las necesidades de la Iglesia que
cambian con el decurso de los tiempos. Esto no quiere decir, sin embargo, que
el papa actúe o pueda actuar en total independencia de los restantes miembros
del Colegio. La actuación del papa se califica en la Nota con el adverbio
seorsim (singular), y no con los términos «personaliter», «solus» o
«separatim» 133.
— Ha considerado la realidad eclesial incluso desde la visión primigenia de los
patriarcados como forma providencial de reunirse en forma estable y orgánica
varias Iglesias sobre todo de origen apostólico, que manteniendo «la única
constitución divina de la Iglesia universal, tienen su disciplina propia, sus
liturgias propias y su patrimonio tanto espiritual como teológico propios, sin

342
detrimento de la verdadera unidad eclesial» 134.

• La «sinodalidad» de la Iglesia135

En este contexto de comunión intraeclesial, es necesario situar el tema de la sinodalidad


de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II, al no desarrollar suficientemente una teología de la Iglesia a
partir de la categoría central de comunión, abordó el tema de la sinodalidad de una
forma no suficientemente adecuada, antes al contrario, con una cierta perplejidad
doctrinal y termonológica. De hecho, no aparecen en los Documentos conciliares los
términos colegialidad y, por supuesto, sinodalidad.
Teniendo presente que «la función específica del oficio episcopal es, por una parte,
garantizar la autenticidad de la celebración de los sacramentos y de la palabra, y, por
otra, la unidad de la communio ecclesiastica» 136, la sinodalidad se presenta como una
dimensión ontológica de la Iglesia que pertenece a la sustancia misma del oficio
episcopal, siendo un deber fundamental para todo obispo. No equivale a la noción de
colegialidad, y se expresa de varias formas137, entre las que destaca, como
particularmente significativa, la actividad que se realiza a través de los concilios, sean
ecuménicos, nacionales, regionales o diocesanos, con los que, de todas formas, no puede
identificarse adecuada y exclusivamente138. Aun siendo un deber fundamental para todo
obispo, sin embargo el ejercicio de la sinodalidad es una función subsidiaria en cuanto
que puede ejercerse en toda la Iglesia, en el caso de que en alguna Iglesia particular
hiciera falta.
El concepto teológico de sinodalidad supera tanto el simple nivel del ejercicio
monocrático del poder, como la autogestión de un grupo o la mera división y
coordinación de funciones en un mundo altamente tecnocratizado y especializado como
el actual. La raíz de la dimensión sinodal del ministerio eclesial, el episcopal ante todo y
de forma específica, es la estructura peculiar de la Iglesia universal, que no es ni una
especie de multinacional con múltiples sucursales en cada uno de los lugares donde está
presente, ni tampoco una mera federación de Iglesias particulares, sino una auténtica
«comunión» de Iglesias: la Iglesia universal está constituida por la pluralidad de Iglesias
particulares. La constitución sinodal dentro de la Iglesia, por tanto, «no está fundada,
como en la sociedad civil, en el principio de la división del poder, sino sobre el hecho de
que la responsabilidad del obispo es indivisible y no puede ser sustituida por la
responsabilidad de una mayoría» 139. Por el contrario, la sinodalidad es la dimensión
operativa de la communio ecclesiastica, y se realiza en su sentido propio y pleno en el

343
ejercicio del ministerio episcopal.
Hasta el gran cisma de 1054, «la Iglesia oriental y latina consideraron la expresión
conciliar de la sinodalidad como subsidiaria respecto al ejercicio personal-monocrático
del ministerio episcopal» 140. Fue, a partir de ese momento, cuando se diversifican
profundamente ambas Iglesias, caminando definitivamente la Iglesia oriental por el
camino de la sinodalidad entendida como forma constitutiva suprema de autoridad en la
Iglesia, y la Iglesia latina, al entrar por caminos de societariedad y juridicismo, entró
simultáneamente por el camino de la desaparición práctica de la sinodalidad, con el
abandono progresivo pero imparable de la «comunión» como categoría estructurante de
todo el misterio de la Iglesia.
Así se entiende cómo, a pesar de ser la comunión el fundamento y raíz de la
sinodalidad, ésta se plantea, particularmente en relación con la Iglesia ortodoxa, como
uno de los problemas centrales. Y, por otra parte, la verticalidad juridicista que durante
siglos ha predominado en la Iglesia latina, hace que, o no se entienda suficientemente la
sinodalidad en todas sus consecuencias, o se la vea con verdadera aprensión sobre todo
por el miedo de que la figura del sucesor de Pedro quede obnubilada.
Sobre el supuesto de la sinodalidad, para las Iglesias ortodoxas el acto redentor de
Cristo se agota por completo en su dimensión sacramental, quedando por consiguiente
fuera de ese acto redentor la dimensión jurídica. De ahí que:
El sucesor de Pedro no tiene un verdadero primado de jurisdicción sobre el
resto de los obispos.
La subordinación de un obispo a otro —si es que existe— obedece únicamente
a una cuestión o problema de carácter meramente histórico y humano.
El único principio eclesiológico válido es el de la Iglesia como «pars in toto» y
no como la «pars pro toto».
La competencia de autoridad última no está nunca en una persona concreta y
determinada (el obispo de Roma), sino siempre en un colegio de obispos.
El sistema constitucional de la Iglesia universal es siempre paritario y acéfalo.
Desde el llamado «cisma de oriente» (1054), «la Iglesia ortodoxa ha adoptado una
forma constitucional de sinodalidad cualitativamente diferente con relación al pasado,
sólo después de que las eclesiologías de Oriente y Occidente se diversificaran
irreversiblemente» 141.
Una pregunta cabe hacerse: siendo indiscutible la sinodalidad en el nivel de la Iglesia
universal, ¿cabe también en el nivel de la Iglesia diocesana entre el obispo y los
presbíteros y entre el obispo y los laicos?
Teniendo presente que el término sinodalidad y su mismo significado no sólo no
está muy generalizado sino que es incluso discutido, hay que afirmar que la sinodalidad

344
de la Iglesia se basa indiscutiblemente en la sinodalidad episcopal. Se puede, con todo,
aplicar el concepto de sinodalidad también al ámbito de la Iglesia diocesana entendiendo
que es «el vínculo de comunión estable que existe entre todos los fieles, con especial
referencia a los laicos y presbíteros, efecto de los sacramentos del bautismo y
confirmación, que se expresa en su solicitud por la misión de toda la Iglesia y que tiene
su traducción jurídica, especialmente en su participación en asambleas eclesiásticas. Su
expresión más acabada es el sínodo diocesano» 142.
De esta forma, la estructura sinodal de la Iglesia particular se funda, por una parte,
«en la participación de los presbíteros en la plenitud del ordo episcopalis y en la
communio hierarchica en el obispo, cabeza del presbiterio. Es, por consiguiente, sólo
análoga a la del colegio episcopal, donde todos los obispos poseen por derecho propio
el ministerio eclesial sacramental y jurisdiccional y no como participación o derivación del
ministerio primacial del papa. Por eso, la sinodalidad del presbiterio no se funda en la
autonomía sacramental y jurisdiccional de cada presbítero, sino en la participación de
todos en la plenitud del ministerio episcopal» 143.
Por otra parte, aunque es cierto que los laicos, en virtud de su participación —
gracias al bautismo— en los tres oficios de Cristo (Sacerdote, Profeta y Rey) pueden de
alguna forma compartir la sinodalidad dentro de la Iglesia particular, su participación es
cualitativamente diversa de la sinodalidad de los obispos que la poseen en virtud del
sacramento del Orden y no del Bautismo como los laicos. Sin embargo, siendo la
communio la raíz última de la sinodalidad en la Iglesia, y compartiendo también los laicos
(en virtud de su Bautismo) la communio que engloba toda la experiencia eclesial, puede
ser compartida analógicamente («suo modo et pro sua parte» dice el Vaticano II: LG 31)
también por los laicos, siendo expresada mediante el ejercicio de la corresponsabilidad
dentro de la Iglesia particular. La inserción de los laicos en las estructuras sinodales
diocesanas subraya la responsabilidad global que, como bautizados, tienen los laicos
respecto a la misión de la Iglesia en el mundo.
En resumen, siendo la sinodalidad «la dimensión operativa de la communio
ecclesiastica, se realiza en sentido propio sólo en el ejercicio del ministerio episcopal. Se
expresa de modo pleno y supremo, válido para toda la Iglesia, en la actividad ordinaria o
colegial del coetus episcoporum y se realiza con valor vinculante, limitado a una
agrupación de Iglesias particulares, en los concilios menores y en las conferencias
episcopales. A nivel de Iglesia particular, la sinodalidad se expresa, como participación
cualitativamente diferente de la sinodalidad episcopal, en la actividad de los presbíteros
dentro del presbiterio y, sólo como experiencia análoga, en la actividad de los laicos
dentro de las estructuras sinodales propias de la comunidad eucarística» 144.

345
7.2. Ecumenismo intracristiano145
Comencemos afirmando que, teniendo presente el vehemente deseo de Cristo («Padre,
que todos sean uno»: Jn 17,21) y la decisiva proyección testimonial de esta unidad en
relación con la autenticidad mesiánica de Cristo («para que el mundo crea que Tú me has
enviado»: Jn 17,23), hay que admitir que «la búsqueda de la unidad de los cristianos no
es un hecho facultativo o de oportunidad, sino una exigencia que nace de la misma
naturaleza de la comunidad cristiana» 146.

• La eclesialidad de las confesiones cristianas no católicas

¿Dónde está la verdadera Iglesia de Cristo? Una pregunta que no se habría planteado, de
forma clara y preocupante, antes de las grandes escisiones padecidas por la Iglesia: la del
oriente en 1054 con Miguel Cerulario, y la del occidente en el siglo XVI con las diversas
Reformas. A la pregunta ¿dónde está la verdadera Iglesia de Cristo?, la respuesta dada en
su momento fue, tanto en un caso como en otro: en la Iglesia católica, que tiene su
centro y garantía en la Iglesia de Roma presidida por el sucesor de Pedro.
También en el Concilio Vaticano II, dentro de la preocupación ecuménica existente
entre todos los Padres conciliares, se planteó este tema y se hizo inevitablemente esa
pregunta. Pero la respuesta, después de no pocos e iluminadores debates, fue esta otra:
«Haec Ecclesia, in hoc mundo ut societas constituta et ordinata, subsistit in Ecclesia
catholica» 147, es decir, la verdadera Iglesia de Cristo «subsiste» en la Iglesia católica.
Pues bien, afirmar que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, es afirmar
que efectivamente esta Iglesia no solamente cuenta «con la unidad que Cristo ha querido
para su Iglesia, sino también con la integridad de todas sus propiedades inalienables.
Decir que la Iglesia de Cristo subsiste, significa que ella existe todavía con todos aquellos
dones con los que Cristo la ha dotado. Decir que ella subsiste en la Iglesia católica,
significa que es en la Iglesia católica donde aún se puede encontrar existiendo con todas
sus propiedades esenciales: su unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Esto no
significa, por supuesto, que dichas propiedades se encuentren en su estado de perfección
escatológica» 148.
Por su parte, observa agudamente H. Fries, el est es un verbo exclusivo, mientras
que el subsistit es positivo y abierto. Por eso precisamente, «el subsistit, en el sentido
del Concilio, tiene la intención y desempeña la función de evitar una identificación
incontrolada de la Iglesia de Cristo con la Iglesia romano-católica, para mantenerse por el
contrario abierto a la realidad eclesial presente en las otras confesiones cristianas» 149.

346
El Concilio Vaticano II ha hecho además caer en la cuenta a la comunidad creyente
que «fuera de la Comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de
gran valor (eximia) que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de
salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en
las otras Comunidades cristianas» 150. De hecho el papa Juan Pablo II no ha dudado en
afirmar que «el Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión
eclesiológica lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre los demás
cristianos» 151.
En resumen, la afirmación de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica
romana, significa que únicamente en la Iglesia católica continúa existiendo la Iglesia de
Cristo con todas aquellas notas y propiedades, con todos los elementos verdaderamente
determinantes y estructurales sin los cuales dejaría de ser la Iglesia de Cristo.

• De sectas cristianas a iglesias cristianas

En virtud de esa cambiada visión, que no representa simplemente un legítimo desarrollo,


sino una clara corrección, las iglesias cristianas no-católicas, dejaron de ser vistas como
simples sectas separadas de la Iglesia madre, para ser consideradas a partir de entonces
como verdaderas iglesias cristianas152.
En efecto, al descubrir el Concilio Vaticano II en el seno de las otras confesiones
cristianas no católicas elementos de autenticidad eclesial, no dudó en abandonar el
término de secta con que habían sido designadas esas otras confesiones, y les dio sin
ambages el reconocimiento de iglesias. Y es que, efectivamente, «son muchos los que
veneran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero
por la religión, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios
salvador y están unidos a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias iglesias o
Comunidades eclesiales otros sacramentos. Algunos de ellos tienen también el
episcopado, celebran la sagrada eucaristía y fomentan la devoción a la Virgen Madre de
Dios. Se añade a esto la comunión en la oración y en otros bienes espirituales, incluso
una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Éste actúa, sin duda, también en ellos y
los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para
derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo
el deseo de trabajar para que todos se unan en paz, de la manera querida por Cristo, en
un sólo rebaño bajo un sólo pastor» 153. En el Decreto Unitatis redintegratio superando
a la misma Constitución Lumen Gentium, llega el Concilio al reconocimiento explícito de
la eclesialidad de las confesiones cristianas nocatólicas: «justificados en el bautismo por la
fe, están incorporados a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre

347
de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen, con razón, como hermanos
en el Señor» 154. De hecho, «los elementos de santificación y de verdad presentes en las
demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base
objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica» 155.
Sobre esta base es posible y necesario establecer un sincero y fraterno diálogo entre
las diversas iglesias cristianas. Un diálogo en el que es preciso partir del principio de que
«es posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y
comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como
la experiencia histórica concreta del otro» 156.
Se hace necesario, por eso, relativizar en su justa medida las propias posiciones, ya
que «las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones
incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma
realidad, aunque desde perspectivas diversas». De ahí, igualmente, la necesidad de
«superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones» 157.
Constatando, además, las aportaciones que dichas iglesias cristianas han hecho y
siguen haciendo en beneficio de la humanidad, la Iglesia católica «valora mucho y de
buen grado lo que las otras Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con trabajos
similares (en favor de la personas y de la sociedad) han aportado y aportan para el
cumplimiento de esta tarea» 158.

7.3. Ecumenismo interreligioso


La verdadera comunión no conoce fronteras: ni siquiera fronteras religiosas. Más aún,
ante el peligro nada ilusorio de que las religiones puedan ser motivo particularmente
fuerte de división y hasta de violentos enfrentamientos entre los hombres, se impone la
exigencia de hacer ver que la verdadera religión, al abrir al hombre al Trascendente o, al
menos, a lo trascendente, lo abre necesariamente en actitud positiva a los demás
hombres, sean de la religión que fueren. La Iglesia debe afrontar en este momento de
amplio puralismo religioso, el doble problema de la unicidad y universalidad de Jesucristo
en el contexto de las otras religiones, y la necesidad y el valor del diálogo interreligioso en
su misión evangelizadora. Sólo clarificando y puntualizando ese doble tema, podrá hablar
la Iglesia con total sinceridad de ecumenismo interreligioso159.
El Concilio Vaticano II, que dedicó uno de sus Documentos al tema de las relaciones
de la Iglesia con las otras religiones, particularmente con el judaísmo y con el islam160,
expresó su sincero aprecio por todas las religiones sin excepción.
Por su parte, el Papa Juan Pablo II, a lo largo de su amplio magisterio, ha expresado

348
reiteradamente su persuasión de que se está «entrando en una nueva era de diálogo
interreligioso» 161. Por eso, en plena sintonía con el Concilio Vaticano II ha reafirmado
abiertamente la voluntad de la Iglesia católica de «fomentar un diálogo interreligioso
sincero y fructífero con los miembros de la fe judía y con los seguidores del islam» 162.
El punto de partida para una actitud de encuentro sincero y de diálogo constructivo
entre todas las religiones está precisamente en la naturaleza trascendente de la religión en
cuanto re-ligación con Dios de cada uno de los creyentes: «Todos estamos convencidos
de que la religión debe centrarse auténticamente en Dios, y que nuestro primer deber
religioso estriba en la adoración, la alabanza y la acción de gracias» 163.
No obstante, teniendo como trasfondo de su pensamiento las largas y a veces
encarnizadas luchas entre las diversas confesiones religiosas, Juan Pablo II ha recordado
a todos que «la religión es enemiga de la exclusión y de la discriminación, del odio y de la
rivalidad, de la violencia y del conflicto. La religión no es, ni debe ser, pretexto para la
violencia, especialmente cuando la identidad religiosa coincide con la identidad cultural y
étnica. ¡La religión y la paz caminan juntas! La fe y la práctica religiosa no pueden
separarse de la defensa de la imagen de Dios en todo ser humano» 164.
Reflexionando después sobre la aportación que las religiones deben hacer a la
construcción de la sociedad decía el Papa: «Somos conscientes de que unos vínculos
más estrechos entre todos los creyentes, constituyen una condición tan precisa como
urgente para asegurar un mundo más justo y pacífico» 165. De ahí que haya que
encontrar «en nuestras respectivas tradiciones religiosas esa sabiduría y esa motivación
superior capaces de garantizar el triunfo del entendimiento recíproco y de un cordial
respeto» 166.
Puede ser legítimo, por todo ello, concluir con K. Rahner que, si por una parte, el
pluralismo religioso de la sociedad no irá a menos sino todo lo contrario, y, por otra, los
no-cristianos pueden ser considerados como una cristiandad de índole anónima, «no se
considerará entonces la Iglesia hoy como la comunidad exclusiva de los pretendientes a la
salvación, sino más bien como la avanzada históricamente perceptible, como la
explicitación histórica y socialmente constituida de eso que el cristiano espera como dado
en cuanto realidad escondida fuera también de la visibilidad de la Iglesia» 167.

7.4. Ecumenismo interhumano

Si, según lo dicho al iniciar este capítulo, la persona es, por su propia naturaleza, un-ser-
para-la-comunión, es claro que la comunidad eclesial, en cuanto compuesta de
hombres, tiene que ser una comunidad abierta a todos: no sólo desde el punto de vista de

349
la acogida, sino también desde el punto de vista de la capacidad de establecer comunión
con todos los hombres. Esta actitud básica de apertura universal se afianza, además, si se
tiene en cuenta que el mensaje de salvación traído por Jesucristo no es un mensaje
destinado a algunos escogidos sino «para todos los hombres» (Mt 26,28).
Hay que reconocer, con todo, que esta capacidad de universalidad, este ecumenismo
humano de amplio horizonte, no ha sido siempre fácil en la historia de la Iglesia: no lo fue
desde el principio, cuando se debatía si el mensaje salvador de Jesús era para todos los
hombres sin distinción o para los judíos exclusivamente; o si, en todo caso, era para
todos pero asumiendo la práctica religiosa de los judíos (cf. Hch 11,1-3.18; 15,1-35; Ga
2,11-15).
En esta línea del ecumenismo interhumano, es decir, del esfuerzo de entendimiento
con toda la humanidad para, con todos y entre todos, construir la gran fraternidad
universal, se movió el Concilio Vaticano II, propiciando una colaboración universalizada
para evitar toda forma de dispersión y conducir a la humanidad a la unidad de la familia
de Dios (GS 43); un diálogo con el mundo y con los hombres de cualquier opinión (GS
43.92); un entendimiento con todos incluso con los que la persiguen (GS 92); un respeto
a todo lo verdadero, bueno y justo que se encuentra en las variadísimas instituciones que
el género humano ha fundado para sí y continúa fundando sin cesar (LG 36; GS 42); un
reconocimiento de todo el bien que se encuentra en el actual dinamismo social, sobre
todo, la evolución hacia la unidad (GS 42.72); una ayuda a cada persona y a todos los
seres humanos en sus actividades (GS 41. 42.43).
Con palabras que no dejan lugar a dudas el Vaticano II confiesa que «la Iglesia, al
disponer de una estructura social visible, que es el signo de su unidad en Cristo, puede
enriquecerse y se enriquece también con la evolución de la vida social humana, no como
si faltase algo en la constitución que Cristo le ha dado, sino para conocer esta
constitución más profundamente, expresarla mejor y adaptarla con mayor acierto a
nuestros tiempos. La Iglesia percibe, con agradecimiento que, tanto en su comunidad
como en cada uno de sus hijos, recibe distintas ayudas de hombres de toda clase o
condición. Pues quienes promueven la comunidad humana en el orden de la familia, de la
cultura, de la vida económica y social, y de la política tanto nacional como internacional,
aportan, según el designio de Dios, también una gran ayuda a la comunidad eclesial, en la
medida en que ésta depende de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa
haberse aprovechado mucho y poder aprovecharse de la oposición misma de sus
adversarios o perseguidores» 168.

8. UNA COMUNIÓN MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES TERRENOS

350
En el capítulo anterior se ha abordado ya la dimensión escatológica de la Iglesia. Toca
ahora completar lo dicho allí presentando el alcance y la trascendencia de la comunión
eclesial169. ¿Se circunscribe la comunión entre los miembros de la Iglesia al tiempo de su
existencia en la tierra? ¿Va más allá, traspasando el umbral de la muerte?, ¿qué relaciones
existen, en todo caso, entre la comunidad que «peregrina hacia el Señor» (cf. 2Cor 5,6)
y aquellos bautizados que están ya «para siempre con el Señor» (1Tes 4,17)?
La teología, tanto de Juan como de Pablo, están centradas de alguna forma en la
realidad de la koinonía, es decir, de la comunión de todos los hombres con Dios y entre
ellos mismos, más allá de la frontera de la muerte170. Esa koimonía tiene su fundamento
y razón de ser en la comunión que el mismo Dios estableció con la humanidad, muy
especialmente a partir del momento de la Encarnación de su propio Hijo (cf. Jn 1,14;
Rom 5,8. 10; 8,3. 32ss; Hb 2,14-17). En el Verbo encarnado, Dios pone de relieve que
«quiere ser para nosotros aquello que es para Él mismo» 171: comunión, creadora de
filiación divina y de fraternidad universal (cf. Mt 23,8; 1Jn 1,3; 4,7-16). No sólo toda la
vida de la Iglesia tiene que girar alrededor de la comunión, sino que la misma parusía, en
definitiva, es en la consideración del apóstol Pablo, un acontecimiento de comunión. Para
Pablo, en efecto, «pertenecer a Cristo» (1Cor 15,23) por el bautismo es iniciar una
forma de pertenencia y de comunión que culminará precisamente en la parusía, para
«estar para siempre con el Señor» (1Tes 4,16-17; 5,10; 2Tes 2,1).
Es así cómo, desde muy pronto los bautizados fueron teniendo la intuición de que,
además de la «comunión en las cosas santas» (de la que dan fe los Credos172), existe una
«comunión entre todos los santos», es decir, entre todos los bautizados173; y no sólo
durante el tiempo de su peregrinación en la tierra, sino también y especialmente, una vez
traspasados los límites de la muerte y entrados en la eternidad. Esta común-unión más
allá del tiempo se va estableciendo, ante todo, con los mártires y con aquellos cristianos
que han tenido una vida digna de la vocación a la que fueron llamados por el bautismo
(cf, Ef 4,1). Más tarde, la realidad de esta comunión se va ampliando, y se confiesa la
comunión con todos los que, más allá de la mortalidad, «están en Cristo» 174. La
expresión «comunión de los santos» adquiere, de esta forma, un doble significado
vigente hasta hoy: comunión en los medios de santidad existentes en la comunidad
eclesial, y comunión con todos los creyentes en Cristo, también con los que viven
definitiva y plenamente en la visión de Dios Uno y Trino.
Se ha dicho, con toda razón, que «la Iglesia es una realidad mayor que la fracción de
la misma que trabaja, gime y sufre aquí en la tierra; ante todo, su parte más viva es la
que ya reina con Cristo en el cielo» 175. Y es que efectivamente —como dice el Vaticano
II—, todos los bautizados, «en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma
caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a

351
nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una
misma Iglesia y mutuamente se unen en Él (cf. Ef 4,16). La unión de los miembros de la
Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera
se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la
comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más
íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad,
ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples
maneras a su más dilatada edificación (cf. 1Cor 12,12-27)» 176. Existe, pues, una
profunda y real aunque misteriosa comunión entre la Iglesia peregrina en la tierra y la
comunidad de los salvados en el cielo.
Esta comunión entre Iglesia peregrina y comunidad de los santos en el cielo tiene,
ante todo, el valor de recordar constantemente a los «peregrinos en el Señor» (cf. 2Cor
5,6) el sentido último, la meta definitiva de toda la vida cristiana: la alabanza y
glorificación del Dios Trinidad. «La actuación de nuestras relaciones con la Iglesia del
cielo precisamente en los actos de adoración, alabanza y acción de gracias a Dios
constituye... la meta de cualquier contacto nuestro con ellos, el móvil en el que se inspira
y la norma intrínseca de su desarrollo» 177. La Iglesia, comunión de los santos, comporta
solidaridad espiritual, efectiva y operativa unión en la caridad, compromiso de unión en la
oración. Implica profunda relación con la Iglesia que ha llegado a su término pleno y
definitivo, de forma que «la esencia de la devoción a los santos..., responde a la
profunda realidad de la Iglesia como misterio de comunión» 178.
Tiene además valor de estímulo y ejemplaridad: «mirando la vida de quienes
siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura (cf.
Hb 13,14; 11,10) y al mismo tiempo aprendemos el camino más seguro por el que, entre
las vicisitudes mundanas, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, o sea a la
santidad, según el estado y condición de cada uno» 179. Aunque veneramos la memoria
de los santos del cielo por su ejemplaridad, mucho más lo hacemos —como dice el
mismo Vaticano II—, «con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se
vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna» (cf. Ef 4,1-6). Como dice Santo Tomás
con una intuición admirable, «en la vida eterna está en primer lugar la unión con Dios
[...]. Consiste además en la sociedad jubilosa de todos los bienaventurados, y esta
sociedad será sumamente deliciosa, ya que cada uno posee todos los bienes que tienen
todos los bienaventurados. Porque cada uno amará al otro como a sí mismo y por
consiguiente se alegrará del bien del otro como de su propio bien. Por este motivo, la
alegría y el gozo de uno crece en la medida en que es también el gozo de todos» 180. La
comunión de los santos en el cielo se convierte, así, en paradigma de la comunión a la
que está llamada constantemente la Iglesia peregrina. «Para la Iglesia peregrinante los

352
santos que se encuentran en la gloria son el signo de la meta a la que aspiramos, la
certeza de la esperanza, la seguridad de la nueva creación, el testimonio de la fecundidad
de las promesas, la Iglesia en su consumación y por ello a la vez modelos e
intercesores» 181.
La comunión entre la comunidad de los peregrinos y «la asamblea de los
primogénitos inscritos en el cielo» (Hb 12,23), tiene, igualmente, el valor de crear y
robustecer la mutua ayuda que se prestan los creyentes mientras peregrinan por la tierra:
«porque ellos, habiendo llegado a la patria y estando en presencia del Señor (cf. 2Cor
5,8), no cesan de interceder, por Él, con Él y en Él, a favor nuestro ante el Padre,
ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el Mediador único entre Dios y
los hombres, Cristo Jesús (cf. 1Tim 2,5)... Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho
a remediar nuestra debilidad» 182.
La comunión de los santos —en su sentido más pleno y total— encuentra su
momento culminante en la celebración de la Eucaristía. Efectivamente, «la más excelente
manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando (...) celebramos juntos con
gozo común las alabanzas de la Divina Majestad, y todos, de cualquier tribu, lengua,
pueblo y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cf. Ap 5,9) y consagrados en una
sola Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios Uno y Trino. Así
pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia
celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa
siempre Virgen María; más también del bienaventurado José, de los bienaventurados
Apóstoles, de los mártires y de todos los santos» 183.
Después de todo lo dicho, se puede concluir que, efectivamente, el fruto primero y
principal, el centro, el objetivo y la meta (lo que los escolásticos llamaban la res
sacramenti) de este protosacramento que es la Iglesia es precisamente la comunión.

9. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE HERMANOS

Tanto en el orden simplemente humano, como especialmente en el orden cristiano, la


verdadera y auténtica comunión desemboca y se expresa en la fraternidad entre todos los
hombres.
Desde la fe cristiana la humanidad ha sido concebida por Dios —como afirma una y
otra vez el Concilio Vaticano II—, como una única y gran familia. Son innumerables
los textos que se pueden aducir en este sentido. Bastará recordar algunos de los más
característicos.

353
El Concilio no duda en afirmar, ante todo, que la fraternidad universal es un claro
designio de Dios en la historia: «Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha
querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de
hermanos» 184.
La fraternidad es, además, un claro y explícito mandato de Cristo: «en su
predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. [...] Y
ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva evangélica, para que la
humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor» 185.
De ahí, que la vocación cristiana sea, en último análisis, una vocación a la
fraternidad: «La Iglesia... está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es
decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia
historia del género humano, la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin
cesar hasta la venida del Señor» 186.
De ahí, igualmente, que la vocación más honda de la Iglesia sea precisamente la
fraternidad: «Todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en
Cristo (cf. Hb 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad,
secundamos la íntima vocación de la Iglesia y participamos, pregustándola, en la liturgia
de la gloria consumada» 187.
Resulta por ello evidente que la razón última de ser de la Iglesia, es precisamente
la de trabajar por la fraternidad entre todos los hombres: «La Iglesia, entidad social
visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la
suerte terrena del mundo y su razón de ser es actuar como fermento y alma de la
sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» 188.
Eso hace que en la Iglesia «los obispos, ejerciendo en la medida de su autoridad, el
oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnan la familia de Dios como una fraternidad,
animada con espíritu de unidad» 189.
Desde esa experiencia de fraternidad la Iglesia está particularmente comprometida a
colaborar con todos los que están empeñados en construirla en todo el mundo.
Efectivamente, «al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina
semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la
Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación» 190.
Hasta tal punto es decisiva la fraternidad universal para la Iglesia, que el esfuerzo
por construirla entre todos los hombres no es una utopía inútil por inalcanzable: «a los
que creen en la caridad divina les da la certeza de que... no es inútil el esfuerzo por
instaurar la fraternidad universal» 191.

354
La conclusión se impone: si, por designio de Dios y voluntad expresa de Cristo la
Iglesia está llamada a ser fermento válido y eficaz de fraternidad universal, es evidente
que está llamada, por eso mismo, a ser una verdadera fraternidad en el interior de ella
misma.

355
1 Cf. LG 8.
2 UR 2.

3 L. F. LADARIA, Antropología teológica, Roma 1983, p. 127. Subrayado nuestro.

4 Idem.

5 Ver, entre otras obras de E. MOUNIER, Revolución personalista y comunitaria, en Id., Obras completas
I, Salamanca 1992, pp. 159-458. Se trata de un escrito de particular fuerza en el que Mounier pone de relieve la
necesidad profunda y urgente de poner en marcha la pacífica pero trascendente revolución del personalismo.
6 E. MOUNIER, o.c., p. 225.

7 H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963, p. 239.


8 G. GRASSO, Comunión, en DTI II, p. 87.

9 GS 25.

10 PHILIPS, La Iglesia I, p. 97.


11 GS 22. 38. 41. 45.

12 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 40.


13 Id., p. 41.
14 GS 12.

15 GS 25. Subrayado nuestro. Cf. L. F. LADARIA, Antropología teológica, Roma 1983, pp. 87-170; J. L.
RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, pp. 153-212; W.
PANNENBERG, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca 1993, pp. 195-301.
16 J-M. R. TILLARD, o.c., p. 42.

17 L. F. LADARIA, o.c., p. 127.


18 Idem.

19 Cf. G. LOHFINK, La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986.

20 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 9, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 926.
21 GS 13.

22 J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19866, pp. 496-498; 510-512. Aquí 510.
23 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, p.
209.
24 Cf. lo dicho en el capítulo 2 acerca de la doctrina del Cuerpo Místico en el magisterio de Pío XII. Sobre
este tema la Bibliografía es inmensa. Bastará recordar algunas de las obras más significativas: H. DE LUBAC,
Corpus mysticum. L’Eucharistie et l’Église au moyen âge, Paris 1944; E. MERSCH, La Théologie du Corps
mystique, Paris 1944; Id., Le Corps mystique du Christ. Études de Théologie historique, Paris 1951; S. TROMP,
Corpus Christi quod est Ecclesia, Roma 19462; E. SAURAS, El Cuerpo místico de Cristo, Madrid 19562.
25 Cf. Santo Tomás, STh III, q. 8, sobre todo los seis primeros artículos.

356
26 E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, Madrid 1998, p. 56.
27 Cf. P. BENOIT, Corps, Tête et Plerôme dans les épîtres de la captivité, en Exégèse et Théologie II, Paris
1961, pp. 107-153.
28 LG 7.

29 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 135.

30 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 135. El autor, al tiempo que recuerda la controversia existente sobre la
interpretación de este texto paulino, manifiesta su adhesión a la postura de L. Cerfaux en su obra La Iglesia en
San Pablo, Bilbao 1959, pp. 219-237. Cerfaux, en efecto, afirma: «este sôma de Cristo que, en cierto momento,
viene a yuxtaponerse al sôma (cuerpo humano) de la comparación helénica y, después, lo suplanta, hasta tal punto
que, con la expresión helénica hen sôma se designará al único cuerpo de Cristo, este sôma, decimos, es su cuerpo
real, personal. Este cuerpo real es el centro y el origen de la unidad del mundo cristiano; precisamente, podemos
ser todos un todo, un unum, porque, a causa de la unión mística, nos identificamos con ese mismo cuerpo» (p.
233).
31 Ya decía en su tiempo Passaglia en su De Ecclesia Christi, Roma 1853, que «la verdadera naturaleza de
la Iglesia es completamente desconocida para aquellos que, como Kant, la juzgan como una sociedad en la que los
hombres se reúnen para practicar la virtud y para confesar la religión». Citado en H. DE LUBAC, o.c., p. 111,
nota 20.
32 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 111.
33 Cf. B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992.
34 W. BREUNING, Comunión de los santos, en SM 1, col. 835.

35 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, pp.
207-208,
36 Cf. SANTO TOMÁS, STh I, q. 28, aa. 1 y 3.

37 G. PHILIPS. La Iglesia I, p. 116.


38 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, pp. 62-63.
39 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 30.

40 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 63.


41 B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Salamanca 1992, p. 29.

42 cf. F. HAUCK, koinós, en GLNT V, cols. 671-726; G. GRASSO, Comunión, en DTI II, pp. 77-92; S.
DIANICH, La Chiesa mistero di comunione, Torino 19782; J. M. ROVIRA BELLOSO, Vivir en comunión,
Salamanca 1991.
43 Cf. LG 4. 8.13-15.18.21.24-25; DV 10; GS 32; UR 2-4.14-15.17-19.22.

44 Cf. LG 9.13.15.23; CD 5.15; GS 32; AA 1.4.11.38; AG 18.19.


45 Cf. LG 13.23; CD 7.11.
46 Cf. LG 21; CD 4.5.

47 Cf. LG 8. 13. 8.22; AG 22.

357
48 Concilio Vaticano II, Nota explicativa previa n. 2o.
49 Sínodo extraordinario de los Obispos (1985), Relación final II, C), 1: en El Vaticano II don de Dios,
PPC, Madrid 1986, p. 78.
50 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 40.

51 M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996, pp. 45-46.

52 Cf. J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, pp. 64-85.


53 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 9, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 926.

54 Hablaremos de él más adelante.


55 JUAN PABLO II pone la Nueva Evangelización en íntima y esencial relación con la creación de
«comunidades eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario significado de
adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia
vivida en la caridad y en el servicio: ChL 34, en AAS 81(1989), p. 456.
56 Recordar cómo, antes de llegar a la redacción y promulgación del actual Código de Derecho Canónico
(25 enero 1983), se estudió largamente la posibilidad y necesidad de redactar una Ley fundamental, a partir de
la cual y en función de la cual se fuera articulando un nuevo Código de Derecho Canónico. La idea no prosperó al
argumentarse que, para la Iglesia, su Ley fundamental, su verdadera Constitución ni ha sido ni puede ser otra
que el Evangelio con el primer y único mandamiento: el Mandamiento Nuevo del Amor. Este Evangelio con su
mandamiento central ha sido releido para la Iglesia de nuestro tiempo en el Concilio Vaticano II. Sus documentos,
especialmente las cuatro Constituciones, representan la lectura actualizada del Mandamiento Nuevo del Amor
dejado por Cristo a sus seguidores. La doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión, ha quedado recogida en
el C. I. C: basta recorrer los cánones 204 al 223 y 368-369. Cf. J. M. PIÑERO CARRIÓN, La Ley de la Iglesia
I, Madrid 1985, pp. 29-55; G. GHIRLANDA, El derecho en la Iglesia misterio de comunión, Madrid 19922, pp.
35-52.
57 H. FRIES, Iglesia e iglesias, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de
Teología fundamental, Salamanca 1982, p. 456.
58 H. FRIES, a.c., p. 458.

59 San HILARIO, In Ps. 14,3: PL 9,301A; cf. SAN GREGORIO MAGNO, Moralia IV,7,12: PL 75,643C;
SAN BASILIO, In Isaiam 15,296: PG 30,638C.
60 Cf. H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, pp. 11-30; K. RAHNER, ET VI,
Madrid 1969, p. 384.
61 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; J. MOLTMANN, La Iglesia, fuerza
del Espíritu, Salamanca 1978; N. SILANES, «La Iglesia de la Trinidad», Salamanca 1981, pp. 355-434; Y-M.
CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, pp. 205-269; A. M. TRIACCA, El Espíritu Santo y la Iglesia, en
P. RODRÍGUEZ y otros(dirs.), Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo, Pamplona 1996,
pp. 245-281.
62 W. BREUNING, o.c., col. 835.
63 UR 2.

64 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, pp. 41-42.


65 Hay que reconocer que, hasta el día de hoy, esta afirmación es más teórica que práctica en la Iglesia

358
accidental. Por el contrario, en la tradición oriental, es una realidad profundamente vivida y reflexionada desde la
vida. Cf. P. EVDOKIMOV, L’ortodossia, Bologna 1965, pp. 191-211.
66 J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias, Salamanca 1991, p. 48.

67 Cf. D. RUIZ BUENO (ed.), Padres apologistas griegos, Madrid 1954, pp. 258ss.

68 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 112.

69 Valga el ejemplo de SANTO TOMÁS, STh III, q.65, a.3, ad 1m; q.67, a.2c; q.73, a.2; a.3; a.4c; q.79,
a.1, ad 1m; q.80, a.4c.
70 Santo Tomás en sus escritos ha resaltado de forma sistemática la centralidad de la Eucaristía entre los
sacramentos de la Iglesia: es «el sacramento de los sacramentos» (Suppl. q. 37, a. 2); es el sacramento «por
antonomasia» (STh III, q. 65, a. 4, ad 3m; q. 73, a. 2. 3 y 4; q. 82, a. 2); es el «fin al que se ordenan los otros
sacramentos» (STh III, q. 65,a. 3) y en especial el bautismo (STh III, q. 65, a. 3); es el más excelente de los
sacramentos, el que los lleva a su consumación (Contra Gentiles 1. IV, c. 74).
71 Cf. P. EVDOKIMOV, L’ortodossia, Bologna 1965; N. AFANASIEFF, Una Sancta, en «Irénikon»
36(1963), pp. 436-475; Id., L’Église du Saint-Esprit, Paris 1975. Hay que dejar constancia, por otra parte, de
cómo, en las Iglesias ortodoxas, esta naturaleza eucarística va íntimamente unida a la naturaleza pneumática de la
Iglesia. En el pensamiento ortodoxo, en efecto, Eucaristía y Espíritu Santo conforman la naturaleza más íntima
de la Iglesia.
72 CD 11. Subrayado nuestro.
73 SC 41. Subrayado nuestro.

74 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 107-132; Id., Corpus Mysticum,
Paris 19492.
75 H. DE LUBAC, o.c., p. 12.

76 UR 2; cf. LG 11. 26; SC 10. 26. 41. 47. 48; PO 5. 6.


77 R. BLÁZQUEZ, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 1988, pp. 118-119.
78 K. RAHNER, Algunas reflexiones sobre los principios constitucionales de la Iglesia, en Y-M. CONGAR-
B. D. DUPUY (eds.), El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966, p. 504.
79 PO 6. Subrayado nuestro.
80 J-M. R. TILLARD, Iglesia de Iglesias, Salamanca 1991, p. 37; cf. Id., La eucaristía, sacramento de la
comunión eclesial, en B. Lauret-F. Refoulé(dirs.), Iniciación a la práctica de la teología III, Madrid 1986, pp.
400-409.
81 Asi llama H. de Lubac a la Eucaristía: o.c., p. 123.
82 Cf. SAN LEÓN MAGNO, Sermo 63,7: PL 54, 357C. San Agustín, con una genialidad y profundidad
admirables decía a sus cristianos: «Cuando vosotros comulgáis se os dice: “el Cuerpo de Cristo”; y vosotros
respondéis “Amén”. Pero vosotros mismos debéis formar el Cuerpo de Cristo. Es pues el misterio de vosotros
mismos el que vais a recibir» (Sermo 272: PL 38,1246).
83 LG 11.
84 LG 9.

359
85 GS 40; cf. GS 3.14.24.38.42; LG 28. 38; GE 8.
86 SANTO TOMÁS, STh III, q.65, a.3; q.83, a.4.

87 Pablo VI, EN 24, en AAS 68(1976), p. 21; cf. nn. 13 y 15, en pp. 12-15.

88 No es el momento de entrar aquí en el estudio pormenorizado del origen del Ministerio ordenado en la
Iglesia. Este tema debe ser abordado y tratado en profundidad en su propio lugar: el Tratado del Sacramento del
Orden. De todas formas, se puede sugerir, dentro de la abundante bibliografía: AA.VV., El ministerio y los
ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975; S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, Madrid
1984; J. I. GONZÁLEZ FAUS, Hombres de la comunidad, Santander 1989; M. M. GARIJO-GUEMBE, La
comunión de los santos. Fundamento, esencia y estructura de la Iglesia, Barcelona 1991; A. VANHOYE,
Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, Salamanca 19922; G. GRESHAKE, Ser sacerdote. Teología y espiritualidad
del ministerio sacerdotal, Salamanca 1995; B. SESBOÜÉ, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy,
Santander 1998; J. FONTBONA, Ministerio de comunión, Barcelona 1999; D. BOROBIO, Los ministerios en la
comunidad, Barcelona 1999, con amplia y sistematizada Bibliografía.
89 Son notables, a este respecto, las diferencias de las afirmaciones doctrinales de ambos Concilios. Trento,
en la Sesión XXIII (15 julio 1563) aprobó el canon 6o según el cual «si alguno dijere que en la Iglesia católica no
existe una jerarquía, instituida por ordenación divina (divina ordinatione institutam), que consta de obispos,
presbíteros y ministros, sea anatema» (DH 1776). Por su parte, el Vaticano II enseña que «el ministerio
eclesiástico (ministerium ecclesiasticum), instituido por Dios (divinitus institutum), está ejercido en diversos
órdenes (diversis ordinibus exercetur), que ya desde antiguo (ab antiquo) recibían los nombres de obispo,
presbíteros y diáconos» (LG 28). Las diferencias son apreciables y van, desde la institución misma del
presbiterado (la Santa Cena [Trento] o la institución apostólica en su conjunto [Vaticano II]), hasta el destino
fundamental del ministerio (ordenado para la Eucaristía [Trento] o para la misión de la Iglesia [Vaticano II]),
pasando por el contenido del ministerio (sacerdocio cultual [Trento] o ministerio apostólico [Vaticano II]), o por
la especificidad del presbiterado (el poder sobre el cuerpo eucarístico de Cristo [Trento] o la acción in persona
Christi [Vaticano II]). Cf. J. FONTBONA, o.c., pp. 53-55.
90 J. DELORME, Diversidad y unidad de los ministerios según el Nuevo Testamento, en AA. VV., El
ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid 1975, p. 288; cf. Y-M. CONGAR, La jerarquía
como servicio según el Nuevo Testamento y los documentos de la Tradición, en Y-M. CONGAR-B. D. DUPUY
(eds.), El Episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966, pp. 67-96.
91 J. DELORME, a.c., p. 285.
92 J. DELORME, a.c., p. 287.
93 LG 1.

94 J. DELORME, a.c., p. 289.


95 SAN AGUSTÍN, Sermo 340,1: PL 38,1483; cf. LG 32.

96 CD 16.
97 LG 27.
98 JUAN PABLO II, ChL 22. El mismo Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint, subraya con particular
énfasis la naturaleza del ministerio ordenado, y específicamenten el ministerio del sucesor de Pedro, como
servicio a la comunión/unidad, tanto en el interior de la Iglesia como en relación con las otras confesiones
cristianas: Enc. Ut unum sint nn. 92-97, en AAS 87(1995), pp. 976-979; cf. LG 10. 21. 28; CD 30; PO 2. 6.
99 Cf. A. ANTÓN, El Misterio II, pp. 900-902.

360
100 El Concilio usa indistintamente los términos «local» y «particular» para referirse a cada una de las
Iglesias extendidas por toda la tierra: LG 23. 26. 27. 45; CD 3. 11. 30; AG 4. 6. 10. 15. 19. 20. 22; SC 42; UR
14; AA 30. Los autores, por el contrario, difieren en la nomenclatura y manifiestan sus preferencias: cf. H. DE
LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 31-58; H. FRIES, Iglesia e
Iglesias, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de Teología fundamental,
Salamanca 1982, pp. 440-461. Aquí, 458-461; Congregación para la doctrina de la Fe, Communionis notio 9, en
AAS 85(1993), pp. 843-844; en «Ecclesia» n. 2. 587(4 julio 1992), p. 35; B. SESBOÜÉ, Creer, Madrid 2000, pp.
493-494. Por el contrario, J. M. R. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999: este autor prefiere Iglesia
«local» a Iglesia «particular»; «sinodalidad» a «colegialidad»; «conciliaridad» a «iglesia universal».
101 A. ANTÓN, El Misterio II, p. 901.

102 Congregación para la doctrina de la Fe, Communionis notio 9, en AAS 85(1993), pp. 843-844; en
«Ecclesia», l. c., p. 35.
103 LG 23; cf. CD 11. El uso doble de la terminología (portio, pars), tiene su reflejo en el articulado del C.
I. C. : vgr. en los cánones 369 y 515 $ 1, aplicados respectivamente a la Diócesis (populi Dei portio), y a la
Parroquia, de la que se dice que es «certa communitas christifidelium in Ecclesia particulari stabiliter
constituta»: aquí está implícito el concepto de parte aunque no se use el término.
104 CD 6.
105 LG 23; AG 20; cf. Pontificia Comisión Bíblica, Unité et diversité dans l’Eglise, Roma 1989, pp. 14-28.

106 CD 11.
107 Cf. LG 14; PHILIPS, La Iglesia I, pp. 243-249.
108 CD 11.

109 JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América, 16 septiembre 1987, en
«Ecclesia» n. 2. 340 (10 octubre 1987), pp. 22-23.
110 Cf. Const. dogm. Lumen Gentium 23.

111 Cf. LG 13. 23; CD 11.


112 JUAN PABLO II, Discurso a la Curia romana 9, 20 diciembre 1990, en AAS 83(1991), pp. 745-746.

113 Cf. W. KASPER, Unidad y pluralismo en teología, Salamanca 1969; C. VAGAGGINI, Pluralismo
teológico, en NDT II, Madrid 1982, pp. 1349-1365; Comisión Teológica Internacional, De unitate fidei et
theologico pluralismo (1972), en Documenta(1969-1985), Roma 1988, pp. 32-39.
114 Cf. R. E. BROWN, Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986.
115 Cf. supra, cap. 2, pp...

116 JUAN PABLO II, Enc. Slavorum Apostoli nn. 18 y 19, en AAS 77(1985),pp. 779-813. Aquí, pp. 800-
801; en «Ecclesia», n. 2. 229(13 julio 1985), pp. 9-22. Aquí, pp. 16-17.
117 H. FRIES, o.c., p. 450. Ya en su tiempo Pío XII puso de relieve la posibilidad e importancia de la
opinión pública en la Iglesia: vgr. Mensaje L’importance de la Presse catholique (17 febrero 1950), en AAS
42(1950), p. 251ss.
118 K. RAHNER, Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974, pp. 114-115; cf. A. M. CALERO, Somos
Iglesia, Madrid 1993, pp. 123-124; Id., El laico en la Iglesia. Vocación y Misión, Madrid 19982, pp. 186-187.

361
119 Cf. H. FRIES-K. RAHNER, La unión de las Iglesias, Barcelona 1987, pp. 25-174.
120 UR 11. Subrayado nuestro.

121 LG 28; cf. AA.VV., Parroquia urbana, presente y futuro, V Semana Nacional de la Parroquia, Madrid
1975; P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia, Madrid 1978, pp. 103-111; C. FLORISTÁN,
Parroquia, en CFP, pp. 696-716.
122 AA 10.

123 SC 42. Vale, aplicado a la comunidad parroquial, todo cuanto se ha dicho a propósito de la Eucaristía
como instrumento en la construcción de la comunidad cristiana.
124 LG 28.

125 CD 11.

126 SC 41.
127 LG 23. Cf. H. DE LUBAC, Las iglesias particulares en la iglesia universal, Salamanca 1974, pp. 31-
140; P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia, Madrid 1978; J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias,
Salamanca 1991.
128 LG 65.
129 LG 23.

130 Esta Nota explicativa previa fue comunicada a los PP. Conciliares el 16 de noviembre de 1964 de parte
de la autoridad superior, con el propósito de que, a su luz, se explique y comprenda toda la doctrina expuesta en
el capítulo III de la Constitución dogmática Lumen Gentium acerca de la Jerarquía. Cf. G. PHILIPS, La Iglesia I,
pp. 42. 83-85. 337-340. 352-353; II, pp. 389-392. 422; J. RATZINGER, La colegialidad episcopal, en
BARAÚNA, La Iglesia II, pp. 768-774.
131 Nota explicativa previa n. 1o.
132 Cf. Nota explicativa previa n. 2o.

133 Cf. Nota explicativa previa n. 3o; H. DE LUBAC, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal,
Salamanca 1974, pp. 101-103.
134 Cf. LG 23. Cf. el interesante estudio sobre este tema en el Código de Derecho Canónico de las Iglesias
Orientales (CCEO), de R. M. SCHMITZ, Der Papst als quasi-patriarch? Die autonome Metropolitankirche des
CCEO im vergleich zur Patriarchalkirche, en F. CHICA y otros (eds.), Ecclesia Tertii Millennii advenientis,
Casale Monferrato 1997, pp. 704-721.
135 Cf. K. RAHNER-J. RATZINGER, Episcopado y Primado, Barcelona 1965; E. CORECCO,
Sinodalidad, en NDT II, pp. 1644-1673; S. Pié i Ninot, Sinodalitat eclesial, Barcelona 1993; J. M. MARTÍ,
Sínodos españoles posconciliares, en «Revista Española de Derecho Canónico» 51(1994), pp. 51-82; J-M. R.
TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999, pp. 423-528.
136 E. CORECCO, a.c., p. 1670.

137 J. TAPIA PÉREZ, Sinodalidad e Iglesia, en F. CHICA y otros (eds.) Ecclesia Tertii Millennii
advenientis, Roma 1997, pp. 315-328.
138 Cf. F. HOUTART, Las formas modernas de la colegialidad episcopal, en Y-M. CONGAR-B. D.
DUPUY (dirs.), El episcopado y la Iglesia universal, Barcelona 1966, pp. 455-487.

362
139 E. CORECCO, a.c., p. 1671.
140 E. CORECCO, a.c., p. 1667.

141 E. CORECCO, a.c., pp. 1667-1668.

142 J. M. MARTÍ, Sínodos españoles posconciliares, en «Rev. Esp. Der. Can.» 51(1994), p. 54.

143 E. CORECCO a.c., pp. 1668-1669.


144 E. CORECCO, a.c., p. 1671.

145 Recordar lo dicho en el capítulo 2 acerca del llamado Movimiento ecuménico. Cf. A. ANTÓN, El
Misterio II, pp. 904-908; J. BOSCH, Para comprender el ecumenismo, Estella 1993; B. SESBOÜÉ, Por una
teología ecuménica, Salamanca 1999, pp. 125-170: ver las observaciones a esta obra en la Recensión que le hace
J. BOSCH en «Vida Nueva», n. 2. 229 (15 abril 2000), p. 43.
146 JUAN PABLO II, Enc. Ut Unum sint 49, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 949. Subrayado
nuestro.
147 LG 8; UR 4. 13; cf. G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 149; F. A. SULLIVAN, El significado y la
importancia del Vaticano II de decir, a propósito de la Iglesia de Cristo, no «que ella es», sino que ella «subsiste
en» la Iglesia católica romana, en R. LATOURELLE (ed.). Vaticano II. Balance y perspectivas, Salamanca 1989,
pp. 607-616.
148 F. A. SULLIVAN, a.c., p. 611; cf. B. SESBOÜÉ, o.c., pp. 143-161.
149 H. FRIES, Iglesia e iglesias, en R. LATOURELLE-G. O’COLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de
Teología fundamental, Salamanca 1982, p. 450.
150 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 13, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 929.
151 JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint 10, Roma 25 mayo 1995, en AAS 87(1995), p. 927.
152 No obstante la Declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe (6 agosto
2000), parece haber venido a matizar algo restrictivamente esta visión optimista surgida de la doctrina conciliar:
ver nn. 16-17, en «Ecclesia» n. 3014 (16 octubre 2000), pp. 34-35. Cf. Nota de la Congregación para la Doctrina
de la Fe (30-6-2000), La expresión «Iglesias hermanas», en «Ecclesia» n. 3. 023 (18 noviembre 2000), pp. 36-
37.
153 LG 15.
154 UR 3.

155 JUAN PABLO II, Ut unum sint 11, en AAS 87(1995), p. 927.
156 JUAN PABLO II, Ut Unum sint 36, en AAS 87(1995), pp. 942-943. Subrayado nuestro.

157 JUAN PABLO II, Ut Unum sint 38, en AAS 87(1995), pp. 943-944.
158 GS 40.
159 Cf. J. DANIÉLOU, El misterio de la historia, San Sebastián 1957; K. RAHNER, El cristianismo y las
religiones no cristianas, en ET V, Madrid 1964, pp. 135-156; P. DAMBORIENA, La salvación en las religiones
no cristianas, Madrid 1973; J. DUPUIS, Jesucristo al encuentro de las religiones, Madrid 1991, con amplia
Bibliografía hasta el año de su publicación.
160 NAE 3 y 4.

363
161 JUAN PABLO II, Discurso en el encuentro interreligioso, en el Instituto «Notre Dame» de Jerusalén
(23 marzo 2000), en «Ecclesia», n. 2. 991 (1 abril 2000), p. 35.
162 JUAN PABLO II, l. c., p. 36.

163 JUAN PABLO II, ibid.

164 JUAN PABLO II, ibid.

165 JUAN PABLO II, l. c., p. 35.


166 Idem.

167 K. RAHNER, a.c., p. 154.


168 GS 44.
169 Cf. LG 49-50; K. RAHNER, La Iglesia de los santos, en ET III, Madrid 1961, pp. 109-123; P.
MOLINARI, Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y sus relaciones con la Iglesia del cielo, en G.
BARAÚNA, La Iglesia II, pp. 1143-1162; D. BONHÖFFER, Sociología de la Iglesia. Sanctorum communio,
Salamanca 1980; W. BREUNING, Comunión de los santos, en SM 1, cols. 833-838; G. COLZANI, La Comunión
de los santos, Salamanca 1986; Congregación para la Doctrina de la Fe, Communionis notio 6, en «Ecclesia» n.
2. 587(4 julio 1992), p. 35.
170 Cf. lo dicho a este propósito en el capítulo 1.
171 W. BREUNING, a.c., col. 834.

172 El Credo primero en el que se encuentra la expresión «communio sanctorum» es un Credo del siglo IV
atribuido a Nicetas, obispo de Remesiana: DH 19.25-30.
173 Tener presente lo dicho en el capítulo 4 sobre la Iglesia, «santa y pecadora» al mismo tiempo.
174 Esta expresión tiene una fuerte raigambre paulina: vgr. Rom 6,11.23; 8,39; 9,1; 12,5; 1Cor 1,2.4.30;
3,1; 4,10.15.17; 15,18.19.22.31; 2Cor 5,17.19; Ga 2,16; 3,14.24.26.28; Ef 1,1.3.10.12.20; Filp 1,26; 2,5;
4,7,19; Col 1,2.4.28.
175 P. MOLINARI, a.c., p. 1152.
176 LG 49.

177 P. MOLINARI, a.c., p. 1154.


178 Congregación para la Doctrina de la Fe, Communionis notio 6, en AAS 85(1993), p. 841; en «Ecclesia»
l. c., p. 35.
179 LG 50.
180 Opuscula theologica 2, Torino 1954, p. 217. Citado en J-M. R. TILLARD, Iglesia de iglesias,
Salamanca 1991, p. 43.
181 E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, Madrid 1998. p. 323.

182 LG 49.
183 LG 50.

184 GS 24.

364
185 GS 32.
186 GS 40.

187 LG 51.

188 GS 40.

189 LG 28.
190 GS 3.

191 GS 38

365
CAPÍTULO 7

LA IGLESIA, SACRAMENTO DE
SALVACIÓN

366
367
Nota bibliográfica
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F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999.

368
369
Introducción
Si la Iglesia —según lo dicho en anteriores capítulos— es imagen y expresión histórica
del misterio trinitario, es evidente que tiene que ser una realidad visible y, como tal,
constatable y valorable en su desarrollo histórico: en otras palabras, una realidad
significante, sacramental.

No ha sido fácil, sobre todo a partir de la Contrarreforma, entender y aceptar a la


Iglesia como sacramento. Al subrayar durante siglos su dimensión jurídica y societaria,
parecía como si al aplicarle la categoría de sacramento, se hiciera de la Iglesia una
especie de ente de razón, una realidad excesivamente etérea y espiritual, sin la fuerza, el
vigor, la energía y los medios concretos, incluso coercitivos, con que toda sociedad
auténticamente humana tiene que contar para el logro de sus fines propios. Por otra
parte, al haber dado los Concilios de Florencia (DH 1310) y de Trento (DH 1601) una
definición técnica de sacramento y haber declarado oficialmente el número septenario
como numerus clausus, aplicar el término sacramento a la Iglesia como tal, equivalía de
hecho a introducir un nuevo elemento de confusión en la comunidad eclesial.
Por eso, cuando a mediados del siglo XIX algunos teólogos presentaron el misterio de
la Iglesia en clave sacramental, no tuvieron particular fortuna habiendo sido silenciados
hasta época bien reciente1.
Y sin embargo, «la palabra sacramento aplicada a la Iglesia, es la clave que abre la
puerta de una nueva concepción eclesiológica. No hay otra categoría más adecuada que
la sacramental para designar la estructura primaria de la Iglesia entera. En efecto, la
existencia, la estructura y la misión de la Iglesia... están en función de toda una economía
sacramental, la cual radica en la Encarnación y tiene sus órganos fundamentales en los
siete sacramentos» 2. Hasta tal punto es importante descubrir la naturaleza sacramental de
la Iglesia como realidad de iniciativa divina, que «fuera de esta perspectiva, tanto el
mismo ser como la misión absolutamente universal del cuerpo místico dejan de ser
inteligibles» 3.
En realidad, la Iglesia no significa absolutamente nada para el hombre en general y,
en particular, para el hombre no-creyente de nuestros días, si no es el sacramento, es
decir, el signo visible y tangible de Cristo en la humanidad4. La concepción de la Iglesia
como sacramento hace posible el que se presente y sea en realidad, una mediación válida

370
en el encuentro del hombre con Cristo, el Salvador. En una admirable síntesis patrística
en la que presenta la profunda conexión existente entre Cristo y la Iglesia, afirma H. de
Lubac que «el Esposo y la Esposa forman una sola carne. Cristo, que es el jefe de su
Iglesia, no la gobierna, sin embargo, desde fuera: entre ella y Él existe subordinación y
dependencia, pero al mismo tiempo ella es su remate y su plenitud. Ella es también el
Tabernáculo de su Presencia. Es el Edificio del que Cristo es a un tiempo el Arquitecto y
la clave de bóveda. Es el Templo donde Él enseña y a donde Él atrae consigo a toda la
Divinidad. Ella es la Nave pilotada por Él, el amplio Arca del que Él es la Columna
central y que asegura la comunicación con el cielo de cuantos cobija. Ella es el Paraíso
del que Él es el árbol y la fuente de la vida. Ella es el astro cuya luz toda, que ilumina
nuestra noche, es Él» 5.
Esta perspectiva ha dado a todo el universo sacramental de la Iglesia una hondura,
una riqueza, una trascendencia y una capacidad de renovación testimonial y de
compromiso de vida que posiblemente desde el tiempo de los Padres no tenía. Cristo, al
que nos vamos a acercar como «el sacramento original o fontal», es realmente el
fundamento primero y definitivo de todo el orden sacramental en la Iglesia. Porque
Cristo es sacramento, la Iglesia, como su continuación en la historia, tiene una naturaleza
sacramental, encontrando en la celebración de los siete sacramentos la forma suprema de
expresarse y de actuar. Como los peregrinos griegos dijeron a los apóstoles, el hombre de
hoy, sabiéndolo o no, dice a la Iglesia: «queremos ver a Jesús» (Jn 12,20-22). Un fin
fundamental de la Iglesia es, en efecto, «mostrarnos a Cristo» al igual que Él nos
«muestra al Padre» (Jn 14,8). Pero más que mostrarlo, como si se tratara de algo ajeno
o extrínseco, la Iglesia está urgida a transparentar a Cristo, a revelarlo, a hacerlo
perceptible en su realidad histórica concreta. En relación con Cristo, el compromiso
concreto de la Iglesia en esta perspectiva es repetir, de forma análoga por supuesto, lo
que Cristo hablando de sí mismo dijo en relación al Padre: «el que me ve a mí, ve al
Padre» (Jn 14,9).
En el Concilio Vaticano II la Iglesia se ha percibido a sí misma y se ha presentado
ante el mundo específicamente, como sacramento de salvación. Con ello, se ha planteado
una cuestión particularmente viva y hasta desafiante para la Iglesia de nuestros días: la
unicidad de Cristo como único Salvador de todos los hombres y de todo el hombre. Las
grandes religiones, y especialmente el humanismo moderno, ponen en cuestión la
especificidad y sobre todo la exclusividad de la naturaleza soteriológica de Cristo y, por
consiguiente, del cristianismo. De ahí, que, a pesar de la dificultad que este tema pueda
plantear, hay que abordarlo: se trata, en verdad, del primer presupuesto del que arranca
el cristianismo: «la salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no
tenemos los hombres otro diferente de Él al que debamos invocar para salvarnos» (Hch
4,12).

371
1. NATURALEZA SIMBÓLICA DE LA REALIDAD6

Los estudios antropológicos actuales descubren que para el hombre la realidad en que
vive inmerso, tanto la creatural (el universo) como la humana (la sociedad), es toda ella
sacramental: para el hombre la realidad es de naturaleza simbólica. El hombre capta
siempre la realidad de una forma simbólica, significativa. De ahí que, frente a la invasión
actual de la técnica y en particular de la tecnología en todas sus direcciones, con el
peligro de secar la capacidad interpretativa del hombre frente a la realidad, se asiste hoy a
la recuperación del valor de la función simbólica para el hombre. El hombre actual siente
la exigencia profunda de recuperar lo significativo, la experiencia simbólica, como forma
de expresión de sí mismo; una experiencia en la que confluyen sus recursos más
personales: la sensibilidad, la imaginación, la memoria, la voluntad, la intuición, la
capacidad estética o interpretativa.
Y es que si la realidad está compuesta por entes y «el ente es por sí mismo
necesariamente simbólico porque necesariamente se expresa para hallar su propio ser» 7,
es evidente que «la realidad como tal y la realidad cristiana, sobre todo, es esencialmente
y a partir de su origen, una realidad a cuya autoconstitución le pertenece necesariamente
el símbolo» 8. Resulta así que el redescubrimiento del simbolismo es uno de los
fenómenos culturales más significativos en la actualidad.
Por otra parte, la antropología actual coincide notablemente con la antropología
bíblica9: es decir, considera al hombre como una unidad profundamente única en la
dualidad de la corporeidad espiritualizada o del espíritu corporeizado, aunque
profundamente compleja en esa misma dualidad.
Después de siglos en los que, en el ámbito de la Iglesia se admitió y profesó una
visión dualista del hombre como si éste fuera la reunión (más o menos artificial por cierto
y desde luego llamada, tarde o temprano, a la disolución) de dos seres separados,
independientes y hasta enemigos entre sí (el cuerpo y el alma), la vuelta a una
concepción bíblica del hombre y a una lectura más profunda y objetiva del pensamiento
tomista, ha conducido a recuperar una visión de profunda y originaria unidad: la
autorrealización del hombre como ser espiritual, va necesariamente unida a la percepción
corporal de los sentidos, y sólo en ella puede realizarse el hombre completo. «El hombre
entero es, en definitiva, alma y, a la vez, cuerpo; pero no como mera contigüidad de
facto de ambos, según pensaba el cartesianismo. Es alma en tanto que esa totalidad una
está dotada de una interioridad, densidad y profundidad tales que no se agotan en la
superficialidad del hecho físico-biológico. Es cuerpo en tanto que dicha interioridad se
visibiliza, se comunica y se autoelabora históricamente en el tiempo y en el espacio» 10.
El hombre, en efecto, según esta visión unitaria, es una totalidad formada —según la

372
expresión bíblica— de barro de la tierra y de hálito vital, o, también, de carne y de
espíritu. Así resulta evidente que «el signo realizante o realizador más fuerte de nuestra
proximidad personal es nuestro cuerpo como indicación y expresión de esta persona
humana. El cuerpo, como tal, no es simplemente la persona humana en una
identificación total. Es signo, posibilidad de hacer ver a la persona, pero es un signo
realizante. En él se realiza la persona. El cuerpo es un signo realizador para ese hombre,
su yo, su conducta, su pensar y su actuar, su realización propia» 11. En el fondo, el
cuerpo es expresión y símbolo de la realidad espiritual fundamental del hombre.
Efectivamente, el hombre tiene una estructura según la cual llega al conocimiento de
algo, siempre a través de la propia corporeidad; incluso lo más espíritual y pneumático es
percibido siempre por el hombre a través de los sentidos coporales. Por eso se puede
afirmar que la condición humana exige una estructura sacramental; más aún, que el
hombre es un ser sacramental. La naturaleza del hombre es tal que «la corporeidad no es
sólo la aparición y el semblante de la persona humana que se revela, sino que es
juntamente aquello en lo cual y por lo cual el alma se constituye en persona. La
corporeidad es aquello en que el alma muestra hacia afuera su propia personificación.
[...] El encuentro entre un hombre y otro hombre tiene lugar en el cuerpo y por el
cuerpo. En consecuencia, por muy independiente que sea en sí misma del encuentro
corporal, la intersubjetividad espiritual entre los hombres encuentra su culminación en
este encuentro corporal y en él se hace presente de manera perfecta. [...] El encuentro
personal corporal significa para ambas partes la vivificación y la consumación decisivas
del encuentro espiritual» 12.
El hombre es un espíritu que existe y vive en la corporeidad: esta condición implica
necesariamente cuatro momentos decisivos que han sido designados como sacramentos
de la naturaleza: el nacimiento, la muerte, la intercomunicación profunda mediante el
ejercicio de la sexualidad y la necesidad de alimentarse. Unos sacramentos que, a poco
que se reflexione, implican una conciencia de trascendencia: ¿de dónde?, ¿hacia dónde?,
¿por qué?, ¿para qué?, ¿cuál es su significado? Desde este punto de vista, aparece el ser
humano constitutivamente como un ser sacramental, por cuanto, en base a y a partir de
la experiencia de la propia corporeidad, es capaz el hombre de ir más allá de sí mismo, es
capaz de hacer una auténtica experiencia de trascendencia.
Más aún, el hombre en la propia corporeidad se descubre a sí mismo como un ser
simbólico. En la unidad de «símbolo y simbolizado formados por el cuerpo y el alma, las
partes del cuerpo, cada una por sí, son más que porciones del cuerpo entero sumadas de
manera meramente cuantitativa; son siempre partes en una forma tan peculiar que
contienen en sí el todo» 13.
Esta condición hace que, desde siempre, el hombre se haya expresado

373
personalmente, se haya comunicado con los demás y se haya hecho entender, mediante
signos y símbolos que constituyen el lenguaje más universal que existe entre los
humanos.
Hay que dejar constancia ya en este momento, —aunque se vuelva sobre ello más
adelante— que con la entrada en la historia humana del Verbo de Dios como un auténtico
hombre (cf. Flp 2,5), se amplió y reafirmó sustancialmente la realidad de lo sacramental
en el sentido de que la misma historia se convirtió en historia de la salvación, es decir, en
signo real y objetivo de la presencia del Dios viviente entre los humanos.
Por eso, signos y símbolos son términos que constituyen una categoría antropológica
de gran importancia aunque no son unívocos; dicen, con matices diversos, relación a los
elementos sensibles en los que el hombre capta significados que trascienden la realidad
concreta ante la que se encuentra.

EXCURSUS I: Signos y símbolos

Signo es una señal, una imagen, un icono, un indicador: es toda realidad sensible que,
conocida o percibida de alguna manera, remite a otra realidad ausente o que, incluso si
está presente, no lo está de manera sensible y constatable: vgr. el afecto entre dos
amigos. Al afectar a toda la persona, un signo, cuando es auténticamente tal, pone en
relación con un acontecimiento del que hace participar al que percibe el signo. El signo,
como es sabido, puede ser natural (humo respecto del fuego), o convencional (apretón de
mano como signo de amistad). El signo acentúa especialmente la presencialidad objetiva
de la realidad significada.
Todo signo se constituye por tres elementos fundamentales e indispensables: la
realidad significante, la realidad significada y la relación entre ambas. Es esta relación
sobre todo, la que constituye propiamente el signo: una relación que descubre y
manifiesta «la capacidad efectiva del significante de ser tal, para determinadas personas.
Una capacidad, por otra parte, que puede depender no sólo del elemento sensible, sino
también de un código común de los comunicantes, del contexto, de la experiencia
exterior, etc.» 14. Efectivamente, un mismo signo puede significar una cosa y su contraria,
dependiendo del contexto social, cultural, o psicológico en que se realice: supone siempre
una psicología en el que percibe el signo, desde la que se lee y se entiende lo significado.
Por eso, «para leer y descifrar un determinado signo es absolutamente indispensable
situarlo en la estructura que lo constituye, lo genera y lo hace inteligible. Un signo fuera
de su estructura no es signo de nada» 15.
Por otra parte, «para el que conoce, el signo tiene que ser mejor conocido que la

374
cosa que significa, ya que tiene que llegar a través del conocimiento del signo al
conocimiento de la cosa significada» 16. Y es que, por su propia naturaleza, el signo no
expresa siempre de forma absoluta, perfecta y adecuada la realidad significada al no ser
ésta inmediatamente perceptible. Resulta siempre cierto que «lo esencial es invisible a los
ojos» 17.
Si esto es así, se comprende que, cuando el que percibe el signo no tiene las claves
de interpretación del mismo, es decir, no conoce el código común de lectura que
relacionan al significante con el significado, el signo se convierte en una realidad
ininteligible: se convierte sencillamente en un jeroglífico.
Símbolo, etimológicamente, es la convergencia o encuentro de dos partes que
forman una misma y única realidad: vgr. una moneda partida en dos, un objeto (piedra,
estatua, documento) partido en dos de tal forma que, al ponerse juntos de nuevo, formen
una sola realidad que pueda ser reconocida como auténtica por los poseedores de cada
una de las partes.
Desde el punto de vista antropológico hay que recordar que existen en el hombre
experiencias realmente fundamentales «que no son traducibles al nivel consciente de lo
que puede ser formulado adecuadamente mediante el discurso» 18. Existen experiencias
humanas que son muy difíciles, por no decir imposibles de expresar con palabras: se hace
con «símbolos», es decir, con un conjunto de elementos convergentes que expresan de
forma intuitiva, no propia ni necesariamente verbal, la realidad que desea expresarse.
Símbolos, según esta descripción pueden ser las personas, los gestos, los objetos con los
que se identifica bien una persona, bien un grupo social determinado. El símbolo hace
presente la realidad simbolizada de una forma idealizada, poética, idílica, evocadora,
sugerente, trascendental. En este sentido, símbolo es la expresión no lingüística de
experiencias humanas profundas que resultan extremadamente difíciles de expresar
mediante palabras o frases descriptivas. Se trata de experiencias vividas por la persona a
un nivel que es previo a toda conceptualización. El símbolo aparece, entonces, como la
expresión de una experiencia que no se puede tematizar y que, por eso mismo, resulta
literalmente inefable. Para K. Rahner símbolo «no significa algo que, separado de lo
simbolizado —o en tanto distinto unido, real o conceptualmente, de forma meramente
aditiva con lo simbolizado— lo señale y esté así vacío de ello. Símbolo es, por el
contrario, la realidad que, como elemento intrínseco de sí mismo, constituido por lo
simbolizado, lo revela, lo manifiesta y, en tanto existencia concreta de lo simbolizado
mismo, está lleno de ello» 19. Símbolo es, pues, una realidad significante en la que, de
alguna forma, está presente lo significado: la parte visible e históricamente observable del
símbolo representa solo la parte que ha emergido de una totalidad que permanece en su
mayor parte escondida. Por eso precisamente el término símbolo no tiene un sentido

375
unívoco, razón por la cual tampoco tiene siempre un sentido claro, inequívoco, exento de
toda ambigüedad.
En este mismo sentido Santo Tomás puso de relieve el valor del lenguaje simbólico,
su función pedagógica para el hombre, a causa no solo ni en primer lugar de la debilidad
humana, cuanto, ante todo, de la naturaleza corporal del mismo hombre20. Según lo
dicho más arriba, es, en efecto, un espíritu encarnado en la materia, o si se quiere, un
cuerpo (materia) animado por un espíritu. El espíritu de cada hombre se comunica con
los demás hombres y con todo lo que es de naturaleza espiritual, gracias a su
corporeidad. Y es que, «en un emsamblamiento misterioso en orden a la función
simbólica del cuerpo, cada parte lleva en sí la fuerza simbólica y la función del todo
aportando su parte al todo del símbolo» 21. De ahí, que en el hombre «el cuerpo es el
símbolo del alma en tanto es formado como la auto-realización —bien que no adecuada
— del alma y en tanto el alma se hace presente y aparece en el cuerpo diverso de ella» 22.
Cuando el símbolo se considera no simplemente como lo inefable, como una
realidad profunda del ser humano, sino desde una clave religiosa personal, entonces el
símbolo se convierte en signo religioso. Efectivamente, «la recta comprensión de la
realidad significada por el término sacramento, al menos en el caso de la religión
cristiana, permite descubrir la complementariedad de los términos que forman esas
expresiones, ya que el sacramento surge de la fe y sin ella pierde su sentido, pero está
llamado a realizarse en la vida y debe así, ser órgano de expresión, de celebración y de
anuncio de esa fe en medio del mundo» 23.
Aplicando todas estas reflexiones al ámbito de la relación mutua entre Dios y el
hombre, se llega a la noción cristiana de sacramento, que incluye siempre y
necesariamente la relación estrecha entre un aspecto humano que incluye gestos o
realidades intramundanas, y una componente divina garantizada por la misteriosa y eficaz
presencia de Dios.
Por otra parte, hay que dejar constancia ya en este momento, —aunque se vuelva
sobre ello más adelante— que con la entrada en la historia de los hombres del Verbo de
Dios como un auténtico hombre, se amplió e intensificó sustancialmente la realidad de lo
sacramental en el sentido de que la misma historia se convirtió en historia de la
salvación, es decir, en signo de la presencia del Dios viviente entre los hombres.
En conclusión, la base antropológica más estable y firme para todo el universo
sacramental dentro del cristianismo es, precisamente, la naturaleza misma del hombre, su
forma peculiar de ser, por la que percibe que su autorrealización como ser espiritual y
libre se hace no solo en la propia corporeidad, sino también en su relación-con-los-demás
y en su mismo ser-en-la-historia. Estas tres dimensiones constituyen al hombre en lo más
íntimo, y, por consiguiente, todo intento de relación más allá de sí, incluso su deseo

376
profundo de relación con el Trascendente (cualquiera que sea la forma en que lo
percibe), pasa necesariamente por esa triple mediación: él mismo, los demás y la historia.
De ahí que, «a pesar de las múltiples alienaciones que se operan en la conciencia
moderna, a pesar de la tecnificación del mundo que nos rodea y a pesar de una
racionalidad en parte excesiva y de la ausencia de misterio en la concepción vital de hoy,
existe una amplia base experimental para la realidad sacramental» 24. Es la propia
naturaleza del hombre, la que constituye esa base innegable e insuprimible del universo
sacramental.«La realidad como tal y la realidad cristiana, sobre todo, es esencialmente y
a partir de su origen, una realidad a cuya autoconstitución le pertenece necesariamente el
símbolo» 25.

2. EL CONTEXTO ACTUAL: UNA CULTURA ICÓNICA

El contexto histórico, social y cultural en el que vive la Iglesia en cada momento de la


historia es enormemente importante para la misma porque, como signo o sacramento de
Cristo, su realidad es leída, captada y entendida por hombres que pertenecen a ese
contexto histórico preciso.
Como quiera, por otra parte, que la psicología del hombre va evolucionando en cada
época según modelos mentales y culturales diversos, la Iglesia, en cuanto signo no puede
permanecer inmóvil y fija en aquellos aspectos sociales y fenomenológicos en los cuales
y gracias a los cuales es percibida, conocida y entendida. En efecto, lo que en un
momento determinado pudo ser un signo de respeto, de reverencia, de admiración y
consideración social, en otro momento de la historia puede convertirse en signo
inequívoco de desigualdad intolerable, de minusvaloración de la persona, de superioridad
inaceptable o incluso de soberbia.
Pues bien, hoy se vive entre los hombres una situación de exacerbación de la
imagen26: se leen las imágenes; se ven más que se leen los periódicos y las revistas, se
cuida la imagen, se valora más la estética de la forma que la ética del contenido, se
enjuicia y valora a partir de una imagen. El lenguaje icónico, llevado hasta el paroxismo
por los mass media, es tan común y connatural para el hombre actual, que llega a poner
en peligro otras formas y medios de comunicación como puede ser la letra impresa.
Una Iglesia, pues, que se descubre a sí misma como signo o sacramento, no puede
ser indiferente frente al mundo de la imagen, ni convertirse en una realidad in-
significante para el mundo circundante, para la cultura en la que, de buena o de mala
gana, está profundamente inmersa: se convertiría en una verdadera contradictio in
terminis, es decir, en un signo in-significante. Por el contrario, la Iglesia está llamada a

377
ser un signo fácilmente legible y entendible por el hombre actual como por el hombre de
cada época.
El signo entre los hombres es siempre —como queda dicho— una señal dada por
una persona27, y recibida y leída por otra persona.«Un verdadero signo humano es una
acción, en la cual, una persona expresa a otro ser personal sus pensamientos, sus
intenciones, su propio interior. El que establece un signo, comunica algo que estaba más
o menos profundamente escondido en su propio ser, para que esto sea también accesible
a los demás. [...] El signo no es un mero dar a conocer —por lo menos, en sus formas
más intensas—, sino una automanifestación y una invitación e, incluso, el principio de
una nueva comunidad personal» 28. Esto equivale a decir que el signo es siempre recibido
y leído desde una psicología concreta y determinada. Esta sencilla pero al mismo tiempo
profunda constatación, está llamada a tener repercusiones verdaderamente importantes
para la Iglesia, a la que le plantea una cuestión fundamental: a saber, la clase de imagen
que está dando al hombre contemporáneo. Porque es posible que señales o signos que en
un determinado momento o época fueron perfectamente adecuados para transmitir el
Mensaje de la salvación, al cambiar la psicología de los lectores, esos mismos signos
llegan a convertirse en auténticos rompecabezas, en verdaderos jeroglíficos.

3. LA ENSEÑANZA DEL VATICANO II

El Concilio Vaticano II, además de reafirmar la centralidad de Cristo en la Iglesia dando


el paso decisivo del eclesiocentrismo de los últimos siglos al cristocentrismo de la gran
tradición patrística, puso de relieve constantemente que ese Cristo, Luz de los pueblos,
resplandece en el rostro de la Iglesia. No duda en afirmar, en el primer documento
aprobado, la Constitución Sacrosanctum Concilium (4-XII-1963), que «del costado de
Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» 29. No duda
después en comenzar el documento central del mismo Concilio —la Constitución
dogmática Lumen Gentium—, afirmando que «la Iglesia es en Cristo como un
sacramento o signo de la unidad de todos los hombres» 30. De esta forma se puede decir
que «el tema de la Iglesia como sacramento de salvación es uno de los que caracterizan
la visión que de la Iglesia ha formulado y nos propone el Concilio. Su importancia supera
la proporción cuantitativa que ha recibido en los textos y ello a causa de su valor de
síntesis y del dinamismo que le caracteriza» 31. Con todo, «estamos tan acostumbrados a
designar con el nombre de sacramento a los siete ritos principales de la Iglesia, que nos
vemos tentados a interpretar esas palabras de la Constitución en un sentido figurado,
poético, útil ciertamente para la meditación piadosa, pero no para el conocimiento

378
dogmático. Sin embargo, hay muchos factores que hablan en contra de una
interpretación figurada a saber: el hecho de que las palabras citadas se hallen al mismo
principio de la Constitución y en tantos otros lugares importantes de la misma; la
insistencia con que varios Padres conciliares exigieron —o aprobaron— la expresión; y
los abundantes pasajes dispersos donde un lector atento puede ver una alusión a ese
concepto sacramental de la Iglesia» 32.

3.1. Revalorización de la categoría sacramental


Recogiendo la sensibilidad antropológica y cultural del último siglo, especialmente, el
Vaticano II recuperó la categoría simbólica y sacramental para describir la naturaleza de
la Iglesia, pudiendo así hablar al hombre contemporáneo con su propio lenguaje. Si el
hombre está particularmente familiarizado con el lenguaje de los signos, si la cultura
actual es una cultura eminentemente icónica, la Iglesia, que es una realidad no sólo
simbólica sino, más aún, sacramental, no puede presentarse como realidad perteneciente
irremediablemente al pasado, ni seguir anunciando el mensaje de la salvación en un
lenguaje arcaico, cada vez más extraño y lejano a las categorías mentales e incluso
verbales del hombre contemporáneo. Debe presentarse, puesto que lo es, como un signo
legible y fácilmente inteligible, que usa en su lenguaje no sólo categorías semánticas
exactas, sino también categorías antropológicas y culturales contemporáneas33.
La perspectiva antropológica en que se situó el Vaticano II lleva a tener muy en
cuenta la totalidad de la persona humana al reflexionar y establecer sus relaciones con
Dios. Dios se relaciona con el hombre a la medida del hombre; es decir, en la totalidad de
su ser humano. La corporeidad es de tal manera importante y decisiva en el hombre, que
el mismo Santo Tomás llega a decir que «el alma separada» (del cuerpo) no sólo no es
persona, sino que ni siquiera merece el nombre de «persona» 34. La realidad personal del
hombre exige, pues, la corporeidad como elemento esencial del mismo hombre. No es
posible relacionarse con Dios sino en el cuerpo y a través del cuerpo; y esto, a pesar de
la fragilidad, de la debilidad y de la misma caducidad de la condición humana35.
En el contexto de la revalorización general de la realidad sacramental, el Vaticano II
comenzó por situar a toda la comunidad eclesial en esa perspectiva, presentándola como
un:
— «Sacramento en Cristo» (LG 1. 8; SC 5).
— «Sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1. 5).
— «Sacramento de la únión íntima con Dios» (LG 1. 9; GS 42)
— «Sacramento de la unidad del género humano» (LG 1; SC 2. 26)

379
Para presentar el misterio de la Iglesia el Concilio Vaticano II (LG 6 y 7) se sirvió de
múltiples imágenes y símbolos bíblicos: es el redil cuya única y obligada puerta es Cristo
(cf. Jn 10,1-10); es una grey de la que Dios mismo es el Pastor (cf. Ezq 34,11ss); es
labranza de Dios (cf. 1Cor 3,9); es el conjunto de los sarmientos cuya cepa es Cristo
(cf. Jn 15,1-5); es edificación de Dios, de la que Cristo es la piedra angular (cf. 1Cor
3,9); es la familia de Dios (1Tim 3,15), la tienda de Dios entre los hombres (cf. Ap
21,3), el templo santo (cf. 1Cor 3,16-17; 6,19-20); es la ciudad santa que baja del cielo
ataviada como una novia engalanada para su esposo (cf. Ap 21,1s); la esposa inmaculada
del Cordero inmaculado (cf. Ef 5,25-26); es, en particular, el cuerpo de Cristo (cf. 1Cor
12,12-27), siendo Él la Cabeza y todos los bautizados sus miembros: son imágenes y
símbolos con los que se quiere expresar la verdadera esencia de la Iglesia, la naturaleza
profunda de una realidad exterior que no siempre corresponde a lo que su esencia pide.
Según la doctrina del Concilio, mantenida a lo largo de todos sus documentos, la
Iglesia es realmente «un signo poderoso y eficaz del plan salvífico que se reveló en
Jesucristo» 36. Es un misterio a partir de su relación íntima con Cristo, el gran misterio
revelado por Dios; es, en Cristo y por Cristo, signo e instrumento de salvación; es signo e
instrumento precisamente en un mundo que, en medio de no pequeñas divisiones y
enfrentamientos, camina sin embargo hacia su unificación y, en definitiva, hacia su unión
con Dios en Cristo.
Un signo de la seriedad con que el Vaticano II tomó la dimensión sacramental de la
Iglesia en su valor significante ante el hombre contemporáneo y del convencimiento de
que los signos son siempre percibidos y leídos desde una psicología concreta y
determinada, es que quiso explícitamente que se reformaran todos los signos y ritos
litúrgicos, a fin de que «expresen con mayor claridad las cosas santas que significan, y,
en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por
medio de una celebración plena, activa y comunitaria» 37.

3.2. La Iglesia signo en el contexto de los signos de los tiempos38


El Vaticano II fue igualmente sensible a la necesidad de situar a la Iglesia-signo de Cristo,
en el contexto actual de los llamados signos de los tiempos.
Dentro de los signos con que los hombres se entiende entre sí, existen algunos que,
por la fuerza, la constancia, y la definitividad con que caracterizan una determinada
época de la historia, son llamados y conocidos como signos de los tiempos. Son
aquellos fenómenos o conjunto de fenómenos que marcan y expresan al mismo tiempo
una época histórica no de una manera superficial o transitoria, sino de forma profunda y
determinante. Según eso, no cualquier fenómeno que se produce en una época concreta

380
es un «signo de los tiempos»: sólo aquellos que no son epidérmicos, que no son
pasajeros sino que, de alguna forma, hacen cambiar el curso de la historia, pueden ser y
llamarse en realidad signos de los tiempos.
Entre los fenómenos actualmente admitidos como tales pueden señalarse:
La aceleración de la historia, sometida, hoy particularmente, a cambios rápidos
y profundos.
La personalización o descubrimiento del valor central y supremo de la persona,
de toda persona, sin ningún otro aditamento o cualificación de alcurnia,
posición económica, consideración social, laboral, cultural, etc.
La socialización o crecimiento cualitativo en la conciencia de solidaridad entre
los hombres y los pueblos, de forma que nadie sea indiferente a nadie, los
problemas de unos sean los problemas de todos y las desigualdades entre unos
y otros resulten cada vez menos tolerables.
La secularización o progresiva autonomía de las realidades temporales (cultura,
arte, política, economía, campo científico, investigación...), en virtud de la cual
esas realidades no estén sometidas, ni sean dependientes de ningún otro factor,
incluso de orden religioso, que no sean las leyes propias de cada sector de la
realidad: económico, cultural, social, profesional, científico, etc.
La globalización en virtud de la cual el planeta Tierra se ha convertido en una
pequeña aldea.
La búsqueda y construcción de la paz por encima de otros valores como
puedan ser la patria, la raza, el prestigio internacional.
La progresiva promoción de la mujer hasta alcanzar la plena paridad con el
varón en todos los campos del saber, de las decisiones, de la política, de la
ciencia, y también de la religión.
El ecologismo como preocupación creciente por la habitabilidad futura del
planeta Tierra.
Estos «signos», apreciables en sí mismos, tienen no obstante también, en el mundo
actual, sus «contra-signos»:
El relativismo más absoluto, que rechaza toda realidad o valor permanente y
objetivo, puesto que todo cambia constantemente.
El individualismo más exacerbado, por el que cada uno se siente con el
derecho de pensar, hablar y actuar sin referencia alguna al otro ni al conjunto
de la sociedad a la que pertenece y en la que está objetivamente inmerso.
La colectivización más extrema que conduce de manera inmediata y muchas
veces inconsciente a la despersonalización y a formas de colectivismo falto de
toda iniciativa y de verdadera libertad personal.
El secularismo más radical que conduce directamente a un mundo que, si bien

381
puede construirse sin Dios, con demasiada frecuencia se revuelve contra el
propio hombre39.
El pacifismo a ultranza y a cualquier precio, aunque ese precio sea la propia
dignidad del hombre en sus diversos aspectos.
El riesgo, nada irreal de que la globalización funcione sólo para los países
desarrollados.
El feminismo extremista que propugna un igualitarismo entre varón y mujer
que intenta superar toda barrera o límite impuesto incluso por la propia
naturaleza.
Pues bien, en un mundo fuertemente marcado por estos signos y contrasignos, la
Iglesia no puede aparecer como un antisigno o, lo que sería mucho peor, como un
auténtico jeroglífico. Y no podría aducirse, como fácil coartada, que la Iglesia está
llamada, por su propia naturaleza y semajanza de Cristo, a ser signo de contradicción. La
Iglesia ha de ser signo de contradicción frente al mal en cualquier de sus formas o
manifestaciones, pero no frente a estos signos concretos en los que, leídos
evangélicamente, no es difícil encontrar la presencia y la acción del Resucitado que hace
fermentar la historia con la fuerza del Espíritu.
Frente a estos signos, por consiguiente, la Iglesia-signo está llamada no sólo a
conocerlos, valorarlos y apreciarlos en su justa medida a fin de no convertirse en anti-
signo, sino también a mantener una actitud abiertamente crítica. El Vaticano II,
plenamente consciente de esta realidad, no dudó en afirmar que, para cumplir su misión
salvadora, «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época, e
interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación,
pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad. [...] Es
necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas y
aspiraciones» 40.

4. LA IGLESIA SACRAMENTO, A LA LUZ DE CRISTO

En el universo cristiano el verdadero y auténtico prototipo de todo sacramento, «está en


la Persona de Jesús; pero, en el tiempo que media entre su Ascensión a los cielos y la
Parusía, es su cuerpo en la tierra —la Iglesia—, el que constituye el arquetipo
sacramental» 41.
Teniendo presente cuanto se ha dicho al hablar del misterio, es posible añadir
todavía algunos datos a fin de poder dar todo su valor y profundidad a la afirmación de
que la Iglesia es un sacramento.

382
En el Antiguo Testamento el término mysterion tiene siempre un sentido de algo
que se realiza anticipadamente: una realidad que se prefigura, bien en forma verbal de
profecía, bien en forma real de personaje. De ahí que los autores de los primeros siglos
(II-III), fueron aplicando a Cristo y a la Iglesia esas profecías y esas figuras personales.
En la revelación cristiana, por su parte (cf. Mc 4,11), y especialmente en la
enseñanza paulina (cf. Rom 11,25; 16,25-26; Ef 3,1-9; Col 1,25-27; 2,2; 4,3),
mysterion significa el plan oculto que tiene Dios de salvar a todos los hombres (judíos y
gentiles) en Cristo y por Cristo: un plan que se revela en cuanto que se realiza en la
historia. Para Pablo el misterio no es tanto la salvación de Cristo, sino Cristo mismo
salvador de todos los hombres: es Cristo el auténtico mysterion de Dios. En Cristo se
hizo visible de forma personalizada el favor (járis) de Dios, la bondad (jrestótes) de
Dios, su amor (filanthropía) por los hombres (cf. Tit 2,11; 3,4). Es preciso recordar, a
este propósito, cómo la Palabra de Dios, a diferencia de la palabra del hombre, no es una
palabra meramente constatativa y mucho menos un puro «flatus vocis». Por el contrario,
es siempre, por su propia esencia, una palabra creativa, que es objetiva en su propia
realización, en su hacerse, al traducirse en realidad Dios se revela como creador,
creando; se revela como perdonador, perdonando; se revela como salvador, salvando.
Las de Dios no son palabras vacías, huecas o falsas; son siempre palabras creadoras de
la realidad que anuncian o enuncian, y, en ese sentido y desde ahí, son palabras llenas,
verdaderas, auténtica expresión de su propio ser, con el que se identifican plenamente.
Por eso los términos mysterion o sacramento aplicados al ámbito de la revelación de
Dios no indican sólo una realidad que está más allá del signo, sino una realidad que está
presente en el mismo signo, que, precisamente por esa presencia real, se convierte en
signo. De ahí que, desde «el momento en que Jesús es designado como mysterion de
Dios, el centro de gravedad está en la realización y en la forma terrena, bajo la cual nos
es accesible el plan salvífico de Dios. Desde ese momento, el término puede designar los
sucesos terrenos en los que se manifiesta veladamente y se realiza el plan salvífico de
Dios» 42.
Aunque mysterion en griego o sacramentum en latín no son términos que se
equivalgan totalmente en todos sus aspectos y matices, sin embargo, en la consideración
y en el uso de los Santos Padres, encierran una riqueza y una hondura de significado
mucho mayor de lo que significó por ejemplo el termino sacramento en el Concilio de
Trento y de lo que puedan significar los términos castellanos signo o sacramento.
Efectivamente, mysterion o sacramentum en los primeros siglos cristianos comprenden
y designan de forma unitaria un triple contenido: la Persona de Cristo, el designio eterno
de Dios de salvar al hombre en Cristo, e incluso las prefiguraciones veterotestamentarias,
que señalaban esa misma realidad. En efecto, la distinción de significado entre mysterion
y sacramentum, iniciada ya por San Agustín en cuanto al uso de los términos43, se

383
acentúa y perfila sobre todo con los escolásticos. Es en la Edad Media (siglos XII-XIII)
cuando mysterion (sobre todo usado en singular) va adquiriendo el significado específico
que tiene en la actualidad (lo que hoy se entiende por misterio), al igual que
sacramentum comienza a designar, de forma específica y exclusiva a cada uno de los
siete signos sacramentales de la actualidad. En resumen, cuando en la Iglesia de los
primeros siglos se habla de mysterion o de sacramentum, no se está hablando ante todo
y sobre todo de los contenidos doctrinales «misteriosos» que forman parte del credo
cristiano, «sino de una estructura general, de una perspectiva que hacía comprensible el
todo de la economía salvífica y de sus partes. La categoría sacramental designaba allí la
Encarnación del poder y del plan salvíficos de Dios, los cuales —a través del sacramento
— se hacen presentes entre los hombres y para los hombres. Y, a su vez, a través del
sacramento, el hombre encuentra, conoce y afirma la acción salvífica de Dios, la posee y
se entrega a ella, o mejor dicho, se deja poseer por ella» 44.
De esta forma, la benevolencia manifestada por Dios en la historia de la salvación, al
llegar la plenitud de los tiempos, se vio realizada de forma plena y definitiva en Cristo y
en su continuación histórica la Iglesia. Con una diferencia sin embargo: para Cristo,
muerto y resucitado, lo escatológico está «ya» plena y definitivamente cumplido y
realizado; en la Iglesia —su continuación en la tierra hasta el final de los siglos—, lo
escatológico (lo último), es una realidad iniciada, presente en verdad, pero «todavía no»
realizada en su forma plena y definitiva y, por consiguiente, en permanente tensión hacia
el futuro, en camino hacia una plenitud todavía por realizar. También en este aspecto
entre Cristo y la Iglesia hay continuidad pero no identificación plena y absoluta.

4.1. Cristo, el Sacramento original o fontal


Para descubrir en toda su hondura la sacramentalidad de la Persona de Cristo es
preciso poner de relieve el valor decisivo de la Encarnación en sí misma. Efectivamente,
la Encarnación —seguimos aquí abiertamente la perspectiva de Ireneo de Lyon— no
tuvo un sentido estrechamente temporal o meramente funcional: es decir, no se realizó
por un tiempo, en función de o en orden a la muerte en cruz para la redención de la
humanidad. Por el contrario, «en la encarnación abrazó Dios al mundo radical y
definitivamente en su misericordia. Con la encarnación queda ya toda la redención
formalmente predefinida. [...] En la encarnación la humanidad entera fue ya asumida
fundamentalmente para la salud» 45.
Decía ya en su tiempo San Agustín: «non est enim aliud Dei sacramentum nisi
Christus»46. Y es que, gracias al misterio de la Encarnación, la humanidad de Jesús es
«instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él» (LG 8). Cristo es, pues, el
Sacramento de Dios, entendiendo bien, de todas formas, que «la humanidad de Cristo

384
no puede ser concebida como librea o disfraz de Dios, sólo como señal de la que él se
sirve, como si sólo lo manifestado por esa señal dijera algo sobre el Logos. [...] La
humanidad de Cristo es, por el contrario, la automanifestación del Logos mismo. De
forma que cuando Dios, expresándose, se aliena de sí mismo, aparece justamente eso
que nosotros llamamos la humanidad del Logos. [...] El Logos, como Hijo del Padre, es
en su humanidad como tal, en toda verdad, el símbolo revelador —por ser el símbolo
que hace presente lo revelado mismo— en el que el Padre se dice al mundo en ese
Hijo» 47. Hasta tal punto es Cristo el símbolo por excelencia del Padre, que «si debiera
escribirse una teología de la realidad simbólica, la cristología... tendría que constituir,
evidentemente, el capítulo central. Y dicho capítulo no tendría que ser casi nada más que
una exégesis de lo que refiere Juan en su evangelio (14,9): quien me ve a mí ve al
Padre» 48.
Antes incluso de que Pablo llamara a Cristo, el gran Sacramento, el misterio por
excelencia de Dios (cf. Rom 16,25-26; Ef 3,1-9; Col 1,26-27; 2,2; 4,3), ya el mismo
Cristo había hablado de sí como el signo principal y hasta exclusivo que se le daría, en
particular a los judíos, de la autenticidad de su persona: «Esta generación pide signos y
no se le dará otro que el signo de Jonás» (Lc 11,29; Mt 12,39; 16,4).
Cristo es, además, en su misma realidad personal, el gesto máximo, la realización
ejemplar, el signo supremo y absolutamente eficaz, del Amor salvador de Dios a la
humanidad (cf. Jn 3,16-17); en su realidad personal, es decir, no por lo que dice, predica
o enseña; incluso no por lo que hace, sino por lo que es en sí mismo, en su realidad
personal. Por eso se dice y es, en realidad, el Sacramento original, fontal, fundamental: el
sacramento en el cual todos los demás signos o sacramentos salvíficos del cristianismo (y
en especial los siete «sacramentos») encuentran su fuente y fundamento, del cual beben
y se alimentan, al que reflejan en la realidad específica de cada uno de ellos. De ahí que
«cuando hablamos de Cristo como “sacramento” de la benevolencia eficaz y salvadora
de Dios para con los hombres, ello ha de entenderse conforme a una plenitud que los
usos modernos del término “sacramento” corren el riesgo de no sugerir. Cristo es mucho
más que un signo, aun eficaz, de la gracia. Cristo es la epifanía, la manifestación, la
presencia reveladora de Dios. [...] El Hijo, por el que la epístola a los Hebreos entiende
el mismo que fue crucificado y luego glorificado, es llamado “resplandor de la gloria (de
Dios), imagen de su sustancia” (1,3). Si Jesús significa, es siendo aquello mismo que
significa revelándolo» 49.
En su condición de hombre por antonomasia, de hombre perfecto, Cristo es el gran
sacramento50. En Él, «la voluntad salvífica de Dios ha recibido una real presencia
histórica en el mundo. En Él, esa voluntad salvífica de Dios no sólo vela sobre el cosmos
desde una perspectiva creatural, sino que ha sido implantada en la tierra y se ha hecho

385
palpable en medio de nuestro mundo espacial-temporal. Como Palabra encarnada de
Dios, Cristo es el signo de la voluntad salvífica y de la misericordia divina; y,
simultáneamente, es la misma realidad de la gracia de Dios palpablemente presente en
medio de la historia. Por la Encarnación, la voluntad salvífica de Dios se ha mostrado de
un modo históricamente palpable a la humanidad y, en principio, ésta ha quedado
introducida en la misericordia y en la gracia divinas» 51. Esta es la razón por la que, en su
humanidad singular y concreta, Cristo es signo inequívoco:
Del Proyecto que tiene Dios sobre la persona humana (cf. Ef 1,4-7),
realizando y manifestando plenamente el hombre al propio hombre52.
Del inquebrantable e infinito Amor redentor de Dios a la humanidad en
general, y a cada hombre en particular (cf. Jn 3,16-18; Ga 2,20).
Del Amor de predilección de Dios por los pobres, los sencillos, marginados,
pecadores (cf. Lc 4,18).
Del Proyecto que tiene Dios sobre la historia de la humanidad: la construcción
del Reino a pesar de las dificultades, problemas, obstáculos y resistencias (cf.
Lc 20,9-19).
Del poder de Dios para vencer toda maldad y para desarrollar y afianzar la
bondad de la que el hombre es capaz (cf. 1Jn 3,8-13).
En Cristo, Dios llama, encuentra y une al hombre a Sí mismo, de la manera más
profunda y definitiva que puede pensarse: de una forma personal. De la misma forma
que en Cristo el hombre se encuentra y responde a Dios de una forma absolutamente
objetiva, irrevocable y personal. En Cristo, en quien «habita la plenitud de la divinidad de
una manera corporal» (Col 2,9), Dios se autocomunica plenamente al hombre, y el
hombre acoge y responde plenamente a Dios (cf. 2Cor 1,18-22).
En Jesucristo, Persona divina única en la realidad de sus dos naturalezas (divina y
humana), se realiza en plenitud, por una parte, la oferta generosa e irrevocable de
salvación que Dios hace al hombre; y por otra, la aceptación plena y totalmente fiel por
parte del hombre, de esa oferta de salvación sobreabundante y gratuita y generosa de
Dios (cf. Ef 2,1-10; 2Cor 5,18-21; Tit 3,3-7). Cristo es, por tanto, al mismo tiempo,
sacramento del Amor infinito de Dios al hombre, y de la respuesta totalmente generosa e
incondicional que está llamado a dar el hombre a Dios ante el don recibido.
En virtud de la encarnación del Verbo en el hombre Jesús, «la gracia de Dios no
viene ya... brusca y perpendicularmente de arriba..., sino que está permanentemente en
el mundo, y lo está con tangibilidad histórica, inserta en la carne de Cristo como una
porción del mundo, de la humanidad y de su misma historia. Esto es lo que queremos
decir con estas palabras: Cristo es la presencia real e histórica del triunfo escatológico de
la misericordia de Dios en el mundo. Ahora se puede indicar ya en el mundo mismo una

386
realidad visible, históricamente captable, fijada en el espacio y en el tiempo, y decir:
porque esto existe, está Dios reconciliado con el mundo; aquí aparece la gracia de Dios
en nuestra espacialidad y en nuestra temporalidad; en ella tiene su signo espacial y
temporal, que lleva consigo eso mismo que indica. Cristo, en su existencia histórica, es a
un tiempo la cosa y su signo, sacramentum y res sacramenti de la gracia redentora de
Dios, que por medio de él, en lugar de dominar sobre el mundo, del modo que hacía
antes, como la voluntad todavía oculta del Dios lejano y trascendente, se da de hecho y
viene a manifestarse como algo inserto definitivamente en el mundo» 53. La cita ha sido
larga, pero es de una profundidad y belleza difícilmente superable para expresar la
sacramentalidad de la persona de Cristo, el Verbo encarnado.
De esta forma, «el ser entero de Jesús se halla caracterizado por su condición de
enviado a los hombres. El hombre Jesús, impulsado por el peso de su propia esencia, sale
infatigablemente en busca de sus hermanos del linaje humano, los oye en su angustia, en
su inquietud, en sus aspiraciones, y les dice una palabra de alivio, de perdón, de
orientación luminosa. Él es el hombre que da su mano a los perdidos y come con los
desechados. Para ese fin lo ha enviado el Padre y lo ha ungido el Espíritu Santo.
Precisamente por la bondad inagotable y siempre inventiva de su esencia humana, es por
la que derriba los muros de separación entre los hombres y, así, funda vida comunitaria
donde reinaba la soledad; Jesús revela el corazón de Dios, que es bueno para todos.
Cristo se hizo hombre entre los hombres. Él es el hombre bueno, en cuya bondad está
reflejada la faz del Padre. En efecto, quien ve a Jesús ve al Padre; y quien se abre a esta
bondad absoluta de un hombre, aceptando sus exigencias ilimitadas, encuentra el amor
divino» 54.

4.2. La presencia salvadora de Cristo-sacramento en la vida de la


Iglesia
Si «expresada en la categoría del tiempo, la encarnación de Dios significa la
temporalización del Redentor eterno» 55, ese Verbo encarnado se perpetúa en la historia
en la Iglesia. Efectivamente, la presencia salvadora y sacramental de Cristo en la
humanidad quedó recogida y perpetuada en la historia, en la comunidad de sus
seguidores a partir del momento mismo de su Resurrección: tanto el Resucitado como los
apóstoles y discípulos reunidos de nuevo gracias al impulso del Espíritu, tomaron
conciencia de que permaneciendo entre ellos de manera real aunque misteriosa hasta el
fin de los siglos (Mt 28, 18), ellos tomaban el relevo y se hacían responsables del
mensaje de salvación que Cristo había traido de parte del Padre: la misión no era una
tarea que ellos inventaban o asumían por propia cuenta e iniciativa, sino que era un
«encargo» que habían recibido (cf. Jn 15,16; 20,21-22; Mt 28,19; 1Cor 9,16-18).

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Cristo se queda para siempre en la Iglesia como fuente y principio de salvación (Mt
28,20). Pero ahora, el instrumentum coniunctum divinitatis no es ya su humanidad
propia, sino que, «por una notable analogía» (LG 8), es la comunidad de los discípulos y
seguidores que, como tal, forma su cuerpo. Es ese cuerpo social, el que en este
entretiempo hasta la parusía, tiene que sacramentalizar —hacer visible y eficazmente
salvífica, de forma palpable e inteligible— la constante aunque invisible presencia
salvadora del crucificado-resucitado que continúa su acción salvadora en favor de todo el
mundo. Las acciones humanas de Jesús son, en efecto, «en su visibilidad y corporeidad,
la forma humana en que se manifiesta el don de la gracia divina; son signo y causa de la
gracia, y eso de tal manera que lo externamente visible (el signo) es la misma virtud
salvadora interna en forma visible: es la corporización del acontecimiento de la gracia. El
hecho de que las acciones humanas de Cristo tengan en sí una virtud sacramental
redentora, significa en último término que nuestro encuentro espiritual-corporal con el
hombre Jesús es el sacramento de nuestro encuentro con Dios» 56.
El Vaticano II puso de relieve de manera sistemática a lo largo de los distintos
documentos las múltiples formas de presencia de Cristo en la Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica57. Cristo está presente:
En la Palabra que se proclama.
En el ministro que preside la celebración, particularmente la Eucaristía, in
persona Christi.
En el sacramento de la Eucaristía con una presencia del todo específica y
peculiar.
En su Espíritu que convoca y reúne a los bautizados formando el cuerpo de
Cristo.
En la comunidad reunida que se siente convocada, no por propia iniciativa,
sino por iniciativa del Espíritu de Cristo resucitado.
En los pobres, sencillos y marginados: es decir, en los miembros de Cristo más
débiles y necesitados.
Todas ellas son formas sacramentales (sensu lato) de presencia de Cristo en la
comunidad eclesial, que no sólo se siente reunida y construida por el Espíritu, alrededor
del mismo Cristo, sino que toma conciencia de su naturaleza sacramental, de cara a los
que no pertenecen a su propio seno.
Al referirse a la presencia salvífica de Cristo en la realidad histórica de la Iglesia, K.
Rahner habla de una triple presencia de Cristo conservada en la comunidad eclesial como
presencia del mismo Cristo:
«Una presencia encarnatoria de la voluntad de Cristo... manifestada en la
Escritura, tradición y magisterio».

388
«Una presencia encarnatoria de la voluntad de Cristo en el magisterio... —en
cuanto notifica el precepto de Cristo— y en el ministerio pastoral de la Iglesia,
en su derecho y en su constitución».
«Una presencia encarnatoria de la gracia de Cristo... para los individuos en
cuanto tales, mediante los sacramentos» 58.
La presencia de Cristo va unida así, de forma muy especial, al universo sacramental
de la Iglesia como recuerda profundamente Santo Tomás: el sacramento es «Signum
rememorativum eius quod praecessit, scilicet passionis Christi; et demonstrativum eius
quod in nobis efficitur per Christi passionem, scilicet gratiae; et prognosticum, idest
praenuntiativum futurae gloriae» 59; o, como dice hablando en particular del sacramento
de la Eucaristía, es el sacramento por excelencia, «in quo Christus sumitur, recolitur
memoria passionis eius, mens impletur gratiae et futurae gloriae nobis pignus datur» 60.
En la vida de la Iglesia se descubre así, a lo largo de la historia, la presencia
sacramental de Cristo, tanto en la comunidad como en la celebración de los distintos
sacramentos. En una densa descripción recuerda a este propósito P. Smulders que
«sacramento es el eterno designio salvífico de Dios, el cual se revela y realiza
poderosamente entre los hombres. O, también, es una acción eficaz de Dios —que
comprende tanto la iniciativa y operación divina, como su efecto en el mundo humano—,
por la cual Él, revelando su plan salvífico, lo realiza en esta tierra, para que los hombres
reconozcan a su salvador en esa revelación escondida y realización transitoria, crean en
Él y lo afirmen en la fe, se dejen poseer por Él, y, en un encuentro personal con el
Redentor, participen de la salvación. El sacramento es un signo eficaz, pues en él se
manifiesta la virtud victoriosa del poder salvífico de Dios, que convierte a los hombres
hacia sí mismo» 61.

4.3. La Iglesia, sacramento en Cristo62


El pueblo de Dios es en su totalidad, como realidad corporativa y social, el gran Signo,
existente hoy en la humanidad: el sacramento fundamental, el primer sacramento, el
signo por antonomasia «en el que Cristo se transparenta en todos» 63. Según lo dicho «el
auténtico prototipo de todo sacramento está en la Persona de Jesús; pero, en el tiempo
que media entre su Ascensión a los cielos y la Parusía, es su cuerpo en la tierra —la
Iglesia— el que constituye el arquetipo sacramental» 64. Es el signo intramundano de la
gracia redentora de Cristo: una gracia definitivamente victoriosa del pecado y del mal.
Precisamente teniendo presente que en Cristo encontramos el Sacramento por
excelencia, es posible afirmar que «la realidad y su manifestación en la carne son en el
cristianismo, inconfusa e inseparablemente, para siempre una sola cosa» 65. De esta

389
forma, la Iglesia es, en su visibilidad histórica, la presencialización de la redención que
realizó Cristo de una forma personal en favor de toda la humanidad.
En perfecta analogía con el Verbo encarnado, la Iglesia se configura como
sacramento por cuanto la realidad social, jurídica, visible y externa y su realidad invisible
de gracia, de santidad, de salvación, constituyen una realidad ciertamente compleja, pero
única. Usando la terminología de los escolásticos, la realidad humana de la Iglesia y la
comunión de gracia propia de su carácter de cuerpo místico de Cristo, se relacionan
como el sacramentum y la res sacramenti, es decir, como el signo y lo significado, como
el símbolo y lo simbolizado. De forma que, análogamente a lo que ocurre con el misterio
del Verbo encarnado, la distinción entre los dos aspectos del misterio eclesial constituyen
una sola y única realidad, sin quedar anulada dicha distinción entre ambos elementos66.
Se puede afirmar, pues, que «la Iglesia es la continuación, la permanencia actual de
esta presencia real escatológica de la victoriosa voluntad gratífica de Dios, inserta
definitivamente con Cristo en el mundo. La Iglesia es la presencia permanente de esa
protopalabra sacramental de la gracia definitiva que es Cristo en el mundo, palabra que
actúa lo dicho, al ser esto dicho en el signo». [...] Por eso, «por parte de Cristo tiene la
Iglesia ya en sí una estructura sacramental». [...] Ahora bien, «siendo la Iglesia signo de
la gracia de Dios, que en Cristo triunfa definitivamente en el mundo, este signo no puede
nunca —en la posibilidad real— venir a ser un signo vacío de contenido. La Iglesia, en
cuanto entidad histórica y social, es siempre y definitivamente el signo con el cual
siempre e indefectiblemente se da lo que él mismo indica» 67.
Por lo demás y como es fácil observar, el Vaticano II al hablar de la sacramentalidad
de la Iglesia matiza su afirmación diciendo que «la Iglesia es en Cristo, como un
sacramento o signo e instrumento...» (LG 1). Con esta expresión el Concilio está
diciendo:

1. Ante todo, que la Iglesia no se identifica sin más con Cristo: que la Iglesia no es
Cristo. El Sacramento por antonomasia, el sacramento fontal o radical, es única y
exclusivamente Cristo: sólo Él es fuente y raíz de cualquier otra forma de
sacramentalidad en la Iglesia. La Iglesia, eso sí, es el protosacramento, el primer
sacramento que mana de Cristo sacramento fontal. En este sentido, la Iglesia es el
sacramento fundamental. La Iglesia no es un mero símbolo ni un signo simplemente
convencional, sino un sacramento en sentido amplio: es decir, una realidad que pertenece
al género de lo simbólico por ser y contener objetivamente en sí lo que ella significa; pero
al mismo tiempo, participa de la naturaleza de lo significativo, por estar llamada a
expresar exteriormente, de forma convicente, aquello que ella es en sí, en su realidad más
profunda: la unión íntima con Dios y una realización objetiva, aunque en pequeño, de la
unificación de la raza humana en cuanto tal.

390
2. Dice igualmente el Vaticano II con esa expresión que la Iglesia no es sacramento
por sí misma: su naturaleza sacramental encuentra en Cristo su fuente, su razón última
de ser, su referente obligado, primero y principal; el primer analogado, al tiempo que
tiene que ser reflejo fiel y fiable del mismo Cristo. El hecho de que su sacramentalidad
no tengas su raíz última en sí misma, no la exime de ser verdadero y palpable sacramento
de Cristo para los hombres.
3. Dice además el Concilio, como lógica consecuencia, que la Iglesia no es el centro
de sí misma; que su único e inequívoco centro es Cristo el Señor, a cuyo derredor debe
girar y del que está llamada a ser reflejo y transparencia68.
4. Dice, finalmente, que la Iglesia no es una simple pregonera, una simple trasmisora
del mensaje, una mera portavoz al servicio del anuncio de la Buena Noticia de la
salvación, que se mantenga en una relación externa o periférica respecto al mismo Cristo
anunciado. Ella es, en sí, en su existencia concreta, el primer y principal anuncio de esa
Buena Noticia de la salvación.
Como se recordó más arriba (Introducción) con palabras de Scheeben, «conectada
con la Encarnación y con la Eucaristía, la misma Iglesia se convierte en un gran
Sacramento» 69. De esta forma —dice H. de Lubac—, «si Cristo es el sacramento de
Dios, la Iglesia es para nosotros como el sacramento de Cristo; ella le representa, según
toda la antigua fuerza del término: nos lo hace presente en verdad. No solamente
prosigue su obra, sino que lo continúa a Él mismo, en un sentido incomparablemente más
real que aquél en que una institución humana continúa a su fundador» 70.
A pesar de que a veces las apariencias puedan sugerir lo contrario, «la Iglesia no es
una mera mancomunidad de intereses, aunque dirigidos hacia lo sobrenatural, sino un
sacramento cuya característica propia es comunicar con efectividad salvífica, al que crea
a la Iglesia y en el que esta fe perviva, todo aquello que ella misma significa en virtud de
su institución por Cristo» 71.
Decir, pues, que la Iglesia es en Cristo como un signo e instrumento de salvación es
lo mismo que decir que la Iglesia:
Depende total y absolutamente de Cristo en su ser y en su actuar.
Encuentra en Cristo su fundamento y su finalidad última.
No es, de por sí, fuente de salvación para ningún hombre.
No existe desde sí, ni existe por sí, ni existe para sí.
No vive de sus propios recursos y de sus propias fuerzas, sino gracias al
Espíritu del Resucitado que está siempre vivo y actuante en ella.
La naturaleza sacramental efectivamente «alcanza un significado todavía mayor
cuando el misterio sobrenatural no sólo penetra sencillamente en lo visible, sino que

391
precisamente en lo visible y mediante lo visible se presenta a nosotros, o quizá obra y
se comunica aprovechando lo visible como vehículo e instrumento. Lo primero ocurre en
el hombre y en la naturaleza creada, que sólo reciben en sí lo sobrenatural; lo segundo en
el Hombre-Dios, que asume su cuerpo visible en su Persona divina y así lo levanta
haciéndolo portador y vehículo de su fuerza divina. En ello se funda todo el organismo
sacramental del cristianismo, cuya esencia consiste en que la gracia sobrenatural no
solamente es depositada como una joya oculta en el mundo visible, sino que en su
comunicación también se ve vinculada a órganos e instrumentos visibles» 72.
Ampliando el horizonte se puede afirmar que, en el designio de Dios, la Iglesia es
incluso sacramento del mundo, tomando el término mundo en un triple significado:
Sentido cósmico: la realidad creada en cuanto habitat necesario del hombre.
Sentido sociológico: la humanidad, en cuanto llamada por Dios a convertirse en
una fraternidad auténticamente universal.
Sentido teológico: en cuanto escenario de la lucha luz-tinieblas, gracia-pecado,
fuerzas del bien-fuerzas del mal.
En estos tres sentidos o direcciones la Iglesia está destinada a ser sacramento del
mundo:
En la dirección cósmica, la Iglesia-sacramento es prenda de plenitud: una
plenitud humana que no se logra ni se consigue, sin la plenitud cósmica de la
que el hombre forma parte integrante y hasta esencial (cf. Rom 8,18-24; 1Cor
3,22).
En la dirección sociológica, la Iglesia es el signo (real y anticipativo) de la
vocación de fraternidad universal a la que están llamados todos los hombres a
lo largo de la historia, y a la que aspiran en el fondo aun en medio de luchas y
múltiples contradicciones.
En la dirección teológica, la Iglesia, aun siendo consciente de su condición de
pecadora (cf. LG 8), no puede abdicar ni desentenderse de su irrenunciable
vocación de denunciadora del pecado en todas sus formas y expresiones, y de
anunciadora de la gracia de la redención: denuncia y anuncio que ha de hacer
la Iglesia más con su testimonio y compromiso personal que con la pura
palabra73.
Como en toda verdadera sociedad humana, también en la Iglesia las estructuras
sociales son necesarias. La Iglesia «como pueblo de Dios, organizado social y
jurídicamente, no es sólo institución de salud, sino la continuación, la presencia
permanente de la tarea y de la función de Cristo en la historia de la salud, su presencia en
la historia, su vida» 74.
Pero en la Iglesia existe una razón que da mucha mayor profundidad y solidez a los

392
aspectos estructurales y visibles de la misma. Y es, que «la universal acción salvífica de
Dios se ha encarnado en Jesús y ha quedado históricamente injertada en la familia
humana, de modo que no es posible una participación perfecta de la salvación sin una
vinculación visible e histórica a dicha familia» 75.
De esta forma, «considerada por parte de Cristo, la Iglesia es la permanente
notificación de su propia presencia en el mundo; considerada por parte de los
sacramentos, la Iglesia es el protosacramento» 76.
La naturaleza sacramental de la Iglesia lleva en sí y manifiesta, al mismo tiempo, no
sólo su unión íntima con Dios, sino también la unidad entre todos sus miembros; es, por
eso mismo, «una perpetua invitación para todos los hombres, un ejemplo vivo, una
fuente indefectible de energía» 77, para realizar la unidad entre todos los hombres, el
proyecto de Dios de hacer de la humanidad una única y gran familia.
En cuanto símbolo de la gracia de Dios, la Iglesia contiene verdaderamente lo que
significa: «es el protosacramento de la gracia de Dios, que no sólo significa, sino que
posee además lo que ha sido traído al mundo definitivamente por medio de Cristo: la
gracia escatológica de Dios, que no se vuelve atrás, triunfadora victoriosamente sobre la
culpa de los hombres. La Iglesia... es verdaderamente el símbolo pleno de que Cristo se
ha quedado aquí como misericordia vencedora» 78.

5. LA IGLESIA-SACRAMENTO, ACTÚA SACRAMENTALMENTE79

En el contexto de una Iglesia que es toda ella, en su esencia más íntima, sacramento —el
protosacramento—, tienen que ser situados los llamados sacramentos (sacramenta
separata) de la Iglesia. Por ser sacramento, las acciones esenciales de la Iglesia son
precisamente los llamados sacramentos. «Los mismos signos sensibles —dice el Concilio
— que utiliza la sagrada liturgia para significar las realidades divinas invisibles han sido
escogidos por Cristo o por la Iglesia» 80.
Es importante recordar en este momento que la negación frontal que hicieron los
Reformadores de la naturaleza sacramental de algunos ritos y gestos eclesiales
considerados como sacramentos sobre todo desde la Edad Media (Confirmación,
Confesión auricular, Unción de enfermos, Orden sacramental, Matrimonio), junto con la
negación de la eficacia objetiva de los sacramentos con independencia de la situación
espiritual o moral del ministro que los presidía y «administraba», hizo que el Concilio de
Trento se centrara, por una parte, en la defensa cerrada de la sacramentalidad de los siete
ritos llamados sacramentos; y, por otra, de forma muy especial y casi exclusiva, en la

393
defensa del conocido «opus operatum» y en todo caso, del «opus operantis subiecti»: es
decir, en la eficacia objetiva de los sacramentos más allá de cualquier otra consideración,
y, en la situación espiritual del que los recibe: en su preparación y disposición personal81.
Quedó completamente al margen, en un desconocimiento y olvido práctico, la
componente eclesial del rito y sobre todo de la celebración sacramental: lo que puede
llamarse con toda razón el «opus operantis Ecclesiae», es decir, la aportación decisiva de
la mediación eclesial para lograr una verdadera plenitud sacramental. Era lógico por otra
parte que así fuera. Al establecer una relación directa pero puramente externa, funcional,
casi jurídica, entre Cristo y cada uno de los sacramentos —relación entre el que instituye
y lo instituido82— sin pasar para nada por la Iglesia como necesaria mediación
sacramental ella misma, la relación del creyente se establecía, de forma directa e
inmediata, con Cristo, quedando la Iglesia, en todo caso, como simple «administradora
externa» (y en algunos casos hasta administradora incidental) de dichos medios de gracia.
El redescubrimiento, por parte del Vaticano II, de Cristo como el sacramento por
excelencia, fuente y origen de todo el universo sacramental cristiano, condujo de forma
natural y hasta lógica al redescubrimiento analógico de la Iglesia como el primer gran
Sacramento. Este doble redescubrimiento ha llevado hoy al convecimiento de que es
imposible entender en toda su hondura y amplitud la naturaleza, la esencia misma de los
siete sacramentos establecidos por el Tridentino (DH 1601) si no es en el obligado
contexto de la Iglesia-sacramento. Efectivamente, si el planteamiento tridentino, más allá
de la voluntad de los Padres que formaron aquel Concilio, llevó a una visión cosificadora
de los sacramentos (los sacramentos como «cosas»), el renovado planteamiento
cristológico/escatológico hecho por el Vaticano II, lleva a considerar los sacramentos
como encuentros personales con el hombre glorificado Jesús y, en Él, con el mismo Dios
vivo. Por eso «la Iglesia, como permanencia de Cristo en el mundo, es realmente el
protosacramento: el punto de origen de los sacramentos en el sentido propio de la
palabra» 83.
De esta forma, después de siglos en que los sacramentos fueron vistos y presentados
fundamentalmente como remedios para distintos males espirituales y fueron
administrados como ritos religiosos que había que realizar con la mayor exactitud posible,
el Vaticano II, supuso una vuelta a la gran tradición patrística, también y de forma
especial, en el ámbito de la sacramentalidad. La vuelta a esa tradición patrística, hizo
posible recuperar el sentido profundo del misterio (en la Iglesia oriental) y del
sacramento (en la Iglesia occidental), viendo en los sacramentos no sólo su naturaleza de
instrumentos de la gracia y de la salvación, sino, ante todo, la de signos de una salvación
presente, actuante y comunicada aquí y ahora por el Cristo pascual.
Resulta fácil y hasta lógico, por otra parte, llegar a este redescubrimiento: basta

394
aplicar el principio, universalmente admitido de que «el actuar sigue al ser» (operari
sequitur esse): si la Iglesia es en Cristo, y por tanto en su esencia más íntima, el
protosacramento, es lógico que su actuar más esencial y nuclear, sea igualmente
sacramental. Efectivamente el misterio redentor de Cristo, «no en su dimensión histórica,
sino como acción divina, se hace activamente presente en los sacramentos, de tal manera
que en éstos somos inmediatamente bañados por la virtud redentora de la incarnatio
redemptrix» 84.
No es posible, por tanto, pasar de forma directa e inmediata de Cristo institutor
directo de los sacramentos, a los gestos sacramentales concretos: esos gestos surgen en la
Iglesia y de la Iglesia, que a su vez ha surgido en Cristo y de Cristo. Si la Iglesia es en su
ser más íntimo «sacramento», su actuar más profundo y esencial, ha de ser igualmente
sacramental. El actuar más profundo y esencial lo realiza la Iglesia precisamente
celebrando los sacramentos. Los siete sacramentos son, en efecto, las acciones
específicamente esenciales de la Iglesia-sacramento: las actuaciones en que, de forma
realmente propia y específica se expresa la Iglesia-sacramento. En los sacramentos, como
acciones esenciales de la Iglesia, «el Señor está en ella y la dirige personalmente,
conjugando misteriosamente la palabra y la misión transmitidas por los Apóstoles, con la
iluminación y el impulso dados por el Espíritu» 85.
Con razón afirma K. Rahner que «si concebimos los sacramentos como
autorrealizaciones de la Iglesia, en cuanto ésta es el signo de la presencia escatológica de
la salud de Dios en Cristo, podemos también comprender mejor cómo el hecho
sacramental y el hecho personal se compenetran y se presuponen mutuamente en el caso
del agraciamiento del individuo, sin que por ello sencillamente coincidan. [...] Así, pues,
en la eclesiología general bastaría mostrar en qué relación están la Iglesia en cuanto
sociedad visible y la Iglesia en cuanto comunidad interior de la fe y de la gracia, con lo
cual se habría dicho ya propiamente todo lo esencial sobre la relación, diferencia y
referencia mutua entre el sacramento como rito en una sociedad históricamente captable
y la aceptación personal, con espíritu de fe, de la gracia interior, mediante este hecho
ritual, en él y con él» 86.
Desde la perspectiva cristológica que venimos considerando un sacramento de la
Iglesia puede ser definido como «una acción redentora personal (cultual y santificadora)
del Cristo glorioso. Esta acción se realiza en y por su Iglesia. La Iglesia oficialmente (por
haber sido para ello mandada y autorizada por Cristo) sacramentaliza esta acción celeste
e invisible de Cristo en un misterio santificador de culto de la Iglesia, el cual da visibilidad
pública, terrena e histórica a la acción redentora del Dios hombre, que es única,
eternamente actual, y, por ello presente ya a nosotros, y a la que la Iglesia se adhiere con
reverente fidelidad» 87.

395
El Concilio Vaticano II superando no sólo la que puede llamarse visión interesada y
algo mercantilista de los sacramentos (recibidos primordialmente en función de conseguir
la mayor cantidad de gracia posible...), sino también una visión puramente ritualista de
los mismos (conjunto de ceremonias realizadas con la mayor precisión y perfección
posible...), los ha presentado como una celebración actualizada, aquí y ahora, del
Misterio pascual de Cristo, verdaderos acontecimientos de gracia, momentos cumbre y
determinantes de la historia de la salvación88.
Los sacramentos, pues, no son cosas, objetos ni simples ritos sagrados que
producen, más o menos mágica y automáticamente, unos efectos maravillosos en
relación con Dios, aunque sean imperceptibles por los sentidos. Los sacramentos con
«acciones a través de las cuales Dios realiza su salvación, actúa y está dinámicamente
presente (eficacia de encuentro) para aquellos que lo acogen en la libertad y en la fe» 89.
Por todo ello hay que decir que una visión exacta de los sacramentos (que integra la
esencial eclesialidad de los mismos), está integrada por estos tres elementos:
La garantía de la presencia salvadora de Dios, el sí eterno e irrevocable de su
voluntad salvífica que garantiza la eficacia objetiva de los mismos: el llamado
opus operatum90.
La disposición adulta, activa y creyente, de total y consciente apertura a la
acción santificadora de los sacramentos por parte del sujeto que los celebra y
recibe: el llamado opus operantis subiecti. El sacramento, como don de Dios,
pide una respuesta en libertad por parte del hombre: «el sacramento es un
signo en el que la realidad divina, gratuita, que se ha de comunicar a través de
dicho signo, solicita la decisión existencial del hombre, interpelándole e
invitándole a que se abra a la aceptación de la gracia contenida en el
sacramento» 91.
La esencial, y en este sentido, imprescindible acción de mediación de gracia de
la comunidad eclesial, en la que y de la que brota la misma celebración
sacramental: el llamado opus operantis Ecclesiae.
En la medida en que estos tres elementos estén presentes de forma confluyente en la
acción sacramental, ésta conseguirá de forma plena y totalizadora su efecto santificador y
transformante del miembro de la Iglesia. Un efecto santificador que por ser globalizador,
lleva en sí, necesariamente, el compromiso de transformación del mundo en una gran y
única familia de Dios: en una gran y única fraternidad. La eclesialidad, es decir, la
comunitariedad de los gestos sacramentales, impide que éstos se conviertan en medios
privados de una santidad individualista y egocéntrica del miembro de la Iglesia; y, al
mismo tiempo, que se sienta comprometido en el proyecto de Dios en la historia.
Celebrar y recibir un sacramento es hacer presente y abrirse al misterio pascual de Cristo,

396
misterio de redención universal de todos los hombres sin excepción de ninguna clase.
Redención que, en el fondo, no es otra cosa que el restablecimiento de la comunión plena
y definitiva del hombre con Dios en el amor, y de los hombres entre sí, sentidos y
tratados como hermanos.
Según lo expuesto, los siete sacramentos son «medios diferenciados que permiten a
la institución salvífica por excelencia que es la Iglesia, santificar al cristiano a todo lo
largo de las diversas fases de su vida» 92.
Por lo demás, los sacramentos, como la Iglesia misma, tienen una naturaleza
anticipativa: es decir, son anticipación objetiva de lo que está todavía por venir en toda su
plenitud y definitividad; son prenda, arras del futuro; surgen y se insertan en el seno de
una Iglesia que está siempre expectante y esperanzada ante la inminente venida del
Señor. Si la Iglesia es la comunidad del Maranathà (cf. Ap 22,17. 20; Hch 3,20; 1Cor
15,23), la comunidad que vive en una constante e ininterrupida «esperanza
bienaventurada» (Tit 2,13), resulta natural, dada la naturaleza corpóreo-espiritual del
hombre, que esta actitud expectante no esté sólo «sustentada por un encuentro personal,
espiritual o creyente pneumático con Cristo, sino, en igual grado, por un encuentro
misterioso ciertamente, pero real, corporal-empírico, con el Kyrios vivo, el cual se nos da
en y por los sacramentos de la Iglesia. Este encuentro corporal-empírico, estrictamente
sacramental, con Cristo, es justamente por ello una anticipación del encuentro
escatológico pleno. [...] Los sacramentos, en efecto, son encuentros empírico-corporales
con el hombre Jesús glorificado: son una toma de contacto con el Señor, velada, pero real
y plenamente humana, es decir, anímico-corporal; por ello, en virtud del acontecimiento
redentor de Cristo, que es en sí mismo lo eschaton (lo último), son una celebración
misteriosa de la Parusía» 93.

6. LA VIDA CONSAGRADA, UN SIGNO EN LA IGLESIA-


SACRAMENTO

En el contexto de una Iglesia llamada a ser, toda ella, signo, se sitúa la pregunta por la
naturaleza, el sentido y la función de la Vida Consagrada en la comunidad eclesial.
A lo largo de la historia de la Iglesia la Vida Consagrada ha sido entendida y vivida
desde coordenadas muy diversas: desde la contestación frente a la mundanización de la
Iglesia, desde el ansia de ascetismo, desde el deseo de mayor perfección frente a la
mediocridad de los bautizados, desde la centralidad del culto debido a Dios, desde la
valoración de la vida en común como forma del mayor servicio divino, etc. Y, siempre,
ha sido regulada por leyes canónicas más o menos estrictas que, con no poca frecuencia,

397
han entrado en abierta colisión con el impulso carismático no solo de las comunidades
sino de los mismos Fundadores94.
El Vaticano II pidió e impulsó en su día una adecuada renovación y adaptación de la
Vida Consagrada, y más en particular de la Vida Religiosa, situándola desde el punto de
vista eclesial, en el marco de una Iglesia toda ella signo o sacramento; y, desde el punto
de vista social, en el contexto de los signos de los tiempos95. En efecto, refiriéndose a la
VR no duda el Concilio en afirmar que «la profesión de los consejos evangélicos aparece
como un símbolo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia
a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana» 96. Hasta tal punto tiene
importancia este símbolo dentro de la Iglesia, que aunque «el estado constituido por la
profesión de los consejos evangélicos no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia,
pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad» 97. La Vida
Consagrada, por tanto, al ser respuesta a una lectura peculiarmente carismática del
Evangelio, es ella misma de naturaleza carismática. De ahí que no sea importante por lo
que hace, sino ante todo y sobre todo por lo que es en la Iglesia y para la Iglesia98. Los
religiosos, en efecto, «en virtud de su estado, —es decir, por lo que son— proporcionan
un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni
ofrecido a Dios sin el espíritu de la bienaventuranzas» 99.
Esta es, pues, la función fundamental que la Iglesia asigna a los religiosos: una
función simbólica, una función en el orden de los signos. De tal forma que «por su
medio, la Iglesia muestre de hecho mejor cada día ante los fieles e infieles a Cristo, ya
entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las
multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen
camino, o bendiciendo a los niños y haciendo bien a todos, siempre, sin embargo,
obediente a la voluntad del Padre que lo envió» 100.
La Vida Consagrada es, pues, un signo; pero no un signo artificial, sobrevenido, o
meramente imaginativo, sino un signo objetivo, un signo en sí mismo, en su propia
realidad objetiva, que impulsa, arrastra y encabeza a la comunidad eclesial en su
exigencia de ser signo y sacramento de Cristo en el mundo. Y, desde ahí, y por eso
precisamente, se convierte además en instrumento que crea, difunde, posibilita, realiza e
impulsa la venida del Reino de Dios en la historia: la construcción de la fraternidad
universal entre los hombres.
Si hubiera que señalar líneas o aspectos esenciales de la función de signo propia de
la Vida Consagrada, se podrían enumerar sin duda los siguientes101:
El Absoluto de Dios: «en el corazón mismo de la Iglesia comprometida en la
comunión con las esperanzas y con los problemas de los hombres, los

398
religiosos hacen recordar, a través de las grandes decisiones impresas en su
carne y en su corazón, en su manera de poseer y en la forma de organizar su
vida, que lo prioritario está en la atención a Dios. Su proyecto de vida...
proclama que el Dios revelado en Jesucristo, aunque no sea ciertamente el
único Bien, es, sin embargo, el único necesario» 102.
El Seguimiento de Cristo. Evidentemente el seguimiento de Cristo no es
privilegio exclusivo de la Vida Religiosa: todo bautizado y la comunidad eclesial
como tal está comprometida en ese seguimiento. «Pero la actual situación
eclesial requiere un empujón, una especie de shock en dirección al
seguimiento. Y ¿de dónde ha de venir este empujón radical, si no es de las
Órdenes (y Congregaciones)? [...] La radicalidad de su vida de seguimiento no
debe consistir hoy tanto en expresar la vida eclesial en formas exclusivas que
ya apenas si tienen valor de signos, cuanto en convertirse en iniciadoras de una
prontitud más decidida para el seguimiento, en el seno de la Iglesia» 103.
La esencial dimensión carismática de la Iglesia. Institución y carisma son
dos realidades absolutamente imprescindibles e inseparables en la Iglesia. De
todas formas, la historia está ahí para demostrar que, con excesiva frecuencia,
los aspectos institucionales han absorbido o al menos oscurecido notablemente
la dimensión carismática de la Iglesia. La dialéctica institución-carisma se ha
decantado demasiadas veces por el primero de los términos, haciendo callar o
incluso apagando el Espíritu (cf. 1Tes 5,19). Pues bien, situada en el polo
carismático, la Vida Consagrada tiene la ineludible función de recordar verbal
pero sobre todo existencialmente a la comunidad eclesial, que las estructuras
están en función del Espíritu, y que es el Espíritu el verdadero protagonista de
la vida eclesial: que no son los «carros y caballos» (Sal 19,8; 32,16-19;
146,10-11) los que salvan a la Iglesia, sino el Espíritu el que la guía, muchas
veces por caminos inesperados, en el compromiso de construir el Reino de
Dios.
La naturaleza comunitaria de la Iglesia. Si, al decir de Juan Pablo II, la
Nueva Evangelización tiene como gran objetivo «la formación de comunidades
eclesiales maduras» 104, la Vida Religiosa, que tiene como uno de los puntos
centrales de su compromiso la vida en común y cuyos miembros, por
consiguiente, deben ser verdaderos «expertos en comunión» 105, tiene una
función propia y específica: ser fermento válido en la construcción de
comunidades eclesiales renovadas; convertirse en signo de que la vida cristiana
no sólo debe vivirse en comunidad, sino que es posible hacerlo a pesar de la
diversidad de caracteres, sensibilidades, temperamentos y orientaciones que
puedan tener las personas singulares.

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El valor de las Bienaventuranzas en orden a la construcción del Reino. El
anti-Reino sobre el que está construido la sociedad con sus valores de la
posesión egoísta, del poder opresor, y del atropello del amor, constituidos
como puntos firmes de la convivencia entre los hombres—, no puede ser
vencido más que por una pobreza voluntariamente asumida que se expresa y
convierte en solidaridad sincera; por unas relaciones interpersonales desde el
autodominio y el respeto al otro; por sentir hambre y sed de que todo hombre
pueda realizarse según el Proyecto de Dios; por la capacidad de disolver,
mediante la misericordia, la opacidad del egoísmo humano; por la transparencia
del corazón frente a toda forma de falsedad e hipocresía; por el apasionado
ejercicio de la fraternidad universal como fundamento firme de la paz.
El gozoso servicio fraterno. La entrega sencilla, generosa, desinteresada, es
siempre un signo claro, legible, fácilmente inteligible para todos los hombres,
creyentes o no. El servicio a los demás, según las prioridades marcadas de
forma clara e indudable por Jesús de Nazaret (cf. Mc 10,13-52; Lc 4,18-21),
es uno de los caminos privilegiados para el anuncio de la Buena Noticia. Se
puede afirmar que en la realización de ese servicio a los otros hecho de forma
fraterna, cercana, casi desapercibida, se cumplen las palabras del Salmo: «Sin
que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza
su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje» (Sal 18,3-4).
El hombre nuevo, construido a imagen de Cristo, el Hombre Nuevo por
excelencia. El compromiso más radical que asume el bautizado es aquel que
expresa el apóstol Pablo cuando afirma: «caminar en novedad de vida» (Rom
6,4). Esta novedad significa que la vida, a partir del bautismo, se estructura y
se construye desde unos parámetros completamente diversos y ajenos a los del
«hombre viejo» (cf. Ef 4,17-32. 5,1-20). La Vida Consagrada, surge en la
Iglesia precisamente como un camino de formar hombres nuevos desde
parámetros auténticamente evangélicos, expresados y resumidos en los
conocidos Consejos evangélicos de pobreza solidaria, castidad virginal por una
entrega total a la construcción del Reino, y una disponibilidad absoluta a la
voluntad salvífica de Dios.
De esta forma la Vida Consagrada es signo en la Iglesia: con la vida del consagrado
personalmente, y con la de la comunidad de consagrados en cuanto tal comunidad.

7. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN106

La Iglesia no es un sacramento en general. El Vaticano II la ha presentado,

400
específicamente, como un «sacramento de salvación». Esto quiere decir que, para la
Iglesia, el compromiso de salvación y la consiguiente dimensión salvífica, no son un
sobreañadido a su naturaleza sacramental. Por el contrario, es la expresión de su
sacramentalidad; más aún, es la garantía de que su naturaleza sacramental es auténtica.
De forma que si no se presenta como comunidad salvada al mismo tiempo que
portadora, proclamadora e instrumento de salvación, la Iglesia no «significa» nada. La
Iglesia, en efecto, es «algo más que un instrumento o una servidora, pues, de algún
modo, la realidad de la salvación, la nueva creación de la humanidad a imagen de su
Creador, está irrevocablemente erigida y anticipada en ella. La Iglesia manifiesta ya la
unidad definitiva del Pueblo escogido de Dios y, precisamente así, sirve a esa unidad que
prefigura. En su vida, se nos anticipa parte de la existencia celeste. [...] La Iglesia es algo
más que un mero instrumento salvífico; ella es la forma terrena de la salvación; la
realización germinal en la tierra del reinado definitivo de Dios. [...] Y precisamente en
cuanto constituye un anticipo de la salvación, la Iglesia es también un medio o signo
salvífico» 107.
La sacramentalidad de la Iglesia, por consiguiente, está, por una parte, en íntima y
total depedencia de la condición sacramental del mismo Cristo como de su fuente; y, por
otra, de la condición de Cristo como único y definitivo Salvador de todos los hombres y
de todo el hombre. La Iglesia es sacramento de Cristo y, formalmente, en cuanto Cristo
es salvador de los hombres. En la Iglesia «se hace visible y real la gracia de Cristo, a
saber, la comunicación de la vida gloriosa de Cristo a la humanidad por el Espíritu Santo,
la participación de los hombres en la vida divina de Cristo (y por Cristo en la vida
intradivina) y la unidad de la familia humana en Cristo» 108: que en esto consiste
precisamente la salvación. De la misma forma que Jesús aparece en la humanidad como
«el nuevo hombre, así también, la Iglesia es la nueva familia humana, engendrada por el
Dios salvador en el seno de la descendencia adamítica y constituida en signo —lleno de
realidad— de la salvación que ella obra. [...] Es el signo poderoso de la continua
actividad que el eterno designio de nuestro Dios Salvador ejerce en esta tierra. Para el
tiempo que media entre la Ascensión y la Parusía, la Iglesia constituye el sacramento de
la humanidad» 109.
La Iglesia se presenta como sacramento de salvación en el contexto de una
humanidad profundamente necesitada de salvación, y en el marco de unas religiones que
son otras tantas ofertas de salvación para los hombres.

7.1. El hombre, un ser necesitado de salvación110


La historia del hombre sobre la tierra, desde que el propio hombre tiene memoria de sí,

401
es la historia de una búsqueda constante, ininterrumpida, a tientas muchas veces,
apasionada siempre, de salvación. La historia de la humanidad dice que el hombre ha
buscado siempre con afán la salvación porque se ha sentido constantemente falto y
necesitado de ella. Una salvación que varía notablemente en su naturaleza, en sus
expresiones, en sus caminos, en sus soluciones, en dependencia siempre de la forma
concreta en que se entienda la fuente y el origen del mal, la causa radical de la que surja
la situación desgraciada del hombre en cada caso, como quiera que la
salvación/redención quiere responder a la naturaleza de la causa que origina el
sentimiento y la persuasión del hombre de estar necesitado de salvación. Por eso, unas
veces la busca, exclusivamente, dentro de sí mismo y por sí mismo; otras, en el sentido
de la religación que experimenta con un ser «trascendente» o, al menos, mayor y más
poderoso que el mismo hombre.
Sobre la base de la propia creaturalidad y, más en particular, sobre su condición de
ser ontológicamente finito, son varios los caminos de salvación que ha buscado y seguido
el hombre.
A) Para unos, la salvación significa redención por la inteligencia. Si, efectivamente,
es la ignorancia, la incultura, el analfabetismo, la ofuscación u oscurecimiento de la
mente la raiz última de la situación trágica que vive el hombre, es claro que hasta que el
hombre no consiga la plena sabiduría, el saber perfecto (que coincide con la desaparición
del deseo y del dolor), tiene que renacer una y otra vez. El Budismo, expresión religiosa
característica de esta postura, incluye, por principio, la huida del mundo, de la cultura, el
desprecio del trabajo y de la mujer, como elementos negativos que impiden llegar a la
verdadera sabiduría y, por consiguiente, a la verdadera salvación. La luz de la sabiduría
que redime, se encuentra en el interior de uno mismo, y no en otra parte.
B) Para otros, la raíz de la profunda irredención del hombre está en la voluntad, en
cuanto que está afectada por una esencial debilidad moral. De ahí que la desorientación
moral y ética que sufre el hombre sólo puede ser superada, redimida, por el esfuerzo
moral personal: la salvación, es decir, la plenitud de la vida sólo se encuentra en el
cumplimiento exacto del deber. El deber por el deber, salva (Confucio, Kant). Frente a la
dejadez, a la pereza, a la decadencia moral, la libertad personal lleva al hombre a hacerse
a sí mismo, mediante el deber indefectiblemente asumido y realizado.
C) El análisis de otros autores les lleva a la conclusión de que la irredención del
hombre procede de un orden social radicalmente injusto, siendo ésta la causa decisiva de
todos los males en los que se ve envuelto el propio hombre. De ahí proceden las
profundas injusticias y las irritantes desigualdades existentes entre los hombres, sobre
todo en el orden económico. Por consiguiente, la única redención que necesita
verdaderamente la humanidad es aquella que consiste en adoptar medidas políticas,

402
sociales y económicas adecuadas. Es una redención, si se puede hablar así, de orden
estructural. Son las estructuras injustas las que llevan al hombre a la doble condición de
explotador y explotado, de forma que, cambiadas esas estructuras, el hombre será
realmente salvado.
D) La observación de la permanente situación problemática del mundo en el que el
hombre ha vivido históricamente y vive en la actualidad, hace que los factores negativos
de la existencia actúen hasta tal punto en el propio hombre, que se instale en cada uno
individualmente y en la sociedad, la conciencia de la inevitabilidad del pesimismo y de la
desesperanza. No hay posibilidad de redención. O, en todo caso, redención es para el
hombre la capacidad que pueda tener para echar mano de sus propios recursos en orden
a superar todos aquellos factores que le conduce inevitablemente al pesimismo y al
derrotismo existencial. Hay que proclamar, por un mecanismo exactamente contrario al
que conduce a ese pesimismo, que la vida es bella, que el hombre puede superarse en
una mayor plenitud de sí mismo. Un optimismo cuya fuente se encuentra en el interior
del propio hombre, porque no existe ni lo santo ni el santificador fuera del hombre y del
mundo: todo eso debe ser buscado y conseguido únicamente aquí, en este mundo,
gracias a la inquebrantable voluntad de poder que es atributo del superhombre. Al no
haber trascendencia, no hay huida posible del mundo finito. En todo caso, se puede
pensar que, si existiera una posibilidad de autotrascedencia, es únicamente la que pueda
alcanzar la existencia humana en la muerte.

7.2. Soteriología en el ámbito de las religiones111


La religión como fenómeno que, de alguna manera antecede y desde luego supera al
hombre, es, simultáneamente, un misterio de absoluta trascendencia y de absoluta
inmanencia: el Absoluto es el totalmente Otro del hombre, de su vida de su mundo; pero
al mismo tiempo, es el absolutamente íntimo, cercano, interior, inevitablemente presente
al mismo hombre, a su vida y a su mundo.
Por eso el Concilio Vaticano II no duda en afirmar que «los hombres esperan de las
diversas religiones las respuestas a los enigmas recónditos de la condición humana que,
hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón» 112. Y entre estos enigmas enumera
«el sentido y el fin de la vida», «el camino para conseguir la felicidad», y la «retribución
después de la muerte»: en una palabra, la salvación.
Efectivamente, las diversas tradiciones religiosas, al tiempo que son expresión
externa, simbólica o ritual del sentido profundo de trascendencia que experimenta en sí
todo hombre, son también manifestación de la necesidad imperiosa que el hombre,
personal y socialmente, siente de ser salvado de su finitud no sólo ontológica, sino

403
también existencial y moral. El hombre busca salvación y tiene la persuasión de lograrla
haciendo suya la experiencia religiosa de personas o grupos que la han experimentado a
través de diversas prácticas rituales y de tradiciones recogidas y codificadas en sus libros
sagrados. Es cierto que, con frecuencia, las manifestaciones de las distintas tradiciones
religiosas pueden resultar más o menos aceptables. Esto puede deberse, además de la
debilidad moral de los hombres, a la imposibilidad objetiva de expresar verbal o
existencialmente una experiencia soteriológica válida en sí misma.
La fenomenología religiosa hace ver que en las religiones, incluso en las más
primitivas, hay siempre un redentor mítico con el que se identifica el adepto: un redentor
que nace muchas veces de la misma tierra, siendo producto y proyección del anhelo de
salvación que anida en el corazón del hombre. De ahí que el camino de salvación sea
generalmente un camino de identificación con el ritmo muerte-vida propio de la
naturaleza, perdiendo toda forma de identidad personal el devoto, que se funde en ese
ritmo natural.
La preocupación soteriológica de las religiones no sólo es innegable desde un punto
de vista fenomenológico, sino que, desde el punto de vista de la naturaleza de la religión
en sí, es esencial. La religiones se presentan todas como movimientos humanos
comprometidos en ser y ofrecer un camino de salvación para el hombre como tal.
Realmente «el concepto de salvación es tan esencial en todas las religiones, que cabe
afirmar que las diferencias entre éstas y las características de cada una de ellas están
determinadas principalmente por el modo de concebir la salvación» 113.
Sobre este inequívoco fondo común, las religiones varían de unas a otras en la
forma de establecer la relación entre el Absoluto y el hombre, el tipo de salvación que
ofrecen y las prácticas o ritos mediante los que se accede a la salvación, los caminos y
medios propuestos a sus adeptos en orden a asegurarla y alcanzarla, etc. De ahí, entre
otras consecuencias, que unidad y multiplicidad sean las dos notas que caracterizan el
carácter soteriológico de las religiones. De ahí, igualmente, el atractivo que ejercen sobre
los hombres y su activo afán proselitista.
En el planteamiento concreto de este problema es esencial poner como punto de
partida firme la historia de la salvación que, como automanifestación de Dios a la
humanidad, se desarrolla en diversas etapas que culminan en la plenitud de los tiempos
con Jesucristo, hombre entre los hombres (cf. Ga 4,4; Hbr 1,1-2). Situados en esta
perspectiva, se entiende que las sucesivas etapas de esta historia no se eliminan o anulan
unas a otras: las etapas posteriores no eliminan a las anteriores. Más aún, ni siquiera la
etapa final y definitiva inaugurada por Jesucristo, elimina en su valor soteriológico a todas
las etapas anteriores. «Éstas mantienen a este respecto el papel que Dios les ha asignado
como medios de salvación, reales aunque sean esencialmente incompletos; ahora bien,

404
desempeñan este papel en relación con el misterio de Jesucristo y bajo la influencia de su
poder» 114. Este principio vale incluso para tradiciones religiosas que, como el islamismo,
son posteriores a la venida de Jesucristo, ya que «el advenimiento en el tiempo de la
historia especial de la salvación, no suprime la validez de la historia general de la
salvación» 115.
El Concilio Vaticano II, situado plenamente en la perspectiva de la historia de la
salvación, reconoce no obstante de forma expresa que en las tradiciones religiosas no
cristianas existen «semillas del Verbo» (AG 11. 15), «elementos estimables, religiosos y
humanos» (GS 92), «cosas verdaderas y buenas» (LG 16), «tradiciones contemplativas»
(AG 9), «elementos de verdad y de gracia» (AG 9), «un resplandor de esta verdad que
ilumina a todos los hombres» (NAE 2). En una palabra, el Vaticano II reconoce la
aportación positiva de las diversas tradiciones religiosas en el camino de la salvación.
No es el momento de entrar aquí en la cuestión del valor objetivo de las religiones
para salvar al hombre en el orden trascendente. Bastará dejar consignados estos puntos:
Todas las religiones, las anteriores y las posteriores a Cristo, salvan en función
y dependencia de la salvación realizada por Cristo y en Cristo.
Las grandes religiones —entre ellas, el Budismo116, el Islam y el Judaísmo117
— tienen un objetivo soteriológico que es central en todas ellas.

7.3. La «salvación» que ofrece la Iglesia118


Teniendo presente la necesidad de salvación que, hoy como ayer, experimenta el hombre
de todos los tiempos, y teniendo presente que, de una forma u otra, todas las religiones
ofrecen a sus seguidores un camino de salvación, es preciso abordar en su especificidad
la salvación que ofrece la Iglesia a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9).
Esa salvación no es otra que la «salvación de Jesús»: una salvación que se mueve y
realiza, aunque superándola cualitativamente, en la perspectiva de la salvación realizada
por Yahvé con su Pueblo en la Antigua Alianza.
A) «Dios salva»: es el gran mensaje, la profunda certeza, el esperanzador anuncio
que recorre todo el Antiguo Testamento. Con muy variadas expresiones (Yahvé salva, es
salvador, es la salvación del Pueblo, sale a salvar a su Pueblo, etc.), es siempre el mismo
grito, idéntica certeza, la misma confianza: «Dios salva». Una salvación que, a lo largo
de la historia va tomando significados que, sin ser contradictorios, van enriqueciendo la
experiencia y la reflexión que hace el Pueblo sobre la misma.
1. En un primer momento la salvación tiene una dimensión fundamentalmente
histórica y temporal. El acontecimiento de salvación por excelencia, que está a la base de

405
la experiencia más profunda, determinante e identificadora del Pueblo, prototipo de toda
salvación, es precisamente la liberación de Egipto (cf. Ex 13,17-22; 14,1-31; 15,1-21).
Es una salvación en la que el protagonista es el mismo Dios. Es una salvación que afecta
a todo el pueblo. Es una salvación que —sobre todo después del destierro de Babilonia
(cf. Is 41,14; 43,14; 44,6. 24; 47,4; 48,17; 49,7. 26; 54,5. 8; 59,20)—, implica al mismo
tiempo vuelta a la tierra prometida y reunión de un pueblo completamente disperso (cf.
Ier 31,7-11; 33,7s; 50,4. 19; Ezq 34,12s; 36,24).
2. Sucesivamente, la salvación va tomando una dimensión más profunda y personal,
que supera la liberación temporal de los hombres. Aparece entonces el paso del Mar
Rojo como el prototipo de la salvación-liberación que Dios ofrece al hombre, salvándolo
del mal en general y de la esclavitud del pecado en particular. Es el interior del hombre,
sobre todo, el que está esclavizado por diversas formas de tiranía y esclavitud, y es Dios
el que le ofrece el camino, la meta y sobre todo la fuerza para salir de esa situación.
3. Esta nueva perspectiva lleva de forma natural a relacionar salvación con
conversión. Efectivamente, si la salvación consiste en pasar de una situación de pecado-
esclavitud a una situación de amistad-salvación/liberación con Dios, es lógico pensar que
el primer paso de la salvación es convertirse: no hay salvación sin conversión. El pecado
es alejamiento de Dios, esclavitud del mal; y la vuelta a Dios (= conversión) es salvación,
auténtica liberación, que, por lo demás, es un don gratuito que Dios hace al hombre:
«Vuélvete a mí, porque yo te he rescatado» (Is 44,22).
4. Una última etapa en la consideración veterotestamentaria de la salvación es la
perspectiva escatológica: la salvación que Dios ofrece al hombre traspasa con mucho los
simples límites de la vida del hombre. Traspasa incluso los límites de la misma historia
que, como tal, será sometida a un juicio inexorable por parte de Dios (cf. Jl 2,1-11; 3,4-
5; 12s; Sal 96 y 98; Is 66,15s).
B) Pero la salvación, como aparece en el Antiguo Testamento, es también «sombra
de lo futuro» (cf. Col 2,17). La salvación aparece en toda su plenitud, fuerza y
definitividad, en la persona de Jesús: Él, no solo trae la salvación a los hombres, sino que
es, en su persona, la Salvación de Dios para el hombre. Lo indica su propio nombre: «le
pondrás por nombre Jesús (Yeshuá = Dios salva), porque él salvará a su pueblo de los
pecados» (Mt 1,21; cf. Lc 1,68-75).
1. Es claro que Jesús, con sus gestos, con sus acciones e incluso con sus
declaraciones formales, se presentó a sí mismo como salvador (cf. Mt 9,1-8. 12; 12,25-
30; 26,28; Mc 2,1-12; 3,23-27; 10,45; 14,24; Lc 4,18; 5,17-26; 11,17-23; 19,10; 22,19-
20).
2. La naturaleza de la salvación traída por Jesús se manifiesta, ante todo, en la
transformación profunda del hombre, en el cambio de su corazón (cf. Mc 7,14-23; Jn

406
3,3-7). No se mueve, por consiguiente, en la línea del mesianismo temporal que
esperaban muchos judíos.
3. Jesús no adoptó en su actividad mesiánica ningún programa social o político. Ni
siquiera, por cuanto aparece en los evangelios, se interesó particularmente por propugnar
reformas sociales en favor de los más necesitados o marginados. Sin embargo, es
innegable que sus actuaciones y sobre todo sus palabras no dejaron de causar un
auténtico impacto social, como se pone de relieve en las acusaciones que se hacen contra
Él en el momento de la pasión (cf. Lc 23,1-2). La persona de Jesús, sus palabras y sus
actuaciones, son la profecía no sólo de un hombre nuevo, sino también la de una
sociedad nueva. Jesús no es sólo el prototipo del hombre nuevo singularmente
considerado: en cuanto hombre nuevo, Jesús es también «primogénito de la creación»,
«primicia de los resucitados» (cf. Col 1,15-19), «primogénito entre muchos hermanos»
(Rom 8,29), en definitiva, primogénito y cabeza de la nueva humanidad. De hecho,
propició la creación de una sociedad nueva119, en la que el hombre pueda ser plenamente
feliz (cf. Mt 5,3-10), en la que se superen los tres falsos valores, dinero, ambición de
figurar y poder; una sociedad en la que, en lugar de acaparar, se comparta; en lugar de
encumbramiento, haya igualdad entre todos; en lugar de dominio, haya verdadera
solidaridad; en lugar de prepotencia, haya servicio generoso y voluntario; en lugar de
rivalidad, odio y violencia, exista hermandad, amor y vida.
4. La salvación que ofrece Jesús en su persona, implica dos dimensiones
particularmente significativas en la vida del hombre: por una parte, las curaciones que son
como el símbolo de la salvación global e integral de todo el hombre, como quiera que en
el ámbito bíblico el cuerpo es el hombre entero en su manifestación sensible. Para los
que creen en Jesús, pues, la salvación es una realidad que engloba a toda la persona. Por
otra parte, la salvación que Jesús es, tiende a restablecer de forma nueva y total las
relaciones entre los hombres: los hombres no son enemigos entre sí, sino que son
auténticos hermanos (cf. Mt 23,8). Jesús ha venido «para salvar lo que estaba perdido»
(cf. Mt 18,11; Lc 15,4. 6; 19,10). Y lo que estaba perdido no era solamente el hombre
singularmente considerado, sino el hombre en su esencial dimensión social: es decir, en
sus relaciones fraternales. De ahí su sorprendente y hasta escandaloso acercamiento a los
pecadores, a los publicanos, a los samaritanos, a los leprosos, a los marginados, a la
mujer, a los niños. La salvación de Jesús tiende a restablecer, recreándolas, las relaciones
fraternas entre los hombres.
5. Otra connotación importante y hasta esencial de la salvación de Jesús es la
libertad. Jesús libera al hombre; al llamarlo a su seguimiento, no le hace entrar en otra
forma de esclavitud religiosa120. El principio enunciado por el mismo Jesús «si os
mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la

407
verdad os hará libres» (Jn 8,31-32), fue asumido desde el principio por los seguidores de
Jesús como fruto y expresión de la salvación por Él realizada. Ser cristiano era ser
salvado; y ser salvado era ser libre. Al igual que la salvación era un don que se recibía,
así también la libertad era, al mismo tiempo, don y vocación del cristiano. Una libertad,
por otra parte, que se definía sustancialmente por su referencia a Dios, más allá de las
condiciones, sobre todo sociales, en que pudiera vivir el creyente en Jesús. La liberación
social no era ciertamente el núcleo del mensaje salvador de Jesús, pero tampoco le podía
resultar ajeno o indiferente, desde el punto y hora en que la salvación tendía a establecer
unas relaciones nuevas entre los hombres, transformando decididamente las relaciones
esclavizantes y opresoras existentes entre ellos.
6. Una última nota de la salvación de Dios hecha realidad tangible en la persona de
Jesús de Nazaret es la dimensión escatológica. La salvación de Jesús, en efecto,
comienza ya aquí y ahora, pero ni termina ni se agota en el aquí y en el ahora: por
esencia, es una salvación trascendente, escatológica, es decir, que se plenificará y se hará
definitiva más allá de la vida personal de cada uno y de la misma historia. Es salvación
del pecado (en todas sus formas y dimensiones) y de la muerte (en todas sus formas y
dimensiones igualmente): salvación que, paradójicamente, está ya presente, pero se
espera todavía; está ya realizada en cuanto a su principio, pero está aún por realizar en
cuanto a la plenitud de sus efectos; actúa ya, y se aguarda con expectación; es eficaz,
pero inestable y fracasada en no pocos casos; está ya adquirida, aunque no enteramente
alcanzada; es compromiso y esfuerzo del hombre, pero en definitiva, don absoluto de
Dios.

7.3.1. Iglesia salvada, signo de salvación


Antes de hablar de salvación, y de autoproclamarse portadora e instrumento de la misma,
la Iglesia tiene que presentarse ante el mundo como comunidad «salvada».
Efectivamente, desde el primer momento, la Iglesia ha sido consciente de ser objeto y
depositaria a un tiempo de la salvación realizada por Jesús con su vida, muerte y
resurrección. Jesús es, en su persona, «propiciación y redención» es decir, salvación para
todos los hombres, y en primer lugar para sus seguidores, para aquellos que han acogido
y dado fe a su palabra poniendo en Él toda su confianza (cf. Mt 20,28; Lc 21,28; 1Jn
2,2; 4,10. 14; Rom 3,25; 1Cor 1,30; Ef 1,7; Col 1,14; 1Tim 2,6; Hbr 9,12). Por eso,
para ellos, ser cristianos era hacer una profunda y transformante experiencia de
salvación: del pecado, del maligno, del mundo (en cuanto conjunto de fuerzas del mal
que se oponen al Proyecto del Reino), del egoísmo, de la soberbia, del afán de dinero,
etc., pasar el reino de la gracia, de la paz del amor (cf. Col 1,13).
Desde esta profunda experiencia es desde donde puede ser la Iglesia pregonera y

408
portadora de salvación. La Iglesia debe proclamar y ofrecer la salvación que ella misma
ha experimentado, con la que se ha identificado y en la que, finalmente, se ha convertido.
Entendiendo la «evangelización» no como algo completamente teórico, sino como el
anuncio concreto y objetivo de una salvación real que actúa en el evangelizado, se puede
decir con Pablo VI que, antes de evangelizar (= anunciar la salvación en Jesucristo), es
necesario sentirse evangelizado (= salvado). Sólo «aquellos que ya han recibido la Buena
Nueva y están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y
difundirla» 121. Es impensable, en efecto, «que un hombre haya acogido la Palabra y se
haya entregado al reino, sin que se convierta en alguien que a su vez da testimonio y
anuncia» 122. La Iglesia, como el apóstol Juan, está llamada a presentarse ante los
hombres proclamando: «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos
acerca de la palabra de la vida —pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y
damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos
manifestó—, lo que hemos visto y oído, eso es lo que os anunciamos para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre
y con su Hijo» (1Jn 1,1-3).
El compromiso fundamental de la Iglesia no es, por tanto, transmitir unos
conocimientos más o menos hermosos, profundos, difíciles, con perfiles exactamente
establecidos, propios de iniciados, acerca de la salvación: su compromiso primero e
irrenunciable es transmitir sustancialmente una «experiencia de salvación».
Un punto de partida firme e inequívoco para la Iglesia en el compromiso de vivir y
predicar la salvación en Cristo es el convencimiento de que «la renovación del mundo
está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo
presente» 123. Esta persuasión encuentra su fundamento en la convicción de que «la
Iglesia es la continuación, la permanencia actual de esta presencia real escatológica de la
victoriosa voluntad gratífica de Dios, inserta definitivamente con Cristo en el mundo» 124.
Esta persuasión, por otra parte, tiene un fundamento sólido en la Palabra revelada.
Basta pensar en la enseñanza de Pedro cuando compara la comunidad eclesial, a la que
se pertenece en virtud del bautismo, con el arca en el que Noé y su familia se salvaron en
medio del diluvio (cf. 1Pe 3,19-22).
Es posible, por consiguiente, afirmar que la Iglesia es «algo más que un instrumento
o una servidora, pues, de algún modo, la realidad de la salvación, la nueva creación de la
humanidad a imagen de su Creador, está irrevocablemente erigida y anticipada en ella. La
Iglesia manifiesta ya la unidad definitiva del Pueblo escogido de Dios y, precisamente así,
sirve a esa unidad que prefigura. [...] La Iglesia es algo más que un mero instrumento
salvífico; ella es la forma terrena de la salvación; la realización germinal en la tierra del

409
reinado definitivo de Dios (LG 5). [...] Y, precisamente en cuanto constituye un anticipo
de la salvación, la Iglesia es también un medio o signo salvífico» 125.
Como se ha dicho repetidamente, la Iglesia es, a la vez, realización en pequeño de la
salvación y, al mismo tiempo, instrumento de la misma para el mundo: en la Iglesia hace
Dios realidad viva y operante la oferta de salvación hecha a todos los hombres.

7.3.2. Ofrece una salvación que no es suya


Con igual persuasión, la comunidad eclesial sabe, desde el inicio mismo de su andar por
la historia, que la salvación que ella vive y proclama no es suya: la Iglesia no es fuente de
salvación. Ella es beneficiaria primera y portadora de una salvación cuya fuente se
encuentra única y exclusivamente en Cristo Jesús. Son innumerables los textos del Nuevo
Testamento en los que esta realidad está palpablemente afirmada.
En consecuencia, la Iglesia debe superar constantemente la tentación de constituirse
en centro, fuente y causa de salvación, substituyendo al único Salvador y Mediador entre
Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (1Tim 2,3-7). Ella, como Juan el Bautista y
como los apóstoles, debe señalar siempre y de forma inequívoca (cf. Jn 1,29-30. 35-36;
Hch 3, 5-16; 4, 8-12; 5,29-32; 10, 23-26. 34-43) a Aquel en quien ha puesto Dios la
única fuente de salvación: Jesucristo126.
La conciencia de ser portadora de la salvación de Jesús y no fuente de la misma,
debe llevar a la Iglesia, entre otras, a dos conclusiones importantes:
1a. Proclamar incansablemente la salvación de Jesús en todo momento, en toda
circunstancia, a todo hombre. Desde el inicio mismo de su camino por la tierra la
comunidad cristiana ha proclamado una salvación que es universal, como universal es la
obra redentora de Cristo. Puesto que Cristo murió por todos (cf. Jn 11,50-52; Rom 5,6-
19), son todos los hombres los destinatarios del mensaje de salvación confiado a la
Iglesia. No fue fácil a los primeros seguidores de Jesús entender y asumir el destino
universal de la salvación y la consiguiente universalidad de los destinatarios del mensaje.
Fue el Espíritu Santo el que abrió la mente y el corazón de los creyentes ensanchando
hasta los confines de la tierra (en tiempo, espacio y destinatarios) el alcance de la
salvación realizada por Cristo. Si Jesús había muerto por todos los hombres sin
excepción, todos los hombres sin excepción tienen derecho a formar parte de la
comunidad de salvados (cf. Mt 26,28; Hch 2, 38-41. 47; 10,9-16; 11,1-18)
2a. Ser dinámicamente fiel al mensaje de salvación recibido. Puesto que la salvación
no es suya, y puesto que las situaciones de irredención son infinitamente diversas a lo
largo del tiempo y del espacio, la Iglesia tiene que vivir en una permanente tensión de
fidelidad creativa y dinámica a la salvación de Jesucristo sabiendo expresarla y ofrecerla

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en cada momento de forma adecuada, inteligible y aceptable por el hombre al que va
dirigida: una es la forma de salvación que se ofrece al pobre, al marginado, al oprimido, y
otra la que se ofrece al rico, al potentado, al opresor; una es la forma de salvación que se
ofrece al sencillo, al ignorante, al que carece de cultura, y otra la que se ofrece a la
persona instruida, culta, intelectual; una es la forma de presentar y ofrecer la salvación de
Cristo al enfermo, al que sufre, al increyente, y otra la que se presenta al sano, al que
goza, al creyente. Es evidente que la salvación de Cristo es siempre una y la misma: la
salvación integral del hombre, como se verá más adelante, pero esa salvación se hará
realidad concreta en cada uno según sea la situación de irredención en que se encuentre.

7.3.3. Salvación en la historia del cristianismo127

Se ha dicho más arriba que la manera de concebir la salvación corresponde siempre, por
una parte, a la manera de concebirse el hombre a sí mismo, a la forma en que descubre
su posición frente a la creación, a la relación que establece entre este mundo y el más allá
(ontología creatural); y, por otra, al peligro, al sufrimiento o dolor, a la situación de
irredención de la que quiere verse libre o salvado.
Según estas coordenadas, es posible establecer configuraciones diversas según las
cuales en la historia de la Iglesia se ha entendido, vivido y predicado el tema de la
salvación a lo largo de los siglos.
1. En el cristianismo primitivo, que surge y comienza a desarrollarse en un ambiente
greco-latino, el influjo de la cultura ambiente es inequívoco por inevitable. Si el
emperador era el «salvador» por excelencia y, como tal, fuente de salvación, de paz, de
prosperidad, de bienestar total para sus súbditos, era inevitable que esas mismas
prerrogativas se aplicaran —aunque sublimándolas— a Cristo que había sido ya
presentado, por el apóstol Pedro especialmente, como el único y definitivo Salvador (cf.
Hch 4,12). De ahí, que apareciera bien pronto el símbolo del pez (ichthys = iesoús,
christós, theoú, hyós, sotér), como identificativo de los cristianos. Jesucristo, Salvador
universal, salva transfigurando y divinizando al hombre (concepción de la Iglesia en el
Oriente), o liberando de las miserias de este mundo, y especialmente reestableciendo la
comunión con Dios rota por el pecado (concepción de la Iglesia de Occidente).
2. En la Edad Media se va estableciendo poco a poco una contraposición cada vez
más pronunciada entre la tierra y el cielo: la tierra como lugar de paso, más aún, como
valle de lágrimas, destierro y sufrimiento; en todo caso, de preparación para el más allá.
Y el cielo, como lugar de término, de llegada, de estancia definitiva, de gozo pleno y de
alegría sin fin. Por otra parte, y no obstante el cambio antropológico-cultural que se
efectúa, la salvación cristiana sigue en conexión profunda con Cristo: un Cristo, en este
caso, no sólo crucificado y resucitado, sino también y especialmente juez implacable de

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vivos y muertos que, según su inapelable juicio, da el premio o el castigo a los hombres
según sus obras128. La salvación aparece en este contexto como el fruto de una lucha
constante contra el demonio, y de una vida de ascesis (activa y pasiva) gracias a la cual
aplaca el hombre a Dios enojado por el pecado, se reconcilia con Él y merece el cielo. En
todo este proceso, resulta fundamental la presencia de María, madre de misericordia
frente a la insobornable e implacable justicia divina.
3. En el momento del Renacimiento el panorama no cambia sustancialmente
respecto a la Edad Media, pero el problema de la salvación va íntimamente unido al de la
libertad personal del hombre frente a la gracia divina. La salvación, en consecuencia,
adquiere un tinte de corte acentuadamente individualista y hasta intimista, influenciado
por el ambiente teológico del momento, tanto en el seno de la Iglesia católica, como
especialmente en el ámbito de las Iglesias luterana y calvinista. Es un momento en el que
interesa, a toda costa, «salvar la propia alma».
4. A partir del siglo XVIII se inicia un camino —que llega prácticamente hasta la
celebración del Concilio Vaticano II—, caracterizado, según Congar129, por cuatro
rasgos: una viva y hasta dramática conciencia de la alternativa establecida entre salvación
y condenación; una salvación del alma completamente descircunstanciada de la creación,
de la historia del hombre y de cualquier referencia intramundana; la certeza de la
salvación fuertemente condicionada a una serie de prácticas piadosas; y, finalmente, la
despreocupación por la salvación de los hombres todavía no evangelizados.
Es cierto que, como afirma el mismo Congar, en todos esos siglos «la Iglesia no ha
cesado de abrir escuelas y dispensarios, de construir hospitales, de promover e incluso de
organizar el trabajo productivo, de proteger y realzar la dignidad de la mujer y del niño,
de civilizar, en fin, y de humanizar» 130. Pero la clave inequívocamente espiritualista con
que, en líneas generales, ha planteado, vivido y predicado el problema de la salvación,
hace que todas esas actividades caritativas, asistenciales e incluso promocionales, no
formaran parte esencial de la salvación, sino que se vieran, bien como expresión y
proyección necesaria de la caridad que anida en el corazón de la Iglesia, bien como
ejemplo a imitar por otros, bien como forma de generar y acumular méritos en orden a
«ganarse el cielo».

7.3.4. Salvación cristiana hoy131


El concepto de salvación, como se dijo más arriba, va unido siempre a una determinada
concepción del hombre y de su situación de irredención; en definitiva, a una antropología
concreta y determinada. De ahí que, cambiada hoy la visión que la Iglesia tiene del
hombre, ha cambiado notablemente su forma de entender la salvación.

412
Después de siglos en los que la Iglesia ha proclamado y hasta vivido una salvación
puramente espiritual y trascendente, sin valorar debidamente en sí, ni los valores del
cuerpo, ni los valores terrenos como anticipo de lo que es la plenitud de salvación
realizada y ofrecida por Cristo, la salvación que ofrece hoy la Iglesia —siguiendo la
enseñanza del Vaticano II sobre la razón de ser de la propia Iglesia (la que puede
llamarse su causa formal)—, puede expresarse diciendo que es el desarrollo de la
fraternidad universal entre todos los hombres, llamados —por vocación y decisión
divinas— a constituir una gran familia de hijos y de hermanos132. Una familia en la cual
Dios sea el único Padre todos de los hombres por igual, y éstos se sientan, se quieran, se
traten, se comporten como auténticos hermanos: una realidad que, comenzada aquí en la
tierra, está llamada a consumarse de forma plena y definitiva, en el más allá133. La
Iglesia, en efecto, «tiene una finalidad escatológica y de salvación que sólo en el siglo
futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra formada por
hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar
en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios que ha de ir
aumentando sin cesar hasta la venida del Señor» 134.
Hoy se habla de una salvación integral, es decir, de salvar la totalidad de la persona.
Es el hombre en la integridad de su ser individual, social e histórico, el que ha de ser
salvado en la Iglesia y por la Iglesia. Se ha superado la dicotomía de una salvación que
afectaba al alma y precisamente en el más allá: es decir, a partir del momento en el que el
hombre dejaba este mundo para entrar en el cielo. Hoy, desde una visión integradora y
unitaria del hombre en su propia individualidad, en sus relaciones sociales conformativas
de la propia persona, y en su intrínseca y esencial dimensión histórica, la salvación
cristiana tiene una naturaleza inseparablemente trascendente e inmanente: la salvación del
más allá se inicia objetivamente en el más acá, gracias a Cristo Resucitado, el Hombre
Nuevo, primicia de la Nueva Humanidad; y, por su parte, la salvación del más acá tiende
de forma esencial e intrínseca hacia la salvación en el más allá: una salvación, además,
que es pura gratuidad, don absoluto de Aquel que nos amó primero y se entregó como
víctima de propiciación por la salvación de todos (cf. 1Jn 4,7-10). Por otra parte, si es
cierto que «el hombre es él y sus circunstancias», es decir, si es cierto que el hombre es,
por su propia esencia, un ser social hasta el punto de que «el desarrollo de la persona
humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionadas» 135, es
claro que, cristianamente hablando, no es pensable una salvación que afecte única y
exclusivamente al hombre, aislado del cosmos, sobre todo desde las claves de totalidad
somático-espiritual en que hoy se piensa. El hombre, desde una perspectiva cristiana, no
puede ser pensado sin su entorno cósmico, social, familiar, cultural, político, económico.
De ahí, que la salvación de que se siente portadora y proclama la Iglesia es una salvación
integral en el más amplio sentido del término: de esa salvación no queda fuera ni la

413
individualidad del hombre en sí, ni todo aquello sin lo cual el hombre no podría realizarse
como tal hombre en toda su totalidad y plenitud. A través del hombre, el mismo cosmos
está llamado a la renovación total, superando «la servidumbre de la corrupción para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20-21).
La enseñanza del Magisterio eclesiástico reciente es inequívoca a este respecto:
Pablo VI en la Exhortación Evangelii Nuntiandi abordó el tema de la salvación del
hombre en la línea marcada por el Vaticano II. En una rica secuencia de principios
concatenados, pone de relieve, con todo énfasis, que Jesucristo ofrece su salvación a
todos los hombres: «no una salvación puramente inmanente, a medida de las necesidades
materiales o incluso espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal y se
identifica totalmente con los deseos, las esperanzas, los asuntos y las luchas temporales
del hombre, sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una
comunión con el único Absoluto, Dios, salvación trascendente, escatológica, que
comienza ciertamente en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad» 136.
Siempre en esta línea de visión integral del hombre, proclama que «la Iglesia... tiene el
deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos...; el deber de ayudar a que
nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total» 137, puesto
que entre evangelización y promoción humana existen también «lazos de orden teológico:
no se puede disociar el plan de la Creación del plan de la Redención que llega hasta
situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay
que restaurar» 138.
Juan Pablo II, por su parte, ya en su primera Encíclica señalaba con toda claridad
la posición de la Iglesia en el compromiso de salvación del hombre: la Iglesia, que siente
la exigencia del bien temporal y del bien eterno del hombre, «no puede permanecer
insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede
permanecer indiferente a lo que lo amenaza. [...] Aquí se trata por tanto del hombre en
toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto, sino real, del
hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido
comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo para
siempre por medio de este misterio. [...] Tal solicitud (de la Iglesia) afecta al hombre
entero y está centrada sobre él de manera del todo particular. El objeto de esta premura
es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la
imagen y semejanza con Dios mismo» 139. Por eso, «el hombre en la plena verdad de su
existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social —en el ámbito de
la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de
la propia nación o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda
la humanidad— este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el

414
cumplimiento de su misión: él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino
trazado por Cristo mismo» 140.
A la luz, pues, tanto del profundo cambio antropológico realizado en la actualidad en
la forma de entenderse el hombre a sí mismo, como del no menor cambio operado en la
Iglesia en la forma de entender la salvación como realidad que afecta al hombre en su
totalidad y en su doble dimensión existencial inmanente y trascendente, la salvación
cristiana hay que entenderla como un profundo misterio de comunión. Es la comunión
lo que verdaderamente anhela el hombre en lo más profundo de sí mismo, lo que lo hace
plenamente feliz, lo que, en definitiva, lo salva. Una comunión que tiene tres dimensiones
fundamentales, esenciales y complementarias: consigo mismo, con Dios (el
Trascendente, el más allá de sí mismo del hombre), y con los demás hombres. Es esta
comunión la que hace que el hombre se sienta y experimente como realmente salvado.
Un hombre en comunión plena y definitiva, es un hombre plena y definitivamente
salvado.
En este camino de salvación, la Iglesia —en nombre de Jesucristo, el gran realizador
de la comunión en todas sus direcciones (cf. Ef 2,13-18)—, es sacramento: es decir,
lugar donde ya se realiza (aun con las incidencias y limitaciones propias de la condición
de peregrinos) esa triple comunión, y también instrumento —mediante el testimonio y la
palabra— del proceso de creciente comunión del hombre consigo mismo, con Dios
Creador y Padre, y con todos los hombres convertidos en hermanos.

EXCURSUS I: Fuera de la Iglesia, ¿hay salvación?141

La afirmación del apóstol Pedro según el cual «no hay bajo el cielo ni sobre la tierra otro
nombre en el cual puedan los hombres ser salvos, sino en el nombre de Cristo» (Hch
4,12) junto con la presentación que hace el mismo apóstol de la Iglesia como el arca en la
que, a semejanza de la Noé (cf. Gen 7,1-24), se salvan solamente algunos hombres
(exacta y exclusivamente los que están dentro del Arca) del diluvio universal (cf. 1Pe
3,20), ejerció desde muy pronto entre los bautizados un gran influjo sobre la necesidad
de estar dentro la Iglesia como garantía absoluta de salvación. Es ésta una persuasión
fácilmente constatable en la literatura de los Santos Padres teniendo como base las
afirmaciones de Pedro antes mencionadas.
No resulta extraño, por eso, que, desde el inicio mismo de la reflexión teológica
sobre el valor y la misión soteriológica de la Iglesia, se haya ido afirmando
sistemáticamente en una u otra forma, con unos términos o con otros, el principio según
el cual «extra Ecclesiam nulla salus»142. Axioma que se sostuvo en la Iglesia durante

415
largos siglos.
Pero la evolución del entorno eclesial, y sobre todo del mundo circundante que se
amplió de forma espectular tanto geográfica como mentalmente con el descubrimiento
del Nuevo Mundo así como la expansión de la Iglesia hacia el oriente, fue cuestionando
progresiva pero inexorablemente el sentido de ese axioma hasta ponerlo en clara y abierta
crisis. ¿Es sostenible hoy, absolutamente hablando, que fuera de la Iglesia no hay
salvación? ¿Se puede sostener rigurosa y razonablemente? Si no es así, sigue «planteada
la cuestión de qué significado puede conservar el axioma “Fuera de la Iglesia no hay
salvación” para la Iglesia actual, en circunstancias que han cambiado ampliamente» 143.
Resulta por eso altamente ilustrativo hacer un recorrido histórico —por breve que
sea— de esta afirmación, para ver cómo una doctrina de la Iglesia puede ser interpretada
de diversa manera en una época histórica y en otra. Las etapas por las que ha ido
pasando ese principio y su interpretación a lo largo de la historia pueden reducirse a las
siguientes:
1. En los cinco primeros siglos de la Iglesia, a ese principio (convertido en verdadero
«dogma») se le dio un significado y una interpretación más o menos rígida según los
autores (Cipriano144/Orígenes145), y se refería tanto a la Iglesia en cuanto institución
única y eficaz para la salvación, como a cada uno de los individuos. El autor que formuló
ese principio con mayor rigidez y crudeza en esa época es San Fulgencio de Ruspe146.
2. En la Edad Media Santo Tomás, que presenta a Cristo como único Salvador147,
enseña, sin embargo, que Dios nunca abandona al hombre en lo necesario para su
salvación, a no ser que el hombre mismo se oponga culpablemente a ella148. La
Providencia divina, con todo, ofrece muchas ocasiones para la salvación del hombre149.
En esta época es el Magisterio oficial de la Iglesia el que, de manera clara e inequívoca,
reitera e insiste en la interpretación rígida del principio, en base a la tradición fijada ya,
según se dice, por los Padres150.
3. A partir del siglo XV especialmente, se producen algunos acontecimientos que
pusieron en seria cuestión el principio y que obligaron a matizar mucho más las
afirmaciones: tanto las de San Cipriano como las de San Fulgencio. Esos acontecimientos
son:
— Los grandes descubrimientos de nuevas tierras y nuevos pueblos sobre todo
en el continente americano.
— La forma nueva en que los teólogos moralistas fueron considerando el
problema de la ignorancia invencible y de la conciencia errónea del hombre.
Se comenzó a pensar como posible el que la ignorancia de la fe, al no ser
siempre voluntaria por haber casos de conciencia invenciblemente errónea, no

416
fuera siempre culpable; en definitiva, comenzó a admitirse el principio según el
cual el hombre no es siempre y necesariamente culpable frente a la ignorancia
de la fe católica.
— La convicción generalizada de que Dios no abandonará absolutamente en la
ignorancia de la verdad a un hombre que sea recto y leal en su pensar y en su
actuar.
— La invasión en toda Europa de las ideas liberales de los siglos XVIII-XIX,
referidas especialmente al campo de la conciencia religiosa individual, que
fueron minando y debilitando cada vez más la fuerza del principio «Extra
Ecclesiam nulla salus».
— La aceptación expresa de que la ignorancia invencible excusa de la
nopertenencia a la Iglesia151.
4. En la época más reciente resulta necesario recordar el caso L. Feeney que, entre
los años 1949-1952, hizo una interpretación absolutamente literal y restrictiva del «Extra
ecclesia nulla salus», a causa del cual fue excomulgado el 13 de febrero de 1953152. Este
incidente sirvió para aclarar aún más que la necesidad de la Iglesia en general y de los
sacramentos, en particular, es una necesidad de medio, no por la necesidad intrínseca de
la misma, sino por provenir de una institución positiva de Dios. Por consiguiente, esa
necesidad puede ser satisfecha no necesaria y únicamente con los hechos (re), sino
también —en casos de absoluta ignorancia o de conciencia erróneamente invencible—
con el deseo (saltem in voto), incluso implícito de la misma.
5. El Concilio Vaticano II se refirió a este tema, aunque de forma indirecta,
corrigiendo notablemente y de forma autorizada la trayectoria seguida en siglos
anteriores.
En el Decreto Unitatis redintegratio, después de reconocer que en la división
de las Iglesias nadie, tampoco la Iglesia católica está exenta de culpa, afirma
que «además de los elementos o bienes que conjuntamente edifican y dan vida
a la propia Iglesia, pueden encontrarse algunos, más aún, muchísimos y muy
valiosos, fuera del recinto visible de la Iglesia católica. [...] Todas estas
realidades, que provienen de Cristo y a Él conducen, pertenecen por derecho a
la única Iglesia de Cristo» 153.
En la Declaración Nostra Aetate, partiendo de la unicidad de Dios, Padre de
todos los hombres por igual, llega a afirmar que la Iglesia «reprueba como
ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por
motivos de raza o color, de condición o religión» 154, lo que equivale a un
reconocimiento al menos implícito del valor soteriológico de las demás
religiones e incluso de la conducta natural de los hombres de buena voluntad.

417
Cosa que ya había hecho antes confesando que la eficacia objetiva del misterio
pascual de Cristo afecta no sólo a los cristianos, sino también «a todos los
hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible... En consecuencia —sigue diciendo—, debemos creer que el Espíritu
Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida,
se asocien a este misterio pascual» 155.
En la Declaración Dignitatis humanae defiende abiertamente y sin paliativos el
derecho de cada hombre a creer o no creer libremente. Un derecho que «se
funda realmente en la dignidad misma de la persona humana tal como se la
conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón» 156. De ahí, que
no se pueda ejercer presión o coacción alguna sobre la conciencia de cada uno
en orden a forzar su postura religiosa, ya que «el derecho a la libertad religiosa
no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma
naturaleza» 157.
6. A la luz de la trayectoria histórica del axioma, brevemente esbozada, la
interpretación actual del mismo es el resultado de tener presentes todos estos elementos:
1o. Se reafirma, ante todo, la doctrina de que la plenitud de los medios de salvación
queda sustancialmente garantizada para todos los hombres, gracias a su pertenencia
efectiva a la unidad visible de la Iglesia, como institución positiva hecha por Dios, Uno y
Trino158. Este hecho impide una interpretación que llevara a una minusvaloración de la
realidad Iglesia o a un auténtico indiferentismo frente a la realidad eclesial.
2o. Se valora en toda su trascendencia el principio paulino de que «Dios quiere que
todos los hombres se salven» (1Tim 2,4). Este principio exige, por parte de la Iglesia, una
actitud y unas actuaciones en medio de los hombres cada vez más auténticamente
«católicas», es decir, universales. Este principio lleva igualmente a valorar de forma
positiva la situación de todos aquellos hombres (incluso «oficialmente» ateos...), que
trabajan seriamente en orden a la consecución de auténticos valores humanos: justicia,
verdad, solidaridad, paz, fraternidad, etc. En consecuencia, hay que valorar ante todo y
por encima de todo, la voluntad salvífica universal de Dios, pero también el compromiso
de cada hombre de construir el Reino de Dios en la historia (Mc 1,15), teniendo presente
el juicio de valor que hace el mismo Cristo de los comportamientos positivos o negativos
de los hombres (creyentes o no), frente a sus hermanos necesitados (Mt 25,31-45).
3o. Se valora positivamente la posibilidad de que, aunque sea de una manera
inconsciente, se desee y hasta se esté en la intención de pertenecer a la Iglesia por parte
de los hombres de buena voluntad. En este caso, puede hablarse de una ordenación
interna a la Iglesia en cuanto realidad visible y social.

418
4o. Se valora de forma igualmente positiva la coincidencia entre lo que es realmente
la Iglesia en su esencia más profunda (especialmente su mensaje y su misión: la
construcción del Reino de Dios), y lo que es la conciencia, la actuación y los
comportamientos de hombres que, siendo creyentes de otras religiones (o incluso sin
serlo), tienen unos valores, unos objetivos y unas metas ampliamente coincidentes con
los de la Iglesia.
5o. La exclusión —de forma clara e inequívoca— de una interpretación literal y
restrictiva del «axioma» en la línea de San Cipriano, San Fulgencio o L. Feeney: no se
puede pedir, de forma absoluta y como condición indispensable para la salvación, una
pertenencia explícita y material a la unidad visible de la Iglesia.
En suma, el dinamismo propio de la historia y de forma muy especial el
descubrimiento de América, contribuyó notablemente a cuestionar no sólo los límites
geográficos del ámbito de la salvación, sino también, lo que es mucho más decisivo, los
límites teológicos y soteriológicos de la comunidad eclesial. Con motivo de ese
acontecimiento, se hizo patente que, más allá del «finis terrae», había tierra. Y que, más
allá del factor sicológico de la aceptación, explícita o no, de Cristo y de la Iglesia como
medio indispensable de salvación, había centenares de miles de hombres que, sin culpa
alguna por su parte, no habían tenido la posibilidad de aceptar o rechazar la Buena
Noticia del Evangelio y su heraldo que es la Iglesia. ¿Estaban todos esos miles de
hombres —posiblemente millones— inexorablemente destinado a la condenación eterna
por parte de un Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad? ¿Es más necesaria la Iglesia que Cristo para la salvación? ¿Es
igualmente necesaria? No parece razonable. Por eso, a partir del siglo XV y especialmente
con el Concilio Vaticano II, se ha operado en la Iglesia una apertura de horizontes que,
sin negar la necesidad de la misma para la salvación, relativiza la necesidad de una
pertenencia consciente y material, dándole un lugar subordinado respecto al que es
verdaderamente el elemento absolutamente primario y decisivo: la voluntad salvífica
universal de Dios. La expresión, pues, «fuera de la Iglesia no hay salvación» parece «un
modo, y muy imperfecto además, en el que los cristianos han expresado su creencia en
que Dios ha dado a su Iglesia un papel necesario en su plan para salvar al mundo» 159.
Hoy, ante las cambiadas formas de concebir el mundo y la historia a partir de los
datos objetivos que nos ofrece la ciencia (baste pensar que el hombre está sobre la tierra
desde hace no menos de tres millones de años...), hay que pensar con Congar que «el
axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, debe evidentemente recibir una nueva
explicación» 160. En todo caso, es preferible quedarse con el «meollo positivo» del
axioma: «Dentro de la Iglesia, hay salvación» 161.
A nuestro entender lo que el axioma, en el fondo quiere verdaderamente afirmar es

419
que «fuera de Cristo» no hay salvación. Efectivamente, entre Cristo y la Iglesia existe
una identificación mística a pesar de la subordinación y total dependencia de la Iglesia
respecto de Cristo, por ser ella la continuidad y la plenitud del mismo Señor (cf. Ef 1,22).
Por eso, si se afirma que fuera de Cristo no hay realmente salvación y se afirma además
esa identificación mística entre Cristo y la Iglesia, resulta natural afirmar —siempre en
una clave radicalmente cristológica—, que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Entre
Cristo y la Iglesia existe una equivalencia como entre la cabeza y el cuerpo. Y es en base
a esa equivalencia, como se puede afirmar que «fuera de la Iglesia no hay salvación»,
porque, en definitiva, es «fuera de Cristo donde no hay salvación» (cf. Hch 4,12). A la
luz de esta consideración hay que interpretar la afirmación de que la voluntad salvífica de
Dios no puede tener un sentido de exclusión de nadie (sería una «contradictio in
terminis»), sino un sentido de estímulo constante para la Iglesia en su compromiso y en
su actividad misionera.
Desde esta perspectiva se podría decir con razón que en la actualidad «lo que
realmente ha cambiado en el transcurso del tiempo, no es tanto lo que los cristianos han
creído sobre la necesidad de estar en la Iglesia para la salvación, sino el juicio que han
hecho sobre aquellos que estaban fuera» 162.
En este contexto resulta oportuno hacer una breve referencia al problema suscitado
por K. Rahner con su doctrina acerca de los «cristianos anónimos» 163. Rahner parte de
tres supuestos: En primer lugar, toda gracia viene a través de Cristo orientando al hombre
hacia el mismo Cristo y hacia su Iglesia visible. En segundo lugar, la gracia ofrecida a
todo hombre es gratuita y sobrenatural, es decir, está dada con vistas a la visión final de
Dios, que trasciende las fuerzas y facultades naturales del hombre. Finalmente, la
autocomunicación de Dios al hombre (= gracia) configura realmente la condición
humana. En el hombre se da, en efecto, un existencial sobrenatural, por cuanto la
autodonación libre de Dios afecta intrínsecamente a la estructura interna del hombre,
llamando a todo hombre a esa meta definitiva.
Frente a esta postura doctrinal de Rahner, son tres las objeciones fundamentales que
han presentado algunos teólogos: ante todo, respecto a la adecuación entre la expresión y
el contenido de lo que quiere realmente decir; en segundo lugar, respecto a la abusiva
interpretación «cristiana» de los que no son cristianos o ni siquiera quieren serlo;
finalmente respecto a la relativización del cristianismo explícito o de la fe cristiana formal
y claramente confesada.
De todas formas, y más allá de las polémicas más o menos sutiles y bien fundadas
(H. U. von Balthasar, H. Küng, Klinger, Jüngel), hay que preguntarse que, si como
cristiano se cree de verdad, por una parte, que Dios quiere con auténtica voluntad
política que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim

420
2,3-4), y, por otra, que toda salvación sobrenatural está esencialmente vinculada y
dependiente de Cristo, único salvador de todos los hombres y de todo el hombre, ¿cómo
podrían llamarse aquellos hombres que, gracias a la rectitud y nobleza de su vida, están
en verdadero y objetivo camino de salvación?
Parece, pues, completamente razonable que «independientemente de lo que declara
en su reflexión conceptual, teórico-religiosa, quien no dice en su corazón no hay Dios
(como el “insensato” del salmo), sino que da testimonio de él por medio de la radical
aceptación de su existencia, ése es un creyente. Y si en acción y en verdad cree en el
santo misterio de Dios, no rebaja esa verdad, sino que le da espacio, la gracia de esa
verdad, por la cual se guía, es siempre la gracia del Padre en su Hijo. Y a aquel que se
deja apresar por dicha gracia podemos designarlo con pleno derecho como “cristiano
anónimo”» 164.

EXCURSUS II: ¿Es legítima la Teología de la liberación?165

El concepto e incluso el término de «liberación» no sólo no es ajeno o extraño a la


Palabra revelada (Antiguo y Nuevo Testamento), sino que le es sumamente cercano166.
En efecto, el relato cumbre de la historia de la salvación en el Antiguo Testamento, es
precisamente un relato de liberación presentado en forma paradigmática, en el libro del
Éxodo, que es, todo él, un canto de liberación del Pueblo elegido de la opresión de los
egipcios (cps. 3-15).
Pero este mismo hecho es tipo, figura, anticipo y profecía de otra gran gesta de
liberación: la Resurrección de Cristo, como momento cumbre de toda la historia de la
salvación. Es una gesta iniciada con la presencia entre los hombres de Jesús, el Mesías, el
Señor (cf. Lc 1,26-38; 2,11-12.29-35.38), continuada con su actividad mesiánica (cf. Lc
4,17-21), y culminada con su Muerte y Resurrección (cf. Ga 4,31). La historia de la
salvación, en efecto, encuentra en la Pascua de Cristo su punto máximo como gesta de
liberación plena y definitiva de la humanidad.
Formando bisagra entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, se encuentra el Cántico
de Zacarías (Lc 1,67-79), verdadero canto de liberación, sea cual fuere la interpretación
general que se le dé, y sea cual fuere el alcance que se dé al término liberación167.
Teniendo presente el proceso de progresiva espiritualización del concepto y de la
realidad de la salvación presentado más arriba (7.3.3), hay que decir que la recuperación
del término liberación para hablar de la salvación en Cristo es relativamente reciente en la
Iglesia. Se hace presente de una manera consciente y refleja, tanto en el Oriente como en

421
África y sobre todo en América Latina, a partir de los años 70, en que se comienza no
solo una reflexión explícita sobre el tema de la liberación, sino también la práctica de la
misma en la vida de las comunidades cristianas168.
La cuestión de fondo de que se parte en la Teología de la Liberación (TL) se
formula así: «cómo ser cristianos en un mundo de miserables». Por eso, la TL arranca
de la dura experiencia de la vida de los pobres y oprimidos en el Tercer Mundo, yendo,
en un segundo momento, a la Palabra revelada, buscando en ella una base firme para
hacer una verdadera Teología que tenga como centro y objetivo fundamental el Dios que
libera a los pobres de la tierra. Por otra parte, para hacer «teología» —se dice— el
momento previo, la condición inicial indispensable, es el compromiso real del teólogo con
los pobres.
Sobre esa base indispensable, se comienza a hacer teología, partiendo del análisis de
la situación de los pobres y oprimidos de la tierra. Un análisis que se realiza
metodológicamente con la ayuda conjunta de una triple mediación: socio-analítica,
hermenéutica y práctica.
a) En la primera de estas mediaciones tiene una importancia especial —de modo
puramente instrumental en todo caso— el uso del análisis marxista de la realidad169; es
decir, se analiza y valora la importancia decisiva de los factores económicos, de la
atención a la lucha de clases, y del poder mistificador de las ideologías, incluidas las de
naturaleza religiosa. Ese análisis constituye un inequívoco principio hermenéutico o
instrumento epistemológico. De todas formas, se afirma que «el teólogo de la liberación
mantiene una relación decididamente crítica frente al marxismo. Marx puede sin duda ser
compañero de camino, pero jamás podrá ser el guía. “Porque uno solo es vuestro guía,
Cristo” (Mt 23,10). Siendo así, para un teólogo de la liberación, el materialismo y el
ateismo marxistas ni siquiera llegan a ser una tentación» 170.
b) La segunda mediación es la Palabra revelada, que tiene una importancia
hermenéutica decisiva. Es la Escritura sagrada, y en particular, el Libro del Éxodo, los
Profetas, los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y el Libro del Apocalipsis, la que
ilumina constantemente el camino de reflexión sobre la situación de los pobres y
oprimidos de la tierra y sobre los porqués de esa situación. No se lee y reflexiona la
Palabra de Dios de una forma intemporal, abstracta o individualista, sino de forma
concreta y real, en el «Sitz im Leben» de las comunidades.
c) La tercera y última mediación, tan fundamental como las otras dos, es la praxis.
La TL «está lejos de ser una teología inconcluyente. Sale de la acción y lleva a la acción,
y ese periplo está todo él impregnado y envuelto en la atmósfera de la fe. Desde el
análisis de la realidad del oprimido, pasa a través de la palabra de Dios para llegar
finalmente a la práctica concreta. La vuelta a la acción es característica de esta teología.

422
Por eso quiere ser una teología militante, comprometida y libertadora» 171. Es una
Teología que parte de la experiencia concreta, para volver a ella con el compromiso de
transformarla.
Algunos puntos importantes a subrayar frente a la TL, supuesta su validez y
legitimidad fundamental172, son estos:
1. Es preciso destacar, ante todo, la diferencia profunda del método teológico usado
en la TL respecto al método teológico clásico. En la Teología tradicional el punto de
partida es (como indica el mismo término «teo-logía»), Dios: se parte de la pregunta
sobre Dios. Santo Tomás, paradigma del teólogo y de todo quehacer teológico comienza
la Summa Theologica con la pregunta sobre Dios: «Utrum Deus sit» (STh I, q. 2, a. 3).
En la TL, por el contrario, el punto de partida es la constatación de la situación de los
pobres y oprimidos de la tierra. Con una condición concreta previa como se ha dicho: el
compromiso del teólogo en el proceso liberador de los oprimidos. Realizados estos dos
pasos, se accede al tercero que es recurrir a la Palabra de Dios, para buscar en ella la luz
de Dios, preguntándole cuál es su actitud frente a estas situaciones. Como se adivina
fácilmente, la TL es una Teología metodológicamente irreductible a la Teología clásica.
2. Frente al tema de la liberación recuerda Pablo VI que «la Iglesia tiene el deber de
anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos
suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de
hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización» 173. De todas formas —
sigue diciendo el papa—, «la Iglesia asocia pero no indentifica nunca liberación humana y
salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación, por experiencia histórica y por
reflexión de fe, que no toda noción de liberación es necesariamente coherente y
compatible con una visión evangélica del hombre, de las cosas y de los acontecimientos;
que no es suficiente instaurar la liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que
llegue el reino de Dios» 174. El concepto cristiano de salvación, por consiguiente, es más
amplio, profundo y globalizante que el de liberación.
3. En el fondo de cualquier TL auténtica (africana, asiática o latinoamericana) tiene
que estar presente y actuante siempre la realidad del Reino de Dios en el sentido
expuesto en otro momento. El verdadero progreso del hombre, en efecto, la verdadera
justicia del hombre, el estricto respeto y cumplimiento de los derechos humanos, la
auténtica igualdad entre los hombres en todos los planos —también en el plano
económico (cf. 2Cor 8,13-15)—, no pueden confundirse sin más con el Reino de Dios.
Sin embargo, afirma el Vaticano II, «el primero (es decir, el progreso del hombre cuando
es auténtico), en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana,
interesa grandemente al Reino de Dios» 175.

423
4. La situación de opresión e injusticia que sufren los pobres y marginados del
mundo, no es sólo fruto de una mala distribución de las riquezas, de unas relaciones
humanas profundamente deformadas a lo largo de la historia, o de unas estructuras
objetivamente opresoras del hombre. Es fruto, en su raíz última y determinante, del
pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,14-23). Un pecado que toma
cuerpo y cobra forma en los comportamientos negativos, tanto en el ámbito de las
relaciones interpersonales, como también y particularmente, en las estructuras que
condicionan opresoramente esas mismas relaciones, llegando a convertirse en verdaderas
máquinas de fabricar pobres y, por eso mismo, en estructuras de pecado. Es, en
definitiva, en el corazón del hombre donde hay que buscar y encontrar la verdadera raíz
de la situación de los pobres y marginados en el mundo. Es el corazón del hombre lo que
hay transformar en primer lugar (prioritate naturae, non tantum temporis), sabiendo, sin
embargo, que no existe disyuntiva entre el corazón perverso del hombre y las estructuras
de pecado: existe una relación dialéctica que es preciso superar cambiando ambos al
mismo tiempo por cuanto sea posible.
5. Resulta por todo ello evidente que «la prioridad reconocida a la libertad y a la
conversión del corazón en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las
estructuras injustas. [...] Es necesario, por consiguiente, actuar tanto para la conversión
de los corazones como para el mejoramiento de las estructuras, pues el pecado que se
encuentra en la raíz de las situaciones injustas es, en sentido propio y primordial, un acto
voluntario que tiene su origen en la libertad de la persona» 176.
6. En la Teología clásica la salvación/liberación —don generoso de la gracia y
liberación del pecado—, se presenta como fruto de una profunda y coherente reflexión
sobre el Misterio de Dios y de Cristo, el redentor de todos los hombres y de todo el
hombre: la ortodoxia es principio y garantía de la ortopraxia. En la TL, por el contrario,
la salvación/liberación es punto de partida incuestionable para garantizar y autentificar la
verdadera reflexión sobre Dios y sobre la salvación en Cristo: la ortopraxia es condición
de la ortodoxia.
7. La TL cristiana (africana, asiática o latinoamericana) tiene que ser ecuménica: es
decir, tiene que ser consciente, ante todo, de que comparte con otros muchos hombres,
creyentes o no, el mismo contexto no solo geográfico sino sobre todo social, político y
económico. Ha de ser consciente, además, de que en otras tradiciones religiosas no
cristianas, existe idéntica ansia de liberación de los adeptos, e idéntica oferta de liberación
por parte de la religión misma. Tiene que ser ecuménica, igualmente, en cuanto que se
comparten con los hombres de buena voluntad y especialmente con esas otras tradiciones
religiosas, valores que liberan auténticamente al hombre, como son la verdad, la
solidaridad, el respeto a la persona sea quien fuere, el perdón, la misericordia, la

424
compasión, el silencio interior de la persona, la oración, la paz, la sinceridad del corazón,
la preocupación por los marginados, etc. De esta forma, «en una situación en la que
creyentes de distintas religiones comparten estructuras económicas, políticas, sociales y
culturales, si la religión no se limita al terreno privado, todos deben ser capaces de
colaborar en la defensa y el fomento de valores espirituales y humanos comunes, aunque
cada grupo religioso encuentre la inspiración y la motivación para este compromiso en su
propia religión» 177.
La TL en sus perspectivas, preocupaciones y versiones diversas, se presenta como
el gran esfuerzo realizado por un grupo de teólogos particularmente sensibles a la
problemática de los hombres pertenecientes al tercer mundo e inmersos en esa misma
problemática. Representa el esfuerzo intelectual y operativo de buscar en el hoy del
mundo, nuevos caminos para que la Iglesia siga siendo y actuando como verdadero
sacramento de salvación.
Los teólogos de la liberación —sea en África, en América Latina o en el Oriente—
están absolutamente convencidos de que, al menos en esas latitudes y regiones, la Iglesia
será de verdad sacramento de salvación, en tanto en cuanto sea instrumento válido para
cambiar el corazón de los hombres, al tiempo que contribuye eficazmente a los cambios
estructurales que hagan posible que el hombre sea, finalmente, hombre en plenitud: hijo
de Dios.

8. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE TESTIGOS

Personal y comunitariamente, la primera y fundamental vocación de los seguidores de


Cristo es la de ser sus testigos: «recibiréis una fuerza, el Espíritu Santo que descenderá
sobre vosotros, para ser testigos míos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta
los confines del mundo» (Hch 1,8). A semejanza, pues, de Jesús, sacramento y testigo
del Padre y de su amor entre los hombres, la comunidad eclesial tiene como primera e
irrenunciable vocación la de ser una comunidad de hombres que, desde su propia
experiencia, son testigos de la salvación realizada por Dios en Cristo, el «primogénito
entre muchos hermanos» (Rom 8,29). La primera comunidad eclesial, en efecto, fue
consciente de su vocación fundamental: «nosotros somos testigos...» (cf. Hch 2,32. 44-
47; 3,15; 4,33-35; 5,32; 10,39). A imagen de la primera comunidad cristiana, el Espíritu
va reuniendo constantemente a lo largo de la historia a los discípulos del crucificado-
resucitado, dándoles la capacidad de convertirse en signo para los no cristianos («mirad
cómo se aman...»; «estaban todos impresionados y admirados»), al tiempo que les da la
fortaleza (parresía) necesaria para serlo hasta sus últimas consecuencias. Es el Espíritu el

425
que, hoy como ayer, actualiza aquí y ahora la obra redentora de Cristo, haciéndolo
presente y contemporáneo a los hombres de todas las generaciones, impidiendo que
Cristo se convierta en un puro recuerdo histórico dejando de ser el redentor vivo y actual
que opera en el hoy del mundo la salvación de todos los hombres y de todo el
hombre178.
El testigo es alguien que habla desde la experiencia: da fe de un acontecimiento,
suceso, palabra, de la que él mismo tiene una experiencia directa, sea positiva o negativa,
alegre o triste. El testigo evita además todo protagonismo, tendiendo a desaparecer detrás
de su testimonio, para que brille siempre la verdad de lo testificado. Por eso el testigo es
digno de credibilidad en la medida en que sus obras y actuaciones garantizan y acreditan
sus palabras. De él se pide fundamentalmente que sea “fiel” (cf. Ap 1,5; 1Cor 4,2). A
semejanza de Jesús (cf. Hch 1,1-2), la comunidad eclesial testifica, es decir, hace
objetivamente verdadero su testimonio, no tanto por lo que dice o incluso hace, sino por
lo que realmente es.
En cuanto testigos, la comunidad de bautizados es signo válido; es realidad viviente
que hace presente aquello mismo que anuncia; es realidad tangible de algo que está más
allá de sí misma, a saber, la obra salvadora de Dios Padre, por Cristo en el Espíritu. De
esta forma se convierte en auténtico sacramento.
Gracias a su testimonio, la comunidad eclesial garantiza la autenticidad de la
personalidad de Jesús como Hijo del Padre (cf. 17,21), único y definitivo Redentor de
todos los hombres, y primogénito entre muchos hermanos.
Gracias a su testimonio, los sacramentos que celebra la comunidad eclesial superan
el riesgo de ser puros ritos, ceremonias vacías, gestos más o menos vistosos y
convencionales, para convertirse en verdaderas celebraciones de la fe que conducen
directamente al compromiso de construir una Iglesia fermento de la nueva humanidad.
Gracias a su testimonio, la comunidad eclesial se convierte en símbolo de una
humanidad llamada a formar la gran fraternidad de los hijos de Dios.
Gracias a su testimonio, puede responder la comunidad eclesial al compromiso al
que la lanzó el Concilio Vaticano II cuando recuerda que todos los creyentes están
llamados de verdad a formar una auténtica unidad entre ellos. El Concilio, en efecto, pide
a todos los bautizados que vivan en una constante actitud de purificación y renovación,
«a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la
Iglesia» 179.
La Iglesia es en Cristo sacramento de salvación, en cuanto testigo de esa salvación
que ella misma ha experimentado previamente en sí. Porque es cierto que «la estructura
social de la Iglesia debe servir de medio de expresión a su condición de comunidad

426
pneumática»; pero es igualmente cierto que «si la organización externa expresa
insuficientemente el carácter personal de dicha comunidad, esas estructuras pueden
también velar el signo de gracia que es la Iglesia» 180.
Como dice H. de Lubac, «es preciso que lo que es en sí misma (la Iglesia), lo sea
también en sus miembros. Lo que es para nosotros, es menester que lo sea también por
medio de nosotros. Es necesario que Jesucristo continúe siendo anunciado por medio de
nosotros y que continúe transparentándose a través de nosotros. Esto constituye algo
más que una obligación, ya que se puede decir que es una necesidad orgánica» 181.
Efectivamente, «la comunidad de los creyentes sólo podrá constituir un sacramento de
salvación si es un lugar de contraste y verificación de los proyectos de vida que la
humanidad en su conjunto, y cada hombre como individuo, van inscribiendo en la trama
de la historia para la realización de ese Reino de Dios, por el que murió Cristo» 182.
La comunidad eclesial está siempre anhelando el encuentro pleno, definitivo y
gozoso con Dios; su vocación primera y principal es la de ser testigo del Dios vivo. Pero
es éste un deseo y un anhelo que de alguna forma queda siempre en el anonimato. Pues
bien, ese anonimato «de la experiencia viva de Dios queda suprimido en el encuentro con
Cristo» 183.

427
1 Puede ser el caso de J. A. MÖHLER en La unidad en la Iglesia, y especialmente en la Simbólica. En la
primera de estas dos obras afirma que en la Iglesia lo exterior es «el amor corporeizado» (§ 64). Y en Simbólica
(§ 36 [5-8], Madrid 2000, pp. 383-385), desarrolla con mayor amplitud la relación entre lo humano y lo divino en
la Iglesia, a partir precisamente de la perspectiva cristológica de la Encarnación: una perspectiva que, como se
verá, retoma el Vaticano II (LG 8). Algunos años después, Scheeben escribía que «con relación a la Encarnación
y a la Eucaristía la Iglesia llega a ser luego un sacramento grande, se convierte en misterio sacramental, porque
—visible exteriormente y aparentando según su lado visible no ser más que una reunión de puros hombres—
oculta en su interior el misterio de una unión admirable con el Cristo humanado que habita en su seno y con el
Espíritu Santo que la fecunda y guía» (M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 19572, pp.
591-592). Ver en este mismo sentido, H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 77-106.
2 P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en Baraúna, La Iglesia I, p. 378.

3 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 95.

4 Cf. H. DE LUBAC, o.c., pp. 171-176.

5 H. DE LUBAC, o.c., pp. 168-169.


6 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, pp. 283-321. En la nota 3 que va de
la página 285 a la 287, ofrece una amplia Bibliografía sobre la filosofía y la teología del símbolo; Id., Espíritu en
el mundo, Barcelona 1963; M. ELIADE, Imágenes y símbolos, Madrid 1974; J. M. CASTILLO, Símbolos de
libertad, Salamanca 1981, pp. 165-187; Th. SCHNEIDER, Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 1982, pp.
11-25; D. SARTORE, Signo-símbolo, en DTI IV, Salamanca 1983, pp. 307-322: con amplia Bibliografía.
7 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, p. 286.
8 K. RAHNER, a.c., p. 318.
9 Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Santander 1988, pp.
19-151.
10 J. L. RUIZ DE LA PEÑA, o.c., p. 131.
11 Th. SCHNEIDER, Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 1982, pp. 19-20.

12 H. SCHILLEBEECKX, Los sacramentos como órganos del encuentro con Dios, en J. FEINER-J.
TRÜTSCH-J. BÖCKLE(eds.), Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, pp. 474-475. Y-M. Congar
hablando en este mismo sentido pone de relieve «el milagro del lenguaje» entre los hombres como vehículo de
comunicación entre los espíritus (Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 28).
13 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, p. 315; cf. p. 317; A. DULLES,
Modelos de la Iglesia, Santander 1975, pp. 70-73.
14 D. SARTORE, Signo-símbolo, en DTI IV, p. 308.

15 J. M. CASTILLO, Símbolos de libertad, Salamanca 1981, p. 171.


16 R. GERARDI, Signo sacramental, en DTE, p. 906.

17 A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, Madrid 1989, p. 87.


18 J. M. CASTILLO, o.c., pp. 172-173.

19 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, pp. 319-320.
20 Cf. STh I, q.1, a.9; a.10, ad 3.

428
21 K. RAHNER, a.c., p. 316.
22 K. RAHNER, a.c., p. 315.

23 J. MARTÍN VELASCO, La religión en nuestro mundo, Salamanca 1978, pp. 198-263. Aquí, p. 211.

24 Th. SCHNEIDER, o.c., p. 25.

25 K. RAHNER, a.c., p. 318.


26 Cf. F. MARTÍNEZ DÍEZ, Teología de la Comunicación, Madrid 1994; F. FEDER, Palabras hechas
amistad. La comunicación humana a la luz del Evangelio y la Psicología, Madrid 1995; F. RODRÍGUEZ
FASSIO, El hombre intercomunicado a la búsqueda de un nuevo modelo antropológico cristiano, en
«Isidorianum» 9(2000), pp. 167-184.
27 Cf. SAN AGUSTÍN, De doctrina christiana II, caps. 1-2: PL 34, col. 35-37.

28 P. SMULDERS, o.c., p. 389.


29 SC 5.

30 LG 1; cf. LG 8.9. 48.59; SC 2.5.26; GS 43.48.45; AG 1.5; cf. Acta Synodalia I/IV, pp. 218-220; II/I, p.
343. Es digna de seguirse la discusión sobre la Introducción a la Lumen Gentium, sobre todo las intervenciones
de BEA, FRINGS, LIÉNART, RITTER, RAMANANTOANINA, SILVA HENRÍQUEZ, etc., en Acta Synodalia,
Indices, Romae 1980, pp. 277-798, passim.
31 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 15.

32 P. SMULDERS, a.c., p. 377.


33 Cf. PABLO VI, EN 63.
34 Cf. Summa Theologica I, q.29, a. ad 5; q.75, a. 4 ad 2; q.76, a.1c; III, q.19, a. 1 ad 4; q.50. a.4c.

35 Cf. SANTO TOMÁS, STh I-II, q.21, a.2 ad 3; q.47, a.2c; q.73, a.6c; II-II, q.14, a. 3c; q.77, a. 3; q.85,
a.3 ad 4; q.150, a.4 ad 3. Cf. K. RAHNER, Devoción personal y sacramental, en ET II, Madrid 1961, pp. 115-
140; Id., Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios, en ET III, Madrid 1961,
pp. 47-59.
36 P. SMULDERS, a.c., p. 395.

37 SC 21.
38 M-D. CHENU, Los signos del tiempos, en Y-M. CONGAR (ed.), La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid
1970, pp. 253-278; L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Los signos de los tiempos. El Reino de Dios está entre nosotros,
Santander 1987; F. PLACER UGARTE, Signos de los tiempos, signos sacramentales, Madrid 1991, pp. 61-191;
R. FISICHELLA, Signos de los tiempos, en DTF, pp. 1360-1368.
39 Cf. H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 19672, p. 11.
40 GS 4.
41 P. SMULDERS, a.c., p. 391; cf. J. ALFARO, Cristo, sacramento de Dios: la Iglesia, sacramento de
Cristo, en Id., Cristología y antropología, Madrid 1973, pp. 121-140; C. POZO, La Iglesia como sacramento
primordial. Contenido teológico real de este concepto, en «Estudios Eclesiásticos», 41(1966), pp. 139-159. Aquí,
144-145. 153-155.
42 P. SMULDERS, a.c., p. 383.

429
43 Cf. C. COUTURIER, «Sacramentum» et «Mysterium» dans l’oeuvre de saint Agustin, en H. RONDET,
Etudes augustiniennes, Paris 1953, pp. 161-132.
44 P. SMULDERS, a.c., p. 388.

45 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 15. Ver en esta misma perspectiva las
enseñanzas del Vaticano II: GS 22. 32. 38. 41. 45.
46 SAN AGUSTÍN, Ep. 187,34: PL 38,845.

47 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, pp. 304-305.
48 K. RAHNER, a.c., p. 302; cf. E. SCHILLEBEECKX, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San
Sebastián 1968.
49 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 44.

50 Sobre la naturaleza y el consiguiente carácter instrumental de la humanidad de Cristo para la salvación


del hombre, no sólo como mérito sino especialmente como causa eficiente de la misma, la doctrina de la Iglesia
se ha basado ampliamente en las constantes afirmaciones y enseñanzas de Santo Tomás, el cual, a su vez, se basó
en la doctrina de los Santos Padres, en particular de San Juan Damasceno (De Fide orthodoxa III, cap. XV: PG
94,1049): STh III, qq. 2. 4. 5. 6. 8. 13. 18. 19. 49. 62. 69; De veritate q. 27, a. 4.
51 J. FEINER, citado por P. SMULDERS, o.c., p. 393, nota 34; cf. F. HOLBÖCK, Das Mysterium der
Kirche in dogmatischer Sicht I, Salzburg 1962, pp. 327-328.
52 Cf. GS 22; AG 8.
53 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 16.

54 P. SMULDERS, a.c., p. 392.


55 H. SCHILLEBEECKX, en o.c., p. 483.
56 H. SCHILLEBEECKX, en o.c., p. 473.

57 SC 7; cf. LG 1.5-9.11.14.19.26; GS 3.44.48.76; AA 2; AG 7; OE 2; UR 2.24.


58 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 20.

59 STh III, q. 60,a. 3.


60 Oficio de la Fiesta de Corpus Christi, antífona en las segundas Vísperas.

61 P. SMULDERS, a.c., p. 391.


62 Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 163-187.
63 P. SMULDERS, o.c., p. 400; cf. Ch. JOURNET, El carácter teándrico de la Iglesia fuente de tensión
permanente, en Baraúna, La Iglesia I, pp. 365-376.
64 P. SMULDERS, a.c., p. 391.
65 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, p. 320.

66 Cf. LG 8. Se aplica aquí con toda propiedad la enseñanza del Concilio de Calcedonia: «La diferencia de
naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una
de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una sola hipóstasis» (DH 302); cf. J. A. MÖHLER,
Simbólica § 36[5-8], Madrid 2000, pp. 383-385.

430
67 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, pp. 19-20.
68 Cf. J. ALFARO, Cristología y Eclesiología en el Concilio Vaticano II, en Id., Cristología y
antropología, Madrid 1973, pp. 105-120.
69 M. J. SCHEEBEN, Los Misterios del cristianismo, Barcelona 1957, p. 591.

70 H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988, p. 56.

71 O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, p. 330.


72 M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Barcelona 19572, p. 593.

73 Cf. C. FLORISTÁN-L. MALDONADO, Los Sacramentos signos de liberación, Madrid 1977; J. M.


CASTILLO, Símbolos de libertad, Salamanca 1981.
74 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 14.

75 P. SMULDERS, a.c., p. 397.

76 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 20.


77 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 95.

78 K. RAHNER, Para una teología del símbolo, en ET IV, Madrid 1961, p. 307.
79 H. SCHILLEBEECKX, Los sacramentos como órganos del encuentro con Dios, en J. FEINER-J.
TRÜTSCH-F. BÖCKEL (eds.), Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, pp. 469-498.
80 SC 33.

81 Cf. DH 1601.1606-1608.1610.1628.1701.1716.1773.1801.
82 Cf. K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, pp. 44-81.

83 K. RAHNER, o.c., p. 19.


84 H. SCHILLEBEECKX, o.c., p. 485.

85 P. SMULDERS, a.c., p. 398.

86 K. RAHNER, o. c, pp. 80-81.


87 H. SCHILLEBEECKX, o.c., p. 495.

88 Cf. LG 7. 11. 14. 26. 28. 47. 61; SC 5. 6. 9. 59. 61. 62. 106. 107; AG 9; UR 2.
89 D. BOROBIO, De la celebración a la teología. ¿Qué es un sacramento?, en Id., La celebración en la
Iglesia I, Salamanca 19872, p. 403.
90 K. Rahner reflexionando sobre la eficacia de la Palabra de Dios afirma bellamente que «el opus operatum
es la palabra escatológicamente incondicionada de Dios al hombre, la palabra que ya no está como en el aire y en
peligro de ser suprimida por otra palabra intrahistórica salvíficamente nueva. El opus operatum es la palabra
escatológicamente eficaz de Dios en tanto auto-realización absoluta de la Iglesia según su esencia propia como
protosacramento» (K. RAHNER, Palabra y Eucaristía, en ET IV, Madrid 1961, p. 350).
91 O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de salvación, en MS IV/1, p. 330.

92 G. PHILIPS, La Iglesia I, p. 95.

431
93 H. SCHILLEBEECKX, a.c., p. 477.
94 Cf. J-M-R. TILLARD, Religiosos, un camino de Evangelio, Madrid 1980; J. ÁLVAREZ GÓMEZ,
Historia de la Vida Religiosa I, Madrid 1987; Id., Historia de la Vida Religiosa, en A. APARICIO-J. CANALS
(dirs.), Diccionario Teológico de la Vida Consagrada, Madrid 1989, pp. 787-797.
95 Cf. PC 2. 3. 12. 13. 14. 15
96 LG 44.

97 Idem. Subrayado nuestro.


98 Cf. Congregaciones para los Religiosos e Institutos Seculares y para los Obispos, Mutuae Relationes,
Roma 14 mayo 1978, nn. 10. 14. 20. 50.
99 LG 31.

100 LG 46.
101 Ver nuestros trabajos Religiosos y Religiosas en la Comunidad eclesial, en AA.VV., IIIa Semana
andaluza de Vida Religiosa, Granada 1995, pp. 117-146: reproducido también en «Confer» 131(julio/septiembre
1995), pp. 455-485; Id., En la Iglesia y para la Iglesia. Lectura eclesiológica de la «Vita Consecrata», en
«Confer» 136(octubre /diciembre 1996), pp. 629-645.
102 J-M-R. TILLARD, o.c., pp. 150-151; cf. A. TORRES QUEIRUGA, Por el Dios del mundo, en el
mundo de Dios, Santander, 2000.
103 J. B. METZ, Las Órdenes religiosas, Barcelona 1978, p. 43.

104 JUAN PABLO II, ChL 34.


105 Cf. SCRIS, Religiosos y Promoción humana, n. 24, PPC, Madrid 1981, pp. 31-32; Congregación para
los Institutos de Vida Consagrada, Congregavit nos in unum Christi amor (2-II-1994), PPC, Madrid 1994, pp. 5-
64.
106 Cf. Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 123-199; W. FOERSTER-G. FOHRER,
sódso-sotería, en GLNT XIII, cols. 445-552; E. GARULLI-P. ROSSANO-C. MOLARI, Salvación, en G.
Barbaglio-S. Dianich(dirs.), NDT II, Madrid 1982, pp. 1572-1614; C. MOLARI, Redención II. La figura del
Redentor, en DTI IV, pp. 31-45; W. MUNDLE-J. SCHNEIDER, Redención, en DTNT IV, pp. 54-66; A.
GONZÁLEZ MONTES, Salvación, en DTF, pp. 1301-1310, con abundante bibliografía. No todos los autores
abordan de una manera global el tema de la salvación. Ni siquiera P. Smulders en el artículo al que nos hemos
referido abundantemente lo ha hecho, poniendo más bien de relieve las dificultades que un tratamiento global
pueda encontrar. Y ésto, a pesar de reconocer que para la Iglesia «la salvación debería ser el principal tema de
reflexión teológica y pastoral» (P. SMULDERS, a.c., p. 379).
107 P. SMULDERS, a.c., pp. 394-395.
108 J. ALFARO, Cristo, sacramento de Dios: la Iglesia, sacramento de Cristo, en Id., Cristología y
antropología, Madrid 1973, p. 134.
109 P. SMULDERS, a.c., p. 399.
110 Cf. M. SCHMAUS, Teología Dogmática III. Dios Redentor, Madrid 19622, pp. 15-25.

111 Cf. K. RAHNER, Cristianismo y religiones no cristianas, en ET V, Madrid 1964, pp. 135-156; E.
GARULLI-P. ROSSANO-C. MOLARI, Salvación, em NDT II, pp. 1572-1614; F. PAREJA, Islam, en SM 3, cols.

432
971-984; H. KÜNG, El Judaismo, Madrid 1993, pp. 297-380; J. JOMIER, Para conocer el Islam, Estella 19942;
J. MARTÍN VELASCO, Religión, en DPC, pp. 1033-1040; J. DUPUIS, Jesucristo al encuentro de las religiones,
Madrid 1991, pp. 194-210; J. M. MARDONES, Para comprender las nuevas formas de Religión, Estella 1994;
M. AMALADOSS, Vivir en libertad, Estella 2000, pp. 103-222; Declaración Dominus Iesus, nn. 20-22, en AAS
92(2000), pp. 761-764; en «Ecclesia» n. 3. 014(16-X-2000), pp. 36-37. A. PIERIS, Liberación, inculturación,
diálogo religioso, Estella 2001.
112 NAE 1; cf. GS 10. 12. 21. 25.

113 P. ROSSANO, Salvación, en NDT II, p. 1587.


114 J. DUPUIS, o.c., p. 195.

115 Idem.
116 Dejamos aparte la cuestión de si el Budismo es más una doctrina filosófica que una religión propiamente
dicha.
117 Cf. NAE 3 y 4.
118 Cf. K. RAHNER, Historia del mundo e historia de la salvación, en ET V, Madrid 1964, pp. 115-134; Y-
M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 123-199.
119 Cf. J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1975, pp. 26-42; M. AMALADOSS, Vivir en libertad,
Estella 2000, pp. 240-242.
120 Cf. J. MOUROUX, Sentido cristiano del hombre, Madrid 1956, pp. 136-178; H. SCHLIER, eleútheros,
en GLNT III, cols. 423-468; AA.VV., Jesucristo y la libertad humana, en «Concilium» 93(1974), pp. 325-463;
Ch. DUQUOC, Jesús, hombre libre, Salamanca 19763.
121 PABLO VI, EN, n. 13.

122 PABLO VI, EN, n. 24.


123 LG 48.
124 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p. 19.

125 P. SMULDERS, a.c., pp. 394-395.

126 Cf. R. E. BROWN, El Evangelio según Juan I, Madrid 1999, pp. 262-285.

127 Cf. Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, pp. 177-199.
128 Bastará recodar aquí la Secuencia Dies irae, dies illa, con su dramática estrofa: Rex tremendae
maiestatis, qui salvandos salvas gratis: salva me fons pietatis. O aquella otra no menos dramática: Judex ergo
cum sedebit, quidquid latet apparebit: nihil inultum remanebit.
129 Cf. o.c., pp. 181-182.
130 o.c., p. 180.
131 Cf. J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Santander 2000, pp. 450-485.

132 Cf. GS 3. 10. 11. 12. 13. 19. 22. 24. 29. 32. 38. 40. 42.
133 Cf. GS 39.

134 GS 40.

433
135 GS 25; cf. GS 12. 32; P. LAÍN ENTRALGO, Qué es el hombre, Oviedo 1999, pp. 97-218.
136 PABLO VI, EN, n. 27.

137 Id., n. 30.

138 Id., n. 31.

139 JUAN PABLO II, RH, n. 13. Subrayado nuestro.


140 Id., n. 14.

141 Cf. K. RAHNER, La incorporación a la Iglesia según la Encíclica de Pío XII «Mystici Corporis
Christi», en ET I, Madrid 1961, pp. 41-57; Id., Los cristianos anónimos, en ET VI, Madrid 1969, pp. 535-544;
Y-M. CONGAR, Hors de l’Église pas de salut, en Enciclopedia Catholicisme V, Paris 1963, pp. 417-432; Id.,
Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 367-381; Id., Amplio mundo, mi parroquia, Barcelona 1965; J. RATZINGER,
El nuevo Pueblo de Dios, Barcelona 1972, pp. 375-399; O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento de
salvación, en MS IV/1, pp. 347-354; Congregación para la Doctrina de la Fe, Mysterium Ecclesiae, en AAS
65(1973), pp. 386-402; P. FAYNEL, La Iglesia II, Barcelona 1982, pp. 51-68; H. de Lubac, Catolicismo, Madrid
1988, pp. 153-172; F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999; R. BERNHARDT, La
pretensión de absolutez del cristianismo, Bilbao 2000; J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo
religioso, Santander 2000, pp. 130-163; Declaración Dominus Iesus nn. 20-22, en AAS 92(2000), pp. 761-764;
en «Ecclesia» n. 3. 014 (16-X-2000), pp. 36-37.
142 Cf. H. DE LUBAC, Catolicismo, Madrid 1988, pp. 165-169; F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera
de la Iglesia?, Bilbao 1999, pp. 23-56.
143 J. DUPUIS, o.c., p. 150.

144 De cath. Eccl. unit. VI: PL 4,502 = R. de J. 557.


145 Cf. In libr. Jesu Nave, hom. III,5: PG 11, cols. 841-842; R. de J. 537.

146 «Firmissime tene, et nullatenus dubites, non solum omnes paganos, sed etiam omnes Iudaeos, et omnes
haereticos atque schismaticos, qui extra ecclesiam catholicam praesentem finiunt vitam, in ignem aeternum
ituros, qui paratus est diabolo et angelis suis (Mt 25,41)», (De fide, ad Petrum: PL 65,704); en Rouët de Journel.
2275; cf. 2269. 2273-74.
147 STh III, q.61, a.3c, ad 2 y ad 4; q.68, a. 1 y 2c; q.73, a.5c; q.84, 5c.
148 STh I-II, q.98, a.2 ad 4; II-II, q.177, a.1c; q.178, a.1c.

149 STh I-II, q.87, a.2 ad 1 y ad 2.


150 Cf. DH 792; 870-872; 1051; 1351; 1870; 2305; 2429; 2540; CIC de 1917: ccnn. 737 §1; 1322 §2. Esta
postura se vuelve a encontrar en el siglo XIX a raíz de la condena, por parte del Magisterio, del indiferentismo:
DH 2730ss; 2865-2867; 2916-2917; MANSI 48, col. 77B; col. 774A.
151 Cf. Concilio Vaticano I, en MANSI 51, cols. 541-542.
152 Cf. AAS 45(1953), p. 100.

153 UR 3.
154 NAE 5.
155 GS 22.

434
156 DH 2.
157 Idem.

158 Cf. supra, cap. 4.

159 F. A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999, p. 244.

160 Y-M. CONGAR, Un Pueblo mesiánico, Madrid 1976, p. 183.


161 H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1968, p. 379.

162 F. A. SULLIVAN, o.c., p. 22.


163 Cf. K. RAHNER, Los cristianos anónimos, en ET VI, Madrid 1969, pp. 535-544; Id., Anonymes
Christentum und Missionsauftrag der Kirche, en Schriften zur Theologie IX, Einsiedeln 1970, pp. 498-515; Id.,
Bemerkungen zum Problem des «anonymes Christen», en Schiften zur Theologie X, Einsiedeln 1972, pp. 531-546;
K-H. WEGER, Karl Rahner. Introducción a su pensamiento teológico, Barcelona 1982, pp. 128-158.
164 K. RAHNER, en ET VI, p. 540,

165 En la imposibilidad material de tratar ampliamente este tema que, por otra parte, no es objetio directo de
nuestro interés en este momento, ofrecemos una selecta bibliografía sobre la Teología de la Liberación, sabiendo
que existen otras muchas obras, particularmente de los propios teólogos de la liberación, que podrían ser
relacionadas. Cf. G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación, Salamanca 1972; L. BOFF-C. BOFF, Cómo hacer
Teología de la Liberación, Madrid 1986 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos
aspectos de la «Teología de la liberación», Roma 6 agosto 1984; Id., Libertad cristiana y liberación, Roma 22
marzo 1986; J. B. LIBÂNIO, Teología de la liberación, Santander 1989; J. J. TAMAYO, Para comprender la
Teología de la Liberación, Estella 1989, con abundante Bibliografía hasta el año de su publicación; Id., Presente y
futuro de la teología de la liberación, Madrid 1994; Id., Liberación, en DPC, pp. 716-722; I. ELLACURÍA-J.
SOBRINO, Mysterium liberationis I-II, Madrid 1990; A. PIERIS, El rostro asiático de Cristo, Salamanca 1991;
B. MONDIN, Los téologos de la liberación, Valencia 1992; M. AMALADOSS, Vivir en libertad. Las teologías de
la liberación del continente asiático, Estella 2000; KÄ MANA, Teología africana para tiempos de crisis, Estella
2000.
166 Cf. H. SCHLIER, Eleútheros, en GLNT III, cols. 423-468.

167 Cf. S. MUÑOZ ALONSO, Los evangelios de la infancia II, Madrid 1987, pp. 9-32; A. FITZMYER, El
Evangelio de Lucas II, Madrid 1986, pp. 165-193; J. LUZURRAGA, El Benedictus (Lc 1,68-79) a través del
arameo, en «Bíblica» 80(1999), pp. 305-359.
168 Cf. R. OLIVEROS, Historia de la Teología de la Liberación, en ML I, pp. 17-50.
169 Cf. E. DUSSEL, Teología de la liberación y marxismo, en ML I, pp. 115-144. Especialmente, pp. 122-
136.
170 L. BOFF-C. BOFF, Cómo hacer teología de la liberación, Madrid 1986, p. 41.
171 L. BOFF-C. BOFF, o.c., p. 54.

172 JUAN PABLO II en una Carta dirigida a los Obispos de Brasil en abril de 1986, afirmaba textualmente
que «la teología de la liberación no sólo es conveniente, sino útil y necesaria», en «Ecclesia», n. 2268 (24 mayo
1986), pp. 28-31. Aquí, p. 30.
173 PABLO VI, EN, n. 30.

174 PABLO VI, EN, n. 35.

435
175 GS 39.
176 Congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientiae n. 75, Roma 22 marzo
1986.
177 M. AMALADOSS, Vivir en libertad, Estella 2000, p. 228; cf. GS 44. 92; NAE 2. 5.

178 Cf. W. KASPER, Tâches de la christologie actuelle, en A. SCHILSON-W. KASPER, Théologiens du


Christ aujourd’hui, Paris 1978, pp. 169-190.
179 Const. dogm. Lumen Gentium 15. Hay que recordar la renovada sensibilidad que tuvo el Concilio
Vaticano II ante el tema del testimonio: Cf. LG 10.12.28.31.32.34.35.39.41.42.50; GS 21.38.49.52. 76.88; DV
3.4.17; PC 13.25; OT 9.10; AG 6.24.40; UR 4.12.20.
180 P. SMULDERS, a.c., p. 399.

181 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 176.

182 C. MOLARI, Salvación, en NDT II, p. 1613.


183 H. SCHILLEBEECKX, en o.c., p. 475.

436
CAPÍTULO 8

LA IGLESIA, ENVIADA AL MUNDO

437
438
Nota bibliográfica
J. P. BRENNAN, Cristo el Enviado, Bilbao 2000.
A. M. CALERO, Evangelizar, una exigencia renovada, Madrid 1985.
Y-M. CONGAR, Iglesia y mundo en la perspectiva del Vaticano II, en Y-M. Congar- M. Peuchmaurd
(eds.), La Iglesia en el mundo de hoy III, Madrid 1970, pp. 17-49.
M-D. CHENU, La misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia en el
mundo de hoy, Madrid 1967, pp. 379-399.
S. DIANICH, Iglesia en misión, Salamanca 1988.
A. DE GROOT, La misión después del Vaticano II, en «Concilium» 36 (1968) pp. 553-571.
A. GARCIADIEGO, Katholiké Ekklesía, México 1953.
M. J. LE GUILLOU, La vocación misionera de la Iglesia, en G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano II
I, Barcelona 1966, pp. 697-712.
A. M. HENRY, Bosquejo de una teología de la misión, Barcelona 1961.
S. KAROTEMPREL (dir.), Seguir a Cristo en la misión, Estella 1998.
JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Missio, Roma 1990, en AAS 83 (1991), pp. 249-340.
J. MASSON, Misión, en K. Rahner y otros (dirs.) Sacramentum Mundi 4, Barcelona 1984, cols. 629-696.
PABLO VI, Exhortación Evangelii Nuntiandi, Roma 1975, en AAS 68 (1976), pp. 5-96.
K. RAHNER, Misión y Gracia I-II, San Sebastián 1966-1968.
L. y A. RETIF, Para una Iglesia en estado de misión, Casal i Vall, Andorra.
P. ROSSANO, Teología de la misión, en J. Feiner-M. Löhrer (dirs.), Mysterium Salutis IV/1, Madrid
1973, pp. 517-546.
A. SANTOS HDEZ, Teología bíblico-patrística de las misiones, Santander 1962.
A. SANTOS HDEZ, Decreto «ad gentes» sobre la actividad misional de la Iglesia, Madrid 1966.
L. J. SUENENS, La Iglesia en estado de misión, Bilbao 1964.

439
440
Introducción
Durante no poco tiempo se ha confundido la misión de la Iglesia con un quehacer más o
menos esencial y primordial, confiado en todo caso a un grupo de bautizados
considerados como avanzadilla de una Iglesia, que, en el fondo, podía concebirse sin la
dimensión misionera como una dimensión realmente esencial. Todavía hoy, cuando se
habla de misión resulta casi inevitable pensar en tierras lejanas, en hombres de tez
morena o amarilla, de costumbres exóticas, de culturas remotas o muy diversas de las
europeas. Hasta tal punto se había ido identificando a la Iglesia con el continente europeo
y con el oriente próximo, que las tierras más allá de ese horizonte geográfico eran
necesariamente y por antonomasia paises de misión.
Por eso, cuando en 1948 el cardenal Suhard en una famosa Carta pastoral se hizo
eco de la obra Francia país de misión1, fue enorme el impacto que dicho escrito
produjo: fue como el escandaloso descubrimiento de una situación que no se hubiera
supuesto pocos años antes, cuando Francia había sido declarada en otros tiempos la hija
predilecta de la Iglesia.
Este hecho representó una seria toma de conciencia de diversos interrogantes de
enorme importancia, que dieron origen a una renovada concepción de la realidad misión
dentro de la Iglesia: ¿qué se entiende por misión?, ¿es necesariamente una missio ad
gentes?, ¿dónde están hoy los paganos a evangelizar y, en su caso, a convertir?, ¿dónde
están las fronteras del cristianismo y del paganismo?, ¿es Europa un continente
mayoritariamente cristiano?, ¿coincide la Iglesia como tal con los confines de Europa?
Esta situación vale hoy particularmente para países tradicionalmente católicos, es
decir, para «países y naciones en los en un tiempo la religión y vida cristiana fueron
florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, que están
ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente
transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del
ateismo» 2. Teniendo presente, además, que «el indiferentismo religioso y la total
irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves de la vida, no
son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado» 3.
Con esta situación de profunda transición ideológica, religiosa y pastoral dentro de la
Iglesia, se llegó a la celebración del Concilio Vaticano II. En él, se puso de relieve una y

441
otra vez, el carácter esencialmente misionero de la Iglesia y consiguientemente de la
vocación cristiana en sí. Ya al afirmar la universalidad o catolicidad del único Pueblo de
Dios como sacramento universal de salvación (LG 13) el Vaticano II había puesto de
relieve implícitamente ese carácter misionero. Posteriormente lo explicitó (LG 17), sobre
todo dedicando un entero y sufrido documento al tema de la misión eclesial: el Decreto
Ad gentes divinitus4.
Es éste, posiblemente, «uno de los documentos que más fuertemente han padecido
los avatares del decurso conciliar y, al ser aprobado al final de la experiencia sinodal, ha
recogido los logros y adquisiciones de aquellos años» 5. Con esto se está diciendo que es,
en la estimación de no pocos teólogos, el documento más logrado desde el punto de vista
teológico, por cuanto en los debates de los sucesivos esquemas se fue buscando más y
más un fundamento teológico sólido, una definición clara y suficiente de la noción de
misión, así como una actualizada fundamentación bíblica, ecuménica y pastoral de la
misma.
Entre los logros del Ad gentes divinitus cabe destacar —siempre en íntima y lógica
relación de dependencia y complementariedad con la Constitución Lumen Gentium—,
los siguientes:
Siguiendo el planteamiento de la Lumen Gentium que presenta a la Iglesia
como misterio y como pueblo de Dios, se reafirma la naturaleza radicalmente
misionera de toda la comunidad eclesial, cuyos miembros, en consecuencia,
deben asumir la propia responsabilidad según la vocación de cada uno. Se
supera de esta forma una visión puramente geográfica y jurídica hasta entonces
vigente de la actividad misionera de la Iglesia.
La afirmación de que, en la Iglesia, el sujeto primero y fundamental de la
misión y de la consiguiente actividad misionera en sentido específico es la
misma comunidad eclesial. Nadie se envía a sí mismo, ni toma, por propia
iniciativa, la decisión de misionar aquí o allí: todo auténtico misionero es un
enviado por la comunidad.
Las Iglesias particulares tienen una importancia de verdaderas protagonistas en
el compromiso misionero. En consecuencia, el obispo diocesano tiene un papel
específico por encima de la Congregación de la Propagación de la fe.
Entre creación y redención no existe antinomia: por el contrario, desde un
punto de vista teológico, ambas dimensiones tienen una mutua implicación y
complementariedad. De ahí, el valor de lo humano en el orden de la misión, así
como el reconocimiento de los caminos de salvación que pueden encontrarse
fuera de la visibilidad de la Iglesia.
Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que «el concilio Vaticano II nos ha

442
ayudado a tener una idea clara de que misión es el verdadero nombre de la Iglesia y en
cierto sentido su definición. La Iglesia llega a ser ella misma, cuando cumple su misión,
su envío» 6.
Por eso, hoy, después del Vaticano II, se puede afirmar con toda objetividad que «la
misión es el lugar en donde se plantea el problema de la autoidentificación de la Iglesia.
El encuentro del anuncio evangélico con realidades sociales y culturales diversas, la
agregación de nuevos fieles a la comunidad, la complejidad de las relaciones que la
comunidad naciente tiene con los contextos sociales de donde proceden los adeptos y en
los que la comunidad tiene que vivir, todos estos elementos provocan en los cristianos la
pregunta: Pero entonces, ¿qué es lo que somos?» 7.
La misionariedad pertenece, pues, a la esencia más íntima y radical de la Iglesia: es
constitutiva de la misma Iglesia. Una Iglesia no misionera es una realidad absolutamente
impensable.
Si recordamos que el Nuevo Testamento sólo conoce una forma de apostolado y es
precisamente la misión, llegamos a descubrir que el Concilio Vaticano II, también en este
aspecto, ha vuelto a la mejor tradición del cristianismo primitivo.
La Iglesia del Vaticano II es una Iglesia misionera en el sentido de que es una Iglesia
en diálogo (claro, afable, confiado, prudente, sincero, respetuoso...) con el mundo, en
una auténtica interacción con las diversas tradiciones religiosas, con la cultura y las
culturas, y hasta con los distintos contextos socioeconómicos.
a) Es una Iglesia que ha pasado del anuncio de la Iglesia al anuncio de Cristo
salvador. Si hasta la celebración del Vaticano II se entendía la misión eclesial como
anuncio de la Iglesia como única y exclusiva arca de salvación8, el paso dado en el
Concilio de un innegable eclesiocentrismo a un manifiesto cristocentrismo, llevó como
consecuencia lógica y natural a entender la misión de la Iglesia como el anuncio de Cristo
salvador de todos los hombres y de todo el hombre. La salvación no se encuentra en la
Iglesia como en su origen: se encuentra en Cristo, el Enviado por el Padre y con la fuerza
del Espíritu. Por consiguiente, la Iglesia no puede hacerse centro y meta de su propia
misión. Es, eso sí, lugar en el que actúa ya eficazmente la salvación de Cristo, al tiempo
que se sabe sacramento e instrumento de esa salvación.
b) Es una Iglesia que ha pasado de la implantatio Ecclesiae a la construcción del
Reino. Si hasta la celebración del Vaticano II la obra misionera de la Iglesia culminaba
cuando la propia Iglesia se podía asegurar estar implantada en un territorio determinado
con su obispo, sus presbíteros y diáconos, con sus estructuras más o menos establemente
establecidas, con sus propios recursos personales y materiales asegurados, es posible
afirmar que el Vaticano II en su planteamiento misionero ha extendido su mirada,

443
superando el horizonte de la propia Iglesia, para ponerla en el telón de fondo de toda su
actividad a lo largo del espacio y del tiempo: la construcción del Reino. Efectivamente, la
estabilidad de la Iglesia en todos los órdenes de su ser (geográfico, personal, estructural,
material, económico incluso), es una condición, importante ciertamente pero no
absolutamente decisiva, para ser eficaz en su condición de instrumento al servicio del
Reino.
En consecuencia, hoy ha cambiado profundamente el concepto de misión dentro de
la Iglesia:
El fenómeno migratorio hace que se encuentren no-cristianos (¿paganos en
otro tiempo?) en cualquier gran ciudad del Occidente «oficialmente
cristiano»...
El fenómeno de la secularización, con su secuela de secularismo, hace que la
mentalidad pagana («los que viven sin Dios y sin esperanza alguna
trascendente en este mundo»: cf. Ef 2,11-12), sea —incluso entre los
bautizados— mucho más generalizada de lo que se podría pensar.
El desinterés y abandono práctico, real y hasta teórico de la realidad eclesial, es
fenómeno de masas y no de pequeños grupos.
La creciente mentalidad consumista hace que el hombre occidental —
tradicionalmente cristiano— esté hoy centrado en las cosas de aquí abajo (Col
3,1-2), en las cosas de la tierra (cf. Flp 3,19), completamente ajeno a otros
intereses que no sean la calidad de vida y el máximo bienestar a costa de lo que
sea y por encima de lo que sea.

1. LA VIDA TRINITARIA DE DIOS, FUENTE Y ORIGEN DE LA


MISIÓN ECLESIAL9

Recorriendo la historia de la Iglesia se hace una constatación que no ha dejado de tener


sus serias consecuencias: «la eclesiología se ha despojado de su referencia trinitaria como
de un vestido engorroso, confiando en su fundamento cristológico como si le importase
únicamente la legitimación divina que le venía de Cristo legado y no el ofrecimiento que
Cristo hacía al Padre de su propia vida, o la misión del Espíritu que consagraba a Jesús
como Cristo y mandaba a sus apóstoles como embajadores suyos por el mundo» 10.
La Iglesia, en efecto, «ha atravesado vastas zonas de silencio trinitario, dominada
por el sentimiento de su propia investidura divina para ser la guía del mundo en
representación de Dios más que por la convicción de ser testigo para el mundo de la vida
de otro, de Cristo enviado por el Padre, muerto y resucitado, que envió a su Espíritu

444
para que, por medio de él, todo pudiera volver al Padre» 11.
Se constata igualmente que el rígido monoteísmo monopersonal del pueblo judío, no
produjo ninguna forma de misión propiamente dicha entre los demás pueblos; produjo
únicamente una rígida teocracia en el interior del propio pueblo judío y un relativo
proselitimo de cara a los no judíos. El monoteismo trinitario cristiano, por el contrario,
produjo desde el primer momento el sentido y la urgencia de la misión. Y esto porque (en
el caso del pueblo judío), «tener una relación privilegiada con el Dios único coloca
inmediatamente a la comunidad de los creyentes en una posición de superioridad frente a
los demás, le da la sensación de haberse situado en la orilla de Dios frente a los hombres,
más bien que en la orilla de los hombres frente a Dios y de ser en la tierra la delegada
plenipotenciaria del dominio celestial de Dios en el mundo» 12.
En la Palabra revelada, y más especialmente en el Evangelio de Juan, aparecen las
personas de la Trinidad en estrecha relación entre sí en el contexto de la misión. Son
textos especialmente paradigmáticos que es necesario tener presentes y desde los cuales
resulta aún más sorprendente el olvido que pueda haber habido de esta dimensión
trinitaria al plantear el tema de la misión eclesial. La reducción de esta relación a sólo
Cristo y aun en este caso relegando a un último lugar su condición esencial de enviado
del Padre con la fuerza del Espíritu: cf. Hch 10,38), hizo que la Iglesia no sólo se
identificara con la misión de Cristo, sino que —olvidándose de toda analogía—, se
identificara incluso con las prerrogativas únicas e intransferibles de Cristo: su condición
divina, su condición de único y definitivo salvador de todos los hombres y de todo el
hombre, su centralidad en la historia del mundo y de la historia, etc. Este olvido se
demostró nefasto por cuanto la Iglesia se hizo centro de sí misma, con el lamentable
olvido de su condición de instrumento al servicio de y no meta de y objetivo último
de nada ni de nadie; se constituyó en juez y árbitro universal de la marcha del mundo,
olvidándose de su condición fundamental de testigo de Cristo; subrayó con toda la fuerza
su condición de maestra universal inapelable, olvidando la exigencia esencial que le
incumbe de ser, con los hechos y de palabra, incansable discípula del Señor y profeta en
medio de los pueblos.
En el Evangelio de Juan la misión aparece siempre como fruto de una iniciativa del
Padre mediada por Cristo el enviado por antonomasia, y gracias a la acción del Espíritu.
Basta recorrer algunos textos para cerciorarse de esta esencial dinámica trinitaria de la
misión13:
«Si me voy os lo enviaré...»: Jn 16,7.
«Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando a la verdad plena,
porque no hablará en su nombre, sino comunicará lo que le digan y os
interpretará lo que vaya viviendo. Él manifestará mi gloria, porque tomará de

445
lo mío y os lo interpretará»: Jn 16,13-15.
«El abogado que os enviará el Padre cuando aleguéis en mi nombre, el Espíritu
Santo, ése os lo enseñará todo y os irá recordando todo lo que yo os he
dicho»: Jn 14,25-26.
«Yo le pediré al Padre que os dé otro abogado que esté siempre con vosotros:
el Espíritu de la verdad»: Jn 14,15-16.
«Cuando venga el abogado que os voy a enviar yo de parte de mi Padre, el
Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él será testigo en mi causa»: Jn
15,26.
Si no se quiere entrar —en el interior de la Iglesia— en una psicología y en una
dinámica propias de una empresa multinacional, si no se quiere transmitir inevitablemente
esa impresión a los que la miran desde fuera, es absolutamente necesario remontarse al
origen mismo de la Iglesia y de su misión en la historia; hay que preguntarse en
consecuencia: ¿de dónde arranca la misión eclesial? ¿cuál es su única y verdadera fuente?
En el origen de cada ser está ya en germen toda su realidad como ser y como ser en
actuación. Por eso, si se tiene presente que la misión de la Iglesia es la continuación en la
historia de la misión misma de Cristo, y la misión de Cristo es la que recibió del Padre y
la que fue realizando «con la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14), hay que responder a las
preguntas planteadas, que es toda la Trinidad la que está en la raíz y en el origen de la
misión eclesial.
El misterio trinitario cristiano enseña que en la Trinidad el Padre es el ingénito sin
principio; el Hijo es el principiado y engendrado por el Padre; y el Espíritu es el expirado
que procede del Padre y del Hijo. Bien entendido que la alteridad de las Personas en el
seno de la Trinidad no las hace inferiores ni dependientes las unas de las otras, sino
simplemente diversas e insuprimibles entre sí: «las tres formas distintas de comunicarse
Dios a nosotros —como Padre, Logos y Espíritu— muestran tres modos de ser o de
subsistir en el interior mismo de Dios, puesto que no hay un Dios hacia fuera que sea
trino y un Dios hacia adentro que sea monolíticamente y exclusivamente uno» 14.
A partir de la constatación, revelada en la Escritura, de que uno es el que envía, el
Padre; otro es el que es enviado a los hombres para instaurar el Reino, el Hijo; y otro, el
enviado por el Padre y por el Hijo para ir llevando a su plenitud el Proyecto de Dios en la
historia, el Espíritu, se llegó en la comunidad eclesial a la formulación del misterio
trinitario: es decir, a partir de las misiones divinas ad extra, se llega al descubrimiento del
ser de Dios ad intra. Quiere esto decir que las misiones en Dios no son sólo un camino
de automanifestación de Dios al hombre, sino incluso un elemento constitutivo del ser
mismo de Dios.
Las misiones ad extra del Verbo en la persona de Jesucristo y del Espíritu Santo

446
hacen ver de forma irrefutable que «Dios mismo, como permanente misterio sagrado,
como el fundamento inabarcable de la existencia trascendente del hombre, no es sólo el
Dios de la lejanía infinita, sino que quiere ser también el Dios de la cercanía absoluta en
una verdadera comunicación de sí mismo, y así él está dado en la profundidad espiritual
de nuestra existencia lo mismo que en la dimensión concreta de nuestra historia
corporal» 15.
Partiendo, pues, de la Palabra revelada hay que afirmar que «la Trinidad dada en la
historia de la salvación y de la revelación es la inmanente» 16. Por eso, la doctrina
psicológica de la Trinidad que —iniciada por San Agustín y seguida siglos más tarde por
Santo Tomás—, ha prevalecido largo tiempo en la Iglesia, «olvida propiamente que la faz
de Dios que se nos muestra en la autocomunicación... es en realidad su en-sí, si es que la
autocomunicación divina, en la gracia y en la gloria, ha de ser realmente la comunicación
de Dios en sí mismo a nosotros» 17. De tal forma, que «en la Trinidad económica de la
historia de la salvación y revelación hemos experimentado ya la Trinidad inmanente en sí
misma. En cuanto Dios se nos muestra bajo la forma insinuada como el trino, es
experimentada en sí misma la Trinidad inmanente del misterio sagrado, porque su libre
movimiento sobrenatural hacia nosotros nos otorga toda su intimidad, porque su
identidad absoluta consigo mismo no significa una unicidad muerta y vacía, sino que
aprehende en sí como vitalidad divina lo que nos sale al encuentro en la Trinidad de su
venida a nosotros» 18.
El envío, por otra parte, es necesario entenderlo —si se quiere evitar cualquier
forma mítica de traslado físico de las personas divinas o de comienzo de presencia allí
donde teóricamente antes no estuvieran—, precisamente como el hacerse visible: en el
caso del envío del Verbo, lo invisible de Dios se hace visible en la persona de Jesucristo;
en el envío del Espíritu Santo, Dios se hace visible en el amor real y operativo existente
entre los miembros de la comunidad eclesial, cuando ese amor procede y está movido
por el propio Espíritu. El Padre actúa en la historia a través de las misiones del Hijo y del
Espíritu Santo.
El monoteísmo monopersonal profesado por Israel, por el que concebía a Dios
como el Rey y Dueño absoluto del universo, le llevó a entender la elección de Dios como
un «privilegio» exclusivo y excluyente frente y contra todos los demás pueblos
(considerados como goîm: no-pueblos, no-elegidos, impuros, despreciables), cayendo en
la tentación de cerrarse sobre sí mismos y formando, en consecuencia, un gueto de «no
contaminados» (cf. Lev 11; Ezq 4,14; Hch 10,15). Olvidaron así que la elección divina
se hacía en orden a la misión entre los demás pueblos.
Por el contrario, el monoteísmo tripersonal propio del cristianismo, es el fundamento
del universalismo profesado por los seguidores de Jesús y, por consiguiente, la raíz última

447
y la causa fundamental del irrefrenable impulso misionero de la comunidad eclesial desde
sus mismo inicios.

2. CRISTO, EL ENVIADO POR EXCELENCIA19

El concepto y la realidad de personas enviadas por Dios para desarrollar una determinada
misión en relación con el pueblo de Israel o incluso en relación con hombres y pueblos
situados más allá de los límites de ese pueblo, fue algo habitual al pueblo judío.
Efectivamente, Israel conoció enviados (profetas sobre todo, pero también mujeres y
hombres no propiamente profetas), a los que Yahvé había conocido20 y confiado alguna
misión particular. Así puede verse la misión confiada a Moisés (Ex 3,4-15; 4,10-17), a
José (Gen 45,5-7), a Samuel (1Sam 15,1), a Elías (1Re 19,15-18), a Isaías (Is 6,8; 42,1-
7; 48,1-9a; 50,4-9; 52,13 - 53,12), a Gedeón (Jueces 6,14), a Jeremías (Jer 1,4-10), etc.
Todos ellos estaban persuadidos de que el origen de su misión se encontraba en Yahvé
que los había llamado; tenían conciencia, por eso, de que la elección no era un privilegio
sino una tarea que se les había confiado; tenían conciencia de ser enviados, desde la
profunda experiencia de Dios que habían hecho; no actuaban por iniciativa propia; se
entregaban a la misión confiada con la totalidad de sus vidas y no sólo con la palabra;
sentían la desproporción entre lo que Dios les pedía y lo que ellos eran, y, por
consiguiente, actuaban con la fuerza del Espíritu y no gracias a la propia capacidad
humana. La misión aparecía como el tercer paso de un proceso unitario que comenzaba
con el Llamamiento, continuaba con la Unción-Consagración del llamado y culminaba
en el Envío: «Ven, que te voy a hacer mío (consagración) para enviarte: irás a donde yo
te envíe» (cf. Jer 1,7). Efectivamente, «en Israel selección y elección siempre hacen
referencia a envío por parte de Yahvé con un propósito, una misión. La elección no es un
privilegio otorgado a una persona o individuo, sino una tarea confiada a esa persona o
nación en beneficio de los demás» 21.

2.1. Conciencia de Jesús de ser «el Enviado»


En este contexto veterotestamentario es preciso situar la figura de Jesús de Nazaret,
como el Enviado por excelencia de Dios: y no para una misión puntual, de mayor o
menor alcance, sino para instaurar de forma plena y definitiva el Reino de Dios entre los
hombres. En Jesús, en efecto, se realizan cumplidamente todas las connotaciones que
caracterizan a la misión en el Antiguo Testamento. Por una parte, Jesús es el llamado
por Dios: «De Egipto llamé a mi Hijo» (Mt 2,15); por otra es el ungido por antonomasia:
«El Espíritu me ungió» (Lc 4,18; Hch 10,38); y, finalmente, es el enviado

448
personalmente, superior a todos los demás enviados: «El Padre me envió» (Jn 5,27;
6,40. 44).
Hay que precisar, de todas formas, que, en el caso de Jesús, más que llamamiento
propiamente dicho (como algo hecho desde fuera), lo que se da es un ofrecimiento
personal hecho por Él mismo en el propio seno de la vida intratrinitaria (cf. Hb 10,5-10).
De ahí que se pueda afirmar que en Cristo «ser» y «misión» coinciden: es el
esencialmente Enviado. Jesús, en efecto, no es sólo el rostro humano del Padre (cf. Jn
13,31-32; 14,6-11), sino también la suprema realización personal de la misión: el Reino,
objeto central de su propia misión22.
Los evangelios sinópticos, en una famosa parábola que relatan los tres evangelistas,
pusieron de relieve, con intencionado énfasis, el contraste entre los muchos enviados
previos a Jesús, y Jesús mismo en cuanto enviado. Ante la constatación de que los
viñadores iban matando sucesivamente a los enviados, el dueño de la viña se dice : «voy
a mandar finalmente a mi propio hijo: al menos a ese lo respetarán» (cf. Mt 21,33-46;
Mc 12,1-12; Lc 20,9-19).
En el Evangelio de Juan, por su parte, aparece Jesús con una clara, casi obsesiva,
conciencia de ser el enviado: Jesús, precisamente porque es esencialmente el Enviado,
«no hace nada por su cuenta»; hace todo y sólo lo que le ha mandado que haga «el que
le envió» (cf. Jn 3,16-17; 4,32-34; 5,24. 30. 36-38; 6,28-29. 37-40. 44-57; 7,16. 28-29.
33; 8,16. 29. 42; 10,36; 11,42; 12,44-45; 13,16; 14,24; 16,5; 20,21).
Realmente, «en la vida de Jesús la conciencia de ser enviado es prioritaria sobre
todo lo demás: sobre su familia, su comodidad, sus amigos, su vida. Su misión está por
encima de todo desde el momento en que la asume como propia a orillas del río Jordán
hasta su último grito en la soledad del Calvario: “Todo lo he cumplido”. Su vida entera es
la total y completa dedicación a la misión que le da su Padre. Guía todas sus palabras,
sus acciones, sus oraciones. No pocas veces percibimos el poderoso empuje de esta
misión, la urgencia de llevarla a cabo, de cumplirla hasta el fin» 23.

2.2. Alcance de la misión de Cristo

El horizonte en el que Cristo concibe y entiende su misión es la universalidad. Tanto los


sinópticos como Juan ponen de relieve que la Buena Noticia que proclama Cristo, el
anuncio de salvación del que se siente portador, está dirigido a todos los hombres. Según
los evangelistas la universalidad no es un horizonte ajeno y mucho menos desconocido
para Jesús de Nazaret, sino todo lo contrario. La percepción que las comunidades
cristianas primitivas y en particular los evangelistas tuvieron de Jesús24, es de alguien que
se entendía a sí mismo en un horizonte de universalidad, con un destino de salvación

449
dirigido a todos los hombres, alguien cuya vida estaba destinada a interesar de forma
insoslayable a todos los hombres sin excepción. Jesús no se entendía a sí mismo como
alguien destinado a salvar únicamente a un pequeño grupo de seguidores y de iniciados
que formaran un restringido grupo de élite. Su mensaje y sobre todo su persona, la
entendía como alternativa de salvación a todos los que le habían precedido e incluso a los
que habrían de venir después de Él. Son muchos los textos que pueden aducirse para
avalar estas afirmaciones:
«Éste está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una
bandera discutida» (Lc 2,34).
«Mientras estoy en el mundo, Yo soy la luz del mundo» (Jn 9,5; cf. 1,9; 8,12).
«Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo que
conducirlas» (Jn 10,16).
«Donde quiera que se predique este evangelio, en el mundo entero, se
recordará también en su honor lo que ha hecho esta mujer» (Mt 26,13; Mc
14,9).
«Lo que habéis oído en privado, predicadlo desde las azoteas» (Mt 10,27; Lc
12,3).
«El que no está conmigo está contra mí; y el que no recoge conmigo,
desparrama» (Lc 11,23; Mt 12,30).
«El Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida
en rescate por todos» (Mt 20,28).
«Bebed todos, que ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama
por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28).
Caifás... profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación,
sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,49-52).
«Id y haced discípulos de todas la naciones...» (Mt 28,19).
«Seréis testigos míos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta el confín del
mundo» (Hch 1,8).
El mensaje de Jesús es universal en sí, por cuanto va dirigido a todos los hombres y
a todo el hombre. Es universal, además, porque el mensajero también lo es, en sí y de
por sí: el Verbo de Dios25 que asume al hombre» para, desde el hombre, ser capaz de dar
una respuesta plena y definitiva a la oferta de salvación hecha por Dios a todo hombre
sin distinción: judío o griego, hombre o mujer, esclavo o libre, sabio o ignorante... (cf. Ga
3,28; Rom 10,12; 1Cor 12,13; Col 3,11).
La universalización de la persona de Cristo y de su misión es, de todas formas,
absolutamente irrealizable y hasta impensable, sin la presencia y la acción del Espíritu
Santo en el mundo26.

450
Como se ve por lo dicho hasta aquí, es preciso concluir que «el concepto de “envío”
es un concepto importante para la comprensión de Jesús y también de enorme
importancia para entender nuestra propia vocación como cristianos y especialmente
nuestra misión dentro del cristianismo» 27.

3. LA IGLESIA, ENVIADA POR CRISTO EL ENVIADO

3.1. Jesús envió a los apóstoles y discípulos


En la Iglesia el envío no tiene su origen en la inquietud interior de la propia comunidad
eclesial. En paralelismo con Jesús, la Iglesia, desde su mismo origen, tiene conciencia de
no estar haciendo algo «por propia cuenta» (Jn 8,42). La experiencia personal de Pablo
es la condensación en una persona concreta de la experiencia que, de forma viva aunque
inconsciente en muchos casos, tiene la comunidad eclesial desde sus mismos orígenes:
«el hecho de predicar el evangelio no es para mí un motivo de orgullo, ése es mi sino,
¡pobre de mí si no lo hiciera! Si lo hiciera por mi voluntad, tendría mérito; pero si me
han confiado un encargo independientemente de mi voluntad, ¿dónde está entonces mi
mérito? En predicar el evangelio ofreciéndolo de balde» (1Cor 9, 16-18). Pablo traduce
en estas palabras, a nivel personal, el mandato de Jesús: «Como el Padre me envió, así
os envío Yo» (Jn 20,21).
De esta clara conciencia brota el que la Iglesia, ya en sus orígenes, no va a donde
ella quiere, sino a donde se siente enviada por el Espíritu; no dice lo que ella quiere, sino
lo que el Espíritu le dicta o le sugiere; no se dirige con su mensaje a los que ella quiere,
sino a los destinatarios a los que el Espíritu la envía; siente una urgencia en el anuncio,
que no brota de sus simples fuerzas ni se basa en sus propio recursos; siente un impulso
irrefrenable que nada ni nadie puede detener o frenar (cf. Hch 4,8-22; 5,27-33. 40-42).
La Iglesia no es «auto-enviada»: «irás a donde tú no quieras» (Jn 21,18), le fue
dicho a Pedro como premonición no sólo personal, sino paradigmática para todo lo que
es el desarrollo de la misión de la Iglesia a lo largo del tiempo. Una Iglesia auto-enviada
es una Iglesia interesada, calculadora, prudente con la prudencia de la carne (cf. Rom
8,6), buscadora de estrategias humanas para medrar, en paz y concordia con los ricos y
poderosos del mundo aunque sean injustos y opresores de los pobres y humildes,
seguidora de políticas basadas en la conveniencia, en la metira, en el soborno... Una
Iglesia enviada, por el contrario, es una Iglesia valiente, audaz, libre, desafiante,
imprudente y hasta temeraria frente a los poderes de este mundo. Por eso recuerda Pablo
VI que «si hay hombres que proclaman en el mundo el Evangelio de salvación, lo hacen

451
por mandato, en nombre y con la gracia de Cristo Salvador. ¿Cómo predicarán si no son
enviados? (Rom 10,15) escribía el que fue sin duda uno de los más grandes
evangelizadores. Nadie puede hacerlo, sin haber sido enviado» 28. Nadie, por
consiguiente, puede atribuirse a sí mismo la misión eclesial recibida de Cristo, al igual que
nadie puede sentirse objetivamente enviado, si no es en unión con la misión misma de la
Iglesia y en su nombre.
Esto no obsta para que, a lo largo de la historia, se haya ido dando en la Iglesia un
proceso de creciente cristomonismo eclesial: es decir, la Iglesia se ha ido centrando y
relacionando de forma casi exclusiva con la persona de Cristo, dejando en la sombra la
persona del Padre y prescindiendo prácticamente de la persona del Espíritu Santo. La
Iglesia era cosa de Cristo casi en exclusividad.
Ahora bien, la indudable conexión de la Iglesia con el Cristo que la envía no puede
dejar en el olvido, sino a costa de un evidente empobrecimiento, la naturaleza
esencialmente trinitaria de su misión. El mismo envío que hace Cristo de la Iglesia al
mundo, no es más un reflejo y una consecuencia lógica del envío del que fue objeto Él
mismo por parte del Padre. Teniendo presente, además, la parte decisiva que el mismo
Cristo atribuye al Espíritu en el proceso del envío (cf. Jn 14,15-17. 25-26; 16,5-7. 12-15;
Hch 1,8). De ahí que como se recordaba más arriba, cuando la dimensión trinitaria se
desdibuja del horizonte de la Iglesia, «el hecho de que Cristo haya muerto en obediencia
al Padre, el que haya resucitado y el que haya sido enviado el Espíritu no tiene
prácticamente ninguna importancia para la autoconciencia y la estructura de la Iglesia.
Cristo es su divino fundador y más allá de Cristo parece como si no existiera el Padre, la
persona de Dios más allá de Cristo, a la que puede hacer alguna referencia y en cuyo
horizonte plantear sus propias relaciones con el mundo. Prevalece la figura de una Iglesia
delegada plenipotenciaria de la divinidad, que está entre el cielo y la tierra, y a la que el
mundo debe el mismo obsequio y obediencia que se le deben a Dios» 29. Evidentemente,
«el aspecto anómalo de esta eclesiología no consiste en la apelación a la fundación divina
de la Iglesia, sino en el hecho de que la fundación divina no se coloca en el interior de la
riqueza, de la complejidad y del dinamismo de la misión trinitaria» 30.
Es necesario recordar, que el envío de la Iglesia por parte de Cristo, no la equipara
sin más a su Señor en todo y por todo: la naturaleza y las prerrogativas de Cristo son
instransferibles. De tal forma, que la comunidad eclesial participa de ellas de una forma
analógica. Entre el envío de Cristo por parte del Padre y el envío de la Iglesia por parte
de Cristo, existe un paralelismo que se mueve completamente en el marco de la analogía.
La Iglesia no substituye a Cristo: es su prolongación en la historia, el sacramento de su
presencia viva entre los hombres, el instrumento de su salvación a lo largo de los siglos.
Cristo, gracias al Espíritu que lo hace presente constantemente en la Iglesia, es el que,

452
hoy como ayer, sigue enviando a la Iglesia en nombre del Padre. Incluso el contenido del
mensaje que se confía a Cristo por parte del Padre y el que se confía a la Iglesia por
parte de Cristo, tienen sus características peculiares: en el primer caso (Padre-Cristo), es
el Reino de Dios, la venida, la presencia y la instauración del Reino de Dios lo que
constituye el núcleo de la predicación misionera de Cristo. En el segundo (Cristo-Iglesia),
no es sólo ése el contenido, sino que es también la persona de Cristo, «hombre
acreditado por Dios» (Hch 2,22), «profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante
el pueblo» (Lc 24,19), «constituido por el Padre como único Juez definitivo de la
humanidad» (Hch 10,42), «Salvador único de todo los hombres y de todo el hombre»
(Hch 4,12), el que la Iglesia tiene que anunciar incansablemente a los hombres de todos
los tiempos (cf. Mc 16,15-20; Mt 28,18-20).

3.2. Evolución del concepto de misión a lo largo de la historia31


La naturaleza misionera de la comunidad eclesial aparece diversamente plasmada en los
distintos escritos del Nuevo Testamento, sobre todo en los cuatro evangelios. Así, Mateo
pone el acento misional en la fundación de la Iglesia y en su enseñanza; Marcos presenta
la misión como proclamación o kerigma; Lucas presenta la misión fundamentalmente
como testimonio; y Juan lo hace mencionando expresamente el mandato que Jesús da a
sus seguidores, como continuación del que Él mismo había recibido del Padre.
De esta forma, la manera de concebir la misión confiada a la Iglesia por Cristo corre
pareja a la consideración, no solo teológica sino también sociológica que la Iglesia tuvo de
sí misma desde el principio y a lo largo de la historia32.
En un primer momento, la Iglesia era el conjunto de aquellos hombres y
mujeres que, habiéndose sentido llamados a formar parte del nuevo camino
(cf. Hch 9,2), se habían bautizado en el nombre de Jesús y, con ello, se habían
comprometido a ser discípulos suyos observando todo lo que el Maestro les
había enseñado y a ir por todo el mundo predicando la Buena Noticia y
haciendo discípulos del Resucitado. La comunidad cristiana era un pueblo
entre los pueblos, un pequeño y hasta insignificante grupo en medio de un
mundo totalmente pagano y con frecuencia hostil. Con terminología actual se
diría que era una Iglesia en diáspora.
A partir de la conversión de Constantino (a. 313) y sobre todo al ser asumido
el cristianismo como religión oficial del Imperio gracias al Edicto del emperador
Teodosio (a. 380), las cosas cambian radicalmente. Ser ciudadano del Imperio
era, por ese mismo hecho, ser cristiano. La Iglesia comienza a coincidir, de
hecho, con los límites del Imperio. La misión de la Iglesia oficialmente había
concluido al ser todos los ciudadanos oficialmente cristianos. La sociedad era

453
toda ella cristiana y con ello las estructurales sociales, en todas sus dimensiones
y expresiones (sociales, culturales, económicas, políticas, religiosas) fueron
cristianas: el cristianismo comenzó a vivirse en régimen de cristiandad haciendo
que la unidad de la fe fuera no sólo imperativo eclesial, sino también
imperativo político. La misión, en todo caso, seguía teniendo sentido, pero en
relación con los pueblos bárbaros que todavía no habían sido sometidos a la
autoridad del Imperio.
Esta concepción se afianza y robustece hasta límites insospechados a lo largo
de la Edad Media hasta llegar al siglo XV cuando comienzan los grandes
descubrimientos de otras tantas tierras de infieles. Con ello se acrecienta de
forma notabilísima el fervor misionero en la Iglesia, deseosa de convertir a
todos los hombres a la religión católica puesto que «fuera de la Iglesia no hay
salvación».
Entre tanto, la sociedad occidental había entrado inexorablemente, a pesar de
los múltiples esfuerzos de la jerarquía, en una creciente dinámica de pluralismo
(social, político, cultural, filosófico...) que llevaba aparejado un imparable
proceso de secularización. Los paganos dejaban de estar más allá de los límites
geográficos del llamado occidente cristiano, encontrándose dentro de esos
límites. Muchos cristianos pertenecientes a ese occidente cristiano lo son por el
mero hecho de ser bautizados, pero en sus vidas y sobre todo en su mentalidad
son tan paganos como los habitantes de los llamados oficialmente paises de
misión. La Iglesia comenzó a ser de nuevo «Iglesia en diáspora» 33, es decir,
una Iglesia que no es una realidad socialmente compacta, sino diseminada en el
seno de una sociedad que ha dejado de ser oficialmente cristiana.
De ahí, el giro copernicano que se ha operado con el Concilio Vaticano II, en el
concepto de Iglesia y en el consiguiente concepto de «misión». Desde este
renovado concepto de misión (análogo en tantos aspectos al de los primeros
siglos del cristianismo), resulta evidente que para ser misioneros hoy en la
Iglesia, no es necesario trasladarse a ningún lugar más o menos lejano a las
propias fronteras. Si según Santo Tomás «ser enviado es ir allí donde no se
estaba de ninguna manera, o bien empezar a existir de un modo diferente allí
donde ya se estaba» 34, es claro que lo que se pide hoy a los seguidores de
Cristo en todos los países del mundo, y particularmente en los paises
poscristianos, es comenzar a vivir y actuar desde una renovada conciencia
misionera. Cristo, que está ya en el mundo antes de que éste fuera creado (cf.
Jn 8,58; 17,24-26; Ef 1,4-12; Col 1,15-17), ha de comenzar a estar en el
mundo de forma visible e histórica, gracias al testimonio y a la proclamación de
todos los miembros de la Iglesia.

454
4. LOS DOS POLOS DE LA MISIÓN ECLESIAL

Por definición, el enviado tiene que estar —so pena de convertirse en autoenvia-do— en
profunda y constante conexión con aquel que lo envía y con aquellos a los que es
enviado. En el concepto mismo de envío está presente esta dualidad de polos de
referencia con los que ha de estar esencialmente vinculada la persona enviada.
En el caso de la comunidad cristiana estos dos polos esenciales de referencia son:
Dios, el que envía, y los hombres, destinatarios de la misión.

4.1. Dios, desde donde se es enviado

Según lo dicho anteriormente, la misión eclesial encuentra su fuente, su origen y su razón


última de ser, en el corazón mismo de Dios (cf. AG 2). No es, ni puede ser otra, la raíz
de donde brota el impulso misionero de la Iglesia.
Ahora bien, porque es raíz e impulso determinante de la misión eclesial, es
importante saber quién y cómo es el Dios de cuyo corazón nace esa misión. Ese Dios no
es otro que el que aparece en las fórmulas bautismales más primitivas: es decir, un Dios
trinitario: «Id y haced discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf. Mc 16,15-16). El mandato explícito «id», va íntimamente
unido a la fórmula trinitaria de Aquel en cuyo nombre se va y en cuyo nombre se
bautiza35.
Este Dios, «entendido trinitariamente, no será ya el arquetipo de los poderosos de
este mundo: sólo cuando sea comprendido como el Padre del Cristo que fue crucificado
por nosotros, su verdadera omnipotencia será concebida como la omnipotencia del amor.
Su señorío se manifiesta exclusivamente en el rostro del crucificado y de sus hermanos
que, como él, sufren opresión y violencia36. Un soberano absoluto en el cielo no puede
ser principio de libertad para los hombres en la tierra; pero sí que puede serlo un Dios
que sufre por los hombres y por su liberación» 37. De ahí que sea inevitable —como lo ha
demostrado con demasiada frecuencia la historia— que, cuando la Iglesia pierde el
sentido teológico de su misión, se convierte en centro de sí misma, origen, fuente y meta
de todas sus actividades, defensora meticulosa de todos sus derechos, celosa de las
propias atribuciones y prerrogativas, custodia de las verdades por encima de las personas,
con el consiguiente riesgo, nada imaginario, de perder su sentido de instrumento de Dios
al servicio de los hombres.
La relación con Dios se expresa y estrecha en la oración. La oración, por
consiguiente, está en la raíz misma de la misión eclesial. No se ora para ser más y
mejores misioneros: se es misionero de verdad en la medida en que se ora; de tal forma,

455
que una Iglesia misionera es necesariamente una Iglesia orante. O por mejor decir, una
Iglesia será verdaderamente misionera en la medida en que sea realmente orante. La
oración no es un sobreañadido a la misión eclesial: está en su misma raíz, constituyendo
la posibilidad misma de responder a la vocación misionera.

4.2. Los hombres, a quienes se es enviado.


La misión eclesial, a semejanza de las misiones intratrinitarias divinas, es de naturaleza
esencialmente personal: antes que de un mensaje doctrinal, se trata de una comunicación
de personas. O, por bien decir, el mensaje fundamental son las mismas personas en sí.
Efectivamente, el que envía es una persona, o mejor, una misteriosa personalidad tri-
personal38; los destinatarios del envío son personas, en la irrepetible originalidad de
cada una de ellas, y en la irrepetible originalidad de sus circunstancias concretas:
familiares, sociales, culturales, religiosas...; el mismo mensaje es, en definitiva, una
persona, antes y por encima de cualquier otro aspecto: doctrinal, social o cultural (cf.
Hch 17,18-23; 1Cor 1,23; 2,2; Flp 1,18). Si se tiene presente además que «lo que se
recibe se recibe al modo del que lo recibe», es claro que el mensaje cristiano no puede
ser una doctrina impersonal y atemporal, desencarnada o ajena al hombre concreto de
cada época histórica, sino un mensaje que, siendo invariablemente el mismo, se adecue
perfectamente a las categorías mentales y culturales del hombre al que va dirigido.
La comunidad eclesial, por tanto, y particularmente sus dirigentes y responsables
máximos, han de ser personas particularmente sensibles a las situaciones concretas de los
hombres, destinatarios del mensaje de salvación: a su psicología, necesidades, parámetros
mentales, escala de valores, formas de apreciar y de valorar, acentuaciones, énfasis,
dolores y gozos.
El Libro del Éxodo, en el Antiguo Testamento, y los Evangelios en el Nuevo, son
paradigmáticos de la actitud de atención sostenida que ha de mantener la comunidad
eclesial frente a la situación concreta de los hombres a evangelizar:
«He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto —dice Yahvé a Moisés—; he
oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias... El
clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que
los egipcios los someten. Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de
Egipto a mi pueblo, a los israelitas... He visto claramente cómo os tratan los
egipcios y he determinado sacaros de la aflicción de Egipto» (Ex 3,7-10. 16-
17).
«Al ver Jesús a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y
abatidos como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es
abundante, pero los obreros son pocos. Rogad por tanto al dueño de la mies

456
que envíe obreros a su mies» (Mt 9,36-37; cf. Mt 14,14-21; 15,32-38)39.
El compartamiento de Yahvé con su pueblo y la cercanía solidaria de Jesús con sus
contemporáneos, es la que llevó a la comunidad eclesial a formular —especialmente en el
decurso de las luchas cristológicas de los primeros siglos—aquel principio que la orientó
de forma inequívoca en la apasionante tarea de descubrir y expresar verbalmente la
verdadera (y misteriosa) personalidad de Jesús: «lo que no ha sido asumido, no ha sido
sanado. Lo que está unido con Dios es lo que se salva» 40.
En época reciente Pablo VI expresó esta misma persuasión formulándola como un
reto teológico y pastoral lanzado a la propia Iglesia: «No se salva el mundo desde fuera.
Es necesario, como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hacerse una misma cosa,
en cierta medida, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje
de Cristo. Es preciso compartir, sin establecer distancias de privilegios o diafragmas de
lenguaje incomprensible, las costumbres comunes, con tal de que sean humanas y
honestas, especialmente y sobre todo las de los más pequeños, si queremos que se nos
escuche y se nos comprenda. Es necesario, lo primero de todo, antes de hablar, escuchar
la voz, más aún, el corazón del hombre; comprenderlo en cuanto sea posible, respetarlo
y, donde lo merezca, secundarlo. Es necesario hacerse hermano de los hombres, en el
momento mismo en que queremos ser sus pastores, padres y maestros» 41.
La Iglesia no puede anunciar la Buena Noticia del Reino al «hombre que fue», al
hombre de épocas pasadas incluso recientes: ese hombre ya no existe. Si el hombre es
una realidad dinámica, y si, además, el hombre es él y sus circunstancias, es evidente que
el hombre actual ha cambiado profundamente al cambiar el mundo en que vive y las
circunstancias en que se desenvuelve. El Concilio Vaticano II fue plenamente consciente
de la novedad del mundo actual, afirmando con toda claridad que «las circunstancias de
vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente,
tanto que se puede hablar con toda razón de una nueva época de la historia humana» 42.
Efectivamente, nuestro mundo ha pasado en poquísimos años43, de un período
precientífico a un período increiblemente científico y altamente tecnológico; de una
manera feudal de entender y construir la sociedad, a una forma radicalmente
democrática; de una ideología sustancialmente homogénea, a una ideología
inequívocamente pluralista. El hombre que ha hecho posible estos profundos y
acelerados cambios y que es, al mismo tiempo, resultado de los mismos, es un hombre
que tiene conciencia de globalidad y, por consiguiente, se diferencia sustancialmente del
hombre de hace unos años cuyos horizontes no excedían con mucho los límites del
propio pueblo o ciudad. En la actualidad, el hombre vive en un mundo globalizado
sintiéndose por ello, cada vez más, verdadero ciudadano del mundo. Sólo que, esta
globalidad, no es tal para todos los hombres por igual. En una progresión que es

457
verdaderamente dramática e inquietante al mismo tiempo, la globalidad de la que están
disfrutando miles de millones de hombres, es la globalidad de una pobreza creciente e
insufrible. Por eso, dentro del hombre profundamente cambiado de nuestros días en la
línea brevemente apuntada, y con la trágica globalidad de la pobreza ante los ojos, hay
que afirmar con la claridad y la voluntad política del que está dispuesto a hacer frente a
un problema cualquiera, que los destinatarios inequívocamente preferenciales de la
misión/anuncio de la Iglesia, son, hoy más que ayer, precisamente aquellos hombres y
mujeres en los que confluyen, de forma absolutamente intolerable, los diversos factores
de pobreza: económica, cultural y afectiva, con el incalculable cúmulo de consecuencias
negativas que le impiden crecer y realizarse, no ya como hijos de Dios, sino simplemente
como personas humanas44.

EXCURSUS I: «Mundo» en la Palabra revelada


En el Nuevo Testamento se afirma una y otra vez que Jesús fue enviado al mundo. Él
mismo tuvo conciencia y lo confesó reiteradamente, de ser enviado al mundo (cf. Jn
3,17; 11,27; 12,47; 17,18; Mt 15,24). El término mundo, por otra parte, es usado en el
lenguaje bíblico para designar realidades que no sólo no son homogéneas, sino que
aparecen incluso como antitéticas45. En algunos casos tiene un sentido cósmico: la
creación como tal (ktísis); en otros, un sentido antropológico, a saber, la humanidad
como conjunto de los seres humanos; otras veces tiene un sentido teológico, y designa,
positivamente, la humanidad en cuanto llamada y destinada por Dios a convertirse en su
única y gran familia; y, negativamente, el conjunto de fuerzas del mal que anidan en el
corazón del hombre y de las estructuras que se oponen frontalmente al plan de Dios en la
historia: estructuras que proceden del mal, producen el mal y conducen a una situación
objetiva de injusticia.
Ante esta multiplicidad de significados, no siempre debidamente clarificados, la
Iglesia a lo largo de la historia, sobre todo a partir de la Contrarreforma y hasta la
celebración misma del Concilio Vaticano II, ha ido manteniendo un duro y permanente
contencioso en relación con el mundo, que fue llevando a un progresivo e imparable
proceso de distanciamiento entre ambos. Así, entre Iglesia y mundo, ha existido no sólo
la necesaria y debida diferencia y distinción, sino una creciente y beligerante separación y
enfrentamiento.
¿Cuál es la postura de la Palabra revelada frente al mundo?
En el Antiguo Testamento no se hace una reflexión teórica (teológica propiamente
dicha), sobre la relación pueblo de Dios-mundo. Se narra fundamentalmente una
«historia de salvación»: una historia hecha de luces y sombras. Tanto unas como otras,

458
su mezcla, la simultaneidad y coexistencia de ambas, forman «el mundo». Es una
historia de elección —jamás revocada por parte de Dios—, pero transida de
infidelidades, pecados, distanciamientos del pueblo en relación con Yahvé por una parte,
y de vuelta y conversión a su Señor y Padre por otra. El horizonte, con todo, es siempre
un horizonte de universalidad: el horizonte es «el mundo». Así se ve ya en Noé (cf. Gen
9,12-17) y muy especialmente en Abrahán (cf. Gen 12,3; 18,18; 22,18; 26,4; 28,14),
seguido por Isaac (cf. Gen 26,28s), Jacob (cf. Gen 30,27. 30), José (cf. Gen 39,2-5), y
el conjunto de los hebreos en Egipto (cf. Ex 12,32). Por su parte, la bendición de Dios
tiene igualmente un alcance universal: está destinada a todas las gentes, es decir, al
mundo entero. De esta forma, «las perspectivas de salvación para Israel no aparecen
nunca solitarias, a pesar de los fuertes impulsos particularistas y la gran fe en la elección:
la escena de la historia de la salvación es constantemente el mundo» 46. Será más tarde
cuando se reduzca el horizonte, y el pueblo judío se haga en exclusividad centro y
destinatario único de la salvación de Dios.
En el Nuevo Testamento son fundamentalmente dos los autores que más inciden en
el uso del término mundo con su correspondiente uso conceptual: ellos son, Juan y
Pablo.
1. Juan presenta el tema del mundo fundamental aunque no exclusivamente en clave
de enfrentamiento Cristo-mundo: si recibe a Cristo o no; si el seguidor de Cristo
pertenece al mundo o no; si el mundo lo odia o no; si Cristo lo juzga o no; si el mundo lo
reconoce y acepta como enviado del Padre o no; si acepta su salvación o no, etc. (cf.
1,10; 7,7; 8,23; 15,18-19; 17,4-16). Pero es especialmente en la última Cena (caps. 13-
17) donde el enfrentamiento Cristo-mundo alcanza su cota máxima de reflexión, como
anteriormente, había ido alcanzando el enfretamiento referido a las personas (caps. 7-11).
En la última Cena, en efecto, Jesús «bruscamente repudiado del mundo, no pide por él
en su oración de despedida (17,9), ni después de su resurrección se le revelará (14,19-
22). El mundo no está en condiciones de recibir al Paráclito (14,17); pero éste le
convencerá de pecado, de justicia y de juicio (16,8). Como se ve, en Juan el mundo es,
en cierto sentido, una potencia personal colectiva que culmina en el demonio (1Jn 5,19:
el mundo entero yace bajo el maligno; cf. también 1Jn 4,4). En 14,27, Cristo y el mundo
están enfrentados el uno al otro como enemigos. De esta forma, y debido a los hombres
que se oponen a Dios, el mundo presenta el carácter de una esfera enemiga de Dios; peor
aún, aparece como una potencia diabólica, contra la que tienen que combatir él y los
suyos (16,33; 1Jn 5,4)» 47.
2. La literatura paulina, por su parte, presenta el mundo como una realidad global
marcada profundamente por el pecado que se opone sistemática y frontalmente a Dios
(cf. 1Cor 2,12). Esa realidad —el mundo— comprende no solamente al conjunto de los

459
hombres, sino también a los mismos ángeles, a las potencias y dirigentes ocultos o
perfectamente identificables, que tienen emprendida una lucha encarnizada contra el
Proyecto de Dios en la historia: el Reino. Una lucha que, en el caso de Cristo, le condujo
inexorablemente a la muerte (a quien, por otra parte, resucitado y glorioso, terminará
sometiéndose: cf. Rom 8,35-47; 1Cor 2,8; 4,9; 15,24; Ef 1,21). Una lucha que se
prolonga en la historia para impedir por todos los medios que ese Proyecto de Dios se
realice. Una lucha, por consiguiente, que está declarada contra los que son de Cristo y
están comprometidos, como comunidad de seguidores, a llevar adelante su misión. En
virtud de esa actitud hostil, el mundo está marcado no sólo por el pecado sino también
por la muerte (cf. Rom 5,12s; 1Cor 1,20; 2,6; 3,19), y lo que es más grave y decisivo,
por un implacable juicio de Dios y por su condenación (cf. Rom 3,6; 1Cor 6,2; 11,32).
Resumiendo, el «mundo» en la Palabra revelada no es un concepto unívoco, sino un
concepto analógico, y, como tal, debe ser valorado:
En cuanto significa el cosmos pensado por Dios como habitat para el hombre
(cf. Gen 1,11-25. 28-32; 2,15-17; Jn 11,19; 17,5. 24; 21,25), es una realidad
sustancialmente buena, destinada a crecer y desarrollarse siempre en función
del hombre: para su mayor bienestar, y ante el que el hombre tiene que
mostrarse respetuoso y agradecido.
En cuanto significa el conjunto de los hombres, sometidos a los vaivenes y
limitaciones de su condición de seres frágiles y contingentes, pero destinados
por Dios a crear entre ellos una única y gran familia en la que el mismo Dios
sea el único y definitivo Padre de todos por igual (cf. Mt 23,9); Cristo, el
Primogénito entre la multitud de los hermanos (cf. Rom 8,29), y todos los
hombres llamados a sentirse, quererse y comportarse como auténticos
hermanos los unos con los otros (cf. Mt 23,8; Jn 1,9. 10. 29; 3,16-19; 6,33;
8,12).
En cuanto conjunto de las fuerzas del mal —de todo orden, a todos los niveles,
en todos los ámbitos— que, sobre todo en cuanto fuerzas organizadas, se
oponen sistemática y radicalmente al Proyecto de fraternidad universal querido
y decretado por Dios (cf. Jn 1,10-11; 5,16. 18; 7,4. 7; 8,23,26; 11,53; 15,19-
20; 17,6. 9; 1Jn 2,16-17).
En los tres sentidos apuntados, es evidente que la comunidad eclesial no puede
quedar indiferente frente al mundo; por el contrario, tiene unas relaciones bien concretas
y determinadas ante él: en el primer y segundo sentido, relación de profundo respeto y de
apasionado compromiso; en el tercer sentido, de rechazo frontal y de verdadera
beligerancia para erradicar el anti-Reino que se opone al Proyecto de Dios en la historia.
Se trata en definitiva de un doble compromiso de salvación y de cruz:
— De salvación, porque Dios no ha abandonado definitivamente a su suerte a

460
ese mundo enemigo y beligerante de su Proyecto: Dios, en efecto, «no mandó
a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve
por Él» (Jn 3,17). La Iglesia, a imitación de Dios Padre, no responde ni puede
responder al odio, a la ferocidad y al rechazo, con el odio, el desprecio o la
jactancia, sino con el amor, el perdón, la misericordia y la inacabable paciencia
(cf. 1Pe 3,8-18; 4,12-19).
— De cruz, porque la persecución a la cabeza (cf. Jn 15,18-23) se continúa en la
persecución a los miembros del cuerpo (cf. 2Cor 6,14-16; Ga 6,14). El
contraste entre unos valores y otros, entre un Proyecto y otro es tan frontal e
irreconciliable, que se hace inevitable la cruz: tanto para soportar con fortaleza
los embates como para erradicar esforzadamente el mal48.

5. LA COMUNIDAD ECLESIAL, EN CUANTO TAL, SUJETO DE LA


MISIÓN49

Jesús, apenas comienza a poner en marcha su misión mesiánica, lo primero que hace es
llamar a un grupo de discípulos para que fueran sus compañeros, vivieran con Él y para
enviarlos a predicar la Buena Noticia del Reino (cf. Mc 3,13-19). Con la particularidad
de que, frente a la praxis de rabinos y grandes doctores y exegetas de la Ley
contemporáneos de Jesús, sus discípulos dejaron la propia familia, comenzaron a vivir
con Él formando una comunidad en la que lo compartían todo («vosotros sois los que
habéis permanecido siempre conmigo»: Lc 22,28), incluso los bienes materiales y hasta
el dinero (cf. Jn 12,6). No se trata de discípulos en un plano simplemente doctrinal para
profundizar teológicamente en la Escritura. Son discípulos que, a partir de la experiencia
hecha con el Maestro («venid y veréis», «ven y verás»: Jn 1, 39. 46), comenzarán a
predicar como Él y en su nombre, la necesidad de la conversión a las exigencias del
Reino.
Por eso resultó completamente lógico y normal que el Maestro, al desaparecer de
este mundo en su realidad histórica y temporal, confiara a sus seguidores constituidos en
comunidad, la misión que Él mismo había recibido del Padre: «como el Padre me ha
enviado, así os envío yo también a vosotros» (Jn 20,21).
Ya se dijo anteriormente que en la comunidad eclesial no existen miembros activos y
miembros pasivos, miembros comprometidos en la misión y miembros ajenos a la
misma. Si la misión ha sido encomendada por Cristo a sus seguidores, es evidente que
todos están implicados y comprometidos por igual en esa única misión, aunque los
carismas, ministerios y funciones de cada uno sean diversos. Así podrán hacer frente, de

461
forma armónica y adecuada, a las diversas funciones requeridas por la misma y única
misión. Los dones, carismas y gracias son diversos, pero la misión salvadora es una y la
misma para todos.
De hecho, ya en el cristianismo más primitivo, es la comunidad la que envía a sus
miembros a anunciar la Buena Noticia por una parte y por otra: cf. Hch 8,14; 11,22. 30;
13,1-3. 46-48.
El Concilio Vaticano II, desde la eclesiología de comunión y participación que
elaboró y promulgó, no duda en afirmar: «saben los pastores que no han sido instituidos
por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino
su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y
carismas, de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra
común» 50.
Por su parte, Pablo VI recordó que «evangelizar no es para nadie un acto individual
y aislado, sino profundamente eclesial». De ahí, sigue diciendo, que el evangelizador
evangeliza «no por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en
unión con la misión de la Iglesia y en su nombre». Por consiguiente, «ningún
evangelizador es el dueño absoluto de su acción evangelizadora» 51.
Por otro lado, a la comunidad eclesial, en cuanto tal, «le compete una
“sacramentalidad excéntrica” por cuanto que su acción, si se entiende adecuadamente a
sí misma, señala siempre por encima de ella; la Iglesia se realiza a sí misma en su
actuación, de forma esencialmente misionera, ya que la misión no es un simple cometido
suyo en la historia, sino más bien una definición estructural del ser de la Iglesia en todos
los tiempos y lugares. La Iglesia se realiza apuntando, por ello, precisamente a quienes
todavía no forman parte de la misma, a quienes han de encontrarla» 52. La misión no es
cosa de unos o de otros en la Iglesia: es un compromiso de toda la comunidad eclesial,
enviada por Cristo al mundo para anunciar incansablemente la Buena Noticia del Reino.
Por eso, si lo primero a lo que puso Jesús manos a la obra fue a formar un grupo en el
que se viva la fraternidad universal a partir de la universal paternidad de Dios, quiere
decir que mientras no existan comunidades así, portadoras y realizadoras de ese mensaje
«no hay salvación, el objetivo de Jesús está anulado y su doctrina y ejemplo se
convierten en una ideología más» 53.

6. EL ESPÍRITU SANTO, PROTAGONISTA EN LA MISIÓN


ECLESIAL

462
El olvido del Espíritu Santo como verdadero protagonista de la misión de la Iglesia no
sólo tiene el serio peligro de convertir a la Iglesia en una especie de empresa
multinacional que se desarrolla con criterios puramente empresariales, es decir,
estrictamente humanos, sino que olvida o desconoce de hecho la verdadera naturaleza de
dicha misión como aparece en el Nuevo Testamento.
Efectivamente, sobre todo en el Libro de los Hechos54, es el Espíritu el que, por
encima y con anterioridad a los propios ministros, abre la mente de todos los bautizados
a la universalidad de la misión en cuanto a sus destinatarios (cf. Hch 10, 19-24.34-35.44-
48; 11,1-9.17-18) y el que, por encima de dificultades, persecuciones, obstáculos,
cárceles, castigos y prohibiciones, imprime un impulso irrefrenable a la actividad
misionera de la primera comunidad cristiana.
Desde el inicio mismo de la vida de la Iglesia, el Espíritu Santo aparece como Aquel
que, enviado por Cristo desde el Padre (cf. Jn 16,12-15), la va guiando a la Verdad
entendida en toda su plenitud de significado.
Si la Iglesia recibe y prolonga en la historia la misma misión de Cristo, y el propio
Cristo inició y desarrolló toda su misión «movido e impulsado» por el Espíritu (cf. Mt
4,1; Mc 1,12; Lc 4,14), la Iglesia no puede asumir, desarrollar, ni realizar en forma
auténtica su misión, sino con la fuerza y la acción del Espíritu Santo.
En la vida de Jesús el Espíritu Santo tuvo un protagonismo difícil de medir e incluso
de valorar. Si se tiene en cuenta que el Espíritu está en el origen mismo de la existencia
humana de Jesús y que en el origen de las cosas está germinalmente presente todo su
desarrollo posterior e incluso su propio destino y fin, se puede intuir la parte realmente
determinante y única del Espíritu en la vida de Jesús. Ya en el momento de su Bautismo
es literalmente invadido por el Espíritu: un Espíritu que es fuego que consume y
transforma al sujeto sobre el que viene (cf. Mt 3,12). Es el Espíritu el que lo impulsa al
desierto para hacer la dura experiencia que ha de prepararlo de forma inmediata a su
destino y actividad mesiánica (Mt 4,1; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13). Es el Espíritu el que lo
conduce a Galilea para iniciar de hecho esa actividad. Es el Espíritu el que, según
confesión y exégesis del propio Jesús, viene sobre Él en la sinagoga de Nazaret, dando
cumplimiento a las palabras del profeta Isaías (61,1-2). Movido por el Espíritu Santo va
intuyendo Jesús, con un gozo creciente, los misteriosos designios de Dios Padre, que se
da a conocer a los anawim (pobres, sencillos, humildes, niños, ignorantes, iletrados),
revelándoles sus designios de salvación que, paradójicamente, quedaban ocultos e
ignorados para los sabios, los poderosos e influyentes según el mundo (cf. Lc 10,21). Y
porque el Padre le dio a Jesús el Espíritu «sin medida» (Jn 3,34), es capaz Él mismo,
que muere redentoramente en virtud del Espíritu (cf. Hb 9,14), de dar el Espíritu en el
momento de su muerte (parédoken tò pneuma: Jn 19,30), de forma que ese Espíritu se

463
convierta en torrente caudaloso, imparable, arrollador, en el seno de todos los que lo
reciban con corazón sencillo y abierto (cf. Jn 7,37-39). Es el Espíritu, el gran regalo, el
Don mesiánico por excelencia que hace el Resucitado a los suyos en la tarde misma de
Pascua (cf. Jn 20,21): un Espíritu que los hará irrefrenablemente misioneros, portadores
de paz, de perdón y de reconciliación hasta los últimos confines de la tierra. El
protagonismo del Espíritu en la vida de Jesús está, pues, inequívocamente afirmado en la
Palabra revelada, aunque mucho más con los hechos y las actuaciones que de una forma
verbal y con afirmaciones abstractas. Con razón se ha afirmado que «entre Espíritu y
Cristo reina una familiaridad, una reciprocidad, una unidad dinámica tal, que el Apóstol
puede hablar de Cristo convertido en Espíritu» (1Cor 15,45; 2Cor 3,17)55.
Se descubre así que el envío, por parte del Padre, de Jesús al mundo para instaurar
el Reino, llevaba aparejada como elemento esencial del envío, la presencia activa y la
acción fecunda del Espíritu Santo. El Espíritu no es, pues, un «plus», un
«sobreañadido», un elemento importante para el melius esse del envío y de la misión: es
sencillamente, la condición previa e indispensable para el esse mismo de la misión.
A partir del momento de Pentecostés es el Espíritu el que «asume aún más la
función de “guía” tanto en la elección de las personas como de los caminos de la
misión» 56, llenándolos de una valentía, de una fuerza, de una audacia sobrehumana
(sobrenatural), que los hace realmente irresistibles e imparables en su actividad misionera
(cf. Hch 2,29; 4,13. 29. 31; 9,27-28; 13,46; 14,3; 18,26; 19,8. 26; 28,31).
Efectivamente, «bajo la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las
“gentes” y el testimonio de Cristo se extiende a los centros más importantes del
Mediterráneo oriental para llegar posteriormente a Roma y al extremo occidental. Es el
Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos no sólo en sentido geográfico, sino también
más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente
universal» 57.
Se establece con esto la ley perenne en el acontecimiento único: es decir, así como el
Espíritu protagonizó de forma única e irrepetible la vida y la actividad de Cristo, el
Enviado del Padre, de forma semejante y hasta el fin de los siglos, el Espíritu debe
protagonizar la vida y la actividad misionera de la Iglesia. Trasladando a la comunidad
eclesial la relación de Jesús con el Espíritu hay que afirmar que en la comunidad de
seguidores de Jesús el Espíritu tiene que tener un indiscutible y activo protagonismo. Si
cristianos son «todos y sólo aquellos que se dejan guiar por el Espíritu» (Rom 8,29), se
puede asegurar con toda certeza que una comunidad misionera podrá ser reconocida y
aceptada en su más profunda identidad cristiana en la medida en que el Espíritu pueda
ejercer y de hecho ejerza en ella un indiscutible protagonismo, en la medida en que se
deje llevar por Él.

464
Es el Espíritu Santo el inagotable motor misionero de la Iglesia, la fuente de donde
mana sin cesar el combustible necesario para la actividad misionera de la comunidad
creyente, el que la impulsa incesantemente «a cooperar para que se cumpla el designio de
Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo» 58.
Hoy, la Iglesia se encuentra en una situación no menos novedosa que la que
encontraron los primeros discípulos de Jesús a la hora de anunciar al mundo la Buena
Noticia del Evangelio. El mundo al que hay que anunciarle a Jesús, muerto y resucitado
por la salvación de todos los hombres, es en muchos aspectos literalmente «nuevo».
Quedaron atrás, como se recordaba al principio de este capítulo, los tiempos de una
Iglesia en situación de cristiandad. No está supuesto, sino todo lo contrario, que el
hombre de hoy, incluso el hombre de occidente por más bautizado que esté, sea un
verdadero creyente en Jesús de Nazaret. La Iglesia se encuentra literalmente ante una
situación misionera de diáspora como en Pentecostés. Quiere esto decir que es necesario
emprender una Nueva Evangelización59. Pues bien, así como en la primera
evangelización el Espíritu fue el indudable protagonista, así también hoy, al emprender la
tarea de una Nueva Evangelización, el Espíritu tiene que seguir siéndolo. Y es que el
Espíritu es creatividad, novedad, audacia, valentía, juventud, fidelidad dinámica,
sorpresa, respuesta inédita, luz, fuerza, ímpetu misionero, apertura al futuro60. Frente a
los retos de una Nueva Evangelización, sólo el Espíritu puede asegurar a la Iglesia la
proporcionalidad requerida para dar una respuesta adecuada a tales desafíos; sólo el
Espíritu —que hace nueva todas las cosas: 2Cor 5,17; 2Pe 3,13; Ap 21,5; Is 43,19—,
puede hacer apta a la Iglesia para emprender el camino de una Evangelización que sea
«nueva en su ardor», «nueva en sus métodos» y «nueva en sus expresiones».
En definitiva, la misión de la Iglesia no se basa ni depende de las capacidades
humanas de los enviados, sino en la fuerza del Espíritu que el Resucitado comunicó a la
propia Iglesia. Sin él, decía agudamente Pablo VI, «la dialéctica más convincente es
impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él, los esquemas más elaborados sobre
bases sociológicas o psicológicas, se revelan pronto desprovistos de todo valor» 61.

7. CONTENIDO E ÍNDOLE DE LA MISIÓN ECLESIAL

Dos cuestiones aparecen de forma inmediata y natural al abordar el contenido esencial de


lo que tiene que anunciar la Iglesia para realizar en fidelidad su misión. Ante todo,
individuar los núcleos fundamentales que está llamada a trasmitir a los hombres de todos
los tiempos, en la inacabable tarea que le ha sido encomendada. Esos contenidos, por su
propia índole y naturaleza, son invariables. Pero teniendo presente el doble principio del

465
dinamismo interior garantizado por el Espíritu («os irá llevando a la Verdad plena»: Jn
14,15-17.25-26; 16,12-15), y del hombre en cuanto receptor condicionante decisivo en la
forma de entender y acoger el mensaje, éste tiene que ser presentado de una forma que
pueda ser entendido y aceptado por el hombre de cada momento como lo que es: una
Buena Noticia (cf. Mt 2,10; 13,20.44; Lc 10,17.52; Jn 17,13; Hc 13,17.52; 1Tes 1,6;
File 7). Una segunda cuestión es la referente a la naturaleza de la misión que la Iglesia
tiene confiada. ¿Es una simple sabiduría de este mundo llena de trampas políticas o
estrategias diplomáticas, de lo que Pablo llama «la prudencia de la carne» (cf. Rom 8,6;
Flp 3,19)? ¿Es un mensaje que amortigua o acalla, en favor de unos pocos, las legítimas
aspiraciones de los más en favor de un mundo en el que finalmente el hombre pueda ser
hombre en el sentido pleno e integral pensado y querido por Dios? ¿Es un mensaje
estrictamente religioso al que le importe poco o nada la situación real de desigualdad
existente entre los hombres? ¿Es un mensaje de naturaleza social? ¿Es un mensaje
político?

7.1. El Reino, horizonte central y determinante de la acción


misionera de la Iglesia62
Jesús es presentado por los sinópticos como el portador de la Buena Noticia del Reino
que no sólo predica, sino que inaugura e instaura Él mismo con su persona (cf. Mt 12,28;
21,43; Lc 10,9; 17,21). Por eso, si la misión de la Iglesia es la misma que recibió Cristo
del Padre (cf. Jn 20,21), resulta evidente que el Reino constituye no sólo el horizonte
central sino también el marco determinante para toda la acción misionera de la Iglesia.
Sin ese horizonte, ¿qué podría hacer la Iglesia sino predicar a un «dios» ajeno a la
realidad del hombre o, lo que sería peor aún, predicarse a sí misma? Sin estar centrada y
comprometida en la realización del Proyecto de Dios en la historia (el Reino), ¿qué
podría hacer la Iglesia sino constituirse en centro y razón, en principio y finalidad última
de su propio ser? La «extro-versión» de la Iglesia únicamente es posible desde el
horizonte del Reino63.
Si para Cristo, el Enviado por excelencia, el Reino de Dios fue el objeto central, la
cifra condensada de su misma realidad existencial y de toda su actividad mesiánica hasta
el punto de explicar y hasta agotar su presencia en la historia humana y su condición
redentora64, de forma paralela la misión de la Iglesia encuentra su origen y su razón
misma de ser en el anuncio de la Buena Noticia del Reino. Con una doble puntualización
todavía. Y es, por una parte, el sentido desconcertante de la trascendencia de ese Reino:
una trascendencia que no se demuestra en la grandiosidad y en el poderío, sino,
paradójicamente, en el anonadamiento de la cruz y en el amor a los preferidos de Dios:
los pobres. En efecto, «la gran verdad sobre la trascendencia del Dios cristiano, su

466
anonadamiento, nos viene privilegiadamente mediada a través de la misma situación del
pobre» 65. Por otra parte, es preciso recordar que el Dios cristiano es un Dios de la
historia: lo que equivale a decir que no es un simple absoluto capaz de ser descubierto
por el hombre a fuerza de razonar, sino que es Alguien que se automanifiesta al hombre
gratuitamente en la realidad histórica que va construyendo el mismo hombre. Por eso el
Reino tiene necesariamente una fase histórica, aun cuando no se agote en la historia
humana. La historia del hombre no agota el Reino de Dios pero no le es indiferente en
absoluto. Más aún, se puede afirmar que Dios, al crear al hombre histórico, se ha tomado
completamente en serio la historia que ese hombre construye con sus luces y sus
sombras, con sus logros y retrocesos, con sus heroicidades y mezquindades. El Concilio
Vaticano II con intuición novedosa y admirable afirma que «la espera de una tierra nueva
no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra,
donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera
anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir
cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el
primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en
gran medida al reino de Dios» 66.
Por otra parte, el Reino de Dios tiene que construirse necesaria e inevitablemente
dentro de la historia en contra del reino de este mundo: es decir, de todas aquellas
fuerzas, personales y estructurales, que impiden al hombre ser hombre en toda su
plenitud y autenticidad. La comunidad eclesial tiene que comprometerse denunciando y
luchando esforzadamente y con perseverancia, contra todo aquello que es contrario al
verdadero desarrollo del hombre o que le impide a éste ser hombre según el Proyecto de
Dios. Entre ese Proyecto y el proyecto del mundo «asentado sobre la riqueza
absorbente, las relaciones sociales de dominación y el privilegio del más fuerte..., no hay
reconciliación posible» 67.

7.2. Dios, Padre de todos los hombres


La misión que recibió Cristo al venir al mundo es ésta, según el relato de Juan: «que te
conozcan a ti, oh Padre, como único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo, como
Mesías» (Jn 17,3). La misión de la Iglesia, por consiguiente, es, ante todo y sobre todo,
una misión teologal: dar a conocer a Dios. Sin embargo, «la misión no puede concebirse
como una gran y perenne teodicea, como si la Iglesia tuviera que demostrar al mundo la
grandeza de Dios y llevar a cabo su dominio sobre la tierra, olvidándose de que ella
misma es el fruto de la presencia de Dios y de que su misión está en donde se manifiesta
la misión del Hijo y del Espíritu, de la que la Iglesia es signo e instrumento, pero no
ciertamente causa, garantía o condición de posibilidad» 68.

467
Por eso, es de capital importancia precisar lo más exactamente la naturaleza del Dios
anunciado por Jesucristo, ya que de la forma de concebirlo depende no sólo su
aceptación, sino también, y de forma muy particular, los comportamientos religiosos y
hasta sociales que puedan adoptar los propios creyentes. La Iglesia, dentro del ámbito
religioso no anuncia a un dios cualquiera. La Iglesia está seriamente comprometida a
anunciar fielmente al «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre cariñoso y Dios de
todo consuelo» (2Cor 1,3).
Ahora bien, ¿cómo es el Dios revelado en Jesucristo y por Jesucristo? Es un Dios
que se presenta, ante todo, como Padre69. Esto quiere decir que es un Dios personal y
no una fuerza impersonal difusa en el mundo; un Dios Amor y por consiguiente fuente
inagotable de vida, autor de la vida que «llama a la existencia a lo que no existe» (Rom
4,17; cf. Mt 22,32; Mc 12,27; Hb 11,19); un Dios único frente a las mil formas de
divinidades a las que adora el hombre en su inacabable capacidad de construirse ídolos;
un Dios que siendo único es, por eso mismo, universal, es decir, no ligado a límite alguno
de tierra, etnia, pueblo, región o imperio: Dios de todos los hombres, a quien nadie puede
acaparar, monopolizar y ni siquiera tener de su parte en exclusividad frente a otros
hombres; un Dios profundamente coherente consigo mismo y por consiguiente
profundamente respetuoso de la libertad del hombre al que responsabiliza de la marcha
del mundo y de la historia; un Dios que libera al hombre de sus múltiples formas de
esclavitud: tanto las personales (vgr. el pecado, la muerte, el egoísmo, el agobio del
dinero, el ritualismo formalista, el fariseísmo, la hipocresía, la falsedad, la doblez, la
superficialidad), como las sociales (estructuras e instituciones que esclavizan al hombre
en lugar de liberarlo); un Dios que, paradójicamente, es al mismo tiempo el
esencialmente trascendente, el totalmente Otro del hombre, y el esencialmente
inmanente, más íntimo al hombre que el hombre a sí mismo70; un Dios que siendo
esencialmente «santo», es también esencialmente «misericordia» y, por eso
precisamente, tiene una inequívoca y misteriosa predilección por los pecadores para que
se conviertan y vivan; el Dios de las Promesas, y, en consecuencia, el Dios del futuro, el
Dios de la Esperanza que orienta al hombre de forma constante hacia lo que ha de venir,
hacia lo que está por venir, hacia una dirección irreversible de la historia humana que,
salvada definitivamente en Cristo, camina hacia su plenitud a pesar de los retrocesos,
caídas y tropiezos que pueda experimentar; un Dios que ha creado el mundo según un
Proyecto (que Cristo presenta como «el Reino»): a saber, hacer de toda la humanidad
una única y gran familia en la que Él, Dios, sea el Padre, Cristo el primogénito entre
muchos hermanos, y los hombres todos hermanos entre sí; un Dios que, en el colmo del
misterio, se automanifiesta como trinidad: es decir, como el Padre que toma la iniciativa
de salvar al hombre; como el Hijo que llevado del amor al hombre se hace uno de
nosotros, siendo fiel al designio del Padre hasta sus últimas consecuencias; como el

468
Espíritu que va llevando a su plenitud ese designio salvador a lo largo de la historia hasta
el fin de los tiempos.
Este es el Dios que anunció Jesucristo y que lo hizo ver en su vida: un Dios tan
trascendente como inmanente, Dios de la metahistoria y de la historia, Dios del Amor y
del perdón, Dios de la vida y de la libertad, Dios de todos los hombres, con una
innegable predilección por los pobres. Y este es el Dios que, como misión suya
fundamental, tiene que transparentar y anunciar la Iglesia.

7.3. Del Jesús predicador, al Jesús predicado


En la historia del mensaje de salvación traido por Jesús a los hombres «de parte de Dios»
(cf. Jn 6,46; 9,16.33; Mt 22,16-17) llama poderosamente la atención el cambio que se
produce en el objeto de lo anunciado: el Jesús histórico anuncia sustancialmente el Reino
de Dios, su Padre y Padre de todos los hombres (cf. Jn 20,17), presentándose además a
sí mismo como «el enviado» por Dios para realizar ese anuncio. Muerto y Resucitado,
gracias a la acción del Padre que lo «acredita» (Hch 2,22) delante de todos los hombres
y del Espíritu que lo vivifica eternamente (cf. Rom 8,11; 1 Cor 15,45), Jesús deja de ser
el «predicador del Reino», para convertirse, por parte de sus seguidores, de forma
definitiva y a lo largo de toda la historia, en el «predicado». De hecho, el sumo sacerdote
y el Consejo, después de recordar a los apóstoles la prohibición formal que les habían
impuesto de no predicar «en nombre de ese», les reprochan severamente: «vosotros
estáis llenando a toda Jerusalén con la doctrina de ese hombre...» (Hch 5,28). Así, el
Resucitado, que es el mismo que vivió, padeció y murió ignominiosamente en una cruz a
manos de los judíos, se ha convertido en el Salvador único, universal y definitivo de
todos los hombres y de todo el hombre71.
A partir de entonces el mensaje de la Iglesia se centra de manera preferente en
anunciar a Jesús como «el ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó
haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él»
(Hch 10,38); aquel al que «Dios ha nombrado juez de vivos y muertos» (Hch 10,42);
aquel al que Dios «resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible
que la muerte lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,24-25); aquel que «ha sido
constituido por Dios Señor y Mesías» (Hch 2,36) a pesar de haber sido crucificado como
un maldito; el ungido de Dios «para realizar cuanto la eficacia y la decisión de Dios
habían decretado que sucediera» (Hch 4,28). Jesús es aquella buena noticia según la
cual, «la promesa que Dios hizo a nuestros padres nos la ha cumplido a nosotros
resucitándolo de entre los muertos» (Hch 13,32-33). En una palabra, la Iglesia anuncia a
Jesús como «la piedra viva rechazada por los constructores, que se ha convertido en
piedra angular, de forma que nadie más que Él puede salvarnos, pues sólo a través de Él

469
nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra» (Hch 4,11-12).

7.4. Índole religiosa y sobrenatural de la misión de la Iglesia

Según queda dicho más arriba, el horizonte hermenéutico obligado de la misión eclesial
es el Reino de Dios. Con ello se está queriendo decir que esa misión es de naturaleza
radicalmente religiosa, es decir, trascendente: más aún, se quiere afirmar que la raíz de
esta misión hay que buscarla en el corazón mismo de Dios (cf. AG 2).
La misión eclesial, pues, es de naturaleza trascendente: ha de desarrollarse
indudablemente en un ámbito religioso y sobrenatural. Es una misión que, puesto que no
es de iniciativa de la propia Iglesia sino que es recibida, no es sólo de naturaleza religiosa
(es decir, nacida de la necesidad profunda que tiene todo hombre de «re-ligarse» con un
ser que le supera), sino que es específicamente sobrenatural: se origina más allá del
hombre en el Proyecto de Dios sobre el mundo; el hombre ni la origina ni la fundamenta
sino que la recibe. La misión en la Iglesia no es de iniciativa humana, no nace «de la
carne y de la sangre» (Jn 1,13-14); y, por consiguiente, ni puede llevarse a cabo
contando únicamente con los propios recursos humanos, ni debe pretender fines y
objetivos de orden exclusivamente humanos. «No se mueve la Iglesia —dice el Vaticano
II— por ambición terrena alguna. Sólo pretende una cosa: continuar bajo la guía del
Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo que vino al mundo para dar testimonio de la
verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» 72. Y concretando
más aún, ofrece el Concilio este texto con el que difícilmente se podría poner de relieve
de forma más profunda y sintética la índole religiosa y sobrenatural de la misión eclesial:
«a la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado,
con la continua renovación y purificación propias, bajo la guía del Espíritu Santo» 73.
La Iglesia no anuncia un producto de naturaleza religiosa fruto de la propia
iniciativa, de la propia investigación o de un minucioso estudio de mercado: proclama en
voz alta y de forma incansable un mensaje que, como se ha repetido a lo largo de estas
páginas, tiene su fuente y su origen en la iniciativa de Dios de salvar al hombre: un
mensaje recibido y no inventado (cf. 2Pe 1,16-21); un mensaje no simplemente religioso
(que como tal podría ser fruto de la propia cosecha), sino un mensaje sobrenatural (que
como tal, tiene su origen en Dios).

7.5. Misión dirigida al hombre en su integridad


Considerada desde un punto de vista antropológico, la misión confiada por Cristo a la
Iglesia tiene como objetivo último llevar al hombre a la plenitud de sí mismo, como
quiera que la plenitud del hombre viviente es precisamente «la gloria de Dios» 74. La

470
afirmación de Jesús «Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn
10,10), puede entenderse, a partir del misterio de la Encarnación (es decir, de la asunción
por parte del Verbo de Dios de la naturaleza humana en toda su veraz radicalidad), como
un auténtico objetivo de plenificación total del hombre en todas sus dimensiones. Si el
Verbo asumió absolutamente todo lo humano, menos el pecado (cf. Hb 4,15), la
abundancia de vida de la que habla Jesús no tiene por qué reducirse únicamente a los que
podrían llamarse aspectos o dimensiones sobrenaturales del hombre. Si el hombre en su
dinamicidad creatural e histórica es pretensión de humanización y, por consiguiente, está
en proceso de crecimiento y humanización constante e indefinida, la encarnación de
Cristo no sólo no frena, obstaculiza o bloquea dicho proceso, sino todo lo contrario: da
plena garantía de que la pretensión del hombre de un crecimiento indefinido en
humanidad, no sólo no es una utopía inalcanzable, sino que es una aspiración legítima y
plenamente garantizada en su realización, por la presencia de Cristo, el hombre perfecto
(cf. GS 41).
En seguimiento de Cristo y a la luz de su ejemplo, la Iglesia acepta, pues, una misión
que está completamente al servicio del hombre: «del hombre en toda su verdad, en su
plena dimensión. No se trata del hombre abstracto, sino real, del hombre concreto,
histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio
de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este
misterio» 75.
Por otra parte, el hombre visto en toda su integridad engloba necesariamente al
«mundo» en el que el hombre está enraizado, del que forma parte como su culmen, con
el que, de alguna manera, se confunde puesto que el hombre es mundo. La misión de la
Iglesia, en consecuencia, tiene que realizarse en el mundo y a favor del mundo, sabiendo
que su miembros los bautizados no son del mundo (cf. Jn 15,18-19; 17,9-16); por
consiguiente, sin mundanizarse76, es decir, sin asumir ni usar parámetros, métodos,
objetivos, estrategias, políticas, que son las propias del mundo y ante las cuales Jesús
reaccionó sistemáticamente77.
En consecuencia, la dimensión escatológica, no sólo del hombre sino también del
mundo, que ha sido una dimensión irrenunciable en la predicación de la Iglesia desde el
primer momento («Maranathà»: 1Cor 16,22; Ap 22,20; Rom 13,12; Flp 4,5; St 5,8; 1Pe
4,7; «pasa la figura de este mundo»: 1Cor 7,29-31; «no tenemos aquí ciudad
permanente»: Hb 13,14, etc.) forma parte esencial del anuncio que la Iglesia ha de hacer
en su misión.

7.6. Carácter mesiánico de la misión

471
La misión que trajo Jesús a la historia del hombre confiada por su Padre y que Él, a su
vez, confió a la Iglesia, más que religiosa, es —según lo dicho anteriormente—, neta y
abiertamente sobrenatural, pero con claras y comprometidas repercusiones sociales.
Jesús constituyo un grupo (cf. Mc 3,16) que, en su pequeñez, debía ser una auténtica
alternativa a la sociedad profundamente injusta por más sacral que fuera, que Él
encontró. Aun admitiendo el deseo expreso de Jesús de que su condición mesiánica no
fuera tergiversada ni mal interpretada por sus contemporáneos e incluso por los propios
discípulos78, es innegable que su mesianismo tiene que ser situado en el contexto de
injusticia establecida, de dominación romana, de opresión por parte de los vencedores, de
explotación de los pobres a base de impuestos, etc., en que vivió. De hecho, el grupo por
Él constituido debía ser capaz de vivir unos valores que contradecían frontalmente los
valores sobre los que estaba construida aquella sociedad79.
A la luz de esa situación cobra todo su valor y profundidad la aplicación a Cristo de
la condición de Mesías preanunciado: Aquel que, como príncipe de la paz, trae la justicia
y la paz a todos los hombres80. El mesianismo de Jesús, con todo, además de responder
a la doble perspectiva de constructor de la paz desde una situación de justicia verdadera
(cf. Sal 17,29. 32. 40; 84,11), tiene como características propias la misericordia y el
perdón (cf. Mt 11,2-6; Mc 8,27-30; Lc 7,18-23)81.
En consecuencia, el mensaje que anuncia la Iglesia como depositaria del mensaje
que el mismo Jesús le confió, tiene que tener ineludiblemente como trasfondo, una
inequívoca resonancia mesiánica: la necesidad y el compromiso de construir un mundo
en el que la paz sea obra y efecto de la justicia; un mundo en el que, en el marco de la
misericordia y del perdón, la justicia y la paz se besen (cf. Sal 84,11).

EXCURSUS II: Misión eclesial e Inculturación del Evangelio

En la dinámica del proceso de comunicación de la Buena Noticia del Reino al hombre de


cada época histórica, como en todo proceso de comunicación, se encuentran dos
elementos a conjugar: por una parte, está el mensaje y, por otra, el destinatario del
mismo: el hombre. El mensaje, en cuanto originado y procedente de Dios, es
invariablemente siempre el mismo. Pero ese mensaje confiado a la Iglesia para que lo
transmita de generación en generación, no es una realidad inerte, a manera de joya bien
labrada y concluida que se debe guardar en lugar seguro: es, por el contrario, una Palabra
«viva y eficaz, más tajante que una espada de dos filos» (Hbr 4,12). Por su parte, el
hombre, su destinatario, es un ser histórico, sometido al dinamismo de un hacerse
continuo, pero uniformemente diverso: el mismo siempre en su identidad más profunda,
pero variable en la conciencia que tiene de sí, en su psicología, en sus expresiones y

472
manifestaciones sociales, políticas, culturales, etc.; el mismo siempre, pero cambiante
tanto en su conciencia más íntima como en el desarrollo de su historia a lo largo del
tiempo. Los destinatarios a los que se dirige el mensaje, hombres de todos los tiempos y
de todas las culturas, no solo pertenecen a distintos momentos históricos y a distintas
culturas, sino que siendo seres vivos, están sometidos al dinamismo de un desarrollo
continuo en todos los órdenes del ser.
El hombre en sus manifestaciones más peculiares y características como hombre,
hace cultura. «El hombre —dice Juan Pablo II— vive una vida verdaderamente humana
gracias a la cultura. La vida humana es cultura en este sentido también, pues el hombre
se distingue y se diferencia por medio de ella de todo lo que existe por otra parte en el
mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura. La cultura es un modo
específico del existir y del ser del hombre. El hombre vive siempre según una cultura,
que le es propia y que, a su vez, crea entre los hombres un vínculo propio también,
determinando el carácter interhumano y social de la existencia humana» 82. Y, dada la
variedad de hombres y de situaciones en las que éste vive, no existe una cultura única y
homogénea: existe una pluralidad de culturas, no sólo en cuanto a su difusión en el
espacio geográfico, sino también teniendo en cuenta el decurso de la historia. Ahora bien,
como quiera que la cultura presenta no sólo un aspecto histórico y social en cuanto que
se despliega a lo largo de la historia y de múltiples sociedades, sino que asume además un
sentido etnológico y sociológico, se puede y se debe hablar de pluralidad de culturas.
Son muchos, en efecto, los conceptos e ideas existentes sobre la cultura. El Vaticano II
constata que «con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que
el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales;
procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más
humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el
progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa,
comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para
que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano» 83.
Si el hombre es necesariamente un ser «cultural», en cuanto que hace cultura y es
al mismo tiempo fruto de la cultura, el anuncio de la Buena Noticia, tiene que tener en
cuenta esa nota constitutiva del hombre quienquiera que él sea: su naturaleza cultural.
Por esta razón entre cultura y mensaje del Evangelio tiene que darse una mutua
fecundación si no se quiere que ese Mensaje quede simplemente superpuesto en el alma
de un pueblo. Mientras el mensaje del Evangelio no haya enriquecido y se haya como
fundido con la cultura de un pueblo, no se puede afirmar que ha llegado a ser salvador
para ese pueblo. «Una fe —dice Juan Pablo II— que no se haya convertido en cultura es
una fe que no ha sido completamente aceptada, ni completamente comprendida, ni
fielmente vivida» 84. Y al contrario: mientras un pueblo no enriquezca con sus valores

473
humanos a los valores del Evangelio hasta hacerlo aparecer como completamente
homogéneo con las manifestaciones culturales de ese pueblo, la Buena Noticia es algo
artificialmente superpuesto en esa cultura.
El complejo proceso de comunicación a los hombres y de enraizamiento en las
culturas de todos los tiempos del mensaje confiado a la Iglesia, ha sido designado bajo el
término de inculturación85. Con él se quiere expresar tanto el movimiento por el que los
valores del evangelio van penetrando progresivamente todos los aspectos de la
mentalidad de los hombres y de la cultura creada por ellos, como también el proceso por
el que, contemporáneamente el Evangelio se va impregnando de los valores del medio
cultural en el que se hace presente. P. Arrupe expresó con toda precisión este proceso al
afirmar que «inculturación significa encarnación de la vida y del mensaje cristiano en una
concreta área cultural, de tal modo que esta experiencia no sólo llegue a expresarse con
los elementos propios de la cultura en cuestión (cosa que sería sólo una adaptación
superficial), sino que se convierta en principio inspirador, normativo y unificante que
transforma y recrea esta cultura, dando origen a una “nueva creación”» 86. De esta
forma, «por medio de la inculturación —dice Juan Pablo II—, la Iglesia encarna el
Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus
culturas en su misma comunidad; transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo
lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro. Por su parte, con la
inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es, e instrumento más
apto para la misión» 87.
A) Como fenómeno humano, la inculturación es, ante todo, una exigencia y hasta
una condición sine qua non de orden psicológico y sociológico. Para entenderse con
alguien es absolutamente necesario entrar en sus parámetros mentales, psicológicos,
sociales y culturales: entrar en su misma longitud de onda, hablar su mismo lenguaje. Un
lenguaje que «debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario, cuanto al que
podría llamarse antropológico y cultural» 88. La comunicación con el otro sólo es posible
cuando se da un entendimiento basado en unas categorías mentales compartidas. Si no es
así, resulta imposible toda comunicación, el mínimo entendimiento, cualquier forma de
convergencia y de mutua aceptación entre los interlocutores. Desde esta perspectiva hay
que decir que una Iglesia alejada o ajena a las coordenadas culturales del hombre al que
se quiere comunicar el mensaje del Evangelio, es una Iglesia incapaz de hacerse entender
y, por consiguiente, incapaz de transmitir ese mensaje; se convierte en una Iglesia inútil,
que predica en el desierto objetivo de unos interlocutores con los que no conecta por
falta de instrumentos y de cauces de comunicación.
Es importante, a este respecto, descubir que la Palabra revelada, aun siendo
verdadera palabra de Dios, es ella misma una palabra humanamente inculturada, como

474
quiera que es «Palabra de Dios en palabra de hombre». Por eso, el Concilio Vaticano II
no duda en afirmar que «el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso
comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería
dar a conocer con dichas palabras. (...) El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice
e intenta decir, según su tiempo y su cultura, por medio de los géneros literarios propios
de su época. Para comprender exactamente lo que el autor propone en sus escritos, hay
que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en
tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces más se solían emplear en la
conversación ordinaria» 89.
Ahora bien, si es cierto que «sólo desde dentro y a través de la cultura, la fe cristiana
llega a hacerse histórica y creadora de historia» 90, no resulta absolutamente exagerada la
apreciación de Pablo VI cuando afirmaba que «la ruptura entre Evangelio y cultura es sin
duda el drama de nuestra época, como también lo fue de otras. Es necesario, por tanto,
hacer todos los esfuerzos en pro de una generosa evangelización de la cultura, más
exactamente, de las culturas» 91. Con esto no estaba haciendo otra cosa el Papa que
volver a las raíces de lo que el cristianismo ha vivido desde sus mismos orígenes.
Efectivamente, después de unos siglos en los que la Iglesia caminó como de espaldas
al cambio cultural de su entorno, no obstante haber sido ella históricamente generadora
de auténtica cultura en todos los países del occidente cristiano, el Vaticano II, desde un
análisis amplio y profundo del hecho cultural, con sus luces y sombras, con sus
posibilidades y limitaciones, hizo el esfuerzo de reconciliar de nuevo la fe con la cultura,
superando los enfrentamientos existentes entre ambos, sobre todo durante los siglos XVII
al XX. En su compromiso seriamente asumido de acercamiento y comprensión del
hombre y a todo lo que el hombre es y produce, el Vaticano II se acercó lógicamente a
aquello que es lo verdaderamente característico y peculiar del hombre: la cultura. En la
Constitución Gaudium et spes después de hacer una descripción concreta de cultura,
entre las muchas posibles, reconoce explícitamente el Concilio la autonomía del hecho
cultural frente a cualquier instancia religiosa, señalando no sólo las dificultades que puede
encontrar la Iglesia en este campo, sino también las múltiples conexiones existentes entre
la Buena Nueva de Cristo y la cultura, con la consiguiente tarea de discernimiento, crítica
y aceptación a un tiempo, que tiene que ejercer la Iglesia, sobre todo en una época en la
que los medios de comunicación social conducen de manera casi inexorable a una cultura
de masas (cf. GS 53-62).
B) Hasta tal punto es complejo y delicado este proceso92, que ha suscitado en la
Iglesia el llamado problema de la Inculturación del Evangelio. Como fórmula literaria,
es ésta una expresión relativamente reciente en el ámbito de la Teología93. Como
concepto y sobre todo como realidad objetiva, es tan antigua como el Evangelio mismo.

475
La inculturación del mensaje y por consiguiente de la misión eclesial, además de ser
una exigencia humana, es, también, una exigencia teológica que tiene su raíz más
profunda en el misterio de la Encarnación. El Verbo de Dios, al hacerse hombre, no sólo
asumió el lenguaje, los usos y costumbres de la sociedad humana y religiosa en que
nació, vivió y murió, sino que todo eso lo hizo precisamente porque había asumido de
forma verdadera, en toda su profundidad, desde dentro, la condición humana. Una
condición que ningún hombre asume en abstracto, sino siempre en concreto, de una
forma psicológica y sociológica inculturada: es decir, dentro de un pueblo y de una
cultura.
De hecho, comenzando por la comunidad cristiana primitiva94, más aún, por los
propios evangelistas, el camino histórico de la Iglesia viene marcado por un doble
movimiento complementario: por una parte, por la pasión y el esfuerzo constante de
evangelizar las culturas con las que entraba en contacto, ofreciéndoles y comunicándoles
los propios valores del evangelio y el Proyecto del Reino que Cristo les había confiado95;
y, por otra, vaciando las verdades y valores del Evangelio en los parámetros mentales y
hasta en las categorías filosóficas de las distintas culturas en las que la Buena Noticia se
iba haciendo presente: judíos, griegos, romanos, egipcios, germanos, orientales, etc. Así,
la Iglesia no sólo ofrecía los propios valores a las diversas culturas, sino que aceptaba y
hasta asimilaba los valores que, como “semillas del Evangelio”96, encontraba en las
diversas culturas evangelizadas. Hoy, en un momento en que paradójicamente se da un
pronunciado pluralismo cultural junto con una creciente globalización de la cultura como
efecto imparable de los medios de comunicación social, resulta particularmente urgente y
necesario seguir haciendo el esfuerzo de inculturación: hay que perseverar en el proceso
profundo y global de afianzar, gracias a los gérmenes cristianos, los valores auténticos de
la cultura actual en la medida en que los valores evangélicos se van enraizando en las
diversas culturas, al tiempo que los mismos valores del Evangelio se van explicitando,
desarrollando y hasta enriqueciendo con la aportación de los valores de las diversas
culturas97. Se trata de comunicar los propios valores a esas culturas, al mismo tiempo
que se asume todo aquello que hay de bueno en ellas para renovarlas desde dentro98. La
Iglesia, siempre a partir de la Palabra, no pretendió simplemente iluminar las situaciones
que encontraba, sino transformarlas según el Proyecto de Dios en la historia: es decir,
quiso inculturar el Evangelio. Efectivamente, para la Iglesia no se trataba solamente de
«predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez
más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios
de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las
fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con
la Palabra de Dios y con el designio de salvación» 99.

476
Por eso precisamente, para la Iglesia el paradigma y modelo de todo el proceso de
inculturación del Evangelio es precisamente el misterio de Cristo: el Verbo de Dios
uniéndose sustancial e hispostáticamente a la naturaleza humana, sin dejar de ser lo que
era, comenzó a ser lo que no era: con ello, enriqueció profundamente a la naturaleza
humana, comenzando Él mismo a hacer la profunda experiencia de ser hombre, y
llegando en esa experiencia hasta sus últimas consecuencias. Más aún, «por su
encarnación se vinculó a las condiciones sociales y culturales determinadas de los
hombres con quienes vivió» 100. A la luz, pues, del Verbo encarnado, se le ofrecen a la
Iglesia unas pautas pastorales para realizar el camino de la inculturación del Evangelio:
«no se salva el mundo desde fuera, dice Pablo VI. Es necesario, como el Verbo de Dios
que se ha hecho hombre, hacerse una misma cosa, en cierta medida, con las formas de
vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo. Es preciso compartir, sin
establecer distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible, las costumbres
comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo, las de los más pequeños
especialmente, si queremos que se nos escuche y comprenda» 101.
Hay que reconocer, con todo, que durante largo tiempo la misión de la Iglesia,
inculturada de forma natural en el occidente hasta llegar a configurarlo como «occidente
cristiano», se identificó con esa forma occidental de cultura, presentándola de manera
exclusiva como la forma de ser y actuar esa misión hasta llegar a creer que era la única
manera de poder ser realizada. De hecho, fue esa forma inculturada occidental la que se
fue transportando —poco menos que como se transporta una mercancía inerte— a los
distintos países y ambientes a los que iban llegando los misioneros, que, en consecuencia
y en no pocas ocasiones, llegaron a ser vistos más como portadores de una cultura
occidental que del mensaje del Evangelio. Olvidó la Iglesia durante siglos, que ella «no
está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema
particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente», y que, por eso mismo, «puede
entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al
mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas» 102. En este sentido el
Vaticano II dio un profundo giro en el aprecio y asunción de las culturas. Afirmó, en
efecto, que la Iglesia «respeta y promueve el genio y las cualidades peculiares de las
distintas razas y pueblos. Estudia con simpatía y, si puede, conserva íntegro lo que en las
costumbres de los pueblos encuentra que no esté indisolublemente vinculado a
supersticiones y errores, y aun a veces lo acepta en la misma liturgia, con tal que se
pueda armonizar con el verdadero y auténtico espíritu litúrgico» 103.
A la luz del Misterio del Verbo encarnado la inculturación exige, pues, «insertarse en
el mundo sociocultural de aquellos a quienes se es enviado, superando los
condicionamientos del propio ambiente de origen» 104. La inculturación, proceso lento y

477
no siempre fácil, exige, además, estar en condiciones objetivas y subjetivas de conectar
realmente con el ambiente cultural en el que se anuncia el Evangelio, a fin de que éste
alcance el máximo de significatividad en ese determinado ambiente cultural.
Y es que un mensaje «no inculturado», abstracto, genérico, descircunstanciado,
global en cuanto dirigido a todos en general pero sin tener en cuenta al hombre concreto,
es un mensaje completamente inútil e ineficaz, que tiene más de colonización que de
evangelización, si es verdad aquello de que «lo que se recibe, se recibe al modo del que
lo recibe». El «anuncio», en efecto, no se hace en abstracto, al hombre en cuanto
«esencia humana». El anuncio se hace al hombre concreto, al hombre histórico, al
hombre-en-situación105. Y los hombres concretos, como individuos y como grupos, son
seres muy distintos unos de otros, aun dentro de la igualdad sustancial que todos
comparten como seres humanos.
Hay que recordar además, desde esta misma vertiente teológica, que el mensaje
confiado a la Iglesia, tiene como meta última e inconmovible la construcción del Reino:
es decir, el Proyecto de Dios de hacer de la humanidad su única y gran familia. Y es
desde la peculiaridad de cada pueblo, desde la singularidad de cada cultura, desde donde
hay que partir para esa construcción. Toda cultura es asumible por el Evangelio en la
medida en que los elementos que la constituyen sean expresión y causa al mismo tiempo
de verdadera humanidad. Los valores del Reino tienen que fecundar y hasta donde sea
necesario trasformar las diferentes culturas en orden a construir la gran fraternidad entre
los hombres, a la vez que las diferentes culturas tienen que enriquecer, desde la variedad
de sus formas, todos los gérmenes de fraternidad encerrados en el propio Evangelio. La
Iglesia, en efecto, «no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario,
fomenta y asume... todas las capacidades, riquezas y costumbres de los pueblos en lo
que tienen de bueno» 106, teniendo presente, por otra parte, que todo proceso de
inculturación conlleva un componente de muerte y un componente de vida107.
Reafirmando lo dicho más arriba sobre el protagonismo del Espíritu Santo en la
misión eclesial, hay que subrayar aquí con especial énfasis, que en el no fácil
compromiso eclesial de la inculturación el Espíritu Santo tiene una parte realmente
decisiva: es el Espíritu el que «esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos
y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo» 108. Gracias, en efecto, a la
contundente acción del Espíritu en el Concilio de Jerusalén (cf. Hch 15,5-11. 28), «la
Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden entrar y sentirse a
gusto, conservando la propia cultura y las propias tradiciones, siempre que no estén en
contraste con el Evangelio» 109.
C) Como quiera que este proceso de inculturación del Evangelio se mueve en un
difícil equilibrio entre lo específicamente cristiano, lo genérico religioso, lo sociológico, lo

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cultural, y no pocas veces incluso lo político, se hacen necesarios algunos criterios que
aseguren y autentifiquen el proceso. Estos criterios son fundamentalmente dos: «la
compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y la comunión con la
Iglesia universal» 110. Efectivamente, no cualquier realidad que es un «valor» en una
determinada cultura es, por eso mismo, un «valor» desde el punto de vista evangélico; y,
por otra parte, cada Iglesia particular, aun conservando la propia identidad cultural, ha de
ser consciente, en sus principios doctrinales y en sus actuaciones pastorales, de que
forma parte de la Iglesia universal con la que debe conservar la comunión en todo
momento, especialmente en argumentos de verdadera importancia en relación con el
depósito de la Revelación.
Se hace pues necesario, establecer algunos criterios, a fín de que el lento y delicado
proceso de inculturación, ni «desvirtúe» el vigor transformador y sanador del Evangelio,
ni quede reducido a una simple «manera decorativa, como un barniz superficial» 111 que
se da a la cultura, sino que cale en ella y la impregne en profundidad llegando hasta sus
mismas raíces.
La Iglesia, consciente de la universalidad de su misión y fiel a su tradición más
primitiva, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura;
comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes
culturas (cf. GS 58).
Enviada como está a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, la
Iglesia no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna,
a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente (cf.
GS 58).
La fe en Cristo no se identifica con ninguna cultura cualquiera que ella sea. Fe
y cultura no se confunden, se distinguen entre sí, pero no se disocian
necesariamente, ni se contraponen enfrentándose como si fueran dos
realidades contradictorias: «hay una dialéctica que respetar entre la
trascendencia de la palabra revelada y su destino a fecundar todas las culturas.
Rechazar una de estas dos exigencias es exponer la inculturación bien al
sincretismo, que confunde la fe con las tradiciones humanas, bien a una
acomodación ficticia y superficial del evangelio a unas culturas
determinadas» 112.
La cultura debe estar siempre subordinada a la perfección integral de la
persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana en que se
da (cf. GS 59).
Aunque no siempre sea fácil y en algunos caso ni siquiera del todo factible, es
necesario distinguir el contenido de la fe, de la envoltura cultural en la que
inevitablemente hay que presentarlo. Una cosa, en efecto, es el depósito

479
mismo de la fe, o sea sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas (cf.
GS 62).
En la presentación del mensaje, por otra parte, es de capital importancia tener
constantemente presente la jerarquía de verdades existente en el credo católico,
según el enlace que cada una de esas verdades tenga con el fundamento de la
fe cristiana (cf. UR 11).
La inculturación tiene que responder al sincero aprecio y respeto que han de
tenerse mutuamente las realidades teológicas (derivadas directamente del
Evangelio) y las realidades antropológicas (procedentes del mismo hombre, con
sus luces y sus inevitables limitaciones y sombras).
El mensaje cristiano que tiene —según queda dicho— como fundamento
teológico indiscutible el misterio de la encarnación del Verbo de Dios, es
compatible con toda cultura que tenga como base y como objetivo último, la
verdadera humanización del hombre. Un hombre, por lo demás, cuya
realización suprema y definitiva se encuentra en Cristo, el Hombre perfecto113.
Un criterio realmente importante, aunque no siempre fácil de aplicar es el de
salvaguardar, dentro de la comunidad eclesial, la unidad en el pluralismo: la
comunión eclesial exige una unidad que no se convierta en uniformismo
empobrecedor; al igual que requiere un pluralismo que en ningún caso sea
germen y principio de atomización y disgregación eclesial.
En consecuencia, como quiera que tanto la evangelización de las culturas como
la inculturación del evangelio son realidades vivas de las que resulta imposible
anticipar el futuro de forma teórica, este proceso exige una permanente actitud
de discernimiento para ver tanto las potencialidades como los obstáculos y
riesgos que este proceso implica en el doble plano de la fidelidad al Evangelio y
de la fidelidad al hombre.
D) Puesto que la fe cristiana tiene una exigencia intrínseca «de encarnarse en las
diversas dimensiones individuales y sociales de la vida humana como tal, es decir, como
realidad cultural en su más hondo y denso sentido» 114, la inculturación del mensaje
evangélico exige, para que no se quede en simples palabras, unos caminos concretos de
realización.
El primer camino ha sido, desde los inicios mismos de la Iglesia, la proclamación. La
Iglesia recibió el mandato de ser una incansable «pregonera» (kerixzo) del mensaje que
Jesús le confió para llevarlo «hasta el confín del mundo» (cf. Mt 28,19; Mc 16,15; Hch
1,8). La proclamación verbal de la Buena Noticia es una realidad que se constata desde
el primer momento de la vida de la Iglesia, aun a costa de arrostrar cuantas dificultades,
obstáculos y persecuciones de las que pudiera ser objeto: «estáis llenando Jerusalén con
vuestra predicación...» (Hch 5,25-32. 40-42; cf. 4,8-14). El apóstol Pablo en esta misma

480
línea se pregunta enfáticamente: «¿Cómo van a invocar a aquél en quien no creen? ¿Y
cómo van a creer en él, si no les ha sido anunciado? ¿Y cómo va a ser anunciado si nadie
es enviado? Por eso dice la Escritura: ¡Qué hermoso son los pies de los que anuncian
buenas noticias! Pero no todos han aceptado la buena nueva. Isaías lo dice: Señor,
¿quién ha dado crédito a nuestro mensaje? En definitiva, la fe surge de la proclamación,
y la proclamación se verifica mediante la palabra de Cristo» (Rom 10,14-18).
Exige además, una adecuación seria y rigurosa, no meramente táctica, a las formas
de comunicación y transmisión que existen en el mundo actual. El hombre de hoy ha
dado un salto inmenso pasando de la civilización de la palabra escrita a la civilización de
la imagen. La comunicación entre los hombres de hoy se establece por múltiples cauces,
llamados «mass media». Pues bien, la Iglesia no puede quedar al margen de estos
poderosos y penetrantes medios de comunicación, para hacer llegar a todos los rincones
del mundo su propio Mensaje. Tanto más, cuanto que —como se ha dicho con intuición
profética— «el medio es el mensaje» 115. En este sentido, hay que decir que no sólo es
necesario inculturar a través de «los medios», sino que incluso hay que inculturar «el
medio». La cultura icónica, como cualquier otra forma de cultura, tiene que ser, por
parte de la Iglesia, objeto de su compromiso de inculturación: la Iglesia tiene que llevar a
los medios los valores del Evangelio, como tiene que hacer también posible que los
valores de los medios fecunden y enriquezcan al Evangelio. Por eso dijo ya en su día
Pablo VI que «estos hechos deberían ciertamente impulsarnos a utilizar en la transmisión
del mensaje evangélico, los medios modernos puestos a disposición por esta
civilización» 116.

8. FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA MISIÓN EN LA IGLESIA:


BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN

La misión se fundamenta en la Iglesia en un doble soporte: por una parte, está el


mandato del Señor a los primeros discípulos (cf. Mt 28,19; Lc 10,1-3; 24,45-47); y, por
otra, los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía), que
patentizan la autenticidad de su celebración precisamente en la proyección misionera que
les es connatural.
Efectivamente, la afirmación de que, puesto que la misión es de todo el Pueblo de
Dios, «la Iglesia es toda ella misionera» 117 encuentra su fundamento bíblico en el
explícito mandato de Jesús «Id por todo el mundo» (Mt 28,19), «en marcha, mirad que
os mando como corderos entre lobos» (Lc 10,2). La materialización tanto del mandato
como de la aceptación del Mensaje por parte de los hombres, se encuentra justamente en

481
la recepción del bautismo. Desde el primer momento —desde el día mismo de
Pentecostés—, los que acogieron el Mensaje predicado por los apóstoles se bautizaron:
tres mil en un primer momento (Hch 2,41), cinco mil más tarde (Hch 4,4), y de una
forma sistemática y permanente apenas las primeras comunidades cristianas se fueron
estructurando y funcionando de manera regular. Hasta el punto de que bautizarse
significaba precisamente haber comenzado a seguir el nuevo «camino» (Hch 9,2; 18,25-
26; 19,9.23; 22,4; 24,14.22); ser y sentirse transformados en criaturas nuevas, que
celebran el memorial del Señor Jesús, muerto y resucitado; compartir los propios bienes
(Hch 2,42-47; 4,32-35), y sentirse comprometidos personalmente en la difusión de la
Buena Noticia del Reino (Hch 8,4-8): es decir, ser Iglesia. La componente misionera no
fue para los primeros bautizados un plus o una obligación añadida desde fuera a su
vocación cristiana, sino una exigencia fundamental del propio bautismo.
El Vaticano II, al revalorizar la naturaleza sacramental de la Iglesia y con ello situar a
los propios sacramentos en su verdadera luz118, ha contribuido decididamente a superar
una visión pragmatista y utilitarista de los mismos, en especial del Bautismo, que había
sido durante siglos un sacramento pensado casi única y exclusivamente para lavar el
pecado original, con un lamentable olvido práctico de su esencial dimensión eclesial.
También en este punto, el Concilio representó una vuelta a la gran Tradición de la Iglesia,
revalorizando los sacramentos de la iniciación cristiana, y presentándolos como
verdadero fundamento sobre el que se basa y del que deriva, como exigencia inmediata y
elemental, el compromisio misionero del cristiano.
El bautismo al insertar simultáneamente en el misterio trinitario (somos bautizados
“en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”: Mt 28,19) y en el misterio de la
Iglesia, lleva necesariamente a asumir la misión de la comunidad eclesial desde su raíz
trinitaria.
Si en la Iglesia —como queda dicho— no hay verdadera misión que haya sido
asumida por propia iniciativa, toda auténtica misión tiene una esencial componente
eclesial puesto que es la comunidad su verdadero sujeto. Ahora bien, si a la comunidad
se accede mediante el bautismo personalmente aceptado y vivido, es evidente que la
misión tiene, en la Iglesia, un esencial soporte sacramental en el bautismo con su
complemento de la confirmación. Bautismo y confirmación, son el fundamento de la
misión que todo cristiano asume al incorporarse a la comunidad eclesial119. El Vaticano
II, rectificando abiertamente el pensamiento y la praxis de la Iglesia preconciliar, afirma
claramente que «el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica
de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo, en virtud del
bautismo y de la confirmación» 120.
Nuestra incorporación a la comunidad eclesial se hace, pues, en el bautismo y por el

482
bautismo121. Ahora bien, la misión de la Iglesia es engendrar «hijos de Dios» 122. Y estos
hijos son engendrados del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5), precisamente en el
momento de ser bautizados. El agua bautismal, fecundada por el Espíritu como lo fue el
seno virginal de María, da vida a los hijos de la Iglesia. Por eso, San León Magno (†
461) en línea con una inequívoca tradición de la Iglesia, «después de haber mostrado que
“la generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano” (Sermo 26, c. 2: PL 54,213B),
enseñaba en el misterio de nuestra generación actual por la Iglesia, el fin de la generación
que se obró en Jesús por María, y como su continuación por la influencia del mismo
Espíritu» 123.
El Vaticano II, fiel a esta perspectiva patrística, afirma que «por su nuevo
nacimiento como hijos de Dios, los creyentes se comprometen a confesar delante los
hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia. El sacramento de la
Confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fuerza
especial del Espíritu Santo. De esta manera, se comprometen mucho más, como
auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y con sus
obras» 124.
En consecuencia, todos los bautizados, también los laicos, «están llamados como
miembros vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con
todas sus fuerzas, recibidas por favor del Creador y gracia del Redentor. El apostolado
de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia. Todos están
destinados a este apostolado por el Señor mismo a través del bautismo y de la
confirmación» 125.
En el universo sacramental la confirmación, como «don» del Espíritu, está destinada
a completar la gracia del bautismo (cf. Hch 8,15-17). Y precisamente en cuanto
complemento del bautismo incorpora de forma más plena y perfecta a la Iglesia. Esto
significa que si el compromiso misionero de la Iglesia encuentra su base sacramental
última en el bautismo, gracias a la confirmación ese compromiso se enraiza más aún, se
consolida y se hace más exigente e ineludible. La enseñanza del Vaticano II es inequívoca
a este respecto: «incorporados por el bautismo al cuerpo místico de Cristo y fortalecidos
con la fuerza del Espíritu Santo por medio de la confirmación, son destinados al
apostolado por el mismo Señor» 126.
La gracia de Cristo, además de ser gracia que brota de la muerte de Cristo en el
bautismo (cf. Rom 6,3-11) es también, al mismo tiempo, «gracia de la encarnación,
gracia de asunción del mundo para glorificarlo, gracia cuya victoria en el mundo quiere
hacerse patente, visible, es decir, en el restablecimiento de su salud, en su preservación,
en su redención de la nada y de la vanidad a que está sometido; por eso tal gracia es
también gracia de misión al mundo, de encargo en el mundo, de glorificación del

483
mundo» 127. Esta gracia, como dimanante de la humanidad santificadora de Cristo, debe
tener también su expresión sacramental y ésta no es otra que el sacramento de la
confirmación. Con este sacramento no se trata fundamentalmente de confiarle al
bautizado «un apostolado de defensa y de afirmación de la Iglesia misma, cuanto de un
envío para la misma función que fue confiada a la Iglesia, no para que ella misma se
afirme ansiosamente y se salve, sino para que salve al mundo por medio de sí. El
encargo dado al cristiano con la confirmación es, por consiguiente, el encargo de una
misión apostólica al mismo mundo, como parte de la función y del encargo de la Iglesia
de hacer que el mundo retorne glorificado a la casa paterna, al reino de Dios que está por
venir. No es tanto la gracia de procurar su propia salud individual del alma, sino el don
carismático (= provechoso para los demás) de colaborar en la misión de la Iglesia con
todos los dones que pueden servir a la salud de todos» 128.
Por lo demás, el Vaticano II no sólo recuerda a los fieles que, marcados ya por el
bautismo y la confirmación, se insertan plenamente en el Cuerpo de Cristo por la
recepción de la Eucaristía, sino que presenta a la misma Eucaristía como «la fuente y la
cumbre de toda evangelización» 129. Señala además, como garantía de autenticidad de la
celebración eucarística, precisamente «la actividad misionera y las diversas formas de
testimonio cristiano» 130. Efectivamente, la misión de la Iglesia se ordena a que el
hombre, una vez se haya incorporado como miembro al Cuerpo de Cristo, haya aceptado
en el bautismo la gracia de la filiación y, por la confirmación se haya comprometido a
extender el mensaje de la salvación desde su condición de testigo, se reúna con los demás
creyentes para alabar y glorificar a Dios en medio de la Iglesia, participando en el
sacrificio y comiendo la cena del Señor131.

9. ÁMBITOS DE LA MISIÓN ECLESIAL

El destinatario de la misión eclesial, como queda dicho, es el hombre. Pero el hombre es


un ser circunstanciado que, como tal, se encuentra en situaciones muy diversas, con
entornos bien diferentes, con problemas y necesidades diferenciadas, necesitados todos
de la Buena Noticia del Evangelio. Surgen de ahí, ámbitos muy diversos en los que tiene
que hacerse presente, desplegarse y actuar la misión confiada a la Iglesia.
Por otra parte, la salvación que ofrece la Iglesia no es una magnitud estática que,
como tal, es transportable en su íntegra materialidad, con total independencia del medio
en que se sitúe y con un grado de objetivación tal, que pueda prescindir perfectamente
del entorno humano en que sea anunciada y ofrecida. Más arriba se ha puesto ya de
manifiesto ese carácter dinámico de la misión eclesial. No se trata, por consiguiente, de

484
transportar de un sitio a otro una preciosa mercancía, sino de anunciar al hombre
concreto, aquí y ahora, el único e invariable mensaje de salvación traído por Jesucristo a
la humanidad.
Es preciso, por eso, conocer en cada momento histórico, las necesidades y aspectos
concretos de salvación que tiene el hombre, así como los ámbitos del hombre y de la
sociedad por él formada. Si, como se puso de relieve al hablar de la Iglesia como
sacramento de salvación, no se salva sino lo que se asume, la comunidad eclesial está
llamada y urgida a permanecer atenta y sensible a las necesidades y circunstancias en que
va viviendo sucesivamente el hombre destinatario de su misión.
Éste ha sido y sigue siendo, uno de los grandes valores y méritos del Concilio
Vaticano II que, en el umbral mismo de su Constitución pastoral Gaudium et spes,
confiesa que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de
nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente
humano que no encuentre eco en su corazón» 132.
Sobre la persuasión de que «la Iglesia, persiguiendo su propio fin salvífico, no sólo
comunica al hombre la vida divina, sino que, en cierto modo, también difunde el reflejo
de su luz sobre el universo mundo» 132, el Vaticano II abordó algunos ámbitos de
particular importancia en los que la Iglesia tiene que anunciar y hacer eficazmente activo
su mensaje de salvación.
En la segunda parte de la Gaudium et spes aborda, en efecto, algunos problemas y
ámbitos que se presentan como particularmente urgentes y necesitados de la Buena
Noticia del Evangelio. Ellos son: la dignidad del matrimonio y de la familia; el amplísimo
y cambiante ámbito del progreso cultural; el cada vez más complicado y decisivo campo
de la vida económica y social del que depende en gran parte que en el mundo actual los
ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres; la vida en la comunidad
política, con una sensibilidad del todo peculiar frente al dramático tema de la paz y la
guerra134. Son áreas y ámbitos en los que la Iglesia tiene que anunciar incansablemente
su mensaje de salvación de todos los hombres y de todo el hombre.
Pero una Iglesia profética, es decir, atenta a la voz del Dios del futuro, del Dios de la
esperanza que se automanifiesta en la historia, tiene que descubrir —anticipándolos—
otros ámbitos y formas de anuncio que hagan posible la contemporaneidad del mensaje
con el hombre de cada momento histórico. Son numerosos, en efecto, los sectores y
areópagos del mundo moderno que han de ser iluminados con la luz del Evangelio y
«hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el
compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del
hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la promoción de la mujer y del

485
niño; la salvaguardia de la creación» 135. En este mismo sentido el Papa Juan Pablo II no
ha dudado en afirmar que «el primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la
comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola —como suele
decirse— en una aldea global. Los medios de comunicación social han alcanzado tal
importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de
orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Las
nuevas generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos
medios» 136.
Ahora bien, preciso es recordar una vez más, que para que la misión no quede
reducida en la Iglesia a una mera actividad más o menos inteligentemente planteada, más
o menos rentable, con una eficacia garantizada como la de cualquier empresa humana,
hay que contar con el Espíritu: el mismo Espíritu que en el inicio de la Iglesia impulsaba
o prohibía acometer la misión en un determinado lugar (cf. Hch 11,12; 13,2-3; 15,28;
16,6-7; 20,28). Es el Espíritu el que rejuvenece y renueva incesantemente a la Iglesia; el
que le da, de forma siempre nueva e inédita, la inagotable capacidad de responder de
forma adecuada a los nuevos retos y necesidades que surgen entre los distintos hombres
y culturas a lo largo de la historia. Hoy como ayer y como mañana, es el Espíritu —
fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia— el que suscita y mantiene además las
diversas formas de realización de la misión única recibida por los discípulos del Señor. El
pluralismo en la realización de la única misión eclesial, no obedece solamente a la
diversidad de situaciones en las que la misión ha de ejercerse, y menos aún, a la
peculiaridad o idiosincrasia de los misioneros. El pluralismo encuentra su fuente y origen
en la múltiple riqueza de carismas, ministerios, servicios y oficios que brotan de la
inagotable fuente del Espíritu: es fruto, en definitiva, del múltiple y dinámico empuje del
único y mismo Espíritu (cf. 1Cor 12,4-11).
Y es que el Espíritu, por su propia naturaleza, es siempre nuevo, original e inédito:
de ahí que en cada coyuntura histórica impulsa a la Iglesia a realizar la misma y única
misión, pero con la novedad que exigen las circunstancias históricas. Teniendo presente
siempre, eso sí, dos referentes imprescindibles y determinantes que orientan la dirección
de toda la acción misionera: el Hombre Nuevo, Jesucristo, modelo según el cual debe
rehacerse cada hombre, cualquiera que sean las circunstancias concretas en que pueda
encontrarse; y la Humanidad Nueva, como Proyecto inquebrantablemente decidido y
querido por Dios para toda la humanidad. Un Proyecto que tiene como objeto central la
creación de una gran Familia137, en la que «por exigencia de la igualdad, al que tiene
mucho no le sobra y al que no tiene nada no le falta» (2Cor 8,15).

486
10. UNA COMUNIDAD DE MISIONEROS

Si la misión se confía a la Iglesia en cuanto comunidad, es toda la comunidad eclesial la


que tiene que sentirse comprometida a anunciar a todos los hombres las «maravillas de
Dios» en el misterio de la salvación (cf. Mt 21,15; Lc 5,26; Hch 2,11; 1Pe 2,9; Sal 9,2;
25,7; 39,6; 71,18; 76,15; 77,4. 12; 85,10; 88,6; 97,1; 106,24; 135,4; 144,5).
La vuelta a los orígenes del cristianismo, como lo encontramos sobre todo en el
Libro de los Hechos, nos hace ver, en efecto, que «al comienzo de la Iglesia, la misión
ad gentes, aun contando ya con misioneros de por vida, entregados a ella por una
vocación especial, de hecho era considerada como un fruto normal de la vida cristiana,
un compromiso para todo creyente mediante el testimonio personal y el anuncio
explícito, cuando era posible» (...) «En sus orígenes, por tanto, la misión es considerada
como un compromiso comunitario» 138.
Siguiendo esta conciencia primigenia la comunidad eclesial está emplazada por un
doble compromiso: tiene, ante todo, que evangelizar llevando la Buena Noticia del Reino
a todos los hombres. Como Pablo, la Iglesia tiene que sentirse constantemente urgida por
esa necesidad: «Ay de mí si no evangelizare...» (1Cor 9,16). Pero con una condición
previa realmente determinante para que su misión evangelizadora sea auténtica: dejarse
evangelizar de forma permanente. Tiene que sentirse evangelizada para poder evangelizar
a los demás, no sólo con eficacia, sino desde una postura de plena coherencia. Sólo una
comunidad evangelizada, que vive el gozo de la salvación que anuncia, puede anunciar y
ofrecer esa Buena Noticia a los demás. Pablo VI dejó clara su enseñanza a este respecto:
«La Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada si quiere conservar su frescor, su
impulso y su fuerza para anunciar el evangelio (...) La Iglesia se evangeliza a través de
una conversión y una renovación constantes, para evangelizar al mundo de una manera
creible» 139. «Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva... constituyen una
comunidad que es a la vez evangelizadora (...) Aquellos que ya la han recibido y que
están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y
difundirla» 140. «El que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí, la prueba de la
verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya
acogido la Palabra y se haya entregado al reino, sin convertirse en alguien que, a su vez,
da testimonio y anuncia» 141.
Dejarse evangelizar y evangelizar constituye, pues, en la Iglesia un doble
movimiento que se implica y se garantiza mutuamente: la autenticidad de sentirse
evangelizada la pone de relieve y la manifiesta de forma auténtica la Iglesia, en el ardor
con que evangeliza a los demás; y, a su vez, la capacidad evangelizadora hacia fuera,
pone de manifiesto el grado de ardor y de verdadera mística misionera con que la Iglesia

487
vive su condición de comunidad evangelizada.
Al establecer los caminos de su actividad misionera, encuentra la comunidad eclesial
en la Palabra revelada una serie de afirmaciones que pueden parecer contradictorias entre
sí y que, sin embargo, son sustancialmente complementarias. En el Salmo 18 se afirma:
«sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su
pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje» (v. 3-4). Y en la Carta a los Romanos
afirma el apóstol Pablo: «cómo van a invocar a Dios sin creer en él?, y ¿cómo van a
creer sin oír hablar de él?, y ¿cómo van a oir hablar sin uno que se lo anuncie?, y ¿cómo
lo van a anunciar sin ser enviados? Según aquello de la Escritura: “Bienaventurados los
que traen buenas noticias”» (Rom 10,14-15). No existe aquí contradicción alguna: la
evangelización tiene que realizarla la comunidad de los creyentes, ante todo, con el
testimonio de la propia vida, es decir, sin pronunciar muchas palabras, sino mostrándose
como una comunidad realmente salvada. Siguiendo la enseñanza de Cristo, la Iglesia ha
de ser misionera «ante todo, por lo que ella misma es, en cuanto Iglesia que vive
profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace» 142.
Para la Iglesia, en efecto, «el primer medio de evangelización consiste en un testimonio
de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe
interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites» 143. El
testimonio es, pues, la primera forma de misión y evangelización. La comunidad eclesial
ha de ser consciente, en efecto, de que «aun antes de ser acción, la misión es testimonio
e irradiación» 144.
Pero a esta actitud testimonial, la comunidad eclesial tiene que añadir la valentía, la
audacia y la fuerza de la proclamación verbal. Desde el horizonte ampliado de la aldea
global en que se ha convertido el mundo, situada la Iglesia en medio de una sociedad
ampliamente pluralista en todos los órdenes y dimensiones del existir humano, convertida
ella misma en Iglesia en diáspora después de haber sido —en occidente especialmente
— la religión oficial de la sociedad viviendo un cristianismo de cristiandad, la comunidad
de los seguidores de Jesús, tiene que entrar en la dinámica de un cristianismo misionero
en el sentido más auténtico y primigenio del término. El anuncio de Jesús muerto y
resucitado, la Buena Noticia del Reino, no está confiada solamente a algunos miembros
de la Iglesia sino a toda la comunidad creyente. Bautizados en el nombre de Dios, Uno y
Trino, obedientes al mandato de su Maestro, los cristianos constituyen esencialmente una
comunidad de enviados que no pueden eludir el compromiso de proclamar en voz alta la
salvación de Dios en Jesucristo.
Así pues, «como la Iglesia es toda ella misionera y la obra de la evangelización es
deber fundamental del Pueblo de Dios, el Concilio invita a todos a una profunda
renovación interior, a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad en

488
la difusión del Evangelio, acepten su participación en la obra misionera entre los
gentiles» 145.

489
1 H. GODIN-Y. DANIEL, Francia país de misión, Paris 1943.
2 JUAN PABLO II, ChL 34.

3 Idem.

4 Fueron, en efecto, ocho y no poco accidentadas, las redacciones del Decreto a partir de 1962 hasta llegar
al 7 de diciembre de 1965 en que se votó de forma definitiva, consiguiendo la votación más alta de todas las
realizadas en el Concilio: 2. 394 placet con sólo 5 non placet. Los problemas que había habido que superar eran
muchos y de gran calado teológico y pastoral: ¿cuál es el fundamento teológico y cuál la finalidad de la misión en
la Iglesia?, ¿cuál el alcance de la mediación eclesial en el problema de la salvación de los no cristianos?, ¿en qué
relación está la misión eclesial con las misiones ad gentes?, ¿las misiones no han sido históricamente una forma de
colonialismo occidental, inaceptable en nuestros días?, ¿las misiones, hoy, no están aquí, a causa no solo del
neopaganismo occidental, sino también y particularmente a causa de las fuertes corrientes migratorias?, ¿qué
papel hay que atribuir a los nativos de las distintas regiones (obispos, clérigos, diáconos y laicos) en la
configuración de las propias Iglesias?, ¿se puede aplicar por igual el Derecho canónico a las Iglesias de larga
tradición cristiana, que a las Iglesias recientemente implantadas?
5 Conferencia Episcopal Española, Concilio Ecuménico Vaticano II, Madrid 1993, p. 818.
6 JUAN PABLO II, Homilía en la Fiesta de la Epifanía de 1979.

7 S. DIANICH, Iglesia en misión, Salamanca 1988, p. 141.


8 Cf. lo dicho en el capítulo 7: Extra Ecclesiam nulla salus.
9 Cf. lo dicho en el capítulo 4 a propósito de la Trinidad como paradigma y origen del misterio que es la
Iglesia. Cf. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, Salamanca 19934, pp. 572-582.
10 S. DIANICH, o.c., p. 207.
11 Idem.

12 S. DIANICH, o.c., p. 212.


13 Ver un estudio de estos textos joanneos en J. Ma ROVIRA BELLOSO, o.c., pp. 486-497.
14 J. Ma ROVIRA BELLOSO, o.c., p. 578.

15 K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, p. 171.


16 K. RAHNER, o.c., p. 169.

17 Idem.
18 K. RAHNER, o.c., pp. 170-171.

19 Cf. J. P. BRENNAN, Cristo el Enviado, Bilbao 2000, pp. 29-52.


20 De tener presente que «conocer», por parte de Yahvé, significa y equivale a elegir y predestinar para
algo: cf. Rom 8,29; Ef 1,3-5.
21 J. P. BRENNAN, o.c., p. 33.

22 Cf. LG 5.
23 J. P. BRENNAN, o.c., p. 44.

24 Cf. J. P. BRENNAN, o.c., pp. 176-180.

490
25 Cf. LG 8; GS 22; AG 3.
26 Cf. W. KASPER, Unicidad y universalidad de Jesucristo, en AA.VV., Jesucristo en la historia y en la fe,
Salamanca 1977, pp. 266-279.
27 J. P. BRENNAN, o.c., p. 29.

28 PABLO VI, EN 59.

29 S. DIANICH, o.c., p. 213.


30 Idem, pp. 213-214.

31 Cf. J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986, pp. 371-380.


32 Cf. Capítulo 2 de esta obra.
33 Cf. K. RAHNER, Misión y Gracia I, Madrid 1966, pp. 39-86; Id., Cambio estructural de la Iglesia,
Madrid 1974, pp. 25-53; K. L. SCHMIDT, Diasporá, en GLNT II, cols. 995-1012; N. GREINACHER, Diáspora,
en SM 2, cols. 271-277.
34 SANTO TOMÁS, STh I, q. 43, a. 1.
35 El mismo bautismo «en nombre de Jesús» (Hch 1,5; 2,121; 3,16; 8,16; 10,48; 19,5; 22,16; Rom 6,3;
1Cor 1,13. 15; 6,11; 10,2; Ga 3,27), es una fórmula trinitaria implícita, por cuanto Jesús había ordenado —como
característica peculiar de su nuevo bautismo y en contraposición al bautismo de Juan—, precisamente la
referencia explícita al Padre y al Espíritu (cf. Hch 1,5.11.16; Jn 3,22; 4,1-2).
36 Cf. J. MOLTMANN, Trinidad y reino de Dios, Salamanca 19872, pp. 208-217.
37 S. DIANICH, o.c., p. 209.
38 Cf. J. M. ROVIRA BELLOSO, o.c., pp. 615-638; Id., La SSma Trinidad, en «Vida Nueva», n. 2. 238
(24 junio 2000), pp. 26-27.
39 Son numerosos los pasajes en los que los evangelistas perciben y consignan los sentimientos de
«lástima» que sentía Jesús frente a las diversas situaciones de dolor, sufrimiento, necesidades materiales diversas
(hambre, peligro, enfermedad, o muerte), sin contar las necesidades religiosas, morales, psicológicas o sociales
de los hombres concretos a los que había sido enviado: «las ovejas perdidas de Israel» (Mt 15,24). Desde el
punto de vista humano se puede afirmar que es la constatación de esta «lástima» de Jesús, la condición previa y
fundamental, así como el punto de arranque de todas sus actuaciones misioneras (cf. Mc 1,41; 6,34; 8,2; Mt
9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13; 10,33; 15,20).
40 SAN GREGORIO NAZIANCENO, Epist. 101,87: PG 37,181; cf. Orígenes, Diálogo con Heráclides, en
Sources chretiennes 67, p. 70; SAN DÁMASO, Carta a los obispos orientales (h. 374): DH 146; SAN JUAN
DAMASCENO, De fide orthodoxa: PG 94,1005. 1071. 1082; PG 95,161. 184; PG 96,612.
41 PABLO VI, ES 80.
42 GS 54; cf. 4.5.6.7.33.

43 Cf. N. M. WILDIERS, La Iglesia en el mundo de mañana, Salamanca 1969; M. LÉGAUT, Der alte
Glaube und die neue Kirche. Meine Erfahrungen, Freiburg im B., 1974; Id., Creer en la Iglesia del futuro,
Santander 1988; R. LAURENTIN, La Iglesia del futuro más allá de sus crisis, Barcelona 1991.
44 Cf. J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología,
Santander 1981; G. GUTIÉRREZ, La fuerza histórica de los pobres, Salamanca 1982; I. ELLACURÍA,

491
Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Para anunciarlo y realizarlo en la historia, Santander 1984; L. BOFF,
Teología desde el lugar del pobre, Santander 1986.
45 Cf. G. BOF, Mundo, en NDT II, pp. 1136-1152; X-LEÓN DUFOUR, DNT, p. 317; H. SASSE, kósmos,
en GLNT V, cols. 877-958; S. DIANICH, Iglesia en misión, Salamanca 1988, pp. 136-141; R-E. BROWN, El
Evangelio según Juan, Madrid 1999, Índice analítico, pp. 1709-1710; A. BONORA, Cosmos, en NDTB, pp. 351-
372.
46 S. DIANICH, o.c., p. 139.
47 A. WIKENHAUSER, El evangelio según san Juan, Barcelona 1967, pp. 266-267; Cf. J. MATEOS-J.
BARRETO, El evangelio de Juan, 1979, pp. 1040-1042.
48 Cf. L. BOFF, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid 1981, pp. 289-443.
49 Cf. L. J. SUENENS, La Iglesia en estado de misión, Bilbao 1964; J. MOLTMANN, La Iglesia fuerza
del Espíritu, Salamanca 1978, pp. 353-368.
50 Const. LG 30. Subrayado nuestro.
51 PABLO VI, EN 60.
52 J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986, p. 114.

53 J. MATEOS, Nuevo Testamento, Madrid 1975, p. 28.


54 Cf. P. RICHARD, El movimiento de Jesús antes de la Iglesia, Santander 2000.

55 F-X-DURRWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1986, p. 48.


56 JUAN PABLO II, RMi 24.
57 JUAN PABLO II, RMi 25.

58 LG 17. El Concilio Vaticano II fue particularmente sensible al hecho de la centralidad del Espíritu Santo
en la misión de la Iglesia: cf. LG 4.12.43.45; DV 5; GS 1.3.11.21.23; PO 12.13.17.18; AG 4.5.
59 Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la IX Asamblea General del CELAM, el 9 de marzo de 1983 en Puerto
Príncipe (Haití), en «Ecclesia» no 2. 119 (26 marzo 1983), p. 415; Id., Discurso a los Obispos del CELAM el 12
de octubre de 1984 en Santo Domingo, en «Ecclesia» no 2. 193 (13-20 octubre 1984), p. 1. 281; Id., Discurso al
Colegio Cardenalicio, a la Curia y a la Prelatura Romana, 20 de diciembre de 1985, en «Ecclesia» no 2. 251 (4-
11 enero de 1986), p. 27; Id., Carta del Santo Padre a los participantes en la XVa Asambela general ordinaria de
los religiosos de Brasil, 11 de julio de 1989; Id., Exh. Apost. ChL 34 (Roma 1988), en AAS 81 (1989), p. 455;
Id., Discurso en la primera reunión de la Pontificia Comisión para América Latina, 7 diciembre de 1989, en AAS
82 (1990), p. 763; Id., Discurso a los Obispos mejicanos, 16 de junio de 1994, en «Ecclesia» no 2. 694, pp. 26-
27.
60 Cf. LG 4; AG 4.
61 PABLO VI, EN 75.

62 Al tema del Reino nos hemos referido reiteradamente a lo largo de toda esta obra. Con todo, es
absolutamente necesario referirnos una vez más a él si se quiere entender y situar en su verdadera perspectiva el
misterio de la Iglesia en su dimensión misionera.
63 Cf. S. DIANICH, Iglesia extrovertida, Salamanca 1991.

492
64 Cf. P. BRENNAN, Cristo el Enviado, Bilbao 2000, pp. 73-98.
65 J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia, Santander 1981, p. 308.

66 GS 39. Subrayado nuestro.

67 Cf. L. BOFF, El rostro materno de Dios, Madrid 1984, p. 233.

68 S. DIANICH, o.c., p. 211.


69 No hay que perder de vista que cuando hablamos de Dios lo hacemos siempre por analogías y, por
consiguiente, por acercamiento a su realidad. La realidad divina nunca puede ser captada en su totalidad por el
hombre, y menos aún, agotada. Decimos esto para ahuyentar cualquier forma de interpretación machista, como
si Dios fuera «varón» y «no mujer», como si fuera «padre» y no también «madre»: un tema, como se sabe, de la
más viva actualidad y en el que, por la naturaleza de esta obra, no es posible entrar ahora. Baste citar entre la más
que abundante bibliografía, el esclarecedor artículo de X. PIKAZA, Padre, en X. PIKAZA-N. SILANES, El Dios
cristiano, Salamanca 1992, pp. 1003-1021.
70 Cf. San Agustín, Confesiones III 6,11: BAC (11), Madrid 19553, p. 164.
71 Cf. PABLO VI, EN 9. 26. 27.
72 GS 3.

73 GS 21.
74 Cf. IRENEO DE LYÓN, Adversus haereses IV, 20,7. Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad
Nueva, Santander 19846, pp. 373-376.
75 JUAN PABLO II, RH 13.
76 Cf. Excursus I: «Mundo» en la Palabra revelada.
77 Cf. J. MATEOS, o.c., p. 41.

78 En esta perspectiva es interpretado el reiterado «silencio» que, sobre todo en el evangelio de Marcos,
impone Jesús a los discípulos: cf. Mc 1,34. 43-44; 3,12; 5,43; 9,9.
79 Cf. J. MATEOS, El Nuevo Testamento, Madrid 1975, pp. 27-31.

80 En la Palabra revelada, sobre todo en los Profetas, es constante la relación del Mesías con una nueva
situación de justicia y de paz entre los hombres: Is 2,1-5; 9,1-7; 11,1-0; 25,6-10a; 26,1-6; 30,18-21.23-26; 40,1-
5.9-11; Za 9,9-10; Jl 4,9-11; Os 2,20; Ba 5,1-9. En cuanto a bibliografía cf. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo,
Barcelona 1967; Id., La Cristología del Nuevo Testamento, Salamanca 1998, pp. 171-197; J. COPPENS, Le
messianisme et sa relève prophetique, Gembloux 1974; M. CIMOSA, Mesianismo, en NDTB, pp. 1170-1187; R.
FISICHELLA, Mesianismo, en DTF, pp. 900-908.
81 Es de notar que, con la aplicación de forma prevalente a Cristo del título de Mesías, se está «ante un
fenómeno de evolución semántica de los más impresionantes: el sentimiento genérico de esperanza se convierte
en proclamación precisa de un acontecimiento, que sirve luego de base a una fe, que llega a transformar el
adjetivo “Cristo” en un nombre propio, para atribuírselo a una persona histórica: Jesús de Nazaret» (R.
FISICHELLA, o.c., p. 904).
82 Discurso a la Unesco (2 de junio de 1980), en «Ecclesia», n. 1.986 (14 junio 1980), pp. 16-22. Aquí, p.
17; en AAS 72 (1980), pp. 737-738. Aquí 738.
83 GS 53.

493
84 JUAN PABLO II, Discorso ai partecipanti al Congresso Nazionale dei “Movimenti Ecclesiali di
impegno culturale”, 16 de enero de 1982, con motivo de la institución del Pontificio Consejo para la Cultura, en:
AAS 74 (1982), p. 685.
85 Cf. P. POUPARD, Evangélisation et nouvelles cultures, en «NRT» 99 (1977), pp. 532-549; Id., Iglesia y
culturas, Valencia 1988; J. LÓPEZ GAY, Pensiero attuale della Chiesa sull’inculturazione, en AA.VV.,
Inculturazione, Concetti, problemi, orientamenti, Roma 1979, pp. 9-35; Comisión Teológica Internacional,
Documenta (1969-1985), Roma 1988, pp. 494-505; Id., Fede ed Inculturazione, en «La Civiltà Cattolica», 3. 326
(21 enero 1989); H. CARRIER, Evangelización de la cultura, en DTF, pp. 448-459; E. CHIAVACCI, Cultura, en
DTI II, pp. 230-240; A. TORRES QUEIRUGA, Inculturación de la fe, en CFC, pp. 611-619; P. SUESS,
Inculturación, en ML II, pp. 377-422.
86 P. ARRUPE, Carta, en AA. VV., Inculturazione, Concetti, problemi, orientamenti, Roma 1979, p. 145.
87 JUAN PABLO II, RMi 52.

88 PABLO VI, EN 63; cf. Idem., 20; Juan Pablo II en su Alocución del Ángelus el Domingo de
Pentecostés de 1986, pedía al Espíritu que permita hablar a la Iglesia «en todas las lenguas del mundo
contemporáneo: de la cultura o de la civilización; de la renovación social, económica y política; de la justicia y de
la liberación; de la información y de los medios de comunicación social».
89 DV 12.

90 JUAN PABLO II, ChL 44.


91 PABLO VI, EN 20.
92 Cf. GS 62.

93 Después de no pocos tanteos acerca del término adecuado para expresar el concepto que se quería
transmitir (acomodación, adaptación, contextualización, encarnación, incluso indigenización), es a partir de la
Asamblea Ordinaria del Sínodo de los obispos del año 1977 sobre La transmisión de la catequesis en nuestro
tiempo, especialmente a jóvenes y niños, cuando se impone y prevalece el término inculturación: cf. M.
ALCALÁ, Historia del Sínodo de los obispos, Madrid 1996, pp. 161-190; A. AMATO, Inculturazione -
Contestualizzazione - Teologia di contesto: elementi di bibliografia scelta, en «Salesianum» 45 (1983), pp. 79-
111; A. A. ROEST CROLLIUS, Inculturación, en S. KAROTEMPREL (dir.), Seguir a Cristo en la misión, Estella
1998, pp. 100-109.
94 Es importante destacar cómo en el día mismo de Pentecostés, los Apóstoles hablaban de tal forma, que
cada uno de los oyentes, «judíos devotos de todas las naciones de la tierra», «oía hablar en su propio idioma»
(Hch 2,5-6), «en su lengua materna» (v. 8), «en su propia lengua» (v. 11). Con esta reiteración de expresiones se
quiere decir que el Mensaje no resultaba lejano y extraño a los oyentes destinatarios del mismo, sino todo lo
contrario: inteligible, entendible y, por lo mismo, asumible; de hecho, «se les agregaron aquel día unas tres mil
personas» (v. 41).
95 Según Juan Pablo II «el vínculo fundamental del Evangelio, esto es, del mensaje de Cristo y de la Iglesia
con el hombre en su humanidad misma, es creador de cultura en su fundamento más hondo» (Discurso en la
Unesco, el 2 de junio de 1980: en «Ecclesia», n. 1.986 (14 junio 1980), p. 19; en AAS 72 (1980), p. 741.
96 Basta recordar a San Justino con su doctrina del «logos spermatikós» y de los «lógoi spermatikoi»:
Apología II, 7 (8), 1-3; 13,3-6, en D. RUIZ BUENO, Padres apologistas griegos (s. II), Madrid 1954, pp. 269 y
276-277; cf. J. QUASTEN, Patrología I, Madrid 1961, pp. 190-204; J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad
Nueva, Santander 19846, pp. 359-371; A. GRILLMEIER, Cristo en la tradición cristiana, Salamanca 1997, pp.
228-234 (con abundante bibliografía).

494
97 Cf. GS 75-76.
98 Con un sentido de profundo realismo y de sincera humildad, confiesa el Vaticano II que «la Iglesia, al
disponer de una estructura social visible, que es el signo de su unidad en Cristo, puede enriquecerse y se
enriquece también con la evolución de la vida social humana, no como si faltase algo en la constitución que Cristo
le ha dado, sino para conocer esta constitución más profundamente, expresarla mejor y adaptarla con mayor
acierto a nuestros tiempos. La Iglesia percibe con agradecimiento que, tanto en su comunidad como en cada uno
de sus hijos, recibe distintas ayudas de hombres de toda clase o condición. Pues quienes promueven la
comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económica y social, y de la política tanto
nacional como internacional, aportan, según el designio de Dios, también una gran ayuda a la comunidad eclesial,
en la medida en que ésta depende de las realidades externas« (GS 44).
99 PABLO VI, EN 19.
100 AG 10.

101 PABLO VI, ES 80.


102 GS 58.

103 SC 37; cf. AG 22.


104 JUAN PABLO II, RMi 53.
105 Cf. JUAN PABLO II, RH 13-14.

106 LG 13.
107 Cf. J. DANIELOU, Le mystère du salut des nations, Paris 1948, pp. 44-65: cap. III, Ce qui doit vivre
et ce qui doit mourir.
108 JUAN PABLO II, RMi 28; cf. LG 17; AG 3. 8. 15; GS 40. 58.
109 JUAN PABLO II, RMi 24.
110 JUAN PABLO II, Exh. Familiaris consortio (22 noviembre 1981) 10, en AAS 74 (1982), p. 91.

111 Cf. PABLO VI, EN 20.


112 H. CARRIER, Inculturación, en DTF, p. 705.

113 Cf. GS 22. 38. 41. 45; AG 3.


114 A. TORRES QUEIRUGA, Inculturación de la fe, en CFC, p. 619.

115 MCLUHAN, El medio es el mensaje, Barcelona 1987.


116 PABLO VI, EN 42.
117 Cf. LG 17; AG 5.6.7.10.

118 Cf. SC 2.6.7.10.26.27.33.41.42.59.66.67.71.


119 Cf. LG 10. 31.

120 Cf. LG 10. 31. No entramos aquí en el debate sobre la relación existente entre los sacramentos del
Bautismo y de la Confirmación. Ver, para ello, los Tratados específicos de sacramentología; cf. entre otros, J. C.
R. GARCÍA PAREDES, Iniciación cristiana y eucaristía, Madrid 1992, con abundante bibliografía sobre la
Iniciación cristiana.

495
121 LG 11. 14; AA 3; AG 6. 7.
122 LG 28. 32. 64; AG 14. 15. 21.

123 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 263. Este mismo autor ilustra el
pensamiento de San León con palabras de diversos sermones. Baste recordar éstas por su particular belleza y
concisión: «Originem quam sumpsit in utero virginis, posuit in fonte baptismatis; dedit aquae quod dedit matri;
virtus enim Altissimi et obumbratio Spiritus Sancti quae fecit ut Maria pareret Salvatorem, eadem facit ut
regeneret unda credentem» (Sermo 20, c. 5: PL 54,211C).
124 LG 11. Subrayado nuestro; cf. SANTO TOMÁS, STh III, q.63, a.2; q.65, a.3; q. 72, aa.1 y 5.

125 LG 33. Subrayado nuestro. Cf. AA 1. 3. 10; AG 28. 35. 36-41.


126 AA 3. Subrayado nuestro.

127 K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 19672, p. 98.

128 K. RAHNER, o.c., p. 99. Subrayado nuestro.


129 PO 5; cf. SC 10.

130 PO 6.
131 Cf. LG 11.26; SC 10; PO 5.6; UR 2.

132 GS 1. Subrayado nuestro.


133 GS 40.
134 Estos temas fueron ulteriormente analizados y ofrecidos a los laicos como campos prevalentes —pero
no exclusivos— de su compromiso misionero en la sociedad por el Papa Juan Pablo II en su Exhortación
apostólica Christifideles laici 36-44.
135 JUAN PABLO II, RMi 37.
136 Idem; cf. PABLO VI, EN 42.

137 Cf. GS 3.14.24.32.38.40.42.92; LG 28.38.51.

138 JUAN PABLO II, RMi 27.

139 PABLO VI, EN 15.


140 PABLO VI, EN 13.
141 PABLO VI, EN 24.

142 JUAN PABLO II, RMi 23.


143 PABLO VI, EN 41; cf. nn. 21. 26. 69. 76.

144 JUAN PABLO II, RMi 26.


145 AG 35. Subrayado nuestro.

496
CAPÍTULO 9

MARÍA, PRIMERA IGLESIA

497
498
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499
500
Introducción1
No ha resultado excesivamente normal concluir una obra de eclesiología con un capítulo
dedicado por entero a la figura de María. Podría parecer que la eclesiología se agota en el
misterio cristológico o, en todo caso, en el trinitario. Y sin embargo, el presente capítulo
no sólo no es superfluo o simplemente complementario de los que lo preceden, sino que
tiene el valor y el sentido profundo de condensar, de forma personificada en la figura de
María, toda la exposición hecha a lo largo de los capítulos que preceden. Efectivamente,
en fidelidad al Concilio Vaticano II, que realizó en gran medida, particularmente en el
campo de la eclesiología-mariología, una vuelta a la mejor tradición de la Iglesia2, nos
proponemos presentar el misterio de la Iglesia plasmado en la figura personal de María
como prototipo, paradigma, referente obligado para captar en toda su hondura este
misterio. No se podría leer correctamente la constitución Lumen Gentium, como dijo ya
en su día la Comisión Teológica Internacional, «sin interrogar la aportación del capítulo
VIII a la inteligencia del misterio de la Iglesia. La Iglesia y el Reino encuentran su más
alta realización en María. Que la Iglesia sea ya la presencia “in mysterio” del Reino, se
esclarece definitivamente a partir de María, morada del Espíritu Santo, modelo de
“Realsymbol” de la Iglesia» 3.
De hecho, «en la época patrística, se proyectó toda la mariología en la eclesiología,
naturalmente sin citar el nombre de la Madre del Señor: la Virgo Ecclesia, la Mater
Ecclesia, la Ecclesia immaculata, la Ecclesia assumpta; lo que más tarde sería la
mariología se pensó en un principio como eclesiología» 4.
El Concilio Vaticano II supuso una decisiva superación de la visión parcial del
misterio de María: había sido olvidada sistemáticamente la dimensión eclesiológica de
este misterio. Por eso, en el umbral mismo del capítulo VIII de la Constitución dogmática
Lumen Gentium afirma el Concilio que quiere profundizar y exponer el misterio de María
a la doble luz del misterio de Cristo y del misterio de la Iglesia. No solamente superó,
pues, la posible dicotomía o incluso cierto divorcio existente entre el misterio de la Iglesia
y el de María, sino que, volviendo a la Tradición patrística más primitiva, afirmó sin
dudarlo que «la Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del
Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de
la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María..., por su íntima
participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las

501
supremas verdades de la fe» 5.
Pues bien, la dimensión más honda y decisiva del misterio de María es su raíz
radicalmente trinitaria. En el misterio de María está implicada de forma personal y directa
toda la Trinidad, sin que esto impida que tenga una visibilización del todo particular en su
vertiente cristológica. Así como, andando el tiempo, se pudo hablar de «Ecclesia de
Trinitate», cuando la reflexión de los Padres se fue dirigiendo de forma directa y explícita
hacia María, fue apareciendo una verdadera figura de «Maria de Trinitate», siendo vista
como la hija predilecta del Padre, la Madre divina (Theotókos) del Hijo, el Templo y
Sagrario del Espíritu Santo6.

1. PROFUNDA RELACIÓN ENTRE EL MISTERIO DE MARÍA Y EL


MISTERIO DE LA IGLESIA7

1.1. La Tradición de la Iglesia


En la Tradición cristiana María y la Iglesia han sido dos realidades en profunda y
constante relación. Con todo, «los padres y los escritores del tiempo antiguo
rarísimamente escriben sobre María de modo directo y exclusivo; normalmente hablan de
ella dentro de un contexto, cuando, p. ej., explican las divinas escrituras, profundizan y
defienden el acontecimiento salvífico de Cristo o ilustran el misterio, la vida, el culto de la
iglesia» 8. Por eso se ha podido decir que la mariología fue en primer lugar eclesiología,
hasta el punto de poderse afirmar de forma completamente objetiva que todo lo que, con
el andar del tiempo, se fue proclamando y confesando acerca de la persona de María, se
había proclamado y confesado ya en relación con el misterio de la Iglesia: «todo lo que
se ha escrito de la Iglesia puede también leerse pensando en María» 9; y, a su vez, «todo
lo que se ha escrito de María, puede también, en lo esencial, leerse pensando en la
Iglesia» 10.
Desde muy pronto María fue vista como «claro espejo de la santa Iglesia». Por eso
la comunidad eclesial comenzó a proyectar sobre María como persona singular y del todo
eminente, la reflexión que iba haciendo sobre sí misma a partir de la Palabra de Dios.
La conciencia cristiana se percató bien pronto de que entre María y la Iglesia existen
unos lazos que van mucho más allá de lo que puedan sugerir o expresar el acercamiento
puramente externo y material de ambas realidades11. Por el contrario, María fue vista por
la Tradición como «la figura ideal de la Iglesia» 12, el «sacramento» de la Iglesia13, el
«espejo en el que se refleja toda la Iglesia» 14, «su tipo y su ejemplar, su punto de origen

502
y de perfección. «En cada momento de su existencia, María habla y obra en nombre de
la Iglesia —figuram in se sanctae Ecclesiae demonstrat (San Ambrosio, De institutione
virginis, c. 14: PL 16,326)—, no en virtud de una decisión sobreañadida ni, entiéndase
bien, por efecto de una decisión explícita por su parte (de María), sino porque, por así
decirlo, la lleva ya y la contiene toda entera en su persona» 15.
Entre María y la Iglesia no existe, pues, solamente una «mera semejanza. Es debido
a una razón de conexión íntima, objetiva, que todo lo que conviene a la Iglesia, madre
del Cristo colectivo, se haya realizado primeramente en la existencia personal de
María» 16. Ya había dicho en su tiempo San Juan Damasceno que «el sólo nombre de la
Madre de Dios, encierra en sí todo el misterio de la Economía» 17.
Siglos más tarde, en plena Edad Media, recogiendo una tradición que se remonta a
los primeros pensadores de la Iglesia18, pero en la misma perspectiva, autores como el
abad Isaac de la Stella no dudaban en hacer un profundo y concreto acercamiento entre
la maternidad de María y la maternidad de la Iglesia: «así como la cabeza y los miembros
son un hijo a la vez que muchos hijos, asimismo María y la Iglesia son una madre y
varias madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres, y ambas vírgenes;
ambas concibieron sin voluptuosidad por obra del mismo Espíritu; ambas dieron a luz sin
pecado la descendencia de Dios Padre. María, sin pecado alguno, dio a luz la cabeza del
cuerpo; la Iglesia, por la remisión de los pecados, dio a luz el cuerpo de la cabeza. Ambas
son la madre de Cristo, pero ninguna de ellas dio a luz al Cristo total sin la otra. Por todo
ello, en las Escrituras divinamente inspiradas, se entiende con razón como dicho en
singular de la virgen María, lo que en términos universales se dice de la virgen madre
Iglesia, y se entiende como dicho de la virgen madre Iglesia en general lo que en especial
se dice de la virgen madre María; y lo mismo si se habla de una de ellas que de la otra, lo
dicho se entiende casi indiferente y comúnmente como dicho de las dos» 19. Como se ve,
pone en evidencia el misterioso lazo que une profundamente a María y la Iglesia: tanto la
una como la otra, «dan a Dios Padre una posteridad». Y, con una expresión genial, difícil
de traducir sin empobrecerla, afirma en otra ocasión: «Maria et Ecclesia, una mater et
plures» 20.
Como se irá viendo a lo largo de este capítulo, «los lazos que existen entre la Iglesia
y la Virgen María no son solamente numerosos y estrechos, sino también esenciales.
Están íntimamente entretejidos. Estos dos misterios de nuestra fe son más que solidarios:
se ha podido decir que son “un solo y único misterio” (Ruperto María de Manresa).
Digamos al menos que es tal la relación que entre ambos existe, que ganan mucho
cuando el uno es ilustrado por el otro; y aún más, que para poder entender uno de ellos,
es indispensable contemplar al otro» 21.

503
Con razón pudo hablar en su tiempo Scheeben22, recogiendo el sentido de la gran
Tradición eclesial, de una cierta «perijóresis» entre María y la Iglesia, es decir, de una
mutua “in-existencia” en el sentido de que todo el misterio de María se reproduce en el
misterio de la Iglesia, y todo el misterio de la Iglesia está condensado de forma personal
en María. En analogía con el misterio trinitario se puede decir que entre María y la Iglesia
rige una profunda unidad, existe un profundo entrelazamiento de las personas por el que,
sin perder la propia identidad cada una de ellas, se acogen y se entregan totalmente en el
amor: son realidades diversas, pero unificadas en la misma relación de aceptación mutua
y de mutuo amor: «entre la una y la otra hay un constante intercambio de atributos, una
penetración mutua que autoriza cierta “comunicación de idiomas”» 23, en analogía a la
que existe entre las tres divinas Personas de la Trinidad: cada una está en las otras dos, y
donde está una, están necesariamente las otras dos. De esta forma, «con los inexplotados
tesoros de la afectuosa teología de los Padres de la Iglesia..., el misterio de la santa
Madre Iglesia, está ligado indisolublemente con los insondables misterios de la Madre de
Jesús» 24.

1.2. El Misterio de María preanuncia y realiza de forma anticipada el


Misterio de la Iglesia
El Concilio Vaticano II en el redescubrimiento que hizo de María en su profunda relación
con la comunidad eclesial, puso de relieve no sólo su condición de «reconocida y
venerada Madre de Dios y del Redentor», sino también —algo más novedoso—, su
condición de «miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia» 25. No hacía
con esto más que retomar la rica y profunda tradición eclesial, especialmente la que
procede de San Agustín. Es Agustín, en efecto, el que se expresa diciendo: «Sancta
Maria, beata Maria, sed melior est Ecclesia quam Virgo Maria. ¿Quare? Quia Maria
portio est Ecclesiae, sanctum membrum, excellens membrum, supereminens membrum,
sed tamen totius corporis membrum. Si totius corporis, plus est profecto corpus quam
membrum» 26.
El misterio de la Iglesia se preanuncia y se realiza de forma anticipada y eminente en
la persona de María:
María es la microhistoria de la salvación. Efectivamente, en María confluye, se
resume y culmina de modo admirable la historia de la salvación desarrollada en
la Antigua Alianza: los personajes, profecías, signos y símbolos que van
anunciando y preparando la aparición en la historia del Mesías. María es «la
mujer» por excelencia que en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 1,1-4) hace
posible que el Mesías aparezca entre los hombres no sólo en forma humana,

504
sino en la realidad y autenticidad de la naturaleza humana, como un verdadero
hermano de los hombres (cf. Hb 2,11-19), «en todo semejante a nosotros,
excepto en el pecado» (Hb 4,15). María es la «criatura» que anticipa de forma
concentrada la historia de la salvación en el tiempo de la Iglesia, siendo su
prototipo, su modelo, el paradigma según el cual Dios quiere actuar en la
comunidad eclesial, y según el cual esta comunidad debe acoger y responder al
don de Dios.
María desde el momento mismo de la Anunciación está en la génesis del Cristo
histórico, como en el momento de Pentecostés, vuelve a estar presente —de
forma activa— en la génesis del nacimiento de la Iglesia como cuerpo místico
de Cristo. De tal forma, que la que engendró y dio a luz al que es Cabeza de la
Iglesia, llegara a ser a un tiempo y de forma misteriosa, miembro y madre de la
comunidad eclesial.
María, por otra parte, que «precede con su luz al peregrinante pueblo de
Dios» 27, es «ya» lo que la Iglesia en su totalidad espacio-temporal, desea y
espera llegar a ser algún día. Ella, en su realidad personal ya consumada en
Dios, es garantía para todos los creyentes en Cristo de que, también ellos, no
sólo tienen prometida verbalmente su propia consumación, sino que la tienen
garantizada con los hechos, con una criatura real e histórica como el resto de
los mortales.
El Concilio Vaticano II (LG 61-65) puso de relieve, de forma sintética pero con
innegable claridad, las relaciones entre María y la Iglesia: Ella, como miembro primero y
perfecto de la Iglesia, no sólo no está fuera ni por encima de la Iglesia, sino que con Ella,
comienza la misma Iglesia y alcanza ya su perfección. Ella es su figura y modelo, de tal
forma que en su desarrollo histórico la Iglesia tiene que asumir un ininterrumpido
proceso, no sólo de imitación, sino de verdadera y auténtica identificación, como quiera
que María ha conseguido ya la cima de la santidad (moral y apostólica), a la que está
irrevocablemente llamada la comunidad eclesial. Ella, de forma particular y eminente,
está destinada, en virtud de su maternidad divina, a cooperar ininterrumpidamente con
Cristo ejerciendo su maternidad espiritual sobre todos los miembros de la Iglesia y aun
sobre todos los hombres del mundo.
Si tal es la hondura y esencialidad de la relación entre María y la Iglesia, ésta tiene
que mirar constantemente a María para poder percibir en todo su profundidad, tanto lo
que Dios quiere hacer en la comunidad eclesial, como la respuesta que esta comunidad
está llamada a dar a Dios. Lo que Dios hizo en María y la respuesta que María dio a
Dios constituye el modelo, el paradigma, el punto inequívoco de referencia para una
Iglesia que quiera ser plenamente consciente del don de Dios, y de la respuesta que Dios
espera de ella.

505
2. EL MISTERIO DE LA IGLESIA A LA LUZ DEL MISTERIO DE
MARÍA

Según se ha visto, la Iglesia es un misterio trinitario con una acentuada y lógica vertiente
cristológica. Al hacerse consciente del don de Dios y de la respuesta que espera Dios de
ella, la Iglesia vuelve instintivamente su mirada hacia María y se pregunta: ¿qué hizo Dios
en María?, ¿cuáles son las «maravillas» de que ella es consciente y que canta con tan
profunda alegría? Y, por otra parte, ¿cuál fue la respuesta de María a la acción de Dios
sobre ella?
Si, como dice la Tradición patrística, «María es el “tipo” de la Iglesia, el “modelo”,
el “compendio” y como el “resumen” de todo lo que luego iba a desenvolverse en la
Iglesia, en su ser y en su destino» 28, viendo el itinerario de María, la Iglesia descubre
tanto la maravillosa acción de Dios sobre la comunidad eclesial y sobre cada uno de sus
miembros, como la grave responsabilidad que pesa sobre ellos a la hora de dar una
respuesta adecuada al don de Dios.
A) Dios hizo a María:
«La-toda-santa», preparada por el Espíritu que es, por antonomasia «eltodo-
Santo».
La Madre de Jesús, el Verbo encarnado, culminación de toda la creación y
redentor de todos los hombres y de todo el hombre.
La criatura consumada en su plenitud existencial, más allá de su exclusiva
existencia terrena.
B) La respuesta de María a Dios fue dada:
En la clara oscuridad de la Fe.
Desde el reconocimiento de su pequeñez, de su nada.
poniéndose incondicionalmente a disposición de Dios y de su Proyecto en la
historia: construir, ya desde aquí, su única y gran familia.

2.1. El Misterio de María


Delante de María estamos ante una persona envuelta en el misterio:

Estamos, en primer lugar, ante una verdadera mujer, una criatura de la raza de
Adán, con todas las connotaciones de verdadera humanidad que se encuentran
en los demás seres humanos. Nos situamos ante el misterio de una criatura
sobre la que Dios se ha fijado y a la que ha llamado, desde su más estricta
humanidad, «a la obra de los siglos» 29: la salvación de los hombres. Esta

506
dimensión antropológica del misterio de María fue en su día luminosamente
destacada por Pablo VI30.
Estamos, además, ante una creyente. Frente a una pintura, proveniente de
siglos anteriores en que se idealizó excesivamente la vida de María, el Concilio
Vaticano II y toda la Mariología subsiguiente a él, incluida la del Magisterio de
la Iglesia, ha revalorizado plenamente la cualidad fundamental de María en su
relación con Dios: la fe. No se ha hecho, con esto, más que volver, una vez
más, a la mejor tradición de la Iglesia, especialmente a la escuela agustiniana.
El pensamiento de Agustín puede resumirse en aquella afirmación según la cual
«María concibió a Cristo por la fe en su mente, antes que en su vientre» 31.
Más aún, que lo concibió en el vientre porque antes lo había concebido en su
mente por la fe. Desposeer, pues, a María de la fe es despojarla del único
camino que tiene el hombre de acceso a Dios: «quien se acerca a Dios debe,
ante todo, creer...» (Hbr 11,6).
Estamos, finalmente, delante de un signo. El misterio de María no le atañe
única y exclusivamente a Ella, en independencia de todos los demás mortales.
María ha sido pensada por Dios como la personificación en una pura criatura
del proyecto de Dios sobre la humanidad. En ella se resume, de forma densa y
clara al mismo tiempo, lo que Dios ha proyectado y querido para todos los
hombres, y especialmente para los miembros de la Iglesia. La existencia de
María tiene un valor paradigmático: es, para la Iglesia, «prototipo y modelo
destacadísimo en la fe y en el amor» 32.
La Teología mariana anterior al Concilio Vaticano II se había caracterizado por ser
una «Mariología de los privilegios». La figura de María era vista, fundamentalmente,
como alguien completamente singular, fuera de todo esquema o cálculo, absolutamente
distinta del común de los mortales, digna de todos los elogios, objeto de todos los
privilegios y excepciones posibles por parte de Dios.
El Vaticano II ante esa postura que según algunos autores podría calificarse de
hipertrófica33, se propuso situar a María en el contexto en que situó a todo el misterio
Cristo: la historia de la salvación.
Al hacer esto, el Concilio pretendió, por una parte, darle a la Mariología su
verdadero y lógico marco: la Palabra revelada en la historia y por la historia; y, por otra,
salir al encuentro de todos aquellos cristianos —no católicos— que honrando y
venerando a María como la Madre del Señor, no comparten con los católicos ni todas las
expresiones cultuales, ni todos los desarrollos doctrinales de que ha sido objeto la
doctrina mariana en los últimos siglos.
Hecha la elección de esta perspectiva fundamental, María es presentada en el

507
capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen Gentium, como una «microhistoria de
la salvación» 34. Efectivamente, en ella convergen y se condensan todos los anuncios,
profecías y figuras que van delineando la figura del futuro Redentor y de su propia
Madre: «con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se
cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación» 35. Ella se convierte en una
especie de hilo conductor de todo lo que fue la presencia en la historia de Jesús el
Redentor, desde el momento de la Anunciación hasta el día de la Ascensión y
Pentecostés: «María, en efecto, ha entrado profundamente en la historia de la salvación y
en cierta manera reúne en sí y refleja las exigencias más radicales de la fe» 36. En ella,
está presente ya in nuce todo lo que es la vida de la Iglesia, tanto desde el punto de vista
de la ejemplaridad como tipo de la Iglesia, como desde la acción materna que María está
llamada a realizar en la comunidad seguidora del Hijo: «en su acción apostólica, la Iglesia
mira con razón hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y
nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el
corazón de los creyentes37.
Es, pues, el de María un misterio que, si por una parte, le atañe a Ella en cuanto
criatura singular en la que Dios hizo «obras grandes», atañe igualmente a todos aquellos
que, por el bautismo, son «hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre
angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz» 38.
El misterio de María es paradigma eclesial en un doble sentido:
2.1.1. Para descubrir lo que Dios quiere hacer en la comunidad de bautizados.
2.1.2. Para presentar el modelo de respuesta que espera Dios de la comunidad de los
redimidos.

2.1.1. María, objeto de la obra redentora de Cristo


María, dando vueltas en su corazón a lo que percibía que Dios había hecho y seguía
haciendo en ella, se iba concienciando progresivamente de las «magnalia» de Dios en
ella: «ha hecho en mí cosas grandes el que es poderoso» (Lc 1,49). Y lo fundamental
que había hecho Dios en María era «redimirla» plenamente en virtud de los méritos de
Jesús, su propio Hijo. Una redención que no hay que entender necesariamente en el
sentido exclusivo de una «liberación» de un pecado en el que ya se hubiera incurrido
(redención liberativa), sino que es posible pensarla igualmente en el sentido positivo de
una plenitud de gracia en la persona que hace imposible que el pecado tenga cabida
alguna en el corazón de la criatura así redimida39.
El centro del misterio de María, desde un punto de vista personal, es la gracia de la
maternidad: es ésta «la gracia suprema. Esta es, como designio divino, eterna, pero su

508
realización en María es temporal; es decir, la plenitud de gracia de María fue produciendo
gradualmente los efectos temporales correspondientes. El primero de los efectos de una
gracia y de una redención eminentes fue la preservación de María del pecado original» 40.
La gracia redentora de la maternidad, como don central hecho por Dios Padre a
María, se extiende y actúa hacia el origen mismo de su existencia humana, llenándola de
su gracia, siendo ella la primera en ser incluida en una relación divinizante con Cristo. Se
extiende igualmente hacia el final de su peregrinación terrestre, llevándola a esa plenitud
existencial en Dios que llamamos «asunción en cuerpo y alma».
Desde su maternidad divina «María representa la realización plena de la redención
de Cristo. Todos los hombres participan en Cristo de esa redención. La participación de
María en esa gracia fue tan completa que se vio totalmente libre del pecado original, y
eso constituye ya una “gracia escatológica”. María recibió la participación en Cristo como
su verdadera madre en sentido físico, lo cual trasciende la situación de los demás
redimidos. De ahí que la dimensión social y la fecundidad para los demás que en el
cuerpo de Cristo tiene la gracia de la redención, tuviera en María un carácter universal, al
igual que su maternidad. Porque ella, por ser madre del Redentor, es en la gracia madre
de todos los redimidos. No es que queramos sacar de aquí nada definitivo, pero sí resulta
lógico pensar que María, como corona de la elección que marcó su vida, recibiera la
plenitud de gracia de un modo superior al de los demás redimidos: con la glorificación
inmediata después de su muerte» 41.
En tres dimensiones fundamentales se plasma la obra redentora de Dios sobre
María:
Eligiéndola y llenándola de su gracia desde el primer momento de su existencia
terrena.
Haciéndola Madre consciente y libre del propio Verbo encarnado.
Haciendo que la gracia redentora actuara en Ella consumándola en su destino
último y definitivo.

• Su elección y plenitud de gracia: Inmaculada42

En el Canto con que se abre la carta a los Efesios (Ef 1,3-7) se afirma que los bautizados
han sido elegidos y predestinados por Dios, antes de la creación del mundo, por pura
iniciativa de Dios, para ser «santos e inmaculados ante Él por el amor». Pues bien, este
designio de Dios ha tenido su realización literal más amplia y cumplida precisamente en la
persona de María: elegida por Dios desde toda la eternidad, y llena de gracia en atención
a los méritos redentores de Cristo. «El inefable Dios —dice la Bula Ineffabilis Deus—
eligió y señaló desde el principio y antes de los tiempos, una Madre para que su Hijo

509
unigénito, hecho carne de ella, naciese en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto
grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con
señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia
de todos los celestiales carismas... que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha
de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad
que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera
de Dios» 43.
El primer gesto de Dios sobre María es, pues, el gesto de su plena y total
gratificación: llenarla por completo de su amor redentor y transformador, en vistas del
designio de hacerla Madre del Verbo encarnado.
En María, la mujer «llena de gracia» en vistas a la maternidad divina, se pone de
manifiesto, en primer lugar, la gratuidad y fidelidad del amor de Dios Padre a la
humanidad. Dios, absolutamente fiel, en María, la criatura llena de gracia desde el
momento mismo en que comenzó a existir, da una respuesta que es absolutamente
gratuita por una parte, y totalmente original por otra: es decir, es una respuesta que
encuentra su origen, su fuente y su motivación única y última en el puro amor de Dios a
la humanidad; brota únicamente de su amor, sin que nadie se lo pida ni se lo exija. En
María, como en nosotros, todo es gracia.
La plenitud de gracia en la persona de María desde el comienzo mismo de su
existencia terrena revela, además, la profundidad de la fuerza redentora del amor de Dios
a la humanidad. Ese amor redentor hace «criaturas nuevas» (cf. 2Cor 5,17; Ga 6,15)
según el modelo prefigurado y realizado ya en Cristo, el Hombre Nuevo (cf. Ef 4,24;
1Cor 15,45-49). María, la llena de gracia, es, por ese mismo hecho, «la mujer nueva»:
en ella la redención de Cristo se ha visto realizada y lograda en toda su eficacia y
potencia, hasta el punto de poderse afirmar que María «es la única redimida sin la cual la
redención no puede concebirse como victoria» 44. En María, como en nosotros, todo
procede de Dios, todo es obra suya.
Por otra parte, en María, la llena de gracia desde el primer instante de su vida
terrena, se pone de manifiesto de forma eminente y hasta única, la presencia y la acción
del Espíritu. Efectivamente, si no hay forma alguna de redención sin infusión y
comunicación del Espíritu Santo, es evidente que la forma máxima de redención (la
realizada en María), exige la forma máxima de presencia del Espíritu en el redimido.
María llega a ser así, en virtud de su condición de redimida, el icono por excelencia del
Espíritu en la Iglesia: es la obra maestra del Espíritu desde el primer momento de su
existencia. La autocomunicación plena y definitiva de Dios a María mediante su Espíritu,
gratificó radicalmente a María haciendo de ella «la-toda-santa» (= panagía), obra y fruto
del «Todo-santo» (= panagion). Según el pensamiento de G. M. Roschini —como lo

510
resume A. Amato45— entre el Espíritu Santo y María hay de hecho como una especie de
simbiosis. Toda la vida de la Virgen está bajo la luz y la potencia del Espíritu. El Espíritu
da sus dones, y María los recibe con una adecuada correspondencia humana. El papel
que juega María en el acontecimiento salvífico está en dependencia del Espíritu como
causa principal; ella, en cambio, obra como causa instrumental (como la humanidad de
Cristo, de la cual María es indisociable y a la cual está completamente subordinada).
María, instrumento consciente y libre recibe toda su virtud al actuar (por ej., en la
encarnación redentora y en la cooperación con Cristo en toda la obra de nuestra
salvación) de la causa principal que es el Espíritu Santo, poniendo de relieve sus infinitas
virtualidades.
Dicho lo anterior se comprende cómo la vocación primera y fundamental de María
es la vocación a la santidad. La percepción que tuvieron los primeros seguidores del
Señor en relación con María, su madre, fue precisamente la de encontrarse delante de
una «santa», es decir, de una persona que respondía plenamente, sin fisuras, al proyecto
de Dios sobre el hombre. De ahí que bien pronto aparece alabada como «la-toda-santa»,
epíteto que pasa inmediatamente a las fórmulas de fe: «nacido de “santa María” la
Virgen» 46.

• Su esencial destino a la Maternidad virginal de Cristo47

Dejando de lado el problema mariológico acerca del principio fundamental y


estructurante de la mariología en el cual tiene una importancia ciertamente determinante
el tema de la maternidad divina de María48, hay que reconocer que en la tradición de la
Iglesia la divina maternidad de María ocupó un puesto de honor en la veneración de los
cristianos y en la reflexión de los teólogos49.
Desde el momento en que Dios Padre decide que el Verbo, para redimir al hombre
fuera «semejante en todo al hombre menos en el pecado» (Hb 4,15); desde el momento
en que los hombres tienen todos la misma carne y sangre, también el Verbo en su
encarnación debía asumir una carne como la de ellos para poderse parecer en todo a sus
hermanos (cf. Hb 2,14-17), a fin de que la redención no fuera un proceso extrínseco o
extraño al hombre, sino que fuera un proceso realizado desde dentro, desde la solidaridad
humana más real y profunda, el Verbo debía tener una madre: tenía que ser engendrado
y nacer de una mujer (cf. Ga 4,4). Ahora bien, todo eso, supone la presencia viva y
activa de esa mujer, de esa madre, que garantizara la autenticidad de la naturaleza
asumida. Esa Madre es María50: su destino para madre de Jesús es de tal forma
sustancial y determinante, que es pensable que, si María no hubiera sido de hecho madre
de Jesús, no tendría razón de haber existido históricamente.

511
María fue destinada a ser, ante todo, la madre del Cristo físico. Pero como quiera
que ese Cristo es, a su vez, destinado por el Padre para ser la Cabeza del Cuerpo, de la
Iglesia (cf. Col 1,18; 2,10; Ef 4,15; 5,23), el destino maternal de María no se agota en su
maternidad física: su destino global, en el pensamiento de Dios es el de ser la Madre
espiritual de todos los hombres, a los que dio a luz estanto junto al Primogénito cuando
éste moría en la cruz. La maternidad de María, por consiguiente, tiene un innegable
alcance eclesial. En el proyecto de Dios, la maternidad de María no debía quedar
circunscrita simplemente al hecho material de engendrar y dar a luz un hijo según la
carne. La naturaleza y el destino de ese Hijo era tal, en el plan de Dios, que la misma
madre debía quedar implicada en el destino universal de salvación que tenía que realizar
el Hijo engendrado y dado a luz por ella. El horizonte de la maternidad de María no se
agota en la pura biología, sino que trasciende en un horizonte histórico-salvífi-co51. De
ahí que, como verdadera madre biológica de Cristo y como asociada por Dios Padre a la
obra redentora del Hijo, «María no sólo no es un episodio individual teológicamente
carente de interés en una biografía de Jesucristo, sino que en esta historia de la salvación,
ella es de manera explícita una magnitud histórico-salvífica» 52. María es así, verdadera y
auténtica madre de Cristo, en su doble e inseparable condición de hombre y de salvador
de todos los hombres y de todo el hombre. Gracias a la singularidad de esa maternidad,
vivida en la fe, María se hace madre de muchos. «El acontecimiento Cristo no se
produjo sin María (...) Con ello se quiere decir que, así como Dios no operó la salvación
de la humanidad al margen de ésta y de su historia, sino que entró en la historia mediante
la encarnación, de igual modo al encarnarse lo hizo sometiéndose a las leyes del ser
humano, sometiéndose a la maternidad de María» 53.
La Maternidad de María viene marcada además, desde el primer momento, por una
nota que la caracteriza y le da toda su peculiaridad. María fue una madre «del todo
singular» no sólo por la peculiaridad del Hijo engendrado (el Santo, el Hijo de Dios, el
Emmanuel, el Dios con nosotros, el Salvador: cf. Mt 1,22-23; Lc 1,35), sino también y
muy particularmente en la forma con que concibió a ese Hijo: «el Espíritu Santo vendrá
sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35; Mt 1,20). La
narración evangélica de la concepción virginal de Cristo, impulsó ya a San Justino a
llamar a María «la virgen», título que recogen inmediatamente las confesiones de fe (los
credos) que van confesando sistemáticamente todos los que quieren entrar a formar parte
de la Iglesia a partir del siglo III54. La virginidad no es, en el caso de la maternidad de
María, un elemento o nota sobreañadida, sino una forma específica de esa misma
maternidad: más que madre y virgen, María es Madre virginal de Cristo. La concepción
virginal de Cristo por obra del Espíritu en el seno de María es, para la misma María, el
signo exterior, material, de una realidad profunda y decisiva en su vida: su radical
disponibilidad personal para aceptar en plenitud de entrega sin reservas, el proyecto de

512
Dios sobre Ella, perteneciéndole en exclusividad en orden a la obra de la salvación de los
hombres. Con todo, y como subraya luminosamente Pablo VI, María no fue una madre
posesiva, «celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como una mujer que
con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,1-12) y cuya
función maternal se dilató, asumiendo sobre el Calvario dimensiones universales» 55.

• Su consumación en el Misterio de Cristo: Asunta

María dio vida humana al Verbo de Dios según la carne, en pobreza, en debilidad, de
forma kenótica (cf. Flp 2,5-7). Esa condición «kenotizada», pedía que, por el poder de
Dios se convirtiera en Hombre glorificado, dotado de «doxa»: no era posible, en efecto,
que el Hijo permaneciera en el sepulcro. Frente al rechazo, por parte de la humanidad,
del Hijo amado, «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible
que la muerte lo retuviera bajo su dominio» (Hch 2,24-25). De manera semejante, la
gracia de la maternidad, realizada en la forma kenotizada del Verbo de Dios entre los
hombres hasta aparecer como un hombre cualquiera, tenía que florecer en la gracia de la
maternidad consumada que llamamos asunción. La consumación de María es la
culminación lógica de la gracia de su maternidad divina: llena de gracia en vista de su
condición de madre, y plenamente consumada precisamente porque fue madre.
Si la gracia de la maternidad divina es la gracia central y determinante en la vida
personal de María, esta gracia tiene su prolongación lógica y normal en su plena,
completa y definitiva consumación en el final de su existencia: en el hecho de su
Asunción. Si María, en virtud de su maternidad participó de los gozos y de los dolores,
de las alegrías y del sufrimiento supremo del Hijo en la cruz, resulta una exigencia
completamente lógica el hecho de que la Resurrección de Cristo tuviera un inmediato
reflejo en la vida de la Madre, siendo la primera de todos aquellos que, en virtud de la
resurrección de Cristo, van a resucitar de entre los muertos (cf. 1Cor 15,22-24. 50-57):
gracias a Cristo resucitado, su vida fue consumada, es decir, llevada a su plena y
definitiva situación existencial, al ser invadida por la fuerza transformante del Resucitado.
María es la primera criatura en la que la fuerza dinámica y transformante de Cristo
Resucitado ha actuado con todo su ímpetu y eficacia, haciendo que en ella también, se
operara la gran transformación: es decir, el momento en el que «este cuerpo, sembrado
en debilidad, surge en plenitud de vigor y en definitividad de vida (cf. 1Cor 15,42-49).
Así como la gracia de la maternidad actuó misteriosamente hacia atrás en el tiempo
remontándose al inicio de la existencia de María invadiéndola por completo y haciéndola
«llena de gracia», así también, y con mayor razón, actuó hacia adelante, invadiéndola en
el último momento de su existencia terrena y transformándola en la plenitud de su

513
existencia creatural.
La causalidad ejemplar y final que ejerce María en relación con la Iglesia tomada en
su totalidad, dice relación al futuro: «en la Virgen resucitada con Cristo, la Iglesia en
marcha hacia la parusía, realiza ya el cumplimiento de su misterio. En este primer
miembro, que no ha dejado nunca de precederla, consigue su término, su reposo y su
plenitud: la presencia corporal definitiva junto a Cristo resucitado. Definiendo el dogma
de la Asunción, Pío XII quiso proponer a la Iglesia una señal renovada de esperanza»
(...) Por eso «María es el icono escatológico de la Iglesia» 56.
Así como no era posible que el Cordero sin macha, que quita el pecado del mundo,
naciera de una Madre manchada en algún momento por el pecado, de la misma forma no
era posible que el Hijo, preservado de la corrupción del sepulcro (cf. Hch 2,24-31) no
impidiera el que aquella que había sido tabernáculo purísimo de su propia Persona, fuera
presa de la destrucción de su cuerpo en la muerte. La misma lógica de gracia que alcanzó
el momento primero de la existencia de María, es la que alcanzó también el último
momento de su existencia terrena. Es la lógica que ha llevado a formular el principio:
Assumpta quia Immaculata; Immaculata et Assumpta quia Mater!
Sometida María a la precariedad de la existencia humana, como el resto de los hijos
de Eva —hija de Eva ella también—, fue alcanzada por la fuerza transformante del
Resucitado, que la llevaba a la superación definitiva de esa precariedad existencial y hacia
la plenificación de todos aquellos límites que conformaban las coordenadas de su
existencia terrena. Vivir plena y definitivamente en el gozo transformante de la visión de
Dios, Uno y Trino, es el don y la gracia de la Asunción.
En esta lógica de «exaltación», de «glorificación», de «asunción», comenzó a ser
interpretado en sentido mariológico el texto del Apocalipsis XII. Referido en primer lugar
de forma directa e inmediata a la comunidad eclesial, resultó fácil dar el paso de aplicarlo
a María, la mujer sometida a las dificultades y problemas que lleva consigo la vida de fe
y de seguimiento de Cristo, pero glorificada finalmente como primicia de todas las
criaturas resucitadas, en virtud de los peculiares vínculos de sangre y de fe que la unían
al que es, por excelencia, «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18; 1Cor 15,20;
Ap 1,5)57.
Por lo demás, la Asunción no significa para María el simple coronamiento de una
serie de privilegios pasivamente recibidos por parte de Ella, sino la etapa final de un largo
camino recorrido en la fe, de forma responsable y comprometida, vivido y expresado
particularmente en el hecho de su maternidad libremente aceptada, tanto en relación con
Cristo el Primogénito, como con los hombres sus hermanos.

2.1.2. María, responde a la obra de Dios en Ella

514
Estamos aquí, posiblemente, en el corazón mismo, en el verdadero nudo gordiano del
problema existente entre la Iglesia católica y las iglesias cristianas procedentes del
protestantismo en relación con María, la Madre del Señor58. Efectivamente, en el fondo
del secular contencioso entre la Iglesia católica y las Iglesias de la Reforma, más que un
problema mariano o mariológico propiamente, existe un problema antropológico: es decir,
la cuestión sobre la postura del hombre frente a Dios: ¿pura pasividad?,
¿autosuficiencia?, ¿alguna posibilidad de autonomía? En definitiva, es la pregunta por la
visión y concepto de hombre que se tiene desde un punto de vista cristiano: ¿el pecado
ha incapacitado al hombre de manera esencial e irreversible para hacer nada bueno o
meritorio a los ojos de Dios? ¿Le queda al hombre alguna capacidad, aunque sea
mínima, de bondad por sus propios recursos? ¿Está el hombre irremediablemente
corrompido de forma que la redención de Cristo le afecte en un plano meramente
jurídico a los ojos de Dios? La redención de Cristo, ¿capacita al hombre en lo más
profundo de su ser para hacer algo objetivamente bueno? ¿Transforma interiormente la
gracia redentora de Cristo al hombre haciéndolo ontológica y no sólo jurídicamente de
pecador en justo?
El Concilio Vaticano II en un espléndido texto y en plena coherencia con la doctrina
católica tradicional no dudó en afirmar que «María, hija de Adán, al aceptar el mensaje
divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin
entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente
como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al
misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón,
pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en
las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia
libres» 59.
Por su parte, Pablo VI al reflexionar sobre el misterio de María desde una
perspectiva antropológica, señala cómo el cristiano actual y en particular la mujer de
nuestro tiempo «comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aun habiéndose
abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer
pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en
proclamar que Dios es vindicador de los humildes y oprimidos y derriba de sus tronos a
los poderosos del mundo (cf. Lc 1,51-53); (...) y no se le presentará María como una
madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su
acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,1-12) y cuya
función maternal se dilató, asumiendo sobre el Calvario dimensiones universales» 60.
Sobre esta base de la capacidad de una respuesta activa de María a la acción de Dios
en ella y de su consiguiente colaboración real y positiva a la obra de la redención de

515
Cristo, es posible descubrir algunos aspectos de esa colaboración:
En primer lugar, María da una respuesta desde una profunda actitud de fe.
Responde, además, María desde la clara conciencia de su pobreza personal.
Responde, en fin, manifestando una total y absoluta disponibilidad al Proyecto
de Dios en la historia.

• María es, por excelencia, la peregrina en la Fe, primera discípula de


Cristo

La actitud fundamental de María ante Dios y su acción en ella, fue la fe: fiarse
plenamente de Dios de tal manera, que llegó a ser reconocida y proclamada por las
primeras comunidades cristianas como la gran creyente, la creyente por excelencia. La
exclamación que pone Lucas en boca de Isabel es la proyección de lo que toda la
comunidad cristiana sentía de María: «bienaventurada tú, la creyente» (Lc 1,45). Una
alabanza que tiene que situarse necesariamente en el contexto de las numerosas
afirmaciones de Cristo acerca del que «cree sin ver» (Jn 20,29; 4,48). En esta luz, desde
esta perspectiva, tienen que ser interpretados todos aquellos textos en los que, al menos
aparentemente, Jesús minusvalora a María en su condición de madre biológica (cf. Mt
12,46-50; Mc 3,31-35; Lc 2,49-50; 8,19-21). Si Jesús había venido a fundar una nueva
familia, no basada en los lazos de la carne y de la sangre, sino en el proyecto de Dios en
la historia (familia escatológica en la que Dios sea el único Padre, Él el primogénito entre
todos los hermanos, y los hombres —todos sin excepción ni diferencia— hermanos entre
sí), María —también ella—, debió dar el paso de un planteamiento según la carne a otro
según el Espíritu.
La respuesta de fe la dió María «con todo su “yo” femenino» 61, es decir, desde lo
más profundo de su existencia humana y por tanto con una disponibilidad completa al
proyecto de Dios como se lo había presentado el ángel en la Anunciación (cf. Lc 1,31-
38). Una actitud de fe y de disponibilidad que no fue una realidad pasajera en su vida
sino que mantuvo de manera firme y creciente a lo largo de su existencia hasta el
momento mismo de la pasión y muerte del Hijo: aquel momento en el que, al decir de
Juan Pablo II, «María es testigo, humanamente hablando, de un completo
desmentido» 62 de las palabras del ángel que le había asegurado: «será grande, se llamará
Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado, reinará para
siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin» (Lc 1,32-33).
No es irrelevante subrayar, además, que la cercanía física con la que vivió María al
lado de Jesús durante largo años, lejos de facilitarle el ejercicio de la fe, lo fue
requiriendo cada vez con mayor exigencia y hondura: «aquella a la que había sido

516
revelado más profundamente el misterio de su filiación divina (de Jesús), su Madre, vivía
en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo
un mismo techo y “manteniendo fielmente la unión con su Hijo”, avanzaba en la
peregrinación de la fe» 63.
La fe le planteó a María, entre otras exigencias, la de pasar de una concepción
religiosa veterotestamentaria a la nueva y hasta revolucionaria concepción que trajo Jesús
con su predicación y sobre todo con su vida. María debió pasar de ser simplemente la
verdadera madre de Jesús según la carne (cf. Mc 6,3), a ser la primera y principal
discípula de Cristo64: un paso que debió dar únicamente en «la obediencia de la fe»
(Rom 16,26; cf. Rom 1,5; 2Cor 10,5-6). Y lo hizo con una decisión y una entereza que
le valió ser considerada por la primera comunidad cristiana como la discípula de Jesús
por excelencia. Una vez captada la esencia del mensaje de Jesús que no era otro que el
Reino, María se pone al servicio de ese Proyecto de Dios, sintiéndose seducida por el
mismo65.
La imagen del perfecto discípulo «se aplica en primer lugar a María. Ella es, por
excelencia, en el Nuevo Testamento, el modelo de apertura atenta, de docilidad fiel y de
entrega virginal a Dios y a su Hijo, Jesús. Por esta razón pueden aplicarse a la madre de
Jesús otros textos neotestamentarios que no hablan directamente de ella, pues, en cuanto
“Hija de Sión”, ella es la imagen, el prototipo de toda la vida cristiana: es aquella que,
“sentada a los pies del Señor, escucha sus palabras” (Lc 10,39); ella fomentó “el trato
asiduo con el Señor sin distracción” (1Cor 7,35); ella, la mujer escatológica (Ap 12), es
también la imagen y el arquetipo de la Iglesia triunfante, de estos “ciento cuarenta y
cuatro mil que fueron rescatados de la tierra” y que “siguen al Cordero adondequiera que
va” (Ap 14,4)» 66.

• María es la primera entre los pobres de Yahvé67

La primera condición puesta por Cristo para un seguimiento verdadero de su persona es


la negación de sí mismo (cf. Mt 16,24; Lc 9,23), o dicho de otra forma, abrazar
voluntariamente la pobreza de espíritu (cf. Mt 5,3). Sólo desde la pobreza como viene
presentada en el Evangelio, se puede responder de verdad al proyecto de Dios de hacer
un mundo de hermanos68.
Ahora bien, la pobreza radical del hombre es el vaciamiento de sí mismo: el
vaciamiento (kénosis) a la que se refiere la Carta a los Filipenses (2,7-8) cuando describe
la encarnación del Verbo como un profundo y radical empobrecimiento: «se despojó de
su rango» (heautòn ekénosen), «se abajó» (etapéinosen heautòn). Un empobrecimiento

517
que no se realiza para lograr el vacío por el vacío, sino para llenarse por completo de
Dios, para dejarle espacio a Dios en la propia vida, para dejar que Dios sea Dios en la
existencia personal. El vaciamiento comenzado en la encarnación encuentra su punto
culminante y desconcertante, en el momento de la crucifixión y muerte de cruz, cuando
aparece Cristo como un maldito, como un despreciado y abandonado por el mismo Dios,
como carente hasta de figura humana, como un gusano, despreciado y expulsado del
pueblo de Israel, que eso significaba su muerte «extramuros» de la ciudad santa. Cristo,
en su encarnación, en su vida y en su muerte, es la suprema realización de la pobreza del
espíritu.
En María, la pobreza cobra realidad en manifestaciones, actitudes y
comportamientos que se mueven en la linea del «pobre de Yahvé por excelencia»: Jesús
de Nazaret.
La pobreza de María se manifiesta:
— En un total vaciamiento de sí (kénosis), en un verdadero y total des-
centramiento de la propia persona, en una viva e intransferible experiencia de
humildad: es decir, de su «pequeñez», de su «nada» (nichtigkeit), de su
personal «insignificancia».
— En la clara conciencia de la desproporción abismal existente entre lo que Dios
le proponía y lo que Ella objetivamente era. Esta constatación lejos de abatirla
o hundirla en alguna forma de complejo, la lleva a cantar gozosamente la
«misericordia» de Dios que dirige su mirada benevolente precisamente a la
pobreza (tapéinosis) de su sierva (cf. Lc 1,47s). Efectivamente, «la exultación,
llena de maravilla (Lc 1,46-49), se produce por la comprobación del contraste
entre la potencia que Dios ha desplegado al realizar el misterio de la
encarnación y su radical impotencia para alcanzar con sus solas fuerzas tal
meta. De cualquier manera que se quiera analizar, el texto de Lc 1,48a tendrá
siempre las características de una lúcida toma de conciencia de la
desproporción entre el gesto supremo de Dios y su condición de criatura, aun
contada entre los pobres de Yahvé» 69.
— En el absoluto abandono en Dios: en ese Dios que es capaz de hacer y realizar
lo que el hombre no puede ni siquiera pensar o imaginar (cf. 1Cor 2,9-16).
— En la viva persuasión de su radical impotencia para responder mínimamente al
Proyecto de Dios con los propios recursos personales.
— En la elección de la virginidad por amor de Dios, que llevaba naturalmente
aparejada la más absoluta infecundidad biológica: es decir, la voluntaria
carencia de hijos que, en la mentalidad oriental en general y judía en
particular, son, por antonomasia, la riqueza que Dios da al hombre (cf. Sal
126,3-5; 127,3-4). «La virginidad de María no es ascética, sino cristológica,

518
teológica; más que explicable por una decisión autónoma, es el signo del
origen teológico de Jesús, y de la incapacidad de lo humano para engendrar la
presencia de lo divino en la tierra» 70.
— En el amor sincero y operativo a los pobres y necesitados como predilectos de
Dios.
— En la valentía y en la verdadera audacia (parresía), que es propia de los
pobres de espíritu, es decir, de los que no se basan ni se fundamentan para sus
actuaciones en sus simples recursos, sino en la total confianza en Dios (cf. Lc
1,51-53).

• María es la generosa colaboradora de Cristo en la obra de la redención

Dios al llenar a María con su gracia, suscitó en Ella la capacidad de respuesta: una
respuesta tanto más plena y generosa, cuanto mayor fue la plenitud de gracia
comunicada.
El misterio de María, como el mismo misterio de la Iglesia, ponen de relieve la
seriedad con la que la comunidad cristiana católica toma la verdad de la Encarnación del
Verbo: la criatura humana, asumida de forma personal por el Verbo de Dios en la
profundidad de la propia Persona divina formando una sola realidad personal, está seria y
responsablemente asociada a la obra de su salvación: el hombre no es un sujeto
meramente pasivo, sobre el cual actúa Dios en un sentido o en otro según quiera. La
relación del hombre frente a Dios no es, en la doctrina y en la persuasión del cristiano
católico una relación de dueño a esclavo, de jefe a subalterno de mera criatura frente a
un Creador supremo, de pura pasividad ante la suprema e irrefrenable actividad divina71,
sino la de un hijo frente a su padre, la de una criatura seria y responsablemente asociada
a la obra de su salvación. En el misterio cristiano de la justificación/salvación del hombre,
la actividad humana tiene una parte ciertamente subordinada, y por consiguiente no
original ni fontal, pero sí completamente real y capital; la cooperación humana a la
Redención, no solamente no es superflua ni estorba la obra del único Redentor y
Mediador, sino que la requiere: es absolutamente imprescindible. Si la obra de la
Redención es, en su esencia más profunda, una obra de amor y el amor no se impone
por la fuerza sino que se ofrece y se acepta en auténtica libertad (con mayor profundidad
en la medida en que se es más libre), es evidente que la cooperación humana en su
primer nivel que es el de la respuesta positiva, se requiere para que se pueda hablar de
verdadera redención humana. Nadie es redimido a la fuerza y en contra de su propia
voluntad: es preciso abrirse al don de Dios que se automanifiesta y se autoentrega,
correspondiendo a esa autoentrega para producir los frutos en su momento oportuno.

519
En el Nuevo Testamento se encuentra claramente expuesta, de forma
indudablemente complementaria, la doble dirección en las relaciones de Dios con las
criaturas: en primer lugar, aparece de forma indudable el protagonismo de Dios en la vida
del hombre: «¿quién le dio a Él primero para que Él tenga que corresponder
devolviéndole algo a la criatura» (Rom 11,33-36). Pero con idéntica claridad confiesa
Pablo: «por favor de Dios soy lo que soy y su gracia en mí no ha sido vana; al contrario,
he rendido más que todos ellos, no yo, en verdad, sino la gracia de Dios que me
acompaña» (1Cor 15,10).
Según esta ley, presente en toda la historia de la salvación («al que más se le dió más
se le va a pedir»: Lc 12,48), Dios al gratificar plenamente a María, suscita en Ella la
capacidad de la respuesta: una respuesta tanto más plena y generosa, cuanto más plena y
profunda era la autocomunicación de Dios, Uno y Trino, a María.
Santo Tomás recuerda cómo Dios no le impuso a María el hecho de la divina
maternidad: por el contrario, lleno de respeto por su criatura y valorando la actitud de la
misma hacia su proyecto sobre ella, esperó la respuesta de María a lo que el ángel le
anunciaba: así, la encarnación, que fue el primer momento consciente de María de lo
que Dios había comenzado a realizar en ella desde su misma concepción, fue un gesto
profundamente humano, consciente y aceptado. Ante el hecho de la voluntariedad de la
Anunciación, por parte de María, Santo Tomás no duda en justificar el hecho de que
Dios, en lugar de imponerse de forma prepotente, le pidiera permiso a aquella joven y
humilde doncella: ante todo, para que guardase el debido orden en la unión del Hijo de
Dios con su Madre y que la mente fuera informada antes de concebirlo en la carne;
después, para que la misma virgen María pudiera ser un testigo más seguro del misterio
que se realizaba en ella; también, para que el ofrecimiento de sus servicios en orden a la
obra salvífica de Cristo, fuera completa y absolutamente libre; y por último para que
fuese manifiesto el matrimonio espiritual que, en su Encarnación, contrajo el Hijo de
Dios con la naturaleza humana72.
El Concilio Vaticano II, después de un serio y acalorado debate sobre la realidad y el
alcance de la aportación del hombre en general y de María en particular, a la obra divina
de la justificación, llegó a la conclusión de que la persona y la obra de Cristo son
absolutamente decisivas y suficientes para realizar y asegurar la reconciliación definitiva
del hombre con Dios: «en Cristo estaba Dios reconciliando consigo a la humanidad,
cancelando la deuda de los delitos» (2Cor 5,19). En este sentido, asegura el Concilio que
«jamás podrá compararse criatura alguna (ni siquiera María: añadimos nosotros), con el
Verbo encarnado y Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado tanto
por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y como la
bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la

520
mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas
clases de cooperación, participada de la única fuente» 73.
De esta forma, María «se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona
y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo
Él con la gracia de Dios omnipotente» (...) «No fue, por tanto, un instrumento
puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres
con fe y obediencia libres» 74. Aplicando este principio, verdadero quicio de la
antropología teológica, precisa el Concilio la forma de colaboración de María a la obra
redentora de Cristo: «concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo
al Padre en el tiempo, padeciendo con su hijo cuando moría en la cruz, cooperó de
forma enteramente singular a la obra del Salvador» 75.
Por lo demás, la colaboración de María a la obra de Cristo no se agota con su
aportación inmediata y concreta a la persona del Hijo; no con su cercanía, junto al Hijo
en los momentos más decisivos de su existencia como hombre y como Mesías. A partir
del momento de la cruz con su esencial y decisivo complemento de Pentecostés, la
maternidad de María se ensanchó hasta los límites mismos de la humanidad, y, con ello,
su capacidad de colaboración, liberada —a partir del momento de su Asunción— de los
límites del tiempo y del espacio. Desde entonces su maternidad universal es la forma
peculiar de colaboración76; sabiendo, de todas formas, que «la misión maternal de María
para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de
Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la
Santísima Virgen sobre los hombres, no dimana de una necesidad ineludible, sino del
divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en la
mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder» 77.

2.2. El Misterio de la Iglesia


Más arriba se ha analizado ampliamente la naturaleza mistérica de la Iglesia. Bastará
ahora presentarla desde la perspectiva mariana propia de este capítulo. Teniendo por lo
demás presente que «María, como tipo de la Iglesia, no es solamente algo más que se
añade a un tratado ya completo en sí mismo, sino algo que debe ponerse absolutamente
al comienzo como misterio fundamental» 78. Efectivamente, el proyecto de Dios sobre la
Iglesia, se realiza de forma personal, plena, prototípica y por adelantado en María. Al
igual que la respuesta que espera a su acción salvífica de parte de la humanidad, y en
particular de parte de la Iglesia, la encuentra de forma personal, anticipada, plena y
prototípica en María.
Dios ha pensado en una humanidad que sea, al fin, la que dé a luz al Cristo total,

521
principio, causa, origen, meta y sentido último de la creación. Una creación, sin embargo,
que sigue gimiendo con dolores como de parto, esperando la restauración plena y
definitiva, la vuelta al proyecto primigenio de Dios: puro, sin pecado, auténtico, santo (cf.
Rom 8,19-24).
La creación, lo mismo que la humanidad entera, tienden a su consumación: alcanzar
la realización en plenitud, la liberación plena y definitiva, la gloria de los hijos Dios. Pues
bien, dentro de esa creación/humanidad, formando parte de ella, y actuando en su
interior como fermento, está la comunidad eclesial: una comunidad que se ve a sí misma
presente y realizada en la criatura en la que de forma personal, ese Proyecto de Dios es
ya una realidad totalmente conseguida y plenamente lograda: María, prototipo y
paradigma de la Iglesia.
Esto sentado, será suficiente hacer la presentación de algunos aspectos del misterio
de la Iglesia a la luz del misterio de María, siendo conscientes de que no son los únicos,
sino que pueden desubrirse otros más79.

2.2.1. La Iglesia, objeto de la gratuita benevolencia divina


La comunidad eclesial dándole vueltas en su corazón, al igual que María, a lo que Dios
ha hecho y sigue haciendo en ella, y dejándose guiar por Aquel —el Espíritu de la verdad
— que se le ha prometido para que la lleve a la verdad en toda su plenitud (Jn 14,17:
15,26; 16,13), se hace más y más consciente de que debe reproducir en sí los rasgos de
María: será más ella misma, más Iglesia de Jesús, en la medida en que sea más mariana,
es decir, en la medida en que en cada uno de sus miembros y en todos ellos como
comunidad, esté el alma de María80.
En perfecto paralelismo con el misterio de María, es posible descubrir:
1. La obra de Dios en la Iglesia:
La gratuita y desconcertante elección de Dios.
La llamada que Dios hace a la Iglesia para engendrar a su Cristo.
La dimensión escatológica que lleva en sí la elección y la llamada de Dios.
2. La respuesta que espera Dios de la Iglesia.
La condición de peregrinos en la fe propia de los miembros de la Iglesia.
La radical pobreza que tiene que vivir la Iglesia para ser fiel a Dios.
La incondicional disponibilidad de la Iglesia para continuar hasta el fin de
los siglos la obra de salvación de todos los hombres y de todo el hombre.

• «Elegidos por pura iniciativa suya, para ser santos e inmaculados...» (Ef

522
1,4-6)

La palabra de Jesús «sed santos como el Padre es santo» (Mt 5,48), a la que hacen eco
los constantes consejos de los apóstoles, llevaron a la persuasión de que el bautizado es
alguien con una vocación primigenia y sustancial: la santidad. Como se ha visto más
arriba, desde muy pronto aparece en los credos o profesiones de fe de la Iglesia el
artículo «creo en la comunión de los santos». Sea cual fuere la interpretación que se le
dé a esta expresión (participación en las cosas santas, especialmente en la eucaristía, o
comunión de vida que une a los bautizados)81, la expresión pone de relieve la exigencia
de vida santa que incumbe a la comunidad cristiana, sea a causa de lo santo en que todos
los miembros participan, sea por el grado de comunión que debe existir entre todos los
bautizados: los que han pasado ya a la eternidad y los que aún peregrinan en el Señor (cf.
2Cor 5,6).
Esta vocación a la santidad de todos los bautizados fue experimentando bien pronto
un progresivo y lamentable proceso reduccionista. Efectivamente, a partir del momento
en el que la Iglesia, mimetizándose con la sociedad civil, se fue repartiendo los roles de
cada uno de sus miembros en el interior de la comunidad, destinando algunos al
ministerio y especialmente al culto en el sentido más estricto, otros a la vida retirada del
mundo en el estado religioso y otros a los asuntos terrenos y temporales82, los laicos
fueron vistos, cada vez más, como bautizados de segunda clase: es decir, como personas
sin auténticas exigencias de santidad. Con ello, la santidad sufrió un doble y lamentable
reduccionismo: por una parte, el compromiso de santidad se redujo a algunas personas en
la Iglesia: los obipos(in statu perfectionis acquisitae), y los presbíteros y religiosos (in
statu sanctitatis acquirendae). Por otra parte, y como consecuencia lógica, se hacía
consistir la santidad fundamentalmente en comportamientos y prácticas reservadas casi
en exclusividad a esas mismas personas: muchas y diversas oraciones, penitencias
corporales, abstinencia de carne, castidad virginal, etc. La vida ordinaria y sobre todo el
bautismo, no aparecían ni como lugar idóneo a la vida santa, ni como el primer y
fundamental motivo para aspirar y tender a la plenitud de la vida cristiana; para conseguir
ese objetivo había que tomar otros caminos: el del ministerio ordenado o el de la vida
religiosa. El resultado no ha podido ser más lamentable y funesto: el de una comunidad
instalada en la mediocridad como forma normal de vivir la propia condición de bautizado.
El Vaticano II reaccionó enérgicamente contra este planteamiento secular, siendo el
primer Concilio en la historia de la Iglesia que ha planteado de forma clara e inequívoca
la exigencia que atañe a todo miembro de la Iglesia: la santidad de vida. Es la primera vez
que un Concilio reflexiona en profundidad sobre la vocación bautismal como vocación
radical de todos los bautizados a la santidad de vida, y lo hace precisamente en una
Constitución dogmática, fundamentando esta exigencia, no en el estado de vida que se

523
tenga (ministerial, religioso, laical), sino, precisamente, en la propia condición de
bautizado83. En este contexto sitúa el Concilio a María como prototipo de santidad:
«mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual
no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad,
venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece
como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando
piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de
reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja
cada día más a su Esposo» 84.
La comunidad eclesial, en efecto, está llamada a ser «santa» a la luz y en
seguimiento de Aquella a la que el Espíritu, «el-todo-Santo», hizo «la-toda-Santa». La
santidad en la Iglesia, como en María, es fruto de la presencia y de la acción del Espíritu
en el corazón de los bautizados, llamados todos sin excepción, a la plenitud de sí mismos
según el proyecto de Dios: «siendo auténticos en el amor —dice Pablo— crezcamos en
todo aspecto hacia aquel que es la cabeza, Cristo. De él viene que el cuerpo entero,
compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de
cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el
amor» (Ef 4,15-16). No nos llamó efectivamente Dios «a la inmoralidad, sino a una vida
santa» (1Tes 4,7), es decir, a «reproducir en nosotros los rasgos de su Hijo» (Rom
8,29), revistiéndonos «del hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la rectitud y
santidad propias de la verdad» (Ef 4,24). Y es que Cristo «amó a la Iglesia y se entregó
por ella: quiso así consagrarla con su palabra, lavándola en el baño del agua, para
prepararse una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, una Iglesia santa e
inmaculada» (Ef 5,26-27).
Resulta completamente lógico, a la luz de este planteamiento neotestamentario, que
el Concilio no sólo dedique un capítulo íntegro de la Constitución dogmática Lumen
Gentium a profundizar en La universal vocación a la santidad en la Iglesia, sino que
dé una visión renovada de la santidad como destinada a todos en las circunstancias
normales de la vida: «todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o
circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santifican más cada día si lo aceptan
todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo
manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que
Dios amó al mundo» 85.
Este camino de santidad encuentra en María su prototipo y paradigma más perfecto
y acabado: «La Virgen ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los
fieles, no precisamente por el tipo de vida que Ella llevó, y tanto menos, por el ambiente
sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en

524
sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad
de Dios (cf. Lc 1,38), porque acogió la palabra y la puso en práctica, porque su acción
estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque fue la primera y la
más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente» 86.

• Llamados a «engendrar a Cristo» en el corazón de los hombres

Desde muy pronto en la historia del cristianismo aparece la expresión «Mater ecclesia»
para expresar la naturaleza de aquella institución a la que los creyentes comienzan a
pertenecer en virtud del bautismo recibido87. No entran a formar parte de una estructura
empresarial, económica, y ni siquiera estrictamente social aunque tenga unas inequívocas
connotaciones sociales. La presencia de los bautizados en la comunidad eclesial es fruto
del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5) que forman como el seno en el que son engendrados
los nuevos bautizados. De ahí, que la comunidad creyente fue vista y sentida desde muy
pronto como una madre fecunda que le va engendrando hijos a Dios.
En esta función maternal de la Iglesia, «que con razón es llamada también madre y
virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como
modelo tanto de la virgen como de la madre» 88. Efectivamente, la Iglesia acogiendo y
cumpliendo fielmente la voluntad del Padre (cf. Mt 12,46-50), «por la predicación y el
bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del
Espíritu Santo y nacidos de Dios» 89. De la misma forma que al mantenerse
profundamente fiel a los compromisos asumidos por amor en el momento del bautismo,
la Iglesia-Esposa reproduce la virginidad de María.
«María, madre en el amor, imagen maternal de aquel que es gratuidad radiante en su
paternidad divina, le recuerda a la Iglesia que debe dar en todo la primacía a la caridad,
subordinarlo todo al amor, ya que, como en la Trinidad divina todo nace del manantial
eterno del amor, el Padre, así también en la imagen eclesial de la Trinidad todo ha de ser
engendrado y alimentado por la fuerza vital de la caridad de Dios, que el Espíritu santo
ha derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5)» 90.
San Agustín, con una profunda sensibilidad eclesial decía a sus cristianos: «María
dio a luz a vuestra cabeza, vosotros habéis sido engendrados por la Iglesia. Por eso es
también al mismo tiempo —la Iglesia— madre y virgen; es madre a través del seno del
amor, es virgen en la incolumidad de la fe devota: Ella engendra pueblos que son sin
embargo miembros de una sola persona, de la que es al mismo tiempo cuerpo y Esposa,
pudiéndose también así comparar con la única Virgen María, ya que ella es entre
muchos, la Madre de la unidad» 91. En una de sus famosas contraposiciones hace ver que
si la Iglesia engendra muchedumbres, ella (María) hace de todos sus hijos, congregados

525
de todas partes, los miembros de un cuerpo único; y de esta suerte, así como la Virgen
Madre, engendrando a uno sólo, viene a ser la madre de la muchedumbre, también ella
(la Iglesia) al engendrar a la muchedumbre viene a ser «madre de la unidad» 92. Por su
parte, y con semejante profundidad y belleza el Liber mozarabicus sacramentorum,
canta: «La una ha dado la salud a los pueblos, la otra da los pueblos al Salvador. La una
ha llevado la Vida en su seno, la otra la lleva en la fuente del sacramento. Lo que en otro
tiempo fue concedido a María en el orden carnal, ahora se le concede espiritualmente a la
Iglesia; ella concibe al Verbo en su fe indefectible, ella lo da a luz en un espíritu libre de
toda corrupción, ella lo contiene en un alma cubierta de la virtud del Altísimo» 93. Y ya en
la baja Edad Media escribía Honorio de Autun: «la Virgen gloriosa representa a la Iglesia,
que también es virgen y madre. Madre porque, fecundada por el Espíritu Santo, todos
los días da a Dios nuevos hijos en el bautismo. Virgen al mismo tiempo porque,
conservando la integridad de la fe de una manera inviolada, no se deja corromper en lo
más mínimo por la mancha de la herejía. Así también María, fue madre al dar a luz a
Jesús y virgen al permanecer incorrupta después del parto» 94.
La Iglesia, como María, está llamada a ser madre y virgen, o por bien decir, una
madre virginal. «La total receptividad de la Virgen acogedora frente a la acción del
Paráclito en la que fue hecha Madre de Dios, la convierte en imagen y en primicia de lo
que la Iglesia es y tendrá que ser cada vez más: arca de la alianza ella misma, esposa
bella “sin mancha ni arruga” (cf. Ef 5,23-27), “pueblo reunido en la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4)» 95. El Concilio Vaticano II, haciéndose eco de la
Tradición de la Iglesia, afirma bellamente que «en el misterio de la Iglesia, que con razón
es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de
forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la Madre» 96. De
hecho, «María fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que
estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la
regeneración de los hombres» 97.

• Una comunidad radicalmente «escatológica»

La Iglesia es una comunidad que vive entre el «ya» de la Resurrección de Cristo, y el


«todavía no» de la propia consumación. Es, por tanto, una comunidad llamada a
trascenderse a sí misma, en un «más allá» de este mundo que no sólo no la aliena, sino
que estimula y orienta constantemente su existencia en el compromiso diario de construir
el Reino de Dios en medio de pecados, tentaciones y tribulaciones, pero siempre
confortada con el poder de la gracia de Dios98. Ese «más allá» no es para la Iglesia un
ejercicio de voluntarismo, una proyección de su propio deseo o necesidad de pervivencia:

526
es la certeza de un don prometido por Aquel que es «fiel» (cf. 1Cor 1,9; 10,13; 1Tes
5,24; 2Tes 2,13; 3,3), al tiempo que un compromiso de crear aquí y ahora todo aquello
que —en cuanto plenitud— se presenta como don cierto y gratuito de Dios en la
eternidad.
En esta perspectiva de plenitud garantizada por el Dios fiel, aparece María asunta al
cielo como el icono personal de una Iglesia peregrina que camina con paso firme y
esperanzado hacia la propia consumación.
«Mirando a María, esperanza realizada y Esposa de las bodas eternas, la Iglesia
aprende a ser profecía de la esperanza: se afianza en la certeza de los bienes futuros, se
siente estimulada a ponerse en la vigilancia de la espera, afina el sentido de lo efímero y
de lo caduco frente a lo que permanece, saborea de antemano el gozo del mañana de
Dios en el don acogido y contemplado» 99.
Con intuición admirable y exquisita sensibilidad contemporénea afirmaba Pablo VI
que «la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de
nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto de discípulo del Señor: artífice de la
ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de
la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre
todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones» 100.
La Iglesia, justamente porque sabe que «no tenemos aquí una ciudad permanente
sino que buscamos la futura» (Hb 13,14), porque «aguarda la plena revelación de este
cuerpo de muerte» (Rom 7,24), porque sabe que «la creación entera aguarda la
redención plena» (Rom 8,18-25), vive «en la bienaventurada esperanza» (Tit 2,13; 3,7):
más aún, porque ella es un Pueblo de esperanza101, se convierte en esperanza del
mundo.
«Con la exaltación del hijo da comienzo una nueva época en la historia de la
salvación. Ahora no es necesaria ya una madre terrenal del Mesías, pero análogamente, y
en el mismo sentido, es necesaria una Iglesia. El papel de María “se eterniza” en la
Iglesia de la misma manera que Cristo continúa en ella su vida, su muerte y su gloria. A
esta eternización de la misión de María, a la permanente actualidad de su papel ya
supratemporal, responde como correlato su entrada en la gloria, en el ámbito que
trasciende incluso la situación terrena de la Iglesia. En María, pues, ha entrado ya la
Iglesia en la etapa definitiva y eterna de la historia de la salvación, de una manera
parecida a como la Iglesia “antes de sí misma” estaba ya presente en María, cuando ésta
llevaba a cabo su más elevada misión, la maternidad divina. El papel histórico-salvífico
de María alcanza su culminación “natural”, desde un punto de vista teológico, con su
entrada en la gloria» 102. Con toda razón afirma el Concilio Vaticano II que «la Madre de
Jesús..., glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia

527
que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura» 103. María «es ya lo que la Iglesia,
toda entera, ansía y espera ser» 104. La Iglesia es, tiene que ser, por su propia esencia,
una comunión en permanente tensión, siendo cada vez más consciente de lo que es y de
lo que tiene que ser, de lo que vive en realidad y lo que le aguarda en el futuro, de su
vida de mediocridad y de la santidad a la que es constantemente llamada, de la
esquizofrenia que le origina constantemente «este cuerpo de muerte» (cf. Rpm 7, 14-24)
y la gloria sin medida que le aguarda y que va a reflejarse en él (cf. Rom 8,18).
En María, Asunta al cielo, encuentra la Iglesia el icono de su propia realidad, la
certeza personalizada de su propio destino, la culminación realizada de las promesas
recibidas, la certeza inequívoca de la redención realizada por Cristo, la criatura glorificada
que ya aquí en la tierra «precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios, como signo
de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor (cf. 2P 3,10)» 105.
Efectivamente, «la glorificación corporal de María es un signo de la elección de la Iglesia,
un signo de que la escatología ha comenzado, un signo de que la resurrección de la
Cabeza lleva consigo la resurrección de todo el cuerpo. En éste como en todos los demás
hitos de la vida de María se hace patente que su gracia personal, su relación con Cristo y
su proyección sobre la Iglesia constituyen una sola realidad que tiene ya en sí toda su
plenitud. Es ahí donde radica todo el significado de María en la historia de la
salvación» 106.
A la luz de María, Asunta al cielo, la Iglesia clama a todos los hombres: «la carne ha
sido salvada. La carne ya está salvada: Ya se ha logrado en una mujer, en un ser humano
de nuestra raza, que ha llorado y sufrido con nosotros y que con nosotros ha muerto. La
pobre carne odiada por unos y adorada por otros, ya ha sido hecha digna de estar
eternamente junto a Dios y por tanto de ser salvada y reafirmada para siempre. Y no
solamente en el Hijo del Padre, el que vino de arriba, sino en alguien de nuestra raza que,
como nosotros, era de aquí abajo» 107.
Además de este valor antropológico, la Asunción de María dice que «ella es en
totalidad —en su vida y en su muerte, en su existencia histórica concreta y en el
significado cristiano de la misma—, fruto de la acción salvadora de Dios. La Asunción,
en paralelo perfecto de contenido y de categorías de expresión con la Ascensión de Jesús,
explicita que María ha sido “cogida” por la misma “dynamis” pascual que resucitó a
Jesús de entre los muertos y le constituyó Señor» 108.
Si María, Asunta al cielo, es la imagen gloriosa de la Iglesia, llamada a su plenitud
escatológica, quiere decir que incluso en su caminar terreno por la historia, con María
Asunta ha comenzado ya a actuar la futura realidad escatológica de la comunidad
eclesial. «La glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el
pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener

528
en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y
para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando
contra el pecado y la muerte» 109.

2.2.2. La Iglesia, comprometida en la obra redentora de Cristo

También aquí, como cuando se habló de María, el punto inequívoco de partida en la


reflexión del misterio de la Iglesia es la capacidad radical que tiene el hombre de
responder a la obra de Dios, una vez que Dios ha dado el primer paso, ha hecho el
primer gesto de benevolencia divina sobre su criatura: una vez que autocomunicado al
hombre por Amor, ese amor autocomunicado es capaz de suscitar una respuesta
adecuada por parte del hombre110.
La enseñanza evangélica no puede ser más clara y explícitia a este propósito: la
parábola de los talentos que concluye con la exigencia de los intereses de lo confiado e
invertido (cf. Mt 25,14-30; Lc 19,11-27); la párabola de la viña infrutuosa a pesar de
haber sido objeto de tantos y tantos cuidados por parte del dueño (cf. Lc 13,6-9; Mc
12,1-11), etc., son otras tantas enseñanzas inequívocas de que, una vez que Dios ha
dado el paso en su gesto de benevolencia y gratificación del hombre, éste no puede
permanecer absolutamente pasivo, esperando que Dios lo haga todo en él. Dios ha hecho
al hombre responsable: y no sólo en el aspecto negativo de poder estropear o frustrar por
completo la obra de Dios en él a causa de su egoísmo, sino también en el sentido positivo
de hacer fructificar las gracias y dones que ha recibido de Dios. No tendría sentido, si no,
la sentencia de Jesús: «al que mucho se le dio, mucho se le va a exigir» (Lc 12,48).
Conscientes de todos modos, de que después de haber hecho todo lo que se debe, hay
que reconocer y confesar: «somos siervos inútiles: hemos hecho lo que debíamos hacer»
(Lc 17,10). El Nuevo Testamento no atestigua, sino todo lo contrario, que el hombre
ante Dios sea pura pasividad: el hombre es un tú frente a Dios: un tú libre y por
consiguiente responsable de sus actos, sin predeterminación alguna previa. De ahí que,
tanto a nivel personal («poned cada vez más ahínco en ir ratificando vuestro llamamiento
y elección»: 2Pe 1,10) como a nivel comunitario, el cristiano esté objetivamente
comprometido por Dios y se sienta subjetivamente comprometido en su interior, para que
«la gracia de Dios no sea vana» (1Cor 15,10), es decir, no caiga en el vacío ni se frustre
por su indolencia...
Por otra parte, en el capítulo anterior al analizar la dimensión misionera de la Iglesia,
se ha subrayado el compromiso que corresponde a la comunidad de bautizados de ser
portadores de la Buena Noticia a todos los hombres, sus contemporáneos, a fin de que la
salvación por ellos recibida gratuitamente, pueda llegar a todos los hombres con el mismo
grado de gratuidad: «lo que habéis recibido gratuitamente, dadlo gratis» (Mt 10,8). Como

529
Pablo, la Iglesia está comprometida a «engendrar a Cristo» en el corazón de todos los
hombres: no ella, sino la gracia de Dios con ella, pero no sin ella (cf. Ga 4,19).
La Iglesia, con María y como María, no puede ser una comunidad puramente pasiva
ante la obra de Dios. La gracia, que siempre previene y se adelante a la actuación del
hombre («¿quién le ha prestado para que él le devuelva?»: Rom 11,35), suscita sin
embargo en el hombre y en la comunidad cristiana, al igual que lo hizo en María, la
capacidad objetiva de respuesta.
Y al igual que de María, la respuesta que espera Dios de la comunidad cristiana
gratificada en Cristo Jesús, es precisamente:
Una respuesta dada desde la Fe.
Una respuesta dada desde una clara y profunda conciencia de la propia
incapacidad y pobreza.
Una respuesta dada desde la total y generosa disponibilidad a la obra redentora
de Cristo.

• Peregrinos en la FE: una comunidad creyente

Hoy como ayer, el desafío fundamental al que tiene que hacer frente la Iglesia es «fiarse
de Dios». Si la Iglesia es, en su esencia más profunda, fruto y reflejo del misterio
trinitario y al misterio se responde con la fe, la Iglesia está llamada a ser ante todo y
sobre todo, una comunidad creyente, una comunidad en la que el punto de partida, la luz
que la conduce y el faro que la ilumina constantemente es la fe, la total confianza en
Dios, el pleno abandono a lo que Él vaya queriendo y señalando en cada momento de la
historia. La Iglesia es una comunidad que, como María, no se señala ella el camino a sí
misma, sino que, en atención sostenida y permanente al Dios que se revela y
automanifiesta en la historia, es capaz de descubrir sus designios en el tráfago de la vida
diaria, leyendo constantemente los «signos de los tiempos».
El Vaticano II en el umbral mismo de su Constitución Pastoral (Gaudium et Spes)
confiesa que «para cumplir su misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo
los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que acomodándose
a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la
humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua
relación entre ambas» 111. El Dios que se hizo presente entre los hombres en forma de
hombre, «como un hombre cualquiera» (Flp 2,7), se automanifiesta en la historia y por
la historia. De ahí, que la Iglesia deba rastrear su presencia y sus designios en la clara
oscuridad de la fe: como María. «Precisamente esta fe de María —dice Juan Pablo II—
que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza de Dios con la humanidad en

530
Jesucristo, esta heroica fe suya precede el testimonio apostólico de la Iglesia, y
permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial patrimonio de la
revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones, aceptando el
testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella misteriosa herencia, en cierto
sentido, participan de la fe de María» 112. Por eso mismo, «los que a través de los
siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de
Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y
recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el auxilio
para la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María, decide su
presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la
tierra» 113.
La respuesta de la Iglesia a la vocación divina ha de realizarse siempre en la fe. De
esta forma «el sí de María es para todos los cristianos, una lección y un ejemplo para
convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y medio de santificación
propia» 114.

• Desde una actitud de profunda pobreza

La pobreza evangélica, como reconocimiento de que «sólo Dios salva» y como


condición de un «servicio generoso y gratuito al hombre», es una condición fundamental
para asegurar un compromiso serio y perseverante en la colaboración redentora de
Cristo. En particular,
«la pobreza de los medios terrenos es en este sentido un aspecto de la virginidad de
la Iglesia; el recurso a los poderes de este mundo, la búsqueda de honores o de prestigio,
la confianza en las garantías humanas, son otras tantas formas de tentación y de pecado
contra su virginidad» 115.
La pobreza de la Iglesia, como la pobreza de María, inspiradas en la de Cristo, ha de
tener varias vertientes y expresiones:
— Ante todo, tiene que ser la pobreza del «vaciamiento» personal y comunitario:
sólo desde una «kénosis» verdadera y profunda (Flp 2,7), es posible vivir una
auténtica pobreza evangélica como la que vivió María cuando se reconoció y
autoproclamó la «sierva» de Dios: una pobreza para la que la única verdadera
riqueza es Dios.
— Es, en segundo lugar, la glorificación de Dios como lógica consecuencia del
reconocimiento de que el Señor -como en María-, ha mirado la pequeñez de
su sierva y ha hecho obras grandes en ella el que es Todopoderoso (cf. Lc
1,48-49).

531
— El reconocimiento, con los hechos y desde la objetiva realidad de los hechos,
de que «sólo Dios salva»: que no son los propios recursos humanos (los
propios carros y los propios caballos: Sal 19,8-9; 32,17; 146,10), los que
constituyen el fundamento y la seguridad de la existencia y de la fecundidad
salvífica de la Iglesia.
— Más aún, el reconocimiento de su condición de pecadora, necesitada siempre
de redención116.
— Es también la actitud de sincera solidaridad universal, que reproduce el
comportamiento de María desde el momento mismo de la Anunciación (cf. Lc
1,39-40. 56).
— Se traduce, igualmente, en un servicio generoso, diligente y gratuito como el
de María a los necesitados (cf. Lc 1,39-56; Jn 2,3-5), consciente de que una
Iglesia que no sirve, no sirve para nada.
— Es, finalmente, una verdadera opción preferencial por los pobres de la tierra
(los necesitados, marginados, ignorados, oprimidos, despreciados, ancianos,
enajenados mentales, el deshecho de la humanidad, etc.), en orden a su
verdadera e integral promoción y, en definitiva, en orden a construir el Reino
de Dios ya aquí en la tierra117: esta solicitud prolonga en la historia la solicitud
mostrada por María en las Bodas de Caná de Galilea (Jn 2,3-5).
Es la pobreza evangélica la que hace realmente posible el servicio generoso,
constante e incondicional de la Iglesia al hombre de cada época.

• Comunidad misionera portadora de la Buena Noticia del Reino118

En la comunidad eclesial resuenan de forma permanente las desafiantes palabras de la


Escritura:
— Por una parte, la Palabra revelada aviva constantemente la conciencia sobre
dónde está la única fuente, la verdadera raíz de su capacidad evangelizadora:
«¿qué tienes que no lo hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué
tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?» (1Cor 4,7); «No es que de
por sí uno tenga aptitudes para poder apuntarse algo como propio. La aptitud
nos la ha dado Dios. Fue Él quien nos hizo aptos para el servicio de una
alianza nueva, no de código, sino de Espíritu» (2Cor 3,5-6). Palabras que
recuerdan las de Jesús: «vosotros, cuando hayáis hecho todo lo mandado,
decid: no somos más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos
que hacer»: Lc 17.10.
— Por otra, la Palabra urge igualmente a la comunidad eclesial a anunciar a todos

532
de forma incansable, oportuna e importunamente (cf. 2Tim 4,2), la buena
noticia a los hombres de todos los tiempos: «Ay de mí si no evangelizare...»
(1Cor 9,16).
La comunidad eclesial se mueve, pues, en la permanente dialéctica de la conciencia
de su incapacidad, de su radical insuficiencia para abordar la tarea que se le ha
encomendado, y la necesidad ineludible, el compromiso del que no se puede escapar, de
dar a conocer a todos «las insondables riquezas de Dios» (Ef 3,8).
Pues bien, toda la acción misionera y evangelizadora de la Iglesia tiene que estar
iluminada por el talante evangelizador de María. La Virgen, en efecto, «fue en su vida
ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos
que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» 119.
Reproduciendo las actitudes de María, que se demostró siempre una pronta y ágil
servidora de los necesitados (cf. Lc 1, 39-46; Jn 2,1-12), la comunidad eclesial está
llamada a ser —en virtud del bautismo recibido—, una comunidad radicalmente
comprometida a servir a los hombres proclamando el Evangelio y construyendo el Reino
hasta el fin de los tiempos. María, en su persona y con su persona, mucho más que con
sus palabras, fue una Buena Noticia para los demás. Ella le llevó a Isabel, ante todo y
sobre todo, a Cristo y, con Cristo, el Espíritu y, con el Espíritu, sus dones: «amor,
alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí» (Ga 5,22).
De forma semejante, la Iglesia, a lo largo del tiempo, debe anunciar al hombre de cada
época de una forma creíble y asimilable, la persona de Cristo como garantía de
auténticos valores: más aún, como único y definitivo salvador de todos los hombres y de
todo el hombre (cf. Hch 4,12).

CONCLUSIÓN

A la luz de todo lo dicho es lícito concluir que la Iglesia está comprometida a


«marianizar» toda su existencia120. Sabiendo que, en la medida en que la comunidad
eclesial reproduzca las actitudes, el talante, los comportamientos, la docilidad de María
ante la acción de Dios en ella y su total disponibilidad para ser instrumento dócil de su
acción en el mundo, responderá más y mejor al Proyecto de Dios sobre la historia. En
María, en efecto, se encuentra el Proyecto de Dios convertido en realidad personal en
una pura criatura. María «aparece en la singularidad de su vocación y de su misión,
marcada totalmente por la intensidad de su relación con el Hijo, con la Trinidad, con
Israel, con la Iglesia. En ella se entrecruzan las líneas fundamentales del antiguo y del
nuevo pacto; en ella se celebra la alianza entre la tierra y el cielo, alianza que es el mismo
Jesús en persona, su Hijo. En la sobriedad de lo que es María se condensa la totalidad de

533
la historia de la salvación y de las múltiples relaciones que forman su entramado; por eso
podría compendiarse el mensaje de la Escritura en torno a la Virgen Madre diciendo que
es icono de todo el misterio cristiano, la palabra abreviada de todo lo que el Dios trinitario
hace por el hombre y al mismo tiempo de todo lo que la criatura ha sido capacitada por
su Dios para ofrecerle en respuesta de su libertad» 121.
María es, al mismo tiempo, primera Iglesia e Iglesia en anticipo: «imagen e inicio de
la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura» 122, y también Iglesia
realizada en cuanto que en María «la Iglesia ha alcanzado ya la perfección por la que
existe sin mancha ni arruga» (cf. Ef 5,27)» 123. Por eso, la comunidad eclesial «admira y
ensalza en ella el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como
una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» 124.

534
1 Para profundizar los diversos temas que aquí serán abordados de una forma necesariamente condensada
y hasta esquemática, ver nuestra obra María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990.
2 Cf. A. M. CALERO, o.c., pp. 58-74; Philips II, pp. 263-365.

3 Temas selectos de eclesiología (1984), en C. POZO (ed.), Documentos (1969-1996), Madrid 1998, p.
375.
4 J. RATZINGER-H. U. VON BALTHASAR, María primera iglesia, Madrid 1982, p. 36.

5 LG 65. Subrayado nuestro.


6 Cf. entre otras obras y estudios, los volúmenes de «Estudios Marianos» en los que se ha abordado
ampliamente la dimensión trinitaria del misterio de María: Cristo y María (Granada 1998), El Espíritu Santo y
María (Granada 1999), y Dios Padre y María (Granada 2000).
7 Ver, para un desarrollo más amplio, A. M. Calero, o.c., pp. 79-117.

8 E. TONIOLO, Padres de la Iglesia, en NDM, p. 1514.


9 HONORIO DE AUTUN, Sigillum beatae Mariae: PL 172, 499D.

10 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 253.


11 No se tiene aquí en cuenta, y mucho menos se comparte, una visión puramente antropológica según la
cual los primeros cristianos, convertidos del paganismo, habrían encontrado en María sencillamente la
transposición del culto a las diosas que habían abandonado al abrazar el cristianismo: María habría sido la
sustituta cumplida de las figuras divinas femeninas del paganismo: cf. J. C. R. GARCÍA PAREDES, Mariología,
Madrid 1995, pp. 157-186; E. BAUTISTA, El culto de María en la liturgia de la Iglesia y en la religiosidad
popular, en I. GÓMEZ-ACEBO (ed.), María, mujer mediterránea, Bilbao 1999, pp. 77-125.
12 C. DILLENSCHNEIDER, Le mystère de la Corédemption mariale, Paris 1951, p. 79.
13 Himno Mariae praeconio, estrofa XIIIa: Analecta hymn., t. LIV, p. 391.
14 P. GANNE, La Vierge Marie dans la vie de l’Eglise, en Dialogue sur la Vierge, Paris 1950, p. 152.

15 H. DE LUBAC, o.c., p. 252; cf. J. Huhn, Maria est typus Ecclesiae secundum Patres, imprimis
secundum S. Ambrosium et S. Augustinum, en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes
1958, III, Romae 1959, pp. 163-199.
16 C. DILLENSCHNEIDER, Le mystère de la Corédemption mariale, Paris 1951, p. 79.

17 De fide orthodoxa l. III, c. 12: PG 94,1029C.


18 Vgr. Ireneo de Lyon (Adversus haereses), Justino (Diálogo con Trifón), Orígenes (In Cant. l. III),
Tertuliano (De monogamia), Agustín (De Gen. ad litt. l. XI, c. 25, n. 32; De sancta virginitate; Sermo Denis, 25;
102; 138; 191; 213), Ambrosio (De Institutione virginis; In Lucam l. II, c. 57), Epifanio (Expositio fidei), León
Magno (Sermo 42, c. 3), Zenón de Verona (Tract. 4, n. 1; Tract. 30,32 y 33), Isidoro de Sevilla (Allegoriae, 138),
Juan Damasceno (De fide orthodoxa; In Dormitionem). Para mayor ampliación, cf. S. TROMP, Corpus Christi
quod est Ecclesia I, Roma 1946, pp. 35ss...; H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958; H. DE LUBAC,
Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, pp. 248-264; E. Toniolo, Padres de la Iglesia, en S. DE FIORES-S.
MEO (dirs.), NDM, pp. 1514-1554; C. I. GONZÁLEZ, María en los Padres griegos, México D. F., 1993.
19 I. DELLA STELLA, Sermo 51: PL 194,1862-1863. 1865.
20 In Assumptionem beatae Mariae, Sermo I: PL 194, 1. 863A.

535
21 H. DE LUBAC, o.c., p. 249.
22 Periodische Blätter, 1870, pp. 508; cf. Dogmatik, l. V., p. 629.

23 H. DE LUBAC, o.c., p. 257.

24 H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958, p. 11; cf. O. SEMMELROTH, Urbild der Kirche,
Würzburg 1950.
25 LG 53.
26 Sermo Denis 25,7: Obras de San Agustín, BAC 53, Madrid 19582, p. 135.

27 LG 68.
28 H. RAHNER, o.c., p. 14.
29 PABLO VI, MC 37.

30 Pablo VI, MC 32-37.


31 SAN AGUSTÍN, Sermo 215,4: PL 38,1074; cf. Sermo 25,7-8: PL 46,937-938; Sermo 191,4: PL
38,1011; Sermo 291,5: PL 38,1318; Sermo 293,1: PL 38,1327, donde dice bellamente: «Fit prius adventus fidei in
cor virginis, et sequitur fecunditas in utero matris»; cf. I. DIETZ, Maria und die Kirche nach dem hl. Augustinus,
en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958, III, Romae 1959, pp. 201-239.
32 LG 53.
33 A. M. CALERO, o.c., pp. 49-59.
34 Expresión feliz de S. De Fiores.

35 LG 55.
36 LG 65.

37 LG 65.
38 LG 62.

39 Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 19846, pp. 500-520; J. L. RUIZ DE LA
PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Santander 1991, pp. 315-406.
40 A. MÜLLER, María en el acontecimiento Cristo, en MS III, p. 893.
41 A. MÜLLER, o.c., p. 949.

42 Sobre la incidencia y repercusiones que la crisis del Pecado original ha tenido sobre la doctrina de la
Inmaculada, cf. cuanto escribimos en María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, pp. 227-236;
ver A. VILLALMONTE, Cristianismo sin pecado original, Salamanca 1999, pp. 129-132, con nota 70 en p. 127.
43 Pío IX, Bula Ineffabilis Deus (8 diciembre 1854), en «Pii IX Pontificis Maximi Acta» = APN I 597:
Romae in typographia Vaticana 1854.
44 S. De FIORES, Inmaculada, en NDM p. 928.
45 A. AMATO, Espíritu Santo, en NDM p. 704. Cf. G. M. ROSCHINI, Il Tuttosanto e la Tuttasanta.
Relazioni tra Maria ss. e lo Spirito Santo. Parte I: Quadro storico, Marianum, Roma 1976. Parte II: Sintesi
dottrinale, Marianum, Roma 1977.

536
46 Cf. R. LAURENTIN, Santa María, en «Concilium» 149(1979), pp. 390-400.
47 Sobre el título y el significado teológico de María «Madre de la Iglesia», cf. A. M. CALERO, o.c., pp.
166-175; B. FORTE, María, la mujer icono del misterio, Salamanca 1993, pp. 229-235.
48 Cf. A. M. CALERO, a.c., pp. 57-58; A. MÜLLER, a.c., pp. 877-888.

49 Baste pensar en el término theotókos (que aparece a finales del siglo III, sobre el año 270) y en la recia y
hasta áspera discusión sobre el sentido auténtico de ese término aplicado a María, que culminó con la celebración
del Concilio de Éfeso (a. 431): DH 251.
50 Cf. nuestro trabajo, Jesús el Hijo de María, en «Isidorianum» 7(1998), pp. 27-50. La maternidad divina
encuentra su base indispensable y firme en el hecho real y objetivo de su maternidad humana.
51 Cf. A. M. CALERO, o.c., pp. 121-124.

52 K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, p. 446.

53 A. MÜLLER, o.c., p. 867.


54 Cf. DH 10.11.12.13.14.15.16.17.19.21.22.23.25.27.28.29.30.42.44.46.48.51.55.72.

55 Pablo VI, MC 37; Id., Exh. Apost. Signum magnum I, en AAS 59(1967), pp. 467-468.
56 R. LAURENTIN, Breve trattato su la Vergine Maria, Cinisello Balsamo 19877, pp. 249-251.

57 Sobre la visión del cap. XII del Apocalipsis y su aplicación a la relación Iglesia-María, cf. F.
SPEDALIERI, Maria et Ecclesia in Apocalipsi XII, en Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani,
Lourdes 1958 III, Romae 1959, pp. 61-70.
58 Efectivamente, para el protestantismo, la mariología es «el cáncer o tumoración» que hay que extirpar
del ámbito de la reflexión teológica cristiana (cf. K. BARTH, Kirchliche Dogmatik 1/2, Zürich 19483, p. 153); es
la señal inequívoca de la profunda infidelidad el resumen de todas las «herejías» en que ha caido el catolicismo
desde el punto de vista doctrinal (cf. R. MEHL, Catholicisme romain - Approche et interpretation, París 1957, p.
91).
59 LG 56. Subrayado nuestro.

60 PABLO VI, EN 34-37. Aquí, n. 37. Subrayado nuestro.

61 JUAN PABLO II, RM 13.

62 JUAN PABLO II, RM 18.


63 JUAN PABLO II, RM 17; cf. LG 58.

64 Cf. mi trabajo María, de madre a discípula, en «Estudios Marianos» 64(1998), pp. 415-453.
65 Cf. J. C. R. GARCÍA PAREDES, María seducida por el Reino de Dios, Madrid 1985, pp. 93-116.
66 I. DE LA POTTERIE, María en el misterio de la Alianza, Madrid 1993, p. 189.

67 Ver nuestro estudio María, sierva de Dios Padre, en «Estudios Marianos» 66(2000), pp. 111-147.
68 Cf. E. BAMMEL, Ptochós, en GLNT XI, cols. 709-788; L. COENEN-H. H. ESSER, Pobre, en DTNT
III, pp. 380-385; C. ESCUDERO, María pobre, asociada a la liberación de Jesús, en «EphMar» 29(1979), pp.
33-52; A. GELIN, Los pobres de Yahvé, Barcelona 1965; A. GEORGES, Pauvre, en DBS VII, cols. 387-406; W.
GRUNDMANN, tapeinós, tapeinóo, en GLNT XIII, cols. 821-892; F. HAUCK, Pénes, en GLNT IX, cols. 1453-

537
1464; S. A. PANIMOLLE, Pobreza, en NDTB, pp. 1484-1500; A. SERRA, Fecit mihi magna (Lc 1,49a). Una
formola comunitaria?, en «Mar» 40(1978), pp. 305-343; W. TRILLING-L. HARDICK, Pobreza, en CFT II, pp.
384-395.
69 E. PERETTO, Pobre, en NDM, p. 1628.

70 J. C. R. GARCÍA PAREDES, María seducida por el Reino de Dios, Madrid 1985, pp. 115.
71 Cf. lo dicho en el capítulo anterior acerca del Dios de Jesús.

72Cf. Sto. TOMÁS, STh III, q. 30,a. 1.


73 LG 62. Subrayado nuestro. Cf. G. L. MÜLLER, ¿Qué significa María para nosotros, los cristianos?,
Madrid 2001, pp. 65-74; 81-87.
74 LG 56.

75 LG 61. Subrayado nuestro.


76 Cf. LG 53. 54.62.63.65.67.69. Cf. JUAN PABLO II, RM 38.

77 LG 60. Subrayado nuestro.


78 O. SEMMELROTH, Urbild der Kirche, Wüzburg 1950, p. 47.

79 Cf. D. BERTETTO, Il parallelismo «Maria e la Chiesa» alla luce delle altre verità mariologiche, en
Maria et Ecclesia, Acta Congressus Mariologici-Mariani, Lourdes 1958, III, Romae 1959, pp. 547-567.
80 Cf. PABLO VI, MC 21.
81 Cf. W. BREUNING, La comunión de los santos, en SM 1, 833-838; D. BONHÖFFER, Sociología de la
Iglesia: sanctorum communio, Salamanca 1980; X. PIKAZA, Creo en la comunión de los santos, en AA.VV., El
credo de los cristianos, Madrid 1982, pp. 134-149; Th. SCHNEIDER, Lo que nosotros creemos, Salamanca 1991,
pp. 371-388.
82 Cf. B. FORTE, Laicado, en DTI III, pp. 257-258.
83 Cf. PHILIPS II, pp. 87-153; M. LABOURDETTE, La santidad, vocación de todos los miembros de la
Iglesia, en Baraúna II, pp. 1061-1072; I. IPARRAGUIRRE, Naturaleza de la santidad y medios para conseguirla,
en Baraúna II, pp. 1073-1088.
84 LG 65.
85 LG 41.

86 PABLO VI, MC 35.


87 A este tema nos referimos en el capítulo 2, al presentar el pensamiento de los Santos Padres sobre la
Iglesia; cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1980, pp. 189-219.
88 LG 63.

89 LG 64.
90 B. FORTE, o.c., p. 229.

91 SAN AGUSTÍN, Sermo 192,2: PL 38,1012D.


92 Paráfrasis de H. DE LUBAC, en Meditación sobre la Iglesia, Madrid 19802, p. 255.

538
93 Liber mozarabicus sacramentorum. Missa de Nativitate Domini (ed. FEROTIN, 1912, col. 56).
Reimpresión preparada por A. Ward-C. Johnson, Ed. Liturgiche, Roma 1995, p. 208.
94 HONORIO DE AUTUN, Sigillum beatae Mariae: P. L., 172,499D.

95 B. FORTE, o.c., pp. 261-262.

96 LG 63; cf. LG 64.

97 LG 65.
98 Cf. LG 9; SAN AGUSTÍN, De civ. Dei XVIII 52,2: PL 41,614.

99 B. FORTE, o.c., p. 264.


100 PABLO VI, MC 37.
101 Esta afirmación que tiene validez universal para la historia de la Iglesia desde sus mismos inicios, cobra
una importancia especial en el mundo actual en el que posiblemente la esperanza es el valor que más se ha perdido
en la sociedad. Cf. entre otros muchos, G. MARCEL, Homo viator. Prolegómenos para una metafísica de la
esperanza, Buenos Aires 1954; P. LAÍN ENTRALGO, Espera y esperanza, Madrid 1957; J. B. METZ, Teología
del mundo, Salamanca 1970; L. BOROS, Vivir de esperanza, Estella 1971; Id., Somos futuro, Salamanca 1972; J.
ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972; J. MOLTMANN, Teología de la
esperanza, Salamanca 1977; E. BLOCH, Principio esperanza, Madrid 1980; A. TORNOS, Esperanza y más allá
en la Biblia, Estella 1992; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Raiz de la esperanza, Salamanca 1995.
102 A. MÜLLER, a.c., p. 942.
103 LG 68.

104 SC 103.
105 LG 68. Cf. «Isidorianum», n. 9(1996), pp. 16-251, número dedicado monográficamente al tema de la
esperanza vista desde la perspectiva mariana.
106 A. MÜLLER, o.c., p. 950; cf. D. FLANAGAN, La escatología y la Asunción, en «Concilium»
91(1969), pp. 144-145.
107 K. RAHNER, María, Madre del Señor, Barcelona 1967, pp. 121-122.

108 M. RUBIO, María de Nazaret. Mujer, creyente, signo, Madrid 1981, p. 122; cf. A. PIZZARELLI, La
presencia de María en la vida de la Iglesia, Madrid 1992, pp. 122-133.
109 S. MEO, Asunción, en NDM, p. 269.
110 Cf. Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, de la Federación luterana mundial y el
Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos: Augsburgo 31 de octubre de 1999: nn. 15.
20. 24. 25. 37. 38.
111 GS 4.
112 JUAN PABLO II, RM 27.
113 Idem.

114 PABLO VI, MC 21.


115 B. FORTE, o.c., p. 197.

539
116 Cf. LG 8. 48; Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente 33-36 (10. 11. 1994). Ver lo
dicho en otro lugar de esta obra sobre la condición de la Iglesia, santa y pecadora al mismo tiempo.
117 Cf. J. C. R. GARCÍA PAREDES, o.c., pp. 191-205.

118 Tener presente, para reafirmarlo a la luz del misterio de María, todo cuanto se ha dicho en el capítulo
anterior.
119 LG 65.

120 Cf. PABLO VI, MC 21.


121 B. FORTE, o.c., p. 112.

122 LG 68.
123 LG 65.

124 SC 103

540
BIBLIOGRAFÍA GENERAL

Ya, a lo largo de los distintos capítulos, hemos ido ofreciendo una Nota bibliográfica
apropiada a los temas tratados. Queremos sin embargo complementar esas Notas
presentando brevemente algunas obras, particularmente significativas, que han tratado de
forma orgánica y sistemática la Teología de la Iglesia.

A. ALCALÁ, La Iglesia. Misterio y Misión, Madrid 1963.


J. AUER, La Iglesia, Barcelona 1986.
L. BOUYER, La Iglesia de Dios, Madrid 1973.
E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, Madrid 1998.
J. COLLANTES, La Iglesia de la Palabra I-II, Madrid 1972.
S. DIANICH, La Chiesa mistero di comunione, Torino 1975.
S. DIANICH, Iglesia extrovertida, Salamanca 1991.
J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988.
P. FAYNEL, La Iglesia I-II, Barcelona 1982.
B. FORTE, La Iglesia de la Trinidad, Salamanca 1996.
C. GARCÍA EXTREMEÑO, Eclesiología. Comunión de vida y misión al mundo, Salamanca
1999.
J. J. HERNÁNDEZ, La nueva creación, Salamanca 1976.
Ch. JOURNET, L’Église du Verbe Incarné I-III, París 1941,1962,1969.
Ch. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1962.
M. KEHL, La Iglesia, Salamanca 1996.
H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1968.
F. MARTÍNEZ, Iglesia sacerdotal, Iglesia profética, Salamanca 1992.
J. MOLTMANN, La Iglesia fuerza del Espíritu, Salamanca 1978.
G. B. MONDIN, La Chiesa primizia del Regno, Bologna 19892.
S. P IÉ-NINOT, Introducción a la Eclesiología, Estella 1995.
K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, pp. 375-462.
J. RATZINGER, Iglesia, Ecumenismo y Política, Madrid 1987.
J. RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992.
I. RIUDOR, Iglesia de Dios, Iglesia de los hombres I-II, Madrid 1972-1974.

541
M. SÁNCHEZ MONGE, Eclesiología. La Iglesia, misterio de comunión y misión, Madrid
1994.
M. SCHMAUS, Teología Dogmática IV. La Iglesia, Madrid 1960.
N. SILANES, La Iglesia de la Trinidad, Salamanca 1981.
F. A. SULLIVAN, La Iglesia en la que creemos, Bilbao 1995.
J-M. R. T ILLARD, Iglesia de iglesias. Eclesiología de comunión, Salamanca 1991.
R. VELASCO, La Iglesia de Jesús, Estella 1992.
S. WIEDENHOFER, Eclesiología, en AA. VV., Manual de Teología Dogmática, Barcelona
1996, pp. 665-772.
L. L. WOSTYN, Iglesia y misión hoy, Estella 1992.

542
ÍNDICE GENERAL

Presentación
Prólogo
Siglas y abreviaturas
Documentos Conciliares

Capítulo 1
LA IGLESIA EN LA PALABRA REVELADA

1. ¿IGLESIA ANTES DE LA «IGLESIA»?


2. LA «QAHAL YAHVÉ» Y EL «MOVIMIENTO DE JESÚS»
3. «EKKLESÍA» EN EL NUEVO TESTAMENTO
4. ECLESIOLOGÍA DE LOS SINÓPTICOS
4.1. Marcos
4.2. Mateo
4.3. Lucas: Evangelio y Hechos
5. ECLESIOLOGÍA DE JUAN
5.1. Evangelio
5.2. Apocalipsis
5.3. Cartas
6. ECLESIOLOGÍA DE PABLO
7. LA ECLESIOLOGÍA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO
7.1. Primera carta de Pedro
7.2. Cartas pastorales

543
7.3. Carta a los Hebreos
7.4. Carta de Santiago
8. LÍNEAS FUNDAMENTALES GENERALES DE LA ECLESIOLOGÍA
NEOTESTAMENTARIA

Capítulo 2
LA IGLESIA EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA

Introducción
1. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LOS PADRES HASTA LA EDAD MEDIA
1.1. En los cuatro primeros siglos
1.2. San Agustín
2. LA ECLESIOLOGÍA EN LOS SIGLOS XI AL XV
2.1. Los Papas de los siglos XI al XV
2.2. Los canonistas
2.3. Los teólogos: los escolásticos
2.4. Un escolástico rebelde: Guillermo de Ockam
2.5. La aparición de los primeros Tratados «De Ecclesia»
2.6. Los Concilios de Constanza y Basilea
3. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS REFORMADORES
4. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LA CONTRARREFORMA HASTA EL SIGLO
XIX
4.1. El Concilio de Trento
4.2. Roberto Belarmino
4.3. Controversias y controversistas
4.4. Galicanismo
5. LA ECLESIOLOGÍA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA HASTA EL
CONCILIO VATICANO II
5.1. El siglo XIX
5.1.1. El Concilio Vaticano I

544
5.1.2. León XIII
5.2. El siglo XX
5.2.1. San Pío X
5.2.2. Benedicto XV
5.2.3. Pío XI
5.2.4. Pío XII
6. UNA HISTORIA SIEMPRE ABIERTA

Capítulo 3
LA IGLESIA EN EL CONCILIO VATICANO II

Introducción
1. UN CONCILIO INESPERADO PERO NO IMPROVISADO
1.1. Movimiento litúrgico
1.2. Movimiento ecuménico
1.3. Movimiento misionero
2. UN CONCILIO ECLESIOLÓGICO
3. EL ESQUEMA «DE ECCLESIA» Y SU ELABORACIÓN HASTA LA
APROBACIÓN FINAL
3.1. El planteamiento eclesiológico inicial
3.2. La reacción conciliar
3.3. Las distintas redacciones
3.4. La aprobación final de la Constitución Lumen Gentium
4. DUALIDAD DE PLANTEAMIENTO ECLESIOLÓGICO: SU REFLEJO EN LA
CONSTITUCIÓN LUMEN GENTIUM
5. LA LUMEN GENTIUM EN EL CONTEXTO DE LOS DOCUMENTOS
CONCILIARES
6. LAS GRANDES «LÍNEAS DE FUERZA» ECLESIOLÓGICAS DE LA LUMEN
GENTIUM
6.1. La dimensión mistérica
6.2. La condición de Nuevo Pueblo de Dios

545
6.3. La exigencia de comunión
6.4. La naturaleza sacramental de la Iglesia
6.5. El compromiso misionero
6.6. El prototipismo eclesial de María, Madre de Cristo
7. CARACTERÍSTICAS DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II
7.1. Eclesiología de una Iglesia dinámicamente fiel a sí misma
7.2. Eclesiología cristocéntrica
7.3. Eclesiología pneumatológica
7.4. Eclesiología de comunión
7.5. Eclesiología personalista
7.6. Eclesiología sensible a la instancia ecuménica
7.7. Eclesiología para la vida
8. ALGUNAS CUESTIONES CANDENTES Y NO RESUELTAS
DEFINITIVAMENTE
9. BALANCE GLOBAL: UNA NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL

Capítulo 4
LA IGLESIA ES UN MISTERIO

Introducción

1. NATURALEZA MISTÉRICA «VERSUS» NATURALEZA JURÍDICA DE LA


IGLESIA
2. LA NOCIÓN DE «MYSTERIUM» EN EL NUEVO TESTAMENTO
3. DOS PUNTOS DE REFERENCIA DE LA IGLESIA-MISTERIO
3.1. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio trinitario
A) La Iglesia, obra de las tres divinas Personas:
1. La Iglesia, obra del Padre
2. La Iglesia, obra de Jesucristo el Verbo encarnado
3. La Iglesia, obra del Espíritu Santo
B) La Iglesia, epifanía del Misterio trinitario
1. La Iglesia, epifanía de la comunión trinitaria ad intra

546
2. La Iglesia, epifanía de la acción trinitaria ad extra
3.2. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio del Verbo encarnado
A) Jesucristo, realidad personal teándrica
B) Naturaleza teándrica de la Iglesia
4. LA PRESENCIA DEL «MYSTERIUM INIQUITATIS» EN EL SENO DE LA
IGLESIA «MYSTERIUM SANCTITATIS»
5. TRASCENDENCIA EN LA VISIBILIDAD
6. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE FE

Capítulo 5
LA IGLESIA, EL NUEVO PUEBLO DE DIOS

Introducción
1. DOS IMÁGENES DE PARTICULAR RELIEVE: PUEBLO DE DIOS Y
CUERPO DE CRISTO
A) Pueblo de Dios
B) Cuerpo de Cristo
1.1. Dos imágenes complementarias entre sí
1.2. Preferencia del Vaticano II por la imagen del Pueblo de Dios
2. DEL PUEBLO DE DIOS DE LA ANTÍGUA ALIANZA, AL NUEVO PUEBLO
DE DIOS
A) El Pueblo de Dios de la Antigua Alianza
B) El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza
3. NATURALEZA DEL NUEVO PUEBLO DE DIOS
3.1. Pueblo Uno y Diferenciado
3.2. Pueblo orgánicamente estructurado
3.3. Pueblo partícipe de la triple condición de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey
3.3.1. Pueblo de sacerdotes
3.3.2. Pueblo de profetas
3.3.3. Pueblo de reyes
4. UN PUEBLO PEREGRINO

547
5. LA IGLESIA, UN PUEBLO DE MIEMBROS CORRESPONSABLES

Capítulo 6
LA IGLESIA ES UNA COMUNIÓN

Introducción
1. EL HOMBRE, UN «SER-PARA-LA-COMUNIÓN»
2. LA «COMUNIÓN», ASPIRACIÓN SUPREMA DE CRISTO
2.1. En la fuente de la «comunión eclesial»
2.1.1. La Trinidad de las Personas divinas
2.1.2. Epifanía y reflejo de la comunión trinitaria
2.2. La «comunión», eje central en el misterio y vida de la Iglesia
2.2.1. El redescubrimiento de la comunón como categoría teológica
2.2.2. La comunión en el contexto del Reino
2.2.3. La unidad, nota especificante de la Iglesia de Cristo
2.2.4. Muchas iglesias, una Iglesia
2.2.5. La comunión de los miembros en el único Cuerpo de Cristo
2.3. El Espíritu Santo, fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia
3. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL
3.1. La Eucaristía «hace la Iglesia»
3.2. La Iglesia «hace la Eucaristía»

4. EL MINISTERIO ORDENADO, COMO SERVICIO A LA COMUNIÓN EN LA


IGLESIA
5. DOBLE DIMENSIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIAL: VERTICAL Y
HORIZONTAL
6. LA IGLESIA, COMUNIÓN DE COMUNIDADES
6.1. La Iglesia particular «porción» y no «parte» de la Iglesia universal
6.2. Profunda relación entre Iglesia particular e Iglesia universal
6.3. Unidad, pluralismo y sectarismo en la Iglesia
7. EL ECUMENISMO, EN EL CONTEXTO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL
7.1. Ecumenismo intraeclesial

548
7.2. Ecumenismo intracristiano
7.3. Ecumenismo interreligioso
7.4. Ecumenismo interhumano

8. UNA COMUNIÓN MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES TERRENOS


9. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE HERMANOS

Capítulo 7
LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN

Introducción
1. NATURALEZA SIMBÓLICA Y SIGNIFICATIVA DE LA REALIDAD
Excursus I: Signos y símbolos
2. EL CONTEXTO ACTUAL: UNA CULTURA ICÓNICA
3. LA ENSEÑANZA DEL VATICANO II
3.1. Revalorización de la categoría sacramental
3.2. La Iglesia, «signo» en el contexto de los «signos de los tiempos»
4. LA IGLESIA SACRAMENTO, A LA LUZ DE CRISTO
4.1. Cristo, el sacramento original o fontal
4.2. La presencia salvadora de Cristo-sacramento en la vida de la Iglesia
4.3. La Iglesia, sacramento en Cristo

5. LA IGLESIA-SACRAMENTO, ACTÚA SACRAMENTALMENTE


6. LA VIDA CONSAGRADA, UN «SIGNO» EN LA IGLESIA-SACRAMENTO
7. LA IGLESIA «SACRAMENTO DE SALVACIÓN»
7.1. El hombre, un ser necesitado de salvación
7.2. Soteriología en el ámbito de las religiones
7.3. La «salvación» que ofrece la Iglesia
7.3.1. Iglesia salvada, signo de salvación
7.3.2. Ofrece una salvación que no es suya
7.3.3. Salvación en la historia del cristianismo
7.3.4. Salvación cristiana hoy

549
Excursus I: Fuera de la Iglesia ¿hay salvación?
Excursus II: ¿Es legítima la Teología de la Liberación?
8. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE TESTIGOS

Capítulo 8
LA IGLESIA, ENVIADA AL MUNDO

Introducción
1. LA VIDA INTRATRINITARIA DE DIOS, FUENTE Y ORIGEN DE LA MISIÓN
ECLESIAL
2. CRISTO, «EL ENVIADO» POR EXCELENCIA
2.1. Conciencia de Jesús de ser «el enviado»
2.2. Alcance de la misión de Cristo
3. LA IGLESIA, «ENVIADA» POR CRISTO EL «ENVIADO»
3.1. Jesús envió a los apóstoles y discípulos
3.2. Evolución del concepto de «misión» a lo largo de la historia
4. LOS DOS POLOS DE LA «MISIÓN ECLESIAL»
4.1. Dios, desde donde se es enviado
4.2. Los hombres, a quienes se es enviado
Excursus I: «Mundo» en la Palabra revelada

5. LA COMUNIDAD ECLESIAL, EN CUANTO TAL, SUJETO DE LA MISIÓN


6. EL ESPÍRITU SANTO, PROTAGONISTA EN LA MISIÓN ECLESIAL
7. NATURALEZA E ÍNDOLE DE LA MISIÓN ECLESIAL
7.1. El Reino, horizonte central y determinante de la acción misionera de la Iglesia
7.2. Dios, Padre de todos los hombres
7.3. Del Jesús «predicador», al Jesús «predicado»
7.4. Índole religiosa y sobrenatural de la Misión de la Iglesia
7.5. Misión dirigida al hombre en su integridad
7.6. Carácter mesiánico de la Misión

550
Excursus II: Misión eclesial e Inculturación del Evangelio
8. FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA MISIÓN EN LA IGLESIA:
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN

9. ÁMBITOS DE LA MISIÓN ECLESIAL


10. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE MISIONEROS

Capítulo 9
MARÍA, PRIMERA IGLESIA

Introducción
1. PROFUNDA RELACIÓN ENTRE EL MISTERIO DE MARÍA Y EL MISTERIO
DE LA IGLESIA
1.1. La Tradición de la Iglesia
1.2. El Misterio de María preanuncia y realiza de forma anticipada el Misterio de la
Iglesia
2. EL MISTERIO DE LA IGLESIA A LA LUZ DEL MISTERIO DE MARÍA
2.1. El Misterio de María
2.1.1. María, objeto de la obra redentora de Cristo
2.1.2. María, responde a la obra de Dios en Ella
2.2. El Misterio de la Iglesia
2.2.1. La Iglesia, objeto de la gratuita benevolencia divina
2.2.2. La Iglesia, comprometida en la obra redentora de Cristo
CONCLUSIÓN: UNA IGLESIA «MARIANIZADA»

Bibliografía general

551
Index
Anteportada 2
Colección CLAVES CRISTIANAS 4
Portada 5
Página de derechos de autor 7
Dedicatoria 8
Índice 9
Presentación 10
Prólogo 12
Siglas y abreviaturas 18
Documentos Conciliares 20
Capítulo 1: LA IGLESIA EN LA PALABRA REVELADA 21
1. ¿IGLESIA ANTES DE LA «IGLESIA»? 26
2. LA «QAHAL YAHVÉ» Y EL «MOVIMIENTO DE JESÚS» 27
3. «EKKLESÍA» EN EL NUEVO TESTAMENTO 31
4. ECLESIOLOGÍA DE LOS SINÓPTICOS 34
4.1. Marcos 34
4.2. Mateo 35
4.3. Lucas: Evangelio y Hechos 41
5. ECLESIOLOGÍA DE JUAN 48
5.1. Evangelio 48
5.2. Apocalipsis 51
5.3. Cartas 52
6. ECLESIOLOGÍA DE PABLO 57
7. LA ECLESIOLOGÍA EN OTROS ESCRITOS DEL NUEVO
64
TESTAMENTO
7.1. Primera carta de Pedro 64
7.2. Cartas pastorales 66
7.3. Carta a los Hebreos 70
7.4. Carta de Santiago 73
8. LÍNEAS FUNDAMENTALES GENERALES DE LA ECLESIOLOGÍA
74
NEOTESTAMENTARIA

552
Capítulo 2: LA IGLESIA EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGÍA 87
Introducción 91
1. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LOS PADRES HASTA LA EDAD MEDIA 92
1.1. En los cuatro primeros siglos 92
1.2. San Agustín 99
2. LA ECLESIOLOGÍA EN LOS SIGLOS XI AL XV 102
2.1. Los Papas de los siglos XI al XV 102
2.2. Los canonistas 105
2.3. Los teólogos: los escolásticos 107
2.4. Un escolástico rebelde: Guillermo de Ockam 111
2.5. La aparición de los primeros Tratados «De Ecclesia» 112
2.6. Los Concilios de Constanza y Basilea 113
3. LA ECLESIOLOGÍA DE LOS REFORMADORES 115
4. LA ECLESIOLOGÍA DESDE LA CONTRARREFORMA HASTA EL
118
SIGLO XIX
4.1. El Concilio de Trento 119
4.2. Roberto Belarmino 121
4.3. Controversias y controversistas 122
4.4. Galicanismo 122
5. LA ECLESIOLOGÍA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA HASTA EL
124
CONCILIO VATICANO II
5.1. El siglo XIX 124
5.1.1. El Concilio Vaticano I 127
5.1.2. León XIII 129
5.2. El siglo XX 131
5.2.1. San Pío X 132
5.2.2. Benedicto XV 134
5.2.3. Pío XI 135
5.2.4. Pío XII 138
6. UNA HISTORIA SIEMPRE ABIERTA 147
Capítulo 3: LA IGLESIA EN EL CONCILIO VATICANO II 164
Introducción 169
1. UN CONCILIO INESPERADO PERO NO IMPROVISADO 170
1.1. Movimiento litúrgico 170
1.2. Movimiento ecuménico 172

553
1.3. Movimiento misionero 173
2. UN CONCILIO ECLESIOLÓGICO 175
3. EL ESQUEMA «DE ECCLESIA» Y SU ELABORACIÓN HASTA LA
175
APROBACIÓN FINAL
3.1. El planteamiento eclesiológico inicial 175
3.2. La reacción conciliar 176
3.3. Las distintas redacciones 177
3.4. La aprobación final de la Constitución Lumen Gentium 179
4. DUALIDAD DE PLANTEAMIENTO ECLESIOLÓGICO: SU REFLEJO
180
EN LA CONSTITUCIÓN LUMEN GENTIUM
5. LA LUMEN GENTIUM EN EL CONTEXTO DE LOS DOCUMENTOS
183
CONCILIARES
6. LAS GRANDES «LÍNEAS DE FUERZA» ECLESIOLÓGICAS DE LA
186
LUMEN GENTIUM
6.1. La dimensión mistérica 186
6.2. La condición de Nuevo Pueblo de Dios 186
6.3. La exigencia de comunión 186
6.4. La naturaleza sacramental de la Iglesia 186
6.5. El compromiso misionero 186
6.6. El prototipismo eclesial de María, Madre de Cristo 187
7. CARACTERÍSTICAS DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II 187
7.1. Eclesiología de una Iglesia dinámicamente fiel a sí misma 188
7.2. Eclesiología cristocéntrica 189
7.3. Eclesiología pneumatológica 191
7.4. Eclesiología de comunión 192
7.5. Eclesiología personalista 193
7.6. Eclesiología sensible a la instancia ecuménica 194
7.7. Eclesiología para la vida 194
8. ALGUNAS CUESTIONES CANDENTES Y NO RESUELTAS
195
DEFINITIVAMENTE
9. BALANCE GLOBAL: UNA NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL 198
Capítulo 4: LA IGLESIA ES UN MISTERIO 211
Introducción 215
1. NATURALEZA MISTÉRICA «VERSUS» NATURALEZA JURÍDICA DE
215
LA IGLESIA
2. LA NOCIÓN DE «MYSTERIUM» EN EL NUEVO TESTAMENTO 217

554
3. DOS PUNTOS DE REFERENCIA DE LA IGLESIA-MISTERIO 222
3.1. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio trinitario 224
A) La Iglesia, obra de las tres divinas Personas: 225
1. La Iglesia, obra del Padre 225
2. La Iglesia, obra de Jesucristo el Verbo encarnado 227
3. La Iglesia, obra del Espíritu Santo 231
B) La Iglesia, epifanía del Misterio trinitario 233
1. La Iglesia, epifanía de la comunión trinitaria ad intra 234
2. La Iglesia, epifanía de la acción trinitaria ad extra 235
3.2. La Iglesia-Misterio, a la luz del Misterio del Verbo encarnado 236
A) Jesucristo, realidad personal teándrica 237
B) Naturaleza teándrica de la Iglesia 238
4. LA PRESENCIA DEL «MYSTERIUM INIQUITATIS» EN EL SENO DE
242
LA IGLESIA «MYSTERIUM SANCTITATIS»
5. TRASCENDENCIA EN LA VISIBILIDAD 246
6. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE FE 248
Capítulo 5: LA IGLESIA, EL NUEVO PUEBLO DE DIOS 256
Introducción 261
1. DOS IMÁGENES DE PARTICULAR RELIEVE: PUEBLO DE DIOS Y
261
CUERPO DE CRISTO
A) Pueblo de Dios 261
B) Cuerpo de Cristo 262
1.1. Dos imágenes complementarias entre sí 263
1.2. Preferencia del Vaticano II por la imagen del Pueblo de Dios 263
2. DEL PUEBLO DE DIOS DE LA ANTÍGUA ALIANZA, AL NUEVO
265
PUEBLO DE DIOS
A) El Pueblo de Dios de la Antigua Alianza 265
B) El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza 267
3. NATURALEZA DEL NUEVO PUEBLO DE DIOS 268
3.1. Pueblo Uno y Diferenciado 270
3.2. Pueblo orgánicamente estructurado 271
3.3. Pueblo partícipe de la triple condición de Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey 272
3.3.1. Pueblo de sacerdotes 272
3.3.2. Pueblo de profetas 275
3.3.3. Pueblo de reyes 287
4. UN PUEBLO PEREGRINO 291

555
5. LA IGLESIA, UN PUEBLO DE MIEMBROS CORRESPONSABLES 294
Capítulo 6: LA IGLESIA ES UNA COMUNIÓN 303
Introducción 308
1. EL HOMBRE, UN «SER-PARA-LA-COMUNIÓN» 309
2. LA «COMUNIÓN», ASPIRACIÓN SUPREMA DE CRISTO 312
2.1. En la fuente de la «comunión eclesial» 315
2.1.1. La Trinidad de las Personas divinas 315
2.1.2. Epifanía y reflejo de la comunión trinitaria 316
2.2. La «comunión», eje central en el misterio y vida de la Iglesia 317
2.2.1. El redescubrimiento de la comunón como categoría teológica 317
2.2.2. La comunión en el contexto del Reino 319
2.2.3. La unidad, nota especificante de la Iglesia de Cristo 319
2.2.4. Muchas iglesias, una Iglesia 320
2.2.5. La comunión de los miembros en el único Cuerpo de Cristo 320
2.3. El Espíritu Santo, fuente de diversidad y de unidad en la Iglesia 321
3. LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL 323
3.1. La Eucaristía «hace la Iglesia» 325
3.2. La Iglesia «hace la Eucaristía» 326
4. EL MINISTERIO ORDENADO, COMO SERVICIO A LA COMUNIÓN EN
328
LA IGLESIA
5. DOBLE DIMENSIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIAL: VERTICAL Y
331
HORIZONTAL
6. LA IGLESIA, COMUNIÓN DE COMUNIDADES 333
6.1. La Iglesia particular «porción» y no «parte» de la Iglesia universal 333
6.2. Profunda relación entre Iglesia particular e Iglesia universal 334
6.3. Unidad, pluralismo y sectarismo en la Iglesia 335
7. EL ECUMENISMO, EN EL CONTEXTO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL 339
7.1. Ecumenismo intraeclesial 341
7.2. Ecumenismo intracristiano 346
7.3. Ecumenismo interreligioso 348
7.4. Ecumenismo interhumano 349
8. UNA COMUNIÓN MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES TERRENOS 350
9. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE HERMANOS 353
Capítulo 7: LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN 366
Introducción 370

556
1. NATURALEZA SIMBÓLICA Y SIGNIFICATIVA DE LA REALIDAD 372
Excursus I: Signos y símbolos 374
2. EL CONTEXTO ACTUAL: UNA CULTURA ICÓNICA 377
3. LA ENSEÑANZA DEL VATICANO II 378
3.1. Revalorización de la categoría sacramental 379
3.2. La Iglesia, «signo» en el contexto de los «signos de los tiempos» 380
4. LA IGLESIA SACRAMENTO, A LA LUZ DE CRISTO 382
4.1. Cristo, el sacramento original o fontal 384
4.2. La presencia salvadora de Cristo-sacramento en la vida de la Iglesia 387
4.3. La Iglesia, sacramento en Cristo 389
5. LA IGLESIA-SACRAMENTO, ACTÚA SACRAMENTALMENTE 393
6. LA VIDA CONSAGRADA, UN «SIGNO» EN LA IGLESIA-
397
SACRAMENTO
7. LA IGLESIA «SACRAMENTO DE SALVACIÓN» 400
7.1. El hombre, un ser necesitado de salvación 401
7.2. Soteriología en el ámbito de las religiones 403
7.3. La «salvación» que ofrece la Iglesia 405
7.3.1. Iglesia salvada, signo de salvación 408
7.3.2. Ofrece una salvación que no es suya 410
7.3.3. Salvación en la historia del cristianismo 411
7.3.4. Salvación cristiana hoy 412
Excursus I: Fuera de la Iglesia ¿hay salvación? 415
Excursus II: ¿Es legítima la Teología de la Liberación? 421
8. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE TESTIGOS 425
Capítulo 8: LA IGLESIA, ENVIADA AL MUNDO 437
Introducción 441
1. LA VIDA INTRATRINITARIA DE DIOS, FUENTE Y ORIGEN DE LA
444
MISIÓN ECLESIAL
2. CRISTO, «EL ENVIADO» POR EXCELENCIA 448
2.1. Conciencia de Jesús de ser «el enviado» 448
2.2. Alcance de la misión de Cristo 449
3. LA IGLESIA, «ENVIADA» POR CRISTO EL «ENVIADO» 451
3.1. Jesús envió a los apóstoles y discípulos 451
3.2. Evolución del concepto de «misión» a lo largo de la historia 453
4. LOS DOS POLOS DE LA «MISIÓN ECLESIAL» 455
4.1. Dios, desde donde se es enviado 455

557
4.2. Los hombres, a quienes se es enviado 456
Excursus I: «Mundo» en la Palabra revelada 458
5. LA COMUNIDAD ECLESIAL, EN CUANTO TAL, SUJETO DE LA
461
MISIÓN
6. EL ESPÍRITU SANTO, PROTAGONISTA EN LA MISIÓN ECLESIAL 462
7. NATURALEZA E ÍNDOLE DE LA MISIÓN ECLESIAL 465
7.1. El Reino, horizonte central y determinante de la acción misionera de la
466
Iglesia
7.2. Dios, Padre de todos los hombres 467
7.3. Del Jesús «predicador», al Jesús «predicado» 469
7.4. Índole religiosa y sobrenatural de la Misión de la Iglesia 470
7.5. Misión dirigida al hombre en su integridad 470
7.6. Carácter mesiánico de la Misión 471
Excursus II: Misión eclesial e Inculturación del Evangelio 472
8. FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA MISIÓN EN LA IGLESIA:
481
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
9. ÁMBITOS DE LA MISIÓN ECLESIAL 484
10. LA IGLESIA, UNA COMUNIDAD DE MISIONEROS 487
Capítulo 9: MARÍA, PRIMERA IGLESIA 497
Introducción 501
1. PROFUNDA RELACIÓN ENTRE EL MISTERIO DE MARÍA Y EL
502
MISTERIO DE LA IGLESIA
1.1. La Tradición de la Iglesia 502
1.2. El Misterio de María preanuncia y realiza de forma anticipada el Misterio de
504
la Iglesia
2. EL MISTERIO DE LA IGLESIA A LA LUZ DEL MISTERIO DE MARÍA 506
2.1. El Misterio de María 506
2.1.1. María, objeto de la obra redentora de Cristo 508
2.1.2. María, responde a la obra de Dios en Ella 514
2.2. El Misterio de la Iglesia 521
2.2.1. La Iglesia, objeto de la gratuita benevolencia divina 522
2.2.2. La Iglesia, comprometida en la obra redentora de Cristo 529
CONCLUSIÓN: UNA IGLESIA «MARIANIZADA» 533
Bibliografía general 541
Índice general 543

558
559

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