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E L FILIBOTE : UNA APROXIMACIÓN AL CAMBIO TE CNOLÓGICO E N LA

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CARRE RA DE I NDIAS

Sergio M. Rodríguez Lorenzo


Centro de E studios Montañeses (Santander)

La materia de la que les voy a hablar es el filibote. Quizá algunos de ustedes no haya
escuchado nunca esta palabra y ni siquiera se imaginan de qué se trata. Tal vez los más
jóvenes sí tengan cierta idea gracias a varios videojuegos de batallas navales que describen
las características de los buques en lucha; o al menos eso me ha pasado a veces con
alumnos míos de corta edad, que desconocían el nombre de la montaña más alta de
E uropa, el río más largo del mundo o la capital de Colombia, pero sabían distinguir —o eso
creían— un galeón de un filibote, una carabela de un navío de línea. E n la medida de lo
posible —y por cortesía con quienes no son especialistas en la materia— no daré nada por
supuesto o conocido de antemano. Les pido disculpas si en ocasiones mis palabras parecen
algo simples. De cualquier manera, el turno de preguntas al final de la sesión puede servir
para aclarar dudas, si las hubiese.
E l filibote es el barco mercante por excelencia durante la E dad Moderna europea y
el instrumento técnico que convierte a Holanda en la primera potencia mercantil del siglo
XVII . Si las bondades del filibote son tantas como establecen comentaristas coetáneos e
historiadores, y si es cierto que Holanda hace de él la base de su hegemonía económica,
podemos preguntarnos por qué otros países no se beneficiaron en la misma medida de esa
tecnología naval. E n realidad, estamos preguntando por un problema de mayor alcance: el
del cambio tecnológico y su difusión.
Una de las dificultades con que se enfrenta el estudioso de los barcos es que los
términos que designan las diversas tipologías navales no tienen un carácter unívoco. Una
misma palabra hace referencia a buques distintos, según el lugar y la época, incluso en un
mismo sitio y en un mismo tiempo. E sta falta de concreción se debe a que el discurso
histórico y los testimonios escritos están la mayor parte de las veces en manos de personas
que no poseen una experiencia directa con la mar, como era el caso de escribanos,
abogados u oficiales de la administración. Hasta hace relativamente poco —apenas dos
siglos— el mundo marítimo es ágrafo en lo esencial. Aunque sepan escribir, los auténticos

1 Conferencia leída en el Primer Simposio Internacional «Capitalismo, innovación y desarrollo», celebrado el 3

de septiembre de 2015 en la Facultad de Economía de la Universidad Santo Tomás de Bucaramanga


(Colombia). Actualmente trabajo en una versión revisada, con notas, para someterla a la evaluación de alguna
revista de historia marítima.
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marinos tienen poca necesidad de hacerlo, más allá de un sencillo libro de sobordo que
recoja sus cuentas, o un cuaderno de bitácora en que se anoten el rumbo y las incidencias
del viaje. E n otras ocasiones, la ambigüedad en los términos se debe, simplemente, a que
los hombres —como decía el historiador francés Marc Bloch— tienen el hábito de cambiar
de costumbres sin cambiar de vocabulario.
La palabra «filibote», como las palabras «nao», «navío», «fragata», «galeón» o
«pinaza», no escapa a este problema terminológico. Antes de comentar brevemente su
etimología, podemos adelantar que en el mundo hispánico la palabra «filibote» designa,
cuando menos, a dos tipos de barcos distintos. E l problema es que a través de la
documentación escrita no logramos diferenciar fácilmente esos dos modelos. En principio,
no sabremos con certeza cuándo «filibote» designa a uno o a otro, y este detalle —como
diremos— tiene su importancia.
E l origen de la palabra «filibote» es holandés. Proviene de la palabra «Vlieboot». En
neerlandés, como en alemán, la letra «v» se pronuncia como «f», y el digtongo «ie» como
una «i» de sonido largo. La doble «o» no se transforma en «u», como en inglés, sino
simplemente suena como una «o» algo más larga. E s decir, la palabra «Vlieboot» se
pronuncia «flibot», y de ahí a «filibote» basta un paso. «Vlieboot» es una palabra compuesta
por otras dos, la palabra «Vlie» y la palabra «boot». E l significado de «boot» está claro:
quiere decir «barco». Más dudas hay sobre la palabra «Vlie». Algunos autores creen que se
refiere a isla de Vlieland, una de las islas frigias que cierran el Zuiderzee. Según esta postura,
el «Vlieboot» sería el barco de la isla de Vlieland, o mejor dicho, el barco cuya ruta principal
de servicio pasa por esa isla. Para otros autores la palabra «Vlie» se deriva de otra muy
parecida, «Vlieg», terminada en «g» (aunque esta «g» se pronuncia como «k») que quiere
decir «mosca» o, como verbo, «volar», por lo que la traducción de «Vlieboot» sería en este
caso «el barco que vuela», es decir, «el barco rápido». Los defensores de esta teoría creen
también que de este modo se explicaría que el término «Vlieboot» pasara al inglés como
«flyboat», también el «barco volador».
E l «Vlieboot» surge en Holanda en torno a 1570. Mantiene las mismas
características generales que el Boyer —un pequeño barco de cabotaje— y el resto de naves
mercantes de tradición constructiva norte-europea: buques aptos para el transporte de
mercancías voluminosas, inspiración en barcos de pesca —como el Haringbuis, que tanto
contribuyó a alimentar a los holandeses con sus grandes capturas de arenques; o el Doggboot,
especializado en la pesca del bacalao en los bancos de Dogger, frente a las costas de
Inglaterra—, de escaso calado y de fondo plano (para evitar así los peligros de las costas
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bajas de Mar del Norte y del Báltico) y poca capacidad defensiva (innecesaria en estos
mares tranquilos, donde la piratería fue casi siempre un fenómeno residual). Pero supone
una evolución con respecto al Boyer: el mayor tamaño y la mayor rapidez. E l «Vlieboot»
tiene dos palos —a diferencia del mástil único del Boyer—, lo que permite una mayor
superficie de velamen —a más palos, más velas— y, por tanto, un incremento de velocidad
en la navegación; posee un mayor tonelaje, o lo que es igual: más espacio para carga.
Mientras que los Boyers rara vez superan las 50 toneladas de arqueo, los V lieboots suelen
situarse entre 70 y 100 toneladas, muy pocas veces más.
La metrología naval —como la de tierra adentro— es asunto intrincadísimo; las
unidades de medida eran distintas de un lugar a otro. E n Holanda —y en general en las
riberas del Mar del Norte y del Báltico—, la unidad de arqueo es el L ast, que equivale
aproximadamente a dos toneladas castellanas. Pero tampoco está clara la equivalencia en
metros cúbicos de esta tonelada española. Por una parte se distingue el tonel cantábrico
(también llamado «tonel macho»), de 1,51 m3; por otro, el tonel andaluz (también llamado
«tonelada»), de 1,38 m3; una solución intermedia —que nos puede valer de aquí adelante—
es la que propone el historiador Michel Morineau: 1,42 m3, equivalente, además, a la
«tonelada de mar» francesa en aquella época. Son solo datos aproximados, pero si
estuviéramos ante ese hipotético V lieboot de cien toneladas, tendría una bodega de unos 142
m3 de capacidad, y sería capaz de introducir en ella unos doscientos barriles —también
llamados «pipas»— de vino, cada uno con 330 litros: es decir, una nave de cien toneladas
soportaría la carga volumétrica de 66 000 litros de vino.
E l cronista holandés Theodorus Velius (1572-1630) cuenta en su Crónica del E stado
de Hoorn que en 1595 el regidor, mercader y constructor de barcos Pieter Janszoon Liorne
fabrica un navío de nuevo diseño: el fluit. Algunos historiadores no hacen caso de la historia
de Velius y creen que la aparición del fluit se produce en cualquier momento de la primera
mitad de la década de 1590 —o incluso algo antes— y que su inventor —si es que lo
hubo— nos resulta desconocido, como ocurre con tantos otros tipos de naves, de antes y
después. La evolución tipológica de los barcos ha sido —al menos hasta tiempos recientes
y en lo que a la marina mercante y de pesca se refiere (no así a la marina de guerra)— lo
que Friedrich Hayek denominaría un proceso espontáneo, es decir, el fruto de una
experiencia comunitaria —en este caso marítima— decantada a lo largo del tiempo
mediante el ensayo-error, con lentas y leves variaciones, acumulativas, y que no expresan el
deseo consciente, impuesto mediante coacción, de ninguna autoridad central. Resulta
significativo que los holandeses de finales del siglo XVI no vean al fluit como un barco
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revolucionario. Consideran que sigue la tradición constructiva de la zona, como sucede con
el Boyer y el V lieboot. Sin embargo, las mejoras de diseño que presenta el fluit hacen de esta
nave la más apta para el transporte de mercancías hasta entonces conocida en E uropa y
contribuye de modo notable a la consolidación de Holanda como la primera potencia
mercantil de la época. Su dominio en el transporte marítimo europeo es casi absoluto hasta
que los conflictos bélicos contra Inglaterra en la segunda mitad del Seiscientos (1652-1654,
1665-1667 y 1672-1674) marcan el inicio de la decadencia de Holanda en el mar.
E l fluit es mucho más largo y estrecho que el V lieboot, con una relación entre manga
y eslora de 1 a 4 en los primeros modelos, y hasta de 1 a 6 en el siglo XVII . Para aquellos de
ustedes que no tengan ningún conocimiento naval, les aclaro que la manga es la dimensión
básica de un barco y expresa su medida transversal, de banda a banda (de babor a estribor),
es decir, la anchura de la nave en su punto máximo. Por su parte, la eslora es la dimensión
del barco que expresa su medida longitudinal, de proa a popa, es decir, el largo de la nave
en su punto máximo. Hemos dicho que la manga es la dimensión básica porque en función
de ella se toman las demás; cuando un carpintero de ribera iba a construir un buque, lo
primero que tenía que decidir era su anchura —la manga—, para luego determinar su eslora
y su puntal. E l puntal —del que no hemos hablado todavía— era la altura de la nave
medida desde la primera cubierta —también llamada cubierta principal o puente—, que en
aquellos tiempos era la que estaba situada más abajo y cubría la bodega. Si la manga es lo
ancho, y la eslora es lo largo, el puntal —más que lo alto— es lo profundo del barco. De
hecho, en casi todos los barcos la bodega (y la primera cubierta) va literalmente debajo del
agua.
Después de este inciso, volvamos a decirlo. E n los primeros fluits, a una unidad de
manga —por lo general expresada en el ámbito hispánico en codos de ribera de unos 57
centímetros— le correspondían cuatro de eslora, y en el siglo XVII esta relación aumenta:
por cada unidad de manga, hasta seis de eslora. E stas medidas dan como resultado un
buque de aspecto largo y estrecho; si tuviéramos la vista acostumbrada a ver aquellos
barcos antiguos, casi nos saldría involuntariamente la palabra para definirlos: aflautados.
Para que podamos comparar, les indico que las proporciones tradicionales de las naos
españolas seguían la regla de «as, dos, tres»: a una unidad de manga, le corresponden dos de
quilla y tres de eslora, lo que daba lugar a unos barcos muy redondos. También vivieron las
naves castellanas —como las de Portugal e Inglaterra— un proceso de alargamiento de la
eslora —lo que se conocía como «afragatamiento»— desde principios del XVII , con
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interesantes debates entre los expertos de entonces: la influencia holandesa era indudable
para los mismos protagonistas.
Como el resto de barcos holandeses, el fluit presenta un calado pequeño, es decir, se
introduce poco en el agua y no necesita de mucha profundidad para navegar sin riesgo de
tocar en el fondo. E s ideal para las costas del Mar del Norte y del Báltico, de fuertes mareas
y tan llenas de barreras arenosas y canales que conducen hasta los puertos, localizados
muchas veces lejos de la primera línea del mar para evitar el azote de los temporales. La
popa es curva, otra tradición del norte; y la proa, llena, con escaso lanzamiento, o sea, poco
apuntada hacia delante, como muy maciza. Según Richard Unger —el mejor conocedor de
la construcción naval holandesa, aunque aquí no aporta ninguna autoridad que lo avale—,
los fluits presentan una moldura en la popa que le da forma de flauta, y de ahí el nombre de
este barco, fluit, flauta. Pero el resto de autores —salvo aquellos que copian a Unger— cree
que el nombre proviene de la forma aflautada del casco, largo y estrecho. La exagerada
longitud de la eslora no permite la existencia una obra muerta muy elevada —es decir, lo
que sobresale del agua—, ni grandes castillos a popa y a proa, pues la quilla — que es la
espina dorsal del buque y soporta toda la estructura— correría el riesgo de quebrarse. Se
trata, por tanto, de una nave relativamente rasa, con un centro de gravedad bajo que le
otorga gran estabilidad. Cabecea poco porque suele navegar sobre más de una ola debido a
su largura. La escasa manga —que en principio provocaría una inestabilidad lateral— se
compensa con una forma del casco que en inglés recibe el nombre de tumblehome (y que en
español suena más bonito en nuestra opinión: reviro de reveses o recogimiento de bocas).
E l casco del fluit no es una U mayúscula de costados planos, sino que a partir de la línea de
flotación se va curvando hacia dentro hasta llegar a la cubierta superior o a la borda. Aparte
de estabilidad en la navegación, esta silueta del casco sirve para pagar menos impuestos en
el estrecho del Sund. Allí, en la ciudad danesa de E lsinore, desde 1429 los reyes de
Dinamarca cobran una tasa a toda nave que cruza del Mar del Norte al Báltico y viceversa.
E l criterio establecido para conocer —aproximadamente— la capacidad de carga de las
naves y, por tanto, la cuantía del impuesto, es precisamente la anchura de la cubierta
superior, situada a flor de cielo y fácil de medir. Así que el reviro es un ejemplo de auténtica
ingeniería fiscal por parte de los carpinteros de ribera holandeses. La estrechez de manga,
por otro lado, proporciona una ventaja indudable: el fluit es rápido —cuanto más anchura
tenga el buque será más estable, pero más lento porque ofrece demasiada resistencia al abrir
las aguas— y ciñe mucho y bien, es decir, en lo que cabe para la época posee una notable
capacidad de navegar contra el viento, lo que lo hace apto para todo tipo de rutas. Un
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aspecto importante es el aparejo. E l fluit tiene tres palos. E l trinquete y el mayor se


distancian para permitir una escotilla más amplia que facilite la carga y la descarga. Los
mástiles se alargan y las vergas se acortan. Las vergas son los palos transversales desde
donde cuelgan las velas. Vergas más cortas significa velas más pequeñas y, en consecuencia,
menos pesadas, más manejables. Como los mástiles son más largos, puede colocarse otra
hilera de velas por encima de las principales y que reciben el nombre de gavias (recuerden a
Maqroll el Gaviero). Un complejo sistema de jarcias y poleas de todo tipo y tamaño, fruto
de un mesurado estudio ergonómico del que casi nada sabemos, reduce la necesidad de
fuerza humana para el manejo del fluit. Y este aspecto —precisamente— es una de las
claves para comprender la importancia de este barco en la economía marítima del
momento.
E l fluit demanda menos tripulantes que cualquier otro navío coetáneo. E n 1620, por
ejemplo, una nave inglesa de 200 toneladas de arqueo lleva una tripulación cercana a los
treinta hombres; mientras que un fluit holandés de idéntico tamaño lo tripula de nueve a
diez marineros. E sto significa que —en igualdad de circunstancias— los costes salariales y
de bastimento serían, para el señorío de la nave, cerca de un 60 por ciento más bajos en un
fluit que en un barco inglés. Pero el ceteris paribus es más cosa de teóricos que de la realidad
histórica. Las circunstancias casi nunca son equiparables. E n E uropa, no hay marinería más
frugal, de mentalidad más espartana, que la holandesa; se conforma con muy poco, ya nos
refiramos a la dieta a bordo o a los salarios. Las comunidades marítimas del Mediterráneo
sienten una admiración lastimera por aquellos lobos de mar. Los precios de los bastimentos
son bastante más reducidos en Holanda que en Inglaterra, Francia, Portugal, E spaña o
Italia. La base de la dieta del marinero es el bizcocho —una torta de pan cocido dos veces,
muy prieta, que se reblandece con agua o vino—, y nadie tiene el trigo más barato que
Holanda, cuyo tráfico domina en el Báltico y al que califica como el moedernegotie, el negocio
madre; luego están el queso y el arenque: ¿y quién tiene más abundancia de ellos que los
neerlandeses? La carne de ternera y la mantequilla la consiguen a precios irrisorios en
Irlanda. E n verdad, la diferencia de los costes de mantenimiento de la tripulación y sus
salarios supera ese 60 por ciento del que hemos hablado. A ello se suma la disponibilidad
de una serie de productos humildes, aunque imprescindibles para el funcionamiento de las
naves, los llamados pertrechos: el cáñamo para fabricar las jarcias o cuerdas, la brea para
impermeabilizar los cascos, los inmensos troncos de coníferas para los mástiles. La madera
procede de Suecia y Noruega; el cáñamo y la brea de Polonia, Lituania, E stonia, Letonia,
Rusia y Finlandia. Los comerciantes y navieros holandeses controlan el tráfico de estos
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insumos sin que nadie les haga sombra. Mientras que todas las marinas europeas dependen
de la intermediación de los holandeses, ellos disfrutan de pertrechos abundantes y baratos.
Unos datos servirán para darnos idea de este dominio de Holanda en el norte de E uropa.
E n 1601 atracan en el puerto de Londres 714 naves: 207 inglesas, 40 alemanas y 360
holandesas. E n 1620, se calcula que 200 barcos de Holanda se dedican a traficar entre
Inglaterra y los países al este del Sund. E n 1688, Josiah Child afirma que el comercio inglés
en el Báltico es diez veces menor que el holandés. Luego está el bajo coste de fabricación
del fluit. Paradójicamente, las provincias de la República de Holanda no disponen de casi
ninguna materia prima para fabricar navíos: ni árboles ni hierro; pero todo lo tienen cerca,
en grandes cantidades y a precios asequibles. E l fluit se fabrica con pino, fácil de moldear;
los astilleros holandeses disponen de grandes sierras movidas con molinos de viento, que
ahorran mano de obra, esfuerzo físico y dan precisión a las piezas. E l diseño es sencillo y
como no está destinado a portar artillería para defenderse, su estructura es ligera y necesita
poca madera en comparación con los buques de la órbita mediterránea. Los carpinteros de
ribera y sus cuadrillas de oficiales son también gente frugal, que cobran poco. Otro dato
comparativo. E n Inglaterra, la construcción de un buque semejante al fluit podía salir por
unas mil trescientas libras; en Holanda, el mismo barco costaría ochocientas. E sta
reducción de costes —tanto constructivos como de explotación— permite que los navieros
holandeses puedan ofrecer un precio de flete sin competencia, entre un tercio y la mitad
más barato que otras flotas europeas, y se conviertan de este modo en los carreteros de la
mar. Algunos historiadores, como el belga Wilfried Brulez, han defendido que —a pesar de
todo— las tasas de beneficio de la actividad estrictamente naviera, es decir, el servicio de
transporte marítimo, fueron relativamente bajas, en torno a un 6 por ciento en la mayoría
de los casos que investigó. Lo auténticamente rentable era combinar el negocio del
fletamento con el comercio, el corsarismo o ejercer como barco de guerra al servicio de las
autoridades. Los fluits recorren los puertos de toda E uropa, desde Vyborg —la antigua
Viipuri finlandesa, hoy en Rusia— hasta E stambul; trasiegan mercancías de unos y otros,
venden y compran, para retornar a sus bases holandeses casi dos años después de haber
salido. Llega un momento, en la segunda mitad del siglo XVII , que casi los dos tercios de la
flota mercante europea está compuesta por fluits, casi todos salidos de astilleros de
Holanda. Todavía a mediados del Setecientos, cuando ya el poder marítimo de Holanda
decae frente a Inglaterra, continúa esta eficiencia económica. E n 1755, Richard Cantillon
—autor bien conocido por ustedes—, escribe en su E nsayo sobre la naturaleza del comercio en
general que «de toda E uropa, los holandeses son los que construyen barcos más baratos […],
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además, navegan con menos equipaje y sus marinos viven a muy bajo costo». Un auténtico
prodigio de la tecnología naval.
Después del significado de las palabras «vlieboot» y «fluit», así como de la
descripción de las características más importantes de los tipos navales que designan,
tenemos que regresar a la palabra «filibote». Todavía no hemos solucionado el primer
problema: conocer el tipo de barco a que hace referencia. E timológicamente el enigma
parece resolverse de manera bastante lógica: el «filibote» es el «vlieboot», aquel barco
holandés que nace hacia 1570, y nada que tiene que ver con el fluit, que sale de astillero algo
antes 1595. Sin embargo, la realidad no es etimológica, y sí bastante compleja. Por eso, a
partir de ahora, transitaremos por dos mundos que no habíamos hollado: el mundo de las
hipótesis, pues hay pasos en nuestra argumentación que no podemos probar con las
fuentes escritas exhumadas hasta ahora, y el mundo de la carrera de Indias (como saben, la
ruta marítima que une a E spaña con sus posesiones en América).
E l uso más temprano de la palabra «filibote» que hemos localizado en una fuente
española data de 1575. Pero el documento no está escrito en E spaña, sino en Flandes,
nombre genérico que se daba a los Países Bajos de los Habsburgo, integrados por lo que
hoy es Bélgica y Holanda, aproximadamente. Se trata de una relación que incluye cinco
barcos de entre 64 y 80 toneladas que sirven a Felipe II en Dunquerke y forman parte de la
armadilla de Flandes. La tipología naval nos resulta familiar: «flixbotte». Con seguridad
estamos ante un «vlieboot». En el ámbito marítimo, una de las leyes no escrita es que todo
lo que flota sirve para navegar. Los vlieboots no están diseñados para la guerra, pero en casos
de necesidad, si se fortalecen un poco con algunas obras y si se montan varias piezas de
artillería no demasiado gruesas, se convierten en armas temibles en costas de escaso fondo,
como las del Mar del Norte. Los gueux de mer —los mendigos de la mar—, rebeldes
flamencos contra Felipe II, hicieron un eficaz uso de los vlieboots al principio de la Guerra
de los Ochenta Años. Tras la pérdida del puerto de Brielle (en 1572) y la derrota naval al
año siguiente en el Zuiderzee frente a una flota inferior en número, los españoles acudieron
al mismo tipo de naves que los insurrectos: los flixbottes.
E n la documentación surgida en la Península Ibérica, la palabra «filibote» aparece
escrita de diversas formas: filipote, felipote, felibote, etc. E ste parecido a la palabra «Felipe»
(Felipe-felipote o Felipe-filipote) confundió a un historiador tan eminente como don Cesáreo
Fernández-Duro, quien llega a decir que el nuevo barco recibe ese nombre en homenaje al
rey Felipe II. No obstante el desliz, los libros de don Cesáreo —escritos la segunda mitad
del siglo XIX —, y especialmente su Historia de la armada española (en nueve volúmenes) y sus
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Disquisiciones náuticas (en seis), no han sido todavía superados. Hasta principios de la década
de 1590 no se vuelve abundante el empleo de los filibotes en el ámbito marítimo
peninsular. Muy poquito antes, a fines de diciembre de 1589, el duque de Medina Sidonia
escribe al rey sobre un filibote que se apresta para ir a la isla Tercera —una de las Azores—
, junto a otros barcos, a recoger la plata que ha quedado allí de una flota anterior. Don
Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor, VII duque de Medina Sidonia, ha pasado a la
historia con mala fama tras el fracaso de la Armada contra Inglaterra en 1588 —la infeliz
Armada Invencible—, por él comandada, o su poca pericia para defender Cádiz del asalto
inglés en 1596. Como Capitán General del Mar Océano y Costas de Andalucía tiene
potestad para intervenir en todo lo relacionado con la vertiente atlántica del sur de E spaña.
Lo hemos visto —y decimos ver porque el historiador cuando lee papeles viejos ve a sus
personajes, aunque sea pura sugestión— galopar por las playas andaluzas, saltar de barco en
barco, escribir cartas a todas las horas del día y de la noche, con frío y con calor, sano y
enfermo. Uno de los oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla lo considera —por su
trabajo incansable, por acudir allí donde se le necesita—, un «monstruo de la naturaleza».
Pues bien, tenemos razones para pensar que este «filibote» que navega a la isla Tercera
quizá sea ya una nueva clase de nave, o cuando menos un barco que no se había visto antes
en un puerto andaluz. Solo así se explica que el capitán general de la flota de Tierra Firme,
don Francisco Martínez de Leiva, caballero de la Orden de Santiago con experiencia
marítima en Flandes y futuro gobernador de Tucumán, hable en 1590 —como algo extraño
y novedoso— «de unos navíos extranjeros que se llaman philippotes».
La primera travesía trasatlántica de un filibote debió de producirse en 1590. No
aparece en los registros de ida de la Casa de la Contratación, pero sí el regreso a E spaña en
1591. Hablamos del filibote E l L eón Colorado, que lleva por maestre a Nicolas Jacques.
Proviene de La Habana y arquea unas 130 toneladas, según establece Pierre Chaunu —
historiador francés autor de la mayor obra sobre la carrera de Indias, Séville et l’A tlantique,
ocho tomos en once volúmenes, más de 7300 páginas.
A partir de 1591, la palabra «filibote» aparece con relativa frecuencia en los
documentos sobre la carrera de Indias. La pregunta que debemos hacernos es la siguiente:
¿son estos «filibotes» los «vlieboots» holandeses que comenzaron a botarse desde 1570? ¿O
son fluits, las flautas que según la tradición diseñó Pieter Janzoon Liorne en 1595? Desde un
punto de vista fonético, no hay mucha diferencia entre el sonido «vlieboot» y «fluit», y
mucho menos si está pronunciada por un marinero alemán, que escribiría «fleute», en vez
de «fluit», y pronunciaría «floite». Las primeras ventas de filibotes en Sevilla datan de
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febrero de 1592, y los propietarios vendedores son —curiosamente— vecinos de los


puertos de E ndem y Hamburgo, en Alemania. Sin mucho esfuerzo imaginamos que a la
hora de hablar de sus barcos los llamarían «floites» y que el notario que dio fe de los
contratos de compraventa entendió «filibote», pues así lo puso en la matriz de la escritura
pública.
Pero ya hemos comentado que los argumentos fonéticos son débiles y de corto
recorrido. Tenemos que ir más allá. Si nos fijamos en las dos ventas de filibotes,
comprobamos que la capacidad de las naves supera las 250 toneladas (260 y 270,
concretamente). Los vlieboots rara vez superaban las 100 toneladas, y recordemos que los
«flixbottes» de Dunquerke tenían entre 64 y 80. A la vista del tonelaje, parece que no
estamos ante vlieboots, sino ante los fluits, las flautas. Otro argumento de cierto peso es el
que se refiere a los árboles de los filibotes en venta. En ambos casos (y en otros que
tenemos recogidos para fecha posterior), se dice que las naves tienen tres palos: trinquete,
mayor y mesana. Recordemos de nuevo que esto era una novedad del fluit frente al vlieboot,
que solo tenía dos mástiles. Sean vlieboots o fluits, debemos explicar las razones por las que
desde finales de la década de 1580 —y sobre todo en la década de 1590—, Sevilla y otros
puertos españoles e italianos se inundan de barcos holandeses, y por qué participan en la
carrera de Indias.
E xiste una razón general que afecta a todo el sur de E uropa. Desde 1586, se repiten
los años de malas cosechas. E sta crisis agrícola provoca un incremento exagerado de la
demanda de trigo procedente del Báltico, el llamado «trigo de la mar». Los holandeses no
pierden la oportunidad y ponen sus barcos mercantes al servicio del trasiego de este
producto de primera necesidad, voluminoso y de escaso valor monetario por unidad. Solo
un transporte de bajo coste rentabiliza las importaciones de trigo. Ya vimos que los barcos
holandeses, sobre todo el fluit, permiten un flete barato. E sta es la causa por la que los
puertos de la E uropa meridional conocen por vez primera la presencia de las naves de
Holanda, al menos en un número significativo. E l proceso fue de tal envergadura que
Fernand Braudel —en su Mediterráneo y el mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II— titula uno
de sus capítulos «De cómo los holandeses conquistaron Sevilla sin pegar un solo tiro». Pero
una cosa es que los filibotes holandeses visiten los puertos de E spaña, y otra distinta es que
los navieros españoles los empleen de manera ordinaria en sus empresas marítimas.
Dos hechos, sin embargo, explican que los filibotes comiencen a actuar bajo
propiedad castellana en una ruta como la carrera de Indias, la única que permanece en
manos nacionales tras el progresivo abandono de la carrera de la lana por burgaleses,
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bilbaínos y naturales de Santander (de allá). E n primer lugar, la política de embargos


portuarios y capturas en alta mar de la Monarquía Hispánica, como táctica contra los
rebeldes de las Provincias Unidas, es decir, contra la coalición de las siete provincias
septentrionales de los Países Bajos con mayoría calvinista, lideradas por Holanda. Tres
datos bastarán como ejemplo. En 1587, el duque de Medina Sidonia retiene a 94 barcos
holandeses, 31 de ellos en Cádiz; en 1590 el general Diego Brochero captura 7 navíos, y en
1592, el general Francisco de Coloma apresa 13 filibotes sobre la costa del Algarbe
portugués, cuya soberanía está en manos del Rey Católico desde 1580. E n segundo lugar,
hay que reseñar la falta de naos castellanas para el comercio con América. E sta escasez de
naves no es consecuencia de la derrota de la Gran Armada contra Inglaterra, como
demostró José Luis Casado Soto. De los ciento veintitrés buques que salen de La Coruña
—último puerto peninsular que toca la armada tras su organización en Lisboa—, treinta y
uno naufragan a consecuencia de los combates o el mal tiempo, pero casi todas las pérdidas
corresponden a naves auxiliares de transporte de vituallas y no a tipologías navales
atlánticas, sino mediterráneas —italianas— o bálticas —alemanas—, alquiladas para la
ocasión. E l resto de barcos —noventa y dos— regresa a los puertos del norte de E spaña.
La verdadera causa de la falta de naves para la carrera de Indias tiene dos orígenes: por una
parte, el súbito incremento de la necesidad de buques provocado por el auge de la demanda
americana, fruto a su vez la alta disponibilidad de plata procedente de Potosí y Zacatecas
—donde se aplican de manera generalizada el método de amalgamación introducido por
Bartolomé de Medina en México y por Pedro Fernández de Velasco en Perú—; y por otro
lado, el empleo intensivo de muchas naves castellanas en acciones militares contra los
corsarios ingleses en mares cercanos a la Península, dos nuevos intentos de invadir las islas
británicas (1596 y 1597) o el apoyo a la Liga Católica francesa frente a la amenaza de los
hugonotes —la denominada Campaña de Bretaña, entre 1590 y 1598.
Pronto la Corona intenta —cómo no— sacar beneficio económico de la situación.
Piensa que algunos de estos filibotes embargados podrían subastarse al mejor postor,
siempre que fuese natural del reino. Como incentivo para la compra se ofrece licencia para
la navegación a Indias, pues no olvidemos que los navíos de fábrica extranjera no podían
hacer la carrera trasatlántica, salvo que tuviesen un permiso especial. Los mercaderes
apoyan la propuesta del rey, pues de este modo pueden llevar sus mercancías sin que haya
excesiva competencia por el espacio, lo que provoca una subida del flete. Los oficiales de la
Casa de la Contratación tampoco ponen trabas a las decisiones del rey, y de hecho alaban
las cualidades de los filibotes, a los que consideran «tan buenos navíos como los vizcaínos»;
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pero al mismo tiempo advierten que la entrada de los filibotes en la flotas puede quitar
incentivos a los constructores de la costa cantábrica, al ver que otros buques ocupan su
lugar. Y esto sería un desastre para las armadas reales, que se nutren de las naos y galeones
vizcaínos o —por extensión— de toda la costa norte de E spaña.
La queja de los fabricadores nacionales no tarda en llegar, y ya en 1594 Felipe II
prohíbe que naveguen a Indias urcas y filibotes. Las causas de esta prohibición no son de
tipo técnico. No se pone en duda las cualidades marineras de los filibotes (otra cosa es lo
que se dice de las urcas, a las que se tachan de naves «zorreras», es decir, lentas y torpes).
E stamos ante una decisión de tipo estratégico.

Pero en el gráfico podemos comprobar que los filibotes continúan navegando en la


carrera de Indias, a pesar de la ley contraria. La legislación de la época —muy casuística—
se cumple o no según las circunstancias, y no llegamos a saber qué es la regla y qué la
excepción. E n todo caso, la participación de los filibotes en las flotas nunca fue numerosa.
Salvo los primeros años de la década de 1590 (hasta la prohibición real de 1594), los
filibotes centran su servicio en el tráfico con la isla de Santo Domingo y en el tráfico de
esclavos (la ruta Lisboa-Sevilla-África-Cartagena o Veracruz). La escasez de naves
castellanas para la carrera de Indias hace que sus propietarios las fleten para los destinos
más rentables: Veracruz, Cartagena de Indias y Nombre de Dios-Portobelo (en Panamá).
Dejan de lado las islas del Caribe, donde el flete de ida es escaso por la falta de demanda de
mercancías, y toda la ganancia se obtiene al regreso, cuando se transportan los «frutos de la
tierra»: cueros, azúcar y jengibre. Ante la falta de medios de transporte, los habitantes de
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Santo Domingo solicitan al rey que se dé permiso para que algunos filibotes puedan
navegar hasta su isla sin esperar flota, sin llevar toda la artillería reglamentaria y, a veces, sin
piloto examinado. Se acude al filibote por dos razones: una económica y otra técnica. Los
filibotes son barcos más baratos que las naos vizcaínas; de este modo, con una inversión
menor el naviero podría considerar la navegación a Santo Domingo como una vía rentable.
Por otro lado, la barra de Santo Domingo, es decir, la desembocadura del río Zama, sufre
un proceso de colmatación que la hace peligrosa para naves con mucho calado. E l
filibote— ya lo hemos dicho— tiene cala poco debido a la forma de su casco, y puede
atracar en el mismo puerto dominicano, sin necesidad de alijos en barcas que incrementan
los costes y los riesgos. E l empleo de los filibotes en el comercio con Santo Domingo vive
su momento más importante en la segunda mitad de la década de 1590 y en la primera del
siglo XVII . Gracias a esta nave pudieron salir adelante los ciudadanos de Santo Domingo,
en grave riesgo de despoblación desde 1530.
Aproximadamente a partir de 1610 la situación de la carrera de Indias sufre un
cambio. La demanda americana para los productos que circulan en la ruta oficial disminuye
o al menos cambia de naturaleza, bien porque bastante de los artículos voluminosos, como
el vino, se producen ya en el Nuevo Mundo, bien porque las provincias americanas se
abastecen por vía de contrabando, que ofrece precios más bajos. E l caso es que se
necesitan para las flotas menos naos, que además han aumentado su tonelaje y pocas
unidades bastan para la carga disponible. Como ocurre casi siempre, las variaciones de la
oferta de carga no se mueven al mismo ritmo que la oferta de naves para el transporte. A
Sevilla y a Cádiz siguen llegando naos de Vizcaya y Guipúzcoa que tienen que esperar años
para hacer el primer viaje a América. Los historiadores navales que hablan de la escasez de
producción de naves en los astilleros vascos no saben que las naos se pudren en el
Guadalquivir, el río de Sevilla.
Los navieros se afanan en buscar alternativas y pronto encuentran una: Santo
Domingo. Si antes les parece una ruta poco viable desde un punto de vista económico,
ahora prefieren navegarla a permanecer en el río sevillano perdiendo dinero y viendo cómo
se deshacen sus barcos. Acuden al Consejo de Indias —institución colegiada que rige la
política colonial— y no tienen que alegar más que la nacionalidad castellana de sus barcos,
lo que les otorga un derecho preferente contra cualquier navío de fábrica extranjera, como
los filibotes. Desde 1610, los filibotes que participan en la carrera de Indias se dedican,
principalmente, al tráfico negrero.
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La ruta triangular que une a la Península con África y América nunca estuvo bajo
influencia castellana. Fue sobre todo un dominio portugués, luego holandés y
posteriormente británico. No puedo asegurar a ciencia cierta cuáles son las causas técnicas
del empleo del filibote en esta ruta. Tal vez por el escaso calado, que permite el acceso a
muchos puertos pequeños de la costa africana o del Caribe; tal vez por las bodegas
espaciosas, más cómodas para el transporte de esclavos. Tampoco estoy en condiciones de
probar las causas económicas. E l comercio negrero es la actividad donde se manifiesta con
mayor claridad el afán de lucro; es posible que esta búsqueda de beneficios —nada
agradable para nuestras conciencias— hiciera aún más rentable el empleo de una nave
barata, como era el filibote. Lo que sí podemos asegurar es que la utilización de filibotes en
el tráfico de esclavos no interfiere los intereses navieros de los castellanos, tradicionalmente
dirigidos hacia otras rutas. Quizá esto explique que los Asientos de Negros —es decir, los
contratos firmados entre el Rey Católico y los proveedores de esclavos, generalmente
portugueses— contengan una cláusula donde se especifica la navegación de hasta seis
filibotes anuales, cifras que luego se incrementarán, aunque sea de contrabando. Son estos
viajes a África los que explican la punta del gráfico en 1619. A partir de esa fecha, no
sabemos por qué, el número de filibotes desciende también en esta travesía.
Recuerden: si el filibote es un barco de construcción barata, no es exclusivamente
por su diseño, sino porque los constructores holandeses disponen de materias primas a
bajo precio y pagan a sus oficiales salarios más reducidos. La red de comerciantes
holandeses permite, por ejemplo, que la madera de Noruega empleada en los filibotes se
obtenga a precio más cómodo que la que utilizan los propios constructores noruegos. La
brea y el cáñamo procedentes del Báltico abundan en los puertos de Holanda, mientras que
en el resto de E uropa son productos caros y escasos. Reiteramos estos datos para que
sirvan de introducción a una pregunta importante: ¿por qué no se construyeron filibotes en
E spaña, si tan rentables resultaban?
Las tradiciones de construcción naval suelen ser bastantes conservadoras en todas
las regiones marítimas; los cambios de diseño se producen de manera lenta, casi
imperceptible. Construir un barco es una operación arriesgada; cualquier fallo da como
resultado un naufragio, o como mínimo una navegación peligrosa. Se tiende a reproducir
las formas exitosas en ocasiones anteriores. Aunque conocemos autores de prototipos
navales —más o menos exitosos—, suelen referirse a la marina de guerra, vinculada a su
vez a los gobernantes y la política oficial. E sta suele dejar rastro en forma de documentos y
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algunos planos. Con la marina mercante no sucede lo mismo: el proceso de cambio —para
el historiador— resulta un proceso anónimo.
E n la capacidad de innovación del carpintero de ribera influye bastante la relación
que mantenga con el proceso de explotación del barco como medio de transporte. E n
Holanda, los maestros carpinteros tienen poco que ver con el posterior uso del navío. Por
lo general, la propiedad de los barcos holandeses está dividida en un gran número de
participaciones que son adquiridas por personas con escasos conocimientos del medio
marítimo, como por ejemplo viudas y agricultores. Los accionistas únicamente se encargan
de nombrar a un gestor de la empresa naviera, el capitán o maestre, que como mero
asalariado administra la explotación del buque, sin que tampoco tenga contacto directo con
el constructor de la nave. Las acciones cambian fácilmente de manos y con esta facilidad
cambia también el capitán. E ste panorama da un cierto grado de libertad creativa al maestro
carpintero de ribera en Holanda. Tras sus experimentos personales, puede ofrecer un
producto novedoso. Arriesga la fama, pero no su hacienda de antemano, y eso es más
importante de lo que nos creemos.
La situación en los astilleros cantábricos y andaluces —es decir, españoles— es bien
distinta. La propiedad de la nave está en pocas manos, no más de cuatro personas. Lo usual
es que tenga dueño único, aunque no es extraño que se asocien dos. Casi siempre son
hombres de la mar, conocedores del barco que desean y están encima del proceso de
construcción. Muchas veces el mismo fabricador del buque es quien luego lo explota como
naviero. La Corona da mucha importancia a este hecho, y por ello, desde la década de 1590,
les reserva a estos navieros-fabricadores el tercio del buque de la flota, o sea, el tercio del
tonelaje. E n estas circunstancias, es lógico que los carpinteros de ribera españoles no se
arriesguen a adoptar un diseño que desconocen, pues no solo ponen en juego su fama, sino
también su plata, ya que están —cuando menos— al servicio directo y bajo la supervisión
de quien pone el dinero.
Pero tampoco existe un interés por el diseño del filibote para su empleo en la
carrera de Indias. E n un sistema de navegación en convoy la rapidez del filibote se
desperdicia, pues hay que navegar al ritmo del barco más lento. E n cuanto al bajo calado,
ya vimos cómo en determinados momentos sí se valora esta cualidad del filibote; pero por
lo general es una cualidad peligrosa para los mercaderes y la Corona, aunque por motivos
distintos. Los mercaderes peninsulares quieren un barco de gran calado, es decir, que
necesite mucha profundad de agua para navegar; de este modo se evita el ascenso del
Guadalquivir hasta Sevilla al regreso de América, como mandan las ordenanzas. Si se
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emplease el filibote, se acabaría la excusa de la barra de Sanlúcar —tan peligrosa de superar,


escenario de tantos naufragios— (excusa que por otro lado era cierta), y con ella los tratos
ilegales en Cádiz y el puerto sanluqueño donde el duque de Medina Sidonia tiene su
asiento. A la Corona le interesa, por una parte, que un calado modesto permita la llegada
hasta Sevilla, pero teme al mismo tiempo que barcos mercantes de calado escaso puedan
acceder en la orilla americana a cualquier puerto distinto de los permitidos por la
legislación. E l contrabando se reduciría por un lado, pero aumentaría por otro.
La financiación de las fábricas navales condiciona el diseño. Desde 1563 la
Monarquía Católica subvenciona la construcción de barcos en la costa cantábrica, pero no
de cualquier tipo. A la Corona le interesa la construcción de naos con gran tonelaje y, en la
medida de lo posible, capacitadas para llevar y utilizar una artillería poderosa. E n realidad,
el deseo del rey es disponer de naves que emplear en sus armadas, no a través de la
construcción directa, sino mediante el embargo o el alquiler. Los constructores de naos
dependen de la financiación real, pues, a diferencia de Holanda, la fábrica de naves en
E spaña resulta muy cara y, además, no se ha vivido en los territorios peninsulares la
revolución financiera que ya se está desarrollando en la República holandesa. Tampoco los
maestros carpinteros de ribera están interesados en la importación de diseños como el
filibote, ya que el rey no está dispuesto a sufragarlos.
Todo este complejo de intereses políticos, militares, económicos y sociales hace que
el filibote no se incorpore a la tradición constructiva peninsular. Pero E spaña no fue un
caso único. Tampoco los ingleses reprodujeron la técnica del filibote. La mayoría de los que
dispone Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVII proviene del apresamiento de
vasos en las guerras angloholandesas. Solo en el primer conflicto contra Holanda, entre
1652 y 1654, apresaron los ingleses más un millar de fluits. Colbert, ministro del rey de
Francia Luis XIV, envió a varios maestros carpinteros a que aprendieran las técnicas de
construcción naval holandesa —misiones de auténtico espionaje industrial—, pero
tampoco se dio un desarrollo de una versión francesa del filibote; prefirieron la adquisición
por compraventa o la requisa en tiempos de guerra. Parece que sólo las ciudades
hanseáticas se interesaron por el filibote como diseño. E l primero salió de los astilleros de
Lubeca en 1615 o en 1618, Kellenbenz y Dolliger no se ponen de acuerdo. No resulta
extraño que La Hansa hiciese suya la técnica constructiva del fluyt. E llos sí —y no Inglaterra
ni Francia; y menos aún Portugal, E spaña o Italia— pertenecían a la misma tradición
marítima; tuvieron una mentalidad religiosa similar —aunque mucho menos anticatólica en
el caso de las comunidades alemanas—. De cualquier manera, la incorporación de filibotes
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propios en las marinas hanseáticas no impide la decadencia de esta organización de origen


medieval. E l fluit —para Holanda— quizá fue condición necesaria para su hegemonía, pero
no suficiente. Otros muchos aspectos explicarían su desarrollo económico y cultural.
Copiar el filibote no garantizaba nada.
E n 1671, Nicolaes Witsen —alcalde de Amsterdam durante treinta años,
administrador de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, cartógrafo en sus ratos
libres y un buen tratadista naval— considera que la introducción y aplicación de nuevas
tecnológicas no son hechos estrictamente tecnológicos, sino algo socio-cultural, una
«disposición mental». Sus palabras —por su claridad— no tienen desperdicio:
E xtranjeros que vienen a los arsenales holandeses para estudiar ciertas técnicas que
reducen los costos, no consiguen luego poner en práctica esas técnicas en sus
países… E so se deriva, en mi opinión, del hecho de que tales personas tienen que
trabajar en un ambiente distinto, con mano de obra no holandesa. Aunque un
extranjero aprenda todo lo que hay que aprender, sus conocimientos no le servirán
a menos que consiga inculcar en sus trabajadores la ordenada y sobria mentalidad
de los holandeses, lo cual es imposible.

«La historia de las embarcaciones no constituye una historia en sí. Hay que situarla
entre las otras historias que la rodean y sostienen». E sta reflexión de Fernand Braudel
puede hacerse extensiva no solo a distintos ámbitos tecnológicos; nos previene —
además— contra cualquier otra clase de determinismo. E l devenir del ser humano
resulta demasiado complejo para ser comprendido a partir del pensamiento
esquemático, ya sea académico, ya popular. Ni el estribo del caballo hizo al feudalismo,
ni la máquina de vapor al capitalismo. Simplemente les dio una forma concreta.
Recuerden, en todo caso, que nuestro pasado también está constituido por nuestros
descartes y que el futuro nos pertenece. Pero solo Dios lo sabe. Muchas gracias.

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