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Cuentos Sobre Fútbol
Cuentos Sobre Fútbol
Fondo Sur
Manuel Vicent
Entre ellos había surgido un jefe natural, un bello aprendiz de chapista llamado
Berberecho y nadie lo había elegido, pero todo el grupo de forma instintiva lo
acató desde aquel día en que el muchacho le aplastó el cráneo a un viejo
bujarrón que aprovechaba las olas y avalanchas que se producían en las
gradas del fondo sur para sobar de modo voluptuoso a algunos camaradas.
Aparte de eso el guapo Berberecho podía aportar un mérito especial: el
presidente del Real Madrid le había posado una mano en el hombro en plan
amigable y eso era como una consagración, cosa que sucedió en medio de una
aglomeración de hinchas al pie del autobús que recogía a los jugadores en el
aeropuerto de Barajas. Otra causa de su poder era que mantenía a raya a sus
chicas. Durante los entrenamientos en la ciudad deportiva cada una de ellas por
su lado podía soltar grititos de histeria cuando las piernas aceitadas de Michel,
o de Zamorano pasaban muy cerca, pero en el grupo no permitía querencias
amorosas. Entre ellos el sexo no existía. Ante la victoria del equipo sus cuerpos
se fregaban en intensos abrazos e incluso podían cabalgarse unos a otros
simulando fugacísimas cópulas en el instante de un gol decisivo como hacían
los jugadores en el césped. Semejante frotación nunca derivaba en una carga
erótica sino sólo en una sucesión de rugidos absolutamente puros e idénticos y
ésa era la única energía, ya que el grupo tenía sus carnes de búfalo
hermanadas. Por eso el guapo Berberecho se arrojó contra el cráneo de aquel
bujarrón con la ferocidad ciega del que defiende una ley fundamental de la
banda y esto no lo acababa de entender el juez en el momento del juicio.
-No se puede ir al fútbol a hacer el guarro -explicó Berberecho al pie del estrado
dando doctrina.
-El tipo era un viejo... Llevaba una peluca colorada... Cuando vi que ese sujeto
primero me tocaba el culo sin venir a cuento y después me dio un beso en la
boca sólo porque Laudrup había marcado un gol me mosqueé muchísimo.
-¿Nada más?
-¿Y cómo se explica que ese señor llegara al hospital con el cráneo abierto?
-No lo sé. Nosotros no queremos sexo. Sólo nos reproducimos gritando. Con
eso tenemos bastante para llegar a la inmortalidad. Yo no tengo la culpa de ser
tan guapo -dijo Berberecho pavoneándose.
Uno de ellos, tal vez el que estudiaba informática, fue el primero en darse
cuenta de que una de las chicas faltaba desde hacía mucho tiempo a la cita del
Bernabéu y cuando lo dijo nadie parpadeó por eso. En ese momento Buyo
acababa de realizar una magnífica parada y todo el grupo se unió en un abrazo
que había liberado una gran energía. En realidad la chica se llamaba Yolanda.
Se había matado con la moto en compañía de un tipo que había conocido en
una discoteca y hacía varios meses que estaba enterrada. Tampoco advirtió
nadie la ausencia durante todo el invierno del repartidor de telepizzas, pero éste
se volvió a incorporar a la reata después de haber cumplido con el tribunal de
menores cuando robó el tercer coche y ninguno del grupo le preguntó nada. Él
se limitó a pintarse la inicial de Berberecho en la frente y luego se puso a
berrear en el estadio. Una pareja también había causado baja porque se había
enamorado y eso era algo que el jefe no permitía. Tan pronto descubrió
Berberecho que aquella chica comenzaba a doblar el cuello en el hombro de
otro de la banda fue muy tajante.
Lo dijo con gran autoridad sin escupir siquiera y la pareja de tórtolos se esfumó
para aparearse durante un tiempo, pero otros hinchas adolescentes muy
similares iban sustituyendo a los que causaban baja por muerte, cárcel, sexo,
amor o cansancio y nadie era capaz de distinguir a los hinchas antiguos de los
nuevos. Sus berridos eran idénticos, tenían el mismo cuerpo, olían igual,
llevaban los mismos granos en la cara, la pelusilla del bigote y exhibían las
mismas escarapelas, gorros y bufandas. También la marca en la frente se la
pasaban unos a otros. Sólo Berberecho no se repetía nunca. Un recién llegado
a la cuadrilla, que iba de punki claveteado, se atrevió a expresar sus dudas a
los demás mientras accedía al estadio con una entrada falsificada en el último
partido de la temporada.
-¿Y sólo por eso es el jefe? -insistió el punki apartando el imperdible que tenía
engarzado en la nariz para que se entendiera bien.
-Un tipo con peluquín le metió la lengua en la boca después de que Laudrup
marcara un golazo y Berberecho se mosqueó.
-Sí, alguna vez -contestó ella entre los aullidos del público que saludaba la
salida del Real Madrid al terreno de juego.
Berberecho gobernaba a los suyos en las gradas del fondo sur. Primero toda la
camada se limitó a dar saltos para calentar el cuerpo y dentro de la olla del
estadio Berberecho sólo era un punto insignificante pero él se sentía inmortal.
El Real Madrid comenzó jugando bien desde el principio; parecía un mecanismo
capaz de destruir el tiempo y el espacio sirviéndose de una pelota. Ésta era
impulsada o atraída por los músculos y el coraje, también por la inteligencia.
Ante la primera internada de Raúl, cuyo pase al centro del área fue rematado al
poste de cabeza por Zamorano, en las gradas del fondo sur se produjo el primer
oleaje al compás de gritos rituales. Todos los componentes de la banda de
Berberecho iniciaron la frotación de su carne apelmazada bajo las banderas y
pronto se liberó una energía común que tenía el foco principal en el cuerpo de
Berberecho. Eran diez entre machos y hembras.
-Vamos. Hay que ayudarla -gritó Berberecho haciendo oír claramente su voz de
mando en medio de los rugidos del público.
(Inédito)
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don
Domecq?
En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería
hablarle al señor.
-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? -aduje
con sincera abnegación.
-Ni se le ocurra -contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto
da…
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se
caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación
de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido
de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso
momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género
dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta
ante el cameraman.
-Qué se va a romper -me tarnquilizó. -Por si acaso, seré una tumba -le prometí-.
Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo,
por Renovales.
Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para
indicarme la puerta de salida."
Apuntes del fútbol en Flores
La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La
avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia,
la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto.
Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a los cracks
tanto como a los artistas o a los héroes.
Se asegura que los muchachos del Ángel Gris tenían un equipo. La opinión general suele
identificarlo con el legendario Empalme San Vicente, conocido también como el Cuadro de las Mil
derrotas.
Según parece, a través de modestas giras, anduvieron por barriadas hostiles, como Temperley,
Caseros, Saavedra, San Miguel, Florencio Varela, San Isidro, Barracas, Liniers, Nuñez, Palermo,
Hurlingham o Villa Real.
El célebre puntero Héctor Ferrarotti llevó durante muchos años un cuaderno de anotaciones en el
que, además de datos estadísticos, hay noticias muy curiosas que vale la pena conocer.
En Villa Rizzo, todos los partidos terminan con la aniquilación del equipo visitante. Si un cuadro
tiene la mala ocurrencia de ganar, su destrucción se concreta a modo de venganza. Si el resultado
es una igualdad, la biaba obra como desempate. Y si, como ocurre casi siempre, los visitantes
pierden, la violencia toma el nombre de castigo a la torpeza.
En ciertas ocasiones, los partidos deben suspenderse por la lluvia u otras circunstancias. En
ningún caso se extrañará la estrolada, que llegará sin fútbol previo, pura, ayuna de pretextos.
- En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el medio y que estaba en los
terrenos de una casa abandonada.
- En un potrero de Palermo, había oculta entre los yuyos una canilla petisa que malograba a los
delanteros veloces.
- Cierto equipo de Merlo jugaba con una pelota tan pesada que nadie se atrevió nunca a
cabecearla.
- En un lugar preciso de la cancha de Piraña acecha el demonio. A veces los jugadores pisan el
sector infernal, adquieren habilidades secretas, convierten muchos goles, triunfan en Italia, se
entregan al lujo y se destruyen.
Otras veces los jugadores pisan al revés y se entorpecen, juegan mal. Son excluidos del equipo,
abandonan el deporte, se entregan al vicio y se destruyen. Hay quienes no pisan jamás el coto del
diablo y prosiguen oscuramente sus vidas, padecen desengaños, pierden la fe y se destruyen.
Conviene no jugar en la cancha de Piraña. Las últimas páginas del cuaderno de Ferrarotti
contienen historias ajenas. Algunas de ellas muestran un conmovedor afán literario. Veamos.
Cuentos del fútbol argentino
Por último, y para demostrar que nadie podía permanecer ajeno a esta pasión de
multitudes, Fontanarrosa incluyó en su selección una aguafuerte "lunfarda" del recordado
periodista Luis Sciutto, quien con el seudónimo de Diego Lucero dejó unas inolvidables
crónicas deportivas, y un cuento de Bioy Casares y Borges, que por medio del célebre
Bustos Domecq asisten al extraño caso de la desaparición de los estadios de fútbol. En
fin, una antología para todos los gustos y para todos los aficionados, no importa cuál sea
el cuadro de sus amores.
Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación
con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía
jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el
partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.
Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo
conocía. Jamás volvieron a verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un
profesional de primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido
sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más
cariño a los comedidos que juegan de relleno.
El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de
cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era
demasiado justo.
De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba
también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus
merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer a
los buenos y castigar a los canallas.
Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la
pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran
penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para
hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes
melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y compadrones se van al descenso.
Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de locura inversa, amigos o lacayos
de los sobradores, por temor a ser sus víctimas. Inflexibles con los débiles y condescendientes con
los matones. Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres Sensibles de Flores lamentaron
no haber estado allí, para hacerse dar una piña en su homenaje.
Había jugado muchos años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para que
integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.
-Con usted Bottaro no podemos perder
Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro
certero.
Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:
-Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús...
Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.
La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de
tinieblas donde los wines hacían maniobras invisibles.
En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza
es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan.
Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los delanteros
buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.
Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero
sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota
entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza.
Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no
se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su
camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había extraviado en las
sombras del lateral derecho.
Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de
carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.
Dicen que iba llorando.
Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós sujetos corren tras
de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a
quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de Flaubert son una astuta
combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos Dios de percibir el mundo con este simple cinismo!
El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto.
Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo
apasionadamente.
Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros futbolistas para
encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano,
a los miles de pioneros atorrantes que impartieron una ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo
inapelable resultado son los goles superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.
Dieguito
Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre,
que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de 8
años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido dos veces el
primer grado- taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y
jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado
a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún
hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con
muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna
palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome
de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero
varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego
Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más
implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?
Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba
al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre,
imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones,
y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus
muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.
Cierto día, un día en el que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles
de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso
automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El
tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado.
Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió
-¿alegremente? - a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho
trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró
a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado,
estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.
Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso
habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los
entrenamientos de su equipo. Hubo polémica, reportajes a variadas personalidades (desde
ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró
sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por
un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había
huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel,
quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados
horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la
soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había
reflejado el gran país del sur.
Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres
decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se
pudriera ese infeliz: sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.
Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo
olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era
eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la
casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el padre, "es obra del
pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el
altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba
cerrada. "¡Dieguito!", chilló el padre. "¡Abrí la puerta, pequeño idiota!" Se oyeron unos
pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía,
dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional
ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia con Gardel, sino que
estaba ahí, sobre la mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el
ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito con, con prolija obsesividad, le cosía una
mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el
padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?" Y Dieguito (oscuramente
satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo
respondió:
-Dieguito armando Maradona.
José Pablo Feinmann, Página/12, 1996.
Incluido en "Cuentos de fútbol argentino", selección de Roberto
Fontanarrosa, 1997, Ed. Alfaguara.
Aquella noche, las calles de Parque Chas me recordaban más que nunca el
cementerio de La Chacarita. Esas módicas casitas de la calle Berlín o Varsovia, de
ventanas estrechas y muros grises, se correspondían indudablemente con
aquellas bóvedas de mármol y piedra del cementerio vecino. Unas casas un poco
más reducidas al fin y al cabo, un poco más silenciosas, pero esencialmente
iguales. Bóveda o casita, allí estaba la misma orgullosa clausura de la propiedad
privada, el mismo persistente deseo de jardinete delante, de cantero florido, la
misma respetuosa interdicción en el umbral. Hasta los enanitos de jardín y los
perros de terraza mantenían su parentesco con ciertas figuras de vírgenes o de
ángeles guardianes en lo alto de los mausoleos.
Admito que yo estaba deprimido. Hacía pocos días que me había quedado sin
trabajo y los brasileros nos ganaban uno a cero en la Copa América. Así me lo
había dicho durante todo el primer tiempo la voz impiadosa del relator. Y así me lo
seguía diciendo, a través del walkman, en los comienzos del segundo. Por eso, tal
vez, aquella nube de pensamientos fúnebres se las arreglaba para trabajarme el
ánimo, en segundo plano, pero en una unívoca dirección de melancolía y derrota.
Llegué hasta la avenida Triunvirato en busca de un quiosco abierto para comprar
cigarrillos y me detuve frente a la vidriera de una casa de artículos para el hogar.
Un grupo de seis o siete hombres seguía las alternativas del partido a través de
varias pantallas encendidas. Siempre me ha producido cierta desazón ver a esos
solitarios, es fácil imaginarlos con hambre, con frío, sometidos a un deseo que se
conforma con las migajas del confort. Pese a todo, en medio del abandono y la luz
mortecina de la avenida, el grupo resultaba una isla esperanzada de humanidad.
Me paré detrás de todos y me dejé magnetizar como ellos por las imágenes
mudas de la pantalla. Yo tenía la dudosa ventaja del sonido, con la voz del relator
puntuando el movimiento de los jugadores. Es decir: los errores de nuestra
Selección y el avance avasallante de los brasileros. Súbitamente las luces
parpadearon, las pantallas dejaron ver un último destello luminoso y después se
oscurecieron por completo, dejándonos desconsolados y boqueando como
cachorros a los que hubieran arrancado de su teta. No sé por qué razón, tal vez
porque yo era el que había llegado último, todas las caras se volvieron hacia mí.
Levanté los hombros, un poco desconcertado.
–Se debe haber cortado una fase, aventuré.
Me siguieron mirando. Yo de electricidad, sabía poco y nada. ¿Qué querían de
mí? Vamos, hombre, aclaró por fin un viejo de boina gris, diga usté, que está
conectado, cómo va el partido. Todos hemos tenido, de chicos, la fantasía de ser
relatores de fútbol, todos hemos intentado alguna vez alcanzar la portentosa
velocidad necesaria para seguir la carrera de una pelota y la de los jugadores tras
ella. No lo niego. Pero verme lanzado así a relator, de buenas a primeras, era otra
cosa.
Algunos avanzaron un paso hacia mí, no supe entonces si en actitud amenazante
o más bien como buscando una mejor ubicación. Los miré. Vi en primer plano a un
muchachito ojeroso envuelto en una bufanda verde, a un morocho corpulento de
campera de cuero, a un hombre rubio de cara gastada con el diario doblado bajo
el brazo...
Eran hombres abatidos, lo suficientemente castigados por los políticos, por la falta
de trabajo, de esperanzas, por la torpeza de nuestra Selección y ahora, además,
por ese corte inesperado que los dejaba otra vez afuera del partido. Era un deber
solidario agarrar esa pelota. Empecé tímidamente a reproducir las palabras del
relator.
“...recibe la pelota Aldair... Aldair para Ronaldo... sigue Ronaldo... sotana para el
Tulu... ¡qué bien la hizo Ronaldo!... pasa mitad de cancha... pelota para Romario
que está habilitado... se viene Romario... ¡ay, ay, ay!... ¡¡peligro de
gol...!!”
Apenas iniciado el relato pude notar cómo las palabras, entumecidas al principio,
se daban calor unas a otras, cómo se volvían resueltas y hasta temerarias –ya me
lo había comentado un amigo que estudiaba teatro, la voz emitida públicamente se
anima de otra fuerza, se enamora de su propio arrullo y termina haciendo su
propio juego. Fui casi el primer sorprendido cuando en lugar de cantar el poderoso
gol de Romario con el que Brasil se ponía dos a cero, desvié unos centímetros la
pelota en el aire y la hice pegar en el travesaño. “...pega la pelota en el
travesaño... –dije–, increíble, señores –agregué–, increíble... Argentina se salva
por milagro de un nuevo gol brasilero.”
Mi tribuna suspiró aliviada y yo seguí adelante, sin vacilaciones. “...viene el
Zurdo... toca para Angelini... Angelini para Pedrete... Pedrete para
Gonzalito...Gonzalito...Gonzalitoooo...” La ofensiva argentina hubiera continuado
limpiamente su avance si no fuera por Quindim, el central brasilero, un mulato
descomunal que traba con Gonzalito, gana firme en la línea de fondo, y pone un
pelotazo en el área argentina. No resultó igual de fácil desviar la dirección en que
rodaban mis palabras.
De manera que digo: “...Quindim traba fuerte abajo... tropieza, cae y sigue
Gonzalito... ahora nadie lo para...se viene el mano a mano... tira Gonzalito y...
¡gooool! ¡¡¡gooooooooooool de Argentinaaaa!!!!... –canto– que se pone uno a uno
con los brasileros... ¡¡¡Graaaande, Gonzalito!!!”, –apunto, ganado sinceramente
por la euforia del empate. Mi tribuna salta de alegría. El grito crece hasta
estremecer la impávida quietud de Triunvirato. El jubilado se saca la boina gris y la
agita en un arco enorme, como si quisiera saludar con ella al universo entero. El
pibe ojeroso de la bufanda se abalanza sobre la espalda del morocho, que lo
agarra de las piernas y le hace dar varias vueltas a caballito. Más atrás un grupo
de tres o cuatro se abraza y salta rítmicamente. Yo mismo corro hacia la esquina
con los brazos en alto. Un motociclista, contagiado por el entusiasmo, se detiene
en el semáforo y hace sonar su bocina.
El festejo se silencia apenas retomo el relato, pero persiste en los ojos brillantes y
la actitud expectante del grupo. Con un vértigo de angustia entiendo que todo ha
quedado ahora en mis manos, en mi voz. Que puedo hacerlos caer nuevamente
en el desconsuelo o hacerlos vivir momentos de gloria. El frío se ha vuelto más
penetrante y desde las pantallas de la casa de electrodomésticos me llega, como
una advertencia, un guiño de luz.
Empiezo a desplazarme por Triunvirato hacia La Haya. Y ellos detrás de mí,
siguiendo el hilo tenso de mi voz que consigna cada vez con mayor
profesionalismo el increíble vuelco de la Selección argentina en el segundo
tiempo.
Me basta con corregir apenas al relator. Cuando habla del avance seguro “de los
brasileros”, digo “de los argentinos”; cuando dice “Bertotto se durmió en el pase”,
digo “Branquinho se durmió”; cuando dice “uhhh, qué gol se comió el arquero
argentino”, digo “uhhh, qué gol se comió el carioca”. Una pareja que se besa
lentamente en La Haya se suma a la hinchada. Un ciruja nos saluda con su
linterna y echa a rodar su carro detrás del grupo. Un hombre que pasea dos perros
salchichas por las veredas de Berlín empieza a seguirnos. Una mujer
desmelenada, en pantuflas, corre por Varsovia y nos alcanza. Dos pibes que están
fumando un porro en Amsterdam, también. Como en el flautista de Hamelin, el
despliegue armónico y consistente de la Selección argentina resulta una música
irresistible. Llegamos al fin a la plaza Éxodo Jujeño. Aunque el verano ya ha
quedado atrás, hay en el aire un recuerdo de jazmines. Dejo entonces de
escuchar al relator, a aquel que sólo me hablaba a mí, con la voz soberbia y
estridente de quien se cree dueño de la verdad. No lo necesito. Me irrita con su
voz chabacana y sus goles mentirosos. Ellos, los de mi grey, sólo escuchan mi
voz, ven a través de mis palabras, se elevan y gozan y temen pero sólo para
volver a gozar porque, como nunca, la acción se ajusta a una estrategia inteligente
y rigurosa: los delanteros atacan, los defensores defienden, los arqueros atajan.
Los errores brasileros, en cambio, se multiplican. Equivocan los pases, se comen
los amagues, se arman mal en la línea de fondo, erran dos penales
imperdibles...El equipo argentino se perfecciona, se vuelve imaginativo, deja
jugadas –un caño, un taquito, un gol de media cancha– que podrán recordarse por
años. Los goles, en esa fiesta de grandeza, son casi lo de menos y llegan con
asombrosa puntualidad. Ganamos cinco a uno. Ni la niebla que desciende sobre el
parque, ni la pobre claridad de los faroles, logran opacar la alegría. Por el
contrario, les confieren a los abrazos, a las camperas y las bufandas desplegadas,
a las manos que se agitan, a los que caen de rodillas, se santiguan y se besan y
cantan y bailan, una dimensión de misteriosa epopeya.
Parque Chas es territorio liberado, y lo ha sido por la vibración de mis palabras,
por las imágenes que ellas han convocado frente a todos aquellos ojos. La
hinchada por fin se dispersa lentamente. Yo camino a la deriva. Voy como entre
nubes, agotado, pero sereno y orgulloso.
Una lucecita, como una boya, me guía hasta el quiosco de Gándara y Tréveris,
que ahora está abierto.
–Antes no estaba abierto –le comento al quiosquero.
–Las cosas cambian –me dice con filosofía–. ¿No vio acaso cómo terminó el
partido?
Lo dice con una sonrisa que bastaría para iluminar el barrio entero.
–Todos lo vieron –digo yo, tratando de recordar su rostro entre los hombres de mi
hinchada.
Después le cabeceo un saludo y sigo mi camino.
Lanzo hacia el cielo una bocanada de humo que se prolonga en una nube tenue
de vapor.
En el techo de una casita gira locamente una figura oscura. Es una veleta. Un
perro de azotea. Un ángel que festeja el milagro de Parque Chas.
¿Nadie vino a reservar la cancha? –preguntó. Jorge había atado el extremo de una
venda al paragolpes del auto, se había alejado un par de metros y ahora la enrollaba
prolijamente. No contestó.
-¿El boludo del Ruso no vino a reservar la cancha? -insistió Tito, el bolso al hombro.
El Ruso ni se dio vuelta para responder, sentado sobre el piso aún húmedo.
-No vine, Jorge -gritó-. ¡Con lo que llovió anoche! Pero no hay drama...
-¡Ruso! -llamó Tito-. ¿Te seguís haciendo tirar la goma con la vieja cada vez que venís
a alquilar la cancha?
-El Ruso se piroba a la vieja -Jorge ya había terminado de enrollar las vendas-. La
vieja no le cobra el alquiler pero después él nos lo cobra a nosotros.
-Esas viejas son perfectas para chuparte el zodape porque no tienen dientes, ¿no
Ruso?
-Hijos de puta -reprochó-. Como ochenta años tiene la vieja. ¿No tienen madre,
ustedes?
Se rieron. En la cancha, una multitud de morochos corría detrás de una pelota marrón
y deformada. Algunos de ellos con pantalones largos arremangados y descalzos.
Jugaban y gritaban. Se reían.
-¡Tienen un pedo éstos! -dijo Marcelo.
-¡Cambíate forro! -le gritó Miguel-. Cambíate de una vez y deja de hinchar las pelotas.
-Tito concedió descolgar el bolso del hombro-. -. ¿Vos les vas a decir que se vayan?
-¡Ya hablé con uno de ellos, pelotudo! -dijo Aguilar-. Se van ahora nomás.
-Si no se pueden ni mover del pedo que tienen. Juegan cinco minutos más y se
mueren...
-¿No se pueden ni mover? -se hizo oír el Ruso, atándose los botines-. Mira cómo la
pisa el gordo aquél... ¡recién hizo un gol!...
-Sabes qué ganas de apoliyar que tengo... Me hubiera quedado durmiendo –dijo.
-Es al pedo -meneó la cabeza, Miguel-. Lo que es no saber un carajo de fútbol. Estos
son los mejores días para jugar, querido. Nublado, fresco...
-Quieren venir a jugar cuando hay sol y un calor de cagarse -Miguel afeó la voz,
doctoral-. Ahí quieren venir a jugar. Cuando no te podés ni mover del calor que hay.
Hoy está perfecto, papá.
-Es verdad. Es un día bárbaro -aprobó el Ruso, que dudaba entre sacarse el buzo o no.
-¡Pero claro, querido! -siguió Miguel-. Ni siquiera hay viento. Es preferible jugar con
lluvia que con viento, mira lo que te digo.
-Seguro -Marcelo ingresó en la controversia, desde lejos-. Con viento es una cagada.
Nunca sabes para dónde mierda sale la pelota. Con lluvia, cuando le agarras la mano
al pique... chau ... cuando le adivinas el sapito...
-Es que sale como arriba de un vidrio...
-Es que éstos no saben nada, Chelo -se envalentonó Miguel-. Hay que explicarles todo.
Quieren entrar al Primer Mundo y se quedaron en la Pulpo de goma...
Tito, luego de sentarse, se había ido dejando caer hacia atrás, hasta quedar acostado
con el bolso de almohada.
Tito se rió.
-¿Cuántos polvos te echaste, Tito? -preguntó Rogelio, que había terminado de enrollar
las vendas. Tito seguía riéndose, tapándose los ojos con un brazo. Se le sacudía el
estómago bajo la camisa a cuadros-. ¿La colocaste hoy? ¿Te permitió la patrona?
-Cuatro al hilo.
-Yo me desperté a eso de las cuatro y caían soretes de punta-dijo Miguel que había
abierto la botellita de aceite verde-. Dije "cagamos"..
-El Negro es como los pibes Jorge, ubicado entre los autos, meaba un neumático-. Se
despierta a la madrugada para ver si llueve y si al día siguiente se puede jugar.
-Rogelio -Aguilar buscó con la vista y llamó- ¡Rogelio! Vos tenés la pelota, ¿no?
-Esta mañana. Me dijo que venía. Más, teniendo la pelota. No nos va a cagar así.
-¿Por qué no viene el Flaco?-se ofuscó Miguel-. ¿Otra vez nos caga ese hijo de puta?
Los morochos se iban retirando. Había uno tirado en el suelo, boqueando. Otros dos
corrían a un flaquito, que persistía en dispararse con la pelota. "¡Cuajada! -le
gritaban-. ¡Para Cuajada o te vamos a cagar matando!" Se reían.
Gonzalo, que se cambiaba adentro del auto, por el frío, llegó al trote, endurecido.
-Pediles a ver si nos dejan la bola -sugirió al Negro. Aguilar miró hacia la cancha.
-¡Ni casa tienen estos negros! -se rió Marcelo-. Si vinieron todos en un camión. "Se la
llevas a la casa". ¡Mira las amistades que tiene el Gonza!
-Sí. Un Renault.
-¿Rojo?
-Sí, rojo.
-Es Pepe.
-¿Qué haces, Chelo, estás rezando? -le gritó Gonzalo-. Marcelo se había arrodillado y,
en un impensable rasgo de pudor, meaba cortito sobre el césped.
Había logrado interpolar una nueva nota de intranquilidad. Aguilar y Miguel miraron
hacia el otro costado de la cancha.
-El jueves lo vi en el centro al pelado que juega de cinco. Y me dijo que venían.
El Ruso pisaba cuidadosamente la cancha casi pelada. Daba saltitos para entrar en
calor.
-¡Ya vienen los otros, pelotudo! Vienen todos juntos. El otro día vinieron en dos autos,
sobre la hora.
-Cómprate, si querés aceite verde-negó Miguel-. Miserable de mierda. Vos sos como el
otro, el Gonza, que nunca pone guita para la cancha...
-Métetelo en el orto.
-¡Y bajala, sota, o te crees que vamos a estar toda la tarde esperando!
-¡Putazo! -se unió Tito. Pepe, caminando de nuevo hacia el auto, giró hacia ellos y se
agarró los huevos. Después siguió caminando.
-La concha de su madre puta -farfulló Tito. Se había quedado con la mitad de un
cordón del botín en la mano.
-¿Sabes por qué te pasa eso? -asesoró el Negro-. Porque te pasas el cordón por
debajo de la suela. ¿Te lo enrollas por debajo de la suela? Así se te rompe.
-Hay que decirles todo, Negro -habló Miguel-. No están para el Primer Mundo.
-Si por lo menos viniera un par más de ellos -calculó Gonzalo-. En el último de los
casos hacemos un picado.
-¡Si ellos vienen, ellos vienen! -desestimó Miguel, que había terminado de lubricarse-.
¡Allá vienen!, ¿no ves? ¡Para que te dejes de hablar al reverendo pedo!
-Ahí estamos -musitó Gonzalo, levantando apenas la vista-. ¡Llegaron, che! -les avisó
a los otros. Pepe había sacado la pelota del baúl del auto, la apretó un par de veces
para ver cómo estaba y después la tiró hacia la cancha donde ya trotaban y hacían
flexiones casi todos.
-¡Traela! ¡Traela! -pidió el Ruso, que sólo se ponía locuaz cuando entraba a la cancha.
Miguel, en cambio, se mantuvo serio. Fue hasta donde estaba Tito y se puso en
cuclillas junto a él.
-Tito -le dijo-. Hoy no te mandes tanto al ataque. Seguro que por tu lado va a jugar el
flaco del otro día, ese que le dicen Trastorno. Es muy rápido. Trata de encimarlo y no
dejarlo dar vuelta. Si lo dejas darse vuelta -te pinta la cara porque es un pedo líquido
ese hijo de puta. Le vas encima y ponete de acuerdo con Aguilar para que cierre por
detrás tuyo si se la meten a tu espalda... -Tito aprobaba con la cabeza, obediente-..
¿De acuerdo? ¿De acuerdo? -recalcó Miguel-. Porque vos me decís que sí y después no
haces un carajo de lo que te digo...
-Sí. Pero decile al Negro. Porque aquél agarra la lanza y se va arriba y después no
vuelve en la puta vida.
-Si vos te vas a volantear, yo te hago el relevo, quédate tranquilo. Pero además, yo le
digo al Negro -Miguel se puso de pie como si hubiese terminado con la indicación, pero
antes de meterse en la cancha, se volvió para decir-. Guarda los bolsos en el auto, Ro-
gelio. Nunca se sabe.
A Tito lo único que le faltaba ponerse era la camiseta verde, y puteaba por el frío.
-Loco ¡qué busarda que tenés! -Pepe, desde el suelo, poniéndose los botines, lo
miraba y se reía. Tito se miró el estómago como si recién lo descubriera.
-Te llamo, porque no hay nada más rompebolas que correr solo.
-Te llamo, te llamo -prometió Tito, pero ya Pepe corría hacia el arco más cercano,
donde peloteaban al Lungo. Miguel no se dignaba a patear. Intentaba tocarse la punta
de los botines con los dedos y recomendaba "elongá, elongá" a cada uno que le
pasaba cerca. Pero, de pronto se irguió y siguió atentamente el curso de una pelota
que se iba entre los árboles.
Víctor la había ido a buscar casi hasta el terraplén, detrás del arco, y la devolvió hacia
la semiborrada línea del área. Marcelo la paró con el pecho y la tiró de nuevo a la copa
de los árboles.
-¿Con qué le pegas, hijo de puta? -lo observó, fijamente, Miguel, las manos en la
cintura-. ¿Cómo se puede tener tan poca sensibilidad en el pie? ¿Cómo se puede ser
tan animal? -Marcelo se reía-. Si te ve Federico Sacchi se muere de un infarto, querido
-la siguió Miguel-. ¡Y pretenden jugar al fútbol! ¡Qué agravio a la cultura futbolística
del país, por favor! ¡Son jugadores de terraza, nacidos en el centro! ¡Cuánto potrero
que te falta, por Dios!
La pelota, esta vez, y quizás intencionadamente, le llegó a Miguel, que la puso bajo la
suela y miró el arco.
-Decime, decime.
-Ahí -señaló el Lungo, mostrando el ángulo bajo del segundo palo. Miguel le pegó de
derecha, con estilo, y la pelota se elevó unos cuatro metros para caer tras el terraplén.
Hubo risas.
-¡No! ¡Trae! ¡Trae para acá! -Miguel había salido disparado detrás de la pelota, a
grandes trancos, enojado-. ¡No se puede jugar con eso! ¡Es un bofe esa pelota, hay
que inflarla!
-¡No rompas las bolas, Miguel! Está bien la pelota. Mejor si está blanda. Dejala así -se
quejó Gonzalo-. Después se moja y se pone que pesa una tonelada. Te hace mierda el
balero si cabeceas...
-Mirá lo que es esto. Mirá lo que es esto -graneaba Miguel, oprimiendo la pelota con
ambas manos-. No se puede jugar al fútbol con esto.
-¡Lárgala! Jorge se golpeó las manos, girando sobre sí mismo. ¡Cómo rompe las bolas
el negro este!
-¡Pero si a ustedes les da lo mismo jugar con una pelota que con un ladrillo, querido! -
dijo Miguel-. Para lo que juegan, todo les resulta lo mismo...
-La verdad que está un poco floja -admitió el Ruso, junto a Pepe.
-¡Muchachos! -llamó, Gonzalo, a los rivales-. ¿Ustedes trajeron una pelota? El Pelado
negó con la cabeza.
-Nos dijeron que ustedes tenían. ¿Qué le pasa a esa? -preguntó después.
-¿Y qué haces con un inflador, Miguel, si no tenés un pico? -dijo Gonzalo, un poco
harto.
-El flaco aquel tiene un inflador -alertó el Ruso, señalando, dentro del grupo de la
contra, al que había llegado primero en bicicleta. Miguel se encaminó hacia allí.
-¡Déjala así, Negro! ¡Dejala así! ¡Está bien así! –insistió Jorge.
-Dame -dijo. Y empezó a escudriñar el cuero de la pelota con los ojos entrecerrados-.
¿Dónde está la marquita?
-Hacela girar, hacela girar -dijo Pepe, con su cabeza casi apoyada sobre el hombro de
Miguel.
Miguel seguía haciendo girar el balón, mirándolo, con la nariz prácticamente pegada al
cuero.
-Metele un gallo -recomendó Pepe. Miguel sostenía la pelota con una mano contra el
pecho mientras con la otra manipulaba el pico.
-¡Cómo vas a jugar con la pelota así, macho! -se escandalizó-. ¿Dónde se ha visto?
¡Estos, porque tienen un garfio en el empeine! Juegan al fútbol porque Dios es
grande... No saben un sorete, hay que decirles todo...
Miguel escupió una saliva blanca y espumosa sobre el agujero de la pelota. Le erró por
un centímetro. Primero hizo girar el balón, procurando que la oscilación deslizara la
escupida hasta cubrir el agujero. Pero luego, apurado, la empujó directamente con el
dedo hasta tapar la casi inapreciable juntura. Luego metió la punta del pico hasta
encontrar resistencia.
-Para -dijo Miguel. Sin sacarle el pico del inflador, bajó la pelota hasta aprisionarla
entre sus rodillas.
-¿Estás seguro que está ahí la válvula? ¿No se habrá corrido la cámara?
-No. Está ahí. Está ahí -aseguró Miguel y pegó un nuevo empujón al pico. Se oyó una
explosión ahogada y la pelota pareció aflojársele entre las manos.
-La pinché -dijo Miguel, girando la cabeza y mirando a Pepe con cara inexpresiva-. La
pinché.
Estuvieron unos veinte minutos más viendo si llegaba alguien con una pelota. O si
pasaba alguien que tuviera una. Marcelo se ofreció a ir a buscar una a la casa de un
primo, en el centro, pero no sabía si el primo estaba o se había ido a la isla... Le
dijeron que no. A la media hora, Tito comenzó a cambiarse de vuelta. Gonzalo lo puteó
por enésima vez a Miguel y rumbeó para el auto.
-¡No se podía jugar así, querido! -reafirmó Miguel-. Se pinchó, mala suerte. Pero así
no se podía jugar. Ningún jugador de fútbol que se respete puede jugar con una pelota
así.
-Vos te quedaste en la Pulpo, Miguel -hirió Jorge, yéndose-. No estás para la de cuero.
Había un momento de la tarde —podían ser las cuatro, tal vez las cinco si era verano— en
que el viejo se pegaba a la ventana, la cabeza un poco ladeada, la mano haciendo de
pantalla contra la oreja, y con voz de velorio decía: Lástima la música. Eso, después que
nosotros nos habíamos pasado las horas meta Magaldi, meta Charlo, todo ese revival para
tenerlo contento porque (como dijo una vez tía Lucrecia) un domingo de mala muerte que
lo traemos bien podemos hacer un pequeño sacrificio con tal de verlo feliz. (Para pequeño
sacrificio le sobraba una sota: como al viejo le hacía falta no sé qué calor humano para vivir
como Dios manda, nos teníamos que clavar todos hasta las doce de la noche, porque con lo
del Hogar —decía— no quería sentarse ni a ver la tabla de posiciones, todos viejos chotos,
y que una vez un vasco se entusiasmó tanto con un gol de chilena que dio un tremendo salto
para atrás, se fue de nuca al suelo, y ahora está viendo cómo crecen los rabanitos desde
abajo. Así que a la noche teníamos que instalarnos todos frente al televisor —mamá, papá,
tía Lucrecia, tío Antonito, yo y hasta los mellizos—, rodeándolo al viejo que para la
ocasión se calzaba en la cabeza un pañuelo con las cuatro puntas atadas y, a falta de
chuenga, masticaba un pedazo de neumático; ni hablar de cuando jugaba Boca: se zampaba
la camiseta azul y oro y ni el tío Antonito, que es fanático de River, podía decir —valga la
contradicción— esta boca es mía; la única vez que se animó a porfiar que un gol de no sé
quién había sido en orsai el viejo se le fue encima tan fiero que si no iban a pararlo los
mellizos —que aunque usan arito y el pelo hasta la cintura son la debilidad del viejo— el
tío Antonito termina haciéndole compañía al que festejó la chilena).
Si es por música, entonces, no se podía quejar. Así que cuando empezó con la letanía de
“lástima la música” todo lo que hicimos fue comentar que estaba chiflado y no darle más
vueltas al asunto. Hasta que una tarde el tío Antonito, que ya estaba harto de tanto Corsini y
sobre todo estaba harto de que el viejo, cada vez que lo veía aparecer, le cantara aquello de
Tenemos un arquero que es una maravilla, ataja los penales sentado en una silla, perdió la
paciencia y, apenas escuchó “lástima la música”, le dijo: ¿Contra qué música está
refunfuñando, viejo?, si acá la única música que se escucha todo el día es la que usted. Pero
el viejo no lo dejó terminar; levantó la mano con autoridad para que se callase y, como
sobrándolo, le dijo: No hablo de la música que se escucha, Antonito; hablo de la que falta.
Creo que si era por nosotros la historia se cerraba ahí mismo. Yo, al menos, reconozco que
no sentí el más mínimo interés en averiguar cuál era esa bendita música que le faltaba al
viejo; ya me estaba cansando de sus caprichos; no es muy grato para una mujer casadera
quedarse junto a su abuelo hasta las doce de la noche vociferando los goles como una
desgraciada sólo para que él se sienta acompañado. El tío Antonito lo expresó sin
eufemismos: Si ahora viene con que le falta no sé con qué música, que se vaya a buscarla a
la concha de su hermana. Pero los mellizos no son de los que se rinden así como así. Lo
volvieron loco al viejo hasta que un buen día les dijo: ¿Y qué música iba a ser la que falta?
La música de los domingos.
Parece que poco a poco fueron entendiendo qué quería decir el viejo con “música de los
domingos”, algo que en otros tiempos había estado en todas partes, dijo, y que se podía
escuchar desde que uno se levantaba. Como una comunión o una sinfonía, parece que dijo,
y que terminaba recién al caer la noche con la vuelta de los últimos camiones. ¿Qué
camiones?, les pregunté yo a los mellizos. Pero la explicación casi ni la pude escuchar,
tanto se reían los mellizos tratando de representar a unos camiones que hacían música.
A la otra semana se vinieron con la novedad: para el cumpleaños del viejo (caía domingo)
le iban a regalar eso que él llamaba “la música de los domingos”; ya tenían apalabrada a la
gente de la cuadra: todo lo que debíamos hacer era convencerlo al viejo de que esta vez el
festejo iba a ser en la casa de los mellizos (viven en una especie de conventillo, por
Paternal) y traer la comida; todo lo demás corría por cuenta de ellos.
Protestamos, claro, pero con los mellizos no se puede. Así que el domingo ahí estábamos
con los fuentones, mamá, tía Lucrecia, tío Antonito y yo, esperando que llegara papá con el
viejo. Los mellizos le habían encargado a papá que lo fuera a buscar lo más tarde posible, y
papá cumplió, pero no fue una buena idea: el viejo llegó con un humor de perros, no saludó
a nadie, y lo primero que dijo fue que ahora hasta los barrios eran una porquería. Ya no hay
comunión, dijo, la gente no armoniza, y que hoy en día cada uno se rascaba para sí. No fue
un comienzo alentador, y lo que siguió fue peor. Yo, durante todo el almuerzo, me estuve
preguntando qué hacía en este conventillo el domingo entero, todo por darle el gusto a un
viejo fabulador y desagradecido. Cuando llegó el café ya me había hecho la firme promesa
de que éste sería el último domingo que pasaba con el viejo (y en realidad lo fue). Tal vez
todos estaban pensando lo mismo porque de pronto nos quedamos en silencio. Y fue en
medio de ese silencio que, desde la ventana, llegó el sonido de la radio. Transmitía, con un
volumen más alto que el habitual, algo que me pareció el clásico de Avellaneda. Ves,
abuelo, ves que teníamos razón, dijo uno de los mellizos; ¿ves que en los barrios todavía se
puede escuchar la música? El simulacro había empezado. Nos miramos con resignación
porque ya sabíamos por los mellizos lo que nos esperaba: varias radios a buen volumen
transmitiendo distintos partidos detrás de las ventanas, dos o tres muchachos en una puerta
entonando el cantito que le gusta al viejo, unos chicos, en algún lugar bien audible, jugando
un picado. Y nosotros, como idiotas, vareándolo al viejo. Qué música ni música, dijo el
viejo; ¿vos acaso te creés que una golondrina hace verano? Ahí tuve ganas de mandar todo
al diablo e irme, pero los mellizos como si nada, empezaron a porfiarle que no, que la
música de los domingos no había desaparecido, que en los barrios aún podía escucharse con
sólo salir a la calle. Y ahí nomás, como por casualidad, nos proponen que salgamos todos a
dar una vuelta, a ver si no era cierto. Empieza el show, me dijo mamá en el oído, y el tío
Antonito resoplaba de rabia.
Salimos todos, como en procesión, abriendo la marcha, los mellizos; detrás papá, tratando
de tranquilizarlo al tío Antonito, después venía tía Lucrecia con el viejo. A mí, en el
momento de salir, mamá me había agarrado de un brazo y me había dicho: Vení, nosotras
dos separémonos un poco que esto es lo más ridículo que vi en mi vida. Así que veníamos
atrás de todo.
Caminábamos muy despacio, siguiendo a los mellizos. Las radios se empezaron a oír
enseguida. Una o dos desde enfrente, otra, a todo lo que daba, atrás de nosotros, algunas,
todavía débiles, adelante. Del otro lado de un paredón se escucharon voces de chicos;
decían pasámela a mí, decían dale, morfón. Tres muchachos sentados en el umbral de un
portón, justo cuando pasábamos empezaron a cantar: Tenemos un arquero / que es una
maravilla / ataja los penales / sentado en una silla / si la silla se rompe / le damos
chocolate / arriba Boca Junior / abajo River Plate. Le miré el perfil al viejo; por primera vez
en esa tarde me pareció que sonreía. De alguna casa llegó una ovación; el eco, en la calle,
pareció extenderse. El griterío de los chicos del otro lado de la tapia se hizo más intenso,
más pasional, como si ahora ya no se tratara de una representación sino de algo en lo que
tal vez se jugaba el destino. La tarde se aquietó, los colectivos y los autos dejaron de
escucharse, las voces de las radios se hicieron más altas, más numerosas, decían se anticipa
el Negro Palma, decían avanza Francescoli, decían cabezazo de Gorosito, la espera
Márcico; escuché, me pareció escuchar, el nombre de Rattin, pero no podía ser, ¿no era el
que el viejo contaba que allá por los sesenta le hizo el corte de manga a la Reina?; escuché
recibe Moreno con el pecho, la duerme con la zurda, gira y… ¡Goool!, gritaron los
muchachos del portón, ¡goool! llegó desde las ventanas de la cuadra, o desde la otra
manzana, o desde más lejos aún. Y algo del grito perduró, quedó como suspendido en el
aire, lo vi en cara de papá, y en la de tía Lucrecia, hasta el tío Antonito parecía percibirlo,
una cosa que iba tramándose como una red y que daba la impresión de unirnos en la
amigable tarde del domingo. Mamá me apretó el brazo, los mellizos se miraron con ojos
alucinados, el viejo movía la cabeza como quien dice, era cierto entonces, la música estaba,
la música estaba todavía. Los del paredón aullaron, los de las casas se pusieron a discutir de
balcón a balcón, mamita, mamita, se acercó un chico gritando, una madre asustada dejó el
piletón, gambetas como filigranas fueron festejadas en baldíos y campitos, Oléee, olé-olé-
olá, corearon las tribunas, Y ya lo ve, y ya lo ve, gritaron en las calles, que esta barra
quilombera no te deja de alentar, se cantó en los zaguanes, en las azoteas, en los patios de
las casas. Y un ruido bamboleante vino creciendo desde lejos, un murmullo cada vez más
poderoso que llegaba desde el confín de la tarde, desde la hora en que se escuchaban los
bailables y empezaban a amasarse, alegre o amargamente, los episodios del domingo que
acababa. Los vimos acercarse cada vez más nítidos en la luz confusa del atardecer,
haciendo sonar rítmicamente sus bocinas, desbordantes de gente que agitaba banderas
blanquicelestes, azul-rojas, rojiblancas, auriazules, toda la ciudad se puso de fiesta para
recibirlos, era un diapasón, o era un unánime corazón celebrante.
Liliana Heker | Del libro «La crueldad de la vida», publicado por Alfaguara, 2001.
La fiesta de las palabras no se limita al recinto del triunfo. Toma las calles para generar
nuevos productos en combinación con otras manifestaciones artísticas. El nuevo juego sin
exclusiones de picar las palabras, centrarlas al área de la expresividad, alargar sus
significados, y conseguir nuevos tantos de fantasía en la plena creación de idioma, en la
plasticidad de los cineastas y en las sonrisas del humor gráfico.
Una clasificación por países presenta numerosas curiosidades. En Chile, la fase final de
1962 inspiró el poema "Homenaje al Mundial", con el que Julio Barrenechea obtuvo el
Premio Nacional de Literatura de Chile. En Colombia, el Premio Nobel Gabriel García
Márquez comentó la muerte del defensa Andrés Escobar, tras un autogol en el encuentro
Colombia-Estados Unidos de la edición de 1994. En España, el campeonato de 1950 dio
lugar a "Romance de las botas de Zarra en el España-Chile en Río de Janeiro" de Pedro de
Miranda; y la edición de 1982 convirtió a numerosos escritores en cronistas y comentaristas
de la actualidad del acontecimiento, entre los que se puede destacar al Premio Nobel
Camilo José Cela y a Miguel Delibes. Otro caso llamativo se encuentra en Paraguay, donde
Augusto Roa Bastos prepara una biografía del portero José Luis Chilavert, ídolo en la
edición de 1998, con el que comparte la preocupación por la suerte de los pobres o la lucha
contra la corrupción política y que asumió gran parte de los gastos de una operación de
corazón que realizaron al escritor en Buenos Aires. Y en Perú, se puede destacar cómo en la
edición de 1982, Mario Vargas Llosa ejerció de corresponsal de prensa acreditado en Vigo
y escribió "Elogio de la crítica de fútbol", texto donde exponía que la crónica es una
modalidad de literatura de ficción contemporánea que crea mitología, incrusta lo irreal en la
realidad cotidiana y añade una dimensión mágica de la experiencia humana.
En Uruguay, los biromes se han desangrado en renglones dedicados al fútbol con gran
acierto para destacar sonidos, colores, emociones colectivas, alegrías y temores
compartidos, polirritmos, humor, amargura... a la hora de redescubrirse con ilusión gracias
al triunfo de los pies. Si se suelen reconocer de forma general las aportaciones de Mario
Benedetti al relato de fútbol con "Puntero izquierdo" y de Eduardo Galeano con un estilo
reflexivo en El fútbol, a sol y sombra, la victoria en la Copa del Mundo ha presentado un
carácter innovador.
La fiesta social ha dado lugar a un festejo de las letras con la exaltación literaria realizada
por José María Delgado en "La hazaña" para el triunfo de 1930 y por Lucha Odín Fleitas en
"Golkíper" en 1950. Y también sirvió para elevar a categoría literaria la admiración por
Obdulio Varela en todos los niveles de la sociedad, tal y como reflejan los personajes de las
obras de Carlos Martínez Moreno.
La época del tri, con la consideración del fútbol como baile, generó obras en lengua
portuguesa y en castellano, por la gran admiración que despertó. Entre las primeras cabe
destacar las composiciones de Jorge Amado, Mário Filho, Armando Nogueira, Manuel
Picón o Vinicius de Moraes al juego y a los mitos de Pelé y Garrincha. Además, para la
historia de la Copa del Mundo el campeonato de 1958 fue cantado por Francisco Firmino
de Paula y Joao Severo de Lima; el éxito de 1962 fue reflejado por Alipio Bispo dos Santos
y Jean Cau con su relato "Todos somos brasileños"; el triunfo de 1970 es recogido en
poemas de Palito, Carlos Drummond de Andrade y de Manuel d'Almeida Filho así como en
poemas del escritor uruguayo Horacio Ferrer en "Balada para Pelé" y del español Vicente
Gaos en "Oración por un gol" .
La literatura argentina de tema balompédico alcanza todo tipo de géneros literarios y hasta
ha creado programas audiovisuales de evocación que incluyen literatura y fútbol, como los
presentados por José Luis Cantori, Alejando Apo o Bernando Bergé. La lista de autores
futbolísticos es amplia y el triunfo en la Copa del Mundo de 1978 logró inspirar a Carlos
Ferreira en el poema "Mundial", a Rodolfo Braceli en su casificción "Un gaucho histórico
en el Mundial del 78" y a María José Campoamor en el monólogo teatral "Corre y no cae"
para recrear ambientes históricos del deporte y de las dificultades de la historia a partir del
gol de Mario Kempes en la final.
La plasticidad
La sonrisa
El comentario social del triunfo del pie también ha provocado sonrisas, con un excelente
nivel en Argentina. Numerosos ases del humor gráfico (Caloi, Fontanarrosa, Garaycochea,
Mordillo, Quino...) se han ocupado de las evoluciones de su selección en las diferentes
ediciones de la Copa del Mundo, pero quizás ejemplifica ese estado de participación
apasionada y animación albiceleste el personaje de Clemente, que lanza una lluvia de papel
alrededor de una bola del mundo, sale de la ventana de la casa y festeja el campeonato
dando unas cuantas vueltas de euforia alrededor del planeta Tierra o llega al éxtasis en un
abrazo con Carlos Gardel en la avenida Corrientes.
Referencias bibliográficas
FERREIRA DOS SANTOS, Joaquim: Feliz 1958: O ano que nâo devia terminar. Sâo
Paulo: Record, 1998.
LUCERO, Diego: "Hoy comienza el campeonato y habrá fiesta para rato", en Siento ruido
de pelota. Buenos Aires: Freeland, 1975.
RODRIGUES, Nelson: À sombra das chuteiras inmortais. Sâo Paulo: Companhia das
Letras, 1993.
SORIANO, Osvaldo: "El hijo de Butch Cassidy", en Cuentos de los años felices. Buenos
Aires: Sudamericana, 1993.
“Casi todos mis libros de ficción tuvieron una vida bastante negra, porque fueron publicados cuando estaba prohibid
exiliado. Como con La seducción de la hija del portero (1975), que levantó tal alboroto que al otro día fue allanad
editorial porque al entender de los militares era pornográfico. Dijeron que si publicaban otro más le cortaban la cadena
distribución”, comentó O’Donnell en la sala Jorge Luis Borges de la Feria del Libro (5 de mayo 20
“Lo gracioso, o no tanto, es que hace unos años quise afiliarme a un club y para no rechazarme me pidieron
desistiese. Cuando pregunté el porqué me respondieron que era por ‘izquierdista y pornógrafo’. Una vez le preguntaro
Borges sobre el cuento y dijo: ‘Es un muchacho audaz porque llama portero a quien debería llamar encargado…’, co
dando a entender que le gusta
El médico especializado en psiquiatría y psicoanálisis sostuvo que fue abandonando la ficción debido a que necesit
nuevos re
“Si me hubiera dedicado a una sola cosa quizá hubiese llegado a algo, no lo sé. Mi vida, como mi obra, e
desparramada. Nunca estoy satisfecho con lo que hago por eso sigo buscando nuevos desafí
Luego de leer fragmentos de sus cuentos Falucho y Los mayas argentinos, O’Donnell reflexionó sobre sus otras pasion
el teatro y la histo
“El teatro desnuda muchas cosas, revela aspectos de las personas. Cada vez que presenté una obra en el fondo tenía
deseo profundo de que nadie se hubiese dado cuenta qué es lo que mostré de
Además, comentó que en su próximo libro La batalla de la Vuelta de Obligado, buscará “reivindicar una epopeya” que
sido desvalorizada por las corrientes ideológicas del mome
“(José de) San Martín decía que este combate estaba a la altura de las guerras de la independencia porque se derro
las potencias de aquel entonces, Inglaterra y Francia. Por esto, San Martín decidió legarle su sable a (Juan Manuel
Ros
Cristina Mucci y Pacho O'Donnell - Feria del Libro de Buenos A
“En cambio, la bacanería argentina no entendía cómo ese gaucho bruto había disparado sus cañones a esos que e
tanto admiraban. Vivimos presos de un mito ajeno, que nos fue impuesto. La ideología del elitismo, de una sociedad
confundía civilización con Europa y la barbarie con lo nuestro. Esta es una de las razones por las que Rosas e
descalificado, ni siquiera hay calles con su nomb
Finalmente, opinó acerca de los nuevos enfoques que está teniendo la historia argentina: “Mi idea no es humaniza
mostrar sentimientos. Si esto sucede es porque estos personajes son hombres, como todos. No me interesa mostra
cama de los próceres. Eso es una patología del revisionismo contemporáneo, es convertirse en un papara
PUBLIC
Falucho
Por Mario Pacho O'Donnell
Ruiz forcejeó con la puerta atascada hasta hacerla ceder con un crujido y el picaporte
quedó vibrando en su mano mientras miraba el cielo con los ojos entrecerrados por la
miopía y por el sueño. Algunas nubes, desteñidas por el amanecer, se desplazaban
empujadas por el viento que también arrastraba hojas secas y papeles haciéndoles hacer
piruetas entre la tierra que se alzaba de la calle. "Son nubes de viento, no de lluvia",
diagnosticó, ensordecido por la costumbre al concierto de sapos y grillos. Una cuadra más
allá se hamacaba el único farol del barrio arrojando baldazos de luz sobre las casas
humildes desparramadas anárquicamente, sin otra ley urbanística que la necesidad.
Con movimientos pausados pero sólidos Ruiz volvió a cerrar la puerta tirando del picaporte
hacia arriba para encajarla en su marco. "Revisar las bisagras", volvió a pensar como si
ese pensamiento no fuera más que el último paso de la maniobra porque sabía, estaba
seguro, de que no se trataba de un simple tornillo flojo sino que la madera barata había
terminado por hincharse y arquearse desigualmente. Como también se había curvado el
techo, amenazando con derrumbarse en cada lluvia. Es que las casas prefabricadas, sobre
todo las muy económicas, terminan por arruinarse. Como los pantalones o los ventiladores.
Les pasa como a las de los chanchitos haraganes del cuento de Juan Carlitos, viene el
lobo y de un soplido las echa abajo. Aunque el cuento de la realidad es distinto.
Porque Ruiz no era haragán. Él trabajaba igual que todos. Igual que la mayoría. No podía
decirse que su trabajo lo entusiasmaba pero tampoco le sacaba el bulto. Nunca había sido
flojo para eso, ni de chico.
No iba a llover y eso lo alegraba. Pero en esto no tenía nada que ver el techo abombado
porque Ruiz nunca lo miraba. Había aprendido a no levantar la vista y entonces las
manchas de humedad y las junturas desplegadas no existían. Cuando el techo se
derrumbara, si se derrumbaba, porque hacía ya varios años que amenazaba inofensi-
vamente, entonces habría que ocuparse de eso. Porque no hay forma de reparar el cartón
prensado. Solamente es cuestión de esperar y confiar en que no pase nada. O en que dure
lo más posible.
Lo de la lluvia, mejor dicho lo de la no lluvia, era bueno porque entonces no habría peligro
de que el partido se suspendiera. La noche anterior se había acostado con alguna
preocupación porque la luna mostraba a su alrededor ese halo claro que es presagio de
tormenta. Pero no, hoy el día despuntaba promisoriamente.
Ruiz abrió la boca y los pulmones se le llenaron del aire que después expulsó en un
bostezo que fue agonizando en una especie de quejido. Puso la pava sobre el fuego y dejó
la yerba sobre la mesa. Después se sentó a esperar, con la mirada fija en las llamas,
pensando. Pensaba en Juan Carlitos porque el viento empujaba la casa, haciéndola crujir y
entonces se acordó del lobo y los chanchitos que a Juan Carlitos le gustaban tanto. Antes,
porque ahora había crecido y ya no lo perseguía con el librito.
A Ruiz le hubiera gustado haberle dicho menos veces que no tenía tiempo, que estaba
cansado, que se lo pidiera a la madre. ¿Dónde estaría el librito? Hacía mucho que no lo
veía y lo entristeció pensar que se habría roto o perdido. Ojalá que estuviera en el fondo
del ropero. Se prometió buscarlo. No sabía para qué, a lo mejor para guardarlo de
recuerdo. Porque Juan Carlitos ya no leía esas cosas. Ahora Juan Carlitos se encerraba en
el baño.
Al principio era salada y al final tenía gusto a vainilla. Una mezcla de vainilla y romero. Divina la
conchita. Lampiña, apenas una suave pelusa. ¿Alguna vez tocaron terciopelo? Muy parecida al
terciopelo. Lo que más me impresionaba era, no sé cómo decirlo, siempre me impresionaron las
cosas flamantes y la conchita de María era una de las cosas más flamantes que he conocido en mi
vida. A lo mejor algunos de ustedes se impresionan con lo que les cuento. O les da asco, no sé.
Jódanse. Cuando se llega a los setenta años como yo si no se comprende que el asco, los
escrúpulos, las buenas maneras y todas esas cosas son frenos para la vida, caput. Ya bastante
freno es la vejez para que encima haya que sujetarse a todo eso. No sé, a mí me parece que es
así. Aunque en general no pienso tanto. Cuando me pongo a filosofar caigo en lo barato, en lo
cursi.
Los deseos hay que cumplirlos y chau. Porque vivir es lo mismo que desear. Por otra parte, no
creo haberle hecho mucho daño a María. No sé, a lo mejor hasta le sirvió. A lo mejor aprendió
muchas cosas de acuerdo con la mejor pedagogía. Viviéndolas. Además yo no estoy de acuerdo
con eso de que por tener catorce años como María se es ingenua. Deberían de haber visto sus
ojos cuando recibía el premio.
Esos ojos no eran ingenuos. Eran perversos, ambiciosos, crueles y todo lo demás. María no era
ninguna ingenua. Por tener catorce años no se es ingenua. También se puede tener setenta y ser
el monumento a la ingenuidad.
Yo nunca necesité decirle que no le contara nada al padre. Además le ocultaba lo que compraba
con mi plata, si no peor: compraba una muñequita barata para disimular y escondía los collares o
los cigarrillos. Cuando ella aceptó el primer cigarrillo que le convidé, un poco en broma, con la
seguridad de que lo rechazaría, fue muy evidente que ya era canchera en eso. Si tragaba el humo
y todo. Lo largaba por la nariz para que no quedaran dudas de que sabía fumar.
A veces pienso que si María hubiera tenido madre las cosas hubieran sido distintas. No sé, se me
ocurre que las madres se dan cuenta de esas cosas. A lo mejor no, a lo mejor es una idea mía
nada más. Sin embargo creo que el padre fue un boludo en no darse cuenta antes.
Por algo no me sorprendió el día que no vino más. Ya lo esperaba. Y debo confesar que tenía
miedo pero ya no me podía echar atrás. Hortensio podría haber llamado a la policía, hacerme
juicio, de todo. Sin embargo un día desaparecieron de la portería y no se supo más nada de ellos.
Sí, tuve miedo. Durante varios días esperé que vinieran a llevarme. Estupro. Qué nombre tan feo
para algo tan lindo. Lo repito, si se escandalizan, jodansé. Porque fue lindo, jamás quise tanto a
nadie como a María.
La quise desde que era chiquita. Creo que me impresionaba eso de que no tuviera madre.
Hortensio contó que había muerto poco tiempo después de nacer María. Pero las versiones que se
chismorreaban en el edificio eran otras. La más acertada, o por lo menos la que a mí me pareció
más creíble, era la de que la tipa se las había tomado porque Hortensio chupaba demasiado. Casi
nadie se daba cuenta de su alcoholismo. Yo sí, porque los años me enseñaron a descifrar esa
pose laxa, esa mirada medio vacuna, esa especie de normalidad forzada típica de la mañana que
sigue a una noche de tranca. Eso también me impresionaba. Que ese hombre flaco y amarillo, más
abúlico que no sé qué, fuera el padre de esa pibita deliciosa, divina. Porque María siempre fue muy
bonita. Un remolino rubio que cantaba, saltaba, jugaba. Al mirarla no quedaba otro remedio que
acordarse del cuento de la hiena. O del me río por no llorar del tango.
Los mojigatos boludos y las mojigatas boludas que lean esto no lo van a creer pero en este
momento tengo los ojos llenos de lágrimas. Una inundación de ternura.
Todos en el edificio la querían mucho, salvo la loca del primero que siempre se quejaba de que
María no la dejaba dormir la siesta. Ésa es una ley de la vida: siempre que alguien se permite
juntarse con su deseo y salirse de lo establecido, porque el deseo y lo establecido son como el
aceite y el agua, no sólo se las tiene que ver con las prohibiciones internas sino que nunca falta
una loca del primero, que chiste y proteste. Esto viene a cuento de que no se crean que me fue
muy fácil hacer lo que hice. Nada fácil. Me insulté, me critiqué, me putié, me llamé al orden, me
amenacé con la policía, con la cárcel. Pero no hubo caso. Mi pasión por María siempre era más
fuerte.
Les cuento lo que me sucedió recién: me quedé un rato largo mirando la palabra “pasión”. Qué
palabra tan chirle, aguachenta, llena de agujeros por donde se escapa lo que no puede significar.
Tampoco hay ninguna que la pueda reemplazar con ventaja. Amor, deseo, calentura, necesidad.
Son todas una cagada. Para poder transmitir lo que sentía por María necesito inventar alguna. Por
ejemplo “restello”.
Es que así era María. Mezcla de angelito y de canalla. No es una disculpa, pero juro que todavía
no sé si era yo quien la utilizaba, o si era ella la que me dominaba y hacía conmigo lo que se le
cantaba. El juego del gato maula con el mísero ratón. Es cierto, no lo niego, al carajo con la loca
del primero, que ella se desvestía y se metía en la cama para que yo me desahogara, no es ésa la
palabra exacta, para que yo la amara, la deseara, la acariciara. La palabra nueva: para que
restalláramos juntos. Pero también es cierto que ella me jodía como la más consumada de las
amantes francesas: si habíamos convenido que subiría a mi departamento a las cinco podían ser
las seis y ella nada, ni noticias. Yo sufría, sufría de veras, transpiraba, caminaba de un lado a otro,
fumaba cincuenta cigarrillos por minuto. Me desesperaba la idea de perderla, de que no volviera
más, por arrepentimiento o porque nos hubieran descubierto o cualquier otro motivo. Hasta que
sonaba el timbre y ella entraba con esa naturalidad impresionante, como si llegara a la escuela o
de visita a lo de una tía y enfilaba derechito a la cama. Como si quisiera acabar con el asunto lo
más rápido posible, sin rodeos, para después cobrar y poder irse.
Las primeras veces, claro, fue distinto. Voy a tratar de contárselo lo más ordenadamente posible. Si
no puedo o si puedo a medias tendrán que entender que setenta años no pasan al cuete. Además
hay cosas que no son fáciles de contar aunque, insisto, no me arrepiento de nada. Sería hipócrita
hablar de arrepentimiento. Porque si en un platillo de la balanza pongo la moral, los mandamientos,
las normas y todos esos soretes, en el otro está la última oportunidad, y de eso estoy seguro, que
la vida me dio de sentir la sangre dentro de mi cuerpo dibujando cada arteria y cada vena. La
última chance de sentir mis músculos enchotecidos por la vejez vibrando de entusiasmo. La piel
con esas arrugas que ya ni me animo a mirar en el espejo hirviendo de calentura. Todo mi cuerpo
estallando en esos orgasmos que hacía veinte años que no sentía. Más de veinte años. Desde que
Berta se fue, la hija de puta. Y recuerdo que entonces ni siquiera me había jubilado.
Se lo aseguro: si el infierno existe voy a entrar en él con una sonrisa de oreja a oreja, haciéndole
pito catalán a Satanás, Belcebú o como mierda se llame el gerente. Así que imagínense lo que me
puede importar el juicio de un simple mortal como cualquiera de ustedes. Bueno, para qué lo voy a
negar, un poco me importa y eso se ve muy claro en el julepe que todavía me produce
encontrarme con cualquier vecino. Algo así como la sensación del chorro cuando un cana lo
encara por alguna infracción de tránsito. Está claro: ese susto es la protesta de la loca del primero
que todos tenemos adentro, la moral que nos atornillaron en el caracú desde que dimos la primera
chupada a la teta.
El asunto empezó más o menos así: una tarde, me acuerdo que el jacarandá de la vereda de
enfrente era una mancha violácea así que sería noviembre más o menos, al salir del departamento
me encontré con María jugando en la vereda. Como siempre. Como todos los días. Como todas las
veces que salía del departamento. Pero ese día pasó algo. Es un poco ridículo contarlo otra vez,
siento que las palabras no transmiten nada. Sirven, se me ocurre, para deslizarse sobre un tema
pero no para reproducir sentimientos. Pueden referirse a los sentimientos pero no ser ellas mismas
el sentimiento.
La cuestión es que María saltaba la cuerda y debajo de la remera se movía algo. Una tetita
enloquecedora, más que divina. En la remera decía “University de no sé qué” y una de las íes
pasaba exactamente por encima de la tetita y se curvaba sobre ella. Una curva suave, apenas
visible.
Lo juro. Sentí que me ahogaba. Fue tan repentino, tan inesperado, que me asusté. Creí que me
pasaba algo, un ataque o algo así. Me costó aceptar que si jadeaba como si hubiera corrido era por
esa tetita tímida, casi invisible. Mi corazón latía toctoctoc a todo lo que daba. Sentía el cuerpo
recorrido por oleadas de frío y de calor lo creara. Despacito, demorando lo mejor. Estirando el
orgasmo lo máximo posible. Después la besaba y la lamía. Besaba y lamía cada centímetro de su
cuerpo, hasta dejarlo brillante.
Yo sabía que la muy guachita estaba con los ojos abiertos, mirando el techo, esperando que yo
terminara. Inmóvil como una muñeca. A veces, muy pocas, consentía en acariciarme sin
demasiado entusiasmo. Yo no le pedía nada, me bastaba con que se sacara la ropa y se metiera
en la cama. Era una delicia la guachita. Yo le decía ahora y ella abría las piernas y se dejaba
hacer. Pero me desvié de lo que les estaba contando.
Ahora se me ocurre pensar por qué estoy contando eso. No lo sé. Realmente no lo sé. A lo mejor
se lo cuento para espantarlos. O para que me comprendan. O como si escribiéndolo pudiera
sacarme de adentro a María. Expulsarla para que se deje de hacer estropicios en mi interior. Dejar
de soñarla, de extrañarla, de verla por las calles. De quererla con mi tuétano y mi retuétano. En fin,
no sé por qué les cuento esto. Ni siquiera sé si al final no voy a romper los papeles. Es muy
probable.
Sigo: fue Hortensio el que a los pocos días me ofreció la punta del ovillo. Porque yo había decidido
que la pibita ésa iba a ser mía. Aunque no me hacía muchas ilusiones, como es de imaginar. La
cosa fue que el pobre infeliz del padre, que me tenía mucha confianza, contó que la maestra lo
había llamado para decir que María era medio vaguita, que no atendía, que solamente le gustaba
jugar y que patatín y que patatán. Hortensio no sabía qué hacer. Yo me iluminé, evidentemente las
tetitas y las piernas de atleta me habían aguzado la sesera.
Ahora voy a hacer un minuto de intervalo para que los santulones, los reprimidos, los normales y
demás mierdas puedan tirarse al piso, arrancarse los pelos, desgarrarse la ropa, invocar a san
Jeremías, san Pancracio y san Culofrío, echar espuma por la boca, etcétera. Porque lo que sigue
no exactamente un ejemplo de moral y buenas costumbres. Saben por dónde me las paso a la
moral y a las buenas costumbres.
Adelante: la cuestión es que yo lo agarré a Hortensio y con mi voz más generosa le dije que a esa
chica había que crearle el sentido de la responsabilidad, que sin sentido de la responsabilidad no
se llegaba a nada en la vida. Yo, justamente yo, hablando de sentido de la responsabilidad. Si me
junté con Berta fue porque era la única persona en el mundo y planetas vecinos más irresponsable
que yo. Así me fue. La muy turra se las tomó con la plata que habíamos ahorrado pacientemente
para el viaje. Meses, qué digo, años nos pasamos hablando del viaje a Europa. Y cuando casi
habíamos terminado de juntar los dólares, bajó las escaleras muy despacito, con sus gambas de
centroforward, y se hizo humo. En fin, así es la vida, siempre hay alguien que jode y otro que es
jodido. Basta con lo de Berta.
Quedamos en que María, la guachita, la pendejita llena de sol, la pibita maravillosa, subiría todos
los días a mi departamento para hacer algún trabajito. Yo después le daría algún premio. Le
expliqué a Hortensio que lo del trabajito sería algo así nomás, nada que le significara ningún
esfuerzo. Lo hacía por ayudarlo. Los sistemas modernos de enseñanza dicen que el buen
aprendizaje no se logra por el castigo sino por el premio. Parece que el bestia del tipo le había
dado una paliza bárbara después de estar con la maestra. Borracho, a lo mejor.
En este momento se me ocurre algo. María era una chica de catorce años pero muy curtida: madre
muerta o fugada, padre medio curdela y boludo que encima le daba palizas. Una persona así a los
catorce años sabe más de la vida que muchos adultos. Y eso se le veía en la mirada. Una mirada
que no tenía un pito que ver con el resto de la cara. Unos ojos tristones, graves. De esos ojos que
incomodan. Como si pidieran pero sin mucha esperanza de recibir.
Atención: recién me detuve porque no sabía si escribir lo que creo haber descubierto al terminar el
párrafo anterior. Pero se lo voy a contar. Además es muy posible, casi seguro, que estas hojas
terminen en el incinerador. Aunque el incinerador es demasiado vulgar. Si hago desaparecer
tendría que inventar un rito, algo que tenga que ver con María.
Lo que descubrí es esto: María subía a mi departamento no sólo por la plata que le daba sino
también porque a lo mejor esperaba recibir de mí lo que no le habían dado ni su madre ni su padre.
Ese pedido que había en sus ojos. Debo confesarles a los Jueces de la Moral, para vuestro
regocijo, que pensar esto me jode, me hace mal. Pero vosotros aceptaréis, salvo que vuestra
boludez no os permita percataros de los asuntos de esa cosa tan extraña, tan hermética que se
llama Vida, que generalmente, o quizás siempre, la felicidad de unos radica en el sufrimiento de
otros. Y si no, sus Señorías, preguntádselo a la turra de Berta, que bien habrá gozado de los
dólares.
El asunto es que cuando María tocó mi timbre por primera vez yo ya había ensayado
obsesivamente la sonrisa y el tono de voz con que la recibí. Me acuerdo de que entró dando
pasitos cortos y observándolo todo, sin decir nada. En ese momento creí que era timidez, pero
ahora, a raíz de todo lo que sucedió después, sé que era desconfianza. Le encargué que limpiara y
ordenara un estante absolutamente limpio y ordenado. El estante donde están mis piezas de
arqueología americana, calculando que le iban a interesar. Me senté en el otro extremo del living,
disimulándome en la penumbra, y fingí leer La Nación.
Lógicamente, habéis acertado: lo que hice fue junarla por el rabillo del ojo, acecharla. Si en la
vereda me había parecido hermosa, allí, recortada contra el ventanal, el sol contorneando su piel
con una línea de tonalidad ocre, María parecía mucho más que una persona. Era una mezcla de lo
más salvaje y lo más temido y lo más envidiado, algo que hubiera deseado comer, meterme
adentro, no dejar salir, transformarme en eso. Algo que podía odiar o amar con la sola diferencia
de una sonrisa no devuelta o de alguna mirada una décima más prolongada. Algo que tenía
aquello que yo ya había perdido o aquello que jamás había podido tener. Nada que hacerle. Todo
esto que escribo tiene un franco tufo a cursilería, pero la culpa es de las palabras. Esas mismas
palabras sirven con un orden distinto y algunos agregados o algunas quitas, para presentar una
queja a la Municipalidad porque los barrenderos hacen demasiado ruido al quitar los tachos en la
madrugada o para desarrollar una sesuda especulación sobre la cuadratura del círculo. No hay
forma de escaparse de la hijaputez del alfabeto. Lo sentido y su descripción están a años luz. Esto
lo deben haber señalado muchos otros antes que yo y mucho mejor pero como no soy una persona
culta no me queda otra alternativa que buscar por mi cuenta. Y eso es algo que no os recomiendo,
normales de ceño fruncido, porque os daréis de jeta contra verdades que harán tambalear vuestras
solideces. ¡Soretoides del mundo, no penséis! Limitaos, forzaos, a creer simplemente, creed, creed
y multiplicaos.
Vuelvo: a la pendejita maravillosa la adoraba, por tocar su piel hubiera sido capaz de dar años de
mi vida (Vivan los lugares comunes! No queda otra alternativa). Ella era capaz de cualquier cosa,
buena y mala. Y lo fui. Ahora tapaos los ojos, boca y oídos, como los tres monitos que nunca
entendí muy bien qué querían decir ni por qué eran monos: la seduje, me acosté con ella, la inicié
sexualmente, la prostituí, le enseñé el valor de la guita, le inyecté la codicia. Etcétera, etcétera.
Ahora podéis despejaros ojos, boca y agujero del culo porque sois unos pobres imbéciles que por
aferraros amblando a las convenciones os habéis perdido lo mejor de la vida. Porque para la
maldad y la perversión hay que tener mucho coraje. Pero también podéis quedaros tranquilos
porque acabo de decidir que estos papeles van a. desaparecer en cuanto la Lettera 32 cuyas
cuotas todavía estoy pagando haya incrustado el punto final contra el papel tamaño carta marca
“1028”. Os informo, pajeros clandestinos, que aún no está decidida la manera, aunque os anticipo
que ocurrirá en una tocante ceremonia.
Continúo, lamentando las continuas digresiones a que me obliga la multitud de locas del primer
piso que me bitan, con sus chistidos y sus gestos agrios. Durante no más de cinco minutos, María
pasó una franela sobre los huecos inmaculados y los desordenó redistribuyéndolos de acuerdo a
su tamaño, lo que después de todo no deja de ser un criterio tan válido como el mío de hacerlo por
cultura y edades. Por supuesto que nuevamente habéis acertado, oh guardianes de lo occidental y
de lo cristiano: demostré gran sorpresa y satisfacción por lo bien que había cumplido mis
instrucciones y le palmeé la coronilla y le di un beso rápido en la frente. Debo confesar que fue una
dura prueba de voluntad no apartarme del rol que me había impuesto para esa primera vez:
persona adulta, magnánima y amable, mitad bondad y mitad boludez, de la que pueden extraerse
beneficios si se es una pibita piola de catorce años. Me arrodillé a su lado y le hablé de los indios
mochicas y de su alfarería excepcional, de cómo otros indios guerreros que se llamaban incas los
habían hecho pomada como siempre suele suceder cuando uno tiene un arma y otro un pincel.
Salvo que el pincel esté mojado en ácido sulfúrico como aquel caso de La Razón, el del artista
celoso y su modelo infiel que aunque tenía toda la pinta de ser una de esas macanas que inventan
para llenar espacio no dejaba de ser divertido.
Otra vez me desvié. No en vano se cumplen setenta años. Le daba la lata sobre los incas
acariciándola un poquito, no mucho. No os alegréis, custodios del orden establecido, si no la
acaricié más fue únicamente en función de una táctica perfectamente diagramada. En el mismo
instante en que María echó atrás su cabeza, no más de un centímetro, con un fastidio que quizás
ni ella misma registró, entonces di por terminada su visita y le alcancé el billete. Mil pesos. Dado
que la inflación hace que nunca se sepa cuánto significa esa cifra, voy a traducirlo diciendo que mil
pesos eran el equivalente a lo que ganaba en dos horas la mujer que venía a hacerme la limpieza.
Cuando María vio mil pesos en mi mano, alzó sus ojos para mirarme, incrédula, recelosa. Yo le
sonreí con mi sonrisa más sonriente. No es exageración si escribo que en el fondo de su mirada
estalló un brillo como si se hubiera encendido un fósforo. Y en mí creció la esperanza porque su
codicia era un buen pronóstico para mis planes. Y mal a los vuestros, oh conchudos impolutos.
Lo que sucedió en las siguientes visitas de María no que sea difícil de adivinar se acortó el trabajo
y se estiró la felicitación, de manera que después de una o dos semanas ella subía a mi
departamento para dejarse besar y acariciar. Yo le iba aumentando la recompensa a medida que
íbamos avanzando en, qué palabras puedo utilizar, avanzando en las etapas. Llegué a pagarle
cinco mil. O cincuenta, como decía ella. Yo nunca me acostumbre al cambio de moneda. No es
solamente cuestión de la costumbre y su fuerza sino que sacar dos ceros o la coma dos lugares en
los precios, las cuotas, la jubilación es como violentar un proceso, sobre todo en se refiere al
tiempo. Un kilo de duraznos, por ejemplo, estaba a cuatro pesos hace veinte años y decir que
ahora cuesta lo mismo es como retorcerle el pescuezo a esa necesidad que todos tenemos de
ordenar las cosas que nos pasaron, nuestros proyectos, todo. Poner en fila lo que tenemos
adentro.
Oh, sacrosantos genuflexos, seguramente no os habéis dado cuenta porque si tuvierais algo en la
mollera no creeríais tanto en lo que os es impuesto como verdades, pero acabo de descubrir que
me voy por las ramas cada vez que tengo que vérmelas con un punto espinoso. Pero si tuve
coraje, o inconciencia, no sé, para salvar las “etapas”, también voy a tener eso para contárselas. A
propósito: creo que ya voy vislumbrando cuál va a ser el ritual en que estas páginas van a ser
inhumadas. Aunque lo de inhumado debe tener que ver con el humo y el fuego, como su nombre lo
indica, y no sé todavía si su final va a ser alguno de estos Rancheras que tengo al lado de la
Olivetti. Al asunto, cueste lo que cueste.
Lo bravo fue conseguir que se acostara. Para lograrlo, un día me metí entre las sábanas y simulé
una gripe. Ya he dicho que María se hacía desear, a veces demoraba más de una hora. Quizás
porque le costaba venir y estiraba el momento o, y esto se me ocurre como más probable, porque
le gustaba jugar conmigo, amenazarme con su desaparición, ablandarme de manera que cuando
ella tocara el timbre yo estuviera en disposición de darle todo lo que me pidiera. María conocía
mucho de la vida, acepto que aprendí muchas cosas de ella. Estábamos en que ella entró y yo con
“gripe”. Le pedí que se acercara, que necesitaba de su cariño porque las enfermedades me
deprimían mucho, que las personas viejas somos seres muy necesitados y otros argumentos por el
estilo que creo innecesarios describir porque vosotros ya los imaginaréis, que en vuestros cerebros
castos y nobles muchas veces habrán anidado fantasías similares. De donde se desprende que la
única diferencia entre los que como vosotros sois los adalides de la moralidad y los que como yo
merecemos tormentos del infierno reside simplemente en que unos tienen las pelotas y los ovarios
de hacer realidad las fantasías y los otros no, transforman sus pelotas y sus ovarios en fantasía. Si
estáis en desacuerdo me nefrega.
Por supuesto, ya que ése era un momento decisivo, prometí aumentarle la recompensa. De tres mil
a cinco. De treinta a cincuenta. María me miró y no dijo rada, yo trataba de disimular mi ansiedad,
María se dio vuelta, yo luchaba por aplacar mi pecho que subía y bajaba igual que si tuviera asma,
María se alejó dos o tres pasos, yo estrujaba el borde de la sábana como si colgara de un
precipicio, María muy lentamente, sin que su cara revelara la más mínima emoción, empezó a
sacarse la ropa, yo sentía que reventaba de alegría, que tocaba el cielo con las manos (otro lugar
común, con tan apenas cincuenta y pico letras que tiene el alfabeto es ridículo pensar en encontrar
la forma de transmitir lo que sentí en ese momento. Debe de haber sido más o menos, para que
podáis entender, lo que sintió la nenita ésa de Fátima cuando se le apareció la Virgen). Ese día
María se dejó la bombachita. Al día siguiente ya se la sacó.
¿A que no saben qué me sucede en ese momento? ¿No adivinan? Tienen tres chances. No. No.
No. Como siempre, habéis errado. Ahí va: tengo los dedos tan transpirados que las teclas quedan
húmedas. ¿Les molesta que se los cuente? Ya saben lo que tienen que hacer. Como los chinos.
Ya lo sabéis.
No hay caso, vosotros estáis adentro mío, vosotros sois, oh profilácticos de la civilización, una
parte mía: me parece que puedo seguir adelante solamente si confirmo mi decisión de deshacerme
de estas simples palabritas mecanografiadas. “Mecanografía” es una palabra antigua. Igual que yo.
Dos antigüedades. Çava. El ritual va a ser el siguiente: me voy a acostar, sin ninguna ropa, nada
que tape o disimule mis desnudeces medio arrugadas, bueno bastante arrugadas (qué se le va a
hacer), voy a desparramar estas hojas sobre mi cuerpo, como envolviéndome en ellas, quizás las
pegue, ¿con qué podría pegarlas?, con transpiración, seguro que si cierro los ojos y me concentro
en lo que vosotros imagináis, so picarones, voy a transpirar, o si no con saliva, porque la saliva
también es un elemento con mucho reminiscencias, no miréis hacia otro lado, no giréis vuestros
turbados rostros, después me voy a levantar y voy a bailar con Jobim, tenía buen gusto la guachita,
y voy a dar vueltas y vueltas, algunas de las hojas se desprenderán y planearán hasta la alfombra,
la misma alfombra que a veces nos hizo cosquillas en la espalda o en el pecho, no redondeéis la
boca en punta, lista ya para emitir ese ¡oh! de estupor y reproche, no lo hagáis porque aún falta lo
peor. O lo mejor. ¿A que no sabéis qué es lo que pondrá broche final al asunto? ¿No lo adivináis?
Aquello con lo tanto habéis soñado y deseado, imaginado y fantaseado, y que a veces os lo
permitís a costa de castigaros con la culpa y que reprimís en los demás aunque sepáis que hasta
el más miserable de los animales lo hace, el diminuto cuis o el hipopótamo colosal, pero gozando,
gozando con una sonrisa en la boca, o en el hocico, o en lo que tenga de jeta, gozando más,
muchísimo más que vosotros. So eunucos 007 con licencia para frustrar y frustrar. ¡Habéis
acertado! Iré al baño, cerraré la puerta, no, mejor la dejaré abierta por si queréis asomar vuestras
narices y presenciar el espectáculo, y me voy a masturbar. Prolijamente. Con la meticulosidad de
un cirujano en el quirófano. La gran paja.
Está bien, basta de mandarme la parte. Ante vosotros me cuesta reconocer que a medida que fui
avanzando con estas páginas me fue creciendo la tristeza adentro. No entiendo mucho de música,
mejor dicho entiendo bastante poco, pero una vez fui a escuchar a un violoncelista en el Colón y
me preparaba para aburrirme como una ostra, cuando de pronto el tipo le arrancó una nota a ese
armatoste de madera que tenía entre las piernas que me puso los pelos de punta. Era una nota
grave que se metía en los huesos, cacheteaba las paredes del estómago, ahuecaba las vértebras.
Era “mi” nota. Me acuerdo que le apreté el brazo a la amiga que me acompañaba, por ella había
aceptado el sacrificio de ir a un concierto, muy linda era, más que linda interesante, después no
pasó nada, muy frígida, y ella me contestó que era la nota “re”. Nunca supe si entendía realmente o
si me macaneaba pero ese sonido me quedó grabado. Esa misma nota es la que ahora revive en
mis vísceras (iba a escribir “genitales” pero me detuve para no faltaros el respeto). El “re” que
surge de este armatoste viejo y de cuerdas gastadas, a punto de cortarse, zas, otra vez me puse
cursi.
Después voy a quemar, sí, inhumar, estos papeles y las cenizas, también las cenizas del pañuelito
que María se dejó olvidado aquel día y que no le devolví, las voy a lanzar al viento para que
perviertan esta ciudad de mierda, para que impregnen los semáforos con el perfume de aquella
conchita flamante como un amancay de Traful, para que el pan, los bifes, las tetas maternas, los
labios amados, todo, todo, tenga gusto salado al principio y después una mezcla de vainilla y
romero, para que las cárceles sean tan tibias como aquella piel para que todas las mediocridades y
las rutinas y las agonías puedan ser santificadas por un momento aunque sólo sea un momento,
del placer que sentí con María. Para que vivir tenga algún sentido aunque los policías hagan sonar
las sirenas y los jueces den un martillazo contra las perversiones y los psicoanalistas inventen
palabras difíciles para disimular lo que es tan simple y los mojigatos me ahorquen con sus rosarios.
Aunque vosotros me miréis con esas medias sonrisas irónicas, suficientes, victoriosas. Porque
tenéis razón. También vosotros a veces tenéis razón. Porque al final de todo, y estas hojas escritas
y la caja de Rancheras son el final de todo, sólo me queda volver a sumergirme en chota vida de
lesbiana setentona.
“Lo gracioso, o no tanto, es que hace unos años quise afiliarme a un club y para no rechazarme me
pidieron que desistiese. Cuando pregunté el porqué me respondieron que era por ‘izquierdista y
pornógrafo’. Una vez le preguntaron a Borges sobre el cuento y dijo: ‘Es un muchacho audaz
porque llama portero a quien debería llamar encargado…’, como dando a entender que le
gustaba”.
“Si me hubiera dedicado a una sola cosa quizá hubiese llegado a algo, no lo sé. Mi vida, como mi
obra, está desparramada. Nunca estoy satisfecho con lo que hago por eso sigo buscando nuevos
desafíos”.
Luego de leer fragmentos de sus cuentos Falucho y Los mayas argentinos, O’Donnell reflexionó
sobre sus otras pasiones: el teatro y la historia.
“El teatro desnuda muchas cosas, revela aspectos de las personas. Cada vez que presenté una
obra en el fondo tenía un deseo profundo de que nadie se hubiese dado cuenta qué es lo que
mostré de mí”.
Además, comentó que en su próximo libro La batalla de la Vuelta de Obligado, buscará “reivindicar
una epopeya” que ha sido desvalorizada por las corrientes ideológicas del momento.
“(José de) San Martín decía que este combate estaba a la altura de las guerras de la
independencia porque se derrotó a las potencias de aquel entonces, Inglaterra y Francia. Por esto,
San Martín decidió legarle su sable a (Juan Manuel de) Rosas.”
“En cambio, la bacanería argentina no entendía cómo ese gaucho bruto había disparado sus
cañones a esos que ellos tanto admiraban. Vivimos presos de un mito ajeno, que nos fue impuesto.
La ideología del elitismo, de una sociedad que confundía civilización con Europa y la barbarie con
lo nuestro. Esta es una de las razones por las que Rosas está descalificado, ni siquiera hay calles
con su nombre”.
Finalmente, opinó acerca de los nuevos enfoques que está teniendo la historia argentina: “Mi idea
no es humanizar ni mostrar sentimientos. Si esto sucede es porque estos personajes son hombres,
como todos. No me interesa mostrar la cama de los próceres. Eso es una patología del
revisionismo contemporáneo, es convertirse en un paparazzi”.
Cuentos del fútbol argentino
La pava comenzó a soplar y Ruiz apagó la hornalla. Cebó el mate y lo probó cuidando de no
quemarse. Después buscó la tijera y la radio portátil y por fin cargó con alguna dificultad la pila de
diarios que, como todas las semanas, había ido creciendo en un rincón. Eran varios los que lo
ayudaban a juntarlos: algunos en el ministerio, el panadero del cruce, el zapatero que vivía en el
fondo. Antes Juan Carlitos también lo ayudaba, pidiéndoles diarios a sus compañeros de escuela o
recorriendo el barrio y golpeando las puertas. Antes. Últimamente Juan Carlitos se interesaba
menos por sus cosas. Ya no lo acompañaba tampoco al ministerio para meterse en el ascensor y
quedarse muy serio, casi solemne, observando cómo el padre accionaba la palanca, abría y
cerraba las puertas, numeraba los pisos, respondía a las consultas.
Era lindo darse importancia comentándole en voz baja que ese señor que acababa de bajar en el
cuarto tenía un vagón de guita o guiñarle el ojo para hacerlo cómplice de su trato confianzudo con
la rubia medio puta y después guiñárselo otra vez con una sonrisa dándole a entender lo que
nunca había sucedido. A veces se hacía el gracioso y gritaba los pisos con voz aflautada y
entonces se reían juntos. Sí, era lindo que Juan Carlitos lo admirara como cuando le contó que
Zubeldía había subido en el ascensor y que habían charlado de fútbol.
Después le prometía:
—La próxima vez que suba le voy a pedir un autógrafo para vos, ¿querés?
Y Juan Carlitos sacudía la cabeza esperanzado, los ojos brillantes. Pero Zubeldía nunca más
volvió a viajar en su ascensor, y de haberlo hecho Ruiz quizás no se hubiera animado a ir más allá
del "chau Zubeldía" intimidado de la primera vez, apenas correspondido con una sonrisa rápida y
dos o tres dedos levantados.
Juan Carlitos tampoco volvió a subir al ascensor porque fue creciendo y ahora se pasaba la mayor
parte del día con esos amigos que a Yolanda no le gustaban.
—Tenés que hacer algo, Ruiz, antes de que sea demasiado tarde. Vos sos el padre, ¿no?
Pero a Ruiz no le era fácil conversar con Juan Carlitos. Las cosas ya no eran como antes, cuando
Juan Carlitos escuchaba en un silencio admirado lo que ocurría dentro del ascensor. Ahora no,
ahora el hijo estiraba irónicamente o bostezaba demostrándoles aburrimiento. También decía, a
veces tranquilo, otras furioso, otras entusiasmado:
—Yo no voy a ser un boludo como ustedes que se cagaron la vida por pobres. Yo voy a tener
guita.
Ruiz había dejado el mate vacío sobre la mesa y con la tijera cortaba tiritas de uno de los diarios.
Después tomaba un ramillete de las tiritas para seccionarlas transversalmente haciendo que los
papelitos cayeran dentro de una bolsa de polietileno que había ubicado entre sus pies. La radio
transmitía música y avisos y de vez en cuando los locutores se referían a la fecha patria, a la jor-
nada en que nuestros antepasados sellaron la argentinidad dándonos la libertad que ahora
gozamos, ese día lluvioso en que a la faz de la tierra surgió una nueva y gloriosa nación.
Ruiz recordó desvaídamente aquel cuello alto que había dibujado en la escuela. ¿De quién era?
Lleno de firuletes que había que pintar con el lápiz amarillo y después rellenar los espacios de azul.
Juan Carlitos había dicho que no quería ir más a la escuela y a Yolanda se le habían llenado los
ojos de lágrimas. "Vos no querés ser un boludo como nosotros", le había dicho él, "para eso tenés
que estudiar". Juan Carlitos ni siquiera los había mirado, como quien escucha a locos o a idiotas
para enseguida ir a juntarse con la barra, a desaparecer durante la mayor parte del día, a esconder
sus descubrimientos, sus secretos, sus proyectos. Para Juan Carlitos crecer era maltratarlos, a él y
a Yolanda, enrostrarles su fracaso, demostrarles que eran unos boludos, buscar una manera
distinta de vivir. Les mostraba lo que ellos no querían ver, en un acuerdo mudo y viejo. El techo
vencido, los malvones que no podían crecer en la tierra gredosa, las cuadras de tierra o barro
hasta el único colectivo de la zona, el fastidio de buscar agua en la bomba.
—Pase las fiestas patrias con su familia en restaurante "Savoy". Juegos, cotillón y mucha alegría.
Precios familiares.
Los papelitos seguían lloviendo dentro de la bolsa. Ruiz alzó los ojos y miró el cielo encuadrado por
la ventana, sin curiosidad, sabiendo que ya había amanecido y que el azul estaría emblanquecido
por las nubes. "No va a llover", insistió inútilmente.
El azul y blanco de nuestra bandera, de nuestra nacionalidad, de nuestra fecha patria que servía
para que los locutores invitaran a comprar, viajar, festejar, bailar, todas esas cosas que ni él ni
Yolanda podían permitirse porque con lo que él ganaba durante las doce horas diarias que se
pasaba en el ascensor, y gracias que le habían dado cuatro
horas extras, y con las changas de costura y lavado que
Yolanda conseguía en el barrio, apenas les alcanzaba para vivir.
90 minutos. Relatos de fútbol
Juan Carlitos tenía razón, era un boludo, pero él había vivido
como le enseñaron, él siempre creyó que eso era lo que había Empezó el partido. Arde el fuego
que hacer. Trabajar para progresar, formar una familia, tener de la pasión entre todos los
una casa, criar hijos. Eso era la vida. Pero a lo mejor Juan hinchas. Esa pasión que inflama
Carlitos tenía razón, a lo mejor ellos eran unos boludos porque sus corazones con el mismo
no podían pagar nada de lo que la fecha patria les ofrecía. entusiasmo que al pibe que va
Solamente esa escarapela que todavía estaría prendida del con el padre por primera vez a la
uniforme. cancha, a conocer en persona al
equipo que será dueño de su
amor por el resto de su vida. Este
—Mañana todos traigan escarapela —había indicado Martucci
libro homenajea esa pasión con
—. Orden de arriba así que nadie se olvide.
cuentos sobre padres e hijos,
hinchas, relatores y jugadores de
Ruiz la había comprado en la estación. La más barata. Siempre
ayer, que dejaban la piel en el
compraba lo más barato. Lo que podía comprar un hombre que
césped más allá de los premios y
se pasaba doce horas subiendo y bajando por la médula del
los sueldos, se peinaban con
ministerio encerrado en esa caja metálica que conocía más que
gomina por respeto y se
su propio cuerpo. Como si fuera su propio cuerpo. Ruidos,
bancaban todos los guadañazos,
latidos, cansancios. En el tercero siempre se pasaba así que
descosiendo los hilos gruesos de
había que tirar de la puerta un segundo antes. El picaporte del
las pelotas de tiento y salían a la
sexto estaba duro y había que aceitarlo. Las lamparitas de los
indicadores del segundo, cuarto y sexto estaban quemadas des- cancha aún con fiebre o resaca,
de hacía meses. El cartel en planta baja decía que el ascensor haciendo de su profesión un culto
no paraba en el primero pero estaba tan despintado que la al amor por la camiseta.
gente aprovechaba para no hacerle caso y Ruiz no se animaba
a seguir hasta el segundo, conformándose con la idea de que lo Para ustedes, fieles amantes del
hacía porque era un buen tipo. deporte más popular, son estas
historias.
El padre del rubio gordito estaba en cana por chorro. Un año y chau, libre. La guita nunca la
encontraron. Después iba a poder viajar a Carmelo, aproveche las fiestas patrias, el Uruguay lo
espera, un verdadero crucero de placer o ir al match de polo que se jugará esta tarde en
conmemoración de la gesta de Mayo enfrentándose los conjuntos de Coronel Suárez y Santa Ana,
reeditando una vez más la clásica confrontación con la presencia de altas autoridades nacionales.
Ruiz movió la mano en el aire, bruscamente, como ahuyentando las moscas que volaban más allá,
atraídas por la luz, describiendo trayectorias perezosas. Y desdeñándolo. El insecticida más barato
por favor. El Raid es muy caro. Total son iguales. Pero las moscas seguían dibujando curvas y
contracurvas haciéndose invisibles al entrar en la penumbra de los rincones o al aterrizar sobre el
piso oscuro.
Se estiró para tomar una Crónica vieja y antes de cortajearla leyó el título de enormes letras:
"Perón enfermo". En ese momento Yolanda entró en el cuarto y Ruiz se dio cuenta de que hacía ya
un rato que se escuchaban ruidos desde la habitación vecina. No se miraron. Hacía mucho que no
se miraban. Como si no hubiera nada que ver en ellos. Como si no hiciera falta mirarla para saber
que Yolanda tendría la cara hinchada y surcada por las marcas de la almohada, algún mechón
balanceándose delante de su frente, el batón descolorido atado con una piola, ese cuerpo gordo
que se hundía gelatinosamente debajo de sus manos cuando trataban de inventar el amor, sus
pies arrastrando los mocasines viejos.
Durante un rato sólo se escuchó la radio, el tijereteo y los preparativos de Yolanda para el café con
leche.
Ruiz alzó los hombros y estiró la boca aunque Yolanda le diera la espalda.
—Cada día llega más tarde —insistió ella mientras Ruiz levantaba la bolsa transparente para
constatar el nivel de los papelitos. Iba por la mitad. Yolanda miró en derredor y después apagó la
luz. Para ahorrar. Hornear pan viejo, secar cuidadosamente la hojita de afeitar, usar la ropa hasta
deshacerla, no tomar jamás un taxi, tener solamente un hijo y abortar los demás.
—Mejor criar uno bien y no muchos mal —habían sollozado juntos, la piel de Yolanda hirviendo por
la fiebre, aterrorizados por el castigo divino.
—Los demás pibes tienen muchas pilchas y yo, mirá, parezco un atorrante, parezco.
Entonces Yolanda bajaba la mirada, con vergüenza, dándole la razón y Ruiz gritaba, enfurecido, y
lo corría para pegarle, al único hijo que no habían abortado para darle todo, para que no le faltara
nada, no le quedaba otra alternativa que ésa, aullar fuera de sí, esquivando las sillas que Juan
Carlitos volteaba a su paso, forcejear con Yolanda que lo puteaba, que lo atajaba con esa fuerza
que siempre lo sorprendía, que le gritaba que también era hijo de ella, que si le tocaba un solo pelo
se iban a ir de una vez por todas y lo iban a dejar solo. Solo como un perro. Después venían esos
días terribles, angustiantes, en que tampoco le quedaba otra alternativa que estar en silencio,
inventando una cara de severo, de padre enojado, porque a un padre no se le falta el respeto, no
debía permitirlo, el suyo jamás lo había permitido, mientras por dentro se derretía en ganas de que
lo mimaran, de que Yolanda y Juan Carlitos le sonrieran y lo tomaran en broma. Pero Juan
Carlitos, hamacándose en la silla, escondiendo tristeza detrás de esa voz displicente, fría,
anunciaba que iba a dejar de estudiar para trabajar.
—Hacé lo que quieras —decía entonces Ruiz, como si no le importara, porque un padre no afloja,
un padre se tiene que hacer respetar.
—Sos muy blando vos, este chico va a terminar mal—. Entonces él:
Ella:
—A golpes no se arreglan las cosas. Vos siempre querés arreglar las cosas a golpes. Lo que Juan
Carlitos necesita es que le hables, que le expliques.
Como si Ruiz supiera cómo eran las cosas. A lo mejor Juan Carlitos tenía razón. Qué podía
explicarle él. Boludos.
Se alzó de su silla y caminó hasta la puerta del dormitorio, se asomó y vio el bulto sobre la cama.
Retuvo la respiración para escuchar la de Juan Carlitos y después volvió a sentarse, aliviado.
Siempre había sido igual. Cuando Juan Carlitos era chiquito se sobresaltaba y corría hasta la
cunita para constatar que respiraba. Lo acariciaba a lo mejor tratando de que se despertara y así
estar con él un rato, por lo menos un rato, arrojarlo al aire y abarajarlo entre las risas exaltadas del
pibe, que no dudaba en confiar en esos brazos.
Porque entonces Juan Carlitos confiaba en él. No lo juzgaba. Y a Ruiz le gustaba agacharse sobre
la cuna y besarlo en el cuello aspirando ese olor a bebé, mezcla de transpiración, talco y pis,
taparlo cuidadosamente para que no tuviera frío y desear que llegaran el sábado y el domingo para
estar con él. Porque durante la semana su hijo dormía cuando se iba al ministerio y al regresar ya
estaba durmiendo otra vez y el día de Juan Carlitos se reducía a los relatos de Yolanda a veces
entusiastas y a veces cansados de acuerdo a su estado de ánimo. "Y qué más", preguntaba Ruiz,
insaciable.
Casi sin darse cuenta había recortado la palabra "Perón" y la había dejado a un lado, indemne.
Después se estiró para recoger otro diario. Yolanda se sentó a su lado y Ruiz sin necesidad de
mirarla supo que sus ojos se perdían en el vacío mientras revolvía el café distraídamente. Tuvo la
impresión de que iba a decir algo pero también supo que iba a seguir en silencio. Como de
costumbre, como si ya no hubiera nada de qué conversar. También era habitual esa sensación de
desagrado, esas ganas de que Yolanda no estuviera tan cerca, de que no tuviera esa barriga que
lo avergonzaba cuando salían juntos, que el labio superior no terminara en esos pelos absurdos,
que no se succionara la saliva tan seguido. Pero su rechazo se enroscaba indisolublemente con la
ternura, con el no poder imaginarse sin Yolanda, agradeciéndole que lo salvara de la soledad total,
del no poder compartir ese absurdo de lo cotidiano.
—...constitución de los equipos —estaba diciendo el locutor y Ruiz hizo un movimiento veloz para
elevar el volumen. Escuchó varios avisos intercalados, jabones; lavarropas, muebles, vinos, la
mayoría referidos al glorioso 25 de Mayo. Después siguieron los nombres de los jugadores, con las
pausas al final del arquero, backs, línea media y delantera. Escuchaba con atención, con
verdadero interés, esperando a Vélez.
Porque el fútbol, su pasión por Vélez, era lo único que insuflaba algún entusiasmo en la vida de
Ruiz.
Antes del Prode él era el encargado de organizar la polla en el ministerio y durante años recolectó
los papelitos y las apuestas con una prolijidad y una honestidad obsesivas. El fútbol y Vélez eran
sus temas de conversación inevitables.
—¿Y Ruiz, qué les pasó el domingo? —le decían con expresión sobradora cuando perdían y otras
era él el que se hacía cargadas eufóricas, con esa brevedad de los viajes en ascensor. De fútbol
también conversaba en el bar, intercalando sorbitos de grapa. El fútbol era lo único capaz de ha-
cerle mover los brazos cuando hablaba, alzar la voz con énfasis, dar golpes sonrientes en espaldas
ajenas, y recibirlos.
—Vélez Sarsfield formará de la siguiente manera —la puta madre, otra vez lo ponían a Asad en
vez del pibe de la tercera.
—¿Me planchaste la bandera? —preguntó casi con sadismo, vengándose del director técnico,
descontando en la boca de Yolanda esa mueca crispada de todos los domingos. O de ese 25 de
mayo en que también había partido. Fomentándole la envidia por ese pedazo de su vida que ella
trataba de equilibrar infructuosamente con los fatigosos viajes hasta Garín para visitar a su prima
Gladys, dejando pasar el tiempo hasta que él volviera después del partido y de los comentarios en
el bar. Haciendo de cuenta que ella también tenía cosas que hacer, escenas donde incluirse.
Las manos redondas y opacas que aparecían a un costado del campo visual de Ruiz, sus arrugas
dibujando un follaje tupido y tenue, más allá de la tijera incesante y de esas tiritas de los diarios,
desgarraron un pedazo de pan con torpeza y sin brusquedad mientras la voz rumoreaba esa
protesta invisible que Ruiz hacía ya mucho que no oía. Como no se escuchan los ruidos sin
sorpresa que terminan por parecerse al silencio. Que si se creía que no tenía nada que hacer, que
ya estaba harta de lavar esa porquería, qué se creía, que en vez de ocuparse de Juan Carlitos, que
el único día que tenían para estar juntos, que si por lo menos volviera enseguida en vez de quedar-
se en el bar, que eso no era vida. Todo dicho en un susurro, sin entusiasmo, como un episodio de
una liturgia sin contenido.
Ruiz miró la bolsa. Ya faltaba poco. Dejó la tijera y el diario mutilado sobre la mesa y volvió a
forcejear con la puerta hasta abrirla. Dio unos pasos y respiró hondo. Sabía que a pocos
centímetros de sus pies desnudos estaban los palos secos y amarillentos de los malvones pero no
los miró.
—Ni las plantas crecen en este lugar de mierda —había dicho Juan Carlitos con un tono afilado
que lastimaba más por la decepción que escondía que por la agresividad que demostraba.
Confusamente, pero con la suficiente claridad como para no poder defenderse con la acusación o
el despecho, Ruiz descifraba en Juan Carlitos la necesidad de atacarlos, de destruidos en su
interior, de no quererlos por miedo a quedarse él también enredado en esa vida que no deseaba
como futuro. Ruiz sólo podía escudarse detrás de ese tono de padre severo que esgrimía de-
sesperadamente, como la silla del domador, para que los zarpazos de Juan Carlitos no lo
alcanzaran. Que no lo destrozaran. Por Dios, que no lo destrozaran tanto.
—Si querés irte te vas, podés irte cuando quieras, pendejo de mierda, insolente.
Y se iba a ir, Ruiz sabía que se iba a ir. Otra vez miró hacia arriba. Un pajarito cruzó su visión con
un vuelo desparejo. El viento traía el olor a azafrán de la fábrica vecina. A lo lejos un vecino alzó el
brazo para saludarlo y él le contestó. Era Medina el paraguayo, estibador, hincha de Boca. Con
Boca habían empatado en la primera fecha. Si no hubiera sido porque Benito se erró ese gol en el
último minuto. Los cadáveres de los geranios al lado de sus pies. No iba a hacer mucho frío. Más o
menos. La bufanda y listo. Era brava la hinchada de Chacarita, medio cabreros eran. Abrió y cerró
la mano para desentumecerla, para espantar esa fatiga dolorosa de la base del pulgar. Un poco
más y la bolsa estaría llena y sus dedos podrían descansar. Toda llena hasta el tope. Los papelitos
y la bandera. Mucho más chica que la de la barra brava, ésa que habían tardado dos meses en
coser, quince metros tenía. Pero la suya era linda también. Era lindo que fuera suya. Ruiz respiró
hondo y el frío le ocupó el tórax. También era lindo que fuera jueves y él ahí en la puerta de su
casa, lejos del ministerio, lejos del ascensor de mierda, sintiendo el aire frío que entraba y salía de
su cuerpo. Sin que el turro de Martucci se paseara frente a los ascensores con la pinta de un
general, como si fuera el dueño del ministerio. Todo porque lo habían puesto en la categoría
superior y eso lo hacía sentirse con derecho a tratarlos como si fueran no sé qué, sus esclavos.
Algún día lo iba a hacer cagar al Martucci ese. Ruiz no se dio cuenta de que de inmediato había
suspirado con resignación, como sabiendo que jamás lo iba a hacer cagar a Martucci. A Martucci ni
a nadie. Porque para hacer cagar a alguien había que tener algún poder, alguna fuerza, como las
treinta lucas más de sueldo de Martucci o la juventud de Juan Carlitos o la hijaputez del bigotudo
sonriente que les había vendido la casa. Garantizada por veinte años.
Pero era lindo que ese jueves fuera feriado, gracias a los próceres que hacía un montón de tiempo
habían declarado la independencia. No, la independencia no. La libertad. Dado la libertad. Se
acordó: Saavedra, aquel tipo serio con el cuello alto que había que pasarse largo rato pintando de
amarillo y azul. Cualquier cantidad de firuletes. Un día lluvioso y paraguas. Si ese 25 de mayo
hubiera habido fútbol a lo mejor la fecha se suspendía. El cabildo, no, con mayúsculas, el Cabildo.
Palomas. ¿Habría palomas entonces? A lo mejor habrían cagado encima de alguno de los
próceres. Decidió guardar el chiste en su memoria por si se daba la oportunidad.
Ruiz había vuelto a empuñar la tijera y cortaba la última Razón. Los papelitos caían en infinitas
trayectorias. Algunos girando sobre sí mismos, otros hamacándose en el aire, otros a plomo, otros
esquivando la boca de la bolsa para aterrizar sobre las baldosas. En los fondos de su conciencia,
Yolanda evolucionaba por la habitación, quizás preparándose para visitar a la prima de Garín y ha-
ciendo con la boca ese ruido de succión que se parecía tanto a un permanente chasquido de
fastidio.
—Aprovechen las fiestas mayas para visitar el túnel subfluvial. Agencia Calcos. Planes a crédito.
—Revista Anteojito trae de regalo un Cabildo troquelado para armar, una reproducción del Acta del
25 de Mayo y otros obsequios. No dejes de comprarlo.
Ruiz ató la boca de la bolsa con un piolín, cuidadosamente. Después estiró los brazos e hizo crujir
sus dedos contento de haber terminado. En ese momento sintió los ojos de Yolanda fijos en su
nuca. Sin saber por qué, como violando él también una consigna, se dio vuelta para mirarla y
entonces la vio allí de pie, con el cable del enchufe en una mano, gorda, avejentada, fea,
arruinada, como si la muerte le asomara ya en los ojos opacos, como si un llanto muy viejo y
contenido le hubiera arrugado la piel alrededor de los ojos, como si nada en ella pudiera despertar
sino lástima, pena, dolor, Yolanda allí parada, diciendo algo sobre el cable, que era una vergüenza
que todavía siguiera así, que era nada más que un minuto, que por favor Ruiz qué te cuesta, y
diciéndolo suavemente, casi con ternura, como gritando socorro Ruiz salváme, envuelta en ese
batón tan viejo y descolorido como ese gesto que se parecía o quería parecerse a una sonrisa, un
espejo despiadado y cruel de su vida, boludos, sos un boludo, Ruiz, la vida no consistía en
esforzarse pintando cuellos de Saavedra, la vida no es, no debe ser esa miseria que rezuma de
cada pestaña, de cada gesto, de cada olor de Yolanda, tu mujer, de vos mismo, Ruiz, que también
sos como esos mocasines aplastados y esos pies hinchados, ese cable suelto y esa grampa que
nunca se clava, un clavito que se dobla y ya está, Yolanda, para no gastar en una grampa,
después lo hago, ahora no, por favor, Yolanda.
—Me voy —dijo Ruiz poniéndose de pie bruscamente, como si un mecanismo de alarma se
hubiera disparado haciendo que el banco se deslizara sobre las baldosas arrancándoles un alarido
de terror. Ese terror de que Juan Carlitos se despertara y los viera a los dos con los mismos ojos
con que él había reconocido a Yolanda. Juan Carlitos, con su cuerpo sin grasa, sus movimientos
ágiles, su futuro sin usar—. Me voy —volvió a decir recogiendo la bolsa, la bandera, el saco,
deseando que Yolanda no dijera, no hubiera ya dicho ese "¿Cómo ya te vas?" tan desamparado,
tan triste. Ojalá hubiera gritado, ojalá se hubiera enojado así se podía ir dando un portazo,
puteando.
—Quiero ver un pibe de las inferiores —susurró con una voz tajeada por los crujidos de la puerta al
desatascarse—. Chau, Yolanda —volvió a decir inútilmente mientras caminaba hasta la parada del
cuarenta a paso rápido, tratando de escapar de ese malestar que lo envolvía como el viento frío
que hacía flamear su bufanda.
Sintió un alivio absurdo al ver el colectivo esquivando con dificultad los baches al fondo de la calle.
Encontró lugar junto a una ventanilla porque el recorrido se iniciaba apenas unas cuadras más allá
y apoyó la cabeza contra el vidrio como si le interesara ver a través de su superficie empañada.
Pero Ruiz estaba frente a sus propios ojos fantasmales, implacables, que lo observaban desde el
reflejo borroso. La angustia iba siendo reemplazada por una serenidad honda, esa lucidez que sólo
puede dar una tristeza que ha tardado muchos años, quizás toda una vida, en echar raíces.
Pensamientos tallados nítidamente sobre el fondo de la actividad cerebral. Una idea atrayendo la
siguiente, los recuerdos enlazándose en el orden natural, ese orden habitualmente fracturado por
la rutina, el tedio, las obligaciones, el cine, la televisión, los relojes.
Ruiz pensaba. No tenía escapatoria. Intentó cerrar los ojos y dormir, engañándose con que era
sueño lo que hacía pesar sus párpados y abanicaba esa niebla en la nuca.
Se rascó atrás de la oreja ahuyentando una de las moscas que habitaban el colectivo. Una mosca
dentro de un avión, ¿pesa o no pesa? Alguna vez, hacía muchos años, alguien le había hecho la
pregunta y él no supo contestarla. Todavía hoy no conocía la respuesta. Eran tantas las respuestas
que no conocía, tantos los problemas a los que no les había encontrado solución. Se revolvió en el
asiento y abrió los ojos. En ese momento una mujer subía con un bebito en sus brazos. No pudo
evitar sumergirse en esa mirada de dolor endurecido que le provocó una sensación física vaga-
mente ubicable a la altura de su estómago. Como si algo se hubiera dilatado de pronto. Se alegró
de que la mujer siguiera de largo por el pasillo, hacia algún asiento posterior, saliendo de su visual.
A duras penas había logrado no mirar la carita que asomaba entre la manta sucia y desflecada que
lo abrigaba. Se pasó las manos por ambos lados de su cara como si se quitara algo o como
registrándose, sin darse cuenta de que reproducía la misma línea que esa manta trazaba sobre la
cabeza del chico. Lo que sí advirtió con extrañeza fue la aspereza del contacto entre ambas
superficies de su piel. Como el roce entre dos superficies de cartón. De cartón seco. Uno se va
secando hasta...
Volvió a cerrar los ojos y en su retina quedó iluminada la lámina de una vidriera, quizás arrancada
de algún Billiken, donde se veía a varias personas, los próceres, arriba de un balcón, las manos
sobre el pecho o los brazos extendidos, mientras abajo en la plaza muchas más personas alzaban
sus cabezas para mirarlos, pendientes de lo que aquéllos hacían o decían. Siempre había gente en
los balcones y gente abajo. A él siempre le había tocado estar abajo. Hasta abajo de Martucci que
no era más que un infeliz con esos ojos siempre inyectados y esas manos amarillas. De pronto
sintió rabia contra esa mujer que se había ido al asiento de atrás. Rabia por el pendejito. No tenía
que acostumbrarlo a estar siempre en la parte de atrás. O de abajo. Se dio vuelta y le hizo una
seña para que se corriera hasta un asiento libre en la segunda fila pero la mujer se hizo la distraída
fingiendo ocuparse del chico. Ruiz no insistió sabiendo que a alguien con esa mirada debían de
haberle contado muchas cosas, tantas como para descontar que nadie se ocuparía de ella para
ayudarla. Mucho menos un desconocido, tan poca cosa como ella, que le hacía señas en un
colectivo semivacío.
Ruiz suspiró y al darse vuelta advirtió los ojos del chofer clavados en el espejo, mirándolo con
desconfianza. Desvió los suyos maquinalmente y eso le produjo una oleada de bronca contra sí
mismo. Volvió a buscar esos ojos al lado de la cabeza de indio que identificaba a la fábrica de
carrocerías pero el chofer estaba ya ocupado en cortar un boleto para dos muchachos alegres y
ruidosos, parecidos a Juan Carlitos. Desechó esa línea de asociaciones mentales y regresó a los
héroes de Mayo. ¿Qué le habrían contado a sus mujeres al volver a los hogares? Saavedra y los
demás. No estaba seguro pero le parecía que Belgrano era uno de ellos. San Martín, no. A lo mejor
había estado en la plaza sosteniendo un paraguas y comprando escarapelas. No, un tipo como
San Martín nunca está en la plaza. Ésos no se bajan nunca del balcón. Se bajan para ser calles,
nada más. En cambio él hubiera estado en la plaza. Candidato seguro, fija nacional. A un costado y
contando las monedas a ver si podía comprar una escarapela, la más barata por favor. Mañana
todos con escarapela, orden de arriba. De arriba del balcón. ¿Dónde hubiera estado Martucci? Más
hacia el centro de la plaza, quizás vendiendo escarapelas. Ruiz festejó para sus adentros el chiste
de que él hubiera estado charlando sobre Vélez y los goles de Santillán. Él entendía de fóbal. De
próceres, escarapelas y balcones muy poco. Sólo recuerdos descoloridos por el tiempo.
Estrechó los ojos para distinguir las letras en una cartulina pegada sobre la puerta. Gran baile en el
Club Atlético Tigre, 25 de mayo, alta tensión, los bárbaros, rosana falasca, sensacional, no dejes
de venir. Él iba a dejar de ir porque tenía que ir al partido. No jugaba Benito. Desgarro muscular.
Belgrano tampoco iba a ir al club Tigre porque estaba muerto. Aunque antes de morirse le habían
pasado un montón de cosas históricas. Estaba casi seguro de que era uno de ésos que aparecían
en el balcón. Además fue milico, luchó en unas cuantas batallas. Salta y Tucumán, Jujuy no, algo
se acordaba, la maestra había dicho que podía rendir bien. Pero había que laburar y además no le
gustaba el estudio. Igual que Juan Carlitos, de tal palo. Pero Juan Carlitos no se podía equivocar
como él. ¿Cómo se hacía para no equivocarse? Un hijo no debe faltarle el respeto al padre,
aunque tenga razón porque entonces... Chau Juan Carlitos, Ruiz no quería pensar en él y ese día
sus pensamientos le obedecían. Mejor seguir con Belgrano.
¿Habría estado contento Belgrano con su vida? A lo mejor también él se escapaba de su casa
corriendo, inventándose un entusiasmo. No, Vélez no era un invento: el fóbal lo entusiasmaba en
serio, qué joder. De eso sabía mucho. De repente se dio cuenta de que las últimas frases de su
pensamiento le habían arrastrado los labios, accionándolos mudamente. El hombre sentado del
otro lado del pasillo lo espiaba por el rabillo del ojo. Al advertirlo Ruiz se sintió molesto. Los que
subían a los balcones no se sentían molestos porque los miraran. Al contrario, para eso estiraban
los brazos como si señalaran algo mandándose la parte delante de los que estaban en la plaza.
Ruiz recordó que había una calle que se llamaba La Plaza. ¿Sería por los que estaban debajo del
balcón? Belgrano en cambio tenía una calle para él solo. Una avenida. ¿Cómo había muerto
Belgrano? En el mar. Tuberculoso. De un balazo. A lo mejor morirse era el precio de tener una
avenida. Yo también me voy a morir pero nadie le va a poner mi nombre a una avenida, ni siquiera
a una cortadita, pensó Ruiz a mitad de camino entre la alegría y la depresión. Negro Ruiz 684,6°
piso, departamento "D". La dirección de Juan Carlitos, donde viviría con su esposa y sus hijos. Muy
contentos y orgullosos.
Pero la cosa no era morirse solamente, sino crepar como un héroe. Ser un prócer. Ahora era muy
difícil ser un prócer. Antes era más fácil, en la época de Belgrano, Saavedra, San Martín y todos
ésos. Había batallas donde uno podía ser muy valiente y hacerse famoso. Este Ruiz es una fiera,
unas pelotas bárbaras, se despanzurró a cincuenta. ¿Cincuenta qué? Cincuenta españoles.
Siempre le llamó la atención que los próceres hubieran peleado contra los gallegos. Si la Argentina
estaba llena de gallegos. Su abuela era española y por parte de su padre, su bisabuelo. No era
fácil imaginarse a los españoles como enemigos. Y sin embargo los próceres lo eran por haberles
ganado. Al fóbal también perdían los españoles y Distéfano fue argentino. Y Bianchi se había ido
de Vélez para jugar a Francia, que no era España pero más o menos. Una lástima, era bueno el
Bianchi ése. ¿Le pondrían Bianchi a alguna calle? Ahora no había próceres. No se podía ser
prócer encerrado todo el día en un ascensor de mierda sin ni siquiera tener enemigos. Porque él le
tenía bronca a Martucci pero Martucci no era un enemigo. Enemigos son los que avanzan al paso
redoblado su rojo pabellón. ¿De dónde había salido esa frase? Ruiz recordó vagamente algún
canto escolar. Cabral soldado heroico. Si lo liquidaba a Martucci lo único que podía suceder era
que lo metieran en cana por asesino. Ya no había balcones donde subirse por prócer. Perón sí,
pero antes. Ahora hacía mucho que no aparecía en ningún balcón. Recordó el recorte intacto del
diario. Perón enfermo. ¿Dónde había dejado el pedazo de papel? Seguramente Yolanda lo habría
tirado a la basura. La niebla de la parte de atrás, por momentos, amenazaba con desparramarse
por toda su cabeza.
Recordó aquel juguete que había ido a buscar un día de Reyes, con Juan Carlitos, a aquella casa
del Bajo que después del cincuenta y cinco tiraron abajo. Una casa hermosa. Lástima de casa. La
señora ya había muerto. Una pelota les dieron, de cuero, reglamentaria, con el cartelito de la
Fundación. Los dos tenían los ojos llenos de lágrimas, él y Juan Carlitos, la primera vez que les
daban algo. Fueron a tomar una coca-cola en un bar y Ruiz le hizo prometer a Juan Carlitos que
iba a ser jugador de fútbol, que iba a empezar a entrenarse con esa pelota y que él iba a ayudar a
hacerse famoso. Fueron varias veces a un baldío y pateaban cuidando de no arruinar la pelota.
Después dejaron de ir porque no había caso, Juan Carlitos no quería ser jugador.
Ruiz cabeceó con fuerza en una frenada brusca del colectivo. Chasqueó la lengua sin darse
cuenta, protestando contra nadie y contra todos, quizás contagiado por Yolanda. Contra Juan
Carlitos porque no había querido hacerse famoso. Contra esa pelota que había terminado des-
panzurrada en un baldío lleno de cardos. Porque todo se gasta, todo se va arruinando. También los
negros ruices. Se sobresaltó al descubrir otra vez los ojos al Iado de la cabeza del indio. Ahora el
chofer lo estaba mirando con bronca y Ruiz tardó algunos segundos en descubrir el motivo. El
chasquido, el tipo había creído que protestaba por su maniobra. Un malentendido. Dos millones
cuatrocientos mil malentendidos. Otra vez Ruiz había desviado la mirada pero esta vez lo aceptó
con mayor resignación. A lo mejor los de abajo, los de la plaza, se dividían en los que aguantaban
las miradas fieras y los que no.
Qué se le iba a hacer. Él no había nacido prócer. Tampoco ayudaba a serIo ese colectivo
mugriento, esa ventanilla sonando como una castañuela al lado de su oreja, esa paraguaya o
boliviana dándole de mamar al pendejito en el asiento de atrás, todas esas caras que lo rodeaban
con tanto atractivo como las cortinitas desflecadas o los pasamanos pringosos. A lo mejor todo
colectivo salía de fábrica con sus caras. Le divirtió esa idea y se instaló en ella: habría caras de
colectivo, de almacén, de ascensor, en este punto la diversión se disipó. ¿Cómo se podía ser un
prócer de Mayo habiendo pasado la mayor parte de su vida rodeado de caras de ascensor? Caras
metidas para adentro, pendientes de lo que iban a hacer en el piso nueve o de lo que acababan de
hacer en el tercero. Todos de paso, como si él fuera invisible, o un cacho de puerta, los más
amables con tiempo apenas para saludarlo o hacerle alguna broma sobre Vélez. Ninguna bandera
que crear, ningún gallego que ensartar con la bayoneta, ningún caballo que ensillar. Abrir y cerrar
la puerta. Abrirla y cerrarIa. Abrirla y cerrarla hasta...
Descendió en un impulso, boludeándose porque casi había seguido de largo, dándole la espalda al
conductor para que no lo volviera a mirar fiero. Arrancó hacia la otra parada pero al acordarse que
tenía mucho tiempo de sobra decidió ir caminando. Despacio. "Nadie te corre, che, caminá
despacio", protestaba Yolanda, bamboleándose por el esfuerzo de arrastrar su gordura, cuando a
veces, tan pocas veces, salían juntos para ir a hacer un trámite o visitar un pariente. Una ternura
tibia llevó a Ruiz a decidir que volvería temprano, no se demoraría en el bar y trataría de arreglar
algo en la casa. El cable de la heladera. O la luz del fondo. Ni siquiera pudo proponerse abrazarla y
besarla o sonreírle. Eso ya era inimaginable. Simple y cruelmente porque habían institucionalizado
su convivencia como un ritual de frustraciones recíprocas, alternándose en los roles de víctima y
victimario, utilizándose para ejercitar la única venganza que la vida les permitía aunque fuera a
costillas de lo más amado. Entonces se equivocaban al creer que esa ternura no les hacía falta,
que bastaba con lavar desganadamente una camisa o arreglar después de demasiados reclamos
un enchufe. Como si darse cuenta de lo que no se daban, de lo que se amarreteaban
afectivamente significara el riesgo de abrir esa compuerta de todas las pérdidas. Reproduciéndose
así en la pareja el mecanismo básico de sus vidas: pudiendo tomar mucho, bastante, había que
conformarse con poco. Poco tiempo libre y poca plata, poco campo, poco cielo, poco descubrir,
poco pensar, poco elegir, poco desear. Mucho poco y poco mucho. Poco darse cuenta de que lo
poco es realmente poco. Poca alternativa de reclamar. Mucha necesidad de convencerse de que lo
poco es bastante.
Ese día la mente de Ruiz se había desbocado y se aventuraba más allá de la valla que marcaba el
límite exacto entre lo permitido y la audacia, entre lo que era prudente aceptar y lo que era
peligroso conocer para seguir desempeñándose dentro de los márgenes de sus propias
posibilidades y las que le proponía el mundo. El sorbo de mate que se enfriaba en el hueco entre la
lengua y el paladar, los puchos tirados por la mitad, el placer fugaz de sonarse la nariz
ruidosamente, el cosquilleo y la risa especial de los chistes verdes, aquel pasillo oscuro del abuelo
santiagueño atornillado férreamente en su memoria, el rostro de su madre, en cambio, diluyéndose
sin remedio en el de dos o tres vecinas, esa dificultad de sincronizar los "basta" y los "yo deseo",
las velas asomándose siempre en todas las pesadillas, los mármoles del ministerio y la sombra de
Martucci sobre sus baldosas, baldosas blancas y negras como las de aquel patio de la infancia,
esa tos terca de todas las mañanas, la panza que esquivaba ante los espejos y las vidrieras, esa
forma de pisar torcido que gastaba los tacos a pesar de la chapita de metal, el aburrimiento
desesperado de la última hora en el ascensor contando los minutos y los segundos, los olores tan
conocidos de Yolanda. Eran los postes que sostenían su existencia, un andamiaje preciso,
desgraciado. Pero ese día el pensamiento de Ruiz se animaba a ir un poco más allá. Apenas un
poco más allá.
Encajó la bandera en su axila y la apretó bajo el antebrazo derecho mientras con esa misma mano
sostenía la bolsa de los papelitos. Caminaba despacio, con tiempo para mirar y escuchar, sin
apuro, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás, quizás desde siempre. Se detuvo frente a una
vidriera a mirar esa cara adusta de ojos penetrantes y pelo canoso que lo observaba mezclado
entre zapatillas, peines y frascos de perfume. Así era la cara de los próceres. Una cara de ésas no
anda por la calle. A su lado, quizás intrigado por la atención de Ruiz, un hombre parecía buscar
algo de interés en esa vidriera descolorida. El tipo tenía cara de oficinista o de mozo o de
ordenanza pero no de prócer. Ruiz se divirtió con la idea de que hubiera criadores de próceres
para evitar su extinción. Como los lobos marinos, eso que había leído en la Crónica. Algo así como
asociación pro conservación del lobo marino. Asociación por conservación del prócer.
El hombre se había alejado después de saludarlo con un cabezazo incómodo porque Ruiz lo
miraba con una sonrisa. A lo mejor el que imprimía esas láminas de Saavedra se parecía al tipo
ése. O a él mismo. Porque el tipo ése con pinta de infeliz se le parecía. O él al tipo: de pronto había
descubierto que la mayoría de las personas, las de la plaza, las de abajo, tienen la piel rosada
mezclada con un pomito de marrón. Un pomito Alba de ésos que se diluyen en los tachos para
pintar la cocina cuando Yolanda chantajeaba con no coser la bandera que ahora había que apretar
fuerte en el sobaco para que no se desarmara. Tres metros de largo con los colores azul y blanco
de Vélez. Allá en el cielo un águila. ¿Un águila? ¿Un águila qué? Heroica o guerrera. Los chicos no
tienen todavía disuelto el pomito marrón. Juan Carlitos no. Todavía no. Después viene lo marrón.
Cuando uno crece, cuando uno se mete en un ascensor, cuando a Yolanda le empiezan a crecer
los bigotes, cuando las placas del techo se arquean.
Ruiz seguía frente a la vidriera invaginado hacia sus pensamientos, sin darse cuenta de que la
dueña del negocio había descorrido un ángulo de la cortina para espiarlo, recelosa, incrédula de
que alguien pudiera interesarse en lo que exhibía. Pero Ruiz estaba ocupado en descubrir si ese
Saavedra también tenía marrón y sólo descubrió el marrón del que había impreso la lámina.
¿Cuántos años haría que trabajaba en esa imprenta? Trató de leer el nombre de la imprenta pero
su miopía se lo impidió. Quizás fuera simplemente el avance del marrón infiltrándose en sus ojos.
Un marrón mierda catalogó echando a caminar nuevamente. O marrón madera de cajón o de
puerta, en última instancia el ataúd también era una puerta. Marrón ascensor. Mañana le diría a
Martucci bromeando que había que pintar los ascensores de colorado. Colorado peligro. ¿De qué
había peligro? Peligro del marrón. Casi con un estremecimiento se dio cuenta de que su bufanda y
el pantalón eran marrones. También la tierra y el barro. De polvo eres y de polvo no sé qué. ¿Por
qué se llamaría polvo al garche? Quizás por lo marrón. Aunque había polvos luminosos, coloridos.
Pobre Yolanda, con ella nunca, siempre marrones. Antes marrón clarito, ahora marrón mierda.
Fuera Yolanda no quiero pensar en vos, después te arreglo el cable. Ningún club de fútbol tenía el
color marrón en su camiseta. Al menos no se acordaba. Ni San Lorenzo, ni River, ni Boca, ni
Racing, ni Independiente, ni Ferro, ninguno. De los clubes del interior no estaba seguro. Los de
Vélez eran limpios, chillones, porque Yolanda le lavaba siempre la bandera. Con mufa pero se la
lavaba. Otra vez esa tibieza. Le iba a decir hola vieja, cómo te va, voy a arreglar el enchufe. O lo
que vos quieras, a lo mejor ella hacía un chiste, era difícil pero a lo mejor, cuando quería la gorda
era chistosa, quizás iba a correrse hasta la ventana diciendo hoy va a llover o iba a hacerse la
desmayada, esperá que me siente. La pobre Yolanda. El pobre Ruiz. Fóbal, había que pensar en
fóbal, toma la pelota Tagliani se la pasa a Asad, él el pobre, los años y el ascensor, envía centro,
rechaza un defensor, ya no hay nada que defender, sólo la posibilidad de morirse, toma Fornari,
gambetea a Frassoldati, también a Gómez, no hay forma de evitar irse muriendo de a poco,
haciendo de cuenta como que no, como que todo está bien, es cuestión de no pensar, de pensar
en el fóbal, en que sigue avanzando, amaga tirar, pasa a Benito, Benito no porque está lesionado,
a Santillán, Santillán está frente al arquero, shotea y goooooolllll de Vélez, goooooollllll de Vélez.
Ojalá que ganaran esa tarde. Había que apurarse, ya no faltaba tanto.
El hombre con el bulto abajo del brazo y la extraña bolsa de polietileno en su mano miró otra vez
hacia arriba con el ceño fruncido confirmando que su pronóstico había sido correcto. Algo nublado
y frío. Ventoso. Los jugadores ya estarían llegando al estadio. A lo mejor. Caminó a mayor
velocidad empujando su cuerpo inhábil, pisando con las puntas de los pies hacia afuera, como si
marcaran las diez y diez. Había que diluir el marrón con el celeste y blanco de la camiseta y el
verde del pasto. Pero la multitud también era marrón. Un marco marrón. Un marco marrón para lo
que pasaba adentro. Curioso, en la cancha se daba al revés que en el Cabildo, los que miran
desde arriba son los que no, y los que se mueven abajo son los que sí. O los que más o menos.
Basta con los marrones, el balcón y toda esa bosta que se le había metido en la cabeza, la bosta
también es marrón. No, si va a ser rojo bermellón. Qué carajos tiene que ver que sea marrón.
Martucci tenía razón, usted Ruiz siempre el mismo boludo, y vos Martucci siempre el mismo
marrón. La gente a medida que vive, o que se va muriendo, porque uno se va muriendo desde que
nace, se va salpicando de marrón bosta. O lo van salpicando. A lo mejor lo salpican desde el
balcón del Cabildo. Esos tipos con los cuellos tan difíciles de pintar, con tantos firuletes. Fenoy,
Avanzi y Correa, ojalá que Fenoy jugara mejor que el domingo pasado. Carajo.
Ruiz, como siempre, se había ubicado en la periferia de la barra brava y buscaba a Orietti. Éste,
oscuro y trágico, lo saludó agitando una mano flácida.
—¿Trajo todo? —Ruiz asintió con la cabeza. Siempre se sentaban juntos. Ruiz ampuloso y Orietti
restringido, mientras transcurrían los partidos de tercera y reserva se preguntaban y se
contestaban sobre fóbal y Vélez. Sólo fóbal y Vélez. Jamás Ruiz supo nada de la vida de Orietti ni
éste se enteró de la existencia de Yolanda y de Juan Carlitos. Como un pacto mudo de mantener
aséptica la evocación de aquella delantera Sansone, Conde, Ferraro, Zubeldía y Mendiburu y su
acuerdo de que el wing izquierdo había sido el más patadura aunque pocos, quizás nadie, lo
igualaran en su maestría para los tiros libres. "Un genio", afirmaba uno u otro. Enseguida Ruiz
insistía en la lentitud de Ferraro ante el seguro meneo de Orietti quien a lo mejor se limitaba a eso,
quizás limpiando los anteojos, como si estuviera sopesando el esfuerzo de explicar algo tan obvio,
que Ferraro parecía lento físicamente pero que era muy veloz mentalmente. "Mucha repentiza-
ción", susurraba con la cabeza gacha como si le hablara al escalón o a algún vasito arrugado, y
agregaba un ademán displicente.
No se ponían de acuerdo en Ferraro y tampoco en Zubeldía. Con una sonrisa Ruiz festejaba
aquella vez en que había sido testigo del gargajo en el ojo del arquero de Boca, Mussimessi creía.
Orietti no, a Orietti no le gustaba ese fóbal, tipos como Zubeldía habían arruinado el fóbal.
—Porque usted estará de acuerdo que el fóbal de ahora no tiene nada que hacer con el de antes
—y lo miraba a Ruiz desde el fondo de los vidrios de aumento, sin pestañear, alerta, como si de
esa respuesta dependiera su amistad.
Pero Ruiz, infalible y sinceramente le daba la razón y entonces la charla podía deslizarse hacia
algún jugador de los treinta a quien rescataban como el mejor fulbá de la ve azulada. La ve
azulada, porque habían deglutido prolijamente la terminología de la radio y de las revistas,
metabolizando las palabras a su antojo, adjudicándoles un lugar en el código propio que había sido
edificado domingo tras domingo. Un código en el que los silencios o las inflexiones solían tener
más significados que las frases. O en el que alguna contraseña, como "cuando lo de la Bombone-
ra" o "el domingo en que usted tuvo aquel ataque de vesícula" bastaba para evocar y no repetir
opciones ya decididas o dudas ya resueltas o argumentos ya desarrollados.
Charlaban muy juntos, casi en secreto, convidándose un Particulares de vez en cuando y llamando
al cafetero para después dividir por dos lo pagado sin que sobrara o faltara ninguna moneda, o se
arremangaban los pantalones de manera que el sol pudiera desparramarse sobre alguna lonja de
sus pieles pálidas. Así construían y protegían ese escenario minúsculo en el que sus opiniones
eran increíbles y generosamenre escuchadas, rebatidas, incorporadas, desmenuzadas, festejadas.
Una burbuja dentro de la que, increíble y generosamente, podían sentirse valiosos.
—Los de Chaca están jodidos hoy... —había dicho Orietti mirando hacia la otra tribuna por debajo
de sus anteojos con un aspecto solemne de husmear alzando la nariz, una actitud que se volvía
disparatada porque a su lado los de la barra brava de Vélez saltaban y cantaban y porque Ruiz ya
se les había unido desplegando la bandera, su bandera, a la que enseguida se aferraron otras
manos también para sacudirla y agitarla mientras Ruiz, el dueño de la bandera, sentía crecer,
como si rezumaran de su columna vertebral, esas cosquillas o vibraciones que le agarrotaban el
cuerpo tensándolo como la cuerda de una guitarra. Alzaba la cabeza para aullar tan fuerte como
los de la barra, aunque fueran más jóvenes y menos marrones, y más fuerte que los de Chaca,
también animado por el contraste con esa prudencia de Orietti que sólo se permitía sonreír
desteñidamente y tirarle de la manga de vez en cuando para comentar algo innecesario. Mientras
la bandera que Yolanda había cosido con puntadas rabiosas o resignadas y que Ruiz guardaba
encima del ropero como si alguna arruga pudiera provocar una hecatombe, "ojalá a mí me trataras
como a la bandera" había murmurado la mujer alguna vez, esa misma bandera se contorsionaba
como el culo de la más famosa de las bataclanas, aunque pareciera increíble porque era su
bandera, la del negro Ruiz, la de quien en otros lugares no era nadie y en cambio allí todos los
domingos y algunos feriados era el dueño de esa bandera refulgente, idolatrada, esplendorosa,
que estallaba y se contraía para volver a estallar otra vez en blanco y celeste, como catapultando
sus colores hacia el cielo.
Y aún no había llegado el momento de la bolsa. Todos los domingos Orietti mantenía la vista
clavada en la boca del túnel, expectante, acelerando cada pestañeo, los dos respirando finito, y
cuando aparecía la cabeza del capitán de la ve azulada Orietti latigaba un "ya" filoso para que Ruiz
alzara la bolsa y la sacudiera con todas sus fuerzas dando libertad a una nube de papelitos, miles y
miles de ellos, millones, infinitos, que se desparramaban como un puñado de polvo en cámara
lenta, dóciles al viento, remontando vuelo y juntándose con los de otras bolsas y otros ruices, y
después de flotar y hamacarse empañando la visual de las otras tribunas, haciendo centellear
reflejos de sol y salpicando cabezas y espaldas finalmente aterrizaran con pereza sobre el pasto.
La euforia inquietaba a Ruiz, lo hacía reír con fuerza, despilfarrando movimientos, contento,
muchos de esos papeles eran suyos, él los había cortado desde temprano, eran pedacitos de los
diarios que había apilado junto al horno, varios le palmearon la espalda, felicitándolo, repetían
"estuvo bárbaro, che, muy bueno" y también era lindo ese brillo en los ojos de Orietti, ese orgullo
de ser su amigo.
Hubo otras cosas lindas ese día, gritar el gol de Asad como sólo se grita en esa selva imaginaria
de cada infancia o en el límite entre el dolor y la muerte, sintiendo las venas del cuello hinchadas
de vida (tan pocas alegrías para gritar, y además, prohibido gritar, sólo a algunos les está permitido
gritar "prohibido"), insultar al referí porque anuló el cabezazo de Fornari (tantos insultos ahogados,
tanto poner el lomo a las arbitrariedades, como si el coraje residiera en aguantar, no en rebelarse),
abrazarse a desconocidos y besarlos y volverlos a abrazar porque Giachello erró el penal (si
hubiera podido hacer lo mismo con sus vivos y sus muertos, saldar tantos afectos adeudados,
tantos diálogos dolorosos quistificados en malentendidos, besar y abrazar a los otros hasta
conseguir besarse y abrazarse consigo mismo), hacer gestos obscenos hacia la tribuna contraria
abriendo y cerrando los brazos en una vagina monumental, hasta casi dislocárselos (si hubiera
podido, osado, sabido, faltarle el respeto a lo respetable y desear una y mil veces,
incansablemente, deseo lubricado en sangre, lágrimas y semen, lo indeseable), todos juntos
cantar, saltar, gritar, todos juntos (si hubiera sido, carajo, igual en el laburo, en los trenes, en la
vida, pudiendo así masacrar, hacer pomada la certeza conocida pero casi nunca reconocida de
tener que arreglársela siempre solo, despiadadamente solo, los otros, como obstáculos o como
espectadores indiferentes, que todo lo propio, lo poco propio, se tuviera que construir a expensas
de los demás. Que hubiera gente en los balcones gracias a que otros se amasijaban en la plaza, y
también gracias a que otros construyeron el balcón. O esa baldosa que ni siquiera aparecía en la
lámina de Billiken).
Sí, era lindo ir al fóbal. Mucho más en un día feriado. Mayo veinticinco. Habían izado la bandera, la
enseña que Belgrano nos legó, alta en el cielo, los calzones de mi abuela son de acero. Ahora no
había próceres, ahora los soldados estaban para soplar cornetas o golpear en sus tambores
mientras la azul y blanca iba subiendo espasmódicamente porque el cable se enredaba. Hacía
mucho que el mecanismo fallaba pero los de Vélez no lo habían arreglado. A Ruiz se le ocurrió que
Panzeri podría protestar contra los inicuos cuidadores del estadio don Pepe Amalfitani. Inicuo e
inefable. Andá a cagar, Panzeri. El flaco del bombo y el paraguas pintado aprovechó la
muchedumbre silenciosa para gritar una guarangada, y muchos se rieron. Hasta en la tribuna de
Chaca se rieron. A Ruiz no le pareció bien. A Orietti se veía que tampoco porque lo miraba al flaco
con los labios apretados y acomodándose los anteojos como cuando sacaba alguna conclusión, el
mismo gesto de un rato después al repetir "los de Chaca están jodidos" ahora limpiando los
anteojos con un pañuelo arrugado. Orietti tenía la particularidad de registrar y estar siempre
pendiente de lo periférico, de aquello que enmarcaba los sucesos. Era de esas personas que en el
teatro están atentas a la linterna del acomodador o a los pliegues del telón. Era cierto que los otros
estaban bravos, indignados por un evidente penal no cobrado y azuzados por esa bandera de
Chacarita que los de Vélez enarbolaban desafiantes refregándoles el trofeo conquistado en la
primera rueda.
Pero el fóbal es así, no era para tipos como Orietti que decían "me voy" cuando faltaban cinco
minutos para terminar y Ruiz sacudía su pañuelo entre tantos otros, como una bandada de
palomas iba a decir El Gráfico. Palomas felices, eufóricas, que anticipaban la cargada para el
ascensor, para Juan Carlitos, que a veces decía que era de River aunque el fóbal no le interesaba,
ya no, y River había perdido en su cancha, y la bandera, la suya, la suya, sacudida con fervor
porque le ganaban a Chaca y "chau, Orietti, adiós", un cagón este Orietti, siempre el mismo,
mentira que tenía que volver temprano, lo que pasaba era que no podía gritar ni saltar, parecía una
fruta seca con esos anteojos y esa piel tan blanca, en cambio él sí, él todavía saltaba y gritaba,
todavía estaba vivo, y lo abrazaban y lo palmeaban y era suya la bandera que muchos alzaban y
mostraban, no era la más larga, seguro que tampoco la mejor hecha, Yolanda la había cosido con
bronca, pero igual era linda, de la tribuna de enfrente se la debía ver linda, algún día Ruiz cruzaría
del otro lado a mirada.
Después el partido terminó, chau, hasta el domingo, buena suerte, chau, Ruiz dejándose llevar por
la multitud que al final de la escalera de cemento, vadeando charcos de pis, lo parió a su vida de
siempre.
Suspiró volviendo a sentir ese cansancio laxo que lo hacía caminar con un paso blando. El sol
estaba a punto de esconderse detrás de las nubes que encapotaban el cielo y el viento le provocó
un escalofrío. Se echó la bandera sobre los hombros para abrigarse. Otra vez estaba solo aunque
otras personas caminaban a su lado, algunos demorando el regreso como él, otros apurándose
hacia las colas de los colectivos. Un auto pasó rozándolo, el motor rugiendo para abrirse paso,
prepotente, y contuvo la puteada porque supo que le iba a salir marrón. Ya no era como en la
tribuna. Otra vez el pomito se había disuelto en su mente y en su cuerpo. Lindo gol el de Santillán,
Avanzi se la pasa a Santillán, éste a Fornari, nuevamente a Santillán que elude a no sé quién, va a
shotear, no, amaga, ahora sí, patea y goooollll, goooooollll.
Supo que algo iba a suceder en el mismo instante en que sucedía. Quizás una fracción de segundo
antes. Se lo confirmó el tipo que caminaba delante de él al darse vuelta y pegar un saltito y
susurrar en un grito estrangulado por el terror:
Ruiz giró su cabeza para descubrir treinta o cuarenta siluetas borrosas que habían surgido de una
bocacalle gritando amenazas y puteadas roncas, con palos en sus manos, ¿eran palos?, palos y
botellas y fierros y cadenas, Ruiz corría, todos corrían, había que escapar, los de Chaca atacaban,
eran jóvenes y los jóvenes corren mejor que los ascensoristas de más de cuarenta, la panza
pesaba y las piernas no tenían fuerza, Orietti hijo de puta, el anteojudo de mierda había tenido
razón, ojo con los de Chaca que están jodidos, había que escapar, no muestren la bandera,
muchachos, no los provoquen, eso debería haber dicho alguien pero nadie lo dijo porque eso era
de marica y en la barra brava nadie es marica, nadie aunque ahora hubiera que correr con el pavor
arrancando gemidos y ensanchando los ojos. .
Al de la bandera, eso no se grita, muchachos, porque él era el de la bandera, había que rajar, pero
los gritos sonaban mucho más cerca, correr, palos cadenas botellas, ¿hacia dónde?, todos los
negocios cerrados culpa de los turros de mayo, las casas con las puertas cerradas, correr, mamá,
los vecinos de Liniers ya estaban acostumbrados, cuando había lío cerraban la puerta y chau, que
esos negros de mierda se arreglen entre ellos, socorro, corren rápido los de Chaca, son bravos,
mamá, tienen cadenas y fierros, quieren la bandera, ojo por ojo y diente por diente, si tiraba la
bandera a lo mejor lo dejaban tranquilo, seguro, pero Ruiz corría sin soltar la bandera, agarrándola
más fuerte, apretándola, la bandera no, mamá, mamá, mamá, tenía miedo, se tiraba pedos por el
miedo y el esfuerzo pera la bandera no, él no era un gallina, la bandera flameaba a sus espaldas,
como una capa, como una capa, si hubiera podido volar como Superman, Superman era viejo,
como Astroboy, como en las revistas de Juan Carlitos, pero no, él era Ruiz, un ascensorista con
panza, una panza que no lo dejaba correr rápido, con várices en esas piernas que lo movían más
despacio que los de Chaca que ya estaban atrás, tanto tiempo parado, mamá, que ya estiraban la
mano para agarrarlo, mamá, por favor mamá, que ya alzaban el palo para pegarle.
De pronto, en el mismo instante en que su mente se expandía hacia el infinito, pulverizando rostros
y recuerdos, proyectos y sensaciones, varones, palabras y números, lágrimas y espasmos, nubes
grises y ojos asesinos, Ruiz giraba envuelto en la bandera y gritando hacia el cielo.
—Viva Ve...
Pero su voz se quebró con la patada, la primera, que lo alcanzó en el medio del abdomen, como si
su ombligo hubiera sido el blanco, doblándolo como un muñeco y ofreciendo su nuca al cadenazo
que ya surcaba el aire con un zumbido casi musical. Al Iado del poste de alumbrado en el que
alguien, festejando la gloriosa gesta de Mayo, alguien, un empleado municipal seguramente, había
fijado una escarapela de lata que chirriaba hamacándose en el viento.
Gallardo Pérez, referí (*)
Osvaldo Soriano
Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de veinte años, en la Patagonia, el referí era el verdadero
protagonista del partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río
Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la damajuana, porque ni el
referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de suicidas.
Había, en aquel tiempo, un club invencible en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no tenía más
de trescientos o cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las dunas, con una calle central de
cien metros y, más allá, los ranchos de adobe, como en el far-west. A orillas del río Limay estaba la
cancha, rodeada por un alambre tejido y una tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las
"preferenciales", las de los comerciantes, los funcionarios y los curas. Los otros veían el partido
subidos a los techos de los Ford A o a las cajas de los camiones de la empresa que estaba
construyendo la represa.
Todos nosotros estábamos bajo el influjo del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero
nadie lo había visto jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo
conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los partidos. Y también
por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso, pero traían la foto de Pelé, el dibujo de
cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.
Confluencia nunca había llegado más arriba del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al
campeón. Muy de vez en cuando, pero le dábamos un susto.
Ese día teníamos que jugar en la cancha de Barda del Medio y nunca nadie había ganado allí. Los
equipos "grandes" descontaban de sus expectativas los dos puntos del partido que les tocaba jugar
en ese lugar infernal. Los muchachos de Barda del Medio, parientes de indios y chilenos
clandestinos, eran tan malos como nosotros suponíamos que eran los holandeses o los suecos.
Eso sí, pegaban como si estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada
como visitantes, era impensable perder en su propia casa.
El año anterior les habíamos ganado en nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por
dos a cero con un penal y piadoso gol en contra de Gómez nuestro marcador lateral derecho. Es
que nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas terribles sobre la
suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol en su reducto.
Entonces, todos los equipos que iban a jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a
sus mejores jugadores y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total,
el partido estaba perdido de antemano.
El referí llegaba temprano, almorzaba gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba
un penal antes de que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después
iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado en goleada, se
quedaba para el baile.
Ese día inolvidable, nosotros salimos temprano y llevamos un equipo que nos había costado
mucho armar porque nadie quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo era muy joven y recién
debutaba en primera y quería ganarme el puesto de centro delantero con olfato para el gol. Los
otros eran muchachos resignados que iban para quedarse en el baile y buscar una aventura con
las pibas de las chacras.
Después del masaje con aceite verde, cuando ya estábamos vestidos con las desteñidas
camisetas celestes, el referí Gallardo Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a
confirmar que todo estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el
equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo que decía con lo
quería decir.
Le dijimos -y éramos sinceros- que todo estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos
arruinaran las piernas. Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio
Giovanelli, un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.
Ni bien saludamos al público que nos abucheaba, el defensa Giovanelli se me acercó y me dijo:
"Guarda, pibe, no te hagas el piola porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos y allí
estaban, pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez habían dejado colgado a
algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y lo traté de "señor". Giovanelli, que tenía un
párpado caído surcado por una cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma
advertencia a los otros delanteros.
La primera media hora de juego fue más o menos tranquila. Empezaron a dominarnos pero tiraban
desde lejos y nuestro arquero, el Cacho Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido
demasiado escandaloso y nos habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un tiro en
un poste y el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que ellos vinieran a hacer su gol de
cabeza.
Pero ese día, por desgracia, estaban sin puntería y sin suerte. Todos hicimos lo posible para meter
la pelota en nuestro arco, pero no había caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área,
ellos la tiraban afuera. Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a las nubes o a las manos
del arquero.
Al fin, harto de esperar y cada vez más nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y
les dio dos penales. El primero salió por encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese
día, como dijo en voz alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris.
El problema parecía insoluble y la tribuna estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que
jugábamos sucio. Al promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes.
El escándalo se precipitó a cinco o seis minutos del final. El Flaco Ramallo, cansado de que lo
trataran de maricón, rechazó una pelota muy alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía
arrastrando los talones. Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió la pelota y se cayó.
La tribuna se quedó en silencio, un vacío que me calaba los huesos mientras me llevaba la pelota
para el arco de ellos, solo como un fraile español.
El arquerito de Barda del Medio no entendía nada. No sólo no podían hacer un gol sino que,
además, se le venía encima un tipo que se perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de
tiro. Entonces salió a taparme a la desesperada, consciente de que si no me paraba no habría
noche de baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme compañía en el árbol de fama siniestra.
Él hizo lo que pudo y yo lo que no debía. Era alto, narigón, de pelo duro, y tenía una camiseta
amarilla que la madre le había lavado la noche anterior. Me amagó con la cintura, abrió los brazos
y se infló como un erizo para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la insensatez de la
adolescencia, que tenía las piernas arqueadas como bananas y me olvidé de Giovanelli y de
Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.
Le amagué una gambeta y toqué la pelota de zurda, cortita y suave, con el empeine del botín,
como para que pasara por ese paréntesis que se le abría abajo de las rodillas. El narigón se
ilusionó con el driblin y se tiró de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor y el baile de
Barda del Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como una gota de agua que se escurre
entre los dedos.
Antes de ir a recibirla a su espalda le vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado
de los patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a festejar.
Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis compañeros vino a
felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de rodillas, mirando al cielo, como hacía
Pelé en las fotos de El Gráfico.
No sé si el referí Gallardo Pérez alcanzó a convalidar el gol porque era tanta la gente que invadía
la cancha y empezaba a pegarnos, que todo se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron en la
cabeza con la valija del masajista, que era de madera, y cuando se abrió todos los frascos se
desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para machucarnos la cabeza.
Los cinco o seis policías del destacamento de Barda del Medio llegaron como a la media hora,
cuando ya teníamos los huesos molidos y Gallardo Pérez estaba en calzoncillos envuelto en la red
que habían arrancado de uno de los arcos.
Mientras anochecía tuvimos que arrancar el pasto con las manos, casi desnudos, mientras los
indignados vecinos de Barda del Medio nos espiaban por encima de la cerca y nos tiraban más
piedras y hasta alguna botella vacía.
No recuerdo si nos dieron algo de comer, pero nos metieron a todos amontonados en dos
calabozos y al referí Gallardo Pérez, que parecía un pollo deshuesado, hubo que atenderlo por
hematomas, calambres y un ataque de asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa
cancha con otra, ese partido con otro, ese gol con el que le había costado los dos dientes de
arriba.
Al amanecer, cuando nos deportaron en un ómnibus destartalado y sin vidrios, bajo la lluvia de
cascotes, nuestro arquero, el Cacho Osorio, se acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho
un gol así. "Se comió el amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un rato agachado, moviendo los
brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese gol.
-No se cruce más en mi vida -me dijo, y la saliva le asomaba entre las comisuras de los labios-. Si
lo vuelvo a encontrar en una cancha lo voy a arruinar, se lo aseguro.
-¿Cobró el gol? -le pregunté. -¡Claro que lo cobré! -dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse-
¿Por quién me toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo
derecho.
-Gracias -le dije y le tendí la mano. No me hizo caso y se señaló los dientes que le faltaban.
-¿Ve? -me dijo-. Esto fue un gol de Sívori de orsai. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A
Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.
El fútbol es tema de varios textos literarios. Aquí una lista de algunos de ellos:
La Barrera
Cuento de Roberto Fontanarrosa
Un paso más atrás. Dos más atrás. Tres. Ahí está bien. Ya está la barrera
formada. Una baldosa más acá. Un momento. Ante todo, sacar las cosas del
arco. Hay botellas debajo de la pileta. Ya la otra vez cagó una. Y dos sifones.
El blindado no es nada, pero el otro puede reventar, y los sifones revientan y
los pedacitos de vidrio saltan y se meten en los ojos de uno. Bien juntas las
macetas de la barrera. El arquero muy nervioso. Miguel Tornino frente al balón.
Atención. El rubio Miguel Tornino frente al balón. Una mano en la cintura. La
otra también. La mano sacándose el pelo de la frente. La transpiración de la
frente. De los ojos. Hay silencio en el estadio. Es la siesta. Hasta el Negro se
ha quedado quieto. Resignado a ser simple espectador de ese tiro libre de
carácter directo que ya tiene como seguro ejecutor a Miguel Tornino, que
estudia con los ojos entrecerrados el ángulo de tiro, el hueco que le deja la
barrera, la luz que atisba entre la pierna derecha del recio mediovolante de la
visita y la pata de portland de la maceta grandota del culantrillo. Un solo grito
en el estadio: Miguel, Miguel. El público de pie ante ésta, la última oportunidad
del Racing Club cuando sólo faltan dos minutos para que finalice el match.
Habrá que apurarse antes de que vuelva a adelantarse la barrera o el Negro
insista en morder la pelota y hacerla cagar como el otro día que la pinchó el
muy boludo. Sonó el silbato. Habrá que pegarle de chanfle interno. La cara
interna del pie diestro de Miguel Tornino, el pibe de las inferiores debutante hoy
le dará al balón casi de costado, tal vez de abajo, con no mucha fuerza pero sí
con satánica precisión para que ese fulbo describa una rara comba sobre la
cabeza de los asombrados defensores, sobre el despeinado pirincho del
helecho de la segunda maceta y se cuele entre el travesaño, el poste, el
postrer manotazo de la lata de aceite Cocinero que se ha lucido hasta el
momento. ¡Tiró Tornino...! y... se hizo mimbre en el aire el arquero ante el
latigazo insólito de curva inesperada y con la punta de los dos dedos allá voló
la lata a la mierda, carajo que ladra el Negro, sí mamá... sí la guardo... está
bien... pero mirá vos cómo la viene a sacar este Guacho.
Las mujeres también han dejado su impronta en la literatura del fútbol. “La música de los
domingos” de Liliana Heker. “Milagro en Parque Chas” de Inés Fernández Moreno y “El
mundo es de los inocentes” de Luisa Valenzuela nos muestran la percepción femenina
Julio Llamazares regresa a un género al que aporta su particular mirada en doce relatos y una
fábula. Tanta pasión para nada.
Esta recopilación de cuentos comprende la mayoría de los que he escrito desde hace años. En una
época como esta en la que los escaparates de la librerías están llenos de libros de autoayuda y de
novelas de entretenimiento, el título quizá sorprenda, pero hace honor a su contenido. Y a mi
tradición nihilista: En mitad de ninguna parte, En Babia, El río del olvido, Nadie escucha…
Un jugador de fútbol que se enfrenta al momento más decisivo de su carrera, un viejo napolitano
que reencuentra al amor de su juventud antes de morir, un pobre hombre que quiere parar el
mundo, un conductor que desaparece, una mujer que desvela el gran secreto de su existencia
cuando ya es tarde… Los protagonistas de estos relatos son muy distintos, pero todos comparten
la misma extraña condena: descubrir que la vida es una pasión inútil.
Una pasión de la que forma parte el arte de escribir y de contar, que va unido al de leer y al de
pensar, y que nos permite seguir viendo pese a que conozcamos su inutilidad.
Doce cuentos y una pequeña fábula de apenas siete líneas nos trae Julio Llamazares en su
nueva obra, de título sugerente para el lector. Tanta pasión para nada reúne los relatos que
el autor leonés ha escrito durante los últimos quince años. El título proviene de la última
frase del primer relato, El penalti de Djukic, que cuenta la historia de aquel famoso penalti
marrado por el defensa del Deportivo de la Coruña que le hizo perder una liga.
La frase resume buena parte de lo que hacemos en la vida. Muchas veces ponemos todos
nuestros esfuerzos en algo que sabemos que es prácticamente imposible o que no nos lleva
a ninguna parte. Y para ello nos esforzamos con todo nuestro empeño y derrochamos toda
nuestra pasión… para nada.
Julio Llamazares nos muestra en sus páginas a una serie de personajes muy peculiares, que
van descubriendo que la vida muchas veces es un absurdo que no tiene remedio. Desde el
viejo que, sabiendo que va a morir, huye en busca de su amor de juventud al hombre que en
plena Nochebuena deambula perdido sin saber qué hacer, un conductor que se droga con
largos espacios de conducción… El propio autor habla de sus personajes en una entrevista
como “náufragos que luchan con todas sus fuerzas hasta el final y que les lleva la
corriente, un tren o la propia vida sabiendo que tienen la batalla perdida desde el
principio".
Hay una historia entre las doce que emociona y que, por si sola, merecería la pena la lectura
del resto. Se trata de una mujer que, en el ocaso de su vida, llega a saber por casualidad
quién fue un misterioso personaje que acudió y le ayudó casi medio siglo antes en un
asunto importante. El recuerdo le hará emocionarse y desvelar la que quizás fue la historia
más bonita y el momento más importante de su vida.
Los cuentos del leonés muestran pequeñas partes de la vida de las personas, la mayoría de
nuestro país, y en muchos de ellos la mala relación –según el autor- que tienen con el
pasado y la memoria. El autor dedica esta obra a su paisano, Antonio Pereira, recientemente
fallecido y al que dedica un prólogo en el que habla de él como uno de los grandes autores
de cuentos de nuestra literatura.
Libros sobre fútbol. Salvajes y sentimentales (Aguilar), Javier Marías. San Isidro Fútbol
(Puzzle), Pino Caccuci. Futbolia: filosofía para la hinchada (Kailas), J. Machado y M.
Valera García. El mundo en un balón (Debate), F. Foer. El miedo escénico (Aguilar), J.
Valdano. Goool! (Texto), Robert Rigby. Los ángeles blancos. El Real Madrid y el nuevo
fútbol (Seix Barral), John Carlin. El delantero centro fue asesinado al atardecer (Planeta),
Vázquez Montalbán. Barça: la pasión de un pueblo (Anagrama), Jimmy Burns.
El País
En el prólogo a Salvajes y sentimentales, Paul
Ingendaay opina con acierto que Javier Marías ha
escrito el más personal de sus libros. No podía ser
de otro modo para alguien que ve el fútbol como
"la recuperación semanal de la infancia". Salvajes
y sentimentales reúne 40 momentos de militancia
futbolística en los que no priva otra objetividad
que la pasión. En esta vibrante bitácora, los
diagramas tácticos de los entrenadores resultarían
tan absurdos como un plano para anudarse la
corbata. Marías no pretende analizar una actividad
que mucho tiene de milagro: "Mientras veía el
partido no era capaz de ecuanimidad alguna". Si
los técnicos de vocación retórica (Menotti, Helenio
Herrera) sueltan abstractos filosofemas sobre los
modos de patear balones, los escritores curtidos
en las canchas y en las tribunas ven el fútbol como
una lección de vida cotidiana. De acuerdo con Bioy
Casares, la mejor forma de adquirir un temple
ante la adversidad es ser hincha de un club
perdedor. Cada equipo conlleva un destino: los
masoquistas de látigo afilado escogen escuadras
que en los malos días sólo pierden 7 a 0 y los que
desean domingos fáciles apoyan oncenas de
rutinario poderío. Forofo del Real Madrid, Marías
registra sus días de corazón tan blanco y la
peculiar noción de triunfo de una tribu que ha
hecho de la victoria una sufrida obligación. Aunque
también se ocupa de dos mundiales y del
Numancia, equipo entrañable, semiperdido en el
silencio y el frío de Soria, Salvajes y sentimentales
pone énfasis en el temple madridista y la terrible y
apasionada condena de ganar siempre y, de
preferencias, contra el demonio vestido de
blaugrana. La pieza maestra de este prontuario del
fervor futbolístico, El equipo más dramático, rinde
homenaje al archivillano que nutre la furia
merengue: "Para el aficionado español al fútbol,
nada hay comparable a ver saltar a los dos
equipos, siempre con sus primeros uniformes, a
Chamartín o al Camp Nou; y en cuanto el balón se
pone en juego, tenerle pavor al otro cada vez que
avanza, y sentir a los contrarios peligrosos y
malvados, y disfrutar también con ese miedo, con
la amenaza de la humillación y el desastre, tanto
como con la promesa de triunfos inolvidables. Qué
sería de nosotros sin ese castigo y ese premio
posibles, sin esa horrible incertidumbre. Así pues,
y lo digo de veras porque lo digo con puerilidad y
egoísmo: larga, larga, larga vida al Barça". ¡Pocas
cosas tan difíciles como merecer un enemigo
emocionante y duradero! En su vertiente de
cronista, Marías escribe las frases cadenciosas que
componen el tejido musical de sus novelas, pero
de protno inventa una pausa, amaga un lance, da
con una salida imprevista. Aunque por azar
también lo sea en la vida, desde el punto de vista
futbolístico es definitivamente zurdo. Su estilo es
el de esos jugadores que corren en el último
rincón del campo, los hombres salidos del espejo
que lanzan tiros al revés que muchas veces son
goles. El sistema de consonancias del novelista de
Todas las almas cede un poco a la improvisación y
al gusto por el vértigo de los desaforados que
hacen equilibrio en la línea de cal. En este juego
no valen los obreros zurdos; a los virtuosos del pie
izquierdo se les exige el pase inopinado, la
centella rápida y torcida. Fiel a este código, Marías
desdeña las jugadas fáciles y sólo acepta las
difíciles; adormece el balón, cuida la frase, y
cuando encuentra el hueco, suelta el epigrama
sorpresivo: "El Madrid hace tiempo que no es un
El equipo de Javier Marías
El novelista Javier Marías ha hecho una alineación futbolística con los escritores del siglo
XX, según sus cualidades literarias. Marías recopiló sus textos sobre fútbol en Salvajes y
sentimentales (Aguilar).
Portería. Dos que jugaron en su vida en esa posición: Vladímir Nabokov y Albert Camus.
Defensas. Lateral derecho Henry James por ser de largo recorrido. En el centro Dashiel
Hammet que parecía un tipo duro. Y defensa izquierdo Malcolm Lowry que al ser bebedor
sería uno de esos defensas duros que no dejan pasar a nadie.
Lateral izquierdo. Valle-Inclán, un autor muy vivo con malas pulgas a ratos.
Centro del campo. Tres de largo recorrido: Como trabajador Thomas Mann; como 10 y
cerebro del equipo y mente clara y organizadora del juego Marcel Proust; y W. Faulkner
que tiene mucho aliento.
Delantera. Jugaríamos con extremos: extremo derecho como siete Joseph Conrad, capaz en
pocos metros de crear gran desconcierto y admiración; delantero centro Thomas Bernhard
porque era muy agresivo; y con el 11, extremo izquierdo, uno de esos jugadores finos y
creativos como Lampedusa.
Cuando recogió el balón, Djukic se acordó de lo que su mujer le había dicho aquella
tarde; parecía como si se lo hubiese profetizado. Si acaso, le había dicho Ceca, no se te
ocurra tirar un penalty.
Como cada domingo, Ceca estaba más preocupada que él. A decir verdad, él nunca se
ponía nervioso, al menos no especialmente (sobre todo si se comparaba con algunos
compañeros); era ella la que se ponía nerviosa por él, a veces desde varios días antes. Pero,
aquel día, su equipo, el Deportivo de La Coruña, en el que jugaba por tercer año
consecutivo tras su marcha del fútbol yugoslavo, se enfrentaba al partido más importante de
toda su historia: se jugaba a una carta la Liga que durante toda la temporada había tenido en
la mano. Hasta seis puntos habían llegado a sacarle de ventaja al Barcelona, su perseguidor
más inmediato, ventaja que habían ido perdiendo, sin embargo, en los últimos partidos, sin
duda por la presión, hasta el extremo de llegar a la última jornada igualados a puntos al
frente de la tabla; aunque al Depor le bastaba con ganar: a igualdad de puntos, le daría el
título –el primero de su historia– su mejor gol average particular. Por eso, aquella semana,
los jugadores del Deportivo, Djukic incluido, la habían vivido en medio de una gran tensión
y, por eso, aquella tarde, cuando su mujer le llamó, como todos los días de partido, al hotel
de concentración para desearle suerte, le dijo muy preocupada: si acaso, no se te ocurra tirar
un penalty.
Cuando Ceca se lo dijo, Djukic –lo recordaba ahora– se había echado a reír. Le había
hecho tanta gracia la cariñosa advertencia de Ceca, siempre tan temerosa, siempre tan
preocupada por él, que se había echado a reír como hacía cuando su madre le decía de
pequeño, allá, en Stitar (¡qué lejos estaba ahora!), que no tirase muy fuerte no fuese a
hacerle daño al portero. Cuando Ceca le dijo lo del penalty, él ni siquiera había pensado en
aquella posibilidad y, además, Djukic sabía que, en el caso de que se produjera (cosa
bastante improbable teniendo en cuenta las circunstancias de aquel partido), el encargado
de tirarlo era Donato. El sólo tendría que hacerlo en el supuesto también bastante
improbable de que Donato no estuviese en condiciones o en el campo (hasta el partido
anterior, cuando Bebeto falló su segunda pena máxima en un mes, incluso habría sido el
tercero, después de los dos brasileños, en el orden de los lanzadores).
Fue lo primero en lo que pensó cuando, a falta de un minuto para el final del partido y
con el marcador a cero, el árbitro pitó penalty. Hacía dos minutos que en Barcelona había
acabado el partido (con victoria del Barcelona) y, en ese instante, éste era el campeón de
Liga. En Riazor, entre tanto, el partido había ido transcurriendo sin que el Coruña, hecho un
manojo de nervios, fuese capaz de batir la portería de un Valencia que, por lo que se
entregaban y corrían sus jugadores, que no se jugaban nada en aquel partido, estaba claro
que había venido primado, y los presentimientos peores de las vísperas estaban a punto de
consumarse. Lo que los más pesimistas habían augurado: que el Deportivo no tenía
mentalidad de campeón, que al final le podría la presión, que La Coruña y toda Galicia
sufrirían la peor decepción de su historia deportiva, etcétera, se estaba cumpliendo. El
Barcelona era ya el campeón de Liga. Quedaba sólo un minuto –más lo que añadiese el
árbitro– para que se produjese el milagro.
Y se produjo. Llegó el milagro cuando ya nadie en el campo ni en las gradas lo
esperaba; en el campo, porque los jugadores del Deportivo, aunque seguían intentándolo,
ya apenas tenían fuerzas para correr (alguno, incluso, como Bebeto, renqueaba por el
césped con calambres en las piernas) y, en las gradas, porque los aficionados, al principio
tan bulliciosos, tan convencidos de la victoria, habían enmudecido, aunque siguieran en sus
asientos contemplando impotentes la tragedia que se cernía sobre su estadio. Pero, de
repente, un delantero deportivista, quizá Fran, quizá Bebeto (con la tensión del momento y
desde su posición en el campo, Djukic ni siquiera pudo ver quién había sido), se internó
decidido en el área del Valencia, regateó a un defensor, el defensa le zancadilleó y, ante el
asombro de todos los que seguían el partido con el corazón en un puño desde todos los
puntos de España y de Yugoslavia (los de Yugoslavia por culpa de él), el árbitro pitó
penalty.
El campo se vino abajo. Los graderíos de Riazor, hasta ese momento mudos, estallaron
en un griterío como Djukic no había oído nunca antes; y eso que en Yugoslavia los
aficionados al fútbol también gritaban lo suyo. A lo lejos, en el área del Valencia, los
jugadores valencianistas rodeaban al árbitro protestándole el penalty –que, por cierto, había
sido muy claro–, pero Djukic sólo oía el inmenso griterío que recorría el estadio. Penalty.
Era verdad. El árbitro lo había pitado. Algunos jugadores del Deportivo se llevaban las
manos a la cabeza sin acabar de creérselo. Otros, como Liaño, el portero, se santiguaban.
Aunque parecía imposible, el milagro se había consumado.
Mejor dicho: se podía consumar. El árbitro había pitado penalty, pero el penalty aún
había que meterlo. ¡Y a ver quién era el guapo que lo tiraba en aquellas circunstancias! Fue
justo en ese momento, cuando calibró aquel trance, cuando Djukic se dio cuenta de que
Donato no estaba ya en el campo. Hacía quince minutos que Arsenio le había sustituido por
Alfredo jugándose a la desesperada la carta del ataque. Cuando el entrenador hizo el
cambio, Djukic ni siquiera se fijó en él, entregado como estaba, igual que sus compañeros,
a la difícil tarea de levantar el partido –un partido que se les escapaba–, pero ahora se daba
cuenta de lo que suponía: que era él, precisamente él, el señalado por el destino para tirar el
penalty. De hecho, sus compañeros ya le buscaban con la mirada y, desde el banquillo,
todos: Arsenio, el médico, el masajista, hasta los jugadores reservas –entre los que divisó a
Donato–, le hacían gestos histéricos para que se dirigiera hacia la otra área. A Djukic le
pareció que todo el estadio se apoyaba de repente sobre él.
Pese a ello, reaccionó con entereza. Aunque ninguno seguramente tan trascendental
como aquél, a lo largo de su vida deportiva ya había vivido muchos momentos difíciles.
Como cuando debutó en Primera (con el Rad de Belgrado, allá, en su país) o como cuando,
con el Deportivo, consiguió el ascenso a la Primera División española en un final agónico
en el que hubo hasta un incendio en los graderíos, en su primera temporada en el fútbol
español. Eso sin contar los que la otra vida, la de verdad, le había dado: el día que decidió
dedicarse al fútbol abandonando el trabajo que tenía entonces y contra la voluntad de su
padre, que prácticamente le echó de casa, el de su boda con Ceca –a la que conoció por
aquella época–, el nacimiento de sus dos hijos (los seres que más quería) o la muerte de su
hermano Milosav en accidente de tráfico.
Mientras cruzaba el campo entre el griterío del público y las palabras de ánimo de sus
compañeros, que le daban consejos distintos y hasta enfrentados (¡por arriba!, ¡por abajo!,
¡a romper!, ¡colócala!, ¡vamos, Yuka! …), Yuka, como le llamaban todos en La Coruña,
quizá porque era más fácil, recordó el largo camino que había recorrido hasta ese instante,
desde cuando jugaba en los prados de Stitar con los otros chicos del pueblo (todos más altos
que él) hasta que fichó por el Deportivo buscando ganar dinero y huyendo de la guerra que
asolaba su país. En medio, perdidos entre las brumas del tiempo y de la distancia, quedaban
los balones que su padre le pinchaba para que estudiara en vez de estar todo el día jugando
al fútbol (y que él reponía en seguida con el dinero que ahorraba); la bicicleta que aquél,
chatarrero de oficio, le fabricó, sin embargo, con trozos de bicis viejas para que pudiera ir a
entrenar cada día a Savac, la capital de la región, por cuyo primer equipo –el Macva, de
Segunda División– ya había fichado; su primera decepción y su abandono del fútbol tras su
fracaso en el Macva; su trabajo posterior, como palista en la estación del ferrocarril, trabajo
que alternaba por las tardes con los entrenamientos del Zeleznikar, el otro equipo de Savac,
al que le llevó Milinkovic, un jugador de su pueblo que había jugado en Primera, a cambio
precisamente de aquel trabajo; su triunfo en el Zeleznikar y su vuelta al Macva –ahora ya
como profesional– o, en fin, el primer dinero serio que ganó jugando al fútbol cuando, dos
años más tarde, le fichó el Rad de Belgrado: dos millones y medio de pesetas con los que se
compró su primer coche y amuebló la casa que su hermano Milosav le había hecho en
Stitar. Djukic todavía recordaba algunas veces –ahora con una sonrisa– el viaje en tren de
regreso a Savac comentando con Ceca, con la que se acababa de casar, si les daría tiempo
en toda su vida de gastar todo el dinero que acababan de pagarles.
La verdad es que la suya no había sido una carrera fácil. Al contrario que otros, desde
que empezó en el fútbol, todo lo había logrado a base de mucho esfuerzo; nadie le regaló
nada. Aunque siempre, sin embargo –pensaba Djukic ahora mientras se acercaba al área–,
había tenido suerte en los momentos cruciales. Parecía como si una estrella lo iluminase. Si
no, ¿cómo se explicaba el hecho de que siempre hubiese acertado en las decisiones más
importantes, esas que determinan la vida de una persona, o que, en los momentos bajos,
cuando todo le iba mal, algo o alguien le empujaran a seguir hacia adelante? Le pasó
cuando Milinkovic le llevó a jugar al Zeleznikar (cuando él ya había decidido dejar el
fútbol) o cuando Juan Ballesta, el ayudante de Arsenio en el Deportivo, le fue a buscar a su
casa. En este caso, además, el azar ayudó también. Ballesta, por lo que él supo luego; había
viajado a Belgrado para espiar al Estrella Roja y al Partizán (el Deportivo andaba buscando
un líbero), pero, como se aburría en la ciudad, se fue a ver jugar al Rad, que jugaba sus
partidos los sábados por la noche para no coincidir con los de aquéllos. Ese día, Djukic hizo
uno de sus mejores partidos. Es más: tuvo hasta la buena suerte de debutar como líbero
(hasta entonces, lo hacía siempre de pivote) en sustitución del líbero titular, que atravesaba
una mala racha. Ballesta quedó tan impresionado que no sólo se olvidó del Estrella Roja y
el Partizán, que eran los dos equipos que había ido a ver, sino que se quedó dos semanas
más en Belgrado para seguir a Djukic, quien, por su parte, ni siquiera sabía que alguien le
estaba espiando. Lo supo a los pocos días, cuando Ballesta se presentó en su casa para
ofrecerle fichar por el Deportivo de La Coruña, una ciudad y un equipo que Djukic oía
nombrar por vez primera en su vida; ni siquiera sabía casi dónde quedaba España en el
mapa. De hecho, rechazó en un principio la oferta (tenía ya otras de equipos más
importantes, como el Paris Saint-Germain francés o el Standard de Lieja belga) e incluso se
escondía cuando veía el coche del ojeador español aparcado ante su casa para no tener que
hablar con él. Aunque, al final, acabó aceptando: quería ganar dinero y las ofertas de
aquéllos no terminaban de concretarse. Si entonces –pensaba Djukic ahora– el azar y su
buena estrella le iluminaron (desde que llegó al Deportivo todo habían sido éxitos), ¿por
qué no habrían de hacerlo ahora que se enfrentaba al momento de su vida deportiva
posiblemente más importante?
Cuando el árbitro le dio el balón (le miró, por cierto, un instante, como si le
compadeciera), Djukic ya estaba decidido a tirar aquel penalty. No tenía, además, otra
elección. Podía, ciertamente, todavía echarse atrás (otro, en su situación, quizá lo hubiera
pensado) y pasarle la responsabilidad a otro compañero, a Bebeto, por ejemplo, que para
algo era la estrella del equipo y el que más dinero cobraba, pero Djukic no era de los que se
arrugaban. Desde que jugaba en Savac con apenas quince años, era de los que siempre
daban la cara. Y, además, sus compañeros nunca se lo hubiesen perdonado. Como tampoco
–pensó– le perdonarían en el caso de que fallase.
Cogió el balón y lo apretó con las manos. Lo hacía siempre en esos casos, como para
asegurarse de que tenía aire. Aunque al que le faltaba el aire era a él. Sentía como si el
pecho se le estuviese cerrando. A su lado, un compañero le daba todavía algún último
consejo (¡por abajo, junto al palo!, ¡vamos, Yuka!…) y el árbitro le decía lo que siempre
dicen los árbitros en esos casos: que no hiciese nada extraño, que no se detuviera a mitad de
su carrera, que esperase a tirar a que él pitase…, pero él no les oía. Ni siquiera oía ya el
griterío del público, que se había ido apagando poco a poco, a medida que el instante
decisivo se acercaba. Djukic sólo oía ya el palpitar de su corazón y el zumbido entrecortado
de su respiración ahogada. Fue la primera prueba que tuvo de que estaba más nervioso de la
cuenta.
Intentó recobrar la calma. Respiró hondo buscando aire y sintió cómo éste se agolpaba
en su diafragma. No podía llegar a los pulmones; era como si aquél se le hubiese
bloqueado. Djukic volvió a intentarlo. Posó el balón en el suelo, en el punto de penalty, y
retrocedió unos pasos. Frente a él, a mitad de camino entre el penalty y la portería, el
árbitro le daba ahora las advertencias correspondientes al portero del Valencia (por primera
vez en todo el partido, Djukic se fijó en él; hasta entonces, sólo se había fijado en que
llevaba un jersey azul) e imaginó, para consolarse, que a éste tampoco le llegaría el aire
hasta los pulmones, porque estaría tan nervioso como él en ese instante. La suposición no
bastó para tranquilizarle, pero sí al menos para que comenzase a pensar en el penalty. Hasta
entonces, había sopesado una por una todas las circunstancias de aquel momento, pero no
en cómo iba a tirarlo.
A veces, en los entrenamientos –recordó Djukic entonces– él y sus compañeros habían
imaginado aquella posibilidad como un juego, como una hipótesis tan lejana que incluso se
divertían imaginándola: último minuto de un partido, empate a cero o a goles y el árbitro
pita un penalty. ¿Quién lo tira? ¿Y cómo? Djukic y sus compañeros (del Deportivo de La
Coruña y de todos los equipos en que había jugado antes) lo habían imaginado muchas
veces, siempre como una posibilidad, pero ahora aquella hipótesis no era una posibilidad, y
mucho menos un juego. Ahora, la hipótesis de los entrenamientos se había hecho realidad y
en las peores circunstancias en las que podía darse: en el último minuto del último partido
de una Liga que se jugaba precisamente en aquel penalty.
Djukic, en esos casos –recordó entonces también–, era el primero en tirarlo. Le gustaba
tirar penaltys porque era la única manera que tenía de recordar sus tiempos del Macva, y
antes aún: de los partidos con el equipo del pueblo, cuando, por su pequeña estatura, jugaba
de delantero. Hasta los quince años, de hecho, era tan diminuto que la gente iba a mirarlo,
admirada de ver a aquel chiquillo que volvía locos a los contrarios pese a que a algunos de
ellos apenas les llegaba a la cintura. Pero, a los quince años, estando ya en el Macva,
Djukic empezó a crecer (en un año solamente creció 20 centímetros) y los entrenadores
comenzaron a retrasarle, primero al centro del campo y luego ya a la defensa, para
aprovechar su estatura y su poderío físico ante los delanteros contrarios. Pero él siempre
prefirió el juego de ataque. Le gustaba coger el balón, bien del portero o bien de algún
compañero, que se lo pasaban para que lo jugara, y, con su depurada técnica, cruzar el
campo con él hasta la portería contraria regateando a cuantos le salían al paso; lo cual le
había causado más de una bronca de sus entrenadores, que veían con temor cómo
arriesgaba el balón y cómo dejaba huecos a sus espaldas (Arsenio, incluso, le había
prohibido pasar del medio campo), aunque su natural instinto le llevara a repetir sus
arrancadas en cuanto se le presentaba otra oportunidad. Por eso, le gustaba subir a rematar
los córners (a lo que sí estaba autorizado) y, por eso, en los entrenamientos, era el primero
en tirar los penaltys. Lo hacía siempre muy suave, a la izquierda o a la derecha, colocando
el balón y engañando al portero con la mirada.
Pero ahora era distinto. Ahora se estaba jugando el futuro de la Liga y de su equipo (por
no hablar del suyo propio) y no era momento para florituras. Era mejor tirar a romper,
olvidarse de la técnica y de lo que decía su madre y pegarle al balón con todas sus fuerzas
para asegurarse al menos de que nadie le diría nada. Porque, si el balón entraba, nadie se
iba a fijar en si iba bien o mal tirado (lo importante es que había entrado) y, si no, daría lo
mismo: la decepción iba a ser tan grande que durante toda su vida la seguiría recordando.
Pero, al menos, nadie podría decirle que la había provocado él por quererse lucir en aquel
trance.
No le dio tiempo a seguir pensando. De repente, Djukic oyó el silbato del árbitro y
comprendió con angustia que el momento decisivo había llegado. Frente a él, la mancha
azul del portero llenaba toda la portería (que hasta entonces le había parecido inmensa:
siempre pasaba lo mismo) y a su lado ya no vio a nadie. Sólo otra mancha –la mancha
negra del árbitro–, que esperaba también a su derecha, junto a la raya del área. Los demás:
los jugadores de ambos equipos, el público, hasta los policías y los fotógrafos que hasta ese
instante se amontonaban por centenares detrás de la portería habían desaparecido. En el
estadio de Riazor –y en el mundo– sólo estaban ya él, el portero y el árbitro.
Djukic comenzó a correr sin saber todavía cómo tirar el penalty. Ya no podía pensar; ya
era tarde para todo. Le dio al balón sin mirarlo, como si le pegara al aire (el aire que a él le
faltaba), y durante unos segundos, que a él le parecieron eternos, larguísimos,
interminables, miró cómo se alejaba en dirección a la portería donde la mancha azul del
portero comenzaba lentamente a desplazarse. Ni siquiera vio adónde iba; no vio cómo lo
paraba. Sólo vio que, de repente, el campo volvió a rugir, después de varios segundos
mudo, y el portero del Valencia, que había vuelto a levantarse, comenzaba a correr y a dar
saltos de alegría mientras sus compañeros de equipo corrían a abrazarlo. Había parado el
penalty.
Los compañeros de Djukic tardaron más en hacer lo mismo con él, pero él ni llegó a
enterarse. Arrodillado en el césped, como un boxeador caído, sólo pensaba en huir de allí
mientras se repetía a sí mismo, como cuando se mató su hermano, lo que su padre solía
decir de la vida cuando la vida le golpeaba: tanta pasión para nada.
El arte y el fútbol
Juan Villoro
Ciberoamérica. México, 12 de abril.
Malraux definió nuestra época como “el extraño siglo de los deportes” y Huizinga al ser humano
como homo ludens. Tomadas al pie de la letra, estas ideas sugieren que la civilización
contemporánea es la historia del juego organizado y debe ser estudiada en las canchas y los
vestidores.
Es obvio que tan benévolas opiniones sobre la trascendencia del juego no son compartidas por la
mayoría. Si algo caracteriza nuestra humana condición es la capacidad de estar en desacuerdo.
Numerosos analistas han dedicado páginas de severidad marcial a criticar las pasiones excesivas,
la manipulación de la conducta y el embrutecimiento generalizado que se dan cita en los estadios.
Para colmo, el más popular de los deportes se juega con los pies, lo cual se opone a la historia de
la evolución. El hombre desciende de un homínido que comía frutas y era incapaz de servirse del
pulgar oponible; en consecuencia, una actividad que cancela el uso de las manos semeja un
retorno a la barbarie. ¿Cómo es posible que la especie que inventó el sistema decimal, de tanto
contarse los dedos, se apasione con un juego donde sólo el portero tiene dispensa para usar las
extremidades prohibidas?
En sus más simples fundamentos, el futbol propone un regreso a las cavernas, donde las manos
servían de muy poco. Por eso el poeta Antonio Deltoro ha escrito que sus batallas representan “la
venganza del pie sobre la mano”. La fascinación elemental del “juego del hombre”, como lo bautizó
el cronista Ángel Fernández, proviene de su tosca dificultad y su vínculo con un tiempo primigenio.
¿Qué significa este retroceso en el tiempo? Que el domingo podemos recuperar lo que aún
tenemos de tribu encandilada por el fuego, del griego que confunde a los dioses con los mortales,
del niño convencido de que los héroes duran 90 minutos.
Las definiciones de Malraux y Huizinga son certeras, pero requieren de una precisión histórica:
durante años el hombre chutó balones con placer sin aceptar que esa actividad definía su vida. Los
miles de ojos ávidos que atestiguaban un partido no pertenecían a la cultura.
Numerosos artistas repudiaron el futbol como una droga social o prefirieron mantener en secreto su
afición por los goles para evitar que sus pinceles, sus plumas o sus leotardos se mezclaran con las
gestas resueltas a patadas. El balón dominado con pericia y las barridas enjundiosas parecían
ajenas a las tareas de los estetas. Incluso las mitologías que acompañan a los equipos y a los
ídolos --el futbol como imaginativa forma de representación-- se descartaban como saldos
groseros, fundamentalistas, de un oficio que a fin de cuentas sólo servía para transpirar.
Resulta difícil concebir a Sartre, hombre de letras, comprometido con la razón 24 horas al día,
preocupado por la suerte del Paris Saint Germain. Aunque los guardametas de la época usaban el
suéter de cuello de tortuga de los existencialistas, el indagador del ser y la nada no fumaba su pipa
en los estadios. En una de sus clásicas paradojas, Oscar Wilde comentó: “El futbol es un deporte
de los más apropiado para niñas rudas; pero no apto para jóvenes delicados”. El intelecto debía
alejarse del tosco universo de las bestias: “La única forma posible del ejercicio es hablar”.
Hasta mediados de siglo pasado, una fuerte presión social impidió que el futbol rebasara los límites
del barrio, el descampado, el canallesco arrabal. Sin embargo, a contrapelo de las modas, tuvo
cultores privilegiados.
Albert Camus creció en una familia de pobreza extrema y decidió jugar de portero porque en esa
posición se gastan menos los zapatos. Años después diría que todo lo que sabía de la ética era
obra del futbol, el territorio en el que se ignora por dónde saldrá el balón.
En la pintura, Max Beckmann llevó el expresionismo al área chica, Robert Delaunay inmortalizó un
lance del “equipo de Cardiff”, Nicolas De Staël creó un paisaje perfectamente abstracto al que por
soberano capricho tituló “Los futbolistas”, Pablo Picasso dibujó a tres fantasmones regordetes que
flotan en pos de un sol hecho pelota y el mexicano Ángel Zárraga logró una sutil y perturbadora
transexualidad con sus mujeres futbolistas.
El cine ha ofrecido churros como El gran escape, donde Pelé comparte créditos con Max Von
Sidow, melodramas para llorar entre palomita y palomita (Pelota de trapo), rocambolescos driblings
de Resortes y episodios de alta temperatura intelectual como El miedo del portero ante el penalty,
de Wim Wenders, basada en la novela de Peter Handke.
Los escritores se dedican, con variada intensidad, a rendir testimonio de lo que miran en el césped:
Vinicius de Moraes retrató a Garrincha, Umberto Saba a un equipo sin gloria, Samuel Becket al
hombre acorralado, ansioso de que el destino le brinde un “juego de vuelta”, Günter Grass a un
arquero en un estadio nocturno, Pier Paolo Pasolini a los que corren en prosa y a los que corren en
poesía y Luis Miguel Aguilar a un virtuoso con tan buen toque que se electrocuta.
El futbol ha sido la más peculiar factoría de artistas: Joan Manuel Serrat aprendió a cantar en los
campos del Barcelona, Chillida se dedicó a la escultura cuando una lesión lo alejó para siempre del
Athletic de Bilbao y Jorge Valdano adquirió su buena prosa en las concentraciones del Real Madrid
y la selección argentina.
Los tiempos han cambiado tanto que se intelectualiza el futbol en exceso, se considera que
cualquier entrenador con ingenio es un filósofo y se publican odas lamentables en nombre del amor
a la camiseta. Lo decisivo, a fin de cuentas, es que el futbol se percibe como cosa mental. Nadie
puede jugarlo ni verlo sin imaginación. Se los digo yo, que una vez gané la Copa del Mundo, y no
tuve necesidad de despertarme.
Los cachorros.
Cuéllar, un niño que llega al colegio religioso Champagnat, situado en el exclusivo barrio limeño de
Miraflores, debe integrarse en el grupo de la sociedad miraflorina. En un principio, destaca por su
aplicación académica y deportiva con lo que se granjea la amistad, el respeto y el reconocimiento
del resto de los alumnos, entrando a formar parte de un grupo de cuatro chicos (Lalo, Chingolo,
Mañuco e Cholo). Pronto, Judas, el perro del colegio lo ataca tras un entrenamiento de fútbol, lo
que provoca la castración del muchacho. A partir de ahí, todo cambia: la actitud de sus padres
hacia él, de los profesores y de los compañeros, que le imponen el apodo “Pichulita”. Cuéllar
intenta demostrar su virilidad a través de los deportes y de actitudes machistas. Paulatinamente,
el protagonista asume una castración irreversible, separándose del grupo y reaccionando con
manifestaciones violentas e impropias, que termina con un desgraciado final. El resto del grupo
cumple con las normas sociales; los amigos se casan, se acomodan en una vida burguesa y tienen
hijos que iniciarán de nuevo el ciclo vital dentro de la clase alta Limeña.
Por @pedritolezkano
Es sabido que en la fecha, Augusto Roa Bastos cumpliría 99 años de nacido en un barrio de
Asunción, para luego malcriarse en Iturbe, un pequeño pueblo en el departamento de
Guairá; entre fábricas azucareras, el ferrocarril y las típicas canchitas que nacen en
cualquier espacio de tierra posible.
Fue en aquel lugar donde conoció a la mayor parte de sus personajes que encarnaron las
obras literarias del astro de la pluma paraguaya, reales o imaginarios, a lo largo de su vida.
"Un genio, genio de las letras mundial", diría sin duda alguna, aquel buen relator en
trasmisión deportiva, si este arte se viviera con la misma grandilocuencia.
En una entrevista conjunta con otro talentoso y también como él, ganador del Premio
Cervantes, Ernesto Sábato, a quien conoció en Buenos Aires, durante alguno de los 22 años
que éste pasó en esa ciudad a causa de su larga huida del ex dictador Alfredo Stroessner.
"Me parece increíble el dominio de la mente sobre los pies, para que éstos dirijan ese móvil
llamado pelota y producir estrategias casi guerreras", dijo en la oportunidad el mejor de los
escritores de este país.
Cabe mencionar que Chilavert fue quien pagó la cirugía de by pass a la que fue sometida
Roa Bastos en la Clínica Favaloro de Buenos Aires.
Arquero y escritor se profesaban un gran cariño y en el día del deceso del letrado, el ex
portero le hizo llegar una de las coronas de rosas más grandes de entre otras 40 que
rodearon el féretro del mismo en el Cabildo, a decir de la periodista Zunny Echagüe.
GOLAZO. "El crack", es también el título de un cuento genial entre tantas narraciones del
máximo exponente de nuestra literatura.
Una historia donde el mismo despliega todo su realismo mágico a pleno, personificando en
texto a Goyo Luna, un extraordinario futbolista con ciertos defectos físicos, situación que a
su vez era su mayor virtud y que en su último partido realizó una proeza sobrehumana para
darle la tan ansiada victoria a su equipo.
En fin, Roa Bastos es una prueba más que el fútbol como espectáculo y como deporte
transcurre de puertas adentro en los estadios, pero sus efectos trascienden esos recintos y se
traducen en un más que evidente desbordamiento de sentimientos que llega a sepultar
cualquier racionalidad, hasta en aquellos que osan jactarse de ser "sumamente
intelectuales".
Durante los años cuarenta y cincuenta se origina en Buenos Aires una gran
efervescencia editorial -sobre todo por parte de Losada, Sudamericana, y Emecé- y al
mismo tiempo una gran avidez lectora y una enorme difusión cultural, tanto en la capital
como en las provincias. Ello produce una mayor descentralización literaria y la aparición de
autores que hacen suya la realidad del interior. De este modo, la narrativa argentina de
nuestro siglo se consolida en toda su amplitud, encauzada «desde adentro»1 y en conflicto
con las influencias foráneas de los grandes centros culturales. Resultará entonces imposible
una narrativa mimética de la europea, y se buscará un tipo de relato totalmente argentino, a
la vez que se es consciente del fin de la tendencia criollista, para colocar en un primer plano
al lenguaje en la búsqueda de la propia objetividad novelesca. No importa lo que se cuenta,
sino cómo se cuenta. Y por eso estos narradores no se fijarán en la novedad de los temas y
plantearán frente a la novela descriptiva, la novela autónoma.
Pero es en los mismos años sesenta cuando surgen algunos de los títulos más
significativos del nuevo grupo de escritores. Citemos algunos teniendo en cuenta que tales
obras se publican en la misma década que Rayuela de Cortázar, y que La ciudad y los
perros de Vargas Llosa, ambas de 1963, y que Tres tristes tigres y Cien años de soledad
también de 1967; Sudeste (1962) y Alrededor de la jaula (1966) de Haroldo Conti; Los
hombres de a caballo de David Viñas, Los suicidas de Di Benedetto, ambas de 1967; El
oscuro de Daniel Moyano y La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, en 1968;
Boquitas pintadas también de Puig, Luego en Casabindo de Héctor Tizón, Cicatrices de
Juan José Saer y El amhor, los orsinis y la muerte de Néstor Sánchez, todas de 1969.
El autor que hoy nos ocupa, Daniel Moyano, pertenece a esta promoción de los años
sesenta, su obra se une a la de otros narradores del interior que, contrarios a todo
regionalismo pintoresco, se muestran preocupados en la búsqueda de nuevas formas. No
hay, sin embargo, uniformidad de estilos en el grupo, cada uno sigue su propio empeño.
Eso sí, dentro de una línea realista, en la que no suele haber drásticas rupturas. Antonio Di
Benedetto (1922-1987), Héctor Tizón (1929), Juan José Hernández (1930) y Daniel
Moyano (1930) son narradores ubicados en esas provincias argentinas y a través de ellos se
oye esa voz de la tierra canalizada por procedimientos distintos. Di Benedetto es narrador
de temas urbanos, pero la provincia aflora en los temas de sus cuentos. Su narrativa se
caracteriza por un pesimismo sombrío que todo lo invade, así en Sombras nada más...
(1985), su última novela, Emanuel se desangra en su pugna por persistir en un mundo cuyo
principal rasgo es la hostilidad y el rechazo. Sus obras nacen de una especial hiperestesia
que lo lleva a centrarse en temas como el absurdo, la soledad, la espera angustiosa, el mal,
la muerte. De su amplia obra, su novela Zama4 ha sido considerada, desde su aparición en
1956, como una de las obras fundamentales de la narrativa argentina de los últimos años.
La narrativa de Di Benedetto consiste en una difícil suma de una filosofía del mundo
como agresión deliberada y constante -en sus relatos las comparaciones con el ámbito
animal predominan- y una visión no exenta de ciertos componentes líricos que brotan de su
propio aislamiento y de la convicción de la absoluta necesidad de sobrevivir en un mundo
sórdido y cruel. Tal vez en este sentido, el breve relato «Caballo en el salitral» (1982) -
concebido, según propia confesión, de la contemplación de un carrito cargado de pan a
pleno sol, cuyo caballo, inmovilizado, acaso padeciera hambre y sed-, sea significativo. En
el final del relato consigue superar la muerte y la desolación para convertirlo en un triunfo
de la naturaleza, en un canto lírico en el que los despojos de la podredumbre sirven de
receptáculo para el comienzo de la vida.
A todos estos narradores se puede añadir la figura de Haroldo Conti (1925-1976)7, que
aunque no suele considerarse específicamente del interior, logra una literatura vital ligada a
una experiencia de lo próximo transmutado en escritura. En sus cuentos, como en sus
novelas, importa más el ambiente que las acciones, desde el realismo de Sudeste (1962) a la
epopeya paródica Mascaró el cazador americano (1975), o sus cuentos Todos los veranos
(1964), Con otra gente (1967) o La balada del álamo Carolina (1975) en los que se
evidencia una fuerte efusión lírica en el tratamiento de los ambientes marginados.
Resulta evidente que en todos los autores citados aparecen temas similares en amplios
registros personales y con una coherencia temática individual. Así, en la ficción de Moyano
hay siempre un apego referencial al realismo aun cuando se desplace hacia lo alegórico; en
Juan José Hernández y en Héctor Tizón se configuran unos espacios imaginarios que los
emparentan en cierto sentido, con el llamado «realismo mágico», y en ellos como en Di
Benedetto se presenta una intensa preocupación formal y estilística, así como una
cuidadosa reflexión sobre el lenguaje.
Moyano es autor de una extensa obra narrativa que abarca el cuento y la novela.
Comenzó con el cuento, con Artistas de variedades (1960), La lombriz en 1964, El juego
interrumpido de 1967, Mi música es para esta gente de 1970 y El estuche de cocodrilo de
1974. Selecciones de sus cuentos aparecen en otros títulos: El monstruo y otros cuentos
(1967) y La espera y otros cuentos (1982).
Se inicia en la novela en 1966, con Una luz muy lejana, dos años después, en 1968,
aparece El oscuro, titulada antes El coronel, que ganó el primer premio en el concurso de la
revista Primera Plana en 1967. Luego publica en 1974 El trino del diablo y, ya residiendo
en España, El vuelo del tigre en 1981, en 1983 Libro de navíos y borrascas y por último
Tres golpes de timbal en 1989.
A los dieciséis años marcha a Córdoba, allí trabajó y pudo hacer el bachillerato en La
Rioja más tarde; todavía en Córdoba leyó a Kafka, lo que confiesa decisivo, y a Pavese en
su propia lengua.
Daniel Moyano tiene asumida su pertenencia a ese grupo de escritores del interior y
considera que le son próximos los nombres de Juan José Hernández, Antonio Di Benedetto
y Haroldo Conti, «sobre todo porque mirábamos más para adentro del país que de Buenos
Aires; más para Juan Rulfo, Carpentier o García Márquez, que para el lado de Borges.
Éramos como provincias que se integran a la unidad nacional. Hacíamos oír las voces del
interior sin folclorismos ni panfleto político. A partir del año 69 el país empezó a
aceptarnos»11. A ellos se unieron pronto en esta aceptación, otros nombres: Héctor Tizón,
Juan José Saer, Abelardo Castillo, Rodolfo Walsh.
Su obra, en sus cuentos y en sus novelas, presenta una unidad fundamental: trata temas
de marginación, de soledad o desarraigo que se incrementan en ocasiones en sus últimas
obras con la presencia del exilio. Suelen aparecer a menudo dos espacios o a veces uno de
ellos permanece latente, como en la memoria; la gran ciudad y la pequeña ciudad, Buenos
Aires y las ciudades del interior con todo lo que implican para sus habitantes, nos hacen
reflexionar acerca de esa inserción social del hombre de provincias en un medio extraño y
hostil. Mientras la provincia se extingue en sus relatos por el abandono y la pobreza, la
violencia irrumpe como fruto de esas situaciones marginales hasta abarcar todo el
continente americano. La intención testimonial resulta clara en cualquier caso. Pero no hay
nunca ningún folclorismo, ni ningún atisbo de lo pintoresco, no hay reproducción
minuciosa de ambientes, ni regionalismo, ni obsesión por transcribir el lenguaje local. De
tal modo su obra alcanza un universalismo que abraza a todos los seres humanos.
Una luz muy lejana obedece a la técnica del cuento, y los capítulos se ligan a modo de
relatos por medio del motivo del viaje. El adolescente Ismael se enfrenta a la ciudad en un
paradigma mítico. La ciudad es el ámbito de lo maravilloso y a la vez el escenario de
múltiples encuentros humanos. Ismael -nombre bíblico- irá descubriendo seres sin
posibilidad de salvación, algunos de los cuales sienten la necesidad de practicar una
crueldad inútil como Peralta; otros han logrado evadirse de su realidad y se han inventado
otras existencias diferentes, como la Flaca -que pasaba las horas encerrada en su cuarto
cantando, porque sueña con ser cantante lírica- y ante la cual «Ismael sintió cruzar por
distintas zonas de su ser el deseo ferviente de tener un piano para regalárselo a la Flaca. Lo
pondría en aquel rincón, y ella podría cantar todo el día»16. O Reartes, el vendedor de
golosinas y helados, que empuja su carrito al toque del cornetín, («por eso le había gustado
tocar el cornetín de don Reartes. Aquello era una cosa verdaderamente hermosa, un hecho
que uno podía demorar durante un instante»17). La deforme Marta o Teresa que conviven
con el joven; o Teodoro que piensa que al fin y al cabo «querer es poder»18. La relación de
Ismael con todos ellos acaba en el fracaso, la frustración o la violencia.
Hay que pensar que éste es un efecto circular buscado en el que el paisaje ciudadano
actúa como trampa mortal.
Víctor sabe que la memoria puede perderse y modificar algún dato porque su obsesión
es el mal y su empeño es imponer la búsqueda del bien. En este momento de su vida llega a
pensar que «el error había sido salir de su ciudad natal y emprender la aventura del bien» 21
el no aceptar la línea paterna e incluso a Margarita; ella y su antiguo novio sabían que no
existe en el mundo separación entre el bien y el mal, sino simplemente hechos, cosas. Esta
lucha por establecer el orden y el bien a su alrededor hace que sólo se sienta seguro en los
recintos en los que reina el orden perfecto, como en el liceo de su juventud, -en el que la
obediencia regulaba la línea de separación entre el bien y el mal-; a imagen y semejanza
hay que establecer en la sociedad civil una única moral y el respeto a las jerarquías. Del
mismo modo, su propia casa funciona como ese centro desde el que puede mantenerse
firme en sus convicciones «en medio de un mundo que se desmoronaba»22. Víctor crea así
dos realidades, la suya propia, ordenada y coherente, -es un mundo de palabras, un mundo
perfecto- pero que en estos momentos de su vida se viene abajo, -y sin embargo es el único
que comprende-, y lo que su mujer Margarita representa: «el mundo de la precariedad,
inseguro y doliente, sin esquemas salvadores, sin dogmas precisos, inclinado siempre en la
pendiente del naufragio»23. Esta convicción le hace estar siempre al acecho de los ruidos
que se acercan a ese centro suyo y en ocasiones reproduce otra voz, que es la voz de
Margarita, a través de la cual podemos oír otro punto de vista de los problemas que le
atenazan:
Como en la anterior novela, se advierte una oposición gran ciudad-interior, que a veces
se manifiesta por la imagen del desierto: el padre es la imagen del indio soterrado que viene
del «corazón del desierto»25. El padre representa todo lo odiado, pero a la vez el mundo
desconocido que simboliza a toda la humanidad que se opone a sus ideas, un mundo que
necesita explorar e indagar porque forma parte de sí mismo. El instrumento que toca, el
tambor, -aparte de relacionarlo con otros personajes que en las obras de Moyano sienten
pasión por la música-, es «símbolo del sonido primordial, vehículo de la palabra, de la
tradición y de la magia»26; está elaborado de la madera del árbol del mundo y a la vez en
algunas culturas africanas se lo relaciona con el corazón. Aquí también es posible esta
identificación, como lo confirma esta cita: «Lo alzó cuidadosamente, como si se tratara del
corazón del viejo, y sintió otra vez esa piedad ahogante» 27. También podemos ver en este
instrumento un valor telúrico, al ser un elemento relacionado con la tierra, pero a la vez con
carácter de ara de sacrificio. Todos estos aspectos enriquecerían nuestra percepción de la
figura del padre, y no debemos ver en ellos hechos casuales, aunque bien es cierto que este
instrumento musical es de los más modestos y frecuentes en las fiestas populares, por lo
que se refuerza el origen humilde del personaje.
Las salidas del humor son frecuentes: «-Es increíble -decía el cura-, parece mentira que
en esta tierra que fue de indios violinistas no haya lugar para los músicos. Ahora no te
queda otra alternativa que irte a Buenos Aires. Allá por lo menos serás un exiliado» 32. Así
el tema del exilio alcanza proporciones fantásticas, ya que no se trata sólo de la emigración
a la gran ciudad, sino de la imposibilidad de vivir en el propio país, por eso el violín se
convierte en símbolo de la cultura misma escamoteada por la dictadura: hay en los quioscos
todo lo necesario para reparar y cuidar los violines pero no se encuentran instrumentos; o
bien uno puede llegar a convertirse en violinista sospechoso y puede sufrir persecución y
hasta torturas, con lo que se reforzaría la idea anteriormente indicada.
Fijémonos ahora en los cuentos. En un conocido ensayo sobre los cuentos de Daniel
Moyano, colocado al frente de La lombriz (1964), Augusto Roa Bastos34 habló del
«realismo profundo», de la madurez y la seguridad que brotan de su instinto de narrador
desde su primera entrega, Artista de variedades (1960). Desde luego que Moyano procede
creando ámbitos, climas, no prescinde de la anécdota, pero como sucede en la literatura
actual, no es ésta lo más importante, sino la forma de contarla, de presentar esos hechos,
muchas veces insólitos, sin retóricas ni extraños artificios estilísticos. El realismo profundo
consistiría en aquel modo narrativo que, sin desdeñar la alusión a la realidad social,
profundiza en los laberintos psicológicos de los personajes, en la atmósfera mágica de
situaciones ambiguas y complejas y en las contradicciones y absurdos de la vida cotidiana.
No hay reflexiones ni análisis, sino que deja en libertad al lector sobre la fábula misma,
pero para ello, el escritor debe trabajar en una ordenación previa, en una presentación y
selección de los elementos. A su vez Roa Bastos delimitaba ese realismo profundo
explicando que buscaba no reproducir, no duplicar la realidad, sino representar y «ayudar a
ver la opacidad y ambigüedad del mundo»35, en su realidad física y metafísica. De ahí que,
en efecto, la originalidad de la anécdota sea lo menos importante, porque lo que busca es el
hombre mismo, la razón y el íntimo sentido de la violencia, de la crueldad, de la soledad
que condiciona y acongoja al hombre. También el mismo novelista paraguayo apuntó dos
de sus autores más afines, -que Moyano confiesa haber leído con fruición-: Kafka y Pavese.
De Franz Kafka procede la narración de raíz metafísica que trasciende lo anecdótico a
través del empleo de la alegoría y el símbolo. De Cesare Pavese la narración con fondo
mítico en la que se atiende a la realidad del personaje que cuenta, puesto que es al fin y al
cabo el único narrador insustituible. El resultado es, sin embargo, una obra tremendamente
personal; el escritor crea atmósferas de tragedia y de fatalidad en los entornos cotidianos;
así se observa cuánto de inhumano tiene ese mundo que creemos humano. Se ordenan las
cosas, los hechos, los sucesos, para que el producto sea precisamente ése, y se proyecte esa
otra perspectiva.
Sus colecciones de cuentos presentan cierta unidad temática y estilística, aunque en los
cuentos posteriores al exilio asomen con más incidencia aspectos vinculados a la represión
y, tenuemente, a la personal vivencia madrileña.
En todos ellos se observa cómo el autor evoca sin retórica la existencia desnuda de los
seres, las circunstancias que descubren su destino. Los hechos son deliberadamente
cotidianos, nada o muy poco extraordinarios, pero se cargan de significación. Otras veces
son misterios diarios cuya presencia trata de cercar. El nuevo realismo se basa justamente
en eso, en desvelar esos fragmentos de lo real, sobre los que no puso atención el viejo
realismo, y en él entran lo desconocido, lo misterioso, lo insólito. A veces importa más en
esta técnica lo sugerido o lo que se sobreentiende, porque el escritor es consciente de su
destinatario, del lector que recibe lo escrito. En este sentido, en su reducida extensión, el
cuento es el cauce más apropiado, porque en él se puede condensar y captar el ser en el
mundo. Se indaga sobre ese ser, se explora la resonancia de un suceso y además puede
absorberse de manera natural lo fantástico y lo misterioso que conforman lo real.
Un cuento impresionante, que también está incluido en La lombriz, «El rescate», relata
la historia de una anciana que recuerda la muerte de su hijo sucedida en el último invierno.
Ello la ha llevado a una situación de abandono y de tristeza marchita, pero dentro de sí se
enraíza un impulso interior que la lleva a luchar contra esa tendencia destructora. Mientras,
mantiene vivos en la memoria ciertos gestos que evitan el olvido total del hijo. Realidad y
desvarío alcanzan un clímax al que se suma el miedo: es entonces cuando el fugitivo
asesino aparece en la puerta del rancho. La anciana acabará aceptando el reemplazo del hijo
muerto después de un proceso en el que las acciones van acoplándose en el ámbito de la
casa:
Pobre tía Lila con su vestido blanco, tan alta, tan soltera.
Un vestido en el que trabajaron todas las costureras de las
sierras para aplisarlo y darle esa forma de campana ondulante
que tenía todas las tardes tía Lila cuando nos llamaba a rezar.
Chicos, dejen ya esa pelota, a lavarse las manos, a frotarse las
rodillas, a limpiarse la nariz que vamos a rezar42.
El vestido de tía Lila, la vida rural, el campo, y la casa de tío Emilio con sus flores, sus
panales, sus cabritos, y sus frutas maravillosas son el paraíso de la infancia, pero ese
paraíso conlleva también su infierno: la cancha de fútbol en la que los niños descargan su
violencia contra los sapos con la cruel inocencia de su edad. Los dos mundos acaban
confluyendo, el infierno alcanza para siempre el paraíso condicionándolo en su futuro,
instaurando la violencia, ello es visible en las manchas de sangre del vestido blanco de tía
Lila. Y así termina el relato: «La tía Lila creyendo en tantas cosas buenas. La tía Lila que
dicen que nunca pudo sacar del todo las manchas de sangre que hicimos en su vestido
blanco. La tía Lila sin saber que nosotros seguiríamos matando sapos»43.
Esta preocupación por la violencia aparece especialmente presente en las obras de los
últimos años ya marcados por el exilio. El vuelo del tigre (1981) se refiere también a la
violencia de América Latina. La acción se sitúa en un país imaginario, -fuera del espacio y
del tiempo-, en Hualacato. Alguna vez el autor ha explicado que empezó a escribirla en los
días previos al golpe militar de 1976, en un clima de violencia. Con su detención, el
borrador fue enterrado en el jardín por razones de seguridad, y reescribió la novela con
posterioridad.
La obra narra alegóricamente la vida del pueblo de Hualacato que ha sido invadido por
un ejército de percusionistas que odian el silencio y los gatos. La resistencia máxima contra
la opresión está presentada en la familia Aballay, con el viejo patriarca al frente. La magia
y el pasado indígena se introducen en el texto con este personaje que acaba orquestando la
expulsión de los invasores. Pero en la obra se eluden las escenas directas de una violencia
que se adivina en la tensa cotidianeidad.
Para distanciar más el tema, usa la perspectiva de una gata: «Belinda, trepada en la
veleta, miraba distraída los techos de Hualacato, ese pueblo perdido entre la cordillera, el
mar y las desgracias»44. A partir de este comienzo y desde esta situación se introducen los
personajes: el viejo fabulador Aballay, su familia y el salvador Nabu que llega a la casa de
madrugada. Las prohibiciones y las reglas comienzan: la obediencia forzada se impone, la
gente debe ser feliz con las normas que establecen los invasores percusionistas: «Todo
prohibido en Hualacato, pero la gente afina sus instrumentos en otro tono para no perder la
alegría. Y a medida que se va prohibiendo cualquier tono, ellos suben o bajan sus cuerdas,
ya se sabe que la música es infinita»45. La ironía se introduce también en la historia
alegórica con referencias reales a la situación social de la Argentina, así Nabu dirá: «He
venido a salvarlos, no a perderlos»46 con ese sentido mesiánico de tantas referencias
históricas.
Bajo esta historia, ficción pura, hay muchas conexiones con la realidad social y
política de los pueblos del continente, pero el final busca la libertad y el triunfo del pueblo.
Lo que persigue es explicarse a su propio país, para ello usa la ironía, el humor y la
construcción ficticia en su sentido más genuino. No se trata aquí de establecer parentescos
de Hualacato con Macondo o con Comala, no se trata de ese tipo de espacios, pero los
personajes se mueven con su carga mítica y llegan a comprender que la raíz de sus vidas
reside en esas conexiones que los unen a la tierra. Por eso resulta tan importante la figura
del viejo Aballay que facilita la introducción y la credibilidad de estos elementos mágicos.
Con una estructura musical, cada capítulo va avanzando en el itinerario con distintas
tonalidades, produciendo variaciones sobre el tema. Las quince partes en que está dividido
dan la oportunidad de introducir elementos diversos y de jugar con las historias y las
perspectivas de los distintos personajes. Es una novela además que contiene su propio
desarrollo o que va creando su propia teoría; el texto mismo en su inagotable lirismo, se va
gestando a base de reflexiones sobre sí mismo. «Contar una historia supone enredarse
enteramente con el lenguaje»50, nos dice.
Se trata de una historia contada, pues el punto de partida es un viejo caserón, -la vieja
casona de un cuento nórdico- desde donde se puede divisar un viejo faro, -faro que
alcanzará gran significación a lo largo de la novela-, y es también una historia contada que
refleja lo vivido, pues el punto de referencia es la historia de las dictaduras del Cono Sur.
En este sentido hay capítulos tan importantes como el «Diario de a bordo».
Ahora bien, el juego y el deporte en sí ilustran de manera ideal la dialéctica del binomio
éxito y fracaso y la correspondiente imprevisibilidad y contingencia notoria de resultados.
El desenlace de cualquier partido de fútbol puede pender de un hilo y favorece por tanto los
mecanismos de la providencia y el azar. El carácter veleidosovi y un determinismo
abrumador pueden requerir de los espectadores y de los jugadores el ejercicio del fracaso
con posibles efectos catárticos; piénsese tan sólo en las penalizaciones y castigos que tienen
lugar en la propia cancha: las tarjetas, el penalti, la exclusión, la lesión.
Dicha dialéctica pone de relieve la (supuesta) paradoja presente en nuestro título, que hace
referencia a los ámbitos deportivo, literario y metaliterario, afirmando que en los partidos
de fútbol la derrota puede tener matices sublimes, que la literatura procura reproducir en
sus textos; pero suele no estar a la altura y a menudo fracasa en el intento. Los textos
narrativos deben enfrentarse con el natural dramatismo que inunda las canchas del mundo
empírico, y con la consiguiente ficción, teatralidad carnavalesca, la simulación que todo
ello conlleva durante los noventa minutos de ilusión, añadido a un sistema de signos con
sus propios códigos semióticos y retóricos y sus tramas; las letras deben contentarse con
ofrecer el pobre simulacro del partido ficticio en sí, la apariencia, la escenificación
redundante, deben prescindir del rabioso directo que caracteriza el juego. Al fútbol, que
dispone de su propia épica, no le hacen falta tramas paralelas.
Se ha postulado ya tantas veces la inconmensurabilidad de los dos ámbitos de sentimientos
canalizados, con el fútbol caracterizado habitualmente como el más inmediato de ambos,
que cabe empezar a preguntarse ¿realmente combinan tan mal la pelota y las letras, o se
perpetúa aquí una aseveración gratuita?
El futbolista es un icono pop, un artista. La dimensión performativa se muestra tanto en
vivo sobre el césped como en las transmisiones televisivas, que parecen seguir un guión y
ser tan ficticias como las mismas ficciones.
La excitación teatral, la sed latente de héroes, toda una maquinaria de seducción y el
instinto lúdico señalan esta performatividad que llevaría a Albert Camus a confirmar la
analogía atestiguando que sólo en el teatro y en el estadio de fútbol se sentía como un
hombre entero y libre.
A lo largo del siglo XX, relativamente pocos intelectuales y literatos han declarado
abiertamente su pasión por el fútbol como pantalla de proyecciones, también estéticas, pero
en la década pasada, ha habido todo un cambio paradigmático del estatus del fútbol: se ha
emancipado de los prejuicios, se ha legitimado, incluso ennoblecido y, por ende, tanto
escritores como lectores confiesan su querencia por este deporte sin que ello ponga en
riesgo su reputación, al contrario. Cultivar la épica futbolera se ha convertido casi en una
moda; además los escritores utilizan el salvavidas de la distancia irónica trabajando con la
"estrategia de la compleja ironización"vii, es decir, tiñen de comicidad las apologías y
confesiones sinceras del fenómeno profano de masas, inmersos en una paradoja crítico-
afirmativa, oscilando entre los vínculos emocionales y el comentario perspicaz y elocuente,
o bien entre la nostalgia y el humor.viii
Está claro que este cambio de actitud se nutre de un sustrato de textos pioneros. En la
Alemania de 1968, Peter Handke, por ejemplo, transforma una simple alineación de un
equipo, al modo ready-made, en lírica esencial con una gran carga de poeticidad: "Die
Aufstellung des 1. FC Nürnberg"ix. O existe la variante de una simple quiniela convertida
en poema por el artista malagueño, Rogelio López Cuenca.x La envoltura postmoderna de
triviales informaciones futboleras por medio de formatos cultos delata la inclinación de los
literatos a cultivar esta pasión, casi siempre con cierta dosis de ironía pero, a la vez,
mostrando una convicción seria e inquebrantable.
Justo Navarro, sea por casualidad, sea por intención intertextual, retoma en su breve
articuento "Los nombres"xi la enumeración de los jugadores que se hallaba en el poema de
Handke:
El fútbol es la música de los nombres de los futbolistas. Antes de que la televisión volviera
reales a los futbolistas, los futbolistas eran nombres que se oían por la radio, que se leían en
el periódico: una música, la música de las alienaciones y los goles radiales.xii
Por el cambio de reputación –también entre intelectuales– de repente surge toda una serie
de autores, cuyo denominador común fue una temprana vocación por el fútbol, que tuvieron
que abandonar por distintas razones: lesiones, por ejemplo, o falta de talento. Entre ellos,
Vladimir Nabokov, Albert Camus, Javier Marías o el escultor español Eduardo Chillida,
quien establece un interesante nexo espacial, rectangular, entre su pasado de portero y su
arte plásticaxiii:
El portero ocupa un lugar especial: entre tres palos, frente a un rectángulo que preside él,
bajo las cornisas de un estadio, también rectangular. Son problemas geométricos que notaba
día tras día. Esa visión la he tenido haciendo escultura y en ella se ha basado mi trabajo: la
de que todos estamos en un punto desde el que contemplamos el espacio y vemos pasar el
tiempo.
Si recordamos las geometrías esculturales de Chillida, se hace más que obvia su afirmación.
Eduardo Chillida. Gurutz Aldare (2000) La casa del poeta (1980)
La relación de las letras con el fracaso siempre ha sido constituyente; el éxito se concibe
como poco poético, en cambio, se centra el interés en la esencia del malogro;
dignificándolo, recargándolo (o neutralizándolo) estéticamente y también utilizándolo en el
proceso de creación como impulso privilegiado por su fuerza afectiva de deficiencia. Los
fracasados, en todo momento han hallado una plataforma, un asilo en la literatura universal.
El elogio del fracaso cuerdo como intencionado oxímoron lo cultivó Samuel Beckett en su
famoso y citado axioma, según el cual siempre cabe 'probar de nuevo' y 'fallar nuevamente
y mejor'xiv; se postula el fracaso menos como producto del azar que como principio
estimulante, código estético o fermento creativo del proceso artístico. Y se afirma que los
artistas se hallan en una posición privilegiada para fracasar donde los demás no se
atreverían a hacerlo, logrando crear así obras de arte auténticas y dignas, dotadas de una
camuflada cualidad edificante, sin olvidar nunca que la derrota puede ser no sólo heroica y
distinguida, sino también brutal y humillante, cotidiana y sin relieve, el verdadero hueco, la
manquedad.
La categoría estética de lo sublime (definida por Longino, Kant, Schopenhauer o Lyotard)
apunta a una dirección afín; a una belleza arrebatadora, extática, que puede descartar la
racionalidad y provocar dolor o temor en vez de placer. La identificación total en la
contemplación de un objeto de gran magnitud, turbulento, y las fuertes emociones
desencadenadas pueden ser las causantes de la agitación y la congoja en un espíritu
abrumado por lo que ve. Mientras que lo bello equivale a una tranquila contemplación de
un acto reposado u objeto benigno, lo sublime se opone a la perfección y nos advierte de
nuestras inestabilidades y de los límites de nuestros razonamientos.
Obviamente lo sublime y el fracaso hacen buenas migas, sobre todo si nos referimos a una
actitud que elogia el fracaso como impulso seductor e inspirador. Una cultura del fracaso
como prefiguración natural del destino, no como desvío imprevisto hacia la mala suerte, es
de gran relevancia social, ya que se fomenta el proceso de dejar de concebirlo como tabú,
siempre a base de la dialéctica del éxito y el fracaso.xv En el fútbol, la aureola mesiánica
rodea tanto a los héroes y sus gestos triunfales como a los trágicos perdedores y sus
lágrimas, ambos despiertan euforia y éxtasis, como fácilmente comprobamos después de
los partidos, por ejemplo, en los primeros planos televisivos que muestran caras y poses de
los jugadores.
El cuento de fútbol "Buba", dedicado por un aficionado al fútbol, Roberto Bolaño, a otro, a
Juan Villoro, quien escribiera ensayos magníficos sobre el deporte rey, traza los ires y
venires inescrutables entre la derrota y el triunfo de tres legendarios futbolistas del
Barcelona FC. El escritor chileno, quien había elegido Cataluña como lugar de exilio,
rememora los éxitos de su equipo de adopción, los azulgrana, en los años ochenta,
publicando el cuento en 2001. Los nombres propios no parecen referirse a jugadores
auténticos del club de aquella épocaxvi, más bien, según mis pesquisas en Internet, a
escritores (Delève, Neuhuys, Jovanovic, Buzatti, Acevedo, Buba, Herrera, etc.). ¿Un guiño
del propio Bolaño que subrayaría las conexiones literario-futboleras?
El cuento está escrito sin aparentes alardes, tan hábilmente camuflada la narración bajo una
escritura común y corriente simulando un carácter documental, mimético, que a primera
vista hace creer en la autenticidad de lo relatado.
Bolaño reúne en el cuento a su trío de protagonistas: Acevedo, jugador chileno y yo
narrador, su compañero de piso africano y maestro de ceremonias, Buba, y el local Herrera.
El carácter sagrado y arcaico que envuelve al fútbol y sus fanáticos seguidores suele
estimular prácticas ritualísticas entre espectadores y jugadoresxvii. El ritual de sangre
africano de Buba, ocultado a los dos compañeros, parece catapultar a los tres de un día
para otro al estrellato internacional, cuando al principio, lesionado el uno y meros suplentes
los otros dos, los envolvía un aura de perdedores. La conexión entre los éxitos del equipo
en el césped y el ritual privado del jugador africano remite al antiguo debate teológico-
filosófico del liber arbitrium que contrapone los actos humanos radicados en el fatalismo y
la predestinación divina con la autodeterminación, decisión y los propios méritos del
individuo. Siempre resultará delicado subdividir la parte que tiene su origen en el hado y la
que se debe a las facultades de los jugadores.
Lo aleatorio de cualquier partido impulsa a la práctica de rituales privados, hogareños, y
también públicos, en el estadio o césped. La literatura de fútbol ha mostrado un interés
especial por estas prácticas, como lo prueba un sinfín de ejemplos que convierten al equipo
en once "oficiantes" o "sacerdotes", a la pausa de la mitad de tiempo en espacio para la
"meditación", a la cancha en "rectángulo cósmico", a la esfera en "bola sagrada" y al árbitro
en "maestro de ceremonias".xviii El mágico pensamiento analógico se remonta a los juegos
de pelota precolombinos en Mesoamérica que escenificaban un ritual de fertilidad: la
virtual fertilización de la tierra por la pelota que simbolizaba el sol (además de perfección y
armonía).
La idolatría fervorosa, el culto hagiográfico a los jugadores pueden adquirir dimensiones
extremas y recargar adicionalmente la atmósfera en los estadios. Pero los fanáticos también
suelen continuar sus cultos rituales en el espacio privado del hogar y apoyar a su equipo
desde casa. El escritor brasileño João Ubaldo Ribeiro narra una anécdota de su entorno
familiar, en una entrevista concedida al periódico suizo Neue Zürcher Zeitungxix:
Mi padre, por ejemplo, en aquel entonces, cuando aún seguíamos los Mundiales en la radio,
llevaba los mismos vestidos en cada partido, siempre se bebía el mismo whisky, la botella y
el cubo siempre tenían que estar exactamente en el mismo lugar. Cuando tocaron el himno
nacional, se puso de pie, bien derecho y, en cada fase ofensiva de nuestro equipo, me obligó
a soltar el agua del inodoro. Porque una vez, en 1958, el Brasil había marcado un gol en el
primer partido contra Austria, justo cuando yo por casualidad había expulsado el agua del
bombillo. Desde entonces opinaba que nosotros habíamos contribuido de manera decisiva a
la victoria, no sólo en 1958 sino también en 1962.
Las creencias de los hinchas en sus dotes mágicas, "brujerías" y "cábalas personales"xx, con
las que influir en el desenlace del juego también se describen en textos ficticios. El
cuentista de fútbol argentino Roberto Fontanarrosa, en su cuento "19 de diciembre de
1971", evoca al sapo enterrado "detrás del arco", la sal tirada "en la puerta de los jugadores"
del equipo contrario y los alfileres clavados en muñecos con camisetas de fútbol. Su yo
narrador, como los Ribeiro, se pone el gorrito "milagroso" y también el reloj de pulsera en
la mano derecha, para cambiar el curso del partido ("con eso empatamos").
No se hacen tales declaraciones abiertas sobre los rituales privados en el cuento de Bolaño.
Buba nunca revela el acto secreto, ni tampoco da la clave, muchos años después, una casual
amante brasileña interrogada por Herrera. Ella habla de rituales afroamericanos, pero no los
explica; el misterio queda indemne.
i
Las tres conferencias dadas durante el Mundial se publicaron posteriormente. Remito a las
correspondientes bibliografías de literatura de fútbol:
"Ballkontakt. Die hispanische Fussballliteratur zwischen Verklärung und kritischer
Distanz." Eds. Wolfgang Muno/Roland Spiller, Diskurse rund um den
lateinamerikanischen Fussball. Veröffentlichungen des Interdisziplinären Arbeitskreises
Lateinamerika. Tomo 3, Maguncia, 2007: 42-56.
"La literatura de fútbol, ¿metida en camisa de once varas?" Iberoamericana. Madrid:
Iberoamericana/Vervuert, N° 27, marzo de 2007: 131-142.
"11 Spieler suchen einen Autor." Friedhelm Schmidt-Welle/Gregor Wolff (eds.): Fussball,
Fans und Literatur/Fútbol, afición y literatura. Berlín: Ibero-Amerikanisches Institut
(ibero-online, cuaderno 6), abril de 2008.
http://www.iai.spk-berlin.de/fileadmin/dokumentenbibliothek/Ibero-Online/Heft_6.pdf.
ii
Roberto Bolaño. "Buba". Putas asesinas. Barecelona: Anagrama, 2001: 147-173.
iii
Jorge García Usta. Desde la otra orilla. Ed. por Rómulo Bustos Aguirre. Cali:
Universidad del Valle/Artes y Humanidades, 2006: 25-29.
iv
Pienso en textos de Juan Villoro (Los once de la tribu), Eduardo Galeano (El fútbol a sol
y sombra), Osvaldo Soriano ("El penal más largo del mundo"), Roberto Fontanarrosa
(Cuentos de fútbol argentino), Javier Marías (Salvajes y sentimentales), Horacio Quiroga
("Juan Poltí, half-back" o "Suicidio en la cancha"), Augusto Roa Bastos ("El crack"),
Camilo José Cela (Once cuentos de fútbol), Miguel Delibes (El otro fútbol), Mario
Benedetti ("Puntero izquierdo", "El césped"), Rafael Alberti "Oda a Platko", etc.
Además las antologías cunden y se venden cada vez más: unos 25.000 ejemplares de Y el
fútbol contó un cuento (Alfaguara), incluso 100.000 de El fútbol a sol y sombra de
Galeano. En México se distribuyó gratis, en una tirada de 20.000 ejemplares, la antología
Poesía a patadas. En Argentina fueron superventas Y el fútbol contó un cuento de
Alejandro Apo o Hablemos de fútbol de Víctor Hugo Morales y Roberto Perfumo, y hasta
existe una editorial especializada en el tema, El Arco.
v
Cf. Aleida Assmann. Die Legitimität der Fiktion. Múnich: Wilhlem Fink, 1980: 132.
vi
Jorge Valdano, en "El miedo escénico” (Alfonso Sánchez Rodríguez/José Antonio Mesa
Toré (eds.). Deporte, arte & literatura. Litoral 237 (2004): 79), cita a Kipling quien hace
tocarse los extremos de la dialéctica, sosteniendo que "el éxito y el fracaso son dos grandes
impostores".
vii
Andreas Solbach. "Der neue Diskurs über Fussball". Johannes Marx/Andreas Hütig
(eds.). Abseits denken. Fussball in Kultur, Philosophie und Wissenschaft. Kassel: Agon,
2004: 110.
viii
Ibídem: 116.
ix
Citado, en: Ibídem: 128.
x
Rogelio López Cuenca. "Quniela". Alfonso Sánchez Rodríguez/José Antonio Mesa Toré
(eds.). Op.cit: 109.
xi
Justo Navarro. "Los nombres”. Alfonso Sánchez Rodríguez/José Antonio Mesa Toré
(eds.). Op.cit.: 69.
xii
Gran parte de los relatos de fútbol se remontan a la infancia o adolescencia de los autores
entregados a idealizaciones retrospectivas que congelan un fútbol no mercantilizado del
pasado, cuyas gestas en la cancha se transmitían por la radio. "Cuando vemos un partido,
somos chicos oyendo un cuento", afirma el escritor argentino Martín Caparrós. Pablo
Hacker. "La pelota literaria". La Nación del 6 de enero de 2008. Versión digital hallada el
15 de junio de 2009 < http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=976639>
xiii
Eduardo Chillida. "Portero de barro”. Historias de fútbol, ABC literario. Citado en:
Alfonso Sánchez Rodríguez/José Antonio Mesa Toré (eds.). Op.cit.: 94-95.
La percepción espacial, la territorialización en estructura de red de los jugadores de hoy se
ve profundamente influenciada por los códigos de los juegos digitales, simulados por el
ordenador, las consolas, con los que han crecido. Ya Klaus Theweleit lanzó la tesis de la
digitalización del fútbol. Klaus Theweleit. Das Tor zur Welt. Fussball als Realitätsmodell.
Coloña: Kiepenheuer & Witsch, 2004.
xiv
"Ever tried, ever failed. No matter / try again, fail again, / fail better." La cita se halla en
su pieza tardía de prosa, Worstword Ho (London: John Calder, 1983), de apenas 41
páginas, en las que una voz emite monosílabos altamente poetizados, articulados en breves
frases de un staccato disfuncional, en general, de una estructura distorsionada.
xv
Cf. también el concepto del 'mito del fracaso' utilizado por José Pablo Feinmann en: "Los
mundiales de fútbol". El mito del eterno fracaso. Buenos Aires: Editorial Legasa, 1985.
xvi
Aunque había un Helenio Herrera, Don Hache, a finales de los cincuenta, según Enrique
Vila-Matas, quien ha compilado una lista de sus jugadores favoritos del Barça de la época
en: "Una temporada olvidada (manual de nombres)". Diario 16 del 18 de mayo de 1994,.
Citado en: Alfonso Sánchez Rodríguez/José Antonio Mesa Toré (eds.). op.cit.: 70-72. En
este artículo, Vila-Matas establece varios paralelismos entre fútbol y literatura, evocando
los dotes de Miguel Delibes (bajo el seudónimo de Miguel del Seco) de reportero de fútbol,
o la novela de Gonzalo Suárez, Los once y UNO [1964]. Barcelona: Plaza & Janés, 1997.
Hace un año, Vila-Matas volvió al tema publicando un artículo en El País del 31 de mayo
de 2008 titulado "Corazón tan tricolor" sobre el jugador, en el que se inspiró Horacio
Quiroga para su famoso y primer cuento de fútbol "Juan Poltí, half back" de 1918. El medio
centro uruguayo Abdón Porte hizo de su "ligero declive" como suplente de su club el
Nacional, una 'derrota sublime' matándose en el centro exacto de la cancha, depositando a
su lado unos versos de despedida algo patéticos de reminiscencias gongorinas escritos por
él. El artículo de Vila-Matas traza posibles paralelismos entre jugadores de fútbol "que
leen" y literatos aficionados al balompié que intercambian secretos sobre sus oficios. El
autor había preguntado a sus amigos futbolistas si hay jugadores que pueden estar
conscientes de que "acababan de hacer la mejor y última gran jugada de su vida. Se trataba
obviamente de una pregunta que, en términos literarios, pocos escritores aceptarían
responder. Yo, al menos, no he conocido a nadie que esté dispuesto a reconocer que su
mejor libro ya lo ha escrito".
xvii
"La historia del fútbol podría ser entendida como una verdadera antología de la
superstición, plagada de talismanes, amuletos y gestos rituales que el jugador utiliza como
muletas en que apoyar sus inseguridades." Jorge Valdano, "El miedo escénico". Op.cit.: 79.
Las canciones de los fanáticos, su indumentaria, los repetitivos actos colectivos cada
domingo, apoyan dicho carácter ceremonial.
xviii
José Luis Sampedro. "Aquel santo día en Madrid". Fulgencio Argüelles et al. Once
contra once. Cuentos de fútbol para los fanáticos de fútbol. Barcelona: fnac, 2006: 161-
170.
xix
João Ubaldo Ribeiro. "Brasilien wird Weltmeister". NZZ Folio, mayo de 2006: 18-19.
[La traducción al castellano es mía.]
xx
Roberto Fontanarrosa. "19 de diciembre de 1971". Fulgencio Argüelles et al. op.cit.: 81-
101.
xxi
Roberto Bolaño. Op cit.: 151.
xxii
Idem: 162.
xxiii
Justo Navarro. Op.cit: 69.
xxiv
[...] "que para qué les voy a contar”, "como todo el mundo sabe", "ustedes ya me
entienden", "ustedes vieron los partidos por televisión". Idem: 154, 147.
xxv
Jorge García Usta. op.cit.: 25-29. Vinícios de Morais tiene un soneto titulado "O anjo
das pernas tortas".
xxvi
Mientras que había recibido su apodo Garrincha ('un pajarito de la selva') por sus aladas
jugadas y sus piernas delicadas, el pájaro ahora da una imagen deplorable, estremecida,
temblorosa por su grave enfermedad.
xxvii
Curiosamente ahora, a 26 años de su muerte, el guardián del cementerio, donde yace la
estrella brasileña de fútbol, informa que apenas vienen aficionados a visitar su tumba
abandonada.
En: Mi Santander, mi cuna, mi palabra [1961], citado en: Alfonso Sánchez
xxviii
Aunque nunca fui un gran entusiasta de sus teorías literarias, siempre recuerdo un cursillo
que le oí a Roland Barthes, en los cursos de tercer ciclo de La Sorbona, a comienzos de los
años sesenta, sobre el lenguaje de la moda. El ensayista francés llevaba a las clases las
revistas de moda más populares –“Elle”, “Vogue”, “Marie Claire”– y sometía sus textos a
un análisis brillante e incisivo.
Sus explicaciones mostraban de manera convincente que la crítica de (sobre) modas tiene
muy poco que ver con la realidad que, supuestamente, describe con palabras –los vestidos,
sombreros, zapatos, adornos, etc. de damas y caballeros– y que es, más bien, una retórica
autosuficiente, autárquica, de gran originalidad e inventiva, cuya función consiste en
‘mitificar’ la moda, rodeándola de una aureola fascinante e irreal. Muchos de los lenguajes
críticos de nuestro tiempo cumplen una función parecida: crear mitologías, incrustar lo
irreal en la realidad cotidiana, añadir una dimensión imaginaria y fantástica a la experiencia
de los hombres. En contra de lo que piensan muchos intelectuales puritanos, convencidos
de que el hombre no debe distraerse jamás del mundo objetivo, de los problemas tangibles
y contables, de la HISTORIA con mayúsculas, yo pienso que esta actividad –que por otra
parte es la mía: fabricar ficciones– no tiene nada de enajenadora. Que es, más bien,
utilísima desde el punto de vista del individuo y de la sociedad. Todo lo que tienda a activar
la fantasía y la imaginación humana es bueno. Todo lo que contribuya a estimular el apetito
de la gente por ‘otro’ mundo, distinto de aquel en el que viven, es positivo, pues mantiene
viva la insatisfacción y la inconformidad, el deseo de cambio, que es el combustible del
progreso. Esta es la función principal de las ficciones en la vida –de todas las ficciones, las
de los libros y de las películas, las que se cuentan y las que se cuenta uno mismo en la
soledad de conciencia– y esto explica, sin duda, la terca longevidad de la ficción en el curso
de la historia. Mientras haya ficciones habrá esperanza. Cuando desaparezcan, ya no la
habrá, pues la humanidad se habrá robotizado del todo.
Igual que la crítica de (sobre) modas, la crítica del fútbol es también una formidable
maquinaria creadora de mitos, un espléndido surtidor de irrealidades que alimenta el apetito
imaginario de vastas multitudes. Hasta hace relativamente pocos años no lo era, pues los
comentarios de fútbol en la prensa, la radio y la televisión tenían un carácter realista, se
limitaban a cumplir el más mediocre cometido que cabe a la crítica: describir servilmente la
realidad, referir puntualmente las incidencias de un partido, informar con objetividad –es
decir, en un lenguaje invisible, transparente– sobre la actuación de los jugadores. ¿Qué
interés puede tener ese tipo de crítica científica? En ese tiempo había que leer la crítica
taurina. Era la verdaderamente creativa, fantaseadora, con un vocabulario entre esotérico y
folclórico, capaz de perpetrar las cursilerías más encantadoras y de un humorismo
involuntario constante.
En nuestros días, gracias a la demanda multitudinaria de ese público imantado por el fútbol,
que quiere ver fútbol no solo en los estadios sino también en los diarios, las radios, la
televisión, la crítica del balompié rompió ya con el realismo y accedió a ese estadio
superior de la escritura, que es la creación de mitos.
Sin temor a exagerar se puede decir que es regla casi general que las páginas deportivas
sean las más vitales e imaginativas de diarios y revistas, aquellas en las que el periodista
muestra una libertad y una audacia estilística mayores. Lo mismo se puede decir del
comentarista radial de fútbol, que, si es bueno, va enriqueciendo con sus palabras aquello
que transmite, como un trovador medieval transformaba en sus versos los amores o las
batallas que cantaba. El comentarista de televisión, en cambio, está embridado por la
presencia de la imagen, que lo ata a la realidad del partido.
He aquí unos cuantos ejemplos, elegidos sin trampa en los diarios a los que puedo echar
mano en este estadio Balaídos de Vigo, donde escribo estas líneas. Un periodista catalán,
refiriendo el desempeño que tuvo en el primer partido del Mundial ese arquero belga con
nombre de cachetada (Pfaff), lo define bellísimamente como “el portero de la vista
agrimensora”. Un crítico madrileño, por su parte, sintetiza con esta insuperable alegoría la
derrota argentina ante el equipo Belga: “Argentina murió al atardecer, en el centro del
campo. La magia de los campeones del mundo quedó atrapada por la tela de araña roja
tejida por los belgas en la zona entre áreas”.
Los árbitros, para otro comentarista, no castigan a los jugadores: les “muestran la cartulina”
o les señalan “el infamante camino del camarín”. Un partido no es un partido, sino un
pretexto para sugestivas formulaciones retóricas, en las que la “visión práctica” y la
“eficiencia zonal” del “estratega” (entrenador) soviético se enfrentaron a la “filosofía de
inspiración individualista”, al “ritmo embrujante y mareador” del “once” brasileño.
Se podría hacer una linda antología de críticas de fútbol, mostrando cómo los periodistas-
ficcionistas apelan, con instinto poético envidiable, para describir los partidos, a los más
diversos arsenales retóricos, y que hay encuentros reseñados como un espectáculo musical,
como una comedia de disparates, como una tragedia griega, como una hazaña épica o como
una catástrofe militar. Gracias al fútbol, la literatura de ficción contemporánea se ha
enriquecido con un aporte tan simpático como inesperado: las secciones deportivas de la
prensa.
Pasaron tres décadas desde aquel 3-1 a Holanda, con dos goles de Kempes y uno de
Bertoni, un éxito logrado digna y legítimamente en la cancha que la dictadura militar
manchó de sangre, como todo lo que tocaba, salpicándolo para siempre.
Fragmento de “La música que quiero”, un poema del periodista Carlos Ferreira.
Pasa de largo
y entonces me transformo en un
torero:
pego.
Giro de pronto,
pecho
quiero.”
El poema no hace referencias personales, pero le cabe a Mario Alberto Kempes. Uno lee y por estos días
piensa en Kempes, en gol argentino. Goles para superar a Polonia, para dejar atrás a Perú, para la venganza
contra Holanda.
Kempes había jugado el segundo tiempo de aquel partido del ’74 contra la Naranja Mecánica, en
Gelsenkirchen. Entró por René Houseman en el inicio del segundo tiempo. Y tocó la pelota tanto como
Ubaldo Matildo Fillol, que integraba el plantel, pero estaba afuera... Los tres sufrieron en el pellejo propio la
vergüenza del baile y del 4-0 que no fue el doble porque los holandeses bajaron de revoluciones, para ellos el
campeonato seguía. A este cronista le tocó también padecer aquella goleada. No tocaron la pelota ni Kempes,
ni Houseman, ni Wolff, ni Carnevale, ni Balbuena y siguen los ni.
La primera llegada hasta el arco holandés fue un remate de Ayala desde lejos, a las manos del arquero
Jongbloed sobre la mitad del segundo tiempo. Alguna vez contó Roberto Perfumo que, con el partido 2-0, el
arquero Daniel Carnevali se apuró para ir a buscar una pelota que se había ido afuera y él le sugirió que
hiciera tiempo. “Pará, loco, tranquilo –le dijo– que éstos nos van a hacer media docena.”
Cuatro años después de aquello, Argentina disputó la final del Mundial contra casi los mismos jugadores
holandeses. Parecía mentira. En el medio pasó que César Menotti se hizo cargo de la Selección. El Flaco
jerarquizó al equipo nacional. Convenció a los deprimidos futbolistas locales de que con una buena
preparación física podían jugar de igual a igual con los europeos y hacer pesar la superioridad técnica; logró
darle contenido a la idea de que la Selección era la prioridad Nº 1; entrenó a fondo; hizo amistosos contra los
más pesados; llevó a la Selección por todo el país, convocó a jugadores de distintos equipos; se bancó las
críticas despiadadas (como Basile hoy, como Bielsa ayer) de quienes no aceptaban ni su estilo de juego ni su
manejo con la prensa y logró el objetivo de armar una selección competitiva. Los jugadores, acaso por
primera vez en la historia después del desastre de Suecia sentían orgullo de ser convocados para el
seleccionado. Eso sigue hasta hoy.
Argentina del ’78 era un equipo muy sólido, aguerrido, simple y contundente, aunque no todo lo vistoso que
hubiera pretendido el entrenador y quienes suscribían su ideario futbolístico. El Juvenil del ’79, sí lució en
tiempo completo la belleza estética que aquel cuadro del ’78 sólo conseguía fugazmente.
Jugaba con cuatro defensores, sostenía todo el andamiaje con Gallego parado delante de la línea de cuatro,
pendulaba con la movilidad de Ardiles y atacaba con dos wines bien abiertos: Bertoni o Houseman y Ortiz.
Un delantero centro, un referente de área como dicen ahora, Luque; y Kempes, líbero de toda la cancha,
inclasificable polifuncional capaz de arrancar de bien atrás para llegar hasta lo más profundo de las defensas
rivales.
Con tres de punta o con dos, con Valencia, Villa o Larrosa en la cancha, daba lo mismo: Kempes siempre
encontraba su lugar en el mundo y resultaba vital para el equipo y letal para los rivales. La columna vertebral:
Passarella-Gallego-Kempes se completaba con Fillol. El Pato conservaba en el arco lo que los demás
construían con paciencia arriba. La Selección pasó la primera fase, asimiló el impacto de la caída contra Italia
y atravesó el camino hacia la final, ya con Kempes en el mejor nivel. La historia es conocida: 2-0 a Polonia
con una primera atajada de Kempes para evitar que la pelota entrara y una segunda volada de Fillol en el
penal e Deyna; empate con Brasil, goleada a Perú. Punto y aparte.
Aquella goleada a los peruanos estará eternamente bajo sospecha. No hay pruebas fehacientes del arreglo,
pero sí datos cruzados que hacen pensar que el almirante Lacoste y sus secuaces se movieron para asegurarse
de que los peruanos no ofrecieran demasiada resistencia. Lo que está claro es que si hubo algo turbio no partió
de los jugadores ni del cuerpo técnico. Y también es innegable que la Selección estaba en condiciones de
hacerle los goles que necesitaba. Los peruanos habían llegado a este partido después de perder 3-0 con Brasil
y 1-0 con Polonia. Anímicamente caídos, recordaban que un par de meses antes, en Lima, Argentina había
ganado fácil, más allá del 3-1 final. Demasiados elementos para suponer que ese equipo supermotivado
necesitara de oscuras ayudas.
Treinta años pasaron desde la final que Argentina ganó digna y legítimamente en la cancha. Treinta años sin
que Kempes tuviera todo el reconocimiento que se merecía por lo que hizo en la cancha. Treinta años de una
final que la terrible dictadura militar manchó de sangre, como todo lo que tocaba.
Fragmento de otro poema de Carlos Ferreira: “Mundial”
días,
engaño.
indigno y torpe:
olvido
Y nosotros allí.
sudorosas,
hechos pelota”.
Perfume de Gol
(Cuentos / La Mujer y el Fútbol)
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009 y
2010.
De la Contratapa
“El fútbol es una patria más intensa que la
patria misma, espeja nuestro exitismo y
fracasismo, nuestra violencia, las
supersticiones camufladas de religión, el
racismo de cada día y tanto más. Esa
patria, desde siempre, fue monopolizada
por los hombres”, dice el autor de este
libro.
En la creciente literatura referida al fútbol,
la mujer a lo sumo aparece como elemento
ocasional, decorativo, lateral, pero nunca
protagonista. En cada uno de los diecisiete
cuentos reunidos en este volumen, las
mujeres son el eje y el detonante.
1
Al ser interrogado alguna vez acerca del fútbol, el escritor argentino Jorge Luis Borges
atribuyó su popularidad al hecho de que “no hay nada más popular que la estupidez”; antes,
había dicho: “Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son
especialmente hermosos”. Borges demostraba así que su desprecio por el fútbol era tan
grande como su desconocimiento de las reglas de ese deporte, ya que lo habitual es que
solo corran diez jugadores por bando mientras los dos porteros o arqueros guardan su
portería (aunque el portero turco Rüştü Reçber solía correr detrás del balón, según
recuerdo), pero, en cualquier caso, ¿quién podría llevarle la contraria al autor de El Aleph?
(Algunos otros escritores, por supuesto: Umberto Eco, Henry de Montherlant, Vladimir
Nabokov, Alan Sillitoe, Anthony Burgess, Albert Camus, Nick Hornby y otros, todos
grandes aficionados.)
Aunque hubo un tiempo en que no parecía posible interesarse por la literatura y por el
fútbol, hace mucho que ese tiempo parece haber quedado atrás, y hoy son numerosos los
escritores que se interesan (nos interesamos, debería decir) por las dos cosas, al punto de
que la intersección de ambos intereses es ya, de algún modo, un género o subgénero de la
literatura, en particular de la hispanohablante. Un listado provisional de los escritores en
esta lengua que han escrito sobre fútbol debería incluir a los argentinos Roberto
Fontanarrosa (autor del que, en mi opinión, es el mejor cuento de fútbol: 19 de noviembre
de 1971, acerca del día de “la palomita de Poy” del que hablaba en un artículo anterior de
esta serie), Eduardo Sacheri, Rodolfo Braceli, Osvaldo Soriano (autor de unas
Memorias del Míster Peregrino Fernández y de unos Cuentos de los años felices en los que
hay mucho fútbol), el uruguayo Eduardo Galeano (un escritor que, por otra parte, debería
estar en las listas negras de cualquier lector de calidad), el mexicano Juan Villoro (Los
once de la tribu, Dios es redondo), los españoles Javier Marías (Salvajes y
sentimentales), Manuel Vázquez Montalbán (El delantero centro fue asesinado al
amanecer), Antonio Hernández (El Betis: la marcha verde), Juan Bonilla, Camilo José
Cela (autor de unos Once cuentos de fútbol y demostración palpable de que una de las
principales responsabilidades de un escritor para con su obra es encontrar una buena viuda),
Gonzalo Suárez, David Trueba, Ramiro Pinilla, Sergi Pàmies y Enrique Vila-Matas,
pero también Rafael Alberti, Manuel Alcántara y Gerardo Diego, seleccionados junto a
otros por Luis García Montero y Jesús García Sánchez (Chus Visor) en la reciente Un
balón envenenado, antología de poesía hispanohablante sobre el fútbol.
Naturalmente, no es una lista de autores menores (y puede ser ampliada, por ejemplo con
los muchos y magníficos libros de periodistas como Santiago Segurola, Manuel Jabois y
Enric González, entre otros), pero el hecho de que, a pesar de todo, hayan sido pocos los
escritores que han hablado de fútbol (es decir, pocos en relación a la importancia social de
ese deporte y a lo mucho que se habla y se escribe sobre él en nuestros días) parece entrañar
una contradicción a lo dicho anteriormente. A falta de su constatación, quizás pueda
arrojarse una hipótesis que resulta de la lectura de los cuentos de fútbol: la razón de su
escasa ficcionalización en la literatura se debe al escaso interés narrativo de este deporte.
No en vano los mejores relatos de fútbol no se ocupan, o solo tangencialmente, de los
lances del juego: estos no son realmente atractivos cuando son puestos por escrito; leer
acerca de una jugada toma más tiempo que contemplarla y es menos atractivo. Lo
interesante narrativamente es aquello que rodea al fútbol y escapa a su racionalidad
deportiva, a su reglamento, a las jugadas y a las tácticas empleadas durante un partido.
Algo similar parece venir a decir el cine sobre fútbol: filmes como Harry el futbolista
(dirigida Lewin Fitzhamon, 1911), Pelota de trapo (de Leopoldo Torre Ríos, 1948),
Match en el infierno (de Zoltán Fabri, 1961), El presidente del Borgorosso F.C. (Luigi
Filippo D’Amico, 1969), La angustia del portero ante el penalty (Wim Wenders, 1972),
Escape a la victoria (John Houston, 1980), Ultra (Ricky Tognazzi, 1990), Das Wunder
von Bern (Sönke Wortmann, 2003) y otros prestan escasa atención al juego a pesar de que
la visualidad del medio cinematográfico determina de antemano que estos filmes estén en
mejores condiciones que la literatura de narrar un partido de forma atractiva.
Entre los ejemplos de esto último me interesan particularmente dos: el blog de Pablo Díaz
La liga hecha un cromo, en el que el autor tira de álbumes de cromos (llamados “figuritas”
en Argentina) para contar historias de la liga española de fútbol de dudoso gusto: la del día
en que Marco Van Basten acabó con la carrera futbolística de Jordi Roura, actual
segundo entrenador del FC Barcelona; la del prodigioso Atila Kasas, la de Claudemir
Vitor y su esperpéntico paso por el Real Madrid, etcétera: ya solo volver a ver el bigote del
colombiano Adolfo “Tren” Valencia o la pinta de abuelo bondadoso de Carmelo
Navarro (jugador del Cádiz a finales de la década de 1980) convierte a La liga hecha un
cromo en un blog de referencia (aunque resulta difícil explicar por qué a alguien le gustaría
ver semejantes cosas: yo mismo no me explico por qué me gusta a mí).
El segundo ámbito para este tipo de literatura “baja” del fútbol se encuentra en En una
baldosa, una página web mantenida por un puñado de aficionados argentinos con la
colaboración de los usuarios. En ella se detallan las vidas más o menos desgraciadas de
cientos de futbolistas argentinos y de otras procedencias que tuvieron sus cinco minutos de
fama en la liga de ese país (y a veces considerablemente menos). El sitio es inusualmente
cruel, pero también aleccionador, y el lector aprende en él bastantes cosas, ninguna muy
importante: que los futbolistas tienden a escoger el peor corte de cabello posible en su
época (esto, en la década de 1980, era inevitable, por cierto), que ser una joven promesa a
menudo solo es el preámbulo a convertirse en una triste realidad, que siempre se puede caer
más bajo (algunos clubes de la sexta división italiana parecen existir solo para dar refugio a
los futbolistas argentinos poco afortunados, por ejemplo), que las drogas, el alcohol, las
madres y las novias son los principales enemigos del futbolista, que Dios es un ojeador
poco fiable y, como escritor de vidas de futbolistas, alguien con un sentido del humor
bastante singular (por no decir macabro). Muy pocas ficcionalizaciones del fútbol pueden
compararse a estos relatos verídicos (por cierto, Borges también realizó la suya: junto a
Adolfo Bioy Casares escribió en 1967 un relato titulado Esse est percipi que anticipó la
transformación del fútbol en un espectáculo en el que hay más de simulación que de
deporte y en el que quien menos importa es el aficionado; el cuento puede encontrarse en la
Red).
[Próximamente: Los malos y los buenos del fútbol en Argentina y en todos los demás
lugares]
Hace no tanto existía el prejuicio de que no era posible hacer buena literatura utilizando el
fútbol, algo que ha sido desmentido en los últimos años con la incursión de numerosos
autores en el campo. Pero en España el fenómeno es más bien reciente y en ocasiones
obedece más a una publicación oportunista (libros sobre Guardiola, Del Bosque o
Mourinho) que a un trabajo concienzudo o autobiográfico. En otras latitudes la literatura
deportiva tiene más tradición y existen obras que son ya prácticamente consideradas
incunables en la materia. Vamos a ocuparnos de tres obras que podrían componer la
Santísima Trinidad de la literatura sobre fútbol. Dos vienen desde Inglaterra, la cuna del
fútbol, y la otra desde Uruguay, un país donde la pasión por el deporte rey también es
centenaria. Sirven para comprender lo que significa este deporte más allá del terreno de
juego pero también para disfrutar ya que su calidad literaria es innegable, algo de lo que
pueden presumir merecidamente.
Hoy en día ser aficionado del Arsenal es un orgullo, no tanto por los títulos, ya que lleva
años sin levantar una copa, pero sí por su fútbol estético y armonioso, no muy competitivo
en las grandes citas pero sí agradecido con el aficionado que acude al flamante Emirates
Stadium. Pero hubo un tiempo en el que el Arsenal no jugaba bien sino burocráticamente,
donde el 1-0 estaba a la orden del día y sus aficionados eran auténticos sufridores. Uno de
ellos era el autor del libro, Nick Hornby, que en “Fiebre en las gradas” (1992) a través de
un ejercicio semi autobiográfico ofrecía un documentado día a día de un aficionado cuya
vida, profesional y hasta sentimental, se ve afectada por lo que le ocurre a su equipo y
cuyos destinos parecen unidos por una pasión o incluso por algo más fuerte, una auténtica
forma de vida. El libro destila ironía y contribuyó a que el fútbol empezara a salir del
círculo de los aficionados para llegar a otros ámbitos de la sociedad y es una declaración de
amor a este deporte a la que siguen enganchándose los aficionados veinte años después. El
autor de “Alta fidelidad” consiguió que “Fiebre en las gradas” se convirtiera en un clásico
moderno de la literatura deportiva y que fue incluso trasladado con éxito a la pantalla en la
película “Fuera de juego” (David Evans, 1997).
Viajar por todo el mundo para conocer de primera mano cómo el fútbol puede tener una
importancia capital en muchos países y cómo los gobiernos lo utilizan para hacer política.
Es la misión que se propuso Simon Kuper, un periodista y aventurero inglés (aunque
nacido en Uganda) que estuvo durante casi un año recorriendo el mundo para entrevistar a
ex futbolistas, entrenadores, aficionados, periodistas y políticos para empaparse y
comprobar que, más allá del mero juego, el fútbol es algo mucho más importante en la
mayoría de países. Después contó todo lo vivido, escuchado y aprendido en “El fútbol
contra el enemigo” (1994). A través de la mirada de Kuper podemos constatar cómo la
rivalidad surgida tras la II guerra mundial entre Holanda y Alemania ha sido trasladada al
terreno de juego en cruentas batallas así como comprobar el poder del fútbol en la
independencia de las repúblicas bálticas, cómo el fútbol simboliza la rivalidad histórica
entre católicos y protestantes entre los dos grandes equipos de Escocia o lo que significa el
Barça como símbolo de Cataluña. Sus viajes también le llevaron a conocer el fútbol
africano en Camerún, su significado casi religioso en Brasil y Argentina o la importancia
que tuvo en los enfrentamientos entre croatas y serbios para concluir su periplo en el
mundial de Estados Unidos 1994 comprobando su universalidad absoluta. Y en todos los
sitios a los que fue, Kuper pudo comprobar de primera mano que el fútbol y la política
están tan conectados que a veces es difícil separarlos. El libro fue publicado en Reino
Unido hace casi veinte años pero la edición española es de 2012 y está prologada por
Santiago Segurola. Se trata de un clásico que no pierde vigencia con el paso de los años y
que todo aquel interesado en comprender la dimensión global del fútbol debería leer.
El futbol es el deporte que llama a las multitudes, apasiona a los seres humanos, mueve el
corazón de la masa; la gente da la espalda a sus problemas cotidianos cuando de apoyar a
su equipo se trata. No por nada se juega en los cinco continentes, sin importar ni género ni
estrato social.
Además de los cronistas del deporte, el tema es analizado por escritores, sociólogos,
psicólogos y antropólogos, quienes observan la fuerza y poder que representa el fútbol para
la sociedad y la cultura del mundo. Las Copas Mundiales, los jugadores, las jugadas, los
goles, los ídolos y el ardor de las multitudes.
Existen muchos géneros que se dedican a la narración e investigación del futbol, pero es
peculiar ver cómo grandes escritores han dedicado tiempo a ello. Así, en el campo de la
literatura encontramos el caso de Eduardo Galeano con su libro El futbol a sol y sombra,
este destacado artífice de la pluma nos envuelve de manera muy sentida en narraciones
minuciosas de partidos, jugadas y anécdotas particulares de personajes célebres del
balompié.
Otro gran libro sobre futbol es Dios es redondo, de Juan Villoro, que narra el amor a la
camiseta que los seguidores de este juego viven por sus equipo desde la infancia hasta la
edad adulta.
Uno de sus últimos libros es Balón dividido, retoma nuevamente el tema del futbol para
presentarnos un compendio de relatos y crónicas de este deporte internacional, así como
las desventuras del balompié mexicano. Se trata de un libro lleno de anécdotas que
devuelve a los grandes jugadores de futbol a su dimensión humana.
Totalmente recomendable es Cuentos de fútbol, una antología realizada por Jorge Valdano,
exjugador que pasó del mundo del futbol al mundo de la literatura. En esta selección
encontraremos relatos sobre futbol realizados con gran maestría por Mario Benedetti,
Alfredo Bryce Echenique, Javier Marías y el propio Valdano.
Hambre de gol, Crónicas y estampas del futbol, es otro libro de relatos sobre el deporte del
balón, compilado por Juan José Reyes e Ingancio Trejo Fuentes. En donde a través de
cuentos, poemas, piezas para teatro y entrevistas se reflexiona sobre el fenómeno del
futbol mexicano.
Sin duda el futbol es para practicarse, para verse pero también para leerse. ¿Qué otros
textos sobre futbol recomiendas?
[Literatura y Fútbol] “Zapatitos con Sangre: 66 poetas del fútbol” de Víctor Munitas
– Edit- Cuarto Propio
Junio 30th, 2016 | Author: Fútbol Rebelde
El Fútbol. El rey de los deportes, pasión de multitudes, qué se puede decir que ya no se haya dicho
de esta manifestación humana que corre y golea tangencialmente a la sociedad mundial. Su relación
con la literatura es casi tan antigua como su origen. De esto no divagaré porque me separaría años
luz de lo que de esta reseña se trata. El lazo férreo de la literatura con este deporte se podría
representar con tres opiniones, comencemos con la detractora; Jorge Luis Borges, el “anarquista”:
“El fútbol es popular porque la estupidez es popular”. “Qué raro que nunca se le haya echado en
cara a Inglaterra haber llenado el mundo de juegos estúpidos, deportes puramente físicos como el
fútbol. El fútbol es uno de los mayores crímenes de Inglaterra”. “La idea que haya uno que gane y
que el otro pierda me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder,
que me parece horrible”. Por otro lado el gran Premio Nobel: Albert Camus: “Todo cuanto sé con
mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.”, Ahora, no es
casualidad que deje acá un solo pensamiento de alguien a favor. Es porque recurriré a un escritor
realmente fanático del futbol: Eduardo Galeano: “El fútbol se parece a Dios en la devoción que le
tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. ¿Confuso? La
literatura siempre y recalco este siempre, ha estado detrás del sentir humano, y la pasión en todo su
espectro de acción. Es, en síntesis, tema para todo arte.
Víctor Munita Fritis, poeta que comprende perfectamente ese fenómeno psico-fisiológico, que hace
desde amar incondicionalmente una camiseta, un color, una insignia hasta el reventar en un grito
que hermanado con el orgasmo, un ”GOOOOOOOOL” , una manifestación sonora que nace desde
un aurícula o ventrículo hasta los labios. El acto del futbol, con todas sus reglas, con todos sus
aspectos que representan la vida en sí misma y ésta, desde el desconocimiento total hasta el
fanatismo acérrimo. Nada más certero que un poeta para antalogar textos respecto a una pasión tan
enajenante como el deporte en comento.
[Literatura y Fútbol] Pelota de Papel, cuentos de fútbol escritos por futbolistas
Por Ezequiel Scher | @zequischer.- De Sampaoli a Valdano, de Aimar a Cavenaghi, del Patón
Guzmán al Patrón Bermúdez, de Sava al Mago Capria, Seba Domínguez armó un libro escrito por
jugadores.
No es un artículo de la Constitución Nacional de cualquier país porque es una verdad universal: el
fútbol es, sobre y ante todo, un ejercicio de imaginación. Pero esa imaginación no se basa
estrictamente en el hecho de tener que pensar cómo hacer una jugada que termine traspasando los
dos palos que se encuentran al final de la cancha rival. Es más: de base, es el hecho de regular un
terreno, inventar un objeto que pueda patearse y juntar gente que pueda asumir un rol en ese
entramado. Aunque quiera depositarse demasiado campeonato simbólico en los colores de las
camisetas y de las banderas, el gran símbolo -gran y esencial- es la decisión de chicos o de chicas en
una escuela o en un campito o en donde sea de agarrar un papel o varios papeles, hacerlos un bollo
y lograr la ilusión, más que confirmada, de que eso es una pelota.
Literatura y Fútbol: Enfermo de Fútbol, Una Novela – Daniel Frescó
Marzo 15th, 2016 | Author: Fútbol Rebelde
Sinopsis: Una mañana Jesús José Miranda, un ignoto contador público del barrio de Caballito,
asume que está “enfermo de fútbol” y decide a partir de ese momento no hacer otra cosa que
quedarse en su casa mirando partidos frente al televisor. Su nueva condición lo obliga a lidiar con la
crisis familiar que se desencadena, la incomprensión de sus empleadores y las consecuencias de una
bancarrota. Pronto se convierte en un personaje célebre, aclamado por los hinchas y eje de una
controversia que sacude las bases mismas de la sociedad. ¿Es válido dar rienda suelta a la pasión o
conviene ponerle coto en aras del sistema? Fogoneada por Internet y las redes sociales, la polémica
crece y con ella el apoyo a Miranda, cuya fama trasciende las fronteras. Cunde la alarma y las
autoridades, atemorizadas por un incipiente efecto contagio, intentan neutralizarlo por todos los
medios.
Enfermo de fútbol es la primera novela de Daniel Frescó, autor entre otros libros de la biografía
oficial del “Kun” Agüero. En esta historia desopilante el autor proyecta la devoción por el fútbol en
el telón de fondo del mundo globalizado e hiperconectado del siglo XXI. El protagonista, a la vez
héroe y antihéroe, refleja en un espejo deformante a millones de fanáticos que sufren y gozan del
deporte más popular de todos los tiempos.
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Posted in Cultura y Fútbol | Tags: Argentina, Literatura y Fútbol, Novelas | No Comments
»
El año pasado fuimos invitados a ser parte de la mesa de debate del lanzamiento del libro “Pelota de
Trapo: fútbol y deporte en la historia popular”, publicado por la Editorial Quimantú, continuadora
en cuanto a objetivos del proyecto editorial de gran arrastre y desarrollo creativo y cultural durante
el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. Todo esto en el contexto de “Yo me libro”,
feria popular del libro y la cultura.
Nos sorprendió gratamente que desde la academia crítica y con un enfasis en la mirada que tenemos
los sectores populares comience a tener eco, uno de los objetivos que nos pusimos cuando nos
conformamos como organización. No sólo promover espacios de organización popular donde jugar
y sentir el fútbol, sino desde donde pensarlo y reflexionarlo, para entenderlo y transformarlo.
Proceso que debe ir a la par con un cambio social profundo, producto de las amplias y diversas
luchas que estamos dando como pueblo.
Con más tiempo en el verano hemos podido leerlo con tranquilidad y aquí va nuestra opinión al
respecto.
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26/06 Presentación del libro “Un año pelotudo, relato (futbolero y social) del 2014”
de Cristián Venegas T.
Junio 25th, 2015 | Author: Fútbol Rebelde
Un Año Pelotudo, Relato (futbolero y social) del 2014, escrito por Cristian Venegas Traverso,
pretende describir, en presente y en primera persona, la cronología del año que recién pasó. El
relato presenta como columna vertebral los hechos futbolísticos del periodo, desplegándose en finas
crónicas sobre lo político y social. De este modo, el libro puede verse también como un anuario
escrito desde un punto de vista reflexivo, actual, humorístico, crítico y satírico sobre este especial
año de mundiales y otras pelotudeces.
Luciano Weernicke(*) ve así el libro: “Conocí Chile ‘un año pelotudo’. Hasta 2014, como muchos
de mis compatriotas, viví de espaldas a la Cordillera, mirando hacia el norte o más allá del
Atlántico. En mi primera visita (“primera”, porque ansío retornar muchas veces) descubrí una
Santiago pujante, un pisco sour adictivo, un petit verdot deslumbrante y un autor que me
conquistó: Cristián Venegas Traverso. Ácido, mordaz, implacable, Cristián castiga con la misma
vara al tramposo como al vanidoso, al traidor como al charlatán. Como decimos en Argentina, “no
transa”. Sus ojos son dos escáner a la caza del hipócrita; sus dedos, defensores impiadosos que se
lanzan con los tapones de punta contra la impunidad, sin importar la camiseta vista”.
El libro será presentado este viernes 26 de junio desde las 19 horas, en el Café Literario de
Providencia (Metro Baquedano), por los periodistas Emiliano Aguayo y Claudio Medrano. Se
ofrecerá un vino de honor.
(*) Escritor y periodista. Autor de “Historias Insólitas de la Copa Libertadores”, “James: Nace un
crack”, “Historias Insólitas del Fútbol”, entre otros).
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[Columna] Galeano
Abril 26th, 2015 | Author: Fútbol Rebelde
Gracias por luchar como un 5 en la mitad de la cancha y por meterles goles a los poderosos como
un 10. Gracias por entenderme, también. Gracias, Eduardo Galeano: en el equipo hacen falta
muchos como vos. Te voy a extrañar.
Diego Armando Maradona
Por Pablo Montes Palomares.- Los días siguientes al 13 de abril de 2015 ya no serán lo mismo,
Eduardo Germán María Hughes Galeano decidió que su estancia en este mundo debía terminar y
que Los fantasmas del día del león debían permanecer para dar constancia de su obra. Nos abrió los
ojos y dio cuenta a través de la historia, del despojo imperialista que dejó Las venas abiertas de
América Latina y la sigue desangrando hasta nuestros días. Dio noticia de ello ya que, además de
su oficio de cronista, fue también un Vagamundo, que recorrió rincones inexplorados en las tierras
inhóspitas de los sentimientos y las pasiones, durante Días y noches de amor y de guerra. Antes de
irse nos enseñó que al balompié habría que tratarlo de Su majestad el fútbol. Disparó a gol mil y una
veces, no sin antes gambetear con la poesía y driblar con la historia. Testificamos El fútbol a sol y
sombra sin mediatintas o tapujos; nos mostró cómo sobrellevar y aceptar nuestra adicción a lo que
ahora llaman opio de los pueblos. Se ha ido, dicen, pero permanecerá eternamente como una de las
Voces de nuestro tiempo.
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[Teatro y Fútbol] Obra “El Fantasista” se va de gira al norte grande: entrada liberada
Abril 24th, 2015 | Author: Fútbol Rebelde
“El Fantasista”, es un montaje de teatro callejero desarrollado
por la compañía de Teatro Coraje, que realiza esta obra basada en la novela homónima de don
Hernán Rivera Letelier.
El Montaje tiene la particularidad de ser presentado en espacios no convencionales, con el fín de
acercar el teatro a espectadores que no tienen acceso a él, o que no están habituados a asistir al
teatro.
La compañía tiene entre sus principales objetivos rescatar el patrimonio cultural popular de Chile, y
generar nuevas audiencias de teatro. Es por esto que “El Fantasista”, es presentado en canchas de
fútbol de barrio, con el fin de llevar la obra directamente a su público objetivo: los gestores,
participes y espectadores del fútbol de barrio, como manifestación de la cultura popular.
En Mayo, la compañía de teatro CORAJE, llevará su espectáculo malabarístico deportivo, “El
Fantasista”, a las canchas de su norte querido, donde jugará de local. Ciudades, tales como,
Antofagasta, Mejillones, Tocopilla, San Pedro de Atacama, Maria Elena, Iquique, Pozo al Monte,
La Tirana y La Huaica, tendrán el privilegio de poder verla en eventos con entrada liberada.
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Fútbol Rebelde, Compañía de Teatro Coraje, Cultura y Fútbol, El Fantasista, Fútbol Popular, Hernan
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Literatura y Fútbol, Quique Peinado, Revista Líbero | No Comments »
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Futbolistas, Vladímir Ilich Lenin | No Comments »
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Fútbol, Papeles en el Viento | No Comments »
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Posted in Cultura y Fútbol | Tags: 2014, Argentina, Ariel Scher, Literatura y Fútbol | No
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Posted in Cultura y Fútbol | Tags: Academia Crítica, Ensayos, Literatura y Fútbol, Núcleo de
Sociología del Fútbol | 1 Comment »
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Los pequeños lectores también podrán interiorizarse respecto a los clubes del fútbol chileno y su
participación en torneos internacionales.
Mediante un lenguaje simple, directo, didáctico, y apoyado por coloridas ilustraciones, en el libro se
explica, por ejemplo, por qué el estadio de Universidad Católica es San Carlos de Apoquindo, por
qué Deportes Concepción juega de lila, o por qué se asocia a Coquimbo Unido con los piratas.
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Hace más o menos una década se viene publicando en Chile libros vinculados al fútbol
de diversos géneros. ¿A qué atribuyes este fenómeno editorial?
Yo creo que está empujado por aquellas editoriales españolas, mexicanas y argentinas, que
vieron en el universo del fútbol una posibilidad editorial rentable. Esta cuestión surge
fundamentalmente como una operación de las editoriales. En Argentina, más que una
estrategia editorial como en España, han habido autores importantes, con buena llegada al
mundo de los lectores, como Soriano, Fontanarrosa, probablemente Sacheri en los últimos
diez años. En México, Juan Villoro incursiona en crónicas de fútbol desde los 90. Y acá no
había nada visible.
Cuando yo publiqué un libro chiquitito, antiguo, que se
llama Cosas del Fútbol (1989), lo que había hasta ese momento era una cierta mirada
histórica a través de los primeros libros de Edgardo Marín, un poco de la selección chilena
o la historia de Colo Colo. Pero eso no produce ningún efecto significativo en la historia
editorial chilena respecto de los libros de fútbol. Creo que en la antología Cuentos de
fútbol, que armó Jorge Valdano (futbolista, entrenador y escritor) en España, están los
primeros ejercicios sistemáticos de recuperación de literatura vinculada al fútbol, y en este
caso de ficción.
Al final esa suma de autores, de libros, consolida la idea de algo que ustedes y yo sabemos
desde siempre: que la literatura se nutre de cualquier ámbito de la vida humana. Y en
ese sentido, no hay fronteras que no pueda cruzar. Y a lo mejor esa vieja idea, torpe y
conservadora, de que el fútbol no ameritaba que se pudiese hacer literatura a partir de lo
que allí hay, empieza a caerse y se demuestra que no tiene un fondo de verdad artística que
logre sostenerla.
Algo habrá contribuido el hecho de que pocos intelectuales supieran lo que era una
rabona.
Alguna vez Umberto Eco habló muy mal del fútbol, pero yo creo que lo hizo casi como
una humorada o una provocación, diciendo que el fútbol era un rito caníbal, y que en
estricto rigor nada saludable se podía esperar de un ejercicio creativo que viniera de allí.
Pero tiempo después lo empezaron a fustigar y él señaló que lo había dicho porque era muy
malo para el fútbol, y era una manera de desquitarse porque a él siempre lo trataron mal de
niño. Tú te das cuentas que en el fondo no había que tomarse muy en serio esas ideas.
Chile se toma muy en serio el fútbol, a pesar de ser un país de mitad de tabla. ¿Crees
que eso influye en el hecho de que existan más libros vinculados al periodismo o la
historia que a la ficción?
Hoy conviven ambos mundos, pero es indudable que se ha desarrollado mucho más el
mundo de los libros periodísticos que la ficción pelotera. Eduardo Sacheri (el escritor
argentino autor de La pregunta de sus ojos) señaló hace poco que quizás la sociedad
argentina está más futbolizada que la chilena; es decir, el fútbol está más instalado en el
ADN de la gente desde la militancia y el hinchismo. Y eso quizás explique el que haya más
narraciones desde ese mundo, desde esa mirada. Puede ser.
Eduardo Sacheri, escritor argentino autor de “Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol”
Acá aparecen en ciertos momentos un arquetipo de hincha; como por ejemplo, el hincha de
la selección en procesos clasificatorios, que no necesariamente responde a algo que esté en
el imaginario permanente de nosotros. Tiene que ver con el espectáculo, pero no
necesariamente con un arraigo en lo cotidiano, en lo permanente. Quizás eso tenga que ver
con que haya menos ficción futbolera y más trabajos de investigación.
¿Qué elementos son atractivos para hacer una obra de ficción vinculada al fútbol?
El año pasado LOM publicó una novela de un abogado, Nicolás Vidal, que se llama La luz
oscura, y me ha parecido un libro interesante. Hay algo que está germinando que me
parece atractivo, justamente para romper con esta línea tan nítida de los libros de
inspiración periodística. Pero, por otro lado, por más que pienses que eso pueda abrirse, si
no hay autores que lo sustenten, no tenemos cómo.
De repente existe la idea errada, que por el sólo hecho de ser el fútbol una actividad
entretenida, tiene buena parte del terreno ganado para encontrarse con un lector. Y eso es
una gran trampa. El pensar que existe un auditorio expectante porque se va a entusiasmar,
no puede ser suficiente para convertir a ese texto en un objeto de valor que tenga
permanencia y sustento. He detectado de parte de las editoriales el interés en publicar sobre
fútbol por razones comerciales. Varios de los últimos libros de fútbol que han salido en
Chile son bien discretos, porque se han hecho apurados, se han cuidado menos, han
apostado por vender rápidamente más que por permanecer.
Ojalá que no. Hemos probado a lectores leyendo libros de equipos que
no tienen nada que ver con ellos y sorteando el examen. Creemos que en la primera etapa, es mucho más
probable que la mayoría lo lea por la identificación de la camiseta y la historia que se narra. Pero me gustaría
que eso se pudiera modificar en el tiempo y que se pueda valorar al que lo escribió y la mirada que hay
detrás. El libro Soy del Colo, de Esteban Abarzúa, yo lo encuentro un libro bueno y me gustaría que lo leyera
gente que no es del club para entender qué puede representar esa “colocolinidad”.
¿Es posible que este impulso literario esté construyendo un nuevo tipo de hincha, más
lector y reflexivo?
Todavía es un poco prematuro para aventurarse en un juicio. Pero en la medida en que haya
buenos libros, capaces de convocar al lector, hay más posibilidades que eso ocurra. Y que
ese lector efectivamente encuentre en los libros un espacio donde mirarse y donde mirar al
mundo que lo rodea, que le de herramientas para vincularse de un modo más interesante y
no tan básico. Los hinchas de fútbol, entre los que me incluyo, transitamos por
distintas capas, y puede que en un momento estemos convertidos en energúmenos, pero lo
que puede diferenciar a unos de otros es transitar por distintas zonas y en algún minuto
encontrarte con otro. No se lee un buen libro de fútbol de la misma manera como se va a
ver un partido al estadio. Son dos pulsiones totalmente diferentes, pero que se hermanan
por un gusto común.
Martín Murphy
BBC, Argentina
Hace casi exactamente cien años, cinco chicos muy jóvenes, de 16 o 17 años,
que jugaban en uno de los equipos que pululaban en la zona del puerto,
estaban muy descontentos con su equipo.
Según cuenta la historia, se reunieron
un sábado en la Plaza Solís del barrio
de La Boca y decidieron que querían
fundar un club. Es interesante,
porque barajaron dos líneas de
nombres. Una que tenía el sustantivo
Italia, y otra donde estaba el
sustantivo Boca.
Allí donde los "señoritos" ingleses que solían seguir equipos de fútbol
aplaudían amablemente, los de Boca gritaban e insultaban. Es decir, tenían
una actitud mucho más bárbara y mucho más entusiasta.
Hay dos versiones. Una dice que La Boca se inundaba mucho, y que cuando
subían las aguas del Río de la Plata había un fuerte olor a excremento.
La otra versión, más suave, es que al lado de donde está la cancha de Boca
había una fábrica de ladrillos. Al barro para hacer los ladrillos lo pisaban
unos caballos que hacían sus necesidades y le daban al lugar un fuerte olor a
bosta.
Tiene que ver con este carácter de los genoveses en el inicio del club. Es
decir, que eran mucho más bullangueros y entusiastas, y pensaban que le
transmitían este entusiasmo al equipo.
Hacía de utilero, los masajeaba, les llevaba las valijas, es decir, hacía lo que
podía para hacerse tolerar. Un poco para tomarle el pelo, los jugadores
comenzaron a llamarlo el jugador número doce. De ahí viene el nombre.
Roger Bartra
Siempre vemos con agrado que un médico se acerque al mundo de las letras, las
humanidades o la creación artística. Estamos seguros de que es una señal de su
amplitud de criterio y de su agudeza. Es lo que demuestra el doctor Jesús Ramírez-
Bermúdez en el Breve diccionario clínico del alma (Debate, México, 2010). Su libro
muestra un refinamiento reflexivo de amplio espectro y un buen uso literario de la
clínica. Pero hace algo mucho más arriesgado: introduce en su disciplina, la
neuropsiquiatría, muchos argumentos y figuras que vienen de afuera de ella, que le
son extraños. Por experiencia propia sé que estas intromisiones no siempre son
bienvenidas por algunos celosos guardianes del orden disciplinario tradicional de las
neurociencias. La referencia al alma en el mismo título de su libro podrá parecerles a
muchos una concesión inadmisible a la metafísica. La noción de libertad es con
frecuencia repudiada como una invasión de quimeras carentes de base científica. Jesús
Ramírez-Bermúdez cita como ejemplo el materialismo eliminativista de los conocidos
neurofilósofos Patricia y Paul Churchland que creen que el libre albedrío es un concepto
que debería eliminarse del diccionario científico, por considerar que hace referencia a
meras ilusiones.
Muchas de las fascinantes historias clínicas que relata y comenta nuestro autor giran
alrededor de otra idea que algunos neurocientíficos quisieran desterrar: la
autoconciencia, esa sensación de identidad y de que somos un Yo continuo que se
expresa en todos nuestros actos. El mismo Thomas Huxley, el gran biólogo darwinista
del siglo XIX, decía que la conciencia es un mero producto colateral del funcionamiento
somático y que no tiene ningún poder para alterar la operación del cuerpo. La
conciencia sería una mero epifenómeno, como el silbato de una locomotora o, como lo
expresó William James, como la música de un arpa, que no modifica la vibración de las
cuerdas, o como la sombra que se desplaza al lado del paseante, que no influye en sus
pasos.
La observación clínica del alma lleva directamente a un viejo problema enfrentado por
los teólogos. El alma, suponían muchos, no puede enfermar. Sólo el cuerpo se enferma
y queda esclavizado por la dolencia. El alma, puesto que es libre, solamente puede
sufrir males morales; es decir, puede pecar, puede elegir voluntariamente alejarse de
la ley divina y así condenarse. Puede también, a los ojos de los calvinistas, estar para
siempre sometida a la carga del pecado original. Estas ideas derivaron en la seguridad
científica moderna de que la locura es fruto de una disfunción de esa parte del cuerpo
llamada cerebro. De allí muchos han concluido que también los estados «normales» de
conciencia dependen única y exclusivamente del cerebro.
Pero hoy sabemos, y esto lo ve con claridad Jesús Ramírez-Bermúdez, que en los
desequilibrios mentales también hay factores externos al cerebro, y que están sujetos
a patologías sociales muy complejas que interactúan con el sistema nervioso. En
consecuencia, la estabilidad de una conciencia llamada «normal» depende también de
las estructuras culturales y sociales.
Esta mujer había recibido todos los medicamentos disponibles contra la depresión, la
psicosis o la ansiedad. Nada había dado resultados. Fue internada en el hospital. El
equipo médico decidió aplicarle un tratamiento que tiene muy mala fama. Recibió
choques eléctricos durante un sueño inducido mediante barbitúricos y relajantes. La
terapia electroconvulsiva dio buenos resultados, y tras cinco sesiones la melancólica
pudo regresar a su casa. Los médicos quedaron sorprendidos por una respuesta tan
espectacular: la señora Leonor, una tarde en que alguien en el hospital puso unos
merengues como música de fondo, saltó de inmediato y muy contenta sacó a bailar a
un joven médico. Se me ocurre pensar que, acaso aquellas sesiones machistas en las
antiguas cantinas mexicanas, con una caja de toques eléctricos, tenían algún sentido:
el marido regresaba a su casa con una melancolía más aplacada y su familia recibía los
beneficios del tratamiento convulsivo.
Hay un episodio en el diccionario que sin duda dejó una marca en el alma del médico.
Durante su estancia en una ranchería perdida y pobrísima, San Lucas del Maíz,
recuerda que para salvar a una anciana de una grave infección pulmonar le ocurrió una
de las peores pesadillas que puede vivir un médico: provocar al enfermo, al que le ha
inyectado un antibiótico, un fulminante choque anafiláctico, una reacción alérgica fatal.
Jesús Ramírez-Bermúdez recuerda, cuando temía ser agredido o linchado, la nieta de
la difunta, considerada por todos como «tonta», lo salvó al declarar su apoyo al doctor
que había tenido la mala suerte de haber ocasionado involuntariamente una muerte.
Así, la mujer afectada por una enfermedad mental que le había impedido aprender a
leer, que hablaba lentamente y con tropiezos, salvó la cordura saludable, pero
desafortunada, del joven médico. Seguramente el autor del Diccionario clínico quedó
desde ese momento marcado para siempre, destinado a retribuir a los enfermos lo que
éstos en su delirio o en sus desvaríos le regalan al mundo racional.
Prácticamente desde que se inventó el fútbol, hubo espectadores. ¿Fue entonces Prudencio
Miguel Reyes el primero de los hombres en asistir a un espectáculo de este tipo? ¿Por eso
se lo conoce como el primer hincha? No. Pero lo de este utilero de Nacional llamaba la
atención de todos: no optaba por una postura semi indiferente, de mirar el partido sentado y
callado; él prefería acercarse lo máximo posible a la cancha y vivar a sus jugadores, los del
bolso, que tenían su apoyo incondicional.
Talabartero de oficio -dícese de la persona que trabaja de manera artesanal con objetos de
cuero-, en sus ratos libres era el utilero de Nacional. Por aquel entonces, principios del siglo
XX, una de las actividades como tal era inflar las pelotas. Dicen que las hinchaba a puro
pulmón, no más. Los mismos pulmones a los que luego castigaba los domingos de partido
empujando hacia adelante a los suyos.
Reyes se fue haciendo conocido en el ambiente, pues era el único en vivir así un partido
desde afuera. La gente, en las tribunas, preguntaba: “¿Y ese quién es?”. “Es el hincha
pelotas”, le respondían. El “hincha pelotas” quedó en “hincha” y el término se fue
popularizando en Uruguay y no tardó en cruzar fronteras.
No solo el concepto se transformó en universal. También esa particular manera de ser parte
del espectáculo fue rápidamente adoptada por prácticamente todos los espectadores del
fútbol. A partir de Reyes, cambió la postura de la gente ante el espectáculo.
Hoy, cualquiera sabe lo que es y qué hace un hincha. Y todo gracias a Prudencio Miguel
Reyes, de oficio talabartero
El fenómeno del fútbol en algunos textos
literarios: Clásicos y contemporáneos
The phenomenon of soccer in some literary texts: Classical and contemporary
Victor Gil Castañeda
Resumen
El artículo nos habla de cómo a lo largo de la historia de la literatura, distintos autores han
mostrado profundo interés por describir el fenómeno del fútbol, uno de los deportes más
populares del planeta. Este aspecto lo podemos notar en textos prehispánicos como: Popol
Vuh, hasta intelectuales modernos como Eduardo Galeano (uruguayo), en su libro: El
futbol a sol y sombra. El documento hace mención de otras obras literarias cuyos
personajes, o atmósferas narrativas, navegan en la descripción estética del balompié
Palabras clave: Pasión deportiva; Pasión literaria; Estética del fútbol; Espacios narrativos;
Ambientación socio-política
Abstract
This article talks about how in the literature history, many authors had shown a profound
interest in describing the phenomenon of football soccer, one of the most popular sports on
earth. We can see this aspect in pre-Hispanic texts like: Popol Vuh, also in some modern
intellectuals like Eduardo Galeano (Uruguayan), in his book: El footboy a sol y sombra.
The document also mentioned other literary texts which prominent figures, narrative
atmospheres, sail in the aesthetic description of the football
Los intelectuales son muy extraños. En los siglos anteriores procuraron que los temas de la
literatura no pasaran de quince; el amor, la tristeza, el origen del ser, la muerte, la guerra, la
política, etcétera. Pero hubo un fenómeno diabólico en las áreas de la cultura y la
educación; mientras los intelectuales se especializaban más y ahondaban en sus
conocimientos, la gran masa de ciudadanos enfrentaba problemas de analfabetismo y tenía
poco acceso a la educación superior. Esta zanja distanció la cultura elitista de sus posibles
receptores.
Con sus quince temas en la mano, los intelectuales fueron perdiendo público, los libros no
se vendían y bajo el argumento de que "la cultura es cara" cerraron editoriales,
disminuyeron los presupuestos y se canalizaron estos recursos a zonas de pertinencia social,
balance económico, amortiguación de la deuda, blindaje financiero, globalización, entre
otros conceptos de la tecnocracia nopalera.
Solos y sin lectores, los escritores vieron cómo los medios comunicacionales se apropiaban
de su público. A través de imágenes, sonido y voz, cautivaron al Receptor y lo
adormecieron en sus brazos mecánicos. Los intelectuales copiaron su estilo para contar
historias y lo fueron metiendo, como no queriendo la cosa, en sus propios textos.
Este deporte entró con pecado y en silencio. Un verdadero intelectual no hablaría de este
asunto en sus obras, porque sería regañado por las mafias y las capillas literarias. Sin
embargo, de manera aislada y esporádica empezaron a editarse libros con esas anécdotas.
El balón invadió los trucajes narrativos y las estructuras poéticas. Así que al grito de todo
es cultura y "Nada de lo humano me es ajeno", se abrieron los diques de la timidez y el
fingimiento.
No era posible que en un país con más de 90 millones de habitantes, tres divisiones
profesionales de futbol, más de 5 mil ligas amateurs, con fanáticos que rezan y acuden al
templo para que su equipo no descienda; no era posible, no, dejarlo fuera de las pasiones
estéticas. Pero el ejemplo tuvo que venir de otros lados, porque en el mundo
contemporáneo fueron los escritores argentinos, uruguayos y varios de Sudamérica quienes
publicaron los primeros textos relacionados con este popular deporte. Posteriormente
vendrían los científicos sociales a medir pasiones, realizar encuestas afuera de los estadios,
elaborar las leyes; a organizar historias de vida y poner estructuras metodológicas que
dieran validez académica a estos productos, como lo han venido haciendo, exitosamente,
con otras áreas populares como la telenovela, el cine, la recepción de mensajes, el cómic,
los periodos electorales y la cultura indígena.
Antecedentes
* "Gritos estridentes resonaron desde el campo de los chicos, y un silbido vibrante. Otra
vez: un tanto.
* Desde el campo de juego, los muchachos levantaron un griterío. Un silbato vibrante: gol.
* Salió por el portón abierto y bajó por el sendero de gravilla al pie de los árboles, oyendo
el clamoreo de voces y el chascar de los palos desde el campo de juego". (Joyce, 1984: 114-
118)
En la novela experimental Reivindicaciones, del Conde Don Julián, escrita por Juan
Goytisolo en 1970, y no menos compleja que el Ulises, hay un narrador en segunda persona
que nos ofrece un argumento lleno de bifurcaciones y enredos. El personaje, descrito desde
sus nueve años, logra fama y dinero en la vida académica. Se burla del mundo intelectual y
artístico. Más adelante el honorable señor Julián viola al niño Alvarito y todos se alejan de
su casa. Siguen burlas y chanzas contra los informadores.
Al final, una procesión de infantes por calles de España, tocando varios instrumentos, en
una escena incierta e irónica. Allí, las escenas relacionadas con el fútbol abundan y sirven
como distractores en las acciones de los personajes. No usa la voz como un cronista
deportivo, sino que Goytisolo toma el juego de pelota como una viciosa enajenación social
que impide las relaciones personales en un plano de inteligencia y profundidad.
La escritora cubana Cristina García, corresponsal del periódico Times, en Nueva York, nos
ofrece en su novela Soñar en cubano (1993) una historia triste, porque nos habla de
Lourdes Puente quien huye con su esposo al extranjero después del triunfo de la revolución
en 1959. Ese mismo año nace su hija Pilar que desea ser pintora. Su mamá Celia se quedó a
vivir en Santa Teresa del Mar, igual que su hermana Felicia y su cuñado Hugo Villaverde.
Lourdes compara la pobreza y las limitaciones económicas en que viven sus familiares
cubanos, con la bonanza financiera que ella tiene en East River, Estados Unidos. Temas
como la santería, el mercado negro y los balseros, están presentes. También hay una escena
de fútbol, pero es negativa, porque la narradora lo pone como un mal necesario en las
reuniones familiares. Mientras describe cómo se van reuniendo los parientes ella dice: "El
resto de la familia vive en apartamentos y los fines de semana mis tíos se reúnen allí para
ver el fútbol y comer hasta enfermarse". (García, 1993: 96)
Guillermo Cabrera Infante, también escritor cubano, reeditó en 1993 su libro de críticas
cinematográficas: Un oficio del siglo XX, publicado originalmente en 1963. Al hacer una
reseña de la película Las vacaciones de Monsieur Hulot, ofrece unos datos biográficos del
director, Jacques Taticheff, hijo de inmigrantes rusos, quien ha sobresalido como actor,
autor, hombre de teatro y cineasta. Éste Tati, como lo apodaban sus amigos, era un
aficionado y practicante del juego de pelota. Cabrera Infante lo describe así: "En su
juventud había sido all around y connotado jugador de balompié. De entonces muchos
recuerdan las imitaciones del coach, el portero rival y el fanático local, que Tati hacía para
regocijo de sus compañeros del club. Poco después Tati había dejado la mitad del nombre y
todo el fútbol para dedicarse al teatro". (Cabrera Infante, 1993: 82)
Más adelante comenta la película Doce hombres en pugna, basada en la novela del inglés,
Raymond Postgate. Dirigida por Sidney Lumet esta obra es un alegato contra la institución
del Jurado, pero no investiga la vida de los miembros, sino que deja que su decisión brote
de la personalidad de cada uno. Ellos determinarán si el acusado, un joven de piel oscura,
es culpable o no. Dos jurados son amantes del juego de pelota y Cabrera Infante los
describe irónicamente en la forma siguiente:
El mexicano José Agustín publicó en 1982 la novela Ciudades desiertas. El argumento trata
de un congreso internacional de escritores becados por el gobierno norteamericano. En tono
fársico y esperpéntico el autor se burla de las actitudes pedantes y melodramáticas de los
poetas y narradores. Además de sufrir la vigilancia de los organizadores, se molestan
porque la pasión predilecta del Presidente del Programa de Escritores es el fútbol. Cada
semana les manda boletos gratis para que asistan al estadio y apoyen al equipo local.
Cuenta el autor:
Más adelante dice que el poeta egipcio, de estilo oficialista, termina haciendo odas al
fútbol, mientras su compañera filipina, Altagracia, compone odas a los botes de la basura.
Luis Arturo Ramos publicó en 1988 la novela Éste era un gato. La historia nos habla de un
viejo norteamericano que regresa a Veracruz, después de haber participado en 1874 como
francotirador, durante la invasión a este puerto mexicano. Las acciones son contadas por
Alberto, un adolescente que anhela ser periodista. Con una mamá que se ha vuelto loca, un
padre recién fallecido y un hermano marinero que muere frente al televisor, éste joven
enfrenta la vida en forma desagradable y el fútbol sale perdiendo, como se aprecia en la
narración siguiente:
Años antes, en 1979, Luis Arturo Ramos había publicado su novela Violeta-Perú. La
historia es de un Exchofer que cuenta su miserable vida, llena de fracasos y tropiezos. Hay
un personaje llamado Santos Gallardo, astuto ladrón y ratero famoso. Precisamente, cuando
el exchofer le pide ayuda para que maten a su antiguo patrón porque lo corrió de la chamba,
el Santos Gallardo roba descaradamente a un transeúnte, mientras el narrador nos describe
cómo juegan fútbol los niños del barrio. Las acciones están armadas como una escena de
obra teatral; hay tres personajes, acotaciones y un telón con la palabra Fin. Igual que en la
novela de James Joyce, otra voz nos habla del juego de pelota mientras la primera persona
nos va diciendo cómo sucede el robo, las reacciones del transeúnte, las amenazas que hace
Santos Gallardo para que no lo delate, los golpes que le da en el estómago y los testículos.
(Ramos, 1979: 119)
En el fragmento subtitulado Corrido de Santos Gallardo, las referencias al fútbol van en las
acotaciones de la forma siguiente:
"Una calle sucia y gris, más o menos las cinco de la tarde (...) El tráfico de los
automóviles ha ido reduciéndose. Unos niños pintan con gis una portería en la
pared descascarada (...) En la acera de enfrente los niños patean una pelota (...)
La calle se oscurece. Una delgada llovizna comienza a caer. Los niños patean la
pelota ajenos a la llovizna que los aleja y avejenta (...) Santos Gallardo se
coloca entre el transeúnte y los niños que juegan al fútbol (...) Los niños que
juegan fútbol se dan cuenta de lo que sucede. Abandonan la pelota para mirar.
Algunos sonríen porque seguramente conocen a Santos Gallardo. El
desconocido los mira con cara de miedo mientras permite que el otro lo registre
y despoje (...) Los niños sonríen y se codean llamándose la atención sobre algún
detalle particularmente gracioso (...) El desconocido se marcha encorvado. Los
niños regresan a su portería de gis". (Ramos, 1979: 14-21)
Sergio Pitol publicó en 1982 su libro de relatos Cementerio de tordos. En el cuento titulado
Los oficios de tía Clara, nos habla de un sobrino, joven universitario que malgastaba sus
noches en borracheras y desveladas artísticas acompañado por su mejor amigo, quien
termina en un manicomio, con una enfermedad incurable. Además de las fiestas, iban a los
partidos de fútbol. En una de estas escenas, el muchacho recuerda amargamente lo
siguiente:
Elena Garro publicó en 1996 su libro de relatos Busca mi esquela & Primer amor. Es en el
segundo cuento donde se hace referencia al fútbol. La historia trata de la Señora Bárbara y
su hija que pasan unas vacaciones en las playas del mediterráneo, donde conocen a unos
jóvenes alemanes, prisioneros de guerra. En una escena, cuando se dirigen al centro del
puerto, escuchan a unos presbíteros hablar emocionadamente de este deporte. Dice la
narración: "Salieron juntas de la mano. Caminaron la calle y cruzaron con dos sacerdotes
jóvenes que hablaban de un juego de pelota. Caminaron detrás de ellos tratando de oír lo
que decían. Discutían del juego con toda seriedad". (Garro, 1996: 77)
El escritor colimense, Salvador Márquez Gileta, publicó en 1995 la novela España, la calle
donde nos habla del joven futbolista Galilo Santalucía, atacante del equipo Lobos del San
José, excelente delantero que fue campeón goleador en los años del 78, 79 y 80. Es el
hombre más perseguido por los homosexuales colimenses. Su virilidad fue puesta a prueba
y se "despachó" a 3214 (tres mil doscientos catorce) chichifos. Su amante es Leonardo,
alias "La chula linda", quien le prende veladoras a cuanto santo se deja para que Galilo sea
contratado por un equipo de la primera división profesional. Sin embargo, cuando Leonardo
recibe la herencia de sus padres, convirtiéndose en un hombre rico, rompe relaciones con
Galilo, pero la mala fortuna lo deja en la ruina, pobre y abandonado en la calle España.
(Márquez Gileta, 1995: 25 y ss.)
El escritor argentino Ernesto Sábato publicó en 1961 la novela Sobre héroes y tumbas. Allí
nos habla de un personaje llamado D`arcángelo, apodado Tito, a quien le gusta mucho el
fútbol. Es su tema cotidiano y su pasión. Amigo de Martín, un joven de 17 años, enamorado
de Alejandra. Esta novela, amparada en el submundo y la vida de los ciegos, está basada en
un reportaje periodístico publicado por el diario La Razón, de Buenos Aires. (Sabato, 1961:
75 y ss.)
Algo de teatro y fútbol
El fútbol deja sus vestimentas deportivas y entra al mundo artístico. El fútbol sale de la
pantalla televisiva y sube al escenario. Deja de ser pasión para instalarse en la reflexión.
Abandona la pasividad del espectador y se convierte en un crítico agudo. El deporte deja el
juego de las patadas para pasar al juego de la mente, al análisis de los problemas sociales y
al enjuiciamiento político. El deporte se transforma también en un amplio espectro que nos
dice cómo andan las relaciones intrafamiliares, o procura explicarnos porqué el desmedido
consumismo de productos chatarra entre los aficionados.
¡Hoy juegan las Chivas¡ es una obra que nos provoca todos estos pensamientos. Fue
estrenada la semana anterior por la Compañía de Teatro de la Universidad de Colima, en el
foro Pablo Silva García. Ubicado en el género de la farsa, este montaje tuvo un inicio
espectacular, pues además de haber llenado el escenario, mucha gente se quedó afuera
esperando las siguientes funciones. Y es que la obra lo dio todo; bromas, ironía, sarcasmo,
decisión crítica, ataques fundamentados de los medios masivos de comunicación,
desmantelamiento de la ideología y el fanatismo religioso. La máxima del mundo latino
"Divertir, enseñando" es un justo calificativo para este trabajo.
La historia es amena y digerible: el matrimonio formado por Sofía y Nacho, juntan casi
veinte mil pesos para viajar al mundial de fútbol que será realizado en Japón. Nacho decide
no ir para gastar ese dinero en algo más positivo; una demanda judicial contra la compañía
constructora que les vendió sus viviendas en pésimo estado, pues las casas, recién
estrenadas están maltrechas, dañadas por los frecuentes sismos de la región, las lluvias y un
desagradable drenaje que empieza a brotar de las alcantarillas. Asimismo debemos señalar
el mal servicio de iluminación y lo estrecho de sus espacios arquitectónicos. Mientras
Nacho permanece escondido en su oficina, el mundial avanza y la selección mexicana ha
llegado a cuartos de final.
Los vecinos de la colonia que habían cooperado con ese dinero, descubren el engaño y
piensan golpear a Nacho, pero su esposa Sofía interviene y los hace reflexionar un
momento. Ella argumenta que la acción de Nacho era positiva y benéfica, pero el corrupto
abogado que los protegería de la empresa constructora se robó el dinero para asistir al
mundial de fútbol. Al final todos toman conciencia del fenómeno, dejan libre a Nacho, lo
perdonan y como buenos amigos aficionados, recuerdan que "Hoy juegan las Chivas" el
clásico de clásicos en el Estadio Jalisco. Como castigo, Nacho deberá pagar las entradas y
las cervezas durante todo ese campeonato.
Esta obra, estrenada en plena liguilla del fútbol mexicano, despertó interés y entusiasmo en
el público colimense. Únicamente al iniciar la obra se oyeron las porras y las rechiflas entre
los aficionados que se dieron cita en el foro universitario. Los gritos y los albures
transformaron el teatro en un Estadio San Jorge. Había por aquí y por allá camisas de las
Chivas, del América o el Cruz Azul. Pero nunca imaginaron lo que verían en el terreno de
juego: una profunda crítica a los mecanismos de control político e ideológico que mueven
la telaraña del negocio deportivo. Los espectadores se vieron reflejados en los problemas
matrimoniales señalados por la farsa, comprendiendo que el fanatismo y la religiosidad
exacerbada no conducen a buenos lugares.
CREDITOS: ¡Hoy juegan las Chivas¡ escrita por Vivian Blumenthal. Dirección de Rafael
Sandoval. Actuaciones de; Carmen Solorio, Francisco Salinas, Gerardo González, Clotilde
Campos, Minerva Parker, Carlos Mayagoitia, Gilberto Moreno y Ricardo Sánchez.
Conclusión
Como podemos apreciar, las relaciones de la literatura y este popular deporte no se agotan
con el comentario aquí hecho. Los escritores intentan reflejar su medio social con la mayor
amplitud posible, tocando ciertos temas o asuntos que ellos mismos han experimentado.
Las obras no se dedican únicamente a reflexiones filosóficas, psicológicas, científicas,
políticas o sociológicas; a veces también se deslizan por las veredas de los horizontes
populares del mundo cotidiano.
El juego de pelota aparece en la literatura como una referencia estética, como una acción
secundaria o telón de fondo que no disminuye los movimientos principales de los
personajes. En los textos aquí señalados no aparecen los problemas que aquejan al deporte
nacional o latinoamericano, como la corrupción de los organismos directivos, el uso de
drogas y anabólicos, las farsas del draft, la mediocridad competitiva, el abuso promocional
de las compañías televisivas, etc.
Otras obras que nos hablan de esta temática son: Popol Vuh, El futbol a sol y sombra
(Eduardo Galeano), Once cuentos de futbol (Camilo José Cela), Lenin y el futbol
(Guillermo Samperio), Los once de la tribu (Juan Villoro), El blues de la avenida Alcalde
(Roberto Huerta Sanmiguel), La borra de café (Mario Benedetti), Las paredes oyen (Juan
Ruiz de Alarcón) y por supuesto, una magnífica tesis de Alberto Ramos Zaragoza titulada:
El futbol en la literatura.
Notas
Bibliografía
CABRERA INFANTE, Guillermo (1993). "Un oficio del siglo XX". Madrid, El País-
Aguilar.
GARCÍA, Cristina (1993). "Soñar en cubano", Tr. Marisol Palés Castro. México, Espasa-
Calpe.
GARRO, Elena (1996). "Busca mi esquela & Primer amor" (Col. Más allá). Volumen 14,
México, Ediciones Castillo.
JOYCE, James (1984). "El Ulises", Tr. José Ma. Valverde. (Col. Libro amigo). Barcelona,
Bruguera.
PETRONIO, Árbitro (1990). "El satiricón", Tr. y edición de Julio Picasso. México, Red
Editorial Iberoamericana.
RAMOS, Luis Arturo (1988). "Este era un gato" (Col. Narrativa). México, Grijalbo.
SABATO, Ernesto (1961). "Sobre héroes y tumbas". España. Seix Barral.
Muerte súbita
Enrigue, Álvaro
El 4 de octubre de 1599, a las doce en punto del mediodía, se encuentran en las canchas de
tenis públicas de la Plaza Navona, en Roma, dos duelistas singulares. Uno es un joven
artista lombardo que ha descubierto que la forma de cambiar el arte de su tiempo no es
reformando el contenido de sus cuadros, sino el método para pintarlos: ha puesto la piedra
de fundación del arte moderno. El otro es un poeta español tal vez demasiado inteligente y
sensible para su propio bien. Ambos llevan vidas disipadas hasta la molicie: en esa fecha,
uno de ellos ya era un asesino en fuga, el otro lo sería pronto. Ambos están en la cancha
para defender una idea del honor que ha dejado de tener sentido en un mundo
repentinamente enorme, diverso e incomprensible.
¿Qué tendría que haber pasado para que Caravaggio y Quevedo jugaran una partida de tenis
en su juventud? Muerte súbita se juega en tres sets, con cambio de cancha, en un mundo
que por fin se había vuelto redondo como una pelota. Comienza cuando un mercenario
francés roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena. O quizá cuando la
Malinche se sienta a tejerle a Cortés el regalo de divorcio más tétrico de todos tiempos: un
escapulario hecho con el pelo de Cuauhtémoc. Tal vez cuando el papa Pío IV, padre de
familia y aficionado al tenis, desata sin darse cuenta a los lobos de la persecución y llena de
hogueras Europa y América; o cuando un artista nahua visita la cocina del palacio toledano
de Carlos I montado en lo que le parece la máxima aportación europea a la cultura
universal: unos zapatos. Acaso en el momento en que un obispo michoacano lee Utopía de
Tomás Moro y piensa que, en lugar de una parodia, es un manual de instrucciones.
«Álvaro Enrigue ha escrito, con Muerte súbita, una novela a la altura de su desmesurada
ambición. Se le exige mucho al lector y, como compensación, se le da lo mucho que
promete. Y más que caminar a oscuras lo hacemos en un vacío que poco a poco se va
llenando y adquiriendo sentido en un work in progress parecido al de un pintor o al del
tejedor de un tapiz… En Muerte súbita asistimos a un duelo formidable que cambiará el
destino de la humanidad y en el que caben la violencia y delicadeza, lo sublime y lo más
descaradamente obsceno, la hipérbole de las crónicas de Indias, la rica información sobre el
tenis desde sus orígenes y la conciencia de que, como todos los libros, este “viene
mayormente de otros libros”, sin que haya aquí nada de libresco. Por el contrario,
penetramos en lo más vital de la historia, del arte, y de los torbellinos que nos han
arrastrado a la modernidad» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia).
«Es un texto literario que detiene el tiempo, lo secciona por donde mejor le parece al
autor cortando y agrietando esos sitios ciegos de la historia para imaginar un mundo
que no entiende de géneros. Es posible que sea también un divertimento histórico sobre
hechos contados muy libremente y un ensayo ficción sobre en qué cosa se puede convertir
algo tan moldeable como es la novela… No es solo un libro que cuenta un partido de tenis
entre Caravaggio y Quevedo, ni las historias cruzadas entre Hernán Cortés, Cuauhtémoc,
Galileo, Pío IV, el duque de Osuna o Ana Bolena, ni una lectura ejemplar de la Utopía de
Tomás Moro. Muerte súbita cuenta las vidas cruzadas de estos y otros personajes de la
Historia situándolos en su tiempo, pero leyéndolos desde el nuestro» (Ricardo Baixeras,
El Periódico).
«El autor toca tantas teclas que cabría temer que alguna pirueta llevase al descarrilamiento.
Si no ocurre así es por dos motivos. 1) Porque estamos ante una obra que, pese a su
complejidad temática, resulta siempre entretenida y con frecuencia divertida, siquiera
sea por la vía irónica. Y 2): porque el riesgo que asume se equilibra con un derroche de
talento en el engranaje de tramas que se desarrollan en diversos espacios temporales y
geográficos. El hilo conductor es una partida de tenis que, con reglas muy alejadas de las
actuales, disputan el 4 de octubre de 1599, en la romana Piazza Navona, dos hombres
excesivos y de vida y arte exageradas, con cuentas que saldar con la justicia, pero
destinados ambos al panteón de los genios: Quevedo y Caravaggio. Ahí se enfrentan “dos
versiones de la modernidad cuando ésta estalla” y cuando el mundo se ha hecho enorme
con el descubrimiento, exploración y conquista de América…
«Merece un aplauso cerrado. Ha tomado la novela como campo de juegos, como certera
excusa para armar un cuerpo único que, sin deberle nada, tiene un aire vilamatiano de
ensayo escondido, de materia que lleva una máscara muy rotunda y hace bailar a quien la
lee… El Premio Herralde de Novela siempre es un escaparate de polémica, ideal para las
tertulias, siempre más aburridas, de literatos y gente del mundillo. Aquí, si quieren discutir,
tienen un ejemplar diverso, una creación auténtica que intuye que debemos dar un
viraje a la modernidad mientras habla de sus orígenes con originalidad y un punto de
vista que se aleja de lo convencional. ¿Quién da más? La contienda es inagotable» (Jordi
Corominas i Julián, Blog personal).
«Libro sustentado en libros […] y en una densa y plural sustancia narrativa que el
escritor recorre para revisar e interpretar, como buen escritor de ficción, la Historia
como pudo haber sido, vista más desde las miserias que desde las grandezas y reescrita en
estas páginas con un verbalismo violento, desaforado y hasta sucio que refleja,
potenciándolo, “el charco de sangre y mierda que deja la Historia cuando se aloca” (p.118)
… Obra que refrenda que novelar es construir y la novela construcción, esfuerzo
compositivo. Hasta el caos ha de cumplir tal requisito y de ello da fe esta singular y
justamente premiada novela de Álvaro Enrigue» (Luis Alonso Girgado, El Ideal
Gallego).
Lenin en el futbol
Un cuento sobre la sindicalización del balompié.
Texto: Guillermo Samperio| Arte: Nano Malhora
Tú sabes lo sentimental que son las mujeres y Elvira me salió de las radicales, ya la
conoces; pero le agradezco sus caricias en las noches en que me veía muy desesperado.
Todo va a salir bien, me decía, a pesar de sus rabietas matinales, y sus manos me
despeinaban y luego me alisaban el cabello. Cuando me salía con sus reproches yo no le
decía nada, comía en silencio, tragándome también las chingadas madres, porque Elvira no
pensaba mejor las cosas, nada más existía su casa y sus hijos y su madre. Con mi suegra
fueron unos escándalos de los mil demonios; mi suegro estaba de acuerdo en la necesidad
de sindicalizar a los ba-lompie-cis-tas. Y todo lo planifiqué como si estuviera formando la
mejor selección nacional, manito. Fíjate. Algunos sólo querían que se pidiera aumento de
sueldo y primas extraordinarias; otros, con los que yo había platicado, pedíamos que no
sólo se remunerara debidamente a todos los compañeros, sino que era indispensable crear
una organización que nos protegiera ahora y en el futuro, que la mejor manera de que
lográramos respeto era ésa, un sindicato de futbolistas, que sólo así tendríamos la suficiente
fuerza para que desde tercera hasta primera dejaran de jodernos. Se nombraron comisiones
para ir a provincia: en Toluca ganamos algunos adeptos, en Guadalajara se decidieron a
aplicar el programa de acción hasta sus últimas consecuencias, o sea, hasta la huelga si era
preciso. Hasta Gómez se aventó la puntada de comprometerse a formar un buen equipo que
le entrara a las patadas en el área chica. Algún periodista me juró que si nosotros
armábamos el jaleo él se comprometía a lanzar unos buenos articulazos a nuestro favor, que
ya era tiempo de que se hiciera justicia al deportista, que a partir de nosotros surgía la
posibilidad de crear una gran confederación de deportistas; y mira que los articulazos
aparecieron pero en autogol, para jodernos, tratándonos de alborotadores y argumentando
que la política y el deporte eran como el agua y el aceite. Ahí fue cuando Elvira se puso
más necia que nunca y hasta mandó a los niños con mi suegra, porque, según ella, no
tardaban en hacernos algo. Mira manito, entiendo que el periodismo funciona inyectándole
dinero y que la cacheteada honestidad vale un carajo para los Iturraldes y para los mismos
periodistas deportivos; sin embargo uno se desespera y no nada más por no tener dinero
para llenarles de plata los bolsillos a los periodistas, sin y poco a poco hasta los de
confianza te dan la espalda. Aquel periodista me dijo unos articulazos como dándome a
entender que aparecerían en primera plana y con la fotografía de los muchachos que
estaban en el comité, pero nanay, manito, puro camote y bien redondo.
En el juego contra el Pachuca, el centro delantero y El Pelirrojo Pérez me estuvieron dando
duro, como si los hubieran mandado a joderme, como una advertencia, porque hasta me
decían, bajita la mano, ande cabrón, por revoltoso. A El Pelirrojo, el árbitro no tuvo otra
que expulsarlo en el segundo tiempo, porque cuando salté por un centro me sumió el codo
en las costillas a lo descarado. Tú sabes que siempre se forman dos bandos, mejor dicho, se
forman tres; y los más peligrosos son los que están codo con codo con el patrón, aunque
sean tus propios compañeros de juego. Tienen la fuerza del dinero, en forma de primas
extraordinarias, compensaciones, cheques que caen del cielo, sin contar con las amenazas
de que son objeto. Y a otros compañeros del comité les pasaba lo mismo; los chingaban y
los chingaban sus propios compañeros. Al principio nadie se echaba para atrás, estaban con
los huevos bien plantados; al final nada más quedamos unos cuantos. ¿Por qué? Las cosas
vinieron así: se formaron tres bandos; los de la directiva, que eran la mayoría; los que sólo
pedían aumento de sueldo, que también eran una buena cantidad; y nosotros, que después
de los dimes y diretes, resultamos no más de veinte. Al principio parecía que contábamos
con más de cien jugadores; todos te decían: estoy de acuerdo, saquen el documento y lo
firmo. Estoy de acuerdo, estoy de acuerdo: todo mundo. Y a la hora que el documento con
las demandas económicas y políticas circuló, nada más firmaron veinte, nadie más;
entonces en la Junta de Conciliación y Arbitraje se iban a burlar de nosotros. El documento
fracasó y con él fracasaba la oportunidad de crear el primer sindicato nacional de
futbolistas. De todos modos pensamos que la cosa no podía quedar así, había que agotar
todas las oportunidades: proseguir con la propaganda y comenzar por sindicalizar un
equipo, aunque fuera uno, así pondríamos el ejemplo y demostraríamos que no era para
tanto, que no pasaba nada, que nadie se moría en una lucha como ésas.
Bueno, una vez que el documento fracasó, la idea de sindicalizar al equipo cobró una fuerza
inesperada entre nosotros. Esa idea iba acompañada de otras demandas de menor
importancia pero indispensables para jalar otra poca de gente: vacaciones obligatorias,
indemnización absoluta en casos de accidentes serios de trabajo, pago proporcional para la
jubilación por parte de cada equipo en los que trabajaste, etc. Algún equipo tenía que
lanzarse a fondo y nosotros fuimos los primeros.
Ya lo ves, argumentos no nos faltaban: desde las fuerzas inferiores los chamacos necesitan
llevar algo de dinero a sus casas; primero, porque no estudian y quieren vivir de la patada, y
segundo, porque confían en que el futbol es la puerta para la gloria, y no hay nadie que les
haga desistir de la idea de querer ser los Borjas del futuro. Se van a probar a las reservas de
las reservas de las reservas, y si de casualidad los aceptan apenas les dan para los
transportes y cualquier babosada dizque para gastar; cuando te contratan te pagan una
miseria, ni siquiera el salario mínimo, son chingaderas. Y luego quieren que uno juegue por
amor a la camiseta, eso es imposible; el futbolista es un trabajador como cualquier otro y
nada más. Por lo regular uno se va a probar al equipo de su pasión y ahí se recibe el primer
frentazo: no, chamaco, te falta mucho para ser un futbolista de verdad (yo he escuchado a
esos mercachifles del deporte). Ni siquiera te dicen, amablemente, tienes este defecto y el
otro, te tienes que tirar con las piernas estiradas y luego arquearlas para caer bien, o cuida
mejor el ángulo derecho, nada, sólo te dicen que ni futbolista eres, que más bien pareces un
remedo del peor balompiecista. Yo he visto a muchos muchachos que le dan las tres y las
malas a Calderón. Luego, después de que has pasado años en las reservas, esperando que
alguno se lastime, que vendan a fulano, tienes que jugar contra el equipo de tus amores y
quisieras dejar pasar uno que otro balón para que ganara tu equipo, pero no se puede, tu
raya y tu puesto se ponen en juego, además de que siempre hay dos porteros detrás de ti
esperando que falles, que envejezcas, para sustituirte. Entonces le ganas a tu equipo, ni
modo, qué se le hace. Con el tiempo dejas de tener equipo favorito, te da lo mismo estar en
el Necaxa que en el América. Los únicos que no son aficionados al futbol son los mismos
futbolistas. Esto la gente no lo sabe. Un día Zague me contó la historia de Amado Benigno,
un portero extraordinario. En el año de 1926 era la estrella del Flamengo, luego pasó, con
los años, al Botafogo, y de ahí a la miseria y luego a la muerte; un día amaneció muerto en
la calle el que fuera el famoso golero Amado Benigno, contó Zague. Zague me dijo
también que en el Brasil tenías que ser un Pelé para que el gobierno te protegiera cuando
viejo. Y yo, mientras tanto, pensaba en los chamacos que juegan en los llanos, en los viejos
que ya no juegan. Aunque no sean viejos, porque tú sabes que los jugadores después de los
treinta valemos puritita cagada. Necesitas ser un Scarone para jugar con la calva a cuestas,
o poner tu negocito, o salir en la televisión anunciando el pan Bimbo, o cualquier oficio que
nada tiene que ver con la cancha ni los estadios. Bueno, una vez que el documento fracasó,
la idea de sindicalizar al equipo cobró una fuerza inesperada entre nosotros. Esa idea iba
acompañada de otras demandas de menor importancia pero indispensables para jalar otra
poca de gente: vacaciones obligatorias, indemnización absoluta en casos de accidentes
serios de trabajo, pago proporcional para la jubilación por parte de cada equipo en los que
trabajaste, etc. Algún equipo tenía que lanzarse a fondo y nosotros fuimos los primeros. El
lic Iturralde pegó el grito en el cielo de la directiva y salió con su eterna demagogia,
respondiéndole a la comisión: ustedes no son trabajadores, sino jugadores, entiéndanlo, ju-
ga-do-res. Ni su madre le creyó; la cosa era tan seria que ya nadie creía en esas niñerías, ni
en los gritos del lic Iturralde, ni en las amenazas de la directiva. Si no se cumplían nuestras
demandas, políticas y económicas, nos iríamos a la huelga, sí señor. Futbolistas de
izquierda, nada más eso nos faltaba. Mi error fue platicarle toda la situación a Elvira,
porque su cantaleta arreció, y si nos bañábamos juntos seguía dale que dale con su hogar,
sus niños, su futuro. Ni modo de responderle lo mismo que al lic Iturralde; yo me
enjabonaba despacio cada pedacito de carne; metía la cabeza en la regadera y ahí la dejaba
un buen rato, las palabras de Elvira se confundían con el ruido de la regadera, así
descansaba un poco, manito. Ahorita Elvira está en casa de mis suegros; mi suegra ya me
vino a gritar mis cosas, ella que tanto me pedía que le dedicara un paradón. Mi suegro viene
y me anima; bajita la mano me dice que no le haga caso a doña Elvira, que a veces no sabe
ni en dónde se encuentra parada. Cuando la directiva se dio cuenta de que la cosa iba en
serio, nos empezaron a atacar muy feo por los periódicos y por la televisión. Las amenazas
y las presiones estaban al orden del día. Luego vino la friega de a de veras: unos mafiosos
fueron a tirar piedras a la casa, un vidrio fue el que quedó sano y salvo, los demás estaban
hechos un llanto. Llegaron tarjetas anónimas y llamadas telefónicas para meternos miedo.
Elvira no esperó más y desde la noche de las pedradas se fue de la casa. Entonces pensamos
que había que dar el salto definitivo: ir a la huelga de futbolistas, la directiva no nos dejaba
otro camino. Y aunque ahora nos quieran responsabilizar a nosotros, la directiva fue la que
arrojó la primera piedra. El comité en su conjunto padecía insomnio, pero no se rajó: el
paro laboral tomó cuerpo. Y nada más ahí, en el pleito legal, ahora ilegal, la cosa se empezó
a desquebrajar. Lo que vino después, manito, ya te lo sabes de memoria. El equipo cambió
de razón social, se declaró la quiebra y el comité se quedó en el aire. Las demandas en mi
contra salieron a primer plano, aunque todas no tengan una base real. Mi licenciado parece
una tortuga de las grandes, porque no veo para cuándo voy a salir del tambo. Por ahí tengo
un dinerito ahorrado: la mitad se va para la fianza y la otra para una taquería o quizá para
un restorán. Y como estoy muy feo no creo que me contraten para los comerciales de la
televisión.
Mario Benedetti
A la vez, las continuas mudanzas comportan que el hijo tenga durante lustros cierta
confusión sobre la realidad objetiva de los acontecimientos. Así, a lo largo de su juventud
mantiene como hecho verídico una ensoñación acaecida en los tiempos de la mortal
enfermedad de su madre. Este sueño, encarnado por una niña llamada Rita, se le reproduce
posteriormente en diversas ocasiones y, si bien toma pronto conciencia de que se trata de
algo inalcanzable y platónico, su vida no sigue un camino definitivo y voluntariamente real
hasta que logra identificarlo con claridad como un fenómeno onírico.
Ello sucede durante un vuelo de trabajo a Quito a bordo de una rocambolesca compañía
aérea, la Aleph Airlines, durante el cual cree oír al comandante mencionar que aterrizarán
en Mictlán. No es casual que Mario Benedetti escogiera ambos nombres. El primero, el
nombre de la compañía aérea, coincide con el título de una obra en la que el escritor
argentino Jorge Luis Borges aborda el sentido y significado del tiempo, la presencia y
concepto de la muerte, la trascendencia y metamorfosis de la palabra, el enigma del
universo y la comprensión de la eternidad. El segundo, Mictlán, era el nombre que
otorgaban las culturas precolombinas mexicanas al reino de los muertos.
Esta hora, que repite en obsesivos dibujos de relojes, encierra para él algo mágico, y
cualquier anécdota sin importancia que en este tiempo suceda cobra una dimensión
desproporcionada. Gracias a otra muchacha, Mariana, de la que se enamora, y con la que
congenia y quiere casarse, Claudio toma verdadero contacto con la realidad, pone fin a su
juventud y entra en la madurez.
Esta contienda, la Segunda Guerra Mundial, se encuentra presente a través de las noticias
periodísticas, como los lanzamientos de bombas atómicas por los norteamericanos, o por el
testimonio de un exiliado judío cuyos padres perecieron en un campo de concentración
nazi. Pero se trata sólo de un eco lejano que llega de forma intermitente y sacude levemente
el plácido discurrir de la vida en Montevideo.
Esta ciudad y sus diferentes barrios se perfilan con nitidez, así como sus gentes y el
pensamiento que las anima. Por estos conciudadanos, sobre todo por los corrientes, "grises"
como él dice, el protagonista siente verdadera pasión. Se detiene en una esquina desde
donde los observa para aprender detalles y matices de la conducta humana y poder
compararlos con los protagonistas literarios de sus febriles lecturas. El resultado es una
obra transparente que rezuma amor por la sencilla vida cotidiana. Y ello a pesar de la
profundidad de algunos de los temas que trata.
El fútbol es un sistema de signos, o sea un lenguaje. Tiene todas las características fundamentales del lenguaje
por excelencia, el que nosotros nos planteamos en seguida como término de confrontación, o sea el lenguaje
escrito-hablado. De hecho, las “palabras” del lenguaje del fútbol se forman exactamente igual que las palabras
del lenguaje escrito-hablado. Ahora bien, ¿cómo se forman estas últimas? Se forman a través de la llamada
“doble articulación”, o sea a través de las infinitas combinaciones de los fonemas que son, en italiano, las
veintiún letras del alfabeto. Los fonemas, por tanto, son las “unidades mínimas” de la lengua escrito-hablada.
¿Queremos divertirnos definiendo la unidad mínima de la lengua del fútbol? Veamos: “Un hombre que usa
los pies para patear un balón” es esa unidad mínima: ese “podema” (si queremos seguir divirtiéndonos). Las
infinitas posibilidades de combinación de los “podemas” forman las “palabras futbolísticas”, y el conjunto de
las “palabras futbolísticas” forma un discurso, regulado por auténticas normas sintácticas. Los “podemas” son
veintidós (casi igual que los fonemas), las “palabras futbolísticas” son potencialmente infinitas, porque
infinitas son las posibilidades de combinación de los “podemas” (en la práctica, los pases de balón entre
jugador y jugador); la sintaxis se expresa en el “partido”, que es un auténtico discurso dramático.
Los cifradores de este lenguaje son los jugadores, nosotros, en las gradas, somos los descifradores: así pues,
poseemos en común un código. Quien no conoce el código del fútbol no entiende el significado de sus
palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (un conjunto de pases). No soy ni Roland Barthes ni Greimas,
pero como aficionado, si quisiera, podría escribir un ensayo mucho más convincente que esta mención, sobre
la “lengua del fútbol”. Pienso, además, que se podría escribir también un bonito ensayo titulado “Vladimir
Propp aplicado al fútbol”, porque, naturalmente, como toda lengua, el fútbol tiene su momento puramente
“instrumental”, rigurosa y abstractamente regulado por el código, y su momento “expresivo”.
En efecto, antes he dicho que toda lengua se articula en varias sublenguas, cada una de las cuales posee un
subcódigo. Pues bien, en la lengua del fútbol se pueden hacer también distinciones de este tipo: también el
fútbol posee unos subcódigos, desde el momento en que, de ser puramente instrumental, pasa a convertirse en
expresivo. Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente prosístico y un fútbol como lenguaje
fundamentalmente poético. Para explicarme, pondré –anticipando las conclusiones– algunos ejemplos:
Bulgarelli juega un fútbol en prosa: él es un “prosista realista”. Riva juega un fútbol en poesía: él es un “poeta
realista”. Corso juega un fútbol en poesía, pero no es un “poeta realista”: es un poeta un poco maldito,
extravagante. Rivera juega un fútbol en prosa, pero la suya es una prosa poética, de Elzevir. También Mazzola
es un “elzeviriano”, que podría escribir en el Corriere della Sera, pero es más poeta que Rivera: de vez en
cuando él interrumpe la prosa e inventa en seguida dos versos fulgurantes. (N. de la R.: se trata desde luego de
jugadores italianos de la época; es factible el ejercicio de proponer nombres actuales para cada una de las
categorías propuestas por Pasolini.)
Quiero aclarar que entre la prosa y la poesía no hacemos distinción de valor; la mía es una distinción
puramente técnica. Sin embargo, entendámonos: la literatura italiana, sobre todo la reciente, es la literatura de
los Elzevir: ellos son elegantes y extremadamente estetizantes, su fondo es casi siempre conservador y un
poco provinciano... en fin, democristiano. Entre todos los lenguajes que se hablan en un país, incluso los más
jergales y difíciles, hay un terreno común que es la cultura de ese país: su actualidad histórica. Así,
precisamente por razones de cultura y de historia, el fútbol de algunos pueblos es fundamentalmente en prosa;
prosa realista o prosa estetizante (este último es el caso de Italia), mientras que el fútbol de otros pueblos es
fundamentalmente en poesía.
En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: se trata de los momentos del gol. Cada gol es
siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es ineluctabilidad, fulguración,
estupor, irreversibilidad. Precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es
siempre el mejor poeta del año. En este momento lo es Savoldi. El fútbol que expresa más goles es el fútbol
más poético. También la gambeta es de por sí poética (aunque no siempre como la acción del gol). De hecho,
el sueño de todo jugador (compartido por todo espectador) es salir del centro del campo, gambetear a todos y
marcar. Si, dentro de los límites permitidos, se puede imaginar en el fútbol una cosa sublime, es precisamente
ésta. Pero no sucede jamás. (N. de la R.: el autor escribe 15 años antes del gol de Maradona a los ingleses en
el Mundial de 1986.) Es un sueño que he visto realizado sólo en I due maghi del pallone (Los dos magos del
balón), la película de Franco Franchi que, aunque sea a nivel rústico, ha conseguido ser perfectamente onírica.
¿Quiénes son los mejores gambeteadores del mundo y los mejores goleadores? Los brasileños. Por lo tanto, su
fútbol es un fútbol de poesía: de hecho, en él todo está basado en la gambeta y en el gol. El “catenaccio”
(encadenado) y la triangulación es un fútbol de prosa: en efecto, está basado en la sintaxis, o sea en el juego
colectivo y organizado: es decir, en la ejecución razonada del código. Su único momento poético es el
contraataque, con el gol añadido (que, como hemos visto, no puede más que ser poético). En definitiva, el
momento poético del fútbol parece ser (como siempre) el momento individualista (gambeta y gol; o pase
inspirado). El fútbol en prosa es el del llamado sistema (el fútbol europeo). Su esquema es el siguiente:
El gol, en este esquema, está encomendado a la definición, a ser posible de un “poeta realista” como Riva,
pero debe derivar de una organización de juego colectivo, basado en una serie de pases geométricos
ejecutados según las reglas del código (se trata de una perfección un poco estetizante y no realista, como en
los centrocampistas ingleses o alemanes).
Esquema que para ser realizado debe requerir una capacidad monstruosa de gambetear (cosa que en Europa es
repudiada en nombre de la “prosa colectiva”) y el gol puede ser inventado por cualquiera y desde cualquier
posición. Si gambeta y gol son los momentos individualistas-poéticos del fútbol, es por eso que el fútbol
brasileño es un fútbol de poesía. Sin hacer distinción de valor, sino en sentido puramente técnico, en México
la prosa estetizante italiana ha sido vencida por la poesía brasileña.
Q Artículo publicado en Il Giorno el 3 de enero de 1971. El año anterior, en la final de la IX Copa Mundial de
Fútbol, en México, Brasil había vencido a Italia por 4 a 1. El texto fue incluido en Saggi sulla letteratura e
sull’arte (Ensayos sobre la literatura y el arte), publicado en 1999 (ed. Mondadori).
Barthes, de origen francés, ya era en 1960 un autor muy conocido. Hubert Aquin no
era todavía el novelista de Prochain épisode (1965) o de Neige noire (1974) y sólo se
le conocía únicamente en Québec como colaborador de la revista Liberté.
Barthes, de quien Susan Sontag dijo: “Había decidido que todo podía tratarse como
sistema: un discurso, un conjunto de clasificaciones. Y como todo era un sistema,
todo podía superarse” en este libro escribe acerca de la corrida de toros, además de
los deportes antes mencionados::
Resumen
El artículo pretende realizar un análisis cultural de las mujeres y su participación en el
espacio del fútbol. Propone un recorrido reflexivo sobre la compleja institucionalización de
lo masculino y lo femenino dentro del campo deportivo, e intenta señalar la continuidad
histórica y desbalanceada de las relaciones que se cristalizaron como naturales, y se
construyen desde los lugares de dominación (y por lo tanto de dominados) en la
constitución de la hegemonía dentro del fútbol: lo femenino subordinado a lo masculino
Palabras clave: Comunicación; Cultura; Género; Hegemonía
Abstract
The article seeks a cultural analysis of women and their participation in the space of
football. Proposes a reflective journey on the complex institutionalization of male and
female within the sports field, and tries to point out the historical continuity of relationships
and unbalanced to be crystallized as natural and are constructed from the places of
domination (and therefore dominated) in the constitution of hegemony within the football:
female subordinate to the male
La partida y el interrogante
Mirando y pensando los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 - tregua mediante con el sueño-,
pudimos apreciar la histórica celebración de la pureza, la belleza y la destreza de los
cuerpos deportivos, heredados de la tradición olímpica moderna (griega), cada vez más
entremezclados y orientados por las matrices empresariales. Hasta aquí ninguna novedad.
Lo interesante resulta cuando analizamos cómo se narran los juegos, quiénes lo narran, y
sobre todo, y aún más atractivo, cómo se visibilizan las relaciones de poder y las disputas
por ocupar simbólicamente los espacios.
Sin problemas, por lo menos desde los supuestos ontológicos, la cuestión del género puede
aparecer -recordando los últimos juegos- como conflictiva y, afortunadamente, jugosa para
el análisis. Porque siguiendo a Judith Butler (2001), podemos pensar que la crisis de la
categoría género está a la vuelta de la esquina. Las prácticas sexuales desplazadas [1] por
las hegemónicas ponen en riesgo la normatividad - y seguridad- atribuida a lo femenino y a
lo masculino.
Pero la pregunta a retomar podría ser: una práctica deportiva nombrada como femenina,
¿pone en riesgo la concepción masculina (histórica) del deporte?
El abordaje y la propuesta
El análisis de la cultura permite ordenar y estructurar el presente, a partir del sitio que los
agentes ocupan en las redes de las relaciones sociales. Es entendida como una dimensión de
análisis de todas las prácticas sociales. Permite observar la dinámica de construcción y
reelaboración constante de los agentes, en el espacio histórico y cotidiano de la
significación. La cotidianeidad y las relaciones entre los agentes adquieren sentido a partir
de considerar a la cultura como megaordenador de los mundos sociales (Morin, 1997).
Entender a éstos como sujetos a una variación constante entre lo fijo y lo móvil (Morin,
1997), significa entender la cultura como proceso, que se vale de lo histórico y se nutre de
la constante construcción de sentido.
En esta circunscripción epistemológica, resulta preciso definir la zona del estudio del
Deporte y las identidades como lugar de lucha, de relaciones de hegemonía. Pues la
hegemonía permite volver inteligibles las relaciones entre clases desde el punto de vista
cultural. Expresa el resultado de tensiones entre diferentes fuerzas, con equilibrio precario,
que debe ser cotidiana y constantemente renovado en todos los ámbitos de la vida social y
colectiva, a pesar de ser capaz de aglutinar en torno a "su cultura" al conjunto del bloque
social (González, 1986). La hegemonía jamás puede ser individual, su trascendencia está
dentro de otra escala de representación en la cual las clases-estatuto entran en juego
(Fossaert, 1980).
El deporte se concibe, desde lugares comunes, como espacio sin fisuras, sin lugar a
conflictos de ninguna índole. Según Galindo Cáceres (2005), "el deporte está en la base de
la vida social, no es algo secundario ni superfluo". Sin embargo está afuera de la agenda de
investigación del campo comunicacional (excepto en la hiperespectacularizada guía
televisiva, nutrida de los grandes eventos deportivos - Juegos Olímpicos, Mundiales,
Torneos locales, etc, etc. Pero casi nunca [2] conceptualizando al deporte como espacio
donde se dirime el poder y se configuran las relaciones sociales:
Las "Public Schools" situarán al deporte [5] como fundamental en el diseño de su programa
curricular, y como principal modelador y modulador del carácter de aquellos futuros
dirigentes sociales: "se construía un nuevo ideal que desdeñaba la erudición y exaltaba la
virilidad, se adquiría la hombría y el coraje..." (Barbero González, 1993:16). No sólo
asistimos a la escena política masculina por excelencia, sino también, a la conformación
diacrónica del hombre en su dimensión genérica. Nada más, ni nada menos, que a través del
deporte como espacio fundamental donde la diferencia se visibiliza como jerarquía. Como
el lugar del poder instituido.
A pesar de que algunos puedan desconocer la raíz de lucha histórica que reivindica la
práctica femenina del fútbol en Argentina [6], todos y todas contemplamos una relativa
incorporación de las mujeres al universo masculino por excelencia: el fútbol. Y digo
relativa, porque a la vez pregunto (más allá de la valiosísima posición luchada/ganada),
¿cuál es realmente la posición de las mujeres en el fútbol?
Las continuidades históricas nos advierten que los procesos no son casuales, ni mecánicos,
ni mágicos. El fútbol en la Argentina mantenía la matriz fundacional inglesa (movimientos
mercantiles y sociales incluidos), logrando criollizarse (por lo tanto diferenciarse) tiempo
más adelante. Pero lo que nada ni nadie puede negar es que el fútbol sea, según Archetti
(1985), un espacio estrictamente masculino, donde hombres, y proyectos de hombres,
construyen un mundo varonil, que por supuesto establece lo permitido y lo negado. Entre
esto último, las mujeres:
- La dimensión lúdica
Porque, dado el sub-género [12] Fútbol Femenino, nos advierte otra tipología de la GRAN
CATEGORÍA fútbol. Pero, ¿cuál es la diferencia lúdica entre el fútbol masculino y
femenino? ¿No hay otra posibilidad que asuma la responsabilidad de disputa del orden
masculino en el plano del juego? En caso de no haber una alternativa, deberíamos
resignarnos a contemplar un fútbol femenino "menos igual" al masculino. Es decir, ¿no hay
otras formas de jugar al fútbol que no sean las de los hombres, o sea las pensadas,
practicadas y nombradas por la mirada masculina?
El problema es que el mito siempre se refirió (y aún sigue vigente) al "pibe" y jamás, ni
siquiera por diplomacia, a la "piba" y su práctica participativa en el fútbol...
- La dimensión productiva
El empleo remunerado se inscribe como marca significativa "en cuanto determina no sólo
el bienestar material sino también el bienestar psíquico de las personas, al mismo tiempo
que constituye un elemento central para la integración social. A su vez, el empleo explica
la posición que ocupan mujeres y varones dentro de la sociedad" (Pautassi, 2007:51).
Establece un reconocimiento social, con la añadidura del prestigio correspondiente.
En la división social del trabajo en el mercado productivo (muy productivo) del fútbol, la
participación de las mujeres parece ser materia pendiente. La progresiva incorporación de
las mujeres sólo parece establecerse desde las tribunas como las "nuevas hinchas" que en
gran magnitud han conquistado los estadios. Si se trata de la distribución de los ingresos del
gran mercado de producción de ganancias del fútbol, resulta inequitativa para las mujeres.
La monstruosidad del negocio mediático en relación al fútbol no admite - salvo
excepciones [14] - la incorporación central de las mujeres. Central como el lugar referencial
de las voces "autorizadas" para el tratamiento del fútbol. Paulatinamente (pero en forma
muy lenta) las mujeres fueron asumiendo los roles de conductoras de noticieros deportivos.
Una innovación que, desde no hace muchos años, parece perpetuarse sólo como la
conducción. Porque los especialistas siguen siendo los hombres, lo que significa que el
proceso de autonomía dentro del campo sigue supeditado a los imperativos de la tradición
masculina del fútbol. Ni hablar de los ingresos en divisas.
"El empleo no sólo procura ingresos sino vínculos sociales. Más allá de su
importancia económica tiene un enorme significado simbólico, ya que para
muchas mujeres el acceso al trabajo [16] es un paso importante en un proceso
más amplio de autonomía y ejercicio de derechos ciudadanos..." (Pautassi,
2007:52)
Desde el momento enunciativo esta dimensión demuestra que debemos concebir que el
problema se dirime entre fuerzas sociales desiguales, y en términos políticos.
Una muestra más de la tozuda separación de la teoría política y social moderna [17] nos
indica que, en el campo futbolístico, lo público (lo masculino), advierte una vinculación
estrecha con la capacidad direccional de las acciones y el poder ciudadano, vía los
ejercicios de la razón. Mientras que lo privado, tendrá que ver con la domesticidad, lo
corporal, lo emotivo, destinado como espacio delimitador de lo femenino.
En el fútbol, la jerarquía de lo universal y general (lo público) gobernado por los hombres,
dispone el reconocimiento y la subordinación inmediata de lo particular (lo privado), de las
mujeres. Sólo con recorrer los organismos internacionales y nacionales que regulan la
práctica deportiva, contemplamos que lo masculino acumula la mayoría del capital en juego
para decidir las reglas del espacio social futbolístico.
Toda referencia al género masculino en las Reglas de juego por lo que respecta a árbitros,
árbitros asistentes, jugadores o funcionarios oficiales equivaldrá (para simplificar la
lectura) tanto a hombres como a mujeres.
Lo analizado establece un orden reflexivo. Pensar que estamos cerca de la "igualdad" de los
géneros en el espacio del fútbol y su práctica, parecería presentarse sólo como un deseo,
por su calidad de ausente. Aspirar a esa "igualdad" significaría el encorsetamiento en la
categoría de género, que ni siquiera es cuestionada en el fútbol. Al contrario, goza de
comodidad. Vienen dadas por obra y gracia de la historia y sus contingencias (construidas
como "naturales", por supuesto). Más allá de reivindicar el lugar logrado dentro del campo,
la cuestión de las mujeres y el fútbol no se admite en el plano del debate y del conflicto.
Pareciera un sentido masculino perpetuo, cristalizado, muerto, aprobado y reproducido por
instituciones culturales (deporte o trabajo).
Pero nunca la masculinidad está dada. Se debe seguir definiendo y consolidando en relación
a los otros. En este caso las mujeres que participan del fútbol. Lo hegemónico, como el
proyecto legítimo y la cosmovisión oficial, debe ser continuamente recreado, renovado y
defendido. Por lo tanto siempre debe estar en guardia, en lucha. Y en el fútbol, la
hegemonía tiene sus recompensas, justamente al presentarse como lugar cálido, sin
conflictos, y sin la posibilidad de que los haya. Sobre todo porque pareciera que el deporte
no admite polémicas, distinciones, prejuicios, relaciones desiguales de poder, visiones de
mundo, o cualquier tipo de problema de la vida social. Cuando el deporte, según José
Ignacio Barbero (en Vidiella Pagès, 2007), es uno de los ámbitos más homófobos de
nuestra sociedad. Imaginemos cuán traumático resultaría la práctica para travestis, teniendo
en cuenta que a nivel profesional, por ahora, no se registran casos (o no son visibles, en
términos mediáticos).
Parecería que la práctica del fútbol por parte de las mujeres no alcanzaría a disputar el
orden oficial a los hombres. Ni a nivel lúdico, ni productivo, y menos en el político. Será
quizás que lo logrado hasta ahora no quiere perderse. Porque como explicara Gayle Rubin
(en Butler, 2001), una mujer funciona como mujer según la estructura heterosexual
dominante, y cuestionar la organización de esa estructura significaría perder lo obtenido
hasta el momento, situada como género. Pero igualmente no sería mal comienzo (aunque
complejo), pretender revertir la dirección de los flujos de sentido. La tarea estaría dada por
el intento de desnaturalizar, siguiendo a Butler (2001:24), "la violencia normativa que
conllevan las morfologías ideales del sexo, así como de eliminar las suposiciones
dominantes acerca de la heterosexualidad natural o presunta que se basan en los discursos
ordinarios y académicos sobre la sexualidad". En nuestro caso, desagregar las formas
legítimas y restrictivas de jugar, producir y decidir en el fútbol.
¿Cómo cambiar esos flujos de sentido? No hay recetas, si algunos caminos. Ante el difícil
escenario, que no sólo es desfavorable en el campo deportivo, sino en el campo social
(siempre pensándolos en relación), una posibilidad inmediata (contemplando todo el
conjunto de adversidades) sería declarar en emergencia la problemática (del fútbol y las
mujeres) y otorgarle, sin titubeos, el rótulo de problema político. Esto aportaría al proceso
de transformación de la idea de que todo lo deportivo no tiene conflictos. Si bien la cuestión
de la categoría género es interpelada desde hace tiempo por movimientos feministas, que
reivindican el concepto de identidad como relacional, dinámico e histórico, es necesario
(apelando a la autonomía relativa de los campos) ponerlo en común en el espacio deportivo,
y así disputarle a las prácticas ese sentido de "natural y lógico". Es necesario "construir
formas de vinculación superiores a la suma de diferencias" (González, 2008:32). Otorgarle
importancia de primer orden a aquello que articula las estructuras materiales y sus
dimensiones simbólicas: la comunicación. Y cuestionar lo legítimo, es profundizar sobre el
desconocimiento de la matriz hegemónica. Reflexionar diacrónicamente y volver pensable
la desigualdad. Entonces cultivar y desarrollar una nueva cultura de comunicación (nuevas
formas de conocer y de informar el mundo, y de producir y reproducir lo conocido y lo
informado) "implica siempre una actitud abierta y horizontal para poder suscitar las
diferencias que no se resuelven con el canal tecnológico, sino cuando modificamos la
relación social que desbalancea y naturaliza las diferencias en desigualdades." (González,
2008:32)
Hasta ahora, el fútbol practicado y vivido por las mujeres no parece disputarle la
dominación al fútbol practicado y vivido (y además gobernado) por lo masculino. El primer
ejercicio sugerido, es creer y reforzar, siguiendo a Stuart Hall, la idea de que "lo deportivo
también es político"
[1] Es decir, las que se encuentran deslegitimadas por la concepción sexual hétero.
[2]Podemos decir "casi" gracias a las líneas fundadoras del campo de estudios en Deporte y
Sociedad en Argentina y América Latina, que obstinadamente tejieron y legitimaron un
lugar propio en la Academia. Trabajos como los de Eduardo Archetti, Pablo Alabarces,
María Graciela Rodríguez, Julio Frydenberg, Roberto Di Giano, José Garriga Zucal, entre
tantos, marcaron territorio y elaboraron las leyes propias de un espacio oportuno para el
estudio de las identidades y conflictos sociales en torno a temáticas como género, territorio,
nacionalidad, patria, culturas populares, elites, medios de comunicación, modernidad,
posmodernidad, consumo, violencia, política, entre otras.
[6] Que se remontan a la década del ´50, y que cuarenta años más tarde (en 1991) se
institucionaliza a través del reconocimiento de A.F.A (Asociación del Fútbol Argentino).
[7] Bourdieu, P. (2000): "La dominación masculina", Ed. Anagrama, Buenos Aires p. 37.
[8] Jansson, María Adolfina (1998):"Aproximaciones al tema del fútbol femenino y los
límites a tener en cuenta para una interpretación sociológica", en Alabarces, P. et al.
"Deporte y Sociedad", Buenos Aires, Eudeba
[9] Ibídem
[10] Le Breton, David (1999): "Las pasiones ordinarias. Antropología de las emociones"
Ed. Nueva Visión. Bs. As.
[11] Ibídem
[12] Queda claro que el género fútbol fue nombrado históricamente desde la concepción de
lo "masculino". El fútbol femenino conserva el lugar de subalterno.
[13] Le Breton, David (1999): "Las pasiones ordinarias. Antropología de las emociones"
Ed. Nueva Visión. Bs. As.
[14] La inclusión de las mujeres en los medios vinculados al fútbol recupera, en ciertos
casos, lo peor de un machismo sin disimulos, cuando se presenta a las mujeres que
mantienen romances con futbolistas como las "botineras". Serían las "especialistas" de los
"coqueteos" con los jugadores. Las narrativas mediáticas insisten en fundamentar esta
práctica como la posibilidad que obtienen las "botineras" de lograr la visibilidad necesaria
que las lleve "al estrellato". Lo que daría como ecuación, una desesperanzadora y miserable
afirmación, dejando sin chances a los romances y su "verdadera" dimensión sentimental. En
conclusión, la objetivación de las "botineras", representando el deseo sexual de los
jugadores.
Bibliografía
Archetti, Eduardo. (2001). "El potrero, la pista y el ring. Las patrias del deporte
argentino". Buenos Aires, FCE.
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Barbero González, José Ignacio. (1993). "Introducción. Materiales de Sociología del
Deporte". Madrid, Ediciones de la Piqueta.
Fossaert, Robert. (1983). La Societe (Tomo VI) ÇLes strutures ideologiques È Du Seuil,
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González, Jorge (2008). "Entre cultura (s) y cibercultur@ (s). Incursiones y otros
derroteros no lineales", La Plata, Bs. Aires, EDULP.
González, Jorge (1994). "Más (+) Cultura (S). Ensayo sobre realidades plurales", Consejo
Nacional para la González, Jorge (1986): "Frentes culturales: identidad, memoria, ludismo
en las ferias de Colima", Siglo XX S/E Tesis de Doctorado en Ciencias Sociales U.
Iberoamericana, Colima, México Cultura y las Artes. México D.F.
Jansson, María Adolfina. (1998). "Aproximaciones al tema del fútbol femenino y los límites
a tener en cuenta para una interpretación sociológica". en Alabarces, P. et al. (eds.),
"Deporte y Sociedad", Buenos Aires, Eudeba
Morin, Edgar. (1997). "La configuración de la mirada cultural". en Gómez Vargas, Héctor
"Generación Mc Luhan". Primera Edición, www.razonypalabra.org/mcluhan/confi.htm
Pautassi, Laura. (2007). "¡Cuánto trabajo mujer!", Buenos Aires, Capital Intelectual.
Vidiella Pagès, Judit. (2007). "El deporte y la actividad física como mediadores de
modelos corporales: género y sexualidad en el aprendizaje de las masculinidades". En
Revista Educación Física y Ciencia, Departamento de Educación Física (Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP), Año 9.
Me dispongo a hablar del libro The soccer tribe, de Desmond Morris, que la Editorial
Argos Vergara publicó en gran formato y con gran número de fotografías en 1982 (el
original en inglés era de 1981). Y aquí viene el detalle: En lugar de traducirlo como La
tribu del fútbol, alguien tuvo la ocurrencia de titularlo El deporte rey. Lo peor es que este
título-topicazo no refleja, ni de lejos, el contenido del libro. Efectivamente, Morris dividió
su libro en estas partes: Las raíces tribales, los rituales tribales, los héroes tribales, los
adornos tribales, los jefes de la tribu, los seguidores tribales y La lengua tribal.
Mucho, porque ya la portada hubiera servido para empistar al lector hacia el contenido.
Cuentan que Alejandro Dumas acabó de escribir Los tres mosqueteros y, en la misma
página, escribió el título de su siguiente novela: Veinte años después. He vuelto a leer una
vez más el libro de Desmond Morris y me he planteado si el libro ha perdido fuerza
después de treinta años. Y mi respuesta es que, si los “comentaristas” del fútbol, que tanto
abundan, leyesen este libro a fondo, elevarían muy mucho la calidad de sus escritos. Desde
luego, no estoy sugiriendo que lean La Crítica de la Razón Pura, de Kant, o la
Fenomenología del Espíritu, de Hegel. Tampoco quiero mostrarme como un experto en
periodismo deportivo. Lo más que puedo hacer es afirmar que una disciplina se ordena pre-
científica y científicamente. Precientíficamente, mediante unas técnicas o tecnologías y/o
mediante un arte muy desarrollado. Científicamente, mediante categorías bien fundadas. Si
no cuenta con unas categorías bien fundadas, es casi seguro que nos encontramos ante un
camelo, no ante una ciencia.
Cada una de estas esferas engloba muchas otras subcategorías, que él va estudiando y
comunicando al lector en las 240 páginas siguientes. Repito, con muchas ilustraciones.
Un libro-modelo
Tendría que dedicar varias entradas de este Blog a comentar este libro. Sin embargo, la
alternativa que propongo es la siguiente: Que los interesados en estudiar cualquier
profesión desde la comunicación no verbal, lean este libro, aprendan el sistema de trabajo
de Morris y publiquen un libro como éste sobre cada profesión. Me voy a poner publicitario
y asegurar el éxito a quienes acometan este trabajo. Y además, disfrutarán mucho con su
trabajo. Eso sí, para asegurarse el éxito, no sólo tienen que actuar como científicos sino
como comunicadores. El estilo de Morris es suyo. Cada uno tenemos nuestra manera de
comunicar. Por eso, el libro de Morris no sólo es un modelo de cómo hacer ciencia, sino de
cómo hacer llegar nuestros hallazgos a los demás.
El fútbol a estudio
24-06-2006 | Mauricio-José Schwarz
Lo detestemos o lo disfrutemos, este juego puede enseñarnos mucho sobre el hombre
social
En el juego del fútbol, donde unos ven la desmedida ambición del negocio o la celebración
de la habilidad personal y el trabajo de equipo, otros ven un escenario donde se resume la
esencia tribal que tenemos todavía a nuestras espaldas, que apenas hace unos miles de años
era la única forma de ser humano.
Una guerra ritual, donde los héroes de la tribu, los campeones, los davids y los goliats en la
persona de Ronaldinho, David Villa o Zinedine Zidane, representan a todos sus seguidores
(del equipo o de la selección nacional), los cuales los siguen con los rituales identificativos
de la tribu: colores, escudos, himnos, parafernalia que deja muy claro el espacio de
existencia de nosotros y la frontera que marca exactamente dónde comienzan ellos, ésos
que son los otros, el adversario, el enemigo, el oponente a vencer.
Las reglas nacen de los acuerdos de un consejo de ancianos legislativo. Son las
federaciones, las confederaciones y la FIFA misma, que sólo responde ante sí misma de sus
decisiones, autoritaria y autónoma. Son ellos, junto con otros ancianos o personajes
principales, los que presiden los partidos: presidentes de equipos, dignatarios
internacionales, representantes de las fuerzas políticas y económicas que subyacen al juego.
Quien representa a la ley y la hace cumplir, el poder judicial, también responde únicamente
ante el consejo de ancianos: es el árbitro, el hombre de la última palabra, apoyado en sus
asistentes. En el campo de juego no hay democracia, no hay juicios justos con desahogo de
pruebas, no hay segunda ni tercera instancia. Como en el pasado humano, la condena es
definitiva y, además, la sentencia se ejecuta de inmediato.
Al interior de los equipos, igualmente, no se encuentran para nada los elementos de una
sociedad moderna, la democracia, la horizontalidad en las decisiones, el consenso y el
pluralismo. Los ancianos dueños nombran al entrenador como a un general de ejércitos que
manda, no pregunta ni da explicaciones si no quiere. Si todo sale bien, será glorificado
como César a la vuelta de las Galias. Si no, será sacrificado. Y sus órdenes llegan a la tropa
en el campo de batalla precisamente por medio de un capitán, nombre revelador.
Todo esto es parte de lo que etólogos, sociólogos y antropólogos han leído en el juego del
fútbol como expresión de una necesidad tribal social que el ser humano mantiene porque la
evolución no ha tenido tiempo (ni necesidad, probablemente) de eliminar de su bagaje
conductual innatamente determinado o condicionado. Un juego que emula, repite y
satisface las mismas emociones que los enfrentamientos tribales en los que lo que se ganaba
no era un valor simbólico como una copa, sino tierras, ganado, riquezas reales.
Tales observaciones serían aplicables a muchos deportes, en mayor o menor medida. Sin
embargo, el fútbol se distingue por su atractivo universal (descontando a los Estados
Unidos) y porque en él parecen estar presentes todos los elementos tribales, de tropa de
primates, que la antropología nos dice que fueron la base de la sociedad humana y
prehumana durante millones de años.
El etólogo (estudioso del comportamiento natural) Desmond Morris, autor de libros como
El mono desnudo, El zoo humano y, recientemente, La mujer desnuda, escribió en 1981
The Soccer Tribe, traducido al español como El deporte rey y que resume esta visión y
estas teorías acerca del significado del fútbol. Este libro comenzaba señalando que si una
civilización extraterrestre realmente llegara a la Tierra y la orbitara algunas veces para ver
sus poblaciones, no podría dejar de notar que en todas las ciudades, e incluso en muchas
poblaciones de no muchos habitantes, existen esos rectángulos de hierba rodeados de
gradas, todos con prácticamente las mismas medidas, todos con las mismas líneas pintadas,
con las mismas estructuras en los extremos… y que generalmente sólo se usan una o dos
veces por semana. Es algo que parece totalmente universal, que trasciende a todas las
demás diferencias, y algo que ocurría incluso antes de que el fútbol fuera un negocio a los
niveles que podemos apreciar hoy en día.
Para Morris, el atractivo principal del fútbol yace en dos elementos clave. Primero que
nada, la sencillez de sus reglas, pocas y fáciles de entender (y de adaptar) sin demasiadas
complicaciones y que dejan abiertas muchísimas posibilidades para el juego. Y, en segundo
lugar, el que no hace falta equipamiento, campos especializados y ni siquiera un balón para
jugarlo. En su sencillez y, también, en su economía, podría estar al menos parte de la
explicación del atractivo generalizado que produce. A esto habría que añadir el nivel de
reconocimiento social que obtienen los grandes jugadores de fútbol en todo el mundo. El
futbolista triunfador, el campeón de la tribu del fútbol según Desmond Morris, llega al más
alto nivel de heroísmo disponible en nuestra sociedad actual, ya sea en su club, en su país o,
en algunos casos, a nivel mundial.
El fútbol. Vicente Verdú
Escribí hace años un libro sobre el fútbol (El fútbol: mitos, ritos, símbolos. Alianza
Editorial) con la intención de tratar de explicarme por qué a los seguidores de un equipo
nos influyen tanto sus victorias y sus derrotas. Ahora, durante el tiempo en que se ha
celebrado este Mundial, no son sólo los seguidores de un equipo particular sino los
patriotas apegados a la selección nacional han vivido con tanto énfasis su éxitos o sus
fracasos que la magia de esa gran explosión y gran depresión queda todavía por entender.
Yo escribí entonces y lo he hecho muchas veces más ofreciendo teorías de todo tipo pero
llego al día de hoy en que todo lo dicho -por mí y por los demás- me parece del todo
insuficiente para dar cuenta de lo que verdaderamente pasa.
Ha terminado el Mundial y todo regresa casi de golpe a lo que era. Simplemente, los
partidos han cesado y con su ausencia reaparece una cotidianidad demasiado mediocre,
mala o buena, más bien mala que buena y, encima, experimentándola a solas, sin el clamor
del estadio, las calles, los campos, las azoteas, el corazón multiplicado por millones de
corazones multiplicados.
El culto al fútbol
Vicente Verdú
31 MAY 2008
Durante la larga época en que el libro imperó como supremo patrón de la cultura, el fútbol
fue absolutamente inculto. Ni siquiera las contadas aportaciones que novelistas o ensayistas
hicimos para incorporarlo al acervo cultural sirvieron para gran cosa. Igual que con el
fútbol, con el diseño gráfico, con la moda o con los automóviles, vino a ocurrir tres cuartos
de lo mismo: en tanto sus asuntos no se registraban como tratados nutriendo las venerables
bibliotecas era inconcebible que aspiraran a considerarse cultos.
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En contraste con la cultura propia del libro, que requería aplicación e intensidad en la
atención, la cultura audiovisual reclama extroversión y extensividad sensorial ante el
panorama. Leer evoca una acción con profundidad para descodificar apropiadamente los
garabatos, pero las pantallas o los panoramas se corresponden con una recepción en
superficie. La cultura del libro es del orden del silencio mientras que la audiovisual
pertenece a la naturaleza del estruendo. O bien, el clamor de la muchedumbre en la grada
constituye el revés de la callada lectura en el gabinete solitario.
Para casi todo aquel sujeto conspicuamente adiestrado en la etapa precedente el fútbol
significa, a menudo, lo inculto. Pero el fútbol será, en este sentido, inculto sólo en la
medida en que no se parezca en nada a la significación del saber libresco ni se avenga con
sus santuarios. Será inculto -y anticultural- para aquellos feligreses del reino cultural
anterior pero para la nueva época, saturada de saber audiovisual y ejercitada en la cultura de
superficies, el fútbol representará no sólo un fenómeno propio de la cultura imperante sino,
como hacen saber los millones de aficionados en todo el mundo, una muestra suprema de la
nueva experiencia culturizada. El culto al fútbol. -
Vicente Verdú (Elche, 1942) es autor de El fútbol, mitos, ritos y símbolos (Alianza
Editorial, 1981). Recientemente ha publicado No Ficción (Anagrama, 2008).
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 31 de mayo de 2008
El principal reto al que se enfrenta José Miguel Wisnik en este ensayo es la posibilidad
de desarrollar un lenguaje crítico desde los estudios culturales latinoamericanos para
abarcar ese fenómeno (hoy omnipresente gracias a los medios masivos de
comunicación) que es el fútbol. El punto de partida de su reflexión consiste en rebatir
la idea de que el fútbol, en tanto que se halla apresado desde hace un buen tiempo por
la industria del espectáculo y es un producto de consumo masivo en el mercado global
postindustrial, es una materia que no merece siquiera la atención de las disciplinas
humanísticas ni de la academia. La propuesta es encontrar un modo de análisis que
supere el vaivén entre la apología gratuita y el facilismo del desprecio habitual entre
los intelectuales latinoamericanos (ejemplificados, por lo demás, según Wisnik en el
libro de Juan José Sebreli, La era del fútbol) que reducen al fútbol al factor alienante
contemporáneo de las masas, es decir, "al nuevo opio del pueblo". En ese sentido, lo
primero que hay que señalar es que el libro logra efectivamente apropiarse del fútbol
desde una mirada que combina en su análisis diversas disciplinas como la
antropología, la historia social y cultural, la literatura, la crítica de las artes y,
fundamentalmente, el psicoanálisis. Para Wisnik el fútbol –el juego en sí mismo, pero
también los efectos que tiene en la sociedad– constituye un entramado simbólico (un
"campo de conflicto transcultural", llega a decir) que abre la posibilidad de articular
narrativas que van desde la construcción de identidades colectivas y nacionales, a
entretejer características culturales arraigadas en las sociedades latinoamericanas de
nuestro tiempo.
Wisnik se revela aquí como un gran observador de los aspectos lúdicos del fútbol, que
lo atan a impulsos atávicos (los orígenes tribales de los juegos de pelota como
recreación de la caza o el carácter ritual del juego de pelota entre los mayas para
sostener el equilibrio del cosmos) y los actualiza en el deporte institucionalizado de
nuestros días. Su tesis es que si el fútbol, el deporte moderno codificado y dispersado
por el imperialismo británico en la segunda mitad del siglo XIX, arraigó tanto y tan
pronto en sociedades altamente desarrolladas como las de la Europa continental y en
sociedades menos industrializadas como las latinoamericanas es porque se trata de un
juego que aglutina esos valores premodernos, –el contacto con la tierra (se juega al
aire libre y en cualquier campo, tenga césped o no) o el poder hipnótico de la redondez
de la pelota– con los valores modernizadores, civilizatorios (muy en la lógica positivista
e higienista del cambio de siglo) que representan tanto el deporte como la actividad
física. Es en ese sentido que el fútbol representa "la cuadratura del círculo" a la que
alude el título del capítulo segundo: un deporte que fascina por su capacidad de
replicar el azar de la vida a partir de las múltiples posibilidades generadas por su
carácter indeterminado y abierto (en oposición a los deportes más racionales y
urbanos, como el básquetbol, el béisbol o el fútbol americano).
En esa adaptación del juego británico en Brasil radica, según el autor, el significado
que representa la encrucijada del fútbol para el país: la disyuntiva que expresa una
ambivalencia y que da nombre al libro. El fútbol en Brasil es el veneno remedio (el
veneno y su antídoto) a partir del cual se anudan y resuelven alternativamente las
múltiples complejidades que implican la constitución histórica de una nación
multicultural y socialmente desigual. En la utilización de esa fórmula ("veneno
remedio") Wisnik dialoga abiertamente con Gilberto Freyre quien veía en la versión
brasileña del fútbol (más curvilínea y sinuosa, por oposición a la rectitud y la rigidez
europeas) la influencia decisiva de las expresiones corporales de la cultura mulata
ejemplificadas en la capoeira (esa danza practicada por afrodescendientes y mulatos –
esclavos recién liberados– que se desarrolla como una forma de acrobática
autodefensa en los márgenes de la ciudad, a finales del siglo XIX). Para el autor, la
observación de Freyre es innovadora porque extrae del veneno, el remedio: es decir,
de los propios estigmas de la esclavitud surgen las peculiaridades expresivas del fútbol
brasileño que lo vinculan con la estética y la plástica de la danza. El fútbol, para
Wisnik, al igual que la música popular, tiene ese valor liberador y expresivo en la
conformación de la cultura brasileña contemporánea. El autor valora muy
positivamente, a través de la idea de la "prontidão" (que describe como una
"inteligencia del cuerpo"), el aporte de las culturas afrodescendiente y mulata por
medio del deporte y la expresiones musicales a la constitución cultural del Brasil
moderno. En términos de la historia del fútbol brasileño (materia del mencionado
segundo gran ensayo del libro), Pelé y Garrincha son las figuras decisivas en la
consagración de Brasil como campeón mundial en 1958. En la "prontidão", Wisnik
conceptualiza una vez más una figura ambivalente: la del ingenio que proviene de la
escasez material. Y ese carácter ambivalente se mantiene en constante tensión a lo
largo de su reflexión: unas veces en la historia contemporánea de Brasil el fútbol es
veneno, y en otras remedio. No se le escapa a Wisnik, por ejemplo, el hecho de que
durante un buen tiempo el fútbol fue una expresión de cultura de masas ajena al
influjo imperialista estadounidense, en un momento (a raíz de la segunda posguerra,
sobre todo) en que las películas de Hollywood y las estrellas musicales imponían un
modelo de vida y consumo en el resto del continente (y del mundo). El fútbol es, en
ese sentido, un vehículo de expresión de la propia cultura brasileña.
[Francisco Uriz cumple hoy 80 años y lo celebra por todo lo alto: con la publicación de su
libro ’Poesía reunida’ (Libros del Innombrable). hace un par de semanas publiqué esta
entrevista, con pequeñas variaciones, en Heraldo de Aragón. La traigo aquí a modo de
conmemoración y de felicitación para Paco y sus amigos. La foto es de mi compañera
Esther Casas, en sus tiempos en Heraldo.]
Francisco Uriz (Zaragoza, 1932) vive en una casa llena de libros, de música y arte. Y de
fotos de familia: de su hijo Juan, de sus cuatro nietas, del álbum disperso de una existencia
casi itinerante. Su mujer Marina Torres, traductora de lenguas nórdicas como él, pone el
orden. Sobre una mesa de cristal del amplio y soleado comedor se ve una foto de los años
60 o 70 con ambos en medio de una manifestación. He aquí varias de las razones de la vida
de Uriz, o las claves para forjar un retrato: es un hombre esencialmente político, que dedicó
un poemario a Vietnam, militó durante años en el Partido Comunista de España desde
Suecia, y es un traductor de todos los géneros (ha traducido más de 150 autores, hasta
cartas a los brigadistas), pero sobre todo de poesía. Ha ganado en dos ocasiones el Premio
Nacional de Traducción: en 1996 y este año. Estos días sale a la calle su ‘Poesía reunida’,
más de 600 páginas que publica uno de sus lectores más amados: Raúl Herrero, de Libros
del Innombrable, con quien ha colaborado en más de veinte publicaciones. En ese sello ha
publicado, entre otros, a Gunnar Ekelöff, Marta Tikkanen o Jörn Donner, el escritor
finlandés con quien descubrió el cine de Ingmar Bergman. Otro amigo esencial e
inolvidable de Paco Uriz es el recientemente fallecido José Luis Borau.
Volvimos a contactar con motivo de su película ‘La sabina’. Un día me llamó Borau para
decirme que había pensado en contratar a Harriet Anderson para la película. Yo, no sé por
qué, siempre pensé que hablábamos de Bibi Anderson. Las dos habían sido compañeras de
Ingmar Bergman. Accedí a Harriet, la mujer preciosa y joven de ‘Un verano con Mónica’,
porque era la compañera de un gran amigo mío: Jörg Donner. Crítico de cine, productor,
director, novelista. Años atrás yo había ido a Finlandia tras una mujer; allí conocí a Donner,
nos hicimos amigos y recuerdo que una vez vimos todo el cine de Ingmar Bergman, cuando
solo era conocido como dramaturgo. Lo vimos solos los dos y tomamos muchas notas. Y
discutíamos. Donner escribió un libro sobre Bergman, que he traducido para Libros del
Innombrable; y yo no he escrito nada con mis notas. Luego he traducido muchas cosas de
Bergman: sus memorias, ‘La linterna mágica’, por ejemplo.
Sí. Y no solo eso: el propio Donner fue coproductor: aportó dinero, a la propia Harriet y
algunos técnicos de fotografía y sonido. Sin embargo, la película fue destrozada en su
estreno en Suecia: Donner tenía demasiados enemigos en Suecia. Era y es un hombre con
personalidad, autoritario, que dice las cosas directamente, y solían recordarles a los suecos:
“Los pactos están para cumplirlos”. Donner fue muy importante en mi vida por otras cosas:
él me regaló un libro de Pablo Neruda de la editorial Losada y me puso en contacto, a
través de su compañera de entonces, la escritora Sun Axelsson, con Artur Lundqvist...
Desde luego, aunque luego yo lo que he hecho es traducir, en concreto, lenguas nórdicas al
castellano. Un día le dije a Lundkvist que tenía fijación por Aragón: había escrito de Luis
Buñuel, había publicado una novela sobre Goya y ahora trabajaba con un aragonés, de
Zaragoza. Se rio...
Maravillosa. Con los suecos y con los nórdicos en general. Ellos están muy agradecidos por
nuestro empeño: no es lo mismo escribir para ocho millones que para 300 o 400. Antes de
volcarme de manera exhaustiva en autores concretos, hice antologías de literatura sueca
para España y Cuba, y de literatura nórdica en general. Y eso siempre lo agradecían mucho.
Desde luego. Incluso por aquellos a los que no conocí: por ejemplo Gunnar Ekelöff. He
publicado varios libros suyos, entre ellos aquí en Zaragoza su antología ‘Non serviam’. No
lo fui a conocer por timidez y porque tenía fama de difícil. Conocí a su viuda y me ayudó
muchísimo: es una mujer excepcional. Ekelöff está considerado el poeta sueco más
importante del siglo XX.
Mucho. En España, en Suecia, allá donde iba, pero Suecia fue decisiva en mi vida por la
aportación política. Veníamos del franquismo. En 1963, tras entrar en contacto con los
brigadistas internacionales suecos, nos sumamos al Partido Comunista. Marina, mi mujer, y
yo. A la Guerra Civil española vinieron a combatir 500 suecos y murieron más de 200; los
que volvieron fueron represaliados por el régimen sueco no en un campo de concentración
pero sí los dejaron en una especie de refugio o ghetto. Poco a poco se fueron incorporando
a la vida normal, pero nosotros supimos donde se reunían, empezamos a ir, vencimos
suspicacias (vieron que no todos los españoles eran fascistas; les traducíamos sus cartas) y
nos aceptaron y nos contaban muchas cosas. Con ellos, participamos en una campaña, en
vano, para salvar a Julián Grimau, por ejemplo. Permanecimos en el partido hasta 1980.
Uno de los grandes proyectos de su vida fue la fundación de la Casa del Traductor.
En cierto modo nació en una comida en Casa Emilio. Allí conocí a mucha gente vinculada
a ‘El día de Aragón’, en un momento en que estábamos buscando casa. Vicente Sánchez,
empresario, gran amigo y uno de los personajes más entusiastas que conozco, un personaje-
esponja, nos habló de Tarazona y de un chalé. Me inspiré en Elmar Tophoven, un alemán
que había creado una Casa del Traductor: decía que los traductores debían tener un sitio
para reunirse, para hablar, para trabajar. Con otra compañera traductora, francesa,
Françoise Campo-Timal, en Arlés, hablamos de ello. Y allí hablamos de la importancia que
había tenido el Rey Juan Carlos I en la fundación de la Casa del Traductor de Alemania: en
uno de sus discursos, elogió la labor del traductor y Elmar Tophoven lo supo usar muy
bien.
En la Casa del Traductor hemos hechos muchas publicaciones, revistas, hemos publicado a
escritores y hemos defendido el estatuto del traductor, algo por lo que venía luchando desde
hacía mucho tiempo Esther Benítez. La gente venía y se marchaba encantada. Y aún me lo
recuerdan. Y le dábamos prestigio a Tarazona. Ahí hemos traducido a mucha gente, entre
ellos un futuro premio Nobel como Seamus Heaney. Vino una vez Bernardo Atxaga y no se
lo podía creer. Nosotros contribuíamos a la difusión de la cultural española y aragonesa en
el mundo y al revés: el mundo entraba en Aragón a través de la traducción. Fueron diez
años estupendos. Pero aquí es muy difícil combatir con la burocracia y con el caciquismo:
la gente no cree en los proyectos y las autoridades decían que te daban a ti la subvención,
por “ser tú quien eres”. Eso desgasta mucho.
¿Y ahora?
Cumplo 80 y sigo trabajando. Estudio, leo, escribo, recorto prensa. Uno de mis próximos
trabajos será Ekelöff de nuevo, que ilustrará Natalio Bayo.
Otro de los asuntos claves de Paco Uriz es el fútbol: le ha dedicado un libro completo, ‘El
rectángulo de hierba’ y dos antologías. “En realidad se inspira en el libro ‘¡Un círculo de
hielo’ de Jan Erin Vold, que es un enamorado del patinaje. El fútbol no me ha dado nada
especial, pero lo disfruto. Sobre todo lo que me apasiona es el juego, el acto de jugar, y
ahora todo eso se ha derrumbado”.
Paco Uriz se confiesa poco ordenado. Incluso como traductor. “No resisto la comparación
con Marina. Ella es metódica, lee el libro antes, lo subraya, lo analiza, y luego trabaja y
apenas corrige nada. Yo voy traduciendo casi por intuición, poco a poco. Y luego corrijo y
le doy sentido al conjunto”. Así, con calma y entusiasmo, con horas y horas y pasión por la
poesía, por la palabra, en suma, ha traducido a más de 150 autores y varios miles de
páginas.
Fútbol y poesía
Ezequiel Fernández MooresPARA LA NACION
SEGUIR
Martes 26 de abril de 2016 • 23:57
Más que sin fútbol, un domingo sin goles, como el último de la fecha de los clásicos, es un
domingo sin poesía. Lo dice el cineasta y escritor italiano Pier Paolo Pasolini, que jugaba
hasta siete horas diarias en su Bolonia natal. "Sobre el deporte", el libro que compila sus
artículos de 1957 a 1971, es una de las joyitas futboleras de la 42ª edición de la Feria del
Libro que comenzó la semana pasada en Buenos Aires. El mundo de las letras celebró el
sábado los 400 años del nacimiento de William Shakespeare. El escritor más célebre de
Inglaterra, se sabe, fue pionero cuando unió fútbol y literatura. "You base football placer"
(Tú, despreciable jugador de fútbol), hace decir ya cerca del siglo VIII al "Rey Lear"
(1605). Quince años antes, en "La comedia de las equivocaciones" (1591), el criado
Dromio se quejaba a su señora Adriana: "¿Por hablar sin tantas vueltas me pateas como si
fuera un balón de fútbol?" Dos años después escribió "Ricardo III". Shakespeare, que
describió al rey como un tirano miserable, estaría incrédulo si leyera los tabloides que hoy
afirman que el "espíritu" de Ricardo III explica acaso a Leicester, el milagro más grande del
fútbol siglo XXI.
"Aborto deforme", "vil puerco", "hijo del infierno", "jorobado lenguaraz", "saco de ira,
horrible bulto deforme". Shakespeare habla así del Ricardo III asesino de un hermano y,
supuestamente, hasta de dos pequeños sobrinos, en su diabólico plan para aferrarse al trono.
Ricardo III murió a los 32 años traicionado en la batalla de Bosworth (1485), en la Guerra
de las Dos Rosas, después de exclamar "mi reino por un caballo", atascado en un pantano,
con la cabeza perforada por una espada. El último monarca de la Casa de York, con su
imagen atenuada en los últimos años por los historiadores y cuyo esqueleto fue encontrado
en 2012 en un estacionamiento de Leicester, revivió en el funeral de 2015, pleno de pompa
y circunstancia. Y desde que su cuerpo descansa en la catedral de la ciudad, dicen sus
exégetas, el equipo de Leicester, que temía el descenso, no para de ganar. Venció primero
en seis de sus últimos ocho partidos de la temporada anterior y salvó la categoría. Esta
temporada perdió apenas 3 de 35 partidos. El último sábado aplastó 4-0 a Swansea. "Que
venga Barcelona", cantaron sus hinchas en el King Power Stadium, ante las delicias de
Vichai Srivaddhanaprabha, el patrón tailandés que donó dinero para la nueva tumba de
Ricardo III. El espíritu del rey tirano, ironizó hasta el Wall Street Journal, parece hoy más
importante que el DT italiano Claudio Ranieri. Leicester, un equipo con jugadores de
Africa, Japón, Polonia, Dinamarca y la Argentina (Leonardo Ulloa), orgullo de una ciudad
llena de inmigrantes asiáticos, será campeón si el domingo le gana a Manchester United. El
partido se juega en Old Trafford. En el estadio que Bobby Charlton, no Shakespeare, apodó
El teatro de los sueños.
Que los ingleses sean los inventores del fútbol lo pone en duda "¡Calcio!", una hermosa
novela de Juan Esteban Constantin. Pero que tienen algunos de los mejores libros sobre
fútbol lo confirma "Maldito United", de David Peace, sobre los increíbles 44 días de 1974
que duró el polémico Brian Clough como DT de Leeds United. Son apenas algunos de los
quinientos títulos que ofrece LIBROFUTBOL.com en su stand de la Feria del Libro, en la
Sociedad Rural. Al entrar en la Feria, uno enfrente del otro, están los stands de San Lorenzo
y Huracán. Hoy presenta su libro la organización "Salvemos al fútbol". "Páginas que
duelen, porque cuentan crímenes que son muertes", escribe en el prólogo Ariel Scher. El
título "imbatible", me dice Mauro Medvetkin, director de LIBROFUTBOL.com, sigue
siendo "Dinámica de lo impensado", de Dante Panzeri. Brilla también "El partido", el gran
libro reciente de Andrés Burgo sobre el Argentina-Inglaterra de México 86. El stand tiene
novedades propias, como "Jorge Sampaoli. No escucho y sigo" (Pablo Paván) y "Yo soy el
loco" (una biografía de René Houseman, de Federico Topet y Pablo Wildau). Y también
ajenas, como la inacabable colección de títulos de Ediciones Al arco y libros sobre Pep
Guardiola, José Mourinho, el Cholo Simeone y Luis Enrique, entre muchos. Y está también
"Sobre el deporte", el libro en el que Pasolini cuenta su amor por el fútbol.
Me dice el escritor italiano Giovanni Tesio, en estos días en Buenos Aires, que Osvaldo
Soriano fue clave para que en su país se leyeran los vínculos entre fútbol y literatura. Una
buena punta fue el intercambio futbolero de Soriano con el escritor y periodista Giovanni
Arpino, autor de una novela sobre el Mundial 74. "El gordo" Soriano le escribe desde
Bruselas, en agosto del '77, que en la Argentina hay clubes que se presentan casi como
"sociedades de beneficencia", pero que "esconden los peores negociados". Un año después
le dice que la selección argentina no podía perder la final del Mundial 78 "con un árbitro
italiano y un juez de línea uruguayo". Y que en Argentinos Juniors ("y luego no digas que
no te avisé") sus amigos le cuentan de un fenómeno llamado Diego Maradona. En 1983,
vuelto a Buenos Aires, Soriano le cuenta a Arpino que va a la cancha. "En cuatro partidos -
se lamenta como si habláramos del último domingo- hubo tres cero-cero". En otra carta le
dice que, "a veces, es verdad" aquello de que "los argentinos somos italianos que hablan
español y se creen ingleses", salvo Jorge Luis Borges, "un escritor genial que es inglés,
habla español y se cree argentino".
Antes que Soriano, estaban los textos de Pasolini. "Los deportistas -dice el cineasta en una
entrevista que aparece en "Sobre el deporte"- están poco cultivados, y los hombres
cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción". Acaso Pasolini se sorprendería si
supiera que el próximo lunes 2 de mayo se presentará en Buenos Aires "Pelota de papel",
una colección de cuentos de fútbol ideada por el zaguero de Newell's, Sebastián
Domínguez, y en la que también escriben, entre otros, Pablo Aimar, Javier Mascherano,
Facundo Sava, Jorge Valdano, Nahuel Guzmán, Jorge Bermúdez, Juan Pablo Sorín, Juan
Herbella, Gustavo Lombardi, Nicolás Burdisso, Rubén Capria y el DT Sampaoli. Son
futbolistas que hacen literatura. Pasolini, hombre de izquierda, pero que creía que el fútbol
era un "opio terapéutico", eligió escribir sobre "el lenguaje del fútbol". Influenciado por el
Mundial de México 70, dijo en 1971 que Europa jugaba "en prosa" y Sudamérica,
especialmente Brasil, lo hacía "en poesía".
Según Pasolini, la prosa europea tenía más defensa, pases triangulados, cruzamientos y
contragolpe. Y la poesía sudamericana, libertad para gambetear y crear pases al vacío.
Como no todo es lineal, Pasolini aceptaba que había jugadores que eran "poetas realistas"
(más pragmáticos) y otros que eran "poetas malditos" (más anárquicos). Y que también, en
el fútbol en prosa, podía diferenciarse la "prosa realista" (utilitaria) de la "prosa estetizante"
(más bella). En la final de México 70, la "poesía brasileña", según Pasolini, le ganó a la
"prosa estetizante" de Italia. ¿Cómo definiría Pasolini el 7-1 de Alemania a Brasil en el
último Mundial? Chico Buarque avisó ya en pleno Mundial 98 que Europa jugaba un
"fútbol equilibrado" y Sudamérica un fútbol "de equilibristas". Que unos, más seguros,
jugaban como si fueran "los dueños de la tierra". Y otros, más exhibicionistas, "los dueños
de la pelota". Como fuere, con prosa o poesía, podía llegarse al "delirio poético": el gol. Me
contaba un amigo uruguayo que su abuela, cuando dormía, recitaba en sueños formaciones
de Peñarol. No eran los campeones de uno o de otro año. Eran equipos caprichosos. Con los
jugadores que su sueño elegía. Y así, entre otros, jugaban juntos de madrugada Ladislao
Mazurkiewicz, Walter Olivera, Elías Figueroa, Néstor Goncalves, Julio César Abbadie,
Pedro Virgilio Rocha, Antonio Pacheco, Pablo Bengoechea y Fernando Morena. Poesía
pura.
Unamuno y el deporte moderno
Y por otro lado, Unamuno muestra una honda preocupación por el papel
de la pedagogía y la educación física en la construcción de la nueva
sociedad preparada física, moral e intelectualmente. En sus escritos,
editados por diarios, revistas deportivas y publicaciones pedagógicas -
como el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza-, analiza las
vertientes de gimnasia muscular, ejercicios militares, ejercicios de
fortalecimiento, paseos y excursiones al campo y juegos corporales
organizados. En ellos se recogen diversas consideraciones sobre los
valores deportivos que favorecen las pedagogías inglesa y francesa -en
detrimento de la concepción alemana-: el beneficio del ejercicio físico, el
esfuerzo como progreso y la regulación de la vida social jerarquizada con
valores impuestos con inteligencia, no con violencia y coacción (12). Y son
constantes las referencias a su adaptación española a través de entidades
como la Institución Libre de Enseñanza, La Escuela Moderna, el Instituto
Militar Pestalozziano, los Batallones escolares y los Boy-scout.
NOTAS
(1) Cf. CARR, Raymond, España, 1808-1975, Ariel, Barcelona, 1985, págs.
506-513.
(4) Cf. ABELLÁN, José Luis, Historia crítica del pensamiento español,
Espasa- Calpe, Madrid, 1988, 5/I, págs. 67-72 y CARR, Raymond, España,
1808-1975, Ariel, Barcelona, 1985, pág. 513.
(6) Cf. CARR, Raymond, España, 1808-1975, Ariel, Barcelona, 1985, pág.
510 y UNAMUNO, Miguel de, "Artículos y discursos", Nuevo Mundo,
Madrid, 22 de junio de 1917.
(8) Cf. CELMA, María del Pilar, La pluma ante el espejo, Universidad de
Salamanca, 1989, págs. 167-170 y PÉREZ VILLANUEVA, Joaquín, Ramón
Menéndez Pidal: su vida y su tiempo, Espasa, Madrid, 1991, pág. 219.
(18) Erich Ludendorff fue Jefe del Estado Mayor alemán, Ministro de la
guerra durante la I Guerra Mundial, ideólogo del pangermanismo y autor
del libro La Guerra total (1935) que contiene ideas militaristas puestas en
práctica por Alemania durante la II Guerra Mundial.
Referencias bibliográficas
EL NACIMIENTO DE UN JUEGO
El gesto del fútbol nació, posiblemente, de un acto reflejo: una patada a una piedrecita en el
camino. Y, como tal, no hay forma de datarlo. Sin embargo, el juego de pelota -del que
siglos más tarde se escindiría el football- tiene sus orígenes escritos en China, aunque, con
el tiempo y los consecuentes descubrimientos, cada vez más lugares reclamen su
paternidad.
Varios estudios aseguran que los primeros juegos de pelota se practicaron, hace más de 30
siglos, a orillas del Nilo, en Egipto, y en tierras de Babilonia, entre Tigris y Éufrates.
También los aztecas, en México, practicaban un deporte que consistía en golpear la pelota
con la cadera, 1500 años a.C., como reflejan las pinturas murales de Tepatitlán,
en Teotihuacán. Hace un siglo, el antropólogo suizo Johan Jakob Bachofen descubrió
pinturas rupestres, en una cueva de Papúa Nueva Guinea, Oceanía, en las que se ve a
un hombre corriendo detrás de un objeto esférico. El arte rupestre y los ritos fúnebres
fueron medios de expresión de las tribus primitivas, así que no es de extrañar que, en Split,
Yugoslavia, se descubriera una pequeña escultura de un niño pateando un balón en un
monumento funerario.
Los primeros que documentaron el juego de pelota fueron los escritores Tsao Tse y Yang
Tse. Según sus crónicas, el emperador Xeng-Ti quería un ejército de hombres fuertes, así
que obligaba a sus soldados a entrenar con el Tsu-Chu (acción de pegar con el pie-pelota).
Hace cuatro mil años, los chinos se reunían en las campas del palacio real y montaban las
porterías: dos palos de bambú, separados por ocho metros, y el larguero anudado con lazos
de seda. Los tantos se conseguían lanzando la pelota por encima. No registraron el número
de jugadores por equipo, ni si había tiempos o árbitros; pero sí que la pelota se
fabricaba con pellejo relleno de crines, virutas, estopa o vegetales. Si alguno de aquellos
jugadores la perdía, podía pagarlo hasta con la vida.
El juego de pelota -del que siglos más tarde se escindiría el football- tiene sus orígenes
escritos en China
Muy posiblemente, las pelotas primitivas llegaron como herencia del ancestral culto al sol.
Esféricas todas, los materiales de que estuvieron hechas, dependiendo del país, diferían
unos de otros. Los egipcios, por ejemplo, la rellenaban con paja o cáscaras de grano, y la
envolvían en coloridas telas. La de los aztecas, de caucho, tenía fama de ser la que más
botaba. Cuenta Galeano una anécdota, en El fútbol a sol y sombra: cuando los
colonos españoles la probaron, Hernán Cortes lanzó una a tanta altura que dejó
boquiabierto al mismísimo emperador Carlos I.
EL OLIMPO DE LA PELOTA
Misterio y leyenda cubren con su bruma el origen de los Juegos Olímpicos. Según el
historiador Pausanias, Heracles —un Dáctilo ideo— y cuatro de sus hermanos corrieron
hasta Olimpia para entretener al recién nacido Zeus. Heracles fue el primero en llegar y se
coronó con ramas de olivo. Así se estableció la costumbre de competir en eventos
deportivos, cada cuatro años, en honor a Zeus. Píndaro, por su parte, atribuye los Juegos a
otro Heracles, el hijo de Zeus. Cuenta que, después de completar sus doce trabajos,
Heracles construyó el estadio olímpico en honor a su padre. Una vez finalizada tan
magna obra, se dirigió en línea recta doscientos pasos, distancia que bautizó como stadion
y se convirtió en la prueba de atletismo más prestigiosa de los JJOO.
La batalla del músculo, el hombre contra el hombre sin
armas, la lucha cuerpo a cuerpo por alcanzar el olimpo deportivo, pronto se convirtió en el
evento más importante para los griegos. Los Juegos eran la única razón capaz de detener
una guerra, y el tiempo comenzó a contarse de cuatro en cuatro años. Olimpia acogió la
primera edición en el 776 a.C. En el santuario de Zeus se dieron cita atletas de todas
las ciudades-estado y reinos de Grecia, además de filósofos, poetas, narradores,
arquitectos, escultores y pintores. La literatura deportiva, al fin, tuvo sus propios
bardos. Los versos de Píndaro —el más famoso, aunque seguramente no el primero
— cantaron a la épica del deporte. En sus Odas triunfales, a golpe de palabra, creó la figura
del vencedor, la ensalzó de adjetivos y la cubrió de gloria y laureles. De su pluma nació el
agon. Y Jenófanes de Colofón se sintió obligado a poner un poco de cordura a tanta épica:
“La sabiduría debe estar por encima de la fuerza bruta, los hombres y los caballos”.
La pelota también botó en los renglones de Homero. En su Canto VI, cuando Odiseo atraca
en Feacia, habla de la hermosa Nausica que, junto a otras mujeres,
El juego de pelota llegó a este punto de su historia asociado a tres ideas: sus orígenes -
invento de Atis para controlar al pueblo- marcados por lo político; la violencia que
provocaba su falta de reglas y la desfavorable opinión que de él tenían los intelectuales.
EL CARNAVAL DEPORTIVO
Recoge Julián García Candau, en Épica y lírica del fútbol, una leyenda: la primera pelota
que se chutó en Inglaterra fue la cabeza de un soldado romano, tras la batalla contra los
ejércitos de Julio César, 55 años a.C. El primer partido del que se tiene constancia, no
obstante, data del martes de Carnaval del año 217 d.C., en Derby. Se jugaba como parte de
las fiestas del Shrovetide el llamado mob football: fútbol multitudinario. Cien años
después, aquel partido se había convertido en un acontecimiento anual, pero tardaría siglos
en transformarse en deporte debido su extrema brutalidad.
Fue en esta época cuando, en un poema de Guillermo de Poitiers, apareció por primera vez
el vocablo ‘deport’. Nacía una nueva palabra y cambiaba su concepción, como quedó
reflejado en el Cantar de Mío Cid o Calila Dimna: el deporte se asociaba a un pasatiempo
lúdico. Sin embargo, el proceso de cambio fue muy lento. La literatura de la pelota en la
Edad Media poco tuvo de literaria: los textos en los que se mencionó fueron, casi en su
totalidad, decretos reales para abolirlo. Desde 1314, con Eduardo II, hasta 1488, con Jacobo
II, todos los reyes y alcaldes ingleses o escoceses lo prohibieron sistemáticamente. Su
práctica se castigaba con pena de cárcel. En 1531, Sir Thomas Elyot afirmó que “el fútbol
es un pasatiempo impropio de un caballero ya que el juego no proporciona placer y es
causa de furia bestial y violencia”. Ni tan siquiera los castigos que dictó la Reina Isabel I
hasta 1615, evitaron que la popularidad de la pelota se propagase como una peste entre el
pueblo.
Aunque el poeta italiano lo compara con la guerra, había un detalle crucial que diferenciaba
el calcio del mob football: seis árbitros regían la contienda.
A finales del siglo XIX, el football estaba listo para llegar a todos los rincones del mundo.
En muchos, un escritor utilizaría su pluma para contar sus gestas. Odas, cantos,
romances, novelas, cuentos y ensayos, además de infinidad de crónicas
periodísticas, registraron con palabras la pasión que despertaba el football: el renovado arte
de la patada.
Como la literatura combina con todo, los autores futboleros vienen de distintas épocas y
continentes. Escritores como Mario Benedetti, Eduardo Galeano y Juan Villoro son algunos
de los que han plasmado en sus historias la afición por el deporte rey. Este último, es el
mexicano que ha dedicado más letras al fútbol con sus obras Los once de la tribu (1995),
Dios es Redondo (2006)y Balón dividido (2014).
No obstante, la literatura del fútbol data de los años 10, cuando nace el primer relato de
ficción que llevó por nombre Los once ante la puerta dorada (1918) del francés
Monthelant. Posteriormente en los años 20, el peruano Juan Parra del Riego y el argentino
Bernardo Canal Feijóo escribieron Penúltimo poema del fútbol. En esa misma década, el
escritor uruguayo Horacio Quiroga publicó Suicidio en la cancha, cuento basado en un
hecho real.
Sin embargo, es en el año 1955 cuando el deporte rey comienza a ganarse un lugar entre las
letras con la famosa publicación del gran Mario Benedetti: Puntero Izquierdo, un cuento
publicado en la revista uruguaya “Número”, ya desaparecida. A partir de allí, se puede
decir que empezó el auge de la literatura futbolera.
Obras como Fútbol, dinámica de lo impensado (1967) de Dante Panzeri, Entre los
vándalos (1992) de Bill Buford, Épica y lírica del fútbol (1993) de Julián García Candau,
Fiebre en las gradas (1996) de Nick Hornby, y Memorias del Mister Peregrino Fernández
y otros relatos (1998) de Oswaldo Soriano son algunos de los títulos que destacaron en la
época. En los 90, tan popular como influyente también fue -y lo sigue siendo- El fútbol a
sol y a sombra (1995) de Eduardo Galeano, donde el uruguayo narra jugadas y anécdotas
de leyendas como, Pelé, Lev Yashin, Puskas, Garrincha, Eusebio y Hugo Sánchez.
Pero no sólo se trata de escribir sobre fútbol. Existen recopilaciones de cuentos como la
realizada por el ex jugador argentino Jorge Valdano, quien reunió algunas historias de
escritores de varias nacionalidades como Mario Benedetti, Roberto Fontanarrosa, Eduardo
Galeano, Javier Marías, José Luis Sampedro y Manuel Vicente para así publicar sus
Cuentos de futbol (1995).
El escritor mexicano Marcial Fernández realizó lo mismo 11 años después, cuando compiló
diversas historias las cuales tituló También el último minuto. Cuentos de futbol. Más
recientemente han salido a la luz brillantes obras como Puro Fútbol (2000) de Roberto
Fontanarrosa; Gracias, vieja (2000) autobiografía de Alfredo Di Stefano; Fútbol: una
religión en busca de Dios (2005) de Manuel Vázquez Montalbán; Ida y vuelta (2012) de
Juan Villoro y Martín Caparrós; 1000 camisetas de fútbol (2013) de Bernard Lions; y
Latitudes. Crónica, viaje y balón (2013) de Alberto Lati.
Pero en este deporte no sólo las historias de partidos y anécdotas cobran vida, los
personajes destacados también son descritos en letras. Jugadores estrellas como Zidane,
Cristiano Ronaldo, Messi, Falcao, Sergio Ramos e Íker Casillas han sido descritos y
publicados en obras por diversos autores del mundo. También los técnicos Simeone, Pep
Guardiola y Mourinho han sido de interés para algunos escritores, por lo que también sus
vidas y experiencias han sido publicadas.
El fútbol también ha servido de base para contar otras narrativas, como How soccer
explains the world (2004) de Franklin Foer, donde el autor usa el balompié como metáfora
de los efectos de la globalización estadounidense. De la misma manera, Los 11 poderes del
líder (2013) de Jorge Valdano es una obra basada en el fútbol como escuela de vida, lo que
permite ahondar en temas como el liderazgo y motivación.
Colaboración de @DanielaFeblesM
5 libros de fútbol para amantes de la
Literatura (y viceversa)
Publicado por ensutinta en Léeme, Uncategorized el 21 agosto, 2014 16:57 / no hay
comentarios
Por qué leerlo: Es una gran manera de reconocerse a uno mismo en esos momentos en los
que una derrota te quita el hambre, o te cambiar el humor, o te sientes invencible porque un
jugador de tu equipo cuya biografía conoces mejor que la de tu cuñado, aunque él no sepa
quién eres ni le importe, haya marcado un gol al máximo rival. Muestra, con mucho sentido
del humor al más puro estilo británico, cómo podemos volvernos del revés por la dichosa
pelotita y nuestros colores del alma.
A mayores: El libro se convirtió en película, para los más perezosos, pero merece la pena
el esfuerzo.
Por qué leerlo: No es un relato más sobre el fútbol, sino un reportaje amplio, documentado
y excelente de las raíces de un conflicto elaborado por uno de los grandes periodistas de la
historia, Richard Kapuscinski. Vivió en primera persona los cinco días del conflicto y lo
contó en este librito breve -recordemos que en origen era un reportaje- que se lee de un
tirón.
Por qué leerlo: Porque es una gran forma de darse cuenta de que la literatura y el fútbol, o
la intelectualidad y el balón, no tienen por qué estar reñidos. Grandes autores se han
aventurado a escribir relatos futbolísticos. Es una especialidad muy sudamericana, con
Eduardo Galeano, Mario Benedetti u Osvaldo Soriano, por ejemplo, pero también se han
sumado escritores españoles como Javier Marías o Bernardo Atxaga.
A mayores: son dos volúmenes cuya recopilación corrió a cargo del exfutbolista Jorge
Valdano -que además escribe uno de los relatos- y que se publicaron hace algo más de una
década. Los relatos se leen con gusto y hay de todos los tipos. Con un denominador común:
están muy bien escritos.
De qué va: El nuevo opio del pueblo, la religión en tiempos del ateísmo, el pan y circo de
hoy en día. Tópicos despectivos para el deporte de masas por excelencia. Manuel Vázquez
Montalbán, gran periodista y tremendo culé, escribió decenas de artículos sobre el balón a
lo largo de cuarenta años, y algunos de ellos se recopilaron en este libro.
Por qué leerlo: Por varios motivos. Porque estos artículos los escribió un grande del
periodismo español y lo hizo con mucho sentido común y una nítida visión de futuro sobre
lo que significaba -y significaría- el fútbol en este país. La rivalidad Madrid-Barcelona, el
ascenso y caída de los dioses del balón, como Ronaldo o Maradona, o las oscuridades del
poder oculto tras los focos son los grandes temas que aparecen en estos artículos.
A mayores: Son muchos los grandes periodistas que se han aventurado a escribir de fútbol.
Junto a este ejemplo se puede recomendar “El otro fútbol”, una recopilación de artículos
escritos por Miguel Delibes (editorial Destino, 1982), o el más reciente “Héroes de nuestro
tiempo”, de Santiago Segurola (Debate, 2012). Otro buen lugar para encontrar artículos
profundos sobre fútbol es la tienda online del blog de Martí Perarnau (martiperarnau.com),
así como la revista Líbero (shop.revistalibero.com).
Por qué leerlo: Es uno de los clásicos cuando se habla de fútbol y literatura. Él mismo lo
define así: “Este libro rinde homenaje al fútbol, música en el cuerpo, fiesta de los ojos, y
también denuncia las estructuras de poder de uno de los negocios más lucrativos del
mundo”.
A mayores: Un libro que recopila los escritos de grandes autores relacionados con el fútbol
es “Los Nobel del fútbol”, editado por Meteora en 2006 bajo la coordinación de Jorge
Omar Pérez. Günter Grass, García Márquez o Kenzaburo Oé dejaron sus reflexiones sobre
este deporte.
La lección de ‘football’ de Henry de
Montherlant
Henry de Montherlant fue el precursor de esa estirpe de escritores que hicieron del fútbol uno de
los temas fundamentales de su obra
1| CANTO AL DEPORTE
La belleza del cuerpo en el lanzamiento del disco. La elasticidad del músculo en la lucha.
El sudor empapando el dorso en la carrera de carros. Un anfiteatro que ruge al contemplar
el vuelo de la jabalina. El polvo que araña los ojos en el pentalón. La gloria de la victoria en
la maratón, la inevitable tragedia de la derrota. Las lágrimas del campeón coronado de
laureles. Afloraba en los versos el agon y, con él, la estética y la ética del deporte, su
intensidad y su épica. Aquellos primeros deportistas atrajeron los adjetivos de Píndaro,
arrancaron versos a Mirón, sedujeron a las crónicas de Homero. Aun así, algunos bardos,
como Jenofonte de Colofón, advirtieron que la sabiduría siempre debía estar por encima de
la fuerza física.
Los Juegos en la Edad Antigua alcanzaron una magnitud tal que los griegos contaban los
años por Olimpiadas. Fueron esenciales en la civilización romana y la etrusca. Se
representaba a los atletas en los frisos de los templos, en las piezas de cerámica, en
los frescos. El cuerpo heleno alcanzó sus cotas más altas de belleza en la escultura. Hasta el
393 a.C., año en que se terminó con aquel ritual deportivo. Teodosio I el Grande prohibió
los Juegos Olímpicos por la creciente devoción pagana que arrastraban, y provocó que,
durante la Edad Media, el tema deportivo se desligara del arte para relacionarse con la
brutalidad bélica.
No sería hasta 1896, con los Juegos de Atenas, cuando el deporte volvió a subir los
peldaños del pódium. Y volvió, igualmente, a convertirse en objeto artístico.
2| LA GENERACIÓN DEPORTIVA
No sería hasta 1896, con los Juegos de Atenas, cuando el deporte volvió a subir los
peldaños del pódium. Y volvió, igualmente, a convertirse en objeto artístico
Entre aquellos artistas, un jovencísimo Henry de Montherlant quedó retratado para siempre
con los guantes de portero, en calzones cortos y el cuero bajo el brazo.
Henry de Montherlant tuvo una sensibilidad especial para captar el espíritu deportivo. Y
para practicarlo. Se le dio especialmente bien el atletismo. En 1923, cubrió la carrera de los
cien metros en once segundos y dos quintos, tiempo nada desdeñable. Condujo coches de
carreras para saborear en primera persona la adrenalina que producía tomar una curva con
el motor pasado de revoluciones. Practicó, incluso, el arte de la muleta. Tenía familia en
Catalunya, y viajó en repetidas ocasiones a España en la adolescencia. En Burgos, saltó al
ruedo y mató un becerro. Así lo contaron en un periódico vasco, al día siguiente: “Muy
valiente estuvo un aficionado de París, el señor Montherlant, que después de haber dado
buenos pases de muleta, colocó una estocada excelente”. Sin embargo, donde más disfrutó
del deporte fue bajo los palos. De su sacrificada posición, afirmó: “El juego del zaguero es
un juego de abnegación. Subsanar, ante todo, las fallas de los otros, parando la pelota
que ellos han dejado pasar”.
Ernest Hemingway fue uno de los muchos escritores que consolidó el París bohemio de los
años 20 como la capital de las letras y la luz. En cuanto al deporte, fue uno de los pioneros
en cantar las gestas de los toreros, considerados en aquella época como deportistas.
También Henry de Montherlant dedicó páginas brillantes a los toros y España, en Los
bestiarios. Pero, sobre todo, se convirtió en el Píndaro Moderno por su obra Les
Olympiques, publicada en 1924 con motivo de los Juegos. En sus páginas demostró que el
deporte podía introducirse en todas las disciplinas literarias. Fue, como explicó el escritor
español Marichalar, “el primer hombre de una generación esencialmente deportista, que ha
llevado al arte una manera inédita de sentir y ver”.
Hemingway fue uno de los muchos escritores que consolidó el París bohemio de los años
20 como la capital de las letras y la luz. En cuanto al deporte, fue uno de los pioneros en
cantar las gestas de los toreros, considerados en aquella época como deportistas
No es casualidad que Montherlant titulase su libro con el mismo que había utilizado
Píndaro veinticinco siglos atrás. De cada página se desprenden adjetivos de la lírica
ateniense, y se escuchan ecos de los mitos que moldearon la Antigua Grecia.
Sentía pasión por la frase lírica medida con ritmo, brusca en otros momentos como un
regate que te rompe la cintura. Su reivindicación de la juventud, la belleza, la fuerza, el
desafío y el juego beben de los poetas griegos. “Tan pronto roca la pista de hierba, la
suave materia infunde al cuerpo una gran alegría heroica. El aire y el sol, los dioses y
rivales se lo disputan y él oscila entre uno y otro”. Muchos escritores de la época
criticaron tanta pasión desmedida. Montherlant les sonreía desafiante. Los sentimientos
debían plasmarse con la misma energía que afloraban. Sus textos, además, eran el canto
desesperado al deporte de una generación marcada por el horror de la Primera Guerra
Mundial. En muchos fragmentos del texto, la pureza del deporte se ve salpicada por las
esquirlas de la guerra: el deterioro del cuerpo, la imposibilidad de huir de los recuerdos, el
fracaso o la muerte acechan entre los renglones.
Les Olympiques es una mezcla de géneros —relato corto, poesía, teatro y ensayo—, que
componen una entusiasta apología del cuerpo y la juventud. Como un antiguo deportista de
Olimpiadas, Henry de Montherlant blande la pluma en todas las disciplinas literarias para
cantar las bondades y vilezas del deporte. Además de los poemas dedicados a las botas de
fútbol o al extremo, destacan Lección de foot-ball en un parque y Los once ante la puerta
dorada, dos piezas teatrales en las que Perony y el Ala Izquierdo dialogan sobre la esencia
del fútbol, y sus enseñanzas: “El joven animal idealista, mejor dicho el sublime imbécil
que era yo a los diecinueve años, recibió en el de campo del Parque de los Príncipes
una buena lección de realismo. […] Esto es lo que puedo hacer, esto es lo que no puedo
hacer”.
En París, Uruguay se proclamó campeón olímpico venciendo con solvencia en todos sus
encuentros. Cuando Montherlant los vio jugar, escribió: “¡Una revelación! Esto es fútbol
de verdad. Comparado con esto, los que conocíamos antes, eso a lo que nosotros
habíamos jugado, no era más que un juego de niños de colegio”. El fútbol que practicó
Montherlant fue esencialmente amateur. Un fútbol que se practicaba por el honor de la
victoria y en el que la unión de los miembros del equipo construía unos lazos más fuertes
que los de la propia familia.
Dicen que para escribir hay que haber vivido intensamente antes. Que para encarar la
solitaria tarea del escribiente, antes hay que haber jugado con la vida en los años de
pubertad. Henry de Montherlant aprovechó su adolescencia para disfrutar de la libertad del
juego. Pero antes tuvo que pasar por el infierno de la guerra. En Los once ante la puerta
dorada, otra pieza teatral, Perony le dice al Ala Izquierdo que deja el equipo para fichar por
un club profesional. El Ala Izquierdo se indigna. No comprende que el joven Perony se
desentienda de los cuatro años que han jugado juntos. No entiende que su alma se desligue,
tan fácilmente, de la soldadura con la que el fútbol las había soldado. “Para vosotros,
el foot-ball se reduce a una manera de hacer el mayor número de goals. Para mí, era
un ejercicio que formaba parte de toda una regla de vida: el cuerpo jugando lo mismo
que deben jugar el espíritu, el alma el corazón, la carne, todo”.
El fútbol, para Montherlant, era un elixir que solo los dotados con un talento natural podían
probar. Un licor que los volvía diferentes al resto: “Todo el que vive un día, dos días
enteros, en medio de la juventud y la fuerza, en medio de la naturaleza, saltando,
venciendo a los demás corporalmente, acaba por ver el mundo de otro modo que
aquellos que no probaron este vino”. Aquel el elixir al que habían sucumbido los griegos,
el que había convertido a los hombres en semidioses en la arena de los estadios. “El
hombre contra el hombre y no contra la idea, no contra la sombra”. El deporte retaba
a las letras. Comenzaba la batalla entre los defensores como forma de narrar la realidad, y
los detractores, que no lo consideraban con el suficiente peso intelectual.
Henry de Montherlant, el Píndaro Moderno, lanzaba la pregunta a la que todos los bardos
venideros tratarían de responder: “¿Qué hay en el juego de los cuerpos que me atrae con
esa fuerza sombría tan semejante a la fuerza del amor?”
Argentina campéon
Tango
Música: José Libertella / Aquiles Roggero / Orlando Trípodi / Horacio Casares / Edmundo Baya /
Héctor Lettera / Felipe Ricciardi / Ítalo Ponti / José Paz / Carlos Taverna
Letra: José Libertella / Aquiles Roggero / Orlando Trípodi / Horacio Casares / Edmundo Baya /
Héctor Lettera / Felipe Ricciardi / Ítalo Ponti / José Paz / Carlos Taverna
Letra
Con pujanza arrolladora, sin desmayo, sin desgano
como triunfan los valientes, frente a frente y con valor
el equipo de Argentina es campeón americano
fueron once voluntades pero un solo corazón...
Caballeros del deporte, con altura y señorío
la casaca azul y blanca la lucieron con honor,
y pasearon su prestancia, armoniosos, decididos
y ganaron como buenos con altura de campeón...
Argentina,
otra página de gloria
en el libro de la historia
del deporte se inscribió...
Argentina,
es campeón americano
por mejores, por más bravos,
caballeros del honor.
Todo el pueblo
lanza el grito de alegría
¡nuevamente la Argentina,
la Argentina es el campeón.
https://www.youtube.com/watch?v=AmGH3J7GhA0
https://www.youtube.com/watch?v=pNd-TojHMDs (Barthes)
CARLOS GARDEL Y JOSEP SAMITIER, DOS ARGENTALANES UNIDOS POR EL AMOR
AL BARçA
2006-10-16
Sección ARGENTALANES
Carlos Gardel y Josep Samitier, dos argentalanes unidos por el amor al Barça
Cristina Ambrosini cristinaambrosini@yahoo.com.ar
Web de Cristina Ambrosini http://epicureanos.blogspot.com/
En los años ’20, Barcelona era un centro de atracción cultural de primer nivel donde
llegó, atraído por la posibilidad de brillar en Europa, Carlos Gardel. Según nos cuenta
Eliseo Alvarez, la ciudad Condal, tenía y tiene una particular sensibilidad con la ópera y
Gardel conjugaba con su voz de barítono, lo culto y lo popular, encarnado en el tango.
Además, la ciudad pasaba por un momento de esplendor cultural que competía con las
principales capitales europeas. Así en el catalán Teatro Goya, debutó un Gardel con
ansias de protagonismo. Estaba seguro que para imponerse y tener fama y fortuna debía
incorporar los adelantos tecnológicos del momento: la radio y las grabaciones
fonográficas. Carlos Gardel viajo a España a fines de 1923, cuando todavía integraba un
dúo con José Razzano. Ya como solista volvió dos años mas tarde, luego en 1929 y
finalmente en el verano de 1932, de paso hacia Paris. Excepto la última visita, que llegó
sin sus acompañantes estables, las demás giras tuvieron dos etapas inevitables:
presentaciones personales en Madrid y temporadas en Barcelona, donde se presentaba en
cines, (Palace) o teatros (Campos Eliseos, Principal Palace), cantaba por radio y producía
discos. Precisamente el viaje de 1925 le permitió a Gardel registrar en Barcelona sus
primeros discos, una novedad técnica que recién pudo utilizar en Buenos Aires un año
mas tarde.
En el teatro Principal Palace, el público asistió en 1927 a la definitiva fusión entre el
cantor campero, con el artista internacional que se impondría. Lejos quedaba aquel
Morocho del Abasto que cantaba para matar el hambre en modestas salas de pueblo, que
soñaba con ser alguien, y cantaba sin micrófono, callando a la concurrencia con el vigor
de su voz. Con la tecnología se produjo otra simbiosis. En Barcelona Gardel consigue
que la Odeon le grabe en sus modernos estudios catalanes. Así entre el 26 de diciembre
de 1925 y el 9 de Enero de 1926, acompañado por su guitarrista José Ricardo, graban 29
registros. Vuelve al año siguiente durante el mes de noviembre con las guitarras de
Ricardo y Barbieri. Con el firme propósito de promocionar todas sus actuaciones utiliza
los micrófonos de la radio catalana para conceder entrevistas y también anticipar nuevos
temas. Gracias a los parlantes y los micrófonos se lo escuchaba con nitidez. Llegó el
momento de preocuparse sólo por la calidad mientras su voz se abaritonaba aun más.
Según consta en reportajes realizados en cada retorno a Buenos Aires, Gardel adoraba
Barcelona y se especula que podría haberse instalado a vivir allí de no ser por el amor a
La Reina del Plata, a la que volvía como un amante fiel. En estos reportajes destaca la
amistad que lo une a Samitier, también a Piera, al tenor Miguel Leta y al pintor y escritor
Santiago Rusiñol. Allí nos enteramos del entusiasmo del público catalán que llegó a
regalarle un esplendido auto Grahan Paige 1928 en el que solía desfilar orgullosamente
por las calles porteñas.
La importancia que la ciudad de Barcelona le daba a la cultura se vio correspondida con
la potencia de Gardel. Una ciudad orgullosa de la acústica de sus teatros, ocupada en
traer a los mejores artesanos de Europa para que la embellecieran, desde los herrajes de
las puertas y los vitraux hasta los parques públicos, no iba a ser insensible a este cantor
foráneo y de una calidad inigualable. Lo cierto es que Barcelona cambió el rumbo en la
vida de Carlos Gardel.
Por otro lado, Josep Samitier i Vilalta, conocido como ‘El hombre langosta’ y más tarde
‘El mago’, nació en Barcelona el 2 de febrero de 1902 y se inició en el fútbol en el
Internacional, equipo en el que debutó. Con tan sólo 17 años ingresó en el FC Barcelona
donde fue contratado a cambio de un traje con chaleco y un reloj de esfera luminosa. En
esa época, el campo de la calle Indústria le quedó chico y en 1922 Joan Gamper se vio
obligado al traslado. Así, el 20 de mayo de 1922 se inauguró el campo de Les Corts, con
la evidente presencia de Josep Samitier. De esta manera, la Edad de Oro ya estaba en
marcha: Les Corts y Samitier, dos emblemas de la historia del Barça empezaban a
caminar juntos.
Los éxitos de Samitier transcurren paralelos a los del FC Barcelona, que inicia su Edad
de Oro con nuevo estadio y con un equipo irrepetible: Zamora, Planas, Surroca, Torralba,
Sancho, Samitier, Vinyals, Piera, Martínez, Gràcia, Alcántara y Sagi-Barba, que esa
misma temporada, la 21-22, proporciona al club un nuevo doblete: Copa de España y el
Campionat de Catalunya. Cabe recordar que los éxitos de ‘El mago’ en Can Barça
tuvieron un importante paréntesis, pues cuando la Edad de Oro había llegado a su fin
coincidiendo con el inicio de la década de los 30 y con la muerte de Joan Gamper, el 13
de octubre de 1930, Pepe Samitier atizó un duro golpe a los hincas del Barça al
integrarse al Real Madrid, club en el que permaneció desde 1932 a 1934 y donde
continuó demostrando su enorme calidad. Sin embargo, no fue en Madrid donde puso fin
a su carrera deportiva, ya que Josep Samitier regresó a casa después de esta experiencia
en el equipo blanco y recibió un homenaje en ‘su’ campo de Les Corts. Incluso en su
despedida, ‘L‘home llagosta’, que estaba profundamente emocionado y no pudo contener
las lágrimas, marcó el gol del Barça. No podía ser de otra manera. Poco tiempo después,
durante la Guerra Civil, Samitier jugó en el Niza francés. La aportación de Josep
Samitier al FC Barcelona no finalizó aquí, pues en 1944 inicia su ciclo como entrenador
azulgrana. De nuevo fue fundamental su presencia, ya que con él en el banquillo el Barça
se adjudica la Liga, que se resistía desde 1929. Así, tuvo que volver ‘El mago’ para que
retornara la ilusión. Aparte de la Liga, ‘Sami’ también conquistó como técnico la Copa
Ajuntament de Vilafranca, la Copa de Oro de la República Argentina y la Copa Pabellón
del Deporte. En 1947 cedió su puesto de entrenador a Enrique Fernández, y Samitier
pasó a ejercer de secretario técnico, puesto en el que volvió a triunfar, pues colaboró de
manera muy significativa en las gestiones para llevar a cabo los fichajes de Kubala y Di
Stéfano, los cuales siempre tuvieron, a pesar de todo, un amigo en Josep Samitier.
La popularidad de Pepe Samitier sobrepasó los límites del terreno de juego. Prueba de
ello es su presencia en películas como ‘Once pares de botas’ junto a su gran amigo
Ricardo Zamora, y en diversos anuncios publicitarios como el de la firma italiana
Cinzano. Además, su nombre figura en una calle de Barcelona y tuvo el honor, dada su
dimensión de ‘hombre de mundo’ de ser íntimo amigo de grandes figuras como Carlos
Gardel, Maurice Chevalier, Lito Mas o Nicolás Verona. Estos últimos tuvieron la
gentileza de dedicarle un tango que lleva por título ‘Sami’ y que dice lo siguiente:
SAMI!
Letra de Lito Mas
Musica de Nicolás Verona
Sami!!
capitán del Barcelona...
con tu juego, que emociona,
nos has hecho estremecer...
Sami!!
portador de la nobleza
de tu tierra de grandeza...
caballero Samitier!!
Hay que remontarse a la China de la dinastía Han, hace 2.200 años, para encontrar la
evidencia más antigua de este deporte de masas, el fútbol. Se trata del ts'uh kúh, que viene a
significar dar patadas a un balón de cuero. El juego, que se practicaba con las manos y los
pies de una forma más o menos violenta, nació como un método de adiestramiento
militar en el que los espectadores hacían grandes apuestas. Al finalizar, el capitán del
equipo derrotado era castigado y flagelado en público.
El ts'uh kúh o tsú-chú pasó a Japón, donde surgiría ya en la era medieval un juego cortesano
que fue bautizado como kemari. En este nuevo deporte, la habilidad sustituyó a la fuerza
bruta que caracterizaba a los jugadores chinos. Príncipes y cortesanos se reunían en un
patio que hacía las veces de campo de juego -mari-no-niwa- para jugar con una pelota -el
ma-ri- confeccionada con piel de cerdo o de ciervo.
En Corea, concretamente en el reino de Shilla, también surgió hace 1.500 años un juego de
pelota como estrategia de entrenamiento militar, el denominado chukkuk.
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LA HISTORIA DEL FUTBOL
El primer hincha
6 postales de fútbol
Por Roberto López Belloso
Miguel Prudencio Reyes conocía las historias de memoria. Casi tan bien como conocía el
cuero. Cuando ya el animal se había despegado de la carne y era piel sin dueño, secándose,
oliendo a bicho, Prudencio la tomaba entre sus manos y le daba forma.
Su preferida era la de Bolívar Céspedes. Junto a su hermano Carlos formaban una temida
delantera. Tanto que un presidente prácticamente paró una guerra para que pudieran
disputar una final. Era 1904. Uruguay estaba viviendo la última de las revoluciones del
gauchaje “blanco” (como se conoce al Partido Nacional, más o menos equivalente a los
partidos conservadores) contra el gobierno del Partido Colorado (más o menos equivalente
a los partidos liberales) de José Batlle y Ordóñez. Los hermanos Céspedes venían de una
familia de Cerro Largo, departamento “blanco como hueso de bagual” donde estaba el
epicentro de la rebelión. Comprensiblemente escaparon a Buenos Aires para evitar la leva y
no tener que pelear contra los suyos. Eso los dejaba por fuera de las canchas uruguayas en
calidad de desertores. Pero “Pepe” Batlle no solo sería el creador del Uruguay moderno con
una serie de leyes sociales que convertirían este país en “la Suiza de América”. También
era un amante del fútbol. Así que no dudó en firmar un salvoconducto presidencial (eso sí,
por 24 horas) para que los Céspedes volvieran a jugar el decisivo partido contra el CURCC
(futuro Peñarol), cuyos futbolistas, en calidad de extranjeros y funcionarios del ferrocarril,
estaban eximidos de servir en el ejército. Cuenta la leyenda que ambos hermanos llegaron
en el más absoluto secreto, apenas a tiempo para entrar a la cancha y hacer los tres goles
con los que Nacional se coronaría campeón.
Lo que no sabía Prudencio, al contar esa historia, era que un siglo después sería la suya, la
del propio Prudencio, una de las historias más repetidas de la mitología del fútbol
uruguayo. Apasionado por un deporte que lo tenía confinado a la tarea de hinchar los
balones, Prudencio corría todo el partido por fuera de la línea de cal, alentando a los suyos
a todo pulmón. El público se preguntaba quién era ese entusiasta con algo de demente. “Es
el hinchabalones”, era la respuesta. Y tanta fue su fama, que hoy la Real Academia
Española recoge la palabra que designa su oficio para nombrar a los que alientan a un
equipo. Casi ningún hincha, casi ninguna hinchada, sabe que el sustantivo que los define
nació allá a comienzos del novecientos, en una lejana Montevideo, gracias a la pasión de un
talabartero.
Leer ilustra
Por Juan Villoro
La pasión por el fútbol es capaz de encender y apagar otras pasiones. Esta historia de
hinchas obsesionados y amores fallidos revela una versión de los tristes excesos del
fanatismo.