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Albalat Antoine El Arte de Escribir en Veinte Lecciones
Albalat Antoine El Arte de Escribir en Veinte Lecciones
EN VEINTE LECCIONES
Y
LA FORMACIÓN DEL ESTILO
POR LA ASIMILACIÓN DE LOS AUTORES
POR
ANTOINE ALBALAT
Prefacio
Lección I: CÓMO SE LLEGA A SER ESCRITOR
Lección II: LOS MANUALES DE LITERATURA
Lección III: DE LA ESCRITURA
Lección IV: DEL ESTILO
Lección V: LA ORIGINALIDAD DEL ESTILO
Lección VI: LA CONCISIÓN DEL ESTILO
Lección VII: LA ARMONÍA DE LAS FRASES
Lección VIII: LA ARMONÍA DE LAS FRASES
Lección IX: LA INVENCIÓN
Lección X: LA DISPOSICIÓN
Lección XI: LA ELOCUCIÓN
Lección XII: PROCEDIMIENTO DE LAS REFUNDICIONES
Lección XIII: DE LA NARRACIÓN
Lección XIV: DE LA DESCRIPCIÓN
Lección XV: LA OBSERVACIÓN DIRECTA
Lección XVI: LA OBSERVACIÓN INDIRECTA
Lección XVII: LAS IMÁGENES
Lección XVIII: LA CREACIÓN DE LAS IMÁGENES
Lección XIX: EL DIÁLOGO
Lección XX: DEL ESTILO EPISTOLAR
Prefacio
Capítulo I: DE LA LECTURA COMO PROCEDIMIENTO GENERAL DE ASIMILACIÓN
Capítulo II: ASIMILACIÓN POR IMITACIÓN
Capítulo III: EL “PASTICHE”
Capítulo IV: DE LA AMPLIFICACIÓN
Capítulo V: ASIMILACIÓN DEL ESTILO DESCRIPTIVO
Capítulo VI: LA IMITACIÓN DESCRIPTIVA A TRAVÉS DE LOS AUTORES
Capítulo VII: EL FALSO ESTILO DESCRIPTIVO
Capítulo VIII: LA DESCRIPCIÓN GENERAL
Capítulo IX: ENSAYOS DE DESCRIPCIÓN
Capítulo X: DESCRIPCIÓN ACUMULATIVA Y DESCRIPCIÓN POR AMPLIFICACIÓN
Capítulo XI: ASIMILACIÓN DEL ESTILO ABSTRACTO POR LA ANTÍTESIS
Capítulo XII: LA ANTÍTESIS, PROCEDIMIENTO GENERAL DE LOS GRANDES ESCRITORES
Capítulo XIII: DE ALGUNOS PROCEDIMIENTOS ASIMILABLES
Capítulo XIV: EL ESTILO SIN RETÓRICA
PREFACIO
Una cuestión se presenta ante todo: ¿Se debe escribir? ¿No es hacer un
flaco servicio favorecer a emborronar papel? ¿No hay bastantes escritores?
¿Es necesario aún alentar a los malos? Estamos inundados de libros; ¿qué
será de la literatura cuando todo el mundo se dedique a ella? Enseñar a
escribir, ¿no es impulsar a los demás a publicar tonterías? ¿No es rebajar el
arte, colocarlo al nivel de todos, y no se le disminuirá al hacerlo más
accesible?
Yo mismo he protestado en una obra especial contra ese mal de escribir
que nos invade y que ha terminado por desalentar al público.
Evidentemente, hay en ello un peligro; pero el abuso de una cosa no prueba
que sea mala. No se va a hacer todo el mundo escritor porque sepa escribir
mejor. Todo el mundo habla, pero no todo el mundo es orador. La pintura se
ha vulgarizado, pero no se hace pintor cualquiera, ni todos los músicos
escriben óperas. Es excelente enseñar a escribir; tanto peor para los que
echen a perder el oficio.
Por lo demás, los que quieran seguir los consejos que se dan en esta
obra tendrán que aplicarse a escribir bien, y los que se apliquen se verán
obligados a escribir poco. Estamos, pues, al abrigo de todo reproche.
Por otra parte, se puede escribir no solamente para el público, sino para
sí mismo, por satisfacción personal. Aprender a escribir bien es, también,
aprender a juzgar a los buenos escritores. Habrá así, ante todo, un mejor
aprovechamiento de lectura. La literatura es un placer, como la pintura, el
dibujo y la música; una distracción noble y permitida, un medio de
embellecer las horas de la vida y los aburrimientos de la soledad.
Otra objeción: Se me dirá: Sus consejos serán buenos para las personas
que tienen imaginación, puesto que la imaginación es la facultad maestra;
pero ¿dará usted imaginación a los que no la tienen?, y ¿cómo tendrán
estilo?
La respuesta es fácil. Los que no tienen imaginación se pasarán sin ella.
Hay un estilo de ideas, un estilo abstracto, un estilo seco, formado de solidez
neta y de pensamiento puro, que es admirable. Todo se reduce a buscar
temas.
Cada uno puede escribir en la medida de sus facultades personales; uno
puede presentar discusiones abstractas; otro pintar la naturaleza, abordar la
novela, dialogar situaciones.
Si es usted capaz de redactar una carta, es decir, de relatar algo a un
amigo, debe usted ser capaz de escribir, porque una página de composición
es un relato hecho público.
Quien puede escribir una página, puede escribir diez, lo que casi
equivale a una novelita, y quien sabe hacer una novelita debe saber hacer
un libro, porque una serie de capítulos no es más que una serie de novelitas.
Por lo tanto, toda persona que tenga medianas aptitudes y algunas
lecturas puede escribir, si quiere, si sabe aplicarse, si le interesa el arte, si
tiene el deseo de expresar lo que ve y de pintar lo que siente.
La literatura no es una ciencia inabordable reservada a unos pocos
iniciados y que exige estudios preparatorios. Es una vocación que cada uno
lleva en sí y que desarrolla más o menos, según las exigencias de la vida y
las ocasiones favorables. Muchas personas que escriben, escriben mal; y
muchas que podrían escribir bien, no escriben ni piensan en ello.
Personas ordinarias, intendentes como Gourville, camareras como la
señora de Hausset, Julián, el criado de Chateaubriand, viejos soldados,
Marbot, Bernal Díaz, etcétera, nos han dejado relatos vivientes e
interesantes.
El don de escribir, es decir, la facilidad de expresar lo que se siente es
una facultad tan natural en el hombre como el don de hablar.
En principio, todo el mundo puede contar lo que ha visto. ¿Por qué no ha
de poder cada uno escribirlo? La escritura no es más que la transcripción de
la palabra hablada, y por es se dice que el estilo es el hombre. El estilo mejor
escrito es, con frecuencia, el estilo que mejor se podría hablar. Así lo
entendía Montaigne.
La gente del pueblo, para contar las cosas que ha vivido, tiene hallazgos
felices de palabras, originalidades de expresión y una creación de imágenes
que sorprende a los profesionales. Que una mujer de corazón, cualquiera
que sea, escriba a alguien la muerte de una persona amada, y hará un relato
admirable que ningún escritor podría superar, ya fuera un Chateaubriand o
un Shakespeare.
Alfonso Daudet y Goncourt han buscado en todas partes a su alrededor
esa expresión de la verdad inimitable. Goncourt copiaba servilmente los
diálogos que oía. Las más bellas frases de “Manon Lescaut” seguramente
han sido pronunciadas. Yo he oído a un campesino comparar el ruido de un
trueno al que hace “un pedazo de tela que se rasga”. Las antiguas canciones
populares son la obra anónima de poetas oscuros.
Pues si todo el mundo puede escribir, con más razón podrán hacerlo las
personas de mediana cultura, los jóvenes que han leído y que aman el estilo,
las jóvenes que hacen versos elegantes o anotan sus pensamientos en un
diario íntimo. Hay muchísimas personas que, dirigidas y aconsejadas,
podrían formar y aumentar sus aptitudes hasta llegar a tener talento.
Muchos ignoran sus propias fuerzas porque nunca las han empleado y ni
siquiera sospechan que podrían escribir. Otras, mal secundadas o disuadidas
de su vocación, se desalientan al ver su mediocridad, por falta de una guía
que las perfeccione. He conocido a tres mujeres que nunca habían escrito
una línea y que sonreían de impotencia cuando les aconsejé que
escribieran. Se creían incapaces de tener talento. Se decidieron a empezar
un diario según preceptos y fórmulas técnicas, y hoy escriben descripciones
notables, llenas de relieve, que sólo por exceso de modestia se obstinan en
mantener inéditas.
Las tres cuartas partes de las personas escriben mal porque no se les
ha demostrado el mecanismo del estilo, la anatomía de la escritura, cómo se
encuentra una imagen, cómo se construye una frase. Siempre me ha
sorprendido la cantidad de personas que podrían escribir y que no escriben,
o escriben mal, por no tener quien las saque de las mantillas en que están
aprisionadas.
He visto estilos experimentados desparramar perlas y oro por el suelo,
plantas vivaces entre la mala hierba. Destacar el filón, sacar el diamante,
escarbar el campo no es nada, y es todo.
Cuando se rehacen sus frases, cuando se abre paso a sus imágenes,
cuando se pule su estilo, cuando se limitan sus palabras, se quedan
estupefactos: “Nadie nos ha dicho nunca eso”, exclaman, y se maravillan al
ver el precipitado verdadero, sólido, brillante, que es bien de ellos y que ha
quedado en el fondo del crisol después de esa operación.
La necesidad de un guía es absoluta para las naturalezas medias,
porque aquí se trata, no de genios, no de futuros grandes hombres a quienes
no se enseña nada porque ellos prescinden de todo, sino de aquellos que
tienen una vocación ordinaria y que pueden duplicar su talento con el
esfuerzo y los consejos.
Moliére interrogaba a su sirvienta. Racine consultaba a Boileau. Flaubert
escuchaba a Bouilhet. Chateaubriand se sometía a Fontanes.
Yo he querido ser un guía para los que no pueden tener otro. Mi
experiencia personal seguramente vale poco. Sin embargo me ha parecido
que podría ser útil a otros, y que sería de provecho publicar lo que yo he
aprendido solo.
El resultado de mis años de trabajo y de lectura servirá a los que
empiezan en el arte de escribir, tanto a los que se preparan
profesionalmente como a los que quieren disfrutar de él como diletantes.
LECCIÓN SEGUNDA
LECCIÓN TERCERA
DE LA LECTURA
(1)
La Fontaine rehacía diez o doce veces cada una de sus fábulas.
LECCIÓN CUARTA
DEL ESTILO
¿Qué es el estilo?
El estilo es la manera propia de cada uno de expresar su pensamiento
por la escritura o la palabra.
Por la escritura, el escritor.
Por la palabra, el orador.
El estilo es la marca personal del talento. Cuanto más original es el
estilo, más personal es el talento. El estilo es la expresión, el arte de la
forma, que hace sensibles nuestras ideas y nuestros sentimientos; es el
medio de comunicación entre los espíritus.
No es solamente el don de expresar nuestros sentimientos, es, también
el arte de sacarlos de la nada, de hacerlos nacer, el arte de fecundarlos y de
hacerlos salientes. El estilo comprende el fondo y la forma.
Es necesario convencerse de que las cosas que decimos no impresionan
más que por el modo de decirlas. En términos generales, todos pensamos
poco más o menos las mismas cosas. La diferencia está en la expresión y el
estilo. Eleva lo común; halla nuevos aspectos en lo vulgar; engrandece lo
sencillo; fortifica lo débil.
Escribir bien, es, a la vez, pensar bien, sentir bien y rendir bien.
“Lo que me distingue de Pradon, decía Racine, es que yo sé escribir”.
“Homero, Platón, Virgilio y Horacio, no sobresalen de los demás
escritores, ha dicho La Bruyére, más que por sus expresiones y por sus
imágenes”.
“Nada vive más que por el estilo”, dice Chateaubriand. En vano se grita
contra esta verdad. La obra mejor entendida, y llena de las más prudentes
reflexiones, nace muerta, si le falta el estilo.
El estilo es el arte de apreciar el valor de las palabras y las relaciones de
éstas entre sí.
Las ideas simples que representan las palabras del diccionario no
bastan para formar un escritor. El que conozca todas esas palabras, puede,
sin embargo, ser incapaz de trazar una frase, porque el talento no consiste
en utilizar secamente las palabras, sino en descubrir los matices, las
imágenes, las sensaciones que resultan de sus combinaciones.
El estilo es, pues, una creación de forma por las ideas y una creación de
ideas por la forma. El escritor crea hasta palabras para indicar una relación
nueva. El estilo es una creación perpetua: creación de arreglos, de giros, de
tono, de expresiones, de palabras y de imágenes. Cuanto más sensible es
esa creación en la lectura, mejor es el escritor.
Guy de Maupassant dice en alguna parte: “Las palabras tienen alma. La
mayoría de los lectores y hasta de los escritores no les piden más que
sentido. Es necesario encontrar ese alma, que aparece al contacto de otras
palabras, que brilla y alumbra ciertos libros con una luz desconocida, muy
difícil de hacer brotar. Hay en los acercamientos y las combinaciones del
lenguaje escrito por ciertos hombres, toda la evocación de un mundo poético
que el pueblo de los mundanos no sabe ver ni adivinar. Cuando se le habla
de eso, se resiente, razona, argumenta, niega, grita y quiere que se le
demuestre. Sería inútil intentarlo. No sintiendo, no lo comprendería nunca.
Hombres instruidos, inteligentes, hasta escritores, se sorprenden también
cuando se les habla de ese misterio que ignoran, y se sonríen encogiéndose
de hombros. ¡Qué importa! No lo saben. Es como hablar de música a
personas que no tienen oídos”.
“La gracia divina, ha dicho Bossuet, llueve sobre el rico como sobre el
pobre”.
He ahí una palabra tomada de una acepción nueva y que forma una
imagen soberbia.
Lo mismo este otro pensamiento: “Dormid vuestro sueño, grandes de la
tierra”; y este otro: “Derramar lágrimas y plegarias sobre una tumba”.
La palabra indeterminada, por ejemplo, es una palabra cualquiera,
geométricamente empleada, sin elocuencia, sin brillo. Bajo la pluma de
Chateaubriand, va a alcanzar un prestigio que pintará todo un paisaje lejano:
“La claridad de la luna, su claridad gris perla, descendía sobre la cima
indeterminada de las selvas”.
La palabra reposaba es también una palabra cualquiera. Refiriéndose a
algo que no reposa, se convierte en una palabra bellísima.
“La luna reposaba sobre las colinas lejanas”. (Chateaubriand).
Hasta hay palabras de una vulgaridad técnica, oficial, que producen
grandes efectos cuando un artista les encuentra una aplicación imprevista.
¿Hay algo más incoloro que la palabra anunciador? Veamos cómo la utiliza
Pedro Loti:
“Los tristes chorlitos, anunciadores del otoño, habían aparecido en una
tormenta de lluvia”.
Otro habría podido decir: “Los chorlitos, esos tristes pájaros que
anuncian el otoño, habían aparecido en una tormenta de lluvia”.
Ese sería un estilo de menos valor que el primero.
El estilo es, pues, la manera que cada uno tiene de crear expresiones
para manifestar su pensamiento. Puede ser largo, corto, coloreado, seco,
abundante, vivo, periódico, según los temperamentos.
Es difuso, pálido, incoloro, cobarde, en los malos escritores; conciso,
nervioso, con relieve, en los buenos.
Es tan completa la unión entre el carácter y el estilo de una persona,
que por eso ha podido decirse con razón esta verdad: el estilo es el hombre.
La vivacidad de palabras, la energía de las concepciones, los mismos
giros de la conversación hablada, la originalidad de la imaginación, todo eso
se pinta exactamente en el estilo del hombre. El estilo es el reflejo del
corazón, del cerebro y del carácter.
Eso no es solamente verdad en los individuos, sino también en los
pueblos.
“Los pueblos de Oriente, dice Blair, han recargado su estilo en todos los
tiempos con figuras fuertes e hiperbólicas. Los atenienses, pueblo sutil y
culto, se formaron un estilo claro, puro y correcto. Los asiáticos, amigos del
fausto y de la nobleza, tenían un estilo pomposo y difuso. Las mismas
diferencias pueden notarse hoy día entre el estilo de los franceses, los
españoles, los alemanes y los ingleses”.
Saber muchas cosas no enseña a ser buen escritor; el estilo es
independiente de la erudición. Por eso, al decir que es necesario leer mucho
para ser capaz de escribir, se supone, bien entendido, que se tienen
aptitudes para el estilo, por lo menos una mediana vocación y un gusto
determinado. Sin eso, ni la erudición más inmensa, hará encontrar un giro de
frase. Hay hombres muy sabios que nunca serán escritores, y hay escritores
brillantes que no saben gran cosa. El saber y el arte de escribir, son cosas
distintas, que no van siempre juntas.
El Discurso sobre el estilo de Buffon contiene las mejores páginas que
conocemos sobre este asunto. Nadie ha explicado mejor los procedimientos
de un arte que puede considerarse como una ciencia, ni ha expuesto mejor
las diversas operaciones del espíritu por las que se llega a hacer buenas
frases.
Hay, sin embargo, en ese Discurso de Buffon una tendencia visible a
aconsejar el empleo de los términos generales y a dar al estilo una especie
de giro sintético y rígido, que constituye ciertas hermosas partes del estilo,
pero que no es todo el estilo. Villemain ha tenido razón al señalar el carácter
demasiado personal de ese Discurso.
¡Pero qué profundo sentido de la belleza escrita y cuántos consejos
prácticos! “Las obras bien escritas, dice Buffon, serán las únicas que pasarán
a la posteridad”. Y agrega: “Todas las bellezas que se encuentran, todos los
giros de que está compuesto el estilo, son otras tantas verdades tan útiles y
tal vez más preciosas para el espíritu humano, que las que pueden formar el
fondo del asunto”.
“Es estilo, dice Buffon, es el orden y el movimiento que se pone en los
pensamientos”. El orden, es decir, la lógica de las ideas, su encadenamiento,
su fondo: el movimiento, es decir, la vida, la forma; el orden, que es la
concentración, el giro, el conjunto; el movimiento, que es la imaginación, el
atractivo, el relieve.
Aquí interviene la famosa distinción del fondo y la forma.
Los unos los separan y los diferencian; el fondo son los materiales, los
pensamientos, la sustancia, el asunto; la forma es la expresión, el
revestimiento, el traje. Son dos cosas aparte.
Los otros dicen: El fondo y la forma todo es uno; no se les puede
separar, como no puede separarse el músculo de la carne. Es imposible
expresar una idea que no tenga su forma, como no se puede concebir una
criatura humana que no tenga alma y cuerpo. Cuando se cambia la forma, se
cambia la idea, y del mismo modo, la modificación de la idea arrastra a la de
la forma. Trabajar la forma es trabajar la idea. La forma se pega a la idea.
Esta teoría es la verdadera y hay que atenerse a ella.
En ciertos casos muy raros, el cambio de la forma no altera la idea. Así
ocurrirá si yo digo: “Llueve” por: “cae agua”; llorar, por verter lágrimas;
arrodillarse, por ponerse de rodillas; sonó un ruido, por se oyó un ruido,
habré empleado una forma mejor que no habrá cambiado la idea; pero eso
es más bien una sinonimia que una modificación de forma.
Fuera de esta clase de correcciones puramente gramaticales, la idea
sufre siempre los cambios de la forma. Yo escribo esta frase: “Nuestros
corazones embriagados del amor mundano...” La modifico y pongo:
“Nuestros corazones encantados del amor del mundo...” (Bossuet). La idea
se ha modificado según los matices de una forma nueva. Encantamiento dice
otra cosa que embriaguez, y amar al mundo no es lo mismo que sentir amor
mundano.
Escribo esto: “Después de la muerte veremos a Dios tal como es,
alumbrando a todos los hombres con su presencia”. Trabajo esa forma, la
modifico y encuentro esta: “Después de la muerte veremos a Dios al
descubierto, iluminando todos los espíritus con los rayos de su faz”.
(Bossuet). Se me dirá, tal vez, que solamente ha cambiado la forma y que la
idea sigue siendo la misma; no, la idea también se ha modificado; tiene otro
aspecto, otro sentido, otros matices, un encanto nuevo, una significación
distinta.
En vez de hacer esta demostración sobre algunas líneas solamente,
puede hacerse sobre una página entera, sobre dos, tres, etc.
He aquí una frase con una hermosa imagen, sobre la noche en las
soledades de América:
“El genio de los aires sacudía en la noche su cabellera”.
Esa frase no me satisface; cae demasiado bruscamente; quisiera
encontrar una palabra, un epíteto que la redondeara y la clausurara...
Busco... Pienso en el cielo azul, y encuentro:
“El genio de los aires sacudía en la noche su cabellera azul...”
(Chateaubriand).
El esfuerzo, la preocupación de la forma me ha hecho descubrir una
imagen que, por sí sola, da una magia imprevista a la idea primitiva.
He aquí otro pensamiento. Se trata de decir que las mujeres romanas
son tan bellas como las estatuas de sus templos.
“Se las tomaría por las estatuas de sus templos, descendidas de su
pedestal...”
Hermosa imagen, pero que no me basta; quiero realzarla, embellecerla.
Todo lo que agregue será un trabajo de forma sobre la idea.
Obtengo esto:
“Se las tomaría por las estatuas de sus templos, descendidas de su
pedestal, y que se pasearan a su alrededor”. (Chateaubriand).
Y es precisamente, este último período, lo que da a la imagen todo su
prestigio, todo su efecto. ¿Se dirá que la ida no ha cambiado? Sí ha
cambiado, sí. La primera frase era conocida; la habíamos leído en alguna
otra parte; pero la segunda, que constituye el cuadro y la vida, esa es nueva,
es creada.
Luego, pues, la forma y el fondo todo es uno. No es posible, en general
y de una manera definitiva, tocar la una sin alterar la otra. Cuando se dice
de un fragmento: “El fondo es bueno, pero la forma es mala”, eso no
significa nada, porque es el valor de la forma lo que hace bueno al fondo.
Habría que decir: “El fondo podría ser excelente si la forma fuera buena”,
porque es la forma la que le da valor al fondo.
Si yo grito: “¡Oh, Jesús, Dios crucificado!”, empleo un estilo correcto,
pero en esa forma se dice con mucha frecuencia. Quiero pensar una forma
mejor. Busco y encuentro: “¡Oh, Jesús, Dios anonadado!” (Bossuet). La
expresión es magnífica; pero, de pronto, la idea ha cambiado, ha brillado, es
otra.
Todos hemos podido comprobar que, trabajando, rehaciendo las frases,
creemos no cambiar nada, no mejorar más que la forma, y he aquí que todo
se amasa, las ideas se multiplican; se presentan incidentes, las proporciones
crecen, los párrafos aumentan; percibimos imágenes inesperadas, giros
nuevos, tanta verdad es que no puede tocarse la forma sin trastornar la idea.
La forma es tan inseparable de la idea, que la última encarnación de la
forma llega a no ser más que la expresión de la idea pura.
Entre otros consejos notables, y que es necesario retener para formarse
idea del estilo, recomienda Buffon “que se agregue el colorido a la energía
del dibujo”. Quiere “que se dé a cada objeto una luz fuerte”; expresa el
deseo de que cada pensamiento sea una imagen. Este último consejo es el
que ha prevalecido cuando vinieron Bernardino de Saint Pierre,
Chateaubriand, Teófilo Gauthier, y cuando la literatura francesa se cansó de
la belleza sin colorido.
Resumiendo: El estilo es el esfuerzo por el cual la inteligencia y la
imaginación encuentran matices, giros, expresiones e imágenes, en las ideas
y en las palabras o en la relación que tienen entre ellas.
Hay en este trabajo del estilo (y es un trabajo considerable) una parte
que es el orden, el arreglo, la corrección, la ordenación, las proporciones, el
equilibrio, la preparación de todas las piezas de ese tablero de ajedrez que
se llama una frase, una página, un capítulo.
Hay también otra parte que es el movimiento, la creación de palabras,
de imágenes, su combinación, lo que produce la intensidad, el efecto, la
energía, el golpe de luz, el relieve.
Hasta en la parte arreglo, el arte de colocar las palabras y de combinar
las frases, es también una creación.
El sabor de esta creación múltiple se evapora con frecuencia en la
traducción, precisamente porque constituye la esencia del estilo. Esto es lo
que hizo decir a Lamotte: “Un gran número de bellezas de los autores
antiguos están adheridas a expresiones particulares de su lengua, o a
relaciones que, no siéndonos tan familiares como a ellos, no nos causan el
mismo placer”.
El cuidado de la forma es lo primero que debe preocupar a los que
tienen gusto en escribir, pues ella comprende también el fondo, y es la que
da valor a una obra. Emilio Zola, que no tuvo más que un don muy brutal de
escribir, y que nunca se dignó perfeccionar su forma, se alzó contra esta
teoría. “No es verdad, dijo, pese a Buffon, Boileau, Chateaubriand y Flaubert,
que han repetido obstinadamente lo contrario, no es verdad que baste tener
un estilo muy cuidado para señalar para siempre nuestro paso en la
literatura. La forma es lo que cambia y pasa más pronto. Es preciso, ante
todo, que una obra sea viva, y sólo puede ser viva con la condición de ser
verdadera. Se gana la inmortalidad poniendo de pie a las criaturas vivas”.
Nada más falso que eso. La creación de esos seres vivos no irá a la
posteridad como no esté servida por una forma irreprochable.
Zola replica: “¿Podemos juzgar nosotros la perfección del estilo de
Homero y de Virgilio?” Que Zola no pudiera juzgarla es muy posible; pero
hay personas que pueden hacerlo, y no es preciso haber hecho grandes
estudios para leer a Virgilio en su texto. En todo caso, una tradición
ininterrumpida de historiadores y autores antiguos nos dice que su estilo
causaba admiración en su tiempo, y es, precisamente, esa superioridad de
forma lo que los ha inmortalizado. Si sus versos hubieran sido malos, sus
contemporáneos no los hubieran aprendido, y si su estilo hubiera sido
mediocre, su obra no habría llegado hasta nosotros. No existe obra maestra
sin forma cuidada, y una obra mal escrita no puede vivir, por la razón de que
no hay una mala que haya alcanzado hasta estos tiempos. El fondo y la
forma se corresponden. Don Quijote, que es un modelo de obra viva, es,
también, un modelo de estilo, un modelo de perfección escrita, único en su
género en España.
Otra objeción: “Cuando leemos a Homero, no es su forma lo que
leemos, es una traducción. No tenemos más que su fondo. La forma pues, no
se identifica con el fondo”. Al contrario, puesto que es precisamente la forma
la que ha salvaguardado al fondo, y nosotros no tendríamos probablemente
el fondo si la forma no hubiera sido perfecta. Aquí es necesario, si se quiere,
separarlos, puesto que se trata de una traducción. Queda lo que puede
conservarse. Las buenas traducciones son las que conservan más. Por otra
parte, cuando se trata de obras maestras, la forma está tan mezclada con el
fondo, tan pegada a la idea, que la idea misma queda patente después que
ha desaparecido el encanto del texto. Por eso, en una buena traducción, las
descripciones de Homero son tan vivas como cualquier página de nuestros
mejores autores contemporáneos.
Fuera de estos principios, que hay que mirar como verdades absolutas,
no se puede dar más que una apreciación vaga del estilo. Es preciso, como
dice Pascal, haber arreglado el reloj, y burlarse de aquellos cuya hora varía.
“Hay un buen y un mal gusto, ha dicho La Bruyére, y sobre eso se puede
disputar”. Nada más común que los juicios hechos. Se cree acertar cuando
se dice al azar: “Esto está bien escrito; esto está mal escrito; Fénelon escribe
bien; Diderot escribe mal; Merimée es un gran escritor”, etc.
LECCIÓN QUINTA
Todas sus ideas eran confusas y Sus ideas eran tan confusas, tan
se sucedían con tanta rapidez que rápidas que ella no tenía tiempo de
ella no tenía tiempo de detenerse retener una.
en una sola. (¿Quién? ¿La rapidez?)
Era como esa serie de imágenes Parecían una serie de imágenes
que aparecen y desaparecen en la desfilando ante la ventanilla de un
ventanilla de un coche arrastrado coche de ferrocarril.
sobre una vía férrea.
Pero así como en medio de la Pero así, como en medio de una
carrera más impetuosa, el ojo que carrera loca, el ojo no distingue los
no distingue todos los detalles detalles ni precisa más que el
logra, sin embargo, discernir el conjunto del mismo modo, en
carácter general de los sitios que medio de ese caos de
cruza, del mismo modo, en medio pensamientos, la señorita de
de ese caos de pensamientos que Piennes sentía el espanto de ser
la asaltaban, la señorita de Piennes arrastrada hasta un precipicio.
sentía una impresión de espanto y
se sentía como arrastrada sobre
una pendiente rápida en medio de
precipicios horribles.
Que Max la amaba, no podía No dudaba que Max la amaba.
dudarlo. Ese amor (ella decía: ese Ese amor databa de lejos, pero no
afecto) databa de lejos; pero hasta la había alarmado hasta entonces.
entonces no se había sentido
alarmada.
Entre una devota como ella y un Entre una devota como ella y un
libertino como Max, se elevaba una libertino como Max, se alzaba un
barrera infranqueable que la obstáculo que, antes, la
tranquilizaba antes. tranquilizaba.
Aunque ella no fue insensible al Sensible al placer de atraer
placer o a la vanidad de inspirar un seriamente (o de seducir, o de
sentimiento serio a un hombre tan conquistar) a un hombre tan ligero,
ligero como lo era Max es su ella no había pensado nunca que
opinión, ella no había nunca ese afecto pudiera hacerse
pensado que ese afecto pudiera peligroso.
llegar a ser un día peligroso para su
tranquilidad.
Esto no quiere decir que deban proscribirse esas frases. Hay casos en
que son necesarias, en que son muy bellas y en que nada puede
reemplazarlas.
Es necesario proscribir, también, todos los epítetos que podríamos
llamar obligatorios y con los que se cree indispensable acompañar ciertas
palabras.
La ironía amarga.
Expediente favorable.
Horror indecible.
Una mirada fría y severa.
Un sordo rumor.
Un dulce éxtasis.
Una repulsión instintiva. (Siempre es instintiva).
Un enemigo implacable, encarnizado.
Una emoción contenida.
Una tristeza grave.
Impaciencia febril.
Boca bien arqueada.
Dulzura singular. (¿En qué?).
Encanto penetrante.
Cólera implacable
Dulzura afectuosa. Bondad verdadera (1).
Orgullo legítimo.
Excesiva reserva.
Contraste odioso.
Alegría inesperada.
Torpeza penetrante.
Cabellera abundante.
Exigencias imperiosas.
Perversidad precoz.
Rabia feroz.
Recuerdo odioso.
Desesperación suprema.
Mezcla singular.
Delicadeza nativa.
Etc., etc.
Duremente cahoté
Sur les noble coussine d’un char numeroté. (5).
Burson tenía razón al decir: “No hay nada más opuesto a la belleza
natural que el trabajo que se toman algunos para expresar cosas ordinarias
o comunes de una manera singular o pomposa; no hay nada que degrade
más al escritor. Se le compadece, por haber pasado tanto tiempo en hacer
nuevas combinaciones de sílabas, para no decir más que lo que dice todo el
mundo”.
Véase, en cambio, una soberbia perífrasis de Bossuet, aludiendo al
confesionario: “Esos tribunales que justifican los que se acusan”.
Es, pues, necesario, desde el principio, evitar la frase y la perífrasis
vulgares. La primera originalidad que se debe tener es: escribir con las
palabras naturales, propias, sencillas y exactas. Esas palabras serán tal vez
más conocidas, más empleadas aún que una locución falsamente elegante,
pero no serán reemplazables, no se podrá prescindir de ellas y es el empleo
de esas palabras propias, exactas, sean las que sean, lo que constituye la
nitidez, la corrección, el brillo del estilo y su energía. Ciertos estilos, como el
de La Bruyére, La Rochefoucauld, Fénelon y Montesquieu, deben todo su
lustre a ese gran mérito.
Léase lo que dice La Bruyére y el ejemplo que nos da en su inmortal
consejo:
Aún así no sería un párrafo muy bueno, pues todo eso equivale a decir:
“Había arrogancia en su desdén y rigor en su impasibilidad”, lo que es
bastante flojo y no quiere decir absolutamente nada.
La originalidad es un esfuerzo incesante. Consiste en decir mejor, en
decir enérgicamente, en buscar la palabra propia, en encontrar la imagen
nueva. Quien posea esa cualidad, por más que escriba de cualquier manera,
siempre será escritor, a despecho de los cursos de literatura, de la gramática
y hasta de la ortografía.
(1)
¿Hay alguna dulzura que no sea afectuosa y alguna bondad que no sea verdadera?
(2)
Entretanto, sobre el lomo del llano líquido
Se eleva en grandes borbollones una montaña húmeda.
(3)
Me complazco en criar aún
Al amante de las hojas de Tisbe.
(4)
Vanves que mora en Galatea,
Sabe de la leche de Io, de Amaltea,
Espesar las olas espumosas;
Y Sevres, con mano ágil
Os amasa el alabastro frágil
En el que moka nos vierte sus fuegos.
(5)
Duramente traqueteado
sobre los nobles cojines de un carro numerado.
LECCIÓN SEXTA
LA CONCISIÓN DEL ESTILO
Sí, hay reglas generales, pero hay también excepciones. Estas son
cuestión de tacto, y dependen de las circunstancias. Las reglas generales
resumen los preceptos del arte de escribir.
Para evitar las repeticiones se puede recurrir a los sinónimos.
Una discusión sobre los sinónimos no tendría ninguna utilidad. En
absoluto, puede decirse que no hay sinónimos, pues las palabras a que
damos ese nombre no expresan las mismas ideas.
Es necesario proscribir también del estilo lo que yo llamaría los
parásitos, esas conjunciones de que se abusa para llevar a las transiciones
de frases, como: en efecto, por lo demás, ciertamente, por otra parte, por el
hecho, en definitiva, por un lado, ahora bien, a decir verdad, la verdad es,
por su parte, seguramente, etc., etc.
Las frases deben ligarse no con ataduras ficticias, sino por la lógica de
la idea, por la fuerza del pensamiento. Deben ir lado a lado, indisolubles, sin
aparentar haber sido atadas. Hay casos, bien entendido, en que esas
conjunciones son indispensables y causan el mejor efecto. Sólo protestamos
contra el abuso.
La concisión puede aprenderse no solamente a fuerza de trabajo, sino,
sobre todo, por la lectura de los escritores clásicos. Pascal y La Bruyére, son,
a ese respecto, muy aprovechables, y, entre los más modernos, Gustavo
Flaubert, sobre todo en sus Tres cuentos.
(1)
Hemos dicho, en la lección anterior, que es necesario emplear la palabra propia,
exacta, imaginada, en relieve, y no la palabra vulgar y la frase hecha. Esos consejos, para
lograr la originalidad, abarcan, pues, implícitamente la precisión, la corrección, la claridad, la
exactitud, la naturalidad, etcétera, cualidades que me ha parecido inútil hacer figurar
aparte.
En la presente lección, es también evidente, que la concisión encierra en sí la
sobriedad, la temperancia, la fuerza, el brillo, etc.
LECCIÓN SÉPTIMA
LECCIÓN OCTAVA
Cualquiera que sea la indiferencia de nuestro siglo por los talentos que
los honran —hace, al menos, justicia a los que ya no existen. (Thomas).
La caridad daba a sus caras más brillo que el del cirio que
llevaban en sus manos.
LECCIÓN NOVENA
LA INVENCIÓN
LA INVENCIÓN
LECCIÓN DÉCIMA
LA DISPOSICIÓN
LECCIÓN UNDÉCIMA
LA ELOCUCIÓN
LECCIÓN DUODÉCIMA
LECCIÓN DÉCIMOTERCERAA
DE LA NARRACIÓN
De la narración. — El arte de narrar. — La narración verdadera. —
La narración rápida. — El interés en la narración. — Nada de
disgresiones. — La brevedad puede parecer larga.
LECCIÓN DECIMOCUARTA
DE LA DESCRIPCIÓN
LECCIÓN DECIMOQUINTA
LA OBSERVACIÓN DIRECTA
LA OBSERVACIÓN DIRECTA
LECCIÓN DECIMOSEXTA
LA OBSERVACIÓN INDIRECTA
Si hay pasajes, sitios y cosas que se pueden copiar sobre el terreno, hay
otros que no están ante los ojos, o que ni siquiera existen.
Por un esfuerzo de imaginación podrá pintarse lo que no existe, y por un
esfuerzo del recuerdo podrá describirse lo que ya no tenemos ante nuestra
mirada.
I. DESCRIPCIÓN IMAGINADA
Si queremos pintar algo que no henos visto, tenemos que ayudarnos
con lo que henos visto, recordar todo lo que pueda relacionarse con nuestro
asunto, y dar por verdaderas las apariencias de la verdad a lo que no lo es.
Tendremos que ir a buscar las ideas y las sensaciones en las situaciones
análogas, adaptando a nuestro asunto lo que ya se ha observado.
En Salambó, ha reconstruido Flaubert una ciudad que ya no existe, y
sobre la cual hay muy pocos datos. Pero hay cosas eternas, siempre las
mismas, similitudes de asuntos en la historia de los pueblos, ciertas
reconstituciones análogas: la naturaleza que no cambia, los ejércitos y los
campos antiguos sobre los cuales existe documentación; sitios conocidos,
hechos asimilables; las batallas, los aspectos actuales de ciertas ciudades de
África, ciertos estados de civilización estancados. En este caso se observa
con lo verdadero, en nombre de lo verdadero, evocándolo, tratando
precisamente de dar a los demás la sensación de que no se ha imaginado y
que debe ser así.
La fuerza de las descripciones como la de Flaubert, a que acabamos de
referirnos, reside, pues, en la evocación verdadera y real. Entendida así, la
descripción por observación indirecta, puede alcanzar el mismo efecto que la
descripción sobre el terreno, o que la descripción por recuerdo, de que
vamos a hablar.
LECCIÓN DECIMOSÉPTIMA
LAS IMÁGENES
Ardiendo en cólera.
Volar al combate.
Abordar fríamente.
Hablar con sequedad.
Plantar una bandera.
La penetración del espíritu.
La rapidez del pensamiento.
La dureza del alma.
La ceguera del corazón.
El torrente de las pasiones.
El fuego de la juventud.
La primavera de la vida.
La flor de la edad.
El invierno de la vida.
El peso de los años.
Embriagado de gloria.
Helado de espanto, etc.
LECCIÓN DECIMOCTAVA
La tea de la discordia.
La antorcha de la sedición.
El torrente de la democracia.
Las tinieblas de la ignorancia.
La espada de la ley.
La balanza de la justicia.
La pérfida Albión.
La moderna Babilonia.
La tiranía (o la esclavitud) de las pasiones.
La venganza divina, etc.
He ahí una imagen que puede ayudar a muchos poetas; y tal vez
Heredia la ha recordado inconscientemente cuando ha escrito: “El sol...
cierra las varillas de oro de su rojo abanico”.
En resumen: en el arte de crear imágenes hay que recordar dos
consejos:
Primero, que hay que demostrarse difícil en su calidad para evitar el mal
gusto.
Segundo, que hay que acostumbrarse a no retener más que las
imágenes verdaderas, es decir, metáforas que, en vez de solicitar la
imaginación, se impongan a ella.
La lectura de Chateaubriand, de Bernardino de Saint Pierre, de Víctor
Hugo y de Leconte de Lisle será muy provechosa a este respecto.
LECCIÓN DECIMONOVENA
EL DIÁLOGO
Por más que golpeo con el pie, no sale nada más que una vida triste y
uniforme.
FIN
LA FORMACIÓN DEL ESTILO
POR LA
A. A.
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
DEL “PASTICHE”
CAPÍTULO IV
DE LA AMPLIFICACIÓN
La amplificación, procedimiento general del estilo. — La
amplificación y la sobriedad. — Opinión de Voltaire.
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
Los autores a quienes conviene imitar, son aquellos que han hecho la
descripción viva, vista y circunstanciada.
Es esencial señalar ahora la falsa descripción, la que cree pintar y no
muestra nada, porque está hecha de imaginación y quiere hacerse pasar por
realidad.
Esta descripción artificial está aún en boga en ciertos Cursos de
literatura. El prejuicio es tan tenaz, que es necesario hablar categóricamente
para poner en guardia a los talentos inexpertos. El libro que encarna la
descripción artificial es Telémaco.
Digámoslo bien alto: nunca llegará a crear un estilo descriptivo quien
tome el Telémaco por modelo, por más que Fénelon sea un excelente
escritor. Déjese decir a los amantes de la rutina literaria y trátese de
hacerles corregir una copia de estudiante. O no tendrán la menor noción de
lo que es estilo, o se verán obligados a censurar en el estudiante las
vulgaridades que aprueban en el original.
Semejante imitación es la esterilidad misma del arte de escribir. Obra
de estilo frío, Telémaco ha hecho mucho daño a nuestra literatura. Sin
Telémaco, Chateaubriand no habría escrito su poema en prosa de Los
Natchez y Los Mártires, inexpresivo e incoloro en una mitad por lo menos.
Cuando se compara Telémaco con las descripciones de Homero, queda
uno estupefacto al ver que un hombre que ha sentido tan profundamente la
antigüedad, ahoga su talento en una retórica tan glacial.
Contentémonos por el momento con denunciar a Telémaco como la
negación del arte descriptivo y de toda pintura viva. La enseñanza
profesional lo proponía como modelo. Es necesario proscribirlo. Fénelon era
un excelente escritor sin ningún talento descriptivo.
CAPÍTULO VIII
LA DESCRIPCIÓN GENERAL
CAPÍTULO IX
ENSAYOS DE DESCRIPCIÓN
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
FIN