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Evaluar en la nueva presencialidad

Clase Nº 1: Evaluar, entre el absurdo y el ritual.


Sobre los absurdos de la evaluación
Queremos darles la bienvenida a este espacio de formación que nos convoca a pensar juntos sobre
la evaluación.

Para iniciar esta conversación y empezar a conocernos, los invito a leer el siguiente fragmento del
relato de Daniel Pennac, extraído de Mal de escuela, en el que el autor reflexiona sobre su propia
experiencia como mal alumno y aborda el tema de la escuela y la educación desde una perspectiva
original, la de los malos alumnos, los zoquetes o los especiales, como los llama.

Mal de escuela

—¿Pondrá nota, señor?


Estaba la cuestión de las notas, naturalmente.
Una cuestión capital la de las notas si se desea emprenderla con el pensamiento mágico
y, al hacerlo, luchar contra el absurdo.
Sea cual sea la materia que enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada
pregunta que hace, el alumno interrogado dispone tres respuestas posibles: la acertada,
la errónea y la absurda. Yo mismo abusé bastante del absurdo durante mi escolaridad.
“!Hay que reducir el quebrado a común denominador!”, o más tarde: “Seno de b partido
por seno de a, simplificamos el seno y queda b partido por a”. Uno de los malentendidos
de mi escolaridad se debe sin duda al hecho de que mis profesores evaluaban como
erróneas mis respuestas absurdas. Yo podía responder cualquier cosa, solo tenía algo
garantizado: ¡me pondrían una nota! Por lo general, un cero. Era algo que yo había
comprendido muy pronto. Y ese cero era el mejor modo de que te dejaran en paz.
Provisionalmente, al menos.
Ahora bien, la condición sine qua non para liberar al zoquete del pensamiento mágico es
negarse categóricamente a evaluar su respuesta si es absurda.
Durante nuestras primeras sesiones de corrección gramatical, aquellos de mis
“especiales” que se pretendían abonados al cero no eran precisamente avaros en
respuestas absurdas.
En cuarto, por ejemplo, el amigo Sami.
—Sami, ¿cual es el primer verbo conjugado de la frase?
—Alcaldía, señor, es alcaldía.
—¿Por qué dices que alcaldía es un verbo?
—¡Porque termina en ía!
—¿Y cómo sería el infinitivo?
—¿....?
—¡Venga, vamos! ¿Cómo es el infinitivo? ¿Un verbo de la tercera conjugación? ¿El verbo
alcardir? ¿Yo alcaldío, tu alcaldías, el alcaldía?
—…

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La respuesta absurda se distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de
razonamiento. Suele ser automática, se limita a un acto reflejo. El alumno no comete un
error, responde cualquier cosa a partir de un indicio cualquiera (aquí, la terminación ía).
No responde a la pregunta que se le hace sino al hecho de que se la hagan. ¿Esperan de
él una respuesta? Pues la da. Acertada, errónea, absurda, no importa. Por lo demás en
los comienzos de su vida escolar que pensaba que la regla del juego consistía en
responder por responder, brincaba de su silla levantando el dedo y vibrante de
impaciencia: Yo, yo, señorita, ¡lo sé! ¡lo sé! (¡existo!, ¡existo!), y respondía cualquier
cosa. Pero nos adaptamos muy pronto. Sabemos que el profesor espera de nosotros una
respuesta acertada. Y resulta que no la tenemos en el almacén. Ni siquiera una errónea.
No tenemos ni idea de lo que hay que responder. Apenas si hemos comprendido la
pregunta que nos hacen. ¿Puedo confesárselo a mi profe? ¿Puedo decidirme por el
silencio? No. Mejor será responder cualquier cosa. Con ingenuidad, si es posible, ¿No he
acertado, señor? Crea que lo lamento. Lo he intentado y he fallado, eso es todo,
póngame un cero y sigamos siendo amigos. La respuesta absurda constituye la
diplomática confesión de una ignorancia que a pesar de todo, intenta mantener un
vínculo. Naturalmente puede expresar un acto de rebelión tipificado: me toca las narices
este profe, poniéndome entre la espada y la pared ¿acaso yo le hago preguntas?
En todos los casos posibles, evaluar esta respuesta ―corrigiendo un examen escrito, por
ejemplo– es evaluar cualquier cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto
pedagógicamente absurdo. Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos
conscientemente el mismo deseo: la eliminación simbólica del otro. Al responder
cualquier cosa a la pregunta que mi profesor me hace, dejo de considerarle un profesor,
se convierte en un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del absurdo. Al
aceptar tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de considerarle
un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al limbo del cero
perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor; mi función pedagógica
cesa ante esa chica o ese chico que, a mi modo de ver, se niegan a desempeñar su papel
de alumno. Cuando tenga que rellenar su boletín escolar, siempre podré alegar que les
falta base. ¿No carece por completo de base un alumno que confunde el sustantivo
alcaldía con un verbo de la tercera conjugación? Sin duda. Pero un profesor que finge
considerar como errónea una respuesta tan manifiestamente absurda ¿no haría mejor
dedicándose también a un juego de azar? Al menos solo perdería su dinero, y no se
jugaría la escolaridad de sus alumnos.
Porque al zoquete el limbo del cero ya le está bien (o eso cree). Es una fortaleza de la
que nadie podrá desalojarle. La refuerza acumulando absurdos, la decora con
explicaciones que varían según su edad, su humor, su medio y su temperamento: “soy
demasiado tonto”, 2Nunca lo conseguiré”, “El profe no puede ni verme”, “Le odio”, “Me
comen el tarro”, etcétera; desplaza la cuestión de la instrucción al terreno de las
relaciones personales donde todo se convierte en cosas de susceptibilidades. Algo que
también hace el profesor, convencido de que el alumno lo hace adrede. Pues lo que
impide al profesor considerar la respuesta absurda un efecto devastador del
pensamiento mágico es, muy a menudo, la sensación de que el alumno le está tomando
el pelo. Entonces el maestro se encierra en su lo particular...Con este no lo conseguiré
nunca.
Ningún profesor está exento de este tipo de fracaso. Guardo de ello profundas cicatrices.
Son mis fantasmas familiares los rostros flotantes de aquellos alumnos a quienes no
supe extraer de su lo y que me encerraron en el mío.

Daniel Pennac, Mal de escuela, Buenos Aires, Randon House, 2014, pp. 148-151.

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Tomar examen. Haceres, rutinas y sentidos que definen una práctica con
historia
Evaluar es una parte inherente de nuestro oficio docente, aunque quizás el lado menos glamoroso.
Muchos de nosotros definimos nuestro oficio como “dadores de clases”; nos preguntan: “¿A qué te
dedicás?” y respondemos con una frase que parece transparente: “Doy clases”. Un dato singular es
que no respondemos a la misma pregunta diciendo: “Tomo examen”, aunque esta parte de nuestro
oficio nos desvele tanto o más que el mismo acto de dar la clase.

En el momento de dar clase (más allá de todas las reflexiones que construyamos sobre lo que
realmente significa el oficio) parece desplegarse algo profundo, algo que nos define como docentes,
algo que se entrega a otro, se prepara, se cuida. Dice Fontana (2021) “La clase es algo que se da.
Algo que puede considerarse (volviendo a Sennet –2009– y a Larrosa –2019–) como una producción
artística, una obra. El resultado de un “saber hacer” artesanal, en el que las y los docentes
construimos o tallamos mediaciones, trazamos caminos o recorridos con la intención de “inquietar”
a nuestros estudiantes, de iniciarlos en un desplazamiento, un pasaje que lleva al encuentro con un
objeto cultural, un fragmento del mundo, eso que enseñamos: nuestra materia.” (Fontana, 2021: 3)

En cambio, el momento del examen parece de otro orden, no logra despertarnos las mismas
pasiones reconfortantes, al contrario parecen pasiones menos loables y siempre bajo sospecha. A
pesar de que todos estamos de acuerdo en que la evaluación es parte central de nuestro oficio, lo
sentimos como algo separado, siempre al final, algo que parece que no podemos elegir, algo que
padecemos. Cada vez que nos encontramos con la pila enorme de exámenes para corregir sentimos
el encogimiento de nuestros hombros. Quizás algo de esta disociación entre el momento de dar la
clase y lo que nos pasa con la evaluación, tenga que ver con cierta historia que tiene el examen
como práctica social, que nos trasciende en nuestra singularidad.

Reflexionar sobre la evaluación es un tema urgente


En este contexto tan singular de nuestra historia como sociedad, en el que estamos regresando a
las aulas y transitando una nueva experiencia de lo escolar, reflexionar sobre la evaluación es un

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tema urgente. En los últimos tiempos (incluso años antes de esta pandemia mundial), se constituyó
en el punto central para pensar la problemática de la inclusión en las instituciones escolares. Cómo
construir escuelas de calidad y cada vez más justas parece ser el desafío prioritario de nuestro
tiempo. Calidad, justicia e inclusión se articulan como ideas centrales en casi todos los discursos
políticos educativos contemporáneos y en algunos aparecen asociados principalmente a ideas de
evaluación.

Estos discursos también se instalan en la esfera mediática y todos los medios de comunicación en
sus diferentes sitios, canales y portales discuten sobre la evaluación y sus resultados, comparan
datos, discuten sobre la función de la escuela, formulan juicios sobre la formación docente, sobre
los instrumentos correctos, etcétera. En este sentido, es prioritario como comunidad educativa y
profesionales de la educación pensar y tomar posición respecto de qué es la evaluación para
nosotros.

Creemos entonces, necesario e indispensable una reflexión desde un posicionamiento político


sobre la evaluación (político en tanto nos involucra como colectivos sociales) junto a un abordaje
desde las técnicas, los haceres y los instrumentos. Se trata de pensar política y pedagógicamente la
evaluación desde una dimensión centrada en el hacer y las prácticas cotidianas de la escuela.
Preguntas como por qué evaluamos en las escuelas, qué evaluamos y cómo lo hacemos cobran un
significado singular si nos paramos en esta perspectiva.

Mirar en retrospectiva
Este abordaje requiere mirar en retrospectiva para entender en nuestras prácticas los sentidos
construidos histórica y socialmente en torno a las prácticas evaluativas.

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La evaluación tiene “mala prensa” en el ambiente educativo. Evaluar se volvió sinónimo
de un control autoritario y externo sobre los otros, y por eso se convirtió en una práctica
sospechosa y evitada. En esta equiparación, no fueron ajenas las políticas de la década
del 90 que plantearon a la evaluación estandarizada como la única forma de
conocimiento y gestión de los aprendizajes. Los sistemas de evaluación fueron
percibidos como presión o como amenaza por los educadores, y por eso mismo tuvieron
poco impacto en repensar las formas de enseñanza. Más aún, los pobres resultados
alimentaron los discursos de deslegitimación de lo que hacen las escuelas y lo que saben
docentes, alumnas y alumnos (Dussel 2008:27).

Por su parte, Angel Díaz Barriga(1992), en un texto muy interesante escrito hace casi treinta años,
titulado El examen: textos para su historia y debate, plantea algunas ideas que permiten desarmar
analíticamente las operaciones sociales y de poder que fueron de alguna manera generando esta
percepción de la evaluación como una práctica sospechosa y evitada, como sostiene Dussel.

Evaluación como espacio de inversión


Díaz Barriga habla de la evaluación como un espacio de inversión (que invierte las relaciones de
saber y de poder: “De tal manera que presenta como si fueran relaciones de saber las que
fundamentalmente son de poder” (Díaz Barriga 1993:14). Particularmente describe tres
operaciones de esta inversión:

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-Una que convierte los problemas sociales en pedagógicos (y permanentemente busca
su resolución solo en este ámbito). Entonces, los problemas de orden social, posibilidad
de acceso a la educación, justicia social, estratos de los empleos son trasladados a
problemas de orden técnico: objetividad, validez, confiabilidad de los instrumentos.

-La segunda inversión convierte los problemas metodológicos en problemas de


rendimiento. “La transformación operada en este siglo: promover y calificar el
desempeño estudiantil a través del examen, por una parte separó al examen de la
metodología —aquel dejó de ser un aspecto del método ligado al aprendizaje— por otra
pervirtió la relación pedagógica al centrar los esfuerzos de estudiantes y docentes solo
en la acreditación (Díaz Barriga 1993:16).

-Una tercera inversión convierte los problemas teóricos de la evaluación en un problema


técnico y, por lo tanto, en una división social del trabajo pedagógico “En nuestro siglo la
pedagogía dejará de referirse al término examen, lo reemplazará por test (que
aparentemente es más científico) y posteriormente por evaluación que tiene una
supuesta connotación académica)” (Díaz Barriga 1993:17). El evaluador ya no será el
docente. El maestro, como artesano, pierde la imagen integrada de su profesión para
convertirse en un operario más en la línea de producción educativa. La evaluación
(examen) se convierte en un espacio independiente del proceso de las aulas.

Estas tres inversiones sucedidas en la evaluación explican un poco el peso que sentimos sobre
nuestros hombros frente a la pila de evaluaciones a la que nos referíamos al inicio de la clase,
puesto que explicitan el proceso de disociación entre el evaluar, los usos sociales de la evaluación,
nuestras responsabilidades sobre sus diseños, los procesos de lectura de los resultados, etcétera.

Evaluación como pregunta social


Dussel y Southwell sostienen que, en el caso argentino, este proceso de inversión se vincula con dos
procesos.

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El primero tiene que ver con el impacto de las reformas de la década anterior [se
refieren a la década de 1990], que promovieron en los países latinoamericanos sistemas
nacionales de evaluación estandarizada. Esta introducción fue percibida como un
elemento exterior amenazante, que venía a poner presión sobre los docentes sin que
estuviera claro el para qué y el cómo de la tarea de evaluar. La evaluación se volvió
equivalente a control y a culpabilización de los docentes y las escuelas, y la información
que generaron estos instrumentos fueron escasamente retomadas para pensar qué
problemas había y en qué áreas. No es sorprendente, entonces, que la idea de evaluar el
sistema despierte defensas y resistencias en las escuelas. El segundo elemento se
vincula con la difusión de las “nuevas pedagogías” (aunque, conviene aclararlo, ya no
son tan nuevas), que cuestionaron a los exámenes por autoritarios. Es bien conocida la
historia de los exámenes, su ritualización extrema en algunos casos (como el bolillero o
la mesa examinadora) y su vinculación con un sistema de poder y de jerarquías en las
instituciones educativas que supo ser no solo abusivo sino incluso hasta sádico en
ciertas ocasiones. Las revueltas democráticas de los años 60 y 80 identificaron al
examen con el disciplinamiento y la represión, y por eso propusieron someterlos a una
revisión profunda” (Dussel, 2008:28).

Las mismas autoras sostienen que para reponer el sentido pedagógico de estas prácticas “la
evaluación no es, ni debería ser nunca considerada, un “aparato de medición” puramente contable
y administrativo, sino volverse una pregunta social y política acerca de las funciones y efectos de la
institución educativa” (Dussel, 2008:4).

Es decir, el valor social de evaluar es conocer nuestras instituciones, nuestros estudiantes, nuestros
docentes para comprendernos como escuela y como colectivo institucional. Se trata entonces de
reponer sentidos sociales en las evaluaciones. Este ejercicio cobra valor cuando volvemos otra vez
sobre la historia. Angel Díaz Barriga retoma la historia de los exámenes en las escuelas y plantea
que la acción de evaluar en Comenio (en el año 1600) no estaba asociada a la nota o la acreditación,
sino al método. Lo que le importaba a la pedagogía respecto de los exámenes tenía que ver con el
método, las técnicas y los rituales, que favorecerían el estudio. Solo se presentaban a rendir los que
estaban seguros de aprobar, porque manejaban las técnicas y métodos. Quizás volver sobre esos

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sentidos pueda ser de ayuda en este desafío pedagógico que nos toca.

Evaluación como ritual


Pensar la evaluación desde la técnica es mirarla en su dimensión artesanal, anclada en un hacer que
supone corporalidad, materialidad, habilidades y pensamiento. Lejos de una perspectiva
tecnocrática que despoja la acción de su capacidad creativa y la reduce a un hacer vacío de
simbolismo como diría Sennett.

El artesano explora estas dimensiones de habilidad, compromiso y juicio de una manera


particular. Se centra en la estrecha conexión entre la mano y la cabeza. Todo buen
artesano mantiene un diálogo entre unas prácticas concretas y el pensamiento; este
diálogo evoluciona hasta convertirse en hábitos, los que establecen a su vez un ritmo
entre la solución y el descubrimiento de problemas. La conexión entre la mano y la
cabeza se advierte en dominios aparentemente tan distintos como la albañilería, la
cocina, el diseño de un patio de recreo o la ejecución musical al violonchelo, pero todas
estas prácticas pueden fracasar o no desarrollarse plenamente. No hay nada inevitable
en lo tocante a la adquisición de una habilidad, de la misma manera en que no hay nada
irreflexivamente mecánico en torno a la técnica misma (Sennett, 1997: 19).

Sostener que no hay nada inevitable en relación con la habilidad supone comprender que en la
ejecución de la habilidad hay algo más que un acto repetitivo; y, por su parte, manifestar que no
hay nada irreflexivamente mecánico en la técnica quiere decir que hay muchísimo más que un
hacer rutinario en la habilidad. Es decir, no se trata de un acto repetitivo vacío de sentido, sino que
la repetición supone destreza, profundidad y capacidad de percepción de sutilezas que hacen de la
habilidad una artesanía. En esa artesanía la técnica se despliega.

En nuestro oficio como dadores de clases y tomadores de evaluaciones tenemos desplegadas


habilidades que remiten a un hacer que supone técnicas, rutinas y repeticiones. Estas repeticiones y
rutinas permiten dar cuerpo a la habilidad y la técnica propia de la maestría del artesano. Se trata
de un conjunto de haceres que desplegamos para preparar el momento de la evaluación, la

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organización de los espacios, los cuerpos, los materiales y los tiempos. Detenernos en esas rutinas,
identificarlas, objetivarlas podría permitirnos discernir cuáles de ellas contribuyen en tanto
ejercicios y repeticiones con la adquisición de la habilidad/maestría en torno al conocimiento que
estamos evaluando y cuáles son obturadoras de esos procesos y entorpecen comprensiones
profundas en nuestros estudiantes.

Byung Chul Han (2020), en su texto La desaparición de los rituales: una topología del presente
expresa que “Los rituales se pueden definir como técnicas simbólicas de instalación en un hogar.
Transforman el «estar en el mundo» en un «estar en casa». Hacen del mundo un lugar fiable. Son
en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo. Es más, hacen que se
pueda celebrar el tiempo igual que se festeja la instalación en una casa. Ordenan el tiempo, lo
acondicionan” (Han 2020: 10).

La escuela es un espacio constituido por rituales, repeticiones, ejercicios que ayudan a construir
estabilidad y hacer habitable el tiempo, en términos de Han. El momento de las evaluaciones es
uno de los haceres docentes más impactados por los rituales, en tanto modos de hacer repetitivos.
Para que el ritual implique una oportunidad para el estudio y la construcción de la atención sobre el
mundo debe ser cuidado, revisado y diseñado deliberadamente. Es decir, el docente debe sentirse
implicado en la creación de la técnica de la evaluación en su sentido más amplio. Debe sentirse
parte de la responsabilidad evaluativa de la escuela, para correrse de perspectivas punitivas y
asumirla como parte necesaria del proceso de transmisión de conocimientos. Debe asumir el
desafío de experimentar la evaluación como una pregunta social y política acerca de las funciones y
efectos de la institución educativa.

Como cierre de esta clase los invitamos a presentarse y participar de un debate a propósito de un
caso que se hizo viral el año pasado sobre una profe que corregía sus evaluaciones con memes.
¿Cómo se juega en esa experiencia la idea de la evaluación como técnica y ritual?.

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Actividades
¿Corregir con memes?
En el marco de esta actividad queremos someter a discusión una situación en la que se viralizó un video
de una profesora, que durante el 2021, corrigió el examen de sus estudiantes con memes. A continuación,
podremos visualizar una de las múltiples repercusiones que tuvo su video en Tik Tok:

https://www.youtube.com/watch?v=gLf9fmaGVRM

Creemos que esta situación ofrece oportunidades muy interesantes para analizar si nos preocupa la
evaluación. Desde el hecho de su viralización y lo que trae aparejado como construcción de sentidos hasta
las representaciones sobre la evaluación que pone en evidencia como práctica punitiva, aburrida, dolorosa,
estresante, etc., que puede ser revertida al parecer con un meme. Por el efecto mediático con el que fue
tratado seguramente a ustedes les provocó diversas pasiones y sensaciones de adhesión o rechazo.

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Distintos estudios (Papacharissi, 2010; Chun, 2016; Nagle, 2017; Tufecki, 2017; García
Canclini, 2019) discuten las nuevas condiciones de la participación ciudadana en la
digitalidad, con sus tensiones y contradicciones: mayor autonomía pero también riesgo
de fragmentación y endogamia; mayor peligro de homogeneización y estandarización
por la presencia creciente de industrias culturales muy poderosas; más posibilidades de
control ciudadano “desde abajo”, con la permisibilidad de producir y difundir mensajes
de forma horizontal y descentralizada; más informalización y participación carnavalesca,
con mensajes más débiles y con menor capacidad de articulación política (GROYS, 2010).
En particular, lo carnavalesco es un rasgo relevante porque se encuentra con mucha
frecuencia, sobre todo en los memes que circulan cada vez con mayor intensidad
(Dussel, 2021).

Este modo carnavalesco de participación parece trasladarse a la búsqueda de la docente de transitar el


momento de la devolución de la evaluación. No pretendemos construir juicios valorativos, sino agregar
preguntas que permitan reflexionar acerca de qué buscamos los docentes cuando comunicamos los
resultados de una evaluación a nuestros estudiantes. ¿Por qué la profe piensa que la opción más oportuna
para innovar en sus prácticas es mantener un “examen tradicional” –como ella lo llama en reiteradas
oportunidades en el video– pero modificar sus devoluciones y hacer más divertida la comunicación de los
resultados? Es decir, pareciera que solo hay una forma posible de diseñar instrumentos y de hacer
evaluaciones “exigentes” y por lo tanto esto trae inevitablemente aparejado las sensaciones de fracaso y
frustración. Sin embargo, ¿no podrán pensarse otras formas posibles para abordar la evaluación? ¿Cuánto
dice un meme a nuestros estudiantes sobre lo que no pudieron entender? ¿Existirán otras preocupaciones al
momento de comunicar la nota que puedan desafiar la cultura de lo divertido, superficial y carnavalesco?

Sabemos que mirar este caso requeriría análisis más profundos, pero nos interesa detenernos en el
instrumento que la profe diseña, el tipo de preguntas, su percepción de ese diseño como algo tradicional
al que no parece atreverse a modificar. ¿Existen otros modos de diseñar instrumentos?

Foro ¿Corregir con memes? (obligatorio)

Pautas para participar en el foro:

Luego de ver el video y leer las preguntas que se plantean en la actividad, elaboren una
reflexión de entre 250 y 300 palabras que trate de abordar los interrogantes que les
provoca este caso y las preguntas que abrimos para su discusión a partir de los conceptos
que propone la clase. De paso, en ese comentario los invitamos a presentarse y tomar
postura.

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Bibliografía de referencia
Byung Chul Han. (2020). La desaparición de los rituales. Una topología del presente. Barcelona.
Herder.

Díaz Barriga, A. (1993). El examen: textos para su historia y debate. Universidad Autónoma de
México.

Dussel, I. y Southwell M. (2008). “Sobre la evaluación, la responsabilidad y la enseñanza”. En El


Montinor de la educación, (Nº 17, 5ª época, julio-agosto), pp. 26-30.

Disponible en: http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/monitor/monitor/monitor_2008_n17.pdf

Fontana, A. (2021). Clase 1 “Dar clases: una cuestión de oficio” en el marco del Módulo “Dar clases
en nuevos escenarios escolares. Actualización “Enseñar con herramientas digitales”. ISEP.
Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba.

Sennett, R. (1997). El artesano. Barcelona. Anagrama.

Créditos
Autora: Paola Carolina Roldán

Cómo citar este texto:


Roldán, Paola Carolina (2022). Clase Nro 1: Evaluar entre el absurdo y el ritual. Evaluar en la nueva
presencialidad. Buenos Aires: Ministerio de Educación.

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