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CAPÍTULO I - NOCIONES GENERALES

§ 1.— CONCEPTO

1. Definición; contrato, convención y convención jurídica


Según el artículo 957, el contrato es el acto jurídico mediante el cual dos o más partes manifiestan su
consentimiento para crear, regular, modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas patrimoniales.
La definición dada por el Código Civil y Comercial hace hincapié en dos aspectos importantes. Por un
lado, el acuerdo de voluntades manifestado en el consentimiento tiende a reglar relaciones jurídicas con
contenido patrimonial. Por otro lado, recepta un contenido amplio del contrato, desde que abarca no sólo
la creación de tal relación jurídica, sino también las diferentes vicisitudes que ella puede tener, tales
como las modificaciones que las partes puedan introducir con posterioridad a la celebración del contrato,
la transferencia a terceros de las obligaciones y derechos que nacen del contrato y hasta la extinción
misma del contrato por acuerdo de voluntades.
Sobre el primer aspecto (el contenido patrimonial) nos hemos de referir más adelante cuando
abordemos el tema del objeto.
En cuanto al segundo, cabe señalar que la posición adoptada por nuestro código sigue un criterio
mayoritario (entre otros, el art. 1321 del Código Civil italiano) aunque no unánime, toda vez que en la
legislación comparada existe otro, que puede calificarse como restringido, para el cual el contrato solo
es creador de obligaciones. Así, el Código Napoleón dice que "el contrato es la convención por la cual
una o más personas se obligan, con otra u otras, a dar, hacer o no hacer alguna cosa" (art. 1101); y el
Código Civil español establece que "el contrato existe desde que una o varias personas consienten en
obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna cosa o prestar algún servicio (art. 1254).
No está de más señalar que otros Códigos omiten toda definición del contrato, limitándose a reglar
sus efectos (Código Civil alemán, portugués, etc.).
Cabe preguntarse si contrato, convención y convención jurídica son sinónimos.
Tradicionalmente, se entiende que la convención es el acuerdo de voluntades sobre relaciones
ajenas al campo del derecho, como puede ser un acuerdo para jugar un partido de fútbol o para formar
un conjunto de música entre aficionados, etcétera. La convención jurídica, en cambio, se refiere a todo
acuerdo de voluntades de carácter no patrimonial, pero que goza de coacción jurídica, como puede ser
por ejemplo, el acuerdo sobre la forma de ejercer la denominada responsabilidad parental respecto de
los hijos, convenido por sus padres divorciados (art. 439). El contrato, como ya se ha dicho, es un
acuerdo de voluntades destinado a reglar los derechos patrimoniales.
Con todo, cabe señalar que otras leyes y autores no distinguen entre contrato y convención jurídica,
pues ambos comprenderían todo tipo de acuerdo, tenga o no un objeto patrimonial.
Nuestro Código se inclina por formular la distinción antes señalada, pues el artículo 957 —como ya
se ha visto— se refiere a las relaciones jurídicas patrimoniales, en tanto que el artículo 1003 establece
que el objeto del contrato debe ser susceptible de valoración económica. Sin embargo, es necesario
señalar que el Código no ha sido prolijo en esta cuestión. Varias veces se refiere a convención, sin
ningún calificativo, aunque de la lectura de las normas surge claro que se trata de convenciones que
tienen contenido jurídico y que muchas veces configuran verdaderos contratos (arts. 12, 264, 296, 432,
762, 776, 977, 1139, 1147, 1162, 1165, etc.).

2. La constitucionalización del contrato. Relación del derecho del contrato con la Constitución
El Código Civil y Comercial ha puesto particular énfasis en que la ley sea aplicada de conformidad
con la Constitución y los tratados de derechos humanos. Así, el artículo 1º dispone que los casos que
este Código rige deben ser resueltos según las leyes que resulten aplicables, conforme con
la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte. A tal
efecto, se tendrá en cuenta la finalidad de la norma. Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes
cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente, siempre
que no sean contrarios a derecho.
El artículo 2º añade que la ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus palabras, sus
finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos,
los principios y los valores jurídicos, de modo coherente con todo el ordenamiento.
Cierto es que la pirámide normativa consagrada por la Constitución Nacional, en el art. 75, inc. 22,
párrs. 2º y 3º, pone por encima de todo a la propia Constitución y a los tratados de derechos humanos,
pero debe recordarse también que la referida norma, en su párrafo 1º, otorga a los tratados y
concordatos jerarquías superior a las leyes, por lo que la aplicación del propio Código no podrá
prescindir de tales tratados y concordatos, a pesar de que no hayan sido mencionados.
Entrando particularmente al tema de los contratos, entre los tratados de derechos humanos es
necesario destacar a la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa
Rica) y a la Declaración Universal de Derechos Humanos. La primera proclama la necesidad de que los
Estados Partes procuren lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de
las normas económicas contenidas en la Carta de la Organización de los Estados Americanos (art. 26);
la segunda, que toda persona tiene derecho a obtener la satisfacción de los derechos económicos
indispensables a su dignidad y el libre desarrollo de su personalidad (art. 22).
Estos tratados, entre otros, tienen particular relevancia para el derecho de los contratos. Es que si
entre los objetivos se encuentra el desarrollo económico de las personas, una de las vías para lograrlo
—quizás la más importante— sea el contrato, que resulta central para facilitar la circulación de bienes y
servicios. Desde luego, no cualquier contrato será aceptable, pues si éste persigue fines ilícitos,
contrarios a la moral y a las buenas costumbres, o agrede la dignidad de la persona humana, carece de
todo valor.
Por ello, con razón, las XIII Jornadas Nacionales de Derecho Civil, en el año 1991, concluyeron —a
través de la comisión nº 9— que el contrato como instrumento para la satisfacción de las necesidades
del hombre debe conciliar la utilidad con la justicia, el provecho con el intercambio equilibrado. Con otras
palabras, el contrato no puede contradecir las pautas que fija la Constitución Nacional y su
interpretación debe respetar el orden normativo que ella impone.

3. La importancia del contrato; su significación ética y económica


El contrato es el principal instrumento de que se valen los hombres para urdir entre ellos el tejido
infinito de sus relaciones jurídicas, es decir, es la principal fuente de obligaciones. El hombre vive
contratando o cumpliendo contratos, desde operaciones de gran envergadura (por ej., compraventa de
inmuebles, constitución de sociedades, construcción de obras de distinto tipo —edificios, represas,
transporte de gas, etc.—), hasta contratos cotidianos que el hombre realiza muchas veces sin advertir
que está contratando: así ocurre cuando trabaja en relación de dependencia (contrato de trabajo),
cuando sube a un colectivo (contrato de transporte), cuando compra cigarrillos o golosinas
(compraventa manual), cuando adquiere entradas para ir al cine o al fútbol (contrato de espectáculo
público).
Es claro que el contrato adquiere su máxima importancia en un régimen de economía capitalista
liberal; pero no por eso hay que creer que no la tiene en los pocos países que aun conservan un modelo
de economía colectivista, que ha suprimido la propiedad privada sobre los bienes de producción. Aun en
ellos, el papel del contrato es constante en relación a los bienes de consumo, e, incluso, con relación a
los bienes de producción, hay que destacar que las empresas del Estado conciertan entre ellas
importantísimos contratos para el cumplimiento de los planes económicos.
De cualquier modo ya veremos (números 7 y sigs.) que el creciente intervencionismo estatal en los
contratos, si bien ha limitado el marco en que se desenvuelve la autonomía de la voluntad, no ha
disminuido ni el número ni la importancia de los contratos.
Desde el punto de vista ético, la importancia de los contratos se aprecia desde un doble ángulo: por
una parte, hay una cuestión moral envuelta en el deber de hacer honor a la palabra empeñada; por la
otra, los contratos deben ser un instrumento de la realización del bien común. Ya veremos que este
último aspecto moral del contrato, es una de las razones que justifica el intervencionismo del Estado
moderno (véanse números 7 y sigs.).

4. Los derechos resultantes del contrato y el derecho de propiedad


El contrato es fuente de obligaciones y derechos. En efecto, al celebrarse cualquier contrato, nacen
obligaciones en cabeza de las partes contratantes, quienes deberán cumplirlas de acuerdo con las
pautas fijadas por ellas.
La obligación que cada una de las partes asuma, importa un derecho en cabeza de la otra. Así, en
una compraventa, la obligación que asume el comprador de pagar el precio estipulado, importa el
derecho del vendedor a cobrarlo, o la obligación que este último ha asumido de entregar la cosa
vendida, importa el derecho del comprador a recibirla.
Estos derechos que nacen del contrato forman parte del patrimonio de las personas involucradas, del
mismo modo que lo integran los derechos reales (como, por ejemplo, el de dominio) que se puedan
tener. Por ello, el art. 965 del Código Civil y Comercial dispone, con razón, que los derechos resultantes
de los contratos integran el derecho de propiedad del contratante, lo que le otorga también la jerarquía
constitucional que la propia Constitución da al derecho de propiedad (art. 17), consagrando legalmente
lo que ya pacíficamente había establecido la jurisprudencia.

5. Metodología del Código Civil y Comercial en materia de contratos. Antecedentes. Legislación


comparada
El Libro Tercero se dedica a los "Derechos Personales". Este Libro se divide a su vez en cinco
Títulos, que se refieren respectivamente a las "Obligaciones en general", a los "Contratos en general", a
los "Contratos de consumo", a los "Contratos en particular", y, finalmente, a "Otras fuentes de las
obligaciones", en donde se refiere a la responsabilidad civil, la gestión de negocios, el empleo útil, el
enriquecimiento sin causa, a la declaración unilateral de voluntad y a los títulos valores.
Lo más importante del método de nuestro Código es la reunión de las disposiciones comunes a todos
los contratos, en un título particular. Éste es el criterio seguido por los Códigos Civil español, francés,
brasileño, peruano, paraguayo, e italiano, entre otros. También siguen esta línea los Proyectos de 1993
(del Poder Ejecutivo) y de 1998. Nos parece que éste es el sistema más apropiado.
En otros Códigos, en cambio, estas reglas comunes no están tratadas inmediatamente antes de los
contratos, sino en la parte de obligaciones en general, junto con las restantes fuentes (Códigos alemán,
ecuatoriano, portugués, de las obligaciones suizo); y ésta es la idea seguida en el Anteproyecto
de BIBILONI, en el Proyecto de 1936 y en el Anteproyecto de 1954.
De todos modos, nos parece importante poner de relieve que esta Parte general de los contratos no
se agota en el Título II del Libro Tercero. En efecto, no podrá prescindirse: a) de los contratos de
consumo, regulados en el Título III de este mismo libro; b) de las reglas referidas a la capacidad y a sus
restricciones, fijadas en el Libro Primero, Título I, Capítulos 2 y 3; c) de lo previsto en materia de hechos
y actos jurídicos (Libro Primero, Título IV), sobre todo en lo que se trata de los elementos del acto
jurídico y de los vicios tanto del consentimiento, como del acto jurídico; y, d) las disposiciones de
derecho internacional privado fijadas en las Secciones 10ª, 11ª y 12ª, del Capítulo 3, del Título IV, del
Libro Sexto.

6. Origen y evolución del derecho de los contratos. Derecho romano


Hemos dicho ya que contrato es un acuerdo de voluntades capaz de crear, regular, modificar,
transferir o extinguir derechos con contenido patrimonial. Ahora bien: ¿cuáles son los alcances y límites
de la voluntad como poder jurígeno, o sea, como fuente de derechos y obligaciones? Éste es un
delicado problema, que ha recibido diversas soluciones a lo largo del transcurso de la civilización
humana. Y es actualmente uno de los problemas más vivos del derecho privado, puesto que tiene
contactos con la economía y la política. Conviene por lo tanto detenerse en él y hacer una reseña
histórica de su evolución.
En el derecho romano primitivo, lo que nosotros designamos como contrato era
el pactum o conventio. Contractus, por el contrario, derivaba de contrahere y se aplicaba a toda
obligación contraída como consecuencia de la conducta humana, fuera lícita o ilícita, pactum o delictum.
Sin embargo, el uso fue limitando la palabra contractus a los acuerdos de voluntades y ése es el
significado que tiene ya en el derecho clásico.
Pero en Roma la voluntad nunca tuvo el papel soberano que más tarde adquiriría. No bastaba por
ella misma; era indispensable el cumplimiento de las formas legales, la más importante y difundida de
las cuales era la stipulatio. No era esto sólo una cuestión de prueba; primaba el concepto de que la
mera voluntad no bastaba para crear obligaciones si no recibía el apoyo de la ley, para lo cual debían
cumplirse las formalidades que ésta establecía. Si no se observaba la forma establecida, el contrato
carecía de fuerza vinculante. Se distinguía, entonces, entre la pacta nuda y la pacta vestita; mientras la
primera generaba solo una obligación natural, la segunda, revestida de las formas legales, le daba al
acreedor la facultad de poder accionar en pos del cumplimiento de la obligación asumida por el deudor.
Fuera de los contratos formales, se reconocía la validez de los siguientes: a) los contratos reales, que
eran cuatro (depósito, comodato, mutuo y prenda), en los que la obligación de una de las partes nacía
del hecho de que la otra hubiera entregado una cosa antes; b) los literis, que eran aquellos contratos
que se registraban en los libros del acreedor con la conformidad del deudor; y c) los consensuales,
limitados también a cuatro (compraventa, arrendamiento, mandato y sociedad), en los que la obligación
nacía del consentimiento dado, aunque ajustado a un castigo legal.
Más tarde se fueron reconociendo otros pactos, pero se trataba siempre de pactos de contenido
típico; vale decir, que se atendía más bien al interés económico-social de ciertos negocios y se les
prestaba protección legal, no porque fueran solamente el fruto de un acuerdo de voluntades, sino
porque eran socialmente útiles. En el derecho posclásico y justinianeo se acordó también una acción
contractual (la actio praescriptis verbis) para cualquier promesa y convención sinalagmática no típica
(contratos innominados) siempre que una de las partes hubiera entregado la cosa o cumplido la
prestación convenida; es decir, no bastaba el mero acuerdo de voluntades sino que era necesario
probar el cumplimiento de la prestación. Una prueba más de que la obligatoriedad del contrato no
dependía de la pura voluntad sino de la protección de ciertos intereses legítimos.
La pollicitatio era una promesa unilateral; mientras ella no era aceptada carecía de fuerza obligatoria,
salvo dos supuestos en que valía por sí misma; cuando era hecha en favor de una comuna o se trataba
de consagrar una cosa a Dios. También aquí se ve claro que la obligatoriedad dependía más del interés
protegido que de la pura voluntad.

7. Código Napoleón. La concepción liberal del contrato. El dirigismo contractual. El análisis


económico del derecho
El siglo XIX fue testigo de la máxima exaltación de la voluntad como poder jurígeno. El nuevo orden
instaurado por la Revolución Francesa hizo concebir a sus teóricos la ilusión de una sociedad
compuesta por hombres libres, fuertes y justos. El ideal era que esos hombres regularan
espontáneamente sus relaciones recíprocas. Toda intervención del Estado que no fuere para
salvaguardar los principios esenciales del orden público, aparecía altamente dañosa, tanto desde el
punto de vista individual como del social. Los contratos valían porque eran queridos; lo que es
libremente querido es justo, decía F OUILLÉ. Esta confianza en el libre juego de la libertad individual, en el
contractualismo, trascendió del derecho privado al público. La sociedad fue concebida como el resultado
del acuerdo entre los hombres. La obra fundamental de ROUSSEAU —una de las que mayor influencia
haya tenido en el pensamiento político de su época— se llamó precisamente El Contrato Social.
El Código Napoleón recogió ese pensamiento y así ha podido decirse de él que es "un monumento
levantado a la gloria de la libertad individual" (PONCEAU, Robert, La volonté dans le contrat suivant le
Code Civil, Paris, 1921, p. 2). En el artículo 1134 dice: "Las convenciones legalmente formadas sirven
de ley para las partes". VÉLEZ recogió esta idea en el artículo 1197 del Código Civil, que modifica
ligeramente, mejorándolo, el texto francés: Las convenciones hechas en los contratos forman para las
partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma. Y sin referencia analógica a la ley, el
artículo 959 del Código Civil y Comercial recoge la misma idea: Todo contrato válidamente celebrado es
obligatorio para las partes. Su contenido sólo puede ser modificado o extinguido por acuerdo de partes o
en los supuestos en que la ley lo prevé.
Es el reconocimiento pleno del principio de la autonomía de la voluntad: el contrato es obligatorio
porque es querido; la voluntad es la fuente de las obligaciones contractuales. Reina soberana en todo
este sector del derecho. No hay otras limitaciones que aquellas fundadas en la defensa de un interés de
orden público. Así, el artículo 12 dispone que las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto
las leyes en cuya observancia está interesado el orden público; y el artículo 279 (reproducido casi
textualmente en el art. 1004) establece que el objeto del acto jurídico no debe ser un hecho imposible o
prohibido por la ley, contrario a la moral, a las buenas costumbres, al orden público, o lesivo de los
derechos ajenos o de la dignidad humana, ni un bien que por un motivo especial se haya prohibido que
lo sea. Salvando este interés de orden público, la voluntad contractual impera sin restricciones.
Sin embargo, la experiencia social ha puesto de manifiesto que no es posible dejar librados ciertos
contratos al libre juego de la voluntad de las partes sin perturbar la pacífica convivencia social. Este
motivo de interés público ha motivado al Estado a dictar leyes que reglamentan minuciosamente el
contrato de trabajo, los arrendamientos urbanos y rurales, y el contrato de consumo, entre otros. Esas
leyes (incluso algunas incorporadas al Código Civil y Comercial) fijan plazos mínimos y máximos de las
locaciones, otorgan derechos particulares a quienes ostenten trato familiar con el locatario, dan
derechos particulares de los consumidores, y consideran ciertas cláusulas como abusivas.
En el marco del derecho laboral, las leyes regulan la jornada de trabajo, el horario en que éste ha de
cumplirse, las condiciones de salubridad que deben llenar los locales donde se trabaja, las
indemnizaciones de despido y preaviso. Esta legislación está completada con los convenios colectivos
de trabajo, a los cuales la ley confiere fuerza obligatoria para todos los obreros pertenecientes al mismo
gremio y para todos los industriales de ese ramo. En verdad, tanto patrón como obrero no pueden ya
hacer otra cosa que proponer o aceptar el trabajo; todo lo demás está regido por la ley o los convenios
colectivos.
Más recientemente, ha aparecido una nueva posición: el llamado análisis económico del derecho,
que intenta explicar el sentido o función de las instituciones jurídicas contractuales partiendo de la idea
de que éstas crean incentivos diversos, y trata de determinar sus efectos en las conductas pasadas o
futuras de los contratantes efectivos o potenciales observando si ese Derecho inducirá o no resultados
eficientes.
Como se puede advertir, el método del análisis económico del derecho se utiliza para analizar los
efectos económicos de las normas jurídicas, es decir, estudiarlas con el objeto de comprobar si ellas
constituyen respuestas eficientes a los problemas de asignación de recursos. Estos problemas están
dados por la necesidad de repartir recursos escasos, o de resolver o mitigar la situación de una
pluralidad de acreedores cuando no existen activos suficientes para satisfacerlos completamente. La
comprobación de que las normas examinadas no contribuyen a la eficiencia del sistema suele traer
como consecuencia la formulación de una propuesta de lege ferenda para sustituirlas por otras que
permitan mejorarlo.
Se advierte de lo expuesto, que el análisis económico del derecho coloca a la eficiencia como criterio
supremo tanto para la interpretación de las normas como para la defensa de propuestas de  lege
ferenda. Sin embargo, ya hemos señalado (nº 2) que el contrato debe conciliar la utilidad (o eficiencia)
con la justicia. Como se ha dicho (GARRIDO, José María, Garantías reales, privilegios y par condicio, p.
16, Ed. Centro de Estudios Regionales, Madrid, 1999) la utilización de técnicas de análisis económico
del derecho no puede ser excluyente, pues se corre el riesgo de degenerar en una falacia eficientista, en
tanto se interpretan las normas de acuerdo con el principio de eficiencia y se olvida que ellas, antes que
nada, encarnan valores. A lo sumo, se añade, que la eficiencia es uno de esos valores, pero nada indica
que se trate del valor supremo al que supuestamente debe tender toda la regulación del Derecho
privado. Y, se concluye, "la función del Derecho es la de realizar valores, y el valor supremo al que
tiende el ordenamiento jurídico es la justicia".
§ 2.— NATURALEZA JURÍDICA

8. Naturaleza jurídica del contrato. Ubicación del contrato en la teoría general del acto jurídico. Su
distinción de la ley, el acto administrativo y la sentencia
El contrato es un acto jurídico. Recordemos la definición del artículo 259: El acto jurídico es el acto
voluntario lícito, que tiene por fin inmediato la adquisición, modificación o extinción de relaciones o
situaciones jurídicas. Obvio es que dentro de ese concepto cabe el contrato. En otras palabras; acto
jurídico es el género, contrato la especie. El contrato es, entonces, un acto jurídico, que tiene las
siguientes características específicas: a) es bilateral, es decir, requiere el consentimiento de dos o más
personas (sin perjuicio de lo que se dirá más adelante del auto-contrato, número 98); b) es un acto entre
vivos; y c) tiene naturaleza patrimonial.
Para precisar la naturaleza del contrato, veamos sus puntos de contacto y sus diferencias con la ley,
el acto administrativo y la sentencia.
a) Con la ley.— Ley y contrato tienen un punto de contacto: ambos constituyen una regla jurídica a la
cual deben someterse las personas. El artículo 4º dispone que las leyes son obligatorias para todos los
que habitan el territorio de la República, mientras que el artículo 959 establece que todo contrato
válidamente celebrado es obligatorio para las partes. Y, con vigor expresivo, el artículo 1197 del Código
Civil afirmaba que las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual
deben someterse como a la ley misma.
Pero las diferencias son profundas y netas: la ley es una regla general a la cual están sometidas
todas las personas; ella se establece teniendo en mira un interés general o colectivo; el contrato en
cambio, es una regla sólo obligatoria para las partes que lo han firmado y sus sucesores; se contrae
teniendo en mira un interés individual. De ahí que los contratos estén subordinados a la ley; las normas
imperativas (también llamadas indisponibles) no pueden ser dejadas de lado por los contratantes,
quienes están sometidos a ellas, no importa lo que hayan convenido en sus contratos. Además, la ley no
requiere de prueba, y difiere del contrato en sus efectos y vigencia.
b) Con el acto administrativo.— Son actos administrativos los que emanan de un órgano
administrativo en el cumplimiento de sus funciones; son pues de la más variada naturaleza y, en
principio, no exigen el acuerdo de voluntades propio del contrato, aunque hay actos administrativos de
naturaleza contractual. Normalmente, los actos administrativos tienen efectos análogos a la ley, siempre
que se dicten ajustándose a ella y a la Constitución.
Si se trata de actos administrativos de naturaleza contractual, hay que distinguir entre aquéllos en los
cuales el Estado actúa como poder público, esto es, como poder concedente (por ej., la concesión a un
particular de la prestación de un servicio público), y aquellos otros en los que actúa como persona de
derecho privado. En el primer caso, Estado y concesionario no se encuentran en un plano de igualdad:
el Estado, como poder concedente, mantiene la totalidad de sus prerrogativas inalienables; y en
cualquier momento, sin que se haya extinguido el término contractual, puede ejercitar su derecho de
intervención, exigir la mejora del servicio, su ampliación o modificación. En el segundo caso, o sea,
cuando el Estado actúa en su calidad de persona de derecho privado, los contratos que celebra están
regidos supletoriamente por el derecho civil, es decir que en aquello que no está específicamente
regulado, se aplicarán las normas de derecho común. Así ocurre, por ejemplo, cuando el Estado toma
en alquiler la casa de un particular con destino a sus oficinas, escuelas, etcétera, en cuyo caso el
contrato se rige por las normas administrativas y, en subsidio, por las de la locación establecidas en el
Código Civil y Comercial (art. 1193).
c) Con la sentencia.— Tanto la sentencia como el contrato definen y precisan los derechos de las
partes. Pero hay entre ellos profundas diferencias: 1) el contrato es un acuerdo de dos o más personas;
la sentencia es la decisión del órgano judicial y, por lo tanto, un acto unilateral; 2) el contrato señala
generalmente el comienzo de una relación jurídica entre dos o más personas (aunque también hay
contratos extintivos); la sentencia da la solución a las divergencias nacidas de ese contrato; 3) la
sentencia tiene ejecutoriedad, es decir, puede pedirse su cumplimiento por medio de la fuerza pública; el
contrato carece de ella, para que tenga ejecutoriedad es preciso que previamente los derechos que
surgen de él hayan sido reconocidos por una sentencia; 4) la sentencia resuelve cuestiones
patrimoniales y no patrimoniales, el contrato solamente tiene como objeto el que sea susceptible de
valoración económica.
Hay sin embargo una hipótesis en que la aproximación del contrato y la sentencia es bastante
acentuada: la transacción que pone fin a un pleito por acuerdo de voluntades de los propios litigantes.
La transacción, como la sentencia, pone fin a un pleito, define los derechos de las partes y, una vez
homologada judicialmente, tiene ejecutoriedad. Subsiste empero una diferencia sustancial: que la
transacción no emana, como la sentencia, de un órgano judicial.

9. El contrato como fuente de obligaciones. Su distinción respecto de otras áreas del derecho
civil
Si bien existen varias fuentes de las obligaciones (el propio Código Civil y Comercial regula en el
Libro Tercero, Título V, la responsabilidad civil, la gestión de negocios, el empleo útil, el enriquecimiento
sin causa, la declaración unilateral de voluntad y los títulos valores, debiéndose añadir también a la ley,
la costumbre, el abuso del derecho y la equidad), es claro que la fuente principalísima es el contrato.
Es necesario distinguir el contrato de otras áreas del derecho civil. Veamos:
a) De los derechos reales.— El derecho real es el poder jurídico que se ejerce sobre el todo una
parte indivisa de una cosa, en forma autónoma, y que atribuye a su titular las facultades —entre otras—
de persecución y preferencia (arts. 1882 y 1883). Son claras, entonces, las diferencias que existen con
el contrato. Importa destacar, sin embargo, que el contrato es, muchas veces, antecedente del derecho
real. Así, por ejemplo, la celebración de un contrato (compraventa, permuta o donación) es insuficiente
para adquirir el dominio de un inmueble, pues se necesita además que se haga tradición de la cosa.
b) De los derechos personalísimos.— Los derechos personalísimos son aquellos que son innatos al
hombre como tal, y de los cuales no puede ser privado. Se trata de derechos no patrimoniales,
imprescriptibles, irrenunciables e intransmisibles (derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad, al
honor, a la identidad, etc.). Con todo debe señalarse que existe algún punto de contacto con el contrato,
desde que ciertos derechos personalísimos pueden ser dispuestos si el acto no es contrario a la ley, a la
moral o a las buenas costumbres (art. 55).
Es importante destacar que están prohibidos los actos de disposición sobre el propio cuerpo que
ocasionen una disminución permanente de su integridad, excepto que sean requeridos para el
mejoramiento de la salud de la persona, y excepcionalmente de otra persona, de conformidad a lo
dispuesto en el ordenamiento jurídico (art. 56). Y para acentuar el carácter restrictivo se dispone que los
derechos sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor comercial, sino afectivo, terapéutico,
científico, humanitario o social y sólo pueden ser disponibles por su titular siempre que se respete
alguno de esos valores y según lo dispongan las leyes especiales (art. 17).
c) De los actos jurídicos familiares.— Los actos jurídicos familiares difieren del contrato tanto en su
naturaleza, como en su objeto. Más allá de que para la celebración de aquellos actos se requiera
también el consentimiento de las partes, la regulación jurídica se rige imperativamente por las pautas
legales. Así, por ejemplo, una vez contraído el matrimonio, los derechos y deberes de los cónyuges se
rigen exclusivamente por las disposiciones de la ley.
Hasta en el régimen patrimonial del matrimonio se ve lo dicho anteriormente. Es cierto que el Código
Civil y Comercial regula las denominadas convenciones matrimoniales y que ellas permiten a los
cónyuges optar entre uno de los dos regímenes patrimoniales que se establecen (arts. 446 y 463 y
sigs.), pero hasta allí llega el derecho de los cónyuges. Una vez elegido uno de los dos regímenes, se lo
aplica enteramente, sin posibilidad alguna de que los cónyuges lo modifiquen parcialmente.
d) De los derechos hereditarios.— La diferencia entre sucesión y contrato es clara. Aun cuando haya
existido un testamento, no hay contrato. El testamento es un acto jurídico unilateral, por el que se
dispone de los bienes y que necesita, con posterioridad al fallecimiento del testador, la aceptación del
heredero, para que pueda hacerse efectiva la transmisión de tales bienes.
Como regla, los pactos sucesorios están prohibidos (art. 1010), a menos que exista una disposición
legal que lo autorice o se trate de un pacto relativo a una explotación productiva o a participaciones
societarias de cualquier tipo, que tenga en miras la conservación de la unidad de la gestión empresaria
o la prevención o solución de conflictos, siempre que se establezcan compensaciones en favor de los
otros legitimarios y no se afecten la legítima hereditaria, los derechos del cónyuge, ni los derechos de
terceros.

§ 3.— EVOLUCIÓN DEL CONTRATO

10. El contrato en el derecho contemporáneo. Opiniones acerca de su crisis


Uno de los fenómenos más notorios (y para muchos más alarmantes) del derecho contemporáneo,
es la llamada crisis del contrato. La voluntad ya no impera soberanamente como otrora; el Estado
interviene en los contratos, modificando sus cláusulas, forzando a veces a celebrarlos a pesar de la
voluntad contraria de los interesados, o dispensándolos, otras, de cumplir sus promesas. Para muchos,
ha dejado de ser una cuestión de honor el respeto de la palabra empeñada.
Muchas son las causas que han contribuido a desencadenar esta crisis. Ante todo, causas
económicas. El reinado del contractualismo parte del supuesto de la libertad y la igualdad de las partes.
Para que el contrato sea justo y merezca respeto, debe ser el resultado de una negociación libre. Pero
la evolución del capitalismo ha concentrado cada vez mayores fuerzas en manos de pocos (sean
particulares o empresas); la igualdad y la libertad de consentimiento subsisten hoy en el plano jurídico,
pero tienden a desaparecer en el económico. Quien compra en nuestros días una máquina valiosa, un
televisor, una radio, un automóvil, no discute con el industrial o con el vendedor las condiciones del
contrato; tampoco puede hacerlo el que adquiere cualquier cosa en los supermercados o en los
llamados hipercentros de consumo, o quien toma un medio de transporte público. Él no tiene sino una
opción: lo toma o lo deja. Y si lo necesita, lo toma, por más inconvenientes que sean las condiciones del
contrato. Una exigencia de justicia reclama la intervención del Estado para evitar el aprovechamiento de
una parte por la otra. No se cree ya que lo libremente querido sea necesariamente justo. El campo de
acción de las leyes llamadas de orden público (contra las cuales el acuerdo de voluntades es impotente)
tiende a ensanchar paulatinamente su radio de acción en la vida de los contratos.
Hay también causas políticas. El individualismo está dejando paso a una concepción social de los
problemas humanos. Aun sin llegar al extremo del colectivismo (postura que se encuentra hoy en día en
vías de extinción), hay una mayor preocupación por la justicia distributiva. El individuo (y su voluntad)
ceden ante consideraciones sociales.
Hay razones de filosofía jurídica. Se ha puesto en duda el poder jurígeno de la voluntad. Si ella fuera
la justificación exclusiva de la obligación contractual, no podría explicarse que los contratos siguieran
obligando cuando ya no se desee continuar ligado a ellos. Ocurre, sin embargo, que más allá de que
desaparezca la voluntad de permanecer obligado, es necesario resguardar la seguridad económico-
social. No sería posible que los hombres tejieran la intrincada red de sus relaciones recíprocas si
pudieran desligarse de sus compromisos a capricho. No se trata sólo de la voluntad; hay también una
cuestión de interés general comprometido en el respeto de los contratos.
Finalmente; hay razones de orden moral. La fuerza obligatoria de los contratos no se aprecia ya tanto
a la luz del deber moral de hacer honor a la palabra empeñada, como desde el ángulo que ellos deben
ser un instrumento de la realización del bien común. No es que haya una declinación de la moral
individual; es que esa moral tiene una mayor sensibilidad que otrora para la justicia conmutativa. El
hombre moderno no está ya dispuesto a aceptar como verdad dogmática que lo que es libremente
querido es justo. Quiere penetrar en lo hondo de la relación y examinar si la equidad —esa ley esencial
de los contratos— ha sido respetada.
Esta llamada crisis del contrato se manifiesta principalmente a través de tres fenómenos: el dirigismo
contractual (al que nos hemos referido antes, número 7), las nuevas formas del contrato (como los
contratos por adhesión, de consumo y forzosos) y la intervención judicial en las relaciones contractuales
para dejar a salvo la equidad de las contraprestaciones (como ocurre, por ejemplo, cuando se aplica la
denominada teoría de la imprevisión).
Un importante sector de la doctrina ha acogido con alarma este fenómeno de la crisis de la noción
clásica del contrato. Se señala que el dirigismo contractual y la intervención de los jueces en la vida de
los contratos generan confusión, desorden y falta de confianza en la palabra empeñada. Todo ello va en
desmedro de la seguridad jurídica y paraliza el esfuerzo creador. Bueno es que los hombres puedan
contar con que han de ser amparados en el ejercicio de sus derechos y estén garantizados contra el
riesgo de que sus previsiones no sean más tarde defraudadas por el intervencionismo legal o judicial.
Es necesario reconocer que esta alarma está en alguna medida justificada por la experiencia: cuando
el Estado empieza a deslizarse por el plano inclinado del dirigismo o intervencionismo, difícilmente se
detiene en el momento oportuno. En nuestro país, las leyes sobre locaciones urbanas agravaron el
problema de la vivienda en vez de resolverlo. Las leyes dictadas para combatir el agio y la especulación
causaron quizá más daño que beneficios; en muchos casos contribuyeron a desarticular la producción y
paradójicamente a beneficiar a los comerciantes e industriales deshonestos en perjuicio de los
honrados.
Pero al lado de estos inconvenientes, sin duda serios, el dirigismo contractual ha sido la solución de
graves problemas que afectan el interés público; esto es particularmente claro en lo que atañe al
contrato de trabajo. Lo que indica que el dirigismo no es en sí mismo malo; más aún, muchas veces es
indispensable. Lo malo es su abuso.
En verdad, la llamada crisis del contrato es más bien una evolución reclamada por las circunstancias
(particularmente económicas) en que actualmente se desenvuelven las relaciones jurídicas y por una
mayor sensibilidad del espíritu moderno, que se rebela contra toda forma de injusticia. El
intervencionismo del Estado en el contrato de trabajo ha restablecido la igualdad de las partes; las
nuevas formas contractuales permiten un ajuste más realista de las relaciones jurídicas a las
circunstancias económicas; el contralor judicial por vía de la lesión o de la teoría de la imprevisión
permite una mejor realización de la justicia conmutativa. Salvo algunos supuestos excepcionales (el más
notorio de los cuales fue el de la locación) no se ha producido ni inseguridad ni pérdida de la confianza
en el contrato como instrumento de regulación espontánea de las relaciones interpersonales. En ningún
momento de la historia humana ha sido más activa e importante la contratación privada. No hay crisis
del contrato; hay una evolución que debe ser saludada como un hecho auspicioso porque procura una
más perfecta realización de la justicia.
Claro está que todo recurso para lograr una mejor justicia entre los hombres tiene necesariamente un
mecanismo delicado. Eso es también lo que ocurre en nuestro caso. El dirigismo contractual, las nuevas
formas de los contratos, la intervención judicial, deben ser manejados con suma prudencia para evitar
graves males. En manos de un legislador demagogo el dirigismo es funesto; también es malo que una
excesiva preocupación por el valor justicia, haga olvidar el valor seguridad, porque sin seguridad ni
orden no hay justicia humana posible. Hecha esta indispensable reserva, debemos mirar la evolución
del contrato con esperanzada confianza.

11. La autonomía de la voluntad, la fuerza obligatoria y el efecto relativo en la realidad de nuestro


tiempo
Si bien nos hemos de referir más adelante a estas cuestiones, es necesario dedicarnos a ellas ahora
muy brevemente.
La autonomía de la voluntad, que etimológicamente importa el poder que tiene la voluntad de darse
su propia ley, es la cualidad de la voluntad en cuya virtud el hombre tiene la facultad de
autodeterminarse y de responsabilizarse por el cumplimiento de las obligaciones que asume.
La autonomía de la voluntad se vincula estrechamente con la fuerza obligatoria del contrato, en tanto
lo que se procura es que el contrato libremente pactado (esto es que haya sido celebrado con pleno
discernimiento, intención y libertad, art. 260) obligue, sin más, a las partes. En otras palabras, el acuerdo
contractual obliga a los contrayentes, pues si bien las personas son libres de obligarse o no, una vez
que lo han hecho, deben cumplir la obligación asumida o responder por su incumplimiento.
Finalmente, debe señalarse que los efectos generados por el contrato y, en general, por todo acto
jurídico, recaen sobre las partes intervinientes y sobre sus sucesores (arts. 1021, 1023 y 1024). Son
partes aquellos sujetos que, por sí o por representante, o a través de corredor o agente sin
representación, se han obligado a cumplir determinadas prestaciones y han adquirido ciertos derechos.
Por otra parte, el Código Civil y Comercial consagra, en el art. 1022, el principio res inter alios acta,
aliis neque nocere, neque prodesse potest ("Las cosas hechas entre otros, no pueden perjudicar ni
aprovechar a los demás"); esto es, que los actos jurídicos obligan solamente a las partes y,
consecuentemente, no producen efectos respecto de terceros. Sin embargo, hemos de ver cuando nos
refiramos en extenso a los efectos de los contratos, que esta cuestión no es tan lineal.

12. Intervención del Estado en las convenciones de los particulares


La intervención del Estado en los contratos se da a través del dictado de leyes o decretos que
impactan en ellos, o con la intervención de los jueces en los casos llevados a los tribunales.
Numerosos ejemplos existen para demostrar la intervención del Estado a través de normas jurídicas.
Sin duda, la más importante de las últimas ha sido el denominado proceso pesificador, iniciado con
la ley 25.561 y el decreto 214/2002, que afectaron todos los contratos celebrados en moneda extranjera,
disponiendo que debían ser cumplidos en moneda de curso legal en nuestro país, fijando una paridad
cambiaria que no se correspondía con el valor de la moneda extranjera en el mercado.
El Juez, por su parte, desempeña hoy el papel de guardián de la equidad en los contratos. Su
contralor se desenvuelve a través de los siguientes recursos, entre otros:
1) La teoría de la lesión, que le permite reducir las prestaciones excesivas y, a veces anular, los
contratos en los que las contraprestaciones resultan groseramente desproporcionadas.
2) La teoría de la imprevisión, que le permite restablecer la equidad gravemente alterada por
acontecimientos extraordinarios e imprevisibles que han transformado las bases económicas tenidas en
mira al contratar.

13. Contratos civiles y comerciales: unificación de sus normas en la doctrina y la legislación


comparada. Antecedentes nacionales. Nuestro derecho positivo
Históricamente, el derecho privado argentino se reguló en dos cuerpos normativos: el Código Civil y
de Comercio. Ellos incluían la mayoría de los contratos legislados e, incluso, a veces, hasta los mismos
contratos. Se siguió así el método que podemos llamar clásico en los países de derecho codificado.
Pero desde fines del siglo XIX comenzó un movimiento cada vez más pujante en el sentido de la
unificación del régimen de las obligaciones y contratos. En efecto, la legislación dual de los mismos
contratos, no parece justificarse. No hay diferencias de naturaleza, ni de estructura ni de funcionamiento
entre la compraventa, el mandato, la fianza, el depósito, el mutuo, etcétera, sean ellas legisladas en el
Código Civil o en el de Comercio. Una regulación única no sólo resulta así conforme con la naturaleza
de las obligaciones y contratos, sino también con las necesidades modernas de las transacciones;
además, esa unificación suprime discordancias que no se justifican entre las regulaciones de los
contratos civiles y comerciales y finalmente, evita las cuestiones de competencia en las jurisdicciones en
las que se mantiene la competencia civil separadamente de la comercial.
El Código suizo de las obligaciones fue el primero que introdujo la unificación en el derecho positivo
entre los países de derecho codificado; luego lo han seguido el Código italiano de 1942, el Código de las
obligaciones de Polonia de 1933, el Código paraguayo de 1987, el Código Civil brasileño de 2002. Es,
también, el sistema del common law, vigente en los países de derecho anglo-sajón.
Debe citarse también, como antecedente notable en este sentido, el Proyecto Franco-Italiano de las
obligaciones de 1928.
En nuestro país, la opinión francamente predominante era la de que el régimen de los contratos
civiles y comerciales debía unificarse. Así lo postuló el Tercer Congreso Nacional de Derecho Civil
reunido en Córdoba en 1961, que propició la unificación del régimen de las obligaciones civiles y
comerciales, elaborando un cuerpo único de reglas sobre obligaciones y contratos, como libro del
Código Civil. En el acta quedó constancia de que esa ponencia fue aprobada por unanimidad. También
se pronunciaron en igual sentido el Primer Congreso Nacional de Derecho Comercial y la Sexta
Conferencia de Abogados. Y finalmente, lo propiciaron los nuevos proyectos de reformas al Código Civil
de los años 1987, 1993 (impulsado por el Poder Ejecutivo) y 1998.
Este camino ha concluido con la ley nº 26.994 que sancionó el llamado Código Civil y Comercial de la
Nación, que regula en un cuerpo legal el derecho privado argentino y, consiguientemente, unifica el
régimen de las obligaciones y de los contratos.

14. Contratos paritarios. Contratos por adhesión. Contratos de consumo


La forma clásica del contrato es aquella que supone una deliberación y discusión de sus cláusulas,
hechas por personas que gozan de plena libertad para consentir o disentir. Es lo que se
denomina contrato paritario. El Código Civil y Comercial ha tenido particularmente en mira este tipo de
contrato, estructurando sobre él la parte general de los contratos.
Más allá de la importancia del contrato paritario, sobre todo cuando se analiza singularmente su
contenido económico, el mundo moderno ha traído nuevas formas de contratar, más masificadas —para
decirlo de alguna manera—, pero no menos importantes.
Empecemos por el contrato por adhesión (llamado también con cláusulas generales predispuestas),
que es aquél en el cual una de las partes fija todas las condiciones, mientras que la otra sólo tiene la
alternativa de rechazar o consentir. Es el caso del contrato de transporte celebrado con una empresa de
servicio público, que fija el precio del pasaje, el horario, las comodidades que se brindan al pasajero,
etcétera; éste sólo puede adquirir o no el boleto. Lo mismo ocurre con los contratos de seguro en los
que la aseguradora fija todas las condiciones y el tomador del seguro sólo podrá decidir entre celebrar el
contrato o no, pero no podrá discutir las condiciones fijadas.
Dadas estas características del contrato por adhesión, se ha discutido la naturaleza contractual de
tales relaciones jurídicas. Aunque hay quienes la han negado, sosteniendo que se trata de un acto
unilateral de una persona o institución privada, cuyos efectos, una vez producida la aceptación,
continúan produciéndose por la sola voluntad del ofertante, la doctrina predominante le reconoce
carácter contractual; la circunstancia de que no haya discusión de las condiciones y de que una de las
partes sólo pueda aceptar o rechazar, no elimina el acuerdo de voluntades; porque la discusión no es de
la esencia del contrato; lo esencial es que las partes coincidan en la oferta y la aceptación.
El Código Civil y Comercial regula este tipo de contrato al referirse a la formación del consentimiento,
pero dentro de las normas generales del contrato (arts. 984 a 989), lo que no parece acertado, pues
debió ser tratado de manera autónoma respecto del contrato paritario. De alguna manera, el propio
Código justifica la crítica, desde que no se limita a dictar normas referidas a la forma de prestar el
consentimiento, sino que define al contrato por adhesión, establece los recaudos que deben cumplir las
cláusulas predispuestas a la que se debe adherir, incluye normas referidas a la interpretación del
contrato y establece las sanciones que corresponde aplicar a las cláusulas que sean abusivas.
Es importante destacar, también, al llamado contrato de consumo, que muchas veces, erróneamente,
es vinculado con el contrato por adhesión, pero que no pueden ser asimilados, toda vez que existen
contratos de consumo que no son celebrados por adhesión y hay de estos últimos que no son de
consumo.
El contrato de consumo tiene por objeto la defensa de los consumidores o usuarios, normalmente
parte débil de la relación contractual. Ahora bien, a partir de la reforma de 1994 de la Constitución
Nacional (art. 42) comienza un proceso de ampliación de la noción de contrato de consumo, que ya
existía en la ley nº 24.240 de defensa del consumidor, hasta abarcar a las llamadas relaciones de
consumo.
El Código Civil y Comercial define al contrato de consumo como el celebrado entre un consumidor o
usuario final con una persona humana o jurídica que actúe profesional u ocasionalmente o con una
empresa productora de bienes o prestadora de servicios, pública o privada, que tenga por objeto la
adquisición, uso o goce de los bienes o servicios por parte de los consumidores o usuarios, para su uso
privado, familiar o social (art. 1093). También define a la relación de consumo como el vínculo jurídico
entre un proveedor y un consumidor, lo que —como fácilmente se puede advertir— excede el marco
contractual (art. 1092). No está de más señalar que existe una infinidad de contratos de consumo; basta
citar a las compraventas de mercadería en un supermercado o de electrodomésticos, para tener una
idea.
Sin entrar a discutir la conveniencia de que el contrato de consumo sea incorporado al Código (la
misma duda puede plantearse respecto de la relación de consumo), lo cierto es que ello ha ocurrido
(Libro Tercero, Título III), dándosele autonomía conceptual, desde que ha sido separado de los
contratos en general, regulados en el mismo Libro, pero en el Título II.
Finalmente, podemos señalar que, en algunas oportunidades, pueden existir los llamados contratos
forzosos. Cierto es que parece difícil hablar de consentimiento cuando la ley obliga a vincularse
jurídicamente, aun en contra de la voluntad del interesado. Pero hay casos en que ello ocurre, en aras a
un interés social que se considera prevalente.
Uno de ellos es el contrato de seguro automotor obligatorio previsto en el art. 68 de la ley 24.449, que
obliga a todo automotor, acoplado o semiacoplado a tener un seguro, de acuerdo con las condiciones
que fije la autoridad en materia aseguradora, que cubra los daños que puedan causarse a terceras
personas, sean o no transportadas. Es clara la pretensión de dar protección al tercero damnificado. Otro
ejemplo es el de los contratos que deben suscribir las compañías concesionarias de un servicio público
(electricidad, gas, teléfonos, transportes) con los usuarios; ellas no pueden negarse a contratar con
quien, sujetándose a las reglamentaciones generales, lo pretende. Si existiera tal facultad, podría
colocarse al usuario en una situación inadmisible de carencia de un servicio esencial que se ha querido
garantizar a todos.

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