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Abordando el misterio del pobre

Palabras iniciales…
Me han propuesto hablar acerca de los pobres… Inmenso desafío, ¿por dónde empezar? ¿qué decir,
cuando parece que está todo dicho? Extensos volúmenes han sido dedicados a esta temática tan delicada y
compleja… Y me surge la siguiente pregunta: ¿hemos hecho por ellos en la misma medida y cantidad que lo que
hemos escrito acerca de ellos? Me resuena la pregunta que introduce la Parábola del Buen Samaritano: ¿y quién
es mi prójimo? (Lc 10,29). Algo similar nos cuestionamos ahora: ¿y quiénes son los pobres? Jesús responde al
doctor de la Ley: Anda y haz tú lo mismo (Lc 10,37). Creo que Jesús nos responde hoy lo mismo: deja de mover tu
lengua o tus dedos para escribir y haz algo por ellos… De ahí que me resulte difícil decir algo al respecto. No
quisiera faltarles el respeto, no quisiera teorizar sobre ellos. Trataremos, más bien, de compartir algo, desde lo
hondo del corazón.

Es justo, antes que nada, agradecer y reconocer a tantos hermanos que han escrito y puesto sobre la
mesa el tema de los pobres. Tantos laicos, pastores y religiosos latinoamericanos nos han ayudado a ponerlos en
el centro de nuestra opción cristiana. Ellos nos han corregido la mirada, desafiándonos a entender el Evangelio y
la misión cristiana desde los pobres. La profunda reflexión latinoamericana ha llegado a enriquecer a toda la
Iglesia universal. Hoy, más que nunca, a través del Papa Francisco, recogemos tanta siembra de hermanos que,
seguramente, nunca se hubieran imaginado estar resonando por todo el mundo, a través de la voz de nuestro
querido pastor. Podemos decir que Francisco hace de portavoz de tanta reflexión y experiencia con los pobres. No
podemos olvidar que muchas de estas vivencias, posteriormente reflexionadas, sistematizadas y sintetizadas, han
sido escritas con la tinta de la propia sangre vertida. Por tanto, me siento un enano subido en hombros de
gigantes.

Dicho esto, no podemos ocultar que el tema de los pobres ha sido objeto de muchos excesos.
Disquisiciones frías y abstractas, estudios sociológicos, consideraciones de lenguaje, todo esto ha sobreabundado.
En mis años de formación, reconozco que llegué a cansarme y hastiarme de tantas palabras y reflexiones acerca
de esta temática. A su vez, esta inflación de pensamientos, teorías y palabras, ha provocado tensiones,
oposiciones, desencuentros. Mientras tanto, los pobres seguían en su misma situación, como espectadores de
frías discusiones. Muchas veces los hemos usado como trofeos, como bandera, como excusa para descargar
nuestra violencia y agresividad, como reflectores para relucir nuestra vanagloria, como fusibles para calmar
nuestras culpas, como eslabones de nuestra ideología, como ofrendas en honor de nuestro inflado ego.

¿Cómo fui llegando hasta ellos?


Si bien, desde pequeño, me sentí inclinado por todo este mundo de los pobres y fui soñando mi ministerio
sacerdotal al servicio de ellos, mis últimos siete años estuvieron más vinculados a su mundo. Lo que más me
atrajo de ellos fue la riqueza de su religiosidad popular. Este fue el modo en que Jesús me fue seduciendo,
paradójicamente, desde sus riquezas. La experiencia en diversos santuarios de Buenos Aires, me fue haciendo
gustar el modo de vivir su relación con Dios, con los hermanos y con la vida misma. Cada vez más, me fui
sensibilizando con su espiritualidad o mística popular (EG 124, DA 262) y empecé a sufrir, de forma más aguda, las
incomprensiones, prejuicios, ignorancias de parte nuestra y de los que estamos al servicio de ellos. Nuestro modo
irrespetuoso o tal vez apresurado, nuestra fe ilustrada, nuestro afán de controlar la gracia (EG 47, 94, 124, 280),
nuestra pretensión de estar siempre dando lecciones o clases, nuestra mirada moralista y juiciosa (esto está bien,
esto está mal), nos fue haciendo desatenderlos o, en algunos casos, despreciarlos. Nuestros conceptos, tan claros
y distintos, se descargaban ante sus ávidos ojos, ampliando cada vez más la distancia, agrandando la grieta de un
doble lenguaje (el de ellos más simbólico y el nuestro más conceptual), estableciendo dos mundos paralelos e
irreconciliables: lo popular y lo jerárquico-oficial. Ni qué decir de las devociones más vidriosas para nosotros, que
nos hacían despertar nuestro inquisidor dormido, previniéndoles de supersticiones, magias, peligros.

Este camino me fue llevando a la decisión de dedicar mi vida a la misión en medio de ellos. Fue así como,
desde marzo del 2009, empecé a servir a la diócesis de Añatuya, en una parroquia emplazada en medio del monte
santiagueño, en Santos Lugares. Recuerdo con cierto dolor, el comentario de un consagrado ante mi decisión:
Juani, a vos te da la cabeza, vos te tendrías que dedicar a otra cosa, no puedes ir como misionero, eso dejalo para
otros que no tienen tantas capacidades. Me extrañaron mucho estas palabras, que provenían de una mente muy

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ilustrada y “aparentemente” lúcida. Justamente, por reconocer tantos dones que el Señor me había regalado, es
que quería entregarlos a los más pobres. ¿Por qué ellos no iban a poder ser merecedores de esas capacidades?
¿Acaso eran menos que otros? Una intuición comenzó a sobresalir con fuerza en ese tiempo: elegir lo que nadie
elegiría, descubrir mi entrega y mi opción por ellos como un regalo gratuito de Dios hacia ellos. Ellos valen tanto la
pena, son tan valiosos, que Dios toma la ofrenda de mi vida y se las entrega como regalo. (Excursus: Seguramente
para algunos de mis hermanos de aquí, Dios se podría haber jugado más, eligiéndoles alguien mejor, pero bueno,
esto es lo que hay, je, je…)

Comencé mis primeros meses en Santiago con mucha ilusión y entusiasmo. Todo me parecía magnífico y
grandioso, todo respondía a mis sueños e ideales. Sin embargo, esto no podía durar mucho. La vida cotidiana
empezó a mostrarme otra faceta de los pobres, desconocida por mí. Y así fue como pasé del enamoramiento
ilusorio a la queja y enojo. ¿Por qué hacen esto? ¿Por qué son tan impuntuales e irresponsables? Empecé a
conocer algunas miserias de sus vidas. Esto me produjo tristeza, bronca, enojo, queja, malhumor. Se fueron
cruzando por mi cabeza muchos pensamientos negativos: ¿tendrá sentido seguir aquí?, ¿no estaré
“desaprovechado”? Pensar que en tantos lugares, los sacerdotes son tan requeridos y demandados, y aquí,
muchas veces, me encuentro sin hacer nada, sufriendo la indiferencia de muchos. Empecé a caer en la cuenta de
mis altas expectativas para conmigo mismo y para con ellos. La luna de miel ya había pasado. Esta crisis era
necesaria y esperable, tarde o temprano tenía que llegar, para poner los pies en la tierra y empezar a construir en
serio. En ese tiempo me llegaron las palabras de un sabio sacerdote, que me acompaña desde hace muchos años,
donde me decía: Fuiste primero que nada a conocer, a querer a esa gente. Dios te irá mostrando si tenés algo que
hacer, paso a paso, con sencillez, con dolor, con amor, haciéndote amigo de la gente, dejándolo hacer a Él…
Siendo estos los primeros meses de estar allá: ¿no sería bueno plantearse como objetivo prioritario tomar un
contacto sereno con esa realidad, con sus gustos, su gente, dejando que Dios vaya obrando en tu vida, en tu
corazón, en tu ritmo? Es la oportunidad de conocer, de aprender, de recibir por todos los poros lo que Dios va
obrando y lo que esas personas traten de hacer como respuesta a su fidelidad a Dios. En el primer tiempo lo
esencial pasa por conocer, escuchar, aprender, para que cuando llegue el tiempo más fuerte del realizar,
transformar, construir, la semilla sea la adecuada y caiga en un terreno más preparado. Nunca podemos
separarnos de estar abiertos a la realidad, para responderle lo mejor posible. Pero ahora te diría que recibir con un
corazón que escucha, eso es el 98 % o más. Eso es lo que tiene que pasar.

Estas palabras me vinieron como anillo al dedo. Estaba llamado a poner el centro de mi vida en ellos y no
en mí mismo. Más que evangelizarlos, yo estaba invitado a dejarme evangelizar por ellos, a empezar a campear al
Reino en ellos. A su vez, en esos días me llegaron otras palabras de un cura misionero, que confirmaban este
camino: no corras, ellos no corren. Si vos lo haces, ellos te perderán de vista y vos a ellos. Y así fue como, luego de
un largo proceso y de muchos reniegos y choques, comencé a transitar este camino de bajar las expectativas, de
quererlos simplemente como eran, sin pretensiones desmedidas, ni cálculos tan humanos. Esto me fue haciendo
percibir con más claridad su propia belleza y valor, sus pasos, humildes y sencillos, pero reales. Ellos comenzaron
a percibir este cambio de mirada, fruto del trabajo de Dios en mi pobre corazón, y empezamos a tener otro nivel
de comunión, de encuentro, de amor y confianza. ¡Cuántas pascuas son necesarias para lograr una mejor sintonía
con el pobre! ¡Cuánta purificación tiene que hacer el Señor en nosotros para poder encontrarnos de otro modo!
Puedo decir, con total sinceridad que, recién ahora en mi séptimo año de estar aquí, los voy queriendo y
conociendo más, y voy captando lentamente el modo de ser cura aquí. Siento que recién ahora las propuestas
pastorales son más significativas, menos exigentes, más encarnadas y reales. Siento que recién ahora tengo un
poco más de libertad para no medir, ni calcular los frutos de la siembra de estos años. Recién ahora puedo
decirme con total claridad: si no los entiendes, al menos no los desprecies. Porque, obviamente, siguen habiendo
cosas que no comprendo o situaciones que interpelan, o cosas para seguir mejorando o transformando…

¿Y quiénes son los pobres?


Es muy interesante la reflexión de Ignacio Ellacuría, que nos previene del peligro de “espiritualizar”
demasiado el término y perder de vista su analogatum princeps (analogado principal), es decir, el que se refiere al
que sufre de carencia material. Dice este autor: Pobre, primun et per se, es una realidad y un concepto socio-
económico. Pobres son aquellos que carecen de bienes materiales, en referencia a las necesidades biológicas y
culturales fundamentales (en artículo Pobres, 1983).

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Sin perder de cuenta este analogatum princeps, creo que es bueno comenzar reconociendo que, en
definitiva, todos somos pobres. Nuestra existencia es continuamente recibida de Otro, sostenida, creada, amada.
Somos seres dependientes de Dios, radicalmente dependientes, existencialmente dependientes. Nuestra carencia
es total, nuestro ser está siendo dado y creado continuamente. Podemos decir que somos ontológicamente
pobres. Desconocer o negar esta realidad es profundamente perjudicial para nosotros. No son los sanos los que
tienen necesidad del médico, sino los enfermos (Mt 9,12), nos dirá Jesús. Qué pena sería prescindir de este médico
por presumir de sanos. Qué pena sería prescindir de nuestra Riqueza a saciedad (San Francisco de Asís, Alabanzas
al Dios Altísimo, 6) por presumir de ricos. Esta pobreza ontológica es un hecho, un dato de la realidad, que no
tiene ningún tipo de connotación moral, simplemente es. O la aceptamos y la vivimos como una realidad
cotidiana, o nos rebelamos y luchamos contra esta evidencia. Somos seres limitados, finitos, carentes. El relato
del Génesis nos recuerda los límites de nuestra realidad creatural. Podemos muchas cosas, pero otras no
podemos (Gn 2,17). El demonio, justamente, nos ofrecerá la transgresión de este límite: no morirán, se les abrirán
los ojos, serán como dioses, conocerán (Gn 3,4-5). El pecado, por tanto, radica en esta desmesura (hybris), no
aceptar el límite de nuestra pobreza, de nuestra dependencia. La sabiduría consistirá en permanecer en esta
condición de pobreza espiritual: sin pretender grandezas que superan nuestra capacidad, sino acallando y
moderando las ambiciones, como un niño en brazos de su madre (cfr. Sal 130).

Dicho esto, distinguiremos algunos tipos de pobreza. Podríamos decir que hay una pobreza en sentido
negativo (padecida, soportada) y otra en sentido positivo (elegida). Fruto de mi corta experiencia pastoral,
propongo esta clasificación, con el riesgo de ser demasiado simplista. Me limitaré, sencillamente, a describir las
pobrezas más presentes en mi zona, dejando para otros el abordaje de otros tipos de pobreza.

1) Una pobreza estructural: es la ausencia o escasez de aquellos bienes que necesitamos para el desarrollo de
nuestra vida ordinaria. Esta carencia toma aquí el rostro de fallas en el sistema de educación (ausentismo de
maestros, instalaciones escolares inadecuadas y precarias, pocos colegios secundarios en la zona –uno solo en 70
km a la redonda-, pocos maestros para muchos alumnos, falta de capacitación docente y nula supervisión de los
mismos, muy pocos cargos de nivel inicial, lejanía de los centros de capacitación laboral o de profesorados y
estudios universitarios), desatención del tema salud (presencia de médico 6 días en el mes en un radio de 70 km a
la redonda, escasez de medicamentos y de atención primaria de la salud, ausencia de profesionales capacitados,
salarios muy bajos que desestiman la opción del personal médico de trabajar por estos lados, colapso de los
hospitales de la ciudad –a 180 km de aquí- para atender bien a los que llegan de lejos, nula fumigación de
ranchos, falta de atención y contención de las personas discapacitadas, ausencia de tecnología puesta al servicio
de la salud –para cualquier estudio deben viajar a la ciudad-, falta de transporte adecuado para efectuar los
traslados de los pacientes, intromisión de la política en el sistema de salud), problemas en la comunicación (desde
el mal estado de los caminos y la falta de mantenimiento de los mismos, hasta la ausencia de señal telefónica
para comunicarse, escasos y precarios medios de transporte públicos), falta de proyección laboral (si bien la
mayoría trabaja en el monte, en la explotación de los productos forestales haciendo carbón y postes, atendiendo
y criando animales, sobre todo cabras; sin embargo, no hay ninguna fuente de trabajo segura en la zona), falta de
apoyo y de inversión en las economías regionales, desesperanzada proyección de vida (a todo lo mencionado, se
le suma la falta de energía eléctrica, la falta de agua potable y red de agua, la ausencia de algunos servicios
básicos, que tienen como consecuencia, en los que pueden hacerlo, un éxodo hacia las grandes ciudades, con
todo lo que ello implica), la falta de gestión política (a pesar de haber varios recursos en la provincia de Santiago y
a nivel nacional, los dirigentes políticos locales no realizan ningún tipo de gestión para hacer llegar tantos recursos
y programas para mejorar un poco la calidad de vida de la gente). A todo esto se suma la falta de seguridad en la
tenencia de la tierra. Si bien ahora este tema está más tranquilo, desde mediados de la década del noventa hasta
el 2012 más o menos, nuestros pobladores fueron viviendo momentos muy tensos de expropiaciones de sus
tierras, desalojos violentos, con fuerzas de seguridad privada, con la misma policía, con jueces corruptos que
avalaban estas acciones. A su vez, muchas familias van saliendo a trabajar a otras provincias para las cosechas
(trabajo golondrina), o en la construcción (en las grandes ciudades y cordones suburbanos), para tener alguna
entrada de dinero para mantener a sus familias. Esta situación va provocando rupturas familiares, desintegración
del sistema familiar, choques culturales (entre la vida rural y la vida urbana), desarraigos dolorosos, etc.

Estas carencias que sufren nuestros pobres, producen una sensación profunda de desamparo,
marginación, orfandad. Hay un sentimiento agudo de no ser cuidados, de que nadie mira por nosotros, de que
estamos relegados, de que sobramos en este sistema social. A todo esto le sumamos las nuevas pobrezas sociales

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de la droga, la inseguridad, la delincuencia, la impunidad de muchos políticos, la invasión de nuevos paradigmas a
través de los medios de comunicación que ya van llegando a nuestra zona. Pensemos por un instante el contraste
que sufre nuestra gente. Los que somos de la ciudad fuimos entrando paulatinamente en este mundo, pero ellos
no. De golpe se han encontrado con posibilidades infinitas de comunicación, con imágenes, comentarios, valores
tan diversos a los propios, sin mucho tiempo para asimilar y procesar toda esta invasión. Este nuevo mundo
despierta una admiración, un asombro, un enamoramiento, una recepción acrítica de estos nuevos colonizadores
de su amada tierra. Fascinación que convive con una insatisfacción por no poder tener lo que todos tienen, con
un resentimiento silencioso ante el lujo de unos pocos, con una sensación de ser separados o no incluidos en estas
nuevas y seductoras posibilidades. Nuevos modelos de vida van entrando en las casas de nuestros pobres y son
como una bofetada de realidad que deja al desnudo todo lo que ellos están careciendo. Brotan, entonces,
necesidades nuevas, deseos desenfrenados de ser como los demás, ideales inalcanzables. No nos sorprende, por
tanto, que, ante el primer subsidio recibido o el primer dinero cobrado, los billetes se esfumen detrás de eternos
créditos usureros que aplacan esta insatisfacción y sensación de marginación (motos, televisiones ultra modernas,
equipos de música, pago mensual del servicio de cable televisivo, motor y combustible para poder consumir
dichas imágenes). Como consecuencia de esto, en algunos se advierte un cierto desprecio y acomplejamiento
respecto de la propia cultura y forma de vida, una idealización de la vida urbana, un deseo oculto, y a veces
manifiesto, de emigrar hacia las grandes ciudades, una lucha intensa de ser y tener lo que los demás son y tienen.
Muchas familias de la zona se desloman para que sus hijos vayan a estudiar afuera y no sufran lo que ellos han
sufrido. Estas pobrezas, no lo podemos negar, también despiertan respuestas o salidas muy positivas, como
veremos más adelante. Todas estas pobrezas estructurales tienen su raíz en el pecado de algunos, en la injusticia,
la corrupción, la indiferencia, el favoritismo y tantos males enquistados en nuestra sociedad, pecado que da lugar
a las estructuras de pecado. Es evidente que Dios no ama esta pobreza, que Dios rechaza esta carencia que
oprime a nuestra gente. Dios ama nuestra vida y aborrece todo aquello que atenta contra nuestra dignidad.

Quisiera, por último, distinguir esta pobreza de la llamada miseria. Doy fe de que todas las familias de mi
zona (44 comunidades rurales, con una población aproximada de 7.000 habitantes, repartidas en 30 escuelas
primarias), no llegan a gustar lo que llamamos miseria. Todos tienen algo para comer diariamente, todos tienen
algún medio para rebuscársela y no pasar hambre. Si bien las viviendas no dejan de ser precarias, tipo rancho, sin
embargo no les falta lo imprescindible para vivir. El hecho de que sean ranchos, no significa que estén viviendo en
la miseria. Estas viviendas son las únicas que pueden cobijar de tanto calor. Aunque veamos, por ejemplo, a
chicos descalzos corriendo por los patios de sus casas, no significa que no tengan calzados. Gracias a Dios, todos
lo tienen para ir a la escuela o para usar en ocasiones especiales. En todo este tiempo, no he podido identificar
situaciones de desnutrición. Sí se ven descuidos en la alimentación, producto de la falta de capacitación e
información y no por falta de recursos. El monte santiagueño aún sigue siendo muy rico para proveer a sus
dueños de lo necesario para vivir (animales para cazar, frutos silvestres, miel, etc.). La miseria se observa más en
las familias que se van instalando a las afueras de las ciudades (Campo Gallo, Nueva Esperanza, Quimilí, Monte
Quemado, Añatuya), donde viven en situaciones graves y urgentes. Ellas no cuentan con toda la riqueza del
monte: leña para cocinar, espacio físico para la cría de sus animales, productos forestales para transformarlos en
carbón o postes.

2) Una pobreza cultural: de más está decir que el hecho de ser pobres no los hace perfectos, ni inmunes de la
tendencia al pecado propia de todo ser humano. Esta idealización histórica, que se ha producido en muchos
análisis del mundo de la pobreza, fue muy negativa y trajo reacciones contrarias, dialécticas, enojos, divisiones.
No se puede canonizar un grupo social por el hecho de ser tal. Es bueno acercarnos con realismo a su situación
vital. Hay pobrezas personales que se van haciendo culturales y se manifiestan en diversos males que podemos
ver en la zona como el alcoholismo muy generalizado, el machismo, las infidelidades y engaños en las parejas, las
divisiones en las comunidades, la violencia como única solución de algunos problemas, la tendencia al juego
(carreras de caballos, apuestas, juegos de cartas) que genera deudas, desperdicio de jornadas duras de trabajo. Se
advierte un modo informal y desordenado (en el trabajo esporádico, migraciones, en los horarios y actividades
familiares). No se ven proyectos de vida claros. Hay una tendencia muy fuerte a vivir inmersos en el hoy, sin
demasiada previsión. No se ahorra, se trabaja más bien para el día, o para tener dinero para las fiestas que se
avecinan. No hay mucho discernimiento o valoración de los gastos (todo lo que se invierte en un baile, en una
carrera, en pagar una moto o computadora o celular, resulta desproporcionado a lo invertido en el arreglo de una
casa, en la mejora de algo, en la compra de mercadería, o en el pago de estudios o materiales de educación para
los hijos). Se advierte una baja autoestima personal y social que los lleva a tirarse a menos, a acomodarse en su

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situación precaria. A su vez, la obsecuencia y excesivo respeto a líderes políticos que los usan e ilusionan con
promesas falsas, los hace eternamente dependientes y espectadores pasivos de su propio destino y,
progresivamente, van perdiendo su capacidad de trabajo. En algunos casos se observan abusos en el seno
familiar, situaciones confusas y patológicas. A veces se desmerece el valor de la educación, que se constata en el
ausentismo escolar, el trabajo infantil, y la deserción escolar. La autoridad de los padres en algunos casos es muy
débil o nula, ellos mismos se declaran impotentes ante la decisión del hijo de abandonar los estudios primarios o
secundarios. Hay una marcada pasividad que los hace mantener su lugar de dependencia, de sumisión, de
inferioridad. Cuesta que asuman su rol protagónico como sujetos activos de su propia historia. Hay mucho miedo
de ir en contra de la corriente, de levantar una voz disonante, de salir del anonimato. Hay mucho miedo al qué
dirán, a la mirada y juicio de sus pares.

Es preocupante la actitud que se toma ante estos males morales. Muchas veces son conscientes de estas
dificultades, pero las silencian, las aceptan o se conforman con la cómoda frase: siempre fue así, esto no va a
cambiar, ¿para qué renegar e ir en contra de algo tan nuestro? Hay una mala resignación y una suerte de idea
fatalista de la vida. Estas pobrezas culturales, personales, actitudinales, parecen originarse en la responsabilidad
personal. Responsabilidad que es matizada por todo este influjo estructural que describíamos más arriba. Su
situación de opresión histórica no es tan fácil de revertir a corto plazo. No nos corresponde a nosotros, y menos
aquí, determinar qué hay de responsabilidad personal y qué hay de estructura de pecado. Estas pobrezas
tampoco son queridas por Dios, que desea una vida más plena, libre de tantas ataduras y condicionamientos.

3) Una pobreza misteriosa: la llamo así porque no encuentro otro término adecuado para la misma. Podríamos
definirla como aquella carencia que no depende de nuestra libertad, ni del pecado estructural, sino más bien de
nuestra radical indigencia, de la fragilidad y contingencia de nuestra vida, de lo que llamábamos nuestra pobreza
ontológica. La enfermedad es una de estas pobrezas misteriosas (siempre y cuando no sea el resultado de alguna
de las pobrezas anteriormente mencionadas), es la carencia de la salud, fruto de nuestra falta de firmeza
existencial. Las consecuencias trágicas de fenómenos naturales y climáticos que generan carencias graves e
incomprensibles, forman parte también de esta pobreza misteriosa. Las lluvias, en ciertas épocas, son muy
violentas, acompañadas de vientos fuertes, tormentas, granizos que traen consecuencias importantes para la vida
de aquí. Las inundaciones también nos vienen trayendo muchas dificultades en estos últimos 15 años, a todos los
que vivimos cerca del Río Salado. Esto provoca en la gente un estilo de vida precario y nómade, inestable y de
exilio, sin demasiado arraigo, acostumbrado al despojo y a volver a empezar de nuevo. Cosechas de huertas
domésticas, animales, casas, los pocos bienes adquiridos a lo largo de toda una vida, son llevados por el agua del
río, o destrozados por un fuerte temporal, o arruinados por las inclemencias del tiempo. Aquí se vive mucho en
una dependencia del clima. Los calores son muy fuertes en varios meses del año (de octubre a marzo). Esto
determina el modo de ser y de vivir de nuestra gente. Las actividades cotidianas son organizadas en perfecta
sintonía y dependencia del clima. Esto nos ayuda a comprender mejor lo que mencionábamos anteriormente
acerca de esta informalidad cultural. Proyectos, actividades, egresos, actos escolares, fiestas, viajes, reuniones,
jornadas de capacitación, encuentros, son suspendidos por el clima. La sabia actitud de nuestros hermanos
respecto a esta pobreza, es una de las mayores riquezas de la zona, como veremos más adelante. Si bien estas
pobrezas no son causadas directamente por pecados individuales, sin embargo, la falta de respeto a la Creación,
el descuido de la Naturaleza, la ambición desmedida del hombre, tiene mucho que ver con estos últimos
desastres ecológicos. Además, muchas de estas pobrezas pueden ser previstas y neutralizadas, para evitar las
consecuencias tan nefastas para nuestra gente. Pero una y otra vez, se termina llegando tarde, después del
desastre, lamentando inútilmente la omisión de acciones preventivas, como es el caso tan recurrente y
enquistado del desborde del Río Salado, donde nunca se terminan de levantar los bordos de defensa del río, para
evitar que arrase con las casas y bienes de tantos pobladores. O como es el caso de la ausencia de fumigación
contra las vinchucas en los ranchos de la gente, para evitar la enfermedad del Chagas.

4) La pobreza espiritual: no creo que haga falta detenernos demasiado en esta virtud, conocida también como
humildad. Es la pobreza en sentido positivo, es el paso siguiente y necesario de la conciencia y aceptación serena
de nuestra radical pobreza ontológica. Es reconocernos pobres y dependientes de Dios, es poner la mirada en Él
como nuestra única seguridad y riqueza. Nuestras seguridades económicas, sociales, religiosas nos impiden
muchas veces esta actitud de abandono confiado en Él. Tiene que suceder algo externo a nosotros, alguna razón
(una enfermedad, una humillación, un fracaso, una cruz) de fuerza mayor (la fuerza del Omnipotente) para
descubrir que, en verdad, no tenemos nada y que dependemos todo de Dios. Podemos afirmar con certeza que a

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los pobres les resulta más fácil vivir esta virtud, poner toda su seguridad en Dios. Esta pobreza espiritual es como
la actitud adecuada que brota de la conciencia de tantas carencias materiales. Ellos saben que es así, y lo viven
generalmente así, con esta sana sabiduría: yo no puedo, yo no me valgo por mí mismo, no me puedo gloriar
delante de nadie y, menos, delante de Dios, por eso, Él es todo. Los pobres, últimos y postergados nos preceden a
pasos agigantados. Al no tener nada (a simple vista) de qué gloriarse o de qué envanecerse, ya que carecen de
todo, ponen su mirada y su confianza en Dios, que todo lo puede. Nosotros, en cambio, que somos tan pobres
como ellos, pero que no lo reconocemos abiertamente, o si lo hacemos no terminamos de creerlo en serio, al
tener de qué gloriarnos, nos cuesta este despojo, este salto de confianza. Jesús llama felices y dueños del Reino a
los que son pobres de espíritu, en el Evangelio de Mateo (5,3).

5) La pobreza optada (austeridad): consiste en el despojo, conscientemente buscado y elegido, de todo aquello
que nos estorba en el camino de la confianza y abandono en Dios. Podríamos decir que es casi un requisito
imprescindible para la vivencia de la pobreza de espíritu. Estos despojos nos van haciendo libres para amar más y
mejor. Es mirar las cosas como las mira Dios, sin darles más poderío del que tienen, es mantenernos como dueños
y señores de los bienes, sin dejarnos dominar por ellos. Esta actitud espiritual trae consecuencias muy bellas para
nuestra vida. Por un lado, nos solidariza con el mundo de los pobres, nos hace gustar algo de su habitual tono de
vida. Por otro lado, resulta un testimonio muy elocuente para nuestro mundo de hoy, consumista y materialista,
ya que es una prueba irrefutable de que se puede ser feliz sin tantos recursos. Es también una profecía, una
palabra disonante para nuestro mundo, una invitación a mirar a los pobres, una denuncia de tanto lujo y
despilfarro, un espejo de nuestra esclavitud y dependencia respecto de los bienes pasajeros. Todo esto será
posible, siempre y cuando esta austeridad, esta pobreza voluntaria vaya acompañada de algunos signos de
autenticidad. La ternura creo que es el principal. La pobreza no debe endurecer el corazón, sino más bien
ablandarlo, hacerlo más cercano y compasivo ante la pobreza o el pecado del hermano. Ternura que se hace
misericordia, ausencia de rigideces y de juicios condenatorios para los que viven de otra manera. Ternura que se
hace alegría de tener a Dios por única riqueza, alegría que se expande, que se contagia y que elimina toda
amargura, enojo, crítica y resentimiento. Ternura que se hace humildad, cortando a tiempo todo brote de
autosatisfacción, vanagloria, soberbia. Humildad que se hace certeza de que todo es gracia y no conquista
personal. Sólo así, la austeridad será auténtica, evangélica y contagiosa.

Las riquezas de nuestros pobres:


De todo lo dicho, podemos ir tomando una postura más adecuada, ya sea para no canonizar el mundo de
los pobres, como tampoco para demonizarlo (son pobres porque ellos quieren serlo, no quieren trabajar, quieren
recibir todo de arriba). Antes de nombrar algunas riquezas que los pobres nos regalan, me parece bueno hacer
una última aclaración. A pesar de todo lo dicho, no podemos negar la equivocidad del término pobres, o su
semántica tan múltiple y compleja. De ahí el necesario discernimiento para seguir utilizando este vocablo. Me
pasó más de una vez que, al dirigirme a ellos como pobres, yo mismo me he sentido incómodo y percibí una cierta
disconformidad en ellos. Intuía que ellos me decían: no somos pobres, tenemos y sufrimos algunas pobrezas,
carecemos de mucho, pero somos ricos en otro sentido. Así como ustedes son ricos en varios sentidos, pero pobres
en otros. Todo depende de cómo se mire... Esto me volvió más cuidadoso en el uso de este término. Si bien, en
otras épocas, este vocablo nos ayudó a ponerlos en el centro de la misión de la Iglesia, nos ayudó a realizar
compromisos concretos con ellos, hoy puede ser que tenga una connotación peyorativa, despectiva o
discriminatoria. Me entra seriamente la duda de llamarlos pobres. A fin de cuentas, ¿quién es más pobre? ¿Ellos o
nosotros? ¿Quién ayuda a quién? Por tanto, todo depende de qué se mire y de cómo se mire… Enumeremos,
pues, algunas riquezas de nuestra gente que sufre la pobreza.

Frente a todas las pobrezas mencionadas como estructurales, se advierte en algunos una respuesta
muchas veces creativa para soportarlas, neutralizarlas y revertirlas. Hay reacciones positivas que surgieron desde
la misma gente que sufría estos atropellos. Las estructuras de pecado han sido combatidas por las estructuras del
bien, por estructuras de gracia. Hace más de 25 años, gracias al apoyo del obispado de Añatuya, la gente pudo
conformar una organización campesina con el objetivo de concientizarse de sus derechos y organizarse para
hacerlos valer. Esta organización ha tenido mucho que ver con la defensa de la tierra y es una de las principales
responsables de la salvaguarda del monte en esta zona. A su vez, la incomunicación y el aislamiento, fueron
combatidos a través de una red de radios VHL con los que se comunican los parajes entre sí y con la FM
parroquial. Por medio de este maravilloso instrumento, unas 55 comunidades están vinculadas entre sí y dan sus
mensajes a través de la radio. Este medio es de vital importancia para el tema salud, comunicación y tantas cosas

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imprescindibles para la gente de aquí. Ante las enfermedades, accidentes y dificultades en salud, se vienen
realizando campañas solidarias en toda la zona, donde cada poblador colabora con algo de dinero, recaudando
importantes sumas para paliar necesidades urgentes: operaciones, prótesis, viajes por salud, estudios, etc. Ante la
desatención de los más vulnerables, los chicos discapacitados, se ha generado una escuela para atenderlos,
dependiendo de los mismos padres, en camino de ser reconocida oficialmente. Ante la falta de propuestas
recreativas, se han armado tres academias de danza folklórica para niños y jóvenes, sostenidas por los mismos
padres. A través de rifas, loterías y otros rebusques, la gente va manteniendo sus lugares de oración, o
levantándolos de a poco, con mucho esfuerzo y orgullo de ser ellos mismos los gestores de estos cambios. A pesar
de lo que mencionábamos antes, acerca de la pobreza cultural, vemos testimonios de familias que no se resignan
pasivamente ante las dificultades, sino que luchan, que tienen otros horizontes, que se comprometen en lo social,
que van adquiriendo una sana rebeldía ante la injusticia, que van progresando y dando pasos certeros en su
promoción.

Frente a lo que escapa a nuestra decisión, carencia que llamábamos misteriosa, la gente de aquí posee
una honda sabiduría para aceptar el ritmo, los tiempos y la hostilidad de la naturaleza. La forma de vida aquí es
muy sacrificada. Todo cuesta mucho trabajo: buscar agua, leña para cocinar, calentar el agua para bañarse, cuidar
los animales, etc. Sin embargo, todo esto es vivido con una fuerza tenaz digna de admiración. A su vez, tienen
desarrollado un sentido muy práctico y creativo de la vida, ya que logran arreglar cosas, solucionar problemas con
muy pocos recursos y mucho ingenio. Las durezas que la vida les va imponiendo, son soportadas con paciencia,
con aguante, sin sombra de queja ni de rebeldía.

Es muy llamativo el sentido y el valor que le dan a la fiesta, al encontrarse, a dejar lo que se está haciendo
para poder vincularse con los demás y celebrar la vida, aún en medio de tantas adversidades. La vida del monte es
dura, por ello son necesarios estos encuentros. Para ellos, la persona está antes y primero que los asuntos, de ahí
que son capaces de brindar todo lo que tienen, en especial, el tiempo. En cada casa que fui llegando, siempre he
venido percibiendo esta constante: tienen tiempo para mí, no hay otro asunto más importante que el de
atenderme a mí que llego de visita. Incluso esta atención llega por momentos a incomodarme al ver tanto
preparo, al ver en la familia (sobre todo cuando la visita es sorpresiva) tanto ir y venir para disponer lo mejor para
hacerme sentir bien y cómodo: el pan, la tortilla, el mate, la silla más cómoda, el patio barrido, las brasas en
invierno, la sombra fresca en verano, la mejor cama para la siesta. Y todo esto es impagable y manifiesta una
profunda calidad humana donde prima la persona, cada persona que llega y se detiene en el camino para hacer
un alto en la casa hospitalaria, de puertas abiertas, y de cálida amistad. Y esto lo hacen con todas las visitas que
llegan a sus casas. En tiempos de vacaciones, cuando regresan al pago tantos familiares para reencontrarse,
volvemos a disfrutar de esta supremacía de la persona, por sobre el asunto. No se miden los gastos, incluso
muchos compran algún cochecito como para poder viajar y ver a su familia. Esta riqueza la llevan también a las
ciudades, a las barriadas que son transformadas por esta presencia y por este alto valor del encuentro. Estos
espacios barriales terminan por ser pequeños oasis ante el anonimato desértico de la vida urbana y salvaguarda
de identidad, tradición y comunión cultural. Comunión que también enriquece positivamente a estas ciudades,
dándoles una nota más humana y habitable. Esta creatividad, que revierte lo adverso y hostil, en casa acogedora,
la podemos vislumbrar en tantas letras del cancionero folklórico que hacen pensar a Santiago como un paraíso
terrenal, desilusionando luego al que llega a constatar esta metáfora del paisaje. Creatividad que viene unida a
una sana picardía, un humor muy sutil, una mirada muy particular de la vida, que distiende, une, acerca
distancias, reconcilia en la fiesta, la alegría y la risa compartida. A su vez, nuestra gente posee una profunda
intuición, una gran capacidad para percibir detalles que no están a la simple vista de un observador apurado.
Muchas veces me pasó que, mostrándoles fotos en la computadora, o mirando algunas láminas, ellos lograban
percibir muchas más cosas de las que se veían a simple vista, o matices que nunca antes yo había percibido. El
santiagueño es muy observador de las cosas, de la gente, de las situaciones. Esta cultura contemplativa se deja
impresionar por lo de afuera, sin pretender cambiarlo, modificarlo o juzgarlo. Se trata de una mirada estética e
incluso mística de la vida y de sus infinitos detalles. Los tiempos dedicados a la familia son muy valiosos para ellos,
lo mismo que a los amigos. Puede parecer que al principio, parezcan desconfiados (es totalmente entendible dada
su ancestral historia de abusos y opresiones), pero luego de un tiempo, se abren y te reciben, enlazando para
siempre este vínculo, que se sella a muerte, a pesar del tiempo y la distancia. Poseen una sensibilidad, dulzura
(mishkila) y ternura muy profunda. Son muy cuidadosos para decir las cosas, para pedir algo, para afirmar una
verdad. Suelen dar muchas vueltas antes de encarar algo, como quien va rodeando el tema, o arriándolo de a
poco, como quien va tanteando. Esto contrasta con nuestra forma más frontal, directa, seca, que llega por

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momentos a parecer agresiva y autoritaria. Esta delicadeza la vemos también en su profundo amor a los santos, a
la Virgen, su devoción y respeto a sus antepasados difuntos, su cariño y veneración a los mayores, su gran
confianza en la Providencia. Delicadeza que se materializa en la flor, la vela a Dios y los santos, y el pan, la tortilla,
la empanadilla o lo que esté a su alcance, para aquel que va de visita. Su profunda comunión con el monte, la
tierra, la naturaleza, le brindan un estado habitual de silencio, observación y escucha, que luego se traduce en
sabiduría popular, en sabiduría de vida, en sentido común, en consejos o reflexiones.

¿Por qué son felices los pobres?


Resulta bastante clara la bienaventuranza de Mateo, citada más arriba. Más oscura nos parece la de
Lucas, donde Jesús llama felices a los pobres materiales (6,20). Y no dice que serán felices en la vida futura, sino
ahora, en medio de su carencia, en medio de sus sufrimientos. Pareciera, pues, a simple vista, una contradicción
en los términos, un círculo cuadrado, un imposible. Sin embargo, se trata de otra lógica, de otra perspectiva. La
parábola de la levadura, creo que nos puede dar una luz interesante. Según algunos autores (sigo a Thomas
Keating), la parábola de la levadura en la masa como signo del Reino, es una imagen revolucionaria y escandalosa
para los judíos. La levadura, en esa cultura, era signo de corrupción, de impureza, del mundo profano. Sin
embargo, para Jesús, la levadura, es signo del Reino, que crece en lo oculto. El Reino aparece, pues, en los lugares
más inesperados. Podríamos decir, entonces, que el Reino presente en los pobres, se hace patente en medio de
los signos de anti-Reino: injusticias, pecados sociales, corrupciones, estructuras de pecado, pecados personales,
vicios, carencias de todo tipo. ¿Cómo es posible esto? Sólo Dios lo sabe. Ese es su estilo de andar de incógnito
entre nosotros, camuflado, presente en los lugares más impensables. Vamos, entonces, a arrimar alguna
respuesta a esta cuestión de la felicidad de los pobres (el Reino), en medio de tanta carencia (anti-Reino):

1. El amor preferencial y gratuito de Dios a los pobres: ésta, creo yo, es la principal causa de su felicidad: saberse
elegidos por Dios, saberse sus preferidos, sus pequeños, la luz de sus ojos. Dios les otorga su primera
misericordia (EG 198), dirá Francisco. Dios los prefiere y los ama con predilección, no porque sean mejores que
nadie, simplemente porque su amor es gratuito y decide cómo y a quién derramarlo con más fuerza, en definitiva,
porque así lo ha querido (cfr. Lc 10,21). Así como una madre destina más cuidado al hijo más débil, o con alguna
discapacidad, así sucede con Dios. Miren quiénes son los llamados, no hay entre ustedes muchos sabios hablando
humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio,
para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes, lo que es vil y
despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios. (1 Cor
1,26-28). El Señor confunde y aniquila nuestros criterios mundanos, para hacer nacer los criterios nuevos del
Reino en nuestros corazones. Porque nadie puede gloriarse delante de Dios, porque todo es obra suya y no
nuestra.

Dios mira donde nadie mira. Elige lo que nadie elige. Su mirada dignifica, eleva, levanta del polvo al
desvalido y alza al pobre de la miseria (1 Sm 2,8). Dios escucha sus tímidas voces y responde con fidelidad: pasó
mucho tiempo, y los israelitas, que gemían en la esclavitud, hicieron oír su clamor, y ese clamor llegó hasta Dios,
desde el fondo de su esclavitud. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza. Entonces dirigió su mirada
hacia los israelitas y los tuvo en cuenta… El Señor dijo: “Yo he visto la opresión de mi pueblo y he oído los gritos de
dolor. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo… El clamor de los israelitas ha llegado
hasta mí y he visto cómo son oprimidos. (Ex 2,23-25; 3,7-9).

Dice con clara contundencia la Carta de Santiago: ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo
para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a los que lo aman? (Stg 2,5). La
elección es gratuita y clara, es firme y contundente, esta santa parcialidad de Dios no deja lugar a dudas. Por este
amor desmedido y gratuito hacia este pequeño rebaño, es que el Padre ha querido darles el Reino (Lc 12,32). Los
textos bíblicos no afirman en los pobres ningún mérito previo que los capacite para heredar el Reino,
simplemente lo reciben como don gratuito de Dios. Los que siempre son los últimos, los que deben esperar, los
que siempre se los deja para el final, los acostumbrados a ser usados, despreciados, “comprados”, en Dios son los
primeros y privilegiados. Podríamos decir que este desborde excesivo de Dios suple desproporcionadamente, en
ellos, la recurrente sensación de no ser dignos de amor, ni de estima. Según Lucas, los pobres son felices porque a
ellos les pertenece el Reino de Dios (Lc 6,20). Reino que es Buena Noticia, dirigida, en primer lugar, a los pobres
(cfr. Lc 4,16). Su ocultamiento a sabios y prudentes, y su revelación preferencial a los pequeños, hace estremecer
de gozo a Jesús que alaba al Padre por este amoroso y firme querer (cfr. Lc 10,21).

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2. Dios les confía una misión co-redentora: la fuerza salvífica de los pobres: muchas veces leí y escuché acerca
del valor soteriológico de los pobres, de la fuerza de salvación que traen para la humanidad, de su sentido
salvífico. Confieso que estos conceptos me resonaban como discursos huecos o abstractos, sin demasiado asidero
con la realidad. Hasta que topé con el texto de Francisco, donde nos invita a a reconocer la fuerza salvífica de sus
vidas (EG 198). Esto me dio qué pensar. ¿De qué nos salvan los pobres? ¿Cómo lo hacen?:

a) Un pueblo crucificado: ellos cargan con el pecado del mundo y llevan sobre sí la cruz del mundo. Son esos
corderos inocentes que cargan con el odio, la iniquidad, el mal de todo el mundo. Son víctimas inocentes que, de
forma misteriosa, continúan con la redención del mundo, completando en su carne lo que falta a los
padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo que es la Iglesia (Col 1,24).

b) Nos conducen a la interioridad: hace tiempo que vengo pensando qué bien le haría a la gente de la ciudad ir
un poco más al campo, para contagiarse de los valores que aquí se viven. Nosotros, obligadamente, debemos
viajar cada tanto a la ciudad: para hacer compras, trámites, para sacar dinero, para comprar gasoil. El hombre del
monte debe ir bastante a la ciudad por necesidad. Creo que la gente de monte adentro podría enseñar muchos
valores a la gente de la ciudad, le ayudaría a oxigenarla un poco de su intoxicación, le mostraría muchas
realidades perdidas y necesarias para la vida humana. El contacto con la naturaleza, el silencio, los ritmos más
pausados, el contacto con su gente, el amoldarse a los tiempos que impone la naturaleza aquietaría a más de un
corazón. Y aquí es donde entreveo la capacidad salvífica de los pobres, capacidad de humanizar a tantos que
viven alienados y enajenados en las grandes ciudades. Sin ir más lejos, qué bien le hace a la gente de Buenos Aires
pasar unos días de descanso por aquí, donde se sienten tan a gusto y toman contacto más hondo con las raíces y
valores profundos que aquí aún siguen vivos. ¿Qué belleza salvará al mundo?, se preguntaba Dostoievski en una
de sus novelas. Creo que la belleza del monte adentro y del interior, de la Argentina profunda, salvará a la
humanidad herida. Dejarse interpelar por todo este mundo desconocido del interior de nuestra patria, puede
devolverle la cordura perdida a más de uno, puede impulsarlo a vivir una vida en la ciudad con otros tiempos y
valores. Y así como mucha gente del campo viaja regularmente por necesidad a las ciudades, también sería
interesante que mucha gente de la ciudad pudiera viajar por necesidad al campo, para volverse a conectar en lo
profundo consigo mismo y con otros valores. Interior que tiene tanto para decir a nuestras grandes ciudades, con
el sueño de una patria más federal, más de todos, más equitativa. Si las grandes capitales dejaran de mirar tanto
hacia afuera y comenzaran un camino de interioridad, es decir, mirando más hacia adentro, en lo profundo, otra
cosa sería nuestra historia.

c) Nos centran en las personas: los pobres nos salvan de todo apuro, e indiferencia, para centrarnos en el rostro
del prójimo. Sus tiempos más pausados frenan nuestra ansiedad y afán de rendimiento, para acoger y hospedar al
hermano, acogiendo, a la vez, nuestra propia interioridad tan relegada y olvidada.

d) Nos animan a la resistencia: su admirable perseverancia ante las adversidades, su capacidad de celebrar y
hacer fiesta aún en medio de la hostilidad de la vida, nos estimulan a la fortaleza. Nuestra sociedad tan frágil, tan
fugitiva de todo dolor o sacrificio es interpelada por su lucha tenaz y silenciosa.

e) Nos enseñan el silencio y la mirada intuitiva: ante nuestro palabrerío hueco, nuestro posar la vista en todo y
en nada, nuestra curiosidad malsana, nuestra ansia desmedida de información, ellos nos silencian, nos conducen
a una mayor sobriedad en nuestros sentidos. Estamos llamados a aprender del caminar de los últimos que no
tienen apuro por llegar y que, por eso, disfrutan de cada parada del camino, cada paso, cada detalle vivido con
intensidad. ¿Será tal vez que, por tener el futuro tan incierto y tan amenazado, los olvidados nos enseñan a no
planificar tanto y a vivir más el momento presente? ¿Será que ellos, los últimos, pasan a ser los primeros en la
enseñanza de cómo caminar? Ante nuestra pretensión de tener todo tan controlado y tan planificado, nos
enseñan a confiar un poco más en lo que vendrá, para dejar espacio al imprevisto y al asombro, espacio para
encontrarnos con el transitar cotidiano, teñido de tantos momentos mágicos y únicos, que, corriendo, no
alcanzaremos a percibir.

f) Son una denuncia profética de nuestra indiferencia: su situación de carencia son una bofetada de realismo que
desnuda nuestra separación entre fe y vida, que evidencia las grietas de nuestra “segura” religión, tan
malentendida. ¿Dónde está tu hermano? (Gn 4,9) nos grita Dios a través de sus vidas rotas. La sangre de tu

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hermano grita hacia mí desde el suelo (Gn 4,10) vuelve a gemir Dios para quebrantar nuestra sordera, para
despabilar nuestra ceguera, despojando de toda ilusión, nuestra vida cristiana.

g) Nos provocan para ser Iglesia de los pobres: la angustia de los pobres nos urge a ponerlos en el centro de
nuestra misión. Nos enseñan a mirar al revés, desde la periferia, hacia el centro. Los primeros de Dios, deben ser
los primeros nuestros. Debemos hacer nuestra su causa. Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres (EG
198) nos insistirá Francisco.

h) Nos señalan nuestro verdadero lugar: su indigencia son un memorial de nuestras propias miserias, tan
camufladas o negadas. No somos dioses, no lo podemos todo. La impotencia se hace un camino de sabiduría y de
humildad, para volver a ocupar nuestro verdadero lugar delante de Dios, como pobres mendigos de su infinita
misericordia.

i) Despiertan nuestra compasión afectiva y la tornan efectiva: sus lacerados cuerpos, siguen colgados en la Cruz.
Mirada atenta, compasión afectiva y compromiso efectivo: son los pasos imprescindibles, si queremos ser fieles a
este poder de salvación que nos llega desde los pobres. Ellos despiertan lo mejor de nosotros mismos, nos sacan
de nuestro cómodo aislamiento, nos liberan de todo egoísmo indiferente. Bajarlos de la Cruz es nuestro sí
generoso a esta provocación de Dios, a esta gracia de salvación.

3. Cristo se identifica con ellos y los pone como criterio de salvación: Jesús asume la pobreza de los desposeídos,
la hace suya, la carga en la Cruz, la llora y la sufre, la cuestiona a Dios en nombre de todos: Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34). A partir de ese momento, ya son uno: los pobres y Jesús, ya que cada
cosa que hicimos o dejamos de hacer por el más pequeño de sus hermanos, se lo hicimos a Él (cfr. Mt 25,31-46).
Esta identificación, esta unión de destinos y de voluntades, no se podrá romper nunca, de manera que ya no son
dos, sino una sola carne, que el hombre no separe, lo que Dios ha unido (Mt 19,6). Alianza eterna, sellada por su
sangre derramada en la Cruz. La sangre de Jesús y la de los pobres, se confunden, pues, en un solo caudal, en un
solo río de salvación.

A modo de conclusión: ¿cómo nos acercamos al pobre?


Nuestra fe cristiana, desde sus inicios, está íntimamente ligada a la opción por los pobres. Hoy nadie
cuestiona esta verdad. El tema es cómo optamos por ellos, desde qué motivaciones, con qué actitudes. Sin duda,
el camino más seguro es el de seguir el mismo estilo de Dios, su amor preferencial y gratuito. Nuestros gestos y
palabras han de ser sacramentos de esta elección gratuita. Alguien tiene que hacer transparente esta preferencia,
alguien tiene que hacer visible esta prioridad divina, alguien tiene que testimoniar el valor sagrado de sus vidas,
amadas y cuidadas por Dios. Él cuenta con nosotros para ello. Nos acercamos, pues, a sus vidas, desde el amor
que nos descentra de nuestros egoísmos y necesidades inmaduras. Los pobres ya no serán para nosotros una
categoría sociológica, un slogan político, una causa altruista. Más bien serán un rostro determinado, una persona
con carencias, con nombre y apellido, con una historia particular y sagrada. Ya no serán el objeto pasivo de
nuestra caridad y compromiso, no serán “nuestros pobres-dependientes”, salvados por nuestros mesianismos
egocéntricos. Nos acercaremos, pues, en puntas de pie, descalzos de todo prejuicio, con una predisposición más a
la escucha y discipulado, que a la de iluminados. Comprenderemos sus carencias, no las juzgaremos tan rápido.
Miraremos su historia para entender las raíces de su obrar. Allí descubriremos que tal vez nadie les enseñó a
divertirse sanamente sin emborracharse, nadie les dijo que la infidelidad era dañina, nadie puso un límite a su
fantasía de ganar en las apuestas, nadie les enseñó a ahorrar, nadie les enseñó a criar a sus hijos, estableciendo
límites. Simplemente hacen lo que siempre han visto y aprendido. Los amaremos tal cual son, sin esperar nada de
ellos, ni un gracias, ni un reconocimiento, ni una oculta y gratificante dependencia hacia nuestras personas.
Escucharemos su propia voz, tímida y discreta al comienzo. No hablaremos por ellos, no los interpretaremos, ni
impondremos nuestro modo de ver, juzgar y de hacer las cosas. Aprenderemos humildemente de su hermosa y
rica cultura, de sus profundos valores. Compartiremos y publicaremos sus riquezas.

Iremos dando pasos pequeños de confianza, con mirada mística y contemplativa, descubriendo la belleza
de sus vidas, los signos del Reino en medio de tanto anti-Reino. Las barreras irán cayendo paulatinamente, los
mutuos prejuicios también, la confianza irá emergiendo. Disfrutaremos de la compañía y amistad. Recibiremos y
daremos, en la misma proporción, no como estrategia de dominio y opresión, sino como certeza y convicción.

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Para ello, será imprescindible reconocer la propia pobreza necesitada de ser enriquecida por los valores del
pobre. ¿Digo bien? ¿Pobre? Aquí se invierten los términos, nosotros seremos los pobres y ellos los ricos que nos
beneficiarán con sus riquezas. Si nos tocara intervenir de modo más directo en su propia vida o situación de
pobreza, contaremos con su ayuda, cada uno pondrá lo suyo. Aunque andemos más despacio, lo haremos juntos.
Nuestro amor incondicional se pondrá a prueba en sus fracasos, retrocesos, recaídas y debilidades. Nada hará
tambalear nuestro cariño y confianza en ellos. No dejaremos de sentir dolor y pena, pero no perderemos nuestra
confianza en sus capacidades. Celebraremos cada paso, alentaremos ante cada retroceso. Ante alguna adversidad
del destino, que no podamos revertir, es habitual que escuchemos de sus labios: así ha de ser. Esto nos edificará
mucho. Pero también es posible que escuchemos esta misma expresión ante alguna injusticia, ante la negación de
algún derecho inalienable. No nos impacientaremos, pues, ante esta pasividad, los acompañaremos
pacientemente en su camino de descubrimiento de que así no ha de ser, de que Dios quiere otra cosa, de que sus
derechos han de ser reconocidos y respetados por todos.

Para concluir, intuyo que nuestro gran aporte consistirá en estimular, promocionar y alentar el gran salto
que están llamados a dar: el de saberse sujetos protagonistas de su propio destino, artífices de su propia historia.
Participarán de nuestras comunidades, ya no como espectadores pasivos o como asistidos de nuestra caridad,
sino como miembros activos, con decisiones propias, con voz y voto. Duele reconocer que, muchas veces, no se
sienten acogidos en nuestras comunidades, y terminan encontrando refugio y contención en otros movimientos
religiosos que los albergan con mayor calidez. Nuestros estilos comunitarios muchas veces expulsan a los pobres,
los hacen sentir extraños, sapos de otro pozo.

Quisiera terminar con dos textos que sintetizan nuestra actitud hacia el pobre, nuestro modo de
vincularnos con su persona y su sagrado mundo:
Es triste ver que seguimos creyendo que la mejor manera de motivar a los demás a ofrecer su asistencia
es mostrar por medio de libros y fotografías lo inhumanamente que se ve obligada a vivir esta gente. Ese
método crea ciertamente sentimientos de culpabilidad para hacer que la gente, abra los bolsillos y dé algún
dinero una vez que se han removido sus conciencias durante algún tiempo. Mientras queramos cambiar la
condición de otras personas porque nos sintamos culpables de nuestra riqueza, seguimos jugando al juego del
poder y a la espera de que nos den las gracias. Pero cuando empezamos a descubrir que, en muchos sentidos,
nosotros somos los pobres y que los que necesitan nuestra ayuda son los ricos, ningún verdadero agente social
caerá en la tentación del poder, porque ha descubierto que su misión no es un gran peso o un gran sacrificio sino
una oportunidad para ver más y más la cara de Aquel con el que quiere encontrarse. Ojalá se publicaran más
libros sobre los llamados países «pobres» o ciudades «pobres», no sólo para mostrar cómo son los pobres y la
inmensa ayuda que necesitan, sino también para hacer ver la belleza de sus vidas, sus dichos, sus costumbres, su
modo de vida. (Henri Nouwen, Un ministerio creativo, pp.118-120).

Los pobres tienen mucho que enseñarnos. En sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario
que todos nos dejemos evangelizar por ellos. Es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a
ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles
nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la
misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos… Nuestro compromiso no consiste
exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; no es un desborde activista , sino ante
todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo». Esta atención amante es el inicio de
una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica
valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El
verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino
porque él es bello, más allá de su apariencia: Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que
le dé algo gratis. El pobre, cuando es amado, es estimado como de alto valor, y esto diferencia la auténtica opción
por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses
personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su
camino de liberación. (Francisco, EG, n° 198-199)

Contemplando, por tanto, el amor preferencial de Dios por los pobres, disfrutando de la infinita belleza y
valor de sus vidas, reconociendo con alegría nuestra radical indigencia, sólo nos queda volver al silencio, para
escuchar la voz de Jesús que nos envía como sacramentos de su amor: anda y haz tú lo mismo…

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