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DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA

DEL CASTIGO ESTATAL EN


CÓRDOBA (1850-1915)

Liliana Chaves y Mariana Dain (Coords.)

Ferreyra
Editor
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DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA
DEL CASTIGO ESTATAL EN
CÓRDOBA (1850-1915)

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Documentos para la historia del castigo estatal en Córdoba: 1850-1915 / Liliana
Chaves ... [et al.]; compilado por Liliana Chaves; Mariana Rosa Dain. - 1a ed.
- Córdoba: Ferreyra Editor, 2020.
192 p.; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-766-032-6

1. Historia. 2. Historia de la Provincia de Córdoba. I. Chaves, Liliana, comp.


II. Dain, Mariana Rosa, comp.
CDD 982.54

Parte de la presente edición ha sido financiada con fondos del proyecto Secyt
2018-2019, Instituciones del control, orden social y orden político en
perspectiva histórica (Córdoba, siglos XIX y XX), dirigido por Agostina Gentili

Ilustración de tapa: «Último fusilamiento en Córdoba», dibujo extraído de


Nazario Sánchez, Hombres y episodios de Córdoba, Casa Editora Imprenta
Pereyra, Córdoba, 1928, p. 115.

© De lxs autorxs, 2020

ISBN Nº 978-987-766-032-6

Impreso en Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

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DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA
DEL CASTIGO ESTATAL EN
CÓRDOBA (1850-1915)

Liliana Chaves y Mariana Dain (Coords.)

Selección y transcripción documental:


Milena Luciano, Ornella Maritano,
Melina Deangeli, Bernardo del Caño

Ferreyra
Editor

5
6
Índice

Presentación y estudio preliminar .............................................. 9


Mariana Dain y Liliana Chaves

Legislaciones penales

1. Ley sobre delitos de abigeato, 1856 .................................... 39


2. Código Penal Provisorio de la Provincia
de Córdoba, 1882 ..................................................................... 41
3. Código de Procedimientos en lo Criminal, 1887 .............. 50
4. Código Penal, 1887 ............................................................. 56

Pena capital:
Resoluciones judiciales, descripciones y clemencias

5. Sentencia, 1856 ................................................................... 63


6. Sentencia, 1872 ................................................................... 64
7. Expediente «masacre de Malagueño»: voto de los
vocales de la Cámara de Apelación ante el recurso de
nulidad de sentencia en primera instancia, condenando
a pena capital, 1911 ................................................................. 66
8. Ejecuciones capitales, 1856 ................................................. 70
9. «El último fusilamiento en Córdoba», 1872 ...................... 74
10. Pena Capital, 1911 ............................................................ 79
11. Pedido de conmutación de pena, 1888 ............................ 81

7
12. Pedido de conmutación de pena, 1911 ............................ 90

Cárceles:
Expectativas oficiales, reglamentaciones y miradas externas

13. «Informe» del ministro de Justicia, Culto e


Instrucción Pública al Gobierno Nacional sobre
su comisión en Córdoba, 1855 ................................................ 95
14. Mensaje del Gobernador Roque Ferreyra a la
Sala de Representantes de la Provincia de Córdoba, 1857 .... 97
15. Reglamento de la Cárcel de Corrección, 1862 ................. 99
16. Ley poniendo a los presos a disposición
de la Municipalidad, 1862 .................................................... 104
17. Reglamento Carcelario Provisional, 1863 ..................... 106
18. Acuerdo de la Exma. Cámara de Justicia,
proveyendo el aseo de los calabozos y manutención
de los presos, 1868 ................................................................ 116
19. Reglamento de la cárcel penitenciaría de la
Provincia de Córdoba, 1896 ................................................. 118
20. Reglamento de la Cárcel Correccional de mujeres
y Asilo de menores, 1900 ...................................................... 139
21. Reglamento de la Penitenciaría, 1907 ........................... 149
22. «Cárceles», Guía General de Córdoba, 1899 ................. 185
23. Informe de Antonio Amaya, luego de su participación
en el Congreso Penitenciario de Washington, 1910 ............ 186
24. «Ecos de la Cárcel. Cargos muy graves», 1915 .............. 188

8
Presentación y estudio preliminar
Liliana Chaves y Mariana Dain

El corpus documental que aquí presentamos compila par-


te de un conjunto de testimonios que han sido trabajados en
diferentes líneas de indagación dentro de un proyecto marco ti-
tuladoHistorias de la cuestión criminal en Córdoba. Orden, castigo y
seguridad (1850-1916).
El propósito principal ha sido reunir una serie de frag-
mentos que, aún cuando arbitraria e incompleta, permita pro-
porcionar una perspectiva de largo plazo en torno al desarrollo de
los dispositivos punitivos en Córdoba, entre 1850 y 1915. Du-
rante esta etapa de modernización del Estado, un nuevo contexto
normativo marcado por el lenguaje constitucional de los dere-
chos y garantías y la lenta apropiación de la cultura penal liberal
orientó a las elites políticas hacia una revisión de las instituciones
y métodos del castigo estatal.
A tal fin, la primera parte reúne documentos ilustrativos
del tipo de legislación penal vigente al inicio de la era constitu-
cional y las primeras manifestaciones de la tardía «cultura del
código» que en Córdoba precedieron al primer código criminal
nacional de 1887, concentrándonos en el marco normativo ge-
neral de las penas, para luego dar cuenta esencialmente de las dos
formas más significativas de sancionar el delito: la pena de muer-
te y la cárcel.
Durante el período considerado, la progresiva consagra-
ción del régimen penitenciario no supuso la abolición legal de la
pena capital, esa coexistencia connotó en gran medida un debate
que, si bien dominado por el discurso jurídico que se expresaba
vía instancias legislativas, judiciales y académicas e indirectamente

9
también a través de la prensa, puso de manifiesto la tensión entre
sensibilidades punitivas acerca de los fines y modalidades del cas-
tigo a lo largo de sucesivos contextos, en los que la comprensión
de la problemática revela la incidencia de coyunturas específicas
de naturaleza institucional, jurídica, política, social o estricta-
mente de casuística delictiva.1
Sobre esos formatos punitivos se presentan aquí registros
producidos por actores diferencialmente posicionados respecto
del orden penal: sentencias condenatorias emanadas de la justi-
cia; reglamentaciones e informes producidos por autoridades ad-
ministrativas, políticas y judiciales; pedidos de conmutación pro-
venientes de instancias de la sociedad civil; descripciones de eje-
cuciones capitales y de la realidad carcelaria difundidas por la
prensa u otras publicaciones de época. Sin embargo, a los fines
de situar esas fuentes en una perspectiva de largo plazo que dé
cuenta de los cambios en el modo de pensar dos instituciones
que preexistían al período en cuestión, resulta conveniente consi-
derar los rasgos que las distinguieron en el Antiguo Régimen,
muchos de los cuales persistirían en la larga transición hacia las
modalidades modernas de punición. Puesto que, como fuera ad-
vertido por la historiografía jurídica, la tradición hispana funda-
da en el siglo XIII por las leyes de Partidas de Alfonso el Sabio, no
solo configuró el Derecho Penal Indiano, sino que hasta media-
dos del siglo XIX, ellas subsistirían como referencia jurídica de
fondo con sus caracteres generales, su catálogo de delitos y penas
y sus instituciones de clemencia.2

1
Como ha sido investigado para los casos de Buenos Aires y Córdoba, la creación
de la penitenciaría no suplantó la pena capital de modo inmediato. Al respecto
véase Mantilla S., No creo que me fusilen. Uso, significado y dramaturgia de la pena
de muerte en la ciudad de Buenos Aires, 1887-1922. Tesis de Maestría en Historia,
Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires y Dain M., Castigar con la muerte.
Sensibilidades legales y formalidades jurídicas en perspectiva histórica (Córdoba, 1853-
1922). Proyecto de Doctorado en Historia, FFyH, UNC, 2018.
2
Levaggi A., Manual de Historia del Derecho Argentino. Castellano-Indiano/Nacio-
nal. Judicial. Civil. Penal, LexisNexis, Bs. As., 2005.

10
Respecto de la pena de muerte, los registros presentados
testimonian sobre la convivencia de ciclos alternos y superpues-
tos de aceptación y rechazo, que ponen en cuestión no solo el
derrotero clásico, lineal e irreversible, del proceso abolicionista3
sino también la lógica punitiva de progresiva «civilización» y «sua-
vización» de los castigos estatales.
Desde mediados del Siglo XIX la pena capital como op-
ción punitiva, si bien fue cada vez más circunscripta en su aplica-
bilidad y ejecución, continuó albergando un alto valor simbólico
y cierto consenso sobre su existencia como instrumento disuasi-
vo. Las formalidades jurídicas que administraron la pena capital
hasta su eliminación de la ley involucraron un corpus normativo
y práctico que, si bien modificado por el código penal y la insta-
lación de la penitenciaría, no resignó los componentes pedagógi-
cos y dramáticos de la vieja penalidad. En efecto, la sanción de la
constitución en 1853 no pareció alterar, en lo inmediato, la gra-
vitación de aquella tradición. Y si bien el artículo 18º habilita
ciertos tópicos civilizatorios, como el de las cárceles «sanas y lim-
pias para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en
ellas» o el de la eliminación de los castigos corporales «quedan
abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas,
toda especie de tormentos y los azotes y las ejecuciones a lanza y
cuchillo»4, sus alcances no debieran sobreestimarse.
Como sugiere Pavoni (1993), existieron curiosas discrepan-
cias de interpretación del artículo 18º. En una sentencia del Tri-
bunal Superior de Justicia del año 1854 se hacía extensivo el
móvil político a la tortura física, persistiendo la pena capital como

3
Levaggi suscribe la linealidad del proceso que habría experimentado la pena
capital desde mediados del siglo XIX: abolición gradual, abolición general de
hecho y abolición general de derecho.Levaggi A., «La pena de muerte en el dere-
cho argentino precodificado». En: Revista del Instituto de Historia del Derecho,
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, número 23, Imprenta de la Universidad,
1972.
4
En la reforma constitucional de 1860 se suprime la expresión «las ejecuciones a
lanza y cuchillo» propuesta por Alberdi en el texto de 1853.

11
castigo pero también los tormentos para aquellos delitos comu-
nes:

Visto y considerando que los reos consuetudinarios (…) se hallan


convictos y confesos de repetidos delitos de abigeato. Que si por su
minoridad y otras circunstancias están exentos de la última pena
de la L.19 tit. 14 partida 7ª, por ésta y por las 17 y 18 del mismo
título y partida que coinciden con las 7 y 9 título 11 libro 8 RC,
deben no obstante ser escarmentados a albedrío del juzgador, con
penas de azote o de otra quizá, de manera que sufran pena o
vergüenza (…) 5

Este dato revierte especial importancia dado que hace visi-


ble una presunción sobre las disímiles interpretaciones de las
normas jurídicas (estimuladas a su vez por la ausencia de una
codificación) y sobre la invocación a la tradición hispana en un
contexto constitucional. Como veremos, estos rasgos persistirán
décadas más tarde en las sentencias consultadas, poniendo en
discusión la apuesta de la carta magna como manifestación de un
proceso irreversible 6. Y si bien otras disposiciones normativas como
la constitución provincial de 1855 o el nuevo Reglamento de Jus-
ticia para la campaña de 1856, recogen los presupuestos ten-
dientes a suprimir los castigos corporales y cruentos, tales prohi-
biciones no dejarán de convivir con tradiciones arraigadas o con
legislaciones que aún no suscriben a los nuevos parámetros del
castigo civilizado.

5
Citado en Pavoni N, Córdoba y el gobierno nacional. Una etapa del proceso funda-
cional del Estado Argentino, 1852-1862, Editorial del Banco de la Provincia de
Córdoba, Córdoba, 1993.
6
Levaggi (op. cit.) sostiene que la etapa constitucional exhibe una «vigoroso
movimiento de opinión» que se caracterizó por «su general oposición al sistema
penal vigente y su particular rechazo a la pena de muerte». Salvatore advierte, no
obstante, que el artículo 18º no va a suponer un abierto rechazo a los castigos
ejemplares por parte de políticos y juristas liberales. Salvatore R., Subalternos,
derechos y justicia penal. Ensayos de historia social y cultural. Argentina, 1829-1940,
Gedisa, México, 2010 (p. 167).

12
Por esos años aún se sancionaban leyes que reservaban un
lugar no solo para el tormento sino también para la pena máxi-
ma. La ley de Delitos de abigeato (sancionada en julio de 1856)
estipulaba en su artículo primero que: el que fuere convencido de
tres robos de cuatropea mayor o menor en distintas épocas, cualquiera
que sea su número, será castigado con la pena de muerte, y aunque
tal castigo quedaba al margen de la competencia de la justicia de
la campaña, es decir que en la práctica no se concretara, circulaba
como posibilidad normativa. Como sugiere Agüero (2011:7) la
ley de abigeato mostraba la persistencia de «rasgos de la antigua
organización que se conservan bajo el nuevo esquema».
Las penas rigurosas y ejemplares –aunque reconocidas como
primitivas– se concebían como el único remedio para controlar
el delito, especialmente en la campaña, como titulaba el diario
local El Imparcial en el año 1857: «Justicia pronta y recta, y en
breve tendremos una mejora en las costumbres públicas que darán
lugar a suavizar y a hacer más humana la legislación criminal».
Por su parte, las sentencias con pena máxima tampoco sus-
criben al nuevo tono del castigo civilizado, no se han despojado
aún de sus elementos más dramáticos, como veremos en una sen-
tencia de 1856. Y casi dos décadas después la necesidad de un
castigo ejemplar y público seguía formando parte de la las repre-
sentaciones expertas como lo testimonia la primera sentencia con-
tra Zenon La Rosa.
Si bien, desde temprano, existieron testimonios que insis-
tían en los efectos negativos del espectáculo del sufrimiento y la
pedagogía del terror, como veremos en las publicaciones de la
década del 50 en El Imparcial, la escenificación de la muerte, en
el contexto constitucional, continuó desplegándose a la vista de
todos.
El repliegue del castigo capital a un espacio diferenciado y
cerrado aparecerá recién con el Código Penal de 1887 (artículo
56º), mientras que el Código Provisorio de 1882 aún mantiene
la figura de la ejecución pública, aunque ya sin los resabios con-

13
ceptuales de horca, garrote, entre otros7. En un contexto codifi-
cador, cuando se desplaza la publicidad del castigo al espacio
carcelario, la prensa asumirá el rol de comunicar la nueva buro-
cratización del sufrimiento, es decir, se modifican los operadores
y se centralizan los procedimientos, pero la violencia estatal per-
siste y las respuestas emotivas al castigo de muerte mantuvieron
la teatralización de viejo cuño8, como podremos apreciar en los
sucesos de 1911 donde, a pesar de ser una sentencia ya replegada
a un espacio cerrado –la cárcel– y a pesar también de la figura de
la conmutación operando, se lleva a cabo un simulacro de fusila-
miento para los condenados a la pena máxima que, aunque obtu-
rado en su materialización casi teatral, el escenario de la ejecu-
ción había sido cuidadosamente dispuesto por las autoridades.9
Incluso, como veremos en la nota de La Voz del Interior, la ejem-
plaridad en castigar con la muerte sigue recogiendo adhesiones y
partidarios.
En ocasiones, como en este caso, la inminencia de una eje-
cución movilizaba sentimientos humanitarios entre sectores de
la sociedad civil, los que si bien no llegaban a poner en cuestión
la legitimidad de la decisión de los tribunales, interpelaban al
poder ejecutivo para evitar el derramamiento de sangre, en tanto
expresión de una crueldad retrógrada. Por su parte, el goberna-
dor disponía de la facultad constitucional (artículo 117, inc 5º)
de conmutar dicha pena solo bajo dos condiciones: la evidencia
de error judicial o la formación de un movimiento de opinión
que, vía peticiones, alegase razones humanitarias.

7
El Código de Procedimiento no explicita que sea la cárcel el lugar consagrado a
la ejecución, aunque si menciona que es el fusilamiento el método escogido.
8
Sobre las transformaciones dramatúrgicas del Código Penal son sugerentes las
hipótesis de Mantilla S. (op.cit).
9
Chaves aborda las actitudes exhibidas por la sociedad cordobesa ante la pena de
muerte en su artículo «Representaciones y prácticas acerca de la pena capital y el perdón:
la «Masacre de Malagueño», Córdoba, 1909-1911". En: Horizontes y Convergen-
cias. Lecturas históricas y antropológicas sobre el Derecho, www.horizontesyc.
com.ar, 2013

14
En virtud de la procedencia de las distintas solicitudes iden-
tificadas es posible reconocer diferentes miradas que alternan entre
el lenguaje de la súplica y la misericordia y exposiciones argu-
mentadas desde las modernas perspectivas del derecho. Las aquí
presentadas –de 1888 y 1911– constituyen ejemplos de esta úl-
tima perspectiva y corresponden a casos de resultados favorables
para los condenados. En ambas solicitudes, elaboradas por estu-
diantes universitarios, la ineficacia de la pena capital para com-
batir la delincuencia y desacelerar su crecimiento, es un argu-
mento que se volverá recurrente en los debates abolicionistas que
anteceden a la reforma del código penal que, en 1922, elimina la
pena capital del repertorio de sanciones posibles.

En lo que respecta a las cárceles y a la facultad de encarce-


lar, eran los títulos 29 y 31 de la 7º Partida los que determinaban
a la privación de la libertad como una atribución exclusiva de la
autoridad política –el rey y sus delegados–; quien disponía de
esos establecimientos a los efectos de, por un lado, el «recaudo» y
guarda de los acusados por delitos que merecieran penas corpora-
les, como muerte o pérdida de miembros. Por otro, punir delitos
cometidos por siervos, ya que explícitamente se postulaba que la
cárcel no era para escarmentar los yerros del hombre libre sino
para guardarlo mientras era juzgado. En este marco, la situación
de encarcelamiento conllevaba también la posibilidad del tor-
mento procesal, descripto y justificado como mecanismo de ob-
tención de la verdad judicial en el Título 30. Pero en tanto casti-
go, el «echar hierros para yacer preso, o en cárcel u otra prisión» era
solo una opción secundaria dentro de las llamadas penas de es-
carmiento, que contemplaban otras variantes de restricción de la
libertad de movimiento a la que adicionaban un carácter infa-
mante.10 En consecuencia, bajo esa lógica del escarmiento, tam-

10
Las penas de escarmiento incluían además: pena de muerte, pérdida de miem-
bro; cavar metales, labrar para el rey; servir a quienes lo hicieren; destierro para
siempre o por cierto tiempo; pérdida de bienes. Castigos sobre la fama: pérdida de
oficio; azotes o heridas públicas, picota, o exposiciones al sol untado con miel. La

15
poco era ajeno a la privación de la libertad el propósito expiatorio
sobre el culpable ni la pedagogía intimidatoria dirigida a dar
ejemplo y apercibir a los que lo vieren y oyeren, «para que no
yerren por miedo a la pena». Además porque, según señala Levag-
gi, si bien los derechos de raíz romana no consideraron la prisión
o encierro como pena en sí misma, no excluían formas de castigo
que combinaban la aflicción y la restricción de la movilidad cor-
poral de los reos con carácter temporario, como lo fuera el presi-
dio.
Así, dentro de esa tradición, indica el mismo autor, cárcel
y prisión eran concebidas esencialmente como «medidas de se-
guridad» o dispositivos dispuestos para custodiar e impedir la
evasión. La primera, como espacio donde se alojaban quienes es-
peraban la conclusión de un proceso y la segunda, como conjun-
to de instrumentos de hierro o madera utilizados para inmovili-
zar a los presos (cadenas, grillos, grilletes, cepos). Mientras que el
presidio constituía una pena cuyo contenido central era el traba-
jo forzoso en obras o servicios de interés público y que según la
gravedad del delito, podía conllevar la portación de cadenas (pri-
sión) como medida de seguridad tanto como de infamia. Aplica-
da a personas libres por un máximo de 10 años, la misma podía
cumplimentarse en destinos diversos: establecimientos militares,
galeras, minas, servicio militar en fronteras o ejércitos de línea,
obras públicas (empedrado de calles, construcción de caminos o
edificios, etc.). En el caso de las mujeres, servicios en hospitales e
iglesias para realizar «tareas propias de su sexo». Desde el siglo
XVIII habría sido la forma más habitual para el castigo de toda
clase de delitos y contravenciones a disposiciones de buen go-
bierno.
En el Río de la Plata, tras la revolución de independencia y
en especial desde la década de 1820, en ciertos círculos tanto
políticos como intelectuales, el conocimiento del reformismo

estructura de las penas se completaba con las «enmiendas de pecho» o pago de


multa o indemnización, que respondían a la reparación pecuniaria del daño.

16
penal propició la puesta en cuestión de aquel sistema punitivo
heredado.11No obstante, el ideal penitenciario moderno no lo-
graría expresarse más que como una expectativa a futuro, sin po-
sibilidades ni tampoco demasiada voluntad para plasmarla en lo
inmediato. Entre otros aspectos, dicho ideal partía de una recon-
sideración capital de las funciones del espacio cárcel, en aras de
una nueva concepción del castigo que apostaba esencialmente a
la rehabilitación del transgresor y requería de una infraestructura
acorde para recluir conforme principios humanitarios, vigilar y a
la vez corregir mediante el trabajo y la moralización. En este sen-
tido, hasta quienes oficiaron de difusores de las nuevas ideas, a
menudo justificaron la persistencia de los antiguos métodos pe-
nales en una situación dada e irreversible en el corto plazo. Así
por ejemplo, para Pedro Somellera, eran las cárceles realmente
existentes las que hacían inconveniente una modificación sustan-
tiva en el régimen de la pena, afirmando que hasta que no se
lograra ponerlas en el estado en que se hallan en otras partes, no se
podría enriquecer nuestra farmacia legal con el específico encierro,
mientras tanto debemos olvidarnos de la pena crónica de la cárcel».12
Al asumir que la corrección y enmienda eran los fines de tal mo-
dalidad, advertía que en unas cárceles donde los presos yacían

11
En Buenos Aires, durante el período rivadaviano se ensayaron proyectos de
reforma de la administración de justicia y codificación penal, también se difundie-
ron propuestas para construir cárceles sobre el modelo de establecimientos ingle-
ses. Caimari L., «Castigar civilizadamente. Rasgos de modernización punitiva en
la Argentina (1827-1930)», en: Gayol S., Kessler G., Violencias, delitos y justicias en
la Argentina, Manantial/UNGS, Bs. As., 2002. García Basalo, «¿Un panóptico en
Buenos Aires? La primera penitenciaría proyectada en Sudamérica», en Épocas. Revista
de Historia, Universidad del Salvador, Nº 8, 2013.
12
Citado en: Levaggi A., op. cit., p. 297. Pedro Somellera, primer profesor de la
cátedra de Derecho Civil de la Universidad de Buenos Aires creada en 1821, autor
de Principios de Derecho Civil, texto de estudio que incluía el apéndice De los
delitos. Sobre el particular: Fassano J. P., «Justicias, leyes y principios. Apuntes
para pensar la historia de los lenguajes jurídicos». Buenos Aires, Siglo XIX, en:
Barriera D., La justicia y las formas de autoridad. Organización política y justicias
locales en territorios de frontera. El Río de la Plata, Córdoba, Cuyo y Tucumán, siglos
XVIII y XIX, ISHIR/CONICET, Rosario, 2010.

17
ociosos, en condiciones de improductividad y hacinamiento in-
diferenciado, la pena de reclusión solo contribuiría a hacer al
delincuente, física y moralmente, más depravado. De este modo,
al momento de imaginar el castigo, en el naciente discurso penal
republicano unas condiciones objetivas adversas para un nuevo
régimen punitivo primaban sobre los principios abstractos de
garantías e integridad individual.
En Córdoba, al igual que en los demás Estados provincia-
les conformados a partir de 1820, al llegar la década del ‘50
pervivía esa tradición penal basada en penas pecuniarias y aflicti-
vas. Así y al margen del extremo de la pena capital solo aplicable
por la justicia ordinaria; multas, azotes, servicios en obras públi-
cas o en la frontera eran determinadas en monto, cantidad y tiempo
según la gravedad de los delitos por Reglamentos de Justicia,
Instrucciones y Bandos de Buen Gobierno. En los cuales, no obs-
tante, se habilitaba la determinación de penas arbitrarias, bajo el
concepto de que «toda ley admite su justa interpretación y excepción
en casos particulares, principalmente cuando así lo exige el bien del
Estado y el remedio de grandes males, primeros objetos que se propuso
el legislador y a que debe ceder todo rigor de principios.»13 En ese
marco, la «prisión» se enunciaba a veces como una pena acceso-
ria,14 otras como un castigo impartido por la reincidencia en cier-
tas contravenciones,15 o como pena alternativa para aquellos con-
denados que fueran inhábiles para el trabajo o el servicio mili-
tar.16 En rigor, esos servicios forzosos fueron las modalidades bá-

13
Reglamento para la administración de Justicia de la Campaña de Córdoba, 1823,
en: Compilación de leyes, decretos, acuerdos de la Excma. Cámara de Justicia y
demás disposiciones de carácter público dictadas en la Provincia de Córdoba
desde 1810 a 1870, (en adelante CLDPC) pp. 351-356
14
El citado Reglamento de 1823 la combinaba con azotes en casos de lesiones
graves pero no mortales o de ataques con arma a un juez rural.
15
Bando de Buen Gobierno, 17 de enero de 1849, castigaba con prisión por un mes
a los pulperos reincidentes en la tolerancia a la embriaguez (art.2) o a las lavande-
ras que lavaban desnudas (art. 17), en: Idem ant., pp. 349-351.
16
El Decreto del 14 de octubre de 1835 sobre desertores castigaba con un año de
prisión a los encubridores de desertores inhábiles para el trabajo o servicio militar,

18
sicas de la detención punitiva, que podía comprender extendidos
períodos de tiempo17 y la cárcel como tal seguía siendo concebi-
da como establecimiento de «recaudo y guarda». En la ciudad,
ella se localizaba en el antiguo edificio capitular y el único prin-
cipio de separación de presos que contemplaba prolongaba los
criterios estamentales del Antiguo Régimen:

…El cabildo es una gran construcción que sirve de casa de justicia


y de prisión. En el primer piso está la gran sala de despacho con las
antecámaras; encima están los cuartos apropiados para los prisio-
neros de estado o de clase mejor o más elevada; y abajo están los
calabozos para aquellos confinados a encierro solitario. Por el fren-
te del edificio corre un ancho pórtico saledizo, sostenido por pilares,
y contiguo está el corral, donde son ejecutados los prisioneros conde-
nados a muerte.»18

Con el nuevo contexto constitucional, desde 1853 se abri-


ría una nueva etapa en la consideración de la cárcel. Porque aún
cuando la misma se definía como lugar «para la seguridad y no
para castigo» y nada se precisara acerca del destino de los conde-
nados, fue prescripta en términos que apuntaban a resguardar la
integridad física y moral de los reos que alojaba.19 De allí en más,
el artículo 18 de la CN fue una referencia recurrente de la pre-

AHPC, Registro Oficial, T3, pp.3-8. Reproducido en:Documentos de Trabajo Nº


7. Disposiciones relativas a la administración de justicia y al control de la población,
dictadas en la provincia de Córdoba entre 1810 y 1850. Selección y transcripción
de Sonia Tell, CIFFyH/Área de Historia, UNC, Diciembre 2005.
17
Por ejemplo, la Instrucción para jueces de campaña de 1830 en su art. 30 fijaba 8
años al servicio de la obra pública para los autores o cómplices de incendio de
campos. En tal caso los condenados eran puestos a disposición del gobierno y
alojados en la cárcel pública de la capital. En CLDPC, op. cit., pp.62-65
18
King J. A., «Veinticuatro años en la República Argentina (1829)», Buenos Aires,
1921, p108. Reproducido en: Junta provincial de Historia de Córdoba, Córdoba.
Ciudad y provincia (siglos XVI-XX) según relatos de viajeros y otros testimonios, Selec-
ción y advertencia de Carlos Segreti, Córdoba, 1973,p.347
19
Sobre el particular: Caimari L, Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en
la Argentina, 1880-1955, Siglo XXI, Bs.As. 2004

19
ocupación humanitaria al momento de diagnosticar el estado de
las cárceles realmente existentes. Según tal perspectiva, por ejem-
plo, en 1855 el ministro de Justicia, Culto e Instrucción pública
habiendo sido enviado en comisión a Córdoba por el presidente
Urquiza, se interesó por conocer la cárcel de la ciudad a fin de
contribuir al «remedio o alivio de los males que pesan sobre nuestra
especie». En la ocasión tomaría nota de las deficiencias de la infra-
estructura que en lo sucesivo se volverían clásicas en los informes
oficiales. Observaba que la falta de luz, ventilación y aseo en los
calabozos, además de contrariar los imperativos constitucionales,
agravaban la condición de una «humanidad desgraciada», aunque
en circunstancias que el paupérrimo Estado provincial no podía
todavía remediar.20
Igualmente, bajo el nuevo marco institucional comenza-
ron a esbozarse ciertos lineamientos. Ese mismo año se dictó en
la provincia una nueva Constitución que introdujo un principio
de distinción entre la cárcel pública como destino de los crimi-
nales y otro tipo de locales específicamente designados a los fines
de detenciones y arrestos. Así enunciados, desde el punto de vis-
ta administrativo, dichos establecimientos fueron colocados den-
tro del ramo de Policía, sobre el cual la acción directa y exclusiva
se reservaba a la esfera de los gobiernos locales; vale decir, los
municipios de la Capital y de los departamentos de campaña. En
consecuencia y de acuerdo con la primera ley de régimen muni-
cipal promulgada en 1856, el régimen de las cárceles que existan,
las reformas que requieran y la creación de penitenciarías y casas de
corrección quedaron bajo la intendencia de la Comisión de Segu-
ridad, 21 junto con los cuerpos de la fuerza pública –serenos y
vigilantes–. De este modo, depositando tanto el sostenimiento

20
«Informe» del ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública al Gobierno
Nacional sobre su comisión en Córdoba, Paraná, 1º de Junio de 1855. Extraído
de: Pavoni N., (op. cit., T. II, p. 112).
21
El cuerpo municipal dividía sus tareas entre el presidente –máxima autoridad–
y cinco comisiones encargadas de áreas específicas de gestión: Hacienda, Higiene,
Educación, Obras Públicas y Seguridad.

20
como la regulación de aquellos establecimientos al novel poder
local, la legislación incorporaba tímidamente un presupuesto
programático para la innovación en política criminal, cuya pri-
mera manifestación sería la separación de los sexos.
La primera iniciativa al respecto estuvo relacionada con la
creación en 1855 de la Sociedad de Beneficencia por parte del
gobierno provincial.22 Asociación femenina a la que, entre otros
objetos, se le encomendaba la corrección y moralidad de la mujer
descarriada, a cuyo efecto se preveía crear una casa de corrección
colocada bajo su administración; pero hasta la concreción del
proyecto en 1862, la intervención de esa sociedad se habría cir-
cunscripto a doctrinar y vigilar el aseo de las habitaciones de las
reclusas en la Cárcel Pública.
Por otra parte, estos primeros pasos se daban en un contex-
to de disputa de poderes en torno a los alcances del Estado mu-
nicipal en el ramo de la seguridad. Con todo, una vez instalado el
primer cuerpo municipal de la ciudad de Córdoba –julio de
1857–, fue dictada la ordenanza Sobre Policía de Seguridad,23 que
regulaba la esfera de gestión de la comisión respectiva, encomen-
dándole reglamentar las cárceles y proveer a la comodidad como a la
seguridad de los detenidos en ellas. La inspección de los estableci-
mientos quedaba a cargo del Sub Intendente de Policía y la cus-
todia al de la recién creada Compañía de Vigilantes bajo su man-
do.
Igualmente, durante esos primeros y conflictivos años ‘50,
a nivel del discurso de las élites gubernamentales la cuestión de
las cárceles fue apenas mencionada como un aspecto secundario
dentro de la expectativa más amplia de un cambio radical en la
administración de justicia. Respecto de la cual las preocupacio-

22
Decreto creando la Sociedad de Beneficencia, 14/8/1855, CLDPC, T. I., p. 235. El
art. 3º determinaba como fines de la asociación: la educación de la niña, el amparo
del desvalido, la maternidad del expósito, la corrección y moralidad de la mujer desca-
rriada, la asistencia de la mujer enferma y la manutención del mendigo infeliz.
23
Ordenanza Municipal Sobre Policía de Seguridad, 20/10/1857, CLDPC, T. III,
p. 313.

21
nes giraron más en torno a los procedimientos y las jurisdiccio-
nes, las atribuciones y formación de los jueces que en la revisión
de los fundamentos del sistema penal en su conjunto. En rigor,
más allá de expresiones aisladas y vagas que reclamaron un régi-
men de penas más conformes con las exigencias de la civilización,
la Constitución Nacional y los sentimientos de un pueblo católico,
sostenidos en los modernos criterios de utilidad y proporcionali-
dad del castigo; la refuncionalización del espacio cárcel no llega-
ba a perfilarse completamente como la alternativa punitiva de
referencia y seguía percibiéndose como aquel sitio donde un he-
terogéneo universo de transgresores esperaban sus condenas. Se-
ría en este sentido que el gobernador Roque Ferreyra (1857) achacó
a una administración de justicia lenta, desigual y dispendiosa las
condiciones deplorables del encarcelamiento. Porque, efectos de
largos procesos o de criterios arbitrarios de detención, el hacina-
miento y la larga convivencia entre grandes criminales y detenidos
por infracciones policiales o simples ataques a la propiedad, conver-
tían a la cárcel pública en una verdadera escuela de crímenes.24
A inicios de la década de 1860, una nueva legislación re-
cortó las atribuciones de los municipios sobre la policía de segu-
ridad convirtiéndola en órbita exclusiva del gobierno provincial.
Si bien esto significó la «estatalización» de la fuerza pública de la
capital, no sucedió lo mismo con las cárceles que –hasta 1876–
fueron mantenidas bajo la gestión de la Comisión de Seguridad
del municipio, el cual corría con los costos de manutención de
presos y sueldos del personal de los establecimientos. En 1862
con la creación de la Cárcel de Corrección en la ciudad se sustan-
ció, finalmente, la separación de sexos y atento a lo anterior se
explica que los primeros reglamentos carcelarios de Córdoba se

24
Mensaje del Gobernador Roque Ferreyra a la Sala de Representantes de la Provincia
de Córdoba, 29 de julio de 1857. Extraído de PAVONI N., op. cit, p.24. Con
frecuencia para reducir el número de presos alojados se tomaban medidas «admi-
nistrativas» como la excarcelación bajo fianza de procesados por delitos no capi-
tales; el alistamiento como guardias nacionales, o se los impulsaba a solicitar ser
remitidos al servicio de fronteras.

22
elaboraran en el marco del gobierno local. En noviembre de ese
año se aprobó el correspondiente al establecimiento femenino y
en enero de 1863 el propio de la Cárcel Pública, de allí en más
reservada a varones. Ese último reglamento fue promulgado in-
mediatamente después que una ley de diciembre de 186225 pu-
siera a disposición de la Municipalidad a todos los condenados
en 1º instancia a presidio o trabajos forzados por la justicia ordi-
naria, como asimismo los condenados a penas correccionales y
los remitidos por las justicias inferiores a disposición del Poder
Ejecutivo, según establecía el Reglamento de Campaña de 1856
y las leyes penales especiales sobre vagancia y embriaguez. Quizá
como un resarcimiento al esfuerzo económico del municipio, el
propósito declarado era utilizar la mano de obra penal en su be-
neficio; por lo mismo, también se autorizaba al gobierno a redes-
tinar a esos fines a los penados con servicio militar de fronteras, o
a aprovechar su fuerza de trabajo mientras permanecían en la
cárcel a la espera de ser trasladados. Solo si en última instancia
los reos eran sobreseídos o absueltos, el Municipio quedaba obli-
gado a pagarles los días trabajados.
La misma ley instruía el orden de prioridades que debía
informar la reglamentación de la Cárcel Pública: la utilidad del
servicio de los presos, su seguridad y la comodidad de las cárceles. No
obstante, puede advertirse que tales principios serían conceptual-
mente compartidos también por la normativa del Correccional.
Asimismo, en los dos casos se aprecia el carácter provisional de la
regulación de unas instituciones que, por el momento, habrían
de albergar no solo condenados en 1º y última instancia sino
también detenidos. Fueran éstos los remitidos por los tribunales
ordinarios –procesados y condenados– o por el Sub Intendente
de Policía y los jueces de paz por contravenciones o en cumpli-
miento de penas correccionales. Igualmente, ambos reglamentos
daban cuenta de la vigencia de otras instancias, corporativas y

25
Ley poniendo los presos a disposición de la Municipalidad, 30/12/1862, CLDP, TII,
p. 238.

23
patriarcales, a las que se reconocían facultades para ordenar el
encarcelamiento. 26
Sin distinciones, toda la población recluida quedaba suje-
ta a una rutina carcelaria cuya mayor asignación horaria obedecía
a la utilidad del servicio de los presos. Las mujeres iniciaban la jor-
nada a las 6 y los hombres entre las 4 y 5 de la mañana; luego del
tiempo destinado al aseo personal y limpieza de cuartos o calabo-
zos seguían las largas horas aplicadas al trabajo, que superaban
las ocho y comenzaban a las 7 de la mañana en el Correccional y
a la «salida del sol» en la Cárcel, con un corte al medio día para el
almuerzo. El día concluía tras la cena con el rezo del rosario y el
encierro nocturno bajo llave y cerrojo.
Desde una perspectiva a primera vista ligada al aprovecha-
miento de la mano de obra cautiva, el trabajo dominaba la orga-
nización de ambas rutinas, aunque el régimen difería en cada
caso. Sin precisarse el tipo de tareas, lo distintivo del Correccio-
nal de mujeres27 residía en el carácter remunerativo de la labor de
cada reclusa, de cuyo producto se descontaba una parte para cos-
tear su alojamiento y la restante se le entregaba a su egreso. En
cambio, para los hombres el trabajo se organizaba según sus esta-
tutos penales y sin paga. Por un lado, «sin que escusa alguna pueda
eximirlos de ello, a menos de enfermedad justificada», quedaban
obligados a trabajar en obras públicas tanto los condenados a

26
La Cárcel Pública también recibía a los enviados por el Consulado de Comer-
cio; mientras que los padres jefe de familia podían enviar al Correccional a hijas u
otras mujeres bajo su dependencia, corriendo con los gastos de alojamiento. Cabe
consignar aquí que en los años siguientes la Cárcel Pública también recibirá a
presos a cargo de la Justicia Nacional. En 1868 un grupo de presos nacionales
reclamó ante la Cámara de Justicia de Córdoba por el mal estado del estableci-
miento, la falta diaria de alimentos y el mal trato recibido por el alcaide del
establecimiento. Ver: Acuerdo de la Exma. Cámara de Justicia, proveyendo al aseo de
los calabozos y manutención de los presos, 2 de mayo de 1868. En CLDPC-1810 a
1870- T.I p. 292.
27
Es de presumir que se trataba de trabajos por encargo, como costura, lavado y
planchado. El Reglamento solo indica que la alcaidesa debía distribuir los traba-
jos y luego recogerlos.

24
presidio por delitos graves o a servicio de fronteras como los re-
mitidos por las justicias rurales. Lo cual significaba la salida dia-
ria bajo custodia militar y con cadenas, de la que estaban eximi-
dos los condenados a presidio por «vía de corrección». Los demás
reclusos estaban obligados a trabajar en el interior de la cárcel y
al respecto, las únicas tareas detalladas eran las relativas al aseo
del establecimiento.
Por su parte, el tópico de la comodidad de las cárceles expre-
saba, en rigor, los condicionamientos impuestos por los edificios,
lo que se resolvía mediante diferentes criterios en cada caso. Pues,
dependiendo de la disponibilidad de cuartos, para las mujeres se
prefería su alojamiento individual; mientras que para los hom-
bres se preveían calabozos comunes, pero prescribiendo su clasi-
ficación entre condenados a presidio con penas superiores a los
seis meses y los sujetos a penas correccionales.
En el plano disciplinario, aunque con mayor detenimiento
en el reglamento masculino, los dos listaban muy similares pro-
hibiciones, delitos y otras conductas, susceptibles todas ellas de
ser sancionadas a criterio de la autoridad con incomunicación
absoluta, cepo, disminución del alimento y para los hombres,
cadenas durante el trabajo. De ese modo se pretendía prevenir la
familiaridad e intercambios entre guardias y presos; evitar las eva-
siones y tumultos y especialmente, reglar la convivencia interna
y disciplinar en conformidad con patrones morales de laboriosi-
dad,28 sobriedad y recogimiento. Curiosamente, este último as-
pecto sobresale más en el caso de la cárcel masculina, donde se
prohibían los gritos, cantares deshonestos, blasfemias, impreca-
ciones y todo lo contrario a la decencia y a la moral. Pero, ade-
más, se les imponía una seguramente impracticable regla de si-
lencio durante el trabajo dentro del establecimiento y más enfá-
ticamente, a partir del encierro nocturno en los calabozos colec-
tivos. La señal de silencio y oscuridad –apagado de velas–, dada
28
Los castigos expresados eran aplicables por no querer trabajar o por simular
enfermedad para no hacerlo; de igual modo que por consumo de alcohol y juegos
como taba, naipes y otros de azar, característicos del ocio popular.

25
por un toque de campanilla, remedaba cierto clima monástico al
finalizar cada jornada; a la vez que entre misas, pláticas de doctri-
na y otros ejercicios religiosos, se le reservaban a la religión las
mañanas y tardes de los días festivos. La alimentación y el régi-
men de visitas eran otros de los aspectos regulados por estos re-
glamentos, de cuyo cumplimiento era responsable un reducidí-
simo personal. Apenas una alcaldesa para el Correccional y un
alcaide y un llavero para la Cárcel Pública.
Independientemente de la dudosa eficacia de esas regla-
mentaciones, ambas trasuntan un modo local de pensar la insti-
tución carcelaria por parte de las elites, en el momento mismo en
que se iniciaba una transición tanto de los cánones jurídicos como
de los político-administrativos, relativos a la organización de la
potestad punitiva del Estado provincial.
Ciertamente y al igual que en la mayoría de las provincias,
todavía la doble dimensión jurídica y práctica de la cuestión del
castigo fue postergada frente a otras consideradas más urgentes,
como lo fue la construcción misma del poder judicial. Una situa-
ción en gran medida amparada no solo por los límites presupues-
tarios sino, además, por la indeterminación normativa a nivel
nacional respecto del tratamiento a dar a los delincuentes, que
avaló la subsistencia de antiguas fórmulas, con las solas excepcio-
nes de los azotes y las modalidades «cruentas» de pena capital.
Por consiguiente, no sería sino hasta fines de la década de 1880
que la institución carcelaria se incluiría en la agenda pública lo-
cal y, entonces, bajo otro signo programático marcado por la co-
dificación penal y la construcción de la primera penitenciaría
moderna en el país. Hasta tanto, la Casa de Corrección y la Cár-
cel Pública, con las precariedades que sugieren los mismos regla-
mentos y confirman otras fuentes, fueron los establecimientos
encargados del albergue y seguridad de los presos en la ciudad.
En 1868, desde su antigua sede en el Cabildo, la Cárcel
Pública fue trasladada a un nuevo establecimiento junto con el
Departamento Central de Policía. Y en 1876 su administración
y presupuesto pasó a la órbita del gobierno provincial, quien en

26
lo sucesivo siguió lidiando con los problemas sanitarios y disci-
plinarios resultantes de un edificio estrecho y defectuoso.29 Como
se ha demostrado, el problema sanitario, agravado por las epide-
mias de cólera (1868, 1876, 1885,1887), subyació a la decisión
política tomada en 1887 de emprender la construcción de una
penitenciaría moderna. Aquella prioridad, sin embargo, operó
en convergencia con otros procesos que anticiparon esa direc-
ción, impulsados por una elite gobernante que, con fuerte voca-
ción de ruptura, puso en cuestión a la justicia penal en su con-
junto. Los criterios jurídicos, los procedimientos y hasta sus ope-
radores fueron representados como vestigios de una época retró-
grada y oscura y perpetuadores de las leyes viejas de partidas que
eran por demás crueles e inaplicables30 y desde luego, incompati-
bles con una República ilustrada que proponía la alternativa de
leyes sensatas, racionales y codificadas, las cuales también ha-
brían de especificar las formas del castigo estatal
En 1882, a fin de cubrir la carencia de un código penal
nacional, se promulgó en Córdoba a título provisorio el proyecto
presentado al Congreso por los juristas Ugarriza, García y Ville-
gas, el cual rigió hasta la nacionalización del llamado Código de
Tejedor en 1887. Entre tanto, en 1885, José Ibañez y Juan Bialet
Massé fueron encargados por el gobierno para redactar un código
de procedimientos criminales, el que fue aprobado al siguiente
año.
En otra ocasión hemos argumentado que en la retórica ofi-
cial que acompañó ese proceso codificador, el tópico de la cruel-
dad de las antiguas leyes penales giró esencialmente alrededor de

29
El mismo se ubicó en la intersección de las calles San Juan y Vélez Sarsfield. Ver:
Luciano Milena, «La modernización penitenciaria en Córdoba. Una mirada al
interior de la Cárcel de San Martín (1887-1916)», Tesis de Licenciatura en His-
toria, FFyH/UNC, 2015.
30
AHLPC, Senado, Actas de sesiones, 1882, 27/7/1882, f. 179-182. Sobre el
particular: Chaves Liliana, «De concentraciones y expropiaciones: construcción
del poder judicial y codificación penal en Córdoba, 1852-1887», en: Cesano D.,
La institución de un orden. Perfiles intelectuales, culturas jurídicas y administración de
justicia en Córdoba, 1850-1950, Lerner, Córdoba, 2017.

27
las formas procesales antes que sobre la problemática específica
de los castigos. De todos modos, a partir de aquellas normas co-
menzaría a anunciarse un proyecto penitenciario desde el mo-
mento que prefiguraban una infraestructura carcelaria diferen-
ciada para distintos tipos de privación de la libertad, que por
cierto la provincia estaba muy lejos de disponer. Pues se prescri-
bía que las penas de presidio, penitenciaría, prisión y arresto re-
querían de sus respectivos establecimientos. Igualmente, frente a
su inmediata carencia, el Código de 1882 preveía alternativas
para que dichas penas se cumplieran en las locaciones disponi-
bles. En el caso de las dos primeras y según un criterio, a priori,
dirigido a resguardar la proporcionalidad cuando dichas penas se
cumplían en condiciones supuestamente menos severas, la solu-
ción redundaba en la extensión del tiempo de reclusión. Así, por
ejemplo, quien cumplía presidio en penitenciaría se le computa-
ban 3 días de ésta por dos de aquél. Por otro lado, también se
advierte que, mientras la pena de presidio mantenía todos los
rigores que antes la habían caracterizado (trabajo forzado y pú-
blico, «rudo y penoso», en beneficio del Estado y sin remunera-
ción, portación de cadenas); la penitenciaría se esbozaba como
aquella «clase de prisiones» donde el reglamento sustituía a los
grilletes y cadenas y la obligación a trabajar intramuros se com-
pensaba con una remuneración. El Código nacional de 1887, en
términos más neutros, consagraría la misma distinción de esta-
blecimientos, haciendo del presidio por tiempo indeterminado
la forma más extrema de detención y de la penitenciaría una ins-
titución donde el producto del trabajo debía prorratearse entre
la responsabilidad civil del reo, el sostén de su familia, los gastos
de su manutención y un fondo propio, entregado a su salida.
Por su parte, aunque el Código de procedimientos no su-
maría ninguna precisión acerca de la ejecución de las penas pri-
vativas de libertad, prescribiría algunos principios generales para
el régimen interno de cualquier tipo de establecimiento carcela-
rio. En este orden, si bien nuevamente la separación de presos se
expresaría como un desideratun sujeto a condiciones de posibili-

28
dad, preocupaba especialmente sustraer a los niños y menores de
la convivencia con los criminales adultos. Por otro lado, un nuevo
énfasis recaía en los aspectos que hacían a la integridad física y
moral de los presos, a través de mandatos que trasuntaban la
imagen de las cárceles como espacios humanizados, donde se
cuidaba del cuerpo y en lo posible, no se agraviaba el alma. Pues
ellas, además de seguras, adecuadas e higiénicas, debían garanti-
zar a sus moradores alimentación sana y suficiente; atención de la
salud; preservación de los rigores climáticos y ante todo, un trato
constreñido al reglamento, sin severidades ni mortificaciones in-
necesarias.
Ahora bien, ¿cuáles serían las finalidades que se asignaban
a los castigos impartidos en esos espacios tan genéricamente pos-
tulados? Acaso por su generalidad y el contexto inmediato de su
producción, las normativas en cuestión no sugieren demasiado al
respecto; aunque quizá algo pudiera deducirse del sufrimiento
físico que conllevaba el trabajo duro y penoso del presidio o del
carácter remunerado del trabajo penitenciario. Sin embargo, lo
que sí es evidente es que se trataba de una materia en discusión.
Aquí se incluye otro tipo registro donde, en ese mismo escenario
local, se asignaba a las cárceles unos propósitos más definidos.
Como puede leerse en la solicitud de conmutación de pena capi-
tal de 1888, allí se las presenta como el lugar donde el delin-
cuente era encerrado para purgar sus faltas y librar, así, a la socie-
dad de su amenaza; pero al mismo tiempo, como el ámbito don-
de debía operarse su transformación, inculcándole en su espíritu los
hábitos del trabajo, la moralidad en sus actos, la nobleza en sus sen-
timientos, el horror al crimen.
Motivado por la coyuntura particular de una inminente
ejecución, ese discurso invocaba los principios y autores de la
Escuela Penal Clásica, haciéndolos jugar si no para recusar la le-
galidad de aquélla, sí para poner en duda su utilidad y necesi-
dad. En esa línea, se proponían como alternativa las cárceles
modelo y seguras y los sistemas penitenciarios, que las sociedades
modernas habrían «descubierto» para castigar sin apelar a los es-

29
pectáculos de sangre. Al estar insertos en la solicitud de gracia a
favor de un condenado, estos argumentos aparentaban expresar
una sensibilidad «civilizada» compartida por toda la sociedad.
Sin embargo, debe destacarse que ellos eran formulados desde un
sector muy expectable de la elite cordobesa, como lo eran los
estudiantes universitarios. Miembros de una institución que desde
mediados de la década de 1870 venía siendo objeto de una polí-
tica de transformación. En este sentido, no sería aventurado rela-
cionar esas expresiones particularmente con la nueva cultura ju-
rídica en la que, no sin resistencias, se estaban formando las jóve-
nes generaciones de hombres del derecho.31
No huelga insistir en que se hablaba de una institución
aun inexistente, pero llegado el momento de su proyección, des-
de el punto de vista normativo y conceptual, se imaginaba el
espacio carcelario no solo en términos de principal sede del casti-
go estatal sino también de una utopía humanitaria y rehabilita-
dora. Es decir, como ha sostenido Caimari, en el curso de una
larga transición se había modificado la naturaleza de la cárcel.
Pero, ¿cómo habrían de concretarse la suma de propósitos
de allí en más asignados a esas instituciones? Como es sabido,
arquitectura y régimen interno revistieron entre los dispositivos
centrales propuestos desde el reformismo penitenciario decimo-
nónico que, ciertamente y por múltiples factores, implicaron muy
diversas respuestas. En los hitos a continuación considerados, a
primera vista, las diferencias más evidentes se relacionaron con
los sujetos y con las instancias administrativas involucradas en el
proceso de rehabilitación.
En 1889, finalmente se aprobó en la provincia el proyecto
de lo que sería el Penal de barrio San Martín. Diseñado conforme
los cánones de las modernas cárceles radiales y celulares, con de-

31
Chaves L., Dain M., Del Caño B., La Facultad de Derecho en el marco de la
conformación de un campo jurídico nacional, en: Gordillo M. y Valdemarca L.
(coord.), Facultades de la UNC. 1854-2011. Saberes, procesos políticos e institu-
cionales, UNC, 2013

30
partamentos destinados a talleres, servicio religioso y escuela, su
construcción y equipamiento fueron, sin embargo, sumamente
azarosos en el curso de casi 20 años.32 Pese a ello, con solo dos
pabellones, sin dependencias administrativas, ni talleres, ni ser-
vicios básicos, el establecimiento fue inaugurado en 1895. En
esa misma década y de acuerdo a una política también seguida
en otras provincias y países limítrofes, en 1892, la administra-
ción de la Cárcel Correccional de Mujeres fue transferida de la
Sociedad de Beneficencia a la Congregación del Buen Pastor. Bajo
esta gestión, la institución funcionó inicialmente en una casa sita
en Pueblo Nuevo, pero para 1899 ya había comenzado a cons-
truirse el edificio ubicado en la Nueva Córdoba, de planta claus-
tral según el patrón característico de dicha congregación. Apenas
habilitado el penal masculino se elaboró su primer reglamento
en 1896, que rigió hasta 1907; mientras que, antes de inaugura-
do el nuevo edificio, en 1900 se dictó el del Correccional de
Mujeres. 33
Como ya se ha advertido, la arquitectura penitenciaria siem-
pre supone una organización espacial para el despliegue contro-
lado de los movimientos internos;34 mientras que los reglamen-
tos informarían acerca de cómo se aspira a construir un orden
proactivo al interior de aquélla. Seguramente y por la circunstan-
cia antes señalada, en esta nueva etapa serían los reglamentos del
penal masculino los que más darían cuenta de las expectativas
cifradas en una arquitectura, en ese caso, pergeñada para ordenar
la circulación de los presos según el formato de la marcha militar;
obstruir la comunicación e interacción entre los mismos; trans-
mitir la sensación de vigilancia continua; desalentar todo intento

32
Sobre el particular: Luciano M., op. cit.
33
Sobre el correccional femenino ver: Deangeli Melina y Maritano Ornella, «Re-
baño de ovejas negras. La Cárcel Correccional de Mujeres y Asilo de Menores del
Buen Pastor, Córdoba 1892-1912», Tesis de Licenciatura en Historia, FFyH/
UNC, 2019.
34
Raffa C., El modelo panóptico en la arquitectura penitenciaria argentina: la primera
cárcel en la ciudad de Mendoza, 1864, en: Argos, Vol. 24, Nº 47, 2007, pp. 15-27.

31
de fuga en vista de su supuesta inexpugnabilidad.
Según los reglamentos, igualmente ambas instituciones
albergarían una heterogénea población que, en la medida que lo
permitieran los edificios, sería distribuida en distintas categorías,
a la vez que compartían la premisa de asegurar la separación de
los menores de edad. En la casa de corrección –que era también
asilo de niñas– ése era el principal criterio de clasificación, inde-
pendientemente de sus condiciones de condenadas, procesadas o
simples detenidas por la policía. El establecimiento, no obstan-
te, no se limitaba a recibir a mujeres criminales o contraventoras;
pues también y a solicitud particular o de alguna autoridad, re-
cluía a menores «preservadas», con el propósito de sustraerlas de
la corrupción. Esta categoría especial debía ser alojada en depar-
tamentos completamente separados de las demás. En el penal
masculino, en cambio, la tendencia era disponer de los pabello-
nes siguiendo los estatus procesales (encausados/condenados), los
tipos de penas (presidio y penitenciaría; prisión y arresto) y en
menor medida el tipo de delito. Al respecto, en 1907 se destina-
ría un pabellón para los presos por causas políticas.
En un caso, con la misión de formar mujeres en los ideales
de virtud, moral y amor al trabajo honesto y honrado y en el
otro, de devolver un «sujeto útil a la sociedad», ambas institucio-
nes se colocaban bajo el signo de la regeneración moral. No obs-
tante, sus regulaciones diferían ostensiblemente en cuanto a lo
que procuraban denotar del funcionamiento interno y en este
sentido el correccional femenino revela mayores continuidades.
En rigor, su normativa de 1900 establecía fundamentalmente las
obligaciones respectivas de la Congregación y el gobierno y solo
sentaba algunos principios generales para un reglamento interno
a resolver por la propia administración.
En cambio, las del penal San Martín –sobre todo la de
1907– se distinguían por dar cuenta de la jerarquía y atribucio-
nes del personal carcelario y por la descripción más detallada de
las rutinas que organizarían la vida de los presos conforme tres
dispositivos básicos: taller, escuela y religión. Como así mismo

32
por la relevancia asignadas a los aspectos disciplinarios y sanita-
rios a fin de mantener al sujeto «corregido y con todas sus fuerzas
disponibles». Así, las premisas del trato humanitario e imparcial,
la violencia como último recurso, la adecuada alimentación, el
estímulo de la vida intelectual, la reeducación de los sentimien-
tos, el trabajo productivo se invocaban como los indicadores de
un sistema penal que había evolucionado desde la mera venganza
a la corrección.
Si bien en ambas instituciones trabajo e instrucción cons-
tituían las herramientas privilegiadas de esa intervención, en de-
finitiva, orientada a modelar trabajadores virtuosos; desde luego,
los presupuestos de género recortaban su naturaleza y alcances.
Así, la insistencia en que las mujeres recluidas debían aprender
profesiones u oficios «propios de su condición» –como «cocinera,
mucama, etc.» en el caso de menores y preservadas– se combinaba
con una instrucción también proporcionada a su condición y por
lo tanto, constreñida a la religión, urbanidad, economía domés-
tica y rudimentos de escritura, lectura y aritmética. Todo lo cual
acusaba su filiación con la ideología de la domesticidad que re-
servaba a las mujeres las habilidades que debían desplegarse en el
hogar y bajo control patriarcal. Sobre la base de ese aprendizaje,
la institución también funcionaba como una agencia de coloca-
ción de menores al servicio de casas particulares. Otro aspecto a
destacar es que si bien puede inferirse del reglamento que el co-
rreccional funcionaría como una casa de trabajo, de cuyo pro-
ducto las reclusas percibían una remuneración, se omite toda
referencia respecto del tipo de actividades o labores realizadas.
El trabajo masculino, en cambio, era proyectado bajo el
formato taller y con el propósito de preparar en algún arte u
oficio manual y sin perjuicio de que se procurara algún provecho
al establecimiento. En esta línea se preveían talleres de herrería,
carpintería, ropería o sastrería y zapatería; agregándose en 1907
nuevos rubros: escobería, tipografía, imprenta y encuadernación.
En cuanto a la instrucción, si bien ella se preceptuaba primaria y
elemental, además de lectura, escritura y aritmética, incluía geo-

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grafía e historia. El reglamento de 1907 amplió el espectro de
conocimientos prácticos al sumar geometría y dibujo aplicado a
artes u oficios, mecanografía y caligrafía, pero también introdujo
un nuevo énfasis sobre la enseñanza de la historia, la geografía y
el idioma nacional.
Finalmente, respecto de la religión, fuera del mandato de
la más esmerada instrucción religiosa, no se consignaba para el caso
del correccional de mujeres el lugar que le era asignado en la
rutina interna. Aunque debió ser predominante en una institu-
ción bajo gestión eclesiástica, para la que, además, se omitía toda
exigencia explícita de respetar la libertad de cultos. Tal omisión
también se advierte en el primer reglamento penitenciario de
1896, siendo parcialmente corregida por el de 1907, cuando se
estableció que a criterio del director del establecimiento podía
admitirse el ingreso de ministros no católicos. No obstante y en
la misma huella del anterior, mediante el cronograma de ejerci-
cios y pláticas religiosos y visitas a los presos en sus celdas, se le
encomendaba al capellán la fundamental tarea de abrir el surco
del arrepentimiento en sus almas apartando las sombras del error y de
la falta hablando a sus consciencias enfermas. De este modo, con la
escuela operando sobre las inteligencias y el culto religioso sobre
los sentimientos y la vida afectiva, más las habilidades y ahorros
adquiridos con el trabajo se consumaba el castigo como correc-
ción. En ella el Estado asumía el compromiso de asegurar, acrecer
y sanear las fuerzas del propio sujeto a condición de que se aco-
giera dócilmente a las obligaciones de obediencia, silencio y tra-
bajo. De lo contrario, el castigo se volvía pérdida, privación, ais-
lamiento y llegado el caso, coerción física directa, según puede
observase en el menú de penas disciplinarias.
Con todo, es el paradigma rehabilitador el que se afirmaría
en el discurso gubernamental sobre la cárcel, el que también se-
ría receptivo de las novedades formuladas en los ámbitos científi-
cos y especializados, como así de los modelos foráneos considera-
dos a la vanguardia del tratamiento de la delincuencia. Tal como
lo testimonia el informe sobre su participación en el Congreso

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Penitenciario de Washington en 1910, de Antonio Amaya, quien
fuera director del penal de San Martín entre 1908 y 1916 y el
introductor de nuevas instancias de administración que –como
el Tribunal de Conducta y el Patronato de Liberados– procura-
ban un seguimiento individualizado del proceso regenerativo o
la reinserción social tras el egreso.
Ciertamente, lejos estuvieron los reglamentos y disposi-
ciones de describir la realidad carcelaria, dando apenas cuenta de
las expectativas oficiales y de las concepciones que las orientaron.
Tampoco es posible medir a partir de ellos la resonancia social de
los dispositivos del castigo en el imaginario público sin la con-
trastación imprescindible con otras fuentes.
Al respecto, una problemática central y de complejo abor-
daje es la cuestión del sujeto recluido como actor, cuyas motiva-
ciones y acciones ponen en cuestión la eficacia rehabilitadora del
sistema penitenciario. Precisamente, las condiciones materiales
de vida, las relaciones de poder al interior de la institución de
encierro, han comenzado muy recientemente a estudiarse a los
fines de restituir contextos y dinámicas que permitan analizar los
fenómenos de trasgresión, resistencia y protesta que desafiaron,
en el caso del penal de San Martin, las idealizaciones transmiti-
das por el discurso oficial. Desde su inauguración, reiteradas fu-
gas (1896, 1897, 1903) burlaron una arquitectura por mucho
tiempo incompleta y fueron siempre desórdenes internos los que
provocaron cambios de autoridades. En ocasiones, las demandas
de los presos lograron interpelar al público a través de la prensa,
en una asociación que revelaría intercambios y complicidades que
desmentían el presunto orden cerrado de la institución. Con ca-
rácter ilustrativo, se incluye aquí la nota de El Heraldo que en
1915 motivó un sumario, en la cual se describían un trato y unas
condiciones de vida muy alejados de aquella promesa de mante-
ner al sujeto «corregido y con todas sus fuerzas disponibles».
Esa contradicción fundamental constituiría uno de los tras-
fondos del primer gran motín producido en 1916, cerrando así
la etapa fundacional de una institución proyectada sobre las pre-
misas del reformismo penitenciario.

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