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Isabel Allende

La Casa de los espíritus

Isabel Allende nació en Lima en 1942, estudió Periodismo en


Chile y tuvo que exiliarse a Venezuela tras el golpe militar contra
su tío Salvador Allende. Desde la publicación en 1982 de La casa
de los espíritus, sus novelas y cuentos han alcanzado gran éxito de
ventas, trascendiendo las fronteras del ámbito de la lengua
castellana. Entre su obra narrativa destacan Eva Luna, Paula y El
plan infinito. Su última novela publicada es Retrato en sepia
(2000).

Con La casa de los espír itus comienza el empeño de Isabel Allende por
rescatar la memoria del pasado, mediante la historia de tres generaciones de
chilenos desde comienzos del siglo XX hasta la década de los setenta. El eje de la
saga lo constituye Esteban Txueba, un humilde minero que logra prosperar a
base de tenacidad y se convierte en uno de los más poderosos terratenientes. Tras
su matrimonio frustrado con Rosa, que muere envenenada por error, se casa con
otra hermana, Clara, incompetente para las cosas de orden doméstico pero
dotada de una extraña clarividencia: es capaz de interpretar los sueños y de
predecir el futuro con sorprendente exactitud. La brutalidad de Esteban, hombre
lujurioso y de mal carácter, irá minando un matrimonio difícilmente conciliable y
los conflictos se extenderán también a sus hijos y nietos.

La novela recorre, con el paso de los años, la evolución de los cambios sociales e
ideológicos del país, sin perder de vista las peripecias personales -a menudo misteriosas- de la saga familiar.
Entrarán en escena los avances tecnológicos, la mudanza en las costumbres, las «nuevas ideas» socialistas y
de emancipación de la mujer, el espiritismo y los fantasmas comunistas, hasta desembocar en el triunfo
socialista y el posterior golpe militar. Estas convulsiones afectarán a la familia de Esteban Trueba -cuyos
miembros poseen siempre algún rasgo extravagante y desmedido- con distintos matices de dramatismo y
violencia. EL viejo terrateniente envejece y, con él, una forma de ver el mundo basada en el dominio, el código
de honor y la venganza. La casa de los espíritus fue llevada al cine por Bille August en 1993. Antonio
Banderas, Meryl Streep, Glenn Close, Winona Ryder y Jeremy Irons encarnaron a los personajes principales.
Prólogo
Zoé Val dés

Demoré varios años después de su publicación antes de iniciar la lectura de la


novela que consagró definitivamente a Isabel Allende. Es algo que hago siempre con
los libros o películas que intuyo tendrán un valor importante para mí, pocas veces
asista a un estreno sólo porque la crítica me obligue, y prefiero guardar un libro
hasta tres meses o algunos años más tarde de la edición para sumergirme en su
lectura. Salvo, por supuesto, cuando debo hacerlo por inminentes razones
profesionales. La c a sa d e lo s e sp íritus la leí después que había pasado incluso el éxito
de la película. La película aún no la he visto, aunque me apetece verla no sólo por la
pléyade de actrices y actores que hicieron la novela aún más célebre, sobre todo
porque resulta inevitable que nos pique la curiosidad de comprobar si la historia
magistralmente narrada por su autora no ha sido traicionada en la gran pantalla,
siendo la propia historia fruto creador de una protagonista directa, además de que
la densidad filosófica y la belleza literaria son insuperables en el texto, y
constituyen claves esenciales que seducirán, bordando delicadas y perdurables
emociones en la sensibilidad y en el pensamiento del lector.
Isabel Allende nos cuenta una gran saga familiar, la existencia de cuatro
generaciones en la familia Trueba, deteniéndose con preferencia en los personajes
femeninos: Nívea, Rosa y Clara, Blanca, y por último Alba; aunque a todo lo largo
de la novela quien habla en los momentos trascendentales es el senador Trueba, eje
central del cuerpo sustancial histórico-político en el aspecto cronológico, salvo en el
final, que quien toma la palabra es Alba, en una suerte de relevo espiritual y social.
Esteban Trueba, el patrón, representa el autoritarismo de las clases altas de ese
país, que no es otro que Chile. Sin embargo, si bien el senador Trueba es el hilo
conductor de varias generaciones; Clara, su mujer, es la sonoridad telúrica de la
cultura, de la imaginación, la resonancia lírica de esas mismas-generaciones, en su
diversidad mestiza.
Insisto en hacer hincapié en el lenguaje, escrita con una limpieza excepcional,
incorporando localismos que gracias a la nitidez con que la escritora asumió el tejido
apretado de la obra se convierten de inmediato en universales. Creo que La c a sa d e
lo s e sp íritus es la novela por excelencia de la más reciente historia latinoamericana,
donde se reflejan sin ambigüedades las hondas contradicciones entre el campo y la
ciudad, la lucha de clases, las confusiones o certezas ideológicas, las diferencias.
Aceptar las exageradas propuestas de esta multiplicidad de realidades en una
novela es un riesgo que no cualquier escritor está dispuesto a asumir. Porque Isabel
Allende expone los horrores de la junta militar, pero también los peligros no menos
siniestros de una dictadura marxista; los personajes jamás deambularán con pasos
extremistas y dislocados de un discurso a otro, viajarán por dentro de ellos con
desplazamientos excesivos, eso sí, chocando con sus negaciones, trastabillando de
un estado de ánimo a otro, acertando, equivocándose, viviendo el laberinto
indisoluble de la duda o la verdad de los seres humanos. Así Pedro Tercero García,
el cantautor con ideas izquierdistas irá aparar a un oscuro despacho totalitario
donde para nada le valdrá la guitarra que siempre le acompañó y que le dio la
celebridad en el corazón del pueblo, sin renunciar a su pasado terminará en el
exilio. Miguel, el revolucionario, será el eterno esperado por Alba, quien a su vez
significa el sacrificio, encarcelada por los militares, torturada en campos de
concentración; pero lo más importante es que Albaes la redención a través de la
escritura, de la palabra, es salvada por su abuelo, el anciano y desvalido senador
Trueba, un lejano aunque sólido indicio de la fundación de la tierra, en combinación
con Tránsito Soto, la antigua prostituta devenida nueva rica. Pero el personaje que
sostiene de una punta a la otra el equilibrio de la fábula se llama Clara,
clarividencia constante, horizonte latente, viva y extraordinariamente fantasmal,
referencia indiscutible al realismo mágico.
La c a sa d e lo s e sp íritus es una de las grandes novelas del siglo veinte, por su
sinceridad al traducir la complejidad de la vida en literatura, asociando
espiritualidad y filosofía, realidad política y poética.
A mi madre, mi abuela y las otras extraordinarias
mujeres de esta historia.

I. A.
¿Cuánto vive el hombre, por fin?
¿Vive mil años o uno solo?
¿Vive una semana o varios siglos?
¿Por cuánto tiempo muere el hombre?
¿Qué quiere decir para siempre?

PABLO NERUDA
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Rosa, la bella
Capítulo I

Barrabás llegó a la fam ilia por vía m arít im a, anot ó la niña Clara con su delicada
caligrafía. Ya ent onces t enía el hábit o de escribir las cosas im port ant es y m ás t arde,
cuando se quedó m uda, escribía t am bién las t rivialidades, sin sospechar que cincuent a
años después, sus cuadernos m e servirían para rescat ar la m em oria del pasado y para
sobrevivir a m i propio espant o. El día que llegó Barrabás era j ueves Sant o. Venía en
una j aula indigna, cubiert o de sus propios excrem ent os y orines, con una m irada
ext raviada de preso m iserable e indefenso, pero ya se adivinaba - por el port e real de
su cabeza y el t am año de su esquelet o- el gigant e legendario que llegó a ser. Aquél
era un día aburrido y ot oñal, que en nada presagiaba los acont ecim ient os que la niña
escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durant e la m isa de doce, en la
parroquia de San Sebast ián, a la cual asist ió con t oda su fam ilia. En señal de duelo, los
sant os est aban t apados con t rapos m orados, que las beat as desem polvaban
anualm ent e del ropero de la sacrist ía, y baj o las sábanas de lut o, la cort e celest ial
parecía un am asij o de m uebles esperando la m udanza, sin que las velas, el incienso o
los gem idos del órgano, pudieran cont rarrest ar ese lam ent able efect o. Se erguían
am enazant es bult os oscuros en el lugar de los sant os de cuerpo ent ero, con sus
rost ros idént icos de expresión const ipada, sus elaboradas pelucas de cabello de
m uert o, sus rubíes, sus perlas, sus esm eraldas de vidrio pint ado y sus vest uarios de
nobles florent inos. El único favorecido con el lut o era el pat rono de la iglesia, san
Sebast ián, porque en Sem ana Sant a le ahorraba a los fieles el espect áculo de su
cuerpo t orcido en una post ura indecent e, at ravesado por m edia docena de flechas,
chorreando sangre y lágrim as, com o un hom osexual sufrient e, cuyas llagas,
m ilagrosam ent e frescas gracias al pincel del padre Rest repo, hacían est rem ecer de
asco a Clara.
Era ésa una larga sem ana de penit encia y de ayuno, no se j ugaba baraj a, no se
t ocaba m úsica que incit ara a la luj uria o al olvido, y se observaba, dent ro de lo posible,
la m ayor t rist eza y cast idad, a pesar de que j ust am ent e en esos días, el aguij onazo del
dem onio t ent aba con m ayor insist encia la débil carne cat ólica. El ayuno consist ía en
suaves past eles de hoj aldre, sabrosos guisos de verdura, esponj osas t ort illas y grandes
quesos t raídos del cam po, con los que las fam ilias recordaban la Pasión del Señor,
cuidándose de no probar ni el m ás pequeño t rozo de carne o de pescado, baj o pena de
excom unión, com o insist ía el padre Rest repo. Nadie se habría at revido a
desobedecerle. El sacerdot e est aba provist o de un largo dedo incrim inador para
apunt ar a los pecadores en público y una lengua ent renada para alborot ar los
sent im ient os.
- ¡Tú, ladrón que has robado el dinero del cult o! - grit aba desde el púlpit o señalando
a un caballero que fingía afanarse en una pelusa de su solapa para no darle la cara- .
¡Tú, desvergonzada que t e prost it uyes en los m uelles! - y acusaba a doña Est er Trueba,
inválida debido a la art rit is y beat a de la Virgen del Carm en, que abría los oj os
sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni dónde quedaban los
m uelles- . ¡Arrepent íos, pecadores, inm unda carroña, indignos del sacrificio de Nuest ro
Señor! ¡Ayunad! ¡Haced penit encia!
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Llevado por el ent usiasm o de su celo vocacional, el sacerdot e debía cont enerse para
no ent rar en abiert a desobediencia con las inst rucciones de sus superiores
eclesiást icos, sacudidos por vient os de m odernism o, que se oponían al cilicio y a la
flagelación. Él era part idario de vencer las debilidades del alm a con una buena azot aina
de la carne. Era fam oso por su orat oria desenfrenada. Lo seguían sus fieles de
parroquia en parroquia, sudaban oyéndolo describir los t orm ent os de los pecadores en
el infierno, las carnes desgarradas por ingeniosas m áquinas de t ort ura, los fuegos
et ernos, los garfios que t raspasaban los m iem bros viriles, los asquerosos rept iles que
se int roducían por los orificios fem eninos y ot ros m últ iples suplicios que incorporaba en
cada serm ón para sem brar el t error de Dios. El m ism o Sat anás era descrit o hast a en
sus m ás ínt im as anom alías con el acent o de Galicia del sacerdot e, cuya m isión en est e
m undo era sacudir las conciencias de los indolent es criollos.
Severo del Valle era at eo y m asón, pero t enía am biciones polít icas y no podía darse
el luj o de falt ar a la m isa m ás concurrida cada dom ingo y fiest a de guardar, para que
t odos pudieran verlo. Su esposa Nívea prefería ent enderse con Dios sin int erm ediarios,
t enía profunda desconfianza de las sot anas y se aburría con las descripciones del cielo,
el purgat orio y el infierno, pero acom pañaba a su m arido en sus am biciones
parlam ent arias, en la esperanza de que si él ocupaba un puest o en el Congreso, ella
podría obt ener el vot o fem enino, por el cual luchaba desde hacía diez años, sin que sus
num erosos em barazos lograran desanim arla. Ese Jueves Sant o el padre Rest repo había
llevado a los oyent es al lím it e de su resist encia con sus visiones apocalípt icas y Nívea
em pezó a sent ir m areos. Se pregunt ó si no est aría nuevam ent e encint a. A pesar de los
lavados con vinagre y las esponj as con hiel, había dado a luz quince hij os, de los
cuales t odavía quedaban once vivos, y t enía razones para suponer que ya est aba
acom odándose en la m adurez, pues su hij a Clara, la m enor, t enía diez años. Parecía
que por fin había cedido el ím pet u de su asom brosa fert ilidad. Procuró at ribuir su
m alest ar al m om ent o del serm ón del padre Rest repo cuando la apunt ó para referirse a
los fariseos que pret endían legalizar a los bast ardos y al m at rim onio civil,
desart iculando a la fam ilia, la pat ria, la propiedad y la I glesia, dando a las m uj eres la
m ism a posición que a los hom bres, en abiert o desafío a la ley de Dios, que en ese
aspect o era m uy precisa. Nívea y Severo ocupaban, con sus hij os, t oda la t ercera
hilera de bancos. Clara est aba sent ada al lado de su m adre y ést a le apret aba la m ano
con im paciencia cuando el discurso del sacerdot e se ext endía dem asiado en los
pecados de la carne, porque sabía que eso inducía a la pequeña a visualizar
aberraciones que iban m ás allá de la realidad, com o era evident e por las pregunt as
que hacía y que nadie sabía cont est ar. Clara era m uy precoz y t enía la desbordant e
im aginación que heredaron t odas las m uj eres de su fam ilia por vía m at erna. La
t em perat ura de la iglesia había aum ent ado y el olor penet rant e de los cirios, el
incienso y la m ult it ud apiñada, cont ribuían a la fat iga de Nívea. Deseaba que la
cerem onia t erm inara de una vez, para regresar a su fresca casa, a sent arse en el
corredor de los helechos y saborear la j arra de horchat a que la Nana preparaba los
días de fiest a. Miró a sus hij os, los m enores est aban cansados, rígidos en su ropa de
dom ingo, y los m ayores com enzaban a dist raerse. Posó la vist a en Rosa, la m ayor de
sus hij as vivas, y, com o siem pre, se sorprendió. Su ext raña belleza t enía una cualidad
pert urbadora de la cual ni ella escapaba, parecía fabricada de un m at erial diferent e al
de la raza hum ana. Nívea supo que no era de est e m undo aun ant es que naciera,
porque la vio en sueños, por eso no le sorprendió que la com adrona diera un grit o al
verla. Al nacer, Rosa era blanca, lisa, sin arrugas, com o una m uñeca de loza, con el
cabello verde y los oj os am arillos, la criat ura m ás herm osa que había nacido en la
t ierra desde los t iem pos del pecado original,, com o dij o la com adrona sant iguándose.
Desde el prim er baño, la Nana le lavó el pelo con infusión de m anzanilla, lo cual t uvo la

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virt ud de m it igar el color, dándole una t onalidad de bronce viej o, y la ponía desnuda al
sol, para fort alecer su piel, que era t ranslúcida en las zonas m ás delicadas del vient re y
de las axilas, donde se adivinaban las venas y la t ext ura secret a de los m úsculos.
Aquellos t rucos de git ana, sin em bargo, no fueron suficient e y m uy pront o se corrió la
voz de que les había nacido un ángel. Nívea esperó que las ingrat as et apas del
crecim ient o ot orgarían a su hij a algunas im perfecciones, pero nada de eso ocurrió, por
el cont rario, a los dieciocho años Rosa no había engordado y no le habían salido
granos, sino que se había acent uado su gracia m arít im a. El t ono de su piel, con suaves
reflej os azulados, y el de su cabello, la lent it ud de sus m ovim ient os y su caráct er
silencioso, evocaban a un habit ant e del agua. Tenía algo de pez y si hubiera t enido una
cola escam ada habría sido claram ent e una sirena, pero sus dos piernas la colocaban en
un lím it e im preciso ent re la criat ura hum ana y el ser m it ológico. A pesar de t odo, la
j oven había hecho una vida casi norm al, t enía un novio y algún día se casaría, con lo
cual la responsabilidad de su herm osura pasaría a ot ras m anos. Rosa inclinó la cabeza
y un rayo se filt ró por los vit rales gót icos de la iglesia, dando un halo de luz a su perfil.
Algunas personas se dieron vuelt a para m irarla y cuchichearon, com o a m enudo
ocurría a su paso, pero Rosa no parecía darse cuent a de nada, era inm une a la vanidad
y ese día est aba m ás ausent e que de cost um bre, im aginando nuevas best ias para
bordar en su m ant el, m it ad páj aro y m it ad m am ífero, cubiert as con plum as iridiscent es
y provist as de cuernos y pezuñas, t an gordas y con alas t an breves, que desafiaban las
leyes de la biología y de la aerodinám ica. Rara vez pensaba en su novio, Est eban
Trueba, no por falt a de am or, sino a causa de su t em peram ent o olvidadizo y porque
dos años de separación son m ucha ausencia. Él est aba t rabaj ando en las m inas del
Nort e. Le escribía m et ódicam ent e y a veces Rosa le cont est aba enviando versos
copiados y dibuj os de flores en papel de pergam ino con t int a china. A t ravés de esa
correspondencia, que Nívea violaba en form a regular, se ent eró de los sobresalt os del
oficio de m inero, siem pre am enazado por derrum bes, persiguiendo vet as escurridizas,
pidiendo crédit os a cuent a de la buena suert e, confiando en que aparecería un
m aravilloso filón de oro que le perm it iría hacer una rápida fort una y regresar para
llevar a Rosa del brazo al alt ar, convirt iéndose así en el hom bre m ás feliz del universo,
com o decía siem pre al final de las cart as. Rosa, sin em bargo, no t enía prisa por
casarse y casi había olvidado el único beso que int ercam biaron al despedirse y
t am poco podía recordar el color de los oj os de ese novio t enaz. Por influencia de las
novelas rom ánt icas, que const it uían su única lect ura, le gust aba im aginarlo con bot as
de suela, la piel quem ada por los vient os del desiert o, escarbando la t ierra en busca de
t esoros de pirat as, doblones españoles y j oyas de los incas, y era inút il que Nívea
t rat ara de convencerla de que las riquezas de las m inas est aban m et idas en las
piedras, porque a Rosa le parecía im posible que Est eban Trueba recogiera t oneladas de
peñascos con la esperanza de que, al som et erlos a inicuos procesos crem at orios,
escupieran un gram o de oro. Ent ret ant o, lo aguardaba sin aburrirse, im pert urbable en
la gigant esca t area que se había im puest o: bordar el m ant el m ás grande del m undo.
Com enzó con perros, gat os y m ariposas, pero pront o la fant asía se apoderó de su
labor y fue apareciendo un paraíso de best ias im posibles que nacían de su aguj a ant e
los oj os preocupados de su padre. Severo consideraba que era t iem po de que su hij a
se sacudiera la m odorra y pusiera los pies en la realidad, que aprendiera algunos
oficios dom ést icos y se preparara para el m at rim onio, pero Nívea no com part ía esa
inquiet ud. Ella prefería no at orm ent ar a su hij a con exigencias t errenales, pues
present ía que Rosa era un ser celest ial, que no est aba hecho para durar m ucho t iem po
en el t ráfico grosero de est e m undo, por eso la dej aba en paz con sus hilos dé bordar y
no obj et aba aquel zoológico de pesadilla.

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Una barba del corsé de Nívea se quebró y la punt a se le clavó ent re las cost illas.
Sint ió que se ahogaba dent ro del vest ido de t erciopelo azul, el cuello de encaj e
dem asiado alt o, las m angas m uy est rechas, la cint ura t an aj ust ada, que cuando se
solt aba la faj a pasaba m edia hora con ret orcij ones de barriga hast a que las t ripas se le
acom odaban en su posición norm al. Lo habían discut ido a m enudo con sus am igas
sufragist as y habían llegado a la conclusión que m ient ras las m uj eres no se cort aran
las faldas y el pelo y no se quit aran los refaj os, daba igual que pudieran est udiar
m edicina o t uvieran derecho a vot o, porque de ningún m odo t endrían ánim o para
hacerlo, pero ella m ism a no t enía valor para ser de las prim eras en abandonar la
m oda. Not ó que la voz de Galicia había dej ado de m art illarle el cerebro. Se encont raba
en una de esas largas pausas del serm ón que el cura, conocedor del efect o de un
silencio incóm odo, em pleaba con frecuencia. Sus oj os ardient es aprovechaban esos
m om ent os para recorrer a los feligreses uno por uno. Nívea solt ó la m ano de su hij a
Clara y buscó un pañuelo en su m anga para secarse una got a que le resbalaba por el
cuello. El silencio se hizo denso, el t iem po pareció det enido en la iglesia, pero nadie se
at revió a t oser o a acom odar la post ura, para no at raer la at ención del padre Rest repo.
Sus últ im as frases t odavía vibraban ent re las colum nas.
Y en ese m om ent o, com o recordara años m ás t arde Nívea, en m edio de la ansiedad
y el silencio, se escuchó con t oda nit idez la voz de su pequeña Clara.
- ¡Pst ! ¡Padre Rest repo! Si el cuent o del infierno fuera pura m ent ira, nos chingam os
t odos...
El dedo índice del j esuit a, que ya est aba en el aire para señalar nuevos suplicios,
quedó suspendido com o un pararrayos sobre su cabeza. La gent e dej ó de respirar y los
que est aban cabeceando se reanim aron. Los esposos Del Valle fueron los prim eros en
reaccionar al sent ir que los invadía el pánico y al ver que sus hij os com enzaban a
agit arse nerviosos. Severo com prendió que debía act uar ant es que est allara la risa
colect iva o se desencadenara algún cat aclism o celest ial. Tom ó a su m uj er del brazo y a
Clara por el cuello y salió arrast rándolas a grandes zancadas, seguido por sus ot ros
hij os, que se precipit aron en t ropel hacia la puert a. Alcanzaron a salir ant es que el
sacerdot e pudiera invocar un rayo que los convirt iera en est at uas de sal, pero desde el
um bral escucharon su t errible voz de arcángel ofendido.
- ¡Endem oniada! ¡Soberbia endem oniada!
Esas palabras del padre Rest repo perm anecieron en la m em oria de la fam ilia con la
gravedad de un diagnóst ico y, en los años sucesivos, t uvieron ocasión de recordarlas a
m enudo. La única que no volvió a pensar en ellas fue la m ism a Clara, que se lim it ó a
anot arlas en su diario y luego las olvidó. Sus padres, en cam bio, no pudieron
ignorarlas, a pesar de que est aban de acuerdo en que la posesión dem oníaca y la
soberbia eran dos pecados dem asiado grandes para una niña t an pequeña. Tem ían a la
m aledicencia de la gent e y al fanat ism o del padre Rest repo. Hast a ese día, no habían
puest o nom bre a las excent ricidades de su hij a m enor ni las habían relacionado con
influencias sat ánicas. Las t om aban com o una caract eríst ica de la niña, com o la coj era
lo era de Luis o la belleza de Rosa. Los poderes m ent ales de Clara no m olest aban a
nadie y no producían m ayor desorden; se m anifest aban casi siem pre en asunt os de
poca im port ancia y en la est rict a int im idad del hogar. Algunas veces, a la hora de la
com ida, cuando est aban t odos reunidos en el gran com edor de la casa, sent ados en
est rict o orden de dignidad y gobierno, el salero com enzaba a vibrar y de pront o se
desplazaba por la m esa ent re las copas y plat os, sin que m ediara ninguna fuent e de
energía conocida ni t ruco de ilusionist a. Nívea daba un t irón a las t renzas de Clara y
con ese sist em a conseguía que su hij a abandonara su dist racción lunát ica y devolviera
la norm alidad al salero, que al punt o recuperaba su inm ovilidad. Los herm anos se

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habían organizado para que, en el caso de que hubiera visit as, el que est aba m ás cerca
det enía de un m anot azo lo que se est aba m oviendo sobre la m esa, ant es que los
ext raños se dieran cuent a y sufrieran un sobresalt o. La fam ilia cont inuaba com iendo
sin com ent arios. Tam bién se habían habit uado a los presagios de la herm ana m enor.
Ella anunciaba los t em blores con alguna ant icipación, lo que result aba m uy
convenient e en ese país de cat ást rofes, porque daba t iem po de poner a salvo la vaj illa
y dej ar al alcance de la m ano las pant uflas para salir arrancando en la noche. A los seis
años Clara predij o que el caballo iba a volt ear a Luis, pero ést e se negó a escucharla y
desde ent onces t enía una cadera desviada. Con el t iem po se le acort ó la pierna
izquierda y t uvo que usar un zapat o especial con una gran plat aform a que él m ism o se
fabricaba. En esa ocasión Nívea se inquiet ó, pero la Nana le devolvió la t ranquilidad
diciendo que hay m uchos niños que vuelan com o las m oscas, que adivinan los sueños
y hablan con las ánim as, pero a t odos se les pasa cuando pierden la inocencia.
- Ninguno llega a grande en ese est ado - explicó- . Espere que a la niña le venga la
dem ost ración y va a ver que se le quit a la m aña de andar m oviendo los m uebles y
anunciando desgracias.
Clara era la preferida de la Nana. La había ayudado a nacer y ella era la única que
com prendía realm ent e la nat uraleza est rafalaria de la niña. Cuando Clara salió del
vient re de su m adre, la Nana la acunó, la lavó y desde ese inst ant e am ó
desesperadam ent e a esa criat ura frágil, con los pulm ones llenos de flem a, siem pre al
borde de perder el alient o y ponerse m orada, que había t enido que revivir m uchas
veces con el calor de sus grandes pechos cuando le falt aba el aire, pues ella sabía que
ése era el único rem edio para el asm a, m ucho m ás efect ivo que los j arabes
aguardent osos del doct or Cuevas.
Ese Jueves Sant o, Severo se paseaba por la sala preocupado por el escándalo que
su hij a había desat ado en la m isa. Argum ent aba que sólo un fanát ico com o el padre
Rest repo podía creer en endem oniados en pleno siglo veint e, el siglo de las luces, de la
ciencia y la t écnica, en el cual el dem onio había quedado definit ivam ent e
desprest igiado. Nívea lo int errum pió para decir que no era ése el punt o. Lo grave era
que si las proezas de su hij a t rascendían las paredes de la casa y el cura em pezaba a
indagar, t odo el m undo iba a ent erarse.
- Va a em pezar a llegar la gent e para m irarla com o si fuera un fenóm eno - dij o Nívea.
- Y el Part ido Liberal se irá al caraj o - agregó Severo, que veía el daño que podía
hacer a su carrera polít ica t ener una hechizada en la fam ilia.
En eso est aban cuando llegó la Nana arrast rando sus alpargat as, con su frufrú de
enaguas alm idonadas, a anunciar que en el pat io había unos hom bres descargando a
un m uert o. Así era. Ent raron en un carro con cuat ro caballos, ocupando t odo el prim er
pat io, aplast ando las cam elias y ensuciando con bost a el relucient e em pedrado, en un
t orbellino de polvo, un piafar de caballos y un m aldecir de hom bres superst iciosos que
hacían gest os cont ra el m al de oj o. Traían el cadáver del t ío Marcos con t odo su
equipaj e. Dirigía aquel t um ult o un hom brecillo m elifluo, vest ido de negro, con levit a y
un som brero dem asiado grande, que inició un discurso solem ne para explicar las
circunst ancias del caso, pero fue brut alm ent e int errum pido por Nívea, que se lanzó
sobre el polvorient o at aúd que cont enía los rest os de su herm ano m ás querido. Nívea
grit aba que abrieran la t apa, para verlo con sus propios oj os. Ya le había t ocado
ent errarlo en una ocasión ant erior, y, por lo m ism o, le cabía la duda de que t am poco
esa vez fuera definit iva su m uert e. Sus grit os at raj eron a la m ult it ud de sirvient es de la
casa y a t odos los hij os, que acudieron corriendo al oír el nom bre de su t ío resonando
con lam ent os de duelo.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Hacía un par de años que Clara no veía a su t ío Marcos, pero lo recordaba m uy bien.
Era la única im agen perfect am ent e nít ida de su infancia y para evocarla no necesit aba
consult ar el daguerrot ipo del salón, donde aparecía vest ido de explorador, apoyado en
una escopet a de dos cañones de m odelo ant iguo, con el pie derecho sobre el cuello de
un t igre de Malasia, en la m ism a t riunfant e act it ud que ella había observado en la
Virgen del alt ar m ayor, pisando el dem onio vencido ent re nubes de yeso y ángeles
pálidos. A Clara le bast aba cerrar los oj os para ver a su t ío en carne y hueso, curt ido
por las inclem encias de t odos los clim as del planet a, flaco, con unos bigot es de
filibust ero, ent re los cuales asom aba su ext raña sonrisa de dient es de t iburón. Parecía
im posible que est uviera dent ro de ese caj ón negro en el cent ro del pat io.
En cada visit a que hizo Marcos al hogar de su herm ana Nívea, se quedó por varios
m eses, provocando el regocij o de los sobrinos, especialm ent e de Clara, y una t orm ent a
en la que el orden dom ést ico perdía su horizont e. La casa se at ochaba de baúles,
anim ales em balsam ados, lanzas de indios, bult os de m arinero. Por t odos lados la gent e
andaba t ropezando con sus bárt ulos inaudit os, aparecían bichos nunca vist os, que
habían hecho el viaj e desde t ierras rem ot as, para t erm inar aplast ados baj o la escoba
im placable de la Nana en cualquier rincón de la casa. Los m odales del t ío Marcos eran
los de un caníbal, com o decía Severo. Se pasaba la noche haciendo m ovim ient os
incom prensibles en la sala, que, m ás t arde se supo, eran ej ercicios dest inados a
perfeccionar el cont rol de la m ent e sobre el cuerpo y a m ej orar la digest ión. Hacía
experim ent os de alquim ia en la cocina, llenando t oda la casa con hum aredas fét idas y
arruinaba las ollas con sust ancias sólidas que no se podían desprender del fondo.
Mient ras los dem ás int ent aban dorm ir, arrast raba sus m alet as por los corredores,
ensayaba sonidos agudos con inst rum ent os salvaj es y enseñaba a hablar en español a
un loro cuya lengua m at erna era de origen am azónico. En el día dorm ía en una
ham aca que había t endido ent re dos colum nas del corredor, sin m ás abrigo que un
t aparrabos que ponía de pésim o hum or a Severo, pero que Nívea disculpaba porque
Marcos la había convencido de que así predicaba el Nazareno. Clara recordaba
perfect am ent e, a pesar de que ent onces era m uy pequeña, la prim era vez que su t ío
Marcos llegó a la casa de regreso de uno de sus viaj es. Se inst aló com o si fuera a
quedarse para siem pre. Al poco t iem po, aburrido de present arse en t ert ulias de
señorit as donde la dueña de la casa t ocaba el piano, j ugar al naipe y eludir los
aprem ios de t odos sus parient es para que sent ara cabeza y ent rara a t rabaj ar de
ayudant e en el bufet e de abogados de Severo del Valle, se com pró un organillo y salió
a recorrer las calles, con la int ención de seducir a su prim a Ant oniet a y, de paso,
alegrar al público con su m úsica de m anivela. La m áquina no era m ás que un caj ón
roñoso provist o de ruedas, pero él la pint ó con m ot ivos m arineros y le puso una falsa
chim enea de barco. Quedó con aspect o de cocina a carbón. El organillo t ocaba una
m archa m ilit ar y un vals alt ernadam ent e y ent re vuelt a y vuelt a de la m anivela, el loro,
que había aprendido el español, aunque t odavía guardaba su acent o ext ranj ero, at raía
a la concurrencia con grit os agudos. Tam bién sacaba con el pico unos papelit os de una
caj a para vender la suert e a los curiosos. Los papeles rosados, verdes y azules eran
t an ingeniosos, que siem pre apunt aban a los m ás secret os deseos del client e. Adem ás
de los papeles de la suert e, vendía pelot it as de aserrín para divert ir a los niños y
polvos cont ra la im pot encia, que com erciaba a m edia voz con los t ranseúnt es
afect ados por ese m al. La idea del organillo nació com o un últ im o y desesperado
recurso para at raer a la prim a Ant oniet a, después que le fallaron ot ras form as m ás
convencionales de cort ej arla. Pensó que ninguna m uj er en su sano j uicio podía
perm anecer im pasible ant e una serenat a de organillo. Eso fue lo que hizo. Se colocó
debaj o de su vent ana un at ardecer, a t ocar su m archa m ilit ar y su vals, en el m om ent o
en que ella t om aba el t é con un grupo de am igas. Ant oniet a no se dio por aludida

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La casa de l os espí r i tus
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hast a que el loro com enzó a llam arla por su nom bre de pila y ent onces se asom ó a la
vent ana. Su reacción no fue la que esperaba su enam orado. Sus am igas se encargaron
de repart ir la not icia por t odos los salones de la ciudad y, al día siguient e, la gent e
em pezó a pasear por las calles cént ricas en la esperanza de ver con sus propios oj os al
cuñado de Severo del Valle t ocando el organillo y vendiendo pelot it as de aserrín con un
loro apolillado, sim plem ent e por el placer de com probar que t am bién en las m ej ores
fam ilias había buenas razones para avergonzarse. Ant e el bochorno fam iliar, Marcos
t uvo que desist ir del organillo y elegir m ét odos m enos conspicuos para at raer a la
prim a Ant oniet a, pero no renunció a asediarla. De t odos m odos, al final no t uvo éxit o,
porque la j oven se casó de la noche a la m añana con un diplom át ico veint e años
m ayor, que se la llevó a vivir a un país t ropical cuyo nom bre nadie pudo recordar, pero
que sugería negrit ud, bananas y palm eras, donde ella consiguió sobreponerse al
recuerdo de aquel pret endient e que arruinó sus diecisiet e años con su m archa m ilit ar y
su vals. Marcos se hundió en la depresión durant e dos o t res días, al cabo de los cuales
anunció que j am ás se casaría y que se iba a dar la vuelt a al m undo. Vendió el organillo
a un ciego y dej ó el loro com o herencia a Clara, pero la Nana lo envenenó
secret am ent e con una sobredosis de aceit e de hígado de bacalao, porque no podía
soport ar su m irada luj uriosa, sus pulgas y sus grit os dest em plados ofreciendo papelit os
para la suert e, pelot as de aserrín y polvos para la im pot encia.
Ése fue el viaj e m ás largo de Marcos. Regresó con un cargam ent o de enorm es caj as
que se alm acenaron en el últ im o pat io, ent re el gallinero y la bodega de la leña, hast a
que t erm inó el invierno. Al despunt ar la prim avera, las hizo t rasladar al Parque de los
Desfiles, un descam pado enorm e donde se j unt aba el pueblo a ver m archar a los
m ilit ares durant e las Fiest as Pat rias, con el paso de ganso que habían copiado de los
prusianos. Al abrir las caj as, se vio que cont enían piezas suelt as de m adera, m et al y
t ela pint ada. Marcos pasó dos sem anas arm ando las part es de acuerdo a las
inst rucciones de un m anual en inglés, que descifró con su invencible im aginación y un
pequeño diccionario. Cuando el t rabaj o est uvo list o, result ó ser un páj aro de
dim ensiones prehist óricas, con un rost ro de águila furiosa pint ado en su part e
delant era, alas m ovibles y una hélice en el lom o. Causó conm oción. Las fam ilias de la
oligarquía olvidaron el organillo y Marcos se convirt ió en la novedad de la t em porada.
La gent e hacía paseos los dom ingos para ir a ver al páj aro y los vendedores de
chucherías y fot ógrafos am bulant es hicieron su agost o. Sin em bargo, al poco t iem po
com enzó a agot arse el int erés del público. Ent onces Marcos anunció que apenas se
despej ara el t iem po pensaba elevarse en el páj aro y cruzar la cordillera. La not icia se
regó en pocas horas y se convirt ió en el acont ecim ient o m ás com ent ado del año. La
m áquina yacía con la panza asent ada en t ierra firm e, pesada y t orpe, con m ás aspect o
de pat o herido, que de uno de esos m odernos aeroplanos que em pezaban a fabricarse
en Nort eam érica. Nada en su apariencia perm it ía suponer que podría m overse y m ucho
m enos encum brarse y at ravesar las m ont añas nevadas. Los periodist as y curiosos
acudieron en t ropel. Marcos sonreía inm ut able ant e la avalancha de pregunt as y
posaba para los fot ógrafos sin ofrecer ninguna explicación t écnica o cient ífica respect o
a la form a en que pensaba realizar su em presa. Hubo gent e que viaj ó de provincia
para ver el espect áculo. Cuarent a años después, su sobrino niet o Nicolás, a quien
Marcos no llegó a conocer, desent erró la iniciat iva de volar que siem pre est uvo
present e en los hom bres de su est irpe. Nicolás t uvo la idea de hacerlo con fines
com erciales, en una salchicha gigant esca rellena con aire calient e, que llevaría im preso
un aviso publicit ario de bebidas gaseosas. Pero, en los t iem pos en que Marcos anunció
su viaj e en aeroplano, nadie creía que ese invent o pudiera servir para algo út il. Él lo
hacía por espírit u avent urero. El día señalado para el vuelo am aneció nublado, pero
había t ant a expect ación, que Marcos no quiso aplazar la fecha. Se present ó

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

punt ualm ent e en el sit io y no dio ni una m irada al cielo que se cubría de grises
nubarrones. La m uchedum bre at ónit a, llenó t odas las calles adyacent es, se encaram ó
en los t echos y los balcones de las casas próxim as y se apret uj ó en el parque. Ninguna
concent ración polít ica pudo reunir a t ant a gent e hast a m edio siglo después, cuando el
prim er candidat o m arxist a aspiraba, por m edios t ot alm ent e dem ocrát icos, a ocupar el
sillón de los President es. Clara recordaría t oda su vida ese día de fiest a. La gent e se
vist ió de prim avera, adelant ándose un poco a la inauguración oficial de la t em porada,
los hom bres con t raj es de lino blanco y las dam as con los som breros de paj illa it aliana
que hicieron furor ese año. Desfilaron grupos de escolares con sus m aest ros, llevando
flores para el héroe. Marcos recibía las flores y brom eaba diciendo que esperaran que
se est rellara para llevarle flores al ent ierro. El obispo en persona, sin que nadie se lo
pidiera, apareció con dos t uriferarios a bendecir el páj aro y el orfeón de la gendarm ería
t ocó m úsica alegre y sin pret ensiones, para el gust o popular. La policía, a caballo y con
lanzas, t uvo dificult ad en m ant ener a la m ult it ud alej ada del cent ro del parque, donde
est aba Marcos, vest ido con una braga de m ecánico, con grandes ant eoj os de
aut om ovilist a y su cucalón de explorador. Para el vuelo llevaba, adem ás, su brúj ula, un
cat alej o y unos ext raños m apas de navegación aérea que él m ism o había t razado
basándose en las t eorías de Leonardo da Vinci y en los conocim ient os aust rales de los
incas. Cont ra t oda lógica, al segundo int ent o el páj aro se elevó sin cont rat iem pos y
hast a con ciert a elegancia, ent re los cruj idos de su esquelet o y los est ert ores de su
m ot or. Subió alet eando y se perdió ent re las nubes, despedido por una fanfarria de
aplausos, silbat os, pañuelos, banderas, redobles m usicales del orfeón y aspersiones de
agua bendit a. En t ierra quedó el com ent ario de la m aravillada concurrencia y de los
hom bres m ás inst ruidos, que int ent aron dar una explicación razonable al m ilagro. Clara
siguió m irando el cielo hast a m ucho después que su t ío se hizo invisible. Creyó
divisarlo diez m inut os m ás t arde, pero sólo era un gorrión pasaj ero. Después de t res
días, la euforia provocada por el prim er vuelo de aeroplano en el país, se desvaneció y
nadie volvió a acordarse del episodio, except o Clara, que ot eaba incansablem ent e las
alt uras.
A la sem ana sin t ener not icias del t ío volador, se supuso que había subido hast a
perderse en el espacio sideral y los m ás ignorant es especularon con la idea de que
llegaría a la luna. Severo det erm inó, con una m ezcla de t rist eza y de alivio, que su
cuñado se había caído con su m áquina en algún resquicio de la cordillera, donde nunca
sería encont rado. Nívea lloró desconsoladam ent e y prendió unas velas a san Ant onio,
pat rono de las cosas perdidas. Severo se opuso a la idea de m andar a decir algunas
m isas, porque no creía en ese recurso para ganar el cielo y m ucho m enos para volver
a la t ierra, y sost enía que las m isas y las m andas, así com o las indulgencias y el t ráfico
de est am pit as y escapularios, eran un negocio deshonest o. En vist a de eso, Nívea y la
Nana pusieron a t odos los niños a rezar a escondidas el rosario durant e nueve días.
Mient ras t ant o, grupos de exploradores y andinist as volunt arios lo buscaron
incansablem ent e por picos y quebradas de la cordillera, recorriendo uno por uno t odos
los vericuet os accesibles, hast a que por últ im o regresaron t riunfant es y ent regaron a la
fam ilia los rest os m ort ales en un negro y m odest o féret ro sellado. Ent erraron al
int répido viaj ero en un funeral grandioso. Su m uert e lo convirt ió en un héroe y su
nom bre est uvo varios días en los t it ulares de t odos los periódicos. La m ism a
m uchedum bre que se j unt ó para despedirlo el día que se elevó en el páj aro, desfiló
frent e a su at aúd. Toda la fam ilia lo lloró com o se m erecía, m enos Clara, que siguió
escrut ando el cielo con paciencia de ast rónom o. Una sem ana después del sepelio,
apareció en el um bral de la puert a de la casa de Nívea y Severo del Valle, el propio t ío
Marcos, de cuerpo present e, con una alegre sonrisa ent re sus bigot es de pirat a.
Gracias a los rosarios clandest inos de las m uj eres y los niños, com o él m ism o lo

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La casa de l os espí r i tus
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adm it ió, est aba vivo y en posesión de t odas sus facult ades, incluso la del buen hum or.
A pesar del noble origen de sus m apas aéreos, el vuelo había sido un fracaso, perdió el
aeroplano y t uvo que regresar a pie, pero no t raía ningún hueso rot o y m ant enía
int act o su espírit u avent urero. Est o consolidó para siem pre la devoción de la fam ilia
por san Ant onio y no sirvió de escarm ient o a las generaciones fut uras que t am bién
int ent aron volar con diferent es m edios. Legalm ent e, sin em bargo, Marcos era un
cadáver. Severo del Valle t uvo que poner t odo su conocim ient o de las leyes al servicio
de devolver la vida y la condición de ciudadano a su cuñado. Al abrir el at aúd, delant e
de las aut oridades correspondient es, se vio que habían ent errado una bolsa de arena.
Est e hecho m anchó el prest igio, hast a ent onces im polut o, de los exploradores y los
andinist as volunt arios: desde ese día fueron considerados poco m enos que
m alhechores.
La heroica resurrección de Marcos acabó por hacer olvidar a t odo el m undo el asunt o
del organillo. Volvieron a invit arlo a t odos los salones de la ciudad y, al m enos por un
t iem po, su nom bre se reivindicó. Marcos vivió en la casa de su herm ana por unos
m eses. Una noche se fue sin despedirse de nadie, dej ando sus baúles, sus libros, sus
arm as, sus bot as y t odos sus bárt ulos. Severo, y hast a la m ism a Nívea, respiraron
aliviados. Su últ im a visit a había durado dem asiado. Pero Clara se sint ió t an afect ada,
que pasó una sem ana cam inando sonám bula y chupándose el dedo. La niña, que
ent onces t enía siet e años, había aprendido a leer los libros de cuent os de su t ío y
est aba m ás cerca de él que ningún ot ro m iem bro de la fam ilia, debido a sus
habilidades adivinat orias. Marcos sost enía que la rara virt ud de su sobrina podía ser
una fuent e de ingresos y una buena oport unidad para desarrollar su propia
clarividencia. Tenía la t eoría de que est a condición est aba present e en t odos los seres
hum anos, especialm ent e en los de su fam ilia, y que si no funcionaba con eficiencia era
sólo por falt a de ent renam ient o. Com pró en el Mercado Persa una bola de vidrio que,
según él, t enía propiedades m ágicas y venía de Orient e, pero m ás t arde se supo que
era sólo un flot ador de bot e pesquero, la puso sobre un paño de t erciopelo negro y
anunció que podía ver la suert e, curar el m al de oj o, leer el pasado y m ej orar la
calidad de los sueños, t odo por cinco cent avos. Sus prim eros client es fueron las
sirvient as del vecindario. Una de ellas había sido acusada de ladrona, porque su
pat rona había ext raviado una sort ij a. La bola de vidrio indicó el lugar donde se
encont raba la j oya: había rodado debaj o de un ropero. Al día siguient e había una cola
en la puert a de la casa. Llegaron los cocheros, los com erciant es, los repart idores de
leche y agua y m ás t arde aparecieron discret am ent e algunos em pleados m unicipales y
señoras dist inguidas, que se deslizaban discret am ent e a lo largo de las paredes,
procurando no ser reconocidas. La client ela era recibida por la Nana, que los ordenaba
en la ant esala y cobraba los honorarios. Est e t rabaj o la m ant enía ocupada casi t odo el
día y llegó a absorberla t ant o, que descuidó sus labores en la cocina y la fam ilia
em pezó a quej arse de que lo único que había para la cena eran porot os añej os y dulce
de m em brillo. Marcos arregló la cochera con unos cort inaj es raídos que alguna vez
pert enecieron al salón, pero que el abandono y la vej ez habían convert ido en
polvorient as hilachas. Allí at endía al público con Clara. Los dos adivinos vest ían t únicas
«del color de los hom bres de la luz», com o llam aba Marcos al am arillo. La Nana t iñó
las t únicas con polvos de azafrán, haciéndolas hervir en la olla dest inada al m anj ar
blanco. Marcos llevaba, adem ás de la t única, un t urbant e am arrado en la cabeza y un
am ulet o egipcio colgando al cuello. Se había dej ado crecer la barba y el pelo y est aba
m ás delgado que nunca. Marcos y Clara result aban t ot alm ent e convincent es, sobre
t odo porque la niña no necesit aba m irar la bola de vidrio para adivinar lo que cada uno
quería oír. Lo soplaba al oído al t ío Marcos, quien t ransm it ía el m ensaj e al client e e
im provisaba los consej os que le parecían at inados. Así se propagó su fam a, porque los

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La casa de l os espí r i tus
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que llegaban al consult orio alicaídos y t rist es, salían llenos de esperanzas, los
enam orados que no eran correspondidos obt enían orient ación para cult ivar el corazón
indiferent e y los pobres se llevaban infalibles m art ingalas para apost ar en las carreras
del canódrom o. El negocio llegó a ser t an próspero, que la ant esala est aba siem pre
at iborrada de gent e y a la Nana em pezaron a darle vahídos de t ant o est ar parada. En
esa ocasión Severo no t uvo necesidad de int ervenir para ponerle fin a la iniciat iva
em presarial de su cuñado, porque los dos adivinos, al darse cuent a de que sus aciert os
podían m odificar el dest ino de la client ela, que seguía al pie de la let ra sus palabras, se
at em orizaron y decidieron que ése era un oficio de t ram posos. Abandonaron el oráculo
de la cochera y se repart ieron equit at ivam ent e las ganancias, aunque en realidad la
única que est aba int eresada en el aspect o m at erial del negocio era la Nana.
De t odos los herm anos Del Valle, Clara era la que t enía m ás resist encia e int erés
para escuchar los cuent os de su t ío. Podía repet ir cada uno, sabía de m em oria varias
palabras en dialect os de indios ext ranj eros, conocía sus cost um bres y podía describir la
form a en que se at raviesan t rozos de m adera en los labios y en los lóbulos de las
orej as, así com o los rit os de iniciación y los nom bres de las serpient es m ás venenosas
y sus ant ídot os. Su t ío era t an elocuent e, que la niña podía sent ir en su propia carne la
quem ant e m ordedura de las víboras, ver al rept il deslizarse sobre la alfom bra ent re las
pat as del arrim o de j acarandá y escuchar los grit os de las guacam ayas ent re las
cort inas del salón. Se acordaba sin vacilaciones del recorrido de Lope de Aguirre en su
búsqueda de El Dorado, de los nom bres im pronunciables de la flora y la fauna visit adas
o invent adas por su t ío m aravilloso, sabía de los lam as que t om an t é salado con grasa
de yac y podía describir con det alle a las opulent as nat ivas de la Polinesia, los
arrozales de la China o las blancas planicies de los países del Nort e, donde el hielo
et erno m at a a las best ias y a los hom bres que se dist raen, pet rificándolos en pocos
m inut os. Marcos t enía varios diarios de viaj e donde escribía sus recorridos y sus
im presiones así com o una colección de m apas y de libros de cuent os, de avent uras y
hast a de hadas, que guardaba dent ro de sus baúles en el cuart o de los cachivaches, al
fondo del t ercer pat io de la casa. De allí salieron para poblar los sueños de sus
descendient es hast a que fueron quem ados por error m edio siglo m ás t arde, en una
pira infam e.
De su últ im o viaj e, Marcos regresó en un at aúd. Había m uert o de una m ist eriosa
pest e africana que lo fue poniendo arrugado y am arillo com o un pergam ino. Al sent irse
enferm o em prendió el viaj e de vuelt a con la esperanza de que los cuidados de su
herm ana y la sabiduría del doct or Cuevas le devolverían la salud y la j uvent ud, pero no
resist ió los sesent a días de t ravesía en barco y a la alt ura de Guayaquil m urió
consum ido por la fiebre y delirando sobre m uj eres alm izcladas y t esoros escondidos. El
capit án del barco, un inglés de apellido Longfellow, est uvo a punt o de lanzarlo al m ar
envuelt o en una bandera, pero Marcos había hecho t ant os am igos y enam orado a
t ant as m uj eres a bordo del t ransat lánt ico, a pesar de su aspect o j ibarizado y su delirio,
que los pasaj eros se lo im pidieron y Longfellow t uvo que alm acenarlo, j unt o a las
verduras del cocinero chino, para preservarlo del calor y los m osquit os del t rópico,
hast a que el carpint ero de a bordo le im provisó un caj ón. En El Callao consiguieron un
féret ro apropiado y algunos días después el capit án, furioso por las m olest ias que ese
pasaj ero le había causado a la Com pañía de Navegación y a él personalm ent e, lo
descargó sin m iram ient os en el m uelle, ext rañado de que nadie se present ara a
reclam arlo ni a pagar los gast os ext raordinarios. Más t arde se ent eró de que el correo
en esas lat it udes no t enía la m ism a confiabilidad que en su lej ana I nglat erra y que sus
t elegram as se volat ilizaron por el cam ino. Afort unadam ent e para Longfellow, apareció
un abogado de la aduana que conocía a la fam ilia Del Valle y ofreció hacerse cargo del

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asunt o, m et iendo a Marcos y su com plej o equipaj e en un coche de flet e y llevándolo a


la capit al al único dom icilio fij o que se le conocía: la casa de su herm ana.
Para Clara ése habría sido uno de los m om ent os m ás dolorosos de su vida, si
Barrabás no hubiera llegado m ezclado con los bárt ulos de su t ío. I gnorando la
pert urbación que reinaba en el pat io, su inst int o la conduj o direct am ent e al rincón
donde habían t irado la j aula. Adent ro est aba Barrabás . Era un m ont ón de huesit os
cubiert os con un pelaj e de color indefinido, lleno de peladuras infect adas, un oj o
cerrado y el ot ro supurando legañas, inm óvil com o un cadáver en su propia porquería.
A pesar de su apariencia, la niña no t uvo dificult ad en ident ificarlo.
- ¡Un perrit o! - chilló.
Se hizo cargo del anim al. Lo sacó de la j aula, lo acunó en su pecho y con cuidados
de m isionera consiguió darle agua en el hocico hinchado y reseco. Nadie se había
preocupado de alim ent arlo desde que el capit án Longfellow, quien com o t odos los
ingleses t rat aba m ucho m ej or a los anim ales que a los hum anos, lo deposit ó con el
equipaj e en el m uelle. Mient ras el perro est uvo a bordo j unt o a su am o m oribundo, el
capit án lo alim ent ó con su propia m ano y lo paseó por la cubiert a, prodigándole t odas
las at enciones que le escat im ó a Marcos, pero una vez en t ierra firm e, fue t rat ado
com o part e del equipaj e. Clara se convirt ió en una m adre para el anim al, sin que nadie
le disput ara ese dudoso privilegio, y consiguió reanim arlo. Un par de días m ás t arde,
una vez que se calm ó la t em pest ad de la llegada del cadáver y del ent ierro del t ío
Marcos, Severo se fij ó en el bicho peludo que su hij a llevaba en los brazos.
- ¿Qué es eso? - pregunt ó.
- Barrabás - dij o Clara.
- Ent régueselo al j ardinero, para que se deshaga de él. Puede cont agiarnos alguna
enferm edad - ordenó Severo.
Pero Clara lo había adopt ado.
- Es m ío, papá. Si m e lo quit a, le j uro que dej o de respirar y m e m uero.
Se quedó en la casa. Al poco t iem po corría por t odas part es devorándose los flecos
de las cort inas, las alfom bras y las pat as de los m uebles. Se recuperó de su agonía con
gran rapidez y em pezó a crecer. Al bañarlo se supo que era negro, de cabeza
cuadrada, pat as m uy largas y pelo cort o. La Nana sugirió m ocharle la cola, para que
pareciera perro fino, pero Clara agarró un berrinche que degeneró en at aque de asm a
y nadie volvió a m encionar el asunt o. Barrabás se quedó con la cola ent era y con el
t iem po ést a llegó a t ener el largo de un palo de golf, provist a de m ovim ient os
incont rolables que barrían las porcelanas de las m esas y volcaban las lám paras. Era de
raza desconocida. No t enía nada en com ún con los perros que vagabundeaban por la
calle y m ucho m enos con las criat uras de pura raza que criaban algunas fam ilias
arist ocrát icas. El vet erinario no supo decir cuál era su origen y Clara supuso que
provenía de la China, porque gran part e del cont enido del equipaj e de su t ío eran
recuerdos de ese lej ano país. Tenía una ilim it ada capacidad de crecim ient o. A los seis
m eses era del t am año de una ovej a y al año de las proporciones de un pot rillo. La
fam ilia, desesperada, se pregunt aba hast a dónde crecería y com enzaron a dudar de
que fuera realm ent e un perro, especularon que podía t rat arse de un anim al exót ico
cazado por el t ío explorador en alguna región rem ot a del m undo y que t al vez en su
est ado prim it ivo era feroz. Nívea observaba sus pezuñas de cocodrilo y sus dient es
afilados y su corazón de m adre se est rem ecía pensando que la best ia podía arrancarle
la cabeza a un adult o de un t arascón y con m ayor razón a cualquiera de sus niños.
Pero Barrabás no daba m uest ras de ninguna ferocidad, por el cont rario. Tenía los
ret ozos de un gat it o. Dorm ía abrazado a Clara, dent ro de su cam a, con la cabeza en el
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Isabel Allende

alm ohadón de plum as y t apado hast a el cuello porque era friolent o, pero después,
cuando ya no cabía en la cam a, se t endía en el suelo a su lado, con su hocico de
caballo apoyado en la m ano de la niña. Nunca se lo vio ladrar ni gruñir. Era negro y
silencioso com o una pant era, le gust aban el j am ón y las frut as confit adas y cada vez
que había visit as y olvidaban encerrarlo, ent raba sigilosam ent e al com edor y daba una
vuelt a a la m esa ret irando con delicadeza sus bocadillos preferidos de los plat os sin
que ninguno de los com ensales se at reviera a im pedírselo. A pesar de su
m ansedum bre de doncella, Barrabás inspiraba t error. Los proveedores huían
precipit adam ent e cuando se asom aba a la calle y en una oport unidad su presencia
provocó pánico ent re las m uj eres que hacían fila frent e al carret ón que repart ía la
leche, espant ando al percherón de t iro, que salió dispararlo en m edio de un est ropicio
de cubos de leche desparram ados en el em pedrado. Severo t uvo que pagar t odos los
dest rozos y ordenó que el perro fuera am arrado en el pat io, pero Clara t uvo ot ra de
sus pat alet as y la decisión fue aplazada por t iem po indefinido. La fant asía popular y la
ignorancia respect o a su raza, at ribuyeron a Barrabás caract eríst icas m it ológicas.
Cont aban que siguió creciendo y que si no hubiera puest o fin a su exist encia la
brut alidad de un carnicero, habría llegado a t ener el t am año de un cam ello. La gent e lo
creía una cruza de perro con yegua, suponían que podían aparecerle alas, cuernos y un
alient o sulfuroso de dragón, com o las best ias que bordaba Rosa en su int erm inable
m ant el. La Nana, hart a de recoger porcelana rot a y oír los chism es de que se convert ía
en lobo las noches de luna llena, usó con él el m ism o sist em a que con el loro, pero la
sobredosis de aceit e de hígado de bacalao no lo m at ó; sino que le provocó una
cagant ina de cuat ro días que cubrió la casa de arriba abaj o y que ella m ism a t uvo que
lim piar.

Eran t iem pos difíciles. Yo t enía ent onces alrededor de veint icinco años, pero m e
parecía que m e quedaba poca vida por delant e para labrarm e un fut uro y t ener la
posición que deseaba. Trabaj aba com o un anim al y las pocas veces que m e sent aba a
descansar, obligado por el t edio de algún dom ingo, sent ía que est aba perdiendo
m om ent os preciosos y que cada m inut o de ocio era un siglo m ás lej os de Rosa. Vivía
en la m ina, en una casucha de t ablas con t echo de zinc, que m e fabriqué yo m ism o con
la ayuda de un par de peones. Era una sola pieza cuadrada donde acom odé m is
pert enencias, con un vent anuco en cada pared, para que circulara el aire bochornoso
del día, con post igos para cerrarlos en la noche, cuando corría el vient o glacial. Todo
m i m obiliario consist ía en una silla, un cat re de cam paña, una m esa rúst ica, una
m áquina de escribir y una pesada caj a fuert e que t uve que hacer llevar a lom o de m ula
a t ravés del desiert o, donde guardaba los j ornales de los m ineros, algunos docum ent os
y una bolsit a de lona donde brillaban los pequeños t rozos de oro que represent aban el
frut o de t ant o esfuerzo. No era cóm oda, pero yo est aba acost um brado a la
incom odidad. Nunca m e había bañado en agua calient e y los recuerdos que t enía de m i
niñez eran de frío, soledad y un et erno vacío en el est óm ago. Allí com í, dorm í y escribí
durant e dos años, sin m ás dist racción que unos cuant os libros m uchas veces leídos,
una rum a de periódicos at rasados, unos t ext os en inglés que m e sirvieron para
aprender los rudim ent os de esa m agnífica lengua, y una caj a con llave donde guardaba
la correspondencia que m ant enía con Rosa. Me había acost um brado a escribirle a
m áquina, con una copia que guardaba para m í y que ordenaba por fechas j unt o a las
pocas cart as que recibí de ella. Com ía el m ism o rancho que se cocinaba para los
m ineros y t enía prohibido que circulara licor en la m ina. Tam poco lo t enía en m i casa,
porque siem pre he pensado que la soledad y el aburrim ient o t erm inan por convert ir al
hom bre en alcohólico. Tal vez el recuerdo de m i padre, con el cuello desabot onado, la
corbat a floj a y m anchada, los oj os t urbios y el alient o pesado, con un vaso en la m ano,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

hicieron de m í un abst em io. No t engo buena cabeza para el t rago, m e em borracho con
facilidad. Descubrí eso a los dieciséis años y nunca lo he olvidado. Una vez m e
pregunt ó m i niet a cóm o pude vivir t ant o t iem po solo y t an lej os de la civilización. No lo
sé. Pero en realidad debe haber sido m ás fácil para m í que para ot ros, porque no soy
una persona sociable, no t engo m uchos am igos ni m e gust an las fiest as o el bochinche,
por el cont rario, m e sient o m ej or solo. Me cuest a m ucho int im ar con la gent e. En
aquella época t odavía no había vivido con una m uj er, así es que t am poco podía echar
de m enos lo que no conocía. No era enam oradizo, nunca lo he sido, soy de nat uraleza
fiel, a pesar de que bast a la som bra de un brazo, la curva de una cint ura, el quiebre de
una rodilla fem enina, para que m e vengan ideas a la cabeza aún hoy, cuando ya est oy
t an viej o que al verm e en el espej o no m e reconozco. Parezco un árbol t orcido. No
est oy t rat ando de j ust ificar m is pecados de j uvent ud con el cuent o de que no podía
cont rolar el ím pet u de m is deseos, ni m ucho m enos. A esa edad yo est aba
acost um brado a la relación sin fut uro con m uj eres de vida ligera, puest o que no t enía
posibilidad con ot ras. En m i generación hacíam os un dist ingo ent re las m uj eres
decent es y las ot ras y t am bién dividíam os a las decent es ent re propias y aj enas. No
había pensado en el am or ant es de conocer a Rosa y el rom ant icism o m e parecía
peligroso e inút il y si alguna vez m e gust ó alguna j ovencit a, no m e at reví a acercarm e
a ella por t em or a ser rechazado y al ridículo. He sido m uy orgulloso y por m i orgullo
he sufrido m ás que ot ros.
Ha pasado m ucho m ás de m edio siglo, pero aún t engo grabado en la m em oria el
m om ent o preciso en que Rosa, la bella, ent ró en m i vida, com o un ángel dist raído que
al pasar m e robó el alm a. I ba con la Nana y ot ra criat ura, probablem ent e alguna
herm ana m enor. Creo que llevaba un vest ido color lila, pero no est oy seguro, porque
no t engo oj o para la ropa de m uj er y porque era t an herm osa, que aunque llevara una
capa de arm iño, no habría podido fij arm e sino en su rost ro. Habit ualm ent e no ando
pendient e de las m uj eres, pero habría t enido que ser t arado para no ver esa aparición
que provocaba un t um ult o a su paso y congest ionaba el t ráfico, con ese increíble pelo
ver que le enm arcaba la cara com o un som brero de fant asía, su port e hada y esa
m anera de m overse com o si fuera volando. Pasó por delant e de m í sin verm e y
penet ró flot ando a la confit ería de la Plaza de Arm as. Me quedé en la calle,
est upefact o, m ient ras ella com praba caram elos de anís, eligiéndolos uno por uno, con
su risa de cascabeles, echándose unos a la boca y dando ot ros a su herm ana. No fui el
único hipnot izado, en pocos m inut os se form ó un corrillo de hom bres que at isbaban
por la vit rina. Ent onces reaccioné. No se m e ocurrió que est aba m uy lej os de ser el
pret endient e ideal para aquella j oven celest ial, puest o que no t enía fort una, dist aba de
ser buen m ozo y t enía por delant e un fut uro inciert o. ¡Y no la conocía! Pero est aba
deslum brado y decidí en ese m ism o m om ent o que era la única m uj er digna de ser m i
esposa y que si no podía t enerla, prefería el celibat o. La seguí t odo el cam ino de vuelt a
a su casa. Me subí en el m ism o t ranvía y m e sent é t ras ella, sin poder quit ar la vist a de
su nuca perfect a, su cuello redondo, sus hom bros suaves acariciados por los rizos
verdes que escapaban del peinado. No sent í el m ovim ient o del t ranvía, porque iba
com o en sueños. De pront o se deslizó por el pasillo, y al pasar por m i lado sus
sorprendent es pupilas de oro se det uvieron un inst ant e en las m ías. Debí m orir un
poco. No podía respirar y se m e det uvo el pulso. Cuando recuperé la com post ura, t uve
que salt ar a la vereda, con riesgo de rom perm e algún hueso, y correr en dirección a la
calle que ella había t om ado. Adiviné donde vivía al divisar una m ancha color lila que se
esfum aba t ras un port ón. Desde ese día m ont é guardia frent e a su casa, paseando la
cuadra com o perro huacho, espiando, sobornando al j ardinero, m et iendo conversación
a las sirvient as, hast a que conseguí hablar con la Nana y ella, sant a m uj er, se
com padeció de m í y acept ó hacerle llegar los billet es de am or, las flores y las

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

incont ables caj as de caram elos de anís con que int ent é ganar su corazón. Tam bién le
enviaba acróst icos. No sé versificar, pero había un librero español que era un genio
para la rim a, donde m andaba a hacer poem as, canciones, cualquier cosa cuya m at eria
prim a fuera la t int a y el papel. Mi herm ana Férula m e ayudó a acercarm e a la fam ilia
Del Valle, descubriendo rem ot os parent escos ent re nuest ros apellidos y buscando la
oport unidad de saludarnos a la salida de m isa. Así fue com o pude visit ar a Rosa. El día
que ent ré a su casa y la t uve al alcance de m i voz, no se m e ocurrió nada para decirle.
Me quedé m udo, con el som brero en la m ano y la boca abiert a, hast a que sus padres,
que conocían esos sínt om as, m e rescat aron. No sé qué pudo ver Rosa en m í, ni por
qué con el t iem po, m e acept ó por esposo. Llegué a ser su novio oficial sin t ener que
realizar ninguna proeza sobrenat ural, porque a pesar de su belleza inhum ana y sus
innum erables virt udes, Rosa no t enía pret endient es. Su m adre m e dio la explicación:
dij o que ningún hom bre se sent ía lo bast ant e fuert e com o para pasar la vida
defendiendo a Rosa de las apet encias de los dem ás. Muchos la habían rondado,
perdiendo la razón por ella, pero hast a que yo aparecí en el horizont e, no se había
decidido nadie. Su belleza at em orizaba, por eso la adm iraban de lej os, pero no se
acercaban. Yo t runca pensé en eso, en realidad. Mi problem a era que no t enía ni un
peso, pero m e sent ía capaz, por la fuerza del am or, de convert irm e en un hom bre rico.
Miré a m i alrededor buscando un cam ino rápido, dent ro de los lím it es de la honest idad
en que m e habían educado, y vi que para t riunfar necesit aba t ener padrinos, est udios
especiales o un capit al. No era suficient e t ener un apellido respet able. Supongo que si
hubiera t enido dinero para em pezar, habría apost ado al naipe o a los caballos, pero
com o no era el caso, t uve que pensar en t rabaj ar en algo que, aunque fuera
arriesgado, pudiera darm e fort una. Las m inas de oro y de plat a eran el sueño de los
avent ureros: podían hundirlos en la m iseria, m at arlos de t uberculosis o convert irlos en
hom bres poderosos. Era cuest ión de suert e. Obt uve la concesión de una m ina en el
Nort e con la ayuda del prest igio del apellido de m i m adre, que sirvió para que el banco
m e diera una fianza. Me hice firm e propósit o de sacarle hast a el últ im o gram o del
precioso m et al, aunque para ello t uviera que est ruj ar el cerro con m is propias m anos y
m oler las rocas a pat adas. Por Rosa est aba dispuest o a eso y m ucho m ás.

A fines del ot oño, cuando la fam ilia se había t ranquilizado respect o a las int enciones
del padre Rest repo, quien t uvo que apaciguar su vocación de inquisidor después que el
obispo en persona le advirt ió que dej ara en paz a la pequeña Clara del Valle, y cuando
t odos se habían resignado a la idea de que el t ío Marcos est aba realm ent e m uert o,
com enzaron a concret arse los planes polít icos de Severo. Había t rabaj ado durant e
años con ese fin. Fue un t riunfo para él cuando lo invit aron a present arse com o
candidat o del Part ido Liberal en las elecciones parlam ent arias, en represent ación de
una provincia del Sur donde nunca había est ado y t am poco podía ubicar fácilm ent e en
el m apa. El Part ido est aba m uy necesit ado de gent e y Severo m uy ansioso de ocupar
un escaño en el Congreso, de m odo que no t uvieron dificult ad en convencer a los
hum ildes elect ores del Sur, que nom braran a Severo com o su candidat o. La invit ación
fue apoyada por un cerdo asado, rosado y m onum ent al, que fue enviado por los
elect ores a la casa de la fam ilia Del Valle. I ba sobre una gran bandej a de m adera,
perfum ado y brillant e, con un perej il en el hocico y una zanahoria en el culo,
reposando en un lecho de t om at es. Tenía un cost urón en la panza y adent ro est aba
relleno con perdices, que a su vez est aban rellenas con ciruelas. Llegó acom pañado por
una garrafa que cont enía m edio galón del m ej or aguardient e del país. La idea de
convert irse en diput ado o, m ej or aún, en senador, era un sueño largam ent e acariciado
por Severo. Había ido llevando las cosas hast a esa m et a con un m inucioso t rabaj o de
cont act os, am ist ades, conciliábulos, apariciones públicas discret as pero eficaces, dinero
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La casa de l os espí r i tus
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y favores que hacía a las personas adecuadas en el m om ent o preciso. Aquella


provincia sureña, aunque rem ot a y desconocida, era lo que est aba esperando.
Lo del cerdo fue un m art es. El viernes, cuando ya del cerdo no quedaba m ás que los
pellej os y los huesos que roía Barrabás en el pat io, Clara anunció que habría ot ro
m uert o en la casa.
- Pero será un m uert o por equivocación - dij o.
El sábado pasó m ala noche y despert ó grit ando. La Nana le dio una infusión de t ilo y
nadie le hizo caso, porque est aban ocupados con los preparat ivos del viaj e del padre al
Sur y porque la bella Rosa am aneció con fiebre. Nívea ordenó que dej aran a Rosa en
cam a y el doct or Cuevas dij o que no era nada grave, que le dieran una lim onada t ibia
y bien azucarada, con un chorrillo de licor, para que sudara la calent ura. Severo fue a
ver a su hij a y la encont ró arrebolada y con los oj os brillant es, hundida en los encaj es
color m ant equilla de sus sábanas. Le llevó de regalo un carnet de baile y aut orizó a la
Nana para abrir la garrafa de aguardient e y echarle a la lim onada. Rosa se bebió la
lim onada, se arropó en su m ant illa de lana y se durm ió enseguida al lado de Clara, con
quien com part ía la habit ación.
En la m añana del dom ingo t rágico, la Nana se levant ó t em prano, com o siem pre.
Ant es de ir a m isa fue a la cocina a preparar el desayuno de la fam ilia. La cocina a leña
y carbón había quedado preparada desde el día ant erior y ella encendió el fogón en el
rescoldo de las brasas aún t ibias. Mient ras calent aba el agua y hervía la leche, fue
acom odando los plat os para llevarlos al com edor. Em pezó a cocinar la avena, a colar el
café, t ost ar el pan. Arregló dos bandej as, una para Nívea, que siem pre t om aba su
desayuno en la cam a, y ot ra para Rosa, que por est ar enferm a t enía derecho a lo
m ism o. Cubrió la bandej a de Rosa con una servillet a de lino bordado por las m onj as,
para que no se enfriara el café y no le ent raran m oscas, y se asom ó al pat io para ver
que Barrabás no est uviera cerca. Tenía el prurit o de asalt arla cuando ella pasaba con
el desayuno. Lo vio dist raído j ugando con una gallina y aprovechó para salir en su
largo viaj e por los pat ios y los corredores, desde la cocina, al fondo de la casa, hast a el
cuart o de las niñas, al ot ro ext rem o. Frent e a la puert a de Rosa vaciló, golpeada por la
fuerza del present im ient o. Ent ró sin anunciarse a la habit ación, com o era su
cost um bre, y al punt o not ó que olía a rosas, a pesar de que no era la época de esas
flores. Ent onces la Nana supo que había ocurrido una desgracia irreparable. Deposit ó
con cuidado la bandej a en la m esa de noche y cam inó lent am ent e hast a la vent ana.
Abrió las pesadas cort inas y el pálido sol de la m añana ent ró en el cuart o. Se volvió
acongoj ada y no le sorprendió ver sobre la cam a a Rosa m uert a, m ás bella que nunca,
con el pelo definit ivam ent e verde, la piel del t ono del m arfil nuevo y sus oj os am arillos
com o la m iel, abiert os. A los pies de la cam a est aba la pequeña Clara observando a su
herm ana. La Nana se arrodilló j unt o a la cam a, t om ó la m ano a Rosa y com enzó a
rezar. Siguió rezando hast a que se escuchó en t oda la casa un t errible lam ent o de
buque perdido. Fue la prim era y últ im a vez que Barrabás se hizo oír. Aulló a la m uert a
durant e t odo el día, hast a dest rozarle los nervios a los habit ant es de la casa y a los
vecinos, que acudieron at raídos por ese gem ido de naufragio.
Al doct or Cuevas le bast ó echar una m irada al cuerpo de Rosa para saber que la
m uert e se debió a algo m ucho m ás grave que una fiebre de m orondanga. Com enzó a
husm ear por t odos lados, inspeccionó la cocina, pasó los dedos por las cacerolas, abrió
los sacos de harina, las bolsas de azúcar, las caj as de frut as secas, revolvió t odo y dej ó
a su paso un desparram e de huracán. Hurgó en los caj ones de Rosa, int errogó a los
sirvient es uno por uno, acosó a la Nana hast a que la puso fuera de sí y finalm ent e sus
pesquisas lo conduj eron a la garrafa de aguardient e que requisó sin m iram ient os. No le
com unicó a nadie sus dudas, pero se llevó la bot ella a su laborat orio. Tres horas
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La casa de l os espí r i tus
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después est aba de regreso con una expresión de horror que t ransform aba su
rubicundo rost ro de fauno en una m áscara pálida que no le abandonó durant e t odo ese
t errible asunt o. Se dirigió a Severo, lo t om ó de un brazo y lo llevó apart e.
- En ese aguardient e había suficient e veneno com o para revent ar a un t oro - le dij o a
boca de j arro- . Pero para est ar seguro de que eso fue lo que m at ó a la niña, t engo que
hacer una aut opsia.
- ¿Quiere decir que la va a abrir? - gim ió Severo.
- No com plet am ent e. La cabeza no se la voy a t ocar, sólo el sist em a digest ivo
- explicó el doct or Cuevas.
Severo sufrió una fat iga.
A esa hora Nívea est aba agot ada de llorar, pero cuando se ent eró de que pensaban
llevarse a su hij a a la m orgue, recuperó de golpe la energía. Sólo se calm ó con el
j uram ent o de que se llevarían a Rosa direct am ent e de la casa al Cem ent erio Cat ólico.
Ent onces acept ó t om arse el láudano que le dio el m édico y se durm ió durant e veint e
horas.
Al anochecer, Severo dispuso los preparat ivos. Mandó a sus hij os a la cam a y
aut orizó a los sirvient es para ret irarse t em prano. A Clara, que est aba dem asiado
im presionada por lo que había sucedido, le perm it ió pasar esa noche en el cuart o de
ot ra herm ana. Después que t odas las luces se apagaron y la casa ent ró en reposo,
llegó el ayudant e del doct or Cuevas, un j oven esm irriado y m iope, que t art am udeaba
al hablar. Ayudaron a Severo a t ransport ar el cuerpo de Rosa a la cocina y lo colocaron
con delicadeza sobre el m árm ol donde la Nana am asaba el pan y picaba las verduras.
A pesar de la fort aleza de su caráct er, Severo no pudo resist ir el m om ent o en que
quit aron la cam isa de dorm ir a su hij a y apareció su esplendorosa desnudez de sirena.
Salió t rast abillando, borracho de dolor, y se desplom ó en el salón llorando com o una
criat ura. Tam bién el doct or Cuevas, que había vist o nacer a Rosa y la conocía com o la
palm a de su m ano, t uvo un sobresalt o al verla sin ropa. El j oven ayudant e, por su
part e, com enzó a j adear de im presión y siguió j adeando en los años siguient es cada
vez que recordaba la visión increíble de Rosa durm iendo desnuda sobre el m esón de la
cocina, con su largo pelo cayendo com o una cascada veget al hast a el suelo.
Mient ras ellos t rabaj aban en su t errible oficio, la Nana, aburrida de llorar y rezar, y
presint iendo que algo ext raño est aba ocurriendo en sus t errit orios del t ercer pat io, se
levant ó, se arropó con un chal y salió a recorrer la casa. Vio luz en la cocina, pero la
puert a y los post igos de las vent anas est aban cerrados. Siguió por los corredores
silenciosos y helados, cruzando los t res cuerpos de la casa, hast a llegar al salón. Por la
puert a ent reabiert a divisó a su pat rón que se paseaba por la habit ación con aire
desolado. El fuego de la chim enea se había ext inguido. La Nana ent ró.
- ¿Dónde est á la niña Rosa? - pregunt ó.
- El doct or Cuevas est á con ella, Nana. Quédat e aquí y t óm at e un t rago conm igo
- suplicó Severo.
La Nana se quedó de pie, con los brazos cruzados suj et ando el chal cont ra su pecho.
Severo le señaló el sofá y ella se aproxim ó con t im idez. Se sent ó a su lado. Era la
prim era vez que est aba t an cerca del pat rón desde que vivía en su casa. Severo sirvió
una copa de j erez para cada uno y se bebió la suya de un t rago. Hundió la cabeza
ent re sus dedos, m esándose los cabellos y m ascullando ent re dient es una
incom prensible y t rist e let anía. La Nana, que est aba sent ada rígidam ent e en la punt a
de la silla, se relaj ó al verlo llorar. Est iró su m ano áspera y con un gest o aut om át ico le
alisó el pelo con la m ism a caricia que durant e veint e años había em pleado para
consolarle a los hij os.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

El levant ó la vist a y observó el rost ro sin edad, los póm ulos indígenas, el m oño
negro, el am plio regazo donde había vist o hipar y dorm ir a codos sus descendient es y
sint ió que esa m uj er cálida y generosa com o la t ierra podía darle consuelo. Apoyó la
frent e en su falda, aspiró el suave olor de su delant al alm idonado y rom pió en sollozos
com o un niño, vert iendo t odas las lágrim as que había aguant ado en su vida de
hom bre. La Nana le rascó la espalda, le dio palm adit as de consuelo, le habló en la
m edia lengua que em pleaba para adorm ecer a los niños y le cant ó en un susurro sus
baladas cam pesinas, hast a que consiguió t ranquilizarlo. Perm anecieron sent ados m uy
j unt os, bebiendo j erez, llorando a int ervalos y rem em orando los t iem pos dichosos en
que Rosa corría por el j ardín sorprendiendo a las m ariposas con su belleza de fondo de
m ar.
En la cocina, el doct or Cuevas y su ayudant e prepararon sus siniest ros ut ensilios y
sus frascos m alolient es, se colocaron delant ales de hule, se enrollaron las m angas y
procedieron a hurgar en la int im idad de la bella Rosa, hast a com probar, sin lugar a
dudas, que la j oven había ingerido una dosis superlat iva de veneno para rat as.
- Est o est aba dest inado a Severo - concluyó el doct or lavándose las m anos en el
fregadero.
El ayudant e, dem asiado em ocionado por la herm osura de la m uert a, no se resignaba
a dej arla cosida com o un saco y sugirió acom odarla un poco. Ent onces se dieron
am bos a la t area de preservar el cuerpo con ungüent os y rellenarlo con em plast os de
em balsam ador. Trabaj aron hast a las cuat ro de la m adrugada, hora en la que el doct or
Cuevas se declaró vencido por el cansancio y la t rist eza y salió. En la cocina quedó
Rosa en m anos del ayudant e, que la lavó con una esponj a, quit ándole las m anchas de
sangre, le colocó su cam isa bordada para t apar el cost urón que t enía desde la
gargant a hast a el sexo y le acom odó el cabello. Después lim pió los vest igios de su
t rabaj o.
El doct or Cuevas encont ró en el salón a Severo acom pañado por la Nana, ebrios de
llant o y j erez.
- Est á list a- dij o- . Vam os a arreglarla un poco para que la vea su m adre.
Le explicó a Severo que sus sospechas eran fundadas y que en el est óm ago de su
hij a había encont rado la m ism a sust ancia m ort al que en el aguardient e regalado.
Ent onces Severo se acordó de la predicción de Clara y perdió el rest o de com post ura
que le quedaba, incapaz de resignarse a la idea de que su hij a había m uert o en su
lugar. Se desplom ó gim iendo que él era el culpable, por am bicioso y fanfarrón, que
nadie lo había m andado a m et erse en polít ica, que est aba m ucho m ej or cuando era un
sencillo abogado y padre dé fam ilia, que renunciaba en ese inst ant e y para siem pre a
la m aldit a candidat ura, al Part ido Liberal, a sus pom pas y sus obras, que esperaba que
ninguno de sus descendient es volviera a m ezclarse en polít ica, que ése era un negocio
de m at arifes y bandidos, hast a que el doct or Cuevas se apiadó y t erm inó de
em borracharlo. El j erez pudo m ás que la pena y la culpa. La Nana y el doct or se lo
llevaron en vilo al dorm it orio, lo desnudaron y lo m et ieron en su cam a. Después fueron
a la cocina, donde el ayudant e est aba t erm inando de acom odar a Rosa.
Nívea y Severo del Valle despert aron t arde en la m añana siguient e. Los parient es
habían decorado la casa para los rit os de la m uert e, las cort inas est aban cerradas y
adornadas con crespones negros y a lo largo de las paredes se alineaban las coronas
de flores y su arom a dulzón llenaba el aire. Habían hecho una capilla ardient e en el
com edor. Sobre la gran m esa, cubiert a con un paño negro de flecos dorados, est aba el
blanco at aúd con rem aches de plat a de Rosa. Doce cirios am arillos en candelabros de
bronce, ilum inaban a la j oven con un difuso resplandor. La habían vest ido con su t raj e
de novia y puest o la corona de azahares de cera que guardaba para el día de su boda.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

A m ediodía com enzó el desfile de fam iliares, am igos y conocidos a dar el pésam e y
acom pañar a los Del Valle en su duelo. Se present aron en la casa hast a sus m ás
encarnizados enem igos polít icos y a t odos Severo del Valle los observó fij am ent e,
procurando descubrir en cada par de oj os que veía, el secret o del asesino, pero en
t odos, incluso en el president e del Part ido Conservador, vio el m ism o pesar y la m ism a
inocencia.
Durant e el velorio, los caballeros circulaban por los salones y corredores de la casa,
com ent ando en voz baj a sus asunt os de negocios. Guardaban respet uoso silencio
cuando se aproxim aba alguien de la fam ilia. En el m om ent o de ent rar al com edor y
acercarse al at aúd para dar una últ im a m irada a Rosa, t odos se est rem ecían, porque
su belleza no había hecho m ás que aum ent ar en esas horas. Las señoras pasaban al
salón, donde ordenaron las sillas de la casa form ando un círculo. Allí había com odidad
para llorar a gust o, desahogando con el buen pret ext o de la m uert e aj ena, ot ras
t rist ezas propias. El llant o era copioso, pero digno y callado. Algunas m urm uraban
oraciones en voz baj a. Las em pleadas de la casa circulaban por los salones y los
corredores ofreciendo t azas de t é, copas de coñac, pañuelos lim pios para las m uj eres,
confit es caseros y pequeñas com presas em papadas en am oníaco, para las señoras que
sufrían m areos por el encierro, el olor de las velas y la pena. Todas las herm anas Del
Valle, m enos Clara, que era t odavía m uy j oven, est aban vest idas de negro riguroso,
sent adas alrededor de su m adre com o una ronda de cuervos. Nívea, que había llorado
t odas sus lágrim as, se m ant enía rígida sobre su silla, sin un suspiro, sin una palabra y
sin el alivio del am oníaco porque le daba alergia. Los visit ant es que llegaban, pasaban
a darle el pésam e. Algunos la besaban en am bas m ej illas, ot ros la abrazaban
est recham ent e por unos segundos, pero ella parecía no reconocer ni a los m ás ínt im os.
Había vist o m orir a ot ros hij os en la prim era infancia o al nacer, pero ninguno le
produj o la sensación de pérdida que t enía en ese m om ent o.
Cada herm ano despidió a Rosa con un beso en su frent e helada, m enos Clara, que
no quiso aproxim arse al com edor. No insist ieron, porque conocían su ext rem a
sensibilidad y su t endencia a cam inar sonám bula cuando se le alborot aba la
im aginación. Se quedó en el j ardín acurrucada al lado de Barrabás , negándose a
com er o a part icipar en el velorio. Sólo la Nana se fij ó en ella y t rat ó de consolarla,
pero Clara la rechazó.
A pesar de las precauciones que t om ó Severo para acallar las m urm uraciones, la
m uert e de Rosa fue un escándalo público. El doct or Cuevas ofreció, a quien quiso oírlo,
la explicación perfect am ent e razonable de la m uert e de la j oven, debida, según él, a
una neum onía fulm inant e. Pero se corrió la voz de que había sido envenenada por
error, en vez de su padre. Los asesinat os polít icos eran desconocidos en el país en
esos t iem pos y el veneno, en cualquier caso, era un recurso de m uj erzuelas, algo
desprest igiado y que no se usaba desde la época de la Colonia, porque incluso los
crím enes pasionales se resolvían cara a cara. Se elevó un clam or de prot est a por el
at ent ado y ant es que Severo pudiera evit arlo, salió la not icia publicada en un periódico
de la oposición, acusando veladam ent e a la oligarquía y añadiendo que los
conservadores eran capaces hast a de eso, porque no podían perdonar a Severo del
Valle que, a pesar de su clase social, se pasara al bando liberal. La policía t rat ó de
seguir la pist a a la garrafa de aguardient e, pero lo único que se aclaró fue que no t enía
el m ism o origen que el cerdo relleno con perdices y que los elect ores del Sur no t enían
nada que ver en el asunt o. La m ist eriosa garrafa fue encont rada por casualidad en la
puert a de servicio de la casa Del Valle el m ism o día y a la m ism a hora de la llegada del
cerdo asado. La cocinera supuso que era part e del m ism o regalo. Ni el celo de la
policía, ni las pesquisas que realizó Severo por su cuent a a t ravés de un det ect ive
privado, pudieron descubrir a los asesinos y la som bra de esa venganza pendient e ha
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

quedado present e en las generaciones post eriores. Ése fue el prim ero de m uchos act os
de violencia que m arcaron el dest ino de la fam ilia.

Me acuerdo perfect am ent e. Ése había sido un día m uy feliz para m í, porque había
aparecido una nueva vet a, la gorda y m aravillosa vet a que había perseguido durant e
t odo ese t iem po de sacrificio, de ausencia y de espera, y que podría represent ar la
riqueza que yo deseaba. Est aba seguro que en seis m eses t endría suficient e dinero
para casarm e y en un año podría em pezar a considerarm e un hom bre rico. Tuve
m ucha suert e porque, en el negocio de las m inas, eran m ás los que se arruinaban que
los que t riunfaban, com o est aba diciendo, escribiendo, a Rosa esa t arde, t an eufórico,
t an im pacient e, que se m e t rababan los dedos en la viej a m áquina y m e salían las
palabras pegadas. En eso est aba cuando oí los golpes en la puert a que m e cort aron la
inspiración para siem pre. Era un arriero con un par de m u,as, que t raía un t elegram a
del pueblo, enviado por m i herm ana Férula, anunciándom ela m uert e de Rosa.
Tuve que leer el t rozo de papel t res veces hast a com prender la m agnit ud de m i
desolación. La única idea que no se m e había ocurrido era que Rosa fuese m ort al. Sufrí
m ucho pensando que ella, aburrida de esperarm e, decidiera casarse con ot ro, o que
nunca aparecería el m aldit o filón que pusiera una fort una en m is m anos, o que se
desm oronara la m ina aplast ándom e com o una cucaracha. Cont em plé t odas esas
posibilidades y algunas m ás, pero nunca la m uert e de Rosa, a pesar de m i proverbial
pesim ism o, que m e hace siem pre esperar lo peor. Sent í que sin Rosa la vida no t enía
significado para m í. Me desinflé por dent ro, com o un globo pinchado, se m e fue t odo el
ent usiasm o. Me quedé sent ado en la silla m irando el desiert o por la vent ana, quién
sabe por cuánt o rat o, hast a que lent am ent e m e volvió el alm a al cuerpo. Mi prim era
reacción fue de ira. Arrem et í a golpes cont ra los débiles t abiques de m adera de la casa
hast a que m e sangraron, los nudillos, rom pí en m il pedazos las cart as, los dibuj os de
Rosa y las copias de las cart as m ías que había guardado, m et í apresuradam ent e en
m is m alet as m i ropa, m is papeles y la bolsit a de lona donde est aba el oro y luego fui a
buscar al capat az para ent regarle los j ornales de los t rabaj adores y las llaves de la
bodega. El arriero se ofreció para acom pañarm e hast a el t ren. Tuvim os que viaj ar una
buena part e de la noche a lom o de las best ias, con m ant as de Cast illa com o único
abrigo cont ra la cam anchaca, avanzando con lent it ud en aquellas int erm inables
soledades donde sólo el inst int o de m i guía garant izaba que llegaríam os a dest ino,
porque no había ningún punt o de referencia. La noche est aba clara y est rellada, sent ía
el frío t raspasándom e los huesos, agarrot ándom e las m anos, m et iéndosem e en el
alm a. I ba pensando en Rosa y deseando con una vehem encia irracional que no fuera
verdad su m uert e, pidiendo al cielo con desesperación que t odo fuera un error o que,
reanim ada por la fuerza de m i am or, recuperara la vida y se levant ara de su lecho de
m uert e, com o Lázaro. I ba llorando por dent ro, hundido en m i pena y en el hielo de la
noche, escupiendo blasfem ias cont ra la m ula que andaba t an despacio, cont ra Férula,
port adora de desgracias, cont ra Rosa por haberse m uert o y cont ra Dios por haberlo
perm it ido, hast a que em pezó a aclarar el horizont e y vi desaparecer las est rellas y
surgir los prim eros colores del alba, t iñendo de roj o y naranj a el paisaj e del Nort e y,
con la luz, m e volvió algo de cordura. Em pecé a resignarm e a m i desgracia y a pedir,
no ya que resucit ara, sino t an sólo que yo alcanzara a llegar a t iem po para verla ant es
que la ent erraran. Apuram os el t ranco y una hora m ás t arde el arriero se despidió de
m í en la m inúscula est ación por donde pasaba el t ren de t rocha angost a que unía al
m undo civilizado con ese desiert o donde pasé dos años.
Viaj é m ás de t reint a horas sin det enerm e ni para com er, olvidado hast a de la sed,
pero conseguí llegar a la casa de la fam ilia Del Valle ant es del funeral. Dicen que ent ré
a la casa cubiert o de polvo, sin som brero, sucio y barbudo, sedient o y furioso,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

pregunt ando a grit os por m i novia. La pequeña Clara, que ent onces era apenas una
niña flaca y fea, m e salió al encuent ro cuando ent ré al pat io, m e t om ó de la m ano y
m e conduj o en silencio al com edor. Allí est aba Rosa ent re blancos pliegues de raso
blanco en su blanco at aúd, que a los t res días de fallecida se conservaba int act a y era
m il veces m ás bella de lo que yo recordaba, porque Rosa en la m uert e se había
t ransform ado sut ilm ent e en la sirena que siem pre fue en secret o.
- ¡Maldit a sea! ¡Se m e fue de las m anos! - dicen que dij e, grit é, cayendo de rodillas a
su lado, escandalizando a los deudos, porque no podía nadie com prender m i
frust ración por haber pasado dos años rascando la t ierra para hacerm e rico, con el
único propósit o de llevar algún día a esa j oven al alt ar y la m uert e m e la había birlado.
Mom ent os después llegó la carroza, un coche enorm e, negro y relucient e, t irado por
seis corceles em penachados, com o se usaba ent onces, y conducida por dos cocheros
de librea. Salió de la casa a m edia t arde, baj o una t enue llovizna, seguida por una
procesión de coches que llevaban a los parient es, a los am igos y a las coronas de
flores. Por cost um bre, las m uj eres y los niños no asist ían a los ent ierros, ése era un
oficio de hom bres, pero Clara consiguió m ezclarse a últ im a hora con el cort ej o, para
acom pañar a su herm ana Rosa. Sent í su m anit a enguant ada aferrada a la m ía y
durant e t odo el t rayect o la t uve a m i lado, pequeña som bra silenciosa que rem ovía una
t ernura desconocida en m i alm a. En ese m om ent o yo t am poco m e di cuent a que Clara
no había dicho ni una palabra en dos días y pasarían t res m ás ant es de que la fam ilia
se alarm ara por su silencio.
Severo del Valle y sus hij os m ayores llevaron en andas el at aúd blanco con
rem aches de plat a de Rosa y ellos m ism os lo colocaron en el nicho abiert o del
m ausoleo. I ban de lut o, silenciosos y sin lágrim as, com o corresponde a las norm as de
t rist eza en un país habit uado a la dignidad del dolor. Después que se cerraron las rej as
de la t um ba y se ret iraron los deudos, los am igos y los sepult ureros, m e quedé allí,
parado ent re las flores que escaparon a las com ilonas de Barrabás y acom pañaron a
Rosa al cem ent erio. Debo de haber parecido un oscuro páj aro de invierno, con el
faldón de la chaquet a bailando en la brisa, alt o y flaco, com o era yo ent onces, ant es
que se cum pliera la m aldición de Férula y em pezara a achicarm e. El cielo est aba gris y
am enazaba lluvia, supongo que hacía frío, pero creo que no lo sent ía, porque la rabia
m e est aba consum iendo. No podía despegar los oj os del pequeño rect ángulo de
m árm ol donde habían grabado el nom bre de Rosa, la bella, y las fechas que lim it aban
su cort o paso por est e m undo, con alt as let ras gót icas. Pensaba que había perdido dos
años soñando con Rosa, t rabaj ando para Rosa, escribiendo a Rosa, deseando a Rosa y
que al final ni siquiera t endría el consuelo de ser ent errado a su lado. Medit é en los
años que m e falt aban por vivir y llegué a la conclusión de que sin ella no valían la
pena, porque nunca encont raría, en t odo el universo, ot ra m uj er con su pelo verde y
su herm osura m arina. Si m e hubieran dicho que iba a vivir m ás de novent a años, m e
habría pegado un balazo.
No oí los pasos del guardián del cem ent erio que se m e acercó por det rás. Por eso
m e sorprendí cuando m e t ocó el hom bro.
- ¿Cóm o se at reve a t ocarm e? - rugí.
Ret rocedió asust ado, pobre hom bre. Algunas got as de lluvia m oj aron t rist em ent e las
flores de los m uert os.
- Disculpe, caballero, son las seis y t engo que cerrar - creo que m e dij o.
Trat ó de explicarm e que el reglam ent o prohibía a las personas aj enas al personal
perm anecer en el recint o después de la puest a del sol, pero no lo dej é t erm inar, puse
unos billet es en su m ano y lo em puj é para que se fuera y m e dej ara en paz. Lo vi

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

alej arse m irándom e por encim a del hom bro. Debe de haber pensado que yo era un
loco, uno de esos dem ent es necrofílicos que a veces rondan los cem ent erios.
Fue una larga noche, t al vez la m ás larga de m i vida. La pasé sent ado j unt o a la
t um ba de Rosa, hablando con ella, acom pañándola en la prim era part e de su viaj e al
Más Allá, cuando es m ás difícil desprenderse de la t ierra y se necesit a el am or de los
que quedan vivos, para irse al m enos con el consuelo de haber sem brado algo en el
corazón aj eno. Recordaba su rost ro perfect o y m aldecía m i suert e. Reproché a Rosa los
años que pasé m et ido en un hoyo en la m ina, soñando con ella. No le dij e que no
había vist o m ás m uj eres, en t odo ese t iem po, que unas m iserables prost it ut as
envej ecidas y gast adas, que servían a t odo el cam pam ent o con m ás buena volunt ad
que m érit o. Pero sí le dij e que había vivido ent re hom bres t oscos y sin ley, com iendo
garbanzos y bebiendo agua verde, lej os de la civilización, pensando en ella noche y
día, llevando en el alm a su im agen com o un est andart e que m e daba fuerzas para
seguir picot eando la m ont aña, aunque se perdiera la vet a, enferm o del est óm ago la
m ayor part e del año, helado de frío en las noches y alucinado por el calor del día, t odo
eso con el único fin de casarm e con ella, pero va y se m e m uere a t raición, ant es que
pudiera cum plir m is sueños, dej ándom e una incurable desolación. Le dij e que se había
burlado de m í, le saqué la cuent a de que nunca habíam os est ado com plet am ent e
solos, que la había podido besar una sola vez. Había t enido que t ej er el am or con
recuerdos y deseos aprem iant es, pero im posibles de sat isfacer, con cart as at rasadas y
dest eñidas que no podían reflej ar la pasión de m is sent im ient os ni el dolor de su
ausencia, porque no t engo facilidad para el género epist olar y m ucho m enos para
escribir sobre m is em ociones. Le dij e que esos años en la m ina eran una irrem ediable
pérdida, que si yo hubiera sabido que iba a durar t an poco en est e m undo, habría
robado el dinero necesario para casarm e con ella y const ruir un palacio alhaj ado con
t esoros del fondo del m ar: corales, perlas, nácar, donde la habría m ant enido
secuest rada y donde sólo yo t uviera acceso. La habría am ado inint errum pidam ent e por
un t iem po casi infinit o, porque est aba seguro que si hubiera est ado conm igo, no habría
bebido el veneno dest inado a su padre y habría durado m il años. Le hablé de las
caricias que le t enía reservadas, los regalos con que iba a sorprenderla, la form a com o
la hubiera enam orado y hecho feliz. Le dij e; en resum en, t odas las locuras que nunca
le hubiera dicho si pudiera oírm e y que nunca he vuelt o a decir a ninguna m uj er.
Esa noche creí que había perdido para siem pre la capacidad de enam orarm e, que
nunca m ás podría reírm e ni perseguir una ilusión. Pero nunca m ás es m ucho t iem po.
Así he podido com probarlo en est a larga vida.
Tuve la visión de la rabia creciendo dent ro de m í com o un t um or m aligno,
ensuciando las m ej ores horas de m i exist encia, incapacit ándom e para la t ernura o la
clem encia. Pero, por encim a de la confusión y la ira, el sent im ient o m ás fuert e que
recuerdo haber t enido esa noche, fue el deseo frust rado, porque j am ás podría cum plir
el anhelo de recorrer a Rosa con las m anos, de penet rar sus secret os, de solt ar el
verde m anant ial de su cabello y hundirm e en sus aguas m ás profundas. Evoqué con
desesperación la últ im a im agen que t enía de ella, recort ada ent re los pliegues de raso
de su at aúd virginal, con sus azahares de novia coronando su cabeza y un rosario
ent re los dedos. No sabía que así m ism o, con los azahares y el rosario, volvería a verla
por un inst ant e fugaz m uchos años m ás t arde.
Con las prim eras luces del am anecer volvió el guardián. Debe haber sent ido lást im a
por ese loco sem icongelado, que había pasado la noche ent re los lívidos fant asm as del
cem ent erio. Me t endió su cant im plora.
- Té calient e. Tom e un poco, señor - m e ofreció.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Pero lo rechacé con un m anot azo y m e alej é m aldiciendo, a grandes zancadas


rabiosas, ent re las hileras de t um bas y cipreses.

La noche que el doct or Cuevas y su ayudant e dest riparon el cadáver de Rosa en la


cocina para encont rar la causa de su m uert e, Clara est aba en su cam a con los oj os
abiert os, t em blando en la oscuridad. Tenía la t errible duda de que su herm ana había
m uert o porque ella lo había dicho. Creía que así com o la fuerza de su m ent e podía
m over el salero, igualm ent e podía ser la causa de las m uert es, de los t em blores de
t ierra y ot ras desgracias m ayores. En vano le había explicado su m adre que ella no
podía provocar los acont ecim ient os, sólo verlos con alguna ant icipación. Se sent ía
desolada y culpable y se le ocurrió que si pudiera est ar con Rosa, se sent iría m ej or. Se
levant ó descalza, en cam isa, y se fue al dorm it orio que había com part ido con su
herm ana m ayor, pero no la encont ró en su cam a, donde la había vist o por últ im a vez.
Salió a buscarla por la casa. Todo est aba oscuro y silencioso. Su m adre dorm ía
drogada por el doct or Cuevas y sus herm anos y los sirvient es se habían ret irado
t em prano a sus habit aciones. Recorrió los salones, deslizándose pegada a los m uros,
asust ada y helada. Los m uebles pesados, las gruesas cort inas drapeadas, los cuadros
de las paredes, el papel t apiz con sus flores pint adas sobre t ela oscura, las lám paras
apagadas oscilando en los t echos y las m at as de helecho sobre sus colum nas de loza,
le parecieron am enazant es. Not ó que en el salón brillaba algo de luz por una rendij a
debaj o de la puert a y est uvo a punt o de ent rar, pero t em ió encont rar a su padre y que
la m andara de regreso a la cam a. Se dirigió ent onces a la cocina, pensando que en el
pecho de la Nana hallaría consuelo. Cruzó el pat io principal, ent re las cam elias y los
naranj os enanos, at ravesó los salones del segundo cuerpo de la casa y los som bríos
corredores abiert os donde las t enues luces de los faroles a gas quedaban encendidas
t oda la noche, para salir arrancando en los t em blores y para espant ar a los
m urciélagos y ot ros bichos noct urnos, y llegó al t ercer pat io, donde est aban las
dependencias de servicio y las cocinas. Allí la casa perdía su señorial prest ancia y
em pezaba el desorden de las perreras, los gallineros y los cuart os de los sirvient es.
Más allá est aba la caballeriza, donde se guardaban los viej os caballos que Nívea
t odavía usaba, a pesar de que Severo del Valle había sido uno de los prim eros en
com prar un aut om óvil. La puert a y los post igos de la cocina y el repost ero est aban
cerrados. El inst int o advirt ió a Clara que algo anorm al est aba ocurriendo adent ro, t rat ó
de asom arse, pero su nariz no llegaba al alféizar de la vent ana, t uvo que arrast rar un
caj ón y acercarlo al m uro, se t repó y pudo m irar por un hueco ent re el post igo de
m adera y el m arco de la vent ana que la hum edad y el t iem po habían deform ado. Y
ent onces vio el int erior.
El doct or Cuevas, ese hom bronazo bonachón y dulce, de am plia barba y vient re
opulent o, que la ayudó a nacer y que la at endió en t odas sus pequeñas enferm edades
de la niñez y sus at aques de asm a, se había t ransform ado en un vam piro gordo y
oscuro com o los de las ilust raciones de los libros de su t ío Marcos. Est aba inclinado
sobre el m ost rador donde la Nana preparaba la com ida. A su lado había un j oven
desconocido, pálido com o la luna, con la cam isa m anchada de sangre y los oj os
perdidos de am or. Vio las piernas blanquísim as de su herm ana y sus pies desnudos.
Clara com enzó a t em blar. En ese m om ent o el doct or Cuevas se apart ó y ella pudo ver
el horrendo espect áculo de Rosa acost ada sobre el m árm ol, abiert a en canal por un
t aj o profundo, con los int est inos puest os a su lado, dent ro de la fuent e de la ensalada.
Rosa t enía la cabeza t orcida en dirección a la vent ana donde ella est aba espiando, su
larguísim o pelo verde colgaba com o un helecho desde el m esón hast a las baldosas del
suelo, m anchadas de roj o. Tenía los oj os cerrados, pero la niña, por efect o de las
som bras, la dist ancia o la im aginación, creyó ver una expresión suplicant e y hum illada.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Clara, inm óvil sobre el caj ón, no pudo dej ar de m irar hast a el final. Se quedó
at isbando por la rendij a m ucho rat o, helándose sin darse cuent a, hast a que los dos
hom bres t erm inaron de vaciar a Rosa, de inyect arle líquido por las venas y bañarla por
dent ro y por fuera con vinagre arom át ico y esencia de espliego. Se quedó hast a que la
rellenaron con em plast os de em balsam ador y la cosieron con una aguj a curva de
colchonero. Se quedó hast a que el doct or Cuevas se lavó en el fregadero y se enj ugó
las lágrim as, m ient ras el ot ro lim piaba la sangre y las vísceras. Se quedó hast a que el
m édico salió poniéndose su chaquet a negra con un gest o de m ort al t rist eza. Se quedó
hast a que el j oven desconocido besó a Rosa en los labios, en el cuello, en los senos,
ent re las piernas, la lavó con una esponj a, le puso su cam isa bordada y le acom odó el
pelo, j adeando. Se quedó hast a que llegaron la Nana y el doct or Cuevas y hast a que la
vist ieron con su t raj e blanco y le pusieron la corona de azahares que t enía guardados
en papel de seda para el día de su boda. Se quedó hast a que el ayudant e la cargó en
los brazos con la m ism a conm ovedora t ernura con que la hubiera levant ado para
cruzar por prim era vez el um bral de su casa si hubiera sido su novia. Y no pudo
m overse hast a que aparecieron las prim eras luces. Ent onces se deslizó hast a su cam a,
sint iendo por dent ro t odo el silencio del m undo. El silencio la ocupó ent eram ent e y no
volvió a hablar hast a nueve años después, cuando sacó la voz para anunciar que se iba
a casar.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Las Tres Marías


Capítulo II

En el com edor de su casa, ent re m uebles ant icuados y m alt rechos que en un pasado
lej ano fueron buenas piezas vict orianas, Est eban Trueba cenaba con su herm ana
Férula la m ism a sopa grasient a de t odos los días y el m ism o pescado desabrido de
t odos los viernes. Eran servidos por la em pleada que los había at endido t oda la vida,
en la t radición de esclavos a sueldo de ent onces. La viej a m uj er iba y venía ent re la
cocina y el com edor, agachada y m edio ciega, pero t odavía enérgica, llevando y
t rayendo las fuent es con solem nidad. Doña Est er Trueba no acom pañaba a sus hij os en
la m esa. Pasaba las m añanas inm óvil en su silla m irando por la vent ana el quehacer de
la calle y viendo cóm o el t ranscurso de los años iba det eriorando el barrio que en su
j uvent ud fue dist inguido. Después del alm uerzo la t rasladaban a su cam a,
acom odándola para que pudiera est ar m edio sent ada, única posición que le perm it ía la
art rit is, sin m ás com pañía que las lect uras piadosas de sus librit os píos de vidas y
m ilagros de los sant os. Allí perm anecía hast a el día siguient e, en que volvía a repet irse
la m ism a rut ina. Su única salida a la calle era para asist ir a la m isa del dom ingo en la
iglesia de San Sebast ián, a dos cuadras de la casa, donde la llevaban Férula y la
em pleada en su silla de ruedas.
Est eban t erm inó de escarbar la carne blancuzca del pescado ent re la m araña de
espinas y dej ó los cubiert os en el plat o. Se sent aba rígidam ent e, igual com o cam inaba,
m uy erguido, con la cabeza ligeram ent e inclinada hacia at rás y un poco ladeada,
m irando de reoj o, con una m ezcla de alt anería, desconfianza y m iopía. Ese gest o
habría sido desagradable si sus oj os no hubieran sido sorprendent em ent e dulces y
claros. Su post ura, t an t iesa, era m ás propia de un hom bre grueso y baj o que quisiera
aparecer m ás alt o, pero él m edía un m et ro ochent a y era m uy delgado. Todas las
líneas de su cuerpo eran vert icales y ascendent es, desde su afilada nariz aguileña y
sus cej as en punt a, hast a la alt a frent e coronada por una m elena de león que peinaba
hacia at rás. Era de huesos largos y m anos de dedos espat ulados. Cam inaba a grandes
t rancos, se m ovía con energía y parecía m uy fuert e, sin carecer, sin em bargo, de
ciert a gracia en los gest os. Tenía un rost ro m uy arm onioso, a pesar del gest o adust o y
som brío y su frecuent e expresión de m al hum or. Su rasgo predom inant e era el m al
genio y la t endencia a ponerse violent o y perder la cabeza, caract eríst ica que t enía
desde la niñez, cuando se t iraba al suelo, con la boca llena de espum a, sin poder
respirar de rabia, pat aleando com o un endem oniado. Habla que zam bullirlo en agua
helada para que recuperara el cont rol. Más t arde aprendió a dom inarse, pero le quedó
a lo largo de la vida aquella ira siem pre pront a, que requería m uy poco est ím ulo para
aflorar en at aques t erribles.
- No voy a volver a la m ina - dij o.
Era la prim era frase que int ercam biaba con su herm ana en la m esa. Lo había
decidido la noche ant erior, al darse cuent a que no t enía sent ido seguir haciendo vida
de anacoret a en busca de una riqueza rápida. 'I énía la concesión de la m ina por dos
años m ás, t iem po suficient e para explot ar bien el m aravilloso filón que había
descubiert o, pero pensaba que aunque el capat az le robara un poco, o no supiera
t rabaj arla com o lo haría él, no t enía ninguna razón para ir a ent errarse en el desiert o.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

No deseaba hacerse rico a cost a de t ant os sacrificios. Le quedaba la vida por delant e
para enriquecerse si podía, para aburrirse y esperar la m uert e, sin Rosa.
- En algo t endrás que t rabaj ar, Est eban - replicó Férula- . Ya sabes que nosot ras
gast am os m uy poco, casi nada, pero las m edicinas de m am á son caras.
Est eban m iró a su herm ana. Era t odavía una bella m uj er, de form as opulent as y
rost ro ovalado de m adona rom ana, pero a t ravés de su piel pálida con reflej os de
durazno y sus oj os llenos de som bras, ya se adivinaba la fealdad de la resignación.
Férula había acept ado el papel de enferm era de su m adre. Dorm ía en la habit ación
cont igua a la de doña Est er, dispuest a en t odo m om ent o a acudir corriendo a su lado a
darle sus pócim as, ponerle la bacinilla, acom odarle las alm ohadas. Tenía un alm a
at orm ent ada. Sent ía gust o en la hum illación y en las labores abyect as, creía que iba a
obt ener el cielo por el m edio t errible de sufrir iniquidades, por eso se com placía
lim piando las púst ulas de las piernas enferm as de su m adre, lavándola, hundiéndose
en sus olores y en sus m iserias, escrut ando su orinal. Y t ant o com o se odiaba a sí
m ism a por esos t ort uosos e inconfesables placeres, odiaba a su m adre por servirle de
inst rum ent o. La at endía sin quej arse, pero procuraba sut ilm ent e hacerle pagar el
precio de su invalidez. Sin decirlo abiert am ent e, est aba present e ent re las dos el hecho
de que la hij a había sacrificado su vida por cuidar a la m adre y se había quedado
solt era por esa causa. Férula había rechazado a dos novios con el pret ext o de la
enferm edad de su m adre. No hablaba de eso, pero t odo el m undo lo sabía. Era de
gest os bruscos y t orpes, con el m ism o m al caráct er de su herm ano, pero obligada por
la vida, y por su condición de m uj er, a dom inarlo y a m order el freno. Parecía t an
perfect a, que llegó a t ener fam a de sant a. La cit aban com o ej em plo por la dedicación
que le prodigaba a doña Est er y por la form a en que había criado a su único herm ano
cuando enferm ó la m adre y m urió el padre dej ándolos en la m iseria. Férula había
adorado a su herm ano Est eban cuando era niño. Dorm ía con él, lo bañaba, lo llevaba
de, paseo, t rabaj aba de sol a sol cosiendo ropa aj ena para pagarle el colegio y había
llorado de rabia y de im pot encia el día que Est eban t uvo que ent rar a t rabaj ar en una
not aría porque en su casa no alcanzaba lo que ella ganaba para com er. Lo había
cuidado y servido com o ahora lo hacía con la m adre y t am bién a él lo envolvió en la
red invisible de la culpabilidad y de las deudas de grat it ud im pagas. El m uchacho
em pezó a alej arse de ella apenas se puso pant alones largos. Est eban podía recordar el
m om ent o exact o en que se dio cuent a que su herm ana era una som bra fat ídica. Fue
cuando ganó su prim er sueldo. Decidió que se reservaría cincuent a cent avos para
cum plir un sueño que acariciaba desde la infancia: t om ar un café vienés. Había vist o, a
t ravés de las vent anas del Hot el Francés, a los m ozos que pasaban con las bandej as
suspendidas sobre sus cabezas, llevando unos t esoros: alt as copas de crist al coronadas
por t orres de crem a bat ida y decoradas con una herm osa guinda glaseada. El día de su
prim er sueldo pasó delant e del est ablecim ient o m uchas veces ant es de at reverse a
ent rar. Por últ im o cruzó con t im idez el um bral, con la boina en la m ano, y avanzó hacia
el luj oso com edor, ent re las lám paras de lágrim as y m uebles de est ilo, con la
sensación de que t odo el m undo lo m iraba, que m il oj os j uzgaban su t raj e dem asiado
est recho y sus zapat os viej os. Se sent ó en la punt a de la silla, las orej as calient es, y le
hizo el pedido al m ozo con un hilo de voz. Esperó con im paciencia, espiando por los
espej os el ir y venir de la gent e, saboreando de ant em ano aquel placer t ant as veces
im aginado. Y llegó su café vienés, m ucho m ás im presionant e de lo im aginado,
soberbio, delicioso, acom pañado por t res gallet it as de m iel. Lo cont em pló fascinado por
un largo rat o. Finalm ent e se at revió a t om ar la cucharilla de m ango largo y con un
suspiro de dicha, la hundió en la crem a. Tenía la boca hecha agua. Est aba dispuest o a
hacer durar ese inst ant e lo m ás posible, est irarlo hast a el infinit o. Com enzó a revolver
viendo cóm o se m ezclaba el líquido oscuro del vaso con la espum a de la crem a.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Revolvió, revolvió, revolvió... Y, de pront o, la punt a de la cucharilla golpeó el crist al,


abriendo un orificio por donde salt ó el café a presión. Le cayó en la ropa. Est eban,
horrorizado, vio t odo el cont enido del vaso desparram arse sobre su único t raj e, ant e la
m irada divert ida de los ocupant es de ot ras m esas. Se paró, pálido de frust ración, y
salió del Hot el Francés con cincuent a cent avos m enos, dej ando a su paso un reguero
de café vienés sobre las m ullidas alfom bras. Llegó a su casa chorreado, furioso,
descom puest o. Cuando Férula se ent eró de lo que había sucedido, com ent ó
ácidam ent e: «eso t e pasa por gast ar el dinero de las m edicinas de m am á en t us
caprichos. Dios t e cast igó». En ese m om ent o Est eban vio con claridad los m ecanism os
que usaba su herm ana para dom inarlo, la form a en que conseguía hacerlo sent irse
culpable y com prendió que debía ponerse a salvo. En la m edida en que él se fue
alej ando de su t ut ela, Férula le fue t om ando ant ipat ía. La libert ad que él t enía, a ella le
dolía com o un reproche, com o una inj ust icia. Cuando se enam oró de Rosa y lo vio
desesperado, com o un chiquillo, pidiéndole ayuda, necesit ándola, persiguiéndola por la
casa para suplicarle que se acercara a la fam ilia Del Valle, que hablara a Rosa, que
sobornara a la Nana, Férula volvió a sent irse im port ant e para Est eban. Por un t iem po
parecieron reconciliados. Pero aquel fugaz reencuent ro no duró m ucho y Férula no
t ardó en darse cuent a de que había sido ut ilizada. Se alegró cuando vio part ir a su
herm ano a la m ina. Desde que em pezó a t rabaj ar, a los quince años, Est eban m ant uvo
la casa y adquirió el com prom iso de hacerlo siem pre, pero para Férula eso no era
suficient e. Le m olest aba t ener que quedarse encerrada ent re esas paredes hediondas a
vej ez y a rem edios, desvelada con los gem idos de la enferm a, at ent a al reloj para
adm inist rarle sus m edicinas, aburrida, cansada, t rist e, m ient ras que su herm ano
ignoraba esas obligaciones. Él podría t ener un dest ino lum inoso, libre, lleno de éxit os.
Podría casarse, t ener hij os, conocer el am or. El día que puso el t elegram a
anunciándole la m uert e de Rosa, experim ent ó un cosquilleo ext raño, casi de alegría.
- Tendrás que t rabaj ar en algo - repit ió Férula.
- Nunca les falt ará nada m ient ras yo viva - dij o él.
- Es fácil decirlo - respondió Férula sacándose una espina de pescado ent re los
dient es.
- Creo que m e iré al cam po, a Las Tres Marías.
- Eso es una ruina, Est eban. Siem pre t e he dicho que es m ej or vender esa t ierra,
pero t ú eres t est arudo com o una m ula.
- Nunca hay que vender la t ierra. Es lo único que queda cuando t odo lo dem ás se
acaba.
- No est oy de acuerdo. La t ierra es una idea rom ánt ica, lo que enriquece a los
hom bres es el buen oj o para los negocios - alegó Férula- . Pero t ú siem pre decías que
algún día t e ibas a ir a vivir al cam po.
Ahora ha llegado ese día. Odio est a ciudad.
- ¿Por qué no dices m ej or que odias est a casa?
- Tam bién - respondió él brut alm ent e.
- Me habría gust ado nacer hom bre, para poder irm e t am bién - erij o ella llena de odio.
- Y a m í no m e habría gust ado nacer m uj er - dij o él.
Term inaron de com er en silencio.
Los herm anos est aban m uy alej ados y lo único que t odavía los unía era la presencia
de la m adre y el recuerdo borroso del am or que se t uvieron en la niñez. Habían crecido
en una casa arruinada, presenciando el det erioro m oral y económ ico del padre y luego
la lent a enferm edad de la m adre. Doña Est er com enzó a padecer de art rit is desde m uy
31
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

j oven, fue poniéndose rígida hast a llegar a m overse con gran dificult ad, com o
am ort aj ada en vida, y, por últ im o, cuando ya no pudo doblar las rodillas, se inst aló
definit ivam ent e en su silla de ruedas, en su viudez y en su desolación. Est eban
recordaba su infancia y su j uvent ud, sus t raj es est rechos, el cordón de san Francisco
que lo obligaban a usar en pago de quién sabe qué prom esas de su m adre o de su
herm ana, sus cam isas rem endadas con cuidado y su soledad. Férula, cinco años
m ayor, lavaba y alm idonaba día por m edio sus únicas dos cam isas, para que est uviera
siem pre pulcro y bien present ado, y le recordaba que por el lado de la m adre llevaba el
apellido m ás noble y linaj udo del Virreinat o de Lim a. Trueba no había sido m ás que un
lam ent able accident e en la vida de doña Est er, que est aba dest inada a casarse con
alguien de su clase, pero se había enam orado perdidam ent e de aquel t aram bana,
em igrant e de prim era generación, que en pocos años dilapidó su dot e y después su
herencia. Pero de nada servía a Est eban el pasado de sangre azul, si en su casa no
había para pagar las cuent as del alm acén y t enía que irse a pie al colegio, porque no
t enía el cent avo para el t ranvía. Recordaba que lo m andaban a clase con el pecho y la
espalda forrados en papel de periódicos, porque no t enía ropa int erior de lana y su
abrigo daba lást im a, y que padecía im aginando que sus com pañeros podían oír, com o
lo oía él, el cruj ido del papel al frot arse cont ra su piel. En invierno, la única fuent e de
calor era un brasero en la habit ación de su m adre, donde se reunían los t res para
ahorrar las velas y el carbón. Había sido una infancia de privaciones, de
incom odidades, de asperezas, de int erm inables rosarios noct urnos, de m iedos y de
culpas. De t odo eso no le había quedado m ás que la rabia y su desm esurado orgullo.
Dos días después Est eban Trueba part ió al cam po. Férula lo acom pañó a la est ación.
Al despedirse lo besó fríam ent e en la m ej illa y esperó que subiera al t ren, con sus dos
m alet as de cuero con cerraduras de bronce, las m ism as que había com prado para irse
a la m ina y que debían durarle t oda la vida, com o le había prom et ido el vendedor. Le
recom endó que se cuidara y t rat ara de visit arlas de vez en cuando, dij o que lo echaría
de m enos, pero am bos sabían que est aban dest inados a no verse en m uchos años y en
el fondo sent ían un ciert o alivio.
- ¡Avísam e si m am á em peora! - grit ó Est eban por la vent anilla cuando el t ren se puso
en m ovim ient o.
- ¡No t e preocupes! - respondió Férula agit ando su pañuelo desde el andén.
Est eban Trueba se recost ó en el respaldo t apizado en t erciopelo roj o y agradeció la
iniciat iva de los ingleses de const ruir coches de prim era clase, donde se podía viaj ar
com o un caballero, sin t ener que soport ar las gallinas, los canast os, los bult os de
cart ón am arrados con un cordel y los lloriqueos de los niños aj enos. Se felicit ó por
haberse decidido a gast ar en un pasaj e m ás cost oso, por prim era vez en su vida, y
decidió que era en los det alles donde est aba la diferencia ent re un caballero y un
pat án. Por eso, aunque est uviera en m ala sit uación, de ese día en adelant e iba a
gast ar en las pequeñas com odidades que lo hacían sent irse rico.
- ¡No pienso volver a ser pobre! - decidió, pensando en el filón de oro.
Por la vent anilla del t ren vio pasar el paisaj e del valle cent ral. Vast os cam pos
t endidos al pie de la cordillera, fért iles cam piñas de viñedos, de t rigales, de alfalfa y de
m aravilla. Lo com paró con las yerm as planicies del Nort e, donde había pasado dos
años m et ido en un hoyo, en m edio de una nat uraleza agrest e y lunar cuya at erradora
belleza no se cansaba de m irar, fascinado por los colores del desiert o, por los azules,
los m orados, los am arillos, de los m inerales a flor de t ierra.
- Me est á cam biando la vida - m urm uró.
Cerró los oj os y se quedó dorm ido.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Baj ó del t ren en la est ación San Lucas. Era un lugar m iserable. A esa hora no se
veía ni un alm a en el andén de m adera, con un t echo arruinado por la int em perie y las
horm igas. Desde allí se podía ver t odo el valle a t ravés de una brum a im palpable que
se desprendía de la t ierra m oj ada por la lluvia de la noche. Las m ont añas lej anas se
perdían ent re las nubes de un cielo encapot ado y sólo la punt a nevada del volcán se
dist inguía nít idam ent e, recort ada cont ra el paisaj e e ilum inada por un t ím ido sol de
invierno. Miró alrededor. En su infancia, en la única época feliz que podía recordar,
ant es que su padre t erm inara de arruinarse y se abandonara al licor y a su propia
vergüenza, había cabalgado con él por esa región. Recordaba que en Las Tres Marías
había j ugado en los veranos, pero hacía t ant os años de eso, que la m em oria lo había
casi borrado y no podía reconocer el lugar. Buscó con la vist a el pueblo de San Lucas,
pero sólo divisó un caserío lej ano, dest eñido en la hum edad de la m añana. Recorrió la
est ación. Est aba cerrada con un candado la puert a de la única oficina. Había un aviso
escrit o con lápiz, pero est aba t an borroso que no pudo leerlo. Oyó que a sus espaldas
el t ren se ponía en m archa y com enzaba a alej arse dej ando at rás una colum na de
hum o blanco. Est aba solo en ese paraj e silencioso. Tom ó sus m alet as y echó a andar
por el barrizal y las piedras de un sendero que conducía al pueblo. Cam inó m ás de diez
m inut os, agradecido de que no lloviera, porque a duras penas podía avanzar con sus
pesadas m alet as por ese cam ino y com prendió que la lluvia lo habría convert ido en
pocos segundos en un lodazal int ransit able. Al acercarse al caserío vio hum o en
algunas chim eneas y suspiró aliviado, porque al com ienzo t uvo la im presión de que era
un villorrio abandonado, t al era su decrepit ud y su soledad.
Se det uvo a la ent rada del pueblo, sin ver a nadie. En la única calle cercada de
m odest as casas de adobe, reinaba el silencio y t uvo la sensación de m archar en
sueños. Se aproxim ó a la casa m ás cercana, que no t enía ninguna vent ana y cuya
puert a est aba abiert a. Dej ó sus m alet as en la acera y ent ró llam ando en alt a voz.
Adent ro est aba oscuro, porque la luz sólo provenía de la puert a, de m odo que necesit ó
algunos segundos para acom odar la vist a y acost um brarse a la penum bra. Ent onces
divisó a dos niños j ugando en el suelo de t ierra apisonada, que lo m iraban con grandes
oj os asust ados, y en un pat io post erior a una m uj er que avanzaba secándose las
m anos con el borde del delant al. Al verlo, esbozó un gest o inst int ivo para arreglarse un
m echón de pelo que le caía sobre la frent e. La saludó y ella respondió t apándose la
boca con la m ano al hablar para ocult ar sus encías sin dient es. Trueba le explicó que
necesit aba alquilar un coche, pero ella pareció no com prender y se lim it ó a esconder a
los niños en los pliegues de su delant al, con una m irada sin expresión. Él salió, t om ó
su equipaj e y siguió su cam ino.
Cuando había recorrido casi t oda la aldea sin ver a nadie y em pezaba a
desesperarse, sint ió a sus espaldas los cascos de un caballo. Era una dest art alada
carret a conducida por un leñador. Se paró delant e y obligó al conduct or a det enerse.
- ¿Puede llevarm e a Las Tres Marías? ¡Le pagaré bien! - grit ó.
- ¿Qué va a ir a hacer allá, caballero? - pregunt ó el hom bre- . Ésa es una t ierra de
nadie, un roquerío sin ley.
Pero acept ó llevarlo y lo ayudó a poner su equipaj e ent re los at ados de leña. Trueba
se sent ó a su lado en el pescant e. De algunas casas salieron niños corriendo t ras la
carret a. Trucha se sint ió m ás solo que nunca.
A once kilóm et ros del pueblo de San Lucas, por un cam ino devast ado, invadido por
la m aleza y lleno de baches, apareció el aviso de m adera con el nom bre de la
propiedad. Colgaba de una cadena rot a y el vient o lo golpeaba cont ra el post e con un
sonido sordo que le sonó com o un t am bor de duelo. Le bast ó una oj eada para
com prender que se necesit aba un hércules para rescat ar aquello de la desolación. La
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m ala yerba se había t ragado el sendero y para donde m irara veía peñascos, m at orrales
y m ont e. No había ni la sugerencia de pot reros, ni rest os de los viñedos que él
recordaba, nadie que saliera a recibirlo. La carret a avanzó lent am ent e, siguiendo una
huella que el paso de las best ias y los hom bres había t razado en los m alezales. Al poco
rat o divisó la casa del fundo, que t odavía se m ant enía en pie, pero aparecía com o una
visión de pesadum bre, llena de escom bros, de alam bres de gallinero en el suelo, de
basura. Tenía la m it ad de las t ej as rot as y había una enredadera salvaj e que se m et ía
por las vent anas y cubría casi t odas las paredes. Alrededor de la casa vio algunos
ranchos de adobe sin blanquear, sin vent anas y con t echos de paj a, negros de hollín.
Dos perros peleaban con furia en el pat io.
La sonaj era de las ruedas de la carret a y las m aldiciones del leñador at raj eron a los
ocupant es de los ranchos, que fueron apareciendo poco a poco. Miraban a los recién
llegados con ext rañeza y desconfianza. Habían pasado quince años sin ver ningún
pat rón y habían deducido que sim plem ent e no lo t enían. No podían reconocer en ese
hom bre alt o y aut orit ario al niño de rizos cast años que m ucho t iem po at rás j ugaba en
ese m ism o pat io. Est eban los. m iró y t am poco pudo recordar a ninguno. Form aban un
grupo m iserable. Vio varias m uj eres de edad indefinida, con la piel agriet ada y seca,
algunas aparent em ent e em barazadas, t odas vest idas con harapos descoloridos y
descalzas. Calculó que había por lo m enos una docena de niños de t odas las edades.
Los m enores est aban desnudos. Ot ros rost ros se asom aban en los um brales de las
puert as, sin at reverse a salir. Est eban esbozó un gest o de saludo, pero nadie
respondió. Algunos niños corrieron a esconderse det rás de las m uj eres.
Est eban se baj ó de la carret a, descargó sus dos m alet as y pasó unas m onedas al
leñador.
- Si quiere lo espero, pat rón - dij o el hom bre.
- No. Aquí m e quedo.
Se dirigió a la casa, abrió la puert a de un em puj ón y ent ró. Adent ro había suficient e
luz, porque la m añana ent raba por los post igos rot os y los huecos del t echo, donde
habían cedido las t ej as. Est aba lleno de polvo y t elarañas, con un aspect o de t ot al
abandono, y era evident e que en esos años ninguno de los cam pesinos se había
at revido a dej ar su choza para ocupar la gran casa pat ronal vacía. No habían t ocado
los m uebles; eran los m ism os de su niñez, en los m ism os sit ios de siem pre, pero m ás
feos, lúgubres y desvencij ados de lo que podía recordar. Toda la casa est aba
alfom brada con una capa de yerba, polvo y hoj as secas. Olía a t um ba. Un perro
esquelét ico le ladró furiosam ent e, pero Est eban Trueba no le hizo caso y finalm ent e el
perro, cansado, se echó en un rincón a rascarse las pulgas. Dej ó sus m alet as sobre
una m esa y salió a recorrer la casa, luchando cont ra la t rist eza que com enzaba a
invadirlo. Pasó de una habit ación a ot ra, vio el det erioro que el t iem po había labrado
en t odas las cosas, la pobreza, la suciedad, y sint ió que ése era un hoyo m ucho peor
que el de la m ina. La cocina era una am plia habit ación cocham brosa, t echo alt o y de
paredes renegridas por el hum o de la leña y el carbón, m ohosa, en ruinas, t odavía
colgaban de unos clavos en las paredes las cacerolas y sart enes de cobre y de fierro
que no se habían usado en quince años y que nadie había t ocado en t odo ese t iem po.
Los dorm it orios t enían las m ism as cam as y los grandes arm arios con espej os de luna
que com pró su padre en ot ra época, pero los colchones eran un m ont ón de lana
podrida y bichos que habían anidado en ellos durant e generaciones. Escuchó los
pasit os discret os de las rat as en el art esonado del t echo. No pudo descubrir si el piso
era de m adera o de baldosas, porque en ninguna part e aparecía a la vist a y la m ugre
lo t apaba t odo. La capa gris de polvo borraba el cont orno de los m uebles. En lo que
había sido el salón, aún se veía el piano alem án con una pat a rot a y las t eclas

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

am arillas, sonando com o un clavecín desafinado. En los anaqueles quedaban algunos


libros ilegibles con las páginas com idas por la hum edad y en el suelo rest os de revist as
m uy ant iguas, que el vient o desparram ó. Los sillones t enían los resort es a la vist a y
había un nido de rat ones en la polt rona donde su m adre se sent aba a t ej er ant es que
la enferm edad le pusiera las m anos com o garfios.
Cuando t erm inó su recorrido, Est eban t enía las ideas m ás claras. Sabía que t enía
por delant e un t rabaj o t it ánico, porque si la casa est aba en ese est ado de abandono,
no podía esperar que el rest o de la propiedad est uviera en m ej ores condiciones. Por un
inst ant e t uvo la t ent ación de cargar sus dos m alet as en la carret a y volver por donde
m ism o había llegado, pero desechó ese pensam ient o de una plum ada y resolvió que si
había algo que podía calm ar la pena y la rabia de haber perdido a Rosa, era part irse el
lom o t rabaj ando en esa t ierra arruinada. Se quit ó el abrigo, respiró profundam ent e y
salió al pat io donde t odavía est aba el leñador j unt o a los inquilinos reunidos a ciert a
dist ancia, con la t im idez propia de la gent e del cam po. Se observaron m ut uam ent e con
curiosidad. Trueba dio un par de pasos hacia ellos y percibió un leve m ovim ient o de
ret roceso en el grupo, paseó la vist a por los zarrapast rosos cam pesinos y t rat ó de
esbozar una sonrisa am ist osa a los niños sucios de m ocos, a los viej os legañosos y a
las m uj eres sin esperanza, pero le salió com o una m ueca.
- ¿Dónde est án los hom bres? - pregunt ó.
El único hom bre j oven dio un paso adelant e. Probablem ent e t enía la m ism a edad de
Est eban Trueba, pero se veía m ayor.
- Se fueron dij o.
- ¿Cóm o t e llam as?
- Pedro Segundo García, señor - respondió el ot ro.
- Yo soy el pat rón ahora. Se acabó la fiest a. Vam os a t rabaj ar. Al que no le gust e la
idea, que se vaya de inm ediat o. Al que se quede no le falt ará de com er, pero t endrá
que esforzarse. No quiero floj os ni gent e insolent e, ¿m e oyeron?
Se m iraron asom brados. No habían com prendido ni la m it ad del discurso, pero
sabían reconocer la voz del am o cuando la escuchaban.
- Ent endim os, pat rón - dij o Pedro Segundo García- . No t enem os donde ir, siem pre
hem os vivido aquí. Nos quedam os.
Un niño se agachó y se puso a cagar y un perro sarnoso se acercó a olisquearlo.
Est eban, asqueado, dio orden de guardar al niño, lavar el pat io y m at ar al perro. Así
com enzó la nueva vida que, con el t iem po, habría de hacerlo olvidar a Rosa.

Nadie m e va a quit ar de la cabeza la idea de que he sido un buen pat rón. Cualquiera
que hubiera vist o Las Tres Marías en los t iem pos del abandono y la viera ahora, que es
un fundo m odelo, t endría que est ar de acuerdo conm igo. Por eso no puedo acept ar que
m i niet a m e venga con el cuent o de la lucha de clases, porque si vam os al grano, esos
pobres cam pesinos est án m ucho peor ahora que hace cincuent a años. Yo era com o un
padre para ellos. Con la reform a agraria nos j odim os t odos.
Para sacar a Las Tres Marías de la m iseria dest iné t odo el capit al que había ahorrado
para casarm e con Rosa y t odo lo que m e enviaba el capat az de la m ina, pero no fue el
dinero el que salvó a esa t ierra, sino el t rabaj o y la organización. Se corrió la voz de
que había un nuevo pat rón en Las Tres Marías y que est ábam os quit ando las piedras
con bueyes y arando los pot reros para sem brar. Pront o com enzaron a llegar algunos
hom bres a ofrecerse com o braceros, porque yo pagaba bien y les daba abundant e
com ida. Com pré anim ales. Los anim ales eran sagrados para m í y aunque pasáram os el
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

año sin probar la carne, no se sacrificaban. Así creció el ganado. Organicé a los
hom bres en cuadrillas y después de t rabaj ar en el cam po, nos dedicábam os a
reconst ruir la casa pat ronal. No eran carpint eros ni albañiles, t odo se lo t uve que
enseñar yo con unos m anuales que com pré. Hast a plom ería hicim os con ellos,
arreglam os los t echos, pint am os t odo con cal, lim piam os hast a dej ar la casa brillant e
por dent ro y por fuera. Repart í los m uebles ent re los inquilinos, m enos la m esa del
com edor, que t odavía est aba indem ne a pesar de la polilla que había infect ado t odo, y
la cam a de fierro forj ado que había sido de m is padres. Me quedé viviendo en la casa
vacía, sin m ás m obiliario que esas dos cosas y unos caj ones donde m e sent aba, hast a
que Férula m e m andó de la capit al los m uebles nuevos que le encargué. Eran piezas
grandes, pesadas, ost ent osas, hechas para resist ir m uchas generaciones y adecuados
para la vida de cam po, la prueba es que se necesit ó un t errem ot o para dest ruirlos. Los
acom odé cont ra las paredes, pensando en la com odidad y no en la est ét ica, y una vez
que la casa est uvo confort able, m e sent í cont ent o y em pecé a acost um brarm e a la idea
de que iba a pasar m uchos años, t al vez t oda la vida, en Las Tres Marías.
Las m uj eres de los inquilinos hacían t urnos para servir en la casa pat ronal y ellas se
encargaron de m i huert a. Pront o vi las prim eras flores en el j ardín que t racé con m i
propia m ano y que, con m uy pocas m odificaciones, es el m ism o que exist e hoy día. En
esa época la gent e t rabaj aba sin chist ar. Creo que m i presencia les devolvió la
seguridad y vieron que poco a poco esa t ierra se convert ía en un lugar próspero. Eran
gent e buena y sencilla, no había revolt osos. Tam bién es ciert o que eran m uy pobres e
ignorant es. Ant es que yo llegara se lim it aban a cult ivar sus pequeñas chacras
fam iliares que les daban lo indispensable para no m orirse de ham bre, siem pre que no
los golpeara alguna cat ást rofe, com o sequía, helada, pest e, horm iga o caracol, en cuyo
caso las cosas se les ponían m uy difíciles. Conm igo t odo eso cam bió. Fuim os
recuperando los pot reros uno por uno, reconst ruim os el gallinero y los est ablos y
com enzam os a t razar un sist em a de riego para que las siem bras no dependieran del
clim a, sino de algún m ecanism o cient ífico. Pero la vida no era fácil. Era m uy dura. A
veces yo iba al pueblo y volvía con un vet erinario que revisaba a las vacas y a las
gallinas y, de paso, echaba una m irada a los enferm os. No es ciert o que yo part iera del
principio de que si los conocim ient os del vet erinario alcanzaban para los anim ales,
t am bién servían para los pobres, com o dice m i niet a cuando quiere ponerm e furioso.
Lo que pasaba era que no se conseguían m édicos por esos andurriales. Los cam pesinos
consult aban a una m eica indígena que conocía el poder de las yerbas y de la sugest ión,
a quien le t enían una gran confianza. Mucha m ás que al vet erinario. Las part urient as
daban a luz con ayuda de las vecinas, de la oración y de una com adrona que casi
nunca llegaba a t iem po, porque t enía que hacer el viaj e en burro, pero que igual servía
para hacer nacer a un niño, que para sacarle el t ernero a una vaca at ravesada. Los
enferm os graves, esos que ningún encant am ient o de la m eica ni pócim a del vet erinario
podían curar, eran llevados por Pedro Segundo García o por m í en una carret a al
hospit al de las m onj as, donde a veces había algún m édico de t urno que los ayudaba a
m orir. Los m uert os iban a parar con sus huesos a un pequeño cam posant o j unt o a la
parroquia abandonada, al pie del volcán, donde ahora hay un cem ent erio com o Dios
m anda. Una o dos veces al año yo conseguía un sacerdot e para que fuera a bendecir
las uniones, los anim ales y las m áquinas, baut izar a los niños y decir alguna oración
at rasada a los difunt os. Las únicas diversiones eran capar a los cerdos y a los t oros, las
peleas de gallos, la rayuela y las increíbles hist orias de Pedro García, el viej o, que en
paz descanse. Era el padre de Pedro Segundo y decía que su abuelo había com bat ido
en las filas de los pat riot as que echaron a los españoles de Am érica. Enseñaba a los
niños a dej arse picar por las arañas y t om ar orina de m uj er encint a para inm unizarse.
Conocía casi t ant as yerbas com o la m eica, pero se confundía en el m om ent o de decidir

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

su aplicación y com et ía algunos errores irreparables. Para sacar m uelas, sin em bargo,
reconozco que t enía un sist em a insuperable, que le había dado j ust a fam a en t oda la
zona, era una com binación de vino t int o y padrenuest ros, que sum ía al pacient e en
t rance hipnót ico. A m í m e sacó una m uela sin dolor y si est uviera vivo, sería m i
dent ist a.
Muy pront o em pecé a sent irm e a gust o en el cam po. Mis vecinos m ás próxim os
quedaban a una buena dist ancia a lom o de caballo, pero a m í no m e int eresaba la vida
social, m e com placía la soledad y adem ás t enía m ucho t rabaj o ent re las m anos. Me fui
convirt iendo en un salvaj e, se m e olvidaron las palabras, se m e acort ó el vocabulario,
m e puse m uy m andón. Com o no t enía necesidad de aparent ar ant e nadie, se acent uó
el m al caráct er que siem pre he t enido. Todo m e daba rabia, m e enoj aba cuando veía a
los niños rondando las cocinas para robarse el pan, cuando las gallinas alborot aban en
el pat io, cuando los gorriones invadían los m aizales. Cuando el m al hum or em pezaba a
est orbarm e y m e sent ía incóm odo en m i propio pellej o, salía a cazar. Me levant aba
m ucho ant es que am aneciera y part ía con una escopet a al hom bro, m i m orral y m i
perro perdiguero. Me gust aba la cabalgat a en la oscuridad, el frío del am anecer, el
largo acecho en la som bra, el silencio, el olor de la pólvora y la sangre, sent ir cont ra el
hom bro recular el arm a con un golpe seco y ver a la presa caer pat aleando, eso m e
t ranquilizaba y cuando regresaba de una cacería, con cuat ro conej os m iserables en el
m orral y unas perdices t an perforadas que no servían para cocinarlas, m edio m uert o
de fat iga y lleno de barro, m e sent ía aliviado y feliz.
Cuando pienso en esos t iem pos, m e da una gran t rist eza. La vida se m e pasó m uy
rápido. Si volviera a em pezar hay algunos errores que no com et ería, pero en general
no m e arrepient o de nada. Sí, he sido un buen pat rón, de eso no hay duda.

Los prim eros m eses Est eban Trueba est uvo t an ocupado canalizando el agua,
cavando pozos, sacando piedras, lim piando pot reros y reparando los gallineros y los
est ablos, que no t uvo t iem po de pensar en nada. Se acost aba rendido y se levant aba
al alba, t om aba un m agro desayuno en la cocina y part ía a caballo a vigilar las labores
del cam po. No regresaba hast a el at ardecer. A esa hora hacía la única com ida
com plet a del día, solo en el com edor de casa. Los prim eros m eses se hizo el propósit o
de bañarse y cam biarse ropa diariam ent e a la hora de cenar, com o había oído que
hacían los colonos ingleses en las m ás lej anas aldeas del Asia y del África, para no
perder la dignidad y el señorío. Se vest ía con su m ej or ropa, se afeit aba y ponía en el
gram ófono las m ism as arias de sus óperas preferidas t odas las noches. Pero poco a
poco se dej ó vencer por la rust icidad y acept ó que no t enía vocación de pet im et re,
especialm ent e si no había nadie que pudiera apreciar, el esfuerzo. Dej ó de afeit arse, se
cort aba el pelo cuando le llegaba por los hom bros, y siguió bañándose sólo porque
t enía el hábit o m uy arraigado, pero se despreocupó de su ropa y de sus m odales. Fue
convirt iéndose en un bárbaro. Ant es de dorm ir leía un rat o o j ugaba aj edrez, había
desarrollado la habilidad de com pet ir cont ra un libro sin hacer t ram pas y de perder las
part idas sin enoj arse. Sin em bargo, la fat iga del t rabaj o no fue suficient e para sofocar
su nat uraleza fornida y sensual. Em pezó a pasar m alas noches, las frazadas le
parecían m uy pesadas, las sábanas dem asiado suaves. Su caballo le j ugaba m alas
pasadas y de repent e se convert ía en una hem bra form idable, una m ont aña dura y
salvaj e de carne, sobre la cual cabalgaba hast a m olerse los huesos. Los t ibios y
perfum ados m elones de la huert a le parecían descom unales pechos de m uj er y se
sorprendía ent errando la cara en la m ant a de su m ont ura, buscando en el agrio olor
del sudor de la best ia, la sem ej anza con aquel arom a lej ano y prohibido de sus
prim eras prost it ut as. En la noche se acaloraba con pesadillas de m ariscos podridos, de
t rozos enorm es de res descuart izada, de sangre, de sem en, de lágrim as. Despert aba
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

t enso, con el sexo com o un fierro ent re las piernas, m ás rabioso que nunca. Para
aliviarse, corría a zam bullirse desnudo en el río y se hundía en las aguas heladas hast a
perder la respiración, pero ent onces creía sent ir unas m anos invisibles que le
acariciaban las piernas. Vencido, se dej aba flot ar a la deriva, sint iéndose abrazado por
la corrient e, besado por los guarisapos, fust igado por las cañas de la orilla. Al poco
t iem po su aprem iant e necesidad era not oria, no se calm aba ni con inm ersiones
noct urnas en el río, ni con infusiones de canela, ni colocando piedra lum bre debaj o del
colchón, ni siquiera con los m anipuleos vergonzant es que en el int ernado ponían locos
a los m uchachos, los dej aban ciegos y los sum ían en la condenación et erna. Cuando
com enzó a m irar con oj os de concupiscencia a las aves del corral, a los niños que
j ugaban desnudos en el huert o y hast a a la m asa cruda del pan, com prendió que su
virilidad no se iba a calm ar con sust it ut os de sacrist án. Su sent ido práct ico le indicó
que t enía que buscarse una m uj er y, una vez t om ada la decisión, la ansiedad que lo
consum ía se calm ó y su rabia pareció aquiet arse. Ese día am aneció sonriendo por
prim era vez en m ucho t iem po.
Pedro García, el viej o, lo vio salir silbando cam ino al est ablo y m ovió la cabeza
inquiet o.
El pat rón anduvo t odo el día ocupado en el arado de un pot rero que acababa de
hacer lim piar y que había dest inado a plant ar m aíz. Después se fue con Pedro Segundo
García a ayudar a una vaca que a esas horas t rat aba de parir y t enía al t ernero
at ravesado. Tuvo que int roducirle el brazo hast a el codo para volt ear al crío y ayudarlo
a asom ar la cabeza. La vaca se m urió de t odos m odos, pero eso no le puso de m al
hum or. Ordenó que alim ent aran al t ernero con una bot ella, se lavó en un balde y
volvió a m ont ar. Norm alm ent e era su hora de com ida, pero no t enía ham bre. No t enía
ninguna prisa, porque ya había hecho su elección.
Había vist o a la m uchacha m uchas veces cargando en la cadera a su herm anit o
m oquillent o, con un saco en la espalda o un cánt aro de agua del pozo en la cabeza. La
había observado cuando lavaba la ropa, agachada en las piedras planas del río, con
sus piernas m orenas pulidas por el agua, refregando los t rapos descoloridos con sus
t oscas m anos de cam pesina. Era de huesos grandes y rost ro aindiado, con las
facciones anchas y la piel oscura, de expresión apacible y dulce, su am plia boca
carnosa conservaba t odavía t odos los dient es y cuando sonreía se ilum inaba, pero lo
hacía m uy poco. Tenía la belleza de la prim era j uvent ud, aunque él podía ver que se
m archit aría m uy pront o, com o sucede a las m uj eres nacidas para parir m uchos hij os,
t rabaj ar sin descanso y ent errar a sus m uert os. Se llam aba Pancha García y t enía
quince años.
Cuando Est eban Trueba salió a buscarla, ya había caído la t arde y est aba m ás
fresco. Recorrió con su caballo al paso las largas alam edas que dividían los pot reros
pregunt ando por ella a los que pasaban, hast a que la vio por el cam ino que conducía a
su rancho. I ba doblada por el peso de un haz de espino para el fogón de la cocina, sin
zapat os, cabizbaj a. La m iró desde la alt ura del caballo y sint ió al inst ant e la urgencia
del deseo que había est ado m olest ándolo durant e t ant os m eses. Se acercó al t rot e
hast a colocarse a su lado, ella lo oyó, pero siguió cam inando sin m irarlo, por la
cost um bre ancest ral de t odas las m uj eres de su est irpe de baj ar la cabeza ant e el
m acho. Est eban se agachó y le quit ó el fardo, lo sost uvo un m om ent o en el aire y
luego lo arroj ó con violencia a la vera del cam ino, alcanzó a la m uchacha con un brazo
por la cint ura y la levant ó con un resoplido best ial, acom odándola delant e de la
m ont ura, sin que ella opusiera ninguna resist encia. Espoleó el caballo y part ieron al
galope en dirección al río. Desm ont aron sin int ercam biar ni una palabra y se m idieron
con los oj os. Est eban se solt ó el ancho cint urón de cuero y ella ret rocedió, pero la
at rapó de un m anot azo. Cayeron abrazados ent re las hoj as de los eucalipt os.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Est eban no se quit ó la ropa. La acom et ió con fiereza incrust ándose en ella sin
preám bulos, con una brut alidad inút il. Se dio cuent a dem asiado t arde, por las
salpicaduras sangrient as en su vest ido, que la j oven era virgen, pero ni la hum ilde
condición de Pancha, ni las aprem iant es exigencias de su apet it o, le perm it ieron t ener
cont em placiones. Pancha García no se defendió, no se quej ó, no cerró los oj os. Se
quedó de espaldas, m irando el cielo con expresión despavorida, hast a que sint ió que el
hom bre se desplom aba con un gem ido a su lado. Ent onces em pezó a llorar
suavem ent e. Ant es que ella su m adre, y ant es que su m adre su abuela, habían sufrido
el m ism o dest ino de perra. Est eban Trueba se acom odó los pant alones, se cerró el
cint urón, la ayudó a ponerse en pie y la sent ó en el anca de su caballo. Em prendieron
el regreso. Él iba silbando. Ella seguía llorando. Ant es de dej arla en su rancho, el
pat rón la besó en la boca.
- Desde m añana quiero que t rabaj es en la casa - dij o.
Pancha asint ió sin levant ar la vist a. Tam bién su m adre y su abuela habían servido
en la casa pat ronal.
Esa noche Est eban Trueba durm ió com o un bendit o, sin soñar con Rosa. En la
m añana se sent ía pleno de energía, m ás grande y poderoso. Se fue al cam po
cant urreando y a su regreso, Pancha est aba en la cocina, afanada revolviendo el
m anj ar blanco en una gran olla de cobre. Esa noche la esperó con im paciencia y
cuando se callaron los ruidos dom ést icos en la viej a casona de adobe y em pezaron los
t raj ines noct urnos de las rat as, sint ió la presencia de la m uchacha en el um bral de su
puert a.
- Ven, Pancha - la llam ó. No era una orden, sino m ás bien una súplica.
Esa vez Est eban se dio t iem po para gozarla y para hacerla gozar. La recorrió
t ranquilam ent e, aprendiendo de m em oria el olor ahum ado de su cuerpo y de su ropa
lavada con ceniza y est irada con plancha a carbón, conoció la t ext ura de su pelo negro
y liso, de su piel suave en los sit ios m ás recóndit os y áspera y callosa en los dem ás, de
sus labios frescos, de su sexo sereno y su vient re am plio. La deseó con calm a y la
inició en la ciencia m ás secret a y m ás ant igua. Probablem ent e fue feliz esa noche y
algunas noches m ás, ret ozando com o dos cachorros en la gran cam a de fierro forj ado
que había sido del prim er Trucha y que ya est aba m edio coj a, pero aún podía resist ir
las em best idas del am or.
A Pancha García le crecieron los senos y se le redondearon las caderas. A Est eban
Trucha le m ej oró por un t iem po el m al hum or y com enzó a int eresarse en sus
inquilinos. Los visit ó en sus ranchos de m iseria. Descubrió en la penum bra de uno de
ellos un caj ón relleno con papel de periódico donde com part ían el sueño un niño de
pecho y una perra recién parida. En ot ro, vio a una anciana que est aba m uriéndose
desde hacía cuat ro años y t enía los huesos asom ados por las llagas de la espalda. En
un pat io conoció a un adolescent e idiot a, babeando, con una soga al cuello, at ado a un
post e, hablando cosas de ot ros m undos, desnudo y con un sexo de m ulo que refregaba
incansablem ent e cont ra el suelo. Se dio cuent a, por prim era vez, que el peor abandono
- no era el de las t ierras y los anim ales, sino de los habit ant es de Las Tres Marías, que
habían vivido en el desam paro desde la época en que su padre se j ugó la dot e y la
herencia de su m adre. Decidió que era t iem po de llevar un poco de civilización a ese
rincón perdido ent re la cordillera y el m ar.

En Las Tres Marías com enzó una fiebre de act ividad que sacudió la m odorra.
Est eban Trueba puso a t rabaj ar a los cam pesinos com o nunca lo habían hecho. Cada
hom bre, m uj er, anciano y niño que pudiera t enerse en sus dos piernas, fue em pleado

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

por el pat rón, ansioso por recuperar en pocos m eses los años de abandono. Hizo
const ruir un granero y despensas para guardar alim ent os para el invierno, hizo salar la
carne de caballo y ahum ar la de cerdo y puso a las m uj eres a hacer dulces y conservas
de frut as. Modernizó la lechería, que no era m ás que un galpón lleno de est iércol y
m oscas, y obligó a las vacas a producir suficient e leche. I nició la const rucción de una
escuela con seis aulas, porque t enía la am bición de que t odos los niños y adult os de
Las Tres Marías debían aprender a leer, escribir y sum ar, aunque no era part idario de
que adquirieran ot ros conocim ient os, para que no se les llenara la cabeza con ideas
inapropiadas a su est ado y condición. Sin em bargo, no pudo conseguir un m aest ro que
quisiera t rabaj ar en esas lej anías, y ant e la dificult ad para at rapar a los chiquillos con
prom esas de azot es y de caram elos para alfabet izarlos él m ism o, abandonó esa ilusión
y dio ot ros usos a la escuela. Su herm ana Férula le enviaba desde la capit al los libros
que le encargaba. Era lit erat ura práct ica. Con ellos aprendió a poner inyecciones
colocándoselas en las piernas y fabricó una radio a galena. Gast ó sus prim eras
ganancias en com prar t elas rúst icas, una m áquina de coser, una caj a de píldoras
hom eopát icas con su m anual de inst rucciones, una enciclopedia y un cargam ent o de
silabarios, cuadernos y lápices. Acarició el proyect o de hacer un com edor donde t odos
los niños recibieran una com ida com plet a al día, para que crecieran fuert es y sanos y
pudieran t rabaj ar desde pequeños, pero com prendió que era cosa de locos obligar a los
niños a t rasladarse desde cada ext rem o de la propiedad por un plat o de com ida, de
m odo que cam bió el proyect o por un t aller de cost ura. Pancha García fue la encargada
de desent rañar los m ist erios de la m áquina de coser. Al principio, creía que era un
inst rum ent o del diablo dot ado de vida propia y se negaba a aproxim ársele, pero él fue
inflexible y ella acabó por dom inarla. Trucha organizó una pulpería. Era un m odest o
alm acén donde los inquilinos podían com prar lo necesario sin t ener que hacer el viaj e
en carret a hast a San Lucas. El pat rón com praba las cosas al por m ayor y lo revendía al
m ism o precio a sus t rabaj adores. I m puso un sist em a de vales, que prim ero funcionó
com o una form a de crédit o y con el t iem po llegó a reem plazar al dinero legal. Con sus
papeles rosados se com praba t odo en la pulpería y se pagaban los sueldos. Cada
t rabaj ador t enía derecho, adem ás de los fam osos papelit os, a un t rozo de t ierra para
cult ivar en su t iem po libre, seis gallinas por fam ilia al año, una porción de sem illas,
una part e de la cosecha que cubriera sus necesidades, pan y leche para el día y
cincuent a pesos que se repart ían para Navidad y para las Fiest as Pat rias ent re los
hom bres. Las m uj eres no t enían esa bonificación, aunque t rabaj aran con los hom bres
de igual a igual, porque no se las consideraba j efes de fam ilia, except o en el caso de
las viudas. El j abón de lavar, la lana para t ej er y el j arabe para fort alecer los pulm ones
eran dist ribuidos grat uit am ent e, porque Trueba no quería a su alrededor gent e sucia,
con frío o enferm a. Un día leyó en la enciclopedia las vent aj as de una diet a equilibrada
y com enzó su m anía de las vit am inas, que había de durarle por el rest o de la vida.
Sufría rabiet as cada vez que com probaba que los cam pesinos daban a los niños sólo el
pan y alim ent aban a los cerdos con la leche y los huevos. Em pezó a hacer reuniones
obligat orias en la escuela para hablarles de las vit am inas y, de paso, inform arlos sobre
las not icias que conseguía capt ar m ediant e los escarceos con la radio a galena. Pront o
se aburrió de perseguir la onda con el alam bre y encargó a la capit al una radio
t ransoceánica provist a de dos enorm es bat erías. Con ella podía capt ar algunos
m ensaj es coherent es, en m edio de un ensordecedor barullo de sonidos de ult ram ar.
Así se ent eró de la guerra de Europa y siguió los avances de las t ropas en un m apa
que colgó en el pizarrón de la escuela y que iba m arcando con alfileres. Los
cam pesinos lo observaban est upefact os, sin com prender ni rem ot am ent e el propósit o
de clavar un alfiler en el color azul y al día siguient e correrlo al color verde. No podían
im aginar el m undo del t am año de un papel suspendido en el pizarrón, ni a los ej ércit os
reducidos a la cabeza de un alfiler. En realidad, la guerra, los invent os de la ciencia, el
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

progreso de la indust ria, el precio del oro y las ext ravagancias de la m oda, los t enían
sin cuidado. Eran cuent os de hadas que en nada m odificaban la est rechez de su
exist encia. Para aquel im pávido audit orio, las not icias de la radio eran lej anas y aj enas
y el aparat o se desprest igió rápidam ent e cuando fue evident e que no podía pronost icar
el est ado del t iem po. El único que dem ost raba int erés por los m ensaj es venidos del
aire, era Pedro Segundo García.
Est eban Trucha com part ió con él m uchas horas, prim ero j unt o a la radio a galena, y
después con la de bat ería, esperando el m ilagro de una voz anónim a y rem ot a que los
pusiera en cont act o con la civilización. Est o, sin em bargo, no consiguió acercarlos.
Trueba sabía que ese rudo cam pesino era m ás int eligent e que los dem ás. Era el único
que sabía leer y era capaz de m ant ener una conversación de m ás de t res frases. Era lo
m ás parecido a un am igo que t enía en cien kilóm et ros a la redonda, pero su
m onum ent al orgullo le im pedía reconocerle ninguna virt ud, except o aquellas propias de
su condición de buen peón de cam po. Tam poco era part idario de las fam iliaridades con
los subalt ernos. Por su part e, Pedro Segundo lo odiaba, aunque j am ás había puest o
nom bre a ese sent im ient o t orm ent oso que le abrasaba el alm a y lo llenaba de
confusión. Era una m ezcla de m iedo y de rencorosa adm iración. Present ía que nunca
se at revería a hacerle frent e, porque era el pat rón. Tendría que soport ar sus rabiet as,
sus órdenes desconsideradas y su prepot encia durant e el rest o de su vida. En los años
en que Las Tres Marías est uvo abandonada, él había asum ido en form a nat ural el
m ando de la pequeña t ribu que sobrevivió en esas t ierras olvidadas. Se había
acost um brado a ser respet ado, a m andar, a t om ar decisiones y a no t ener m ás que el
cielo sobre su cabeza. La llegada del pat rón le cam bió la vida, pero no podía dej ar de
adm it ir que ahora vivían m ej or, que no pasaban ham bre y que est aban m ás prot egidos
y seguros. Algunas veces Trueba creyó verle en los oj os un dest ello asesino, pero
nunca pudo reprocharle una insolencia. Pedro Segundo obedecía sin chist ar, t rabaj aba
sin quej arse, era honest o y parecía leal. Si veía pasar a su herm ana Pancha por el
corredor de la casa pat ronal, con el vaivén pesado de la hem bra sat isfecha, agachaba
la cabeza y callaba.
Pancha García era j oven y el pat rón era fuert e. El result ado predecible de su alianza
com enzó a not arse a los pocos m eses. Las venas de las piernas de la m uchacha
aparecieron com o lom brices en su piel m orena, se hizo m ás lent o su gest o y lej ana su
m irada, perdió int erés en los ret ozos descarados de la cam a de fierro forj ado y
rápidam ent e se le engrosó la cint ura y se le cayeron los senos con el peso de una
nueva vida que crecía en su int erior. Est eban t ardó bast ant e en darse cuent a, porque
casi nunca la m iraba y, pasado el ent usiasm o del prim er m om ent o, t am poco la
acariciaba. Se lim it aba a ut ilizarla com o una m edida higiénica que aliviaba la t ensión
del día y le brindaba una noche sin sueños. Pero llegó un m om ent o en que la gravidez
de Pancha fue evident e incluso para él. Le t om ó repulsión. Em pezó a verla corno un
enorm e envase que cont enía una sust ancia inform e y gelat inosa, que no podía
reconocer com o un hij o suyo. Pancha abandonó la casa del pat rón y regresó al rancho
de sus padres, donde no le hicieron pregunt as. Siguió t rabaj ando en la cocina pat ronal,
am asando el pan y cosiendo a m áquina, cada día m ás deform ada por la m at ernidad.
Dej ó de servir la m esa a Est eban y evit ó encont rarse con él, puest o que ya nada t enían
que com part ir. Una sem ana después que ella salió de su cam a, él volvió a soñar con
Rosa y despert ó con las sábanas húm edas. Miró por la vent ana y vio a una niña
delgada que est aba colgando en un alam bre la ropa recién lavada. No parecía t ener
m ás de t rece o cat orce años, pero est aba com plet am ent e desarrollada. En ese
m om ent o se volvió y lo m iró: t enía la m irada de una m uj er.
Pedro García vio al pat rón salir silbando cam ino al est ablo y m ovió la cabeza
inquiet o.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

En el t ranscurso de los diez años siguient es, Est eban Trueba se convirt ió en el
pat rón m ás respet ado de la región, const ruyó casas de ladrillo para sus t rabaj adores,
consiguió un m aest ro para la escuela y subió el nivel de vida de t odo el m undo en sus
t ierras. Las Tres Marías era un buen negocio que no requería ayuda del filón de oro,
sino, por el cont rario, sirvió de garant ía para prorrogar la concesión de la m ina. El m al
caráct er de Trueba se convirt ió en una leyenda y se acent uó hast a llegar a incom odarlo
a él m ism o. No acept aba que nadie le replicara y no t oleraba ninguna cont radicción,
consideraba que el m enor desacuerdo era una provocación. Tam bién se acrecent ó su
concupiscencia. No pasaba ninguna m uchacha de la pubert ad a la edad adult a sin que
la hiciera probar el bosque, la orilla del río o la cam a de fierro forj ado. Cuando no
quedaron m uj eres disponibles en Las Tres Marías, se dedicó a perseguir a las de ot ras
haciendas, violándolas en un abrir y cerrar de oj os, en cualquier lugar del cam po,
generalm ent e al at ardecer. No se preocupaba de hacerlo a escondidas, porque no le
t em ía a nadie. En algunas ocasiones llegaron hast a Las Tres Marías un herm ano, un
padre, un m arido o un pat rón a pedirle cuent as, pero ant e su violencia descont rolada,
est as visit as de j ust icia o de venganza fueron cada vez m enos frecuent es. La fam a de
su brut alidad se ext endió por t oda la zona y causaba envidiosa adm iración ent re los
m achos de su clase. Los cam pesinos escondían a las m uchachas y apret aban los puños
inút ilm ent e, pues no podían hacerle frent e. Est eban Trueba era m ás fuert e y t enía
im punidad. Dos veces aparecieron cadáveres de cam pesinos de ot ras haciendas
acribillados a t iros de escopet a y a nadie le cupo duda que había que buscar al culpable
en Las Tres Marías, pero los gendarm es rurales se lim it aron a anot ar el hecho en su
libro de act as, con la t rabaj osa caligrafía de los sem ianalfabet os, agregando que
habían sido sorprendidos robando. La cosa no pasó de allí. Trueba siguió labrando su
prest igio de raj adiablos, sem brando la región de bast ardos, cosechando el odio y
alm acenando culpas que no le hacían m ella, porque se le había curt ido el alm a y
acallado la conciencia con el pret ext o del progreso. En vano Pedro Segundo García y el
viej o cura del hospit al de las m onj as t rat aron de sugerirle que no eran las casit as de
ladrillo ni los lit ros de leche los que hacían a un buen pat rón, o a un buen crist iano,
sino dar a la gent e un sueldo decent e en vez de papelit os rosados, un horario de
t rabaj o que no les m oliera los riñones y un poco de respet o y dignidad. Trueba no
quería oír hablar de esas cosas que, según él, olían a com unism o.
- Son ideas degeneradas - m ascullaba- . I deas bolcheviques para soliviant arm e a los
inquilinos. No se dan cuent a que est a pobre gent e no t iene cult ura ni educación, no
pueden asum ir responsabilidades, son niños. ¿Cóm o van a saber lo que les conviene?
Sin m í est arían perdidos, la prueba es que cuando doy vuelt a la cara, se va t odo al
diablo y em piezan a hacer burradas. Son m uy ignorant es. Mi gent e est á m uy bien,
¿qué m ás quieren? No les falt a nada. Si se quej an, es de puro m al agradecidos. Tienen
casas de ladrillo, m e preocupo de sonar los m ocos y quit ar los parásit os a sus
chiquillos, de llevarles vacunas y enseñarles a leer. ¿Hay ot ro fundo por aquí que t enga
su propia escuela? ¡No! Siem pre que puedo, les llevo al cura para que les diga unas
m isas, así es que no sé por qué viene el cura a hablarm e de j ust icia. No t iene que
m et erse en lo que no sabe y no es de su incum bencia. ¡Quisiera verlo a cargo de est a
propiedad! A ver si iba a andar con rem ilgos. Con est os pobres diablos hay que t ener
m ano dura, es el único lenguaj e que ent ienden. Si uno se ablanda, no lo respet an. No
niego que m uchas veces he sido m uy severo, pero siem pre he sido j ust o. He t enido
que enseñarles de t odo, hast a a com er, porque si fuera por ellos, se alim ent aban de
puro pan. Si m e descuido les dan la leche y los huevos a los chanchos. ¡No saben
lim piarse el t rast e y quieren derecho a vot o! Si no saben donde est án parados, ¿cóm o
van a saber de polít ica? Son capaces de vot ar por los com unist as, com o los m ineros
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

del Nort e, que con sus huelgas perj udican a t odo el país, j ust am ent e cuando el precio
del m ineral est á en su punt o m áxim o. Mandar a la t ropa es lo que haría yo en el Nort e,
para que les corra bala, a ver si aprenden de una vez por t odas. Por desgracia el
garrot e es lo único que funciona en est os países. No est am os en Europa. Aquí lo que se
necesit a es un gobierno fuert e, un pat rón fuert e. Sería m uy lindo que fuéram os t odos
iguales, pero no lo som os. Eso salt a a la vist a. Aquí el único que sabe t rabaj ar soy yo y
los desafío a que m e prueben lo cont rario. Me levant o el prim ero y m e acuest o el
últ im o en est a m aldit a t ierra. Si fuera por m í, m andaba t odo al caraj o y m e iba a vivir
com o un príncipe a la capit al, pero t engo que est ar aquí, porque si m e ausent o aunque
sea por una sem ana, est o se viene al suelo y est os infelices em piezan a m orirse de
ham bre. Acuérdense cóm o era cuando yo llegué hace nueve o diez años: una
desolación. Era una ruina de piedras y buit res. Una t ierra de nadie. Est aban t odos los
pot reros abandonados. A nadie se le había ocurrido canalizar el agua. Se cont ent aban
con plant ar cuat ro lechugas m ugrient as en sus pat ios y dej aron que t odo lo dem ás se
hundiera en la m iseria. Fue necesario que yo llegara para que aquí hubiera orden, ley,
t rabaj o. ¿Cóm o no voy a est ar orgulloso? He t rabaj ado t an bien, que ya com pré los dos
fundos vecinos y est a propiedad es la m ás grande y la m ás rica de t oda la zona, la
envidia de t odo el m undo, un ej em plo, un fundo m odelo. Y ahora que la carret era pasa
por el lado, se ha duplicado su valor, si quisiera venderlo podría irm e a Europa a vivir
de m is rent as, pero no m e voy, m e quedo aquí, m achucándom e. Lo hago por est a
gent e. Sin m í est arían perdidos. Si vam os al fondo de las cosas, no sirven ni para
hacer los m andados, siem pre lo he dicho: son com o niños. No hay uno que pueda
hacer lo que t iene que hacer sin que t enga que est ar yo det rás azuzándolo. ¡Y después
m e vienen con el cuent o de que som os t odos iguales! Para m orirse de la risa, caraj o...
A su m adre y herm ana enviaba caj ones con frut as, carnes saladas, j am ones, huevos
frescos, gallinas vivas y en escabeche, harina, arroz y granos por sacos, quesos del
cam po y t odo el dinero que podían necesit ar, porque eso no le falt aba. Las Tres Marías
y la m ina producían com o era debido por prim era vez desde que Dios puso aquello en
el planet a, com o le gust aba decir a quien quisiera oírlo. A doña Est er y a Férula daba lo
que nunca am bicionaron, pero no t uvo t iem po, en t odos esos años, para irlas a visit ar,
aunque fuera de paso en alguno de sus viaj es al Nort e. Est aba t an ocupado en el
cam po, en las nuevas t ierras que había com prado y en ot ros negocios a los que
em pezaba a echar el guant e, que no podía perder su t iem po j unt o al lecho de una
enferm a. Adem ás exist ía el correo que los m ant enía en cont act o y el t ren que le
perm it ía m andar t odo lo que quisiera. No t enía necesidad de verlas. Todo se podía
decir por cart a. Todo m enos lo que no quería que supieran, com o la recua de
bast ardos que iban naciendo com o por art e de m agia. Bast aba t um bar a una
m uchacha en el pot rero y quedaba preñada inm ediat am ent e, era cosa del dem onio,
t ant a fert ilidad era insólit a, est aba seguro que la m it ad de los críos no eran suyos. Por
eso decidió que apart e del hij o de Pancha García, que se llam aba Est eban com o él y
que no había duda de que su m adre era virgen cuando la poseyó, los dem ás podían ser
sus hij os y podían no serlo y siem pre era m ej or pensar que no lo eran. Cuando llegaba
a su casa alguna m uj er con un niño en los brazos para reclam ar el apellido o alguna
ayuda, la ponía en el cam ino con un par de billet es en la m ano y la am enaza de que si
volvía a im port unarlo, la sacaría a rebencazos, para que no le quedaran ganas de
andar m eneando el rabo al prim er hom bre que viera y después acusarlo a él. Así fue
com o nunca se ent eró del núm ero exact o de sus hij os y en realidad el asunt o no le
int eresaba. Pensaba que cuando quisiera t ener hij os, buscaría una esposa de su clase,
con bendición de la I glesia, porque los únicos que cont aban eran los que llevaban el
apellido del padre, los ot ros era com o si no exist ieran. Que no le fueran con la
m onst ruosidad de que t odos nacen con los m ism os derechos y heredan igual, porque

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

en ese caso se iba t odo al caraj o y la civilización regresaba a la Edad de Piedra. Se


acordaba de Nívea, la m adre de Rosa, quien después que su m arido renunció a la
polít ica, at errado por el aguardient e envenenado, inició su propia cam paña polít ica. Se
encadenaba con ot ras dam as en las rej as del Congreso y de la Cort e Suprem a,
provocando un bochornoso espect áculo que ponía en ridículo a sus m aridos. Sabía que
Nívea salía en la noche a pegar pancart as sufragist as en los m uros de la ciudad y era
capaz de pasear por el cent ro a plena luz del m ediodía de un dom ingo, con una escoba
en la m ano y un birret e en la cabeza, pidiendo que las m uj eres t uvieran los derechos
de los hom bres, que pudieran vot ar y ent rar a la universidad, pidiendo t am bién que
t odos los niños gozaran de la prot ección de la ley, aunque fueran bast ardos.
- ¡Esa señora est á m al de la cabeza! - decía Trueba- . Eso sería ir cont ra la nat uraleza.
Si las m uj eres no saben sum ar dos m ás dos, m enos podrán t om ar un bist urí. Su
función es la m at ernidad, el hogar. Al paso que van, cualquier día van a querer ser
diput ados, j ueces, ¡hast a President e de la República! Y m ient ras t ant o est án
produciendo una confusión y un desorden que puede t erm inar en un desast re. Andan
publicando panflet os indecent es, hablan por la radio, se encadenan en lugares públicos
y t iene que ir la policía con un herrero para que cort e los candados y puedan
llevárselas presas, que es com o deben est ar. Lást im a que siem pre hay un m arido
influyent e, un j uez de pocos bríos o un parlam ent ario con ideas revolt osas que las
pone en libert ad... ¡Mano dura es lo que hace falt a t am bién en est e caso!
La guerra en Europa había t erm inado y los vagones llenos de m uert os eran un
clam or lej ano, pero que aún no se apagaba. De allí est aban llegando las ideas
subversivas t raídas por los vient os incont rolables de la radio, el t elégrafo y los buques
cargados de em igrant es que llegaban com o un t ropel at ónit o, escapando al ham bre de
su t ierra, asolados por el rugido de las bom bas y por los m uert os pudriéndose en los
surcos del arado. Era año de elecciones presidenciales y de preocuparse por el vuelco
que est aban t om ando los acont ecim ient os. El país despert aba. La oleada de
descont ent o que agit aba al pueblo est aba golpeando la sólida est ruct ura de aquella
sociedad oligárquica. En los cam pos hubo de t odo: sequía, caracol, fiebre aft osa. En el
Nort e había cesant ía y en la capit al se sent ía el efect o de la guerra lej ana. Fue un año
de m iseria en el que lo único que falt ó para rem at ar el desast re fue un t errem ot o.
La clase alt a, sin em bargo, dueña del poder y de la riqueza, no se dio cuent a del
peligro que am enazaba el frágil equilibrio de su posición. Los ricos se divert ían
bailando el charlest ón y los nuevos rit m os del j azz, el fox- t rot y unas cum bias de
negros que eran una m aravillosa indecencia. Se renovaron los viaj es en barco a
Europa, que se habían suspendido durant e los cuat ro años de guerra y se pusieron de
m oda ot ros a Nort eam érica. Llegó la novedad del golf, que reunía a la m ej or sociedad
para golpear una pelot it a con un palo, t al com o doscient os años ant es hacían los indios
en esos m ism os lugares. Las dam as se ponían collares de perlas falsas hast a las
rodillas y som breros de bacinilla hundidos hast a las cej as, se habían cort ado el pelo
com o hom bres y se pint aban com o m eret rices, habían suprim ido el corsé y fum aban
pierna arriba. Los caballeros andaban deslum brados por el invent o de los coches
nort eam ericanos, que llegaban al país por la m añana y se vendían el m ism o día por la
t arde, a pesar de que cost aban una pequeña fort una y no eran m ás que un est répit o
de hum o y t uercas suelt as corriendo a velocidad suicida por unos cam inos que fueron
hechos para los caballos y ot ras best ias nat urales, pero en ningún caso para m áquinas
de fant asía. En las m esas de j uego se j ugaban las herencias y las riquezas fáciles de la
posguerra, dest apaban el cham pán, y llegó la novedad de la cocaína para los m ás
refinados y viciosos. La locura colect iva parecía no t ener fin.
Pero en el cam po los nuevos aut om óviles eran una realidad t an lej ana com o los
vest idos cort os y los que se libraron del caracol y la fiebre aft osa lo anot aron com o un
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

buen año. Est eban Trueba y ot ros t errat enient es de la región se j unt aban en el club del
pueblo para planear la acción polít ica ant es de las elecciones. Los cam pesinos t odavía
vivían igual que en t iem pos de la Colonia y no habían oído hablar de sindicat os, ni de
dom ingos fest ivos, ni de un salario m ínim o, pero ya com enzaban a infilt rarse en los
fundos los delegados de los nuevos part idos de izquierda, que ent raban disfrazados de
evangélicos, con una Biblia en un sobaco y sus panflet os m arxist as en el ot ro,
predicando sim ult áneam ent e la vida abst em ia y la m uert e por la revolución. Est os
alm uerzos de confabulación de los pat rones t erm inaban en borracheras rom anas o en
peleas de gallos y al anochecer t om aban por asalt o el Farolit o Roj o, donde las
prost it ut as de doce años y Carm elo, el único m arica del burdel y del pueblo, bailaban
al son de una vit rola ant ediluviana, baj o la m irada alert a de la Sofía, que ya no est aba
para esos t rot es, pero que t odavía t enía energía para regent arlo con m ano de hierro y
para im pedir que se m et ieran los gendarm es a fregar la paciencia y los pat rones a
propasarse con las m uchachas, j odiendo sin pagar. Ent re t odas, Tránsit o Sot o era la
que m ej or bailaba y la que m ás resist ía los em bist es de los borrachos, era incansable y
nunca se quej aba de nada, com o si t uviera la virt ud t ibet ana de dej ar su m ísero
esquelet o de adolescent e en m anos del client e y t rasladar su alm a a una región lej ana.
A Est eban Trueba le gust aba, porque no t enía rem ilgos para las innovaciones y las
brut alidades del am or, sabía cant ar con voz de páj aro ronco, y porque una vez le dij o
que ella iba a llegar m uy lej os y eso le hizo gracia.
- No m e voy a quedar en el Farolit o Roj o t oda la vida, pat rón. Me voy a ir a la
capit al, porque quiero ser rica y fam osa - dij o.
Est eban iba al lupanar porque era el único lugar de diversión del pueblo, pero no era
hom bre de prost it ut as. No le gust aba pagar por lo que podía obt ener por ot ros m edios.
A Tránsit o Sot o, sin em bargo, la apreciaba. La j oven lo hacía reír.
Un día, después de hacer el am or, se sint ió generoso, lo que no le ocurría casi
nunca, y pregunt ó a Tránsit o Sot o si le gust aría que le hiciera un regalo.
- ¡Prést am e cincuent a pesos, pat rón! - pidió ella al punt o.
- Es m ucha plat a. ¿Para qué la quieres?
- Para un pasaj e en t ren, un vest ido roj o, unos zapat os con t acón, un frasco de
perfum e y para hacerm e la perm anent e. Es t odo lo que necesit o para em pezar. Se los
voy a devolver algún día, pat rón. Con int ereses.
Est eban le dio los cincuent a pesos porque ese día había vendido cinco novillos y
andaba con los bolsillos replet os de billet es, y t am bién porque la fat iga del placer
sat isfecho lo ponía algo sent im ent al.
- Lo único que sient o es que no t e voy a volver a ver, Tránsit o. Me había
acost um brado a t i.
- Sí nos vam os a ver, pat rón. La vida es larga y t iene m uchas vuelt as.
Esas com ilonas en el club, las riñas de gallos y las t ardes en el burdel, culm inaron
en un plan int eligent e, aunque no del t odo original, para hacer vot ar a los cam pesinos.
Les dieron una fiest a con em panadas y m ucho vino, se sacrificaron algunas reses para
asarlas, les t ocaron canciones en la guit arra, les endilgaron algunas arengas pat riót icas
y les prom et ieron que si salía el candidat o conservador t endrían una bonificación, pero
si salía cualquier ot ro, se quedaban sin t rabaj o. Adem ás, cont rolaron las urnas y
sobornaron a la policía. A los cam pesinos, después de la fiest a, los echaron dent ro de
unas carret as y los llevaron a vot ar, bien vigilados, ent re brom as y risas, la única
oport unidad en que t enían fam iliaridades con ellos, com padre para acá, com padre para
allá, cuent e conm igo, que yo no le fallo, pat roncit o, así m e gust a, hom bre, que t engas

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conciencia pat riót ica, m ira que los liberales y los radicales son t odos unos pendej os y
los com unist as son unos at eos, hij os de put a, que se com en a los niños.
El día de la elección t odo ocurrió com o est aba previst o, en perfect o orden. Las
Fuerzas Arm adas garant izaron el proceso dem ocrát ico, t odo en paz, un día de
prim avera m ás alegre y asoleado que ot ros.
- Un ej em plo para est e cont inent e de indios y de negros, que se lo pasan en
revoluciones para t um bar a un dict ador y poner a ot ro. Ést e es un país diferent e, una
verdadera república, t enem os orgullo cívico, aquí el Part ido Conservador gana
lim piam ent e y no se necesit a a un general para que haya orden y t ranquilidad, no es
com o esas dict aduras regionales donde se m at an unos a ot ros, m ient ras los gringos se
llevan t odas las m at erias prim as - expresó Trueba en el com edor del club, brindando
con una copa en la m ano, en el m om ent o en que se ent eró de los result ados de la
vot ación.
Tres días después, cuando se había vuelt o a la rut ina, llegó la cart a de Férula a Las
Tres Marías. Est eban Trueba había soñado esa noche con Rosa. Hacía m ucho t iem po
que eso no le ocurría. En el sueño la vio con su pelo de sauce suelt o en la espalda,
com o un m ant o veget al que la cubría hast a la cint ura, t enía la piel dura y helada, del
color y t ext ura del alabast ro. I ba desnuda y llevaba un bult o en los brazos, cam inaba
com o se cam ina en los sueños, aureolada por el verde resplandor que flot aba
alrededor de su cuerpo. La vio acercarse lent am ent e y cuando quiso t ocarla, ella lanzó
el bult o al suelo, est rellándolo a sus pies. Él se agachó, lo recogió, y vio a una niña sin
oj os que lo llam aba papá. Se despert ó angust iado y anduvo de m al hum or t oda la
m añana. A causa del sueño, se sint ió inquiet o, m ucho ant es de recibir la cart a de
Férula. Ent ró a t om ar su desayuno en la cocina, com o t odos los días, y vio una gallina
que andaba picot eando las m igas en el suelo. Le m andó un punt apié que le abrió la
barriga, dej ándola agónica en un charco de t ripas y plum as, alet eando en m edio de la
cocina. Eso no lo calm ó, por el cont rario, aum ent ó su rabia y sint ió que com enzaba a
ahogarse. Se m ont ó en el caballo y se fue al galope a vigilar el ganado que est aban
m arcando. En eso llegó a la casa Pedro Segundo García, que había ido a la est ación
San Lucas a dej ar una encom ienda y había pasado por el pueblo a recoger el correo.
Traía la cart a de Férula.
El sobre aguardó t oda la m añana sobre la m esa de la ent rada. Cuando Est eban
Trueba llegó, pasó direct am ent e a bañarse, porque iba cubiert o de sudor y de polvo,
im pregnado del olor inconfundible de las best ias at errorizadas. Después se sent ó en su
escrit orio a sacar cuent as y ordenó que le sirvieran la com ida en una bandej a. No vio
la cart a de su herm ana hast a la noche, cuando recorrió la casa com o hacía siem pre
ant es de acost arse, para ver que los faroles est uvieran apagados y las puert as
cerradas. La cart a de Férula era igual a t odas las que había recibido de ella, pero al
t enerla en la m ano, supo, aun ant es de abrirla, que su cont enido le cam biaría la vida.
Tuvo la m ism a sensación que cuando sost enía el t elegram a de su herm ana que le
anunció la m uert e de Rosa, años at rás.
La abrió, sint iendo que le lat ían las sienes a causa del present im ient o. La cart a decía
brevem ent e que doña Est er Trucha se est aba m uriendo y que, después de t ant os años
de cuidarla y servirla com o una esclava, Férula t enía que aguant ar que su m adre ni
siquiera la reconociera, sino que clam aba día y noche por su hij o Est eban, porque no
quería m orirse sin verlo. Est eban nunca había querido realm ent e a su m adre, ni se
sent ía cóm odo en su presencia, pero la not icia lo dej ó t em bloroso. Com prendió que ya
no le servirían los pret ext os siem pre novedosos que invent aba para no visit arla, y que
había llegado el m om ent o de hacer el cam ino de vuelt a a la capit al y enfrent ar por
últ im a vez a esa m uj er que est aba present e en sus pesadillas, con su rancio olor a

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Isabel Allende

m edicam ent os, sus quej idos t enues, sus int erm inables oraciones, esa m uj er sufrient e
que había poblado de prohibiciones y t errores su infancia y cargado de
responsabilidades y culpas su vida de hom bre.
Llam ó a Pedro Segundo García y le explicó la sit uación. Lo llevó al escrit orio y le
m ost ró el libro de cont abilidad y las cuent as de la pulpería. Le ent regó un m anoj o con
t odas las llaves, m enos la de la bodega de los vinos, y le anunció que a part ir de ese
m om ent o y hast a su regreso, él era responsable de t odo lo que había en Las Tres
Marías y que cualquier est upidez que com et iera la pagaría m uy cara. Pedro Segundo
García recibió las llaves, se m et ió el libro de cuent as debaj o del brazo y sonrió sin
alegría.
- Uno hace lo que puede, no m ás, pat rón - dij o encogiéndose de hom bros.
Al día siguient e Est eban Trueba rehizo por prim era vez en años el cam ino que lo
había llevado de la casa de su m adre al cam po. Se fue en una carret a con sus dos
m alet as de, cuero hast a la est ación San Lucas, t on ió el coche de prim era clase de los
t iem pos de la com pañía inglesa de fi: rrocarriles y volvió a recorrer los vast os cam pos
t endidos al pie de la cordillera.
Cerró los oj os e int ent ó dorm ir, pero la im agen de su m adre le espant ó el sueño.

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La casa de l os espí r i tus
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Clara, clarividente
Capítulo III

Clara t enía diez años cuando decidió que no valía la pena hablar y se encerró en el
m ut ism o. Su vida cam bió not ablem ent e. El m édico de la fam ilia, el gordo y afable
doct or Cuevas, int ent ó curarle el silencio con píldoras de su invención, con vit am inas
en j arabe y t ocaciones de m iel de bórax en la gargant a, pero sin ningún result ado
aparent e. Se dio cuent a de que sus m edicam ent os eran ineficaces y que su presencia
ponía a la niña en est ado de t error. Al verlo, Clara com enzaba a chillar y se refugiaba
en el rincón m ás lej ano, encogida com o un anim al acosado, de m odo que abandonó
sus curaciones y recom endó a Severo y Nívea que la llevaran donde un rum ano de
apellido Rost ipov, que est aba causando sensación esa t em porada. Rost ipov se ganaba
la vida haciendo t rucos de ilusionist a en los t eat ros de variedades y había realizado la
increíble hazaña de t ensar un alam bre desde la punt a de la cat edral hast a la cúpula de
la Herm andad Gallega, al ot ro lado de la plaza para cruzar cam inando por el aire con
una pért iga com o único sost én. A pesar de su lado frívolo, Rost ipov est aba provocando
una bat ahola en los círculos cient íficos, porque en sus horas libres m ej oraba la hist eria
con varillas m agnét icas y t rances hipnót icos. Nívea y Severo llevaron a Clara al
consult orio que el rum ano había im provisado en su hot el. Rost ipov la exam inó
cuidadosam ent e y por últ im o declaró que el caso no era de su incum bencia, puest o
que la pequeña no hablaba porque no le daba la gana, y no porque no pudiera. De
t odos m odos, ant e la insist encia de los padres, fabricó unas píldoras de azúcar
pint adas de color violet a y las recet ó advirt iendo que eran un rem edio siberiano para
curar sordom udos. Pero la sugest ión no funcionó en est e caso y el segundo frasco fue
devorado por Barrabás en un descuido sin que ello provocara en la best ia ninguna
reacción apreciable. Severo y Nívea int ent aron hacerla hablar con m ét odos caseros,
con am enazas y súplicas y hast a dej ándola sin com er, a ver si el ham bre la obligaba a
abrir la boca para pedir su cena, pero t am poco eso result ó.
La Nana t enía la idea de que un buen sust o podía conseguir que la niña hablara y se
pasó nueve años invent ando recursos desesperados para at errorizar a Clara, con lo
cual sólo consiguió inm unizarla cont ra la sorpresa y el espant o. Al poco t iem po Clara
no t enía m iedo de nada, no la conm ovían las apariciones de m onst ruos lívidos y
desnut ridos en su habit ación, ni los golpes de los vam piros y dem onios en su vent ana.
La Nana se disfrazaba de filibust ero sin cabeza, de verdugo de la Torre de Londres, de
perro lobo y de diablo cornudo, según la inspiración del m om ent o y las ideas que
sacaba de unos follet os t erroríficos que com praba para ese fin y aunque no era capaz
de leerlos, copiaba las ilust raciones. Adquirió la cost um bre de deslizarse sigilosam ent e
por los corredores para asalt ar a la niña en la oscuridad, de aullar det rás de las
puert as y esconder bichos vivos en la cam a, pero nada de eso logró sacarle ni una
palabra. A veces Clara perdía la paciencia, se t iraba al suelo, pat aleaba y grit aba, pero
sin art icular ningún sonido en idiom a conocido, o bien anot aba en la pizarrit a que
siem pre llevaba consigo los peores insult os para la pobre m uj er, que se iba a la cocina
a llorar la incom prensión,
- ¡Lo hago por t u bien, angelit o! - sollozaba la Nana envuelt a en una sábana
ensangrent ada y con la cara t iznada con corcho quem ado.

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La casa de l os espí r i tus
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Nívea le prohibió que siguiera asust ando a su hij a. Se dio cuent a que el est ado de
t urbación aum ent aba sus poderes m ent ales y producía desorden ent re los aparecidos
que rondaban a la niña. Adem ás, aquel desfile de personaj es t ruculent os est aba
dest rozando el sist em a nervioso a Barrabás , que nunca t uvo buen olfat o y era incapaz
de reconocer a la Nana debaj o de sus disfraces. El perro com enzó a orinarse sent ado,
dej ando a su alrededor un inm enso charco y con frecuencia le cruj ían los dient es. Pero
la Nana aprovechaba cualquier descuido de la m adre para persist ir en sus int ent os de
curar la m udez con el m ism o rem edio con que se quit a el hipo.
Ret iraron a Clara del colegio de m onj as donde se habían educado t odas las
herm anas Del Valle y le pusieron profesores en la casa. Severo hizo t raer de I nglat erra
a una inst it ut riz, m iss Agat ha, alt a, t oda ella de color ám bar y con grandes m anos de
albañil, pero no resist ió el cam bio de clim a, la com ida picant e y el vuelo aut ónom o del
salero desplazándose sobre la m esa del com edor, y t uvo que regresar a Liverpool. La
siguient e fue una suiza que no t uvo m ej or suert e y la francesa, que llegó gracias a los
cont act os del em baj ador de ese país con la fam ilia, result ó ser t an rosada, redonda y
dulce, que quedó encint a a los pocos m eses y, al hacer las averiguaciones del caso, se
supo que el padre era Luis, herm ano m ayor de Clara. Severo los casó sin pregunt arles
su opinión y, cont ra t odos los pronóst icos de Nívea y sus am igas, fueron m uy felices.
En vist a de est as experiencias, Nívea convenció a su m arido de que aprender idiom as
ext ranj eros no era im port ant e para una criat ura con habilidades t elepát icas y que era
m ucho m ej or insist ir con las clases de piano y enseñarle a bordar.
La pequeña Clara leía m ucho. Su int erés por la lect ura era indiscrim inado y le daban
lo m ism o los libros m ágicos de los baúles encant ados de su t ío Marcos, que los
docum ent os del Part ido Liberal que su padre guardaba en su est udio. Llenaba
incont ables cuadernos con sus anot aciones privadas, donde fueron quedando
regist rados los acont ecim ient os de ese t iem po, que gracias a eso no se perdieron
borrados por la neblina del olvido, y ahora yo puedo usarlos para rescat ar su m em oria.
Clara clarivident e conocía el significado de los sueños. Est a habilidad era nat ural en
ella y no requería los engorrosos est udios cabalíst icos que usaba el t ío Marcos con m ás
esfuerzo y m enos aciert o. El prim ero en darse cuent a de eso fue Honorio, el j ardinero
de la casa, que soñó un día con culebras que andaban ent re sus pies y que, para
quit árselas de encim a, les daba de pat adas hast a que conseguía aplast ar a diecinueve.
Se lo cont ó a la niña m ient ras podaba las rosas, sólo para ent ret enerla, porque la
quería m ucho y le daba lást im a que fuera m uda. Clara sacó la pizarrit a del bolsillo de
su delant al y escribió la int erpret ación del sueño de Honorio: t endrás m ucho dinero, t e
durará poco, lo ganarás sin esfuerzo, j uega al diecinueve. Honorio no sabía leer, pero
Nívea le leyó el m ensaj e ent re burlas y risas. El j ardinero hizo lo que le decían y se
ganó ochent a pesos en una t im ba clandest ina que había det rás de una bodega de
carbón. Se los gast ó en un t raj e nuevo, una borrachera m em orable con t odos sus
am igos y una m uñeca de loza para Clara. A part ir de ent onces la niña t uvo m ucho
t rabaj o descifrando sueños a escondidas de su m adre, porque cuando se supo la
hist oria de Honorio iban a pregunt arle qué quería decir volar sobre una t orre con alas
de cisne; ir en una barca a la deriva y que cant e una sirena con voz de viuda; que
nazcan dos gem elos pegados por la espalda, cada uno con una espada en la m ano, y
Clara anot aba sin vacilar en la pizarrit a que la t orre es la m uert e y el que vuela por
encim a se salvará de m orir en un accident e, el que naufraga y escucha a la sirena
perderá su t rabaj o y pasará penurias, pero lo ayudará una m uj er con la que hará un
negocio; los gem elos son m arido y m uj er forzados en un m ism o dest ino, hiriéndose
m ut uam ent e con golpes de espada.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Los sueños no eran lo único que Clara adivinaba. Tam bién veía el fut uro y conocía la
int ención de la gent e, virt udes que m ant uvo a lo largo de su vida y acrecent ó con el
t iem po. Anunció la m uert e de su padrino, don Salom ón Valdés, que era corredor de la
Bolsa de Com ercio y que creyendo haberlo perdido t odo, se colgó de la lám para en su
elegant e oficina. Allí lo encont raron, por insist encia de Clara, con el aspect o de un
carnero m ust io, t al com o ella lo describió en la pizarra. Predij o la hernia de su padre,
t odos los t em blores de t ierra y ot ras alt eraciones de la nat uraleza, la única vez que
cayó nieve en la capit al m at ando de frío a los pobres en las poblaciones y a los rosales
en. los j ardines de los ricos, y la ident idad del asesino de las colegialas, m ucho ant es
que la policía descubriera el segundo cadáver, pero nadie la creyó y Severo no quiso
que su hij a opinara sobre cosas de crim inales que no t enían parent esco con la fam ilia.
Clara se dio cuent a a la prim era m irada que Get ulio Arm ando iba a est afar a su padre
con el negocio de las ovej as aust ralianas, porque se lo leyó en el color del aura. Se lo
escribió a su padre, pero ést e no le hizo caso y cuando vino a acordarse de las
predicciones de su hij a m enor, había perdido la m it ad de su fort una y su socio andaba
por el Caribe, convert ido en hom bre rico, con un serrallo de negras culonas y un barco
propio para t om ar el sol.
La habilidad de Clara para m over obj et os sin t ocarlos no se pasó con la
m enst ruación, com o vat icinaba la Nana, sino que se fue acent uando hast a t ener t ant a
práct ica, que podía m over las t eclas del piano con la t apa cerrada, aunque nunca pudo
desplazar el inst rum ent o por la sala, com o era su deseo. En esas ext ravagancias
ocupaba la m ayor part e de su energía y de su t iem po. Desarrolló la capacidad de
adivinar un asom broso porcent aj e de las cart as de la baraj a e invent ó j uegos de
irrealidad para divert ir a sus herm anos. Su padre le prohibió escrut ar el fut uro en los
naipes e invocar fant asm as y espírit us t raviesos que m olest aban al rest o de la fam ilia y
at errorizaban a la servidum bre, pero Nívea com prendió que m ient ras m ás lim it aciones
y sust os t enía que soport ar su hij a m enor, m ás lunát ica se ponía, de m odo que decidió
dej arla en paz con sus t rucos de espirit ist a, sus j uegos de pit onisa y su silencio de
caverna, t rat ando de am arla sin condiciones y acept arla t al cual era. Clara creció com o
una plant a salvaj e, a pesar de las recom endaciones del doct or Cuevas, que había
t raído de Europa la novedad de los baños de agua fría y los golpes de elect ricidad para
curar a los locos.
Barrabás acom pañaba a la niña de día y de noche, except o en los períodos
norm ales de su act ividad sexual. Est aba siem pre rondándola com o una gigant esca
som bra t an silenciosa com o la m ism a niña, se echaba a sus pies cuando ella se
sent aba y en la noche dorm ía a su lado con resoplidos de locom ot ora. Llegó a
com penet rarse t an bien con su am a, que cuando ést a salía a cam inar sonám bula por la
casa, el perro la seguía en la m ism a act it ud. Las noches de luna llena era com ún verlos
paseando por los corredores, com o dos fant asm as flot ando en la pálida luz. A m edida
que el perro fue creciendo, se hicieron evident es sus dist racciones. Nunca com prendió
la nat uraleza t ranslúcida del crist al y en sus m om ent os de em oción solía em best ir las
vent anas al t rot e, con la inocent e int ención de at rapar alguna m osca. Caía al ot ro lado
en un est répit o de vidrios rot os, sorprendido y t rist e. En aquellos t iem pos los crist ales
venían de Francia por barco y la m anía del anim al de lanzarse cont ra ellos llegó a ser
un problem a, hast a que Clara ideó el recurso ext rem o de pint ar gat os en los vidrios. Al
convert irse en adult o, Barrabás dej ó de fornicar con las pat as del piano, com o lo hacía
en su infancia, y su inst int o reproduct or se ponía de m anifiest o sólo cuando olía alguna
perra en celo en la proxim idad. En esas ocasiones no había cadena t i¡ puert a que
pudiera ret enerlo, se lanzaba a la calle venciendo t odos los obst áculos que se le ponían
por delant e y se perdía por dos o t res días. Volvía siem pre con la pobre perra colgando
at rás suspendida en el aire, at ravesada por su enorm e m asculinidad. Había que
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

esconder a los niños para que no vieran el horrendo espect áculo del j ardinero
m oj ándolos con agua fría hast a que, después de m ucha agua, pat adas y ot ras
ignom inias, Barrabás se desprendía de su enam orada, dej ándola agónica en el pat io
de la casa, donde Severo t enía que rem at arla con un t iro de m isericordia.
La adolescencia de Clara t ranscurrió suavem ent e en la gran casa de t res pat ios de
sus padres, m im ada por sus herm anos m ayores, por Severo que la prefería ent re
t odos sus hij os, por Nívea y por la Nana, que alt ernaba sus siniest ras excursiones
disfrazada de cuco, con los m ás t iernos cuidados. Casi t odos sus herm anos se habían
casado o part ido, unos de viaj e, ot ros a t rabaj ar a provincia, y la gran casa, que había
albergado a una fam ilia num erosa, est aba casi vacía, con m uchos cuart os cerrados. La
niña ocupaba el t iem po que le dej aban sus precept ores en leer, m over sin t ocar los
obj et os m ás diversos, corret ear a Barrabás , pract icar j uegos de adivinación y
aprender a t ej er que, de t odas las art es dom ést icas, fue la única que pudo dom inar.
Desde aquel Jueves Sant o en que el padre Rest repo la acusó de endem oniada, hubo
una som bra sobre su cabeza que el am or de sus padres y la discreción de sus
herm anos consiguió cont rolar, pero la fam a de sus ext rañas habilidades circuló en voz
baj a en las t ert ulias de señoras. Nívea se dio cuent a que a su hij a nadie la invit aba y
hast a sus propios prim os la eludían. Procuró com pensar la falt a de am igos con su
dedicación t ot al, con t ant o éxit o, que Clara creció alegrem ent e y en los años
post eriores recordaría su infancia com o un período lum inoso de su exist encia, a pesar
de su soledad y de su m udez. Toda su vida guardaría en la m em oria las t ardes
com part idas con su m adre en la salit a de cost ura, donde Nívea cosía a m áquina ropa
para los pobres y le cont aba cuent os y anécdot as fam iliares. Le m ost raba los
daguerrot ipos de la pared y le narraba el pasado.
- ¿Ve est e señor t an serio, con barba de bucanero? Es el t ío Mat eo, que se fue al
Brasil por un negocio de esm eraldas, pero una m ulat a de fuego le hizo m al de oj o. Se
le cayó el pelo, se le desprendieron las uñas, se le solt aron los dient es. Tuvo que ir a
ver a un hechicero, un bruj o vudú, un negro ret int o, que le dio un am ulet o y se le
afirm aron los dient es, le salieron uñas nuevas y recuperó el pelo. Mírelo, hij it a, t iene
m ás pelo que un indio: es el único calvo en el m undo que volvió a echar pelo.
Clara sonreía sin decir nada y Nívea seguía hablando porque se había acost um brado
al silencio de su hij a. Por ot ra part e, t enía la esperanza que de t ant o m et erle ideas en
la cabeza, t arde o t em prano haría una pregunt a y recuperaría el habla.
- Y ést e decía- es el t ío Juan. Yo lo quería m ucho. Una vez se t iró un pedo y fue su
condena a m uert e, una gran desgracia. Sucedió en un alm uerzo cam pest re. Est ábam os
t odas las prim as un fragant e día de prim avera, con nuest ros vest idos de m uselina y
nuest ros som breros con flores y cint as, y los m uchachos lucían su m ej or ropa
dom inguera. Juan se quit ó su chaquet a blanca, ¡parece que lo est oy viendo! Se
arrem angó la cam isa y se colgó airoso de la ram a de un árbol para provocar, con sus
proezas de t rapecist a, la adm iración de Const anza Andrade, que fue Reina de la
Vendim ia, y que desde la prim era vez que la vio, perdió la t ranquilidad, devorado por
el am or. Juan hizo dos flexiones im pecables, una vuelt a com plet a y al siguient e
m ovim ient o lanzó una sonora vent osidad. ¡No se ría, Clarit a! Fue t errible. Se produj o
un silencio confundido y la Reina de la Vendim ia em pezó a reír descont roladam ent e.
Juan se puso su chaquet a, est aba m uy pálido, se alej ó del grupo sin prisa y no lo
volvim os a ver m ás. Lo buscaron hast a en la Legión Ext ranj era, pregunt aron por él en
t odos los consulados, pero nunca m ás se supo de su exist encia. Yo creo que se m et ió a
m isionero y se fue a cuidar leprosos ala I sla de Pascua, que es lo m ás lej os que se
puede llegar para olvidar y para que lo olviden, porque queda fuera de las rut as de

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

navegación y ni siquiera figura en los m apas de los holandeses. Desde ent onces la
gent e lo recuerda com o Juan del Pedo.
Nívea llevaba a su hij a a la vent ana y le m ost raba el t ronco seco del álam o.
- Era un árbol enorm e - decía- . Lo hice cort ar ant es que naciera m i hij o m ayor. Dicen
que era t an alt o, que desde la punt a se podía ver t oda la ciudad, pero el único que
llegó t an arriba, no t enía oj os para verla. Cada hom bre de la fam ilia Del Valle, cuando
quiso ponerse pant alones largos, t uvo que t reparlo para probar su valor. Era algo así
com o un rit o de iniciación. El árbol est aba lleno de m arcas. Yo m ism a pude
com probarlo cuando lo cort aron. Desde las prim eras ram as int erm edias, gruesas com o
chim eneas, ya se podían ver la m arcas dej adas por los abuelos que hicieron su
ascenso en su época. Por las iniciales grabadas en el t ronco se sabía de los que habían
subido m ás alt o, de los m ás valient es, y t am bién de los que se habían det enido,
asust ados. Un día le t ocó a j erónim o, el prim o ciego. Subió t ant eando las ram as sin
vacilar, porque no veía la alt ura y no present ía el vacío. Llegó a la cim a, pero no pudo
t erm inar la j ot a de su inicial, porque se desprendió com o una gárgola y se fue de
cabeza al suelo, a los pies de su padre y sus herm anos. Tenía quince años. Llevaron el
cuerpo envuelt o en una sábana a su m adre, la pobre m uj er los escupió a t odos en la
cara, les grit ó insult os de m arinero y m aldij o a la raza de hom bres que había incit ado a
su hij o a subir al árbol, hast a que se la llevaron las m onj as de la Caridad envuelt a en
una cam isa de fuerza. Yo sabía que algún día m is hij os t endrían que cont inuar esa
bárbara t radición. Por eso lo hice cort ar. No quería que Luis y los ot ros niños crecieran
con la som bra de ese pat íbulo en la vent ana.
A veces Clara acom pañaba a su m adre y a dos o t res de sus am igas sufragist as a
visit ar fábricas, donde se subían en unos caj ones para arengar a las obreras, m ient ras
desde una prudent e dist ancia, los capat aces y los pat rones las observaban burlones y
agresivos. A pesar de su cort a edad y su com plet a ignorancia de las cosas del m undo,
Clara podía percibir el absurdo de la sit uación y describía en sus cuadernos el cont rast e
ent re su m adre y sus am igas, con abrigos de piel y bot as de gam uza, hablando de
opresión, de igualdad y de derechos, a un grupo t rist e y resignado de t rabaj adoras,
con sus t oscos delant ales de dril y las m anos roj as por los sabañones. De la fábrica, las
sufragist as se iban a la confit ería de la Plaza de Arm as a t om ar t é con past elit os y
com ent ar los progresos de la cam paña, sin que est a dist racción frívola las apart ara ni
un ápice de sus inflam ados ideales. Ot ras veces su m adre la llevaba a las poblaciones
m arginales y a los convent illos, donde llegaban con el coche cargado de alim ent os y
ropa que Nívea y sus am igas cosían para los pobres. Tam bién en esas ocasiones, la
niña escribía con asom brosa int uición que las obras de caridad no podían m it igar la
m onum ent al inj ust icia. La relación con su m adre era alegre e ínt im a, y Nívea, a pesar
de haber t enido quince hij os, la t rat aba com o si fuera la única, est ableciendo un
vínculo t an fuert e, que se prolongó en las generaciones post eriores com o una t radición
fam iliar.
La Nana se había convert ido en una m uj er sin edad, que conservaba int act a la
fort aleza de su j uvent ud y podía andar a brincos por los rincones asust ando la m udez,
igual com o podía pasar el día revolviendo con un palo la m arm it a de cobre, en un
fuego de infierno al cent ro del t ercer pat io, donde gorgorit eaba el dulce de m em brillo,
un líquido espeso de color del t opacio, que al enfriarse se convert ía en m oldes de t odos
t am años que Nívea repart ía ent re sus pobres. Acost um brada a vivir rodeada de niños,
cuando los dem ás crecieron y se fueron, la Nana volcó en Clara t odas sus t ernuras.
Aunque la niña ya no t enía edad para eso, la bañaba com o si fuera un crío,
rem oj ándola en la bañera esm alt ada con agua perfum ada de albahaca y j azm ín, la
frot aba con una esponj a, la enj abonaba m et iculosam ent e sin olvidar ningún resquicio
de las orej as a los pies, la friccionaba con agua de colonia, la em polvaba con un hisopo
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

de plum as de cisne y le cepillaba el pelo con infinit a paciencia, hast a dej árselo brillant e
y dócil com o una plant a de m ar. La vest ía, le abría la cam a, le llevaba el desayuno en
bandej a, la obligaba a t om ar infusión de t ilo para los nervios, de m anzanilla para el
est óm ago, de lim ón para la t ransparencia de la piel, de ruda para la m ala bilis y de
m ent a para la frescura del alient o, hast a que la niña se convirt ió en un ser angélico y
herm oso que deam bulaba por los pat ios y los corredores envuelt a en un arom a de
flores, un rum or de enaguas alm idonadas y un halo de rizos y cint as.
Clara pasó la infancia y ent ró en la j uvent ud dent ro de las paredes de su casa, en un
m undo de hist orias asom brosas, de silencios t ranquilos, donde el t iem po no se
m arcaba con reloj es ni calendarios y donde los obj et os t enían vida propia, los
aparecidos se sent aban en la m esa y hablaban con los hum anos, el pasado y el fut uro
eran part e de la m ism a cosa y la realidad del present e era un caleidoscopio de espej os
desordenados donde t odo podía ocurrir. Es una delicia, para m i, leer los cuadernos de
esa época, donde se describe un m undo m ágico que se acabó. Clara habit aba un
universo invent ado para ella, prot egida de las inclem encias de la vida, donde se
confundían la verdad prosaica de las cosas m at eriales con la verdad t um ult osa de los
sueños, donde no siem pre funcionaban las leyes de la física o la lógica. Clara vivió ese
período ocupada en sus fant asías, acom pañada por los espírit us del aire, del agua y de
la t ierra, t an feliz, que no sint ió la necesidad de hablar en nueve años. Todos habían
perdido la esperanza de volver a oírle la voz, cuando el día de su cum pleaños, después
que sopló las diecinueve velas de su past el de chocolat e, est renó una voz que había
est ado guardada durant e t odo aquel t iem po y que t enía resonancia de inst rum ent o
desafinado.
- Pront o m e voy a casar - dij o.
- ¿Con quién? - pregunt ó Severo.
- Con el novio de Rosa - respondió ella.
Y ent onces se dieron cuent a que había hablado por prim era vez en t odos esos años
y el prodigio rem ovió la casa en sus cim ient os y provocó el llant o de t oda la fam ilia. Se
llam aron unos a ot ros, se desparram ó la not icia por la ciudad, consult aron al doct or
Cuevas, que no podía creerlo, y en el alborot o de que Clara había hablado, a t odos se
les olvidó lo que dij o y no se acordaron hast a dos m eses m ás t arde, cuando apareció
Est eban Trueba, a quien no habían vist o desde el ent ierro de Rosa, a pedir la m ano de
Clara.

Est eban Trueba se baj ó en la est ación y cargó él m ism o sus dos m alet as. La cúpula
de fierro que habían const ruido los ingleses im it ando la Est ación Vict oria, en los
t iem pos en que t enían la concesión de los ferrocarriles nacionales, no había cam biado
nada desde la últ im a vez que est uvo allí años ant es, los m ism os crist ales sucios, los
niños lust rabot as, las vendedoras de pan de huevo y dulces criollos y los cargadores
con sus gorras oscuras con la insignia de la corona brit ánica, que a nadie se le había
ocurrido sust it uir por ot ra con los colores de la bandera. Tom ó un coche y le dio la
dirección de la casa de su m adre. La ciudad le pareció desconocida, había un desorden
de m odernism o, un prodigio de m uj eres m ost rando las pant orrillas, de hom bres con
chaleco y pant alones con pliegues, un est ropicio de obreros haciendo hoyos en el
pavim ent o, quit ando árboles para poner post es, quit ando post es para poner edificios,
quit ando edificios para plant ar árboles, un est orbo de pregoneros am bulant es grit ando
las m aravillas del afilador de cuchillos, del m aní t ost ado, del m uñequit o que baila solo,
sin alam bre, sin hilos, com pruébelo ust ed m ism o, pásele la m ano, un vient o de
basurales, de frit angas, de fábricas, de aut om óviles t ropezando con los coches y los
t ranvías de t racción a sangre, com o llam aban a los caballos viej os que t iraban la
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m ovilización colect iva, un resuello de m uchedum bre, un rum or de carreras, de ir y


venir con prisa, de im paciencia y horario fij o. Est eban se sint ió oprim ido. Odiaba esa
ciudad m ucho m ás de lo que recordaba, evocó las alam edas del cam po, el t iem po
m edido por las lluvias, la vast a soledad de sus pot reros, la fresca quiet ud del río y de
su casa silenciosa.
- Ést a es una ciudad de m ierda - concluyó.
El coche lo llevó al t rot e a la casa donde se había criado. Se est rem eció al ver cóm o
se había det eriorado el barrio en esos años, desde que los ricos quisieron vivir m ás
arriba que los dem ás y la ciudad creció hacia los faldeos de la cordillera. De la plaza
donde j ugaba de niño, no quedaba nada, era un sit io baldío lleno de carret as del
m ercado est acionadas ent re la basura donde escarbaban los perros vagos. Su casa
est aba devast ada. Vio t odos los signos del paso del t iem po. En la puert a vidriada, con
m ot ivos de páj aros exót icos en el crist al t allado, pasada de m oda y desvencij ada,
había un llam ador de bronce con la form a de una m ano fem enina suj et ando una bola.
Tocó y t uvo que esperar un t iem po que le pareció int erm inable hast a que la puert a se
abrió con el t irón de una cuerda que iba del picaport e hast a la part e superior de la
escalera. Su m adre habit aba el segundo piso y alquilaba la plant a baj a a una fábrica de
bot ones. Est eban com enzó a subir los peldaños cruj ient es que no habían sido
encerados en m ucho t iem po. Una viej ísim a sirvient a, cuya exist encia había olvidado
por com plet o, lo esperaba arriba y lo recibió con lacrim osas m uest ras de afect o, igual
com o lo recibía a los quince años, cuando volvía de la Not aría donde se ganaba la vida
copiando t raspasos de propiedades y poderes de desconocidos. Nada había cam biado,
ni siquiera la ubicación de los m uebles, pero t odo le pareció diferent e a Est eban, el
corredor con los pisos de m adera gast ada, algunos vidrios rot os, m al rem endados con
pedazos de cart ón, unos helechos polvorient os languideciendo en t arros oxidados y
m acet eros de loza descascarada, una fet idez de com ida y de orines que encogía el
est óm ago: «¡Qué pobreza! », pensó Est eban sin explicarse a dónde iba a parar t odo el
dinero que le enviaba a su herm ana para vivir con decencia.
Férula salió a recibirlo con una t rist e m ueca de bienvenida. Había cam biado m ucho,
ya no era la m uj er opulent a que había dej ado años at rás, había adelgazado y la nariz
parecía enorm e en su rost ro anguloso, t enía un aire de m elancolía y ofuscación, olor
int enso a lavanda y ropa ant icuada. Se abrazaron en silencio.
- ¿Cóm o est á m am á? - pregunt ó Est eban.
- Ven a verla, t e espera - dij o ella.
Pasaron por un corredor de cuart os com unicados ent re sí, t odos iguales, oscuros, de
paredes m ort uorias, t echos alt os y vent anas est rechas, con papeles m urales de flores
dest eñidas y doncellas lánguidas, m anchados por el hollín de los braseros y por la
pát ina del t iem po y la pobreza. Desde m uy lej os llegaba la voz de un locut or de radio
anunciando las pildorit as del doct or Ross, chiquit as pero cum plidoras, que com bat en el
est reñim ient o, el insom nio y el m al alient o. Se det uvieron ant e la puert a cerrada del
dorm it orio de doña Est er Trueba.
Aquí est á - dij o Férula.
Est eban abrió la puert a y necesit ó algunos segundos para ver en la oscuridad. El
olor a m edicam ent os y podredum bre le golpeó la cara, un olor dulzón de sudor,
hum edad, encierro y algo que al principio no ident ificó, pero que pront o se le adhirió
com o una pest e: el olor de la carne en descom posición. La luz ent raba en un hilo por la
vent ana ent reabiert a, vio la cam a ancha donde m urió su padre y donde durm ió su
m adre desde el día de su boda, de negra m adera t allada, con un dosel de ángeles en
alt orrelieve y unas pilt rafas de brocado roj o m archit as por el uso. Su m adre est aba

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

sem isent ada. Era un bloque de carne com pact a, una m onst ruosa pirám ide de grasa y
t rapos, t erm inada en una pequeña cabecit a calva con los oj os dulces,
sorprendent em ent e vivos, azules e inocent es. La art rit is la había convert ido en un ser
m onolít ico, no podía doblar las art iculaciones ni girar la cabeza, t enía los dedos
engarfiados com o las pat as de un fósil, y para m ant ener la posición en la cam a
necesit aba el apoyo de un caj ón en la espalda, sost enido por una viga de m adera que
a su vez se asent aba en la pared. Se not aba el paso de los años por las m arcas que la
viga dej ó en el m uro, una huella de sufrim ient o, un sendero de dolor.
- Mam á... - m urm uró Est eban y la voz se le quebró en el pecho en un llant o
cont enido, borrando de una plum ada los recuerdos t rist es, la infancia pobre, los olores
rancios, las m añanas heladas y la sopa grasient a de su niñez, la m adre enferm a, el
padre ausent e y esa rabia com iéndole las ent rañas desde el día en que t uvo uso de
razón, olvidando t odo m enos los únicos m om ent os lum inosos en que esa m uj er
desconocida que yacía en la cam a lo había acunado en sus brazos, había t ocado su
frent e buscando la fiebre, le había cant ado una canción de cuna, se había inclinado con
él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levant arse al alba
para ir a t rabaj ar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar
en la noche, había sollozado, m adre, por m í.
Doña Est er ext endió la m ano, pero no era un saludo, sino un gest o para det enerlo.
- Hij o, no se acerque - y t enía la voz ent era, t al com o él la recordaba, la voz
cant arina y sana de una j ovencit a.
- Es por el olor - aclaró Férula secam ent e- . Se pega.
Est eban quit ó la colcha de dam asco deshilachada y vio las piernas de su m adre.
Eran dos colum nas am orat adas, elefant iásicas, cubiert as de llagas donde las larvas de
m oscas y los gusanos hacían nidos y cavaban t úneles, dos piernas pudriéndose en
vida, con unos pies descom unales de un pálido color azul, sin uñas en los dedos,
revent ándose en su propia pus, en la sangre negra, en la fauna abom inable que se
alim ent aba de su carne, m adre, por Dios, de m i carne.
- El doct or m e las quiere cort ar, hij o - dij o doña Est er con su voz t ranquila de
m uchacha- ,pero yo est oy m uy viej a para eso y est oy m uy cansada de sufrir, así es que
m ej or m e m uero. Pero no quería m orirm e sin verlo, porque en t odos est os años llegué
a pensar que ust ed est aba m uert o y que sus cart as las escribía su herm ana, para no
darm e ese dolor. Póngase a la luz, hij o, para verlo bien vist o. ¡Por Dios! ¡Parece un
salvaj e!
- Es la vida del cam po, m am á - m urm uró él.
- ¡Enfín! Se ve fuert e t odavía. ¿Cuánt os años t iene?
- Treint a y cinco.
- Buena edad para casarse y asent ar cabeza, para que yo m e pueda m orir en paz.
- ¡Ust ed no se va a m orir, m am á! - suplicó Est eban.
- Quiero est ar segura de que t endré niet os, alguien que lleve m i sangre, que t enga
nuest ro apellido. Férula perdió las esperanzas de casarse, pero ust ed t iene que
buscarse una esposa. Una m uj er decent e y crist iana. Pero ant es t iene que cort arse
esos pelos y esa barba, ¿m e oye?
Est eban asint ió. Se arrodilló j unt o a su m adre y hundió la cara en su m ano
hinchada, pero el olor lo t iró hacia at rás. Férula lo t om ó del brazo y lo sacó de esa
habit ación de pesadum bre. Afuera respiró profundam ent e, con el olor pegado en las
narices y ent onces sint ió la rabia, su rabia t an conocida subirle com o una oleada
calient e a la cabeza, inyect arle los oj os, poner blasfem ias de bucanero en sus labios,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

rabia por el t iem po pasado sin pensar en ust ed m adre, rabia por haberla descuidado,
por no haberla querido y cuidado lo suficient e, rabia por ser un m iserable hij o de put a,
no, perdone, m adre, no quise decir eso, caraj o, se est á m uriendo, viej a, y yo no puedo
hacer nada, ni siquiera calm arle el dolor, aliviarle la podredum bre, quit arle ese olor de
espant o, ese caldo de m uert e en el que se est á cocinando, m adre.
Dos días después, doña Est er Trueba m urió en el lecho de los suplicios donde había
padecido los últ im os años de su vida. Est aba sola, porque su hij a Férula había ido,
com o t odos los viernes, a los convent illos de los pobres, en el barrio de la Misericordia,
a rezar el rosario a los indigent es, a los at eos, a las prost it ut as y a los huérfanos, que
le t iraban basura, le vaciaban bacinillas y la escupían, m ient ras ella, de rodillas en el
callej ón del convent illo, grit aba padrenuest ros y avem arías en incansable let anía,
chorreada de porquería de indigent e, de escupo de at eo, de desperdicio de prost it ut a y
basura de huérfano, llorando, ay, de hum illación, clam ando perdón para los que no
saben lo que hacen y sint iendo que los huesos se le ablandaban, que una languidez
m ort al le convert ía las piernas en algodón, que un calor de verano le infundía pecado
ent re los m uslos, apart a de m í est e cáliz, Señor, que el vient re le est allaba en llam as
de infierno, ay; de sant idad, de m iedo, padrenuest ro, no m e dej es caer en la
t ent ación, Jesús.
Est eban t am poco est aba con doña Est er cuando m urió calladam ent e en el lecho de
los suplicios. Había ido a visit ar a la fam ilia Del Valle para ver si les quedaba alguna
hij a solt era, porque con t ant os años de ausencia y t ant os de barbarie, no sabía por
donde com enzar a cum plir la prom esa hecha a su m adre de darle niet os legít im os y
concluyó que si Severo y Nívea lo acept aron com o yerno en los t iem pos de Rosa la
bella, no había ninguna razón para que no lo acept aran de nuevo, especialm ent e ahora
que era un hom bre rico y no t enía que escarbar la t ierra para arrancarle su oro, sino
que t enía t odo el necesario en su cuent a en el banco.
Est eban y Férula encont raron esa noche a su m adre m uert a en la cam a. Tenía una
sonrisa apacible, com o si en el últ im o inst ant e de su vida la enferm edad hubiera
querido ahorrarle su cot idiana t ort ura.

El día que Est eban Trueba pidió ser recibido, Severo y Nívea del Valle recordaron las
palabras con que Clara había rot o su larga m udez, de m odo que no m anifest aron
ninguna ext rañeza cuando el visit ant e les pregunt ó si t enían alguna hij a en edad y
condición de casarse. Sacaron sus cuent as y le inform aron que Ana se había m et ido a
m onj a, Teresa est aba m uy enferm a y t odas las dem ás est aban casadas, m enos Clara,
la m enor, que aún est aba disponible, pero era una criat ura algo est rafalaria, poco apt a
para las responsabilidades m at rim oniales y la vida dom ést ica. Con t oda honest idad, le
cont aron las rarezas de su hij a m enor, sin om it ir el hecho de que había perm anecido
sin hablar durant e la m it ad de su exist encia, porque no le daba la gana hacerlo y no
porque no pudiera, com o había aclarado m uy bien el rum ano Rost ipov y confirm ado el
doct or Cuevas con innum erables exám enes. Pero Est eban Trucha no era hom bre de
dej arse am edrent ar por hist orias de fant asm as que deam bulan por los corredores, por
obj et os que se m ueven a la dist ancia con el poder de la m ent e o por presagios de m ala
suert e, y m ucho m enos por el prolongado silencio, que consideraba una virt ud.
Concluyó que ninguna de esas cosas eran inconvenient es para echar hij os sanos y
legít im os al m undo y pidió conocer a Clara. Nívea salió a buscar a su hij a y los dos
hom bres quedaron solos en el salón, ocasión que Trucha, con su franqueza habit ual,
aprovechó para plant ear sin preám bulos su solvencia económ ica.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- ¡Por favor, no se adelant e, Est eban! - le int errum pió Severo- . Prim ero t iene que ver
a la niña, conocerla m ej or, y t am bién t enem os que considerar los deseos de Clara. ¿No
le parece?
Nívea regresó con Clara. La j oven ent ró al salón con las m ej illas arreboladas y las
uñas negras, porque había est ado ayudando al j ardinero a plant ar papas de dalias y en
esa ocasión le falló la clarividencia para esperar al fut uro novio con un arreglo m ás
esm erado. Al verla, Est eban se puso de pie asom brado. La recordaba com o una
criat ura flaca y asm át ica, sin la m enor gracia, pero la j oven que t enía al frent e era un
delicado m edallón de m arfil, con un rost ro dulce y una m at a de cabello cast año, crespo
y desordenado escapándose en rizos del peinado, oj os m elancólicos, que se
t ransform aban en una expresión burlona y chispeant e cuando se reía, con una risa
franca y abiert a, la cabeza ligeram ent e inclinada hacia at rás. Ella lo saludó con un
apret ón de m anos, sin dar m uest ras de t im idez.
- Lo est aba esperando - dij o sencillam ent e.
Transcurrieron un par de horas en visit a de cort esía, hablando de la t em porada
lírica, los viaj es a Europa, la sit uación polít ica y los resfríos de invierno, bebiendo
m ist ela y com iendo past eles de hoj aldre. Est eban observaba a Clara con t oda la
discreción de que era capaz, sint iéndose paulat inam ent e seducido por la m uchacha. No
recordaba haber est ado t an int eresado en alguien desde el día glorioso en que vio a
Rosa, la bella, com prando caram elos de anís en la confit ería de la Plaza de Arm as.
Com paró a las dos herm anas y llegó a la conclusión de que Clara avent aj aba en
sim pat ía, aunque Rosa, sin duda, había sido m ucho m ás herm osa. Cayó la noche y
ent raron dos em pleadas a correr las cort inas y encender las luces, ent onces Est eban se
dio cuent a que su visit a había durado dem asiado. Sus m odales dej aban m ucho que
desear. Saludó rígidam ent e a Severo y Nívea y pidió aut orización para visit ar a Clara
de nuevo.
- Espero no aburrirla, Clara - dij o sonroj ándose- . Soy un hom bre rudo, de cam po, y
soy por lo m enos quince años m ayor. No sé t rat ar a una j oven com o ust ed...
- ¿Ust ed quiere casarse conm igo? - pregunt ó Clara y él not ó un brillo irónico en sus
pupilas de avellana.
- ¡Clara, por Dios! - exclam ó su m adre horrorizada- . Disculpe, Est eban, est a niña
siem pre ha sido m uy im pert inent e.
- Quiero saberlo, m am á, para no perder t iem po - dij o Clara.
- A m í t am bién m e gust an las cosas direct as - sonrió feliz Est eban- . Sí, Clara, a eso
he venido.
Clara lo t om ó del brazo y lo acom pañó hast a la salida. En la últ im a m irada que
int ercam biaron Est eban com prendió que lo había acept ado y lo invadió la alegría. Al
t om ar el coche, iba sonriendo sin poder creer en su buena suert e y sin saber por qué
una j oven t an encant adora com o Clara lo había acept ado sin conocerlo. No sabía que
ella había vist o su propio dest ino, por eso lo había llam ado con el pensam ient o y
est aba dispuest a a casarse sin am or.
Dej aron pasar algunos m eses por respet o al duelo de Est eban Trueba, durant e los
cuales él la cort ej ó a la ant igua, en la m ism a form a en que lo había hecho con su
herm ana Rosa, sin saber que Clara det est aba los caram elos de anís y los acróst icos le
daban risa. A fin de año, cerca de Navidad, anunciaron oficialm ent e su noviazgo por el
periódico y se colocaron las argollas en presencia de sus parient es y am igos ínt im os,
m ás de cien personas en t ot al, en un banquet e pant agruélico, donde desfilaron las
bandej as con pavos rellenos, los cerdos acaram elados, los congrios de agua fría, las
langost as grat inadas, las ost ras vivas, las t ort as de naranj a y lim ón de las Carm elit as,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

de alm endra y nuez de las Dom inicas, de chocolat e y huevom ol de las Clarisas, y caj as
de cham pán t raídas de Francia a t ravés del cónsul, que hacía cont rabando con sus
privilegios diplom át icos, pero t odo servido y present ado con gran sencillez por las
ant iguas em pleadas de la casa, con sus delant ales negros de t odos los días, para darle
al fest ín la apariencia de una m odest a reunión fam iliar, porque t oda ext ravagancia era
una prueba de chabacanería y condenada com o un pecado de vanidad m undana y un
signo de m al gust o, debido al ancest ro aust ero y algo lúgubre de aquella sociedad
descendient e de los m ás esforzados em igrant es cast ellanos y vascos. Clara era una
aparición de encaj e de Chant illy blanco y cam elias nat urales, desquit ándose com o una
cot orra feliz de los nueve años de silencio, bailando con su novio baj o los t oldos y los
faroles, aj ena por com plet o a las advert encias de los espírit us que le hacían señales
desesperadas desde las cort inas, pero que en la t urbam ult a y el bochinche, ella no
veía. La cerem onia de las argollas se m ant enía igual desde los t iem pos de la Colonia. A
las diez de la noche, un sirvient e circuló ent re los invit ados t ocando una cam panit a de
crist al, se calló la m úsica, se paró el baile y los invit ados se reunieron en el salón
principal. Un sacerdot e pequeño e inocent e, adornado con sus param ent os de m isa
m ayor, leyó el enm arañado serm ón que había preparado, exalt ando confusas e
im pract icables virt udes. Clara no le escuchó, porque cuando se apagó el est répit o de la
m úsica y la pelot era de los bailarines, prest ó at ención a los susurros de los espírit us
ent re las cort inas y se dio cuent a que hacía m uchas horas que no veía a Barrabás . Lo
buscó con la m irada, alert ando los sent idos, pero un codazo de su m adre la devolvió a
las urgencias de la cerem onia. El sacerdot e t erm inó su discurso, bendij o los anillos de
oro y en seguida Est eban puso uno a su novia y se colocó el ot ro en su dedo.
En ese m om ent o un grit o de horror sacudió a la concurrencia. La gent e se apart ó,
abriendo un cam ino por donde ent ró Barrabás , m ás negro y grande que nunca, con
un cuchillo de carnicero m et ido en el lom o hast a la cacha, desangrándose com o un
buey, las largas pat as de pot rillo t em blando, el hocico babeando en un hilo de sangre,
los oj os nublados por la agonía, paso a paso, arrast rando una pat a det rás de la ot ra,
en un zigzagueant e avance de dinosaurio herido. Clara cayó sent ada en el sofá de seda
francesa. El perrazo se acercó a ella, le colocó la gran cabeza de fiera m ilenaria en la
falda y se quedó m irándola con sus oj os enam orados, que se fueron em pañando y
quedando ciegos, m ient ras el blanco encaj e de Chant illy, la seda francesa del sofá, la
alfom bra persa y el parquet se ensopaban de sangre. Barrabás se fue m uriendo sin
ninguna prisa, con los oj os prendidos en Clara, que le acariciaba las orej as y
m urm uraba palabras de consuelo, hast a que finalm ent e cayó y en un único est ert or se
quedó t ieso. Ent onces t odos parecieron despert ar de una pesadilla y un rum or de
espant o recorrió el salón, los invit ados com enzaron a despedirse apresurados, a
escapar sort eando los charcos de sangre, recogiendo al vuelo sus est olas de piel, sus
som breros de copa, sus bast ones, sus paraguas, sus bolsos de m ost acillas. En el salón
de la fiest a quedaron solam ent e Clara con la best ia en el regazo, sus padres, que se
abrazaban paralizados por el m al presagio, y el novio, que no ent endía la causa de
t ant o alborot o por un sim ple perro m uert o, m as cuando se dio cuent a que Clara
parecía t raspuest a, la levant ó en brazos y se la llevó m edio inconscient e hast a su
dorm it orio, donde los cuidados de la Nana y las sales del doct or Cuevas im pidieron que
volviera a caer en el est upor y la m udez. Est eban Trueba pidió ayuda al j ardinero y
ent re los dos echaron al coche el cadáver de Barrabás ; que con la m uert e aum ent ó de
peso hast a ser casi im posible levant arlo.

El año t ranscurrió en los preparat ivos de la boda. Nívea se ocupó del aj uar de Clara,
quien no dem ost raba el m enor int erés en el cont enido de los baúles de sándalo y
seguía experim ent ando con la m esa de t res pat as y sus naipes de adivinación. Las
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Isabel Allende

sábanas bordadas con prim or, los m ant eles de hilo y la ropa int erior que diez años
at rás habían hecho las m onj as para Rosa con las iniciales ent relazadas de Trueba y Del
Valle, sirvieron para el aj uar de Clara. Nívea encargó a Buenos Aires, a París y a
Londres vest idos de viaj e, ropa para el cam po, t raj es de fiest a, som breros a la m oda,
zapat os y cart eras de cuero de lagart o y gam uza, y ot ras cosas que se guardaron
envuelt as en papel de seda y se preservaron con lavanda y alcanfor, sin que la novia
les diera m ás que una m irada dist raída.
Est eban Trueba se puso al m ando de una cuadrilla de albañiles, carpint eros y
plom eros, para const ruir la casa m ás sólida, am plia y asoleada que se pudiera
concebir, dest inada a durar m il años y a albergar varias generaciones de una fam ilia
num erosa de Truebas legít im os. Encargó los planos a un arquit ect o francés e hizo t raer
part e de los m at eriales del ext ranj ero para que su casa fuera la única con vit rales
alem anes, con zócalos t allados en Aust ria, con grifería de bronce inglesa, con
m árm oles it alianos en los pisos y cerraduras pedidas por cat álogo a los Est ados
Unidos, que llegaron con las inst rucciones cam biadas y sin llaves. Férula, horrorizada
por el gast o, procuró evit ar que siguiera haciendo locuras, com prando m uebles
franceses, lám paras de lágrim as y alfom bras t urcas, con el argum ent o de que se iban
a arruinar y volverían a repet ir la hist oria del Trueba ext ravagant e que los había
engendrado, pero Est eban le dem ost ró que era bast ant e rico com o para darse esos
luj os y la am enazó con forrar las puert as de plat a si seguía m olest ándolo. Ent onces
ella alegó que t ant o despilfarro era seguram ent e pecado m ort al y Dios los iba a
cast igar a t odos por gast ar en chabacanerías de nuevo rico lo que est aría m ej or
em pleado ayudando a los pobres.
A pesar de que Est eban Trueba no era am ant e de las innovaciones, sino, por el
cont rario, t enía gran desconfianza por los t rast ornos del m odernism o, decidió que su
casa debía ser const ruida com o los nuevos palacet es de Europa y Nort eam érica, con
t odas las com odidades aunque guardando un est ilo clásico. Deseaba que fuera lo m ás
alej ada posible de la arquit ect ura aborigen. No quería t res pat ios, corredores, fuent es
roñosas, cuart os oscuros, paredes de adobe blanqueadas a la cal ni t ej as polvorient as,
sino dos o t res pisos heroicos, hileras de blancas colum nas, una escalera señorial que
diera m edia vuelt a sobre sí m ism a y at errizara en un hall de m árm ol blanco, vent anas
grandes e ilum inadas y, en general, un aspect o de orden y conciert o, de pulcrit ud y
civilización, propio de los pueblos ext ranj eros y acorde con su nueva vida. Su casa
debía ser el reflej o de él, de su fam ilia y del prest igio que pensaba darle al apellido que
su padre había m anchado. Deseaba que el esplendor se not ara desde la calle, por eso
hizo diseñar un j ardín francés con m acrocarpa versallesca, m acizos de flores, un prado
liso y perfect o, surt idores de agua y algunas est at uas represent ando a los dioses del
Olim po y t al vez. algún indio bravo de la hist oria am ericana, desnudo y coronado de
plum as, com o una concesión al pat riot ism o. No podía saber que aquella m ansión
solem ne, cúbica, com pact a y oronda, colocada com o un som brero en su verde y
geom ét rico cont orno, acabaría llenándose de prot uberancias y adherencias, de
m últ iples escaleras t orcidas que conducían a lugares vagos, de t orreones, de
vent anucos que no se abrían, de puert as suspendidas en el vacío, de corredores
t orcidos y oj os de buey que com unicaban los cuart os para hablarse a la hora de la
siest a, de acuerdo a la inspiración de Clara, que cada vez que necesit ara inst alar un
nuevo huésped, m andaría fabricar ot ra habit ación en cualquier part e y si los espírit us
le indicaban que había un t esoro ocult o o un cadáver insepult o en las fundaciones,
echaría abaj o un m uro, hast a dej ar la m ansión convert ida en un laberint o encant ado
im posible de lim piar, que desafiaba num erosas leyes urbaníst icas y m unicipales. Pero
cuando Trueba const ruyó lo que t odos llam aron «la gran casa de la esquina», t enía el
sello solem ne, que procuraba im poner a t odo lo que le rodeaba, en recuerdo de las
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La casa de l os espí r i tus
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privaciones de su infancia. Clara nunca fue a ver la casa durant e el proceso de


const rucción. Parecía int eresarle t an poco com o su propio aj uar, y deposit ó las
decisiones en su novio y en su fut ura cuñada.
Al m orir su m adre, Férula se encont ró sola y sin nada út il a lo cual dedicar su vida, a
una edad en que no t enía ilusión de casarse. Por un t iem po est uvo visit ando
convent illos t odos los días, en una frenét ica obra piadosa que le provocó una
bronquit is crónica y no llevó nada de paz a su alm a at orm ent ada. Est eban quiso que
viaj ara, se com prara ropa y se divirt iera por prim era vez en su m elancólica exist encia,
pero ella t enía el hábit o de la aust eridad y llevaba dem asiado t iem po encerrada en su
casa. Tenía m iedo de t odo. El m at rim onio de su herm ano la sum ía en la incert idum bre,
porque pensaba que ése sería un m ot ivo m ás de alej am ient o para Est eban, que era su
único sust ent o. Tem ía t erm inar sus días haciendo ganchillo en un asilo para solt eronas
de buena fam ilia, por eso se sint ió m uy feliz al descubrir que Clara era incom pet ent e
para t odas las cosas de orden dom ést ico y cada vez que t enía que enfrent ar una
decisión, adopt aba un aire dist raído y vago. «Es un poco idiot a», concluyó Férula
encant ada. Era evident e que Clara sería incapaz de adm inist rar el caserón que su
herm ano est aba const ruyendo y que necesit aría m ucha ayuda. De m aneras sut iles
procuró hacer saber a Est eban que su fut ura m uj er era una inút il y que ella, con su
espírit u de sacrificio t an am pliam ent e dem ost rado, podría ayudarla y est aba dispuest a
a hacerlo. Est eban no seguía la conversación cuando t om aba por esos rum bos. A
m edida que se acercaba la fecha del m at rim onio y se veía en la necesidad de decidir su
dest ino, Férula em pezó a desesperarse. Convencida de que con su herm ano no iba a
conseguir nada, buscó la oport unidad de hablar a solas con Clara y la encont ró un
sábado a las cinco de la t arde en que la vio paseando por la calle. La invit ó al Hot el
Francés a t om ar el t é. Las dos m uj eres se sent aron rodeadas de past elillos con crem a
y porcelana de Bavaria, m ient ras al fondo del salón una orquest a de señorit as
int erpret aba un m elancólico cuart et o de cuerdas. Férula observaba con disim ulo a su
fut ura cuñada, que parecía de quince años y t odavía t enía la voz desafinada, product o
de los años de silencio, sin saber cóm o abordar el t em a. Después de una pausa
larguísim a en la que se com ieron una bandej a de m asit as y se bebieron dos t azas de
t é de j azm ín cada una, Clara se acom odó un m echón de pelo que le caía sobre los
oj os, sonrió y dio una palm adit a cariñosa en la m ano de Férula.
- No t e preocupes. Vas a vivir con nosot ros y las dos serem os com o herm anas - dij o
la m uchacha.
Férula se sobresalt ó, pregunt ándose si serían ciert os los chism es sobre la habilidad
de Clara para leer el pensam ient o aj eno. Su prim era reacción fue de orgullo y hubiera
rechazado la ofert a nada m ás que por la belleza del gest o, pero Clara no le dio t iem po.
Se inclinó y la besó en la m ej illa con t al candor, que Férula perdió el cont rol y rom pió a
llorar. Hacía m ucho t iem po que no derram aba una lágrim a y com probó asom brada
cuánt a falt a le hacía un gest o de t ernura. No recordaba la últ im a vez que alguien la
había t ocado espont áneam ent e. Lloró largo rat o, desahogándose de m uchas t rist ezas y
soledades pasadas, de la m ano de Clara, que la ayudaba a sonarse y ent re sollozo y
sollozo le daba m ás pedazos de past el y sorbos de t é. Se quedaron llorando y hablando
hast a las ocho de la noche y esa t arde en el Hot el Francés sellaron un pact o de
am ist ad que duró m uchos años.

Apenas t erm inó el duelo por la m uert e de doña Est er y est uvo list a la gran casa de
la esquina, Est eban Trueba y Clara del Valle se casaron en una discret a cerem onia.
Est eban regaló a su novia un aderezo de brillant es, que ella encont ró m uy bonit o, lo
guardó en una caj a de zapat os y enseguida olvidó dónde lo había puest o. Se fueron de

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viaj e a I t alia y a los dos días de em barcarse, Est eban se sent ía enam orado com o un
adolescent e, a pesar de que el m ovim ient o del buque sum ió a Clara en un m areo
incont rolable y el encierro le produj o asm a. Sent ado a su lado en el est recho cam arot e,
poniéndole paños m oj ados en la frent e y sost eniéndola cuando vom it aba, se sent ía
profundam ent e feliz y la deseaba con una int ensidad inj ust ificada, t eniendo en
consideración su lam ent able est ado. Al cuart o día ella am aneció m ej or y salieron a
cubiert a a m irar el m ar. Al verla con la nariz colorada por el vient o y riéndose con
cualquier pret ext o, Est eban se j uró que t arde o t em prano ella llegaría a am arlo en la
form a en que necesit aba ser querido, aunque para lograrlo t uviera que em plear los
recursos m ás ext rem os. Se daba cuent a que Clara no le pert enecía y que si ella
cont inuaba habit ando un m undo de aparecidos, de m esas de t res pat as que se m ueven
solas y baraj as que escrut an el fut uro, lo m ás probable era que no llegara a
pert enecerle nunca. La despreocupada e im púdica sensualidad de Clara t am poco le
bast aba. Deseaba m ucho m ás que su cuerpo, quería apoderarse de esa m at eria
im precisa y lum inosa que había en su int erior y que se le escapaba aun en los
m om ent os en que ella parecía agonizar de placer. Sent ía que sus m anos eran m uy
pesadas, sus pies m uy grandes, su voz m uy dura, su barba m uy áspera, su cost um bre
de violaciones y de prost it ut as m uy arraigada, pero aunque t uviera que darse vuelt a al
revés com o un guant e, est aba dispuest o a seducirla.
Regresaron de la luna de m iel t res m eses después. Férula los esperaba con la casa
nueva, que t odavía olía a pint ura y cem ent o fresco, llena de flores y fuent es con
frut as, t al com o Est eban le había ordenado. Al cruzar el um bral por prim era vez,
Est eban levant ó a su m uj er en brazos. Su herm ana se sorprendió de no sent ir celos y
observó que Est eban parecía haber rej uvenecido.
- Te ha hecho bien el m at rim onio - dij o.
Llevó a Clara a recorrer la casa. Ella paseaba la vist a y encont raba t odo m uy bonit o,
con la m ism a cort esía con que celebraba una puest a de sol en alt a m ar, la Plaza San
Marcos o el aderezo de brillant es. En la puert a de la habit ación dest inada a ella,
Est eban le pidió que cerrara los oj os y la conduj o de la m ano hast a el cent ro.
- Ya puedes abrirlos - le dij o encant ado.
Clara m iró a su alrededor. Era una pieza grande con las paredes t apizadas en seda
azul, m uebles ingleses, grandes vent anas con balcones abiert os al j ardín y una cam a
con dosel y cort inas de gasa que parecía un velero navegando en el agua m ansa de la
seda azul.
- Muy bonit o - dij o Clara.
Ent onces Est eban le señaló el lugar donde est aba parada. Era la m aravillosa
sorpresa que había preparado para ella. Clara baj ó los oj os y dio un grit o pavoroso;
est aba de pie sobre el lom o negro de Barrabás , que yacía abiert o de pat as, convert ido
en alfom bra, con la cabeza int act a y dos oj os de vidrio m irándola con la expresión de
desam paro propia de la t axiderm ia. Su m arido alcanzó a sost enerla ant es que cayera
desm ayada al suelo.
- Ya t e dij e que no le iba a gust ar, Est eban - dij o Férula.
El cuero curt ido de Barrabás fue rápidam ent e sacado de la habit ación y lo t iraron
en un rincón del sót ano, j unt o con los libros m ágicos de los baúles encant ados del t ío
Marcos y ot ros t esoros, donde se defendió de las polillas y del abandono con una
t enacidad digna de m ej or causa, hast a que ot ras generaciones lo rescat aron.
Muy pront o fue evident e que Clara est aba em barazada. El cariño que Férula sent ía
por su cuñada se t ransform ó en una pasión por cuidarla, una dedicación para servirla y
una t olerancia ilim it ada para resist ir sus dist racciones y excent ricidades. Para Férula,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

que había dedicado su vida a cuidar a una anciana que iba pudriéndose
irrem isiblem ent e, at ender a Clara fue com o ent rar en la gloria. La bañaba en agua
perfum ada de albahaca y j azm ín, la frot aba con una esponj a, la enj abonaba, la
friccionaba con agua de colonia, la em polvaba con un hisopo de plum as de cisne y le
cepillaba el pelo hast a dej árselo brillant e y dócil com o una plant a de m ar, t al com o
ant es lo había hecho la Nana.

Mucho ant es de que se apaciguara su im paciencia de m arido recient e, Est eban


Trueba t uvo que regresar a Las Tres Marías, donde no había puest o los pies desde
hacía m ás de un año y que, a pesar de los esm eros de Pedro Segundo García,
reclam aba la presencia del pat rón. La propiedad, que ant es le parecía un paraíso y era
t odo su orgullo, ahora le result aba un fast idio. Miraba las vacas inexpresivas rum iando
en los pot reros, la lent a faena de los cam pesinos repit iendo los m ism os gest os cada día
a lo largo de sus vidas, el inm ut able m arco de la cordillera nevada y la frágil colum na
de hum o del volcán y se sent ía com o un preso.
Mient ras él est aba en el cam po, la vida en la gran casa de la esquina cam biaba para
acom odarse a una suave rut ina sin hom bres. Férula era la prim era en despert ar,
porque le había quedado el hábit o de m adrugar desde la época en que velaba j unt o a
su m adre enferm a, pero dej aba dorm ir a su cuñada hast a t arde. A m edia m añana le
llevaba personalm ent e el desayuno a la cam a, abría las cort inas de seda azul para que
ent rara el sol ent re los crist ales, llenaba la bañera de porcelana francesa pint ada con
nenúfares, dándole t iem po a Clara para sacudirse la m odorra saludando por t urno a los
espírit us present es, at raer la bandej a y m oj ar las t ost adas en el chocolat e espeso.
Luego la sacaba de la cam a acariciándola con cuidados de m adre y com ent ándole las
not icias agradables del periódico, que cada día eran m enos, así es que debía llenar las
lagunas con chism es sobre los vecinos, porm enores dom ést icos y anécdot as
invent adas que Clara encont raba m uy bonit as y a los cinco m inut os ya no recordaba,
de m odo que era posible volver a cont arle lo m ism o varias veces y ella se divert ía
com o si fuera la prim era.
Férula la llevaba a pasear para que t om ara el sol, le hace bien a la criat ura; de
com pras, para que cuando nazca no le falt e nada y t enga la ropa m ás fina del m undo;
a alm orzar al Club de Golf, para que t odos vean lo bonit a que t e has puest o desde que
t e casast e con m i herm ano; a visit ar a t us padres, para que no crean que los has
olvidado; al t eat ro, para que no pases t odo el día encerrada en la casa. Clara se dej aba
conducir con una dulzura que no era im becilidad, sino dist racción y gast aba t oda su
capacidad de concent ración en inút iles int ent os de com unicarse t elepát icam ent e con
Est eban, que no recibía los m ensaj es, y en perfeccionar su propia clarividencia.
Por prim era vez desde que podía recordar, Férula se sent ía feliz. Est aba m ás cerca
de Clara de lo que nunca est uvo de nadie, ni siquiera de su m adre. Una persona m enos
original que Clara, habría t erm inado por m olest arse con los m im os excesivos y la
const ant e preocupación de su cuñada, o habría sucum bido a su caráct er dom inant e y
m et iculoso. Pero Clara vivía en ot ro m undo. Férula det est aba el m om ent o en que su
herm ano regresaba del cam po y su presencia llenaba t oda la casa, rom piendo la
arm onía que se est ablecía en su ausencia. Con él en la casa, ella debía ponerse a la
som bra y ser m ás prudent e en la form a de dirigirse a los sirvient es, t ant o com o en las
at enciones que prodigaba a Clara. Cada noche, en el m om ent o en que los esposos se
ret iraban a sus habit aciones, se sent ía invadida por un odio desconocido, que no podía
explicar y que llenaba su alm a de funest os sent im ient os. Para dist raerse ret om aba el
vicio de rezar el rosario en los convent illos y de confesarse con el padre Ant onio.
- Ave María Purísim a.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- Sin pecado concebida.


- Te escucho, hij a.
- Padre, no sé cóm o com enzar. Creo que lo que hice es pecado... - ¿De la carne, hij a?
- ¡Ay! La carne est á seca, padre, pero el espírit u no. Me at orm ent a el dem onio.
- La m isericordia de Dios es infinit a.
- Ust ed no conoce los pensam ient os que pueden haber en la m ent e de una m uj er
sola, padre, una virgen que no ha conocido varón, y no por falt a de oport unidades,
sino porque Dios le m andó a m i m adre una larga enferm edad y t uve que cuidarla.
- Ese sacrificio est á regist rado en el Cielo, hij a m ía.
- ¿Aunque haya pecado de pensam ient o, padre?
- Bueno, depende del pensam ient o...
- En la noche no puedo dorm ir, m e sofoco. Para calm arm e m e levant o y cam ino por
el j ardín, vago por la casa, voy al cuart o de m i cuñada, pego el oído a la puert a, a
veces ent ro de punt illas para verla cuando duerm e, parece un ángel, t engo la t ent ación
de m et erm e en su cam a para sent ir la t ibieza de su piel y su alient o.
- Reza, hij a. La oración ayuda.
- Espere, no se lo he dicho t odo. Me avergüenzo.
- No debes avergonzart e de m í, porque no soy m ás que un inst rum ent o de Dios.
- Cuando m i herm ano viene del cam po es m ucho peor, padre. De nada m e sirve la
oración, no puedo dorm ir, t ranspiro, t iem blo, por últ im o m e levant o y cruzo t oda la
casa a oscuras, deslizándom e por los pasillos con m ucho cuidado para que no cruj a el
piso. Los oigo a t ravés de la puert a de su dorm it orio y una vez pude verlos, porque se
había quedado la puert a ent reabiert a. No le puedo cont ar lo que vi, padre, pero debe
ser un pecado t errible. No es culpa de Clara, ella es inocent e com o un niño. Es m i
herm ano el que la induce. Él se condenará con seguridad.
- Sólo Dios puede j uzgar y condenar, hij a m ía. ¿Qué hacían?
Y ent onces Férula podía t ardar m edia hora en dar los det alles. Era una narradora
virt uosa, sabía colocar la pausa, m edir la ent onación, explicar sin gest os, pint ando un
cuadro t an vívido, que el oyent e parecía est arlo viviendo, era increíble cóm o podía
percibir desde la puert a ent reabiert a la calidad de los est rem ecim ient os, la abundancia
de los j ugos, las palabras m urm uradas al oído, los olores m ás secret os, un prodigio, en
verdad. Desahogada de aquellos t um ult uosos est ados de ánim o, regresaba a la casa
con su m áscara de ídolo, im pasible y severa, y vam os, dando órdenes, cont ando los
cubiert os, disponiendo la com ida, echando llave, exigiendo póngam e est o aquí, se lo
ponían, cam bien las flores de los j arrones, las cam biaban, laven los vidrios, hagan
callar a esos páj aros del diablo, que la bullaranga no dej a dorm ir a la señora Clara y
con t ant o cacareo se le va a espant ar la criat ura y capaz que nazca alelada. Nada
escapaba a sus oj os vigilant es y est aba siem pre en act ividad, en cont rast e con Clara,
que t odo lo encont raba m uy bonit o y le daba lo m ism o com er t rufas rellenas o sopa de
sobras, dorm ir en colchón de plum as o sent ada en una silla, bañarse en aguas
perfum adas o no bañarse. A m edida que avanzaba su est ado de gravidez, parecía irse
despegando irrem isiblem ent e de la realidad y volcándose hacia el int erior de sí m ism a,
en un diálogo secret o y const ant e con la criat ura.
Est eban quería un hij o que llevara su nom bre y le pasara a su descendencia el
apellido de los Trueba.
- Es una niña y se llam a Blanca - dij o Clara desde el prim er día que anunció su
em barazo.
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Isabel Allende

Y así fue.
El doct or Cuevas, a quien Clara le había finalm ent e perdido el m iedo, calculaba que
e1 alum bram ient o debía producirse a m ediados de oct ubre, pero a principios de
noviem bre Clara seguía bam boleando una panza enorm e, en est ado sem isonám bulo,
cada vez m ás dist raída y cansada, asm át ica, indiferent e a t odo lo que la rodeaba,
incluso su m arido, a quien a veces ni siquiera reconocía y le pregunt aba ¿qué se le
ofrece? cuando lo veía a su lado. Una vez que el m édico descart ó cualquier posible
error en sus m at em át icas y fue evident e que Clara no t enía ninguna int ención de parir
por la vía nat ural, procedió a abrir la barriga a la m adre y sust raer a Blanca, que
result ó ser una niña m ás peluda y fea que lo usual. Est eban sufrió un escalofrío cuando
la vio, convencido de que había sido burlado por el dest ino y en vez del Trueba
legít im o que le prom et ió a su m adre en el lecho de m uert e, había engendrado un
m onst ruo y, para colm o, de sexo fem enino. Revisó a la niña personalm ent e y
com probó que t enía t odas sus part es en el sit io correspondient e, al m enos aquellas
visibles al oj o hum ano. El doct or Cuevas lo consoló con la explicación de que el aspect o
repugnant e de la criat ura se debía a que había pasado m ás t iem po que lo norm al
dent ro de su m adre, al sufrim ient o de la cesárea y a su const it ución pequeña, delgada,
m orena y algo peluda. Clara, en cam bio, est aba encant ada con su hij a. Pareció
despert ar de un largo sopor y descubrir la alegría de est ar viva. Tom ó a la niña en los
brazos y no la solt ó m ás, andaba con ella prendida al pecho, dándole de m am ar en
t odo m om ent o, sin horario fij o y sin cont em placiones con las buenas m aneras o el
pudor, com o una indígena. No quiso faj arla, cort arle el pelo, perforarle las orej as o
cont rat arle una aya para que la criara y m ucho m enos recurrir a la leche de algún
laborat orio, com o hacían t odas las señoras que podían pagar ese luj o. Tam poco acept ó
la recet a de la Nana de darle leche de vaca diluida en agua de arroz, porque concluyó
que si la nat uraleza hubiera querido que los hum anos se criaran así, habría hecho que
los senos fem eninos secret aran ese t ipo de product o. Clara le hablaba a la niña t odo el
t iem po, sin usar m edias lenguas ni dim inut ivos, en correct o español, com o si dialogara
con una adult a, en la m ism a form a pausada y razonable en que le hablaba a los
anim ales y a las plant as, convencida de que si le había dado result ado con la flora y la
fauna, no había ninguna razón para que no fuera lo indicado t am bién con la niña. La
com binación de leche m at erna y conversación t uvo la virt ud de t ransform ar a Blanca
en una niña saludable y casi herm osa, que no se parecía en nada al arm adillo que era
cuando nació.
Pocas sem anas después del nacim ient o de Blanca, Est eban Trueba pudo com probar,
m ediant e los ret ozos en el velero del agua m ansa de la seda azul, que su esposa no
había perdido con la m at ernidad el encant o o la buena disposición para hacer el am or,
sino t odo lo cont rario. Por su part e Férula, dem asiado ocupada con la crianza de la
niña, que t enía pulm ones form idables, caráct er im pulsivo y apet it o voraz, no t enía
t iem po para ir a rezar a los convent illos, para confesarse con el padre Ant onio y m ucho
m enos para espiar por la puert a ent reabiert a.

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El tiempo de los espíritus


Capítulo IV

A una edad en que la m ayoría de los niños anda con pañales y a cuat ro pat as,
balbuceando incoherencias y chorreando baba, Blanca parecía una enana razonable,
cam inaba a t ropezones, pero en sus dos piernas, hablaba correct am ent e y com ía sola,
debido al sist em a de su m adre de t rat arla com o persona m ayor. Tenía t odos sus
dient es y em pezaba a abrir los arm arios para alborot ar su cont enido, cuando la fam ilia
decidió ir a pasar el verano a Las Tres Marías, que Clara no conocía m ás que de
referencia. En ese período de la vida de Blanca, la curiosidad era m ás fuert e que el
inst int o de supervivencia y Férula pasaba apuros corriendo det rás de ella para evit ar
que se precipit ara del segundo piso, se m et iera en el horno o se t ragara el j abón. La
idea de ir al cam po con la niña le parecía peligrosa, agobiant e e inút il, puest o que
Est eban podía arreglarse solo en Las Tres Marías, m ient ras ellas disfrut aban de t ina
exist encia civilizada en la capit al. Pero Clara est aba ent usiasm ada. El cam po le parecía
una idea rom ánt ica, porque nunca había est ado dent ro de un est ablo, com o decía
Férula. Los preparat ivos del viaj e ocuparon a t oda la fam ilia durant e m ás de dos
sem anas y la casa se at iborró de baúles, canast os y m alet as. Alquilaron un vagón
especial en el t ren para desplazarse con el increíble equipaj e y los sirvient es que Férula
consideró necesario llevar, adem ás de las j aulas de los páj aros, que Clara no quiso
abandonar y las caj as de j uguet es de Blanca, llenas de arlequines m ecánicos, figurit as
de loza, anim ales de t rapo, bailarinas de cuerda y m uñecas con pelo de gent e y
art iculaciones hum anas, que viaj aban con sus propios vest idos, coches y vaj illas. Al ver
aquella m ult it ud desconcert ada y nerviosa y aquel t um ult o de bárt ulos, Est eban se
sint ió derrot ado por prim era vez en su vida, especialm ent e cuando descubrió ent re el
equipaj e un san Ant onio de t am año nat ural, con oj os est rábicos y sandalias repuj adas.
Miraba el caos que lo rodeaba, arrepent ido de la decisión de viaj ar con su m uj er y su
hij a, pregunt ándose cóm o era posible que él sólo necesit ara de sus dos m alet as para ir
por el m undo y ellas, en cam bio, llevaran ese cargam ent o de t rast os y esa procesión
de sirvient es que nada t enían que ver con el propósit o del viaj e.
En San Lucas t om aron t res coches que los conduj eron a Las Tres Marías envuelt os
en una nube de polvo, com o git anos. En el pat io del fundo esperaban para darle la
bienvenida t odos los inquilinos encabezados por el adm inist rador, Pedro Segundo
García. Al ver aquel circo am bulant e, quedaron at ónit os. Baj o las órdenes de Férula
em pezaron a descargar los coches y m et er las cosas en la casa. Nadie prest ó at ención
a un niño que t enía aproxim adam ent e la m ism a edad de Blanca, desnudo, m oquillent o,
con la barriga inflada por los parásit os, provist o de herm osos oj os negros con
expresión de anciano. Era el hij o del adm inist rador y se llam aba, para diferenciarlo del
padre y del abuelo, Pedro Tercero García. En el t um ult o de inst alarse, conocer la casa,
husm ear la huert a, saludar a t odo el m undo, arm ar el alt ar de san Ant onio y espant ar
a las gallinas de las cam as y a los rat ones de los roperos, Blanca se quit ó la ropa y
salió corriendo desnuda con Pedro Tercero. Jugaron ent re los bult os, se m et ieron
debaj o de los m uebles, se m oj aron con besos babosos, m ast icaron el m ism o pan,
sorbieron los m ism os m ocos, y se em bet unaron con la m ism a caca, hast a que, por
últ im o, se durm ieron abrazados baj o la m esa del com edor. Allí los encont ró Clara a las

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diez de la noche. Los habían buscado durant e horas con ant orchas, los inquilinos en
cuadrillas habían recorrido la orilla del río, los graneros, los pot reros y los est ablos,
Férula había clam ado de rodillas a san Ant onio, Est eban est aba agot ado de llam arlos y
la m ism a Clara había invocado inút ilm ent e sus dot es de vident e. Cuando los
encont raron, el niño est aba de espaldas en el suelo y Blanca se acurrucaba con la
cabeza apoyada en el vient re panzudo de su nuevo am igo. En esa m ism a posición
serían sorprendidos m uchos años después, para desdicha de los dos, y no les
alcanzaría la vida para pagarlo.
Desde el prim er día, Clara com prendió que había un lugar para ella en Las Tres
Marías y, t al com o apunt ó en sus cuadernos de anot ar la vida, sint ió que por fin había
encont rado su m isión en est e m undo. No le im presionaron las casas de ladrillos, la
escuela y la abundancia de com ida, porque su capacidad para ver lo invisible det ect ó
inm ediat am ent e el recelo, el m iedo y el rencor de los t rabaj adores y el im percept ible
rum or que se acallaba cuando volvía la cara, que le perm it ieron adivinar algunas cosas
sobre el caráct er y el pasado de su m arido. El pat rón había cam biado, sin em bargo.
Todos pudieron apreciar que dej ó de ir al Farolit o Roj o, se acabaron sus t ardes de
parranda, de peleas de gallos, de apuest as, sus violent as rabiet as y, sobre t odo, el m al
hábit o de t um bar m uchachas en los t rigales. Se lo at ribuyeron a Clara. Por su part e,
ella t am bién cam bió. Abandonó de la noche a la m añana su languidez, dej ó de
encont rarlo t odo m uy bonit o y pareció curada del vicio de hablar con los seres
invisibles y m over los m uebles con recursos sobrenat urales. Se levant aba al am anecer
con su m arido, com part ían el desayuno vest idos, él se iba a vigilar los t rabaj os y
afanes del cam po, m ient ras Férula se hacía cargo de la casa, de los sirvient es de la
capit al, que no se acost um braban a las incom odidades y las m oscas del cam po, y de
Blanca. Clara repart ía su t iem po ent re el t aller de cost ura, la pulpería y la escuela,
donde hizo su cuart el general para aplicar rem edios cont ra la sarna y parafina cont ra
los pioj os, desent rañar los m ist erios del silabario, enseñar a los niños a cant ar rengo
una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, a las m uj eres a hervir la leche, curar la
diarrea y blanquear la ropa. Al at ardecer, ant es que regresaran los hom bres del
cam po, Férula reunía a las cam pesinas y a los niños para rezar el rosario. Acudían por
sim pat ía, m ás que por fe, y daban a la solt erona la oport unidad de recordar los buenos
t iem pos de sus convent illos. Clara esperaba que su cuñada t erm inara las m íst icas
let anías de padrenuest ros y avem arías y aprovechaba la reunión para repet ir las
consignas que había oído a su m adre cuando se encadenaba en las rej as del Congreso
en su presencia. Las m uj eres la escuchaban risueñas y avergonzadas, por la m ism a
razón por la cual rezaban con Férula: para no disgust ar a la pat rona. Pero aquellas
frases inflam adas les parecían cuent os de locos. «Nunca se ha vist o que un hom bre no
pueda golpear a su propia m uj er, si no le pega es que no la quiere o que no es bien
hom bre; dónde se ha vist o que lo que gana un hom bre o lo que produce la t ierra o
ponen las gallinas, sea de los dos, si el que m anda es él; dónde se ha vist o que una
m uj er pueda hacer las m ism as cosas que un hom bre, si ella nació con m arraquet a y
sin coj ones, pues doña Clarit a», alegaban. Clara desesperaba. Ellas se codeaban y
sonreían t ím idas, con sus bocas desdent adas y sus oj os llenos de arrugas, curt idas por
el sol y la m ala vida, sabiendo de ant em ano que si t enían la peregrina idea de poner
en práct ica los consej os de la pat rona, sus m aridos les daban una zurra. Y m erecida,
por ciert o, com o la m ism a Férula sost enía. Al poco t iem po Est eban se ent eró de la
segunda part e de las reuniones para rezar y m ont ó en cólera. Era la prim era vez que
se enoj aba con Clara y la prim era que ella lo veía en uno de sus fam osos at aques de
rabia. Est eban grit aba com o un enaj enado, paseándose por la sala a grandes t rancos y
dando puñet azos a los m uebles, argum ent ando que si Clara pensaba seguir los pasos
de su m adre, se iba a encont rar con un m acho bien plant ado que le baj aría los

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calzones y le daría una azot aina para que se le quit aran las m aldit as ganas de andar
arengando a la gent e, que le prohibía t erm inant em ent e las reuniones para rezar o para
cualquier ot ro fin y que él no era ningún pelele a quien su m uj er pudiera poner en
ridículo. Clara lo dej ó chillar y darle golpes a los m uebles hast a que se cansó y
después, dist raída com o siem pre est aba, le pregunt ó si sabía m over las orej as.
Las vacaciones se alargaron y las reuniones en la escuela cont inuaron. Term inó el
verano y el ot oño cubrió de fuego y oro el cam po, cam biando el paisaj e. Com enzaron
los prim eros días fríos, las lluvias y el barro, sin que Clara diera señales de querer
regresar a la capit al, a pesar de la presión sost enida de Férula, que det est aba el
cam po. En el verano se había quej ado de las t ardes acaloradas espant ando m oscas,
del t ierra] del pat io, que em polvaba la casa com o si vivieran en el pozo de una m ina,
del agua sucia de la bañera, donde las sales perfum adas se convert ían en una sopa de
chinos, las cucarachas voladoras que se m et ían ent re las sábanas, los cam inos de
rat ones y de horm igas, las arañas que am anecían pat aleando en el vaso de agua sobre
la m esit a de noche, las gallinas insolent es que ponían huevos en los zapat os y se
cagaban en la ropa blanca del arm ario. Cuando cam bió el clim a, t uvo nuevas
calam idades que lam ent ar, el lodazal del pat io, los días m ás cort os, a las cinco est aba
oscuro y no había nada m ás que hacer, apart e de enfrent ar la larga noche solit aria, el
vient o y el resfrío, que ella com bat ía con cat aplasm as de eucalipt o, sin poder evit ar
que se cont agiaran unos a ot ros en una cadena sin fin. Est aba hart a de luchar cont ra
los elem ent os sin m ás dist racción que ver crecer a Blanca, que parecía un ant ropófago,
com o decía j ugando con ese chiquillo sucio, Pedro Tercero, que era el colm o que la
niña no t uviera alguien de su clase con quien m ezclarse, est aba adquiriendo m alos
m odales, andaba con las m ej illas chapat ozas y cost rones secos en las rodillas, «m iren
com o habla, parece un indio, est oy cansada de quit arle pioj os de la cabeza y ponerle
azul de m et ileno en la sarna». A pesar de sus m urm uraciones, conservaba su rígida
dignidad, su m oño inalt erable, su blusa alm idonada y el m anoj o de llaves colgando de
la cint ura, nunca sudaba, no se rascaba y m ant enía siem pre su t enue arom a de
lavanda y lim ón. Nadie pensaba que algo pudiera alt erar su aut ocont rol, hast a un día
en que sint ió picor en la espalda. Era un picazón t an fuert e, que no pudo evit ar
rascarse con disim ulo pero nada podía aliviarla. Por últ im o fue al baño y se quit ó el
corsé, que aun en los días de m ayor t rabaj o, llevaba puest o. Al solt ar las t iras cayó al
suelo un rat ón at urdido que había est ado allí t oda la m añana procurando inút ilm ent e
rept ar hacia la salida, ent re las barbas duras de la faj a y la carne oprim ida de su
dueña. Férula t uvo la prim era crisis de nervios de su vida. A sus grit os acudieron t odos
y la encont raron m et ida dent ro de la bañera, lívida de t error y t odavía m edio desnuda,
dando alaridos de m aníaca y señalando con un dedo t rém ulo al pequeño roedor, que
se ponía t rabaj osam ent e en pie y procuraba avanzar hacia un lugar seguro. Est eban
dij o que era la m enopausia y que no había que hacerle caso. Tam poco le hicieron caso
cuando t uvo el segundo at aque. Era el cum pleaños de Est eban. Am aneció un dom ingo
asoleado y había m ucha agit ación en la casa, porque por prim era vez iban a dar una
fiest a en Las Tres Marías, desde los días olvidados en que doña Est er era una
m uchachit a. I nvit aron a varios parient es y am igos, que hicieron el viaj e en t ren desde
la capit al, y a t odos los t errat enient es de la zona, sin olvidar a los not ables del pueblo.
Con una sem ana de ant icipación prepararon el banquet e: m edia res asada en el pat io,
past el de riñones, cazuela de gallina, guisos de m aíz, t ort a de m anj ar blanco y lúcum as
y los m ej ores vinos de la cosecha. A m ediodía com enzaron a llegar los invit ados en
coche o a caballo y la gran casa de adobe se llenó de conversaciones y risas. Férula se
dist raj o un m om ent o para correr al baño, uno de esos inm ensos baños de la casa
donde el excusado quedaba al m edio de la pieza, rodeado de un desiert o de cerám icas
blancas. Est aba inst alada en aquel asient o solit ario com o un t rono, cuando se abrió la

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puert a y ent ró uno de los invit ados, nada m enos que el alcalde del pueblo,
desabrochándose la braguet a y algo achispado con el aperit ivo. Al ver a la señorit a se
quedó paralizado de confusión y sorpresa y cuando pudo reaccionar, lo único que se le
ocurrió fue avanzar con una sonrisa t orcida, cruzar t oda la habit ación, ext ender la
m ano y saludarla con una venia.
- Zorobabel Blanco Jam asm ié, a sus grat as órdenes - se present ó.
«¡Por Dios! Nadie puede vivir ent re gent es t an rúst icas. Si quieren se quedan
ust edes en est e purgat orio de incivilizados, lo que es yo, m e vuelvo a la ciudad, quiero
vivir com o crist iana, com o he vivido siem pre», exclam ó Férula cuando pudo hablar del
asunt o sin ponerse a llorar. Pero no se fue. No quería separarse de Clara, había llegado
a adorar hast a el aire que ella exhalaba y aunque ya no t enía ocasión de bañarla y
dorm ir con ella, procuraba dem ost rarle su t ernura con m il pequeños det alles a los
cuales dedicaba su exist encia. Aquella m uj er severa y t an poco com placient e consigo
m ism a y con los dem ás, podía ser dulce y risueña con Clara y a veces, por ext ensión,
t am bién con Blanca. Sólo con ella se perm it ía el luj o de ceder ant e su desbordant e
deseo de servir y de ser am ada, con ella podía m anifest ar, aunque fuera
solapadam ent e, los m ás secret os y delicados anhelos de su alm a. A lo largo de t ant os
años de soledad y t rist eza había ido decant ando las em ociones y lim piando los
sent im ient os, hast a reducirlos a unas pocas t erribles y m agníficas pasiones, que la
ocupaban por com plet o. No t enía capacidad para las pequeñas t urbaciones, para los
rencores m ezquinos, las envidias disim uladas, las obras de caridad, los cariños
dest eñidos, la cort esía am able o las consideraciones cot idianas. Era uno de esos seres
nacidos para la grandeza de un solo am or, para el odio exagerado, para la venganza
apocalípt ica y para el heroísm o m ás sublim e, pero no pudo realizar su dest ino a la
m edida de su rom ánt ica vocación, y ést e t ranscurrió chat o y gris, ent re las paredes de
un cuart o de enferm a, en m íseros convent illos, en t ort uosas confesiones, donde esa
m uj er grande, opulent a, de sangre ardient e, hecha para la m at ernidad, para la
abundancia, la acción y el ardor, se fue consum iendo. En esa época t enía alrededor de
cuarent a y cinco años, su espléndida raza y sus lej anos ant epasados m oriscos, la
m ant enían t ersa, con el pelo t odavía negro y sedoso, con un solo m echón blanco en la
frent e, el cuerpo fuert e y delgado y el andar resuelt o de la gent e sana, sin em bargo, el
desiert o de su vida le daba un aspect o m ucho m ayor. Tengo un ret rat o de Férula
t om ado en esos años, durant e un cum pleaños de Blanca. Es una viej a fot ografía color
sepia, dest eñida por el t iem po, donde, sin em bargo, aún se la puede ver con claridad.
Era una regia m at rona, pero t enía un rict us am argo en el rost ro que delat aba su
t ragedia int erior. Probablem ent e esos años j unt o a Clara fueron los únicos felices para
ella, porque sólo con Clara pudo int im ar. Ella fue la deposit aria de sus m ás sut iles
em ociones y a ella pudo dedicar su enorm e capacidad de sacrificio y veneración. Una
vez se at revió a decírselo y Clara escribió en su cuaderno de anot ar la vida, que Férula
la am aba m ucho m ás de lo que ella m erecía o podía ret ribuir. Por ese am or
desm esurado, Férula no quiso irse de Las Tres Marías ni siquiera cuando cayó la plaga
de las horm igas, que em pezó con un ronroneo en los pot reros, una som bra oscura que
se deslizaba con rapidez com iéndose t odo, las m azorcas, los t rigales, la alfalfa y la
m aravilla. Las rociaban con gasolina y les prendían fuego, pero reaparecían con nuevos
bríos. Pint aban con cal viva los t roncos de los árboles, pero ellas subían sin det enerse
y no respet aban peras, m anzanas ni naranj as, se m et ían en la huert a y acababan con
los m elones, ent raban en la lechería y la leche am anecía agria y llena de m inúsculos
cadáveres, se int roducían en los gallineros y se devoraban a los pollos vivos, dej ando
un desperdicio de plum as y unos huesit os de lást im a. Hacían cam inos dent ro de la
casa, ent raban por las cañerías, se apoderaban de la despensa, t odo lo que se
cocinaba había que com érselo al inst ant e, porque si quedaba unos m inut os sobre la
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m esa, llegaban en procesión y se lo zam paban. Pedro Segundo García las com bat ió
con agua y fuego y ent erró esponj as em papadas en m iel de abej as, para que se
j unt aran at raídas por el dulce y poderlas m at ar a m ansalva, pero t odo fue inút il.
Est eban Trueba se fue al pueblo y regresó cargado con pest icidas de t odas las m arcas
conocidas, en polvo, en líquido y en píldoras y echó t ant o por t odos lados, que no se
podían com er las verduras porque daban ret orcij ones de barriga. Pero las horm igas
siguieron apareciendo y m ult iplicándose, cada día m ás insolent es y decididas. Est eban
se fue ot ra vez al pueblo y puso un t elegram a a la capit al. Tres días después
desem barcó en la est ación m íst er Brown, un gringo enano, provist o de una m alet a
m ist eriosa, que Est eban present ó com o t écnico agrícola expert o en insect icidas.
Después de refrescarse con una j arra de vino con frut as, desplegó su m alet a sobre la
m esa. Ext raj o un arsenal de inst rum ent os nunca vist os y procedió a coger una horm iga
y observarla det enidam ent e con un m icroscopio.
- ¿Qué le m ira t ant o, m íst er, si son t odas iguales? - dij o Pedro Segundo García.
El gringo no le cont est ó. Cuando acabó de ident ificar la raza, el est ilo de vida, la
ubicación de sus m adrigueras, sus hábit os y hast a sus m ás secret as int enciones, había
pasado una sem ana y las horm igas se est aban m et iendo en las cam as de los niños, se
habían com ido las reservas de alim ent o para el invierno y com enzaban a at acar a los
caballos y a las vacas. Ent onces m íst er Brown explicó que había que fum igarlas con un
product o de su invención que volvía est ériles a los m achos, con lo cual dej aban de
m ult iplicarse y luego debían rociarlas con ot ro veneno, t am bién de su invención, que
provocaba una enferm edad m ort al en las hem bras, y eso, aseguró, acabaría con el
problem a.
- ¿En cuánt o t iem po? - pregunt ó Est eban Trueba que de la im paciencia est aba
pasando a la furia.
- Un m es - dij o m íst er Brown.
- Para ent onces ya se habrán com ido hast a los hum anos, m íst er
- dij o Pedro Segundo García- . Si m e lo perm it e, pat rón, voy a llam ar a m i padre.
Hace t res sem anas que m e est á diciendo que él conoce un rem edio para la plaga. Yo
creo que son cosas de viej o, pero no perdem os nada con probar.
Llam aron al viej o Pedro García, que llegó arrast rando sus pies, t an oscuro,
em pequeñecido y desdent ado, que Est eban se sobresalt ó al com probar el paso del
t iem po. El viej o escuchó con el som brero en la m ano, m irando el suelo y m ast icando el
aire con sus encías desnudas. Después pidió un pañuelo blanco, que Férula le t raj o del
arm ario de Est eban, y salió de la casa, cruzó el pat io y se fue derecho al huert o,
seguido por t odos los habit ant es de la casa y por el enano ext ranj ero, que sonreía con
desprecio, ¡est os bárbaros, oh God! El anciano se encuclilló con dificult ad y com enzó a
j unt ar horm igas. Cuando t uvo un puñado, las puso dent ro del pañuelo, anudó las
cuat ro punt as y m et ió el at adit o en su som brero.
- Les voy a m ost rar el cam ino, para que se vayan, horm igas, y para que se lleven a
las dem ás - dij o.
El viej o se subió en un caballo y se fue al paso m urm urando consej os y
recom endaciones para las horm igas, oraciones de sabiduría y fórm ulas de
encant am ient o. Lo vieron alej arse rum bo al lím it e de la propiedad. El gringo se sent ó
en el suelo a reírse com o un enaj enado, hast a que Pedro Segundo García lo sacudió.
- Vaya a reírse de su abuela, m íst er, m ire que el viej o es m i padre - le advirt ió.
Al at ardecer regresó Pedro García. Desm ont ó lent am ent e, dij o al pat rón que había
puest o a las horm igas en la carret era y se fue a su casa. Est aba cansado. A la m añana

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

siguient e vieron que no había horm igas en la cocina, t am poco en la despensa,


buscaron en el granero, en el est ablo, en los gallineros, salieron a los pot reros, fueron
hast a el río, revisaron t odo y no encont raron una sola, ni para m uest ra. El t écnico se
puso frenét ico.
- ¡Tener que decirm e cóm o hacer eso! - clam aba.
- Hablándoles, pues, m íst er. Dígales que se vayan, que aquí est án m olest ando y ellas
ent ienden - explicó Pedro García, el viej o.
Clara fue la única que consideró nat ural el procedim ient o. Férula se aferró a eso
para decir que se encont raban en un hoyo, en una región inhum ana, donde no
funcionaban las leyes de Dios ni el progreso de la ciencia, que cualquier día iban a
em pezar a volar en escobas, pero Est eban Trueba la hizo callar: no quería que le
m et ieran nuevas ideas en la cabeza a su m uj er. En los últ im os días Clara había vuelt o
a sus quehaceres lunát icos, a hablar con los aparecidos y a pasar horas escribiendo en
los cuadernos de anot ar la vida. Cuando perdió int erés por la escuela, el t aller de
cost ura o los m ít ines fem inist as y volvió a opinar que t odo era m uy bonit o,
com prendieron que ot ra vez est aba encint a.
- ¡Por culpa t uya! - grit ó Férula a su herm ano.
- Eso espero - cont est ó él.
Pront o fue evident e que Clara no est aba en condiciones de pasar el em barazo en el
cam po y parir en el pueblo, así es que organizaron el regreso a la capit al. Eso consoló
un poco a Férula, que sent ía la preñez de Clara com o una afrent a personal. Ella viaj ó
ant es con la m ayor part e del equipaj e y los sirvient es, para abrir la gran casa de la
esquina y preparar la llegada de Clara. Est eban acom pañó días después a su m uj er y a
su hij a de vuelt a a la ciudad y nuevam ent e dej ó a Las Tres Marías en m anos de Pedro
Segundo García, que se había convert ido en el adm inist rador, aunque no por ello
ganaba m ás privilegio, sólo m ás t rabaj o.

El viaj e de Las Tres Marías a la capit al t erm inó de agot ar las fuerzas de Clara. Yo la
veía cada vez m ás pálida, asm át ica, oj erosa. Con el bam boleo de los caballos y
después con el del t ren, el polvo del cam ino y su nat ural t endencia al m areo, iba
perdiendo las energías a oj os vist as y yo no podía hacer m ucho por ayudarla, porque
cuando est aba m al prefería que no le hablaran. Al baj arnos en la est ación t uve que
sost enerla, porque le flaqueaban las piernas.
- Creo que m e voy a elevar - dij o.
- ¡Aquí no! - le grit é espant ado ant e la idea de que saliera volando por encim a de las
cabezas de los pasaj eros en el andén.
Pero ella no se refería concret am ent e a la levit ación, sino a subir a un nivel que le
perm it iera desprenderse de la incom odidad, del peso de su em barazo y de la profunda
fat iga que se le est aba m et iendo en los huesos. Ent ró en ot ro de sus largos períodos
de silencio, creo que le duró varios m eses, durant e los cuales se servía de la pizarrit a,
com o en los t iem pos de la m udez. En esa ocasión no m e alarm é, porque supuse que
recuperaría la norm alidad com o había ocurrido después del nacim ient o de Blanca y,
por ot ra part e, había llegado a com prender que el silencio era el últ im o inviolable
refugio de m i m uj er, y no una enferm edad m ent al, com o sost enía el doct or Cuevas.
Férula la cuidaba de la m ism a form a obsesiva com o ant es cuidaba a nuest ra m adre, la
t rat aba com o si fuera una inválida, no quería dej arla nunca sola y había descuidado a
Blanca, que lloraba t odo el día porque quería regresar a Las Tres Marías. Clara
deam bulaba com o una som bra gorda y callada por la casa, con un desint erés budist a

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

por t odo lo que la rodeaba. A m í ni siquiera m e m iraba, pasaba por m i lado com o si yo
fuera un m ueble y cuando le dirigía la palabra se quedaba en la luna, com o si no m e
oyera o no m e conociera. No habíam os vuelt o a dorm ir j unt os. Los días ociosos en la
ciudad y la at m ósfera irracional que se respiraba en la casa m e ponían los nervios de
punt a. Procuraba m ant enerm e ocupado, pero no era suficient e: est aba siem pre de m al
hum or. Salía t odos los días a vigilar m is negocios. En esa época em pecé a especular en
la Bolsa de Com ercio y pasaba horas est udiando los alt ibaj os de los valores
int ernacionales, m e dediqué a invert ir plat a, a arm ar sociedades, a las im port aciones.
Pasaba m uchas horas en el Club. Tam bién com encé a int eresarm e en la polít ica y
hast a ent ré en un gim nasio, donde un gigant esco ent renador m e obligaba a ej ercit ar
unos m úsculos que no sospechaba que t enía en el cuerpo. Me habían recom endado
que m e diera m asaj es, pero nunca m e gust ó eso: det est o que m e t oquen m anos
m ercenarias. Pero nada de t odo aquello podía llenarm e el día, est aba incóm odo y
aburrido, quería volver al cam po, pero no m e at revía a dej ar la casa, donde a t odas
luces se necesit aba la presencia de un hom bre razonable ent re esas m uj eres
hist éricas. Adem ás, Clara est aba engordando dem asiado. Tenía una barriga
descom unal que apenas podía sost ener en su frágil esquelet o. Le daba pudor que la
viera desnuda, pero era m i m uj er y yo no iba a perm it ir que m e t uviera vergüenza. La
ayudaba a bañarse, a vest irse, cuando Férula no se m e adelant aba, y sent ía una pena
infinit a por ella, t an pequeña y delgada, con esa m onst ruosa panza, acercándose
peligrosam ent e al m om ent o del part o. Muchas veces m e desvelé pensando que se
podía m orir al dar a luz y m e encerraba con el doct or Cuevas a discut ir la m ej or form a
de ayudarla. Habíam os acordado que si las cosas no se present aban bien, era m ej or
hacerle ot ra cesárea, pero yo no quería que la llevaran a una clínica y él se negaba a
pract icarle ot ra operación com o la prim era en el com edor de la casa. Decía que no
había com odidades, pero en esos t iem pos las clínicas eran un foco de infecciones y allí
eran m ás los que m orían que los que salvaban.
Un día, falt ando poco para la fecha del part o, Clara descendió sin previo aviso de su
refugio braham ánico y volvió a hablar. Quiso una t aza de chocolat e y m e pidió que la
llevara a pasear. El corazón m edio un vuelco. Toda la casa se llenó de alegría, abrim os
cham pán, hice poner flores frescas en t odos los j arrones, le encargué cam elias, sus
flores preferidas y t apicé con ellas su cuart o, hast a que le em pezó a dar asm a y
t uvim os que sacarlas rápidam ent e. Corrí a com prarle un broche de diam ant es a la calle
de los j oyeros j udíos. Clara m e lo agradeció efusivam ent e, lo encont ró m uy bonit o,
pero nunca se lo vi puest o. Supongo que habrá ido a parar a algún lugar im pensado
donde lo puso y luego lo olvidó, com o casi t odas las alhaj as que le com pré a lo largo
de nuest ra vida en com ún. Llam é al doct or Cuevas, quien se present ó con el pret ext o
de t om ar el t é, pero en realidad venía a exam inar a Clara. Se la llevó a su habit ación y
después nos dij o a Férula y a m í que si bien parecía curada de su crisis m ent al, había
que prepararse para un alum bram ient o difícil, porque el niño era m uy grande. En ese
m om ent o ent ró Clara al salón y debe de haber oído la últ im a frase.
- Todo saldrá bien, no se preocupen - dij o.
- Espero que est a vez sea hom bre, para que lleve m i nom bre - brom eé.
- No es uno, son dos - replicó Clara- . Los m ellizos se llam arán Jaim e y Nicolás
respect ivam ent e - agregó.
Eso fue dem asiado para m í. Supongo que est allé por la presión acum ulada en los
últ im os m eses. Me puse furioso, alegué que ésos eran nom bres de com erciant es
ext ranj eros, que nadie se llam aba así en m i fam ilia ni en la suya, que por lo m enos
uno debía llam arse Est eban com o yo y com o m i padre, pero Clara explicó que los
nom bres repet idos crean confusión en los cuadernos de anot ar la vida y se m ant uvo

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

inflexible en su decisión. Para asust arla rom pí de un m anot azo un j arrón de porcelana
que, m e parece, era el últ im o vest igio de los t iem pos esplendorosos de m i bisabuelo,
pero ella no se conm ovió y el doct or Cuevas sonrió det rás de su t aza de t é, lo cual m e
indignó m ás. Salí dando un port azo y m e fui al Club.
Esa noche m e em borraché. En part e porque lo necesit aba y en part e por venganza,
m e fui al burdel m ás conocido de la ciudad, que t enía un nom bre hist órico. Quiero
aclarar que no soy hom bre de prost it ut as y que sólo en los períodos en que m e ha
t ocado vivir solo por un t iem po largo, he recurrido a ellas. No sé lo que m e pasó ese
día, est aba picado con Clara, andaba enoj ado, m e sobraban energías, m e t ent é. En
esos años el negocio del Crist óbal Colón era florecient e, pero no había adquirido aún el
prest igio int ernacional que llegó a t ener cuando aparecía en las cart as de navegación
de las com pañías inglesas y en las guías t uríst icas, y lo film aron para la t elevisión.
Ent ré a un salón de m uebles franceses, de ésos con pat as t orcidas, donde m e recibió
una m at rona nacional que im it aba a la perfección el acent o de París, y que com enzó
por darm e a conocer la list a de los precios y enseguida procedió a pregunt arm e si yo
t enía a alguien especial en m ent e. Le dij e que m i experiencia se lim it aba al Farolit o
Roj o y a algunos m iserables lupanares de m ineros en el Nort e, de m odo que cualquier
m uj er j oven y lim pia m e vendría bien.
- Ust ed m e cae sim pát ico, m esiú - dij o ella- . Le voy a t raer lo m ej or de la casa.
A su llam ado acudió una m uj er enfundada en un vest ido de raso negro dem asiado
est recho, que apenas podía cont ener la exuberancia de su fem inidad. Llevaba el pelo
ladeado sobre una orej a, un peinado que nunca m e ha gust ado, y a su paso se
desprendía un t errible perfum e alm izclado que quedaba flot ando en el aire, t an
persist ent e com o un gem ido.
- Me alegro de verlo, pat rón - saludó y ent onces la reconocí, porque la voz era lo
único que no le había cam biado a Tránsit o Sot o.
Me llevó de la m ano a un cuart o cerrado com o una t um ba, con las vent anas
cubiert as de cort inaj es oscuros, donde no había penet rado un rayo de luz nat ural
desde t iem pos ignot os, pero que, de t odos m odos parecía un palacio com parado con
las sórdidas inst alaciones del Farolit o Roj o. Allí quit é personalm ent e el vest ido de raso
negro a Tránsit o, desarm é su horrendo peinado y pude ver que en esos años había
crecido, engordado y em bellecido.
Veo que has progresado m ucho - le dij e.
- Gracias a sus cincuent a pesos, pat rón. Me sirvieron para com enzar - m e respondió- .
Ahora puedo devolvérselos reaj ust ados, porque con la inflación ya no valen lo que
ant es.
- ¡Prefiero que m e debas un favor, Tránsit o! - m e reí.
Term iné de quit arle las enaguas y com probé que no quedaba casi nada de la
m uchacha delgada, con los codos y las rodillas salient es, que t rabaj aba en el Farolit o
Roj o, except o su incansable disposición para la sensualidad y su voz de páj aro ronco.
Tenía el cuerpo depilado y su piel había sido frot ada con lim ón y m iel de ham am elis,
com o m e explicó hast a dej arla suave y blanca com o la de una criat ura. Tenía las uñas
t eñidas de roj o y una serpient e t at uada alrededor del om bligo, que podía m over en
círculos m ient ras m ant enía en perfect a inm ovilidad el rest o de su cuerpo.
Sim ult áneam ent e con dem ost rarm e su habilidad para ondular la serpient e, m e cont ó
su vida.
- Si m e hubiera quedado en el Farolit o Roj o ¿qué habría sido de m í, pat rón? Ya no
t endría dient es, sería una viej a. En est a profesión una se desgast a m ucho, hay que
cuidarse. ¡Y eso que yo no ando por la calle! Nunca m e ha gust ado eso, es m uy
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La casa de l os espí r i tus
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peligroso. En la calle hay que t ener un cafiche, porque si no se arriesga m ucho. Nadie
la respet a a una. Pero ¿por qué darle a un hom bre lo que cuest a t ant o ganar?
En ese sent ido las m uj eres son m uy brut as. Son hij as del rigor. Necesit an a un
hom bre para sent irse seguras y no se dan cuent a que lo único que hay que t em er es a
los m ism os hom bres. No saben adm inist rarse, necesit an sacrificarse por alguien. Las
put as son las peores, pat rón, créam elo. Dej an la vida t rabaj ando para un cafiche, se
alegran cuando él les pega, se sient en orgullosas de verlo bien vest ido, con dient es de
oro, con anillos y cuando las dej a y se va con ot ra m ás j oven, se lo perdonan porque
«es hom bre». No, pat rón, yo no soy así. A m í nadie m e ha m ant enido, por eso ni loca
m e pondría a m ant ener a ot ro. Trabaj o para m í, lo que gano m e lo gast o com o quiero.
Me ha cost ado m ucho, no crea que ha sido fácil, porque a las dueñas de prost íbulo no
les gust a t rat ar con m uj eres, prefieren ent enderse con los cafiches. No la ayudan a
una. No t ienen consideración.
- Pero parece que aquí t e aprecian, Tránsit o. Me dij eron que eras lo m ej or de la casa.
- Lo soy. Pero est e negocio se iría al suelo si no fuera por m í, que t rabaj o com o un
burro - dij o ella- . Las dem ás ya est án com o est ropaj os, pat rón. Aquí vienen puros
viej os, ya no es lo que era ant es. Hay que m odernizar est a cuest ión, para at raer a los
em pleados públicos, que no t ienen nada que hacer a m ediodía, a la j uvent ud, a los
est udiant es. Hay que am pliar las inst alaciones, darle m ás alegría al local y lim piar.
¡Lim piar a fondo! Así la client ela t endría confianza y no est aría pensando que puede
agarrarse una venérea ¿verdad? Est o es una cochinada. No lim pian nunca. Mire,
levant e la alm ohada y seguro le salt a una chinche. Se lo he dicho a la m adam e, pero
no m e hace caso. No t iene oj o para el negocio.
- ¿Y t ú lo t ienes?
- ¡Claro pues, pat rón! A m í se m e ocurren un m illón de cosas para m ej orar al
Crist óbal Colón. Yo le pongo ent usiasm o a est a profesión. No soy com o esas que andan
puro quej ándose y echándole la culpa a la m ala suert e cuando les va m al. ¿No ve
donde he llegado? Ya soy la m ej or. Si m e em peño, puedo t ener la m ej or casa del país,
se lo j uro.
Me est aba divirt iendo m ucho. Sabía apreciarla, porque de t ant o ver la am bición en
el espej o cuando m e afeit aba en las m añanas, había t erm inado por aprender a
reconocerla cuando la veía en los dem ás.
- Me parece una excelent e idea, Tránsit o. ¿Por qué no m ont as t u propio negocio? Yo
t e pongo el capit al - le ofrecí fascinado con la idea de am pliar m is int ereses com erciales
en esa dirección, ¡cóm o est aría de borracho!
- No, gracias, pat rón - respondió Tránsit o acariciando su serpient e con una uña
pint ada de laca china- . No m e conviene salir de un capit alist a para caer en ot ro. Lo que
hay que hacer es una cooperat iva y m andar a la m adam e al caraj o. ¿No ha oído hablar
de eso? Váyase con cuidado, m ire que si sus inquilinos le form an una cooperat iva en el
cam po, ust ed se j odió. Lo que yo quiero es una cooperat iva de put as. Pueden ser
put as y m aricones, para darle m ás am plit ud al negocio. Nosot ros ponem os t odo, el
capit al y el t rabaj o. ¿Para qué querem os un pat rón?
Hicim os el am or en la form a violent a y feroz que yo casi había olvidado de t ant o
navegar en el velero de aguas m ansas de la seda azul. En aquel desorden de
alm ohadas y sábanas, apret ados en el nudo vivo del deseo, at ornillándonos hast a
desfallecer, volví a sent irm e de veint e años, cont ent o de t ener en los brazos a esa
hem bra brava y priet a que no se deshacía en hilachas cuando la m ont aban, una yegua
fuert e a quien cabalgar sin cont em placiones, sin que a uno las m anos le queden m uy
pesadas, la voz m uy dura, los pies m uy grandes o la barba m uy áspera, alguien com o
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

uno, que resist e un sart al de palabrot as al oído y no necesit aba ser acunado con
t ernuras ni engañado con galant eos. Después, adorm ecido y feliz, descansé un rat o a
su lado, adm irando la curva sólida de su cadera y el t em blor de su serpient e.
- Nos volverem os a ver, Tránsit o - dij e al darle la propina.
- Eso m ism o le dij e yo ant es, pat rón t se acuerda? - m e cont est ó con un últ im o vaivén
de su serpient e.
En realidad, no t enía int ención de volver a verla. Más bien prefería olvidarla.
No habría m encionado est e episodio si Tránsit o Sot o no hubiera j ugado un papel t an
im port ant e para m í m ucho t iem po después, porque, com o ya dij e, no soy hom bre de
prost it ut as. Pero est a hist oria no habría podido escribirse si ella no hubiera int ervenido
para salvarnos y salvar, de paso, nuest ros recuerdos.

Pocos días después, cuando el doct or Cuevas est aba preparándoles el ánim o para
volver a abrir la barriga a Clara, m urieron Severo y Nívea del Valle, dej ando varios
hij os y cuarent a y siet e niet os vivos. Clara se ent eró ant es que los dem ás a t ravés de
un sueño, pero no se lo dij o m ás que a Férula, quien procuró t ranquilizarla
explicándole que el em barazo produce un est ado de sobresalt o en el que los m alos
sueños son frecuent es. Duplicó sus cuidados, la friccionaba con aceit e de alm endras
dulces para evit ar las est rías en la piel del vient re, le ponía m iel de abej as en los
pezones para que no se le agriet aran, le daba de com er cáscara m olida de huevo para
que t uviera buena leche y no se le picaran los dient es y le rezaba oraciones de Belén
para el buen part o. Dos días después del sueño, llegó Est eban Trueba m ás t em prano
que de cost um bre a la casa, pálido y descom puest o, agarró a su herm ana Férula de un
brazo y se encerró con ella en la bibliot eca.
- Mis suegros se m at aron en un accident e - le dij o brevem ent e- . No quiero que Clara
se ent ere hast a después del part o. Hay que hacer un m uro de censura a su alrededor,
ni periódicos, ni radio, ni visit as, ¡nada! Vigila a los sirvient es para que nadie se lo
diga.
Pero sus buenas int enciones se est rellaron cont ra la fuerza de las prem oniciones de
Clara. Esa noche volvió a soñar que sus padres cam inaban por un cam po de cebollas y
que Nívea iba sin cabeza, de m odo que así supo t odo lo ocurrido sin necesidad de
leerlo en el periódico ni de escucharlo por la radio. Despert ó m uy excit ada y pidió a
Férula que la ayudara a vest irse, porque debía salir en busca de la cabeza de su
m adre. Férula corrió donde Est eban y ést e llam ó al doct or Cuevas, quien, aun a riesgo
de dañar a los m ellizos, le dio una pócim a para locos dest inada a hacerla dorm ir dos
días, pero que no t uvo ni el m enor efect o en ella.
Los esposos Del Valle m urieron t al com o Clara lo soñó y t al com o, en brom a, Nívea
había anunciado a m enudo que m orirían.
- Cualquier día nos vam os a m at ar en est a m áquina infernal - decía Nívea señalando
al viej o aut om óvil de su m arido.
Severo del Valle t uvo desde j oven debilidad por los invent os m odernos. El aut om óvil
no fue una excepción. En los t iem pos en que t odo el m undo se m ovilizaba a pie, en
coche de caballos o en velocípedos, él com pró el prim er aut om óvil que llegó al país y
que est aba expuest o com o una curiosidad en una vit rina del cent ro. Era un prodigio
m ecánico que se desplazaba a la velocidad suicida de quince y hast a veint e kilóm et ros
por hora, en m edio del asom bro de los peat ones y las m aldiciones de quienes a su
paso quedaban salpicados de barro o cubiert os de polvo. Al principio fue com bat ido
com o un peligro público. Em inent es cient íficos explicaron por la prensa que el

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La casa de l os espí r i tus
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organism o hum ano no est aba hecho para resist ir un desplazam ient o a veint e
kilóm et ros por hora y que el nuevo ingredient e que llam aban gasolina podía inflam arse
y producir una reacción en cadena que acabaría con la ciudad. Hast a la I glesia se
m et ió en el asunt o. El padre Rest repo, que t enía a la fam ilia Del Valle en la m ira desde
el enoj oso asunt o de Clara en la m isa del Jueves Sant o, se const it uyó en guardián de
las buenas cost um bres e hizo oír su voz de Galicia cont ra los «am icis rerum novarum »,
am igos de las cosas nuevas, com o esos aparat os sat ánicos que com paró con el carro
de fuego en que el profet a Elías desapareció en dirección al cielo. Pero Severo ignoró el
escándalo y al poco t iem po ot ros caballeros siguieron su ej em plo, hast a que el
espect áculo de los aut om óviles dej ó de ser una novedad. Lo usó por m ás de diez años,
negándose a cam biar el m odelo cuando la ciudad se llenó de carros m odernos que
eran m ás eficient es y seguros, por la m ism a razón que su esposa no quiso elim inar a
los caballos de t iro hast a que m urieron t ranquilam ent e de vej ez. El Sunbeam t enía
cort inas de encaj e y dos floreros de crist al en los cost ados, donde Nívea m ant enía
flores frescas, era t odo forrado en m adera pulida y en cuero ruso y sus piezas de
bronce eran brillant es com o el oro. A pesar de su origen brit ánico, fue baut izado con
un nom bre indígena, Covadonga. Era perfect o, en verdad, except o porque nunca le
funcionaron bien los frenos. Severo se enorgullecía de sus habilidades m ecánicas. Lo
desarm ó varias veces int ent ando arreglarlo y ot ras t ant as se lo confió al Gran Cornudo,
un m ecánico it aliano que era el m ej or del país. Le debía su apodo a una t ragedia que
había ensom brecido su vida. Decían que su m uj er, hast iada de ponerle cuernos sin que
él se diera por aludido, lo abandonó una noche t orm ent osa, pero ant es de m archarse
at ó unos cuernos de carnero que consiguió en la carnicería, en las punt as de la rej a del
t aller m ecánico. Al día siguient e, cuando el it aliano llegó a su t rabaj o, encont ró un
corrillo de niños y vecinos burlándose de él. Aquel dram a, sin em bargo, no m erm ó en
nada su prest igio profesional, pero él t am poco pudo com poner los frenos del
Covadonga. Severo opt ó por llevar una piedra grande en el aut om óvil y cuando
est acionaba en pendient e, un pasaj ero apret aba el freno de pie y el ot ro descendía
rápidam ent e y ponía la piedra por delant e de las ruedas. El sist em a en general daba
buen result ado, pero ese dom ingo fat al, señalado por el dest ino com o el últ im o de sus
vidas, no fue así. Los esposos Del Valle salieron a pasear a las afueras de la ciudad
com o hacían siem pre que había un día asoleado. De pront o los frenos dej aron de
funcionar por com plet o y ant es que Nívea alcanzara a salt ar del coche para colocar la
piedra, o Severo a m aniobrar, el aut om óvil se fue rodando cerro abaj o. Severo t rat ó de
desviarlo o de det enerlo, pero el diablo se había apoderado de la m áquina que voló
descont rolada hast a est rellarse cont ra una carret ela cargada de fierro de const rucción.
Una de las lám inas ent ró por el parabrisas y decapit ó a Nívea lim piam ent e. Su cabeza
salió disparada y a pesar de la búsqueda de la policía, los guardabosques y los vecinos
volunt arios que salieron a rast rearla con perros, fue im posible dar con ella en dos días.
Al t ercero los cuerpos com enzaban a heder y t uvieron que ent errarlos incom plet os en
un funeral m agnífico al cual asist ió la t ribu Del Valle y un núm ero increíble de am igos y
conocidos, adem ás de las delegaciones de m uj eres que fueron a despedir los rest os
m ort ales de Nívea, considerada para ent onces la prim era fem inist a del país y de quien
sus enem igos ideológicos dij eron que si había perdido la cabeza en vida, no había
razón para que la conservara en la m uert e. Clara, recluida en su casa, rodeada de
sirvient es que la cuidaban, con Férula com o guardián y dopada por el doct or Cuevas,
no asist ió al sepelio. No hizo ningún com ent ario que indicara que sabía el espeluznant e
asunt o de la cabeza perdida, por consideración a t odos los que habían int ent ado
ahorrarle ese últ im o dolor, sin em bargo, cuando t erm inaron los funerales y la vida
pareció ret ornar a la norm alidad, Clara convenció a Férula de que la acom pañara a
buscarla y fue inút il que su cuñada le diera m ás pócim as y píldoras, porque no desist ió
en su em peño. Vencida, Férula com prendió que no era posible seguir alegando que lo
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

de la cabeza era un m al sueño y que lo m ej or era ayudarla en sus planes, ant es que la
ansiedad t erm inara de desquiciarla. Esperaron que Est eban Trueba saliera. Férula la
ayudó a vest irse y llam ó a un coche de alquiler. Las inst rucciones que Clara le dio al
chofer fueron algo im precisas.
- Ust ed dele para adelant e, que yo le voy diciendo el cam ino - le dij o, guiada por su
inst int o para ver lo invisible.
Salieron de la ciudad y ent raron al espacio abiert o donde las casas se dist anciaban y
em pezaban las colinas y los suaves valles, doblaron a indicación de Clara por un
cam ino lat eral y siguieron ent re abedules y cam pos de cebollas hast a que ordenó al
chofer que se det uviera j unt o a unos m at orrales.
- Aquí es - dij o.
- ¡No puede ser! , ¡est am os lej ísim os del lugar del accident e! - dudó Férula.
- ¡Te digo que es aquí! - insist ió Clara, baj ándose del coche con dificult ad,
balanceando su enorm e vient re, seguida por su cuñada, que m ascullaba oraciones y
por el hom bre, que no t enía la m enor idea del obj et ivo del viaj e. Trat ó de rept ar ent re
las m at as, pero se lo im pidió el volum en de los m ellizos.
- Hágam e el favor, señor, m ét ase allí y pásem e una cabeza de señora que va a
encont rar - pidió al chofer.
Él se arrast ró debaj o de los espinos y encont ró la cabeza de Nívea que parecía un
m elón solit ario. La t om ó del pelo y salió con ella gat eando a cuat ro pat as. Mient ras el
hom bre vom it aba apoyado en un árbol cercano, Férula y Clara le lim piaron a Nívea la
t ierra y los guij arros que se le habían m et ido por las orej as, la nariz y la boca y le
acom odaron el pelo, que se le había desbarat ado un poco, pero no pudieron cerrarle
los oj os. La envolvieron en un chal y regresaron al coche.
- ¡Apúrese, señor, porque creo que voy a dar a luz! - dij o Clara al chofer.
Llegaron j ust o a t iem po para acom odar a la m adre en su cam a. Férula se afanó con
los preparat ivos m ient ras iba un sirvient e a buscar al doct or Cuevas y a la com adrona.
Clara, que con el vapuleo del coche, las em ociones de los últ im os días y las pócim as
del m édico había adquirido la facilidad para dar a luz que no t uvo con su prim era hij a,
apret ó los dient es, se suj et ó del palo de m esana y del t rinquet e del velero y se dio a la
t area de echar al m undo en el agua m ansa de la seda azul, a Jaim e y Nicolás, que
nacieron precipit adam ent e, ant e la m irada at ent a de su abuela, cuyos oj os
cont inuaban abiert os observándolos desde la cóm oda. Férula los agarró por t urnos del
m echón de pelo húm edo que les coronaba la nuca y los ayudó a salir a t irones con la
experiencia adquirida viendo nacer pot rillos y t erneros en Las Tres Marías. Ant es que
llegaran el m édico y la com adrona, ocult ó debaj o de la cam a la cabeza de Nívea, para
evit ar engorrosas explicaciones. Cuando ést os llegaron, t uvieron m uy poco que hacer,
porque la m adre descansaba t ranquila y los niños, m inúsculos com o siet em esinos,
pero con t odas sus part es ent eras y en buen est ado, dorm ían en brazos de su
ext enuada t ía.
La cabeza de Nívea se convirt ió en un problem a, porque no había donde ponerla
para no est ar viéndola. Por fin Férula la colocó dent ro de una som brerera de cuero
envuelt a en unos t rapos. Discut ieron la posibilidad de ent errarla com o Dios m anda,
pero habría sido un papeleo int erm inable conseguir que abrieran la t um ba para incluir
lo que falt aba y, por ot ra part e, t em ían el escándalo si se hacía pública la form a en que
Clara la había encont rado donde los sabuesos fracasaron. Est eban Trueba, t em eroso
del ridículo com o siem pre fue, opt ó por una solución que no diera argum ent os a las
m alas lenguas, porque sabía que el ext raño com port am ient o de su m uj er era el blanco
de los chism es. Había t rascendido la habilidad de Clara para m over obj et os sin t ocarlos
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La casa de l os espí r i tus
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y para adivinar lo im posible. Alguien desent erró la hist oria de la m udez de Clara
durant e su infancia y la acusación del padre Rest repo, aquel sant o varón que la I glesia
pret endía convert ir en el prim er beat o del país. El par de años en Las Tres Marías sirvió
para acallar las m urm uraciones y que la gent e olvidara, pero Trueba sabía que bast aba
una insignificancia, com o el asunt o de la cabeza de su suegra, para que volvieran las
habladurías. Por eso, y no por desidia, com o se dij o años m ás t arde, la som brerera se
guardó en el sót ano a la espera de una ocasión adecuada para darle crist iana
sepult ura.

Clara se repuso del doble part o con rapidez. Le ent regó la crianza de los niños a su
cuñada y a la Nana, que después de la m uert e de sus ant iguos pat rones, se em pleó en
la casa de los Trueba para seguir sirviendo a la m ism a sangre, com o decía. Había
nacido para acunar hij os aj enos, para usar la ropa que ot ros desechaban, para com er
sus sobras, para vivir de sent im ient os y t rist ezas prest adas, para envej ecer baj o el
t echo de ot ros, para m orir un día en su cuart ucho del últ im o pat io, en una cam a que
no era suya y ser ent errada en una t um ba com ún del Cem ent erio General. Tenía cerca
de set ent a años, pero se m ant enía inconm ovible en su afán, incansable en los t raj ines,
int ocada por el t iem po, con agilidad para disfrazarse de cuco y asalt ar a Clara en los
rincones cuando le baj aba la m anía de la m udez y la pizarrit a, con fort aleza para lidiar
con los m ellizos y t ernura para consent ir a Blanca, igual com o ant es lo hizo con su
m adre y su abuela. Había adquirido el hábit o de m urm urar oraciones const ant em ent e,
porque cuando se dio cuent a que nadie en la casa era creyent e, asum ió la
responsabilidad de orar por los vivos de la fam ilia, y, por ciert o, t am bién por sus
m uert os, com o una prolongación de los servicios que les había prest ado en vida. En su
vej ez llegó a olvidar para quién rezaba, pero m ant uvo la cost um bre con la cert eza de
que a alguien le serviría. La devoción era lo único que com part ía con Férula. En t odo lo
dem ás fueron rivales.
Un viernes por la t arde t ocaron a la puert a de la gran casa de la esquina t res dam as
t ranslúcidas de m anos t enues y oj os de brum a, t ocadas con unos som breros con flores
pasados de m oda y bañadas en un int enso perfum e a violet as silvest res, que se infilt ró
por t odos los cuart os y dej ó la casa oliendo a flores por varios días. Eran las t res
herm anas Mora. Clara est aba en el j ardín y parecía haberlas esperado t oda la t arde,
las recibió con un niño en cada pecho y con Blanca j uguet eando a sus pies. Se
m iraron, se reconocieron, se sonrieron. Fue el com ienzo de una apasionada relación
espirit ual que les duró t oda la vida y, si se cum plieron sus previsiones, cont inúa en el
Más Allá.
Las t res herm anas Mora eran est udiosas del espirit ism o y de los fenóm enos
sobrenat urales, eran las únicas que t enían la prueba irrefut able de que las ánim as
pueden m at erializarse, gracias a una fot ografía que las m ost raba alrededor de una
m esa y volando por encim a de sus cabezas a un ect oplasm a difuso y alado, que
algunos descreídos at ribuían a una m ancha en el revelado del ret rat o y ot ros a un
sim ple engaño del fot ógrafo. Se ent eraron, por conduct os m ist eriosos al alcance de los
iniciados, de la exist encia de Clara, se pusieron en cont act o t elepát ico con ella y de
inm ediat o com prendieron que eran herm anas ast rales. Mediant e discret as
averiguaciones dieron con su dirección t errenal y se present aron con sus propias
baraj as im pregnadas de fluidos benéficos, unos j uegos de figuras geom ét ricas y
núm eros cabalíst icos de su invención, para desenm ascarar a los falsos parapsicólogos,
y una bandej a de past elit os com unes y corrient es de regalo para Clara. Se hicieron
ínt im as am igas y a part ir de ese día, procuraron j unt arse t odos los viernes para
invocar a los espírit us e int ercam biar cábalas y recet as de cocina. Descubrieron la
form a de enviarse energía m ent al desde la gran casa de la esquina hast a el ot ro
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

ext rem o de la ciudad, donde vivían las Mora, en un viej o m olino que habían convert ido
en su ext raordinaria m orada, y t am bién en sent ido inverso, con lo cual podían darse
apoyo en las circunst ancias difíciles de la vida cot idiana. Las Mora conocían a m uchas
personas, casi t odas int eresadas en esos asunt os, que em pezaron a llegar a las
reuniones de los viernes y aport aron sus conocim ient os y sus fluidos m agnét icos.
Est eban Trueba las veía desfilar por su casa y puso com o únicas condiciones que
respet aran su bibliot eca, que no usaran a los niños para experim ent os psíquicos y que
fueran discret as, porque no quería escándalo público. Férula desaprobaba est as
act ividades de Clara, porque le parecían reñidas con la religión y las buenas
cost um bres. Observaba las sesiones desde una dist ancia prudent e, sin part icipar, pero
vigilando con el rabillo del oj o m ient ras t ej ía, dispuest a a int ervenir apenas Clara se
sobrepasara en algún t rance. Había com probado que su cuñada quedaba exhaust a
después de algunas sesiones en las que servía de m édium y com enzaba a hablar en
idiom as paganos con una voz que no era la suya. La Nana t am bién vigilaba con el
pret ext o de ofrecer t acit as de café, espant ando a las ánim as con sus enaguas
alm idonadas y su cloqueo de oraciones m urm uradas y de dient es suelt os, pero no lo
hacía para cuidar a Clara de sus propios excesos, sino para verificar que nadie robara
los ceniceros. Era inút il que Clara le explicara que sus visit as no t enían ni el m enor
int erés en ellos; principalm ent e porque ninguno fum aba, pues la Nana había calificado
a t odos, except o a las t res encant adoras señorit as Mora, com o una banda de rufianes
evangélicos. La Nana y Férula se det est aban. Se disput aban el cariño de los niños y se
peleaban por cuidar a Clara en sus ext ravagancias y desvaríos, en un sordo y
perm anent e com bat e que se desarrollaba en las cocinas, en los pat ios, en los
corredores, pero j am ás cerca de Clara, porque las dos est aban de acuerdo en evit arle
esa m olest ia. Férula había llegado a querer a Clara con una pasión celosa que se
parecía m ás a la de un m arido exigent e que a la de una cuñada. Con el t iem po perdió
la prudencia y em pezó a dej ar t raslucir su adoración en m uchos det alles que no
pasaban inadvert idos para Est eban. Cuando él regresaba del cam po, Férula procuraba
convencerlo de que Clara est aba en lo que llam aba «uno de sus m alos m om ent os»,
para que él no durm iera en su cam a y no est uviera con ella m ás que en cont adas
ocasiones y por t iem po lim it ado. Argüía recom endaciones del doct or Cuevas que
después, al ser confront adas con el m édico, result aban invent adas. Se int erponía de
m il m aneras ent re los esposos y si t odo le fallaba, azuzaba a los t res niños para que
reclam aran ir a pasear con su padre, leer con la m adre, que los velaran porque t enían
fiebre, que j ugaran con ellos: «pobrecit os, necesit an a su papá y a su m am á, pasan
t odo el día en m anos de esa viej a ignorant e que les pone ideas at rasadas en la cabeza,
los est á poniendo im béciles con sus superst iciones, lo que hay que hacer con la Nana
es int ernarla, dicen que las Siervas de Dios t ienen un asilo para em pleadas viej as que
es una m aravilla, las t rat an com o señoras, no t ienen que t rabaj ar, hay buena com ida,
eso sería lo m ás hum ano, pobre Nana, ya no da para m ás», decía. Sin poder det ect ar
la causa, Est eban com enzó a sent irse incóm odo en su propia casa. Sent ía a su m uj er
cada vez m ás alej ada, m ás rara e inaccesible, no podía alcanzarla ni con regalos, ni
con sus t ím idas m uest ras de t ernura, ni con la pasión desenfrenada que lo conm ovía
siem pre en su presencia. En t odo ese t iem po su am or había aum ent ado hast a
convert irse en una obsesión. Quería que Clara no pensara m ás que en él, que no
t uviera m ás vida que la que pudiera com part ir con él, que le cont ara t odo, que no
poseyera nada que no proviniera de sus m anos, que dependiera com plet am ent e.
Pero la realidad era diferent e, Clara parecía andar volando en aeroplano, com o su
t ío Marcos, desprendida del suelo firm e, buscando a Dios en disciplinas t ibet anas,
consult ando a los espírit us con m esas de t res pat as que daban golpecit os, dos para sí,
t res para no, descifrando m ensaj es de ot ros m undos que podían indicarle hast a el

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Isabel Allende

est ado de las lluvias. Una vez anunciaron que había un t esoro escondido debaj o de la
chim enea y ella hizo prim ero t um bar el m uro, pero no apareció, luego la escalera,
t am poco, enseguida la m it ad del salón principal, nada. Por últ im o result ó que el
espírit u, confundido con las m odificaciones arquit ect ónicas que ella había hecho en la
casa, no reparó en que el escondit e de los doblones de oro no est aba en la m ansión de
los Trueba, sino al ot ro lado de la calle, en la casa de los Ugart e, quienes se negaron a
echar abaj o el com edor, porque no creyeron el cuent o del fant asm a español. Clara no
era capaz de hacer las t renzas a Blanca para ir al colegio, de eso se encargaban Férula
o la Nana, pero t enía con ella una est upenda relación basada en los m ism os principios
de la que ella había t enido con Nívea, se cont aban cuent os, leían los libros m ágicos de
los baúles encant ados, consult aban los ret rat os de fam ilia, se pasaban anécdot as de
los t íos a los que se les escapan vent osidades y los ciegos que se caen com o gárgolas
de los álam os, salían a m irar la cordillera y a cont ar las nubes, se com unicaban en un
idiom a invent ado que suprim ía la t e al cast ellano y la reem plazaba por ene y la erre
por ele, de m odo que quedaban hablando igual que el chino de la t int orería. Ent ret ant o
Jaim e y Nicolás crecían separados del binom io fem enino, de acuerdo con el principio de
aquellos t iem pos de que «hay que hacerse hom bres». Las m uj eres, en cam bio, nacían
con su condición incorporada genét icam ent e y no t enían necesidad de adquirirla con
los avat ares de la vida. Los m ellizos se hacían fuert es y brut ales en los j uegos propios
de su edad, prim ero cazando lagart ij as para rebanarles la cola, rat ones para hacerlos
correr carreras y m ariposas para quit arles el polvo de las alas y, m ás t arde, dándose
puñet azos y pat adas de acuerdo a las inst rucciones del m ism o chino de la t int orería,
que era un adelant ado para su época y que fue el prim ero en llevar al país el
conocim ient o m ilenario de las art es m arciales, pero nadie le hizo caso cuando
dem ost ró que podía part ir ladrillos con la m ano y quiso poner su propia academ ia, por
eso t erm inó lavando ropa aj ena. Años m ás t arde, los m ellizos t erm inaron de hacerse
hom bres escapando del colegio para m et erse en el sit io baldío del basural, donde
cam biaban los cubiert os de plat a de su m adre por unos m inut os de am or prohibido con
una m uj erona inm ensa que podía acunarlos a los dos en sus pechos de vaca
holandesa, ahogarlos a los dos en la pulposa hum edad de sus axilas, aplast arlos a los
dos con sus m uslos de elefant e y elevarlos a los dos a la gloria con la cavidad oscura,
j ugosa, calient e, de su sexo. Pero eso no fue hast a m ucho m ás t arde y Clara nunca lo
supo, de m odo que no pudo anot arlo en sus cuadernos para que yo lo leyera algún día.
Me ent eré por ot ros conduct os.
A Clara no le int eresaban los asunt os dom ést icos. Vagaba por las habit aciones sin
ext rañarse de que t odo est uviera en perfect o est ado de orden y de lim pieza. Se
sent aba a la m esa sin pregunt arse quién preparaba la com ida o dónde se com praban
los alim ent os, le daba igual quién la sirviera, olvidaba los nom bres de los em pleados y
a veces hast a de sus propios hij os, sin em bargo, parecía est ar siem pre present e, com o
un espírit u benéfico y alegre, a cuyo paso echaban a andar los reloj es. Se vest ía de
blanco, porque decidió que era el único color que no alt eraba su aura, con los t raj es
sencillos que le hacía Férula en la m áquina de coser y que prefería a los at uendos con
volant es y pedrerías que le regalaba su m arido, con el propósit o de deslum brarla y
verla a la m oda.
Est eban sufría arrebat os de desesperación, porque ella lo t rat aba con la m ism a
sim pat ía con que t rat aba a t odo el m undo, le hablaba en el t ono m im oso con que
acariciaba a los gat os, era incapaz de darse cuent a si est aba cansado, t rist e, eufórico o
con ganas de hacer el am or, en cam bio le adivinaba por el color de sus irradiaciones
cuándo est aba t ram ando alguna bellaquería y podía desarm arle una rabiet a con un par
de frases burlonas. Lo exasperaba que Clara nunca parecía est ar realm ent e agradecida
de nada y nunca necesit aba algo que él pudiera darle. En el lecho era dist raída y
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risueña com o en t odo lo dem ás, relaj ada y sim ple, pero ausent e. Sabía que t enía su
cuerpo para hacer t odas las gim nasias aprendidas en los libros que escondía en un
com part im ient o de la bibliot eca, pero hast a los pecados m ás abom inables con Clara
parecían ret ozos de recién nacido, porque era im posible salpicarlos con la sal de un
m al pensam ient o o la pim ient a de la sum isión. Enfurecido, en algunas ocasiones
Trueba volvió a sus ant iguos pecados y t um baba a una cam pesina robust a ent re los
m at orrales durant e las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños
en la capit al y él t enía que hacerse cargo del cam po, pero el asunt o, lej os de aliviarlo,
le dej aba un m al sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialm ent e
porque si se lo hubiera cont ado a su m uj er, sabía que se habría escandalizado por el
m alt rat o a la ot ra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, com o m uchos
ot ros sent im ient os propiam ent e hum anos, a Clara no le incum bían. Tam bién fue al
Farolit o Roj o dos o t res veces, pero dej ó de hacerlo porque ya no funcionaba con las
prost it ut as y t enía que t ragarse la hum illación con pret ext os m ascullados de que había
t om ado m ucho vino, de que le cayó m al el alm uerzo, de que hacía varios días que
andaba resfriado. No volvió, sin em bargo, a visit ar a Tránsit o Sot o, porque present ía
que ella cont enía en sí m ism a el peligro de la adicción. Sent ía un deseo insat isfecho
bulléndole en las ent rañas, un fuego im posible de apagar, una sed de Clara que nunca,
ni aun en las noches m ás fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dorm ía
ext enuado, con el - corazón- a punt o de est allarle en el pecho, pero hast a en sus sueños
est aba conscient e de que la m uj er que reposaba a su lado no est aba allí, sino en una
dim ensión desconocida a la que él j am ás podría llegar. A veces perdía la paciencia y
sacudía furioso a Clara, le grit aba los peores reclam os y t erm inaba llorando en su
regazo y pidiendo perdón por su brut alidad. Clara com prendía, pero no podía
rem ediarlo. El am or desm edido de Est eban Trueba por Clara fue sin duda el
sent im ient o m ás poderoso de su vida, m ayor incluso que la rabia y el orgullo y m edio
siglo m ás t arde seguía invocándolo con el m ism o est rem ecim ient o y la m ism a
urgencia. En su lecho de anciano la llam aría hast a el fin de sus días.
Las int ervenciones de Férula agravaron el est ado de ansiedad en que se debat ía
Est eban. Cada obst áculo que su herm ana at ravesaba ent re Clara y él, lo ponía fuera de
sí. Llegó a det est ar a sus propios hij os porque absorbían la at ención de la m adre, se
llevó a Clara a una segunda luna de m iel en los m ism os sit ios de la prim era, se
escapaban a hot eles por el fin de sem ana, pero t odo era inút il. Se convenció de que la
culpa de t odo la t enía Férula, que había sem brado en su m uj er un germ en m aléfico
que le im pedía am arlo y que, en cam bio, robaba con caricias prohibidas lo que le
pert enecía com o m arido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara,
le quit aba la esponj a de las m anos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua
práct icam ent e en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dej arse bañar, porque
a su edad eso era un vicio, y t erm inaba secándola él, arropándola en su bat a y
llevándola a la cam a con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su
m uj er una t aza de chocolat e, se la arrebat aba de las m anos con el pret ext o de que la
t rat aba com o a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apart aba de un
m anot azo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los m ej ores t rozos de la
bandej a, se separaba de la m esa enfurecido. Los dos herm anos llegaron a ser rivales
declarados, se m edían con m iradas de odio, invent aban argucias para descalificarse
m ut uam ent e a los oj os de Clara, se espiaban; se celaban. Est eban descuidó de ir al
cam po y puso a Pedro Segundo García a cargo de t odo, incluso de las vacas
im port adas, dej ó de salir con sus am igos, de ir a j ugar al golf, de t rabaj ar, para vigilar
día y noche los pasos de su herm ana y plant ársele al frent e cada vez que se acercaba
a Clara. La at m ósfera de la casa se hizo irrespirable, densa y som bría y hast a la Nana

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andaba com o espirit uada. La única que perm anecía aj ena por com plet o a lo que est aba
sucediendo, era Clara, que en su dist racción e inocencia, no se daba cuent a de nada.
El odio de Est eban y Férula dem oró m ucho t iem po en est allar. Em pezó com o un
m alest ar disim ulado y un deseo de ofenderse en los pequeños det alles, pero fue
creciendo hast a que ocupó t oda la casa. Ese verano Est eban t uvo que ir a Las Tres
Marías porque j ust am ent e en el m om ent o de la cosecha, Pedro Segundo García se
cayó del caballo y fue a parar con la cabeza rot a al hospit al de las m onj as. Apenas se
recuperó su adm inist rador, Est eban regresó a la capit al sin avisar. En el t ren iba con
un present im ient o at roz, con un deseo inconfesado de que ocurriera algún dram a, sin
saber que el dram a ya había com enzado cuando él lo deseó. Llegó a la ciudad a m edia
t arde, pero se fue direct am ent e al Club, donde j ugó unas part idas de brisca y cenó, sin
conseguir calm ar su inquiet ud y su im paciencia, aunque no sabía lo que est aba
esperando. Durant e la cena hubo un ligero t em blor de t ierra, las lám paras de lágrim as
se bam bolearon con el usual cam panilleo del crist al, pero nadie levant ó la vist a, t odos
siguieron com iendo y los m úsicos t ocando sin perder ni una not a, except o Est eban
Trueba, que se sobresalt ó com o si aquello hubiera sido un aviso. Term inó de com er
aprisa, pidió la cuent a y salió.
Férula, que en general t enía sus nervios baj o cont rol, nunca había podido habit uarse
a los t em blores. Llegó a perder el m iedo a los fant asm as que Clara invocaba y a los
rat ones en el cam po, pero los t em blores la conm ovían hast a los huesos y m ucho
después que habían pasado ella seguía est rem ecida. Esa noche t odavía no se había
acost ado y corrió a la pieza de Clara, que había t om ado su infusión de t ilo y est aba
durm iendo plácidam ent e. Buscando un poco de com pañía y calor, se acost ó a su lado
procurando no despert arla y m urm urando oraciones silenciosas para que aquello no
fuera a degenerar en un t errem ot o. Allí la encont ró Est eban Trueba. Ent ró a la casa t an
sigiloso com o un bandido, subió al dorm it orio de Clara sin encender las luces y
apareció com o una t rom ba ant e las dos m uj eres am odorradas, que lo creían en Las
Tres Marías. Se abalanzó sobre su herm ana con la m ism a rabia con que lo hubiera
hecho si fuera el seduct or de su esposa y la sacó de la cam a a t irones, la arrast ró por
el pasillo, la baj ó a em puj ones por la escalera y la int roduj o a viva fuerza en la
bibliot eca m ient ras Clara, desde la puert a de su habit ación clam aba sin com prender lo
que había ocurrido. A solas con Férula, Est eban descargó su furia de m arido
insat isfecho y grit ó a su herm ana lo que nunca debió decirle, desde m arim acho hast a
m eret riz, acusándola de pervert ir a su m uj er, de desviarla con caricias de solt erona, de
volverla lunát ica, dist raída, m uda y espirit ist a con art es de lesbiana, de refocilarse con
ella en su ausencia, de m anchar hast a el nom bre de los hij os, el honor de la casa y la
m em oria de su sant a m adre, que ya est aba hart o de t ant a m aldad y que la echaba de
su casa, que se fuera inm ediat am ent e, que no quería volver a verla nunca m ás y le
prohibía que se acercara a su m uj er y a sus hij os, que no le falt aría dinero para
subsist ir con decencia m ient ras él viviera, t al com o se lo había prom et ido una vez,
pero que si volvía a verla rondando a su fam ilia, la iba a m at ar, que se lo m et iera
adent ro de la cabeza. ¡Te j uro por nuest ra m adre que t e m at o!
- ¡Te m aldigo, Est eban! - le grit ó Férula- . ¡Siem pre est arás solo, se t e encogerá el
alm a y el cuerpo y t e m orirás com o un perro!
Y salió para siem pre de la gran casa de la esquina, en cam isa de dorm ir y sin llevar
nada consigo.
Al día siguient e Est eban Trueba se fue a ver al padre Ant onio y le cont ó lo que había
pasado, sin dar det alles. El sacerdot e le escuchó blandam ent e con la im pasible m irada
de quien ya había oído ant es el cuent o.
- ¿Qué deseas de m í, hij o m ío? - pregunt ó cuando Est eban t erm inó de hablar.
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- Que le haga llegar a m i herm ana t odos los m eses un sobre que yo le ent regaré. No
quiero que t enga necesidades económ icas. Y le aclaro que no lo hago por cariño sino
por cum plir una prom esa.
El padre Ant onio recibió el prim er sobre con un suspiro y esbozó el gest o de dar la
bendición, pero Est eban ya había dado m edia vuelt a y salía. No dio ninguna explicación
a Clara de lo que había ocurrido ent re su herm ana y él. Le anunció que la había echado
de la casa, que le prohibía volver a m encionarla en su presencia y le sugirió que si
t enía algo de decencia, t am poco la m encionara a sus espaldas. Hizo sacar su ropa y
t odos los obj et os que pudieran recordarla y se hizo el ánim o de que había m uert o.
Clara com prendió que era inút il hacerle pregunt as. Fue al cost urero a buscar su
péndulo, que le servía para com unicarse con los fant asm as y que usaba com o
inst rum ent o de concent ración. Ext endió un m apa de la ciudad en el suelo y sost uvo el
péndulo a m edio m et ro y esperó que las oscilaciones le indicaran la dirección de su
cuñada, pero después de int ent arlo durant e t oda la t arde, se dio cuent a que el sist em a
no result aría si Férula no t enía un dom icilio fij o. Ant e la ineficacia del péndulo para
ubicarla, salió a vagar en coche, esperando que su inst int o la guiara, pero t am poco
est o dio result ado.
Consult ó la m esa de t res pat as sin que ningún espírit u baqueano apareciera para
conducirla donde Férula a t ravés de los vericuet os de la ciudad, la llam ó con el
pensam ient o y no obt uvo respuest a y t am poco las cart as del Tarot la ilum inaron.
Ent onces decidió recurrir a los m ét odos t radicionales y com enzó a buscarla ent re las
am igas, int errogó a los proveedores y a t odos los que t enían t rat os con ella, pero nadie
la había vuelt o a ver. Sus averiguaciones la llevaron por últ im o donde el padre
Ant onio.
- No la busque m ás, señora dij o el sacerdot e- . Ella no quiere verla.
Clara com prendió que ésa era la causa por la cual no habían funcionado ninguno de
sus infalibles sist em as de adivinación.
- Las herm anas Mora t enían razón - se dij o- . No se puede encont rar a quien no quiere
ser encont rado.

Est eban Trueba ent ró en un período m uy próspero. Sus negocios parecían t ocados
por una varilla m ágica. Se sent ía sat isfecho de la vida. Era rico, t al com o se lo había
propuest o una vez. Tenía la concesión de ot ras m inas, est aba export ando frut a al
ext ranj ero, form ó una em presa const ruct ora y Las Tres Marías, que había crecido
m ucho en t am año, est aba convert ida en el m ej or fundo de la zona. No lo afect ó la
crisis económ ica que convulsionó al rest o del país. En las provincias del Nort e la
quiebra de las salit reras había dej ado en la m iseria a m iles de t rabaj adores. Las
fam élicas t ribus de cesant es, que arrast raban a sus m uj eres, sus hij os, sus viej os,
buscando t rabaj o por los cam inos, habían t erm inado por acercarse a la capit al y
lent am ent e form aron un cordón de m iseria alrededor de la ciudad, inst alándose de
cualquier m anera, ent re t ablas y pedazos de cart ón, en m edio de la basura y el
abandono. Vagaban por las calles pidiendo una oport unidad para t rabaj ar, pero no
había t rabaj o para t odos y poco a poco los rudos obreros, adelgazados por el ham bre,
encogidos por el frío, harapient os, desolados, dej aron de pedir t rabaj o y pidieron
sim plem ent e una lim osna. Se llenó de m endigos. Y después de ladrones. Nunca se
habían vist o heladas m ás t erribles que las de ese año. Hubo nieve en la capit al, un
espect áculo inusit ado que se m ant uvo en prim era plana de los periódicos, celebrado
com o una not icia fest iva, m ient ras en las poblaciones m arginales am anecían los niños
azules, congelados. Tam poco alcanzaba la caridad para t ant os desam parados.

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Ese fue el año del t ifus exant em át ico. Com enzó com o ot ra calam idad de los pobres y
pront o adquirió caract eríst icas de cast igo divino. Nació en los barrios de los indigent es,
por culpa del invierno, de la desnut rición, del agua sucia de las acequias. Se j unt ó con
la cesant ía y se repart ió por t odas part es. Los hospit ales no daban abast o. Los
enferm os deam bulaban por las calles con los oj os perdidos, se sacaban los pioj os y se
los t iraban a la gent e sana. Se regó la plaga, ent ró a t odos los hogares, infect ó los
colegios y las fábricas, nadie podía sent irse seguro. Todos vivían con m iedo,
escrut ando los signos que anunciaban la t errible enferm edad. Los cont agiados
em pezaban a t irit ar con un frío de lápida en los huesos y a poco eran presas del
est upor. Se quedaban com o im béciles, consum iéndose en la fiebre, llenos de m anchas,
cagando sangre, con delirios de fuego y de naufragio, cayéndose al suelo, los huesos
de lana, las piernas de t rapo y un gust o de bilis en la boca, el cuerpo en carne viva,
una púst ula roj a al lado de ot ra azul y ot ra am arilla y ot ra negra, vom it ando hast a las
t ripas y clam ando a Dios que se apiade y que los dej e m orir de una vez, que no
aguant an m ás, que la cabeza les revient a y el alm a se les va en m ierda y espant o.
Est eban propuso llevar a t oda la fam ilia al cam po, para preservarla del cont agio,
pero Clara no quiso oír hablar del asunt o. Est aba m uy ocupada socorriendo a los
pobres en una t area que no t enía principio ni fin. Salía m uy t em prano y a veces
llegaba cerca de la m edianoche. Vació los arm arios de la casa, quit ó la ropa a los
niños, las frazadas de las cam as, las chaquet as a su m arido. Sacaba la com ida de la
despensa y est ableció un sist em a de envíos con Pedro Segundo García, quien m andaba
desde Las Tres Marías quesos, huevos, cecinas, frut as, gallinas, que ella dist ribuía
ent re sus necesit ados. Adelgazó y se veía dem acrada. En las noches volvió a cam inar
sonám bula.
La ausencia de Férula se sint ió com o un cat aclism o en la casa y hast a la Nana, que
siem pre había deseado que ese m om ent o llegara algún día, se conm ovió. Cuando
com enzó la prim avera y Clara pudo descansar un poco, aum ent ó su t endencia a evadir
la realidad y perderse en el ensueño. Aunque ya no cont aba con la im pecable
organización de su cuñada para baraj ar el caos de la gran casa de la esquina, se
despreocupó de las cosas dom ést icas. Delegó t odo en m anos de la Nana y de los ot ros
em pleados y se sum ió en el m undo de los aparecidos y de los experim ent os psíquicos.
Los cuadernos de anot ar la vida se em brollaron, su caligrafía perdió la elegancia de
convent o, que siem pre t uvo, y degeneró en unos t razos despachurrados que a veces
eran t an m inúsculos que no se podían leer y ot ras t an grandes que t res palabras
llenaban la página.
En los años siguient es se j unt ó alrededor de Clara y las t res herm anas Mora un
grupo de est udiosos de Gourdieff, de rosacruces, de espirit ist as y de bohem ios
t rasnochados que hacían t res com idas diarias en la casa y que alt ernaban su t iem po
ent re consult as perent orias a los espírit us de la m esa de t res pat as y la lect ura de los
versos del últ im o poet a ilum inado que at errizaba en el regazo de Clara. Est eban
perm it ía esa invasión de est rafalarios; porque hacía m ucho t iem po que se dio cuent a
que era inút il int erferir en la vida de su m uj er. Decidió que por lo m enos los niños
varones debían est ar al m argen de la m agia, de m odo que Jaim e y Nicolás fueron
int ernos a un colegio inglés vict oriano, donde cualquier pret ext o era bueno para
baj arles los pant alones y darles varillazos por el t rasero, especialm ent e a Jaim e, que
se burlaba de la fam ilia real brit ánica y a los doce años est aba int eresado en leer a
Marx, un j udío que provocaba revoluciones en t odo el m undo. Nicolás heredó el
espírit u avent urero del t ío abuelo Marcos y la propensión de fabricar horóscopos y
descifrar el fut uro de su m adre, pero eso no const it uía un delit o grave en la rígida
form ación del colegio, sino sólo una excent ricidad, así es que el j oven fue m ucho
m enos cast igado que su herm ano.
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La casa de l os espí r i tus
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El caso de Blanca era diferent e, porque su padre no int ervenía en su educación.


Consideraba que su dest ino era casarse y brillar en sociedad, donde la facult ad de
com unicarse con los m uert os, si se m ant enía en un t ono frívolo, podría ser una
at racción. Sost enía que la m agia, com o la religión y la cocina, era un asunt o
propiam ent e fem enino y t al vez por eso era capaz de sent ir sim pat ía por las t res
herm anas Mora, en cam bio det est aba a los espirit uados de sexo m asculino casi t ant o
com o a los curas. Por su part e, Clara andaba para t odos lados con su hij a pegada a sus
faldas, la incit aba a las sesiones de los viernes y la crió en est recha fam iliaridad con las
ánim as, con los m iem bros de las sociedades secret as y con los art ist as m isérrim os a
quienes hacía de m ecenas. I gual corno ella lo había hecho con su m adre en t iem pos de
la m udez, llevaba ahora a Blanca a ver a los pobres, cargada de regalos y consuelos.
- Est o sirve para t ranquilizarnos la conciencia, hij a- explicaba a Blanca- . Pero no
ayuda a los pobres. No necesit an caridad, sino j ust icia.
Era en ese punt o donde t enía las peores discusiones con Est eban, que t enía ot ra
opinión al respect o.
- ¡Just icia! ¿Es j ust o que t odos t engan lo m ism o? ¿Los floj os lo m ism o que los
t rabaj adores? ¿Los t ont os lo m ism o que los int eligent es? ¡Eso no pasa ni con los
anim ales! No es cuest ión de ricos y pobres, sino de fuert es y débiles. Est oy de acuerdo
en que t odos debem os t ener las m ism as oport unidades, pero esa gent e no hace
ningún esfuerzo. ¡Es m uy fácil est irar la m ano y pedir lim osna! Yo creo en el esfuerzo y
en la recom pensa. Gracias a esa filosofía he llegado a t ener lo que t engo. Nunca he
pedido un favor a nadie y no he com et ido ninguna deshonest idad, lo que prueba que
cualquiera puede hacerlo. Yo est aba dest inado a ser un pobre infeliz escribient e de
not aría. Por eso no acept aré ideas bolcheviques en m i casa. ¡Vayan a hacer caridad en
los convent illos, si quieren! Eso est á m uy bien: es bueno para la form ación de las
señorit as. ¡Pero no m e vengan con las m ism as est upideces de Pedro Tercero García,
porque no lo voy a aguant ar!
Era verdad, Pedro Tercero García est aba hablando de j ust icia en Las Tres Marías.
Era el único que se at revía a desafiar al pat rón, a pesar de las zurras que le había dado
su padre, Pedro Segundo García, cada vez que lo sorprendía. Desde m uy j oven el
m uchacho hacía viaj es sin perm iso al pueblo para conseguir libros prest ados, leer los
periódicos y conversar con el m aest ro de la escuela, un com unist a ardient e a quien
años m ás t arde lo m at arían de un balazo ent re los oj os. Tam bién se escapaba en las
noches al bar de San Lucas donde se reunía con unos sindicalist as que t enían la m anía
de com poner el m undo ent re sorbo y sorbo de cerveza, o con el gigant esco y m agnífico
padre José Dulce María, un sacerdot e español con la cabeza llena de ideas
revolucionarias que le valieron ser relegado por la Com pañía de Jesús a aquel perdido
rincón del m undo, pero ni por eso renunció a t ransform ar las parábolas bíblicas en
panflet os socialist as. El día que Est eban Trueba descubrió que el hij o de su
adm inist rador est aba int roduciendo lit erat ura subversiva ent re sus inquilinos, lo llam ó
a su despacho y delant e de su padre le dio una t unda de azot es con su fust a de cuero
de culebra.
- ¡Ést e es el prim er aviso, m ocoso de m ierda! - le dij o sin levant ar la voz y m irándolo
con oj os de fuego- . La próxim a vez que t e encuent re m olest ándom e a la gent e, t e
m et o preso. En m i propiedad no quiero revolt osos, porque aquí m ando yo y t engo
derecho a rodearm e de la gent e que m e gust a. Tú no m e gust as, así es que ya sabes.
Te aguant o por t u padre, que m e ha servido lealm ent e durant e m uchos años, pero
anda con cuidado, porque puedes acabar m uy m al. ¡Ret írat e!
Pedro Tercero García era parecido a su padre, m oreno, de facciones duras,
esculpidas en piedra, con grandes oj os t rist es, pelo negro y t ieso cort ado com o un
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cepillo. Tenía sólo dos am ores, su padre y la hij a del pat rón, a quien am ó desde el día
en que durm ieron desnudos debaj o de la m esa del com edor, en su t ierna infancia. Y
Blanca no se libró de la m ism a fat alidad. Cada vez que iba de vacaciones al cam po y
llegaba a Las Tres Marías en m edio de la polvareda provocada por los coches cargados
con el t um ult oso equipaj e, sent ía el corazón bat iéndole com o un t am bor africano de
im paciencia y de ansiedad. Ella era la prim era en salt ar del vehículo y echar a correr
hacia la casa, y siem pre encont raba a Pedro Tercero García en el m ism o sit io donde se
vieron por prim era vez, de pie en el um bral, m edio ocult o por la som bra de la puert a,
t ím ido y hosco, con sus pant alones raídos, descalzo, sus oj os de viej o escrut ando el
cam ino para verla llegar. Los dos corrían, se abrazaban, se besaban, se reían, se
daban t rom padas cariñosas y rodaban por el suelo t irándose de los pelos y grit ando de
alegría.
- ¡Párat e, chiquilla! ¡Dej a a ese rot oso! - chillaba la Nana procurando separarlos.
- Déj alos, Nana, son niños y se quieren - decía Clara, que sabía m ás.
Los niños escapaban corriendo, iban a esconderse para cont arse t odo lo que habían
acum ulado durant e esos m eses de separación. Pedro le ent regaba, avergonzado, unos
anim alit os t allados que había hecho para ella en t rozos de m adera y a cam bio Blanca
le daba los regalos que había j unt ado para él: un cort aplum as que se abría com o una
flor, un pequeño im án que at raía por obra de m agia los clavos roñosos del suelo. El
verano que ella llegó con part e del cont enido del baúl de los libros m ágicos del t ío
Marcos, t enía alrededor de diez años y t odavía Pedro Tercero leía con dificult ad, pero la
curiosidad y el anhelo consiguieron lo que no había podido obt ener la m aest ra a
varillazos. Pasaron el verano leyendo acost ados ent re las cañas del río, ent re los pinos
del bosque, ent re las espigas de los t rigales, discut iendo las virt udes de Sandokan y
Robin Hood, la m ala suert e del Pirat a Negro, las hist orias verídicas y edificant es del
Tesoro de la j uvent ud, el m alicioso significado de las palabras prohibidas en el
diccionario de la Real Academ ia de la Lengua Española, el sist em a cardiovascular en
lám inas, donde podían ver a un t ipo sin pellej o, con t odas sus venas y el corazón
expuest os a la vist a, pero con calzones. En pocas sem anas el niño aprendió a leer con
voracidad. Ent raron en el m undo ancho y profundo de las hist orias im posibles, los
duendes, las hadas, los náufragos que se com en unos a ot ros después de echarlo a la
suert e, los t igres que se dej an am aest rar por am or, los invent os fascinant es, las
curiosidades geográficas y zoológicas, los países orient ales donde hay genios en las
bot ellas, dragones en las cuevas y princesas prisioneras en las t orres. A m enudo iban a
visit ar a Pedro García, el viej o, a quien el t iem po había gast ado los sent idos. Se fue
quedando ciego paulat inam ent e, una película celest e le cubría las pupilas, «son las
nubes, que m e est án ent rando por la vist a», decía. Agradecía m ucho las visit as de
Blanca y Pedro Tercero, que era su niet o, pero él ya lo había olvidado. Escuchaba los
cuent os que ellos seleccionaban de los libros m ágicos y que t enían que grit arle al oído,
porque t am bién decía que el vient o le est aba ent rando por las orej as y por eso est aba
sordo. A cam bio, les enseñaba a inm unizarse cont ra las picadas de bichos m alignos y
les dem ost raba la eficacia de su ant ídot o, poniéndose un alacrán vivo en el brazo. Les
enseñaba a buscar agua. Había que suj et ar un palo seco con las dos m anos y cam inar
t ocando el suelo, en silencio, pensando en el agua y la sed que t iene el palo, hast a que
de pront o, al sent ir la hum edad, el palo com enzaba a t em blar. Allí había que cavar, les
decía el viej o, pero aclaraba que ése no era el sist em a que él em pleaba para ubicar los
pozos en el suelo de Las Tres Marías, porque él no necesit aba el palo. Sus huesos
t enían t ant a sed, que al pasar por el agua subt erránea, aunque fuera profunda, su
esquelet o se lo advert ía. Les m ost raba las yerbas del cam po y los hacía olerlas,
gust arlas, acariciarlas, para conocer su perfum e nat ural, su sabor y su t ext ura y así
poder ident ificar a cada una según sus propiedades curat ivas: calm ar la m ent e,
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expulsar los influj os diabólicos, pulir los oj os, fort ificar el vient re, est im ular la sangre.
En ese t erreno su sabiduría era t an grande, que el m édico del hospit al de las m onj as
iba a visit arlo para pedirle consej o. Sin em bargo, t oda su sabiduría no pudo curar la
lipiria calam bre de su hij a Pancha, que la despachó al ot ro m undo. Le dio de com er
boñiga de vaca y com o eso no result ó, le dio bost a de caballo, la envolvió en m ant as y
la hizo sudar el m al hast a que la dej ó en los huesos, le dio fricciones de aguardient e
con pólvora por t odo el cuerpo, pero fue inút il; Pancha se fue en una diarrea
int erm inable que le est ruj ó las carnes y la hizo padecer una sed insaciable. Vencido,
Pedro García pidió perm iso al pat rón para llevarla al pueblo en una carret a. Los dos
niños lo acom pañaron. El m édico del hospit al de las m onj as exam inó cuidadosam ent e
a Pancha y dij o al viej o que est aba perdida, que si se la hubiera llevado ant es y no le
hubiera provocado esa sudadera, habría podido hacer algo por ella, pero que ya su
cuerpo no podía ret ener ningún líquido y era igual que una plant a con las raíces secas.
Pedro García se ofendió y siguió negando su fracaso aun cuando regresó con el
cadáver dé su hij a envuelt o en una m ant a, acom pañado por los dos niños asust ados, y
lo desem barcó en el pat io de Las Tres Marías refunfuñando cont ra la ignorancia del
doct or. La ent erraron en un sit io privilegiado en el pequeño cem ent erio j unt o a la
iglesia abandonada, al pie del volcán, porque ella había sido, en ciert a form a, m uj er
del pat rón, pues le había dado el único hij o que llevó su nom bre, aunque nunca llevó
su apellido, y un niet o, el ext raño Est eban García, que est aba dest inado a cum plir un
t errible papel en la hist oria de la fam ilia.
Un día el viej o Pedro García les cont ó a Blanca y a Pedro Tercero el cuent o de las
gallinas que se pusieron de acuerdo para enfrent ar a un zorro que se m et ía t odas las
noches en el gallinero para robar los huevos y devorarse los pollit os. Las gallinas
decidieron que ya est aban hart as de aguant ar la prepot encia del zorro, lo esperaron
organizadas y cuando ent ró al gallinero, le cerraron el paso, lo rodearon y se le fueron
encim a a picot azos hast a que lo dej aron m ás m uert o que vivo.
- Y ent onces se vio que el zorro escapaba con la cola ent re las piernas, perseguido
por las gallinas - t erm inó el viej o.
Blanca se rió con la hist oria y dij o que eso era im posible, porque las gallinas nacen
est úpidas y débiles y los zorros nacen ast ut os y fuert es, pero Pedro Tercero no se rió.
Se quedó t oda la t arde pensat ivo, rum iando el cuent o del zorro y las gallinas, y t al vez
ése fue el inst ant e en que el niño com enzó a hacerse hom bre.

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Los amantes
Capítulo V

La infancia de Blanca t ranscurrió sin grandes sobresalt os, alt ernando aquellos
calient es veranos en Las Tres Marías, donde descubría la fuerza de un sent im ient o que
crecía con ella, y la rut ina de la capit al, sim ilar a la de ot ras niñas de su edad y su
m edio, a pesar de que la presencia de Clara ponía una not a ext ravagant e en su vida.
Todas las m añanas aparecía la Nana con el desayuno a sacudirle la m odorra y vigilarle
el uniform e, est irarle los calcet ines, ponerle el som brero, los guant es y el pañuelo,
ordenar los libros en el bolsón, m ient ras int ercalaba oraciones m urm uradas por el alm a
de los m uert os, con recom endaciones en voz alt a para que Blanca no se dej ara
em baucar por las m onj as.
- Esas m uj eres son t odas unas depravadas - le advert ía- que eligen a las alum nas
m ás bonit as, m ás int eligent es y de buena fam ilia, para m et erlas al convent o, afeit an la
cabeza a las novicias, pobrecit as, y las dest inan a perder su vida haciendo t ort as para
vender y cuidando viej it os aj enos.
El chofer llevaba a la niña al colegio, donde la prim era act ividad del día era la m isa y
la com unión obligat oria. Arrodillada en su banco, Blanca aspiraba el int enso olor del
incienso y las azucenas de María, y padecía el suplicio com binado de las náuseas, la
culpa y el aburrim ient o. Era lo único que no le gust aba del colegio. Am aba los alt os
corredores de piedra, la lim pieza inm aculada de los pisos de m árm ol, los blancos
m uros desnudos, el Crist o de fierro que vigilaba la ent rada. Era una criat ura rom ánt ica
y sent im ent al, con t endencia a la soledad, de pocas am igas, capaz de em ocionarse
hast a las lágrim as cuando florecían las rosas en el j ardín, cuando aspiraba el t enue
olor a t rapo y j abón de las m onj as que se inclinaban sobre sus t areas, cuando se
quedaba rezagada para sent ir el silencio t rist e de las aulas vacías. Pasaba por t ím ida y
m elancólica. Sólo en el cam po, con la piel dorada por el sol y la barriga llena de frut a
t ibia, corriendocon Pedro Tercero por los pot reros, era risueña y alegre. Su m adre
decía que ésa era la verdadera Blanca y que la ot ra, la de la ciudad, era una Blanca en
hibernación.
Debido a la agit ación const ant e que reinaba en la gran casa de la esquina, nadie,
except o la Nana, se dio cuent a de que Blanca est aba convirt iéndose en una m uj er.
Ent ró en la adolescencia de golpe. Había heredado de los Trueba la sangre española y
árabe, el port e señorial, el rict us soberbio, la piel aceit unada y los oj os oscuros de sus
genes m edit erráneos, pero t eñidos por la herencia de la m adre, de quien sacó la
dulzura que ningún Trucha t uvo j am ás. Era una criat ura t ranquila que se ent ret enía
sola, est udiaba, j ugaba con sus m uñecas y no m anifest aba la m enor inclinación nat ural
por el espirit ism o de su m adre o por las rabiet as de su padre. La fam ilia decía en t ono
de chanza que ella era la única persona norm al en varias generaciones y, en verdad,
parecía ser un prodigio de equilibrio y serenidad. Alrededor de los t rece años com enzó
a desarrollársele el pecho, afinársele la cint ura, adelgazó y est iró com o una plant a
abonada. La Nana le recogió el pelo en un m oño, la acom pañó a com prar su prim er
corpiño, su prim er par de m edias de seda, su prim er vest ido de m uj er y una colección
de t oallas enanas para lo que ella llam aba la dem ost ración. Ent ret ant o su m adre
seguía haciendo bailar las sillas por t oda la casa, t ocando Chopin con el piano cerrado
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

y declam ando los bellísim os versos sin rim a, argum ent o ni lógica, de un poet a j oven
que había acogido en la casa, de quien se com enzaba a hablar por t odas part es, sin
ent erarse de los cam bios que se producían en su hij a, sin ver el uniform e del colegio
con las cost uras revent adas, ni darse cuent a que la cara de frut a se le había sut ilm ent e
t ransform ado en un rost ro de m uj er, porque Clara vivía t nás at ent a del aura y los
fluidos, que de los kilos o los cent ím et ros. Un día la vio ent rar al cost urero con su
vest ido de salir y se ext rañó de que aquella señorit a alt a y m orena fuera su pequeña
Blanca. La abrazó, la llenó de besos y le. advirt ió que pront o t endría la m enst ruación.
- Siént ese y le explico lo que es eso - dij o Clara.
- No se m olest e, m am á, ya va a hacer un año que m e viene t odos los m eses - se rió
Blanca.
La relación de am bas no sufrió grandes cam bios con el desarrollo de la m uchacha,
porque est aba basada en los sólidos principios de la t ot al acept ación m ut ua y la
capacidad para burlarse j unt as de casi t odas las cosas de la vida.
Ese año el verano se anunció t em prano con un calor seco y bochornoso que cubrió
la ciudad con una reverberación de m al sueño, por eso adelant aron en un par de
sem anas el viaj e a Las Tres Marías. Com o t odos los años, Blanca esperó ansiosam ent e
el m om ent o de ver a Pedro Tercero y com o t odos los años, al baj arse del coche lo
prim ero que hizo fue buscarlo con la vist a en el lugar de siem pre. Descubrió su som bra
escondida en el um bral de la puert a y salt ó del vehículo, precipit ándose a su encuent ro
con el ansia de t ant os m eses de soñar con él, pero vio, sorprendida, que el niño daba
m edia vuelt a y escapaba.
Blanca anduvo t oda la t arde recorriendo los lugares donde se reunían, pregunt ó por
él, lo llam ó a grit os, lo buscó en la casa de Pedro García, el viej o, y; por últ im o, al caer
la noche se acost ó vencida, sin com er. En su enorm e cam a de bronce, dolida v
ext rañada, hundió la cara en la alm ohada y lloró con desconsuelo. La Nana le llevó un
vaso de leche con m iel y adivinó al inst ant e la causa de su congoj a.
- ¡Me alegro! - dij o con una sonrisa t orcida- . ¡Ya no t ienes edad para j ugar con ese
m ocoso pulguient o!
Media hora m ás t arde ent ró su m adre a besarla v la encont ró sollozando los últ im os
est ert ores de un llant o m elodram át ico. Por un inst ant e Clara dej ó de ser un ángel
dist raído y se colocó a la alt ura de los sim ples m ort ales que a los cat orce años sufren
su prim era pena de am or. Quiso indagar, pero Blanca era m uy orgullosa o dem asiado
m uj er ya y no le dio explicaciones, de m odo que Clara se lim it ó a sent arse un rat o en
la cam a y acariciarla hast a que se calm ó.
Esa noche Blanca durm ió m al y despert ó al am anecer, rodeada por las som bras de
la am plia habit ación. Se quedó m irando el art esonado del t echo hast a que escuchó el
cant o del gallo Y ent onces se levant ó, abrió las cort inas y dej ó que ent rara la suave luz
del alba v los prim eros ruidos del m undo. Se acercó al espej o del arm ar¡o y se m iró
det enidam ent e. Se quit ó la cam isa y observó su cuerpo por prim era vez en det alle,
com prendiendo que t odos esos cam bios eran la causa de que su am igo hubiera huido.
Sonrió con urna nuera v delicada sonrisa de m uj er. Se puso la ropa viej a del verano
pasado, que casi no le cruzaba, se arropó con una m ant a y salió de punt illas para no
despert ar a la fam ilia. Afuera el cam po se sacudía la m odorra de la noche y los
prim eros rayos del sol cruzaban cono sablazos los picos de la cordillera, calent ando la
t ierra y evaporando el rocío en una fina espum a blanca que borraba los cont ornos de
las cosas y convert ía el paisaj e en una visión de ensueño. Blanca echó a andar en
dirección al río. Todo est aba t odavía en calm a, sus pisadas aplast aban las hoj as caídas
y las ram as secas, produciendo un leve crepit ar, único sonido en aquel vast o espacio

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

dorm ido. Sint ió que las alam edas im precisas, los t rigales dorados y los lej anos cerros
m orados perdiéndose en el cielo t ranslúcido de la m añana, eran un recuerdo ant iguo
en su m em oria, algo que había vist o ant es exact am ent e así y que ese inst ant e ya lo
había vivido. La finísim a llovizna de la noche había em papado la t ierra y los árboles,
sint ió la ropa ligeram ent e húm eda y los zapat os fríos. Respiró el perfum e de la t ierra
m oj ada, de las hoj as podridas, del hum us, que despert aba un placer desconocido en
sus sent idos.
Blanca llegó hast a el río y vio a su am igo de la infancia sent ado en el sit io donde
t ant as veces se habían dado cit a. En ese año, Pedro Tercero no había crecido com o
ella, sino que seguía siendo el m ism o niño delgado, panzudo y m oreno, con una sabia
expresión de anciano en sus oj os negros. Al verla, se puso de pie y ella calculó que
m edía m edia cabeza m ás que él. Se m iraron desconcert ados, sint iendo por prim era
vez que eran casi dos ext raños. Por un t iem po que pareció infinit o, se quedaron
inm óviles, acost um brándose a los cam bios y a las nuevas dist ancias, pero ent onces
t rinó un gorrión y t odo volvió a ser com o el verano ant erior. Volvieron a ser dos niños
que corren, se abrazan y ríen, caen al suelo, se revuelcan, se est rellan cont ra los
guij arros m urm urando sus nom bres incansablem ent e, dichosos de est ar j unt os una vez
m ás. Por fin se calm aron. Ella t enía el pelo lleno de hoj as secas, que él quit ó una por
una.
- Ven, quiero m ost rart e algo - dij o Pedro Tercero.
La llevó de la m ano. Cam inaron, saboreando aquel am anecer del m undo,
arrast rando los pies en el barro, recogiendo t allos t iernos para chuparles la savia
m irándose y sonriendo, sin hablar, hast a que llegaron a un pot rero lej ano. El sol
aparecía por encim a del volcán, pero el día aún no t erm inaba de inst alarse y la t ierra
bost ezaba. Pedro le indicó que se t irara al suelo y guardara silencio. Rept aron
acercándose a unos m at orrales, dieron un cort o rodeo y ent onces Blanca la vio. Era
una herm osa yegua baya, dando a luz, sola en la colina. Los niños inm óviles,
procurando que no se oyera ni su respiración, la vieron j adear y esforzarse hast a que
apareció la cabeza del pot rillo y luego, después de un largo t iem po, el rest o del cuerpo.
El anim alit o cayó a t ierra y la m adre com enzó a lam erlo, dej ándolo lim pio y brillant e
com o m adera encerada, anim ándolo con el hocico para que int ent ara pararse. El
pot rillo t rat ó de ponerse en pie, pero se le doblaban sus frágiles pat as de recién nacido
y se quedó echado, m irando a su m adre con aire desvalido, m ient ras ella relinchaba
saludando al sol de la m añana. Blanca sint ió la felicidad est allando en su pecho y
brot ando en lágrim as de sus oj os.
- Cuando sea grande, m e voy a casar cont igo y vam os a vivir aquí, en Las Tres
Marías - dij o en un susurro.
Pedro se la quedó m irando con expresión de viej o t rist e y negó con la cabeza. Era
t odavía m ucho m ás niño que ella, pero ya conocía su lugar en el m undo. Tam bién
sabía que am aría a aquella niña durant e t oda su exist encia, que ese am anecer
perduraría en su recuerdo y que sería lo últ im o que vería en el m om ent o de m orir.
Ese verano lo pasaron oscilando ent re la infancia, que aún los ret enía, y el despert ar
del hom bre y de la m uj er. Por m om ent os corrían com o criat uras, soliviant ando gallinas
y alborot ando vacas, se hart aban de leche t ibia recién ordeñada y les quedaban
bigot es de espum a, se robaban el pan salido del horno, t repaban a los árboles para
const ruir casit as arbóreas. Ot ras veces se escondían en los lugares m ás secret os y
t upidos del bosque, hacían lechos de hoj a y j ugaban a que est aban casados,
acariciándose hast a la ext enuación. No habían perdido la inocencia para quit arse la
ropa sin curiosidad y bañarse desnudos en el río, com o lo habían hecho siem pre,
zam bulléndose en el agua fría y dej ando que la corrient e los arrast rara sobre las
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La casa de l os espí r i tus
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piedras lust rosas del fondo. Pero había cosas que ya no com part ían com o ant es.
Aprendieron a t enerse vergüenza. Ya no com pet ían para ver quién era capaz de hacer
el charco m ás grande de orina y Blanca no le habló de aquella m at eria oscura que le
m anchaba los calzones una vez al m es. Sin que nadie se lo dij era, se dieron cuent a de
que no podían t ener fam iliaridades delant e de los dem ás. Cuando Blanca se ponía su
ropa de señorit a y se sent aba en las t ardes en la t erraza a beber lim onada con su
fam ilia, Pedro Tercero la observaba de lej os, sin acercarse. Com enzaron a ocult arse
para sus j uegos. Dej aron de andar t om ados de la m ano a la vist a de los adult os y se
ignoraban para no at raer su at ención. La Nana respiró m ás t ranquila, pero Clara
em pezó a observarlos m ás cuidadosam ent e.
Term inaron las vacaciones y los Trueba regresaron a la capit al cargados de frascos
de dulces, com pot as, caj ones de frut a, quesos, gallinas y conej os en escabeche, cest os
con huevos. Mient ras acom odaban t odo en los coches que los llevarían al t ren, Blanca
y Pedro Tercero se escondieron en el granero para despedirse. En esos t res m eses
habían llegado a am arse con aquella pasión arrebat ada que los t rast ornó durant e el
rest o de sus vidas. Con el t iem po ese am or se hizo m ás invulnerable y persist ent e,
pero ya ent onces t enía la m ism a profundidad y cert eza que lo caract erizó después.
Sobre una pila de grano, aspirando el arom át ico polvillo del granero en la luz dorada y
difusa de la m añana que se colaba ent re las t ablas, se besaron por t odos lados, se
lam ieron, se m ordieron, se chuparon, sollozaron y bebieron las lágrim as de los dos, se
j uraron et ernidad y se pusieron de acuerdo en un código secret o que les serviría para
com unicarse durant e los m eses de separación.

Todos los que vivieron aquel m om ent o, coinciden en que eran alrededor de las ocho
de la noche cuando apareció Férula, sin que nada presagiara su llegada. Todos
pudieron verla con su blusa alm idonada, su m anoj o de llaves en la cint ura y su m oño
de solt erona, t al com o la habían vist o siem pre en la casa. Ent ró por la puert a del
com edor en el m om ent o en que Est eban com enzaba a t rinchar el asado y la
reconocieron inm ediat am ent e, a pesar de que hacía seis años que no la veían y est aba
m uy pálida y m ucho m ás anciana. Era un sábado y los m ellizos, Jaim e y Nicolás,
habían salido del int ernado a pasar el fin de sem ana con su fam ilia, de m odo que
t am bién est aban allí. Su t est im onio es m uy im port ant e, porque eran los únicos
m iem bros de la fam ilia que vivían alej ados por com plet o de la m esa de t res pat as,
preservados de la m agia y el espirit ism o por su rígido colegio inglés. Prim ero sint ieron
un frío súbit o en el com edor y Clara ordenó que cerraran las vent anas, porque pensó
que era una corrient e de aire. Luego oyeron el t int ineo de las llaves y casi enseguida
se abrió la puert a y apareció Férula, silenciosa y con una expresión lej ana, en el m ism o
inst ant e en que ent raba la Nana por la puert a de la cocina, con la fuent e de la
ensalada. Est eban Trueba se quedó con el cuchillo y el t enedor de t rinchar en el aire,
paralizado por la sorpresa, y los t res niños grit aron ¡t ía Férula! casi al unísono. Blanca
alcanzó a pararse para ir a su encuent ro, pero Clara, que se sent aba a su lado, est iró
la m ano y la suj et ó de un brazo. En realidad Clara fue la única que se dio cuent a a la
prim era m irada de lo que est aba ocurriendo, debido a su larga fam iliaridad con los
asunt os sobrenat urales, a pesar de que nada en el aspect o de su cuñada delat aba su
verdadero est ado. Férula se det uvo a un m et ro de la m esa, los m iró a t odos con oj os
vacíos e indiferent es y luego avanzó hacia Clara, que se puso de pie, pero no hizo
ningún adem án de acercarse, sino que cerró los oj os y com enzó a respirar
agit adam ent e, com o si est uviera incubando uno de sus at aques de asm a. Férula se
acercó a ella, le puso una m ano en cada hom bro y la besó en la frent e con un beso
breve. Lo único que se escuchaba en el com edor era la respiración j adeant e de Clara y
el cam panilleo m et álico de las llaves en la cint ura de Férula. Después de besar a su
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

cuñada, Férula pasó por su lado y salió por donde m ism o había ent rado, cerrando la
puert a a sus espaldas con suavidad. En el com edor quedó la fam ilia inm óvil, com o en
una pesadilla. De pront o la Nana com enzó a t em blar t an fuert e, que se le cayeron los
cucharones de la ensalada y el ruido de la plat a al chocar cont ra el parquet los
sobresalt ó a t odos. Clara abrió los oj os. Seguía respirando con dificult ad y le caían
lágrim as silenciosas por las m ej illas y el cuello, m anchándole la blusa.
- Férula ha m uert o - anunció.
Est eban Trueba solt ó los cubiert os de t rinchar el asado sobre el m ant el y salió
corriendo del com edor. Llegó hast a la calle llam ando a su herm ana, pero no encont ró
ni rast ro de ella. Ent ret ant o Clara ordenó a un sirvient e que fuera a buscar los abrigos
y cuando su esposo regresó, est aba colocándose el suyo y t enía las llaves del
aut om óvil en la m ano.
- Vam os donde el padre Ant onio - le dij o.
Hicieron el cam ino en silencio. Est eban conducía con el corazón oprim ido, buscando
la ant igua parroquia del padre Ant onio en esos barrios de pobres donde hacía m uchos
años que no ponía los pies. El sacerdot e est aba pegando un bot ón a su raída sot ana
cuando llegaron con la not icia de que Férula había m uert o.
- ¡No puede ser! - exclam ó- . Yo est uve con ella hace dos días y est aba en buena
salud y con buen ánim o.
- Llévenos a su casa, padre, por favor - suplicó Clara- . Yo sé por qué se lo digo. Est á
m uert a.
Ant e la insist encia de Clara, el padre Ant onio los acom pañó. Guió a Est eban por
unas calles est rechas hast a el dom icilio de Férula. Durant e esos años de soledad, ella
había vivido en uno de aquellos convent illos donde iba a rezar el rosario cont ra la
volunt ad de los beneficiados en los t iem pos de su j uvent ud. Tuvieron que dej ar el
coche a varias cuadras de dist ancia, porque las calles fueron haciéndose m ás y m ás
est rechas, hast a que com prendieron que est aban hechas para andar sólo a pie o en
biciclet a. Se int ernaron cam inando, evit ando los charcos de agua sucia que desbordaba
de las acequias, sort eando la basura apilada en m ont ones donde los gat os escarbaban
com o som bras sigilosas. El convent illo era un largo pasaj e de casas ruinosas, t odas
iguales, pequeñas y hum ildes viviendas de cem ent o, con una sola puert a y dos
vent anas, pint adas de parduzcos colores, desvencij adas, com idas por la hum edad, con
alam bres t endidos a t ravés del pasaj e, donde en el día se colgaba la ropa al sol, pero a
esa hora de la noche, vacíos, se m ecían im percept iblem ent e. En el cent ro de la
callej uela había un único pilón de agua para abast ecer a t odas las fam ilias que vivían
allí y sólo dos faroles alum braban el corredor ent re las casas. El padre Ant onio saludó a
una viej a que se hallaba j unt o al pilón de agua esperando que se llenara un balde con
el chorro m iserable que salía del grifo.
- ¿Ha vist o a la señorit a Férula? - pregunt ó.
- Debe est ar en su casa, padre. No la he vist o en los últ im os días - dij o la viej a.
El padre Ant onio señaló una de las viviendas, igual a las dem ás, t rist e, descascarada
y sucia, pero la única que t enía dos t arros colgando j unt o a la puert a donde crecían
unas pequeñas m at as de cardenales, la flor del pobre. El sacerdot e golpeó la puert a.
- ¡Ent ren, no m ás! - grit ó la viej a desde el pilón- . La señorit a nunca pone llave en la
puert a. ¡Ahí no hay nada que robar!
Est eban Trueba abrió llam ando a su herm ana, pero no se at revió a ent rar. Clara fue
la prim era en cruzar el um bral. Adent ro est aba oscuro y les salió al encuent ro el
inconfundible arom a de lavanda y de lim ón. El padre Ant onio encendió un fósforo. La
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Isabel Allende

débil llam a abrió un círculo de luz en la penum bra, pero ant es que pudieran avanzar o
darse cuent a de qué los rodeaba, se apagó.
- Esperen aquí - dij o el cura- . Yo conozco la casa.
Avanzó a t ient as y al rat o encendió una vela. Su figura se dest acó grot escam ent e y
vieron su rost ro deform ado por la luz que le daba desde abaj o flot ando a m edia alt ura,
m ient ras su gigant esca som bra bailot eaba cont ra las paredes. Clara describió est a
escena con m inuciosidad en su diario, det allando con cuidado las dos habit aciones
oscuras, cuyos m uros est aban m anchados por la hum edad, el pequeño baño sucio y
sin agua corrient e, la cocina donde sólo quedaban sobras de pan viej o y un t arro con
un poco de t é. El rest o de la vivienda de Férula pareció a Clara congruent e con la
pesadilla que había com enzado cuando su cuñada apareció en el com edor de la gran
casa de la esquina para despedirse. Le dio la im presión de ser la t rast ienda de un
vendedor de ropa usada o las bam balinas de una m ísera com pañía de t eat ro en gira.
De unos clavos en los m uros colgaban t raj es ant icuados, boas de plum as, escuálidos
pedazos de piel, collares de piedras falsas, som breros que habían dej ado de usarse
hacía m edio siglo, enaguas dest eñidas con sus encaj es raídos, vest idos que fueron
ost ent osos y cuyo brillo ya no exist ía, inexplicables chaquet as de alm irant es y casullas
de obispos, t odo revuelt o en una herm andad grot esca, donde anidaba el polvo de
años. Por el suelo había un t rast orno de zapat os de raso, bolsos de debut ant e,
cint urones de bisut ería, suspensores y hast a una flam ant e espada de cadet e m ilit ar.
Vio pelucas t rist es, pot iches con afeit es, frascos vacíos y un descom edim ient o de
art ículos im posibles sem brados por t odos lados.
Una puert a est recha separaba las únicas dos habit aciones. En el ot ro cuart o, yacía
Férula en su cam a. Engalanada com o reina aust ríaca, vest ía un t raj e de t erciopelo
apolillado, enaguas de t afet án am arillo y sobre su cabeza, firm em ent e encasquet ada,
brillaba una increíble peluca rizada de cant ant e de ópera. Nadie est aba con ella, nadie
supo de su agonía y calcularon que hacía m uchas horas que había m uert o, porque los
rat ones com enzaban ya a m ordisquearle los pies y a devorarle los dedos. Est aba
m agnífica en su desolación de reina y t enía en el rost ro la expresión dulce y serena
que nunca t uvo en su exist encia de pesadum bre.
- Le gust aba vest irse con ropa usada que conseguía de segunda m ano o recogía en
los basurales, se pint aba y se ponía esas pelucas, pero nunca le hizo m al a nadie, por
el cont rario, hast a el final de sus días rezaba el rosario para la salvación de los
pecadores - explicó el padre Ant onio.
- Déj em e sola con ella - dij o Clara con firm eza.
Los dos hom bres salieron al pasaj e, donde ya com enzaban a j unt arse los vecinos.
Clara se sacó el abrigo de lana blanca y se subió las m angas, se acercó a su cuñada, le
quit ó con suavidad la peluca y vio que est aba casi calva, anciana y desvalida. La besó
en la frent e t al com o ella la había besado pocas horas ant es en el com edor de su casa
y enseguida procedió, con t oda calm a, a im provisar los rit os de la m uert e. La desnudó,
la lavó, la j abonó m et iculosam ent e sin olvidar ningún resquicio, la friccionó con agua
de colonia, la em polvó, cepilló sus cuat ro pelos am orosam ent e, la vist ió con los m ás
est rafalarios y elegant es andraj os que encont ró, le puso su peluca de soprano,
devolviéndole en la m uert e esos infinit os servicios que le había prest ado Férula en la
vida. Mient ras t rabaj aba, luchando cont ra el asm a, le iba cont ando de Blanca, que ya
era una señorit a, de los m ellizos, de la gran casa de la esquina, del cam po «y si vieras
cóm o t e echam os de m enos, cuñada, la falt a que m e haces para cuidar a esa fam ilia,
ya sabes que yo no sirvo para las t areas de la casa, los m uchachos est án
insoport ables, en cam bio Blanca es una niña adorable, y las hort ensias que t ú
plant ast e con t u propia m ano en Las Tres Marías se han puest o m aravillosas, hay
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algunas azules, porque puse m onedas de cobre en la t ierra de abono, para que
brot aran de ese color, es un secret o de la nat uraleza, y cada vez que las coloco en los
floreros m e acuerdo de t i, pero t am bién m e acuerdo de t i cuando no hay hort ensias,
m e acuerdo siem pre, Férula, porque la verdad es que desde que t e fuist e de m i lado
nunca m ás nadie m e ha dado t ant o am or».
Term inó de acom odarla, se quedó un rat o hablándole y acariciándola y después
llam ó a su m arido y al padre Ant onio, para que se ocuparan del ent ierro. En una caj a
de gallet as encont raron int act os los sobres con el dinero que Est eban había enviado
m ensualm ent e a su herm ana durant e esos años. Clara se los dio al sacerdot e para sus
obras piadosas, segura de que ése era el dest ino que Férula pensaba darles de t odos
m odos.
El cura se quedó con la m uert a para que los rat ones no le falt aran el respet o. Era
cerca de la m edianoche cuando salieron. En la puert a se habían aglom erado los
vecinos del convent illo para com ent ar la not icia. Tuvieron que abrirse paso apart ando a
los curiosos y espant ando a los perros que olisqueaban ent re la gent e. Est eban se alej ó
a grandes zancadas llevando a Clara del brazo casi a rast ras, sin fij arse en el agua
sucia que salpicaba sus im pecables pant alones grises del sast re inglés. Est aba furioso
porque su herm ana, aún después de m uert a, conseguía hacerlo sent irse culpable, igual
com o cuando era un niño. Recordó su infancia, cuando lo rodeaba de sus oscuras
solicit udes, envolviéndolo en deudas de grat it ud t an grandes, que en t odos los días de
su vida no alcanzaría a pagarlas. Volvió a sufrir el sent im ient o de indignidad que a
m enudo lo at orm ent aba en su presencia y a det est ar su espírit u de sacrificio, su
severidad, su vocación de pobreza y su inconm ovible cast idad, que él sent ía com o un
reproche de su nat uraleza egoíst a, sensual y ansiosa de poder. ¡Que t e lleve el diablo,
m aldit a! , m asculló, negándose a adm it ir, ni en lo m ás ínt im o de su corazón, que su
m uj er t am poco llegó a pert enecerle después que él echó a Férula de la casa.
- ; Por qué vivía así, si le sobraba el dinero? - grit ó Est eban.
- Porque le falt aba t odo lo dem ás - replicó Clara dulcem ent e.

Durant e los m eses que est uvieron separados, Blanca y Pedro Tercero
int ercam biaron por correo m isivas inflam adas que él firm aba con nom bre de m uj er y
ella ocult aba apenas llegaban. La Nana logró int ercept ar una o dos, pero no sabía leer
y aunque hubiera sabido, el código secret o le im pedía ent erarse del cont enido,
afort unadam ent e para ella, porque su corazón no lo hubiera resist ido. Blanca pasó el
invierno t ej iendo un chaleco de punt o con lana de Escocia en la clase de labores del
colegio, pensando en las m edidas del m uchacho. En la noche dorm ía abrazada al
chaleco, aspirando el olor de la lana y soñando que era él quien dorm ía en su cam a.
Pedro Tercero, a su vez, pasó el invierno com poniendo canciones en la guit arra para
cant ar a Blanca y t allando su im agen en cuant o t rocit o de m adera caía en sus m anos,
sin poder separar el recuerdo angélico de la m uchacha con aquellas t orm ent as que le
hervían en la sangre, le ablandaban los huesos, le est aban haciendo cam biar la voz y
salir pelos en la cara. Se debat ía inquiet o ent re las exigencias de su cuerpo, que se
est aba t ransform ando en el de un hom bre, y la dulzura de un sent im ient o que t odavía
est aba t eñido por los j uegos inocent es de la infancia. Am bos esperaron la llegada del
verano con una im paciencia dolorosa y finalm ent e, cuando ést e llegó y volvieron a
encont rarse, el chaleco que había t ej ido Blanca no le ent raba a Pedro Tercero por la
cabeza, porque en esos m eses había dej ado at rás la niñez y alcanzado sus
proporciones de hom bre adult o, y las t iernas canciones de flores y am aneceres que él
había com puest o para ella, le sonaron ridículas, porque t enía el port e de una m uj er y
sus urgencias.
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Isabel Allende

Pedro Tercero seguía siendo delgado, con cabello t ieso y los oj os t rist es, pero al
cam biar la voz adquirió una t onalidad ronca y apasionada con la que sería conocido
m ás t arde, cuando cant ara a la revolución. Hablaba poco y era hosco y t orpe en el
t rat o, pero t ierno y delicado con las m anos, t enía largos dedos de art ist a con los que
t allaba, arrancaba lam ent os a las cuerdas de la guit arra y dibuj aba con la m ism a
facilidad con que suj et aba las riendas de un caballo, blandía el hacha para cort ar la
leña o guiaba el arado. Era el único en Las Tres Marías que hacía frent e al pat rón. Su
padre, Pedro Segundo, le dij o m il veces que no m irara al pat rón a los oj os, que no le
cont est ara, que no se m et iera con él y en su deseo de prot egerlo llegó a darle
rot undas palizas para agacharle el m oño. Pero el hij o era rebelde. A los diez años ya
sabía t ant o com o la m aest ra de la escuela de Las Tres Marías y a los doce insist ía en
hacer el viaj e al liceo del pueblo, a caballo o a pie, saliendo de su casit a de ladrillos a
las cinco de la m añana, lloviera o t ronara. Leyó y releyó m il veces los libros m ágicos
de los baúles encant ados del t ío Marcos, y siguió alim ent ándose con ot ros que le
prest aban los sindicalist as del bar y el padre José Dulce María, quien t am bién le
enseñó a cult ivar su habilidad nat ural para versificar y a t raducir en canciones sus
ideas.
- Hij o m ío, la Sant a Madre I glesia est á a la derecha, pero Jesucrist o siem pre est uvo a
la izquierda - le decía enigm át icam ent e, ent re sorbo y sorbo de vino de m isa con que
celebraba las visit as de Pedro Tercero.
Así fue com o un día Est eban Trucha, que est aba descansando en la t erraza después
del alm uerzo, lo escuchó cant ar algo de unas gallinas organizadas que se unían para
enfrent ar al zorro y lo vencían. Lo llam ó.
- Quiero oírt e. ¡Cant a, a ver! - le ordenó.
Pedro Tercero cogió la guit arra con gest o am oroso, acom odó la pierna en una silla y
rasgueó las cuerdas. Se quedó m irando fij am ent e al pat rón m ient ras su voz de
t erciopelo se elevaba apasionada en el sopor de la siest a. Est eban Trueba no era t ont o
y com prendió el desafío.
- ¡Aj á! Veo que la cosa m ás est úpida se puede decir cant ando - gruñó- . ¡Aprende
m ej or a cant ar canciones de am or!
A m í m e gust a, pat rón. La unión hace la fuerza, com o dice el padre José Dulce
María. Si las gallinas pueden hacerle frent e al zorro, ¿qué queda para los hum anos?
Y t om ó su guit arra y salió arrast rando los pies sin que el ot ro discurriera qué decirle,
a pesar de que ya t enía la rabia a flor de labios y em pezaba a subirle la t ensión. Desde
ese día, Est eban Trueba lo t uvo en la m ira, lo observaba, desconfiaba. Trat ó de
im pedir que fuera al liceo invent ándole t areas de hom bre grande, pero el m uchacho se
levant aba m ás t em prano y se acost aba m ás t arde, para cum plirlas. Fue ese año que
Est eban lo azot ó con la fust a delant e de su padre porque llevó a los inquilinos las
novedades que andaban circulando ent re los sindicalist as del pueblo, ideas de dom ingo
de asuet o, de sueldo m ínim o, de j ubilación y servicio m édico, de perm iso m at ernal
para las m uj eres preñadas, de vot ar sin presiones, y, lo m ás grave, la idea de una
organización cam pesina que pudiera enfrent arse a los pat rones.
Ese verano, cuando Blanca fue a pasar las vacaciones a Las Tres Marías, est uvo a
punt o de no reconocerlo, porque m edía quince cent ím et ros m ás y había dej ado m uy
at rás al niño vient rudo que com part ió con ella t odos los veranos de la infancia. Ella se
baj ó del coche, se est iró la falda y por prim era vez no corrió a abrazarlo, sino que le
hizo una inclinación de cabeza a m odo de saludo, aunque con los oj os le dij o lo que los
dem ás no debían escuchar y que, por ot ra part e, ya le había dicho en su im púdica

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

correspondencia en clave. La Nana observó la escena con el rabillo del oj o y sonrió


burlona. Al pasar frent e a Pedro Tercero le hizo una m ueca.
- Aprende, m ocoso, a m et ert e con los de t u clase y no con señorit as - se burló ent re
dient es.
Esa noche Blanca cenó con t oda la fam ilia en el com edor la cazuela de gallina con
que siem pre los recibían en Las Tres Marías, sin que se vislum brara en ella ninguna
ansiedad durant e la prolongada sobrem esa en que su padre bebía coñac y hablaba
sobre vacas im port adas y m inas de oro. Esperó que su m adre diera la señal de
ret irarse, luego se paró calm adam ent e, deseó las buenas noches a cada uno y se fue a
su habit ación. Por prim era vez en su vida, le puso llave a la puert a. Se sent ó en la
cam a sin quit arse la ropa y esperó en la oscuridad hast a que se acallaron las voces de
los m ellizos alborot ando en el cuart o del lado, los pasos de los sirvient es, las puert as,
los cerroj os, y la casa se acom odó, en el sueño. Ent onces abrió la vent ana y salt ó,
cayendo sobre las m at as de hort ensias que m ucho t iem po at rás había plant ado su t ía
Férula. La noche est aba clara, se oían los grillos y los sapos. Respiró profundam ent e y
el aire le llevó el olor dulzón de los duraznos que se secaban en el pat io para las
conservas. Esperó que se acost um braran sus oj os a la oscuridad y luego com enzó a
avanzar, pero no pudo seguir m ás lej os, porque oyó los ladridos furibundos de los
perros guardianes que solt aban en la noche. Eran cuat ro m ast ines que se habían
criado am arrados con cadenas y que pasaban el día encerrados, a quienes ella nunca
había vist o de cerca y sabía que no podrían reconocerla. Por un inst ant e sint ió que el
pánico la hacía perder la cabeza y est uvo a punt o de echarse a grit ar, pero ent onces se
acordó que Pedro García, el viej o, le había dicho que los ladrones andan desnudos,
para que no los at aquen los perros. Sin vacilar se despoj ó de su ropa con t oda la
rapidez que le perm it ieron sus nervios, se la puso baj o el brazo y siguió cam inando con
paso t ranquilo, rezando para que las best ias no le olieran el m iedo. Los vio abalanzarse
ladrando y siguió adelant e sin perder el rit m o de la m archa. Los perros se
aproxim aron, gruñendo desconcert ados, pero ella no se det uvo. Uno, m ás audaz que
los ot ros, se acercó a olerla. Recibió el vaho t ibio de su alient o en la m it ad de la
espalda, pero no le hizo caso. Siguieron gruñendo y ladrando por un t iem po, la
acom pañaron un t recho y, por últ im o, fast idiados, dieron m edia vuelt a. Blanca suspiró
aliviada y se dio cuent a que est aba t em blando y cubiert a de sudor, t uvo que apoyarse
en un árbol y esperar hast a que pasara la fat iga que había puest o sus rodillas de lana.
Después se vist ió a t oda prisa y echó a correr en dirección al río.
Pedro Tercero la esperaba en el m ism o sit io donde se habían j unt ado el verano
ant erior y donde m uchos años ant es Est eban Trueba se había apoderado de la hum ilde
virginidad de Pancha García. Al ver al m uchacho, Blanca enroj eció violent am ent e.
Durant e los m eses que habían est ado separados, él se curt ió en el duro oficio de
hacerse hom bre y ella, en cam bio, est uvo recluida ent re las paredes de su hogar y del
colegio de m onj as, preservada del roce de la vida, alim ent ando sueños rom ánt icos con
palillos de t ej er y lana de Escocia, pero la im agen de sus sueños no coincidía con ese
j oven alt o que se acercaba m urm urando su nom bre. Pedro Tercero est iró la m ano y le
t ocó el cuello a la alt ura de la orej a. Blanca sint ió algo calient e que le recorría los
huesos y le ablandaba las piernas, cerró los oj os y se abandonó. La at raj o con
suavidad y la rodeó con sus brazos, ella hundió la nariz en el pecho de ese hom bre que
no conocía, t an diferent e al niño flaco con quien se acariciaba hast a la ext enuación
pocos m eses ant es. Aspiró su nuevo olor, se frot ó cont ra su piel áspera, palpó ese
cuerpo enj ut o y fuert e y sint ió una grandiosa y com plet a paz que en nada se parecía a
la agit ación que se había apoderado de él. Se buscaron con las lenguas, com o lo
hacían ant es, aunque parecía una caricia recién invent ada, cayeron hincados
besándose con desesperación y luego rodaron sobre el blando lecho de t ierra húm eda.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Se descubrían por vez prim era y no t enían nada que decirse. La luna recorrió t odo el
horizont e, pero ellos no la vieron, porque est aban ocupados en explorar su m ás
profunda int im idad, m et iéndose cada uno en el pellej o del ot ro, insaciablem ent e.
A part ir de esa noche, Blanca y Pedro Tercero se encont raban siem pre en el m ism o
lugar a la m ism a hora. En el día ella bordaba, leía y pint aba insípidas acuarelas en los
alrededores de la casa, ant e la m irada feliz de la Nana, que por fin podía dorm ir
t ranquila. Clara, en cam bio, present ía que algo ext raño est aba ocurriendo, porque
podía ver un nuevo color en el aura de su hij a y creía adivinar la causa. Pedro Tercero
hacía sus faenas habit uales en el cam po y no dej ó de ir al pueblo a ver a sus am igos.
Al caer la noche est aba m uert o de fat iga, pero la perspect iva de encont rarse con
Blanca le devolvía la fuerza. No en vano t enía quince años. Así pasaron t odo el verano
y m uchos años m ás t arde los dos recordarían esas noches vehem ent es com o la m ej or
época de sus vidas.
Ent ret ant o, Jaim e y Nicolás aprovechaban las vacaciones haciendo t odas aquellas
cosas que est aban prohibidas en el int ernado brit ánico, grit ando hast a desgañit arse,
peleando con cualquier pret ext o, convert idos en dos m ocosos m ugrient os,
zarrapast rosos, con las rodillas llenas de cost ras y la cabeza de pioj os, hart os de frut a
t ibia recién cosechada, de sol y de libert ad. Salían al alba y no volvían a la casa hast a
el anochecer, ocupados en cazar conej os a pedradas, correr a caballo hast a perder el
alient o y espiar a las m uj eres que j abonaban la ropa en el río.

Así t ranscurrieron = res años, hast a que el t errem ot o cam bió las cosas. Al final de
esas vacaciones, los m ellizos regresaron a la capit al ant es que el rest o de la fam ilia,
acom pañados por la Nana, los sirvient es de la ciudad y gran part e del equipaj e. Los
m uchachos iban direct am ent e al colegio m ient ras la Nana y los ot ros em pleados
arreglaban la gran casa de la esquina para la llegada de los pat rones.
Blanca se quedó con sus padres en el cam po unos días m ás. Fue ent onces cuando
Clara com enzó a t ener pesadillas, a cam inar sonám bula por los corredores y despert ar
grit ando. En el día andaba com o idiot izada, viendo signos prem onit orios en el
com port am ient o de las best ias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las
vacas andan espant adas, que los perros aúllan a la m uert e y salen las rat as, las arañas
y los gusanos de sus escondrij os, que los páj aros han abandonado los nidos y est án
alej ándose en bandadas, m ient ras sus pichones grit an de ham bre en los árboles.
Miraba obsesivam ent e la t enue colum na de hum o blanco del volcán, escrut ando los
cam bios en el color del cielo. Blanca le preparó infusiones calient es y baños t ibios y
Est eban recurrió a la ant igua caj it a de píldoras hom eopát icas para t ranquilizarla, pero
los sueños cont inuaron.
- ¡La t ierra va a t em blar! - decía Clara, cada vez m ás pálida y agit ada.
- ¡Siem pre t iem bla, Clara, por Dios! - respondía Est eban.
- Est a vez será diferent e. Habrá diez m il m uert os.
- No hay t ant a gent e en t odo el país - se burlaba él.
Com enzó el cat aclism o a las cuat ro de la m adrugada. Clara despert ó poco ant es con
una pesadilla apocalípt ica de caballos revent ados, vacas arrebat adas por el m ar, gent e
rept ando debaj o de las piedras y cavernas abiert as en el suelo donde se hundían casas
ent eras. Se levant ó lívida de t error y corrió a la habit ación de Blanca. Pero Blanca,
com o t odas las noches, había cerrado con llave su puert a y se había deslizado por la
vent ana en dirección al río. Los últ im as días ant es de volver a la ciudad, la pasión del
verano adquiría caract eríst icas dram át icas, porque ant e la inm inencia de una nueva
separación, los j óvenes aprovechaban t odos los m om ent os posibles para am arse con
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

desenfreno. Pasaban la noche en el río, inm unes al frío o el cansancio, ret ozando con
la fuerza de la desesperación, y sólo al vislum brar los prim eros rayos del am anecer,
Blanca regresaba a la casa y ent raba por la vent ana a su cuart o, donde llegaba j ust o a
t iem po para oír cant ar a los gallos. Clara llegó hast a la puert a de su hij a y t rat ó de
abrirla, pero est aba at rancada. Golpeó y com o nadie respondió, salió corriendo, dio
m edia vuelt a a la casa y ent onces vio la vent ana abiert a de par en par y las hort ensias
plant adas por Férula pisot eadas. En un inst ant e com prendió la causa del color del aura
de Blanca, sus oj eras, su desgano y su silencio, su som nolencia m at inal y sus
acuarelas vespert inas. En ese m ism o m om ent o com enzó el t errem ot o.
Clara sint ió que el suelo se sacudía y no pudo sost enerse en pie. Cayó de rodillas.
Las t ej as del t echo se desprendieron y llovieron a su alrededor con un est répit o
ensordecedor. Vio la pared de adobe de la casa quebrarse com o si un hachazo le
hubiera dado de frent e, la t ierra se abrió, t al com o lo había vist o en sus sueños, y una
enorm e griet a fue apareciendo ant e ella, sum ergiendo a su paso los gallineros, las
art esas del lavado y part e del est ablo. El est anque de agua se ladeó y cayó al suelo
desparram ando m il lit ros de agua sobre las gallinas sobrevivient es que alet eaban
desesperadas. A lo lej os, el volcán echaba fuego y hum o com o un dragón furioso. Los
perros se solt aron de las cadenas y corrieron enloquecidos, los caballos que escaparon
al derrum be del est ablo, husm eaban el aire y relinchaban de t error ant es de salir
desbocados a cam po abiert o, los álam os se t am balearon com o borrachos y algunos
cayeron con las raíces al aire, despachurrando los nidos de los gorriones. Y lo
t rem endo fue aquel rugido del fondo de la t ierra, aquel resuello de gigant e que se
sint ió largam ent e, llenando el aire de espant o. Clara t rat ó de arrast rarse hacia la casa
llam ando a Blanca, pero los est ert ores del suelo se lo im pidieron. Vio a los cam pesinos
que salían despavoridos de sus casas, clam ando al cielo, abrazándose unos con ot ros,
a t irones con los niños, a pat adas con los perros, a em puj ones con los viej os, t rat ando
de poner a salvo sus pobres pert enencias en ese est ruendo de ladrillos y t ej as que
salían de las ent rañas m ism as de la t ierra, com o un int erm inable rum or de fin de
m undo.
Est eban Trueba apareció en el um bral de la puert a en el m ism o m om ent o en que la
casa se part ió com o una cáscara de huevo y se derrum bó en una nube de polvo,
aplast ándolo baj o una m ont aña de escom bros. Clara rept ó hast a allá llam ándolo a
grit os, pero nadie respondió.
La prim era sacudida del t errem ot o duró casi un m inut o y fue la m ás fuert e que se
había regist rado hast a esa fecha en ese país de cat ást rofes. Tiró al suelo casi t odo lo
que est aba en pie y el rest o t erm inó de desm oronarse con el rosario de t em blores
m enores que siguió est rem eciendo el m undo hast a que am aneció. En Las Tres Marías
esperaron que saliera el sol para cont ar a los m uert os y desent errar a los sepult ados
que aún gem ían baj o los derrum bes, ent re ellos a Est eban Trueba, que t odos sabían
dónde est aba, pero nadie t enía esperanza de encont rar con vida. Se necesit aron cuat ro
hom bres al m ando de Pedro Segundo, para rem over el cerro de polvo, t ej as y adobes
que lo cubría. Clara había abandonado su dist racción angélica y ayudaba a quit ar las
piedras con fuerza de hom bre.
- ¡Hay que sacarlo! ¡Est á vivo y nos escucha! - aseguraba Clara y eso les daba ánim o
para cont inuar.
Con las prim eras luces aparecieron Blanca y Pedro Tercero, int act os. Clara se fue
encim a de su hij a y le dio un par de bofet adas, pero luego la abrazó llorando, aliviada
por saberla a salvo y t enerla a su lado.
- ¡Su padre est á allí! - señaló Clara.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Los m uchachos se pusieron a la t area con los dem ás y al cabo de una hora, cuando
ya había salido el sol en aquel universo de congoj a, sacaron al pat rón de su t um ba.
Eran t ant os sus huesos rot os, que no se podían cont ar, pero est aba vivo y t enía los
oj os abiert os.
- Hay que llevarlo al pueblo para que lo vean los m édicos - dij o Pedro Segundo.
Est aban discut iendo cóm o t rasladarlo sin que los huesos se le salieran por t odos
lados com o de un saco rot o, cuando llegó Pedro García, el viej o, que gracias a su
ceguera y su ancianidad, había soport ado el t errem ot o sin conm overse. Se agachó al
lado del herido y con gran caut ela le recorrió el cuerpo, t ant eándolo con sus m anos,
m irando con sus dedos ant iguos, hast a que no dej ó resquicio sin cont abilizar ni rot ura
sin t ener en cuent a.
- Si lo m ueven, se m uere - dict am inó.
Est eban Trueba no est aba inconscient e y lo oyó con t oda claridad, se acordó de la
plaga de horm igas y decidió que el viej o era su única esperanza.
- Déj enlo, él sabe lo que hace- balbuceó.
Pedro García hizo t raer una m ant a y ent re su hij o y su niet o colocaron al pat rón
sobre ella, lo alzaron con cuidado y lo acom odaron sobre una im provisada m esa que
habían arm ado al cent ro de lo que ant es era el pat io, pero ya no era m ás que un
pequeño claro en esa pesadilla de cascot es, de cadáveres de anim ales, de llant os de
niños, de gem idos de perros y oraciones de m uj eres. Ent re las ruinas rescat aron un
odre de vino, que Pedro García dist ribuyó en t res part es, una para lavar el cuerpo del
herido, ot ra para dársela a t om ar y ot ra que se bebió él parsim oniosam ent e ant es de
com enzar a com ponerle los huesos, uno por uno, con paciencia y calm a, est irando por
aquí, aj ust ando por allá, colocando cada uno en su sit io, ent ablillándolos,
envolviéndolos en t iras de sábanas para inm ovilizarlos, m ascullando let anías de sant os
curanderos, invocando a la buena suert e y a la Virgen María, y soport ando los grit os y
blasfem ias de Est eban Trueba, sin cam biar para nada su beat ífica expresión de ciego.
A t ient as le reconst it uyó el cuerpo t an bien, que los m édicos que lo revisaron después
no podían creer que eso fuera posible.
- Yo ni siquiera lo habría int ent ado - reconoció el doct or Cuevas al ent erarse.
Los dest rozos del t errem ot o sum ieron al país en un largo lut o. No bast ó a la t ierra
con sacudirse hast a echarlo t odo por el suelo, sino que el m ar se ret iró varias m illas y
regresó en una sola gigant esca ola que puso barcos sobre las colinas, m uy lej os de la
cost a, se llevó caseríos, cam inos y best ias y hundió m ás de un m et ro baj o el nivel del
agua a varias islas del Sur. Hubo edificios que cayeron com o dinosaurios heridos, ot ros
se deshicieron com o cast illos de naipes, los m uert os se cont aban por m illares y no
quedó fam ilia que no t uviera alguien a quien llorar. El agua salada del m ar arruinó las
cosechas, los incendios abat ieron zonas ent eras de ciudades y pueblos y por últ im o
corrió la lava y cayó la ceniza com o coronación del cast igo, sobre las aldeas cercanas a
los volcanes. La gent e dej ó de dorm ir en sus casas, at errorizada con la posibilidad de
que el cat aclism o se repit iera, im provisaban carpas en lugares desiert os, dorm ían en
las plazas y en las calles. Los soldados t uvieron que hacerse cargo del desorden y
fusilaban sin m ás t rám it es a quien sorprendían robando, porque m ient ras los m ás
crist ianos at est aban las iglesias clam ando perdón por sus pecados y rogando a Dios
para que aplacara su ira, los ladrones recorrían los escom bros y donde aparecía una
orej a con un zarcillo o un dedo con un anillo, los volaban de una cuchillada, sin
considerar que la víct im a est uviera m uert a o solam ent e aprisionada en el derrum be.
Se desat ó un zafarrancho de gérm enes que provocó diversas pest es en t odo el país. El
rest o del m undo, dem asiado ocupado en ot ra guerra, apenas se ent eró de que la

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nat uraleza se había vuelt o loca en ese lej ano lugar del planet a, pero así y t odo llegaron
cargam ent os de m edicinas, frazadas, alim ent os y m at eriales de const rucción, que se
perdieron en los m ist eriosos vericuet os de la adm inist ración pública, hast a el punt o de
que años después, t odavía se podían com prar los guisos enlat ados de Nort eam érica y
la leche en polvo de Europa al precio de refinados m anj ares en los alm acenes
exclusivos.
Est eban Trueba pasó cuat ro m eses envuelt o en vendas, t ieso de t ablillas, parches y
garfios, en un at roz suplicio de picores e inm ovilidad, devorado por la im paciencia. Su
caráct er em peoró hast a que nadie lo pudo soport ar. Clara se quedó en el cam po para
cuidarlo y cuando se norm alizaron las com unicaciones y se rest auró el orden, enviaron
a Blanca int erna a su colegio, porque su m adre no podía hacerse cargo de ella.
En la capit al, el t errem ot o sorprendió a la Nana en su cam a y a pesar de que allí se
sint ió m enos que en el Sur, igual la m at ó el sust o. La gran casa de la esquina cruj ió
com o una nuez, se agriet aron sus paredes y la gran lám para de lágrim as de crist al del
com edor cayó con un clam or de m il cam panas, haciéndose añicos. Apart e de eso, lo
único grave fue la m uert e de la Nana. Cuando pasó el t error del prim er m om ent o, los
sirvient es se dieron cuent a que la anciana no había salido huyendo a la calle con los
dem ás. Ent raron a buscarla y la encont raron en su cam ast ro, con los oj os desorbit ados
y el poco pelo que le quedaba erizado de pavor. En el caos de esos días, no pudieron
darle un sepelio digno, com o ella hubiera deseado, sino que t uvieron que ent errarla a
t oda prisa, sin discursos ni lágrim as. No asist ió a su funeral ninguno de los num erosos
hij os aj enos que ella con t ant o am or crió.
El t errem ot o m arcó un cam bio t an im port ant e en la vida de la fam ilia Trueba, que a
part ir de ent onces dividieron los acont ecim ient os en ant es y después de esa fecha. En
Las Tres Marías, Pedro Segundo García volvió a asum ir el cargo de adm inist rador, ant e
la im posibilidad del pat rón de m overse de su cam a. Le t ocó la t area de organizar a los
t rabaj adores, devolver la calm a y reconst ruir la ruina en que se había convert ido la
propiedad. Com enzaron por ent errar a sus m uert os en el cem ent erio al pie del volcán,
que m ilagrosam ent e se había salvado del río de lava que descendió por las laderas del
cerro m aldit o. Las m uevas t um bas dieron un aire fest ivo al hum ilde cam posant o y
plant aron hileras de abedules para que dieran som bra a los que visit aban a sus
m uert os. Reconst ruyeron las casit as de ladrillo una por una, exact am ent e com o eran
ant es, los est ablos, la lechería y el granero y volvieron a preparar 1a t ierra para las
siem bras, agradecidos de que la lava y la ceniza hubieran caído para el ot ro lado,
salvando la propiedad. Pedro Tercero t uvo que renunciar a sus paseos al pueblo,
porque su padre lo requería a su lado. Lo secundaba de m al hum or, haciéndole not ar
que se part ían el lom o por volver a poner en pie la riqueza del pat rón, pero que ellos
seguían siendo t an pobres corno ant es.
- Siem pre ha sido así, hij o. Ust ed no puede cam biar la ley de Dios - le replicaba su
padre.
- Sí se puede cam biar, padre. Hay gent e que lo est á haciendo, pero aquí ni siquiera
sabem os las not icias. En el m undo est án pasando cosas im port ant es - argüía Pedro
Tercero y le solt aba sin pausas el discurso del m aest ro com unist a o del padre José
Dulce María. Pedro Segundo no respondía y cont inuaba t rabaj ando sin vacilaciones.
Hacía la vist a gorda cuando su hij o, aprovechando que la enferm edad del pat rón había
relaj ado la vigilancia, rom pía el cerco de censura e int roducía en Las Tres Marías los
follet os prohibidos de los sindicalist as, los periódicos polít icos del m aest ro y las
ext rañas versiones bíblicas del cura español.
Por orden de Est eban Trucha, el adm inist rador com enzó la reconst rucción de la casa
pat ronal siguiendo el m ism o plano que t enía originalm ent e. Ni siquiera cam biaron los
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adobes de paj a y barro cocido por m odernos ladrillos, o m odificaron el ancho de las
vent anas dem asiado est rechas. La única m ej ora fue incorporar agua calient e en los
baños y cam biar la ant igua cocina de leña por un art efact o a parafina al cual, sin
em bargo, ninguna cocinera llegó a habit uarse y t erm inó sus días relegado en el pat io
para uso indiscrim inado de las gallinas. Mient ras se const ruía la casa, im provisaron un
refugio de t ablas con t echo de zinc, donde acom odaron a Est eban en su lecho de
inválido y desde allí, a t ravés de una vent ana, él podía observar los progresos de la
obra y grit ar sus inst rucciones, hirviendo de rabia por su forzada inm ovilidad.
Clara cam bió m ucho en esos m eses. Debió ponerse j unt o a Pedro Segundo García a
la t area de salvar lo que pudiera ser salvado. Por prim era vez en su vida se hizo cargo,
sin ninguna ayuda, de los asunt os m at eriales, porque ya no cont aba con su m arido,
con Férula o con la Nana. Despert ó al fin de una larga infancia en la que había est ado
siem pre prot egida, rodeada de cuidados, de com odidades y sin obligaciones. Est eban
Trucha adquirió la m aña de que t odo lo que com ía le caía m al, except o lo que cocinaba
ella, de m odo que pasaba una buena part e del día m et ida en la cocina desplum ando
gallinas para hacer sopit as de enferm o y am asando pan. Tuvo que hacer de enferm era,
lavarlo con una esponj a, cam biarle los vendaj es, quit arle la bacinilla. Él se puso cada
día m ás furibundo y despót ico, le exigía ponm e una alm ohada aquí, no, m ás arriba,
t ráem e vino, no, t e dij e que quería vino blanco, abre la vent ana, ciérrala, m e duele
aquí, t engo ham bre, t engo calor, ráscam e la espalda, m ás abaj o. Clara llegó a t em erlo
m ucho m ás que cuando era el hom bre sano y fuert e que se int roducía en la paz de su
vida con un olor a m acho ansioso, su vozarrón de huracán, su guerra sin cuart el, su
prepot encia de gran señor, im poniendo su volunt ad y est rellando sus caprichos cont ra
el delicado equilibrio que ella m ant enía ent re los espírit us del Más Allá y las alm as
necesit adas del Más Acá. Llegó a det est arlo. Apenas soldaron los huesos y pudo
m overse un poco, le volvió a Est eban el deseo t orm ent oso de abrazarla y cada vez que
ella pasaba por su lado, le lanzaba un m anot azo, confundiéndola en su pert urbación de
enferm o con las robust as cam pesinas que en sus años m ozos lo servían en la cocina y
en la cam a. Clara sent ía que ya no est aba para esos t rot es. Las desgracias la habían
espirit ualizado y la edad y la falt a de am or por su m arido, la habían llevado a
considerar el sexo com o un pasat iem po algo brut al, que le dej aba adoloridas las
coyunt uras y producía desorden en el m obiliario. En pocas horas, el t errem ot o la hizo
at errizar en la violencia, la m uert e y la vulgaridad y la puso en cont act o con las
necesidades básicas, que ant es había ignorado. De nada le sirvieron la m esa de t res
pat as o la capacidad de adivinar el porvenir en las hoj as del t é, frent e a la urgencia de
defender a los inquilinos de la pest e y el desconciert o, a la t ierra de la sequía y el
caracol, a las vacas de la fiebre aft osa, a las gallinas del m oquillo, a la ropa de la
polilla, a sus hij os del abandono y a su esposo de la m uert e y de su propia incont enible
ira. Clara est aba m uy cansada. Se sent ía sola y confundida y en los m om ent os de las
decisiones, al único que podía recurrir en busca de ayuda, era a Pedro Segundo García.
Ese hom bre leal y silencioso, est aba siem pre present e, al alcance de su voz, dando
algo de est abilidad al bam boleo borrascoso que había ent rado en su vida. A m enudo, al
final del día, Clara lo buscaba para ofrecerle una t aza de t é. Se sent aban en sillas de
m im bres baj o un alero, a esperar que llegara la noche a aliviar la t ensión del día.
Miraban la oscuridad que caía suavem ent e y las prim eras est rellas que com enzaban a
brillar en el cielo, oían croar a las ranas y se quedaban callados. Tenían m uchas cosas
que hablar, m uchos problem as que resolver, m uchos acuerdos pendient es, pero am bos
com prendían que est a m edia hora en silencio era un prem io m erecido, sorbían su t é
sin apurarse, para hacerlo durar, y cada uno pensaba en la vida del ot ro. Se conocían
desde hacía m ás de quince años, est aban cerca t odos los veranos, pero en t ot al habían
int ercam biado m uy pocas frases. Él había vist o a la pat rona com o una lum inosa

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

aparición est ival, aj ena a los afanes brut ales de la vida, de una especie diferent e a las
dem ás m uj eres que había conocido. I ncluso ent onces, con las m anos hundidas en la
m asa o el delant al ensangrent ado por la gallina del alm uerzo, le parecía un espej ism o
en la reverberación del día. Sólo al at ardecer, en la calm a de esos m om ent os que
com part ían con sus t azas de t é, podía verla en su dim ensión hum ana. Secret am ent e le
había j urado lealt ad y, com o un adolescent e, a veces fant aseaba con la idea de dar la
vida por ella. La apreciaba t ant o com o odiaba a Est eban Trueba.
Cuando fueron a colocarles el t eléfono, a la casa le falt aba m ucho para est ar
habit able. Hacía cuat ro años que Est eban Trucha luchaba por conseguirlo y se lo
fueron a poner j ust am ent e cuando no t enía ni un t echo para prot egerlo de la
int em perie. El art efact o no duró m ucho, pero sirvió para llam ar a los m ellizos y
escucharles la voz com o si est uvieran en ot ra galaxia, en m edio de un ensordecedor
ronroneo y las int errupciones de la operadora del pueblo, que part icipaba en la
conversación. Por t eléfono se ent eraron de que Blanca est aba enferm a y las m onj as no
querían hacerse cargo de ella. La niña t enía una t os persist ent e y le daba fiebre con
frecuencia. El t error de la t uberculosis est aba present e en t odos los hogares, porque
no había fam ilia que no t uviera un t ísico que lam ent ar, de m odo que Clara decidió ir a
buscarla. El m ism o día que Clara viaj aba, Est eban Trueba dest rozó el t eléfono a
bast onazos, porque em pezó a repicar y le grit ó que ya iba, que se callara, pero el
aparat o siguió sonando y él, en un arrebat o de furia, le cayó encim a a golpes,
dislocándose, de paso, la clavícula que a Pedro García, el viej o, t ant o le había cost ado
rem endar.

Era la prim era vez que Clara viaj aba sola. Había hecho el m ism o t rayect o por años,
pero siem pre dist raída, porque cont aba con alguien que se hiciera cargo de los det alles
prosaicos, m ient ras ella soñaba observando el paisaj e por la vent anilla. Pedro Segundo
García la llevó hast a la est ación y la acom odó en el asient o del t ren. Al despedirse, ella
se inclinó, lo besó ligeram ent e en una m ej illa y sonrió. Él se llevó la m ano a la cara
para prot eger del vient o aquel beso fugaz y no sonrió, porque lo había invadido la
t rist eza.
Guiada por la int uición, m ás que por el conocim ient o de las cosas o por la lógica,
Clara consiguió llegar hast a el colegio de su hij a sin cont rat iem pos. La Madre Superiora
la recibió en su escrit orio espart ano, con un Crist o enorm e y sangrant e en el m uro y
un incongruent e ram o de rosas roj as sobre la m esa.
- Hem os llam ado al m édico, señora Trueba - le dij o- - . La niña no t iene nada en los
pulm ones, pero es m ej or que se la lleve, el cam po le sent ará bien. Nosot ras no
podem os asum ir esa responsabilidad, com prenda.
La m onj a t ocó una cam panilla y ent ró Blanca. Se veía m ás delgada y pálida, con
som bras violáceas baj o los oj os que habrían im presionado a cualquier m adre, pero
Clara com prendió de inm ediat o que la enferm edad de su hij a no era del cuerpo, sino
del alm a. El horrendo uniform e gris la hacía ver m ucho m enor de lo que era, a pesar
de que sus form as de m uj er rebasaban por las cost uras. Blanca se sorprendió al ver a
su m adre, a quien recordaba com o un ángel vest ido de blanco, alegre y dist raído y que
en pocos m eses se había convert ido en una m uj er eficient e, con las m anos callosas y
dos profundas arrugas en las com isuras de la boca.
Fueron a ver a los m ellizos al colegio. Era la prim era vez que se encont raban
después del t errem ot o y t uvieron la sorpresa de com probar que el único lugar del
t errit orio nacional que no había sido t ocado por el cat aclism o fue el viej o colegio,
donde lo ignoraron por com plet o. Allí los diez m il m uert os pasaron sin pena ni gloria,
m ient ras ellos seguían cant ando en inglés y j ugando al cricket , conm ovidos solam ent e
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

por las not icias que llegaban de Gran Bret aña con t res sem anas de at raso. Ext rañadas,
vieron que esos dos m uchachos que llevaban sangre de m oros y españoles en las
venas y que habían nacido en el últ im o rincón de Am érica, hablaban el cast ellano con
acent o de Oxford y la única em oción que eran capaces de m anifest ar era la sorpresa,
levant ando la cej a izquierda. No t enían nada en com ún con los dos rapaces
exuberant es y pioj osos que pasaban el verano en el cam po. «Espero que t ant a flem a
saj ona no m e los ponga idiot as», balbuceó Clara al despedirse de sus hij os.
La m uert e de la Nana, que a pesar de sus años era la responsable de la gran casa
de la esquina en ausencia de los pat rones, produj o el desbande de los sirvient es. Sin
vigilancia, abandonaron sus t areas y pasaban el día en una orgía de siest a y chism es,
m ient ras se secaban las plant as por falt a de riego y se paseaban las arañas por los
rincones. El det erioro era t an evident e, que Clara decidió cerrar la casa y despedirlos a
t odos. Después se dio con Blanca a la t area de cubrir los m uebles con sábanas y poner
naft alina por t odos lados. Abrieron una por una las j aulas de los páj aros y el cielo se
llenó de cat urras, canarios, j ilgueros y crist ofué, que revolot earon enceguecidos por la
libert ad y finalm ent e em prendieron el vuelo en t odas direcciones. Blanca not ó que en
t odos esos afanes, no apareció fant asm a alguno det rás de las cort inas, no llegó ningún
rosacruz advert ido por su sext o sent ido, ni poet a ham brient o llam ado por la necesidad.
Su m adre parecía haberse convert ido en una señora com ún y silvest re.
- Ust ed ha cam biado m ucho, m am á - observó Blanca.
- No soy yo, hij a. Es el m undo que ha cam biado - respondió Clara.
Ant es de irse fueron al cuart o de la Nana en el pat io de los sirvient es. Clara abrió
sus caj ones, sacó la m alet a de cart ón que usó la buena m uj er durant e m edio siglo y
revisó su ropero. No había m ás que un poco de ropa, unas viej as alpargat as y caj as de
t odos los t am años, at adas con cint as y elást icos, donde ella guardaba est am pit as de
prim era com unión y de baut izo, m echones de pelo, uñas cort adas, ret rat os dest eñidos
y algunos zapat it os de bebé gast ados por el uso. Eran los recuerdos de t odos los hij os
de la fam ilia Del Valle y después de los Trueba, que pasaron por sus brazos y que ella
acunó en su pecho. Debaj o de la cam a encont ró un at ado con los disfraces que la Nana
usaba para espant arle la m udez. Sent ada en el cam ast ro, con esos t esoros en el
regazo, Clara lloró largam ent e a esa m uj er que había dedicado su exist encia a hacer
m ás cóm oda la de ot ros y que m urió sola.
- Después de t ant o int ent ar asust arm e a m í, fue ella la que se m urió de sust o
- - observó Clara.
Hizo t rasladar el cuerpo al m ausoleo de los Del Valle, en el Cem ent erio Cat ólico,
porque supuso que a ella no le gust aría est ar ent errada con los evangélicos y los j udíos
y hubiera preferido seguir en la m uert e j unt o a aquellos que había servido en la vida.
Colocó un ram o de flores j unt o a la lápida y se fue con Blanca a la est ación, para
regresar a Las Tres Marías.
Durant e el viaj e en el t ren, Clara puso al día a su hij a sobre las novedades de la
fam ilia y la salud de su padre, esperando que Blanca le hiciera la única pregunt a que
sabía que su hij a deseaba hacer, pero Blanca no m encionó a Pedro Tercero García y
Clara t am poco se at revió a hacerlo. Tenía la idea de que al poner nom bre a los
problem as, ést os se m at erializan y ya no es posible ignorarlos; en cam bio, si se
m ant ienen en el lim bo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el
t ranscurso del t iem po. En la est ación las esperaba Pedro Segundo con el coche y
Blanca se sorprendió al oírlo silbar durant e t odo el t rayect o hast a Las Tres Marías,
pues el adm inist rador t enía faena de t acit urno.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Encont raron a Est eban Trueba sent ado en un sillón t apizado en felpa azul, al cual le
habían acom odado ruedas de biciclet a, en espera que llegara de la capit al la silla de
ruedas que había encargado y que Clara t raía en el equipaj e. Dirigía con enérgicos
bast onazos e im properios los progresos de la casa, t an absort o, que las recibió con un
beso dist raído y olvidó pregunt ar por la salud de su hij a.
Esa noche com ieron en una rúst ica m esa de t ablas, alum brados por una lám para de
pet róleo. Blanca vio a su m adre servir la com ida en plat os de arcilla hechos
art esanalm ent e, t al com o hacían los ladrillos, porque en el t errem ot o había perecido
t oda la vaj illa. Sin la Nana para dirigir los asunt os en la cocina, se habían sim plificado
hast a la frugalidad y sólo com part ieron una espesa sopa de lent ej as, pan, queso y
dulce de m em brillo, que era m enos que lo que ella com ía en el int ernado los viernes de
ayuno. Est eban decía que apenas pudiera pararse en sus dos piernas, iba a ir en
persona a la capit al a com prar las cosas m ás finas y cost osas para alhaj ar su casa,
porque ya est aba hart o de vivir com o un pat án por culpa de la m aldit a nat uraleza
hist érica de ese país del caraj o. De t odo lo que se habló en la m esa, lo único que
Blanca ret uvo fue que había despedido a Pedro Tercero García con orden de no volver
a pisar la propiedad, porque lo sorprendió llevando ideas com unist as a los cam pesinos.
La m uchacha palideció al oírlo y se le cayó el cont enido de la cuchara sobre el m ant el.
Sólo Clara percibió su alt eración, porque Est eban est aba enfrascado en su m onólogo
de siem pre sobre los m al nacidos que m uerden la m ano que les da de com er «¡y t odo
por culpa de esos polit icast ros del dem onio! Com o ese nuevo candidat o socialist a, un
fant oche que se at reve a cruzar el país de Nort e a Sur en su t ren de pacot illa,
soliviant ando a la gent e de paz con su fanfarria bolchevique, pero m ás le vale que aquí
no se acerque, porque si se baj a del t ren, nosot ros lo hacem os puré, ya est am os
preparados, no hay un solo pat rón en t oda la zona que no est é de acuerdo, no vam os
a perm it ir que vengan a predicar cont ra el t rabaj o honrado, el prem io j ust o para el que
se esfuerza, la recom pensa de los que salen adelant e en la vida, no es posible que los
floj os t engan lo m ism o que nosot ros, que laboram os de sol a sol y sabem os invert ir
nuest ro capit al, correr los riesgos, asum ir las responsabilidades, porque si vam os al
grano, el cuent o de que la t ierra es de quien la t rabaj a, se les va a dar vuelt a, porque
aquí el único que sabe t rabaj ar soy yo, sin m í est o era una ruina y seguiría siéndolo, ni
Crist o dij o que hay que repart ir el frut o de nuest ro esfuerzo con los floj os y ese
m ocoso de m ierda, Pedro Tercero, se at reve a decirlo en m i propiedad, no le m et í una
bala en la cabeza porque est im o m ucho a su padre y en ciert a form a le debo la vida a
su abuelo, pero ya le advert í que si lo veo m erodeando por aquí lo hago papilla a
escopet azos».
Clara no había part icipado en la conversación. Est aba ocupada en poner y sacar las
cosas de la m esa y vigilar a su hij a con el rabillo del oj o, pero al quit ar la sopera con el
rest o de las lent ej as oyó las últ im as palabras de la cant inela de su m arido.
- No puedes im pedir que el m undo cam bie, Est eban. Si no es Pedro Tercero García,
será ot ro el que t raiga las nuevas ideas a Las Tres Marías - dij o.
Est eban Trueba dio un bast onazo a .la sopera que su m uj er t enía en las m anos y la
lanzó lej os, desparram ando su cont enido por el suelo. Blanca se puso de pie
horrorizada. Era la prim era vez que veía el m al hum or de su padre dirigido cont ra
Clara y pensó que ella ent raría en uno de sus t rances lunát icos y echaría a volar por la
vent ana, pero nada de eso ocurrió. Clara recogió los rest os de la sopera rot a con su
calm a habit ual, sin dar m uest ras de escuchar las palabrot as de m arinero que escupía
Est eban. Esperó que t erm inara de rezongar, le dio las buenas noches con un beso t ibio
en la m ej illa y salió llevándose a Blanca de la m ano.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Blanca no perdió la t ranquilidad por la ausencia de Pedro Tercero. I ba t odos los días
al río y esperaba. Sabía que la not icia de su regreso al cam po llegaría al m uchacho
t arde o t em prano y el llam ado del am or lo alcanzaría dondequiera que est uviera. Así
fue, en efect o. Al quint o día vio llegar a un t ipo zarrapast roso, cubiert o con una m ant a
invernal y un som brero de ala ancha, arrast rando un burro cargado de ut ensilios de
cocina, ollas de pelt re, t et eras de cobre, grandes m arm it as de fierro esm alt ado,
cucharones de t odos los t am años, con una sonaj era de lat as que anunciaba su paso
con diez m inut os de ant icipación. No lo reconoció. Parecía un anciano m iserable, uno
de esos t rist es viaj eros que van por la provincia con su m ercadería de puert a en
puert a. Se le paró al frent e, se quit ó el som brero y ent onces ella vio los herm osos oj os
negros brillando en el cent ro de una m elena y una barba hirsut as. El burro se quedó
m ordisqueando la yerba con su fast idio de ollas ruidosas, m ient ras Blanca y Pedro
Tercero saciaban el ham bre y la sed acum ulados en t ant os m eses de silencio y de
separación, rodando por las piedras y los m at orrales y gim iendo com o desesperados.
Después se quedaron abrazados ent re las cañas de la orilla. Ent re el zum zum de los
m at apioj os y el croar de las ranas, ella le cont ó que se había puest o cáscaras de
plát ano y papel secant e en los zapat os para que le diera fiebre y había t ragado t iza
m olida hast a que le dio t os de verdad, para convencer a las m onj as de que su
inapet encia y su palidez eran sínt om as seguros de la t isis.
- ¡Quería est ar cont igo! - dij o, besándolo en el cuello.
Pedro Tercero le habló de lo que est aba sucediendo en el m undo y en el país, de la
guerra lej ana que t enía a m edia hum anidad sum ida en un dest ripadero de m et ralla,
una agonía de cam po de concent ración y un regadero de viudas y huérfanos, le habló
de los t rabaj adores en Europa y en Nort eam érica, cuyos derechos eran respet ados,
porque la m ort andad de sindicalist as y socialist as de las décadas ant eriores había
producido leyes m ás j ust as y repúblicas com o Dios m anda, donde los gobernant es no
roban la leche en polvo de los dam nificados.
- Los últ im os en darse cuent a de las cosas, som os siem pre los cam pesinos, no nos
ent eram os de lo que pasa en ot ros lados. A t u padre aquí lo odian. Pero le t ienen t ant o
m iedo que no son capaces de organizarse para hacerle frent e. ¿Ent iendes, Blanca?
Ella ent endía, pero en ese m om ent o su único int erés era aspirar su olor a grano
fresco, lam erle las orej as, hundir los dedos en esa barba t upida, oír sus gem idos
enam orados. Tam bién t enía m iedo por él. Sabía que no solam ent e su padre le m et ería
la bala prom et ida en la cabeza, sino que cualquiera de los pat rones de la región haría
lo m ism o con gust o. Blanca le recordó a Pedro Tercero la hist oria del dirigent e
socialist a, que un par de años ant es andaba recorriendo la región en biciclet a,
int roduciendo panflet os en los fundos y organizando a los inquilinos, hast a que lo
at raparon los herm anos Sánchez, lo m at aron a palos y lo colgaron de un post e del
t elégrafo en el cruce de dos cam inos, para que t odos pudieran verlo. Allí est uvo un día
y una noche colum piándose cont ra el cielo, hast a que llegaron los gendarm es a caballo
y lo descolgaron. Para disim ular, echaron la culpa a los indios de la reservación, a
pesar de que t odo el m undo sabía que eran pacíficos y que si t enían m iedo de m at ar
una gallina, con m ayor razón lo t enían de m at ar a un hom bre. Pero los herm anos
Sánchez lo desent erraron del cem ent erio y volvieron a exhibir el cadáver y est o ya era
dem asiado para at ribuir a los indios. Ni por eso la j ust icia se at revió a int ervenir y la
m uert e del socialist a fue rápidam ent e olvidada.
- Te pueden m at ar - suplicó Blanca abrazándolo.
- Me cuidaré - la t ranquilizó Pedro Tercero- . No m e quedaré m ucho t iem po en el
m ism o sit io. Por lo m ism o no podré vert e t odos los días. Espéram e en est e m ism o
lugar. Yo vendré cada vez que pueda.
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La casa de l os espí r i tus
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- Te quiero - dij o ella sollozando.


- Yo t am bién.
Volvieron a abrazarse con el ardor insaciable propio de su edad, m ient ras el burro
seguía m ast icando la yerba.

Blanca se las arregló para no regresar al colegio, provocándose vóm it os con


salm uera calient e, diarrea con ciruelas verdes y fat igas apret ándose la cint ura con una
cincha de caballo, hast a que adquirió fam a de m ala salud, que era j ust am ent e lo que
andaba buscando. Tan bien im it aba los sínt om as de las m ás diversas enferm edades,
que hubiera podido engañar a una j unt a de m édicos y ella m ism a llegó a convencerse
de que era m uy enferm iza. Todas las m añanas, al despert ar, hacía una revisión m ent al
de su organism o, para ver dónde le dolía y qué nuevo m al la aquej aba. Aprendió a
aprovechar cualquier circunst ancia para sent irse enferm a, desde un cam bio en la
t em perat ura hast a el polen de las flores, y a convert ir t odo m alest ar m enor en una
agonía. Clara era de opinión que lo m ej or para la salud era t ener las m anos ocupadas,
así es que m ant uvo a raya los m alest ares de su hij a dándole t rabaj o. La m uchacha
t enía que levant arse t em prano, com o t odos los dem ás, bañarse en agua fría y
dedicarse a sus quehaceres, que incluían enseñar en la escuela, coser en el t aller y
hacer t odos los oficios de la enferm ería, desde poner encinas hast a sut urar heridas con
aguj a e hilo del cost urero, sin que le valieran de nada los desm ayos a la vist a de la
sangre, ni los sudores fríos cuando había que lim piar un vóm it o. Pedro García, el viej o,
que ya t enía cerca de novent a años y apenas arrast raba sus huesos, com part ía la idea
de Clara de que las m anos son para usarlas. Así fue com o un día que Blanca andaba
lam ent ándose de una t errible j aqueca, la llam ó y sin preám bulos le colocó una bola de
barro en la falda. Pasó la t arde enseñándole a m oldear la arcilla para hacer cacharros
de cocina, sin que la m uchacha se acordara de sus dolencias. El viej o no sabía que le
est aba dando a Blanca lo que m ás t arde sería su único m edio de vida y su consuelo en
las horas m ás t rist es. Le enseñó a m over el t orno con el pie m ient ras hacía volar las
m anos sobre el barro blando, para fabricar vasij as y cánt aros. Pero m uy pront o Blanca
descubrió que lo ut ilit ario la aburría y que era m ucho m ás ent ret enido hacer figuras de
anim ales y de personas. Con el t iem po se dedicó a fabricar un m undo en m iniat ura de
best ias dom ést icas y personaj es dedicados a t odos los oficios, carpint eros, lavanderas,
cocineras, t odos con sus pequeñas herram ient as y m uebles.
- ¡Eso no sirve para nada! - dij o Est eban Trucha cuando vio la obra de su hij a.
- Busquém osle la ut ilidad - sugirió Clara.
Así surgió la idea de los Nacim ient os. Blanca em pezó a producir figurit as para el
pesebre navideño, no sólo los reyes m agos y los past ores, sino una m uchedum bre de
personas de la m ás diversa calaña y t oda clase de anim ales, cam ellos y cebras del
África, iguanas de Am érica y t igres del Asia, sin considerar para nada la zoología
propia de Belén. Después agregó anim ales que invent aba, pegando m edio elefant e con
la m it ad de un cocodrilo, sin saber que est aba haciendo con barro lo m ism o que su t ía
Rosa, a quien no conoció, hacía con hilos de bordar en su gigant esco m ant el, m ient ras
Clara especulaba
que si las locuras se repit en en la fam ilia, debe ser que exist e una m em oria genét ica
que im pide que se pierdan en el olvido. Los m ult it udinarios Nacim ient os de Blanca se
convirt ieron en una. curiosidad. Tuvo que ent renar a dos m uchachas para que la
ayudaran, porque no daba abast o con los pedidos, ese año t odo el m undo quería t ener
uno para la noche de Navidad, especialm ent e porque eran grat is. Est eban Trucha
det erm inó que la m anía del barro est aba bien com o diversión de señorit a, pero que si

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se convert ía en un negocio, el nom bre de los Trucha sería colocado j unt o a los de los
com erciant es que vendían clavos en las ferret erías y pescado frit o en el m ercado.
Los encuent ros de Blanca y Pedro Tercero eran dist anciados e irregulares, pero por
lo m ism o m ás int ensos. En esos años, ella se acost um bró al sobresalt o y a la espera,
se resignó a la idea de que siem pre se am arían a escondidas y dej ó de alim ent ar el
sueño de casarse y vivir en una de las casit as de ladrillo de su padre. A m enudo
pasaban sem anas sin que supiera de él, pero de repent e aparecía por el fundo un
cart ero en biciclet a, un evangélico predicando con una Biblia en el sobaco, o un git ano
hablando en m edia lengua pagana, t odos ellos t an inofensivos, que pasaban sin
levant ar sospechas al oj o vigilant e del pat rón. Lo reconocía por sus negras pupilas. No
era la única: t odos los inquilinos de Las Tres Marías y m uchos cam pesinos de ot ros
fundos lo esperaban t am bién. Desde que el j oven era perseguido por los pat rones,
ganó fam a de héroe. Todos querían esconderlo por una noche, las m uj eres le t ej ían
ponchos y calcet ines para el invierno y los hom bres le guardaban el m ej or aguardient e
y el m ej or charqui de la est ación. Su padre, Pedro Segundo García, sospechaba que su
hij o violaba la prohibición de Trueba y adivinaba las huellas que dej aba a su paso.
Est aba dividido ent re el am or por su hij o y su papel de guardián de la propiedad.
Adem ás t em ía reconocerlo y que Est eban 7 rueba se lo leyera en la cara, pero sent ía
una secret a alegría al at ribuirle algunas de las cosas ext rañas que est aban sucediendo
en el cam po. Lo único que no se le pasó por la im aginación, fue que las visit as de su
hij o t uvieran algo que ver con los paseos de Blanca Trueba al río, porque esa
posibilidad no est aba en el orden nat ural del m undo. Nunca hablaba de su hij o,
except o en el seno de su fam ilia, pero se sent ía orgulloso de él y prefería verlo
convert ido en prófugo que uno m ás del m ont ón, sem brando papas y cosechando
pobrezas com o t odos los dem ás. Cuando escuchaba cant urrear algunas de las
canciones de gallinas y zorros, sonreía pensando que su hij o había conseguido m ás
adept os con sus baladas subversivas que con los panflet os del Part ido Socialist a que
repart ía incansablem ent e.

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La casa de l os espí r i tus
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La venganza
Capítulo VI

Año y m edio después del t errem ot o, Las Tres Marías había vuelt o a ser el fundo
m odelo de ant es. Est aba en pie la gran casa pat ronal igual a la original, pero m ás
sólida y con una inst alación de agua calient e en los baños. El agua era com o chocolat e
claro y a veces hast a guarisapos aparecían, pero salía en un alegre y fuert e chorro. La
bom ba alem ana era t ina m aravilla. Yo circulaba por t odas part es sin m ás apoyo que un
grueso bast ón de plat a, el m ism o que t engo ahora y que m i niet a dice que no lo uso
por la cofera, sino para dar fuerza a m is palabras, blandiéndolo com o un cont undent e
argum ent o. La larga enferm edad t nelló m i organism o y em peoró m i caráct er.
Reconozco que al final ni Clara podía frenarm e las rabiet as. Ot ra persona habría
quedado inválida para siem pre a raíz del accident e, pero a m í m e ayudó la fuerza de la
desesperación. Pensaba en ini m adre, sent ada en su silla de ruedas pudriéndose en
vida, y eso m e daba t enacidad para pararm e y echar a andar, aunque fuera a punt a de
m aldiciones. Creo que la gent e m e t enía m iedo. Hast a la m ism a Clara, que nunca
había t em ido m i m al genio, en part e porque yo m e cuidaba m ucho de dirigirlo cont ra
ella, andaba asust ada. Verla t em erosa de m í m e ponía frenét ico.
Poco a poco Clara fue cam biando. Se veía cansada y not é que se alej aba de m í. Ya
no m e t enía sim pat ía, m is dolores no le daban com pasión sino fast idio, m e di cuent a
que eludía m i presencia. Me at revería a decir que en esa época se sent ía m ás a gust o
ordeñando las vacas con Pedro Segundo que haciéndom e com pañía en el salón.
Mient ras m ás dist ant e est aba Clara, m ás grande era la necesidad que yo sent ía de su
am or. No había dism inuido el deseo que t uve de ella al casarm e, quería poseerla
com plet am ent e, hast a su últ im o pensam ient o, pero aquella m uj er diáfana pasaba por
m i lado com o un soplo y aunque la suj et ara a dos m anos y la abrazara con brut alidad,
no podía aprisionarla. Su espírit u no est aba conm igo. Cuando m e t uvo m iedo, la vida
se nos convirt ió en un purgat orio. En el día cada uno andaba ocupado en lo suyo. Los
dos t eníam os m ucho que hacer. Sólo nos encont rábam os a la hora de la com ida y
ent onces era yo el que hacía t oda la conversación, porque ella parecía vagar en las
nubes. Hablaba m uy poco y había perdido esa risa fresca y at revida que fue lo prim ero
que m e gust ó en ella, ya no echaba para at rás la cabeza, riéndose con t odos los
dient es. Apenas sonreía. Pensé que la edad y m i accident e nos est aban separando, que
est aba aburrida de la vida m at rim onial, esas cosas ocurren en t odas las parej as y yo
no era un am ant e delicado, de esos que regalan flores a cada rat o y dicen cosas
bonit as. Pero int ent é acercarm e a ella. ¡Cóm o lo int ent é, Dios m ío! Me aparecía en su
cuart o cuando est aba afanada en sus cuadernos de anot ar la vida o en la m esa de t res
pat as. Trat é inclusive de com part ir esos aspect os de su exist encia, pero a ella no le
gust aba que leyeran sus cuadernos y m i presencia le cort aba la inspiración cuando
conversaba con sus espírit us, de m odo que t uve que desist ir. Tam bién abandoné el
propósit o de est ablecer una buena relación con Blanca. Mi hij a desde chica era rara y
nunca fue la niña cariñosa t ierna que yo habría deseado. En realidad parecía un
quirquincho. Desde que m e acuerdo fue arisca conm igo y no t uvo que superar el
com plej o de Edipo, porque nunca lo t uvo. Pero ya era una señorit a, parecía int eligent e
y m adura para su edad, est aba m uy unida a su m adre. Pensé que podría ayudarm e y

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

t rat é de conquist arla com o aliada, le hacía regalos, t rat aba de brom ear con ella, pero
t am bién m e eludía. Ahora, que ya est oy m uy viej o y puedo hablar de eso sin perder la
cabeza de rabia, creo que la culpa de t odo la t uvo su am or por Pedro Tercero García.
Blanca era insobornable. Nunca pedía nada, hablaba m enos que su m adre y si yo la
obligaba a darm e un beso de saludo, lo hacía de t an m ala gana, que m e dolía com o
una bofet ada. «Todo cam biará cuando regresem os a la capit al y hagam os una vida
civilizada», decía yo ent onces, pero ni Clara ni blanca dem ost raban el m enor int erés
por dej ar Las Tres Marías, por el cont rario, cada vez que yo m encionaba el asunt o,
Blanca decía que la vida en el cam po le había devuelt o la salud, pero t odavía no se
sent ía fuert e, y Clara m e recordaba que había m ucho que hacer en el cam po, que las
cosas no est aban com o para dej arlas a m edio hacer. Mi m uj er no echaba de m enos los
refinam ient os a que había est ado acost um brada y el día que llegó a Las Tres Marías el
cargam ent o de m uebles y art ículos dom ést icos que encargué para sorprenderla, se
lim it ó a encont rarlo t odo m uy bonit o. Yo m ism o t uve que disponer dónde se colocarían
las cosas, porque a ella parecía no im port arle en lo m ás m ínim o. La nueva casa se
vist ió con un luj o que nunca había t enido, ni siquiera en los esplendorosos días previos
a m i padre, que la arruinó. Llegaron grandes m uebles coloniales de encina rubia y
nogal, t allados a m ano, pesados t apices de lana, lám paras de fierro y cobre m art illado.
Encargué a la capit al una vaj illa de porcelana inglesa pint ada a m ano, digna de una
em baj ada, crist alería, cuat ro caj ones at iborrados de adornos, sábanas y m ant eles de
hilo, una colección de discos de m úsica clásica y frívola, con su m oderna vit rola.
Cualquier m uj er se habría encant ado con t odo eso y habría t enido ocupación para
varios m eses organizando su casa, m enos Clara, que era im perm eable a esas cosas.
Se lim it ó a adiest rar un par de cocineras y a ent renar a unas m uchachas, hij as de los
inquilinos, para que sirvieran en la casa, y apenas se vio libre de las cacerolas y la
escoba, regresó a sus cuadernos de anot ar la vida y a sus cart as del t arot en los
m om ent os de ocio. Pasaba la m ayor part e del día ocupada en el t aller de cost ura, la
enferm ería y la escuela. Yo la dej aba t ranquila, porque esos quehaceres j ust ificaban su
vida. Era una m uj er carit at iva y generosa, ansiosa por hacer felices a los que la
rodeaban, a t odos m enos a m í. Después del derrum be reconst ruim os la pulpería y por
darle gust o, suprim í el sist em a de papelit os rosados y em pecé a pagar a la gent e con
billet es, porque. Clara decía que eso les perm it ía com prar en el pueblo y ahorrar. No
era ciert o. Sólo servía para que los hom bres hieran a em borracharse a la t aberna de
San Lucas v las m uj eres y los niños pasaran necesidades. Por ese t ipo de cosas
peleábam os m ucho. Los inquilinos eran la causa de t odas nuest ras discusiones. Bueno,
no t odas. Tam bién discut íam os por la guerra m undial. Y> seguía los progresos de las
t ropas nazis en un m apa que había puest o en la pared del salón, m ient ras Clara t ej ía
calcet ines para los soldados aliados. Blanca se agarraba la cabeza a dos m anos, sin
com prender la causa de nuest ra pasión por una guerra que no t enía nada que ver con
nosot ros y que est aba ocurriendo al ot ro lado del océano. Supongo que t am bién
t eníam os m alent endidos por ot ros m ot ivos. En realidad, m uy pocas veces est ábam os
de acuerdo en algo. No creo que la culpa de t odo fuera m i m al genio, porque yo era un
buen m arido, ni som bra del t aram bana que había sido de solt ero. Ella era la única
m uj er para m í. Todavía lo es.
Un día Clara hizo poner un pest illo a la puert a de su habit ación y no volvió a
acept arm e en su cam a, except o en aquellas ocasiones en que yo forzaba t ant o la
sit uación, que negarse habría significado una rupt ura definit iva. Prim ero pensé que
t enía alguno de esos m ist eriosos m alest ares que dan a las m uj eres de vez en cuando,
o bien la m enopausia, pero cuando el asunt o se prolongó por varias sem anas, decidí
hablar con ella. Me explicó con calm a que nuest ra relación m at rim onial se había
det eriorado y por eso había perdido su buena disposición para los ret ozos carnales.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Deduj o nat uralm ent e que sí no t eníam os nada que decirnos, t am poco podíam os
com part ir la cam a, y pareció sorprendida de que yo pasara t odo el día rabiando cont ra
ella y en la noche quisiera sus caricias. Trat é de hacerle ver que en ese sent ido los
hom bres y las m uj eres som os algo diferent es y que la adoraba, a pesar de t odas m is
m añas, pero fue inút il. En ese t iem po m e m ant enía m ás sano y m ás fuert e que ella, a
pesar de m i accident e y de que Clara era m ucho m enor. Con la edad yo había
adelgazado. No t enía ni un gram o de grasa en el cuerpo y guardaba la m ism a
resist encia y fort aleza de m i j uvent ud. Podía pasarm e t odo el día cabalgando, dorm ir
t irado en cualquier part e, com er lo que fuera sin sent ir la vesícula, el hígado y ot ros
órganos int ernos de los cuales la gent e habla const ant em ent e. Eso sí, m e dolían los
huesos. En las t ardes frías o en las noches húm edas el dolor de los huesos aplast ados
en el t errem ot o era t an int enso, que m ordía la alm ohada para que no se oyeran m is
gem idos. Cuando ya no podía m ás, m e echaba un largo t rago de aguardient e y dos
aspirinas al gaznat e, pero eso no m e aliviaba. Lo ext raño es que m i sensualidad se
había hecho m ás select iva con la edad, pero era casi t an inflam able com o en m i
j uvent ud. Me gust aba m irar a las m uj eres, t odavía m e gust a. Es un placer est ét ico,
casi espirit ual. Pero sólo Clara despert aba en m í un deseo concret o e inm ediat o,
porque en nuest ra larga vida en com ún habíam os aprendido a conocernos y cada uno
t enía en la punt a de los dedos la geografía precisa del ot ro. Ella sabía dónde est aban
m is punt os m ás sensibles, podía decirm e exact am ent e lo que necesit aba oír. A una
edad en la que la m ayoría de los hom bres est á hast iado de su m uj er y necesit a el
est ím ulo de ot ras para encont rar la chispa del deseo, yo est aba convencido que sólo
con Clara podía hacer el am or com o en los t iem pos de la luna de m iel,
incansablem ent e. No t enía la t ent ación de buscar a ot ras.
Recuerdo que em pezaba a asediarla al caer la noche. En las t ardes se sent aba a
escribir y yo fingía saborear m i pipa, pero en realidad la est aba espiando de reoj o.
Apenas calculaba que iba a ret irarse - porque em pezaba a lim piar la plum a y cerrar los
cuadernos- m e adelant aba. Me iba coj eando al baño, m e acicalaba, m e ponía una bat a
de felpa episcopal que había com prado para seducirla, pero que ella nunca pareció
darse cuent a de su exist encia, pegaba la orej a a la puert a y la esperaba. Cuando la
escuchaba avanzar por el corredor, le salía al asalt o. Lo int ent é t odo, desde colm arla
de halagos y regalos, hast a am enazarla con echar la puert a abaj o y m olerla a
bast onazos, pero ninguna de esas alt ernat ivas resolvía el abism o que nos separaba.
Supongo que era inút il que yo t rat ara de hacerle olvidar con m is aprem ios am orosos
en la noche, el m al hum or con que la agobiaba durant e el día. Clara m e eludía con ese
aire dist raído que acabé por det est ar. No puedo com prender lo que m e at raía t ant o de
ella. Era una m uj er m adura, sin ninguna coquet ería, que arrast raba ligeram ent e los
pies y había perdido la alegría inj ust ificada que la hacía t an at rayent e en su j uvent ud.
Clara no era seduct ora ni t ierna conm igo. Est oy seguro que no m e am aba. No había
razón para desearla en esa form a descom edida y brut al que m e sum ía en la
desesperación y el ridículo. Pero no podía evit arlo. Sus gest os m enudos, su t enue olor
a ropa lim pia y j abón, la luz de sus oj os, la gracia de su nuca delgada coronada por sus
rizos rebeldes, t odo en ella m e gust aba. Su fragilidad m e producía una t ernura
insoport able. Quería prot egerla, abrazarla, hacerla reír com o en los viej os t iem pos,
volver a dorm ir con ella a m i lado, su cabeza en m i hom bro, las piernas recogidas
debaj o de las m ías, t an pequeña y t ibia, su m ano en m i pecho, vulnerable y preciosa.
A veces m e hacía el propósit o de cast igarla con una fingida indiferencia, pero al cabo
de unos días m e daba por vencido, porque parecía m ucho m ás t ranquila y feliz cuando
yo la ignoraba. Taladré un aguj ero en la pared del baño para verla desnuda, pero eso
m e ponía en t al est ado de t urbación, que preferí volver a t apiarlo con argam asa. Para
herirla, hice ost ent ación de ir al Farolit o Roj o, pero su único com ent ario fue que eso

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

era m ej or que forzar a las cam pesinas, lo cual m e sorprendió, porque no im aginé que
supiera de eso. En vist a de su com ent ario, volví a int ent ar las violaciones, nada m ás
que para m olest arla. Pude com probar que el t iem po y el t errem ot o hicieron est ragos
en m i virilidad y que ya no t enía fuerzas para rodear la cint ura de una robust a
m uchacha y alzarla sobre la grupa de m i caballo, y, m ucho m enos, quit arle la ropa a
zarpazos y penet rarla cont ra su volunt ad. Est aba en la edad en que se necesit a ayuda
y t ernura para hacer el am or. Me había puest o viej o, caraj o.

Él fue el único que se dio cuent a que se est aba achicando. Lo not ó por la ropa. No
era sim plem ent e que le sobrara en las cost uras, sino que le quedaban largas las
m angas y las piernas de los pant alones. Pidió a Blanca que se la acom odara en la
m áquina de coser, con el pret ext o de que est aba adelgazando, pero se pregunt aba
inquiet o si Pedro García, el viej o, no le habría puest o al revés los huesos y por eso se
est aba encogiendo. No se lo dij o a nadie, igual com o no habló nunca de sus dolores,
por una cuest ión de orgullo.
Por esos días se preparaban las elecciones presidenciales. En una cena de polít icos
conservadores en el pueblo, Est eban Trueba conoció al conde Jean de Sat igny. Usaba
zapat os de cabrit illa y chaquet as de lino crudo, no sudaba com o los dem ás m ort ales y
olía a colonia inglesa, est aba siem pre t ost ado por el hábit o de m et er una pelot a a
t ravés de un pequeño arco con un palo, a plena luz del m ediodía y hablaba arrast rando
las últ im as sílabas de las palabras y com iéndose las erres. Era el único hom bre que
Est eban conocía, que se pusiera esm alt e brillant e en las uñas y se echara colirio azul
en los oj os. Tenía t arj et as de present ación con escudo de arm as de su fam ilia y
observaba t odas las reglas conocidas de urbanidad y ot ras invent adas por él, com o
com er las alcachofas con pinzas, lo cual provocaba est upefacción general. Los hom bres
se burlaban a sus espaldas, pero pront o se vio que t rat aban de im it ar su elegancia, sus
zapat os de cabrit illa, su indiferencia y su aire civilizado. El t ít ulo de conde lo colocaba
en un nivel diferent e al de los ot ros em igrant es que habían llegado de Europa Cent ral
huyendo de las pest es del siglo pasado, de España escapando de la guerra, del Medio
Orient e con sus negocios de t urcos y arm enios del Asia a vender su com ida t ípica y sus
barat ij as. El conde De Sat igny no necesit aba ganarse la vida, com o lo hizo saber a
t odo el m undo. El negocio de las chinchillas era sólo un pasat iem po para él.
Est eban Trueba había vist o las chinchillas m erodeando por su propiedad. Las cazaba
a t iros, para que no le devoraran las siem bras, pero no se le había ocurrido que esos
roedores insignificant es pudieran convert irse en abrigos de señora. Jean de Sat igny
buscaba un socio que pusiera el capit al, el t rabaj o, los criaderos y corriera con t odos
los riesgos, para dividir las ganancias en un cincuent a por cient o. Est eban Trueba no
era avent urero en ningún aspect o de la vida, pero el conde francés t enía la gracia
alada y el ingenio que podían caut ivarlo, por eso perdió m uchas noches desvelado
est udiando la proposición de las chinchillas y sacando cuent as. Ent ret ant o, m onsieur
De Sat igny, pasaba largas t em poradas en Las Tres Marías, com o invit ado de honor.
Jugaba con su pelot it a a pleno sol, bebía cant idades exorbit ant es de j ugo de m elón sin
azúcar y rondaba delicadam ent e las cerám icas de Blanca. Llegó, incluso, a proponer a
la m uchacha export arlas a ot ros lugares donde había un m ercado seguro para las
art esanías indígenas. Blanca t rat ó de sacarlo de su error, explicándole que ella no t enía
nada de indio y que su obra t am poco, pero la barrera del lenguaj e im pidió que él
com prendiera su punt o de vist a. El conde fue una adquisición social para la fam ilia
Trueba, porque desde el m om ent o en que se inst aló en su propiedad, les llovieron las
invit aciones de los fundos vecinos, a las reuniones con las aut oridades polít icas del
pueblo y a t odos los acont ecim ient os cult urales y sociales de la región. Todos querían
est ar cerca del francés, con la esperanza de que algo de su dist inción se cont agiara,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

las j ovencit as suspiraban al verlo y las m adres lo anhelaban com o yerno, disput ándose
el honor de invit arlo. Los caballeros envidiaban la suert e de Est eban Trueba, que había
sido elegido para el negocio de las chinchillas. La única persona que no se deslum bró
por los encant os del francés y ni se m aravilló por su form a de pelar una naranj a con
cubiert os, sin t ocarla con los dedos, dej ando las cáscaras en form a de flor, o su
habilidad para cit ar a los poet as y filósofos franceses en su lengua nat al, era Clara, que
cada vez que lo veía t enía que pregunt arle su nom bre y se desconcert aba cuando lo
encont raba en bat a de seda cam ino al baño de su propia casa. Blanca, en cam bio, se
divert ía con él y agradecía la oport unidad de lucir sus m ej ores vest idos, peinarse con
esm ero y arreglar la m esa con la vaj illa inglesa y los candelabros de plat a.
- Por lo m enos nos saca de la barbarie - decía.
Est eban Trueba est aba m enos im presionado por la burum balla del noble, que por las
chinchillas. Pensaba cóm o diablos no se le había ocurrido la idea de curt irles el pellej o,
en vez de perder t ant os años criando esas m aldit as gallinas que se m orían de cualquier
diarrea de m orondanga y esas vacas que por cada lit ro de leche que se les ordeñaba,
consum ían una hect área de forraj e y una caj a de vit am inas y adem ás llenaban t odo de
m oscas y de m ierda. Clara y Pedro Segundo García, en cam bio, no com part ían su
ent usiasm o por los roedores, ella por razones hum anit arias, puest o que le parecía
at roz criarlos para arrancarles el cuero, y él porque nunca había oído hablar de
criaderos de rat ones.
Una noche el conde salió a fum ar uno de sus cigarrillos orient ales, especialm ent e
t raídos del Líbano ¡vaya uno a saber dónde queda eso! , com o decía Trueba, y a
respirar el perfum e de las flores que subía en grandes bocanadas desde el j ardín e
inundaba los cuart os. Paseó un poco por la t erraza y m idió con la vist a la ext ensión de
parque que se ext endía alrededor de la casa pat ronal. Suspiró, conm ovido por aquella
nat uraleza pródiga que podía reunir en el m ás olvidado país de la t ierra t odos los
clim as de su invención, la cordillera y el m ar, los valles y las cum bres m ás alt as, ríos
de agua crist alina y una benigna fauna que perm it ía pasear con t oda confianza, con la
cert eza de que no aparecerían víboras venenosas o fieras ham brient as, y, para t ot al
perfección, t am poco había negros rencorosos o indios salvaj es. Est aba hart o de
recorrer países exót icos det rás de negocios de alet as de t iburón para afrodisíacos,
ginseng para t odos los m ales, figuras t alladas por los esquim ales, pirañas
em balsam adas del Am azonas y chinchillas para hacer abrigos de señora. Tenía t reint a
y ocho años, al m enos ésos confesaba, y sent ía que por fin había encont rado el paraíso
en la t ierra, donde podía m ont ar em presas t ranquilas con socios ingenuos. Se sent ó en
un t ronco a fum ar en la oscuridad. De pront o vio una som bra agit arse y t uvo la idea
fugaz de que podía ser un ladrón, pero enseguida la desechó, porque los bandidos en
esas t ierras est aban t an fuera de lugar com o las best ias m alignas. Se aproxim ó con
prudencia y ent onces divisó a Blanca, que asom aba las piernas por la vent ana y se
deslizaba com o un gat o por la pared, cayendo ent re las hort ensias sin el m enor ruido.
Vest ía de hom bre, porque los perros ya la conocían y no necesit aba andar en cueros.
Jean de Sat igny la vio alej arse buscando las som bras del alero de la casa y de los
árboles, pensó seguirla, pero t uvo m iedo de los m ast ines y pensó que no había
necesidad de eso para saber dónde iba una m uchacha que salt a por una vent ana en la
noche. Se sint ió preocupado, porque lo que acababa de ver ponía en peligro sus
planes.
Al día siguient e, el conde pidió a Blanca Trueba en m at rim onio. Est eban, que no
había t enido t iem po para conocer bien a su hij a, confundió su plácida am abilidad y su
ent usiasm o por colocar los candelabros de plat a en la m esa, con am or. Se sint ió m uy
sat isfecho de que su hij a, t an aburrida y de m ala salud, hubiera at rapado al galán m ás
solicit ado de la región. «¿Qué habrá vist o en ella?», se pregunt ó, ext rañado. Manifest ó
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al pret endient e que debía consult arlo con Blanca, pero que est aba seguro de que no
habría ningún inconvenient e y que, por su part e, se adelant aba a darle la bienvenida a
la fam ilia. Hizo llam ar a su hij a, que en ese m om ent o est aba enseñando geografía en
la escuela, y se encerró con ella en su despacho. Cinco m inut os después se abrió la
puert a violent am ent e y el conde vio salir a la j oven con las m ej illas arreboladas. Al
pasar por su lado le lanzó una m irada asesina y volt eó la cara. Ot ro m enos t enaz,
habría cogido sus valij as y se habría ido al único hot el del pueblo, pero el conde dij o a
Est eban que est aba seguro de conseguir el am or de la j oven, siem pre que le dieran
t iem po para ello. Est eban Trueba le ofreció que se quedara com o huésped en Las Tres
Marías m ient ras lo considerara necesario. Blanca nada dij o, pero desde ese día dej ó de
com er en la m esa con ellos y no perdió oport unidad de hacer sent ir al francés que era
indeseable. Guardó sus vest idos de fiest a y los candelabros de plat a y lo evit ó
cuidadosam ent e. Anunció a su padre que si volvía a m encionar el asunt o del
m at rim onio regresaba a la capit al en el prim er t ren que pasara por la est ación y se iba
de novicia a su colegio.
- ¡Ya cam biará de opinión! - rugió Est eban Trueba.
- Lo dudo - respondió ella.
Ese año la llegada de los m ellizos a Las Tres Marías, fue un gran alivio. Llevaron una
ráfaga de frescura y bullicio al clim a oprim ent e de la casa. Ninguno de los dos
herm anos supo apreciar los encant os del noble francés, a pesar de que él hizo
discret os esfuerzos por ganar la sim pat ía de los j óvenes. Jaim e y Nicolás se burlaban
de sus m odales, de sus zapat os de m arica y su apellido ext ranj ero, pero Jean de
Sat igny nunca se m olest ó. Su buen hum or t erm inó por desarm arlos y convivieron el
rest o del verano am igablem ent e, llegando incluso a aliarse para sacar a Blanca del
em perram ient o en que se había hundido.
- Ya t ienes veint icuat ro años, herm ana. ¿Quieres quedart e para vest ir sant os?
- decían.
Procuraban ent usiasm arla paras que se cort ara el pelo y copiara los vest idos que
hacían furor en las revist as, pero ella no t enía ningún int erés en esa m oda exót ica, que
no t enía la m enor oport unidad de sobrevivir en la polvareda del cam po.
Los m ellizos eran t an diferent es ent re sí, que no parecían herm anos. Jaim e era alt o,
fornido, t ím ido y est udioso. Obligado por la educación del int ernado, llegó a desarrollar
con los deport es una m usculat ura de at let a, pero en realidad consideraba que ésa era
una act ividad agot adora e inút il. No podía com prender el ent usiasm o de Jean de
Sat igny por pasar la m añana persiguiendo una bola con un palo para m et erla en un
hoyo, cuando era t ant o m ás fácil colocarla con la m ano. Tenía ext rañas m anías que
em pezaron a m anifest arse en esa época y que fueron acent uándose a lo largo de su
vida. No le gust aba que le respiraran cerca, que le dieran la m ano, que le hicieran
pregunt as personales, le pidieran libros prest ados o le escribieran cart as. Est o
dificult aba su t rat o con la gent e, pero no consiguió aislarlo, porque a los cinco m inut os
de conocerlo salt aba a la vist a que, a pesar de su act it ud at rabiliaria, era generoso,
cándido y t enía una gran capacidad de t ernura, que él procuraba inút ilm ent e disim ular,
porque lo avergonzaba. Se int eresaba por los dem ás m ucho m ás de lo que quería
adm it ir, era fácil conm overlo. En Las Tres Marías los inquilinos lo llam aban «el
pat roncit o» y acudían a él cada vez que necesit aban algo. Jaim e los escuchaba sin
com ent arios, cont est aba con m onosílabos y t erm inaba dándoles la espalda, pero no
descansaba hast a solucionar el problem a. Era huraño y su m adre decía que ni siquiera
cuando era pequeño se dej aba acariciar. Desde niño t enía gest os ext ravagant es, era
capaz de quit arse la ropa que llevaba puest a para dársela a ot ro, com o lo hizo en
varias oport unidades. El afect o y las em ociones le parecían signos de inferioridad y
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sólo con los anim ales perdía las barreras de su exagerado pudor, se revolcaba por el
suelo con ellos, los acariciaba, les daba de com er en la boca y dorm ía abrazado con los
perros. Podía hacer lo m ism o con los niños de m uy cort a edad, siem pre que nadie
est uviera observando, porque frent e a la gent e prefería el papel de hom bre recio y
solit ario. La form ación brit ánica de doce años de colegio, no pudo desarrollar en él
spleen, que se consideraba el m ej or at ribut o de un caballero. Era un sent im ent al
incorregible. Por eso se int eresó en la polít ica y decidió que no sería abogado, com o su
padre le exigía, sino m édico, para ayudar a los necesit ados, com o le sugirió su m adre,
que le conocía m ej or. Jaim e había j ugado con Pedro Tercero García durant e t oda su
infancia, pero fue ese año que aprendió a adm irarlo. Blanca t uvo que sacrificar un par
dé encuent ros en el río, para que los dos j óvenes se reunieran. Hablaban de j ust icia,
de igualdad, del m ovim ient o cam pesino, del socialism o, m ient ras Blanca los escuchaba
con im paciencia, deseando que acabaran pront o para quedarse sola con su am ant e.
Esa am ist ad unió a los dos m uchachos hast a la m uert e, sin que Est eban Trueba lo
sospechara.
Nicolás era herm oso com o una doncella. Heredó la delicadeza y la t ransparencia de
la piel de su m adre, era pequeño, delgado, ast ut o y rápido com o un zorro. De
int eligencia brillant e, sin hacer ningún esfuerzo sobrepasaba a su herm ano en t odo lo
que em prendían j unt os. Había invent ado un j uego para at orm ent arlo: le llevaba la
cont ra en cualquier t em a y argum ent aba con t ant a habilidad y cert eza, que t erm inaba
por convencer a Jaim e que est aba equivocado, obligándolo a adm it ir su error.
- ¿Est ás seguro de que yo t engo la razón? - decía finalm ent e Nicolás a su herm ano.
- Sí, t ienes razón - gruñía Jaim e, cuya rect it ud le im pedía discut ir de m ala fe.
- ¡Ah! Me alegro - exclam aba Nicolás- . Ahora yo t e voy a dem ost rar que el que t iene
la razón eres t ú y el equivocado soy yo. Te voy a dar los argum ent os que t ú t enías que
haberm e dado, si fueras int eligent e.
Jaim e perdía la paciencia y le caía a golpes, pero enseguida se arrepent ía, porque
era m ucho m ás fuert e que su herm ano y su propia fuerza lo hacía sent irse culpable. En
el colegio, Nicolás usaba su ingenio para m olest ar a los dem ás y cuando se veía
obligado a enfrent ar una sit uación de violencia, llam aba a su herm ano para que lo
defendiera m ient ras él lo anim aba desde at rás. Jaim e se acost um bró a dar la cara por
Nicolás y llegó a parecerle nat ural ser cast igado en su lugar, hacer sus t areas y t apar
sus m ent iras. El principal int erés de Nicolás en ese período de su j uvent ud apart e de
las m uj eres, fue desarrollar la habilidad de Clara para adivinar el fut uro. Com praba
libros sobre sociedades secret as, de horóscopos y de t odo lo que t uviera caract eríst icas
sobrenat urales. Ese año le dio por desenm ascarar m ilagros, se com pró Las Vidas de
Los Sant os en edición popular y pasó el verano buscando explicaciones pedest res a las
m ás fant ást icas proezas de orden espirit ual. Su m adre se burlaba de él.
- Si no puedes ent ender cóm o funciona el t eléfono, hij o - decía Clara- , ¿cóm o quieres
com prender los m ilagros?
El int erés de Nicolás por los asunt os sobrenat urales com enzó a m anifest arse un par
de años ant es. Los Fines de sem ana que podía salir del int ernado, iba a visit ar a las
t res herm anas Mora en su viej o m olino, para aprender ciencias ocult as. Pero pront o se
vio que no t enía ninguna disposición nat ural para la clarividencia o la t elequinesia, de
m odo que t uvo que conform arse con la m ecánica de las cart as ast rológicas, el t arot y
los palit os chinos. Com o una cosa t rae a la ot ra, conoció en casa de las Mora a una
herm osa j oven de nom bre Am anda, algo m ayor que él, que lo inició en la m edit ación
yoga y en la acupunt ura, ciencias con las cuales Nicolás llegó a curar el reum a y ot ras
dolencias m enores, que era m ás de lo que conseguiría su herm ano con la m edicina
t radicional, después de siet e años de est udio. Pero t odo eso fue m ucho después. Ese
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

verano t enía veint iún años y se aburría en el cam po. Su herm ano lo vigilaba
est recham ent e, para que no m olest ara a las m uchachas, porque se había
aut odesignado defensor de la virt ud de las doncellas de Las Tres Marías, a pesar de lo
cual Nicolás se las arregló para seducir a casi t odas las adolescent es de la zona, con
art es de galant ería que j am ás se habían vist o por aquellos lugares. El rest o del t iem po
lo pasaba invest igando m ilagros, t rat ando de aprender los t rucos de su m adre para
m over el salero con la fuerza de la m ent e, y escribiendo versos apasionados a
Am anda, que se los devolvía por correo, corregidos y m ej orados, sin que ello lograra
desanim ar al j oven.

Pedro García, el viej o, m urió poco ant es de las elecciones presidenciales. El país
est aba convulsionado por las cam pañas polít icas, los t renes de t riunfo cruzaban de
Nort e a Sur llevando a los candidat os asom ados en la cola, con su cort e de
proselit ist as, saludando t odos del m ism o m odo, prom et iendo t odos las m ism as cosas,
em banderados y con una sonaj era de orfeón y alt oparlant es que espant aba la quiet ud
del paisaj e y pasm aba al ganado. El viej o había vivido t ant o, que ya no era m ás que
un m ont ón de huesit os de crist al cubiert os por un pellej o am arillo. Su rost ro era un
encaj e de arrugas. Cloqueaba al cam inar, con un t int ineo de cast añuelas, no t enía
dient es y sólo podía com er papilla de bebé, adem ás de ciego se había quedado sordo,
pero nunca le falló el reconocim ient o de las cosas y la m em oria del pasado y de lo
inm ediat o. Murió sent ado en su silla de m im bre al at ardecer. Le gust aba colocarse en
el um bral de su rancho a sent ir caer la t arde, que la adivinaba por el cam bio sut il de la
t em perat ura, por los sonidos del pat io, el afán de las cocinas, el silencio de las gallinas.
Allí lo encont ró la m uert e. A sus pies, est aba su bisniet o Est eban García, que ya t enía
alrededor de diez años, ocupado en ensart ar los oj os a un pollo con un clavo. Era hij o
de Est eban García, el único bast ardo del pat rón que llevó su nom bre, aunque no su
apellido. Nadie recordaba su origen ni la razón por la cual llevaba ese nom bre, except o
él m ism o, porque su abuela, Pancha García, ant es de m orir alcanzó a envenenar su
infancia con el cuent o de que si su padre hubiera nacido en el lugar de Blanca, Jaim e o
Nicolás, habría heredado Las Tres Marías y podría haber llegado a President e de la
República, de haberlo querido. En aquella región sem brada de hij os ilegít im os y de
ot ros legít im os que no conocían a su padre, él fue probablem ent e el único que creció
odiando su apellido. Vivió cast igado por el rencor cont ra el pat rón, cont ra su abuela
seducida, cont ra su padre bast ardo y cont ra su propio inexorable dest ino de pat án.
Est eban Trueba no lo dist inguía ent re los dem ás chiquillos de la propiedad, era uno
m ás del m ont ón de criat uras que cant aban el him no nacional en la escuela y hacían
cola para su regalo de Navidad. No se acordaba de Pancha García ni de haber t enido
un hij o con ella, y m ucho m enos de aquel niet o t aim ado que lo odiaba, pero que lo
observaba de lej os para im it ar sus gest os y copiar su voz. El niño se desvelaba en la
noche im aginando horribles enferm edades o accident es que ponían fin a la exist encia
del pat rón y t odos sus hij os, para que él pudiera heredar la propiedad. Ent onces
t ransform aba Las Tres Marías en su reino. Esas fant asías las acarició t oda su vida, aun
después de saber que j am ás obt endría nada por vía de la herencia. Siem pre reprochó
a Trueba la exist encia oscura que forj ó para él y se sint ió cast igado, inclusive en los
días en que llegó a la cim a del poder y los t uvo a t odos en su puño.
El niño se dio cuent a que algo había cam biado en el anciano. Sé acercó, lo t ocó y el
cuerpo se t am baleó. Pedro García cayó al suelo com o una bolsa de huesos. Tenía las
pupilas cubiert as por la película lechosa que las fue dej ando sin luz a lo largo de un
cuart o de siglo. Est eban García t om ó el clavo y se disponía a pincharle los oj os, cuando
llegó Blanca y lo apart ó de un em puj ón, sin sospechar que esa criat ura hosca y

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Isabel Allende

m alvada era su sobrino y que dent ro de algunos años sería el inst rum ent o de una
t ragedia para su fam ilia.
- Dios m ío, se m urió el viej ecit o - sollozó inclinándose sobre el cuerpo j ibarizado del
anciano que pobló su infancia de cuent os y prot egió sus am ores clandest inos.
A Pedro García, el viej o, lo ent erraron con un velorio de t res días en el que Est eban
Trucha ordenó que no se escat im ara el gast o. Acom odaron su cuerpo en un caj ón de
pino rúst ico, con su t raj e dom inguero, el m ism o que usó cuando se casó y que se
ponía para vot ar y recibir sus cincuent a pesos en Navidad. Le pusieron su única cam isa
blanca, que le quedaba m uy holgada en el cuello, porque la edad lo había encogido, su
corbat a de lut o y un clavel roj o en el oj al, com o siem pre que se enfiest aba. Le
suj et aron la m andíbula con un pañuelo y le colocaron su som brero negro, porque había
dicho m uchas veces, que quería quit árselo para saludar a Dios. No t enía zapat os, pero
Clara sust raj o unos de Est eban Trucha, para que t odos vieran que no iba descalzo al
Paraíso.
Jean de Sat igny se ent usiasm ó con el funeral, ext raj o de su equipaj e una m áquina
fot ográfica con t rípode y t om ó t ant os ret rat os al m uert o, que sus fam iliares pensaron
que le podía robar el alm a ,v, por precaución, dest rozaron las placas. Al velat orio
acudieron cam pesinos de t oda la región, porque Pedro García, en su siglo de vida
est aba em parent ado con m uchos paisanos de provincia. Llegó la m eica, que era aún
m ás anciana que él, con varios indios de su t ribu, que a una orden suya com enzaron a
llorar al finado y no dej aron de hacerlo hast a que t erm inó la parranda t res días
después. La gent e se j unt ó alrededor del rancho del viej o a beber vino, t ocar la
guit arra y vigilar los asados. Tam bién llegaron dos curas en biciclet a, a bendecir los
rest os m ort ales de Pedro García y a dirigir los rit os fúnebres. Uno de ellos era un
gigant e rubicundo con fuert e acent o español, el padre José Dulce María, a quien
Est eban Trucha conocía de nom bre. Est uvo a punt o de im pedirle la ent rada a su
propiedad, pero Clara lo convenció de que no era el m om ent o de ant eponer sus odios
polít icos al fervor crist iano de los cam pesinos. «Por lo m enos pondrá algo de orden en
los asunt os del alm a», dij o ella. De m odo que Est eban Trueba t erm inó por darle la
bienvenida e invit arlo a que se quedara en su casa con el herm ano lego, que no abría
la boca y m iraba siem pre al suelo, con la cabeza ladeada y las m anos j unt as. El pat rón
est aba conm ovido por la m uert e del viej o que le había salvado las siem bras de las
horm igas y la vida de yapa, y quería que t odos recordaran ese ent ierro com o un
acont ecim ient o.
Los curas reunieron a los inquilinos y visit ant es en la escuela, para repasar los
olvidados evangelios y decir una m isa por el descanso del alm a de Pedro García.
Después se ret iraron a la habit ación que se les había dest inado en la casa pat ronal,
m ient ras los dem ás cont inuaban la j uerga que había sido int errum pida por su llegada.
Esa noche Blanca esperó que se callaran las guit arras y el llant o de los indios y que
t odos se fueran a la cam a, para salt ar por la vent ana de su habit ación y enfilar en la
dirección habit ual, am parada por las som bras. Volvió a hacerlo durant e las t res noches
siguient es, hast a que los sacerdot es se fueron. 'I odos, m enos sus padres, se ent eraron
de que Blanca se j unt aba con uno de ellos en el río. Era Pedro Tercero García, que no
quiso perderse el funeral de su abuelo y aprovechó la sot ana prest ada para arengar a
los t rabaj adores casa por casa, explicándoles que las próxim as elecciones eran su
oport unidad de sacudir el yugo en que habían vivido siem pre. Lo escuchaban
sorprendidos y confusos. Su t iem po se m edía por est aciones, sus pensam ient os por
generaciones, eran lent os y prudent es. Sólo los m ás j óvenes, los que t enían radio y
oían las not icias, los que a veces iban al pueblo y conversaban con los sindicalist as,
podían seguir el hilo de sus ideas. Los dem ás lo escuchaban porque el m uchacho era el

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Isabel Allende

héroe perseguido por los pat rones, pero en el fondo est aban convencidos de que
hablaba t ont erías.
- Si el pat rón descubre que vam os a vot ar por los socialist as, nos j odim os - dij eron.
- ¡No puede saberlo! El vot o es secret o - alegó el falso cura.
- Eso cree ust ed, hij o - respondió Pedro Segundo, su padre- . Dicen que es secret o,
pero después siem pre saben por quién vot am os. Adem ás, si ganan los de su part ido,
nos van a echar a la calle, no t endrem os t rabaj o. Yo he vivido siem pre aquí. ¿Qué
haría?
- ¡No pueden echarlos a t odos, porque el pat rón pierde m ás que ust edes si se van!
- arguyó Pedro Tercero.
- No im port a por quién vot em os, siem pre ganan ellos.
- Cam bian los vot os - dij o Blanca, que asist ía a la reunión sent ada ent re los
cam pesinos.
- Est a vez no podrán - dij o Pedro Tercero- . Mandarem os gent e del part ido para
cont rolar las m esas de vot ación y ver que sellen las urnas.
Pero los cam pesinos desconfiaban. La experiencia les había enseñado que el zorro
siem pre acaba por com erse a las gallinas, a pesar de las baladas subversivas que
andaban de boca en boca cant ando lo cont rario. Por eso, cuando pasó el t ren del
nuevo candidat o del Part ido Socialist a, un doct or m iope y carism át ico que m ovía a las
m uchedum bres con su discurso inflam ado, ellos lo observaron desde la est ación,
vigilados por los pat rones que m ont aron un cerco a su alrededor, arm ados con
escopet as de caza y garrot es. Escucharon respet uosam ent e las palabras del candidat o,
pero no se at revieron a hacerle ni un gest o de saludo, except o unos pocos braceros
que acudieron en pandilla, provist os de palos y picot as, y lo vit orearon hast a
desgañit arse, porque ellos no t enían nada que perder, eran nóm adas del cam po,
vagaban por la región sin t rabaj o fij o, sin fam ilia, sin am o y sin m iedo.
Poco después de la m uert e y el m em orable ent ierro de Pedro García, el viej o, Blanca
com enzó a perder sus colores de m anzana y a sufrir fat igas nat urales que no eran
producidas por dej ar de respirar y vóm it os m at inales que no eran provocados por
salm uera calient e. Pensó que la causa est aba en el exceso de com ida, era la época de
los duraznos dorados, los dam ascos, el m aíz t ierno preparado en cazuelas de barro y
perfum ado con albahaca, era el t iem po de hacer las m erm eladas y las conservas para
el invierno. Pero el ayuno, la m anzanilla, los purgant es y el reposo no la curaron.
Perdió el ent usiasm o por la escuela, la enferm ería y hast a por sus Nacim ient os de
barro, se puso floj a y som nolient a, podía pasar horas echada en la som bra m irando el
cielo, sin int eresarse por nada. La única act ividad que m ant uvo fueron sus escapadas
noct urnas por la vent ana cuando t enía cit a con Pedro Tercero en el río.
Jean de Sat igny, que no se había dado por vencido en su asedio rom ánt ico, la
observaba. Por discreción, pasaba unas t em poradas en el hot el del pueblo y hacía
algunos viaj es cort os a la capit al, de donde regresaba cargado de lit erat ura sobre las
chinchillas, sus j aulas, su alim ent o, sus enferm edades, sus m ét odos reproduct ivos, la
form a de curt irles el cuero y, en general, t odo lo referent e a esas pequeñas best ias
cuyo dest ino era convert irse en est olas. La m ayor part e del verano el conde fue
huésped en Las Tres Marías. Era un visit ant e encant ador, bien educado, t ranquilo y
alegre. Siem pre t enía una frase am able en la punt a de los labios, celebraba la com ida,
los divert ía en las t ardes t ocando el piano del salón, donde com pet ía con Clara en los
noct urnos de Chopin y era una fuent e inagot able de anécdot as. Se levant aba t arde y
pasaba una o dos horas dedicado a su arreglo personal, hacía gim nasia, t rot aba
alrededor de la casa sin im port arle las burlas de los t oscos cam pesinos, se rem oj aba
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en la bañera con agua calient e y se dem oraba m ucho en elegir la ropa para cada
ocasión. Era un esfuerzo perdido, puest o que nadie apreciaba su elegancia y a m enudo
lo único que conseguía con sus t raj es ingleses de m ont ar, sus chaquet as de t erciopelo
y sus som breros t iroleses con plum a de faisán, era que Clara, con la m ej or int ención,
le ofreciera ropa m ás apropiada para el cam po. Jean no perdía el buen hum or,
acept aba las sonrisas irónicas del dueño de casa, las m alas caras de Blanca y la
perenne dist racción de Clara, que al cabo de un año seguía pregunt ándole su nom bre.
Sabía cocinar algunas recet as francesas, m uy aliñadas y m agníficam ent e present adas,
con las que cont ribuía cuando t enían invit ados. Era la prim era vez que veían a un
hom bre int eresado en la cocina, pero supusieron que eran cost um bres europeas y no
se at revieron a hacerle brom as, para no pasar por ignorant es. De sus viaj es a la
capit al t raía, adem ás de lo concernient e a las chinchillas, las revist as de m oda, los
follet ines de guerra que se habían popularizado para crear el m it o del soldado heroico
y novelas rom ánt icas para Blanca. En la conversación de sobrem esa, a veces se refería
con t ono de m ort al aburrim ient o, a sus veranos con la nobleza europea en los cast illos
de Liecht enst ein o en la Cost a Azul. Nunca dej aba de decir que est aba feliz de haber
cam biado t odo eso por el encant o de Am érica. Blanca le pregunt aba por qué no había
elegido el Caribe, o por lo m enos un país con m ulat as, cocot eros y t am bores, si lo que
buscaba era exot ism o, pero él sost enía que no había en la t ierra ot ro sit io m ás
agradable que ese olvidado país al final del m undo. El francés no hablaba de su vida
personal, except o para deslizar algunas claves im percept ibles que perm it ían al
int erlocut or ast ut o darse cuent a de su esplendoroso pasado, su fort una incalculable y
su noble origen. No se conocía con cert eza su est ado civil, su edad, su fam ilia o de qué
part e de Francia provenía. Clara era de opinión que t ant o m ist erio era peligroso y t rat ó
de desent rañarlo con las cart as del t arot , pero Jean no perm it ía que le echaran la
suert e ni que se escrut aran las líneas de su m ano. Tam poco se sabía su signo zodiacal.
A Est eban Trueba t odo eso le t enía sin cuidado. Para él era suficient e que el conde
est uviera dispuest o a ent ret enerlo con una part ida de aj edrez o de dom inó, que fuera
ingenioso y sim pát ico y nunca pidiera dinero prest ado. Desde que Jean de Sat igny
visit aba la casa, era m ucho m ás soport able el aburrim ient o del cam po, donde a las
cinco de la t arde no había nada m ás que hacer. Adem ás le gust aba que los vecinos lo
envidiaran por t ener a ese huésped dist inguido en Las Tres Marías.
Se había corrido la voz de que Jean pret endía a Blanca Trueba, pero no por eso dej ó
de ser el galán predilect o de las m adres casam ent eras. Clara t am bién lo est im aba,
aunque en ella no había ningún cálculo m at rim onial. Por su part e, Blanca acabó
acost um brándose a su presencia. Era t an discret o y suave en el t rat o, que poco a poco
Blanca olvidó su proposición m at rim onial. Llegó a pensar que había sido algo así com o
una brom a del conde. Volvió a sacar del arm ario los candelabros de plat a, a poner la
m esa con la vaj illa inglesa y a usar sus vest idos de ciudad en las t ert ulias de la t arde.
A m enudo Jean la invit aba al pueblo o le pedía que lo acom pañara a sus num erosas
invit aciones sociales. En esas oport unidades Clara t enía que ir con ellos, porque
Est eban Trueba era inflexible en ese punt o: no quería que vieran a su hij a sola con el
francés. En cam bio, les perm it ía pasear sin chaperona por la propiedad, siem pre que
no se alej aran dem asiado y que regresaran ant es que oscureciera. Clara decía que si
se t rat aba de cuidar la virginidad a la j oven eso era m ucho m ás peligroso que ir a
t om ar t é al fundo de los Uzcát egui, pero Est eban est aba seguro de que no había nada
que t em er de Jean, puest o que sus int enciones eran nobles, pero había que cuidarse
de las m alas lenguas, que podían dest rozar la honra a su hij a. Los paseos cam pest res
de Jean y de' Blanca consolidaron una buena am ist ad. Se llevaban bien. A los dos les
gust aba salir a m edia m añana a caballo, con la m erienda en un canast o y varios
m alet ines de lona y cuero con el equipo de Jean. El conde aprovechaba t odas las
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paradas para colocar a Blanca cont ra el paisaj e y fot ografiarla, a pesar de que se
resist ía un poco, porque se sent ía vagam ent e ridícula. Ese sent im ient o se j ust ificaba al
ver los ret rat os revelados, donde aparecía con una sonrisa que no era la suya, en una
post ura incóm oda y con un aire de infelicidad, debido, según Jean, a que no era capaz
de posar con nat uralidad y, según ella, a que la obligaba a ponerse t orcida y aguant ar
la respiración durant e largos segundos, hast a que se im prim iera la placa. Por lo
general escogían un lugar som brío debaj o de los árboles, colocaban una m ant a sobre
la yerba y se acom odaban para pasar algunas horas. Hablaban de Europa, de libros, de
anécdot as fam iliares de Blanca o de los viaj es de Jean. Ella le regaló un libro del Poet a
y él se ent usiasm ó t ant o, que aprendió largos pasaj es de m em oria y podía recit ar los
versos sin vacilar. Decía que era lo m ej or que se había escrit o en m at eria de poesía y
que ni siquiera en francés, el idiom a de las art es, había nada que pudiera com pararse.
No hablaban de sus sent im ient os. Jean era solícit o, pero no era suplicant e o insist ent e,
sino m ás bien herm anable y burlón. Si le besaba la m ano para despedirse, lo hacía con
una m irada de escolar que rest aba t odo rom ant icism o al gest o. Si le adm iraba un
vest ido, un guiso o una figura del Nacim ient o, su t ono t enía un dej o irónico que
perm it ía int erpret ar la frase de m uchas m aneras. Si cort aba flores para ella o la
ayudaba a desm ont ar del caballo, lo hacía con un desenfado que convert ía la
galant ería en una at ención de am igo. De t odos m odos, para prevenir, Blanca le hizo
saber, cada vez que se present ó la ocasión, que no se casaría ni m uert a con él. Jean
de Sat igny sonreía con su brillant e sonrisa de seduct or, sin decir nada, y Blanca no
podía m enos que not ar que era m ucho m ás apuest o que Pedro Tercero.
Blanca no sabía que Jean la espiaba. La había vist o salt ar por la vent ana vest ida de
hom bre en m uchas ocasiones. La seguía un t recho, pero se revolvía, t em eroso de que
lo sorprendieran los perros en la oscuridad. Pero, por la dirección que ella t om aba,
había podido det erm inar que siem pre iba rum bo al río.
Ent ret ant o, Trueba no t erm inaba de decidirse respect o a las chinchillas. A m odo de
prueba, accedió a inst alar una j aula con algunas parej as de esos roedores, im it ando en
pequeña escala la gran indust ria m odelo. Fue la única vez que se vio a Jean de Sat igny
arrem angado t rabaj ando. Sin em bargo, las chinchillas se cont agiaron de una
enferm edad privat iva de las rat as y se fueron m uriendo t odas en m enos de dos
sem anas. Ni siquiera pudieron curt ir las pieles, porque el pelo se les puso opaco y se
les desprendía del cuero com o plum as de un ave rem oj ada en agua hirviendo. Jean vio
horrorizado aquellos cadáveres despelucados, con las pat as t iesas y los oj os en blanco,
que echaban por t ierra las esperanzas de convencer a Est eban Trucha, quien perdió
t odo ent usiasm o por la pelet ería al ver esa m ort andad.
- Si la pest e le hubiera dado a la indust ria m odelo, est aría t ot alm ent e arruinado
- concluyó Trucha.
Ent re la pest e de las chinchillas y las escapadas de Blanca, el conde pasó varios
m eses perdiendo su t iem po. Em pezaba a est ar cansado de aquellas t ram it aciones y
pensaba que Blanca j am ás se iba a fij ar en sus encant os. Vio que el criadero de
roedores no t enía para cuándo concret arse y decidió que era m ej or precipit ar las
cosas, ant es que ot ro m ás avispado se quedara con la heredera. Adem ás, Blanca
com enzaba a gust arle, ahora que est aba m ás robust a y con esa languidez que había
at enuado sus m odales de cam pesina. Prefería a las m uj eres plácidas y opulent as y la
visión de Blanca echada sobre alm ohadones observando el cielo a la hora de la siest a,
le recordaba a su m adre. A veces conseguía conm overlo. Jean aprendió a adivinar, por
pequeños det alles im percept ibles para los dem ás, cuándo Blanca t enía planeada una
excursión noct urna al río. En esas ocasiones, la j oven se quedaba sin cenar,
pret ext ando dolor de cabeza, se despedía t em prano y había un brillo ext raño en sus
pupilas, una im paciencia y un anhelo en sus gest os que él reconocía. Una noche
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decidió seguirla hast a el final, para t erm inar con esa sit uación que am enazaba con
prolongarse indefinidam ent e. Est aba seguro que Blanca t enía un am ant e, pero creía
que no podía ser nada serio. Personalm ent e, Jean de Sat igny no t enía ninguna fij ación
con la virginidad y no se había plant eado ese asunt o cuando decidió pedirla en
m at rim onio. Lo que le int eresaba de ella eran ot ras cosas, que no se perderían por un
m om ent o de placer en el lecho del río.
Después que Blanca se ret iró a su habit ación y el rest o de la fam ilia t am bién, Jean
de Sat igny se quedó sent ado en el salón a oscuras, at ent o a los ruidos de la casa,
hast a la hora que calculó que ella salt aría por la vent ana. Ent onces salió al pat io y se
plant ó ent re los árboles a esperarla. Est uvo agazapado en la som bra m ás de m edia
hora, sin que nada anorm al t urbara la paz de la noche. Aburrido de esperar, se
disponía a ret irarse, cuando se fij ó que la vent ana de Blanca est aba abiert a. Se dio
cuent a que había salt ado ant es que él se apost ara en el j ardín a vigilarla.
- Merde - m asculló en francés.
Rogando que los perros no alert aran a t oda la casa con sus ladridos y que no le
salt aran encim a, se dirigió hacia el río, por el cam ino que ot ras veces había vist o t om ar
a Blanca. No est aba acost um brado a andar con su fino calzado por la t ierra arada, ni a
salt ar piedras y sort ear charcos, pero la noche est aba m uy clara, con una herm osa
luna llena ilum inando el cielo en un resplandor fant asm agórico y apenas se le pasó el
t em or de que aparecieran los perros, pudo apreciar la belleza del m om ent o. Anduvo un
buen cuart o de hora ant es de avist ar los prim eros cañaverales de la orilla y ent onces
duplicó su prudencia y se acercó con m ás sigilo, cuidando sus pisadas para que no
aplast aran ram as que pudieran delat arlo. La luna se reflej aba en el agua con un brillo
de crist al y la brisa m ecía suavem ent e las cañas y las copas de los árboles. Reinaba el
m ás com plet o silencio y por un inst ant e t uvo la fant asía de que est aba viviendo un
sueño de sonám bulo, en el cual cam inaba y cam inaba, sin avanzar, siem pre en el
m ism o sit io encant ado, donde el t iem po se había det enido y donde t rat aba de t ocar los
árboles, que parecían al alcance de la m ano, y se encont raba con el vacío. Tuvo que
hacer un esfuerzo para recuperar su habit ual est ado de ánim o, realist a y pragm át ico.
En un recodo del paisaj e, ent re grandes piedras grises ilum inadas por la luz de la luna,
los vio t an cerca, que casi podía t ocarlos. Est aban desnudos. El hom bre est aba de
espaldas, cara al cielo, con los oj os cerrados, pero no t uvo dificult ad en reconocer al
sacerdot e j esuit a que había ayudado la m isa del funeral de Pedro García, el viej o. Eso
le sorprendió. Blanca dorm ía con la cabeza apoyada en el vient re liso y m oreno de su
am ant e. La t enue luz lunar ponía reflej os m et álicos en sus cuerpos y Jean de Sat igny
se est rem eció al ver la arm onía de Blanca, que en ese m om ent o le pareció perfect a.
Tom ó casi un m im it o al elegant e conde francés abandonar el est ado de ensueño en
que lo sum ió la vist a de los enam orados, la placidez de la noche, la luna y el silencio
del cam po, y darse cuent a de que la sit uación era m ás grave de lo que había
im aginado. En la act it ud de los am ant es reconoció el abandono propio de quienes se
conocen de m uy largo t iem po. Aquello no t enía el aspect o de una avent ura erót ica de
verano, com o había supuest o, sino m ás bien de un m at rim onio de la carne y el
espírit u. Jean de Sat igny no podía saber que Blanca y Pedro Tercero habían dorm ido
así el prim er día que se conocieron y que cont inuaron haciéndolo cada vez que
pudieron a lo largo de esos años, sin em bargo, lo int uyó por inst int o.
Procurando no hacer ni el m enor ruido que pudiera alert arlos, dio m edia vuelt a y
em prendió el regreso, pensando cóm o enfrent ar el asunt o. Al llegar a la casa, ya había
t om ado la decisión de cont árselo al padre de Blanca, porque la ira siem pre pront a de
Est eban Trueba le pareció el m ej or m edio para resolver el problem a. «Que se las
arreglen ent re los nat ivos», pensó.

119
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Jean de Sat igny no esperó la m añana. Golpeó la puert a de la habit ación de su


anfit rión y ant es que ést e alcanzara a despabilarse com plet am ent e del sueño, le zam pó
su versión. Dij o que no podía dorm ir por el calor y que, para t om ar aire, había
cam inado dist raídam ent e en dirección al río y se había encont rado con el deprim ent e
espect áculo de su fut ura novia durm iendo en brazos del j esuit a barbudo, desnudos a la
luz de la luna. Por un m om ent o, eso despist ó a Est eban Trueba, que no podía im aginar
a su hij a acost ada con el padre José Dulce María, pero enseguida se dio cuent as de lo
que había pasado, de la burla de que había sido obj et o durant e el ent ierro del viej o y
de que el seduct or no podía ser ot ro que Pedro Tercero García, ese m aldit o hij o de
perra que lo t endría que pagar con su vida. Se puso los pant alones a t oda prisa, se
calzó las bot as, se echó la escopet a al hom bro y descolgó de la pared su fust a de
j inet e.
- Ust ed m e espera aquí, don - ordenó al francés, quien de t odos m odos no t enía
ninguna int ención de acom pañarlo.
Est eban Trueba corrió al est ablo y se m ont ó en su caballo sin ensillarlo. I ba
resoplando de indignación, con los huesos soldados reclam ando por el esfuerzo y el
corazón galopándole en el pecho. «Los voy a m at ar a los dos» rezongaba com o una
let anía. Salió a la carrera en la dirección que había señalado el francés, pero no t uvo
necesidad de llegar hast a el río, porque a m edio cam ino se encont ró con Blanca que
regresaba a la casa cant urreando, con el pelo desordenado, la ropa sucia, y ese aire
feliz de quien no t iene nada que pedirle a la vida. Al ver a su hij a, Est eban Trueba no
pudo cont ener su m al caráct er y se le fue encim a con el caballo y la fust a en el aire, la
golpeó sin piedad, propinándole un azot e t ras ot ro, hast a que la m uchacha cayó y
quedó t endida inm óvil en el barro. Su padre salt ó del caballo, la sacudió hast a que la
hizo volver en sí y le grit ó t odos los insult os conocidos y ot ros invent ados en el
arrebat o del m om ent o.
- ¡Quién es! ¡Dígam e su nom bre o la m at o! - le exigió.
- No se lo diré nunca - sollozó ella.
Est eban Trueba com prendió que ése no era el sist em a para obt ener algo de esa hij a
suya que había heredado su propia t est arudez. Vio que se había sobrepasado en el
cast igo, com o siem pre. La subió al caballo y volvieron a la casa. El inst int o o el
alborot o de los perros, advirt ieron a Clara y a los sirvient es, que esperaban en la
puert a con t odas las luces encendidas. El único que no se veía por ninguna part e, era
el conde, que en el t um ult o aprovechó para hacer sus m alet as, enganchó los caballos
al coche y se fue discret am ent e al hot el del pueblo.
- ¡Qué has hecho, Est eban, por Dios! - exclam ó Clara al ver a su hij a cubiert a de
barro y sangre.
Clara y Pedro Segundo García llevaron a Blanca en brazos a su cam a. El
adm inist rador había em palidecido m ort alm ent e, pero no dij o ni una sola palabra. Clara
lavó a su hij a, le aplicó com presas frías en los m oret ones y la arrulló hast a que
consiguió t ranquilizarla. Después que la dej ó dorm it ando, fue a enfrent arse con su
m arido, que se había encerrado en su despacho y allí paseaba furioso dando golpes
con la fust a a las paredes, m aldiciendo y pat eando los m uebles. Al verla, Est eban
dirigió t oda su furia cont ra ella, la culpó de haber criado a Blanca sin m oral, sin
religión, sin principios, com o una at ea libert ina, peor aún, sin sent ido de clase, porque
se podía ent ender que lo hiciera con alguien bien nacido, pero no con un pat án, un
gaznápiro, un cerebro calient e, ocioso, bueno para nada.

120
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- ¡Debí haberlo m at ado cuando se lo prom et í! ¡Acost ándose con m i propia hij a! ¡Juro
que lo voy a encont rar y cuando lo agarre lo capo, le cort o las bolas, aunque sea lo
últ im o que haga en m i vida, j uro por m i m adre que se va a arrepent ir de haber nacido!
- Pedro Tercero García no ha hecho nada que no hayas hecho t ú - dij o Clara, cuando
pudo int errum pirlo- . Tú t am bién t e has acost ado con m uj eres solt eras que no son de
t u clase. La diferencia es que él lo ha hecho por am or. Y Blanca t am bién.
Trueba la m iró, inm ovilizado por la sorpresa. Por un inst ant e su ira pareció
desinflarse y se sint ió burlado, pero inm ediat am ent e una oleada de sangre le subió a la
cabeza. Perdió el cont rol y descargó un puñet azo en la cara a su m uj er, t irándola
cont ra la pared: Clara se desplom ó sin un grit o. Est eban pareció despert ar de un
t rance, se hincó a su lado, llorando, balbuciendo disculpas y explicaciones, llam ándola
por los nom bres t iernos que sólo usaba en la int im idad, sin com prender cóm o había
podido levant ar la m ano a ella, que era el único ser que realm ent e le im port aba v a
quien j am ás, ni aun en los peores m om ent os de t u vida en com ún, había dej ado de
respet ar. La alzó en brazos, la sent ó am orosam ent e en un sillón, m oj ó un pañuelo para
ponerle en la frent e y t rat ó de hacerla beber un poco de agua. Por últ im o, Clara abrió
los oj os. Echaba sangre por la nariz. Cuando abrió la boca, escupió varios dient es, que
cayeron al suelo y un hilo de saliva sanguinolent a le corrió por la barbilla y el cuello.
Apenas Clara pudo enderezarse, apart ó a Est eban de un em puj ón, se puso de pie
con dificult ad y salió del despacho, t rat ando de cam inar erguida. Al ot ro lado de la
puert a est aba Pedro Segundo García, que alcanzó a suj et arla en el m om ent o que
t rast abillaba. Al sent irlo a su lado, Clara se abandonó. Apoyó la cara t um efact a en el
pecho de ese hom bre que había est ado a su lado durant e los m om ent os m ás difíciles
de su vida, y se puso a llorar. La cam isa de Pedro Segundo García se t iñó de sangre.
Clara no volvió a hablar a su m arido nunca m ás en su vida. Dej ó de usar su apellido
de casada y se quit ó del dedo la fina alianza de oro que él le había colocado m ás de
veint e años at rás, aquella noche m em orable en que Barrabás m urió asesinado por un
cuchillo de carnicero.
Dos días después, Clara y Blanca abandonaron Las Tres Marías y regresaron a la
capit al. Est eban quedó hum illado y furioso, con la sensación de que algo se había rot o
para siem pre en su vida.
Pedro Segundo fue a dej ar a la pat rona y a su hij a a la est ación. Desde la noche
aquella, no había vuelt o a verlas y perm anecía silencioso y huraño. Las acom odó en el
t ren y después se quedó con el som brero en la m ano, los oj os baj os, sin saber cóm o
despedirse. Clara lo abrazó. Al principio él se m ant uvo rígido y desconcert ado, pero
pront o lo vencieron sus propios sent im ient os y se at revió a rodearla t ím idam ent e con
los brazos y deposit ar un beso im percept ible en su pelo. Se m iraron por últ im a vez a
t ravés de la vent anilla y los dos t enían los oj os llenos de lágrim as. El fiel adm inist rador
llegó a su casa de ladrillos, hizo un bult o con sus escasas pert enencias, envolvió en un
pañuelo el poco dinero que había podido ahorrar en t odos esos años de servicio y
part ió. Trucha lo vio despedirse de los inquilinos y m ont ar en su caballo. Trat ó de
det enerlo explicándole que lo que había ocurrido no t enía nada que ver con él, que no
era j ust o que por las culpas de su hij o perdiera el t rabaj o, los am igos, la casa y su
seguridad.
- No quiero est ar aquí cuando encuent re a m i hij o, pat rón - fueron las últ im as
palabras de Pedro Segundo García ant es de part ir al t rot e hacia la carret era.

¡Qué solo m e sent í ent onces! I gnoraba que la soledad no m e abandonaría nunca
m ás y que la única persona que volvería a t ener cerca de m í en el rest o de m i vida,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

sería una niet a bohem ia y est rafalaria, con el pelo verde com o Rosa. Pero eso sería
varios años m ás t arde.
Después de la part ida de Clara, m iré a m i alrededor y vi m uchas caras nuevas en
Las Tres Marías. Los ant iguos com pañeros de rut a est aban m uert os o se habían
alej ado. Ya no t enía a m i m uj er ni a m i hij a. El cont act o con m is hij os era m ínim o.
Habían fallecido m i m adre, m i herm ana, la buena Nana, Pedro García, el viej o. Y
t am bién Rosa m e vino a la m em oria com o un inolvidable dolor. Ya no podía cont ar con
Pedro Segundo García, que est uvo a m i lado durant e t reint a y cinco años. Me dio por
llorar. Se m e caían solas las lágrim as y m e las sacudía a m anot azos, pero venían ot ras.
¡Váyanse t odos al caraj o! , bram aba yo por los rincones de la casa. Me paseaba por los
cuart os vacíos, ent raba al dorm it orio de Clara y buscaba en su ropero y en su cóm oda
algo que ella hubiera usado, para acercárm elo a la nariz y recuperar, aunque fuera por
un m om ent o fugaz, su t enue olor a lim pieza. Me t endía en su cam a, hundía la cara en
su alm ohada, acariciaba los obj et os que había dej ado sobre el t ocador y m e sent ía
profundam ent e desolado.
Pedro Tercero García t enía t oda la culpa de lo que había pasado. Por él se había
alej ado Blanca de m i lado, por él yo había discut ido con Clara, por él se había ido del
fundo Pedro Segundo, por él los inquilinos m e m iraban con recelo y cuchicheaban a
m is espaldas. Siem pre había sido un revolt oso y lo que yo debí hacer desde el principio
era echarlo a pat adas. Dej é pasar el t iem po por respet o a su padre y a su abuelo y el
result ado fue que ese m ocoso de porquería m e quit ó lo que m ás am aba en el m undo.
Fui al ret én del pueblo y soborné a los carabineros para que m e ayudaran a buscarlo.
Les di orden de no m et erlo preso, sino de ent regárm elo sin alborot o. En el bar, en la
peluquería, en el club y en el Farolit o Roj o, eché a correr la voz de que había una
recom pensa para quien m e ent regara al m uchacho.
- Cuidado, pat rón. No se ponga a hacer j ust icia por su propia m ano, m ire que las
cosas han cam biado m ucho desde los t iem pos de los herm anos Sánchez - m e
advirt ieron. Pero yo no quise escucharlos. ¿Qué habría hecho la j ust icia en ese caso?
Nada.
Pasaron com o quince días sin ninguna novedad. Salía a recorrer el fundo, ent raba en
las propiedades vecinas, espiaba a los inquilinos. Est aba convencido que m e escondían
al m uchacho. Subí la recom pensa y am enacé a los carabineros con hacerlos dest it uir,
por incapaces, pero t odo fue inút il. Con cada hora que pasaba m e aum ent aba la rabia.
Com encé a beber com o nunca lo había hecho, ni en m is años de solt ería. Dorm ía m al y
volví a soñar con Rosa. Una noche soñé que la golpeaba com o a 'Clara y que sus
dient es t am bién rodaban por el suelo, despert é grit ando, pero est aba solo y nadie m e
podía oír. Est aba t an deprim ido, que dej é de afeit arm e, no m e cam biaba ropa, creo
que t am poco m e bañaba. La com ida m e parecía agria, t enía un sabor de bilis en la
boca. Me rom pí los nudillos golpeando las paredes y revent é un caballo galopando para
espant ar la furia que m e est aba consum iendo las ent rañas. En esos días nadie se m e
acercaba, las em pleadas m e servían la m esa t em blando, lo cual m e ponía peor.
Un día est aba en el corredor, fum ando un cigarro ant es de la siest a, cuando se
acercó un niño m oreno y se m e plant ó al frent e en silencio. Se llam aba Est eban García.
Era m i niet o, pero yo no lo sabía y sólo ahora, debido a las t erribles cosas que han
ocurrido por obra suya, m e he ent erado del parent esco que nos une. Era t am bién niet o
de Pancha García, una herm ana de Pedro Segundo, a quien en realidad no recuerdo.
- ¿Qué es lo que quieres, m ocoso? - pregunt é al niño.
- Yo sé dónde est á Pedro Tercero García - m e respondió.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Di un salt o t an brusco que se volt eó el sillón de m im bre donde est aba sent ado,
agarré al m uchacho por los hom bros y lo zarandeé.
- ¿Dónde? ¿Dónde est á ese m aldit o? - le grit é.
- ¿Me va a dar la recom pensa, pat rón? - balbuceó el niño at errorizado.
- ¡La t endrás! Pero prim ero quiero est ar seguro de que no m e m ient es. ¡Vam os,
llévam e donde est á ese desgraciado!
Fui a buscar m i escopet a y salim os. El niño m e indicó que t eníam os que ir a caballo,
porque Pedro Tercero est aba escondido en el aserradero de los Lebus, a varias m illas
de Las Tres Marías. ¿Cóm o no se m e ocurrió que est aría allí: Era un escondit e perfect o.
En esa época del año el aserradero < le los alem anes est aba cerrado y quedaba lej os
de t odos los cam inos.
- ¿Cóm o t e ent erast e que Pedro Tercero García est á allá?
- Todo el m undo lo sabe, pat rón, m enos ust ed - m e respondió.
Nos fuim os al t rot e, porque en ese t erreno no se podía correr. El aserradero est á
enclavado en una ladera de la m ont aña y allí no se podía forzar m ucho a las best ias.
En el esfuerzo por t repar, los caballos arrancaban chispas a las piedras con los cascos.
Creo que sus pisadas eran el único sonido en la t arde bochornosa y quiet a. Al ent rar a
la zona boscosa, cam bió el paisaj e y refrescó, porque los árboles se erguían en
apret adas filas, cerrando el paso a la luz del sol. El suelo era una alfom bra roj iza y
m ullida donde las pat as de los caballos se hundían blandam ent e. Ent onces nos rodeó el
silencio. El niño iba adelant e, m ont ado en su best ia sin m ont ura, pegado al anim al,
com o si fueran el m ism o cuerpo, y yo iba det rás, t acit urno, rum iando m i rabia. Por
m om ent os la t rist eza m e invadía, era m ás fuert e que el enoj o que había est ado
incubando durant e t ant o t iem po, m ás fuert e que el odio que sent ía por Pedro Tercero
García. Deben de haber pasado un par de horas ant es de divisar los chat os galpones
del aserradero, ubicados en sem icírculo en un claro del bosque. En ese lugar, el olor de
la m adera y de los pinos era t an int enso, que por un m om ent o m e dist raj e del
propósit o del viaj e. Me sobrecogió el paisaj e, el bosque, la quiet ud. Pero esa debilidad
no m e duró m ás que un segundo.
- Espera aquí y cuida los caballos. ¡No t e m uevas!
Desm ont é. El niño t om ó las riendas del anim al y yo part í agazapado, con la escopet a
preparada en las m anos. No sent ía m is sesent a años ni los dolores en m is viej os
huesos aporreados. I ba anim ado por la idea de vengarm e. De uno de los galpones
salía una frágil colum na de hum o, vi un caballo am arrado en la puert a, deduj e que allí
debía est ar Pedro Tercero y m e dirigí al galpón haciendo un rodeo. Me cast añeaban los
dient es de im paciencia, iba pensando que no quería m at arlo al prim er t iro, porque eso
sería m uy rápido y se m e iría el gust o en un m inut o, había esperado t ant o que quería
saborear el m om ent o de hacerlo pedazos, pero t am poco podía darle una oport unidad
de escapar. Era m ucho m ás j oven que yo y si no podía sorprenderlo est aba j odido.
Llevaba la cam isa em papada de sudor, pegada al cuerpo, un velo m e cubría los oj os,
pero m e sent ía de veint e años y con la fuerza de un t oro. Ent ré al galpón
arrast rándom e silenciosam ent e, el corazón m e golpeaba com o un t am bor. Me encont ré
dent ro de una am plia bodega que t enía el suelo cubiert o de aserrín. Había grandes
pilas de m adera y unas m áquinas t apadas con t rozos de lona verde, para preservarlas
del polvo. Avancé ocult ándom e ent re las pilas de m adera, hast a que de pront o lo vi.
Pedro Tercero García est aba acost ado en el suelo, con la cabeza sobre una m ant a
doblada, durm iendo. A su lado había un pequeño fuego de brasas sobre unas piedras y
un t arro para hervir agua. Me det uve sobresalt ado y pude observarlo a m i ant oj o, con
t odo el odio del m undo, t rat ando de fij ar para siem pre en m i m em oria ese rost ro
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m oreno, de facciones casi infant iles, donde la barba parecía un disfraz, sin com prender
qué diablos había vist o m i hij a en ese peludo ordinario. Tendría unos veint icinco años,
pero al verlo dorm ido m e pareció un m uchacho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para
cont rolar el t em blor de m is m anos y m is dient es. Levant é la escopet a y m e adelant é
un par de pasos. Est aba t an cerca, que podía volarle la cabeza sin apunt ar, pero decidí
esperar unos segundos para que se m e t ranquilizara el pulso. Ese m om ent o de
vacilación m e perdió. Creo que el hábit o de esconderse había afinado el oído a Pedro
Tercero García y el inst int o le advirt ió el peligro. En una fracción de segundo debe
haber vuelt o a la conciencia, pero se quedó con los oj os cerrados, alert ó t odos los
m úsculos, t ensó los t endones y puso t oda su energía en un salt o form idable que de un
solo im pulso lo dej ó parado a un m et ro del sit io donde se est relló m i bala. No alcancé a
apunt ar de nuevo, porque se agachó, recogió un t rozo dé m adera y lo lanzó, dando de
lleno en la escopet a, que voló lej os. Recuerdo que sent í una oleada de pánico al verm e
desarm ado, pero inm ediat am ent e m e di cuent a que él est aba m ás asust ado que yo.
Nos observam os en silencio, j adeando, cada uno esperaba el prim er m ovim ient o del
ot ro para salt ar. Y ent onces vi el hacha. Est aba t an cerca, que podía alcanzarla
est irando apenas el brazo y eso es lo que hice sin pensarlo dos veces. Tom é el hacha y
con un grit o salvaj e que m e salió del fondo de las ent rañas, m e lancé cont ra él,
dispuest o a part irlo de arriba abaj o con un solo golpe. El hacha brilló en el aire y cayó
sobre Pedro Tercero García. Un chorro de sangre m e salt ó a la cara.
En el últ im o inst ant e levant ó los brazos para det ener el hachazo y el filo de la
herram ient a le rebanó lim piam ent e t res dedos de la m ano derecha. Con el esfuerzo yo
m e fui hacia adelant e y caí de rodillas. Se suj et ó la m ano cont ra el pecho y salió
corriendo, brincó sobre las pilas de m adera y los t roncos t irados en el suelo, alcanzó su
caballo, m ont ó de un salt o y se perdió con un grit o t errible ent re las som bras de los
pinos. Dej ó at rás un reguero de sangre.
Yo m e quedé a cuat ro pat as en el suelo, acezando. Tardé varios m inut os en
serenarm e y com prender que no lo había m at ado. Mi prim era reacción fue de alivio,
porque al sent ir la sangre calient e que m e golpeaba la cara, se m e desinfló el odio
súbit am ent e y t uve que hacer un esfuerzo para recordar por qué quería m at arlo, para
j ust ificar la violencia que m e est aba ahogando, que m e hacía est allar el pecho, zum bar
los oídos, que m e nublaba la vist a. Abrí la boca desesperado, t rat ando de m et er aire
en los pulm ones, y conseguí ponerm e en pie, pero em pecé a t em blar, di un par de
pasos y caí sent ado sobre un m ont ón de t ablas, m areado, sin poder recuperar el rit m o
de la respiración. Creí que m e iba a desm ayar, el corazón m e salt aba en el pecho com o
una m áquina enloquecida. Debe de haber t ranscurrido m ucho t iem po, no lo sé. Por
últ im o levant é la vist a, m e paré y busqué la escopet a.
El niño Est eban García est aba a m i lado, m irándom e en silencio. Había recogido los
dedos cort ados y los sost enía com o un ram o de espárragos sangrient os. No pude
evit ar las arcadas, t enía la boca llena de saliva, vom it é m anchándom e las bot as,
m ient ras el chiquillo sonreía im pasible.
- ¡Suelt a eso, m ocoso de m ierda! - grit é golpeándole la m ano.
Los dedos cayeron sobre el aserrín, t iñéndolo de roj o.
Recogí la escopet a y avancé t am baleándom e hacia la salida. El aire fresco del
at ardecer y el perfum e agobiador de los pinos m e dieron en la cara, devolviéndom e el
sent ido de la realidad. Respiré con avidez, a bocanadas. Cam iné hacia m i caballo con
un gran esfuerzo, m e dolía t odo el cuerpo y t enía las m anos agarrot adas. El niño m e
siguió.
Volvim os a Las Tres Marías buscando el cam ino en la oscuridad, que cayó
rápidam ent e después que se puso el sol. Los árboles dificult aban la m archa, los
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

caballos t ropezaban con las piedras y los m at orrales, las ram as nos golpeaban al
pasar. Yo est aba com o en ot ro m undo, confundido y at errado de m i propia violencia,
agradecido de que Pedro Tercero escapara, porque est aba seguro de que si hubiera
caído al suelo, yo le habría seguido dando con el hacha hast a m at arlo, dest rozarlo,
picarlo en pedacit os, con la m ism a decisión con que est aba dispuest o a m et erle un t iro
en la cabeza.
Yo sé lo que dicen de m í. Dicen, ent re ot ras cosas, que he m at ado a uno o a varios
hom bres en m i vida. Me han colgado la m uert e de algunos cam pesinos. No es verdad.
Si lo fuera, no m e im port aría reconocerlo, porque a la edad que t engo esas cosas se
pueden decir im punem ent e. Ya m e falt a m uy poco para est ar ent errado. Nunca he
m at ado a un hom bre y lo m ás cerca que he est ado de hacerlo fue ese día que t om é el
hacha y m e abalancé sobre Pedro Tercero García.
Llegam os a la casa de noche. Me baj é t rabaj osam ent e del caballo y cam iné hacia la
t erraza. Me había olvidado por com plet o del niño que iba acom pañándom e, porque en
t odo el t rayect o no abrió la boca, por eso m e sorprendí al sent ir que m e t iraba de la
m anga.
- ¿Me va a dar la recom pensa, pat rón? - dij o.
Lo despedí de un m anot azo.
- No hay recom pensa para los t raidores que delat an. ¡Ah! ¡Y t e prohíbo que cuent es
lo qué pasó! ; Me has ent endido? - gruñí.
Ent ré a la casa y fui direct am ent e a beber un t rago de la bot ella. El coñac m e quem ó
la gargant a y m e devolvió algo de calor. Luego m e t endí en el sofá, resoplando.
Todavía m e lat ía desordenadam ent e el corazón y est aba m areado. Con el dorso de la
m ano lim pié las lágrim as que m e rodaban por las m ej illas.
Afuera quedó Est eban García frent e a la puert a cerrada. Com o yo, est aba llorando
de rabia.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Los hermanos
Capítulo VII

Clara y Blanca llegaron a la capit al con el lam ent able aspect o de dos dam nificadas.
Am bas t enían la cara hinchada, los oj os roj os de llant o y la ropa arrugada por el largo
viaj e en t ren. Blanca, m ás débil que su m adre, a pesar de ser m ucho m ás alt a, j oven y
pesada, suspiraba despiert a y sollozaba dorm ida, en un lam ent o inint errum pido que
duraba desde el día de la paliza. Pero Clara no t enía paciencia para la desgracia, de
m odo que al llegar a la gran casa de la esquina, que est aba vacía y lúgubre com o un
m ausoleo, decidió que bast aba de lloriqueos y quej um bres, que era hora de alegrar la
vida. Obligó a su hij a a secundarla en la t area de cont rat ar nuevos sirvient es, abrir los
post igos, quit ar las sábanas que cubrían los m uebles, las fundas de las lám paras, los
candados de las puert as, sacudir el polvo y dej ar ent rar la luz y el aire. En eso
est aban, cuando invadió la casa el inconfundible arom a de las violet as silvest res, y así
supieron que las t res herm anas Mora, advert idas por la t elepat ía o sim plem ent e por el
afect o, habían llegado de visit a. Su parlot eo feliz, sus com presas de agua fría, sus
consuelos espirit uales y su encant o nat ural, consiguieron que la m adre y la hij a se
repusieran de las cont usiones del cuerpo y los dolores del alm a.
- Habrá que com prar ot ros páj aros - dij o Clara m irando por la vent ana las j aulas
vacías y el j ardín enm arañado, donde las est at uas del Olim po se erguían desnudas y
cagadas por las palom as.
- No sé cóm o puede pensar en los páj aros si le falt an los dient es, m am á - anot ó
Blanca, que no se acost um braba al nuevo rost ro desdent ado de su m adre.
Clara se dio t iem po para t odo. En un par de sem anas t enía las ant iguas j aulas llenas
de nuevos páj aros, y se había hecho fabricar una prót esis de porcelana, que se
sost enía en su sit io m ediant e un ingenioso m ecanism o que la afirm aba a los m olares
que le quedaban, pero el sist em a result ó t an incóm odo, que prefirió llevar la dent adura
post iza colgando de una cint a al cuello. Se la ponía sólo para com er y, a veces, para
las reuniones sociales. Clara devolvió la vida a la casa. Dio orden a la cocinera de
m ant ener el fogón siem pre encendido y le dij o que había que est ar preparados para
alim ent ar a un núm ero variable de huéspedes. Sabía por qué lo decía. A los pocos días
com enzaron a llegar sus am igos rosacruces, los espirit ist as, los t eósofos, los
acupunt urist as, los t elépat as, los fabricant es de lluvia, los peripat ét icos, los advent ist as
del sépt im o día, los art ist as necesit ados o en desgracia y; en fin, t odos los que
habit ualm ent e const it uían su cort e. Ciara reinaba ent re ellos com o una pequeña
soberana alegre y sin dient es. En esa época em pezaron sus prim eros int ent os serios
para com unicarse con los ext rat errest res y com o ella anot ó, t uvo sus prim eras dudas
respect o al origen de los m ensaj es espirit uales que recibía a t ravés del péndulo o de la
m esa de t res pat as. Se la oyó decir a m enudo que t al vez no eran las alm as de los
m uert os que vagaban en ot ra dim ensión, sino sim plem ent e seres de ot ros planet as
que int ent aban est ablecer una relación con los t errícolas, pero que, por est ar hechos
de una m at eria im palpable, fácilm ent e podían confundirse con las ánim as. Esa
explicación cient ífica encant ó a Nicolás, pero no t uvo la m ism a acept ación ent re las
t res herm anas Mora, que eran m uy conservadoras.
Blanca vivía aj ena a esas dudas. Los seres de ot ros planet as ent raban, para ella, en
la m ism a cat egoría de las ánim as y no podía, por lo t ant o, com prender el
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

apasionam ient o de su m adre y los dem ás por ident ificarlos. Est aba m uy ocupada en la
casa, porque Clara se desent endió de los asunt os dom ést icos con el pret ext o de que
j am ás t uvo apt it ud para ellos. La gran casa de la esquina requería un ej ércit o de
sirvient es para m ant enerla lim pia y el séquit o de su m adre obligaba a t ener t urnos
perm anent es en la cocina. Había que cocinar granos y yerbas para algunos, verduras y
pescado crudo para ot ros, frut as y leche agria para las t res herm anas Mora y
suculent os plat os de carne, dulces y ot ros venenos para Jaim e y Nicolás, que t enían un
apet it o insaciable y t odavía no habían adquirido sus propias m añas. Con el t iem po
am bos pasarían ham bre: Jaim e por solidaridad con los pobres y Nicolás para purificar
su alm a. Pero en esa época t odavía eran dos robust os j óvenes ansiosos de gozar los
placeres de la vida.
Jaim e había ent rado a la universidad y Nicolás vagaba buscando su dest ino. Tenían
un aut om óvil prehist órico, com prado con el product o de las bandej as de plat a que se
habían robado de la casa de sus padres. Lo baut izaron Covadonga, en recuerdo de los
abuelos Del Valle. Covadonga había sido desarm ado y vuelt o a arm ar t ant as veces con
ot ras piezas, que escasam ent e podía andar. Se desplazaba con un est répit o de su
roñoso m ot or, escupiendo hum o y t uercas por el t ubo de escape. Los herm anos lo
com part ían salom ónicam ent e: los días pares lo usaba Jaim e y los nones, Nicolás.
Clara est aba dichosa de vivir con sus hij os y se dispuso a iniciar una relación
am ist osa. Había t enido poco cont act o con ellos durant e su infancia y en el afán de que
se «hicieran hom bres», había perdido las m ej ores horas de sus hij os y había t enido
que guardarse t odas sus t ernuras. Ahora que est aban en sus proporciones adult as,
hechos hom bres finalm ent e, podía darse el gust o de m im arlos com o debió haberlo
hecho cuando eran pequeños, pero ya era t arde, porque los m ellizos se habían criado
sin sus caricias y habían t erm inado por no necesit arlas. Clara se dio cuent a de que no
le pert enecían. No perdió la cabeza t u el buen ánim o. Acept ó a los j óvenes t al com o
eran y se dispuso a gozar de su presencia sin pedir nada a cam bio.
Blanca, sin em bargo, rezongaba porque sus herm anos habían convert ido la casa en
un m uladar. A su paso quedaba un reguero de desorden, est ropicio y bulla. La j oven
engordaba a oj os vist a y parecía cada día m ás lánguida y m alhum orada. Jaim e se fij ó
en la barriga de su herm ana y acudió donde su m adre.
- Creo que Blanca est á em barazada, m am á - dij o sin preám bulos.
- Me lo im aginaba, hij o - suspiró Clara.
Blanca no lo negó y, una vez confirm ada la not icia, Clara lo escribió con su redonda
caligrafía en el cuaderno de anot ar la vida. Nicolás levant ó la vist a de sus práct icas de
horóscopo chino y sugirió que había que decírselo al padre, porque dent ro de un par de
sem anas el asunt o ya no podría disim ularse y t odo el m undo se iba a ent erar.
- ¡Nunca diré quién es el padre! - dij o Blanca con firm eza.
- No m e refiero el padre de la criat ura, sino al nuest ro - dij o su herm ano- . Papá t iene
derecho a saberlo por nosot ros, ant es que se lo cuent e ot ra persona.
- Pongan un t elegram a al cam po - sugirió Clara t rist em ent e. Se daba cuent a de que
cuando se ent erara Est eban Trucha, el niño de Blanca se convert iría en una t ragedia.
Nicolás redact ó el m ensaj e con el m ism o espírit u cript ográfico con que hacía versos
a Am anda, para que la t elegrafist a del pueblo no pudiera ent ender el t elegram a y
propagar el chism e: «Envíe inst rucciones en cint a blanca. Punt o». I gual que la
t elegrafist a, Est eban Trueba no pudo descifrarlo y t uvo que llam ar por t eléfono a su
casa en la capit al para ent erarse del asunt o. A Jaim e le t ocó explicárselo y agregó que
el em barazo est aba t an avanzado, que no se podía pensar en ninguna solución
drást ica. Al ot ro lado de la línea hubo un largo y t errible silencio y después su padre
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

colgó el auricular. En Las Tres Marías, Est eban Trueba, lívido de sorpresa y de rabia,
t om ó su bast ón y dest rozó el t eléfono por segunda vez. Nunca se le había ocurrido la
idea de que una hij a suya pudiera com et er un desat ino t an m onst ruoso. Sabiendo
quién era el padre, le t om ó m enos de un segundo arrepent irse de no haberle m et ido
un balazo en la nuca cuando t uvo la oport unidad. Est aba seguro que el escándalo sería
igual si ella daba a luz un bast ardo, que si se casaba con el hij o de un cam pesino: la
sociedad la condenaría al ost racism o en cualquiera de los dos casos.
Est eban Trucha pasó varias horas rondando por la casa a grandes t rancos, dando
bast onazos a los m uebles y a las paredes, m urm urando ent re dient es m aldiciones y
forj ando planes descabellados que iban desde m andar a Blanca a un convent o en
Ext rem adura, hast a m at arla a golpes. Finalm ent e, cuando se calm ó un poco, le vino
una idea salvadora a la m ent e. Hizo ensillar su caballo y se fue al galope hast a el
pueblo.
Encont ró a Jean de Sat igny, a quien no había vuelt o a ver desde la infort unada
noche en que lo despert ó para cont arle los am oríos de Blanca, sorbiendo j ugo de
m elón sin azúcar en la única past elería del pueblo, acom pañado del hij o de I ndalecio
Aguirrazábal, un fifiriche acicalado que hablaba con voz at iplada y recit aba a Rubén
Darío. Sin ningún respet o, Trucha levant ó al conde francés por las solapas de su
im pecable chaquet a escocesa y lo sacó de la confit ería práct icam ent e en vilo, ant e las
m iradas at ónit as de los dem ás client es, plant ándolo en el m edio de la acera.
- Ust ed m e ha dado bast ant es problem as, j oven. Prim ero lo de sus m aldit as
chinchillas y después m i hij a. Ya m e cansé. Vaya a buscar sus pilchas, porque se viene
a la capit al conm igo. Se va a casar con Blanca.
No le dio t iem po a reponerse de la sorpresa. Lo acom pañó al hot el del pueblo, donde
esperó con la fust a en una m ano y el bast ón en la ot ra, m ient ras Jean de Sat igny hacía
sus m alet as. Después lo llevó direct am ent e a la est ación y lo m ont ó sin m iram ient os al
t ren. Durant e el viaj e, el conde t rat ó de explicarle que no t enía nada que ver con ese
asunt o y que j am ás le había puest o ni un dedo encim a a Blanca Trueba, que
probablem ent e el responsable de lo sucedido era el fraile barbudo con quien Blanca se
encont raba en las noches en la orilla del río. Est eban Trueba lo fulm inó con su m irada
m ás feroz. - No sé de lo que est á hablando, hij o. Eso ust ed lo soñó - le dij o.
Trueba procedió a explicarle las cláusulas del cont rat o m at rim onial, lo cual
t ranquilizó bast ant e al francés. La dot e de Blanca, su rent a m ensual y las perspect ivas
de heredar una fort una, la convert ían en un buen part ido.
- Com o ve, ést e es m ej or negocio que el de las chinchillas - concluyó el fut uro suegro
sin prest ar at ención al lloriqueo nervioso del j oven.
Así fue com o el sábado llegó Est eban Trueba a la gran casa de la esquina, con un
m arido para su hij a desflorada y un padre para el pequeño bast ardo. I ba echando
chispas de rabia. De un m anot azo volt eó el florero con crisant em os de la ent rada, le
dio un bofet ón a Nicolás que int ent ó int erceder para explicar la sit uación y anunció a
grit os que no quería ver a Blanca y que debía quedarse encerrada hast a el día del
m at rim onio. Clara no salió a recibirlo. Se quedó en su habit ación y no le abrió ni aun
cuando él part ió el bast ón de plat a a golpes cont ra la puert a.
La casa ent ró en un t orbellino de act ividad y de peleas. El aire parecía irrespirable y
hast a los páj aros se callaron en sus j aulas. Los sirvient es corrían baj o las órdenes de
ese pat rón ansioso y brusco que no adm it ía dem oras para hacer cum plir sus deseos.
Clara cont inuó haciendo la m ism a vida, ignorando a su m arido y negándose a dirigirle
la palabra. El novio, práct icam ent e prisionero de su fut uro suegro, fue acom odado en
uno de los num erosos cuart os de huéspedes, donde pasaba el día dándose vuelt as sin

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La casa de l os espí r i tus
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nada que hacer, sin ver a Blanca y sin com prender cóm o había ido a parar en ese
follet ín. No sabía si lam ent arse por ser víct im a de aquellos bárbaros aborígenes o
alegrarse de que podría cum plir su sueño de desposar a una heredera sudam ericana,
j oven y herm osa. Com o era de t em peram ent o opt im ist a y est aba dot ado del sent ido
práct ico propio de los de su raza, opt ó por lo segundo y en el t ranscurso de la sem ana
se fue t ranquilizando.
Est eban Trueba fij ó la fecha del m at rim onio para dent ro de quince días. Decidió que
la m ej or form a de evit ar el escándalo era saliéndole al encuent ro con una boda
espect acular. Quería ver a su hij a casada por el obispo, con t raj e blanco y una cola de
seis m et ros llevada por paj es y doncellas, fot ografiada en la crónica social del
periódico, quería una fiest a caligulesca y suficient e fanfarria y gast o com o para que
nadie se fij ara en la barriga de la novia. El único que lo secundó en sus planes fue Jean
de Sat igny.
El día que Est eban Trueba llam ó a su hij a para m andarla al m odist o a probarse el
vest ido de novia, fue la prim era vez que la vio desde la noche de la paliza. Se espant ó
al verla gorda y con m anchas en la cara.
- No m e voy a casar, padre - dij o ella.
- ¡Cállese! - rugió él- . Se va a casar porque yo no quiero bast ardos en la fam ilia ¿m e
oye?
- Creí que ya t eníam os varios - respondió Blanca.
- ¡No m e cont est e! Quiero que sepa que Pedro Tercero García est á m uert o. Lo m at é
con m i propia m ano, así es que olvídese de él y t rat e de ser una esposa digna del
hom bre que la lleva al alt ar.
Blanca se echó a llorar y siguió llorando incansablem ent e en los días que siguieron.
El m at rim onio que Blanca no deseaba se celebró en la cat edral, con bendición del
obispo y un t raj e de reina hecho por el m ej or cost urero del país, quien hizo m ilagros
para disim ular el vient re prom inent e de la novia con chorreras de flores y pliegues
grecorrom anos. La boda culm inó con una fiest a espect acular, con quinient os invit ados
en t raj e de gala, que invadieron la gran casa de la esquina, anim ada por una orquest a
de m úsicos m ercenarios, con un escándalo de reses sazonadas con yerbas finas,
m ariscos frescos, caviar del Bált ico, salm ón de Noruega, aves t rufadas, un t orrent e de
licores exót icos, un chorro inacabable de cham pán, un despilfarro de dulces, suspiros,
m il hoj as, eclaires, em polvados, grandes copas de crist al con frut as glaseadas, fresas
de Argent ina, cocos del Brasil, papayas de Chile, piñas de Cuba y ot ras delicias
im posibles de recordar, sobre una larguísim a m esa que daba vuelt as por el j ardín y
t erm inaba en una t ort a descom unal de t res pisos, fabricada por un art ífice it aliano
originario de Nápoles, am igo de Jean de Sat igny, que convirt ió los hum ildes
m at eriales: huevos, harina y azúcar, en una réplica de la Acrópolis coronada por una
nube de m erengue, donde reposaban dos am ant es m it ológicos, Venus y Adonis,
hechos con past a de alm endra t eñida para im it ar el t ono rosado de la carne, el rubio
de los cabellos, el azul cobalt o de los oj os, acom pañados por un Cupido regordet e,
t am bién com est ible, que fue part ida con un cuchillo de plat a por el novio orgulloso y la
novia desolada.
Clara, que desde el principio se opuso a la idea de casar a Blanca cont ra su
volunt ad, decidió no asist ir a la fiest a. Se quedó en el cost urero elaborando t rist es
predicciones para los novios, que se cum plieron al pie de la let ra, com o t odos pudieron
com probar m ás t arde, hast a que su m arido fue a suplicarle qué se cam biara de ropa y
apareciera en el j ardín aunque fuera por diez m inut os, para acallar las m urm uraciones

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

de los invit ados. Clara lo hizo de m ala gana, pero, por cariño a su hij a, se puso los
dient es y procuró sonreír a t odos los present es.
Jaim e llegó al final de la fiest a, porque se quedó t rabaj ando en el hospit al de pobres
donde em pezaban sus prim eras práct icas com o est udiant e de m edicina. Nicolás llegó
acom pañado por la bella Am anda, quien acababa de descubrir a Sart re y había
adopt ado el aire fat al de las exist encialist as europeas, t oda de negro, pálida, con los
oj os m oros pint ados con khol, el pelo oscuro suelt o hast a la cint ura y una sonaj era de
collares, pulseras y zarcillos que provocaban conm oción a su paso. Por su part e,
Nicolás est aba vest ido de blanco, com o un enferm ero, con am ulet os colgando al cuello.
Su padre le salió al encuent ro, lo t om ó de un brazo y lo int roduj o a viva fuerza en un
baño, donde procedió a arrancar los t alism anes sin cont em placiones.
- ¡Vaya a su cuart o y póngase una corbat a decent e! ¡Vuelva a la fiest a y pórt ese
com o un caballero! No se le ocurra ponerse a predicar alguna religión herej e ent re los
invit ados ¡y diga a esa bruj a que lo acom paña que se cierre el escot e! - ordenó Est eban
a su hij o.
Nicolás obedeció de pésim o hum or. En principio era abst em io, pero de la rabia se
t om ó unas copas, perdió la cabeza y se lanzó vest ido a la fuent e del j ardín, de donde
t uvieron que rescat arlo con la dignidad em papada.
Blanca pasó t oda la noche sent ada en una silla observando la t ort a con expresión
alelada y llorando, m ient ras su flam ant e esposo revolot eaba ent re los com ensales
explicando la ausencia de su suegra con un at aque de asm a y el llant o de su novia con
la em oción de la boda. Nadie le creyó. Jean de Sat igny le daba a Blanca besit os en el
cuello, le t om aba la m ano y procuraba consolarla con sorbos de cham pán y langost inos
elegidos am orosam ent e y servidos de su propia m ano, pero t odo fue inút il, ella seguía
llorando. A pesar de t odo, la fiest a fue un acont ecim ient o, t al com o había planeado
Est eban Trueba. Com ieron y bebieron opíparam ent e y vieron el am anecer bailando al
son de la orquest a, m ient ras en el cent ro de la ciudad los grupos de cesant es se
calent aban en pequeñas fogat as hechas con periódicos, pandillas de j óvenes con
cam isas pardas desfilaban saludando con el brazo en alt o, com o habían vist o en las
películas sobre Alem ania, y en las casas de los part idos polít icos se daban los últ im os
t oques a la cam paña elect oral.
- Van a ganar los socialist as - había dicho Jaim e, que de t ant o convivir con el
prolet ariado en el hospit al de pobres, andaba alucinado.
- No, hij o, van a ganar los de siem pre - había replicado Clara, que lo vio en las
baraj as y se lo confirm ó su sent ido com ún.
Después de la fiest a, Est eban Trueba se llevó a su yerno a la bibliot eca y le ext endió
un cheque. Era su regalo de boda. Había arreglado t odo para que la parej a se fuera al
Nort e, donde Jean de Sat igny pensaba inst alarse cóm odam ent e a vivir de las rent as de
su m uj er, lej os del com ent ario de la gent e observadora que no dej aría de reparar en
su vient re prem at uro. Tenía en m ent e un negocio de cánt aros diaguit as y de m om ias
indígenas.
Ant es que los recién casados abandonaran la fiest a, fueron a despedirse de su
m adre. Clara llevó apart e a Blanca, que no había parado de llorar, y le habló en
secret o.
- Dej a de llorar, hij it a. Tant as lágrim as le harán daño a la criat ura y t al vez no sirva
para ser feliz - dij o Clara.
Blanca respondió con ot ro sollozo.
- Pedro Tercero García est á vivo, hij a - agregó Clara.

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La casa de l os espí r i tus
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Blanca se t ragó el hipo y se sonó la nariz.


- ¿Cóm o lo sabe, m am á? - pregunt ó.
- Porque lo soñé - respondió Clara.
Eso fue suficient e para t ranquilizar a Blanca por com plet o. Se secó las lágrim as,
enderezó la cabeza y no volvió a llorar hast a el día en que m urió su m adre, siet e años
m ás t arde, a pesar de que no le falt aron dolores, soledades y ot ras razones.

Separada de su hij a, con quien siem pre había est ado m uy unida, Clara ent ró en ot ro
de sus períodos confusos y depresivos. Cont inuó haciendo la m ism a vida de ant es, con
la gran casa abiert a y siem pre llena de gent e, con sus reuniones de espirit ualist as y
sus veladas lit erarias, pero perdió la capacidad de reírse con facilidad y a m enudo se
quedaba m irando fij am ent e al frent e, perdida en sus pensam ient os. I nt ent ó est ablecer
con Blanca un sist em a de com unicación direct a que le perm it iera obviar los at rasos del
correo, pero la t elepat ía no siem pre funcionaba y no había seguridad de la buena
recepción del m ensaj e. Pudo com probar que sus com unicaciones se em brollaban por
int erferencias incont rolables y se ent endía ot ra cosa de lo que ella había querido
t ransm it ir. Adem ás, Blanca no era proclive a los experim ent os psíquicos y a pesar de
haber est ado siem pre m uy cerca de su m adre, j am ás dem ost ró ni la m enor curiosidad
por los fenóm enos de la m ent e. Era una m uj er práct ica, t errenal y desconfiada, y su
nat uraleza m oderna y pragm át ica era un grave obst áculo para la t elepat ía. Clara t uvo
que resignarse a usar los m ét odos convencionales. Madre e hij a se escribían casi a
diario y su nut rida correspondencia reem plazó por varios m eses a los cuadernos de
anot ar la vida. Así se ent eraba Blanca de t odo lo que ocurría en la gran casa de la
esquina y podía j ugar con la ilusión de que t odavía est aba con su fam ilia y que su
m at rim onio era sólo un m al sueño.
Ese año los cam inos de Jaim e y Nicolás se dist anciaron definit ivam ent e, porque las
diferencias ent re am bos herm anos eran irreconciliables. Nicolás andaba esos días con
la novedad del baile flam enco, que decía haberlo aprendido de los git anos en las
cuevas de Granada, aunque en realidad nunca había salido del país, pero era t al su
poder de convicción, que hast a en el seno de su propia fam ilia com enzaron a dudar. A
la m enor provocación, ofrecía una dem ost ración. Salt aba sobre la m esa del com edor,
la gran m esa de encina que había servido para velar a Rosa m uchos años ant es y que
Clara había heredado, y com enzaba a bat ir palm as com o un desenfrenado, a zapat ear
espasm ódicam ent e, a dar salt os y grit os agudos hast a que conseguía at raer a t odos
los habit ant es de la casa, algunos vecinos y en una ocasión a los carabineros, que
llegaron con los palos desenfundados, em barrando las alfom bras con las bot as, pero
que t erm inaron com o t odos los dem ás, aplaudiendo y grit ando olé. La m esa resist ió
heroicam ent e, aunque al cabo de una sem ana t enía la apariencia de un m esón de
carnicería usado para descuart izar becerros. El baile flam enco no t enía ninguna ut ilidad
práct ica en la cerrada sociedad capit alina de ent onces, pero Nicolás puso un discret o
anuncio en el periódico anunciando sus servicios com o m aest ro de esa fogosa danza.
Al día siguient e t enía una alum na y a la sem ana se había corrido el rum or de su
encant o. Las m uchachas acudían en pandillas, al com ienzo avergonzadas y t ím idas,
pero él com enzaba a revolot earles alrededor, a zapat earles enlanzándolas por la
cint ura, a sonreírles con su est ilo de seduct or y al poco rat o conseguía ent usiasm arlas.
Las clases fueron un éxit o. La m esa del com edor est aba a punt o de deshacerse en
ast illas, Clara em pezó a quej arse de j aqueca y Jaim e pasaba encerrado en su
habit ación t rat ando de est udiar con dos bolas de cera en las orej as. Cuando Est eban
Trueba se ent eró de lo que ocurría en la casa durant e su ausencia, m ont ó en j ust a y
t errible cólera y prohibió a su hij o usar la casa com o academ ia de baile flam enco o de
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cualquiera ot ra cosa. Nicolás t uvo que desist ir de sus cont orsiones, pero la experiencia
le sirvió para convert irse en el j oven m ás popular de la t em porada, el rey de las fiest as
y de t odos los corazones fem eninos, porque m ient ras los dem ás est udiaban, se vest ían
con t raj es grises cruzados y se cult ivaban el bigot e al rit m o de los boleros, él predicaba
el am or libre, cit aba a Freud, bebía pernod y bailaba flam enco. El éxit o social, sin
em bargo, no consiguió dism inuir su int erés por las habilidades psíquicas de su m adre.
Trat aba inút ilm ent e de em ularla. Est udiaba con vehem encia, pract icaba hast a poner en
peligro su salud y asist ía a las reuniones de los viernes con las t res herm anas Mora, a
pesar de la prohibición expresa de su padre, que persist ía en su idea de que ésos no
eran asunt os de hom bres. Clara int ent aba consolarlo de sus fracasos.
- Est o no se aprende ni se hereda, hij o - decía, cuando lo veía concent rarse hast a
quedar bizco, en un esfuerzo desproporcionado por m over el salero sin t ocarlo.
Las t res herm anas Mora querían m ucho al m uchacho. Le prest aban los libros
secret os y lo ayudaban a descifrar las claves de los horóscopos y de las cart as de
adivinación. Se sent aban a su alrededor, t om adas de la m ano, para t raspasarlo de
fluidos benéficos, pero eso t am poco consiguió dot ar a Nicolás de poderes m ent ales. Lo
am pararon en .sus am ores con Am anda. Al com ienzo la j oven pareció fascinada con la
m esa de t res pat as y los art ist as pelucones de la casa de Nicolás, pero al poco t iem po
se cansó de evocar fant asm as y de recit ar al Poet a, cuyos versos andaban de boca en
boca, y ent ró a t rabaj ar com o report era en un periódico.
- Ésa es una profesión t ruhán - dict am inó Est eban Trueba al ent erarse.
Trueba no sent ía sim pat ía por ella. No le gust aba verla en su casa. Pensaba que era
una m ala influencia para su hij o y t enía la idea que su pelo largo, sus oj os pint ados y
sus abalorios eran los sínt om as de algún vicio ocult o, y que su t endencia a quit arse los
zapat os y sent arse en el suelo con las piernas cruzadas, com o un aborigen, eran
m odales de m arim acho.
Am anda t enía una visión m uy pesim ist a del m undo y para soport ar sus depresiones,
fum aba hachís. Nicolás la acom pañaba. Clara se dio cuent a que su hij o pasaba por
m om ent os m alos, pero ni siquiera su prodigiosa int uición le perm it ió relacionar esas
pipas orient ales que fum aba Nicolás con sus ext ravíos delirant es, su m odorra ocasional
y sus at aques de inj ust ificada alegría, porque nunca había oído hablar de esa droga ni
de ninguna ot ra. «Son cosas de la edad, ya se le pasará», decía al verlo act uar com o
un lunát ico, sin acordarse que Jaim e había nacido el m ism o día y no t enía ninguno de
esos desvaríos.
Las locuras de Jaim e eran de m uy diverso est ilo. Tenía vocación para el sacrificio y
la aust eridad. En su ropero sólo había t res cam isas y dos pant alones. Clara pasaba el
invierno t ej iendo apresuradam ent e prendas de lana ordinaria, para m ant enerlo
abrigado, pero él las usaba sólo hast a que ot ro m ás necesit ado se le ponía por delant e.
Todo el dinero que le daba su padre iba a parar a los bolsillos de los indigent es que
at endía en el hospit al. Siem pre que algún perro esquelét ico lo seguía en la calle, él lo
asilaba en la casa y cuando se ent eraba de la exist encia de un niño abandonado, una
m adre solt era o una anciana desvalida que necesit ara de su prot ección, llegaba con
ellos para que su m adre se hiciera cargo del problem a. Clara se convirt ió en una
expert a en beneficencia social, conocía t odos los servicios del Est ado y de la iglesia
donde se podía colocar a los desvent urados y cuando t odo le fallaba, t erm inaba por
acept arlos en su casa. Sus am igas le t enían m iedo, porque cada vez que aparecía de
visit a era porque t enía algo que pedirles. Así se ext endió la red de los prot egidos de
Clara y Jaim e, que no llevaban la cuent a de la gent e que ayudaban, de m odo que les
result aba una sorpresa que de pront o apareciera alguien a darles las gracias por un
favor que no recordaban haber hecho. Jaim e t om ó sus est udios de m edicina com o una
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vocación religiosa. Le parecía que cualquier diversión que lo apart ara de sus libros o le
quit ara su t iem po, era una t raición a la hum anidad que había j urado servir. «Est e niño
debió haberse m et ido a cura», decía Clara. Para Jaim e, a quien los vot os de hum ildad,
pobreza y cast idad del sacerdot e no habrían m olest ado, la religión era la causa de la
m it ad de las desgracias del m undo, de m odo que cuando su m adre opinaba así, se
ponía furioso. Decía que el crist ianism o, com o casi t odas las superst iciones, hacía al
hom bre m ás débil y resignado y que no había que esperar una recom pensa en el cielo,
sino pelear por sus derechos en la t ierra. Est as cosas las discut ía a solas con su m adre,
porque era im posible hacerlo con Est eban Trueba, que perdía rápidam ent e la paciencia
y acababa a grit os y port azos, porque, com o él decía, ya est aba hart o de vivir ent re
puros locos y lo único que quería era un poco de norm alidad, pero había t enido la m ala
suert e de casarse con una excént rica y engendrar t res chiflados buenos para nada que
le am argaban la exist encia. Jaim e no discut ía con su padre. Pasaba por la casa com o
una som bra, daba un beso dist raído a su m adre cuando la veía y se dirigía
direct am ent e a la cocina, com ía de pie las sobras de los dem ás y luego se encerraba
en su habit ación a leer o est udiar. Su dorm it orio era un t únel de libros, t odas las
paredes est aban cubiert as desde el suelo hast a el t echo, de est ant erías de m adera
replet as de volúm enes que nadie lim piaba, porque él m ant enía la puert a con llave.
Eran nidos ideales para las arañas y los rat ones. Al cent ro de la pieza est aba su cam a,
un cam ast ro de conscript o, ilum inado por un bom billo desnudo qué colgaba del t echo
sobre la cabecera. Durant e un t em blor de t ierra que Clara olvidó predecir, se sint ió un
est répit o de t ren descarrilado y cuando pudieron abrir la puert a, vieron que la cam a
est aba ent errada debaj o de una m ont aña de libros. Se habían desprendido las
est ant erías y Jaim e quedó aplast ado por ellas. Lo rescat aron sin un rasguño. Mient ras
Clara quit aba los libros, se acordaba del t errem ot o y pensaba que ese m om ent o ya lo
había vivido. La ocasión sirvió para sacudir el polvo al zocucho y espant ar los bichos y
paj arracos a escobazos.
Las únicas veces que Jaim e enfocaba la vist a para percibir la realidad de su casa,
era cuando veía pasar a Am anda de la m ano de Nicolás. Muy pocas veces le dirigía la
palabra y enroj ecía violent am ent e si ella lo hacía. Desconfiaba de su exót ica apariencia
y est aba convencido que si se peinaba com o t odo el m undo y se quit aba la pint ura de
los oj os, se vería com o un rat ón flaco y verdoso. Sin em bargo, no podía dej ar de
m irarla. La sonaj era de pulseras que acom pañaba a la j oven lo dist raía de sus est udios
y t enía que hacer un gran esfuerzo para no seguirla por la casa com o una gallina
hipnot izada. Solo, en su cam a, sin poder concent rarse en la lect ura, im aginaba a
Am anda desnuda, envuelt a en su pelo negro, con t odos sus adornos ruidosos, com o un
ídolo. Jaim e era un solit ario. Fue un niño huraño y m ás t arde un hom bre t ím ido. No se
am aba a sí m ism o y t al vez por eso pensaba que no m erecía el am or de los dem ás. La
m enor dem ost ración de solicit ud o agradecim ient o hacia él, lo avergonzaba y lo hacía
sufrir. Am anda represent aba la esencia de t odo lo fem enino y, por ser la com pañera de
Nicolás, de t odo lo prohibido. La personalidad libre, afect uosa y avent urera de la j oven
m uj er lo fascinaba y su aspect o de rat ón disfrazado provocaba en él un ansia
t orm ent osa de prot egerla. La deseaba dolorosam ent e, pero nunca se at revió a
adm it irlo, ni en lo m ás secret o de sus pensam ient os.
En esa época Am anda frecuent aba m ucho la casa de los Trueba. En el periódico
t enía un horario flexible y cada vez que podía, llegaba a la gran casa de la esquina con
su herm ano Miguel, sin que la presencia de am bos llam ara la at ención en aquel
caserón siem pre lleno de gent e y de act ividad. Miguel t endría ent onces alrededor de
cinco años, era discret o y lim pio, no producía ningún alborot o, pasaba desapercibido,
confundiéndose con el diseño del papel de las paredes y con los m uebles, j ugaba solo
en el j ardín y seguía a Clara por t oda la casa llam ándola m am á. Por eso, y porque a
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Jaim e lo llam aba papá, supusieron que Am anda y Miguel eran huérfanos. Am ando
andaba siem pre con su herm ano, lo llevaba a su t rabaj o, lo acost um bró a com er de
t odo, a cualquier hora, y a dorm ir t irado en los lugares m ás incóm odos. Lo rodeaba de
una t ernura apasionada y violent a, lo rascaba com o a un perrit o, lo grit aba cuando se
enoj aba y después corría a abrazarlo. No dej aba que nadie corrigiera o diera una orden
a su herm ano, no acept aba com ent arios sobre la ext raña vida que le hacía llevar y lo
defendía com o una leona, aunque nadie t uviera int ención de at acarlo. A la única
persona que perm it ió opinar sobre la educación de Miguel fue a Clara, quien la pudo
convencer de que había que enviarlo a la escuela, para que no fuera un erm it año
analfabet o. Clara no era especialm ent e part idaria de la educación regular, pero pensó
que en el caso de Miguel era necesario darle algunas horas diarias de disciplina y
convivencia con ot ros niños de su edad. Ella m ism a se encargó de m at ricularla,
com prarle los út iles y el uniform e y acom pañó a Am anda a dej arlo el prim er día de
clases. En la puert a del plant el, Am anda y Miguel se abrazaron llorando, sin que la
m aest ra consiguiera separar al niño de las polleras de su herm ana, a las cuales se
aferraba con dient es y uñas, chillando y lanzando pat adas desesperadas al que se
acercaba. Finalm ent e, ayudada por Clara, la m aest ra pudo arrast rar al niño al int erior
y se cerró la puert a del colegio a sus espaldas. Am anda se quedó t oda la m añana
sent ada en la acera. Clara la acom pañó porque se sent ía culpable de t ant o dolor aj eno
y em pezaba a dudar de la sabiduría de su iniciat iva. A m ediodía sonó la cam pana y se
abrió el port ón. Vieron salir un rebaño de escolares y ent re ellos, en orden, callado y
sin lágrim as, con una raya de lápiz en la nariz y los calcet ines com idos por los zapat os,
iba el pequeño Miguel, que en esas pocas horas había aprendido a andar por la vida sin
ir de la m ano de su herm ana. Am anda lo est rechó cont ra su pecho frenét icam ent e y en
una inspiración del m om ent o le dij o: «daría la vida por t i, Miguelit o». No sabía que
algún día t endría que hacerlo.

Ent ret ant o, Est eban Trueba se sent ía cada día m ás solo y furioso. Se resignó a la
idea de que su m uj er no volvería a dirigirle la palabra y, cansado de perseguirla por los
rincones, suplicarle con la m irada y t aladrar aguj eros en las paredes del baño, decidió
dedicarse a la polít ica. Tal com o Clara había pronost icado, ganaron las elecciones los
m ism os de siem pre, pero por t an escaso m argen, que t odo el país se alert ó. Trueba
consideró que era el m om ent o de salir en defensa de los int ereses de la pat ria y los del
Part ido Conservador, puest o que nadie m ej or que él podía encarnar al polít ico honest o
e incont am inado, com o él m ism o lo decía, y agregaba que se había levant ado con su
propio esfuerzo, dando t rabaj o y buenas condiciones de vida a sus em pleados, dueño
del único fundo con casit as de ladrillo. Era respet uoso de la ley, la pat ria y la t radición
y nadie podía reprocharle ningún delit o m ayor que la evasión de im puest os. Cont rat ó
un adm inist rador para reem plazar a Pedro Segundo García y lo puso en Las Tres
Marías a cargo de sus gallinas ponedoras y sus vacas im port adas y se inst aló
definit ivam ent e en la capit al. Pasó varios m eses dedicado a su cam paña, con el
respaldo del Part ido Conservador, que necesit aba gent e para present ar a las próxim as
elecciones parlam ent arias, y de su propia fort una, que la puso al servicio de su causa.
La casa se llenó de propaganda polít ica y de sus part idarios, que práct icam ent e la
t om aron por asalt o, m ezclándose con los fant asm as de los corredores, los rosacruces y
las t res herm anas Mora. Poco a poco la cort e de Clara fue desplazada hacia los cuart os
t raseros de la casa. Se est ableció una front era invisible ent re el sect or que ocupaba
Est eban Trueba y el de su m uj er. Baj o la inspiración de Clara y de acuerdo a las
necesidades del m om ent o, fueron brot ándole a la noble arquit ect ura señorial,
cuart uchos, escaleras, t orrecillas, azot eas. Cada vez que había que aloj ar a un nuevo

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La casa de l os espí r i tus
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huésped, llegaban los m ism os albañiles y añadían ot ra habit ación. Así, la gran casa de
la esquina llegó a parecer un laberint o.
- Algún día est a casa servirá para poner un hot el - decía Nicolás.
- O un pequeño hospit al - agregaba Jaim e, que em pezaba a acariciar la idea de llevar
sus pobres al Barrio Alt o.
La fachada de la casa se m ant uvo sin alt eraciones. Por delant e se veían las
colum nas heroicas y el j ardín versallesco, pero hacia det rás se perdía el est ilo. El j ardín
t rasero era una selva enm arañada donde proliferaban variedades de plant as y flores y
donde alborot aban los páj aros de Clara, j unt o con varias generaciones de perros y
gat os. Ent re aquella fauna dom ést ica, el único que t uvo alguna relevancia en el
recuerdo de la fam ilia fue un conej o que llevó Miguel, un pobre conej o vulgar, que los
perros lam ían const ant em ent e, hast a que se le cayó el pelo, convirt iéndose en el único
calvo de su especie, cubiert o por un pellej o t ornasoleado que le daba la apariencia de
un rept il orej udo.
A m edida que se acercaba la fecha de las elecciones, Est eban Trueba se ponía m ás y
m ás nervioso. Había arriesgado t odo lo que t enía en su avent ura polít ica. Una noche
no aguant ó m ás y fue a golpear la puert a del dorm it orio de Clara. Ella le abrió. Est aba
en cam isa de dorm ir y se había puest o los dient es, porque le gust aba m ordisquear
gallet as m ient ras escribía en su cuaderno de anot ar la vida. A Est eban le pareció t an
j oven y herm osa com o el prim er día que la llevó de la m ano a ese dorm it orio t apizado
en seda azul y la paró sobre la piel de Barrabás . Sonrió con el recuerdo.
- Disculpa, Clara - dij o sonroj ándose com o un escolar- . Me sient o solo y angust iado.
Quiero est ar un rat o aquí, si no t e im port a.
Clara sonrió t am bién, pero no dij o nada. Le señaló el sillón y Est eban se sent ó. Se
quedaron un rat o callados, com part iendo el plat o de gallet as y m irándose ext rañados,
porque hacía m ucho t iem po que vivían baj o el m ism o t echo sin verse.
- Supongo que sabes lo que m e est á at orm ent ando - dij o Est eban Trueba finalm ent e.
Clara asint ió con la cabeza.
- ¿Crees que voy a salir elegido?
Clara volvió a asent ir y ent onces Trueba se sint ió t ot alm ent e aliviado, com o si ella le
hubiera dado una garant ía escrit a. Lanzó una alegre y sonora carcaj ada, se puso de
pie, la t om ó por los hom bros y la besó en la frent e.
- ¡Eres form idable, Clara! Si t ú lo dices, seré senador- exclam ó.
A part ir de esa noche dism inuyó la host ilidad ent re los dos. Clara siguió sin dirigirle
la palabra, pero él hacía caso om iso de su silencio y le hablaba norm alm ent e,
int erpret ando sus m enores gest os com o respuest as. En casos de necesidad, Clara
usaba a los sirvient es o a sus hij os para enviarle m ensaj es. Se preocupaba del
bienest ar de su m arido, lo secundaba en su t rabaj o y lo acom pañaba cuando se lo
pedía. Algunas veces le sonreía.
Diez días después, Est eban Trueba fue elegido senador de la República t al com o
Clara había pronost icado. Celebró el acont ecim ient o con una fiest a para sus am igos y
correligionarios, una bonificación en efect ivo para sus em pleados y para los inquilinos
de Las Tres Marías y un collar de esm eraldas que dej ó a Clara sobre la cam a j unt o a
un ram it o de violet as. Clara com enzó a asist ir a las recepciones sociales y a los act os
polít icos, donde su presencia era necesaria para que su m arido proyect ara la im agen
de hom bre sencillo y fam iliar que gust aba al público y al Part ido Conservador. En esas
ocasiones, Clara se colocaba los dient es y algunas j oyas que le había regalado

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Est eban. Pasaba por ser la dam a m ás elegant e, discret a y encant adora de su círculo
social y nadie llegó a sospechar que esa dist inguida parej a j am ás se hablaba.
Con la nueva posición de Est eban Trueba, aum ent ó el núm ero de personas que
at ender en la gran casa de la esquina. Clara no llevaba la cuent a de las bocas que
alim ent aba ni de los gast os de su casa. Las fact uras iban direct am ent e a la oficina del
senador Trueba en el Congreso, quien pagaba sin pregunt ar, porque había descubiert o
que m ient ras m ás gast aba, m ás parecía aum ent ar su fort una y llegó a la conclusión
que no sería Clara, con su hospit alidad indiscrim inada y sus obras de caridad, quien
consiguiera arruinarlo. Al principio, t om ó el poder polít ico com o un j uguet e nuevo.
Había llegado a la m adurez convert ido en el hom bre rico y respet ado que j uró que
llegaría a ser cuando era un adolescent e pobre, sin padrinos y sin m ás capit al que su
orgullo y su am bición. Pero, al poco t iem po com prendió que est aba t an solo com o
siem pre. Sus dos hij os lo eludían y con Blanca no había vuelt o a t ener ningún cont act o.
Sabía de ella por lo que cont aban sus herm anos y se lim it aba a enviarle t odos los
m eses un cheque, fiel al com prom iso que había adquirido con Jean de Sat igny. Est aba
t an lej os de sus hij os, que era incapaz de m ant ener un diálogo con ellos sin acabar a
grit os. Trueba se ent eraba de las locuras de Nicolás cuando ya era dem asiado t arde, es
decir, cuando t odo el m undo las com ent aba. Tam poco sabía nada de la vida de Jaim e.
Si hubiera sospechado que se j unt aba con Pedro Tercero García, con quien llegó a
desarrollar un cariño de herm ano, seguram ent e le habría dado una apoplej ía, pero
Jaim e se cuidaba m uy bien de hablar de esas cosas con su padre.
Pedro Tercero García había abandonado el cam po. Después del t errible encuent ro
con su pat rón, lo acogió el padre José Dulce María en la casa parroquial y le curó la
m ano. Pero el m uchacho est aba hundido en la depresión y repet ía incansablem ent e
que la vida no t enía ningún sent ido, porque había perdido a Blanca y t am poco podría
t ocar la guit arra, que era su único consuelo. El padre José Dulce María esperó que la
fuert e cont ext ura del j oven le cicat rizara los dedos y luego lo m ont ó en una carret ela y
se lo llevó a la reservación indígena, donde le present ó a una viej a cent enaria que
est aba ciega y t enía las m anos engarfiadas por el reum at ism o, pero que aún t enía
volunt ad para hacer cest ería con los pies. « Si ella puede hacer canast os con las pat as,
t ú puedes t ocar la guit arra sin dedos», le dij o. Luego el j esuit a le cont ó su propia
hist oria.
A t u edad yo t am bién est aba enam orado, hij o. Mi novia era la m uchacha m ás linda
de m i pueblo. Nos íbam os a casar y ella est aba com enzando a bordar su aj uar y yo a
ahorrar para hacernos una casit a, cuando m e m andaron al servicio m ilit ar. Cuando
volví, se había casado con el carnicero y est aba convert ida en una señora gorda.
Est uve a punt o de t irarm e al río con una piedra en los pies, pero luego decidí m et erm e
a cura. Al año de t om ar los hábit os, ella enviudó y venía a la iglesia a m irarm e con
oj os lánguidos. - La risot ada franca del gigant esco j esuit a levant ó el ánim o a Pedro
Tercero y lo hizo sonreír por prim era vez en t res sem anas- ..Para que veas, hij o
- concluyó el padre José Dulce María- ,cóm o no hay que desesperarse. Volverás a ver a
Blanca el día m enos pensado.
Curado del cuerpo y del alm a, Pedro Tercero García se fue a la capit al con un at adit o
de ropa y unas pocas m onedas que el cura sust raj o de la lim osna dom inical. Tam bién
le dio las señas de un dirigent e socialist a en la capit al, que lo acogió en su casa los
prim eros días y luego le consiguió un t rabaj o com o cant ant e en una peña de bohem ios.
El j oven se fue a vivir a una población obrera, en un rancho de m adera que le pareció
un palacio, sin m ás m obiliario que un som ier con pat as, un colchón, una silla y dos
caj ones que le servían de m esa. Desde allí prom ovía el socialism o y rum iaba su
disgust o de que Blanca se hubiera casado con ot ro, negándose a acept ar las
explicaciones y las palabras de consuelo de Jaim e. Al poco t iem po había dom inado la
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m ano derecha y m ult iplicado el uso de los dos dedos que le quedaban y siguió
com poniendo canciones de gallinas y zorros perseguidos. Un día lo invit aron a un
program a de radio y ése fue el com ienzo de una vert iginosa popularidad que ni él
m ism o esperaba. Su voz com enzó a escucharse a m enudo en la radio y su nom bre se
hizo conocido. El senador Trueba, sin em bargo, nunca lo oyó nom brar, porque en su
casa no adm it ía aparat os de radio. Los consideraba inst rum ent os propios de la gent e
incult a, port adores de influencias nefast as y de ideas vulgares. Nadie est aba m ás
alej ado de la m úsica popular que él, que lo único m elódico que podía soport ar era la
ópera durant e la t em porada lírica y la com pañía de zarzuelas que viaj aba desde
España t odos los inviernos.

El día que llegó Jaim e a la casa con la novedad de que quería cam biarse el apellido,
porque desde que su padre era senador del Part ido Conservador sus com pañeros lo
host ilizaban en la universidad y desconfiaban de él en el Barrio de la Misericordia,
Est eban Trueba perdió la paciencia y est uvo a punt o de abofet earlo, pero se cont uvo a
t iem po, porque le vio en la m irada que en esa ocasión no se lo t oleraría.
- ¡Me casé para t ener hij os legít im os que lleven m i apellido, y no bast ardos que
lleven el de la m adre! - le espet ó lívido de furia.
Dos sem anas m ás t arde oyó com ent ar en los pasillos del Congreso y en los salones
del Club, que su hij o Jaim e se había quit ado los pant alones en la Plaza Brasil, para
dárselos a un indigent e, y había regresado cam inando en calzoncillos quince cuadras
hast a su casa, seguido por una leva de niños y curiosos que lo vit oreaban. Cansado de
defender su honor del ridículo y de los chism es, aut orizó a su hij o para ponerse el
apellido que le diera la gana, con t al que no fuera el suyo. Ese día, encerrado en su
escrit orio, lloró de decepción y de rabia. Trat ó de decirse a sí m ism o que sem ej ant es
excent ricidades se le pasarían cuando m adurara y t arde o t em prano se convert iría en
el hom bre equilibrado que podría secundarlo en sus negocios y ser el sost én de su
vej ez. Con su ot ro hij o, en cam bio, había perdido las esperanzas. Nicolás pasaba de
una em presa fant ást ica a ot ra. Andaba en esos días con la ilusión de cruzar la
cordillera, igual com o m uchos años ant es lo int ent ara su t ío abuelo Marcos, en un
m edio de t ransport e poco usual. Había elegido elevarse en globo, convencido de que el
espect áculo de un gigant esco globo suspendido ent re las nubes, sería un irresist ible
elem ent o publicit ario que cualquier bebida gaseosa podía auspiciar. Copió el m odelo de
un zepelín alem án ant erior a la guerra, que se elevaba m ediant e un sist em a de aire
calient e, llevando en su int erior a una o m ás personas de t em peram ent o audaz. Los
afanes de arm ar aquella gigant esca salchicha inflable, est udiar los m ecanism os
secret os, las corrient es de los vient os, los presagios de los naipes y las leyes de la
aerodinám ica, lo m ant uvieron ent ret enido por m ucho t iem po. Olvidó durant e sem anas
las sesiones de espirit ism o de los viernes con su m adre y las t res herm anas Mora, y ni
siquiera se dio cuent a que Am anda había dej ado de ir a la casa. Una vez t erm inada su
nave voladora, se encont ró ant e un obst áculo que no había calculado: el gerent e de las
gaseosas, un gringo de Arkansas, se negó a financiar el proyect o, pret ext ando que si
Nicolás se m at aba en su art efact o, baj arían las vent as de su brebaj e. Nicolás t rat ó de
encont rar ot ros auspiciadores, pero nadie se int eresó. Eso no fue suficient e para
hacerlo desist ir de sus propósit os y decidió elevarse de t odos m odos, aunque fuera
grat is. El día fij ado, Clara siguió t ej iendo im pert urbable sin prest ar at ención a los
preparat ivos de su hij o, a pesar de que la fam ilia, los vecinos y los am igos est aban
horrorizados con el plan descabellado de cruzar las m ont añas en esa m áquina
est ram bót ica.
- Tengo la corazonada de que no se va a elevar - dij o Clara sin dej ar de t ej er.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Así fue. En el últ im o m om ent o apareció una cam ionet a llena de policías en el parque
público que Nicolás había elegido para elevarse. Exigieron un perm iso m unicipal que,
por supuest o, no t enía. Tam poco lo pudo conseguir. Pasó cuat ro días corriendo de una
oficina a ot ra, en t rám it es desesperados que se est rellaban cont ra un m uro de
incom prensión burocrát ica. Nunca se ent eró que det rás de la cam ionet a de policías y
los papeleos int erm inables, est aba la influencia de su padre, que no est aba dispuest o a
perm it ir esa avent ura. Cansado de luchar cont ra la t im idez de las gaseosas y la
burocracia aérea, se convenció de que no podría elevarse, a m enos que lo hiciera
clandest inam ent e, lo cual era im posible, dadas las dim ensiones de su nave. Ent ró en
una crisis de ansiedad, de la cual lo sacó su m adre, al sugerirle que para no perder
t odo lo invert ido, usara los m at eriales del globo para algún fin práct ico. Ent onces
Nicolás ideó la fábrica de em paredados. Su plan era hacer em paredados de pollo,
envasarlos en la t ela del globo cort ada en pedacit os y venderlos a los oficinist as. La
am plia cocina de su casa le pareció ideal para su indust ria. Los j ardines t raseros fueron
llenándose de aves at adas de las pat as, que aguardaban su t urno para que dos
m at arifes especialm ent e cont rat ados decapit aran en serie. El pat io se llenó de plum as
y la sangre salpicó las est at uas del Olim po, el olor a consom é t enía a t odo el m undo
con náuseas y el dest ripadero em pezaba a llenar de m oscas el barrio, cuando Clara le
puso fin a la m at anza con un at aque de nervios que por poco la vuelve a los t iem pos
de la m udez. Est e nuevo fracaso com ercial no im port ó t ant o a Nicolás, que t am bién
est aba con el est óm ago y la conciencia revuelt os con la carnicería. Se resignó a perder
lo que había invert ido en esos negocios y se encerró en su pieza a planear nuevas
form as de ganar dinero y de divert irse.
- Hace t iem po que no veo a Am anda por aquí - dij o Jaim e, cuando ya no pudo resist ir
la im paciencia de su corazón.
En ese m om ent o Nicolás se acordó de Am anda y sacó la cuent a que no la había
vist o deam bular por la casa desde hacía t res sem anas y que no había asist ido al
fracasado int ent o de elevarse en globo, ni a la inauguración de la indust ria dom ést ica
de pan con pollo. Fue a pregunt ar a Clara, pero su m adre t am poco sabía nada de la
j oven y est aba com enzando a olvidarla, debido a que había t enido que acom odar su
m em oria al hecho ineludible de que su casa era un pasadero de gent e y com o ella
decía, no le alcanzaba el alm a para lam ent ar a t odos los ausent es. Nicolás decidió
ent onces ir a buscarla, porque se dio cuent a que le est aban haciendo falt a la presencia
de m ariposa inquiet a de Am anda y sus abrazos sofocados y silenciosos en los cuart os
vacíos de la gran casa de la esquina, donde ret ozaban com o cachorros cada vez que
Clara afloj aba la vigilancia y Miguel se dist raía j ugando o se quedaba dorm ido en algún
rincón.
La pensión donde vivía Am anda con su herm anit o result ó ser una vet ust a casa que
m edio siglo at rás probablem ent e t uvo algún esplendor ost ent oso, pero lo perdió a
m edida que la ciudad fue ext endiéndose hacia las laderas de la cordillera. La ocuparon
prim ero los com erciant es árabes, quienes le incorporaron pret enciosos frisos de yeso
rosado, y, m ás t arde, cuando los árabes pusieron sus negocios en el Barrio de los
Turcos, el propiet ario la convirt ió en pensión, subdividiéndola en cuart os m al
ilum inados, t rist es, incóm odos cont rahechos, para inquilinos de pocos recursos. Tenía
una geografía im posible de pasillos est rechos y húm edos, donde reinaba et ernam ent e
el t ufillo de la sopa de coliflor y del guiso de repollo. Salió a abrir la puert a la dueña de
la pensión en persona, una m uj erona inm ensa, provist a de una t riple papada
m aj est uosa y oj illos orient ales sum idos en pliegues fosilizados de grasa, con anillos en
t odos los dedos y los rem ilgos de una novicia.
- No se acept an visit ant es del sexo opuest o - dij o a Nicolás.

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La casa de l os espí r i tus
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Pero Nicolás desplegó su irresist ible sonrisa de seduct or, le besó la m ano sin
ret roceder ant e el carm esí descascarado de sus uñas sucias, se ext asió con los anillos
y se hizo pasar por un prim o herm ano de Am anda, hast a que ella, derrot ada,
ret orciéndose en risit as coquet as y cont oneos elefant iásicos, lo conduj o por las
polvorient as escaleras hast a el t ercer piso y le señaló la puert a de Am anda. Nicolás
encont ró a la j oven en la cam a, arropada con un chal dest eñido y j ugando a las dam as
con su herm ano Miguel. Est aba t an verdosa y dism inuida, que t uvo dificult ad en
reconocerla. Am anda lo m iró sin sonreír y no le hizo ni el m enor gest o de bienvenida.
Miguel, en cam bio, se le paró al frent e con los brazos en j arra.
- Por fin vienes - le dij o el niño.
Nicolás se aproxim ó a la cam a y t rat ó de recordar a la cim breant e y m orena
Am anda, la Am anda frut al y sinuosa de sus encuent ros en la oscuridad de los cuart os
cerrados, pero ent re las lanas apelm azadas del chal y las sábanas grises, había una
desconocida de grandes oj os ext raviados, que lo observaba con inexplicable dureza.
«Am anda», m urm uró t om ándole la m ano. Esa m ano sin los anillos y las pulseras de
plat a, parecía t an desvalida com o pat a de páj aro m oribundo. Am anda llam ó a su
herm ano. Miguel se acercó a la cam a y ella le sopló algo al oído. El niño se dirigió
lent am ent e hacia la puert a y desde el um bral lanzó una últ im a m irada furiosa a Nicolás
y salió, cerrando la puert a sin ruido.
- Perdónam e, Am anda - balbuceó Nicolás- . Est uve m uy ocupado. ¿Por qué no m e
avisast e que est abas enferm a?
- No est oy enferm a - respondió ella- . Est oy em barazada.
Esa palabra dolió a Nicolás com o un bofet ón. Ret rocedió hast a sent ir el vidrio de la
vent ana a sus espaldas. Desde el prim er m om ent o en que desnudó a Am anda,
t ant eando en la oscuridad, enredado en los t rapos de su disfraz de exist encialist a,
t em blando de ant icipación por las prot uberancias y los int erst icios que m uchas veces
había im aginado sin llegar a conocerlos en su espléndida desnudez, supuso que ella
t endría la experiencia suficient e para evit ar que él se convirt iera en padre de fam ilia a
los veint iún años y ella en m adre solt era a los veint icinco. Am anda había t enido
am ores ant eriores y había sido la prim era en hablarle del am or libre. Sost enía su
irrevocable det erm inación de perm anecer j unt os solam ent e m ient ras se t uvieran
sim pat ía, sin at aduras y sin prom esas para el fut uro, com o Sart re y la Beauvoir. Ese
acuerdo, que al principio a Nicolás le pareció una m uest ra de frialdad y desprej uicio
algo chocant e, después le result ó m uy cóm odo. Relaj ado y alegre, com o era para
t odas las cosas de la vida, encaró la relación am orosa sin m edir las consecuencias.
- ¡Qué vam os a hacer ahora! - exclam ó.
- Un abort o, por supuest o - respondió ella.
Una oleada de alivio sacudió a Nicolás. Había sort eado el abism o una vez m ás.
Com o siem pre que j ugaba al borde del precipicio, ot ro m ás fuert e había surgido a su
lado para hacerse cargo de las cosas, t al com o en los t iem pos del colegio, cuando
azuzaba a los m uchachos en el recreo hast a que se le iban encim a y ent onces, en el
últ im o inst ant e, en el m om ent o en que el t error lo paralizaba, llegaba Jaim e y se ponía
por delant e, t ransform ando su pánico en euforia y perm it iéndole ocult arse ent re los
pilares del pat io a grit ar insult os desde su refugio, m ient ras su herm ano sangraba de la
nariz y repart ía puñet azos con la silenciosa t enacidad de una m áquina. Ahora era
Am anda quien asum ía la responsabilidad por él.
- Podem os casarnos, Am anda..., si quieres - balbuceó para salvar la cara.
- ¡No! - replicó ella sin vacilar- . No t e quiero lo suficient e para eso, Nicolás.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

I nm ediat am ent e sus sent im ient os dieron un brusco viraj e, porque esa posibilidad no
se le había ocurrido. Hast a ent onces nunca se había sent ido rechazado o abandonado y
en cada am orío había t enido que recurrir a t odo su t act o para escabullirse sin herir
dem asiado a la m uchacha de t urno. Pensó en la difícil sit uación en que se encont raba
Am anda, pobre, sola, esperando un hij o. Pensó que una palabra suya podía cam biar el
dest ino de la j oven, convirt iéndola en la respet able esposa de un Trueba. Est os
cálculos le pasaron por la cabeza en una fracción de segundo, pero enseguida se sint ió
avergonzado y enroj eció al sorprenderse sum ido en esos pensam ient os. De pront o
Am anda le pareció m agnífica. Le vinieron a la m em oria t odos los buenos m om ent os
que habían com part ido, las veces que se echaron en el suelo fum ando la m ism a pipa
para m arearse un poco j unt os, riéndose de esa yerba que sabía a bost a seca y t enía
m uy poco efect o alucinógeno, pero hacía funcionar el poder de la sugest ión; de los
ej ercicios yoga y la m edit ación en parej a, sent ados frent e a frent e, en com plet a
relaj ación, m irándose a los oj os y m urm urando palabras en sánscrit o que pudieran
t ransport arlo al Nirvana, pero que generalm ent e t enían el efect o cont rario y
t erm inaban escabulléndose de las m iradas aj enas, agazapados ent re los m at orrales del
j ardín, am ándose com o desesperados; de los libros leídos a la luz de una vela
ahogados de pasión y de hum o; de las t ert ulias et ernas discut iendo a los filósofos
pesim ist as de la posguerra, o concent rándose en m over la m esa de t res pat as, dos
golpes para sí, t res para no, m ient ras Clara se burlaba de ellos. Cayó hincado j unt o a
la cam a suplicando a Am anda que no lo dej ara, que lo perdonara, que siguieran j unt os
com o si nada hubiera pasado, que eso no era m ás que un accident e desvent urado que
no podía alt erar la esencia int ocable de su relación. Pero ella parecía no escucharlo. Le
acariciaba la cabeza con un gest o m at ernal y dist ant e.
- Es inút il, Nicolás. ¿No ves que yo t engo el alm a m uy viej a y t ú t odavía eres un
niño? Siem pre serás un niño - le dij o.
Cont inuaron acariciándose sin deseo y at orm ent ándose con las súplicas y los
recuerdos. Saboreaban la am argura de una despedida que present ían, pero que
t odavía podían confundir con una reconciliación. Ella se levant ó de la cam a a preparar
t ina t aza de t é para los dos y Nicolás vio que usaba una enagua viej a a m odo de
cam isa de dorm ir. Había adelgazado y sus pant orrillas le parecieron pat ét icas. Andaba
por la habit ación descalza, con el chal en los hom bros y el pelo revuelt o, afanada
alrededor de la hornilla a parafina que había sobre una m esa que le servía com o
escrit orio, com edor y cocina. Vio el desorden en que vivía Am anda y cayó en cuent a
que hast a ent onces ignoraba casi t odo de ella. Había supuest o que no t enía m ás
fam ilia que su herm ano, y que vivía con su sueldo escaso, pero había sido incapaz de
im aginar su verdadera sit uación. La pobreza le parecía un concept o abst ract o y lej ano,
aplicable a los inquilinos de Las Tres Marías y los indigent es que su herm ano Jaim e
socorría, pero con los cuales él nunca había est ado en cont act o. Am anda, su Am anda
t an próxim a y conocida, de pront o era una ext raña. Miraba sus vest idos, que cuando
ella los llevaba puest os parecían los disfraces de una reina, colgando de unos clavos en
la pared, com o t risres ropaj es de una m endiga. Veía su cepillo de dient es en un vaso
sobre el lavat orio oxidado, los zapat os del colegio dé Miguel t ant as veces em bet unados
y vuelt os a em bet unar, que ya habían perdido la form a original, la viej a m áquina de
escribir al lado de la hornilla, los libros ent re las t azas, el vidrio rot o de una vent ana
t apado con un recort e de revist a. Era ot ro m undo. Un m undo cuya exist encia no
sospechaba. Hast a ent onces a un lado de la línea divisoria est aban los pobres de
solem nidad y al ot ro la gent e com o él, ent re la que había colocado a Am anda. No sabía
nada de esa silenciosa clase m edia que se debat ía ent re la pobreza de cuello y corbat a
y el deseo im posible de em ular a la canalla dorada a la cual él pert enecía. Se sint ió
confuso y abochornado, pensando en las m últ iples ocasiones pasadas en que ella
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

probablem ent e t uvo que em bruj arlos para que no se not ara su m iseria en la casa de
los Trueba y él, en com plet a inconsciencia, no la había ayudado. Recordó los cuent os
de su padre, cuando le hablaba de su infancia pobre y de que a su edad t rabaj aba para
m ant ener a su m adre y a su herm ana, y por prim era vez pudo encaj ar esas anécdot as
didáct icas con una realidad. Pensó que así era la vida de Am anda.
Com part ieron una t aza de t é sent ados sobre la cam a, porque había una sola silla.
Am anda le cont ó de su pasado, de su fam ilia, de un padre alcohólico que era profesor
en una provincia del Nort e, de una m adre agobiada y t rist e que t rabaj aba para
m ant ener a seis hij os y de cóm o ella, apenas pudo valerse por sí m ism a, se fue de la
casa. Había llegado a la capit al de quince años, a casa de una m adrina bondadosa que
la ayudó por un t iem po. Después, cuando su m adre m urió, fue a ent errarla y a buscar
a Miguel, que era t odavía una criat ura en pañales. Desde ent onces le había servido de
m adre. Del padre y del rest o de sus herm anos no había vuelt o a saber. Nicolás sent ía
crecer en su int erior el deseo de prot egerla y cuidarla, de com pensarle t odas las
carencias. Nunca la había am ado m ás.
Al anochecer vieron llegar a Miguel con las m ej illas arreboladas, ret orciéndose
sigiloso y divert ido para ocult ar el regalo que t raía escondido en la espalda. Era una
bolsa de pan para su herm ana. Se la puso sobre la cam a, la besó am orosam ent e, le
alisó el pelo con su m anit a enana, le acom odó las alm ohadas. Nicolás se est rem eció,
porque en los gest os del niño había m ás solicit ud y t ernura que en t odas las caricias
que él había prodigado en su vida a cualquier m uj er. Ent onces com prendió lo que
Am anda había querido decirle. «Tengo m ucho que aprender», m urm uró. Apoyó la
frent e en el crist al grasient o de la vent ana, pregunt ándose si alguna vez sería capaz de
dar en la m ism a m edida en que esperaba recibir.
- ¿Cóm o lo harem os? - pregunt ó sin at reverse a decir la palabra t errible.
- Pídele ayuda a t u herm ano Jaim e - sugirió Am anda.

Jaim e recibió a su herm ano en su t únel de libros, recost ado en el cam ast ro de
conscript o, ilum inado por la luz del único bom billo que colgaba del t echo. Est aba
leyendo los sonet os de am or del Poet a, que para ent onces ya t enía renom bre m undial,
t al com o lo pronost icara Clara la prim era vez que lo oyó recit ar con su voz t elúrica, en
su velada lit eraria. Especulaba que los sonet os t al vez habían sido inspirados por la
presencia de Am anda en el j ardín de los Trueba, donde el Poet a solía sent arse a la
hora del t é, a hablar sobre canciones desesperadas, en la época en que era un
huésped t enaz de la gran casa de la esquina. Le sorprendió la visit a de su herm ano
porque, desde que habían salido del colegio, cada día se dist anciaban m ás. En los
últ im os t iem pos no t enían nada que hablar y se saludaban con una inclinación de
cabeza las raras veces que se t ropezaban en el um bral de la puert a. Jaim e había
desist ido de su idea de at raer a Nicolás a las cosas t rascendent ales de la exist encia.
Aún sent ía que sus frívolas diversiones eran un insult o personal, pues no podía
acept ar que gast ara t iem po y energía en viaj es en globo y m asacres de pollos,
habiendo t ant o t rabaj o por hacer en el Barrio de la Misericordia. Pero ya no int ent aba
arrast rarlo al hospit al, para que viera el sufrim ient o de cerca, en la esperanza de que
la m iseria aj ena lograra conm over su corazón de páj aro t ranseúnt e y dej ó de invit arlo
a las reuniones con los socialist as en la casa de Pedro Tercero García, en la últ im a calle
de la población obrera, donde se reunían, vigilados por la policía, t odos los j ueves.
Nicolás se burlaba de sus inquiet udes sociales, alegando que sólo un t ont o con
vocación de apóst ol podía salir por el m undo a buscar la desgracia y la fealdad con un
cabo de vela. Ahora, Jaim e t enía a su herm ano al frent e, m irándolo con la expresión
culpable y suplicant e que había em pleado t ant as veces para rem over su afect o.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- Am anda est á em barazada - dij o Nicolás sin preám bulos.


Tuvo que repet irlo, porque Jaim e se quedó inm óvil, en la m ism a act it ud huraña que
siem pre t enía, sin que ni un solo gest o delat ara que lo había oído. Pero por dent ro la
frust ración est aba ahogándolo. En silencio llam aba a Am anda por su nom bre,
aferrándose a la dulce resonancia de esa palabra para m ant ener el cont rol. Era t ant a
su necesidad de t ener viva la ilusión, que llegó a convencerse de que Am anda sost enía
con Nicolás un am or infant il, una relación lim it ada a paseos inocent es t om ados de la
m ano, a discusiones alrededor de una bot ella de aj enj o, a los pocos besos fugaces que
él había sorprendido.
Se había negado a la verdad dolorosa que ahora t enía que enfrent ar.
- No m e lo cuent es. No t engo nada que ver con eso - replicó apenas pudo sacar la
voz.
Nicolás se dej ó caer sent ado a los pies de la cam a, hundiendo la cara ent re las
m anos.
- ¡Tienes que ayudarla, por favor! - suplicó.
Jaim e cerró los oj os y respiró con ansias, esforzándose por cont rolar esos alocados
sent im ient os que lo im pulsaban a m at ar a su herm ano, a correr a casarse él m ism o
con Am anda, a llorar de im pot encia y decepción. Tenía la im agen de la j oven en la
m em oria, t al com o se le aparecía cada vez que la zozobra del am or lo derrot aba. La
veía ent rando y saliendo de la casa, com o una ráfaga de aire puro, llevando a su
herm anit o de la m ano, oía su risa en la t erraza, olía el im percept ible y dulce arom a de
su piel y su pelo cuando pasaba por su lado a pleno sol del m ediodía. La veía t al com o
la im aginaba en las horas ociosas en que soñaba con ella. Y, sobre t odo, la evocaba en
ese único m om ent o preciso en que Am anda ent ró a su dorm it orio y est uvieron solos en
la int im idad de su sant uario. Ent ró sin golpear, cuando él est aba echado en el
cam ast ro leyendo, llenó el t únel con el revolot eo de su pelo largo y sus brazos
ondulant es, t ocó los libros sin ninguna reverencia y hast a se at revió a sacarlos de sus
anaqueles sagrados, soplarles el polvo sin el m enor respet o y después t irarlos sobre la
cam a, parlot eando incansablem ent e, m ient ras él t em blaba de deseo y de sorpresa, sin
encont rar en t odo su vast o vocabulario enciclopédico, ni una sola palabra para
ret enerla, hast a que por últ im o ella se despidió con un beso que le plant ó en la m ej illa,
beso que le quedó ardiendo com o una quem adura, único y t errible beso, que le sirvió
para const ruir un laberint o de sueños en que am bos eran príncipes enam orados.
- Tú sabes algo de m edicina, Jaim e. Tienes que hacer algo - rogó Nicolás.
- Soy est udiant e, m e falt a m ucho para ser m édico. No sé nada de eso. Pero he vist o
a m uchas m uj eres que se m ueren porque un ignorant e las int erviene - dij o Jaim e.
- Ella confía en t i. Dice que sólo t ú puedes ayudarla - dij o Nicolás.
Jaim e agarró a su herm ano por la ropa y lo levant ó en el aire, sacudiéndolo com o un
pelele y grit ando t odos los insult os que se le pasaron por la m ent e, hast a que sus
propios sollozos lo obligaron a solt arlo. Nicolás lloriqueó aliviado. Conocía a Jaim e y
había int uido que, com o siem pre, acept aba el papel de prot ect or.
- ¡Gracias, herm ano!
Jaim e le dio una cachet ada sin ganas y lo sacó de su habit ación a em puj ones. Cerró
la puert a con llave y se acost ó boca baj o en su cam ast ro, est rem ecido por ese ronco y
t errible llant o con que los hom bres lloran las penas de am or.
Esperaron hast a el dom ingo. Jaim e les dio cit a en el consult orio del Barrio de la
Misericordia donde t rabaj aba en sus práct icas de est udiant e. Tenía la llave, porque
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

siem pre era el últ im o en irse, de m odo que pudo ent rar sin dificult ad, pero se sent ía
com o un ladrón, porque no habría podido explicar su presencia allí a esa hora t ardía.
Desde hacía t res días, est udiaba cuidadosam ent e cada paso de la int ervención que iba
a efect uar. Podía repet ir cada palabra del libro en el orden correct o, pero eso no le
daba m ás seguridad. Est aba t em blando. Procuraba no pensar en las m uj eres que había
vist o llegar agonizando a la sala de em ergencia del hospit al, a las que había ayudado a
salvar en ese m ism o consult orio y las ot ras, las que habían m uert o lívidas, en esas
cam as, con un río de sangre fluyendo ent re las piernas, sin que la ciencia pudiera
hacer nada para evit ar que se les escapara la vida por ese grifo abiert o. Conocía el
dram a de m uy cerca, pero hast a ese m om ent o nunca había t enido que plant earse el
conflict o m oral de ayudar a una m uj er desesperada. Y m ucho m enos a Am anda.
Encendió las luces, se puso la blanca t única de su oficio, preparó el inst rum ent al
repasando en alt a voz cada det alle que había m em orizado. Deseaba que ocurriera una
desgracia m onum ent al, un cat aclism o que sacudiera el planet a en sus cim ient os, para
que no t uviera que hacer lo que iba a hacer. Pero nada ocurrió hast a la hora señalada.
Ent ret ant o, Nicolás había ido a buscara Am anda en el viej o Covadonga, que apenas
andaba a t ropezones con sus t uercas, en m edio de una hum areda negra de aceit e
quem ado, pero que aún servía para los t rances de em ergencia. Ella lo est aba
esperando sent ada en la única silla de su cuart o t om ada de la m ano de Miguel,
sum idos en una m ut ua com plicidad de la cual, com o siem pre, Nicolás se sint ió
excluido. La j oven se veía pálida y dem acrada, debido a los nervios y a las últ im as
sem anas de m alest ares e incert idum bres que había soport ado, pero m ás t ranquila que
Nicolás, que hablaba at ropelladam ent e, no podía est arse quiet o y se esforzaba por
anim arla con una alegría fingida y con brom as inút iles. Le había llevado de regalo un
anillo ant iguo de granat es y brillant es que había sacado del cuart o de su m adre, en la
seguridad de que ella nunca lo echaría de m enos y, aunque lo viera en la m ano de
Am anda, sería incapaz de reconocerlo, porque Clara no llevaba la cuent a de esas
cosas. Am anda se lo devolvió con suavidad.
- Ya ves, Nicolás, eres un niño - dij o sin sonreír.
En el m om ent o de salir, el pequeño Miguel se puso un poncho y se aferró a la m ano
de su herm ana. Nicolás t uvo que recurrir prim ero a su encant o y luego a la fuerza
brut a para dej arlo en m anos de la pat rona de la pensión, que en los últ im os días había
sido definit ivam ent e seducida por el supuest o prim o de su pensionist a, y, cont ra sus
propias norm as, había acept ado cuidar al niño esa noche.
Hicieron el t rayect o sin hablar, cada uno sum ido en sus t em ores. Nicolás percibía la
host ilidad de Am anda com o una pest ilencia que se hubiera inst alado ent re los dos. En
los últ im os días ella había alcanzado a m adurar la idea de la m uert e y la t em ía m enos
que al dolor y a la hum illación que esa noche t endría que soport ar. Él conducía el
Covadonga por un sect or desconocido de la ciudad, callej uelas est rechas y oscuras,
donde se am ont onaba la basura j unt o a los alt os m uros de las fábricas, en un bosque
de chim eneas que le cerraban el paso al color del cielo. Los perros vagos husm eaban la
m ugre y los m endigos dorm ían envuelt os en periódicos en los nichos de las puert as. Le
sorprendió que ése fuera el escenario diario de las act ividades de su herm ano.

Jaim e los est aba esperando en la puert a del consult orio. El delant al blanco y su
propia ansiedad le daban un aire m ucho m ayor. Los llevó a t ravés de un laberint o de
helados corredores hast a la sala que había preparado, procurando dist raer a Am anda
de la fealdad del lugar, para que no viera las t oallas am arillent as en los t arros
esperando la lavandería del lunes, las palabrot as garabat eadas en los m uros, las
baldosas suelt as y las oxidadas cañerías que got eaban incansablem ent e. En la puert a
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

del pabellón Am anda se det uvo con una expresión de t error: había vist o el
inst rum ent al y la m esa ginecológica y lo que hast a ese m om ent o era una idea
abst ract a y un coquet eo con la posibilidad de la m uert e, en ese inst ant e cobró form a.
Nicolás est aba lívido, pero Jaim e los t om ó del brazo y los obligó a ent rar.
- ¡No m ires, Am anda! Te voy a dorm ir, para que no sient as nada - le dij o.
Nunca había colocado anest esia ni había int ervenido en una operación. Com o
est udiant e se lim it aba a labores adm inist rat ivas, llevar est adíst icas, llenar fichas y
ayudar en curaciones, sut uras y t areas m enores. Est aba m ás asust ado que la m ism a
Am anda, pero adopt ó la act it ud prepot ent e y relaj ada que le había vist o a los m édicos,
para que creyera que t odo ese asunt o no era m ás que rut ina. Quiso evit arle la pena de
desnudarse y evit arse él m ism o la I nquiet ud de observarla, de m odo que la ayudó a
acost arse vest ida sobre la m esa. Mient ras se lavaba e indicaba a Nicolás la form a de
hacerlo t am bién, t rat aba de dist raerla con la anécdot a del fant asm a español que se
había aparecido a Clara en una sesión de los viernes, con el cuent o de que había un
t esoro escondido en las fundaciones de la casa, y le habló de su fam ilia: un m ont ón de
locos ext ravagant es por varias generaciones, de los cuales hast a los espect ros se
burlaban. Pero Am anda no lo escuchaba, est aba pálida com o un sudario y le
cast añet eaban los dient es.
- ¿Para qué son esas correas? ¡No quiero que m e am arres! - se est rem eció.
- No t e voy a am arrar. Nicolás t e va a adm inist rar el ét er. Respira t ranquila, no t e
asust es y cuando despiert es habrem os t erm inado - sonrió Jaim e con los oj os por
encim a de su m áscara.
Nicolás acercó a la j oven la m ascarilla de la anest esia y lo últ im o que ella vio ant es
de hundirse en la oscuridad, fue a Jaim e m irándola con am or, pero creyó que lo est aba
soñando. Nicolás le quit ó la ropa y la at ó a la m esa, conscient e de que eso era peor
que una violación, m ient ras su herm ano aguardaba con las m anos enguant adas,
t rat ando de no ver en ella a la m uj er que ocupaba t odos sus pensam ient os, sino t an
sólo un cuerpo com o t ant os que pasaban a diario por esa m ism a m esa en un grit o de
dolor. Com enzó a t rabaj ar con lent it ud y cuidado, repit iéndose lo que t enía que hacer,
m ascullando el t ext o del libro que se había aprendido de m em oria, con el sudor
cayendo sobre los oj os, at ent o a la respiración de la m uchacha, al color de su piel, al
rit m o de su corazón, para indicar a su herm ano que le pusiera m ás ét er cada vez que
gem ía, rezando para que no se produj era alguna com plicación, m ient ras hurgaba en su
m ás profunda int im idad, sin dej ar, en t odo ese t iem po, de m aldecir a su herm ano con
el pensam ient o, porque si ese hij o fuera suyo y no de Nicolás, habría nacido sano y
com plet o, en vez de irse en pedazos por el desagüe de ese m iserable consult orio y él
lo habría acunado y prot egido, en vez de ext raerlo de su nido a cucharadas. Veint icinco
m inut os después había t erm inado y ordenó a Nicolás que lo ayudara a acom odarla
m ient ras se le pasaba el efect o del ét er, pero vio que su herm ano se t am baleaba
apoyado cont ra la pared, presa de violent as arcadas.
- ¡I diot a! - - rugió Jaim e- ¡Anda al baño y después que vom it es la culpa aguarda en la
sala de espera, porque t odavía t enem os para largo!
Nicolás salió a t ropezones y Jaim e se quit ó los guant es y la m áscara y procedió a
solt ar las correas de Am anda, ponerle delicadam ent e su ropa, ocult ar los vest igios
ensangrent ados de su obra y ret irar de su vist a los inst rum ent os de su t ort ura. Luego
la levant ó en brazos, saboreando ese inst ant e en que podía est recharla cont ra su
pecho, y la llevó a una cam a donde había puest o sábanas lim pias, que era m ás de lo
que t enían las m uj eres que acudían al consult orio a pedir socorro. La arropó y se sent ó
a su lado. Por prim era vez en su vida podía observarla a su ant oj o. Era m ás pequeña y
dulce de lo que parecía cuando andaba por t odos lados con su disfraz de pit onisa y su
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sonaj era de abalorios, y, t al com o siem pre lo había sospechado, en su cuerpo delgado
los huesos eran apenas una sugerencia ent re las pequeñas colinas y los lisos valles de
su fem inidad. Sin su m elena escandalosa y sus oj os de esfinge, parecía de quince
años. Su vulnerabilidad pareció a Jaim e m ás deseable que t odo lo que en ella ant es lo
había seducido. Se sent ía dos veces m ás grande y pesado que ella y m il veces m ás
fuert e, pero se sabía derrot ado de ant em ano por la t ernura y las ansias de prot egerla.
Maldij o su invencible sent im ent alism o y t rat ó de verla com o la am ant e de su herm ano
a quien acababa de pract icar un abort o, pero de inm ediat o com prendió que era un
int ent o inút il y se abandonó al placer y al sufrim ient o de am arla. Acarició sus m anos
t ransparent es, sus finos dedos, la caracola de sus orej as, recorrió su cuello oyendo el
rum or im percept ible de la vida en sus venas. Acercó la boca a sus labios y aspiró con
avidez el olor de la anest esia, pero no se at revió a t ocarlos.
Am anda regresó del sueño lent am ent e. Sint ió prim ero el frío y luego la sacudieron
las arcadas. Jaim e la consoló hablándole en el m ism o lenguaj e secret o que reservaba
para los anim ales y para los niños m ás pequeños del hospit al de pobres, hast a que se
fue calm ando. Ella com enzó 1 llorar y él siguió acariciándola. Se quedaron en silencio,
ella oscilando ent re la m odorra, las náuseas, la angust ia y el dolor que em pezaba a
at enazar su vient re, y él deseando que esa noche no t erm inara nunca.
- ¿Crees que podré t ener hij os? - pregunt ó ella por últ im o.
- Supongo que sí - respondió él- . Pero búscales un padre responsable.
Los dos sonrieron aliviados. Am anda buscó en el rost ro m oreno de Jaim e, inclinado
t an cerca del suyo, alguna sem ej anza con el de Nicolás, pero no pudo encont rarla. Por
prim era vez en su exist encia de nóm ade se sint ió prot egida y segura, suspiró cont ent a
y olvidó la sordidez que la rodeaba, las paredes descascaradas, los fríos arm arios
m et álicos, los pavorosos inst rum ent os, el olor a desinfect ant e y t am bién ese ronco
dolor que se había inst alado en sus ent rañas.
- Por favor, acuést at e a m i lado y abrázam e - dij o.
Él se t endió t ím idam ent e en la angost a cam a rodeándola con sus brazos. Procuraba
m ant enerse quiet o para no m olest arla y no caerse. Tenía la t ernura t orpe de quien
nunca ha sido am ado y debe im provisar. Am anda cerró los oj os y sonrió. Est uvieron
así, respirando j unt os en com plet a calm a, com o dos herm anos, hast a que com enzó a
aclarar y la luz de la vent ana fue m ás fuert e que la de la lám para. Ent onces Jaim e la
ayudó a ponerse en pie, le colocó el abrigo y la llevó del brazo hast a la ant esala donde
Nicolás se había quedado dorm ido en una silla.
- ¡Despiert a! Vam os a llevarla a casa, para que la cuide m i m adre. Es m ej or no
dej arla sola por unos días - dij o Jaim e.
- Sabía que podíam os cont ar cont igo, herm ano - agradeció Nicolás, em ocionado.
- No lo hice por t i, desgraciado, sino por ella - gruñó Jaim e dándole la espalda.
En la gran casa de la esquina los recibió Clara sin hacer pregunt as, o t al vez se las
hizo direct am ent e a los naipes o a los espírit us. Tuvieron que despert arla, porque
est aba am aneciendo y nadie se había levant ado aún.
- Mam á, ayude a Am anda - pidió Jaim e con la seguridad que daba la larga
com plicidad que t enían en esos asunt os- . Est á enferm a y se quedará aquí unos días.
- ,Y Miguelit o? - pregunt ó Am anda.
- Yo iré a buscarlo - dij o Nicolás y salió.
Prepararon uno de los cuart os de huéspedes y Am anda se acost ó. Jaim e le t om ó la
t em perat ura y dij o que debía descansar. Hizo adem án de ret irarse, pero se quedó

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

parado en el um bral de la puert a, indeciso. En eso volvió Clara con una bandej a con
café para los t res. - Supongo que le debem os una explicación, m am á- m urm uró Jaim e.
- No, hij o - respondió Clara alegrem ent e- . Si es pecado, prefiero que no m e lo
cuent en. Vam os a aprovechar para regalonear un poco a Am anda, que m ucha falt a le
hace.
Salió seguida por su hij o. Jaim e vio a su m adre avanzar por el corredor, descalza,
con el pelo suelt o en la espalda, arropada con su bat a blanca y not ó que no era alt a y
fuert e com o la había vist o en su infancia. Est iró la m ano y la ret uvo de un hom bro. Ella
volt eó la cabeza, sonrió, y Jaim e la abrazó com pulsivam ent e, est rechándola cont ra su
pecho, raspando su frent e con el m ent ón donde su barba im posible ya reclam aba ot ra
afeit ada. Era la prim era vez que le hacía una caricia espont ánea desde que era una
criat ura prendida por necesidad a sus pechos y Clara se sorprendió al darse cuent a lo
grande que era su hij o, con un t órax de levant ador de pesas y unos brazos com o
m art illos que la est ruj aban en un gest o t em eroso. Em ocionada y feliz, se pregunt ó
cóm o era posible que ese hom bronazo peludo con la fuerza de un oso y el candor de
una novicia, hubiera est ado alguna vez en su barriga y adem ás en com pañía de ot ro.
En los días siguient es Am anda t uvo fiebre. Jaim e, asust ado, vigilaba a t oda hora y le
adm inist raba sulfa. Clara la cuidaba. No dej ó de observar que Nicolás pregunt aba por
ella discret am ent e, pero no hacía ningún am ago de visit arla, en cam bio Jaim e se
encerraba con ella, le prest aba sus libros m ás queridos y andaba com o ilum inado,
hablando incoherencias y rondando por la casa com o nunca lo había hecho, hast a el
punt o que el j ueves olvidó la reunión de los socialist as.
Así fue com o Am anda pasó a form ar part e de la fam ilia durant e un t iem po y com o
Miguelit o, por una circunst ancia especial, est uvo present e escondido en el arm ario, el
día que nació Alba en la casa de los Trueba y nunca m ás olvidó el grandioso y t errible
espect áculo de la criat ura apareciendo al m undo envuelt a en sus m ucosidades
ensangrent adas, ent re los grit os de su m adre y el alborot o de m uj eres que se
afanaban a su alrededor.
Ent ret ant o, Est eban Trueba había part ido de viaj e a Nort eam érica. Cansado del
dolor de huesos y de aquella secret a enferm edad que sólo él percibía, t om ó la decisión
de hacerse exam inar por m édicos ext ranj eros, porque había llegado a la prem at ura
conclusión de que los doct ores lat inos eran t odos unos charlat anes m ás cercanos al
bruj o aborigen que al cient ífico. Su em pequeñecim ient o era t an sut il, t an lent o y
solapado, que nadie m ás se había dado cuent a. Tenía que com prar los zapat os un
núm ero m ás chico, t enía que hacer acort ar los pant alones y m andar hacer alforzas a
las m angas de sus cam isas. Un día se puso el calañé que no había usado en t odo el
verano y vio que le cubría com plet am ent e las orej as, de donde deduj o horrorizado que
si est aba encogiendo el t am año de su cerebro, probablem ent e t am bién se achicarían
sus ideas. Los m édicos gringos le m idieron el cuerpo, le pesaron las presas una por
una, lo int errogaron en inglés, le inyect aron líquidos con una aguj a y se los ext raj eron
con ot ra, lo fot ografiaron, lo dieron vuelt a al revés com o un guant e y hast a le m et ieron
una lám para por el ano. Al final concluyeron que eran puras ideas suyas, que no
pensaba est arse encogiendo, que siem pre había t enido el m ism o t am año y que
seguram ent e había soñado que alguna vez m idió un m et ro ochent a y calzó cuarent a y
dos. Est eban Trueba acabó de perder la paciencia y regresó a su pat ria dispuest o a no
prest ar at ención al problem a de la est at ura, puest o que t odos los grandes polít icos de
la hist oria habían sido pequeños, desde Napoleón hast a Hit ler. Cuando llegó a su casa,
vio a Miguel j ugando en el j ardín y a Am anda m ás delgada y oj erosa, desprovist a de
sus collares y sus pulseras, sent ada con Jaim e en la t erraza. No hizo pregunt as,

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porque est aba acost um brado a ver gent e ext raña a la fam ilia viviendo baj o su propio
t echo.

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La casa de l os espí r i tus
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El conde
Capítulo VIII

Ese período habría quedado sum ido en la confusión de los recuerdos ant iguos y
desdibuj ados por el t iem po, a no ser por las cart as que int ercam biaron Clara y Blanca.
Esa nut rida correspondencia preservó los acont ecim ient os, salvándolos de la nebulosa
de los hechos im probables. Desde la prim era cart a que recibió de su hij a, después de
su m at rim onio, Clara pudo adivinar que la separación con Blanca no sería por m ucho
t iem po. Sin decirle a nadie, arregló una de las m ás asoleadas y am plias habit aciones
de la casa, para esperarla. Allí inst aló la cuna de bronce donde había criado a sus t res
hij os.
Blanca nunca pudo explicar a su m adre las razones por las cuales había acept ado
casarse, porque ni ella m ism a las sabía. Analizando el pasado, cuando ya era una
m uj er m adura, llegó a la conclusión de que la causa principal fue el m iedo que sent ía
por su padre. Desde que era una criat ura de pecho había conocido la fuerza irracional
de su ira y est aba acost um brada a obedecerle. Su em barazo y la not icia de que Pedro
Tercero est aba m uert o t erm inaron por decidirla; sin em bargo, se propuso desde el
m om ent o que acept ó el enlace con Jean de Sat igny que j am ás consum aría el
m at rim onio. I ba a invent ar t oda suert e de argum ent os para post ergar la unión,
pret ext ando al com ienzo los m alest ares propios de su est ado y después buscaría ot ros,
segura de que sería m ucho m ás fácil m anej ar a un m arido com o el conde, que usaba
calzado de cabrit illa, se ponía barniz en las uñas y est aba dispuest o a casarse con una
m uj er preñada por ot ro, que oponerse a un padre com o Est eban Trueba. De dos
m ales, eligió el que le pareció m enor. Se dio cuent a que ent re su padre y el conde
francés había un arreglo com ercial en el que ella no t enía nada que decir. A cam bio de
un apellido para su niet o, Trueba dio a Jean de Sat igny una dot e suculent a y la
prom esa de que algún día recibiría una herencia. Blanca se prest ó para la negociación,
pero no est aba dispuest a a ent regar a su m arido ni su am or ni su int im idad, porque
seguía am ando a Pedro Tercero García, m ás por la fuerza del hábit o, que por la
esperanza de volverlo a ver.
Blanca y su flam ant e m arido pasaron la prim era noche de casados en la cám ara
nupcial del m ej or hot el de la capit al, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse
perdonar por su hij a el rosario de violencias con que la había cast igado en los últ im os
m eses. Para su sorpresa, Blanca no t uvo necesidad de fingir una j aqueca, porque una
vez que se encont raron solos, Jean abandonó el papel de novio que le daba besit os en
el cuello y elegía los m ej ores langost inos para dárselos en la boca, y pareció olvidar
por com plet o sus seduct ores m odales de galán del cine m udo, para t ransform arse en
el herm ano que había sido para ella en los paseos del cam po, cuando iban a m erendar
sobre la yerba con la m áquina fot ográfica y los libros en francés. Jean ent ró al baño,
donde se dem oró t ant o, que cuando reapareció en la habit ación Blanca est aba m edio
dorm ida. Creyó est ar soñando al ver que su m arido se había cam biado el t raj e de
m at rim onio por un pij am a de seda negra y un bat ín de t erciopelo pom peyano, se había
puest o una red para suj et ar el im pecable ondulado de su peinado y olía int ensam ent e
a colonia inglesa. No parecía t ener ninguna im paciencia am at oria. Se sent ó a su lado
en la cam a y le acarició la m ej illa con el m ism o gest o un poco burlón que ella había

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

vist o en ot ras ocasiones, y luego procedió a explicar, en su relam ido español


desprovist o de erres, que no t enía ninguna inclinación especial por el m at rim onio,
puest o que era un hom bre enam orado solam ent e de las art es, las let ras y las
curiosidades cient íficas, y que, por lo t ant o, no int ent aba m olest arla con
requerim ient os de m arido, de m odo que podrían vivir j unt os, pero no revuelt os, en
perfect a arm onía y buena educación. Aliviada, Blanca le t iró los brazos al cuello y lo
besó en am bas m ej illas.
- ¡Gracias, Jean! - exclam ó.
- No hay de qué - replicó él cort ésm ent e.
Se acom odaron en la gran cam a de falso est ilo I m perio, com ent ando los porm enores
de la fiest a y haciendo planes para su vida fut ura.
- ¿No t e int eresa saber quién es el padre de m i hij o? - pregunt ó Blanca.
- Yo lo soy - respondió Jean besándola en la frent e.
Se durm ieron cada uno para su lado, dándose la espalda. A las cinco de la m añana
Blanca despert ó con el est óm ago revuelt o debido al olor dulzón de las flores con que
Est eban Trucha había decorado la cám ara nupcial. Jean de Sat igny la acom pañó al
baño, le sost uvo la frent e m ient ras se doblaba sobre el excusado, la ayudó a acost arse
y sacó las flores al pasillo. Después se quedó desvelado el rest o de la noche leyendo La
filosofía del t ocador, del m arqués de Sade, m ient ras Blanca suspiraba ent re sueños
que era est upendo est ar casada con un int elect ual.
Al día siguient e Jean fue al banco a cam biar un cheque de su suegro y pasó casi
t odo el día recorriendo las t iendas del cent ro para com prarse el aj uar de novio que
consideró apropiado para su nueva posición económ ica. Ent ret ant o, Blanca, aburrida
de aguardarlo en el hall del hot el, decidió ir a visit ar a su m adre. Se colocó su m ej or
som brero de m añana y part ió en un coche de alquiler a la gran casa de la esquina,
donde el rest o de su fam ilia est aba alm orzando en silencio, t odavía rencorosos y
cansados por los sobresalt os de la boda y la resaca de las últ im as peleas. Al verla
ent rar al com edor, su padre dio un grit o de horror.
- ¡Qué hace aquí, hij a! - rugió.
- Nada... vengo a verlos... - m urm uró Blanca at errada.
- ¡Est á loca! ¿No se da cuent a que si alguien la ve, van a decir que su m arido la
devolvió en plena luna de m iel? ¡Van a decir que no era virgen!
- Es que no lo era, papá.
Est eban est uvo a punt o de cruzarle la cara de un bofet ón, pero Jaim e se puso por
delant e con t ant a det erm inación, que se lim it ó a insult arla por su est upidez. Clara,
inconm ovible, llevó a Blanca hast a una silla y le sirvió un plat o de pescado frío con
salsa de alcaparras. Mient ras Est eban seguía grit ando y Nicolás iba a buscar el coche
para devolverla a su m arido, ellas dos cuchicheaban com o en los viej os t iem pos.
Esa m ism a t arde Blanca y Jean t om aron el t ren que los llevó al puert o. Allí se
em barcaron en un t ransat lánt ico inglés. Él vest ía un pant alón de lino blanco y una
chaquet a azul de cort e m arinero, que com binaban a la perfección con la falda azul y la
chaquet a blanca del t raj e sast re de su m uj er. Cuat ro días m ás t arde, el buque los
deposit ó en la m ás olvidada provincia del Nort e, donde sus elegant es ropas de viaj e y
sus m alet as de cocodrilo pasaron desapercibidas en el bochornoso calor seco de la
hora de la siest a. Jean de Sat igny acom odó provisoriam ent e a su esposa en un hot el y
se dio a la t area de buscar un aloj am ient o digno de sus nuevos ingresos. A las
veint icuat ro horas la pequeña sociedad provinciana est aba ent erada que había un
conde aut ént ico ent re ellos. Eso facilit ó m ucho las cosas para Jean. Pudo alquilar una
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

ant igua m ansión que había pert enecido a una de las grandes fort unas de los t iem pos
del salit re, ant es que se invent ara el sust it ut o sint ét ico que envió t oda la región al
caraj o. La casa est aba algo m ust ia y abandonada, com o t odo lo dem ás por allí,
necesit aba algunas reparaciones, pero conservaba int act a su dignidad de ant año y su
encant o de fin de siglo. El conde la decoró a su gust o, con un refinam ient o equívoco y
decadent e que sorprendió a Blanca, acost um brada a la vida de cam po y a la sobriedad
clásica de su padre. Jean colocó sospechosos j arrones de porcelana china que en lugar
de flores cont enían plum as t eñidas de avest ruz, cort inas de dam asco con drapeados y
borlas, alm ohadones con flecos y pom pones, m uebles de t odos los est ilos, arrim os
dorados, biom bos y unas increíbles lám paras de pie, sost enidas por est at uas de loza
represent ando negros abisinios en t am año nat ural, sem idesnudos, pero con babuchas
y t urbant es. La casa siem pre est aba con las cort inas corridas, en una t enue penum bra
que lograba det ener la luz im placable del desiert o. En los rincones Jean puso pebet eros
orient ales donde quem aba yerbas perfum adas y palit os de incienso que al com ienzo le
revolvían el est óm ago a Blanca, pero pront o se acost um bró. Cont rat ó varios indios
para su servicio, adem ás de una gorda m onum ent al que hacía el oficio de la cocina, a
quien ent renó para preparar las salsas m uy aliñadas que a él le gust aban, y una
m ucam a coj a y analfabet a para at ender a Blanca. A t odos puso vist osos uniform es de
operet a, pero no pudo ponerles zapat os, porque est aban habit uados a andar descalzos
y no los resist ían. Blanca se sent ía incóm oda en esa casa y t enía desconfianza de los
indios inm ut ables que la servían desganadam ent e y parecían burlarse a sus espaldas.
A su alrededor circulaban com o espírit us, deslizándose sin ruido por las habit aciones,
casi siem pre desocupados y aburridos. No respondían cuando ella les hablaba com o si
no com prendieran el cast ellano, y ent re sí hablaban en susurros o en dialect os del
alt iplano. Cada vez que Blanca com ent aba con su m arido las ext rañas cosas que veía
ent re los sirvient es, él decía que eran cost um bres de indios y que no había que
hacerles caso. Lo m ism o cont est ó Clara por cart a cuando ella le cont ó que un día vio a
uno de los indios equilibrándose en unos sorprendent es zapat os ant iguos con t acón
t orcido y lazo de t erciopelo, donde los anchos pies callosos del hom bre se m ant enían
encogidos. «El calor del desiert o, el em barazo y t u deseo inconfesado de vivir com o
una condesa, de acuerdo a la alcurnia de t u m arido, t e hacen ver visiones, hij it a»,
escribió Clara en brom a, y agregó que el m ej or rem edio cont ra los zapat os Luis XV era
una ducha fría y una infusión de m anzanilla. Ot ra vez Blanca encont ró en su plat o una
pequeña lagart ij a m uert a que est uvo a punt o de llevarse a la boca. Apenas se repuso
del sust o y consiguió sacar la voz, llam ó a grit os a la cocinera y le señaló el plat o con
un dedo t em bloroso. La cocinera se aproxim ó bam boleando su inm ensidad de grasa y
sus t renzas negras, y t om ó el plat o sin com ent arios. Pero en el m om ent o de volverse,
Blanca creyó sorprender un guiño de com plicidad ent re su m arido y la india. Esa noche
se quedó despiert a hast a m uy t arde, pensando en lo que había vist o, hast a que al
am anecer llegó a la conclusión de que lo había im aginado. Su m adre t enía razón: el
calor y el em barazo la est aban t rast ornando.
Los cuart os m ás apart ados de la casa fueron dest inados a la m anía de Jean por la
fot ografía. Allí inst aló sus lám paras, sus t rípodes, sus m áquinas. Rogó a Blanca que no
ent rara j am ás sin aut orización a lo que baut izó «el laborat orio», porque, según explicó,
se podían velar las placas con la luz nat ural. Puso llave a la puert a y andaba con ella
colgando de una leont ina de oro, precaución del t odo inút il, porque su m uj er no t enía
práct icam ent e ningún int erés en lo que la rodeaba y m ucho m enos en el art e de la
fot ografía.
A m edida que engordaba, Blanca iba adquiriendo una placidez orient al cont ra la cual
se est rellaron los int ent os de su m arido por incorporarla a la sociedad, llevarla a
fiest as, pasearla en coche o ent usiasm arla por la decoración de su nuevo hogar.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Pesada, t orpe, solit aria y con un cansancio perenne, Blanca se refugió en el t ej ido y en
el bordado. Pasaba gran part e del día durm iendo y en sus horas de vigilia fabricaba
m inúsculas piezas de ropa para un aj uar rosado, porque est aba segura que daría a luz
una niña. Tal com o su m adre con ella, desarrolló un sist em a de com unicación con la
criat ura que est aba gest ando y fue volcándose hacia su int erior en un silencioso e
inint errum pido diálogo. En sus cart as describía su vida ret irada y m elancólica y se
refería a su esposo con ciega sim pat ía, com o un hom bre fino, discret o y considerado.
Así fue est ableciendo, sin proponérselo, la leyenda de que Jean de Sat igny era casi un
príncipe, sin m encionar el hecho de que aspiraba cocaína por la nariz y fum aba opio
por las t ardes, porque est aba segura que sus padres no sabrían com prenderlo.
Disponía de t oda un ala de la m ansión para ella. Allí había arreglado sus cuart eles y allí
am ont onaba t odo lo que est aba preparando para la llegada de su hij a. Jean decía que
cincuent a niños no alcanzarían a ponerse t oda esa ropa y j ugar con esa cant idad de
j uguet es, pero la única diversión que Blanca t enía era salir a recorrer el reducido
com ercio de la ciudad y com prar t odo lo que veía en color de rosa para bebé. El día se
le iba en bordar m ant illas, t ej er zapat it os de lana, decorar canast illos, ordenar las pilas
de cam isas, de baberos, de pañales, repasar las sábanas bordadas. Después de la
siest a escribía a su m adre y a veces a su herm ano Jaim e y cuando el sol se ponía y
refrescaba un poco, iba a cam inar por los alrededores para desent um ecer las piernas.
En la noche se reunía con su esposo en el gran com edor de la casa, donde los negros
de loza, parados en sus rincones, ilum inaban la escena con su luz de prost íbulo. Se
sent aban uno en cada ext rem o de la m esa, puest a con m ant el largo, crist alería y
vaj illa com plet a, y adornada con flores art ificiales, porque en esa región inhóspit a no
las había nat urales. Los servía siem pre el m ism o indio im pasible y silencioso, que
m ant enía en la boca rodando en perm anencia la verde bola de hoj as de coca con que
se sust ent aba. No era un sirvient e com ún y no cum plía ninguna función específica
dent ro de la organización dom ést ica. Tam poco era su fuert e servir la m esa, ya que no
dom inaba ni fuent es ni cubiert os y t erm inaba por t irarles la com ida de cualquier m odo.
Blanca t uvo que indicarle en alguna ocasión que por favor no agarrara las papas con la
m ano para ponérselas en el plat o. Pero Jean de Sat igny lo est im aba por alguna
m ist eriosa razón y lo est aba ent renando para que fuera su ayudant e en el laborat orio.
- Si no puede hablar com o un crist iano, m enos podrá t om ar ret rat os - observó Blanca
cuando se ent eró.
Aquel indio fue el que Blanca creyó ver luciendo t acones Luis XV
Los prim eros m eses de su vida de casada t ranscurrieron apacibles y aburridos. La
t endencia nat ural de Blanca al aislam ient o y la soledad se acent uó. Se negó a la vida
social y Jean de Sat igny acabó por ir solo a las num erosas invit aciones que recibían.
Después, cuando llegaba a la casa, se burlaba frent e a Blanca de la cursilería de esas
fam ilias ant añosas y rancias donde las señorit as andaban con chaperona y los
caballeros usaban escapulario. Blanca pudo hacer la vida ociosa para la cual t enía
vocación, m ient ras su m arido se dedicaba a esos pequeños placeres que sólo el dinero
puede pagar y a los que había t enido que renunciar por t an largo t iem po. Salía t odas
las noches a j ugar al casino y su m uj er calculó que debía perder grandes sum as de
dinero, porque al final del m es había invariablem ent e una fila de acreedores en la
puert a. Jean t enía una idea m uy peculiar sobre la econom ía dom ést ica. Se com pró un
aut om óvil últ im o m odelo, con asient os forrados en piel de leopardo y perillas doradas,
digno de un príncipe árabe, el m ás grande y ost ent oso que se había vist o nunca por
esos lados. Est ableció una red de cont act os m ist eriosos que le perm it ieron com prar
ant igüedades, especialm ent e porcelana francesa de est ilo barroco, por la cual sent ía
debilidad. Tam bién m et ió en el país caj ones de licores finos que pasaba por la aduana
sin problem as. Sus cont rabandos ent raban a la casa por la puert a de servicio y salían
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Isabel Allende

int act os por la puert a principal rum bo a ot ros sit ios, donde Jean los consum ía en
parrandas secret as o bien vendía a un precio exorbit ant e. En la casa no recibían visit as
y a las pocas sem anas las señoras de la localidad dej aron de llam ar a Blanca. Se había
corrido el rum or que era orgullosa, alt anera y de m ala salud, lo cual aum ent ó la
sim pat ía general por el conde francés, quien adquirió fam a de m arido pacient e y
sufrido.
Blanca se llevaba bien con su esposo. Las únicas oport unidades en que discut ían era
cuando ella int ent aba averiguar sobre las finanzas fam iliares. No podía explicarse que
Jean se diera el luj o de com prar porcelana y pasear en ese vehículo at igrado, si no le
alcanzaba el dinero para pagar la cuent a del chino del alm acén ni los sueldos de los
num erosos sirvient es. Jean se negaba a hablar del asunt o, con el pret ext o de que ésas
eran responsabilidades propiam ent e m asculinas y que ella no t enía necesidad de llenar
su cabecit a de gorrión con problem as que no est aba en capacidad de com prender.
Blanca supuso que la cuent a de Jean de Sat igny con Est eban Trueba t enía fondos
ilim it ados y ant e la im posibilidad de llegar a un acuerdo con él, acabó por
desent enderse de esos problem as. Veget aba com o una flor de ot ro clim a, dent ro de
esa casa enclavada en arenales, rodeada de indios insólit os que parecía exist ir en ot ra
dim ensión, sorprendiendo a m enudo pequeños det alles que la inducían a dudar de su
propia cordura. La realidad le parecía desdibuj ada, com o si aquel sol im placable que
borraba los colores t am bién hubiera deform ado las cosas que la rodeaban y hubiera
convert ido a los seres hum anos en som bras sigilosas.
En el sopor de esos m eses, Blanca, prot egida por la criat ura que crecía en su
int erior, olvidó la m agnit ud de su desgracia. Dej ó de pensar en Pedro Tercero García
con la aprem iant e urgencia con que lo hacía ant es y se refugió en recuerdos dulces y
dest eñidos que podía evocar en t odo m om ent o. Su sensualidad est aba adorm ecida y
en las raras ocasiones en que m edit aba sobre su desafort unado dest ino, se com placía
im aginándose a sí m ism a flot ando en una nebulosa, sin penas y sin alegrías, alej ada
de las cosas brut ales de la vida, aislada, con su hij a com o única com pañía. Llegó a
pensar que había perdido para siem pre la capacidad de am ar y que el ardor de su
carne se había acallado definit ivam ent e. Pasaba int erm inables horas cont em plando el
paisaj e pálido que se ext endía delant e de su vent ana. La casa quedaba en el lím it e de
la ciudad, rodeada por algunos árboles raquít icos que resist ían el acoso im placable del
desiert o. Por el lado nort e, el vient o dest ruía t oda form a de veget ación y se podía ver
la inm ensa planicie de dunas y cerros lej anos t em blando en la reverberación de la luz.
En el día la agobiaba el sofoco de ese sol de plom o y por las noches t em blaba de frío
ent re las sábanas de su cam a, defendiéndose de la heladas con bolsas de agua calient e
y chales de lana. Miraba el cielo desnudo y lím pido buscando el vest igio de una nube,
con la esperanza de que alguna vez cayera una got a de lluvia que aliviara la oprim ent e
aspereza de ese valle lunar. Los m eses t ranscurrían inm ut ables, sin m ás diversión que
las cart as de su m adre, en las que le cont aba de la cam paña polít ica de su padre, de
las locuras de Nicolás, de las ext ravagancias de Jaim e, que vivía com o un cura pero
andaba con oj os enam orados. Clara le sugirió, en una de sus cart as, que para t ener las
m anos ocupadas, volviera a sus Nacim ient os. Ella lo int ent ó. Se hizo m andar la arcilla
especial que est aba acost um brada a usar en Las Tres Marías, organizó su t aller en la
part e post erior de la cocina y puso a un par de indios a const ruir un horno para cocer
las figuras de cerám ica. Pero Jean de Sat igny se burlaba de su afán art íst ico, diciendo
que si era para m ant ener las m anos ocupadas, m ej or t ej ía bot ines y aprendía a hacer
past elit os de hoj aldre. Ella t erm inó por abandonar su t rabaj o, no t ant o por los
sarcasm os de su m arido, sino porque le result ó im posible com pet ir con la alfarería
ant igua de los indios.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Jean había organizado su negocio con la m ism a t enacidad que ant es em pleó en el
asunt o de las chinchillas, pero con m ás éxit o. Apart e de un sacerdot e alem án que
llevaba t reint a años recorriendo la región para desent errar el pasado de los incas,
nadie m ás se había preocupado de esas reliquias, por considerarlas carent es de valor
com ercial. El Gobierno prohibía el t ráfico de ant igüedades indígenas y había ent regado
una concesión general al cura, quien est aba aut orizado para requisar las piezas y
llevarlas al m useo. Jeán las vio por prim era vez en las polvorient as vit rinas del m useo.
Pasó dos días con el alem án, quien feliz de encont rar después de t ant os años a una
persona int eresada en su t rabaj o, no t uvo reparos en revelar sus vast os
conocim ient os. Así se ent eró de la form a com o se podía precisar el t iem po que
llevaban ent errados, aprendiendo a diferenciar las épocas y los est ilos, descubrió el
m odo de ubicar los cem ent erios en el desiert o por m edio de señales invisibles al oj o
civilizado y llegó finalm ent e a la conclusión de que si bien esos cacharros no t enían el
dorado esplendor de las t um bas egipcias, al m enos t enían su m ism o valor hist órico.
Una vez que obt uvo t oda la inform ación que necesit aba, organizó sus cuadrillas de
indios para desent errar cuant o hubiera escapado al celo arqueológico del cura.
Los m agníficos huacos, verdes por la pát ina del t iem po, em pezaron a llegar a su
casa disim ulados en bult os de indios y alforj as de llam as, llenando rápidam ent e los
lugares secret os dispuest os para ellos. Blanca los veía am ont onarse en los cuart os y
quedaba m aravillada por sus form as. Los sost enía en las m anos, acariciándolos com o
hipnot izada y cuando los em balaban en paj a y papel para enviarlos a dest inos lej anos
y desconocidos, se sent ía acongoj ada. Esa alfarería le parecía dem asiado herm osa.
Sent ía que los m onst ruos de sus Nacim ient os no podían est ar baj o el m ism o t echo que
los huacos, y por eso, m ás que por ninguna ot ra razón, abandonó su t aller.
El negocio de las gredas indígenas era secret o, puest o que eran pat rim onio hist órico
de la nación. Trabaj aban para Jean de Sat igny varias cuadrillas de indios que habían
llegado allí deslizándose clandest inam ent e por los int rincados pasos de la front era. No
t enían docum ent os que los acredit aran com o seres hum anos, eran silenciosos, t oscos e
im penet rables. Cada vez que Blanca pregunt aba de dónde salían esos seres que
aparecían súbit am ent e en su pat io, le respondían que eran prim os del que servía la
m esa y, en efect o, t odos se parecían. No duraban m ucho en la casa. La m ayor part e
del t iem po est aban en el desiert o, sin m ás equipaj e que una pala para excavar la
arena y una bola de coca en la boca para m ant enerse vivos. A veces t enían la suert e
de encont rar las ruinas sem ient erradas en un pueblo de los incas y en poco t iem po
llenaban las bodegas de la casa con lo que robaban en sus excavaciones. La búsqueda,
t ransport e y com ercialización de est a m ercadería se hacía en form a t an caut elosa, que
Blanca no t uvo la m enor duda de que había algo ilegal det rás de las act ividades de su
m arido. Jean le explicó que el Gobierno era m uy suscept ible respect o a los cánt aros
m ugrient os y los m íseros collares de piedrecit as del desiert o y que para evit ar
t ram it aciones et ernas de la burocracia oficial, prefería negociarlos a su m odo. Los
sacaba del país en caj as selladas con et iquet as de m anzanas, gracias a la com plicidad
int eresada de algunos inspect ores de la aduana.
Todo eso a Blanca la t enía sin cuidado. Sólo la preocupaba el asunt o de las m om ias.
Est aba fam iliarizada con los m uert os, porque había pasado t oda su vida en est recho
cont act o con ellos a t ravés de la m esa de t res pat as, donde su m adre los invocaba.
Est aba acost um brada a ver sus siluet as t ransparent es paseando por los corredores de
la casa de sus padres, m et iendo ruido en los roperos y apareciendo en los sueños para
pronost icar desgracias o los prem ios de la lot ería. Pero las m om ias eran diferent es.
Esos seres encogidos, envuelt os en t rapos que se deshacían en hilachas polvorient as,
con sus cabezas descarnadas y am arillas, sus m anit as arrugadas, sus párpados
cosidos, sus pelos ralos en la nuca, sus et ernas y t erribles sonrisas sin labios, su olor a
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

rancio y ese aire t rist e y pobret ón de los cadáveres ant iguos, le revolvían el alm a. Eran
escasas. Muy rara vez llegaban los indios con alguna. Lent os e inm ut ables, aparecían
por la casa cargando una gran vasij a sellada de barro cocido. Jean la abría
cuidadosam ent e en una habit ación con t odas las puert as y vent anas cerradas, para
que el prim er soplo de aire no la convirt iera en polvo de ceniza. En el int erior de la
vasij a aparecía la m om ia, com o el hueso de un frut o ext raño, encogida en posición
fet al, envuelt a en sus harapos, acom pañada por sus m iserables t esoros de collares de
dient es y m uñecos de t rapo. Eran m ucho m ás apreciadas que los dem ás obj et os que
sacaban de las t um bas, porque los coleccionist as privados y algunos m useos
ext ranj eros las pagaban m uy bien. Blanca se pregunt aba qué t ipo de persona podía
coleccionar m uert os y dónde los pondría. No podía im aginar una m om ia com o part e del
decorado de un salón, pero Jean de Sat igny le decía que acom odadas en una urna de
crist al, podían ser m ás valiosas que cualquier obra de art e para un m illonario europeo.
Las m om ias eran difíciles de colocar en el m ercado, t ransport ar y pasar por la aduana,
de m odo que a veces perm anecían varias sem anas en las bodegas de la casa,
esperando su t urno para em prender el largo viaj e al ext ranj ero. Blanca soñaba con
ellas, t enía alucinaciones, creía verlas andar por los corredores en la punt a de los pies,
pequeñas com o gnom os solapados y furt ivos. Cerraba la puert a de su habit ación,
m et ía la cabeza debaj o de las sábanas y pasaba horas así, t em blando, rezando y
llam ando a su m adre con la fuerza del pensam ient o. Se lo cont ó a Clara en sus cart as
y ést a respondió que no debía t em er a los m uert os, sino a los vivos, porque a pesar de
su m ala fam a, nunca se supo que las m om ias at acaran a nadie; por el cont rario, eran
de nat uraleza m ás bien t ím ida. Fort alecida por los consej os de su m adre, Blanca
decidió espiarlas. Las esperaba silenciosam ent e, vigilando por la puert a ent reabiert a de
su habit ación. Pront o t uvo la cert eza de que se paseaban por la casa, arrast rando sus
pat it as infant iles por las alfom bras, cuchicheando com o escolares, em puj ándose,
pasando t odas las noches en pequeños grupos de dos o t res, siem pre en dirección al
laborat orio fot ográfico de Jean de Sat igny. A veces creía oír unos gem idos lej anos de
ult rat um ba y sufría arrebat os incont rolables de t error, llam aba a grit os a su m arido,
pero nadie acudía y ella t enía dem asiado m iedo para cruzar t oda la casa y buscarlo.
Con la salida de los prim eros rayos del sol, Blanca recuperaba la cordura y el cont rol
de sus nervios at orm ent ados, se daba cuent a que sus angust ias noct urnas eran frut o
de la im aginación febril que había heredado de su m adre y se t ranquilizaba, hast a que
volvían a caer las som bras de la noche y recom enzaba su ciclo de espant o. Un día no
soport ó m ás la t ensión que sent ía a m edida que se acercaba la noche y decidió hablar
de las m om ias con Jean. Est aban cenando. Cuando ella le cont ó de los paseos, los
susurros y los grit os sofocados, Jean de Sat igny se quedó pet rificado, con el t enedor
en la m ano y la boca abiert a. El indio que iba ent rando al com edor con la bandej a, dio
un t raspié y el pollo asado rodó debaj o de una silla. Jean desplegó t odo su encant o,
firm eza y sent ido de la lógica, para convencerla de que le est aban fallando los nervios
y que nada de eso ocurría en realidad, sino que era product o de su sobresalt ada
fant asía. Blanca fingió acept ar su razonam ient o, pero le pareció m uy sospechosa la
vehem encia de su m arido que habit ualm ent e no prest aba at ención a sus problem as,
así com o la cara del sirvient e, que por una vez perdió su inm ut able expresión de ídolo
y se le desorbit aron un poco los oj os. Decidió ent onces para sus adent ros que había
llegado la hora de invest igar a fondo el asunt o de las m om ias t rashum ant es. Esa noche
se despidió t em prano, después de anunciar a su m arido qi t e pensaba t om ar un
t ranquilizant e para dorm ir. En su lugar bebió una t aza grande de café negro y se
apost ó j unt o a su puert a, dispuest a a pasar m uchas horas de vigilia.
Sint ió los prim eros pasit os alrededor de la m edianoche. Abrió la puert a con m ucha
caut ela y asom ó la cabeza, en el preciso inst ant e en que una pequeña figura

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La casa de l os espí r i tus
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agazapada pasaba por el fondo del corredor. Est a vez est aba segura de que no lo
había soñado, pero debido al peso de su vient re, necesit ó casi un m inut o para alcanzar
el corredor. La noche est aba fría y soplaba la brisa del desiert o, que hacía cruj ir los
viej os art esonados de la casa e hinchaba las cort inas com o negras velas en alt a m ar.
Desde pequeña, cuando escuchaba los cuent os de cucos de la Nana en la cocina, t em ía
a la oscuridad, pero no se at revió a encender las luces para no espant ar a las
pequeñas m om ias en sus errát icos paseos.
De pront o rom pió el espeso silencio de la noche un grit o ronco, am ort iguado, com o
si saliera del fondo de un at aúd o al m enos eso pensó Blanca. Com enzaba a ser víct im a
de la m orbosa fascinación de las cosas de ult rat um ba. Se inm ovilizó, con el corazón a
punt o de salt arle por la boca, pero un segundo gem ido la sacó del ensim ism am ient o,
dándole faenas para avanzar hast a la puert a del laborat orio de Jean de Sat igny. Trat ó
de abrirla, pero est aba con llave. Pegó la cara a la puert a y ent onces sint ió claram ent e
m urm ullos, grit os sofocados y risas, y ya no t uvo dudas de que algo est aba ocurriendo
con las m om ias. Regresó a su habit ación confort ada por la convicción de que no eran
sus nervios los que est aban fallando, sino que algo at roz ocurría en el ant ro secret o de
su m arido.
Al día siguient e, Blanca esperó que Jean de Sat igny t erm inara su m et iculoso aseo
personal, desayunara con su parsim onia habit ual, leyera su periódico hast a la últ im a
página y finalm ent e saliera en su diario paseo m at inal, sin que nada en su plácida
indiferencia de fut ura m adre, delat ara su feroz det erm inación. Cuando Jean salió, ella
llam ó al indio de los t acones alt os y por prim era vez le dio una orden.
- Anda a la ciudad y m e com pras papayas confit adas - ordenó secam ent e.
El indio se fue con el t rot e lent o de los de su raza y ella se quedó en la casa con los
ot ros sirvient es, a quienes t em ía m ucho m enos que a ese ext raño individuo de
inclinaciones cort esanas. Supuso que disponía de un par de horas ant es que regresara,
de m odo que decidió no apurarse y act uar con serenidad. Est aba resuelt a a aclarar el
m ist erio de las m om ias furt ivas. Se dirigió al laborat orio, segura de que a plena luz de
la m añana las m om ias no t endrían ánim o para hacer payasadas y deseando que la
puert a est uviera sin llave, pero la encont ró cerrada, com o siem pre. Probó t odas las
llaves que t enía, pero ninguna sirvió. Ent onces t om ó el m ás grande cuchillo de la
cocina, lo m et ió en el quicio de la puert a y em pezó a forcej ear hast a que salt ó en
pedazos la m adera reseca del m arco y así pudo solt ar la chapa y abrir la puert a. El
daño que le hizo a la puert a era indisim ulable y com prendió que cuando su m arido lo
viera, t endría que ofrecer alguna explicación razonable, pero se consoló con el
argum ent o de que com o dueña de la casa, t enia derecho a saber lo que est aba
ocurriendo baj o su t echo. A pesar de su sent ido práct ico, que había resist ido
inconm ovible m ás de veint e años el baile de la m esa de t res pat as y oír a su m adre
pronost icar lo im pronost icable, al cruzar el um bral del laborat orio, Blanca est aba
t em blando.
A t ient as buscó el int errupt or y encendió la luz. Se encont ró en una espaciosa
habit ación con los m uros pint ados de negro y gruesas cort inas del m ism o color en las
vent anas, por donde no se colaba ni el m ás débil rayo de luz. El suelo est aba cubiert o
de gruesas alfom bras oscuras y por t odos lados vio los focos, las lám paras y las
pant allas que había vist o usar a Jean por prim era vez durant e el funeral de Pedro
García, el viej o, cuando le dio por t om ar ret rat os de los m uert os y de los vivos, hast a
que puso a t odo el m undo en ascuas y los cam pesinos t erm inaron pat eando las placas
en el suelo. Miró a su alrededor desconcert ada: est aba dent ro de un escenario
fant ást ico. Avanzó sort eando baúles abiert os que cont enían ropaj es em plum ados de
t odas las épocas, pelucas rizadas y som breros ost ent osos, se det uvo ant e un t rapecio

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

dorado suspendido del t echo, donde colgaba un m uñeco desart iculado de proporciones
hum anas, vio en un rincón una llam a em balsam ada, sobre las m esas bot ellas de
licores am barinos y en el suelo pieles de anim ales exót icos. Pero lo que m ás la
sorprendió fueron las fot ografías. Al verlas se det uvo est upefact a. Las paredes del
est udio de Jean Sat igny est aban cubiert as de acongoj ant es escenas erót icas que
revelaban la ocult a nat uraleza de su m arido.
Blanca era de reacciones lent as y t ardó un buen rat o en asim ilar lo que est aba
viendo, porque carecía de experiencia en esos asunt os. Conocía el placer com o una
últ im a y preciosa et apa en el largo cam ino que había recorrido con Pedro Tercero, por
donde había t ransit ado sin prisa, con buen hum or, en el m arco de los bosques, los
t rigales, el río, baj o un inm enso cielo, en el silencio del cam po. No alcanzó a t ener las
inquiet udes propias de la adolescencia. Mient ras sus com pañeras en el colegio leían á
escondidas novelas prohibidas con im aginarios galanes apasionados y vírgenes
ansiosas por dej ar de serlo, ella se sent aba a la som bra de los ciruelos en el pat io de
las m onj as, cerraba los oj os y evocaba con t ot al precisión la m agnífica realidad de
Pedro Tercero García encerrándola en sus brazos, recorriéndola con sus caricias y
arrancándole de lo m ás profundo los m ism os acordes que podía sacar a la guit arra.
Sus inst int os se vieron sat isfechos t an pront o despert aron y no se le había ocurrido
que la pasión pudiera t ener ot ras form as. Esas escenas desordenadas y t orm ent osas
eran una verdad m il veces m ás desconcert ant e que las m om ias escandalosas que
había esperado encont rar.
Reconoció los rost ros de los sirvient es de la casa. Allí est aba t oda la cort e de los
incas, desnuda com o Dios la puso en el m undo, o m al cubiert a por t eat rales ropaj es.
Vio el insondable abism o ent re los m uslos de la cocinera, a la llam a em balsam ada
cabalgando sobre la m ucam a coj a y al indio im pert érrit o que le servía la m esa, en
cueros com o un recién nacido, lam piño y pat icort o, con su inconm ovible rost ro de
piedra y su desproporcionado pene en erección.
Por un int erm inable inst ant e, Blanca se quedó suspendida en su propia
incert idum bre, hast a que la venció el horror. Procuró pensar con lucidez. Ent endió lo
que Jean de Sat igny había querido decir la noche de bodas, cuando le explicó que no
se sent ía inclinado por la vida m at rim onial. Vislum bró t am bién el siniest ro poder del
indio, la burla solapada de los sirvient es y se sint ió prisionera en la ant esala del
infierno. En ese m om ent o la niña se m ovió en su int erior y ella se est rem eció, com o si
hubiera sonado una cam pana de alert a.
- ¡Mi hij a! ¡Debo sacarla de aquí! - exclam ó abrazándose el vient re.
Salió corriendo del laborat orio, cruzó t oda la casa com o una exhalación y llegó a la
calle, donde el calor de plom o y la despiadada luz del m ediodía le devolvieron el
sent ido de la realidad. Com prendió que no podría llegar m uy lej os a pie con su barriga
de nueve m eses. Regresó a su habit ación, t om ó t odo el dinero que pudo encont rar,
hizo un at adit o con algunas ropas del sunt uoso aj uar que había preparado y se dirigió
a la est ación.
Sent ada en un t osco banco de m adera en el andén, con su bult o en el regazo y los
oj os espant ados, Blanca esperó durant e horas la llegada del t ren, rezando ent re
dient es para que el conde, al volver a la casa y ver el dest rozo en la puert a del
laborat orio, no la buscara hast a dar con ella y obligarla a ent rar en el m aléfico reino de
los incas, para que se apresurara el ferrocarril y por una vez cum pliera su horario, para
que pudiera llegar a la casa de sus padres ant es que la criat ura que le est ruj aba las
ent rañas y le pat eaba las cost illas anunciara su venida al m undo, para que le
alcanzaran las fuerzas para ese viaj e de dos días sin descanso y para que su deseo de

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vivir fuera m ás poderoso que esa t errible desolación que com enzaba a em bargarla.
Apret ó los dient es y esperó.

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La niña Alba
Capítulo IX

Alba nació parada, lo cual es signo de buena suert e. Su abuela Clara buscó en su
espalda y encont ró una m ancha en form a de est rella que caract eriza a los seres que
nacen capacit ados para encont rar la felicidad. «No hay que preocuparse por est a niña.
Tendrá buena suert e y será feliz. Adem ás t endrá buen cut is, porque eso se hereda y a
m i edad, no t engo arrugas y j am ás m e salió un grano», dict am inó Clara al segundo día
del nacim ient o. Por esas razones no se preocuparon de prepararla para la vida, ya que
los ast ros se habían com binado para dot arla de t ant os dones. Su signo era Leo. Su
abuela est udió su cart a ast ral y anot ó su dest ino con t int a blanca en un álbum de papel
negro, donde pegó t am bién unos m echones verdosos de su prim er pelo, las uñas que
le cort ó al poco t iem po de nacer y varios ret rat os que perm it en apreciarla t al com o
era: un ser ext raordinariam ent e pequeño, casi calvo, arrugado y pálido, sin m ás signo
de int eligencia hum ana que sus negros oj os relucient es, con una sabia expresión de
ancianidad desde la cuna. Así los t enía su verdadero padre. Su m adre quería llam arla
Clara, pero su abuela no era part idaria de repet ir los nom bres en la fam ilia, porque eso
siem bra confusión en los cuadernos de anot ar la vida. Buscaron un nom bre en un
diccionario de sinónim os y descubrieron el suyo, que es el últ im o de una cadena de
palabras lum inosas que quieren decir lo m ism o. Años después Alba se at orm ent aba
pensando que cuando ella t uviera una hij a, no habría ot ra palabra con el m ism o
significado que pudiera servirle de nom bre, pero Blanca le dio la idea de usar lenguas
ext ranj eras, lo que ofrece una am plia variedad.
Alba est uvo a punt o de nacer en un t ren de t rocha angost a, a las t res de la t arde, en
m edio del desiert o. Eso habría sido fat al para su cart a ast rológica. Afort unadam ent e,
pudo suj et arse dent ro de su m adre varias horas m ás y alcanzó a nacer en la casa de
sus abuelos, el día, la hora y en el lugar exact os que m ás convenían a su horóscopo.
Su m adre llegó a la gran casa de la esquina sin previo aviso, desgreñada, cubiert a de
polvo, oj erosa y doblada en dos por el dolor de las cont racciones con que Alba puj aba
por salir, t ocó la puert a con desesperación y cuando le abrieron, cruzó com o una
t rom ba, sin det enerse hast a el cost urero, donde Clara est aba t erm inando el últ im o
prim oroso vest ido para su fut ura niet a. Allí Blanca se desplom ó, después de su largo
viaj e, sin alcanzar a dar ninguna explicación, porque el vient re le revent ó con un hondo
suspiro líquido y sint ió que t oda el agua del m undo corría ent re sus piernas con un
gorgorit eo furioso. A los grit os de Clara acudieron los sirvient es y Jaim e, que en esos
días est aba siem pre en la casa rondando a Am anda. La t rasladaron a la habit ación de
Clara y m ient ras la acom odaban sobre la cana k, le arrancaban a t irones la ropa del
cuerpo, Alba com enzó a asom ar su m inúscula hum anidad. Su río Jaim e, que había
asist ido a algunos part os en el hospit al, la ayudó a nacer, agarrándola firm em ent e de
las nalgas con la m ano derecha, m ient ras con los dedos de la m ano izquierda t ant eaba
en la oscuridad, buscando el cuello de la criat ura, para separar el cordón um bilical que
la est rangulaba. Ent ret ant o Am anda, que llegó corriendo, at raída por el alborot o,
apret aba el vient re a Blanca con t odo el peso de su cuerpo y Clara, inclinada sobre el
rost ro sufrient e de su hij a, le acercaba a la nariz un colador de t é cubiert o con un
t rapo, donde dest ilaban unas got as de ét er. Alba nació con rapidez. Jaim e le quit ó el
cordón del cuello, la sost uvo en el aire boca abaj o y de dos sonoras bofet adas la inició
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La casa de l os espí r i tus
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en el sufrim ient o de la vida y la m ecánica de la respiración, pero Am anda, que había


leído sobre las cost um bres de las t ribus africanas v predicaba la vuelt a a la nat uraleza,
le arrebat ó la recién nacida de las enanos y la colocó am orosam ent e sobre el vient re
t ibio de su m adre, donde encont ró algún consuelo a la t rist eza de nacer. Madre e hij a
perm anecieron descansando, desnudas y abrazadas, m ient ras los dem ás lim piaban los
vest igios del part o v se afanaban con las sábanas nuevas y los prim eros pañales. En la
em oción de esos m om ent os, nadie se fij ó en la puert a ent reabiert a del arm ario, donde
el pequeño Miguel observaba la escena paralizado de m iedo, grabando para siem pre
en su m em oria la visión del gigant esco globo at ravesado de venas y coronado por un
om bligo sobresalient e, de donde salió aquel ser am orat ado, envuelt o en una horrenda
t ripa azul.
I nscribieron a Alba en el Regist ro Civil y en los libros de la parroquia, con el apellido
francés de su padre, pero ella no llegó a usarlo, porque el de su m adre era m ás fácil de
delet rear. Su abuelo, Est eban Trueba, j am ás est uvo de acuerdo con ese m al hábit o,
porque, t al com o decía cada vez que le daban la oport unidad, se había t om ado m uchas
m olest ias para que la niña t uviera un padre conocido y un apellido respet able y no
t uviera que usar el de la m adre, com o si fuera hij a de la vergüenza y del pecado.
Tam poco perm it ió que se dudara de la legít im a pat ernidad del conde y siguió
esperando, cont ra t oda lógica, que t arde o t em prano se not ara la elegancia de m odales
y el fino encant o del francés en la silenciosa y desm añada niet a que deam bulaba por
su casa. Clara t am poco hizo m ención del asunt o hast a m ucho t iem po después, en una
ocasión en que vio a la niña j ugando ent re las dest ruidas est at uas del j ardín y se dio
cuent a de que no se parecía a nadie de la fam ilia y m ucho m enos a Jean de Sat igny.
- ¿A quién habrá sacado esos oj os de viej o? - pregunt ó la abuela. - Los oj os son del
padre - respondió Blanca dist raídam ent e. - Pedro Tercero García, supongo - dij o Clara.
- Aj á - asint ió Blanca.
Fue la única vez que se habló del origen de Alba en el seno de la fam ilia, porque t al
com o Clara anot ó, el asunt o carecía por com plet o de im port ancia, ya que de t odos
m odos, Jean de Sat igny había desaparecido de sus vidas. No volvieron a saber de él y
nadie se t om ó la m olest ia de averiguar su paradero, ni siquiera para legalizar la
sit uación de Blanca, que carecía de las libert ades de una solt era y t enía t odas las
lim it aciones de una m uj er casada, pero no t enía m arido. Alba nunca vio un ret rat o del
conde, porque su m adre no dej ó ningún rincón de la casa sin revisar, hast a dest ruirlos
t odos, incluso aquellos en que aparecía de su brazo el día de la boda. Había t om ado la
decisión de olvidar al hom bre con quien se casó y hacer cuent a que nunca exist ió. No
volvió a hablar de él y t am poco ofreció una explicación por su huida del dom icilio
conyugal. Clara, que había pasado nueve años m uda, conocía las vent aj as del silencio,
de m odo que no hizo pregunt as a su hij a y colaboró en la t area de borrar a Jean de
Sat igny de los recuerdos. A Alba le dij eron que su padre había sido un noble caballero,
int eligent e y dist inguido, que t uvo la desgracia de m orir de fiebre en el desiert o del
Nort e. Fue uno de los pocos infundios que t uvo que soport ar en su infancia, porque en
t odo lo dem ás est uvo en est recho cont act o con las prosaicas verdades de la exist encia.
Su t ío Jaim e se encargó de dest ruir el m it o de los niños que surgen de los repollos o
son t ransport ados desde París por las cigüeñas y su t ío Nicolás el de los Reyes Magos,
las hadas y los cucos. Alba t enía pesadillas en las que veía la m uert e de su padre.
Soñaba con un hom bre j oven, herm oso y ent eram ent e vest ido de blanco, con zapat os
de charol del m ism o color y un som brero de paj illa, cam inando por el desiert o a pleno
sol. En su sueño, el cam inant e acort aba el paso, vacilaba, iba m ás y m ás lent o,
t ropezaba y caía, se levant aba y volvía a caer, abrasado por el calor, la fiebre y la sed.
Se arrast raba de rodillas un t recho sobre las ardient es arenas, pero finalm ent e
quedaba t endido en la inm ensidad de aquellas dunas lívidas, con las aves de rapiña
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revolot eando en círculos sobre su cuerpo inert e. Tant as veces lo soñó, que fue una
sorpresa cuando m uchos años después t uvo que ir a reconocer el cadáver del que creía
su padre, en un depósit o de la Morgue Municipal. Ent onces Alba era una j oven
valerosa, de t em peram ent o audaz y acost um brada a las adversidades, de m odo que
fue sola. La recibió un pract icant e de delant al blanco, que la conduj o por los largos
pasillos del ant iguo edificio hast a una sala grande y fría, cuyos m uros est aban pint ados
de gris. El hom bre del delant al blanco abrió la puert a de una gigant esca nevera y
ext raj o una bandej a sobre la cual yacía un cuerpo hinchado, viej o y de color azulado.
Alba lo m iró con at ención, sin encont rar ningún parecido con la im agen que había
soñado t ant as veces. Le pareció un t ipo com ún y corrient e, con aspect o de em pleado
de Correos, se fij ó en sus m anos: no eran las de un noble caballero, fino e int eligent e,
sino las de un hom bre que no t iene nada int eresant e que cont ar. Pero sus docum ent os
eran una prueba irrefut able de que aquel cadáver azul y t rist e era Jean de Sat igny que
no m urió de fiebre en las dunas doradas de una pesadilla de infancia, sino
sim plem ent e de una apoplej ía al cruzar la calle en su vej ez. Pero t odo eso ocurrió
m ucho después. En los t iem pos en que Clara est aba viva, cuando Alba era t odavía una
niña, la gran casa de la esquina era un m undo cerrado, donde ella creció prot egida
hast a de sus propias pesadillas.
Alba no había cum plido aún dos sem anas de vida, cuando Am anda se fue de la gran
casa de la esquina. Había recuperado sus fuerzas y no t uvo dificult ad en adivinar el
anhelo en el corazón de Jaim e. Tom ó a su herm anit o de la m ano y part ió t al com o
había llegado, sin ruido y sin prom esas. La perdieron de vist a y el único que pudo
buscarla, no quiso hacerlo para no herir a su herm ano. Sólo por casualidad Jaim e
volvió a verla m uchos años después, pero ent onces ya era t arde para am bos. Después
que ella se fue, Jaim e ahogó la desesperación en sus est udios y en el t rabaj o. Regresó
a sus ant iguos hábit os de anacoret a y no aparecía casi nunca por la casa. No volvió a
m encionar el nom bre de la j oven y se dist anció para siem pre de su herm ano.
La presencia de su niet a en la casa dulcificó el caráct er de Est eban Trueba. El
cam bio fue im percept ible, pero Clara lo not ó. Lo delat aban pequeños sínt om as: el brillo
de su m irada cuando veía a la niña, los cost osos regalos que le t raía, la angust ia si la
oía llorar. Eso, sin em bargo, no lo acercó a Blanca. Las relaciones con su hij a nunca
fueron buenas y desde su funest o m at rim onio est aban t an det erioradas, que sólo la
cort esía obligat oria im puest a por Clara les perm it ía vivir baj o el m ism o t echo.
En esa época la casa de los Trueba t enía casi t odos los cuart os ocupados y
diariam ent e se ponía la m esa para la fam ilia, los invit ados y un puest o de sobra para
quien pudiera llegar sin anunciarse. La puert a principal est aba abiert a en perm anencia,
para que ent raran y salieran los que vivían de allegados y las visit as. Mient ras el
senador Trueba procuraba enm endar los dest inos de su país, su m uj er navegaba
hábilm ent e por las agit adas aguas de la vida social y por las ot ras, sorprendent es, de
su cam ino espirit ual. La edad y la práct ica acent uaron la capacidad de Clara para
adivinar lo ocult o y m over las cosas a la dist ancia. Los est ados de ánim o exalt ados la
conducían con facilidad a t rances en los cuales podía desplazarse sent ada en su silla
por t oda la habit ación, com o si hubiera un m ot or ocult o baj o el asient o del m ueble. En
esos días, un j oven art ist a fam élico, acogido en la casa por m isericordia, pagó su
hospedaj e pint ando el único ret rat o de Clara que exist e. Mucho t iem po después, el
m isérrim o art ist a se convirt ió en un m aest ro y hoy el cuadro est á en un m useo de
Londres, com o t ant as ot ras obras de art e que salieron del país en la época en que
hubo que vender el m obiliario para alim ent ar a los perseguidos. En la t ela puede verse
a una m uj er m adura, vest ida de blanco, con el pelo plat eado y una dulce expresión de
t rapecist a en el rost ro, descansando en una m ecedora que est á suspendida encim a del
nivel del suelo, flot ando ent re cort inas floreadas, un j arrón que vuela invert ido y un
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

gat o gordo y negro que observa sent ado com o un gran señor. I nfluencia de Chagall,
dice el cat álogo del m useo, pero no es así. Corresponde exact am ent e a la realidad que
el art ist a vivió en la casa de Clara. Ésa fue la época en que act uaban con im punidad las
fuerzas ocult as de la nat uraleza hum ana y el buen hum or divino, provocando un
est ado de em ergencia y sobresalt o en las leyes de la física y la lógica. Las
com unicaciones de Clara con las alm as vagabundas y con los ext rat errest res, ocurrían
m ediant e la t elepat ía, los sueños y un péndulo que ella usaba para t al fin,
sost eniéndolo en el aire sobre un alfabet o que colocaba ordenadam ent e en la m esa.
Los m ovim ient os aut ónom os del péndulo señalaban las let ras y form aban los m ensaj es
en español y esperant o, dem ost rando así que son los únicos idiom as que int eresan a
los seres de ot ras dim ensiones, y no el inglés, com o decía Clara en sus cart as a los
em baj adores de las pot encias angloparlant es, sin que ellos le cont est aran j am ás, así
com o t am poco lo hicieron los sucesivos m inist ros de Educación a los cuales se dirigió
para exponerles su t eoría de que en vez de enseñar inglés y francés en las escuelas,
lenguas de m arineros, m ercachifles y usureros, se obligara a los niños a est udiar
esperant o.

Alba pasó su infancia ent re diet as veget arianas, art es m arciales niponas, danzas del
Tibet , respiración yoga, relaj ación y concent ración con el profesor Hausser y m uchas
ot ras t écnicas int eresant es, sin cont ar los aport es que hicieron a su educación los dos
t íos y las t res encant adoras señorit as Mora. Su abuela Clara se las arreglaba para
m ant ener rodando aquel inm enso carrom at o lleno de alucinados en que se había
convert ido su hogar, aunque ella m ism a no t enía ninguna habilidad dom ést ica y
desdeñaba las cuat ro operaciones hast a el punt o de olvidarse de sum ar, de m odo que
la organización de la casa y las cuent as cayeron en form a nat ural en m anos de Blanca,
quien repart ía su t iem po ent re las labores de m ayordom o de aquel reino en m iniat ura
y su t aller de cerám ica al fondo del pat io, últ im o refugió para sus pesares, donde hacía
clases t ant o para m ongólicos, com o para señorit as, y fabricaba sus increíbles
Nacim ient os de m onst ruos que, cont ra t oda lógica, se vendían com o pan salido del
horno.
Desde m uy pequeña Alba t uvo la responsabilidad de poner flores frescas en los
j arrones. Abría las vent anas para que ent rara a raudales la luz y el aire pero las flores
no alcanzaban a durar hast a la noche, porque el vozarrón de Est eban Trueba y sus
bast onazos, t enían el poder de espant ar a la nat uraleza. A su paso huían los anim ales
dom ést icos y las plant as se ponían m ust ias. Blanca criaba un gom ero t raído del Brasil,
una m at a escuálida y t ím ida cuya única gracia era su precio: se com praba por hoj as.
Cuando oían llegar al abuelo, el que est aba m ás cerca corría a poner el gom ero a salvo
en la t erraza, porque apenas el viej o ent raba a la pieza, la plant a agachaba las hoj as y
em pezaba a exhum ar por el t allo un llant o blancuzco com o lágrim as de leche. Alba no
iba al colegio porque su abuela decía que alguien t an favorecido por los ast ros com o
ella, no necesit aba m ás que saber leer y escribir, y eso podía aprenderlo en la casa. Se
apuró t ant o en alfabet izarla, que a los cinco años la niña leía el periódico a la hora del
desayuno para com ent ar las not icias con su abuelo, a los seis había descubiert o los
libros m ágicos de los baúles encant ados de su legendario t ío bisabuelo Marcos y había
ent rado de lleno en el m undo sin ret orno de la fant asía. Tam poco se preocuparon de
su salud, porque no creían en beneficios de vit am inas y decían que las vacunas eran
para las gallinas. Adem ás, su abuela est udió las líneas de su m ano y dij o que t endría
salud de fierro y una larga vida. El único cuidado frívolo que le prodigaron fue peinarla
con Bayrum para m it igar el t ono verde oscuro que t enía su pelo al nacer, a pesar de
que el senador Trueba decía que había que dej árselo así, porque ella era la única que
había heredado algo de la bella Rosa, aunque desafort unadam ent e era sólo el color
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m arít im o del cabello. Para com placerlo Alba abandonó en la adolescencia los
subt erfugios del Bayrum y se enj uagaba la cabeza con infusión de perej il, lo cual
perm it ió al verde reaparecer en t oda su frondosidad. El rest o de su persona era
pequeño y anodino, a diferencia de la m ayoría de las m uj eres de su fam ilia, que casi
sin excepción, fueron espléndidas.
En los pocos m om ent os de ocio que t enía Blanca para pensar en sí m ism a y en su
hij a, se lam ent aba de que fuera una niña solit aria y silenciosa, sin com pañeros de su
edad para j ugar. En realidad Alba no se sent ía sola, por el cont rario, a veces habría
sido m uy feliz si hubiera podido eludir la clarividencia de su abuela, la int uición de su
m adre y el alborot o de gent es est rafalarias que const ant em ent e aparecían,
desaparecían y reaparecían en la gran casa de la esquina. A Blanca t am bién le
preocupaba que su hij a no j ugara con m uñecas, pero Clara apoyaba a su niet a con el
argum ent o de que esos pequeños cadáveres de loza, con sus oj illos de abre y cierra y
su perversa boca fruncida eran repugnant es. Ella m ism a fabricaba unos seres inform es
con sobras de la lana que em pleaba para t ej er a los pobres. Eran unas criat uras que no
t enían nada hum ano y por lo m ism o era m ucho m ás fácil acunarlas, m ecerlas, bañarlas
y después t irarlas a la basura. El j uguet e predilect o de la niña era el sót ano. A causa
de las rat as, Est eban Trueba ordenó que pusieran una t ranca a la puert a, pero Alba se
deslizaba de cabeza por una claraboya y at errizaba sin ruido en aquel paraíso de los
obj et os olvidados. El lugar est aba siem pre en penum bra, preservado del uso del
t iem po, com o una pirám ide sellada. Allí se am ont onaban los m uebles desechados,
herram ient as de ut ilidad incom prensible, m áquinas desvencij adas, pedazos del
Covadonga, el prehist órico aut om óvil que sus t íos desarm aron para t ransform ar en
vehículo de carrera y t erm inó sus días convert ido en chat arra. Todo le servía a Alba
para const ruir casit as en los rincones. Había baúles y m alet as con ropa ant igua, que
usó para m ont ar sus solit arios espect áculos t eat rales y un felpudo t rist e, negro y
apolillado, con cabeza de perro, que puest o en el suelo parecía una lam ent able best ia
abiert a de pat as. Era el últ im o oprobioso vest igio del fiel Barrabás .
Una noche de Navidad, Clara hizo a su niet a un fabuloso regalo que llegó a
reem plazar en ocasiones la fascinant e at racción del sót ano: una caj a con t arros de
pint ura, pinceles, una pequeña escalera y la aut orización para usar a su ant oj o la
pared m ás grande de su habit ación.
- Est o le va a servir para desahogarse - dij o Clara cuando vio a Alba equilibrándose
en la escalera para pint ar cerca del t echo un t ren lleno de anim ales.
A lo largo de los años, Alba fue llenando ésa y las dem ás m urallas de su dorm it orio
con un inm enso fresco, donde, en m edio de una flora venusiana y una fauna im posible
de best ias invent adas, com o las que bordaba Rosa en su m ant el y cocinaba Blanca en
su horno de cerám ica, aparecieron los deseos, los recuerdos, las t rist ezas y las alegrías
de su niñez.
Vivían m uy cerca de ella sus dos t íos. Jaim e era su preferido. Era un hom bronazo
peludo que debía afeit arse dos veces al día y aun así, siem pre parecía llevar una barba
del m art es, t enía cej as negras y m alévolas que peinaba hacia arriba para hacer creer a
su sobrina que est aba em parent ado con el diablo, y el pelo t ieso com o un escobillón,
inút ilm ent e engom inado y siem pre húm edo. Ent raba y salía con sus libros debaj o del
brazo y un m alet ín de plom ero en la m ano. Había dicho a Alba que t rabaj aba com o
ladrón de j oyas y que dent ro de la horrenda m alet a llevaba ganzúas y m anoplas. La
niña fingía espant arse, pero sabía que su t ío era m édico y que el m alet ín cont enía los
inst rum ent os de su oficio. Habían invent ado j uegos de ilusión para ent ret enerse
algunas t ardes de lluvia.
- ¡Trae al elefant e! - ordenaba el t ío Jaim e.
162
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Alba salía y regresaba arrast rando de una cuerda invisible a un paquiderm o


im aginario. Podían pasar una buena m edia hora dándole de com er yerbas propias de
su especie, bañándolo con t ierra para preservarle la piel de las inclem encias del t iem po
y sacándole brillo al m arfil de sus colm illos, m ient ras discut ían acaloradam ent e sobre
las vent aj as y los inconvenient es de vivir en la selva.
- ¡Est a niña va a t erm inar loca de rem at e! - decía el senador Trueba, cuando veía a la
pequeña Alba sent ada en la galería leyendo los t rat ados de m edicina que le prest aba
su t ío Jaim e.
Era la única persona de t oda la casa que t enía llave para ent rar al t únel de libros de
su t ío y aut orización para t om arlos y leerlos. Blanca sost enía que había que dosificar la
lect ura, porque había cosas que no eran apropiadas para su edad, pero su t ío Jaim e
opinaba que la gent e no lee lo que no le int eresa, y si le int eresa es que ya t iene
m adurez para hacerlo. Tenía la m ism a t eoría para el baño y la com ida. Decía que si la
niña no t enía ganas de bañarse, era porque no lo necesit aba y que había que darle de
com er lo que quisiera a las horas que t uviera ham bre, porque el organism o conoce
m ej or que nadie sus propias urgencias. En ese punt o Blanca era inflexible y obligaba a
su hij a a cum plir est rict os horarios y norm as de higiene. El result ado era que adem ás
de las com idas y los baños norm ales, Alba t ragaba las golosinas que su t ío le regalaba
y se bañaba en la m anguera cada vez que t enía calor, sin que ninguna de est as cosas
alt erara su saludable nat uraleza. A Alba le habría gust ado que su t ío se casara con
m am á, porque era m ás seguro t enerlo de padre que de t ío, pero le explicaron que de
esas uniones incest uosas nacen niños m ongólicos. Se quedó con la idea de que los
alum nos de los j ueves en el t aller de su m adre eran hij os de sus t íos.
Nicolás t am bién est aba cerca del corazón de la niña, pero t enía algo efím ero, volát il,
apresurado, siem pre de paso, com o si fuera salt ando de una idea a ot ra, que a Alba
producía inquiet ud. Tenía cinco años cuando su t ío Nicolás regresó de la I ndia.
Cansado de invocar a Dios en la m esa de t res pat as y en el hum o del hachís, decidió ir
a buscarlo a una región m enos t osca que su t ierra nat al. Se pasó dos m eses
m olest ando a Clara, persiguiéndola por los rincones y susurrándole al oído cuando
est aba dorm ida, hast a que la convenció de que vendiera un anillo de brillant es para
pagarle el pasaj e a la t ierra del Mahat m a Gandhi. Esa vez Est eban Trueba no se opuso,
porque pensó que un paseo por aquella lej ana nación de ham brient os y vacas
t rashum ant es haría m ucho bien a su hij o.
- Si no m uere picado de cobra o de alguna pest e ext ranj era, espero que vuelva
convert ido en un hom bre, porque ya est oy hart o de sus ext ravagancias - le dij o su
padre al despedirle en el m uelle.
Nicolás pasó un año com o pordiosero, recorriendo a pie los cam inos de los yogas, a
pie por el Him alaya, a pie por Kat m andú, a pie por el Ganges y a pie por Benarés. Al
cabo de esa peregrinación t enía la cert eza de la exist encia de Dios y había aprendido a
at ravesarse alfileres de som brero por las m ej illas y la piel del pecho y a vivir casi sin
com er. Lo vieron llegar a la casa un día cualquiera, sin previo aviso, con un pañal de
infant e cubriendo sus vergüenzas, el pellej o pegado a los huesos y ese aire ext raviado
que se observa en la gent e que se nut re sólo de verduras. Llegó acom pañado por un
par de carabineros incrédulos, que est aban dispuest os a llevarlo preso a m enos que
pudiera dem ost rar que era en verdad el hij o del senador Trueba, y por una com it iva de
niños que lo seguían t irándole basura y burlándose. Clara fue la única que no t uvo
dificult ad en reconocerlo. Su padre t ranquilizó a los carabineros y ordenó a Nicolás que
se diera un baño y se pusiera ropa de crist iano si quería vivir en su casa, pero Nicolás
lo m iró com o si no lo viera y no le cont est ó. Se había vuelt o veget ariano. No probaba
la carne, la leche ni los huevos, su diet a era la de un conej o y poco a poco su rost ro

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

ansioso fue pareciéndose al de ese anim al. Mast icaba cada bocado de sus escasos
alim ent os cincuent a veces. Las com idas se convirt ieron en un rit ual et erno en el que
Alba se quedaba dorm ida sobre el plat o vacío y los sirvient es con las bandej as en la
cocina, m ient ras él rum iaba cerem oniosam ent e, por eso Est eban Trueba dej ó de ir a la
casa y hacía t odas sus com idas en el Club. Nicolás aseguraba que podía cam inar
descalzo sobre las brasas pero cada vez que se dispuso a dem ost rarlo, a Clara le dio
un at aque de asm a y t uvo que desist ir. Hablaba en parábolas asiát icas no siem pre
com prensibles. Sus únicos int ereses eran de orden espirit ual. El m at erialism o de la
vida dom ést ica le m olest aba t ant o com o los excesivos cuidados de su herm ana y su
m adre, que insist ían en alim ent arlo y vest irlo, y la persecución fascinada de Alba, que
lo seguía por t oda la casa com o un perrit o, rogándole que le enseñara a pararse de
cabeza y at ravesarse alfileres. Perm aneció desnudo aun cuando el invierno se dej ó
caer con t odo su rigor. Podía m ant enerse casi t res m inut os sin respirar y est aba
dispuest o a realizar esa hazaña cada vez que alguien se lo pedía, lo que ocurría con
frecuencia. Jaim e decía que era una lást im a que el aire fuera grat is, porque sacó la
cuent a que Nicolás respiraba la m it ad que una persona norm al, aunque eso no parecía
afect arlo en absolut o. Pasó el invierno com iendo zanahorias, sin quej arse del frío,
encerrado en su habit ación, llenando páginas y páginas con su m inúscula let ra en t int a
negra. Al aparecer los prim eros sínt om as de la prim avera, anunció que su libro est aba
list o. Tenía m il quinient as páginas y pudo convencer a su padre y a su herm ano Jaim e
que se lo financiaran, a cuent a de las ganancias que se obt endrían de la vent a.
Después de corregidas e im presas, las m il y t ant as cuart illas m anuscrit as se reduj eron
a seiscient as páginas de un volum inoso t rat ado sobre los novent a y nueve nom bres de
Dios y la form a de llegar al Nirvana m ediant e ej ercicios respirat orios. No t uvo el éxit o
esperado y los caj ones con la edición t erm inaron sus días en el sót ano, donde Alba los
usaba com o ladrillos para const ruir t rincheras, hast a que m uchos años después
sirvieron para alim ent ar una hoguera infam e.
Tan pront o salió el libro de la im prent a, Nicolás lo sost uvo am orosam ent e en sus
m anos, recuperó su perdida sonrisa de hiena, se puso ropa decent e y anunció que
había llegado el m om ent o de ent regar La Verdad a sus coet áneos que perm anecían en
las t inieblas de la ignorancia. Est eban Trueba le recordó su prohibición de usar la casa
com o academ ia y le advirt ió que no iba a t olerar que m et iera ideas paganas en la
cabeza de Alba y, m ucho m enos, que le enseñara t rucos de faquir. Nicolás se fue a
predicar al cafet ín de la universidad, donde consiguió un im presionant e núm ero de
adept os para sus cursos de ej ercicios espirit uales y respirat orios. En sus rat os libres
paseaba en m ot o y enseñaba a su sobrina a vencer el dolor y ot ras debilidades de la
carne. Su m ét odo consist ía en ident ificar aquellas cosas que le producían t em or. La
niña, que t enía ciert a inclinación por lo m acabro, se concent raba de acuerdo con las
inst rucciones de su t ío y lograba visualizar, com o si lo est uviera viendo, la m uert e de
su m adre. La veía lívida, fría, con sus herm osos oj os m oros cerrados, t endida en un
at aúd. Oía el llant o de la fam ilia. Veía la procesión de am igos que ent raban en silencio,
dej aban sus t arj et as de visit a en una bandej a y salían cabizbaj os. Sent ía el olor de las
flores, el relincho de los caballos em penachados de la carroza funeraria. Sufría su dolor
de pies dent ro de sus zapat os nuevos de lut o. I m aginaba su soledad, su abandono, su
orfandad. Su t ío la ayudaba a pensar en t odo eso sin llorar, relaj arse y no oponer
resist encia al dolor, para que ést e la at ravesara sin perm anecer en ella. Ot ras veces
Alba se apret aba un dedo en la puert a y aprendía a soport ar el quem ant e ardor sin
quej arse. Si lograba pasar t oda la sem ana sin llorar, superando las pruebas que le
ponía Nicolás, ganaba un prem io, que consist ía casi siem pre en un paseo a t oda
velocidad en la m ot o, lo cual era una experiencia inolvidable. En una ocasión se
m et ieron ent re un rebaño de vacas que cruzaba el est ablo, en un cam ino de las

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

afueras de la ciudad donde llevó a su sobrina para pagar el prem io. Ella recordará
siem pre los cuerpos pesados de los anim ales, su t orpeza, sus colas em barradas
golpeándole la cara, el olor a boñiga, los cuernos que la rozaban y su propia sensación
de vacío en el est óm ago, de vért igo m aravilloso, de increíble excit ación, m ezcla de
apasionada curiosidad y de t error, que sólo volvió a sent ir en inst ant es fugaces de su
vida.
Est eban Trueba, que siem pre había t enido dificult ad para expresar su necesidad de
afect o y que desde que se det erioraron sus relaciones m at rim oniales con Clara no t enía
acceso a la t ernura, volcó en Alba sus m ej ores sent im ient os. La niña le im port aba m ás
de lo que nunca le im port aron sus propios hij os. Cada m añana ella iba en pij am a a la
pieza de su abuelo, ent raba sin golpear y se int roducía en su cam a. Él fingía despert ar
sobresalt ado, aunque en realidad la est aba esperando y gruñía que no le m olest ara,
que se fuera a su habit ación y lo dej ara dorm ir. Alba le hacía cosquillas hast a que,
aparent em ent e vencido, él la aut orizaba para que buscara el chocolat e que escondía
para ella. Alba conocía t odos los escondit es y su abuelo los usaba siem pre en el m ism o
orden, pero para no defraudarlo se afanaba un buen rat o buscando y daba grit os de
j úbilo al encont rarlo. Est eban nunca supo que su niet a odiaba el chocolat e y que lo
com ía por am or a él. Con esos j uegos m at inales, el senador sat isfacía su necesidad de
cont act o hum ano. El rest o del día est aba ocupado en el Congreso, el Club, el golf, los
negocios y sus conciliábulos polít icos. Dos veces al año iba a Las Tres Marías con su
niet a por dos o t res sem anas. Am bos regresaban bronceados, m ás gordos y felices. Allí
dest ilaban un aguardient e casero que servía para beberlo, para encender la cocina,
para desinfect ar heridas y m at ar cucarachas y que ellos llam aban pom posam ent e
«vodka». Al final de su vida, cuando los novent a años lo habían convert ido en un viej o
árbol ret orcido y frágil, Est eban Trueba recordaría esos m om ent os con su niet a com o
los m ej ores de su exist encia, y ella t am bién guardó siem pre en la m em oria la
com plicidad de esos viaj es al cam po de la m ano con su abuelo, los paseos al anca de
su caballo, los at ardeceres en la inm ensidad de los pot reros, las largas noches j unt o a
la chim enea del salón cont ando cuent os de aparecidos y dibuj ando.
Las relaciones del senador Trueba con el rest o de su fam ilia no hicieron m ás que
em peorar con el t iem po. Una vez por sem ana, los sábados, se reunían a cenar
alrededor de la gran m esa de encina que había est ado siem pre en la fam ilia y que
ant es pert eneció a los Del Valle, es decir, venía de la m ás ant igua ant igüedad, y había
servido para velar a los m uert os, para bailes flam encos y ot ros oficios im pensados.
Sent aban a Alba ent re su m adre y su abuela, con un alm ohadón en la silla para que su
nariz alcanzara la alt ura del plat o. La niña observaba a los adult os con fascinación, su
abuela radiant e, con los dient es puest os para la ocasión, dirigiendo m ensaj es cruzados
a su m arido a t ravés de sus hij os o los sirvient es, Jaim e haciendo alarde de m ala
educación, eruct ando después de cada plat o y escarbándose los dient es con el dedo
m eñique para m olest ar a su padre, Nicolás con los oj os ent recerrados m ast icando
cincuent a veces cada bocado y Blanca parlot eando de cualquier cosa para crear la
ficción de una cena norm al. Trueba se m ant enía relat ivam ent e silencioso hast a que lo
t raicionaba su m al caráct er y em pezaba a pelear con su hij o Jaim e por razones de
pobres, de vot aciones, de socialist as y de principios, o a insult ar a Nicolás por sus
iniciat ivas de elevarse en globo y pract icar acupunt ura con Alba, o cast igar a Blanca
con sus réplicas brut ales, su indiferencia y sus advert encias inút iles de que había
arruinado su vida y que no heredaría ni un peso de él. A la única que no hacía frent e
era a Clara, pero con ella casi no hablaba. En ocasiones Alba sorprendía los oj os de su
abuelo prendidos en Clara, se la quedaba m irando y se iba poniendo blanco y dulce
hast a parecer un anciano desconocido. Pero eso no ocurría con frecuencia, lo norm al
era que los esposos se ignoraran. Algunas veces el senador Trueba perdía el cont rol y
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

grit aba t ant o, que se ponía roj o y había que arroj arle la j arra con agua fría a la cara,
para que se le pasara la rabiet a y recuperara el rit m o de la respiración.
En esa época, Blanca había llegado al apogeo de su belleza. Tenía un aire m orisco,
lánguido y abundant e, que invit aba al reposo y a la confidencia. Era alt a y opulent a, de
t em peram ent o desvalido y llorón, que despert aba en los hom bres el ancest ral inst int o
de prot ección. Su padre no le t enía sim pat ía. No le perdonó sus am ores con Pedro
Tercero García y procuraba que ella no olvidara que vivía de su m isericordia. Trucha no
podía explicarse que su hij a t uviera t ant os enam orados, porque Blanca no t enía nada
de la inquiet ant e alegría y la j ovialidad que lo at raían en las m uj eres y adem ás
pensaba que ningún hom bre norm al podía t ener deseos de casarse con una m uj er de
m ala salud, dé est ado civil inciert o y que cargaba con una hij a. Por su part e, Blanca no
parecía sorprendida del acecho de los hom bres. Est aba conscient e de su belleza. Sin
em bargo, frent e a los caballeros que la visit aban, adopt aba una act it ud cont radict oria,
alent ándolos con el parpadeo de sus oj os m usulm anes, pero m ant eniéndolos a
prudent e dist ancia. Tan pront o veía que las int enciones del ot ro eran serias, cort aba la
relación con una negat iva feroz. Algunos, de m ej or posición económ ica, int ent aron
llegar hast a el corazón de Blanca por el cam ino de seducir a su hij a. Colm aban a Alba
de regalos caros, de m uñecas dot adas de m ecanism os para cam inar, llorar, com er y
ej ecut ar ot ras dest rezas propiam ent e hum anas, la at iborraban de past eles con crem a y
la llevaban de paseo al zoológico, donde la niña lloraba de lást im a por las pobres
best ias prisioneras, especialm ent e la foca, que rem ovía en su alm a funest os presagios.
Esas visit as al zoológico de la m ano de algún pret endient e orondo y dispendioso, le
dej aron para el rest o de la vida el horror al encierro, los m uros, las rej as y el
aislam ient o. Ent re t odos los enam orados, el que avanzó m ás en el cam ino de
conquist ar a Blanca, fue el Rey de las Ollas a Presión. A pesar de su inm ensa fort una y
su caráct er apacible y reflexivo, Est eban Trueba lo det est aba porque era circuncidado,
t enía la nariz sefardit a y el pelo ensort ij ado. Con su act it ud burlona y host il, Trueba
consiguió espant ar a ese hom bre que había sobrevivido en un cam po de concent ración,
había vencido la m iseria y el exilio y había t riunfado en la despiadada lucha com ercial.
Mient ras duró el rom ance, el Rey de las Ollas a Presión pasaba a recoger a Blanca para
llevarla a cenar a los lugares m ás exclusivos, en un aut om óvil m inúsculo, de sólo dos
asient os, con ruedas de t ract or y un ruido de t urbina en sus m ot ores, único en su
especie, que provocaba t um ult os de curiosidad a su paso y respingos despect ivos de la
fam ilia Trueba. Sin darse por aludida del m alest ar de su padre ni del fisgoneo de los
vecinos, Blanca m ont aba al vehículo con la m aj est ad de un prim er m inist ro, vest ida
con su único t raj e sast re negro y su blusa de seda blanca que usaba en t odas las
ocasiones especiales. Alba la despedía con un beso y se quedaba parada en la puert a,
con el sut il perfum e de j azm ines de su m adre pegado en las narices y un nudo de
ansiedad cerrándole el pecho. Sólo los ent renam ient os de su t ío Nicolás le perm it ían
soport ar esas salidas de su m adre sin echarse a llorar, pues t em ía qué cualquier día el
galán de t urno lograra convencer a Blanca que se fuera con él y ella se quedaría para
siem pre sin m adre. Había decidido hacía m ucho t iem po que no necesit aba un padre, y
m ucho m enos un padrast ro, pero que si llegaba a falt ar su m adre iba a hundir la
cabeza en un balde con agua hast a m orirse ahogada, t al com o hacía la cocinera con
los gat it os que paría la gat a cada cuat ro m eses.
Alba perdió el t em or de que su m adre la abandonara cuando conoció a Pedro
Tercero y su int uición le advirt ió que m ient ras ese hom bre exist iera no habría nadie
capaz de ocupar el am or de Blanca. Fue un dom ingo de verano. Blanca la peinó con
rizos de t irabuzón, fabricados con un fierro calient e que le cham uscó las orej as, le puso
guant es blancos y zapat os de charol negro y un som brero de paj illa con cerezas

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

art ificiales. Al verla, su abuela Clara lanzó una carcaj ada, pero su m adre la consoló con
dos got as de su perfum e que le puso en el cuello.
- Vas a conocer a una persona fam osa- dij o Blanca m ist eriosam ent e al salir.
Llevó a la niña al Parque Japonés, donde le com pró pirulines de azúcar quem ada y
una bolsit a de m aíz. Se sent aron en un banco a la som bra, t om adas de la m ano,
rodeadas de las palom as que picot eaban el m aíz.
Lo vio acercarse ant es que su m adre se lo señalara. Llevaba un m am eluco de
m ecánico, una enorm e barba negra que le llegaba a la m it ad del pecho, el pelo
revuelt o, sandalias de franciscano sin calcet ines y una am plia, brillant e y m aravillosa
sonrisa que lo colocó de inm ediat o en la cat egoría de los seres que m erecían ser
pint ados en el fresco gigant esco de su habit ación.
El hom bre y la niña se m iraron y am bos se reconocieron en los oj os del ot ro.
- Ést e es Pedro Tercero, el cant ant e. Lo has oído en la radio - dij o su m adre.
Alba est iró la m ano y él se la est rechó con la izquierda. Ent onces ella not ó que le
falt aban varios dedos de la m ano derecha, pero él le explicó que a pesar de eso podía
t ocar la guit arra, porque siem pre hay una form a de hacer lo que uno quiere hacer.
Pasearon los t res por el Parque Japonés. A m edia t arde fueron en uno de los últ im os
t ranvías eléct ricos que aún exist ían en la ciudad, a com er pescado en una frit anga del
m ercado, y cuando anocheció las acom pañó hast a la calle de su casa. Al despedirse,
Blanca y Pedro Tercero se besaron en la boca. Fue la prim era vez que Alba vio eso en
su vida, porque a su alrededor no había gent e enam orada.
A part ir de ese día, Blanca com enzó a salir sola por el fin de sem ana. Decía que iba
a visit ar a unas prim as lej anas. Est eban Trueba m ont aba en cólera y la am enazaba con
expulsarla de su casa, pero Blanca se m ant enía inflexible en su decisión. Dej aba a su
hij a con Clara y part ía en aut obús con una valij it a de payaso con flores pint adas.
- Te prom et o que no m e voy a casar y que regresaré m añana en la noche - decía al
despedirse de su hij a.
A Alba le gust aba sent arse con la cocinera a la hora de la siest a, a escuchar por la
radio canciones populares, especialm ent e las del hom bre que había conocido en el
Parque Japonés. Un día ent ró el senador Trueba al repost ero y al oír la voz de la radio,
se lanzó cont ra el aparat o dándole de bast onazos hast a dej arlo convert ido en un
m ont ón de cables ret orcidos y perillas suelt as, ant e los oj os de espant o de su niet a,
que no podía explicarse el súbit o arrebat o de su abuelo. Al día siguient e, Clara com pró
ot ra radio para que Alba escuchara a Pedro Tercero cuando le diera la gana y el viej o
Trueba fingió no est ar ent erado.
Ésa fue la época del Rey de las Ollas a Presión. Pedro Tercero supo de su exist encia
y t uvo un at aque de celos inj ust ificado, si se com para el ascendient e que él t enía sobre
Blanca con el t ím ido asedio del com erciant e j udío. Com o t ant as ot ras veces, suplicó a
Blanca que abandonara la casa de los Trueba, la t ut ela feroz de su padre y la soledad
de su t aller lleno de m ongólicos y señorit as ociosas, y part iera con él, de una vez por
t odas, a vivir ese am or desenfrenado que habían ocult ado desde la niñez. Pero Blanca
no se decidía. Sabía que si se iba con Pedro Tercero quedaría excluida de su círculo
social y de la posición que siem pre había t enido y se daba cuent a de que ella m ism a no
t enía ni la m enor oport unidad de caer bien ent re las am ist ades de Pedro Tercero o de
adapt arse a la m odest a exist encia en una población obrera. Años después, cuando
Alba t uvo edad para analizar ese aspect o de la vida de su m adre, llegó a la conclusión
que no se fue con Pedro Tercero sim plem ent e porque no le alcanzaba el am or, puest o
que en la casa de los Trueba no t enía nada que él no pudiera darle. Blanca era una
m uj er m uy pobre, que sólo disponía de algo de dinero cuando Clara se lo daba o
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

cuando vendía algún Nacim ient o. Ganaba un m ísero sueldo que gast aba casi ent ero en
cuent as de m édicos, porque su capacidad para sufrir enferm edades im aginarias no
había dism inuido con el t rabaj o y la necesidad, por el cont rario, no hacía m ás que
aum ent ar año a año. Procuraba no pedir nada a su padre, para no darle ocasión de
hum illarla. De vez en cuando, Clara y Jaim e le com praban ropa o le daban algo para
sus necesidades, pero lo norm al era que no t uviera para un par de m edias. Su pobreza
cont rast aba con los vest idos bordados y el calzado hecho a la m edida con que el
senador Trueba vest ía a su niet a Alba. Su vida era dura. Se levant aba a las seis de la
m añana, invierno y verano. A esa hora encendía el horno del t aller, vest ida con un
delant al de hule y zuecos de m adera, preparaba las m esas de t rabaj o y bat ía la arcilla
para sus clases, con los brazos hundidos hast a los codos en el barro áspero y frío. Por
eso t enía siem pre las uñas part idas y la piel agriet ada y con el t iem po se le fueron
deform ando los dedos. A esa hora se sent ía inspirada y nadie la int errum pía, de m odo
que podía em pezar el día fabricando sus m onst ruosos anim ales para los Nacim ient os.
Después t enía que ocuparse de la casa, los sirvient es y las com pras, hast a la hora que
com enzaban sus clases. Sus alum nos eran niñas de buena fam ilia que no t enían nada
que hacer y habían adopt ado la m oda de la art esanía, que era m ás elegant e que t ej er
para los pobres, com o hacían las abuelas.
La idea de hacer clases para m ongólicos fue product o del azar. Un día llegó a la casa
del senador Trueba una viej a am iga de Clara que t raía a su niet o. Era un adolescent e
gordo y blando, con una redonda cara de luna m ansa y una expresión de t ernura
inconm ovible en sus oj it os orient ales. Tenía quince años, pero Alba se dio cuent a de
que era com o un bebé. Clara pidió a su niet a que llevara al m uchacho a j ugar al j ardín
y cuidara que no se ensuciara, no se ahogara en la fuent e, no com iera t ierra y no se
m anoseara la braguet a. Alba se aburrió m uy pront o de vigilarlo, y ant e la im posibilidad
de com unicarse con él en ningún lenguaj e coherent e, se lo llevó al t aller de cerám ica,
donde Blanca, para m ant enerlo quiet o, le puso un delant al que lo preservara de las
m anchas y el agua, y colocó en sus m anos una bola de arcilla. El m uchacho est uvo
m ás de t res horas ent ret enido, sin babear, sin orinarse y sin dar cabezazos cont ra las
paredes, m odelando unas t oscas figuras de barro que después llevó a su abuela de
regalo. La señora, que había llegado a olvidar que andaba con él, quedó encant ada y
así nació la idea de que la cerám ica era buena para los m ongólicos. Blanca t erm inó
haciendo clases para un grupo de niños que iban al t aller los j ueves por la t arde.
Llegaban en una cam ionet a, cuidados por dos m onj as de t ocas alm idonadas, que se
sent aban en la gloriet a del j ardín a t om ar chocolat e con Clara y a discut ir las virt udes
del punt o de cruz y las j erarquías de los pecados, m ient ras Blanca y su hij a enseñaban
a los niños a hacer gusanos, pelot it as, perros despachurrados y vasos deform es. Al
final del año las m onj as organizaban una exposición y una verbena y aquellas
espant osas obras de art e se vendían por caridad. Pront o Blanca y Alba se dieron
cuent a que los niños t rabaj aban m ucho m ej or cuando se sent ían queridos y que la
única form a de com unicarse con ellos era el afect o. Aprendieron a abrazarlos, a
besarlos y a hacerles m im os, hast a que am bas acabaron por am arlos de verdad. Alba
esperaba t oda la sem ana la llegada de la cam ionet a con los ret rasados y salt aba de
alegría cuando ellos corrían a abrazarla. Pero los j ueves eran agot adores. Alba se
acost aba rendida, le daban vuelt as en la m ent e los dulces rost ros asiát icos de los niños
del t aller y Blanca invariablem ent e sufría una j aqueca. Después que se iban las m onj as
con su revuelo de t rapos blancos y su leva de ret rasados t om ados de la m ano, Blanca
abrazaba furiosam ent e a su hij a, la cubría de besos y le decía que había que agradecer
a Dios que ella fuera norm al. Por eso, Alba creció con la idea de que la norm alidad era
un don divino. Lo discut ió con su abuela.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- En casi t odas las fam ilias hay algún t ont o o un loco, hij it a - aseguró Clara m ient ras
se afanaba en su t ej ido, porque en t odos esos años no había aprendido a t ej er sin
m irar- . A veces no se ven, porque los esconden, com o si fuera una vergüenza. Los
encierran en los cuart os m ás apart ados, para que no los vean las visit as. Pero en
realidad no hay de qué avergonzarse, ellos t am bién son obra de Dios.
- Pero en nuest ra fam ilia no hay ninguno, abuela - replicó Alba.
- No. Aquí la locura se repart ió ent re t odos y no sobró nada para t ener nuest ro
propio loco de rem at e.
Así eran sus conversaciones con Clara. Por eso, para Alba la persona m ás
im port ant e en la casa y la presencia m ás fuert e de su vida era su abuela. Ella era el
m ot or que ponía en m archa y hacía funcionar aquel universo m ágico que era la part e
post erior de la gran casa de la esquina, donde t ranscurrieron sus prim eros siet e años
en com plet a libert ad. Se acost um bró a las rarezas de su abuela. No le sorprendía verla
desplazarse en est ado de t rance por t odo el salón, sent ada en su polt rona con las
piernas encogidas, arrast rada por una fuerza invisible. La seguía en t odas sus
peregrinaciones a los hospit ales y casas de beneficencia donde t rat aba de seguir la
pist a de su recua de necesit ados y hast a aprendió a t ej er con lana de cuat ro hebras y
palillos gruesos los chalecos que su t ío Jaim e regalaba después de ponérselos una vez,
nada m ás que para ver la sonrisa sin dient es de su abuela cuando ella se ponía bizca
persiguiendo los punt os. A m enudo Clara la usaba para llevarle m ensaj es a Est eban,
por eso la apodaron Palom a Mensaj era. La niña part icipaba en las sesiones de los
viernes, donde la m esa de t res pat as daba salt os a plena luz del día, sin que m ediara
ningún t ruco, energía conocida o palanca, y en las veladas lit erarias donde alt ernaba
con los m aest ros consagrados y con un núm ero variable de t ím idos art ist as
desconocidos que Clara am paraba. En esa época en la gran casa de la esquina
com ieron y bebieron m uchos huéspedes. Se t urnaron para vivir allí o al m enos para
asist ir a las reuniones espirit uales, las charlas cult urales y las t ert ulias sociales, casi
t oda la gent e im port ant e del país, incluso el Poet a, que años m ás t arde fue
considerado el m ej or del siglo y t raducido a t odos los idiom as conocidos de la t ierra, en
cuyas rodillas Alba se sent ó m uchas veces, sin sospechar que un día cam inaría det rás
de su féret ro con un ram o de claveles ensangrent ados en la m ano, ent re dos filas de
am et ralladoras.
Clara era t odavía j oven, pero a su niet a le parecía m uy viej a, porque no t enía
dient es. Tam poco t enía arrugas y cuando est aba con la boca cerrada, creaba la ilusión
de ext rem a j uvent ud debido a la expresión inocent e de su rost ro. Se vest ía con t únicas
de lino crudo que parecían bat as de loco y en invierno llevaba calcet ines largos de lana
y guant es sin dedos. Le hacían gracia los asunt os m enos chist osos y, en cam bio, era
incapaz de com prender una brom a, se reía a dest iem po, cuando nadie m ás lo hacía, y
podía ponerse m uy t rist e si veía a ot ro hacer el ridículo. Algunas veces sufría at aques
de asm a.
Ent onces llam aba a su niet a con una cam panilla de plat a que siem pre llevaba
consigo y Alba acudía corriendo, la abrazaba y la curaba con susurros de consuelo,
pues am bas sabían, por experiencia, que lo único que quit a el asm a es el abrazo
prolongado de un ser querido. Tenía los oj os risueños color avellana, el pelo canoso y
brillant e recogido en un m oño desordenado del cual escapaban m echones rebeldes, las
m anos finas y blancas, de uñas alm endradas y largos dedos sin anillos, que sólo
servían para hacer gest os de t ernura, acom odar las cart as de adivinación y ponerse la
dent adura post iza a la hora de com er. Alba pasaba el día persiguiendo a su abuela,
m et iéndose ent re sus faldas, provocándola para que cont ara cuent os o m oviera los
j arrones con la fuerza de su pensam ient o. En ella encont raba un refugio seguro cuando

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La casa de l os espí r i tus
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la asediaban sus pesadillas o cuando los ent renam ient os de su t ío Nicolás se hacían
insoport ables. Clara le enseñó a cuidar a los páj aros y a hablarles a cada uno en su
idiom a, a conocer los signos prem onit orios de la nat uraleza y a t ej er bufandas con
punt o corret eado para los pobres.
Alba sabía que su abuela era el alm a de la gran casa de la esquina. Los dem ás lo
supieron m ás t arde, cuando Clara m urió y la casa perdió las flores, los am igos
t ranseúnt es y los espírit us j uguet ones y ent ró de lleno en la época del est ropicio.

Alba t enía seis años cuando vio a Est eban García por prim era vez, pero nunca lo
olvidó. Probablem ent e lo había vist o ant es, en Las Tres Marías, en cualquiera de sus
viaj es est ivales con el abuelo, cuando la llevaba a recorrer la propiedad y con un gest o
am plio le m ost raba t odo lo que abarcaba la vist a, desde las alam edas hast a el volcán,
incluyendo las casit as de ladrillos, y le decía que aprendiera a am ar la t ierra, porque
algún día sería suya.
- Mis hij os son t odos unos pelot udos. Si heredaran Las Tres Marías, en m enos de un
año est o volvería a ser la ruina que era en t iem pos de m i padre - le decía a su niet a.
- ¿Todo est o es t uyo, abuelo?
- Todo, desde la carret era panam ericana hast a la punt a de esos cerros. ¿Los ves?
- ¿Por qué, abuelo?
- ¡Cóm o que por qué! ¡Porque soy el dueño, claro!
- Sí, pero ¿por qué eres el dueño?
- Porque era de m i fam ilia.
- ¿Por qué?
- Porque se la com praron a los indios.
- Y los inquilinos, los que t am bién han vivido aquí siem pre, ¿por qué no son ellos los
dueños?
- ¡Tu t ío Jaim e est á m et iéndot e ideas bolcheviques en la cabeza! - bram aba el
senador Trueba congest ionado de furia- . ¿Sabes lo que pasaría si aquí no hubiera un
pat rón?
- No.
- ¡Que t odo se iba al caraj o! No habría nadie que diera las órdenes, que vendiera las
cosechas, que se responsabilizara por las cosas, ¿ent iendes? Nadie que cuidara de la
gent e, t am poco. Si alguien se enferm ara, por ej em plo, o se m uriera y dej ara una viuda
y m uchos hij os, m orirían de ham bre. Cada uno t endría un pedacit o m iserable de
t erreno y no le alcanzaría ni para com er en su casa. Se necesit a alguien que piense por
ellos, que t om e las decisiones, que los ayude. Yo he sido el m ej or pat rón de la región,
Alba. Tengo m al caráct er, pero soy j ust o. Mis inquilinos viven m ej or que m ucha gent e
en la ciudad, no les falt a nada y aunque sea un año de sequía, de inundación o de
t errem ot o, yo m e preocupo de que aquí nadie pase m iserias. Eso t endrás que hacer t ú
cuando t engas la edad necesaria, por eso t e t raigo siem pre a Las Tres Marías, para que
conozcas cada piedra y cada anim al y, sobre t odo, a cada persona por su nom bre y
apellido. ¿Me has com prendido?
Pero en realidad ella t enía poco cont act o con los cam pesinos y est aba m uy lej os de
conocer a cada uno por su nom bre y apellido. Por eso no reconoció al j oven m oreno,
desm añado y t orpe, con pequeños oj os crueles de roedor, que una t arde t ocó la puert a
de la gran casa de la esquina en la capit al. Vest ía un t raj e oscuro m uy est recho para
su t am año. En las rodillas, los codos y las asent aderas, la t ela est aba gast ada,
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La casa de l os espí r i tus
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reducida a una película brillosa. Dij o que quería hablar con el senador Trueba y se
present ó com o el hij o de uno de sus inquilinos de Las Tres Marías. A pesar de que en
t iem pos norm ales la gent e de su condición ent raba por la puert a de servicio y
aguardaba en el repost ero, lo conduj eron a la bibliot eca, porque ese día había una
fiest a en la casa a la cual asist iría t oda la plana m ayor del Part ido Conservador. La
cocina est aba invadida por un ej ércit o de cocineros y ayudant es que Trueba había
t raído del Club, y había t al confusión y prisa, que un visit ant e no habría hecho m ás que
m olest ar. Era una t arde de invierno y la bibliot eca est aba oscura y silenciosa,
ilum inada solam ent e por el fuego que crepit aba en la chim enea. Olía a pulim ent o para
m adera y a cuero.
- Espera aquí, pero no t oques nada. El senador llegará pront o - dij o de m al m odo la
m ucam a, dej ándolo solo.
El j oven recorrió la habit ación con la vist a, sin at reverse a hacer ningún m ovim ient o,
rum iando el rencor de que t odo aquello podría haber sido suyo, si hubiera nacido de
origen legít im o, com o t ant as veces se lo explicó su abuela, Pancha García, ant es de
m orir de lipiria calam bre y dej arlo definit ivam ent e huérfano en la m ult it ud de
herm anos prim os donde él no era nadie. Sólo su abuela lo dist inguió en el m ont ón y no
le perm it ió olvidar que era diferent e de los dem ás, porque por sus venas corría la
sangre del pat rón. Miró la bibliot eca sint iéndose sofocado. Todas las paredes est aban
cubiert as por est ant erías de caoba pulida, except o a am bos lados de la chim enea,
donde había dos vit rinas abarrot adas de m arfiles y piedras duras del Orient e. La
habit ación t enía doble alt ura, único capricho del arquit ect o que su abuelo consint ió. Un
balcón, al cual se t enía acceso por una escalera de caracol de fierro forj ado, hacía las
veces de segundo piso de las est ant erías. Los m ej ores cuadros de la casa est aban allí,
porque Est eban Trueba había convert ido la pieza en su sant uario, su oficina, su
refugio, y le gust aba t ener a su alrededor los obj et os que m ás apreciaba. Las repisas
est aban llenas de libros y de obj et os de art e, desde el suelo hast a el t echo. Había un
pesado escrit orio de est ilo español, grandes but acas de cuero negro dando la espalda a
la vent ana, cuat ro alfom bras persas cubriendo el parquet de encina y varias lám paras
de lect ura con pant alla de pergam ino dist ribuidas est rat égicam ent e, de m odo que
donde uno se sent ara, había buena luz para leer. En ese lugar prefería el senador
celebrar sus conciliábulos, t ej er sus int rigas, forj ar sus negocios y, en las horas m ás
solit arias, encerrarse a desahogar la rabia, el deseo frust rado o la t rist eza. Pero nada
de eso podía saberlo el cam pesino que est aba de pie sobre la alfom bra, sin saber
dónde poner las m anos, sudando de t im idez. Aquella bibliot eca señorial, pesada y
apabullant e, correspondía exact am ent e a la im agen que t enía del pat rón. Se
est rem eció de odio y de t em or. Nunca había est ado en un lugar así, y hast a ese
m om ent o pensaba que lo m ás luj oso que podía exist ir en t odo el universo era el cine
de San Lucas, donde una vez la m aest ra de la escuela llevó a t odo el curso a ver una
película de Tarzán. Le había cost ado m ucho t om ar su decisión y convencer a su fam ilia
y hacer el largo viaj e hast a la capit al, solo y sin dinero, para hablar con el pat rón. No
podía esperar hast a el verano para decirle lo que t enía at orado en el pecho. De pront o
se sint ió observado. Se volvió y se encont ró frent e a una niña con t renzas y calcet ines
bordados que lo m iraba desde la puert a.
- ¿Cóm o t e llam as? - inquirió la niña. - Est eban García - dij o él.
- Yo m e llaíno Alba Trueba. Acuérdat e de m i nom bre.
- Me acordaré.
Se m iraron por un largo rat o, hast a que ella ent ró en confianza y se at revió a
acercarse. Le explicó que t endría que esperar, porque su abuelo t odavía no había
regresado del Congreso y le cont ó que en la cocina había un t orbellino por culpa de la
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fiest a, prom et iéndole que m ás t arde conseguiría unos dulces para t raerle. Est eban
García se sint ió un poco m ás cóm odo. Se sent ó en una de las but acas de cuero negro y
poco a poco at raj o a la niña y la sent ó en sus rodillas. Alba olía a Bayrum , una
fragancia fresca y dulce que se m ezclaba con su olor nat ural de chiquilla t ranspirada.
El m uchacho acercó la nariz a su cuello y aspiró ese perfum e desconocido de lim pieza
y bienest ar y, sin saber por qué, se le llenaron los oj os de lágrim as. Sint ió que odiaba
a esa criat ura casi t ant o com o odiaba al viej o Trucha. Ella encarnaba lo que nunca
t endría, lo que él nunca sería. Deseaba hacerle daño, dest ruirla, pero t am bién quería
seguir oliéndola, escuchando su vocecit a de bebé y t eniendo al alcance de la m ano su
piel suave. Le acarició las rodillas, j ust o encim a del borde de los calcet ines bordados,
eran t ibias y t enían hoyuelos. Alba siguió parlot eando sobre la cocinera que m et ía
nueces por el culo a los pollos para la cena de la noche. Él cerró los oj os, est aba
t em blando. Con una m ano rodeó el cuello de la niña, sint ió sus t renzas cosquilleándole
la m uñeca y apret ó suavem ent e, conscient e de que era t an pequeña, que con un
esfuerzo m ínim o podía est rangularla. Deseó hacerlo, quiso sent irla revolcándose y
pat aleando en sus rodillas, agit ándose en busca de aire. Deseó oírla gem ir y m orir en
sus brazos, deseó desnudarla y se sint ió violent am ent e excit ado. Con la ot ra m ano
incursionó debaj o del vest ido alm idonado, recorrió las piernas infant iles, encont ró el
encaj e de las enaguas de bat ist a y las bom bachas de lana con elást ico. En un rincón de
su cerebro le quedaba suficient e cordura para darse cuent a de que est aba parado al
borde de un abism o. La niña había dej ado de hablar y est aba quiet a, m irándolo con
sus grandes oj os negros. Est eban García t om ó la m ano de la criat ura y la apoyó sobre
su sexo endurecido.
- ¿Sabes qué es est o? - pregunt ó roncam ent e.
- Tu pene - respondió ella, que lo había vist o en las lám inas de los libros de m edicina
de su t ío Jaim e y en su t ío Nicolás, cuando paseaba desnudo haciendo sus ej ercicios
asiát icos..
Él se sobresalt ó. Se puso bruscam ent e de pie y ella cayó sobre la alfom bra. Est aba
sorprendido y asust ado, le t em blaban las m anos, sent ía las rodillas de lana y las orej as
calient es. En ese m om ent o oyó los pasos del senador Trucha en el pasillo y un inst ant e
después, ant es que alcanzara a recuperar la respiración, el viej o ent ró en la bibliot eca.
- ¿Por qué est á t an oscuro est o? - rugió con su vozarrón de t errem ot o.
Trucha encendió las luces y no reconoció al j oven que lo m iraba con los oj os
desorbit ados. Le t endió los brazos a su niet a y ella se refugió en ellos por un breve
inst ant e, com o un perro apaleado, pero enseguida, se desprendió y salió cerrando la
puert a.
- ¿Quién eres t ú, hom bre? - espet ó a quien era t am bién su niet o.
- Est eban García. ¿No se acuerda de m í, pat rón? - logró balbucear el ot ro.
Ent onces Trueba reconoció al niño t aim ado que había delat ado a Pedro Tercero años
at rás y había recogido del suelo los dedos am put ados. Com prendió que no le sería fácil
despedirlo sin escucharlo, a pesar de que t enía por norm a que los asunt os de sus
inquilinos debía resolverlos el adm inist rador en Las Tres Marías.
- ¿Qué es lo que quieres? - le pregunt ó.
Est eban García vaciló, no podía encont rar las palabras que había preparado t an
m inuciosam ent e durant e m eses, ant es de at reverse a t ocar la puert a de la casa del
pat rón.
- Habla rápido, no t engo m ucho t iem po - dij o Trueba.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Tart am udeando, García consiguió plant ear su pet ición: había logrado t erm inar el
liceo en San Lucas y quería una recom endación para la Escuela de Carabineros y una
beca del Est ado para pagar sus est udios.
- ; Por qué no t e quedas en el cam po, com o t u padre y t u abuelo? - le pregunt ó el
pat rón.
- Disculpe, señor, pero quiero ser carabinero - rogó Est eban García.
Trueba recordó que aún le debía la recom pensa por delat ar a Pedro Tercero García y
decidió que ésa era una buena ocasión de saldar la deuda y, de paso, t ener un servidor
en la policía. «Nunca se sabe, de repent e puedo necesit arlo», pensó. Se sent ó en su
pesado escrit orio, t om ó una hoj a de papel con m em bret e del Senado, redact ó la
recom endación en los t érm inos habit uales y se la pasó al j oven que aguardaba de pie.
- Tom a, hij o. Me alegro que hayas elegido esa profesión. Si lo que quieres es andar
arm ado, ent re ser delincuent e o ser policía, es m ej or ser policía, porque t ienes
im punidad. Voy a llam ar por t eléfono al com andant e Hurt ado, es am igo m ío, para que
t e den la beca. Si necesit as algo, avísam e.
- Muchas gracias, pat rón.
- No m e lo agradezcas, hij o. Me gust a ayudar a m i gent e.
Lo despidió con una palm adit a am ist osa en el hom bro.
- ¿Por qué t e pusieron Est eban? - le pregunt ó en la puert a.
- Por ust ed, señor - respondió el ot ro enroj eciendo.
Trueba no le dio un segundo pensam ient o al asunt o. A m enudo los inquilinos usaban
los nom bres de sus pat rones para baut izar a los hij os, com o señal de respet o.

Clara m urió el m ism o día que Alba cum plió siet e años. El prim er anuncio de su
m uert e fue percept ible sólo para ella. Ent onces com enzó a hacer secret as disposiciones
para part ir. Con gran discreción dist ribuyó su ropa ent re los sirvient es y la leva de
prot egidos que siem pre t enía, dej ándose lo indispensable. Ordenó sus papeles,
rescat ando de los rincones perdidos sus cuadernos de anot ar la vida. Los at ó con
cint as de colores, separándolos por acont ecim ient os y no por orden cronológico porque
lo único que se había olvidado de poner en ellos eran las fechas y en la prisa de su
últ im a hora decidió que no podía perder t iem po averiguándolas. Al buscar los
cuadernos fueron apareciendo las j oyas en caj as de zapat os, en bolsas de m edias y en
el fondo de los arm arios donde las había puest o desde la época en que su m arido se
las regaló pensando que con eso podía alcanzar su am or. Las colocó en una viej a
calcet a de lana, la cerró con un alfiler im perdible y se las ent regó a Blanca.
- Guarde est o, hij it a. Algún día pueden servirle para algo m ás que disfrazarse - dij o.
Blanca lo com ent ó con Jaim e y ést e com enzó a vigilarla. Not ó que su m adre hacía
una vida aparent em ent e norm al, pero que casi no com ía. Se alim ent aba de leche y
unas cucharadas de m iel. Tam poco dorm ía m ucho, pasaba la noche escribiendo o
vagando por la casa. Parecía irse desprendiendo del m undo, cada vez m ás ligera, m ás
t ransparent e, m ás alada.
- Cualquier día de ést os va a salir volando - dij o Jaim e preocupado.
De pront o com enzó a asfixiarse. Sent ía en el pecho el galope de un caballo
enloquecido y la ansiedad de un j inet e que va a t oda prisa cont ra el vient o. Dij o que
era el asm a, pero Alba se dio cuent a que ya no la llam aba con la cam panit a de plat a
para que la curara con abrazos prolongados. Una m añana vio a su abuela abrir las
j aulas de los páj aros con inexplicable alegría.
173
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Clara escribió pequeñas t arj et as t iara sus seres queridos. que eran m uchos, y las
puso sigilosam ent e en una caj a baj o su cam a. A la m añana siguient e no se levant ó y
cuando llegó la m ucam a con el desayuno, no le perm it ió abrir las cort inas. Había
com enzado a despedirse t am bién de la luz, para ent rar lent am ent e en las som bras.
Advert ido, Jaim e fue a verla y no se fue hast a que ella se dej ó exam inar. No pudo
encont rar nada anorm al en su aspect o, pero supo, sin lugar a dudas, que iba a m orir.
Salió de la habit ación con una am plia e hipócrit a sonrisa y una vez fuera de la vist a de
su m adre, t uvo que apoyarse en la pared, porque le flaqueaban las piernas. No se lo
dij o a nadie en la casa. Llam ó a un especialist a que había sido su profesor en la
Facult ad de Medicina y ese m ism o día ést e se present ó en el hogar de los Trueba.
Después de ver a Clara confirm ó el diagnóst ico de Jaim e. Reunieron a la fam ilia en el
sayón y sin m uchos preám bulos les not ificaron que no viviría m ás de dos o t res
sem anas y que lo único que se podía hacer era acom pañarla, para que m uriera
cont ent a.
- Creo que ha decidido m orirse, y la ciencia no t iene rem edio alguno cont ra ese m al
- dij o Jaim e.
Est eban Trucha agarró a su hij o por el cuello y est uvo a punt o de est rangularlo, sacó
a em puj ones al especialist a y luego rom pió a bast onazos las lám paras y las porcelanas
del salón. Finalm ent e cayó de rodillas al suelo gim iendo com o una criat ura. Alba ent ró
en ese m om ent o y vio a su abuelo colocado a su alt ura, se acercó, lo quedó m irando
sorprendida y cuando vio sus lágrim as, lo abrazó. Por el llant o del viej o la niña se
ent eró de la not icia. La única persona en la casa que no perdió la calm a fue ella,
debido a sus ent renam ient os para soport ar el dolor y al hecho de que su abuela le
había explicado a m enudo las circunst ancias y los afanes de la m uert e.
- I gual que en el m om ent o de venir al m undo, al m orir t enem os hiedo de lo
desconocido. Pero el m iedo es algo int erior que no t iene nada que ver con la realidad.
Morir es com o nacer: sólo un cam bio - había dicho Clara.
Agregó que si ella podía com unicarse sin dificult ad con las alm as del Más Allá,
est aba t ot alm ent e segura de que después podría hacerlo con las alm as del Más Acá, de
m odo que en vez de lloriquear cuando ese m om ent o llegara quería que est uviera
t ranquila, porque en su caso la m uert e no sería una separación, sino una form a de
est ar rnás unidas. Alba lo com prendió perfect am ent e.
Poco después Clara pareció ent rar en un dulce sueño y sólo el visible esfuerzo por
int roducir aire en sus pulm ones, señalaba que aún est aba viva. Sin em bargo, la asfixia
no parecía angust iarla, puest o
que no est aba luchando por su vida. Su niet a perm aneció a su lado t odo el t iem po.
Tuvieron que im provisarle una cam a en el suelo, porque se negó a salir del cuart o y
cuando quisieron sacarla a la fuerza, t uvo su prim era pat alet a. I nsist ía en que su
abuela se daba cuent a de t odo y la necesit aba. Así era, en efect o. Poco ant es del final,
Clara recuperó la conciencia y pudo hablar con t ranquilidad. Lo prim ero que not ó fue la
m ano de Alba ent re las suyas.
- Voy a m orir, ¿verdad, hij it a? - pregunt ó.
- Sí, abuela, pero no im port a, porque yo est oy cont igo - respondió la niña.
- Est á bien. Saca una caj a con t arj et as que hay debaj o de la cam a y repárt elas,
porque no voy a alcanzar a despedirm e de t odos.
Clara cerró los oj os, dio un suspiro sat isfecho y se m archó al ot ro m undo sin m irar
para at rás. A su alrededor est aba t oda la fam ilia, Jaim e y Blanca dem acrados por las

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

noches de vigilia, Nicolás m urm urando oraciones en sánscrit o, Est eban con la boca y
los puños
apret ados, infinit am ent e furioso y desolado, y la pequeña Alba, que era la única que
se m ant enía serena. Tam bién est aban los sirvient es, las herm anas Mora, un par de
art ist as paupérrim os que habían sobrevivido en la casa los últ im os m eses y un
sacerdot e que llegó llam ado por la cocinera, pero no t uvo nada que hacer, porque
Trucha no perm it ió que rnolest ara a la m oribunda con confesiones de últ im a hora ni
aspersiones de agua bendit a.
Jaim e se inclinó sobre el cuerpo buscando algún im percept ible lat ido en su corazón,
pero no lo encont ró.
- Mam á ya se fue - dij o en un sollozo.

175
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

La época del estropicio


Capítulo X

No puedo hablar de eso. Pero int ent aré escribirlo. Han pasado veint e años y durant e
m ucho t iem po t uve un inalt erable dolor. Creí que nunca podría consolarm e, pero
ahora, cerca de los novent a años, com prendo lo que ella quiso decir cuando nos
aseguró que no t endría dificult ad en com unicarse con nosot ros, puest o que t enía
m ucha práct ica en esos asunt os. Ant es yo andaba com o perdido, buscándola por t odas
part es. Cada noche, al acost arm e, im aginaba que est aba conm igo, t al com o era
cuando t enía t odos sus dient es y m e am aba. Apagaba la luz, cerraba los oj os y en el
silencio de m i cuart o procuraba visualizarla, la llam aba despiert o y dicen que t am bién
la llam aba dorm ido.
La noche que m urió m e encerré con ella. Después de t ant os años sin hablarnos,
com part im os aquellas últ im as horas reposando en el velero del agua m ansa de la seda
azul, com o le gust aba llam ar a su cam a, y aproveché para decirle t odo lo que no había
podido decirle ant es, rodó lo que m e había callado desde la noche t errible en que la
golpeé. Le quit é la cam isa de dorm ir y la revisé con cuidado buscando algún rast ro de
enferm edad que j ust ificara su m uert e, y al no encont rarlo, supe que sim plem ent e
había cum plido su m isión en est a t ierra y había volado a ot ra dim ensión donde su
espírit u, libre al fin de los last res m at eriales, se sent iría m ás a gust o. No había ninguna
deform idad ni nada t errible en su m uert e. La exam iné largam ent e, porque hacía
m uchos años que no t enía ocasión de observarla a m i ant oj o y en ese t iem po m i m uj er
había cam biado, com o nos ocurre a t odos con el t ranscurso de la edad. Me pareció t an
herm osa com o siem pre. Había adelgazado y creí que había crecido, que est aba m ás
alt a, pero luego com prendí que era un efect o ilusorio, product o de m i propio
achicam ient o. Ant es m e sent ía com o un gigant e a su lado, pero al acost arm e con ella
en la cam a, not é que éram os casi del m ism o t am año. Tenía su m at a de pelo rizado y
rebelde que m e encant aba cuando nos casam os, suavizada por unos m echones de
canas que ilum inaban su rost ro dorm ido. Est aba m uy pálida, con som bras en los oj os y
not é por prim era vez que t enía pequeñas arrugas m uy finas en la com isura de los
labios y en la frent e. Parecía una niña. Est aba fría, pero era la m uj er dulce de siem pre
y pude hablarle t ranquilam ent e, acariciarla, dorm ir un rat o cuando el sueño venció la
pena, sin que el hecho irrem ediable de su m uert e alt erara nuest ro encuent ro. Nos
reconciliam os por fin.
Al am anecer em pecé a arreglarla, para que t odos la vieran bien present ada. Le
coloqué una t única blanca que había en su arm ario y m e sorprendió que t uviera t an
poca ropa, porque yo t enía la idea de que era una m uj er elegant e. Encont ré unos
calcet ines de lana y se los puse para que no se le helaran los pies, porque era m uy
friolent a. Luego le cepillé el pelo con la idea de arm ar el m oño que usaba, pero al
pasar la escobilla se alborot aron sus rizos form ando un m arco alrededor de su cara y
m e pareció que así se veía m ás bonit a. Busqué sus j oyas, para ponerle alguna, pero no
pude hallarlas, así es que m e conform é con sacarm e la alianza de oro que llevaba
desde nuest ro noviazgo y ponérsela en el dedo, para reem plazar la que se quit ó
cuando rom pió conm igo. Acom odé las alm ohadas, est iré la cam a, le puse unas got as
de agua de colonia en el cuello y luego abrí la vent ana, para que ent rara la m añana.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Una vez que t odo est uvo list o, abrí la puert a y perm it í que m is hij os y m i niet a se
despidieran de ella. Encont raron a Clara sonrient e, lim pia herm osa, com o siem pre
est uvo. Yo m e había achicado diez cent ím et ros, m e nadaban los zapat os y t enía el pelo
definit ivam ent e blanco, pero ya no lloraba.
- Pueden ent errarla - dij e- . Aprovechen de ent errar t am bién la cabeza de m i suegra,
que anda perdida en el sót ano desde hace algún t iem po - agregué y salí arrast rando los
pies para que no se m e cayeran los zapat os.
Así se ent eró m í niet a que aquello que había en la som brerera de cuero de cochino y
que le sirvió para j ugar a las m isas negras y poner de adorno en sus casit as del
sót ano, era la cabeza de su bisabuela Nívea, que perm aneció insepult a durant e m ucho
t iem po, prim ero para evit ar el escándalo y después porque en el desorden de est a
casa, se nos olvidó. Lo hicim os con el m ayor sigilo, para no dar que hablar a la gent e.
Después que los em pleados de la funeraria t erm inaron de colocar a Clara en su at aúd
y de arreglar el salón com o capilla m ort uoria, con cort inaj es y crespones negros, cirios
chorreados y un alt ar im provisado sobre el piano, Jaim e y Nicolás m et ieron en el at aúd
la cabeza de su abuela, que, ya no era m ás que un j uguet e am arillo con expresión
despavorida, para que descansara j unt o a su hij a preferida.
El funeral de Clara fue un acont ecim ient o. Ni yo m ism o m e pude explicar de dónde
salió t ant a gent e dolida por la m uert e de m i m uj er. No sabía que conociera a t odo el
m undo. Desfilaron procesiones int erm inables est rechándom ela m ano, una cola de
aut om óviles t rancó t odos los accesos al cem ent erio y acudieron unas insólit as
delegaciones de indigent es, escolares, sindicat os obreros, m onj as, niños m ongólicos,
bohem ios y espirit uados. Casi t odos los inquilinos de Las Tres Marías viaj aron, algunos
por prim era vez en sus vidas, en cam iones y en t ren para despedirla. En la
m uchedum bre vi a Pedro Segundo García, a quien no había vuelt o a ver en m uchos
años. Me acerqué a saludarlo, pero no respondió a m i señal. Se aproxim ó cabizbaj o a
la t um ba abiert a y arroj ó sobre el at aúd de Clara un ram o m edio m archit o de flores
silvest res que t enían la apariencia de haber sido robadas de un j ardín aj eno. Est aba
llorando.
Alba, t om ada de m i m ano, asist ió a los servicios fúnebres. Vio descender el at aúd en
la t ierra, en el lugar provisorio que le habíam os conseguido, escuchó los int erm inables
discursos exalt ando las únicas virt udes que su abuela no t uvo y cuando regresó a la
casa, corrió a encerrarse en el sót ano a esperar que el espírit u de Clara se com unicara
con ella, t al cual se lo había prom et ido. Allí la encont ré sonriendo dorm ida, sobre los
rest os apolillados de Barrabás .
Esa noche no pude dorm ir. En m i m ent e se confundían los dos am ores de m i vida,
Rosa, la del pelo verde, y Clara clarivident e, las dos herm anas que t ant o am é. Al
am anecer decidí que si no las había t enido en vida, al m enos m e acom pañarían en la
m uert e, de m odo que saqué del escrit orio unas hoj as de papel y m e puse a dibuj ar el
m ás digno y luj oso m ausoleo, de m árm ol it aliano color salm ón con est at uas del m ism o
m at erial que represent arían a Rosa y a Clara con alas de ángeles, porque ángeles
habían sido y seguirían siendo. Allí ent re las dos, seré ent errado algún día.
Quería m orir lo ant es posible, porque la vida sin m i m uj er no t enía sent ido para m í.
No sabía que t odavía t enía m ucho que hacer en est e m undo. Afort unadam ent e Clara
ha regresado, o t al vez nunca se fue del t odo. A veces pienso que la vej ez m e ha
t rast ornado el cerebro y que no se puede pasar por alt o el hecho de que la ent erré
hace veint e años. Sospecho que ando viendo visiones, com o un anciano lunát ico. Pero
esas dudas se disipan cuando la veo pasar por m i lado y oigo su risa en la t erraza, sé
que m e acom paña, que m e ha perdonado t odas m is violencias del pasado y que est á

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

m ás cerca de m í de lo que nunca est uvo ant es. Sigue viva y est á conm igo, Clara
clarísim a...

La m uert e de Clara t rast ornó por com plet o la vida de la gran casa de la esquina. Los
t iem pos cam biaron. Con ella se fueron los espírit us, los huéspedes y aquella lum inosa
alegría que est aba siem pre present e debido a que ella no creía que el m undo fuera un
valle de lágrim as, sino, por el cont rario, una hum orada de Dios, y por lo m ism o era
una est upidez t om arlo en serio, si Él m ism o no lo hacía. Alba not ó el det erioro desde
los prim eros días. Lo vio avanzar lent o, pero inexorable. Lo percibió ant es que nadie
por las flores que se m archit aron en los j arrones, im pregnando el aire con un olor
dulzón y nauseabundo, donde perm anecieron hast a secarse, se deshoj aron, se cayeron
y quedaron sólo unos t allos m ust ios que nadie ret iró hast a m ucho t iem po después.
Alba no volvió a cort ar flores para adornar la casa. Luego m urieron las plant as porque
nadie se acordó de regarlas ni de hablarles, com o hacía Clara. Los gat os se fueron
calladam ent e, t al com o llegaron o nacieron en los vericuet os del t ej ado. Est eban
Trueba se vist ió de negro y pasó, en una noche, de su recia m adurez de varón
saludable, a una incipient e vej ez encogida y t art am udeant e, que no t uvo, sin em bargo,
la virt ud de calm arle la ira. Llevó su riguroso lut o por el rest o de su vida, incluso
cuando eso pasó de m oda y nadie se lo ponía, except o los pobres, que se at aban una
cint a negra en la m anga en señal de duelo. Se colgó al cuello una bolsit a de gam uza
suspendida de una cadena de oro, debaj o de la cam isa, j unt o a su pecho. Eran los
dient es post izos de su m uj er, que para él t enían un significado de buena suert e y de
expiación. Todos en la fam ilia sint ieron que sin Clara se perdía la razón de est ar
j unt os: no t enían casi nada que decirse. Trueba se dio cuent a de que lo único que lo
ret enía en su hogar era la presencia de su niet a.
En el t ranscurso de los años siguient es la casa se convirt ió en una ruina. Nadie
volvió a ocuparse del j ardín, para regarlo o para lim piarlo, hast a que pareció t ragado
por el olvido, los páj aros y la m ala yerba. Aquel parque geom ét rico que m andó plant ar
Trueba, siguiendo los diseños de los j ardines de los palacios franceses, y la zona
encant ada donde reinaba Clara en el desorden y la abundancia, la luj uria de las flores
y el caos de los filodendros, se fueron secando, pudriendo, enm alezando. Las est at uas
ciegas y las fuent es cant arinas se t aparon de hoj as secas, excrem ent o de páj aro y
m usgo. Las pérgolas, rot as y sucias, sirvieron de refugio a los bichos y de basurero a
los vecinos. El parque se convirt ió en un t upido m at orral de pueblo abandonado, donde
apenas se podía andar sin abrirse paso a m achet azos. La m acrocarpa que ant es
podaban con pret ensiones barrocas, t erm inó desesperanzada, cont rahecha y
at orm ent ada por los caracoles y las pest es veget ales. En los salones, poco a poco las
cort inas se desprendieron de sus ganchos y colgaron com o enaguas de anciana,
polvorient as y dest eñidas. Los m uebles pisot eados por Alba que j ugaba a las casit as y
a las t rincheras en ellos, se t ransform aron en cadáveres con los resort es al aire y el
gran gobelino del salón perdió su pulquérrim a im pavidez de escena bucólica de
Versalles y fue usado com o blanco de los dardos de Nicolás y su sobrina. La cocina se
cubrió de grasa y de hollín, se llenó de t arros vacíos y pilas de periódicos y dej ó de
producir las grandes fuent es de leche asada y los guisos perfum ados de ant año. Los
habit ant es de la casa se resignaron a com er garbanzos y arroz con leche casi a diario,
porque nadie se at revía a hacer frent e al desfile de cocineras verruguient as, enoj adas
y despót icas que reinaron por t urnos ent re las cacerolas renegridas por el m al uso. Los
t em blores de t ierra, los port azos y el bast ón de Est eban Trueba abrieron griet as en las
m urallas y ast illaron las puert as, se solt aron las persianas de los goznes y nadie t om ó
la iniciat iva de repararlas. Em pezaron a got ear las llaves, a filt rarse las cañerías, a
rom perse las t ej as, a aparecer m anchas verdosas de hum edad en los m uros. Sólo el
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

cuart o t apizado de seda azul de Clara perm aneció int act o. En su int erior quedaron los
m uebles de m adera rubia, dos vest idos de algodón blanco, la j aula vacía del canario, la
cest a con t ej idos inconclusos, sus baraj as m ágicas, la m esa de t res pat as y las rum as
de cuadernos donde anot ó la vida durant e cincuent a años y que m ucho t iem po
después, en la soledad de la casa vacía y el silencio de los m uert os y los
desaparecidos, yo ordené y leí con recogim ient o para reconst ruir est a hist oria.
Jaim e y Nicolás perdieron el poco int erés que t enían en la fam ilia y no t uvieron
com pasión por su padre, que en su soledad procuró inút ilm ent e const ruir con ellos una
am ist ad que llenara el vacío dej ado por una vida de m alas relaciones. Vivían en la casa
porque no t enían un lugar m ás convenient e donde com er y dorm ir, pero pasaban com o
som bras indiferent es, sin det enerse a ver el est ropicio. Jaim e ej ercía su oficio con
vocación de apóst ol y con la m ism a t enacidad con que su padre sacó del abandono a
Las Tres Marías y am asó una fort una, él dej aba sus fuerzas t rabaj ando en el hospit al y
at endiendo a los pobres grat uit am ent e en sus horas libres.
- Ust ed es un perdedor sin rem edio, hij o - suspira Trucha- . No t iene sent ido de la
realidad. Todavía no se ha dado cuent a de cóm o es el m undo. Apuest a a valores
ut ópicos que no exist en.
- Ayudar al prój im o es un valor que exist e, padre.
No. La caridad, igual que su socialism o, es un invent o de los débiles para doblegar y
ut ilizar a los fuert es.
- No creo en su t eoría de los fuert es y los débiles - replicaba Jaim e.
- Siem pre es así en la nat uraleza. Vivim os en una j ungla.
- Sí, porque los que hacen las reglas son los que piensan com o ust ed, pero no
siem pre será así.
- Lo será, porque som os t riunfadores. Sabem os desenvolvernos en el m undo y
ej ercer el poder. Hágam e caso, hij o, asient e cabeza y ponga una clínica privada, yo lo
ayudo. ¡Pero córt ela con sus ext ravíos socialist as! - predicaba Est eban Trueba sin
ningún result ado.
Después que Am anda desapareciera de su vida, Nicolás pareció est abilizarse
em ocionalm ent e. Sus experiencias en la I ndia le dej aron el gust o por las em presas
espirit uales. Abandonó las fant ást icas avent uras com erciales que le at orm ent aron la
im aginación en los prim eros años de su j uvent ud así com o su deseo de poseer a t odas
las m uj eres que se le cruzaban por delant e, y se volvió al anhelo que siem pre t uvo de
encont rar a Dios por cam inos poco convencionales. El m ism o encant o que ant es
em pleó para conseguir alum nas para sus bailes flam encos, le sirvió para reunir a su
alrededor un núm ero crecient e de adept os. Eran en su m ayoría j óvenes hast iados de la
buena vida, que deam bulaban com o él en búsqueda de una filosofía que les perm it iera
exist ir sin part icipar en los agit es t errenales. Se form ó un grupo dispuest o a recibir los
m ilenarios conocim ient os que Nicolás había adquirido en Orient e. Por su orden, se
reunieron en los cuart os t raseros de la part e abandonada de la casa, donde Alba les
repart ía nueces y les servía infusiones de yerbas, m ient ras ellos m edit aban con las
piernas cruzadas. Cuando Est eban Trueba se dio cuent a que a sus espaldas circulaban
los coet áneos y los epónim os respirando por el om bligo y quit ándose la ropa a la
m enor invit ación, perdió la paciencia y los echó am enazándolos con el bast ón y con la
policía. Ent onces Nicolás com prendió que sin dinero no podría cont inuar enseñando La
Verdad, de m odo que em pezó a cobrar m odest os honorarios por sus enseñanzas. Con
eso pudo alquilar una casa donde m ont ó su academ ia de ilum inados. Debido a las
exigencias legales y á la necesidad de t ener un nom bre j urídico, la llam ó I nst it ut o de
Unión con la Nada, I DUN. Pero su padre no est aba dispuest o a dej arlo en paz, porque
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

los seguidores de Nicolás com enzaron a aparecer fot ografiados en los periódicos, con
la cabeza afeit ada, t aparrabos indecent es y expresión beat ífica, poniendo en ridículo el
nom bre de los Trueba. Apenas se supo que el profet a de I DUN era hij o del senador
Trucha, la oposición explot ó el asunt o para burlarse de él, usando la búsqueda
espirit ual del hij o com o un arm a polít ica cont ra el padre. Trueba soport ó est oicam ent e
hast a el día que encont ró a su niet a Alba con la cabeza rapada com o una bola de billar
repit iendo incansablem ent e la palabra sagrada Om . Tuvo uno de sus m ás t erribles
at aques de rabia. Se dej ó caer por sorpresa en el I nst it ut o de su hij o, con dos m at ones
cont rat ados para t al fin, que dest rozaron a golpes el escaso m obiliario y est uvieron a
punt o de hacer lo m ism o con los pacíficos coet áneos, hast a que el viej o,
com prendiendo que una vez m ás se le había pasado la m ano, les ordenó det ener la
dest rucción y que lo aguardaran afuera. A solas con su hij o, consiguió dom inar el
t em blor furibundo que se había apoderado de él, para m ascullarle con voz cont enida
que ya est aba hart o de sus bufonadas.
- ¡No quiero volver a verlo hast a que le salga pelo a m i niet a! - agregó ant es de irse
con un últ im o port azo.
Al día siguient e Nicolás reaccionó. Em pezó por t irar los escom bros que habían
dej ado los m at ones de su padre y lim piar el local, m ient ras respiraba rít m icam ent e
para vaciar de su int erior t odo rast ro de cólera y purificar su espírit u. Luego, con sus
discípulos vest idos con sus t aparrabos y llevando pancart as en las que exigían libert ad
de cult o y respet o por sus derechos ciudadanos, m archaron hast a las rej as del
Congreso. Allí sacaron pit os de m adera, cam panillas y unos pequeños gongs
im provisados, con los cuales arm aron t ina algarabía que det uvo el t ránsit o. Una vez
que se hubo j unt ado bast ant e público, Nicolás procedió a quit arse t oda la ropa y,
com plet am ent e desnudo com o un bebé, se acost ó en m edio de la calle con los brazos
abiert os en cruz. Se produj o t al conm oción de frenazos, cornet as, chillidos y silbat inas,
que la alarm a llegó al int erior del edificio. En el Senado se int errum pió la sesión donde
se discut ía el derecho de los t errat enient es para cercar con alam bres de púas los
cam inos vecinales, y salieron los congresales al balcón a gozar del inusit ado
espect áculo de un hij o del senador Trucha cant ando salm os asiát icos t ot alm ent e en
pelot as. Est eban Trueba baj ó corriendo las anchas escaleras del Congreso y se lanzó a
la calle dispuest o a m at ar a su hij o, pero no alcanzó a cruzar la rej a, porque sint ió que
el corazón le explot aba de ira en el pecho y un velo roj o le nublaba la vist a. Cayó al
suelo.
A Nicolás se lo llevó un furgón de los carabineros y al senador se lo llevó una
am bulancia de la Cruz Roj a. El pat at ús duró a Trueba t res sem anas y por poco lo
despacha a ot ro m undo. Cuando pudo salir de la cam a agarró a su hij o Nicolás por el
cuello, lo m ont ó en un avión y lo flet ó en dirección al ext ranj ero, con la orden de no
volver a aparecer ant e sus oj os por el rest o de su vida. Le dio, sin em bargo) , suficient e
dinero para que pudiera inst alarse y sobrevivir por un largo t iem po, porque t al com o
se lo explicó Jaim e, ésa era una m ancera de evit ar que hiciera m ás locuras que
pudieran desprest igiarlo t am bién en el ext ranj ero.
En los años siguient es Est eban Trueba supo de la ovej a negra de su fam ilia por la
esporádica correspondencia que Blanca m ant enía con él. Así se ent eró que Nicolás
había form ado en Nort eam érica ot ra academ ia para unirse con la nada, con t ant o
éxit o, que llegó a t ener la riqueza que no obt uvo elevándose en globo o fabricando
em paredados. Term inó rem oj ándose con sus discípulos en su propia piscina de
porcelana rosada; en m edio del respet o de la ciudadanía, com binando, sin
proponérselo, la búsqueda de Dios con la buena fort una en los negocios. Est eban
Trueba, por ciert o, no lo creyó j am ás.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

El senador esperó que creciera un poco el cabello a su niet a, para que no pensaran
que t enía t iña, y fue personalm ent e a m at ricularla a un colegio inglés para señorit as,
porque seguía pensando que ésa era la m ej or educación, a pesar de los result ados
cont radict orios que obt uvo con sus dos hij os. Blanca est uvo de acuerdo, porque
com prendió que no bast aba una buena conj unción de planet as en su cart a ast ral para
que Alba saliera adelant e en la vida. En el colegio, Alba aprendió a com er verduras
hervidas y arroz quem ado, a soport ar el frío del pat io, cant ar him nos y abj urar de
t odas las vanidades del m undo, except o aquellas de orden deport ivo. Le enseñaron a
leer la Biblia, j ugar al t enis y escribir a m áquina. Eso últ im o fue la única cosa út il que
le dej aron aquellos largos años en idiom a ext ranj ero. Para Alba, que había vivido hast a
ent onces sin oír hablar de pecados ni de m odales de señorit a, desconociendo el lím it e
ent re lo hum ano y lo divino, lo posible y lo im posible, viendo pasar a un t ío desnudo
por los corredores dando salt os de karat eca y al ot ro ent errado debaj o de una
m ont aña de libros a su abuelo dest rozando a bast onazos los t eléfonos y los m acet eros
de la t erraza, a su m adre escabulléndose con su m alet it a de payaso y a su abuela
m oviendo la m esa de t res pat as y t ocando a Chopin sin abrir el piano, la rut ina del
colegio le pareció insoport able. Se aburría en las clases. En los recreos se sent aba en
el rincón m ás lej ano y discret o del pat io, para no ser vist a, t em blando de deseo de que
la invit aran a j ugar y rogando al m ism o t iem po que nadie se fij ara en ella. Su m adre le
advirt ió que no int ent ara explicar a sus com pañeras lo que había vist o sobre la
nat uraleza hum ana en los libros de m edicina de su t ío Jaim e, ni hablara a las m aest ras
de las vent aj as del esperant o sobre la lengua inglesa. A pesar de est as precauciones,
la direct ora del est ablecim ient o no t uvo dificult ad en det ect ar, desde los prim eros días,
las ext ravagancias de su nueva alum na. La observó por un par de sem anas y cuando
est uvo segura del diagnóst ico, llam ó a Blanca Trueba a su despacho y le explicó, en la
form a m ás cort és que pudo, que la niña escapaba por com plet o a los lím it es habit uales
de la form ación brit ánica y le sugirió que la pusiera en un colegio de m onj as españolas,
donde t al vez podrían dom inar su im aginación lunát ica y corregir su pésim a urbanidad.
Pero el senador Trueba no est aba dispuest o a dej arse apabullar por una m iss Saint
John cualquiera, e hizo valer t odo el peso de su influencia para que no expulsara a su
niet a. Quería, a t oda cost a, que aprendiera inglés. Est aba convencido de la
superioridad del inglés sobre el español, que consideraba un idiom a de segundo orden,
apropiado para los asunt os dom ést icos y la m agia, para las pasiones incont rolables y
las em presas inút iles, pero inadecuado para el m undo de la ciencia y de la t écnica,
donde esperaba ver t riunfar a Alba. Había acabado por acept ar vencido por la oleada
de los nuevos t iem pos- que algunas m uj eres no eran del t odo idiot as y pensaba que
Alba, dem asiado insignificant e para at raer a un esposo de buena sit uación, podía
adquirir una profesión y acabar ganándose la vida com o un hom bre. En ese punt o
Blanca apoyó a su padre, porque había com probado en carne propia los result ados de
una m ala preparación académ ica para enfrent ar la vida.
- No quiero que seas pobre com o yo, ni que t engas que depender de un hom bre para
que t e m ant enga - decía a su hij a cada vez que la veía llorando porque no quería ir a
clases.
No la ret iraron del colegio y t uvo que soport arlo durant e diez años inint errum pidos.
Para Alba, la única persona est able en aquel barco a la deriva en que se convirt ió la
gran casa de la esquina después de la m uert e de Clara, era su m adre. Blanca luchaba
cont ra el est ropicio y la decadencia con la ferocidad de una leona, pero era evident e
que perdería la pelea cont ra el avance del det erioro. Sólo ella int ent aba dar al caserón
una apariencia de hogar. El senador Trueba siguió viviendo allí, pero dej ó de invit ar a
sus am igos y relaciones polít icas, cerró los salones y ocupó sólo la bibliot eca y su
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

habit ación. Est aba ciego y sordo a las necesidades de su hogar. Muy at areado con la
polít ica y los negocios, viaj aba const ant em ent e, pagaba nuevas cam pañas elect orales,
com praba t ierra y t ract ores, criaba caballos de carrera, especulaba con el precio del
oro, el azúcar y el papel. No se daba cuent a de que las paredes de su casa est aban
ávidas de una capa de pint ura, los m uebles desvencij ados y la cocina t ransform ada en
un m uladar. Tam poco veía los chalecos de lana apelm azada de su niet a, ni la ropa
ant icuada de su hij a o sus m anos dest ruidas por el t rabaj o dom ést ico y la arcilla. No
act uaba así por avaricia: su fam ilia había dej ado sim plem ent e de int eresarle. Algunas
veces se sacudía la dist racción y llegaba con algún regalo desproporcionado y
m aravilloso para su niet a, que no hacía m ás que aum ent ar el cont rast e ent re la
riqueza invisible de las cuent as en los bancos y la aust eridad de la casa. Ent regaba a
Blanca sum as variables, pero nunca suficient es, dest inadas a m ant ener en m archa
aquel caserón dest art alado y oscuro, casi vacío y cruzado por las corrient es de aire, en
que había degenerado la m ansión de ant año. A Blanca nunca le alcanzaba el dinero
para los gast os, vivían pidiendo prest ado a Jaim e y por m ás que recort ara el
presupuest o por aquí y lo rem endara por allá, a fin de m es siem pre t enía un alt o de
cuent as im pagadas que iban acum ulándose, hast a que t om aba la decisión de ir al
barrio de los j oyeros j udíos a vender alguna de las alhaj as, que un cuart o de siglo
ant es habían sido com pradas allí m ism o y que Clara le legó en un calcet ín de lana.
En la casa, Blanca andaba con delant al y alpargat as, confundiéndose con la escasa
servidum bre que quedaba, y para salir usaba su m ism o t raj e negro planchado y vuelt o
a planchar, con su blusa de seda blanca. Después que su abuelo enviudó y dej ó de
preocuparse por ella, Alba se vest ía con lo que heredaba de algunas prim as lej anas,
que eran m ás grandes o m ás pequeñas que ella, de m odo que en general los abrigos le
quedaban com o capot es m ilit ares y los vest idos cort os y est rechos. Jaim e hubiera
querido hacer algo por ellas, pero su conciencia le indicaba que era m ej or gast ar sus
ingresos dando com ida a los ham brient os, que luj os a su herm ana y a su sobrina.
Después de la m uert e de su abuela, Alba com enzó a sufrir pesadillas que la hacían
despert ar grit ando y afiebrada. Soñaba que se m orían t odos los m iem bros de su
fam ilia y ella quedaba vagando sola en la gran casa, sin m ás com pañía que los t enues
fant asm as deslucidos que deam bulaban por los corredores. Jaim e sugirió t rasladarla a
la habit ación de Blanca, para que est uviera m ás t ranquila. Desde que em pezó a
com part ir el dorm it orio con su m adre, esperaba con secret a im paciencia el m om ent o
de acost arse. Encogida ent re sus sábanas, la seguía con la vist a en su rut ina de
t erm inar el día y m et erse a la cam a. Blanca se lim piaba la cara con crem a del Harem ,
una grasa rosada con perfum e de rosas, que t enía fam a de hacer m ilagros por la piel
fem enina, y se cepillaba cien veces su largo pelo cast año que em pezaba a t eñirse con
algunas canas invisibles para t odos, m enos para ella. Era propensa al resfriado, por
eso en invierno y en verano dorm ía con refaj os de lana que ella m ism a t ej ía en los
rat os libres. Cuando llovía se cubría las m anos con guant es, para m it igar el frío polar
que se le había int roducido en los huesos debido a la hum edad de la arcilla y que t odas
las inyecciones de Jaim e y la acupunt ura china de Nicolás fueron inút iles para curar.
Alba la observaba ir y venir por el cuart o, con su cam isón de novicia flot ando alrededor
del cuerpo, el pelo liberado del m oño, envuelt a en la suave fragancia de su ropa lim pia
y de la crem a del Harem , perdida en un m onólogo incoherent e en el que se m ezclaban
las quej as por el precio de las verduras, el recuent o de sus m últ iples m alest ares, el
cansancio de llevar a cuest as el peso de la casa, y sus fant asías poét icas con Pedro
Tercero García, a quien im aginaba ent re las nubes del at ardecer o recordaba ent re los
dorados t rigales de Las Tres Marías. Term inado su rit ual, Blanca se int roducía en su
lecho y apagaba la luz. A t ravés del est recho pasillo que las separaba, t om aba la m ano
a su hij a y le cont aba los cuent os de los libros m ágicos de los baúles encant ados del
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La casa de l os espí r i tus
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bisabuelo Marcos, pero que su m ala m em oria t ransform aba en cuent os nuevos. Así se
ent eró Alba de un príncipe que durm ió cien años, de doncellas que peleaban cuerpo a
cuerpo con los dragones, de un lobo perdido en el bosque a quien una niña dest ripó sin
razón alguna. Cuando Alba quería volver a oír esas t ruculencias, Blanca no podía
repet irlas, porque las había olvidado, en vist a de lo cual, la pequeña t om ó el hábit o de
escribirlas. Después anot aba t am bién las cosas que le parecían im port ant es, t al com o
lo hacía su abuela Clara.

Los t rabaj os del m ausoleo com enzaron al poco t iem po de la m uert e de Clara, pero
se dem oraron casi dos años, porque fui agregando nuevos y cost osos det alles: lápidas
con let ras gót icas de oro, una cúpula de crist al para que ent rara el sol y un ingenioso
m ecanism o copiado de las fuent es rom anas, que perm it ía irrigar en form a const ant e y
m esurada un m inúsculo j ardín int erior, donde hice plant ar rosas y cam elias, las flores
preferidas de las herm anas que habían ocupado m i corazón. Las est at uas fueron un
problem a. Rechacé varios diseños, porque no deseaba unos ángeles cret inos, sino los
ret rat os de Rosa y Clara, con sus rost ros, sus m anos, su t am año real. Un escult or
uruguayo m e dio en el gust o y las est at uas quedaron por fin com o yo las quería.
Cuando est uvo list o, m e encont ré ant e un obst áculo inesperado: no pude t rasladar a
Rosa al nuevo m ausoleo, porque la fam ilia Del Valle se opuso. I nt ent é convencerlos
con t oda suert e de argum ent os, con regalos y presiones, haciendo valer hast a el poder
polít ico, pero t odo fue inút il. Mis cuñados se m ant uvieron inflexibles. Creo que se
habían ent erado del asunt o de la cabeza de Nívea y est aban ofendidos conm igo por
haberla t enido en el sót ano t odo ese t iem po. Ant e su t est arudez, llam é a Jaim e y le
dij e que se preparara para acom pañarm e al cem ent erio a robarnos el cadáver de Rosa.
No dem ost ró ninguna sorpresa.
- Si no es por las buenas, t endrá que ser por las m alas - expliqué a m i hij o.
Com o es habit ual en est os casos, fuim os de noche y sobornam os al guardián, t al
com o hice m ucho t iem po at rás, para quedarm e con Rosa la prim era noche que ella
pasó allí. Ent ram os con nuest ras herram ient as por la avenida de los cipreses,
buscam os la t um ba de la fam ilia Del Valle y nos dim os a la lúgubre t area de abrirla.
Quit am os cuidadosam ent e la lápida que guardaba el reposo de Rosa y sacam os del
nicho el at aúd blanco, que era m ucho m ás pesado de lo que suponíam os, de m odo que
t uvim os que pedir al guardián que nos ayudara. Trabaj am os incóm odos en el est recho
recint o, est orbándonos m ut uam ent e con las herram ient as, m al alum brados por un
farol de carburo. Después volvim os a colocar la lápida en el nicho, para que nadie
sospechara que est aba vacío. Term inam os sudando. Jaim e había t enido la precaución
de llevar una cant im plora con aguardient e y pudim os t om ar un t rago para darnos
ánim o. A pesar de que ninguno de nosot ros era superst icioso, aquella necrópolis de
cruces, cúpulas y lápidas nos ponía nerviosos. Yo m e sent é en el um bral de la t um ba a
recuperar el alient o y pensé que ya no est aba nada j oven, si m over un caj ón m e hacía
perder el rit m o del corazón y ver punt it os brillant es en la oscuridad. Cerré los oj os y
m e acordé de Rosa, su rost ro perfect o, su piel de leche, su cabello de sirena oceánica,
sus oj os de m iel provocadores de t um ult os, sus m anos ent relazadas con el rosario de
nácar, su corona de novia. Suspiré evocando a esa virgen herm osa que se m e había
escapado de las m anos y que est uvo allí, esperando durant e t odos esos años, que yo
fuera a buscarla y la llevara al sit io donde le correspondía est ar.
- Hij o, vam os a abrir est o. Quiero ver a Rosa - dij e a Jaim e.
No int ent ó disuadirm e, porque conocía m i t ono cuando la decisión era irrevocable.
Acom odam os la luz del farol, él desprendió con paciencia los t ornillos de bronce que el
t iem po había oscurecido y pudim os levant ar la t apa, que pesaba com o si fuera de
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La casa de l os espí r i tus
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plom o. A la blanca luz del carburo vi a Rosa, la bella, con sus azahares de novia, su
pelo verde, su im pert urbable belleza, t al com o la viera m uchos años ant es, acost ada
en su féret ro blanco sobre la m esa del com edor de m is suegros. Me quedé m irándola
fascinado, sin ext rañarm e que el t iem po no la hubiera t ocado, porque era la m ism a de
m is sueños. Me incliné y deposit é a t ravés del crist al que cubría su rost ro, un beso en
los labios pálidos de la am ada infinit a. En ese m om ent o una brisa avanzó rept ando
ent re los cipreses, ent ró a t raición por alguna rendij a del at aúd que hast a ent onces
había perm anecido herm ét ico y en un inst ant e la novia inm ut able se deshizo com o un
encant am ient o, se desint egró en un polvillo t enue y gris. Cuando levant é la cabeza y
abrí los oj os, con el beso frío aún en los labios, ya no est aba Rosa, la bella. En su lugar
había una calavera con las cuencas vacías, unas t iras de piel color m arfil adheridas a
los póm ulos y unos m echones de crin m ohoso en la nuca.
Jaim e y el guardián cerraron la t apa precipit adam ent e, colocaron a Rosa en una
carret illa y la llevaron al sit io que le est aba reservado j unt o a Clara en el m ausoleo
color salm ón. Me quedé sent ado sobre una t um ba en la avenida de los cipreses,
m irando la luna.
- Férula t enía razón - pensé- . Me he quedado solo y se m e est á achicando el cuerpo y
el alm a. Sólo m e falt a m orir com o un perro.

El senador Trueba luchaba cont ra sus enem igos polít icos, que cada día avanzaban
m ás en la conquist a del poder. Mient ras ot ros dirigent es del Part ido Conservador
engordaban, envej ecían y perdían el t iem po en int erm inables discusiones bizant inas, él
se dedicaba a t rabaj ar, est udiar y recorrer el país de nort e a sur, en una cam paña
personal que no cesaba nunca, sin t ener en cuent a para nada sus años ni el sordo
clam or de sus huesos. Lo reelegían senador en cada elección parlam ent aria. Pero no
est aba int eresado en el poder, la riqueza o el prest igio. Su obsesión era dest ruir lo que
él llam aba «el cáncer m arxist a», que est aba filt rándose poco a poco en el pueblo.
- ¡Uno levant a una piedra y aparece un com unist a! - decía.
Nadie m ás lo creía. Ni los m ism os com unist as. Se burlaban un poco de él, por sus
arrebat os de m al hum or, su pint a de cuervo enlut ado, su bast ón anacrónico y sus
pronóst icos apocalípt icos. Cuando les blandía delant e de las narices las est adíst icas y
los result ados reales de las últ im as vot aciones, sus correligionarios t em ían que fueran
chocheras de viej o.
- ¡El día que no podam os echar el guant e a las urnas ant es que cuent en los vot os,
nos vam os al caraj o! - sost enía Trueba.
- En ninguna part e han ganado los m arxist as por vot ación popular. Se necesit a por lo
m enos una revolución y en est e país no pasan esas cosas - le replicaban.
- ¡Hast a que pasan! - alegaba Trueba frenét ico.
- Cálm at e, hom bre. No vam os a perm it ir que eso pase - lo consolaban- . El m arxism o
no t iene ni la m enor oport unidad en Am érica Lat ina. ¿No ves que no cont em pla el lado
m ágico de las cosas? Es una doct rina at ea, práct ica y funcional. ¡Aquí no puede t ener
éxit o!
Ni el m ism o coronel Hurt ado, que andaba viendo enem igos de la pat ria por t odos
lados, consideraba a los com unist as un peligro. Le hizo ver en m ás de una
oport unidad, que el Part ido Com unist a est aba com puest o por cuat ro pelagat os que no
significaban nada est adíst icam ent e y que se regían por los m andat os de Moscú con una
beat ería digna de m ej or causa.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- Moscú queda donde el diablo perdió el poncho, Est eban. No t ienen idea de lo que
pasa en est e país - le decía el coronel Hurt ado- . No t ienen en cuent a para nada las
condiciones de nuest ro país, la prueba es que andan m ás perdidos que la Caperucit a
Roj a. Hace poco publicaron un m anifiest o llam ando a los cam pesinos, los m arineros y
los indígenas a form ar part e del prim er soviet nacional, lo cual, desde t odo punt o de
vist a es una payasada. ¡Qué van a saber los cam pesinos lo que es un soviet ! Y los
m arineros est án siem pre en alt a m ar y andan m ás int eresados en los burdeles de ot ros
puert os que en la polít ica. ¡Y los indígenas! Nos quedan unos doscient os en t ot al. No
creo que hayan sobrevivido m ás a las m asacres del siglo pasado, pero si quieren
form ar un soviet en sus reservaciones, allá ellos - se burlaba el coronel.
- ¡Sí, pero adem ás de los com unist as est án los socialist as, los radicales y ot ros
grupúsculos! Todos son m ás o m enos lo m ism o - respondía Trueba.
Para el senador Trueba t odos los part idos polít icos, except o el suyo, eran
pot encialm ent e m arxist as y no podía dist inguir claram ent e la ideología de unos y ot ros.
No vacilaba en exponer su posición en público cada vez que se le present aba la
oport unidad, por eso para t odos m enos para sus part idarios, el senador Trueba pasó a
ser una especie de loco reaccionario y oligarca, m uy pint oresco. El Part ido Conservador
t enía que frenarlo, para que no se fuera de lengua y los pusiera a t odos en evidencia.
Era el paladín furibundo dispuest o a dar la bat alla en los foros, en las ruedas de
prensa, en las universidades, donde nadie m ás se at revía a dar la cara, allá est aba él
inconm ovible en su t raj e negro, con su m elena de león y su bast ón de plat a. Era el
blanco de los caricat urist as, que de t ant o burlarse de él consiguieron hacerlo popular y
en t odas las elecciones arrasaba con la vot ación conservadora. Era fanát ico, violent o y
ant icuado, pero represent aba m ej or que nadie los valores de la fam ilia, la t radición, la
propiedad y el orden. Todo el m undo lo reconocía en la calle, invent aban chist es a su
cost a y corrían de boca en boca las anécdot as que se le at ribuían. Decían que, en
ocasión de su at aque al corazón, cuando su hij o se desnudó en las puert as del
Congreso, el President e de la República lo llam ó a su oficina para ofrecerle la
Em baj ada en Suiza, donde podría t ener un cargo apropiado para sus años, que le
perm it iera reponer su salud. Decían que el senador Trueba respondió con un puñet azo
sobre el escrit orio del prim er m andat ario, volcando la bandera nacional y el bust o del
Padre de la Pat ria.
- ¡De aquí no salgo ni m uert o, Excelencia! - rugió- . ¡Porque apenas yo m e descuide
los m arxist as le quit an a ust ed la silla donde est á sent ado!
Tuvo la habilidad de ser el prim ero que llam ó a la izquierda «enem iga de la
dem ocracia», sin sospechar que años después ése sería el lem a de la dict adura. En la
lucha polít ica ocupaba casi t odo su t iem po y una buena part e de su fort una. Not ó que,
a pesar de que siem pre est aba t ram ando nuevos negocios, ést a parecía irse m erm ando
desde la m uert e de Clara, pero no se alarm ó, porque supuso que en el orden nat ural
de las cosas est aba el hecho irrefut able de que en su vida ella había sido un soplo de
buena suert e, pero que no podía cont inuar beneficiándolo después de su m uert e.
Adem ás, calculó que con lo que t enía podía m ant enerse com o un hom bre rico por el
t iem po que le quedaba en est e m undo. Se sent ía viej o, t enía la idea de que ninguno de
sus t res hij os m erecía heredarlo y que a su niet a la dej aría asegurada con Las Tres
Marías, a pesar de que el cam po ya no era t an próspero com o ant es. Gracias a las
nuevas carret eras y aut om óviles, lo que ant es era un safari en t ren, se había reducido
a sólo seis horas desde la capit al a Las Tres Marías, pero él est aba siem pre ocupado y
no encont raba el m om ent o para hacer el viaj e. Llam aba al adm inist rador de vez en
cuando, para que le rindiera cuent as, pero esas visit as lo dej aban con la resaca del m al
hum or por varios días. Su adm inist rador era un hom bre derrot ado por su propio
pesim ism o. Sus not icias eran una serie de infort unadas casualidades; se helaron las
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fresas, las gallinas se cont agiaron de m oquillo, se apest ó la uva. Así el cam po, que
había sido la fuent e de su riqueza, llegó a ser una carga y a m enudo el senador Trueba
t uvo que sacar dinero de ot ros negocios para apunt alar a esa t ierra insaciable que
parecía t ener ganas de volver a los t iem pos del abandono, ant es que él la rescat ara de
la m iseria.
- Tengo que ir a poner orden. Allá hace falt a el oj o del am o - m urm uraba.
- Las cosas est án m uy revuelt as en el cam po, pat rón - le advirt ió m uchas veces su
adm inist rador- . Los cam pesinos est án alzados. Cada día hacen nuevas exigencias. Uno
diría que quieren vivir com o los pat rones. Lo m ej or es vender la propiedad.
Pero Trueba no quería oír hablar de vender. «La t ierra es lo único que queda cuando
t odo lo dem ás se acaba», repet ía igual com o lo hacía cuando t enía veint icinco años y lo
presionaban su m adre y su herm ana por la m ism a razón. Pero, con el peso de la edad
y el t rabaj o polít ico, Las Tres Marías, com o m uchas ot ras cosas que ant es le parecieron
fundam ent ales, había dej ado de int eresarle. Sólo t enía un valor sim bólico para él.
El adm inist rador t enía razón: las cosas est aban m uy revuelt as en esos años. Así lo
andaba pregonando la voz de t erciopelo de Pedro Tercero García, que gracias al
m ilagro de la radio, llegaba a los m ás apart ados rincones del país. A los t reint a y
t ant os años seguía t eniendo el aspect o de un rudo cam pesino, por una cuest ión de
est ilo, ya que el conocim ient o de la vida y el éxit o le habían suavizado las asperezas y
afinado las ideas. Usaba una barba m ont araz y una m elena de profet a que él m ism o
podaba de m em oria con una navaj a que había sido de su padre, adelant ándose en
varios años a la m oda que después hizo furor ent re los cant ant es de prot est a. Se
vest ía con pant alones de t ela bast a, alpargat as art esanales y en invierno se echaba
encim a un poncho de lana cruda. Era su t raj e de bat alla. Así se present aba en los
escenarios y así aparecía ret rat ado en las carát ulas de los discos. Desilusionado de las
organizaciones polít icas, t erm inó por dest ilar t res o cuat ro ideas prim arias con las que
arm ó su filosofía. Era un anarquist a. De las gallinas y los zorros evolucionó para cant ar
a la vida, a la am ist ad, al am or y t am bién a la revolución. Su m úsica era m uy popular
y sólo alguien t an t est arudo com o el senador Trucha pudo ignorar su exist encia. El
viej o había prohibido la radio en su casa, para evit ar que su niet a oyera las com edias y
follet ines en que las m adres pierden a sus hij os y los recuperan después de años, así
com o evit ar la posibilidad de que las canciones subversivas de su enem igo le
m alograran la digest ión. Él t enía una radio m oderna en su dorm it orio, pero sólo
escuchaba las not icias. No sospechaba que Pedro Tercero García era el m ej or am igo de
su hij o Jaim e, ni que se reunía con Blanca cada vez que ella salía con su m alet a de
payaso t art am udeando pret ext os. Tam poco sabía que algunos dom ingos asoleados
llevaba a Alba a t repar a los cerros, se sent aba con ella en la cim a a observar la ciudad
y a com er pan con queso, y ant es de dej arse caer rodando por las laderas, revent ados.
de la risa com o cachorros felices, le hablaba de los pobres, los oprim idos, los
desesperados y ot ros asunt os que Trueba prefería que su niet a ignorara.
Pedro Tercero veía crecer a Alba y procuró est ar cerca de ella, pero no llegó a
considerarla realm ent e su hij a, porque en ese punt o Blanca fue inflexible. Decía que
Alba había t enido que soport ar m uchos sobresalt os y que era un m ilagro que fuera una
criat ura relat ivam ent e norm al, de m odo que no había necesidad de agregarle ot ro
m ot ivo de confusión respect o a su origen. Era m ej or que siguiera creyendo la versión
oficial y, por ot ra part e, no quería correr el riesgo de que hablara del asunt o con su
abuelo, provocando una cat ást rofe. De t odos m odos, el espírit u libre y cont est at ario de
la niña agradaba a Pedro Tercero.
- Si no es hij a m ía, m erece serlo - decía, orgulloso.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

En t odos esos años, Pedro Tercero nunca llegó a acost um brarse a su vida de solt ero,
a pesar de su éxit o con las m uj eres, especialm ent e las adolescent es esplendorosas a
quienes los quej idos de su guit arra encendían de am or. Algunas se int roducían a viva
fuerza en su vida. Él necesit aba la frescura de esos am ores. Procuraba hacerlas felices
un t iem po brevísim o, pero desde el prim er inst ant e de ilusión, com enzaba a
despedirse, hast a que, por últ im o, las abandonaba con delicadeza. A m enudo, cuando
t enía a una de ellas en la cam a suspirando dorm ida a su lado, cerraba los oj os y
pensaba en Blanca, en su am plio cuerpo m aduro, en sus pechos abundant es y t ibios,
en las finas arrugas de su boca, en las som bras de sus oj os árabes y sent ía un grit o
oprim iéndole el pecho. I nt ent ó perm anecer j unt o a ot ras m uj eres, recorrió m uchos
cam inos y m uchos cuerpos alej ándose de ella, pero en el m om ent o m ás ínt im o, en el
punt o preciso de la soledad y del presagio de la m uert e, siem pre era Blanca la única. A
la m añana siguient e com enzaba el suave proceso de desprenderse de la nueva
enam orada y apenas se encont raba libre, regresaba donde Blanca, m ás delgado, m ás
oj eroso, m ás culpable, con una nueva canción en la guit arra y ot ras inagot ables
caricias para ella.
Blanca, en cam bio, se había acost um brado a vivir sola. Term inó por encont rar paz
en sus quehaceres de la gran casa, en su t aller de cerám ica y en sus Nacim ient os de
anim ales invent ados, donde lo único que correspondía a las leyes de la biología era la
Sagrada Fam ilia perdida en una m ult it ud de m onst ruos. El único hom bre de su vida era
Pedro Tercero, pues t enía vocación para un solo am or. La fuerza de ese
inconm ovible sent im ient o la salvó de la m ediocridad y de la t rist eza de su dest ino.
Perm anecía fiel aun en los m om ent os en que él se perdía det rás de algunas ninfas de
pelo lacio y huesos largos, sin am arlo m enos por ello. Al principio creía m orir cada vez
que se alej aba, pero pront o se dio cuent a de que sus ausencias duraban lo que un
suspiro y que invariablem ent e regresaba m ás enam orado y m ás dulce. Blanca prefería
esos encuent ros furt ivos con su am ant e en hot eles de cit a, a la rut ina de una vida en
com ún, al cansancio de un m at rim onio y a la pesadum bre de envej ecer j unt os
com part iendo las penurias de fin de m es, el m al olor en la boca al despert ar, el t edio
de los dom ingos y los achaques de la edad. Era una rom ánt ica incurable. Alguna vez
t uvo la t ent ación de t om ar su m alet a de payaso y lo que quedaba de las j oyas del
calcet ín, e irse con su hij a a vivir con él, pero siem pre se acobardaba. Tal vez t em ía
que ese grandioso am or, que había resist ido t ant as pruebas, no pudiera sobrevivir a la
m ás t errible de t odas: la convivencia. Alba est aba creciendo m uy rápido y com prendía
que no le iba a durar m ucho el buen pret ext o de velar por su hij a para post ergar las
exigencias de su am ant e, pero prefería siem pre dej ar la decisión para m ás adelant e.
En realidad, t ant o com o t em ía la rut ina, la horrorizaba el est ilo de vida de Pedro
Tercero, su m odest a casit a de t ablas y calam inas en una población obrera, ent re
cient os de ot ras t an pobres com o la suya, con piso de t ierra apisonada, sin agua y con
un solo bom billo colgando del t echo. Por ella, él salió de la población y se m udó a un
depart am ent o en el cent ro, ascendiendo así, sin proponérselo, a una clase m edia a la
cual nunca t uvo aspiración de pert enecer. Pero t am poco eso fue suficient e para Blanca.
El depart am ent o le pareció sórdido, oscuro, est recho y el edificio prom iscuo. Decía que
no podía perm it ir que Alba creciera allí, j ugando con ot ros niños en la calle y en las
escaleras, educándose en una escuela pública. Así se le pasó la j uvent ud y ent ró en la
m adurez, resignada a que los únicos m om ent os de placer eran cuando salía
disim uladam ent e con su m ej or ropa, su perfum e y las enaguas de m uj erzuela que a
Pedro Tercero caut ivaban y que ella escondía, arrebolada de vergüenza, en lo m ás
secret o de su ropero, pensando en las explicaciones que t endría que dar si alguien las
descubría. Esa m uj er práct ica y t errenal para t odos los aspect os de la exist encia,
sublim ó su pasión de infancia, viviéndola t rágicam ent e. La alim ent ó de fant asías, la
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

idealizó, la defendió con fiereza, la depuró de las verdades prosaicas y pudo convert irla
en un am or de novela.
Por su part e, Alba aprendió a no m encionar a Pedro Tercero García, porque conocía
el efect o que ese nom bre causaba en la fam ilia. I nt uía que algo grave había ocurrido
ent re el hom bre de los dedos cort ados qué besaba a su m adre en la boca, y el abuelo,
pero t odos, hast a el m ism o Pedro Tercero, cont est aban a sus pregunt as con evasivas.
En la int im idad del dorm it orio, a veces Blanca le cont aba anécdot as de él y le enseñaba
sus canciones con la recom endación de que no fuera a t ararearlas en la casa. Pero no
le cont ó que era su padre y ella m ism a parecía haberlo olvidado. Recordaba el pasado
com o una sucesión de violencias, abandonos y t rist ezas y no est aba segura de que las
cosas hubieran sido com o pensaba. Se había desdibuj ado el episodio de las m om ias,
los ret rat os y el indio lam piño con zapat os Luis XV, que provocaron su huida de la casa
de su m arido. Tant as veces repit ió la hist oria de que el conde había m uert o de fiebre
en el desiert o, que llegó a creerla. Años después, el día que llegó su hij a a anunciarle
que el cadáver de Jean de Sat igny yacía en la nevera de la m orgue, no se alegró,
porque hacía m ucho t iem po que se sent ía viuda. Tam poco int ent ó j ust ificar su m ent ira.
Sacó del arm ario su ant iguo t raj e sast re negro, se acom odó las horquillas en el m oño y
acom pañó a Alba a sepult ar al francés en el Cem ent erio General, en una t um ba del
Municipio, donde iban a parar los indigent es, porque el senador Trueba se negó a
cederle un lugar en su m ausoleo color salm ón. Madre e hij a cam inaron solas det rás del
at aúd negro que pudieron com prar gracias a la generosidad de Jaim e. Se sent ían un
poco ridículas en el bochornoso m ediodía est ival, con un ram o de flores m ust ias en las
m anos y ninguna lágrim a para el cadáver solit ario que iban a ent errar.
- Veo que m i padre ni siquiera t enía am igos - com ent ó Alba.
Tam poco en esa ocasión Blanca adm it ió a su hij a la verdad.

Después que t uve a Clara y a Rosa acom odadas en m i m ausoleo, m e sent í algo m ás
t ranquilo, porque sabía que t arde o t em prano est aríam os los t res reunidos allí, j unt o a
ot ros seres queridos, com o m i m adre, la Nana y la m ism a Férula, quien espero m e
haya perdonado. No im aginé que iba a vivir t ant o com o he vivido y que t endrían que
esperarm e t an largo t iem po.
La habit ación de Clara perm aneció cerrada con llave. No quería que nadie ent rara,
para que no m ovieran nada y yo pudiera encont rar su espírit u allí present e cada vez
que lo deseara. Em pecé a t ener insom nio, el m al de t odos los viej os. En las noches
deam bulaba por la casa sin poder conciliar el sueño, arrast rando las zapatillas que m e
quedaban grandes, envuelt o en la ant igua bat a episcopal que t odavía guardo por
razones sent im ent ales, rezongando cont ra el dest ino, com o un anciano acabado. Con
la luz del sol, sin em bargo, recuperaba el deseo de vivir. Aparecía a la hora del
desayuno con la cam isa alm idonada y m i t raj e de lut o, afeit ado y t ranquilo, leía el
periódico con m i niet a, ponía al día m is asunt os de negocios y la correspondencia y
luego salía por el rest o del día. Dej é de com er en la casa, incluso los sábados y
dom ingos, porque sin la presencia cat alizadora de Clara, no había ninguna razón para
soport ar las peleas con m is hij os.
Mis únicos dos am igos procuraban quit arm e el lut o del alm a. Alm orzaban conm igo,
j ugábam os al golf, m e desafiaban al dom inó. Con ellos discut ía m is negocios, hablaba
de polít ica y a veces de la fam ilia. Una t arde en que m e vieron m ás anim ado, m e
invit aron al Crist óbal Colón, con la esperanza de que una m uj er com placient e m e
hiciera recuperar el buen hum or. Ninguno de los t res t eníam os edad para esas
avent uras, pero nos t om am os un par de copas y part im os.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Había est ado en el Crist óbal Colón hacía algunos años, pero casi lo había olvidado.
En los últ im os t iem pos, el hot el había adquirido prest igio t uríst ico y los provincianos
viaj aban a la capit al nada m ás que para visit arlo y después cont arlo a sus am igos.
Llegam os al ant icuado caserón, que por fuera se m ant enía igual desde hacía
m uchísim os años. Nos recibió un port ero que nos conduj o al salón principal, donde
recordaba haber est ado ant es, en la época de la m at rona francesa o, m ej or dicho, con
acent o francés. Una m uchachit a, vest ida com o una escolar, nos ofreció un vaso de vino
a cuent a de la casa. Uno de m is am igos t rat ó de t om arla por la cint ura, pero ella le
advirt ió que pert enecía al personal de servicio y que debíam os esperar a las
profesionales: Mom ent os después se abrió una cort ina y apareció una visión de las
ant iguas cort es árabes: un negro enorm e, t an negro que parecía azul, con los
m úsculos aceit ados, cubiert o con unas bom bachas de seda color zanahoria, un chaleco
sin m angas, t urbant e de lam é m orado, babuchas de t urco y un anillo de oro
at ravesado en la nariz. Al sonreír, vim os que t enía t odos los dient es de plom o. Se
present ó com o Must afá y nos pasó un álbum de ret rat os, para que eligiéram os la
m ercancía. Por prim era vez en m ucho t iem po reí de buena gana, porque la idea de un
cat álogo de prost it ut as m e pareció m uy divert ida. Hoj eam os el álbum , donde había
m uj eres gordas, delgadas, de pelo largo, de pelo cort o, vest idas com o ninfas, com o
am azonas, com o novicias, com o cort esanas, sin que fuera posible para m í escoger
una, porque t odas t enían la expresión pisot eada de las flores de banquet e. Las últ im as
t res páginas del álbum est aban dest inadas a m uchachos con t únicas griegas,
coronados de laureles, j ugando ent re falsas ruinas helénicas, con sus nalgas
regordet as y sus párpados pest añudos, repugnant es. Yo no había vist o de cerca a
ningún m arica confeso, except o Carm elo el que se vest ía de j aponesa en el Farolit o
Roj o, por eso m e sorprendió que uno de m is am igos, padre de fam ilia y corredor de la
Bolsa de Com ercio, eligiera a uno de esos adolescent es culones de los ret rat os. El
m uchacho surgió com o por art e de m agia det rás de las cort inas y se llevó a m i am igo
de la m ano, ent re risit as y cont oneos fem eninos. Mi ot ro am igo prefirió a una
gordísim a odalisca, con quien dudo que haya podido realizar ninguna proeza, debido a
su edad avanzada y su frágil esquelet o, pero, en t odo caso, salió con ella, t am bién
t ragados por la cort ina.
- Veo que al señor le cuest a decidirse - dij o Must afá cordialm ent e- . Perm ít am e
ofrecerle lo m ej or de la casa. Le voy a present ar a Afrodit a.
Y ent ró Afrodit a al salón, con t res pisos de crespos en la cabeza, m al cubiert a por
unos t ules drapeados y chorreando uvas art ificiales desde el hom bro hast a las rodillas.
Era Tránsit o Sot o, quien había adquirido un definit ivo aspect o m it ológico, a pesar de
las uvas chabacanas y los t ules de circo.
- Me alegro de verlo, pat rón - saludó.
Me llevó a t ravés de la cort ina y desem bocam os en un breve pat io int erior, el
corazón de aquella laberínt ica const rucción. El Crist óbal Colón est aba form ado por dos
o t res casas ant iguas, unidas est rat égicam ent e por pat ios t raseros, corredores y
puent es hechos con t al fin. Tránsit o Sot o m e conduj o a una habit ación anodina, pero
lim pia, cuya única ext ravagancia eran unos frescos erót icos m al copiados de los de
Pom peya, que un pint or m ediocre había reproducido en las paredes, y una bañera
grande, ant igua, algo oxidada, con agua corrient e. Silbé adm irat ivam ent e.
- Hicim os algunos cam bios en el decorado - dij o ella.
Tránsit o se quit ó las uvas y los t ules, y volvió a ser la m uj er que yo recordaba, sólo
que m ás apet ecible y m enos vulnerable, pero con la m ism a expresión am biciosa de los
oj os que m e caut ivara cuando la conocí. Me cont ó de la cooperat iva de prost it ut as y
m aricones, que había result ado form idable. Ent re t odos levant aron al Crist óbal Colón
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

de la ruina en que lo dej ó la falsa m adam a francesa de ant año, y t rabaj aron para
convert irlo en un acont ecim ient o social y un m onum ent o hist órico, que andaba en boca
de m arineros por los m ás rem ot os m ares. Los disfraces eran la m ayor cont ribución al
éxit o, porque rem ovían la fant asía erót ica de los client es, así com o el cat álogo de
put as, que habían podido reproducir y dist ribuir por algunas provincias, para despert ar
en los hom bres el deseo de llegar a conocer algún día el fam oso burdel.
- Es una lat a andar con est os t rapos y est as uvas de m ent ira, pat rón, pero a los
hom bres les gust a. Se van cont ando y eso at rae a ot ros. Nos va m uy bien, es un buen
negocio y nadie aquí se sient e explot ado. Todos som os socios. Ést a es la única casa de
put as del país que t iene su propio negro aut ént ico. Ot ros que ust ed ve por ahí son
pint ados, en cam bio a Must afá, aunque lo frot e con lij a, negro se queda. Y est o est á
lim pio. Aquí se puede t om ar agua en el excusado, porque echam os lej ía hast a por
donde ust ed no se im agina y t odas est am os cont roladas por Sanidad. No hay
venéreas.
Tránsit o se quit ó el últ im o velo y su m agnífica desnudez m e apabulló t ant o, que de
pront o sent í un m ort al cansancio. Tenía el corazón agobiado por la t rist eza y el sexo
fláccido com o una flor m ust ia y sin dest ino ent re las piernas.
- ¡Ay, Tránsit o! Creo que ya est oy m uy viej o para est o - balbuceé.
Pero Tránsit o Sot o com enzó a ondular la serpient e t at uada alrededor de su om bligo,
hipnot izándom e con el suave cont orneo de su vient re, m ient ras m e arrullaba con su
voz de páj aro ronco, hablando de los beneficios de la cooperat iva y las vent aj as del
cat álogo. Tuve que reírm e, a pesar de t odo, y poco a poco sent í que m i propia risa era
com o un bálsam o. Con el dedo t rat é de seguir el cont orno de la serpient e, pero se m e
deslizó zigzagueando. Me m aravillé de que esa m uj er, que no est aba en su prim era ni
en su segunda j uvent ud, t uviera la piel t an firm e y los m úsculos t an duros, capaces de
m over a aquel rept il com o si t uviera vida propia. Me incliné a besar el t at uaj e y
com probé, sat isfecho, que no est aba perfum ada. El olor cálido y seguro de su vient re
m e ent ró por las narices y m e invadió por com plet o, alert ando en m i sangre un hervor
que creía enfriado. Sin dej ar de hablar, Tránsit o abrió las piernas, separando las
suaves colum nas de sus m uslos, en un gest o casual, com o si acom odara la post ura.
Com encé a recorrerla con los labios, aspirando, hurgando, lam iendo, hast a que olvidé
el lut o y el peso de los años y el deseo m e volvió con la fuerza de ot ros t iem pos y sin
dej ar de acariciarla y besarla fui quit ándole la ropa a t irones, con desesperación,
com probando feliz la firm eza de m i m asculinidad, al t iem po que m e hundía en el
anim al t ibio y m isericordioso que se m e ofrecía, arrullado por la voz de páj aro ronco,
enlazado por los brazos de la diosa, zarandeado por la fuerza de esas caderas, hast a
perder la noción de las cosas y est allar en gozo.
Después nos rem oj am os los dos en la bañera con agua t ibia, hast a que m e volvió el
alm a al cuerpo y m e sent í casi curado. Por un inst ant e j uguet eé con la fant asía de que
Tránsit o era la m uj er que siem pre había necesit ado y que a su lado podría volver a la
época en que era capaz de levant ar en vilo a una robust a cam pesina, subirla al anca
de m i caballo y llevarla a los m at orrales cont ra su volunt ad.
- Clara: .. - m urm uré sin pensar, y ent onces sent í que caía una lágrim a por m i m ej illa
y luego ot ra y ot ra m ás, hast a que fue un t orrent e de llant o, un t um ult o de sollozos,
un sofoco de nost algias y de t rist ezas, que Tránsit o Sot o reconoció sin dificult ad,
porque t enía una larga experiencia con las penas de los hom bres. Me dej ó llorar t odas
las m iserias y las soledades de los últ im os años y después m e sacó de la bañera con
cuidados de m adre, m e secó, m e hizo m asaj es hast a dej arm e blando com o un pan
rem oj ado y m e t apó cuando cerré los oj os en la cam a. Me besó en la frent e y salió de
punt illas.
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- ¿Quién será Clara? - la oí m urm urar al salir.

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El despertar
Capítulo XI

Alrededor de los dieciocho años Alba abandonó definit ivam ent e la infancia. En el
m om ent o preciso en que se sint ió m uj er, fue a encerrarse a su ant iguo cuart o, donde
t odavía est aba el m ural que había com enzado m uchos años at rás. Buscó en los viej os
t arros de pint ura hast a que encont ró un poco de roj o y de blanco que t odavía est aban
frescos, los m ezcló con cuidado y luego pint ó un gran corazón rosado en el últ im o
espacio libre de las paredes. Est aba enam orada. Después t iró a la basura los t arros y
los pinceles y se sent ó un largo rat o a cont em plar los dibuj os, para revisar la hist oria
de sus penas y alegrías. Sacó la cuent a que había sido feliz y con un suspiro se
despidió de la niñez.
Ese año cam biaron m uchas cosas en su vida. Term inó el colegio y decidió est udiar
filosofía, para darse el gust o, y m úsica, para llevar la cont ra a su abuelo, que
consideraba el art e com o una form a de perder el t iem po y predicaba incansablem ent e
las vent aj as de las profesiones liberales o cient íficas. Tam bién la prevenía cont ra el
am or y el m at rim onio, con la m ism a m aj adería con que insist ía para que Jaim e se
buscara una novia decent e y se casara, porque se est aba quedando solt erón. Decía
que para los hom bres es bueno t ener una esposa, pero, en cam bio, las m uj eres com o
Alba siem pre salían perdiendo con el m at rim onio. Las prédicas de su abuelo se
volat ilizaron cuando Alba vio por prim era vez a Miguel, en una m em orable t arde de
llovizna y frío en la cafet ería de la universidad.
Miguel era un est udiant e pálido, de oj os afiebrados, pant alones dest eñidos y bot as
de m inero, en el últ im o año de Derecho. Era dirigent e izquierdist a. Est aba inflam ado
por la m ás incont rolable pasión: buscar la j ust icia. Eso no le im pidió darse cuent a de
que Alba lo observaba. Levant ó la vist a y sus oj os se encont raron. Se m iraron
deslum brados y desde ese inst ant e buscaron t odas las ocasiones para j unt arse en las
alam edas del parque, por donde paseaban cargados de libros o arrast rando el pesado
violoncelo de Alba. Desde el prim er encuent ro ella not ó que él llevaba una pequeña
insignia en la m anga: una m ano alzada con el puño cerrado. Decidió no decirle que era
niet a de Est eban Trueba y, por prim era vez en su vida, usó el apellido que t enía en su
cédula de ident idad: Sat igny. Pront o se dio cuent a que era m ej or no decírselo t am poco
al rest o de sus com pañeros. En cam bio, pudo j act arse de ser am iga de Pedro Tercero
García, que era m uy popular ent re los est udiant es, y del Poet a, en cuyas rodillas se
sent aba cuando niña y que para ent onces era conocido en t odos los idiom as y sus
versos andaban en boca de los j óvenes y en el graffit i de los m uros.
Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sist em a había que
oponer la violencia de la revolución. Alba, sin em bargo, no t enía ningún int erés en la
polít ica y sólo quería hablar de am or. Est aba hart a de oír los discursos de su abuelo, de
asist ir a sus peleas con su t ío Jaim e, de vivir las cam pañas elect orales. La única
part icipación polít ica de su vida había sido salir con ot ros escolares a t irar piedras a la
Em baj ada de los Est ados Unidos sin t ener m ot ivos m uy claros para ello, debido a lo
cual la suspendieron del colegio por una sem ana y a su abuelo casi le da ot ro infart o.
Pero en la universidad la polít ica era ineludible. Com o t odos los j óvenes que ent raron
ese año, descubrió el at ract ivo de las noches insom nes en un café, hablando de los
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cam bios que necesit aba el m undo y cont agiándose unos a ot ros con la pasión de las
ideas. Volvía a su casa t arde en la noche, con la boca am arga y la ropa im pregnada de
olor a t abaco rancio, con la cabeza calient e de heroísm os, segura de que, llegado el
m om ent o, podría dar su vida por una causa j ust a. Por am or a Miguel, y no por
convicción ideológica, Alba se at rincheró en la universidad j unt o a los est udiant es que
se t om aron el edificio en apoyo a una huelga de t rabaj adores. Fueron días de
cam pam ent o, de discursos inflam ados, de grit ar insult os a la policía desde las vent anas
hast a quedar afónicos. Hicieron barricadas con sacos de t ierra y adoquines que
desprendieron del pat io principal, t apiaron las puert as y vent anas con la int ención de
t ransform ar el edificio en una fort aleza y el result ado fue una m azm orra de la cual era
m ucho m ás difícil para los est udiant es salir, que para la policía ent rar. Fue la prim era
vez que Alba pasó la noche fuera de su casa, acunada en los brazos de Miguel, ent re
m ont ones de periódicos y bot ellas vacías de cerveza, en la cálida prom iscuidad de los
com pañeros, t odos j óvenes, sudados, con los oj os enroj ecidos por el sueño at rasado y
el hum o, un poco ham brient os y sin nada de m iedo, porque aquello. se parecía m ás a
un j uego que a una guerra. El prim er día lo pasaron t an ocupados haciendo barricadas
y m ovilizando sus cándidas defensas, pint ando pancart as y hablando por t eléfono, que
no t uvieron t iem po para preocuparse cuando la policía les cort ó el agua y la
elect ricidad.
Desde el prim er m om ent o, Miguel se convirt ió en el alm a de la t om a, secundado por
el profesor Sebast ián Góm ez, quien a pesar de sus piernas baldadas, los acom pañó
hast a el final. Esa noche cant aron para darse ánim os y cuando se cansaron de las
arengas, las discusiones y los cant os, se acom odaron en grupos para pasar la noche lo
m ej or posible. El últ im o en descansar fue Miguel, que parecía ser el único que sabía
cóm o act uar. Se hizo cargo de la dist ribución del agua, j unt ando en recipient es hast a
la que había alm acenada en los est anques de los excusados, im provisó una cocina y
produj o, nadie sabe de dónde, café inst ant áneo, gallet as y unas lat as de cerveza. Al
día siguient e, el hedor de los baños sin agua era t errible, pero Miguel organizó la
lim pieza y ordenó que no se ocuparan: había que hacer sus necesidades en el pat io, en
un hoyo cavado j unt o a la est at ua de piedra del fundador de la universidad. Miguel
dividió a los m uchachos en cuadrillas y los m ant uvo t odo el día ocupados, con t ant a
habilidad, que no se not aba su aut oridad. Las decisiones parecían surgir
espont áneam ent e de los grupos.
- ¡Parece que fuéram os a quedarnos por varios m eses! - com ent ó Alba, encant ada
con la idea de est ar sit iados.
En la calle, rodeando el ant iguo edificio, se colocaron est rat égicam ent e los carros
blindados de la policía. Com enzó una t ensa espera que iba a prolongarse por varios
días.
- Se plegarán los est udiant es de t odo el país, los sindicat os, los colegios
profesionales. Tal vez caiga el gobierno - opinó Sebast ián Góm ez.
- No lo creo - replicó Miguel- . Pero lo que im port a es est ablecer la prot est a y no dej ar
el edificio hast a que se firm e el pliego de pet iciones de los t rabaj adores.
Com enzó a llover suavem ent e y m uy t em prano se hizo de noche dent ro del edificio
sin luz. Encendieron algunas im provisadas lám paras con gasolina y una m echa
hum eant e en t arros. Alba pensó que t am bién habían cort ado el t eléfono, pero
com probó que la línea funcionaba. Miguel explicó que la policía t enía int erés en saber
lo que ellos hablaban y los previno respect o a las conversaciones. De t odos m odos,
Alba llam ó a su casa para avisar que se quedaría j unt o a sus com pañeros hast a la
vict oria final o la m uert e, lo cual le sonó falso una vez que lo hubo dicho. Su abuelo
arrebat ó el aparat o de la m ano de Blanca y con la ent onación iracunda que su niet a
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Isabel Allende

conocía m uy bien, le dij o que t enía una hora para llegar a la casa con una explicación
razonable por haber pasado t oda la noche afuera. Alba le replicó que no podía salir y
aunque pudiera, t am poco pensaba hacerlo.
- ¡No t ienes nada que hacer allá con esos com unist as! - grit ó Est eban Trueba. Pero en
seguida dulcificó la voz y le rogó que saliera ant es que ent rara la policía, porque él
est aba en posición de saber que el gobierno no iba a t olerarlos indefinidam ent e- . Si no
salen por las buenas, se va a m et er el Grupo Móvil y los sacarán a palos - concluyó el
senador.
Alba m iró por una rendij a de la vent ana, t apiada con t ablas y sacos de t ierra, y vio
las t anquet as alineadas en la calle y una doble fila de hom bres en pie de guerra, con
cascos, palos y m áscaras. Com prendió que su abuelo no exageraba. Los dem ás
t am bién los habían vist o y algunos t em blaban. Alguien m encionó que había unas
nuevas bom bas, peores que las lacrim ógenas, que provocaban una incont rolable
cagant ina, capaz de disuadir al m ás valient e con la pest ilencia y el ridículo. A Alba la
idea le pareció at erradora. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Sent ía
punzadas en el vient re y supuso que eran de m iedo. Miguel la abrazó, pero eso no le
sirvió de consuelo. Los dos est aban cansados y em pezaban a sent ir la m ala noche en
los huesos y en el alm a,
- No creo que se at revan a ent rar - dij o Sebast ián Góm ez- . El gobierno ya t iene
bast ant es problem as. No va a m et erse con nosot ros.
- No sería la prim era vez que carga cont ra los est udiant es - observó alguien.
- La opinión pública no lo perm it irá - replicó Góm ez- . Ést a es una dem ocracia. No es
una dict adura y nunca lo será.
- Uno siem pre piensa que esas cosas pasan en ot ra part e - dij o Miguel- . Hast a que
t am bién nos pase a nosot ros.
El rest o de la t arde t ranscurrió sin incident es y en la noche t odos est aban m ás
t ranquilos, a pesar de la prolongada incom odidad y del ham bre. Las t anquet as seguían
fij as en sus puest os. En los largos pasillos y las aulas los j óvenes j ugaban al gat o o a
los naipes, descansaban t irados por el suelo y preparaban arm as defensivas con palos
y piedras. La fat iga se not aba en t odos los rost ros. Alba sent ía cada vez m ás fuert es
los ret ort ij ones en el vient re y pensó que si las cosas no se resolvían al día siguient e,
no t endría m ás rem edio que ut ilizar el hoyo en el pat io. En la calle seguía lloviendo y la
rut ina de la ciudad cont inuaba im pert urbable. A nadie parecía im port ar ot ra huelga de
est udiant es y la gent e pasaba delant e de las t anquet as sin det enerse a leer las
pancart as que colgaban de la fachada de la universidad. Los vecinos se acost um braron
rápidam ent e a la presencia de los carabineros arm ados y cuando cesó la lluvia salieron
los niños a j ugar a la pelot a en el est acionam ient o vacío que separaba el edificio de los
dest acam ent os policiales. Por m om ent os, Alba t enía la sensación de est ar en un barco
a vela en un m ar inm ut able, sin una brisa, en una et erna y silenciosa espera, inm óvil,
ot eando el horizont e durant e horas. La alegre cam aradería del prim er día se
t ransform ó en irrit ación y const ant es discusiones a m edida que t ranscurrió el t iem po y
aum ent ó la incom odidad. Miguel regist ró t odo el edificio y confiscó los víveres de la
cafet ería.
- Cuando est o t erm ine, se los pagarem os al concesionario. Es un t rabaj ador com o
cualquier ot ro - dij o.
Hacia frío. El único que no se quej aba de nada, ni siquiera de la sed, era Sebast ián
Góm ez. Parecía t an incansable com o Miguel, a pesar de que lo doblaba en edad y t enía
aspect o de t uberculoso. Era el único profesor que quedó con los est udiant es cuando
t om aron el edificio. Decían que sus piernas baldadas eran la consecuencia de una
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La casa de l os espí r i tus
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ráfaga de m et ralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alum nos la llam a
que la m ayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al
m undo que en su prim era j uvent ud creyeron poder cam biar. Era un hom bre pequeño,
enj ut o, de nariz aguileña y pelo ralo, anim ado por un fuego int erior que no le daba
t regua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el prim er día su abuelo t uvo
la m ala idea de m andarla a clases en el aut om óvil con chofer y el profesor la divisó. El
apodo era un aciert o casual, porque Góm ez no podía saber que, en el caso im probable
de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desent errar el t ít ulo de nobleza de Jean de
Sat igny que era una de las pocas cosas aut ént icas que t enía el conde francés que le
dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenom bre burlón, por el cont rario,
algunas veces había fant aseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero
Sebast ián Góm ez había vist o a m uchas niñas com o Alba y sabía dist inguir esa m ezcla
de com pasión y curiosidad que provocaban sus m ulet as sost eniendo sus pobres
piernas de t rapo.
Así pasó t odo el día, sin que el Grupo Móvil m oviera sus t anquet as y sin que el
gobierno cediera ant e las dem andas de los t rabaj adores. Alba em pezó a pregunt arse
qué diablos est aba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vient re se est aba
haciendo insoport able y la necesidad de lavarse en un baño con agua corrient e
em pezaba a obsesionarla. Cada vez que m iraba hacia la calle y veía a los carabineros
se le llenaba la boca de saliva. Para ent onces ya se había dado cuent a que los
ent renam ient os de su t ío Nicolás no eran t an efect ivos en el m om ent o de la acción
com o en la ficción de los sufrim ient os im aginarios. Dos horas después Alba sint ió ent re
las piernas una viscosidad t ibia y vio sus pant alones m anchados de roj o. La invadió
t ina sensación de pánico. Durant e esos días el t em or de que eso ocurriera la at orm ent ó
casi t ant o com o el ham bre. La m ancha en sus pant alones era com o una bandera. No
int ent ó disim ularla. Se encogió en un rincón sint iéndose perdida. Cuando era pequeña,
su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función hum ana son nat urales
y podía hablar de la m enst ruación com o de la poesía, pero m ás t arde, en el colegio, se
ent eró que t odas las secreciones del cuerpo, m enos las lágrim as, son indecent es.
Miguel se dio cuent a de su bochorno y su angust ia, salió a buscar a la im provisada
enferm ería un paquet e de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rat o se
dieron cuent a que no era suficient e y al anochecer Alba lloraba de hum illación y de
dolor, asust ada por las t enazas en sus ent rañas y por ese gorgorit eo sangrient o que no
se parecía en nada a lo de ot ros m eses. Creía que algo se le est aba revent ando dent ro.
Ana Díaz, una est udiant e que, com o Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la
observación de que eso sólo duele a las m uj eres ricas, porque las prolet arias no se
quej an ni cuando est án pariendo, pero al ver que los pant alones de Alba eran un
charco y que est aba pálida com o un m oribundo, fue a hablar con Sebast ián Góm ez.
Ést e se declaró incapaz de resolver el problem a.
- Est o pasa por m et er a las m uj eres en cosas de hom bres - brom eó.
- ¡No! ¡Est o pasa por m et er a los burgueses en las cosas del pueblo! - replicó la j oven
indignada.
Sebast ián Góm ez fue hast a el rincón donde Miguel había acom odado a Alba y se
deslizó a su lado con dificult ad, debido a las m ulet as.
- Condesa, t ienes que irt e a t u casa. Aquí no cont ribuyes en nada, al cont rario, eres
una m olest ia - le dij o.
Alba sint ió una oleada de alivio. Est aba dem asiado asust ada y ésa era una honrosa
salida que le perm it iría volver a su casa sin que pareciera cobardía. Discut ió un poco
con Sebast ián Góm ez para salvar la cara, pero acept ó casi enseguida que Miguel
saliera con una bandera blanca a parlam ent ar con los carabineros. Todos lo observaron
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desde las m irillas m ient ras cruzaba el est acionam ient o vacío. Los carabineros habían
est rechado filas y le ordenaron, con un alt oparlant e, det enerse, deposit ar la bandera
en el suelo y avanzar con las m anos en la nuca.
- ¡Est o parece una guerra! - com ent ó Góm ez.
Poco después regresó Miguel y ayudó a Alba a ponerse en pie. La m ism a j oven que
ant es había crit icado los quej idos de Alba, la t om ó de un brazo y los t res salieron del
edificio sort eando las barricadas y los sacos de t ierra, ilum inados por los pot ent es
reflect ores de la policía. Alba apenas podía cam inar, se sent ía avergonzada y le daba
vuelt as la cabeza. Una pat rulla les salió al paso a m edio cam ino y Alba se encont ró a
pocos cent ím et ros de un uniform e verde y vio una pist ola que la apunt aba a la alt ura
de la nariz. Levant ó la vist a y enfrent ó un rost ro m oreno con oj os de roedor. Supo al
punt o quién era: Est eban García.
- ¡Veo que es la niet a del senador Trueba! - exclam ó García con ironía.
Así se ent eró Miguel de que ella no le había dicho t oda la verdad. Sint iéndose
t raicionado, la deposit ó en las m anos del ot ro, dio m edia vuelt a y regresó arrast rando
su bandera blanca por el suelo, sin darle ni una m irada de despedida, acom pañado por
Ana Díaz, que iba t an sorprendida y furiosa com o él.
- ¿Qué t e pasa? - pregunt ó García señalando con su pist ola los pant alones de Alba- .
¡Parece un abort o!
Alba enderezó la cabeza y lo m iró a los oj os.
- Eso no le im port a. ¡Llévem e a m i casa! - ordenó copiando el t ono aut orit ario que
em pleaba su abuelo con t odos los que no consideraba de su m ism a clase social.
García vaciló. Hacía m ucho t iem po que no oía una orden en boca de un civil y t uvo
la t ent ación de llevarla al ret én y dej arla pudriéndose en una celda, bañada en su
propia sangre, hast a que le rogara de rodillas, pero en su profesión había aprendido la
lección de que había ot ros m ucho m ás poderosos que él y que no podía darse el luj o
de act uar con im punidad. Adem ás, el recuerdo de Alba con sus vest idos alm idonados
t om ando lim onada en la t erraza de Las Tres Marías, m ient ras él arrast raba los pies
desnudos en el pat io de las gallinas y se sorbía los m ocos, y el t em or que t odavía le
t enía al viej o Trueba, fueron m ás fuert es que su deseo de hum illarla. No pudo sost ener
la m irada de la m uchacha y agachó im percept iblem ent e la cabeza. Dio m edia vuelt a,
ladró una breve frase y dos carabineros llevaron a Alba de los brazos hast a un carro de
la policía. Así llegó a su casa. Al verla, Blanca pensó que se habían cum plido los
pronóst icos del abuelo y la policía había arrem et ido a palos cont ra los est udiant es.
Em pezó a chillar y no paró hast a que Jaim e exam inó a Alba y le aseguró que no est aba
herida y que no t enía nada que no se pudiera curar con un par de inyecciones y
reposo.
Alba pasó dos días en la cam a, durant e los cuales se disolvió pacíficam ent e la
huelga de los est udiant es. El m inist ro de Educación fue relevado de su puest o y lo
t rasladaron al Minist erio de Agricult ura.
- Si pudo ser m inist ro de Educación sin haber t erm inado la escuela, igual puede ser
m inist ro de Agricult ura sin haber vist o en su vida una vaca ent era - com ent ó el senador
Trueba.
Mient ras est uvo en la cam a, Alba t uvo t iem po para repasar las circunst ancias en que
había conocido a Est eban García. Buscando m uy at rás en las im ágenes de la infancia,
recordó a un j oven m oreno, la bibliot eca de la casa, la chim enea encendida con
grandes leños de espino perfum ando el aire, la t arde o la noche, y ella sent ada sobre
sus rodillas. Pero esa visión ent raba y salía fugazm ent e de su m em oria y llegó a dudar

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de haberla soñado. El prim er recuerdo preciso que t enía de él era post erior. Sabía la
fecha exact a porque fue el día que cum plió cat orce años y su m adre lo anot ó en el
álbum negro que inició su abuela cuando ella nació. Para la ocasión se había
encrespado el pelo y est aba en la t erraza, con el abrigo puest o, esperando que llegara
su t ío Jaim e para llevarla a com prar su regalo. Hacía m ucho frío, pero a ella le gust aba
el j ardín en invierno. Se sopló las m anos y se subió el cuello del abrigo para prot egerse
las orej as. Desde allí podía ver la vent ana de la bibliot eca, donde su abuelo hablaba
con un hom bre. El vidrio est aba em pañado, pero pudo reconocer el uniform e de los
carabineros y se pregunt ó qué podía est ar haciendo si¡ abuelo con uno de ellos en su
despacho. El hom bre daba la espalda a la vent ana y est aba sent ado rígidam ent e en la
punt a de una silla, con la espalda t iesa y un aire pat ét ico de soldadit o de plom o. Alba
est uvo m irándolos un rat o, hast a que calculó que su t ío est aba por llegar, ent onces
cam inó por el j ardín hast a una gloriet a sem idest ruida, golpeándose las m anos para
ent rar y se sent ó a esperar. Poco después, la encont ró allí m ism o Est eban García,
cuando salió de la casa y t uvo que cruzar el j ardín para dirigirse a la rej a. Al verla se
det uvo bruscam ent e. Miró hacia t odos lados, vaciló y luego se acercó.
- ¿Te acuerdas de m í? - pregunt ó García.
- No... - dudó ella.
- Soy Est eban García. Nos conocim os en Las Tres Marías.
Alba sonrió m ecánicam ent e. Le t raía un m al recuerdo a la m em oria. Había algo en
sus oj os que le producía inquiet ud, pero no pudo precisarlo. García barrió con la m ano
las hoj as y se sent ó a su lado en la gloriet a, t an cerca, que sus piernas se t ocaban.
- Est e j ardín parece una selva - dij o, respirándole m uy cerca. Se quit ó la gorra del
uniform e y ella vio que t enía el pelo m uy cort o y t ieso, peinado con gom ina. De pront o,
la m ano de García se posó sobre su hom bro. La fam iliaridad del gest o desconcert ó a la
m uchacha, que por un m om ent o se quedó paralizada, pero en seguida se echó hacia
at rás, t rat ando de zafarse. La m ano del carabinero le apret ó el hom bro, ent errándole
los dedos a t ravés de la gruesa t ela de su abrigo. Alba sint ió que el corazón le lat ía
com o una m áquina y el rubor le cubrió las m ej illas.
- Has crecido, .Alba, pareces casi una m uj er - susurró el hom bre en su orej a.
- Tengo cat orce años, hoy los cum plo - balbuceó ella.
- Ent onces t engo un regalo para t i - dij o Est eban García sonriendo con la boca
t orcida.
Alba t rat ó de quit ar la cara, pero él la suj et ó firm em ent e con las dos m anos,
obligándola a enfrent arlo. Fue su prim er beso. Sint ió una sensación calient e, brut al, la
piel áspera y m al afeit ada le raspó la cara, sint ió su olor a t abaco rancio y cebolla, su
violencia. La lengua de García t rat ó de abrirle los labios m ient ras con una m ano le
apret aba las m ej illas hast a obligarla a despegar las m andíbulas. Ella visualizó esa
lengua com o un m olusco baboso y t ibio, la invadió la náusea y le subió una arcada del
est óm ago, pero m ant uvo los oj os abiert os. Vio la dura t ela del uniform e y sint ió las
m anos feroces que le rodearon el cuello y, sin dej ar de besarla, sus dedos com enzaron
a apret ar. Alba creyó que se ahogaba y lo em puj ó con t al violencia que consiguió
apart arlo. García se separó del banco y sonrió con burla. Tenía m anchas roj as en las
m ej illas y respiraba agit adam ent e.
- ¿Te gust ó m i regalo? - se rió.
Alba lo vio alej arse a grandes t rancos por el j ardín y se sent ó a llorar. Se sent ía
sucia y hum illada. Después corrió a la casa a lavarse la boca con j abón y cepillarse los
dient es com o si eso pudiera quit ar la m ancha de su m em oria. Cuando llegó su t ío

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Jaim e a buscarla, se colgó de su cuello, hundió la cara en su cam isa y le dij o que no
quería ningún regalo, porque había decidido m et erse a m onj a. Jaim e se echó a reír con
una risa sonora y honda que le nacía de las ent rañas y que ella sólo le había oído en
m uy pocas ocasiones, porque su t ío era un hom bre t acit urno.
- ¡Te j uro que es verdad! ¡Voy a m et erm e a m onj a! - sollozó Alba.
- Tendrías que nacer de nuevo - replicó Jaim e- . Y adem ás t endrías que pasar por
encim a de m i cadáver.
Alba no volvió a vera Est eban García hast a que lo t uvo a su lado en el
est acionam ient o de la universidad, pero nunca pudo olvidarlo. No cont ó a nadie de
aquel beso repugnant e ni de los sueños que t uvo después, en los que él aparecía com o
una best ia verde dispuest a a est rangularla con sus pat as y asfixiarla int roduciéndole un
t ent áculo baboso en la boca.
Recordando t odo eso, Alba descubrió que la pesadilla había est ado agazapada en su
int erior t odos esos años y que García seguía siendo la best ia que la acechaba en las
som bras, para salt arle encim a en cualquier recodo de la vida. No podía saber que eso
era una prem onición.

A Miguel se le esfum ó la decepción y la rabia de que Alba fuera niet a del senador
Trueba, la segunda vez que la vio deam bular com o alm a perdida por los pasillos
cercanos a la cafet ería donde se habían conocido. Decidió que era inj ust o culpar a la
niet a por las ideas del abuelo y volvieron a pasear abrazados. Al poco t iem po los besos
int erm inables se hicieron insuficient es y com enzaron a cit arse en la pieza donde vivía
Miguel. Era una pensión m ediocre para est udiant es pobres, regent ada por una parej a
de edad m adura con vocación para el espionaj e. Observaban a Alba con indisim ulada
host ilidad cuando subía de la m ano con Miguel a su habit ación y para ella era un
suplicio vencer su t im idez y enfrent ar la crít ica de esas m iradas que le arruinaban la
dicha del encuent ro. Para evit arlos prefería ot ras alt ernat ivas, pero t am poco acept aba
la idea de ir j unt os a un hot el, por la m ism a razón que no quería ser vist a en la
pensión de Miguel.
- ¡Eres la peor burguesa que conozco! - se reía Miguel.
A veces él conseguía una m ot o prest ada y se escapaban unas horas, viaj ando a una
velocidad suicida, acaballados en la m áquina, con las orej as heladas y el corazón
ansioso. Les gust aba ir en invierno a las playas solit arias, andar sobre la arena m oj ada
dej ando sus huellas que el agua lam ía, espant ar a las gaviot as y respirar a bocanadas
el aire del m ar. En verano preferían los bosques m ás t upidos, donde podían ret ozar
im punem ent e una vez que eludían a los niños exploradores y a los excursionist as.
Pront o Alba descubrió que el lugar m ás seguro era su propia casa, porque en el
laberint o y el abandono de los cuart os t raseros, donde nadie ent raba, podían am arse
sin pert urbaciones.
- Si las em pleadas oyen ruidos, creerán que han vuelt o los fant asm as - dij o Alba y le
cont ó del glorioso pasado de espírit us visit ant es y m esas voladoras de la gran casa de
la esquina.
La prim era vez que lo conduj o a t ravés de la puert a post erior del j ardín, abriéndose
paso en la m araña y sort eando las est at uas m anchadas de m usgo y cagadas de
páj aro, el j oven t uvo un sobresalt o al ver la t rist e casona. «Yo he est ado aquí ant es»,
m urm uró, pero no pudo recordar, porque esa selva de pesadilla y esa lúgubre m ansión
apenas guardaban sem ej anza con la lum inosa im agen que había at esorado en la
m em oria desde su infancia.

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Los enam orados probaron uno por uno los cuart os abandonados y t erm inaron
im provisando un nido para sus am ores furt ivos en las profundidades del sót ano. Hacía
varios años que Alba no ent raba allí y llegó a olvidar su exist encia, pero en el m om ent o
en que abrió la puert a y respiró el inconfundible olor, volvió a sent ir la m ágica
at racción de ant es. Usaron los t rast os, los caj ones, la edición del libro del t ío Nicolás,
los m uebles y los cort inaj es de ot ros t iem pos para acom odar una sorprendent e cám ara
nupcial. Al cent ro im provisaron una cam a con varios colchones, que cubrieron con
unos pedazos de t erciopelo apolillado. De los baúles ext raj eron incont ables t esoros.
Hicieron sábanas con viej as cort inas de dam asco color t opacio, descosieron el sunt uoso
vest ido de encaj e de Chant illy que usó Clara el día en que m urió Barrabás , para hacer
un m osquit ero color del t iem po, que los preservara de las arañas que se descolgaban
bordando desde el t echo. Se alum braban con velas y hacían caso om iso de los
pequeños roedores, del frío y de ese t ufillo de ult rat um ba. En el crepúsculo et erno del
sót ano, andaban desnudos, desafiando a la hum edad y a las corrient es de aire. Bebían
vino blanco en copas de crist al que Alba sust raj o del com edor y hacían un m inucioso
invent ario de sus cuerpos y de las m últ iples posibilidades del placer. Jugaban com o
niños. A ella le cost aba reconocer en ese j oven enam orado y dulce que reía y ret ozaba
en una inacabable bacanal, al revolucionario ávido de j ust icia que aprendía, en secret o,
el uso de las arm as de fuego y las est rat egias revolucionarias. Alba invent aba
irresist ibles t rucos de seducción y Miguel creaba nuevas y m aravillosas form as de
am arla. Est aban deslum brados por la fuerza de su pasión, que era com o un em bruj o
de sed insaciable. No alcanzaban las horas ni las palabras para decirse los m ás ínt im os
pensam ient os y los m ás rem ot os recuerdos, en un am bicioso int ent o de poseerse
m ut uam ent e hast a la últ im a est ancia. Alba descuidó el violoncelo, except o para t ocarlo
desnuda sobre el lecho de t opacio, y asist ía a sus clases en la universidad con un aire
alucinado. Miguel t am bién post ergó su t esis y sus reuniones polít icas, porque
necesit aban est ar j unt os a t oda hora y aprovechaban la m enor dist racción de los
habit ant es de la casa para deslizarse hacia el sót ano. Alba aprendió a m ent ir y
disim ular. Pret ext ando la necesidad de est udiar de noche, dej ó el cuart o que com part ía
con su m adre desde la m uert e de su abuela y se inst aló en una habit ación del prim er
piso que daba al j ardín, para poder abrir la vent ana a Miguel y llevarlo en puntillas a
t ravés de la casa dorm ida, hast a la guarida encant ada. Pero no sólo se j unt aban en las
noches. La im paciencia del am or era a veces t an int olerable, que Miguel se arriesgaba
a ent rar de día, arrast rándose ent re los m at orrales, com o un ladrón, hast a la puert a
del sót ano, donde lo esperaba Alba con el corazón en un hilo. Se abrazaban con la
desesperación de una despedida y se escabullían a su refugio sofocados de
com plicidad.
Por prim era vez en su vida, Alba sint ió la necesidad de ser herm osa y lam ent ó que
ninguna de las espléndidas m uj eres de su fam ilia le hubiera legado sus at ribut os, y la
única que lo hizo, la bella Rosa, sólo le dio el t ono de algas m arinas a su pelo, lo cual,
si no iba acom pañado por t odo lo dem ás, parecía m ás bien un error de peluquería.
Cuando Miguel adivinó su inquiet ud, la llevó de la m ano hast a el gran espej o veneciano
que adornaba un rincón de su cám ara secret a, sacudió el polvo del crist al quebrado y
luego encendió t odas las velas que t enía y las puso a su alrededor. Ella se m iró en los
m il pedazos rot os del espej o. Su piel, ilum inada por las velas, t enía el color irreal de
las figuras de cera. Miguel com enzó a acariciarla y ella vio t ransform arse su rost ro en
el caleidoscopio del espej o y acept ó al fin que era la m ás bella de t odo el universo,
porque pudo verse con los oj os que la m iraba Miguel.
Aquella orgía int erm inable duró m ás de un año. Al fin, Miguel t erm inó su t esis, se
graduó y em pezó a buscar t rabaj o. Cuando pasó la aprem iant e necesidad del am or
insat isfecho, pudieron recuperar la com post ura y norm alizar sus vidas. Ella hizo un
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esfuerzo para int eresarse ot ra vez en los est udios y él se volcó nuevam ent e a su t area
polít ica, porque los acont ecim ient os est aban precipit ándose y el país est aba j alonado
por las luchas ideológicas. Miguel alquiló un pequeño depart am ent o cerca de su
t rabaj o, donde se j unt aban para am arse, porque en el año que pasaron desnudos
brincando por el sót ano cont raj eron am bos una bronquit is crónica que rest aba una
buena part e del encant o a su paraíso subt erráneo. Alba ayudó a decorarlo, poniendo
coj ines caseros y afiches polít icos por t odos lados y hast a llegó a sugerir que podría
irse a vivir con él, pero en ese punt o Miguel fue inflexible.
- Se avecinan t iem pos m uy m alos, m i am or - explicó- . No puedo t enert e conm igo,
porque cuando sea necesario, ent raré en la guerrilla.
- I ré cont igo adonde sea - prom et ió ella.
- A eso no se va por am or, sino por convicción polít ica y t ú no la t ienes - replicó
Miguel- . No podem os darnos el luj o de acept ar aficionados.
A Alba aquello le pareció brut al y t uvieron que pasar algunos años para que pudiera
com prenderlo en t oda su m agnit ud.

El senador Trueba ya est aba en edad de ret irarse, pero esa idea no le pasaba por la
cabeza. Leía el periódico del día y m ascullaba ent re dient es. Las cosas habían
cam biado m ucho en esos años y sent ía que los acont ecim ient os lo sobrepasaban,
porque no pensó que iba a vivir t ant o com o para t ener que enfrent arlos. Había nacido
cuando no exist ía la luz eléct rica en la ciudad y le había t ocado ver por t elevisión a un
hom bre paseando por la luna, pero ninguno de los sobresalt os de su larga vida lo
habían preparado para enfrent ar la revolución que se est aba gest ando en su país, baj o
sus propias barbas, y que t enía a t odo el m undo convulsionado.
El único que no hablaba de lo que est aba ocurriendo, era Jaim e. Para evit ar las
peleas con su padre había adquirido el hábit o del silencio y pront o descubrió que le
result aba m ás cóm odo no hablar. Las pocas veces que abandonaba su laconism o
t rapense era cuando Alba iba a visit arlo en su t únel de libros. Su sobrina llegaba en
cam isa de dorm ir, con el pelo m oj ado después de la ducha, y se sent aba a los pies de
su cam a a cont arle asunt os felices, porque, t al com o ella decía, él era un im án para
at raer los problem as aj enos y las m iserias irrem ediables, y era necesario que alguien
lo pusiera al día sobre la prim avera y el am or. Sus buenas int enciones se est rellaban
con la urgencia de discut ir con su t ío t odo lo que la preocupaba. Nunca est aban de
acuerdo. Com part ían los m ism os libros, pero a la hora de analizar lo que habían leído,
t enían opiniones t ot alm ent e encont radas. Jaim e se burlaba de sus ideas polít icas, de
sus am igos barbudos y la regañaba por haberse enam orado de un t errorist a de cafet ín.
Era el único en la casa que conocía la exist encia de Miguel.
- Dile a ese m ocoso que venga un día a t rabaj ar conm igo en el hospit al, a ver si le
quedan ganas de andar perdiendo el t iem po con panflet os y discursos - decía a Alba.
- Es abogado, t ío, no m édico - replicaba ella.
- No im port a. Allá necesit am os cualquier cosa. Hast a un font anero nos sirve.
Jaim e est aba seguro que t riunfarían finalm ent e los socialist as, después de t ant os
años de lucha. Lo at ribuía a que el pueblo había t om ado conciencia de sus necesidades
y de su propia fuerza. Alba repet ía las palabras de Miguel, que sólo a t ravés de la
guerra se podía vencer a la burguesía. Jaim e t enía horror de cualquier form a de
ext rem ism o y sost enía que los guerrilleros sólo se j ust ifican en las t iranías, donde no
queda m ás rem edio que bat irse a t iros, pero que son una aberración en un país donde
los cam bios se pueden obt ener por vot ación popular.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- Eso no ha ocurrido nunca, t ío, no seas ingenuo - replicaba Alba- . j am ás dej arán que
ganen t us socialist as!
Ella t rat aba de explicar el punt o de vist a de Miguel: que no se podía seguir
esperando el lent o paso de la hist oria, el laborioso proceso de educar al pueblo y
organizarlo, porque el m undo avanzaba a salt os y ellos se quedaban at rás, que los
cam bios radicales nunca se im plant aban por las buenas y sin violencias. La hist oria lo
dem ost raba. La discusión se prolongaba y am bos se perdían en una orat oria confusa
que los dej aba agot ados, acusándose m ut uam ent e de ser m ás t est arudos que una
m ula, pero al final se daban las buenas noches con un beso y quedaban am bos con la
sensación de que el ot ro era un ser m aravilloso.
Un día a la hora de la cena, Jaim e anunció que ganarían los socialist as, pero com o
hacía veint e años que pronost icaba lo m ism o, nadie le creyó.
- Si t u m adre est uviera viva, diría que van a ganar los de siem pre - le respondió el
senador Trueba desdeñosam ent e.
Jaim e sabía por qué lo decía. Se lo había dicho el Candidat o. Hacía m uchos años que
eran am igos y Jaim e iba a m enudo a j ugar aj edrez con él en la noche. Era el m ism o
socialist a que había est ado post ulando a la Presidencia de la República desde hacía
dieciocho años. Jaim e lo había vist o por prim era vez a espaldas de su padre, cuando
pasaba en m edio de una nube de hum o en los t renes del t riunfo, durant e las cam pañas
elect orales de su adolescencia. En aquellos t iem pos el Candidat o era un hom bre j oven
y robust o, con m ej illas de perro cazador, que grit aba exalt ados discursos ent re las
pifias y la silbat ina de los pat rones y el silencio rabioso de los cam pesinos. Era la época
en que los herm anos Sánchez colgaron en el cruce de los cam inos al dirigent e
socialist a y que Est eban Trueba azot ó a Pedro Tercero García delant e de su padre, por
repet ir ant e los inquilinos las pert urbadoras versiones bíblicas del padre José Dulce
María. Su am ist ad con el Candidat o nació por casualidad, un dom ingo en la noche que
lo m andaron del hospit al a at ender una em ergencia a dom icilio. Llegó a la dirección
indicada en una am bulancia del servicio, t ocó el t im bre y el Candidat o en persona abrió
la puert a. Jaim e no t uvo dificult ad en reconocerlo, porque había vist o su im agen
m uchas veces y porque no había cam biado desde que lo viera pasar en su t ren.
- Pase, doct or, lo est am os esperando - saludó el Candidat o.
Lo conduj o a la habit ación de servicio, donde sus hij as int ent aban ayudar a una
m uj er que parecía est ar asfixiándose, t enía la cara am orat ada, los oj os desorbit ados y
una lengua m onst ruosam ent e hinchada que le colgaba fuera de la boca.
- Com ió pescado - le explicaron.
- Traigan el oxígeno que est á en la am bulancia - dij o Jaim e m ient ras preparaba una
j eringa.
- Se quedó con el Candidat o, los dos sent ados al lado de la cam a, hast a que la m uj er
em pezó a respirar norm alm ent e y pudo m et er la lengua dent ro de su boca. Hablaron
del socialism o y de aj edrez y ése fue el com ienzo de una buena am ist ad. Jaim e se
present ó con el apellido de su m adre, que siem pre usaba, sin pensar que al día
siguient e los servicios de seguridad del Part ido ent regarían al ot ro la inform ación de
que era hij o del senador Trueba, su peor enem igo polít ico. El Candidat o sin em bargo,
nunca lo m encionó y hast a la hora final, cuando am bos se est recharon la m ano por
últ im a vez en el fragor del incendio y de las balas, Jaim e se pregunt aba si alguna vez
t endría el valor de decirle la verdad.
Su larga experiencia en la derrot a y su conocim ient o del pueblo, perm it ieron al
Candidat o darse cuent a ant es que nadie que en esa ocasión iba a ganar. Se lo dij o a
Jaim e y agregó que la consigna era no divulgarlo, para que la derecha se present ara a
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

las elecciones segura del t riunfo, arrogant e y dividida. Jaim e replicó que aunque se lo
dij eran a t odo el m undo, nadie iba a creerlo, ni los m ism os socialist as, y para probarlo
se lo anunció a su padre.
Jaim e siguió t rabaj ando cat orce horas diarias, incluso los dom ingos, sin part icipar en
la cont ienda polít ica. Est aba acobardado por el rum bo violent o de aquella lucha, que
est aba polarizando las fuerzas en dos ext rem os, dej ando al cent ro sólo un grupo
indeciso y voluble, que esperaba ver perfilarse al ganador para vot ar por él. No se dej ó
provocar por su padre, que aprovechaba t odas las ocasiones en que est aban j unt os
para advert irlo sobre las m aniobras del com unism o int ernacional y el caos que azot aría
a la pat ria en el caso im probable que t riunfara la izquierda. La única vez que Jaim e
perdió la paciencia fue cuando una m añana encont ró la ciudad t apizada de afiches
t ruculent os donde aparecía una m adre barrigona y desolada, que int ent aba inút ilm ent e
arrebat ar su hij o a un soldado com unist a que se lo llevaba a Moscú. Era la cam paña
del t error organizada por el senador Trueba y sus correligionarios, con ayuda de
expert os ext ranj eros im port ados especialm ent e para ese fin. Aquello fue dem asiado
para Jaim e. Decidió que no podía vivir baj o el m ism o t echo que su padre, cerró su
t únel, se llevó su ropa y se fue a dorm ir al hospit al.
Los acont ecim ient os se precipit aron en los últ im os m eses ant es de la elección. En
t odas las m urallas est aban los ret rat os de los candidat os, t iraron volant es desde el aire
con aviones y t aparon las calles con una basura im presa que caía com o nieve del cielo,
las radios aullaban las consignas polít icas y se cruzaron las apuest as m ás
descabelladas ent re los part idarios de cada bando. En las noches salían los j óvenes en
pandillas para t om ar por asalt o a sus enem igos ideológicos. Se organizaron
concent raciones m ult it udinarias para m edir la popularidad de cada Part ido y con cada
una se at ochaba la ciudad y se apiñaba la gent e en igual m edida. Alba est aba eufórica,
pero Miguel le explicó que la elección era una bufonada y que cualquiera que ganara
daba lo m ism o, porque se t rat aba de la m ism a j eringa con dist int o bit oque y que la
revolución no se podía hacer desde las urnas elect orales, sino con la sangre del pueblo.
La idea de una revolución pacífica en dem ocracia y con plena libert ad era un
cont rasent ido.
- ¡Ese pobre m uchacho est á loco! - exclam ó Jaim e cuando Alba se lo cont ó - . Vam os a
ganar y t endrá que t ragarse sus palabras.
Hast a ese m om ent o, Jaim e había conseguido eludir a Miguel. No quería conocerlo.
Unos secret os e inconfesables celos lo at orm ent aban. Había ayudado a nacer a Alba y
la había t enido m il veces sent ada en sus rodillas, le había enseñado a leer, le había
pagado el colegio y celebrado t odos sus cum pleaños, se sent ía com o su padre y no
podía evit ar la inquiet ud que le producía verla convert ida en m uj er. Había not ado el
cam bio en los últ im os años y se engañaba con falsos argum ent os, a pesar de que su
experiencia cuidando a ot ros seres hum anos le había enseñado que sólo el
conocim ient o del am or puede dar ese esplendor a una m uj er. De la noche a la m añana
había vist o m adurara Alba, abandonando las form as im precisas de la adolescencia,
para acom odarse en su nuevo cuerpo de m uj er sat isfecha y apacible. Esperaba con
absurda vehem encia que el enam oram ient o de su sobrina fuera un sent im ient o
pasaj ero, porque en el fondo no quería acept ar que necesit ara a ot ro hom bre m ás que
a él. Sin em bargo, no pudo seguir ignorando a Miguel. En esos días, Alba le cont ó que
su herm ana est aba enferm a.
- Quiero que hables con Miguel, t ío. Él t e va a cont ar de su herm ana. ¿Harías eso por
m í? - pidió Alba.
Cuando Jaim e conoció a Miguel, en un cafet ín del barrio, t oda su suspicacia no pudo
im pedir que una oleada de sim pat ía lo hiciera olvidar su ant agonism o, porque el
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hom bre que t enía al frent e revolviendo nerviosam ent e su café no era el ext rem ist a
pet ulant e y m at ón que había esperado, sino un j oven conm ovido y t em bloroso, que
m ient ras explicaba los sínt om as de la enferm edad de su herm ana, luchaba cont ra las
lágrim as que nublaban sus oj os.
- Llévam e a verla - dij o Jaim e.
Miguel y Alba lo conduj eron al barrio bohem io. En pleno cent ro, a escasos m et ros de
los edificios m odernos de acero y crist al, habían surgido en la ladera de una colina las
em pinadas calles de los pint ores, ceram ist as, escult ores. Allí habían hecho sus
m adrigueras dividiendo las ant iguas casas en m inúsculos est udios. Los t alleres de los
art esanos se abrían al cielo por los t echos vidriados y en los oscuros cuchit riles
sobrevivían los art ist as en un paraíso de grandezas y m iserias. En las callecit as
j ugaban niños confiados, herm osas m uj eres con largas t únicas cargaban a sus
criat uras en la espalda o afirm adas en las caderas y los hom bres barbudos,
som nolient os, indiferent es, veían pasar la vida sent ados en las esquinas y en los
um brales de las puert as. Se det uvieron frent e a una casa est ilo francés decorada com o
una t ort a de crem a con angelot es en los frisos. Subieron por una escalera est recha,
const ruida com o salida de em ergencia en caso de incendio, y que las num erosas
divisiones del edificio había t ransform ado en el único acceso. A m edida que ascendían,
la escalera se doblaba sobre sí m ism a y los envolvía un penet rant e olor a aj o,
m arihuana y t rem ent ina. Miguel se det uvo en el últ im o piso, frent e a una puert a
angost a pint ada de naranj a, sacó una llave y abrió. Jaim e y Alba creyeron ent rar a una
paj arera. La habit ación era redonda, coronada por una absurda cúpula bizant ina y
rodeada de vidrios, desde los cuales se podía pasear la vist a por los t echos de la
ciudad y sent irse m uy cerca de las nubes. Las palom as habían anidado en el alféizar de
las vent anas y cont ribuido con sus excrem ent os y sus plum as al j aspeado de los
vidrios. Sent ada en una silla frent e a la única m esa, había una m uj er con una bat a
adornada con un t rist e dragón en hilachas bordado sobre el pecho. Jaim e necesit ó
unos segundos para reconocerla.
Am anda... Am anda... - balbuceó.
No había vuelt o a verla desde hacía m ás de veint e años, cuando el am or que los dos
sent ían por Nicolás pudo m ás que el que se t enían ent re ellos. En ese t iem po el j oven
at lét ico, m oreno, con el pelo engom inado y siem pre húm edo, que se paseaba leyendo
en alt a voz sus t rat ados de m edicina, se había t ransform ado en un hom bre
ligeram ent e encorvado por el hábit o de inclinarse sobre las cam as de los enferm os,
con el cabello gris, un rost ro grave y gruesos lent es con m ont ura m et álica, pero
básicam ent e era la m ism a persona. Para reconocer a Am anda, sin em bargo, se
necesit aba haberla am ado m ucho. Se veía m ayor que los años que podía t ener, est aba
m uy delgada, casi en los huesos, su piel m acilent a y am arilla y las m anos m uy
descuidadas, con los dedos t eñidos de nicot ina. Sus oj os est aban abot agados, sin
brillo, enroj ecidos, con las pupilas dilat adas, lo que le daba un aspect o desvalido y
at errorizado. No vio a Jaim e ni a Alba, sólo t uvo oj os para Miguel. Trat ó de levant arse,
t ropezó y se t am baleó. Su herm ano se acercó y la sost uvo, apret ándola cont ra su
pecho.
- ¿Se conocían? - pregunt ó Miguel ext rañado.
- Sí, hace m ucho t iem po - dij o Jaim e.
Pensó que era inút il hablar del pasado y que Miguel y Alba eran m uy j óvenes para
com prender la sensación de pérdida irrem ediable que él sent ía en ese m om ent o. De
una plum ada se había borrado la im agen de la git ana que había guardado t odos esos
años en su corazón, único am or en la soledad de su dest ino. Ayudó a Miguel a t ender a
la m uj er en el diván que le servía de cam a y le acom odó la alm ohada. Am anda se
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La casa de l os espí r i tus
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suj et ó la bat a con las m anos, defendiéndose débilm ent e y balbuceando incoherencias.
Est aba sacudida por t em blores convulsivos y acezaba com o perro cansado. Alba la
observó horrorizada y sólo cuando Am anda est uvo acost ada, quiet a y con los oj os
cerrados, reconoció a la m uj er que sonreía en la pequeña fot ografía que Miguel
siem pre llevaba en su billet era. Jaim e le habló con una voz desconocida y poco a poco
consiguió t ranquilizarla, la acarició con gest os t iernos y pat ernales com o los que
em pleaba a veces con los anim ales, hast a que la enferm ase relaj ó y perm it ió que
subiera las m angas de la viej a bat a china. Aparecieron sus brazos esquelét icos y Alba
vio que t enía m illares de m inúsculas cicat rices, m oret ones, pinchazos, algunos
infect ados y supurando pus. Luego descubrió sus piernas y sus m uslos est aban
t am bién t ort urados. Jaim e la observó con t rist eza, com prendiendo en ese inst ant e el
abandono, los años de m iseria, los am ores frust rados y el t errible cam ino que esa
m uj er había recorrido hast a llegar al punt o de desesperanza donde se encont raba. La
recordó cóm o era en su j uvent ud, cuando lo deslum braba con el revolot eo de su pelo,
la sonaj era de sus abalorios, su risa de cam pana y su candor para abrazar ideas
disparat adas y perseguir las ilusiones. Se m aldij o por haberla dej ado ir y por t odo ese
t iem po perdido para am bos.
- Hay que int ernarla. Sólo una cura de desint oxicación podrá salvarla - dij o- . Sufrirá
m ucho - agregó.

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La conspiración
Capítulo XII

Tal com o había pronost icado el Candidat o, los socialist as, aliados con el rest o de los
part idos de izquierda, ganaron las elecciones presidenciales. El día de la vot ación
t ranscurrió sin incident es en una lum inosa m añana de sept iem bre. Los de siem pre,
acost um brados al poder desde t iem pos inm em oriales, aunque en los últ im os años
habían vist o debilit arse m ucho sus fuerzas, se prepararon para celebrar el t riunfo con
sem anas de ant icipación. En las t iendas se t erm inaron los licores, en los m ercados se
agot aron los m ariscos frescos y las past elerías t rabaj aron doble t urno para sat isfacer la
dem anda de t ort as y past eles. En el Barrio Alt o no se alarm aron al oír los result ados de
los cóm put os parciales en las provincias, que favorecían a la izquierda, porque t odo el
m undo sabía que los vot os de la capit al eran decisivos. El senador Trueba siguió la
vot ación desde la sede de su Part ido, con perfect a calm a y buen hum or, riéndose con
pet ulancia cuando alguno de sus hom bres se ponía nervioso por el avance
indisim ulable del candidat o de la oposición. En ant icipación al t riunfo, había rot o su
duelo riguroso poniéndose una rosa roj a en el oj al de la chaquet a. Lo ent revist aron por
t elevisión y t odo el país pudo escucharlo: «Ganarem os los de siem pre», dij o
soberbiam ent e, y luego invit ó a brindar por el «defensor de la dem ocracia».
En la gran casa de la esquina, Blanca, Alba y los em pleados est aban frent e al
t elevisor, sorbiendo t é, com iendo t ost adas y anot ando los result ados para seguir de
cerca la carrera final, cuando vieron aparecer al abuelo en la pant alla, m ás anciano y
t est arudo que nunca.
- Le va a dar un yeyo - dij o Alba- . Porque est a vez van a ganar los ot ros.
Pront o fue evident e para t odos que sólo un m ilagro cam biaría el result ado que se iba
perfilando a lo largo de t odo el día. En las señoriales residencias blancas, azules y
am arillas del Barrio Alt o, com enzaron a cerrar las persianas, a t rancar las puert as y a
ret irar apresuradam ent e las banderas y los ret rat os de su candidat o, que se habían
ant icipado a poner en los balcones. Ent ret ant o, de las poblaciones m arginales y de los
barrios obreros salieron a la calle fam ilias ent eras, padres, niños, abuelos, con su ropa
de dom ingo, m archando alegrem ent e en dirección al cent ro. Llevaban radios port át iles
para oír los últ im os result ados. En el Barrio Alt o, algunos est udiant es, inflam ados de
idealism o, hicieron una m orisquet a a sus parient es congregados alrededor del t elevisor
con expresión fúnebre, y se volcaron t am bién a la calle. De los cordones indust riales
llegaron los t rabaj adores en ordenadas colum nas, con los puños en alt o, cant ando los
versos de la cam paña. En el cent ro se j unt aron t odos, grit ando com o un solo hom bre
que el pueblo unido j am ás será vencido. Sacaron pañuelos blancos y esperaron. A
m edianoche se supo que había ganado la izquierda. En un abrir y cerrar de oj os, los
grupos dispersos se engrosaron, se hincharon, se ext endieron y las calles se llenaron
de gent e eufórica que salt aba, grit aba, se abrazaba y reía. Prendieron ant orchas y el
desorden de las voces y el baile callej ero se t ransform ó en una j ubilosa y disciplinada
com parsa que com enzó a avanzar hacia las pulcras avenidas de la burguesía. Y
ent onces se vio el inusit ado espect áculo de la gent e del pueblo, hom bres con sus
zapat ones de la fábrica, m uj eres con sus hij os en los brazos, est udiant es en m angas
de cam isa, paseando t ranquilam ent e por la zona reservada y preciosa donde m uy
pocas veces se habían avent urado y donde eran ext ranj eros. El clam or de sus cant os,
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sus pisadas y el resplandor de sus ant orchas penet raron al int erior de las casas
cerradas y silenciosas, donde t em blaban los que habían t erm inado por creer en su
propia cam paña de t error y est aban convencidos que la poblada los iba a despedazar
o, en el m ej or de los casos, despoj arlos de sus bienes y enviarlos a Siberia. Pero la
rugient e m ult it ud no forzó ninguna puert a ni pisot eó los perfect os j ardines. Pasó
alegrem ent e sin t ocar los vehículos de luj o est acionados en la calle, dio vuelt a por las
plazas y los parques que nunca había pisado, se det uvo m aravillada ant e las vit rinas
del com ercio, que brillaban com o en Navidad y donde se ofrecían obj et os que no sabía
siquiera qué uso t enían y siguió su rut a apaciblem ent e. Cuando las colum nas pasaron
frent e a su casa, Alba salió corriendo y se m ezcló con ellas cant ando a voz en cuello.
Toda la noche est uvo desfilando el pueblo alborozado. En las m ansiones las bot ellas de
cham pán quedaron cerradas, las langost as languidecieron en sus bandej as de plat a y
las t ort as se llenaron de m oscas.
Al am anecer, Alba divisó en el t um ult o que ya em pezaba a dispersarse la
inconfundible figura de Miguel, que iba grit ando con una bandera en las m anos. Se
abrió paso hast a él, llam ándolo inút ilm ent e, porque no podía oírla en m edio de la
algarabía. Cuando se puso al frent e y Miguel la vio, pasó la bandera al que est aba m ás
cerca y la abrazó, levant ándola del suelo. Los dos est aban en el lím it e de sus fuerzas y
m ient ras se besaban, lloraban de alegría.
- ¡Te dij e que ganaríam os por las buenas, Miguel! - rió Alba.
- Ganam os, pero ahora hay que defender el t riunfo - replicó.
Al día siguient e, los m ism os que habían pasado la noche en vela at errorizados en
sus casas salieron com o una avalancha enloquecida y t om aron por asalt o los bancos,
exigiendo que les ent regaran su dinero. Los que t enían algo valioso, preferían
guardarlo debaj o del colchón o enviarlo al ext ranj ero. En veint icuat ro horas, el valor de
la propiedad dism inuyó a m enos de la m it ad y t odos los pasaj es aéreos se agot aron en
la locura de salir del país ant es que llegaran los soviét icos a poner alam bres de púas
en la front era. El pueblo que había desfilado t riunfant e fue a ver a la burguesía que
hacía cola y peleaba en las puert as de los bancos y se rió a carcaj adas. En pocas horas
el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división com enzó a ext enderse
ent re t odas las fam ilias.
El senador Trueba pasó la noche en la sede de su Part ido, ret enido a la fuerza por
sus seguidores, que est aban seguros que si salía a la calle la m ult it ud no iba a t ener
dificult ad alguna en reconocerlo y lo colgaría de un post e.'I irueba est aba m ás
sorprendido que furioso. No podía creer lo que había ocurrido, a pesar de que llevaba
m uchos años repit iendo la cant inela de que el país est aba lleno de m arxist as. No se
sent ía deprim ido, por el cont rario. En su viej o corazón de luchador alet eaba una
em oción exalt ada que no sent ía desde su j uvent ud.
- Una cosa es ganar la elección y ot ra m uy dist int a es ser President e - dij o
m ist eriosam ent e a sus llorosos correligionarios.
La idea de elim inar al nuevo President e, sin em bargo, no est aba t odavía en la m ent e
de nadie, porque sus enem igos est aban seguros que acabarían con él por la m ism a vía
legal que le había perm it ido t riunfar. Eso era lo que Trueba est aba pensando. Al día
siguient e, cuando fue evident e que no había que t em er de la m uchedum bre enfiest ada,
salió de su refugio y se dirigió a una casa cam pest re en los alrededores de la ciudad,
donde se llevó a cabo un alm uerzo secret o. Allí se j unt ó con ot ros polít icos, algunos
m ilit ares y con los gringos enviados por el servicio de int eligencia, para t razar el plan
que t um baría al nuevo gobierno: la desest abilización económ ica, com o llam aron al
sabot aj e.

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Aquélla era una casona de est ilo colonial rodeada por un pat io de adoquines. Al
llegar el senador Trucha ya había varios coches est acionados. Lo recibieron
efusivam ent e, porque era uno de los líderes indiscut idos de la derecha y porque él,
previniendo lo que se avecinaba, había hecho los cont act os necesarios con m eses de
ant icipación. Después de la com ida: corvina fría con salsa de palt a, lechón asado en
brandy y m ousse de chocolat e, despidieron a los m ozos y t rancaron las puert as del
salón. Allí t razaron a grandes líneas su est rat egia y después, de pie, hicieron un brindis
por la pat ria. Todos ellos, m enos los ext ranj eros, est aban dispuest os a arriesgar la
m it ad de su fort una personal en la em presa, pero sólo el viej o Trucha est aba dispuest o
a dar t am bién la vida.
- No lo dej arem os en paz ni un m inut o. Tendrá que renunciar - dij o con firm eza.
- Y si eso no result a, senador, t enem os est o - agregó el general Hurt ado poniendo su
arm a de reglam ent o sobre el m ant el.
- No nos int eresa un cuart elazo, general - replicó en su correct o cast ellano el agent e
de int eligencia de la em baj ada- . Querem os que el m arxism o fracase est repit osam ent e
y caiga solo, para quit ar esa idea de la cabeza a ot ro países del cont inent e.
Com prende? Est e asunt o lo vam os a arreglar con dinero. 'Todavía podem os com prar a
algunos parlam ent arios para que no lo confirm en com o president e. Est á en su
Const it ución: no obt uvo la m ayoría absolut a y el Parlam ent o debe decidir.
- ¡Sáquese esa idea de la cabeza, m íst er! - exclam ó el senador Trueba- . ¡Aquí no va a
poder sobornar a nadie! El Congreso y las Fuerzas Arm adas son incorrupt ibles. Mej or
dest inam os ese dinero a com prar t odos los m edios de com unicación. Así podrem os
m anej ar a la opinión pública, que es lo único que cuent a en realidad.
- ¡Eso es una locura! ¡Lo prim ero que harán los m arxist as será acabar con la libert ad
de prensa! - dij eron varias voces al unísono.
- Créanm e, caballeros - replicó el senador Trueba- . Yo conozco a est e país. Nunca
acabarán con la libert ad de prensa. Por lo dem ás, est á en su program a de gobierno, ha
j urado respet ar las libert ades dem ocrát icas. Lo cazarem os en su propia t ram pa.
El senador Trueba t enía razón. No pudieron sobornar a los parlam ent arios y en el
plazo est ipulado por la ley la izquierda asum ió t ranquilam ent e el poder. Y ent onces la
derecha com enzó a j unt ar odio.

Después de la elección, a t odo el m undo le cam bió la vida y los que pensaron que
podían seguir com o siem pre, m uy pront o se dieron cuent a que eso era una ilusión.
Para Pedro Tercero García el cam bio fue brut al. Había vivido sort eando las t ram pas de
la rut ina, libre y pobre com o un t rovador errant e, sin haber usado nunca zapat os de
cuero, corbat a ni reloj , perm it iéndose el luj o de la t ernura, el candor, el despilfarro y la
siest a, porque no t enía que rendir cuent as a nadie. Cada vez le cost aba m ás t rabaj o
encont rar la inquiet ud y el dolor necesarios para com poner una nueva canción, porque
con los años había llegado a t ener una gran paz int erior y la rebeldía que lo m ovilizaba
en la j uvent ud se había t ransform ado en la m ansedum bre del hom bre sat isfecho
consigo m ism o. Era aust ero com o un franciscano. No t enía ninguna am bición de dinero
o de poder. El único m anchón en su t ranquilidad era Blanca. Le había dej ado de
int eresar el am or sin fut uro de las adolescent es y había adquirido la cert eza de que
Blanca era la única m uj er para él. Cont ó los años que la había am ado en la
clandest inidad y no pudo recordar ni un m om ent o de su vida en que ella no est uviera
present e. Después de la elección presidencial, vio el equilibrio de su exist encia
dest rozado por la urgencia de colaborar con el gobierno. No pudo negarse, porque,

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Isabel Allende

com o le explicaron, los part idos de izquierda no t enían suficient es hom bres capacit ados
para t odas las funciones que había que desem peñar.
- Yo soy un cam pesino. No t engo ninguna preparación - t rat ó de excusarse.
- No im port a, com pañero. Ust ed, por lo m enos, es popular. Aunque m et a la pat a, la
gent e se lo va a perdonar - le explicaron.
Así fue com o se encont ró sent ado det rás de un escrit orio por prim era vez en su
vida, con una secret aria para su uso personal y a sus espaldas un grandioso ret rat o de
los Próceres de la Pat ria en alguna honrosa bat alla. Pedro Tercero García m iraba por la
vent ana con barrot es de su luj osa oficina y sólo podía ver un m inúsculo cuadrilát ero de
cielo gris. No era un cargo decorat ivo. Trabaj aba desde las siet e de la m añana hast a la
noche y al final est aba t an cansado, que no se sent ía capaz de arrancar ni un acorde a
su guit arra y, m ucho m enos, de am ar a Blanca con la pasión acost um brada. Cuando
podían darse cit a, venciendo t odos los obst áculos habit uales de Blanca, m ás los nuevos
que le im ponía su t rabaj o, se encont raban ent re las sábanas con m ás angust ia que
deseo. Hacían el am or fat igados, int errum pidos por el t eléfono, perseguidos por el
t iem po, que nunca les alcanzaba. Blanca dej ó de usar su ropa int erior de m uj erzuela,
porque le parecía una provocación inút il que los sum ía en el ridículo. Term inaron
j unt ándose para reposar abrazados, com o una parej a de abuelos, y para conversar
am igablem ent e sobre sus problem as cot idianos y sobre los graves asunt os que
est rem ecían a la nación. Un día Pedro Tercero sacó la cuent a que llevaban casi un m es
sin hacer el am or y, lo que le pareció aún peor, que ninguno de los dos sent ía el deseo
de hacerlo. Tuvo un sobresalt o. Calculó que a su edad no había razón para la
im pot encia y lo at ribuyó a la vida que llevaba y a las m añas de solt erón que había
desarrollado. Supuso que si hiciera una vida norm al con Blanca, en la cual ella
est uviera esperándolo t odos los días en la paz de un hogar, las cosas serían de ot ro
m odo. La conm inó a casarse de una vez por t odas, porque ya est aba hart o de esos
am ores furt ivos y ya no t enía edad para vivir así. Blanca le dio la m ism a respuest a que
le había dado m uchas veces ant es.
- Tengo que pensarlo, m i am or.
Est aba desnuda, sent ada en la angost a cam a de Pedro Tercero. Él la observó sin
piedad y vio que el t iem po com enzaba a devast arla con sus est ragos, est aba m ás
gorda, m ás t rist e, t enía las m anos deform adas por el reum a y esos m aravillosos
pechos que en ot ra época le quit aron el sueño, se est aban convirt iendo en el am plio
regazo de una m at rona inst alada en plena m adurez. Sin em bargo, la encont raba t an
bella com o en su j uvent ud, cuando se am aban ent re las cañas del río en Las Tres
Marías, y j ust am ent e por eso lam ent aba que la fat iga fuera m ás fuert e que su pasión.
- Lo has pensado durant e casi m edio siglo. Ya bast a. Es ahora o nunca - concluyó.
Blanca no se inm ut ó, porque no era la prim era vez que él la em plazaba para que
t om ara una decisión. Cada vez que rom pía con una de sus j óvenes am ant es y volvía a
su lado, le exigía casam ient o, en una búsqueda desesperada de ret ener el am or y de
hacerse perdonar. Cuando consint ió en abandonar la población obrera donde había
sido feliz por varios años, para inst alarse en un depart am ent o de clase m edia, le había
dicho las m ism as palabras.
- O t e casas conm igo ahora o no nos vem os m ás.
Blanca no com prendió que en esa oport unidad la det erm inación de Pedro lércero era
irrevocable.
Se separaron enoj ados. Ella se vist ió, recogiendo apresuradam ent e su ropa que
est aba regada por el suelo y se enrolló el pelo en la nuca suj et ándolo con algunas
horquillas que rescat ó del desorden de la cam a. Pedro Tercero encendió un cigarrillo y
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La casa de l os espí r i tus
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no le quit ó la vist a de encim a m ient ras ella se vest ía. Blanca t erm inó de ponerse los
zapat os, t om ó su cart era y desde la puert a le hizo un gest o de despedida. Est aba
segura que al día siguient e él la llam aría para una de sus espect aculares
reconciliaciones. Pedro Tercero se volvió cont ra la pared. Un rict us am argo le había
convert ido la boca en una línea apret ada. No volverían a verse en dos años.
En los días siguient es, Blanca esperó que se com unicara con ella, de acuerdo a un
esquem a que se repet ía desde siem pre. Nunca le había fallado, ni siquiera cuando ella
se casó y pasaron un año separados. Tam bién en esa oport unidad fue él quien la
buscó. Pero al t ercer día sin not icias, com enzó a alarm arse. Se daba vuelt as en la
cam a, at orm ent ada por un insom nio perenne, dobló la dosis de t ranquilizant es, volvió
a refugiarse en sus j aquecas y sus neuralgias, se at urdió en el t aller m et iendo y
sacando del horno cent enares de m onst ruos para Nacim ient os en un esfuerzo por
m ant enerse ocupada y no pensar, pero no pudo sofocar su im paciencia. Por últ im o lo
llam ó al m inist erio. Una voz fem enina le respondió que el com pañero García est aba en
una reunión y que no podía ser int errum pido. Al ot ro día Blanca volvió a llam ar y siguió
haciéndolo durant e el rest o de la sem ana, hast a que se convenció de que no lo
conseguiría por ese m edio. Hizo un esfuerzo para vencer el m onum ent al orgullo que
había heredado de su padre, se puso su m ej or vest ido, su port aligas de bat aclana y
part ió a verlo a su depart am ent o. Su llave no calzó en la cerradura y t uvo que t ocar el
t im bre. Le abrió la puert a un hom brazo bigot udo con oj os de colegiala.
- El com pañero García no est á - dij o sin invit arla a ent rar.
Ent onces com prendió que lo había perdido. Tuvo la fugaz visión de su fut uro, se vio
a sí m ism a en un vast o desiert o, consum iéndose en ocupaciones sin sent ido para
consum ir el t iem po, sin el único hom bre que había am ado en t oda su vida y lej os de
esos brazos donde había dorm ido desde los días inm em oriales de su prim era infancia.
Se sent ó en la escalera y rom pió en llant o. El hom bre de bigot es cerró la puert a sin
ruido.
No dij o a nadie lo que había pasado. Alba le pregunt ó por Pedro Tercero y ella le
cont est ó con evasivas, diciéndole que el nuevo cargo en el gobierno lo t enía m uy
ocupado. Siguió haciendo sus clases para señorit as ociosas y niños m ongólicos y
adem ás com enzó a enseñar cerám ica en las poblaciones m arginales, donde se habían
organizado las m uj eres para aprender nuevos oficios y part icipar, por prim era vez, en
la act ividad polít ica y. social del país. La organización era una necesidad, porque «el
cam ino al socialism o» m uy pront o se convirt ió en un cam po de bat alla. Mient ras el
pueblo celebraba la vict oria dej ándose crecer los pelos y las barbas, t rat ándose unos a
ot ros de com pañeros, rescat ando el folklore olvidado y las art esanías populares y
ej erciendo su nuevo poder en et ernas e inút iles reuniones de t rabaj adores donde t odos
hablaban al m ism o t iem po y nunca llegaban a ningún acuerdo, la derecha realizaba
una serie de acciones est rat égicas dest inadas a hacer t rizas la econom ía y
desprest igiar al gobierno. Tenía en sus m anos los m edios de difusión m ás poderosos,
cont aba con recursos económ icos casi ilim it ados y con la ayuda de los gringos, que
dest inaron fondos secret os para el plan de sabot aj e. A los pocos m eses se pudieron
apreciar los result ados. El pueblo se encont ró por prim era vez con suficient e dinero
para cubrir sus necesidades básicas y com prar algunas cosas que siem pre deseó, pero
no podía hacerlo, porque los alm acenes est aban casi vacíos. Había com enzado el
desabast ecim ient o, que llegó a ser una pesadilla colect iva. Las m uj eres se levant aban
al am anecer para pararse en las int erm inables colas donde podían adquirir un
escuálido pollo, m edia docena de pañales o papel higiénico. El bet ún para lust rar
zapat os, las aguj as y el café pasaron a ser art ículos de luj o que se regalaban envuelt os
en papel de fant asía para los cum pleaños. Se produj o la angust ia de la escasez, el país
est aba sacudido por oleadas de rum ores cont radict orios que alert aban a la población
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sobre los product os que iban a falt ar y la gent e com praba lo que hubiera, sin m edida,
para prevenir el fut uro. Se paraban en las colas sin saber lo que se est aba vendiendo,
sólo para no dej ar pasar la oport unidad de com prar algo, aunque no lo necesit aran.
Surgieron profesionales de las colas, que por una sum a razonable guardaban el puest o
a ot ros, los vendedores de golosinas que aprovechaban el t um ult o para colocar sus
chucherías y los que alquilaban m ant as para las largas colas noct urnas. Se desat ó el
m ercado negro. La policía t rat ó de im pedirlo, pero era com o una pest e que se m et ía
por t odos lados y por m ucho que revisaran los carros y det uvieran a los que port aban
bult os sospechosos no lo podían evit ar. Hast a los niños t raficaban en los pat ios de las
escuelas. En la prem ura por acaparar product os, se producían confusiones y los que
nunca habían fum ado t erm inaban pagando cualquier precio por una caj et illa de
cigarros, y los que no t enían niños se peleaban por un t arro de alim ent o para
lact ant es. Desaparecieron los repuest os de las cocinas, de las m áquinas indust riales,
de los vehículos. Racionaron la gasolina y las filas de aut om óviles podían durar dos
días y una noche, bloqueando la ciudad com o una gigant esca boa inm óvil t ost ándose al
sol. No había t iem po para t ant as colas y los oficinist as t uvieron que desplazarse a pie o
en biciclet a. Las calles se llenaron de ciclist as acezant es y aquello parecía un delirio de
holandeses. Así est aban las cosas cuando los cam ioneros se declararon en huelga. A la
segunda sem ana fue evident e que no era un asunt o laboral, sino polít ico, y que no
pensaban volver al t rabaj o. El ej ércit o quiso hacerse cargo del problem a, porque las
hort alizas se est aban pudriendo en los cam pos y en los m ercados no había nada que
vender a las am as de casa, pero se encont ró con que los chóferes habían dest ripado
los m ot ores y era im posible m over los m illares de cam iones que ocupaban las
carret eras com o carcasas fosilizadas. El president e apareció en t elevisión pidiendo
paciencia. Advirt ió al país que los cam ioneros est aban pagados por el im perialism o y
que iban a m ant enerse en huelga indefinidam ent e, así es que lo m ej or era cult ivar sus
propias verduras en los pat ios y balcones, al m enos hast a que se descubriera ot ra
solución. El pueblo, que est aba habit uado a la pobreza y que no había com ido pollo
m ás que para las fiest as pat rias y la Navidad, no perdió la euforia del prim er día, al
cont rario, se organizó com o para una guerra, decidido a no perm it ir que el sabot aj e
económ ico le am argara el t riunfo. Siguió celebrando con espírit u fest ivo y cant ando por
las calles aquello de que el pueblo unido j am ás será vencido, aunque cada vez sonaba
m ás desafinado, porque la división y el odio cundían inexorablem ent e.
Al senador Trueba, com o a t odos los dem ás, t am bién le cam bió la vida. El
ent usiasm o por la lucha que había em prendido le devolvió las fuerzas de ant año y
alivió un poco el dolor de sus pobres huesos. Trabaj aba com o en sus m ej ores t iem pos.
Hacía m últ iples viaj es de conspiración al ext ranj ero y recorría infat igablem ent e las
provincias del país, de nort e a sur, en avión, en aut om óvil y en los t renes, donde se
había acabado el privilegio de los vagones de prim era clase. Resist ía las t ruculent as
cenas con que lo agasaj aban sus part idarios en cada ciudad, pueblo y aldea que
visit aba, fingiendo el apet it o de un preso, a pesar de que sus t ripas de anciano ya no
est aban para esos sobresalt os. Vivía en conciliábulos. Al principio, el largo ej ercicio de
la dem ocracia lo lim it aba en su capacidad para poner t ram pas al gobierno, pero pront o
abandonó la idea de j orobarlo dent ro de la ley y acept ó el hecho de que la única form a
de vencerlo era em pleando los recursos prohibidos. Fue el prim ero que se at revió a
decir en público que para det ener el avance del m arxism o sólo daría result ado un golpe
m ilit ar, porque el pueblo no renunciaría al poder que había est ado esperando con
ansias durant e m edio siglo, porque falt aran los pollos.
- ¡Déj ense de m ariconadas y em puñen las arm as! - decía cuando oía hablar de
sabot aj e.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Sus ideas no eran ningún secret o, las divulgaba a t odos los vient os y, no cont ent o
con ello, iba de vez en cuando a t irar m aíz a los cadet es de la Escuela Milit ar y grit arles
que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran
de sus propios excesos. A m enudo olvidaba que él m ism o los había cont rat ado y al
sent irse espiado sufría arrebat os de m al hum or, los insult aba, los am enazaba con el
bast ón y t erm inaba generalm ent e sofocado por la t aquicardia. Est aba seguro de que si
alguien se proponía asesinarlo, esos dos im béciles fornidos no servirían para evit arlo,
pero confiaba en que su presencia al m enos podría at em orizar a los insolent es
espont áneos. I nt ent ó t am bién poner vigilancia a su niet a, porque pensaba que se
m ovía en un ant ro de com unist as donde en cualquier m om ent o alguien podría falt arle
al respet o por culpa del parent esco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunt o.
«Un m at ón a sueldo es lo m ism o que una confesión de culpa. Yo no t engo nada que
t em er», alegó. No se at revió a insist ir, porque ya est aba cansado de pelear con t odos
los m iem bros de su fam ilia y, después de t odo, su niet a era la única persona en el
m undo con quien com part ía su t ernura y que lo hacía reír.
Ent ret ant o, Blanca había organizado una cadena de abast ecim ient o a t ravés del
m ercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar
cerám ica a las m uj eres. Pasaba m uchas angust ias y t rabaj os para escam ot ear un saco
de azúcar o una caj a de j abón. Llegó a desarrollar una ast ucia de la que no se sabía
capaz, para alm acenar en uno de los cuart os vacíos de la casa t oda clase de cosas,
algunas francam ent e inút iles, com o dos barriles de salsa de soj a que le com pró a unos
chinos. Tapió la vent ana del cuart o, puso candado a la puert a y andaba con las llaves
en la cint ura, sin quit árselas ni para bañarse, porque desconfiaba de t odo el m undo,
incluso de Jaim e y de su propia hij a. No le falt aban razones. «Pareces un carcelero,
m am á», decía Alba, alarm ada por esa m anía de prevenir el fut uro a cost a de
am argarse el present e. Alba era de opinión que si no había carne, se com ían papas, y
si no había zapat os, se usaban alpargat as, pero Blanca, horrorizada con la sim plicidad
de su hij a, sost enía la t eoría de que, pase lo que pase, no hay que baj ar de nivel, con
lo cual j ust ificaba el t iem po gast ado en sus argucias de cont rabandist a. En realidad,
nunca habían vivido m ej or desde la m uert e de Clara, porque por prim era vez había
alguien en la casa que se preocupaba de la organización dom ést ica y disponía lo que
iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularm ent e caj ones de alim ent os
que Blanca escondía. La prim era vez se pudrió casi t odo y la pest ilencia salió de los
cuart os cerrados, ocupó la casa y se desparram ó por el barrio. Jaim e sugirió a su
herm ana que donara, cam biara o vendiera los product os perecibles, pero Blanca se
negó a com part ir sus t esoros. Alba com prendió ent onces que su m adre, que hast a
ent onces parecía ser la única persona equilibrada de la fam ilia, t am bién t enía sus
locuras. Abrió un boquet e en el m uro de la despensa, por donde sacaba en la m ism a
m edida en que Blanca alm acenaba. Aprendió a hacerlo con t ant o cuidado para que no
se not ara, robando el azúcar, el arroz y la harina por t azas, rom piendo los quesos y
desparram ando las frut as secas para que pareciera obra de los rat ones, que Blanca se
dem oró m ás de cuat ro m eses en sospechar. Ent onces hizo un invent ario escrit o de lo
que t enía en la bodega y m arcaba con cruces lo que sacaba para el uso de la casa,
convencida que así descubriría al ladrón. Pero Alba aprovechaba el m enor descuido de
su m adre para hacerle cruces en la list a, de m odo que al final Blanca est aba t an
confundida que no sabía si se había equivocado al cont abilizar, si en la casa com ían
t res veces m ás de lo que ella calculaba o si era ciert o que en ese m aldit o caserón
t odavía circulaban alm as errant es.
El product o de los hurt os de Alba iba a parar a m anos de Miguel, quien lo repart ía en
las poblaciones y en las fábricas j unt o con sus panflet os revolucionarios llam ando a la
lucha arm ada para derrot ar a la oligarquía. Pero nadie le hacía caso. Est aban
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La casa de l os espí r i tus
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convencidos de que si habían llegado al poder por la vía legal y dem ocrát ica, nadie se
lo podía quit ar, al m enos hast a unas próxim as elecciones presidenciales.
- ¡Son unos im béciles, no se dan cuent a de que la derecha se est á arm ando! - dij o
Miguel a Alba.
Alba le creyó. Había vist o descargan en m edio de la noche grandes caj as de m adera
en el pat io de su casa, y luego, con gran sigilo, el cargam ent o fue alm acenado, baj o
las órdenes de Trueba, en ot ro de los cuart os vacíos. Su abuelo, igual que su m adre, le
puso un candado a la puert a y andaba con la llave al cuello en la m ism a bolsit a de
gam uza donde llevaba siem pre los dient es de Clara. Alba se lo cont ó a su t ío Jaim e,
que después de acordar una t regua con su padre, había vuelt o a la casa. «Est oy casi
segura de que son arm as», le com ent ó. Jaim e, que en esa época est aba en la luna y lo
siguió est ando hast a el día en que lo m at aron, no pudo creerlo, pero su sobrina insist ió
t ant o, que acept ó hablar con su padre a la hora de la com ida. Las dudas que t enían se
les disiparon con la respuest a del viej o.
- ¡En m i casa hago lo que m e da la gana y t raigo cuant as caj as se m e ant oj en! ¡No
vuelvan a m et er las narices en m is asunt os! - rugió el senador Trueba dando un
puñet azo a la m esa que hizo bailar la crist alería y cort ó en seco la conversación.
Esa noche Alba fue a ver a su t ío en el t únel de libros y le propuso usar con las
arm as del abuelo el m ism o sist em a que ella em pleaba con las vit uallas de su m adre.
Así lo hicieron. Pasaron el rest o de la noche abriendo un aguj ero en la pared del cuart o
cont iguo al arsenal, que disim ularon por un lado con un arm ario y por el ot ro con las
m ism as caj as prohibidas. Por allí pudieron m et erse al cuart o cerrado por el abuelo,
provist os de un m art illo y un alicat e. Alba, que ya t enía experiencia en ese oficio,
señaló las caj as de m ás abaj o para abrirlas. Encont raron un arm am ent o de bat alla que
los dej ó boquiabiert os, porque no sabían que exist ieran inst rum ent os t an perfect os
para m at ar. En los días siguient es robaron t odo lo que pudieron, dej ando las caj as
vacías debaj o de las ot ras y rellenándolas con piedras para que no se not ara al
levant arlas. Ent re los dos sacaron pist olas de com bat e, m et rallet as cort as, rifles y
granadas de m ano, que escondieron en el t únel de Jaim e hast a que Alba pudo llevarlas
en la caj a de su violoncelo a lugar seguro. El senador Trueba veía pasar a su niet a
arrast rando la pesada caj a, sin sospechar que en el int erior forrado en paño rodaban
las balas que t ant o le habían cost ado pasar por la front era y esconder en su casa. Alba
t uvo la idea de ent regar las arm as confiscadas a Miguel, pero su t ío Jaim e la convenció
de que Miguel no era m enos t errorist a que el abuelo y que era m ej or disponer de ellas
de m odo que no pudieran hacerle m al a nadie. Discut ieron varías alt ernat ivas, desde
arroj arlas al río hast a quem arlas en una pira, y finalm ent e decidieron que era m ás
práct ico ent errarlas en bolsas de plást ico en algún lugar seguro y secret o, por si alguna
vez podían servir para una causa m ás j ust a. El senador Trueba se ext rañó de ver a su
hij o y a su niet a planeando una excursión a la m ont aña, porque ni Jaim e ni Alba
habían vuelt o a pract icar deport e alguno desde los t iem pos del colegio inglés y nunca
habían m anifest ado inclinación por las incom odidades del andinism o. Un sábado por la
m añana part ieron en un j eep prest ado, provist os de t ina carpa, un canast o con
provisiones y una m ist eriosa m alet a que t uvieron que cargar- ent re los dos porque
pesaba com o un m uert o. Adent ro iban los arm am ent os de guerra que habían robado al
abuelo. Se fueron ent usiasm ados rum bo a la m ont aña hast a donde pudieron llegar por
el cam ino y después avanzaron a cam po t raviesa, buscando un sit io t ranquilo en m edio
de la veget ación t ort urada por el vient o y el frío. Allí pusieron sus bárt ulos y levant aron
sin ninguna pericia la pequeña carpa, cavaron los hoyos y ent erraron las bolsas,
m arcando cada lugar con un m ont ículo de piedras. El rest o del fin de sem ana lo
em plearon en pescar t ruchas en el río y asarlas en un fuego de espino, andar por los
cerros com o niños exploradores y cont arse el pasado. En la noche calent aron vino t int o
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con canela y azúcar y arropados en sus chales brindaron por la cara que pondría el
abuelo cuando se diera cuent a que lo habían robado, riéndose hast a que les salt aron
las lágrim as.
- ¡Si no fueras m i t ío, m e casaría cont igo! - brom eó Alba.
- ¿Y Miguel?
- Sería m i am ant e.
A Jaim e no le pareció divert ido y el rest o del paseo est uvo huraño. Esa noche se
m et ieron cada uno en su saco de dorm ir, apagaron la lám para de parafina y se
quedaron en silencio. Alba se durm ió rápidam ent e, pero Jaim e se quedó hast a el
am anecer con los oj os abiert os en la oscuridad. Le gust aba decir que Alba era com o su
hij a, pero esa noche se sorprendió deseando no ser su padre o su t ío, sino ser
sim plem ent e Miguel. Pensó en Am anda y lam ent ó que ya no pudiera conm overlo,
buscó en su m em oria el rescoldo de aquella pasión desm edida que una vez sint ió por
ella, pero no pudo encont rarlo. Se había convert ido en un solit ario. En un principio
est uvo m uy cerca de Am anda, porque se había hecho cargo de su t rat am ient o y la veía
casi t odos los días. La enferm a pasó varias sem anas de agonía, hast a que pudo
prescindir de las drogas. Dej ó t am bién los cigarrillos y el licor y em pezó a hacer una
vida saludable y ordenada, ganó algo de peso, se cort ó el pelo y volvió a pint arse sus
grandes oj os oscuros y a colgarse collares y pulseras t int ineant es, en un pat ét ico
int ent o por recuperar la dest eñida im agen que guardaba de sí m ism a. Est aba
enam orada. De la depresión pasó a un est ado de euforia perm anent e y Jaim e era el
cent ro de su m anía. El enorm e esfuerzo de volunt ad que hizo para librarse de sus
num erosas adicciones, se lo ofreció a él com o prueba de am or. Jaim e no la alent ó,
pero no t uvo t am poco el valor de rechazarla, porque pensó que la ilusión del am or
podía ayudarla en la recuperación, pero sabía que era t arde para ellos. Apenas pudo
t rat ó de est ablecer dist ancia, con la disculpa de ser un solt erón perdido para el am or.
Le bast aban los encuent ros furt ivos con algunas enferm eras com placient es del hospit al
o las t rist es visit as a los burdeles, para sat isfacer sus urgencias m ás aprem iant es en
los raros m om ent os libres que le dej aba su t rabaj o. A pesar de él m ism o, se vio
envuelt o en una relación con Am anda que en su j uvent ud deseó con desesperación,
pero que ya no lo conm ovía ni se sent ía capaz de m ant ener. Sólo le inspiraba un
sent im ient o de com pasión, pero ést a era una de las em ociones m ás fuert es que él
podía sent ir. En t oda una vida de convivir con la m iseria y el dolor, no se había
endurecido su alm a, sino, por el cont rario, era cada vez m ás vulnerable a la piedad. El
día que Am anda le echó los brazos al cuello y dij o que lo am aba, la abrazó
m aquinalm ent e y la besó con una pasión fingida, para que ella no percibiera que no la
deseaba. Así se vio at rapado en una relación absorbent e a una edad en la que se creía
incapacit ado para los am ores t um ult uosos. «Ya no sirvo para est as cuest iones»,
pensaba después de aquellas agot adoras sesiones en que Am anda, para encant arlo,
recurría a rebuscadas m anifest aciones am orosas que dej aban a am bos aniquilados.
Su relación con Am anda y la insist encia de Alba, lo pusieron a m enudo en cont act o
con Miguel. No podía evit ar encont rarlo en m uchas ocasiones. Hizo lo posible por
m ant enerse indiferent e, pero Miguel t erm inó por caut ivarlo. Había m adurado y ya no
era un j oven exalt ado, pero no había variado ni un ápice en su línea polít ica y seguía
pensando que sin una revolución violent a, sería im posible vencer a la derecha. Jaim e
no est aba de acuerdo, pero lo apreciaba y adm iraba su caráct er valient e. Sin em bargo,
lo consideraba uno de esos hom bres fat ales, poseídos de un idealism o peligroso y una
pureza int ransigent e, que t odo lo que t ocan lo t iñen de desgracia, especialm ent e a las
m uj eres que t ienen la m ala suert e de am arlos. No le gust aba t am poco su posición
ideológica, porque est aba convencido de que los ext rem ist as de izquierda com o Miguel,

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hacían m ás daño al President e que los de derecha. Pero nada de eso im pedía que le
t uviera sim pat ía y se inclinara ant e la fuerza de sus convicciones, su alegría nat ural, su
t endencia a la t ernura y la generosidad con que est aba dispuest o a dar la vida por
ideales que Jaim e com part ía, pero que no t enía el valor de llevar a cabo hast a las
últ im as consecuencias.
Esa noche Jaim e se durm ió apesadum brado e inquiet o, incóm odo en su saco de
dorm ir, escuchando m uy- cerca la respiración de su sobrina. Cuando despert ó, ella se
había levant ado y est aba calent ando el café del desayuno. Soplaba una brisa fría y el
sol ilum inaba con reflej os dorados las cum bres de las m ont añas. Alba echó los brazos
al cuello de su t ío y lo besó, pero él m ant uvo las m anos en los bolsillos y no devolvió la
caricia. Est aba t urbado.

Las Tres Marías fue uno de los últ im os fundos que expropió la Reform a Agraria en el
Sur. Los m ism os cam pesinos que habían nacido y t rabaj ado por generaciones en esa
t ierra, form aron una cooperat iva y se adueñaron de la propiedad, porque hacía t res
años y cinco m eses que no veían a su pat rón y se les había olvidado el huracán de sus
rabiet as. El adm inist rador, at em orizado por el rum bo que t om aban los acont ecim ient os
y por el t ono exalt ado de las reuniones de los inquilinos en la escuela, j unt ó sus
bárt ulos y se largó sin despedirse de nadie y sin avisar al senador Trueba, porque no
quería enfrent ar su furia y porque pensó que ya había cum plido con advert írselo varias
veces. Con su part ida, Las Tres Marías quedó por un t iem po a la deriva. No había quien
diera las órdenes y ni quien est uviera dispuest o a cum plirlas, pues los cam pesinos
saboreaban por prim era vez en sus vidas el gust illo de la libert ad y de ser sus propios
arios. Se repart ieron equit at ivam ent e los pot reros y cada uno cult ivó lo que le dio la
gana, hast a que el gobierno m andó un t écnico agrícola que les dio sem illas a crédit o y
los puso al día sobre la dem anda del m ercado, las dificult ades de t ransport e para los
product os y las vent aj as de los abonos y desinfect ant es. Los cam pesinos hicieron poco
caso al t écnico, porque parecía un alfeñique de ciudad y era evident e que j am ás había
t enido un arado en las m anos, pero de t odos m odos celebraron su visit a abriendo las
sagradas bodegas del ant iguo pat rón, saqueando sus vinos añej os y sacrificando los
t oros reproduct ores para com er las criadillas con cebolla y cilant ro. Después que part ió
el t écnico, se com ieron t am bién las vacas im port adas y las gallinas ponedoras. Est eban
Trucha se ent eró de que había perdido la t ierra, cuando le not ificaron que iban a
pagársela con bonos del Est ado, a t reint a años plazo y al m ism o precio que él había
puest o en su declaración de im puest os. Perdió el cont rol. Sacó de su arsenal una
am et ralladora que no sabía usar y le ordenó a su chofer que lo llevara en el coche de
un t irón hast a Las Tres Marías sin avisar a nadie, ni siquiera a sus guardaespaldas.
Viaj ó varias horas, ciego de rabia, sin ningún plan concret o en la m ent e.
Al llegar, t uvieron que frenar el aut om óvil en seco, porque les cerraba el paso u.na
gruesa t ranca en el port ón. Uno de los inquilinos est aba m ont ando guardia arm ado con
un chuzo y una escopet a de caza sin balas. Trueba se baj ó del vehículo. Al ver al
pat rón, el pobre hom bre se colgó frenét icam ent e de la cam pana de la escuela, que le
habían inst alado cerca para dar la alarm a, v en seguida se arroj ó de boca al suelo. La
ráfaga de balas le pasó por encim a de la cabeza y se incrust o en los árboles cercanos.
Trueba no se det uvo a ver si lo había m at ado. Con una agilidad inesperada a su edad,
se m et ió por el cam ino del fundo sin m irar para ningún lado, de m odo que el golpe en
la nuca le llegó de sorpresa y lo t iró de bruces en el polvo ant es que alcanzara a darse
cuent a de lo que había pasado. Despert ó en el com edor de la casa pat ronal, acost ado
sobre la m esa, con las m anos am arradas y una alm ohada baj o la cabeza. Una m uj er
est aba poniéndole paños m oj ados en la frent e y a su alrededor est aban casi t odos los
inquilinos m irándolo con curiosidad.
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- ¿Cóm o se sient e, com pañero? - pregunt aron.


- ¡Hij os de put a! ¡Yo no soy com pañero de nadie! - bram ó el viej o t rat ando de
incorporarse.
Tant o se debat ió y grit ó, que solt aron sus ligaduras y lo ayudaron a pararse, pero
cuando quiso salir, vio que las vent anas est aban t apiadas por fuera y la puert a cerrada
con llave. Trat aron de explicarle que las cosas habían cam biado y ya no era el am o,
pero no quiso escuchar a nadie. Echaba espum a por la boca y el corazón am enazaba
con est allarle, lanzaba im properios com o un dem ent e, am enazando con t ales cast igos
y venganzas, que los ot ros t erm inaron por echarse a reír. Por últ im o, aburridos, lo
dej aron solo encerrado en el com edor. Est eban Trucha se derrum bó en una silla,
agot ado por el t rem endo esfuerzo. Horas después se ent eró de que se había
convert ido en un rehén y que querían film arlo para la t elevisión. Advert idos por el
chofer, sus dos guardaespaldas y algunos j óvenes exalt ados de su part ido habían
hecho el viaj e hast a Las Tres Marías, arm ados con palos, m anoplas y cadenas, para
rescat arlo, pero se encont raron con la guardia redoblada en el port ón, encañonados
por la m ism a m et rallet a que el senador Trucha les había proporcionado.
- Al com pañero rehén no se lo lleva nadie - dij eron los cam pesinos, y para dar énfasis
a sus palabras los corrieron a t iros.
Apareció un cam ión de la t elevisión a film ar el incident e y los inquilinos, que nunca
habían vist o nada sem ej ant e, lo dej aron ent rar y posaron para las cám aras con sus
m ás am plias sonrisas, rodeando al prisionero. Esa noche t odo el país pudo ver en sus
pant allas al m áxim o represent ant e de la oposición am arrado, echando espum araj os de
rabia y bram ando t ales palabrot as que t uvo que act uar la censura. El president e
t am bién lo vio y el asunt o no le hizo gracia, porque vio que podía ser el det onant e que
haría est allar el polvorín donde se asent aba su gobierno en precario equilibrio. Mandó a
los carabineros a rescat ar al senador. Cuando ést os llegaron al fundo, los cam pesinos,
envalent onados por el apoyo de la prensa, no los dej aron ent rar. Exigieron una orden
j udicial. El j uez de la provincia, viendo que podía m et erse en un lío y salir t am bién en
la t elevisión vilipendiado por los report eros de izquierda, se fue apresuradam ent e a
pescar. Los carabineros t uvieron que lim it arse a esperar al ot ro lado del port ón de Las
Tres Marías, hast a que m andaran la orden de la capit al. ,
Blanca y Alba se ent eraron, com o t odo el m undo, porque lo vieron en el not iciario.
Blanca esperó hast a el día siguient e sin hacer com ent arios, pero al ver que t am poco
los carabineros habían podido rescat ar al abuelo, decidió que había llegado el m om ent o
de volver a encont rarse con Pedro Tercero García.
- Quít at e esos pant alones roñosos y pont e un vest ido decent e - ordenó a Alba.
Se present aron am bas en el m inist erio sin haber pedido cit a. Un secret ario int ent ó
det enerlas en la ant esala, pero Blanca lo elim inó de un em puj ón y pasó con t ranco
firm e llevando a su hij a a rem olque. Abrió la puert a sin golpear e irrum pió en la oficina
de Pedro Tercero, a quien no veía desde hacía dos años. Est uvo a punt o de ret roceder,
creyendo que se había equivocado. En t an cort o plazo, el hom bre de su vida había
adelgazado y envej ecido, parecía m uy cansado y t rist e, t enía el pelo t odavía negro,
pero m ás ralo y cort o, se había podado su herm osa barba y est aba vest ido con un
t raj e gris de funcionario y una m ust ia corbat a del m ism o color. Sólo por la m irada de
sus ant iguos oj os negros Blanca lo reconoció.
- ¡Jesús! ¡Cóm o has cam biado...! - balbuceó.
A Pedro Tercero, en cam bio, ella le pareció m ás herm osa de lo que recordaba, com o
si la ausencia la hubiera rej uvenecido. En ese plazo él había t enido t iem po de
arrepent irse de su decisión y de descubrir que sin Blanca había perdido hast a el gust o
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

por las j óvenes que ant es lo ent usiasm aban. Por ot ra part e, sent ado en ese escrit orio,
t rabaj ando doce horas diarias, lej os de su guit arra y la inspiración del pueblo, t enía
m uy pocas oport unidades de sent irse feliz. A m edida que pasaba el t iem po, echaba
m ás y m ás de m enos el am or t ranquilo y reposado de Blanca. Apenas la vio ent rar con
adem anes decididos y acom pañada por Alba, com prendió que no iba a verlo por
razones sent im ent ales y adivinó que la causa era el escándalo del senador Trueba.
- Vengo a pedirt e que nos acom pañes - le dij o Blanca sin preám bulos- . Tu hij a y yo
vam os a ir a buscar al viej o a Las Tres Marías.
Fue así com o se ent eró Alba de que su padre era Pedro Tercero García.
- Est á bien. Pasem os por m i casa a buscar la guit arra- respondió él levant ándose.
Salieron del m inist erio en un aut om óvil negro com o carruaj e funerario con placas
oficiales. Blanca y Alba esperaron en la calle m ient ras él subió a su depart am ent o.
Cuando regresó, había recuperado algo de su ant iguo encant o. Se había cam biado el
t raj e gris por su m am eluco y su poncho de ant año, calzaba alpargat as y llevaba la
guit arra colgando en la espalda. Blanca le sonrió por prim era vez y él se inclinó y la
besó brevem ent e en la boca. El viaj e fue silencioso durant e los prim eros cien
kilóm et ros, hast a que Alba pudo recuperarse de la sorpresa y sacó un hilo de voz
t em blorosa para pregunt ar por qué no le habían dicho ant es que Pedro Tercero era su
padre; así se habría ahorrado t ant as pesadillas de un conde vest ido de blanco m uert o
de fiebre en el desiert o.
- Es m ej or un padre m uert o que un padre ausent e - respondió enigm át icam ent e
Blanca, y no volvió a hablar del asunt o.
Llegaron a Las Tres Marías al anochecer y encont raron en el port ón del fundo un
gent ío en am igable charla alrededor de una fogat a donde se asaba un cerdo. Eran los
carabineros, los periodist as y los cam pesinos que est aban dando el baj o a las últ im as
bot ellas de la bodega del senador. Algunos perros y varios niños j uguet eaban
ilum inados por el fuego, esperando que el rosado y relucient e lechón t erm inara de
cocinarse. A Pedro Tercero García lo reconocieron al punt o los de la prensa, porque lo
habían ent revist ado a m enudo, los carabineros por su inconfundible pint a de cant or
popular, y los cam pesinos porque lo habían vist o nacer en esa t ierra. Lo recibieron con
afect o.
- ¿Qué le t rae por aquí, com pañero? - le pregunt aron los cam pesinos.
- Vengo a ver al viej o - sonrió Pedro Tercero.
- Ust ed puede ent rar, com pañero, pero solo. Doña Blanca y la niña Alba nos van a
acept ar un vasit o de vino - dij eron.
Las dos m uj eres se sent aron alrededor de la fogat a con los dem ás y el suave olor de
la carne cham uscada les recordó que no habían com ido desde la m añana. Blanca
conocía a t odos los inquilinos y a m uchos de ellos les había enseñado a leer en la
pequeña escuela de Las Tres Marías, así es que se pusieron a recordar los t iem pos
pasados, cuando los herm anos Sánchez im ponían su ley en la región, cuando el viej o
Pedro García acabó con la plaga de horm igas y cuando el President e era un et erno
candidat o, que se paraba en la est ación a arengarlos desde el t ren de sus derrot as.
- ¡Quién hubiera pensado que alguna vez iba a ser President e - dij o uno.
- ¡Y que un día el pat rón iba a m andar m enos que nosot ros en Las Tres Marías! - se
rieron los dem ás.
A Pedro Tercero García lo conduj eron a la casa, direct am ent e a la cocina. Allí
est aban los inquilinos m ás viej os cuidando la puert a del com edor donde t enían
prisionero al ant iguo pat rón. No habían vist o a Pedro Tercero en años, pero t odos lo
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

recordaban. Se sent aron a la m esa a beber vino y a rem em orar el pasado rem ot o, los
t iem pos en que Pedro Tercero no era una leyenda en la m em oria de las gent es del
cam po, sino t an solo un m uchacho rebelde enam orado de la hij a del pat rón. Después
Pedro Tercero t om ó su guit arra, se la acom odó en la pierna, cerró los oj os y com enzó
a cant ar con su voz de t erciopelo aquello de las gallinas y los zorros, coreado por t odos
los viej os.
- Voy a llevarm e al pat rón, com pañeros - dij o suavem ent e Pedro Tercero en una
pausa.
- Ni lo sueñes, hij o - le replicaron.
- Mañana vendrán los carabineros con una orden j udicial y se lo llevarán com o a un
héroe. Mej or m e lo llevo yo con la cola ent re las piernas - dij o Pedro Tercero.
Lo discut ieron un buen rat o y por últ im o lo conduj eron al com edor y lo dej aron solo
con el rehén. Era la prim era vez que est aban frent e a frent e desde el día fat ídico en
que Trueba le cobró la virginidad de su hij a con un hachazo. Pedro Tercero lo
recordaba com o un gigant e furibundo. arm ado con una fust a de cuero de culebra y un
bast ón de plat a, a cuyo paso t em blaban los inquilinos y se alt eraba 1a nat uraleza con
su vozarrón de t rueno y su prepot encia de gran señor. Se sorprendió de que su rencor,
am asado durant e t an largo t iem po, se desinflara en presencia de ese anciano
encorvado y em pequeñecido que lo m iraba asust ado. El senador Trueba había agot ado
su rabia y la noche que había pasado sent ado en una silla con las m anos am arradas lo
t enía con dolor en t odos los huesos y un cansancio de m il años en la espalda. Al
principio t uvo dificult ad en reconocerlo, porque no lo había vuelt o a ver desde hacía un
cuart o de siglo, pero al not ar que le falt aban t res dedos de la m ano derecha,
com prendió que ésa era la culm inación de la pesadilla en que se encont raba
sum ergido. Se observaron en silencio por largos segundos, pensando los dos que el
ot ro encarnaba lo m ás odioso en el m undo, pero sin encont rar el fuego del ant iguo
odio en sus corazones.
- Vengo a sacarlo de aquí - dij o Pedro Tercero.
- ¿Por qué? - pregunt ó el viej o.
- Porque Alba m e lo pidió - respondió Pedro Tercero.
- Váyase al caraj o - balbuceó Trueba sin convicción.
- Bueno, para allá vam os. Ust ed viene conm igo.
Pedro Tercero procedió a solt arle las ligaduras, que habían vuelt o a ponerle en las
m uñecas para evit ar que diera puñet azos cont ra la puert a. Trueba desvió los oj os para
no ver la m ano m ut ilada del ot ro.
- Sáquem e de aquí sin que m e vean. No quiero que se ent eren los periodist as - dij o el
senador Trueba.
- Voy a sacarlo de aquí por donde m ism o ent ró, por la puert a principal - dij o Pedro
Tercero, y echó a andar.
Trueba lo siguió con la cabeza gacha, t enía los oj os enroj ecidos y por prim era vez
desde que podía recordar se sent ía derrot ado. Pasaron por la cocina sin que el viej o
levant ara la vist a, cruzaron t oda la casa y recorrieron el cam ino desde la casa pat ronal
hast a el port ón de la ent rada, acom pañados por un grupo de niños revolt osos que
brincaban a su alrededor y un séquit o de cam pesinos silenciosos que m archaba det rás.
Blanca y Alba est aban sent adas ent re los periodist as y los carabineros, com iendo cerdo
asado con los dedos y bebiendo grandes sorbos de vino t int o del gollet e de la bot ella
que circulaba de m ano en m ano. Al ver al abuelo, Alba se conm ovió, porque no lo
había vist o t an abat ido desde la m uert e de Clara. Tragó lo que t enía en la boca y corrió
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

a su encuent ro. Se abrazaron est recham ent e y ella le susurró algo al oído. Ent onces el
senador Trueba consiguió dom inar su dignidad, levant ó la cabeza y sonrió con su
ant igua soberbia a las luces de las m áquinas fot ográficas. Los periodist as lo ret rat aron
subiendo a un aut om óvil negro con pat ent e oficial y la opinión pública se pregunt ó
durant e sem anas qué significaba esa bufonada, hast a que ot ros acont ecim ient os
m ucho m ás graves borraron el recuerdo del incident e.
Esa noche el President e, que había t om ado el hábit o de engañar al insom nio
j ugando aj edrez con Jaim e, com ent ó el asunt o ent re dos part idas, m ient ras espiaba
con oj os ast ut os, ocult os det rás de gruesas gafas con m arcos oscuros, algún signo de
incom odidad en su am igo, pero Jaim e siguió colocando las piezas en el t ablero sin
agregar palabra.
- El viej o Trueba t iene los coj ones bien puest os - dij o el President e- . Merecería est ar
de nuest ro lado.
- Ust ed part e, President e - respondió Jaim e señalando el j uego.
En los m eses siguient es la sit uación em peoró m ucho, aquello parecía un país en
guerra. Los ánim os est aban m uy exalt ados, especialm ent e ent re las m uj eres de la
oposición, que desfilaban por las calles aporreando sus cacerolas en prot est a por el
desabast ecim ient o. La m it ad de la población procuraba echar abaj o al gobierno y la
ot ra m it ad lo defendía, sin que a nadie le quedara t iem po para ocuparse del t rabaj o.
Alba se sorprendió una noche al ver las calles del cent ro oscuras y vacías. No se había
recogido la basura en t oda la sem ana y los perros vagabundos escarbaban ent re los
m ont ones de porquería. Los post es est aban cubiert os de propaganda im presa, que la
lluvia del invierno había deslavado, y en t odos los espacios disponibles est aban escrit as
las consignas de am bos bandos. La m it ad de los faroles había sido apedreada y en los
edificios no había vent anas encendidas, la luz provenía de unas t rist es fogat as
alim ent adas con periódicos y t ablas, donde se calent aban pequeños grupos que
m ont aban guardia ant e los m inist erios, los bancos, las oficinas, t urnándose para
im pedir que las pandillas de ext rem a derecha los t om aran al asalt o en las noches. Alba
vio det enerse una cam ionet a frent e a un edificio público. Se baj aron varios j óvenes con
cascos blancos, t arros de pint ura y brochas y cubrieron las paredes con un color claro
com o base. Después dibuj aron grandes palom as m ult icolores, m ariposas y flores
sangrient as, versos del Poet a y llam adas a la unidad del pueblo. Eran las brigadas
j uveniles que creían poder salvar su revolución a punt a de m urales pat riót icos y
palom as panflet arias. Alba se acercó y les señaló el m ural que había al ot ro lado de la
calle. Est aba m anchado con pint ura roj a y t enía escrit a una sola palabra con let ras
enorm es: Dj akart a.
- ¿Qué significa ese nom bre, com pañeros? - pregunt ó.
- No sabem os - respondieron.
Nadie sabía por qué la oposición pint aba esa palabra asiát ica en las paredes, j am ás
habían oído hablar de los m ont ones de m uert os en las calles de esa lej ana ciudad. Alba
m ont ó en su biciclet a y pedaleó rum bo a su casa. Desde que había racionam ient o de
gasolina y huelga de t ransport e público, había desent errado del sót ano el viej o j uguet e
de su infancia para m ovilizarse. I ba pensando en Miguel y un oscuro present im ient o le
cerraba la gargant a.
Hacía t iem po que no iba a clase y em pezaba a sobrarle el t iem po. Los profesores
habían declarado un paro indefinido y los est udiant es se t om aron los edificios de las
Facult ades. Aburrida de est udiar violoncelo en su casa, aprovechaba los rat os en que
no est aba ret ozando con Miguel, paseando con Miguel o discut iendo con Miguel para ir
al hospit al del Barrio de la Misericordia a ayudar a su t ío Jaim e y a unos pocos m édicos

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Isabel Allende

m ás, que seguían ej erciendo a pesar de la orden del Colegio Médico de no t rabaj ar
para sabot ear al gobierno. Era una t area hercúlea. Los pasillos se at ochaban de
pacient es que esperaban durant e días para ser at endidos, com o un gim ient e rebaño.
Los enferm eros no daban abast o. Jaim e se quedaba dorm ido con el bist urí en la m ano,
t an ocupado que a m enudo olvidaba com er. Adelgazó y andaba m uy dem acrado. Hacía
t urnos de dieciocho horas y cuando se echaba en su cam ast ro no podía conciliar el
sueño, pensando en los enferm os que est aban aguardando y en que no había
anest esias, ni j eringas, ni algodón, y aunque él se m ult iplicara por m il, t odavía no sería
suficient e, porque aquello era com o t rat ar de det ener un t ren con la m ano. Tam bién
Am anda t rabaj aba en el hospit al com o volunt aria, para est ar cerca de Jaim e y
m ant enerse ocupada. En esas agot adoras j ornadas cuidando enferm os desconocidos
recuperó la luz que la ilum inaba por dent ro en su j uvent ud y, por un t iem po, t uvo la
ilusión de ser feliz. Usaba un delant al azul y zapat illas de gom a, pero a Jaim e le
parecía que cuando andaba cerca t int ineaban sus abalorios de ant año. Se sent ía
acom pañado y hubiera deseado am arla. El President e aparecía en la t elevisión casi
t odas las noches para denunciar la guerra sin cuart el de la oposición. Est aba m uy
cansado y a m enudo se le quebraba la voz. Dij eron que est aba borracho y que pasaba
las noches en una orgía de m ulat as t raídas por vía aérea desde el t rópico para calent ar
sus huesos. Advirt ió que los cam ioneros en huelga recibían cincuent a dólares diarios
del ext ranj ero para m ant ener el país parado. Respondieron que le enviaban helados de
coco y arm as soviét icas en las valij as diplom át icas. Dij o que sus enem igos conspiraban
con los m ilit ares para hacer un golpe de Est ado, porque preferían ver la dem ocracia
m uert a, ant es que gobernada por él. Lo acusaron de invent ar pat rañas de paranoico y
de robarse las obras del Museo Nacional para ponerlas en el cuart o de su querida.
Previno que la derecha est aba arm ada y decidida a vender la pat ria al im perialism o y
le cont est aron que t enía su despensa llena de pechugas de ave m ient ras el pueblo
hacía cola para el cogot e y las alas del m ism o páj aro.
El día que Luisa Mora t ocó el t im bre de la gran casa de la esquina, el senador
Trueba est aba en la bibliot eca sacando cuent as. Ella era la últ im a de las herm anas
Mora que t odavía quedaba en est e m undo, reducida al t am año de un ángel errant e y
t ot alm ent e lúcido, en plena posesión de su inquebrant able energía espirit ual. Trueba
no la veía desde la m uert e de Clara, pero la reconoció por 1a voz, que seguía sonando
com o una flaut a encant ada y por el perfum e de violet as silvest res que el t iem po había
suavizado, pero que aún era percept ible a la dist ancia. Al ent rar a la habit ación t raj o
consigo la presencia alada de Clara, que quedó flot ando en el aire ant e los oj os
enam orados de su m arido, quien no la veía desde hacía varios días.
- Vengo a anunciarle desgracias, Est eban - dij o Luisa Mora después de acom odarse
en el sillón.
- ¡Ay, querida Luisa! De eso ya he t enido suficient e... - suspiró él.
Luisa cont ó lo que había descubiert o en los planet as. Tuvo que explicar el m ét odo
cient ífico que había usado, para vencer la pragm át ica resist encia del senador. Dij o que
había pasado los últ im os diez m eses est udiando la cart a ast ral de cada persona
im port ant e en el gobierno y en la oposición, incluyendo al m ism o Trueba. La
com paración de las cart as reflej aba que en ese preciso m om ent o hist órico ocurrirían
inevit ables hechos de sangre, dolor y m uert e.
- No t engo la m enor duda, Est eban - concluyó- . Se avecinan t iem pos at roces. Habrá
t ant os m uert os que no se podrán cont ar. Ust ed est ará en el bando de los ganadores,
pero el t riunfo no le t raerá m ás que sufrim ient o y soledad.
Est eban Trueba se sint ió incóm odo ant e esa pit onisa insólit a que t rast ornaba la paz
de su bibliot eca v alborot aba su hígado con desvaríos ast rológicos, pero no t uvo valor
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La casa de l os espí r i tus
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para despedirla, a causa de Clara, que est aba observando con el rabillo del oj o desde
su rincón.
- Pero no he venido a m olest arlo con, not icias que escapan a su cont rol, Est eban. He
venido a hablar con su niet a Alba, porque t engo un m ensaj e para ella de su abuela.
El senador llam ó a Alba. La j oven no había vist o a Luisa Mora desde que t enía siet e
años, pero se acordaba perfect am ent e de ella. La abrazó con delicadeza, para no
desbarat ar su frágil esquelet o de m arfil y aspiró con ansias una bocanada de ese
perfum e inconfundible.
- Vine a decirt e que t e cuides, hij it a - dij o Luisa Mora después que se hubo secado el
llant o de em oción- . La m uert e t e anda pisando los t alones. Tu abuela Clara t e prot ege
desde el Más Allá, pero m e m andó a decirt e que los espírit us prot ect ores son ineficaces
en los cat aclism os m ayores. Sería bueno que hicieras un viaj e, que t e fueras al ot ro
lado del m ar, donde est arás a salvo.
A esas alt uras de la conversación, el senador Trueba había perdido la paciencia y
est aba seguro que se encont raba frent e a una andana dem ent e. Diez m eses y once
días m ás t arde, recordaría la profecía de Luisa Mora, cuando se llevaron a Alba en la
noche durant e el t oque de queda.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

El terror
Capítulo XIII

El día del golpe m ilit ar am aneció con un sol radiant e, poco usual en la t ím ida
prim avera que despunt aba. Jaim e había t rabaj ado casi t oda la noche y a las siet e de la
m añana sólo t enía en el cuerpo dos horas de sueño. Lo despert ó la cam panilla del
t eléfono y una secret aria, con la voz ligeram ent e alt erada, t erm inó de espant arle la
m odorra. Lo llam aban de Palacio para inform arle que debía present arse en la oficina
del com pañero President e lo ant es posible, no, el com pañero President e no est aba
enferm o, no, no sabía lo que est aba pasando, ella t enía orden dé llam ar a t odos los
m édicos de la Presidencia. Jaim e se vist ió com o un sonám bulo y t om ó su aut om óvil,
agradeciendo que por su profesión t uviera derecho a una cuot a sem anal de gasolina,
porque o si no, habría t enido que ir al cent ro en biciclet a. Llegó al Palacio a las ocho y
se ext rañó de ver la plaza vacía y un fuert e dest acam ent o de soldados en los port ones
de la sede del gobierno, vest idos t odos con ropa de bat alla, cascos y arm am ent os de
guerra. Jaim e est acionó su aut om óvil en la plaza solit aria, sin reparar en los gest os
que hacían los soldados para que no se det uviera. Se baj ó y de inm ediat o lo rodearon
apunt ando con sus arm as.
- ¿Qué pasa, com pañeros? ¿Est am os en guerra con los chinos? - sonrió Jaim e.
- ¡Siga, no puede det enerse aquí! ¡El t ráfico est á int errum pido! - ordenó un oficial.
- Lo sient o, pero m e han llam ado de la Presidencia - alegó Jaim e m ost rando su
ident ificación- . Soy m édico.
Lo acom pañaron hast a las pesadas puert as de m adera del Palacio, donde un grupo
de carabineros m ont aba guardia. Lo dej aron ent rar. En el int erior del edificio reinaba
una agit ación de naufragio, los em pleados corrían por las escaleras com o rat ones
m areados y la guardia privada del President e est aba arrim ando los m uebles cont ra las
vent anas y repart iendo pist olas ent re los m ás próxim os. El President e salió a su
encuent ro. Tenía puest o un casco de com bat e, que se veía incongruent e j unt o a su fina
ropa deport iva y sus zapat os it alianos. Ent onces Jaim e com prendió que algo grave
est aba ocurriendo.
- Se ha sublevado la Marina, doct or - explicó brevem ent e- . Ha llegado el m om ent o de
luchar.
Jaim e t om ó el t eléfono y llam ó a Alba para decirle que no se m oviera de la casa y
pedirle que avisara a Am anda. No volvió a hablar con ella nunca m ás, porque los
acont ecim ient os se desencadenaron vert iginosam ent e. En el t ranscurso de la siguient e
hora llegaron algunos m inist ros y dirigent es polít icos del gobierno y com enzaron las
negociaciones t elefónicas con los insurrect os para m edir la m agnit ud de la sublevación
y buscar una solución pacífica. Pero a las nueve y m edia de la m añana las unidades
aunadas del país est aban al m ando de m ilit ares golpist as. En los cuart eles había
com enzado la purga de los que perm anecían leales a la Const it ución. El general de los
carabineros ordenó a la guardia del Palacio que saliera, porque t am bién la policía
acababa de plegarse al Golpe.
- Pueden irse, com pañeros, pero dej en sus arm as - dij o el President e.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Los carabineros est aban confundidos y avergonzados, pero la orden del general era
t erm inant e. Ninguno se at revió a desafiar la m irada del j efe de Est ado, deposit aron sus
arm as en el pat io y salieron en fila, con la cabeza gacha. En la puert a uno se volvió.
- Yo m e quedo con ust ed, com pañero President e - dij o.
A m edia m añana fue evident e que la. sit uación no se arreglaría con el diálogo y
em pezó a ret irarse casi t odo el m undo. Sólo quedaron los am igos m ás cercanos y la
guardia privada. Las hij as del President e fueron obligadas por su padre a salir.
Tuvieron que sacarlas a la fuerza y desde la calle podían oír sus grit os llam ándolo. En
el int erior del edificio quedaron alrededor de t reint a personas at rincheradas en los
salones del segundo piso, ent re quienes est aba Jaim e. Creía encont rarse en m edio de
una pesadilla. Se sent ó en un sillón de t erciopelo roj o, con una pist ola en la m ano,
m irándola idiot izado. No sabía usarla. Le pareció que el t iem po t ranscurría m uy
lent am ent e, en su reloj sólo habían pasado t res horas de ese m al sueño. Oyó la voz del
President e que hablaba por radio al país. Era su despedida.
«Me dirij o a aquellos que serán perseguidos, para decirles que yo no voy a
renunciar: pagaré con m i vida la lealt ad del pueblo. Siem pre est aré j unt o a ust edes.
Tengo fe en la pat ria y su dest ino. Ot ros hom bres superarán est e m om ent o y m ucho
m ás t em prano que t arde se abrirán las grandes alam edas por donde pasará el hom bre
libre, para const ruir una sociedad m ej or. ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los t rabaj adores! Ést as
serán m is últ im as palabras. Tengo la cert eza de que m i sacrificio no será en vano.»
El cielo com enzó a nublarse. Se oían algunos disparos aislados y lej anos. En ese
m om ent o el President e est aba hablando por t eléfono con el j efe de los sublevados,
quien le ofreció un avión m ilit ar para salir del país con t oda su fam ilia. Pero él no
est aba dispuest o a exiliarse en algún lugar lej ano donde podría pasar el rest o de su
vida veget ando con ot ros m andat arios derrocados, que habían salido de su pat ria ent re
gallos y m edianoche.
- Se equivocaron conm igo, t raidores. Aquí m e puso el pueblo y sólo saldré m uert o
- respondió serenam ent e.

Ent onces oyeron el rugido de los aviones y com enzó el bom bardeo. Jaim e se t iró al
suelo con los dem ás, sin poder creer lo que est aba viviendo, porque hast a el día
ant erior est aba convencido de que en su país nunca pasaba nada y hast a los m ilit ares
respet aban la ley. Sólo el President e se m ant uvo en pie, se acercó a una vent ana con
una bazooka en los brazos y disparó hacia los t anques de la calle. Jaim e se arrast ró
hast a él y lo t om ó de las pant orrillas para obligarlo a agacharse, pero el ot ro le solt ó
una palabrot a y se m ant uvo de pie. Quince m inut os después ardía t odo el edificio y
adent ro no se podía respirar por las bom bas y el hum o. Jaim e gat eaba ent re los
m uebles rot os y los pedazos de cielo raso que caían a su alrededor com o una lluvia
m ort ífera, procurando dar auxilio a los heridos, pero sólo podía ofrecer consuelo y
cerrar los oj os a los m uert os. En una súbit a pausa del t irot eo, el President e reunió a
los sobrevivient es y les dij o que se fueran, que no quería m árt ires ni sacrificios inút iles,
que t odos t enían una fam ilia y t endrían que realizar una im port ant e t area después.
«Voy a pedir una t regua para que puedan salir», agregó. Pero nadie se ret iró. Algunos
t em blaban, pero t odos est aban en aparent e posesión de su dignidad. El bom bardeo fue
breve, pero dej ó el Palacio en ruinas. A las dos de la t arde el incendio había devorado
los ant iguos salones que habían servido desde t iem pos coloniales, y sólo quedaba un
puñado de hom bres alrededor del President e. Los m ilit ares ent raron al edificio y
ocuparon t odo lo que quedaba de la plant a baj a. Por encim a del est ruendo escucharon
la voz hist érica de un oficial que les ordenaba rendirse y baj ar en fila india y con los

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

brazos en alt o. El President e est rechó la m ano a cada uno. «Yo baj aré al final», dij o.
No volvieron a verlo con vida.
Jaim e baj ó con los dem ás. En cada peldaño de la am plia escalera de piedra había
soldados apost ados. Parecían haber enloquecido. Pat eaban y golpeaban con las culat as
a los que baj aban, con un odio nuevo, recient em ent e invent ado, que había florecido en
ellos en pocas horas. Algunos disparaban sus arm as por encim a de las cabezas de los
rendidos. Jaim e recibió un golpe en el vient re que lo dobló en dos y cuando pudo
enderezarse, t enía los oj os llenos de lágrim as y los pant alones t ibios de m ierda.
Siguieron golpeándolos hast a la calle y allí les ordenaron acost arse boca abaj o en el
suelo, los pisaron, los insult aron hast a que se le acabaron las palabrot as del cast ellano
y ent onces le hicieron señas a un t anque. Los prisioneros lo oyeron acercarse,
est rem eciendo el asfalt o con su peso de paquiderm o invencible.
- ¡Abran paso, que les vam os a pasar con el t anque por encim a a est os huevones!
- grit ó un coronel.
Jaim e at isbó desde el suelo y creyó reconocerlo, porque le recordó a un m uchacho
con quien j ugaba en Las Tres Marías cuando él era j oven. El t anque pasó resoplando a
diez cent ím et ros de sus cabezas ent re las carcaj adas de los soldados y el aullido de las
sirenas de los bom beros. A lo lej os se oía el rum or de los aviones de guerra. Mucho
rat o después separaron a los prisioneros en grupos, según su culpa, y a Jaim e lo
llevaron al Minist erio de Defensa, que est aba convert ido en cuart el. Lo obligaron a
avanzar agazapado, com o si est uviera en una t rinchera, lo llevaron a t ravés de una
gran sala, llena de hom bres desnudos, at ados en filas de diez, con las m anos
am arradas en la espalda, t an golpeados, que algunos no podían t enerse en pie y la
sangre corría en hilit os sobre el m árm ol del piso. Conduj eron a Jaim e al cuart o de las
calderas, donde había ot ras personas de pie cont ra la pared, vigiladas por un soldado
lívido que se paseaba apunt ándolos con su m et rallet a. Allí pasó m ucho rat o inm óvil,
parado, sost eniéndose com o un sonám bulo, sin acabar de com prender lo que est aba
sucediendo, at orm ent ado por los grit os que se escuchaban a t ravés del m uro. Not ó
que el soldado lo observaba. De pront o baj ó el arm a y se acercó.
- Siént ese a descansar, doct or, pero si yo le aviso, párese inm ediat am ent e - dij o en
un m urm ullo, pasándole un cigarrillo encendido- . Ust ed operó a m i m adre y le salvó la
vida.
Jaim e no fum aba, pero saboreó aquel cigarrillo aspirando lent am ent e. Su reloj
est aba dest rozado, pero por el ham bre y la sed, calculó que ya era de noche. Est aba
t an cansado e incóm odo en sus pant alones m anchados, que no se pregunt aba lo que
iba a sucederle. Em pezaba a cabecear cuando el soldado se aproxim ó.
- Párese, doct or - le susurró- . Ya vienen a buscarlo. ¡Buena suert e!
Un inst ant e después ent raron dos hom bres, le esposaron las m uñecas y lo
conduj eron donde un oficial que t enía a su cargo el int errogat orio de los prisioneros.
Jaim e lo había vist o algunas veces en com pañía del President e.
- Sabem os que ust ed do t iene nada que ver con est o, doct or - dij o- .Sólo querem os
que aparezca en la t elevisión y diga que el President e est aba borracho y que se
suicidó. Después lo dej o irse a su casa.
- Haga esa declaración ust ed m ism o. Conm igo no cuent en, cabrones - respondió
Jaim e.
Lo suj et aron de los brazos. El prim er golpe le cayó en el est óm ago. Después lo
levant aron, lo aplast aron sobre una m esa y sint ió que le quit aban la ropa. Mucho
después lo sacaron inconscient e del Minist erio de Defensa. Había com enzado a llover y
la frescura del agua y del aire lo reanim aron. Despert ó cuando lo subieron a un
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

aut obús del ej ércit o y lo dej aron en el asient o t rasero. A t ravés del vidrio observó la
noche y cuando el vehículo se puso en m archa, pudo ver las calles vacías y los edificios
em banderados. Com prendió que los enem igos habían ganado y probablem ent e pensó
en Miguel. El aut obús se det uvo en el pat io de un regim ient o, allí lo baj aron. Había
ot ros prisioneros en t an m al est ado com o él. Les at aron los pies y las m anos con
alam bres de púas y los t iraron de bruces en las pesebreras. Allí pasaron Jaim e y los
ot ros dos días sin agua y sin alim ent o, pudriéndose en su propio excrem ent o, su
sangre y su espant o, al cabo de los cuales los t ransport aron a t odos en un cam ión
hast a las cercanías del aeropuert o. En un descam pado los fusilaron en el suelo, porque
no podían t enerse de pie, y luego dinam it aron los cuerpos. El asom bro de la explosión
y el hedor de los despoj os quedaron flot ando en el aire por m ucho t iem po.

En la gran casa de la esquina, el senador Trueba abrió una bot ella de cham pán
francés para celebrar el derrocam ient o del régim en cont ra el cual había luchado t an
ferozm ent e, sin sospechar que en ese m ism o m om ent o a su hij o Jaim e est aban
quem ándole los t est ículos con un cigarrillo im port ado. El viej o colgó la bandera en la
ent rada de la casa y no salió a bailar a la calle porque era coj o y porque había t oque
de queda, pero ganas no le falt aron, com o anunció regocij ado a su hij a y a su niet a.
Ent ret ant o Alba, colgada del t eléfono, t rat aba de obt ener not icias de la gent e que la
preocupaba: Miguel, Pedro Tercero, su t ío Jaim e, Am anda, Sebast ián Góm ez y t ant os
ot ros.
- ¡Ahora las van a pagar! - exclam ó el senador Trueba alzando la copa.
Alba se la arrebat ó de la m ano de un zarpazo y la lanzó cont ra la pared, haciéndola
añicos. Blanca, que nunca había t enido el valor de hacer frent e a su padre, sonrió sin
disim ulo.
- ¡No vam os a celebrar la m uert e del President e ni la de ot ros, abuelo! dij o Alba.
En las pulcras casas del Barrio Alt o abrieron las bot ellas que habían est ado
esperando durant e t res años y brindaron por el nuevo orden. Sobre las poblaciones
obreras volaron durant e t oda la noche los helicópt eros, zum bando com o m oscas de
ot ros m undos.
Muy t arde, casi al am anecer, sonó el t eléfono y Alba, que no se había acost ado,
corrió a at enderlo. Aliviada, escuchó la voz de Miguel.
- Llegó el m om ent o, m i am or. No m e busques ni m e esperes. Te am o - dij o.
- ¡Miguel! ¡Quiero ir cont igo! - sollozó Alba.
- No hables a nadie de m í, Alba. No veas a los am igos. Rom pe las agendas, los
papeles, t odo lo que pueda relacionart e conm igo. Te voy a querer siem pre, recuérdalo,
m i am or Lij o Miguel y cort ó la com unicación.
El t oque de queda duró dos días. Para Alba fueron una et ernidad. Las radios
t ransm it ían inint errum pidam ent e him nos guerreros y la t elevisión m ost raba sólo
paisaj es del t errit orio nacional y dibuj os anim ados. Varias veces al día aparecían en las
pant allas los cuat ro generales de la j unt a, sent ados ent re el escudo y la bandera, para
prom ulgar sus bandos: eran los nuevos héroes de la pat ria. A pesar de la orden de
disparar cont ra cualquiera que se asom ara fuera de su casa, el senador Trueba cruzó
la calle para ir a celebrar donde un vecino. La algazara de la fiest a no llam ó la at ención
a las pat rullas que circulaban por la calle, porque ése era un barrio donde no
esperaban encont rar oposición. Blanca anunció que t enía la peor j aqueca de su vida y
se encerró en su habit ación. En la noche, Alba la oyó rondar por la cocina y supuso que
el ham bre había sido m ás fuert e que el dolor de cabeza. Ella pasó dos días dando

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

vuelt as por la casa en est ado de desesperación, revisando los libros del t únel de Jaim e
y su propio escrit orio, para dest ruir lo que consideró com prom et edor. Era com o
com et er un sacrilegio, est aba segura que cuando su t ío regresara iba a ponerse furioso
y le quit aría su confianza. Tam bién dest ruyó las libret as donde est aban los núm eros de
t eléfono de los am igos, sus m ás preciosas cart as de am or y hast a las fot ografías de
Miguel. Las em pleadas de la casa, indiferent es y aburridas, se ent ret uvieron durant e el
t oque de queda haciendo em panadas, m enos la cocinera, que lloraba sin parar y
esperaba con ansias el m om ent o de ir a ver a su m arido, con quien no había podido
com unicarse.
Cuando se levant ó por algunas horas la prohibición de salir, para dar a la población
la oport unidad de com prar víveres, Blanca com probó m aravillada que los alm acenes
est aban abarrot ados con los product os que durant e t res años habían escaseado y que
parecían haber surgido com o por obra de m agia en las vit rinas. Vio rum as de pollos
faenados y pudo com prar t odo lo que quiso, a pesar de que cost aban el t riple, porque
se había decret ado libert ad de precios. Not ó que m uchas personas observaban los
pollos con curiosidad, com o si no los hubieran vist o nunca, pero que pocas com praban,
porque no los podían pagar. Tres días después el olor a carne put refact a apest aba los
alm acenes de la ciudad.
Los soldados pat rullaban nerviosam ent e por las calles, vit oreados por m ucha gent e
que había deseado el derrocam ient o del gobierno. Algunos, envalent onados por la
violencia de esos días, det enían a los hom bres con pelo largo o con barba, signos
inequívocos de su espírit u rebelde, y paraban en la calle a las m uj eres que andaban
con pant alones para cort árselos a t ij eret azos, porque se sent ían responsables de
im poner el orden, la m oral y la decencia. Las nuevas aut oridades dij eron que no t enían
nada que ver con esas acciones, nunca habían dado orden de cort ar barbas o
pant alones, probablem ent e se t rat aba de com unist as disfrazados de soldados para
desprest igiar a las Fuerzas Arm adas y hacerlas odiosas a los oj os de la ciudadanía, que
no est aban prohibidas las barbas ni los pant alones, pero, por supuest o, preferían que
los hom bres anduvieran afeit ados y con el pelo cort o, y las m uj eres con faldas.
Se corrió la voz de que el President e había m uert o y nadie creyó la versión oficial de
que se suicidó.

Esperé que se norm alizara un poco la sit uación. Tres días después del
Pronunciam ient o Milit ar, m e dirigí en el aut om óvil del Congreso al Minist erio de
Defensa, ext rañado de que no m e hubieran buscado para invit arm e a part icipar en el
nuevo gobierno. Todo el m undo sabe que fui el principal enem igo de los m arxist as, el
prim ero que se opuso a la dict adura com unist a y se at revió a decir en público que sólo
los m ilit ares podían im pedir que el país cayera en las garras de la izquierda. Adem ás
yo fui quien hizo casi t odos los cont act os con el alt o m ando m ilit ar, quien sirvió de
enlace con los gringos y puse m i nom bre y m i dinero para la com pra de arm as. En fin,
m e j ugué m ás que nadie. A m i edad el poder polít ico no m e int eresa para nada. Pero
soy de los pocos que podían asesorarlos, porque llevo m ucho t iem po ocupando
posiciones y sé m ej or que nadie lo que le conviene a est e país. Sin asesores leales,
honest os y capacit ados, ¿qué pueden hacer unos pocos coroneles im provisados? Sólo
desat inos. O dej arse engañar por los vivos que se aprovechan de las circunst ancias
para hacerse ricos, com o de hecho est á sucediendo. En ese m om ent o nadie sabía que
las cosas iban a ocurrir com o ocurrieron. Pensábam os que la int ervención m ilit ar era
un paso necesario para la vuelt a a una dem ocracia sana, por eso m e parecía t an
im port ant e colaborar con las aut oridades.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Cuando llegué al Minist erio de Defensa m e sorprendió ver el edificio convert ido en
un m uladar. Los ordenanzas baldeaban los pisos con est ropaj os, vi algunas paredes
aport illadas por las balas v por t odos lados corrían los m ilit ares agazapados, com o si
de verdad est uvieran en m edio de un cam po de bat alla o esperaran que le cayeran los
enem igos del t echo. Tuve que aguardar casi t res horas para que m e at endiera un
oficial. Al principio creí que en ese caos no m e habían reconocido y por eso m e
t rat aban con t an poca deferencia, pero luego m e di cuent a cóm o eran las cosas. El
oficial m e recibió con las bot as sobre el escrit orio, m ast icando un em paredado
grasient o, m al afeit ado, con la guerrera desabot onada. No m e dio t iem po de pregunt ar
por m i hij o Jaim e ni para felicit arlo por la valient e acción de los soldados que habían
salvado a la pat ria, sino que procedió a pedirm e las llaves del aut om óvil con el
argum ent o de que se había clausurado el Congreso y, por lo t ant o, t am bién se habían
t erm inado las prebendas de los congresist as. Me sobresalt é. Era evident e, ent onces,
que no t enían int ención alguna de volver a abrir las puert as del Congreso, com o t odos
esperábam os. Me pidió, no, m e ordenó, present arm e al día siguient e en la cat edral, a
las once de la m añana, para asist ir al Te Deum con que la pat ria agradecería a Dios la
vict oria sobre el com unism o.
- ¿Es ciert o que el President e se suicidó? - pregunt é.
- ¡Se fue! - m e cont est ó.
- ¿Se fue? ¿Adónde?
- ¡Se fue en sangre! - rió el ot ro.
Salí a la calle desconcert ado, apoyado en el brazo de m i chofer. No t eníam os form a
de regresar a la casa, porque no circulaban t axis ni buses y yo no est oy en edad para
cam inar. Afort unadam ent e pasó un j eep de carabineros y m e reconocieron. Es fácil
dist inguirm e, com o dice m i niet a Alba, porque t engo una pint a inconfundible de viej o
cuervo rabioso y siem pre ando vest ido de lut o, con m i bast ón de plat a.
- Suba, senador - dij o un t enient e.
Nos ayudaron a t repar al vehículo. Los carabineros se veían cansados y m e pareció
evident e que no habían dorm ido. Me confirm aron que hacía t res días que est aban
pat rullando la ciudad, m ant eniéndose despiert os con café negro y past illas.
- ¿Han encont rado resist encia en las poblaciones o en los cordones indust riales?
- pregunt é.
- Muy poca. La gent e est á t ranquila- dij o el t enient e- . Espero que la sit uación se
norm alice pront o, senador. No nos gust a est o, es un t rabaj o sucio.
- No diga eso, hom bre. Si ust edes no se adelant an, los com unist as habrían dado el
Golpe y a est as horas ust ed, yo y ot ras cincuent a m il personas est aríam os m uert os.
Sabía que t enían un plan para im plant ar su dict adura, ¿no?
- Eso nos han dicho. Pero en la población donde yo vivo hay m uchos det enidos. Mis
vecinos m e m iran con recelo. Aquí a los m uchachos les pasa lo m ism o. Pero hay que
cum plir órdenes. La pat ria es lo prim ero, ¿verdad?
- Así es. Yo t am bién sient o lo que est á pasando, t enient e. Pero no había ot ra
solución. El régim en est aba podrido. ¿Qué habría sido de est e país, si ust edes no
em puñan las arm as?
En el fondo, sin em bargo, no est aba t an seguro. Tenía el present im ient o de que las
cosas no est aban saliendo com o las habíam os planeado y que la sit uación se nos
est aba escapando de las m anos, pero en ese m om ent o acallé m is inquiet udes
razonando que t res días son m uy pocos para ordenar un país y que probablem ent e el
grosero oficial que m e at endió en el Minist erio de Defensa represent aba una m inoría
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insignificant e dent ro de las Fuerzas Arm adas. La m ayoría era com o ese t enient e
escrupuloso que m e llevó a la casa. Supuse que al poco t iem po se rest ablecería el
orden y cuando se aliviara la t ensión de los prim eros días, m e pondría en cont act o con
alguien m ej or colocado en la j erarquía m ilit ar. Lam ent é no haberm e dirigido al general
Hurt ado, no lo había hecho por respet o y t am bién, lo reconozco, por orgullo, porque lo
correct o era que él m e buscara y no yo a él.
No m e ent eré de la m uert e de m i hij o Jaim e hast a dos sem anas después, cuando se
nos había pasado la euforia del t riunfo al ver que t odo el m undo andaba cont ando a los
m uert os y a los desaparecidos. Un dom ingo se present ó en la casa un soldado sigiloso
y relat ó a Blanca en la cocina lo que había vist o en el Minist erio de Defensa y lo que
sabía de los cuerpos dinam it ados.
- El doct or Del Valle salvó la vida de m i m adre - dij o el soldado m irando el suelo, con
el casco de guerra en la m ano- . Por eso vengo a decirles cóm o lo m at aron.
Blanca m e llam ó para que oyera lo que decía el soldado, pero m e negué a creerlo.
Dij e que el hom bre se había confundido, que no era Jaim e, sino ot ra persona la que
había vist o en la sala de las calderas, porque Jaim e no t enía nada que hacer en el
Palacio Presidencial el día del Pronunciam ient o Milit ar. Est aba seguro que m i hij o había
escapado al ext ranj ero por algún paso front erizo o se había asilado en alguna
em baj ada, en el supuest o de que lo est uvieran persiguiendo. Por ot ra part e, su
nom bre no aparecía en ninguna de las list as de la gent e solicit ada por las aut oridades,
así es que deduj e que Jaim e no t enía nada que t em er.
Había de pasar m ucho t iem po, varios m eses, en realidad, para que yo com prendiera
que el soldado había dicho la verdad. En los desvaríos de la soledad aguardaba a m i
hij o sent ado en la polt rona de la bibliot eca, con los oj os fij os en el um bral de la puert a,
llam ándolo con el pensam ient o, t al com o llam aba a Clara. Tant o lo llam é, que
finalm ent e llegué a verlo, pero se m e apareció cubiert o de sangre seca y andraj os,
arrast rando serpent inas de alam bres de púas sobre el parquet encerado. Así supe que
había m uert o t al com o nos había cont ado el soldado. Sólo ent onces com encé a hablar
de la t iranía. Mi niet a Alba, en cam bio, vio perfilarse al dict ador m ucho ant es que yo.
Lo vio dest acarse ent re los generales y gent es de guerra. Lo reconoció al punt o,
porque ella heredó la int uición de Clara. Es un hom bre t osco y de apariencia sencilla,
de pocas palabras, com o un cam pesino. Parecía m odest o y pocos pudieron adivinar
que algún día lo Verían envuelt o en una capa de em perador, con los brazos en alt o,
para acallar a las m ult it udes acarreadas en cam iones para vit orearlo, sus august os
bigot es t em blando de vanidad, inaugurando el m onum ent o a Las Cuat ro Espadas,
desde cuya cim a una ant orcha et erna ilum inaría los dest inos de la pat ria, pero, que por
un error de los t écnicos ext ranj eros, j am ás se elevó llam a alguna, sino solam ent e una
espesa hum areda de cocinería que quedó flot ando en el cielo com o una perenne
t orm ent a de ot ros clim as.
Em pecé a pensar que m e había equivocado en el procedim ient o y que t al vez no era
ésa la m ej or solución para derrocar al m arxism o. Me sent ía cada vez m ás solo, porque
ya nadie m e necesit aba, no t enía a m is hij os y Clara, con su m anía de la m udez y la
dist racción, parecía un fant asm a. I ncluso Alba se alej aba cada día m ás. Apenas la veía
en la casa.. Pasaba por m i lado com o una ráfaga, con sus horrendas faldas largas de
algodón arrugado y su increíble pelo verde, com o el de Rosa, ocupada en quehaceres
m ist eriosos que llevaba a cabo con la com plicidad de su abuela. Est oy seguro que a
m is espaldas ellas dos t ram aban secret os. Mi niet a andaba azorada, igual com o Clara
en los t iem pos del t ifus, cuando se echó a la espalda el fardo del dolor aj eno.

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La casa de l os espí r i tus
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Alba t uvo m uy poco t iem po para lam ent ar la m uert e de su t ío Jaim e, porque las
urgencias de los necesit ados la absorbieron de inm ediat o, de m odo que t uvo que
alm acenar su dolor para sufrirlo m ás t arde. No volvió a ver a Miguel hast a dos m eses
después del Golpe Milit ar y llegó a pensar que t am bién est aba m uert o. No lo buscó, sin
em bargo, porque en ese sent ido t enía inst rucciones m uy precisas de él y adem ás oyó
que lo llam aban por las list as de los que debían present arse ant e las aut oridades. Eso
le dio esperanza. «Mient ras lo busquen, est á con vida», deduj o. Se at orm ent aba con la
idea que podían agarrarlo vivo e invocaba a su abuela para pedirle que eso no
ocurriera. «Prefiero m il veces verlo m uert o, abuela», suplicaba. Ella sabía lo que
est aba pasando en el país, por eso andaba día y noche con el est óm ago oprim ido, le
t em blaban las m anos, y cuando se ent eraba de la suert e de algún prisionero, se cubría
de ronchas desde los pies hast a la cabeza, com o un apest ado. Pero no podía hablar de
eso con nadie, ni siquiera con su abuelo, porque la gent e prefería no saberlo.
Después de aquel m art es t errible, el m undo cam bió en form a brut al para Alba. Tuvo
que acom odar los sent idos para seguir viviendo. Debió acost um brarse a la idea de que
no volvería a ver a los que m ás había am ado, a su t ío Jaim e, a Miguel y a m uchos
ot ros. Culpaba a su abuelo por lo que había pasado, pero luego, al verlo encogido en
su polt rona, llam ando a Clara y a su hij o en un m urm ullo int erm inable, le volvía t odo el
am or por el viej o y corría a abrazarlo, a pasarle los dedos por la m elena blanca, a
consolarlo. Alba sent ía que las cosas eran de vidrio, frágiles com o suspiros, y que la
m et ralla y las bom bas de aquel m art es inolvidable, dest rozaron una buena part e de lo
conocido, y el rest o quedó hecho t rizas y salpicado de sangre. Con el t ranscurso de los
días, las sem anas y los m eses, lo que al principio parecía haberse preservado de la
dest rucción, t am bién com enzó a m ost rar señales del det erioro. Not ó que los am igos y
parient es la eludían, que algunos cruzaban la calle para no saludarla o volvían la cara
cuando se aproxim aba. Pensó que se había corrido la voz de que ayudaba a los
perseguidos.
Así era. Desde los prim eros días la m ayor urgencia fue asilar a los que corrían
peligro de m uert e. Al principio a Alba le pareció una ocupación casi divert ida, que
perm it ía m ant ener la m ent e en ot ras cosas y no pensar en Miguel, pero pront o se dio
cuent a que no era un j uego. Los bandos advirt ieron a los ciudadanos que debían
delat ar a los m arxist as y ent regar a los fugit ivos, o bien serían considerados t raidores
a la pat ria y j uzgados com o t ales. Alba recuperó m ilagrosam ent e el aut om óvil de
Jaim e, que se salvó del bom bardeo y est uvo una sem ana est acionado en la m ism a
plaza donde él lo dej ó, hast a que Alba se ent eró y lo fue a buscar. Le pint ó dos
grandes girasoles en las puert as, de un am arillo im pact ant e, para que se dist inguiera
de ot ros coches y facilit ara así su nueva t area. Tuvo que m em orizar la ubicación de
t odas las em baj adas, los t urnos de los carabineros que las vigilaban, la alt ura de sus
m uros, el ancho de sus puert as. El aviso de que había alguno a - quien asilar le llegaba
sorpresivam ent e, a m enudo a t ravés de un desconocido que la abordaba en la calle y
que suponía que era enviado por Miguel. I ba al lugar de la cit a a plena luz del día y
cuando veía a alguien haciendo señas, advert ido por las flores am arillas pint adas en su
aut om óvil, se det enía brevem ent e para que subiera a t oda prisa. Por el cam ino no
hablaban, porque ella prefería no saber ni su nom bre. A veces t enía que pasar t odo el
día con él, incluso esconderlo por una o dos noches, ant es de encont rar el m om ent o
adecuado para int roducirlo en una em baj ada asequible, salt ando un m uro a espaldas
de los guardias. Ese sist em a result aba m ás expedit o que los t rám it es con t im orat os
em baj adores de las dem ocracias ext ranj eras. Nunca m ás volvía a saber del asilado,
pero guardaba para siem pre su agradecim ient o t em bloroso y, cuando t odo t erm inaba,
respiraba aliviada porque por esa vez se había salvado. En ocasiones t uvo que hacerlo
con m uj eres que no querían desprenderse de sus hij os y, a pesar de que Alba les
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

prom et ía hacerles llegar la criat ura por la puert a principal, puest o que ni el m ás t ím ido
em baj ador se rehusaría a ello, las m adres se negaban a dej arlos at rás, de m odo que al
final t am bién a los niños había que t irarlos por encim a de los m uros o descolgarlos por
las rej as. Al poco t iem po t odas las em baj adas est aban erizadas de púas y
am et ralladoras y fue im posible seguir t om ándolas por asalt o, pero ot ras necesidades la
m ant uvieron ocupada.
Fue Am anda quien la puso en cont act o con los curas. Las dos am igas se j unt aban
para hablar en susurros de Miguel, a quien ninguna había vuelt o a ver, y para recordar
a Jaim e con una nost algia sin lágrim as, porque no había una prueba oficial de su
m uert e y el deseo que am bas t enían de volver a verlo era m ás fuert e que el relat o del
soldado. Am anda había vuelt o a fum ar com pulsivam ent e, le t em blaban m ucho las
m anos y se le ext raviaba la m irada. A veces t enía las pupilas dilat adas y se m ovía con
t orpeza, pero seguía t rabaj ando en el hospit al. Le cont ó que a m enudo at endía a gent e
que t raían desm ayada de ham bre.
- Las fam ilias de los presos, los desaparecidos y los m uert os no t ienen nada para
com er. Los cesant es t am poco. Apenas un plat o de m azam orra cada dos días. Los niños
se duerm en en la escuela, est án desnut ridos.
Agregó que el vaso de leche y las gallet as que ant es recibían diariam ent e t odos los
escolares, se habían suprim ido y que las m adres callaban el ham bre de sus hij os con
agua de t é.
- Los únicos que hacen algo para ayudar son los curas - explicó Am anda- . La gent e no
quiere saber la verdad. La I glesia ha organizado com edores para dar un plat o diario,
de com ida seis veces por sem ana, a los m enores de siet e años. No es suficient e, claro.
Por cada niño que com e una vez al día un plat o de lent ej as o de pat at as, hay cinco que
se quedan afuera m irando, porque no alcanza para t odos.
Alba com prendió que habían ret rocedido a la ant igüedad, cuando su abuela Clara iba
al Barrio de la Misericordia a reem plazar la j ust icia con la caridad. Sólo que ahora la
caridad era m al vist a. Com probó que cuando recorría las casas de sus am ist ades para
pedir un paquet e de arroz o un t arro de leche en polvo, no se at revían a negárselo la
prim era vez, pero luego la eludían. Al principio Blanca la ayudó. Alba no t uvo dificult ad
en obt ener la llave de la despensa de su m adre, con el argum ent o de que no había
necesidad de acaparar harina vulgar y porot os de pobre, si se podía com er cent olla del
m ar Bált ico y chocolat e suizo, con lo que pudo abast ecer los com edores de los curas
por un t iem po que, de t odos m odos, le pareció m uy breve. Un día llevó a su m adre a
uno de los com edores. Al ver el largo m ost rador de m adera sin pulir, donde una doble
fila de niños con oj os suplicant es esperaba que les dieran su ración, Blanca se puso a
llorar y cayó en la cam a por dos días con j aqueca. Habría seguido lam ent ándose si su
hij a no la obliga a vest irse, olvidarse de sí m ism a y conseguir ayuda, aunque fuera
robando al abuelo del presupuest o fam iliar. El senador Trueba no quiso oír hablar del
asunt o, t al com o hacía la gent e de su clase, y negó el ham bre con la m ism a t enacidad
con que negaba a los presos y a los t ort urados, de m odo que Alba no pudo cont ar con
él y m ás t arde, cuando t am poco pudo cont ar con su m adre, debió recurrir a m ét odos
m ás drást icos. Lo m ás lej os que llegaba el abuelo era al Club. No andaba por el cent ro
y m ucho m enos se acercaba a la periferia de la ciudad o a las poblaciones m arginales.
No le cost ó nada creer que las m iserias que relat aba su niet a eran pat rañas de los
m arxist as.
- ¡Curas com unist as! - exclam ó- . ¡Era lo últ im o que m e falt aba oír!
Pero cuando com enzaron a llegar a t odas horas los niños y las m uj eres a pedir a las
puert as de las casas, no dio orden de cerrar las rej as y las persianas para no verlos,

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

com o hicieron los dem ás, sino que aum ent ó la m ensualidad a Blanca y dij o que
t uvieran siem pre algo de com ida calient e para darles.
- Ést a es una sit uación t em poral - aseguró- . Apenas los m ilit ares ordenen el caos en
que el m arxism o dej ó al país, est e problem a será resuelt o.
Los periódicos dij eron que los m endigos en las calles, que no se veían desde hacía
t ant os años, eran enviados por el com unism o int ernacional para desprest igiar a la
j unt a Milit ar y sabot ear el orden y el progreso. Pusieron panderet as para t apar las
poblaciones m arginales, ocult ándolas a los oj os del t urism o y de los que no querían
ver. En una noche surgieron por encant am ient o j ardines recort ados y m acizos de flores
en las avenidas, plant ados por los cesant es para crear la fant asía de una pacífica
prim avera. Pint aron de blanco borrando los m urales de palom as panflet arias y
ret irando para siem pre de la vist a los cart eles polít icos. Cualquier int ent o de escribir
m ensaj es polít icos en la vía pública era penado con una ráfaga de am et ralladora en el
sit io. Las calles lim pias, ordenadas y silenciosas, se abrieron al com ercio. Al poco
t iem po desaparecieron los niños m endigos y Alba not ó que t am poco había perros
vagabundos ni t arros de basura. El m ercado negro t erm inó en el m ism o inst ant e en
que bom bardearon el Palacio Presidencial, porque los especuladores fueron
am enazados con ley m arcial y fusilam ient o. En las t iendas com enzaron a venderse
cosas que no se conocían ni de nom bre, y ot ras que ant es sólo conseguían los ricos
m ediant e el cont rabando. Nunca había est ado m ás herm osa la ciudad. Nunca la alt a
burguesía había sido m ás feliz: podía com prar whisky a dest aj o y aut om óviles a
crédit o.
En la euforia pat riót ica de los prim eros días, las m uj eres regalaban sus j oyas en los
cuart eles, para la reconst rucción nacional, hast a sus alianzas m at rim oniales, que eran
reem plazadas por anillos de cobre con el em blem a de la pat ria. Blanca t uvo que
esconder el calcet ín de lana con las j oyas que Clara le había legado, para que el
senador Trueba no las ent regara a las aut oridades. Vieron nacer una nueva y soberbia
clase social. Señoras m uy principales, vest idas con ropas de ot ros lugares, exót icas y
brillant es com o luciérnagas de noche, se pavoneaban en los cent ros de diversión del
brazo de los nuevos y soberbios econom ist as. Surgió una cast a de m ilit ares que ocupó
rápidam ent e los puest os clave. Las fam ilias que ant es habían considerado una
desgracia t ener a un m ilit ar ent re sus m iem bros, se peleaban las influencias para
m et er a los hij os en las academ ias de guerra y ofrecían sus hij as a los soldados. El país
se llenó de uniform ados, de m áquinas bélicas, de banderas, him nos y desfiles, porque
los m ilit ares conocían la necesidad del pueblo de t ener sus propios sím bolos y rit os. El
senador Trueba; que por principio det est aba esas cosas, com prendió lo que habían
querido decir sus am igos del Club, cuando aseguraban que el m arxism o no t enía ni la
m enor oport unidad en Am érica Lat ina, porque no cont em plaba el lado m ágico de las
cosas. «Pan, circo y algo que venerar, es t odo lo que necesit an», concluyó el senador,
lam ent ando en su fuero int erno que falt ara el pan.
Se orquest ó una cam paña dest inada a borrar de la faz de la t ierra el buen nom bre
del expresident e, con la esperanza de que el pueblo dej ara de llorarlo. Abrieron su
casa e invit aron al público a visit ar lo que llam aron «el palacio del dict ador». Se podía
m irar dent ro de sus arm arios y asom brarse del núm ero y la calidad de sus chaquet as
de gam uza, regist rar sus caj ones, hurgar en su despensa, para ver el ron cubano y el
saco de azúcar que guardaba. Circularon fot ografías burdam ent e t rucadas que lo
m ost raban vest ido de Baco, con una guirnalda de uvas en la cabeza, ret ozando con
m at ronas opulent as y con at let as de su m ism o sexo, en una orgía perpet ua que nadie,
ni el m ism o senador Trueba, creyó que fueran aut ént icas. «Est o es dem asiado, se les
est á pasando la m ano», m asculló cuando se ent eró.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

De una plum ada, los m ilit ares cam biaron la hist oria, borrando los episodios, las
ideologías y los personaj es que el régim en desaprobaba. Acom odaron los m apas,
porque no había ninguna razón para poner el nort e arriba, t an lej os de la benem érit a
pat ria, si se podía poner abaj o, donde quedaba m ás favorecida y, de paso, pint aron
con azul de Prusia vast as orillas de aguas t errit oriales hast a los lím it es de Asia y de
África y se apoderaron en los libros de geografía de t ierras lej anas, corriendo las
front eras con t oda im punidad, hast a que los países herm anos perdieron la paciencia,
pusieron un grit o en las Naciones Unidas y am enazaron con echarles encim a los
t anques de guerra y los aviones de caza. La censura, que al principio sólo abarcó los
m edios de com unicación, pront o se ext endió a los t ext os escolares, las let ras de las
canciones, los argum ent os de las películas y las conversaciones privadas. Había
palabras prohibidas por bando m ilit ar, com o la palabra «com pañero», y ot ras que no
se decían por precaución, a pesar de que ningún bando las había elim inado del
diccionario, com o libert ad, j ust icia y sindicat o. Alba se pregunt aba de dónde habían
salido t ant os fascist as de la noche a la m añana, porque en la larga t rayect oria
dem ocrát ica de su país, nunca se habían not ado, except o algunos exalt ados durant e la
guerra, que por m onería se ponían cam isas negras y desfilaban con el brazo en alt o,
en m edio de las carcaj adas y la silbat ina de los t ranseúnt es, sin que t uvieran ningún
papel im port ant e en la vida nacional. Tam poco se explicaba la act it ud de las Fuerzas
Arm adas, que provenían en su m ayoría de la clase m edia y la clase obrera y que
hist óricam ent e habían est ado m ás cerca de la izquierda que de la ext rem a derecha. No
com prendió el est ado de guerra int erna ni se dio cuent a de que la guerra es la obra de
art e de los m ilit ares, la culm inación de sus ent renam ient os, el broche dorado de su
profesión. No est án hechos para brillar en la paz. El Golpe les dio la oport unidad de
poner en práct ica lo que habían aprendido en los cuart eles, la obediencia ciega, el
m anej o de las arm as y ot ras art es que los soldados pueden dom inar cuando acallan los
escrúpulos del corazón.
Alba abandonó sus est udios, porque la Facult ad de Filosofía, com o m uchas ot ras que
abren las puert as del pensam ient o, fue clausurada. Tam poco siguió con la m úsica,
porque el violoncelo le pareció una frivolidad en esas circunst ancias. Muchos
profesores fueron despedidos, arrest ados o desaparecieron de acuerdo a una list a
negra que m anej aba la policía polít ica. A Sebast ián Góm ez lo m at aron en el prim er
allanam ient o, delat ado por sus propios alum nos. La universidad se llenó de espías.

La alt a burguesía y la derecha económ ica, que habían propiciado el cuart elazo,
est aban eufóricas. Al com ienzo se asust aron un poco, al ver las consecuencias de su
acción, porque nunca les había t ocado vivir en una dict adura y no sabían lo que era.
Pensaron que la pérdida de la dem ocracia iba a ser t ransit oria y que se podía vivir por
un t iem po sin libert ades individuales ni colect ivas, siem pre que el régim en respet ara la
libert ad de em presa. Tam poco les im port ó el desprest igio int ernacional, que los puso
en la m ism a cat egoría de ot ras t iranías regionales, porque les pareció un precio barat o
por haber derrocado al m arxism o. Cuando llegaron capit ales ext ranj eros para hacer
inversiones bancarias en el país, lo at ribuyeron, nat uralm ent e, a la est abilidad del
nuevo régim en, pasando por alt o el hecho de que por cada peso que ent raba, se
llevaban dos en int ereses. Cuando fueron cerrando de a poco casi t odas las indust rias
nacionales y em pezaron a quebrar los com erciant es, derrot ados por la im port ación
m asiva de bienes de consum o, dij eron que las cocinas brasileras, las t elas de Taiwan y
las m ot ociclet as j aponesas eran m ucho m ej ores que cualquier cosa que se hubiera
fabricado nunca en el país. Sólo cuando devolvieron las concesiones de las m inas a las
com pañías nort eam ericanas, después de t res años de nacionalización, algunas voces
sugirieron que eso era lo m ism o que regalar la pat ria envuelt a en papel celofán. Pero
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La casa de l os espí r i tus
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cuando com enzaron a ent regar a sus ant iguos dueños las t ierras que la reform a
agraria había repart ido, se t ranquilizaron: habían vuelt o a los buenos t iem pos. Vieron
que sólo una dict adura podía act uar con el peso de la fuerza y sin rendirle cuent as a
nadie, para garant izar sus privilegios, así es que dej aron de hablar de polít ica y
acept aron la idea de que ellos iban a t ener el poder económ ico, pero los m ilit ares iban
a gobernar. La única labor de la derecha fue asesorarlos en la elaboración de los
nuevos decret os y las nuevas leyes. En pocos días elim inaron los sindicat os, los
dirigent es obreros est aban presos o m uert os, los part idos polít icos declarados en
receso indefinido y t odas las organizaciones de t rabaj adores y est udiant es, y hast a los
colegios profesionales, desm ant elados. Est aba prohibido agruparse. El único sit io
donde la gent e podía reunirse era en la iglesia, de m odo que al poco t iem po la religión
se puso de m oda y los curas y las m onj as t uvieron que post ergar sus labores
espirit uales para socorrer las necesidades t errenales de aquel rebaño perdido. El
gobierno y los em presarios em pezaron a verlos com o enem igos pot enciales y algunos
soñaron con resolver el problem a asesinando al cardenal, en vist a de que el Papa,
desde Rom a, se negó a sacarlo de su puest o y enviarlo a un asilo para frailes
alienados.
Una gran part e de la clase m edia se alegró con el Golpe Milit ar, porque significaba la
vuelt a al orden, a la pulcrit ud de las cost um bres, las faldas en las m uj eres y el pelo
cort o en los hom bres, pero pront o em pezó a sufrir el t orm ent o de los precios alt os y la
falt a de t rabaj o. No alcanzaba el sueldo para com er. En t odas las fam ilias había alguien
a quien lam ent ar y ya no pudieron decir, com o al principio, que si est aba preso,
m uert o o exiliado, era porque se lo m erecía. Tam poco pudieron seguir negando la
t ort ura.
Mient ras florecían los negocios luj osos, las financieras m ilagrosas, los rest aurant es
exót icos y las casas im port adoras, en las puert as de las fábricas hacían cola los
cesant es esperando la oport unidad de em plearse por un j ornal m ínim o. La m ano de
obra descendió a niveles de esclavit ud y los pat rones pudieron, por prim era vez desde
hacía m uchas décadas, despedir a los t rabaj adores a su ant oj o, sin pagarles
indem nización, y m et erlos presos a la m enor prot est a.
En los prim eros m eses, el senador Trueba part icipó del oport unism o de los de su
clase. Est aba convencido de que era necesario un período de dict adura para que el país
volviera al redil del cual nunca debió haber salido. Fue uno de los prim eros
t errat enient es en recuperar su propiedad. Le devolvieron Las Tres Marías en ruinas,
pero ínt egra, hast a el últ im o m et ro cuadrado. Hacía casi dos años que est aba
esperando ese m om ent o, rum iando su rabia. Sin pensarlo dos veces, se fue al cam po
con m edia docena de m at ones a sueldo y pudo vengarse a sus anchas de los
cam pesinos que se habían at revido a desafiarlo y a quit arle lo suyo. Llegaron allá una
lum inosa m añana de dom ingo, poco ant es de la Navidad. Ent raron al fundo con un
alborot o de pirat as. Los m at ones se m et ieron por t odos lados, arreando con la gent e a
grit os, golpes y pat adas, j unt aron en el pat io a hum anos y a anim ales, y luego rociaron
con gasolina las casit as de ladrillo, que ant es habían sido el orgullo de Trueba, y les
prendieron fuego con t odo lo que cont enían. Mat aron las best ias a t iros. Quem aron los
arados, los gallineros, las biciclet as y hast a las cunas de los recién nacidos, en un
aquelarre de m ediodía que por poco m at a al viej o Trueca de alegría. Despidió a t odos
los inquilinos con la advert encia de que si volvía a verlos rondando por la propiedad,
sufrirían la m ism a suert e que los anim ales. Los vio part ir m ás pobres de lo que nunca
fueron, en una larga y t rist e procesión, llevándose a sus niños, sus viej os, los pocos
perros que sobrevivieron al t irot eo, alguna gallina salvada del infierno, arrast rando los
pies por el cam ino de polvo que los alej aba de la t ierra donde habían vivido por
generaciones. En el port ón de Las Tres Marías había un grupo de gent e m iserable
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esperando con oj os ansiosos. Eran ot ros cam pesinos desocupados, expulsados de ot ros
fundos, que llegaban t an hum ildes com o sus ant epasados de siglos at rás, a rogar al
pat rón que los em pleara en la próxim a cosecha.
Esa noche Est eban Trueca se acost ó en la cam a de hierro que había sido de sus
padres, en la viej a casa pat ronal donde no había est ado desde hacía t ant o t iem po.
Est aba cansado y t enía pegado en la nariz el olor del incendio y de los cuerpos de los
anim ales que t am bién t uvieron que quem ar, para que la podredum bre no infect ara el
aire. Todavía ardían los rest os de las casit as de ladrillo y a su alrededor t odo era
dest rucción y m uert e. Pero él sabía que podía volver a levant ar el cam po, t al com o lo
había hecho una vez, pues los pot reros est aban int act os y sus fuerzas t am bién. A
pesar del placer de su venganza, no pudo dorm ir. Se sent ía com o un padre que ha
cast igado a sus hij os con dem asiada severidad. Toda esa noche est uvo viendo los
rost ros de los cam pesinos, a quienes había vist o nacer en su propiedad, alej ándose por
la carret era. Maldij o su m al genio. Tam poco pudo dorm ir el rest o de la sem ana y
cuando logró hacerlo, soñó con Rosa. Decidió no cont ar a nadie lo que había hecho y
se j uró que Las Tres Marías volvería a ser el fundo m odelo que una vez fue. Echó a
correr la voz de que est aba dispuest o a acept ar a los inquilinos de vuelt a, baj o ciert as
condiciones, evident em ent e, pero ninguno regresó. Se habían desparram ado por los
cam pos, por los cerros, por la cost a, algunos habían ido a pie a las m inas, ot ros a las
islas del Sur, buscando cada uno el pan para su fam ilia en cualquier oficio. Asqueado,
el pat rón regresó a la capit al sint iéndose m ás viej o que nunca. Le pesaba el alm a.

El Poet a agonizó en su casa j unt o al m ar. Est aba enferm o y los acont ecim ient os de
los últ im os t iem pos agot aron su deseo de seguir viviendo. La t ropa le allanó la casa,
dieron vuelt as sus colecciones de caracoles, sus conchas, sus: m ariposas, sus bot ellas
y sus m ascarones de proa rescat ados de t ant os m ares, sus libros, sus cuadros, sus
versos inconclusos, buscando arm as subversivas y com unist as escondidos, hast a que
su viej o corazón de bardo em pezó a t rast abillar. Lo llevaron a la capit al. Murió cuat ro
días después y las últ im as palabras del hom bre que le cant ó a la vida, fueron: «¡los
van a fusilar! ¡los van a fusilar! ». Ninguno de sus am igos pudo acercarse a la hora de
la m uert e, porque est aban fuera de la ley, prófugos, exiliados o m uert os. Su casa azul
del cerro est aba m edio en ruinas, el piso quem ado y los vidrios rot os, no se sabía si
era obra de los m ilit ares, com o decían los vecinos, o de los vecinos, com o decían los
m ilit ares. Allí lo velaron unos pocos que se at revieron a llegar y periodist as de t odas
part es del m undo que acudieron a cubrir la not icia de su ent ierro. El senador Trueba
era su enem igo ideológico, pero lo había t enido m uchas veces en su casa y conocía de
m em oria sus versos. Se present ó al velorio vest ido de negro riguroso, con su niet a
Alba. Am bos m ont aron guardia j unt o al sencillo at aúd de m adera y lo acom pañaron
hast a el cem ent erio en una m añana desvent urada. Alba llevaba en la m ano un ram o
de los prim eros claveles de la t em porada, roj os com o la sangre. El pequeño cort ej o
recorrió a pie, lent am ent e, el cam ino al cam posant o, ent re dos filas de soldados que
acordonaban las calles.
La gent e iba en silencio. De pront o, alguien grit ó roncam ent e el nom bre del Poet a y
una sola voz de t odas las gargant as respondió «¡Present e! ¡Ahora y siem pre! ». Fue
com o si hubieran abiert o una válvula y t odo el dolor, el m iedo y la rabia de esos días
saliera de los pechos y rodara por la calle y subiera en un clam or t errible hast a los
negros nubarrones del cielo. Ot ro grit ó «¡Com pañero President e! ». Y cont est aron t odos
en un solo lam ent o, llant o de hom bre: «¡Present e! ». Poco a poco el funeral del Poet a
se convirt ió en el act o sim bólico de ent errar la libert ad.

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La casa de l os espí r i tus
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Muy cerca de Alba y su abuelo, los cam arógrafos de la t elevisión sueca film aban
para enviar al helado país de Nobel la visión pavorosa de las am et ralladoras apost adas
a am bos lados de la calle, las caras de la gent e, el at aúd cubiert o de flores, el grupo de
m uj eres silenciosas que se apiñaban en las puert as de la Morgue, a dos cuadras del
cem ent erio, para leer las list as de los m uert os. La voz de t odos se elevó en un cant o y
se llenó el aire con las consignas prohibidas, grit ando que el pueblo unido j am ás será
vencido, haciendo frent e a las arm as que t em blaban en las ruanos de los soldados. El
cort ej o pasó delant e de una const rucción y los obreros abandonando sus herram ient as,
se quit aron los cascos y form aron una fila cabizbaj a. Un hom bre m archaba con la
cam isa gast ada en los puños, sin chaleco y con los zapat os rot os, recit ando los versos
m ás revolucionarios del Poet a, con el llant o cayéndole por la cara. Lo seguía la m irada
at ónit a del senador Trueba, que cam inaba a su lado.
- ¡Lást im a- que fuera com unist a! - dij o el Senador a su niet a- . ¡Tan buen poet a y con
las ideas t an confusas! Si hubiera m uert o ant es del Pronunciam ient o Milit ar, supongo
que habría recibido un hom enaj e nacional.
- Supo m orir com o supo vivir, abuelo - replicó Alba.
Est aba convencida que m urió a debido t iem po, porque ningún hom enaj e podría
haber sido m ás grande que ese m odest o desfile de unos cuant os hom bres y m uj eres
que lo ent erraron en una t um ba prest ada, grit ando por últ im a vez sus versos de
j ust icia y libert ad. Dos días después apareció en el periódico un aviso de la j unt a Milit ar
decret ando duelo nacional por el Poet a y aut orizando a poner banderas a m edia ast a
en las casas part iculares que lo desearan. La aut orización regía desde el m om ent o de
su m uert e hast a el día en que apareció el aviso.
Del m ism o m odo que no pudo sent arse a llorar la m uert e de su t ío Jaim e, Alba
t am poco pudo perder la cabeza pensando en Miguel o lam ent ando al Poet a. Est aba
absort a en su t area de indagar por los desaparecidos, consolar a los t ort urados que
regresaban con la espalda en carne viva y los oj os t rast ornados y buscar alim ent os
para los com edores de los curas. Sin em bargo, en el silencio de la noche, cuando la
ciudad perdía su norm alidad de ut ilería y su paz de operet a, ella se sent ía acosada por
los t orm ent osos pensam ient os que había acallado durant e el día. A esa hora sólo los
furgones llenos de cadáveres y det enidos y los aut os de la policía circulaban por las
calles, com o lobos perdidos ululando en la oscuridad del t oque de queda. Alba
t em blaba en su cam a. Se le aparecían los fant asm as desgarrados de t ant os m uert os
desconocidos, oía la gran casa respirando con un j adeo de anciana, afinaba el oído y
sent ía en los huesos los ruidos t em ibles: un frenazo lej ano, un port azo, t irot eos, las
pisadas de las bot as, un grit o sordo. Luego ret ornaba el silencio largo que duraba
hast a el am anecer, cuando la ciudad revivía y el sol parecía borrar los t errores de la
noche. No era la única desvelada en la casa. A m enudo encont raba a su abuelo en
cam isa de dorm ir y pant uflas, m ás anciano y m ás t rist e que en el día, calent ándose
una t aza de caldo y m ascullando blasfem ias de filibust ero, porque le dolían los huesos
y el alm a. Tam bién su m adre hurgaba en la cocina o se paseaba com o una aparición
de m edianoche por los cuart os vacíos.
Así pasaron los m eses y llegó a ser evident e para t odos, incluso para el senador
Trueba, que los m ilit ares se habían t om ado el poder para quedárselo y no para
ent regar el gobierno a los polít icos de derecha que habían propiciado el Golpe. Eran
una raza apart e, herm anos ent re sí, que hablaban un idiom a diferent e al de los civiles
y con quienes el diálogo era com o una conversación de sordos, porque la m enor
disidencia era considerada t raición en su rígido código de honor. Trueba vio que t enían
planes m esiánicos que no incluían a los polít icos. Un día com ent ó con Blanca y Alba la
sit uación. Se lam ent ó de que la acción de los m ilit ares, cuyo propósit o era conj urar el

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

peligro de una dict adura m arxist a, hubiera condenado al país a una dict adura m ucho
m ás severa y, por lo vist o, dest inada a durar un siglo. Por prim era vez en su vida, el
senador Trueba adm it ió que se había equivocado. Hundido en su polt rona, com o un
anciano acabado, lo vieron llorar calladam ent e. No lloraba por la pérdida del poder.
Est aba llorando por su pat ria.
Ent onces Blanca se hincó a su lado, le t om ó la m ano y confesó que t enía a Pedro
Tercero García viviendo com o un anacoret a, escondido en uno de los cuart os
abandonados que había hecho const ruir Clara, en los t iem pos de los espírit us. Al día
siguient e del Golpe se habían publicado list as de las personas que debían present arse
ant e las aut oridades. El nom bre de Pedro Tercero García est aba ent re ellas. Algunos,
que seguían pensando que en ese país nunca pasaba nada, fueron por sus propios pies
a ent regarse al Minist erio de Defensa y lo pagaron con sus vidas. Pero Pedro Tercero
t uvo ant es que los dem ás el present im ient o de la ferocidad del nuevo régim en, t al vez
porque durant e esos t res años había aprendido a conocer a las Fuerzas Arm adas y no
creía el cuent o de que fueran diferent es a las de ot ras part es. Esa m ism a noche,
durant e el t oque de queda, se arrast ró hast a la gran casa de la esquina y llam ó a la
vent ana de Blanca. Cuando ella se asom ó, con la vist a nublada por la j aqueca, no lo
reconoció, porque se había afeit ado la barba y llevaba ant eoj os.
- Mat aron al President e - dij o Pedro Tercero.
Ella lo escondió en los cuart os vacíos. Acom odó un refugio de em ergencia, sin
sospechar que debería m ant enerlo ocult o durant e varios m eses, m ient ras los soldados
peinaban el país con rast rillo buscándolo.
Blanca pensó que a nadie se le iba a ocurrir que Pedro Tercero García est aba en la
casa del senador Trueba en el m ism o m om ent o en que ést e escuchaba de pie el
solem ne Te Deum en la cat edral. Para Blanca fue el período m ás feliz de su vida.
Para él, sin em bargo, las horas t ranscurrían con la m ism a lent it ud que si hubiera
est ado preso. Pasaba el día ent re cuat ro paredes, con la puert a cerrada con llave, para
que nadie t uviera la iniciat iva de ent rar a lim piar, y la vent ana con las persianas y las
cort inas corridas. No ent raba la luz del día, pero podía adivinarla por el t enue cam bio
en las rendij as de la persiana. En la noche abría la vent ana de par en par, para que se
vent ilara la habit ación - donde t enía que m ant ener un balde t apado para hacer sus
necesidades- y para respirar a bocanadas el aire de la libert ad. Ocupaba su t iem po
leyendo los libros de Jaim e, que Blanca le iba llevando a escondidas, escuchando los
ruidos de la calle, los susurros de la radio encendida al volum en m ás baj o. Blanca le
consiguió una guit arra a la que puso unos t rapos de lana baj o las cuerdas, para que
nadie lo oyera com poner en sordina sus canciones de viudas, de huérfanos, de
prisioneros y desaparecidos. Trat ó de organizar un horario sist em át ico para llenar el
día, hacía gim nasia, leía, est udiaba inglés, dorm ía siest a, escribía m úsica y volvía a
hacer gim nasia, pero con t odo eso le sobraban int erm inables horas de ocio, hast a que
finalm ent e escuchaba la llave en la cerradura de la puert a y veía ent rar a Blanca, que
le llevaba los periódicos, la com ida, agua lim pia para lavarse. Hacían el am or con
desesperación, invent ando nuevas fórm ulas prohibidas que el m iedo y la pasión
t ransform aban en viaj es alucinados a las est rellas. Blanca ya se había resignado a la
cast idad, a la m adurez y a sus variados achaques, pero el sobresalt o del am or le dio
una nueva j uvent ud. Se acent uó la luz de su piel, el rit m o de su andar y la cadencia de
su voz. Sonreía para adent ro y andaba com o dorm ida. Nunca había sido m ás herm osa.
Hast a su padre se dio cuent a y lo at ribuyó a la paz de la abundancia. «Desde que
Blanca no t iene que hacer cola, parece com o nueva», decía el senador Trueba. Alba
t am bién lo not ó. Observaba a su m adre. Su ext raño sonam bulism o le parecía
sospechoso, así com o su nueva m anía de llevar com ida a su habit ación. En m ás de una

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La casa de l os espí r i tus
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ocasión t uvo el propósit o de espiarla en la noche, pero la vencía el cansancio de sus


m últ iples ocupaciones de consuelo y, cuando t enia insom nio, le daba m iedo
avent urarse por los cuart os vacíos donde susurraban los fant asm as.
Pedro Tercero enflaqueció y perdió el buen hum or y la dulzura que lo habían
caract erizado hast a ent onces. Se aburría, m aldecía su prisión volunt aria v bram aba de
im paciencia por saber not icias de sus am igos. Sólo la presencia de Blanca lo
apaciguaba. Cuando ella ent raba al cuart o, se abalanzaba a abrazarla com o enaj enado,
para calm ar los t errores del día y el t edio de las sem anas. Em pezó a obsesionarle la
idea de que era t raidor y cobarde, por no haber com part ido la suert e de t ant os ot ros y
que lo m ás honroso sería ent regarse y enfrent ar su dest ino. Blanca procuraba
disuadirlo con sus m ej ores argum ent os, pero él parecía río escucharla. Trat aba de
ret enerlo con la fuerza del am or recuperado, lo alim ent aba en la boca; lo bañaba
frot ándolo con un paño húm edo y em polvándolo com o a una criat ura, le cort aba el
pelo y las uñas, lo afeit aba. Al final, de t odos m odos t uvo que em pezar a ponerle
past illas t ranquilizant es en la com ida y som níferos en el agua, para t um barlo en un
sueño profundo y t orm ent oso, del cual despert aba con la boca seca y el corazón m ás
t rist e. A los pocos m eses Blanca se dio cuent a de que no podría t enerlo prisionero
indefinidam ent e y abandonó sus planes de reducir su espírit u, para convert irlo en su
am ant e perpet uo. Com prendió que se est aba m uriendo en vida porque para él la
libert ad era m ás im port ant e que el am or, y que no habrían píldoras m ilagrosas capaces
de hacerlo cam biar de act it ud.
- ¡Ayúdem e, papá! - suplicó Blanca al senador Trueba- . Tengo que sacarlo del país.
El viej o se quedó paralizado por el desconciert o y com prendió cuán gast ado est aba,
al buscar su rabia y su odio y no encont rarlos por ninguna part e. Pensó en ese
cam pesino que había com part ido un am or de m edio siglo con su hij a y no pudo
descubrir ninguna razón para det est arlo, ni siquiera su poncho, su barba de socialist a,
su t enacidad, o sus m aldit as gallinas perseguidoras de zorros.
- ¡Caram ba! Tendrem os que asilarlo, porque si lo encuent ran en est a casa, nos j oden
a t odos - fue lo único que se le ocurrió decir.
Blanca le echó los brazos al cuello y lo cubrió de besos, llorando com o una niña. Era
la prim era caricia espont ánea que hacía a su padre desde su m ás rem ot a infancia.
- Yo puedo m et erlo en una em baj ada - dij o Alba- . Pero t enem os que esperar el
m om ent o propicio y t endrá que salt ar un m uro.
- No será necesario, hij it a - replicó el senador Trueba- . Todavía t engo am igos
influyent es en est e país.
Cuarent a y ocho horas después se abrió la puert a del cuart o de Pedro Tercero
García, pero en vez de Blanca, apareció el senador Trueba en el um bral. El fugit ivo
pensó que había llegado finalm ent e su hora, y, en ciert a form a, se alegró.
- Vengo a sacarlo de aquí - dij o Trueba.
- ¿Por qué? - pregunt ó Pedro Tercero.
- Porque Blanca m e lo pidió - respondió el ot ro.
- Váyase al caraj o - balbuceó Pedro Tercero.
- Bueno, para allá vam os. Ust ed viene conm igo.
Los dos sonrieron sim ult áneam ent e. En el pat io de la casa est aba esperando la
lim usina plat eada de un em baj ador nórdico. Met ieron a Pedro Tercero en la m alet a
t rasera del vehículo, encogido com o un fardo, y lo cubrieron con bolsas del m ercado
llenas de verduras. En los asient os se acom odaron Blanca, Alba, el senador Trueba y
su am igo, el em baj ador. El chofer los llevó a la Nunciat ura Apost ólica, pasando por
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La casa de l os espí r i tus
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delant e de una barrera de carabineros, sin que nadie los det uviera. En el port ón de la
nunciat ura había doble guardia, pero al reconocer al senador Trueba y ver la placa
diplom át ica del aut om óvil, los dej aron pasar con un saludo. Det rás del port ón, a salvo
en la sede del Vat icano, sacaron a Pedro Tercero, rescat ándolo debaj o de una m ont aña
de hoj as de lechuga y de t om at es revent ados. Lo conduj eron a la oficina del nuncio,
que lo esperaba vest ido con su sot ana obispal y provist o de un flam ant e salvoconduct o
para enviarlo al ext ranj ero j unt o a Blanca, quien había decidido vivir en el exilio el
am or post ergado desde su niñez. El nuncio les dio la bienvenida. Era un adm irador de
Pedro Tercero García y t enía t odos sus discos.
Mient ras el sacerdot e y el em baj ador nórdico discut ían sobre la sit uación
int ernacional, la fam ilia se despidió. Blanca y Alba lloraban con desconsuelo. Nunca
habían est ado separadas. Est eban Trueba abrazó largam ent e a su hij a, sin lágrim as,
pero con la boca apret ada, t em bloroso, esforzándose por cont ener los sollozos.
- No he sido un buen padre para ust ed, hij a - dij o- . ¿Cree que podrá perdonarm e y
olvidar el pasado?
- ¡Lo quiero m ucho, papá! - lloró Blanca echándole los brazos al cuello, est rechándolo
con desesperación, cubriéndolo de besos.
Después el viej o se volvió hacia Pedro Tercero y lo m iró a los oj os. Le t endió la
m ano, pero no supo est rechar la del ot ro, porque le falt aban algunos dedos. Ent onces
abrió los brazos y los dos hom bres, en un apret ado nudo, se despidieron, libres al fin
de los odios y los rencores que por t ant os años les habían ensuciado la exist encia.
- Cuidaré de su hij a y t rat aré de hacerla feliz, señor - dij o Pedro Tercero García con la
voz quebrada.
- No lo dudo. Váyanse en paz, hij os - m urm uró el anciano.
Sabía que no volvería a verlos.

El senador Trueba se quedó solo en la casa con su niet a y algunos em pleados. Al


m enos así lo creía él. Pero Alba había decidido adopt ar la idea de su m adre y usaba la
part e abandonada de la casa para esconder gent e por una o dos noches, hast a
encont rar ot ro lugar m ás seguro o la form a de sacarla del país. Ayudaba a los que
vivían en las som bras, huyendo en el día, m ezclados con el bullicio de la ciudad, pero
que, al caer la noche, debían est ar ocult os, cada vez en una part e diferent e. Las horas
m ás peligrosas eran durant e el t oque de queda, cuando los fugit ivos no podían salir a
la calle y la policía podía cazarlos a su ant oj o. Alba pensó que la casa de su abuelo era
el últ im o sit io que allanarían. Poco a poco t ransform ó los, cuart os vacíos en un
laberint o de rincones secret os donde escondía a sus prot egidos, a veces fam ilias
com plet as. El senador Trueba sólo ocupaba la bibliot eca, el baño y su dorm it orio. Allí
vivía rodeado de sus m uebles de caoba, sus vit rinas vict orianas y sus alfom bras
persas. I ncluso para un hom bre t an poco propenso a las corazonadas com o él, aquella
m ansión som bría era inquiet ant e: parecía cont ener un m onst ruo ocult o. Trueba no
com prendía la causa de su desazón, porque él sabía que los ruidos ext raños que los
sirvient es decían oír, provenían de Clara que vagaba por la casa en com pañía de sus
espírit us am igos. Había sorprendido a m enudo a su m uj er deslizándose por los salones
con su blanca t única y su risa de m uchacha. Fingía no verla, se quedaba inm óvil y
hast a dej aba de respirar, para no asust arla. Si cerraba los oj os haciéndose el dorm ido,
podía sent ir el roce t enue de sus dedos en la frent e, su alient o fresco pasar com o un
soplo, el roce de su pelo al alcance de la m ano. No t enía m ot ivos para sospechar algo
anorm al, sin em bargo procuraba no avent urarse en la región encant ada que era el
reino de su m uj er y lo m ás lej os que llegaba era la zona neut ral de la cocina. Su
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

ant igua cocinera se había m archado, porque en una balacera m at aron por error a su
m arido, y su único hij o, que est aba haciendo la conscripción en una aldea del Sur, fue
colgado de un post e con sus t ripas enrolladas en el cuello, corno venganza del pueblo
por haber cum plido las órdenes de sus superiores. La pobre m uj er perdió la razón y al
poco t iem po Trueba perdió la paciencia, hart o de encont rar en la com ida los pelos que
ella se arrancaba en su inint errum pido lam ent o. Por un t iem po, Alba experim ent ó
ent re las ollas valiéndose de un libro de recet as, pero a pesar de su buena disposición,
Trueba t erm inó por cenar casi t odas las noches en el Club, para hacer por lo m enos
una com ida decent e al día. Eso dio a Alba m ayor libert ad para su t ráfico de fugit ivos y
m ayor seguridad para m et er y sacar gent e de la casa ant es del t oque de queda, sin
que su abuelo sospechara.
Un día apareció Miguel. Ella est aba ent rando a la casa, a plena luz de la siest a,
cuando él le salió al encuent ro. Había est ado esperándola escondido ent re la m aleza
del j ardín. Se había t eñido el pelo de un pálido color am arillo y vest ía un t raj e azul
cruzado. Parecía un vulgar em pleado de Banco, pero Alba lo reconoció al plint o y no
pudo at aj ar un grit o de j úbilo que le subió de las ent rañas. Se abrazaron en el j ardín, a
la vist a de los t ranseúnt es y de quien quisiera m irar, hast a que les volvió la cordura y
com prendieron el peligro. Alba lo llevó al int erior de la casa, a su dorm it orio. Cayeron
sobre la cam a en un nudo de brazos y piernas, llam ándose m ut uam ent e por los
nom bres secret os que usaban en los t iem pos del sót ano, se am aron con desespero,
hast a que sint ieron que se les escapaba la vida y les revent aba el alm a, y t uvieron que
quedarse quiet os, escuchando los est repit osos lat idos de sus corazones, para
t ranquilizarse un poco. Ent onces Alba lo m iró por prim era vez y vio que había est ado
ret ozando con un perfect o desconocido, que no sólo t enía el pelo de un vikingo, sino
que t am poco t enía la barba de Miguel, ni sus pequeños lent es redondos de precept or y
parecía m ucho m ás delgado. ¡Te ves horrible! le sopló al oído. Miguel se había
convert ido en uno de los j efes de la guerrilla, cum pliendo así el dest ino que él m ism o
se había labrado desde la adolescencia. Para descubrir su paradero, habían int errogado
a m uchos hom bres y m uj eres, lo que pesaba a Alba com o una piedra de m olino en el
espírit u, pero para él no era m ás que una part e del horror de la guerra, y est aba
dispuest o a correr igual suert e cuando le llegara el m om ent o de encubrir a ot ros.
Ent ret ant o, luchaba en la clandest inidad, fiel a su t eoría de que a la violencia de los
ricos había que oponer la violencia del pueblo. Alba, que había im aginado m il veces
que est aba preso o le habían dado m uert e de alguna m anera horrible, lloraba de
alegría saboreando su olor, su t ext ura, su voz, su calor, el roce de sus m anos callosas
por el uso de las arm as y el hábit o de rept ar, rezando y m aldiciendo y besándolo y
odiándolo por t ant os sufrim ient os acum ulados y deseando m orir allí m ism o, para no
volver a penar su ausencia.
- Tenías razón, Miguel. Pasó t odo lo que t ú decías que pasaría - adm it ió Alba
sollozando en su hom bro.
Luego le cont ó de las arm as que robó al abuelo y que escondió con su t ío Jaim e y se
ofreció para llevarlo a buscarlas. Le hubiera gust ado darle t am bién las que no pudieron
robarse y quedaron en la bodega de la casa, pero pocos días después del Golpe Milit ar
le habían ordenado a la población civil ent regar t odo lo que pudiera considerarse una
arm a, hast a los cuchillos de exploradores y los cort aplum as de los niños. La gent e
dej aba sus paquet it os envuelt os en papel de periódico en las puert as de las iglesias,
porque no se at revía a llevarlas a los cuart eles, pero el senador Trueba, que t enía
arm am ent os de guerra, no sint ió ningún t em or, porque las suyas est aban dest inadas a
m at ar com unist as, com o t odo el m undo sabía. Llam ó por t eléfono a su am igo, el
general Hurt ado, y ést e m andó un cam ión del ej ércit o a ret irarlas. Trucha conduj o a
los soldados hast a el cuart o de las arm as y allí pudo com probar, m udo de sorpresa,
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

que la m it ad de las caj as est aban rellenas de piedras y paj a, pero com prendió que si
adm it ía la pérdida, iba a involucrar a alguien de su propia fam ilia o m et erse él m ism o
en un lío. Em pezó a dar disculpas que nadie le est aba pidiendo, puest o que los
soldados no podían saber el núm ero de arm as que había com prado. Sospechaba de
Blanca y Pedro Tercero García, pero las m ej illas arreboladas de su niet a t am bién le
hicieron dudar. Después que los soldados se llevaron las caj as, firm ándole un recibo,
t om ó a Alba de los brazos y la sacudió com o nunca lo había hecho, para que confesara
si t enía algo que ver con las m et rallet as y los rifles que falt aban: «No m e pregunt es lo
que no quieres que t e cont est e, abuelo», respondió Alba m irándolo a los oj os. No
volvieron a hablar del t em a.
- Tu abuelo es un desgraciado, Alba. Alguien lo m at ará com o se m erece - dij o Miguel.
- Morirá en su cam a. Ya est á m uy viej o - dij o Alba.
- El que a hierro m at a, no puede m orir a som brerazos. Tal vez yo m ism o lo m at e un
día.
- Ni Dios lo quiera, Miguel, porque m e obligarías a hacer lo m ism o cont igo - repuso
Alba ferozm ent e.
Miguel le explicó que no podrían verse en m ucho t iem po, t al vez nunca m ás. Trat ó
de razonar con ella el peligro que significaba ser la com pañera de un guerrillero,
aunque est uviera prot egida por el apellido del abuelo, pero ella lloró t ant o y se abrazó
con t ant a angust ia a él, que t uvo que prom et erle que aun a riesgo de sus vidas
buscarían la ocasión de verse algunas veces. Miguel accedió, t am bién, a ir con ella a
buscar las arm as y m uniciones ent erradas en la m ont aña, porque era lo que m ás
necesit aba en su lucha t em eraria.
- Espero que no est én convert idas en chat arra - m urm uró Alba- . Y que yo pueda
recordar el sit io exact o, porque de eso hace m ás de un año.
Dos sem anas después Alba organizó un paseo con los niños de su com edor popular
en una cam ionet a que le prest aron los curas de la parroquia. Llevaba canast os con la
m erienda, una bolsa de naranj as, pelot as y una guit arra. A ninguno de los niños les
llam ó la at ención que recogiera por el cam ino a un hom bre rubio. Alba conduj o la
pesada cam ionet a con su cargam ent o de niños, por el m ism o cam ino de la m ont aña
que ant es había recorrido con su t ío Jaim e. La det uvieron dos pat rullas y t uvo que
abrir los canast os de la com ida, pero la alegría cont agiosa de los niños y el inocent e
cont enido de las bolsas alej aron t oda sospecha de los soldados. Pudieron llegar
t ranquilos al sit io donde est aban escondidas las arm as. Los niños j ugaron al pillarse y
al escondit e. Miguel organizó con ellos un part ido de fút bol, los sent ó en rueda y les
cont ó cuent os y después t odos cant aron hast a desgañit arse. Luego dibuj ó un plano del
sit io para regresar con sus com pañeros am parados por las som bras de la noche. Fue
un feliz día de cam po en el cual por unas horas pudieron olvidar la t ensión del est ado
de guerra y gozar del t ibio sol de la m ont aña, oyendo el grit erío de los niños que
corrían ent re las piedras con el est óm ago lleno por prim era vez en m uchos m eses.
- Miguel, t engo m iedo - dij o Alba- . ¿Es que nunca podrem os hacer una vida norm al?
Por qué no nos vam os al ext ranj ero? ¿Por qué no escapam os ahora, que t odavía es
t iem po?
Miguel señaló a los niños y ent onces Alba com prendió.
- ¡Ent onces déj am e ir cont igo! - suplicó ella, com o t ant as veces lo había hecho.
- No podem os t ener una persona sin ent renam ient o en est e m om ent o. Mucho m enos
una m uj er enam orada - sonrió Miguel- . Es m ej or que t ú sigas cum pliendo t u labor. Hay
que ayudar a est os pobres chiquillos hast a que vengan t iem po m ej ores.

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- ¡Por lo m enos dim e cóm o puedo ubicart e!


- Si t e agarra la policía, es m ej or que no sepas nada - respondió Miguel.
Ella se est rem eció.
En los m eses siguient es Alba com enzó a t raficar con el m obiliario de la casa. Al
principio sólo se at revió a sacar las cosas de los cuart os abandonados y del sót ano,
pero cuando lo hubo vendido t odo, em pezó a llevarse una por una las sillas ant iguas
del salón, los arrim os barrocos, los cofres coloniales, los biom bos t allados y hast a la
m ant elería del com edor. Trueba se dio cuent a, pero no dij o nada. Suponía que su niet a
est aba dando al dinero un fin prohibido, t al com o creía que había hecho con las arm as
que le robó, pero prefirió no saberlo, para poder seguir sost eniéndose en precaria
est abilidad sobre un m undo que se le hacía t rizas. Sent ía que los acont ecim ient os
escapaban a su cont rol. Com prendió que lo único que realm ent e le im port aba era no
perder a su niet a, porque ella era el últ im o lazo que lo unía a la vida. Por eso, t am poco
dij o nada cuando fue sacando uno por uno los cuadros de las paredes y los t apices
ant iguos para venderlos a los nuevos ricos. Se sent ía m uy viej o y m uy cansado, sin
fuerzas para luchar. Ya no t enía las ideas t an claras y se le había borrado la front era
ent re lo que le parecía bueno y lo que consideraba m alo. En la noche, cuando el sueño
lo sorprendía, t enía pesadillas con casit as de ladrillo incendiadas. Pensó que si su única
heredera decidía echar la casa por la vent ana, él no lo evit aría, porque le falt aba m uy
poco para est ar en la t um ba, y ahí no se llevaría m ás que la m ort aj a. Alba quiso hablar
con él, para ofrecer una explicación, pero el viej o se negó a escuchar el cuent o de los
niños ham brient os que recibían un plat o de lim osna con el product o de su gobelino de
Aubisson, o los cesant es que sobrevivían ot ra sem ana con su dragón chino de piedra
dura. Todo eso, seguía sost eniendo, era una m onst ruosa pat raña del com unism o
int ernacional, pero en el caso rem ot o de que fuera ciert o, t am poco correspondía a Alba
echarse a la espalda esa responsabilidad, sino al gobierno, o en últ im a inst ancia a la
I glesia. Sin em bargo, el día que llegó a su casa y no vio el ret rat o de Clara colgando en
la ent rada, consideró que el asunt o est aba sobrepasando los lím it es de su paciencia y
se enfrent ó a su niet a.
- ¿Adónde diablos est á el cuadro de t u abuela - bram ó.
- Se lo vendí al cónsul inglés, abuelo. Me dij o. que lo pondría en
un m useo en Londres.
- ¡Te prohíbo que vuelvas a sacar algo de est a casal Desde m añana t endrás una
cuent a en el banco, para t us alfileres - replicó.
Pront o Est eban Trueba vio que Alba era la m uj er m ás cara de su vida y que un
harén de cort esanas no habría result ado t an cost oso com o aquella niet a de verde
cabellera. No le hizo reproches, porque habían vuelt o los t iem pos de la buena fort una y
m ient ras m ás gast aba, m ás t enía. Desde que la act ividad polít ica est aba prohibida, le
sobraba t iem po para sus negocios y calculó que, cont ra t odos sus pronóst icos, iba a
m orirse m uy rico. Colocaba su dinero en las nuevas financieras que ofrecían a los
inversionist as m ult iplicar su dinero de la noche a la m añana en form a pasm osa.
Descubrió que la riqueza le producía un inm enso fast idio, porque le result aba fácil
ganarla, sin encont rar m ayor alicient e para gast arla y ni siquiera el prodigioso t alent o
para el despilfarro de su niet a lograba m erm ar su falt rica. Con ent usiasm o reconst ruyó
y m ej oró Las Tres Marías, pero después perdió int erés en cualquier ot ra em presa,
porque not ó que gracias al nuevo sist em a económ ico, no era necesario esforzarse y
producir, puest o que el dinero at raía m ás dinero y sin ninguna part icipación suya las
cuent as bancarias engrosaban día a día. Así, sacando cuent as, dio un paso que nunca
im aginó dar en su vida: enviaba t odos los m eses un cheque a Pedro Tercero García,

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que vivía con Blanca asilados en el Canadá. Allí am bos se sent ían plenam ent e
realizados en la paz del am or sat isfecho. Él escribía canciones revolucionarias para los
t rabaj adores, los est udiant es y, sobre t odo, la alt a burguesía, que las había adopt ado
com o m oda, t raducidas al inglés y al francés con gran éxit o, a pesar de que las gallinas
y los zorros son criat uras subdesarrolladas que no poseen el esplendor zoológico de las
águilas y los lobos de ese helado país del Nort e. Blanca, ent ret ant o, plácida y feliz,
gozaba por prim era vez en su exist encia de una salud de fierro. I nst aló un gran horno
en su casa para cocinar sus Nacim ient os de m onst ruos que se vendían m uy bien, por
t rat arse de art esanía indígena, t al com o lo pronost icara Jean de Sat igny veint icinco
años at rás, cuando quiso export arlos. Con est os negocios, los cheques del abuelo y la
ayuda canadiense, t enían suficient e y Blanca, por precaución, escondió en el m ás
secret o rincón, la calcet a de lana con las inagot ables j oyas de Clara. Confiaba nunca
t ener que venderlas, para que un día las luciera Alba.
Est eban Trueba no supo que la policía polít ica vigilaba su casa hast a la noche que se
llevaron a Alba. Est aban durm iendo y, por una casualidad, no había nadie ocult o en el
laberint o de los cuart os abandonados. Los culat azos cont ra la puert a de la casa
sacaron al viej o del sueño con el nít ido present im ient o de la fat alidad. Pero Alba había
despert ado ant es, cuando oyó los frenazos de los aut om óviles, el ruido de los pasos,
las órdenes a m edia voz, y com enzó a vest irse, porque no t uvo dudas que había
llegado su hora.
En esos m eses, el senador había aprendido que ni siquiera su lim pia t rayect oria de
golpist a era garant ía cont ra el t error. Nunca se im aginó, sin em bargo, que vería
irrum pir en su casa, al am paro del t oque de queda, una docena de hom bres sin
uniform es, arm ados hast a los dient es, que lo sacaron de su cam a sin m iram ient os y lo
llevaron de un brazo hast a el salón, sin perm it irle ponerse las pant uflas o arroparse
con un chal. Vio a ot ros que abrían de una pat ada la puert a del cuart o de Alba y
ent raban con las m et rallet as en la m ano, vio a su niet a com plet am ent e vest ida, pálida,
pero serena, aguardándolos de pie, los vio sacarla a em puj ones y llevarla encañonada
hast a el salón, donde le ordenaron quedarse j unt o al viej o y no hacer el m enor
m ovim ient o. Ella obedeció sin pronunciar una sola palabra, aj ena a la rabia de su
abuelo y a la violencia de los hom bres que recorrían la casa dest rozando las puert as,
vaciando a culat azos los arm arios, t um bando los m uebles, dest ripando los colchones,
volt eando el cont enido de los arm arios, pat eando los m uros y grit ando órdenes, en
busca de guerrilleros escondidos, de arm as clandest inas y ot ras evidencias. Sacaron de
sus cam as a las em pleadas y las encerraron en un cuart o vigiladas por un hom bre
arm ado. Dieron vuelt as las est ant erías de la bibliot eca y los adornos y obras de art e
del senador rodaron por el piso con est répit o. Los volúm enes del t únel de Jaim e fueron
a dar al pat io, allí los apilaron, los rociaron con gasolina y los quem aron en una pira
infam e, que fueron alim ent ando con los libros m ágicos de los baúles encant ados del
bisabuelo Marcos, la edición esot érica de Nicolás, las obras de Marx en encuadernación
de cuero y hast a las part it uras de las óperas del abuelo, en una hoguera escandalosa
que llenó de hum o a t odo el barrio y que, en t iem pos norm ales, habría at raído a los
bom beros.
- ¡Ent reguen t odas las agendas, las libret as de direcciones, las chequeras, t odos los
docum ent os personales que t engan - ordenó el que parecía el j efe.
- ¡Soy el senador Trueba! ¿Es que no m e reconoce, hom bre, por Dios? - chilló el
abuelo desesperadam ent e- . ¡No pueden hacerm e est o! ¡Es un at ropello! ¡Soy am igo
del general Hurt ado!
- ¡Cállat e, viej o de m ierda! ¡Mient ras yo no t e lo aut orice, no t ienes derecho a abrir
la boca! - replicó el ot ro con brut alidad.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Lo obligaron a ent regar el cont enido de su escrit orio y m et ieron en unas bolsas t odo
lo que les pareció int eresant e. Mient ras un grupo t erm inaba de revisar la casa, ot ro
seguía t irando libros por la vent ana. En el salón quedaron cuat ro hom bres sonrient es,
burlones, am enazant es, que pusieron los pies sobre los m uebles, bebieron el whisky
escocés de la bot ella y rom pieron uno por uno los discos de la colección de clásicos del
senador Trueba. Alba calculó que habían pasado por lo m enos dos horas. Est aba
t em blando, pero no era de frío, sino de m iedo. Había supuest o que ese m om ent o
llegaría algún día, pero siem pre había t enido la esperanza irracional de que la
influencia de su abuelo podría prot egerla. Pero al verlo encogido en un sofá, pequeño y
m iserable com o un anciano enferm o, com prendió que no podía esperar ayuda.
- ¡Firm a aquí! - ordenó el j efe a prueba, poniendo delant e de sus narices un papel- .
Es una declaración de que ent ram os con una orden j udicial, que t e m ost ram os
m uest ras ident ificaciones, que t odo est á en regla, que hem os procedido con t odo
respet o y buena educación, que no t ienes ninguna quej a. ¡Fírm alo!
- ¡Jam ás firm aré eso! - exclam ó el viej o hirioso.
El hom bre dio una rápida m edia vuelt a y abofet eó a Alba en la cara. El golpe la
lanzó al suelo. El senador Trueba se quedó paralizado de sorpresa y espant o,
com prendiendo al fin que había llegado la hora de la verdad, después de casi novent a
años de vivir baj o su propia ley.
- ¿Sabías que t u niet a es la put a de un guerrillero? - dij o el hom bre.
Abat ido, el senador Trueba firm ó el papel. Después se acercó t rabaj osam ent e a su
niet a y la abrazó, acariciándole el pelo con una t ernura desconocida en él.
- No t e preocupes, hij it a. Todo se va arreglar, no pueden hacert e nada, est o es un
error, quédat e t ranquila- m urm uraba.
Pero el hom bre lo apart ó brut alm ent e y grit ó a los dem ás que había que irse. Dos
m at ones se llevaron a Alba de los brazos casi en vilo. Lo últ im o que ella vio fue la
figura pat ét ica del abuelo, pálido com o la cera, t em blando, en cam isa de dorm ir y
descalzo, que desde el um bral de la puert a le aseguraba que al día siguient e iba a
rescat arla, hablaría direct am ent e con el general Hurt ado, iría con sus abogados a
buscarla donde quiera que est uviera, para llevarla de vuelt a a la casa.
La subieron en t ina cam ionet a j unt o al hom bre que la había golpeado y ot ro que
m anej aba silbando. Ant es que pusieran t iras de papel engom ado en sus párpados,
m iró por últ im a vez la calle vacía y silenciosa, ext rañada que a pesar del escándalo y
de los libros quem ados, ningún vecino se hubiera asom ado a m irar. Supuso que, t al
com o m uchas veces lo había hecho ella m ism a, est aban at isbando por las rendij as de
las persianas y los pliegues de las cort inas, o se habían t apado la cabeza con la
alm ohada para no saber. La cam ionet a se puso en m archa y ella, ciega por prim era
vez, perdió la noción del espacio y el t iem po. Sint ió una m ano húm eda y grande en su
pierna, sobando, pellizcando, subiendo, explorando, un alient o pesado en su cara
susurrando t e voy a calent ar put a, ya lo verás, y ot ras voces y risas, m ient ras el
vehículo daba vuelt as y vuelt as en lo que a ella le pareció un viaj e int erm inable. No
supo adónde la llevaban hast a que escuchó el ruido del agua y sint ió las ruedas de la
cam ionet a pasar sobre m adera. Ent onces adivinó su dest ino. I nvocó a los espírit us de
los t iem pos de la m esa de t res pat as y del inquiet o azucarero de su abuela, a los
fant asm as capaces de t orcer el rum bo de los acont ecim ient os, pero ellos parecían
haberla abandonado, porque la cam ionet a siguió por el m ism o cam ino. Sint ió un
frenazo, oyó las pesadas puert as de un port ón que se abrían rechinando y volvían a
cerrarse después de su paso. Ent onces Alba ent ró en su pesadilla, aquella que vieron
su abuela en su cart a ast rológica al nacer y Luisa Mora, en un inst ant e de prem onición.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Los hom bres la ayudaron a baj ar. No alcanzó a dar dos pasos. Recibió el prim er golpe
en las cost illas y cayó de rodillas, sin poder respirar. La levant aron ent re dos de las
axilas y la arrast raron un largo t recho. Sint ió los pies sobre la t ierra y después sobre la
áspera superficie de un piso de cem ent o. Se det uvieron.
- Ést a es la niet a del senador Trueba, coronel - oyó decir.
- Ya veo - respondió ot ra voz.
Alba reconoció sin vacilar la voz de Est eban García y com prendió en ese inst ant e
que la había est ado esperando desde el día rem ot o en que la sent ó sobre sus rodillas,
cuando ella era una criat ura.

243
La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

La hora de la verdad
Capítulo XIV

Alba est aba encogida en la oscuridad. Habían quit ado de un t irón el papel engom ado
de sus oj os y en su lugar colocaron una venda apret ada. Tenía m iedo. Recordó el
ent renam ient o de su t ío Nicolás cuando la prevenía cont ra el peligro de t enerle m iedo
al m iedo, y se concent ró para dom inar el t em blor de su cuerpo y cerrar los oídos a los
pavorosos ruidos que le llegaban del ext erior. Procuró evocar los m om ent os felices con
Miguel, buscando ayuda para engañar al t iem po y encont rar fuerzas para lo que iba a
pasar, diciéndose que debía soport ar unas cuant as horas sin que la t raicionaran los
nervios, hast a que su abuelo pudiera m over la pesada m aquinaria de su poder y sus
influencias, para sacarla de allí. Buscó en su m em oria un paseo con Miguel a la cost a,
en ot oño, m ucho ant es que el huracán de los acont ecim ient os pusiera el m undo pat as
arriba, en la época en que t odavía las cosas se llam aban por nom bres conocidos y las
palabras t enían un significado único, cuando pueblo, libert ad y com pañero eran sólo
eso, pueblo, libert ad y com pañero, y no eran t odavía cont raseñas. Trat ó de volver a
vivir ese m om ent o, la t ierra roj a y húm eda, el int enso olor de los bosques de pinos y
eucalipt os, donde el t apiz de hoj as secas se m aceraba, después del largo y cálido
verano, y donde la luz cobriza del sol se filt raba ent re las copas de los árboles. Trat ó
de recordar el frío, el silencio y esa preciosa sensación de ser los dueños de la t ierra,
de t ener veint e años y la vida. por delant e, de am arse t ranquilos, ebrios de olor a
bosque y de am or, sin pasado, sin sospechar el fut uro, con la única increíble riqueza de
ese inst ant e present e, en que se m iraban, se olían, se besaban, se exploraban,
envuelt os en el m urm ullo del vient o ent re los árboles y el rum or cercano de las olas
revent ando cont ra las rocas al pie del acant ilado, est allando en un fragor de espum a
olorosa, y ellos dos, abrazados dent ro del m ism o poncho com o siam eses en un m ism o
pellej o, riéndose y j urando que sería para siem pre, convencidos de que eran los únicos
en t odo el universo en haber descubiert o el am or.
Alba oía los grit os, los largos gem idos y la radio a t odo volum en. El bosque, Miguel,
el am or, se perdieron en el t únel profundo de su t error y se resignó a enfrent ar su
dest ino sin subt erfugios.
Calculó que había t ranscurrido t oda la noche y una buena part e del día siguient e,
cuando se abrió la puert a por prim era vez y dos hom bres la sacaron de su celda. La
conduj eron ent re insult os y am enazas a la presencia del coronel García, a quien ella
podía reconocer a ciegas, por el hábit o de su m aldad, aun ant es de oírle la voz. Sint ió
sus m anos t om ándole la cara, sus gruesos dedos en el cuello y las orej as.
Ahora vas a decirm e dónde est á t u am ant e - le dij o- . Eso nos evit ará m uchas
m olest ias a los dos.
Alba respiró aliviada. ¡Ent onces no habían det enido a Miguel!
- Quiero ir al baño - respondió Alba con la voz m ás firm e que pudo art icular.
- Veo que no vas a cooperar, Alba. Es una lást im a - suspiró García- . Los m uchachos
t endrán que cum plir con su deber, yo no puedo im pedirlo.
Hubo un breve silencio a su alrededor y ella hizo un esfuerzo desm esurado por
recordar el bosque de pinos y el am or de Miguel, pero se le enredaron las ideas y ya
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

no sabía si est aba soñando, ni de dónde provenía aquella pest ilencia de sudor, de
excrem ent o, de sangre y orina y la voz de ese locut or de fút bol que anunciaba unos
golpes finlandeses que nada t enían que ver con ella, ent re ot ros bram idos cercanos y
precisos. Un bofet ón brut al la t iró al suelo, m anos violent as la volvieron a poner de pie,
dedos feroces se incrust aron en sus pechos t rit urándole los pezones y el m iedo la
venció por com plet o. Voces desconocidas la presionaban, ent endía el nom bre de
Miguel, pero no sabía lo que le pregunt aban y sólo repet ía incansablem ent e un no
m onum ent al m ient ras la golpeaban, la m anoseaban, le arrancaban la blusa, y ella ya
no podía pensar, sólo repet ir no y no y no, calculando cuánt o podría resist ir ant es que
se le agot aran las fuerzas, sin saber que eso era sólo el com ienzo, hast a que se sint ió
desvanecer y los hom bres la dej aron t ranquila, t irada en el suelo, por un t iem po que le
pareció m uy cort o.
Pront o oyó de nuevo la voz de García y adivinó que eran sus m anos ayudándola a
pararse, guiándola hast a una silla, acom odándole la ropa, poniéndole la blusa.
- ¡Ay, Dios! - dij o- . ¡Mira cóm o t e han dej ado! Te lo advert í, Alba. Ahora t rat a de
t ranquilizart e, voy a dart e una t aza de café.
Alba rom pió a llorar. El líquido t ibio la reanim ó, pero no sint ió su sabor, porque lo
t ragaba m ezclado con sangre. García sost enía la t aza acercándosela con cuidado, com o
un enferm ero.
- ¿Quieres fum ar?
- Quiero ir al baño - dij o ella pronunciando cada sílaba con dificult ad a t ravés de los
labios hinchados.
- Por supuest o, Alba. Te llevarán al baño y después podrás descansar. Yo soy t u
am igo, com prendo perfect am ent e t u sit uación. Est ás enam orada y por eso lo prot eges.
Yo sé que t ú no t ienes nada que ver con la guerrilla. Pero los m uchachos no m e creen
cuando se lo digo, no se van a conform ar hast a que no les digas dónde est á Miguel. En
realidad ya lo t ienen cercado, saben dónde est á, lo at raparán, pero quieren est ar
seguros de que t ú no t ienes nada que ver con la guerrilla, ¿ent iendes? Si lo prot eges,
si t e niegas a hablar, ellos seguirán sospechando de t i. Diles lo que quieren saber y
ent onces yo m ism o t e llevaré a t u casa. ¿Se lo dirás, verdad?
- Quiero ir al baño - repit ió Alba.
- Veo que eres t est aruda, com o t u abuelo. Est á bien. I rás al baño. Te voy a dar la
oport unidad de pensar un poco - dij o García.
La llevaron a un baño y t uvo que hacer caso om iso del hom bre que est aba a su lado
t om ándola del brazo. Después la conduj eron a su celda. En el pequeño cubo solit ario
de su prisión t rat ó de aclarar sus ideas, pero est aba at orm ent ada por el dolor de la
paliza, la sed, la venda apret ada en las sienes, el ruido at ronador de la radio, el t error
de las pisadas que se acercaban y el alivio cuando se alej aban, los grit os y las órdenes.
Se encogió com o un fet o en el suelo y se abandonó a sus m últ iples sufrim ient os. Así
est uvo varias horas, t al vez días. Dos veces fue un hom bre a sacarla y la guió a una
let rina fét ida, donde no pudo lavarse, porque no había agua. Le daba un m inut o de
t iem po y la ponía sent ada en el excusado con ot ra persona silenciosa y t orpe com o
ella. No podía adivinar si era ot ra m uj er o un hom bre. Al principio lloró, lam ent ando
que su t ío Nicolás no le hubiera dado un ent renam ient o especial para soport ar la
hum illación, que le parecía peor que el dolor, pero al fin se resignó a su propia
inm undicia y dej ó de pensar en la insoport able necesidad de lavarse. Le dieron de
com er m aíz t ierno, un pequeño t rozo de pollo y un poco de helado, que ella adivinó por
el sabor, el olor, la t em perat ura, y devoró apresuradam ent e con la m ano, ext rañada
de aquella cena de luj o, inesperada en aquel lugar. Después se ent eró que la com ida
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

para los prisioneros de ese recint o de t ort ura provenía de la nueva sede del gobierno,
que se había inst alado en un im provisado edificio, porque el ant iguo Palacio de los
President es no era m ás que un m ont ón de escom bros.
Trat ó de llevar la cuent a de los días t ranscurridos desde su det ención, pero la
soledad, la oscuridad y el m iedo le t rast ornaron el t iem po y le dislocaron el espacio,
creía ver cavernas pobladas de m onst ruos, im aginaba que la habían drogado y por eso
sent ía t odos los huesos floj os y las ideas locas, se hacía el propósit o de no com er ni
beber, pero el ham bre y la sed eran m ás fuert es que su decisión. Se pregunt aba por
qué su abuelo no había ido t odavía a rescat arla. En los m om ent os de lucidez podía
com prender que no era un m al sueño y que no est aba allí por error. Se propuso olvidar
hast a el nom bre de Miguel.
La t ercera vez que la llevaron donde Est eban García, Alba est aba m ás preparada,
porque a t ravés de la pared de su celda podía oír lo que ocurría en la pieza de al lado,
donde int errogaban a ot ros prisioneros, y no se hizo ilusiones. Ni siquiera int ent ó
evocar los bosques de sus am ores.
- Has t enido t iem po para pensar, Alba. Ahora vam os a hablar los dos t ranquilam ent e
y m e dirás dónde est á Miguel y así saldrem os de est o rápido - dij o García.
- Quiero ir al baño - replicó Alba.
- Veo que t e est ás burlando de m í, Alba - dij o él- . Lo sient o m ucho, pero aquí no
podem os perder el t iem po.
Alba no respondió.
- ¡Quít at e la ropa! - ordenó García con ot ra voz.
Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pant alones a pesar
de sus pat adas. El recuerdo preciso de su adolescencia y del beso de García en el
j ardín le dieron la fuerza del odio. Luchó cont ra él, grit ó por él, lloró, orinó y vom it ó
por él, hast a que se cansaron de golpearla y le dieron una cort a t regua, que aprovechó
para invocar a los espírit us com prensivos de su abuela, para que la ayudaran a m orir.
Pero nadie vino en su auxilio. Dos m anos la levant aron, cuat ro la acost aron en un cat re
m et álico, helado, duro, lleno de resort es que le herían la espalda, y le at aron los
t obillos y las m uñecas con correas de cuero.
- Por últ im a vez, Alba. ¿Dónde est á Miguel? - pregunt ó García.
Ella negó silenciosam ent e. Le habían suj et ado la cabeza con ot ra correa.
- Cuando est és dispuest a a hablar, levant a un dedo - dij o él.
Alba escuchó ot ra voz.
- Yo m anej o la m áquina - dij o.
Y ent onces ella sint ió aquel dolor at roz que le recorrió el cuerpo y la ocupó
com plet am ent e y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió
en la oscuridad.
- ¡Les dij e que t uvieran cuidado con ella, cabrones! - oyó la voz de Est eban García
que le llegaba de m uy lej os, sint ió que le abrían los párpados, pero no vio nada m ás
que un difuso resplandor, luego sint ió un pinchazo en el brazo y volvió a perderse en la
inconsciencia.
Un siglo después, Alba despert ó m oj ada y desnuda. No sabía si est aba cubiert a de
sudor, de agua o de orina, no podía m overse, no recordaba nada, no sabía dónde
est aba ni cuál era la causa de ese m alest ar int enso que la había reducido a una
pilt rafa. Sint ió la sed del Sáhara y clam ó por agua.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- Aguant a, com pañera- dij o alguien a su lado- . Aguant a hast a m añana. Si t om as


agua, t e vienen convulsiones y puedes m orir.
Abrió los oj os. No los t enía vendados. Un rost ro vagam ent e fam iliar est aba inclinado
sobre ella, unas m anos la arroparon con una m ant a.
- ¿Te acuerdas de m í? Soy Ana Díaz. Fuim os com pañeras en la universidad. ¿No m e
reconoces?
Alba negó con la cabeza, cerró los oj os y se abandonó a la dulce ilusión de la
m uert e. Pero unas horas m ás t arde despert ó y al m overse sint ió que le dolía hast a la
últ im a fibra de su cuerpo.
- Pront o t e sent irás m ej or - dij o una m uj er que est aba acariciándole la cara y
apart ando unos m echones de pelo húm edo que le t apaban los oj os- . No t e m uevas y
t rat a de relaj art e. Yo est aré a t u lado, descansa.
- ¿Qué pasó? - balbuceó Alba.
- Te dieron fuert e, com pañera- dij o la ot ra con t rist eza.
- ¿Quién eres? - pregunt ó Alba.
- Ana Díaz. Est oy aquí desde hace una sem ana. A m i com pañero t am bién lo
agarraron, pero t odavía est á vivo. Una vez al día lo veo pasar, cuando los llevan al
baño.
- ¿Ana Díaz? - m urm uró Alba.
- La m ism a. No éram os m uy am igas en la universidad, pero nunca es t arde para
em pezar. La verdad es que la últ im a persona que pensaba encont rar aquí eras t ú,
condesa - dij o con dulzura la m uj er- . No hables, t rat a de dorm ir, para que se t e haga
m ás cort o el t iem po. Poco a poco t e volverá la m em oria, no t e preocupes. Es por la
elect ricidad.
Pero Alba no pudo dorm ir, porque se abrió la puert a de la celda, ent ró un hom bre.
- ¡Ponle la venda! - ordenó a Ana Díaz.
- ¡Por favor...! ¿No ve que est á m uy débil? Déj ela descansar un poco...
- ¡Haz lo que t e digo!
Ana se inclinó sobre el cam ast ro y le puso la venda en los oj os. Luego quit ó la
m ant a y t rat ó de vest irla, pero el guardia la apart ó de un em puj ón; levant ó a la
prisionera por los brazos y la sent ó. Ot ro ent ró a ayudarlo y ent re los dos la llevaron
en vilo, porque no podía cam inar. Alba est aba segura de que se est aba m uriendo, si es
que no est aba m uert a ya. Oyó que avanzaba por un corredor donde el ruido de las
pisadas era devuelt o por el eco. Sint ió una m ano en su cara, levant ándole la cabeza.
- Pueden ciarle agua. Lávenla y póngale ot ra inyección. Vean si puede t ragar un poco
de café y m e la t raen - dij o García..
- ¿La vest im os, coronel?
- No.

Alba est uvo en m anos de García m ucho t iem po. A los pocos días él se dio cuent a
que lo había reconocido, pero no abandonó la precaución de m ant enerla con los oj os
vendados, incluso cuando est aban solos. Diariam ent e t raían y se llevaban nuevos
prisioneros. Alba oía los vehículos, los grit os, el port ón que se cerraba, y procuraba
llevar la cuent a de los det enidos, pero era casi im posible. Ana Díaz calculaba que había
alrededor de doscient os. García est aba m uy ocupado, pero no dej ó pasar un día sin
vera Alba, alt ernando la violencia desat ada, con su com edia de buen am igo. A veces
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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

parecía genuinam ent e conm ovido y con su propia m ano le daba cucharadas de sopa,
pero el día que le hundió la cabeza en una bat ea llena de excrem ent os, hast a que ella
se desm ayó de asco, Alba com prendió que no est aba t rat ando de averiguar el paradero
de Miguel, sino vengándose de agravios que le habían infligido desde su nacim ient o, y
que nada que pudiera confesar m odificaría su suert e com o prisionera part icular del
coronel García. Ent onces pudo salir poco a poco del círculo privado de su t error y
em pezó a dism inuir su m iedo y pudo sent ir com pasión por los ot ros, por los que
colgaban de los brazos, por los recién llegados, por aquel hom bre al que le pasaron
con una cam ionet a por encim a de los pies engrillados. Sacaron a t odos los prisioneros
al pat io, al am anecer, y los obligaron a m irar, porque ése era t am bién un asunt o
personal ent re el coronel y su prisionero. Fue la prim era vez que Alba abría los oj os
fuera de la penum bra de su celda, y el suave resplandor de la m adrugada y la
escarcha que brillaba ent re las piedras, donde se habían j unt ado los charcos de lluvia
en la noche, le parecieron insoport ablem ent e lum inosos. Arrast raron al hom bre, que
no opuso resist encia, pero t am poco podía t enerse en pie, y lo dej aron al cent ro del
pat io. Los guardias t enían las caras cubiert as con pañuelos, para que nunca pudieran
ser reconocidos en el caso im probable de que las circunst ancias cam biaran. Alba cerró
los oj os cuando escuchó el m ot or de la cam ionet a, pero no pudo cerrar los oídos al
bram ido, que quedó vibrando para siem pre en su recuerdo.
Ana Díaz la ayudó a resist ir durant e el t iem po que est uvieron j unt as. Era una m uj er
inquebrant able. Había soport ado t odas las brut alidades, la habían violado delant e de
su com pañero, los habían t ort urado j unt os, pero ella no había perdido la capacidad
para la sonrisa o para la esperanza. Tam poco la perdió cuando la llevaron a una clínica
secret a de la policía polít ica, porque a causa de una paliza perdió el niño que esperaba
y com enzó a desangrarse.
- No im port a, algún día t endré ot ro - dij o a Alba cuando volvió a su celda.
Esa noche Alba la escuchó llorar por prim era vez, t apándose la cara con la frazada
para ahogar su t rist eza. Se acercó a ella, la abrazó, la acunó, lim pió sus lágrim as, le
dij o t odas las palabras t iernas que pudo recordar, pero esa noche no había consuelo
para Ana Díaz, de m odo que Alba se lim it ó a m ecerla en sus brazos, arrullándola com o
a una criat ura y deseando que ella m ism a pudiera echarse a la espalda ese t errible
dolor para aliviarla. La m añana las sorprendió durm iendo enrolladas com o dos
anim alit os. En el día esperaban ansiosam ent e el m om ent o en que pasaban la larga fila
de los hom bres rum bo al baño, I ban con los oj os vendados, para guiarse, cada uno
llevaba la m ano en el hom bro del que iba adelant e, vigilados por guardias arm ados.
Ent re ellos iba Andrés. Por la m inúscula vent ana con barrot es de su celda, ellas podían
verlos, t an cerca que si hubieran podido sacar la m ano los habrían t ocado. Cada vez
que pasaban, Ana y Alba cant aban con la fuerza de la desesperación y de ot ras celdas
t am bién surgían voces fem eninas. Ent onces, los prisioneros se enderezaban,
levant aban los hom bros, t orcían la cabeza en su dirección y Andrés sonreía. Tenía la
cam isa desgarrada y m anchada de sangre seca.
Un guardia se dej ó conm over por el him no de las m uj eres. Una noche les llevó t res
claveles en un t arro con agua, para que adornaran la vent ana. Ot ra vez fue a decir a
Ana Díaz que necesit aba una volunt aria para lavar la ropa de un preso y lim piar su
celda. La conduj o donde Andrés y los dej ó solos por algunos m inut os. Cuando Ana Díaz
regresó est aba t ransfigurada y Alba no se at revió a hablarle, para no int errum pir su
felicidad.
Un día el coronel García se sorprendió acariciando a Alba com o un enam orado y
hablándole de su infancia en el cam po, cuando la veía pasar a lo lej os, de la m ano de
su abuelo, con sus delant ales alm idonados y el halo verde de sus t renzas, m ient ras él,

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descalzo en el barro, se j uraba que algún día le haría pagar cara su arrogancia y se
vengaría de su m aldit o dest ino de bast ardo. Rígida y ausent e, desnuda y t em blando de
asco y de frío, Alba no lo escuchaba ni lo sent ía, pero aquella griet a en su ansia de
at orm ent arla, sonó al coronel com o una cam pana de alarm a. Ordenó que pusieran a
Alba en la perrera y se dispuso, furioso, a olvidarla.
La perrera era una celda pequeña y herm ét ica com o una t um ba sin aire, oscura y
helada. Había seis en t ot al, const ruidas com o lugar de cast igo, en un est anque vacío
de agua. Se ocupaban por períodos m ás o m enos breves, porque nadie resist ía m ucho
t iem po en ellas, a lo m ás unos pocos días, ant es de em pezar a divagar, perder la
noción de las cosas, el significado de las palabras, la angust ia del t iem po o,
sim plem ent e, em pezar a m orir. Al principio, encogida en su sepult ura, sin poder
sent arse ni est irarse a pesar de su escaso t am año, Alba se defendió cont ra la locura.
En la soledad com prendió cuánt o necesit aba a Ana Díaz. Creía escuchar golpecit os
im percept ibles y lej anos, com o si le enviaran m ensaj es en clave desde ot ras celdas,
pero pront o dej ó de prest arles at ención, porque se dio cuent a de que t oda form a de
com unicación era inút il. Se abandonó, decidida a t erm inar su suplicio de una vez dej ó
de com er y sólo cuando la vencía su propia flaqueza bebía un sorbo de agua. Trat ó de
no respirar, de no m overse, y se puso a esperar la m uert e con im paciencia. Así est uvo
m ucho t iem po. Cuando casi había conseguido su propósit o, apareció su abuela Clara, a
quien había invocado t ant as veces para que la ayudara a m orir, con la ocurrencia de
que la gracia no era m orirse, puest o que eso llegaba de t odos m odos, sino sobrevivir,
que era un m ilagro. La vio t al com o la había vist o siem pre en su infancia, con su bat a
blanca de lino, sus guant es de invierno, su dulcísim a sonrisa desdent ada y el brillo
t ravieso de sus oj os de avellana. Clara t raj o la idea salvadora de escribir con el
pensam ient o, sin lápiz ni papel, para m ant ener la m ent e ocupada, evadirse de la
perrera y vivir. Le sugirió, adem ás, que escribiera un t est im onio que algún día podría
servir para sacar a la luz. el t errible secret o que est aba viviendo, para que el m undo se
ent erara del horror que ocurría paralelam ent e a la exist encia apacible y ordenada de
los que no querían saber, de los que podían t ener la ilusión de una vida norm al, de los
que podían negar que iban a flot e en una balsa sobre un m ar de lam ent os, ignorando,
a pesar de t odas las evidencias, que a pocas cuadras de su m undo feliz est aban los
ot ros, los que sobreviven o m ueren en el lado oscuro. «Tienes m ucho que hacer, de
m odo que dej a de com padecert e, t om a agua y em pieza a escribir», dij o Clara a su
niet a ant es de desaparecer t al com o había llegado.
Alba int ent ó obedecer a su abuela, pero t an pront o com o em pezó a apunt ar con el
pensam ient o, se llenó la perrera con los personaj es de su hist oria, que ent raron
at ropellándose y la envolvieron en sus anécdot as, en sus vicios y virt udes, aplast ando
sus propósit os docum ent ales y echando por t ierra su t est im onio, at osigándola,
exigiéndole, apurándola, y ella anot aba a t oda prisa, desesperada porque a m edida
que escribía una nueva página, se iba borrando la ant erior. Est a act ividad la m ant enía
ocupada. Al com ienzo perdía el hilo con facilidad y olvidaba en la m ism a m edida en
que recordaba nuevos hechos. La m enor dist racción o un poco m ás de m iedo o de
dolor, em brollaban su hist oria com o un ovillo. Pero luego invent ó una clave para
recordar en orden, y ent onces pudo hundirse en su propio relat o t an profundam ent e,
que dej ó de com er, de rascarse, de olerse, de quej arse, y llegó a vencer, uno por uno,
sus innum erables dolores.
Se corrió la voz de que est aba agonizando. Los guardias abrieron la t ram pa de la
perrera y la sacaron sin ningún esfuerzo, porque est aba m uy liviana. La llevaron de
nuevo donde el coronel García, que en esos días había renovado su odio, pero Alba no
lo reconoció. Est aba m ás allá de su poder.

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Por fuera, el hot el Crist óbal Colón t enía el m ism o aspect o anodino de una escuela
prim aria, t al com o yo lo recordaba. Había perdido la cuent a de los años que habían
t ranscurrido desde la últ im a vez que est uve allí y t rat é de hacerm e la ilusión de que
podría salir a recibirm e el m ism o Must afá de ant año, aquel negro azul, vest ido com o
una aparición orient al con su doble hilera de dient es de plom o y su cort esía de visir, el
único negro aut ént ico del país, t odos los dem ás eran pint ados, com o había asegurado
Tránsit o Sot o. Pero no fue así. Un port ero m e conduj o a un cubículo m uy pequeño, m e
señaló un asient o y m e indicó que esperara. Al poco rat o apareció, en vez del
espect acular Must afá, una señora con el aire t rist e y pulcro de una t ía provinciana,
uniform ada de azul con cuello blanco alm idonado, que al verm e t an anciano y
desvalido, dio un ligero respingo. Llevaba una rosa roj a en la m ano.
- ¿El caballero viene solo? - pregunt ó.
- ¡Por supuest o que vengo solo! - exclam é.
La m uj er m e pasó la rosa y m e pregunt ó qué cuart o prefería.
- Me da igual - respondí sorprendido.
- Est án libres el Est ablo, el Tem plo y las Mil y Una Noches. ¿Cuál quiere?
- Las Mil y Una Noches - dij e al azar.
Me conduj o por un largo pasillo señalado con luces verdes y flechas roj as. Apoyado
en m i bast ón, arrast rando los pies, la seguí con dificult ad. Llegam os a un pequeño
pat io donde se alzaba una m ezquit a en m iniat ura, provist a de absurdas oj ivas de
vidrios coloreados.
- Es aquí. Si desea beber algo, pídalo por t eléfono - indicó.
- Quiero hablar con Tránsit o Sot o. A eso he venido - dij e.
- Lo sient o, pero la señora no at iende a part iculares. Sólo a proveedores.
- ¡Yo t engo que hablar con ella! Dígale que soy el senador Trueba. Me conoce.
- No recibe a nadie, ya le dij e - replicó la m uj er cruzándose de brazos.
Levant é el bast ón y le anuncié que si en diez m inut os no aparecía Tránsit o Sot o en
persona, rom pería los vidrios y t odo lo que hubiera dent ro de su caj a de Pandora. La
uniform ada ret rocedió espant ada. Abrí la puert a de la m ezquit a y m e encont ré dent ro
de una Alham bra de pacot illa. Una cort a escalera de azulej os, cubiert a con falsas
alfom bras persas, conducía a una habit ación hexagonal con una cúpula en el t echo,
donde alguien había puest o t odo lo que pensaba que exist ía en un harén de Arabia, sin
haber est ado nunca allí: alm ohadones de dam asco, pebet eros de vidrio, cam panas y
t oda suert e de barat ij as de bazar. Ent re las colum nas, m ult iplicadas hast a el infinit o
por la sabia disposición de los espej os, vi un baño de m osaico azul m ás grande que el
dorm it orio, con una gran alberca donde calculé que se podía lavar una vaca y, con
m ayor razón, podían ret ozar dos am ant es j uguet ones. No se parecía en nada al
Crist óbal Colón que yo había conocido. Me sent é t rabaj osam ent e sobre la cam a
redonda, sint iéndom e de súbit o m uy cansado. Me dolían m is viej os huesos. Levant é la
vist a y un espej o en el t echo m e devolvió m i im agen: un pobre cuerpo
em pequeñecido, un rost ro t rist e de pat riarca bíblico surcado de am argas arrugas y los
rest os de una blanca m elena. «¡Cóm o ha pasado el t iem po! », suspiré.
Tránsit o Sot o ent ró sin golpear.
- Me alegro de verlo, pat rón - saludó t al com o siem pre.
Se había convert ido en una señora m adura, delgada, con un m oño severo, at aviada
con un vest ido negro de lana y dos vuelt as de perlas soberbias en el cuello,
m aj est uosa y serena, con m ás aspect o de concert ist a de piano que de dueña de
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Isabel Allende

prost íbulo. Me cost ó relacionarla con la m uj er de ant año poseedora de una serpient e
t at uada alrededor del om bligo. Me puse de pie para saludarla y no pude t ut earla com o
ant es.
- Se ve m uy bien, Tránsit o - dij e, calculando que debía haber pasado los sesent a y
cinco años.
- Me ha ido bien, pat rón. ¿Se acuerda que cuando nos conocim os le dij e que algún
día yo sería rica? - sonrió ella.
- Me alegro que lo haya conseguido.
Nos sent am os lado a lado en la cam a redonda. Tránsit o sirvió un coñac para cada
uno y m e cont ó que la cooperat iva de put as y m aricones había sido un negocio
est upendo durant e diez largos años, pero que los t iem pos habían cam biado y t uvieron
que darle ot ro giro, porque por culpa de la libert ad de las cost um bres, el am or libre, la
píldora y ot ras innovaciones, ya nadie necesit aba prost it ut as, except o los m arineros y
los viej os. «Las niñas decent es se acuest an grat is, im agínese la com pet encia», dij o
ella. Me explicó que la cooperat iva em pezó a arruinarse y las socias t uvieron que ir a
t rabaj ar en ot ros oficios m ej or rem unerados y hast a Must afá part ió de vuelt a a su
pat ria. Ent onces se le ocurrió que lo que se necesit aba era un hot el de cit as, un sit io
agradable para que las parej as clandest inas pudieran hacer el am or y donde un
hom bre no t uviera vergüenza de llevar a una novia por la prim era vez. Nada de
m uj eres, ésas las pone el client e. Ella m ism a lo decoró, siguiendo los im pulsos de su
fant asía y t eniendo en consideración el gust o de la client ela y así, gracias a su visión
com ercial, que le induj o a crear un am bient e diferent e en cada rincón disponible, el
hot el Crist óbal Colón se convirt ió en el paraíso de las alm as perdidas y de los am ant es
furt ivos. Tránsit o Sot o hizo salones franceses con m uebles capit oné, pesebres con
heno fresco y caballos de cart ón piedra que observaban a los enam orados con sus
inm ut ables oj os de vidrio pint ado, cavernas prehist óricas, con est alact it as y t eléfonos
forrados en piel de pum a.
- En vist a de que no ha venido a hacer el am or, pat rón, vam os a hablar a m i oficina,
para dej arle est e cuart o a la client ela - dij o Tránsit o Sot o.
Por el cam ino m e cont ó que después del Golpe, la policía polít ica había allanado el
hot el un par de veces, pero cada vez que sacaban a las parej as de la cam a y las
arreaban a punt a de pist ola hast a el salón principal, se encont raban con que había uno
o dos generales ent re los client es, de m odo que habían dej ado de m olest ar. Tenía m uy
buenas relaciones con el nuevo gobierno, t al com o había t enido con t odos los
gobiernos ant eriores. Me dij o que el Crist óbal Colón era un negocio florecient e y que
t odos los años ella renovaba algunos decorados, cam biando naufragios en islas
polinésicas por severos claust ros m onacales y colum pios barrocos por pot ros de
t orm ent o, según la m oda, pudiendo int roducir t ant a cosa en una residencia de
proporciones relat ivam ent e norm ales, gracias al art ilugio de los espej os y las luces,
que podían m ult iplicar el espacio, engañar al clim a, crear el infinit o y suspender el
t iem po.
Llegam os a su oficina, decorada com o una cabina de aeroplano, desde donde
m anej aba su increíble organización con la eficiencia de un banquero. Me cont ó cuánt as
sábanas se lavaban, cuánt o papel higiénico se gast aba, cuánt os licores se consum ían,
cuánt os huevos de codorniz se cocían diariam ent e - son afrodisíacos- , cuánt o personal
se necesit aba y a cuánt o ascendía la cuent a de luz, agua y t eléfono, para m ant ener
navegando aquel descom unal port aaviones de los am ores prohibidos.
- Y ahora, pat rón, dígam e qué puedo hacer por ust ed- dij o finalm ent e Tránsit o Sot o,
acom odándose en su sillón reclinable de pilot o aéreo, m ient ras j uguet eaba con las

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perlas del collar- - - . Supongo que ha venido para que le devuelva el favor que le est oy
debiendo desde hace m edio siglo, ¿verdad?
Y ent onces yo, que había est ado esperando que ella m e lo pregunt ara, abrí el
t orrent e de m i ansiedad y se lo cont é t odo, sin guardarm e nada, sin una sola pausa,
desde el principio hast a el fin. Le dij e que Alba es m i única niet a, que m e he ido
quedando solo en est e m undo, que se m e ha achicado el cuerpo y el alm a, t al com o
Férula dij o al m aldecirm e, y lo único que m e falt a es m orir com o un perro, que esa
niet a de pelo verde es lo últ im o que m e queda, el único ser que realm ent e m e im port a,
que por desgracia salió idealist a, un m al de fam ilia, es una de esas personas
dest inadas a m et erse en problem as y hacer sufrir a los que est am os cerca, le dio por
andar asilando fugit ivos en las em baj adas, lo hacía sin pensar, est oy seguro, sin darse
cuent a que el país est á en guerra, guerra cont ra el com unism o int ernacional o cont ra
el pueblo, ya no se sabe, pero guerra al fin, y que esas cosas est án penadas por la ley,
pero Alba anda siem pre en la luna y no se da cuent a del peligro, no lo hace por
m aldad, t odo lo cont rario, lo hace porque t iene el corazón desenfrenado, igual com o lo
t iene su abuela, que t odavía anda socorriendo pobres a m is espaldas en los cuart os
abandonados de la casa, m i Clara clarivident e, y cualquier t ipo que llegue donde Alba
cont ando el cuent o de que lo persiguen, consigue que ella arriesgue el pellej o para
ayudarlo, aunque sea un perfect o desconocido, yo se lo dij e, se lo advert í m uchas
veces que podían ponerle una t ram pa y un día iba a result ar que el supuest o m arxist a
era un agent e de la policía polít ica, pero ella no m e hizo caso, nunca m e ha hecho caso
en su vida, es m ás t est aruda que yo, pero aunque así sea, asilar a un pobre diablo de
vez en cuando no es una fechoría, no es algo t an grave que m erezca que la lleven
det enida, sin considerar que es m i niet a, niet a de un senador de la República, m iem bro
dist inguido del Part ido Conservador, no pueden hacer eso con alguien de m i propia
casa, porque ent onces qué diablos queda para los dem ás, si la gent e com o uno cae
presa, quiere decir que nadie est á a salvo, que no han valido de nada m ás de veint e
años en el Congreso y t ener t odas las relaciones que t engo, yo conozco a t odo el
m undo en est e país, por lo m enos a t oda la gent e im port ant e, incluso al general
Hurt ado, que es m i am igo personal, pero en est e caso no m e ha servido para nada, ni
siquiera el cardenal m e ha podido ayudar a ubicar a m i niet a, no es posible que ella
desaparezca com o por obra de m agia, que se la lleven una noche y yo no vuelva a
saber nada de ella, m e he pasado un m es buscándola y la sit uación ya m e est á
volviendo loco, ést as son las cosas que desprest igian a la Junt a Milit ar en el ext ranj ero
y dan pie para que las Naciones Unidas com iencen a j oder con los derechos hum anos,
yo al principio no quería oír hablar de m uert os, de t ort urados, de desaparecidos, pero
ahora no puedo seguir pensando que son em bust es de los com unist as, si hast a los
propios gringos, que fueron los prim eros en ayudar a los m ilit ares y m andaron sus
pilot os de guerra para bom bardear el Palacio de los President es, ahora est án
escandalizados por la m at anza, y no es que est é en cont ra de la represión, com prendo
que al principio es necesario t ener firm eza para im poner el orden, pero se les pasó la
m ano, est án exagerando las cosas y con el cuent o de la seguridad int erna y que hay
que elim inar a los enem igos ideológicos, est án acabando con t odo el m undo, nadie
puede est ar de acuerdo con eso, ni yo m ism o, que fui el prim ero en t irar plum as de
gallinas a los cadet es y en propiciar el Golpe, ant es que los dem ás t uvieran la idea en
la cabeza, fui el prim ero en aplaudirlo, est uve present e en el Te Deum de la cat edral, y
por lo m ism o no puedo acept ar que est én ocurriendo est as cosas en m i pat ria, que
desaparezca la gent e, que saquen a m i niet a de la casa a viva fuerza y yo no pueda
im pedirlo, nunca habían pasado cosas así aquí, por eso, j ust am ent e por eso, es que he
t enido que venir a hablar con ust ed, Tránsit o, nunca m e im aginé hace cincuent a años,
cuando ust ed era una m uchachit a raquít ica en el Farolit o Roj o, que algún día t endría

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La casa de l os espí r i tus
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que venir a suplicarle de rodillas que m e haga est e favor, que m e ayude a encontrar a
m i niet a, m e at revo a pedírselo porque sé que t iene buenas relaciones con el gobierno,
m e han hablado de ust ed, est oy seguro que nadie conoce m ej or a las personas
im port ant es en las Fuerzas Arm adas, sé que ust ed les organiza sus fiest as y puede
llegar donde yo no t endría acceso j am ás, por eso le pido que haga algo por m i niet a,
ant es que sea dem asiado t arde, porque llevo sem anas sin dorm ir, he recorrido t odas
las oficinas, t odos los m inist erios, t odos los viej os am igos, sin que nadie pueda
ayudarm e, ya no m e quieren recibir, m e obligan a hacer ant esala durant e horas, a m í,
que les he hecho t ant os favores a esa m ism a gent e, por favor, Tránsit o, pídam elo que
quiera, t odavía soy un hom bre rico, a pesar de que en los t iem pos del com unism o las
cosas se pusieron difíciles para m í, m e expropiaron la t ierra, sin duda se ent eró, lo
debe haber vist o en la t elevisión y en los periódicos, fue un escándalo, esos
cam pesinos ignorant es se com ieron m is t oros reproduct ores y pusieron m is yeguas de
carrera a t irar del arado y en m enos de un año Las Tres Marías est aba en ruinas, pero
ahora yo llené el fundo de t ract ores y est oy levant ándolo de nuevo, t al com o lo hice
una vez ant es, cuando era j oven, igual lo est oy haciendo ahora que est oy viej o, pero
no acabado, m ient ras esos infelices que t enían t ít ulo de propiedad de m i propiedad, la
m ía, andan m uriéndose de ham bre, com o una cuerda de pelagat os, buscando algún
m iserable t rabaj it o para subsist ir, pobre gent e, ellos no t uvieron la culpa, se dej aron
engañar por la m aldit a reform a agraria, en el fondo los he perdonado y m e gust aría
que volvieran a Las Tres Marías, incluso he puest o avisos en los periódicos para
llam arlos, algún día volverán y no m e quedará m ás rem edio que t enderles una m ano,
son com o niños, bueno, pero no es de eso que vine a hablarle, Tránsit o, no quiero
quit arle su t iem po, lo im port ant e es que t engo buena sit uación y m is negocios van
vient o en popa, así es que puedo darle lo que m e pida, cualquier cosa, con t al que
encuent re a m i niet a Alba ant es que un dem ent e m e siga m andando m ás dedos
cort ados o em piece a m andarm e orej as y acabe volviéndom e loco o m at ándom e de un
infart o, discúlpem e que m e ponga así, m e t iem blan las m anos, est oy m uy nervioso, no
puedo explicar lo que pasó, un paquet e por correo y adent ro sólo t res dedos hum anos,
am put ados lim piam ent e, una brom a m acabra que m e t rae recuerdos, pero esos
recuerdos nada t ienen que ver con Alba, m i niet a ni siquiera había nacido ent onces, sin
duda yo t engo m uchos enem igos, t odos los polít icos t enem os enem igos, no sería raro
que hubiera un anorm al dispuest o a fregarm e enviándom e dedos por correo
j ust am ent e en el m om ent o en que est oy desesperado por la det ención de Alba, para
ponerm e ideas at roces en la cabeza, que si no fuera porque est oy en el lím it e de m is
fuerzas, después de haber agot ado t odos los recursos, no hubiera venido a m olest arla
a ust ed, por favor, Tránsit o, en nom bre de nuest ra viej a am ist ad, apiádese de m í, soy
un pobre viej o dest rozado, apiádese y busque a m i niet a Alba ant es que m e la
t erm inen de m andar en pedacit os por correo, sollocé.
Tránsit o Sot o ha llegado a t ener la posición que t iene, ent re ot ras cosas, porque
sabe pagar sus deudas. Supongo que usó el conocim ient o del lado m ás secret o de los
hom bres que est án en el poder, para devolverm e los cincuent a pesos que una vez le
prest é. Dos días después m e llam ó por t eléfono.
- Soy Tránsit o Sot o, pat rón. Cum plí su encargo - dij o.

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Epílogo

Anoche m urió m i abuelo. No m urió com o un perro, com o él t em ía, sino


apaciblem ent e en m is brazos confundiéndom e con Clara y a rat os con Rosa, sin dolor,
sin angust ia, conscient e y sereno, m ás lúcido que nunca y feliz. Ahora est á t endido en
el velero del agua m ansa, sonrient e y t ranquilo, m ient ras yo escribo sobre la m esa de
m adera rubia que era de m i abuela. He abiert o las cort inas de seda azul, para que
ent re la m añana y alegre est e cuart o. En la j aula ant igua, j unt o a la vent ana, hay un
canario nuevo cant ando y al cent ro de la pieza m e m iran los oj os de vidrio de
Barrabás . Mi abuelo m e cont ó que Clara se había desm ayado el día que él, por darle
un gust o, colocó de alfom bra la piel del anim al. Nos reím os hast a las lágrim as y
decidim os ir a buscar al sót ano los despoj os del pobre Barrabás , soberbio en su
indefinible const it ución biológica, a pesar del t ranscurso del t iem po y al abandono, y
ponerlo en el m ism o lugar donde m edio siglo ant es lo puso m i abuelo en hom enaj e a la
m uj er que m ás am ó en su vida.
- Vam os a dej arlo aquí, que es donde siem pre debió est ar - dij o.
Llegué a la casa una brillant e m añana invernal en un carret ón t irado por un caballo
flaco. La calle, con su doble fila de cast años cent enarios y sus m ansiones señoriales,
parecía un escenario inapropiado para ese vehículo m odest o, pero cuando se det uvo
frent e a la casa de m i abuelo, encaj aba m uy bien con el est ilo. La gran casa de la
esquina est aba m ás t rist e y viej a de lo que yo podía recordar, absurda con sus
excent ricidades arquit ect ónicas y sus pret ensiones de est ilo francés, con la fachada
cubiert a de hiedra apest ada. El j ardín era un desparram e de m aleza y casi t odos los
post igos colgaban de los goznes. El port ón est aba abiert o, com o siem pre. Toqué el
t im bre y después de un rat o, sent í unas alpargat as que se aproxim aban y una
em pleada desconocida m e abrió la puert a. Me m iró sin conocerm e y yo sent í en la
nariz el m aravilloso olor a m adera y a encierro de la casa donde nací. Se m e llenaron
los oj os de lágrim as. Corrí a la bibliot eca, presint iendo que el abuelo est aría
esperándom e donde siem pre se sent aba y allí est aba, encogido en su polt rona. Me
sorprendió verlo t an anciano, t an m inúsculo y t em bloroso, guardando del pasado sólo
su blanca m elena leonina y su pesado bast ón de plat a. Nos abrazam os apret adam ent e
por un t iem po m uy largo, susurrando abuelo, Alba, Alba, abuelo, nos besam os y
cuando él vio m i m ano se echó a llorar y m aldecir y a dar bast onazos a los m uebles,
com o lo hacía ant es, y yo m e reí, porque no est aba t an viej o ni t an acabado com o m e
pareció al principio.
Ese m ism o día el abuelo quiso que nos fuéram os del país. Tenía m iedo por m í. Pero
yo le expliqué que no podía irm e, porque lej os de est a t ierra sería com o los árboles
que cort an para Navidad, esos pobres pinos sin raíces que duran un t iem po y después
se m ueren.
- No soy t ont o, Alba - dij o m irándom e fij am ent e- . La verdadera razón por que quieres
quedart e es Miguel, ¿no es verdad?
Me sobresalt é. Nunca le había hablado de Miguel.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- Desde que lo conocí, supe que no iba a poder sacart e de aquí, hij it a - dij o con
t rist eza.
- ¿Lo conocist e? ¿Est á vivo, abuelo? - lo zam arreé agarrándolo por la ropa.
- Lo est aba la sem ana pasada, cuando nos vim os por últ im a vez - dij o.
Me cont ó que después que m e det uvieron apareció una noche Miguel en la gran casa
de la esquina. Est uvo a punt o de darle una apoplej ía de sust o, pero a los pocos
m inut os com prendió que los dos t enían una m et a en com ún: rescat arm e. Después
Miguel volvió a m enudo a verlo, le hacía com pañía y j unt aban sus esfuerzos para
buscarm e. Fue Miguel quien t uvo la idea de ir a vera Tránsit o Sot o, al abuelo no se le
hubiera ocurrido nunca.
- Hágam e caso, señor. Yo sé quién t iene el poder en est e país. Mi gent e est á
infilt rada en t odas part es. Si hay alguien que puede ayudara Alba en est e m om ent o,
esa persona es Tránsit o Sot o - le aseguró.
- Si conseguim os sacarla de las garras de la policía polít ica, hij o, t endrá que irse de
aquí. Váyanse j unt os. Puedo conseguirles salvoconduct os y no les falt ará dinero
- ofreció el abuelo.
Pero Miguel lo m iró com o si fuera un viej it o t rast ornado y procedió a explicarle que
él t iene una m isión que cum plir y no puede salir huyendo.
- Tuve que resignarm e a la idea de que t e quedarás aquí, a pesar de t odo - dij o el
abuelo abrazándom e- . Y ahora cuént am elo t odo. Quiero saber hast a el últ im o det alle.
De m odo que se lo cont é. Le dij e que después que se m e infect ó la m ano, m e
llevaron a una clínica secret a donde m andan a los prisioneros que no t ienen int erés en
dej ar m orir. Allí m e at endió un m édico alt o, de facciones elegant es, que parecía
odiarm e t ant o com o el coronel García y se negaba a darm e calm ant es. Aprovechaba
cada curación para plant earm e su t eoría personal respect o a la form a de acabar con el
com unism o en el país y, de ser posible, en el m undo. Pero apart e de eso, m e dej aba
en paz. Por prim era vez en varias sem anas t enía sábanas lim pias, suficient e com ida y
luz nat ural. Me cuidaba Roj as, un enferm ero, de t ronco m acizo y cara redonda, vest ido
con una bat a celest e siem pre sucia y provist o de una gran bondad. Me daba de com er
en la boca, m e cont aba int erm inables hist orias de rem ot os part idos de fút bol
disput ados ent re equipos que yo nunca había oído nom brar y conseguía calm ant es
para inyect árm elos a escondidas, hast a que consiguió int errum pir m i delirio. Roj as
había at endido en esa clínica a un desfile int erm inable de desgraciados. Había
com probado que en su m ayoría no eran asesinos ni t raidores a la pat ria, por eso t enía
una buena disposición con los prisioneros. A m enudo t erm inaba de zurcir a alguien y
se lo llevaban de nuevo. «Est o es com o apalear arena al m ar», decía con t rist eza.
Supe que algunos le pidieron que los ayudara a m orir y, por lo m enos en un caso, creo
que lo hizo. Roj as llevaba una cuent a rigurosa de los que ent raban y salían y podía
acordarse sin vacilar de los nom bres, las fechas y las circunst ancias. Me j uró que
nunca había oído hablar de Miguel y eso m e devolvió el valor para seguir viviendo,
aunque a veces caía en un negro abism o de depresión y em pezaba a recit ar la
cant inela de que m e quiero m orir. Él m e cont ó de Am anda. La det uvieron en la m ism a
época que a m í. Cuando se la llevaron a Roj as, ya no había nada que hacer. Murió sin
delat ar a su herm ano, cum pliendo una prom esa que le hiciera m ucho t iem po at rás, el
día que lo llevó por prim era vez a la escuela. El único consuelo es que fue m ucho m ás
rápido de lo que ellos hubieran deseado, porque su organism o est aba m uy debilit ado
por las drogas y por la infinit a desolación que le dej ó la m uert e de Jaim e. Roj as m e
cuidó hast a que m e baj ó la fiebre, em pezó a cicat rizar m i m ano y a volverm e la
cordura, y ent onces se acabaron los pret ext os para seguir ret eniéndom e; pero no m e

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

enviaron de vuelt a a las m anos de Est eban García, com o yo t em ía. Supongo que en
ese m om ent o act uó la influencia benéfica de la m uj er del collar de perlas, a quien
fuim os a visit ar con el abuelo para agradecerle que m e salvara la vida. Cuat ro hom bres
fueron a buscarm e de noche. Roj as m e despert ó, m e ayudó a vest irm e y m e deseó
suert e. Lo besé, agradecida.
- ¡Adiós, chiquilla! Cám biese el vendaj e, no se lo m oj e y si le vuelve la fiebre, es que
se le infect ó ot ra vez - m e dij o desde la puert a.
Me conduj eron a una celda est recha donde pasé el rest o de la noche sent ada en una
silla. Al día siguient e m e llevaron a un cam po de concent ración para m uj eres. Jam ás
olvidaré cuando m e quit aron la venda de los oj os y m e encont ré en un pat io cuadrado
y lum inoso, rodeada de m uj eres que cant aban para m í el Him no a la Alegría. Mi am iga
Ana Díaz est aba ent re ellas y corrió a abrazarm e. Rápidam ent e m e acom odaron en una
lit era y m e dieron a conocer las reglas de la com unidad y m is responsabilidades.
- Hast a que t e cures no t ienes que lavar ni coser, pero t ienes que cuidar a los niños
- decidieron.
Yo había resist ido el infierno con ciert a ent ereza, pero cuando m e sent í
acom pañada, m e quebré. La m enor palabra cariñosa m e provocaba una crisis de
llant o, pasaba la noche con los oj os abiert os en la oscuridad en m edio de la
prom iscuidad de las m uj eres, que se t urnaban para cuidarm e despiert as y no m e
dej aban nunca sola. Me ayudaban cuando em pezaban a at orm ent arm e los m alos
recuerdos o se m e aparecía el coronel García sum iéndom e en el t error, o Miguel se m e
quedaba prendido en un sollozo.
- No pienses en Miguel - m e decían, insist ían- . No hay que pensar en los seres
queridos ni en el m undo que hay al ot ro lado de est os m uros. Es la única m anera de
sobrevivir.
Ana Díaz consiguió un cuaderno escolar y m e lo regaló.
- Para que escribas, a ver si sacas de dent ro lo que t e est á pudriendo, t e m ej oras de
una vez y cant as con nosot ras y nos ayudas a coser- m e dij o.
Le m ost ré m i m ano y negué con la cabeza, pero ella m e puso el lápiz en la ot ra y
m e dij o que escribiera con la izquierda. Poco a poco em pecé a hacerlo. Trat é de
ordenar la hist oria que había em pezado en la perrera. Mis com pañeras m e ayudaban
cuando m e falt aba la paciencia y el lápiz m e t em blaba en la m ano. En ocasiones t iraba
t odo lej os, pero en seguida recogía el cuaderno y lo est iraba am orosam ent e,
arrepent ida porque no sabía cuándo podría conseguir ot ro. Ot ras veces am anecía t rist e
y llena de pensam ient os, m e volvía cont ra la pared y no quería hablar con nadie, pero
ellas no m e dej aban, m e sacudían, m e obligaban a t rabaj ar, a cont ar cuent os a los
niños. Me cam biaban el vendaj e con cuidado y m e ponían el papel por delant e.
«Si quieres t e cuent o m i caso, para que lo escribas», m e decían, se reían, se
burlaban alegando que t odos los casos eran iguales y que era m ej or escribir cuent os
de am or, porque eso gust a a t odo el m undo. Tam bién m e obligaban a com er.
Repart ían las porciones con est rict a j ust icia, a cada quien según su necesidad y a m í
m e daban un poco m ás, porque decían que est aba en los huesos y así ni el hom bre
m ás necesit ado se iba a fij ar en m í. Me est rem ecía, pero Ana Díaz m e recordaba que
yo no era la única m uj er violada y que eso, com o m uchas ot ras cosas, había que
olvidarlo. Las m uj eres se pasaban el día cant ando a voz en cuello. Los carabineros les
golpeaban la pared.
- ¡Cállense, put as!

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

- ¡Háganos callar, si pueden, cabrones, a ver si se at reven! - y seguían cant ando m ás


fuert e y ellos no ent raban, porque habían aprendido que no se puede evit ar lo
inevit able.
Trat é de escribir los pequeños acont ecim ient os de la sección de m uj eres, que habían
det enido a la herm ana del President e, que nos quit aron los cigarrillos, que habían
llegado nuevas prisioneras, que Adriana había t enido ot ro de sus at aques y se había
abalanzado sobre sus hij os para m at arlos, se los t uvim os que quit ar de las m anos y yo
m e sent é con un niño en cada brazo, para cont arles los cuent os m ágicos de los baúles
encant ados del t ío Marcos, hast a que se durm ieron, m ient ras yo pensaba en los
dest inos de esas criat uras creciendo en aquel lugar, con su m adre t rast ornada,
cuidados por ot ras m adres desconocidas que no habían perdido la voz para una
canción de cuna, ni el gest o para un consuelo, y m e pregunt aba, escribía, en qué
form a los hij os de Adriana podrían devolver la canción y el gest o a los hij os o los niet os
de esas m ism as m uj eres que los arrullaban.
Est uve en el cam po de concent ración pocos días. Un m iércoles por la t arde los
carabineros fueron a buscarm e. Tuve un m om ent o de pánico, pensando que m e
llevarían donde Est eban García, pero m is com pañeras m e dij eron que si usaban
uniform e, no eran de la policía polít ica y eso m e t ranquilizó un poco. Les dej é m i
chaleco de lana, para que lo deshicieran y t ej ieran algo abrigado a los niños de
Adriana, y t odo el dinero que t enía cuando m e det uvieron y que, con la escrupulosa
honest idad que t ienen los m ilit ares para lo int rascendent e, m e habían devuelt o. Me
m et í el cuaderno en los pant alones y las abracé a t odas, una por una. Lo últ im o que oí
al salir fue el coro de m is com pañeras cant ando para darm e ánim os, t al com o hacían
con t odas las prisioneras que llegaban o se iban del cam pam ent o. Yo iba llorando. Allí
había sido feliz.
Le cont é al abuelo que m e llevaron en un furgón, con los oj os vendados, durant e el
t oque de queda. Tem blaba t ant o, que podía oír cast añet ear m is dient es. Uno de los
hom bres que est aba conm igo en la part e post erior del vehículo, m e puso un caram elo
en la m ano y m e dio unas palm adit as de consuelo en el hom bro.
- No se preocupe, señorit a. No le va a pasar nada. La vam os a solt ar y en unas horas
m ás est ará con su fam ilia - dij o en un susurro.
Me dej aron en un basural cerca del Barrio de la Misericordia.
El m ism o que m e dio el dulce m e ayudó a baj ar.
- Cuidado con el t oque de queda - m e sopló al oído- . No se m ueva hast a que
am anezca.
Oí el m ot or y pensé que iban a aplast arm e y después aparecería en la prensa que
había m uert o at ropellada en un accident e del t ránsit o, pero el vehículo se alej ó sin
t ocarm e. Esperé un t iem po, paralizada de frío y m iedo, hast a que por fin decidí
quit arm e la venda para ver dónde m e encont raba. Miré a m i alrededor. Era un sit io
baldío, un descam pado lleno de basura donde corrían algunas rat as ent re los
desperdicios. Brillaba una luna t enue que m e perm it ió ver a lo lej os el perfil de una
m iserable población de cart ones, calam inas y t ablas. Com prendí que debía t om ar en
cuent a la recom endación del guardia y quedarm e allí hast a que aclarara. Me habría
pasado la noche en el basural, si no llega un m uchachit o agazapado en las som bras y
m e hace señas sigilosas. Com o ya no t enía m ucho que perder, eché a andar en su
dirección, t rast abillando. Al acercarm e, vi su carit a ansiosa. Me echó una m ant a en los
hom bros, m e t om ó de la m ano y m e conduj o a la población sin decir palabra.
Cam inábam os agachados, evit ando la calle y los pocos faroles que est aban encendidos,
algunos perros alborot aron con sus ladridos, pero nadie asom ó la cabeza para indagar.

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La casa de l os espí r i tus
Isabel Allende

Cruzam os un pat io de t ierra donde colgaban com o pendones de un alam bre unas
pocas ropas y ent ram os a un rancho dest art alado, com o t odos los dem ás por allí.
Adent ro había un solo bom billo ilum inando t rist em ent e el int erior. Me conm ovió la
pobreza ext rem a: los únicos m uebles eran una m esa de pino, dos sillas t oscas y una
cam a donde dorm ían varios niños am ont onados. Salió a recibirm e una m uj er baj a, de
piel oscura, con las piernas cruzadas de venas y los oj os hundidos en una red de
arrugas bondadosas que no conseguían darle un aspect o de vej ez. Sonrió y vi que le
falt aban algunos dient es. Se acercó y m e acom odó la m ant a, con un gest o brusco y
t ím ido que reem plazó el abrazo que no se at revió a darm e.
- Voy a darle un t ecit o. No t engo azúcar, pero le hará bien t om ar algo calient e - dij o.
Me cont ó que oyeron el furgón y sabían lo que significaba un vehículo circulando
durant e el t oque de queda en esos andurriales. Esperaron hast a est ar seguros que se
había ido y después part ió el niño a ver lo que habían dej ado. Pensaban encont rar un
m uert o.
A veces vienen a t irarnos algún fusilado, para que la gent e t om e respet o - m e
explicó.
Nos quedam os conversando el rest o de la noche. Era una de esas m uj eres est oicas y
práct icas de nuest ro país, que con cada hom bre que pasa por sus vidas t ienen un hij o
y adem ás recogen en su hogar a los niños que ot ros abandonan, a los parient es m ás
pobres y a cualquiera que necesit e una m adre una herm ana, una t ía, m uj eres que son.
el pilar cent ral de m uchas vidas aj enas, que crían hij os para que se vayan t am bién y
que ven part ir a sus hom bres sin un reproche, porque t ienen ot ras urgencias m ayores
de las cuales ocuparse. Me pareció igual a t ant as ot ras que conocí en los com edores
populares, en el hospit al de m i t ío Jaim e, en la Vicaría donde iban a indagar por sus
desaparecidos, en la m orgue, donde iban a buscar a sus m uert os. Le dij e que había
corrido m ucho riesgo al ayudarm e y ella sonrió. Ent onces supe que el coronel García y
ot ros com o él t ienen sus días cont ados, porque no han podido dest ruir el espírit u de
esas m uj eres.
En la m añana m e acom pañó donde un com padre que t enía un carret ón de flet e con
un caballo. Le pidió que m e t raj era a m i casa y así es com o llegué aquí. Por el cam ino
pude ver la ciudad en su t errible cont rast e, los ranchos cercados con panderet as para
crear la ilusión de que no exist en, el cent ro aglom erado y gris, y el Barrio Alt o, con sus
j ardines ingleses, sus parques, sus rascacielos de crist al y sus infant es rubios
paseando en biciclet a. Hast a los perros m e parecieron felices, t odo en orden, t odo
lim pio, t odo t ranquilo, y aquella sólida paz de las conciencias sin m em oria. Est e barrio
es corno ot ro país.
El abuelo m e escuchó t rist em ent e. Se le t erm inaba de desm oronar un I nundo que él
había creído bueno.
- En vist a de que nos quedarem os aquí esperando a Miguel, vam os a arreglar un
poco est a casa - dij o por últ im o.
Así lo hicim os. Al com ienzo pasábam os el día en la bibliot eca, inquiet os pensando
que podrían volver para llevarm e ot ra vez donde García, pero después decidim os que
lo peor es t enerle m iedo al m iedo, com o decía m i t ío Nicolás, y que había que ocupar la
casa ent eram ent e y em pezar a hacer una vida norm al. Mi abuelo cont rat ó una
em presa especializada que la recorrió desde el t echo hast a el sót ano pasando
m áquinas pulidoras, lim piando crist ales, pint ando y desinfect ando, hast a que quedó
habit able. Media docena de j ardineros y un t ract or acabaron con la m aleza, t raj eron
césped enrollado com o un t apiz, un invent o prodigioso de los gringos, y en m enos de
una sem ana t eníam os hast a abedules crecidos, había vuelt o a brot ar el agua de las

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fuent es cant arinas y ot ra vez se alzaban arrogant es las est at uas del Olim po, lim pias al
fin de t ant a caca de palom a y de t ant o olvido. Fuim os j unt os a com prar páj aros para
las j aulas que est aban vacías desde que m i abuela, presint iendo su m uert e, les abrió
las puert as. Puse flores frescas en los j arrones y fuent es con frut a sobre las m esas,
com o en los t iem pos de los espírit us, y el aire se im pregnó con su arom a. Después nos
t om am os del brazo, m i abuelo y yo, y recorrim os la casa, det eniéndonos en cada lugar
para recordar el pasado y saludar a los im percept ibles fant asm as de ot ras épocas, que
a pesar de t ant os alt ibaj os, persist en en sus puest os.
Mi abuelo t uvo la idea de que escribiéram os est a hist oria.
- Así podrás llevart e las raíces cont igo si algún día t ienes que irt e de aquí, hij it a- dij o.
Desent erram os de los rincones secret os y olvidados los viej os álbum es y t engo aquí,
sobre la m esa de m i abuela, un m ont ón de ret rat os: la bella Rosa j unt o a un colum pio
dest eñido, m i m adre y Pedro Tercero García a los cuat ro años, dando m aíz a las
gallinas en el pat io de Las Tres Marías, m i abuelo cuando era j oven y m edía un m et ro
ochent a, prueba irrefut able de que se cum plió la m aldición de Férula y se le fue
achicando el cuerpo en la m ism a m edida en que se le encogió el alm a, m is t íos Jaim e y
Nicolás, uno t acit urno y som brío, gigant esco y vulnerable, y el ot ro enj ut o y gracioso,
volát il y sonrient e, t am bién la Nana y los bisabuelos Del Valle, ant es que se m at aran
en un accident e, en fin, t odos m enos el noble Jean de Sat igny, de quien no queda
ningún t est im onio cient ífico y he llegado a dudar de su exist encia.
Em pecé a escribir con la ayuda de m i abuelo, cuya m em oria perm aneció int act a
hast a el Últ im o inst ant e de sus novent a años. De su puño y let ra escribió varias
páginas y cuando consideró que lo había dicho t odo, se acost ó en la cam a de Clara. Yo
m e sent é a su lado a esperar con él y la m uert e no t ardó en llegarle apaciblem ent e,
sorprendiéndolo en el sueño. Tal vez soñaba que era su m uj er quien le acariciaba la
m ano y lo besaba en la frent e, porque en los últ im os días ella no lo abandonó ni un
inst ant e, lo seguía por la casa, lo espiaba por encim a del hom bro cuando leía en la
bibliot eca y se acost aba con él en la noche, con su herm osa cabeza coronada de rizos
apoyada en su hom bro. Al principio era un halo m ist erioso, pero a m edida que m i
abuelo fue perdiendo para siem pre la rabia que lo at orm ent ó durant e t oda su
exist encia, ella apareció t al com o era en sus m ej ores t iem pos, riéndose con t odos sus
dient es y alborot ando a los espírit us con su vuelo fugaz. Tam bién nos ayudó a escribir
y gracias a su presencia, Est eban Trueba pudo m orir feliz m urm urando su nom bre,
Clara, clarísim a, clarivident e.
En la perrera escribí con el pensam ient o que algún día t endría al coronel García
vencido ant e m í y podría vengar a t odos los que t ienen que ser vengados. Pero ahora
dudo de m i odio. En pocas sem anas, desde que est oy en est a casa, parece haberse
diluido, haber perdido sus nít idos cont ornos. Sospecho que t odo lo ocurrido no es
fort uit o, sino que corresponde a un dest ino dibuj ado ant es de m i nacim ient o y Est eban
García es part e de ese dibuj o. Es un t razo t osco y t orcido, pero ninguna pincelada es
inút il. El día en que m i abuelo volt eó ent re los m at orrales del río a su abuela, Pancha
García, agregó ot ro eslabón en una cadena de hechos que debían cum plirse. Después
el niet o de la m uj er violada repit e el gest o con la niet a del violador y dent ro de
cuarent a años, t al vez, m i niet o t um be ent re las m at as del río a la suya y así, por los
siglos venideros, en una hist oria inacabable de dolor, de sangre y de am or. En la
perrera t uve la idea de que est aba arm ando un rom pecabezas en el que cada pieza
t iene una ubicación precisa. Ant es de colocarlas t odas, m e parecía incom prensible,
pero est aba segura que si lograba t erm inarlo, daría un sent ido a cada una y el
result ado sería arm onioso. Cada pieza t iene una razón de ser t al com o es, incluso el
coronel García. En algunos m om ent os t engo la sensación de que est o ya lo he vivido y

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La casa de l os espí r i tus
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que he escrit o est as m ism as palabras, pero com prendo que no soy yo, sino ot ra m uj er,
que anot ó en sus cuadernos para que yo m e sirviera de ellos. Escribo, ella escribió,
que la m em oria es frágil y el t ranscurso de una vida es m uy breve y sucede t odo t an
deprisa, que no alcanzam os a ver la relación ent re los acont ecim ient os, no podem os
m edir la consecuencia de los act os, creem os en la ficción del t iem po, en el present e, el
pasado y el fut uro, pero puede ser t am bién que t odo ocurre sim ult áneam ent e, com o
decían las t res herm anas Mora, que eran capaces de ver en el espacio los espírit us de
t odas las épocas. Por eso m i abuela Clara escribía en sus cuadernos, para ver las cosas
en su dim ensión real y para burlar a la m ala m em oria. Y ahora yo busco m i odio y no
puedo encont rarlo. Sient o que se apaga en la m edida en que m e explico la exist encia
del coronel García y de ot ros com o él, que com prendo a m i abuelo y m e ent ero de las
cosas a t ravés de los cuadernos de Clara, las cart as de m i m adre, los libros de
adm inist ración de Las Tres Marías y t ant os ot ros docum ent os que ahora est án sobre la
m esa al alcance de la m ano. Me será m uy difícil vengar a t odos los que t ienen que ser
vengados, porque m i venganza no sería m ás que ot ra part e del m ism o rit o inexorable.
Quiero pensar que m i oficio es la vida y que m i m isión no es prolongar el odio, sino
sólo llenar est as páginas m ient ras espero el regreso de Miguel, m ient ras ent ierro a m i
abuelo que ahora descansa a m i lado en est e cuart o, m ient ras aguardo que lleguen
t iem pos m ej ores, gest ando a la criat ura que t engo en el vient re, hij a de t ant as
violaciones, o t al vez hij a de Miguel pero sobre t odo hij a m ía.
Mi abuela escribió durant e cincuent a anos en sus cuadernos de anot ar la vida.
Escam ot eados por algunos espírit us cóm plices. se salvaron m ilagrosam ent e de la pira
infam e donde perecieron t ant os ot ros papeles de la fam ilia. Los t engo aquí, a m is pies,
at ados con cint as de colores, separados por acont ecim ient os y no por orden
cronológico, t al com o ella los dej ó ant es de irse. Clara los escribió para que m e
sirvieran ahora para rescat ar las cosas del pasado y sobrevivir a m i propio espant o. El
prim ero es un cuaderno escolar de veint e hoj as, escrit o con una delicada caligrafía
infant il. Com ienza así: « Barrabás llegó a la fam ilia por vía m arít im a...»: .

260
Índice

Capítulo I: Rosa, la bella --------------------- 6


Capítulo II: Las Tres Marías----------------- 29
Capítulo III: Clara, clarividente------------- 48
Capítulo IV: El tiempo de los espíritus ---- 65
Capítulo V: Los amantes -------------------- 87
Capitulo VI: La venganza ------------------ 107
Capítulo VII: Los hermanos --------------- 126
Capítulo VIII: El conde --------------------- 148
Capítulo IX: La niña Alba------------------ 158
Capítulo X: La época del estropicio ------ 176
Capítulo XI: El despertar ------------------ 192
Capítulo XII: La Conspiración ------------ 205
Capítulo XIII: El terror --------------------- 221
Capítulo XIV: La hora de la verdad ------ 244
Epílogo --------------------------------------- 254

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