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Problemas de la filosofía moderna

I. ASPECTOS CRITICOS DE LA CRITERIOLOGIA CARTESIANA

Una duda universal no puede ser ni real ni metódica. La duda


universal no puede vivirse, ni puede servir de medio para buscar la
verdad: Sólo puede concebirse la esencia pura de la duda y nada se
obtiene de ella.1
La duda cartesiana es voluntaria y ficticia en su intención, pero
real en sus efectos. Es tan eficaz para destruir, como ineficaz para
construir. Una duda que hiere directamente todo el contenido de
nuestro conocimiento, hiere, de rechazo, la validez misma de nues-
tras facultades cognoscitivas. En efecto, si éstas nos han engañado
o podido engañar en todo menos en una cosa (la verdad de que
dudo), ¿por qué vamos a exceptuar esa sola cosa? y ¿por qué vamos
a confiar en unas facultades cognoscitivas que nos han engañado en
todo menos en una sola verdad? El «cogito ergo sum», como primer
principio, supone el principio de no-contradicción (el ser no es igual
al no-ser), de lo contrario sería lo mismo decir «cogito ergo non sum».
Así pues, el «cogito» no es el primer principio.2
Si se ha puesto en duda la capacidad misma de conocer de nues-
tra inteligencia, hacemos servir esta misma inteligencia para salir
de la duda al conocer y afirmar alguna cosa: Una vez se ha puesto
todo en duda, ya no es posible salir de ella y ésta es la razón de
que Descartes se condene al agnosticismo y el pensamiento se quede
encerrado en sí mismo.
Además, el «cogito» de la frase «cogito ergo sum» supone ya su
existencia y, por lo tanto, es imposible presentarlo como una conse-
cuencia. Por otro lado, en Descartes hay un círculo vicioso: Por un

l. VERNEAUX, R.: Epistemología general o crítica del conocimiento, Edit.


Herder, Barcelona, 1971.
2. FRAILE, G.: Historia de la Filosofía, Vol. III - B.A.C., Madrid, 1966.

ESPIRITU XXXII (1983) 115-130.


116 NARCISO JUANOLA SOLER

lado se apoya en la veracidad divina para asegurar la capacidad de


conocer y, por otro lado, la afirmación de Dios supone la capacidad
de conocer de nuestra inteligencia que lo afirma.
No hay ideas en nosotros cuando no tenemos la idea «de» nada
o no conocemos nada. Toda idea lo es «de» alguna cosa. La idea,
desde que existe y por su propia naturaleza, hace conocer alguna
cosa. Sólo en un segundo momento podrá ser conocida por reflexión.
La idea hace conocer aquello de lo cual es idea y toda su naturaleza
consiste en esto. La idea no es lo que conocemos, sino aquello en
lo que y por medio de lo que conocemos algo real. La idea hace co-
nocer antes de ser conocida. Descartes confunde el signo instrumen-
tal con el signo formal: El primero es una cosa que sirve de instru-
mento para hacer conocer y, así, ha de ser primeramente conocido
en su realidad propia antes de hacer conocer aquello de lo cual es
signo; el segundo, siendo signo por su propia naturaleza, hace co-
nocer desde que él existe y antes de ser él mismo conocido. La idea
no es posible imaginarla como una realidad material en nosotros de
lo que representa. La idea no es más que el acto de la inteligencia
conociendo aquello de lo cual es idea. Si la posición de Descartes
fuera válida, haría falta una idea para conocer la idea, es decir, una
idea de la idea, y así indefinidamente, lo cual es absurdo.
Descartes atribuye a la inteligencia humana lo que pertenece a
un espíritu puro (angelismo). En definitiva, si la inteligencia tiene
una capacidad de conocer vale, pero si no es así no puede jamás
conocerse a sí misma. Descartes pide a la inteligencia conocerse a sí
misma negándole la capacidad de conocer algo.
Hace falta conocer algo, alguna realidad, para que haya un pen-
samiento en nosotros y luego, por reflexión, una consideración y un
examen de nuestro propio pensamiento. La única manera de exami-
nar la capacidad de nuestro pensamiento es empezar haciéndolo fun-
cionar. El «ser» tiene prioridad sobre el «pensar». El conocer no es
nada fuera del ser: Ello es un dato dado por nuestra misma natu-
raleza humana. Hay un lazo natural y espontáneo de nuestra inte-
ligencia con la realidad, hacia la cual está dirigida por su misma
naturaleza de facultad de conocer.3
En la filosofía de Descartes, el ser de las cosas reales del mundo
exterior está olvidado. Descartes busca la certeza, no la verdad, ca-
racterística de toda postura inmanentista. La voluntad quiere dudar
como afirmación de sí misma y como acto desvinculante: Sólo queda
la potestad con que se ejerce dicha duda. Las esencias ya no están
concebidas en relación al «acto de ser» de las cosas reales, sino que
están resueltas en «ideas». Así, Descartes está disolviendo el prin-
cipio metafísico actual de los entes (su participación en el ser) que-
dándose, en consecuencia, sólo con el ser-pensado que esos entes

3. DAUJAT, J.: Y-a-t-il une vérité?, P. Téqui, París, 1974.


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tienen en el pensamiento, pensado a su vez y sólo así dado por exis-


tente. Es evidente que la pérdida del ser exigía la destitución del
valor cognoscitivo de los sentidos.
Descartes concibe el ser en función de la esencia, no da primacía
al acto de ser de las cosas reales, sino al sujeto. No es que Descartes,
encontrando en los sentidos una razón positiva para dudar, preten-
diera reconstruirlos por otro procedimiento más seguro, sino que,
habiendo decidido reconstruirlo todo con su sola razón, lo primero
que tuvo que hacer fue liberarse del conocimiento sensible. Así,
Descartes desvía la razón del mundo sensible, que es por donde
entra el ser a nuestra inteligencia.
Descartes quiere la duda para poner el principio deseado. Este
acto de libertad le desvincula del ser real. La racionalidad es afirma-
da de antemano. La esencia humana queda reducida a la accidental
existencia del acto de pensar, que se convierte en sujeto de sí mismo,
en pura aparición. Una vez perdida la noción de acto de ser y des-
virtuada reflejamente la noción de ente (noción originaria), se han
concebido los primeros principios como llovidos del cielo y con un
simple valor operativo. Descartes quiere que la razón por la que yo
conozco algo sea la causa de la cosa misma. De esta forma se ge-
neraliza el método abstractivo matemático y se le da un valor me-
tafísico: El sentido común y el conocer espontáneo quedan cortados.
Descartes incurre en el error de identificar el acto de lo conocido
con el acto del cognoscente. El pone en la reflexión total sobre sí
mismo el inicio del verdadero filosofar, como si lo directamente co-
nocido no fueran las cosas mismas, sino las correspondientes ideas
abstractas. Descartes quiere hacer derivar el «ente» de la «idea» y,
contra toda evidencia, presupone que lo primero conocido es el cono-
cimiento; no lo sentido por la sensación, sino la sensación misma;
no lo entendido por la idea, sino la idea misma, la idea misma de
entender.
Desde luego, el entender que «se entiende», se da, pero no como
un acto originario. Hay que tener en cuenta que no percibimos que
tenemos entendimiento más que percibiendo que entendemos y nadie
entiende que entiende si no entiende algo inteligible: El conocimiento
de algo precede, pues, al conocimiento con que uno conoce que en-
tiende y que tiene entedimiento.
Expulsado el acto de ser, desaparece el sujeto subsistente (por y
en ese acto constituido). Entonces, la esencia ya no se ve como po-
tencia de ser: Primero deja de ser en sí {gracias a la duda), luego
pierde su carácter de acto de la materia y ya no es medio para el
acto de ser: Se suprimen, pues, las formas substanciales de Aristóte-
les. La única forma substancial que queda es la acción de pensar
como substante.
El «cogito» es la percepción del propio ser en el pensar. Así, no
supone el ser, sino que lo revela porque lo constituye pensando. Para
Descartes, lo primero conocido no es lo que «es» en acto, sino lo
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que piensa en acto: La existencia del pensamiento pensado como


acto ponente originario, como autoposición voluntaria. El «cogito»
es la percepción inmediata del ser en el pensar, en tanto que «idea»:
Ahora todo se dirá por relación al que piensa. Ahora bien, conocer la
esencia del alma requiere haber conocido el ente y su estructura, a
partir del acto espontáneo de conocer algo, ya que nuestro intelecto
está en potencia de entender, y ni entiende ni es entendido sino por
las especies inteligibles que recibe de las cosas, lo cual requiere el
concurso de los sentidos.
En resumen: En Descartes, lo conocido por el «cogito» ya no es
la propia subsistencia ontológica, ni la condición espiritual del alma,
sino la conciencia de pensar, que se resuelve en pensamiento y se
constituye en principio de sí mismo y de todo aparecer a la concien-
cia, es decir, una incondicionada autoposición del yo. 4
La criteriología no pretende, ni debe pretender dar certeza natu-
ral o espontánea, que ya se tiene. La criteriología sólo debe preten-
der el logro, mediante la reflexión filosófica que da causas y razones
de las cosas, de un nuevo título de la misma certeza, es decir, ad-
quirir por otro camino lo que de forma natural y espontánea ya
tenemos y para la cual de nada sirve el dudar. Para ello, basta pres-
cindir, en el orden científico-reflexivo-filosófico, de aquellas certezas
de que tratamos, sin dudar de ellas positivamente, ya sea de modo
real, ya sea de modo ficticio.
Por otra parte, es físicamente imposible dudar de todas las cer-
tezas naturales, como la existencia propia, la de los demás, etc.
Además, es inmoral el poner en duda certezas que el hombre legíti-
mamente posee cuando son imprescindibles para el logro de su fin
último, tales como la existencia de Dios, por el pretexto de ir a re-
validar y confirmar por otro camino las mismas certezas.
Quien duda de la aptitud de la mente para las legítimas certezas,
lógicamente habría de dudar de todo aquello que pudiera alcanzar
con la misma mente, hasta del mismo acto con que pretendería salir
de esta duda.5

II. ASPECTOS CRITICOS DE LA GNOSEOLOGIA EMPIRISTA

Los empiristas, cuando critican la noc10n de substancia, se ima-


ginan un núcleo descarnado de las cosas que sería la substancia.

4. CARDONA, C.: R. Descartes: Discurso del método, EMESA, Col. Crítica


Filosófica n.º 1, Madrid, 1975.
5. RoIG GIRONELLA, J.: Curso de cuestiones filosóficas previas al estudio de
la teología, Dossat, Madrid, 19~3. ·
LA FILOSOFÍA MODERNA 119

Así, es obvia la conclusión: Esa substancia no existe. En efecto,


«eso» no existe», pero porque nada tiene que ver con la auténtica
noción de substancia.
Las cualidades de las cosas no se dan separadas del sujeto, sino
que se dan «en» el sujeto y éste se muestra o se deja ver por los
accidentes. Ahora bien, la suma de los accidentes no «hacen» la subs-
tancia, ya que los accidentes no tienen otro modo de ser que el de
ser «en algo»: La substancia. Sin la substancia, los accidentes no
serían. Nunca encontraremos accidentes «sueltos», sino sujetos subs-
tanciales con cualidades.6
El movimento accidental requiere una distinción entre substan-
cia y accidente. Así, un ser, permaneciendo el mismo, se hace en parte
otro. La experiencia vulgar y científica también perciben substancias,
pero no en cuanto tales. Sólo el estudio metafísico de la realidad
permite captar la substancia en cuanto tal. La necesidad de no-
contradicción exige que la realidad no se agote en un mero movi-
miento espacio-temporal, de lo contrario, tendríamos que convertir-
nos en troncos, puesto que no podríamos ni expresarlo.
El hombre espontáneamente percibe, sin darse cuenta de forma
refleja, que su propio «yo» no es meramente el conjunto de actua-
ciones con que aparece ante su conciencia, sino aquel sujeto que se
irá manifestando y modificando con tales o cuales actos. El sujeto
substancial, pues, es aquel del que se educen tales o cuales acciden-
tes, es decir, manifestaciones espacio-temporales, con las que, si
bien no se agota, se mueve o cambia. De esta manera, la realidad
tiene una estabilidad, un ser actual, lo cual permite tener ciencia de
la misma y, además, el poder formular unas bases éticas universa-
les, también inmutables.
No basta, como ya se ha dicho antes, poner por debajo de los
accidentes un substrato inerte, inmóvil, yuxtapuesto. La substancia
no es algo escondido a lo cual se ha sobrepuesto algo así como una
sabana de accidentes. Los accidentes se educen como determinacio-
nes de un sujeto substancial: En él inhieren y en él se sustentan.
A su vez, dicho sujeto substancial se modifica y se manifiesta por
medio de dichos accidentes, que son de su ser, pero que no agotan
todo su ser.
En el mundo, en la realidad, ni existen substancias ni existen acci-
dentes: Existen todos substanciales. Ni existen substancias que no
se manifiesten, ni meras manifestaciones separadas de su sujeto.
Repitámoslo: Sólo existen todos substanciales, compuestos de subs-
tancia y accidentes. Por ello la substancia está activa, ya que se mue-
ve o modifica por los accidentes que de ella se educen, con los cuales
se manifiesta y mediante los cuales actúa.

6. GóMEZ PllREz, R.: Introducción a la Metafísica: Aristóteles y Santo To-


más, Edit. Rialp, Madrid, 1978.
120 NARCISO JUANOLA SOLER

Así como no puede existir movimiento sin móvil, no puede tam-


poco haber un ser contingente sin que vaya actuándose, manifes-
tándose o traduciéndose por los accidentes sensibles espacio-tempo-
rales, que son de la substancia, se sustentan en ella, como se eduje-
ron de ella, la modifican, con-existen con ella, formando el todo
substancial que percibimos. En resumen, la realidad es más perfecta
que un mero grupo de accidentes.
Sin embargo, este es el momento de hacer una distinción impor-
tante. El alma humana, dado que es intrínsecamente independiente
de la materia por su espiritualidad, no es sustentada por el cuerpo
material, sino que meramente lo informa para constituir al hombre;
el alma de un vegetal o de un animal, en cambio, por no ser espiri-
tual, necesita de un sujeto para que la sustente en su ser. A parte de
lo dicho, se entiende que el todo que constituyen alma y cuerpo no
es una mera suma, yuxtaposición o agregación, sino algo de perfec-
ción específicamente nueva.
¿Qué sería de las leyes científicas si la realidad fuera un mero
hacerse, sin que esas leyes arraigaran en un sujeto permanente? La
definición propia de substancia no es la de «permanecer bajo los
accidentes», sino la de ser «en sí».
Nuestra experiencia interna nos da una serie de actos referidos
a un centro o «yo». Dichos actos psíquicos no aparecen como im-
personales, sino confluyendo en un centro. Podemos convenir en
llamar a este torrente de actos psíquicos, referidos a un núcleo, «yo
empírico». Ahora bien, a través del «yo empírico», capto algo del
«yo en sí», como sujeto que se actúa y modifica con estos actos suyos
que inhieren en él, sin que agoten su entidad.
Además, está tan moralmente presente el pasado inmediato que,
sin cierta perduración continua de los estados psíquicos conscientes,
la vida intelectual sería imposible. Más que de memoria, hay que
hablar de una presencia continuada de lo inmediatamente pasado.
Para que se entienda un razonamiento y se llegue a la conclusión,
es preciso que el sujeto en quien radican los distintos momentos de
la argumentación sea «el mismo», es decir, que dicho sujeto no se
agote totalmente en cada instante con su mero acto, sino que per-
manezca a través de sus actos que lo modifican accidentalmente.
Una mera «resultancia», como dice Sartre, no vale: Para entender la
conclusión de un silogismo, por sencillo que sea éste, es necesario
entender la ilación que existe entre sus distintas fases, lo cual re-
quiere, no una mera «resultancia», sino una perseverancia en el pre-
sente de un modo continuado, es decir, un sujeto substancial.
Si no existiera un sujeto substante, ¿qué sería, por ejemplo, sa-
berse digno de alabanza o de mérito por una buena acción pasada?,
¿o de culpa o demérito por el mal ya cometido?, ¿Acaso nos recono-
cemos culpables por los actos de un antepasado de quien somos una
resultancia? ¿Qué juzgaría la justicia si el hombre culpable de «ayer»
fuera «hoy» mera resultancia? Más aún, ¿qué sentido tendrían las
LA FILOSOFÍA MODERNA 121

leyes psicológicas, como por ejemplo el instinto de conservación?


Conservar ¿qué?, si todo cambia y es un mero flujo temporal, sin
sujeto.
Si la realidad ofrecida al pensamiento fuera un mero hacerse,
no podríamos ni decirlo dos veces, ya que al hacerlo, ya habría cam-
biado. Si no fuera OBJETIVA la noción de substancia, no podría
darse ninguna universalidad ni necesidad a los conceptos y leyes
científicas: O bien, sólo admitiríamos una costumbre o asociación,
negando una verdadera universalidad y necesidad; o bien las atri-
buiríamos a unas formas a priori kantianas (subjetivismo trascen-
dental); o bien las admitiríamos como un mundo de ideas separado
del mundo real. Lo primero lleva al escepticismo, lo segundo al fic-
cionismo del «como si» (hemos de actuar como si conociéramos las
cosas en sí), lo tercero al absurdo que implica el afirmar la exis-
tencia (singular) de una idea (universal) que no explica el mundo
presente.
La negación de la objetividad de la noción de substancia niega
el principio de no contradicción. Y es el mismo ser el que exige
no poder no-ser en cuanto sea.7
Veamos ahora otra de los grandes problemas: El concepto uni-
versal. ¿ Con qué derecho predico una misma representación y su
correspondiente realidad, de varios, sin límites definidos, a pesar de
que serán cada uno distinto individualmente del otro? Hay que dejar
bien sentado que el universal es radicalmente distinto de la sensa-
ción, que siempre representa algo singular.
El concepto universal es lógicamente unívoco respecto de los ele-
mentos que forman su extensión. El universal no es un mero montón
de datos sensibles y tiene un valor en la realidad, es decir, le corres-
ponde algo unitario en dicha realidad. El alcance objetivo del uni-
versal es ontológico y trascendente, rebasa la mera experiencia sin-
gular. Está en la realidad «lo que» dice el universal, pero no «el
modo» de decirlo.
Hay una diferencia esencial entre la sensación y el concepto uni-
versal. En efecto, la sensación siempre expresa lo de un ser en
cuanto uno y, en cuanto singular, no conviene unívocamente con la
sensación de otro ser: Si formo con varias sensaciones una imagen
común ,obtendré un promedio borroso, que sólo convendrá aproxi-
mativamente a dichas sensaciones. Pero la noción universal sí puede
predicarse unívocamente de todos los seres que convengan con
aquella noción.
La sensación sólo puede expresar elementos materiales de modo
material o sensible; el concepto, en cambio, expresa de modo inteli-
gible las cosas, y por tanto, las materiales de manera inmaterial, es
decir, prescindiendo de la materia, por lo que puede ser aplicado

7. RoIG GIRONELLA, J.: Curso de Cuestiones Filosóficas.


122 NARCISO JUANOLA SOLER

tanto a seres materiares como a seres espirituales. Ello nos permite


expresar, además, los seres espirituales (alma, Dios) que, no sólo pres-
cinden de toda materia, sino que incluso la niegan.
La sensación siempre nos presenta algo que se da contingente-
mente; el concepto nos da su contenido con una esencial necesidad.
La diferencia entre sensación y concepto no es sólo de grado,
sino de especie. Por ello, sumando muchas sensaciones, nunca llegaré
a obtener un concepto universal, que no se obtiene con una mera
suma de elementos individuales.8
La imagen es una condición necesaria para la elaboración de un
concepto abstracto (sin imágenes no hay conceptos), pero el con-
cepto no se reduce a la imagen. Las imágenes nos presentan objetos
concretos, materiales, sensibles a la experiencia; el concepto jamás
puede aparecer como contenido de una sola imagen. Los conceptos
representan intelectualmente los objetos y son universales, abstrac-
tos, inmateriales. La yuxtaposición de imágenes sólo da lugar a imá-
genes esquemáticas que sintetizan aspectos externos y semejantes
de las cosas singulares, aspectos que sólo se refieren a lo cuantita-
tivo-material de los seres reales.
Para un empirista, el «concepto» (asociación de imágenes) repre-
senta a los objetos de un modo global y confuso: En el fondo, el
concepto queda reducido a una imagen y pensar es manejar o rela-
cionar imágenes genéricas. Así, las proposiciones referentes al mundo
no son más que generalizaciones provisionales de las experiencias
vividas y no cabe hablar de verdades absolutas, siendo una ilusión
el intento de trascender lo puramente empírico. En antropología, la
actitud empírica desemboca en el agnosticismo o en el materialismo.
Pero, ¿por qué razón componemos una imagen genérica con unas
determinadas imágenes y no con otras? Ello es debido a que capta-
mos en ellas una naturaleza esencial común que las vincula. El em-
pirismo explica el hecho de que formemos una imagen genérica o
el hecho de que se dé un nombre igual a un cierto grupo de seres
individuales y materiales que tienen semejanzas fenoménicas, o sea,
un parecido exterior. Pero, ese parecido fenoménico ha de tener una
causa o razón de ser constante, que no es más que la existencia, en
todos aquellos seres individuales semejantes, de una estructura idén-
tica que determina dichas semejanzas superficiales. La razón del pa-
recido fenoménico ha de estar en un parecido radical, en su esencia
idéntica. De esta manera, el hombre puede alcanzar verdades absolu-
tas, fundadas en las esencias permanentes de las cosas. En una pa-
labra, el hombre puede hacer metafísica.
La esencia de las cosas se encuentra potencialmente en las imá-
genes, pero sin el concurso del entendimiento no aparecerían jamás.9

8. 1dem.
9. CUELLAR, L.: Introducción a la filosofía, Casals, Barcelona.
LA FILOSOFÍA MODERNA 123

El concepto no representa a «un» hombre concreto, ni a «todos»


los hombres, sino «al» hombre, la esencia «hombre». Decir que no
puedo representarme un hombre que no sea alto o bajo, grande o
pequeño ... , etc., y que, por lo tanto, el concepto universal «hombre»
no tiene ningún sentido, ninguna validez, es no entender lo que es
un concepto. Ciertamente, la representación de un hombre es siem-
pre una imagen concreta, pero el concepto, como ya hemos dicho,
es algo distinto. 10
El empirismo limita todo conocimiento a los objetos concretos
que nos vienen dados por la experiencia. Pero es un hecho que el
hombre es capaz de pensar las esencias de las cosas sensibles, de
comprender qué son las cosas que ve. Las hay que son evidentes
en sí mismas, como los primeros principios. Es un hecho que el
hombre, razonando bien es capaz de conocer algo distinto de lo
que le es dado en la experiencia y que viene exigido racionalmente
por esa misma experiencia (existencia del alma, existencia de Dios ... ,
etc.). El entendimiento, pues, es también activo y no sólo pasivo,
como propugna el empirismo, al menos en lo que respecto al origen
del conocer.
La inducción no puede nunca fundar una ciencia metafísica abso-
luta. Es la inteligencia la que está capacitada para leer en un hecho
su ley o esencia necesaria. Nunca se podrá fundar una ley o verdad
filosófica únicamente basándose en un determinado número de ob-
servaciones. El número sólo da pie a un hábito imaginativo. Así pues,
bastará un solo caso observado para pasar al ámbito universal si se
ha discernido en lo singular su esencia o ley: No se pasa del uno al
todos, sino del hecho a la necesidad, de lo sensible a lo inteligible.
Por otro lado, nunca podríamos observar todos los casos y, en el
supuesto de poder hacerlo, tendríamos que tenerlos presentes en
todo momento a todos, lo cual es mucho desear. Más aún, en el su-
puesto de que todo lo dicho fuera posible, tampoco obtendríamos
un universal: Este no consiste en una simple suma o yuxtaposición,
como ya hemos dicho antes.11
La experiencia es una intuición de lo real que nos da inmediata-
mente el ser concreto existente. La sensación es un acto de cono-
cimiento y no un estado afectivo. La infalibilidad del sentido deriva
de su naturaleza: Una facultad está ordenada al conocimiento de un
determinado objeto. Mientras su naturaleza permanezca íntegra,
mientras no le impida actuar algún obstáculo que la violente, actúa
según lo que es, es decir, conoce a su objeto. Pretender que una
facultad de conocimiento, dejada a sí misma y obrando según su
naturaleza, puede equivocarse respecto a su objeto, es decir que no
es una facultad de conocimiento.

10. VERNEAUX, R.: Obra citada.


11. 1dem.
124 NARCISO JUANOLA SOLER

La sensación es extática, intencional, nos hace presentes las cosas


en sí. La sensación, ya se ha dicho, no es un estado afectivo, sino
una puesta en contacto con el mundo real por el que la conciencia
se abre al ser. Estamos desde nuestro surgir en presencia del mundo.
La sensación nos revela, pues, ciertas cualidades y cantidades de las
cosas. Ahora bien, ¿se limita la sensación a los accidentes exteriores
de los cuerpos? No, los sentidos perciben a su manera, en forma
concreta y singular, la existencia y la naturaleza de las cosas. Los
sentidos al conocer una cualidad, conocen la cosa que tiene dicha
cualidad (accidente). Y un accidente no es un ser, sino el carácter
de un ser. Así, percibir accidentes de una cosa, es percibir la cosa
misma, su substancia, bajo uno de sus aspectos. Es percibir simul-
táneamente su existencia y su naturaleza; su existencia porque el
accidente no tiene existencia propia, no existe en sí, sino en ella;
su naturaleza, porque el accidente es uno de los elementos constitu-
tivos de ésta.
Conocer una cualidad es conocer la substancia ya que dicha cua-
lidad no existe en sí. Los accidentes revelan la substancia que los
sujeta o sostiene. El error del fenomenismo empirista consiste en
sustantificar los accidentes, presentándolos como independientes de
la substancia.
Si bien los juicios de existencia sólo se pueden verificar por reso-
lución a una experiencia sensible, no exige ello que el objeto que se
juzga sea dado por la experiencia. Basta que el juicio demostrativo
se base en una experiencia como punto de partida para ir incluso
más allá de la misma experiencia en la búsqueda de una explicación
última, metaempírica, exigida racionalmente por dicho punto de par-
tida experimental, sin lo cual éste se hace inexplicable. Tal es el caso
de la demostración de la existencia del alma y su inmortalidad, como
de la demostración de la existencia de Dios. 12

III. CRITICA DEL PRINCIPIO DE INMANENCIA

Para justificar el valor de nuestro conocer no hay que optar por


un ciego movimiento voluntario que lo afirme; ni tampoco soste-
nerlo a priori, independientemente de todo conocimiento actual de
un objeto cualquiera; ni tampoco se va a emprender una demostra-
ción directa y positiva de dicho valor, lo cual sería una petición de
principio. Hay que partir de las evidencias que el espontáneo ejer-
cicio del conocer nos reporta y, a partir de ellas, efectuar un reflexivo

12. ldem.
LA FILOSOFÍA MODERNA 125

examen crítico, para precisar y ahondar en esas mismas evidencias


naturales. Y sin abandonar esas certezas espontáneas, podemos dudar
ficticiamente de ellas, para ver las contradicciones y absurdidades
que conlleva el no admitirlas.
Sostener, como el subjetivismo inmanentista moderno, que sólo
conocemos apariencias, no las cosas en sí mismas, conduce a posi-
ciones absurdas. En efecto, una apariencia es una cosa real que
aparece, y que aparece lo que es, de lo contrario caemos en el ab-
surdo. Hasta cuando aparece distinta de lo que es en sí misma, no
se puede distinguir la apariencia de la realidad sino por comparación
con esta realidad conocida por otro lado tal como es en sí misma.
Si no hubiese más que apariencias, esas apariencias serían realidades.
El subjetivismo idealista, al menos e implícitamente, pretende co-
nocer bien y con certeza una realidad tal como es en sí misma: Nues-
tro conocimiento, que él afirma ser inmanente en su objeto, al igual
que en su principio. Asimismo, si sostiene el principio de inmanencia
lo hace en calidad de verdad real, no de verdad únicamente feno-
menal. Para un idealista, conocer una cosa sería sólo conocer su
representación mental, sería, por tanto, conocer y no conocer di-
cha cosa.
Muchos abogan por los errores de los sentidos para sostener su
filosofía de la inmanencia. Pero las «ilusiones» de los sentidos sólo
pueden ser reconocidas si por otro lado no conocemos las cosas tales
como son en sí mismas.
Decir que sin sujeto conocedor, el objeto no sería conocido, es
decir una verdad, pero ello no supone ningún impedimento para que
el objeto exista en sí mismo, a no ser que, contrariamente a toda
experiencia, se suponga que conocer un objeto es esencialmente fa-
bricarlo, construirlo, crearlo.
Si nuestro espíritu no conociese más que sus modificaciones sub-
jetivas, los fenómenos, todas las ciencias tendrían por objeto, no
ciertamente alguna realidad extramental, sino tan sólo nuestras ideas,
confundiéndose todas ellas con la psicología. Además, todo lo que le
apareciese a cada uno sería verdad, es decir, que dos «apariencias»
que fueran contradictorias, serían verdaderas al mismo tiempo. Dicho
de otra forma: Todo juicio que expresara una impresión subjetiva
sería verdadera.
El principio de inmanencia lleva a afirmar unos «fenómenos,.
conscientes de sí mismos, sin objeto alguno que aparezca mediante
ellos, ni sujeto a quien ellos aparezcan, lo cual es una tesis contra-
dictoria, ya que hace de todos esos fenómenos otras tantas cosas en sí.
Así pues, en contradicción con Descartes, el «conocer» es antes
objeto que sujeto: El primum cognitum no es el cognoscente, sino
el ser. Conocer en acto es pasar a ser otro. Nosotros no somos para
nosotros sino mediante el otro. Unicamente luego, por reflexión sobre
ese conocimiento, nos conocemos a nosotros mismos como sujeto.
El hombre no se conoce sino en el acto de pasar a ser otro. La unión
126 NARCISO JUANOLA SOLER

de cognoscente y conocido hace que el alma tenga conciencia de am-


bos: Del conocido, directamente; del cognoscente indirectamente. La
realidad del objeto es dada anteriormente al «yo».13

IV. ASPECTOS CRITICOS DE LA ETICA KANTIANA

Parece que la moral del bien, que busca sus motivaciones en el


fin y en el objeto, es una moral interesada. Pero la moral del fin
último no es una moral interesada ni egoísta, como tampoco puede
llamarse egoísmo trascendente al amor divino.
Evidentemente, la búsqueda del bien y de la felicidad corresponden
a un deseo de la naturaleza. Por tanto, no soy libre de querer mi
bien y mi libertad, puesto que los quiero necesariamente. Así pues,
en lo que se refiere a este deseo natural, estamos todavía fuera de
la moralidad.
Tampoco soy libre de querer mi verdadero bien y mi verdadera
felicidad, Dios, en el sentido de que no puedo tomar arbitrariamente,
como fin último, cualquier fin o el fin de mi elección: El fin último
se me impone y estoy obligado con relación a él porque es un verda-
dero fin último. Soy, pues, libre de aceptarlo o no y de cambiarlo
por un fin último substitutivo (ilusorio). Podemos conceder a Kant,
así, que el fin último, considerado en su generalidad, bajo la razón
de felicidad común, no es obligatorio, ya que es necesario (necesidad
de naturaleza). Pero, nos corresponde determinar cuál es nuestro
verdadero fin, y, con conocimiento de causa, optar por el bien moral,
obrando en conformidad con el valor moral. De este modo, el fin
último entra en el ciclo de la moralidad con la elección de la liber-
tad y se convierte en objeto de obligación.
Es falso identificar el fin último con la felicidad entendida como
deleite o goce. El deleite es la perfección de la operación en posesión
de su objeto, es el eco afectivo que la corona y completa. En esta
perspectiva, el gozo se presenta como un fin; en este sentido es un
bien en sí: Se busca legítimamente, pero debe ser buscado en su
orden, es decir, en la prolongación del bien de la operación y de su
objeto. El goce no puede ser el motivo de acción exclusivo y no puede
ser desligado de los elementos que constituyen su valor. Si amáramos
así a Dios, lo amaríamos codiciosamente y en el fondo nos amaríamos
a nosotros mismos tratándole a El como a un simple medio y de-
jando, por lo tanto, de ser Dios.
La búsqueda del fin último, si implica como elemento integrante
el gozo y la felicidad, tiende primero a otra cosa: Debe procurar

13. Cou.rn, E.: Manual de filosofía tomista, L. Gili, Barcelona, 1962.


LA FILOSOFÍA MODERNA 127

el pleno desarrollo de la persona. Además, en el amor a Dios, es a El


a quien amo por sí mismo y tal como es en sí mismo. Es un amor
oblativo en el cual me olvido de mí mismo para querer a Dios por
sí mismo y el bien de Dios por El (amor de amistad). Claro es que
este olvido de mí mismo no puede ser total, ni debe serlo: ¿No es
también el deseo del amor quererme a mí mismo y mi propia per-
fección y mi propio valor, con el mismo amor con el cual quiero y
amo al otro (Dios)? En efecto, es con un solo querer como tiendo
hacia Dios, a quien amo más que a mí mismo, y hacia mí, que amo
en Dios. Además, ¿cómo podría no querer mi propia plenitud, mi
propio desarrollo personal, si es verdad que esta misma plenitud es
un homenaje a Dios? En fin, ¿cuál es el bien que puedo querer para
Dios, la gloria que puedo procurarle, sino la perfección de la criatura
que yo soy? En todo ello no hay ni rastro de búsqueda interesada ni
de egoísmo.
La felicidad por la felicidad sería un egoísmo odioso; el deber
por el deber un formulismo estoico y quimérico; la felicidad por el
deber y para la gloria de Dios es algo ordenado y legítimo, más aún,
es una ambición obligatoria. Nuestra felicidad está subordinada al
deber y a Dios, como a su principio y a su término. 14
Kant sustituye el bien por la obligación. Al separar el deber de
toda metafísica se hace incapaz de una justificación verdadera. El
puede tomar la obligación como un hecho, como un hecho de razón
si se quiere, pero ello no quiere decir que esté justificado. Además,
Kant sostiene que la libertad se da en un mundo que no es el de la
existencia temporal: Desterrando de este mundo a la libertad, des-
tierra a la moral. 15
Kant tiene razón cuando dice que jamás se ha llevado a cabo nin-
guna acción pura, realizada por puro respeto al deber, y que la san-
tidad no es posible en esta vida. Pero yerra cuando afirma que la
búsqueda del bien es necesariamente egoísta y que todo amor de sí
mismo es necesariamente inmoral o amoral. Si se ama a un bien
(Dios) por sí mismo y por encima de todas las cosas, el amor es puro
y no egoísta, puesto que se ama a este bien, no por uno mismo, sino
por él, y es parte integrante de la vida moral: No lo llamemos egoísta,
pues el egoísmo consiste en preferirse al bien, o en preferir el propio
particular al bien absoluto, lo cual es un desorden. El amor de sí
mismo puede ser santo si está incluido en una finalidad más elevada:
Amarse a sí mismo y al prójimo por amor de Dios.
Kant comete otro error cuando dice que el bien no puede fundar
la obligación. El primer principio de moral natural es que hay que
hacer el bien y evitar el mar, es decir, que el bien debe ser amado,

14. SIMON, Y.: Moral, Herder, Barcelona, 1972.


15. 1dem.
128 NARCISO JUANOLA SOLER

debe ser hecho, buscado, realizado. Así, sólo algunos bienes son
estrictamente oblig~torios, por lo cual, a veces, hacemos más que
el estricto deber.
Según Kant, el yo empírico, sensible y fenoménico, nada tiene que
ver con el yo «nouménico», inteligible. El primero, según nos dice
Kant, está sometido a la necesidad de las leyes naturales; el segun-
do es el que es libre. Ahora bien, ¿ cómo puede traducirse al mundo
sensible una decisión tomada en el mundo inteligible?, ¿de qué ma-
nera puede servir a la vida moral, que se desarrolla en el tiempo y
en el mundo sensible, una libertad «nouménica»? 16
La moral de Kant supera el hedonismo y el utilitarismo. Es una
moral espiritual y universal y testifica la dignidad de la persona
humana, así como exalta el deber por encima de toda pasión e in-
terés. Pero la norma kantiana desborda al hombre ordinario, seña-
lando una cima de perfección inasequible.
Según Kant, nuestra razón crea la ley. Pero la verdad es que
nuestra razón gira en torno al ser, entendiendo sus exigencias y
formulando leyes en base a dichas exigencias. La ley, por lo tanto, no
proviene de la razón, sino de la naturaleza del ser racional, que tiene
su última fuente en el Ser divino. Por ello, las exigencias o leyes
del ser provienen, en última instancia, de Dios, la fuente de la ley
moral, a través de la naturaleza real de las cosas. Kant dice que
Dios es remunerador, pero, ¿por qué ha de serlo si no es legislador?
En Kant, la obediencia a la ley moral es obediencia a nosotros
mismos: Esto, más que autonomía, es soberanía absoluta, ya que no
se admite un ser superior a la razón. La autonomía no excluye, si
se entiende bien, la heteronomía: En efecto, la ley que se formula en
nuestra razón y refleja las exigencias de nuestra naturaleza, encarna
una intención superior, la del Creador. La moral es, pues, una obe-
diencia a un Superior, la fidelidad a Dios. Esta superior intención
hace que lo moral sea una elevación del plano de la individualidad
al plano trascendente. La ética de Kant es excesivamente individua-
lista.
Kant exalta la dignidad de la persona humana sin apoyar ni res-
paldar esa dignidad del yo en un Yo superior, siguiendo su visión
individualista y agnóstica. Afirmar, como hace Kant, que el hombre
es fin, sin determinar cuál es el fin último del hombre, es dejar sin
fundamento a la ética.17
La moral kantiana se sitúa aparte del conocimiento natural es-
pontáneo del bien. Kant opone libertad y naturaleza y entiende aqué-
lla como autonomía absoluta. El rechazo del bien en sí le lleva a
Kant a una pérdida del ser y, por lo tanto, del Bien en sí y del Ser
en sí (Dios), fundando una moral antropocéntrica laicista que, en

16. VERNEAUX, R.: Historia de la filosofía moderna, Herder, Barcelona, 1968.


17. DE YURRE, G. R.: Etica, Esset, Vitoria, 1969.
LA FILOSOFÍA MODERNA 129

el fondo, anula el primer deber natural de todo ser creado: Amar


a Dios sobre todas las cosas.
La moral kantiana está basada en el poder del hombre y no en su
capacidad de conocer el bien. La «buena voluntad» tiene en Kant
un valor absoluto, independientemente del fin. Así, la libertad es la
fuente de la moral, sin tener en cuenta que la libertad está teológi-
camente orientada por el bien en sí, lo cual hace que la voluntad
sea buena entonces, cuando lo reconoce y actúa conforme a esa
orientación.
La libertad no puede estar desvinculada del bien. La norma no es
la que funda el bien. La libertad humana no es absoluta, incondicio-
nal ni autónoma. La misma naturaleza humana ya lleva impresa una
inclinación al bien, inclinación natural que hace que la libertad tenga
una determinada naturaleza .
Es el amor del fin bueno y no el sentimiento del deber lo que
fundamenta la moral. El hombre no es independiente del bien,
de lo contrario, todo sería lícito. La primera noción ética no es la de
la «buena voluntad», sino la de «hay que hacer el bien y evitar el
mal». Lo que «es» bueno no se ordena a la voluntad, sino al revés:
No es bueno porque se apetezca, sino que debe apetecerse porque
es bueno.
Así como la inclinación natural al bien supone una inteligencia
Absoluta (Dios) que la haya puesto en el hombre, una obligación
moral absoluta no puede fundarse en el hombre, ser finito y limitado.
El hombre manifiesta una ley moral absoluta, pero no la constituye.
La ética de Kant se centra en el hombre, no en la religión natural
que manda dirigir todos los actos hacia Dios, verdadero último fin
que concreta la aspiración a la felicidad que todos los hombres tienen
ya por naturaleza.
Kant olvida que no puede haber buena intención de un objeto o
acción mala en sí mismos, salvo ignorancia inculpable. Kant sostiene
una moral ajena al bien en sí, real y objetivo, y ajena a Dios, Bien
real absoluto, fuente de todo bien y fin verdaderamente último de
toda acción.
El bien no se funda en el deber, sino al revés. Una ley lo es y es
universal porque es buena en sí, porque es conforme a la naturaleza
de las cosas y del hombre: No es buena porque sea ley sin más. La
religión natural, en Kant, se reduce a una moral laicista y filantrópica.
La soberbia de la autonomía y de la autosuficiencia que en vez de
poner a Dios como guía de toda acción recta y justa, pone al sujeto
humano. La negación de Dios, pues, pasa oculta y de forma velada
en la reivindicación de la pureza formal del acto libre.
Kant, al identificar la persona con la libertad diviniza al hombre
y se abre al «yo quiero» sin restricciones. Al no tener en cuenta las
inclinaciones naturales, Kant preconiza las morales de situación y
el positivismo jurídico que separa la religión natural de la moral y
ésta de la ley, basada únicamente en la voluntad del legislador.
130 NARCISO JUANOLA SOLER

Al separar la moral de la felicidad, Kant da pie a una considera-


ción de la técnica independiente de la moral. La base de esta posibi-
lidad se encuentra en la confusión kantiana entre felicidad y hedo-
nismo egoísta. Lo malo es que, bajo el ideal de pureza moral y el
desinterés, Kant rechaza el bien en sí en nombre de la dignidad hu-
mana autónoma, construyendo una libertad sin naturaleza y desvincu-
lada del «iustum naturale», con lo que se establece un conflicto insu-
perable entre naturaleza y libertad, que acaba dividiendo al hombre
en dos: El hombre fenoménico, sujeto a las pasiones y el hombre
nouménico de la voluntad de poder.
Sólo la verdad hace libre al hombre si éste reconoce que la ver-
dad es algo más que la libertad. Separar a Dios de la moral es anu-
larla, no sólo dejarla incompleta. Ya Dostoyevski decía: «Si Dios no
existe, todo está permitido». En efecto, sólo un ser absoluto puede
obligarme absolutamente en conciencia y sólo una ley fundada en lo
absoluto puede obligarme a obedecerla pasando por encima de mis
intereses particulares, de lo contrario es una pura coacción legal que
sólo tiene aguante por la utilidad que me reporta el no desobedecer.
Ser libre no quiere decir ser incausado, sino actuar sin necesidad
extrínseca determinante. Si no hubiera una inclinación natural al bien
y el deber de seguirla concretándola, el hombre no encontraría ja-
más a Dios. La libertad no se funda en la indiferencia, sino en la
apetibilidad del bien natural y objetivo. La libertad, separada de la
naturaleza, carece de fundamento. La acción mala, sólo es un signo
de que el ser humano es libre, no es libertad. Un acto libre no es
necesariamente bueno. 18

NARCISO JUANOLA SOLER

18. RODIÚGUEZ LUÑO, A.: l. Kant: Fundamentación de la metafísica de las


costumbres, EMESA, Colección Crítica Filosófica n.• 14, Madrid, 19n.

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