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Universidad de Palermo

Facultad de Ciencias Sociales


Licenciatura en Psicología
Materia: Psicología Clínica y Psicoterapia II
Profesor Titular: Dr. Alejandro Napolitano
Prfesora asociada: Lic. Maria Laura Mascheroni
Ciclo lectivo 2016
Ficha interna de la Cátedra para uso exclusivo de los alumnos

La constitución del Yo moderno


El surgimiento de las ideas, de las teorías científicas, filosóficas, o de las creaciones
artísticas ocurre en el contexto de condiciones sociales e históricas precisas, que, cuando
aprendemos a interrogarlas nos brindan mucho saber acerca de la íntima naturaleza de
aquellas creaciones. La práctica de la psicoterapia y la teoría de la práctica
psicoterapéutica, se dan en un momento histórico que podemos situar hacia el final de
la modernidad. En efecto, el desarrollo del psicoanálisis, de las psicologías llamadas
profundas (las psicologías de lo inconciente), y el de las psicoterapias, han resultado
posibles como fruto tardío de la cosmovisión moderna. Ha sido necesario que los
valores cruciales de la modernidad llegaran a la plenitud, e iniciaran su declinación,
para que este sesgo particular del conocimiento pudiera formalizarse, como ciencia
nueva, como saber o como práctica social. Indudablemente la “piedra angular” de la
cosmovisión moderna ha sido la primacía del sujeto de la conciencia. Hubo una
secuencia de acontecimientos. Fue primero necesario entronizar la apercepción del yo,
esto es, el Yo percibiéndose a sí mismo como pensante, en el lugar de la más clara
evidencia de verdad. A continuación, se le exigió a toda afirmación, como criterio de
verificabilidad, que proporcionara al Yo la experiencia de certeza. Finalmente, al entrar
en crisis esta constelación egocéntrica, quedó preparado el camino para el surgimiento
de la crítica de la centralidad de la conciencia, y con ella el surgimiento de los saberes
psi.
No es conveniente separar, entonces, un saber del espíritu de la época en que nace. Esa
apreciación dará una comprensión más rica y brindará la posibilidad de entender mejor
los alcances y limitaciones del nuevo saber.

Paradigmas
“No queda nada por ser descubierto en el campo de la física actualmente.
todo lo que faltan son medidas más y más precisas”
Lord Kelvin, 1900 (cinco años antes de que Einstein publicara su trabajo sobre la Relatividad Especial)

Las nociones de espíritu de la época, cosmovisión o Weltanschaung, son mejor aludidas


en nuestros días por una palabra que ha resultado inusualmente exitosa: paradigma.

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Esta y el giro cambio de paradigma dan cuenta, en ciencias sociales, desde hace más de
cincuenta años, del conjunto de creencias y valores con las que los individuos
configuran, de manera prerreflexiva, la realidad, así como de sus quiebres y
reconfiguraciones, más o menos críticas.
La expresión pertenece a Thomas Kuhn (1922-1996) y a su conocido libro La
estructura de las revoluciones científicas (1962). La etimología griega remite
paradigma a ejemplo o modelo, y también al verbo demostrar, pero en la terminología
de este autor adquiere un sesgo particular. Kuhn fue inicialmente doctor en física,
aunque se dedicó principalmente a la docencia e investigación en Historia de la Ciencia
y Epistemología. La tesis que nos ocupa tuvo su comienzo en la crítica de Kuhn a la
posición que afirma que el progreso científico se sustenta en una acumulación continua
de conocimiento. Kuhn sostiene, en cambio, que las ciencias no avanzan de ese modo,
sino que lo hacen de una forma, por así decirlo, espasmódica: cíclicamente atraviesan
crisis (revoluciones) al cabo de las cuales los que eran sus fundamentos (paradigma) son
rechazados y reemplazados por otros nuevos, a los que les aguarda el mismo destino
fatal. El planteo significó un inquietante aporte a la comunidad científica al oponer a un
criterio formalista, que analiza el conocimiento científico como una actividad
completamente racional y controlada (Círculo de Viena, Karl Popper) otro de tipo
historicista que enfatiza la característica contingente y concreta de la praxis científica.
Kuhn sostiene que las ciencias avanzan sostenidas por un paradigma aceptado y
utilizado durante un período de ciencia normal. En cierto momento comienzan a
hacerse visibles discrepancias. Se acumulan anomalías que no pueden ser explicadas
dentro de los límites del paradigma dominante. Se precipitan, entonces, disrupciones en
la teoría, iniciándose un período de inestabilidad en el que aparecen ideas alternativas
de todo tipo y valor. La crisis se torna caótica, ocurriendo la caída del paradigma
dominante. Se desarrolla así una revolución científica al cabo de la cual un nuevo
paradigma reemplazará al anterior. Un ejemplo emblemático es la sustitución del
paradigma de la física newtoniana por el relativista, al ser introducidas en el sistema las
perturbaciones originadas en la consideración de la velocidad de la luz y la mecánica
cuántica.
La definición que el propio Kuhn da de paradigmas es: “Realizaciones científicas
universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de
problemas y soluciones a una comunidad científica”. Añadamos otra, también de su
autoría, que aclara más el concepto: “Un paradigma es un criterio para seleccionar
problemas”.
Dos tópicos a destacar. El primero: que un paradigma sea superado no significa que
haya dejado de ser científico. Mantiene su vigencia mientras se presenten a su
consideración hechos y observaciones manejables dentro de sus parámetros. Por
ejemplo, la física newtoniana, superada por el paradigma relativista, sigue siendo
perfectamente útil y científica para considerar problemas de mecánica clásica, por
ejemplo cálculos acerca de la velocidad de la órbita lunar alrededor de la tierra, aunque
no sirva para resolver enigmas que plantea la física cuántica, por ejemplo,
características de las órbitas de los electrones alrededor del núcleo del átomo. El
segundo: los “diálogos” entre distintos paradigmas parecen no resultar posibles, los
modelos de realidad que presentan resultan incompatibles, excluyentes e
incomprensibles entre sí.
Las ideas de Kuhn, tal vez por su propia potencia, o por incluir un marco histórico que
llama a considerar el elemento social del conocimiento, tuvieron un inmediato correlato
en el desarrollo de las ciencias sociales. Paradigma aparece desde entonces asociado al
conjunto de creencias y valores con las que un conjunto social, una época histórica,

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configuran y dan sentido a su realidad. Conforma un mismo campo semántico con las
expresiones urdimbre creencial (Saurí), espíritu de la época, sistema de creencias o
cosmovisión, aproximación castellana a la conocida noción de Dilthey, Weltanschaung
(Dilthey, 1914). De esta manera, la palabra paradigma abarca aspectos más vastos que
los propiamente epistemológicos. Involucra no sólo lo intelectual, sino también
componentes emocionales y éticos del conjunto de los contemporáneos. Describe una
atmósfera vital compartida, incorporada prerreflexivamente, como aprendizaje
inconciente y conocimiento tácito, que resulta “transparente” a una primera mirada
ingenua (Ortega y Gasset dice que tenemos ideas, mientras que las creencias nos
poseen). Supone una experiencia colectiva, que reconoce aspectos sociales, políticos y
culturales.
Es en este sentido extendido, que trataremos ahora de mostrar cuáles son las notas
distintivas del paradigma moderno, que más han determinado el nacimiento de la
psicoterapia.

Vida antes de la vida

Dentro de un momento desarrollaremos el núcleo de nuestra ficha, que sostiene una


postura que ya hemos adelantado en parte. Decimos en ella que la psicoterapia, tal como
la conocemos, sólo puede ser comprendida históricamente como un fruto tardío, nacido
durante la declinación del paradigma moderno. ¿Significa esto que antes del
advenimiento del sujeto moderno, del sujeto de la conciencia, no existieron
elaboraciones profundas sobre el origen y curación de los “males del alma”? ¿Significa
que la honda y vasta tradición griega, judía, romana y cristiana no avanzaron sobre las
condiciones del padecer psíquico, sobre la naturaleza del duelo, de los celos, de la
melancolía? Pero, ¿de dónde tomó entonces Freud la metáfora de Edipo? ¿Y las
riquísimas tradiciones chamánicas americanas y asiáticas, plenas de complejos
procedimientos curativos no son acaso una prefiguración de la psicoterapia?
Indudablemente sí. Algunos escritos, hoy ya clásicos, como el capítulo La eficacia
simbólica del libro Antropología Estructural de Claude Levi Strauss, citado en esta
misma ficha, recogen prácticas curativas de comunidades originarias americanas que
han permitido comprender la manera en que funcionan algunos procedimientos
psicoterapéuticos. La noción griega de paráskhesis, aquella entrega u ofrecimiento del
alma, sin la cual no es posible el éxito en la curación mediada por la palabra, o el
concepto ineludible en psicoterapia de katharsis, muestran que mucho es lo que la
psicoterapia contemporánea le debe a prácticas curativas milenarias. Sin embargo, sin
perjuicio de sus prestigiosos antecedentes, la noción moderna de esta disciplina, que
podríamos datar con la aparición de Sigmund Freud, sólo puede ser comprendida
cabalmente si la contextualizamos históricamente, situándola junto a la crisis del sujeto
moderno, el sujeto de la conciencia. Ninguna de las prácticas históricas precedentes
creció en un mundo capaz de generar una tal ligazón entre sentido y conciencia
individual. Esta es una instancia propia de la modernidad, y el surgimiento de la
psicoterapia es una de las varias manifestaciones de la crisis de ese paradigma.

Nacimiento, Crítica y Crisis del Paradigma Moderno

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Echando mano a una sistematización algo rápida, aunque útil a nuestros propósitos y en
absoluto inverosímil, atribuiremos a la vida del paradigma moderno tres momentos.
Llamaremos al primero el de su nacimiento, y lo consideraremos ligado al ímpetu del
origen y a cierta omnipotencia juvenil. El segundo período, el de la madurez, lo
hallamos relacionado con la plenitud de su desarrollo, que implica, por eso mismo, un
movimiento recursivo de reflexión crítica. El tercer momento es el de su crisis, el inicio
de su extinción, así como el comienzo de esa región de arenas movedizas, conocida
provisoriamente como post-modernidad. Ligaremos cada uno de estos momentos con un
filósofo que lo represente con claridad. Sin lugar a dudas deberemos situar a René
Descartes (1596-1650) en el nacimiento. Su afirmación “pienso, luego existo”, debe ser
considerada el momento de la fundación filosófica del mundo moderno. Consideramos
a la filosofía crítica de Immanuel Kant (1724-1804) la culminación, la elaboración
extrema del pensamiento moderno y la mirada que inaugura su descenso. Finalmente
ubicamos a Friedrich Nietzsche (1844-1900) como un representante emblemático de la
actitud iconoclasta que vendrá a cuestionar de raíz la validez de los postulados de la
modernidad. Completemos el panorama añadiendo algunos compañeros de viaje.
Miembros de un club de genios, a través de cuyas producciones se nos hace patente
aquello que nombramos como el espíritu de la época. El surgimiento del mundo
moderno adquiere una claridad casi completa si reunimos a Descartes con Galileo
Galilei (1564-1642) y con Leonardo Da Vinci (1452-1519), así como si agrupamos a
Kant con Isaac Newton (1643-1727). Finalmente convoquemos a los tres grandes
demistificadores de la modernidad, Nietzsche, Karl Marx (1818-1883) y Sigmund Freud
(1856-1939). Debemos añadir que, tratándose de un texto de introducción filosófica al
Yo moderno, nos permitimos esta presentación algo acotada de un período tan
importante de la Filosofía. Una ilustración algo más completa nos obligaría a incluir por
lo menos a Spinoza (de quien algo diremos), Leibniz, Hume, Locke, Hegel, Pascal y
algunos más.

Cogito y desencanto

Seguimos a Mario Caimi, quien en la estupenda introducción a su traducción del


Discurso del Método (Descartes, 2004), asegura que la aurora de la filosofía moderna
tuvo lugar en Neuberg, durante la noche del 10 de noviembre de 1619.
Fue en su transcurso que Descartes soñó tres sueños que se han hecho famosos,
gracias, en gran parte, a los ilustres exegetas posteriores (incluido Freud, por supuesto).
El tercero de esos sueños contenía, además de una multitud de objetos, entre los que
destacamos un diccionario, una pregunta peliaguda: “¿Qué camino tomaré en la vida?”
La interpretación que el propio Descartes da a su sueño, le indica que el diccionario, al
reunir todas las palabras, simboliza la totalidad y la unidad de las ciencias, mientras que
la pregunta por el camino a tomar alude a la preocupación por el método. Llega más
tarde Descartes, siguiendo esa línea argumental, a concluir que la ciencia, más allá de
sus parcelas diferenciadas, es una sola, y su método “…corresponde a una única
facultad cognoscitiva, a una única razón” (Caimi, op. cit.).
La razón, metódicamente aplicada, nos llevará, asegura Descartes, paulatina y
directamente al completo conocimiento del universo y sus procesos. Todos sus
misteriosos rincones serán develados. Es inevitable y hasta mecánico. Tan simple como
contar e ir avanzando hasta los números más lejanos. Esta dependencia racional del
conocimiento obedece a que la razón, atributo divino, es la clave con la que Dios mismo

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construyó su creación. Nosotros, hechos a su imagen y semejanza, hemos sido
agraciados, a diferencia de las demás criaturas, con esta divina emanación. Muñidos de
tan poderosa herramienta todo saber se nos hará accesible. “Ante la magnitud de este
descubrimiento, se entiende y justifica que haya caído Descartes en un estado febril de
exaltación; y se entiende también que al despertar en la mañana del 11 de noviembre,
decidiese ir en peregrinación al santuario de la virgen de Loreto para agradecer esta
extraordinaria revelación” (Caimi, op.cit.).
Notable curiosidad de la historia. Descartes, el campeón del racionalismo, accede al
conocimiento de la majestuosidad de la razón, a través de una revelación onírica, y
arrobado por semejante impacto, peregrina al santuario a dar gracias a Dios por los
favores recibidos. Descartes, al igual que nosotros, fue un hombre de dos mundos.
Mientras por un lado se erige como pieza clave de la construcción del paradigma
moderno, por otro nos muestra la impronta en él del mundo medieval. La curiosidad
histórica es doble. Su sueño abre el portal de la modernidad, y comienza a trazar un
extenso arco de 280 años que llega hasta Viena en 1900, no muy lejos de Neuberg. Allí
un médico escribe un libro sobre los sueños que contribuirá a comenzar el cierre de
aquella puerta para siempre.
El éxtasis de la revelación no perdura en Descartes, y la pulcritud del concepto desplaza
la desmesura de la experiencia original. Entonces, lo nuclear de la configuración
cartesiana del nuevo mundo pasa a ser su diseño matemático. Los sucesos físicos ya no
ocurrirán por un impulso que los anima, o por una voluntad superior que los domina,
sino porque obedecen a las leyes de la aritmética y la geometría, que ahora permiten
formalizarlos desde una exterioridad abstracta. En la antigua concepción aristotélica la
piedra cae y el fuego sube porque está en su naturaleza hacerlo así. La pesadez es
consustancial a la piedra tanto como la tendencia hacia lo alto pertenece a la naturaleza
de lo ígneo. Galileo, en cambio, demuestra en una discusión célebre, que el hielo flota
porque su peso específico es menor al del agua líquida, no porque un algo anime a su
naturaleza a hacerlo. Los objetos primero, los animales y las plantas después, dejan de
estar animados desde un atribuido ser esencial para pasar a ser manejados por leyes
mecánicas formales. Marionetas perfectas. Descartes opera aquí una extensión que
permite a la matemática dar cuenta no sólo de los problemas de su propia índole, tales
como los números y el cálculo, sino de cuestiones de cualquier otra clase, incluidas las
empíricas. El método matemático pasa a ser simplemente el método y esta matemática
universal irá a identificarse con la estructura misma de la razón cognoscente. Caimi cita
acertadamente a Risieri Frondizi al afirmar que son dos los motivos principales de la
filosofía cartesiana: “…la afirmación de la razón como criterio fundamental de verdad
y fuente principal de conocimiento y el descubrimiento de la conciencia como realidad
primera y punto obligado de partida del filosofar” (Frondizi, 1960). A la unidad de la
ciencia en una única razón le corresponde la unidad del sujeto en una única conciencia.
Pero, ¿cómo llega Descartes a ese radical centrarse en la conciencia racional? Hasta que
ese objetivo no sea logrado, el método no pasa de ser uno entre otros, tan sólo avalado,
en el mejor de los casos, por su eficacia. La prueba requerida es lo que Descartes
denomina la fundamentación metafísica del método, que lo llevará a su célebre
concepción del cogito. Llegará hasta allí a través de la aplicación de la vía regia de su
sistema: la duda metódica. El primer precepto del método es claro: no aceptar ninguna
afirmación que no se presente a mi entendimiento de manera tan clara y distinta que yo
no tuviera ocasión de ponerla en duda. Aparece aquí una petición de principios. Se le
exige al conocimiento una rendición de cuentas ante la conciencia, que sea capaz de
pasar la prueba de la evidencia. La evidencia es presentada como una forma de la
intuición, por lo tanto carente de grados: algo es evidente o no lo es. Notemos que el

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camino por el cual es posible acceder a la intuición evidente es el de la deducción, que,
partiendo de datos simples e indubitables, permite acceder a certezas más complejas.
Descartes, entonces, hace intervenir en este punto, otra función del entendimiento, la
memoria, que permite presentificar aquello que ya no se encuentra en el ámbito de los
datos actuales. Vemos, por lo tanto, que se le solicita al conocimiento, como prueba de
su verdad, que sea capaz de provocar en el sujeto una experiencia. Utilizando un
vocabulario ajeno al léxico cartesiano, diremos que se le requiere al saber que suscite en
la conciencia cognoscente la vivencia de evidencia. Nunca antes había sido requerida en
la fundamentación metafísica de un criterio de verdad una tal rendición a la conciencia
subjetiva. A la intuición y a la memoria se anexa la voluntad de saber. Veamos este
comentario de Jean Marie Beyssade citado por Caimi: “A cada grado de claridad de la
idea corresponde un grado de inclinación de la voluntad, y, en el caso extremo, si
concentro la atención sobre una idea clara y distinta, mi atracción es irresistible”
(Beyssade, 1997).Este centrarse progresivamente en el sujeto de la conciencia se irá
intensificando, constituyéndose en piedra angular de la construcción del paradigma
moderno. Destaquemos asimismo que, la apelación a la memoria y a la deducción
lógica señalan con mucha claridad una característica del sentido moderno de la
temporalidad. En efecto, el “tiempo moderno” es lineal y uniforme, apareciendo sus
instantes sucesivos como puntos de una línea recta, enteramente iguales entre sí. No
existen disrupciones, enlentecimientos ni aceleraciones. La cadena deductiva progresa
suave y rigurosamente a través de instantes idénticos gracias a una memoria que
reproduce la realidad tan fielmente como una copia perfecta. Se trata de una
representación espacial del tiempo, en la cual este surge de una analogía geométrica. El
tiempo es representado a través del espacio recorrido por la aguja del reloj sobre el
cuadrante o por el astro sobre el firmamento. No es el tiempo del pulso ni el del ritmo
corporal, ni el de las ganas o el tedio.
Pero volvamos a los preceptos cartesianos que nos permitirán la fundamentación
metafísica del método, de los cuales sólo vimos el primero. Los tres preceptos que le
siguen son, en cierta medida, derivados de este, al sostenerse en el concepto raíz de la
duda metódica. Afinan, eso sí, la pertenencia del pensamiento filosófico cartesiano al
dispositivo deductivo lógico-matemático. No obstante, para nuestro interés central, que
es comprender cómo llega Descartes a la formulación de los cimientos del Yo moderno,
podemos detenernos en el primero, y tomar directamente el camino que conducirá a su
concepción del cogito, según nos lo muestra Caimi.
Sorprendentemente, el Yo cartesiano del “pienso, luego, existo”, casi un eslogan del
racionalismo moderno, surge como una mera consecuencia colateral, nacida de la
necesidad de validar el método. Veamos el camino que sigue Descartes.
Al aplicar la duda sistemática a su propio método, con la finalidad de purificar la razón
de toda contaminación espuria que invade la verdad del conocimiento, se topa, antes
que nada, con los datos brindados por los sentidos. Es evidente que la información
sensorial no resulta confiable. Los sentidos son engañosos. El color de los objetos varía
según la luz que los ilumina, y afirmar que la mesa es azul es lo mismo que decir, según
el ejemplo de Galileo, que “la pluma es cosquillosa” porque al pasarla por debajo de la
nariz nos provoca cosquillas. Cuando creemos describir propiedades de los objetos
estamos aludiendo a características de nuestros sentidos. Las representaciones de los
sentidos no pueden, entonces, suministrarnos ningún contenido indubitable de verdad.
No obstante, tal vez los sentidos nos engañen acerca de las características de las cosas,
pero nos dicen que hay cosas. Tal vez, entonces, la información acerca de la efectiva
presencia de cosas a nuestro alrededor pueda ser tomada como verdadera. Recurre
entonces Descartes, para sostener la duda metódica, al argumento del sueño. Mientras

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soñamos tenemos la evidencia subjetiva de la existencia real de los objetos soñados,
pero al despertar comprobamos que “sólo se trataba de un sueño”. Descartes afirma, de
manera rotunda, que carecemos de elementos ciertos para distinguir de manera
definitiva el sueño de la vigilia. Si la duda acerca de los datos sensoriales nos hacía
dudar de las características de las cosas, el argumento del sueño pone en duda la
existencia misma de las cosas. La totalidad del mundo que nos rodea, y todo el
conocimiento brindado por las ciencias empíricas queda cubierto por el enorme manto
de esta duda creciente.
Llegados a este punto, entonces, la matemática aparece como un resguardo posible. Tal
vez en ella sí se pueda encontrar un ámbito de certezas firmes. El universo de
proporciones y relaciones que describe esta ciencia exacta parece confiable. Ya sea que
la mesa rectangular que aparece ante mí sea real u onírica, la suma de sus ángulos será
igualmente de 360º. Es llegado este momento que Descartes, explica Caimi, con la
finalidad de extremar su adhesión al precepto primero, que “…obliga a buscar aún la
mínima ocasión de poner en duda los presuntos conocimientos, antes de aceptarlos
definitivamente por verdaderos.” (Caimi, op. cit.), pasa del ejercicio de la duda
natural, utilizado hasta aquí, al de la duda hiperbólica. A través de la aplicación de este
recurso, no se tratará ya, tan sólo, de dudar del aspecto más o menos sospechoso, que
presentan los objetos, sino de, mediante un acto de voluntad, extremar las cosas
proponiendo hipótesis forzadas que inventen nuevas ocasiones para dudar. Es así que
Descartes propone la famosa quimera funambulesca del Genio Maligno. Supongamos,
sugiere, que existe un genio maligno, extraordinariamente inteligente y poderoso, que
logra convencernos de la verdad de las operaciones matemáticas y racionales, cuando en
realidad no se trata más que de una enorme ficción por él inventada. Supongamos, dice,
que es ese demonio el que nos presenta como verdades simples e indiscutibles el
resultado de una suma o la relación entre el perímetro de la circunferencia y el radio,
siendo que en realidad la suma, el radio y la circunferencia misma no son más que una
ilusión fraudulenta. Al arribar a este paroxismo de la duda, forzada por una extrema
especulación, Descartes ya ha puesto en duda, no sólo la realidad en su conjunto, la
matemática y la razón, sino la validez del método misma. Todo se ha perdido, todos los
contenidos del pensar se han cuestionado…, menos el pensar mismo. En efecto, si el
genio maligno ha debido utilizar su astucia para engañar mi pensamiento es porque
estoy pensando. Accede así Descartes a la primera y por ahora única proposición
científica indudable: pienso, luego existo.
Citamos textualmente a Caimi:

 La proposición que se presenta aquí como cierta es la que afirma la existencia del
pensar mismo. El yo a que aquí se hace alusión es ese mismo pensamiento: no tiene
otra esencia ni otra determinación que el mero pensar. No es otra cosa que
pensamiento: “yo no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es
decir un espíritu, un entendimiento o una razón”. Por eso es lo mismo decir “pienso”
que decir “yo existo”. Esta identidad (y no una deducción) es lo expresado por la
palabra “luego” (o ergo en la formulación latina cogito ergo sum). Sería erróneo
afirmar que en esta proposición (que se suele designar como el “cogito cartesiano”) se
encuentra la traza de alguna deducción. (Caimi, op. cit. pág. LV)

Observemos que Descartes no dice “pensar” (cogitatur), sino “pienso” (cogito). Se


atiene a una presentación fenoménica, que nos ofrece como indubitable. Nos dice que
de lo único que no puedo dudar, es de que, por lo menos, mientras “esto estoy
pronunciando o concibiendo en mi espíritu, yo soy, yo existo”. No nos dice Descartes
que el yo del yo pienso, sea el primer principio absoluto de la realidad, pero sí del

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conocimiento. Afirma a continuación que, en tanto puedo concebir nítidamente este
yo que piensa como claro, distinto y separado, sin necesidad de recurrir para su
distinción a nada que no sea el pensamiento, puedo afirmar que se trata de una
substancia (res). De una substancia pensante (res cogitans). Queda así, la totalidad de la
realidad escindida, de un solo golpe, en dos grandes bloques que la modernidad se
ocupará de separar cada vez más. Por un lado el reino de la conciencia pensante, creada
a imagen y semejanza divina, la substancia pensante o res cogitans. Por otro, el
conjunto heteróclito de cosas, vivientes o no, privadas del don del pensamiento, sólo
discernibles por contar con masa, peso, extensión: la res extensa. No existe diferencia
sustancial entre una mesa, una roca, una planta o un animal. El grito de un caballo
herido es el chirrido de una máquina descompuesta. En el conmovedor ejemplo de
Nietzsche llorando abrazado al caballo lastimado, que nos trae Milan Kundera en su
novela La insoportable levedad del ser, el filósofo alemán “le pide perdón al caballo en
nombre de Descartes”. El hombre, asiento natural del atributo divino de la razón, queda
enfrentado al resto de la creación, alienándose de ella. El enseñorearse de la razón sobre
cosas y criaturas, ahora ontológicamente desacralizadas, abre las puertas a una inusitada
apropiación, que devendrá tanto en un crecimiento enorme del conocimiento “objetivo”
de la Naturaleza como de su explotación sin límites. Inaugura un antropocentrismo
voraz del hombre europeo, pieza clave del denominado Humanismo.

La síntesis kantiana

La reflexión sobre el sujeto de la modernidad temprana, sufrió una polarización que


determinó la presencia de dos posiciones bien definidas: el empirismo y el
racionalismo. Será la filosofía kantiana la que se mostrará capaz de producir un salto
histórico, mediante el cual, a la vez, asimilará la totalidad de sus precursores y
provocará “…una ruptura drástica con ellos, una ruptura que ya no permite volver
atrás” (Caimi M. en Kant I, 2007). Es necesario entonces, que nos aboquemos ahora a
mostrar las dos tesis, mediante las cuales Kant resuelve y supera la discusión entre
empiristas y racionalistas, para poder, recién después, hacer una presentación de su
concepción del Yo. A modo de recordatorio, digamos que la posición empirista sostuvo
que todo conocimiento deriva de la experiencia, y en particular de la experiencia de los
sentidos, mientras que el racionalismo afirmaba que conocimiento verdadero es
solamente aquel que tiene un origen racional, es decir, que se apoya en las normas que
pautan el discurso lógico (Ferrater Mora, 1999).
En la primera de las tesis a las que aludíamos recién, Kant propone que existe una
inseparabilidad, a la vez que una irreductibilidad de estos dos lenguajes del
conocimiento, el teórico de los conceptos y el empírico de los datos sensoriales (Samaja
J., 1994). Afirma Kant que “Sin sensibilidad no nos serían dados los objetos, y sin
entendimiento ninguno sería pensado. Pensamientos sin contenido son vacíos;
intuiciones sin conceptos son ciegas” y más adelante: “Estas dos facultades o
capacidades no pueden trocar sus funciones. El entendimiento no puede percibir y los
sentidos no pueden pensar cosa alguna. Sólo cuando se unen resulta el conocimiento”
(Kant I, 2007).
Esta primera y célebre tesis lo obliga a desarrollar una segunda, que deberá dar cuenta
del problema que ahora se ha suscitado, acerca de cómo es que logran correlacionarse
ambos lenguajes en cuestión. La primera tesis resuelve la confrontación empirismo-
racionalismo, pero el camino hallado para la resolución plantea un nuevo interrogante:

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¿cómo es posible el proceso, que podríamos llamar “transductor”, entre lenguajes de
diferente naturaleza? ¿Cómo es posible hacer corresponder datos de orden sensorial en
un dispositivo lógico? Si una bola de billar roja se desplaza al ser impactada por una
bola blanca, digo que la causa del desplazamiento es el impacto. Pero aunque distingo
con claridad la bola roja y la blanca, tanto como el tapiz y la mesa, no “veo” la
causalidad. La causalidad no pertenece al orden de los objetos sensibles. Sin embargo,
no tengo la menor duda acerca de cuál es la causa del desplazamiento de la bola roja, así
como tampoco se me ocurre pensar que sea la diferencia de color o algún otro de los
innumerables datos del mundo sensible lo que originó el movimiento. Cualquier bola,
que corriera con suficiente velocidad sobre el tapiz, e impactara otra, sería la suficiente
y única causa de su desplazamiento. Pero ¿cómo viene la causalidad, una categoría
lógica a priori, a engarzarse de manera tan simple y natural a una observación empírica,
es decir, del orden de las sensaciones? ¿Cómo se construye el puente entre estos dos
mundos? La resolución de este punto reviste una gran importancia para nosotros, ya que
estamos considerando, la constitución histórica del Yo en el contexto del paradigma
moderno, al mismo tiempo que intentamos mostrar ciertos procesos internos de su
propio devenir, cuya consecuencia fue ir relativizando el lugar omnímodo que ocupó la
razón en sus albores. La “razón puesta a examen” será una de las consecuencias más
importantes de la filosofía crítica de Kant. Pues bien, avancemos entonces en el
desciframiento kantiano del “proceso transductor”. El problema a resolver consiste en
que, al haber demostrado la simultaneidad, irreductibilidad e inseparabilidad de ambos
lenguajes (el sensorial y el racional) en la producción del conocimiento, se hace
necesario encontrar un tercer elemento que los correlacione, que permita la construcción
de un mapa en que cada uno de estos lenguajes se traduzca en términos del otro ¿Cuál
es la función del entendimiento que comparte, por un lado características del mundo
sensible, y por otro incorpora en su funcionamiento categorías lógicas? Kant encuentra
que esa función es la imaginación. Cito a Kant, ya que en este punto crucial no me
atrevo a parafrasear su elocuencia magistral:

 “¿Cómo entonces es posible la subsunción de estas intuiciones bajo esos


conceptos, y por consiguiente, la aplicación de las categorías a los fenómenos,
puesto que nadie puede decir que tal categoría, por ejemplo la causalidad, se
percibe por los sentidos y que está contenida en los fenómenos (…) Es, pues,
evidente que debe existir un tercer término que sea semejante, por una parte a
la categoría, y por otra al fenómeno. Esta representación intermediaria será
asimismo pura (sin nada empírico), y es menester, sin embargo, que sea por una
parte intelectual y por otra parte sensible. Este es el esquema trascendental (…)
Ahora bien, lo que yo llamo esquema de un concepto es la representación de un
procedimiento general de la imaginación que sirve para dar su imagen a ese
concepto” (Kant I, 2007)

Hume, antes que Kant, había sostenido la importancia y originalidad de esta función
intermediaria de la imaginación, entre los mundos sensible y lógico. Pero en Hume, el
trabajo de la imaginación estaba referido a lograr reproducir, en ausencia de los objetos
reales, los encuentros contingentes (vale decir, ocasionales) de esos objetos, que nos
había sido dado presenciar en el pasado. La imaginación aparece en Hume como una
función subsidiaria de la memoria, que intenta reproducir un objeto ocasionalmente
ausente de la experiencia, mediante su representación imaginaria. En Kant, en cambio, y
esta diferencia es capital, la actividad imaginaria del entendimiento es necesaria,
depende del intelecto, y es, en terminología kantiana, pura, es decir, independiente de

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la experiencia. Las construcciones imaginarias, no son, entonces, la reproducción “en
ausencia”, de situaciones pasadas, sino activas creaciones mentales, estructuradas sobre
un fondo formal dado “a priori”.
Quien nos va a interesar más que Hume en este punto es Baruj Spinoza (1632-1677). Es
el de Spinoza un pensamiento tan notable por su profundidad y belleza, que nos tienta a
un breve excurso. Parte importante de esa hondura y ese encanto, probablemente sea
que Spinoza, a la vez de ser un filósofo moderno, un racionalista, sea también el último
medievalista. En él, vertientes vigorosas del pensamiento medieval mantienen su
vitalidad, resguardándolo de ciertos énfasis excesivos del iluminismo. El resultado, para
nosotros, lectores del siglo XXI que hemos accedido a la crítica posmoderna del
iluminismo, es estimulante. El pensamiento de Spinoza nos permite recuperar la unidad
de aquello que siempre fue uno, pero que el pensamiento moderno necesitó escindir.
Spinoza afirma que Dios es, ni más ni menos, que la Naturaleza misma (deus sive
natura, Dios o Naturaleza). Dios es la sustancia única que se manifiesta de diferentes
modos. De esas manifestaciones, dos son accesibles para nosotros, los humanos,
extensión y pensamiento. “Cuerpo y mente no son dos sustancias separadas, una res
cogitans y una res extensa como en Descartes. Ellas son simplemente dos diferentes
maneras en las cuales la misma y única sustancia es dada” (Bottici, C., 2010). Para
Spinoza la imaginación es un conjunto de producciones mentales surgidas sobre la base
de sensaciones corporales presentes o pasadas. La imaginación tiene, entonces, un
fundamento corporal, porque la mente sólo es el cuerpo que está sintiendo o pensando
(Bottici, C., 2010). La imaginación es para Spinoza una de las formas de la conciencia
corporal. Conciencia de nuestro cuerpo y del de los otros con los que entramos en
relación. Desde ese punto de vista, los humanos somos, para Spinoza, seres inacabados,
en proceso de constitución permanente en una trama de relaciones afectivas e
imaginarias. Esa totalidad que los humanos somos se encuentra polarizada, pero no
escindida, en una forma corpórea y una mental. El esfuerzo que sostiene esa tensión
derivada de su doble naturaleza, y que define la esencia de lo humano se llama, según
Spinoza, deseo. El deseo, tan ligado a la imaginación, es, para él, la esencia misma del
hombre (cupiditas est ipsa hominis essentia).
La cuestión de la imaginación ocupó largamente la filosofía moderna1, y en Kant mismo
el asunto fue motivo de idas y venidas, como quien se maneja con un argumento
espinoso. Es conocido el hecho de que la caracterización de la función imaginaria
muestra variaciones importantes entre la primera (1781) y la segunda (1787) ediciones
de la Crítica de la Razón Pura. Es así que mientras en la primera se afirma
expresamente que disponemos de tres elementos para el conocimiento, la sensibilidad,
los conceptos y la síntesis imaginaria, y que la imaginación es “una función
indispensable del alma, sin la cual no podríamos tener jamás conocimiento alguno”, en
la segunda se sostiene que “sólo hay dos fuentes fundamentales del alma, la
sensibilidad y el entendimiento…fuera de estas dos fuentes no tenemos ninguna otra”,
haciendo así pertenecer la imaginación al ámbito del entendimiento. Nos resulta muy
valiosa, respecto de esta especie de polémica que sostiene Kant consigo mismo, la tesis
de Heidegger, quien le dedica al tema varios extensos capítulos de su libro Kant y el
problema de la metafísica (Heidegger M., 1986). Se opone Heidegger a la reducción de
la imaginación a entendimiento tal como se presenta en la segunda edición, afirmando
que tanto el entendimiento como la sensibilidad en verdad arraigan en la imaginación.
Esta sería el verdadero fundamento del cual brotan, a la vez, el mundo sensible y el de

1
Mario Caimi, comunicación personal: “Observaciones sobre la concepción de la imaginación en la
Crítica de la Razón Pura”, versión del 9 de agosto de 2005 de la conferencia para Sao Paulo 2005 del
Kant-Kongress.

10
nuestras cogniciones.. “En la imaginación ambos, entendimiento y sensibilidad se
unifican; la separación de entendimiento y sensibilidad es artificial, forzada” (Caimi
M., comunicación personal). Es así que, para Heidegger, el pensar originario (expresión
en la que aúna entendimiento y sensibilidad) es imaginar. Heidegger hace entonces un
audaz comentario, cuyo calibre denota el impacto que supone tuvo sobre Kant la
radicalidad de su propio descubrimiento, nos dice: “Kant retrocedió ante esa raíz
desconocida” (Heidegger M. op.cit.). La razón, de ese retroceder, el motivo por el que
Kant no pudo sostener esta teoría de la imaginación, es, según Heidegger “… que la
razón práctica no admite esa concepción: necesita identificar a la personalidad moral
con la razón, y no puede admitir en ella la sensibilidad” (Caimi M., comunicación
personal) Nótese que lo que Heidegger hace es exponer abiertamente un fundamento
que Kant ya había asentado (la raíz de la razón y la sensibilidad en la imaginación).
Con ese fundamento, la filosofía crítica kantiana asesta un duro golpe (que no será el
único) al ícono moderno de la razón, haciéndola proceder de una función de la mente
difícilmente controlable y previsible. Es ostensible la distancia entre esta concepción
ahora relativizada de la razón, en el momento culminante del paradigma moderno, y su
carácter divino y omnisciente en sus inicios, en el pensamiento cartesiano. Estamos
ahora en condiciones de abordar la noción de Yo según la concepción de Kant.
En su camino hacia el discernimiento del conocer, según observa Kant, la mente ofrece
una disposición que presenta un aspecto triple. Por un lado la sensibilidad nos muestra
la multiplicidad de los fenómenos, en segundo lugar la cognición construye la unidad de
la realidad, y por último, este mismo dispositivo nos está señalando la existencia de una
operación activa del entendimiento que permite configurar la unidad a partir de aquella
multiplicidad: la síntesis imaginaria.
Multiplicidad fenoménica y unidad de la realidad gracias a la síntesis del
entendimiento, componen entonces lo que propiamente se denomina experiencia según
la mirada kantiana. Ahora bien, la configuración de la experiencia en un mundo único,
sólo resulta posible, sostiene Kant, si esa experiencia lo es para un Yo único. Aquello
que hace posible la unidad de las multiplicidades es la actividad yoica, centrada en su
unidad. Este Yo único, idéntico a sí mismo a través del flujo cambiante de las
experiencias, es el garante de la configuración de un mundo posible. Y esto es así,
gracias a la cualidad del Yo de poseer conciencia de sí. Sin la conciencia de la propia
identidad, sin la apercepción del yo, que garantiza un punto fijo en el flujo cambiante de
la experiencia, el pensamiento estaría comenzando siempre de cero. Sin esta evidencia
de ser la misma en la diversidad de sus representaciones, la mente se identificaría con
cada una de ellas licuándose en un éxtasis del instante. Ahora bien, este sujeto, que al
ser capaz de conocer, denominaremos sujeto epistémico, muestra una condición doble.
Por una parte, perteneciendo al mundo de la naturaleza está regido por las leyes que
regulan el orden natural, pero en la medida en que le es dado crear conocimiento, no se
halla regido por esas leyes. Esto es así porque los sujetos epistémicos somos libres, nos
dice Kant ¿En qué consiste esa libertad? En que somos capaces de organizar
autónomamente el flujo de los datos sensoriales, los esquemas imaginarios y las
categorías cognoscitivas, creando los objetos del mundo con completa libertad. La
manera de conocer de estos sujetos epistémicos es, precisamente, “objetivante”, es
decir, conocen posicionándose en una relación de exterioridad o trascendencia respecto
de aquello que conocen, ya sea que se trate de objetos del entorno o de otros sujetos
epistémicos. Por esta razón Kant denomina al sujeto epistémico, que somos todos
nosotros, Sujeto Trascendental. Los Sujetos Trascendentales conocemos los objetos del
entorno objetivándolos, de manera análoga a una cámara fotográfica, que nunca aparece
en la fotografía que toma. Llega aquí Kant a otro punto crucial de su desarrollo.

11
Efectivamente, si los Sujetos Trascendentales somos libres de diseñar los objetos del
mundo a nuestro entero antojo, ¿estamos condenados a una completa arbitrariedad?,
¿cómo es posible un conocimiento verdadero? ¿se puede concebir en estos términos un
conocimiento científico, o tan sólo un cúmulo de experiencias privadas? En este
momento decisivo Kant sostiene que la síntesis de todas las experiencias parciales en
una experiencia única no es arbitraria, sino que es necesaria y por lo tanto objetiva. Kant
entiende por objetividad, oponiéndola a la subjetividad, la alucinación o el sueño, la
pertenencia de una experiencia a la totalidad de los Sujetos Trascendentales. Notemos
que en este punto, la culminación del pensamiento moderno, la verdad de un
conocimiento, es, necesariamente, una verdad intersubjetiva, consensual. Hace
aparecer aquí Kant un principio, dotado de fuerza imperativa, que es elaborado en
numerosas oportunidades a lo largo de su obra, nos referimos a la noción capital de
Imperativo Categórico (Kant, 2001). El célebre principio dice así: “Obra de tal manera
que la máxima de tu acción pueda ser universalizada”. Se trata, claramente, de un
imperativo moral, extensamente trabajado por Kant a propósito de su reflexión sobre la
libertad. Nosotros, en el contexto en que nos hallamos analizándolo (el del Sujeto
Trascendental y su libertad en orden al conocer), acotaremos la mirada a una lectura
epistemológica. Efectivamente, el sujeto libre no sobrevivirá, no generará historia ni
cultura si su acción libre (tanto en sus conductas como en su producción de
conocimiento) no reconoce la existencia de otros sujetos libres con quienes cotejar su
conocer. El Sujeto Trascendental kantiano, en ejercicio de su libertad se impone una
Ley que limita su libertad, obligándose a consensuar con los otros Sujetos
Trascendentales su experiencia.
Kant sitúa la instauración de esta “ley de la libertad” en el nacimiento mismo de la
cultura, en su condición de posibilidad. El conocimiento verdadero, consensuado en la
comunidad de los Sujetos Trascendentales, queda así ajustado a los límites de la
experiencia posible, entendiendo a esta, tal como mostramos más arriba, como
experiencia intersubjetiva, y, por lo tanto objetiva. Un corolario ineludible que de aquí
surge, es la imposibilidad, del conocimiento de lo que Kant denomina la cosa en sí, ya
que, “la intersubjetividad de la objetividad” hace que todo conocimiento verdadero
resulte histórico, condicionado, parcial.
Llegamos así a poder delinear los rasgos distintivos del Yo moderno, tal como los
distingue Kant en la culminación del paradigma. El Yo es, en primer lugar, único e
idéntico para todas las representaciones, siendo su función básica la de producir una
síntesis originaria, que permite, por un lado crear una realidad única, y por otro
fundamentar toda objetividad. El Yo kantiano no es en absoluto una sustancia, como el
cartesiano, Kant ni siquiera afirma que el Yo exista realmente, es tan sólo una función,
una función, eso sí, imprescindible, de síntesis activa que aúna la infinita dispersión
sensorial que nos es dada en la realidad única que construimos.

Repasemos ahora algunos conceptos clave de nuestro recorrido por el pensamiento


kantiano, para poder reparar en la profunda crisis que anuncia y muestra este autor en
aquello que hemos señalado como el núcleo del paradigma moderno (la apercepción del
Yo y la conciencia racional) Kant nos dice que:

1. La constitución del conocimiento racional depende de la función imaginaria.

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2. El conocimiento verdadero se alcanza por consenso, en una construcción
intersubjetiva, que es necesariamente condicionada (al ser política, cultural y
social2).
3. La cosa en sí es incognoscible.
4. El Yo es una función de síntesis activa de la mente, absolutamente necesaria
para la construcción del conocimiento, aunque carente de sustancia, acerca de
cuya real existencia Kant no se pronuncia.

Hemos hecho un recorrido breve a través de la historia del pensamiento moderno,


indagando el desarrollo de la noción de Yo en dos autores clave. Uno ligado a sus
inicios, Rene Descartes, impregnado del impulso juvenil del descubrimiento, y otro,
Immanuel Kant, en la cumbre de una madurez que descubre las marcas de su
declinación. Hemos podido advertir como en la filosofía crítica kantiana, la conciencia
racional es cuestionada y limitada, creando las condiciones para un radical
cercenamiento posterior. Les corresponderá, entonces, a otros pensadores, como
veremos más adelante, llevar ese cuestionamiento a un extremo tal que, atentando
contra la estabilidad del paradigma, lo conduzcan a su claudicación final. Se trata,
como ya anunciamos, de Nietzsche, Marx, y, especialmente para nosotros, Freud y
Husserl. En el terreno de las ciencias “duras” algunos científicos proporcionarán
descubrimientos y reflexiones que tendrán un efecto igualmente deletéreo sobre el
paradigma dominante. Esta vertiente es de una gran importancia, y nos obligará a
ocuparnos de ellos al ir al encuentro del paradigma post-moderno, aún en construcción.
Citemos como ineludibles a Einstein, Heisenberg, Göedel, Planck, Bohr y Prygogine.
Resaltemos una característica común a todos (desde Nietzsche en adelante, según
nuestro recuento provisional): así como el paradigma moderno fue una cosmovisión
fundada sobre el modelo matemático, y sobre todo geométrico, el actual se está
constituyendo como un paradigma de narrativas, en el cual las cambiantes
configuraciones de la mente van modelando alternativas de mundos posibles.

Bibliografía

2
Entendemos por dimensión política lo relativo a la forma y funcionamiento de una sociedad, cultural
como lo atinente a la concepción de la naturaleza, la ciencia, la técnica y la historia y social como aquello
relativo a las relaciones personales, los vínculos, las estructuras de parentesco, el lugar atribuido a los
sentimientos y el estilo de las relaciones interpersonales (Seoane, 1996)

13
1. Beyssade, J.M. Sobre o circulo cartesiano. Analytica, vol. 2 Nº 1, Rio de Janeiro
1997.
2. Bottici, C. Signos Filosóficos. Vol. XII, núm. 24, julio-diciembre 2010.
3. Caimi, M. La imaginación en la Antropología en sentido pragmático. Estructura del
texto y estructura del concepto. En La razón y sus fines, Rizo-Patrón de Lerner, R. y
Vázquez Lobeiras M.J. Eds. Georg Olms Verlag Hildesheim, Zürich, 2013
4. Descartes, R. Discurso del Método. Traducción de Mario Caimi, Colihue, Buenos
Aires, 2004.
5. Dilthey, W. Introducción a las Ciencias de la Cultura (1914)
6. Ferrater Mora J. Diccionario de Filosofía. Ariel, Barcelona, 1999
7. Frondizi, R. René Descartes: Discurso del método. Río Piedras, Puerto Rico, 1960
8. Heidegger, M. Kant y el problema de la metafísica (1929). Fondo de Cultura
Económica, México, 1986
9. Kant I. Crítica de la razón pura. Traducción, notas e introducción de Mario Caimi,
Colihue, Buenos Aires, 2007
10. Kant I. Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa Calpe, Madrid,
2001
11. Kuhn, T. La estructura de las revoluciones científicas (1962). Fondo de Cultura
Económica, México, 1980
12. Samaja J. Epistemología y Metodología. Eudeba, Buenos Aires, 1994
13. Seoane J., Garzón A. “El marco de investigación del sistema de creencias
postmodernas” Psicología Política Nª 13, 81-98, 1996

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