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TALLER DE CRÓNICA Y CUENTO

CENTRO CULTURAL UNAM CAMPUS MORELIA

SAN LORENZO Y SU DINAMICA SOCIAL EN LOS AÑOS CINCUENTAS.

(FRAGMENTO DEL ESCRITO SAN LORENZO DE LOS RECUERDOS)

SALVADOR OROZCO ONOFRE

Los relatos están realizados con lo rememorado desde la época de niño y el discernimiento analítico
de la visión adulta instruida.

VIAJE A COMPRAR VÍVERES

Mi abuelo Crescencio, me llevaba a Santa Maya, a comprar los víveres. Teníamos que atravesar
remando la laguna, en una canoa de madera de tres metros de largo, hacia el sureste. Al llegar en
la rivera, simplemente se amarraba a un palo estaca, las cuerdas y se dejaba dentro los remos con
alguna otra cosa que llevara y nadie agarraba lo que no era suyo. Después de realizar un recorrido
comparando precios y realizando mapas mentales sobre lo que iba a comprar, empezaba a regatear
la mercancía. Era un deleite comprobar que mi abuelo “ganaba” la batalla y su sonrisa de
satisfacción, era ampliamente reproducida por su nieto, a pesar de mi edad inocente. Se podría
decir que admiraba a mi abuelo. Lo veía fuerte, protector, conocía muchos lugares, pues había
viajado, según contaba.

Era en vano, que tratara de dejarme sólo en alguna esquina, cuidando la mercancía comprada,
mientras, se alejaba a comprar otras cosas. Contrario a sus recomendaciones, abandonaba los
bultos y corría a tras de él, lleno de miedo por quedar sólo entre tantos extraños y los gritos de los
oferentes del tianguis. Nunca se enojaba conmigo, tan sólo me brindaba una compresiva sonrisa y
me decía: no se preocupe mi muchachito. No pasa nada, ¡Véngase pues! Y tenía que dejar su carga
encargada en algún tendejón próximo.

A veces realizaba trueque por petates o sardinas, charales secos que llevaba, o directamente
“mercar” lo que faltaba, regresábamos por lo encargado y me compraba un refresco de sabor,
mientras él se tomaba una cervecita superior, colosal o victoria. Desde luego nunca lo delaté con la
abuela. Era un cómplice y en tácito acuerdo, ya que mi madre no quería que yo tomara refrescos ni
muchas golosinas. Él, acomodaba toda la mercancía cuidadosamente en el “huangoche”, incluyendo
algunos encargos que le hacían amigos o vecinos. El regreso en la canoa me parecía lento. Avanzaba
la canoa rítmica y lentamente al impulso de los remos, que se apoyaban en el fondo y con fuerza se
apalancaba para ir avanzando. Los remos medían cerca de 3 metros. La carga era depositada en la
parte más trasera de la embarcación y cerca de ella, iba yo recargado, comiéndome algún mango, o
un pedazo de mamey, o simplemente sentado, sacaba una mano por la borda y acariciaba el agua
fría, que se me deslizaba en los dedos. Mi abuelo Chencho, intentaba ponerme un sombrero de
palma, pero, como me picaba en la cabeza me lo quitaba y para cubrirme del inclemente sol del
poniente, me formaba una protección con una camisa en la cabeza a manera de turbante o bien me
hacía una sombra con el bulto de la mercadería y algunas toallas.

A veces mi mano tocando el agua, eventualmente encontraba flotando un solitario lirio acuático con
su flor violeta y lo trataba de jalar para examinarlo sin conseguirlo. Me gustaba contemplar cómo
se desplazaban como diminutas islas, quizá conteniendo microscópicos “humanitos” viviendo
dentro una organizada sociedad. También había culebras de agua, que, con vertiginoso movimiento
en zigzag, se alejaban al paso de la canoa. Mi abuelo me recomendaba no sacar las manos de la
canoa, pero era tan agradable la sensación de “agarrar la laguna” y apretarla suavemente con los
dedos.

Al llegar nuevamente a la rivera del lago en San Lorenzo, amarraba a un tronco las cuerdas de la
canoa, en su lugar predestinado. El paisaje era de varias cercas de piedra volcánica, dividiendo
predios anegados, y estacionadas varias canoas en sentido perpendicular a la orilla, unas paralelas
de otras, pero algunas otras, colocadas displicentemente diagonales o hasta atravesadas. Las había
de varias dimensiones chicas, medianas, grandes, viejas, muy viejas, casi pudriéndose y otras
recientes, con madera más pulida y reluciente, con sus grapas de fierro, uniendo fuertemente los
tablones y complementados con clavos de madera o de metal. Pequeños hoyos por aquí o por allá
por el desgaste cronológico, que eran tapados con trapos, metidos a presión. Los remos. Palos
grandes redondos y delgados, de aproximadamente tres metros en su mayoría, eran de diferentes
edades, pulido y calidad de madera. Se completaba el panorama con la inmóvil presencia de varias
redes, secándose al sol, extendidas sobre ramas de los árboles (huizaches, cazahuates o mezquites)
como amplios vestidos de bailarinas folklóricas extendiendo sus enaguas, y los remos, también
secándose. Otras redes eran diestramente reparadas por los viejos impregnados de experiencia,
cubrían los hoyos al retejerlas. Mes allá aun lado del camino del improvisado muelle, cubetas de
lámina o tinas del mismo material, conteniendo charales, “barrigones” (eran como pequeñas
carpitas) y sardinas, algunas llenas de “huevera” que eran como dos bloques compactos de color
salmón o anaranjado y que una vez cocinadas, se desprendían con facilidad. Era muy exquisito su
sabor, prácticamente el caviar que disfrutó mi paladar de niño. A unos 100 metros de ahí algunas
señoras lavando ropa, tallando, golpeando sobre las piedras más o menos anchas que colocaban
para tal fin. A veces cargando con un reboso el niño a la espalda, otras las veía dentro de la laguna,
con el agua hasta arriba de los tobillos o hasta los muslos. Era innegable que desde entonces se
producía contaminación del lago. De vez en vez, le daban un trago a un jarrito de barro, conteniendo
agua, que se extraía del pozo prieto y al irse a lavar, lo cargaban en un guaje (como cantarito de
vaina), tapado con un olote de mazorca, ajustado al orificio.

Después de descargar las cosas de la canoa, no faltaba quien se ofreciera para ayudarnos a acarrear
las cosas hasta la casa, distante unas 6 cuadras pueblerinas en subida. Llegar a la casa, y mostrar las
mercancías a la abuela, no era de regocijo, como imaginaba, más bien discordia, pues la abuela,
alzando la ceja izquierda, comenzaba a refunfuñar, que ¿para qué trajiste esto si todavía tenemos?,
que la manta podía esperar, que no había necesidad de comprar tal o cual cosa y la sonrisa del
abuelo desaparecía, cambiando por el ceño de desilusión ante tan desairada respuesta.
No alcanzaba a comprender. Pensé que lo comprado, habría de complacer a la abuela. En fin, desde
entonces me di cuenta que es difícil entender a las mujeres de cualquier edad.

DINÁMICA SOCIAL

Como ese día, no había tejido petates, después de meter los manojos de tule, que se colocaban en
el corral para secarse, ante el riesgo de lluvia. Para poder realizar el tejido del tapete de tule, se
tenía que cortar con filosa hoz, los gruesos rollos de tule, poniendo de medida una vara gruesa y
dura, de tamaño “oficial”.

El maíz y el frijol, que se vendía o compraba por cuarterón, (un cajoncito de madera), no recuerdo
a cuánto equivalía en Kg. La leche se medía con cilindros de lámina o aluminio de 1/2, 1 y 2 litros.

Esos mismos cilindros con asa, se utilizaba para medir cacahuates y otros granos.

Cuando alguien del pueblo, mataba un puerco o un becerro, era primero, para consumo propio o
de la familia y vecinos, pero el sobrante lo vendía al público, anunciándose con una bandera roja
(un trozo de franela en un palo, que se colocaba en un ángulo superior de la puerta, sobresaliendo
ampliamente la banderita a la calle). En caso de vender leche, se colocaba banderita blanca. Para el
caso de la venta de atole, bastaba con colocar una silla pequeña y sobre esta una charola de lámina
con su olla de barro bocabajo o encima de un plato.

Casi toda la gente sabía quién vendía huevos de gallina o guajolota en su casa y llegaban a comprar.
Ponían en la puerta una caja de zapatos con tapa sobre una silla y era la señal. Debo decir, que el
sabor y el color, así como el tamaño no tienen punto de comparación con los llamados huevos de
granja, pequeños, pálidos en su yema y desabridos, pese a lo que diga la publicidad y nutriólogos.
Ya sé que la yema rica en colesterol. Y que el exceso de harinas (carbohidratos), propicia la obesidad,
pero en esos tiempos, era rarísimo encontrar gordos. Casi todos los habitantes de San Lorenzo eran
delgados, no muy altos, de hombros anchos, tronco grande, fuerte, extremidades inferiores algo
cortas, cara ovalada, con nariz afilada, o recta, ojos negros como tizón y labio inferior grueso,
pómulos marcados. El pelo lacio o hirsuto, y uno que otro de pelo ondulado. Varios, por sus rasgos
me hacían rememorar la fisonomía de otomíes o matlazincas del llamado grupo chichimeca
(recordar al actor José Carlos Ruíz, su hija Amaranta). Minerva Bautista.

Mi bisabuela, auténtica indígena, con sus rasgos físicos y costumbres de arraigo prehispánico,
lamento no haber aprovechado sus relatos de primera voz, para conocer el origen de los primeros
pobladores de la región. ¿Por qué se desplazaron hasta el vértice de la península? ¿Qué tanto influyó
la insubordinación de los chichimecas en la región? O ¿la evangelización agustina?

Al contemplar con detenimiento los enormes y gruesos muros de los templos-conventos de Cuitzeo,
Copándaro, Chucándiro, Tarímbaro, Huandacareo, Puruándiro, Charo, Yuriria, Uriangato,
Salvatierra, etc., más parecían fortalezas militares que recintos eclesiásticos. Y es que, según he leído
en algunos legajos, que llegaron a mí, fue difícil someter a los bárbaros del norte, que eran semi
nómadas y pues sus flechazos claro que deben haber dolido, por eso se resguardaban religiosos,
algunas familias ricas, los criollos y mestizos, tras imponentes construcciones. La gente del pueblo,
indios y mestizos comunes, no requerían esconderse y considero que más bien interactuaban con
ellos.

Con el paso de los años, asentándose en la rivera de la laguna, que debió ser mucho más extensa,
el desarrollo social tuvo que darse al convivir los pobladores y la interacción de aprendizaje mutuo
en todos los aspectos.

Sería interesante conocer la participación que tuvo la región durante la invasión de los franceses
(léase legión extranjera) y como interactuó con los indios y mestizos.

Volviendo a las costumbres y actividades cotidianas de San Lorenzo, las señoras eran las encargadas
de sacar y acarrear el agua en cántaros. Para sacarla cargaban una cubeta de lámina de 10, 12 o 14
litros, atada a una cuerda de varios metros, que arrojaban por la boca del pozo, y con diestros
movimientos, lograban la inclinación del recipiente, llenándose de agua, entonces lo iban jalando
con las manos y llenando los cántaros con capacidad aproximada a unos 15 ó 16 litros, para después
cargarlos en el hombro, con un reboso doblado para amortiguar. Pocas lo cargaban en la cabeza,
utilizando un “huanzipo” (dona de trapo. realizada torciendo y enrollando el reboso).

Cada cierto periodo, vaciaban el pozo, para limpiarlo, sacaban tantas cosas, caídas por accidente o
a propósito, zapatos, rebosos, trapos, monederos, trastes, peinetas, culebras, etc. Hubo también
casos de personas que resbalaron cayendo al pozo, desde la plataforma de madera, donde se
paraban apoyados para jalar las cuerdas con sus cubetas. Entonces le gritaban a alguno de los
hombres vecinos o a alguien que fuera pasando y amarrándose la cuerda a la cintura, se lanzaba al
pozo, para rescatar a la víctima.

Ir por agua al pozo, al igual que acudir al molino, era también un ritual social, pues las mujeres
convivían, platicaban y transmitían las noticias del pueblo. Dicho pozo quedaba a unos 100 metros
de la casa de mis abuelos por una de las principales calles que corría de poniente a oriente. En mitad
de esta calle, estaba un molino, que desde la madrugada estaba trabajando, recibiendo a las señoras
y muchachas que acudían con su cubeta de nixtamal cocido la noche previa y “curado” con cal, para
moler y devolverle masa, lista para preparar las tortillas y el atole matutino.

Ahí mismo, pero en un cuarto contiguo, disponían de un aparato de sonido, que requería aparte del
aparato de recepción y micrófono metálicos, cables y dos bocinas colocadas sobre el techo de teja,
amarrados a unos troncos verticales, tratando de lograr la mayor altura posible y difundir el sonido
a mayor distancia. Se escuchaban melodías rancheras, que estaban de moda en ese tiempo. Desde
la tarde, después de la hora de la comida, cuando ya iban terminando su asignada tarea de tejer
petates, la mayoría de hombres y un reducido número de mujeres, que fabricaban dos y un artículo
respectivamente por día. (Había pocos, entre ellos un tío mío, que tejían tres petates, pues dependía
de su habilidad y que tan temprano, iniciaban su jornada).

Pues bien, intercalando en las melodías iban anuncios, ofreciendo productos, avisos parroquiales,
aviso de la llegada del médico Marroquín, a la comunidad, y se dedicaban melodías de los
muchachos a las damitas, obviamente omitiendo los nombres, mencionando únicamente el
locutor… “la siguiente bonita selección es para la Srta. De las iniciales ERJ, de parte del joven de las
iniciales BAO, esperando que sea de su completo agrado, e iniciaba la estridente melodía invadiendo
la quietud pueblerina.
FIESTAS DEL PUEBLO

En la calle, pocos transeúntes, caminando de prisa en dirección al destino planeado, unos niños
jugando a las canicas, sobre la calle con piso de tepetate y superficie irregular. En la plaza principal,
unos puercos deambulando y escarbando el suelo o levantando alguna cáscara tirada. No había
puestos de vendimias en la calle, excepción hecha cuando se celebraban las fiestas del pueblo, en
que llegaban “de fuera”, juegos mecánicos, (la rueda de la fortuna, sillas voladoras, la ola, el carrusel
de caballitos). Vendedores de dulces, panecillos llamados “cortadillos” que eran rebanadas de pan
como pastel, en forma triangular alargado con una masa de atole gelatinosa, color rosa y a manera
de sándwich una porción amarilla de pan arriba y otra con color vegetal abajo.

Las fiestas grandes del pueblo eran el 12 de enero (¿Navidad?) y el 10 de agosto (San Lorenzo,
patrono del lugar)

No faltaban los stands de tiro al blanco, los puestos de lotería con su gritón de… corre y se vaaaa…
con la bandera, el negrito, las jaras, el barril… La gente iba cubriendo las figuras de las tablas con
granos de maíz o frijol, atentos a la evolución de las cartas que salían al azar… ¡Buena!… No se
apunte ni se borre… mientras verificaba y terminaba, alzando el tono de voz con un… ¡Es buena!, se
le paga su bonito premio y sigue la otra… mientras descolgaba el objeto seleccionado, de la viga
donde pendían los diferentes premios.

Los puestecitos de tablas horizontales y colocadas en varias filas de cajetillas de cigarros TIGRES,
LUCHADORES, ALAS, FAROS, PRINCIPES, ARGENTINOS, DEL PRADO, FIESTA y otras marcas que no
recuerdo. Sobre algunas cajetillas tenía sostenido un billete de 5, 10, 20 y hasta de cincuenta pesos,
los cuales debían ser derribados al impacto de un tapón de corcho disparado con una escopeta, que
tenía la mirilla chueca a propósito, ya que apuntabas bien, pero el proyectil salía con chanfle,
además de que las tablas donde estaban las cajetillas eran muy anchas y no era posible
humanamente, que se pudiese tumbar fuera de la tabla. Así era como se esquilmaba.

Otros truhanes eran los de ¿DONDE QUEDÓ LA BOLITA? O los que en su mesita de tijera y paño de
terciopelo verde o rojo ponían tres cartas de lotería para que el público apostara en albures a una
carta volteada, y perdía cuando saliera la carta del diablo, la muerte o la calavera, que casualmente
salía muy rápido cuando el apostador arriesgaba una cantidad grande. No era el caso, si el ganador
era el inseparable palero, que los acompaña.

Estaba también el merolico, que vendía pomadas o jarabes milagrosos, que curaban de todo, hasta
de lo menso. Dos ocasiones acudió un tipo que mientras soltaba su perorata, tenía dentro de un
costal de manta una culebra que lograba acaparar la atención de la gente.

Más allá puestos de cañas de castilla, naranjas, guayabas, changungas (¿nanches?), cacahuates,
trastes para cocina, molcajetes, metates, máquinas caseras para hacer tortillas, cristalería, cuchillos,
azadones, palas, cinceles, martillos, cuerdas en varios diámetros, cubetas, loza de barro y algunas
prendas de vestir, telas, rebozos, cobijas, gabanes, nieve de bote.

Era tradicional el paseo por todas las precarias calles del pueblo, de 3 carros alegóricos en diferente
color, que llevaba su reina, princesas y angelitas, primorosamente ataviadas con, satín, raso y
organdí. Alas cuidadosamente fabricadas y colocadas en las niñas que mostraban un semblante
angelical convencido. Custodiando los carros llenos de adornos y luces de foquitos y focotes,
alimentados por una pequeña planta de luz, que cargaba el carro en un primer piso y hacía tremendo
ruido. Así que había una segunda plataforma, donde eran colocadas bancas y sillas forradas de
brillante satín. Escoltando a los camiones iban varios émulos de reyes ataviados con vestimenta de
aspecto moruno y sus coronas, pesadas, llenas de adornos y espejitos y collares de cuentas, de
caprichosa geometría. No faltaba el irresponsable, que “por pasarse de tragos” se caía del caballo,
descalabrándose y asustando a la concurrencia, su cara ensangrentada. Los carros eran adornados
cada uno de diferente color: Blanco, rosa y azul pastel.

Les seguía una banda y la muchedumbre, embriagados del festivo ambiente, caminaban entre los
caballos y cada cierto tramo, tenían que brincar a los predios de los costados por no quedar margen
de calle a los lados de los carros alegóricos. Además, desde los baldíos en alto era más fácil
presenciar el paso del desfile y los muchachos podían lanzar con más precisión las serpentinas y
confeti a las damas de los carros.

Varios señores de edad media y senectos, llevaban sus botellitas de mezcal de medio litro y le
vaciaban a un refresco de cola, chorritos, para después de agitarlo consumirlo a traguitos o tragotes,
un chupeteo de limón partido por mitad, unos granos de sal, haciendo gestos, y limpiándose la boca
con el dorso de la mano. Esos eran las teporochas, “chíngueres” o “machoprietos” los borrachines
consuetudinarios, sustituían el mezcal o tequila, por alcohol de 96º. A lo largo del trayecto había
pequeñas tiendas que permanecían abiertas toda la noche. Claro que era negocio vender tequila,
mezcal, refrescos, serpentinas y cucuruchos de periódico llenos de confeti o cascarones rellenos del
mismo material. Los muchachos adolescentes también se proveían de una botellita de tequila y
compartían entre varios, tomando a pico de botella, para luego mostrarse eufóricos y decididos a
flirtear con las damitas, logrando el reconocimiento del grupo, aunque sus piropos a las muchachas
sólo eran balandronadas.

Las bandas contratadas eran del estado de Guanajuato y a excepción de breves descansos, tocaban
toda la jornada. El contrato incluía aparte de la paga monetaria, sus alimentos que eran
proporcionados por un carguero designado. (Imagino el costo de alimentar a los músicos). Los
instrumentos lustrosos la mayoría, lanzando destellos de luz, reflejando las luces y desentonando
algún trombón muy desgastado o apachurrado. Recuerdo con más frecuencia a la banda de
Tarimoro, que con alegría interpretaba el sauz y la palma o “barrilito” melodía al parecer de origen
alemán montañés.

Mi abuelo presumía un abrigo, tipo ruso, grueso, largo, con múltiples bolsas. Se veía como soldado.
Mi abuelo era de piel clara y ojos grises, como de venadito, frente amplia, nariz recta, rostro surcado
por arrugas, pelo entrecano. Su chaqueta de lana peinada, color verde militar le nombraba “mi
maquinón”, creo que el nombre correcto era makinoff, estos abrigos eran utilizados por los soldados
(marines) de la Unión Americana, y él estuvo trabajando en varias temporadas en los Estados Unidos
hacia mediados de los años cuarenta, cuando por motivos de la segunda guerra Mundial, El gobierno
de los Estados Unidos y el de México, firmaron un acuerdo que permitía a trabajadores mexicanos,
internarse a ese país y trabajar como braceros, mediante contrato legal. Michoacán aportó uno de
los más grandes contingentes de trabajadores del campo. Seguramente compró el abrigo de
“second hand”. Se fueron los más audaces. Los timoratos e indecisos, no se atrevieron a aventurar
esa ocasión.

En tiempos de fiesta, los templos se adornan e iluminan hasta la exageración en un derroche de


gasto y decoración. Los templos, habitualmente, eran recintos, muy oscuros en mi apreciación,
demasiado solemnes, que me provocaban respeto y temor hacia los bultos que representaba los
santos. Se me hacía interminables las sesiones tanto del rosario como de la misa dominical. Pasaban
los ayudantes de la iglesia con cestos para recoger las limosnas. El sacerdote usaba el púlpito y dirigía
el sermón y la lectura semanal desde lo alto, subiendo la escalerilla de madera.

Recuerdo las bancas de madera dispuestas en dos filas. Invariablemente se colocaban las mujeres a
la derecha y los varones a la izquierda. Estos últimos, respetuosamente se quitaban el sombrero al
penetrar al templo y las mujeres llevaban su rebozo cubriéndoles la cabeza. Las más jóvenes, se
ponían una pañoleta. El vestido con el dobladillo muy debajo de la rodilla. El pelo generalmente
largo en las damas y sus trenzas impecablemente peinadas con sus peinetas de colores.

Algunos señores usaban todavía calzones de manta o pantalones de peto en gruesa mezclilla y un
pañuelo, en la bolsa trasera, para secarse el sudor. Cargaban un morral a manera de mochila. Era
frecuente que guardaran su dinero amarrado “bajo siete nudos” en el pañuelo y metido en la faja.
Las mujeres cargaban el envoltorio dentro de la blusa ceñida.

-------CONTINUARÁ-------

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