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La Revolución Francesa

La Revolución Francesa (1789-1799) ha sido tradicionalmente considerada


como el indicador del final de una época histórica y el punto de arranque de
una nueva etapa: la Edad Contemporánea. Por este motivo puede
aceptarse que, aunque cronológicamente el siglo XIX comenzase en 1801,
históricamente se inició en 1789. Ciertamente, el estallido de la Revolución
Francesa señala una línea divisoria entre dos sistemas sociopolíticos
opuestos: en el Antiguo Régimen, anterior a la Revolución Francesa, el
absolutismo monárquico regía una sociedad feudal; en el Nuevo Régimen
surgido tras la misma, en cambio, reconocemos muchos de los rasgos que
caracterizan la organización política y social del mundo contemporáneo.

La toma de la Bastilla (14 de julio de 1789) ha quedado


como el suceso icónico de la Revolución Francesa

En el terreno político, la Revolución Francesa acabó con el sistema de


monarquías absolutas que había prevalecido durante siglos en muchos
países europeos. Dicho sistema político se basaba en el principio de que
todos los poderes (el de promulgar las leyes -legislativo-, el de aplicarlas -
ejecutivo-, y el de determinar si las leyes habían sido o no cumplidas -
judicial-) residían en el rey. El monarca era fuente de todo poder por
derecho divino; tal derecho era la base jurídica y filosófica de su soberanía.

La Revolución Francesa establecería la separación de estos poderes, de tal


manera que el legislativo correspondería a una Asamblea o Parlamento; el
poder ejecutivo seguiría residiendo en el rey y sus ministros, o en un
gobierno en las repúblicas; y el judicial recaería en los tribunales de
justicia, como poder técnico e independiente. En definitiva, la monarquía
dejaría de existir o de ser absoluta para convertirse en un sistema político
en que los distintos poderes servirían de contrapesos y se controlarían
mutuamente. Se entendía, además, que la soberanía no procedía sino del
pueblo, el cual delegaba el ejercicio del poder en gobernantes libremente
elegidos en procesos electorales periódicos.

En el plano social, las consecuencias de la Revolución Francesa serían


igualmente trascendentes. El Antiguo Régimen se había caracterizado por
consolidar un tipo de organización social rígido y de carácter marcadamente
estamental, en la que se habían consagrado dos grupos o estamentos
inamovibles: el clero y la nobleza. Estos estamentos gozaban de una
jurisdicción especial que les eximía de pagar impuestos, entre otros
privilegios. El tercer estamento lo integraban los campesinos, que estaban
obligados a sostener los gastos del Estado con el pago de tributos.

Pero no solamente campesinos, artesanos o siervos componían el tercer


estamento; una nueva clase social dinámica y próspera, enriquecida
mediante los negocios, el comercio y la industria, también pertenecía
jurídicamente a aquel «tercer estado» carente de privilegios: la burguesía.
Esta clase emergente aspiraba a que su ascenso y su poderío económico se
reflejase en el ordenamiento político. De hecho, la Revolución Francesa y su
más inmediato precedente, la independencia de los Estados Unidos,
constituyen los primeros ejemplos de lo que los historiadores han llamado
«revoluciones burguesas». En ambas, el triunfo de la burguesía sobre la
aristocracia anquilosada determinó una configuración social en
concordancia con la mentalidad y los valores burgueses.
El carácter débil e indeciso de Luis XVI favoreció a los revolucionarios

De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva sociedad cuya


principal característica sería la eliminación de los privilegios y la
proclamación de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin
embargo, este ideal de igualdad se quedaría en el plano de lo teórico, ya
que la nueva sociedad establecería un nuevo tipo de jerarquización entre
los ciudadanos marcada no por el origen o la sangre, como antes, sino por
la posesión de riquezas. Se pasó así de una sociedad estamental cerrada
(se era noble por ser hijo de nobles, sin importar méritos o riquezas) a una
sociedad abierta pero clasista (la nuestra), en que el dinero y los bienes
materiales determinan la clase social. El resultado de la Revolución
Francesa, en suma, sería la universalización del ideario burgués y la
ascensión al poder de la misma burguesía, que sería la principal beneficiaria
de los cambios.

La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y


la aristocracia de los países vecinos se convirtieron en sus mayores
enemigos, y diversas monarquías europeas formaron coaliciones
antifrancesas que tenían como objetivo acabar con el proceso
revolucionario y restaurar el absolutismo. Pero la Revolución encontró
apoyo en los campesinos, en los trabajadores de las ciudades y en las
clases medias, y sus ideas penetraron en los estamentos no privilegiados
de los restantes países europeos, que, en procesos revolucionarios o
reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus principios a lo largo del
siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos configurados de forma
similar. En este sentido, la Revolución Francesa fue un acontecimiento de
alcance universal.

Causas de la Revolución Francesa


Antes de entrar en el análisis del proceso revolucionario francés hay que
señalar las causas que lo desencadenaron, dando por sentado la dificultad
que supone establecer un orden de importancia en las mismas. Debe
destacarse, en primer lugar, que el impacto de la filosofía ilustrada en el
proceso revolucionario es una realidad incuestionable. Las ideas que
difundió la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert (1751-1772), y las doctrinas
políticas y sociales de Montesquieu, Rousseau y Voltaire dinamitaron los
fundamentos teóricos de la monarquía absoluta y pusieron en manos del
elemento burgués el ensamblaje teórico con el que justificar la destrucción
del Antiguo Régimen. El barón de Montesquieu desarrolló la teoría de la división
de poderes en El espíritu de las leyes (1748); Voltaire censuró el poder y
fanatismo de la Iglesia y defendió la tolerancia y la libertad de cultos; Jean-
Jacques Rousseau planteó en El contrato social (1762) el principio de la soberanía
popular, que el pueblo ejerce a través de representantes libremente
elegidos.

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