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VALERIANA HUARAY ESTAMPA DE LA HUMILDAD Creo que se Ilamaba Valeriana Huaray. Cuando fue enjui™ ciada por filicidio tendria, en mi concepto, alrededor de 17 aiios, aunque el médico legista, a falta de partida de nacimien- to, le calculé 21 afios. Sus ojos Ilenos de asombro, sobre la piel de terracota, reflejaban una inocencia esencial. Tan pronto como la Corte me designé Defensor de Ofi- cio, en mi condicién de abogado recién graduado, me buscé la Madre Superiora de las Franciscanas, que tenian a su car- go la Carcel de Mujeres, para pedirme que prestara a la cau- sa la mayor atencion. —Es una nifia —-me dijo—. No es una criminal. I la conviccién con que me hablo, trasunto, quiza en parte, de su nobleza natural, me indujo a buscar, desde un comienzo, toda clase de atenuantes y de dudas razonables. La conclusién del Juez Instructor, sin embargo, no dejaba lu” gar a dudas: “Filicidio Comprobado”. La confesion de Ia en- causada parecia demostrarlo. Rehacer la historia completa no fue facil. El Juez de Paz que actuo de Instructor, en “el lugar de los hechos”, no era letrado; y el Escribano de la Causa tenia una idea sdlo aproxi- mada del castellano y una letra que parecia un festin de ga- —55— rrapatas. Las informaciones que trabajosamente logré ex- traer del expediente fueron muy insuficientes. Por eso, para completarlas, visité varias veces a la encausada en la carcel y con la ayuda de la Madre Superiora consegui que, venciendo parcialmente su timidez, me contara algunos antecedentes. —Haz de cuenta que es tu confesor —le decia la Supe’ riora—. Dile todo. Pero adverti que la Superiora la acobardaba mds que yo; y terminé por entrevistarme a solas con élla. A base de esos didlogos tartajosos y diffciles, y de las de- claraciones testimoniales que obraban en el expediente, logré rehacer toda la historia. Valeriana tenia un vago recuerdo de su madre, ignoran- do quien fue su padre. No sabia exactamente el grado de parentesco que la vinculaba a las gentes que la criaron. Apren- dié a leer y a escribir y “a venerar a Dios” —segin su expre- sién— en la escuelita del pueblo; y después de hacer la Pri- mera Comunién, se dedicé, como otros nifios de la comuni- dad, al pastoreo de ovejas. Aprendié también a cocinar; y cuando sus mayores creyeron que ya estaba en condiciones de sostenerse a si misma, la colocaron como cocinera en una casa del pueblo, ubicada en las zonas altas del valle de Majes. No se quejaba de sus patrones; pero era evidente que sentia por ellos un respeto exagerado y amedrentado, lo que influi- rfa decisivamente en el drama que el destino le tenia reservado. Cuando le pregunté quién fue el padre de su hijo, su res- puesta fue simple: —EI patroncito fue, sefior; el sobrino del patron. Tontamente traté de precisar si el suyo fue un caso de violacién, estupro 0 romance. Su tinica y reiterada respues- ta, despojada de todo romanticismo, fue siempre la misma: —Me cogidé nomas, sefior. — 56 — I en su ingenua respuesta parecia encerrada su Ilana acep- tacién de la vida como una vocacién de obediencia, de inevi- table subordinacion al varén. A diferencia de otros problemas campesinos semejantes que después conociera, no hubo en ese caso el previo y casi ritual “quifio en el sentiu”, real o fingido, para justificar el rendimiento. Ei patroncito no la pegé ni intenté pegarla. Hubo tan solo su exigencia aceptada como una orden, mezcla de acatamiento al macho y de obediencia al patrén como de subordinacion a Icyes bioldgicas y sociales que estuvieran en Ja naturaleza de las cosas. Cuando se sintié embarazada la embargé un sentimiento que podria calificarse de pudor social, que pronto se convir- tid en temor y finalmente en miedo. —

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