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1.b.

[Podemos designarlo como el alfa y el omega, como el principio y el reposo, pero seguiría
siendo insuficiente, en tanto aquello que se quiere designar carece de limitación alguna. O,
como señala el discípulo, podría decirse que su única limitación consiste justamente en el
hecho de que carece de todo límite.]
2.a. [La llamada “querella de los universales” es la forma histórica específica que asumió la
discusión sobre el problema de los universales en el contexto filosófico del s. XII. Este último se
remonta, por lo menos, a la crítica aristotélica a la teoría eidética platónica. Según varios
especialistas, las notas distintivas que adquiere “la querella” son el producto del largo y
accidentado peregrinar de la lógica aristotélica a través de la Edad Media y en las
características particular de los distintos contextos de recepción que marcaron hitos en dicho
itinerario. Podríamos poner un punto de inicio en la Isagoge de Porfirio, quien, además de
contribuir a la estructuración del debate posterior a través de sus célebres tres preguntas, fija
una primera posición declarando la subsistencia ontológica del universal. Posteriormente,
hacia el s. VI, en un comentario a la obra porfiriana, Boecio introduce los términos específicos
que informarán la discusión entre los s. XI y XII, incorporando consideraciones de tipo
gnoseológico a las ya referidas. Tal vez sea conveniente recordar que en el contexto de la
querella las fuentes a disposición eran, fundamentalmente, algunos comentarios de Boecio y
unas pocas obras del estagirita que, en conjunto, formaban lo que con Bertelloni podemos
llamar logica vetus.
Un neoplatónico como Porfirio no podría haber respondido frente a las preguntas que él
mismo plantea otra cosa que lo siguiente: los universales subsisten, son incorpóreos y
separados. Diríamos que esta respuesta tiene poco de neo y es más bien platónica en sentido
estricto. Pues bien, esta posición con todas las variantes y matices posibles es la que conforma
al grupo de los realistas que, como Platón, creían que el mundo sensible era una versión
degradada de una realidad más plena que se da en forma eminente en el mundo eidético.
En contra de esta postura encontramos al nominalismo informado en sus fundamentos por la
crítica aristotélica al mundo de las ideas, sobre todo la crítica del tercer hombre, que adquiere
el sesgo lógico-predicativo que el estagirita imprime a su definición del universal. De acuerdo
con una versión canónica, el universal sería un término que se puede predicar de muchos. De
todas formas, esta versión lábil es lo suficientemente amplia como para admitir en su seno
variantes de todo tipo según se considere el término en su materialidad, en su significado, en
la realidad a la que refiere, etc.]

Lo primero que cabría decir es que la querella de los universales es la forma específica que
asume en el contexto de los s. XI y XII la cuestión acerca de los universales, de muy larga data y
que continuaría con otras expresiones posteriormente.

Por supuesto, esta no es la única manera de leer las peculiaridades de la posición de cada
autor, pero nos sirve como primera aproximación a los fundamentos del debate como se
produjo entonces y como continuaría posteriormente. La cuestión a lo largo de su desarrollo
filosófico fue tocando alternativa y simultáneamente aspectos ontológicos, gnoseológicos y
semánticos.
Para entender el marco específico en que ocurre la querella del s. XII se hace necesario
bosquejar someramente el itinerario de la recepción de la lógica categorial aristotélica a lo
largo del medioevo. El primer hito lo constituye Isagoge de Porfirio. Este autor neoplatónico,
por un lado, contribuye a la estructuración del debate a través de sus célebres tres preguntas
y, por otro, establece una primera posición sobre el particular que determinaría el carácter
ontológico que la discusión asumiría en las versiones posteriores. La segunda novedad la
constituye el desplazamiento gnoseológico que Boecio introduce en su lectura de las
preguntas porfirianas. Sin embargo, habrá que esperar hasta la irrupción de Abelardo para que
este planteo, presente también en Aristóteles, se incorpore con pleno derecho a la discusión.
Sus protagonistas fueron los maestros urbanos de los que habla Le Goff, y sus respuestas a la
cuestión se ubicaron entre dos alternativas polares. Los realistas sostenían que los universales
tenían un carácter cósico y los nominalistas que eran nombres. De todas formas, esta
aclaración apenas permite situar un debate lleno de complejidades que no podemos abordar
en detalle. Sobre todo, porque a partir de esa primera definición se abre un complejo de
alternativas a considerar.
El vuelco revolucionario que se produce a partir de la irrupción de Abelardo tiene que ver con
el hecho de que este recupera para el debate las posiciones de Aristóteles y Boecio, aunque
agregándole sus particularidades. De acuerdo con Abelardo el universal existe como un
término con sentido que puede predicarse con propiedad de los singulares en tanto estos
presentan estados de cosas convenientes. El término universal es la expresión vocal de una
imagen mental que procede de los estados convenientes de los singulares, que se forma por
abstracción a partir de estos.

3.b. [Una de las vías que emplea Tomás es la del célebre argumento ontológico que tendría un
amplio recorrido desde su formulación original por parte de Anselmo hasta la crítica lapidaria
que recibiría por parte de Kant; sin olvidarnos de sus versiones aquiniense que nos toca
analizar ahora y la cartesiana de las Meditaciones. El argumento tiene una forma silogística y
toma como primera premisa o premisa mayor una de las notas distintivas de la esencia de
dios, su inconmensurabilidad. No es posible concebir nada más grande que dios. Si dios fuera
inexistente, podría concebirse algo más grande: un dios existente. Por lo tanto, si aceptamos
la primera premisa tenemos que concluir con necesidad que dios existe. El propio Tomás
advierte el carácter analítico de la prueba en tanto se asienta exclusivamente en la
descomposición de lo implicado en el concepto para derivar de allí sus consecuencias lógicas.
Así como entendemos que la parte debe ser necesariamente mayor que el todo, tenemos que
reconocer que del análisis del concepto de dios se desprende con necesidad lógica su
existencia.]
[establece una nítida diferenciación entre el ámbito de la racionalidad y el ámbito de la fe. La
razón puede avanzar hasta un cierto punto más allá del cual la fe reclama su prerrogativa. Si
bien reconoce esta autonomía de la razón considera que las verdades que advienen por fe son
de una riqueza mayor que las que se adquieren por vía racional. Lo que no puede ser
demostrado queda circunscripto al ámbito de los artículos de fe. La razón, sin embargo, puede
oficiar como preámbulo de la fe demostrando racionalmente aquellos aspectos del material
teológico que caen legítimamente bajo su dominio. “Nada está en el entendimiento que no
esté primero en los sentidos”.]

4.a. “Ese hombre microcosmo se encuentra, pues, colocado en el centro de un universo que él
reproduce, está en armonía con ese universo, puede manejar sus hilos y se encuentra en
estado de connivencia con el mundo.” (1993: 64).

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