El único habitante del planeta Ofado, después de haber trasteado en la cabina de
control por enésima vez, no se dio cuenta de que había apretado de forma accidental el dispositivo de alarma del radio faro. Mucho más tarde descubriría que había lanzado espacio una potentísima llamada de socorro. A muchos parsecs de distancia, el capitán de la nave Sustromo dormía plácidamente cuando fue despertado por el segundo oficial de a bordo. —¡Señor, acabamos de captar una llamada de auxilio! —exclamó estentóreamente el oficial, al tiempo que daba un fuerte taconazo que hizo retumbar el camarote. —¡Demonios! —gruñó malhumorado el capitán, saltando de la cama. Miró con ojos legañosos al oficial y empezó a rascarse el vientre—. ¿Es que todos los problemas surgen cuando estoy durmiendo la siesta? —¿Qué hacemos, señor? —preguntó el oficial, dando otro taconazo, para acabar de despertar a su superior. El capitán sintió ganas de ordenarle que la nave siguiera su curso, pues entre desacelerar y luego acelerar, consumirían gran cantidad de combustible, y los jefes le pedirían cuentas. Pero la llamaba había sido registrada y no le quedaba más remedio que atenderla, como exigían las leyes del espacio que tanto le fastidiaban. —Qué le vamos a hacer —suspiró el capitán. El oficial le tendió los pantalones y volvió a ponerse firmes. El capitán se llamaba Memo, era un veterano y estaba acostumbrado a los avatares de las rutas estelares. Su madre había sido tripulante del Nostromo, y lo pasó muy mal por culpa de un bicho que se coló en la nave porque no fue debidamente fumigada. —¿Habéis comprobado si se trata de un ser humano? —preguntó al oficial mientras se abrochaba la chaqueta con las bocamangas llenas de galones. —¡Sí señor! —afirmó el oficial. No dio un nuevo taconazo porque el capitán se lo impidió con un gesto. De pronto titubeó—. Bueno, las probabilidades de que se trate de un humano son elevadas, señor; pero no estamos seguros de que lo sea. Para Memo era suficiente. Si era un náufrago humano el que pedía ayuda, no habría problemas. Se dirigió al puente de mando a paso ligero, a la vez que terminaba de arreglarse el uniforme. El oficial corrió detrás de él, tratando de marcar el paso. —¿Qué tipo de planeta? —preguntó el capitán antes de entrar en el ascensor, ahogando un bostezo. —Tipo Tierra, señor. Una antigua colonia portuguesa. Memo enarcó una ceja, sorprendidísimo. —¡Pero si acaba de decirme que se trata de un náufrago! ¿Cómo demonios ha podido naufragar en una colonia? He visto morir a Drácula y demás vampiros mil veces en las películas y en las novelas, casi todas parecidas. Un día me dije que debía buscar una muerte algo original para el príncipe de las tinieblas, y por ello me decidí a escribir este relato. No sé si lo he conseguido. —Hace muchos años la colonia fue evacuada, señor. Todos sus habitantes se marcharon. —¿Por culpa de alguna plaga, erupciones volcánicas, terremotos, bombardeos de rayos cósmicos? —Según mis noticias, señor, abandonaron Ofado porque se aburrían. —Mierda, es la primera vez que una colonia se abandona por aburrimiento. —Según la versión oficial, los colonos tardaron en descubrir que en Ofado había aborígenes inteligentes; las leyes del espacio los obligaron a recoger sus bártulos y largarse: había que dejar en paz a la población autóctona. Sin embargo, se corrió el rumor de que la verdad de lo ocurrido era que los colonos no podían soportar a los aborígenes, tener que tratarlos de igual a igual como exigen las leyes. —¿Por qué? —Memo se distrajo rascándose la papada, mientras el ascensor los conducía al puente—. Tengo entendido que los portugueses no son racistas, se adaptan a cualquier medio y siempre confraternizan con las aborígenes —añadió con una sonrisa pícara—, sobre todo los hombres con las hembras nativas. —Me temo que en Ofado no era posible confraternizar sexualmente con las aborígenes, señor —afirmó el oficial—. Claro está que siempre hay excepciones, y algunos humanos no son demasiado escrupulosos. Pero este no fue el caso. —No le entiendo, oficial. —Los aborígenes de Ofado tienen un aspecto muy parecido al de los cerdos terrestres. Si me lo permite, señor, en realidad son cerdos. Se comunican entre sí con gruñidos. Ése es su lenguaje. Los colonos llegaron a dominar el idioma de los cerdos, y parece esto los acabó de convencer para abandonar la colonia. —¿Se da cuenta, oficial, de la cantidad de cosas raras que uno se encuentra en el espacio? Ni el más imbécil de los escritores se hubiera inventado una raza con aspecto de cerdos. Por cierto, ¿sabe cómo se llaman? —Cochinirdis, señor. —Qué nombre tan horrible —murmuró el capitán—. No me extraña que el náufrago quiera largarse de allí. Debe ser terrible verse obligado a vivir entre cerdos. Pobre hombre. El ascensor se detuvo y entraron en el puente. A Memo no le extrañó pillar a tres navegantes charlando de sus cosas. Sólo trabajaba Irma, la encargada de los medios de comunicación, y Memo lo comprendió. Sólo ella podía haber captado la señal de socorro. La chica no paraba de trabajar cuando estaba de guardia. Llevaba poco tiempo ejerciendo de becaria. Su afán por trabajar lo perdería cuando adquiriese experiencia. El oficial de servicio corrió a saludar al capitán, se cuadró ante de él y gritó: —¡Sin novedad, señor! Memo lanzó un gruñido y se preguntó qué tendría pasar para que aquel cretino considerase que había una novedad que darle. El maldito formulismo académico le repateaba. —Envíen una chalupa para recoger al náufrago —ordenó Memo—, pero procuren no relacionarse con los nativos. Si los portugueses se largaron, sus motivos tendrían. Por cierto, estoy viendo en ese gráfico que donde espera el náufrago es de noche, ¿verdad? El náufrago había perdido la cuenta exacta de los años que llevaba esperando que lo rescataran. Había sido horrible para él; llevaba demasiado tiempo deambulando como alma en pena por las ruinas de la abandonada colonia. Un rato antes se había dado cuenta de que cuando arrojó una silla contra una mohosa consola, había hecho saltar el dispositivo de alarma que durante años no había sido capaz de encontrar. Hacía varias horas que la señal de socorro fue lanzada al espacio. ¿La escucharía alguien?, se preguntó cabizbajo. No confiaba en tener una respuesta inmediata, podían pasar años antes de que la señal fuera captada y recibiese ayuda. Nunca había sido mañoso para comprender los artilugios mecánicos, y cuando escuchó que el faro, un poste de metal ya herrumbroso, emitía señales, se quedó muy sorprendido. Miró el botón contra el que había estrellado la silla y sintió rabia. ¡Lo había tenido siempre delante de sus narices! Pero el cartelito que explicaba para qué servía el botón estaba escrito en uno de los pocos idiomas de la Tierra que nunca se había tomado la molestia de aprender, el portugués. Furioso, el náufrago se abrió paso dando puntapiés a los muebles y demás trastos viejos para llegar a la sala de comunicaciones. Una vez allí estudió los aparatos alineados sobre varias mesas. Todo estaba cubierto de polvo. Al cabo de un rato consiguió averiguar que las luces de colores de un panel le avisaban que una nave había captado la llamada lanzada por el radio faro y se acercaba al planeta Ofado. Lanzó un grito de alegría para celebrar que por fin iba a salir de aquel asqueroso planeta. Corrió a la parte de atrás del edificio y sacrificó al último cochinirdi que quedaba vivo en el corral, el último representante de la raza que había poblado el planeta. Cuando terminó de beber la sangre del animal, chasqueó la lengua, eructó y no pudo reprimir una sensación de asco, la que sentía cada vez que aliviaba su eterna sed. A falta de sangre humana había tenido que sobremorir bebiendo la sangre de aquella repugnante raza de cerdos, de aspecto aún más feo que sus lejanos parientes de la Tierra. Con la muerte del último ejemplar se extinguía la raza de los cochinirdis de Ofado. La ayuda no había podido llegar más a tiempo para él, pensó el náufrago. —Tendré que ocultar el hecho de que he exterminado a toda una raza que a veces me parecía un poquito inteligente —dijo alegremente, tras beber el resto de la sangre de su última víctima—. Nadie debe saberlo, pues sería nefasto para mis planes que, además de mis otros apodos, me añadieran el de Genocida. Salió al exterior y esperó hasta que en la oscura noche aparecieron las luces del bote salvavidas enviado por el Sustromo. El naufrago las contempló pensando que en su caso el vehículo debería llamarse salvamuertos. —Bienvenido a bordo, señor —saludó Memo. Tan pronto como el oficial introdujo al náufrago en el despacho, el capitán, tras mirarlo, pensó que su apariencia no podía ser más deprimente. No debía extrañarle que estuviese tan delgado, luciera unas ojeras tan profundas y su piel fuese tan blanca, pues aquel desgraciado llevaba un montón de años viviendo en aquel planeta. El traje de etiqueta que vestía y la larga capa negra con forro rojo que llevaba anudada al cuello, que arrastraba por el suelo, le pareció un conjunto tan ridículo que tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. —Bienvenido a bordo. Soy el capitán Memo. Me tiene a su entera disposición, señor — dijo, adoptando una actitud acorde con las circunstancias, es decir una actitud grave, circunspecta e hipócrita—. ¿Podría decirme su nombre, procedencia y demás datos? Es para el papeleo, como comprenderá. No sabe usted la de formularios que vamos a tener que meter en el ordenador para justificar la interrupción del salto hiperespacial. El náufrago no estaba seguro si debía decir su verdadero nombre, pero llegó a la conclusión de que después tantos siglos nadie podía acordarse de que una vez fue famoso en la Tierra. —Soy Vlad, conde Drácula —anunció con énfasis. —¡Un noble! —exclamó Memo con asombro. Detrás del capitán, Irma lanzó un gritito de admiración. —¿Les extraña que lo sea? —inquirió Vlad, un poco mosqueado. —¡Por supuesto! —asintió Memo—. Hace siglos que los nobles se extinguieron en la Tierra y en toda la galaxia. Los reyes, príncipes, condes, duques y barones desaparecieron cuando cayó el Imperio Galáctico, arrastrando a todos los reinados, satrapías y principados. —Ha debido pasar muchas cosas en la vieja Tierra durante los últimos años, ¿verdad? —dijo el vampiro. —¿Cuánto tiempo llevaba en Ofado, señor? —Digamos que demasiado. Temo haber perdido la cuenta. —¿Siempre ha estado solo? —Soy el único superviviente de una nave de pasajeros que se dirigía a Dhrule III, pasando por Ankar VI. El oficial emitió un carraspeo. —Creo que no tuvo suerte recalando en Ofado, después de que los portugueses se marcharan, señor conde. —No se puede imaginar lo mucho que me afectó la retirada lusa —gruñó Vlad, recordando con repugnancia la cantidad de sangre de puerco que había tenido que sorber para sobremorir. Drácula sofocó en silencio su dolor. Sintió que la mente se le nublaba, tanta era su ansia de arrojarse sobre uno de aquellos cuellos y morderlo profundamente. Estar rodeado de tantas fuentes de salud para él era una tortura. No sabía si podría contenerse por mucho tiempo. Hasta las encías de los colmillos le rechinaban. Desde que entró en contacto con los tripulantes del salvavidas había logrado reprimir sus impulsos, pero una vez en la nave le aturdían la proximidad de tantos cientos de criaturas, sobre todo los mórbidos cuellos de las muchachas. A Drácula le ocurría que, además de no haber chupado una sangre de calidad desde que naufragó, llevaba demasiados años de abstinencia sexual. La práctica de la zoofilia nunca le pasó por cabeza. Se fijó en sus fláccidas manos y sintió vergüenza de tenerlas tan encallecidas, sobre todo la derecha, ya que no era zurdo. Mientras esperó que el bote descendiera se dedicó a ordenar sus ideas y a reflexionar. Cuando los humanos se dirigieron a su encuentro ya tenía bien trazados sus planes, dignos de su inteligencia. Pero para llevarlo a la práctica tenía que armarse de paciencia. —¿La convivencia con la especie autóctona llegó a aburrirle tanto como aburrió a los portugueses, señor? —preguntó Memo. —¿Por qué lo pregunta? —inquirió Vlad, poniéndose en guardia. —Oh, no tiene importancia. Sólo es curiosidad. Los colonos portugueses se marcharon, además de obligarlos las leyes, porque se cansaron de tener cerca de su colonia a los cochinirdis. Es lógico pensar que ha debido ocurrirle algo parecido. —Mis relaciones con la plebe nativa fue tan respetuosa y cordial que mi estancia ha dejado en Ofado un vacío irreparable. El capitán Memo, aunque no le entendió, sonrió y dijo: —Bien, puesto que hemos cumplido con nuestro deber salvándole, señor conde, podemos continuar el viaje. Partiremos enseguida. —¿Puedo saber cual es nuestro destino, capitán? —La Tierra, señor Vlad. —¿Sigue entera después de tanto tiempo? Memo, que había nacido en la Tierra, respondió con orgullo: —La Tierra es inmortal, señor conde —Sonrió—. ¿Sabe que me gusta llamarle por su noble título? Suena bien. Cuando cuente a mis amigos que he rescatado a un conde se van a morir de envidia. —Entre otras cosas —sonrió el vampiro, que acababa de dar mentalmente a su plan los últimos toques para convertirlo en una obra maestra. —¿Qué ha querido decir? —Nada. Cosas mías. —Estupendo. —Memo hizo una señal al oficial—. Lleve al señor conde la enfermería, para proceder a su incorporación al sistema biológico y metabólico del navío. Drácula palideció aún más de lo que estaba. —¿Por qué? —preguntó, sintiendo que le temblaban las piernas. Le aterrorizaban los adelantos tecnológicos de los mortales. Siempre le había costado acostumbrarse a los cambios. En realidad, su decisión de emigrar al espacio la tomó obligado por las circunstancias, cuando comprendió que ya no podía moverse libremente en un mundo donde toda la gente sabía de vampiros más que él, por culpa de tantas películas que se habían rodado sobre el tema, últimamente teniendo como protagonistas a vampiros mariquitas, gilipollas y estúpidos, papeles que interpretaban actores pijos y engreídos. —Tranquilícese, señor conde. —Sonrió el capitán—. Se trata de un puro formulismo. La doctora Brenda le hará el reconocimiento, y no tardará en recuperarse de los sufrimientos que ha padecido. Drácula sonrió para sus adentros. ¡Seguro que pronto su quebrantada salud de muerto se recuperaría! Pero tenía que esperar. Su plan necesitaba tiempo. Sólo le preocupaba someterse a un examen médico. Nunca se lo habían hecho durante su larga existencia, ni siquiera un maldito un forense llegó a examinarle. —¿Cuántos días necesitaremos para llegar a la Tierra, capitán? —preguntó, viendo de reojo que el oficial le esperaba junto a la puerta. —Veinticinco días. —¿Cuántas personas viajan a bordo? —Ciento cuarenta pasajeros. —¿Y tripulantes? —Ochenta —contestó el capitán, empezando a cansarle tantas preguntas. Pensó que el conde podía ser todo lo noble que quisiera, pero se estaba poniendo un poco pesado. —Gracias, capitán. —De nada. —Una cosa más, capitán. —Dígame. —¿Es necesario que me examinen? —Sin un control sanitario no puedo admitir a nadie a bordo. —Le aseguro que estoy sanísimo. —Pero hombre, si tiene un aspecto que da lástima. Diría que está a punto de palmarla. —Se equivoca, capitán. Pienso enterrarlos a todos. A Memo le hizo gracia el comentario del conde y soltó una carcajada. El oficial sólo se rió un poquito, por respeto a su superior. —Muy bueno, muy bueno —exclamó el capitán, todavía riéndose. Cuando se marcharon el conde y el oficial, Memo sacudió la cabeza. Estaba preocupado. En el fondo, aunque fuera conde, aquel tipo le repugnaba un poquito. Sólo pensar que algún día tendría que invitarlo a su mesa lo puso de malhumor. Seguro que le quitaría el apetito. Cuando Vlad vio a la doctora estuvo a punto de sucumbir a su instinto y pegarle un mordisco. Tuvo duda acerca de su fuerza de voluntad, apenas la boca se le hizo agua y sintió que los pantalones entre las piernas le quedaban estrechos. La doctora era muy hermosa, rubia, opulenta y su cuello parecía gritarle que la mordiese, su cuerpo le pedía que la rechupetease de los pies a la cabeza. Ante su sorpresa, lo primero que la doctora le pidió fue un autógrafo. —Es el único que voy a tener de un conde en mi colección —explicó cuando Vlad estampó su firma en un libro lleno de garabatos de mediocridades, como artistas de vídeo, ases de fútbol y políticos. Al ver que los últimos eran los que más abundaban, Vlad llegó a la conclusión que las cosas en la Tierra no habían mejorado al cabo de tanto tiempo. El oficial, una vez que hubo tonteado con Brenda y la había pellizcado el trasero un par de veces, se marchó. —¿Es su novio? —preguntó Drácula a la chica. —Oh, no. Sólo nos acostamos los lunes y los jueves. —Brenda encendió una pantalla y empezó a teclear—. Así que usted se llama Vlad y es conde. ¿Dónde está su condado? —En Transilvania, la Tierra. —Ahora que lo pienso, no creo que quede ninguna propiedad a su nombre. Cuando derrocaron al Imperio se confiscaron todas las propiedades de las realezas y las noblezas. Hace unos años se dictó una ley para devolverlas, pero no encontraron a nadie que las reclamara. De todas formas lo va a tener difícil para recuperar su patrimonio. —Eso no me preocupa. —Oh, que noble más decente es usted —rió la médica—. Me parece que no son necesarios más datos. Actualmente hemos abreviado mucho el papeleo. Ya sabe, el incordio ese que había antes. Haga el favor de desnudarse, excelencia. —¿Para qué? —preguntó alarmado el conde, temiendo que su aspecto escuchimizado provocase la risa de la doctora. —Vamos, no tenga miedo, que no voy a sacarle sangre. —¡Faltaría más, hasta ahí podíamos llegar! —No se ofenda. Lo digo porque algunos hombres se desmayan cuando ven sangre, incluso la de ellos. —Me desmayaré si no veo pronto una sabrosa y roja sangre —susurró el vampiro, sin apartar la mirada del cuello de Brenda. Los colmillos le castañearon. —¿Qué dice? —Nada. ¿Cuál es la función que tiene el examen? Brenda se resignó a tener que darle explicaciones. Su paciente era todo un conde y no quería que acabara quejándose al capitán. —Hace mucho tiempo fueron implantadas en los vuelos estelares las mismas normas que rigen en la Tierra para la salud pública, como en todos los planetas colonizados. La ley exige que cada pasajero reciba una dieta acorde con sus funciones físicas y necesidades biológicas, mediante el análisis del el ADN, el metabolismo, el proceso de la escala de John Thomas Jones... —¡Ya está bien! —exclamó el vampiro—. ¿Quiere decir que necesita saber cómo soy por dentro? —Más o menos —suspiró Brenda—. En todo camarote hay un analizador que registra diariamente las necesidades de cada pasajero o tripulante, la comida que le deben servir, que será exclusiva para él, y también... —¡Basta! Míreme a los ojos. —¿Quiere que le gradúe la vista de paso, señor conde? Drácula aún conservaba suficiente energía para convertir su mirada en un flujo magnético lo bastante poderoso como para hipnotizar a un mortal. Cuando consiguió que Brenda pusiera cara de boba, tuvo que hacer otro esfuerzo para no hincarle los colmillos en el cuello y chuparle la sangre. También se contuvo para no tenderla en la camilla, desnudarla, quitarle las bragas y... Para no seguir con estos pensamientos, se mordió la lengua hasta recobrar la serenidad. La sangre fría no necesitó recuperarla. Adormeciendo sus impulsos más primitivos, se limitó a sugestionar a la doctora hasta dejarla convencida de que le había hecho las pruebas. Entonces la despertó con un chasquido de dedos. Brenda salió del trance, se volvió hacia el conde y sonrió. —Huy, pero si ya está todo terminado —exclamó, mirando sorprendida la pantalla vacía, que para ella estaba llena con los datos del paciente—. Está usted sanísimo, señor conde, lo cual me sorprende mucho. Por su aspecto parece muy enfermo. —Sonrió y le dio unas palmadas en la espalda—. Pero no se preocupe, que en unos días recuperará el color en las mejillas, se sentirá fuerte y caminará erguido, como si fuera un muchacho. Venga, a ponerse derecho y a esconder la joroba. Lo despidió con una sonrisa y un empujoncito. —Nos veremos, señor conde —dijo Brenda desde la puerta. —Seguro —rezongó Drácula, caminando hacia donde le esperaba el oficial para guiarle hasta su camarote. Durante su primera noche artificial en el Sustromo, Drácula terminó de elaborar su plan. Tras concienzudos cálculos, consideró que podía empezar a actuar y efectuó su primera salida nocturna. Según lo planeado, entró en veinte camarotes y chupó la sangre a treinta pasajeros y cinco tripulantes. A la doctora Brenda la dejó para la última, y permaneció con ella hasta que echó tres firmas sin levantar la pluma. La sangre que había engullido previamente no podía ser de mejor calidad. Con tanto vigor recuperado se sentía capaz de echar todos los polvos que fueran necesarios, pero no quiso abusar después de tantos años de abstinencia y se limitó a cumplir el programa establecido. La sangre humana había mejorado muchísimo desde la última vez que la probó, pensó mientras caminaba por el pasillo, relamiéndose. Regresó eufórico a su camarote. Hasta que no se acostó en el lecho, algo incómodo porque no tenía debajo tierra húmeda en la que descansar a pierna suelta, no se fijó en el artilugio que colgada del techo, exactamente sobre su cabeza. Tras mirarlo descubrió cuál era su función. El aparato del techo realizaba un análisis de la persona que ocupaba la cama para dormir o descansar. Vlad llegó a la conclusión de que no debía preocuparle, ya que nadie revisaría los resultados porque la ley prohibía vulnerar su intimidad; sólo los computadores tendrían acceso a los datos para procurarle su bienestar. Si al principio no se inquietó, al cabo de un rato empezó a sentirse incómodo. Lamentó no poderlo desconectar. Si lo hacía, llamaría la atención. Le irritó pensar que durante unos minutos aquella especie de ojo inquisidor se dedicara a lanzarle guiños. Luego, cuando quedó quieto y silencioso, Vlad se quedó dormido como un angelito. La vida a bordo del Sustromo no era aburrida. Había reuniones, charlas y competiciones deportivas a todas horas, y bailes cada noche. También había cenas de etiqueta, a las que asistía el capitán con su uniforme de gala. Aquel ambiente recordaba a Drácula las románticas travesías de los grandes transatlánticos del siglo XX. ¡A cuántas damas había vampirizado yendo y viniendo de América a Europa! Y también a hombres. No le gustaba hacer distinción de sexos a la hora de actuar como el más grande y célebre vampiro de la historia. Pero a los hombres sólo los mordía, pues vivo o muerto siempre había sido muy macho. Su existencia había transcurrido en la Tierra más o menos feliz, según el concepto que tenía de lo que debía ser la felicidad. Sin embargo, a partir del momento en que el maldito inglés llamado Peter Cushing y sus ayudantes Stoker y Coppola persiguieron con tanto denuedo a los vampiros, consideró que no podía seguir muerto por más tiempo en la Tierra, y una noche se embarcó en una nave cuyo destino no tuvo tiempo de averiguar por culpa de que una turba, armada con estacas y martillos, corría detrás de él. ¿Y de qué le sirvió huir? Acabó en Ofado. Pero ahora todo sería distinto. Según se había informado, en la Tierra ya nadie se acordaba de que una vez existieron los vampiros. ¡Podría ir de nuevo donde quisiera, mordiendo y vampirizando a cuántos le diera la gana! Después de la experiencia que había acumulado, puesto que en Ofado no había tenido otra cosa que hacer durante las noches sino pensar y beber sangre de cerdo, a veces con pajita porque hasta asco le daba hincarles los colmillos en sus repugnantes cuellos, había forjado un plan tan perfecto que hasta él mismo se asombraba de que no se le hubiera ocurrido antes. ¡Dominaría la Tierra, crearía una raza de vampiros y encerraría a los humanos en corrales para que procreasen, con el único fin de suministrar sangre fresca para él y sus súbditos! Más adelante los vampiros se extenderían por toda la Galaxia, viajando en naves pintadas de negro, saltando de planeta en planeta, aterrizando siempre de noche, vampirizando colonia tras colonia. Unas chupadas controladas convertían a su víctima en vampiros, no las mataba para siempre, como ocurría si absorbía toda la sangre en una sola sesión. Su plan consistía en debilitar a los pasajeros y tripulantes del Sustromo, para que cuando la Tierra estuviera a la vista todo el mundo quedara vampirizado, convertidos en sus súbditos. Siendo el jefe de un pequeño pero obediente y eficaz ejército, los obligaría a permanecer veinticuatro horas sin chuparse los unos a los otros, hasta que desembarcasen, por supuesto, en el lado nocturno de la Tierra. A partir de la noche de su llegada, su legión de no muertos se extendería por el planeta; los gobiernos y los mandamases serían suplantados por sus huestes y en pocas semanas la Tierra entera quedaría bajo su control. Millones de seres serían encerrados en granjas, y sus vampiros y él disfrutarían de las ventajas de la producción de sangre en cadena. Así de perfecto era su plan. Como el cadavérico organismo de Drácula había sufrido cierto deterioro por culpa de la dieta de cochinos a la que había estado obligado a seguir, que provocó en su metabolismo el cambio necesario para subsistir, se había habituado a no consumir demasiada energía. Después de varias noches de incursiones por los camarotes pensó que debía aumentar la eliminación de glóbulos rojos de su organismo para poder acumular en sus venas la mayor cantidad del fluido de los mortales y así acelerar el proceso de vampirización del pasaje y la tripulación. Muy a su pesar no dedicó sus arremetidas sexuales sólo a la doctora y las damas más hermosas, sino incluso a las viejas y poco atractivas damas. A los pocos días tenía a las mujeres de la nave rendidas a sus pies, suspirando a su paso, aunque no sabían por qué, ya que a la mañana siguiente todas habían olvidado lo sucedido durante la noche, pero esto no era impedimento para que se sintieran atraídas por Drácula a todas horas. —¿Alguna queja, excelencia? —le preguntó el capitán la noche en que lo invitó a su mesa en compañía de otros pasajeros. —Ninguna, capitán —sonrió Drácula, moviendo con la cuchara la sopa que le habían servido, sin decidirse a probarla, a pesar de que era de tomate y tenía un excelente aspecto—. Todo es perfecto a bordo de su navío. —Gracias —sonrió orgulloso Memo—. Celebro que su aspecto haya mejorado y vuelto los colores a su cara. Antes la tenía horrible, tan pálida... En la mesa estaba la doctora Brenda, que no paraba de tocar la bragueta de Vlad con el pie por debajo de la mesa, sonriéndole pícaramente. Había otras tres parejas, matrimonios legales y de excelente reputación. Las mujeres, por culpa de Vlad, habían dejado de ser fieles a sus maridos, y le sonreían suplicándole con miradas lascivas que les dedicara otra noche de amor. Sólo había un soltero sentado a la mesa, un individuo de tez morena y pelo negro y rizado, que a veces dirigía unas miradas a Vlad que a éste no le gustaban. Se llamaba Heredia, y cuando llamaba al camarero tocaba las palmas con un ritmo muy especial. —¿No tiene apetito? —preguntó el capitán a Drácula, mientras el camarero servía el segundo plato—. No ha tomado ni una cucharada de sopa. —Últimamente estoy un poco desganado. Memo sonrió y se rascó con disimulo el cuello, exactamente donde tenía una ligera erupción cutánea desde hacía unos días. A veces le picaba un poco. Miró a la doctora y dijo preocupado: —Creo que debería comprobar el analizador del camarote del conde, doctora. Ningún pasajero debe pasar ni solo día sin alimentarse con la dieta prescrita. A la vista del aspecto actual del conde me temo que se haya producido una avería en analizador de su excelencia. Brenda se incorporó rápidamente, y agarrando una mano a Vlad le obligó a levantarse de la silla. —¡Lo haré ahora mismo, señor! —dijo con rotundidad, tirando de Drácula—. Con su permiso me llevo al conde. Su falta de apetito lo arreglo yo en un santiamén. —Mujer, cualquier cosa menos que en un santiamén —protestó débilmente Drácula, incapaz de resistirse a Brenda. Mientras caminaban por entre las mesas del comedor, las miradas femeninas seguían a Vlad con ansia de sexo y de mordidas profundas. El conde estaba acostumbrado a que las mujeres le persiguiesen, pero le molestaba que los hombres también volvieran la cabeza a su paso. Tal vez se había pasado con poco con ellos sin darse cuenta. La situación empezaba a volverse extraña para Drácula. Mientras se dejaba dar achuchones por la doctora en el pasillo, comprendió que no le iba a llevar a la enfermería sino a un camarote. Brenda no se conformaba con que cada noche le hiciera una visita. Para que Brenda no descubriese que nunca había probado los manjares de las bandejas que aparecían en su camarote tres veces al día, le permitió que abusara de él. No le podía negar nada. Al cabo de una hora, Vlad yacía agotado, resoplando en el maldito e incómodo lecho de su camarote, mirando con odio al aparato del techo, que parecía vigilarlo a todas horas con sus malditos guiños y chasquidos. —No debes pasarte tanto tiempo encerrado en el camarote, cariño —le dijo Brenda, mientras se arreglaba el alborotado cabello y se ceñía las bragas—. ¿Es que no te diviertes con la gente? Vlad hacía siglos que no añoraba sus tiempos como mortal, cuando ejercía el noble oficio de empalador. Entonces sí que disfrutaba de las comidas que le servían sus criados, siempre rodeado por un bosque de empalados, después de una memorable batalla. —Como no voy a tener el honor de volver a ser invitado por el capitán, puesto que antes habremos llegado en la Tierra, prefiero comer aquí —explicó. —Entonces me traeré mi bandeja a tu camarote todos los días. Apenas terminemos de comer nos echamos un rato en la litera. Me gusta que sea tan estrecha. Así estamos más juntitos. —¡No! —exclamó Vlad. Ella no le hizo caso y se marchó después de lanzarle un beso al aire. A un día escaso de la Tierra, la nave ya navegaba fuera del hiperespacio y se deslizaba a velocidad inferior a la luz. Drácula empezó a dudar de alcanzar el objetivo que se había propuesto: no entendía que los pasajeros y tripulantes, incluido el capitán Memo, no estuvieran a punto de morir, a un paso de convertirse en vampiros obedientes a sus órdenes y caprichos. Para desesperación suya, todo el personal mostraba un aspecto tan saludable como el primer día. Era para morirse de verdad. En una ocasión se cruzó en un pasillo con un oficial de la nave, y se quedó perplejo cuando le escuchó decirle con respeto pero con ironía: —Debería hacer más ejercicio, excelencia. Se está poniendo como un cerdo. El día anterior, el pasajero llamado Heredia, que se pasaba todo el día tocando las palmas y cantiñeando, le advirtió que llevaba abierta la bragueta. Vlad miró entonces con odio mal contenido al hombre de tez morena. Se prometió que aquella misma noche no le dejaría una sola gota de sangre en las venas. Sería el primero en quedar vampirizado. Lo de la bragueta era otro asunto. No es que hubiera olvidado de cerrarla, sino que no podía subir la cremallera. Hacía unos días que le costaba mucho trabajo ponerse los pantalones, como si hubieran encogido. El chaqué que había llevado durante siglos tampoco se lo podía ajustar. Ni pensar en abrocharse los botones. Lo achacó al ambiente de la nave, que contenía tanta humedad que había hecho encoger la tela. Después de advertirle que llevaba la bragueta abierta, Heredia se volvió y le dijo: —¿Por qué no se mira al espejo, excelencia? Se está poniendo que da asco verlo. Vlad se quedó sin habla. Lo de mirarse a un espejo era algo difícil para él. Le quedó la duda si Heredia le había lanzado una acusación. Lo primero que hizo al entrar en su camarote el día de su llegada fue asegurarse de que no había ningún espejo, ni siquiera uno pequeñito. Los espejos escaseaban en la nave. A veces las damas sacaban uno de su bolso para empolvarse la nariz y taparse los puntitos rojos que todas lucían en el cuello. Pero esos espejos no representaban ningún peligro para Vlad. A solas se palpó la barriga, el cuello y la cara, y comprobó que había engordado una barbaridad. No lo entendió. Tambaleante, se alejó todo lo deprisa que sus piernas le permitieron, pensando si debía aislarse de todo el mundo durante el día artificial y esperar la llegada de la noche artificial, la que iba a ser la última de la travesía; pero no le quedaba otro remedio que hacer un esfuerzo y privar del último glóbulo rojo a todos los hombres y a todas las mujeres, o no estarían bajo sus órdenes cuando aterrizaran, y por tanto no dispondría del núcleo de vasallos que iba a necesitar para conquistar el planeta. Antes de llegar a su camarote, volvió a encontrarse con Heredia, el que siempre iba diciendo con orgullo por ahí que su raza era gitana y a mucha honra, y a ver quién se lo discutía. Vlad, que sólo había conocido a zíngaros en Hungría, desconocía aquella rama del nomadismo europeo. Algo en su interior le gritaba que tuviera cuidado con el gitano, que podía ser peligroso. Tenía que tomar medidas urgentes. Encontró a Heredia con la espalda apoyada en la pared, mirándole con socarronería. —¿Puede concederme un instante su excelencia? —preguntó cuando iba a pasar por su lado. —¿Qué quiere de mí? —preguntó Vlad, con recelo. Heredia se rascó el cogote, lo miró de arriba abajo y meneó la cabeza. —La otra noche me desperté con la sensación de que un mariquita había entrado en mi camarote y me había sobado. Y como también me escocía el cuello, me miré al espejo y descubrí estas marcas. Entonces me acordé que hace mucho tiempo, allá en la Tierra, se decía que, aparte de los empresarios, había una casta de individuos que se lo pasaba en grande chupando la sangre a la gente, sobre todo a los pobres. —No sé de qué me habla, caballero. —Su excelencia debe ser muy inteligente, y por lo tanto me extraña que no comprenda qué le estoy hablando. —Heredia señaló su cuello—. ¿Qué me dice de estas marcas? Aunque lo hubiera intentando, Vlad no podía palidecer porque sus mejillas estaban demasiado sonrosadas. Miró al hombre, temiendo que sacara una estaca y un martillo. Pero Heredia se limitó a sonreírle. —¿Qué está pensando? —preguntó Vlad en un hilo de voz, temiendo que su secreto tan bien guardado hubiera sido descubierto. Heredia puso los brazos en jarra y le dirigió una mirada de desprecio. —Mire, señor conde Drácula, quiero que ponga atención a lo que voy a decirle. A mí no me importa que vaya haciendo el gilipollas por ahí, y de paso poniendo los cuernos a los maridos; yo viajo solo, sin la parienta, y no me va a adornar la frente, pero le juro por mis zagales, que están esperándome en Nueva Chiclana, que como una noche me despierte y le sorprenda magreándome, le parto la cara y luego lo capo. —Está usted loco, amigo... —¡Yo no soy su amigo, y mucho menos de un señorito con título nobiliario! —No le permito que me chille —dijo el conde, sacando un poco de pecho por encima de la barriga—. Además, no sé de qué me está hablando. —¿Se pone chulo porque sabe que no le puedo matar? —Claro que no podrá —rió el conde, recordando que lo primero que había hecho durante los primeros días fue comprobar que a bordo no había nada fabricado con madera. En caso contrario, pensó, Heredia ya habría afilado un palo para clavárselo. —Puedo pasar por alto que me haya chupado un poco la sangre, pero no lo demás. —¿Me da a entender que no le importa que yo...? —El asunto de la sangre me importa un carajo, repito; pero no le voy a consentir que me confunda, porque sé que últimamente, además de tirarse a las pasajeras y tripulantes femeninas, se tira a los pasajeros y tripulantes masculinos, y eso en mi tierra es una mariconada. —¡Me ofende, caballero! El conde pensó que la situación había llegado a tal extremo que no podía dejar marchar con vida a quien había descubierto su secreto. Miró a Heredia a los ojos y lo hipnotizó. El gitano sólo tuvo tiempo de decir: —No pretendo hacerle daño, sino advertirle de que si sigue por este camino se va a meter en un problema muy gordo, porque nunca conseguirá salirse con la suya. ¿Es que no se ha dado cuenta de que está haciendo el ridículo...? No pudo seguir. Heredia quedó bajo el poder de Vlad, quien lo agarró antes de que se desplomara en el suelo. Luego lo arrastró hasta un cuarto trastero, y entre artículos de limpieza y robots averiados le chupó hasta la última gota de sangre. —Ya está muerto este cabrón —dijo Vlad satisfecho, limpiándose los labios de sangre, que por cierto había encontrado un poco salada. Tal vez tenía ese sabor porque su víctima tenía la costumbre de contar chistes que hacían mucha gracia a la gente. Dirigiéndose a Heredia, añadió—: Cuando abras los ojos, ya convertido en vampiro, durante los próximos siglos te voy a mandar a hacer los trabajos más humillantes. Tal vez te explique por qué no he tenido más remedio que acostarme con los hombres, condenado gitano. ¿Crees que a mí me ha hecho gracia? Maldito sea el Sol. Lo he tenido que hacer para consumir el exceso de energía que acumulo, so estúpido. Dejó encerrado a Heredia y se dirigió a su camarote. Llegó jadeante, agarrándose los pantalones para que no se le cayeran. La última noche en el espacio fue frenética para Drácula. No paró en ningún momento. Al final de su largo peregrinar por los camarotes, los colmillos le dolían de tanto hincarlos, y su garganta estaba irritada de engullir sangre sin parar. No dejó ni una gota en las venas de nadie, desde el capitán al grumete, desde la más anciana pasajera a la más precoz de sus conquistas, y desde el tío más feo hasta... Recordar lo que había tenido que hacer con los hombres le avergonzó. Pero imaginar el glorioso futuro que le esperaba le consoló. Se acercó a la cama y se dejó caer en ella. Su último aliento sonó como un ronquido. A pesar de que estaban a la vista de la Tierra, el capitán Memo, cumpliendo con las leyes del espacio, lanzó el hinchado cuerpo del conde Drácula al vacío insondable y le dedicó una oración de compromiso. Como no sabía a qué religión pertenecía el finado, mezcló los ritos cristianos, budistas, mahometanos y cuantos recordó. A su lado estaba la doctora Brenda, lloriqueando. Un poco más allá, Heredia tenía un gesto de hastío en su moreno rostro. El capitán se volvió hacia el pasajero que tanta gracia tenía contando chistes. —Me gustaría —le pidió tras carraspear— que nos explique cuál era el extraño oficio del conde, señor Heredia, y también por qué ha muerto de esta manera tan tonta. —Aunque era conde, demostró ser muy torpe —dijo el gitano, encogiéndose de hombros—. Mire, a mí me caía bien ese tipo. —Estoy de acuerdo en que era algo raro, pero resultaba simpático. —Anoche quise advertirle. —¿De qué? —gimoteó apenadísima la doctora, secándose las lágrimas. —De que se dejara de mariconadas, de hacer tonterías por las noches. —¡Pero si era todo un hombre! Si lo sabré yo... —Era un vampiro —afirmó Heredia. —¿Y eso qué es? —preguntó el capitán, arqueando una ceja. Heredia les contó brevemente la historia del vampirismo. —¡Será desgraciado ese conde! —exclamó el capitán, cuando el gitano terminó de explicar lo que había provocado la muerte definitiva de Drácula. —¡Pobre conde! —gimió la doctora—. A mí no me hubiera importado llevármelo a casa. Eso sí, lo habría puesto a dieta, porque había engordado muchísimo. —Qué lástima —resopló el capitán—. Hubiera tenido mucho éxito en la alta sociedad. Todo el mundo se lo hubiera rifado para llevarle a las fiestas de tronío. ¿Pueden imaginarse cómo serían los saraos en que anduviera chupando sangre a diestro y siniestro? Un éxito seguro. —Claro —dijo el gitano—. Y sin miedo a quedar vampirizado, todo el mundo pijo se hubiera muerto de ganas por ir a esas fiestas, para más tarde poder lucir las marcas de los colmillos de Drácula ante sus amistades. Antes de salir de la sala por la que el ataúd de plástico con el conde Drácula dentro había sido lanzado al espacio, por la misma compuerta que era usada para arrojar los desperdicios, Heredia dijo: —No me dio tiempo para advertirle que hoy en día todo el mundo ingiere en la comida que prescribe el analizador las calorías, las vitaminas, los minerales y todo lo necesario para que el cuerpo se conserve sano y en perfecto equilibrio. De esta manera no hay vampiro que pueda desangrar a nadie. Toda la sangre que el conde me chupaba cada noche, como hacía con todos, la recuperaba apenas daba buena cuenta del desayuno. El capitán y la doctora comprendieron por fin el alcance del ridículo tan espantoso que había hecho Vlad, conde de Drácula y de Transilvania. Heredia se alejó moviendo la cabeza. Le oyeron decir: —Cuando en mi pueblo, en Nueva Chiclana, cuente lo que ha pasado aquí, no se lo van a creer. Y es que hay gente pa tó. No esperaba ver morir a un vampiro de indigestión, de veras.