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LA NUEVA CREACIÓN

La doctrina de la resurrección de los muertos plantea, si es pensada coherentemente, la


problemática de una estructura cósmica ajustada a la nueva corporeidad de los
resucitados.

El hombre, en efecto, no puede ser. concebido, sea cual sea su forma de existencia,
fuera del marco de lo mundano; el ser-en-el-mundo es uno de los momentos
constitutivos de toda auténtica humanidad. La solidaridad hombre-cosmos está
fuertemente subrayada, como veremos a continuación, en la Escritura, pero es además
una de las tesis centrales de la antropología extrateológica. El hecho de que la
emergencia del fenómeno humano hunda sus raíces en el proceso del devenir de la
materia otorga a esta solidaridad una base empíricamente constatable97; el hombre no
pudo haber nacido al margen del mundo, sino en el mundo; la historia de éste es
prehistoria de aquél; esta unidad nativa liga a ambos inseparablemente en cualquiera
de las etapas de su existencia.
Si el hombre no puede ser sin el mundo, y si el mundo se polariza dinámicamente hacia
el hombre, es claro que la consumación del uno ha de repercutir en el otro; el cosmos
alcanza su destino al ser alcanzado por el destino de la humanidad. Tan impensable
resulta una consumación autónoma de lo mundano 98 como una consumación acósmica
de lo humano; la doctrina de una nueva humanidad entraña la de una nueva creación.
Un mundo cristalizado en su figura actual no sería ya el tópos connatural a la
humanidad
transfigurada; esta no hallaría en él su Lebensraum, su espacio vital, lo que significa
que
tal humanidad sería, en el más riguroso sentido, utópica. Cuando, por consiguiente, la
fe nos habla de los cielos nuevos y la tierra nueva, no está haciendo otra cosa que
formular hasta sus últimas consecuencias la verdad y realidad de la esperanza en la
resurrección. No se piense, sin embargo, que sea lícito reducir tales afirmaciones
cosmológicas a mero símbolo de las afirmaciones antropológicas; semejante reducción
haría involucionar la antropología hacia el dualismo 99. Lo que se quiere decir, más bien,
es que, siendo el hombre expresión y sentido del mundo, y siendo el mundo (según la
conocida frase) «el cuerpo ensanchado del hombre», habrá de darse necesariamente
una correlación recíproca en el estadio final de ambos. La tierra no es tan sólo el
escenario indiferente e inmutable de la historia humana. Como ha participado en
la gestación, nacimiento y desarrollo del hombre, participará asimismo en su
consumación.

La nueva creación en la Escritura

La solidaridad hombre-cosmos es una de las grandes constantes de la antropología


bíblica. Las intervenciones históricas de Dios no se dejan circunscribir a ese sector de
su
creación que es la especie humana; alcanzan siempre una resonancia cósmica. Al igual
que en Gn 3, 17-18 el pecado del hombre contamina la tierra y hace que ésta sea
objeto de una maldición divina, de forma semejante la alianza con la humanidad
postdiluviana abarca el universo material: Gn 8, 21-22; 9, 9- 13. Las abominaciones del
pueblo profanan su mundo ambiente, que ha de sufrir por ello la cólera de Yahvé (Lv
18, 27-28; Jr 7, 20; 9, 10-11; Ez 6, 14; Is 13, 9-11); en justa correspondencia, el
mensaje de salvación se dirige también a la tierra, que será beneficiaria de las
bendiciones divinas (Ez 36, 1-15; Is 11, 6-9; 30, 23-26; 35, 1-2.6-7; Am 9, 13; etc.) 100.
El anuncio profético de la nueva creación (Is 65, 17-21; 66, 22) se inserta
coherentemente en este cuadro de una creación a la que Dios trata como totalidad
unitaria en el desarrollo de sus designios salvíficos; la consumación escatológica de la
historia importa una dimensión cosmológica, plasmada en la promesa del cielo y
tierra nuevos.

Aun concediendo que en estas profecías del éschaton hay una buena dosis de recursos
imaginativos, cuyo valor simbólico no permite una inteligencia literal de todas y cada
una
de las afirmaciones, parece excesivo liquidar los contenidos propiamente cosmológicos
de las promesas en pro de una interpretación «espiritual» de las mismas. Hay que dar la
razón a G. Gutiérrez 101 cuando, polemizando con P. Grelot 102, protesta por la masiva
espiritualización de los oráculos escatológicos del AT. Si no se les reconoce un minimun
de realidad, su género literario se convierte en un puro enigma. Para que tengan algún
sentido es preciso retener en ellos al menos la aserción de una plenitud final en la que el
entero universo está llamado a participar.

La interpretación exclusivamente espiritual de esta escatología cósmica


paleotestamentaria queda cuestionada además por el hecho de que también el NT
incluye el mundo material en el cuadro de la salvación final. El «nuevo cielo y la nueva
tierra» del trito - Isaias vuelven a aparecer en 2 P 3, 13 y Ap 29, 1. Según Mt 19, 28
Jesús anuncia para el momento de la parusía una «palingénesis» o regeneración, que
puede entenderse en sentido universal si se compara este texto con Hch 3, 21, donde se
habla de una «restauración» (apokatástasis) de todas las cosas. Por su parte, Pablo
desarrolla sistemáticamente toda una teología en torno a la unidad de creación y
redención en Cristo.
Este, que es el mediador de la creación (1 Co 8, 6; Col 1, 16-17; cf. Hb 1, 2-3), es
igualmente mediador de la salvación, de suerte que su acción salvífica tiene las mismas
dimensiones que su acción creadora. Así, Cristo ha de «reconciliar» o «recapitular»
todas las cosas (Ef 1, 10; Col 1, 20); puesto que está «por encima de todo» (Ef 1, 21-
22), en todo debe alcanzar una posición «capital» (Col 2, 10.19; Ef 4, 15) 103.
Cosmología y antropología encuentran de esta forma en la cristología su ultima síntesis.
Particular trascendencia para nuestro tema reviste el pasaje de /Rm/08/19-23: «Pues
la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La
creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquél que
la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación
entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior,
anhelando el rescate de nuestro cuerpo» 104.
Según Lyonnet, en este importante texto se contienen tres afirmaciones: a) la suerte
del universo está ligada a la del hombre; este arrastró a aquél en su destino de
corrupción (vv. 20-21) y lo hará partícipe de su liberación (v. 21); por eso la creación
«desea vivamente la revelación de los hijos de Dios» (v. 19). b) Más concretamente la
redención del universo pende del «rescate de nuestro cuerpo» (v. 23), es un corolario
de la resurrección; a ésta alude ya el v. 18 cuando habla de «la gloria que se ha de
manifestar en nosotros», es decir, de la transfiguración de nuestra corporeidad a
imagen de la de Cristo resucitado; será entonces, en efecto, cuando se revele (v 19)
nuestra condición filial, porque nuestros cuerpos reproducirán la gloria del Hijo (cf. v. 29
y 2 Co 3, 18). c) Con todo, la redención del Universo no consiste simplemente en la
resurrección de los muertos; atañe al universo mismo, que «será liberado» de lo que
hay en el actualmente de vanidad, esclavitud y corrupción (v. 21). El realismo con que
se predica de la creación entera esta transformación futura es acentuado enfáticamente
por Pablo con la vigorosa imagen del v. 22, que nos presenta un universo gimiendo en
dolores de parto; la nueva creación se está gestando ahora y será alumbrada por el
mundo presente. A esta aserción, el apóstol le antepone un «sabemos en efecto»
(oidamen gàr) que, en el vocabulario paulino, introduce generalmente una doctrina de
fe, y no una mera opinión del autor.

La enseñanza del Vaticano II


La significación excepcional del Vaticano II para nuestro tema se comprende fácilmente
si se tiene en cuenta que éste nunca había sido abordado antes por el magisterio
extraordinario. Ya en LG se encuentran importantes referencias a la nueva creación que
corrigen la exposición, demasiado individualista y desencarnada, del textus prior 105. Se
habla de «la restauración de todas las cosas»; de «la perfecta instauración en Cristo del
universo mundo», tras una clara aserción de la solidaridad hombre-cosmos. Se señala
que «la renovación del mundo está irrevocablemente decretada»; en tanto llegan «los
nuevos cielos y la nueva tierra», anticipados ya «de un modo real en el presente siglo»,
«la creación gime y está en trance de dar a luz». Más adelante, la cita de 2 Co 5, 9
(«nos esforzamos por agradar al Señor en todo») fue introducida para evitar dar la
impresión de que la espera de la nueva creación desinteresase a los cristianos de la
construcción del mundo 106.
Este ultimo punto retendrá la atención (reiteradamente) de la Gaudium et Spes 107.
Antes y después de su número 39, dedicado íntegramente a la nueva creación, se sale
al paso de la acusación de evasión a que podría dar pie la esperanza cristiana en una
renovación cósmica: «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas
temporales, sino que más bien apoya su cumplimiento en nuevos motivos» (n. 21); «el
mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni los lleva a
despreocuparse del bien de la humanidad, sino que, al contrario, les impone como deber
el hacerlo» (n. 34); «se apartan de la verdad quienes, sabiendo que no tenemos aquí
una ciudad permanente, pues buscamos la futura, juzguen que por tanto pueden
desdeñar sus obligaciones terrestres, sin percatarse de que por su misma fe están mas
obligados a cumplirlas» (n. 43); «los cristianos, peregrinantes hacia la ciudad celeste,
han de buscar y gustar las cosas de arriba; lo que en nada disminuye, antes por el
contrario incrementa, la importancia de su misión de trabajar junto con todos los
hombres para la edificación de un mundo más humano» (n. 57).
El n. 39 se articula en tres párrafos lógicamente concatenados por un discurso
progresivo. En el primero se afirma el hecho de la nueva creación («Dios nos prepara
una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia»); la certeza de este
hecho es compatible con la incertidumbre acerca del cuándo y el cómo del mismo
(«ignoramos el tiempo en que la tierra y la humanidad serán consumadas, y no
conocemos de qué modo se transformará el universo»). Es esta paladina confesión de
ignorancia de las circunstancias lo que separa radicalmente a la auténtica escatología
cristiana del apocalipticismo visionario, todavía hoy vigente en ciertas sectas cristianas.
El párrafo segundo repite la advertencia de los números apenas citados: «la xpectación
de una nueva tierra no debe agotar, sino más bien estimular, la solicitud por
perfeccionar esta tierra... Por ello, aunque el progreso temporal ha de distinguirse
cuidadosamente del crecimiento del reino de Cristo, sin embargo... interesa
grandemente al reino de Dios».
El último párrafo trata, en fin, de mostrar por qué la esperanza cristiana no ha de
funcionar como mecanismo de alienación: «en efecto..., los buenos frutos de la
naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a encontrarlos finalmente limpios de
toda mancha, iluminados y transfigurados». Este párrafo plantea la cuestión de máximo
interés: ¿cómo entender la continuidad aquí afirmada entre «los frutos de nuestro
esfuerzo» y el mundo
futuro?; ¿influye en alguna medida la actual actividad humana en el aventó y
configuración
concreta de la Jerusalén celestial? Notemos de nuevo que la continuidad
manifiestamente
sostenida en estas expresiones quiere, en la mente del Concilio, dar razón de la
obligatoriedad del compromiso temporal de los cristianos, para desautorizar de esta
suerte
las imputaciones adversas de desinterés, a las que la constitución ha dedicado, como
vimos, no menos de cinco alusiones explicitas. En el fondo se trata de la gravísima
cuestión
del sentido último del progreso humano, cuestión que se plasmaba al comienzo del
capitulo
(n. 33) con una serie de interrogantes: «¿que sentido y valor tiene la actividad
humana?...
¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades?» Tales
interrogantes
competen ya a la discusión teológica, en lo tocante a su profundización.

Problemática teológica
Comencemos por reseñar brevemente una cuestión previa, que en otro tiempo
preocupó
a los teólogos: el mundo de la nueva creación, ¿sera este mismo, transformado, o bien
se
tratará de otro mundo que reemplace a éste? A nadie se le ocultan hoy las raíces
dualistas
de la tesis cataclismática, que se imagina el fin del mundo como destrucción del mundo
presente y creatio ex nihilo del mundo futuro.
Este esquema sustitutivo, propio de la apocalíptica, en el que desaparece cualquier
rastro de continuidad en favor de una total ruptura, carece en absoluto de viabilidad.
Los
supuestos antropológico y cristológico de la nueva creación, tal y como los hemos visto
contenidos en la Escritura y la fe de la Iglesia, postulan una identidad básica entre el
cosmos actual y los cielos y tierra nuevos 108. EI hombre, en efecto, es solidario de
este
mundo, no de otro; Cristo es creador, salvador y cabeza de este mundo, no de otro. Su
humanidad gloriosa, principio renovador de toda la materia, esta biológicamente
emparentada con este mundo, no con otro 109.
Es significativo constatar que la teoría de la total ruptura, nacida del pesimismo
cosmológico propio de los sistemas dualistas (apocalíptica, gnosis, maniqueísmo, etc.)
volvió a encontrar un propicio caldo de cultivo en el pesimismo antropológico de Lutero
y la
ortodoxia reformada de los siglos XVII y XVIII 110. Superado el trasfondo de esos
diversos
pesimismos, el esquema annihilatio-creatio ex nihilo ha perdido toda credibilidad.
Supuesta, por consiguiente, una continuidad de base entre el mundo presente y el
mundo futuro, la cuestión a solventar es la que versa sobre el alcance escatológico de
la
actividad humana. El problema viene circunscrito por la reprobación conciliar de dos
posturas extremas. Por una parte se condena el escatologismo radical, patrocinador de
una fuga saeculi que rehúsa toda participación en el esfuerzo común por edificar la
ciudad
terrena; en el fondo se trata de una variante de la teoría cataclismática. Hemos visto
con
cuánta insistencia pone en guardia el Concilio contra esta tentación de evasionismo. Por
otra parte se advierte (vid. n. 39, al final del 2.° párrafo), frente a un encarnacionismo
igualmente radical, que es preciso distinguir entre progreso temporal y crecimiento del
reino; no se puede sostener una relación causa-efecto o una correspondencia de
proporción directa entre aquél y este; ello equivaldría a reverdecer el mito de la torre
de
Babel y liquidaría la índole gratuita y trascendente de la consumación de la historia.
Descartados ambos extremismos, quedan en pie dos posibilidades. Puede afirmarse
que
la actividad humana ejerce tan sólo un influjo indirecto sobre la nueva creación. Lo que
en
ésta se conserva (o, como dice el texto conciliar, «lo que volveremos a encontrar») de
aquélla no son sus productos tangibles y concretos, las realizaciones mismas del trabajo
y
la inteligencia, sino «los valores morales (sobrenaturales) desplegados por cumplir ese
deber cristiano de luchar por hacer la vida más humana. La fe, la esperanza y la
caridad
que se ponen en la empresa, es verdaderamente lo que cuenta delante de Dios» 111.
Esta respuesta, que tiene sus antecedentes en la corriente teológica que podríamos
designar como «escatologismo moderado» 112, localiza el momento continuidad en un
destilado espiritual-sobrenatural de la actividad humana. Esta, en sí misma -
considerada
objetivamente-, es irrelevante de cara al mundo futuro. Su valor consiste en ofrecer la
ocasión de adquirir méritos de orden sobrenatural.
Aun admitiendo que el Concilio (como es usual en el magisterio extraordinario) no quiso
dirimir las cuestiones discutidas dentro de la teología católica, y que, por tanto, esta
opinión
es compatible con su doctrina, hemos de preguntarnos si la enseñanza conciliar, tomada
en
su contexto, no exigirá más de cuanto tal opinión ofrece. En primer lugar, hemos notado
ya
que una de las preocupaciones más notorias de la Gaudium et Spes es responder a la
acusación de que el cristianismo no valora suficientemente las tareas temporales. Si no
se
admite una incidencia efectiva de nuestro trabajo presente en el mundo futuro y si los
resultados de ese trabajo no merecen, en sí mismos, ninguna consideración,
difícilmente
podrá alcanzar alguna credibilidad ante los no cristianos el compromiso de los
creyentes
para la construcción del mundo. La pasión por la obra bien hecha, la dolorosa tensión
que
entraña la creatividad, son apenas concebibles cuando no están alimentadas por el amor
a
la obra misma. La sola respuesta convincente a la objeción de alienación no creemos
que
pueda prescindir del franco reconocimiento de su valor propio, junto con la esperanza o
el anhelo de su permanencia. El ejemplo de la creación artística (reconociendo su
carácter excepcional) es muy iluminador a este respecto. El artista trabaja sostenido por
el
ideal de producir algo permanentemente vigente, al margen de los intereses e
intenciones
personales y de la valoración que la obra merezca a sus contemporáneos. No parece
aventurado conjeturar que, si le faltase a la humanidad la conciencia colectiva (oscura
o
nítida) de estar empeñada en empresas objetivamente valiosas y dignas de perdurar,
se
produciría automáticamente un brutal colapso, y sobre el mundo planearía una
catastrófica
huelga de brazos caídos.
Si la razón por la que el cristiano debe comprometerse en la edificación del mundo es la
misma por la que el arquitecto debe levantar un andamiaje provisorio, es de temer que
sus
declaraciones de interés por el progreso sean escuchadas con general escepticismo. La
línea argumental del texto conciliar se quiebra en este punto irremediablemente y la
objeción capital a la que trata de responder sigue en pie. Cabria preguntarse, incluso, si
por
«los frutos de nuestro esfuerzo» hay que entender la gracia y las virtudes, qué
necesidad
tenía el Concilio de advertir que «volveremos a encontrarlos», puesto que la
continuidad
gracia-gloria está (al menos en este contexto) fuera de discusión.
Por otra parte, la misma Gaudium et Spes sienta dos principios en los que se implica el
reconocimiento del valor propio de los frutos del trabajo humano. Ese trabajo es, en
primer
termino, cooperación en la creación de Dios; en cuanto tal, «responde al propósito
divino»
(n. 34). Nótese que es de este principio de donde el Concilio deduce, en el mismo
número,
el deber de contribuir a la edificación del mundo. El hombre, con su actividad, es
concreador de la tierra. Dios, con su acto creador, no ha hecho una obra acabada y
perfecta. La actividad humana acaba y perfecciona la creación. ¿Cómo pensar entonces
que tal actividad perfectiva sea desechada cuando Dios imparta a su creación el
definitivo
acabamiento? Se daría en este caso una clamorosa incoherencia. La salvación no
implicaría la consumación de todo lo creado, puesto que buena parte de ello
(justamente
aquello por lo que el hombre es colaborador del Creador) sería neutralizado, como
simple
material de derribo. Y en este caso, ¿cómo concebir la operación de rechazo de lo
concreado por el hombre, tan profundamente insertado ya en la textura de la creación?
¿Por una aniquilación? Por este camino, desembocaríamos de nuevo en la tesis del
catastrofismo cósmico, antes descartada.
Otro de los principios a tener en cuenta es el formulado en el n. 36, «sobre la justa
autonomía de la realidad terrena». El orden de la creación (y por tanto el que surge de
la
actividad creadora del hombre) goza de un valor propio: «las cosas están dotadas de
una
propia firmeza, bondad y verdad». Si esto es así, ¿por que no habrían de poder
participar
(naturalmente «limpias de toda mancha, iluminadas y transfiguradas») en la nueva
creación? ¿Se respeta hasta el fondo, en la teoría del influjo indirecto, este «valor
propio»,
objetivo, de los frutos del trabajo humano?
A la luz de estas consideraciones creemos mas adherente a la doctrina conciliar la
teoría
del influjo directo; la tesis teilhardiana de la correlación entre «un cierto punto crítico
evolutivo» y la venida del reino 113 no merece las numerosas (y a veces implacables)
críticas que se le han dirigido, supuesto que Teilhard no piensa en una relación
causa-efecto, sino en una preparación dispositiva. Dado que la doctrina católica de la
justificación sostiene la necesidad de que el hombre coopere activamente en la
recepción
de la gracia, hasta el punto de que tal actividad es conditio sine qua non de la
justificación, no se ve por qué la consumación del mundo (don trascendente, es decir,
gracia) no haya de requerir ese cierto grado de preparación intramundana. Y si las
disposiciones que en el individuo preceden a la gracia son después asumidas y
perfeccionadas por ésta, es lícito suponer, a pari, que lo mismo ocurrirá con el
dispositivo
intramundano de la nueva creación.
En resumen: la esperanza escatológica cristiana escoge un justo medio entre el
espiritualismo dualista, para el cual el mundo es malo y debe ser destruido, y el
materialismo monista, que ve en el cosmos una fuente de progreso permanente e
inmanente y piensa en una humanidad prometeica, capaz de llegar por sí misma al
vértice
de su consumación. Frente a la tesis espiritualista, el cristiano cree que el mundo y el
progreso no están consagrados a la destrucción, sino a una última y definitiva
promoción.
Frente a la utopía del progreso indefinido, el cristiano afirma que la consumación supera
las
virtualidades inmanentes, es don de Dios. En base a esta trascendencia del éschaton,
se
siente autorizado a ejercer una constante función crítica de las realizaciones
intramundanas, puesto que ninguna de ellas se identifica con el futuro que le promete
su
esperanza 114.
Esta «reserva escatológica» 115 no ha de empañar, sin embargo, la sinceridad y
operatividad de su compromiso temporal, como repetidamente enseña la Gaudium et
Spes; el creyente sabe que el inmenso esfuerzo de transformación del mundo, lejos de
caer en el fondo perdido de una pretendida conflagración cósmica, dispone los
materiales
con que Dios levantará la nueva creación. La dialéctica identidad-diversidad, propia de
todo
enunciado escatológico, encuentra aquí su más crítico planteamiento, como se
evidencia
en la paradójica formulación de Schillebeeckx: «el cristianismo radicaliza y relativiza a la
vez
la construcción de la ciudad humana» 116.
...........................
NOTAS
98. RAHNER, K., SzTh VIII, 594 ss. Greshake ha hecho hincapié acertadamente en este
punto.
99. Este es uno de los serios inconvenientes de la escatología de Bultmann, para quien
la doctrina de la nueva
creación es un simple derivado mitológico eliminable. Por el contrario, ¿no resultará
mucho más mítica la
idea de una humanidad despojada de toda relación efectiva con lo mundano? Degradar
la escatología
cósmica a mito es una mera expresión y justificación de una cultura individualista
cristiano-burguesa».
(O'COLLINS, G., El hombre y sus nuevas esperanzas, Santander 1970, 70 s.).
100. Vid. BEAUCAMP, E., La Biblia y el sentido religioso del universo, Bilbao 1966, 188-
205.
101. Teología de la liberación, Salamanca 1973, 220 ss.
102. Sens chrétien de l'Ancien Testament, Tournai 1962, 392 ss.
103. Para la cristología cósmica de Pablo, vid. GONZÁLEZ RUIZ, J. M., «Dimensiones
cósmicas de la
soteriologia paulina», en XIV Semana Bíblica Española, Madrid 1954, 79-102; BEINERT,
W., Christus und
der Kosmos, Freibrug i.B.1974.
104. Vid. GONZALEZ RUIZ, J. M., Gravitación escatológica del cosmos en el Nuevo
Testamento», en XIV
Semana Bíblica... 103-128 (pp. 125-127); DE LA CALLE, F., La esperanza de la creación
según el apóstol
Pablo (Rom 8,18-22)», en La esperanza en la Biblia. XXX Semana Bíblica Española,
Madrid 1972, 169-
186; DUBARLE, A. M., Les gemissements des creatures dans l'ordre du Cosmos», en
RSPhTh (1954),
445-465; LYONNET, S., La Redemption de l'Univers», en LV (1960), 43-62; ID., La
Storia della salvezza
nella lettera ai Romani, Napoli 1966, 221-240. VOEGTLE, A., Das Neue Testarnent und
die Zukunft des
Kosmos, Dusseldorf 1970, niega todo contenido cósmico a la escatología
neotestamentaria, reduciendo
sus enunciados cosmológicos a metáforas de genero apocaliptico; vid. Ia crítica a su
tesis en MARTELET,
G., L'audelà retrouvé, Paris 1975, 68 y nota 4; RATZINGER, J., Escatología, 155 ss.;
SCHILLEBEECKX, E.,
Cristo y los cristianos, Madrid 1983, 517 y nota 54.
105. POZO, C., 138 y nota 164.
106. Ibid., 552 s.
107 .Para la doctrina de GS sobre nuestro tema, vid. SCHILLEBEECKX, E., «Fede
cristiana ed aspettative
terrene», en VV. AA., La Chiesa nel mondo contemporaneo, Brescia 1967, 103-135;
este trabajo ha sido
reproducido en la obra del mismo autor La misión de la Iglesia, Salamanca 1971, 71-
114; FLICK, M.,
«L'attività umana nell'universo», en VV. AA., La Costituzione Pastorale sulla Chiesa nel
mondo
contemporaneo, Torino 1966, 581-631; ALFARO,J., Hacia una teologia del progreso
humano, Barcelona
1969, 27-36, 96-104; GUTIERREZ, G., 226-232.
108. El texto príncipe de la tesis cataclismática es 2 P 3, 5-13 (cf. ZEDDA, S.,
L'escatologia bíblica, Bresda
1975, 289 ss. y nota 8, con bibliografía). Sin insistir en el caracter contingente del
lenguaje apocalíptico aquí
empleado, al alcance del elemento ruptura -indudablemente muy acentuado en todo el
pasaje- se
encuentra relativizado ya en el mismo texto, cuando babla (vv. 5-7) de una primera
creación destruída (!)
por el diluvio, a la que sucedió la creación actual, y presenta esta ruptura en paralelo
con la que acontecerá
al fin de la historia. Es decir: como la creación postdiluviana no ha sido una creatio ex
nihilo, sino una
restauración de la primera creación, los cielos y la tierra nuevos serán, a pari, los cielos
y la tierra actuales
restaurados. Tratar de legitimar con este texto la opinión de una aniquilación del mundo
es extrapolar su
sentido.
109. Todavía en 1953, Congar no osaba presentar como común y cierta la tesis de una
identidad ontológica
entre el mundo presente y el mundo futuro; se limitaba a defender tal identidad como
opinión más probable;
vid. sus Jalones para una teologia del laicado, Barcelona 1961, 112: «la salvación final
tendrá lugar mucho
mas por una puesta a flote milagrosa de nuestra embarcación terrena que por un
trasborde de los
pasajeros a otra nave construida totalmente de piezas divinas». Cf. igualmente ID.,
Amplio mundo mi
parroquia, Estella 1965, 234).
110. ALTHAUS, P., 351-359; cf. MAURY, P., 77 s. Sobre las diferencias entre Lutero y
Calvino en este punto,
vid. HAMILTON, W., La nueva esencia del cristianismo, Salamanca 1969, 230-233.
111. Así se expresaba POZO, C., en la primera edición de su Teología del más allá,
Madrid 1968, 128.
112. Vid. una descripción de dicha corriente, con sus más destacados defensores, en
NICOLAS, A. de, Teolo-
gía del progreso, Salamanca 1972, 136-149. Cf. WIEDERKEHR, D., Perspektiven der
Eschatologie,
Einsiedeln 1974, 235-266.
113. Vid. textos en RIDEAU, E., La pensée du Père Teilhard de Chardin, Paris 1965, 430
ss. Cf. BAUDRY, G.
H., «Les grandes axes de l'eschatologie teilhardienne», en MSR (1977), 213-235;
(1978), 37-71.
114. Tal futuro no viene, por tanto, ni por evolución técnica ni por revolución social. Vid.
METZ, J. B., Teología del
mundo, Salamanca 1971; ID., L'Eglise et le monde, en VV. AA., Théologie d'aujourd'hui
et de demain, Paris
1967, 139-154; TAMAYO, J. J., Utopías históricas y esperanza cristianas, en VV. AA., El
Vaticano II, veinte
años después, Madrid 1985, 295-330.
115. CIELO/INFIERNO:Que no siempre ha sabido ser guardada por las tendencias
teológicas encarnacio-
nistas, en las que el pathos revolucionario conduce a veces a una tácita identificación
del ideal histórico
perseguido con el reino de Dios. Convendría recordar a este propósito la amarga
reflexión de POPPER, K.,
A la búsqueda de sentido, Salamanca 1976, 31: «el intento de realizar el cielo en la
tierra ha producido
siempre el infierno».
116. La misión..., 107; cf. WIEDERKEHR, D., 90 s. No quisiera terminar este tema sin
reconocer la justicia de
una observación de GUTIERREZ, G. (pp. 232 ss.) a su planteamiento: en él se habla de
la relación
progreso temporal-nueva creación, y por «progreso» se entiende el conjunto de avances
científicos y
técnicos. En realidad, el trabajo del hombre, la transformación de la naturaleza, sólo
prolonga la creación si
es hecho humanamente, es decir, si no está alienado por estructuras socio-económicas
injustass (p. 234).
Sería, pues, de desear que la problemática teológica de la nueva creación atendiese no
sólo al sentido de
una actividad humana considerada en sus efectos, sino además a los supuestos socio-
políticos sobre los
que se despliega. Creo, con todo, que los aspectos aquí estudiados son los únicos que
plantea el n. 39 de
la GS y, por consiguiente, a ellos tenían que ceñirse las páginas precedentes.

RUIZ DE LA PEÑA
PRESENCIA-TEOLÓGICA. Págs. 215-226

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2.
El cielo, contemplación inmediata de Dios
La unión con Cristo funda la comunidad de vida con el Padre celestial. Sólo cuando el
hombre está ante la faz del Padre ha llegado ya adonde debía. Cuando puede
contemplar
la faz del Padre celestial, puede contemplar la faz de la Verdad y del Amor.

CIELO COMO BANQUETE


La Escritura suele dar testimonio de la unión celestial con Dios bajo el símbolo del
banquete. Cristo usa el símbolo con múltiples variaciones. Unas veces habla de la gran
cena de un hombre rico (Lc. 14, 16-24), otras de la cena que el Señor que vuelve a
casa
ofrece a su servidumbre (Lc. 12, 37), otras de un banquete solemne de los pueblos que
llegan desde todos los confines de la tierra (Lc. 13, 29; Mt. 8, 11), otras del banquete
nupcial de la gente humilde y otras del banquete de una boda de reyes (Mt. 25, 1-12;
22,
1-14).
En todas las ocasiones revela Cristo, bajo símbolos y metáforas, la íntima y familiar
comunidad entre Dios y los bienaventurados. Los compañeros de banquete forman una
comunidad fraternal. Todos los banquetes terrenos son precursores del banquete
celestial,
en el que Dios, a pesar de ser el Señor, se sentará entre los invitados como entre
iguales y
amigos. Se sentará frente a ellos y no será un estar-juntos callado y mudo, sino un
vivo
diálogo.
Esta comunidad es fuente de alegría. El banquete que Cristo usa como símbolo de la
inefable comunidad con Dios, es un banquete de fiesta o un banquete de amigos.
Aparece
especialmente clara esta relación en el símbolo del banquete nupcial. El banquete de
bodas es la fiesta más solemne en la vida del hombre sencillo. Se hace generosamente
y
se ofrece comida abundante (Mt. 22, 4) y vino hasta saciarse (lo. 2, 1-11). El hecho de
que
en las bodas de Caná sobren muchas ánforas de vino, simboliza la pródiga abundancia
que
habrá en el banquete nupcial del cielo. El salón de la fiesta está brillantemente
iluminado
(Mt. 22, 13; 25, 1-12); se reúnen los invitados, vestidos de túnica nueva (Mt. 22, 11).
La
música y los cantos de los invitados llenan la ciudad. Sólo la fiesta de siete días puede
expresar la alegría incontenible de todos.
VE/BANQUETE:La imagen del banquete nupcial nos representa la vida eterna como ser
con Dios, como visión del rostro divino y como intercambio de vida con Dios. Vamos a
explicar más detenidamente estos tres puntos. Su importancia se debe a que Dios es la
verdad y el amor personales en un modo de existencia trinitario. El ser con Dios se
convierte así en vida con el amor personal; la contemplación del rostro divino, en
contemplación del amor en persona; el intercambio vital con Dios, en intercambio vital
con
el amor mismo.

EL CIELO COMO UNIÓN CON DIOS


Por lo que respecta al primer punto, el bienaventurado siente que Dios es el supremo
valor, el tú que le hace feliz. El creyente lo sabe ya durante su existencia terrena. Por
eso
está dispuesto a renunciar a todas las cosas por voluntad de Dios y nada puede saciarle
si
le falta Dios. La Sagrada Escritura, sobre todo el NT, está llena de testimonios sobre
este
tema. La valoración más extensa de Dios la encontramos en el /Sal/073 [72]. El
historiador
de las religiones N. Söderblom ha explicado el salmo desde este punto de vista. El
salmista
padece bajo la injusticia que llena el mundo y oprime su propia vida. Cierto que Dios es
bueno para los que son puros de corazón. Pero ¿no parece regalar su amistad a los
orgullosos y malhechores? En realidad les suele ir bien. "Pues no hay para ellos
dolores;
su vientre está sano y pingüe. No tienen parte en las humanas aflicciones y no son
atribulados como los otros hombres. Por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre
la
violencia como vestido. Sus ojos se les saltan de puro gordos y dejan traslucir malos
deseos de su corazón. Mojetan y hablan malignamente, altaneramente amenazan" (v.
4-8).
Se burlan de los piadosos y atacan incluso a Dios. Proclaman su impotencia. Está lejos,
¿qué le importa lo que ocurra entre los hombres? "Esos impíos son, y, con todos, a
mansalva amontonan grandes riquezas" (v. 12). Al salmista le asalta la duda de si toda
oración es absurda. Pero entonces sufre un cambio. La dicha de los malos es hueca y
pasajera. Dios se levantará, y los impíos y malos, por muy poderosos que sean y
mucho
éxito que tengan, son nada en su presencia. "Son como sueño de que se despierta,, y
Tú,
Señor, cuando despertares despreciarás su apariencia" p. 20). Pero sobre todo les falta
a
los impíos, mientras son exteriormente dichosos, la principal felicidad: Dios. Dios es
propio
de los piadosos, aunque su vida esté sumergida en las aguas del dolor. En las
angustiosas
preguntas por la justicia de Dios y la injusticia de la historia el salmista se sosiega y
apacigua al darse cuenta de la proximidad y amor de Dios. "¿A quién tengo yo en los
cielos? Fuera de Ti nada deseo sobre la tierra. Desfallece mi carne y mi corazón; la roca
de
mi corazón y mi porción es Dios por siempre. Porque los que se alejan de Ti perecerán;
arruinarás a cuantos te son infieles; pero mi bien es estar apegado a Dios, tener en
Yavé
Dios mi esperanza para poder anunciar tus grandezas en las puertas de Sión" (v. 25-
28). El
salmista no puede penetrar los planes de Dios, pues Dios es demasiado alto, demasiado
sobrehumano, demasiado incomprensible. Pero el orante sabe que Dios está cerca.
Entonces se hunde todo lo terreno. No es empequeñecido el dolor, pero pierde su
importancia. ¿Qué es dicha, qué es éxito? Dios lo es todo. Aunque el cuerpo y el alma
mueran de sed y aunque el infierno de la vergüenza y el tormento se concentren sobre
el
justo, Dios es su máximo bien. La misma estima de Dios brilla brevemente cuando
Abraham
se abandona a la promesa: "Yo mismo seré tu recompensa" (/Gn/15/01; cfr. Apc. 21, 7;
22,
12). Toda promesa vivió a través de los siglos en los corazones llenos de Dios.
Encuentra
su más enérgica expresión en el estar dispuesto a sufrir por Dios, tal como lo vemos en
Teresa de Ávila y Teresa de Lisieux. Entre los terribles tormentos de la muerte dice
Teresa
de Lisieux con noble orgullo: "No me arrepiento de haberme entregado al amor
(·TEREN)."

Sin embargo, la comunidad terrena con Dios, por muy íntima y bienaventurada que
sea,
está oscurecida por el ocultamiento de Dios. Por eso el que tenga la gracia de esa
comunidad tiene que esforzarse continuamente por sentir la proximidad de Dios. Tiene
que
intentar darse cuenta de ella en la noche de la tentación. En el estado del cielo el
hombre
podrá sentir a Dios inmediatamente como el bien supremo. Entonces desaparecerá lo
terreno que le encubre a Dios.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 19617.Pág. 534-537

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