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¿Qué es un sacramento?

¡Cuántas veces nos hemos preguntado qué es un sacramento! Ante un bautismo,


una confirmación, una primera comunión, un matrimonio. Intuíamos que era algo
que había que hacer. Pero, ¿por qué? ¿Quizás por costumbre social?: "todo el
mundo lo hace". ¿Quizás por temor?: "a ver si al chico le pasa algo". ¿Quizás por
fe?: "quiero estar en gracia de Dios". ¿Quizás por las tres cosas?

Desde estas páginas intentaremos ir respondiendo a estas preguntas y a otras


más. Estas respuestas serán una búsqueda en la fe, un intento de comprender
creyendo.

El sacramento: signo de algo que no se ve

Un amigo llega a casa. Le ofrecemos la mano, lo abrazamos, lo besamos. Quizás


le cebemos un mate o le sirvamos un café. Charlaremos, reiremos y lloraremos
juntos. Al despedirnos sentiremos que algo se nos va con él...

La mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la palabra, la risa o el llanto


habrán tratado de expresar algo invisible, pero no por eso irreal; algo profundo,
pero no por eso incomunicable.

Los hombres necesitamos de los gestos para expresarnos. No somos ángeles.


Somos seres en cuerpo y alma. Así, los gestos vienen a decir lo que el corazón
siente.

¿Qué tiene que ver esto con los sacramentos? Mucho. Dios, al darse a conocer, lo
hace desde lo que el hombre es. Dios, al revelarse, no lo hace con "ideas" o
"conceptos". La Iglesia dice que los hace con "gestos y palabras". Los
sacramentos son, entonces, la mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la
palabra, la risa o el llanto de Dios hacia los hombres.

El sacramento: ¿solo un signo?

Le habíamos tendido la mano al amigo. Y habíamos dicho que la mano expresaba,


significaba, el amor por el amigo. Pero, ¿solamente eso? Al tender la mano al
ser que amamos, no sólo estamos "expresando" nuestro amor: también lo
estamos "construyendo".

Si esto pasa con los hombres, ¡Cuánto más con Dios ! En los sacramentos, Dios
no sólo nos dice que nos ama: también nos hace entrar en su amor.

La Iglesia dice: "los sacramentos son «signos eficaces», «eficientes», de la gracia


de Dios". Es decir, no sólo "significan" algo que no se ve, el amor (gracia) de
Dios, sino que también lo "hacen presente" en nuestras vidas.

El sacramento de Dios

Dios dirigió su palabra a los hombres desde siempre. Lo hizo al crear el mundo: la
creación nos habla de Dios si la sabemos escuchar. Lo hizo, de una manera
especial, al elegirse un pueblo: "Dios dirigió su palabra a Abraham" (Gen 12,1).
Pero lo hizo de una manera definitiva al darnos a su Hijo: "Y la Palabra se hizo
carne y acampó entre nosotros" (Jn 1,14).
Cristo es el sacramento de Dios. "De él todos hemos recibido gracia sobre
gracia" (Jn 1,16). "El es imagen de Dios invisible" (Col 1,15).

Cristo es quien nos "cuenta" a Dios: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que esta en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Y no sólo nos
"cuenta" a Dios, sino que también nos da su gracia: "Porque la Ley fue dada por
Moisés; pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17).

La Iglesia dice: "Cristo es el autor de los sacramentos". Porque es de él, Palabra


de Dios hecha carne, entregado por amor a los hombres y resucitado para
nuestra salvación, es de él de quien recibimos la gracia.

EL Sacramento de Cristo

Nos dice San Pablo: "El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia" (Col
1,18). Y es que en la Iglesia Dios muestra su gracia en la historia. Toda gracia
que llega a los hombres es gracia de Cristo y es gracia en la Iglesia.

"La Iglesia nos dice el Concilio Vaticano II es sacramento universal de


salvación" (LG 48): ella misma es signo de la gracia y el amor de Dios en la
historia.

La Iglesia, a través de su misión, de su palabra y de su obra, nos "significa" la


voluntad de Dios: "que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad" (1 Tm 2,4).

Los sacramentos de la Iglesia

¿Cómo hace la Iglesia para hacer presente en nuestra historia la gracia de Jesús?
Lo hace acompañando nuestra vida:

* Al nacimiento corresponde el Bautismo, por el que nacemos a la vida de la


Iglesia y del amor de Dios.

* Cuando llegan los días de la madurez y la decisión, el Espíritu nos asiste con su
poder en la Confirmación.

* No podemos vivir sin alimentarnos. En la Eucaristía comemos y bebemos el


Cuerpo y la Sangre de Jesús, construyendo un mundo de amor con nuestros
hermanos.

* Dios bendice el amor que los esposos se prometen en el Matrimonio, amor que
ahora es invitado a darse generosamente al mundo y a la vida "significando" el
amor con que Cristo se dio a los hombres.

* En el Orden Sagrado (sacerdocio) Dios se hace presente como "otro Cristo"


que construye la reconciliación y la unidad entre los hombres.

* ¿A veces no ofendemos al hermano y al mismo Dios? Pero Dios nos ofrece su


perdón en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. ¡No
podríamos vivir sin perdón!

* Y en el momento de la enfermedad, Dios nos da su consuelo y su salud en la


Unción de los enfermos.
Dios, entonces, hace presente la gracia de Cristo a través de los sacramentos de
la Iglesia. Y si bien Dios da su gracia a quien quiere y como quiere,
habitualmente lo hace a través de los siete sacramentos en su Iglesia.

¿Qué nos queda por decir acerca de los sacramentos? La búsqueda de


comprender creyendo no acaba nunca. ¿Cómo abarcar en unas páginas y en
todas las páginas del mundo la maravilla de la presencia de Dios entre nosotros?
¿Cómo abarcar su amor?

A los antiguos les gustaba hablar de misterio. Pero "misterio" no es sólo lo


oculto, lo desconocido. Es, más bien, la acción salvadora de Dios que se nos dio a
conocer en Jesucristo: "revelación de un misterio mantenido en secreto durante
siglos eternos, pero manifestado al presente ... y dado a conocer a todos ... para
la obediencia de la fe" (Rm 16,2526). De este misterio hablamos porque en él
creemos.

¿Cómo accedemos a los sacramentos?

Un encuentro no se improvisa. Cuando dos amigos se encuentran suponemos que


antes hubo una invitación por parte de alguno de ellos. Quizás a través de una
carta o de un llamado. Pero, en cualquier caso, fue a través de la palabra. Alguno
de los dos, decimos, tuvo la iniciativa, porque sintió en su corazón el deseo de
encontrarse, y así, a través de una propuesta, manifestó su voluntad.

El otro amigo se habrá sentido movido, interiormente, a ese encuentro. A la


propuesta del amigo siguió su respuesta: "Sí, yo también quiero verte". El
encuentro se produjo porque hubo una iniciativa, una propuesta y una
respuesta.

Todo esto nos ayuda a comprender los sacramentos. La iniciativa es de Dios. San
Juan nos dice, en su primera carta, que "Dios nos amó primero" (1 Jn 4,19), y
porque nos amó "nos envió a su Hijo" (1 Jn 4,10). A la iniciativa de Dios, que es
su amor, siguió una propuesta: Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Esta
propuesta se nos hace presente en cada sacramento. Pero Dios nos quiere libres:
espera nuestra respuesta para que el encuentro se produzca.

Momentos especiales, "fuertes", de encuentro entre Dios y el hombre, entre los


hombres en Dios: esto son los sacramentos. Palabra que aguarda nuestra
palabra. Llamada que aguarda contestación. No son un monólogo de Dios: son un
diálogo entre Dios y los hombres.

Los sacramentos de la fe

Nos dice el Concilio Vaticano II: "(los sacramentos) ... no sólo suponen la fe, sino
que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y
gestos; por eso se llaman sacramentos de la fe" (SC 59).

Los sacramentos suponen la fe. Nadie se acercaría sin fe en la gracia de Dios


presente en él. Todo sacramento se realiza en el ámbito de una comunidad de fe,
la Iglesia. Y esta fe eclesial es condición para que el sacramento sea eficaz.
¿Podemos pensar que Cristo nos dé su salvación si no estamos abiertos en la fe a
recibirlo? Porque Dios respeta al hombre en su totalidad es que ofrece su
salvación (su propuesta) apelando a la libertad y a la fe (a la respuesta) del
hombre.
Los sacramentos expresan la fe. Cuando nos reunimos para un bautismo, una
confirmación o un matrimonio, nos reunimos en comunidad, en Iglesia. Y todos
juntos expresamos y celebramos nuestra fe en el Dios que interviene en nuestra
historia con su salvación y su amor. Por eso el sacramento, al ser testimonio de la
fe de la Iglesia, es anuncio de la Buena Nueva a los hombres.

Los sacramentos robustecen y alimentan la fe. Nos hacen crecer en la salvación


hasta la estatura de Cristo. Como decíamos más arriba, los sacramentos
acompañan nuestra vida para que, como Jesús, crezcamos "en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52).

¿Cómo nos acercamos a los sacramentos?

En lo que los sacramentos tiene de humano, ¿podemos desvirtuarlos? Si son una


propuesta a nuestra libertad, ¿podemos responder mal? Sí. Y de muchas
maneras.

Podemos pensar que la vida se reduce a la práctica sacramental, y caer así en


sacramentalismo. Entonces, la salvación de Cristo que se nos da en los
sacramentos no significa nada en nuestra vida concreta. "Soy cristiano" significa:
"comulgo, confieso mis pecados, bautizo a mis chicos, les hago tomar la primera
comunión", y nada más.

También podemos pensar, en esta sociedad de consumo, que con los


sacramentos pasa algo similar a todos los objetos que nos rodean. Se nos dice:
"para «ser alguien» hay que tener tal o cual cosa; hay que consumir tal o cual
otra". Trasladado a los sacramentos, la conclusión sería que hay que acumular y
consumir gracia, como si fueran acciones o dólares con los cuales pasamos a
"ser alguien" para Dios.

Y también, finalmente, podemos acercarnos al sacramento con una mentalidad


mágica: "Dios hará lo que yo quiera". Así, por un lado, intentamos manejar lo
sagrado, y, por otro lado, olvidamos que la eficacia del sacramento pasa también
por nuestra disposición y apertura al encuentro con Dios. Y Dios no se deja
manipular ni manejar por nadie.

Los sacramentos: acción de Dios y acción del hombre

El Padre, en el Espíritu, obró la salvación en el Misterio Pascual de su Hijo. "De su


costado brotó sangre y agua" (Jn 19,34), simbolizando los sacramentos de la
Iglesia. En ellos Dios y los hombres manifiestan el deseo de la salvación y la
hacen presente en la historia.

Los sacramentos van más allá de los ritos sacramentales. Son momentos fuertes
en los que Dios nos dice que toda nuestra vida ha de ser sacramental, es decir,
signo eficaz y vivo del amor de Dios que salva a los hombres.

2. Agua de Dios para los hombres

A través de la radio, los diarios, la televisión, nos enteramos , a veces, de las


terribles sequías que se producen en el Nordeste de Brasil o en Africa. La falta de
agua produce migraciones, desarraigo, desastres en la flora y en la fauna,
enfermedades. En definitiva, muerte.

Otras veces, en cambio, nos enteramos de las inundaciones que se producen en


el noreste de nuestro país o en los campos de la pampa húmeda. Y esas
inundaciones también producen desarraigo, migraciones, desastres en la flora y
en la fauna, en las cosechas, en la economía del país. Tanta agua también
produce muerte.

Pero en los dos casos, podríamos decir que el agua está en referencia a la vida.
Su exceso o su carencia niegan la vida. Pero hay una medida en que el agua es
sinónimo de vida. Es más, sin agua es imposible vivir. Los médicos dicen que
hasta nuestro cuerpo es, en gran medida, agua, simplemente agua.

Así, agua y vida vienen a ser dos palabras que caminan siempre juntas. Aunque
su exceso o su carencia traigan muerte, el agua nos está diciendo algo de la vida.

Nosotros y el agua

¡Qué acostumbrados estamos al agua! Por lo menos, muchos de nosotros.


Tenemos el agua asegurada con sólo abrir una canilla. Nos aparece que es lo más
natural del mundo que el agua esté ahí, al alcance de nuestra mano. En la ciudad
hemos perdido esa profunda experiencia humana de conseguirnos el agua, de
buscar y de pelear por el agua. El agua está ahí, cerca. Si un día falta, ¡y bueno!
Diremos algo de la municipalidad, de obras sanitarias o del gobierno. Y quizás
digamos todas estas cosas para evitar el darnos cuenta de lo terrible que sería
que no tengamos el agua al alcance de la mano. Sin agua, nuestros días están
contados. El agua que bebemos nos mantiene en la vida y aleja la muerte.

También el agua, aparte de darnos vida, se constituye en el elemento esencial de


toda limpieza: la de nuestro propio cuerpo, la de nuestra casa, la de nuestra
ropa; la de tantas y tantas cosas

Dios y el agua

¿Cómo Dios podía ignorar el profundo misterio que el agua constituye para el
hombre? Cuando abrimos las páginas de la Biblia encontramos constantemente al
agua. Está desde el principio de la propia creación; casi, casi, antes que todo
(Gen 1,2).

El agua es el elemento que Dios usa para castigar al hombre cuando éste se
aparta de él. ¿Se acuerdan del diluvio (Gen 6,17)? El agua.

El agua del Mar Rojo es abierta por Dios para que el Pueblo de Israel pase en su
marcha liberadora (Ex 14,21ss). El agua.

El agua que Dios hace brotar de la roca en el desierto para que el Pueblo calme su
sed (Ex l7,56).

El agua del Jordán, que también se abre para dar paso al Pueblo de Dios (Jos
3,16).

El agua está siempre presente en la historia de la salvación, prefigurando el agua


de la vida que habría de venir.
Jesús y el agua

Cuando Jesús aparece predicando en Galilea, su precursor, Juan Bautista, no


había hecho otra cosa que bautizar. Bautizar con agua. Una bautismo como le
llamaban de conversión, preparando el camino del que habría de venir. Jesús
mismo se acercó al bautismo de Juan. La Tradición de la Iglesia siempre dijo que
no es el bautismo el que purificó a Jesús, pues no lo necesitaba, sino que es Jesús
quien al sumergirse en las aguas las santificó y las purificó (Mt 1,911).

El evangelio de Juan nos cuenta que del costado abierto de Jesús, en la cruz,
brotó sangre y agua, símbolos de la vida nueva que Dios entregaba a los hombres
(Jn 19,34).

Y nos encontramos, hacia el final del evangelio, con que Jesús envía a sus
discípulos con un solo mandato: el de bautizar a todos los hombres en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19).

El bautismo: agua de Dios para los hombres

¿Cómo Dios iba a permanecer indiferente a todo lo que el agua significa para el
hombre? Hoy, cuando nace un chico, enseguida pensamos en bautizarlo. ¿Qué
será eso del bautismo? ¿Sólo un "rito social"?

Dios da su gracia a través de estos signos de salvación que son sus sacramentos.
Y el agua nos dice ¡y mucho! de lo que Dios quiere hacer con nosotros en el
bautismo: saciar nuestra sed de vida, pero de una vida nueva; limpiarnos, pero
no de las manchas que pasan, las de todos los días, sino limpiarnos del pecado
que "ensucia" y hace opaca nuestra vida; el agua limpia y purifica; el bautismo
nos lava y nos regenera, es decir, nos hace nacer de nuevo.

Pablo dice que en el bautismo somos sepultados con Cristo y resucitados con él
(Rm 6,4) a una vida nueva. Así, entonces, el bautismo asume todo lo que de vida
y de muerte tiene el agua. Un ahogar al hombre viejo para dar posibilidad al
nacimiento del hombre nuevo. Esto ocurre en el bautismo.

Y sucede por la eficacia de los sacramentos de la Iglesia, es decir, por la fe de los


padres y los padrinos; por la fe y en la fe de la propia Iglesia. Por eso el bautismo
no es, simplemente, un rito social, una costumbre, algo para salir del paso o una
excusa para reunirnos. Todas estas cosas lo son en un segundo momento. Es
verdad, el bautismo es reunión. Pero no la simple reunión en la que festejamos el
nacimiento de un chico, sino la reunión de los que creemos en Jesús y que en esa
fe somos testigos y partícipes de que hay un nuevo miembro en este Pueblo de
Dios que es la Iglesia.

Por eso, en el bautismo también estamos expresando el ideal de una comunidad


humana que esté unida por la palabra y la salvación que Jesús nos viene a traer.
Decimos que en el bautismo somos hechos hijos de Dios en Jesucristo. Somos
hechos hijos en el Hijo. Hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos entre
nosotros. La gracia de Dios no nos asocia al Misterio Pascual muerte y
resurrección de una manera individual, sino que nos une como Pueblo y como
Cuerpo.

¿Qué es el bautismo?
Entonces, ¿qué es el Bautismo? Es vida, es purificación, es filiación, es
fraternidad, es fiesta; es, en definitiva, el inicio de la vida de la gracia para todos
aquellos que creemos que Dios no permaneció indiferente ante el deseo del
hombre de ser salvado por él.

Así, entonces, por el Bautismo nacemos de nuevo, como dice el evangelio de


Juan, y nacemos de nuevo en el Espíritu (Jn 3,5) del cual ahora somos templo (1
Co 6,19). Espíritu que no obró sólo un día el del Bautismo sino que por el
Bautismo obra constantemente en nuestra vida dándonos la capacidad la gracia
para acercarnos de nuevo a Dios cuando nos alejamos de él, y para reunirnos de
nuevo como Pueblo cuando quisimos "cortarnos solos".

El Bautismo, vida nueva en el Espíritu, para un mundo que necesita morir y nacer
constantemente hasta que Dios "sea todo en todos" (1 Co 15,28).

3. El don del Espíritu

Cuando abrimos el libro de los Hechos de los Apóstoles y nos encontramos con el
relato de Pentecostés, tenemos la sensación de estar leyendo uno de los episodios
más majestuosos de todo el Nuevo Testamento. En contraposición, quizás sea el
sacramento de la Confirmación aquel que renueva en cada creyente y en toda la
comunidad cristiana las maravillas del día de Pentecostés el que más inadvertido
pase. ¿Por qué?

Nos parece estar ante un sacramento que a veces no comprendemos, no


valoramos y que, pasados los años, probablemente tampoco recordamos. O
quizás sí, por ser la ocasión de elegir un padrino o una madrina. ¿Pero sólo eso
agota el sentido de este "Pentecostés" que renueva constantemente la vida de la
Iglesia?

La fe de la Iglesia nos dice que en el sacramento de la Confirmación recibimos el


don del Espíritu Santo. Nos dice, también, que este sacramento imprime
"carácter", es decir, nos marca en los más profundo de nuestro ser como testigos
de la resurrección de Cristo.

Tratemos de pensar un poco en todo esto.

Pentecostés y la primera Iglesia

Después de su resurrección, Jesús les pide a sus apóstoles que permanezcan en


Jerusalén, porque ahí recibirán "el bautismo del Espíritu Santo". Los apóstoles así
lo hacen. El día de Pentecostés aquella fiesta hebrea que se realizaba cincuenta
días después de la Pascua, que había sido primeramente la fiesta de la siega pero
que también se había convertido en la fiesta de la renovación de la Alianza del
Pueblo de Israel con Yahweh, los discípulos de Jesús "estaban todos reunidos en
un mismo lugar; de pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga
de viento, que llenó toda la casa donde estaban; se les aparecieron unas lenguas
como de fuego, las que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos;
y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en
los cuales el Espíritu les concedía expresarse" (Hch 2,14).
Los apóstoles estaban reunidos, estaban en comunidad. No estaban solos o cada
uno por su lado. Estaban reunidos a la espera. La Iglesia, que es bendecida por el
don del Espíritu, es ante todo una comunidad que vive en la esperanza, en la
oración y en el servicio mutuo. Es en esa circunstancia que el Espíritu desciende
sobre los apóstoles.

El fuego nos significa y nos simboliza muchas cosas. El fuego purifica. Muchas
veces la sagrada Escritura nos habla de la prueba del fuego, como aquella prueba
que da cuenta de cuánto vale o no una cosa. El fuego es, además, símbolo de la
fuerza, del poder. El fuego también da calor, permite alejar el frío. Y porque da
calor, el fuego es ocasión para que los hombres se reúnan. Pensemos en la
imagen de un fogón: todos están alrededor del fuego por el calor que él otorga. El
fuego que reúne a los hombres es un símbolo lejano del don del Espíritu. Pero
este fuego del que nos habla el libro de los Hechos, es un fuego de Dios.

El fin de la confusión

El relato de Pentecostés dice que "había en Jerusalén judíos piadosos venidos de


todas las naciones de la tierra" (Hch 2,5): Medio Oriente, Asia Menor, Africa y el
resto del Imperio romano. Estos hombres se preguntaban: "¿cómo cada uno de
nosotros los oímos hablar en nuestro propio idioma?" (Hch 2,8).

Quizás recordemos aquel episodio del inicio de la Biblia: la torre de Babel. Dios,
por la soberbia de los hombres, decidió confundirlos mezclando sus idiomas.
Nadie entendía a nadie (Gen 11,19).

Por eso la Iglesia siempre leyó en Pentecostés la vuelta a la unidad perdida en


Babel, símbolo, por otra parte, de la misión universal "católica" de la Iglesia.

Del miedo al valor

¿Qué más nos dicen los Hechos? Que Pedro, en nombre de los apóstoles, se puso
a hablar (Hch 2,14). Sí, Pedro. El mismo que por temor, por miedo, había negado
tres veces al Maestro. Pedro y los apóstoles, aquellos que se escondían por temor
a las autoridades del pueblo. Sí, Pedro, él mismo, se ponía a hablar con valentía,
con energía, sin temor. Algo había pasado. Algo que no se explicaba, tan sólo, por
un simple cambio de "actitud".

Como después nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, Pedro, Juan y los otros
serán perseguidos, encarcelados. Pero ya no habrá temor, sino la firme convicción
de que "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29).

En este paso del miedo al valor, Pedro comienza recordando profecías del Antiguo
Testamento, diciendo que los tiempos mesiánicos, los tiempos en que Dios
reinaría sobre todos los hombres, han comenzado a cumplirse.

Pedro da testimonio de la resurrección de Jesús. Cuando leemos el Nuevo


Testamento comprobamos que no hay otra cosa que prediquen los apóstoles que
Cristo muerto y resucitado.

En fin, el don del Espíritu les ha dado la capacidad, que no tenían, de predicar y
dar testimonio con toda su vida de la salvación que Dios inauguró resucitando a
su Hijo.
El sacramento del don del Espíritu

En el sacramento de la Confirmación somos ungidos con el "santo crisma" por el


obispo, sucesor de los apóstoles. El santo crisma es un aceite perfumado que
quiere significar que somos hechos "nuevos cristos". "Cristo", en griego, significa
"Ungido". Así es llamado Jesús por la Iglesia primitiva. Y es en Jesús en quienes
somos ungidos, transformados en hombres que por la fuerza del Espíritu damos
testimonio de la resurrección de Jesús, el Ungido para llevar la salvación a todos
los hombres.

Por la unción del Espíritu somos enviados, pasando del temor a la valentía, para
anunciar a todos los hombres que Dios dijo su Palabra definitiva sobre la historia,
transformándola de historia de odio, muerte y opresión en historia de amor, vida
y liberación.

Los cristianos los "ungidos" somos partícipes del fuego y la fuerza de Dios,
llamados a transformar este mundo, dando testimonio de la salvación de Cristo. Y
somos, o debemos ser, aquel fuego que en el amor da calor y reúne a un mundo
frío por la soledad, por el egoísmo, por el pecado.

Este sacramento del Espíritu viene a "confirmar" las promesas que asumimos en
el Bautismo. Sacramento de la madurez en la fe, viene a exigir de nosotros que
toda nuestra vida sea puesta al servicio del Reino, Reino del que ahora somos
testigos y artífices por la gracia de Dios recibida en el Don del Espíritu Santo.

4. Presencia de vida, amor y futuro

El pan y el vino aparecen como resumen de toda comida y bebida humana.


Comer y beber. Eso que hacemos cotidianamente sin preguntarnos muchas veces
el por qué. Sentimos hambre, tenemos sed: comemos y bebemos. Y quizás no
percibamos que en ese acto de comer y beber lo que estamos haciendo es
prolongar nuestra vida, o dicho al revés, alejar nuestra muerte.

Al pensarlo de esta manera ese hecho cotidiano se transforma en un


acontecimiento de vida; y si falta, acontecimiento de muerte.

El pan, el vino y los otros

Comer y beber también nos habla del encuentro con los otros. aunque nuestra
vida actual muchas veces no lo permita, generalmente para comer y beber nos
sentamos con otros. Es triste comer solo. Y es triste, también, beber solo. Como
dice María Elena Walsh, "¡salvaje quien mata el hambre de pie!". No puede
pensarse en el comer y en el beber sin pensar a la vez en los otros que con uno
comen y beben.

Por eso también el pan y el vino, símbolos de la comida y la bebida, traen consigo
algo más: el compartir la vida con los otros. Aquel acontecimiento por el cual
alejamos la muerte es un acontecimiento comunitario: junto a los otros
prolongamos nuestra vida. Porque creemos que la vida tiene sentido en la medida
en que hay otros con quien compartirla. Una vida cerrada en sí misma, una vida
que no se abre a los demás, que no se abre a otras vidas, ya tiene mucho de
muerte.
El pan, el vino y el trabajo del hombre

Pero hay algo más. El pan no aparece sobre una mesa por arte de magia. El
hombre gana el pan, como nos lo dice el libro del Génesis, con el sudor de su
frente. Porque desde siempre Dios quiso que el pan fuera fruto del trabajo del
hombre. Pensemos cuántas manos intervienen en el pan y en el vino que día a
día están en nuestra mesa. La naturaleza nos da el trigo y la vid. Pero entre el
trigo y la vid y el pan y el vino hay una distancia: la distancia del trabajo del
hombre. Y el trabajo no es otra cosa que transformar el mundo para la vida del
hombre.

Jesús, pan de vida

Jesús nos dijo: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre. El
que cree en mí nunca tendrá sed. Mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo
en él" (Jn 6,35.5556).

Este es el texto con el que el evangelio de Juan nos habla de la Eucaristía, aquel
sacramento por el cual recordamos, hacemos presente de nuevo, de una manera
real, el único sacrificio por el cual los hombres somos salvados. Sí. Jesús quiso
quedarse, bajo las formas del pan y del vino, y quiso darnos en ellos su cuerpo y
su sangre.

Podríamos preguntarnos cuál es el significado profundo de este sacramento que


construye la más nuevas de todas las realidades.

Decíamos que con la comida y la bebida alejábamos la muerte. Acontecimiento


cotidiano, constantemente necesitamos del pan y del vino para alejar la muerte.
Jesús, en el pan y en el vino, nos dejó su cuerpo y su sangre y en ellos nos dio la
vida eterna, la vida verdadera, que no conoce fin, la vida en la que ya no será
necesario comer y beber para alejar la muerte, porque la muerte no existirá más,
porque la muerte habrá sido definitivamente vencida.

Jesús, pan de amor

A la Eucaristía también la llamamos Comunión. Y siempre fue el sacramento de


la unidad de la Iglesia. Así, como el comer y el beber no eran acontecimientos
solitarios sino comunitarios, la Eucaristía construye la comunidad, y es símbolo,
en esta vida, de la comunión de los hombres entre sí y con Dios. Unión que se da
en el Cuerpo de Cristo.

Jesús, pan de futuro

También decíamos que el pan y el vino, la comida y la bebida, eran fruto de la


transformación que el hombre hacía del mundo, de la naturaleza, del universo, a
través de su trabajo. Esta transformación alcanza su culmen en la Eucaristía,
donde el pan y el vino, que en apariencia lo siguen siendo, se han transformado
en el cuerpo y la sangre de Cristo, un cuerpo y una sangre de un Cristo salvador,
glorioso, que ya venció al mundo.

Entonces, la Eucaristía se convierte en símbolo y en prenda del mundo que Dios


no abandonó, sino que salvó en Cristo; y de un mundo que permanecerá,
transformado en la gloria, junto al hombre.
Podríamos decir que la Eucaristía es, por excelencia, el sacramento del mundo
transformado.

Domingo a domingo

¿Todo esto es la Eucaristía, ese sacramento que revivimos en el sencillo rito de la


misa? Sí, es todo esto y mucho más. Es la presencia real de Cristo muerto y
resucitado entre nosotros. una presencia real que va transformando este mundo y
nos va transformando a cada uno de nosotros a su imagen.

Pero no es una presencia más, sino que es la presencia que junto a los hombres
va construyendo la historia, transformando esta historia de muerte en una
historia de vida. Transforma esta historia de egoísmo y soledad en una historia de
amor y de amistad; transforma esta historia de cansancio y sudor en una historia
plena de paz, alegría, encuentro y fiesta definitiva.

Que cada Eucaristía que celebremos, que cada comunión que hagamos, sea un
compromiso con la vida, el amor y el futuro.

5. El retorno a la casa del Padre

A veces los hombres pedimos perdón. Ser capaces de pedir perdón es propio de
nuestro ser hombres. ¿Qué pedimos cuando pedimos perdón? ¿Pedimos
comprensión? ¿Presentamos excusas? ¿O simplemente pedimos que el otro nos
acepte en nuestro error?

Quien pide perdón tiene algunas cosas en claro: primero, que es responsable de
sus actos: nadie pide perdón de algo de lo que no es responsable. Quien pide
perdón tiene también en claro que hizo algo que no debía hacer. ¿Por qué no
debía hacerlo? ¿Por un mandamiento o un precepto? ¿O porque hacer lo que no
debía hacer lo hace menos hombre, menos persona? ¿No es esto último lo que
otorga sentido al mandamiento o al precepto?

Quien pide perdón, además, está mostrando que quiere revertir su situación, que
quiere reemprender el camino que había errado. Y quien va a pedir perdón lo
hace con la esperanza y la confianza de que el corazón del otro lo sabrá recibir.
Pocas cosas son tan dolorosas como el no ser perdonados.

¿Pedimos perdón en nuestra vida? ¿Nos consideramos seres que debemos pedir
perdón? Quizás hoy pedir perdón sea algo difícil. Porque implica reconocer una
culpa. Y el reconocimiento de las culpa hoy en día escasea. No hay culpas. No hay
culpas en la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la
diversión. No hay culpas en nuestra vida social: en la economía, en la política, en
el comercio, en las finanzas. No hay culpas. A lo sumo hay "errores"
involuntarios, "falta de comprensión", o "coerción irresistible", o "inadaptaciones
al medio", o "condicionamientos psicológicos". Hay de todo menos culpa...

Y es que reconocer la culpa implica aceptar que uno no es perfecto y que


necesitamos algo de los otros: precisamente el perdón.

El hombre y su pecado
Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura vemos que la realidad del
hombre es una realidad de pecado. Pecado: el término que utiliza la Biblia para
hablar del hombre que rechaza a Dios y se vuelve sobre sí mismo. Y el pecado,
como decíamos, está desde el principio: Adán y Eva, Caín, la torre de Babel,
Sodoma y Gomorra, etcétera. Ser hombre es ser pecador: esto es lo que nos dice
la Escritura.

Pero hay en David un hermoso ejemplo de alguien que reconoce su culpa. Fue
grande su pecado. Pero fue mayor su grandeza en el humillarse, en el pedir
perdón (II Sam 1112,23).

Quizás comprendamos la profundidad de nuestro pecado cuando miramos hacia la


cruz de Cristo, "El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo
haciendo semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,68).

Hasta allí llegó el amor de Dios: a entregarse por nosotros. Sólo en el dolor del
Hijo, del Siervo sufriente, en su profundo dolor, podemos comprender la
profundidad de nuestra culpa, el abismo en el cual nos arroja el pecado: la lejanía
absoluta de Dios, la soledad absoluta de los otros, la esclavitud ante las cosas.

Cristo vino a darnos el perdón del Padre, a devolvernos la amistad con el Padre
que como hijos pródigos nos sale a esperar en el camino con la esperanza
absoluta de que algún día retornemos. Y nos espera para una fiesta (Lc 15,1132).

Cristo es el mensaje del perdón del Padre. El derramó el Espíritu para el


perdón de los pecados (Jn 20,2223). Y este perdón es universal: abarca todos los
tiempos y todos los lugares.

El sacramento del perdón

Y así como Jesús se hace presente en su Iglesia a través de la Eucaristía,


dándonos su cuerpo y su sangre, también se hace presente en otro sacramento
para darnos su perdón: la "Confesión", como decíamos antes, la "Penitencia", la
"Reconciliación", como lo llamamos ahora. Por este sacramento pasamos otra vez
de la muerte a la vida.

Algunos se preguntan: ¿por qué confesar mis pecados a un hombre? Pero nos
equivocamos si pensamos que este sacramento es simplemente contarle las cosas
a "un hombre". Jesús les dio a sus discípulos el poder los pecados (Jn 20,2223). Y
esta gracia Dios nos la otorga en su Iglesia., El sacerdote, en este sacramento, no
nos da su perdón, sino el perdón del Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pero
además está representando a la comunidad cristiana que nos vuelve a recibir en
su seno.

A través del ministerio sacerdotal, la Iglesia nos da la gracia del retorno a la casa
del Padre, la gracia de una nueva fortaleza en la vida, la gracia de proponernos
no volver a emprender el camino que nos aleja de Dios y de los hombres.

En el Antiguo Testamento se utiliza para definir al pecado un concepto que


literalmente viene a significar la flecha que erra el blanco. Pecar, entonces, es
errar el blanco: haber tomado como bien absoluto algo que apenas es un bien
parcial. ¡Cuántas veces no elegimos lo mejor para nuestra vida, que es lo que
Dios quiere! ¡Cuántas veces erramos el blanco! Pero ahí está Dios, esperándonos,
desclavando nuestra flecha errada y diciéndonos que podemos volver a intentarlo.

el pecado del mundo

En los últimos años la Iglesia nos habla del pecado que no es sólo personal, sino
que también es social, estructural. Es decir, que no sólo está el pecado aislado
que cada uno de nosotros comete, sino que en nuestro mundo hay estructuras de
pecado.

El cristiano es aquel que se compromete a encaminarse hacia Dios y vive en una


conversión permanente. El cristiano es aquel que lucha contra su pecado y contra
el pecado del mundo y sus estructuras que producen odio, división, injusticia,
pérdida de la libertad, anulación de las personas, consumismo ...

Por eso, el sacramento de la Reconciliación viene a decirnos que la gracia de Dios


no sólo está para sanar nuestro pecado sino también para salvar al mundo de
todas sus estructuras de pecado. Y el cristiano tiene que comprometerse con esta
salvación. ¡Qué urgente es en América latina que veamos dónde está el pecado,
que se opone al plan de Dios, para que tratemos de convertirnos y convertir todas
las estructuras de injusticia y de muerte en estructuras en las que triunfe la
justicia de Dios, en estructuras de vida!

Al principio decíamos que no era fácil reconocer que necesitamos el perdón. Esto
implica humildad. ¿Pero no será que tenemos de Dios una imagen errada,
equivocada? ¿Creemos que Dios nos acecha para caernos encima cuando nos
equivocamos? ¿Nos cuesta verlo como al Padre de la parábola que salió a esperar
a su hijo pecador ¡para darle una fiesta!? Cuando decimos que Cristo es nuestro
Juez, ¿lo decimos con temor, en lugar de decirlo con la confianza que da el saber
que tenemos por juez a alguien que dio la vida por nosotros demostrándonos así
su eterna amistad?

Tener sentido del pecado, de la culpa, de la necesidad del perdón, es también


tener sentido de quién es Dios, el verdadero Dios: aquel que no dejó al mundo en
el pecado, sino que envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3,17).

6. Más fuerte que la muerte

Hablar del sacramento del Matrimonio nos lleva hablar de la pareja humana y de
la sexualidad. Lo primero que nos dice el hecho de la sexualidad humana es que
el hombre es un ser llamado a comunicarse con otros hombres, a realizarse en la
común-unión con los otros. La sexualidad es el signo más inmediato de esta
estructura dialogal del hombre inscrita en su propio ser.

En el segundo relato de la creación se ve al varón formado por Dios del barro y


del aliento divino que, tras ponerle nombre a todos los animales de la tierra,
descubre que estos no lo satisfacen: "para el hombre no encontró una ayuda
adecuada" (Gen 2,20c). Es decir, el hombre sigue incompleto, solo.

Pero esta ayuda adecuada aparece cuando Dios crea a la mujer, ante lo cual el
varón exclama: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será
llamada varona porque del varón ha sido tomada" (Gen 2,23). "Esta sí", es decir,
los otros seres vivos no. El hombre sólo es hombre en la comunión con su pareja.
De ahí que el Génesis agregue: "Por eso deja al hombre a su padre y a su madre
y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gen 2,24).

Este misterio del amor humano se ha expresado siempre en todas las culturas
de diferentes maneras y en diversas instituciones. En la Sagrada Escritura vemos
que la Ley de Moisés condena el adulterio (Ex 20,14) y hasta la codicia de la
mujer del prójimo (Ex 20,17b). Todo el Cantar de los Cantares está dedicado al
amor de un amado y una amada que se juntan y se pierden, se buscan y se
encuentran. En el libro de Tobías, se celebra el amor matrimonial de Tobit y
Sarra.

Jesús es fiel a la tradición judía en sus afirmaciones sobre el matrimonio. Cuando


recuerda el relato del Génesis agrega: "De manera que ya no son dos, sino una
sola carne. Lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mc 10,89).

Al afirmar que el Matrimonio es un sacramento estamos diciendo algo más.


Afirmamos la relación entre la institución matrimonial y la gracia salvadora de
Cristo. Afirmamos el rol peculiar del amor humano en el plan de Dios, amor
humano que es plenificado por la Redención obrada en la Pascua.

El pecado ha herido nuestra naturaleza humana. Por eso, no hay obra del hombre
que abandonada a sus solas fuerzas pueda alcanzar su cometido. De ahí que la
obra salvadora de Jesucristo abarque toda la vida del hombre. ¿Cómo no tocaría,
entonces, a la realidad del amor humano?

Qué es el amor

Pensemos en nuestra propia sociedad. Se nos dice, a veces, que el amor es sólo
un sentimiento pasajero, o una cuestión de edad, o la simple atracción sexual.
Este amor, en el fondo, es un amor egoísta, que sólo busca la propia satisfacción
y rara vez el bien del otro. Y nunca, o casi nunca, busca plenificarse en la
transmisión de la vida.

Este amor, entonces, no implica compromisos de ningún tipo: ni para uno mismo
(la propia entrega), ni para con el otro (la fidelidad), ni para con la sociedad (la
apertura a los otros y la fecundidad).

De aquí se derivan otras cosas: la mujer es vista como "objeto" y sólo "sirve"
para satisfacer los deseos del varón. En base a esto se forman "modelos" o
"prototipos" de "mujeres 10" y varones 10". Las cualidades que intervienen en la
formación de este modelo poco tienen que ver con lo profundo y lo auténtico del
ser humano: sólo se trata de "medidas", "físico", "edad", "color de ojos",
"estatus", etc., etcétera.

Parafraseando a un triste soberano del siglo XVIII, podríamos decir: "Amor,


¡cuántas barbaridades se cometen en tu nombre!".

Y Dios es Amor" (1 Jn 4,8b). Así habla de Dios la primera carta de Juan. Todo
amor auténtico procede de Dios y lleva a Dios. En el sacramento del Matrimonio
el amor que el hombre y la mujer se prometen es "bendecido" por Dios.
"Bendecir", o sea, "decir bien". Dios "dice bien" acerca del amor matrimonial y así
lo introduce en su eterno misterio de Amor, porque el mismo es Amor.
El sacramento del amor

De la peculiaridad del sacramento del Matrimonio nos habla el hecho de que no


son el obispo, el sacerdote o el diácono los ministros de este sacramento sino los
propios esposos, que expresan en su "consentimiento matrimonial" ante la
comunidad cristiana su compromiso en la entrega mutua y en la transmisión
de la vida.

El Matrimonio, entonces, no es una expresión de deseos. Es ,como decíamos, un


compromiso. Y como tal está ligado a una firme determinación de la
voluntad y a una acción humana responsable.

No siempre en la vida "se siente" el estar junto a alguien. Y a veces el amor,


como la fe, se da en la oscuridad y en la incertidumbre.

¡Qué lejos de la dignidad humana está una imagen del amor que sólo se mueve
por lo que circunstancialmente "se siente"! ¡Qué mediocre y cómoda actitud! Es
como vivir en la superficie de las cosas, sin comprender la profundidad de lo que
significa vivir.

No debemos pensar que el sacramento del Matrimonio es una especie de


"solución mágica" de los problemas del amor humano. No. Pero es gracia de Dios
que crea un espacio de posibilidad para que el amor crezca y se transmita.

Es que el amor necesita ser alimentado día a día a través de mil gestos y
expresiones. El amor es una tarea nunca acabada, nunca del todo realizada ...

De ahí la fecundidad en la vida. Del misterio del amor surge el misterio de la vida.
Porque el bien tiende a difundirse. Y es condición del verdadero amor el moverse
hacia los otros, no como quien escapa de sí mismo, sino como quien transmite
una buena nueva que desborda su corazón.

"Grande misterio es éste dice San Pablo hablando del matrimonio; yo lo he


referido a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,32). El amor del Matrimonio es comparado al
amor entre Cristo y la Iglesia. Y esto nos dice que el amor también está inscrito
en el misterio pascual: sabe de muertes y resurrecciones.

Pero sólo por la gracia de la Pascua de Cristo el amor puede ser "más fuerte que
la muerte" (Ct 8,6b).

7. Entre el tesoro y el barro

Hoy debemos hablar de un sacramento no siempre bien comprendido: el


sacramento del Orden Sagrado. Es el sacramento por el cual un cristiano, un
miembro del Pueblo de Dios, es hecho diácono, presbítero u obispo, es decir,
signo personal de Cristo. ¿No es mucho decir para un hombre?

Ya San Pablo decía, hablando de los ministros, que "llevamos este tesoro en
vasos de barro" (2 Co 4,7a). Quería decir, así, que algo tan inmenso y
grandiosos, como el ser signo personal de Cristo y administrador de su gracia
(ese es el tesoro), se daba en la fragilidad humana, fragilidad en la que también
se da el pecado (el "vaso de barro").

"Yo creo en Dios pero no en los curas", dicen muchos. ¿Pero acaso no es Dios, y
no los hombres, el objeto de nuestra fe? Y quien dice aquello generalmente
agrega: "... yo conocí a un cura que no sabés...!". ¡Qué cerca y qué lejos está, sin
saberlo, de lo que San Pablo decía! Estamos, otra vez, entre el tesoro y el barro.

El tesoro

Desde estas páginas hemos venido hablando de los sacramentos de la Iglesia,


sacramentos que nos llegan de manos sacerdotales. Podríamos decir, entonces,
que el sacerdote tiene que ver con la permanencia de la gracia de Cristo en la
historia.

Y a la vez esto nos habla de un ministerio, un servicio que el sacerdote cumple


en la comunidad cristiana. Por eso sólo se comprende el sacerdocio en relación a
la comunidad, comunidad a la que pertenece, comunidad a la que sirve,
comunidad de la que nunca podrá apartarse sin que su sacerdocio pierda sentido.

Todos sabemos muy bien que la gracia en la historia no se da sólo a través de los
sacramentos. En cada acontecimiento humano en el que se hace presente el
amor, está, de alguna manera, presente la gracia de Dios.

Entonces, pensamos, el servicio del sacerdote no está restringido al culto, a lo


sacramental, sino que debe estar referido a toda circunstancia humana donde la
gracia alcanza a los hombres. El debe estar allí para decir: "esto es gracia de
Dios".

Y así como anuncia la gracia, debe denunciar la negación de esta misma gracia:
el pecado. El sabe que Dios vino a salvar lo que estaba perdido.

En la comunidad el sacerdote es el signo de la unidad y la reconciliación. Jesús,


en la Ultima Cena, les otorga a sus discípulos este mandato: "Hagan esto en
memoria mía" (Lc 22,19). El sacerdote es el que "hace esto": partir el Pan de la
unidad, crear la común-unión. Por eso es también en la Ultima Cena donde Jesús,
en la intimidad con sus discípulos, ora por la unidad de todos los que crean en él
(Jn 17,2122).

Muchos se preguntan: "¿Por qué los curas no se casan?". Jesús dijo que algunos
hombres no se casan por el Reino de los Cielos. ¿Qué quiere decir esto? Que el
sacerdote aparece como el hombre que se ha entregado a Dios y a los demás
hombres con una intensidad tal que ha renunciado a "su" pareja y a "su"
descendencia. Por eso el celibato (así se llama el "no casarse") no es una
negación de algo, sino una afirmación de algo mayor: la causa del Reino que llena
toda la vida del ministro de Dios.

El fin, el sacerdote es, y debe ser, signo personal de Jesús en medio del pueblo,
profeta de la gracia, hacedor de la unidad y la reconciliación, el hombre dedicado
exclusivamente al Reino.

El vaso de barro
"Llevamos este tesoro en vasos de barro". Y a veces el barro puede opacar el
tesoro...

El sacerdote puede creerse dueño de la gracia cuando no lo es.

El sacerdote puede abusar de la Palabra que le ha sido confiada, dejando de ser


testigo de ella y convirtiéndose en su dueño.

El sacerdote puede dejar de ser signo de unidad para convertirse en causa de


división de la comunidad.

El sacerdote puede aflojar en su entrega absoluta al Reino de Dios, dedicándose


sólo a sí mismo.

El sacerdote puede ...

Y es que el sacerdote no deja de ser hombre (barro). Y como hombre no está


libre del pecado, de la debilidad de la traición. Si esto sucede no debemos
escandalizarnos. Antes bien, sepamos que el sacerdote no es nada sino es en
referencia a la comunidad cristiana, a la Iglesia. Y es la comunidad la que debe
velar por la fidelidad del sacerdote a la misión que el Señor le confió. Y es bueno
que la comunidad le recuerde al sacerdote, en esa circunstancia, lo que San Pablo
decía de los ministros de Dios: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino que
anunciamos a Cristo Jesús como Señor: nosotros somos servidores de ustedes
por causa de Jesús" (2 Co 4,5).

Es que el vaso de barro cumple una función: "Llevamos este tesoro en vasos de
barro para que esta fuerza soberana parezca cosa de Dios y no nuestra" (2 Co
4,7). Dios siempre elige el camino de la fragilidad, el camino del hombre, para
mostrarse a los hombres. Así como Jesús nos salvó no desde un trono sino desde
una cruz ...

¿Cómo debe ser?

Queremos terminar con un viejo escrito de un sacerdote. Es un texto de la Edad


Media encontrando en Salzburgo, Austria. Y dice así:

"UN SACERDOTE DEBE SER...


muy grande
y a la vez muy pequeño,

de espíritu noble como si llevara sangre real


y sencillo como un labriego,

héroe, por haber triunfado de sí mismo,


y hombre que llegó a luchar contra Dios,

fuente inagotable de santidad


y pecador a quien Dios perdonó,

señor de sus propios deseos


y servidor de los débiles y vacilantes,

uno que jamás se doblegó ante los poderosos


y se inclina, no obstante, ante los más pequeños,

dócil discípulo de su maestro


y caudillo de valerosos combatientes,

pordiosero de manos suplicantes


y mensajero que distribuye oro a manos llenas,

animoso soldado en el campo de batalla


y madre tierna a la cabecera del enfermo,

anciano por la prudencia de sus consejos


y niño por su confianza en los demás,

alguien que aspira siempre a lo más alto


y amante de lo más humilde...

Hecho para la alegría,


acostumbrado al sufrimiento,
ajeno a la envidia,
transparente en sus pensamientos,
sincero en sus palabras,
amigo de la paz,
enemigo de la pereza,
seguro de sí mismo.

«Completamente distinto de mí»,


comenta humildemente el amanuense."

8. El sacramento de la saluda plena

"Extremaunción". Así se llamaba al sacramento que hoy nos ocupa hasta la época
del Concilio Vaticano II.

Todos asociábamos este nombre al momento de la muerte. Los familiares del


agonizante esperaban hasta el "final" para llamar al sacerdote que administraría
el sacramento. Hasta se llegaba a esperar el momento de pérdida de la conciencia
para evitar que el enfermo "se asuste".

Hoy, en nuestras parroquias, asistimos a celebraciones comunitarias de este


sacramento al que ahora llamamos "Unción de los Enfermos", en las que
participan todos aquellos que padezcan de ciertas dolencias y hayan superado
determinada edad.

De la "extremaunción" al "sacramento de la unción"

¿Qué es lo que cambió para que el "sacramento del temor" sea hoy el
"sacramento de la esperanza"? Más que de "cambio" deberíamos hablar de hablar
de "redescubrimiento" de este peculiar sacramento. Es que había dejado de ser
una "ayuda" para luchar contra la enfermedad y se había convertido en una
especie de "recomendación final". No era el sacramento de los enfermos sino el
de los moribundos. Era un sacramento de "muertos" y no de "vivos".
Pero el sacramento de la Unción no es el sacramento que prepara el "bien morir",
ya que para estas situaciones está el sacramento de la Eucaristía (el "viático").

Para administrar el sacramento de la Unción basta que una enfermedad sea


considerada seria, preocupante, de cuidado. Se administra ante una operación, en
una enfermedad crónica, ante el debilitamiento de la vejez. Es un sacramento que
puede reiterarse.

Según el Ritual, "el sacramento de la Unción otorga al enfermo la gracia del


Espíritu Santo, con lo cual el hombre entero es: ayudado en su salud; confortado
por la presencia en Dios; robustecido contra las tentaciones del enemigo y contra
la angustia de la muerte, de tal manera que pueda no sólo soportar sus males con
fortaleza, sino también luchar contra ellos e, incluso, conseguir su salud si
conviene para su salvación espiritual; asimismo, le concede, si es necesario, el
perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana".

De Jesús a la Iglesia

Ya la carta de Santiago nos decía: "¿Está enfermo alguno entre ustedes? Llame a
los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre
del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se
levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,1415).

Esta práctica se remonta al mismo Jesús, de quien insistentemente se nos dice en


los evangelios que curaba a muchos enfermos (Mc 3,10), y que hasta a sus
discípulos les dio poder para que lo hagan (Mc 6,13).

¿Por qué el nombre de Unción? Santiago nos habla de la unción con el óleo. El
óleo, el aceite, siempre fue tenido por símbolo de la fortaleza y del poder que
Dios otorgaba. En este caso, de la fortaleza que se le quiere brindar al enfermo. Y
además es reiterar, en una circunstancia crítica, nuestra condición de bautizados:
"cristiano" significa "ungido".

Ya desde el principio de estas notas decíamos que un elemento esencial de todo


sacramento es el signo exterior, "sensible". En la Unción se unge la frente y las
manos del enfermo. Y este signo es acompañado por las palabras sacramentales:
"Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la
gracia del Espíritu Santo; para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación
y te conforte en tu enfermedad".

Sacramento que reconforta al enfermo. Sacramento que asocia al cristiano a la


Pascua Salvadora de Cristo. En definitiva, sacramento que nos dice que el Reino
de Dios no es sólo un anuncio para el futuro, sino que es realidad ya actuante,
presente y salvadora en la vida del hombre.

9. María, signo de la presencia de Dios

En María Dios se hace presente de manera especial. Ella llevó a Jesús en su


vientre, lo educó y presentó al mundo. Lo acompañó hasta la cruz y fue quien,
fundamentalmente, creyó en el Señor, lo gestó en su corazón antes que en su
seno, supo ser fiel en la oscuridad.
María es signo de la presencia de Dios, todo su ser y su obrar apuntan más allá.
Como en las bodas de Caná, Ella nos sigue diciendo: "Hagan lo que El les diga"
(Jn 2,5b).

Una señal grandiosa

"Apareció en el cielo una señal grandiosa: una Mujer, vestida de sol, con la luna
bajo los pies y en su cabeza una corona de doce estrellas. Está embarazada y
grita de dolor, porque llegó su tiempo de dar a luz. Apareció también otra señal:
un enorme monstruo rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En sus
cabezas lleva siete coronas y con la cola barre un tercio de las estrellas del cielo,
precipitándolas a la tierra. El Monstruo permanecía junto a la Mujer que da a luz,
listo para devorar al hijo en cuanto nazca. Y la Mujer dio a luz un hijo varón que
debe gobernar todas las naciones con vara de hierro. Pero el niño fue arrebatado
ante Dios y ante su trono, mientras que la Mujer huía al desierto, donde tiene el
refugio que Dios le ha preparado" (Apc 12,16).

"Una señal grandiosa". Entre los múltiples significados de este texto la Tradición
de la Iglesia siempre ha visto a la Virgen María, la Madre del Señor. Hasta tal que
punto que todos los símbolos de la aparición "vestida de sol, con la luna bajo los
pies y en su cabeza una corona de doce estrellas" acompañan a la imagen de la
Inmaculada Concepción.

El libro del Apocalipsis es un libro de consolación escrito para los cristianos de


las primeras comunidades que eran perseguidos. El mensaje del libro puede
resumirse así: "tengan paciencia; el Señor ya llega; los poderes del mundo nada
pueden contra él".

En ese contexto se nos habla de esta "señal grandiosa". ¿Pero en qué reside lo
"grandioso" de esta señal? Quizás en esa constante siempre presente en toda la
historia de la salvación: en la desproporción entre la fragilidad de la
manifestación de Dios y la aparente omnipotencia del "enemigo".

¿Cómo es posible que el "Monstruo" (la "otra señal") que aparece con la suma del
poder no logre su objetivo: devorar al fruto de las entrañas de aquella Mujer? Sin
embargo la mujer da a luz a un hijo varón que es llevado ante el trono de Dios. Y
ella es conducida al desierto donde es puesta a salvo del Monstruo.

María embarazada es también signo de la Iglesia y de toda la humanidad que se


debate en dolores de parto gestando la salvación de Cristo. Es signo de que esta
salvación es ante todo obra de Dios, Pero también es obra y esfuerzo del hombre.
En María la humanidad entera llega a su máxima disponibilidad con respecto a
Dios y a su designio.

"Hágase en mi según tu palabra"

Ya en el evangelio de Lucas, ante el mensaje del Angel, María dijo: "Hágase en mí


según tu palabra" (Lc 1,38). En la oscuridad de la fe y en la certeza de la
esperanza María asume el lugar que Dios le reservó en la redención de la
humanidad: ser la Madre del Mesías y de todos los creyentes.

María también es signo de la humanidad redimida: eso es lo que celebramos el


día de la Asunción. En María llevada al cielo en cuerpo y alma vemos nuestra
condición futura: la plena salvación de todo nuestro ser y nuestra definitiva unión
a Cristo en la alabanza al Padre que "derribó a los poderosos de sus tronos y
elevó a los humildes" (Lc 1,52).

Signo de dios en medio del pueblo

Juan Pablo I decía: "Dios no sólo es Padre; también es Madre". Poco tiempo
después los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla afirmaban: "María es
signo de los rasgos maternales de Dios", de ese Dios que ya en el profeta Isaías
aparecía amando a su Pueblo con amor maternal (Is 49,15).

En fin, María es signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo. Y esto lo


vemos en todos los países de América latina donde la fe del Pueblo ha sido
acompañada y alimentada por la presencia de María. Presencia que adquiere una
densidad especial en los que llamamos "santuarios", lugar de culto y devoción,
meta de tantas peregrinaciones y promesas, símbolo de la patria definitiva hacia
la que caminamos mientras construimos esta patria en la justicia, en la
fraternidad, en el amor. En definitiva, en el espíritu del Magnificat que María, la
pobre de Yahweh, supo cantar a su Dios viendo las maravillas que él realizaba
con su Pueblo

10. El sacramento del hermano, el sacramento del pobre

Inmediatamente antes del relato de la Pasión en el evangelio según San Mateo


nos encontramos con el último discurso de Jesús. Se trata de un texto a veces
olvidado, a veces recordado muy superficialmente. Se trata de un texto que
quizás pueda incomodarnos. En él dice Jesús:

"Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: «Vengan, benditos de mi


Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del
mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me
dieron de beber; estaba de paso y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo
y me visitaron; preso y me vieron a ver». Los justos le responderán: «Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, sediento, y te dimos de
beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá:
"Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos,
lo hicieron conmigo»."

Luego el Rey se dirige a los que no hicieron tales obras, y concluye diciendo: "Les
aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos,
tampoco lo hicieron conmigo" (Mt 25,3146).

Una sola pregunta

Aquí se nos indica que la única pregunta que se nos hará es la siguiente: "¿Qué
hiciste de tu hermano?", como en aquel relato del Génesis donde Yavé Dios le
pregunta a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel? ... ¿Qué has hecho?" (Gen
4,112).
Quizás muchos cristianos, católicos "prácticos", tengamos la ilusión de que se nos
pregunte acerca de otras cosas; quizás de nuestra "práctica" religiosa, quizás
acerca de nuestras convicciones, de nuestros principios. Y Jesús nos sorprende
con esta pregunta: "¿Qué hiciste de tu hermano?".

Uno de los elementos más llamativos del texto es la siguiente expresión: "Les
aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo". Nada se nos dice de la fe de quien realizó tales obras.

Podríamos imaginar entonces que un no-creyente recibiría la misma pregunta y


quizás tenga tanta o más capacidad de respuesta que muchos de nosotros ...

El amor a los mas pequeños

A lo largo de toda la Escritura, y de una manera particular en el Nuevo


Testamento, se nos habla del amor que debemos, no sólo a Dios sino también a
los hombres. Pero en este pasaje, el amor a los otros amor que se ve reflejado en
haber socorrido al hambriento, al sediento, al peregrino, al desnudo, al preso, al
enfermo ese amor, decíamos, es amor que se dirige al mismo Cristo.

"El Verbo se hizo carne", se hizo hombre, nos dice Juan en su evangelio (Jn
1,14); y en base al pasaje de Mateo podríamos decir: el Verbo se ha identificado
con los más pequeños y los más sufrientes, a tal punto que el hambriento, el
sediento, el peregrino, el desnudo, el enfermo, y el preso son sacramento del
mismo Cristo ... Debemos ver en sus rostros el rostro del Señor crucificado. Por
eso el amor tenido al hermano que sufre es amor al mismo Dios.

Los rostros y el rostro

El documento de Puebla, elaborado por los obispos latinoamericanos reunidos en


México en 1979, nos habla de los rostros sufrientes de nuestro pueblo
latinoamericano: "rostros de niños, rostros de jóvenes, rostros de indígenas y de
afroamericanos, rostros de campesinos, rostros de obreros, rostros de
desocupados y sub-empleados. rostros de marginados y hacinados urbanos,
rostros de ancianos ...". y antes de enumerar estos rostros el mismo documento
nos dice: "La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la vida real
rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de
Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela" (DP 3139).

Entonces vemos que no es simplemente el hermano el sacramento de Cristo, sino


el hermano que sufre. ¿Por qué esta identificación de Jesús con los sufrientes?
¿Por qué esta inclinación de Dios por los tenidos por menos, por los despreciados?
¿Por qué este Jesús que se empeña en dar una respuesta a las preguntas que Job
había formulado en el Antiguo Testamento, rebelándose ante el sufrimiento del
justo y del inocente?

Cuando amamos a alguien que puede darnos algo, siempre existe la sospecha de
que nuestro amor sea interesado. Pero cuando nos entregamos a aquel que nada
puede darnos, nuestro amor es pura gratuidad: no espera nada en
correspondencia.

Así, la gratuidad del amor de Dios al hombre se hace más evidente en su


predilección por los pobres, los olvidados, los que sufren. "Feliz aquel que no halle
escándalo en mí" había dicho Jesús en el capítulo once del mismo evangelio de
Mateo. Y, debemos reconocerlo, este amor de Dios a veces nos escandaliza ...

El amor de Dios se ha manifestado a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a


los que sufren. Ellos, que nada esperan ya de este mundo y de esta sociedad que
los margina, ellos son quienes mejor comprenden el mensaje sencillo, pero
profundo y gozoso, del Evangelio de Jesús.

La opción preferencial por los pobres

Muchas veces se nos ha hablado, en los últimos años, de la "opción preferencial


por los pobres". Esta expresión, surgida en la Iglesia latinoamericana en las
últimas décadas, ya es patrimonio de la Iglesia universal.

No se trata sin más de una "táctica" pastoral de la Iglesia; no se trata, mucho


menos, de oportunismo ante un mundo donde las dos terceras partes de la
humanidad viven en la pobreza. Se trata, más bien, de haber redescubierto una
dimensión fundamental del Evangelio: los pobres nos muestran el rostro de
Cristo.

Y no es que la Iglesia se acerque a ellos por sus méritos o virtudes, o por sus
defectos y carencias. Se acerca porque en ellos el amor de Dios se manifiesta de
una manera mas vital. Se acerca por que en ellos escucha el clamor de la justicia
que Dios no desoye, como tampoco desoyó la voz de la sangre de Abel que
clamaba desde la tierra (Gen 4,10).

San Juan de la Cruz decía: "En el atardecer de la vida nos examinarán en el


amor". Sólo por el amor se nos preguntará. Amor. Una palabra muy "linda" pero
que en determinadas circunstancias significa el sacrificio hasta de la propia vida.
El amor, que en la situación concreta en la que vive el pueblo pobre y creyente de
América latina, supone el compromiso por revertir la injusticia, la pobreza, la
miseria, la falta de libertad. El amor, que implica un compromiso a fondo por la
vida y con la vida de los más necesitados.

El amor, que en un continente sembrado por la muerte, la muerte temprana, nos


hace descubrir que ser cristianos significa ser testigos del Dios de la Vida: "Yo he
venido para que tengan vida dijo Jesús y para que la tengan en abundancia" (Jn
10,10).

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