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Qué Es Un Sacramento
Qué Es Un Sacramento
¿Qué tiene que ver esto con los sacramentos? Mucho. Dios, al darse a conocer, lo
hace desde lo que el hombre es. Dios, al revelarse, no lo hace con "ideas" o
"conceptos". La Iglesia dice que los hace con "gestos y palabras". Los
sacramentos son, entonces, la mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la
palabra, la risa o el llanto de Dios hacia los hombres.
Si esto pasa con los hombres, ¡Cuánto más con Dios ! En los sacramentos, Dios
no sólo nos dice que nos ama: también nos hace entrar en su amor.
El sacramento de Dios
Dios dirigió su palabra a los hombres desde siempre. Lo hizo al crear el mundo: la
creación nos habla de Dios si la sabemos escuchar. Lo hizo, de una manera
especial, al elegirse un pueblo: "Dios dirigió su palabra a Abraham" (Gen 12,1).
Pero lo hizo de una manera definitiva al darnos a su Hijo: "Y la Palabra se hizo
carne y acampó entre nosotros" (Jn 1,14).
Cristo es el sacramento de Dios. "De él todos hemos recibido gracia sobre
gracia" (Jn 1,16). "El es imagen de Dios invisible" (Col 1,15).
Cristo es quien nos "cuenta" a Dios: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que esta en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Y no sólo nos
"cuenta" a Dios, sino que también nos da su gracia: "Porque la Ley fue dada por
Moisés; pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17).
EL Sacramento de Cristo
Nos dice San Pablo: "El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia" (Col
1,18). Y es que en la Iglesia Dios muestra su gracia en la historia. Toda gracia
que llega a los hombres es gracia de Cristo y es gracia en la Iglesia.
¿Cómo hace la Iglesia para hacer presente en nuestra historia la gracia de Jesús?
Lo hace acompañando nuestra vida:
* Cuando llegan los días de la madurez y la decisión, el Espíritu nos asiste con su
poder en la Confirmación.
* Dios bendice el amor que los esposos se prometen en el Matrimonio, amor que
ahora es invitado a darse generosamente al mundo y a la vida "significando" el
amor con que Cristo se dio a los hombres.
Todo esto nos ayuda a comprender los sacramentos. La iniciativa es de Dios. San
Juan nos dice, en su primera carta, que "Dios nos amó primero" (1 Jn 4,19), y
porque nos amó "nos envió a su Hijo" (1 Jn 4,10). A la iniciativa de Dios, que es
su amor, siguió una propuesta: Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Esta
propuesta se nos hace presente en cada sacramento. Pero Dios nos quiere libres:
espera nuestra respuesta para que el encuentro se produzca.
Los sacramentos de la fe
Nos dice el Concilio Vaticano II: "(los sacramentos) ... no sólo suponen la fe, sino
que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y
gestos; por eso se llaman sacramentos de la fe" (SC 59).
Los sacramentos van más allá de los ritos sacramentales. Son momentos fuertes
en los que Dios nos dice que toda nuestra vida ha de ser sacramental, es decir,
signo eficaz y vivo del amor de Dios que salva a los hombres.
Pero en los dos casos, podríamos decir que el agua está en referencia a la vida.
Su exceso o su carencia niegan la vida. Pero hay una medida en que el agua es
sinónimo de vida. Es más, sin agua es imposible vivir. Los médicos dicen que
hasta nuestro cuerpo es, en gran medida, agua, simplemente agua.
Así, agua y vida vienen a ser dos palabras que caminan siempre juntas. Aunque
su exceso o su carencia traigan muerte, el agua nos está diciendo algo de la vida.
Nosotros y el agua
Dios y el agua
¿Cómo Dios podía ignorar el profundo misterio que el agua constituye para el
hombre? Cuando abrimos las páginas de la Biblia encontramos constantemente al
agua. Está desde el principio de la propia creación; casi, casi, antes que todo
(Gen 1,2).
El agua es el elemento que Dios usa para castigar al hombre cuando éste se
aparta de él. ¿Se acuerdan del diluvio (Gen 6,17)? El agua.
El agua del Mar Rojo es abierta por Dios para que el Pueblo de Israel pase en su
marcha liberadora (Ex 14,21ss). El agua.
El agua que Dios hace brotar de la roca en el desierto para que el Pueblo calme su
sed (Ex l7,56).
El agua del Jordán, que también se abre para dar paso al Pueblo de Dios (Jos
3,16).
El evangelio de Juan nos cuenta que del costado abierto de Jesús, en la cruz,
brotó sangre y agua, símbolos de la vida nueva que Dios entregaba a los hombres
(Jn 19,34).
Y nos encontramos, hacia el final del evangelio, con que Jesús envía a sus
discípulos con un solo mandato: el de bautizar a todos los hombres en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19).
¿Cómo Dios iba a permanecer indiferente a todo lo que el agua significa para el
hombre? Hoy, cuando nace un chico, enseguida pensamos en bautizarlo. ¿Qué
será eso del bautismo? ¿Sólo un "rito social"?
Dios da su gracia a través de estos signos de salvación que son sus sacramentos.
Y el agua nos dice ¡y mucho! de lo que Dios quiere hacer con nosotros en el
bautismo: saciar nuestra sed de vida, pero de una vida nueva; limpiarnos, pero
no de las manchas que pasan, las de todos los días, sino limpiarnos del pecado
que "ensucia" y hace opaca nuestra vida; el agua limpia y purifica; el bautismo
nos lava y nos regenera, es decir, nos hace nacer de nuevo.
Pablo dice que en el bautismo somos sepultados con Cristo y resucitados con él
(Rm 6,4) a una vida nueva. Así, entonces, el bautismo asume todo lo que de vida
y de muerte tiene el agua. Un ahogar al hombre viejo para dar posibilidad al
nacimiento del hombre nuevo. Esto ocurre en el bautismo.
¿Qué es el bautismo?
Entonces, ¿qué es el Bautismo? Es vida, es purificación, es filiación, es
fraternidad, es fiesta; es, en definitiva, el inicio de la vida de la gracia para todos
aquellos que creemos que Dios no permaneció indiferente ante el deseo del
hombre de ser salvado por él.
El Bautismo, vida nueva en el Espíritu, para un mundo que necesita morir y nacer
constantemente hasta que Dios "sea todo en todos" (1 Co 15,28).
Cuando abrimos el libro de los Hechos de los Apóstoles y nos encontramos con el
relato de Pentecostés, tenemos la sensación de estar leyendo uno de los episodios
más majestuosos de todo el Nuevo Testamento. En contraposición, quizás sea el
sacramento de la Confirmación aquel que renueva en cada creyente y en toda la
comunidad cristiana las maravillas del día de Pentecostés el que más inadvertido
pase. ¿Por qué?
El fuego nos significa y nos simboliza muchas cosas. El fuego purifica. Muchas
veces la sagrada Escritura nos habla de la prueba del fuego, como aquella prueba
que da cuenta de cuánto vale o no una cosa. El fuego es, además, símbolo de la
fuerza, del poder. El fuego también da calor, permite alejar el frío. Y porque da
calor, el fuego es ocasión para que los hombres se reúnan. Pensemos en la
imagen de un fogón: todos están alrededor del fuego por el calor que él otorga. El
fuego que reúne a los hombres es un símbolo lejano del don del Espíritu. Pero
este fuego del que nos habla el libro de los Hechos, es un fuego de Dios.
El fin de la confusión
Quizás recordemos aquel episodio del inicio de la Biblia: la torre de Babel. Dios,
por la soberbia de los hombres, decidió confundirlos mezclando sus idiomas.
Nadie entendía a nadie (Gen 11,19).
¿Qué más nos dicen los Hechos? Que Pedro, en nombre de los apóstoles, se puso
a hablar (Hch 2,14). Sí, Pedro. El mismo que por temor, por miedo, había negado
tres veces al Maestro. Pedro y los apóstoles, aquellos que se escondían por temor
a las autoridades del pueblo. Sí, Pedro, él mismo, se ponía a hablar con valentía,
con energía, sin temor. Algo había pasado. Algo que no se explicaba, tan sólo, por
un simple cambio de "actitud".
Como después nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, Pedro, Juan y los otros
serán perseguidos, encarcelados. Pero ya no habrá temor, sino la firme convicción
de que "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29).
En este paso del miedo al valor, Pedro comienza recordando profecías del Antiguo
Testamento, diciendo que los tiempos mesiánicos, los tiempos en que Dios
reinaría sobre todos los hombres, han comenzado a cumplirse.
En fin, el don del Espíritu les ha dado la capacidad, que no tenían, de predicar y
dar testimonio con toda su vida de la salvación que Dios inauguró resucitando a
su Hijo.
El sacramento del don del Espíritu
Por la unción del Espíritu somos enviados, pasando del temor a la valentía, para
anunciar a todos los hombres que Dios dijo su Palabra definitiva sobre la historia,
transformándola de historia de odio, muerte y opresión en historia de amor, vida
y liberación.
Los cristianos los "ungidos" somos partícipes del fuego y la fuerza de Dios,
llamados a transformar este mundo, dando testimonio de la salvación de Cristo. Y
somos, o debemos ser, aquel fuego que en el amor da calor y reúne a un mundo
frío por la soledad, por el egoísmo, por el pecado.
Este sacramento del Espíritu viene a "confirmar" las promesas que asumimos en
el Bautismo. Sacramento de la madurez en la fe, viene a exigir de nosotros que
toda nuestra vida sea puesta al servicio del Reino, Reino del que ahora somos
testigos y artífices por la gracia de Dios recibida en el Don del Espíritu Santo.
Comer y beber también nos habla del encuentro con los otros. aunque nuestra
vida actual muchas veces no lo permita, generalmente para comer y beber nos
sentamos con otros. Es triste comer solo. Y es triste, también, beber solo. Como
dice María Elena Walsh, "¡salvaje quien mata el hambre de pie!". No puede
pensarse en el comer y en el beber sin pensar a la vez en los otros que con uno
comen y beben.
Por eso también el pan y el vino, símbolos de la comida y la bebida, traen consigo
algo más: el compartir la vida con los otros. Aquel acontecimiento por el cual
alejamos la muerte es un acontecimiento comunitario: junto a los otros
prolongamos nuestra vida. Porque creemos que la vida tiene sentido en la medida
en que hay otros con quien compartirla. Una vida cerrada en sí misma, una vida
que no se abre a los demás, que no se abre a otras vidas, ya tiene mucho de
muerte.
El pan, el vino y el trabajo del hombre
Pero hay algo más. El pan no aparece sobre una mesa por arte de magia. El
hombre gana el pan, como nos lo dice el libro del Génesis, con el sudor de su
frente. Porque desde siempre Dios quiso que el pan fuera fruto del trabajo del
hombre. Pensemos cuántas manos intervienen en el pan y en el vino que día a
día están en nuestra mesa. La naturaleza nos da el trigo y la vid. Pero entre el
trigo y la vid y el pan y el vino hay una distancia: la distancia del trabajo del
hombre. Y el trabajo no es otra cosa que transformar el mundo para la vida del
hombre.
Jesús nos dijo: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre. El
que cree en mí nunca tendrá sed. Mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo
en él" (Jn 6,35.5556).
Este es el texto con el que el evangelio de Juan nos habla de la Eucaristía, aquel
sacramento por el cual recordamos, hacemos presente de nuevo, de una manera
real, el único sacrificio por el cual los hombres somos salvados. Sí. Jesús quiso
quedarse, bajo las formas del pan y del vino, y quiso darnos en ellos su cuerpo y
su sangre.
Domingo a domingo
Pero no es una presencia más, sino que es la presencia que junto a los hombres
va construyendo la historia, transformando esta historia de muerte en una
historia de vida. Transforma esta historia de egoísmo y soledad en una historia de
amor y de amistad; transforma esta historia de cansancio y sudor en una historia
plena de paz, alegría, encuentro y fiesta definitiva.
Que cada Eucaristía que celebremos, que cada comunión que hagamos, sea un
compromiso con la vida, el amor y el futuro.
A veces los hombres pedimos perdón. Ser capaces de pedir perdón es propio de
nuestro ser hombres. ¿Qué pedimos cuando pedimos perdón? ¿Pedimos
comprensión? ¿Presentamos excusas? ¿O simplemente pedimos que el otro nos
acepte en nuestro error?
Quien pide perdón tiene algunas cosas en claro: primero, que es responsable de
sus actos: nadie pide perdón de algo de lo que no es responsable. Quien pide
perdón tiene también en claro que hizo algo que no debía hacer. ¿Por qué no
debía hacerlo? ¿Por un mandamiento o un precepto? ¿O porque hacer lo que no
debía hacer lo hace menos hombre, menos persona? ¿No es esto último lo que
otorga sentido al mandamiento o al precepto?
Quien pide perdón, además, está mostrando que quiere revertir su situación, que
quiere reemprender el camino que había errado. Y quien va a pedir perdón lo
hace con la esperanza y la confianza de que el corazón del otro lo sabrá recibir.
Pocas cosas son tan dolorosas como el no ser perdonados.
¿Pedimos perdón en nuestra vida? ¿Nos consideramos seres que debemos pedir
perdón? Quizás hoy pedir perdón sea algo difícil. Porque implica reconocer una
culpa. Y el reconocimiento de las culpa hoy en día escasea. No hay culpas. No hay
culpas en la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la
diversión. No hay culpas en nuestra vida social: en la economía, en la política, en
el comercio, en las finanzas. No hay culpas. A lo sumo hay "errores"
involuntarios, "falta de comprensión", o "coerción irresistible", o "inadaptaciones
al medio", o "condicionamientos psicológicos". Hay de todo menos culpa...
El hombre y su pecado
Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura vemos que la realidad del
hombre es una realidad de pecado. Pecado: el término que utiliza la Biblia para
hablar del hombre que rechaza a Dios y se vuelve sobre sí mismo. Y el pecado,
como decíamos, está desde el principio: Adán y Eva, Caín, la torre de Babel,
Sodoma y Gomorra, etcétera. Ser hombre es ser pecador: esto es lo que nos dice
la Escritura.
Pero hay en David un hermoso ejemplo de alguien que reconoce su culpa. Fue
grande su pecado. Pero fue mayor su grandeza en el humillarse, en el pedir
perdón (II Sam 1112,23).
Hasta allí llegó el amor de Dios: a entregarse por nosotros. Sólo en el dolor del
Hijo, del Siervo sufriente, en su profundo dolor, podemos comprender la
profundidad de nuestra culpa, el abismo en el cual nos arroja el pecado: la lejanía
absoluta de Dios, la soledad absoluta de los otros, la esclavitud ante las cosas.
Cristo vino a darnos el perdón del Padre, a devolvernos la amistad con el Padre
que como hijos pródigos nos sale a esperar en el camino con la esperanza
absoluta de que algún día retornemos. Y nos espera para una fiesta (Lc 15,1132).
Algunos se preguntan: ¿por qué confesar mis pecados a un hombre? Pero nos
equivocamos si pensamos que este sacramento es simplemente contarle las cosas
a "un hombre". Jesús les dio a sus discípulos el poder los pecados (Jn 20,2223). Y
esta gracia Dios nos la otorga en su Iglesia., El sacerdote, en este sacramento, no
nos da su perdón, sino el perdón del Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pero
además está representando a la comunidad cristiana que nos vuelve a recibir en
su seno.
A través del ministerio sacerdotal, la Iglesia nos da la gracia del retorno a la casa
del Padre, la gracia de una nueva fortaleza en la vida, la gracia de proponernos
no volver a emprender el camino que nos aleja de Dios y de los hombres.
En los últimos años la Iglesia nos habla del pecado que no es sólo personal, sino
que también es social, estructural. Es decir, que no sólo está el pecado aislado
que cada uno de nosotros comete, sino que en nuestro mundo hay estructuras de
pecado.
Al principio decíamos que no era fácil reconocer que necesitamos el perdón. Esto
implica humildad. ¿Pero no será que tenemos de Dios una imagen errada,
equivocada? ¿Creemos que Dios nos acecha para caernos encima cuando nos
equivocamos? ¿Nos cuesta verlo como al Padre de la parábola que salió a esperar
a su hijo pecador ¡para darle una fiesta!? Cuando decimos que Cristo es nuestro
Juez, ¿lo decimos con temor, en lugar de decirlo con la confianza que da el saber
que tenemos por juez a alguien que dio la vida por nosotros demostrándonos así
su eterna amistad?
Hablar del sacramento del Matrimonio nos lleva hablar de la pareja humana y de
la sexualidad. Lo primero que nos dice el hecho de la sexualidad humana es que
el hombre es un ser llamado a comunicarse con otros hombres, a realizarse en la
común-unión con los otros. La sexualidad es el signo más inmediato de esta
estructura dialogal del hombre inscrita en su propio ser.
Pero esta ayuda adecuada aparece cuando Dios crea a la mujer, ante lo cual el
varón exclama: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será
llamada varona porque del varón ha sido tomada" (Gen 2,23). "Esta sí", es decir,
los otros seres vivos no. El hombre sólo es hombre en la comunión con su pareja.
De ahí que el Génesis agregue: "Por eso deja al hombre a su padre y a su madre
y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gen 2,24).
Este misterio del amor humano se ha expresado siempre en todas las culturas
de diferentes maneras y en diversas instituciones. En la Sagrada Escritura vemos
que la Ley de Moisés condena el adulterio (Ex 20,14) y hasta la codicia de la
mujer del prójimo (Ex 20,17b). Todo el Cantar de los Cantares está dedicado al
amor de un amado y una amada que se juntan y se pierden, se buscan y se
encuentran. En el libro de Tobías, se celebra el amor matrimonial de Tobit y
Sarra.
El pecado ha herido nuestra naturaleza humana. Por eso, no hay obra del hombre
que abandonada a sus solas fuerzas pueda alcanzar su cometido. De ahí que la
obra salvadora de Jesucristo abarque toda la vida del hombre. ¿Cómo no tocaría,
entonces, a la realidad del amor humano?
Qué es el amor
Pensemos en nuestra propia sociedad. Se nos dice, a veces, que el amor es sólo
un sentimiento pasajero, o una cuestión de edad, o la simple atracción sexual.
Este amor, en el fondo, es un amor egoísta, que sólo busca la propia satisfacción
y rara vez el bien del otro. Y nunca, o casi nunca, busca plenificarse en la
transmisión de la vida.
Este amor, entonces, no implica compromisos de ningún tipo: ni para uno mismo
(la propia entrega), ni para con el otro (la fidelidad), ni para con la sociedad (la
apertura a los otros y la fecundidad).
De aquí se derivan otras cosas: la mujer es vista como "objeto" y sólo "sirve"
para satisfacer los deseos del varón. En base a esto se forman "modelos" o
"prototipos" de "mujeres 10" y varones 10". Las cualidades que intervienen en la
formación de este modelo poco tienen que ver con lo profundo y lo auténtico del
ser humano: sólo se trata de "medidas", "físico", "edad", "color de ojos",
"estatus", etc., etcétera.
Y Dios es Amor" (1 Jn 4,8b). Así habla de Dios la primera carta de Juan. Todo
amor auténtico procede de Dios y lleva a Dios. En el sacramento del Matrimonio
el amor que el hombre y la mujer se prometen es "bendecido" por Dios.
"Bendecir", o sea, "decir bien". Dios "dice bien" acerca del amor matrimonial y así
lo introduce en su eterno misterio de Amor, porque el mismo es Amor.
El sacramento del amor
¡Qué lejos de la dignidad humana está una imagen del amor que sólo se mueve
por lo que circunstancialmente "se siente"! ¡Qué mediocre y cómoda actitud! Es
como vivir en la superficie de las cosas, sin comprender la profundidad de lo que
significa vivir.
Es que el amor necesita ser alimentado día a día a través de mil gestos y
expresiones. El amor es una tarea nunca acabada, nunca del todo realizada ...
De ahí la fecundidad en la vida. Del misterio del amor surge el misterio de la vida.
Porque el bien tiende a difundirse. Y es condición del verdadero amor el moverse
hacia los otros, no como quien escapa de sí mismo, sino como quien transmite
una buena nueva que desborda su corazón.
Pero sólo por la gracia de la Pascua de Cristo el amor puede ser "más fuerte que
la muerte" (Ct 8,6b).
Ya San Pablo decía, hablando de los ministros, que "llevamos este tesoro en
vasos de barro" (2 Co 4,7a). Quería decir, así, que algo tan inmenso y
grandiosos, como el ser signo personal de Cristo y administrador de su gracia
(ese es el tesoro), se daba en la fragilidad humana, fragilidad en la que también
se da el pecado (el "vaso de barro").
"Yo creo en Dios pero no en los curas", dicen muchos. ¿Pero acaso no es Dios, y
no los hombres, el objeto de nuestra fe? Y quien dice aquello generalmente
agrega: "... yo conocí a un cura que no sabés...!". ¡Qué cerca y qué lejos está, sin
saberlo, de lo que San Pablo decía! Estamos, otra vez, entre el tesoro y el barro.
El tesoro
Todos sabemos muy bien que la gracia en la historia no se da sólo a través de los
sacramentos. En cada acontecimiento humano en el que se hace presente el
amor, está, de alguna manera, presente la gracia de Dios.
Y así como anuncia la gracia, debe denunciar la negación de esta misma gracia:
el pecado. El sabe que Dios vino a salvar lo que estaba perdido.
Muchos se preguntan: "¿Por qué los curas no se casan?". Jesús dijo que algunos
hombres no se casan por el Reino de los Cielos. ¿Qué quiere decir esto? Que el
sacerdote aparece como el hombre que se ha entregado a Dios y a los demás
hombres con una intensidad tal que ha renunciado a "su" pareja y a "su"
descendencia. Por eso el celibato (así se llama el "no casarse") no es una
negación de algo, sino una afirmación de algo mayor: la causa del Reino que llena
toda la vida del ministro de Dios.
El fin, el sacerdote es, y debe ser, signo personal de Jesús en medio del pueblo,
profeta de la gracia, hacedor de la unidad y la reconciliación, el hombre dedicado
exclusivamente al Reino.
El vaso de barro
"Llevamos este tesoro en vasos de barro". Y a veces el barro puede opacar el
tesoro...
Es que el vaso de barro cumple una función: "Llevamos este tesoro en vasos de
barro para que esta fuerza soberana parezca cosa de Dios y no nuestra" (2 Co
4,7). Dios siempre elige el camino de la fragilidad, el camino del hombre, para
mostrarse a los hombres. Así como Jesús nos salvó no desde un trono sino desde
una cruz ...
"Extremaunción". Así se llamaba al sacramento que hoy nos ocupa hasta la época
del Concilio Vaticano II.
¿Qué es lo que cambió para que el "sacramento del temor" sea hoy el
"sacramento de la esperanza"? Más que de "cambio" deberíamos hablar de hablar
de "redescubrimiento" de este peculiar sacramento. Es que había dejado de ser
una "ayuda" para luchar contra la enfermedad y se había convertido en una
especie de "recomendación final". No era el sacramento de los enfermos sino el
de los moribundos. Era un sacramento de "muertos" y no de "vivos".
Pero el sacramento de la Unción no es el sacramento que prepara el "bien morir",
ya que para estas situaciones está el sacramento de la Eucaristía (el "viático").
De Jesús a la Iglesia
Ya la carta de Santiago nos decía: "¿Está enfermo alguno entre ustedes? Llame a
los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre
del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se
levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,1415).
¿Por qué el nombre de Unción? Santiago nos habla de la unción con el óleo. El
óleo, el aceite, siempre fue tenido por símbolo de la fortaleza y del poder que
Dios otorgaba. En este caso, de la fortaleza que se le quiere brindar al enfermo. Y
además es reiterar, en una circunstancia crítica, nuestra condición de bautizados:
"cristiano" significa "ungido".
"Apareció en el cielo una señal grandiosa: una Mujer, vestida de sol, con la luna
bajo los pies y en su cabeza una corona de doce estrellas. Está embarazada y
grita de dolor, porque llegó su tiempo de dar a luz. Apareció también otra señal:
un enorme monstruo rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En sus
cabezas lleva siete coronas y con la cola barre un tercio de las estrellas del cielo,
precipitándolas a la tierra. El Monstruo permanecía junto a la Mujer que da a luz,
listo para devorar al hijo en cuanto nazca. Y la Mujer dio a luz un hijo varón que
debe gobernar todas las naciones con vara de hierro. Pero el niño fue arrebatado
ante Dios y ante su trono, mientras que la Mujer huía al desierto, donde tiene el
refugio que Dios le ha preparado" (Apc 12,16).
"Una señal grandiosa". Entre los múltiples significados de este texto la Tradición
de la Iglesia siempre ha visto a la Virgen María, la Madre del Señor. Hasta tal que
punto que todos los símbolos de la aparición "vestida de sol, con la luna bajo los
pies y en su cabeza una corona de doce estrellas" acompañan a la imagen de la
Inmaculada Concepción.
En ese contexto se nos habla de esta "señal grandiosa". ¿Pero en qué reside lo
"grandioso" de esta señal? Quizás en esa constante siempre presente en toda la
historia de la salvación: en la desproporción entre la fragilidad de la
manifestación de Dios y la aparente omnipotencia del "enemigo".
¿Cómo es posible que el "Monstruo" (la "otra señal") que aparece con la suma del
poder no logre su objetivo: devorar al fruto de las entrañas de aquella Mujer? Sin
embargo la mujer da a luz a un hijo varón que es llevado ante el trono de Dios. Y
ella es conducida al desierto donde es puesta a salvo del Monstruo.
Juan Pablo I decía: "Dios no sólo es Padre; también es Madre". Poco tiempo
después los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla afirmaban: "María es
signo de los rasgos maternales de Dios", de ese Dios que ya en el profeta Isaías
aparecía amando a su Pueblo con amor maternal (Is 49,15).
Luego el Rey se dirige a los que no hicieron tales obras, y concluye diciendo: "Les
aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos,
tampoco lo hicieron conmigo" (Mt 25,3146).
Aquí se nos indica que la única pregunta que se nos hará es la siguiente: "¿Qué
hiciste de tu hermano?", como en aquel relato del Génesis donde Yavé Dios le
pregunta a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel? ... ¿Qué has hecho?" (Gen
4,112).
Quizás muchos cristianos, católicos "prácticos", tengamos la ilusión de que se nos
pregunte acerca de otras cosas; quizás de nuestra "práctica" religiosa, quizás
acerca de nuestras convicciones, de nuestros principios. Y Jesús nos sorprende
con esta pregunta: "¿Qué hiciste de tu hermano?".
Uno de los elementos más llamativos del texto es la siguiente expresión: "Les
aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo". Nada se nos dice de la fe de quien realizó tales obras.
"El Verbo se hizo carne", se hizo hombre, nos dice Juan en su evangelio (Jn
1,14); y en base al pasaje de Mateo podríamos decir: el Verbo se ha identificado
con los más pequeños y los más sufrientes, a tal punto que el hambriento, el
sediento, el peregrino, el desnudo, el enfermo, y el preso son sacramento del
mismo Cristo ... Debemos ver en sus rostros el rostro del Señor crucificado. Por
eso el amor tenido al hermano que sufre es amor al mismo Dios.
Cuando amamos a alguien que puede darnos algo, siempre existe la sospecha de
que nuestro amor sea interesado. Pero cuando nos entregamos a aquel que nada
puede darnos, nuestro amor es pura gratuidad: no espera nada en
correspondencia.
Y no es que la Iglesia se acerque a ellos por sus méritos o virtudes, o por sus
defectos y carencias. Se acerca porque en ellos el amor de Dios se manifiesta de
una manera mas vital. Se acerca por que en ellos escucha el clamor de la justicia
que Dios no desoye, como tampoco desoyó la voz de la sangre de Abel que
clamaba desde la tierra (Gen 4,10).