You are on page 1of 320

Sinopsis

Mi mundo está en llamas y estoy obsesionado con la chica que


encendió la cerilla.
Nudillos ensangrentados y un cuerpo sin vida a mis pies lo
con rman:
Penny es mi perdición.
Mi fachada de caballero no es más que un recuerdo.
Mis pecados se ltran a través de mi camisa como tinta.
Intenté dejarla. No pude hacerlo.
Intenté apagar su vida. Tampoco pude hacerlo.
Así que bailaremos lentamente entre las llamas hasta que no sea
más que cenizas y brasas.
Sólo resurgiré como un Ave Fénix cuando ella se haya ido.
El problema es que nunca la dejaré ir.
No, ella tendrá que correr lejos, muy lejos, para escapar de mí.
Y tal vez lo haga si le digo la verdad:
Soy el dueño de la línea directa de Sinners Anonymous.
Y he escuchado todas las llamadas que ha hecho.
Créditos

Diseño
Dark Queen
Aclaración

Este trabajo es de fans para fans, ningún participante de este proyecto ha


recibido remuneración alguna. Por favor comparte en privado y no acudas a
las fuentes oficiales de las autoras a solicitar las traducciones de fans, ni
mucho menos nombres a los foros, grupos o fuentes de donde provienen
estos trabajos, y por favor no subas capturas de pantalla en redes sociales.

¡¡¡¡¡Cuida tus grupos y blogs!!!!!!


Nota de
Somme

Querido lector:
¡Gracias por haber cogido un ejemplar de Sinners Consumed! Espero
que te guste leerlo tanto como a mí me gustó escribirlo.
Quería recordarte que Sinners Consumed es el segundo libro de un dúo.
La historia de Penny y Rafe comienza con Sinners Condemned.
Además, si no has leído Sinners Anonymous, te recomiendo
encarecidamente que lo leas primero, porque gran parte de la trama
se traslada de ese libro a éste.
Antes de que te sumerjas, debes saber que este libro es un romance
oscuro. Hay varios factores desencadenantes, entre los que se
incluyen el alcoholismo, el suicidio, el asesinato, la agresión sexual y
la agresión sexual a menores. Por favor, lea bajo su propio riesgo.
Con amor,
Somme x
Capítulo
Uno

Penny

D e pie detrás de la barra mientras Raphael se sienta en un sillón


al otro lado de la misma. Sus ojos se jan en un trozo de pared
anodino detrás de mi cabeza, una cha de póquer gira entre sus
dedos hinchados.
El salón es demasiado prístino para toda esta sangre. Demasiado
luminoso, demasiado silencioso. Prácticamente puedo oír los
pecados que gotean de su cuerpo, algunos suyos, otros no, y que
tiñen de rojo la alfombra a sus pies.
Apoyo mis palmas sudorosas en la barra y trago.
—¿Quieres que llame a alguien? ¿A tu hermano? —Sus labios se
inclinan en una sonrisa sin humor, y recuerdo la visión del cuerpo
desnudo y ensangrentado de Gabe y la mirada amenazante que me
lanzó a través del parabrisas. Me estremezco—. El otro hermano,
quiero decir.
Mueve la cabeza una vez.
Pues bien, entonces.
Paso de un pie enfundado en una zapatilla a otro y le miro jamente
durante unos cuantos tics del reloj de pie de la chimenea. Me jo en
su cabello negro alborotado y en su cuello abierto. Quitó los puntos
que mantenían unido a su personaje de caballero en el momento en
que subimos al yate: su al ler de cuello y sus gemelos. Mientras
rebotaban sobre la plataforma de baño, conseguí atraparlos antes de
que desaparecieran en el Pací co. Ahora, mientras miro el gemelo de
diamantes junto a mi mano temblorosa, me pregunto cómo han
podido engañar a alguien.
¿Esto es lo que parece una desperfecto? No lo sé. A pesar de que, al nal,
mi madre se quedaba desnuda frente al tocadiscos del pasillo,
llorando al ritmo de las baladas más desgarradoras de Whitney
Houston, o de que mi padre se golpeaba la cabeza repetidamente
contra el espejo del baño, su desaparición fue lenta. Más bien el
desmoronamiento que esperaba, en lugar de un repentino crack que
no vi venir. Cuando levanto la vista del gemelo y vuelvo a mirar a
Raphael, me sobresalto al ver que me está mirando jamente. Una
mirada entrecerrada, ennegrecida por el tipo de imprudencia que
hace que tu instinto de supervivencia se active. El tipo de mirada
que te haría cruzar la calle si la vieras en los ojos de un desconocido,
o saltar de un Uber si te saludara por el retrovisor.
Me vuelvo hacia la pared de licores. No porque su expresión me
asuste, sino porque sé que no debería calentar el espacio entre mis
muslos. Estoy enferma.
Busco el botiquín y una botella de whisky Smuggler's Club.
—Vodka.
Mis hombros se tensan.
—¿Desde cuándo has empezado a beber vodka?
—Desde que dijiste que no me besarías si bebía whisky.
Una marea caliente me lleva el mareo a la cabeza y el calor al
estómago. La sensación solo se intensi ca cuando me giro y no
encuentro humor en sus ojos.
Saliendo de detrás de la barra, atravieso el salón y me sitúo en su
órbita, con el corazón latiendo un poco más rápido a cada paso. Sus
ojos me siguen, endureciéndose cuando mis piernas aparecen.
—Ponte algo de ropa, Penelope. Mis hombres están a bordo y no
quiero matar a nadie más hoy. —Se deja caer en el sillón, pasándose
una mano herida por el cabello con un barrido descuidado—. Esos
malditos muslos —vuelve a murmurar ante el insulso trozo de
pared.
Matar. Así que Blake está muerto. Cristo, pensé que tal vez sólo le
dio una pequeña conmoción cerebral, o algo así. ¿Qué podría haber
hecho que era tan malo?
Todavía en estado de shock por haberme despertado con el sonido
del cuerpo de Blake rebotando en el capó del auto de Raphael, no
tengo fuerzas para discutir sobre cómo si un hombre sexualiza unos
pantalones cortos de pijama y una camiseta de tirantes es su puto
problema. Adormecida por todas partes menos en mi centro, recojo
la manta que está colgada en el brazo del sofá y me envuelvo con
ella. Tengo toda la intención de dejar el licor y el botiquín en la mesa
de café y volver corriendo a la seguridad del bar, pero el brazo de
Raphael sale disparado, rodea la parte trasera de mis piernas y me
atrae hacia su muslo.
Mi pulso se ralentiza hasta alcanzar un ritmo de jarabe, demasiado
pegajoso para latir correctamente. Mi visión se oscurece ante el calor
de su cuerpo que se ltra a través de la manta y se empapa del mío.
Es duro y cálido, y el peligro se desprende de él como una onda
sónica.
Me agarra por la cintura y mis ojos se dirigen a su brazo. Se ha
quitado la chaqueta poco después de los gemelos y ahora tiene las
mangas remangadas para mostrar los antebrazos entintados y
cubiertos de sangre. El Rey de Diamantes me mira expectante.
Me doy la vuelta y cojo el botiquín. La despreocupación no es la
expresión más fácil de llevar, no cuando un latido me golpea el
hombro y un aliento caliente y pesado me hace cosquillas en la
garganta. Mi débil cara de póquer se ve inmediatamente minada por
el temblor de mis dedos al abrir la caja blanca y roja.
Con la mirada perdida, miro los objetos extraños que hay dentro.
—Espera; tengo que buscar esto en Google.
Un maldito agarre en mi cadera me impide saltar.
—El líquido claro es una solución salina. Empapa un algodón en él.
—Extiende su grande y herida mano sobre la curva de mi muslo,
enviando un escalofrío febril a través de mí—. Luego límpiame las
manos.
Apenas puedo concentrarme en la tarea; estoy demasiado ocupada
levantando ampollas bajo su mirada y ngiendo que su mano en el
muslo no me afecta en absoluto.
Hago una pausa con el algodón sobre sus nudillos.
—Esto puede doler.
Su risa es ronca y mis oídos se calientan.
—Creo que sobreviviré.
Su mirada sigue presionando en mi mejilla mientras le limpio las
heridas con torpes toques y la nariz arrugada. Cuando la tensión se
hace tan densa que ralentiza mis movimientos, le digo:
—Para un hombre que se enorgullece de no tener los nudillos rotos,
seguro que sabes cómo usar un botiquín.
Esta vez, su risa es más suave.
—Vengo de una familia de matones. He curado más que unas
cuantas heridas de bala en mi época.
Levanta la mano derecha para inspeccionar mi obra, y cuando la
considera satisfactoria, la desliza por mi pierna y la coloca en la
parte baja de mi estómago. La sensación de su dedo meñique
apoyado en mi pubis me hace desear frotar mis muslos. Mi siguiente
respiración sale temblorosa y entrecortada. Mueve su mano
izquierda para que pueda trabajar en ella.
—Bueno, ahora tú también eres un matón —murmuro, empapando
más algodón en suero—. ¿Qué hizo Blake?
—Me ha cabreado.
Trago saliva.
—Así que lo mataste.
Su palma presiona con más fuerza mi estómago y su barbilla se
apoya en mi hombro.
—Estaba mirando algo que no le pertenece.
Su voz profunda no tiene emoción, y durante un breve segundo,
cierro los ojos y me dejo llevar por ella. ¿Está hablando de mí? Blake
estaba lo su cientemente cerca del auto como para rebotar en el capó
y despertarme. Eso, además de su comportamiento espeluznante
hacia mí en general, hace que sea plausible que me estuviera,
mirando, pero la forma en que Raphael lo dice hace que mi columna
vertebral se ponga rígida. Porque sus palabras vienen con una
pesada insinuación clavada al nal. Me pertenecía a mí en su lugar.
El pánico y el enfado me invaden a partes iguales. El hecho de que
tenga unas ganas feroces de arrancarle toda la ropa con los dientes
no signi ca que de repente haya tirado por la ventana todas mis
creencias sobre los hombres. Ningún hombre me ha mareado tanto
como Raphael Visconti, pero eso no signi ca que de repente sea suya.
Es una anomalía, no la excepción.
Dejo caer el algodón con un plop empapado y me giro para mirarle.
Dios, está cerca. Tan cerca que mi nariz roza la suya. Alejo la falta de
aire y endurezco mi mirada.
—Yo tampoco te pertenezco.
Una sonrisa sin humor estira sus labios.
—No te quiero, Penelope. —Antes de que su omisión tenga tiempo
de escocer, lleva su mano a mi mandíbula y me agarra ahí—. Pero
voy a tomarte de todos modos, y luego voy a arruinarte.
Parpadeo.
—¿Qué?
—Es justo —dice, con un tono carente de emoción.
Una horrible sensación de pavor recorre los planos de mis hombros
y me aprieta la nuca.
—¿Por qué? —Respiro.
No se le escapa nada.
—Porque es sólo cuestión de tiempo que me arruines.
No tengo respuesta, pero no importa. No la habría sacado para
cuando unas manos calientes bajan a mis caderas, me levantan y me
sacan de la habitación.
Capítulo
Dos

Penny

L as paredes revestidas de roble, las alfombras color crema y las


gotas de sangre pasan como un borrón. Hago contacto visual con
la serpiente que asoma su feroz cabeza por debajo del cuello abierto
de la camisa de Rafael y aprieto con fuerza su cuello.
—¿A dónde vamos? — Aunque mi corazón ya lo sabe.
—Mi habitación.
—¿Por qué? —Susurro.
Desplaza sus antebrazos bajo mi culo.
—Para poder follarte, Penelope. ¿Por qué más?
Yo también sabía la respuesta a esa pregunta, pero eso no impide
que la descarga electrice mi piel. Es la forma descarada en que su
sedosa voz envuelve la frase. Con ligereza, con hechos, como si fuera
su derecho divino a follarme. Como si no me hubiera escuchado
cuando le dije que no soy suya. Tiene sentido, supongo. Dios le dio
todo lo demás.
Mi pulso se agita tan violentamente en mi clítoris que el resto de mi
cuerpo se siente débil. Aun así, sé que debería hacer algún tipo de
protesta. Me golpeo la frente contra su pecho y hago un intento a
medias de zafarme de su agarre.
—Bueno, no quiero follar contigo, pendejo.
Su hombro choca con una puerta y la atravesamos. Una mano se
desliza entre mis muslos y me sujeta por encima del pantalón de
pijama. Es un agarre áspero y audaz que hace que ponga mis ojos en
blanco. Su mano, ahora húmeda, vuelve a mi cadera.
—Ajá —es todo lo que dice. Capto la sonrisa de la serpiente antes de
que Raphael me arroje a la cama.
Doy dos saltos y me subo al cabecero de la cama para apoyarme en
él como si fuera una balsa salvavidas. Como si fuera a salvarme del
monstruo de dos metros y medio de mirada temeraria que se cierne
a los pies de la cama.
Nos miramos jamente y sus ojos entrecerrados no hacen más que
arrastrarme a aguas más peligrosas. Los nervios recorren mis venas
como arañas, porque no estoy del todo convencida de que vaya de
farol. Pero entonces se desabrocha los tres primeros botones de la
camisa y, bueno, de repente me importa una mierda si está
mintiendo o no.
Mi respiración se vuelve super cial y le veo observarme, sus ojos
recorren mi cuerpo como si estuviera considerando por dónde
empezar. He perdido la manta en algún lugar entre el salón y la
cocina, y ahora me maldigo por haberme puesto los pantalones más
cortos para dormir en el auto de Raphael.
Mi atención se concentra en el bulto que se cuela por debajo de su
cinturón. Cruzo las piernas en señal de autopreservación.
—¿Pensaba que llevaba a las chicas a citas antes de follártelas?
Sus ojos recorren mis tetas.
—¿Lo hago? —pregunta secamente.
—Eso es lo que dicen.
Una sonrisa demoníaca inclina sus labios.
—¿Y qué más dicen?
Trago.
—Que sólo follas por detrás.
Su mirada se eleva a la mía, con destellos negros.
—Qué caballeroso de mi parte.
En un rápido movimiento, se desprende de la camisa, la agarra en
un puño ensangrentado y la tira al suelo.
Jesús, María y José. Todos los demás personajes de la Biblia también.
Iluminado por el sol de la mañana que entra por la ventana, es una
montaña de músculo y pecado, y ninguna cantidad de tinta que
manche su cuerpo puede ocultar su fuerza o de nición. Frotando
una mano ensangrentada por sus abdominales, da un paso perezoso
hacia la cama, un movimiento que hace que se me haga la boca agua
y que los dedos de los pies se me encojan de miedo.
Me mira con recelo. Extiende los brazos como si nos hubiéramos
encontrado en una situación desafortunada y las consecuencias
fueran menos dolorosas si aceptamos nuestro destino.
—Supongo que tenías razón.
El rayo de sol que atraviesa los naipes y las escrituras en su pecho
atrapa el signi cado de sus palabras: No soy un caballero.
No debería estar tan estupefacta. Lo sabía desde el principio. Desde
el momento en que me acerqué a él en el bar y su mirada calentó la
carne a través de la abertura de mi vestido robado. Pero supongo
que enfrentarse a la realidad da más miedo que la fantasía.
Y Raphael Visconti en toda su gloria pecaminosa, da miedo.
Clink, thawp. Su cinturón se desliza de sus trabillas con la exión de
un bíceps. Suena como el chasquido de un látigo y me hace
re exionar inmediatamente. Por instinto, mis ojos se dirigen a la
puerta y me pregunto si lograría pasar el monstruo si corriera lo
su cientemente rápido. Decidiendo que no hay ninguna posibilidad,
reprimo un gemido y miro la sábana junto a mi muslo. Paso una
mano temblorosa por el algodón egipcio de color crema y hago una
broma de mierda, como si eso fuera a abrir un hueco en mi malestar.
—Sabía que planchabas tus sábanas.
Un gruñido animal sale del fondo de la cama. Levanto la vista justo a
tiempo para ver cómo la tinta se sumerge bajo los calzoncillos negros
antes de que una mano fuerte me agarre por el tobillo y me tire hacia
abajo. El techo desaparece tan rápido como llegó, obstruido por unos
hombros más anchos que un campo de fútbol y unos ojos igual de
verdes.
Dulce, santo in erno. A pesar de que sólo mido 1,65 metros y tengo la
columna vertebral recta, nunca me había sentido pequeña. Supongo
que a la mayoría de las chicas a las que les escuecen los muslos en
verano les pasa lo mismo, pero cuando el cuerpo caliente y pesado
de Raphael cae encima del mío, inmovilizándome a la cama con
músculos de acero y mala intención, me siento como si me hubiera
tragado un eclipse.
A pesar del calor que induce al delirio, me estremezco cuando me
agarra el moño, me echa la cabeza hacia atrás y me pone la cara en la
garganta.
—Hazme un favor, Penelope —gruñe contra mi pulso acelerado—.
A menos que gimas mi nombre o me chupes la polla, mantén la puta
boca cerrada. —Otro tirón en mi moño, otro punzada en mi clítoris
—. Estoy tan harto de la mierda que sale de ella.
Sé que debo estar furiosa, pero joder, es difícil estarlo cuando te
derrites bajo la carne y el músculo. Es difícil pensar. Su torso se
desliza por mi cuerpo y sus manos le siguen, hasta que se acurruca
entre mis muslos. Unos dedos gruesos e hinchados se enroscan en la
cintura de mis pantalones y mi corazón deja de latir por completo.
Joder. ¿Va a terminar lo que empezó en su o cina? No sé si seré
capaz de soportarlo. No he sido capaz de manejar la mera idea de
ello. He usado la alcachofa de la ducha en mi clítoris cuatro veces
pensando en ello, y no he pasado de la tercera lamida imaginaria
antes.
Oh, Dios. Me baja los pantalones por las piernas y, con su ligereza,
desaparecen en las sombras detrás de él. Mira rápidamente la tira de
encaje que cubre mi coño y luego hunde su cara en ella.
Mi jadeo se convierte en un escalofrío ante la cálida y húmeda
presión. Un poco mía, un poco suya. Un profundo torrente de placer
se extiende desde mi centro y a través de mis extremidades como un
fuego salvaje, caliente e incontrolable.
Sé que no sobreviviré.
Cuando siento que su lengua empuja la tela de mi tanga en mi
entrada, aprieto los dientes sobre mi labio inferior para no gemir.
Puede que no esté en el estado mental adecuado, pero mi deseo de
no dar a este hombre la satisfacción de romperme es instintivo.
Aprieto los ojos e intento pensar en otra cosa que no sea lo que
ocurre entre mis piernas, pero me resulta imposible cuando me
arranca también el tanga. Mis párpados se abren justo a tiempo para
ver cómo me quita las bragas de un rasgón y las lanza en dirección a
su tocador. Vuelan por la habitación y caen sobre una lámpara.
Me mira.
—Ahora son mías.
—¿Te estás follando mis bragas, o algo así?
Un duro golpe en mi clítoris hace que las estrellas brillen frente a mis
ojos.
—O algo así.
Dios. La idea de que se masturbe en mis bragas me da vueltas en la
cabeza. Es tan burdo, tan poco caballeroso, y es obsceno lo halagada
que me siento. Con un brusco tirón, me separa las piernas, me sujeta
las rodillas a la cama y se sienta lo justo para estudiar lo que hay
entre ellas.
La sangre me retumba en los oídos. Una ligera brisa refresca la
resbaladiza capa de mi coño y el interior de mis muslos, haciéndome
temblar. Raphael sacude un poco la cabeza y roza con un pulgar
sorprendentemente suave el mechón de cabello de ahí abajo.
—Te han hecho a mi medida, Queenie —murmura. Luego su tono se
agrava—. Por supuesto que sí, joder.
¿Reina? Me había imaginado que me llamaba así en el auto. ¿Por qué
me llama Queenie? Pero entonces se deja caer sobre los codos,
desliza sus hombros bajo mis rodillas y lame desde la entrada hasta
el clítoris. Inmediatamente, archivo el pensamiento en una caja
etiquetada como Preguntas para cuando Raphael Visconti no tenga su
cara enterrada en mi coño y dejo caer mi cabeza contra la almohada.
El siguiente golpe caliente y húmedo de su lengua es más lento,
interrumpido por una furiosa succión en mi clítoris. Me obligo a
ralentizar la respiración y a relajar los muslos, porque sé que no solo
no sobreviviré a esto, sino que no pasaré de los próximos cinco
segundos a este ritmo.
Mi sangre se convierte en vapor y se eleva, creando una neblina
sobre la cama, que se hace más espesa con cada lametón enloquecido
y cada chupada dura y cada gemido gutural. Cada nervio de mi
cuerpo se ha deslizado hacia el sur y ha cobrado vida. Dios, no
puedo correrme ya. En parte porque no quiero darle la satisfacción
de saber lo caliente que me pone, «aunque es bastante obvio por los
sonidos descuidados que salen de mi entrada cada vez que su
lengua se sumerge en ella» y en parte porque no quiero que sepa lo
patéticamente inexperta que soy.
Sólo he tenido sexo con dos hombres; ninguno me la chupó.
Supongo que no hay mucho espacio para ello en la parte de atrás de
un Honda de lujo. De todos modos, no se preocuparon por
excitarme.
A pesar del entusiasmo de Raphael, estoy bastante segura de que
tampoco le importa mi placer. Sus manos me agarran con tanta
fuerza que sus nudillos heridos desaparecen en mi carne. Me sujeta
donde necesita, inclinando mis caderas hacia arriba para recibir
lengüetazos más largos y furiosos.
Ahora mismo, no podría importarme menos su motivo. Cada
lametazo trae una nueva ola de delirio, más grande y aterradora que
la anterior.
—Oh, joder —gimo cuando hace girar su lengua alrededor de mi
clítoris para cambiar de ritmo. Gime en señal de aprobación y hunde
más su cara en mí.
La presión aumenta, volviéndome loca, hasta que estoy tan cerca de
correrme que el techo da vueltas por encima de mí. Suelto las
sábanas y clavo mis dedos en su espeso cabello, tirando de su cabeza
hacia atrás.
Nuestros ojos chocan; los míos llenos de desesperación, los suyos
ennegrecidos por la irritación.
—Creo que voy a...
—No te atrevas.
Tras un último pellizco en mi clítoris, me arroja sobre las manos y las
rodillas y cierra la brecha detrás de mí.
—Estos. Malditos. Muslos, Penelope —sisea. Sus manos son ásperas
y egoístas cuando rozan la parte trasera de mis piernas y me tocan el
culo—. Tuve que cambiar el uniforme por estos muslos.
A pesar de que mi piel zumba de anticipación, frunzo el ceño.
—¿Qué pasa con estos muslos?
Me da una fuerte palmada en el culo. Mi cabeza cae sobre la cama,
dejando que la almohada absorba la mayor parte de mis gemidos.
—Me cabrean.
No tengo ni idea de lo que está diciendo, pero no me importa. No
cuando me agarra el culo y hunde sus dientes en una mejilla. Un
dolor candente recorre un camino frenético hasta mi coño, donde se
asienta en un palpitar satisfactorio.
—¡Ay!
—Cállate.
—Jesús —gruño en la almohada—. Pensé que eras encantador.
Una risa oscura refresca los labios de mi coño.
—No en el dormitorio, Queenie.
—Sí, no me digas. ¿Por qué alguien te coge cuando le hablas como…
oh, Dios.
Corta mi sarcasmo deslizando dos dedos dentro de mí. Mientras la
presión enloquecedora crece y orece con cada movimiento
involuntario de mis caderas, un sonido estrangulado sube por mi
garganta y llena la habitación.
Detrás de mí, Raphael hace un ruido de satisfacción.
—Estás tan apretada, nena. Estás tan... —Su mano libre vuelve a
azotar mi culo, cargado de su frustración—. Cazzo. Sei perfe a. (Joder.
Eres perfecta.)
Se me escapa un suspiro tembloroso, las neuronas de mi cerebro se
disparan con lo que aprendí en Italiano para Dummies.
—Más —murmuro contra la almohada, sin estar segura de querer
que me oiga. Él responde apretando su pesado pecho contra mi
espalda, apoyándose con una mano junto a mi cabeza. Me giro para
mirarlo. Unas manos herida y ensangrentada que descansa sobre un
lujoso algodón y que ha acabado con una vida hace menos de una
hora. Por mí.
Aprieto los ojos. Ese pensamiento no debería acercarme al límite.
Raphael empuja sus dedos más adentro de mí y los mantiene allí.
Sus labios se acercan a la concha de mi oreja con una pregunta
cargada.
—¿Cuántos otros dedos han estado en este coño, Penelope?
La violencia en su tono dice que cualquier número mayor que cero
será demasiado, pero quiero evitar el tema de la inexperiencia, así
que recurro a la ligereza.
—No sé. Serían muchos dedos para sumar.
Eso me hace ganar un fuerte empujón en mi coño y un mordisco en
el culo. Mis párpados se abren, justo a tiempo para ver cómo la
mano junto a mi cabeza se enrosca en la sábana.
—Acabo de matar a un hombre por mirarte. ¿Crees que no mataré a
unos cuantos más por tener sus dedos dentro de ti?
La falta de aliento me recorre y aumenta mi placer.
—Sólo digo que son muchas matemáticas en un momento como éste.
Retira bruscamente sus dedos. Una mezcla de vacío y desesperación
los sustituye, pero sólo dura unos instantes, y entonces oigo el
chasquido de un elástico en la cintura y empuja su longitud dentro de
mí con un fuerte empujón.
Mis paredes arden por la circunferencia y el golpe, arrancando un
grito de mi garganta. La cabeza de Raphael sigue a la mía hasta la
almohada y se posa junto a mi mejilla.
—¿Cuántas pollas entonces, listilla?
Dejo escapar un sollozo estrangulado como respuesta y giro la
cabeza para alejarme de él. Detrás de mí, siento que su estómago se
tensa contra mi culo. Hace una pausa y se retira lentamente, casi
hasta el nal, antes de volver a entrar en mí con más precaución.
Cuando un ligero beso toca el espacio entre mis omóplatos, mi
columna vertebral se pone rígida y algo cálido y desagradable llena
el espacio dentro de mi pecho. El movimiento está en desacuerdo
con las manos ásperas y el ardor del sur. Intenta ser amable, permitir
que me adapte a él.
No me gusta nada.
Pero tras unos cuantos empujones más, mi respiración se ralentiza y
el fuego se convierte en un calor mucho más placentero. Ajusto mi
peso para acomodar más de él, y con cada lento deslizamiento y el
oscuro aliento que me recorre la espalda, el dolor de mi núcleo se
convierte en un pulso desesperado.
Más, quiero gritar. Fóllame como si hubieras entrado en mí. Fóllame como
lo harías con todas las demás chicas.
Pero no tengo la humildad de pedirlo. En lugar de eso, aprieto la
frente contra la almohada y arqueo la espalda, intentando sutilmente
que me penetre más.
Una mano me pasa por el cabello y me deshace el moño. Los
mechones rojos caen alrededor de mis hombros y luego desaparecen
de la vista cuando Raphael los recoge en su puño y los sostiene en la
base de mi cuello.
—¿Cuántas pollas, Penelope? —vuelve a preguntar, esta vez con un
tono más suave.
Oh, así que lo dice en serio. Estoy dispuesta a decirle una mentira.
Quiero cabrearlo. Quiero que me folle más fuerte.
Tenso los hombros y me preparo para el impacto.
—Demasiados para contarlos.
Un siseo feroz recorre mi espalda cuando Raphael empuja dentro de
mí con un golpe violento y abrasador. Mi cabeza choca contra el
cabecero y, cuando vuelve a empujar dentro de mí, su mano se posa
sobre mi coronilla.
Me doy cuenta de que es para amortiguar el siguiente golpe. El
movimiento es demasiado tierno, demasiado caballeroso, y una
chispa de irritación parpadea en mi interior.
Me zafo de su agarre y vuelvo a mirarle. Nos miramos a los ojos y
mi siguiente respiración se entrecorta.
Joder. Parece un rey. Cada músculo entintado se contrae mientras me
folla. Ahora entiendo por qué sólo se folla a las mujeres por detrás.
Sabe que no sobrevivirían viendo cómo las empala, y si lo hicieran,
no hay duda de que querrían que se las follara de nuevo.
Otras chicas. En un momento de locura, había pensado que quería
que me follara como se las follaba a ellas, pero ahora, la idea me
llena de amargura.
A medida que nuestro contacto visual se hace más profundo,
ralentiza sus empujones y su mirada se calienta.
Molesta, mi cerebro sobrecargado de trabajo decidió unirse a la
esta, me apoyo en los antebrazos y golpeo con mi culo la longitud
de su polla.
—¿A cuántas mujeres te has tirado, Raphael? —le respondo con
brusquedad.
Su mandíbula se tensa y echa la cabeza hacia atrás, siseando algo
oscuro en italiano al techo. Me suelta el cabello y se pasa la mano por
la garganta. Cuando sus ojos vuelven a bajar, me mira el culo como
un loco.
—Hazlo de nuevo.
El repentino cambio de poder me aprieta los pezones. Con los ojos
entrecerrados, le veo mirarme, mientras me deslizo hasta la punta de
su polla y me mantengo ahí. Su mirada se dirige a la mía,
confundida.
—Di por favor.
Ba-dum. Ba-dum. Pasan dos latidos, amenazando con abrirme el
pecho. Por un momento estúpido, pienso que podría decirlo de
verdad.
Sólo hace falta otro momento para darme cuenta de que soy más
estúpida de lo que pensaba.
Sus manos me agarran las caderas con tanta fuerza que amenazan
con magullar mi piel. Me penetra sin freno ni piedad, haciendo que
los ojos se me vayan a la nuca.
—¿Por favor? —Le oigo gruñir—. ¿Quieres que te lo suplique?
El calor se hincha entre mis muslos con cada empuje furioso. Joder,
estoy tan embriagada por la plenitud y el hombre que temo tener una
sobredosis. Entierro la cabeza en la almohada y muerdo la tela
durante tres segundos, hasta que otro siseo me toca los oídos y los
dedos se entrelazan con mi cabello.
Raphael me tira del cabello con tanta fuerza que me pone en
posición vertical en su regazo. Mi espalda se apoya en su duro pecho
y mis muslos en los suyos.
—¿Parezco un hombre que suplica, Penelope? —gruñe, tirando de
los tirantes de mi camiseta y mi sujetador. Dobla las copas hacia
abajo y luego, con un gruñido frustrado, lo desengancha por la
espalda y lo arroja fuera de la vista.
Brevemente, me devuelve a un auto empapado por la lluvia, con
Driving Home for Christmas crepitando en la radio. ¿En qué universo
paralelo me regaló Raphael Visconti una Amex negra a cambio de
quitarme el sujetador?
En cuanto el aire frío toca mis pechos desnudos, los calienta con sus
manos, moldeándolos a su gusto. Me duelen los pezones por la
necesidad de atención, y no me decepciona cuando los aprieta entre
el pulgar y el índice.
—Joder —gimo, echando la cabeza hacia atrás contra su clavícula.
Me aprieto contra su polla, relajándome hasta que está tan dentro de
mí que mi culo está a ras de su base.
Me rodea la cintura con un antebrazo entintado y me sujeta al
cuerpo. Su otra mano me da un último apretón en el pecho antes de
deslizarse hasta mi clítoris.
En el momento en que me presiona con dos dedos, sé que se acabó el
juego. Me acaricia de arriba a abajo, avivando las llamas de mis
entrañas hasta que amenazan con prenderme fuego.
Me balanceo contra su polla y empujo contra sus dedos, desesperada
por perseguir el subidón.
—No te detengas —respiro, girando la cabeza hacia un lado cuando
los dientes de Raphael esculpen un camino eléctrico en mi garganta
—. Voy a...
Mis ojos se abren cuando sus dedos abandonan mi clítoris.
—¿Qué estás...?
—Di por favor —se burla.
Ralentizo el movimiento de mis caderas, absorbiendo sus palabras.
Tienes que estar bromeando.
Estoy tan colocada, tan febril, que, aunque soy demasiado terca para
decir por favor, también estoy demasiado desesperada para discutir.
En su lugar, llevo mi propia mano entre mis muslos.
Raphael me coge las muñecas con una mano y las tira bruscamente
por encima de mi cabeza. Una risa oscura hace vibrar mi espalda.
—Buen intento.
Roza con sus nudillos mi clítoris palpitante, provocando de nuevo
un temblor lento.
—Di por favor, Penelope.
Lucho contra su agarre, pero es inamovible.
—Vete a la mierda.
—No sé qué idioma es, pero no es así como se dice por favor.
Mi respiración se acelera a medida que la presión aumenta de nuevo
y, por un momento, creo que ha olvidado su estúpido juego. Pero
cuando mis uñas se clavan en su muslo y suelto un grito, retira la
presión.
—No —gimoteo.
—Dilo.
—No…
Cuando me frota de nuevo, sacudo la cabeza con pánico, sabiendo
que no puedo hacer frente a lo que viene.
—No te detengas.
—¿Cuál es la palabra, Penelope?
—No puedo...
—Sólo dilo, carajo.
—Por favor.
Se me escapa de los labios en un gemido desesperado y jadeante, e
incluso mientras los dedos de Raphael me frotan más fuerte y más
rápido, sé que su sonido me perseguirá más tarde.
Ahora mismo, sin embargo, me importa un carajo. El delirio estalla
en mis venas, consumiendo todo el oxígeno de mi sangre. El fuego
arde y luego se enfría hasta convertirse en un calor letárgico, lleno de
alivio.
Mi cabeza cae pesada contra el pecho de Raphael, y sus caricias
contra mi coño se vuelven suaves y delicadas. Su respiración se hace
más lenta.
—Buena chica —susurra, plantando un tierno beso en mi cuello.
Buena chica. No odio que me llame así; odio que orezca en mi pecho
como una or. Luego sus pétalos se marchitan, pudriendo mis
entrañas, y me retuerzo para sacarlo de mí.
Dolorosamente consciente de que su polla dura como una roca sigue
palpitando dentro de mí, sé que tengo que quitarme esa sensación.
Necesito llevar al hombre al orgasmo, aunque sólo sea para igualar
el terreno de juego y hacer que se corra tanto como yo.
Me deja apartar su brazo de mi cintura y se deja caer hacia delante
sobre la almohada. Sus muslos se exionan contra los míos y me giro
para mirarle.
Me mira con ojos oscuros y descon ados. Cuando vuelvo a
deslizarme por su polla, dirige su atención a mi culo y respira lenta y
profundamente. He aprendido la lección: no recibiría un por favor de
este hombre ni aunque intentara impedir que incendiara el mundo,
pero la forma en que aprieta los dientes al ver cómo su longitud
desaparece dentro de mí casi merece la pena.
Deja escapar un ruido de satisfacción. Hace un pequeño movimiento
de cabeza.
—Eres perfecta. ¿Lo sabes?
Mi corazón se revuelve. Ahora mismo, necesito acero, no seda. Me
muevo para apartar la mirada, pero él me agarra la mandíbula para
mantenerme ahí. Con la otra mano, agarra la parte superior recogida
en mi cintura y la utiliza como un asa para empujarse más adentro
de mí.
—Quieres saber a cuántas mujeres me he follado —dice.
—No —susurro. La verdad es que preferiría echarme cera caliente en
los oídos antes que escuchar la respuesta.
Se ríe con ganas.
—Bien, porque tengo una cifra mejor. Cuántas veces me he follado el
puño pensando en ti.
Una lánguida fascinación recorre mi interior. Mi tierno clítoris
empieza a palpitar de nuevo. Dios. Un hombre como Raphael no se
excita, ni con un puño ni con mis bragas. Es tan primario. Tan
descontrolado.
Ardo en deseos de saber más.
—¿Cuántas veces?
Se pasa los dientes por el labio inferior, con los ojos brillando.
—Demasiadas para contarlos.
Bueno, supongo que me merecía esa respuesta. Arqueo más la
espalda, mis pezones rozan la ropa de cama y encienden un nuevo
calor en mi interior.
—¿En qué piensas? —susurro.
Se separa de mi mandíbula y recorre con ambas manos el costado de
mi cuerpo, siguiendo sus movimientos.
—Esto no está lejos, Queenie.
Medio gimoteo, medio risa.
—Los sueños realmente se hacen realidad, ¿eh?
Me mira jamente, pero la diversión suaviza sus iris.
—Hablas mucho menos de mierda cuando te cojo en mis sueños.
Antes de que se me ocurra una respuesta ingeniosa, me mete la
mano en el cabello y me empuja la cara hacia la almohada. Está claro
que ha terminado de entretenerme. Un gemido estrangulado se
escapa de mis labios con cada embestida, y cuando aumenta la
ferocidad y el ritmo, puntuando cada golpe con el insensible italiano,
el calor fundido se extiende por todo mi cuerpo.
—Joder, Penny —es el último juramento murmurado que se desliza
de sus labios antes de que la pared de su estómago se apriete contra
mi culo y un tipo diferente de calor me llene.
Mientras me derrito en la ropa de cama, con el cuerpo ojo, el peso
de Raphael cae encima de mí. Es pesado y lo consume todo, y
descubro que no me importa ni un poco.
Mis párpados se cierran durante un breve instante. Escucho los
latidos de su corazón, ligeramente desincronizados con los míos.
Siento su aliento refrescar el sudor de mi nuca. Cuando su tacto se
suaviza en mi cadera y se desliza fuera de mí, me planta un beso
caliente en el cuello.
—Estuviste increíble. —La cama se hunde y el chasquido del elástico
al subirse los bóxer resuena en mi oído—. Por desgracia —añade con
amargura.
Apretando las sábanas contra mi pecho, me doy la vuelta,
observando su espalda entintada mientras se dirige al baño.
Se detiene y se lleva la mano a la nuca, antes de volverse para jarme
con una expresión oscura.
—Condón —es todo lo que dice.
Se me hiela la sangre; un marcado contraste con el jugo caliente que
corre por el interior de mi muslo. ¿Cómo he podido ser tan estúpida?
Vergonzosamente, ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de
usar protección. Ni cuando Raphael declaró que iba a follarme, ni
cuando siguió con veneno.
Dejé escapar una respiración temblorosa.
—Estoy tomando la píldora.
Sus ojos se entrecierran, la molestia le tensa la mandíbula. La
palabra, por qué, baila entre la puerta y la cama. Por supuesto, no le
digo que lo tomo desde los trece años para regular la menstruación.
Se pasa una mano herida por la garganta, posando su mirada en el
cabecero de la cama detrás de mí.
—¿Estás limpia? —pregunta con fuerza.
Le miro con incredulidad.
—¿Lo estás? —Le respondo bruscamente.
Sus ojos se posan en mí con amarga diversión.
—Sí, Penelope. No suelo ser tan estúpido como para follarme a una
tipa sin condón.
Y entonces la puerta del baño se cierra de golpe tras él.
Capítulo
Tres

Penny

E l ruido del agua al salpicar las baldosas atrae mi atención


hacia la puerta del baño. Cuanto más la miro, más me oprime el
pecho el malestar.
Raphael me ha llamado tipa y ahora me está lavando el cuerpo. Pero
ahora que le he dejado entrar en mí, tengo la horrible sensación de
que no podré hacer lo mismo.
Me siento más erguida, tratando de ignorar el goteo fresco de semen
que se acumula entre mis muslos. No me había dado cuenta de que
Raphael vivía en el yate, pero cielos, ¿por qué no iba a hacerlo?
Estudio el dormitorio-cabina por primera vez. Cortinas negras,
paredes color crema. Telas suaves sobre muebles duros. Es
de nitivamente él, y todo lo que no es me pertenece. Las bragas
colgando de la lámpara. Los pantalones cortos arrugados en el
asiento de la ventana. Mis cosas parecen tan fuera de lugar en esta
habitación como yo me siento.
El aire es tan incómodo que me agarrota los miembros. Me tumbo y
sucumbo a él, mirando al techo. Después de lo que parecen horas,
pero que probablemente son sólo minutos, me doy cuenta de que la
ducha sigue abierta. Esa incomodidad se convierte en vergüenza.
¿Está esperando que me vaya? Jesús. Aparte de no llevarme a una cita y
follarme sin condón, me ha tratado como a cualquier otra mujer. Me
ha cogido por detrás, y me ha cogido duro. ¿Tal vez espera que me
vaya antes de salir?
Asqueada por la idea de que salga de la ducha y le moleste que siga
holgazaneando en su cama, salgo de ella de un salto. Busco el
sujetador y los pantalones, me los pongo y me tapo los pechos con el
chaleco.
¿Y ahora qué?
Me gustaría saber cuál es la etiqueta habitual de una noche. Eso me
daría una idea de qué hacer después de una aventura de una noche.
Probablemente podría haberlo averiguado con un poco de sentido
común, si, ya sabes, no estuviera varado en un mega yate en medio
del Pací co.
Oh, uno en el que también trabajo.
Si la cabeza no me diera vueltas, la golpearía contra la pared por mis
pecados. Soy un idiota. En el momento en que salgo de esta
habitación, corro el riesgo de chocar con un compañero de trabajo.
Respirando hondo, cierro los ojos y coloco mentalmente dos
escenarios uno al lado del otro. El primero es la cara de sorpresa de
Ana cuando me ve en pijama saliendo a hurtadillas de la habitación
de Raphael. El segundo, es Raphael saliendo del baño con una toalla
baja. Está mirando su teléfono y se frena sorprendido cuando se da
cuenta de que sigo en su cama. Oh, dice, pasándose una mano por el
cuello. Pensé que ya te habrías ido.
No, en absoluto.
Abro la puerta de un tirón y corro por el pasillo. Encuentro una
zapatilla al nal del mismo; la otra en el comedor de la tripulación.
Ignoro al primer o cial y al primer ingeniero que están desayunando
y subo las escaleras, donde la manta está colgada de la barandilla.
Otros miembros de la tripulación fantasma se apartan para dejarme
pasar, mordiéndose los labios y mirando sus relojes, pero yo
mantengo la barbilla alta y la mente en la plataforma de baño.
Próxima misión: hacer autostop para volver a la Costa.
Temblando junto a una puerta abierta, aprieto la nariz contra la
ventana y entrecierro los ojos hacia el Pací co. Es brillante y azul y
no hay ningún barco que se balancee sobre sus turbulentas olas.
Vamos. Toco el colgante que tengo en el cuello, como para recordarle
que las chicas afortunadas se encontrarán de repente con una
lanzadera que sale hacia el puerto en cualquier momento.
Nada.
Mi suspiro empaña el vaso. Tengo que encontrar a alguien y rogarle
que se haga cargo de mí. El contramaestre y sus marineros suelen
rondar la plataforma, limpiando las motos de agua en el garaje o
lavando las cubiertas.
Envolviendo la manta con más fuerza y fortaleciendo mis huesos
para el frío, salgo para ver si veo alguna señal de vida.
Probablemente moriré de hipotermia, pero es favorable a morir de
vergüenza.
—¿Vas a nadar a casa?
El viento áspero lleva una pregunta revestida de cachemira a mi
espalda. Mis hombros se tensan. Me giro para ver a Raphael
apoyado en el marco de las puertas francesas, con el humor bailando
en sus ojos.
Cristo, se ve guapo. Traje fresco, afeitado fresco. La única señal de
que ha matado a alguien a golpes hace unas horas son sus nudillos
rotos agarrando un paño de cocina.
Me trago la piedra en la garganta.
—Si tengo que hacerlo.
—Mm. Largo camino para nadar con el estómago vacío.
Su teléfono zumba. Lo saca del bolsillo y dirige su atención a la
pantalla.
—Entra, Penelope —dice, sin levantar la vista—. Todavía no he
terminado contigo.
Miro jamente al lado de su cara durante unos latidos, y luego hacia
el océano.
Mientras vuelvo a cruzar a regañadientes al calor del salón del cielo,
Raphael me pega en el culo con la toalla como si fuera un látigo.
Empiezo a pensar que me quedé dormida en el sofá mientras leía
Lucid Dreaming for Dummies, o algo así. Tal vez no me metí realmente
en el auto de Raphael anoche, no mató realmente a Blake, y no estoy
realmente sentada en el lío de la tripulación con su semen secándose
en el interior de mi muslo.
Porque, seguramente, Raphael Visconti haciéndome el desayuno no
puede ser real.
Mi mirada atraviesa la habitación y se dirige a la cocina, donde está
de pie sobre los fogones, pinchando huevos con una espátula. Tiene
el celular metido entre la oreja y el hombro, y ladra un italiano
desgarrado por la boquilla.
Los duros focos destacan todos los contrastes del hombre. El traje
a lado que está en desacuerdo con sus nudillos rotos; su insensible
monólogo extranjero que entra en con icto con el so sticado giro de
su muñeca mientras agita el contenido de su vaso de vodka. La vista
es una fuente de tensión, y me siento con la columna vertebral recta
y los puños curvados, preparándome por si me estalla en la cara.
Cuelga bruscamente y tira el celular sobre la encimera. Empieza a
zumbar inmediatamente, pero lo ignora en favor de servir el
desayuno. Mientras se acerca a mí con un plato cargado en la mano,
vuelve a coger el teléfono y continúa con su serie de italianos.
El plato repiquetea entre mis puños y él se dirige de nuevo a la
cocina.
Mi mirada se desvía hacia abajo y se me hace un nudo en la
garganta. Huevos revueltos, salmón y tostadas de masa fermentada,
mis favoritos. ¿Prepara el desayuno a todas las mujeres con las que
se acuesta, o solo a las que mata?
Durante un tiempo, encuentro comodidad en el piloto automático.
Tenedor a los huevos, tenedor a la boca. Masticar, tragar, repetir.
Pero cuando una sombra oscura se desplaza sobre mi tostada, me
doy cuenta de que es imposible ser mecánica cuando Raphael está
tan cerca.
Mi tenedor se detiene en el aire y trago, luego me obligo a levantar
los ojos por el a lado pliegue frontal de sus pantalones y a
encontrarme con su mirada abrasadora. No vacila, ni siquiera
cuando apoya las palmas de las manos en la mesa y se inclina para
robarme el huevo del tenedor.
Dios. Un áspero escalofrío me recorre, todavía me sacude las
entrañas mucho después de que Raphael haya vuelto a entrar en la
cocina.
Dejo que el tenedor caiga sobre el plato, con el estómago lleno de
malestar para seguir comiendo. El hecho de que me quitara el
desayuno me produjo la misma sensación de desgarro que su beso
entre los omóplatos, o su mano contra mi coronilla, amortiguando el
golpe de la cabecera.
Amable. Re exivo. Íntimo. Todas mis reservas sobre estar aquí salen
a la super cie, y de repente, necesito aire que no sepa a... novio.
Me echo hacia atrás la silla, lo que me vale una mirada de reojo
desde la cocina. Lo ignoro, llevo mi plato al fregadero y empiezo a
dejar correr el agua caliente para lavarlo.
Raphael se acerca por detrás de mí y me encierra. Ardiendo en todos
los puntos en los que su traje toca mi piel, trato de ralentizar mi
respiración y concentrarme en la espuma que burbujea en el lavabo.
Su italiano tan cerca de mi oreja me da ebre. Cuando hace una
pausa para dejar hablar a quién está en la línea, desliza sus brazos
entre los míos y me quita el plato. Sólo puedo agarrarme al borde de
la encimera y observar sus grandes y lastimadas manos mientras
pasan la esponja de cocina por el plato hasta dejarlo reluciente.
Así que, incluso en sus días más oscuros, este hombre está
domesticado. Esto no ayuda a mi malestar en lo más mínimo.
En el momento en que me deja un centímetro de espacio para
respirar, murmuro un agradecimiento y salgo corriendo como un
caballo de carreras hacia la puerta. Su mano me atrapa justo por
encima de su reloj en la muñeca y me empuja.
Con una fría mirada a mis pantalones cortos, cambia al inglés.
—¿A dónde crees que vas?
En cualquier lugar donde no estés.
—Arriba.
Frunce el ceño y me hace un gesto para que espere, luego desaparece
por las escaleras. Minutos después, vuelve con una sudadera de
Stanford en una percha. La sostiene junto a mí, mira el dobladillo y
hace un gesto cortante de aprobación, como si considerara que es lo
su cientemente larga.
—Ponte esto primero.
No discuto, pero me gustaría hacerlo. Porque en el momento en que
el cuello me roza la nariz y me asalta con su cálido aroma a roble y
menta, una horrible verdad me agrieta el corazón.
Una sola mañana duele.

Hay una pequeña sala de estar en la parte trasera del yate. Se


encuentra tres pisos por encima de la plataforma de desembarque, y
su gran ventanal enmarca la tormenta que se cierne sobre el Pací co.
Cojo un cojín del sofá, me arrastro hasta el asiento de la ventana y
aprieto mi rostro ardiente contra el frío cristal.
Tardé diez minutos en encontrar una habitación adecuada para
esconderme. Mi único requisito era una puerta que se cerrara por
dentro. Ahora, los hombres de Raphael no pueden mirarme, y los
limpiadores del yate no pueden mirarme de reojo con sus
aspiradoras. Supe que había encontrado el lugar perfecto cuando no
encontré ninguna cámara clavada en el techo, y al pasar el dedo por
la mesa de centro apareció una capa de polvo.
El odioso tictac de un reloj de pie me indica que ha pasado más de
una hora desde la última vez que me moví. Temo que si lo hago,
empezaré a subirme por las paredes. Mi cuerpo zumba con un
millón de preguntas, ninguna de las cuales tiene respuesta.
¿Por qué Raphael no me envió al primer transbordador que se
dirigía a la costa?
¿Por qué me hizo el desayuno?
Entre tanto traje, ¿cuándo coño se pone el hombre su sudadera
universitaria?
Despego la cara del cristal y acurruco la nariz en el cuello. Dios,
debería dejar de hacer eso, porque su olor me empapa la piel y la
calienta cada vez. Huele tan bien.
En un repentino arrebato de solidaridad femenina, espero que no
trate así a todas sus aventuras de una noche, no si en serio no piensa
volver a verlas. Porque ser expulsado mientras está en la ducha
habría sido favorable a llevar su ropa de abrigo y probar sus
deliciosos huevos.
Suspirando, levanto la cabeza y miro hacia la costa. La visión de un
transbordador que se aproxima hace que se me estreche la garganta.
¿Ya se dirige el personal a trabajar? La idea de que Laurie me
sorprenda paseando por el yate en mi día libre con la sudadera de
Raphael como vestido me hace picar la sangre. Seguro que la mirada
de Anna y Claudia no tendría precio, pero aun así, sé lo que
parecería para ellas: otra chica que se baja las bragas y deja que
Raphael Visconti se la folle por detrás.
Patético, realmente. Al menos los otros dos tipos a los que sucumbí
me cortejaron con palabras dulces, aunque resultaran ser falsas de
cojones. Raphael ni siquiera había desatado su encanto característico
en mí; simplemente mató a un hombre y me llevó a su dormitorio.
Entrecerrando los ojos bajo el sol, aprieto la cara contra el cristal y
me doy cuenta de que reconozco a la gura solitaria de la gorra
Carhar 1 sentada en la parte trasera del barco.
Ma . ¿Qué demonios está haciendo aquí?
Con el corazón acelerado, salgo volando de la habitación y subo las
escaleras traseras de dos en dos, hasta que estoy temblando en la
plataforma de desembarco para recibirlo.
Mientras el barco choca contra la defensa, se lleva una mano a la
frente y me mira.
—¿Qué coño, Pen? —es todo lo que dice.
Se queda mirando el logotipo de Stanford en mi pecho mientras
Gri n sale del salón detrás de mí, le separa las piernas de una
patada y le da una palmadita brusca. Hace un gesto de aprobación al
trajeado que conduce el barco y luego me clava una mirada
fulminante.
—Eres un problema, chica —gruñe, antes de dar un portazo a la
puerta del salón con tanta fuerza que el cristal suena.
Sí, lo que sea. Estoy demasiado sorprendida por la repentina llegada
de Ma como para preocuparme por mi reputación entre los
hombres de Raphael.
El viento helado nos rodea y nos miramos jamente durante unos
instantes. Abro la boca para interrumpir el silencio, pero Ma mira
la cámara que se hace pasar por una lámpara de calor sobre nuestras
cabezas y me atrae hacia él por las caderas.
—Parpadea dos veces si te han secuestrado.
Hago una pausa y parpadeo dos veces.
Sus ojos se abren de par en par, luego me empuja y se pasa una
mano temblorosa por el cabello.
—Joder. ¿En serio?
—No. Sólo quería ver qué harías si hubiera dicho que sí.
Lo considera.
—Jack mierda —admite—. No voy a golpear exactamente a Raphael
Visconti, ¿verdad? —Asiente con la cabeza hacia el Pací co
enfurecido—. Estaría durmiendo con los peces para el almuerzo.
Mi risa suaviza la tensa línea de sus hombros. Me recorre una
mirada de incredulidad y sacude la cabeza.
—Dime: ¿por qué me he despertado con un hombre con bíceps del
ancho de mi cabeza que está martillando la puerta de mi casa?
—¿Qué?
Le da una pequeña patada a la maleta que tiene a sus pies. Mi maleta.
Ni siquiera me había dado cuenta de que la tenía en la mano.
—Sí, tiró la puerta de tu apartamento y me dijo que recogiera todas
tus cosas. —Pone los ojos en blanco—. Si hubiera preguntado, le
habría dicho que tenía tu llave de repuesto.
Mi corazón se hunde unos centímetros en mi pecho. ¿Por qué iba a
necesitar mis cosas? Y aunque estaba bromeando, tal vez me hayan
secuestrado. Si no, ¿por qué carajo no podría ir a buscarlas yo
mismo?
—Oh, Dios —murmuro.
—Oh, querida, Pen. —Ma mira detrás de mí, la curiosidad los
calienta—. ¿Podemos entrar? Tus labios se están poniendo azules.
Sé que se preocupa más por conseguir un tour al estilo de MTV Cribs
que por mi salud, pero lo guío a través del yate a pesar de todo. Sus
gritos de mierda y de puto in erno resuenan en las paredes de caoba y,
cuando entramos en el salón, ya está entusiasmado.
—Imagina que eres tan rico que vives en un yate —exclama,
quitándose el gorro y dejándose caer en un sofá—. ¿Sabes cuánto
cuesta mantener un barco de este tamaño?
—No. ¿Y tú?
Me mira seriamente.
—Una puta tonelada de dinero.
Sonriendo, acudo a la máquina barista que hay detrás de la barra.
—Eres una calculadora andante y parlante, ¿no es así Ma y? ¿Café?
—¿En el yate de Raphael Visconti? Obviamente.
Nos preparó un café y me uno a él en el sofá. Me mira por encima
del vapor que sale de su taza.
—Vamos, entonces. ¿Qué pasa?
Me engancho al hombro. Al diablo si lo sé.
—Creo que... bueno, no lo sé. Creo que estamos follando.
Utilizo el tiempo presente, no el pasado, porque la maleta que está
en la esquina de la habitación sugiere que voy a estar por aquí un
rato.
Ma parpadea.
—Estás follando al maldito Raphael Visconti.
—¿Puedes dejar de decir su nombre completo así? Suena como si
quisieras follar con él también.
Me ignora.
—Te estás follando a Raphael Visconti en su mega yate.
—¿Me lo dices o me lo preguntas?
Me mira como si fuera un idiota.
—Te reitero el hecho con la esperanza de que dejes de mirar como si
estuvieras a punto de llorar y te des cuenta de la suerte que tienes. —
Mueve la cabeza, con una expresión amarga—. Apuesto a que su
polla es enorme.
Suerte. Mi collar se hace más pesado. No me siento afortunada. El
cuerpo caliente de Raphael rozado contra el mío sólo ha suscitado
más preguntas que respuestas, y ahora hay una corriente constante
de malestar corriendo por mis venas.
Mis dedos se enroscan alrededor de mi taza de café con tanta fuerza
que me escama la piel. Tengo el repentino deseo de agarrar a Ma
por el cuello de su chaqueta y rogarle que me ayude.
En su lugar, reúno algo de decoro y miro el espacio que hay sobre su
cabeza.
—No sé qué es esto —murmuro.
—Son amigos con bene cios.
—No somos amigos.
—Enemigos con bene cios entonces. Cielos, Pen. ¿Nunca has tenido
un compañero de sexo antes?
Mi mirada se desliza hasta su sonrisa comemierda. Algo en mi
expresión lo borra de inmediato.
Asiente con la cabeza. Deja su taza de café y se pone en modo
profesor.
—Muy bien, te tengo. Lo creas o no, he tenido unas cuantas
compañeras de sexo en mis tiempos, y aquí están las tres cosas más
importantes que debes saber. —Saca un dedo—. En primer lugar,
tienes que estar segura de lo que quieres. ¿Quieres quedarte en este
mega yate y follar con el multimillonario Raphael Visconti, sí o no?
No me molesto en decirle que su pregunta está sesgada por una
respuesta sesgada. En su lugar, miro la cámara parpadeante que hay
sobre la barra y asiento con fuerza.
Sonríe.
—Sí, no me digas. Bien, entonces, en segundo lugar, tienes que
asegurarte de que ambos entiendan que no es serio.
—¿Qué quieres decir?
—Durante un año, me acosté con esta chica tres veces por semana.
Entonces, una noche, me di cuenta de que su cepillo de dientes
estaba en mi cuarto de baño, y no el suyo de repuesto. —Me mira
jamente y pone los ojos en blanco cuando se encuentra con mi
expresión inexpresiva—. Resulta que yo era su novio y ni siquiera lo
sabía. Lo que quiero decir es que hay que comunicarse. Tienes que ser
claro con tus intenciones desde el principio. —Sonríe—. Dale tu
amargo monólogo sobre que el amor es una trampa: captará la
indirecta muy pronto.
Mi risa sale con facilidad. De repente, me doy cuenta de que el
malestar en mi sistema no se siente tan venenoso como antes.
—¿Y el tercero?
La sonrisa se le borra de la cara. Se inclina y me agarra del brazo.
—La tercera, es recordar siempre que ser amigos con bene cios no
puede durar para siempre. Estoy seguro de que lo mismo ocurre con
los enemigos con derecho a roce. No te quedes demasiado tiempo,
¿de acuerdo?
Se me hace un nudo en la garganta.
—¿Qué pasa si me quedo demasiado tiempo?
Una sonrisa triste inclina sus labios.
—Te vas a quedar atrapada.
Son esas tres palabras las que aún persiguen el interior de mi cráneo
diez minutos después, cuando estamos de pie en el lado cálido de las
puertas francesas, viendo a los hombres de Raphael cargar la
pequeña embarcación.
Ma suspira.
—¿Probabilidades de que me tiren por la borda antes de que
volvamos a Devil's Dip?
Gri n levanta la vista y me mira a través del cristal. Yo también
suspiro.
—Bastante alto, me temo.
—Si muero, dile a Anna que la amé.
—No la amas, idiota.
Sonríe.
—Lo sé, pero suena un poco romántico, ¿no? De todos modos... —Se
gira y me agarra de las muñecas—. Repite mis tres consejos hacia mí.
Muerdo una sonrisa.
—Estar segura de lo que quiero, asegurarme de que está en la misma
página, y... —Mi sonrisa se atenúa unos cuantos vatios—. No te
enamores.
Me mira como un padre orgulloso.
—No eres tan estúpida como pareces. —Antes de que pueda rebatir
su insulto con otro mejor, me atrae para darme un abrazo, con su
barbilla bajando sobre mi cabeza—. Y lo más importante, relájate y
disfruta. Chupa alguna polla, que te coman el coño...
—¡Ma !
Su risa vibra contra mi mejilla.
—En serio, no te lo tomes demasiado en serio, ¿vale? Los hombres
follan sin sentimientos todo el tiempo. Las mujeres también pueden.
Me retiro, sonrojada por su vulgaridad.
—Eres un pionero del movimiento feminista, Ma y.
Guiña un ojo.
—Sí, sí. Soy un pionero para cualquier cosa que me haga echar un
polvo. —Gri n golpea con un nudillo enfadado la puerta,
haciéndole retroceder—. Que me jodan —gruñe, tirando de un gorro
—. Qué manera de arruinar un momento.
—Estás aumentando las posibilidades de que te tiren por la borda a
cada segundo.
—Sí, será mejor que me vaya —dice, subiendo la cremallera de su
chaqueta—. Escucha, he puesto algunos bocadillos en tu maleta.
Esos de mantequilla de cacahuete que crees que no me doy cuenta
de que has estado robando de mi alacena.
Frunzo el ceño.
—Es extrañamente amable de tu parte.
Me arroja por debajo de la barbilla.
—Sí, bueno, cuando los empaqué, eran las seis de la mañana y pensé
que te habían secuestrado.
Me río.
—Bueno, ya no puedes retirarlos.
—Supongo que no. Oh-una cosa más. Estar en casa para la Navidad,
¿de acuerdo? He contado con que tú también eres una perdedora sin
familia. Tengo un pavo en el congelador y ya he comprado esos
tontos gorros de Santa Claus.
La boca de mi estómago se calienta.
—No me lo perdería por nada del mundo.
Ma me sopla un beso desde la lancha, justo antes de que se reduzca
a un pequeño punto en el horizonte.
Con las yemas de los dedos en la ventanilla, observo hasta que
desaparece por completo, en parte porque me preocupa que
realmente lo tiren por la borda, y en parte porque ya lo echo de
menos. Se está convirtiendo en un buen amigo, aunque pre ero
arrancarme los ojos antes de decírselo.
Una vez que no hay más que espuma de mar en el Pací co, me doy
la vuelta, aprieto los hombros contra el cristal y respiro
profundamente. Los tres consejos de Ma han encendido un fuego
dentro de mí; secuestrada o no, voy a dar caza a Raphael y a
imponer la ley.
Capítulo
Cuatro

Penny

L a nueva frialdad me persigue por el yate. Me empuja a través


de puertas cerradas y por pasillos vacíos, pero enseguida
desaparece cuando irrumpo en la biblioteca y veo a Raphael en
medio de ella.
Con un martillo en la mano y un clavo metido en el hueco de su
boca, no levanta la vista de la pila de madera que tiene a sus pies. Mi
pulso se ralentiza con mis movimientos y, de repente, ya no me
siento como una mujer independiente y descarada.
Dejo caer mis manos húmedas a los lados y las cierro en puños, y
luego veo cómo se saca el clavo de la boca y lo clava en una tabla de
madera con el chasquido suelto del martillo.
No levanta la vista.
—¿Conseguiste tu ropa?
—S-sí.
Su mirada sube desde el suelo hasta mis muslos y se oscurece.
—¿Te las vas a poner?
No respondo. En cambio, le observo, estupefacta, mientras clava otro
clavo en la madera y la astilla.
—Maldito IKEA —murmura en voz baja, dando una patada al
tablón con la punta de su brillante cuero—. Ustedes tienen casas
enteras llenas de esta mierda, ¿sabes?
No, no lo sé. No sé quiénes son ustedes, qué está construyendo o qué
diablos está pasando. La tensión aumenta en mi pecho y burbujea
por mi garganta, antes de deslizarse por mis labios de una manera
mucho menos so sticada de lo que había planeado.
—¿Qué es esto? —Suelto.
Levanta una ceja.
—Una estantería.
Su respuesta me pilla desprevenido. ¿Una estantería? ¿De IKEA? ¿No
se construyen con esas pequeñas llaves inglesas? Vale, puede que
realmente haya perdido la cabeza.
Me sacudo el pensamiento y me apresuro a retomar el camino.
—No, nosotros.
Su martillo se detiene en el aire, sus ojos siguen mi mano mientras va
de un lado a otro. Él y yo, él y yo. Su expresión transmite que soy
ridícula por juntarnos de esta manera.
El siguiente chasquido me tensa la espina dorsal, y él se mete otra uña
en la boca para ocultar su sonrisa.
—Te quedarás aquí por un tiempo.
—Sí, pero ¿por qué?
Coge un folleto de su escritorio y lo sostiene junto a la ventana.
—Por casualidad no lees sueco, ¿verdad?
Aprieto los dientes.
—Dime por qué, Raph...
—Porque yo lo digo —me contesta con un gruñido.
El repentino veneno de su tono me deja sin aliento. Aspiro una
bocanada de aire para estabilizarme y echo los hombros hacia atrás,
negándome a desmoronarme.
—No tiene sentido —digo lentamente—. Me odias.
Su risa tiene un toque amargo.
—Eso es lo que piensas, ¿eh?
Mis mejillas se calientan.
—Crees que tengo mala suerte, por lo menos. ¿Por qué querrías estar
atrapado en un barco con alguien que es malo para ti?
Me mira, la indiferencia vuelve a ocultar los planos cincelados de su
rostro.
—Comes hamburguesas.
Frunzo el ceño.
—¿Qué tiene que ver mi dieta con todo esto?
Crack.
—Comes hamburguesas, aunque sabes que son malas para ti. Es lo
mismo, Queenie. Eres mala para mí —su mirada traza un camino
caliente por la parte delantera de mi pecho vestido con capucha, se
posa en el dobladillo y luego se lame los labios—, pero aun así
quiero comerte.
Por Dios. Hay algo en la forma en que su sedosa voz se agudiza al
pronunciar la palabra «comer» que me produce un estremecimiento
eléctrico en las entrañas.
Clavo los talones en la alfombra de felpa e intento concentrarme en
los tres consejos de Ma , pero empiezan a hacerse borrosos detrás de
mis párpados. ¿En qué orden estaban?
Otro chasquido del martillo vuelve a astillar la esquina de la madera.
Frunce el ceño y mira la herramienta que tiene en la mano, como si
hubiera algo malo en ella y no en la ridícula cantidad de fuerza que
está ejerciendo en cada golpe.
Abro la boca para protestar, pero de ella no sale más que aire
caliente. No era así como pensaba que iba a ser esta conversación.
Creía que entraría aquí, pondría mis condiciones a este acuerdo y,
después de una pequeña negociación, quizá, sólo quizá, volvería a
follar sobre una super cie blanda y bajo aire limpio.
Ahora, no estoy segura de que sea ético tener sexo con él, porque
está claro que ha perdido la cabeza. Estoy a punto de decírselo
cuando su celular zumba contra el escritorio y me interrumpe.
—¿Sí? —Mira su reloj—. Bien. Ten el jet listo para salir en una hora.
Un sabor agrio sube a mi lengua, y de repente, me doy cuenta de
que podría haber entendido todo mal. ¿Se va?
Cuelga y me mira, con una irritación que mancha sus ojos verdes.
—¿Problemas?
Le miro jamente. ¿De verdad piensa dejarme en este barco mientras
él se va en un jet? Quizá debería haber consultado con Ma lo que
signi ca realmente «enemigos con bene cios» porque mi visión de
los ojos de buey empañados y orgasmos violentos se ha esfumado.
La autopreservación forma un muro alrededor de mi corazón.
—¿Y si no quiero quedarme aquí y follar contigo? —Me chasquean
los dedos—. ¿Has pensado en eso? Tengo una vida, sabes, y ¿adivina
qué? No gira en torno a ti y a tus problemas personales.
Desvía la mirada de su proyecto de IKEA hacia mí. Tras unos
segundos de tensión, escupe el clavo de la boca y se apoya en el
escritorio.
Es la primera vez desde que entré en esta habitación que me presta
toda su atención. Había olvidado lo pesado que se siente, lo
incómodo que siempre me hace sentir.
—Entonces, cuéntame eso.
—¿Qué?
Se ajusta los gemelos.
—Eres una mujer adulta, Penelope, y yo soy un hombre razonable.
—Sí, dile eso al cuerpo sin vida de Blake—. Así que, deja las hipótesis y
dime lo que quieres.
Bajo el calor de su mirada, intento no acobardarme. En lugar de eso,
endurezco la mandíbula y me adapto a su indiferencia.
—No quiero quedarme en este barco y ser tu juguete para follar,
Raphael.
Asiente una vez, con la mandíbula tensa.
—Vale, ahora dímelo otra vez, pero más cerca esta vez.
Frunzo el ceño.
—¿Eh?
Sin romper el contacto visual, se desabrocha el cinturón. El
deslizamiento del cuero al pasar por las trabillas me pone más rígida
que el fuerte chasquido de un martillo.
—Ven aquí y dime que no quieres follar conmigo —dice en voz baja.
El hielo me congela las venas. Cuando miro hacia la puerta por
encima de los anchos hombros de Raphael, éste se ríe sombríamente.
—Niña tonta —ronca, con una mirada de diversión fundida—. Tus
ojos siempre te delatan.
Un latido del corazón tambaleante. Un gemido estrangulado.
Entonces pateo la estantería a medio construir en su camino y salgo
corriendo.
Capítulo
Cinco

Rafe

S i soy sincero, siempre supe que si me follaba a Penelope,


rompería mi regla y me la follaría más de una vez. Lo sabía
mucho antes de descubrir lo fuerte que su coño agarra mi polla.
Ah, bueno. Esa regla no fue la primera cosa que rompí hoy; tampoco
será la última.
El humor negro me invade cuando Penelope cierra la puerta tras de
sí, haciendo temblar los ojos de buey a su paso. Estoy seguro de que
espera que la persiga, pero ¿qué gracia tiene eso? En lugar de eso,
me bebo el resto del vodka, me quito la chaqueta y la coloco
cuidadosamente sobre el respaldo de un sillón, escribo un mensaje
de texto para retrasar mi vuelo y luego cambio a la aplicación de mi
cámara de seguridad.
Esa diversión se funde en una risa apretada. Chica tonta. Sale
volando de la biblioteca y gira a la izquierda hacia mis aposentos
privados. Cada habitación conecta con la siguiente, siguiendo la
forma semicircular del arco. Sólo tengo que salir de esta habitación y
girar a la derecha, y nos encontraremos en el salón o en mi camarote.
Cualquiera de los dos servirá perfectamente.
Cuando salgo de la biblioteca y entro en la sala de reuniones que hay
detrás, un temerario estremecimiento me recorre tan violentamente
que puedo saborearlo en el fondo de mi garganta. Para ser sincero,
debo admitir que me encanta jugar con esta chica.
Especialmente cuando el perdedor es azotado.
La sala de reuniones se funde con mi estudio y, a medida que me
acerco a la puerta de conexión, los pasos que llegan y la respiración
entrecortada se ltran por el hueco que hay debajo de ella.
Por pura teatralidad, golpeo el cinturón en la mano, y apenas el
chasquido contamina el aire, un chillido sordo atraviesa la puerta y
me toca la ingle.
Penelope se estrella contra mi pecho en el momento en que abro la
puerta de un tirón.
—¿Vas a algún sitio?
Como siempre, sus ojos responden por ella y se adentran en el
estudio detrás de mí. De repente, entiendo por qué hace trampas en
las partidas de cartas. No es porque se considere una estafadora,
sino porque nunca ganaría limpiamente con una cara de póker tan
mala.
Estoy medio tentado de meterle una regla impasible antes de
permitirle bajar del barco.
Cuando su postura tensa sugiere que va a salir corriendo, vuelvo a
golpear el cinturón con fuerza. El ruido se re eja en sus ojos como
una señal de advertencia bien recibida. Se detiene repentinamente y
su mirada se dirige hacia el cuero que tengo en la mano.
—¿Para qué es eso?
—Ven aquí y te mostraré.
Pero, por supuesto, la desobediencia gotea de los poros de Penelope
y hace exactamente lo contrario. Persigo su tambaleante retirada
hasta el reposabrazos del sofá, alargando la mano y agarrándola por
el cuello de la capucha antes de que pueda romperse la espalda
cayendo sobre ella.
—Qué coincidencia, aquí es exactamente dónde te quería.
Suelta un ruido estrangulado que se apaga cuando la pongo de
frente, la inclino sobre el reposabrazos y le empujo la cara contra el
cojín del asiento. Adelantándome a su lucha, le sujeto los muslos con
los míos al lateral del sofá.
Sus manos se cierran en puños junto a su cabeza.
—No quiero alarmarte, pero creo que estás teniendo una crisis
nerviosa.
Me muerdo el humor que me sube a la garganta. No estoy teniendo
una crisis nerviosa; estoy teniendo un descanso. Me tomo una pausa
para ngir que todo está bien y de puta madre. ¿Cuánto tiempo más
podría haber mirado por la ventana el fuego furioso de fuera y
convencerme de que es un hermoso día de verano? A la mierda.
Abriré la puerta principal y dejaré que las llamas me laman la piel.
Que el humo ennegrezca mis entrañas.
Mi mundo está en llamas y quiero castigar a la chica que prendió la
cerilla.
Mi tacto es áspero y egoísta cuando paso las palmas planas por la
parte posterior de sus muslos. Joder, me encanta todo lo relacionado
con estos muslos. La forma en que las yemas de mis dedos
desaparecen en su carne cuando los aprieto. El sabor que tienen
cuando no puedo resistirme a hincarles el diente.
Le agarro los pantalones y se los bajo de un tirón, exhalando ante la
vista.
Lo que hay entre ellos.
Los labios rosados de su coño salen de entre las piernas temblorosas,
bordeados por un suave vello castaño. La visión me hace aprender
los músculos y no puedo resistir la tentación de rozarlos con los
nudillos. Ojalá no lo hubiera hecho, porque cuando Penelope se
levanta de puntillas para seguirme, su culo desnudo me roza la polla
a través de los pantalones y hace que un río de necesidad
chisporroteante recorra mis venas.
Apretando la mandíbula, aplico la palma de la mano en la parte baja
de su espalda para que deje de retorcerse. Doy un paso atrás y miro
al techo el tiempo su ciente para dejar pasar el impulso.
Cinturón. A la derecha. Agarrando la hebilla con el puño, paso la
longitud por la parte posterior de su muslo. Una oscura excitación se
desliza hacia el sur y palpita en mi ingle al ver sus músculos tensarse
bajo los míos.
El cuero llega a la curva de su culo y lo mantengo allí.
—¿Qué era lo que querías decirme otra vez?
Su respiración agitada se detiene.
—Nada importante.
—Contéstame, Penelope.
Sus uñas se clavan en el cojín. Suspira.
—No quiero quedarme en este barco contigo.
Sus hombros se endurecen en previsión, pero cuando el golpe no
llega, me devuelve la mirada a través de una cortina de cabello, con
sus ojos violentos teñidos de cautela.
Me encuentro con una sonrisa perfecta.
—Suerte.
Ella frunce el ceño.
—¿Qué?
—Esa es tu palabra de seguridad, Penelope. Tengo la sensación de
que la vas a necesitar.
Mi cinturón cae sobre su culo, deteniendo su protesta. Ha sido el
azote más leve y moderado que he podido reunir, pero aun así, el
chasquido es satisfactorio y su grito es eléctrico. Me empapa la piel y
carga todos los átomos que hay debajo de ella.
—No te oigo —digo—. Inténtalo de nuevo.
—No me voy a quedar...
Vuelvo a azotarla, esta vez con más fuerza. Un rubor rosado orece
en su pálida mejilla, y rozo con el pulgar su suave calor con morbosa
fascinación.
—¿Tal vez lo digas más alto?
—¿Tal vez debes conseguir un maldito audífono? —sisea sin aliento
en la almohada.
Cuando vuelve a bracear, borro mi sonrisa con el dorso de la mano.
O bien esta chica tiene un problema médico que la incapacita
físicamente para mantener la boca cerrada, o bien disfruta con el
peso de mi cinturón.
Mi mirada recorre la curva de su espalda y la bebo.
Me reiría con incredulidad si esa mocosa no me hubiera arruinado la
vida. Porque ahora, mientras el duro sol de invierno entra por los
ojos de buey, bailando sobre su piel y resaltando el rojo de su
cabello, es obvio que ella será mi perdición. Mírala, joder. Con mi
sudadera con capucha, entre otras cosas. La sudadera le cubre el
cuerpo y se la arrancaría para ver mejor lo que hay debajo, si no
sintiera un placer masoquista al verla que la lleva puesta.
A regañadientes, ahora lo entiendo: por qué a los hombres les gusta
ver a las mujeres en su mierda. Llevando mi ropa, mi reloj, se siente
como si fuera mía. Hasta que termine de romperla, al menos.
Espoleado por su insolencia y por la extraña opresión que siento en
la garganta, apoyo la otra mano en la parte baja de su espalda y
vuelvo a azotar su culo. El impacto es lo su cientemente fuerte como
para que su cuerpo se desplace medio metro hacia delante. De sus
labios brotan todas las palabrotas posibles, seguidas de un gemido
ahogado. El sonido, recubierto de lujuria, me hace sentir como un
canto de sirena, provocando un dolor sordo e inquieto en mis
pelotas.
Joder. Lo está disfrutando. Masajeo su mejilla roja con la palma de la
mano, deslizo la otra entre sus muslos y rozo con las yemas de los
dedos los labios de su coño para con rmarlo. Está tan mojada, tan
caliente, que mi visión se nubla por un momento. Lo único que oigo
por encima del rugido en mis oídos son los pequeños suspiros
estrangulados de Penelope.
Así que a Penelope le gusta lo duro, como si necesitara más pruebas
de que el destino ha hecho mi carta de perdición a la medida de mis
gustos. Pero como la chica tiene talento para convertirme en un loco,
un pensamiento repentino y vicioso me calienta el pecho. ¿Cómo sabe
ella que le gusta lo duro? ¿Quién más ha roto su cinturón sobre su culo
y la ha llevado a esa conclusión?
Cegado por una chispa de rabia, agarro el cinturón a mi lado y le
meto dos dedos. Se aprieta tanto a mi alrededor que juro que veo
estrellas en la parte posterior de mis párpados.
—¿De quién es este coño, Penelope?
Es una pregunta ridícula, una que nunca ha salido de mi boca en mi
puta vida. No podría importarme menos a quién se folla una chica
después de que haya vaciado mis pelotas dentro de ella. Diablos,
mientras no tenga las sobras de mis primos, pueden hacer lo que
quieran. Pero la idea de que otro hombre reclame a esta chica, mi
Reina de Corazones, incluso mucho después de que haya terminado
con ella, me ha convertido en un perro rabioso, ladrando mierda que
no quiero.
—Responde a la puta pregunta —digo, metiendo mis dedos dentro
de ella.
Se pone rígida. Enrolla las manos bajo la almohada y entierra su cara
en la parte superior de la misma. Apenas es un susurro, pero lo oigo
a través de un megáfono.
—Mío.
Un gruñido me sube a la garganta, y capto su balbuceante
—¡Pero podemos compartir! —mientras mi cinturón silba en el aire y
golpea sobre su culo.
Dejo que mi cinturón se a oje incrédulo. Si la visión de ella
retorciéndose contra el reposabrazos para conseguir fricción no
provocara un fuego embriagador a lo largo de mi polla, estaría
impresionado por su cabezonería.
—¿Compartir? ¿Crees que sólo quiero tu coño los miércoles y los
sábados, o algo así?
—Tendrás lo que te den —murmura. Pero sé que se arrepiente de su
elección de palabras, porque chilla una disculpa cuando mi mano se
enrosca alrededor del dobladillo de su sudadera con capucha para
mantenerla en su sitio y lanzar el siguiente golpe. Está alimentado
por los celos calientes y la obsesión, y en el momento en que el
chasquido atraviesa el aire, saboreo el arrepentimiento. Ha sido
demasiado fuerte.
Joder. Levanto la vista para evaluar su reacción, pero no me da nada
más que puños cerrados y respiraciones agitadas.
—Penelope.
Vuelve su cara hacia el respaldo y mi maldita garganta se aprieta.
—Cazzo2 —murmuro, dejando que el cinturón se deslice de mi
mano. Lo sigo hasta el suelo, me pongo de rodillas y le planto un
suave beso en la reciente roncha del culo. No se me escapa que la
gitana dijo que la Reina de Corazones me pondría de rodillas.
Resulta que lo dijo literalmente—. Habla conmigo.
—Estoy bien —dice con un tono que sugiere que no lo está—. No te
detengas.
Con el calor de su coño calentándome la cara, no puedo resistirme a
meterme entre sus muslos y lamerla desde el clítoris hasta el culo.
Sus músculos se ablandan contra mis orejas, dejándome entrar.
—¿El coño de quién, Penelope? —Vuelvo a preguntar, esta vez con
más suavidad. Acentúo la pregunta con un remolino de mi lengua
alrededor de su entrada. El temblor que la recorre me hace repetir el
movimiento.
—Mía.
—¿Tuya?
—Sí.
Hago una pausa.
—¿Y seguirá siendo esa tu respuesta cuando te azote tan fuerte que
llores?
Sus muslos me aprietan la mandíbula. Cristo, en este mundo, es una
bendición morir de viejo y no de una bala, pero aceptaría felizmente
morir aplastado por los muslos de Penelope como opción
alternativa. Como esa chica Bond en GoldenEye.
Ella inhala una respiración temblorosa y se acerca a mi lengua plana.
—Sí.
La irritación me calienta el vientre. Rozo con mis dientes sus
pliegues, antes de chupar su clítoris. Sale de mi boca con un
chasquido húmedo.
—Y cuando te haga llorar, ¿usarás tu palabra de seguridad?
Le toca hacer una pausa.
—No.
Poniéndome en pie, alejo su culo con un empujón furioso, pero la
atrapo justo antes de que caiga sobre el borde del reposabrazos.
—Eres una perra obstinada, ¿lo sabías?
Gira la cabeza, levantando sus ojos hacia los míos. Joder, son tan
azules como el océano y parecen igual de húmedos.
—Sí —dice en voz baja.
Suelto una carcajada seca, pero carente de todo humor y que se me
atasca en la garganta. La terquedad es un eufemismo. Esta chica no
me daría lo que quiero ni aunque la arrastrara al centro de Devil's
Dip, la desnudara y la azotara.
Me paso los dedos por el cabello y dirijo mi atención al papel
pintado acolchado, necesitando un respiro de la expresión de ojos
saltones de Penelope. Esta es una de las muchas razones por las que
sólo follo con chicas por detrás. La cosa es que esta mañana he
aprendido que cuando Penelope no me presta atención durante
demasiado tiempo, tengo la enfermiza costumbre de obligarla a
mirarme de todos modos.
Sacudiendo la cabeza, dejé que mis ojos volvieran a mirar su culo.
Rojo y herido. La violenta palpitación de mi polla está en desacuerdo
con el malestar de mi estómago. Irónico, en realidad. La arrastré a
este yate con las manos ensangrentadas, con toda la intención de
arruinarla antes de que ella lo hiciera conmigo. Y sin embargo, una
lágrima perdida me tiene as xiado, preguntándome si mierdas como
el chocolate y las botellas de agua caliente impedirán que caiga otra.
Esto debe ser lo que signi ca «por los suelos».
Aparto todos los pensamientos simpáticos sobre caramelos y
cuidados posteriores y deslizo mis manos bajo su capucha,
agarrando a Penelope por la parte baja de su cadera.
A la mierda; le daré el mejor orgasmo de su vida.
Me inclino para besarle el culo de nuevo, murmurando algo
embarazoso en italiano, pero justo cuando estoy a punto de volver a
hundirme entre sus mejillas, una mano me agarra del antebrazo y
me detiene.
Mi mirada se desliza hasta la de Penelope. Se endurece cuanto más
tiempo estoy atrapado en ella.
—No seas amable.
Mi mandíbula se tensa.
—¿Por qué?
—No me gusta.
Nos miramos jamente durante unos tensos segundos, sus palabras
y su signi cado se impregnan en mi piel como una lluvia ácida. Así
que no sólo le gusta lo duro, sino que sólo le gusta lo duro.
Pensamientos tormentosos sobre otros hombres y sus cinturones me
recorren, disolviendo toda culpa.
Mis ojos no se apartan de los suyos mientras cojo el cinturón del
suelo. Lo envuelvo alrededor de mis puños reventados y lo tenso.
Penelope exhala y deja caer la cabeza sobre el cojín, pero yo la
levanto por la capucha de mi jersey.
—¿Qué estás...?
La corto deslizando la correa del cinturón en su boca. Aprieto la
hebilla y el lazo con una palma y la levanto sobre las manos, como si
llevara riendas.
Cuando mis labios rozan la concha de su oreja, mi tono baja hasta
convertirse en una advertencia.
—Si es demasiado y no usas tu palabra de seguridad, te ataré a mi
cama y te torturaré con cosas bonitas. ¿Entendido?
Su mirada se desliza hacia los lados, con un toque de sospecha.
—¿Cómo qué? —gesticula.
Hago una pausa. Joder, nunca he hecho ese tipo de cosas bonitas por
una mujer en mi vida. Pero ahora estoy inclinado sobre ella, mi
erección le presiona el culo desnudo y su calor húmedo y cálido me
quema a través de los pantalones. No puedo concentrarme en una
hipotética tortura en un momento como éste.
—Ya sabes, mierda romántica —gruño.
Capto su mirada de alarma antes de ajustar la holgura del cinturón
para poder colocarme detrás de ella sin romperle la mandíbula.
Mi polla ansía ser liberada y se pone en marcha en cuanto me bajo la
cremallera. Cuando hundo la cabeza en sus pliegues, el delirio
blanco me recorre como un veneno, electrizando mis nervios y
envenenando mi cerebro con pensamientos febriles. Por ejemplo,
¿cómo coño voy a durar más de unos minutos ahora que tengo a
Penelope amordazada con mi cinturón?
Dios, está apretada. Luchando contra todos los susurros sádicos de
mi cerebro, disminuyo mi ritmo y dejo que su cuerpo me guíe dentro
de ella. Retrocedo cuando su columna se endereza bajo mi palma, y
doy más de mí cuando ella se tensa contra mi cinturón, tratando de
caer sobre sus codos y levantar su culo para un ángulo más
profundo.
El sonido de la frustración me hace levantar la vista para encontrar la
suya. Hace un esfuerzo contra el cuero para mirarme, transmitiendo
su fastidio por mi ritmo pausado.
Sonrío.
Ella frunce el ceño.
Entonces me meto dentro de ella, con fuerza.
Su cabeza cae hacia delante, y ver cómo me aprieta el cinturón para
ahogar sus gemidos es tan excitante que apenas puedo soportarlo.
Me rechinan las muelas al sentir el agarre de su coño como un vicio,
la forma en que se siente como un tirón desesperado cada vez que se
inclina hacia adelante. La fuerte bofetada de sus mejillas cuando se
abalanza sobre mi base atrae mis ojos a la vista, y joder, si no se
grabará en mis retinas para siempre.
Necesito más de ella, su suave piel bajo mis palmas y mi lengua.
Llevado por la locura, aprieto más el cinturón hasta que ella deja de
estar inclinada sobre el sofá y se apoya en mi pecho. Con otro
pequeño tirón, su cabeza cae contra mi clavícula, exponiendo su
garganta ante mí. Huele tan bien que no me lo pienso dos veces a la
hora de hundir mis dientes en su acelerado pulso y luego lamer la
marca que he dejado cuando deja escapar un agudo silbido.
Mi mano libre pasa por debajo de la capucha y por encima de su
estómago, apretando una de sus tetas.
—¿Qué pasa con estas, Queenie? —Gruño contra la concha de su
oreja—. ¿Son tuyas también?
Antes de que pueda ahogar una respuesta, hago rodar su pezón
entre el pulgar y el índice, y me introduzco en ella para absorber el
estremecimiento que vibra en su interior.
—Ya te contestaré —jadea, con su coño apretándose a mi alrededor.
La mantengo ahí, jugando con sus tetas, mi boca prestando igual
atención a su cuello y al lóbulo de la oreja, hasta que el rubor de su
garganta se oscurece unos cuantos tonos.
—Por favor —jadea sobre el cuero—. Por favor.
Mi estómago se tensa contra su columna vertebral.
—¿Quieres correrte?
Sus dientes serraron contra mi cinturón mientras asentía
frenéticamente.
Joder. He tenido que torturarla para sacarle esa palabra de la boca
esta mañana, y el hecho de que ahora me la diga tan libremente hace
que mis venas se calienten tanto que podrían derretir el acero.
—Buena chica —murmuro contra su pulso, deslizando mi mano
entre sus piernas—. Eres una buena chica cuando suplicas.
Aparta la cara de mis palabras y se revuelve inquieta contra mi
mano, trabajando la longitud de mi polla con frenesí. Le froto el
clítoris con fuerza y rapidez, observando su per l con fascinación
mientras se retuerce contra mi contención.
—Joder —es lo último que suelta, antes de que su cuerpo se
estremezca violentamente contra el mío. El sonido de sus gemidos
estrangulados, la forma en que su coño palpita a mi alrededor, me
acercan tanto al límite que no podría dar marcha atrás aunque
quisiera. Sus miembros se vuelven tan ácidos que la aprisiono con
el antebrazo y la mantengo erguida. Le tiro de la cabeza hacia atrás
con el cinturón y entierro mi cara en el cuello de su sudadera. Mi
sudadera. Lo último que se me pasa por la cabeza antes de que un
orgasmo al rojo vivo haga estragos en mí es lo bien que huele su
aroma mezclado con el mío.
Los músculos se debilitan, dejo que el cinturón se deslice de mi
agarre, mi brazo abandona la cintura de Penelope y dejo que se
desplome hacia delante sobre el reposabrazos. Me la follo con largas
y letárgicas caricias mientras recupero el aliento, y luego le doy una
ligera palmada de aprobación a su arruinado culo.
—Eres un problema Queenie. ¿Lo sabes?
Sin mediar palabra, se aparta de mí, se baja la capucha para que le
cubra el culo y mira hacia la puerta.
Mi columna vertebral se endurece. El hecho de que todavía esté
borracho de su coño y ella ya esté buscando la salida me cabrea. La
ironía no se me escapa: he sido yo quien se ha subido la cremallera
de los pantalones y ha buscado las llaves del auto antes de que la
chica me ofreciera un café después de follar más veces de las que
puedo contar. No es tan fácil cuando el zapato está en el otro pie.
—¿Vas a algún sitio? —Pregunto con fuerza.
—Mm. Probablemente me ducharé y cogeré un viaje de vuelta a la
Costa. ¿Has visto mis pantalones cortos?
Los ve colgados en la esquina de un armario y se acerca a ellos. Al
pasar, la agarro de la muñeca y la tiro de espaldas al sofá. Su culo
golpea los cojines y se estremece.
—Quédate aquí. —Su atención se desliza hacia la puerta de nuevo,
apretando mis omóplatos—. Te ataré a este puto sofá si te mueves.
Unos instantes después, vuelvo a entrar en la habitación con una
botella en la mano,, y mentiría si dijera que no siento alivio al verla
posada en el borde del sofá, aunque parezca que está esperando ver
al dentista.
Con ojos cautelosos, sigue mis movimientos mientras me siento a su
lado. Antes de que pueda discutir, la atraigo hacia mi regazo, con el
culo en alto.
—¿Qué carajo?
—Cállate, Penelope.
Mi tono es más duro de lo que pretendo, pero su deseo de estar en
cualquier sitio menos aquí ha despertado una capa de malestar bajo
mi piel. Se tensa cuando me subo el dobladillo de la sudadera con
capucha, revelando los recientes moratones que decoran su trasero.
Al ver esto, exhalo una bocanada de aire y paso suavemente el dorso
de mi mano por su piel ardiente.
—¿Te duele?
—¿No era ese el objetivo?
Tiene razón, ese era el objetivo. Una vez más, mi plan cargado de
rabia de arrastrarla a este yate y arruinarla se ha visto corrompido
por algo indeseable que se expande bajo mis costillas. Ridículo. No
puedo soportar a la chica. No soporto que su mala suerte se haya
extendido a todos los rincones de mi vida. Y sin embargo, aquí
estoy, con un frasco de manteca de cacao en la mano, con ganas de
quitarle el dolor.
Tal vez sea un desperfecto.
Cuando le echo un chorro de loción en el culo, deja de respirar. Sus
muslos se tensan contra los míos.
—Relájate, Penelope —murmuro, frotando lentamente la crema
sobre la curva de su culo. Cuando no hace lo que le digo, repito la
orden con un tono más duro. Finalmente, sus músculos se ablandan
bajo mis palmas y su respiración se hace más super cial. Buena chica
baila en la punta de mi lengua, pero me la trago.
Fuera, una tormenta se traga el cielo. El ligero golpeteo de la lluvia
se endurece contra las ventanas, hasta que es tan fuerte que casi me
pierdo el dulce suspiro que escapa de los labios de Penelope.
Gira la cabeza y me mira a través de las pestañas a media asta.
—¿Por qué haces esto?
La irritación me aprieta la mandíbula. ¿Cómo puede gustarle a esta
chica follar duro si no sabe lo que pasa después? Me muerdo las
ganas de exigirle que me diga quién la ha azotado y añadir sus
muertes a mi lista de tareas. En lugar de eso, vuelvo a centrar mi
atención en mis manos, que se deslizan sin fricción sobre sus muslos.
—Si no te recompongo después de romperte, no habrá nada que
romper la próxima vez—. Mi mirada se desliza hasta la suya, justo a
tiempo para ver el calor que arde a través de la bruma.
—¿Viene un masaje con cada azote?
Mis labios se inclinan.
—Estoy seguro de que podemos llegar a algún tipo de acuerdo.
—¿Y simplemente ignoro tu polla clavándose en mi estómago?
Ahora, dejo escapar una risa seca. Esta chica. Acabo de vaciar mis
bolas hace menos de cinco minutos, y ya estoy duro como una roca
debajo de ella otra vez.
Miro mi reloj.
—Sí. Aunque me gustaría que te ocuparas con la boca, tengo que
coger un avión.
Su estómago se tensa.
—¿A dónde vas?
—¿Por qué, vas a echarme de menos?
Ella frunce el ceño.
—Como un agujero en la cabeza.
Estoy a punto de darle un fuerte golpe en el culo cuando la
incertidumbre se traslada a su expresión y me hace re exionar.
Suspiro. A pesar de no saber si quiero encadenarla a mi cama y
usarla como mi esclava sexual personal o tirarla por la borda, sé que
es injusto esperar que se quede aquí sin saber qué está pasando.
Vierto un poco más de crema en su culo. La masajeo peligrosamente
cerca de su resbaladiza raja. Inhalando bruscamente, se levanta
contra mi mano, pero la vuelvo a presionar con la palma plana,
deseando que mi polla no se desvíe.
—Desde que apareciste en la Costa, han pasado cosas malas,
Penelope.
Ella gime.
—Pensé que estabas bromeando. En serio, no puedes culparme de
tus malas decisiones de negocios. Soy literalmente la chica más
afortunada...
Le doy una ligera palmada para cortarla.
—Me importa una mierda la suerte que creas que tienes; para mí no
tienes suerte.
—No tiene sentido. Si crees que sólo estar cerca de mí te hace tener
mala suerte, ¿qué diablos crees que pasará ahora que has estado
dentro de mí?
La risa me sube por la garganta, arrastrada por esa sensación de
imprudencia que me resulta familiar. Mi mirada recorre mis dedos
cuando desaparecen sobre la pendiente de su muslo, rozando sus
labios hinchados.
—Ya no me importa, Penelope. Más allá del punto de intentar
resistirme a ti. —A la mierda, mi avión puede esperar en la pista un
poco más. Le meto un dedo y me inclino para rozar mis labios con la
mejilla de su culo—. Deja que todo arda.
Se retuerce de mi agarre como una anguila resbaladiza y la cojo por
la cintura antes de que acabe en la alfombra.
—Yo no hago esto —suelta, poniéndose en pie.
—¿Hacer qué?
—Hombres.
—Yo tampoco me dedico a los hombres.
—No, quiero decir... —Deja escapar un ruido de frustración,
sacudiendo la cabeza—. Quiero decir que no estoy buscando nada
serio. No tengo relaciones, ni cosas bonitas como... besos en el culo y
desayunos.
—¿No te han gustado mis huevos?
Se mueve hacia la puerta.
—Bien, sabes que...
La agarro de la muñeca y la tiro encima de mí. Se resiste a mi agarre
durante tres segundos, antes de encontrarse con mi mirada ja y de
aceptarla.
Ella traga. Baja la voz para que apenas pueda oírla por encima de la
lluvia.
—Quiero decir, si hay alguna posibilidad de que te enamores de mí,
probablemente deberías ponerme en un barco y enviarme de vuelta
a la costa ahora mismo.
Nos miramos jamente. Entonces me echo a reír.
Penelope frunce el ceño, golpeando una palma en mi pecho.
—¿Qué, es tan difícil de creer que te enamores de mí?
Le acomodo un mechón rojo detrás de la oreja, ignorando la presión
que se expande en mi pecho.
—Imposible.
Ella ya sabe mi mayor secreto, que soy supersticioso. No necesita
saber que también elegí el Rey de Diamantes en lugar del Rey de
Corazones.
El amor no es una opción. Y mucho menos con la chica que ha
arruinado mi vida.
Mi celular vibra sobre la mesita, recordándome que tengo cosas que
hacer.
—¿Te quedas aquí o no?
—¿Y si quisiera irme?
Me muerdo la lengua. La verdad la asustaría: La arrastraría de
vuelta a bordo pateando y gritando.
En lugar de eso, paso mis manos por la parte trasera de sus muslos,
tirando de ella hacia mi erección.
—¿No te gusta que te folle, Penelope?
El músculo de su mandíbula se agita. Sus párpados se cierran.
—Bien. Podemos ser enemigos con bene cios.
Arqueo una ceja.
—¿Enemigos?
—Bueno, no somos exactamente amigos, ¿verdad?
Contengo una sonrisa de satisfacción.
—Supongo que no. —Me dejo caer contra el sofá y le tiendo la mano
para que la estreche—. Enemigos con bene cios entonces.
Ella la mira, como si quisiera morderme los dedos.
—Por supuesto, tengo algunos términos y condiciones.
—Por supuesto —digo divertido.
—En primer lugar, necesito mi teléfono. Creo que lo dejé en tu auto
cuando te convertiste en Hulk esta mañana.
Por supuesto que necesita su teléfono. ¿De qué otra manera voy a
escuchar obsesivamente cada pensamiento insípido que tiene si no
puede derramarlo a mi línea directa?
—Hecho.
—Y no quiero que Laurie o los otros sepan que me quedo aquí. Es...
—Se muerde el labio, buscando la palabra—. Raro.
Me río.
—Bien.
—Y quiero estar en casa para Navidad.
Considero esto. Falta menos de una semana.
—Está bien. —No signi ca que no quiera que vuelvas después.
—Y...
—Jesús, Penelope. ¿Necesito traer un abogado aquí?
Me tira del pasador del cuello para que me calle.
—Y, no soy una Rapunzel otante. Si crees que voy a estar encerrada
aquí como una mujer que espera que su marido vuelva a casa de la
guerra, entonces tienes otro pensamiento. Necesito que me lleven a
la orilla cuando quiera.
—Sí, no va a suceder.
Una mirada de disgusto mella sus rasgos.
—¿Qué, te preocupa que no vuelva?
Me haría un favor si no volviera, pero esa no es la razón por la que
no quiero que revolotee por la Costa ahora mismo. Me rasco los
dientes sobre el labio inferior y bebo su expresión oscura con
diversión.
—Te quedarás aquí hasta que vuelva, y entonces volveremos a
hablar de esto.
Para mi sorpresa, lo suelta, pero cuando sus ojos brillan con picardía,
me doy cuenta de que hay un motivo detrás de su obediencia. Me
pasa el dedo por el pasador del cuello, mordiéndose el labio.
—Sabes, si vamos a ser enemigos con bene cios, tendrás que
besarme.
Me río.
—¿Lo haré ahora?
Ella se apoya en un hombro.
—Sí, sería raro si no lo hicieras.
—Tienes razón.
Sus ojos se deslizan hasta los míos, grandes y azules.
—¿La tengo?
Mis dedos se deslizan por su cabello y la agarran por la base de la
cabeza. Acerco su cara a la mía; mi boca está cerca de la suya, puedo
sentir el calor de sus labios. Oigo el trago de su garganta.
—Buen intento —susurro.
Maldice mientras la deslizo fuera de mi regazo y me pongo de pie.
—El chef Marco me prepara las comidas y las deja en el congelador.
Sírvete de ellas y de todo lo que haya en el yate. —Saco mi cartera y
tiro mi Amex sobre la mesa de café—. Ya tienes mi tarjeta de
repuesto, pero supongo que está en mi auto junto con tu teléfono.
Usa esta. —Mi mirada se dirige a la suya—. Seguro que recuerdas el
pin —digo secamente.
—Obviamente. —Ella lo levanta y lo sostiene a la luz—. Hmm. No
creo que entreguen pizza en medio del Pací co.
—Lo harán si das una buena propina.
Mientras me dirijo a la puerta, su presencia me tira de la espalda.
Tengo el ridículo deseo de retrasar mi vuelo una hora más. Ni
siquiera para follarla de nuevo, sino para... hacer esto. Hablar de
mierda y hacerla enojar.
En su lugar, agarro el pomo de la puerta y le digo:
—Intenta no quemar el lugar, Penelope.
—¿Rafe? —La forma en que dice mi nombre rebota como un eco en
mi pecho. Hago una pausa, mirando la madera de la puerta—.
Todos mis otros compañeros de sexo me llaman Penny.
La violencia me golpea como un rayo.
—Y todos tus otros compañeros de sexo estarán a dos metros bajo
tierra si los vuelves a mencionar.
Capítulo
Seis

Penny

P or tercera vez en una hora, entro otando en la olvidada sala


de estar de la parte trasera del yate. En lugar de suspirar en el
silencio como la última vez, me hundo en el asiento de la ventana y
aprieto la mejilla contra el frío cristal, como si eso fuera a apagar el
inquieto calor que hay debajo.
Después de una ducha ridículamente larga, he estado vagando por
el yate como un espíritu condenado. Una sudadera con capucha
colegial en lugar de un vestido victoriano; encadenada por ataduras
de cuero y orgasmos violentos, en lugar de los grilletes de la
perdición.
Duré menos de dos horas antes de que el sonido de las cubiertas
gimiendo y el interminable tic-tac de los relojes antiguos
comenzaran a irritarme, rozando mi piel.
Ahora, mientras aprieto más mi cuerpo contra el cristal, mirando
cómo la lluvia rompe las brillantes luces de Devil's Cove en el
horizonte, me revuelvo el cerebro buscando algo que hacer.
La respuesta llega como una de esas bombillas de dibujos animados:
Voy a trabajar.
No tengo turno, pero ¿qué otra cosa voy a hacer esta noche?
¿Esconderme en la habitación de Rafe mientras el casino vibra sobre
mí? Con un rápido vistazo al Breitling, me doy cuenta de que Laurie
y los demás pronto estarán sobrevolando el Pací co en un bote de
personal.
Espoleada por un nuevo vigor, me lanzo al lavadero y cojo un
uniforme de repuesto de mi talla. Me quito del cabello los restos de
sexo duro y me pinto una cara demasiado inocente para disfrutar de
una mordaza con un cinturón. En treinta minutos, estoy detrás de la
barra, llenando la mini nevera y cargando el lavavajillas.
Pero el inicio del turno llega y se va. La hora se funde con la
siguiente, la soledad me aprieta como un nudo en la garganta. Sin
Laurie, sin invitados. Cuando los tres solitarios pitidos del
lavavajillas llenan el salón, indicando que han pasado dos horas y
media desde que lo puse en marcha, suelto el trapo que tengo
agarrado y subo a toda prisa al estudio de Rafe.
Encuentro el número de Laurie en uno de esos rolodex que tiene la
gente mayor y uso el teléfono de su mesa para llamarla. Ella contesta
al primer timbrazo.
—¿Sí, jefe?
—Laurie, soy Penny. ¿Dónde estás?
—¿Penny? —Hace una pausa, la línea se llena con los sonidos
apagados de un bar—. Rafe ha cerrado el yate hasta Nochebuena,
cariño. ¿No te ha llamado? Dijo que lo haría.
Cerrando los ojos, me hundo en el sillón de cuero y dejo caer la
cabeza contra el respaldo.
—No, no lo hizo —digo con fuerza. Aunque supongo que eso
resuelve el dilema de intentar ocultar a mis compañeros que vivo a
bordo.
—La paga completa, por supuesto. Y la esta de Navidad del
personal seguirá adelante. Espera. —El ruido detrás de ella se
desvanece, y suena como si una puerta se cerrara detrás de ella—.
¿Cómo estás en el barco? El transbordador del personal no habría
funcionado...
Es una estupidez y una chiquillada, pero me entra el pánico y le
cuelgo. Cuando el teléfono emite un chirrido para devolver la
llamada, me sumerjo bajo el escritorio y lo apago junto al enchufe.
Genial. ¿Y ahora qué?
El silencio se agolpa en las paredes del estudio, sólo atenuado por
los pasos de la tripulación fantasma que se ocupa de sus tareas. Está
oscureciendo, y la única luz del exterior es el barrido ocasional de las
antorchas de los hombres de Rafe mientras patrullan las cubiertas.
Lo peor de esta reclusión es que estoy atrapada en ella toda la noche.
No hay manera de que duerma antes de que salga el sol.
Consigo matar otros diez minutos rebuscando en los cajones de Rafe,
perfectamente organizados, y mirando los marcos de las fotos que
hay en sus estanterías. Me llama la atención uno en el que le pasa a
alguien un cheque de gran tamaño, y lo cojo para estudiarlo.
Su silueta característica se asoma por detrás del cristal. Traje
ajustado, sonrisa de megavatio. Negro, dorado, verde, todos los
colores tan pulidos, tan re nados, que no se me ocurre ninguna otra
palabra. Perfecto.
Supe desde el momento en que lo conocí que era el mentiroso
perfecto.
Un pensamiento embriagador carga mis nervios. Ahora que he visto
lo que hay bajo el exterior de caballero, lo he sentido dentro de mí; lo
he escuchado en mi oído, me acalora saber que he tenido una visión
de algo que nadie más tiene.
Ahora, es el perfecto mentiroso, para todos menos para mí.
Un zumbido lento me aparta de su mirada magnética. Frunciendo el
ceño, miro por encima del hombro hacia las puertas francesas y
entrecierro los ojos cuando veo que una luz nebulosa se abre paso
entre la lluvia.
¿Ya ha vuelto?
Una respuesta pavloviana parpadea en mi clítoris y bajo los
escalones del salón de dos en dos. Al darme cuenta de que parezco
un cachorro saltando de emoción por la vuelta a casa de su amo, me
poso en el borde del sofá de espaldas a las puertas y enciendo la
televisión, mirando un partido de baloncesto con interés plástico.
Mi indiferencia dura unos noventa segundos antes de que las
puertas francesas se abran de golpe y un frío glacial traiga un haz de
energía caótica con una voz femenina familiar en el centro.
—¡La esta ha llegado! —Un borrón de cabello rubio y bolsas rodea
el sofá. Mi mirada se desliza por las piernas vestidas de pijama y se
posa en la brillante sonrisa de Rory—. He traído caramelos y juegos
de cartas, Tayce tiene pizza y vino, y Wren ha traído una película.
—No cualquier película: ¡Mamma Mia! la versión extendida de
karaoke. —Wren aparece y me pone un DVD muy gastado en las
narices. La miro sorprendido. Es un torbellino de color rosa, desde el
coletero brillante que lleva en el cabello hasta las botas de goma que
lleva en el pijama.
Mientras Tayce se tumba en el sofá y me dedica una sonrisa
socarrona, la atención de Rory se dirige a la puerta y luego vuelve a
dirigirse a mí.
—Y tú —susurra—, traerás los chismes.
—Yo…
Rory me interrumpe con un movimiento de su mano.
—Pero ahora no. Mi marido está en pie de guerra.
Como si la palabra marido convocara a un demonio, una presencia
oscura me calienta la nuca.
—Penelope Price.
Trago saliva, siguiendo la sombra negra que se desplaza por la
alfombra crema. Unos zapatos brillantes aparecen a la vista y, con la
columna vertebral en tensión, me obligo a mirar a su dueño.
—¿Dónde está mi hermano?
—¿Cuál?
La mandíbula de Angelo hace un tic, y me lanza una mirada de
desagrado sobre la muñeca.
—Al que le gusta jugar. —Da un paso adelante, haciendo que mi
corazón se sobresalte—. A diferencia de mí.
Le miro jamente. La expresión de su cara es la de mis recuerdos.
Miró a mi padre de la misma manera hace años, cuando nos colamos
en el funeral de sus padres. Ahora que soy yo el sujeto, no voy a
chillar como lo hizo mi padre borracho. Además, tengo un extraño
sentimiento de lealtad en el pecho: no le diría a Angelo dónde ha ido
su hermano, aunque lo supiera.
—¿Rafe? No tengo ni idea.
Sus ojos son unas líneas.
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
Mi mente se dispersa en cuatro direcciones en busca de una
respuesta.
—Sentada en el yate —anuncio.
Tayce resopla a mi lado y esconde su sonrisa en el cuello de su
chaqueta de cuero cuando Angelo le lanza una mirada amenazante.
El calor que desprende hace que mi determinación se resquebraje, y
me encuentro murmurando:
—Lo siento, sé tanto como tú.
—Y todo lo que sé es que Rafe llamó a mi mujer y la invitó a una
pijamada improvisada en medio del puto Pací co un lunes por la
noche.
—Y tú estás arruinando el ambiente, nene —gime Rory,
deslizándose entre su marido, que avanza sin cesar, y yo. Murmura
palabras dulces mientras juega con los botones de su camisa, pero no
puedo oírlas por encima de la sangre que me late en los oídos.
¿Rafe me ha organizado una esta de pijamas? La idea es dulce, incluso
enfermiza, y me revuelve el estómago como si hubiera comido
demasiado chocolate de una sola vez. Intento disiparlo con un
razonamiento: probablemente no se fía de que esté sola en su mega
yate de un millón de dólares, lo cual es justo, teniendo en cuenta que
al último ricachón que se portó mal conmigo le quemaron el casino.
Además, no es que él sepa lo mucho que quería tener estas de
pijamas cuando era un niño.
Miro por encima del moño desordenado de Rory y me encuentro
con la mirada sospechosa de Angelo. Aparta suavemente a su mujer
para que no haya ninguna barrera entre mí y su último intento de
interrogatorio.
—¿Sabes dónde está mi hermano, Penelope?
—¿Has probado en Buscar mi iPhone, Angelo?
Tayce se queda quieta Wren respira con fuerza y Rory murmura algo
sobre amencos en voz baja.
El aire se calienta por un momento, luego se enfría cuando el humor
seco suaviza la expresión de Angelo.
—Ahora lo entiendo.
Frunzo el ceño.
—¿Entender qué?
Pero no responde. En su lugar, planta un beso en la mandíbula de su
mujer, le dice que le llame antes de irse a dormir y desaparece en la
plataforma de desembarco.
Me vuelvo hacia el salón en busca de una respuesta.
—¿Entender qué?
Rory sonríe. Wren se pone roja y mira hacia otro lado. Cuando miro
a Tayce, me pone una mano en el muslo y me da un apretón.
—Quiere decir que entiende por qué Rafe está obsesionado contigo
ahora. Hablas casi tanta mierda como él.

El interrogatorio era inevitable. Respondí a las preguntas sobre


nuestra situación con ligereza, sólo estamos follando, chillé- y a las
preguntas sobre cuánto tiempo estaré aquí con vaguedad, hasta que
me aburra de él.
La verdad es que no sé la respuesta real a ninguna de las dos cosas.
Al menos el tercer grado duró poco. Cuando Tayce preguntó qué
tamaño tiene la polla de Rafe, Rory se asqueó tanto que tiró un vaso
de vino tinto sobre la alfombra de color crema. Nos dedicamos a
mover el sofá un metro hacia la izquierda para ocultarlo y, por
suerte, la conversación no volvió a tocar el tema de la virilidad de su
cuñado.
La tarde se convirtió en noche, con una lluvia incesante y la banda
sonora de Mamma Mia! como telón de fondo de una esta de pijamas
con la que sólo podría haber soñado de niña.
Ahora, estoy acurrucada en el sofá en pijama, borracha de azúcar y
vino, y trato de hacerme la interesante. Intentando no sonreír como
un loco mientras veo a Wren enseñar a Rory el baile o cial de Super
Trouper de ABBA, e intentando no preguntar cuándo podemos
volver a hacerlo.
El sofá se inclina a mi lado.
—¿Ya has decidido lo que quieres?
Miro la caja negra que Tayce ha colocado sobre la mesa de café. La
abre con un chasquido y pasa el dedo por una pistola de tatuar
plateada.
Trago saliva.
—Depende. ¿Duele?
—Mucho menos que ser empalada por la enorme polla de Rafe,
estoy segura. —Calentando las mejillas, voy a apartarla de un
manotazo, pero ella se agacha fuera del alcance de su brazo, riendo
—. No, es más un rasguño que una puñalada. Y después de unos
minutos, la zona se adormece y no puedes sentirla.
Mis ojos recorren la longitud de sus brazos mientras se pone un par
de guantes negros.
—¿No tienes ningún tatuaje?
—No, por eso me llaman la tatuadora sin tatuajes. —Mira a Rory y a
Wren haciendo el shu e de Brooklyn, y luego baja la voz—. Los
tatuajes te hacen identi cable.
El sonido de su cerveza chocando contra la mía en The Rusty Anchor
resuena en mi cabeza.
—He oído que eres la mejor.
Se ríe.
—Eso es lo que dicen.
—¿Siempre supiste que querías ser tatuadora?
Ladea la cabeza y, por un momento, la veo desenroscar la pistola y
esterilizar cada parte.
—No —dice nalmente—. Estaba estudiando Historia del Arte en la
universidad. Quería ser conservadora de museos.
—¿Y por qué los tatuajes?
Una sonrisa oscura se dibuja en sus labios. Se echa el cabello largo y
negro por encima del hombro y me clava una mirada cómplice.
—Me gusta in igir dolor a los hombres, aunque sea por un rato.
Sabía que me gustaba esta chica. Mi atención baja a la pistola.
—Es tinta temporal, ¿verdad?
—Ajá. Se desvanecerá en un par de semanas.
—Muy bien, entonces estoy feliz de que te vuelvas traviesa.
Ella levanta una ceja.
—¿Estás segura? —Inclinándose, añade:
—Porque cuando me vuelvo traviesa, me vuelvo... traviesa.
La picardía que baila en sus ojos me hace re exionar.
—De acuerdo, quizás ponlo en algún lugar que no pueda ver, por si
acaso.
Se ríe.
—Buena idea, pelirroja.
Coincidimos en la parte baja de mi espalda. Hago como si Tayce me
dijera que es una zona con la piel más gruesa y con menos nervios lo
que me convence, pero en realidad es porque sé que Rafe lo verá
cuando me folle por detrás la próxima vez. La idea de su estómago
tensándose contra mi culo y su mano caliente rozándolo me produce
una excitación aletargada en mi interior.
Tayce tenía razón; el rasguño se transforma en una ligera sensación
de ardor. Trabaja meticulosamente, en silencio, con las puntas de su
cabello rozando mi columna vertebral.
Cuando el zumbido de la pistola se corta, abro los ojos. Se limpia
algo frío y húmedo en la zona y se pone en pie. Para mi sorpresa,
cuando me doy la vuelta para mirarla, se está retirando lentamente.
Frunzo el ceño.
—¿Ya está hecho? ¿A dónde vas?
Señala con la cabeza el espejo de mano que hay sobre la mesa.
—Echa un vistazo.
Rory deja de bailar y entrecierra los ojos hacia mi espalda. Cuando
sus ojos se abren de par en par y su mandíbula cae, la sospecha me
recorre las venas.
—Tayce... —susurra, conteniendo una risa.
—¿Qué? —Me despido. Cojo el espejo y me giro torpemente para ver
su obra de arte. Cuando un nombre familiar en un corazón me mira
jamente, se me hiela la sangre.
Pasan cinco pesados segundos. Levanto los ojos hacia Tayce, que me
mira como un ciervo atrapado en los faros.
—Me dijiste que fuera traviesa —susurra.
Dejo caer el espejo al sofá. Me bajo el top.
—Sí. Y ahora te digo que corras.
Sale por la puerta antes de que pueda terminar mi frase. Corro tras
ella, con Rory y Wren pisándome los talones.
La risa de Tayce ota en la escalera de caracol.
—¡Lo siento, vale! Puedes tatuarme lo que quieras como venganza.
—¡Voy a dibujar una polla enorme!
—Está bien, pero no en mi cara, ¿de acuerdo?
Está al alcance de la mano cuando pasamos por el estudio de Rafe.
Mirando por encima del hombro, abre de un tirón la puerta de la
biblioteca. La sigo y me detengo bruscamente.
Mi respiración se ralentiza, pero mi corazón se acelera.
—Vaya, qué estantería más fea —murmura Tayce, siguiendo mi
mirada.
Rory se acerca a mi lado.
—¿Son los libros de For Dummies? ¿Parece la colección completa? No
me imagino a Rafe leyendo esos.
—No lo hace —susurro, con la garganta apretada.
—Bueno, ¿quién lo hace entonces?
Trago saliva.
—Yo.
En el silencio, el viento ruge. El reloj de pie hace tictac en la repisa de
la chimenea. Mis ojos siguen la madera astillada, el martillo sobre el
escritorio y las instrucciones suecas partidas en dos y tiradas junto al
cubo de la basura.
Wren suspira y se aprieta el pecho.
—Ves, te dije que era un caballero.
Capítulo
Siete

Penny

N udillos rotos con un toque ligero como una pluma. Sedoso


italiano envuelto en palabras insensibles. Lentos lametones,
corazones acelerados. Dulce y amargo, frío y caliente; las
contradicciones tiran de mis nervios en un juego de tira y a oja.
Odio que ame cada segundo de esto.
Un ruido sordo me despierta. Abro los ojos y me doy cuenta de que el
sonido es el de Anatomía para Dummies, que se me escapa de la mano
y golpea la alfombra de color crema. En mi confusión posterior a la
siesta, mi cerebro tarda unos segundos en agudizarse lo su ciente
como para darse cuenta de que no estoy sola en la biblioteca.
Rafe se reclina en un sillón frente al sofá, con el tobillo apoyado en el
muslo mientras hace girar una cha de póquer de oro entre el pulgar
y el índice. Cada giro brilla bajo el sol del mediodía, tan cegador
como su presencia.
No esperaba que volviera tan pronto.
Su mirada atrapa la mía.
—Pareces un ángel cuando duermes. —Antes de que el tira y a oja
en mi pecho vuelva a empezar, lleva el vaso de vodka del escritorio y
añade:
—¿Pero los ronquidos? No es tan angelical.
Me incorporo, llevándome las rodillas al pecho en señal de
autoconservación. ¿Cuánto tiempo lleva ahí sentado?
¿Observándome? La vulnerabilidad y el desasosiego se apoderan de
mí y me dan ganas de encogerme y marchitarme bajo el calor de un
rayo de sol.
En lugar de eso, opto por coger el libro y acercarlo a la estantería
desordenada. Es difícil ignorar cómo me late el corazón bajo el peso
de los ojos de Rafe rastreándome.
Rozo con mis dedos los lomos amarillos.
—Me compraste todos los libros de For Dummies.
—Mm. ¿Ya has encontrado una carrera?
—¿Intentas deshacerte de mí, o algo así?
Su risa oscura me acaricia como la seda.
—O algo así.
La sala se calienta con dos palabras que no se dicen: gracias.
La silla gime. No necesito girarme para saber que se acerca. Cada
pisada sube por mi columna vertebral, hasta que su presencia roza
mi espalda.
Un escalofrío me recorre cuando su mano recorre la longitud de mi
trenza.
—¿Una de las chicas te trenzó el cabello, Queenie?
—¿Por qué me llamas Queenie?
Su sonrisa es seca.
—¿Tu mamá nunca te enseñó a no responder a una pregunta con
una pregunta?
—No, mi madre no me enseñó nada memorable, excepto que
mezclar vino tinto con un paquete entero de medicamentos para la
alergia hará que te ahogues con tu propio vómito. — Cuando la
mano de Rafe roza mi cuello, me sacudo el recuerdo—. De todos
modos, Rory lo hizo. —Hago una pausa—. ¿Cómo sabes que no lo
hice yo?
El caro tejido de sus pantalones toca la parte trasera de mis muslos.
—No puedes trenzar, Queenie.
Frunzo el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
Se queda quieto y luego roza con su nariz la curva de mi garganta,
acercando sus labios a mi oído.
—Disculpa. Estoy pensando en una de mis otras enemigas con
bene cios.
Los celos brillan detrás de mis párpados. Me doy la vuelta para
empujarle, pero él me agarra con fuerza de la trenza y me tira de la
cabeza hacia atrás hasta que se apoya en el pasador de su cuello.
—Tendré que agradecer a mi cuñada que me haya dado una correa.
Dulce, santo in erno. Toda la irritación se evapora, su vapor cae en el
fuelle de mi tanga. Trago saliva, intentando ralentizar mi respiración
mientras su otra mano recorre la cadena de mi collar. Sus dedos
rozan el trébol de cuatro hojas y luego recorren mis pechos.
Algo se agita en sus pantalones.
—Mi habitación, diez minutos.
Y entonces me suelta. Apoyo las palmas de las manos en la
estantería astillada hasta que suena el violento chasquido de la puerta
a mis espaldas.
Dios. Exhalo temblorosamente, tratando de reunir mi decoro por los
cuatro costados de la habitación. Anoche, la emoción de canturrear
ABBA y jugar a UNO a ojó el as xiante control que este hombre
ejerce sobre mí. Pero una vez que Rory, Wren y Tayce se han ido esta
mañana, todo lo que es in nitamente él se ha empapado en el
repentino silencio, ha atravesado el papel pintado y me ha dejado la
piel en carne viva.
Somos amigos de mierda, por ahora, pero sé que cuando todo esté
dicho y hecho, su toque áspero y su voz suave serán imposibles de
olvidar.
Cuento hasta diez, y luego sigo sus pasos. Las tuberías de las
paredes borbotean y tintinean, y cuando empujo la puerta de la
cabina, me doy cuenta de que Rafe está en la ducha.
La indecisión frena mis miembros. Miro jamente el vapor que sale
de debajo de la puerta y pienso en lo que pasaría si la abriera. Si me
bajara los pantalones, me deslizara por la puerta de la ducha y me
apretara contra su cuerpo húmedo y desnudo. Si, bajo la lluvia
caliente, me hundiera de rodillas y lo tomara en mi boca. Tomé el
control.
Aunque nunca lo he hecho, la idea me hace la boca agua. Pero sólo
he dado un paso hacia el baño cuando algo fuera de lo común me
llama la atención. Mi maleta. Está donde la dejé, apoyada contra la
pared en una esquina de la habitación, pero la han abierto. Faltan
algunas de mis cosas, y tengo una horrible idea de dónde estarán.
Abro la puerta del armario y me debilito de miedo. Las camisas
blancas se intercalan con los vestidos de seda. Los pantalones negros
anquean los vaqueros. Mi atención se centra en el zapatero, donde
sus zapatos de vestir de cuero están junto a mis Doc Martens y mis
tacones.
Tensada por ese maldito tira y a oja, me apaño con mis cosas, las
vuelvo a meter en la maleta y tomo asiento en la sala de estar.
Enciendo el televisor, pasando inquieta por los canales hasta que
una mujer de las noticias me habla con tanta intensidad que sé que si
subo el volumen lo su ciente, ahogará la sensación de malestar. Al
menos hasta que Rafe me lleve a la cama y me llene de otra cosa.
Pero cuando sintonizo con lo que dice, se me hiela la sangre.
—Para los que se acaban de incorporar, tenemos noticias de última
hora esta tarde —dice, barajando sus papeles—. Se con rma que el
cuerpo encontrado en la orilla del lago Clam en Atlantic City esta
mañana es el de Martin O'Hare. O'Hare ha sido noticia en las últimas
semanas después de que su casino y su bar ardieran en
circunstancias desconocidas. La reportera hace una pausa, con
expresión grave—. Por el momento se desconoce si los dos
incidentes están relacionados.
Mi cabeza nada en dirección contraria a mi estómago. Un
entumecimiento caliente y pegajoso me clava el cuerpo en el sofá, y
mi mano no sería capaz de coger el mando a distancia para apagar la
televisión aunque quisiera.
Martin O'Hare. Muerto. La boca de la periodista se mueve, pero ya
no puedo oír lo que dice por encima del rugido de mis oídos. El
ruido se desvanece cuando se cierra la ducha. Ahora soy
hiperconsciente de lo que ocurre en el baño detrás de mí. El
descongelamiento de una toalla. El giro de un grifo. Cuando la puerta
se abre y un calor húmedo me roza la nuca, trago saliva.
—Martin O'Hare fue encontrado muerto en Clam Lake. —No parece
mi voz. Es demasiado tranquila, demasiado en desacuerdo con el
violento pulso de mi garganta.
Mientras mis ojos están pegados a la pantalla, mi atención se centra
en Rafe, que pasa de detrás del sofá al carrito del bar. En silencio, se
sirve un vodka.
—¿De verdad? —El tintineo de los cubitos de hielo me hace temblar
los huesos—. Ahí no es donde lo dejé.
El calor me punza la piel de una manera que me hace querer
arrancarme la ropa. Impulsada por el pánico, me pongo en pie, pero
cuando me golpeo las espinillas contra la mesa de centro, me doy
cuenta de que no llegaré muy lejos. Me vuelvo a hundir en el sofá,
dejando que los suaves cojines me arrastren al in erno.
—¿Tú hiciste esto?
Ahora, el silencio duele. La disposición tranquila de Rafe me hace
sentir un poco de miedo. Me hace ver las salidas. En lugar de correr
hacia una de ellas, arrastro mi mirada hacia él.
Está a la luz de una ventana, no lleva nada más que tinta y una toalla
baja alrededor de la cintura. Sus ojos se encuentran con los míos por
encima del borde de su vaso de vodka, brillando como el mar que
tiene detrás. Una gota de agua le resbala por el pecho y se la limpia
antes de que le llegue al ombligo. Miro jamente la mano que ha
utilizado. Está aún más herida que ayer.
—Eso me recuerda que te he traído un recuerdo.
Mis hombros se tensan. Rafe desaparece de la vista, y cuando se
acerca al respaldo del sofá y deja caer una pequeña caja sobre mi
regazo, la miro jamente.
Y entonces grito.
Me levanto de un salto, ruedo sobre la mesa de café y me tambaleo
hacia la puerta.
—Estás enfermo —me atraganté, tropezando hacia atrás. He visto
este tipo de mierda en las películas. Una cabeza de caballo en una
cama. Un cráneo en una estantería. Un puto dedo en una caja de
anillos.
Aparte del ceño fruncido, Rafe es la de nición de indiferencia del
diccionario. Me mira jamente y luego se inclina para recuperar la
caja aún cerrada de donde rodó bajo el sofá.
Cuando lo abre de golpe, aprieto los ojos para cerrarlos.
—Penelope.
Cuando soy lo su cientemente valiente como para abrir una tapa,
me encuentro con una oscura diversión y un llavero colgando de su
dedo. Me lo lanza y cae a mis pies.
Miro jamente el logotipo de I Heart Atlantic City durante cinco
latidos escalonados.
Y entonces mi malestar sube por mi garganta y se derrama entre
nosotros.
—Te dije que no fueras amable conmigo —suelto.
—Eran cuatro dólares.
—Sabes que no estoy hablando del maldito llavero.
Otro latido, y entonces la áspera risa de Rafe me conmueve. Se pasa
una mano por el cabello mojado, la amargura se nubla en sus ojos.
—Cristo, Penny. Un agradecimiento habría bastado. —Se bebe el resto
de su vodka y deja que el vaso caiga sobre el carro del bar—. Debo
estar jodidamente loco —murmura, limpiándose la boca.
Me siento tan jodidamente mal, que las náuseas empujan mis
costuras, sin dejar espacio para otros sentimientos, como el alivio.
—¿Lo mataste por mí?
Me mira rápidamente.
—No.
Dejo escapar un suspiro tenso.
—Maté a su hermano por ti. Y luego maté a Martin porque habría
venido a la Costa a matarme. —Llena su vaso con más vodka,
haciendo una pausa pensativa antes de tomar un sorbo—. En
realidad, sí. También lo maté por ti.
—¿Por qué?
—No me gustó la idea de que otro hombre te pusiera las manos en la
garganta —dice secamente.
Aprieto los dientes, clavando las uñas en las palmas de las manos.
—Prendí fuego a su casino.
—Semántica.
Me doy la vuelta, porque no soporto la forma en que me mira.
—Crees que tengo mala suerte. —Me arrastro una mano por la cara
—. Ni siquiera me conoces.
Su risa es más fuerte esta vez, teñida de algo irónico.
—No tienes ni puta idea de lo que sé.
Nos quedamos allí durante unos minutos. Él junto al carrito del bar,
yo mirando el reloj de la chimenea. Cada tictac golpea dentro de mi
caja torácica, como si se tratara de una cuenta atrás para el momento
en que mi corazón se parta por la mitad.
Nunca dejaré que suceda. Nunca dejaré que este hombre esté al
alcance de mi corazón. Porque esto es lo que hacen los hombres,
¿no? Son amables contigo, hasta que dejan de serlo. Hasta que dejas
de darles lo que quieren, y entonces se vuelven desagradables. Y
entonces te arrastran a un callejón y toman lo que querían de ti de
todos modos.
Mi collar chisporrotea contra mi piel húmeda. De todos los
momentos para pensar en Ma , no es ahora, pero de todos modos
me viene a la cabeza. Tienes que ser clara con tus intenciones desde el
principio.
Echando los hombros hacia atrás y galvanizando mi columna
vertebral, me acerco a Rafe. Él observa mi aproximación con una
mezcla de recelo y fastidio, y se tensa cuando entro en su órbita
caliente y húmeda.
Estoy tan cerca que su aliento con sabor a licor me roza la nariz. Mis
pezones se deslizan por su pecho a través de la camiseta,
endureciéndose ante la idea de la fricción.
Su mirada cae sobre la mía, derritiéndose como el hielo de su bebida.
—Penny...
Ahí van esos nudillos rotos con un toque ligero como una pluma,
rozando mi pómulo. Giro la cabeza una fracción, porque sé lo que
viene a continuación: el sedoso italiano envuelto en palabras
insensibles. No quiero las contradicciones.
Sólo quiero todo lo malo y nada de lo bueno.
Tragando en un intento de ralentizar mi pulso, dirijo mi atención a
su pecho. Ambos observamos mis dedos temblorosos mientras los
deslizo sobre la cabeza de la serpiente, a lo largo de los naipes, los
dados, las chas de póquer. Las paredes de su estómago se tensan
cuando rozo el sur de su ombligo y el pliegue de su toalla.
Levanto mis ojos hacia los suyos. Él los busca, y entonces su
expresión se enfría al darse cuenta.
Deja escapar una risa sin humor.
—Eso es todo lo que quieres, ¿eh?
—Es todo lo que acordamos.
Sus ojos chamuscan como brasas ardientes cuando tiro de la toalla.
El golpe de la tela contra la alfombra suena tan fuerte, tan de nitivo.
Como una señal que me advierte que, ahora, no hay vuelta atrás.
Antes de que me dé tiempo a pensar, me agarra del cuello y desliza
sus dedos por la base de mi trenza. Acerca mi cara a la suya; estoy
tan cerca de sus labios que, por el módico precio de un millón de
dólares, podría probar su último trago de vodka.
Me mantiene ahí durante lo que parecen minutos, pero que sólo
pueden ser segundos. Su mandíbula hace tictac como el reloj de la
chimenea; su corazón late más despacio que el mío. Cuando miro
hacia la cama, es solo porque necesito un respiro de su as xiante
mirada, pero por la forma en que vuelve a reírse, me doy cuenta de
que lo interpreta como una indirecta.
Cree que quiero que se dé prisa en follar conmigo.
Con un gesto seco, me suelta y se aparta. Cada centímetro de mi
cuerpo tiembla mientras camino hacia la cama y me subo a ella de
rodillas.
Detrás de mí, la cama se hunde con mi corazón. Me dejo caer sobre
los antebrazos y entierro la cabeza en la almohada, como si la
tensión no pudiera tocarme aquí abajo. Cuando los muslos de Rafe
presionan contra los míos y su polla me roza el culo, aprieto los ojos,
esperando que el calor de sus manos me abrasen la piel.
No viene.
En cambio, el colchón gime y el cajón que tengo al lado se abre. Giro
la cabeza justo a tiempo para verle sacar un condón.
La vista se me atrapa en la garganta. Por supuesto, el sexo seguro es
importante y todo eso, pero antes no se lo pensó dos veces antes de
follarme sin protección. Ahora, me siento como un número más, otra
chica en su cama. La idea me hace querer incendiar todo su puto
yate.
Siento que una réplica amarga sube por mi garganta, pero muerdo la
almohada para detenerla. Esto es lo que querías, ¿recuerdas? Por muy
jodido que parezca, deslizarse dentro de mí sin una goma entra en la
categoría de agradable.
Mi estómago se tensa cuando me baja los pantalones. La tela se
desliza por mi culo rápidamente, luego el movimiento se ralentiza
por mis muslos y con un latigazo caliente de vergüenza, me doy
cuenta de por qué. El maldito tatuaje. En la tormenta de hombres
muertos y llaveros, me había olvidado de él. ¿Cómo he podido? Es
un gran corazón rojo con el nombre Raphael en el centro.
Una exhalación irregular sale de sus labios y baila por mi columna
vertebral.
—¿Es una broma?
—Tayce... —Trago saliva—. Es temporal.
Arrugas de lámina, broches de látex.
—Qué apropiado —dice en voz baja, antes de sumergirse en mí sin
previo aviso.
El dolor me atraviesa, pero nada es tan doloroso como el peso de su
palma en la parte baja de mi espalda. Me sujeta torpemente,
cubriendo el tatuaje. Respiro profundamente, tratando de
adaptarme. A pesar de que el dolor se está convirtiendo en un calor
delicioso, me doy cuenta de que no llena el hueco de mi corazón
como lo hizo ayer, sino que lo desplaza hacia el norte, para que se
sitúe en algún lugar detrás de mi esternón.
Rafe me folla como a una puta a la que ha pagado por adelantado,
antes de llegar y darse cuenta de que no se parece en nada a su foto.
Entonces se la folla de todos modos porque no hace devoluciones.
Cada trazo parece clínico, como un paso hacia un objetivo nal.
Carece de emoción, y no viene con las manos vagando o
estrangulado italiano.
Me folla hasta que no puedo soportar la animosidad. Hasta que
estoy al borde de las lágrimas. Justo cuando me doy la vuelta para
agarrarle la muñeca, con las palabras lo siento gestándose en mi
lengua, sus muslos se tensan contra mi culo y se le escapa un gemido
animal.
Mis ojos se acercan a los suyos, y él atrapa su violenta mirada
mientras se corre. No me libera de ella, ni cuando su respiración se
hace más super cial, ni cuando me empuja fuera de su polla.
Soy yo quien se aparta primero. Cuando mi cabeza vuelve a caer
sobre la almohada, la cama se inclina de nuevo y él se va con el clic
de una puerta.
Me queda el silencio y otra serie de contradicciones mucho peores
que la anterior.

El cielo azul hielo se oscureció hace horas, y ahora mi inquietud


está iluminada por la luz de la luna y la lámpara de pie en la esquina
de la biblioteca. El sueño no me vendría ahora ni aunque fuera
neuroléptica.
He pasado las últimas horas abriendo un camino en la alfombra
desde el sofá hasta la estantería mal construida. La rutina está bien
ensayada: cojo un libro, rompo su lomo, paso por alto las
introducciones y miro los diagramas. Luego lo arrojo a la pila de, me
importa un carajo, que tengo a mis pies.
En el silencio, la verdad es demasiado fuerte. Sólo hay una cosa que
me importa ahora mismo y está a tres habitaciones de distancia.
Voló hasta Atlantic City para quitarme la carga más pesada de
encima, y lo único que quería era un agradecimiento. La palabra me
ha erizado la piel toda la noche. No quería decirla porque el hombre
ya me ha sonsacado un por favor, dos veces, pero también porque...
¿por qué?
Todo hombre tiene un motivo, y el de Rafe no tiene sentido. Si soy
tan desafortunado para él, ¿por qué no me mata a mí, en lugar de a
alguien en mi nombre?
Dejando escapar un gemido de frustración, cierro de golpe Tennis for
Dummies y dejo caer la cabeza sobre el respaldo del sofá. Me duelen
todos los lugares que no me ha tocado antes. Hay un latido
persistente en la base de mi cráneo, que se intensi ca cada vez que
cierro los ojos y veo la violenta mirada de Rafe mientras se corre
dentro de un condón.
Estoy caliente. Con ebre. Esperando que una ráfaga de diciembre
ponga mi mundo en orden, me pongo en pie y abro de golpe la
puerta que da a la cubierta. Cuando estoy bajo su marco, el viento
helado me empuja, ondulando todas las telas suaves de la habitación
y haciendo crujir las páginas de los libros.
El entumecimiento me araña los muslos desnudos y un temblor me
recorre la columna vertebral. De repente, mi concentración en el
negro abismo se suaviza. Ese temblor... no proviene de mi interior.
—Oh, no, no, no —susurro. Pero antes de que pueda retirarme, el
cielo nocturno se ilumina de color púrpura, con un relámpago
blanco atravesando el centro.
Lo único peor que una tormenta eléctrica es estar atrapado en un
barco en medio de una tormenta eléctrica. Mi corazón se tambalea con
cada latido y un sudor pegajoso se adhiere a mi piel. Tras forcejear
con la cerradura de la puerta, aprieto la espalda contra ella y cierro
los ojos con fuerza.
La suerte casi te ha abandonado, intento tranquilizarme. Hace semanas
que no tienes suerte.
Pero el siguiente relámpago inunda la habitación, sacando a la luz
todos mis demonios.
¿Sabes la suerte que tienes, chica? Eres una entre un millón.
Una entre un millón.
El trueno retumba bajo la alfombra cuando salgo corriendo de la
biblioteca. Me sigue a través del estudio, hasta la sala de estar.
Cuando salgo al pasillo, me detengo en seco.
Al nal de la misma, la gran silueta de Rafe consume las sombras, su
puerta se cierra tras él. Su mirada encuentra la mía, algo demasiado
suave para romper mi corazón bailando en medio de ella.
De alguna manera, lo hace de todos modos.
Se adentra en el camino de la luz que entra por un ojo de buey y me
doy cuenta de que está desnudo. Sostiene algo entre el pulgar y el
índice. Un simple dado.
—Elige un número. —Se me escapa un ruido estrangulado. Da otro
paso hacia delante, con la voz más rme ahora—. Un número,
Queenie.
—Cinco —suelto.
Lanza el dado y lo coge. Cuando abre la palma, asiente con la
cabeza.
—Cinco.
—¿De verdad?
Sus ojos vuelven a dirigirse a los míos, brillando sin humor.
—No.
Un relámpago abre el espacio entre nosotros. Antes de que suene el
trueno, corro hacia él. Hasta que no tengo la cara pegada a su cuello,
no me doy cuenta de que me ha cogido, de que sus fuertes
antebrazos me sujetan a él mientras me lleva a sus aposentos.
Una mano suave recorre mi trenza. Unas palabras tranquilizadoras
tocan la concha de mi oído, ahogando el siguiente estruendo del
trueno. Me baja a su cama, me atrae hacia su pecho y nos cobija bajo
las sábanas.
Aprieto mi cara contra su pecho y sus dedos encuentran acomodo en
la base de mi cabello. Su otra mano se desliza por mi columna
vertebral, traza el estúpido corazón en la parte baja de mi espalda, y
un áspero ruido de aprobación vibra detrás de su plexo solar.
Cuando llega el siguiente rayo, éste atraviesa las sábanas. Rafe se
lleva las palmas de las manos a mis oídos, apagando el inminente
trueno.
—Gracias —susurro.
No especi co por qué. Por protegerme de la tormenta, por matar a
Martin O'Hare. Por darme los dos orgasmos más ridículos de mi
vida. Por el maldito llavero.
Pero el trueno es fuerte; mi reconocimiento es silencioso.
La única razón por la que sé que Rafe lo ha oído es porque sus labios
presionan mi frente, dándome el más suave de los besos.
Capítulo
Ocho

Rafe
A pago el motor y me vuelvo hacia Penny, que está en el asiento del
copiloto. La diversión me calienta el pecho, se ha quedado
dormida hace una hora y ahora su hamburguesa a medio comer se
está congelando en el cartón que tiene en el regazo. Cuando me
dispongo a retirarla, su mano sale disparada y me agarra la muñeca:
—Olvídate de Dante. No te necesito para eso. Pero sí te necesito a ti. —La
mano de Angelo me aprieta la nuca—. Haz un plan, hermano. Y luego
vuelve a mí.
—Eso me lo guardo para más tarde.
Mi mirada se desliza hasta el único ojo que ha abierto.
—Me desvié para esquivar un ciervo y no dejaste de roncar ni un
segundo. ¿Pero en el momento en que vengo por tu comida, de
repente estás en alerta máxima?
—No jodas con mi comida —dice seriamente. Se levanta y parpadea
hacia la iglesia más allá del parabrisas—. ¿Qué es esto? ¿Una visita
relámpago para arrepentirte de tus pecados?
Le paso los dedos por el cabello, antes de colocar todos los mechones
sueltos detrás de su oreja.
—No, estoy haciendo un experimento. —Ella levanta una ceja
sospechosa—. Voy a tirarte dentro y ver si te prendes fuego.
Su risa es chillona.
—Si ardo en las llamas del in erno, arderás conmigo.
No lo sé.
—No tardaré mucho. —Mis manos no saben dejar en paz a la chica;
recorren su cuerpo como si cada curva fuera todavía una novedad.
Supongo que lo son: ha pasado casi una semana desde que hundí mi
polla en ella por primera vez, y aún no he encontrado un centímetro
de ella del que me aburra. Deslizo una mano por debajo de la manta
y la paso por su muslo; la otra le agarra la mandíbula y la obliga a
mirarme. Mi voz se reduce a una falsa advertencia—. No te bebas mi
refresco. Me daré cuenta.
Gira la cabeza para morderme la mano y, cuando la suelto, se gira
hacia la ventana.
—Me lo pensaré —murmura, bostezando.
—Dulces sueños, Queenie.
La noche contrasta con el calor de mi auto, lo que me hace envidiar
aún más a Angelo por haber convocado una reunión de urgencia en
plena noche. Yo soy el Visconti con fama de teatral, pero Angelo
tiene una vena dramática cuando está cabreado. No me cabe duda
de que lo que quiera ladrarme podría haberlo hecho por teléfono.
Cuando cierro la puerta, los faros que brillan en las puntas de mis
botas me hacen re exionar. Cruzo sobre la grava y el hielo hasta
llegar al auto estacionado detrás de mí. Después de mi agudo rap-
tap-tap en el cristal, Gri n baja la ventanilla de mala gana y me mira
jamente.
—El contrato con los albaneses se cayó. Voy a necesitar más ojos en
mis casinos de Las Vegas. Roen y sus hombres son unos bastardos
vengativos.
La mirada de Gri n se agria en la mía.
—Así que has cabreado a los irlandeses y a los albaneses. Entendido.
Le miro con recelo.
—Los irlandeses han sido tratados. —El tema de los irlandeses
terminó cuando el forense cerró la bolsa del cadáver de Martin
O'Hare. Nadie más de esa familia sería tan estúpido como para venir
a por un Visconti sin Martin o Kelly al frente. No sobrevivirían—.
Pero sí, he cabreado a los albaneses.
—Y todo en menos de una semana —dice secamente. Su atención se
centra en mis nudillos curvados sobre el marco de la ventana. —
Además, estoy seguro de que la familia de Blake querrá respuestas.
La molestia me tensa la mandíbula. Gri me ha dicho unas diez
palabras desde que di por muerto a Blake en el arcén. La mitad de
ellas eran sí jefe en el más sarcástico de los tonos, la otra mitad
gruñidos ininteligibles. Lo dejé pasar unos días, porque sabía que
probablemente estaba cabreado porque le había dejado un hombre
menos, pero creo que he sido más que amable.
—¿Tienes algo que decir sobre que maté a Blake? —Pregunto con
calma. Cuando sólo me mira jamente como respuesta, meto la
cabeza en el auto y me pongo en su cara—. No te pago para que
tengas una opinión.
Sin esperar una respuesta, doy una zancada hacia la iglesia. En
algún lugar entre la lápida de nuestros padres y las puertas de hierro
forjado, los pesados pasos de Gabe se acompasan con los míos.
—Angelo está enfadado contigo.
Mi risa se condensa contra el cielo nocturno.
—¿Qué va a hacer? ¿Despedirme?
Su atención baja a mis nudillos y luego sonríe.
—Estoy empezando a pensar que te gusta el lado oscuro.
—Mm. Es bastante divertido aquí.
Las puertas de la iglesia se abren y, para mi sorpresa, algo pequeño y
cuadrúpedo sale de ella. Angelo emerge poco después y se abalanza
para recoger al perro.
—Ven aquí, mierdecilla —gruñe. Le acaricia la cabeza y responde a
mi pregunta silenciosa con una expresión oscura—. No preguntes,
joder.
—Pero sabes que voy a hacerlo.
Suspira.
—Es un rescate del refugio. Rory no ha dejado de hablar de ella
desde que la visitamos, así que volví y la compré para Navidad.
—Y la llevas porque...
—Porque cada vez que salgo de casa, mi mujer se pone a buscar sus
regalos de Navidad. El perro se ha quedado con el ama de llaves,
pero no sobrevivirá al interrogatorio de Rory.
Conteniendo una sonrisa, miro a la perra jadeante acurrucada en el
brazo de mi hermano. Con sus rizos dorados y sus grandes ojos
marrones, en realidad se parece a mi cuñada, pero estoy tan metido
en la mierda con Angelo que creo que es mejor no decirle que su
mujer se parece a un perro.
—¿Nos traes hasta aquí para acariciarla?
Angelo aprieta los dientes.
—No, tenemos que hablar.
—¿Podemos hablar dentro de la iglesia? Creo que se me están
congelando las pelotas.
Dirige una mirada molesta hacia mi auto.
—Creo que tus pelotas están recibiendo mucho calor, hermano.
Toma. —Vuelve su ira hacia Gabe y empuja al perro en sus brazos—.
Llévala a pasear.
Arqueo una ceja.
—¿Nunca has leído De ratones y hombres? Gabe es Lennie, pero más
fuerte.
Me ignora y mira a Gabe mientras se aleja con un perro cómicamente
pequeño.
Cuando estamos solos, deja escapar una respiración tranquila y
tensa.
—Has perdido el rumbo, Rafe.
—¿Es un diagnóstico o cial o...?
Me interrumpe.
—Por una vez en tu puta vida, deja de hablar mierda y sé sincero
conmigo. ¿Qué está pasando? Tu cabeza no está en esta guerra.
Joder, ni siquiera estoy seguro de que tu cabeza esté ya atornillada a
tu cuello.
La llama de mi Zippo atraviesa la oscuridad. Enciendo un cigarrillo
y dejo caer la cabeza contra la puerta de la iglesia. Tiene razón.
Mentiría si dijera que esta guerra se me ha pasado por la cabeza
alguna vez en la última semana.
—He estado ocupado.
Angelo suelta una risa sardónica.
—¿Mataste al otro O'Hare?
—Sí.
—¿Cómo?
Mientras me llevo el cigarrillo a los labios, miro por encima de mis
nudillos rotos.
—Desordenadamente.
—Cristo, Rafe. ¿Qué te ha pasado?
Algo más allá de la punta brillante me llama la atención. Inclino la
barbilla para mirar mi auto. Penny ya está despierta, con la cara
iluminada por la luz de la pantalla de su celular . La mocosa está
sorbiendo un refresco. Mi refresco. Una sonrisa de satisfacción se
dibuja en mis labios, pero me la muerdo. Me ha pasado a mí.
Echo humo contra el cielo nocturno y le doy a mi hermano una
respuesta menos complicada.
—Pasaron cosas malas, hermano.
—Entonces, haz un plan y arréglalos.
Mi mirada se desliza hacia él.
—¿Qué?
—Eso es lo que se hace en esta familia, se hacen planes para arreglar
las cosas. Cuando la última mujer de Tor sufrió una sobredosis en el
baño del Visconti Grand, la llevaste de vuelta a su apartamento y
escribiste su nota de suicidio. Cuando los turcos retuvieron a Benny
como rehén por esas escopetas dudosas que les vendió, volaste a
Estambul y negociaste su liberación.
—El coño todavía no ha dado las gracias —gruño.
—Diablos, incluso cuando incendié el Rolls Royce del tío Al, también
me sacaste de ese lío de alguna manera.
Sus pesados pasos resuenan cuando sube los escalones y se une a mí
apoyándose en las puertas. Le paso el cigarrillo y él da una larga
calada. Tiene razón; yo arreglo las cosas. Pero ese fuego habitual que
arde en mis venas cuando las cosas van mal ha sido sustituido por
un río de aceptación, frío y aletargado. El destino ha ganado, y el
fondo de la roca se siente sólido bajo las puntas de mis botas. Así
como el destino prometió darme todo el éxito del mundo, también
me dio la carta de la perdición. La Reina de Corazones me puso de
rodillas, y no puedo encontrar en mí la forma de preocuparme.
Tal vez sea porque cuando estoy de rodillas, ella se sienta en mi
lengua.
—Ni siquiera recuerdo que fueras supersticioso de niño.
El comentario de Angelo me aprieta la garganta, barriendo todos los
pensamientos sobre el coño de Penny.
—Y ahora no soy supersticioso.
Se ríe.
—¿Crees que no lo veo? ¿Cómo te pones de lado de las escaleras
cada vez que comprobamos los esfuerzos de reconstrucción en el
puerto? ¿Cómo tiras la sal por encima del hombro cada vez que te
invito a mi mesa? —Me pasa el cigarrillo—. Puede que yo tenga el
carácter de nuestro padre, pero tú tienes las creencias de mamá.
Aprieto las muelas y me ennegrezco los pulmones con el humo.
—Sólo ves la mitad de la mierda —murmuro—. Si te pasara a ti,
también creerías en la mala suerte.
Por el rabillo del ojo, le veo asentir.
—Creo en la mala suerte, hermano. Pero también creo en lo que
decía mamá.
Me dirijo a él.
—¿Lo bueno siempre anula lo malo?
Sonríe con tristeza.
—No, el otro. Las cosas malas no duran para siempre.
Apretando el cigarrillo bajo su zapato, sigue mi mirada hacia mi
auto. A Penny, que me llama la atención a través del parabrisas. Se
queda quieta, como un ciervo atrapado en los faros, y luego, con una
sonrisa de comemierda, da un sorbo extra largo a mi refresco.
Algo dulce y enfermizo orece en mi pecho. Ella puede tener mi
bebida. Joder, puede tenerlo todo. No hay nada que no le daría, y ese
es el problema.
La constatación me apuñala en las tripas y se retuerce en el sentido
de las agujas del reloj. Angelo ha tenido razón demasiadas veces esta
noche para mi gusto, pero también tiene razón en eso.
Las cosas malas no duran para siempre. No pueden. No mi juego
con la Reina de Corazones. No una relación de enemigos con
bene cios, especialmente entre una chica que cree que el amor es
una trampa y un hombre que eligió al Rey de Diamantes.
Esto no durará para siempre. ¿Y luego qué?
Tendré que levantarme de las cenizas y empezar de nuevo.
Capítulo
Nueve

Penny

L a inquietud me persigue como un picor que no puedo rascar. Una


enfermedad que no puedo curar.
Suspirando, dejo caer mi frente contra un ojo de buey y observo las
gotas de lluvia mientras corren hacia el fondo del cristal. ¿Es esto lo
que se siente al ser una tonta en la lujuria? Es enloquecedor.
Mi cuerpo zumba con una electricidad excitada, como si estuviera
siempre enchufado a la red eléctrica. Mi mente sigue encontrando
nuevas cosas relacionadas con Rafe con las que obsesionarse.
Mientras espero a que esta estúpida lasaña se hornee, es su agarre
posesivo en mis caderas cuando se corrió dentro de mí hace una
hora. Antes de eso, fue cómo me lamió desde el clítoris hasta el
pezón en un golpe desesperado de su lengua.
Temblando, me dirijo al horno y abro la puerta para comprobar de
nuevo mi creación. Cocinar no es lo que había planeado hacer por la
tarde, y no porque se me dé mal. No, tenía que ir a comprar vestidos
con Rory para la esta de Navidad del personal, pero el tiempo es
demasiado malo para conducir la lancha.
Es una pena. Necesitaba ese viaje de compras como necesito aire.
Como si llenar mis pulmones con algo que no sea este hombre
hiciera que el mundo dejara de girar. Arrojando el guante de cocina
sobre la encimera, me viene a la mente otro pensamiento más
racional. Tal vez estoy tan mareada porque el peso de Martin O'Hare
era más pesado de lo que me había dado cuenta. Por supuesto, voy a
mirar al hombre que me quitó esa carga a través de unas gafas de
color rosa.
Dentro de nuestra burbuja revestida de caoba, nos hemos metido en
una especie de rutina. Follamos toda la mañana, luego Rafe cocina
huevos y tostadas de masa fermentada mientras hace furiosas
llamadas telefónicas en italiano. Las tardes son perezosas y llenas de
lujuria, una mezcla de lectura de libros For Dummies y juegos
interminables, donde el perdedor sucumbe a la merced del otro. Las
noches las pasamos en tierra rme al calor del auto de Rafe. Él se
encarga de los negocios mientras yo me duermo con el bajo zumbido
de la calefacción, llena de hamburguesas y deliciosamente adolorida.
Me pongo de puntillas para coger dos platos de la alacena, y cuando
el interior de la sudadera de Rafe roza mis pezones desnudos, estos
hormiguean por la fricción. Sin aliento, me dejo caer sobre los
talones y me apoyo en la encimera, tratando de dejar que el calor
pase sin que haga algo estúpido, como entrar en su despacho y
exigirle que vuelva a poner su boca sobre mí.
Joder, no sé si el amor, pero la lujuria quema. Todo esto de follar es
una droga de entrada y ahora necesito algo más, algo más potente.
Un beso.
No lo su ciente como para pagarle un millón de dólares que no
tengo, por supuesto, pero aun así. Estaría bien.
Mientras sirvo la comida, mi celular vibra en la encimera con un
mensaje de texto.
Rafe: Bañera de hidromasaje.
Jesús, para ser un hablador tan suave en persona, seguro que está
atro ado por el texto. Pero decido no devolverle un mensaje
descarado, porque se ha encerrado en su despacho durante la última
hora, y me alegro de que haya terminado de trabajar. Agarro los
platos y me tambaleo por el yate, intentando mantenerme en pie
mientras la tormenta sacude los pasillos.
Cuando abro de una patada la puerta que da acceso a la terraza, mi
corazón se estremece al verlo. Detrás de un no velo de vapor y
frente a la furiosa tormenta, Rafe se despereza en el jacuzzi, una
visión de tinta y músculo. Su envergadura es ridícula. Sus brazos se
extienden a lo largo del respaldo, y justo fuera del alcance de su
mano rota se encuentra un vaso de vodka. Lo miro y luego miro el
puro que tiene entre los dientes.
—¿Qué estamos celebrando?
—Yo perdiendo cuatro millones de dólares en una inversión en
caballos de carreras.
—¿Es mi culpa?
—Por supuesto. —Mira el dobladillo de la sudadera con capucha.
No llevo nada debajo más que un tanga y las marcas de su cinturón
en mi culo—. Entra.
La lluvia golpea el toldo sobre nuestras cabezas. El viento pasa
silbando por los anchos hombros de Rafe y azota mi piel.
—¡Está helado!
Sonriendo, da una lenta calada a su cigarro, con la cereza brillando
en rojo como una señal de advertencia.
—Te voy a calentar.
Con un escalofrío que no tiene nada que ver con el hecho de estar
casi desnuda en una tormenta de diciembre, dejo caer nuestra cena
en la barra lateral y deslizo la sudadera por la cabeza y el tanga por
los muslos. El silbido de Rafe es desenfadado, pero las malas
intenciones se arremolinan en sus iris como lava que se agita
lentamente.
Bajo el peso de su atención fundida, me meto en el jacuzzi. El calor
es como un abrazo, que alivia el dolor entre mis muslos y los
moratones de mi piel.
En un intento por mantener la calma, me acomodo en el banco frente
a él, deslizándome hacia abajo para que todo lo que está por debajo
de mis hombros quede sumergido en el agua.
—Si te sirve de consuelo, no lo estás perdiendo todo. Has ganado
todas las partidas de Mario Kart que hemos jugado.
Deja escapar una suave carcajada.
—Sí, pero eres tan malo que me sorprende que se te permita tener
una licencia de conducir en la vida real.
Frunzo el ceño.
—¡Palabra de lucha para un hombre que es dueño de casinos y no
puede entender las reglas básicas de UNO!
Mordiendo una sonrisa, deja caer su mirada hacia mi clavícula.
—No me concentro en las reglas, Queenie. Ven aquí.
Dejando escapar una tensa respiración, nado hacia su órbita,
deteniéndome cuando mis rodillas rozan las suyas. De su cuerpo
sale vapor, como si hubiera abierto la puerta de una sauna. Resisto el
impulso de pasar mis manos por su pecho mojado y sumergirlas
bajo el agua para ver si mis dedos encuentran o no un bañador. En
lugar de eso, me deslizo hacia delante sobre su regazo y encuentro la
respuesta entre mis muslos.
Mientras suelto un suspiro estrangulado, me estudia divertido sobre
la longitud de su cigarro. Da una lenta calada y levanta la cabeza
para soplar el humo sobre mi cabeza.
—Déjame probarlo.
Antes de que pueda protestar, se lo quito y me lo meto en la boca. Le
doy una calada, como si se tratara de un cigarrillo, y enseguida
empiezo a chapotear por el humo seco que me llena la garganta.
Unas manos grandes me tocan la espalda y su pecho vibra contra el
mío.
—No te ahogues —dice.
Al abrir los ojos, me encuentro con la misma mirada llena de humor
que la primera vez que me dijo eso, en el bar, después de que me
bebiera un trago de whisky de cien dólares. Ahora parece que ha
pasado toda una vida, y si me hubieras dicho entonces que estaría
sentada en el mega yate de mi objetivo, en su bañera de hidromasaje,
con su polla semidura encajada entre mis muslos y su reloj todavía
en mi muñeca, habría pensado que estabas loco.
—Aquí —dice suavemente, haciéndome girar hacia un lado para que
me acople a su brazo. Una mano se apoya en mi muslo, mientras la
otra desliza el cigarro entre mis labios. Joder, me hace sentir tan
pequeña—. Inténtalo de nuevo, pero esta vez, cierra la parte posterior
de tu garganta. Quieres chupar, pero no inhalar.
Esta vez mi tos es menos violenta, pero su risa sigue retumbando
contra mi hombro. Cojo su vodka y le quito el sabor a tabaco.
—Sigue siendo sombrío.
—Mm —dice, pasando su mano por mi muslo y por mi estómago—.
Sabe mejor con whisky.
Miro jamente el vaso que tengo en la mano, agitado por un
repentino ataque de energía nerviosa.
—Maldita sea, ¿todavía bebiendo vodka? —Mis ojos se arrastran
hasta los suyos—. Debes tener muchas ganas de besarme.
Pasan segundos calientes y pesados. Mi corazón se detiene cuando él
mira mis labios, pero la mirada se acaba tan rápido como llegó.
Coloca el cigarro en un cenicero y dirige su atención a los platos del
lado y cambia de tema.
—¿Y qué es esto?
Le doy a nuestra cena una mirada descuidada.
—Bazo a.
Sonríe.
—Por favor, dime que no intentaste cocinar una lasaña a un italiano
de sangre caliente.
Pero apenas escucho. Mi mente sigue atascada en la idea de besarle
y, de repente, no puedo concentrarme en nada más.
A la mierda. El arte de la persuasión me ha proporcionado relojes de
seis cifras y carteras abultadas, ¿y no puedo persuadir a este hombre
para que cometa el modesto acto de juntar sus labios con los míos?
Es hora de aumentar la presión.
Le rodeo el cuello con los brazos y me pongo a horcajadas sobre él.
Sus ojos se entrecierran con descon anza, pero cuando me inclino
hacia atrás lo su ciente para que mis pechos salgan del agua, su
expresión se transforma en algo más exible.
—Beso mejor que cocino —susurro, haciendo rodar mis caderas para
que mi coño se deslice sobre la longitud de su polla.
Mi piel baila mientras él me palmea los muslos y me agarra las
nalgas.
—¿Sí?
Me inclino, acercando mi cara a la suya, nuestros labios están a un
cabello de distancia.
—Sí.
Cuando acorta aún más la distancia, mi respiración se hace más
super cial. Mis oídos rugen con una mezcla de lluvia intensa y mis
latidos acelerados. Lo va a hacer de verdad.
Sus labios rozan los míos.
—Pruébalo.
Respiramos el aire del otro por un momento, las chispas de los y si, y
los, tal vez, bailan entre nosotros.
Estoy zumbando por la anticipación, pero njo la su ciente
despreocupación para decir:
—De acuerdo.
Se apoya en el lateral, extendiendo los brazos como un puto rey.
Vuelve a tener esa sonrisa de satisfacción a la que me he
acostumbrado durante la última semana. La veo cada vez que mi
avatar de la Princesa Peach se estrella en la carrera.
—De acuerdo.
Dejando escapar una respiración temblorosa, sigo su retirada y me
meto entre sus muslos. Deslizo mis dedos en la nuca de su cabello.
Lo último que veo antes de que mi boca se acerque a la suya es el
oscurecimiento de su mirada. Antes de que nuestros labios se
toquen, me desvío y le planto un suave beso en el hoyuelo. Debido a
sus propias tácticas sórdidas, sé perfectamente que un beso en
cualquier lugar que no sean los labios no cuenta.
Su estómago se tensa contra el mío, y luego se suelta con una risa
socarrona.
—Eres una maldita provocadora, ¿lo sabías?
En lugar de responder, dirijo mi atención a su garganta. Tirando de
su cabello corto lo su ciente como para tirar de su cabeza hacia
atrás, le beso el pulso como quiero besar sus labios. Lentamente, sin
prisa. Un suave lametón con la lengua y una fuerte succión con la
boca. Cuando su siseo caliente se desliza sobre la concha de mi oreja,
hago un ruido parecido al del porno, uno que no estoy segura de
que sea sólo para la teatralidad.
Su polla se agita entre mis muslos, y la idea de que se le ponga dura
con un truco de colegiala me emborracha con un cóctel de lujuria y
poder. Me alejo para burlarme de él, pero su mano sale disparada y
me agarra del cuello. Me observa en silencio, con la mandíbula tensa
y el fuego en los ojos. Cuando habla, su tono es tranquilo.
—Estás jodida, Queenie.
Mierda.
Me persigue hasta el otro lado del jacuzzi, me agarra por el tobillo y
me devuelve al agua cuando intento escapar por el lateral. Me
aprisiona contra el banco con su duro cuerpo. Cuando hago un
patético intento de apartarlo, me agarra las dos muñecas, las
mantiene por encima de mi cabeza y presiona su nariz contra la mía.
A pesar del frío que me recorre los brazos y los pechos, tengo calor
por todas partes. Dirigiéndome una mirada de puro veneno, la
cabeza de Rafe baja entre sus hombros y su boca se aferra a mi
pecho, dándole una furiosa chupada antes de raspar con sus dientes
mi pezón. Todas las terminaciones nerviosas de mi coño se
encienden, desesperadas por más.
Empujo mis tetas contra su cara en una súplica silenciosa, recibiendo
su gemido de aprobación. Me aprieta las muñecas y, al echar la
cabeza hacia atrás, la visión de sus músculos y tendones
exionándose en los antebrazos mientras me sujeta me vuelve loca.
Antes de que pueda pensarlo, le rodeo la cintura con las piernas, le
lamo el bíceps y le hundo los dientes en el músculo.
—Joder —sisea, dejando caer mis brazos—. ¿Acabas de morderme?
Le miro con seriedad.
—Ya sabes lo que dicen. Cómete a los ricos.
Me mira incrédulo durante un rato y luego sus ojos brillan con
violencia. Sus manos agarran mis caderas.
—Eso es, Queenie. Date la vuelta.
Mi cuerpo reacciona antes que mi cerebro. Antes de que mi cerebro
sepa qué coño estoy haciendo, y mucho menos por qué. Aprieto mis
muslos alrededor de su cintura, pero cuando me retuerce con más
fuerza, me resbalo de él. La única forma de evitar que me gire es
levantar el pie y golpearlo contra su pecho. Mi culo se desliza por el
asiento y mi cabeza se sumerge en el agua.
Las manos de Rafe se deslizan por debajo de mis axilas y me ponen
en orden. Su expresión divertida se funde en la comprensión cuando
se encuentra con mis ojos.
—Date la vuelta, Penny —dice en voz baja.
Cuando no respondo, intenta retorcerme de nuevo. Vuelvo a poner
mi pie sobre su pecho. Su mirada se desliza hacia él y luego vuelve a
mirar hacia mí.
—No —susurro.
Mi voz es tranquila pero la insinuación grita.
No quiero que me folle como las demás. De hecho, la sola idea me
hace querer incendiar el mundo. Por lo menos, cazar a esas otras
chicas y hacerles cosas que me lleven a la cárcel.
Con cada segundo de silencio que pasa, la vulnerabilidad se
desprende de mí en oleadas. El fuego entre mis muslos se convierte
en un calor tibio. Estoy a punto de darle una patada en el culo y
soltar un comentario desagradable para proteger mi ego cuando me
empuja el pie y cierra la brecha entre nosotros. Me agarra
bruscamente de la muñeca, me levanta del asiento y ocupa mi lugar,
y luego me lleva a su regazo para que me siente a horcajadas sobre
él.
Mi subidón es tembloroso e imposible de disimular. Suelto un
suspiro desgarrado y me trago la sequedad de la garganta. Cuando
la mano de Rafe se sumerge bajo el agua y me separa suavemente los
muslos, me mira con una mirada perezosa.
—¿Es esto lo que quieres, Queenie? —me pregunta en voz tan baja
que apenas puedo oírle por encima de la tormenta. Me coge la
mandíbula y me pasa el pulgar por la mejilla mientras estudia mi
reacción—. ¿Qué te folle así?
Se me revuelve el estómago. Me siento como si estuviera al borde de
un precipicio, invitando a este hombre a empujarme. Me protejo
alejándome del borde.
Dejando caer mi mano entre sus muslos y rodeando su longitud,
digo:
—Que te den por detrás ya es un poco viejo, ¿no crees?
Su estómago se tensa contra mis nudillos. Durante un breve instante,
sus ojos se ennegrecen de irritación, pero se enfrían hasta la
indiferencia cuando suelta su agarre de mi mandíbula.
Apoya los codos en el lateral, como si se preparara para un baile
erótico.
—Enséñame lo que tienes entonces —dice en tono aburrido.
Su repentina apatía escuece, pero a la larga, sé que es mejor que
cualquier cosa más cálida. Cualquier cosa que sea más difícil de
olvidar cuando todo esto termine.
Con un revoloteo en el estómago, me doy cuenta de que no tengo ni
idea de lo que estoy haciendo. Nunca he estado encima y, a la fría
luz del día, no puedo enterrar mi inexperiencia en una almohada.
Me trago los nervios y levanto el culo lo su ciente como para apretar
su erección. Joder. Es tan dura, tan suave, que la sensación se extiende
desde mi clítoris por mis venas. Deja caer la cabeza hacia un lado,
observándome con una mirada aletargada y semioculta mientras
ruedo mis caderas contra él. Me vuelvo más escurridiza, más
sensible, más desesperada por la fricción.
Sisea cuando meto la mano bajo el agua y lo agarro por la base.
Susurra un apretado «joder» cuando su punta empuja dentro de mí.
Pero cada centímetro que tomo me escuece un poco más, el dolor se
expande hasta mi estómago y hace mella en mi con anza.
Joder. Es mucho más profundo en esta posición, y no creo que pueda
soportarlo. Me lloran los ojos cuando estoy a mitad de camino.
Observa mis uñas clavándose en su hombro y su mirada se suaviza.
—No has hecho esto antes.
Es una a rmación, no una pregunta, pero aun así me tensa el
impulso de desviarlo. Antes de que pueda hacerlo, me pone las
manos en las caderas y me atrae lentamente hacia él.
—Relájate —murmura, acariciándome el cuello—. Deja que te
penetre, Queenie.
Me reiría si pensara que no va a salir amargo. La verdad es que este
hombre está ya tan dentro de mí que no sé cómo voy a sacarlo.
Le rodeo el cuello con los brazos, inclinando la cabeza hacia el
horizonte devastado por la tormenta, mientras él me hace rodar las
caderas con movimientos lentos y cautelosos. El dolor se convierte
en un calor delicioso, la fricción húmeda contra mi coño hace que
mis músculos se debiliten.
Ya ajustada, empiezo a mover las caderas por mi cuenta,
persiguiendo mi propio placer. El gemido de Rafe retumba en mi
garganta. Sus manos se dirigen a mi espalda y me recorre con sus
gruesos dedos la columna vertebral, deteniéndose para pasar un
pulgar por el corazón en la parte baja de mi espalda.
—Este puto tatuaje —sisea, rozando con sus dientes mi clavícula y
besando un camino por mis pechos—. Lo que le pagaría a Tayce para
que te lo tatuara permanentemente.
En algún lugar de mi mente surge una réplica sarcástica sobre el
hecho de que mi próximo enemigo con bene cios probablemente no
esté contento con eso, pero no llega a concretarse. En lugar de eso, le
paso los dedos por la parte trasera del cabello y atraigo su cara hacia
mi pecho. Mi tatuaje. Nosotros. No quiero pensar en cosas temporales
ahora mismo.
Acelero el ritmo, tratando de follar la realidad. Rafe se adapta a mi
ritmo, tomando el relevo agarrando mi cuello y follándome, con
fuerza. El roce de sus dientes contra mis pezones. Su pecho
deslizándose contra el mío. Es tan cálido, grande e intenso. Cada
empujón se siente como un avivamiento de un fuego; quiero seguir
pinchándolo hasta que estalle en llamas.
Sus labios presionan el espacio detrás de mi cabello.
—¿Quieres saber un secreto? —Sólo puedo asentir como respuesta
—. Yo tampoco lo he hecho nunca.
Su confesión se desliza por mi columna vertebral y me ahoga. Tiro
de su cabeza hacia atrás y dejo caer mi frente contra la suya.
Nuestras bocas están tan cerca que puedo saborear la última calada
de su cigarro.
—¿De verdad?
Al encontrarse con mi mirada, ralentiza sus empujones. Una
pequeña pizca de incomodidad empaña sus rasgos.
—Sí —murmura—. Supongo que no puedo dejar de romper las
reglas por ti.
Mi piel baila en éxtasis. La idea de que esto también es nuevo para él
me hace sentir una satisfacción de satisfacción en los huesos.
Sintiendo una extraña necesidad de recompensarle por su
honestidad, me empujo sobre él y me mantengo allí. Sus ojos se
cierran y, cuando los vuelve a abrir, están llenos de una nueva
violencia. Con un gruñido, me lleva al otro lado del jacuzzi y me
golpea la espalda contra el lateral.
Sus empujones son agudos e implacables. Su agarre en mi garganta
es ineludible. Se apoya con una mano en mi cabeza y aprieta los
dientes.
—No te soporto, nena. Mira lo que me haces. —Su siguiente
empujón parece un castigo—. Me conviertes en un maldito animal.
Cuando sus ojos se posan en mis labios, sonrío.
—Ahí tienes, parece que quieres besarme otra vez.
Se ríe a carcajadas.
—No. Sólo me preguntaba cómo se verían envueltas alrededor de mi
polla.
Nerviosa, intento apartar mi cara de su agarre, pero sólo me aprieta
la mandíbula. Nunca he hecho eso antes, y la idea de ser una mierda
para él me hace estremecer. Se me nota en la cara, porque sus ojos se
entrecierran y sus caderas se ralentizan—. ¿Tú tampoco lo has
hecho?
—Estoy guardando las mamadas para el matrimonio —suelto.
Sus ojos parpadean en negro y se abalanza sobre mí con más fuerza.
—Mentirosa. No crees en el matrimonio.
—Cierto —exhalo, levantando las rodillas para que pueda
profundizar aún más. Saltan chispas blancas detrás de mis ojos.
Estoy muy cerca—. El matrimonio es un juego perdido, cariño.
Su oscura carcajada se desliza por mis labios.
—¿Si? ¿Qué perderías?
—Mi libertad. Mi dignidad. Mi orgullo.
Vuelve a sacudir la cabeza, sonriendo con incredulidad. Mirando
mis uñas clavadas en su bíceps, deja caer su mano sobre mi clítoris,
frotándolo en pequeños círculos burlones. Los dedos de los pies se
me enroscan y, si no fuera por su férreo control de mi cara, inclinaría
la cabeza hacia atrás y gritaría al cielo.
En lugar de eso, sólo puedo mirarle a los ojos mientras me destroza
las costuras. Su mirada es diferente ahora, algo pensativo que
amortigua la lujuria.
—¿Y qué perdería yo?
Trago saliva.
—¿Si... nos casamos?
Cristo, incluso en una situación hipotética, esas palabras saben raro
en mi boca.
Se desliza dentro de mí, pero se detiene y se mantiene ahí. Deja de
acariciar mi clítoris. Quieto y silencioso, asiente con la cabeza.
Exhalo temblorosamente.
—Perderías la mitad de tu mierda cuando te la quite en el divorcio.
Me mira jamente durante un momento, antes de soltar una
carcajada de incredulidad.
—De repente he recordado por qué pre ero que entierres la cabeza
en una almohada cuando follamos —gruñe—, hablas demasiado.
Su mano pasa de mi mandíbula a mi boca, amortiguando mis
gemidos con su palma. Me resisto a que me sujete, sólo porque me
observa con fascinación cuando lo hago. La lujuria pura en su
expresión y su peso caliente y pesado contra mí me llevan al límite.
Mi orgasmo es agresivo y estremecedor, arrasa conmigo como un
huracán al que no le importa la destrucción que deja a su paso.
Cuando bajo otando, mis sentidos se agudizan lo su ciente como
para darme cuenta de que está completamente quieto. Mi siguiente
respiración moja su palma. La retira y me pasa un dedo por el labio
inferior, sus ojos siguen el movimiento. Cuando vuelve a mirarme,
su expresión es sombría. Algo en ella me aprieta el pecho. No me
atrevo a respirar, y mucho menos a hacer una broma.
Justo cuando la tensión empieza a arder, vuelve a penetrar en mí,
lenta y abrasadoramente. Se acomoda al ritmo, pero no acelera el
paso. Ni cuando inclino mis caderas ni cuando aprieto mis muslos
alrededor de su cintura.
Me folla lentamente. Me folla sin parar. Y mientras sus dedos
recorren suavemente mi costado, una horrible constatación se instala
en mi pecho: no estamos follando en absoluto.
Hay otro nombre para lo que es esto, y no nos pertenece. Es
permanente para nuestro temporal; serio para nuestro casual.
Cuando su estómago se tensa contra el mío y me llena con su calor,
me muerdo la emoción en la garganta. Y cuando su respiración
vuelve a la normalidad, parece que él también se da cuenta.
Mira la tormenta. Se pasa una mano por la nuca. Se aparta y, a pesar
de sentirme mal, estiro la mano y le agarro la muñeca antes de que
desaparezca por completo, porque de alguna manera, eso parece
peor.
Su mirada se detiene en el reloj de mi muñeca, luego sube por mi
brazo y se posa en mi cara.
Trago saliva.
—Te apuesto cien dólares a que te gano al Mario Kart.
Escuchamos el martilleo de la lluvia. Finalmente, asiente con la
cabeza.
—Que sean doscientos y tienes un trato.
Veo cómo se exiona su espalda entintada mientras salta del jacuzzi
y me coge una toalla de un lado.
Ambos sabemos que no voy a ganar, pero pre ero perder ese
partido que este.
Capítulo
Diez

Rafe

L as luces parpadean en el árbol de Navidad; los calcetines se


balancean sobre la chimenea. El aroma de todas las velas de canela
y clavo ota sobre la mesa en una bruma festiva.
El comedor de mi hermano se ha transformado en una maldita
tarjeta de felicitación.
—Muy bien, tengo una apuesta para ti —murmura Nico, acercando
la silla a mi lado.
—Soy todo oídos.
—Diez mil dólares dicen que Angelo se viste de Santa Claus el día
de Navidad.
Sonriendo en la palma de la mano, miro hacia la cabecera de la mesa
y lo considero. Angelo se apoya en los nudillos, murmurando en
italiano venenoso a Gabe, que parece que preferiría estar en
cualquier otro lugar que no sea una reunión de la familia Visconti.
Es más probable que mi hermano queme un traje de Santa Claus
que se lo ponga, y estoy a punto de decírselo a Nico cuando Rory
entra por la puerta con una bandeja de galletas. Los ojos de Angelo
la siguen, su cara se suaviza. Cuando ella deja la bandeja en la mesa,
él se inclina y la besa en la frente.
—Se ven hermosas, urraca —dice—. Te estás volviendo buena en
esto.
Dirijo una mirada a las galletas. Están tan quemadas que parecen
haber sido rescatadas del incendio de una casa, pero es entonces
cuando me doy cuenta; él haría cualquier cosa por ella. Si Rory le
pidiera que se pusiera un traje de Santa Claus , lo haría. Solía pensar
que se había convertido en un simpático, pero joder, ahora empiezo
a entender ese sentimiento.
Tragándome el malestar en la garganta, me vuelvo hacia Nico con
un plan.
—Veinte dice que llevará un traje de elfo.
Resopla con su whisky.
—Todo el mundo dice que has perdido el rumbo, y empiezo a
pensar que tienen razón. ¿Es cierto que eres un hombre de vodka
estos días?
Ignoro su pregunta y nos damos la mano. Entonces Angelo da un
golpe en la mesa y llama la atención de todos.
—En el espíritu de la Navidad, voy a dar a todos un pase libre —
dice en voz baja—. Saquen sus chistes de mierda sobre la decoración
navideña ahora, o callen para siempre.
El silencio envuelve la habitación, entonces Benny se aclara la
garganta.
—Parece que Santa Claus bajó por la chimenea y estaba enfermo.
Todo el mundo se ríe.
—Puedo ver tu casa desde Hollow. Apuesto a que también puedes
verla desde el espacio. —Nico sonríe.
Cas se inclina hacia atrás, dando vueltas a su whisky.
—Están siendo demasiado duros. A mí me gusta. Me recuerda al
Taller de Santa Claus. —Hace una pausa—. En el centro comercial
Devil's Dip.
Incluso Angelo se ríe de eso, sacudiendo la cabeza.
—Muy bien, muy bien, tengo uno más. —Benny coge un copo de
nieve de plástico del camino de la mesa—. Eres valiente teniendo
toda esta mierda in amable por ahí cuando tu mujer provoca un
incendio cada vez que enciende el horno.
La sonrisa se borra de la cara de mi hermano. Cas se mueve en su
asiento. Gabe me lanza una mirada de perezosa diversión.
—Ah, mierda —sisea Benny, sintiendo el cambio de humor—. No
tengo más dedos que me rompan.
Con un movimiento de muñeca, Angelo desliza la bandeja de
galletas por la mesa.
—Si quieres hacer bromas sobre la cocina de mi mujer, te vas a
comer todas.
Benny los mira con incredulidad.
—Vale, pre ero romperme los dedos que los dientes.
Angelo lo ignora y se hunde en su silla.
—Bien, ya basta de mierda. Tenemos que hablar de Cove. Dado que
Tor ha desaparecido de la faz del puto planeta, Cove quedará libre
cuando saquemos a Dante de la escena —Alisa una mano por la
parte delantera de su cuello de tortuga y dirige su atención hacia mí
—. Mis hermanos y yo hemos decidido que le daremos hasta el año
nuevo para que haga acto de presencia antes de poner en marcha un
plan y hacernos con Cove.
El humor amargo me invade. Decidido hace que suene como si
hubiéramos tenido una discusión civilizada, cuando en realidad, nos
ladramos el uno al otro en un italiano rápido en su o cina durante
veinte minutos. Él quería hacerse cargo inmediatamente, mientras
que yo quería darle a mi mejor amigo el bene cio de la duda y
esperar unas semanas.
Me lanzó una bola de nieve a la cabeza, yo se la devolví con mejor
puntería, y nos conformamos con el 1 de enero.
Mi celular vibra sobre la mesa, y cuando miro la pantalla y veo que
es un mensaje de Penny, la conversación en torno a la mesa se
desvanece como ruido de fondo.
Lo cojo, abro el mensaje e inmediatamente deseo no haberlo hecho.
Me envía una foto de sí misma frente a un espejo, completamente
desnuda. Dejando escapar un lento siseo, me inclino hacia atrás en la
silla y hago zoom en cada parte perfecta de ella.
Dios, no puede ser real. Casi desearía que no lo fuera, ahora que he
roto otra regla y me la he follado de cara. Por lo general, sólo lo hago
a lo perrito porque odio mirar a los ojos de una mujer y ver mi
apellido parpadear en luces detrás de ella mientras se corre. Es
desagradable. Pero con Penny, ese no iba a ser el caso. No, sabía que
si la miraba a los ojos mientras se deshacía, no podría apartar la
mirada. Tampoco sería capaz de olvidarlos. Sé que cuando ella
termine conmigo y yo quede entre las cenizas de su fuego, miraré la
cabecera de otra mujer y veré esos malditos ojos en ella.
Llega otro texto.
Penny: Oops, envié eso al número equivocado. Lo siento.
Aunque sé que está bromeando, la idea de que otro hombre vea ese
cuerpo me hace sentir una sacudida de violencia.
Lo mataría sin pensarlo dos veces, y de nitivamente no con mi
arma.
Mi estado de ánimo se oscurece cuanto más lo pienso. Luego se pone
negro como la medianoche cuando recuerdo sus palabras de anoche
en el jacuzzi. Estoy reservando las mamadas para el matrimonio. Si estaba
intentando cabrearme mientras me estaba metido hasta las pelotas,
ha funcionado.
Estoy trastornado. A pesar de saber que esto es temporal, tiene que
ser temporal, sé que le daría a esta chica el mundo en bandeja de
plata, si sólo dijera por favor como lo hace ahora cuando quiere
correrse.
Lo irónico es que ella no quiere el mundo. Ni siquiera quiere que sea
suave con ella. He matado por ella, he roto mis reglas por ella.
Carajo, arruiné mis manos por ella. Sin embargo, mientras me
vuelvo loco pensando en formas de marcarla durante más tiempo
del que dura ese tatuaje temporal, ella habla del futuro con la misma
indiferencia que uno habla del tiempo. Además, está hojeando los
libros de For Dummies que le compré, buscando algo, cualquier cosa,
que hacer aparte de quedarse en mi yate y follar conmigo.
Pasando la lengua por los dientes, vuelvo a acercarme a su coño, y
toda mi rabia se convierte en un calor líquido y se desliza hacia el
sur. Me ajusto los pantalones y doy un golpecito de respuesta.
Yo: ¿Realmente quieres que te folle duro esta noche, eh?
Su respuesta es rápida e irritante: un maldito emoji de bostezo.
Yo: Esos labios son míos, Penny.
Tiro el celular sobre la mesa con decisión. He decidido dejar de
preguntarle a quién pertenece su coño y decírselo de una puta vez
hasta que se lo crea.
Mi celular zumba y lo cojo inmediatamente.
¿Qué par?
Hago una pausa.
Yo: Los de la cara no.
Yo: Son demasiado caros.
Penny: Puedes pagarme a plazos en un periodo de seis meses con
una TAE del 5,8%. ¿Qué te parece eso, papito?
Me río en voz alta. Cuando la dejé hace unas horas, estaba en la
biblioteca leyendo Inversiones para Dummies, y está claro que se ha
empapado de algo.
La piel se me eriza con una conciencia repentina: La sala se ha
quedado en silencio y todos los ojos están puestos en mí. Borrando
mi sonrisa, miro a Angelo, que se está cocinando a fuego lento en la
cabecera de la mesa.
—Gri n y sus bromas de toc-toc —digo secamente, guardando el
celular en el bolsillo de la chaqueta—. Siempre me atrapan.
La mandíbula de Angelo hace un tic.
—¿Acaso has escuchado algo de lo que acabo de decir?
No.
—Por supuesto.
—¿Y qué crees que debemos hacer al respecto?
Hago una pausa.
—Cabeza de cohete.
Cas se ríe con su whisky, e incluso los labios de Gabe se inclinan.
—Cazzo, si no estuvieras haciendo sexo, sabrías que estamos
hablando del Visconti Grand —dice Angelo tenso—. Pensé que a ti
más que a nadie te interesaría lo que ocurra, teniendo en cuenta que
sólo el casino se lleva más de ochocientos millones de dólares al año.
—Mm. No lo haría si tuviera en mis manos.
Con mi suerte actual, al cabo de un mes habría cobradores llamando
a la puerta. Sonrío ante la ironía. Soy el gran Raphael Visconti, el rey
de los casinos. Todo lo que toco se convierte en oro. Ahora, sólo se
oxida bajo la punta de mis dedos.
Aburrido de la mirada de mi hermano y con ganas de volver a estar
al alcance del culo de Penny, me pongo en pie y golpeo mi anillo
contra la mesa.
—Esta reunión podría haber sido un correo electrónico. Que alguien
me envíe los Cli sNotes.
Al pasar junto a Angelo, su mirada cae sobre mi mano.
—Haz ese plan, hermano —murmura, lo su cientemente alto como
para que lo oiga.
Sus palabras me oprimen la garganta, pero me paseo por el pasillo
como si no lo hicieran.
Soy imprudente, no estúpido. La razón por la que no me tomo en
serio el destino de Cove es porque todavía me aferro a la esperanza
de que Tor vuelva. Que simplemente se fue de juerga tres semanas
después de la boda y perdió la noción del tiempo, o algo así.
Joder. Suena ridículo, incluso cuando sólo lo digo en mi cabeza.
—¡Rafe!
Haciendo sonar las llaves de mi auto en la mano, me vuelvo hacia
Rory que baja corriendo las escaleras, agarrando bolsas de la
compra.
—Toma, dale esto a Penny.
Los miro con precaución.
—Espero que esto sea ropa y no tus restos de decoración navideña.
—¿Es demasiado? —Ella suspira—. Es demasiado, ¿no?
Por encima de su hombro, un Santa Claus mecánico me saluda
desde el pie de la escalera. Es dos veces más grande que ella y tres
veces más aterrador.
—Creo que es muy... divertido.
Su cara se ilumina.
—¡Yo también lo creo! El día de Navidad va a ser una pasada.
Sacudo la cabeza, sonriendo. Nunca ha estado en una Navidad
Visconti y eso se nota. Me pregunto si seguirá pensando que es una
pasada cuando Cas apunte con su pistola a la cabeza de Benny
porque ha hecho trampas en el Monopoly, o cuando Nico se ponga
enfermo en el jardín porque ha bebido demasiado ponche de huevo.
—¿Sabes qué hará que el día de Navidad sea aún mejor? Que tu
marido se disfrace de elfo.
Ella se burla.
—¿Qué? Él nunca... —Su protesta se interrumpe cuando saco la
cartera y le doy todo el dinero que hay dentro. Se lo mete en el
bolsillo trasero, sonriendo—. ¿Sabes qué? Tal vez lo haga. De todos
modos, toma. —Me mete las bolsas en el pecho—. Dile a Penny que
le he elegido algunas prendas para la esta del personal de mañana,
porque no ha podido venir de compras conmigo. Dile que el Chanel
rojo queda muy bien con los tacones de Y.S.L., pero que los tacones
también combinan de maravilla con el dos piezas de Bulgari.
La diversión tira de mis labios.
—También podrías estar hablando en chino, hermana, pero me
aseguraré de transmitir el mensaje.
Es sólo el comienzo de la tarde, pero la oscuridad ya está cubriendo
el cielo. Una niebla baja persiste entre los árboles de Navidad de la
entrada circular, iluminados en rojo y verde por el resplandor de
todas las luces. Casi resbalo de camino a mi auto, gracias a la maldita
nieve falsa que cubre los escalones del porche.
Maldiciendo a Rory y su entusiasmo festivo, me deslizo en el asiento
del copiloto. Inmediatamente, algo que no puedo precisar me hace
re exionar. Me aprieta la nuca y agudiza mis sentidos. Este instinto
de supervivencia es la razón por la que los Visconti viven más que la
mayoría de los hombres, y sé que debo con ar en él. Con la llave en
la mano, miro a través del parabrisas y veo a Gri n al otro lado. Él y
tres de mis hombres están en un sedán blindado enfrente, listos para
seguirme hasta los muelles.
Pongo la llave, pero no la giro.
Trago. Me quito la idea de la cabeza. No, si alguien hubiera jodido
mi auto ya estaría muerto. Gri y mis hombres han estado aquí todo
el tiempo.
Aun así, al girar la llave, mis hombros se tensan en previsión.
Cuando mi auto no explota, suelto una carcajada seca y salgo del
recinto, preguntándome cuándo coño me he vuelto tan paranoico.
Los O'Hare están a dos metros bajo tierra, y Dante no podría
organizar un auto bomba ni aunque hubiera uno de los libros For
Dummies de Penny.
Las carreteras son resbaladizas, silenciosas y familiares. Podría
tomar estas curvas con los ojos cerrados. Al desconectar del brillo
amarillo de mis luces sobre el asfalto, soy más consciente del interior
del auto, donde la imagen de Penny permanece como un recuerdo a
largo plazo.
Su presencia llena el espacio como ella llena mi cabeza. Su olor a
cítricos ha impregnado mis asientos de cuero de napa; tres de sus
libros de For Dummies están apilados sobre su manta y su almohada
en mi asiento trasero. Joder, sus mullidas zapatillas están en el
espacio para los pies del pasajero, y sus cintas para el cabello
ensucian mi portavasos.
Cuando recojo una de sus cintas para el cabello y me la llevo a los
labios, mi sonrisa decae al tiempo que una intensa constatación me
recorre el pecho.
La chica está fusionada a mí, cada puta parte de mí. No sé cómo voy
a cortar con ella cuando llegue el momento. ¿Cómo puedo hacer un
plan para el futuro cuando no puedo ver más allá de la longitud de
mi polla, especialmente cuando Penny está en su extremo?
Los músculos se tensan y cojo el celular para liberarme. Tengo la
costumbre de poner en los altavoces sus divagaciones en la línea
directa cuando estoy solo en el auto. Nunca dejaría que la idea se me
metiera en la cabeza del todo, pero tengo la triste sensación de que
es porque su voz llena el auto y me hace sentir como si estuviera en
el asiento del copiloto, hablándome de mierda hasta que se queda
dormida.
Me conecto al Bluetooth y hago clic en el registro más reciente. Sus
llamadas han disminuido considerablemente en la última semana,
de media docena al día a una o menos. No sé si es porque la señal
del celular en el barco no es tan buena, o porque yo estoy cerca la
mayor parte del tiempo.
Al mirar la marca de tiempo en la pantalla de mi celular, me doy
cuenta de que la llamada es de hace menos de una hora. Pulso el play
y me acomodo.
Es patético. En el momento en que su voz sale de los altavoces y
llega a mis oídos, sonrío en mis nudillos. Empieza resumiendo su
mañana: comí huevos, perdí unas cuantas partidas de Mario Kart y luego
fui a la biblioteca a leer. A continuación, pasa a quejarse de
Entrenamiento con pesas para tontos. No sé por qué me he molestado en
cogerlo, dice secamente, y el golpe de un libro contra una super cie
dura resuena en la línea. Me tiemblan los brazos al peinarme. ¿Cómo voy
a levantar una mancuerna?
La diversión me invade, y luego se marchita en los bordes. Tal vez
sea el narcisista que hay en mí, pero detesto que nunca me haya
mencionado a la línea directa. Se comió los huevos que le hice, perdió
algunos partidos conmigo. Entendería que tampoco hablara de nadie
más, pero lo hace. Ma , Rory, Wren, Tayce... todos tienen un puto
papel protagonista en sus llamadas.
La irritación me hace sentirme irracional y acalorada, así que aprieto
el botón de pausa y me encono en el silencio. Abro la ventana,
esperando que el viento helado me devuelva los sentidos.
Como incluso cuando me cabrea sigo queriendo complacerla, pongo
el intermitente, entro en Main Street y me detengo frente a la
cafetería. Un vistazo al espejo retrovisor con rma que Gri n
también lo quiere.
Pongo el auto en el estacionamiento. Apago el motor. Y entonces
vuelve a aparecer esa mano en mi nuca, solo que esta vez aprieta
más fuerte.
Todo made man espera la muerte, así que ¿por qué en cada funeral
los vivos murmuran que nunca la vieron venir? Supongo que a
nadie le gusta creer que le llegará a uno de los suyos en el momento
más mundano, como una tarde entre semana frente a un local de
comida rápida que vende hamburguesas al dos por uno.
Yo tampoco lo vería venir, si el instinto no hubiera girado la cabeza
hacia la derecha, hacia el auto con la ventanilla tintada abierta lo
su ciente como para que viera la pistola apuntando a mi sien.
No tengo tiempo de hacer nada más que reír y preguntarme qué
tiempo hará hoy en el in erno. El rugido es ensordecedor; el estallido
es familiar. Pero entonces no es mi ventana la que se rompe, no es mi
cabeza la que sale volando.
El cristal tintado se rompe, revelando el cuerpo sin vida en el asiento
del conductor. Más allá, un casco de motocicleta con visera
re ectante queda enmarcado por la ventanilla del lado del pasajero.
Desaparece de la vista y entonces suenan cuatro estallidos detrás de
mí.
La confusión frena la adrenalina en mis venas. El golpe sordo de una
mano enguantada que golpea la ventanilla del copiloto atrae mi
atención. Bajo el cristal y la cabeza vestida con el casco se sumerge
en mi auto.
La visera se levanta, revelando unos ojos verdes y una cicatriz
enfadada.
—Ahora que te he salvado la vida, ¿todavía tengo que comprarte un
regalo de Navidad?
Capítulo
Once

Rafe

L a sala de fumadores está a oscuras, y la muerte persiste en el aire


como un mal olor. Si fuera mi otro hermano el que estuviera
sentado frente a mí, me exigiría que encendiera una luz y abriera
una ventana. Pero Gabe se contenta en las sombras, relajado en un
sillón y dando caladas a un puro.
—¿Cómo sabías que Blake era el sobrino de Gri n?
La punta de su cigarro brilla en rojo.
—¿Cómo no lo hiciste?
Resoplando una risa seca, me paso una mano por la garganta,
sintiendo que me tiembla el pulso. La pregunta de mi hermano roe
lo único que aporto a esta familia: el sentido común.
Los gritos de Gri n cuando rompí mis nudillos en la mandíbula de
Blake. Su frialdad en los días siguientes. Debería haber visto las
señales y haber profundizado. En lugar de eso, los amortigüé con el
peso de los muslos de Penny. Los ahogué con su risa demasiado
fuerte. No podía verlas más allá del tatuaje en forma de corazón de
la espalda de la chica, aunque lo hubiera intentado.
Bajo la mirada crítica de Gabe, sirvo vodka en un vaso y me lo bebo
de un tirón.
—Supe que algo no estaba bien después de que mataras a Blake y
me quedé para limpiar el desastre. Gri n estaba por todas partes,
tratando de detenerme mientras arrastraba el cuerpo de Blake al
borde del acantilado. Luego estaban las llamadas telefónicas en voz
baja en su auto. —Los ojos de Gabe se levantan hacia los míos, el
humo del cigarro se arremolina frente a ellos—. Uno de mis hombres
investigó un poco y se topó con su árbol genealógico.
Se me escapa otra risa, esta vez ácida. Supongo que el nepotismo
abunda en todas las putas industrias, entonces. Tal vez el hecho de
que Blake sea sobrino de Gri n era demasiado culebrón para que yo
conectara los puntos, pero con la retrospectiva, que es una pequeña y
presumida imbecilidad, ahora puedo ver que algo estaba mal. Todos
mis hombres son exmilitares, y sin embargo, este chico siempre
actuaba como si acabara de recibir su primera pistola por Navidad y
no pudiera esperar a dispararla en el patio.
Aun así, había con ado en Gri para que hiciera todas las
comprobaciones de antecedentes, y para que los formara a nuestro
nivel. Joder, había con ado en ese hombre con mi vida.
—Te he estado siguiendo.
Hago una pausa.
—¿Lo has hecho?
Nuestras miradas chocan, y por una vez puedo leer la expresión de
mi hermano como un libro. Si me estaba siguiendo sin que me diera
cuenta, cualquiera podría haberlo hecho.
Antes de que mi vaso llegue de nuevo a mis labios, esos horribles
rasgos de Visconti, la violencia y el impulso, se apoderan de mí y
arremeto contra la pared.
Los cristales se rompen. El líquido salpica. Gabe mira con
indiferencia el desorden y dice:
—Al menos el vodka no mancha.
Ignorando el hecho de que mi hermano haya elegido precisamente
hoy para desarrollar su sentido del humor, me levanto y camino por
la habitación, llevándome las manos a la cabeza.
Llevo tres semanas plagado de mala suerte, pero nada escuece tanto
como enfrentarse a tu propia mortalidad. Supongo que en el gran
esquema de las cosas, todo lo demás que he perdido no ha
importado. El dinero, las apuestas, los negocios. Es todo mierda
trivial que puede ser reemplazada, pero mi latido del corazón no
puede.
La voz ronca de Gabe pasa por encima de los planos de mis
hombros.
—Por mucho que odie admitirlo, Vicious tiene razón. Necesitas un
plan.
Me detengo frente a las puertas francesas y miro hacia el océano.
Está negro como la tinta y centellea. Mis ojos encuentran la lancha
del personal balanceándose a la luz de la luna. Dos de los hombres
de Gabe tiran una bolsa para cadáveres por la borda; se sumerge
bajo la super cie con un violento chapoteo. Los dos siguientes bultos
son igual de pesados. Cuando el cuarto no emerge, frunzo el ceño.
—¿Dónde está el cuarto cuerpo?
—Gri n no está muerto, sólo mutilado. —Sus nudillos estallan—.
Lo estoy guardando para después.
Las visiones de la cueva de Gabe destellan contra la ventana. Aprieto
los dientes; ni siquiera la sádica caja de herramientas de mi hermano
es su ciente castigo para la puta que me ha traicionado.
—Plan —presiona Gabe.
Me paso una mano áspera por el cabello. ¿Un plan? No tengo un
plan y no sé por qué lo he tenido. Está claro que en el momento en
que toqué el Rey de Diamantes, el destino se encargó de plani car
mi vida por mí. Todo lo que tenía que hacer era seguir los
movimientos y evitar a la Reina de Corazones.
En cambio, la dejé entrar, aunque fuera temporalmente, y no puedo
decir que me arrepienta. Lo peor es que en realidad me gustaba la
temeraria emoción del fondo, pero ahora me doy cuenta de que no
era el fondo en absoluto. Sólo una parada de descanso en el camino
hacia abajo.
Tal vez sea la experiencia cercana a la muerte lo que me suelta la
lengua, o tal vez sea porque me he bebido media botella de vodka,
pero me parece que tengo que con ar en mi hermano o, de lo
contrario, algo más está a punto de romperse.
—Es la chica —digo, mirando mi re ejo en el cristal—. Da mala
suerte. Desde que entró en mi vida, todo se ha incendiado.
El silencio resuena. Es tan fuerte que mis hombros se aprietan
cuando el gemido de un sillón lo interrumpe.
Se oye un ruido de metal sobre madera, y luego unos pasos pesados
se alejan de mí.
—Entonces sácala de ahí —dice Gabe en voz baja.
La puerta se cierra de golpe tras él.
No quiero darme la vuelta porque sé lo que voy a encontrar, pero
esta noche me he enfrentado a todas las verdades. Así que, a la
mierda; ¿qué es una más?
El cigarro a medio fumar de Gabe descansa fácilmente en un
cenicero. Junto a él hay una pistola, con un silenciador atornillado en
su extremo.

La calma que precede a la tormenta siempre tiene cierto encanto.


En el exterior, las aguas están en paz, meciendo suavemente el barco
para que se duerma. La luz de la luna se cuela por todos los ojos de
buey y brilla en las super cies cromadas de la cocina.
El reloj digital del horno brilla. Sólo debía estar de paso, pero de
alguna manera, han pasado horas y sigo aquí, con las palmas de las
manos apoyadas en la encimera.
He fumado siete cigarrillos y no puedo fumar otro.
Levanto el vaso de whisky y me lo llevo a los labios. El olor amargo
bajo mi nariz me hace dudar, pero luego lo cierro de golpe. El calor
se desvanece en mi pecho hasta que se forma una oquedad en él.
Tengo la horrible sensación de que va a ser permanente.
Ni siquiera quería el maldito whisky. Sólo lo bebí porque sabía que
una vez que lo hiciera, no podría volver atrás.
El cuchillo hace un ruido amenazante cuando lo saco de la encimera.
Es sólo un cuchillo de pelar, cualquier cosa más grande se notaría, y
no puedo soportar la idea de que se asuste en sus últimos segundos.
La pistola de Gabe, incluso con el silenciador, estaba descartada por
la misma razón.
El exceso de licor hace que me tiemblen las rodillas mientras salgo
de la galera y me dirijo a mis aposentos privados. La opresión en mi
pecho no tiene nada que ver con mi mezcla de vodka y whisky y sí
con ella.
El destino me jodió. Me asignó la Reina de Corazones como mi carta
de perdición y luego me envió una chica a la que nunca podría
resistirme. No sólo la he dejado entrar en mi vida, sino que la he
dejado meterse en mi piel. Ella se arrastra dentro de mí ahora, hace
cosas estúpidas a mi corazón, la mierda que la gente hace canciones
y películas.
Pero en esta historia no hay sol ni arco iris, sólo pérdidas y
experiencias cercanas a la muerte.
No puedo retenerla y no puedo dejarla ir.
Al girar hacia el pasillo, veo el resplandor naranja que se ltra por
debajo de la puerta de mi camarote, y la inquietud me llena el
estómago como si fuera cemento. Joder, aunque sabía que estaría
despierta, sólo duerme en mi auto, la realidad me produce náuseas.
Sólo puedo esperar que lo haga sin dolor.
Oculto el cuchillo contra la parte baja de mi espalda, pero al entrar
en la habitación, bien podría haberme apuñalado con él.
Penny está dormida. Acurrucada en mi lado de la cama, su cabello se
abanica sobre mi almohada. Su piel irradia oro donde la luz de la
lámpara la toca. Su libro For Dummies está abierto en el extremo de la
cama; una taza de té está a medio beber en la mesilla de noche.
La emoción me cierra la garganta. Joder, no me esperaba esto. Está
en mi cama, en mi casa, durmiendo. Ni siquiera puede dormir en su
propia cama, pero ahora está durmiendo en la mía. La vista debería
hacer esto más fácil, pero sólo hace que quiera arrancarme el puto
corazón del pecho.
Seguro que le dolería menos.
Rechinando las muelas, doy un paso adelante. El suelo cruje bajo mis
pies y Penny se despierta de golpe. Su mirada está desenfocada, su
cabello despeinado mientras se apoya en la almohada. Cuando sus
ojos se deslizan hacia los míos, se agudizan.
Se levanta como un rayo.
—He hecho algo horrible, por favor no me odies.
Mi agarre se estrecha en el mango del cuchillo.
—¿Qué? —Gruño.
Las sábanas se arrugan a sus pies mientras ella se escabulle hacia la
cabecera.
—Di que no me vas a odiar primero.
La fulmino con la mirada.
—Penny —le advierto.
Suspira, deja de prestar atención a mis zapatos y se toca el collar de
la suerte.
—Encontré un código de trucos para Mario Kart en un sitio web
dudoso. Pero en lugar de ajustar mi puntuación, ha borrado la tuya.
También todos tus trofeos. —Mira mi expresión pétrea—. ¡Lo siento,
vale! Sé que dije que no iba a estafar más, pero no pude resistirme.
Siempre eres tan presumido de ser mejor que yo. Yo sólo... —Ella
frunce el ceño—. Me dan ganas de morderte.
La miro jamente.
Entonces todo mi interior se desmorona como un castillo de naipes.
Joder. ¿A quién quiero engañar? No puedo matar a la chica, incluso
cuando la única otra opción es suicidarme. Ahora, estoy mirando sus
grandes ojos azules y realmente tengo ganas de hacerlo. La culpa me
corroe, me pone enfermo y me acalora.
Sus ojos buscan los míos, el pánico parpadea en ellos.
—Di algo.
Mi risa sale amarga y teñida de incredulidad. Maldito Mario Kart.
Me he cargado todos sus grandes problemas y ahora lo único que le
queda son preocupaciones suaves e inocentes. Necesitando
repentinamente estar cerca de ella, dentro de ella, doy un paso hacia la
lámpara y sumerjo la habitación en la oscuridad. Luego deslizo el
cuchillo en mi cajón superior y me meto en la cama con ella.
—Ven aquí.
Se tensa bajo mi contacto, pero deslizo mis manos por debajo de la
capucha, apenas se la ha quitado desde que le exigí que se la pusiera,
y la atraigo hacia mí, hasta que cada centímetro de su cálida piel
chisporrotea a través de mi traje. Le paso los dedos por el cabello.
Huele a nostalgia y a tentación. Está tan quieta que creo que ni
siquiera respira.
Sus labios me hacen cosquillas en la garganta.
—¿No me odias?
Sonrío con tristeza en su coronilla.
—Por supuesto que te odio; somos enemigos con bene cios,
¿recuerdas?
Hace una pausa.
—Pero no más de lo habitual, ¿verdad?
—No más de lo habitual, Queenie.
Su pequeño suspiro de alivio hace que su cuerpo se funda con el
mío. Ahora puedo sentir los latidos de su corazón contra el mío,
sentir sus pulmones subiendo y bajando bajo mi palma en su
espalda. Joder, pensar que estaba a punto de apagar su vida.
Antes de que el sentimiento de culpa que me golpea detrás del
esternón se haga insoportable, se zafa de mi agarre y se apoya en el
codo. A la luz de la luna, me mira desde arriba.
—Dime por qué me llamas Queenie. —Las puntas de su cabello
rozan mi antebrazo. Las retuerzo alrededor de mi puño y atraigo su
cabeza hacia la mía. Mi frente se aprieta contra la suya. Estamos tan
cerca que sus pestañas me hacen cosquillas en las mejillas—. Sé que
no es porque pienses que soy regia —dice.
—Si te digo...
—Tendrás que matarme, sí, sí —refunfuña, sacando la lengua y
lamiendo mi nariz.
Opté por limpiar mi nariz húmeda sobre la suya en lugar de
responder. No iba a decir que tendría que matarla; eso sería un poco
jodidamente irónico, todo sea dicho.
No. Sé que si le dijera que es mi Reina de Corazones, querría irse.
Le empujo el codo para que caiga por debajo de ella y se desplome
sobre mi pecho con un aullido. La rodeo con los brazos y las piernas
para que no pueda escapar.
Aunque me haya puesto de rodillas y haya incendiado mi mundo a
mi alrededor, no voy a dejar que se vaya a ninguna parte.
Capítulo
Doce

Rafe

N ochebuena en el yate.
La esta del personal está repleta de cócteles festivos y el tipo de
purpurina que todavía me quitaré del traje en Semana Santa.
Apoyado en la barra, observo divertido cómo Nico se abre paso
entre las mesas hacia mí.
Sé lo que va a decir, porque siempre lo dice, joder.
—¿De quién fue la idea del karaoke? —Toma un ponche de huevo
de la barra y mira el montaje por encima del borde del vaso.
Laurie ha hecho un buen trabajo. El escenario está iluminado con
luces navideñas y anqueado por dos altísimos árboles de Navidad.
Una gran pantalla de proyección cubre la pared de atrás, mostrando
la letra de cualquier canción que esté siendo destrozada por quien
haya bebido su ciente vino caliente para creer que es Mariah Carey.
—¿Por qué, no lo disfrutas?
Se queda mirando a Benny, que está en el escenario cantando el
Mercedes Benz de Janis Joplin. Su vino caliente debe estar muy
cargado, porque sus movimientos de cadera rivalizan con los de
Elvis.
—¿Estás bromeando? Nombra una combinación mejor que la de
gente borracha y un micrófono. —Mueve la cabeza—. No puedes,
porque no hay ninguna.
Riendo, me trago el vodka y muevo el vaso por la barra para
rellenarlo.
—¿Y supongo que tenemos que agradecerte este glorioso
espectáculo, Laurie?
—Sí, Nico, lo haces. —Me giro justo cuando Laurie se desliza entre
nosotros. Brilla con un vestido plateado y sus orejas de reno se
tambalean cuando gira la cabeza para mirarme—. Jefe, tengo un
asunto pendiente con usted. —Hace una pausa, ladeando la cabeza
—. Sólo uno pequeño, obviamente, no quiero que me despidan.
Me río y aprieto un ponche de huevo en su mano.
—Pregúntame entonces.
—Me dijiste que organizara una esta de Navidad para el personal.
¿Por qué está aquí toda tu familia? —Se dirige con desprecio hacia el
escenario. Por alguna razón, Benny se desliza por él de rodillas. Ni
siquiera son las nueve de la noche—. ¿Y por qué ese idiota le pide al
Señor Jesús un Mercedes Benz? Ya tiene tres.
—Ajá, ¿y cómo lo sabes? —pregunta Nico, con un humor silencioso
que le hace ver los labios.
Laurie no se inmuta.
—Me lo he follado en dos, y he tecleado en la tercera —dice
simplemente.
Sacudo la cabeza.
—Realmente no necesitaba saber eso. Toma. —Saco una pequeña
caja de terciopelo de mi bolsillo—. Iba a darte esto más tarde, pero
ya que estás cabreada, podría endulzarte un poco.
Ella lo mira con falsa sospecha, pero no puede ocultar la emoción
que baila detrás de su mirada.
—Si es un anillo de compromiso, no voy a rmar un acuerdo
prenupcial.
—Entonces. Menos mal que no es un anillo de compromiso.
Su enfado se evapora cuando lo abre de golpe y saca una llave de
auto Audi.
—Oh, Dios mío, me estás jodiendo.
Levanto mi copa hacia ella.
—Asientos calefactados, tapicería blanca. Ya está estacionado fuera
de tu apartamento. Ahora puedes follarte a mi primo en tu auto,
donde hay más espacio.
Me rodea con los brazos, grita de agradecimiento e insiste en que los
dedos pegajosos de Benny no se acerquen a sus asientos blancos, y
luego salta hacia las otras chicas para hacer sonar la llave en sus
caras.
Mientras mi mirada la sigue, se desliza hacia la izquierda y se ja en
la de Penny. Cada vez que me mira desde el otro lado de la sala, me
da un vuelco el corazón. Está al lado del escenario con Rory, que
estudia el libro de karaoke. Penny me sonríe y nge hurgarse la
nariz. Solo cuando me doy cuenta de que se está metiendo el dedo
corazón en la fosa nasal izquierda me doy cuenta de que me está
tomando el pelo.
Resoplo una carcajada con mi vodka y le devuelvo el gesto. El calor
de la mirada de Nico me quema la mejilla.
—Sé bueno con ella, Rafe.
La voz de Nico es tranquila, pero sigue apretando mi columna
vertebral. ¿Bueno con ella? Joder, si supiera lo bueno que soy con ella.
Esta mañana me quedé mirándola durante una hora mientras
roncaba a mi lado. Tal vez fue la culpa de haber estado a punto de
degollarla o la fascinación de que durmiera en mi cama, pero le llevé
el desayuno en una puta bandeja. Incluso le puse una or que había
birlado de un jarrón del comedor. Cuando me dice que no sea
amable con ella, ya no lo dice con una mueca sino con una sonrisa, y
ese pequeño giro de ojos que me hace querer ser amable con ella
todo el tiempo.
Me llevo la mano a la garganta. Una hora observándola, y todavía no
tengo un plan para salir.
—¿Cómo era ella? —Digo de repente—. ¿De niña?
Por la forma en que Nico frunce los labios, no creo que vaya a
responder. Mira a Penny, que ahora está golpeando
impacientemente un estilete y mirando a Benny mientras toma un
bis no solicitado.
—Era una pequeña mierda —se ríe. Con un tono más serio, añade:
—Tuvo suerte. Todavía la tiene. —Me froto la boca, la ironía me
eriza la piel—. Todos los clientes del Grand lo pensaban. Al
principio, era sólo por su nombre. Ya sabes: si encuentras un Penny,
lo recoges, tendrás buena suerte durante todo el día. Bueno, cuando
empezaron a recogerla y a dejarla soplar en sus dados, resultó que
ese viejo adagio era cierto.
Frunzo el ceño.
—¿Ella realmente los haría afortunados?
—Siempre. Por aquel entonces, sólo la conocía de verla por ahí. Pero
un día empezó a cobrar a los hombres un dólar por soplar sus dados,
y quise saber por qué.
Mordí una carcajada.
—Entonces se dedicó a la estafa desde muy joven. —Nico se mira los
zapatos, pero yo sigo—. ¿Conociste a sus padres?
Me lanza una mirada sombría.
—Alcohólicos. Pasaba más tiempo conmigo en el guardarropa que
con ellos. Algunas noches, se olvidaban de que existía y uno de los
hombres de mi padre tenía que llevarla a casa.
Esto me irrita sobremanera. La idea de esta pequeña pelirroja
sentada en las escaleras del Visconti Grand, esperando en vano a sus
padres, hace que se me revuelva el estómago y que mis dedos se
muevan para romper algo.
—¿Quién los mató?
Se encoge de hombros.
—Nadie importante. Dos hombres con los que estaban en deuda. No
un Visconti.
Como si fueran fotogramas de una película en blanco y negro, mi
mente pasa de la niña en los escalones a la adolescente encogida
entre el frigorí co y la lavadora, con una pistola que nunca se
dispararía apuntando a su cabeza.
—¿Y dónde puedo encontrar a estos hombres? —Pregunto, con toda
la calma que puedo reunir.
Traga. Mueve la cabeza.
—Ambos fueron encontrados con balas en la cabeza unos días
después. —Engulle su ponche de huevo y coge otro—. Eran
prestamistas no o ciales en el territorio de Visconti, puedes conectar
los puntos.
La sonora carcajada de Penny me llega a los oídos y me hace volver a
ella. Está revisando el libro de karaoke y mi reloj se desliza por su
muñeca con cada página que pasa.
—¿Nico?
—¿Ah, sí?
Me dirijo a él.
—Le enseñaste a estafar, ¿no?
Hace una larga pausa, con el ponche de huevo a medio camino de
los labios.
—Depende.
—¿Sobre?
Su expresión se vuelve pensativa.
—Cuánto va a doler cuando golpees mi mandíbula. Nunca te he
visto golpear a nadie, así que no puedo calcularlo. —Hace una pausa
—. Pero he oído que lo haces ahora.
Riendo, le doy una palmada en la espalda y me alejo de la barra.
—Eres un buen chico, Nico. Esta vez te dejaré quieto.
Sin embargo, tiene razón en estar preocupado. Soy un gran creyente
en que los tramposos sean castigados, pero le daré un pase, porque
la idea de que sea la única presencia estable en la infancia de Penny
lo eleva instantáneamente a la categoría de primo favorito.
Dejando a Nico con su tercer ponche de huevo y un recordatorio de
lo que ocurre cuando pasa de las cinco, tomo asiento junto a Angelo.
Por encima del borde de su whisky, me echa una mirada, luego al
vodka que pongo en la mesa. Vuelve a centrar su atención en su
mujer, que entra en escena, y no dice nada.
—¿Dónde está Gabe?
—No lo sé. ¿Dónde está Gri n?
Por el tictac de su sien, estoy seguro de que sabe dónde están ambos
hombres. Mi antiguo jefe de seguridad, junto con todos los hombres
a su cargo, están en las profundidades de la cueva de nuestro
hermano. Algunos para ser torturados, otros para ser interrogados.
No estoy seguro de en quién de mis hombres puedo con ar ahora,
pero una cosa es segura: Gabe sólo me enviará a los leales.
Mientras tanto, sus hombres rodean mi barco como si fueran las
joyas de la corona. Sin duda han recibido una severa advertencia de
mi hermano, porque uno de ellos incluso me ha seguido hasta el
puto baño antes.
—¿Ya has hecho un plan?
Esa maldita pregunta. Me provoca algo caliente e irritable en el
estómago.
—¿Hiciste un plan, hermano, cuando disparaste a nuestro padre en
la cabeza? ¿O cuando volaste el Rolls del tío Al en un ataque de ira?
¿O cuando disparaste a su lacayo entre los aperitivos y los entrantes
en la comida del domingo? —Me inclino sobre la mesa para que sólo
él pueda oír mi veneno—. ¿Pensaste por un puto segundo en las
consecuencias, o sólo vivías el momento?
Su mirada se desliza hacia la mía, el calor de la misma amortiguado
con una leve curiosidad.
—¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Vivir el momento?
Me paso el dedo por el pasador del cuello. Vuelvo a mirar a Penny.
Ahora mismo, no sé cómo vivir en otro lugar.
La oscuridad hace sombra a la mirada de Angelo; alguien ha
atenuado las luces. Se vuelve hacia el escenario y se endereza
cuando se da cuenta de que su mujer ha ocupado el centro del
escenario.
El micrófono suena cuando ella lo toca.
—Hola, gente encantadora. Como parece que soy la única persona
en este escenario que recuerda que es Nochebuena, voy a cantar un
clásico festivo. —Su sonrisa ladeada me dice que ha estado bebiendo
vino blanco—. Cantaré Baby, It's Cold Outside. —Entrecerrando los
ojos, ve a Angelo y le sonríe—. Obviamente, es un dúo, así que...
La sala empieza a animar a mi hermano.
—Ni hablar —murmura, frunciendo el ceño tras su whisky.
—¿Por favor? —Rory dice dulcemente, juntando sus manos.
La mira jamente durante unos segundos. En el momento en que sus
hombros se desploman en señal de derrota, presiono el tacón de mi
zapato contra la punta del suyo por debajo de la mesa para impedir
que se levante.
—Eres un capo, hermano. Impones respeto a todos los hombres de
esta sala. ¿Crees que será así cuando cantes la parte de Tom Jones en
una canción de Navidad? Siéntate de una puta vez.
—Joder —gruñe, acariciando su mandíbula—. Tienes razón. Creo
que necesito cambiar a agua durante una hora.
Cuando mueve la cabeza hacia Rory, ella grita ¡aburrido! por el
micrófono, y Tayce sustituye a mi hermano.
No estoy viendo a Rory destrozar las líneas de Cerys Ma hews;
estoy viendo a Angelo. Cómo la mira como si no hubiera nadie más
en la sala. Cómo se lanza y golpea a uno de mis marineros en la
cabeza cuando se atreve a hablar por encima del coro. Cómo se
levanta y silba cuando ella y Tayce hacen una reverencia.
Cuando se vuelve a sentar, sigue sonriendo.
—¿Cómo lo has sabido?
Se me escapa de la lengua, a ojada por el licor y esta extraña
sensación extraña que ha estado asentada bajo mis costillas durante
los últimos días. Se vuelve hacia mí. La confusión le hace ver su cara,
pero solo durante una fracción de segundo, y luego la sustituye una
leve diversión.
Él sabe a qué me re ero.
—Cuando empiezas a hacer estupideces, como comer espaguetis con
albóndigas crudas y volver por otros, porque ella los ha cocinado.
Sacar a escondidas un labradoodle de tu casa en una bolsa de lona a
las tres de la madrugada para que siga siendo una sorpresa el día de
Navidad. —Su atención cae en mis nudillos y su mandíbula se tensa
—. Cuando empiezas a usar los puños porque necesitas sentir cómo
se rompen bajo ellos los huesos del hombre que la hirió. —Mira mi
vodka y sacude la cabeza—. Cuando empiezas a beber como un
ruso, aunque tengas una participación del diecisiete por ciento en
una de las empresas de whisky de mayor crecimiento del mundo. —
Volviendo a mirarme a los ojos, añade:
—Así se sabe.
Hay una nueva oleada de vítores, pero los oigo como si estuviera
bajo el agua. Un ri de guitarra muy poco festivo se cuela por los
altavoces y me hace girar la cabeza hacia el escenario. Penny está de
pie bajo las luces, con el micrófono en la mano. Joder, qué bien se ve.
Incluso guapa. Lleva un vestidito rojo y unos tacones que brillan
cuando hace un torpe contoneo al ritmo de la música.
—No había escuchado esta canción desde que estábamos en el
colegio —dice Angelo.
—¿Qué canción?
Cuando empieza a cantar, me doy cuenta de todo. Me quedo quieto,
mirando la sonrisa devoradora de mierda de Penny mientras canta
en el micrófono. Fucking Kiss Me, de Sixpence None the Richer. Me
paso una mano por la mandíbula y me río con incredulidad. Estoy
seguro de que no hay nada de casualidad en la elección de la
canción. Eres una mocosa, le digo con la boca. Ella guiña un ojo en
respuesta.
La mirada de Angelo me calienta la mejilla. Su silla gime y luego se
pone de pie, con su mano en mi hombro.
—Cuando tienes bromas privadas —murmura.
Se acerca para reunirse con su mujer, mientras mi sonrisa se
desvanece.
Capítulo
Trece

Penny

L a noche es un desenfoque alegre de malas canciones, vino


caliente y apuestas arriesgadas en la ruleta con actitud navideña.
La condensación empaña los ojos de buey, y ni siquiera la brisa
helada que entra por las puertas francesas agrietadas consigue
mitigar el calor abrasador que me recorre las venas.
Me tomo un respiro en el baño, pasando las muñecas bajo el grifo. Al
levantar la vista para comprobar mi maquillaje, me detengo.
Estoy sonriendo.
Supongo que ahora entiendo por qué la gente ama la Navidad.
Apenas he bebido, pero la emoción festiva se ha colado en mis poros
y me ha embriagado.
Cuando crecí, las estas no eran más que una semana para pasarlas
mal. Algunas Navidades, recibía los regalos más ridículamente caros
de mis padres, que luego empeñaban lentamente a lo largo del año
para nanciar sus juergas. Otros años, recibía nuestro reproductor
de DVD envuelto en las páginas del Devil's Coast Herald.
Cuando estás rodeada de gente que realmente te gusta, se siente
diferente. Mágico, incluso.
Estoy cerrando el grifo cuando oigo una voz nasal ltrarse por
debajo de la puerta.
—¡Oh, jefe! Me alegro de haberte pillado. Espero que no te importe,
pero tenía que usar tu baño privado. Todos los baños del yate
estaban en uso, y después de cuatro copas de champán, no tuve la
paciencia de esperar en la cola para el cuarto de las niñas.
Una amargura me llena la boca. Es Anna. Miro la la de cubículos
vacíos en el espejo y apoyo las manos a ambos lados del lavabo.
—Mm. Los doce estaban ocupados —re exiona Rafe. Su tono es de
cachemira, pero capto el trasfondo irritado—. Qué casualidad.
—En efecto. De todos modos, no pude evitar jarme en todos los
productos femeninos. Entonces... ¿quién es la afortunada?
Mi cerebro no tiene tiempo de frenar mi impulso; abro de un tirón la
puerta del baño y salgo a toda prisa por el pasillo. Rafe está al nal
del mismo, y Anna de espaldas a mí. Su mirada se desliza hacia la
mía por encima de su cabeza, divertida y toda mía. En el fondo, sé
por qué no he esperado su respuesta: si dijera una mentira, algo en
mí se rompería un poco.
Mi hombro conecta con el de Anna con más agresividad de la
necesaria cuando me deslizo junto a Rafe. Le pongo una mano
posesiva en el pecho, y cuando su mano se desliza alrededor de mi
cadera y me acerca a él, una cálida satisfacción recorre el sur.
Dirijo mi atención a Anna.
—Mío —le digo dulcemente—. Ahora, vete a la mierda.
Su expresión de sorpresa es deliciosa, pero el silencio retumba en
mis oídos. Sé que me estoy adentrando en el territorio de los
conejitos, pero me importa un carajo. Creo que he aprendido dos
cosas esta noche: por qué la gente ama la Navidad y por qué las
mujeres hacen locuras como destrozar autos con bates de béisbol por
encima de los hombres.
Anna mira a Rafe como si fuera una señal de SOS. Él solo me roza la
cadera con el pulgar y dice:
—Feliz Navidad, cariño.
Ella resopla y hace clic para volver a la esta. Cuando la puerta se
cierra de golpe, dejándonos solos en el pasillo, me zafo del agarre de
Rafe para encararlo.
Un atisbo de sonrisa se dibuja en sus labios. Se la quita con un
pulgar y se mete las manos en los bolsillos.
—Miau.
Tal vez sea sólo porque los tacones que llevo son un par de
centímetros más altos de lo habitual y toda esta altura me está dando
una nueva con anza, pero enrosco mi dedo alrededor de su al ler
de cuello y tiro de él hacia mí.
—Vuelve a llamar a otra mujer cariño y morirá cruzando la
carretera.
Se hace eco de lo que me dijo después de que le hiciera un baile
erótico en su auto. Supongo que por eso levanta una ceja y busca en
mis ojos el humor. Cuando no lo encuentra, asiente con la cabeza,
ltrando una pequeña cantidad de satisfacción.
—Si eso es lo que quieres, Queenie —dice en voz baja.
Su complacencia es tan suave, tan intensa, que me deja sin aliento al
instante. De repente, necesitando un aire que no esté impregnado del
encanto de Raphael Visconti, atravieso la puerta lateral y salgo a la
cubierta.
Unos pasos lentos y pesados me siguen hasta la proa. Agarrada a la
barandilla, inclino la cabeza hacia el horizonte negro como la tinta,
sin importarme que el viento esté deshaciendo todas las horas de
trabajo que pasé poniéndome rulos en el cabello.
Se me eriza la piel cuando una silueta interrumpe el resplandor de la
lámpara de seguridad sobre mí y la chaqueta de Rafe se desliza
sobre mis hombros. Sus manos se acercan a ambos lados de mí y sus
labios rozan mi oreja.
—Bonita canción —murmura, haciendo que se me ponga la piel de
gallina a lo largo de los brazos—. ¿Intentabas hipnotizarme?
Sonrío en la oscuridad.
—No sé de qué hablas; es la única canción de la que me sé toda la
letra. —Mi atención cae en su mano junto a la mía. Grande y
lastimada para mi pequeña y suave. Una emoción enfermiza me
recorre cuando recuerdo que sus manos no solían ser así; cada
cicatriz es reciente y me pertenece. Pasando mi dedo meñique por su
nudillo magullado, añado:
—¿A menos que haya funcionado?
Se deshace de mi leve contacto y me hace girar para que mi espalda
quede presionada contra la barandilla. Es un contraste muy
marcado: el calor que irradia su cuerpo y el viento helado que me
golpea la espalda. Cada uno es tan peligroso como el otro.
Deslizando sus manos por las solapas de su chaqueta, me atrae aún
más hacia él. Me roba el siguiente aliento con un roce de su nariz con
la mía.
—Realmente sería la noche perfecta para besarte —susurra.
Joder.
Todos mis sentidos se agudizan, aparte del sentido común. De
repente soy consciente del sonido rítmico que hace el océano cuando
golpea el casco. Lo guapo que está Rafe bajo el romántico resplandor
de la luz de seguridad. La dulce interpretación de Wren de Lay All
Your Love on Me de ABBA atraviesa el cristal y me roza los oídos.
Así es como sucedería en una película.
Entonces, cuando todo esto terminara, tendría que torturarme con la
repetición para siempre.
Dejo escapar un suspiro tenso y cierro el corazón.
—No. Ya te lo he dicho; quiero que llueva. Como en The Notebook.
Se le escapa una suave risa.
—Lo tendré en cuenta cuando me haga el cheque.
Echa un vistazo rápido a la cubierta y, mordiéndose el labio inferior,
roza con una gran mano la costura interior de mi muslo. Dios, su
palma chisporrotea como la lluvia sobre un tejado caliente en pleno
verano, y me hace un agujero en el bajo vientre. Cuando me aparta el
tanga y hunde dos gruesos dedos en mi interior, mi gemido es de
alivio.
La tensión sexual me ha atado a él toda la noche. Cada vez que su
risa de terciopelo me ha rozado la nuca, cada vez que me ha
atrapado su guiño sobre el borde de un vaso de cristal, mi sangre se
ha calentado un grado más. No sé cómo he pasado cuatro horas sin
follar con este hombre.
Su mirada se ensombrece ante mi reacción.
—Pero supongo que por ahora, estos labios tendrán que servir.
A pesar de ponerme de puntillas para perseguir su contacto, mi tono
es desa ante.
—No son tuyos —susurro.
La molestia se extiende por sus rasgos, como cada vez que follamos,
y reúno la su ciente compostura para decírselo.
Entrecerrando los ojos, roza con su dedo corazón mi entrada, y luego
más al sur.
—Entonces, ¿qué pasa con esto?
Grito cuando empuja la entrada de mi culo, cayendo dentro de él.
Me atrapa, su risa contra mi pecho me aprieta los pezones.
Estamos tan cerca que su olor me consume como una droga. Me
froto la cara contra su cuello, desesperada por obtener más de él.
Todo.
—Te costará —murmuro sin entusiasmo contra su pulso.
—Lo pagaré —murmura, apoyando su barbilla en la coronilla de mi
cabeza. Su tono es tan sencillo que sé que ya no está bromeando.
Nos quedamos así un rato, con su chaqueta calentándome los
hombros y el subir y bajar de su pecho adormeciéndome.
Suspiro contra su botón superior. Soy precavida, pero no ingenua. Sé
que estoy obsesionada con este hombre. Me hace querer hacer
estupideces, como decírselo a él. O incluso decírselo a todos los
demás gritándolo desde la proa como Jack grita ¡Soy el rey del mundo!
en el Titanic.
Pero eso sería bastante embarazoso, así que me conformaría con
quedarme aquí para siempre entre sus fuertes brazos, con el
zumbido de un buen rato apenas rozándonos. Aunque, cuando me
viene a la mente el pensamiento de, para siempre, se desliza por mi
garganta y se aprieta allí como un lazo.
No existe tal cosa. Aunque lo hubiera, no está hecho para nosotros,
pero es difícil recordarlo cuando sus ojos encuentran los míos en una
habitación llena de gente. Cuando pone sus manos sobre mis oídos
durante una tormenta. Cuando se pasa una hora masajeándome
después de arruinarme.
—Dime por qué crees que tengo mala suerte —suelto. Convénceme de
que esto no puede ser para siempre.
Su estómago se tensa contra el mío.
—Ya sabes por qué.
—No, pero ¿por qué crees que soy yo? —Me separo de él, inclino la
barbilla y me encuentro con su mirada pétrea—. Puede que seas
supersticioso, pero yo también lo soy. Y hasta yo sé que las
coincidencias pueden existir, así que ¿por qué estás tan seguro de
que soy yo quien te está causando toda esta mala suerte?
Su mandíbula hace tictac. Cuando sus ojos pasan por encima de mi
cabeza hasta el horizonte negro, creo que va a callarme. Pero
entonces una bocanada de aire reticente sale de sus labios y su
mirada vuelve a ser la mía.
—Mamá era tan estúpida como tú. —Dirige una mirada irritada a mi
collar—. Dios, el destino, el karma... ella creía en todas las cosas que
no podía ver. Cuando todavía estaba luchando con mi primer casino,
vino a visitarme a Las Vegas. Me arrastró con esa adivina de la calle
Fremont. —Se pasa una mano por la mandíbula, sacudiendo la
cabeza ante el recuerdo—. Era cartomántica: leía la suerte con cartas.
En ese momento, pensé que era una mierda total, pero mi madre
estaba convencida. De todos modos, observé mientras la gitana le
sacaba la sota de diamantes, seguida del as de picas. —Hace una
pausa, buscando en mis ojos alguna señal de reconocimiento, pero
sólo me encojo de hombros—. Combinadas, son conocidas como el
dúo de la muerte, aparentemente. Cualquiera que saque ambas
cartas consecutivamente está destinado a morir.
El hielo recorre mis venas.
—¿Ella...?
Su mandíbula se tensa.
—Tres semanas después. Fue envenenada en una feria.
Mi visión se oscurece. Mi mano busca a tientas la de Rafe y me la
llevo a la boca.
—Lo siento mucho —susurro contra sus nudillos. Mis ojos se dirigen
a los suyos—. ¿Por eso eres supersticioso?
Una sonrisa sin humor se dibuja en sus labios. Estira la palma de la
mano y me tapa la cara.
—No del todo. Después de echar las cartas a mi madre, la adivina
me dijo que también tenía una lectura para mí, pero estaba
demasiado cabreado para escuchar. De todos modos, pensé que todo
era una mierda. Pero entonces, con ambos padres muertos con una
semana de diferencia... Necesitaba respuestas. Así que, después del
funeral, me salté el velatorio y volé a Las Vegas para conseguirlas. —
Traga saliva, siguiendo su pulgar con una expresión de dolor
mientras lo pasa por mi mejilla—. No sé qué esperaba, pero no era
que me pusiera dos cartas delante y me dijera que podía elegir mi
destino si así lo deseaba.
—¿Qué eran las cartas?
—«Rey de Diamantes» o «Rey de Corazones»—. Me dijo que en esta
vida sólo tendría uno o el otro: éxito en los negocios o éxito en el
amor. La advertencia era que nunca podría tener ambas cosas.
Algo enfermizo me revuelve el estómago.
—¿Y qué has elegido? —grazno, con la boca más seca de lo que
debería.
Sonríe con tristeza y estira las manos para barrer la amenazante
silueta del yate que tiene detrás. Su yate.
—Ya sabes la respuesta, Penelope.
Mi corazón late a doble velocidad, una pregunta más cargada que
una pistola se dispara en mi garganta.
—¿Elegiste esto antes que estar enamorado? —Muevo un pulgar
hacia el barco, agito el reloj de mi muñeca en su cara—. ¿Mierda
materialista antes que sentimientos verdaderos?
Las palabras son desesperadas y venenosas, otando entre nosotros
como burbujas de jabón. Ojalá pudiera reventarlas con la misma
facilidad. Me mira con descon anza.
—Tú tampoco crees en el amor, ¿recuerdas?
Sí. Apretando los dientes para que no se me escape ninguna otra
estupidez, espero a que continúe.
—Volví con la adivina cuando estaba hastiado y confundido. Mis
padres acababan de morir; su amor ya no signi caba nada. —Hace
una pausa—. Bueno, no era realmente amor, pero no lo supe hasta
más tarde. Y Angelo acababa de decirme que no iba a volver a
Devil's Dip para asumir el papel de mi padre como capo, lo que
signi caba que yo no sería su subjefe. Todo lo que tenía era una
habitación de hotel en Las Vegas y un casino de mierda que apenas
ganaba lo su ciente para mantener las luces encendidas. —Se encoge
de hombros despreocupadamente—. No tenía nada que perder y sí
mucho que ganar, así que le di un toque al Rey de los Diamantes.
Pasan unos segundos pesados. El viento los llena con el tenue
zumbido de las risas y el All I Want for Christmas is You de Mariah
Carey.
—Así que has explicado por qué eres más rico que el mismísimo
Dios, y por qué no sueles follarte a la misma chica dos veces —digo
bruscamente—, pero no entiendo qué tiene que ver esta historia
conmigo.
Rafe se pasa la lengua por los dientes, su atención se desplaza detrás
de mí. Juro que no se ha movido ni un centímetro, pero de repente se
siente más lejos.
—Cuando me iba, me dijo que, al igual que cada acción tiene una
reacción, cada carta del destino tiene una carta de perdición. Una
carta que, si dejas entrar en tu vida, te arruinará. Te pondrá de
rodillas. —Se ríe, como si acabara de recordar una broma privada.
Tengo la sensación de que no me haría gracia.
—¿Cuál era la tarjeta? —Me muelen los pies.
Me mira rápidamente.
—La Reina de Corazones.
La baraja gira en una bruma de negro, dorado y verde.
—Queenie.
Un suave tirón de mi cabello me devuelve a la realidad.
—La pelirroja —dice Rafe pensativo, mirando mis mechones
alrededor de sus dedos—. Por supuesto, pensé que estaba hablando
mierda y que la muerte de mi madre era una coincidencia, pero
entonces, casi de la noche a la mañana, mi casino tuvo todo este
interés de los inversores. Mi saldo bancario creció tan rápido como
mi reputación, y en tres años, era dueño de la mayor parte de Las
Vegas. Si la gitana tenía razón sobre mi madre y sobre el Rey de
Diamantes, ¿por qué no iba a tenerla sobre la carta de la perdición?
Durante años, evité a las mujeres pelirrojas como la peste, por si
acaso. —Tira bruscamente de mis mechones y su mirada se endurece
al encontrarse con la mía-
»»Entonces bajaste las escaleras del Blues Den. Cabello rojo, vestido
robado, una actitud que quería jodidamente quitártela a la fuerza. —
Sacude la cabeza—. Eras magnética, y no pude resistirme a hablarte.
Que aparecieras en la boda de mi hermano pudo ser una
coincidencia. Es un pueblo pequeño, después de todo. Y la explosión
del puerto; nos lo esperábamos, pero cuando te vi en el hospital y me
di cuenta de que habías estado allí, mi escepticismo empezó a
disminuir. —Mira a lo largo de la cubierta, con la mandíbula
desencajada—. No te di trabajo como un favor a Nico, sino para
convencerme de que sólo estaba siendo paranoico.
Dejé escapar una respiración temblorosa. Joder, no sé qué esperaba,
pero no era eso.
—Bueno, sabía que no me habías contratado por mi currículum de
mierda —digo débilmente.
Su sonrisa no toca sus ojos.
—La noche que empezaste, perdí cuarenta de los grandes en las
mesas y tuve que cortar los lazos con una de mis inversiones más
lucrativas. Y luego no paró de joder, Penny. Cada llamada y correo
electrónico que recibía eran malas noticias. Acciones que caen,
acciones que se desploman. Mi primer casino fue golpeado. Dios. —
Se pasa una mano descuidada por el cabello—. Gri n intentó
matarme ayer.
Parpadeo.
—¿Qué?
Su mano se desliza hasta mi nuca, su apretón me corta el paso.
—Una historia para otro momento. —Respiramos el aire del otro
durante unos segundos, con mi pulso latiendo desordenadamente en
mis oídos. Con una fuerte bocanada de aire, Rafe deja caer su frente
sobre la mía, su imponente silueta oscureciendo el mundo exterior
—. No me importa la suerte que creas que tienes —murmura—. Para
mí, eres la chica más desafortunada del mundo. —El instinto me
aleja de él, pero él sólo aprieta más su cuello—. Pero también eres la
más precisa. La más divertida. La más jodidamente grosera. Has
arruinado mi vida pero no soy lo su cientemente fuerte para
detenerte.
Cuando su admisión me hace cosquillas en el labio superior, el
pánico me sube a la garganta. No puedo precisar su origen; todo lo
que sé es que está muy arraigado y es desesperado.
—Vuelve con ella —susurro—. Vuelve con la gitana y pídele que lo
invierta o algo así.
Manteniendo su agarre en mi cuello, desliza su otra mano alrededor
de mi cintura y frota un pulgar sobre la parte baja de mi espalda,
donde su nombre se desvanece.
—No puedo. No eres la única a la que le gusta provocar incendios,
Queenie.
Quizá sea el viento, pero ahora me escuecen los ojos. Sus siguientes
palabras se sienten como un puñetazo en la garganta.
—Siempre supimos que esto era sólo temporal, ¿verdad? —Su
mirada chispea con amarga diversión—. No querríamos que cayeras
en esa trampa ahora, ¿verdad?
Mi visión se difumina en los bordes. Todo lo que puedo enfocar son
sus ojos buscando los míos. Espero que no pueda ver la comprensión
que hay detrás de ellos. Respiro con calma, contengo mi emoción y
asiento con la cabeza.
—Temporal —gruño.
Tiene razón. A pesar del dolor que me golpea en el pecho, el sentido
común que hay debajo sabe que esto nunca puede ser permanente.
Voy a arruinar su vida.
Me romperá el corazón.
Al nal, ninguno de los dos ganará este juego.
Capítulo
Catorce

Rafe

—M e duelen los ojos —susurra Penny, quitándose la


purpurina del regazo. Coge un regalo falso del camino de la
mesa y lo hace sonar—. ¿Y por qué los adornos tienen adornos?
La diversión me hace sonreír con fuerza. De alguna manera, Rory
entró en su comedor, vio la explosión festiva y decidió que aún no
era lo su cientemente grande para el día de Navidad.
Ahora, una rama de abeto me hace cosquillas en el cuello cuando me
inclino demasiado hacia atrás en mi silla. El puño de mi camisa casi
se incendia en una de las mil velas cada vez que busco mi bebida.
Frente a mí, Benny deja escapar un fuerte suspiro. Mira al
labradoodle lamiendo la cara de Tayce.
—Si no me dan de comer pronto, me voy a comer a ese puto perro.
Tayce rodea con un brazo protector el regalo de Navidad de Rory y
le devuelve la mirada.
—Te comeré antes de que te comas a Maggie.
—¿Sí? —Benny se lame los labios—. Me parece un buen regalo de
Navidad.
Una risa aletargada recorre la mesa. La cena debía estar servida hace
dos horas. El buen humor se agrió cuando el sol se puso al otro lado
de las ventanas cubiertas de nieve falsa y los platos seguían vacíos.
Ahora, todo el mundo está hambriento, inquieto y más borracho de
lo que debería, incluido yo.
Sobre el borde de mi cuarto vodka, hago un repaso de la mesa. Por
lo general, la Navidad es un gran acontecimiento en la mansión
Cove, pero por razones obvias, este año hemos roto la tradición.
Sorprendentemente, dos miembros del clan Cove han aparecido: los
gemelos Leonardo y Vi oria. Hace una hora golpearon la puerta
principal, Vivi llorando y Leo con las maletas en la mano. Querían
que les dejasen entrar, y teniendo en cuenta que tenían todas sus
pertenencias, no creo que sólo se re riesen a la Navidad.
Llenando las sillas vacías hay algunos complementos. Tayce se sienta
junto a Nico, y el vecino de Penny, Ma , se sienta al otro lado de ella.
Penny sólo aceptó pasar las Navidades conmigo si se le permitía un
acompañante. Cada vez que le miro a los ojos, se queda paralizado
como si le hubiera disparado con una pistola eléctrica.
De repente, las puertas giratorias se abren de golpe. Todos se sientan
un poco más rectos. Los hombros se hunden y los suspiros llenan los
vasos cuando se dan cuenta de que es sólo Angelo, y que tiene las
manos vacías.
Se apoya en la cabecera de la mesa y mira el centro de mesa de Santa
Claus que gira.
—Que nadie se coma el pavo —murmura, echando una mirada
detrás de él—. Es tan rosa como la casa de juegos de Barbie. Hay
ocho cuartos de baño en esta casa, y somos doce; haz las cuentas.
El gemido colectivo es fuerte. Al otro lado de la mesa, Max llama la
atención de Penny. Levanta ocho dedos y le dice con la boca, un puto
in erno.
Mi hermano interrumpe todas las protestas con un golpe en la mesa.
—Le daré un puñetazo a cualquiera que mencione esto a mi mujer.
Cómete los adornos, pon el pavo en servilletas, sutilmente, y pediré
una pizza...
—¡Y la cena está servida! —Un trino emocionado corta a Angelo.
Rory empuja a través de las puertas, luchando con un gran pavo.
Se oye un aplauso a medias, que se hace más fuerte cuando Angelo
se aclara la garganta. Le quita el pájaro a su mujer y lo pone sobre la
mesa. A mi lado, Penny se estremece.
Le puse una mano en el muslo.
—No te preocupes, Queenie, compraremos hamburguesas de
camino a casa.
Me muestra su característica sonrisa.
—No es necesario.
Antes de que pueda preguntar por qué, Rory le pone una nuez asada
delante.
—Aquí tienes, Pen —canta, antes de marcharse.
Penny me guiña un ojo.
—Le dije que era vegetariana.

Los terrenos de la parte trasera de la casa están cubiertos de


escarcha. En la oscuridad, no puedo distinguir si es real o comprada
en Party City.
Angelo me pasa el cigarro y deja caer la cabeza contra la
mampostería. La lámpara de calor sobre su cabeza le da un brillo
rojo a su desesperación.
—WebMD3 dice que tengo unas tres horas hasta que la intoxicación
alimentaria haga efecto. —Mira su reloj. Se pasa los dedos por el
cabello—. Estoy en tiempo prestado.
Mi risa sale en una bocanada de condensación.
—Te has comido la mitad del puto pájaro.
Me mira de reojo.
—Estaba sentada a mi lado. Está bien para ti; te vi meter todo lo tuyo
en el bolso de Penny.
—Sí, ahora lo he arruinado. Aparentemente, sólo un Birkin como
reemplazo servirá.
Mi hermano frunce el ceño.
—No sé qué es eso.
—Mm. Será mejor que tu mujer tampoco lo haga.
Un silencio fácil nos envuelve, un telón de fondo de risas y clásicos
navideños vibrando contra nuestras espaldas.
—¿Qué pasa con Leo y Vivi? —Pregunto, devolviéndole el cigarro—.
Me sorprende que hayan aparecido. Ya sabes, teniendo en cuenta
que disparaste a su padre en la cabeza y todo eso.
Sonríe al recordarlo y se lo limpia con el dorso de la mano.
—Creo que odiaban a Big Al más que nosotros. Dante también.
—¿Dejas que se muden?
Se encoge de hombros.
—Son de la familia. Los interrogaré mañana, pero parecen bastante
genuinos.
—Apuesto a que Dante ni siquiera ha puesto un árbol, el maldito
Scrooge.
Ambos nos reímos.
—Leo dijo que la mansión Cove parecía Corea del Norte, pero poco
a poco se ha convertido en un pueblo fantasma. —Angelo se vuelve
hacia mí, la expresión se vuelve seria—. Dante es el último hombre
en pie.
Asumo esta información con una bocanada de tabaco. El ardor en el
fondo de mi garganta es tan satisfactorio como la noticia.
—¿Sí?
—Gabe estará encantado. Se ha subido por las malditas paredes.
Mantengo la boca cerrada, mi mente divaga hacia su sádica cueva.
Creo que Gabe ha estado bien.
El viento silba sobre las conchas de mis oídos. Detrás de nosotros,
Tayce llama pendejo a alguien, probablemente a Benny y una sonora
carcajada impregna la mampostería y me aprieta los hombros. Me
calienta el puto pecho.
Reconocería esa risa en cualquier lugar. Deslizo el cigarro dentro de
mi agridulce sonrisa. Es una sensación de vacío, amar el sonido de
algo y saber que un día cercano no lo volveré a escuchar.
Miro la expresión divertida de mi hermano y señalo el cigarro con la
cabeza.
—Simplemente no sabe igual con el vodka. Es cierto lo que dicen de
que los rusos no tienen gusto.
Me ignora, coge el humo de mi mano y da los dos pasos hacia el
resplandor amarillo que se ltra por la ventana del salón. Da una
calada, observando la escena que hay más allá.
—Están bien juntos.
—¿Qué?
Me lanza una mirada seca que sugiere ya sé qué coño. De mala gana,
mis piernas me llevan hasta que estamos hombro con hombro,
mirando por la ventana.
Benny sostiene a la perra de Rory como Ra ki a Simba en El Rey
León, y Tayce salta para rescatarla.
Frunzo el ceño.
—¿Qué es eso en el brazo de Tayce? Pensé que no tenía ningún
tatuaje.
Angelo suelta una carcajada.
—Es una polla.
Me giro.
—¿Qué?
—Una enorme polla venosa. Tu chica lo dibujó. Por suerte para
Tayce, es temporal. Creo. Es jodidamente horrible.
Tu chica. Las palabras salen de la boca de mi hermano como
mantequilla derretida. También se deslizan por mi columna
vertebral con la misma facilidad. Suena tan natural, pero tan extraño
al mismo tiempo. Ninguna chica ha sido mía durante más de una
noche.
Finalmente, dejo que mi mirada se dirija a ella y, como siempre, una
mano me aprieta el corazón. Está sentada junto al fuego con Nico,
metida de lleno en una partida de cartas con él. Tiene esa expresión
severa que pone cuando jugamos al Mario Kart y está a punto de
perder. Es la única que lleva puesto el jersey navideño feo que nos
entregaron al cruzar el umbral. Es casi tan grande como ella e igual
de escandaloso.
Sacudo la cabeza, el humor melancólico me llena. Anoche, en la
proa, lo dejé todo en el frío hueco que había entre nosotros. No sé
muy bien por qué. Una parte de mí quería que me facilitara las cosas
huyendo; la otra quería que lo arreglara.
No hizo ninguna de las dos cosas, y por eso seguimos aquí, haciendo
equilibrios en la cuerda oja entre las llamas.
Casi desearía no haberle exigido que viniera hoy, porque cada
momento con ella ha sido perfecto. Después de la cena, nos
trasladamos al salón para jugar. Formamos equipo, y joder, nunca
pensé que disfrutaría tanto jugando con ella como contra ella. Tal
vez sea porque arrasamos con todos. Después de dos rondas de
Charadas y un montón de Pictionary, todos los demás estaban
ligeramente resentidos por nuestro triunfo y se aburrieron de jugar.
Si su suerte anulara también mi mala suerte fuera de los juegos.
La puerta trasera se abre de golpe, tensando mis músculos. Tanto yo
como Angelo echamos mano de nuestras armas, nuestros dedos se
deslizan por las empuñaduras cuando vemos que es solo Cas quien
oscurece la puerta.
—Parece que ha habido un milagro navideño —dice secamente—.
¿Adivina qué imbécil acaba de aparecer?
Miro jamente a Tor Visconti a través de una bruma de humo de
cigarro.
Me devuelve la mirada.
—¿Te puedes intoxicar con el puré de patatas? —Le pregunto a
Angelo sin comprender—. Porque debo estar alucinando.
Tor mira el vodka en mi puño. La confusión recorre su mirada.
—Podría ser el decapante que estás bebiendo. ¿Y qué te ha pasado
en los nudillos? ¿Te has caído o algo así?
—Rafe...
Ignorando la advertencia de Angelo, dejo la bebida en el suelo con
una mano y golpeo su mandíbula con la otra. Su cabeza se echa
hacia atrás y se le escapa un pequeño «oof» de los labios. Se frota la
mejilla y me mira, con una mezcla de humor y admiración bailando
en sus ojos.
—¿Rafe dando un puñetazo? Joder, a lo mejor soy yo el que está
alucinando.
Detrás de él, Benny me hace un gesto de aprobación.
—Pre ero a Rafe que a Gabe, supongo. —Tor mira hacia la puerta
del fumadero, como si mi hermano fuera a irrumpir en cualquier
momento—. ¿Vas a ponerlo en mi contra más tarde?
—Diles lo que me acabas de decir —dice Cas con calma. Se hunde en
un sillón y apoya los antebrazos en las rodillas.
Tor se toma su tiempo. Se reclina en su silla, saca un cigarro del
humidor y lo sostiene a la tenue luz. Con un gesto de aprobación, se
lo mete en el bolsillo superior y me clava una mirada de medio lado.
—He estado de vacaciones.
A mi lado, la vena de la sien de Angelo hace un tictac tan fuerte que
casi puedo oírlo. Se aclara la garganta.
—¿Qué has hecho? —pregunta en voz baja. Calma antes de la
tormenta.
—Mm. Aunque no quería perderme el día de Navidad. Oye, mira, he
traído regalos. —Coge una bolsa de debajo de la silla y la pone sobre
la mesa. Saca tres muñecos con camisas de ores y guirnaldas en el
cuello—. Este es Rafe, este es Angelo, y este es Nico. —Mueve el mío
para que empiece a balancearse de un lado a otro, y luego me
muestra una sonrisa de oreja a oreja—. Bailan, ¿ves? No te
preocupes; tengo para todos.
Nunca he estado en una sala de Visconti tan silenciosa. La
incredulidad me consume. Parece que el puto suelo respira. Mi
mirada lo recorre, tratando de encontrarle sentido a todo esto. Tiene
un bronceado de un mes en las Maldivas y lleva una camiseta blanca
brillante para resaltarlo. Su tinta se desprende del cuello y los puños,
y me doy cuenta de que ni siquiera lleva un puto reloj.
Nico rompe el silencio.
—Así que, para que quede claro: cuando el puerto explotó, dejaste la
boda, te subiste a un jet…
—Lo creas o no, volé en avión comercial —interrumpe Tor—. Eso
fue una maldita aventura en sí misma.
—… a un continente diferente, y han pasado el último mes
sorbiendo margaritas bajo una palmera y mojando la polla?
Tor se frota la sonrisa.
—Yo soy más de mojitos. Y no diría que se me mojó la polla. Pero
había una chica... —Sacude la cabeza, rastrillando sus dientes sobre
el labio inferior—. Joder, era otra cosa.
Más silencio. Esta vez, es el chasquido de la liberación del seguro lo
que lo interrumpe. Por el rabillo del ojo, la Glock de Angelo guiña el
ojo a la luz.
—Ya está —gruñe—. Levántate.
Mi mano sale volando y empuja hacia abajo el cañón, para que
apunte a las guritas danzantes en lugar de a la sien de nuestro
primo. Tor no se inmuta; sólo desliza su mirada hacia la mía
expectante. Sí, parece que se ha perdido el memorándum de que ya
no soy yo quien arregla las cosas.
—Será mejor que empiece a hablar, cugino —le digo, con toda la
calma que puedo reunir—, porque no intervendré la próxima vez
que levante la pistola.
Pasan unos cuantos latidos fuertes, espesos de tabaco y expectación.
Lentamente, la sonrisa cae de sus labios y su enrojecida mandíbula
se endurece.
—No tenía ni idea de que el cabrón iba a hacerlo —gruñe—. ¿Sabes
lo que me dijo al salir por la puerta de tu boda? —Mira a Angelo. —
Dile al Clan Dip que quiero la paz. Joder, realmente me había
engañado. Me pasé el mes después de que le pusieras una gorra a
nuestro padre intentando razonar con él, y pensé que por n entraría
en razón. —Su mirada se ensombrece hacia mi hermano—. Te dije
desde el principio, cugino, que no iba a elegir entre ustedes dos. Pero
en el momento en que el puerto explotó, supe que ya no tenía
elección. —Se echa hacia atrás en el asiento y se frota distraídamente
la mandíbula—. Y supe que mi vida iba a cambiar para siempre.
—Así que te sentaste en una tumbona durante cuatro semanas —
dice Angelo.
La indiferencia de Tor no vacila.
—Sí, lo hice. Sabía que tenía que elegir un bando, pero no iba a
quedarme a ver cómo matabas a mi hermano. Así que me aparté de
tu camino por un tiempo. —Se pasa la lengua por los dientes. Apoya
los puños en los reposabrazos—. Supongo que te has... ocupado de
él.
Angelo me mira; le hago un pequeño movimiento de cabeza,
haciendo una señal para no decirle que Dante sigue vivo. Joder, Tor
es «era» mi mejor amigo. Mi mejor socio y con dente. Quizá sea
porque me siento traicionado por su repentina ausencia, pero no me
atrevo a decírselo.
Sacudiendo la barbilla para mostrar que entiende, mi hermano
cambia de tema.
—¿Cómo sabemos que podemos con ar en ti?
Tor se encoge de hombros despreocupadamente.
—No puedes, y no importa una mierda. —Se pone en pie, erguido, y
mira a Angelo a los ojos—. Pero estás ante el nuevo capo de Devil's
Cove. Puedes trabajar conmigo, o puedes trabajar contra mí, pero te
prometo que no sólo soy más guapo que mi hermano mayor, sino
que también soy más inteligente, más rico y estoy mejor conectado.
Si quieres una guerra, hazla, cariño. —Saca una botella de Smuggler's
Club del carrito de las bebidas y golpea dos vasos sobre la mesa. El
licor salpica los bordes mientras los llena con vigor. Desliza uno en
dirección a Angelo—. ¿Quieres hacer una tregua y ayudarme a
reconstruir Cove? Entonces también me parece bien.
Levanta su vaso y espera.
Angelo le mira jamente durante mucho tiempo, luego coge el vaso
y se lo bebe silenciosamente de un tirón.
Capítulo
Quince

Penny

L a mansión de los Visconti está en silencio, salvo por el


zumbido de los adornos navideños mecánicos y la tormenta que
azota los ventanales del suelo al techo de la entrada.
—¡Entra! —Rory llama cuando llamo a la puerta.
Asomo la cabeza por la puerta de su habitación y me recibe su
sonrisa achispada y su mullido perro.
—Por favor, dime que has venido a unirte a la esta de pijamas.
Miro a la cama, donde el cabello largo y negro serpentea sobre una
almohada de color crema. En algún lugar bajo las sábanas, un
pequeño bulto ronca.
—¿Has cambiado a tu marido por Tayce?
Me muestra una sonrisa culpable.
—No se encuentra muy bien, así que lo han desterrado a una
habitación de invitados. Pensé que podría ser el pavo, pero todos,
excepto tú y yo, se lo comieron, ¿verdad? Y todos están bien.
Estudio sus ojos grandes e inocentes. O bien es la mejor mentirosa
que he conocido, o bien ha elegido el día perfecto para hacerse
vegetariana.
—Ajá —digo secamente—. Tal vez fue la humillación de vestirse de
elfo. Por cierto, ¿cómo lo convenciste de hacerlo?
Sonríe con conocimiento de causa.
—Estaba motivada económicamente.
Me río.
—De todos modos, te he traído un regalo.
Sus ojos se iluminan al ver el Rolex que cuelga de su correa entre mis
dedos pulgar e índice.
—¿Es el reloj de Cas?
—Sí. Pensé que te gustaría después de que te dijera que una bolsa de
verduras congeladas y un bar de autoservicio no sustituyen a un
servicio completo de catering el día de Navidad.
—Es un snob. Como si fuera a hacer trabajar a mi personal el día de
Navidad; ellos también tienen familia, ¿sabes? —Me quita el reloj y
lo pone a la luz—. Me encanta.
Luego lo deja caer en el spri er de vino blanco medio beber que
tiene en su tocador.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
Miro jamente las burbujas que envuelven el reloj de seis cifras,
distraída.
—Uh, sí. Quiero decir, no. ¿Tienes algún pijama? —Le echo un
vistazo a su esbelta gura—. ¿Uno que me sirva?
La tormenta salió de la nada y se llevó toda la nieve falsa de las
ventanas. Rafe se enteró de que las aguas están demasiado agitadas
para volver al yate en el transbordador, así que nos quedaremos aquí
esta noche.
No podemos ir a casa, Queenie, dijo Rafe. Su uso de la casa se
desvaneció en mi pecho y quemó un agujero allí.
Rory me lanza una camiseta de gran tamaño.
—Sé amable con ella; es mi favorita.
Desenredo la tela y leo el logotipo: La Asociación de Observadores de
Aves del Estado de Washington.
Llamo la atención de Rory y sonríe.
—Miembro orgulloso desde los cinco años.
Nos despedimos y avanzo por el pasillo con mi nueva ropa de
dormir colgada del brazo. Al nal del mismo, una suave luz se ltra
por debajo de la puerta de nuestro dormitorio para pasar la noche. A
cada paso que doy hacia ella, mi corazón late un poco más rápido,
sabiendo que la visión que hay detrás me dejará sin aliento.
Rafe está tumbado en la cama sin más ropa que los bóxer negros.
Tiene un brazo detrás de la cabeza, y la forma en que se exiona su
bíceps hace que quiera volver a clavarle los dientes.
Me mira con perezosa diversión.
—Hola, belleza.
A pesar del rubor que calienta mis mejillas, pongo los ojos en blanco.
—¿Probando nuevos apodos? —Se rasca los dientes sobre su sonrisa
y asiente con la cabeza—. ¿Qué tal Carta de la Perdición? O, ¿El
amuleto de la mala suerte?
Su mirada echa chispas.
—No es muy pegadizo. Me quedo con Queenie, creo.
Le doy la espalda y desaparezco en el interior del cuarto de baño.
Aunque he tenido un día perfecto, el miedo me invade. Ha llegado
en oleadas inesperadas desde que Rafe me explicó por qué me llama
Queenie.
La Reina de Corazones. La dama pelirroja que lo pondrá de rodillas.
Es una extraña mezcla de culpa y frustración que me persigue, y la
ironía tampoco se me escapa.
Mis dedos encuentran mi collar. Subo y bajo el colgante por la
cadena, viendo cómo me guiña el ojo en el espejo. Tal vez tengo
suerte porque tengo mala suerte con los demás. Cuanto más lo
pienso, más sentido tiene. Provoco incendios. Robo carteras, relojes,
o cualquier cosa que pueda agarrar con mis dedos pegajosos. Si te
elijo como objetivo, tendrás un golpe de mala suerte, simplemente
por lo que pienso hacer contigo.
Sintiéndome a ebrada, me salpico la cara con agua helada y trato de
alejar el pensamiento. Que se jodan los demás hombres; no me
importan, pero mentiría si dijera que no me importa Rafe.
Me lavo, me cepillo los dientes y me pongo la camiseta de Rory.
Cuando vuelvo a entrar en el dormitorio, Rafe se pone de lado para
mirarme, con los ojos entrecerrados por el logotipo.
—Más vale que no sea de otro hombre —dice en voz baja.
—Pertenece a tu cuñada, en realidad.
Arruga la nariz.
—Aún peor. Será mejor que te quites eso antes de que te folle.
Le lanzo un cojín desechado a la cabeza. Lo coge con una mano.
—¿Quién ha dicho que vayamos a follar esta noche? —Aunque, al
ver sus abdominales tensos mientras desliza el cojín detrás de su
cabeza, sé que es inevitable.
Me regala una sonrisa ladeada, con un tono todo seda y jarabe.
—¿Cuál es la alternativa? ¿Hablar de nuestros sentimientos?
Disfrutando del calor de su mirada mientras atravieso la habitación,
juego con mi despreocupación.
—No, pero podemos hablar de otra cosa. Como, por ejemplo, por
qué Tor Visconti apareció antes, y por qué le diste un puñetazo.
Apenas escucha, ya que está demasiado ocupado observando cómo
me agacho mientras pongo la ropa doblada en el sillón del rincón.
—Drama familiar. Aburrido. —Se levanta de la cama y se abalanza
sobre mis piernas—. Ven aquí.
Tal vez sea el vodka lo que lo retrasa, pero por una vez, me las
arreglo para salir de su alcance a tiempo.
—Nico dijo que le pegaste.
—Lo hice —dice descuidadamente—. Ahora ven aquí.
Deteniéndome a los pies de la cama, levanto mi mirada hacia la
suya. Es oscura e irritada, la mirada de un rey no acostumbrado a
que le nieguen lo que quiere.
Sonriendo, me inclino para recoger todos mis regalos y dejarlos
sobre la cama.
—Vamos a repasar lo que todo el mundo me ha regalado por
Navidad, ¿vale? —Digo con dulzura.
Su mirada se llena de ampollas.
—No. Además, todo el mundo me daba las gracias por los regalos de
los que nunca había oído hablar. ¿Laurie fue a por todas este año, o
pusiste nuestros dos nombres en todas las etiquetas de los regalos?
—Nuestros dos nombres. —Le muestro mi sonrisa más angelical.
—Me pareció justo, teniendo en cuenta que los pagué con tu Amex,
papito.
Se ríe y sacude la cabeza.
—Le he comprado a tu vecino, que me ha dicho tres palabras en toda
su vida, un viaje de ida y vuelta a Toronto para ver jugar a los Maple
Leaves. Qué encantador soy.
—Hablando de Ma , ¿has visto la alfombra de bienvenida que me
ha regalado? —La saco y la sostengo—. Es un juego de palabras,
como el suyo.
Rafe lee el eslogan.
—Hola, soy Penny. Sólo gano centavos. —Hace una mueca—. Eso es
jodidamente horrible. No va a venir a casa con nosotros.
Vacilo. Ahí está de nuevo. Casa. La palabra que suena demasiado
permanente para mi corazón.
Nuestras miradas chocan, la suya buscando la mía con una leve
confusión.
—Vendrá a casa conmigo —digo en voz baja.
Por un segundo, no lo entiende. Luego veo que la comprensión
endurece su mandíbula y se convierte en indiferencia con la misma
rapidez.
—Ah, sí. Olvidé que normalmente vives en un antro de crack con la
puerta del edi cio rota —dice secamente.
No digo nada.
Con una lenta exhalación, se deja caer de nuevo sobre las
almohadas, cerrando las manos detrás de la cabeza.
—Vamos entonces, muéstrame el resto.
Lo hago. Le enseño el collar Van Cleef que me regalaron Rory y
Angelo. El set de Blackjack personalizado de Nico, y la cesta de
maquillaje Charlo e Tilbury de Tayce.
Apenas mira los regalos, sino que pre ere mirarme con una
expresión suave durante todo el espectáculo.
—Encantador —dice cuando termino—. Ahora ven aquí, o
despertaré a toda la casa arrastrándote hasta aquí.
Pero no estoy escuchando. Hay otro regalo en el fondo de mi bolsa,
uno que había olvidado. No es un regalo que haya recibido, sino uno
que tenía dudas sobre si dar o no.
La incomodidad me hace sentir un poco más. Sin embargo, hago un
pésimo trabajo para ocultarlo, porque el ceño de Rafe se hace más
profundo.
—¿Qué pasa?
—Nada...
Pero sus ojos ya están en la bolsa. Esta vez es más rápido y me la
arrebata antes de que pueda detenerlo.
Saca el regalo. Le da la vuelta a la etiqueta y me mira.
—¿Esto es para mí?
—Sí, pero...
—¿De ti?
Mis mejillas se calientan.
—No, del mismísimo niño Jesús —respondo—. No es nada, sólo un
pequeño y estúpido...
—¿Por qué intentas esconderlo? ¿Va a explotar cuando lo abra?
Lo fulmino con la mirada.
—No, pero me gustaría haber pensado en eso.
Arranca el papel y sostiene mi regalo a la luz. Un par de calcetines
de color verde vómito cubiertos de tréboles de cuatro hojas. Cuando
su mirada se acerca a la mía, no puedo leer la expresión que hay
detrás, y eso me hace sentir aún más incómoda.
—Sólo son calcetines —murmuro, cambiando mi peso de pie a pie—.
Calcetines de la suerte, tal vez. Sé que probablemente te salga un
sarpullido con sólo mirar el poliéster, y sé que probablemente te he
hecho odiar los tréboles de cuatro hojas, pero...
Mi explicación se derrite. El gesto es dulce, y queda en el aire igual
de enfermizo. La verdad es que los compré en una tienda de dólares
en la calle principal cuando remaba en una de esas olas de pavor.
Pensé que tal vez si tenía calcetines de la suerte, como yo tengo un
collar de la suerte, podría evitar que le arruinara más la vida.
Me doy cuenta de que acabo de decir eso en voz alta.
Me mira jamente. Hay mucho ruido fuera, con la lluvia golpeando
las ventanas como si hubiéramos hecho algo para cabrearla, pero en
este dormitorio se podría oír la caída de un al ler.
Rafe coloca los calcetines en la mesita de noche.
—Ven aquí.
Esta vez la orden no está iluminada por la lujuria, y me veo obligada
a obedecerla. Adormecida, me arrastro hasta la cama y me acuesto
en el hueco de su brazo. Se apoya en el codo y me mira jamente,
tapando toda la luz que hay sobre él.
—¿Crees que estos calcetines de la suerte funcionarán? —murmura,
pasando un dedo por el colgante de mi collar.
—Tal vez —susurro, ahogado. Con suerte.
Me mira a los ojos. Los busca.
—¿Cuándo compraste tu collar?
—No lo hice; me lo dieron.
—¿Por tu mamá?
Me río. Sí, claro.
—La madre de alguien, probablemente. Pero no la mía.
—¿Por qué te lo dio?
Nuestras miradas se cruzan y él me mira pacientemente. Me
retuerzo bajo el calor de su cuerpo, sin querer sacar a relucir ese
recuerdo, no en el día de Navidad. No ahora. Pero cuando voy a
incorporarme, Rafe me empuja hacia abajo, sujetándome en la cama
con su mano en la cadera.
—Dime.
Me concentro en el techo estampado y suspiro.
—No te ofendas, pero los hombres de los casinos son unos pendejos.
—No se ríe, pero espera a que continúe—. Al crecer en el Visconti
Grand, todos los clientes pensaban que tenía suerte.
Ahora, sonríe.
—Nico me dijo que solías cobrarles un dólar por soplar sus dados. —
Su nudillo roza mi mejilla—. ¿Por qué no me acuerdo de ti?
En lugar de hacer una broma sobre lo jodidamente viejo que es,
trago y sigo. Sé que si me detengo, nunca lo sacaré.
—Al principio no cobraba. Solía ser un amuleto de la suerte gratis,
hasta que una noche, uno de los habituales me subió a su regazo en
la ruleta. Estaba borracho; podía oler el whisky en su aliento. —Lo
fulmino con la mirada—. Otra razón por la que odio el maldito
whisky. De todos modos, estaba siendo imprudente. Apostó todo lo
que tenía al negro, y como yo siempre le había dado suerte antes,
pensó que no podía perder. —Trago saliva—. Mi mamá era la
croupier de esa mesa esa noche. La había convencido para que me
dejara soplar la bola e incluso soltarla en la rueda, aunque iba
completamente en contra de las reglas del Grand. Giró y giró y, a
medida que se ralentizaba, recuerdo que su agarre en mi cadera se
hacía más pesado.
Mi mirada se desliza hasta la de Rafe. Su mandíbula se mueve, y en
las sombras parece demoníaco.
—¿Sobre qué aterrizó? —pregunta con calma, aunque no está del
todo tranquilo.
—Cero —susurro. Nos miramos jamente y suelto una respiración
temblorosa. Joder, odio este recuerdo. Nunca se lo he contado a
nadie, ni siquiera a la línea directa. Si Rafe no fuera tan cálido, si su
brazo bajo mi cabeza no fuera tan sólido, tampoco se lo contaría—.
Sabía que estaba en problemas; podía sentirlo. Salté de su regazo y
salí corriendo hacia el callejón. Segundos después, me siguió. —Mi
risa es amarga y sabe a autodesprecio—. Fue el primer hombre que
me atrapó en un callejón; Martin O'Hare fue el segundo.
—Y será el último, joder —gruñe Rafe, pasándose una mano por el
cabello, mirando la tormenta.
Llamo su atención de nuevo acariciando la cabeza de su tatuaje de
serpiente.
—Fue entonces cuando aprendí que cuando ya no puedes servir a un
hombre, te dan la espalda. O peor aún, se vuelven contra ti. Estaba
enfadado y quería darme una lección. Sus manos trataron de ir a
lugares que nunca deberían ir en el cuerpo de una niña de diez años.
Ya sabes, por mi vestido...
La emoción que me coagula la garganta corta mi relato. Rafe exhala,
dejando caer su frente sobre la mía.
—Joder, Pen.
Pero sigo adelante. Ahora siento que debo hacerlo.
—No llegó muy lejos, por suerte, porque una mujer apareció de la
nada. Creo que sólo salía a fumar un cigarrillo, pero su presencia fue
su ciente para asustarlo. Llevaba un vestido muy bonito y el callejón
estaba sucio, pero a ella no le importó. Se sentó a mi lado y me atrajo
hacia sus brazos. Me dejó llorar allí todo el tiempo que necesitara. —
Joder, hoy en día, todavía recuerdo su olor. Era cálido y acogedor.
Olía a vallas blancas y a ores recién cortadas y a cenas de domingo
alrededor de la mesa de la cocina. Todo lo que nunca tuve—.
Cuando mis lágrimas se secaron, tomó este collar de su propio cuello
y lo puso alrededor del mío. —Mis dedos vuelan hacia él, trayendo
el recuerdo a la vida—. Me dijo que le daba suerte, y que ahora
también me la daría a mí. Al principio me negué, porque ¿qué
pasaría si dejara de tener suerte sin el collar? ¿Y si de repente
empezaba a perder en el casino? Pero lo que dijo a continuación se
me quedó grabado para siempre. La suerte es creer que tienes suerte.
Esto te dará un pequeño empujón cuando lo olvides'.
Rafe está en silencio, con la mente hirviendo a fuego lento y
oscilando entre la tristeza y la violencia. Ahora que mi peor recuerdo
de la infancia ha salido de mi boca, siento que le han crecido garras y
me está raspando la piel en carne viva.
—Di algo —grito.
Finalmente, su gran palma envuelve mi mandíbula.
—Lo mataré —dice sin ton ni son, y entonces la cama se hunde y
tengo frío. Se pone de pie al nal de la cama, recogiendo sus
pantalones. Respira profundamente, mirando a la pared—. Lo
encontraré y lo mataré. —Hace una pausa—. Despacio.
—Rafe...
—Nico sabrá quién es. Tal vez el bastardo de Tor, también. El Grand
tiene seguridad en todas partes. Sé que fue hace una década pero...
—Está muerto —suelto, sentándome sobre los codos.
Su pausa, levantando sus ojos a los míos.
—¿Qué?
Enrosco la mano alrededor de mi collar.
—Menos de una semana después, me estaba mirando jamente en la
página de obituarios de The Devil's Coast Herald. Esa fue la primera
vez que me di cuenta de que, sí, soy verdaderamente afortunada. —
Me encojo de hombros—. Lo he creído desde entonces.
Me parece que se queda ahí de pie para siempre, con los pantalones
en una mano y el teléfono en la otra. Cuando la pantalla de su
celular se oscurece, lo arroja sobre la mesa auxiliar y se deja caer
sobre sus rodillas a mi lado.
—Joder —es todo lo que dice.
—Joder —repito de acuerdo.
Sacude la cabeza, con una mueca en los labios.
—Tengo que dar un paseo o algo así. Estoy demasiado cabreado
para dormir ahora.
Me pongo de rodillas y le miro.
—Entonces no vamos a dormir.
Su mirada se posa en la mía, suavizándose.
—Lo siento, cariño.
—Yo también lo siento.
Su mandíbula hace tictac.
—No te atrevas a pedir perdón. —Se acerca a mí, me agarra del
cabello y me hunde la cara en el cuello—. No eres una chica que diga
lo siento.
—¿Ni siquiera por comprarte calcetines feos?
Su risa me hace cosquillas en la piel y, de alguna manera, aligera el
ambiente unos cuantos tonos.
—Son jodidamente feos.
—¿Te los pondrás?
—Si quieres que lo haga. —Se aleja, la expresión se oscurece de
nuevo—. No me di cuenta de que estábamos haciendo regalos.
Me río ante lo ridículo de su a rmación.
—Uh, está bien. Supongo que tu Amex negra, tu Breitling de seis
cifras y la tonelada de dinero que me pagaste para sacudirte el culo
en la cara tendrán que bastar.
Observa cómo mi mano se desliza por su pecho y se tensa cuando
paso un dedo por la cintura de sus bóxer.
—O... tomaré esto.
Busca mi expresión.
—¿Estás segura?
Lo considero durante medio segundo. La verdad es que siento que
me he quitado un peso de encima, ahora que he compartido mi
secreto. Quiero perseguir este subidón con algo que me haga sentir
aún mejor.
—¿Cuál es la alternativa? —Le hago un chasquido en la cintura y le
devuelvo el golpe en el estómago con un fuerte descongelamiento—.
¿Hablar de nuestros sentimientos?
Sus ojos se entrecierran, bajando a mis labios.
—Te crees muy graciosa, ¿eh? —gruñe, inmovilizándome en la cama
—. Mi regalo de Navidad para ti es que te voy a follar tan fuerte
que...
Finjo un bostezo y le pongo la mano en la cara.
—Aburrido. Tengo diez. ¿Guardaste el recibo?
Sisea algo sobre que soy una perra descarada, y entonces sus manos
atrapan las mías y me sujeta las muñecas por encima de la cabeza.
Mientras estudia mi cara, algo oscuro brilla en sus ojos. El instinto de
conservación me hace intentar zafarme de su agarre.
Su mirada se calienta mientras recorre un lánguido camino por mi
pecho, deteniéndose en el dobladillo de la camisa de Rory. Traga
saliva.
—Entonces te follaré suavemente.
—¿Qué?
Cuando me incorporo en señal de protesta, aprovecha para deslizar
la camisa por encima de mi cabeza, la tira en un rincón de la
habitación y se pone de lado.
—Shh —murmura, trazando el hueco donde mi cintura se une a mi
cadera—. Túmbate y relájate.
No me quedo callada porque sea complaciente, sino porque de
repente estoy demasiado aturdida para hablar. Lentamente, me
suelta de las muñecas y desliza su hombro bajo mi cabeza, de modo
que me tumba en el hueco de su brazo.
Mi cuerpo queda envuelto en su cálida sombra, bañado por la
intensidad de su mirada. Observa cómo suben y bajan mis pechos
durante unos instantes antes de rozar un nudillo entre ellos.
Un escalofrío sacude mi interior, mis pezones se tensan en
anticipación.
—Mírate —ronca—. Eres tan perfecta, Queenie. —Los dos miramos
su mano mientras se desliza por la curva de mi estómago—. Cada
centímetro de ti. Perfección.
—Yo..
Mi objeción se funde en un gemido cuando su boca caliente se aferra
a mi pecho. Chupa lenta y suavemente, dándome tan poco de su
lengua que todos mis músculos se aprietan para obtener más.
Levanta los ojos hacia los míos y roza con su labio inferior mis
pechos hasta la clavícula, donde da un pequeño beso al colgante de
mi collar.
—No hables. Relájate y deja que te adore. —Sus ojos vuelven a
dirigirse a los míos, con una acalorada desesperación tras ellos—.
Por favor.
Estoy rígida, la confusión y el con icto me congelan los huesos. Esto
es demasiado bonito. No encaja con palabras como temporal y por
ahora. Pero entonces me baja las bragas por los muslos y veo cómo su
mano desaparece entre ellos.
Y con cada roce de las alas de la mariposa contra mi clítoris, empiezo
a descongelarme.
Rafe me estudia con una intensidad que me hace sentir más que
desnuda. Observa cómo su mano juega con mi coño; observa mi
expresión cuando desliza su dedo índice dentro de mí y presiona
contra mi punto dulce.
—Buena chica —susurra contra mi boca cuando gimo—. Déjame
oírlo otra vez.
Mi sangre chisporrotea como el agua fría en una sartén caliente. Mis
nervios laten en lugares que no sabía que existían. Me consume la
tinta y la cachemira y, con cada palabra satinada que se pronuncia
contra mi piel húmeda, me resulta cada vez más difícil respirar.
—Córrete para mí, preciosa —murmura, trabajando mi clítoris a un
ritmo bajo y lento.
Cuando su cabeza se inclina para besar de nuevo mi colgante, una
explosión estalla en mi interior, extendiéndose hacia fuera, hasta los
dedos de los pies y hasta la punta de los dedos.
Mi orgasmo es violento para su calma. Desesperado para su
tranquilidad. Sujeta mi cabeza contra su pecho mientras lo cabalgo.
El latido de su corazón contra mi mejilla es lo primero que oigo
cuando recupero los sentidos. Es fuerte y constante, able como el tic
tac de un reloj.
Me baja suavemente a la almohada. Sigue su pulgar mientras lo pasa
por mi húmedo labio inferior.
—Mi Reina de Corazones —raspa fascinado, más para sí mismo que
para mí—. Mi hermosa muerte.
El tiempo parece lento, como si tampoco quisiera precipitarse hacia
el nal. Me siento rota. Supongo que todo ese hielo me mantenía
unido. Permanecemos así durante lo que parecen horas, con mi
respiración entrecortada mezclada con el rugido de la tormenta.
Y entonces otro sonido, éste imaginado, me araña la columna
vertebral. El raspado del metal, el tintineo de una cerradura. El
chasquido de una trampa alrededor de mi tobillo.
El pánico se apodera de mí al instante. Mi mano se dispara para
agarrar el bíceps de Rafe.
—¿A qué juego estamos jugando ahora? —Yo respiro.
Su mirada es todo lo que no quiero que sea.
—El juego de la fantasía, Queenie.
Capítulo
Dieciséis

Rafe

E l cielo es del mismo gris cenizo que la nieve del suelo. Se junta
en algún lugar del medio y crea la ilusión de que el horizonte se
extiende eternamente. El extenso hotel que se encuentra frente a él es
sólo unos tonos más claros.
Angelo enciende un cigarrillo.
—Has visto El Resplandor, ¿verdad?
—Desgraciadamente.
Maldito Gabe. Me sentía generoso, preocupado y sin suerte a partes
iguales cuando le cedí el derecho a elegir el montaje del juego de
Sinners Anonymous de este mes. Esto fue en la época en la que yo era
tan inconsciente como Angelo, creyendo que nuestro hermano se
arrastraba por las paredes con la mundana tarea de eliminar a los
hombres de Dante con neumáticos rajados y cigarrillos adulterados,
no de torturarlos con armas improvisadas en una cueva.
Condujimos durante horas, más allá de Devil's Cove, hasta donde el
terreno y el clima frío de Canadá se ltran desde su frontera.
—Sólo mató a un gato —gruñe Angelo.
A regañadientes, estoy pensando lo mismo. ¿Por qué carajo estoy
parado a media milla de la Colombia Británica, frente a un hotel
abandonado, por un asesino de gatos?
—Sabes que no soy de los que aguan el espíritu del juego, y siempre
te insisto en que seas un poco más creativo, pero en este caso habría
bastado con un tiroteo. —Mi mente se dirige a Penny, de vuelta en el
yate, calentando mi cama—. Tengo mejores cosas que hacer —
murmuro.
Detrás de nosotros, suenan tres disparos en rápida sucesión. Angelo
y yo nos damos la vuelta al unísono, con las armas amartilladas. Las
dejamos sueltas cuando el idiota de nuestro hermano emerge de la
niebla, disparando un AK-47 al cielo.
—Buenas tardes. —Entorna los ojos hacia la nieve que cae—. Hace
un tiempo precioso, ¿verdad?
Le miro jamente.
—Es un milagro que nunca hayas estado en la cárcel.
—Mm —Angelo está de acuerdo—. Ni siquiera una corta
temporada.
Gabe nos ignora y asiente detrás de él. Dos de sus hombres
aparecen, arrastrando un gran baúl de metal por la nieve. Lo abren
para revelar una serie de utensilios metálicos modi cados. La
mayoría de las piezas las reconozco por haber rebuscado en el baúl
de hierro de su cueva; otras no.
Por la aguda respiración, Angelo no ha visto a ninguno de ellos
antes.
—¿Qué coño es eso? —Se arrastra sobre la nieve y mira dentro de la
caja. —Es eso... Joder, ¿tiene un motor conectado?
Gabe se endereza y nos mira a ambos con su característica
indiferencia.
—Escuchen con atención, no me jodan para que me repita. —Angelo
se agacha cuando Gabe levanta el AK-47, apuntando al hotel detrás
de nosotros—. Black Springs Resort and Spa. Ha estado a la venta
durante los últimos veinticinco años, y ahora es la última adición al
imperio inmobiliario de Visconti.
—¿Compraste esa cosa? —pregunta Angelo en voz baja, con la sien
marcada—. ¿Con dinero?
—No, con frijoles mágicos —dice Gabe—. He echado el cerrojo a
todas las puertas y ventanas. —Se agacha en su baúl y saca un
taladro eléctrico—. Sólo hay una forma de entrar, y por desgracia
para nuestro pecador, ninguna forma de salir.
Doy un giro de 180 grados y miro el hotel con ojos nuevos. A través
de las láminas de nieve, ni siquiera había notado las rejas de hierro
que cubren las ventanas y las puertas.
—¿Ya está dentro?
—He estado ahí durante tres días, hermano. Sin luz, sin agua, sin
estímulos. —Gabe se frota las manos—. Va a estar desesperado por
salir.
—Cristo —murmura Angelo, haciendo sonar sus nudillos.
—Elige un número.
Mi cabeza vuelve a mirar a Gabe.
—¿Qué?
—Un número. Entre uno y veinte.
—Uno —dice Angelo. Me mira—. Nunca te puedes equivocar con
uno.
El lacayo de Gabe se sumerge en el maletero, comprobando la
pequeña etiqueta en la parte inferior de cada arma. Le entrega a
Angelo una lanza de pesca.
—No —dice Angelo bruscamente.
—No he preguntado —responde Gabe con un gruñido. Sus ojos se
encuentran con los míos—. Número.
Me rasco los dientes sobre el labio, pensando. Está claro que el
número que elija dictará el arma con la que me arme. Todo depende
de la suerte. Un viento imprudente serpentea por mi cuello, y los
feos calcetines verdes me aprietan los tobillos.
A la mierda; veamos si funcionan.
—Trece.
Angelo murmura algo sobre que soy un idiota. Gabe me lanza una
mirada cómplice.
—Pensé que dirías eso —murmura, entregándome mi arma favorita
de todas.
—Tranquilo —ronroneo, golpeando el martillo contra la palma de la
mano, con la adrenalina picando en los bordes—. Danos las reglas.
Apretando el AK-47 contra el pecho de su lacayo, aprieta el taladro y
se interpone entre nosotros.
—No necesitas las reglas, hermano, es sólo el escondite. —Señala con
la cabeza el edi cio en ruinas—. Hay doscientas cincuenta y una
habitaciones allí. Está escondido en una, y quien lo encuentre
primero, gana.
—¿Qué ganamos?
Gabe me mira.
—Una cerveza del Rusty Anchor.
Dejo escapar un suspiro seco.
—Qué motivador.
Angelo mira su lanza de pesca con disgusto.
—Vas a hacer que dejemos nuestras armas aquí fuera, ¿verdad?
—Sí. Entréguenlas.
La inquietud me recorre las venas mientras aprieto mi Glock en la
palma de su lacayo. Cazar en la oscuridad con nada más que un
martillo se siente muy primitivo. Muy de Gabe. Normalmente, me
encantaría que se tomara el juego tan en serio. Esto, además del
escenario que creó en el campo de cerezas para la partida del mes
pasado, es un excelente cambio respecto a las habituales mazmorras
de hormigón que elige. Pero con mis actuales... problemas, parece
que muchas cosas podrían salir mal.
Gabe nos echa un vistazo y asiente en señal de aprobación.
—Vamos a empezar.
Nos acercamos al hotel en silencio. La nieve se compacta bajo los
pies mientras el viento silba una melodía inquietante en mis oídos.
Cuanto más nos acercamos, más extraño se vuelve el hotel. Joder,
realmente es algo sacado de una película de terror. La niebla devora
la parte superior de las torretas falsas, y la pintura gris se ha
agrietado en mil venas de araña. La idea de trepar por sus oscuras
habitaciones en un jodido juego del gato y el ratón despierta al
sádico que hay en mí.
Gabe se detiene frente a la puerta de hierro.
—¿Quieren ver algo genial? —Antes de que podamos responder,
saca el walkie-talkie de su cintura y se aclara la garganta. Se lo lleva
a la boca y se burla:
—Listos o no, allá vamos.
Oigo su voz en todas partes menos a mi lado. Se ltra desde la
mansión, fuerte pero amortiguada, y es arrastrada por el viento.
Angelo se pasa una palma de la mano por la sonrisa, negando con la
cabeza.
—¿Has montado altavoces? Eso es jodidamente aterrador.
Gabe me lanza una mirada cómplice, con un toque de humor seco.
—Me gusta la acústica.
El chisporroteo de un cigarrillo; los gritos de un primo perdido hace
tiempo. Me estremezco al recordarlo y me vuelvo hacia el hotel.
El taladro de Gabe atraviesa la cerradura. Angelo murmura algo
sobre el uso de una maldita llave, pero no me atrevo a reírme. De
repente, algo muy poco gracioso me aprieta la nuca, y la última vez
que tuve esta sensación, me encontré mirando el cañón de una
pistola sólo unos momentos después.
Mi agarre se hace más fuerte en el martillo.
—¿Está desarmado?
Por la forma en que Angelo me mira con desprecio, se diría que
acabo de confesar que me he meado en la cama.
—¿Lo estás tú? —me contesta, con los ojos clavados en el martillo.
Con un gemido, la puerta se abre, revelando el vacío que hay detrás.
Gabe la cierra de golpe y comienzan los juegos.
La oscuridad es cegadora.
—Vamos, asesino de gatos —murmura Angelo a mi izquierda. El
sonido de su fácil contoneo se desvanece en una sala de conexión.
Una mano me agarra el hombro.
—Hazme un favor, hermano. Si lo encuentras, mutila, no mates. A
Gri n le vendría bien algo de compañía.
Entrecierro los ojos en el abismo, sacudiéndome de las garras de
Gabe. ¿Gri n sigue vivo? Joder, debe estar en la ruina.
Se escabulle fuera del alcance, y ahora estoy solo. Sin vista, mis oídos
se agudizan.
Las tablas del suelo gimen. Los pasos resuenan. El ruido de un
taladro zumba sobre mi cabeza. Con cada habitación en la que entro,
cada una más negra que la anterior, el malestar me aprieta otra
muesca en el cuello.
A mi derecha, algo cruje. Una sombra se desplaza dentro de otra
sombra y, sin pensarlo dos veces, me abalanzo sobre ella. El metal
brilla y la garra se hunde en una placa de yeso podrida.
Después de arrancarlo, mi agarre se a oja en el mango del martillo y
dejo caer la cabeza contra la pared.
Joder. Estoy perdiendo la maldita cabeza.
No me doy cuenta de que lo he dicho en voz alta hasta que llega una
respuesta desde las sombras.
Brusco. Familiar. Tan cerca.
—No puedo decir que nunca te consideré cuerdo en primer lugar,
cugino.
Dante siempre ha llevado el aftershave más horrible. Es lo último
que asalta mis sentidos antes de que la nitidez abrase mi piel.
Capítulo
Diecisiete

Penny

E l rayo de luna impregna un ojo de buey, proyectando las


sombras de la tormenta en la pared del fondo. Llevo horas
mirándolo. Despierto. Alerta. Preguntándome si Rafe va a volver, o
si voy a pasar una segunda noche abrazada a su fría almohada.
Dijo que era una reunión. El período entre Navidad y Año Nuevo es
siempre una mancha en el calendario, lo sé. Pero dos días. ¿Qué
reuniones duran dos días?
Mi celular no ha zumbado ni una sola vez con un chiste de mierda,
ni siquiera con una orden cortante de una sola palabra. En cambio,
ha hecho un agujero silencioso en mi bolsillo mientras vagaba sin
rumbo de una habitación a otra, burlándose de mí con la idea de
enviarle un mensaje de texto.
Mi orgullo no me deja.
Con un suspiro que se funde con el estruendo de la lluvia, me quito
las sábanas de mi cuerpo húmedo y me apoyo en los codos. Estoy
acalorada e inquieta y, por muy patético que sea, sé que solo el suave
arrullo de la voz de Rafe en mi oído y el duro confort de su cuerpo
contra el mío me calmarán.
Me dejo caer de nuevo sobre la almohada. Las trampas son lo peor
de lo peor.
Me quedo así un rato, contemplando qué hacer. Me queda el último
libro de For Dummies y he llamado tantas veces al teléfono de Sinners
Anonymous que mi cabeza está desprovista de temas mundanos.
Justo cuando me planteo dar otra vuelta al yate para quemar algo de
esta energía nerviosa, un zumbido bajo en la distancia hace que se
me ericen todos los cabellos de los brazos. Mis ojos se deslizan hacia
la hilera de ojos de buey que se alinean en la pared y el resplandor
amarillo de las luces del barco que los baña lentamente.
El alivio alivia la presión en mi pecho. Me deslizo bajo las sábanas,
cierro los ojos y agudizó los oídos, escuchando el movimiento que se
produce en el yate.
El motor se apaga. La cubierta de baño gime. Sólo cuando las
puertas francesas se abren y se cierran de golpe con tanta violencia
que el cabecero tiembla contra mi coronilla, un manto de malestar se
desliza sobre mí.
Se hace más pesado con cada pisada irregular que se arrastra por el
techo. Casi me as xia cuando el sonido baja las escaleras y se acerca
a la puerta de la cabina. Cuando la puerta se abre con un chasquido
y el olor de la lluvia y la animosidad se derrama en la habitación,
aprieto los ojos y dejo de respirar.
Algo no está bien; puedo sentirlo. Hay veneno en el aire y Rafe
respira demasiado fuerte. Siento un cosquilleo en los brazos
mientras recorre la cama y se sienta en el sillón junto a mi cabeza.
El peligro grita, pero el silencio es más fuerte. Dejando salir la
respiración más lenta y silenciosa que puedo, me atrevo a abrir un
párpado, no lo su ciente como para que se dé cuenta de que estoy
despierta, pero sí para evaluarlo.
Sus ojos están jos en mí, con los codos apoyados en los brazos de la
silla. Hace girar una cha de póquer entre el pulgar y el índice, y
cada vuelta brilla en oro a la luz de la luna. Es una versión
desaliñada de sí mismo: tiene el cabello revuelto, la camisa
empapada y las sombras le hacen parecer incluso sin afeitar.
Aunque estuviera despierto y estuviéramos a la fría luz del día, no
podría leer su expresión. Su atención está desenfocada, en otro lugar.
En algún lugar donde prospera la mala suerte y hay que tomar
decisiones difíciles.
Vuelvo a apretar los ojos.
Unos segundos después, la silla gime y unos pasos deliberados le
llevan al baño. Las tuberías gorgotean y estallan en las paredes
cuando abre la ducha. El agua golpea los azulejos y el vapor se cuela
por debajo de la puerta. El hecho tan normal de que entre y se duche
casi me adormece en una falsa sensación de seguridad, hasta que un
fuerte chasquido recorre la habitación y me levanto.
¿Qué carajo?
Con el corazón palpitante, miro la puerta del baño.
—¿Rafe?
No hay respuesta.
Con las piernas temblorosas, salgo de la cama, cruzo la habitación y
llamo a la puerta. Al no recibir respuesta, aprieto los huesos y
empujo la puerta con cautela.
El miedo me as xia, pero ni de lejos tanto como no saber qué hay al
otro lado.
Detrás del cristal empañado, Rafe está de espaldas a mí. Tiene una
mano apoyada en la pared, la cabeza hundida entre los omóplatos,
mientras las gotas de agua captan la luz de la luna, brillando como el
metal al deslizarse sobre sus tatuajes y arremolinarse en el desagüe.
—¿Rafe? —Sus hombros entintados se tensan, pero no se gira para
mirarme—. ¿Estás bien?
El silencio y la niebla me envuelven; la aspiro por las fosas nasales y
casi me dan arcadas.
Incapaz de soportar la tensión, abro de un tirón la puerta de la
ducha. Me agacho bajo su brazo y me deslizo entre él y la pared. Sus
ojos son tan gélidos como el agua que empapa mi camiseta cuando
los levanta del desagüe hacia mí.
—Tus calcetines no funcionaron.
¿Qué? Estúpidamente, miro hacia sus pies, como si fuera a encontrar
esos feos calcetines verdes cada vez más húmedos. Pero lo que veo
me seca la garganta. Sangre, y mucha, arremolinándose con el agua
y desapareciendo por el desagüe. Sigo el rastro por su muslo, sobre
su ombligo y a la derecha de su estómago.
—Estás sangrando —susurro, estirando la mano para tocar el
vendaje ensangrentado. Comprendiendo que le va a doler, hago un
ovillo con la mano y aprieto la espalda contra las baldosas. Uno de
ellos me raspa con fuerza entre los omóplatos. Miro sus nudillos,
también ensangrentados, y atengo los cabos; el chasquido ha sido un
puñetazo en la pared de la ducha.
—¿Qué ha pasado?
Su mirada es perezosa e irritada. Más negra que el lado oscuro de la
luna.
—Has pasado, Penelope.
Parpadeo el agua de mis ojos y le miro jamente a través del
chaparrón. Por una vez, me quedo sin palabras.
Su mirada se clava en la mía, ardiendo de calor al recorrer mi coleta
empapada y bajar por la longitud de mi camiseta escayolada. Se
detiene en mis pechos, recorriendo con sus ojos hambrientos mis
pezones.
—Ponte de rodillas.
Se me hace un nudo en la garganta.
—¿Qué?
Rodea con su puño ensangrentado la base de su polla. Se pone más
dura cuanto más la miro.
—Me has puesto de rodillas; ahora es tu turno.
Estoy congelada, y no sólo porque me esté ahogando en una
corriente constante de agua helada.
No conozco a este hombre. No es el que se abalanza para robar un
bocado de mi hamburguesa, ni el que besa cada marca que deja en
mi cuerpo.
No lo conozco, y no me gusta estar atrapada entre él y la fría pared
de la ducha que me presiona la columna vertebral.
Da un paso hacia delante y la violencia se dispara en mis venas. Por
una fracción de segundo, las baldosas son ladrillos, la ducha es un
callejón y él es un hombre empeñado en vengarse. Mi mano sale
disparada y le da una fuerte bofetada en la cara.
Rafe no se inmuta.
—¿Eso es todo lo que tienes? —dice con pereza.
Así que le vuelvo a abofetear. Y de nuevo cuando su indiferencia no
cede. La rabia ruge en mis oídos y cierro la mano en un puño, pero
cuando la retiro, él se agacha y, con un rápido movimiento, me
levanta por encima de su hombro.
Baldosas empapadas de sangre, alfombras empapadas de luna.
Pasan como un borrón sin aliento, hasta que una repentina ráfaga de
agua helada me congela la piel.
Es un millón de grados más frío que el chorro de la ducha. Jadeo por
la conmoción y lucho al instante por escapar del agarre de Rafe, pero
es implacable, y lo único que puedo hacer es gritar mientras la
alfombra se funde con el suelo. Me baja hasta que el metal húmedo
toca la parte posterior de mis muslos y el viento me azota el cabello.
No hay tiempo para orientarme porque estoy cayendo hacia atrás.
La sensación ralentiza mi percepción del tiempo, arrastrando mi
corazón hasta el estómago, pero se acaba tan rápido como empezó,
porque la mano de Rafe sale disparada y me agarra por el cuello.
Jadeando, echo una mirada de pánico a mi alrededor. Estoy en
equilibrio sobre la barandilla que separa la proa del furioso océano
que hay debajo. Lo único que me impide caer al abismo es la mano
maltrecha que me ahoga.
Siempre me he dicho que miraré a la muerte a la cara cuando llegue
el momento, no que me haré un ovillo como mi padre. Una opción
que nunca consideré fue lo que estoy haciendo ahora: agitar los
brazos y las piernas, arañar su antebrazo entintado y gritar pidiendo
clemencia.
—¡Por favor! —Por su expresión inexpresiva, no creo que pueda
oírme por encima del viento, así que lo grito más fuerte.
El estómago se me sube a la garganta cuando da un paso adelante y
presiona su frente empapada contra la mía. Huele a whisky y parece
un hombre que tiene toda mi vida en sus manos. Joder, la tenía de
todos modos, mucho antes de que decidiera sujetarme por el borde
de una barandilla.
—Si te tiro por la borda, tal vez todo esto desaparezca —gruñe—. Tal
vez recupere mi suerte.
Tengo tanto frío que me siento mal. Tan asustada que los latidos de
mi corazón amenazan con romperme las costillas.
—¡No lo harás! —Grito.
Su mano se desliza hasta mi nuca. Arqueo la espalda y aprieto mi
cuerpo contra el suyo, sintiendo su risa caliente y amarga resbalar
por mi garganta.
—Sé que no lo haré. Parece que no puedo hacer daño a un puto
cabello de tu cabeza, y mucho menos acabar con tu vida. —Aprieta,
acercando sus labios al hueco detrás de mi oreja—. ¿Crees que no lo
he intentado ya, Queenie? Deseo tanto apagar la vida en ti, pero si lo
hago, también se apagará dentro de mí.
El entumecimiento se ltra en mi piel y luego congela todo lo que
hay debajo. Me doy cuenta de que cree que he querido decir que no
me matará, no que no recuperará su suerte. Es una grieta en su
fachada demoníaca, y clavo mis garras.
—Por favor —susurro contra su frente—. Tengo frío. Podemos
hablar de esto dentro. Podemos...
Se retira tan repentinamente que mi vida pasa por delante de mis
ojos. Me agarro a su resbaladizo bíceps, me duelen los músculos del
estómago de tanto intentar mantenerme erguida.
—¡No elegí el amor! —ruge al viento, con los ojos negros y agitados
—. ¡Elegí al Rey de los Diamantes! No te elegí a ti.
Su ira hace que la mía cobre vida y, de repente, me olvido de que
este hombre podría acabar con mi vida con sólo deslizar la punta de
un dedo.
—¡Y yo tampoco, pero aquí estoy, atrapada en tu puta trampa!
Atrapada tan profundamente que temo que nunca saldré.
Su respiración se ralentiza, sus ojos se agudizan con claridad.
Aprovecho para ponerle también la mano en la garganta.
Nos miramos jamente. Él desnudo y ensangrentado, yo empapado
y temblando.
No nos parecemos en nada al Rey de Diamantes y a la Reina de
Corazones.
Sólo dos malditos idiotas enamorados.
Me trago la espesura de mi garganta y susurro mi verdad.
—Si me ahogo, te ahogas conmigo. Si te quemas, yo también me
quemo. Elige tu ruta al in erno, Rafe. El destino y la compañía son
los mismos.
Hace un ruido de rabia. Agarra un puñado de mi empapada cola de
caballo.
Y luego me hace millonaria.
Su boca presiona contra la mía, caliente y desesperada. Mis labios
sólo se separan para dejar escapar un jadeo por la conmoción, pero
él introduce inmediatamente su lengua. Mientras me saborea, su
gemido me llena la boca, provocando violentas chispas de fuego
entre mis muslos. A la mierda la tormenta; ya no puedo sentir el frío.
Con cada deslizamiento animal de su lengua contra la mía, con cada
mordisco en mi labio inferior, mi cuerpo se calienta tanto que podría
derretir el Ártico.
Sus dedos se deslizan por mi nuca y me agarran allí. No sólo estoy
en su trampa, sino que las cadenas están tensadas; no me deja
moverme ni un centímetro. Se apoya en mi mano envuelta en su
garganta cuando me retiro para tomar aire. Se mete entre mis muslos
cuando intento girar la cabeza para librarme de su agarre. El cálido
calor de su entrepierna irradia a través de la na tela de mi tanga,
fundiéndose en algo exible. Algo que se adapta a sus manos tan
perfectamente como el resto de mí.
Mientras raspa con sus dientes mi labio inferior, su mirada choca
con la mía a través de la lámina de lluvia. Un charco de lava verde,
tan furioso y temerario como su beso.
—Claro que he visto la maldita Notebook —gruñe, antes de volver a
fundir su boca con la mía.
Se niega a romper el beso, incluso cuando me da una palmada en los
muslos para que los rodee por la cintura.
Incluso cuando me levanta de la barandilla y me lleva dentro.
Mientras me deja caer en la cama, me quita la ropa y me cubre con
su cuerpo caliente y ensangrentado.
Y mientras se desliza dentro de mí, espero que nunca lo haga.

Me despierto entre sábanas húmedas, hinchadas de malestar. Del


tipo que llena todas las partes huecas de mí y empuja contra mis
órganos.
Estoy de lado, de cara a la pared. Mi camisa arrugada, manchada de
sangre de segunda mano, yace en el suelo secándose. Una brisa
fresca se burla de mi espalda desnuda y lo sé.
Pero me quedo aquí un poco más, jugando a mi nuevo juego
favorito: la fantasía.
Las reglas son sencillas. Si aprieto los ojos y me tapo los oídos con las
manos, puedo jugar todo el tiempo que quiera. Siento el peso
tranquilizador de su brazo sobre mi cadera. Siento su aliento
perezoso haciéndome cosquillas en la nuca.
Pero lo que pasa con la fantasía es que no se puede jugar siempre. Lo
sabía el día de Navidad, y lo sé ahora.
Movimientos ralentizados por el miedo, me pongo de espaldas y
paso la mano por su lado de la cama. Está tan vacío y frío como mi
corazón. Mis dedos se deslizan por debajo de su almohada y rozan
algo debajo de ella.
Me apoyo en el codo y lo inspecciono. Es una tarjeta envuelta en un
papel. Desenredo el papel y me doy cuenta de que es un cheque de
un millón de dólares. Entonces mis ojos se jan en la tarjeta de visita.
En el número que me sé de memoria, y luego en las palabras escritas
que no conozco.
Soy el dueño de Sinners Anonymous.
Lo siento.
Rafe.
La miro jamente durante mucho tiempo. Ni un ápice de emoción
uye por mi sangre. Ni un solo pensamiento que llene mi cabeza.
Y entonces enrosco la mano alrededor de la lámpara de la mesita de
noche y la arrojo contra la pared.
Capítulo
Dieciocho

Penny

¿P ero la traición? Es jodidamente incineradora.


Me quedo temblando en la ducha, sin saber si es el chorro del
grifo o mis lágrimas lo que me nubla la vista. No son lágrimas de
tristeza, sino de rabia, y los cortes en mis manos son producto de
ello.
Cristales rotos, lámparas rotas. Ropa rajada en mil tiras. Destruí todo
a mi paso, porque no podía dejarlo tranquilo como lo hizo conmigo.
Joder, habría incendiado el yate en un santiamén si no estuviera en
él.
Rafe es el dueño de Sinners Anonymous. Mi más vieja amiga, mi maldita
con dente. Podría haber cogido mi diario, haber ampliado las
páginas y haberlas pegado por toda la ciudad. La humillación se
siente igual.
Todo el tiempo pensé que conocía todos los juegos que jugábamos,
pero no sabía que él estaba jugando el mayor de todos. Tal vez sea el
karma: la estafadora nalmente fue estafada. Dios, cómo desearía
que sólo me hubiera quitado el dinero del bolsillo, y no me hubiera
arrancado todo el centro del pecho.
Me invade otra oleada de náuseas y me pongo el guante exfoliante
para distraerme de nuevo. Aunque llevo media hora restregándome,
los restos de su nombre siguen manchando mi piel.
Quiero que se vaya. Fuera de mi cuerpo, fuera de mi corazón. Quiero
que mis oídos olviden su risa sedosa, que mi nariz olvide su olor.
Y también quiero que se prenda fuego.
En el momento en que cierro la ducha con un golpe furioso de mi
puño, los golpes vuelven a empezar.
—¡Penny! —La llamada amortiguada de Ma ota a través de la
puerta principal y por el pasillo—. Sé que estás ahí, ¡así que abre!
Me oyó subir la maleta por las escaleras esta mañana temprano y
asomó la cabeza al pasillo, justo a tiempo para ver mi cara llena de
lágrimas desaparecer detrás de la puerta principal. Apenas ha salido
de mi nueva alfombra de bienvenida desde entonces, incluso cuando
le envié un mensaje rápido para decirle que me había intoxicado. No
sé si me contestó, porque rápidamente apagué el celular y lo lancé
contra la pared.
Me envuelvo en una toalla, entro en mi habitación y me poso en el
borde de la cama. El espejo del tocador re eja mi cara hinchada y
manchada. Me da demasiada vergüenza que Ma o cualquier otra
persona me vea así, porque ahora parezco la chica que siempre juré
que nunca sería.
Vulnerable. Usada. Tan estúpida como para dejarse engañar por un
maldito hombre. Soy una ganadora sin gracia, seguro, pero soy una
perdedora aún peor.
Y el amor es realmente un juego perdido.
—Penny, voy a ver a una familia en las montañas por un tiempo. No
tendré servicio de celular , así que incluso cuando dejes de hacer un
berrinche, no podrás localizarme. —Hace una pausa—. Bien. Tienes
cinco segundos para abrir esta puerta o la echaré abajo.
Joder. Pensé que ya se habría ido. Miro hacia abajo, donde estaba el
reloj de Rafe, y se me hace un nudo en la garganta. Era lo único que
había en el yate que no me atrevía a destrozar; lo dejé en su cama
volcada. Ahora siento la muñeca tan desnuda como el resto de mí.
—Muy bien, eso es todo, Pen. Si estás detrás de la puerta, te sugiero
que retrocedas, porque estoy a punto de atravesarla.
Los pasos de Ma retroceden por el pasillo. Se aceleran y un fuerte
golpe sacude los cristales de mi ventana. Ladra una maldición
dolorosa, y no puedo evitar que una sonrisa sin gracia me haga
inclinar los labios.
Lo echaré de menos.
El pensamiento se desliza en mi cabeza sin contexto. Entonces me
doy cuenta de que mi instinto de supervivencia va dos pasos por
delante de mí.
Mi atención se desplaza del espejo a la pila de dinero que hay en mi
tocador y al cheque de un millón de dólares.
Soy terca, pero no soy estúpida. Me ha dicho que es el dueño de mi
línea telefónica y que me dio el dinero porque sabía que me iría. Y
por mucho que mi parte más amargada quiera seguir en Devil's Dip
y arruinarle la vida, sé que me haría más daño a mí que a él.
Pasar por la cafetería cada día y recordar su pedido de comida.
Mirar al horizonte y ver todas las luces parpadeando en su yate.
Joder, ni siquiera puedo ver a mis amigos sin acordarme de él. Rory
está casado con su hermano y vive en la casa en la que creció; Tayce
me tatuó su puto nombre encima de mi culo. Y Wren. Ella fue la que
intentó convencerme de que era un caballero.
Supongo que haré lo que siempre hago cuando las cosas se ponen
feas.
Correr.

Las brillantes luces de Cove parpadean tras las láminas de lluvia


que caen de un cielo sin estrellas. Las suaves aceras son tan
silenciosas como resbaladizas. Dentro de unos días, bullirán con las
celebraciones de Nochebuena.
¿Y yo?
Joder, a saber dónde voy a estar.
Mi collar chisporrotea contra mi clavícula. Una vez más, estoy de pie
en una estación de autobuses, con todas mis pertenencias a mi lado,
esperando que la suerte me permita volver a caer de pie. Esta vez,
me voy de la Costa con más de lo que llegué. Los bolsillos pesados y
una horrible sensación de vulnerabilidad que me roe el pecho. Es
como una herida abierta, y no estoy seguro de cómo podré volver a
coserla.
La lluvia resbala como hielo derretido por mi cuello, provocando un
violento escalofrío. Me acerco al tablero de horarios y froto la manga
de mi chaqueta de piel sintética sobre la pantalla para limpiar las
gotas. El próximo autobús que sale de la ciudad no llega hasta
dentro de una hora.
Suspirando, me siento en el banco mojado y espero.
¿Qué voy a hacer ahora? No me re ero a cómo voy a llenar la próxima
hora, sino el resto de mi vida. Llegué a la Costa con la intención de
enderezarme, pero me he torcido tanto que temo quedarme doblado
permanentemente. Ningún libro de For Dummies ha provocado un
incendio en mí, y ahora estoy tan amargada y traicionada que lo
único que quiero hacer es sacudir a todos los hombres con los que
entre en contacto, en un intento de volver a poner el mundo en
orden.
Un auto negro gira en la franja de Devil's Cove, sus faros cortan la
lluvia y bañan mis Doc Martens. Su velocidad es lenta e
intencionada, como si el conductor estuviera buscando algo en la
acera.
Supongo que mi corazón no puede endurecerse en un día, porque se
me sube a la garganta con la esperanza de que sea Rafe. Tras los
párpados se me ocurren visiones de una humillación digna de
Hallmark y, en un momento de debilidad, me pregunto cuántos
trozos de luna tendría que traer para que lo perdonara.
El auto se detiene delante de mí y me pongo en pie. La ventanilla
ennegrecida se baja y me encuentro con los ojos de otro Visconti.
—Entra, Pequeña P.
Nos miramos jamente durante unos segundos, y luego desvía su
atención hacia el parabrisas mojado por la lluvia, como si mi
conformidad no fuera negociable.
Con el entumecimiento mordiéndome las venas, subo y cierro la
puerta. El auto se llena de calor y nostalgia, y ahí voy de nuevo,
luchando en silencio contra la necesidad de romper a llorar.
Conducimos en silencio. En la radio suena la versión de Amy
Winehouse de Will You Still Love Me Tomorrow? La mandíbula de
Nico está oja de indiferencia mientras se desvía de la vía principal.
No puedo luchar contra ello. Un pequeño sollozo incómodo se me
escapa de la garganta y su mirada me calienta la mejilla.
—¿Quieres hablar de ello o quieres distraerte?
Mi visión se nubla y no hay vuelta atrás. La presa se abre, las
lágrimas uyen y mis sollozos llenan el auto, feos y fuertes.
Nico deja escapar un suspiro tenso y gira el auto.
—Distraer será.
Capítulo
Diecinueve

Rafe

D icen que si amas algo, déjalo ir.


Si algo casi te mata dos veces en una semana, probablemente
también deberías dejarlo pasar.
Mientras la veía dormir plácidamente en mis brazos, con mi sangre
embadurnada en su estómago y mi semen brillando en el interior de
su muslo, dos verdades se solidi caron como el metal en mi pecho.
La primera, era que ahora que sabía lo que se sentía al besarla, nunca
besaría a otra.
La segunda, era que nunca la dejaría ir.
Ella era toda mía, y ni un alma en este puto mundo podría
arrebatármela de mis frías y muertas manos. No, ella tenía que ser la
que me dejara ir, y yo tenía que darle una razón lo su cientemente
buena como para no quererme nunca más.
El partido de fútbol ruge en la televisión; la lluvia golpea los
ventanales. Estoy recostada en el sofá de mi hermano, llevándome
otra patata frita a la boca, cuando Rory aparece en la puerta del
salón.
La noche en que escribí el cheque y garabateé una nota, me presenté
en la casa porque no sabía dónde más ir. Angelo abrió la puerta con
una pistola, bajándola al ver mi mirada. Me tendió la mano en señal
de silencio, pero yo sólo negué con la cabeza. Ni siquiera podía
mantener mi respiración estable, y mucho menos mi maldita mano.
A la mañana siguiente, me desperté con su mujer de pie sobre mi
cama, con su perro en una mano y un cuchillo de cocina en la otra.
—Siento oír que te han apuñalado —dijo Rory con calma—. Pero,
¿qué demonios le has hecho a Penny, y por qué tiene el celular
apagado?
Desde entonces, discute con Angelo a puerta cerrada y me lanza
miradas fulminantes desde los cuatro rincones de la casa. Todavía
no he comido ni bebido nada que no haya salido de un recipiente
cerrado.
Pero ahora, mientras recorre con su mirada mis piernas, es lo más
suave que ha sido en toda la semana.
—¿Esos son mis pantalones de deporte?
—De tu marido.
Ella frunce el ceño.
—Lo mismo. —Mira la bolsa de patatas fritas que tengo en el brazo
—. ¿Esos son mis bocadillos?
—Probablemente.
Acariciando la bola de pelusa en sus brazos, me mira jamente
durante mucho tiempo. Suspira.
—Eres un pequeño tonto con el corazón roto, ¿verdad?
—¿Qué lo delató? —pregunto secamente.
Sus ojos se dirigen a mis pies con triste desconcierto.
—Los novedosos calcetines de la suerte. Ah, y el hecho de que
apenas te has movido de esta posición en toda la semana.
Fin de Año ha llegado y se ha ido, y apenas he echado un vistazo a
los fuegos arti ciales al otro lado de la ventana del salón, y mucho
menos he montado una esta propia de Raphael Visconti.
¿Qué habría hecho yo, ponerme un maldito traje y una sonrisa y
ngir que todo lo que había debajo no estaba en llamas? El único
respiro que he tenido del dolor fue cuando el capitán de La Signora
Fortuna me envió un mensaje de texto para informarme de que Penny
se había vuelto a enojar.
Bien. Espero que esté enfadada. Espero que haya arruinado todo lo
que tengo. Y espero que se sienta mejor por ello.
Rory desaparece en el piso de arriba y vuelve en chándal, con los
rizos amontonados sobre la cabeza y una bolsa de papel metida bajo
el brazo.
—Perro de terapia —dice, dejando caer a Maggie en mi regazo. Se
sienta a mi lado, deja las patatas fritas en la mesita y, con una mirada
robada por encima del hombro, vuelca el contenido de la bolsa entre
nosotros.
—No se lo digas a nadie, pero guardo todo lo bueno arriba —
susurra, dejando que los caramelos caigan entre sus dedos como si
fueran un montón de monedas de oro.
Entonces me recuerda que ya he visto este partido de fútbol dos
veces esta semana, y cambia el canal a un reality show de mala
calidad.

Cojo una gominola envuelta en un plástico muy llamativo y la


pongo a la luz.
—¿Esto tiene sabor a fresa o a frambuesa? —Ella suspira—. Oh
Cisne, esta ruptura realmente te ha arruinado.
Rory aparta los ojos de la serie que hemos estado viendo sobre amas
de casa ricas en Beverly Hills. Estamos metidos de lleno en la
segunda temporada, y joder, supongo que es más fácil invertir en
quién se acuesta con el marido de quién, que pensar en el agujero
con forma de Penny que me arde en el pecho.
—Es el sabor rojo.
—Sí, pero...
—Shh. Kim está a punto de enfrentarse a Kyle en la limusina por
robar su maldita casa.
En el exterior, el ronroneo de un superdeportivo se funde desde la
entrada, y luego se cierra la puerta de un auto. Rory suspira,
poniendo en pausa el programa.
—No importa; conozco ese portazo. Estás en problemas.
Me dirijo a ella.
—¿Cómo sabes que soy yo el que tiene problemas?
Me quita el perro dormido del regazo y me lanza una mirada de
incredulidad.
—No vamos a ser yo o Maggie, ¿verdad?
La puerta principal se cierra de golpe y hace sonar todas las
ventanas. La voz de Angelo retumba en el vestíbulo.
—Muy bien, ya está. — Aparece en la puerta del salón, trayendo
consigo aire frío y animosidad—. He aguantado una semana de esta
mierda; ahora levántate.
Lo miro. Me meto la gominola en la boca.
—No, estoy bien. —Me vuelvo hacia Rory. —Giro argumental: creo
que es sandía.
—Ooh —chilla, rebuscando en el montón de caramelos para
encontrar uno.
La mirada fulminante de Angelo pasa entre su mujer y yo. Apoya las
palmas de las manos en el reposabrazos del sofá y aprieta los
dientes.
—Levántate. Dúchate. Aféitate. Ponte algo que no tenga cintura
elástica y reúnete conmigo en mi auto en veinte minutos.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Kim está a punto de confrontar a Kyle por robar su maldita casa.
A mi lado, Rory asiente en señal de aprobación.
—Llevamos toda la temporada esperando esto.
Su mirada abrasadora me chamusca la piel, pero me duele
demasiado en todo lo demás para notarlo.
—Te dije que hicieras un plan.
—Y mi plan es tomarme un descanso —le respondo con un gruñido.
—¿Un descanso de qué?
Mis molares traseros rechinan juntos. Un descanso de todo. De ser
Raphael Visconti. De ser un subjefe; un director general. De ser un
hermano, un amigo, un maldito caballero. Cualquier cosa que
requiera que salga de esta casa y entre en el mundo donde ella no
está. A través de los ojos medio cerrados, vuelvo a mirarlo. Ahora,
su irritación se suaviza con algo en los bordes.
—No me hagas esto —dice en voz baja—. Gabe ha vuelto a
desaparecer de la faz del planeta.
—Bien. El cabrón casi me mata.
Sus ojos brillan.
—Sabes que no era su intención.
Gabe ha cometido muchas imprudencias en su vida, pero cambiar el
mata gatos por Dante lo supera todo. No sé si Gabe le dio la vara de
cristal o si rompió algo para conseguirla; solo sé que acabó a cinco
centímetros de profundidad en mi estómago, sin llegar a una arteria
principal.
Perdí mucha sangre, pero al nal fue una herida bastante super cial.
Me las arreglé para darle un buen golpe en la cabeza con el lado de
la garra del martillo antes de golpear la cubierta. Lo último que
recuerdo es que oí la voz ronca de Gabe murmurando algo sobre
cómo no podía aguantar más. Que se estaba volviendo loco.
Me miro los pies. Los calcetines de la suerte no han funcionado, lo
que con rma lo que ya sabía: mientras la Reina de Corazones esté en
mi cama y bajo mi piel, arderé hasta que no quede nada de mí.
Sin embargo, eso no me impide llevar estos feos calcetines de
mierda.
—Dale unos días más, cariño —dice Rory, mostrando a su marido su
sonrisa más dulce—. Está deprimido.
—Rafe no está deprimido —gruñe Angelo.
—Lo hace ahora que es un pequeño tonto con el corazón roto.
Los ojos de Angelo se deslizan hacia los míos, estrechándose con
disgusto. No me importa si piensa que soy patético. Solo sé que si
intenta sacarme de este sofá le haré una llave de cabeza, con o sin
herida en el estómago.
—Bien —dice, levantándose a su altura—. Me reuniré con Tor en
Cove a solas. Me aseguraré de traer una caja de tampones y algo de
helado.
Se dirige al vestíbulo.
—Que sea de chocolate —dice Rory tras él.
—No, vainilla —murmuro, metiendo un Jolly Rancher en la boca.

—¿Rafe? —Mi atención pasa del menú retroiluminado del


restaurante a los ojos preocupados de Rory—. ¿Libby te ha
preguntado qué quieres pedir? —susurra. Mira al camarero pero me
dice—. ¿Estás bien?
No, no estoy bien. Las luces son demasiado brillantes y mi pecho
está demasiado hueco. Siento que no hay su ciente dentro de mí
para sostener mis huesos, y que voy a implosionar en cualquier
momento. ¿Y de quién fue la brillante idea de comprar
hamburguesas?
Su fuerte risa. Su abrigo mojado goteando sobre las baldosas a
cuadros. Tose, papito.
La violencia se apodera de mí y lo saco todo del mostrador. Rory
jadea y retrocede. Los ojos se dirigen a mí por encima de los
respaldos de las cabinas, y el silencio crepita como una corriente
eléctrica.
Me paso la mano por la garganta y miro las luces de la calle.
—Esperaré fuera —digo con calma, pasando por encima de la caja
registradora y saliendo a la fría calle. Los hombres de seguridad me
miran como si hubiera perdido la cabeza. No sé por qué, porque no
es precisamente una revelación.
La niebla que cae del cielo negro no sirve para refrescar mi sangre.
Dejo caer la cabeza contra la ventana de cristal y me enciendo un
cigarrillo. Cuando el humo se disipa, mi atención se centra en la
cabina telefónica de enfrente y suelto una risa amarga.
Esto es todo, ¿no? ¿Cómo va a ser para siempre? No pasará un día en
el que no me recuerde a la mocosa pelirroja que arruinó mi vida.
Cuando no me pregunte qué está haciendo. Cuando no tenga que
dejar de hacer lo que estoy haciendo, porque de repente recuerdo que
existen otros hombres en este mundo, y que un día, uno de ellos la
tratará mucho mejor que yo.
Suena la puerta y Rory me acompaña, apretando el saco manchado
de grasa contra su pecho. Está callada y recelosa mientras se desliza
en el asiento de Penny. Su celular le ilumina la cara. Sin duda está
enviando un mensaje a mi hermano sobre mi arrebato.
—Cubriré los daños —murmuro, poniendo el auto en marcha.
Se queda mirando al frente.
—Ajá.
Bajé la ventanilla.
—Y no comas esa hamburguesa en mi auto. Apesta, joder. —Y me
recuerda a los bailes eróticos y a compartir batidos con mi chica.
Ella asiente con fuerza.
Una incómoda tensión aprieta las paredes del auto, que se hincha
cuando reduzco la velocidad en Main Street. No puedo evitarlo:
Quito el pie del acelerador y robo una mirada a la ventana del salón
de Penny. Rory también lo hace, y luego deja escapar un pequeño
suspiro.
—Las chicas y yo hemos intentado contactar con ella todos los días
—dice con tristeza—. Sólo necesito saber si está bien.
Mis pulmones se pellizcan. Galvanizando mi mirada en el
parabrisas, aprieto el acelerador, esquivando por poco un Ford
Fiesta que viene en sentido contrario.
—Yo también —murmuro en voz baja—. Así que esfuérzate más.

Tor está apoyado en el pilar que sostiene el porche cuando


llegamos a la casa. Está justo fuera del resplandor de la lámpara de
seguridad, y la única razón por la que sé que es él es porque inclina
la barbilla cuando oye mi motor, y su maldita y estúpida nariz brilla.
—¿Qué hace esta polla aquí?
Rory lo ve unos segundos después que yo, y aprieta más a su perro.
—Ni idea. Lo odiamos, ¿verdad?
Me paso la lengua por los dientes. La mala sangre se diluye
rápidamente en esta familia, aparte de cuando algunos miembros
hacen cosas muy estúpidas, como volar el puerto.
—Por ahora.
Mis ojos chocan con los suyos cuando cierro de golpe la puerta del
conductor. No rompo el contacto visual, ni siquiera cuando doy la
vuelta al auto y abro la puerta de Rory. Ella entra en la casa,
susurrando ataca, Maggie, ataca, en el oído de su perro al pasar por
delante de él.
La cara de Tor se ilumina con un humor perezoso mientras me
engulle. Se mete las manos en los bolsillos y entra en la casa tras de
mí.
—¿Pantalones de deporte, cugino? ¿Estoy viendo cosas?
—Vas a ver las estrellas si no te largas de esta casa —respondo con
calma.
Su risa fácil nos sigue a Rory y a mí a la cocina. Se toma su tiempo,
mirando por encima de la barra del desayuno mientras nos coge los
platos y los cubiertos. Tor se apoya en la encimera como si no me
hubiera oído.
—¿Alguna vez contestas tu teléfono en estos días?
—Sí, porque realmente lo hiciste cuando te fuiste de vacaciones por
tres semanas.
Deja escapar un suspiro tenso.
—Vamos, cugino. Ya me he explicado. ¿Qué coño tengo que hacer
para que lo superes? —Pasa una mirada sentenciosa por los
calcetines verdes que asoman entre mi chándal y mis Nike—. ¿Para
superar esto?
Le ignoro en favor de echar mi hamburguesa en un plato y darle a
Maggie una patata frita.
—Las amas de casa van a Ámsterdam en este episodio, ¿verdad? —
Le pregunto a Rory.
—Ajá. Aparentemente, tienen una pelea muy loca durante la cena.
—Gesù Cristo —dice Tor. Se acerca, coge mi hamburguesa y la lanza
al fregadero—. Vamos a poner un al ler en tu crisis por un minuto.
Tengo toda Cove a mis pies. Cada bar, club y casino. Soy dueño del
cien por ciento de todo, sin Dante a la vista. ¿Qué quieres?
Palmeo el mostrador y le miro.
—Quería esa maldita hamburguesa.
Me ignora.
—Firmaré cualquier contrato complicado que quieras, y ni siquiera
lo leeré.
Había olvidado lo persistente que puede ser esta polla. Miro a Rory,
y ella me muestra una sonrisa ladeada.
—Tienes el corazón roto, no eres estúpido. Mételo en los bolsillos,
Rafe.
Muerdo una sonrisa de satisfacción.
—¿Qué crees que debo hacer?
Un destello brilla en sus ojos, como si la oscuridad que lleva dentro
estuviera golpeando para salir. Coge a Maggie y la acaricia, como el
Doctor Maligno acaricia al Sr. Bigglesworth en Austin Powers.
—Creo que deberías pegarle.
—Y creo que es una idea excelente.
Tor gime.
—Joder. Bien. —Se endereza, se frota las manos y se crispa el cuello.
Rodea el mostrador y se apoya en el otro lado del mismo—. Pero no
me tires ningún diente; mi sonrisa es mi mejor característica.

Me lavo los nudillos en el fregadero. La sangre, tanto la mía como


la de Tor, serpentea entre las hojas de lechuga y un pepinillo
solitario, y luego se arremolina por el desagüe. Detrás de mí, oigo el
zumbido de nuestro reality show otando desde el salón. Delante de
mí, vuelve a llover a martillazos sobre la ventana de la cocina.
Suspiro y acerco las manos a las luces empotradas. Cortar piel no
es tan satisfactorio si no es por ella.
Detrás de mí, Rory se aclara la garganta. Levanto la vista y veo su
re ejo en el cristal mojado por la lluvia.
—Se ha ido.
Trago saliva.
—¿Se ha ido?
—He localizado a Ma . Le pasó una nota por debajo de la puerta
—susurra.
El corazón se me sube a la garganta y se queda ahí, ahogándome.
Trago saliva y trato de respirar como una persona a la que no le
acaban de quitar la vida.
Apoyo los nudillos ensangrentados a ambos lados del lavabo.
Vuelvo a encontrarme con su re ejo.
—Dile a Tor que quiero el cuarenta y nueve por ciento. Y dile a tu
marido que he vuelto.
Capítulo
Veinte

Rafe

P enny tenía razón.


El amor es una maldita trampa.
No porque te atraigan con mentiras y te encadenen con engaños,
sino porque una vez que estás en estas malditas ataduras y tu captor
se va con la llave, estás jodidamente atrapado aquí para siempre.
No soy estúpido; sé que no será más fácil. Sólo puedo esperar que
mejore para ocultar las cadenas.
Las llamas rugen en la chimenea, su calor alcanza y roza la parte
delantera de mis pantalones. Miro jamente los troncos ardiendo y
bebo un sorbo de café. La mejor mezcla colombiana, pero sabe tan
amarga como yo.
Unos pesados pasos resuenan en las paredes, y luego Angelo
oscurece la puerta del salón, con su abrigo colgado del antebrazo.
Una seca diversión ilumina su mirada.
—Y ahí estaba yo, pensando que no volvería a verte en traje. —Le
devuelvo la mirada. Mientras busca mi expresión inexpresiva, su
humor se apaga como una vela a la que le falta lentamente el
oxígeno—. ¿Estás listo?
Apretando los dientes, me vuelvo hacia el fuego y saco la baraja de
cartas del bolsillo. Las barajo perezosamente.
Ambos sabemos que no me pregunta si estoy listo para ir a Cove,
sino si estoy listo para volver.
Por supuesto que no, pero no puedo enconarme en el sofá con un
cuenco de caramelos balanceándose sobre mi estómago para
siempre. Ella se ha ido. Justo como necesitaba que fuera.
No pensé que se llevaría todo mi ser con ella.
—Nací listo —digo secamente, pasando el pulgar por la cubierta
para crear un satisfactorio deshielo.
La mirada de Angelo se clava en mi mejilla durante unos instantes
antes de salir de la habitación.
Desplazo mi atención hacia los ventanales. Hay tres sedanes
blindados y un grupo de hombres bien curtidos merodeando a su
alrededor. Gabe hizo que nuestro primo menos favorito me
apuñalara y luego se largó de la faz del planeta. Está claro que sus
lacayos no saben qué hacer en su ausencia, así que se han unido al
equipo de seguridad que me asignó.
Ahora que se ha ido, no debería necesitar toda la protección extra.
Con una respiración tranquila, vuelvo a barajar las cartas y las abro
en mi mano, boca abajo. Elijo una al azar. Si es el as de espadas, la
carta más afortunada de la baraja, tal vez forzarla a salir de mi vida
me parezca una cagada menor.
Con un movimiento de muñeca, miro una carta diferente.
Dejando escapar un siseo, lo arrojo al fuego y salgo de la habitación,
dejando que la Reina de Corazones se derrita en las llamas.
—¡Ahí estás!
Me detengo en el vestíbulo y miro las escaleras. Rory está de pie en
lo alto de las mismas, con el perro en una mano y un fardo de tela
mullida en la otra.
—¿Adivina qué? ¡Nos he comprado mantas para llevar! Mira. —Baja
a Maggie al suelo y sostiene lo que parece una sudadera con capucha
de gran tamaño—. ¡Tienen bolsillos! Puedo meter a Maggie en la mía
y tú puedes meter los bocadillos en la tuya. —Hace una pausa,
observando cómo su perro baja las escaleras y me da la pata—. O
puedes llevar a Maggie. A ella le gusta que le rasquen las orejas.
—Lo siento, hermana, nuestros días de merendar y ver la tele se han
acabado. —Me agacho para despejar los rizos del perro y le enseño a
Rory una sonrisa de disculpa—. Vuelvo al trabajo, y vuelvo al
brócoli y al pollo al vapor.
Ella frunce el ceño. Pasa un ojo por el marcado pliegue de mis
pantalones, como si acabara de darse cuenta de que no llevo
pantalones de chándal y calcetines feos. Su confusión se convierte en
placer.
—¿Penny ha vuelto?
Se me hace un nudo en la garganta al oír su nombre.
—No.
—Entonces, ¿por qué amenco estás en un traje?
—¿Qué?
Me mira como si esperara que me prenda fuego en medio de la
entrada.
—He visto tres temporadas de Real Housewives of Beverly Hills contigo.
Te he dejado comer mis buenos bocadillos, te he dejado acariciar a
Maggie. ¿Crees que lo hice para ayudarte a superar a Penny?
Sacudo la cabeza con incredulidad.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
—Eso es porque eres un idiota. Cuando apareciste por primera vez
en nuestra puerta, le dije a Angelo que te quería fuera. Pero luego te
vi viendo el mismo partido de fútbol en repetición, y me di cuenta
de que estabas en esa etapa intermedia. Ya sabes, la parte que viene
después de decidir que no puedes estar con ella, pero antes de la
parte en la que te das cuenta de que no puedes vivir sin ella.
Se cruza de brazos, mirando con desprecio mi traje.
—La única razón por la que deberías estar bien vestido y salir de
esta casa es porque te has dado cuenta. Y, como, ahora estás
corriendo al aeropuerto para evitar que ella aborde un vuelo. O, no
sé, corriendo a la iglesia para impedir que se case con otro hombre.
Mis ojos se estrechan.
—¿Penny se va a casar?
Rory se golpea la frente con la palma de la mano.
—Dios, Rafe. Realmente estás poniendo a prueba mi paciencia esta
mañana. ¿Nunca has visto una película romántica? Que vuelvas al
trabajo no es tu «Felices para siempre». Te faltan algunos pasos.
Como darse cuenta de que, contra todo pronóstico, todavía vas a
hacer que funcione, y luego hacer una gran declaración dramática de
amor. Sólo entonces consigues tu «Felices para siempre» —Hace una
pausa antes de añadir:
—Con Penny.
Dejo escapar una risa amarga.
—Siento decírtelo, pero la vida no es como en las películas.
Su mirada se desplaza por encima de mi hombro y, de repente, soy
consciente de la presencia de mi hermano en la puerta detrás de mí.
—Sí, lo es —dice en voz baja.
Me paso la mano por la garganta. Paso un dedo por el pasador de mi
cuello.
Tiene razón en una cosa: volver a trabajar no es mi 《«Felices para
siempre» pero de todos modos nunca estuve destinado a tener uno
de esos. Y nadie hace películas románticas sobre hombres que se
enamoran de chicas que les arruinan la vida sin siquiera intentarlo.
Inclino la barbilla y respondo a su mirada con una sonrisa tensa y sin
humor.
—Supongo que has tenido suerte, entonces.
Antes de atravesar la pared con el puño, me doy la vuelta y salgo a
la calzada. El cielo es tan sombrío como mi estado de ánimo, y el
viento es tan frío como mi corazón.
Los pasos perezosos de Angelo crujen sobre la grava detrás de mí.
—Primero tengo que dejar unos papeles en el puerto, así que iremos
en autos separados. —Su atención se centra en mi puño curvado—.
No te tires por el precipicio ahora, ¿quieres?
—Será mejor que no lo haga, hermano. Nunca navegarás por los
sórdidos contratos de Tor sin mí.
A pesar de la escarcha de enero que se arrastra por el parabrisas,
salgo del terreno con las cuatro ventanillas bajadas, en parte porque
el olor de Penny aún se ltra por las paredes de mi auto, y en parte
porque espero que el fuerte viento me haga entrar en razón.
Se acabó el maldito abatimiento. Le dije a Angelo que había vuelto y
ahora sólo tengo que convencerme de que lo digo en serio.
Agarrando el volante, me obligo a concentrarme en lo que nos
espera en Cove. No estaba bromeando sobre los contratos sórdidos
de Tor. Mis documentos legales pueden ser confusos, pero los suyos
no son más que una gran laguna legal, diseñada para hacer tropezar
a cualquiera que sea lo su cientemente estúpido como para rmar
en la línea de puntos.
Anoche accedió a entregarnos el 49% de Cove, pero sé que a la luz
del día le echará la culpa a la conmoción cerebral, y luego nos meterá
unas condiciones cargadas de un millón de cláusulas de escape en
las narices.
Una débil descarga de energía me recorre la columna vertebral. Esto
es exactamente lo que necesito: enterrarme en los negocios.
Reuniones acaloradas, hojas de cálculo, planes para eventos más
grandes y mejores. Cualquier cosa que haga desaparecer el recuerdo
del cabello rojo y los ojos azules profundos.
El viaje es tranquilo, excepto cuando veo a una chica de cabello
cobrizo caminando por Main Street y freno de golpe. O cuando mis
dedos se agitan para conectar mi celular al Bluetooth de mi auto
porque escuchar las llamadas de Penny mientras conduzco solo se
ha convertido en algo natural.
Incluso si cediera y abriera la bandeja de entrada de Sinners
Anonymous, sé que no habría nada nuevo para mí allí. He estado
comprobando obsesivamente y, como era de esperar, no ha llamado
a la línea desde que le dije que era mía.
Mientras mi auto sube la colina hacia la iglesia, una Harley conocida
me guiña el ojo desde debajo del sauce. Frunciendo el ceño, miro los
sedanes por el retrovisor y reduzco la velocidad hasta detenerme.
¿Qué coño está haciendo Gabe aquí?
Me siento fuera de lugar al acercarme al viejo edi cio, como si fuera
a encontrar algo oscuro y depravado tras sus pesadas puertas.
Supongo que por eso saco mi pistola de la cintura al entrar.
El polvo se ha removido, bailando en las pequeñas rendijas de luz
que se han colado por las ventanas tapiadas. Mis ojos tardan unos
instantes en adaptarse a las sombras y en enfocar la imponente
silueta sentada en el primer banco.
Mis pasos resuenan en el techo abovedado mientras bajo por la nave,
pero Gabe no se gira.
Me siento en el extremo opuesto del banco. Mira a la Virgen María
que nos juzga desde lo alto del altar.
—Eres un gran cabrón. ¿Lo sabías?
Sin respuesta.
No hay respuesta.
Suelto un suspiro tenso y me paso la palma de la mano por la herida
del estómago. Apenas me duele, y la cicatriz física no será mayor
que la longitud de la uña de mi pulgar. Pero la cicatriz mental de
haber sido apuñalada por Dante, de entre todos los putos idiotas, es
grande y nudosa.
Sin embargo, no es que no vaya a superarlo. Además, sólo una
semana antes, Gabe me salvó la vida.
—Bueno, solo acepto las disculpas en forma de cheque.
Mientras mi broma aguijonea el silencio, mis palabras se sienten
calientes contra mis propios oídos por dos razones. En primer lugar,
suena como algo que diría Penny, y en segundo lugar, mi hermano
aún no se ha movido.
Está sentado con las manos apoyadas en los muslos, la columna
vertebral rígida, el rostro totalmente oculto por las sombras.
Y de repente, al verlo así, me doy cuenta de lo mucho que ha
progresado en el último mes. Desde que el puerto se puso en marcha,
he visto destellos de su antiguo yo, el hermano que solía ser antes de
aquella Navidad. Ha hablado con frases completas, incluso ha
aprendido a usar su teléfono. Y te juro que incluso le he visto sonreír
desde el otro lado de la mesa del comedor cuando he contado un
chiste de mierda.
He estado tan metido en todo lo de Penny, que no me he dado
cuenta de lo grande que es.
Me aclaro la garganta.
—De todos modos, es una noticia vieja. ¿Quieres venir a Cove con
Angelo y conmigo? Está preocupado por ti. Además, llegaremos a
un acuerdo con Tor mucho más rápido si haces de pitbull. —Hago
una pausa mientras el silencio se hace bola de nieve en el banco—.
Incluso te dejaré que le des un puñetazo. Aunque no con toda la
fuerza. El bastardo no se levantará.
Finalmente, su voz ronca sale de las sombras.
—Estaba destinado a ser divertido.
Aprieto los dientes.
—Y lo habría sido, si hubiera tenido mi Glock, y si hubieras
encendido una puta luz. —Cuando no responde, me paso la mano
por el cabello, negando con la cabeza—. Debería haberte dejado
lidiar con Dante y sus hombres a tu manera. —Me miro los nudillos
—. El combate es lo tuyo, no lo mío. Además, debería haber sabido
que eras más propenso a torturar las piezas de ajedrez que a
jugarlas.
Las tablas de las ventanas tiemblan. Jesús y su cruz se balancean
desde un clavo oxidado detrás del altar.
—Todavía lo tengo. Gri n también.
Dios. Dejé escapar un lento siseo, mis pensamientos se llenaron de
esa maldita cueva. Las sombras del fuego bailando en las escarpadas
paredes. Los gritos que resuenan en el techo empapado de sudor.
Dante ha estado allí durante dos semanas, Gri n incluso más. Es
como algo sacado de una película de terror.
Sé por qué mi hermano me dice esto.
— Sé por qué me lo dice mi hermano.
—Agradezco la oferta, pero vuelvo a la programación habitual —
digo secamente—. Pero dales a los dos una buena patada en los
huevos de mi parte.
Me levanto, y la silueta que se mueve en la oscuridad me dice que
Gabe también lo hace. Cuando camina hacia mí, algo en el golpeteo
irregular de sus pasos me eriza el vello de la nuca.
Cuando entra en la penumbra, se me aprieta el pecho.
—¿Qué demonios, Gabe? —Murmuro, echando mano
instintivamente a la empuñadura de mi pistola—. ¿Quién te ha
hecho esto?
Sólo me mira a través de las rendijas hinchadas de sus ojos. Es un
desastre ensangrentado y magullado. Labio roto, pómulos
ennegrecidos. Joder, con este aspecto, no reconocería a mi propio
hermano en una rueda de reconocimiento.
Mientras busco una respuesta en los bancos vacíos, me doy cuenta
que es Gabriel Visconti. Nadie podría acercarse lo su ciente a él para
hacer tanto daño.
A menos que los deje.
—¿Por qué? —Me quejé.
El grueso tronco de su garganta se balancea. Evita tanto mi mirada
como mi pregunta.
—Me voy por un tiempo. Necesito... —Sacude la cabeza, como si
estuviera liberando su cerebro de pensamientos nocivos—. Dante
será tratado, y mis hombres son todos tuyos.
Me empuja y baja cojeando por la nave. Me he acostumbrado a que
mi hermano se vaya sin avisar a lo largo de los años, pero después
de todo lo que ha pasado en el último mes, no me resulta tan fácil
verlo partir.
De repente, se detiene.
—No te has ocupado de la chica.
Mis hombros se tensan. Joder, no sé qué es peor, si oír el nombre de
Penny o escucharla reducida a la chica.
—Lo hice.
—No lo hiciste.
—Lo hice. Sólo que no de la manera que sugeriste. Trago —saliva—.
Se fue de la ciudad.
—No, no lo hizo.
¿Qué carajo?
—Cristo, Gabe...
—Está en su apartamento viendo esa película que hace llorar a todo
el mundo. —Me devuelve la mirada—. En repetición. A todas horas.
Con ese chico desaliñado del otro lado del pasillo.
La confusión y algo más caliente me muerden los bordes.
—¿Qué? —Sacudo la cabeza—. ¿Y cómo coño lo sabes?
—Nuestros apartamentos comparten una pared.
Le miro jamente. Hay demasiadas cosas que desempaquetar en una
sola descarga de cerebro. Me encantaría saber por qué cojones mi
hermano millonario vive en una mierda de apartamento sin ascensor
en Main Street, pero me gustaría saber más cómo y por qué Penny
sigue en la ciudad.
¿No dijo Rory que le dejó a su vecino una nota de despedida?
Antes de que pueda responder, Gabe hace sonar sus nudillos a su
lado y continúa caminando.
—Te debió gustar mucho para regalarle el reloj que te dio mamá
cuando abriste Lucky Cat.
Estoy demasiado distraído. Apenas puedo oírle por encima del
latido de mis oídos.
—Yo no se lo di; ella lo ganó.
—¿También ganó el collar de mamá?
Mi mirada se desliza desde la viga podrida hasta la suya.
—¿Qué?
—El collar de trébol de cuatro hojas. ¿También te lo ganó a ti?
Pero por el humor seco que baila detrás de sus párpados hinchados,
sé que ya sabe la respuesta.
Capítulo
Veintiuno

Penny

Ma levanta la vista del móvil hacia la televisión justo a tiempo


para ver a Ryan Gosling vadeando el lago.
—Mierda —murmura, cogiendo el mando a distancia de la mesita y
pulsando el botón de avance rápido—. Cierra los ojos cinco
segundos.
Hago lo que me dice. Pero es inútil, porque llevamos horas viendo
The Notebook en bucle, así que el beso se me ha grabado a fuego en la
parte posterior de los párpados.
Cuando salió en pantalla hace cuatro pases, solté un gemido tan
fuerte que despertó a Ma de su siesta a mi lado. Desde entonces no
ha dejado pasar la escena.
Manteniendo los ojos cerrados, ahogo la hinchazón de mi garganta y
me tapo la cara con el edredón que he sacado de la cama.
—Eres un buen amigo, Ma y.
Suspira.
—Ah, hemos vuelto a la etapa de sentirte mal por ti misma. Eres
mucho más divertida cuando estás enfadada. ¿Dejando críticas
mordaces en Yelp para todos los casinos de Raphael? ¿Llamando a
una línea de sexo premium durante tres horas usando su tarjeta de
crédito? Grandes momentos.
Las últimas dos semanas han sido un torbellino de emociones. En las
altas, quiero quemar el planeta simplemente porque Raphael está en
él, y en las bajas, quiero acurrucarme bajo este edredón y sollozar.
Mi plan de abandonar la Costa no duró mucho. No llegué más lejos
que la estación de autobuses de Devil's Cove antes de que Nico me
recogiera. Mis sollozos guturales que llenaban su Tesla respondieron
a su pregunta. Quería, necesitaba, distraerme.
Me llevó a Hollow y me puso a trabajar en La Gruta, un casino de
élite enterrado en lo más profundo de la red de cuevas. Hace que el
Visconti Grand parezca una sala de bingo, y como la mayoría de la
gente de la super cie, nunca supe que existía. Me sentó en su
despacho, frente a un banco de cámaras de seguridad, y me dio una
palmadita en el hombro.
—Conoces todos los trucos del libro, Pequeña P. Si ves a alguno de
nuestros clientes jugar sucio, me lo haces saber.
Durante la primera hora, me quedé mirando los monitores,
desinteresada y hosca. Creía que Nico había hecho lo que los padres
desesperados hacen con sus molestos niños pequeños: dejarlos frente
a una pantalla con la esperanza de que dejen de llorar.
Pero entonces lo vi. Un giro de muñeca, un naipe deslizándose desde
el puño de la camisa y entrando en la mano de póquer del jugador.
Mi columna vertebral se enderezó y Nico apareció sobre mi hombro.
Rebobinó la grabación y dejó escapar una risa seca.
—Buen lugar, Pequeña P.
Luego se puso un par de guantes de cuero y salió del despacho. Sólo
unos instantes después apareció en la pantalla, arrastrando al
hombre fuera de la silla y de la vista.
Una emoción sorda me hizo vibrar, y luego toda la noche me quedé
pegada a las cámaras, mirando y esperando para captar otra estafa
en tiempo real.
Era la mejor distracción que podía tener.
Pasó una semana, mis noches en La Gruta llenas de CCTV y gritos
ahogados procedentes de la habitación de al lado, mis días pasados
en un sueño inquieto en la mansión de Nico junto al acantilado.
Cuando montaba los bajos, no podía evitar que las lágrimas cayeran.
Pero en los altos... joder, estaba enfadada.
Me alegré de que Nico me impidiera salir de la ciudad, porque a la
mierda. Era exactamente lo que Rafe había querido, y preferiría
haberme arrancado los riñones con una cuchara oxidada antes que
darle a ese hombre lo que quería. Devil’s Coast era mi hogar tanto
como el suyo. Yo también había nacido y crecido aquí. Además,
ahora tenía amigos que se preocupaban por mí.
Y cuando empecé a pensar en mis amigos, empecé a sentirme
enferma de culpa.
Después de todo lo que había hecho por mí, Ma y se merecía algo
mejor que volver de su viaje y ver una carta de despedida en su
tapete de bienvenida.
Se quedó confundido y un poco asqueado cuando llegué a casa y le
di un repaso con lágrimas en los ojos, y fue entonces cuando
descubrí que no era el único amigo preocupado por mí.
Al parecer, Rory, Wren y Tayce habían estado reventando mi
teléfono, el que yacía destrozado en la alfombra de mi habitación. Al
parecer, también habían estado golpeando la puerta de mi casa y
pasándose por la cafetería a altas horas de la noche para ver si estaba
allí.
Pero están a un grado menos de separación de Raphael, y aunque
me siento fatal, no me atrevo a extender la mano todavía.
La oscuridad se ltra a través de la grieta de mis cortinas, tiñendo de
púrpura las paredes blancas. Cuando pasan los créditos de la
película, Ma coge el mando a distancia antes de que yo pueda
alcanzarlo.
—No. No más. —Pasa por los canales y se decanta por un
documental sobre la Segunda Guerra Mundial—. Los abdominales
de Ryan Gosling me han traumatizado. Lo juro; no volveré a comer
comida basura.
—Me parece justo. —Mi atención recorre el salón en busca de algo
que hacer. Es demasiado tarde para la siesta; Nico me recogerá para
un turno en La Gruta en una hora—. ¿Quieres pedir pizza?
Ma se sienta.
—Claro que sí.
Le quito el celular de la mesita y hago girar la Amex negra de Rafe
entre mis dedos. Pido dos pizzas grandes con toda la guarnición,
además de todas las guarniciones del menú.
—¿Algo más, señora? —pregunta el adolescente al otro lado de la
línea.
Mis ojos se deslizan hacia arriba para encontrarse con los de Ma , y
las brasas de la furia vuelven a brillar en rojo en mi estómago.
—Sí, no tengo dinero en efectivo. ¿Puedo poner una propina en mi
tarjeta?
Los ojos de Ma se iluminan.
—Es muy amable, señora. ¿Cuánto?
Hago una pausa.
—Mil dólares.
—¿Qué?
Esas brasas estallaron en llamas.
—Que sean dos.
Cuando cuelgo, Ma me choca los cinco. Estos pequeños actos de
venganza son los que me mantienen cuerda, pero él se deleita aún
más que yo en ellos. Resulta que tiene su propio rencor contra Rafe.
El día de Navidad, Ma se emborrachó y le confesó que estaba
enamorado de Anna. Rafe le dijo que le enviara un mensaje de texto.
Lo peor que podría pasar es que ella dijera, no.
Se equivocó. Resulta que su respuesta al sincero párrafo de mi amigo
con siete emojis de risa y nada más era lo peor que podía pasar.
—Que se joda Raphael Visconti —murmura Ma , dejándose caer en
el sofá y poniendo los pies sobre la mesa de café—. Que se joda, y
que se jodan sus consejos de mierda para las citas. ¿Qué sabe él, de
todos modos? Ni siquiera pudo mantenerte cerca, y probablemente se
te caigan las bragas por la chocolatina adecuada.
Sólo le conté a Ma la verdad a medias cuando me presenté en su
puerta. No le conté lo de la línea directa ni el cheque de un millón de
dólares, ni el hecho de que mi corazón era demasiado blando para
toda esa mierda de los enemigos con bene cios.
Estoy a punto de responder con una réplica de mierda, cuando dos
destellos de luz iluminan mis cortinas. El corazón se me sube a la
garganta, pero vuelve a bajar al pecho con la misma rapidez.
Sólo será Nico; es crónicamente temprano para todo.
Me levanto del sofá y me dirijo a la ventana con la intención de
hacerle señas para que suba a comer pizza, pero cuando deslizo la
cortina para abrirla, se me seca la garganta.
No es el Tesla de Nico, sino un G-Wagon familiar. Uno en el que he
dormido, comido y follado. Y detrás del parabrisas está la silueta del
hombre con el que hice todas esas cosas.
El entumecimiento hace que mis miembros pesen. ¿Qué coño está
haciendo aquí? Miro jamente los faros cuando vuelven a parpadear.
—¿Qué está pasando? —Ma pregunta.
—Es Rafe.
El sofá gime bajo él.
—Mierda. ¿Crees que escuchó lo que dije sobre él?
—¿Qué? No..
Los faros vuelven a parpadear y esta vez no se detienen. Mis retinas
arden y las manchas anaranjadas bailan en el cristal de la ventana.
Una furia repentina me recorre, cargando mi sangre. No me importa
lo que quiera; después de todo lo que ha hecho este idiota , ¿en serio
cree que puede llegar a mi apartamento, encender las luces y que yo
bajaré a saludarlo como un cachorro agradecido?
Vete a la mierda.
Quiero preguntarle a Ma si tiene algún tipo de objeto pesado y
contundente en su apartamento que pueda lanzar contra el
parabrisas de Rafe, pero en lugar de eso, me conformo con darle
mandarlo a la mierda -con ambas dedos, y correr dramáticamente las
cortinas.
Ma me observa mientras vuelvo al sofá y miro jamente la
televisión. Cojo el mando a distancia y subo el volumen.
—Tápate los oídos.
—¿Eh? ¿Por qué...? ¡Joder!
Ni siquiera me inmuto ante el sonido del claxon de Rafe desde la
calle; apenas puedo oírlo por encima del rugido de mis oídos. Por
mí, puede pasarse toda la noche tocando el claxon. De todos los
juegos que hemos jugado, éste es uno que estoy segura de que
ganaré.
—Por el amor de Dios, haz que pare —gime Ma al cabo de unos
minutos, tapando su cabeza con dos cojines.
Quizá Rafe pueda oír lo que Ma dice de él, porque nos sumimos en
un silencio repentino. Él deja escapar un suspiro de alivio, y yo
también suspiro, pero por una razón diferente.
—No ha terminado —digo.
La puerta de nuestro edi cio de apartamentos se abre con tanta
violencia que la ventana se estremece. El sonido de unos pesados
pasos resuena en la dirección del vestíbulo, y ambos nos volvemos
para mirar la puerta de mi casa.
Ma se tensa.
—¿Va a subir?
Estoy demasiada ocupada escudriñando la habitación en busca de
algo puntiagudo para responder.
—Eh —continúa temblando—. No es que vaya a ser capaz de echar
la puerta abajo. Lo intenté la otra semana, ¿recuerdas? Casi me
rompo el pie. Debe ser de acero o...
Bang.
La puerta se abre de golpe y la luz uorescente del vestíbulo se
extiende por la alfombra. La rabia sin adulterar me hace ponerme en
pie, pero Ma tiene un instinto de supervivencia diferente: hace un
ruido raro, de niña, y se tira de mi edredón sobre la cabeza.
Y luego está aquí. Oscureciendo mi puerta. Sus ojos salvajes buscan
en la habitación hasta que chocan con los míos.
Gah. Verlo me aprieta los pulmones y luego me hace arder la
garganta. Han pasado dos semanas desde que me desperté en su
cama ensangrentada junto a un cheque de un millón de dólares y
una cobarde confesión escrita en una tarjeta de Sinners Anonymous.
Y durante dos semanas, he sido un desastre trastornada. Alternando
entre sollozos, planeando su muerte y borrando su nombre de mi
espalda.
Pero aquí está, con su traje más negro y sus arrugas más marcadas.
He pasado dos semanas retorciéndome en su maldita trampa, y todo
el tiempo se ha paseado como si no le importara haber perdido la
llave.
Que se joda. Que se joda veinte veces más.
—Fuera.
Su atención se centra en el bulto del sofá y las chispas se vuelven
negras. Una mano busca su pistola, la otra arranca el edredón.
Apunta la pistola a la cara de Ma .
—¿Te estás follando a mi chica?
Ma chilla y levanta las palmas de las manos en señal de rendición.
En cuanto Rafe se da cuenta de que solo es mi vecino Golden
Retriever, pone los ojos en blanco.
Lanza el extremo del cañón de la pistola en dirección a la sala.
—Muy bien. Vete antes de que te mees encima.
Ma ni siquiera me devuelve la mirada antes de salir corriendo de
mi apartamento.
Maldito traidor.
El golpe de la puerta resuena en la habitación y luego se apaga en un
pesado silencio.
Nos miramos jamente durante tres latidos tartamudeados antes de
que encuentre mi voz.
—Tienes un poco de cojones al entrar aquí. Y no soy tu chica...
Da un paso repentino hacia mí y pierdo el aliento necesario para
terminar la frase. No soy lo su cientemente rápida para esquivar la
mano que vuela hacia mi nuca, pero ojalá lo fuera, porque su
proximidad me hace nadar la cabeza. Ha traído consigo el frío del
invierno, pero su mano está caliente y su peso me resulta
amargamente familiar.
—Penny. —Sus ojos se suavizan mientras buscan en mi cara. Luego
se deslizan hacia el sur y se endurecen en mi clavícula—. ¿Quién te
dio ese collar?
Ah, por una fracción de segundo, casi pensé... Cristo. Me da
vergüenza admitir lo que pensé. Ya debería saber que el amor no es
como en las películas. Raphael Visconti no hizo estallar la puerta de
mi casa porque de repente se dio cuenta de que no podía vivir sin
mí.
Mi mandíbula se tensa y me concentro en la pared que hay detrás de
su cabeza.
—Déjame adivinar; ¿todavía tienes mala suerte a pesar de que me
echaste de tu vida, y ahora esperas que si compras un collar propio,
te ayude? Sabes, estoy empezando a pensar que tu suerte no tiene
nada que ver conmigo, y todo con que eres un enorme idiota...
—La mujer, Penelope. Descríbemela.
Intento zafarme de su agarre, pero él sólo lo intensi ca. Hay un tono
desesperado en su tono y me pica la curiosidad. Vuelvo a mirar
hacia él y me doy cuenta de que también se re eja en sus ojos.
—No lo sé.
—Piénsalo —gruñe.
—Cabello oscuro, de unos cincuenta años, tal vez.
—Dame más.
—He dicho que no lo sé, Rafe. Parecía na. Bonito vestido, tacones
altos. Tenía esta gran piedra en su dedo. ¿Cómo se llama esa piedra
preciosa púrpura?
Sus párpados se cierran. Me suelta y se acerca a la ventana. Enlaza
los dedos detrás de la cabeza y mira hacia la calle.
—Amatista. Una alianza de amatista.
La habitación se hincha con el sonido de su pesada respiración.
—¿Quién era ella? —Susurro.
Sus hombros se tensan.
—Mi madre.
El suelo bajo mis pies se ablanda. Mis dedos vuelan hacia mi collar,
como para asegurarse de que sigue ahí.
—Cómo... —Vacilo, negando con la cabeza—. ¿Cómo lo sabes?
¿Cómo puedes estar seguro?
Deja escapar un resoplido.
—Estoy seguro, Penny. Lo veo ahora, tan claro como todo lo demás.
Joder, no sé cómo no había conectado los puntos antes. No hay nada
único o especial en el diseño, supongo. Y en serio, ¿cuáles son las
posibilidades? Pero ella nunca se lo quitaba, ni siquiera para cenas y
bailes elegantes. Sólo se ponía sus diamantes o sus perlas encima.
Recuerdo... —Se aclara la garganta y se pasa una mano por el cabello
—. Siempre se los desenredaba en el auto de vuelta a casa.
Mi corazón se parte en dos, justo por la mitad. Cuando doy un paso
adelante, su mirada se encuentra con mi re ejo embadurnado en la
ventana. Nos miramos jamente, con una quietud que envuelve la
habitación.
Tiene razón. ¿Qué posibilidades hay? Toda la rabia de mi cuerpo se
ha evaporado, y me queda un dolor horrible y hueco detrás del
plexo solar.
—Eso suena a destino —me atragantó.
Su risa no tiene gracia.
—Sí, así es.
Se gira y me mira. Me mira de verdad, como si memorizara cada
ángulo de mi cara. Exhala, se frota la mandíbula y sacude la cabeza.
—Joder, Penny. Mírate.
Aturdida, miro estúpidamente mi combinación de chándal y
calcetines mullidos y frunzo el ceño.
—¿Qué sucede conmigo?
Cuando levanto la vista en busca de una respuesta, el pulso se me
agita en la garganta. Ha cerrado la brecha entre nosotros, buscando
mis caderas y acercándome tanto que mi cuerpo se funde con el
suyo. El calor de su estómago, que arde a través de mi sudadera, me
derrite el hielo del pecho. Y cuando deja caer su frente sobre la mía,
bloqueando la luz de la habitación, se abren los recuerdos de
violentos amores y suaves masajes, y, joder, las malditas mariposas
que siempre los acompañan.
—¿En qué estaba pensando? —murmura, rozando su nariz con la
mía—. ¿Cómo pude pensar que podría dejarte ir, Queenie?
Antes de que mis pensamientos se consoliden, me agarra un puñado
de cabello y acerca su boca a la mía. El áspero agarre está en
desacuerdo con su suave beso, haciendo que mi sentido común se
salga de su eje.
Me coge el labio inferior entre los suyos, tirando de él lentamente,
como si estuviera saboreando el sabor. El movimiento enciende una
nueva llama en mis entrañas y, por primera vez en dos semanas, no
es ira o rabia, sino necesidad. Todo lo que puedo pensar mientras
introduce su lengua en mi boca y gime con aprobación cuando se lo
permito, es que me está besando.
No hay una lluvia helada que entumezca mi piel y no estoy
resbaladiza por su sangre, pero la sensación es igual de dramática.
Los latidos de mi corazón retumban tan fuerte que ahogan todos mis
pensamientos, y ahora no soy más que mis sentidos. Veo estrellas en
la parte posterior de mis párpados, destellos de verde cuando me
atrevo a abrirlos. Saboreo su sabor a menta, huelo su aroma
masculino. Ni siquiera me doy cuenta de que nos hemos movido
hasta que siento que la parte trasera de mis piernas se encuentra con
el lateral del sofá.
Rafe me echa la cabeza hacia atrás y raspa con sus dientes la curva
de mi garganta, antes de chupar donde late mi pulso.
—Ven a casa, Queenie. Ven a casa y deja que te adore cada día
durante el resto de tu vida.
Gimo y le toco el pecho. Tal vez porque sus labios no están asaltando
los míos, consigo responder con algo de coherencia.
—Estoy en casa.
Su palma me roza la columna vertebral y me da una palmada en el
culo.
—Nuestra casa —gruñe en mi clavícula, plantando violentos besos a
lo largo de ella—. El yate, nena. Cuelga tu ropa robada en mi
armario, haz tus horribles lasañas en mi horno. Enciende tus velas
femeninas en todas las habitaciones. Lo quiero todo, todo tú. Sólo
ven a casa.
Me deja caer en el sofá y se echa encima de mí. El desvencijado
marco de mi compra de Craigslist se resquebraja bajo nuestro peso.
Rafe me mira, con los ojos oscurecidos.
—Nuestra casa tiene sofás resistentes y no parece una guarida de
mala muerte.
Acerco mi rodilla a su ingle, pero él la atrapa y la empuja
bruscamente hacia un lado, bajando entre mis muslos.
—¿De verdad estás haciendo bromas cuando todo lo que quiero
hacer es atravesar tu cara con mi puño?
Mis palabras se convierten en un gemido cuando me sube el top y
me lame la cintura del chándal.
—Y lo único que quiero es averiguar si sigues sabiendo tan bien como
lo recuerdo. —Me mira con un calor peligroso, tirando de mi cintura
entre sus dientes como un animal—. Puedes atravesar mi cara con tu
puño después.
Casi pregunto: «¿Promesa de meñique?» pero entonces su lengua
caliente chisporrotea contra mi clítoris y, oh, bueno, supongo que
tendré que creer en su palabra.
Capítulo
Veintidós

Penny

E l enome cuerpo de Raphael Visconti se extiende por las cuatro


esquinas de la cama individual. El espectáculo sería cómico si la
cama no fuera mía, y si él no estuviera desnudo.
No puedo dejar de mirarlo. No he dejado de hacerlo desde que la luz
del sol atravesó las persianas y me despertó. Sus colores se han
intensi cado en las horas transcurridas desde entonces, y ahora
bañan su bronceada piel con un brillo dorado, dando un vibrante
resplandor a sus tatuajes.
Está tumbado de lado, con un grueso brazo que desaparece bajo mi
almohada. La ojedad de su mandíbula profundiza el contorno de
sus pómulos; el suave ascenso y descenso de su pecho hace que la
serpiente de su cuello se ondule.
Parece tan tranquilo.
Se ve tan desgarradoramente guapo.
Parece un imbécil.
Retiro el pie y le doy una patada en la espinilla.
Su cuerpo se mueve antes de que se abran los ojos, me pone de
espaldas y se echa encima de mí con un siseo caliente.
—¿Acabas de darme una patada?
—Has tenido suerte, estaba apuntando a tu polla.
Por n abre un ojo y me clava una mirada sombría pero fulminante.
—¿Por qué carajo fue eso?
—Te daría tres teorías, pero todas ellas probablemente serán
correctas.
Su ceño se suaviza cuando su mirada se dirige a mis labios. Desplaza
su peso para acariciar mi mejilla con una mano y acerca su boca a la
mía.
—Buenos días a ti también —murmura, besándome suavemente—.
Deja que te dé un beso antes de que me arranques la cabeza.
Fundirme en el colchón es un re ejo involuntario. También lo es el
patético suspiro que surge en mi garganta. Rafe lo toma como un
permiso para besarme de nuevo.
—Muy bien, quizá dos —dice, rozando con sus dientes mi labio
inferior.
Siento cómo se endurece contra el interior de mi muslo, y mis
pezones se tensan en previsión. Anoche follamos toda la noche.
Mucho. En mi sofá ahora roto, en mi ducha demasiado pequeña.
Con sus labios contra los míos como novedad, y sus sedosas
palabras dulces en mi oído, me sentí débil y exible; la chica del yate
que arrojaba al Pací co todo lo que no estaba clavado no aparecía
por ninguna parte. Abandoné el trabajo. Despache al repartidor de
pizza, por el amor de Dios.
El beso de Rafe viaja hacia el sur y también su mano, que agarra la
base de su erección y la frota por mi raja. Se me ponen los ojos en
blanco y se me van a la nuca.
No.
Cierro los muslos con fuerza.
—Basta —siseo, girando para mirar por la ventana—. Estoy
enfadada contigo.
Me mantiene la mandíbula en mi sitio y se inclina para chupar un
pezón. Joder.
—Lo sé, nena —dice, después de un descuidado chasquido cuando su
boca suelta mi pecho—. Deja que te lo compense.
Se me doblan los dedos de los pies y se me arquea la espalda.
Aprieto los dientes para no gemir.
—Otro orgasmo no va a ser su ciente.
Se acerca de nuevo a mi garganta, sonriendo contra ella.
—¿No? ¿Entonces qué quieres? ¿Diamantes? ¿Un auto? ¿Dos autos?
¿Una isla, Queenie? ¿Un Birkin de todos los colores? Joder —me lame
el punto sensible detrás de la oreja—. Te daré el mundo en todos los
colores si lo quieres.
No puedo evitar un gruñido de aprobación. Es la buscavidas que
hay en mí, supongo.
—Sí.
—¿Si a qué?
—Todo.
Su risa vibra contra mi pulso.
—Trato hecho.
—Y una cosa más.
—Lo que sea, es tuyo.
Le agarro un puñado de cabello y le tiro de la cabeza hacia atrás.
—Quiero que te vayas.
Su mirada es entrecerrada y confusa.
—¿Qué?
—Mi cama. Mi apartamento. —Trago saliva—. Tienes que irte.
Rafe tarda tres pesados segundos en darse cuenta de lo que estoy
diciendo. Cuando lo hace, apoya su peso en las palmas de las manos
y me mira jamente.
—¿Qué?
Aprovecho la distancia que pone entre nosotros y escapo, saltando
por debajo de él y envolviendo la sábana de la cama. Corro hacia la
ventana, donde estoy lo su cientemente lejos de él como para que
esas grandes manos y esa lengua experta no puedan in uir en mi
decisión.
—¿Qué creías que iba a pasar, Rafe? ¿Pensaste que podrías arrancar
la puerta de mi casa, lamerme el coño, enseñarme esos abdominales,
y que todo estaría perdonado? ¿Por un pequeño giro del destino?
¿Por qué clase de idiota con cerebro de esponja me tomas?
Sentado ahora en la esquina de la cama, me mira sin comprender.
—¿Por qué me follaste anoche entonces?
—Estaba caliente —le respondo. Cuando frunce el ceño en señal de
confusión, suelto un ruido de frustración—. No sé ni por dónde
empezar, de verdad. Empecemos por el hecho de que eres el dueño
de Sinners Anonymous. He estado con ando en esa línea telefónica
todos los días desde que tenía trece años. ¡Era mi maldito diario,
Rafe! ¿Cuándo te diste cuenta de que llamaba?
Golpeo mi pie, esperando una respuesta. Al nal, palmea la
mandíbula y responde con fuerza.
—Después de la tormenta en la cabina telefónica. Llamé al revés al
número.
Me siento mal. No he asumido el hecho de que él está detrás de la
relajante voz robótica que me ha escuchado durante todos estos
años. Cada vez que dejo que mi cerebro vaya hacia allí, me retuerzo
de vergüenza, pensando en todas las cosas desagradables que debe
haber escuchado. También me siento muy estúpida; mirando hacia
atrás, había dejado caer muchas pistas. Sabía mi desayuno favorito,
el cóctel que me gusta. Que no sé trenzar mi propio cabello.
—Un juego sólo es divertido cuando ambas personas saben que
están jugando. Cualquier otra cosa te convierte en un imbécil —dije
—. Tuviste un millón de oportunidades para decirme que eras el
dueño, pero no lo hiciste. Y cuando me lo dijiste, fue sólo por
razones egoístas. —Una nueva oleada de rabia me quema el
revestimiento del estómago—. ¿Y la forma en que me lo dijiste? Por
Dios, ni siquiera me hagas empezar. —Me dirijo a la cómoda, cojo el
cheque de un millón de dólares y lo agito—. ¿Qué coño es esto? Te
diré lo que es; es una salida cobarde. Pensaste que tomaría el dinero
y huiría, y así no tendrías que romper conmigo. Noticia... —Le arrojo
el cheque a los pies—. ¡Todavía estoy aquí!
Los dos miramos el papel arrugado en mi alfombra. Lo recojo y lo
vuelvo a poner en mi tocador. Tengo manía con la ira, pero no soy
estúpida.
Inspirando profundamente, aprieto la sábana a mi alrededor e
intento estabilizar mi voz.
—Es una locura, en realidad. Llevo cinco minutos despotricando
contra ti y ni siquiera he mencionado el hecho de que me colgaras de
la borda de tu yate como a un puto pez en un sedal.
Nos miramos jamente, mi mirada más caliente que el in erno, la
suya ilegible. Finalmente, asiente con la cabeza, deja caer los codos
sobre las rodillas y se frota las manos.
—Lo siento —dice en voz baja.
—Sentirlo no es su ciente —le susurro.
Sus ojos brillan.
—¿Entonces qué será, Penny? Porque una cosa es segura: no voy a
caminar por esta tierra sin ti. —Se ríe amargamente, pasándose una
pata por el pecho—. Lo he intentado. No me gustó.
El silencio resbala por las paredes como si fuera jarabe. De repente,
me doy cuenta de algo: no sé qué quiero de él. Él no sabe qué darme.
Sólo somos dos idiotas que no saben cómo funciona el amor.
Siento la garganta como papel de lija.
—Bien, entonces. Averígualo.
Se queja, haciendo rodar su cuello.
—Rory no me habló de esta parte.
—¿Qué?
Se levanta, sacudiendo la cabeza.
—Nada, nena.
Desvío la mirada mientras se viste, sabiendo que si veo cómo se
exionan esos bíceps mientras se aprieta el cinturón, volveré a estar
boca abajo en la cama, agitando el culo en el aire, y mi monólogo
habrá sido inútil.
Le sigo hasta la puerta principal, que se agita contra el marco gracias
a su patada de burro. La única razón por la que no me han robado es
porque hay dos hombres fornidos fuera. Se me calientan las mejillas
cuando me doy cuenta de que sin duda han oído todo mi arrebato y,
lo que es peor, a mí gritando el nombre de Rafe de otra forma
durante toda la noche. Pero cuando nos dirigimos a la entrada, se
apartan educadamente y se quedan mirando las paredes.
Rafe se gira, agarra la sábana y me empuja hacia él antes de que
pueda esquivarlo. Cuando intento girar la cabeza, me sujeta la
mandíbula con la mano y aprieta la boca contra la mía.
—Lo siento de verdad, Queenie —murmura de un modo que me
pone las rodillas como gelatina—. Lo solucionaré, lo prometo.
No me atrevo a respirar; tengo demasiado miedo de que se me
escape algo bonito. En lugar de eso, aprieto la tela a mis costados y
lo veo cruzar el umbral.
—Espera —suelto.
Se gira al nal de la escalera y sus ojos esperanzados chocan con los
míos.
—Negro.
Se entrecierran.
—¿Qué?
—Ese es el color en el que quiero mi Birkin. —Hago una pausa—. El
primero.
Luego cierro de golpe la puerta rota.
Capítulo
Veintitrés

Rafe

—A rrastrarse.
Dejo de hacer girar mi cha de póquer y frunzo el ceño.
—¿Qué?
Rory me mira jamente desde el otro lado de la mesa del desayuno,
como si acabara de descubrir que sólo tengo una neurona y se
preguntara cómo sobrevivo al día a día.
—Quiere que te arrastres, Rafe. —Su labio se curva en una mueca—.
Y con razón. Ganso, no es de extrañar que haya desaparecido de la
faz del planeta, bicho raro.
Me paso un nudillo por la mandíbula y miro jamente la encimera
de mármol. Me pregunto si golpearme la cabeza contra ella me hará
entrar en razón. Lo peor de la reacción de Rory es que sólo le he
contado la versión super desinfectada de la historia. Perder la
apuesta del beso, el cheque y el collar. Me salté todo el asunto de la
línea directa, el sexo salvaje entre enemigos con bene cios y, por
supuesto, el hecho de que arrastré a Penny a la proa del yate bajo la
lluvia torrencial. ¿Y ella reacciona así?
Sí, soy un cabrón de grado A.
Estaba tan cegado por la mala suerte que me trajo Penny, que no me
paré a pensar en cómo la había herido. Había pensado que el cheque
de un millón de dólares sería su ciente para endulzar el golpe, pero
joder, verlo todavía arrugado en su tocador esta mañana fue un
puñal en el pecho. ¿Me odiaba tanto que ni siquiera lo cobró?
La tetera silba y Rory se levanta de un salto para coger tres tazas del
armario. Mientras la observo, una rara oleada de pánico me hace
perder los nervios.
—Bueno, ¿qué coño hago?
—Pedir disculpas, para empezar.
—Lo intenté, no funcionó.
A mi lado, Angelo se ríe con sus huevos. Me doy la vuelta para
mirarle jamente.
—¿Cómo te has arrastrado?
Me mira con pereza.
—Maté a su prometido de setenta años con un tiro en la cabeza.
¿Para qué tenía que arrastrarme?
Rory tararea su aprobación. Pongo los ojos en blanco y un cóctel de
amargura y celos me invade. Mi hermano y su mujer son una
imagen enfermiza de la felicidad conyugal. Todavía llevan puestos
sus monos a juego después de un vuelo matutino. Angelo hizo el
desayuno; Rory está preparando el té. Cristo, solía compadecerme
de los made men en el pasillo, y ahora estoy poseído con la idea de
estar al nal de uno, esperando a Penny. Apuesto a que se ve sexy de
blanco. Le queda bien todo.
Pero primero, arrastrarse. Sí, claro.
—Tu primer problema es que parece que sólo has vuelto por ella
porque te has enterado de que el collar era de tu madre. —Rory echa
un montón de azúcar en una taza y la remueve pensativamente—.
Probablemente esté pensando que si no fuera así, nunca habrías
tirado su puerta abajo. —Me mira—. Muy Gabe, por cierto.
Angelo se ríe de nuevo. Hoy está de muy buen humor.
—¿Estás bromeando? Cualquiera con ojos podía ver que Rafe
siempre iba a volver arrastrándose. Estaba tan seguro, que tengo tres
apuestas diferentes sobre el tiempo que tardaría.
Frunzo el ceño.
—No apuestas.
—Y tú no llevas sudaderas y ves la tele basura con mi mujer. He
hecho una excepción.
Gimiendo, me paso una mano por la cara. El puño de mi camisa
huele a perfume de Penny y me dan ganas de arrancarme los ojos. La
verdad es que el hecho de que Gabe me dijera que el collar de la
suerte de Penny era de nuestra madre era la excusa, no la razón.
Claro, es el giro más perfecto del destino, uno que hace que no me
importe un carajo que ella sea lo más desafortunado que me haya
pasado, pero estaba en el punto en que cualquier excusa hubiera
sido su ciente. Diablos, una vez que descubrí que no se había ido
realmente de la ciudad, habría echado abajo su puerta por dejar un
clip en su apartamento.
Rory coloca una taza humeante frente a mí.
—Aquí tienes tu té, Rafey —dice dulcemente. Demasiado dulce.
Cuando miro el líquido humeante, Angelo lo empuja fuera de su
alcance.
—No te bebas eso —murmura, masticando una rebanada de pan
tostado—. Hoy te necesito bien a lado.
—Gesù Cristo. —Miro a la espalda de Rory mientras prepara tés para
ella y Angelo. Usando una cuchara diferente, obviamente—. Tu chica
es una psicópata —digo en italiano rápido.
—También la tuya —me respondió con un gruñido—. Escuché a los
hombres de Gabe hablar sobre el estado de tu yate.
Hago una mueca. No he vuelto allí desde que dejé a Penny en mi
cama. No porque supiera que sería habitable, sino porque la idea de
estar en las habitaciones que ella llenó una vez me hace sentir
violenta.
—A la mierda, la obligaré a estar conmigo. Eso es lo que todo el
mundo hace...
El puño de Angelo se extiende y aprieta el mío. Ni siquiera me había
dado cuenta de que estaba haciendo girar de nuevo mi cha de
póquer, esta vez a un millón de revoluciones por minuto.
—Todas esas hojas de cálculo y contratos, y sigues siendo estúpido.
Es muy fácil. Lo único que quiere es que le demuestres que no eres la
enorme polla que te has hecho parecer. —Me suelta la mano y
apuñala su tocino—. Arreglarás esto, porque eso es lo que haces:
arreglar las cosas. Aunque tengas que arrastrar tus pelotas sobre un
lecho de brasas mientras le das una serenata, lo harás. —Hace una
pausa, una sonrisa ladea sus labios—. Te joderé durante los
próximos diez años, pero lo harás.
Mi mandíbula se tensa. Por desgracia, sé que tiene razón. Él toma mi
silencio como un acuerdo.
—Bien. ¿Has terminado de ser una perra llorona? Porque tenemos
que hablar de temas más urgentes.
Sigo distraído con el cabello rojo y los portazos.
—¿Cómo qué?
—Como Gabe. Ha vuelto a ausentarse sin permiso. —Me mira—.
Sólo tenías que ir y ser apuñalado, ¿no?
Mi mirada se endurece en la suya. No le he dicho que ayer vi a Gabe
en la iglesia, y mucho menos su estado.
—Ya sabes cómo es: volverá.
—Sí, pero ¿dónde ha ido y por cuánto tiempo? Ahora no es sólo
nuestro hermano; es nuestro consigliere. Tiene un trabajo que hacer.
Que se haya ocupado de Dante no signi ca que pueda irse de
vacaciones cuando quiera. —Mira por encima del hombro hacia el
pasillo y baja la voz—. Además, no me gusta tratar con sus hombres.
Has leído Lord of the Flies, ¿verdad?
—No te preocupes por Gabe —aclara Rory, deslizando una taza
frente a Angelo y tomando asiento en la barra del desayuno—. Está
bien.
Le quito una tostada del plato a mi hermano antes de que pueda
cogerla.
—¿Sí? ¿Y cómo lo sabes, Sally la Psíquica?
—Hablé con él anoche.
Los dos la miramos jamente. Angelo se aclara la garganta.
—¿Tú qué?
Su mirada desaparece tras un velo de vapor mientras se lleva la taza
a los labios.
—Vaya, qué hombres son. Si están preocupados por él, llámalo.
El silencio está teñido de incredulidad. Rory bebe un trago perezoso,
con los ojos clavados entre mi hermano y yo.
—¿Sabes dónde está Gabe? —le pregunta Angelo con calma.
—Sí, pero no soy una soplona. —Su celular vibra en el mostrador, y
sus ojos se iluminan—. ¡Oh, mi ganso, es Ma , lo que signi ca que
podría ser Penny!
Mi corazón late a toda velocidad al oír su nombre. Me siento más
erguida, de repente me importo un carajo el paradero de Gabe.
—Contesta.
Rory me mira como si me hubiera vuelto loco.
—¿Delante de ti? ¡Ya quisieras!
Sale corriendo de la habitación y sube las escaleras con el celular
pegado a la oreja.
Angelo deja que su tenedor caiga en el plato.
—Sabía que no debía dejarla pasar tanto tiempo con Gabe en el
garaje. Es una mala in uencia.
Le lanzo la tostada a medio comer.
—Tu mujer acaba de intentar envenenarme; creo que puede
arreglárselas sola. —Me pongo en pie, me aprieto los gemelos y doy
una zancada hacia la puerta—. Me voy. Tengo cosas que hacer.
—¿Cómo qué?
—Como buscar en Google lo que signi ca arrastrarse.
Angelo me llama por mi nombre cuando cruzo la puerta. Me giro y
me encuentro con su media sonrisa.
—Ella estaba llamando a la línea directa, ¿no?
Con la mandíbula apretada, asiento con la cabeza.
—Y estabas escuchando sus llamadas, ¿verdad?
Vuelvo a asentir con la cabeza y mi hermano estalla en una sonora
carcajada.
—Joder, no puedo esperar a ver cómo resulta esto. Cuando me
enteré de que Rory estaba llamando a la línea directa, no le hice caso.
Si hubieras hecho lo mismo, ahora mismo estarías mojando la polla.
Lo fulmino con la mirada.
—¿No escuchaste ninguna de las llamadas de Rory?
—No. No soy entrometido, como tú.
—No te preocupes; no te perdiste mucho, hermano. Sus confesiones
eran una mierda.
Antes de que pueda saltar y abalanzarse sobre mí, me dirijo a la
entrada y lo hago saltar por encima de mi hombro.
Capítulo
Veinticuatro

Penny

L a cafetería está iluminada de color amarillo, el zumbido de la


charla entre sus paredes me adormece. El exterior es lúgubre, un
tiempo perfecto para la siesta. Apenas puedo ver el cielo al otro lado
de la ventana, llena de condensación, pero cuando aprieto la mejilla
contra el cristal húmedo, oigo el viento silbando por la calle
principal.
Mis párpados se cierran. Estoy cansada. Ahora que sé lo que se
siente al dormir toda la noche, no sé cómo solía permanecer
despierta.
El timbre de la puerta suena y se produce una oleada de actividad.
Sonrío incluso antes de abrir los ojos, porque eso es algo que he
notado en Rory, Wren y Tayce. Cada vez que entran en una
habitación, una energía caótica los persigue. Del tipo bueno y
contagioso.
—¡Dios mío, Penny! ¿Estás bien?
Agacho el cuello para ver a Wren haciendo clic entre las cabinas, con
un revuelo de cabello rosa y rubio. Se desliza a mi lado y me rodea el
cuello con sus brazos. Su aroma a chicle me hace un nudo en la
garganta.
—Estoy bien, Wren. ¿Cómo has estado?
Se quita un guante brillante y me golpea con él.
—Preocupada, así he estado. —Sus ojos recorren mi cara, como si
buscara algo—. ¿Por qué no me has llamado?
—Porque cada vez que alguien te llama con un problema, tu consejo
es escuchar los grandes éxitos de ABBA en repetición. —Me doy la
vuelta y veo a Tayce que se sienta en el asiento de enfrente. Se acerca
y me planta un beso en la mejilla. Siempre está muy guapa, y hoy no
es una excepción, con su chaqueta y sus enormes gafas de sol
echando hacia atrás su cabello negro.
—Entiendo por qué no llamaste a Wren, pero ¿por qué no me
llamaste a mí? —dice, arrastrando mi batido hacia ella—. Te habría
llevado a una noche loca en Cove. Habríamos bailado encima de las
mesas, habríamos tomado demasiados chupitos. Diablos, te habría
emborrachado tanto que no recordarías tu propio nombre, y mucho
menos el de Rafe.
Me río, pero a Wren no le hace tanta gracia.
—Ah, encantador. Y luego, al nal de la noche, sería yo quien te
diera las chanclas y te sujetara el cabello mientras estás enferma en
un cubo de basura.
—Probablemente no debería ofrecerse para cuidar a los borrachos en
Cove entonces —re exiona Tayce, sorbiendo de mi batido.
—La amabilidad de los voluntarios hace que el mundo siga girando,
cariño —resopla Wren. Mira hacia la caja—. ¿Qué está haciendo
Rory?
Sigo su mirada y veo a Rory entregando un sobre sobrecargado a la
chica que está detrás del mostrador, con una sonrisa de disculpa en
el rostro.
—Rafe perdió la cabeza aquí hace unos días y destrozó algunas
cosas. Supongo que Rory está haciendo el control de daños en
nombre de los Visconti.
Vuelvo a prestar atención a Tayce.
—¿Qué?
Ella se ríe.
—El amor te vuelve loco, ¿verdad?
Mis mejillas se calientan pensando en Rafe viniendo aquí y
destrozando cosas. Tan poco caballeroso, tan descortés. Un escalofrío
me recorre, pero lo hago pasar por frío. No es el tipo de hombre que
se va porque se equivocó de orden.
Tal vez no le resultó tan fácil abandonarme como pensé en un
principio.
Rory se acerca, abrochando su bolso. Se detiene en la cabecera de la
mesa y me hace una mueca. Por la compasión que se arremolina en
sus ojos, sé que está a punto de hacerme la misma pregunta por
tercera vez.
—Oh, Penny. ¿Por qué no me llamaste?
Esta vez, la culpa me in a el pecho. Dejo escapar una lenta
respiración, con la esperanza de aliviar parte de la presión.
Técnicamente, sí la llamé, sólo que dos semanas más tarde de lo que
ella quiere. Después de que toda mi rabia se derramara sobre el
desordenado suelo de mi habitación esta mañana y echara a Rafe,
me sentí sin miedo. Como si pudiera enfrentarme a cualquier cosa,
incluso a coger el teléfono y llamar a las chicas.
Fui a casa de Ma y usé su celular antes de cambiar de opinión. Rory
contestó al primer timbre. No hizo preguntas, solo me dijo que dijera
una hora y un lugar y que ella, Wren y Tayce estarían allí.
Me sierro en el labio inferior con los dientes y les digo la verdad.
—Porque eres la cuñada de Rafe —le digo a Rory, antes de dirigirme
a Wren—. Y cada vez que alguien menciona el nombre de Raphael
Visconti, te agarras el pecho y lo llamas caballero. —Miro a Tayce,
que casi se ha terminado mi batido—. Y con todos esos tatuajes que
tiene, lo has visto desnudo más veces que yo.
—¿Cuál es tu punto? —Pregunta Tayce.
—Mi punto es que pensé que todos estarían en el equipo Rafe
porque lo conocen mejor. Y también... —Trago saliva—. Supongo
que estaba avergonzada por lo que pasó.
El silencio barre la mesa. Me siento como una idiota con toda mi
vulnerabilidad expuesta de esta manera. Me aclaro la garganta,
preparándome para soltar un chiste incómodo, pero Wren me agarra
la mano.
—Me voy a meter en la nariz y le voy a llamar idiota a partir de
ahora. O idiota , o imbécil. Lo que elijas.
—Y luego se lo tatuaré la próxima vez que venga a mi tienda —dice
Tayce.
Rory se desliza en la cabina junto a ella.
—Esta mañana me contó cómo te dejó en el yate así, así que le eché
un laxante en el té. No se lo ha bebido, pero lo intentaré de nuevo
mañana. Puede que sea mi cuñado, y sí, claro que le quiero, pero tú
eres nuestra amiga.
—Los amigos llaman a los amigos cuando están tristes —dice Wren,
dándome un apretón en la mano—. Habla con nosotros, llora con
nosotros.
—Planea la venganza con nosotros —dice Tayce con un guiño.
Asiento con fuerza. Es lo único que puedo hacer, porque sé que si
hablo, saldrá un ruido horrible parecido a un sollozo. Ya puedo
sentir cómo se está gestando en mi garganta.
La cara de Tayce se suaviza al darse cuenta.
—Oh, no. Cuando Wren dijo que podías llorarnos, no se refería a
ahora.
Pero es demasiado tarde. Una lágrima corre por mi cara,
chisporroteando contra mi mejilla caliente. Golpeo el dispensador de
servilletas y me escondo detrás de un pañuelo de papel rasposo.
—Ah, no me hagas caso. Estoy cansada, eso es todo.
Dios, esto es morti cante.
Es la primera vez en dos semanas que lloro por una razón que no sea
porque estoy herida. No, lloro porque de repente me siento
abrumada. En toda mi vida, sólo he tenido una amiga en la que
podía con ar, y era una voz de teléfono que no podía responder. No
estoy acostumbrada a estar rodeada de chicas que se preocupan por
mí.
Wren gime en solidaridad, porque parece que ver a alguien llorar
también la pone nerviosa. Rory se levanta de un salto para pasar
junto a ella y abrazarme, mientras Tayce se dirige al mostrador con
la promesa de traer algo extra de chocolate.
Mientras resoplo en el hombro de la sudadera de Rory, se me ocurre
algo que me hace llorar aún más.
Estas chicas compartirían sus vaqueros conmigo en un abrir y cerrar de
ojos.
Capítulo
Veinticinco

Penny

E l cielo ennegrecido por n se rompe, como lo hice en el


comedor hace unas horas. La lluvia cae libremente desde el cielo
y martillea la ventana de mi salón. Levanto la vista ante el repentino
aguacero y vuelvo a mirar la televisión.
He cambiado The Notebook por una reposición de Friends. Las risas
enlatadas resuenan en mis paredes desnudas, pero la verdad es que
nunca me ha hecho mucha gracia que Joey vaya por ahí con un pavo
pegado a la cabeza. De todos modos, no estoy mirando realmente;
sólo estoy perdiendo el tiempo hasta que Ma termine el
entrenamiento de hockey. En parte para poder comerme todos los
restos de pizza que hay en su apartamento, y en parte porque me
muero de ganas de sacarle la mierda por chillar como una perrita
cuando Rafe le apuntó a la cara con una pistola.
Rafe.
Hoy he tenido una punzada en el pecho cada vez que he pensado en
él. Supongo que es lo que se siente en la incertidumbre. Cuando lo
eché a gritos de mi apartamento esta mañana, puse el balón en su
cancha. Depende de él lo que haga con ella ahora, si es que hace
algo.
Me distraigo rozando con los dedos mi collar. No puedo creer que la
mujer que me lo regaló fuera su madre. Ahora, mi recuerdo de ella
en aquel oscuro callejón se tiñe de rosa. No es un ángel de la guarda
sin nombre, sino María Visconti: la mujer que dio a luz al hombre
del que estoy ridículamente enamorada.
Pero aun así, no es su ciente.
Claro que mi corazón quiere bailar al son de la alineación de las
estrellas, pero mi cabeza está amargada por la traición. Un hombre
que me jode es una canción demasiado familiar, y no soy capaz de
dejarla pasar tan fácilmente.
Sé que sólo han pasado unas horas, pero todavía no he oído ni una
palabra de Rafe. Lo más cercano al contacto que he tenido es llegar a
casa y descubrir que tengo una nueva puerta de entrada. Desearía
que hubiera reemplazado mi sofá mientras estaba en ello;
actualmente estoy sentada en un cojín en el suelo porque mi compra
de Craigslist yace en jirones detrás de mí.
La tarde se convierte en noche, y el tiempo pasa con una banda
sonora de lluvia incesante y de interminables anuncios de seguros
médicos. Se me empieza a entumecer el culo y, cuando me levanto
para estirar los miembros agarrotados, llaman a la puerta principal.
Ya era hora. Recorro el pasillo, con el estómago gruñendo ante la idea
de una pizza fría. Pero cuando abro la puerta, mi corazón da un salto
de unos centímetros y luego late un poco más rápido.
No es Ma , sino Rafe.
Es todo un traje ajustado y una silueta suave, que mira divertido mi
alfombra de bienvenida.
—Ni siquiera es un juego de palabras divertido.
Sólo puedo mirarle jamente.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Su mirada sube por mis sudores y me atrapa.
—Me estoy arrastrando.
Parpadeo.
—¿Arrastrando?
—Mm. —Saca un ramo de ores de su espalda—. Las arrastradas
empiezan con ores. —Frunzo el ceño al ver las rosas en sus manos.
Son de color rojo sangre y confusas. Rafe se aprovecha de mi
incredulidad haciéndome a un lado y entrando en mi apartamento
—. Según Google, al menos —continúa, antes de desaparecer en mi
cocina—. Pero Google también cree que tengo treinta y ocho años y
que poseo un Ro weiler llamado Cookie, así que ¿quién lo sabe
realmente?
Le sigo y me quedo en la puerta de la cocina. Baja las rosas y abre
armarios y cajones como si fuera el dueño del lugar.
—¿Tienes un jarrón?
—¿Qué?
Me mira, divertido.
—Para las ores.
—¿No?
—Bien. ¿Una jarra? —Examina mis mostradores blanquecinos,
entrecerrando los ojos con disgusto—. ¿Una cacerola?
Su indirecta pasivo-agresiva en mi apartamento me hace volver a la
realidad.
—Tengo una papelera que puedes usar. Puedes tirarte en ella
también, si quieres.
Con una sonrisa de oreja a oreja, saca mi Nutribullet de su soporte y
lo lleva al fregadero. Palmea la encimera mientras espera a que el
grifo se enfríe y pone el vaso de batido debajo.
—Ve a vestirte.
—Estoy vestida.
Me devuelve la mirada.
—No para cenar.
—Ya he cenado —miento.
En el re ejo de la ventana, veo cómo se le tensa la mandíbula.
—Seguro que te cabe otra.
—¿Me estás llamando gorda?
Prácticamente cierra el grifo de un puñetazo.
—Cariño, te estoy llamando una chica que come dos cenas cada
noche. Eso es un hecho. Lo he visto con mis propios ojos. —Se gira,
se apoya en el fregadero y me estudia—. No me lo vas a poner fácil,
¿verdad?
Se me seca la garganta y sacudo la cabeza lentamente.
—No te mereces que sea fácil.
Nos miramos jamente, la lluvia que golpea los cristales es el único
sonido que llena mi cocina. Entonces, su pecho se hunde mientras
deja escapar una tensa respiración.
—Ven aquí.
No me muevo. En primer lugar, ¿por qué coño iba a hacerlo? Él
también tiene piernas. En segundo lugar, ven aquí, signi ca que
tengo que ir, allí y allí es donde se toman las malas decisiones.
Factores externos, como sus manos calientes que saben exactamente
dónde tocarme, hacen que toda racionalidad se desangre de mi
cerebro.
Estoy más segura aquí.
Aquí tengo más posibilidades de mantener las bragas puestas.
Con un silbido agudo, se levanta del mostrador y se acerca a mí.
Retrocedo dos pasos, pero no soy lo bastante rápida para esquivar su
alcance. Me atrae hacia su órbita y me lleva hasta el mostrador,
deslizando mi culo sobre la super cie. Lucho por bajar de un salto,
pero él se mete entre mis piernas y me enjaula.
Se queda mirando donde sus manos agarran mis muslos.
—Estoy tratando de compensarte. Tratando de demostrarte lo
mucho que me importas. —Sus ojos se levantan hacia los míos,
suaves y teñidos de algo que no le conviene. Desesperación—. Me
estoy arrastrando, Queenie. Pero tienes que dejarme.
Los latidos de mi corazón se ralentizan, como si estuvieran
sumergidos en almíbar. Las mariposas de mi estómago levantan el
vuelo, pero parece que han salido de su hibernación demasiado
pronto. Todavía estoy demasiado amargada y dolida como para
tomar su promesa al pie de la letra, y supongo que por eso se me
escapan las siguientes palabras.
—Di por favor.
Su mirada se oscurece.
—¿Por favor qué?
—Invítame a cenar, pero di por favor.
Sus fosas nasales se agitan y, por la forma en que mira al techo, sé
que se pregunta si vale la pena la humillación. Pero entonces su
mirada vuelve a la mía, con la mandíbula tensa.
—Penny, ¿me harías el honor de llevarte a cenar? —Aprieta los
dientes—. ¿Por favor?
A pesar de no poder decidir si quiero arrancarle los ojos o no, el
placer me recorre la espina dorsal. Creo que disfruto cuando esa
palabra sale de los labios de Rafe.
—Hmm —musito, apoyándome en las palmas de las manos y
ngiendo que sopeso mis opciones—. ¿Vas a pagar?
Se ríe.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—¿Habrá postre?
—Por supuesto.
—¿Puedo tener dos?
—Puedes tener lo que quieras.
Me raspo los dientes sobre el labio inferior.
—No lo sé. Tengo otras opciones...
—Tu única opción es que te doble sobre mis rodillas y te dé unos
azotes —me dice, sacando su mano de mi muslo y buscando la
hebilla de su cinturón—. Puedes tener dos de esos, también.
—Está bien, está bien —chillo, zafándome de su agarre—. Supongo
que tengo tiempo para cenar. Pero no me voy a cambiar de ropa.
Me lanza una mirada de incredulidad sobre mi pantalón de chándal
gris, mi sudadera con capucha y mi moño desordenado.
—Es un buen restaurante.
—¿Estás diciendo que no me veo bien?
Hace una pausa y me muestra una sonrisa de plástico.
—Estarías preciosa en un saco de patatas —dice con poca sinceridad.
Me levanta del mostrador y me pone de pie—. Vamos.
Menos de cinco minutos después, estamos cruzando la calle al
abrigo del paraguas de Rafe, con sus hombres siguiendo nuestras
sombras. La emoción zumba bajo mi piel, y hay un sabor temerario
en mi lengua. Quizá sea una sádica, pero me encanta la idea de que
Rafe se rebaje. Se siente como el juego de nitivo, y es uno en el que
puedo establecer las reglas. Diablos, no sé si ganará o no, pero estoy
segura de que lo pondré a prueba para averiguarlo.
Me mantiene abierta la puerta del lado del pasajero. Miro a sus
hombres que suben al convoy de camionetas que hay detrás. Son
más de lo habitual y no hay ni una sola cara que reconozca. Entonces
recuerdo que Rafe dijo algo sobre que Gri n había intentado
matarlo, y me estremezco.
Eso explicaría el repentino cambio de lacayos.
En el momento en que me deslizo en el asiento, mi excitación se
agria. El olor del cuero caliente entrelazado con la colonia de Rafe.
La forma en que el respaldo abraza perfectamente mis caderas. Mis
zapatillas aún están en el hueco para los pies. La familiaridad que
vive entre estas cuatro paredes del vehículo me golpea en las tripas.
Rafe debe sentir el cambio de mi estado de ánimo cuando se desliza
en el asiento del conductor, porque se tensa. Se oye un clic cuando
cierra la puerta.
—No vas a cambiar de opinión. Ya he dicho por favor.
Me quedo mirando su per l, con la emoción hinchándose en mi
garganta.
—¿Por qué te molestas?
Su mirada es perezosa, ja en el parabrisas mientras sale a la
carretera.
—Porque te amo —dice simplemente.
Otro golpe en mis entrañas, pero este se siente más como una navaja.
Porque te amo. Aunque las haya dicho con tanta ligereza, con tanta
indiferencia, sus palabras rebotan en el auto y me ensordecen. A pesar
de que de repente me cuesta respirar, consigo sacudir la cabeza.
Entiendo cómo y por qué le quiero, a pesar de odiarle con pasión.
Pero eso es porque no me alejé de él. Él eligió separarnos con un
cheque de un millón de dólares y una confesión.
Y a pesar de su traición, puedo entender su razonamiento.
—Pero tengo mala suerte —suelto, pensando en la sangre que corre
por sus abdominales y se arremolina en el desagüe de la ducha.
Todavía no sé qué le pasó, sólo que fue una muesca más en su
cinturón de mala suerte—. Tendrás mala suerte el resto de tu vida.
Cambia de carril y echa un vistazo a la cadena de plata que
desaparece bajo el cuello de mi sudadera.
—Intento seguir el consejo de mi madre.
—¿Cuál era?
—La suerte es creer que tienes suerte —dice—. Eso es lo que te dijo,
¿verdad?
Mi corazón se aprieta al recordarlo y sólo puedo asentir.
—Así que, a partir de ahora, me creeré afortunado. —Su mano se
desliza por mi muslo e inunda de calor mi núcleo—. Tengo suerte de
que me dejes llevarte a una cita, ¿no?
Se ríe cuando aparto su mano. Tocar lleva a follar, y follar me lleva a
decir tonterías que no debería, como que yo también te amo.
Cuando salimos de la calle principal y subimos la colina hasta la
iglesia, hay un repentino y agudo crujido.
Grito. Rafe desvía el volante con una mano, mientras la otra vuela
sobre mi estómago y me enjaula en el asiento. Abro los ojos mientras
rodamos hasta detenernos entre los árboles.
Rafe enciende la luz interior y me agarra la barbilla, escudriñándome
con los ojos.
—¿Estás bien?
—S-sí. —Exhalo con fuerza y miro el parabrisas con la cabeza. Hay
un cráter del tamaño de un guijarro en el lado derecho y una
telaraña de grietas que salen de él.
Lo mira.
—Debe haber sido un trozo de grava suelta o algo así —murmura
con poca sinceridad.
—No estás creyendo lo su ciente.
Me pasa el pulgar por el labio inferior y me dedica una sonrisa sin
gracia.
—Es un trabajo en progreso, Queenie.

Después de cambiar el G-Wagon de Rafe por uno de los sedanes


que nos siguen el culo, acabamos en Hollow. Un ascensor nos acerca
al nivel del mar y, cuando salimos de él, siento el impulso de darme
la vuelta y golpearme la cabeza contra las puertas que se cierran.
Maldita sea. Este restaurante es lujoso. Del tipo que tiene
demasiados tenedores a cada lado del plato y poca comida encima.
De esos a los que no se va en chándal y con la sudadera manchada
de batido.
Desearía no ser tan condenadamente terca.
Rafe me palmea la espalda y me empuja hacia la caverna principal,
donde una camarera se apresura a recibirnos.
—Sr. Visconti, Sra. Visconti —dice, asintiendo amablemente. Hace
más cumplidos, pero estos nadan alrededor de mis oídos,
tambaleantes e incoherentes. ¿Sra. Visconti?
Cuando la mano de Rafe vuelve a encontrar mi espalda y me guía
hasta una mesa, miro jamente su per l.
—¿Por qué cree que estamos casados?
Su hoyuelo se hace más profundo.
—Porque le dije que lo íbamos a hacer.
—¿Qué? ¿Por qué?
No responde hasta que desliza una silla debajo de mí. Entonces baja
sus labios hasta el suave trozo que hay detrás de mi oreja y susurra
su respuesta contra ella.
—Porque me apetecía jugar a nuestro juego favorito. —Me planta un
beso en el cuello. Es tan suave, pero me revuelve las entrañas como
un terremoto—. Hacer creer.
Estupefacta, mis ojos le siguen mientras rodea la mesa y se sienta
frente a mí. Hay un revuelo de camareros con sonrisas y servilletas y
menús encuadernados en cuero, pero ¿cómo puedo concentrarme en
cosas triviales como los especiales del día, en un momento como
éste?
Una vez que nos quedamos solos, la mirada de Rafe se calienta en la
mía. Me separo de él por seguridad y hago un reconocimiento del
espacio.
La cueva es de una belleza inquietante. Una sala pequeña y ovalada
con un mínimo toque humano. Sólo hay seis mesas, todas vacías
excepto la nuestra, y todas están talladas en roca. El bar también lo
es, nada más que una escarpada cornisa que sobresale de la pared
más lejana, con espacio su ciente para mostrar botellas de edición
especial del Smuggler's Club en una vitrina retroiluminada.
Mi mirada se dirige hacia el techo. Parece que está goteando. Cada
roca con forma de carámbano está envuelta con nas lucecitas, que
bañan la cueva con un brillo romántico.
—Estalagmitas —dice Rafe, observándome—. Producidas por la
precipitación de minerales del agua que gotea por el techo de la
cueva.
—Estalactitas.
—¿Perdón?
—Las estalagmitas se levantan del suelo, las estalactitas cuelgan del
techo. —Frotando mis palmas sudorosas en mis joggers, añado:
—Me compraste Petrología para Dummies.
Su risa es hermosa y se clava en mi pecho como una llave, abriendo
los recuerdos de otras veces que le he hecho reír así. Endurezco la
mandíbula y los ahuyento.
—Por supuesto. —Agita una mano descuidada a su alrededor—.
Bueno, ¿te gusta?
—¿Les gustó a sus otras citas?
La irritación recorre su rostro como una sombra.
—Eres la primera mujer que traigo aquí. —Su atención se dirige a
mis labios y se lame los suyos—. También serás la última.
Intento mantener mi respiración tranquila. Intento no caer en su
encanto. Es una locura lo fácil que me resultó cuando nos conocimos,
pero ahora me nubla la vista y amenaza con desviarme del camino.
Paso el dedo por el borde bordado de la servilleta, ignorando el peso
de su mirada.
—Así que vuelves a jugar al perfecto caballero.
—¿Preferirías que no fuera un caballero, Penny?
Deslizo mi mirada hacia la suya, justo cuando un camarero aparece
en nuestra mesa.
—¿Puedo sugerir un maridaje de vinos para su comida? —
pregunta.
Los ojos de Rafe no se apartan de los míos.
—Vete a la mierda, Julia.
No sé de quién viene el jadeo, si de mí, de Julia o de los dos, pero
cuando se aleja corriendo, la vergüenza me calienta las mejillas.
—Eso fue jodidamente grosero.
Rafe es la de nición de diccionario de lo imperturbable. Actúa como
si no me hubiera oído, luego se aprieta los gemelos y se inclina hacia
la luz de la vela que parpadea entre nosotros.
—¿Te gustaría saber un secreto, Queenie?
—No. —Sí.
Se acerca bruscamente a la mesa, y entonces se oye un ruido
repugnante al arrastrar mi silla por el suelo de piedra caliza para que
me siente a su lado.
Miro jamente nuestros muslos tocándose. Mi suave sudor junto a
sus a lados pantalones. La ropa sucia junto a la suave de él. Mi
siguiente respiración es tartamuda. Joder, cómo quiero odiar a este
hombre.
Su olor familiar me debilita mientras serpentea su brazo sobre el
respaldo de mi silla y roza sus labios contra mi sien.
—Tenías razón todo el tiempo.
—¿Sobre qué? —Exhalo.
—Sobre mi pretensión de ser un caballero. —El dorso de sus
nudillos roza mi nuca, haciendo que se me ponga la piel de gallina
—. Pero sólo con otras mujeres, nunca contigo. Nunca ha habido
ninguna pretensión contigo, Penny. Cuando hablas, te escucho
porque disfruto de lo que tienes que decir. Cuando te follo por
detrás, es porque sé que también tengo el privilegio de follarte de
frente. Y cuando dejas mi cama, no puedo soportar la idea de que
sea para siempre.
No puedo hacer nada más que mirar cómo se tocan nuestras piernas.
Temo que si me muevo, el ardor detrás de mis ojos se transforme en
algo más. Estoy desgarrada, desgarrada por la puta mitad. La mitad
de mí quiere gritarle un poco más, la otra mitad me insta a inclinar la
barbilla y besarle, aunque solo sea para probar la confesión que
acaba de salir de su boca.
No hago ninguna de estas cosas. No puedo. Me limito a mirar
nuestras piernas hasta que otro camarero se acerca en lugar de Julia
y vuelve a preguntarnos tímidamente por el maridaje de vinos.

El viaje de vuelta a casa está amortiguado por el cuero Nappa y el


familiar ronroneo del motor. El parabrisas de Rafe ya estaba
arreglado cuando terminé mi tercer postre, y me gustaría que no lo
estuviera. No hay forma de que esté tan cerca de dormitar si estoy en
el sedán de un extraño, incluso si lo conduce Rafe.
Estoy llena de comida, vino y satisfacción, y mis párpados se
vuelven más pesados con cada luz de la calle que pasa. No estoy tan
lejos como para no notar que Rafe me mira y luego baja la radio y
sube la calefacción de mi asiento.
Es transparente. Sé que piensa que si está lo su cientemente caliente,
y si está lo su cientemente tranquilo, me quedaré dormida, como en
los viejos tiempos.
La noche se ha teñido de un brillo esperanzador. A pesar de mis
esfuerzos, me he reído mucho esta noche. He sentido cosas en mi
pecho y entre mis muslos que desearía no sentir. Dios, sería tan fácil
quedarme dormida aquí y despertarme por la mañana con Rafe
acariciándome la frente, pero tengo demasiado orgullo y amargura
dentro de mí, y él todavía tiene mucho que demostrar.
Entrecerrando los ojos a través del parabrisas, me doy cuenta de
dónde estamos. En menos de un minuto, más o menos, estaremos
parando frente a mi apartamento. Pero entonces el giro para Main
Street pasa a la izquierda y giro la cabeza para mirar a Rafe.
—Vas en dirección contraria. —Cuando me encuentro con el silencio,
se me aprieta el estómago—. Oye, ¿a dónde vamos?
Los nudillos de Rafe se tensan sobre el volante, en desacuerdo con
su tono indiferente.
—A casa.
—Mi casa está de vuelta por allí.
Acelera, ignorándome.
—Rafe —digo con toda la calma que puedo reunir—, date la vuelta.
—El yate está listo.
—¡Da la vuelta al auto!
Maldiciendo en italiano, gira hacia un estacionamiento. El motor se
apaga, sumiéndonos en un tenso silencio.
Deja caer la cabeza contra el reposacabezas. Se pasa una mano por la
garganta.
—Me arrastré —dice en voz baja—. Ahora, ven. A casa.
Miro jamente su a lado per l, observando cómo se contrae el
músculo de su mandíbula.
—Te arrastraste durante tres horas y veinte minutos.
Rueda la cabeza y me clava una mirada suave.
—¿Todavía me odias, Queenie?
A pesar de tener la garganta espesa por la verdad, asiento con la
cabeza.
Piensa un momento, luego da un encogimiento de hombros
descuidado y alcanza el encendido.
—Ódiame en el barco, entonces.
—Te odiaré desde mi apartamento.
—O, puedes dormir en el auto...
—Rafe.
Algo en mi tono le interrumpe. Se queda mirando por el parabrisas
durante mucho tiempo antes de asentir con fuerza y llevarme a casa
en silencio.
Para cuando aparca con su característico estilo de imbécil fuera de
mi apartamento, su enfado se ha suavizado. Se mueve en su asiento
para estudiarme, con los ojos brillantes.
—Invítame a un café, por lo menos.
Me río.
—No hay posibilidad.
Sonríe, estirando la mano para jugar con un mechón de mi cabello.
—Probablemente sólo tengas esa mierda instantánea, de todos
modos.
Estoy a punto de decirle que ni siquiera tengo «esa mierda
instantánea» en mi apartamento no hay más bebidas que el agua del
grifo y un paquete de refrescos de naranja, pero entonces su atención
se traslada a mi boca. El auto se calienta, y el tema del café es de
repente irrelevante.
Su agarre en mi cabello se hace más fuerte.
—Voy a recibir un beso de buenas noches, y eso no es negociable.
Suspiro, resistiendo el impulso de retorcer mi cara contra su palma.
Sería tan fácil besarlo. Dejar que sus manos se paseen por donde
quieran, y luego dejar que me tiren al asiento trasero cuando la
tensión sexual se desborde.
—Te costará.
Mueve la cabeza divertido.
—Ya te pagué un millón de dólares cuando perdí la apuesta.
Seguramente eso cubrirá todos los besos de esta vida.
Un veneno caliente me atraviesa ante la mención del cheque.
—Ambos sabemos que no me pagaste porque perdiste la apuesta.
Mi corazón late, resonando en el silencio. El recuerdo de despertarse
en una cama vacía me destroza la garganta. Joder, ¿cómo voy a dejar
de sentirme mal cuando pienso en ello? Rafe puede comprarme
rosas que no sé cómo cuidar y dejarme comer tres postres con su
dinero, pero ¿cómo podré perdonarle que me pague para que me
vaya? ¿Por admitir que es el dueño de Sinners Anonymous con la
esperanza de que eso sellara mi decisión de irme?
Rafe frunce el ceño, percibiendo el cambio de humor, y luego la
realización suaviza su ceño mientras roza su pulgar sobre mi
pómulo.
—Bien, ¿cuánto?
—Cincuenta dólares.
Se ríe, arrojando su cartera sobre mi regazo.
—Vendido.
Mientras se inclina, aprieto mi mano contra su pecho.
—¡Quiero decir cien!
—Jesús. Por cien, quiero algo de acción con la lengua.
Antes de que pueda negociar, sus dedos se deslizan hasta mi cráneo
y me atraen. Sus labios tocan los míos, tan suaves como un susurro
en el viento. Es el roce más ligero, pero abre mi núcleo, dejándome
hueca y desesperada por más.
A la mierda. Ha pagado, ¿verdad?
Le agarro la mandíbula y atraigo sus labios con más fuerza contra
los míos. Su gruñido de aprobación vibra en mi boca y deslizo mi
lengua sobre la suya para probarla. Me chupa el labio inferior y me
mira con los ojos entrecerrados y peligrosos mientras lo suelta de su
boca con un chasquido visceral.
Joder. El sonido es un pecado carnal, y la forma en que calienta mi
sangre sólo hace que quiera volver a escucharlo. Persigo su retirada,
besándolo más violentamente. Cada beso es más caliente y húmedo,
cada roce de nuestras lenguas humedece un poco más las ventanas.
Estoy tan perdida en su sabor que apenas noto que su palma recorre
un camino por el costado de mi muslo hasta que tira de mi cintura.
Cuando el aire toca mi cadera, una repentina claridad se apodera de
mí.
Lo alejo de un manotazo y aprieto mi espalda contra la puerta.
Vuelve a abalanzarse sobre mí, pero levanto el pie sobre la consola
central y mi rodilla crea una barrera física entre nosotros.
—Basta —jadeo, limpiando su sabor de mis labios con el dorso de la
mano.
Sus ojos son negros y hambrientos mientras bajan por mi capucha y
observan mi pecho subir y bajar.
—¿Cuánto por besar tus otros labios?
A pesar de que está muy serio y de que la idea hace que mi clítoris
palpite, suelto una carcajada.
—No más. Buenas noches, Rafe. Gracias por la cena.
Gime, dejando caer su barbilla sobre mi rodilla.
—No seas tan testaruda. Al menos duerme en el auto. —Niego con
la cabeza, alcanzando torpemente mi bolsa—. Bueno, ¿qué otra cosa
vas a hacer? —Mira hacia la ventana de mi salón como si fuera su
peor enemigo—. No vas a dormir. ¿Vas a sentarte a jugar al ajedrez
con las cucarachas toda la noche?
No, voy a tocarme el pensamiento de dónde habría ido esto si
tuviera una voluntad más débil, y luego ngir que veo veinte
episodios de Friends, mientras me obsesiono realmente con cada
detalle de la noche.
Por supuesto, no se lo digo. Tampoco acepto su insulto sobre mi
apartamento.
—Suena como la noche perfecta.
—Estaré estacionado aquí fuera toda la noche, por si cambias de
opinión.
Me doy la vuelta y abro la puerta de golpe. Mientras el aire fresco
entra y me muerde, la mano de Rafe me agarra la muñeca. Me doy la
vuelta, esperando una última súplica, pero me encuentro con un
duro gesto de su mandíbula.
Sus ojos buscan los míos, algo vulnerable bailando detrás de su
expresión seria.
—Sólo dime que tengo una oportunidad, Queenie. —Su pulgar roza
mi pulso—. Eso es todo lo que necesito saber.
Mi corazón se sale de su eje y late en algún lugar por encima de mi
ombligo. Le devuelvo la mirada, observando su mirada melancólica
y cada plano a lado de su rostro.
La emoción amenaza con ahogarme, pero no lo permitiré. Al menos,
no en el auto de Rafe. Cojo lo que me corresponde de su cartera, más
un poco de propina, por supuesto, y lo meto en el portavasos.
Le miro jamente mientras respondo a su pregunta.
—Te dije que eligieras tu ruta al in erno, Rafe —digo en voz baja—.
No es mi culpa que hayas elegido el camino más largo.
Su mirada me hace ampollas en la espalda mientras cruzo la calle y
desaparezco en mi edi cio de apartamentos.
Capítulo
Veintiséis

Rafe

E l grito de Rory llena su habitación.


—No tan apretado. Ganso, estás sujetando las hebras como un
Neanderthal.
Me encuentro con su mirada en el espejo del tocador.
—La última vez, dijiste que estaba demasiado ojo. Ahora está
demasiado apretado. Tal vez el problema sea tu cabello enmarañado.
Es impresionantemente rápida, coge el cepillo de la cómoda y se
acerca a mí para romperme los nudillos con él. Siseo, tirando de su
trenza.
—Si fueras otro, hermano, te partiría los dedos.
Dirijo una mirada despreocupada hacia la puerta, donde Angelo está
apoyado en su marco, con una expresión tan amarga como su voz.
—Casi los pierdo en el nido de pájaros de tu mujer, de todos modos.
Rory se sacude la trenza y se despeina los rizos.
—¿A la misma hora mañana?
—Por desgracia.
Guiño un ojo a su re ejo y tiro la goma del pelo a la cómoda. La
expresión de Angelo se transforma en diversión. Siento que me sigue
mientras me encojo de hombros para ponerme la chaqueta y me
agacho para darle a Maggie una caricia de despedida. Cuando sale al
pasillo para dejarme pasar, esa su ciencia empieza a cabrearme.
—Dilo ahora en su lugar.
Hace un trabajo de mierda ocultando su sonrisa detrás del dorso de
su mano.
—¿Qué?
—Cualquier comentario inteligente que estés guardando hasta que
esté a mitad de camino por las escaleras. Dilo ahora, mientras estás
al alcance de mi gancho derecho.
Frunce los labios.
—No iba a decir una mierda.
—Bien.
Pero el cabrón es un mentiroso, porque estoy a tres pasos del
vestíbulo cuando su voz ronca me persigue.
—Han pasado tres semanas.
Me detengo lentamente, mirando los corazones rosas de purpurina
que cuelgan de la araña. Al parecer, Rory se divirtió tanto con la
decoración navideña que ha empezado a decorar el día de San
Valentín dos semanas antes.
—Soy consciente —digo con fuerza.
—Tres semanas es mucho tiempo para ser un simpático lameculos,
¿no?
La irritación se desliza por mis nervios, pero más porque sé que no
se equivoca.
Tres semanas de arrastrarse. Tres semanas atrapado en el purgatorio
de la redención, jugando un juego del que sólo Penny conoce las
reglas. Tres semanas saliendo con ella, pagándole cien dólares, más
la propina, por cada beso. Tres semanas mirando la ventana de su
salón desde el otro lado de la calle toda la noche, todas las noches,
por si cambiaba de opinión sobre no dormir en mi auto.
Curiosamente, mentiría si dijera que la odio. Joder, al menos han
sido tres semanas con ella en mi vida. Además, me he obsesionado
extrañamente con averiguar qué la hace feliz. Con cada caja
bellamente envuelta que deslizo sobre la mesa de la cena a la luz de
las velas, la observo tirar del lazo con la respiración contenida,
esperando que haga que sus ojos se iluminen de esa manera que
hace que mi polla se ponga dura.
—¿El Birkin no funcionó entonces?
Miro detrás de mí y veo que Rory se ha unido a su marido en lo alto
de la escalera.
—¿Cuál? —Le respondo con un gruñido. Aparte de estar a una
insatisfactoria cogida de puño de romperme la polla, lo único
frustrante de vivir en modo simpático es que aún no he encontrado
esa cosa que hace que se le iluminen los ojos. No, el maldito Birkin
no funcionó. Los tres siguientes tampoco funcionaron. O el brazalete
Cartier, o el Benz que ha estado recogiendo multas de
estacionamiento fuera de su apartamento.
—Ah, la mierda que haces por amor, ¿eh?
Mi mirada se endurece hacia mi hermano. Tiene el brazo alrededor
de la cintura de Rory, con una expresión de su ciencia sobre la que
quiero verter ácido. Me cuesta creer que sea el mismo miserable que
se burlaba con asco cada vez que se hablaba de que tenía una esposa
en la mesa.
—La mierda que haces, en efecto. Como, oh, no sé, decirle en secreto
a todos los invitados a la cena que no toquen el pavo de tu mujer
porque es tan rosa como la casa de juegos de Barbie, y luego
proceder a comer la mitad y aguantar un ataque de salmonela en
lugar de decirle que lo vuelva a meter en el horno durante otros
cuarenta y cinco minutos. —Me pongo la mano en el corazón,
disfrutando de la forma en que la expresión de Angelo se vuelve
peligrosa—. Eso es amor verdadero.
Rory se queda boquiabierta y se vuelve hacia su marido.
—¿Le dijiste a todo el mundo que no se comiera mi pavo? —Sus ojos
se deslizan hacia los míos—. ¿De verdad? ¿Nadie se comió mi pavo?
Le sonrío y sigo avanzando hacia la puerta.
—Supongo que Gabe tenía razón: soy un chivato.
Para mi satisfacción, las palabras suplicantes de mi hermano me
siguen hasta la entrada. Al menos no seré el único Visconti que se
rebaje esta noche.
El trayecto hasta el apartamento de Penny es lento y doloroso. He
llegado a la hora punta, uniéndome al convoy de autos que se
dirigen a Hollow o Cove para pasar la noche. Antes de encontrarme
con mi carta de la muerte, habría conducido como un pendejo por la
acera, en dirección contraria por calles de un solo sentido, para llegar
más rápido. Pero hoy en día, hay más posibilidades de que si hago
eso, no llegue.
Cuando llego a la puerta del edi cio de Penny y apago las luces
contra su ventana, ya estoy deseando verla. Su cortina se mueve,
pero se toma su tiempo para bajar. Estoy a mitad de camino de
enviar un mensaje de advertencia a su nuevo celular cuando sale de
su edi cio y me detiene en medio de una palabrota.
Joder. Se ve irreal.
Dejo caer mi teléfono en el portavasos y salgo a la calle. Mentiría si
dijera que es solo para abrir su puerta; en realidad, quiero echarle un
buen vistazo.
Lleva un vestido. Uno rosa, brillante, con adornos de plumas
alrededor del dobladillo y los puños. Sus tacones blancos son tan
altos que van a hacer que robarle besos sea aún más fácil.
La vista me llena el pecho por una razón distinta a la de que está
ridículamente buena. Se niega a ponerse otra cosa que no sea una
sudadera cada vez que salgo con ella, por muy elegante que sea el
destino.
Tal vez por n estoy llegando a algo con ella.
Cuando cruza la carretera, su mirada se desliza hasta encontrarse
con la mía. Se esfuerza por ngir indiferencia, pero, como siempre,
un leve movimiento arruina su cara de póquer de mierda. Esta
noche, es la forma en que traga cuando mira el espacio debajo de mi
cinturón.
—Llegas tarde —es todo lo que dice.
Le abro la puerta y estudio su trasero mientras sube a su asiento.
—Y tú eres preciosa. —Apoyo las palmas de las manos en la parte
superior del marco de la puerta y me pongo a mirar esos muslos.
Hace tanto tiempo que no los tengo apretados contra mis orejas que
empiezo a alucinar con ello—. Bonito vestido.
Ella sonríe dulcemente.
—Gracias, tú lo has pagado.
Riendo, doy un portazo demasiado fuerte.
Se estudia las uñas mientras me deslizo en el asiento del conductor.
—¿A dónde vamos esta noche?
—McDonalds.
Sonrío ante el calor de su mirada en mi mejilla. Al salir a la calle
principal, deslizo mi mano sobre su muslo desnudo. Por supuesto,
ella la aparta de inmediato, pero a Dios le encantan los que se ponen
a prueba.
—Estoy un poco mal vestida para un establecimiento tan elegante,
¿no crees?
Miro sus tetas en ese busto con corsé. Quiero grabar la imagen en
mis retinas y añadirla a mi banco de azotes.
—Siempre puedes quitártelo; no me importaría.
Suelta una carcajada. Sé que es de verdad, porque sus risas reales
tienen esa forma de arañar mi corazón y apretarlo.
Me vuelvo hacia la carretera.
—He reservado una experiencia gastronómica molecular de ocho
platos en Le Salon Privé. Estoy seguro de que tu atuendo estará bien,
Queenie.
—Son muchas palabras, y no tienen mucho sentido. —Su celular
vibra en el bolso y lo saca demasiado rápido para mi gusto. Se ríe de
un mensaje de texto, y mis ojos se entrecierran.
—¿Quieres compartirlo?
—No. —Coloca su celular boca abajo en su regazo y mira jamente
hacia delante—. Tengo que parar en algún sitio antes de la cena.
—¿Detenernos dónde?
—En algún lugar de Cove. Te dirigiré.
La sospecha me muerde los bordes. Soy demasiado desafortunado
para cosas como las paradas, y demasiado neurótico con esta chica
para que se ría de los mensajes de texto desconocidos.
—No —digo, apretando más el volante.
Sus dedos rozan ligeramente mi antebrazo apoyado en la consola
central. Bajan hasta mi muñeca y me aprietan la mano.
—¿Por favor? —pregunta, con un tono suave y azucarado.
Joder. El auto se calienta con todas las otras veces que ha dicho por
favor, como cuando me ruega que la deje correrse. Ella sabe tan bien
como yo que estoy tan bajo su puto pulgar que puedo saborear su
huella digital.
Aprieto mi mano alrededor de la suya para que no pueda apartarla.
—Bien, pero mejor que sea rápido.
La somnolencia de Dip se transforma en la tranquilidad de Hollow,
que luego se desvanece con el brillo de Cove. La franja es una noche
de viernes frenética. Pasa en un borrón de luces y risas, y a pesar de
estar cabreado por el desvío, no puedo ignorar el zumbido de
excitación que recorre mi sangre.
Me encanta el ambiente de Cove. Me encantará aún más cuando
nalmente consiga la participación que quiero de Tor.
Penny vuelve a mirar su celular .
—Muy bien, gira a la izquierda al nal de la franja.
Frunzo el ceño.
—¿Me llevas a la punta norte? —Dios, no he subido allí desde que
éramos niños. Solía haber un parque de atracciones que se
balanceaba en el borde del mismo, pero Angelo lo quemó después
de que nuestra madre fuera asesinada allí—. Penelope... —Mi voz se
reduce a una falsa advertencia—. Si estás planeando empujarme
fuera de ella, avísame. Tendré que cancelar todas mis reuniones
mañana.
Ahí está de nuevo esa risa, lamiendo mi piel con sus deliciosas
llamas. Le aprieto la mano, esperando que el refuerzo positivo la
anime a reír un poco más.
Me dice que me detenga en lo que antes era el estacionamiento de la
feria. Ahora, es poco más que una losa de hormigón reclamada por
altísimos árboles de cicuta y sus retorcidas raíces.
Miro hacia los tres autos estacionados en el extremo más alejado.
Reclamado por los doggers también, por lo que parece.
Intenta saltar del auto, pero le agarro la mano con fuerza.
—Manta —exijo, metiendo la mano en el asiento trasero y la
envuelvo en ella antes de que pueda protestar. Estamos a principios
de febrero y ella va vestida como si fuera a un baile de verano.
Me guía a través de los árboles y de los restos carbonizados de la
feria después de que le pase el brazo por los hombros y apriete mis
labios contra su sien.
—Acabo de darme cuenta de que no has con rmado ni negado que
planeabas tirarme por el acantilado. Ciertamente vamos en esa
dirección.
—No tengo intención de empujarte —dice Penny, sonriéndome
dulcemente. Se libera de mi agarre y avanza con esos ridículos
tacones—. ¿Quién más me llevará a cenar?
—Estoy seguro de que tendrías muchos hombres haciendo cola para
llevarte a cenar.
—Mm, estoy seguro de que yo también lo haría, en realidad.
El impulso de violencia que me recorre la espalda es irracional, pero
no deja de ser violencia. Sin pensarlo dos veces, aprieto el puño en la
base de su cabello y la tiro hacia atrás, hasta que su espalda queda a
ras de mi pecho.
—Serías estúpida si confundieras mi obsesión por ti con que soy una
zorrita oja, Queenie. Jugaré a tus juegos y pasaré por todos tus aros
hasta que me pites a tiempo completo. Pero lo que no haré es tolerar
que menciones a otro hombre, hipotético o no. —Cuando levanto la
vista, me doy cuenta de que las bocanadas blancas de condensación
que salen de sus labios han cesado—. ¿Me he explicado bien?
Un escalofrío recorre su espalda y lo siento contra la pared de mi
estómago. La proximidad de su cuerpo mezclada con el olor familiar
de su champú hace que ese escalofrío se extienda más hacia el sur.
Le doy un pequeño tirón de cabello cuando no responde.
—¿Y bien?
—Sé que no lo eres —susurra.
—¿No qué?
—Una zorrita con la polla oja. —Mueve su culo sobre mi ingle, y la
agarro aún más fuerte—. Esta manta es tan gruesa, y aun así puedo
sentir tu erección pinchándome.
Muerdo una carcajada y la empujo suavemente hacia delante.
—Cuando te resignes a que no hay forma de escapar de mí, te daré
una nalgada por cada aro que me hayas hecho pasar.
Cuando llegamos al borde del acantilado, me mira, sus ojos bailan
con un cóctel de picardía y algo más incierto. El cabello baila con el
viento y mira hacia el horizonte.
—Creo que vas a querer darme más que eso.
Confundido, me giro para seguir su atención. Tardo exactamente
medio segundo en verlo. Joder, toda la costa puede verlo.
La valla publicitaria que se cierne sobre el acantilado de Hollow
siempre ha estado ahí, pero normalmente muestra un anuncio de
Hogar del whisky Smuggler's Club. Pero esta noche no. No, esta
noche, muestra una foto mía muy grande y retroiluminada. Se ha
dibujado una enorme polla con rotulador en mi cabeza, una de ellas
en medio de la eyaculación, y a la izquierda, un eslogan impreso en
grandes y negras mayúsculas.
—Raphael Visconti es un enorme pendejo —digo con mi mejor tono
de aburrimiento—. Vaya, ¿cuánto tiempo te llevó pensar en ese
eslogan?
—La agencia de publicidad me dijo que no podía usar 'coño'.
—Me sorprende que te dejen ponerlo.
—Mm. Nico movió algunos hilos. Oh-pero insiste en que te diga que
no fue su idea.
La miro, la diversión me llena el pecho.
—¿De quién fue la idea entonces?
—De Tayce, obviamente.
—Obviamente.
En el bolsillo de mi traje, mi celular empieza a vibrar. Luego vuelve a
zumbar una y otra vez, y no dudo de que es todo el mundo en un
radio de 16 kilómetros el que me pregunta por el último hito de la
costa.
Penny se mueve a mi lado, apretando su cuerpo acolchado contra mi
costado.
—¿Estás loca?
Me río y la rodeo con el brazo.
—Estoy impresionado, cariño. Incluso has encontrado una foto mía a
medio parpadear. Creía que mi equipo de relaciones públicas las
había borrado todas de Google.
—Lo han hecho. Tuve que hacer una captura de pantalla de un vídeo
tuyo en una gala elegante. Es borrosa, si te acercas lo su ciente.
Murmuro una maldición desenfadada en italiano, pero Penny se
tensa.
—¿De verdad no estás enfadado?
El viento se acelera y silba entre nosotros. Le paso un mechón suelto
por detrás de la oreja y le rozo la mejilla fría con un nudillo.
—¿Quieres que me enfade?
Ella traga. Abre la boca para decir algo, pero luego la cierra con
decisión. Está oscuro aquí arriba, en el promontorio, pero no lo
su ciente como para no ver el brillo sospechoso que cubre sus ojos
azules.
Mi corazón se aprieta.
—¿Qué pasa? —La arrastro hacia mi pecho, deslizando mis manos
bajo la manta para poder sentir más de ella. Joder, está temblando,
incluso con todo el acolchado extra—. Háblame, Queenie. ¿Quieres
que me enfade?
—No sé lo que quiero —aprieta, su aliento caliente se ltra a través
de mi camisa—. Nada de eso está funcionando.
—¿Qué quieres decir?
—Gastar todo tu dinero no me hace sentir mejor, Rafe. Tampoco me
interesa ninguno de tus regalos. Joder, cuando paraste a repostar
anoche, cogí trescientos dólares de tu cartera y no sentí nada. Inclina
la barbilla para mirarme—. Lo devolví.
—Jesús —murmuro, frotando su nuca—. ¿De verdad?
Mueve la cabeza hacia mi enorme cara en el cartel.
—Pensé que tal vez la venganza sería lo que necesitaba. Pensé que
vendríamos aquí, y vería tu cara fálica en las luces y sentiría que
todo estaba bien entre nosotros. Pero no es así.
Dejo caer mi frente sobre la suya, con el dolor hinchándose dentro de
mí.
—No quieres dinero; no quieres regalos. Me he disculpado un
millón de veces. ¿Cómo puedo arreglar esto, cariño?
Está temblando. Maldito temblor. Quiero arrastrarme dentro de ella y
hacer que se detenga.
Aspira una bocanada de aire y apoya su mejilla debajo de la clavija
de mi cuello. Las paredes de mi estómago se tensan. Lo juro; si su
respuesta a mi pregunta es nada, estoy noventa y nueve por ciento
seguro de que sacaré el Zippo de mi bolsillo y quemaré el mundo.
En su lugar, enrosca sus dedos en el bolsillo de mi camisa y deja
escapar un suspiro lo su cientemente grande como para fundir su
cuerpo en el mío.
—Necesito saber que no eres como los demás.
Nos quedamos allí durante unos minutos, mi barbilla apoyada en su
coronilla, su aliento caliente patinando por mi cuello. A pesar del
amargo frío, mi piel arde caliente e impulsivamente. No puedo
pensar con todo el ruido que hay en mi cabeza. Odio que sea el tono
petulante de mi hermano el que se cuele en el caos y me traiga la
respuesta.
Deslizo mi antebrazo alrededor de su cintura y la levanto
suavemente.
—Vamos, tenemos otro desvío antes de la cena.
Capítulo
Veintisiete

Rafe

P enny aleja su mano de la mía y retrocede lentamente hasta la


puerta de la iglesia.
—Si crees que voy a entrar ahí, debes estar loco.
La clavo con una mirada de diversión perezosa.
—Si Gabe no se deja golpear cuando entre, estoy seguro de que
estarás bien.
—Dios no es mi preocupación. En cambio, acabar siendo objeto de
un documental de crímenes reales... —Ella mira el abismo negro
detrás de mí—. Ve tú primero y enciende algunas luces. Yo esperaré
aquí.
Hay dos cosas que podría señalar en este momento. La primera, es
que no ha habido electricidad en este lugar durante años. La
segunda, es que es mucho más espeluznante estar fuera en el
cementerio solo que entrar en una iglesia oscura conmigo, incluso
con mis hombres observando desde la carretera.
Sin embargo, me dirijo a la sacristía, quito el polvo a unas viejas
velas votivas y las esparzo por el altar. La mirada de Penny me
abrasa la espalda mientras las enciendo con mi Zippo. Cuando un
nebuloso resplandor anaranjado se come lo su ciente de la
oscuridad, sus renuentes pasos resuenan por el pasillo.
—¿Por qué estamos aquí, Rafe?
Su calor roza mi espalda mientras miro jamente a la Virgen María.
—Mi padre era dueño de esta iglesia.
—Lo sé. Yo también crecí en Dip, ¿recuerdas?
—¿También sabías que era un fraude?
Penny resopla con una risa incómoda.
—Supongo que siempre me pareció sospechoso que el jefe de la
ma a fuera también diácono. Me imaginé que era un asunto de
evasión de impuestos.
Sonrío.
—Fue en parte un asunto de evasión de impuestos, en parte un
chantaje.
—¿Qué quieres decir?
Me doy la vuelta y la miro. Es jodidamente adorable, envuelta en su
manta sin más que sus grandes ojos y unos cuantos mechones de
cabello rojo a la vista.
—Mi padre se hizo diácono porque a los católicos romanos no hay
nada que les guste más que una buena confesión. —Desplazo mi
mirada hacia el confesionario de la esquina—. Él tenía suciedad en
todo el mundo y su madre.
Penny sigue mi mirada y ladea la cabeza.
—Eso es bastante inteligente en realidad —admite.
Por supuesto que ella pensaría eso, la maldita estafadora.
—Ven. La cojo de la mano y tiro de ella hacia la cabina. Con la luz de
mi celular, ilumino el estrecho alero que hay detrás, haciendo que las
telarañas brillen como hebras de purpurina—. Mis hermanos y yo
nos escondíamos aquí detrás y escuchábamos a todos los lugareños
confesando sus pecados.
—Ah, así que siempre has sido una mierda entrometida —suelta,
quita su mano de la mía. Detrás de nosotros, la puerta gime con el
viento y ella se aferra rápidamente a mí.
—No nos limitábamos a escuchar, Queenie. Nuestro padre nos hacía
decidir los peores pecados que habíamos escuchado durante la
semana, y luego... —Me muerdo el interior del labio. Claro que
Penny no es una santa, pero sigo odiando ser tan jodidamente cruda
con ella—. Eliminarlos.
Sus ojos atraviesan las sombras.
—¿Qué?
—Matábamos a los peores pecadores. —Me encojo de hombros,
recordando los buenos recuerdos de mi infancia—. Los que admitían
haber violado a sus esposas cuando volvían a casa demasiado
borrachos del bar. Los que atropellaban a los ciclistas en la carretera
de la Muerte cuando volvían a casa después de un turno de noche y
los daban por muertos.
Penny respira profundamente, procesando mis palabras.
—Entonces, ¿ustedes eran básicamente vigilantes del coro?
No puedo evitar reírme.
—Más bien Visconti en formación. La violencia es una forma de vida
para mi familia, y supongo que mi padre quería que empezáramos
pronto.
—¿Lo odiaste?
La miro.
—No. La verdad es que nos encantaba, a mí más que a mis
hermanos. Supongo que eso inició mi a ción por los juegos.
Aprieta la manta a su alrededor, mirando al confesionario como si
de repente fuera a cobrar vida y a contarle todos los secretos que se
derraman entre sus paredes de roble.
—Te gustaba tanto que iniciaste la línea directa.
—Sí. Después de que nuestro padre muriera y mis hermanos y yo
nos dispersáramos por distintos rincones de la tierra, decidí
recuperar el juego a un nivel más... profesional. Nos dio una razón
para mantenernos unidos. Ahora es más grande que el Dip. —
Alargo la mano y acaricio su mejilla con el nudillo—. Más grande
que tú, Queenie.
Su mirada toca la mía, bailando con la confusión.
—¿Eliges la peor confesión de la línea directa, la persigues y la
matas?
—Mm. Una vez al mes.
—Jesucristo.
—Shh, te escuchará.
No se ríe de mi broma. En cambio, me estudia como si me viera por
primera vez.
—¿Por qué me dices esto?
Las palabras de Angelo rebotan entre mis oídos. Demuéstrale que no
eres la enorme polla que te has hecho pasar.
—Porque necesito que sepas que no puse la línea de ayuda porque
soy un bicho raro que se excita escuchando a la gente confesar sus
pecados. —Hago una pausa—. Claro, algunos son jugosos, pero ser
entrometido nunca fue mi objetivo. Elegimos a la escoria de la
sociedad y la matamos. Por supuesto, no soy una especie de
salvador, y sí, es irónico porque matarlos también me convierte en
una mala persona, pero no se puede negar que el mundo es un lugar
mejor sin ellos. —Respiro profundamente—. No estabas usando la
línea directa para su propósito. Y, claro, cuando te oí llamar por
primera vez, estaba pensando en todas las formas mezquinas en las
que podría joderte...
—Los bocadillos de atún —dice secamente—. Arrancando la página
de mi libro For Dummies.
Le enseño una sonrisa tímida.
—¿Me estás diciendo que no habría hecho lo mismo si fuera al
revés? —Sólo pasa un instante, pero es su ciente para saber que el
muro galvanizado alrededor de su corazón se ha agrietado. Me
acerco a ella, aprovechando el avance—. Nunca hubo una intención
maliciosa. La novedad de follar contigo se esfumó muy rápido, nena.
Pronto me obsesioné con oírte hablar. Sobre cualquier cosa y todo,
no me importaba. Mientras tu voz estuviera en mi oído, era feliz.
Hay un silencio atronador entre nosotros, con el telón de fondo del
viento que sacude las ventanas entabladas. Cuando nalmente
habla, no es más que una pequeña pregunta de una sola palabra. Un
susurro en el aire lleno de polvo.
—¿Por qué?
Le paso el pulgar por el labio almohadillado. La verdad se desliza de
mi boca como mantequilla caliente.
—Porque te amo.
Me mira jamente durante unos instantes más, con una expresión
rígida e ilegible. Se me desploma el corazón cuando se aparta de
repente y recorre el confesionario, pasando un dedo por la
intrincada carpintería y las puertas enrejadas.
Con una rápida mirada hacia mí, se sumerge en el compartimento de
los penitentes y cierra la puerta tras de sí. Sin cuestionarlo, me
deslizo hacia el otro compartimento y cierro la puerta, sumiéndonos
en la oscuridad.
Las lentas y pesadas respiraciones de Penny se ltran por la abertura
enrejada que nos separa.
—¿De verdad me amas? —susurra.
Aprieto mi sien contra la reja de hierro.
—Sí.
Hay una pausa.
—Aquella noche en la cabina telefónica, me dijiste que nunca habías
estado enamorado. Si nunca lo has sentido, ¿cómo lo sabes?
Cierro los ojos. Tengo demasiadas palabras y pocas formas de
ordenarlas. ¿Cómo lo sé? Porque decirlo en voz alta es tan fácil como
respirar. Porque incluso la mención de su nombre me enciende la
piel. Porque ella es mi primer pensamiento por la mañana, y el
último por la noche.
Porque yo sólo. Joder. Saber.
Trago saliva.
—Porque aunque tenga mala suerte contigo, me siento aún más
desafortunado sin ti.
Su respiración se hace más densa, llenando los huecos de mi pecho.
De repente recuerdo por qué la he traído aquí: Necesito saber que no
eres como los demás.
Mientras su cuerpo temblaba contra el mío en el promontorio, me di
cuenta de que todo el dinero, los regalos y las comidas elegantes
nunca le darían seguridad. Sólo mis acciones y mis palabras lo
harán. Ella está dañada. Destrozada por los hombres de nuestro
mundo, y es mi responsabilidad arreglarla y asegurarme de que no
vuelva a destrozarse.
Cuando engancho mis dedos en la rejilla, las yemas de mis dedos
rozan las suyas en el otro lado.
—No me voy a ninguna parte, Queenie. Nunca.
—¿Incluso si casi te matan de nuevo?
Mi risa se ltra por la rejilla.
—Acabo de aceptar que las experiencias cercanas a la muerte son un
riesgo de estar contigo.
La rejilla traquetea suavemente. Ella también debe haber apoyado la
cabeza en ella, porque puedo sentir su calor y oler su perfume.
Aprieto los ojos, luchando contra el impulso de atravesar la pared y
agarrarla. En lugar de eso, hago acopio de toda la contención que
puedo y saco un billete de cien dólares del bolsillo y lo introduzco en
la rejilla.
—Bésame.
Al cabo de unos segundos, se desliza en dirección contraria y vuelve
a caer sobre mi regazo. Entonces se oye un barrido y un gemido de
las bisagras, y la suave luz de las velas llena mi cabina. Mi mirada se
desliza hacia Penny, que oscurece la puerta. Se agacha para entrar y
se sienta en mi regazo.
Sus mejillas están húmedas y calientes contra las mías. Me roza con
los labios la mandíbula y la boca, y me susurra.
—Este es gratis.
Capítulo
Veintiocho

Penny

En la o cina se oyen crujidos y engranajes. Nico se mete otro


puñado de patatas fritas en la boca y mastica pensativo.
—Está contando cartas.
—Es demasiado estúpido para contar cartas.
Más crujidos. Llevamos tres cuartos de hora estudiando al que
hemos bautizado como «el hombre de la camiseta roja» en el
monitor, y todavía no estamos cerca de ponernos de acuerdo sobre si
es un tramposo o no.
Nico levanta los pies del escritorio y golpea el teclado, acercándose a
él.
—Mira cómo mueve los labios, Pen. Está contando.
—Podría estar diciendo cualquier cosa. Tarareando el Himno
Nacional, recitando su versículo bíblico favorito. Sólo los
principiantes cuentan en voz alta.
Me mira con incredulidad.
—Realmente quieres ganar esos cincuenta dólares, ¿eh?
Me río.
—Claro que sí.
Mientras nos sumimos en un fácil silencio, una ráfaga de felicidad se
extiende por mi pecho. Me encanta venir al trabajo. No sólo tengo la
emoción de estafar por poder, sino que puedo pasar el rato con Nico.
Sentados aquí, comiendo bocadillos y hablando de cosas, parece que
somos niños escondidos en el guardarropa del Visconti Grand otra
vez.
Nico abre la caja de bombones con forma de corazón que le he
comprado. No es el tipo de merienda habitual que traigo al trabajo
para nosotros, pero al n y al cabo es el día de San Valentín.
—¿Entonces, tienes una cita caliente después del trabajo?
Resopla en silencio, como si mi pregunta no mereciera una
respuesta.
—Desafortunadamente, eres la única chica en mi vida, Pequeña P.
—Cielos, eso es triste.
—No es más triste que el hecho de que tu tengas un Valentín, y que
vengas a trabajar, de todos modos.
Sus palabras hacen que mi pecho se contraiga, pero una respiración
profunda y unos cuantos pensamientos racionales me devuelven la
razón. He llegado al trabajo como siempre, porque ni Rafe ni yo
hemos sacado el tema de las estas en la conversación.
No lo sé. Hemos estado en este extraño pero perfecto limbo que no
tiene nombre ni reglas. Todo cambió hace unas dos semanas,
después de la noche que me llevó a la iglesia. Algo de su apertura
me ha hecho estar más relajada y mucho menos amargada. Hemos
cambiado las cenas nas por los comedores, y mis vestidos de alta
costura por los pijamas. Tampoco me torturo subiendo a mi
apartamento después de nuestras citas y cortinillas toda la noche.
Duermo en su auto y, a veces, cuando su beso de buenas noches
rompe mi determinación, incluso le invito a subir a follar.
Bien, todo el tiempo.
—De todas formas, San Valentín es sólo una estafa para ganar dinero
—murmuro. A medida que se acercaba la festividad, el silencio
radiofónico de Rafe sobre el asunto me hacía sentir un poco
incómoda. Supongo que no tiene sentido celebrarlo, de todos modos.
Salimos todas las noches y le dije que dejara de comprarme regalos.
Además, aparte de que Rafe insiste en que todos los trabajadores del
restaurante me llamen señora Visconti, todavía no hemos puesto una
etiqueta a lo que somos.
Nico me da una palmadita condescendiente en el hombro.
—Bueno, los dos podemos ser perdedores solitarios juntos.
Sonrío para mis adentros. Nico siempre ha estado aquí para mí, ha
hecho cosas que nunca ha tenido que hacer. De repente recuerdo
algo que ha estado jugando en el fondo de mi mente. Algo que tengo
que preguntarle. Mi sonrisa se desvanece y me sudan las palmas de
las manos.
—¿Nico? —Me mira de reojo—. Mis padres nunca tuvieron una
cuenta bancaria en el extranjero con su ciente dinero para comprar
un apartamento, ¿verdad?
Se queda quieto, con un chocolate en forma de corazón a medio
camino de su boca.
—¿Cómo voy a saber el estado de las nanzas de tu familia?
—Fuiste tú, ¿verdad?
Es muy transparente, inclina la cabeza de un lado a otro mientras
sopesa los pros y los contras de decirme la verdad.
—Era mi fondo para la universidad —dice en voz baja.
El más a lado de los cuchillos se retuerce en mi pecho.
—Nico...
—Shh —gruñe, golpeando el teclado y haciendo aparecer pantallas
de cámaras aleatorias con la pretensión de estudiarlas—. Me hiciste
un favor. En realidad tuve que trabajar en la escuela para mantener
una beca. Y por eso, Pequeña P, soy tan inteligente hoy.
Me arde el dorso de los ojos al pensar en un Nico adolescente
vaciando su fondo duciario por mí.
—Gracias —nunca será su ciente.
—¿Realmente hacen algún trabajo, o sólo están sentados chismeando
toda la noche?
La voz que se desliza desde la puerta detrás de nosotros es pura
seda, pero aun así me hace saltar. Me giro y veo a Rafe apoyado en el
marco de la puerta, con un traje elegante y una sonrisa. Sus ojos se
jan en los míos y me guiña un ojo.
Se me hace un nudo en la garganta. Joder, es impresionantemente
guapo, incluso con la poca luz de la o cina. Me pregunto si alguna
vez llegaré a un punto en el que le mire y no tenga una reacción
visceral. Si algún día mi cabeza no nadará y mis mejillas no se
calentarán cuando él entre en una habitación.
Murmuro un débil saludo, me aclaro la garganta y vuelvo a los
monitores. Por el rabillo del ojo, Nico pone los ojos en blanco.
—¿Estás aquí para robar a Penny o para darme un sermón? —le
pregunta Nico a Rafe, tendiéndole la caja de bombones mientras se
acerca.
Lo mira divertido y sacude la cabeza.
—Creo que ya te he dado su cientes lecciones, cugino.
Rafe ha dejado muy claro que desaprueba que trabaje aquí. Tardé
más de lo debido en darme cuenta de que La Gruta no es un casino
normal. Todos los clientes del otro lado de las cámaras no han sido
invitados a jugar aquí por su estatus social o su valor neto. Están
aquí porque todos han sido sospechosos de hacer trampas en otros
casinos de Hollow y Cove. Resulta que algunos de ellos son super
peligrosos, y Rafe odia que haya poco más que una pared escarpada
y un pasillo que los separe de mí.
Pero no tiene que sudar. No sólo podría dar un mal golpe si tuviera
que hacerlo, sino que sé que Nico puede manejar a estos hombres.
Mientras que él puede estar tranquilo en la o cina, complaciéndome
con juegos, como ver cuántos malvaviscos puede meter en su boca,
he visto lo que sucede cuando se pone esos guantes de cuero y sale
por la puerta.
Es una bestia silenciosa.
El calor de Rafe crepita contra mi espalda. Sus manos bajan a cada
lado de mi lata de refresco y me enjaulan, provocando mini fuegos
arti ciales en mi estómago.
—¿Lista para irnos, Queenie?
—¿Ir a dónde? —Pregunta Nico—. Su turno no termina hasta dentro
de una hora.
—Esta noche, no.
La mirada de Nico se desliza hacia la mía, divertida y cínica.
—Oh, el poder del nepotismo.
Me despido y me encuentro con Rafe en el ascensor. Lleva mi abrigo
colgado de un brazo y me observa con cierto calor mientras me
acerco a él.
—¿Sí?
No dice nada hasta que suenan las puertas. Se hace a un lado para
dejarme entrar y nos quedamos hombro con hombro, viendo cómo
se cierran las puertas de espejo. En el momento en que el ascensor se
pone en marcha, mira mi re ejo distorsionado y, de repente, me
presiona con la palma de la mano en el estómago y me empuja
contra la pared. Su boca capta mi jadeo y su áspero agarre en mi
garganta me mantiene en su sitio.
Me roba un beso más profundo. Me pellizca el labio inferior. Me
derrito bajo su boca húmeda y ardo bajo su mano caliente cuando se
desliza por el interior de mi muslo y me acaricia el coño con tanta
fuerza que me pone de puntillas.
El ascensor se detiene. Su lengua me roza el cuello y me roza la oreja.
—Llevo todo el día deseando hacerlo —murmura, dándome otro
apretón en el trasero antes de separarse de mí.
Estoy drogada por su contacto y sin aliento por lo rápido que me lo
ha arrancado. Las puertas del ascensor se abren y entra el aire
amargo de febrero. Rafe se alisa la camisa y me coge de la mano,
saliendo a la noche como un perfecto caballero.
Para cuando llegamos a su auto, estoy zumbando de emoción. No lo
ha olvidado. Mi mente se precipita con todas las posibilidades que
ofrece la noche. Un paseo romántico por la playa de Cove, una cena
privada en la trastienda de un restaurante elegante. Probablemente
también ha hecho una excepción a mi petición de no hacer regalos.
Pero mi estado de ánimo se desvanece cuando me doy la vuelta y no
veo ninguna caja bellamente envuelta en el asiento trasero.
Tampoco hay nada en la guantera.
Rafe arranca el motor y me mira.
—¿Buscas algo?
Mi boca se mueve antes de que pueda detenerla.
—Es el día de San Valentín —suelto.
Apoya el codo en la consola central, frotando su sonrisa.
—¿Ah, sí? La hamburguesa corre de mi cuenta entonces, supongo.
Me arden las mejillas. Siempre están sobre ti, imbécil. Pero no lo digo.
En su lugar, endurezco la mandíbula y miro el aguanieve que cae
bailando en los faros. Sorprendentemente, mi enfado se disuelve
más rápido que el hielo que cae sobre el cristal calentado del auto.
Tal vez sea el pulgar de Rafe frotando círculos en mi muslo, o el
hecho de que se acuerde de traerme más ketchup cuando recoge
nuestro pedido del restaurante.
El calor inunda mi estómago y orece hacia fuera, calentando mi
corazón. Esto es lo que quiero. No los regalos ni el dinero, sino esto.
Esta comodidad, esta estabilidad, este amor. Es todo lo que este
hombre me da, cada día sin falta. De repente, estoy tan llena que
cuando subimos la colina hacia la iglesia, tengo una sonrisa de
felicidad en la cara.
La mirada de Rafe se encuentra con la mía, confusa.
—¿Por qué me miras así, Queenie? —Barre el horizonte, como si
buscara otro cartel con su cara—. ¿Qué estás planeando?
—Nada. —Me muerdo el labio. Por alguna razón, la palabra amor ha
perdurado, y ahora está burbujeando en la punta de mi lengua.
Intento con todas mis fuerzas que no se me escape.
Los ojos de Rafe se entrecierran con descon anza y siento el impulso
de lanzarle un hueso, al menos. Deslizo mi mano sobre la suya y me
llevo los nudillos a los labios.
—Estoy feliz; eso es todo.
Su expresión se suaviza. Me ve frotar mi boca sobre su mano y emite
un pequeño ruido de aprobación.
—¿Quieres saber un secreto? —susurra, desenroscando la palma de
su mano contra mi mejilla y pasándome el pulgar por el labio
inferior. Un escalofrío de excitación me recorre: cada vez que me
hace esa pregunta, siempre me gusta lo que sigue.
Asiento con la cabeza.
—No olvidé que es el día de San Valentín. —Su mano roza mi
costado y me aprieta la cadera—. Ven aquí.
Frunzo el ceño.
—¿Dónde?
Se agacha y desliza su silla hacia atrás. Se da unas palmaditas en el
muslo.
—Toma. Y no digas que no hay espacio. Si hay espacio para que
muevas el culo en mi cara, hay espacio para que te sientes en mi
regazo.
Con el ligero temblor que siempre me da cuando estoy a punto de
entrar en la órbita de Rafe, me desabrocho el cinturón de seguridad
y dejo que me arrastre a su regazo. Dejo escapar una respiración
temblorosa, resistiendo el impulso de fundirme en su pecho y beber
su relajante aroma.
Me da un ligero beso en la sien, mete la mano en el bolsillo lateral de
la puerta y deja caer algo en mi regazo. Tiene el peso de un montón
de dinero, pero cuando miro hacia abajo, veo que es un rectángulo
perfectamente envuelto.
—¿Qué es?
Su pecho retumba contra mi espalda.
—Lo descubrirías si lo abrieras. —Me froto las palmas de las manos
sudorosas sobre los muslos y tiro con cautela de la cinta. Rafe suelta
un resoplido de impaciencia—. Dios, Penny, no es una bomba;
ábrela.
—Está bien, está bien.
Le quito el envoltorio y lo miro de arriba abajo. Es una especie de
libro. Cuando Rafe levanta la mano para encender la luz del techo,
un resplandor naranja se extiende por el auto y me doy cuenta de
que no es un libro cualquiera.
Está encuadernado en cuero amarillo mostaza con un título en
relieve en la cubierta.
Penelope Price para Dummies.
La garganta se me hace espesa.
—¿Qué es esto?
Rafe no contesta, sino que desliza su brazo entre los míos y abre
suavemente la cubierta hasta la primera página. Leo lo que está
impreso en el grueso papel crema:
PENELOPE PRICE EN NÚMEROS
Altura: Llega hasta el tercer botón de mi camisa. Llega hasta el
segundo botón en tacones
Peso: Perfecto
Edad: Intento no pensar en ello
Alias: Queenie, Mierdecilla, Mocosa, Niña Buena (nota: esto es raro;
nunca es buena)
Me ahogo en una carcajada, con el dorso de los ojos ardiendo. La
siguiente página se titula:
Si Penny desaparece. Debajo hay mi huella dactilar, un pequeño
mechón de cabello rojo y un trozo de pañuelo con la huella de un
beso. Tardo un momento en darme cuenta de que es el pañuelo que
dejé en su baño privado la primera vez que me dejó usarlo.
—¿Lo has guardado? —Murmuro, pasando el dedo por encima.
Resopla una risa tranquila y apoya su barbilla en mi hombro.
—¿Te preocupa más el pañuelo que cómo conseguí un mechón de tu
cabello?
Cuando vuelvo a reírme, sale un sollozo raro.
—Sí, eso también es muy raro —chillo.
En la siguiente página están todas mis cosas favoritas. Recetas para
un martini de fruta de la pasión y para el desayuno que me
preparaba cada mañana en el yate. Mi pedido habitual en la
cafetería, las películas que me gustan, las canciones que escucho
repetidas. Algunas las habría aprendido escuchando mis llamadas a
Sinners Anonymous, otras simplemente escuchándome.
Me vuelco página tras página. Mis a ciones y sueños. Mis
expresiones trilladas, mi estilo de vestir. Cuando llego a la última
página, las lágrimas corren por mis mejillas.
—¿Por qué? —Es todo lo que puedo hacer.
Rafe me gira para que le mire y besa una lágrima antes de que gotee
de mi barbilla.
—Ya sabes la respuesta —susurra contra mi mandíbula.
Porque me ama.
Y no me cabe duda de que yo también lo amo.
—Mírame. —A través de ojos borrosos, encuentro su mirada suave y
verde—. Ahora soy tu línea directa, Queenie. Todos tus pensamientos
mundanos, todas tus divagaciones: son mías. Los quiero todos, no
importa lo triviales que sean. ¿Me entiendes?
Sólo puedo asentir.
—Bien —murmura. Traga con fuerza y frunce el ceño al ver una
lágrima que rueda por mi cara—. Ahora deja de llorar. No me gusta.
Sin decir nada más, me inclino hacia delante y rozo mis labios con
los suyos, reclamando su próximo aliento como propio. Y entonces

É
aprieto mi boca contra la suya y deslizo mi lengua dentro. Él la
atrapa con los dientes y me acerca, pasando su mano por mi
columna vertebral y agarrando mi nuca para sujetarme.
Estaré aquí para siempre, lo sé. Encadenada por sus cadenas, feliz en
su jaula. Por lo que me importa, puede encerrarme y tirar la llave al
Pací co.
Estoy en la trampa de Raphael Visconti, y no quiero liberarme
nunca.
Un Mes
Después

Penny

E l balanceo del yate sobre el oleaje mañanero es lo que me hace


recobrar el conocimiento, pero es el satisfactorio dolor entre los
muslos lo que me hace abrir los ojos y sonreír.
Me pongo de lado y me apoyo en el codo, observando a Rafe
mientras duerme. Está de espaldas, como siempre, y un brazo
entintado desaparece bajo mi almohada. Tiene los labios
entreabiertos y las pestañas oscuras agitadas. Estudio el pulso
uniforme de su garganta bien afeitada y me pregunto qué estará
soñando. ¿Sería narcisista esperar que sea yo?
Me levanto y me paso la mano por mi trenza torcida. Sé que piensa
en mí cuando está despierto, al menos. ¿Por qué si no iba a aprender
a trenzar el cabello por mí? Claro, es un desastre, pero la idea de que
practique me calienta el corazón.
—Vuelve a darme una patada en la espinilla y te azotaré más fuerte
que anoche.
Doy un respingo ante su repentina advertencia que atraviesa el
silencio. Cuando no respondo, abre un ojo y me sonríe con sueño.
—No importa, sólo estás admirando la vista otra vez.
—No, no lo estoy. —Sí lo estoy—. Estoy pensando.
—¿Te duele?
—Cállate.
Sus hoyuelos se profundizan y se pasa una gran mano por la mejilla.
—Muy bien, ¿pensando en qué?
—Sabes, lo raro que es que seas mi novio ahora.
Frunce el ceño y tensa la mandíbula.
—¿Intentas cabrearme antes de las nueve de la mañana?
Me río, dejo caer mi cabeza sobre su bíceps y me acurruco a su lado.
Pasamos el día de San Valentín en la suite del ático del Visconti
Grand y, al día siguiente, volvimos al yate. Pero a pesar de lo que
dijo Rafe sobre que quería toda mi ropa robada colgada junto a la
suya y mis velas femeninas encendidas en todas las habitaciones, no
es su ciente para él. También quiere una piedra en mi dedo.
Durante unos minutos, estudio su pecho subiendo y bajando.
Observo cómo baila la serpiente de su cuello y cómo cobran vida los
naipes de sus abdominales. Acalorada por un repentino deseo de
interrumpir su paz, trazo una línea por su estómago hasta el vello
oscuro que hay bajo su ombligo.
Se tensa bajo mi contacto.
—¿A dónde va esa mano, Queenie? —murmura en mi cabello.
Le respondo apretando su cálido peso, masajeando lentamente su
longitud hasta que se endurece en mi palma. Gruñe en señal de
aprobación y echa la cabeza hacia atrás sobre la almohada.
Mi mano se desliza por su erección y se me hace la boca agua
mientras la contemplo con fascinación. A la fría luz del día, parece
enorme. No me extraña que me duela el coño de forma crónica.
Cuando me acerco a su base, su reloj se desplaza en mi muñeca,
revelando la pulsera de diamantes que hay debajo.
Un silencioso gemido se le escapa de los labios, y se acerca a tocarlo.
—Bonito brazalete; ¿es nuevo?
Levanto la vista para ver su mirada semiparalizada.
—Sí, y era muy caro.
Me empuja hacia arriba en la palma de la mano, sus dedos se clavan
en mi cadera.
—Joder, creo que por n he encontrado un fetiche: que te gastes todo
mi dinero. Debe haber un nombre para eso, ¿no?
Me río, pasando el pulgar por su punta brillante y disfrutando del
modo en que su cuerpo se estremece debajo de mí.
—Ya tienes un fetiche.
—¿Sí?
—Mm. Un fetiche de bragas.
Hace una pausa.
—La mierda que hago.
—Sí, lo haces. Siempre estás robando mis bragas.
Rompe a reír de forma estrangulada.
—Eres tan linda, nena. —Su mano se enrosca en la base de mi
cabello y levanta mi boca hacia la suya—. No tengo un fetiche por las
bragas; tengo un fetiche por lo que haya entre las nalgas de Penny.
—Oh —digo, ruborizándome.
Me besa, y luego me besa de nuevo con el doble de fuerza. Me zafo
de su agarre y vuelvo a acurrucarme en el hueco de su brazo,
provocándolo con caricias perezosas.
Su inquieto siseo pasa por mi frente.
—Más rápido.
—No puedo.
—¿Tienes la muñeca rota o algo así?
—No, es que no quiero que te corras en sesenta segundos.
Me preparo para el inevitable impacto. Llega con fuerza y rapidez a
mi culo, acompañado de un gruñido sobre que soy una pequeña
mierda. Rafe me pone de espaldas y separa bruscamente mis muslos,
metiéndose entre ellos. Es todo cabello revuelto y mirada peligrosa
cuando me mira.
—Te haré correrte en treinta, ¿qué te parece?
Un escalofrío me recorre desde la cabeza hasta el coño, donde me
golpea el clítoris con anticipación.
—Cien dólares a que no puedes.
—Trato hecho. —Me coge la muñeca y se queda mirando la esfera
del reloj. Cuando la aguja larga roza la parte superior de la hora, se
lanza directamente a mi clítoris.
Joder.
Chupa fuerte y rápido. Calor húmedo, pellizcos a lados, músculos
de la espalda que se exionan contra mis pantorrillas. Culpo de
haber aceptado esta apuesta a que era demasiado pronto para pensar
con claridad. Debería haber sabido que apenas puedo aguantar diez
segundos bajo la lengua de este hombre, y mucho menos treinta.
Me siento como si mis nervios hubieran sido rociados con gasolina y
la boca de Rafe fuera una cerilla encendida. Aprieto los ojos,
intentando pensar en los libros de For Dummies más aburridos que
he leído. Es una elección entre Reparación de Celulares y Fondos de
Inversión, sin duda.
Oh, no. Rafe recorre un camino descuidado desde mi entrada hasta
mi clítoris con su lengua, y esa familiar presión ardiente se extiende
dentro de mí. Mis extremidades se vuelven pesadas y, como soy una
perdedora adolorida, intento retorcerme para salir de debajo de él. Él
sisea en respuesta y me sujeta con una mano, mientras la otra
desaparece entre mis muslos.
Me mira.
—Tramposa —gruñe, antes de clavarme dos gruesos dedos.
Oh, Dios.
La presión estalla, inundando mi núcleo y haciendo vibrar cada
músculo de mi cuerpo. Mientras mi orgasmo ota a mi alrededor, mi
subidón se ve empañado por el fastidio.
Me apoyo en los codos y le miro jamente.
—Los dedos hacen trampa.
Se lame mis jugos del labio superior, con los ojos bailando con
humor.
—No, sólo sé cómo trabajar este coño, porque es mío. —Su mirada se
desliza de nuevo hacia mi sexo y chispea con oscura satisfacción—.
Todo mío.
—No es tuyo —murmuro. En parte por costumbre, lo he dicho casi
todas las veces que hemos follado, y en parte porque estoy cabreada
porque he perdido cien dólares y aún no he desayunado.
Sus ojos brillan. Pasa las yemas de sus dedos por mis resbaladizos
pliegues y rodea mi sensible clítoris. Su mirada salta de nuevo a la
mía.
—¿De quién es este coño, Penelope?
—No. Es tuyo... —jadeo mientras me pellizca el clítoris—. Una
confesión torturada no es una confesión verdadera.
—Aceptaré cualquier confesión. —Me abre de nuevo con sus dedos
—. ¿De quién esté coño, Penelope?
Aprieto la mandíbula. Cuando no respondo, hunde sus dientes en la
parte interior de mi muslo.
—¡Depende! —Grito.
Los músculos de su espalda se tensan.
—¿Sobre?
Trago grueso, sabiendo que Rafe no dejará pasar esto hasta que le
haga mis advertencias. Me aclaro la garganta, sintiendo de repente
demasiado calor para una fresca mañana de marzo.
—Si eres amable con ella —susurro.
Sonríe perezosamente, dándole a mi clítoris un suave beso.
—Siempre soy amable con ella, ¿Qué más?
—Si prometes no dejarla nunca.
Frunce el ceño, pero se impide soltar una réplica sarcástica. La
comprensión suaviza los planos de su espalda. Me siento vulnerable.
Incómoda. Necesitada. Es obvio que ya no hablo de mi vagina.
Contengo la respiración mientras Rafe sube lentamente por mi
cuerpo y me inmoviliza bajo su peso. Presiona sus labios contra los
míos.
—Te lo prometo, Queenie. Estoy aquí para siempre.
Suspiro. Enrollo mis piernas alrededor de sus caderas y lo acerco.
—Entonces es tuyo.

Rafe está silbando mientras hace el desayuno. Silbando. Le


observo divertida desde mi lugar en la encimera. No lleva nada más
que calzoncillos negros y una sonrisa a medias, y tal vez le daría
alguna advertencia sobre el aceite que escupe de una sartén caliente,
si no estuviera disfrutando tan egoístamente de la vista.
Se desliza junto a mí con el pretexto de coger dos platos del armario,
pero le conozco mejor que eso. No me sorprende que se detenga en
seco, meta las manos entre mis muslos y me coja.
—¿De quién es este coño?
Mi suspiro se convierte en una carcajada. Este pendejo me lo ha
pedido tres veces en treinta minutos, y espero que se le pase pronto
la novedad de decir, tuyo. Cuando me agacho y le agarro la polla a
través de los bóxer, su mandíbula se aprieta y su mirada se calienta.
—Depende. ¿De quién es esta polla?
Se inclina para besar mi garganta, sonriendo contra ella.
—Tuya, Queenie. Por siempre y para siempre. Aunque, si no quitas la
mano de mis joyas de la corona inmediatamente, vas a desayunar
huevos muy quemados.
Le suelto, sonriendo como una loca mientras le veo emplatar.
Apenas me doy cuenta de que la puerta de la cocina se abre, hasta
que Rafe levanta la vista y ladra algo en un italiano rápido.
—Gesù Cristo —murmura, pasándose una mano por el cabello.
—Gesù Cristo de verdad. —Por mucho que me guste vivir con Rafe,
no me gusta compartir también nuestra casa con un montón de
gente en su nómina. No ha vuelto a abrir el yate como bar, pero aun
así, se necesita una docena de tripulantes a bordo sólo para
mantenerlo a ote—. Rafe, tenemos que mudarnos.
Frunce el ceño y me mira.
—Pero me gusta tener un océano entre tú y todos los demás.
Me río.
—Sí, pero es un fastidio. Además, ¿cómo voy a andar desnuda si
existe la posibilidad de tropezar con el primer o cial en el salón?
—¿Quieres pasearte desnuda?
—Ajá.
Hace una pausa. Pasa un ojo por encima del dobladillo de su
capucha.
—Entonces empezaremos a buscar.
Cristo, puede que ya no estafe a los hombres por su dinero, pero
seguro que son fáciles de engañar de otras maneras.

Rafe

Supongo que fue una bendición disfrazada que el último hurra de


Dante en esta tierra fuera mandar el puerto a la mierda. Me ha dado
tres meses extra para rehacer el bar del acantilado y el casino en
Devil's Dip, y debo admitir que ha quedado excepcional.
Decidimos reconstruirlo a otros cien pies sobre el nivel del mar,
apartándonos del camino de futuras explosiones y dando a los
clientes una vista completamente ininterrumpida del horizonte a
través de la ventana panorámica. En el interior, la decoración es la
rma de Raphael Visconti. Las mejores mesas de póquer revestidas
de terciopelo, las ruletas más brillantes y un bar completamente
abastecido que sirve todas las ediciones del Smuggler's Club, incluso
las más raras.
Sin embargo, por culpa de cierta belleza pelirroja, sigo con el vodka.
Bebo un sorbo, justo cuando el hombro de Angelo roza el mío. Miro
el sol que se sumerge bajo el agua y contengo una sonrisa. No
necesito darme la vuelta para saber que mi hermano está enfadado;
tiene esa forma de respirar como un rinoceronte cuando está a punto
de destrozar algo.
Su tono es frío como el hielo.
—Esta es la peor idea que has tenido.
Hago un barrido perezoso de los invitados que se ltran por las
puertas y admiro la vista.
—¿De verdad? Parece que todo el mundo se lo está pasando bien.
—Sabes que no me re ero a eso.
—Secundo el sentimiento de Angelo —llega un murmullo sedoso
desde mi izquierda. Me doy la vuelta para encontrarme con la
sonrisa comemierda de Tor—. Es una idea absolutamente horrible,
cugino. Me encanta, joder.
Sí, le encanta porque nalmente llegamos a un acuerdo. Yo me
quedo con un tercio de Cove, pero él se queda con el cuarenta y
nueve por ciento de mi nueva y reluciente barra de Cli .
—No te gustará cuando estés esquivando balas, imbécil. —Angelo
murmura en voz baja y mira hacia el ascensor—. ¿Dónde está mi
esposa, de todos modos?
—Salió de compras con... Penny. —Casi digo, «salió con la mía», pero
me detengo. Desafortunadamente, ella no es mi esposa.
Todavía.
—No me gusta que salgan.
Ahora, lo inmovilizo con una mirada fulminante, la molestia crispa
mis dedos.
—¿Por qué no?
—Porque le está enseñando cosas.
—¿Cómo?
—Como jugar al blackjack. A Rory se le da bien ahora. —Da un trago
a su vaso de whisky, con los ojos oscurecidos—. ¿Dime por qué
estoy perdiendo cada mano que jugamos? Algo no está bien.
Tor y yo intercambiamos miradas divertidas. Angelo rara vez juega,
y probablemente ni siquiera sabe lo que es el conteo de cartas. Sin
embargo, yo no me chivo de mi cuñada. La semana que viene
empezamos a ver The Real Housewives of Atlanta, y como si fuera una
mierda estoy viendo la franquicia por mi cuenta.
Echo un vistazo a mi reloj y mis ojos siguen los de Angelo hacia el
ascensor. Penny, Rory, Wren y Tayce han estado de compras toda la
tarde y luego han pasado la noche arreglándose en casa de mi
hermano. Mi chica solo ha estado fuera unas horas, pero ya tengo
ganas de verla. Sentirla. Besarla, joder. Por Dios, a este paso me
conformaré con mirarla como un tonto desde el otro lado de la
habitación.
Las puertas del ascensor suenan y una risa familiar sale de ellas. Me
giro para ver a Penny y a las chicas salir a la sala.
Mi siguiente aliento se queda atrapado en el fondo de mi garganta.
Todavía no se ha quitado el abrigo, pero ya puedo decir que está
increíble. Aros dorados, grandes ondas rojas y un vestido ajustado
solo unos tonos más oscuro. Sus ojos recorren la habitación y se
posan en mí.
Su sonrisa me parte el corazón en dos.
Apretando la cha de póquer que tengo en el bolsillo, dejo el vaso y
me muevo para saludarla. Me inclino para darle un beso y aprieto su
nuca cuando se retira.
—Más la propina —murmuro, robando otra—. Y el IVA.
Me sirvo un tercio, sintiendo su sonrisa contra mis labios.
—Esto es precioso —dice, y se acerca para admirar la vista. La sigo
como un cachorro, disfrutando de la forma en que el sol que cuelga a
baja altura proyecta un brillo dorado sobre su rostro y hace que su
sombra de ojos resplandezca—. Pero estoy confundida. No es la
noche de la inauguración, ¿verdad?
Me deslizo a su lado, rodeando su cintura con un brazo posesivo.
—No del todo, Queenie. —Miro a nuestro alrededor y luego la
arrastro a una alcoba—. Tengo algo que decirte.
Su cara cae.
—Oh, Dios, qué has hecho...
Le agarro la barbilla y le planto un beso en los labios. Es mi nueva y
agradable manera de hacerla callar. Siempre funciona como un
encanto.
—¿Ves todos estos hombres aquí? Son todos para ti.
Ella frunce el ceño.
—¿Me estás prostituyendo?
—El negocio no va tan mal. —Todavía—. Quiero decir, están todos
alineados para una visita a La Gruta. Pensé que podrías querer
divertirte un poco con ellos primero.
Sus ojos se abren de par en par, y recorre la habitación como si la
viera bajo una nueva luz.
—¿En serio? —Se acerca y baja la voz a un susurro teatral—. ¿Me
estás diciendo que puedo estafar a cualquiera aquí?
—Estafa la mierda de ellos, nena.
—Pero me he enderezado.
Me río con incredulidad.
—No hay nada recto en ti. Nunca lo has sido, nunca lo serás.
Me mira jamente, su sorpresa se convierte en excitación.
—Pero, ¿y si...?
—No va a suceder. —Aunque no he visto a Gabe desde que salió
cojeando de la iglesia, sus hombres están aquí al completo. Con sus
cicatrices y tatuajes y su ceño amenazante, están haciendo un trabajo
horrible para mezclarse con los demás, pero están aquí de todos
modos. También la vigilaré como un halcón, por supuesto. No
tendré que preocuparme mucho, ya he investigado a todos los
jugadores. Son los millonarios, no los criminales de carrera. Han
probado suerte en uno de nuestros casinos porque creían que podían
salirse con la suya, no porque creyeran que podrían aguantar si les
pillaban.
—No puedo creer que hayas hecho esto —chilla, rodeándome con
los brazos por los hombros y empujándome hacia la alcoba. Me besa
la garganta y sube hasta la mandíbula y la boca. La sensación de su
suave cuerpo contra el mío es su ciente para que se me ponga dura.
—Te amo —susurra cuando llega a mi oído.
¿Y eso? Eso es su ciente para poner mi piel en llamas.

Junto a mí, Angelo se remueve en su asiento. Se lleva el whisky a


los labios, pero lo deja sin tomar un sorbo.
—Joder.
Belmarsh, el abogado que le está hablando al oído al otro lado, se
estremece.
La mirada divertida de Nico me calienta la mejilla. Tenemos una
apuesta: cuánto tiempo pasará hasta que Angelo pierda la calma y
golpee con una pistola al tipo con el que Rory está jugando al
blackjack.
—¿Algo más para usted, Sr. Visconti?
Levanto la vista para encontrarme con la sonrisa enfermiza de
Laurie. Con un movimiento perezoso de mi muñeca, hago una señal
para otra ronda.
—¿No te gusta el nuevo lugar de trabajo, Laurie?
Coge mi vaso vacío y lo deja en su bandeja.
—Me gusta mucho. Es en tierra, después de todo. Lo que no me
gusta es estar sin dos camareras. —Hace una pausa, ladeando la
cabeza—. Aunque fueran unas zorras desagradables.
Habla de Anna y Claudia, Penny quería que se fueran, así que no me
lo pensé dos veces para despedirlas.
—Te conseguiré nuevas—digo—. Incluso mejores.
—Dame cinco minutos. Este antro va a estar muy ocupado en
verano.
Un chillido arranca mi atención al otro lado de la habitación. Es
Rory, poniéndose en pie de un salto y celebrando una victoria.
Cuando salta, abanicando sus ganancias, Angelo también salta.
—No más —gruñe, plantando un beso posesivo en sus labios—.
Siéntate.
—Ah, esta debe ser tu encantadora esposa —dice Belmarsh,
levantándose para saludarla.
Rory hace una pausa. Riza su labio superior con disgusto. Luego
empuja a Angelo y grita:
—¿Tienes una esposa?
Hay un murmullo de risas alrededor de nuestra mesa. Angelo se
pellizca la nariz y sacude la cabeza.
—Maldita sea. Sabía que tenía que haberme quedado en casa viendo
el partido.
Con un apretón en el culo de Rory y una oscura expresión en su
oído, se dirige a un rincón más civilizado de la sala, donde Cas y
algunos de sus compañeros de negocios fuman cubanos. Belmarsh
presenta sus incómodas excusas y se marcha, mientras Rory se
desliza en el asiento de su marido.
—¿Cuánto tiempo has estado esperando para usar esa?
—Desde que llegué al altar.
Me froto la diversión con el dorso de la mano.
—Estoy impresionado. Y también me impresionan tus nuevas
habilidades de estafadora.
Riendo, extiende sus manos, mostrando un ligero temblor en ellas.
—No es para mí. Me pongo demasiado nerviosa. —Suspira—. No sé
cómo lo hace la señorita Artful Dodger4.
Mi mirada se dirige a Penny, que está en la barra con Tayce. Tienen
las cabezas juntas y sus ojos se mueven por la sala. Penny habla en
voz baja mientras Tayce frunce el ceño, escuchando atentamente, sin
duda asimilando los consejos que le está dando.
Es irónico, odio a los tramposos. Sin embargo, aquí estoy,
organizando un evento creado especialmente para que mi chica
ladrona y de dedos pegajosos engañe a quien quiera. Supongo que
he roto todas las reglas y el código moral que me impuse, de todos
modos.
Hay una más que me muero por romper.
—Haz que se case conmigo —suelto.
Un camarero se acerca con las bebidas que hemos pedido, más un
spri er de vino blanco para Rory. Ella toma un sorbo, haciendo un
pésimo trabajo para ocultar su diversión.
—Cálmate; ha pasado como un mes.
—Te casaste con mi hermano después de un mes.
—Sí, pero sólo porque me lo rogó.
La miro jamente.
—¿Qué?
—Oh, cisne. No le digas que te he dicho eso. Ya está enfadado
conmigo.
No digo nada. Ambos sabemos que saldrá en el momento en que
Angelo me haga enojar.
Rory hace girar los cubitos de hielo en su bebida.
—Cómprale el anillo adecuado y puede que diga que sí.
Mi risa es amarga.
—Le he comprado tantos anillos que cuando los lleva juntos parece
Mr. T.
Me acomodo en mi asiento, sin escuchar realmente a mi cuñada
mientras predica sobre el valor de la paciencia. Estoy demasiado
ocupado admirando la vista de Penny en la barra. La verdad es que,
a pesar de mi instinto cavernícola de ponerle un anillo en el dedo
para que el mundo y su creador sepan que es mía, la parte lógica de
mí puede respetar que no quiera atar el nudo todavía.
Ha pasado mucho tiempo tratando de averiguar lo que quiere en la
vida; ahora que lo ha encontrado, quiere disfrutarlo como Penny
Price durante un tiempo.
Y eso está bien. También me gusta que sea Penny Price.

La noche es oscura y amarga. Una niebla se ha extendido por el


estacionamiento, reduciendo las guras que se ltran desde el bar a
sombras distorsionadas. Enciendo el motor del auto, pongo en
marcha el asiento con calefacción de Penny y me apoyo en el
maletero mientras espero a que salga.
Como siempre, es su ruidosa risa la que me alerta de su presencia. Se
tambalea hacia el resplandor de una farola, abrazada a Rory y Wren,
con Tayce al otro lado de Wren.
Es Rory la que me ve primero.
—¡Rafe! —grita—. ¿Sigue en pie lo del domingo? —Asintiendo, le
doy un pulgar hacia arriba—. Bien. He cogido más de esas cosas de
sandía, y... ¡ouch!
Su tacón se dobla debajo de ella, pero mi hermano sale de las
sombras y la agarra por la cintura.
—Jesús, Urraca. Necesitas agua y una hamburguesa. Vamos. —La
levanta y la lleva a un auto que le espera.
Rory saluda a sus amigas por encima del hombro.
—¡Llámame mañana!
Observo divertido cómo Penny se despide de Tayce y Wren, y luego
se acerca a mí a grandes zancadas. Está concentrada en el suelo,
claramente decidida a no correr la misma suerte que mi cuñada.
—Hola, guapo —dice dulcemente, deslizándose en el asiento del
copiloto. Cierro la puerta tras ella y doy la vuelta al auto. Una vez al
volante, me pongo de lado para verla bien.
—¿Buena noche?
Se muerde el labio inferior, mirándome a través de esas gruesas
pestañas.
—La mejor. Mira.
Deja su bolso sobre su regazo y todos sus bienes robados caen. El
dinero que ganó, las carteras que robó, los relojes que robó. Sostiene
un Rolex a la luz de la luna y lo mira entrecerrando los ojos.
—Aunque no estoy segura de que éste sea real.
Sacudiendo la cabeza, le acaricio la mandíbula y le robo un beso
rápido.
—Eres una pequeña y sucia ladrona, ¿lo sabías?
Su sonrisa se amplía.
—Sí, lo sé.
Me mira jamente durante un tiempo demasiado largo. Cuando su
mirada empieza a calentar el aire del interior del auto, mis ojos se
entrecierran.
—¿Qué?
—Nada.
—No me digas «nada», Queenie. Pensé que habías aprendido esa
lección la semana pasada. —La última vez que me hizo un, nada, la
doblé sobre mi rodilla hasta que me dijo que era el «nada».
Se concentra en su botín, guardando lentamente los objetos en su
bolso.
—Bien. Te he traído un regalo.
—Mejor que no sea un reloj de segunda mano.
Me sorprende que su risa suene tan nerviosa.
—No lo es. Toma —mete la mano en el bolsillo de la puerta del
pasajero y saca un pequeño joyero. Está en la consola entre nosotros
y le miro jamente, con la irritación que me produce el pecho.
—No me gusta nada de esta mierda de la nueva era, Pen. Si me
propones matrimonio, tiraré el puto anillo por la ventana, y quizás
tú con él...
—Jesucristo, cállate y ábrelo.
Endurezco mi mandíbula. Le dirijo una última mirada de
advertencia y abro la caja.
Inmediatamente, se me hiela la sangre. Algo se me espesa en la
garganta, y parece que no puedo sacar ninguna palabra, y mucho
menos en orden.
Finalmente, logro un estrangulado:
—No lo llevas.
No puedo creer que no me haya dado cuenta de que no lo lleva.
Su mano vuela hacia su pecho.
—Soy afortunada, con o sin el collar —dice en voz baja—. Te tengo a
ti, tengo amigos, tengo el mejor trabajo. Soy la chica más afortunada
del mundo.
Sus dedos se deslizan sobre los míos y me quita la caja.
—Mis calcetines no te funcionaron, ni tampoco seguir el consejo de
tu madre de creer que tienes suerte. Así que tal vez esto lo haga.
El colgante de trébol de cuatro hojas guiña el ojo cuando lo levanta
del cojín y lo cuelga en el espacio que nos separa.
—Hice que le pusieran una cadena nueva, así que es un poco más
larga. También es más varonil. —Se le escapa una risa incómoda—.
Toma, déjame ponértelo.
No digo nada mientras sus suaves manos me rodean el cuello. No
puedo. No puedo pensar en otra cosa que no sea que estoy
estúpidamente obsesionado con esta mujer.
—Ya está. —Desliza la cadena bajo el cuello de mi camisa y me
acaricia el pecho, luego me mira a los ojos.
Le devuelvo la mirada por un instante, mientras mi corazón estalla
en llamas.
Mi puño encuentra la parte posterior de su cabello, y mis labios
encuentran su boca.
Mi corazón se ha incendiado y estoy enamorado de la Reina que
encendió la cerilla.
Próximo Libro

Sinners atone
Contáctame

Suscríbase a mi boletín para recibir adelantos y extractos de los próximos


libros.
Únete a la Sala del Pecado del Dibujante de Somme en Facebook para
hablar de todo lo relacionado con Somme. O bien, ¡dale a me gusta a mi
página de autor en Facebook!
También me encontrarás en Instagram y Tiktok.
O si prefieres deslizarte hacia mi bandeja de entrada, puedes contactarme
en:
somme@authorsommesketcher.com
Notas
[←1]
Marca de ropa de calidad.
[←2]
Mierda en Italiano.
[←3]
Página médica.
[←4]
La Tramposa Dodger.

You might also like