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Bienvenido, Bob

Juan Carlos Onetti

Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba
Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando
entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la
mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un
libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un
gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y
limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.
Igualmente lejos -ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa,
protegiéndose la boca con la mano sucia cuando tose- del Bob que tomaba cerveza,
dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de
diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi
siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo
apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos
tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su
mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso
desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados,
alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y
coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera
arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar
los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la
boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio
el silencio y la burla.
A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y
fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi
rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy
parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso
alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería
olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que
hablaban en mi mesa, a veces callado y triste para que él supiera que había en mí
algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me
ayudaba con unas copas y pensaba “querido Bob, andá a contárselo a tu
hermanita”, mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas
a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo
oyera.
Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo,
hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis
comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos
en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó
en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse
dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos
zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se
puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado,
flojo y pensativo. Imprudentemente -yo estaba de pie recostado contra el piano-
empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el
sonido cada tres segundos, mirándolo.
Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la
tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que
repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en
lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y
ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a
mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada
tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba
haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba
llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde
de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que
podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil
hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo.
Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del
piano, apoyó un codo, me miró un momento y después dijo con una hermosa
sonrisa: “¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o
salto en el vacío?”.
No podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar
y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera
cundo él me dijo: “Bueno, puede ser que usted improvise”.
El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club -
recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo- porque cuando
me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso
aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con
una mueca feliz.
Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme
con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad
de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas
las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el
pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco
tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna
vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo
que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y
un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de
valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya
importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la
comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la
adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos
para acercarme a él.
Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche
llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con
una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas;
y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba.
“Usted no va a casarse con Inés”, dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo.
“No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien
de veras resuelto a que se haga”. Volví a sonreírme. “Hace unos años -le dije- eso
me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca.
Pero puedo oírlo, si quiere explicarme…”. Enderezó la cabeza y continuó
mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo
completara la mía para decirlas. “Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me
case con ella”, pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo
no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la
cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. “Habría que
dividirlo por capítulos -dijo-, no terminaría en la noche”.
“Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque
usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no
importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los
hombres a su edad cuando no son extraordinarios”. Chupó el cigarrillo apagado,
miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y
seguía esperando. “Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario
suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto”. Me
puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio
odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de
haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma
mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. “Usted puede equivocarse -le dije-. Si
usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí…”. “No, no -dijo
rápidamente-, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual
de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo
arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted
es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted. Y usted
pretende…”. Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví
prescindir de él, fui al aparato de música, marqué cualquier cosa y puse una
moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien
cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo
que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico,
pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más
repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos,
englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que
pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero -decía
también- tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias,
nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las
cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba
suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y
enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera
él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo
de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa -la
música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio-, Bob
dijo “nada más”, y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.
Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún
momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme
a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto
que volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un
mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de
antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis
machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido
nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible
en mitad de la buena estación.
Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella
noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del
entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla,
convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas.
Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en
el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y
mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los
ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba
y era “no”, sabía que era “no” todo el aire que la estaba rodeando.
Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy
seguro de que no mintió, de que entonces nada -ni Inés- podía hacerlo mentir. No
vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no
vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del sufrimiento me
gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el
conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.
Ahora hace cerca de un año que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café,
rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron -hoy se llama Roberto-
comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez
años atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de
la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la
muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados
ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba una
cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta,
definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso
escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y
poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara
solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su
cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente
las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el
sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acompañado
por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche
propicia en que estuviera solo.
Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no
terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que
no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo
aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente
a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo
mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi
venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío,
fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la
audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el
Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de
enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del
río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los
jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso
y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto,
que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con
una mujer a quien nombra “mi señora”; el hombre que se pasa estos largos
domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las
carreras por teléfono.
Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva
manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor
como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un
destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con
exactitud hasta donde está emporcado para siempre.
No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor
como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de
los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de
nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso
a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y
se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá
nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de
conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y
monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy
construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor
del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre
para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por
muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las
horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto
ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas
repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y
constante de tantos miles de pies inevitables.
Antieros,
Tununa Mercado

Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada
el tapete (un balde con agua debe acompañar ese tránsito desde la recámara del
fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una
primera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras.
Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con
una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama.
La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del
durmiente. Poner en orden las sillas y otros objetos que pudieran haber sido
desplazados de su sitio la víspera (siempre hay una víspera que "produce" una
marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos,
tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero.
Pasar al segundo cuarto que ya habrá sido barrido como los otros, el pasillo, y los
baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sacudir
el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien
estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla,
entrar bien las sábanas y cobijas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de
los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero hacia la
derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión–
para formar un pico que se corresponderá geométricamente con el ángulo. El
estado óptimo: la tensión del lienzo debe ser como la de los bastidores del
bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial;
calcular por lo tanto los movimientos para economizar el máximo de tiempo
posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana
debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas
produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe
consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes
de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las
recámaras echar un vistazo a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera
podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la
ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano
de la puerta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el interior en la
semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea
mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor
limpiador de espejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con productos
especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar
jabones, jaboneras, botellas de champú, de acondicionadores, potes de crema y
cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos.
Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de baño y la de la cara, el
color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso,
verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño,
ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté
tirado, barrer con un escobillón y pasar después una franela con algún lustrador,
solamente para rectificar el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes
en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); quitar con un plumero el
polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una
limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar
cierta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores,
los trinchantes, las vitrinas y todo el mobiliario; sacudir los cortinados, darles aire
para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar
perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cuidado en regar las
plantas sin desparramar agua. Quitar el polvo de los marcos de los cuadros; si
hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc
y pasar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y
ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas.
Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran
tristes darles una pasadita; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión,
levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de
preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde
ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cortinas a
medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los
linos, una brisa llena de aromas. Entretanto habráse puesto en el fuego a hervir un
agua, no cualquier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del
puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio,
culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos
de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados
del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus
automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas
consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del
ventanal, en bandeaux. Sacarse los zapatos para sentir la frescura cálida del
terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo
y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfectamente competir con la pana;
no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los
pechos al aire, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el espejo del
fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y,
previamente, cerrar la camisa, abotonarla y reacomodar los pliegues de la falda
bajo el delantal. Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo
vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en base para algún otro manjar.
Echar el polvo detergente en un recipiente de plástico, el que se usa de
costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del
desayuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido
retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los
días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por
consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos
incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o
simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado
del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las
hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos,
pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote
pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una
bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos
efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escurriendo y chaguándolo
cada vez. Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté
afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una
berenjena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como
bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico,
arrojadas a la puerta de un lupanar y recubiertas de un opaco preservativo; que
los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus
ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la
morilla que el profesor de lingüística franco ruso le propuso a su colega franco
alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes,
nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles anchos, pasillas y
mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido
secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para
ciertas prácticas que responden a vicios particulares.
Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascienden al tuérdano, aunque
ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires
que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebolla, la
reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos
con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del
cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa
base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y
día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el
alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desaparecer? ¿por
qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copita que se bebe a medida que con
ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación,
maceración, "mijotage". El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz,
creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por
los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos,
escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime.
Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por
hábito pero en la que cada detalle empieza de pronto a cobrar un sentido muy
peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no
decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por
su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del
cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y,
correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus
jugos apretado por los dedos; la piel de los garbanzos se desliza entre los dedos y
el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa;
el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de
cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la palma de la mano; al calamar le salta,
por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le
brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse
la blusa y dejar los pechos al aire y, sin muchos preámbulos, como si se frotara con
alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cubrir
con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la
aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias
entre los reinos, mezclando incluso las especies y las especias por puro afán de
verificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero
sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y
sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos.
Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación
de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que
censurar, que en cada sitio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las
jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la
quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún
proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta
casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta;
quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el
delantal, mientras, con diferentes cucharas, probar una y otra vez, de una olla y la
otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su
sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas
comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas,
las piernas, las pantorrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la presteza
de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi
hasta la extinción y, como vestal, pararse en medio de la cocina y considerar ese
espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado,
prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes.
Untarse todo el cuerpo con mayor meticulosidad, hendiduras de diferentes
profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la
armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las
mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y
transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por
la culminación en medio de sudores y fragancias.

LA MOZA TEJEDORA
Marina Colasanti
Traducción de Isabel de los Ríos
Despertaba aún en lo oscuro, como si oyese al sol llegando detrás de las orillas de la
noche. Y luego se sentaba en el telar.

Hebra clara para comenzar el día. Delicado trazo de luz, que iba pasando entre los
hilos extendidos, mientras allá afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.

Después lanas vivas, calientes lanas se iban tejiendo hora a hora, en largo tapiz que
nunca acababa.

Si era fuerte por demás el sol y en el jardín colgaban los pétalos, la joven colocaba en
la lanzadera gruesos hilos cenicientos del algodón más felpudo. En breve, en la
penumbra traída por las nubes, escogía un hilo de plata, que en puntos largos
rebordaba sobre el tejido. Leve, la lluvia acudía a saludarla en la ventana.

Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban a
los pájaros, le bastaba a la joven tejer con sus bellos hilos dorados, para que el sol
volviese a calmar la naturaleza.

Así, tirando la lanzadera de un lado para otro y batiendo los grandes dientes del telar
para el frente y hacia atrás, la muchacha pasaba sus días.

Nada le faltaba. En la hora del hambre tejía un lindo pez, con cuidado de escamas. Y
he aquí que el pez estaba en la mesa, listo para ser comido. Si la sed venía, suave era
la lana color de leche que mezclaba en el tapiz. Y a la noche, después de lanzar su hilo
de oscuridad, dormía tranquila.

Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.

Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y por
primera vez pensó qué bueno sería tener un marido al lado.

No esperó al día siguiente. Con el primor de quien intenta una cosa nunca conocida,
comenzó a intercalar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Y poco
a poco su dibujo fue apareciendo: sombrero emplumado, rostro barbado, cuerpo
erguido, zapato pulido. Estaba justamente colocando el último hilo, cuando tocaron
a la puerta.

Ni siquiera necesitó abrir. El hombre puso la mano en el pomo, se quitó el sombrero


de plumas y fue entrando en su vida.

Aquella noche, recostada sobre el hombro de él, la joven pensó en los lindos hijos
que tejería para aumentar todavía más su felicidad.

Y feliz fue por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, luego los
olvidó. Descubierto el poder del telar, en nada más pensó, a no ser en las cosas todas
que él podía darle.
—Una casa mejor es necesaria, le dijo a la mujer. Y parecía justo, ahora que eran dos.
Exigió que escogiese las más bellas lanas de color de ladrillo, hilos verdes para los
batientes y prisa para que la casa aconteciese.

Pero lista la casa, ya no le pareció suficiente.

—¿Por qué tener casa si podemos tener palacio? —preguntó.

Sin querer respuesta, inmediatamente ordenó que fuese la piedra con remates de
plata.

Días y días, semanas y meses, la muchacha trabajó, tejiendo techos y puertas, y patios
y escaleras, y salas y pozos. La nieve caía allá afuera y ella no tenía tiempo de llamar
al sol. La noche llegaba y ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía,
mientras, sin parar, batían los dientes acompañando el ritmo de la lanzadera.

Al final el palacio quedó concluido. Y entre tantos lugares, el marido escogió para
ella y su telar el cuarto más alto de la más alta torre.

—Es para que nadie sepa del tapiz —dijo. Y antes de cerrar la puerta con llave
advirtió—: Faltan las caballerizas y no olvides los caballos.

Sin descanso tejía la joven los caprichos del marido, llenando el palacio de lujos, los
cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo lo que hacía, tejer era todo lo
que quería hacer.

Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció mayor
que el palacio con todos sus tesoros. Y por primera vez pensó qué bueno sería estar
sola de nuevo.

Sólo esperó anochecer. Se levantó mientras el marido dormía soñando nuevas


exigencias. Y descalza para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se
sentó en el telar.

Esta vez no necesitó escoger ningún hilo. Tomó la lanzadera al contrario y,


lanzándola veloz de un lado al otro, comenzó a deshacer su tejido. Destejió los
caballos, los carruajes, las caballerizas, los jardines. Después desbarató los criados y
el palacio y todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su casa
pequeña y sonrió hacia el jardín, más allá de la ventana.

La noche acababa cuando el marido, extrañando la cama dura, despertó y espantado


miró en derredor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya deshacía el diseño oscuro de
los zapatos y él vio sus pies desapareciendo, esfumándose las piernas. Rápida la nada
se subió por el cuerpo, tomó el pecho erguido, el emplumado sombrero.
Entonces, como si oyese la llegada del sol, la moza escogió una hebra clara. Y fue
pasándola lentamente entre los hilos, delicado trazo de luz que la mañana repitió en
la línea del horizonte.

Los asesinos
Ernest Hemingway

La puerta de la cafetería Henry’s se abrió y entraron dos hombres. Se sentaron a


la barra.
—¿Qué desean? —les preguntó George.
—No lo sé —dijo uno de los hombres—. ¿Qué quieres comer, Al?
—No lo sé —dijo Al—. No sé qué quiero comer.
Estaba oscureciendo. El alumbrado se encendió al otro lado de la ventana. Los
dos hombres sentados a la barra leyeron el menú. Nick Adams los observaba
desde la otra punta de la barra. Estaba charlando con George cuando entraron.
—Tomaré lomo de cerdo asado con salsa de manzana y puré de patatas —dijo el
primer hombre que había hablado.
—Todavía no está preparado.
—Entonces, ¿por qué demonios lo pones en la carta?
—Es la carta de la cena —les explicó George—. Se empieza a servir a las seis.
George miró el reloj de pared que había detrás de la barra.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el otro hombre.
—Va veinte minutos adelantado.
Oh, al diablo con el reloj —dijo el primero—. ¿Qué tienes para comer?
—Puedo prepararles un sándwich de lo que quieran —dijoGeorge—. Pueden
tomar huevos con jamón, huevos con beicon, hígado y beicon o un bistec.
—Ponme croquetas de pollo con guisantes, salsa de nata y puré de patatas.
—Eso es la cena.
—Todo lo que pedimos es la cena, ¿eh? Ese es el truco.
—Puedo prepararles huevos con jamón, huevos con beicon, hígado…
—Tomaré huevos con beicon —dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero
hongo y un abrigo negro abrochado en el pecho. Tenía la cara pequeña y blanca,
y los labios finos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
—A mí ponme huevos con beicon —dijo el otro. Era más o menos de la misma
estatura que Al. Eran distintos de cara, pero iban vestidos como gemelos. Los dos
llevaban abrigos demasiado ajustados. Se sentaban inclinados hacia delante, con
los codos sobre la barra.
—¿Tienes algo para beber? —preguntó Al.
—Zarzaparrilla, cerveza sin alcohol, ginger ale.
—Me refiero a si tienes algo para beber.
—Lo que acabo de decirle.
—Es caluroso este pueblo —dijo el otro—. ¿Cómo se llama?
—Summit.
—¿Habías oído hablar de él? —le preguntó Al a su amigo.
—No —dijo el amigo.
—¿Qué hacéis aquí por las noches? —preguntó Al.
—Cenan —dijo su amigo—. Todos vienen aquí y se pegan la gran cena.
—Eso es —dijo George.
—¿Así que es eso? —le preguntó Al a George.
—Claro.
—Eres un chico bastante listo, ¿verdad?
—Claro —dijo George.
—Bueno, pues no lo eres —dijo el otro hombrecillo—. ¿Lo es Al?
—Es tonto —dijo Al. Se volvió hacia Nick—. ¿Cómo te llamas?
—Adams.
—Otro chico listo —dijo Al—. ¿No es un chico listo, Max?
—Este pueblo está lleno de chicos listos —dijo Max.
George puso los dos platos, uno de huevos con jamón y otro de huevos con
beicon, sobre la barra. Al lado colocó dos platitos de patatas fritas y cerró la
ventanilla que daba a la cocina.
—¿Cuál es su plato? —le preguntó a Al.
—¿No lo recuerdas?
—Huevos con jamón.
—Un chico listo —dijo Max. Se inclinó hacia delante y cogió el plato de huevos con
jamón. Los dos hombres comieron con los guantes puestos. George los observó
comer.
—¿Qué estás mirando? —Max miraba a George.
—Nada.
—Sí que estabas mirando. Me mirabas a mí.
—A lo mejor el chico lo hacía en broma, Max —dijo Al.
George rió.
—No te rías —le dijo Max—. No quiero verte reír, ¿entendido?
—Muy bien —dijo George.
—Así que piensa que todo va muy bien. —Max se volvió hacia Al—. Piensa que
todo va muy bien. Esta sí que es buena.
—Oh, es un pensador pensador —dijo Al. Siguieron comiendo.
—¿Cómo se llama el chico listo que hay al final de la barra? —le preguntó Al a
Max.
—Eh, chico listo —le dijo Max a Nick—. Ponte al otro lado de la barra con tu
amigo.
—¿Ocurre algo? —preguntó Nick.
—No ocurre nada.
—Es mejor que vayas al otro lado de la barra —dijo Al. Nick le obedeció.
—¿Qué ocurre? —preguntó George.
—Nada que os interese —dijo Al—. ¿Quién es el que está en la cocina?
—El negro.
—¿Qué quieres decir con el negro?
—El negro que cocina.
—Dile que venga.
—¿Qué ocurre?
—Dile que venga.
—¿Dónde se cree que está?
—Sabemos perfectamente dónde estamos —dijo el hombre llamado Max—.
¿Parecemos tontos?
—Tú pareces tonto hablando así —le dijo Al— ¿Por qué demonios discutes con el
chaval? Escucha —le dijo a George—, dile al negro que venga.
—¿Qué van a hacerle?
—Nada. Utiliza la cabeza, chico listo. ¿Qué íbamos a hacerle a un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
—Sam —llamó—. Ven aquí un momento.
La puerta de la cocina se abrió y entró el negro.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Los dos hombres de la barra le echaron un vistazo.
—Muy bien, negro. Quédate ahí —dijo Al.
Sam, el negro, con el delantal puesto, miró a los dos hombres de la barra.
—Sí, señor —dijo. Al se bajó del taburete.
—Me voy a la cocina con el negro y el chico listo —dijo—. Vuelve a la cocina,
negro. Ve con él, chico listo. —El hombrecillo se fue detrás de Nick y Sam, el
cocinero, hacia la cocina. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max
estaba sentado justo delante de George. No miraba a George, sino el espejo que
se extendía paralelo a la barra. Henry’s había sido un salón, ahora reconvertido en
cafetería.
—Bueno, chico listo —dijo Max mirando al espejo—. ¿Por qué no dices algo?
—¿De qué va todo esto?
—Eh, Al —gritó Max—, el chico listo quiere saber de qué va todo esto.
—¿Por qué no se lo dices? —dijo la voz de Al desde la cocina.
—¿De qué crees que va?
—No lo sé.
—¿Qué crees?
Max no dejaba de mirar al espejo mientras hablaba.
—No sabría decirlo.
—Eh, Al, el chico listo dice que no sabría decir de qué va todo esto.
—Le oigo perfectamente —dijo Al desde la cocina. Había colocado un frasco de
ketchup para dejar abierta la ventanilla que utilizaban para pasar los platos—.
Escucha, chico listo —le dijo a George desde la cocina—. Aléjate un poco de la
barra. Muévete un poco a la izquierda. Max. —Era como un fotógrafo preparando
una foto de grupo.
—Dime, chico listo —dijo Max— ¿Qué crees que va a ocurrir?
George no dijo nada.
—Te lo diré —dijo Max—. Vamos a matar a un sueco ¿Conoces a un sueco
grandote llamado Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a cenar cada noche, ¿verdad?
—Viene a veces.
—Viene a las seis en punto, ¿verdad?
—Si viene.
—Todo eso ya lo sabemos —dijo Max—. Habla de otra cosa. ¿Alguna vez vas al
cine?
—De vez en cuando.
—Deberías ir más al cine. Las películas son buenas para un chico listo como tú.
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les ha hecho?
—No ha tenido oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto.
—Y solo va a vernos una vez —dijo Al desde la cocina.
—¿Por qué van a matarlo entonces? —dijo George.
—Lo hacemos por un amigo. Solo para hacerle un favor a un amigo, chico listo.
—Cállate —dijo Al desde la cocina—. Estás abriendo demasiado esa bocaza.
—Bueno, tengo que entretener al chico listo. ¿Verdad, chico listo?
—Estás abriendo demasiado la bocaza —dijo Al—. El negro y mi chico listo se
divierten solos. Los tengo atados como a un par de amigas en el convento.
—¿He de suponer que estuviste en un convento?
—Nunca se sabe.
—Estuviste en un convento kosher. Ahí es donde estuviste.
George miró el reloj.
—Si entra alguien le dices que la cocina está cerrada, y si insisten les dices que tú
mismo se lo prepararás. ¿Lo has entendido, chico listo?
—Muy bien —dijo George—. ¿Y qué hará luego con nosotros?
—Eso dependerá dijo Max—. Es una de esas cosas que nunca sabes hasta que
llega el momento.
George levantó la mirada hacia el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle
se abrió. Entró un conductor de tranvía.
—Hola, George —dijo—. ¿Puedo cenar?
—Sam ha salido —dijo George—. Volverá en una media hora.
—Será mejor que vaya un poco más arriba —dijo el conductor. George miró el
reloj. Eran las seis y veinte.
—Eso ha estado bien, chico listo —dijo Max—. Eres un auténtico caballerete.
—Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
—No —dijo Max—. No es eso. El chico listo es muy simpático. Es un chico
simpático. Me cae bien.
A las seis cincuenta y cinco, George dijo:
—No va a venir.
Habían entrado otras dos personas en la cafetería. Una vez George había entrado
en la cocina y le había preparado a un hombre un sándwich de jamón y huevo
«para llevar». Dentro de la cocina vio a Al, con su sombrero hongo echado para
atrás, sentado en un taburete junto a la ventanilla, con la boca de una recortada
apoyada en el antepecho. Nick y el cocinero estaban en un ángulo, espalda contra
espalda, los dos con una toalla de mordaza. George había preparado el sándwich,
lo había envuelto en papel de aceite, colocado en una bolsa y entregado al
hombre, que había pagado y se había ido.
—El chico listo puede hacer de todo —dijo Max—. Puede cocinar y todo. Con el
tiempo harás feliz a alguna muchacha, chico listo.
—¿Ah, sí? —dijo George—. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
—Le daremos diez minutos —dijo Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las manecillas del reloj marcaron las siete, y luego
las siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—. Más vale que nos marchemos. No va a venir.
—Le daremos cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
En esos cinco minutos entró un hombre, y George le contó que el cocinero estaba
enfermo.
—¿Por qué demonios no te buscas otro cocinero? —preguntó el hombre—. ¿O es
que aquí no se sirven comidas? —Salió.
—Vámonos, Al —dijo Max.
—¿Y qué me dices de los dos chicos listos y el negro?
—Son legales.
—¿Te parece?
—Claro. Todo listo.
—No lo veo claro —dijo Al—. No me gustan los cabos sueltos. Hablas demasiado.
—Oh, qué demonios —dijo Max—. Teníamos que divertirnos un poco, ¿no?
—De todos modos, hablas demasiado —dijo Al. Salió dela cocina. Los cañones
recortados de la escopeta le formaban un bulto bajo la cintura de su abrigo
demasiado ceñido. Se alisó el abrigo con las manos enguantadas.
—Hasta luego, chico listo —le dijo a George—. Has tenido suerte.
—Es verdad —dijo Max—. Deberías apostar a las carreras.
Los dos salieron por la puerta. George los observó por la ventana, mientras
pasaban bajo la lámpara de arco y cruzaban la calle.
Con sus abrigos tan ceñidos y sus sombreros hongo parecían de una compañía
de vodevil. George entró en la cocina por las puertas batientes y desató a Nick y al
cocinero.
—No quiero volver a pasar por esto —dijo Sam, el cocinero—. No quiero volver a
pasar por esto.
Nick se puso en pie. Nunca había tenido una toalla en la boca.
—Cuenta —dijo—. ¿Qué demonios pasaba? —Intentaba quitarse el susto
asumiendo un aire de arrogancia.
—Querían matar a Ole Andreson —dijo George—. Iban a dispararle cuando
entrara a comer.
—¿Ole Andreson?
—Eso mismo.
El cocinero se pasó los pulgares por las comisuras de los labios.
—¿Se han ido? —preguntó.
—Sí —dijo George—. Ahora ya se han ido.
—No me gusta —dijo el cocinero—. Esto no me gusta nada.
—Escucha —le dijo George a Nick—. Es mejor que vayas a ver a Ole Andreson.
—Muy bien.
—Es mejor que no te metas en esto —dijo Sam, el cocinero—. Es mejor que te
quedes al margen.
—No vayas si no quieres —dijo George.
—Meterte en esto no te va a llevar a nada —dijo el cocinero—. Mantente al
margen.
—Iré a verlo —le dijo Nick a George—. ¿Dónde vive?
El cocinero miró hacia otro lado.
—Los muchachos siempre saben lo que quieren —dijo.
—Vive en la pensión de Hirsch —le dijo George a Nick.
—Iré hasta allí.
En la calle, la lámpara de arco brillaba a través de las ramas desnudas de un
árbol. Nick recorrió la calle junto a los raíles del tranvía, y en la siguiente farola
tomó una calle lateral. Tres casas más arriba estaba la pensión de Hirsch. Nick
subió los dos peldaños y llamó al timbre. Una mujer apareció en la puerta.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Quieres verle?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer por un tramo de escaleras y hacia el final de un pasillo.
Llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien quiere verle, señor Andreson —dijo la mujer.
—Soy Nick Adams.
—Entra.
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba echado en la
cama vestido. Había sido boxeador profesional y la cama le quedaba pequeña.
Tenía dos almohadones bajo la cabeza. No miró a Nick.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Estaba en Henry’s —dijo Nick— y llegaron dos tipos que nos ataron a mí y al
cocinero y dijeron que iban a matarle.
Sonó estúpido cuando lo contó. Ole Andreson no dijo
—Nos metieron en la cocina —añadió Nick—. Iban а matarlo cuando entrara a
cenar.
Ole Andreson miraba la pared y no decía nada.
—George pensó que era mejor que se lo dijera.
—No puedo hacer nada al respecto —dijo Ole Andreson.
—Le diré cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Miraba la pared—. Gracias por
venir a contármelo.
—No hay de qué.
Nick miró aquel hombre grande echado en la cama.
—¿No quiere que vaya a avisar a la policía?
—No —dijo Ole Andreson—. Eso no serviría de nada.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—No. No se puede hacer nada.
—A lo mejor era un farol.
—No. No era un farol.
Ole Andreson se puso de lado, cara a la pared.
—Lo que pasa —dijo, hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Llevo
todo el día aquí.
—¿No podría irse del pueblo?
—No —dijo Ole Andreson—. Se ha acabado el ir de un lado a otro. —Miraba la
pared—. Ahora ya no se puede hacer nada.
—¿No puede arreglarlo de ninguna manera?
—No. Me metí donde no debía. —Hablaba con una voz sin inflexiones—. No se
puede hacer nada. Dentro de un rato me decidiré a salir.
—Será mejor que vuelva con George —dijo Nick.
—Hasta luego —dijo Ole Andreson. No miró a Nick—. Gracias por venir.
Nick salió. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson con la ropa puesta,
echado en la cama mirando la pared.
—Lleva todo el día en su habitación —dijo la patrona cuando Nick llegó abajo—.
Supongo que no se encuentra bien. Le he dicho: «Señor Andreson, debería salir y
dar un paseo, con el bonito día de otoño que hace», pero no le apetecía.
—No quiere salir.
—Lamento que no se encuentre bien —dijo la mujer—. Es un hombre
agradabilísimo. Era boxeador, ¿sabe?
—Ya lo sabía.
—Si no fuera por cómo tiene la cara nadie lo diría —dijo la mujer. Charlaban al
lado de la puerta de la calle. Es tan amable.
—En fin, buenas noches, señora Hirsch —dijo Nick.
—Yo no soy la señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la propietaria de la pensión.
Yo solo soy la encargada. Soy la señora Bell.
—Pues buenas noches, señora Bell —dijo Nick.
—Buenas noches —dijo la mujer.
Nick subió la calle hasta la esquina bajo la luz de la farola, y luego siguió los raíles
del tranvía hasta Henry’s. George estaba dentro, detrás de la barra.
—¿Has visto a Ole?
—Sí—dijo Nick—. Está en su habitación y no piensa salir.
El cocinero abrió la puerta de la cocina cuando oyó la voz de Nick.
—Ni siquiera pienso escucharos —dijo, y cerró la puerta.
—¿Se lo contaste? —preguntó George.
—Claro. Se lo dije, pero ya está al corriente de todo.
—¿Qué piensa hacer?
—Nada.
—Lo matarán.
—Supongo que sí.
—Debió de andar metido en algo en Chicago.
—Imagino —dijo Nick.
—Mal asunto.
—Muy malo —dijo Nick.
Se quedaron callados y George cogió una bayeta y limpió la barra.
—¿Qué haría? —dijo Nick.
—Traicionar a alguien. Por eso quieren matarlo.
—Voy a tener que irme de este pueblo —dijo Nick.
—Sí —dijo George—. No es mala idea.
—No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a
cogerle. Es algo horrible.
—Bueno —dijo George—. Mejor que no pienses en ello.

The Killers (Los asesinos). Publicado en Scribner’s Magazine, 1927. Traducción


de Damián Alou.
UNA GALLINA
Clarice Lispector
Traducción de Cristina Peri Rossi

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de
la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón
de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la
eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era
gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo
corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la
terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la cocinera diera un
grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo
desordenado, alcanzó un tejado. Allá quedó como un adorno mal colocado,
dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y
consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa,
recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y
almorzar, vistió radiante un pantalón de baño y resolvió seguir el itinerario de
la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y
trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más
intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poco
afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí
misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El hombre, sin
embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había
sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada,
muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de
tejados y mientras el hombre trepaba a otros dificultosamente, ella tenía
tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga.
¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina
es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni
ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta.
Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una
surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el
hombre la alcanzó. Entre gritos y plumas, ella fue apresada. Y enseguida
cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de
la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre
cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un
huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que
naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella.
Sentada sobre el huevo quedó respirando mientras abría y cerraba los ojos.
Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas
llenando de tibieza aquello que nunca pasaría de ser un huevo. Solamente la
niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió
desprenderse del acontecimiento se despegó del suelo y escapó a los gritos:
−¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ella puso un huevo!, ¡ella
quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la
joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni
alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún
sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que
la miraban, sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie
acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta
brusquedad:
−¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer
gallina en mi vida!
−¡Y yo tampoco! −juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fuera entregada, la gallina pasó a vivir
con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba la cartera lejos sin
interrumpir sus corridas hacia la cocina. El padre todavía recordaba, de vez
en cuando: "¡Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!" La gallina
se transformó en la reina de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó
su existencia entre la cocina y los fondos de la casa, usando de sus dos
capacidades: la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla
olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba
por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza
pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la
traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie
mecanizado.
Una vez u otra, al final más raramente, la gallina recordaba que se
había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos
momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si les
hubiese sido dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, por lo menos
quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de
su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o
mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la
misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, la comieron, y pasaron los años.

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