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2. Patología de la relación con los otros: estos pacientes sufren una envidia
desorbitada, consciente e inconsciente. Muestran avaricia y conducta
explotadora hacia los otros, se sienten con derecho, devalúan a los otros, y son
incapaces de depender realmente de ellos (en contraste con necesitar su
admiración). Muestran una falta llamativa de empatía con los demás,
superficialidad en su vida emocional, y carecen de capacidad para
comprometerse con las relaciones, objetivos o propósitos conjuntos con los
otros.
Son pacientes que durante muchos años han trabajado por debajo de su nivel
de formación y su capacidad, y a menudo son propensos a un estatus
“discapacitado” de modo que deben ser cuidados por sus familias (si éstas
pueden ayudarlos) o por el sistema público de ayudas sociales. Dicha
dependencia crónica de la familia o de un sistema de apoyo social representa
un importante beneficio secundario de la enfermedad, una de las principales
causa de fracaso del tratamiento. En los Estados Unidos, al menos, estos
pacientes son grandes consumidores de servicios sociales y terapéuticos; sin
embargo, si se pusieran bien, no estarían ya cualificados para obtener los
apoyos que mantienen su existencia. Estos pacientes acuden a tratamiento,
consciente o inconscientemente, no porque estén interesados en mejorar, sino
para demostrar al sistema social su incapacidad de mejorar y, por tanto, su
necesidad de seguir recibiendo apoyo. Puesto que normalmente se les requiere
que estén en algún tipo de tratamiento para obtener una vivienda social, SSI
[N. de T.: pago de subsidio social], SSD [N. de T.: seguridad social médica], y
otros beneficios, van de programa en programa, de terapeuta en terapeuta.
Michael Stone, un miembro senior de nuestro Instituto de Trastornos de la
Personalidad en Cornell, ha concluido que, a fines prácticos, si un paciente
fuera capaz de ganar trabajando al menos 1,5 veces la cantidad que está
recibiendo de los sistemas de asistencia social, podría ser la oportunidad de
que finalmente se viera motivado a volver a trabajar. De otro modo, el beneficio
secundario de la enfermedad puede pesar más (Stone, 1990).
Caso 2. Una mujer de veintipocos años, residente médica de segundo año, fue
referida a análisis debido a graves problemas en la relación con sus colegas,
supervisores y pacientes. El diagnóstico fue una personalidad narcisista, y
comenzó el psicoanálisis conmigo bajo un acuerdo que hizo con su padre, por
el que él pagaría el tratamiento hasta que ella terminara la residencia, momento
en el que ella asumiría la responsabilidad si el tratamiento no estaba
completado en ese momento. Me dejó claro desde el principio que pensaba
que el tratamiento era inútil y pasado de moda, y que estaba dispuesta a
intentarlo sólo mientras no tuviera que pagar por ello.
Arrogancia generalizada
Este síntoma puede dominar en pacientes que, si bien reconocen que tienen
problemas y síntomas significativos, obtienen un beneficio secundario
inconsciente de la enfermedad, demostrando la incompetencia de las
profesiones de salud mental y su incapacidad para aliviar dichos síntomas. Se
vuelven súper expertos en el campo de su sufrimiento, investigan
diligentemente en Internet, revisan la trayectoria y la orientación de los
terapeutas, comparan sus defectos y sus virtudes, y se presentan al
tratamiento “para darle una oportunidad al terapeuta”, pero obtienen
consistentemente un grado inconsciente de satisfacción en derrotar a las
profesiones de ayuda. Pueden padecer síntomas tales como conflictos
matrimoniales crónicos, ataques de intensa depresión cuando se ven
amenazados con fracasos laborales, angustia y somatizaciones e, incluso,
depresión crónica significativa. Esta última responde sólo “parcialmente” a
cualquier tratamiento psicofarmacológico que estos pacientes reciban (e
incluso al tratamiento electroconvulsivo, que a veces se recomienda
cuestionablemente). No es infrecuente que la combinación de tratamiento
psicoterapéutico y psicofarmacológico dé lugar temporalmente a una mejoría
sorprendente, que desde la perspectiva de estos pacientes se debe a la
medicación únicamente; el tratamiento psicoterapéutico no se considera útil y
se vuelve innecesario (luego, más adelante, la medicación “deja de funcionar”).
Aunque desde el principio fue muy escéptica sobre nuestra psicoterapia de dos
sesiones semanales, acudía puntualmente a todas las sesiones, quejándose de
que la sesión anterior no la había ayudado en absoluto. De hecho, decía, sólo
la había hecho sentir peor. Dada la grave crisis en su capacidad para trabajar,
la relación conflictiva con su marido (como reveló una investigación posterior) y
su impulsividad general y falta de tolerancia a la angustia (además de los
rasgos típicamente narcisistas de su personalidad), la diagnostiqué como
presentando un trastorno de personalidad narcisista en un nivel claramente
borderline.
Si bien acudía con regularidad a las sesiones, también es cierto que solicitaba
ansiosamente sesiones y conferencias telefónicas con el psicofarmacólogo. De
hecho, tras unas semanas, declaró que se sentía mejor, lo cual atribuyó a la
medicación y a la actitud comprensiva del psicofarmacólogo. En las sesiones
conmigo, hablaba de un modo desanimado sobre sus actividades diarias,
mostrando una tendencia a trivializar sus comunicaciones, y respondía a mis
comentarios poniendo los ojos en blanco de forma despectiva, o con preguntas
desafiantes, intentando discutir conmigo. Había buscado información en
internet sobre mí, y mostraba un claro resentimiento por mis numerosas
publicaciones, acusándome de usarla para mis “experimentos” sin tener en
cuenta sus intereses.
Una vez que se han acordado los parámetros del contrato como condición para
el tratamiento, la tentación del paciente de romperlo debe ser planteada por el
terapeuta, con un análisis de la motivación y gratificación inconscientes que
supone esa ruptura del contrato. La actitud triunfal del paciente al amenazar
con interrumpir la terapia, al desmantelar las intervenciones del terapeuta o en
devaluar radicalmente la terapia, debe interpretarse como un esfuerzo
autodestructivo por destruir cualquier relación que pudiera serle de ayuda. El
terapeuta tiene que estar muy atento a cualquier indicación de un enfoque más
honesto hacia él, a alguna indicación de que se está desarrollando
dependencia o a cualquier “atisbo de humanidad” en el paciente que aparezca
en la relación terapéutica. Estos beneficios podrían ser resaltados con el
paciente, junto con el peligro de que pueda estar tentado de destruirlos.
Esa disposición emocional óptima por parte del terapeuta puede perderse de
forma temporal, pero, con una exploración continua de la contratransferencia,
puede reinstaurarse mediante una integración exitosa de las implicaciones
objeto-relacionales de la contratransferencia en las interpretaciones
transferenciales. Además, puede ser útil compartir con el paciente la conciencia
y aceptación del terapeuta del hecho de que el tratamiento puede fracasar, y
que el paciente puede acabar destruyendo su vida; de que el terapeuta podría
entristecerse si esto sucediera, pero acepta la posibilidad de que pueda no ser
capaz de ayudar al paciente a superar este peligro dada las circunstancias del
tratamiento. Dicha actitud puede reducir el beneficio secundario del triunfo
fantaseado sobre el terapeuta que, frecuentemente, es uno de los
componentes de las complejas disposiciones transferenciales de los pacientes
narcisistas.
Aquí estamos tratando con la infiltración agresiva del self grandioso patológico,
tanto en casos en los que esto se expresa mayormente en una tendencia
pasiva-parasitaria, y en casos donde toma una forma agresiva-paranoide (en el
síndrome de narcisismo maligno). Todos los casos de trastorno de
personalidad narcisista con rasgos antisociales significativos tienen un
pronóstico relativamente reservado. Los pacientes con el síndrome de
narcisismo maligno están muy en el límite de lo que podemos alcanzar con los
enfoques psicoanalíticos dentro del campo de narcisismo patológico. El
siguiente grado de gravedad de la patología antisocial, la personalidad
antisocial propiamente dicha, tiene un pronóstico prácticamente de cero en
cuanto al éxito del tratamiento psicoterapéutico.
Al mismo tiempo, mostraba una curiosidad anormal sobre todos los aspectos
de mi vida, incluyendo mi consultorio, y me espiaba fuera de las sesiones. Se
las arreglaba para conseguir información sobre mi vida privada y mis hijos,
implicándose en actividades que le otorgaban ese conocimiento, y luego me
hacía saber triunfalmente todo lo que sabía sobre mí. Parecía claro que era
totalmente incapaz de tolerar cualquier conciencia de que su intenso odio hacia
mí era una proyección de lo que había en ella, y debido a ese odio proyectado
manejaba su temor mediante el control y la vigilancia triunfantes sobre mí. Yo
le señalaba consistentemente que creía que no se daba cuenta de sus
incesantes ataques hacia mí, porque se expresaban sólo en la conducta y no
se acompañaban de la conciencia de ningún sentimiento. Esto la protegía, le
decía, contra el sentimiento de placer en esos ataques, sentimiento que no se
atrevía a confesarse a sí misma. Esta línea de interpretación aumentó
gradualmente su tolerancia hacia su propio odio, es decir su venganza y, al
mismo tiempo, su identificación con la madrastra abusiva. Finalmente, tras
nueve años de tratamiento, logró una recuperación completa, embarcada en
una exitosa carrera profesional, y estableció un matrimonio satisfactorio.
Aquí, más que estar dirigida a individuos, la conducta antisocial puede tomar la
forma de un estilo de vida parasitario incluyendo el recurrir innecesariamente a
la asistencia pública o la ayuda familiar. En el tratamiento uno encuentra, con
estos pacientes, un rechazo crónico de la relación con el terapeuta, a menudo
enmascarado por una superficie de compromiso amistoso y afectuoso que se
convierte en un tema importante en la transferencia, y que con el tiempo puede
convencer al terapeuta de que no hay una relación humana real. La
devaluación inconsciente del terapeuta tiene una cualidad tan egosintónica que
incluso su interpretación puede no conmover al paciente, quien puede creer
que el terapeuta tiene expectativas nada realistas acerca de lo que son las
relaciones humanas y, o bien es deshonesto, o es un loco a quien no hay que
tomar en serio. En contraste con los otros tipos de pacientes difíciles que he
discutido, aquí la manifestación superficial de la transferencia puede parecer
placentera y no agresiva; la profunda tragedia del rechazo o desmantelamiento
de la relación terapéutica potencialmente disponible para el paciente debe ser
sutilmente disfrazada. Aquí el foco terapéutico necesita estar en la
contradicción entre una superficie aparentemente amistosa, calma, y un
absentismo frecuente, compromisos y fechas límite olvidados, y la ausencia de
impacto del trabajo terapéutico. Es importante no confundir este grupo con
pacientes en la siguiente categoría, quien, a pesar de un funcionamiento social
y una organización psicológica relativamente mejores, tienen un pronóstico
sorprendentemente reservado.
Su principal queja, de hecho, era que tenía pocos recuerdos del pasado, de su
infancia, del colegio, y que eso era muy desconcertante para él, dado que tenía
una memoria excelente para los temas y los “hechos” del trabajo. El único
síntoma que presentaba, que también lo desconcertaba, era el miedo a las
inyecciones, a ver sangre; se desmayaba si veía un accidente en el que
hubiera cualquier indicativo de daño físico.
He visto muy pocos pacientes de este tipo a lo largo de los años, y no podría
decir qué factores pueden predecir a quién podemos ayudar y a quién no. Una
vez que estuvo en terapia de apoyo conmigo, este paciente pudo aumentar en
cierto modo su disponibilidad hacia su mujer y sus hijos, y aceptar el
“aburrimiento” de su trabajo con más resignación. Tras un periodo de tiempo en
el que no se produjeron más cambios, estuvimos de acuerdo en terminar,
aceptando ambos las limitaciones de la mejoría lograda.
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