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El paciente narcisista casi intratable

Publicado en la revista nº046


Autor: Kernberg, Otto
"The almost untreatable narcissistic patient" fue publicado originariamente en The Journal of American
Psychoanalytic Association, 55: 503-539 (2007)

Traducción: Marta González Baz

Revisión: Emilce Dio Bleichmar

La experiencia clínica en el Instituto de Trastornos de Personalidad en el Weill Cornell


Medical College sugiere que los pacientes con organización borderline de la
personalidad y con un trastorno narcisista de la personalidad tienen un pronóstico más
grave que el resto de de trastornos de personalidad que funcionan al nivel borderline, y
que aquellos que, además, presentan una conducta antisocial significativa tienen un
pronóstico aun peor (Clarkin, Yeomans y Kernberg, 1999; Stone, 1990). Esta tendencia
negativa culmina en un grupo de pacientes prácticamente intratables con trastorno
antisocial de personalidad, que representa los casos más graves de narcisismo
patológico. También hay pacientes con trastorno narcisista de personalidad grave, que
funcionan a un nivel claramente borderline con importantes rasgos antisociales, pero no
presentan un trastorno antisocial de personalidad propiamente dicho, que en ocasiones
responden al tratamiento, mientras que otras veces no. Estos pacientes se exploran
aquí, con un foco en las técnicas psicoterapéuticas concretas que han demostrado ser
útiles, así como en los límites de estos enfoques técnicos.

Para no hacer demasiada extensa esta sección introductoria, es casi inevitable


un cierto estilo categórico. Pero puesto que esta sección ofrece el marco
organizador de lo que sigue, ruego indulgencia al lector. El trastorno narcisista
de personalidad se presenta, clínicamente, en tres niveles de gravedad. Los
casos más leves, que parecen “neuróticos”, suelen presentar indicaciones para
el psicoanálisis. Consultan típicamente sólo por un síntoma significativo, que
parece tan vinculado a su patología de carácter que todo, excepto el
tratamiento de su trastorno de personalidad, parecería inadecuado. Por el
contrario, otros pacientes narcisistas a este nivel presentan síntomas que
pueden ser tratados sin esfuerzo para modificar o resolver su estructura de
personalidad narcisista. Todos estos pacientes parecen funcionar muy bien, en
general, aunque presentan típicamente problemas significativos en relaciones
íntimas a largo plazo, y en interacciones profesionales o laborales a largo
plazo. Un segundo nivel de gravedad refleja el síndrome narcisista típico, con
las diversas manifestaciones clínicas que describiremos más abajo. Estos
pacientes necesitan, definitivamente, tratamiento para su trastorno de
personalidad, y aquí la elección entre tratamiento psicoanalítico estándar y
psicoterapia psicoanalítica depende de las indicaciones y contraindicaciones
individualizadas. En un tercer nivel de gravedad, los pacientes con trastorno
narcisista de personalidad funcionan a un nivel abiertamente borderline:
además de todas las manifestaciones típicas del trastorno narcisista de
personalidad, estos pacientes también presentan una carencia general de
tolerancia a la ansiedad y control de los impulsos, así como una severa
reducción en las funciones sublimatorias (es decir, en la capacidad para la
productividad o la creatividad más allá de la gratificación o las necesidades de
supervivencia). Estos pacientes normalmente muestran un fallo grave y crónico
en su trabajo y su profesión, y fracaso crónico en sus intentos de establecer o
mantener relaciones amorosas íntimas. En este mismo nivel de gravedad, otro
grupo de pacientes no muestra rasgos abiertamente borderline, pero sí
presentan una significativa actividad antisocial, que, previsiblemente, los sitúa
en la misma categoría que aquellos que funcionan a un nivel borderline.

Todos estos pacientes gravemente narcisistas pueden responder a una


psicoterapia psicoanalítica, centrada en la transferencia, a menos que, por
razones específicas para cada individuo, este enfoque pareciera
contraindicado, en cuyo caso el tratamiento de elección podría ser un enfoque
más de apoyo o cognitivo-conductual (Kernberg, 1997; Levy y col., 2005). Los
pacientes cuya conducta antisocial es predominantemente pasiva y parasitaria
presentan menos amenaza para sí mismos y para el terapeuta que aquellos
que presentan una severa conducta suicida y parasuicida, o ataques violentos
contra los otros. La agresión contra los otros o contra uno mismo es típica de la
conducta antisocial de tipo agresivo, especialmente cuando estos pacientes
cumplen los criterios para el síndrome de narcisismo maligno. Ese síndrome
incluye, además del trastorno narcisista de personalidad, una grave conducta
antisocial, importantes tendencias paranoides, y agresión egosintónica (esta
última puede dirigirse contra uno mismo o contra los otros).

Revisemos ahora, brevemente, los rasgos dominantes del trastorno narcisista


de la personalidad tal como se representan típicamente, especialmente en el
nivel intermedio o segundo en gravedad (Kernberg, 1997).

1. Patología del self: estos pacientes muestran un egocentrismo excesivo,


excesiva dependencia de la admiración de los otros, predominio de fantasías
de éxito y grandiosidad, evitación de realidades que sean contrarias a la
imagen inflada que tienen que sí mismos, y episodios de inseguridad que
perturban su sentimiento de grandiosidad o de ser especiales.

2. Patología de la relación con los otros: estos pacientes sufren una envidia
desorbitada, consciente e inconsciente. Muestran avaricia y conducta
explotadora hacia los otros, se sienten con derecho, devalúan a los otros, y son
incapaces de depender realmente de ellos (en contraste con necesitar su
admiración). Muestran una falta llamativa de empatía con los demás,
superficialidad en su vida emocional, y carecen de capacidad para
comprometerse con las relaciones, objetivos o propósitos conjuntos con los
otros.

3. Patología del superyó (sistemas de valores internalizados conscientes e


inconscientes): en un nivel relativamente más leve, los pacientes muestran un
déficit en su capacidad para la tristeza y el duelo; su autoestima está regulada
por graves cambios de humor en lugar de estarlo por una autocrítica limitada y
focalizada: parecen estar determinados por una cultura de la “vergüenza” en
lugar de por una cultura de la “culpa”; y sus valores tienen una calidad infantil.
La patología más grave del superyó, además del duelo defectuoso, supone
conducta antisocial crónica y una irresponsabilidad significativa en las
relaciones. Una falta de consideración hacia los otros descarta cualquier
capacidad de culpa o remordimiento por dicha conducta devaluadora. El
narcisismo maligno, un síndrome específico mencionado previamente, refleja
una patología severa del superyó caracterizada por la combinación de trastorno
narcisista de personalidad, conducta antisocial, agresión egosintónica (dirigida
contra uno mismo y/o contra otros), y marcadas tendencias paranoicas.

4. Un estado básico del self en estos pacientes es un sentimiento crónico de vacío


y aburrimiento, lo que resulta en hambre de estímulos y el deseo de
estimulación artificial de la respuesta afectiva por medio de drogas o alcohol,
que predispone al abuso de sustancias y la dependencia de las mismas.

Los pacientes con trastorno narcisista de la personalidad pueden presentar


complicaciones típicas de este trastorno, incluyendo promiscuidad o inhibición
sexual, dependencia de drogas o alcoholismo, parasitismo social, tendencias
suicidas o parasuicidas graves (tipo narcisista), y, bajo condiciones de estrés y
regresión severos, la posibilidad de desarrollos paranoides significativos y
breves episodios psicóticos.

Cuestiones técnicas generales en el tratamiento del trastorno narcisista


de personalidad

Como he apuntado, las indicaciones para distintas modalidades narcisistas y


otras formas de tratamiento dependen de la gravedad de la enfermedad y la
combinación individual de síntomas y patología de carácter. Las técnicas
generales de psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica estándar tienen que ser
modificadas o enriquecidas con enfoques específicos para manejar los vínculos
de transferencia-contratransferencia (Koenisberg y col., 2000). Sin explorar
más aquí las diferencias generales entre estas modalidades de tratamiento o
sus indicaciones respectivas, especificaré temas concretos que típicamente
emergen en el tratamiento de pacientes narcisistas y que se vuelven
especialmente dominantes en los encuentros con los “pacientes narcisistas
casi intratables” que presentaré. Estos temas requieren enfoques técnicos
específicos, que se basen en todo el espectro de tratamientos
psicoanalíticamente derivados, que también describiré.

Una cuestión nuclear para los pacientes narcisistas es su incapacidad de


depender del terapeuta, porque esa dependencia se siente como humillante.
Se defienden de ese miedo a la dependencia, a menudo inconsciente, con
intentos de controlar omnipotentemente el tratamiento (Kernberg, 1984;
Rosenfeld, 1987). Clínicamente, esto toma la forma del afán del paciente por el
“autoanálisis”, como opuesto a la colaboración con el terapeuta para dar lugar a
la integración y la reflexión. Estos pacientes tratan al terapeuta como si fuera
una “máquina expendedora” de interpretaciones, de las que entonces se
pueden apropiar, sintiéndose, al mismo tiempo, decepcionados por no recibir
interpretaciones suficientes, o no del tipo adecuado, desestimando todo lo que
podrían aprender de él. Por esta razón, el tratamiento a menudo mantiene una
cualidad de “primera sesión” durante un periodo prolongado. Los pacientes
narcisistas se muestran intensamente competitivos con el terapeuta, y
sospechan de lo que consideran la actitud indiferente o explotadora de éste
hacia ellos. No pueden concebir al terapeuta como espontáneamente
interesado y honestamente preocupado por ellos; como resultado, muestran
una devaluación y desprecio significativos hacia el terapeuta.

Los pacientes narcisistas también pueden mostrar una idealización defensiva


del terapeuta, considerándolo “el mejor”, pero dicha idealización es frágil y
puede hacerse añicos rápidamente por la devaluación y el desprecio. También
puede formar parte del control omnipotente que conviene a su grandiosidad, en
tanto que estos pacientes intentan forzar inconscientemente al terapeuta para
que siempre sea convincente y brillante, pero no superior a ellos, puesto que
esto generaría envidia. Necesitan que el terapeuta mantenga su “brillantez”
para protegerse a sí mismo de la tendencia de los pacientes a devaluarlo, que
una vez actuada los dejaría sintiéndose totalmente perdidos y abandonados en
el tratamiento.

Un rasgo importante de todas estas manifestaciones es la envidia consciente e


inconsciente del terapeuta, el sentimiento consistente por parte del paciente de
que sólo puede haber una persona genial en la habitación, que necesariamente
despreciará a la otra, inferior a ella. Esta creencia motiva que el paciente
intente estar por encima, aun a riesgo de sentirse abandonado debido a la
pérdida del terapeuta devaluado. La envidia al terapeuta es al mismo tiempo
una fuente interminable de resentimiento por lo que el terapeuta tiene que dar,
y adopta muchas formas. La más importante es la envidia de la creatividad del
terapeuta, del hecho de que puede entender creativamente al paciente en lugar
de ofrecer respuestas manidas y estereotipadas que puedan ser memorizadas
por el paciente. También se envidia la capacidad del terapeuta para invertir en
una relación, capacidad de la que el paciente sabe que carece. La
consecuencia más importante de estos conflictos en torno a la envidia son
reacciones terapéuticas negativas: típicamente el paciente se siente peor tras
una situación en la que reconoció claramente haber sido ayudado. El
resentimiento envidioso del terapeuta puede ser actuado en diversas formas,
incluyendo el enfrentar a un terapeuta con otro; la pseudoidentificación
agresiva en la cual el paciente desempeña el papel del terapeuta en una
interacción destructiva con terceras partes; y, con bastante frecuencia, el que el
paciente construya la idea de que sólo él es la causa de su progreso.

El análisis del self idealizado y las representaciones de objeto idealizadas que


se consolidan conjuntamente en el self grandioso patológico de estos pacientes
tiende a reducir gradualmente tanto la grandiosidad en la transferencia como la
pseudointegración de ese self, y trae a la transferencia las relaciones objetales
primitivas internalizadas y los investimentos afectivos primitivos que las asisten.
Este desarrollo se muestra clínicamente en el descubrimiento de las reacciones
agresivas como parte de esas relaciones objetales primitivas, incluyendo la
conducta suicida y parasuicida en la identificación inconsciente con objetos
hostiles poderosos: la “victoria” de estas representaciones objetales primitivas
sobre el terapeuta puede ser simbolizada por la destrucción del cuerpo del
paciente.

Las tendencias suicidas crónicas de los pacientes narcisistas tienen una


cualidad premeditada, calculada, fríamente sádica, que difiere de la cualidad
suicida impulsiva, “decidida sobre la marcha”, de los pacientes borderline
normales (Kernberg, 2001). La proyección de representaciones objetales
persecutorias en el terapeuta en forma de transferencias paranoides severas
también puede llegar a ser predominante, así como una forma de rabia
narcisista que expresa el sentirse con derecho y el resentimiento
envidioso. “Robar” al terapeuta puede tomar la forma de aprender su
idioma y aplicarlo a los demás, o puede mostrarse en el síndrome de
perversidad, en el que lo que se recibe del terapeuta como una expresión
de interés y compromiso se transforma malignamente en una expresión
de agresión hacia los demás. La corrupción de los valores del superó
puede ser actuada como conducta antisocial que el paciente percibe
inconscientemente como causada por la irresponsabilidad del terapeuta en
lugar de por él mismo.

La actitud narcisista de sentirse con derecho, y la incorporación ávida de lo que


el paciente siente que se le niega puede tomar la forma de transferencias
aparentemente eróticas, demandas de ser amado por el terapeuta, o incluso
esfuerzos por seducir al terapeuta como parte de un esfuerzo global por
destruir su rol. Éstas son complicaciones severas, muy distintas de las
transferencias eróticas de los pacientes neuróticos.

Cuando tiene lugar la mejoría, la envidia severa suele disminuir y


comienza a emerger la capacidad de gratitud en las relaciones
transferenciales y extratransferenciales, especialmente en la relación con
compañeros íntimos sexuales. La envidia al otro género es un conflicto
inconsciente dominante en las personalidades narcisistas, y la disminución de
esta envidia permite una disminución de las actitudes devaluadoras
inconscientes hacia las parejas íntimas y, por tanto, una mayor capacidad
de mantener relaciones amorosas. Los pacientes narcisistas pueden volverse
más tolerantes con sus sentimientos de envidia sin tener que actuarlos, y el
darse cada vez más cuenta de los mismos permite que disminuyan
gradualmente las tendencias a la devaluación defensiva. El desarrollo de
sentimientos más maduros de culpa y de preocupación por las actitudes
agresivas y explotadoras indica la consolidación del superyó y la profundización
de las relaciones objetales. A veces, sin embargo, el superyó, ahora integrado,
es tan sádico como para ocasionar depresión severa en estos pacientes según
empieza a mejorar su patología de carácter.

En condiciones óptimas, los pacientes que han sentido predominantemente


durante un período de tiempo prolongado transferencias psicopáticas (una
convicción de la falta de honestidad del terapeuta, o falta de honestidad y
decepción consciente por parte del paciente) pueden cambiar a
transferencias paranoides contra las que las transferencias psicopáticas han
constituido una defensa. Más adelante, esas transferencias paranoides
(relacionadas con la proyección de representaciones objetales persecutorias y
precursores del superyó sobre el terapeuta) pueden transformarse en
transferencias depresivas, cuando el paciente empieza a ser capaz de tolerar
sentimientos ambivalentes y de reconocer su experiencia de sentimientos
intensamente positivos e intensamente negativos hacia el objeto de
vergüenza (Kernberg, 1992).

Tal vez el desarrollo de la transferencia más difícil de manejar es el de los


pacientes con agresión extremadamente intensa que puede presentarse como
conducta suicida y parasuicida casi incontrolable fuera de las sesiones, y como
transferencias sadomasoquistas crónicas en las sesiones. En el último caso, el
paciente ataca sádicamente al terapeuta durante un periodo prolongado,
intentando claramente provocar en él una respuesta similar. Si el terapeuta se
ve obligado a ello, el paciente lo acusa entonces de ser agresivo y destructivo.
En todo esto, el paciente se siente como una víctima indefensa del terapeuta. A
este desarrollo de una relación masoquista secundaria con el terapeuta puede
seguirle, a su vez, la agresión dirigida hacia uno mismo en la que el paciente se
acusa exageradamente de “maldad”, sólo para volver al final a la conducta
sádica hacia el terapeuta, reiniciando, así, el ciclo. Aquí el enfoque técnico
implica señalarle al paciente estos patrones de verse a sí mismo y al otro como
agresor o víctima en la transferencia, con frecuentes inversiones de roles.

Otra manifestación de la agresión severa en la transferencia es el síndrome de


arrogancia, presente con bastante frecuencia en las personalidades narcisistas
que funcionan a un nivel claramente borderline: una combinación de conducta
arrogante intensa, extrema curiosidad hacia el terapeuta y su vida pero poca
hacia sí mismo, y “pseudoestupidez”, incapacidad de aceptar ningún
argumento lógico, racional (Bion, 1967). El principal propósito defensivo de este
síndrome es proteger al paciente contra cualquier conciencia de la intensa
agresión que lo controla. El afecto agresivo se expresa en la conducta, en lugar
de en un proceso representacional afectivamente marcado.

Si bien estos desarrollos transferenciales pueden emerger en cualquier


modalidad de tratamiento, la ventaja de las psicoterapias psicodinámicas y el
psicoanálisis, cuando estén indicados, es que pueden permitir la resolución de
estas manifestaciones transferenciales por medio del foco interpretativo. Por el
contrario, los tratamientos de apoyo y cognitivo-conductuales pueden controlar
y reducir los efectos más severos de estos desarrollos transferenciales sobre la
relación con el terapeuta, pero su control inconsciente continuado de la vida del
paciente sigue siendo un problema importante. Los enfoques de apoyo y
cognitivo-conductuales pueden reducir, mediante la educación combinada con
una actitud general de apoyo, la naturaleza inapropiada de las interacciones del
paciente en el trabajo o en el ámbito laboral. Sin embargo, en mi experiencia, el
trabajo en este nivel no es suficiente para modificar la incapacidad de estos
pacientes para establecer relaciones amorosas profundas, y para
mantener relaciones íntimas gratificantes en general. Y, con no poca
frecuencia, los complicados desarrollos evolutivos descritos más arriba pueden
socavar los enfoques de apoyo o cognitivo-conductuales. Por tanto, cuando
parece razonable creer que el paciente puede tolerar un enfoque analítico,
independientemente de la gravedad de la sintomatología, esa indicación
generalmente tiene un pronóstico positivo. Sin embargo, como veremos en la
siguiente sección, dicho enfoque analítico tiene límites definidos.

Hay referencias en la literatura psicoanalítica, especialmente dentro de la


tradición kleiniana, que indican el éxito terapéutico al utilizar enfoques
analíticos sin modificar con pacientes narcisistas gravemente enfermos (Bion,
1967; Spilliuis, 1988; Spillius y Feldman, 1989; Steiner, 1993). El trabajo de
Steiner, especialmente, se refiere claramente al análisis de los pacientes
narcisistas, a quienes él designa como presentando una “organización
patológica”; Hinshelwood (1994) apunta al uso de este término en la literatura
kleiniana en referencia a las “personalidades inaccesibles”. Un problema, sin
embargo, es que la descripción general de dichos pacientes en esa literatura
suele carecer de información suficientemente detallada sobre su sintomatología
general y características de personalidad, haciendo difícil compararlos con los
pacientes a quienes nos referimos en nuestro trabajo en Cornell. Además, las
descripciones sutiles y convincentes en la literatura kleiniana de un las
interpretaciones transferenciales con estos pacientes transmiten un sentimiento
de su eficacia que deja abierta la cuestión más amplia de la eficacia del
tratamiento de amplio rango y, así, no nos permite especificar indicaciones y
contraindicaciones.

Hemos sido fuertemente influenciados por los insights clínicos de la escuela


kleiniana, pero nos preguntamos si sus fragmentos clínicos podrían no estar
principalmente extraídos de casos exitosos, con poca atención a los casos no
aceptados, no exitosos o interrumpidos. Por supuesto, la mayoría de los
analistas, de cualquier orientación, tienden a mencionar sólo en privado los
casos que no han sido exitosos, o los casos que han rechazado por demasiado
problemáticos. En este artículo, por el contrario, me centro específicamente en
los casos más severos dentro del espectro narcisista, en el contexto de una
cuidadosa evaluación de los síntomas, la personalidad y los desarrollos de
largo alcance, y a la experiencia de éxito y de fracaso en ellos.

La presentación típica de los pacientes “imposibles”

Los aspectos pronósticos negativos a menudo se hacen evidentes durante la


evaluación inicial de los pacientes, pero todos estamos familiarizados con
casos en los cuales, a pesar de la cuidadosa recogida y evaluación de la
historia, la información importante emerge sólo una vez que ha comenzado el
tratamiento, alterando nuestras impresiones iniciales diagnósticas y de
pronóstico. Existen, sin embargo, manifestaciones típicas, identificables en la
evaluación clínica, de lo que finalmente pueden suponer obstáculos casi
insalvables para el tratamiento. Los siguientes casos reflejan esas señales
frecuentes de peligro.

Fracaso laboral crónico a pesar de un gran bagaje formativo y gran


capacidad

Son pacientes que durante muchos años han trabajado por debajo de su nivel
de formación y su capacidad, y a menudo son propensos a un estatus
“discapacitado” de modo que deben ser cuidados por sus familias (si éstas
pueden ayudarlos) o por el sistema público de ayudas sociales. Dicha
dependencia crónica de la familia o de un sistema de apoyo social representa
un importante beneficio secundario de la enfermedad, una de las principales
causa de fracaso del tratamiento. En los Estados Unidos, al menos, estos
pacientes son grandes consumidores de servicios sociales y terapéuticos; sin
embargo, si se pusieran bien, no estarían ya cualificados para obtener los
apoyos que mantienen su existencia. Estos pacientes acuden a tratamiento,
consciente o inconscientemente, no porque estén interesados en mejorar, sino
para demostrar al sistema social su incapacidad de mejorar y, por tanto, su
necesidad de seguir recibiendo apoyo. Puesto que normalmente se les requiere
que estén en algún tipo de tratamiento para obtener una vivienda social, SSI
[N. de T.: pago de subsidio social], SSD [N. de T.: seguridad social médica], y
otros beneficios, van de programa en programa, de terapeuta en terapeuta.
Michael Stone, un miembro senior de nuestro Instituto de Trastornos de la
Personalidad en Cornell, ha concluido que, a fines prácticos, si un paciente
fuera capaz de ganar trabajando al menos 1,5 veces la cantidad que está
recibiendo de los sistemas de asistencia social, podría ser la oportunidad de
que finalmente se viera motivado a volver a trabajar. De otro modo, el beneficio
secundario de la enfermedad puede pesar más (Stone, 1990).

La psicodinámica subyacente de esta situación varía de un caso a otro. Hay


pacientes que estarían dispuestos a trabajar si inmediatamente se convirtieran
en directores de una importante industria, o en líderes dentro de su profesión.
Consideran la necesidad de empezar en una posición “inferior” como una
humillación intolerable. Hay muchos pacientes que prefieren obtener
prestaciones sociales antes que soportar la “humillación” de trabajar en una
posición subordinada. Hay casos en cuya dinámica el aspecto dominante es la
ira inconsciente porque se espera que cuiden de sí mismos. Son pacientes que
sienten que dados los graves traumas o frustraciones que han padecido,
merecen un tratamiento especial en la vida; volverse activos en su propio
nombre significaría renunciar a esa expectativa vengativa.

Conscientemente, estas dinámicas pueden mostrarse sólo como la emergencia


de síntomas graves de angustia o incluso depresión siempre que estos
pacientes intentan trabajar. A menudo son pacientes que han aprendido de
memoria todos los síntomas de los trastornos de ansiedad, que afirman por una
parte que tienen un trastorno de ansiedad crónico por el que deben recibir
tratamiento psicofarmacológico continuado y, por otra, que incluso con el uso
de medicación, la angustia se vuelve incontrolable siempre que intentan
trabajar. Esta emergencia específica de angustia grave cuando se contempla
cualquier posibilidad de trabajo es especialmente ominosa. Hay aún otros
pacientes en cuya patología predominan los aspectos antisociales; mientras
puedan explotar a su familia o a la sociedad, les parece de tontos -y, por tanto
humillante- trabajar.

Esta condición de fracaso en el mundo laborar puede fusionarse con fantasías


grandiosas de capacidades y de éxito que permanecen indiscutidas en tanto el
paciente no se convierte en parte de la fuerza de trabajo: la racionalización de
este patrón de parasitismo social puede incluir una profesión fantaseada o un
talento que el paciente tiene que nadie ha reconocido hasta ahora: el pintor
desconocido, el autor inhibido, el músico revolucionario. A menudo dicho
paciente está perfectamente dispuesto a entrar en tratamiento en tanto otra
persona lo pague, y lo abandonará cuando esto ya no sea posible, aun si el
tratamiento podría continuar si el paciente quisiera y pudiera tener un empleo
remunerado.

Caso 1. El paciente, un hombre a final de los cuarenta de una familia


aristocrática de Gran Bretaña, había estudiado en importantes universidades
de Estados Unidos y había emprendido una carrera empresarial. Allí, a pesar
de las excelentes recomendaciones y las conexiones sociales, no había
conseguido progresar debido a su conducta arrogante, demandante y
sutilmente irresponsable. Habiendo perdido importantes promociones, cambió
de una empresa a otra, creándose finalmente la reputación de alguien en quien
no se podía confiar para una posición de liderazgo. Se casó con una mujer de
negocios que había conocido en uno de sus negocios, que, originariamente,
estaba en una posición subordinada a la suya; sin embargo, mediante su
inteligencia y el trabajo duro, ella había conseguido ser promovida a posiciones
superiores.

Su mujer, finalmente, lo sobrepasó en el mundo de la empresa, con lo cual él


se retiró completamente del trabajo. Comenzó a beber, se deprimió y desarrolló
los síntomas hipocondríacos que motivaron que buscara tratamiento primero
con internistas, tras cual fue referido para tratamiento psiquiátrico. Tras breves
encuentros psicoterapéuticos con diversos psiquiatras, todos los cuales
desechó por parecerle inútiles, comenzó el psicoanálisis. En ese momento
llevaba varios años sin trabajar. Vivía de una herencia que rápidamente iba
disminuyendo y de la privilegiada situación financiera de su esposa, al tiempo
que estaba resentido por su dependencia de ella, resentimiento que actuaba
manteniendo breves relaciones con una serie de mujeres.

Presentaba un trastorno de personalidad narcisista bastante típico, y la


transferencia con su analista evolucionó rápidamente a alternar entre
manifestaciones de intensa envidia y devaluación. Percibía a su analista como
un hombre de negocios exitoso y despiadado a quien odiaba, una actitud
similar a los sentimientos dominantes que albergaba hacia su mujer y, en un
nivel más profundo, hacia su madre, dominante, egocéntrica y “aristocrática”.
En otras ocasiones percibía al analista como un profesional fracasado,
incompetente e “hipócrita”, un aspecto proyectado de la imagen que tenía de sí
mismo, mientras que se identificaba con la superioridad grandiosa que había
percibido en su madre. El tratamiento se convirtió en una fuente importante de
beneficio secundario porque, mientras siguiera padeciendo depresión e
inseguridad, “no tenía sentido” para él trabajar y, así, podía evitar el profundo
sentimiento de humillación de tener que reconocer su fracaso profesional como
consecuencia de su conducta. Lo que es tal vez más importante, cualquier
intento de resucitar su carrera necesitaría aceptar lo que él consideraría una
posición de bajo nivel, lo que representaría otra humillación intolerable. Sólo
tras un impasse en el tratamiento, y la subsiguiente insistencia del analista para
volver a trabajar como precondición para continuar el tratamiento, la situación
cambió, dando lugar a un absoluto despliegue de sentimientos de odio y
humillación en la transferencia, y a abrir la posibilidad de elaborar su estructura
narcisista en ese contexto. Su sentimiento de humillación por tener que trabajar
en una posición “inferior”, la fantasía de que el analista estaba despreciándolo
por eso, y su resentimiento envidioso por la “vida mejor” del analista fueron
elaborados gradualmente, y finalmente permitieron la emergencia de la gratitud
por la paciencia del analista, y la dependencia auténtica de una imagen
materna amorosa. Este desarrollo en la transferencia dio lugar, a su vez, a una
mejoría importante en los sentimientos hacia su esposa, y en su relación con
ella. En el momento de la terminación había mejorado enormemente.

Caso 2. Una mujer de veintipocos años, residente médica de segundo año, fue
referida a análisis debido a graves problemas en la relación con sus colegas,
supervisores y pacientes. El diagnóstico fue una personalidad narcisista, y
comenzó el psicoanálisis conmigo bajo un acuerdo que hizo con su padre, por
el que él pagaría el tratamiento hasta que ella terminara la residencia, momento
en el que ella asumiría la responsabilidad si el tratamiento no estaba
completado en ese momento. Me dejó claro desde el principio que pensaba
que el tratamiento era inútil y pasado de moda, y que estaba dispuesta a
intentarlo sólo mientras no tuviera que pagar por ello.

El análisis de esta provocadora devaluación del analista, que en su momento


yo consideré una defensa narcisista contra la dependencia, abrió la compleja
dinámica de su trasfondo familiar. Describía a su madre como extremadamente
controladora y, sin embargo, absolutamente desinteresada en lo que su hija
estaba implicada y cuáles eran sus sentimientos y a su padre, que apoyaba
totalmente a su mujer, como agradable pero impotente. La paciente dijo que,
sin embargo, había aprendido a manipularlo y poder utilizarlo así para liberarse
del control de la madre sin enfrentarse abiertamente a ella. La manipulación, el
carácter engañoso, y el control implacable dominaban las interacciones de la
paciente con sus padres y con su hermana menor. Yo había esperado elaborar
gradualmente su devaluación de mí mediante el análisis de su repetición
transferencial de la constelación familiar. Dos años después, sin embargo,
cuando se acercaba la graduación como residente médica y revisamos dónde
se hallaba, y cuáles serían los acuerdos futuros para su análisis, la paciente,
aun reconociendo que le iba mucho mejor en su trabajo y que sus profesores
habían notado su mejoría, estaba, sin embargo, convencida de que había
logrado todo esto por sí misma. Decía “de ningún modo” en cuanto a que el
análisis la hubiera ayudado y, por supuesto, terminaría el análisis el día que su
padre dejase de pagar por él. Esto fue exactamente lo que sucedió, ¡un
resultado que sirve como formidable testimonio del poder de las defensas
narcisistas frente a la vulnerabilidad y la dependencia!

El enfoque terapéutico en estos casos debe incluir intentos de eliminar o, al


menos, reducir los beneficios secundarios de la enfermedad. Yo señalaría al
paciente que la implicación activa en el trabajo y sus experiencias interactivas
relacionadas con esto y aceptar la responsabilidad de financiar el tratamiento
son esenciales si se trata de ayudar al paciente, y que dicho compromiso es
una condición previa para llevar a cabo una psicoterapia psicoanalítica.
Dependiendo de la situación, podría concederle al paciente un periodo de
tiempo, digamos de tres a seis meses, para lograr este objetivo, con una clara
comprensión de que, de no ser así, el tratamiento se interrumpirá. Esta
condición constituye un establecimiento de límites que se convierte en parte del
marco de tratamiento y, por tanto, requiere desde el principio la interpretación
de sus implicaciones transferenciales. Hablando en términos prácticos, estas
interpretaciones pueden centrarse en la motivación inconsciente para rechazar
trabajar, la prominencia del beneficio secundario, el posible resentimiento hacia
el terapeuta por amenazar el equilibrio del paciente y los aspectos
autoderrotantes del paciente implicados en que se niegue el bienestar, el éxito,
el respeto a sí mismo, y el enriquecimiento de la vida que proviene de la
implicación exitosa y creativa con el trabajo propio.

Con esta modificación en la técnica, a menudo es posible vencer al beneficio


secundario de la enfermedad. En muchos casos, sin embargo, el paciente
encontrará infinitas excusas para no trabajar, e incluso puede pedir ayuda a
terceras partes (por ej. trabajadores sociales o asistentes sociales) que pueden
llamar la atención del terapeuta ante el hecho de que sus “demandas
excesivas” están incrementando los problemas y síntomas del paciente. En
distintos sistemas sociales y acuerdos de seguros de salud, el beneficio
secundario de la enfermedad puede aparecer de distintos modos, pero he
podido observar esta dinámica en un amplio espectro de contextos sociales en
diferentes países, incluyendo Austria, Finlandia y Alemania.

Arrogancia generalizada

Este síntoma puede dominar en pacientes que, si bien reconocen que tienen
problemas y síntomas significativos, obtienen un beneficio secundario
inconsciente de la enfermedad, demostrando la incompetencia de las
profesiones de salud mental y su incapacidad para aliviar dichos síntomas. Se
vuelven súper expertos en el campo de su sufrimiento, investigan
diligentemente en Internet, revisan la trayectoria y la orientación de los
terapeutas, comparan sus defectos y sus virtudes, y se presentan al
tratamiento “para darle una oportunidad al terapeuta”, pero obtienen
consistentemente un grado inconsciente de satisfacción en derrotar a las
profesiones de ayuda. Pueden padecer síntomas tales como conflictos
matrimoniales crónicos, ataques de intensa depresión cuando se ven
amenazados con fracasos laborales, angustia y somatizaciones e, incluso,
depresión crónica significativa. Esta última responde sólo “parcialmente” a
cualquier tratamiento psicofarmacológico que estos pacientes reciban (e
incluso al tratamiento electroconvulsivo, que a veces se recomienda
cuestionablemente). No es infrecuente que la combinación de tratamiento
psicoterapéutico y psicofarmacológico dé lugar temporalmente a una mejoría
sorprendente, que desde la perspectiva de estos pacientes se debe a la
medicación únicamente; el tratamiento psicoterapéutico no se considera útil y
se vuelve innecesario (luego, más adelante, la medicación “deja de funcionar”).

El cambio repentino (apuntado anteriormente) de la idealización frágil del


terapeuta a su completa devaluación puede tener lugar en cualquier momento.
A veces, un tratamiento de muchos meses de duración que parecía estar
progresando satisfactoriamente se ve inesperadamente perturbado por un
intenso estallido de envidia hacia el terapeuta que desencadena una
devaluación radical del mismo. La evaluación inicial de estos pacientes suele
revelar una arrogancia egosintónica que puede evolucionar a una conducta y
una rudeza extremadamente inadecuadas en algunos casos, o ser ligeramente
enmascaradas en otros bajo una fachada superficial de tacto adecuado. Esta
arrogancia caracterológica tiene que diferenciarse del síndrome de arrogancia
descrito por Bion (1967). Este último incluye intensas tormentas afectivas en la
transferencia y en el contexto de una psicoterapia psicoanalítica en la que la
relación del paciente con el terapeuta está firmemente establecida tiene un
mejor pronóstico.

La arrogancia generalizada puede ser aquí racionalizada por el paciente en


términos de aspectos culturales o ideológicos, como cuando una paciente
rechaza a todos los terapeutas varones porque “no entienden a las mujeres”,
mientras que regaña a su terapeuta mujer por someterse a las reglas de los
hombres, incluyendo las que atañen a la relación terapéutica. Cuando los
esfuerzos por debilitar el marco terapéutico de la terapeuta mujer fracasan,
dicha paciente puede hacer una retirada triunfal del tratamiento con esa mujer
tan “rígida, servil”. Racionalizaciones parecidas pueden implicar prejuicios
raciales, supuestas diferencias políticas u orientaciones religiosas.
Caso 3. Una mujer en mitad de los cuarenta vino a tratamiento a causa de sus
ideas suicidas crónicas, varios intentos frustrados de suicidio que tuvieron una
calidad en cierto modo histriónica, y una larga historia de depresión que no
había respondido a la medicación antidepresiva. Había sido directora de oficina
con 20 ó 30 personas a su cargo, y, en realidad, había ocupado diversos
puestos similares, siguiendo su ejercicio, en todos ellos, una trayectoria
recurrente: al principio era muy exitosa y enérgica, impresionando a la gente
con su inteligencia y su actitud resolutiva, sin embargo, desarrollaba conflictos
con sus colaboradores, estallaba en rabietas, se ausentaba injustificadamente,
y, finalmente, dimitía o se le pedía que lo hiciera. En el momento en que acudió
a nuestra clínica había estado en paro durante casi un año, y le perturbaba su
dificultad para encontrar un puesto acorde a su nivel de experiencia. Estaba
casada, y mencionó con gran vacilación que debido a la impotencia de su
marido llevaban varios años sin tener sexo. En el momento de tomar la historia,
mis intentos por elucidar más aspectos de esta dificultad sexual provocaron
una reacción irritada y una afirmación enojada de que esto era problema de su
esposo y era irrelevante para el tratamiento. Dijo que estaba perfectamente
satisfecha con la situación matrimonial, y rechazó hablar más de ello.

Mostraba síntomas de una depresión significativa, pero no indicativos de una


depresión mayor como tal. Su poca disposición a ofrecer información sobre sí
misma, más allá del reporte de los síntomas, fue una primera indicación de una
actitud negativa continuada que tomó la forma de comentarios despectivos
sobre mí desde la primera sesión. Generalmente me despreciaba a mí y al
tratamiento que yo le ofrecía, mientras que insistía firmemente en la
importancia de continuar con la medicación que estaba tomando (aunque no le
estaba siendo de ayuda). Organicé una consulta con el psicofarmacólogo de
nuestro equipo, quien recomendó un cambio de la medicación antidepresiva en
combinación con una psicoterapia conmigo.

Aunque desde el principio fue muy escéptica sobre nuestra psicoterapia de dos
sesiones semanales, acudía puntualmente a todas las sesiones, quejándose de
que la sesión anterior no la había ayudado en absoluto. De hecho, decía, sólo
la había hecho sentir peor. Dada la grave crisis en su capacidad para trabajar,
la relación conflictiva con su marido (como reveló una investigación posterior) y
su impulsividad general y falta de tolerancia a la angustia (además de los
rasgos típicamente narcisistas de su personalidad), la diagnostiqué como
presentando un trastorno de personalidad narcisista en un nivel claramente
borderline.

Si bien acudía con regularidad a las sesiones, también es cierto que solicitaba
ansiosamente sesiones y conferencias telefónicas con el psicofarmacólogo. De
hecho, tras unas semanas, declaró que se sentía mejor, lo cual atribuyó a la
medicación y a la actitud comprensiva del psicofarmacólogo. En las sesiones
conmigo, hablaba de un modo desanimado sobre sus actividades diarias,
mostrando una tendencia a trivializar sus comunicaciones, y respondía a mis
comentarios poniendo los ojos en blanco de forma despectiva, o con preguntas
desafiantes, intentando discutir conmigo. Había buscado información en
internet sobre mí, y mostraba un claro resentimiento por mis numerosas
publicaciones, acusándome de usarla para mis “experimentos” sin tener en
cuenta sus intereses.

Tras unos meses de tratamiento, me enteré de que había estado consultando a


otros terapeutas mientras estaba en tratamiento conmigo, y se había comprado
un programa de autoayuda que comparaba con mis afirmaciones en las
sesiones, concluyendo, como me confesó triunfalmente, que estaba
aprendiendo mucho más de las grabaciones que escuchaba que de las
sesiones. Yo intentaba centrar su atención en su actitud despectiva durante las
sesiones, y en cómo esto reproducía los problemas que había tenido en las
situaciones de trabajo, al tiempo que perpetuaba su sentimiento de estar sola y
ser incomprendida, teniendo en cuenta el hecho de que en su mente yo había
dejado totalmente de valer la pena.

Tras poco menos de un año de tratamiento, y después de que yo volviera de un


descanso, la paciente lo interrumpió, diciéndome que le iba muy bien, que la
medicación la había ayudado, que había encontrado otro trabajo y que estaba
preparada para arreglárselas por su cuenta. Insistió en que ya no estaba
deprimida, que le iba bien en el trabajo, y que su marido no le estaba dando
problemas.

El enfoque técnico de estos pacientes debe incluir una confrontación cuidadosa


y un análisis sistemático de las funciones defensivas de la arrogancia en la
transferencia, señalándole al paciente en el proceso, desde el principio, que,
dada su disposición emocional, existe el riesgo de que el tratamiento finalice de
forma prematura debido a la devaluación del terapeuta. Normalmente, el
paciente teme, por identificación proyectiva, que el terapeuta tenga una
disposición despreciativa hacia él, y que, por tanto, si la superioridad del
paciente se ve desafiada o destruida, estará sujeto a una devaluación
humillante por parte del terapeuta. Puesto que la identificación inconsciente del
paciente con un objeto parental grandioso se halla siempre en la base de esta
disposición caracterológica (y es un componente importante del self grandioso
patológico), es muy útil, desde el principio, interpretar esta identificación
siempre que sea posible. Esta identificación con un objeto grandioso y sádico
parece, en la superficie, reforzar la autoestima del paciente protegiendo su
sentimiento de superioridad y grandiosidad; en el fondo, sin embargo, el
paciente está sometiéndose a un objeto internalizado que se resiste a cualquier
implicación real en una relación que pudiera ser de ayuda, un objeto
profundamente hostil a las necesidades dependientes y relacionales reales del
paciente.

Este sistema de referencias arrogante que sustenta la grandiosidad del


paciente también puede expresarse por lo que aparece en la superficie como
un síntoma opuesto: el paciente se declara tan malo, o inferior, o dañado o
deficiente, que nada va a cambiar, que nadie va a resultarle de ayuda. Esta
autodevaluación de la superficie puede de ser totalmente resistente a cualquier
esfuerzo por explorar su irracionalidad, y la actitud de superioridad del paciente
hacia el terapeuta emerge precisamente en el rechazo sistemático que el
paciente hace de la comprensión del terapeuta, en saber mejor que él cualquier
cosa que el terapeuta pueda expresar que vaya contra las manifestaciones de
inferioridad del paciente. Aquí la trampa real para el terapeuta es ser seducido
por lo que superficialmente parece ser una actitud “de apoyo”, un intento de
reasegurar al paciente que no es tan malo, que hay esperanza, que no debería
ser tan pesimista. Este enfoque sólo reforzaría esta transferencia, en contraste
con una interpretación sistemática de la actitud arrogante del paciente de
superioridad respecto al terapeuta, una actitud reflejada en su rechazo
sistemático a explorar su conducta en la transferencia. Obviamente, los
aspectos profundamente masoquistas y autoderrotantes de la sumisión a un
introyecto hostil también necesitan ser explorados sistemáticamente: una
reacción terapéutica negativa siguiendo al sentimiento del paciente de ser
ayudado por el terapeuta puede reflejar esta dinámica en la transferencia.

La autodestructividad como un importante sistema motivacional

Este grupo de pacientes presenta lo que, generalmente desde el principio de su


evaluación, impresiona al clínico experimentado como condiciones
extremadamente severas. Estos son pacientes con intentos graves y reiterados
de suicidio, de naturaleza casi letal, intentos que parecen haber tenido lugar
“de sopetón”, pero a menudo son cuidadosamente preparados durante un
tiempo, e incluso alegremente maquinados ante los ojos de sus preocupados
terapeutas. Además de estos intentos de suicidio, la autodestructividad crónica
puede manifestarse también en conducta autodestructiva en lo que por lo
demás podrían ser relaciones amorosas gratificantes, una situación laboral
prometedora, la oportunidad de un ascenso profesional… en resumen, el éxito
en cualquier área crucial de la vida. En ocasiones estos pacientes se ven en
consulta en los años relativamente tempranos de su adolescencia o cuando
son jóvenes adultos, cuando aún tienen por delante muchas oportunidades en
la vida. Otros casos vienen en busca de atención terapéutica mucho después,
tras muchos tratamientos fallidos, con un deterioro gradual de la situación vital
del paciente, y una aparente búsqueda de tratamiento como “último recurso”, lo
que puede inducir al sentimiento –o la ilusión- de esperanza en el terapeuta,
quien cree que la vida del paciente aún puede cambiar. A veces el paciente
puede afirmar abiertamente que está decidido a suicidarse, desafiando al
terapeuta para ver si puede hacer algo al respecto. A veces este reto
desafiante alcanza su punto álgido pronto, incluso mientras se está
estableciendo el contrato de tratamiento, cuando el paciente rechaza
comprometerse con ningún acuerdo contractual. Generalmente, el entorno
familiar de estos pacientes muestra traumatizaciones severas y crónicas,
incluyendo abuso sexual o físico, un grado inusual de caos familiar, o una
relación prácticamente simbólica con una figura parental extremadamente
agresiva.

Si algún rasgo antisocial complica el cuadro, el paciente puede ser engañoso


sobre sus tendencias suicidas, y la falta crónica de honestidad y un tipo
psicopático de transferencia puede impedir cualquier posibilidad de construir
una relación humana con el terapeuta que sea de ayuda. Por ejemplo, una de
nuestros pacientes ingirió veneno para ratas con intenciones suicidas y
parasuicidas. Fue capaz de meter a escondidas el veneno en el hospital, y
desarrolló hemorragias internas. Aunque negaba firmemente ante el terapeuta
su consumo continuado del veneno, sus análisis de sangre mostraban un
aumento continuo del tiempo de protombina. Finalmente, este tratamiento
psicoterapéutico tuvo que interrumpirse, puesto que era obvio que ella no
quería o no podía adherirse a un contrato de tratamiento que incluía como
precondición para seguir con la psicoterapia que dejara de ingerir el veneno.
André Green (1993) ha descrito, en conexión con el síndrome de la “madre
muerta”, la identificación inconsciente con un objeto parental psicológicamente
muerto. La unión inconscientemente fantaseada con este objeto justifica y
racionaliza el total desmantelamiento por parte del paciente de todas las
relaciones con objetos psicológicamente importantes. De hecho, el comienzo
de la ingestión de veneno por parte de esta paciente coincidió con una vista a
la tumba de su madre.

Inconscientemente, el paciente puede negar la existencia de los otros y del self


como entidades significativas, y este desmantelamiento radical de todas las
relaciones objetales puede constituir, a veces, un obstáculo insuperable para el
tratamiento. En otros casos, la autodestructividad es más limitada, siendo
expresada no en una conducta suicida como tal, sino en automutilación severa
que pincha el tratamiento reiteradamente y señala el triunfo inconsciente de las
fuerzas en el paciente que promueven la autodestructividad como un
importante objetivo terapéutico. Dicha automutilación puede dar lugar a la
pérdida de algún miembro o a fracturas gravemente incapacitantes, pero se
detienen justo antes de constituir un riesgo de muerte inmediata.

Caso 4. Una profesora de música en mitad de la veintena consultó tras un


grave intento de suicidio de la que la salvó casi un milagro. Tras haber
acumulado en secreto una enorme cantidad de diversos antidepresivos,
sedantes e hipnóticos que le quitaba a su madre (quien necesitaba medicación
crónica debido a complejos problemas caracterólogicos y depresión), cavó una
tumba para sí misma en medio de un bosque cercano a su casa. Era a
principios de invierno, aún había muchas hojas secas en el suelo. Tras tragar
toda su reserva de medicinas, se tumbó para morir en la tumba, cubriéndose
con hojas. Tras tres días de búsqueda infructuosa por parte de la policía, un
último intento en esa área hizo que un perro de la policía la encontrase aún
viva.

Había abusado crónicamente de las drogas, presentaba depresión


caracterológica crónica, y tenía una historia prolongada de manipulación y
deshonestidad en el colegio y en sus relaciones familiares, a pesar de su alta
inteligencia y su gran talento musical. Clínicamente, cumplía los criterios para
un diagnóstico de narcisismo maligno, es decir, una organización de
personalidad narcisista, fuertes rasgos antisociales y paranoides, y agresión
egosintónica (dirigida contra sí misma, en forma de intentos de suicidio
crónicos y severos, y contra los otros, en el estímulo de la conducta antisocial
que podría meterlos en problemas).

Su padre era un destacado profesor de filosofía en una prestigiosa universidad


protestante, y el gran respeto de que disfrutaba en su comunidad, un
importante centro intelectual del sur, contrastaba llamativamente con la
conducta caótica y poco convencional que ambos padres mantenían en casa.
Dicha conducta incluía que ambos jugaban juntos desnudos en la bañera, al
tiempo que invitaban a su hija adolescente a que se uniera a ellos en la
conversación. Su padre le hacía a su madre “bromas” que tenían una calidad
sádica, y disfrutaba compartiendo este placer con su hija. A los padres les
interesaba que su hija mantuviera una conducta “formal” en el mundo exterior,
y que mantuviera en secreto el caos que tenía lugar en la casa familiar.
Relaciones caóticas entre los padres, peleas y reconciliaciones, rabietas y
culpabilización mutua alternando con periodos de una indiferencia casi
estudiada de los padres hacia los hijos.

En el tratamiento, durante un periodo prolongado, la paciente fue deshonesta


acerca de su consumo continuado de drogas y sus esfuerzos manipuladores
por seducir a profesores de la escuela de música en la que trabajaba para
obtener un grado superior. Una vez que la deshonestidad (una transferencia
verdaderamente psicopática) y las disposiciones subyacentes gravemente
paranoides emergieron con fuerza en la transferencia y pudieron ser
elaboradas, finalmente dejó de percibir al terapeuta como una persona poco
fiable, un manipulador deshonesto (una proyección de su propio self grandioso
y corrupto), sino como una persona que estaba deseando “quedarse” con ella
no abandonarla. Sólo entonces ella comunicó abiertamente el odio que había
sentido por él y por cualquiera que intentara ayudarla.

En uno de sus sueños, estaba a cargo de una guardia psiquiátrica y había


tomado la decisión de matar a todos los pacientes gaseándolos un día en que
todos sus familiares estuvieran invitados a una fiesta al aire libre. Mientras que
ellos celebraban en el jardín, ella habría matado a los pacientes dentro del
edificio. Durante la primera parte del tratamiento se produjeron varios intentos
de suicidio, y sólo cesaron cuando el origen de su odio, sus deseos de
venganza, y la esperanza desesperada de que el terapeuta no la abandonara
pudieron ser interpretados y reunidos. Esta paciente mejoró drásticamente tras
aproximadamente siete años de tratamiento, con la completa resolución del
síndrome de narcisismo maligno. La elaboración de la transferencia incluyó
periodos de juego sucio y mentiras, tanto en su trabajo como en la
transferencia, forzando al terapeuta a una posición “paranoide” que ella
“diagnosticaba” triunfalmente en las sesiones. La capacidad del terapeuta para
tolerar esta regresión, para permanecer firmemente moral e interpretar
sistemáticamente las defensas de la paciente contra los sentimientos de culpa
en la transferencia, finalmente ganó la batalla.

El abuso y la dependencia de la droga o el alcohol también pueden expresar


dinámicas inconscientes de este tipo. En pacientes que padecen estas
condiciones, el efecto directo de la adicción tiene que diferenciarse de su
función dinámica. En el contexto de esa agresión predominante y extrema, esa
función puede ser un compromiso decidido con la autodestrucción que bien
merece el nombre de pulsión de muerte. Para pacientes con patología
narcisista en quienes la adicción se perpetúa a sí misma por la fisiología de la
dependencia de drogas, la desintoxicación y la rehabilitación en los primeros
estadios del tratamiento terapéutico puede permitir que la psicoterapia
psicoanalítica evolucione. Donde, por el contrario, la función de las adicciones
es expresar una autodestructividad severa e incesante como objetivo vital, los
reiterados periodos de desintoxicación y rehabilitación demuestran su inutilidad
e indican el pronóstico grave del caso. A veces las adicciones sirven para
racionalizar fracasos en el trabajo o en la profesión que, de otro modo, pueden
amenazar la grandiosidad del paciente: estos casos tienen un pronóstico
mucho mejor que aquellos en los que la autodestructividad incesante es la
motivación más importante.

Esta constelación general de motivación autodestructiva extrema (que, como


he mencionado, puede describirse clínicamente como dominancia de la pulsión
de muerte) debe diferenciarse de un desarrollo relacionado, es decir, la forma
más severa de reacción terapéutica negativa. La reacción terapéutica negativa
no se refiere a la transferencia negativa, sino a un empeoramiento claro e
inmediato del estado del paciente siempre que el paciente sienta que ha sido
ayudado por el terapeuta. Los casos más leves de esta reacción pueden
observarse en pacientes con una estructura de personalidad
depresiva/masoquista y con culpa inconsciente por ser ayudados, una dinámica
descrita por Freud que es relativamente fácil de diagnosticar y de resolver
mediante la interpretación. El tipo más frecuente, sin embargo, es una forma
más severa de reacción terapéutica negativa y es característica del trastorno
de personalidad narcisista, aunque no exclusiva del mismo. Aquí el
empeoramiento clínico parte de la envidia inconsciente de la capacidad del
terapeuta para ayudar al paciente: este desarrollo transferencial tan prevalente
requiere una interpretación y elaboración más complejas, pero sigue siendo
eminentemente trabajable. La forma más severa de reacción terapéutica
negativa, el caso que estamos considerando aquí, refleja una identificación
inconsciente con un objeto de amor extremadamente agresivo y destructivo,
acompañada de una fantasía transferencial dominante de que sólo si el
terapeuta está enfadado u odia al paciente estará verdadera y honestamente
implicado emocionalmente con él. “Sólo alguien que te odia o quiere matarte se
preocupa realmente por ti”.

Caso 5. En un trabajo anterior me he referido (Kernberg, 1975) a una paciente


que desarrolló intensos deseos de que yo le disparara, con la fantasía de que si
la asesinaba estaría vinculado con ella durante el resto de mi vida. ¡En estas
circunstancias, ella podía morir feliz, sabiendo que yo nunca la olvidaría! Hoy
en día, muchos años después, sigo impresionado por cómo me impactó la
“lógica” de esa afirmación entonces, tanto que por un momento no pude
encontrar un argumento para contradecirla. Esta paciente mejoró muy poco a
poco, a lo largo de ocho años de tratamiento, tras elaborar su conducta
gravemente masoquista y haberme tentado más de una vez con interrumpir el
tratamiento.

Esta disposición puede emerger en el esfuerzo incesante del paciente por


provocar al terapeuta hacia una actitud o acción agresivas contra aquél,
transformando así la relación en sadomasoquista. Esta reacción se acompaña
normalmente de esfuerzos desesperados por transformar al terapeuta
supuestamente “malo” en otro “bueno”, por transformar al objeto perseguidor
en otro ideal, un esfuerzo que fracasa a causa de la incesante necesidad del
paciente (una compulsión a la repetición, en realidad) de volver a poner en acto
esta transferencia sadomasoquista. Al contrario que los pacientes cuya
motivación primera es un desmantelamiento total de la relación de objeto, aquí
existe un reconocimiento implícito de que el terapeuta ha intentado ser de
ayuda: de hecho, esta experiencia es lo que desencadena esta reacción
terapéutica concreta. Si el terapeuta no es provocado hasta el punto que en
realidad pueda dar lugar a la interrupción del tratamiento, la interpretación
consistente de esta fantasía y la provocación inconsciente pueden resolver el
impasse. Al tratar interpretativamente con toda esta área de autodestructividad
severa y dominante, debería hacerse el esfuerzo de diferenciar este tipo de
relación de otras más extremas discutidas anteriormente.

A veces la incesante necesidad de atacar, desvalorizar, y destruirse a uno


mismo aparece de formas duramente indisimuladas. Estos pacientes son
perseguidos por constantes ideas de no ser valiosos, de ser inútiles, estar
vacíos o haber malgastado su vida y no estar interesados en nadie. Son
incapaces de obtener placer consciente de ningún propósito o actividad,
incluyendo las experiencias sexuales. Lo llamativo de estas autoacusaciones y
lo que las diferencia de las autodevaluaciones sobrevaloradas o ilusorias en la
depresión mayor, es la falta de cualquier intento de justificar ante sí mismos
estos juicios extremadamente duros. La irritación y el enfado que estos
pacientes muestran normalmente cuando se les invita a explicar qué los hace
sentir tan poco valiosos contrastan con los esfuerzos de los pacientes
deprimidos por convencer a quien hace el diagnóstico de la razonabilidad de su
autodevaluación.

En la interacción con el terapeuta, dan la impresión de tener una posición


irritable y resentida, en lugar de la tristeza o la desesperación que caracteriza a
las depresiones mayores. Cuando se les señala algún logro o indicador de
mejor funcionamiento en un aspecto de sus vidas, estos pacientes pueden
responder con un ataque airado y denigrante al terapeuta que se atreve a
hacer tal afirmación. En realidad, rechazan y atacan incansablemente a todo
aquel que intente calmarlos o animarlos. Durante mucho tiempo, tienden a
reducir y extinguir sus compromisos laborales, profesionales y sociales,
retirándose a una existencia vacía, monótona y parasitaria.

El desarrollo gradual y la cronicidad de este síndrome, en contraste con la


naturaleza episódica de la enfermedad afectiva mayor, junto con la ausencia de
síntomas neurovegetativos y/o procesos psicomotores y cognitivos
ralentizados, diferencia esta constelación de los trastornos afectivos mayores.
Estos pacientes normalmente responden ligeramente o nada en absoluto a la
medicación antidepresiva, ni, incluso, al electro shock (cuando se aplica al ver
que nada más parece funcionar). El contraste entre su autodevaluación
crónica, por una parte, y su actitud grandiosa, malintencionada, y derogatoria
hacia cualquiera que desafía sus convicciones, por otra, refleja una
grandiosidad y arrogancia primitivas que forman parte inherente de su
estructura de personalidad narcisista, así como su identificación inconsciente
con el abrumador potencial de una incesante fuerza destructiva (de la cual, al
mismo tiempo, son víctimas). Estos pacientes pueden ser considerados casos
extremos de lo que Cooper (1985) describió como el carácter masoquista-
narcisista.

El tratamiento de estos pacientes es largo y complicado y el pronóstico


reservado. El tratamiento de elección generalmente es una psicoterapia
psicoanalítica, pero debe prestarse atención al beneficio secundario implicado
en el parasitismo social que puede ser parte del síndrome. A menudo es
necesario requerir, como condición del tratamiento, que el paciente se involucre
en alguna actividad, aunque sea tiempo parcial, o preferiblemente a un trabajo
de jornada completa o a un programa de estudios avanzado, junto con un firme
compromiso a acudir regularmente a las sesiones terapéuticas. El intenso
enfado del paciente por cualquier cosa que provenga del terapeuta y pueda
parecer “alentadora” o “de apoyo” suele ofrecer la primera apertura para el
análisis de la transferencia. En ese momento, puede interpretarse el
sentimiento inconsciente de peligro que el paciente tiene ante cualquier
relación de objeto no destructiva: un objeto benigno desafía el poder de la
entidad omnipotente, perseguidora de muerte, que controla la mente del
paciente, y es esa entidad la que le proporciona un sentimiento inconsciente de
superioridad como único significado de la vida.

El enfoque técnico para todo el grupo de pacientes autodestructivos requiere,


en primer lugar, que nos tomemos muy en serio el peligro de que el paciente
termine por destruirse físicamente. Esta autodestructividad es una amenaza
constante para el tratamiento, haciendo de este peligro un tema selecto en el
trabajo interpretativo desde el principio. El contrato terapéutico negociado con
el paciente pretende establecer las condiciones mínimas para asegurar que el
tratamiento no se utilizará como una “pantalla” que ofrezca al paciente la
libertad o el incentivo para una acción autodestructiva. Esta negociación puede
no ser fácil, puesto que el terapeuta tiene que dejar muy claro que el
tratamiento no continuará si no se cumplen estas condiciones mínimas para
asegurar la supervivencia del paciente. Dichas condiciones pueden incluir, por
ejemplo, que el paciente se comprometa a una hospitalización inmediata si los
impulsos suicidas se vuelven tan fuertes como para que él crea que no podrá
controlaros; o que deje de llevar a cabo conductas específicas que amenacen
su supervivencia.

Una vez que se han acordado los parámetros del contrato como condición para
el tratamiento, la tentación del paciente de romperlo debe ser planteada por el
terapeuta, con un análisis de la motivación y gratificación inconscientes que
supone esa ruptura del contrato. La actitud triunfal del paciente al amenazar
con interrumpir la terapia, al desmantelar las intervenciones del terapeuta o en
devaluar radicalmente la terapia, debe interpretarse como un esfuerzo
autodestructivo por destruir cualquier relación que pudiera serle de ayuda. El
terapeuta tiene que estar muy atento a cualquier indicación de un enfoque más
honesto hacia él, a alguna indicación de que se está desarrollando
dependencia o a cualquier “atisbo de humanidad” en el paciente que aparezca
en la relación terapéutica. Estos beneficios podrían ser resaltados con el
paciente, junto con el peligro de que pueda estar tentado de destruirlos.

Es importante no confundir este área de psicopatología con las


manifestaciones clínicas de una auténtica depresión mayor. Una depresión
mayor mostraría indicadores de autodevaluación severa o de ideación
autoacusadora; un ánimo gravemente deprimido que daría lugar a una
indiferencia gélida; la reducción de la expresión psicomotora del paciente;
disminución en la capacidad de concentración; y síntomas neurovegetativos.
En presencia de estas condiciones, el tratamiento para la depresión, incluyendo
un uso apropiado de la medicación antidepresiva (y, en condiciones específicas
que compliquen aún más las cosas, como intención suicida incontrolable,
incluso tratamiento electroconvulsivo) podría ser el tratamiento de elección. Y,
por supuesto, la indicación de hospitalización debe ser urgentemente tenida en
cuenta. Este no es el caso para el grupo de pacientes con la forma extrema de
psicopatología narcisista que estamos describiendo aquí, en la cual las
manifestaciones de una depresión mayor están ausentes y, en su lugar,
prevalece una actitud altiva, despectiva, indiferente, o agresivamente
desafiante hacia el terapeuta, cuando no un alegre disfrute de la supuesta
impotencia del terapeuta.

Al mismo tiempo, el disfrute consciente o inconsciente de su superioridad


cuando se empeña en desmantelar la relación terapéutica puede inducir en el
terapeuta reacciones contratransferenciales de autodevaluación, depresión,
retirada o rechazo enojado del paciente. A veces un compromiso
excesivamente ansioso y un esfuerzo desesperado por ofrecerle al paciente
apoyo emocional pueden dar lugar en el terapeuta a un sentimiento de
agotamiento y a un repentino abandono emocional del paciente que éste puede
registrar con satisfacción. Una actitud emocional óptima en el terapeuta
incluiría la autoexploración consistente del compromiso continuo de uno mismo
con el paciente, la voluntad de “resistir” sin una expectativa excesiva de éxito, y
la voluntad de seguir desempeñando el trabajo tanto como parezca razonable
hacerlo, pero no cuando esté claro que no se dan las condiciones mínimas
para la continuación de la psicoterapia.

Esa disposición emocional óptima por parte del terapeuta puede perderse de
forma temporal, pero, con una exploración continua de la contratransferencia,
puede reinstaurarse mediante una integración exitosa de las implicaciones
objeto-relacionales de la contratransferencia en las interpretaciones
transferenciales. Además, puede ser útil compartir con el paciente la conciencia
y aceptación del terapeuta del hecho de que el tratamiento puede fracasar, y
que el paciente puede acabar destruyendo su vida; de que el terapeuta podría
entristecerse si esto sucediera, pero acepta la posibilidad de que pueda no ser
capaz de ayudar al paciente a superar este peligro dada las circunstancias del
tratamiento. Dicha actitud puede reducir el beneficio secundario del triunfo
fantaseado sobre el terapeuta que, frecuentemente, es uno de los
componentes de las complejas disposiciones transferenciales de los pacientes
narcisistas.

Los servicios de internamiento especializados para trastornos de personalidad


severos nos permitieron en su día proteger a los pacientes seleccionados de su
conducta gravemente autodestructiva durante el periodo inicial de psicoterapia
psicoanalítica. Lamentablemente, debemos reconocer que, con la desaparición
–por razones financieras- de la disponibilidad de hospitalizaciones a largo plazo
en estos servicios de internamiento de pacientes, algunos pacientes narcisistas
con rasgos autodestructivos y automutiladores extremadamente severos, o con
síntomas antisociales severos pero potencialmente tratables, pueden ser ahora
tratados sólo con enfoques psicoterapéuticos de apoyo cuya eficacia es más
limitada.

Predominio de rasgos antisociales

Aquí estamos tratando con la infiltración agresiva del self grandioso patológico,
tanto en casos en los que esto se expresa mayormente en una tendencia
pasiva-parasitaria, y en casos donde toma una forma agresiva-paranoide (en el
síndrome de narcisismo maligno). Todos los casos de trastorno de
personalidad narcisista con rasgos antisociales significativos tienen un
pronóstico relativamente reservado. Los pacientes con el síndrome de
narcisismo maligno están muy en el límite de lo que podemos alcanzar con los
enfoques psicoanalíticos dentro del campo de narcisismo patológico. El
siguiente grado de gravedad de la patología antisocial, la personalidad
antisocial propiamente dicha, tiene un pronóstico prácticamente de cero en
cuanto al éxito del tratamiento psicoterapéutico.

Paradójicamente, la misma gravedad de la conducta agresiva/paranoide de los


pacientes con el síndrome de narcisismo maligno (siendo su función confirmar
el poder y la grandiosidad del paciente), facilita la interpretación de esta
conducta en la transferencia. La agresión dirigida contra uno mismo –la
conducta suicida, por ejemplo- representa claramente una agresión triunfante
hacia la familia o el terapeuta, o el “rechazo” triunfante de un mundo que no se
amolda a las expectativas del paciente; la conducta parasuicida,
automutiladora, puede indicar el triunfo del paciente sobre todos los demás,
que temen el dolor, las lesiones o la destrucción corporal.

Éstos son también pacientes que en la situación de tratamiento pueden mostrar


el síndrome de arrogancia en un sentido estricto, la interpretación del cual
puede resolverlo de forma efectiva. Este trabajo interpretativo incluye señalarle
al paciente su intolerancia a su propia agresión intensa y envidiosa, que se
expresa en la conducta o la somatización como un modo para evitar adquirir
plena conciencia de ella. La pseudoestupidez observada en este síndrome, el
desmantelamiento defensivo de razonamiento ordinario y comunicación
cognitiva, defiende al paciente contra la humillante posibilidad de que el
trabajo interpretativo del terapeuta lo alcance de modos importantes. Una
curiosidad anormal por la vida del terapeuta es un modo de controlarlo y de
controlar cualquier fuente de resentimiento envidioso.

La interpretación consistente del síndrome de arrogancia puede, de hecho, ser


un factor clave en la transformación de la transferencia de psicopática a
paranoide, una transformación que marca el comienzo de la capacidad del
paciente para autoexplorar la agresión primitiva que, de otra manera,
tendría que actuar. Ayudar al paciente a darse cuenta de la naturaleza
intensamente placentera de su conducta sádica hacia el terapeuta y los otros
es un aspecto importante de este trabajo interpretativo. Esto requiere que el
terapeuta se sienta cómodo en una empatía emocional con ese placer sádico;
el temor del terapeuta a su propio sadismo puede interferir con explorar
plenamente este tema con el paciente.

Caso 6. Una mujer a principios de la veintena consultó debido a sus intentos de


suicidio graves y crónicos, colapsos en el colegio, e incapacidad de mantener
relaciones con hombres debido a sus intensos ataques de ira cuando sus
demandas no se satisfacen. Había sido severamente traumatizada por el abuso
físico de su madrastra pero había mantenido una relación ambivalente –
amistosa pero distante- con su padre. Se le había diagnosticado un
funcionamiento de personalidad narcisista en un nivel abiertamente borderline,
y presentaba un síndrome típico de arrogancia en la transferencia.
Durante nuestras dos sesiones semanales de psicoterapia psicoanalítica, ella
se burlaba consistentemente de mí, imitando mi forma de hablar, parodiando lo
que anticipaba que yo iba a decirle, y a veces pareciendo furiosa por el simple
hecho de verme. Varias veces hizo gestos amenazantes hacia objetos de mi
consultorio, como si fuera a destruirlos o arrojarlos. Su desprecio por mí era
palpable. A pesar de su inteligencia, y de su claro compromiso con el
tratamiento (no faltó a ninguna sesión, incluso durante tormentas de nieve), las
sesiones estaban llenas de estos incesantes ataques y de una total negativa a
escuchar, no digamos a pensar, nada de lo que yo decía. Me percibía como un
papel copiativo de su sádica madrastra.

Al mismo tiempo, mostraba una curiosidad anormal sobre todos los aspectos
de mi vida, incluyendo mi consultorio, y me espiaba fuera de las sesiones. Se
las arreglaba para conseguir información sobre mi vida privada y mis hijos,
implicándose en actividades que le otorgaban ese conocimiento, y luego me
hacía saber triunfalmente todo lo que sabía sobre mí. Parecía claro que era
totalmente incapaz de tolerar cualquier conciencia de que su intenso odio hacia
mí era una proyección de lo que había en ella, y debido a ese odio proyectado
manejaba su temor mediante el control y la vigilancia triunfantes sobre mí. Yo
le señalaba consistentemente que creía que no se daba cuenta de sus
incesantes ataques hacia mí, porque se expresaban sólo en la conducta y no
se acompañaban de la conciencia de ningún sentimiento. Esto la protegía, le
decía, contra el sentimiento de placer en esos ataques, sentimiento que no se
atrevía a confesarse a sí misma. Esta línea de interpretación aumentó
gradualmente su tolerancia hacia su propio odio, es decir su venganza y, al
mismo tiempo, su identificación con la madrastra abusiva. Finalmente, tras
nueve años de tratamiento, logró una recuperación completa, embarcada en
una exitosa carrera profesional, y estableció un matrimonio satisfactorio.

Paradójicamente, como he mencionado, la situación es más difícil en el caso


de pacientes que muestran una conducta antisocial pasiva, en el sentido no
sólo de la explotación parasitaria pasiva de los demás, sino de una severa
destrucción de su capacidad para cualquier sentimiento de preocupación o
responsabilidad por las relaciones con los otros significativos. Esta falta de
investimento en las relaciones objetales es distinta de la destrucción activa de
las mismas y el desmantelamiento en el grupo de pacientes que hemos
discutido en la sección anterior, que pueden tener una integración mucho mejor
del funcionamiento del superyó y no muestran una conducta antisocial
manifiesta. La irresponsabilidad crónica en cuanto al tiempo, el dinero y
cualquier tipo de compromiso con los otros, incluyendo el compromiso con la
terapia, son sellos de la conducta antisocial del subgrupo pasivo/parasitario de
patología narcisista severa. A todos nos resultan familiares los pacientes que
suelen faltar a sesiones, llegan tarde, y no pagan sus facturas a tiempo.

Aquí, más que estar dirigida a individuos, la conducta antisocial puede tomar la
forma de un estilo de vida parasitario incluyendo el recurrir innecesariamente a
la asistencia pública o la ayuda familiar. En el tratamiento uno encuentra, con
estos pacientes, un rechazo crónico de la relación con el terapeuta, a menudo
enmascarado por una superficie de compromiso amistoso y afectuoso que se
convierte en un tema importante en la transferencia, y que con el tiempo puede
convencer al terapeuta de que no hay una relación humana real. La
devaluación inconsciente del terapeuta tiene una cualidad tan egosintónica que
incluso su interpretación puede no conmover al paciente, quien puede creer
que el terapeuta tiene expectativas nada realistas acerca de lo que son las
relaciones humanas y, o bien es deshonesto, o es un loco a quien no hay que
tomar en serio. En contraste con los otros tipos de pacientes difíciles que he
discutido, aquí la manifestación superficial de la transferencia puede parecer
placentera y no agresiva; la profunda tragedia del rechazo o desmantelamiento
de la relación terapéutica potencialmente disponible para el paciente debe ser
sutilmente disfrazada. Aquí el foco terapéutico necesita estar en la
contradicción entre una superficie aparentemente amistosa, calma, y un
absentismo frecuente, compromisos y fechas límite olvidados, y la ausencia de
impacto del trabajo terapéutico. Es importante no confundir este grupo con
pacientes en la siguiente categoría, quien, a pesar de un funcionamiento social
y una organización psicológica relativamente mejores, tienen un pronóstico
sorprendentemente reservado.

La represión de las necesidades de dependencia como defensa narcisista


secundaria

En contraste con los diversos síndromes y dinámicas discutidos hasta aquí,


que generalmente pueden diagnosticarse en una evaluación inicial cuidadosa,
esta siguiente condición es muy diferente, en tanto que inicialmente parece ser
mucho menos severa que todas las mencionadas hasta aquí y, al menos en mi
experiencia, es muy difícil diagnosticarla al principio del tratamiento. En cambio,
emerge como una complicación que finalmente puede dominar todo el
tratamiento, volviéndolo casi imposible.

Caso 7. Este paciente, un hombre de negocios a mitad de los treinta, consultó


a causa de su hastío crónico, el distanciamiento de su esposa, y la
insatisfacción con su trabajo, aunque se sentía perdido en cuanto a qué otra
ocupación le gustaría desempeñar. Su matrimonio, de 8 años, le ofrecía la
satisfacción de que estaba llevando una vida convencional dentro de su
comunidad, pero la relación con su esposa era distante hasta el punto de que a
él le era indiferente –en realidad lo ignoraba completamente- lo que pasara en
la vida de ella. Había poca información sobre su pasado. Describió a sus
padres como responsables y dedicados, pero tan ocupados en sacar adelante
su situación laboral, siendo recién llegados al país, que tenían poco tiempo
para él.

Su principal queja, de hecho, era que tenía pocos recuerdos del pasado, de su
infancia, del colegio, y que eso era muy desconcertante para él, dado que tenía
una memoria excelente para los temas y los “hechos” del trabajo. El único
síntoma que presentaba, que también lo desconcertaba, era el miedo a las
inyecciones, a ver sangre; se desmayaba si veía un accidente en el que
hubiera cualquier indicativo de daño físico.

Mi impresión era que este paciente presentaba una personalidad narcisista,


funcionando a un nivel relativamente alto facilitado por severos mecanismos
represivos que desterraban de la conciencia gran parte de su infancia.
Recomendé tratamiento psicoanalítico y el paciente hizo análisis conmigo
durante tres años, tras los cuales, por mutuo acuerdo, cambiamos a una
modalidad de apoyo.

El tratamiento fue notable por la ausencia de cualquier relación o dependencia


emocionales por parte del paciente. El propio paciente estaba sorprendido de
no desarrollar sentimientos particulares en la transferencia, percibiéndome “de
forma realista” como un “agente” que trataba con su salud mental. Sus
asociaciones, a pesar de todos los esfuerzos interpretativos, permanecían a
nivel superficial, con una trivialización crónica de la comunicación que llenaba
las sesiones. A pesar de mi estado de alerta a las transferencias narcisistas, no
fui capaz de ayudar a este paciente a obtener una comprensión más profunda
de sí mismo. Su experiencia emocional dominante en las sesiones, como en la
vida, era un grado de aburrimiento que aumentaba hasta el punto de que le
resultaba difícil no quedarse dormido. Al final, pasaba una parte importante de
la mayoría de las sesiones profundamente dormido. Desconcertado por este
paciente, consulté con colegas más experimentados, que también se sintieron
desconcertados. El hecho, sin embargo, de que pacientes parecidos a éste
hubieran terminado por mostrar cambios dramáticos tras una elaboración
significativa de su patología narcisista, me mantenía con la esperanza de un
avance que, lamentablemente, no llegó a producirse en este caso.

He visto muy pocos pacientes de este tipo a lo largo de los años, y no podría
decir qué factores pueden predecir a quién podemos ayudar y a quién no. Una
vez que estuvo en terapia de apoyo conmigo, este paciente pudo aumentar en
cierto modo su disponibilidad hacia su mujer y sus hijos, y aceptar el
“aburrimiento” de su trabajo con más resignación. Tras un periodo de tiempo en
el que no se produjeron más cambios, estuvimos de acuerdo en terminar,
aceptando ambos las limitaciones de la mejoría lograda.

Este es un tipo de paciente relativamente raro, que generalmente funciona en


el nivel menos severo de psicopatología narcisista, donde la represión y otros
mecanismos de defensa avanzados se han desarrollado lo suficiente como
para que el self grandioso patológico esté bien protegido contra la erupción
de la envidia inconsciente, contra la conciencia de que las relaciones
dependientes son inherentemente humillantes, inferiorizantes y
amenazantes. Estos pacientes muestran una dramática falta de conciencia de
su vida psicológica, presentando a menudo un olvido severo de periodos
prolongados de su pasado, de sus sueños e, incluso, de personas que
aparentemente una vez fueron importantes en su vida. Esto contrasta con la
excelente memoria para las operaciones y acontecimientos pasados
profesionales o empresariales. Aunque inicialmente, debido a su alto nivel de
rendimiento, pueden parecer buenos candidatos para el psicoanálisis, en el
tratamiento muestran tal incapacidad para tolerar su vida de fantasía, para la
autorreflexión emocional, para el contacto con las experiencias mentales
preconscientes en general, que las sesiones se vuelven notablemente vacías y
extremadamente frustrantes para el analista.

Mientras que en la contratransferencia con todos los pacientes narcisistas la


tentación del terapeuta de distraerse durante periodos prolongados, o de
dormirse en las sesiones, puede ser un reflejo de que el paciente trata al
analista inconscientemente como si no estuviera presente, esto puede afectar
particularmente a la contratransferencia con los pacientes en los que nos
estamos centrando aquí. De hecho, estos pacientes pueden sentirse
intensamente aburridos durante las sesiones, dormirse durante largo rato, y
luego tener una gran dificultad en cuanto a cualquier reflexión sobre el
significado de haberse quedado dormidos. Al mismo tiempo, las descripciones
de su situación vital están llenas de interacciones superficiales que niegan
implícitamente cualquier aspecto más profundo de las relaciones.

Se mencionan pocos casos de estos en la literatura, pero los terapeutas


experimentados reconocen esta constelación en sus pacientes, y el fracaso
relativamente frecuente de sus tratamientos. Algunos analistas
experimentados, al percibir estas manifestaciones, deciden (a menudo con
razón) que estos pacientes no son analizables y les recomiendan métodos de
tratamiento alternativos (no es raro que con otros terapeutas). La psicoterapia
psicoanalítica con estos pacientes tiende a cambiar rápidamente a un enfoque
meramente de apoyo, puesto que la concreción de sus narrativas lleva el foco
de la acción terapeuta a los problemas prácticos de la vida. Un enfoque
psicoterapéutico de apoyo puede ser en realidad el tratamiento de elección
para muchos de estos pacientes que, en muchos sentidos, funcionan
adecuadamente si bien con importantes restricciones en sus relaciones
íntimas. Si los síntomas que presentan son suficientemente leves o
restringidos, de modo que no estaría indicada una modificación importante de
su estructura de carácter, un enfoque psicoterapéutico de apoyo puede ser
óptimo. Si hay más problemas severos en el trabajo y en el ámbito íntimo que
limiten su vida de forma significativa, puede merecer la pena intentar un
enfoque psicoanalítico. Dadas sus características clínicas, el psicoanálisis
estándar puede ofrecer una mayor oportunidad que la psicoterapia
psicoanalítica para reducir la resistencia masiva derivada de mecanismos
represivos fuertemente dominantes que refuerzan y protegen las defensas
narcisistas más profundas contra sus necesidades de dependencia.

Defensas contra la incapacidad de concebir que el terapeuta tenga una


vida mental consistente

Es probable que esta constelación defensiva enormemente compleja pueda


detectarse y resolverse sólo en el curso del tratamiento psicoanalítico
propiamente dicho, permaneciendo eclipsada en la psicoterapia psicoanalítica
de los pacientes narcisistas, donde la intensidad de las transferencias
primitivas de escisión domina las sesiones. Lo que gradualmente llama la
atención al analista de estos pacientes durante mucho tiempo es la
alternancia entre relaciones emocionales con el analista claramente
contradictorias, al tiempo que el paciente permanece llamativamente
despreocupado por la naturaleza extremadamente contradictoria de sus
disposiciones emocionales en la transferencia y es, aparentemente,
incapaz de responder aumentando su interés o su reflexión acerca de los
esfuerzos interpretativos por resolver la naturaleza defensiva de esta
disociación.

Caso 8. Por ejemplo, un paciente consideraba al analista o “extremadamente


brillante”, o “estúpido”, o “totalmente indiferente”, o “corrupto”, o “políticamente
partidista”. Este paciente suponía inmediatamente que el analista se había
dormido si permanecía en silencio durante un tiempo, mientras que otras veces
se quejaba de los comentarios demasiado intensos y penetrantes del analista
respecto a los fallos y defectos del paciente. La exploración por parte del
analista de cualquier estímulo plausible para estas reacciones cambiantes
reveló que ninguna de estas relaciones emocionales tenía base en la realidad.
Por ejemplo, el que el paciente considerase al analista el “pensador más
brillante” se expresaba en su insistente deseo de que el analista lo ayudara con
consejos concretos relativos a problemas políticos o de trabajo, sobre los
cuales el paciente tenía, obviamente, al menos tanta información y
conocimiento –si no más- como el analista, lo que hacía que esas peticiones
fueran absurdas. De forma similar, la exploración de la experiencia que el
paciente tenía del analista como políticamente partidista, retrasado, indiferente
o deshonesto dio lugar al reconocimiento final –aunque sólo momentáneo- por
parte del paciente de que estas percepciones eran fantasías no realistas. Sin
embargo este reconocimiento fluctuante de la naturaleza fantástica de estas
percepciones no influyó en ellas en absoluto, y regresaron regularmente
durante muchos meses.

Finalmente, quedó claro que el paciente estaba tratando al analista como si


no tuviera vida interna permanente, como si no tuviera una relación
consistente, estable y continua con el paciente. El analista, en resumen,
era como un robot que tenía sentimientos aislados, brillantez mental o
deterioro mental, deshonestidad, ira o indiferencia. Al mismo tiempo, el
paciente se percibía a sí mismo como constantemente cambiante, de modo
que la corriente de sus comunicaciones verbales en las sesiones le parecía
también una conducta mecánica como de robot con escasa relación con su
vida. La interpretación consistente de la identificación proyectiva implicada en
este proceso permitió su resolución sólo tras muchos meses de trabajo
analítico. Finalmente, pudo elaborar esta fragmentación total de su experiencia
de sí mismo y del analista, logrando una capacidad para la auténtica
dependencia que permitió, poco a poco, que este análisis evolucionara hacia
una terminación satisfactoria. Esta situación puede formularse en términos de
la descripción de LaFarge del “imaginador” y lo “imaginado” (2004),
representaciones mentales que reflejan la visión que el paciente tiene del
analista y su percepción de la visión que el analista tiene del paciente. De
hecho, un foco consistente en la incapacidad de este paciente para concebir al
analista como una persona con una vida interna arrojó una angustia intensa
que aumentaba gradualmente, llevando, en último lugar, a un conjunto
enteramente nuevo de complejas experiencias transferenciales. La caótica
descripción que el paciente hace de su relación con ambos padres,
llamativamente similar a los tipos alternativos de desarrollos transferenciales
mencionados anteriormente, podían verse ahora como una defensa intensa
contra las capas más profundas de las relaciones internas con ellos no
disponibles conscientemente. Este desarrollo transferencial relativamente
infrecuente tiene que diferenciarse de las defensas narcisistas ordinarias frente
a la envidia, la alternancia entre la idealización y la devaluación característica
de las transferencias narcisistas, y las tormentas transferenciales aisladas de
las personalidades narcisistas que funcionan a un nivel claramente borderline.
La sutileza de los prolongados desarrollos transferenciales claramente
contradictorios, inmutables, mutuamente excluyentes, puede quedar clara a lo
largo un periodo de tiempo prolongado. Pueden ser la causa oculta de largos
impasses psicoanalíticos y, si no se resuelven, limitan gravemente los logros
del tratamiento psicoanalítico. La atención a ese desarrollo y que el analista se
pregunte en qué medida el paciente está interesado en construir en su mente
una visión consistente de la personalidad del analista, puede ayudar a resaltar
este problema antes y facilitar su elaboración.

Pronóstico general y consideraciones terapéuticas

Podemos resumir brevemente los rasgos pronósticos negativos más


importantes que emergen en esta categoría global de pacientes narcisistas
“casi intratables”: beneficio secundario de la enfermedad, incluyendo
parasitismo social; conducta antisocial severa; gravedad de la autoagresión
primitiva; abuso de las drogas y el alcohol como problemas de tratamiento
crónico; arrogancia generalizada; intolerancia general a una relación objetal
dependiente; y el tipo más grave de reacción terapéutica negativa. La
evaluación inicial cuidadosa y detallada del paciente facilita la evaluación de
estos rasgos pronósticos. Por ejemplo, al considerar la naturaleza de la
conducta antisocial, es importante elucidar la medida en la que corresponde a
conducta antisocial simple y aislada en un trastorno de personalidad narcisista
sin otras implicaciones pronósticas negativas importantes, o a una conducta
parasitaria y pasiva severa, crónica, que aumente el beneficio secundario de la
enfermedad; si lo que se presenta es un síndrome de narcisismo maligno o,
más importante aún, si nos enfrentamos a una personalidad antisocial
propiamente dicha, sea del tipo pasivo parasitario o del tipo agresivo. En
ocasiones, la conducta antisocial puede estar estrictamente limitada a las
relaciones íntimas, donde expresa agresión y vengatividad, especialmente
cuando se acompaña de rasgos paranoides. Esto puede ser de especial
importancia cuando la conducta se dirige hacia el terapeuta en la transferencia;
en ocasiones, puede crear tal riesgo para el terapeuta que puede no ser
aconsejable intentar el tratamiento bajo esas circunstancias. Esta dinámica
puede verse en pacientes cuya actuación agresiva, vengativa, toma la
forma de conducta litigante contra los terapeutas: pueden iniciar un litigio
contra un primer terapeuta mientras que idealizan al segundo, a quien
“reclutan” para reparar el daño ocasionado por el primero, sólo para
terminar demandando al segundo mientras transfieren con un tercero,
etc. Puede no ser sensato aceptar a un paciente de este tipo para un
tratamiento psicoterapéutico intensivo mientras que estén abiertos procesos
judiciales que impliquen a otra terapia. Algunos pacientes con síndrome
hipocondriaco, propensos a acusar a los terapeutas de no haber reconocido la
gravedad de ciertos síntomas o enfermedades somáticos, pueden estar
relacionados con este grupo. En el caso de pacientes con intentos de suicidio
crónicos, es extremadamente importante diferenciar la conducta suicida que
corresponde a la gravedad auténtica de una depresión, de la conducta suicida
como “modo de vida”, no vinculada a la depresión, y típica del trastorno de
personalidad borderline y del trastorno de personalidad narcisista (Kernberg,
2001). Aquí la naturaleza diferencial de los intentos de suicidio puede ser
extremadamente útil para diagnosticar el caso del paciente.

La eliminación o reducción del beneficio secundario de la enfermedad es uno


de los aspectos más importantes y, con frecuencia, más difíciles del
tratamiento, especialmente al establecer el contrato inicial y un marco de
tratamiento viable. Los parámetros del contrato ofrecen la seguridad de que el
marco acordado protegerá a ambas partes (así como a las pertenencias y
situación vital del terapeuta) de la actuación de los pacientes durante el
tratamiento. En el curso de la psicoterapia psicoanalítica de pacientes con
organización borderline de la personalidad -esto incluye a los pacientes que he
explorado aquí- la emergencia de regresión severa en la transferencia es
prácticamente inevitable, y con frecuencia adopta la forma de intentos de
desafiar y romper el marco terapéutico. Frente a cualquiera de estos desafíos,
la seguridad física, psicológica, profesional y legal del terapeuta tiene
precedencia frente a la del paciente. Esto significa que mientras que el
terapeuta debe asegurar la seguridad del paciente estableciendo un
contrato y un marco de tratamiento que los proteja a los dos, la seguridad
del terapeuta es una precondición indispensable para que sea capaz de
ayudar al paciente. Esto podría parecer obvio o trivial si no fuera porque a
menudo los terapeutas son seducidos a situaciones de tratamiento en las que
su seguridad está en riesgo. El contrato debe especificar las condiciones,
distintas para cada caso, que si no se cumplen por parte del paciente
supondrían la discontinuidad del tratamiento. Si es necesario, estas
condiciones deben reiterarse como parte de los acuerdos de tratamiento y
luego, como he dicho, ser inmediatamente interpretadas en cuanto a sus
implicaciones transferenciales.

Resumamos las indicaciones que he presentado para el tratamiento diferencial.


Para los casos más leves de psicopatología narcisista, un enfoque
psicoterapéutico psicoanalítico focalizado o, incluso, una psicoterapia de apoyo
focalizada puede ser el tratamiento de elección; sólo si se garantiza la
gravedad de la patología de carácter estaría indicado el psicoanálisis estándar.
El psicoanálisis estándar sería el enfoque tratamiento para el segundo nivel –o
intermedio- de gravedad y posiblemente para ciertos casos del espectro severo
de pacientes narcisistas que funcionan en un nivel manifiestamente borderline
quienes, por razones individuales, pueden ser aptos para ese tratamiento. Sin
embargo, para la mayoría de los casos de patología narcisista que funcionan
en un nivel manifiestamente borderline, o con patología antisocial severa, la
psicoterapia psicoanalítica especializada que hemos desarrollado en el Weill
Cornell Medical College, es decir, la Psicoterapia Focalizada en la
Transferencia (TFP) se recomienda como tratamiento de elección (Clarkin,
Yeomans y Kernberg, 2006). Cuando no pueden reunirse las precondiciones
individualizadas para ese tratamiento en el establecimiento del contrato inicial
(Clarkin, Yeomans y Kernberg, 1999), un enfoque psicoterapéutico cognitivo-
conductual o de apoyo puede ser el tratamiento de elección.

En general, una modalidad psicoterapéutica de apoyo basada en los principios


psicoanalíticos es la indicada para casos en que la necesidad de “autocura” del
paciente es tan intensa que se descarta cualquier dependencia; en esos casos,
el consejo y asesoramiento activo en una relación de apoyo puede ser mucho
más aceptable para el paciente (Rockland, 1992). Cuando no puede reducirse
el beneficio secundario severo, limitando así en gran medida el pronóstico del
paciente con un enfoque analítico, puede ser útil una psicoterapia de apoyo
basada en la mejoría de los síntomas predominantes y sus manifestaciones en
la conducta. En los casos con rasgos antisociales severos que requieran una
información continua de fuentes externas y control social, la neutralidad técnica
puede verse demasiado afectada como para llevar a cabo un enfoque analítico,
y sería preferible un enfoque de apoyo. Para pacientes que, como
consecuencia de la prolongada enfermedad, hayan padecido una regresión
severa a la incompetencia social, que hayan “quemado todos los puentes” tras
ellos, haciendo mucho más difícil una adaptación realista a la vida, un enfoque
psicoterapéutico de apoyo puede ser preferible a la modalidad psicoanalítica.
Ésta última los enfrentaría con el reconocimiento, extremadamente doloroso,
de haber destruido gran parte de sus vidas: aquí es muy importante el sutil
juicio empático del terapeuta respecto a lo que el paciente puede ser capaz de
tolerar.

Es necesario tener en mente que antes de que el saber psicoanalítico avanzara


en la comprensión de la psicopatología del narcisismo patológico y nos ayudara
a desarrollar técnicas específicas para tratar analíticamente con estos
pacientes, el pronóstico era mucho más limitado para un número mucho más
alto de pacientes de lo que lo es hoy en día. Los nuevos desarrollos en
psicoterapia psicoanalítica para casos de trastorno de personalidad narcisista
donde el psicoanálisis estándar pareciera estar contraindicado, han mejorado
significativamente nuestro armamento terapéutico. Los continuos intentos de
explorar los casos en los límites de nuestro entendimiento psicoanalítico y
capacidad de ayudar actuales deberían ampliar el rango de pacientes que
podemos tratar con éxito. Dada la elevada prevalencia de este tipo de patología
y sus severas repercusiones sociales en muchos casos, ésta es una tarea
importante en este momento para el investigador y el clínico psicoanalítico.
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