Que el inconsciente haya sido admitido en el campo médico,
psicológico, sociológico y otras disciplinas que incumben a lo subjetivo, no significa que el psicoanálisis haga de ese concepto y de la función que cumple en la vida humana algo que nos autorice a sostener la idea de un determinismo absoluto. Si la conclusión del psicoanálisis fuese que el ser humano es un mero juguete de su inconsciente, una víctima ignorante de la causalidad que mueve los hilos de sus deseos, sean estos sublimes o pervertidos, deberíamos exonerar a todos y cada uno de nosotros de cualquier responsabilidad sobre nuestros actos y sus consecuencias. Nos veríamos conducidos a la absurda idea de que el inconsciente sería la coartada perfecta, la proclamación de que la libertad del hombre está por principio inhabilitada, maniatada, o es sencillamente inconcebible. El sujeto, tal como el término lo expresa, está sujetado a una serie de marcas, representaciones, símbolos y significaciones enigmáticas que conforman la trama textual de toda vida humana. Lo que el psicoanálisis ha descubierto bajo el término inconsciente, es que ninguno de nosotros es el autor de su texto, sino el personaje que actúa en el interior de una ficción escrita por Otro, en particular por ese Otro primario, pre-exsistente, determinante, que es el deseo de los padres. El sujeto está sujetado a la inexorable acción, seducción, subducción de ese deseo, que puede imponérsele bajo las figuras del ideal, la extorsión, la amenaza, la culpabilidad, el deber o tantas otras. Pero Lacan no retrocedió jamás respecto de una afirmación decisiva: “De nuestra posición de sujetos somos siempre responsables”. La clave es aquí el término posición, que introduce de forma subrepticia pero decidida la afirmación de que el sujeto toma una posición frente a aquello que lo constituye. Tomar posición no significa que el sujeto elija en términos de libertad y de conciencia. Pero todo el desarrollo que el psicoanálisis ha hecho de la ética parte de ese instante, absolutamente contingente y cronológicamente imposible de fechar, en el que un ser humano le imprime su propio sesgo a las determinaciones y los azares de la vida que le han salido a su encuentro, sesgo que le confiere a ese sujeto su carácter único, irrepetible, y cuya causa es imposible de atrapar. De allí que el psicoanálisis contemple como deber ético el compromiso que todo sujeto debe tener en la búsqueda y en la elaboración de las cartas de su destino, así como en la asunción del estilo singular con el que ha jugado la partida. Para no dejar a medias esa frase, es preciso acentuar el “siempre”, lo que introduce en lo contingente de la posición de un sujeto el universal de una responsabilidad que ni siquiera en la psicosis hallaría su excepción. Si el cuerdo y el loco comparten esta condición de sujetos responsables, también participan, aunque en distinta medida, en algo que nadie mejor que Kafka supo expresar, y que el discurso analítico formalizó teóricamente. Hay algo en la ley que no puede ser enteramente comprendido. El ser hablante no está habilitado para subjetivar la totalidad de la ley, y su introyección está siempre condicionada a una cierta imposibilidad. Lo prueba el hecho, verificado en la experiencia del clínico a poco que se encuentre familiarizado con los complejos laberintos mentales, de que se puede burlar la ley como forma inconsciente de demandar un castigo. Que el psicoanálisis haya descubierto los mecanismos causales de la psicosis no significa que le atribuya a esa causalidad el carácter de una acción mecánica, como lo sería si acaso se descubriera que el origen de la psicosis, conforme al deseo científico, se encontraría en una determinada secuencia de alteraciones genéticas, cromosómicas o enzimáticas. Señalemos al pasar que, incluso si alguna vez ello llegase a demostrarse, el psicótico no quedaría exento de afrontar sus síntomas en un plano existencial, del mismo modo en que una ceguera congénita no le ahorra a quien la padece la labor de asumirla y reconducirla de alguna manera. Es en ese “de alguna manera” donde más allá de su clasificación diagnóstica encontramos la huella del sujeto, la marca de su singularidad, lo que lo distingue a pesar de las determinaciones recibidas. Como lo comenta Imre Kertesz en una de sus novelas: frente al trozo de pan sobre el cuerpo de un hombre que acaba de morir en el tren que viaja hacia Auschwitz, alguien puede estirar la mano y devorarlo, y otro puede subordinar a su propia dignidad la desesperación del hambre. ¿De qué depende? No los diferencia ni el bien ni el mal, solo la marca del sujeto. El psicoanálisis no señala dónde se encuentra el bien. Prefiere tomar sus recaudos frente a toda ideología que predica un saber sobre la respuesta. El psicótico, como cualquier otro ser hablante, debe ser dignificado con la posibilidad de brindarle el lugar donde reconocer su locura, e intentar darle un cauce diferente. Desde luego, esta apuesta del psicoanálisis no solo no está reñida con la reclusión, sino todo lo contrario. La ausencia de castigo puede ser suplida por el propio sujeto mediante el autocastigo, que por lo general será más implacable. La catástrofe histórica del nazismo ha sacado a relucir dos cuestiones fundamentales. La primera es que el delirio es intrínseco a la razón. La segunda es que un delirio no es una proposición falsa, sino un determinado estado de la verdad que puede incluso ser compartido por millones de personas. El psicoanálisis añade la revelación de que la figura del hombre normal es una ficción definitivamente caduca: más aún, concluida. Vemos asomar ya en el presente los signos anticipatorios de un mundo en el que todo podrá ser normal, y es precisamente esta extensión indefinida del concepto lo que le ha asestado el golpe mortal. Aplastados los límites éticos bajo el peso disolutivo de los ideales de la civilización contemporánea, que adoptan con toda claridad la forma de un imperativo sádico al servicio de los más oscuros intereses corporativos, todo se volverá normal, lo cual equivale a decir que nada lo será. Es por ese motivo que el psicoanalista, desde el modesto y reducido lugar donde puede hacer escuchar su reflexión, está comprometido a defender el derecho de la locura de todos, y también la dignidad de aquella que solo es la de algunos.
“Si el patriarcado murió, el Padre no se muere tan fácilmente”
¿Hasta qué punto las redes sociales son responsables de la expansión de la violencia machista? ¿Cuál es el papel que podemos atribuirle en la actualidad? No cabe duda de que el goce fálico introduce en quien se sitúa en la posición masculina una dimensión donde la brutalidad está siempre latente, y que por desgracia pasa al acto en demasiadas ocasiones. Ello no significa que los hombres sean por definición salvajes, pero desde el fondo de la historia existe en ellos una toxicidad potencial que puede alcanzar una realización desenfrenada. La concepción de que el régimen patriarcal ha dado fundamento y forma a la peligrosidad del macho podría invertirse. Es tan solo una hipótesis, pero no es imposible pensar que, al revés, el patriarcado es el relato sustentado a partir del orden fálico. En el mito freudiano de Totem y Tabú, la secuencia lógica es luminosa. Hartos de que el Padre Omnipotente se arrogue el derecho a las mujeres, los jóvenes miembros varones de la horda primitiva llevan a cabo su asesinato. Pero el derrocamiento del Proto Padre no da lugar a una sociedad liberada de su tiranía. Los varones sellan un pacto por el cual, derrocada la autoridad despiadada, se identifican a ella para ejercerla con una violencia de la que todos son cómplices. La “nostalgia del padre” ha retornado en las últimas décadas de la mano de los supremacistas blancos, de una derecha que, herida en su amor propio, apela a recrear el mito de un padre que vendría a restaurar el orden perdido. ¿Quiénes componen el creciente grupo de los que vociferan para que sus arrebatados derechos les sean devueltos? Un conjunto heteróclito, pero atravesado por lo que se denomina “Manosfera”, (“Man: hombre + sphere: esfera”) neologismo que va más allá de la clásica misoginia. La “manosfera” es una red de blogs y foros que diseminan el odio a toda modalidad de feminismo. Algunos transmiten contenidos de una violencia extrema, incluida la incitación a los atentados terroristas y las matanzas que son noticia casi semanal en los Estados Unidos. Otros reivindican a los llamados “artistas de la conquista”, hombres que desarrollan la patética y cruel habilidad para abordar a mujeres desconocidas y desplumarlas sentimental o económicamente, incluso ambas cosas. También pululan los adherentes a la comunidad “Incel” (“Célibes involuntarios”), fracasados en todos los aspectos de la vida, y que se creen con derecho a que las mujeres les brinden un servicio sexual. El filósofo alemán Hans Magnus Henzensberger ya había alertado en 2006 sobre la peligrosidad de lo que denominaba “un nuevo tipo de perdedor”, que distingue con exquisito cuidado del fracaso al que millones de jóvenes son condenados por el sadismo de los ideales del capitalismo salvaje. Los “nuevos perdedores” son aquellos que callan, mastican su odio en la más absoluta soledad, y solo se permiten volcar el resentimiento en las redes sociales, que no son en sí mismas las creadoras de la violencia, sino que facilitan una expansión que ni siquiera la tele o la radio lograron alcanzar. Leo a Joyce Carol Oates. Sus relatos retratan la violencia masculina con la crudeza y precisión de una intervención quirúrgica en la crueldad de la llamada “virilidad tóxica” (Patricia Highsmith fue pionera en eso) y el estrago hipnótico que pueden ejercer sobre una mujer. Joyce Carol Oates conoce a la perfección, con la sabiduría de su clínica poética, la función de la mirada como “fascinum”, objeto capaz de atrapar a una mujer y herirla en su goce más íntimo. No obstante, nadie podría argumentar que su obra sea una incitación a la violencia. Merecería un profundo estudio determinar las razones de esta diferencia. La ausencia del universal femenino le da a la mujer una plasticidad para acomodarse a modos muy diferentes de interpretar su condición. Los que se sitúan del lado masculino, no conocen más que un modo de cumplir su papel, aunque la cultura los fuerce a adoptar semblantes más acordes con los ideales de la época. La demonización de los hombres tampoco contribuye a mejorar el estado de las cosas. El papel del psicoanálisis tal vez podría consistir en encontrar modos de que hombres y mujeres se desprendan de la ferocidad del Padre. Ellos renunciando a su reencuentro, ellas a volverlo omnipresente.
Aspirante a asesino: Un estudio clínico de las funciones mentales primitivas, las fantasías inconscientes actualizadas, los estados satélite y las etapas del desarrollo