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El Demonio en El Bosque
El Demonio en El Bosque
***
―Los norteños querrán llamarte Eryk ―le dijo su madre sobre el rugido del
viento. Suspiraba a través de las grutas, cantando su vieja canción, prometiendo
invierno, agitado como un hombre revolviéndose en el sueño.
«No querrán llamarme de ningún modo» pensó, pero todo lo que dijo fue:
―¿Por qué? Se suponía que fuera Arkady.
―Si fuéramos del sur, necesitarías un nombre sureño como Arkady. Pero Eryk
se ajustará mejor a sus lenguas, aquí son tanto fjerdanos como ravkanos. Ya lo
verás. Ahora, ¿cuál es tu nombre?
―Arkady. Eryk.
―¿De dónde eres?
―Balakirev.
No formuló la siguiente pregunta, la pregunta que siempre hacían los
desconocidos: «¿Dónde está tu padre?» Por supuesto esa era fácil porque la
respuesta nunca cambiaba. «Está muerto». Una vez le había preguntado a su
madre si esa era la verdad, si su padre estaba realmente muerto.
«Lo estará ―había dicho―. Antes de que puedas parpadear. Le sobrevivirás
por cien años, tal vez mil, tal vez más. Él solo es polvo para ti».
Ahora dijo:
―De nuevo, ¿cuál es tu nombre?
―Eryk.
―¿De dónde eres?
―Balakirev.
Siguieron así mientras subían la montaña. Era una ladera, en realidad, uno de
los fríos y silenciosos picos que marcaban los principios de la cordillera Elbjen. Le
había mostrado la ruta en un mapa dos días antes, antes de adelantarse para
asegurar que serían recibidos en el campamento Grisha. Los Grisha eran
precavidos con los forasteros, y él y su madre nunca podrían estar seguros de
cómo serían recibidos.
Lo había dejado en una tienda acuñada dentro de un viejo escondite de
cazadores, con suministros para dos días de pastel de mijo y una ración de sal para
hacer salmuera para empaparlo. Cuando se fue se llevó su única linterna. Él no
había tenido el coraje de pedirle que se la dejara, era demasiado mayor para
temerle a la oscuridad. Así que había estado tumbado despierto durante dos
noches, acurrucado bajo sus pieles, escuchando a los lobos aullar, contando los
minutos hasta la mañana.
Cuando su madre volvió a recogerlo, se encaminaron cuesta arriba por la
montaña. Arkady. Eryk. Ahora dijo su nombre una y otra vez, en voz alta, luego
dentro de su cabeza, repitiéndolo con cada pisada hasta que el nombre dejó de ser
un segundo pensamiento, hasta que no hubo eco y fue solo Eryk. Un niño del sur,
un niño que desaparecería en una semana o un mes, que se desvanecería bajo un
nuevo nombre y una nueva historia. Su madre le cortaría el cabello o se lo teñiría o
le raparía la cabeza. Así vivían, viajando de lugar en lugar. Aprendían lo que
podían, entonces se ponían en marcha y hacían su mayor esfuerzo por ocultar su
rastro. El mundo no era seguro para los Grisha, pero era particularmente peligroso
para ellos dos.
Él tenía trece años, pero había tenido un centenar de nombres, uno nuevo para
cada pueblo, campamento y ciudad: Iosef, Anton, Stasik, Kirill. Hablaba un fluido
shu y kerch, y podía pasar como cualquiera de los dos. Pero su fjerdano aún era
pobre y las comunidades de Grisha tan al norte se conocían bien las unas a las
otras, así que sería Arkady, y los norteños lo llamarían Eryk.
―Allí ―dijo su madre.
El campamento estaba asentado en un valle superficial entre dos picos, un
grupo de chozas bajas cubiertas en turba, sus chimeneas humeando, todas
apretujadas alrededor de una larga y estrecha cabaña de madera gruesa.
―Podríamos pasar el invierno con ellos ―dijo ella.
Él la miró fijamente, seguro que había entendido mal.
―¿Durante cuánto tiempo? ―dijo al fin.
―Hasta el deshielo. El Ulle es un Impulsor poderoso, y ha visto combates con
estos nuevos fjerdanos cazadores de brujas. Podríamos resistir hasta que
aprendamos lo que sea que tiene por enseñar.
Hasta el deshielo. Eso podrían ser tres, tal vez cuatro meses. En un solo lugar.
Eryk miró el pequeño campamento. El invierno sería duro aquí; noches largas, frío
brutal, y el pueblo de otkazat’sya, que habían rodeado durante la caminata, estaba
desagradablemente cerca. Pero sabía cómo pensaba su madre. Una vez que
llegaran las nevadas profundas, nadie se aventuraría a esos pasos montañosos ni
siquiera para cazar. El campamento sería seguro.
A Eryk no le importaba mucho. Habría vivido junto a una zanja de basura si
eso significara un techo sobre su cabeza, comidas calientes, despertar en la misma
habitación cada mañana sin el corazón martillando mientras intentaba recordar
dónde estaba.
―Muy bien ―dijo.
―¿Muy bien? ―se burló ella―. Vi cómo se te iluminó el rostro. Solo recuerda,
cuanto más tiempo nos quedemos, más cuidadoso tendrás que ser. ―Él asintió y
ella echó un vistazo al campamento―. Mira, el Ulle mismo ha salido a recibirnos.
Un grupo de hombres había emergido del gran salón.
―¿Quiénes son? ―preguntó Eryk mientras seguía a su madre, bajando por el
sendero.
―Se hacen llamar ancianos ―dijo con una risa―. Viejos que se frotan las
barbas y se felicitan unos a otros por su sabiduría.
Era fácil reconocer al Ulle entre ellos. Era un gigante, sus hombros amplios
cubiertos de pieles negras, el cabello rojizo dorado, trenzado y echado a la espalda
en la costumbre del norte. Ulle era fjerdano para “jefe tribal”. De verdad no eran
muy ravkanos por aquí.
―¡Bienvenida, Lena! ―tronó el Ulle mientras se acercaba a ellos a zancadas.
Eryk apenas registró el nombre que su madre había tomado. Para él, siempre era
Mama, Madraya―. ¿Cómo estuvo su viaje?
―Agotador.
―Me avergüenzas como anfitrión. Los ancianos felizmente hubieran mandado
hombres y caballos para recoger a Eryk.
―Ni mi hijo ni yo necesitamos mimos ―replicó. Pero Eryk sabía que había más
al respecto. Había aprendido mucho tiempo atrás que existía un segundo Ravka,
un país secreto de cuevas ocultas y canteras vacías, pueblos abandonados y fuentes
de agua fresca olvidadas. Había lugares donde podías esconderte de una tormenta
o un ataque, donde podías entrar como una persona y emerger disfrazado de otra.
Si los ancianos hubieran mandado hombres con su madre para recogerlo, ella
habría tenido que revelar el escondite de cazadores. Nunca renunciaba a un
escondite o posible ruta de escape sin una buena razón.
El Ulle los condujo a una choza y retiró las pieles de alce cosidas que cubrían la
abertura entre la puerta y el dintel de madera cruda. El interior era acogedor y
cálido, aunque apestaba pesadamente a pieles húmedas y a algo que Eryk no pudo
identificar.
―Por favor acomódense aquí ―dijo el Ulle―. Queremos que se sientan en casa.
Esta noche les daremos la bienvenida con un festín, pero los ancianos estamos a
punto de reunirnos ahora y estaríamos honrados de que te nos unieras, Lena.
―¿En serio?
El Ulle lució incómodo.
―Algunos objetaron a tener una mujer en la reunión del consejo ―admitió―.
Pero fueron superados en votos.
―La honestidad es siempre lo mejor, Ulle. De esa forma sé cuántos tontos debo
esforzarme en convencer.
―Están aferrados a sus costumbres, y no solo eres una mujer, sino que… ―Se
aclaró la garganta―… Temen que no seas completamente natural.
Eryk no se sorprendió. Cuando otros Grisha veían el poder que él y su madre
poseían, solo tenían una de dos respuestas: miedo o avaricia. Huían de él o lo
deseaban para sí. «Es un balance ―decía siempre su madre―. El miedo es un
poderoso aliado, pero aliméntalo con demasiada frecuencia y se hará demasiado
fuerte, y se volverá contra ti». Le había advertido que fuera precavido cuando
desplegara su poder, que nunca mostrara la extensión total de lo que podía hacer.
Ella ciertamente nunca lo hacía… nunca utilizaba el Corte a menos que la situación
fuera desesperada.
Ese no era un problema para él, pensó con amargura. Aún no había dominado
el Corte. Su madre lo había conseguido cuando tenía la mitad de su edad.
Ahora ella levantó una ceja y se dirigió al Ulle.
―Los primeros hombres que vieron osos creyeron que eran monstruos. Mi
poder es poco familiar, no antinatural.
―Un oso sigue siendo peligroso ―notó el Ulle―. Aún tiene garras y dientes
para atacar a un hombre.
―Y los hombres tienen lanzas y acero ―replicó bruscamente―. No juegues al
débil conmigo, Ulle.
Eryk vio el destello de ira que atravesó el rostro del hombretón ante el tono
irrespetuoso de su madre. Luego el Ulle se rio.
―Me gusta tu ferocidad, Lena. Pero ten cuidado con los ancianos.
La madre de Eryk inclinó la cabeza en aceptación.
―Ahora, Eryk ―dijo el Ulle―. ¿Crees que puedas ponerte cómodo aquí? ―Lo
miró con ojos alegres, y Eryk supo que esperaba que sonriera, así que lo intentó.
―Der git ver rastjel ―respondió, dando el tradicional saludo primero en
fjerdano y luego en ravkano―. Somos huéspedes agradecidos.
El Ulle lució ligeramente divertido, pero replicó en la moda prescrita:
―Fel holm ve koop djet. Nuestra casa es mejor para ello.
―¿Por qué no hay un muro alrededor del campamento? ―preguntó Eryk.
―¿Eso te preocupa? Los pueblerinos apenas saben que estamos aquí…
ciertamente no saben qué somos.
«Alguien debe saberlo ―pensó Eryk―. Así los encontramos». Siempre
encontraban así a los Grisha. Él y su madre seguían leyendas, susurros, cuentos de
hechiceros y brujos, de demonios en los bosques. Historias como esa los habían
conducido a una tribu de Impulsores que acampaban a lo largo de la costa
occidental, a Baba Anezka y su cueva de espejos, a Petyr de Brevno y Magda del
bosque negro.
―Mi hijo hizo una buena pregunta ―dijo su madre―. No vi fortificaciones y
solo un hombre de guardia.
―Empieza a construir muros y la gente empieza a preguntarse qué estás
escondiendo. Mantenemos bajas nuestras edificaciones. No saqueamos los campos
o granjas de los pueblerinos, ni vaciamos sus bosques de presas. Mejor que no nos
noten a que piensen que tenemos algo que ellos desean.
«Porque no lo tienen. Y nunca lo tendrán». Era así donde fueran: Grisha
viviendo en campamentos y minas colapsadas, ocultándose en túneles. Eryk había
visto la nación isla de Kerch, la biblioteca de Ketterdam, los grandes caminos y
corrientes de agua. Había visto los templos en Ahmrat Jen, y el gran fuerte en Os
Alta, protegido por sus famosos muros dobles. Se sentían permanentes, sólidos, un
baluarte contra la noche. Pero lugares como este apenas se sentía reales, como si
pudieran desaparecer en la nada, desvanecerse sin aviso o consideración.
―Aquí estarán a salvo ―afirmó el Ulle―. Y si se quedan hasta la primavera,
podríamos ir a ver los tigres blancos en el permafrost.
―¿Tigres?
―Tal vez eso me gane una sonrisa real ―dijo el Ulle con un guiño―. Mi hijo te
contará todo sobre ellos.
Una vez que el Ulle se despidió y partió, la madre de Eryk se sentó en el borde
de su camastro. Lo habían levantado del suelo para evitar el frío, y estaba apilado
con mantas y pieles… otra señal de respeto.
―¿Y bien? ―preguntó―. ¿Qué piensas?
―¿Podemos quedarnos hasta la primavera? ―Ahora no pudo ocultar su
anhelo. El prospecto de tigres había derrotado su precaución.
―Ya veremos. Cuéntame sobre el campamento.
Eryk soltó un suspiro irritado.
―Doce chozas. Ocho chimeneas en funcionamiento…
―¿Por qué?
―Esas son las chozas para Grisha de gran estatus.
―Bien. ¿Qué más?
―El Ulle es rico, pero sus manos están callosas. Hace su propio trabajo, y
camina con cojera.
―¿Herida vieja o nueva?
―Vieja.
―¿Estás adivinando?
Eryk se cruzó de brazos.
―El desgaste en el costado de su bota muestra que ha estado favoreciendo esa
pierna durante un tiempo.
―Continúa.
―Mintió sobre los ancianos.
Su madre ladeó la cabeza, sus ojos negros resplandecían.
―¿Sí?
―Ninguno votó para tenerte en la reunión, pero el Ulle lo exigió.
―¿Cómo lo sabes?
Vaciló, ahora menos seguro.
―Fue la voz del Ulle, y que los ancianos estaban alejados de él mientras nos
observaban bajar la cuesta.
Ella se levantó y le apartó el cabello del rostro.
―Lees el flujo de poder igual que otros trazan las mareas ―se maravilló―. Te
hará un gran líder. ―Él puso los ojos en blanco―. ¿Algo más? ―preguntó.
―Esta choza huele horrible.
Ella se rio.
―Es grasa de animal ―dijo―. Probablemente reno. Los norteños la utilizan en
sus lámparas. Podría ser peor. ¿Recuerdas el pantano cerca de Koba?
―Estoy seguro que eso fue solo un Cardio apestoso.
Ella se estremeció exageradamente ante el recuerdo.
―Entonces ¿crees que puedes soportarlo?
―Sí ―dijo con firmeza. Podría tolerar cualquier cosa si podían pasar una
estación completa en un solo lugar.
―Bien. ―Se ajustó sus pieles plateadas, luego sacó un pesado anillo granate de
su morral y se lo puso en el dedo―. Deséame suerte en la reunión. ¿Irás a
explorar?
Asintió. No le gustaba la explosión de nerviosismo que se elevó en su interior,
pero allí estaba.
Ella le dio un rápido pellizco en la barbilla.
―Ten cuidado. No dejes que nadie…
―Lo sé. ―El Corte no era el único secreto que mantenían.
―Solo hasta que seas lo bastante fuerte ―previno―. Hasta que aprendas a
defenderte tú solo. Y recuerda que eres…
―Eryk ―la interrumpió―. Lo sé. Es mi propio nombre el que temo olvidar.
―Tu verdadero nombre está escrito aquí ―dijo, dándole golpecitos en el
pecho―. Tatuado en tu corazón. Solo no dejes que cualquiera lo lea.
Se removió incómodo.
―Lo sé.
―Lo sé, lo sé ―lo imitó―. Suenas como un cuervo graznando. ―Le dio un
pequeño empujón―. Regresa antes del anochecer.
***
***
***
Incluso mucho después de que se extinguieran las lámparas y de que Eryk
estuviera seguro que su madre estaba dormida, vaciló. Su madre desconfiaba de la
vulnerabilidad del sueño; nunca parecía soñar profundamente y siempre estaba
lista para saltar de la cama ante cualquier sonido.
Pero habían pasado tres semanas aprendiendo a rastrear con los cazadores de
la cordillera sur. Había estudiado cómo caminar en silencio, girando los tobillos,
los pies desnudos moviéndose silenciosos sobre el piso cubierto de pieles.
Estaba más claro afuera que dentro de la choza; el campamento estaba bañado
en un azul pálido por la luz plateada de la luna llena. Esperó hasta casi llegar al
bosque para ponerse las botas, entonces se dirigió a los árboles para encontrar el
camino de regreso al arroyo. Lo siguió durante casi un kilómetro, esperando no
llegar tarde, e incluso empezó a preguntarse si de alguna forma había ido en la
dirección errónea, cuando trepó una loma baja y el estanque apareció a la vista,
más grande de lo que esperaba, la luz de luna brillando sobre su superficie.
Annika estaba allí, flotando de espaldas en el agua, con el cabello rubio
blanquecino extendido alrededor de su cabeza como un halo. Mientras la
observaba, ella se giró y empezó a deslizarse por el estanque, silenciosa como un
fantasma.
Él bajó a la orilla, y cuando su cabeza volvió a emerger a la superficie, le
susurró:
―¡Hola!
Ella giró y generó pequeñas olas que lamieron la arena.
―Creí que no vendrías.
―Tuve que esperar a que mi madre se quedara dormida ―explicó mientras se
quitaba las botas y se desvestía hasta la ropa interior. No sabía cómo explicaría a su
madre la ropa interior empapada, pero se sentía demasiado tímido para quitarse
todo. Cuando se sumergió en el agua, una vertiginosa clase de entusiasmo le
inundó el pecho. Agachó la cabeza y dejó que el agua le llenara las orejas para que
el mundo se silenciara, entonces volvió a emerger, sintiendo el aire nocturno
enfriar su piel empapada. Podía escuchar el suave rugido del arroyo y a Annika
salpicando en el agua a poco más de un metro. Hasta el deshielo. Podría hacer esto
cada noche si lo deseaba. Tal vez cuando el estanque se congelara podrían patinar.
―¿Dónde está Sylvie? ―preguntó.
―Se quedó dormida antes que mi padre. No quise despertarla.
―Qué lástima.
Annika escupió agua.
―Es más silencioso sin ella. Por cierto, ha decidido que tu madre es una
princesa.
Eryk sumergió la cabeza de nuevo.
―¿Princesa de qué?
―Solo una princesa. Es realmente hermosa.
Eryk se encogió de hombros. Estaba consciente de la forma en que los hombres
miraban a su madre. Era un arma más en su arsenal.
―¿Cómo era tu madre? ―preguntó. La pregunta se sintió extraña en sus labios,
y no supo si era la correcta.
Ella agitó la superficie del agua con los dedos y contestó:
―Amable. Solía cantarnos para dormir. Le dije que ya era demasiado mayor
para canciones de cuna. Ahora lo lamento cada noche.
Eryk se quedó callado. Esta era la ocasión para decir algo sobre su padre caído
en batalla. Pero vivo o muerto, no tenía recuerdos del hombre para compartir.
―Los cazadores de brujas tenían unos caballos ―dijo Annika, su rostro alzado
hacia el cielo nocturno―. Sé que estaba asustada, pero juro que eran tan grandes
como casas.
―Tienen razas especiales de caballos para los drüskelle.
―¿Sí?
Tenía que tener cuidado de no revelar dónde había estado o lo que había
aprendido, pero esto se sentía lo bastante seguro.
―Los crían por tamaño y comportamiento. No se asustan ante el fuego o las
tormentas. Perfectos para batallas contra Grisha.
―No fue una batalla. Ni siquiera fue una lucha. Mi padre no pudo protegernos.
―Las puso a salvo a ti y a Sylvie.
―Supongo. ―Pataleó hacia la orilla―. ¡Voy a dar un clavado!
―¿Estás segura que es lo bastante profundo?
―Lo hago todo el tiempo. ―Salió del estanque, goteando agua de su camisón,
y trepó uno de los peñascos que bordeaba la orilla.
―¡Cuidado! ―gritó. No estaba seguro de por qué. Tal vez la sobreprotección
de su madre se le estaba pasando.
Ella levantó las manos, preparándose para arrojarse al agua, entonces hizo una
pausa.
Eryk se estremeció; tal vez el agua no estaba tan cálida como pensó.
―¿Qué estás esperando?
―Nada ―dijo, con las manos aún estiradas.
Un escalofrío lo recorrió. Fue entonces que se dio cuenta que apenas podía
mover los brazos. Intentó levantar las manos, pero era demasiado tarde. El agua se
sentía espesa a su alrededor. Se estaba endureciendo en hielo.
―¿Qué estás haciendo? ―preguntó, esperando que fuera alguna clase de juego,
una broma. Eryk empezó a temblar, el corazón le golpeteaba temeroso mientras su
cuerpo se enfriaba. Aún podía mover las piernas, apenas rozar el lodoso fondo del
estanque con los dedos de los pies mientras pataleaba frenéticamente, pero su
pecho y brazos estaban sujetos inmóviles, el hielo lo oprimía―. ¿Annika?
Había bajado del peñasco y estaba caminando cuidadosamente sobre el
estanque congelado. Estaba temblando, con los pies aún desnudos y el camisón
empapado y adherido a la piel. Tenía una roca en las manos.
―Lo siento ―dijo. Le castañeaban los dientes, pero tenía el rostro
determinado―. Necesito un amplificador.
―Annika…
―Los ancianos nunca me dejarían cazar uno. Se lo darían a un Grisha poderoso
como Lev o su padre.
―Annika, escúchame…
―Mi padre no puede protegernos.
―Yo puedo protegerte. Somos amigos.
Ella sacudió la cabeza.
―Somos afortunados de que nos dejen quedarnos aquí siquiera.
―¿Qué estás haciendo, Annika? ―suplicó, aunque lo sabía muy bien.
―Sí, ¿qué estás haciendo, Annika?
Giró la cabeza lo mejor que pudo. Lev estaba parado en la orilla más lejana.
―¡Vete! ―gritó ella.
―Ese pequeño fenómeno y yo tenemos asuntos pendientes. Igual que tú y yo,
para el caso.
―Regresa al campamento, Lev.
―¿Me estás dando órdenes?
Ella lo ignoró y siguió moviéndose sobre el hielo, que crujía bajo sus pies.
Annika tenía razón: no era fuerte, había sido incapaz de solidificar por completo el
hielo.
―Hazlo, Annika ―dijo Eryk, en voz alta―. Si voy a morir, no quiero que Lev
use mi poder.
―¿De qué estás hablando? ―dijo Lev, y puso un pie tentativo en la gélida
superficie del estanque.
―Silencio ―susurró Annika furiosamente.
―Soy un amplificador. Y una vez Annika vista mis huesos, ya no serás capaz
de amedrentarla a ella o a su hermana.
―Cállate ―gritó ella.
Eryk vio que Lev comprendía, y al minuto siguiente comenzó a correr sobre el
hielo, el que crujió bajo su constitución. «Más cerca», lo urgió Eryk
silenciosamente, pero Annika ya lo había alcanzado.
―Lo siento ―gimió―. Lo siento mucho. ―Estaba llorando mientras bajaba la
piedra sobre su cabeza.
Sobre su sien derecha explotó el dolor y su visión se volvió borrosa. «No te
desmayes». Sacudió la cabeza a pesar de la oleada de dolor que le produjo. Vio que
Annika volvía a levantar la roca; estaba mojada con su sangre.
Una ráfaga de aire la impactó y la lanzó deslizándose por el hielo.
―¡No! ―gritó―. ¡Es mío!
Lev estaba corriendo a toda velocidad por el hielo hacia Eryk. Ya tenía un
cuchillo en la mano. Eryk sabía que su poder pertenecería a quien fuera que lo
matara, así funcionaban los amplificadores. «Nunca permitas que te toquen».
Porque un toque era suficiente para revelarlo, el don que acechaba en su interior.
Era suficiente para transformarlo de un niño a un premio.
Annika estaba levantando la roca otra vez. Ese sería el golpe que le partiría el
cráneo. Lo sabía. Eryk se concentró en las botas de Lev, en las grietas que se
extendían bajo ellas. Estiró las piernas, luego retrajo las rodillas hacia arriba para
azotarlas contra el hielo. Nada. A pesar de las náuseas que lo atenazaban, volvió a
hacerlo. Sus rodillas golpearon el hielo desde abajo con un doloroso crujido. El
hielo a su alrededor se quebró. Entonces Annika se vino abajo, colapsó al agua y la
roca escapó de sus manos.
Eryk liberó los brazos y se sumergió bajo la superficie. Bajo el agua no podía
ver nada más que oscuridad. Pataleó con fuerza. No tenía idea de en qué dirección
iba, pero tenía que llegar a la orilla antes que Annika pudiera congelar el estanque
de nuevo. Sus pies tocaron el fondo, y medio nadó, medio se arrastró hacia el agua
superficial. Una mano se cerró alrededor de su tobillo.
Annika estaba encima de él, utilizando su peso para mantenerlo inmóvil. Gritó,
luchando en sus brazos. Entonces apareció Lev y la hizo a un lado; sujetó un
puñado de la camisa de Eryk y levantó el cuchillo. Todos estaban gritando. Eryk
no estaba seguro de quién lo tenía agarrado. Una rodilla le presionó el pecho.
Alguien volvió a empujar su cabeza bajo la superficie, el agua le inundó la nariz y
los pulmones. «Voy a morir aquí. Vestirán mis huesos».
En el espeluznante y amortiguado silencio del agua, escuchó la voz de su
madre, feroz como el chasquido de un látigo. Ella siempre le pedía más, lo exigía, y
ahora le dijo que luchara. Dijo su verdadero nombre, el que solo utilizaba cuando
entrenaban, el nombre tatuado en su corazón. Un corazón que no había dejado de
latir. Un corazón que aún tenía vida.
Con la última pizca de su fuerza, liberó su brazo de un tirón y lo azotó a ciegas,
furiosamente, con todo su terror e ira, con toda la esperanza que había nacido y
muerto este día. «Déjame hacer una marca en este mundo antes de abandonarlo».
El peso se quitó de su pecho. Luchó por sentarse, ahogándose y jadeando, con
agua chorreándole de la boca. Tosió y tuvo arcadas, entonces consiguió inhalar una
respiración débil y dolorosa. Miró a su alrededor.
Lev flotaba boca abajo junto a él, sangre negra escurría de un profundo corte
diagonal que abarcaba desde su cadera hasta casi el pecho. Su camisa estaba
desgarrada, y ondeaba por atrás en el agua, revelando piel pálida que brillaba
blanca como panza de pez a la luz de la luna.
Annika estaba a su otro lado, tumbada en el agua superficial, con los ojos muy
abiertos y temerosos. Un profundo tajo le recorría desde el hombro hasta un
costado de la garganta. Tenía una mano presionada contra el cuello para intentar
detener el flujo de sangre. Sus dedos y manga estaban empapados.
Finalmente había conseguido utilizar el Corte. Los había desgarrado a ambos.
―Ayúdame ―croó―. Por favor, Eryk.
―Ese no es mi nombre.
Él no se movió. Se sentó y observó mientras sus ojos se volvían vidriosos y su
mano caía, mientras finalmente se desplomaba de espaldas, su mirada vacía fija en
la luna. Observó los trozos restantes de hielo mecerse en la superficie y derretirse
lentamente. Le palpitaba la cabeza, y estaba mareado por el dolor. Pero su madre
le había enseñado a pensar con claridad, incluso cuando sentía dolor, incluso
cuando no estaba tan seguro de querer seguir adelante.
Lo culparían por esto. Sin importar lo que habían intentado Annika y Lev, lo
culparían. Los ejecutarían a él y su madre y darían sus huesos al Ulle o a algún otro
Grisha de rango. A menos que pudiera darles alguien más a quien odiar. Eso
significaba que necesitaría una mejor herida. Una herida mortal.
Perdería un montón de sangre. Podría no sobrevivir, pero sabía que tenía que
hacerlo. Sabía qué podría hacer ahora. La evidencia estaba toda a su alrededor.
Esperó hasta que el cielo había empezado a clarear. Solo entonces invocó las
sombras y de ellas sacó una espada oscura.
***
Cuando los hombres del Ulle lo despertaron en la orilla, les dio las respuestas
que necesitaban, la verdad que estaban demasiado ansiosos de ver en los
cadáveres de sus hijos, en las profundas heridas de corte que estaban seguros
habían sido hechas por espadas de otkazat’sya.
Perdió la consciencia mientras lo cargaban al campamento, y fue muchas horas
después que despertó, esta vez en la acogedora choza pequeña. Su madre estaba
una vez más junto a él, pero ahora su rostro estaba manchado de sangre y ceniza.
Olía a hogueras. El Ulle estaba sentado en la esquina, con la cabeza en las manos.
―Está despierto ―dijo su madre.
El Ulle levantó la vista bruscamente y se puso de pie.
La madre de Eryk presionó una taza de agua contra sus labios.
―Bebe.
El Ulle se irguió sobre la cama de Eryk. Sus rasgos estaban demacrados y
cubiertos de hollín.
―¿Estás bien? ―preguntó.
―Lo estará ―contestó su madre con convicción―. Si sus heridas se mantienen
limpias.
El Ulle se frotó los ojos cansados.
―Me alegra, Eryk. No podría haber cargado con otra… otra muerte este día.
Estiró la mano, pero la madre de Eryk le sujetó la manga para detenerlo.
―Déjalo estar ―dijo.
El Ulle asintió.
―Tendremos que abandonar este lugar ―dijo―. El rumor viajará después de
lo que hicimos esta noche. Habrá consecuencias.
La madre de Eryk presionó una toalla mojada en su frente.
―Tan pronto esté lo bastante fuerte para viajar, nos iremos.
―Tienes un lugar con nosotros, Lena. Es más seguro viajar juntos…
―Ya nos prometiste seguridad, Ulle.
―Creí… creí que podía ofrecérselas. Pero tal vez no exista lugar seguro para
nuestra especie. Debo ir a ver a mi esposa… ―Se le quebró la voz―. Y a Lev.
Perdónenme ―dijo, y salió a trompicones por el umbral.
Hubo silencio en la choza. La madre de Eryk humedeció el paño de nuevo, y lo
exprimió.
―Eso fue muy astuto ―dijo al fin―. Utilizar el Corte en ti mismo.
―Ella congeló el lago ―carraspeó.
―Niña astuta. ¿Puedes tomar otro sorbo de agua?
Lo consiguió, con la cabeza dándole vueltas.
Cuando pudo encontrar la fuerza, preguntó:
―¿El pueblo?
―No delataron a los jinetes que los atacaron a ustedes, así que los matamos a
todos.
―¿A todos?
―Cada hombre, mujer y niño. Entonces quemamos sus casas hasta los
cimientos.
Él cerró los ojos.
―Lo siento.
Ella le dio la más ligera sacudida, forzándolo a mirarla.
―Yo no. ¿Me entiendes? Quemaría mil pueblos, sacrificaría mil vidas para
mantenerte a salvo. Seríamos nosotros los de la pira si no hubieras pensado
rápidamente. ―Entonces dejó caer los hombros―. Pero no puedo odiar a ese niño
y niña por lo que intentaron hacer. La forma en que vivimos, la forma en que
somos forzados a vivir… nos vuelve desesperados.
La luz de la lámpara disminuyó y finalmente se apagó con un chisporroteo. Su
madre se adormiló.
Afuera escuchó voces tristes elevadas en canciones de lamento mientras la pira
funeraria ardía y los Grisha ofrecían oraciones por Annika, por Lev, por los
otkazat’sya en las ruinas humeantes del valle de abajo.
Su madre debió haberlos oído también.
―El Ulle tiene razón ―dijo―. No hay lugar seguro. No hay paraíso. No para
nosotros.
Él entendió entonces. Los Grisha vivían como las sombras, pasando sobre la
superficie del mundo, sin tocar nada, forzados a cambiar sus formas y ocultarse en
rincones, conducidos por el miedo igual que las sombras eran conducidas por el
sol. Ningún lugar seguro. Ningún paraíso.
«Lo habrá ―prometió en la oscuridad, palabras nuevas escritas sobre su
corazón―. Yo haré uno».
LA BRUJA DE DUVA
Muy pronto, Karina parecía estar en todos lados, llevándole comida y kvas como
regalos al padre de Nadya, susurrándole al oído que necesitaba de alguien que se
encargara de él y sus hijos. Havel asistiría pronto al reclutamiento, a entrenar en
Poliznaya y comenzar su servicio militar, pero Nadya aún necesitaría de cuidados.
―Después de todo ―dijo Karina en su voz dulce y cálida―, no quieres que te
deshonre.
Más tarde esa noche, Nadya se acercó a su padre mientras él bebía kvas junto al
fuego. Maxim estaba tallando. Cuando no tenía nada más que hacer, a veces le
fabricaba muñecas a Nadya, aunque ella había dejado de jugar con ellas desde hacía
mucho tiempo. Su afilado cuchillo se movía sin descanso, dejando rizos de suave
madera en el suelo. Había pasado demasiado tiempo en casa. El verano y el otoño
que podría haber pasado buscando trabajo lo había perdido debido a la enfermedad
de su esposa, y las nevadas de invierno no tardarían en bloquear los caminos.
Mientras su familia pasaba hambre, sus muñecas de madera se amontonaban sobre
la repisa de la chimenea, como un coro silencioso e inútil. Maldijo al cortarse el dedo
pulgar, y solo en ese momento notó a Nadya de pie junto a su silla, nerviosa.
―Papá ―dijo Nadya―. Por favor, no te cases con Karina.
Tenía la esperanza de que él negara haber estado considerando tal cosa. En su
lugar, se chupó el pulgar herido y dijo:
―¿Por qué no? ¿No te agrada Karina?
―No ―contestó Nadya con honestidad―. Y yo no le agrado a ella.
Maxim rio y pasó sus callosos nudillos por la mejilla de su hija.
―Dulce Nadya, ¿quién podría odiarte?
―Papá…
―Karina es una mujer buena ―dijo Maxim. Sus nudillos rozaron su mejilla de
nuevo―. Sería mejor que… ―Abruptamente, dejó caer su mano y volvió el rostro al
fuego. Su mirada era distante, y cuando habló, su voz resultó fría y extraña, como si
proviniera del fondo de un pozo―. Karina es una mujer buena ―repitió. Sus dedos
apretaron los brazos de su silla―. Ahora, déjame en paz.
«Ya lo ha poseído ―pensó Nadya―. Está bajo su hechizo».
Al día siguiente, Nadya dejó su desayuno intacto y posó su frío tazón de avena
en el suelo para que Vladchek lo comiera. Él levantó la nariz hacia el plato hasta que
Magda lo puso de vuelta a calentar en la estufa.
Antes de que Magda pudiera hacerle su pregunta, Nadya dijo:
―Ese no era un niño de verdad. ¿Por qué se lo llevó?
―Era lo bastante real.
―¿Qué le sucederá? ¿Qué le pasará a ella? ―preguntó Nadya, con un toque
peligroso en su voz.
―Eventualmente se volverá solo migajas ―dijo Magda.
―Y luego, ¿qué? ¿Solo le harás otro?
―La madre estará bien muerta cuando llegue ese momento. Tiene la misma
fiebre que mató a su hijo.
―Entonces, ¡cúrala! ―gritó Nadya, golpeando la mesa con su intacta cuchara.
―Ella no pidió que la curara. Me pidió un bebé.
Nadya se puso los mitones y se apresuró hacia el patio. No entró para el
almuerzo. Y también pretendía saltarse la cena, para demostrar qué opinaba de
Magda y su terrible magia. Pero cuando anocheció, su estómago estaba gruñendo, y
cuando Magda posó un plato de pato trozado con salsa cazadora, Nadya levantó su
tenedor y cuchillo.
―Quiero ir a casa ―le murmuró al plato.
―Entonces, vete ―dijo Magda.
Ya que la mamá zorro creyó que el más débil moriría antes de un año, no se
molestó en ponerle nombre. Pero cuando su hijo menor sobrevivió el invierno y
también el siguiente, los animales necesitaron llamarle de alguna forma. Le
pusieron Koja, atractivo, como una especie de broma, y pronto se ganó una
reputación.
Cuando había apenas crecido, un grupo de sabuesos lo acorraló en un montón
de ramas fuera de su madriguera. Agazapado en la tierra húmeda, escuchando sus
terribles gruñidos, una criatura inferior podría haber sentido pánico, dado vueltas
en círculos y simplemente esperado a que el amo de los perros viniera a capturarlo.
En vez de eso, Koja gritó:
―¡Soy un zorro mágico!
El sabueso más grande se río con un ladrido.
―Puede que durmamos junto al fuego del amo y nos alimentemos de sus
sobras, pero no nos hemos vuelto tan blandos. ¿Crees que te dejaremos vivir a
cambio de promesas tontas?
―No ―dijo Koja con el tono más sumiso y servil―. Me han superado, eso es
claro. Pero me maldijeron para conceder un deseo antes de morir. Solo tienen que
pedirlo.
―¡Prosperidad! ―saltó uno.
―¡Salud! ―ladró otro.
―¡Carne de la mesa! ―gritó otro.
―Solo puedo cumplir un deseo ―dijo el zorrito feo―, y deben elegir rápido, o
cuando su amo llegue, me veré obligado a ofrecérselo a él.
Los sabuesos empezaron a discutir, se gruñeron y lanzaron dentelladas entre
ellos, y cuando desnudaron los colmillos y saltaron y se pusieron a pelear, Koja se
alejó.
Esa noche, en la seguridad del bosque, Koja y los otros animales bebieron y
brindaron por la mente rápida del zorro. En la distancia escucharon a los sabuesos
aullando ante la puerta de su amo, desgraciados, con frío y los estómagos vacíos.
Aunque Koja era astuto, no siempre tenía suerte. Un día, cuando corría de
regreso de la granja Tupolev con el cuerpo regordete de una gallina en la boca,
pisó una trampa.
Cuando los dientes metálicos se cerraron con un chasquido, una criatura
inferior podría haber dejado que su miedo lo dominara, podría haber gemido y
chillado y así atraer al granjero engreído, o podría haber intentado roerse la pierna.
En vez de eso, Koja se quedó allí acostado, jadeando, hasta que escuchó al oso
negro, Ivan Gostov, que atravesaba el bosque. Gostov era un animal sediento de
sangre, ruidoso y grosero, no era bienvenido en los festines. Su pelaje siempre
estaba apelmazado y sucio, y era igual de probable que devorara a los anfitriones
que la comida que servían. Pero se podía razonar con un asesino… no así con una
trampa de metal.
Koja lo llamó.
―Hermano, ¿no me ayudarás a liberarme?
Cuando Ivan Gostov vio que Koja sangraba, soltó una carcajada.
―¡Con gusto! ―rugió―. Te liberaré de esa trampa y esta noche cenaré gratis
estofado de zorro.
El oso arrancó la cadena y se arrojó a Koja sobre la espalda. Colgando de los
dientes metálicos de la trampa por la pierna herida, una criatura inferior podría
haber cerrado los ojos y orado por una muerte rápida. Pero si Koja tenía palabras,
entonces tenía esperanza.
Susurró a las pulgas que traqueteaban en el pelaje sucio del oso:
―Si muerden a Ivan Gostov, dejaré que vengan a vivir en mi pelaje durante un
año. Podrán alimentarse de mi todo lo que quieran y prometo no bañarme,
rascarme o empaparme en keroseno. Les aseguro que pasarán un buen rato.
Las pulgas susurraron entre sí. Ivan Gostov era un oso que sabía mal, y
constantemente se metía a los arroyos o rodaba sobre su espalda en un intento de
librarse de ellas.
―Te ayudaremos ―corearon al fin.
Ante la señal de Koja, atacaron al pobre Ivan Gostov, y lo mordieron justo en el
lugar entre los hombros donde sus grandes garras no podían alcanzar.
El oso se rascó y revolcó y vociferó su miseria. Arrojó la cadena pegada a la
trampa de Koja y se retorció y revolcó en el piso.
―¡Ahora, hermanitas! ―gritó Koja. Las pulgas saltaron al pelaje del zorro y a
pesar del dolor en la pierna, Koja corrió hasta su madriguera, arrastrando la
cadena sanguinolenta tras él.
―Sofiya es la respuesta ―les dijo Koja a los animales al día siguiente―. Jurek
debe estar utilizando alguna especie de magia o trucos, y su hermana sabrá de qué
se trata.
―Pero ¿por qué nos diría sus secretos? ―preguntó Tejón Rojo.
―Le teme. Apenas hablan entre ellos, y ella se cuida de mantener la distancia.
―Y cada noche atranca la puerta de su dormitorio ―trinó el ruiseñor―, contra
su propio hermano. Entre ellos hay problemas.
A Sofiya solo se le permitía dejar la casa cada pocos días para visitar el hogar de
las viudas ancianas al otro lado del valle. Cargaba una canasta o a veces empujaba
un trineo repleto de pieles y comida cubierta con mantas de lana. Siempre traía
puesta la horrible capa, y mientras Koja la observaba avanzar lentamente,
recordaba a un peregrino que hacía su penitencia.
Durante kilómetro y medio, Sofiya mantuvo un paso estable y se ciñó al
camino; pero cuando alcanzó un pequeño claro, lejos de los límites del pueblo y
cubierto por la tranquilidad de la nieve, se detuvo. Se dejó caer sobre el tronco de
un árbol caído, se llevó las manos al rostro y sollozó.
El zorro se sintió repentinamente avergonzado de observarla, pero también
supo que era una oportunidad. Saltó silenciosamente hasta el otro extremo del
tronco caído y preguntó:
―¿Por qué lloras, niña?
Sofiya jadeó. Tenía los ojos rojos y la piel pálida manchada, pero a pesar de eso
y su capucha grotesca de lobo, era adorable. Miró alrededor y sus dientes parejos
mordieron la piel de su labio inferior.
―Debes dejar este lugar, zorro ―dijo―, aquí no estás a salvo.
―No he estado a salvo desde que salí del vientre de mi madre.
Ella sacudió la cabeza.
―No lo entiendes. Mi hermano…
―¿Qué querría él conmigo? Soy demasiado esquelético para comer y
demasiado feo para vestir.
Sofiya sonrió levemente.
―Tu pelaje es un poco moteado, pero no estás tan mal.
―¿No? ―dijo el zorro―. ¿Debería viajar a Os Alta para que pinten mi retrato?
―¿Qué sabe un zorro sobre la capital?
―La visité una vez ―le contó Koja, porque presintió que a ella podría gustarle
una historia―. Fui el huésped distinguido de la reina. Me ató un listón azul en el
cuello y cada noche dormía sobre un cojín de terciopelo.
La chica se rio, las lágrimas olvidadas.
―¿En serio?
―Fui la sensación. Todos los cortesanos se tiñeron el cabello de rojo y se
hicieron hoyos en la ropa, con la esperanza de emular mi pelaje moteado.
―Ya veo ―dijo la chica―, ¿y por qué dejaste las comodidades del Gran Palacio
para venir a este bosque frío?
―Hice enemigos.
―¿El poodle de la reina se puso celoso?
―El Rey estaba ofendido por mis orejas grandes.
―Son algo peligroso ―dijo―, con orejas tan grandes, quién sabe qué rumores
podrías escuchar.
Esta vez Koja rio, complacido de que la chica mostrara algo de humor cuando
no estaba encerrada con un bruto.
La sonrisa de Sofiya se desvaneció. Se puso de pie de un salto, recogió la
canasta y se apresuró a volver al camino. Pero antes que desapareciera de la vista,
se detuvo y dijo:
―Gracias por hacerme reír, zorro. Espero no volver a encontrarte aquí.
Más tarde en la noche, Lula infló las plumas con frustración.
―¡No descubriste nada! Todo lo que hiciste fue coquetear.
―Fue un comienzo, avecita ―dijo Koja―, es mejor moverse con lentitud.
―Entonces se arrojó hacia ella y chasqueó las mandíbulas.
El ruiseñor gritó y aleteó hasta las ramas más altas mientras Tejón Rojo reía.
―¿Ves? ―dijo el zorro―, debemos tener cuidado con las criaturas tímidas.
Koja sabía que tenía que ser especialmente cuidadoso si quería soltar la lengua
de Sofiya. Sabía lo que era quedar atrapado en una trampa. Sofiya había vivido de
esa forma durante mucho tiempo, y una criatura inferior podría elegir vivir con
miedo en vez de conseguir la libertad. Así que el día siguiente esperó en el claro,
fuera de la vista, a que regresara de casa de las viudas. Finalmente, ella apareció
avanzando con dificultad por la colina, arrastrando su pesado trineo detrás de ella;
las mantas de lana estaban atadas con cordeles y los pesados patines se hundían en
la nieve. Cuando alcanzó el claro, vaciló.
―¿Zorro? ―dijo bajito―. ¿Koja?
Solo entonces, cuando ella lo llamó, él apareció.
Sofiya le dirigió una sonrisa trémula. Se hundió en el árbol caído y le contó al
zorro sobre su hermano.
Jurek se levantaba tarde, pero era puntual en sus actividades. Se bañaba con
agua helada y desayunaba seis huevos cada mañana. Algunos días iba a la taberna,
otros limpiaba pieles. Y a veces simplemente parecía desaparecer.
―Piensa con mucho detenimiento ―indicó Koja―. ¿Tu hermano atesora algún
objeto? ¿Una imagen que cargue siempre? ¿Un amuleto, tal vez un trozo de tela sin
el que nunca viaja?
Sofiya lo consideró.
―Tiene una bolsita que cuelga de la cadena de su reloj. Una anciana se la dio
hace años, después que la salvó de ahogarse. Solo éramos unos niños, pero aun
entonces, Jurek era más grande que todos los otros chicos. Cuando ella se cayó en
el Sokol, él se sumergió inmediatamente y la arrastró hasta la orilla.
―¿Aprecia esa bolsa?
―Nunca se la quita y duerme con ella apretada en la palma.
―Ella debía ser una bruja ―dijo Koja―, ese amuleto es lo que le permite entrar
en el bosque tan silenciosamente, no dejar rastros y no hacer ruido. Vas a
quitársela.
El rostro de Sofiya palideció.
―No ―dijo―. No, no puedo. A pesar de que ronca, tiene el sueño ligero, y si
me descubriera en sus aposentos… ―Se estremeció.
―Vuelve a encontrarme aquí en tres días ―dijo Koja―, y tendré una respuesta
para ti.
Sofiya se levantó y se sacudió la nieve de la horrible capa. Cuando miró al
zorro, sus ojos tenían una mirada seria.
―No me pidas demasiado ―dijo bajito.
Koja se acercó a ella.
―Te liberaré de esta trampa ―prometió―. Sin su amuleto, tu hermano tendrá
que vivir como un hombre ordinario. Tendrá que quedarse en un solo lugar y
encontrarás a un enamorado.
Se envolvió las cuerdas del trineo alrededor de la mano.
―Tal vez ―dijo Sofiya―, pero primero debo encontrar mi valentía.
A Koja le tomó un día y medio alcanzar los pantanos donde crecía un grupo de
cicutas. Tuvo cuidado en desenterrar las plantitas. Las raíces eran mortales; las
hojas serían suficiente para hacerse cargo de Jurek.
Para cuando regresó a su propio bosque, los animales estaban alborotados. El
jabalí Tatya había desaparecido, junto con sus tres lechones. La siguiente tarde sus
cuerpos fueron ensartados y cocinados en una alegre fogata en la plaza del pueblo.
Tejón Rojo y su familia estaban empacando para irse, y no eran los únicos.
―¡No deja rastros! ―gritó el tejón―. ¡Su rifle no emite sonido! No es natural,
zorro, y tu mente astuta no es rival para él.
―Quédate ―dijo Koja―, es un hombre, no un monstruo, y una vez lo haya
despojado de su magia, seremos capaces de verlo acercarse. El mundo volverá a
estar a salvo.
Tejón no lucía feliz. Prometió esperar un poco más, pero no dejó que sus hijos
salieran de la madriguera.
―Hiérvelas ―le dijo Koja a Sofiya cuando se reunió con ella en el claro para
darle las hojas de cicuta―. Entonces añade esa agua a su vino y dormirá como si
estuviera muerto. Puedes quitarle su amuleto sin riesgos, solo déjale algo
inservible en su lugar.
―¿Estás seguro de esto?
―Haz esta pequeñez y serás libre.
―Pero ¿qué será de mí?
―Te traeré gallinas de la granja Tupolev y astillas para mantenerte caliente.
Quemaremos juntos la horrible capa.
―No parece posible.
Koja saltó hacia adelante y tocó su mano temblorosa con el morro, luego volvió
a meterse en el bosque.
―La libertad es una carga, pero aprenderás a soportarla. Reúnete conmigo
mañana y todo estará bien.
A pesar de sus palabras valientes, Koja se pasó la noche paseando por su
madriguera. Jurek era un hombre grande. ¿Qué tal si la cicuta no era suficiente?
¿Qué tal si despertaba cuando Sofiya intentaba quitarle su precioso amuleto? ¿Y
qué tal si tenían éxito? Una vez que Jurek perdiera la protección de la bruja, el
bosque estaría a salvo y Sofiya sería libre. ¿Se iría entonces? ¿Regresaría con su
enamorado de Balakirev? ¿O podría persuadir a su amiga de quedarse?
Koja llegó al claro al día siguiente. Pisó el suelo frío. El viento cortaba como
cuchillo y las ramas estaban desnudas. Si el cazador seguía atacando a los
animales, no sobreviviría la estación. El bosque de Polvost quedaría vacío.
Entonces la figura de Sofiya apareció a la distancia. Se vio tentado a correr para
encontrarla, pero se obligó a esperar. Cuando vio sus mejillas rosas y que sonreía
bajo la capucha de su horrible capa, su corazón saltó.
―¿Y bien? ―le preguntó cuando entró al claro, silenciosa como siempre. Con el
dobladillo que arrastraba tras ella, era casi como si no dejara rastro.
―Ven ―dijo, con los ojos brillantes―. Siéntate junto a mí.
Extendió una manta de lana sobre el árbol caído y abrió su canasta. Sacó otro
trozo del delicioso queso, una rebanada de pan negro, un frasco de hongos y una
tarta de grosella glaseada con miel. Entonces mostró el puño cerrado. Koja lo
toqueteó con el morro y ella extendió los dedos.
En la palma yacía un fardo diminuto de tela, atado con cordel azul y un trozo
de hueso. Olía a algo podrido.
Koja dejó escapar el aire.
―Temí que se despertara ―dijo al fin.
Ella sacudió la cabeza.
―Todavía estaba dormido cuando salí esta mañana.
Abrieron el amuleto y lo miraron: un pequeñísimo botón dorado, hierbas secas
y cenizas. Cualquiera fuera la magia que obraba en él, era invisible a sus ojos.
―Zorro, ¿crees que fuera esto lo que le daba su poder?
Koja esparció los restos del amuleto.
―Bueno, no era su ingenio.
Sofiya sonrió y sacó un odre de vino de la canasta. Se sirvió un poco y entonces
llenó un platito para que Koja lamiera. Se comieron el queso y el pan y toda la tarta
de grosellas.
―Viene la nieve ―dijo Sofiya al mirar el cielo gris.
―¿Regresarás a Balakirev?
―Allí no hay nada para mí ―dijo Sofiya.
―Entonces te quedarás para ver la nieve.
―Al menos el tiempo suficiente para eso. ―Sofiya vertió más vino en el
plato―. Ahora zorro, cuéntame otra vez cómo burlaste a los sabuesos.
Así que Koja le contó la historia de los sabuesos tontos y le preguntó a Sofiya
qué deseos pediría ella, y en algún momento, los ojos de él empezaron a cerrarse.
El zorro se quedó dormido con la cabeza sobre el regazo de la chica, feliz por
primera vez desde que había posado la mirada en el mundo con sus ojos
demasiado astutos.
Le tomó dos días a Sofiya salir tambaleándose del bosque, ciega y casi muerta
de hambre. Tiempo después, su hermano encontró una casa más modesta y se
estableció como leñador, trabajo para el que estaba bien dotado. A su nueva esposa
le preocupaban las incoherencias desquiciadas de su hermana sobre zorros y lobos.
Con poco remordimiento, Lev Jurek envió a Sofiya a vivir en el hogar de las
viudas. Ellas la recibieron, conscientes de la caridad que una vez les había
mostrado. Pero a pesar que les había llevado comida, nunca ofreció palabras
amables o compañía, nunca se había molestado en hacerlas sus amigas, y pronto,
una vez acabada su gratitud, las ancianas refunfuñaron por el cuidado que Sofiya
requería y la dejaron para que se acurrucara junto al fuego en su horrible capa.
En cuanto a Koja, su pelaje nunca volvió a quedarle bien. Fue más cuidadoso en
sus tratos con humanos, incluso el granjero tonto, Tupolev. También los otros
animales cuidaron más de Koja. Lo molestaban menos y cuando visitaban al zorro
y a Lula, nunca decían algo desagradable sobre la forma en que el pelaje se le
amontonaba en el cuello.
El zorro y el ruiseñor hicieron juntos una vida tranquila. Una criatura inferior
podría haberle echado en cara los errores a Koja, podría haberse burlado de él por
su orgullo. Pero Lula no solo era astuta, era sabia.
La confeccionista
Había planeado dejar un mensaje para el Darkling con sus guardias, pero
encuentro a Ivan saliendo de la sala de guerra.
―¿Regresas de visitar a la inválida? ―pregunta mientras lo sigo fuera del
Pequeño Palacio.
―Difícilmente es una inválida.
―Bueno, lo aparenta.
―¿Debería estar dando una lección de esgrima junto al lago? Zoya le rompió dos
costillas.
―Lástima ―replica arrastrando las palabras.
Yo arqueo una ceja.
―Así lo pensó el Darkling. Por favor dime que estabas allí cuando le dijo a Zoya
que dejaría Os Alta.
―Sí.
―¿Y? ―urjo mientras bajamos la colina hacia la arboleda de abedules. Soy algo
avariciosa, pero ¿cómo se puede esperar que me resista a este chisme?
Ivan se encoge de hombros, haciendo una mueca.
―Simplemente dejó en claro que ella es reemplazable y Starkov no.
Sonrío.
―¿Eso te preocupa, Ivan?
―No ―espeta.
―Cuidado ―aconsejo―. Sigue frunciendo el ceño así y ni siquiera yo seré capaz
de arreglar tus arrugas.
Imposiblemente, sus rasgos se retuercen en una mueca más profunda, y tengo
que reprimir un bufido. Ivan se pavonea como un petirrojo, todo hinchado de
orgullo y plumaje rojo. Es tan fácil alborotarle las plumas. Sé que me envidia
cualquier palabra o confidencia compartida con el Darkling. Aun así, me agrada. Me
trata con desdén, pero es exactamente el mismo desdén que muestra a todos los
demás.
Cuando entramos a la arboleda de abedules, vislumbro a unos cuantos oprichniki
en guardia, casi ocultos en la penumbra entre los árboles. Nunca me he
acostumbrado a ellos. Son una hermandad por su cuenta, y se rigen por un código
separado. Nunca se mezclan con los Grisha o la corte.
Cuando finalmente llegamos al banya, el Darkling justo está emergiendo de los
baños, poniéndose una camisa limpia por la cabeza. Realmente es algo digno de
admirar, todo músculos esbeltos y piel pálida salpicada de humedad por el vapor.
Se pasa una mano por el cabello empapado y me hace gestos para que me
acerque.
―¿Cómo está?
―Mejor ―respondo―. Ha pedido que la saquen de la enfermería.
―Lo aprobaré ―dice con un asentimiento a Ivan. Sin una palabra, el Cardio
desaparece de vuelta entre los árboles para asegurarse de que se cumpla.
El Darkling toma su kefta de un oprichnik a la espera y se la pone con un
movimiento de los hombros. Me acoplo a su paso en uno de los senderos estrechos
que atraviesan la arboleda.
―¿Qué más? ―pregunta.
―El Apparat la visitó anoche para despotricar sobre Santos y salvadores. De lo
que pude descifrar, estaba intentando asustarla para dejarla sin sentido o aburrirla
a muerte.
―Tal vez necesite tener unas palabras con el sacerdote.
―Le dije que es inofensivo.
―Difícilmente ―replica el Darkling―, pero tiene el oído del Rey. Por ahora eso
es lo único que importa.
Un silencio intranquilo desciende cuando emergemos de los árboles al sendero
de tierra que conduce a las salas de entrenamiento y los establos. El Darkling sabe
que hay más que decir y que yo no estoy completamente lista para decirlo.
Está desierto aquí a esta hora del día, no hay otro sonido salvo que los relinchos
de los caballos en sus caballerizas. El aire invernal transporta su olor cálido de
animal y, debajo, el dulce aroma del heno. Arrugo la nariz. Apenas a pasos del
Pequeño Palacio, y este lugar se siente verdaderamente rural.
Seis caballos negros están en las caballerizas occidentales: el equipo que tira del
carruaje del Darkling. Cuando alcanzamos la cerca, el Darkling suelta un silbido bajo
y uno de los caballos camina sin prisa hacia nosotros, agitando su sedosa crin.
Deslizo el trozo de papel de mi manga y se lo tiendo al Darkling.
―El rastreador de nuevo ―dice, sin sorprenderse.
―Teme que haya muerto en acción y aún no haya aparecido en las listas.
―Vacilo, luego digo―: Pero creo que teme casi tanto que él esté vivo y bien y harto
de ella.
Él estudia el papel durante un momento, luego me lo regresa. Pasa una mano
sobre la larga nariz aterciopelada del caballo.
―¿Qué debería decirle? ―pregunto.
Me echa un vistazo.
―La verdad. Dile que el chico está de servicio.
―Ella pensará…
―Sé lo que pensará, Genya.
Me reclino contra la cerca, con la espalda hacia la caballeriza, los dedos raspando
el trozo de papel mientras el Darkling murmura suavemente al caballo palabras
bajitas que no puedo distinguir.
No puedo verlo a los ojos, pero de alguna forma invoco la valentía para decir:
―¿Te importa en algo?
Se produce la más breve pausa.
―¿Qué estás preguntando en realidad, Genya?
Me encojo de hombros.
―Ella me agrada. Cuando todo esto haya terminado…
―Quieres saber si ella te perdonará.
Paso mi pulgar sobre la escritura rizada de Alina, toda trazos sin gracia y líneas
bastas. Ella es lo más cercano que he tenido a una amiga en mucho tiempo.
―Tal vez ―digo.
―No te perdonará.
Sospecho que tiene razón, yo ciertamente no me perdonaría. Sencillamente no
pensé que me importaría tanto.
―Tú decides ―dice―. Haré que te traigan las cartas.
―¿Las conservaste?
―Envíalas. Regrésaselas. Haz lo que sea que pienses que es mejor.
Lo observo cuidadosamente. Esto parece un truco.
―No puedes decirlo en serio.
Me mira sobre el hombro, sus ojos grises son fríos.
―Antiguos lazos ―dice mientras le da al caballo una palmada final y se aparta
de la cerca―. No pueden hacer nada por Alina más que atarla a una vida
desaparecida hace mucho.
El papel empieza a raerse bajo mis dedos.
―Está sufriendo.
Él detiene mi movimiento con el toque más breve de su mano. Su poder fluye a
través de mí, calmante, el correr estable de un río. Mejor no pensar dónde podría
llevarme la corriente.
―Tú también has sufrido ―dice.
Me deja parada junto a la caballeriza, el nombre del rastreador doblándose y
desdoblándose en mis manos.
La reina sí tiene una fiesta a la que asistir esa noche. Después que me he cambiado
mis zapatillas manchadas de lodo y desecho del aroma de los establos, la encuentro
sentada ante su tocador, una doncella le arregla el cabello. Hubo un tiempo en que
ella no dejaba que nadie más que yo se encargara de sus preparaciones.
―Genya lo hace mejor que cualquiera de ustedes ―decía, despidiendo a los
sirvientes con un ademán―. Vayan a traernos té y algo dulce.
Estoy complacida de ver que la doncella está haciendo un trabajo terrible. El
estilo es bastante lindo, pero no es adecuado para la cara de la reina. Yo pondría las
horquillas más alto, dejaría un mechón libre para que se curve en su mejilla.
―Llegas tarde ―espeta cuando me vislumbra en el espejo.
Hago una reverencia.
―Mis disculpas, moya tsaritsa.
Tardo una hora en terminar de trabajar en su cara y cuello, y para entonces la
doncella se ha marchado hace mucho. La piel está estirada extrañamente en los
pómulos, y el azul de sus ojos es de un índigo demasiado vibrante para ser creíble.
Pero ella deseaba que el tono igualara a su atuendo, y yo ya no discuto. Aun así, me
vuelve casi loca. Es ese hormigueo de nuevo. No puedo pasar junto a un retrato
torcido y no enderezarlo. La reina siempre va demasiado lejos… un poco más, un
poco más, hasta que el ángulo es totalmente erróneo.
Tararea para sí, succionando en un trozo ceroso de lokum saborizado con agua
de rosas, y arrulla al perro acunado en su regazo. Cuando yo me inclino para ajustar
los lazos en sus zapatillas, ella descansa una mano ausentemente en mi hombro…
casi una caricia, o tal vez un rascar detrás de las orejas. A veces es como si ella
olvidara odiarme, es como si yo aún fuera la chica que ella atesoraba, la muñeca a la
que le encantaba arreglar y presumir a sus amigas. Me gustaría decir que me resistía
a semejante trato, pero amaba cada minuto.
Yo había sido ordinaria entre los Grisha, una chica bonita con una pizca de
talento. En el Gran Palacio, yo era atesorada. En las mañanas, llegaba con el té de la
reina y ella extendía los brazos.
―¡Cosa bonita! ―exclamaba, y yo corría hacia ella.
―¿Adónde deberíamos caminar hoy? ¿Deberíamos ir a los jardines o viajar a la
ciudad? ¿Deberíamos encontrar un nuevo vestido para ti?
No me di cuenta entonces a lo que estaba renunciando, la forma en que la
distancia se incrementaba entre los Grisha y yo, cómo me perdía su lenguaje cuando
no tomaba las mismas clases o conocía el chisme correcto o dormía bajo el mismo
techo. Pero no tenía tiempo para considerar tales cosas. La Reina me alimentaba con
ciruelas en dulce y cerezas bañadas en sirope de jengibre. Pintábamos abanicos de
seda y discutíamos novelas a la moda con sus amigas. Ella me dejaba elegir qué
cachorro contoneante sería suyo y pasábamos horas eligiendo su nombre. Ella me
enseñó a caminar, a hacer reverencias. Era fácil adorarla.
Incluso ahora, es difícil no recaer en el hábito de amarla. Es tan serena, tan regia,
una criatura de gracia sublime. La ayudo a ponerse su exuberante seda violeta
envolvente que hace que sus ojos brillen incluso más. Luego me encargo de las venas
en sus manos.
―¿Mis nudillos lucen hinchados? ―pregunta. Sus dedos están pesados con
joyas; alianzas de zafiro y la esmeralda Lantsov acuñada entre ellas―. Mis anillos se
sienten apretados.
―Lucen bien… ―empiezo.
Ella frunce el ceño.
―Los arreglaré.
No estoy segura cuándo empezaron a cambiar las cosas, cuándo empecé a
sentirme menos tranquila en su compañía. La sentía alejándose de mí, pero no sabía
qué había hecho mal o cómo detenerlo. Solo sabía que tenía que esforzarme más
para sacarle sonrisas, que mi presencia parecía traerle menos placer.
Sí recuerdo el día que estaba trabajando en su cara, alisando los débiles fruncidos
que habían empezado a aparecer en su frente.
Cuando terminé, se miró en el espejo.
―Aún veo una línea.
―No lucirá bien si continúo ―dije.
Me golpeó una vez con fuerza en los nudillos, con el mango dorado de su cepillo.
―No engañas a nadie ―espetó. No permitiré que me hagas lucir como una vieja
bruja.
Yo había retrocedido, acunándome la mano, perpleja. Pero contuve mis lágrimas
de confusión e hice lo que me pidió, aún esperando que lo que fuera que había roto
pudiera repararse.
Hubo días buenos después de eso, pero hubo más donde ella me ignoraba
completamente, o me tiraba de los rizos con tanta fuerza que los ojos se me aguaban.
Me apretaba la barbilla entre los dedos y murmuraba:
―Cosa bonita. ―Dejó de sonar como un halago.
Sin embargo, esta noche su humor es bueno. Corto una hebra de su manga, aliso
la cola de su vestido. Con su cabello rubio brillando a la luz de la lámpara, luce como
una pintura bañada en oro de un Santo.
―Debería usar el lirio en su cabello ―sugiero, pensando en la peineta de cristal
azul que una vez ayudé a hacer para ella en los talleres de los Fabricadores.
Ella me mira, y durante el momento más breve, creo que veo calidez en su
mirada. Pero debe ser un truco de la luz, porque al segundo siguiente se ríe de esa
forma crispada y dice:
―¿Esa cosa vieja? Hace mucho que pasó de moda.
Sé que espera herirme, pero la chica que se encogía ante sus comentarios
mordaces desapareció hace mucho.
―Tiene razón, por supuesto ―digo, y me inclino profundamente.
La Reina agita una tersa mano blanca.
―Seguramente eres requerida en otro lado. ―Lo dice como si fuera lo último
que creyera.
Es peligroso viajar por el camino del norte con un corazón acongojado. Justo al
sur de Arkesk hay una brecha entre los árboles, un lugar donde ningún ave canta y
las sombras cuelgan de las ramas con un peso extraño. En este kilómetro solitario,
los viajeros se quedan cerca de sus compañeros, cantan en voz alta y golpean el
tambor; porque si te distraes en tus pensamientos, podrías encontrarte saliendo del
camino y adentrándote en el bosque oscuro. Y si continuas, e ignoras los gritos de
tus compañeros, tus pies podrían conducirte a las calles silenciosas y casas
abandonadas de Velisyana, la ciudad maldita.
La maleza y flores silvestres recubren el empedrado. Las tiendas están vacías y
las puertas se han podrido en sus goznes, dejando solo bocas abiertas. La plaza está
repleta de zarzas y el techo de la iglesia cedió hace mucho. Entre los bancos
destrozados, el gran domo yace de lado, recolectando agua de lluvia, con su hoja de
oro arrancada por el tiempo o por algún ladrón con iniciativa.
Puede que reconozcas este silencio mientras estás parado en lo que una vez fue
la plaza del Pretendiente, mientras miras la inmensa fachada de un palacio en ruinas
y la ventanita muy alta sobre la calle, con los batientes grabados de azucenas. Es el
sonido de un corazón en silencio. Velisyana es un cadáver.
En días antiguos, la ciudad era conocida por dos cosas: la calidad de su harina
―utilizada en todas las cocinas de 1500 kilómetros a la redonda―, y la belleza de
Yeva Luchova, la hija del anciano Duque.
El Duque no era el favorito del Rey, pero de todas formas se había hecho rico.
Había instalado represas y diques para contener el río, de tal forma que ya no
inundara sus tierras, y había construido el gran molino de agua donde se molía la
harina de Velisyana, que accionaba una gigantesca rueda con robustas varillas de
acero, perfectas en su balance.
Existe cierto debate sobre la apariencia real de Yeva Luchova, si su cabello era
del color de oro bruñido o negro lustroso, si sus ojos eran azules como zafiros o
verdes como hierba tierna. No son los particulares de su belleza sino su poder lo que
nos concierte, y solo necesitamos saber que Yeva era preciosa desde el momento de
su nacimiento.
De hecho, era tan hermosa que la partera que atendió a su madre cogió a la
infanta berreante y se encerró en un armario de ropa de cama, mientras rogaba por
solo otro momento para mirar el rostro de Yeva y se rehusaba a entregar a la bebé,
hasta que el Duque pidió un hacha para derribar la puerta. El Duque hizo que
azotaran a la partera, pero eso no evitó que varias de las nodrizas de Yeva intentaran
robarse a la niña. Finalmente, su padre contrató a una anciana ciega para que cuidara
de su hija, y entonces hubo paz en la casa. Por supuesto, esa paz no fue duradera,
porque Yeva solo aumentaba en hermosura conforme se hacía mayor.
Nadie podía encontrarle sentido a eso, porque ni el Duque ni su esposa eran muy
atractivos. Había rumores de que la madre de Yeva se había adentrado en el
campamento de un viajero suli, y otros más celosos gustaban de susurrar que un
demonio atractivo había entrado a la habitación con la luz de luna y utilizado
artimañas para meterse en la cama de la madre. La mayoría de los pobladores se
reían de esas historias, porque nadie que conociera la amabilidad de Yeva podía
pensar que era algo más que una chica buena y honrada. Y, aun así, cuando Yeva
caminaba por la calle con el viento revolviéndole el cabello, moviéndose con tanta
gracia que sus adorables pies apenas parecían tocar el empedrado, era difícil no
maravillarse. Cada año, en el cumpleaños de Yeva, la nodriza ciega revisaba el cuero
cabelludo de Yeva con el pretexto de trenzarle flores en el cabello, buscando con
dedos temblorosos protuberancias de nuevos cuernos.
Conforme la belleza de Yeva aumentaba, también creció el orgullo de su padre.
Cuando su hija cumplió doce, hizo que un retratista viniera desde Os Alta para
pintarla rodeada de azucenas, y así tener su imagen estampada en cada bolsa de
harina del molino. Así, las mujeres en sus cocinas empezaron a llevar el cabello como
Yeva, y los hombres de toda Ravka viajaron a Velisyana para ver si semejante
criatura podía ser real.
Por supuesto, el artista también se enamoró de Yeva. Puso hierba para dormir en
su leche y consiguió llevarla hasta Arkesk antes que lo aprehendieran. El Duque
encontró a su hija durmiendo plácidamente en la parte trasera de la carreta, metida
entre lienzos y jarras de pigmentos. Yeva no tenía ningún daño y conservaba pocos
recuerdos del evento, aunque el resto de su vida tuvo una aversión a las galerías de
retratos y el olor a óleo siempre la mareó.
Para cuando Yeva cumplió quince ya no era seguro que abandonara su casa.
Intentó cortarse el cabello y mancharse el rostro con ceniza, pero eso solo la volvió
más intrigante para los hombres que la espiaban en sus caminatas diarias, porque
cuando la veían se les desbocaba la imaginación. Cuando Yeva se detuvo para
removerse una piedra del zapato y sin querer proporcionó a la multitud un vistazo
de su tobillo perfecto se armó un disturbio, y su padre decidió que debía estar
confinada en el palacio.
Yeva se pasaba los días leyendo y bordando, paseando por los pasillos para
ejercitarse, siempre con un velo puesto para no distraer a los sirvientes. Cada día,
cuando el reloj del campanario daba el medio día, aparecía en su ventana para
saludar a la gente reunida en la plaza, y para permitirles a sus pretendientes que se
adelantaran y declararan su amor y pidieran su mano. Cantaban canciones o
ejecutaban trucos o encarnaban duelos para probar su amor, aunque los duelos a
veces se salían de control. Después de la segunda muerte, el antiguo coronel del
ejército, que actuaba como jefe de guardia, tuvo que ponerles un alto.
―Papá ―dijo Yeva al Duque―. ¿Por qué debo ser yo la que se oculte?
El Duque le dio una palmadita en la mano.
―Disfruta este poder, Yeva, porque un día te harás vieja y nadie te notará
cuando camines por la calle.
Yeva no creía que su padre hubiera respondido su pregunta, pero le besó la
mejilla y regresó a su bordado.
En la mañana de su decimosexto cumpleaños, Uri Levkin apareció a la puerta
con su hijo. Era uno de los hombres más adinerados de la ciudad, el segundo
después del Duque, y había venido a acordar una unión entre Yeva y su hijo. Pero
tan pronto entró a la salita y vio a Yeva sentada junto al fuego, declaró que él sería
el que se casara con ella.
Padre e hijo empezaron a discutir y entonces se fueron a los puños. El antiguo
coronel fue convocado para controlar la disputa, pero ante el primer vistazo real de
Yeva, sacó la espada y retó a los otros dos pretendientes. El padre de Yeva la mandó
a su habitación y llamó a los guardias para separar a los hombres. En poco tiempo,
libres del hechizo de la belleza de Yeva, los hombres recuperaron los sentidos. Juntos
bebieron té e inclinaron las cabezas, avergonzados por su insensatez.
―No puedes dejar que esto continúe ―dijo el coronel―, cada día la multitud de
la plaza crece. Debes escoger un esposo para Yeva y terminar con esta locura antes
que la ciudad se haga trizas.
Ahora bien, el Duque pudo ponerle final a todo eso simplemente preguntándole
a su hija qué deseaba, pero él disfrutaba la atención que recibía Yeva y ciertamente
vendía muchísima harina, así que ideó un plan apropiado para su avaricia y su amor
por el espectáculo.
El Duque tenía muchas hectáreas de bosque que deseaba despejar para plantar
más trigo. Al mediodía del día siguiente salió al balcón que se alzaba sobre la plaza
del Pretendiente y saludó a los hombres debajo. La multitud suspiró decepcionada
cuando vieron al Duque en lugar de a Yeva, pero sus oídos se espabilaron cuando
oyeron lo que él tenía que decir.
―Es tiempo de que mi hija se case ―Una ovación se elevó de la multitud―, pero
solo un hombre digno podrá tenerla. Yeva es delicada y no debe pasar frío. Cada
uno de ustedes traerá una pila de madera al terreno en barbecho que está a orillas
del bosque del sur. Mañana al amanecer, quien tenga la pila más alta se ganará a
Yeva como esposa.
Los pretendientes no pararon a contemplar la extrañeza de la tarea, sino que
salieron corriendo para buscar sus hachas.
Cuando el Duque cerró las puertas del balcón, Yeva dijo:
―Papá, discúlpame, pero ¿qué forma es esta de elegir un marido? Mañana
ciertamente tendré un montón de leña, pero ¿tendré un buen hombre?
El Duque le palmeó la mano.
―Querida Yeva ―dijo―, ¿crees que soy tan tonto o cruel? ¿No viste al príncipe
parado en la plaza durante toda la semana, esperando pacientemente cada día para
lograr verte un instante? Tiene oro suficiente para contratar a mil hombres que
empuñen las hachas en su lugar. Él ganará fácilmente esta competencia y vivirás en
la capital y vestirás solo seda por el resto de tus días. ¿Qué te parece eso?
Yeva dudaba que su padre hubiera respondido su pregunta, pero le besó la
mejilla y le dijo que en verdad era muy sabio.
Lo que ni Yeva o su padre sabían era que en lo profundo de las sombras de la
torre del reloj Semyon el andrajoso estaba escuchando. Semyon era un mareomotor,
y aunque era poderoso, era pobre. Esto era en los días antes del Segundo Ejército,
cuando a los Grisha se les daba la bienvenida en muy pocos lugares y se les recibía
con sospechas en todos lados. Semyon se ganaba la vida viajando de ciudad en
ciudad, desviaba ríos cuando había sequías, mantenía las lluvias alejadas cuando las
tormentas de invierno llegaban muy pronto, o encontraba los lugares correctos para
cavar pozos. Era sencillo para Semyon.
―El agua solo quiere dirección ―decía en las raras ocasiones que se le
preguntaba―, quiere que le digan qué hacer.
Se le pagaba con cebada o trueques y tan pronto terminaba una tarea, los
pobladores le pedían que se fuera. No era forma de vivir. Semyon anhelaba un hogar
y una esposa. Deseaba botas nuevas y un abrigo bueno para que cuando caminara
por la calle, la gente lo mirara con respeto. Y tan pronto vio a Yeva Luchova, también
la deseó.
Semyon se abrió paso por la ciudad hasta la orilla del bosque del sur, donde los
pretendientes ya estaban talando los árboles y construyendo sus pilas de madera.
Semyon no tenía hacha, ni dinero para comprar una. Era astuto e incluso estaba lo
bastante desesperado para robar, pero había visto al príncipe rondando bajo la
ventana de Yeva y creyó entender muy bien el plan del Duque. Su corazón se hundió
al mirar a los equipos de hombres construir la pila del príncipe, mientras el propio
príncipe observaba, de cabello rubio y sonriente, girando un hacha con mango de
marfil y un filo que brillaba con el gris opaco del acero Grisha.
Semyon bajo al río hasta el lamentable campamento que había hecho, donde
mantenía un fardo de harapos y sus pocas pertenencias. Se sentó a orillas del río y
escuchó el constante zumbar y salpicar de la rueda junto al gran molino. Rodeado
de gente, Semyon era mudo y hosco, pero en la ribera inclinada del río, entre el
crujido suave de los juncos, Semyon hablaba libremente, descargaba su corazón con
el agua y le confiaba todas sus secretas aspiraciones. El río se reía de sus bromas,
escuchaba y murmuraba en asentimiento, rugía en ira compartida e indignación
cuando lo trataban mal.
Pero cuando el sol se puso y las hachas guardaron silencio en la distancia,
Semyon supo que los hombres se irían a casa con los últimos rayos del sol. La
competencia prácticamente había terminado.
―¿Qué voy a hacer? ―le dijo al río―. Mañana Yeva tendrá un príncipe por
esposo y yo seguiré sin tener nada. Tú siempre has seguido mis mandatos, pero ¿de
qué me sirves ahora?
Para su sorpresa, el río burbujeó un sonido alto y dulce, casi como el canto de
una mujer. Salpicó a izquierda y derecha, y rompió contra las rocas haciendo
espuma, como revuelto por una tormenta. Semyon trastabilló hacia atrás, sus botas
se hundieron en el lodo cuando el agua se elevó.
―Río, ¿qué estás haciendo? ―gritó.
El río creció hasta una gran ola curvada y rugió hacia él, sobrepasando la ribera.
Semyon se cubrió la cabeza con los brazos, seguro de que se ahogaría, pero justo
cuando el agua estaba a punto de golpearlo, el río se dividió y corrió junto a su
cuerpo tembloroso.
El río corrió por el bosque arrancando árboles ancianos del suelo, desnudándolos
de ramas. El río recorrió el bosque bajo el amparo de la noche, hasta el campo en
barbecho a orillas del bosque del sur. Ahí giró y se arremolinó, y árbol sobre árbol,
rama sobre rama, una estructura empezó a tomar forma. El río trabajó toda la noche,
y cuando los pobladores llegaron en la mañana, encontraron a Semyon parado junto
a una torre enorme de madera que dejaba en ridículo la triste pilita de ramas que
habían erigido los hombres del príncipe.
El príncipe arrojó su hacha de mango de marfil con enojo, y el Duque se angustió
muchísimo. No podía romper una promesa hecha tan públicamente, pero no podía
soportar la idea de casar a su hija con semejante criatura antinatural como Semyon.
Se forzó a sonreír y palmeó la estrecha espalda de Semyon.
―¡Qué excelente trabajo has hecho! ―declaró―. ¡Estoy seguro que tendrás igual
éxito en la segunda tarea!
Semyon frunció el ceño.
―Pero…
―Seguramente no habrás pensado que pondría una sola tarea para ganar la
mano de Yeva. ¡Estoy seguro que concordarás con que mi hija vale mucho más que
eso!
Todos los pobladores y los ansiosos pretendientes estuvieron de acuerdo,
especialmente el príncipe, cuyo orgullo aún escocía. Semyon no quería que nadie
pensara que valoraba en tan poco a Yeva, por lo que tragó su protesta y asintió.
―¡Muy bien! Entonces escuchen con cuidado. Una chica como Yeva debe poder
contemplar su precioso rostro. En lo alto de las Petrazoi vive Baba Anezka, la
fabricante de espejos. Quien regrese con una pieza de su trabajo tendrá a mi hija
como esposa.
Los pretendientes se dispersaron en todas direcciones mientras el príncipe
gritaba órdenes a sus hombres.
Cuando su padre hubo regresado al palacio y Yeva escuchó lo que había hecho,
dijo:
―Papá, discúlpame, pero ¿qué forma es esta de encontrar un marido? Pronto
tendré un excelente espejo, pero ¿tendré un buen hombre?
―Querida Yeva ―dijo el Duque―, ¿cuándo aprenderás a confiar en la sabiduría
de tu padre? El príncipe tiene los caballos más rápidos de Ravka y solo él puede
permitirse semejante espejo. Ganará fácilmente esta competencia y entonces podrás
llevar puesta una corona enjoyada y comer cerezas en invierno. ¿Qué te parece eso?
Yeva se preguntó si su padre simplemente había oído mal su pregunta, pero le
besó la mejilla y dijo que en verdad le encantaban las cerezas.
Semyon bajó hasta el río y puso la cabeza entre las manos.
―¿Qué voy a hacer? ―se lamentó miserablemente―. No tengo caballo, ni dinero
para comerciar con la bruja de la montaña. Tú me ayudaste antes, pero ¿de qué me
sirves ahora, río?
Entonces Semyon jadeó cuando el río una vez más sobrepasó la ribera y le sujetó
el tobillo. Lo arrastró a sus profundidades mientras él escupía y jadeaba.
―Río —gritó Semyon―, ¿qué haces?
El río burbujeó su respuesta, lo llevó a lo profundo y luego lo lanzó a la superficie
y lo arrastró seguro en la corriente. Lo transportó al sur a través de lagos y arroyos
y rápidos, al oeste a través de tributarios y riachuelos, kilómetro tras kilómetro, hasta
que finalmente llegaron al norte de las faldas de las Petrazoi, y Semyon entendió la
intención del río.
―¡Más rápido, río, más rápido! ―le ordenó mientras lo llevaba por la ladera de
la montaña, y muy pronto, llegó empapado pero triunfante a la entrada de la cueva
de la bruja.
―Has sido un amigo leal, y creo que debería darte un nombre ―dijo Semyon al
río mientras intentaba escurrirse el agua del abrigo harapiento―, te llamaré
Pequeño Cuchillo, por la forma en que brillas color plata a la luz del sol y porque
eres mi fiero defensor.
Entonces tocó a la puerta de la bruja.
―¡He venido por un espejo! ―gritó. Baba Anezka abrió la puerta; tenía los
dientes rectos y afilados, y sus ojos dorados no pestañeaban. Solo entonces Semyon
recordó que no tenía monedas con las que pagar, pero antes que la anciana
Fabricadora pudiera cerrarle la puerta en la cara, el río se abrió paso, rodeó los pies
de Baba Anezka y volvió a salir.
Baba Anezka saludó al río con una inclinación, y con Semyon a la zaga, siguió al
río por una escarpada cresta de la montaña y a través de un sendero oculto entre dos
rocas planas. Cuando se apretujaron para atravesarlo, se encontraron al borde de un
valle poco profundo, con el suelo cubierto de grava gris, yermo e inhóspito como el
resto de las Petrazoi. Pero en el centro había un estanque, casi perfecto en su
redondez, con la superficie tan lisa como carísimo vidrio pulido; reflejaba el cielo tan
puramente que parecía como si alguien pudiera pisarlo y caer a través de las nubes.
La bruja sonrió, mostrando todos sus dientes afilados.
―Esto sí es un espejo ―dijo―, y parece un trato justo.
Regresaron a la cueva y cuando Baba Anezka le tendió a Semyon uno de sus
mejores espejos, él se rio de alegría.
―Ese regalo es para el río ―le dijo ella.
―Le pertenece a Pequeño Cuchillo y Pequeño Cuchillo hace lo que yo le pido.
Además, ¿qué podría querer un río con un espejo?
―Esa pregunta es para el río ―replicó Baba Anezka.
Pero Semyon la ignoró. Invocó a Pequeño Cuchillo y una vez más, el río lo sujetó
del tobillo y se apresuraron a bajar la ladera de la montaña. Cuando pasaron
rugiendo junto a la caravana del príncipe que subía por el sendero, los soldados se
giraron a mirar, pero solo vieron una gran ola y una onda blanca de espuma.
Una vez llegaron a Velisyana, Semyon se puso su túnica menos desgastada, se
cepilló el cabello e hizo lo mejor posible por pulir sus botas. Cuando miró su reflejo
en el espejo, se sorprendió ante el rostro hosco y ojos color tinta que le regresaron la
mirada. Siempre se había creído atractivo, y el río nunca le había llevado la contraria.
―Hay algo mal con este espejo, Pequeño Cuchillo ―dijo―, pero esto es lo que
exigió el Duque, así que Yeva lo tendrá para su pared.
Cuando el Duque se asomó por la ventana y vio a Semyon atravesando a
zancadas la plaza del Pretendiente con un espejo en las manos, se echó hacia atrás
pasmado.
―¿Ves lo que has hecho con tus tontas pruebas? ―dijo el antiguo coronel, que
había venido a esperar el resultado de la competencia junto al Duque―. Debiste
haberme dado la mano de Yeva cuando tuviste la oportunidad. Ahora se casará con
ese marginado y nadie querrá sentarse a tu mesa. Debes encontrar una forma de
librarte de él.
Pero el Duque no estaba tan seguro. Un príncipe sería un excelente yerno, pero
Semyon debía tener gran poder para llevar a cabo esas tareas extraordinarias, y el
Duque se preguntó si debía hacer uso de esa magia.
Hizo salir al coronel, y cuando Semyon golpeó en la puerta del palacio, el Duque
le dio la bienvenida con mucha ceremonia. Sentó a Semyon en un lugar de honor e
hizo que los sirvientes le lavaran las manos con agua perfumada; luego le dio
almendras azucaradas, brandy de ciruela y cuencos de bollos rellenos de cordero
que descansaban sobre nidos de malvas de almizcle. Semyon nunca había comido
tan bien, y ciertamente nunca lo habían tratado como un invitado querido. Cuando
al fin se recargó en el respaldo de la silla, el estómago le dolía y tenía los ojos
empañados del vino y los halagos.
El Duque dijo:
―Semyon, ambos somos hombres honestos y podemos hablar libremente el uno
con el otro. Eres un individuo astuto, pero ¿cómo pretendes cuidar de alguien como
Yeva? No tienes trabajo, casa, ni expectativas.
―Tengo amor ―dijo Semyon, casi derribando su vaso―, y a Pequeño Cuchillo.
El Duque no sabía qué tenían que ver los cuchillos con esto, pero respondió:
―No se puede vivir de amor o cubertería, y Yeva ha tenido una vida fácil. No
sabe nada sobre penas ni dureza. ¿Serás tú el que la enseñe a sufrir?
―¡No! ―gritó Semyon―, ¡nunca!
―Entonces tú y yo debemos hacer un plan. Mañana asignaré una tarea final y si
la cumples, entonces tendrás la mano de Yeva y todas las riquezas que podrías
desear.
Semyon pensó que el Duque podría intentar engañarlo una vez más, pero le
gustó cómo sonaba el trato y se resolvió a estar en guardia.
―Muy bien ―dijo y le ofreció la mano al Duque.
El Duque se la estrechó, escondiendo su disgusto, y entonces dijo:
―Ven a la plaza mañana por la mañana y escucha con cuidado.
Las noticias sobre la nueva tarea se extendieron y al día siguiente, la plaza estaba
abarrotada con aún más pretendientes, incluyendo el príncipe, que estaba parado
junto a sus caballos cansados, y sus botas resplandecían por las esquirlas del espejo
que había azotado en su frustración.
―Existe una antigua moneda forjada por un gran hechicero y enterrada en algún
lugar debajo de Ravka ―declaró el Duque―. Cada vez que se gasta, regresa
duplicada, así que los bolsillos siempre están llenos. Traigan esta moneda para que
a Yeva nunca le haga falta nada y la tendrán como esposa.
La multitud corrió en todas direcciones para reunir palas y picos.
Cuando el Duque regresó del balcón, Yeva dijo:
―Papá, discúlpame, pero ¿qué forma es esta de encontrar un marido? Pronto
seré muy rica, pero ¿tendré un buen hombre?
Esta vez, el Duque miró a su hija con lástima.
―Cuando las arcas están vacías y los estómagos se quejan, incluso los hombres
buenos se convierten en malos. Quién sea que gane la competencia, la moneda
mágica será tuya. Bailaremos en salones de mármol y beberemos en copas de ámbar,
y si no te gusta tu marido, lo ahogaremos en un mar de oro y mandaremos una
embarcación de plata para encontrarte uno nuevo. ¿Qué te parece eso?
Yeva suspiró, cansada de formular preguntas que se quedaban sin respuesta.
Besó la mejilla de su padre y se retiró a decir sus oraciones.
El príncipe reunió a todos sus consejeros. El Ingeniero Real le trajo una máquina
que requería 50 hombres para girar la manija. Una vez que giraba, podía taladrar
kilómetros bajo tierra. Pero el ingeniero no sabía cómo detenerla, y nunca se volvió
a oír de la máquina y los 50 hombres. El ministro interino proclamó que podría
entrenar un ejército de topos si solo tuviera más tiempo, y el espía principal del Rey
juró que había oído historias de una cuchara mágica que podía excavar a través de
roca sólida.
Mientras tanto, Semyon regresó al río.
―Pequeño Cuchillo ―llamó―, te necesito. Si no encuentro la moneda, entonces
otro hombre tendrá a Yeva y yo no tendré nada.
El río salpicó, su superficie agitada por la consternación. Chapoteó contra la
ribera, y regresó una y otra vez para romper el dique que mantenía la represa del
molino. Le tomó varios minutos, pero pronto Semyon entendió: el río estaba
dividido, demasiado débil para excavar bajo el suelo.
Sacó el hacha de mango de marfil que había recogido del bosque cuando el
príncipe la había tirado, y golpeó el dique con toda su fuerza. El retumbo del acero
Grisha contra la piedra hizo eco a través del bosque, hasta que finalmente, con el
susurro de un crujido, el dique se quebró. El río se agitó y rabió ante su recién
encontrada fuerza, completo una vez más.
―Ahora traspasa el suelo y consígueme la moneda, Pequeño Cuchillo, o si no
¿de qué me sirves?
El río se sumergió en la tierra, moviéndose con fuerza y propósito, dejó cavernas
y cuevas y túneles en su camino. Cruzó toda Ravka, de frontera a frontera y de
regreso, mientras la roca dividía su corriente y el suelo se bebía sus bordes.
Conforme más profundo el río buscaba, más débil se volvía, pero siguió, y cuando
estaba en su estado más frágil, poco más que la sombra de neblina en un grumo de
tierra, sintió la moneda, pequeña y dura. Cualquiera que fuera la cara del metal, ya
se había desgastado hacía mucho tiempo.
El río cogió la moneda y se precipitó a la superficie, reuniendo su fuerza,
haciéndose más denso con lodo y agua de lluvia, aumentando conforme reclamaba
cada riachuelo y arroyito. Surgió a través de la represa del molino, una gota de
neblina que brillaba con arcoíris, girando la moneda a un lado y otro.
Semyon se arrojó al agua para recuperarla, pero el río se arremolinó a su
alrededor, haciendo murmullos de preocupación. Semyon se detuvo y se preguntó:
«¿Qué tal si llevo la moneda y el Duque pone otra tarea? ¿Qué tal si se adueña de
ella y me asesina en el momento?»
―No soy un tonto ―le dijo Semyon al río―, mantén la moneda en agua poco
profunda hasta que regrese.
Una vez más, Semyon se cepilló el cabello y pulió sus botas y caminó a casa del
Duque. Ahí golpeó la puerta y anunció que había encontrado el premio final.
―¡Llama al sacerdote! ―exigió―. Que Yeva se vista de gala. Diremos nuestros
votos junto al río y entonces te daré la moneda mágica.
Así que a Yeva la envolvieron en un vestido de oro y un pesado velo para ocultar
su rostro milagroso. La nodriza ciega lloró suavemente cuando abrazó a Yeva por
última vez, y la ayudó a asegurar el kokoshnik1 enjoyado en el cabello. Entonces
condujeron a Yeva al río con su padre y el sacerdote, con los pobladores y el príncipe
refunfuñón a la zaga.
Encontraron a Semyon junto al dique destrozado, con el río desbordándose por
la ribera.
―¿Qué ha sucedido aquí? ―preguntó el Duque.
Semyon todavía traía puestos sus andrajos, pero ahora habló con orgullo.
―Tengo tu moneda ―dijo―, dame a mi esposa.
El Duque extendió la mano con expectación.
―Muéstrales, Pequeño Cuchillo ―dijo Semyon a las aguas bullentes.
Yeva frunció el ceño.
―¿Qué hay de pequeño en el río? ―preguntó, pero nadie escuchó su pregunta.
La moneda salió disparada de las profundidades del río para saltar y bailar por
la superficie.
―¡Es verdad! ―exclamó el Duque―. ¡Por todos los santos, la ha encontrado!
1Kokoshnik: Una especie de cofia o tiara que utilizaban comúnmente las mujeres en Rusia entre los siglos XVI
y XIX.
El Duque, Semyon y el príncipe se arrojaron por la moneda… y el río rugió.
Pareció encorvar la espalda como una bestia preparándose para arremeter, una
crecida salvaje y punzante que se alzó sobre la multitud.
―¡Detente! ―exigió Semyon.
Pero el río no se detuvo. Se retorció y giró, y formó una magnífica columna que
rotaba con juncos y rocas quebradas en su interior, se elevó sobre el suelo forestal
mientras los espectadores retrocedían asustados. ¿Qué veían ellos en sus aguas?
Después, algunos dirían que un demonio, otros que los cuerpos pálidos y
abotagados de cien hombres ahogados, pero la mayoría dirían que vieron a una
mujer con brazos como olas batientes, con cabello como rayos en nubes de tormenta,
y pechos de espuma blanca.
―¡Pequeño Cuchillo! ―gritó Semyon―. ¿Qué haces?
Una voz habló, terrible en su poder, estruendosa con el sonido de cascadas de
lluvia, de tempestades e inundaciones.
―No soy un cuchillo romo para cortar tu patético pan ―exclamó―. Alimento
los campos y ahogo las cosechas. Soy abundancia y destrucción.
La gente cayó de rodillas y sollozó. El Duque apretó la mano del sacerdote.
―Entonces ¿quién eres? ―suplicó Semyon―. ¿Qué eres?
―Tu lengua no es digna de mi verdadero nombre ―estalló el río―, una vez fui
un espíritu del Isenvee, el gran Mar del Norte, y viajaba por estas tierras libremente,
atravesaba Fjerda, hasta las costas rocosas y de vuelta. Entonces, por un infeliz
accidente, mi espíritu quedó atrapado aquí, atado por este dique, libre de correr,
pero condenado a regresar, forzado a mantener girando esa maldita rueda en
servicio eterno para esta miserable aldea. Ahora el dique ya no está. Tu codicia y el
hacha del príncipe se han encargado de eso.
Fue Yeva quien encontró el coraje para hablar, porque la pregunta a formular
parecía simple.
―¿Qué quieres, río?
―Fui yo quien construyó la torre de árboles ―contestó el río―, y fui yo quien se
ganó el espejo de Baba Anezka. Fui yo quien encontró la moneda mágica. Y ahora te
digo, Yeva Luchova: ¿te quedarás aquí con el padre que intentó venderte, o con el
príncipe que esperaba comprarte, o el hombre demasiado débil para resolver sus
dificultades por sí mismo? ¿O vendrás conmigo y serás la esposa de nada más que
la costa?
Yeva miró a Semyon, al príncipe y a su padre parado junto al sacerdote. Entonces
se arrancó el velo del rostro. Sus ojos eran brillantes, sus mejillas estaban sonrojadas
y resplandecientes. La gente gritó y se cubrió la mirada, porque por un instante fue
demasiado preciosa para mirarla. Era aterradora en su belleza, brillante como una
estrella devoradora.
Yeva saltó de la ribera y el río la atrapó en sus aguas, la mantuvo a flote mientras
su kokoshnik enjoyado se hundía y el vestido de seda se inflaba a su alrededor. La
mantuvo ahí en la superficie, una flor atrapada en la corriente. Entonces, mientras
el Duque se quedaba ahí aturdido y estremeciéndose en sus botas mojadas, el río
envolvió a Yeva en sus brazos y se la llevó. A través del bosque el río retumbó, dejó
árboles y campos empapados por sus bordes arremolinados, y aplastó el molino a
su paso. La rueda del molino se liberó de sus amarres y rodó salvajemente por la
ribera, derribando al príncipe y sus criados antes de desaparecer entre la maleza.
Los pobladores temblaron uno contra otro y cuando el río finalmente se hubo
ido, miraron al lecho del río vacío, con las rocas mojadas que resplandecían al sol.
Donde la represa había estado solo minutos antes, ahora solo había una cuenca
lodosa. Había silencio, no había sonido salvo el croar de ranas extraviadas y el
aletazo de peces jadeantes que se revolcaban en el lodo.
El río era el corazón de Velisyana, y cuando se hubo silenciado, lo único que le
quedó a la ciudad fue morir.
Sin el río no podía haber molino, y sin el molino, el Duque perdió su fortuna.
Cuando suplicó ayuda al Rey, el príncipe sugirió a su padre que pusiera tres tareas
y que el precio por fallar fuera la cabeza del Duque. El Duque dejó la capital en
desgracia, pero con la cabeza aún en los hombros.
Las tiendas y casas de Velisyana se vaciaron. Las chimeneas se enfriaron y el reloj
del campanario tocó las horas para nadie. El Duque permaneció en su palacio
ruinoso, mirando desde la ventana de Yeva hacia las piedras vacías de la plaza del
Pretendiente y maldiciendo a Semyon. Si te quedas muy quieto, puede que lo veas
ahí, rodeado por azucenas de piedra, esperando el regreso del agua.
Pero no verás ni un atisbo de la preciosa Yeva. El río la transportó hasta la costa
del mar, y allí se quedó. Decía sus oraciones en una capillita donde las olas llegaban
hasta la puerta, y cada día se sentaba a orillas del océano y miraba ir y venir la marea.
Vivió en feliz soledad, y envejeció y nunca se preocupó cuando su belleza se
desvaneció, porque en su reflejo siempre vio a una mujer libre.
En cuanto al pobre Semyon, lo sacaron de la ciudad, culpado por la tragedia que
había caído sobre ella. Pero su miseria fue corta. No mucho después de dejar
Velisyana, se marchitó como una vaina y murió. No dejaba que ni una gota de agua
pasara por sus labios, seguro de que lo traicionaría.
Ahora, si has sido lo bastante tonto para extraviarte del sendero, depende de ti
regresar al camino. Sigue las voces de tus compañeros preocupados y tal vez esta
vez tus pies te conduzcan más allá del esqueleto herrumbroso de una rueda de
molino que descansa en una pradera donde no tiene derecho a estar. Si tienes suerte,
encontrarás de nuevo a tus amigos. Te palmearán la espalda y te tranquilizarán con
su risa. Pero mientras dejas atrás esa brecha oscura entre los árboles, recuerda que
usar algo no es poseerlo. Y si alguna vez debes tomar una esposa, escucha
atentamente sus preguntas. En ellas puede que escuches su verdadero nombre,
como el trueno de un río perdido, como el suspiro del mar.
The Grisha
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