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EL DEMONIO EN EL BOSQUE

UNA PRECUELA SOBRE EL DARKLING

The Grisha #0.1


LEIGH BARDUGO
Para los lectores… gracias por desear saber más.
Traducido por Azhreik

―¿Cuántos eran, Eryk?


Era la voz de un desconocido, diciendo el nombre de un desconocido. Pero
entre la neblina de dolor, recordó. Su madre le había dado su nombre nuevo en el
camino de ascenso a la montaña, mientras el viento soplaba desde la gruta,
agitando las agujas de los pinos. «Los norteños querrán llamarte Eryk» le había
dicho. Él había levantado las pieles para taparse las orejas y pensado: «No querrán
llamarme de ningún modo».
Consiguió abrir un ojo; podía sentir la costra de sangre tirándole del párpado,
el otro debía estar demasiado hinchado. ¿Alguien le había roto la nariz? No podía
recordarlo.
Yacía sobre una camilla. Dos hombres estaban inclinados sobre él, y deseaban
respuestas.
―¿Cuántos? ―preguntó el hombre de la barba rubia rojiza, el Ulle.
―Seis ―consiguió decir―. Tal vez siete.
El otro hombre se inclinó más cerca. Eryk solo había visto al padre de Annika
desde lejos, pero lo reconoció bastante bien ahora… Su cabello era casi blanco
como el de ella, sus ojos del mismo azul brillante.
―¿Fjerdanos o ravkanos?
―Hablaban ravkano ―croó. Tenía la garganta en carne viva. «Porque estaba
gritando cuando me hundieron».
―Suficiente ―dijo la voz de su madre, fría y dura como diamante.
Madraya. Le avergonzó el alivió que lo recorrió. «No eres un niño» se dijo, pero
así se sentía yaciendo allí con la ropa mojada, frío e indefenso.
Eryk se forzó a girar la cabeza para poder verla. Su cráneo palpitó con un ritmo
rojo, cada punzada profundizaba el dolor como esquirlas dentadas. Parpadeó para
intentar apartarlo.
El rostro de su madre estaba arrugado de preocupación, pero también
reconoció la mirada alerta de sus ojos. Ellos eran los recién llegados, siempre eran
los recién llegados, y cuando las cosas se tornaban mal, eran las personas más
fáciles de culpar.
―Necesitamos evacuar el campamento ―dijo el padre de Annika―. Si
encontraron a los niños anoche… ―Se le quebró la voz.
―No iremos a ningún lado ―gruñó el Ulle―. Arrasaremos ese pueblo y
tomaremos diez de sus niños por cada uno de los nuestros.
―No tenemos los soldados para un ataque, debemos ser precavidos…
La voz del Ulle sonó rasposa como una espada sacada de su vaina.
―Mi hijo está muerto, igual que tu hija. Mi precaución pereció con ellos.
―¿Qué estaban haciendo allí fuera, Eryk? ―preguntó el padre de Annika
miserablemente.
―Nadando. ―Sabía lo tonto que sonaba.
El Ulle apuntó un dedo furioso en su dirección.
―Nunca debieron haber dejado el campamento después del anochecer.
―Lo sé ―murmuró Eryk―. Solo estábamos… solo queríamos… ―Encontró los
ojos de su madre y tuvo que apartar la mirada; la vergüenza era demasiada.
―Estaban siendo niños ―finalizó ella.
El Ulle se giró hacia ella.
―Si vamos a organizar un ataque, necesitamos tu fuerza.
―Primero me encargaré de mi hijo.
―Tiene la pierna casi cortada. Tenemos Sanadores…
La mirada de su madre fue suficiente para silenciar al Ulle, incluso en su dolor,
incluso en su rabia; tal era su poder.
El Ulle les hizo un gesto a sus hombres y levantaron la camilla. A Eryk le dio
vueltas la cabeza. Una oleada de náusea se apoderó de él. Su madre le tomó la
mano y presionó sus nudillos suavemente contra su mejilla. Tenía que decirle.
―Lo siento ―le susurró.
Esa vez fue ella la que apartó la mirada.

***

―Los norteños querrán llamarte Eryk ―le dijo su madre sobre el rugido del
viento. Suspiraba a través de las grutas, cantando su vieja canción, prometiendo
invierno, agitado como un hombre revolviéndose en el sueño.
«No querrán llamarme de ningún modo» pensó, pero todo lo que dijo fue:
―¿Por qué? Se suponía que fuera Arkady.
―Si fuéramos del sur, necesitarías un nombre sureño como Arkady. Pero Eryk
se ajustará mejor a sus lenguas, aquí son tanto fjerdanos como ravkanos. Ya lo
verás. Ahora, ¿cuál es tu nombre?
―Arkady. Eryk.
―¿De dónde eres?
―Balakirev.
No formuló la siguiente pregunta, la pregunta que siempre hacían los
desconocidos: «¿Dónde está tu padre?» Por supuesto esa era fácil porque la
respuesta nunca cambiaba. «Está muerto». Una vez le había preguntado a su
madre si esa era la verdad, si su padre estaba realmente muerto.
«Lo estará ―había dicho―. Antes de que puedas parpadear. Le sobrevivirás
por cien años, tal vez mil, tal vez más. Él solo es polvo para ti».
Ahora dijo:
―De nuevo, ¿cuál es tu nombre?
―Eryk.
―¿De dónde eres?
―Balakirev.
Siguieron así mientras subían la montaña. Era una ladera, en realidad, uno de
los fríos y silenciosos picos que marcaban los principios de la cordillera Elbjen. Le
había mostrado la ruta en un mapa dos días antes, antes de adelantarse para
asegurar que serían recibidos en el campamento Grisha. Los Grisha eran
precavidos con los forasteros, y él y su madre nunca podrían estar seguros de
cómo serían recibidos.
Lo había dejado en una tienda acuñada dentro de un viejo escondite de
cazadores, con suministros para dos días de pastel de mijo y una ración de sal para
hacer salmuera para empaparlo. Cuando se fue se llevó su única linterna. Él no
había tenido el coraje de pedirle que se la dejara, era demasiado mayor para
temerle a la oscuridad. Así que había estado tumbado despierto durante dos
noches, acurrucado bajo sus pieles, escuchando a los lobos aullar, contando los
minutos hasta la mañana.
Cuando su madre volvió a recogerlo, se encaminaron cuesta arriba por la
montaña. Arkady. Eryk. Ahora dijo su nombre una y otra vez, en voz alta, luego
dentro de su cabeza, repitiéndolo con cada pisada hasta que el nombre dejó de ser
un segundo pensamiento, hasta que no hubo eco y fue solo Eryk. Un niño del sur,
un niño que desaparecería en una semana o un mes, que se desvanecería bajo un
nuevo nombre y una nueva historia. Su madre le cortaría el cabello o se lo teñiría o
le raparía la cabeza. Así vivían, viajando de lugar en lugar. Aprendían lo que
podían, entonces se ponían en marcha y hacían su mayor esfuerzo por ocultar su
rastro. El mundo no era seguro para los Grisha, pero era particularmente peligroso
para ellos dos.
Él tenía trece años, pero había tenido un centenar de nombres, uno nuevo para
cada pueblo, campamento y ciudad: Iosef, Anton, Stasik, Kirill. Hablaba un fluido
shu y kerch, y podía pasar como cualquiera de los dos. Pero su fjerdano aún era
pobre y las comunidades de Grisha tan al norte se conocían bien las unas a las
otras, así que sería Arkady, y los norteños lo llamarían Eryk.
―Allí ―dijo su madre.
El campamento estaba asentado en un valle superficial entre dos picos, un
grupo de chozas bajas cubiertas en turba, sus chimeneas humeando, todas
apretujadas alrededor de una larga y estrecha cabaña de madera gruesa.
―Podríamos pasar el invierno con ellos ―dijo ella.
Él la miró fijamente, seguro que había entendido mal.
―¿Durante cuánto tiempo? ―dijo al fin.
―Hasta el deshielo. El Ulle es un Impulsor poderoso, y ha visto combates con
estos nuevos fjerdanos cazadores de brujas. Podríamos resistir hasta que
aprendamos lo que sea que tiene por enseñar.
Hasta el deshielo. Eso podrían ser tres, tal vez cuatro meses. En un solo lugar.
Eryk miró el pequeño campamento. El invierno sería duro aquí; noches largas, frío
brutal, y el pueblo de otkazat’sya, que habían rodeado durante la caminata, estaba
desagradablemente cerca. Pero sabía cómo pensaba su madre. Una vez que
llegaran las nevadas profundas, nadie se aventuraría a esos pasos montañosos ni
siquiera para cazar. El campamento sería seguro.
A Eryk no le importaba mucho. Habría vivido junto a una zanja de basura si
eso significara un techo sobre su cabeza, comidas calientes, despertar en la misma
habitación cada mañana sin el corazón martillando mientras intentaba recordar
dónde estaba.
―Muy bien ―dijo.
―¿Muy bien? ―se burló ella―. Vi cómo se te iluminó el rostro. Solo recuerda,
cuanto más tiempo nos quedemos, más cuidadoso tendrás que ser. ―Él asintió y
ella echó un vistazo al campamento―. Mira, el Ulle mismo ha salido a recibirnos.
Un grupo de hombres había emergido del gran salón.
―¿Quiénes son? ―preguntó Eryk mientras seguía a su madre, bajando por el
sendero.
―Se hacen llamar ancianos ―dijo con una risa―. Viejos que se frotan las
barbas y se felicitan unos a otros por su sabiduría.
Era fácil reconocer al Ulle entre ellos. Era un gigante, sus hombros amplios
cubiertos de pieles negras, el cabello rojizo dorado, trenzado y echado a la espalda
en la costumbre del norte. Ulle era fjerdano para “jefe tribal”. De verdad no eran
muy ravkanos por aquí.
―¡Bienvenida, Lena! ―tronó el Ulle mientras se acercaba a ellos a zancadas.
Eryk apenas registró el nombre que su madre había tomado. Para él, siempre era
Mama, Madraya―. ¿Cómo estuvo su viaje?
―Agotador.
―Me avergüenzas como anfitrión. Los ancianos felizmente hubieran mandado
hombres y caballos para recoger a Eryk.
―Ni mi hijo ni yo necesitamos mimos ―replicó. Pero Eryk sabía que había más
al respecto. Había aprendido mucho tiempo atrás que existía un segundo Ravka,
un país secreto de cuevas ocultas y canteras vacías, pueblos abandonados y fuentes
de agua fresca olvidadas. Había lugares donde podías esconderte de una tormenta
o un ataque, donde podías entrar como una persona y emerger disfrazado de otra.
Si los ancianos hubieran mandado hombres con su madre para recogerlo, ella
habría tenido que revelar el escondite de cazadores. Nunca renunciaba a un
escondite o posible ruta de escape sin una buena razón.
El Ulle los condujo a una choza y retiró las pieles de alce cosidas que cubrían la
abertura entre la puerta y el dintel de madera cruda. El interior era acogedor y
cálido, aunque apestaba pesadamente a pieles húmedas y a algo que Eryk no pudo
identificar.
―Por favor acomódense aquí ―dijo el Ulle―. Queremos que se sientan en casa.
Esta noche les daremos la bienvenida con un festín, pero los ancianos estamos a
punto de reunirnos ahora y estaríamos honrados de que te nos unieras, Lena.
―¿En serio?
El Ulle lució incómodo.
―Algunos objetaron a tener una mujer en la reunión del consejo ―admitió―.
Pero fueron superados en votos.
―La honestidad es siempre lo mejor, Ulle. De esa forma sé cuántos tontos debo
esforzarme en convencer.
―Están aferrados a sus costumbres, y no solo eres una mujer, sino que… ―Se
aclaró la garganta―… Temen que no seas completamente natural.
Eryk no se sorprendió. Cuando otros Grisha veían el poder que él y su madre
poseían, solo tenían una de dos respuestas: miedo o avaricia. Huían de él o lo
deseaban para sí. «Es un balance ―decía siempre su madre―. El miedo es un
poderoso aliado, pero aliméntalo con demasiada frecuencia y se hará demasiado
fuerte, y se volverá contra ti». Le había advertido que fuera precavido cuando
desplegara su poder, que nunca mostrara la extensión total de lo que podía hacer.
Ella ciertamente nunca lo hacía… nunca utilizaba el Corte a menos que la situación
fuera desesperada.
Ese no era un problema para él, pensó con amargura. Aún no había dominado
el Corte. Su madre lo había conseguido cuando tenía la mitad de su edad.
Ahora ella levantó una ceja y se dirigió al Ulle.
―Los primeros hombres que vieron osos creyeron que eran monstruos. Mi
poder es poco familiar, no antinatural.
―Un oso sigue siendo peligroso ―notó el Ulle―. Aún tiene garras y dientes
para atacar a un hombre.
―Y los hombres tienen lanzas y acero ―replicó bruscamente―. No juegues al
débil conmigo, Ulle.
Eryk vio el destello de ira que atravesó el rostro del hombretón ante el tono
irrespetuoso de su madre. Luego el Ulle se rio.
―Me gusta tu ferocidad, Lena. Pero ten cuidado con los ancianos.
La madre de Eryk inclinó la cabeza en aceptación.
―Ahora, Eryk ―dijo el Ulle―. ¿Crees que puedas ponerte cómodo aquí? ―Lo
miró con ojos alegres, y Eryk supo que esperaba que sonriera, así que lo intentó.
―Der git ver rastjel ―respondió, dando el tradicional saludo primero en
fjerdano y luego en ravkano―. Somos huéspedes agradecidos.
El Ulle lució ligeramente divertido, pero replicó en la moda prescrita:
―Fel holm ve koop djet. Nuestra casa es mejor para ello.
―¿Por qué no hay un muro alrededor del campamento? ―preguntó Eryk.
―¿Eso te preocupa? Los pueblerinos apenas saben que estamos aquí…
ciertamente no saben qué somos.
«Alguien debe saberlo ―pensó Eryk―. Así los encontramos». Siempre
encontraban así a los Grisha. Él y su madre seguían leyendas, susurros, cuentos de
hechiceros y brujos, de demonios en los bosques. Historias como esa los habían
conducido a una tribu de Impulsores que acampaban a lo largo de la costa
occidental, a Baba Anezka y su cueva de espejos, a Petyr de Brevno y Magda del
bosque negro.
―Mi hijo hizo una buena pregunta ―dijo su madre―. No vi fortificaciones y
solo un hombre de guardia.
―Empieza a construir muros y la gente empieza a preguntarse qué estás
escondiendo. Mantenemos bajas nuestras edificaciones. No saqueamos los campos
o granjas de los pueblerinos, ni vaciamos sus bosques de presas. Mejor que no nos
noten a que piensen que tenemos algo que ellos desean.
«Porque no lo tienen. Y nunca lo tendrán». Era así donde fueran: Grisha
viviendo en campamentos y minas colapsadas, ocultándose en túneles. Eryk había
visto la nación isla de Kerch, la biblioteca de Ketterdam, los grandes caminos y
corrientes de agua. Había visto los templos en Ahmrat Jen, y el gran fuerte en Os
Alta, protegido por sus famosos muros dobles. Se sentían permanentes, sólidos, un
baluarte contra la noche. Pero lugares como este apenas se sentía reales, como si
pudieran desaparecer en la nada, desvanecerse sin aviso o consideración.
―Aquí estarán a salvo ―afirmó el Ulle―. Y si se quedan hasta la primavera,
podríamos ir a ver los tigres blancos en el permafrost.
―¿Tigres?
―Tal vez eso me gane una sonrisa real ―dijo el Ulle con un guiño―. Mi hijo te
contará todo sobre ellos.
Una vez que el Ulle se despidió y partió, la madre de Eryk se sentó en el borde
de su camastro. Lo habían levantado del suelo para evitar el frío, y estaba apilado
con mantas y pieles… otra señal de respeto.
―¿Y bien? ―preguntó―. ¿Qué piensas?
―¿Podemos quedarnos hasta la primavera? ―Ahora no pudo ocultar su
anhelo. El prospecto de tigres había derrotado su precaución.
―Ya veremos. Cuéntame sobre el campamento.
Eryk soltó un suspiro irritado.
―Doce chozas. Ocho chimeneas en funcionamiento…
―¿Por qué?
―Esas son las chozas para Grisha de gran estatus.
―Bien. ¿Qué más?
―El Ulle es rico, pero sus manos están callosas. Hace su propio trabajo, y
camina con cojera.
―¿Herida vieja o nueva?
―Vieja.
―¿Estás adivinando?
Eryk se cruzó de brazos.
―El desgaste en el costado de su bota muestra que ha estado favoreciendo esa
pierna durante un tiempo.
―Continúa.
―Mintió sobre los ancianos.
Su madre ladeó la cabeza, sus ojos negros resplandecían.
―¿Sí?
―Ninguno votó para tenerte en la reunión, pero el Ulle lo exigió.
―¿Cómo lo sabes?
Vaciló, ahora menos seguro.
―Fue la voz del Ulle, y que los ancianos estaban alejados de él mientras nos
observaban bajar la cuesta.
Ella se levantó y le apartó el cabello del rostro.
―Lees el flujo de poder igual que otros trazan las mareas ―se maravilló―. Te
hará un gran líder. ―Él puso los ojos en blanco―. ¿Algo más? ―preguntó.
―Esta choza huele horrible.
Ella se rio.
―Es grasa de animal ―dijo―. Probablemente reno. Los norteños la utilizan en
sus lámparas. Podría ser peor. ¿Recuerdas el pantano cerca de Koba?
―Estoy seguro que eso fue solo un Cardio apestoso.
Ella se estremeció exageradamente ante el recuerdo.
―Entonces ¿crees que puedes soportarlo?
―Sí ―dijo con firmeza. Podría tolerar cualquier cosa si podían pasar una
estación completa en un solo lugar.
―Bien. ―Se ajustó sus pieles plateadas, luego sacó un pesado anillo granate de
su morral y se lo puso en el dedo―. Deséame suerte en la reunión. ¿Irás a
explorar?
Asintió. No le gustaba la explosión de nerviosismo que se elevó en su interior,
pero allí estaba.
Ella le dio un rápido pellizco en la barbilla.
―Ten cuidado. No dejes que nadie…
―Lo sé. ―El Corte no era el único secreto que mantenían.
―Solo hasta que seas lo bastante fuerte ―previno―. Hasta que aprendas a
defenderte tú solo. Y recuerda que eres…
―Eryk ―la interrumpió―. Lo sé. Es mi propio nombre el que temo olvidar.
―Tu verdadero nombre está escrito aquí ―dijo, dándole golpecitos en el
pecho―. Tatuado en tu corazón. Solo no dejes que cualquiera lo lea.
Se removió incómodo.
―Lo sé.
―Lo sé, lo sé ―lo imitó―. Suenas como un cuervo graznando. ―Le dio un
pequeño empujón―. Regresa antes del anochecer.

***

El mundo del exterior lucía demasiado brillante después de la penumbra


cerrada de la choza. Eryk bizqueó contra el fulgor y observó a su madre dirigirse al
gran salón, luego él se encaminó al bosque. Esos eran los árboles que más le
gustaban, de la clase que nunca perdía su verdor, que siempre olían a savia. En
bosques como esos se sentía como si el verano aún estuviera vivo, como si un sol
estuviera enterrado en cada basto tronco como un corazón cálido y latente.
Se encaminó al norte del campamento, siguiendo la ladera de la colina, pero
cuando los árboles empezaron a ralear, dudó. Podía escuchar risas y ver un claro
más adelante. Se obligó a seguir adelante.
Dos niñas estaban jugando en la ribera de un arroyo. Ambas tenían cabello
claro y ojos azules, la coloración fjerdana que era común cerca de la frontera.
―¡Cuidado, Sylvie! ―gritó la niña mayor cuando la otra saltó de roca en roca,
soltando risitas. Ambas se quedaron calladas cuando notaron a Eryk.
―Hola ―saludó, y luego intentó en fjerdano ―. Ajor.
―Hablamos ravkano ―dijo la niña más alta, aunque tenía acento fjerdano.
Lucía de la edad de Eryk, tal vez un poco mayor―. Sylvie, detente. Regresa aquí.
―¡No! ―gritó la niña menor alegremente, y se lanzó a saltar de nuevo sobre el
agua corriente―. ¡Mírame, Annika!
Eryk caminó un poco corriente arriba donde pudiera estudiar el agua
avanzando en los rápidos y se sentó sobre una roca. Levantó un palo y dejó que la
punta fuera a la deriva en el agua, sintiendo el tirón de la corriente, a la espera.
Ellas se le aproximarían, siempre lo hacían, pero se sentía más ansioso de lo
normal. Había dejado de intentar hacer amigos en los lugares que él y su madre
visitaban… no tenía sentido cuando se marchaban tan rápido. Ahora no estaba
muy seguro de cómo abordar el asunto.
Unos pocos minutos después, por el rabillo del ojo, vio a Sylvie saltando hacia
él.
―¿Eres el hijo de Lena?
Asintió.
―¿Puedes hacer esa cosa? ¿Lo mismo que ella?
―Sí.
―¿Puedo verlo? ―preguntó Sylvie.
Empezaban curiosos, pero usualmente terminaban atemorizados.
―No seas grosera, Sylvie ―la regañó Annika.
Sylvie pateó un terrón a la corriente.
―Quiero ver.
―Está bien ―dijo Eryk. Bien podría terminar con eso. Levantó la mano y
convocó un círculo de oscuridad en el aire. Giró y se retorció, sus hebras atrajeron
la luz del sol antes de desvanecerse.
―De nuevo ―dijo Sylvie.
Él sonrió un poco y repitió el gesto. Dejó que el círculo girara hacia Sylvie. Ella
metió los dedos y observó mientras las puntas se desvanecían. Gritó y retiró la
mano.
―¡Annika, ven a intentarlo!
―Déjalo en paz, Sylvie.
―¿Cómo te llamas? ―preguntó Sylvie.
―Arkady ―dijo. Cuando ella frunció el ceño, corrigió―. Eryk.
―No me gusta ese nombre.
―A mí tampoco.
―¿Por qué no te lo cambias?
―Tal vez lo haga.
―Haz la cosa de nuevo.
―Deja de fastidiarlo, Sylvie.
Creó otro círculo, pero esta vez hizo la espiral más grande. Annika abandonó
cualquier pretensión de perder el tiempo junto a la corriente y miró fijamente. Él
moldeó la oscuridad en un disco que flotó junto a los rápidos como una puerta
negra que podría conducir a cualquier lugar. Sylvie caminó hacia ella.
―¡Sylvie, no! ―gritó Annika.
La niñita se desvaneció en la negrura.
―¡Sylvie! ―gritó Annika, corriendo.
Del disco negro giratorio se escuchó la risa de Sylvie.
―¡No puedo verlos! ―cacareó―. ¿Pueden verme?
―Tráela de vuelta ―rugió Annika. Levantó las manos, y la superficie del
arroyo tembló levemente.
―Está parada justo allí ―dijo Eryk, intentando ignorar el aguijonazo que le
provocaron sus palabras. Ya debería estar acostumbrado para entonces. Hizo un
movimiento rápido de dedos, el disco negro se desvaneció, y allí estaba Sylvie, con
los brazos extendidos frente a ella.
Hizo una mueca.
―¿Por qué paraste?
Annika envolvió a Sylvie en un fuerte abrazo.
―¿Estás bien?
―¿Cuál es el problema? ―preguntó Sylvie, luchando por desembarazarse.
Las mejillas de Annika enrojecieron.
―Nada. Yo… lo siento ―murmuró a Eryk.
Él se encogió de hombros.
―Es solo que nunca he visto nada igual tan de cerca.
Él levantó su palo y volvió a meterlo en la corriente del arroyo.
―Escucha ―dijo Annika―. Lo siento. Yo…
La interrumpió el sonido de voces. Tres chicos aparecieron en el claro,
empujándose y riendo. Annika se apartó de Eryk con los hombros tensos.
―¿Saliste a practicar, Annika? ―preguntó el chico más alto cuando los vio.
Tenía el mismo cabello rojizo dorado del Ulle―. Ciertamente lo necesitas.
Annika tomó la mano de Sylvie.
―Ya nos íbamos, Lev.
El niño echó un vistazo a Eryk.
―Eres el otro invocador de sombras, ¿no? Viniste con la Bruja Negra.
―No utilices esa palabra ―espetó Annika.
―¿Cuál es el problema?
―Si hubieras visto un ataque drüskelle, lo sabrías. Anda, Sylvie, vámonos.
―No quiero ―dijo Sylvi.
Lev sonrió.
―No se vayan por nuestra culpa. ―Retorció las muñecas y dos pequeñas
corrientes de aire giraron a la vida, levantando agujas de pino del suelo y
formando diminutos ciclones. Zumbaron sobre el arroyo, reuniendo agua, luego se
liberaron para girar sobre el suelo del bosque como trompos.
Sylvie aplaudió y persiguió uno por la ribera.
―Haz una, Annika.
―Sí, haz una ―dijo Lev, intercambiando una mirada conocedora con los otros
chicos.
Annika se ruborizó de un rojo profundo. Inhaló y levantó las manos. El agua se
elevó de la superficie del arroyo en un arco tembloroso. Sylvie soltó un grito
triunfante. Cuando Annika torció las muñecas, el agua giró lentamente hacia la
izquierda y entonces colapsó con una salpicadura.
Los dos chicos soltaron la risa, pero Lev solo sacudió la cabeza.
―Débil ―dijo―, igual que tu padre. Deberías pasar más tiempo entrenando y
menos tiempo jugando con esa pigmea.
Sylvie frunció el ceño.
―¿Qué es una pigmea?
Lev se inclinó para mirar a Sylvie a los ojos y sonrió. Su voz era amigable,
cálida como miel.
―Tú eres una pigmea, lapushka. Pequeña, raquítica e inútil. Un pequeño error
otkazat’sya.
A Sylvie le tembló la boca. Eryk se levantó, inseguro de qué tenía la intención
de hacer. Su madre no querría que se involucrara, particularmente en un conflicto
con el hijo del Ulle.
Pero antes que pudiera decir una palabra, Annika le dio a Lev un fuerte
empujón.
―Déjala en paz.
Lev sonrió socarronamente.
―Ella no debería estar aquí. Este es un campamento Grisha.
―Algunas personas no muestran su poder hasta después.
―Ella es otkazat’sya, y lo sabes. Un alfeñique más en una familia llena de
alfeñiques. Debería irse. Diablos, todos ustedes deberían irse, no pueden cargar su
propio peso.
―Esa no es tu decisión.
―No, es la decisión de mi padre. Tal vez sencillamente deberíamos ahogar a la
pigmea ahora. Sacarla de su miseria. ―Dio un paso hacia Sylvie.
―Dije déjala en paz.
Annika levantó los brazos y, tal vez debido a su ira, el agua saltó de la
superficie del arroyo en un latigazo de punzantes gotas. Pero no era rival para Lev.
Con el mínimo gesto de su mano, el agua se disipó en niebla.
―Esto debería ser divertido ―dijo.
Levantó los brazos y una ráfaga de aire llegó desde el bosque, derribando a
Sylvie y Annika al suelo. El viento rugió entre los árboles, quebrando ramas, y
precipitándose hacia las niñas. Sylvie gritó.
―¡Alto! ―gritó Eryk, y antes que pudiera pensarlo mejor, una madeja de
oscuridad se disparó de sus manos y se envolvió alrededor de Lev. Rodeó el
cuerpo del chico como una serpiente y se cerró sobre su rostro.
Lev aulló y el viento se desvaneció, las ramas cayeron inofensivas al suelo.
―¡No puedo ver! ―gritó―. ¡Ayúdenme!
Los otros chicos dieron un paso vacilante hacia Eryk.
Eryk reunió la oscuridad en sus manos y se las lanzó. Ellos gritaron e
intentaron arañar las sombras que reptaban sobre ellos. Uno perdió el balance y
cayó hacia delante. El otro gritó, manos agitándose en el aire, sujetando ciegamente
a la nada.
Eryk sintió la oscuridad rizarse a su alrededor en olas negras. Caminó hasta
detrás de Lev y le dio un empujón hacia el camino. El chico se giró salvajemente, y
Eryk apenas evitó su puño.
―Regresen al campamento y déjennos en paz ―dijo, deseando que su voz
sonara más profunda, más intimidante.
―Devuélveme mis ojos, pequeño bastardo ―chilló Lev.
―¡Váyanse! ―dijo Eryk, dando a cada uno de los chicos un empujón con la
bota.
Avanzaron trastabillando, chocando unos contra otros, sujetándose de las
mangas. Entonces recorrieron el sendero, con los brazos estirados frente a ellos
mientras se topaban de árbol en árbol.
Eryk mantuvo la oscuridad girando alrededor de sus cabezas hasta que
estuvieron a unos cuantos cientos de metros de distancia, entonces la liberó. Lev
dejó escapar un sollozo. Los chicos se miraron fijamente con conmoción, luego
corrieron hacia el campamento.
―No he terminado contigo ―le gritó Lev.
A Eryk le golpeteaba el corazón. Había tenido que utilizar antes su poder para
mostrar que no podían meterse con él. Pero si su madre de verdad tenía la
intención de que se quedaran, acababa de hacer tres enemigos, todos ellos mayores
y mucho más grandes que él. Y había conseguido enfurecer al hijo del Ulle. Tal vez
no serían bienvenidos a quedarse en el campamento después de todo. Suspiró y
giró cuidadosamente hacia las hermanas, listo para que ellas dieran la vuelta y
corrieran también.
Ambas seguían en la tierra, mirándolo con ojos alarmados.
Entonces Sylvie dijo:
―Quiero aprender a hacer eso. ―Se levantó de un salto y agitó los dedos hacia
el árbol más cercano―. ¡Soy Grisha! ¡Las sombras obedecen mi orden!
Annika la observó salir corriendo, su expresión un poco melancólica.
―Aún cree que puede aprender a ser Grisha. Un día lo descubrirá. ―Se
presionó las palmas contra los ojos―. Ha sido muy duro desde que vinimos aquí
―le contó―. Gracias.
Él parpadeó sorprendido.
―Yo… de nada.
Ella le sonrió, y sin pensarlo, él le ofreció la mano. Fue hasta el segundo que sus
dedos se cerraron sobre los de él que se dio cuenta de su error. Tan pronto su mano
tocó la de ella, sus ojos se abrieron mucho. Inhaló bruscamente. Se miraron el uno
al otro un largo momento. Él la puso de pie y dejó caer su mano. Pero el daño
estaba hecho.
―Eres un amplificador ―dijo ella.
Él echó un vistazo a donde Sylvie estaba abalanzándose sobre otro árbol
indefenso, distraída, y asintió una vez, asustado. ¿Cómo podía haber sido tan
estúpido? Ahora tendría que contarle a su madre, y ella insistiría en que se fueran
inmediatamente. Si se sabía, ambos estarían en peligro. Los amplificadores eran
raros, difíciles de encontrar, más difíciles de cazar. Sus vidas serían sacrificadas.
Incluso si se iban, el rumor se esparciría. Ya podía escuchar la voz de su madre:
«Tonto, descuidado, insensible. Si no valoras tu propia vida, muestra algo de
preocupación por la mía».
Annika le tocó la manga.
―Está bien ―dijo―. No lo contaré.
El pánico lo atenazó. Sacudió la cabeza.
Ella deslizó la mano en la suya. Era difícil no apartarse. Debía hacerlo. Estaba
rompiendo la regla fundamental de su madre para mantenerlos vivos. «Nunca
permitas que te toquen», le había advertido.
―Protegiste a Sylvie. No lo contaré, lo prometo.
Miró sus manos unidas. Le gustaba la presión desconocida de su palma contra
la suya. Ya no parecía asustada de su poder. Y era valiente. Había defendido a su
hermana aunque sabía que Lev era más fuerte. Él tenía demasiados secretos. Se
sentía bien compartir uno.
―Quédate ―dijo―. ¿Por favor?
Él no dijo nada, pero le dio a su mano un apretón suavísimo.
Annika sonrió, y para sorpresa de Eryk, se encontró devolviéndole la sonrisa.

***

Pasaron la tarde practicando junto al arroyo mientras Sylvie inventaba


canciones y cazaba ranas. Annika incluso ayudó a Eryk con su fjerdano. La idea de
que podría haber más días como este parecía casi demasiado maravillosa, y
conforme se hacía más tarde, se preocupó de lo que diría su madre sobre lo que le
había hecho a Lev, que cambiara de opinión sobre quedarse. Pero cuando regresó a
la choza al anochecer, ella no estaba allí.
Se lavó las manos y la cara de la suciedad del día, entonces se dirigió al gran
salón, donde la mayoría del campamento ya estaba reunido para la cena. Estaban
sentados a mesas que abarcaban la longitud de la cabaña, comían de platos
colmados de carne de venado y cebollas asadas.
Vio a su madre sentada junto al Ulle en la mesa de los ancianos. Ambos
reconocieron su presencia con un asentimiento.
Eryk escaneó la extensión de mesas y divisó el cabello rojizo dorado de Lev.
Entrecerró los ojos cuando encontró la mirada de Eryk. Si Lev no lo había contado,
era solo porque deseaba vengarse de Eryk personalmente. Lo único que tenía que
hacer era esperar y orquestar una emboscada, inmovilizar los brazos de Eryk para
que no pudiera invocar. Probablemente ni siquiera necesitaría a sus amigos. Eryk
podía pelear, pero era quince centímetros más bajo que Lev.
―Eryk ―gritó Annika, agitando la mano mientras Sylvie brincaba en la banca
junto a ella. Tal vez Eryk no era tan mal nombre. Sonaba muy bien cuando ella lo
decía.
Comieron en silencio durante un rato. La comida del norte nunca le había
atraído mucho, y se encontró removiendo las cebollas en su plato.
―¿No te gustan? ―preguntó Annika.
―Están bien.
―¿Cuál es tu comida favorita?
Arrastró el pan por los restos de su comida.
―No lo sé.
―¿Cómo puedes no saber? ―preguntó Sylvie.
Eryk se encogió de hombros. Nadie le había preguntado nunca.
―Mm… cualquier cosa dulce.
―¿Pudín?
Asintió.
―¿Tartas?
Asintió de nuevo. Había un pastel que servían en Kerch, cubierto de cerezas y
servido con crema dulce, y había dulces shu recubiertos en ajonjolí que podría
comer por puñados. Pero no se suponía que hablara sobre los lugares a los que
había viajado. Solo era un niño del sur.
―Me gusta todo ―dijo.
―¿Cuál es tu color favorito? ―preguntó Sylvie.
―No tengo uno.
―¿Cómo puedes no tener uno?
Azul oscuro como el Verdadero Océano. Rojo como los tejados de los templos
shu. El puro color a mantequilla de la luz del sol… no realmente amarillo o
dorado, ¿cómo lo llamarían? Todos los colores que no podías ver en la oscuridad.
―De verdad nunca lo pensé.
―El mío es el arcoíris ―dijo Sylvie.
―Ese no es un color.
―Sí lo es.
Cuando Sylvie enfocó su atención en molestar a la familia junto a ellos, Annika
dijo:
―No has preguntado dónde está nuestra madre.
―¿Quieres contarme?
―Los drüskelle la atraparon, los cazadores de brujas. Cuando aún vivíamos
cerca de Overut.
―Lo siento.
―¿Tu padre murió en batalla?
«Mi padre es polvo. Todos ustedes lo son».
―Sí.
Ella miró rápidamente un hombre con cabello rubio y brillantes ojos azules
sentado al extremo más alejado de la mesa de los ancianos. No era una posición de
mucha estima.
―¿Ese es tu padre? ―preguntó.
Annika miró su plato.
―Probablemente Lev y tú serán mejores amigos para mañana.
Frunció el ceño.
―No, no lo seremos.
―Tu madre está sentada junto al Ulle. No estarás comiendo conmigo dentro de
unos pocos días.
―Sí, estaré ―replicó, luego añadió―. Si nos quedamos.
―Dijiste que lo harían.
Eryk jugueteó con su cuchara. Debería hablar con su madre sobre lo que
Annika había descubierto. Lo sabía.
Annika dijo:
―¿Quieres venir a nadar conmigo y Sylvie esta noche?
―Está demasiado frío para nadar.
―Hay un estanque alimentado por aguas termales más allá del río.
Miró la mesa donde su madre estaba hablando con el Ulle, sus ojos negros
resplandecían.
―No creo que deba.
Annika hizo un rígido encogimiento de hombros.
―Muy bien ―respondió.
Pero podía ver que no lo estaba. Recordó la sensación de su mano en la suya.
Durante los siguientes pocos meses podría ser Eryk. Podría pertenecer a este lugar.
Podría tener un hogar, tal vez incluso amigos. Y los amigos vivían aventuras.
Juntos rompían reglas.
Le dio un codazo a Annika por debajo de la mesa.
―¿A qué hora?

***
Incluso mucho después de que se extinguieran las lámparas y de que Eryk
estuviera seguro que su madre estaba dormida, vaciló. Su madre desconfiaba de la
vulnerabilidad del sueño; nunca parecía soñar profundamente y siempre estaba
lista para saltar de la cama ante cualquier sonido.
Pero habían pasado tres semanas aprendiendo a rastrear con los cazadores de
la cordillera sur. Había estudiado cómo caminar en silencio, girando los tobillos,
los pies desnudos moviéndose silenciosos sobre el piso cubierto de pieles.
Estaba más claro afuera que dentro de la choza; el campamento estaba bañado
en un azul pálido por la luz plateada de la luna llena. Esperó hasta casi llegar al
bosque para ponerse las botas, entonces se dirigió a los árboles para encontrar el
camino de regreso al arroyo. Lo siguió durante casi un kilómetro, esperando no
llegar tarde, e incluso empezó a preguntarse si de alguna forma había ido en la
dirección errónea, cuando trepó una loma baja y el estanque apareció a la vista,
más grande de lo que esperaba, la luz de luna brillando sobre su superficie.
Annika estaba allí, flotando de espaldas en el agua, con el cabello rubio
blanquecino extendido alrededor de su cabeza como un halo. Mientras la
observaba, ella se giró y empezó a deslizarse por el estanque, silenciosa como un
fantasma.
Él bajó a la orilla, y cuando su cabeza volvió a emerger a la superficie, le
susurró:
―¡Hola!
Ella giró y generó pequeñas olas que lamieron la arena.
―Creí que no vendrías.
―Tuve que esperar a que mi madre se quedara dormida ―explicó mientras se
quitaba las botas y se desvestía hasta la ropa interior. No sabía cómo explicaría a su
madre la ropa interior empapada, pero se sentía demasiado tímido para quitarse
todo. Cuando se sumergió en el agua, una vertiginosa clase de entusiasmo le
inundó el pecho. Agachó la cabeza y dejó que el agua le llenara las orejas para que
el mundo se silenciara, entonces volvió a emerger, sintiendo el aire nocturno
enfriar su piel empapada. Podía escuchar el suave rugido del arroyo y a Annika
salpicando en el agua a poco más de un metro. Hasta el deshielo. Podría hacer esto
cada noche si lo deseaba. Tal vez cuando el estanque se congelara podrían patinar.
―¿Dónde está Sylvie? ―preguntó.
―Se quedó dormida antes que mi padre. No quise despertarla.
―Qué lástima.
Annika escupió agua.
―Es más silencioso sin ella. Por cierto, ha decidido que tu madre es una
princesa.
Eryk sumergió la cabeza de nuevo.
―¿Princesa de qué?
―Solo una princesa. Es realmente hermosa.
Eryk se encogió de hombros. Estaba consciente de la forma en que los hombres
miraban a su madre. Era un arma más en su arsenal.
―¿Cómo era tu madre? ―preguntó. La pregunta se sintió extraña en sus labios,
y no supo si era la correcta.
Ella agitó la superficie del agua con los dedos y contestó:
―Amable. Solía cantarnos para dormir. Le dije que ya era demasiado mayor
para canciones de cuna. Ahora lo lamento cada noche.
Eryk se quedó callado. Esta era la ocasión para decir algo sobre su padre caído
en batalla. Pero vivo o muerto, no tenía recuerdos del hombre para compartir.
―Los cazadores de brujas tenían unos caballos ―dijo Annika, su rostro alzado
hacia el cielo nocturno―. Sé que estaba asustada, pero juro que eran tan grandes
como casas.
―Tienen razas especiales de caballos para los drüskelle.
―¿Sí?
Tenía que tener cuidado de no revelar dónde había estado o lo que había
aprendido, pero esto se sentía lo bastante seguro.
―Los crían por tamaño y comportamiento. No se asustan ante el fuego o las
tormentas. Perfectos para batallas contra Grisha.
―No fue una batalla. Ni siquiera fue una lucha. Mi padre no pudo protegernos.
―Las puso a salvo a ti y a Sylvie.
―Supongo. ―Pataleó hacia la orilla―. ¡Voy a dar un clavado!
―¿Estás segura que es lo bastante profundo?
―Lo hago todo el tiempo. ―Salió del estanque, goteando agua de su camisón,
y trepó uno de los peñascos que bordeaba la orilla.
―¡Cuidado! ―gritó. No estaba seguro de por qué. Tal vez la sobreprotección
de su madre se le estaba pasando.
Ella levantó las manos, preparándose para arrojarse al agua, entonces hizo una
pausa.
Eryk se estremeció; tal vez el agua no estaba tan cálida como pensó.
―¿Qué estás esperando?
―Nada ―dijo, con las manos aún estiradas.
Un escalofrío lo recorrió. Fue entonces que se dio cuenta que apenas podía
mover los brazos. Intentó levantar las manos, pero era demasiado tarde. El agua se
sentía espesa a su alrededor. Se estaba endureciendo en hielo.
―¿Qué estás haciendo? ―preguntó, esperando que fuera alguna clase de juego,
una broma. Eryk empezó a temblar, el corazón le golpeteaba temeroso mientras su
cuerpo se enfriaba. Aún podía mover las piernas, apenas rozar el lodoso fondo del
estanque con los dedos de los pies mientras pataleaba frenéticamente, pero su
pecho y brazos estaban sujetos inmóviles, el hielo lo oprimía―. ¿Annika?
Había bajado del peñasco y estaba caminando cuidadosamente sobre el
estanque congelado. Estaba temblando, con los pies aún desnudos y el camisón
empapado y adherido a la piel. Tenía una roca en las manos.
―Lo siento ―dijo. Le castañeaban los dientes, pero tenía el rostro
determinado―. Necesito un amplificador.
―Annika…
―Los ancianos nunca me dejarían cazar uno. Se lo darían a un Grisha poderoso
como Lev o su padre.
―Annika, escúchame…
―Mi padre no puede protegernos.
―Yo puedo protegerte. Somos amigos.
Ella sacudió la cabeza.
―Somos afortunados de que nos dejen quedarnos aquí siquiera.
―¿Qué estás haciendo, Annika? ―suplicó, aunque lo sabía muy bien.
―Sí, ¿qué estás haciendo, Annika?
Giró la cabeza lo mejor que pudo. Lev estaba parado en la orilla más lejana.
―¡Vete! ―gritó ella.
―Ese pequeño fenómeno y yo tenemos asuntos pendientes. Igual que tú y yo,
para el caso.
―Regresa al campamento, Lev.
―¿Me estás dando órdenes?
Ella lo ignoró y siguió moviéndose sobre el hielo, que crujía bajo sus pies.
Annika tenía razón: no era fuerte, había sido incapaz de solidificar por completo el
hielo.
―Hazlo, Annika ―dijo Eryk, en voz alta―. Si voy a morir, no quiero que Lev
use mi poder.
―¿De qué estás hablando? ―dijo Lev, y puso un pie tentativo en la gélida
superficie del estanque.
―Silencio ―susurró Annika furiosamente.
―Soy un amplificador. Y una vez Annika vista mis huesos, ya no serás capaz
de amedrentarla a ella o a su hermana.
―Cállate ―gritó ella.
Eryk vio que Lev comprendía, y al minuto siguiente comenzó a correr sobre el
hielo, el que crujió bajo su constitución. «Más cerca», lo urgió Eryk
silenciosamente, pero Annika ya lo había alcanzado.
―Lo siento ―gimió―. Lo siento mucho. ―Estaba llorando mientras bajaba la
piedra sobre su cabeza.
Sobre su sien derecha explotó el dolor y su visión se volvió borrosa. «No te
desmayes». Sacudió la cabeza a pesar de la oleada de dolor que le produjo. Vio que
Annika volvía a levantar la roca; estaba mojada con su sangre.
Una ráfaga de aire la impactó y la lanzó deslizándose por el hielo.
―¡No! ―gritó―. ¡Es mío!
Lev estaba corriendo a toda velocidad por el hielo hacia Eryk. Ya tenía un
cuchillo en la mano. Eryk sabía que su poder pertenecería a quien fuera que lo
matara, así funcionaban los amplificadores. «Nunca permitas que te toquen».
Porque un toque era suficiente para revelarlo, el don que acechaba en su interior.
Era suficiente para transformarlo de un niño a un premio.
Annika estaba levantando la roca otra vez. Ese sería el golpe que le partiría el
cráneo. Lo sabía. Eryk se concentró en las botas de Lev, en las grietas que se
extendían bajo ellas. Estiró las piernas, luego retrajo las rodillas hacia arriba para
azotarlas contra el hielo. Nada. A pesar de las náuseas que lo atenazaban, volvió a
hacerlo. Sus rodillas golpearon el hielo desde abajo con un doloroso crujido. El
hielo a su alrededor se quebró. Entonces Annika se vino abajo, colapsó al agua y la
roca escapó de sus manos.
Eryk liberó los brazos y se sumergió bajo la superficie. Bajo el agua no podía
ver nada más que oscuridad. Pataleó con fuerza. No tenía idea de en qué dirección
iba, pero tenía que llegar a la orilla antes que Annika pudiera congelar el estanque
de nuevo. Sus pies tocaron el fondo, y medio nadó, medio se arrastró hacia el agua
superficial. Una mano se cerró alrededor de su tobillo.
Annika estaba encima de él, utilizando su peso para mantenerlo inmóvil. Gritó,
luchando en sus brazos. Entonces apareció Lev y la hizo a un lado; sujetó un
puñado de la camisa de Eryk y levantó el cuchillo. Todos estaban gritando. Eryk
no estaba seguro de quién lo tenía agarrado. Una rodilla le presionó el pecho.
Alguien volvió a empujar su cabeza bajo la superficie, el agua le inundó la nariz y
los pulmones. «Voy a morir aquí. Vestirán mis huesos».
En el espeluznante y amortiguado silencio del agua, escuchó la voz de su
madre, feroz como el chasquido de un látigo. Ella siempre le pedía más, lo exigía, y
ahora le dijo que luchara. Dijo su verdadero nombre, el que solo utilizaba cuando
entrenaban, el nombre tatuado en su corazón. Un corazón que no había dejado de
latir. Un corazón que aún tenía vida.
Con la última pizca de su fuerza, liberó su brazo de un tirón y lo azotó a ciegas,
furiosamente, con todo su terror e ira, con toda la esperanza que había nacido y
muerto este día. «Déjame hacer una marca en este mundo antes de abandonarlo».
El peso se quitó de su pecho. Luchó por sentarse, ahogándose y jadeando, con
agua chorreándole de la boca. Tosió y tuvo arcadas, entonces consiguió inhalar una
respiración débil y dolorosa. Miró a su alrededor.
Lev flotaba boca abajo junto a él, sangre negra escurría de un profundo corte
diagonal que abarcaba desde su cadera hasta casi el pecho. Su camisa estaba
desgarrada, y ondeaba por atrás en el agua, revelando piel pálida que brillaba
blanca como panza de pez a la luz de la luna.
Annika estaba a su otro lado, tumbada en el agua superficial, con los ojos muy
abiertos y temerosos. Un profundo tajo le recorría desde el hombro hasta un
costado de la garganta. Tenía una mano presionada contra el cuello para intentar
detener el flujo de sangre. Sus dedos y manga estaban empapados.
Finalmente había conseguido utilizar el Corte. Los había desgarrado a ambos.
―Ayúdame ―croó―. Por favor, Eryk.
―Ese no es mi nombre.
Él no se movió. Se sentó y observó mientras sus ojos se volvían vidriosos y su
mano caía, mientras finalmente se desplomaba de espaldas, su mirada vacía fija en
la luna. Observó los trozos restantes de hielo mecerse en la superficie y derretirse
lentamente. Le palpitaba la cabeza, y estaba mareado por el dolor. Pero su madre
le había enseñado a pensar con claridad, incluso cuando sentía dolor, incluso
cuando no estaba tan seguro de querer seguir adelante.
Lo culparían por esto. Sin importar lo que habían intentado Annika y Lev, lo
culparían. Los ejecutarían a él y su madre y darían sus huesos al Ulle o a algún otro
Grisha de rango. A menos que pudiera darles alguien más a quien odiar. Eso
significaba que necesitaría una mejor herida. Una herida mortal.
Perdería un montón de sangre. Podría no sobrevivir, pero sabía que tenía que
hacerlo. Sabía qué podría hacer ahora. La evidencia estaba toda a su alrededor.
Esperó hasta que el cielo había empezado a clarear. Solo entonces invocó las
sombras y de ellas sacó una espada oscura.

***

Cuando los hombres del Ulle lo despertaron en la orilla, les dio las respuestas
que necesitaban, la verdad que estaban demasiado ansiosos de ver en los
cadáveres de sus hijos, en las profundas heridas de corte que estaban seguros
habían sido hechas por espadas de otkazat’sya.
Perdió la consciencia mientras lo cargaban al campamento, y fue muchas horas
después que despertó, esta vez en la acogedora choza pequeña. Su madre estaba
una vez más junto a él, pero ahora su rostro estaba manchado de sangre y ceniza.
Olía a hogueras. El Ulle estaba sentado en la esquina, con la cabeza en las manos.
―Está despierto ―dijo su madre.
El Ulle levantó la vista bruscamente y se puso de pie.
La madre de Eryk presionó una taza de agua contra sus labios.
―Bebe.
El Ulle se irguió sobre la cama de Eryk. Sus rasgos estaban demacrados y
cubiertos de hollín.
―¿Estás bien? ―preguntó.
―Lo estará ―contestó su madre con convicción―. Si sus heridas se mantienen
limpias.
El Ulle se frotó los ojos cansados.
―Me alegra, Eryk. No podría haber cargado con otra… otra muerte este día.
Estiró la mano, pero la madre de Eryk le sujetó la manga para detenerlo.
―Déjalo estar ―dijo.
El Ulle asintió.
―Tendremos que abandonar este lugar ―dijo―. El rumor viajará después de
lo que hicimos esta noche. Habrá consecuencias.
La madre de Eryk presionó una toalla mojada en su frente.
―Tan pronto esté lo bastante fuerte para viajar, nos iremos.
―Tienes un lugar con nosotros, Lena. Es más seguro viajar juntos…
―Ya nos prometiste seguridad, Ulle.
―Creí… creí que podía ofrecérselas. Pero tal vez no exista lugar seguro para
nuestra especie. Debo ir a ver a mi esposa… ―Se le quebró la voz―. Y a Lev.
Perdónenme ―dijo, y salió a trompicones por el umbral.
Hubo silencio en la choza. La madre de Eryk humedeció el paño de nuevo, y lo
exprimió.
―Eso fue muy astuto ―dijo al fin―. Utilizar el Corte en ti mismo.
―Ella congeló el lago ―carraspeó.
―Niña astuta. ¿Puedes tomar otro sorbo de agua?
Lo consiguió, con la cabeza dándole vueltas.
Cuando pudo encontrar la fuerza, preguntó:
―¿El pueblo?
―No delataron a los jinetes que los atacaron a ustedes, así que los matamos a
todos.
―¿A todos?
―Cada hombre, mujer y niño. Entonces quemamos sus casas hasta los
cimientos.
Él cerró los ojos.
―Lo siento.
Ella le dio la más ligera sacudida, forzándolo a mirarla.
―Yo no. ¿Me entiendes? Quemaría mil pueblos, sacrificaría mil vidas para
mantenerte a salvo. Seríamos nosotros los de la pira si no hubieras pensado
rápidamente. ―Entonces dejó caer los hombros―. Pero no puedo odiar a ese niño
y niña por lo que intentaron hacer. La forma en que vivimos, la forma en que
somos forzados a vivir… nos vuelve desesperados.
La luz de la lámpara disminuyó y finalmente se apagó con un chisporroteo. Su
madre se adormiló.
Afuera escuchó voces tristes elevadas en canciones de lamento mientras la pira
funeraria ardía y los Grisha ofrecían oraciones por Annika, por Lev, por los
otkazat’sya en las ruinas humeantes del valle de abajo.
Su madre debió haberlos oído también.
―El Ulle tiene razón ―dijo―. No hay lugar seguro. No hay paraíso. No para
nosotros.
Él entendió entonces. Los Grisha vivían como las sombras, pasando sobre la
superficie del mundo, sin tocar nada, forzados a cambiar sus formas y ocultarse en
rincones, conducidos por el miedo igual que las sombras eran conducidas por el
sol. Ningún lugar seguro. Ningún paraíso.
«Lo habrá ―prometió en la oscuridad, palabras nuevas escritas sobre su
corazón―. Yo haré uno».
LA BRUJA DE DUVA

The Grisha #0.5


LEIGH BARDUGO
Traducido por Valen JV, lauraef y MaarLOL

Hubo un tiempo en el que los bosques cerca de Duva comían muchachas.


Ya han pasado muchos años desde que la última chica fue arrebatada, pero, aun
así, en noches como esta, cuando el viento llega frío de Tsibeya, las madres sostienen
a sus hijas con fuerza y les advierten que no caminen muy lejos de casa.
―Vuelve antes del anochecer ―susurran―. Esta noche los árboles están
hambrientos.
En esos días oscuros, en el borde de estos mismos bosques, vivía una chica
llamada Nadya y su hermano Havel, los hijos de Maxim Grushov, un carpintero y
leñador. Maxim era un buen hombre, muy querido en el pueblo. Construía techos
que no goteaban ni se doblaban, sillas fuertes, y juguetes cuando se los pedían, y sus
hábiles manos podían forjar bordes tan suaves y fijar tan bien las piezas que nunca
podrías encontrar sus bordes. Viajaba por todo el campo en busca de trabajo, a
pueblos que quedaban tan lejos como Ryevost. Iba a pie y en carro de heno cuando
el clima lo permitía, y en invierno, ataba sus dos caballos negros a un trineo, besaba
a sus hijos, y se adentraba en la nieve. Siempre volvía a casa con ellos, cargando
bolsas de trigo o nuevas cobijas de lana, y bolsillos repletos de caramelo para Nadya
y su hermano.
Pero cuando llegó la hambruna, la gente no tenía ni un centavo para
intercambiarlo por una mesa bellamente tallada o un pato de madera. Usaban sus
muebles de leña para encender fogatas y rezaban para poder sobrevivir hasta la
primavera. Maxim se vio obligado a vender sus caballos, y luego el trineo que alguna
vez habían tirado por el camino recubierto de nieve.
Mientras la suerte de Maxim se desvanecía, también lo hacía su esposa. Pronto
llegó a ser más fantasma que mujer, flotando silenciosamente de una habitación a
otra. Nadya intentó obligar a su madre a comer la poca comida que tenían,
renunciaba a sus propias porciones de nabo y patata, rodeaba el frágil cuerpo de su
madre con chales y la sentaba en el porche, esperando que el aire fresco le devolviera
un poco de apetito. Lo único que le apetecía al parecer eran las tortitas que hacía la
viuda Karina Stoyanova, aromatizadas con azahar y de grueso glaseado. De dónde
obtenía Karina el azúcar, era un misterio; sin embargo, las ancianas tenían sus
teorías, de las cuales la mayoría involucraban al rico y solitario artesano de las
ciudades junto al río. Pero con el tiempo, incluso los suministros de Karina
disminuyeron, y cuando las tortitas desaparecieron, la madre de Nadya no tocaba
ni comida ni bebida, ni el más mínimo sorbo de té.
La madre de Nadya murió el primer día de invierno, cuando la última parte del
otoño se desvaneció del aire, y cualquier esperanza de un año ligero se fue con ella.
Pero la muerte de la pobre mujer pasó casi inadvertida, porque dos días antes de
que respirara su último suspiro, otra chica desapareció.
Su nombre era Lara Deniken, una joven tímida de risa nerviosa, el tipo de
persona que se quedaba de pie al margen de los bailes del pueblo, observando la
diversión. Lo único que encontraron de ella fue un solitario zapato de cuero, su talón
recubierto de sangre seca. Era la segunda chica perdida en muchos meses, después
de que Shura Yeshevsky saliera a colgar la ropa limpia a secar y nunca regresara,
dejando nada más que una pila de pinzas de ropa y sábanas tiradas sobre el barro.
El pueblo sintió un miedo real. En tiempos pasados habían desaparecido chicas
cada cuantos años. Es cierto, existían rumores de otras chicas que desaparecían en
otros pueblos de vez en cuando, pero esas muchachas apenas parecían reales. Ahora,
mientras la hambruna empeoraba y la gente de Duva vivía sin comida, era como si
lo que esperaba en los bosques también se hubiera puesto más codicioso y
desesperado.
Lara. Shura. Todas las que habían desaparecido antes: Betya, Ludmilla, Raiza,
Nikolena. Otros nombres ya olvidados. En aquellos días, los susurraban como un
conjuro. Los padres les oraban a sus Santos, las chicas caminaban acompañadas, las
personas observaban a sus vecinos con sospecha. Al margen del bosque, los
habitantes del pueblo construyeron altares torcidos: cuidadosas pilas de íconos
pintados, velas gastadas, pequeños montones de flores y perlas.
Los hombres aseguraban que eran osos y lobos, organizaron grupos de caza y
consideraron incendiar una sección del bosque. Casi mataron a piedrazos al pobre e
ingenuo Uri Pankin cuando lo encontraron con la muñeca de una de las chicas
desaparecidas, y solo lo salvó el llanto de su madre y su insistencia de que había
encontrado el objeto abandonado en la carretera Vestopol.
Algunos se preguntaban si las chicas simplemente habían caminado al bosque,
atraídas allí por el hambre. Había aromas que flotaban de los árboles cuando el aire
provenía de cierta dirección, olores imposibles a albóndiga de cordero y a agria
cereza babka. La propia Nadya los había olido, sentada en el porche junto a su
madre, intentando obligarla a comer otra cucharada de caldo. Olía calabaza asada,
nueces, azúcar morena, y sus pies se encontraban llevándola por las escaleras hacia
las sombras expectantes, donde los árboles se movían y susurraban como si
estuvieran listos para abrirle camino.
«Niñas estúpidas ―estarás pensando―. Yo nunca sería tan tonto». Pero nunca
has pasado verdadera hambre. Las cosechas han sido buenas estos últimos años y la
gente se olvida qué fue de las vacas flacas. Olvidan que las madres ahogaban a sus
recién nacidos en la cuna para detener sus llantos hambrientos, o que encontraron
al cazador de pieles Leonid Gemka royendo el músculo de la pantorrilla de su
hermano muerto, cuando su cabaña estuvo congelada durante dos largos meses.
Sentadas en el porche de la casa de Baba Olya, las ancianas se asomaban al
bosque y susurraban khitka. La sola palabra erizaba el vello de los brazos de Nadya,
pero ya no era una niña, así que se rio con su hermano de esa conversación tan tonta.
Los khitkii eran rencorosos espíritus forestales, sedientos de sangre y vengativos.
Pero en las historias eran conocidos por perseguir a los recién nacidos, no a chicas
crecidas, casi lo bastante grandes para casarse.
―¿Quién puede decir qué conforma el apetito? ―dijo Baba Olya con un gesto
desdeñoso de su mano huesuda―. Puede que esta vez sientan apetito de celos. O
enojo.
―Tal vez solo le guste el sabor de nuestras niñas ―opinó Anton Kozar, cojeando
con su pierna buena y moviendo su lengua de manera obscena. Las mujeres
chillaron como gansos y Baba Olya le arrojó una roca. Veterano de guerra o no, ese
hombre era asqueroso.
Cuando el padre de Nadya oyó a las mujeres rumorear que Duva estaba maldita
y exigían que el sacerdote diera sus bendiciones en la plaza del pueblo, simplemente
negó con la cabeza.
―Un animal ―insistió él―. Un lobo loco de hambre.
Conocía todos los caminos y rincones de la selva, por lo que él y sus amigos
tomaron sus rifles y se volvieron a adentrar al bosque, llenos de sombría
determinación. Pero por segunda vez no encontraron nada, y las mujeres se quejaron
con más ganas. ¿Qué animal no dejaba huellas, senderos, ni rastro de un cuerpo?
La sospecha recorrió el pueblo. Ese lujurioso Anton Kozar había regresado del
frente norte muy cambiado, ¿no era así? Peli Yerokin siempre había sido un chico
violento. Y Bela Pankin era una mujer muy peculiar, viviendo en esa granja con su
raro hijo, Uri. Un khitka podía adquirir cualquier forma. Tal vez no “encontró” esa
muñeca de la chica perdida, después de todo.
De pie en el borde de la tumba de su madre, Nadya advirtió el muñón
ensangrentado de Anton y su sonrisa lasciva, la expresión preocupada de Bela
Pankin, el nervioso Peli Yerokin con el cabello enredado y puños apretados, y la
sonrisa simpática de la viuda Karina Stoyanova, cómo sus encantadores ojos negros
permanecían fijos en el padre de Nadya mientras el ataúd que él mismo había tallado
con mucho esmero era depositado en la firme tierra.
El khitka podía adoptar cualquier forma, pero su figura preferida era la de una
mujer hermosa.

Muy pronto, Karina parecía estar en todos lados, llevándole comida y kvas como
regalos al padre de Nadya, susurrándole al oído que necesitaba de alguien que se
encargara de él y sus hijos. Havel asistiría pronto al reclutamiento, a entrenar en
Poliznaya y comenzar su servicio militar, pero Nadya aún necesitaría de cuidados.
―Después de todo ―dijo Karina en su voz dulce y cálida―, no quieres que te
deshonre.
Más tarde esa noche, Nadya se acercó a su padre mientras él bebía kvas junto al
fuego. Maxim estaba tallando. Cuando no tenía nada más que hacer, a veces le
fabricaba muñecas a Nadya, aunque ella había dejado de jugar con ellas desde hacía
mucho tiempo. Su afilado cuchillo se movía sin descanso, dejando rizos de suave
madera en el suelo. Había pasado demasiado tiempo en casa. El verano y el otoño
que podría haber pasado buscando trabajo lo había perdido debido a la enfermedad
de su esposa, y las nevadas de invierno no tardarían en bloquear los caminos.
Mientras su familia pasaba hambre, sus muñecas de madera se amontonaban sobre
la repisa de la chimenea, como un coro silencioso e inútil. Maldijo al cortarse el dedo
pulgar, y solo en ese momento notó a Nadya de pie junto a su silla, nerviosa.
―Papá ―dijo Nadya―. Por favor, no te cases con Karina.
Tenía la esperanza de que él negara haber estado considerando tal cosa. En su
lugar, se chupó el pulgar herido y dijo:
―¿Por qué no? ¿No te agrada Karina?
―No ―contestó Nadya con honestidad―. Y yo no le agrado a ella.
Maxim rio y pasó sus callosos nudillos por la mejilla de su hija.
―Dulce Nadya, ¿quién podría odiarte?
―Papá…
―Karina es una mujer buena ―dijo Maxim. Sus nudillos rozaron su mejilla de
nuevo―. Sería mejor que… ―Abruptamente, dejó caer su mano y volvió el rostro al
fuego. Su mirada era distante, y cuando habló, su voz resultó fría y extraña, como si
proviniera del fondo de un pozo―. Karina es una mujer buena ―repitió. Sus dedos
apretaron los brazos de su silla―. Ahora, déjame en paz.
«Ya lo ha poseído ―pensó Nadya―. Está bajo su hechizo».

La noche antes de que Havel se marchara al sur se celebró un baile en el granero


de la granja Pankin. En mejores años podría haber sido una noche estridente, con
mesas repletas de platos de nueces y manzanas, tarros de miel y jarras de amargo
kvas. Los hombres aun así bebieron y se tocó el violín, pero ni siquiera las ramas de
pino ni el alto resplandor del atesorado samovar de Baba Olya podían ocultar el
hecho de que ahora las mesas estaban vacías. Y aunque la gente bailaba y aplaudía,
no podían ahuyentar la tristeza que parecía flotar en el aire de la habitación.
Genetchka Lukin fue nombrada Dros Koroleva, Reina del Deshielo, y bailó con
todo el que se lo pidió, con la esperanza de que eso provocara un invierno corto,
pero solo Havel lucía realmente feliz. Se iba al ejército para cargar un arma y comer
comidas calientes de la mano del Rey. Podría morir o regresar herido como muchos
antes que él, pero esta noche, su rostro brillaba por el alivio de dejar Duva a sus
espaldas.
Nadya bailó una vez con su hermano, una vez con Victor Yeronoff, y luego tomó
asiento con las viudas, esposas y niños. Su mirada se posó en Karina, parada cerca
de su padre. Sus extremidades eran ramas de abedul blanco, sus ojos eran hielo sobre
agua negra. Maxim parecía inestable sobre sus pies.
Khitka. La palabra flotó hacia Nadya desde los aleros escondidos del granero,
mientras observaba a Karina entrelazar su brazo con el de Maxim como el tallo
pálido de una enredadera. Nadya apartó esos tontos pensamientos y se volteó para
ver bailar a Genetchka Lukin, con su largo cabello rubio trenzado con lazos de un
rojo brillante. Nadya se avergonzó al sentir una punzada de envidia. «Estúpida» se
dijo, observando a Genetchka mientras luchaba por bailar con Anton Kozar. Él
simplemente permanecía de pie y se balanceaba, un brazo manteniendo el equilibrio
con su muleta, y la otra aferrándose a la cintura de la pobre Genetchka. Estúpida,
pero seguía sintiendo la envidia.
―Vete con Havel ―dijo una voz por encima de su hombro.
Nadya casi saltó. No había notado que Karina estaba de pie a su lado. Levantó la
vista a la esbelta mujer con cabello negro cuyos rizos caían alrededor de su pálido
cuello.
Dirigió la mirada de nuevo al baile.
―No puedo y usted lo sabe. No tengo la edad suficiente. ―Todavía faltaban dos
años para que reclutaran a Nadya.
―Entonces miente.
―Este es mi hogar ―susurró Nadya, furiosa, avergonzada por las lágrimas que
se acumulaban en sus ojos―. No puede simplemente enviarme lejos de aquí. ―«Mi
padre no te dejará» añadió en su cabeza, pero, por alguna razón, no tuvo la valentía
para decirlas en voz alta.
Karina se inclinó, acercándose a Nadya. Cuando sonrió, sus labios húmedos y
rojos dejaron al descubierto lo que parecían demasiados dientes.
―Havel al menos podría trabajar y cazar ―susurró ella―. Tú eres solo una boca
más. ―Extendió la mano y tiró de uno los rizos de Nadya, fuerte. Nadya sabía que
si su padre miraba en su dirección, tan solo vería a una mujer hermosa, sonriendo y
hablando con su hija, quizá alentándola a bailar.
―Te lo advertiré una sola vez ―siseó Karina Stoyanova―. Vete.
Al día siguiente la madre de Genetchka Lukin descubrió que nadie había
dormido en la cama de su hija. La Reina del Deshielo nunca había vuelto del baile.
En las afueras del bosque, un lazo rojo se agitaba entre las ramas de un delgado
abedul, con unos cuantos mechones rubios colgando del nudo, como si se lo
hubieran arrancado de la cabeza.
Nadya permaneció en silencio mientras la madre de Genetchka caía de rodillas
y empezaba a lamentarse, llamando a sus Santos y presionando el lazo rojo contra
sus labios mientras lloraba. Al otro lado de la carretera, Nadya vio a Karina
observándola, sus ojos negros, sus labios curvados hacia abajo como corteza
agrietada, sus largos y esbeltos dedos como pequeñas ramas sin hojas, desnudas por
un viento fuerte.
Cuando Havel se despidió, acercó a Nadya.
―Mantente a salvo ―le susurró al oído.
―¿Cómo? ―contestó Nadya, pero Havel no tuvo respuesta.
Una semana después, Maxim Grushov y Karina Stoyanova se casaron en la
pequeña capilla blanca del centro del pueblo. No había comida para hacer una fiesta
de boda, y no había flores para decorar el cabello de la novia, pero ella usó el
kokochnik de perlas de su abuela y todos estuvieron de acuerdo en que, aunque las
perlas seguramente eran falsas, lucía encantadora de todas maneras.
Esa noche, Nadya durmió en el salón de Baba Olya para que los novios pudieran
estar solos. Por la mañana, cuando volvió a casa, se la encontró silenciosa, ya que la
pareja aún dormía. En la mesa de la cocina había una botella de vino volcada y los
restos de lo que seguramente había sido una tarta; las migas mantenían el aroma a
azahar. Parecía que, después de todo, Karina todavía tenía algo de azúcar sobrante.
Nadya no pudo evitarlo. Lamió el plato.
A pesar de la ausencia de Havel, la casa ahora se sentía repleta. Maxim se paseaba
por las habitaciones, incapaz de estarse quieto por más de unos pocos minutos.
Parecía calmado después de la boda, casi feliz, pero con cada día que pasaba, se
volvía más inquieto. Bebía y maldecía por su falta de trabajo, por su trineo perdido,
por su barriga vacía. Le contestaba bruscamente a Nadya y se alejaba ella se acercaba
demasiado, como si apenas pudiera soportar su presencia.
En las raras ocasiones en las que Maxim le mostraba a Nadya alguna señal de
afecto, Karina aparecía rondando por la puerta, con sus avariciosos ojos negros y un
trapo enroscado en sus pequeñas manos. Mandaba a Nadya a la cocina a hacer
alguna tarea ridícula, ordenándole que se apartara del camino de su padre.
En las comidas, Karina observaba a Nadya comer como si cada trago de caldo
aguado fuera una ofensa, como si cada cucharada de Nadya vaciase el estómago de
Karina un poco más, agrandando el agujero que ya había en él.
Poco después de una semana había pasado cuando Karina agarró el brazo de
Nadya y le señaló con la cabeza al bosque.
―Ve a revisar las trampas ―dijo.
―Ya casi anochece ―protestó Nadya.
―No seas tonta. Hay mucha luz. Ahora ve, sé útil, y no vuelvas sin un conejo
para la comida.
―¿Dónde está mi padre? ―preguntó Nadya.
―Está con Anton Kozar, jugando cartas y bebiendo kvas, intentando olvidar que
fue maldecido con una hija inútil. ―Karina empujó a Nadya de la casa―. Ve, o le
diré que te atrapé con Victor Yeronoff.
Nadya anhelaba ir a las lamentables habitaciones de Anton Kozar, tirar el kvas
de la mano de su padre y decirle que quería que echara de su casa a la extraña de
ojos oscuros. Y si hubiese estado segura de que su padre estaría de su lado, lo habría
hecho. En cambio, Nadya se adentró en el bosque.
No se molestó en hacer silencio o ir con sigilo, y cuando vio las dos primeras
trampas vacías, ignoró el golpeteo de su corazón y las alargadas sombras y continuó
andando, siguiendo las piedras blancas que Havel solía usar para señalar el camino.
En la tercera trampa encontró una liebre marrón, temblando de terror. Ignoró el
silbido de pánico de sus pulmones cuando le rompió el cuello con un único y
decidido giro de su muñeca, y sintió cómo su cálido cuerpo se volvía flojo. Mientras
volvía a casa con su premio, se imaginó el placer de su padre cuando comiera la
comida. Le diría que fue valiente y tonto adentrarse en el bosque sola, y cuando le
dijera que su nueva esposa se lo ordenó, él echaría a Karina de su casa para siempre.
Pero cuando entró a la casa, Karina la estaba esperando con su pálido rostro
furioso. Agarró a Nadya, le arrancó el conejo de las manos, y la empujó dentro de
su habitación. Nadya escuchó cómo echaba el pestillo. Por un buen rato golpeó la
puerta, gritando que la liberaran. Pero, ¿quién estaba allí para escucharla?
Finalmente, débil por el hambre y la frustración, dejó fluir las lágrimas. Se
acurrucó en la cama, sacudida por los sollozos, despierta por el rugido de su
estómago vacío. Echaba de menos a Havel, echaba de menos a su madre. Lo único
que tenía para comer era un trozo de nabo del desayuno, y sabía que si Karina no le
hubiera quitado la liebre, la habría abierto y se la habría comido cruda.
Más tarde oyó abrirse la puerta de la casa, escuchó los pasos poco firmes de su
padre por el pasillo, el golpe vacilante de sus dedos en su puerta. Antes de que
pudiera contestar escuchó la voz de Karina canturreando. Silencio, roce de telas, un
golpe seguido de un gemido, después el firme golpe sordo de cuerpos contra la
pared. Nadya apretó la almohada contra sus oídos, intentando sofocar los gemidos
y jadeos, segura de que Karina sabía que podía escucharlos y que esto era algún tipo
de castigo. Enterró su cabeza bajo el edredón, pero no pudo escapar del vergonzoso
y frenético ritmo. Pudo escuchar la voz de Karina, aquella noche en el baile: «Te lo
advertiré una sola vez. Vete. Vete. Vete».
Al día siguiente el padre de Nadya no se levantó hasta después del mediodía.
Cuando entró a la cocina y Nadya le entregó su taza de té, se apartó de ella, mirando
el suelo. Karina se quedó junto al lavabo, con la cara seria, mezclando lejía.
―Voy a casa de Anton ―informó Maxim.
Nadya quería rogarle que no la dejara, pero incluso en su cabeza la plegaria
sonaba tonta. Al segundo siguiente, ya se había ido.
Esta vez, cuando Karina la agarró y le dijo, «Ve a revisar las trampas», Nadya no
discutió.
Se había aventurado en el bosque una vez y lo haría de nuevo. Esta vez, limpiaría
y cocinaría el conejo ella misma y volvería a casa con el estómago lleno, con la
suficiente fuerza como para enfrentarse a Karina con o sin la ayuda de su padre.
La esperanza la hizo obstinada, y cuando los primeros copos de nieve cayeron,
Nadya siguió adelante, moviéndose de una trampa vacía a la siguiente. Solo cuando
la luz comenzó a desvanecerse se dio cuenta de que ya no podía distinguir las
piedras blancas de Havel.
Nadya se quedó de pie bajo la nieve y se volvió lentamente, buscando alguna
señal familiar que la llevara de vuelta al camino. Los árboles eran negras sombras,
el suelo subía en una cuesta para caer de nuevo en suaves ondulaciones, la luz se
había vuelto pálida y difusa. No había manera de saber cómo volver a casa. Todo a
su alrededor era silencio, interrumpido solo por el susurro del viento y su propia
respiración, mientras el bosque se oscurecía cada vez más.
Y entonces lo olió, caliente y dulce, una fragante nube densa con un aroma que
dejó un rastro en su nariz: azúcar morena.
La respiración de Nadya se convirtió en frenéticos jadeos, y aunque el terror
dentro de ella crecía, la boca se le hizo agua. Pensó en el conejo, sacado de la trampa,
el rápido latido de su corazón, sus ojos en blanco. Algo la rozó en la oscuridad.
Nadya no se detuvo a pensar; corrió.
Corrió ciegamente a través del bosque, las ramas le rasguñaban las mejillas, sus
pies se enredaban en las zarzas cubiertas de nieve, dudando si lo que escuchaba eran
sus propias pisadas torpes o las de algo babeando a sus espaldas, algo con muchos
dientes y dedos largos y blancos que se agarraban al dobladillo de su abrigo.
Cuando vio una débil luz parpadeando entre los árboles por delante de ella, por
un segundo delirante pensó que de alguna manera había vuelto a casa. Pero cuando
se adentró en el claro, vio que la cabaña en ruinas ante ella estaba completamente
mal. Estaba inclinada y torcida, con luces que brillaban en todas y cada una de las
ventanas. Nadie en el pueblo malgastaría velas de esa manera.
La cabaña parecía moverse, casi como si se estuviera volteando hacia ella para
darle la bienvenida. Dudó, dio un paso atrás. Una ramita se partió detrás de ella.
Salió corriendo hacia la puerta decorada de la cabaña.
Nadya cogió el pomo y una lámpara se balanceó sobre su cabeza.
―¡Ayuda! ―gritó. Y la puerta se abrió repentinamente. Entró, dando un portazo
tras ella. ¿Eso había sido un golpe? ¿Patas escarbando? Era difícil escucharlo por
encima de los roncos jadeos que salían de su pecho. Se quedó de pie, con la cabeza
apoyada en la puerta, esperando a que su corazón se calmara, y solo entonces,
cuando pudo tomar una respiración completa, se giró.
El cuarto era cálido y dorado, como el interior de un panecillo, cargado de olor a
carne asada y pan recién horneado. Todas las superficies brillaban como si fueran
nuevas, alegremente pintadas con hojas y flores, animales y personas diminutas; la
pintura era tan fresca y brillante que le dolía mirarla después de las pálidas y grises
superficies de Duva.
En la pared de enfrente una mujer se encontraba junto a una estufa negra que se
extendía por todo lo largo de la habitación. Veinte ollas diferentes hervían encima
de ella, algunas pequeñas y tapadas, otras grandes y a punto de derramarse. El
horno que había debajo tenía dos puertas de hierro que se abrían desde el centro y
era tan grande que un hombre podría tumbarse a lo largo en su interior, o al menos
un niño.
La mujer levantó la tapa de una de las ollas y una fragante nube de vapor alcanzó
a Nadya. Cebollas. Acedera. Pollo. El hambre hizo acto de presencia en ella, más
penetrante que el miedo y la consumió por dentro. Un gruñido bajo se le escapó de
los labios y se tapó la boca con la mano.
La mujer miró por encima de su hombro.
Era vieja, pero no fea, y tenía una larga trenza gris anudada con un lazo rojo.
Nadya observó fijamente el lazo y vaciló, pensando en Genetchka Lukin. Los aromas
de azúcar, cordero, ajo y mantequilla, todos puestos unos sobre otros, la hicieron
temblar de deseo.
Un perro estaba tumbado hecho un ovillo en una cesta, royendo un hueso, pero
cuando Nadya lo miró mejor, vio que no era un perro en absoluto, sino un pequeño
oso usando un collar dorado.
―¿Te gusta Vladchek?
Nadya asintió.
La mujer puso una pila de platos de estofado en la mesa.
―Siéntate ―dijo la mujer mientras se volvía a la cocina―. Come.
Nadya se quitó el abrigo y lo colgó en la puerta. Se quitó los mitones húmedos y
se sentó cuidadosamente a la mesa. Levantó la cuchara, pero volvió a vacilar. Sabía
por historias que no debes comer en la mesa de una bruja.
Pero al final, no pudo resistirse. Se comió el estofado, cada caliente y sabroso
bocado, continuó con los rollos de hojaldre, ciruelas en almíbar, pudín de huevo, y
un pastel de ron con pasas y azúcar morena. Nadya comió y comió mientras la mujer
se encargaba de las ollas en la estufa, a veces tatareando un poco mientras trabajaba.
«Me está engordando ―pensó Nadya, mientras los párpados se le volvían
pesados―. Esperará a que me duerma, después me meterá en el horno y me cocinará
para hacer más estofado». Pero Nadya se dio cuenta de que no le importaba. La
mujer puso una manta junto a la estufa, cerca de la cesta de Vladchek y Nadya se
durmió, contenta de que al menos moriría con la barriga llena.
Pero cuando se levantó a la mañana siguiente, todavía se encontraba en una pieza
y la mesa estaba preparada, con un bol caliente de gachas de avena, una pila de
tostadas de centeno con mantequilla, y platos de brillantes y pequeños arenques
flotando en aceite.
La anciana se presentó como Magda, después se sentó en silencio, chupando una
ciruela con azúcar, mirando a Nadya comer su desayuno.
Nadya comió hasta que le empezó a doler el estómago, mientras la nieve seguía
cayendo afuera. Cuando acabó, puso el bol vacío en el suelo donde Vladchek lo
limpió a lametazos. Solo entonces Magda escupió la semilla de la ciruela en su mano
y dijo:
―¿Qué quieres?
―Quiero volver a casa ―contestó Nadya.
―Entonces, vete.
Nadya miró fuera, donde seguía nevando mucho.
―No puedo.
―Pues bien ―dijo Magda―. Ven, y ayúdame a revolver la olla.
El resto del día, Nadya remendó calcetines, lavó cacerolas, picó hierbas y filtró
siropes. Permaneció de pie delante de la estufa durante horas, con el pelo rizándose
por el calor y el vapor, removiendo las pequeñas ollas, y preguntándose mientras
tanto qué iba a ser de ella. Esa noche comieron hojas de col rellenas, crujiente ganso
asado y pequeños platos de crema de albaricoque.
Al día siguiente, Nadya desayunó panqueques empapados en mantequilla,
rellenos de cerezas y crema. Cuando acabó, la bruja le preguntó:
―¿Qué quieres?
―Quiero volver a casa ―contestó Nadya, echando un vistazo a la nieve que caía
fuera―. Pero no puedo.
―Pues bien ―repuso Magda―. Ven y ayúdame a revolver la olla.
Y así pasó el tiempo, día tras día, mientras la nieve caía y llenaba el claro con
grandes montañas blancas.
La mañana que la nieve finalmente se detuvo, la bruja le dio a Nadya tarta de
patata y salchichas y le preguntó:
―¿Qué quieres?
―Quiero volver a casa ―dijo Nadya.
―Pues bien ―replicó Magda―. Será mejor que empieces a cavar.
Así que Nadya cogió la pala y abrió un camino alrededor de la cabaña,
acompañada por Vladchek resoplando detrás de ella y un cuervo sin ojos que Magda
alimentaba con migas de centeno, y que a veces descansaba en el hombro de la bruja.
Por la tarde, Nadya comió un trozo de pan negro untado con queso blando y un
plato de manzanas cocidas. Magda le dio un tazón de té caliente con azúcar, se dio
la vuelta y se fue.
Cuando finalmente alcanzó el borde del claro, se preguntó hacia dónde debía ir.
La helada ya había llegado. El bosque era una masa congelada de nieve y ramas
enmarañadas. ¿Qué la estaría esperando ahí dentro? E incluso si lograba avanzar a
través de la profunda nieve y encontrar su camino de vuelta a Duva, ¿después qué?
¿Recibiría un vacilante abrazo de su débil padre? O peor, ¿de su esposa de ojos
furiosos? Ningún camino la podría llevar de vuelta al hogar que había conocido. El
pensamiento abrió una sombría grieta en su interior, una fisura por la que se colaba
el frío. Por un terrorífico momento, no fue nada más que una niña perdida, sin
nombre y odiada. Pudo haber permanecido allí para siempre, con una pala en la
mano, sin que nadie la buscara para llevarla de vuelta a casa. Nadya se volteó y
corrió de vuelta al cálido interior de la cabaña, susurrando su nombre en voz baja,
como si pudiera olvidarlo.
Todos los días, Nadya trabajaba. Limpiaba el suelo, el polvo de las estanterías,
cosía ropa, apartaba nieve, y quitaba el hielo de las ventanas. Pero, sobre todo,
ayudaba a Magda a cocinar. No todo era comida. Había tónicos, pomadas, pastas de
olor amargo, polvos de todos los colores guardados en pequeñas cajas de esmalte y
tinturas en botellas de cristal marrón. Siempre había algo extraño cociéndose en la
cocina.
Pronto supo por qué.

Vinieron tarde esa misma noche, cuando la luna se estaba poniendo,


arrastrándose por kilómetros de hielo y nieve, en trineos y ponis peludos, incluso a
pie. Trajeron huevos, tarros de conservas, sacos de harina, fardos de trigo. Trajeron
pescado ahumado, bloques de sal, ruedas de queso, botellas de vino, latas de té, y
bolsa tras bolsa de azúcar, pues no se podía negar lo golosa que era Magda. Lloraron
por pociones de amor y por pociones ilocalizables. Rogaron volverse hermosos,
sanos, ricos.
Como siempre, Nadya permaneció escondida. Bajo las órdenes de Magda, ella
escaló alto hasta los estantes de la despensa.
―Quédate aquí y permanece callada ―dijo Magda―. No necesito nuevos
rumores de que estuve robando chicas.
Así que Nadya se sentó con Vladchek, mordisqueando una galleta de especias o
chupando un trozo de regaliz negro, observando a Magda trabajar. Pudo haber
anunciado su presencia a los desconocidos en cualquier momento, rogar que la
llevaran a casa o le dieron refugio, gritar que había sido atrapada por una bruja.
Pero, en cambio, se sentó en silencio, mientras el azúcar se derretía en su lengua, y
observaba cómo se le acercaban a esta anciana, cómo acudían a ella con
desesperación, con resentimiento, pero siempre con respeto.
Magda les entregó gotas para los ojos, tónicos para el cuero cabelludo. Pasó las
manos sobre sus arrugas, golpeteó el pecho de un hombre hasta que éste escupió
bilis negra. Nadya nunca estuvo segura de qué era verdad y qué era parte del
espectáculo hasta la noche que llegó la mujer de piel de cera.
Estaba demacrada, como todos, su rostro como una calavera de profundos
huecos. Magda le preguntó lo que le preguntaba a todo el que pasaba por su puerta:
«¿Qué quieres?» La mujer colapsó en sus brazos, sollozando, mientras Magda le
murmuraba palabras tranquilizantes, le daba unas palmaditas en la mano, le secaba
las lágrimas. Conversaron en voz demasiado baja, lo que le impidió a Nadya
escuchar, y antes de que la mujer se marchara, sacó una pequeña bolsa de su bolsillo
y vació el contenido en la palma de Magda. Nadya torció su cuello para obtener una
mejor vista, pero las palmas de Magda se cerraron demasiado pronto.
Al día siguiente, Magda envió a Nadya al exterior a palear la nieve. Cuando
volvió para el almuerzo, se espantó al ver un guiso de bacalao. El anochecer llegó, y
mientras Nadya terminaba de espolvorear sal por los bordes del camino, el aroma a
pan de jengibre flotó hasta ella a través del claro, rico y sabroso, llenando su nariz
hasta que casi se sintió ebria.
Durante la cena, esperó a que Magda abriera el horno, pero cuando la comida
estuvo terminada, la anciana colocó una porción del pie de limón del día anterior
ante ella. Nadya se encogió de hombros. Mientras alcanzaba la crema, escuchó un
leve sonido, un gorgoteo. Miró a Vladchek, pero el oso estaba durmiendo, roncando
suavemente.
Y entonces lo escuchó de nuevo, un gorgoteo seguido de un arrullo lastimero.
Que venía del interior del horno.
Nadya se retiró de la mesa, por poco no tira su silla, y observó a Magda
atentamente, horrorizada, pero la bruja ni siquiera se inmutó.
Un golpe se escuchó en la puerta.
―Ve a la despensa, Nadya.
Por un momento, Nadya osciló entre la mesa y la puerta. Luego retrocedió,
deteniéndose solo para agarrar el collar de Vladcheck y arrastrarlo con ella hasta la
repisa de la despensa, reconfortada por su respiración somnolienta y el cálido pelaje
entre sus manos.
Magda abrió la puerta. La mujer de la piel de cera estaba esperando en el umbral,
casi como si temiera moverse. Magda cogió unas toallas y abrió el horno. Un grito
chillón llenó la habitación. La mujer se aferró a la manilla de la puerta cuando sus
rodillas cedieron, luego se llevó las manos a la boca, mientras su pecho se agitaba y
las lágrimas bajaban por sus pálidas mejillas. Magda envolvió al bebé de jengibre en
un pañuelo rojo y se lo entregó, retorciéndose y maullando, a los temblorosos y
abiertos brazos de la mujer.
―Milaya ―canturreó la mujer. «Dulce niña». Le dio la espalda a Magda y
desapareció en la noche, sin molestarse en cerrar la puerta tras ella.

Al día siguiente, Nadya dejó su desayuno intacto y posó su frío tazón de avena
en el suelo para que Vladchek lo comiera. Él levantó la nariz hacia el plato hasta que
Magda lo puso de vuelta a calentar en la estufa.
Antes de que Magda pudiera hacerle su pregunta, Nadya dijo:
―Ese no era un niño de verdad. ¿Por qué se lo llevó?
―Era lo bastante real.
―¿Qué le sucederá? ¿Qué le pasará a ella? ―preguntó Nadya, con un toque
peligroso en su voz.
―Eventualmente se volverá solo migajas ―dijo Magda.
―Y luego, ¿qué? ¿Solo le harás otro?
―La madre estará bien muerta cuando llegue ese momento. Tiene la misma
fiebre que mató a su hijo.
―Entonces, ¡cúrala! ―gritó Nadya, golpeando la mesa con su intacta cuchara.
―Ella no pidió que la curara. Me pidió un bebé.
Nadya se puso los mitones y se apresuró hacia el patio. No entró para el
almuerzo. Y también pretendía saltarse la cena, para demostrar qué opinaba de
Magda y su terrible magia. Pero cuando anocheció, su estómago estaba gruñendo, y
cuando Magda posó un plato de pato trozado con salsa cazadora, Nadya levantó su
tenedor y cuchillo.
―Quiero ir a casa ―le murmuró al plato.
―Entonces, vete ―dijo Magda.

El invierno acarreaba escarcha y frío, pero las lámparas siempre brillaban


doradas en la pequeña cabaña. Las mejillas de Nadya se tornaron rosadas y su ropa
se volvió ajustada. Aprendió cómo mezclar los tónicos de Magda sin mirar las
recetas y cómo hornear una torta de almendras con la forma de una corona.
Aprendió cuáles hierbas eran valiosas y cuáles eran peligrosas, y cuáles hierbas eran
valiosas porque eran peligrosas.
Nadya sabía que había mucho que Magda no le enseñaba. Se dijo que le alegraba,
que no quería tener nada que ver con las abominaciones de Magda. Pero algunas
veces sentía una curiosidad arañándola como una especie diferente de hambre.
Y entonces, una mañana, se despertó con el golpeteo del cuervo ciego en el
alféizar y el goteo, goteo, goteo de la nieve derretida del alero. El sol brillaba a través
de las ventanas. El deshielo ya empezaba.
Esa mañana, Magda sirvió rollitos dulces con jamón, un plato de huevos
sancochados, y ensalada verde. Nadya comió y comió, asustada de llegar al final de
su comida, pero eventualmente no pudo tragar otro bocado.
―¿Qué quieres? ―preguntó Magda.
Esta vez Nadya dudó, asustada.
―Si me voy, ¿no podría…?
―No puedes ir y venir a este lugar como si sacaras agua de un pozo. No dejaré
que traigas un monstruo a mi puerta.
Nadya se estremeció. Un monstruo. Así que había tenido razón sobre Karina.
―¿Qué quieres? ―preguntó Magda de nuevo.
Nadya pensó en Genetchka bailando, en la nerviosa Lara, en Betya y Ludmilla,
en las otras que ella nunca conoció.
―Quiero que mi padre se libere de Karina. Quiero que Duva sea libre. Quiero ir
a casa.
Gentilmente, Magda se acercó y tocó la mano izquierda de Nadya; primero el
dedo anular, por último, el meñique.
―Piénsalo ―dijo.

A la mañana siguiente, cuando Magda fue a servir el desayuno, encontró la


cuchilla que Nadya había dejado ahí.
Durante dos días la cuchilla permaneció intacta sobre la mesa, mientras ellas
medían, examinaban, y mezclaban, haciendo lote tras lote de masa. En la segunda
tarde, cuando el trabajo más difícil ya estaba hecho, Magda se giró hacia Nadya.
―Sabes que eres bienvenida a quedarte aquí conmigo ―dijo la bruja.
Nadya extendió su mano.
Magda suspiró. La cuchilla destelló bajo el sol de la tarde una sola vez, de acero
Grisha resplandeciendo en su color gris opaco, y luego lo bajó emitiendo el sonido
de un disparo.
Al ver sus dedos yaciendo olvidados en la mesa, Nadya se desmayó.
Magda sanó los muñones de los dedos de Nadya, ató su mano, y la dejó
descansar. Y mientras dormía, Magda tomó los dos dedos y los convirtió en una
pegajosa comida roja que mezcló con la masa.
Cuando Nadya revivió, trabajaron lado a lado, dándole forma a la niña de
jengibre en una bandeja casi tan grande como la puerta, y luego la metieron en el
horno.
Toda la noche se horneó la niña de jengibre, llenando la cabaña de un aroma
maravilloso. Nadya sabía que estaba oliendo sus propios huesos y sangre, pero aun
así se le hizo agua la boca. Durmió. Cerca del amanecer, las puertas del horno se
abrieron y la chica de jengibre se arrastró fuera. Cruzó la habitación, abrió la
ventana, y se recostó en el mostrador para enfriarse.
En la mañana, Nadya y Magda atendieron a la chica de jengibre, la espolvorearon
con azúcar, le cubrieron los labios con escarcha y le pusieron grandes rizos de
glaseado por cabello.
La vistieron con la ropa de Nadya y sus botas, y la dirigieron al camino que
llevaba a Duva.
Luego Magda sentó a Nadya a la mesa y tomó uno de los pequeños frascos del
gabinete. Abrió la ventana y el cuervo sin ojos vino a posarse en la mesa, picoteando
las migajas que quedaron de la niña de Jengibre.
Magda volcó el contenido del jarro en su palma y se la extendió a Nadya.
―Abre la boca ―dijo ella.
En la mano de Magda, en una pequeña piscina de fluido brillante, yacían un par
de brillantes ojos azules. Los ojos de Hatchling.
―No tragues ―dijo Magda severamente―, y no vomites.
Nadya cerró los ojos y se obligó a abrir la boca. Trató de no tener arcadas
mientras los ojos del cuervo se deslizaban en su lengua.
―Abre los ojos ―le ordenó Magda.
Nadya obedeció, y cuando lo hizo, el cuarto había cambiado por completo. Se
vio sentada en una silla, con los ojos aún cerrados y Magda a su lado. Intentó
levantar las manos, pero descubrió que unas alas se elevaron en su lugar. Saltó en
sus pequeñas patitas de cuervo y soltó un graznido de sorpresa.
Magda la ahuyentó hacia la ventana y Nadya, exaltada por la sensación de sus
alas y el viento que pasaba entre ellas, no percibió la tristeza en la mirada de la
anciana.
Nadya aleteó alto en el aire en un gran arco, mojando sus alas, aprendiendo a
sentirlas. Vio el bosque extenderse a sus pies, el claro, y la cabaña de Magda. Vio las
Petrazoi a los lejos y, bajando un poco, vio el sendero que había seguido la chica de
jengibre. Ella se abalanzó y esquivó los árboles, sin temor al bosque por primera vez
desde que tenía memoria.
Voló en círculos sobre Duva, vio la calle principal, el cementerio, los dos nuevos
altares. Dos niñas más murieron durante el invierno mientras que ella engordaba en
la mesa de la bruja. Ellas serían las últimas. Chilló y se lanzó al lado de la chica de
jengibre, dejándola en la delantera, su soldado, su campeona.
Nadya observó desde un tendedero mientras la chica de jengibre cruzaba el claro
hasta la casa de su padre. Desde adentro, se escuchaban voces discutiendo. ¿Acaso
él sabía lo que Karina había hecho? ¿Había comenzado a sospechar su verdadera
naturaleza?
La chica de jengibre golpeó la puerta y las voces se callaron. Cuando la puerta se
abrió, su padre escudriñó la oscuridad. Nadya se sorprendió al ver lo mal que lo
había dejado el invierno. Sus anchos hombros parecían encorvados y delgados, e
incluso desde la distancia, ella pudo ver la piel que colgaba de su cuerpo. Esperó
que él gritara de horror al ver al monstruo parado ante su puerta.
―¿Nadya? ―jadeó Maxim―. ¡Nadya! ―Apretó a la chica de jengibre entre sus
brazos mientras lloraba.
Karina apareció detrás de él en la puerta, cara pálida, ojos grandes. Nadya sintió
un poquito de decepción. De alguna manera, había esperado que Karina le diera un
vistazo a la chica de jengibre y se convirtiera en polvo, o que el ver a Nadya viva y
sana en la puerta la obligaría a confesar.
Maxim condujo a la chica de jengibre adentro y Nadya aleteó hacia la ventana
para espiar a través del vidrio.
La casa lucía más estrecha y gris que nunca comparada con la acogedora cabaña
de Magda. Vio que la colección de muñecas de madera sobre la repisa de la chimenea
había aumentado.
El padre de Nadya acariciaba el quemado brazo de la niña de jengibre, llenándola
de preguntas, pero la chica de jengibre permaneció en silencio, calentándose con el
fuego. Nadya ni siquiera estaba segura de que pudiera hablar.
Pero Maxim no pareció notar su silencio. Él continuó hablando, riendo, llorando,
moviendo su cabeza con asombro. Karina se cernía a sus espaldas, observando como
siempre lo hacía. Había miedo en sus ojos, pero también algo más, algo preocupante
que casi parecía gratitud.
Luego Karina dio un paso al frente, tocó la suave mejilla de la chica de jengibre
y su cabello de glaseado. Nadya esperó, segura de que Karina sería chamuscada,
que emitiría un grito cuando la piel de su mano se saliera como corteza, revelando
no huesos, sino ramas y la monstruosa forma de la khitka debajo de su bella piel.
En cambio, Karina inclinó la cabeza y murmuró lo que pudo haber sido una
oración. Tomó su abrigo del gancho.
―Voy a la casa de Baba Olya.
―Sí, sí ―dijo Maxim, distraído, incapaz de desviar la atención de su hija.
«Se está escapando» notó Nadya con horror. Y la chica de jengibre no iba a hacer
nada para detenerla.
Karina envolvió su cabeza con una bufanda, se puso los guantes, y salió por la
puerta, cerrándola a sus espaldas sin una pizca de duda.
Nadya saltó y graznó desde el alféizar de la ventana.
«Yo la seguiré ―pensó―. Le picotearé los ojos».
Karina se agachó, recogió una piedra del suelo, y se la arrojó a Nadya.
Nadya soltó un graznido de indignación.
Pero cuando Karina habló, su voz fue gentil.
―Vuela lejos ahora, pequeña ave ―dijo―. Algunas cosas es mejor dejarlas
ocultas. ―Y luego desapareció en la oscuridad.
Nadya movió sus alas, insegura de qué hacer. Volvió a asomarse por la ventana.
Su padre tenía a la chica de jengibre en su regazo y le acariciaba el cabello blanco.
―Nadya ―decía una y otra vez―. Nadya. ―Le acarició la carne marrón del
hombro, presionó los labios contra su piel.
Afuera, el pequeño corazón de Nadya latía contra sus huesos huecos.
―Perdóname ―susurró Maxim, las lágrimas en sus mejillas disolvieron el suave
glaseado del cuello de la chica.
Nadya se estremeció. Sus alas golpearon el vidrio, realizando marcas inútiles,
desesperadas en su superficie. Pero la mano de su padre se deslizó bajo el dobladillo
de su falda, y la chica de jengibre no se movió.
«No soy yo ―se dijo Nadya―. En realidad no. No soy yo».
Pensó en la inquietud de su padre, en sus caballos perdidos, en su preciado
trineo. Antes de eso... antes de eso, chicas habían desaparecido de otros pueblos, una
aquí, otra allá. Historias, rumores, crímenes lejanos. Pero luego la hambruna había
llegado, el largo invierno, y Maxim se había visto atrapado.
―Traté de parar ―dijo mientras acercaba a su hija―. Necesito que me creas
―rogó―. Di que me crees.
La chica de jengibre permaneció en silencio.
Maxim abrió su húmeda boca para besarla de nuevo y el sonido que emitió fue
entre un gemido y un suspiro mientras sus dientes se clavaban en su dulce hombro.
El suspiro se tornó en sollozo mientras mordía.
Nadya observó a su padre consumir a la chica de jengibre, mordida tras mordida,
miembro por miembro. Lloró mientras comía, pero no paró, y para el momento en
que terminó, el fuego se había apagado en la chimenea. Cuando acabó, se estiró en
el suelo, su estómago extendido, sus dedos pegajosos, su barba llena de migajas. Solo
entonces el cuervo se fue.

Encontraron al padre de Nadya allí la mañana siguiente, su interior destrozado


y apestando a podrido. Él había pasado toda la noche de rodillas, vomitando sangre
y azúcar. Karina no había vuelto a casa a ayudarlo. Cuando levantaron las tablas del
suelo manchado de sangre, encontraron cosas amontonadas, entre ellos, un libro de
oraciones para niños, un brazalete de cuentas de vidrio, el resto del brillante lazo
rojo que Genetchka había usado en su cabello la noche del baile, y el delantal blanco
de Lara Deniken, decorado con bordados cuyos hilos estaban impregnados de
sangre. Sobre la chimenea permanecieron las muñecas de madera.
Nadya voló de regreso a la cabaña de la bruja, volvió a su cuerpo, a las suaves
palabras de Magda y a las lamidas de Vladchek en su mano. Pasó largos días en
silencio, trabajando junto a Magda, solo comiendo pedacitos de comida.
No pasaba el tiempo pensando en su padre, sino en Karina. Karina quien había
encontrado formas de visitarlos cuando la madre de Nadya estaba enferma, quien
había llenado las habitaciones cuando Havel se fue, manteniendo a Nadya cerca.
Karina quien había llevado a Nadya al bosque, para que su padre no pudiese abusar
de nada más que un fantasma. Karina, quien se había entregado a un monstruo con
la esperanza de salvar a una sola chica.
Nadya limpió, cocinó y arregló el jardín, y pensó en Karina sola con Maxim
durante el largo invierno, temiendo su ausencia, anhelándola, buscando en la casa
algo que probara sus suposiciones, sus dedos rebuscando en los pisos y gabinetes,
intentando encontrar los secretos escondidos por las manos astutas del carpintero.

En Duva se hablaba de quemar el cuerpo de Maxim Grushov, pero al final lo


enterraron sin las oraciones santas, en tierra rocosa donde, hasta hoy en día, nada
crece. Los cuerpos de las chicas desaparecidas nunca fueron encontrados, aunque
ocasionalmente algún cazador se encontraba con un grupo de huesos en los bosques,
un peine de concha marina o un zapato.
Karina se mudó a otro pueblo pequeño. ¿Quién sabe qué le sucedió? Pocas cosas
buenas les suceden a mujeres solitarias. El hermano de Nadya, Havel, hizo servicio
en la campaña del norte y volvió a casa como un héroe. Y Nadya… Ella vivió con
Magda y aprendió todos los trucos de la anciana, es mejor no hablar de esa magia
en una noche como esta. Algunos dicen que cuando la luna está creciente, Nadya se
atreve a hacer cosas que ni Magda intentaría.
Ahora sabes qué tipo de monstruos acechaban los bosques cerca de Duva, y que
si alguna vez te encuentras con un oso de collar dorado, serás capaz de saludarlo
por su nombre. Así que cierra tu ventana firmemente y asegúrate de que el pestillo
esté trabado. Las cosas oscuras tienen la capacidad de deslizarse entre los lugares
más estrechos. ¿Tendremos algo bueno para comer?
Pues bien, ven, y ayúdame a revolver la olla.
El Zorro Demasiado Astuto

THE GRISHA #2.5


LEIGH BARDUGO
La primera trampa de la que el zorro escapó fueron las fauces de su madre.
Cuando se hubo recuperado del padecimiento de dar a luz a su camada, la
mamá zorro miró a sus zorritos y suspiró. Sería difícil alimentar a tantos hijos, y
para ser honestos, tenía hambre después de su tormento. Así que cogió a dos de los
más pequeños y se los comió rápidamente. Pero debajo de esos cachorros encontró
al zorro más débil, diminuto, de pelaje moteado y ojos amarillos.
―Debí haberte comido primero ―dijo―, estás condenado a una vida
miserable.
Para su sorpresa, el más débil respondió:
―No me comas, madre. Mejor tener hambre ahora que lamentarlo después.
―Mejor tragarte ahora que tener que contemplarte después. ¿Qué dirán todos
cuando vean semejante cara?
Una criatura inferior podría haber desesperado ante semejante crueldad, pero
el zorro vio vanidad en el pelaje cuidado de su madre y en sus patas blancas como
la nieve.
―Te contaré qué dirán ―replicó―. Cuando caminemos por el bosque, los
animales dirán «¡Mira a ese feo zorrito con su hermosa madre!» Y aunque estés
vieja y encanecida, no hablarán de cómo has envejecido, sino de la madre tan
hermosa que dio a luz a un hijo tan feo y esquelético.
Ella se lo pensó y descubrió que, después de todo, no tenía tanta hambre.

Ya que la mamá zorro creyó que el más débil moriría antes de un año, no se
molestó en ponerle nombre. Pero cuando su hijo menor sobrevivió el invierno y
también el siguiente, los animales necesitaron llamarle de alguna forma. Le
pusieron Koja, atractivo, como una especie de broma, y pronto se ganó una
reputación.
Cuando había apenas crecido, un grupo de sabuesos lo acorraló en un montón
de ramas fuera de su madriguera. Agazapado en la tierra húmeda, escuchando sus
terribles gruñidos, una criatura inferior podría haber sentido pánico, dado vueltas
en círculos y simplemente esperado a que el amo de los perros viniera a capturarlo.
En vez de eso, Koja gritó:
―¡Soy un zorro mágico!
El sabueso más grande se río con un ladrido.
―Puede que durmamos junto al fuego del amo y nos alimentemos de sus
sobras, pero no nos hemos vuelto tan blandos. ¿Crees que te dejaremos vivir a
cambio de promesas tontas?
―No ―dijo Koja con el tono más sumiso y servil―. Me han superado, eso es
claro. Pero me maldijeron para conceder un deseo antes de morir. Solo tienen que
pedirlo.
―¡Prosperidad! ―saltó uno.
―¡Salud! ―ladró otro.
―¡Carne de la mesa! ―gritó otro.
―Solo puedo cumplir un deseo ―dijo el zorrito feo―, y deben elegir rápido, o
cuando su amo llegue, me veré obligado a ofrecérselo a él.
Los sabuesos empezaron a discutir, se gruñeron y lanzaron dentelladas entre
ellos, y cuando desnudaron los colmillos y saltaron y se pusieron a pelear, Koja se
alejó.
Esa noche, en la seguridad del bosque, Koja y los otros animales bebieron y
brindaron por la mente rápida del zorro. En la distancia escucharon a los sabuesos
aullando ante la puerta de su amo, desgraciados, con frío y los estómagos vacíos.

Aunque Koja era astuto, no siempre tenía suerte. Un día, cuando corría de
regreso de la granja Tupolev con el cuerpo regordete de una gallina en la boca,
pisó una trampa.
Cuando los dientes metálicos se cerraron con un chasquido, una criatura
inferior podría haber dejado que su miedo lo dominara, podría haber gemido y
chillado y así atraer al granjero engreído, o podría haber intentado roerse la pierna.
En vez de eso, Koja se quedó allí acostado, jadeando, hasta que escuchó al oso
negro, Ivan Gostov, que atravesaba el bosque. Gostov era un animal sediento de
sangre, ruidoso y grosero, no era bienvenido en los festines. Su pelaje siempre
estaba apelmazado y sucio, y era igual de probable que devorara a los anfitriones
que la comida que servían. Pero se podía razonar con un asesino… no así con una
trampa de metal.
Koja lo llamó.
―Hermano, ¿no me ayudarás a liberarme?
Cuando Ivan Gostov vio que Koja sangraba, soltó una carcajada.
―¡Con gusto! ―rugió―. Te liberaré de esa trampa y esta noche cenaré gratis
estofado de zorro.
El oso arrancó la cadena y se arrojó a Koja sobre la espalda. Colgando de los
dientes metálicos de la trampa por la pierna herida, una criatura inferior podría
haber cerrado los ojos y orado por una muerte rápida. Pero si Koja tenía palabras,
entonces tenía esperanza.
Susurró a las pulgas que traqueteaban en el pelaje sucio del oso:
―Si muerden a Ivan Gostov, dejaré que vengan a vivir en mi pelaje durante un
año. Podrán alimentarse de mi todo lo que quieran y prometo no bañarme,
rascarme o empaparme en keroseno. Les aseguro que pasarán un buen rato.
Las pulgas susurraron entre sí. Ivan Gostov era un oso que sabía mal, y
constantemente se metía a los arroyos o rodaba sobre su espalda en un intento de
librarse de ellas.
―Te ayudaremos ―corearon al fin.
Ante la señal de Koja, atacaron al pobre Ivan Gostov, y lo mordieron justo en el
lugar entre los hombros donde sus grandes garras no podían alcanzar.
El oso se rascó y revolcó y vociferó su miseria. Arrojó la cadena pegada a la
trampa de Koja y se retorció y revolcó en el piso.
―¡Ahora, hermanitas! ―gritó Koja. Las pulgas saltaron al pelaje del zorro y a
pesar del dolor en la pierna, Koja corrió hasta su madriguera, arrastrando la
cadena sanguinolenta tras él.

Fue un año desagradable para el zorro, pero mantuvo su promesa. Aunque la


comezón lo volvía loco, no se rascó, e incluso se vendó las patas para evitar la
tentación. Como olía tan horrible, nadie quería acercársele, y aun así no se bañó.
Cuando Koja tenía la urgencia de correr al río, miraba la cadena que mantenía
enrollada en un rincón de su madriguera. Con ayuda de Tejón Rojo se había
librado de la trampa, pero había conservado la cadena como recordatorio de que
debía su libertad a las pulgas y a su ingenio.
Solo Lula, el ruiseñor, venía a verlo. Apoyada en las ramas del abedul gorjeaba
su risa.
―No eres tan astuto, ¿eh, Koja? Nadie te visita y estás cubierto de costras. Eres
aún más feo que antes.
A Koja no le preocupaba.
―Puedo soportar la fealdad ―respondió―. Descubrí que lo único con la que
no puedo vivir es la muerte.

Cuando se cumplió el año, Koja atravesó cuidadosamente el bosque que


rodeaba la granja Tupolev y se aseguró de evitar los dientes de cualquier trampa
que pudiera estar escondida bajo el follaje. Se escabulló por entre el gallinero, y
cuando uno de los sirvientes abrió la puerta de la cocina para sacar los
desperdicios, se deslizó en la casa del mismísimo Tupolev. Utilizó los dientes para
jalar las cobijas de la cama del granjero y dejó que las pulgas se metieran en ella.
―Que pasen un buen rato, amigas ―dijo―. Espero que me perdonen si no les
pido que me visiten de nuevo.
Las pulgas gritaron sus despedidas y se sumergieron bajo las cobijas, con el
anhelo de alimentarse del granjero y su esposa.
En su camino de salida, Koja agarró una botella de kvas de la alacena y una
gallina del patio, y los dejó frente a la entrada de la cueva de Ivan Gostov. Cuando
el oso apareció, olfateó las ofrendas de Koja.
―Muéstrate, zorro ―rugió―. ¿Quieres engañarme de nuevo?
―Tú me liberaste, Ivan Gostov. Si te place, puedes comerme. Pero te advierto
que soy fibroso y correoso. Solo mi lengua tiene sabor. Soy una comida amarga,
pero soy excelente compañía.
El oso se rio tan fuerte que sacudió al ruiseñor de su rama en el valle más allá.
Él y Koja compartieron la gallina y el kvas, y pasaron la noche contándose historias.
Desde entonces fueron amigos, y era sabido que quien se enfrentara al zorro se
arriesgaba a la ira de Ivan Gostov.

Entonces vino el invierno y el oso negro desapareció. Los animales ya habían


notado desde hace tiempo que sus cifras disminuían. Los ciervos eran escasos y
también las criaturas pequeñas: conejos y ardillas, urogallos y topillos. No era nada
extraordinario, los tiempos duros iban y venían. Pero Ivan Gostov no era un ciervo
tímido ni un topillo escurridizo. Cuando Koja se dio cuenta que habían pasado
semanas desde que había visto al oso o escuchado su rugido, se preocupó mucho.
―Lula ―dijo―, vuela al pueblo y ve lo que puedes averiguar.
El ruiseñor alzó el piquito al aire.
―Pídemelo amablemente, Koja, o volaré a algún otro lado y te dejaré con tu
preocupación.
Koja se inclinó e hizo cumplidos sobre las plumas brillantes de Lula, la pureza
de su canción, la forma agradable a la vista en que mantenía su nido, y así siguió,
hasta que el ruiseñor finalmente lo detuvo con un gorjeo estridente.
―La próxima vez podrías detenerte en el “por favor”. Si cesas tu discurso, iré
felizmente.
Lula batió las alas y desapareció en el cielo azul, pero cuando regresó una hora
después, sus ojitos azabache relucían con miedo. Saltó y aleteó, y le tomó varios
minutos posarse en una rama.
―La muerte ha llegado ―dijo―. Lev Jurek ha venido a Polvost.
Los animales callaron. Lev Jurek no era un cazador ordinario. Se decía que no
dejaba rastros y su rifle no emitía sonido. Viajaba por Ravka de pueblo en pueblo,
y a donde iba, desangraba los bosques.
―Acaba de llegar de Balakirev. ―La bonita voz del ruiseñor tembló―. Dejó las
tiendas del pueblo muy bien abastecidas de carne de ciervo y repleta de pieles. Los
gorriones dicen que desnudó el bosque.
―¿Viste al hombre tú misma? ―preguntó Tejón Rojo.
Lula asintió.
―Es el hombre más alto que haya visto, de hombros anchos y atractivo como
un príncipe.
―¿Y qué hay de la chica?
Se decía que Jurek viajaba con su media hermana, Sofiya. Las pieles que Jurek
no vendía, forzaba a su hermana a que las uniera en una capa grotesca que le
arrastraba hasta el suelo.
―La vi ―dijo el ruiseñor―, y también vi la capa. Koja… el cuello está hecho de
las colas de siete zorros blancos.
Koja frunció el ceño. Su hermana vivía cerca de Balakirev. Había tenido siete
zorritos, todos con colas blancas.
―Investigaré ―decidió, y los animales respiraron con algo de alivio, porque
Koja era el más astuto de todos.
Koja esperó a que el sol se pusiera, y se introdujo a Polvost con Lula en el
hombro. Se mantuvieron en las sombras, se deslizaron por callejones en dirección
al centro del pueblo.
Jurek y su hermana habían rentado una gran casa cerca de las tabernas que
estaban en Barshai Prospekt. Koja se paró sobre dos patas y presionó la nariz
contra el vidrio de la ventana.
El cazador estaba sentado con sus amigos a una mesa llena de comida deliciosa:
col remojada en vino, ternera decorada con salvia y rellena de huevos de codorniz,
y salchichas grasientas. Todas las lámparas de aceite brillaban. El cazador había
prosperado bastante.
Jurek era un hombre grande, más joven de lo que esperaba, pero tan atractivo
como Lula había dicho. Tenía una camisola de lino y un chaleco forrado de piel
con un reloj de oro en el bolsillo. Sus ojos azul tinta se desviaban con frecuencia
hacia su hermana, que estaba sentada leyendo junto al fuego. Koja no alcanzaba a
distinguir su rostro, pero Sofiya tenía un perfil bastante bonito, y sus pies
delicados, calzados con zapatillas, descansaban sobre la piel de un gran oso negro.
La sangre de Koja se enfrío ante la visión de la piel de su amigo caído,
extendida tan casualmente sobre las molduras de madera del piso. El pelaje de
Ivan Gostov brillaba limpio y lustroso, como nunca lo había estado en vida, y por
alguna razón, eso impactó a Koja con una gran tristeza.
Una criatura inferior podría haber dejado que su pena lo dominara, podría
haber huido a las colinas y lugares más altos con la idea de que era más sabio huir
de la muerte que intentar burlarla. Pero Koja percibió una pregunta aquí, una que
su mente astuta no pudo resistir: debido a sus modales ruidosos, Ivan Gostov
había sido lo más cercano a un rey que tenía el bosque, un combatiente letal para
cualquier hombre o bestia. Así que, ¿cómo lo había aventajado Jurek?
Durante las siguientes tres noches, Koja observó al cazador, pero no descubrió
nada.
Cada noche, Jurek comía una gran cena. Iba a una de las tabernas y no
regresaba hasta horas muy tempranas. Le gustaba beber y alardear, y con
frecuencia escupía vino sobre su ropa. Cada mañana dormía hasta muy tarde,
luego se levantaba y se dirigía a la curtiduría o al bosque. Jurek ponía trampas,
nadaba en el río, enceraba su arma, pero Koja nunca lo vio capturar ni matar nada.
Y, aun así, al cuarto día Jurek emergió de la curtiduría con algo enorme en los
brazos musculosos. Caminó hasta una estructura de madera y extendió la piel del
gran lobo gris. Nadie conocía el nombre del lobo gris y nadie nunca se había
atrevido a preguntar. Vivía solo en un risco, se decía que lo habían expulsado de su
manada por algún crimen terrible. Cuando descendía al valle solo era para cazar, y
entonces se movía entre los árboles, tan silencioso como el humo. Y, de todas
formas, de algún modo, Jurek le había quitado la piel.
Esa noche, el cazador llevó músicos a su casa. La gente del pueblo vino a
maravillarse ante la piel del lobo y Jurek hizo que su hermana se levantara de su
asiento junto al fuego para poder ponerle la horrible capa de retales sobre los
hombros. Los pobladores señalaron pelaje tras pelaje y Jurek los deleitó con la
historia de cómo había vencido a Illarion, el oso blanco del norte; luego con la
captura de los dos linces dorados que formaban las mangas. Incluso describió la
captura de los siete zorritos que habían dado sus colas para el gran cuello. Con
cada palabra que pronunciaba Jurek, la barbilla de su hermana se hundía más,
hasta que miró fijamente el piso.
Koja observó salir al cazador y cortar la cabeza de la piel del lobo, y mientras
los pobladores bailaban y bebían, la hermana de Jurek se sentó y cosió para añadir
una capucha a la horrible capa. Cuando uno de los músicos golpeó su tambor, la
aguja se le resbaló a la chica; hizo una mueca y se llevó los dedos a los labios.
¿Qué importa un poco más de sangre? Pensó Koja. La capa bien podría estar
empapada del rojo de la sangre.

―Sofiya es la respuesta ―les dijo Koja a los animales al día siguiente―. Jurek
debe estar utilizando alguna especie de magia o trucos, y su hermana sabrá de qué
se trata.
―Pero ¿por qué nos diría sus secretos? ―preguntó Tejón Rojo.
―Le teme. Apenas hablan entre ellos, y ella se cuida de mantener la distancia.
―Y cada noche atranca la puerta de su dormitorio ―trinó el ruiseñor―, contra
su propio hermano. Entre ellos hay problemas.
A Sofiya solo se le permitía dejar la casa cada pocos días para visitar el hogar de
las viudas ancianas al otro lado del valle. Cargaba una canasta o a veces empujaba
un trineo repleto de pieles y comida cubierta con mantas de lana. Siempre traía
puesta la horrible capa, y mientras Koja la observaba avanzar lentamente,
recordaba a un peregrino que hacía su penitencia.
Durante kilómetro y medio, Sofiya mantuvo un paso estable y se ciñó al
camino; pero cuando alcanzó un pequeño claro, lejos de los límites del pueblo y
cubierto por la tranquilidad de la nieve, se detuvo. Se dejó caer sobre el tronco de
un árbol caído, se llevó las manos al rostro y sollozó.
El zorro se sintió repentinamente avergonzado de observarla, pero también
supo que era una oportunidad. Saltó silenciosamente hasta el otro extremo del
tronco caído y preguntó:
―¿Por qué lloras, niña?
Sofiya jadeó. Tenía los ojos rojos y la piel pálida manchada, pero a pesar de eso
y su capucha grotesca de lobo, era adorable. Miró alrededor y sus dientes parejos
mordieron la piel de su labio inferior.
―Debes dejar este lugar, zorro ―dijo―, aquí no estás a salvo.
―No he estado a salvo desde que salí del vientre de mi madre.
Ella sacudió la cabeza.
―No lo entiendes. Mi hermano…
―¿Qué querría él conmigo? Soy demasiado esquelético para comer y
demasiado feo para vestir.
Sofiya sonrió levemente.
―Tu pelaje es un poco moteado, pero no estás tan mal.
―¿No? ―dijo el zorro―. ¿Debería viajar a Os Alta para que pinten mi retrato?
―¿Qué sabe un zorro sobre la capital?
―La visité una vez ―le contó Koja, porque presintió que a ella podría gustarle
una historia―. Fui el huésped distinguido de la reina. Me ató un listón azul en el
cuello y cada noche dormía sobre un cojín de terciopelo.
La chica se rio, las lágrimas olvidadas.
―¿En serio?
―Fui la sensación. Todos los cortesanos se tiñeron el cabello de rojo y se
hicieron hoyos en la ropa, con la esperanza de emular mi pelaje moteado.
―Ya veo ―dijo la chica―, ¿y por qué dejaste las comodidades del Gran Palacio
para venir a este bosque frío?
―Hice enemigos.
―¿El poodle de la reina se puso celoso?
―El Rey estaba ofendido por mis orejas grandes.
―Son algo peligroso ―dijo―, con orejas tan grandes, quién sabe qué rumores
podrías escuchar.
Esta vez Koja rio, complacido de que la chica mostrara algo de humor cuando
no estaba encerrada con un bruto.
La sonrisa de Sofiya se desvaneció. Se puso de pie de un salto, recogió la
canasta y se apresuró a volver al camino. Pero antes que desapareciera de la vista,
se detuvo y dijo:
―Gracias por hacerme reír, zorro. Espero no volver a encontrarte aquí.
Más tarde en la noche, Lula infló las plumas con frustración.
―¡No descubriste nada! Todo lo que hiciste fue coquetear.
―Fue un comienzo, avecita ―dijo Koja―, es mejor moverse con lentitud.
―Entonces se arrojó hacia ella y chasqueó las mandíbulas.
El ruiseñor gritó y aleteó hasta las ramas más altas mientras Tejón Rojo reía.
―¿Ves? ―dijo el zorro―, debemos tener cuidado con las criaturas tímidas.

La vez siguiente que Sofiya se aventuró a la casa de la viuda, el zorro la siguió


de nuevo. Y de nuevo, ella se sentó en el claro y empezó a sollozar.
Koja saltó sobre el árbol caído.
―Dime, Sofiya, ¿por qué lloras?
―¿Aún estás aquí, zorro? ¿No sabes que mi hermano está cerca? Pronto te
atrapará.
―¿Qué querría tu hermano con una bolsa de huesos y pulgas, con ojos
amarillos?
Sofiya mostró una pequeña sonrisa.
―El amarillo es un color feo ―admitió―, con esos ojos tan grandes, creo que
ves demasiado.
―¿No me dirás qué te preocupa?
No respondió. En vez de eso, rebuscó en su canasta y sacó un trozo de queso.
―¿Tienes hambre?
El zorro se lamió el morro. Había esperado toda la mañana para que la chica
saliera de la casa de su hermano y se había perdido el desayuno. Pero tenía el
sentido común de no aceptar comida de la mano de un humano, aunque la mano
fuera suave y blanca. Cuando no se movió, la chica se encogió de hombros y le dio
una mordida al queso.
―¿Qué hay de las viudas hambrientas? ―preguntó Koja.
―Deja que se mueran de hambre ―respondió con algo de rabia y se metió otro
pedazo de queso a la boca.
―¿Por qué te quedas con él? ―preguntó Koja―. Eres lo bastante bonita para
conseguir un esposo.
―¿Lo bastante bonita? ―repitió la chica―. ¿Luciría mejor si tuviera ojos
amarillos y orejas grandes?
―Entonces estarías plagada de pretendientes.
Koja esperaba que eso la hiciera reír de nuevo, pero Sofiya suspiró, un sonido
de pena que el viento recogió y llevó hacia el cielo gris pizarra.
―Nos mudamos de pueblo en pueblo ―dijo―. En Balakirev casi tuve un
enamorado. Mi hermano no estuvo complacido. Sigo esperando que encuentre una
novia o que me permita casarme, pero no creo que lo haga.
Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
―Vamos ―dijo el zorro―, no más llanto. Me he pasado la vida escapando de
las trampas. Seguramente puedo ayudarte a escapar de tu hermano.
―Solo porque escapaste de una trampa no significa que escaparás a la
siguiente.
Así que Koja le contó cómo había burlado a su madre, a los sabuesos e incluso a
Ivan Gostov.
―Eres un zorro astuto ―concedió cuando hubo terminado de contarle.
―No ―dijo Koja―. Soy el más astuto, y eso hará toda la diferencia. Ahora
cuéntame sobre tu hermano.
Sofiya miró hacia el sol. Ya pasaba de medio día.
―Mañana ―dijo―, cuando regrese.
Dejó el trozo de queso sobre el árbol caído y, una vez se hubo ido, Koja lo
olfateó cuidadosamente. Miró a izquierda y derecha, luego lo devoró de un
mordisco y no dedicó ni un pensamiento a las pobres viudas hambrientas.

Koja sabía que tenía que ser especialmente cuidadoso si quería soltar la lengua
de Sofiya. Sabía lo que era quedar atrapado en una trampa. Sofiya había vivido de
esa forma durante mucho tiempo, y una criatura inferior podría elegir vivir con
miedo en vez de conseguir la libertad. Así que el día siguiente esperó en el claro,
fuera de la vista, a que regresara de casa de las viudas. Finalmente, ella apareció
avanzando con dificultad por la colina, arrastrando su pesado trineo detrás de ella;
las mantas de lana estaban atadas con cordeles y los pesados patines se hundían en
la nieve. Cuando alcanzó el claro, vaciló.
―¿Zorro? ―dijo bajito―. ¿Koja?
Solo entonces, cuando ella lo llamó, él apareció.
Sofiya le dirigió una sonrisa trémula. Se hundió en el árbol caído y le contó al
zorro sobre su hermano.
Jurek se levantaba tarde, pero era puntual en sus actividades. Se bañaba con
agua helada y desayunaba seis huevos cada mañana. Algunos días iba a la taberna,
otros limpiaba pieles. Y a veces simplemente parecía desaparecer.
―Piensa con mucho detenimiento ―indicó Koja―. ¿Tu hermano atesora algún
objeto? ¿Una imagen que cargue siempre? ¿Un amuleto, tal vez un trozo de tela sin
el que nunca viaja?
Sofiya lo consideró.
―Tiene una bolsita que cuelga de la cadena de su reloj. Una anciana se la dio
hace años, después que la salvó de ahogarse. Solo éramos unos niños, pero aun
entonces, Jurek era más grande que todos los otros chicos. Cuando ella se cayó en
el Sokol, él se sumergió inmediatamente y la arrastró hasta la orilla.
―¿Aprecia esa bolsa?
―Nunca se la quita y duerme con ella apretada en la palma.
―Ella debía ser una bruja ―dijo Koja―, ese amuleto es lo que le permite entrar
en el bosque tan silenciosamente, no dejar rastros y no hacer ruido. Vas a
quitársela.
El rostro de Sofiya palideció.
―No ―dijo―. No, no puedo. A pesar de que ronca, tiene el sueño ligero, y si
me descubriera en sus aposentos… ―Se estremeció.
―Vuelve a encontrarme aquí en tres días ―dijo Koja―, y tendré una respuesta
para ti.
Sofiya se levantó y se sacudió la nieve de la horrible capa. Cuando miró al
zorro, sus ojos tenían una mirada seria.
―No me pidas demasiado ―dijo bajito.
Koja se acercó a ella.
―Te liberaré de esta trampa ―prometió―. Sin su amuleto, tu hermano tendrá
que vivir como un hombre ordinario. Tendrá que quedarse en un solo lugar y
encontrarás a un enamorado.
Se envolvió las cuerdas del trineo alrededor de la mano.
―Tal vez ―dijo Sofiya―, pero primero debo encontrar mi valentía.
A Koja le tomó un día y medio alcanzar los pantanos donde crecía un grupo de
cicutas. Tuvo cuidado en desenterrar las plantitas. Las raíces eran mortales; las
hojas serían suficiente para hacerse cargo de Jurek.
Para cuando regresó a su propio bosque, los animales estaban alborotados. El
jabalí Tatya había desaparecido, junto con sus tres lechones. La siguiente tarde sus
cuerpos fueron ensartados y cocinados en una alegre fogata en la plaza del pueblo.
Tejón Rojo y su familia estaban empacando para irse, y no eran los únicos.
―¡No deja rastros! ―gritó el tejón―. ¡Su rifle no emite sonido! No es natural,
zorro, y tu mente astuta no es rival para él.
―Quédate ―dijo Koja―, es un hombre, no un monstruo, y una vez lo haya
despojado de su magia, seremos capaces de verlo acercarse. El mundo volverá a
estar a salvo.
Tejón no lucía feliz. Prometió esperar un poco más, pero no dejó que sus hijos
salieran de la madriguera.

―Hiérvelas ―le dijo Koja a Sofiya cuando se reunió con ella en el claro para
darle las hojas de cicuta―. Entonces añade esa agua a su vino y dormirá como si
estuviera muerto. Puedes quitarle su amuleto sin riesgos, solo déjale algo
inservible en su lugar.
―¿Estás seguro de esto?
―Haz esta pequeñez y serás libre.
―Pero ¿qué será de mí?
―Te traeré gallinas de la granja Tupolev y astillas para mantenerte caliente.
Quemaremos juntos la horrible capa.
―No parece posible.
Koja saltó hacia adelante y tocó su mano temblorosa con el morro, luego volvió
a meterse en el bosque.
―La libertad es una carga, pero aprenderás a soportarla. Reúnete conmigo
mañana y todo estará bien.
A pesar de sus palabras valientes, Koja se pasó la noche paseando por su
madriguera. Jurek era un hombre grande. ¿Qué tal si la cicuta no era suficiente?
¿Qué tal si despertaba cuando Sofiya intentaba quitarle su precioso amuleto? ¿Y
qué tal si tenían éxito? Una vez que Jurek perdiera la protección de la bruja, el
bosque estaría a salvo y Sofiya sería libre. ¿Se iría entonces? ¿Regresaría con su
enamorado de Balakirev? ¿O podría persuadir a su amiga de quedarse?
Koja llegó al claro al día siguiente. Pisó el suelo frío. El viento cortaba como
cuchillo y las ramas estaban desnudas. Si el cazador seguía atacando a los
animales, no sobreviviría la estación. El bosque de Polvost quedaría vacío.
Entonces la figura de Sofiya apareció a la distancia. Se vio tentado a correr para
encontrarla, pero se obligó a esperar. Cuando vio sus mejillas rosas y que sonreía
bajo la capucha de su horrible capa, su corazón saltó.
―¿Y bien? ―le preguntó cuando entró al claro, silenciosa como siempre. Con el
dobladillo que arrastraba tras ella, era casi como si no dejara rastro.
―Ven ―dijo, con los ojos brillantes―. Siéntate junto a mí.
Extendió una manta de lana sobre el árbol caído y abrió su canasta. Sacó otro
trozo del delicioso queso, una rebanada de pan negro, un frasco de hongos y una
tarta de grosella glaseada con miel. Entonces mostró el puño cerrado. Koja lo
toqueteó con el morro y ella extendió los dedos.
En la palma yacía un fardo diminuto de tela, atado con cordel azul y un trozo
de hueso. Olía a algo podrido.
Koja dejó escapar el aire.
―Temí que se despertara ―dijo al fin.
Ella sacudió la cabeza.
―Todavía estaba dormido cuando salí esta mañana.
Abrieron el amuleto y lo miraron: un pequeñísimo botón dorado, hierbas secas
y cenizas. Cualquiera fuera la magia que obraba en él, era invisible a sus ojos.
―Zorro, ¿crees que fuera esto lo que le daba su poder?
Koja esparció los restos del amuleto.
―Bueno, no era su ingenio.
Sofiya sonrió y sacó un odre de vino de la canasta. Se sirvió un poco y entonces
llenó un platito para que Koja lamiera. Se comieron el queso y el pan y toda la tarta
de grosellas.
―Viene la nieve ―dijo Sofiya al mirar el cielo gris.
―¿Regresarás a Balakirev?
―Allí no hay nada para mí ―dijo Sofiya.
―Entonces te quedarás para ver la nieve.
―Al menos el tiempo suficiente para eso. ―Sofiya vertió más vino en el
plato―. Ahora zorro, cuéntame otra vez cómo burlaste a los sabuesos.
Así que Koja le contó la historia de los sabuesos tontos y le preguntó a Sofiya
qué deseos pediría ella, y en algún momento, los ojos de él empezaron a cerrarse.
El zorro se quedó dormido con la cabeza sobre el regazo de la chica, feliz por
primera vez desde que había posado la mirada en el mundo con sus ojos
demasiado astutos.

Se despertó con el cuchillo de Sofiya en el vientre, cuando la punta de la hoja


empezaba a remover bajo su piel. Cuando intentó salir huyendo, descubrió que sus
patas estaban atadas.
―¿Por qué? ―jadeó mientras Sofiya clavaba más el cuchillo.
―Porque soy una cazadora ―dijo con un encogimiento de hombros.
Koja gimió.
―Deseaba ayudarte.
―Ustedes siempre desean ayudar ―murmuró Sofiya―, pocos pueden resistir
la visión de una chica bonita llorando.
Una criatura inferior podría haber rogado por su vida, haberse rendido ante el
incesante goteo de su sangre sobre la nieve, pero Koja se esforzó por pensar. Era
difícil; su mente astuta estaba atontada por la cicuta.
―Tu hermano…
―Mi hermano es un tonto que apenas puede soportar estar conmigo en la
misma habitación, pero su avaricia es mayor que su miedo. Así que se queda, y
bebe para ahogar su terror, y mientras todos ustedes lo observan a él y su arma, y
hablan de brujas, yo me abro camino en el bosque.
¿Podría ser cierto? ¿Había sido Jurek el que mantenía la distancia, el que
ahogaba el miedo en botellas de kvas, el que se apartaba de su hermana todo lo que
pudiera? ¿Había sido Sofiya la que había traído a casa el gran lobo gris y Jurek el
que había llenado la casa con gente para no tener que estar a solas con ella? Como
Koja, los pobladores le habían atribuido la presa a él. Lo habían alabado,
reclamado historias que no eran suyas por derecho. ¿Le había ofrecido la cabeza
del lobo como una especie de bálsamo para el orgullo de su hermana?
El cuchillo silencioso de Sofiya se hundió más. No tenía necesidad de arcos
estorbosos o rifles ruidosos. Koja gimió su dolor.
―Eres astuto ―dijo pensativamente cuando empezó a arrancarle el pelaje de la
espalda―. ¿Nunca notaste el trineo?
Koja se aferró a sus pensamientos en busca de sentido. A veces Sofiya jalaba un
trineo para llevar comida al hogar de las viudas. Ahora recordaba que también
estaba cargado cuando regresaba. ¿Qué horrores había ocultado bajo esas mantas
de lana?
Koja probó sus ataduras. Intentó liberar del estupor su mente drogada.
―Siempre es la misma trampa ―dijo con suavidad―. Tú anhelabas
conversación, el oso anhelaba bromas, el lobo gris extrañaba la música. El jabalí
solo quería alguien a quien contarle sus problemas. La trampa es la soledad, y
ninguno de nosotros escapa de ella. Ni siquiera yo.
―Soy un zorro mágico… ―dijo con voz rasposa.
―Tu pelaje es triste y moteado, lo utilizaré como forro. Lo mantendré cerca de
mi corazón.
Koja buscó las palabras que siempre le habían servido, el ingenio que había
sido su fortaleza, su guía. Su lengua astuta no cooperaba. Gimió conforme su vida
se desangraba sobre el banco de nieve que regaba el árbol caído. Entonces,
desesperado y agonizante, Koja hizo lo que nunca antes había hecho: gritó, y en lo
alto de las ramas de su abedul, el ruiseñor escuchó.
Lula llegó volando, y cuando vio lo que Sofiya había hecho, se le arrojó encima
y le picoteó los ojos. Sofiya gritó y lanzó el cuchillo hacia la avecita. Pero Lula no
cedió.

Le tomó dos días a Sofiya salir tambaleándose del bosque, ciega y casi muerta
de hambre. Tiempo después, su hermano encontró una casa más modesta y se
estableció como leñador, trabajo para el que estaba bien dotado. A su nueva esposa
le preocupaban las incoherencias desquiciadas de su hermana sobre zorros y lobos.
Con poco remordimiento, Lev Jurek envió a Sofiya a vivir en el hogar de las
viudas. Ellas la recibieron, conscientes de la caridad que una vez les había
mostrado. Pero a pesar que les había llevado comida, nunca ofreció palabras
amables o compañía, nunca se había molestado en hacerlas sus amigas, y pronto,
una vez acabada su gratitud, las ancianas refunfuñaron por el cuidado que Sofiya
requería y la dejaron para que se acurrucara junto al fuego en su horrible capa.
En cuanto a Koja, su pelaje nunca volvió a quedarle bien. Fue más cuidadoso en
sus tratos con humanos, incluso el granjero tonto, Tupolev. También los otros
animales cuidaron más de Koja. Lo molestaban menos y cuando visitaban al zorro
y a Lula, nunca decían algo desagradable sobre la forma en que el pelaje se le
amontonaba en el cuello.
El zorro y el ruiseñor hicieron juntos una vida tranquila. Una criatura inferior
podría haberle echado en cara los errores a Koja, podría haberse burlado de él por
su orgullo. Pero Lula no solo era astuta, era sabia.
La confeccionista

The Grisha #1.5


LEIGH BARDUGO
Traducido por Azhreik

―¿Has estado revisando las listas de víctimas?


Es la pregunta correcta, aunque estoy casi avergonzada de la facilidad con la que
viene a mis labios.
Alina da un asentimiento brusco mientras sus manos aprietan el borde de la
sábana de la enfermería. Lamento verla dolida, pero no puedo evitar estar fascinada
por la muestra de emoción en su rostro. No ha aprendido a ocultar lo que siente, está
allí para que cualquiera lo lea a cada momento: felicidad, alivio, miedo, y siempre
fatiga, el profundo cansancio que carga a todos lados. Esa falta de precaución es una
novedad en la corte. Tengo que recordarme no mirar fijamente.
Le traigo pluma y papel para que pueda escribir el nombre del rastreador:
Malyen Oretsev. Ahora ya lo conozco bastante bien. Es la única persona a la que ella
le ha escrito todo este tiempo en el Pequeño Palacio. En lugar de mandar sus cartas,
los sirvientes me las traen a mí, y yo las paso. No sé si el Darkling las lee o si se
quedan sin abrir, un montón creciente en algún cajón del buró.
―Estoy segura que él está bien ―le digo a Alina mientras deslizo el papel en mi
manga. De nuevo, su cara cobra vida: rojo en las mejillas, está avergonzada de haber
preguntado; los labios apretados, tiene esperanza, de todas formas. Es casi doloroso
de observar. Creo que está tan acostumbrada a no ser notada que no se da cuenta de
lo mucho que muestra. Tengo que reprimir la urgencia de decirle que sea más
cuidadosa. No me corresponde darle advertencias, pero parece que continúo
encontrándome haciéndolo.
Antes de marcharme, la presiono para que me permita arreglar los círculos
oscuros bajo sus ojos. Ella gime y gruñe, y yo rompo a reír cuando finalmente cede,
arrojándose contra las almohadas como si yo hubiera insistido en leerle un sermón.
Chica ridícula.
Mis manos flotan sobre su piel, tal vez es mi forma de disculparme y,
honestamente, no puedo evitarlo. Es como limpiar las manchas de un espejo o poner
flores impecablemente en un jarrón… A veces mis dedos hormiguean bastante por
arreglarla. Además, en este momento, soy su amiga, puedo fingir que todas las
pequeñas traiciones no existen. Puedo ignorar el papel con el nombre Oretsev
haciéndome un hoyo en la manga.
Al final, dejo a Alina discutiendo con el Sanador para que la dé de alta de la
enfermería y dirijo mis pasos hacia la sala de guerra. Tomo el camino largo para
poder pasar por las enormes ventanas iluminadas por el sol de los talleres de los
Fabricadores. No entraré, no hoy, pero aún puedo consentirme con un vistazo de los
hombros encorvados de David y su cabello castaño desordenado. Estoy adentrada
en una ensoñación con él dejándome cortarle el pelo, cuando rodeo la esquina y casi
choco con Zoya.
―¿A dónde vas tan deprisa? ―dice con un bufido―. ¿La reina tiene una fiesta a
la que asistir?
―De hecho, sí ―digo tranquilamente―. Pero tengo unos momentos si quieres
que vea tus ojos. Lucen horriblemente rojos.
Ella mantiene esa expresión altiva, pero sus hombros se ponen rígidos y tiene
que esforzarse un poco más para levantar su nariz perfecta en el aire. Sé que no
debería disfrutar tanto su miseria, tampoco debería comer un segundo rollo de
mantequilla con mi desayuno cada mañana, pero a veces uno debe ser indulgente.
Como sea, Zoya se compró este problema ella misma.
―Fiebre del heno ―murmura―. Hay algo nuevo en el aire aquí que me irrita.
―Sí ―digo mientras me alejo de ella―. Escuché que prácticamente te ahogaste
con eso.
Aprendí hace mucho tiempo a nunca darle a Zoya una oportunidad de tener la
última palabra. Esa chica encuentra aberturas como el agua en un colador.

Había planeado dejar un mensaje para el Darkling con sus guardias, pero
encuentro a Ivan saliendo de la sala de guerra.
―¿Regresas de visitar a la inválida? ―pregunta mientras lo sigo fuera del
Pequeño Palacio.
―Difícilmente es una inválida.
―Bueno, lo aparenta.
―¿Debería estar dando una lección de esgrima junto al lago? Zoya le rompió dos
costillas.
―Lástima ―replica arrastrando las palabras.
Yo arqueo una ceja.
―Así lo pensó el Darkling. Por favor dime que estabas allí cuando le dijo a Zoya
que dejaría Os Alta.
―Sí.
―¿Y? ―urjo mientras bajamos la colina hacia la arboleda de abedules. Soy algo
avariciosa, pero ¿cómo se puede esperar que me resista a este chisme?
Ivan se encoge de hombros, haciendo una mueca.
―Simplemente dejó en claro que ella es reemplazable y Starkov no.
Sonrío.
―¿Eso te preocupa, Ivan?
―No ―espeta.
―Cuidado ―aconsejo―. Sigue frunciendo el ceño así y ni siquiera yo seré capaz
de arreglar tus arrugas.
Imposiblemente, sus rasgos se retuercen en una mueca más profunda, y tengo
que reprimir un bufido. Ivan se pavonea como un petirrojo, todo hinchado de
orgullo y plumaje rojo. Es tan fácil alborotarle las plumas. Sé que me envidia
cualquier palabra o confidencia compartida con el Darkling. Aun así, me agrada. Me
trata con desdén, pero es exactamente el mismo desdén que muestra a todos los
demás.
Cuando entramos a la arboleda de abedules, vislumbro a unos cuantos oprichniki
en guardia, casi ocultos en la penumbra entre los árboles. Nunca me he
acostumbrado a ellos. Son una hermandad por su cuenta, y se rigen por un código
separado. Nunca se mezclan con los Grisha o la corte.
Cuando finalmente llegamos al banya, el Darkling justo está emergiendo de los
baños, poniéndose una camisa limpia por la cabeza. Realmente es algo digno de
admirar, todo músculos esbeltos y piel pálida salpicada de humedad por el vapor.
Se pasa una mano por el cabello empapado y me hace gestos para que me
acerque.
―¿Cómo está?
―Mejor ―respondo―. Ha pedido que la saquen de la enfermería.
―Lo aprobaré ―dice con un asentimiento a Ivan. Sin una palabra, el Cardio
desaparece de vuelta entre los árboles para asegurarse de que se cumpla.
El Darkling toma su kefta de un oprichnik a la espera y se la pone con un
movimiento de los hombros. Me acoplo a su paso en uno de los senderos estrechos
que atraviesan la arboleda.
―¿Qué más? ―pregunta.
―El Apparat la visitó anoche para despotricar sobre Santos y salvadores. De lo
que pude descifrar, estaba intentando asustarla para dejarla sin sentido o aburrirla
a muerte.
―Tal vez necesite tener unas palabras con el sacerdote.
―Le dije que es inofensivo.
―Difícilmente ―replica el Darkling―, pero tiene el oído del Rey. Por ahora eso
es lo único que importa.
Un silencio intranquilo desciende cuando emergemos de los árboles al sendero
de tierra que conduce a las salas de entrenamiento y los establos. El Darkling sabe
que hay más que decir y que yo no estoy completamente lista para decirlo.
Está desierto aquí a esta hora del día, no hay otro sonido salvo que los relinchos
de los caballos en sus caballerizas. El aire invernal transporta su olor cálido de
animal y, debajo, el dulce aroma del heno. Arrugo la nariz. Apenas a pasos del
Pequeño Palacio, y este lugar se siente verdaderamente rural.
Seis caballos negros están en las caballerizas occidentales: el equipo que tira del
carruaje del Darkling. Cuando alcanzamos la cerca, el Darkling suelta un silbido bajo
y uno de los caballos camina sin prisa hacia nosotros, agitando su sedosa crin.
Deslizo el trozo de papel de mi manga y se lo tiendo al Darkling.
―El rastreador de nuevo ―dice, sin sorprenderse.
―Teme que haya muerto en acción y aún no haya aparecido en las listas.
―Vacilo, luego digo―: Pero creo que teme casi tanto que él esté vivo y bien y harto
de ella.
Él estudia el papel durante un momento, luego me lo regresa. Pasa una mano
sobre la larga nariz aterciopelada del caballo.
―¿Qué debería decirle? ―pregunto.
Me echa un vistazo.
―La verdad. Dile que el chico está de servicio.
―Ella pensará…
―Sé lo que pensará, Genya.
Me reclino contra la cerca, con la espalda hacia la caballeriza, los dedos raspando
el trozo de papel mientras el Darkling murmura suavemente al caballo palabras
bajitas que no puedo distinguir.
No puedo verlo a los ojos, pero de alguna forma invoco la valentía para decir:
―¿Te importa en algo?
Se produce la más breve pausa.
―¿Qué estás preguntando en realidad, Genya?
Me encojo de hombros.
―Ella me agrada. Cuando todo esto haya terminado…
―Quieres saber si ella te perdonará.
Paso mi pulgar sobre la escritura rizada de Alina, toda trazos sin gracia y líneas
bastas. Ella es lo más cercano que he tenido a una amiga en mucho tiempo.
―Tal vez ―digo.
―No te perdonará.
Sospecho que tiene razón, yo ciertamente no me perdonaría. Sencillamente no
pensé que me importaría tanto.
―Tú decides ―dice―. Haré que te traigan las cartas.
―¿Las conservaste?
―Envíalas. Regrésaselas. Haz lo que sea que pienses que es mejor.
Lo observo cuidadosamente. Esto parece un truco.
―No puedes decirlo en serio.
Me mira sobre el hombro, sus ojos grises son fríos.
―Antiguos lazos ―dice mientras le da al caballo una palmada final y se aparta
de la cerca―. No pueden hacer nada por Alina más que atarla a una vida
desaparecida hace mucho.
El papel empieza a raerse bajo mis dedos.
―Está sufriendo.
Él detiene mi movimiento con el toque más breve de su mano. Su poder fluye a
través de mí, calmante, el correr estable de un río. Mejor no pensar dónde podría
llevarme la corriente.
―Tú también has sufrido ―dice.
Me deja parada junto a la caballeriza, el nombre del rastreador doblándose y
desdoblándose en mis manos.

La reina sí tiene una fiesta a la que asistir esa noche. Después que me he cambiado
mis zapatillas manchadas de lodo y desecho del aroma de los establos, la encuentro
sentada ante su tocador, una doncella le arregla el cabello. Hubo un tiempo en que
ella no dejaba que nadie más que yo se encargara de sus preparaciones.
―Genya lo hace mejor que cualquiera de ustedes ―decía, despidiendo a los
sirvientes con un ademán―. Vayan a traernos té y algo dulce.
Estoy complacida de ver que la doncella está haciendo un trabajo terrible. El
estilo es bastante lindo, pero no es adecuado para la cara de la reina. Yo pondría las
horquillas más alto, dejaría un mechón libre para que se curve en su mejilla.
―Llegas tarde ―espeta cuando me vislumbra en el espejo.
Hago una reverencia.
―Mis disculpas, moya tsaritsa.
Tardo una hora en terminar de trabajar en su cara y cuello, y para entonces la
doncella se ha marchado hace mucho. La piel está estirada extrañamente en los
pómulos, y el azul de sus ojos es de un índigo demasiado vibrante para ser creíble.
Pero ella deseaba que el tono igualara a su atuendo, y yo ya no discuto. Aun así, me
vuelve casi loca. Es ese hormigueo de nuevo. No puedo pasar junto a un retrato
torcido y no enderezarlo. La reina siempre va demasiado lejos… un poco más, un
poco más, hasta que el ángulo es totalmente erróneo.
Tararea para sí, succionando en un trozo ceroso de lokum saborizado con agua
de rosas, y arrulla al perro acunado en su regazo. Cuando yo me inclino para ajustar
los lazos en sus zapatillas, ella descansa una mano ausentemente en mi hombro…
casi una caricia, o tal vez un rascar detrás de las orejas. A veces es como si ella
olvidara odiarme, es como si yo aún fuera la chica que ella atesoraba, la muñeca a la
que le encantaba arreglar y presumir a sus amigas. Me gustaría decir que me resistía
a semejante trato, pero amaba cada minuto.
Yo había sido ordinaria entre los Grisha, una chica bonita con una pizca de
talento. En el Gran Palacio, yo era atesorada. En las mañanas, llegaba con el té de la
reina y ella extendía los brazos.
―¡Cosa bonita! ―exclamaba, y yo corría hacia ella.
―¿Adónde deberíamos caminar hoy? ¿Deberíamos ir a los jardines o viajar a la
ciudad? ¿Deberíamos encontrar un nuevo vestido para ti?
No me di cuenta entonces a lo que estaba renunciando, la forma en que la
distancia se incrementaba entre los Grisha y yo, cómo me perdía su lenguaje cuando
no tomaba las mismas clases o conocía el chisme correcto o dormía bajo el mismo
techo. Pero no tenía tiempo para considerar tales cosas. La Reina me alimentaba con
ciruelas en dulce y cerezas bañadas en sirope de jengibre. Pintábamos abanicos de
seda y discutíamos novelas a la moda con sus amigas. Ella me dejaba elegir qué
cachorro contoneante sería suyo y pasábamos horas eligiendo su nombre. Ella me
enseñó a caminar, a hacer reverencias. Era fácil adorarla.
Incluso ahora, es difícil no recaer en el hábito de amarla. Es tan serena, tan regia,
una criatura de gracia sublime. La ayudo a ponerse su exuberante seda violeta
envolvente que hace que sus ojos brillen incluso más. Luego me encargo de las venas
en sus manos.
―¿Mis nudillos lucen hinchados? ―pregunta. Sus dedos están pesados con
joyas; alianzas de zafiro y la esmeralda Lantsov acuñada entre ellas―. Mis anillos se
sienten apretados.
―Lucen bien… ―empiezo.
Ella frunce el ceño.
―Los arreglaré.
No estoy segura cuándo empezaron a cambiar las cosas, cuándo empecé a
sentirme menos tranquila en su compañía. La sentía alejándose de mí, pero no sabía
qué había hecho mal o cómo detenerlo. Solo sabía que tenía que esforzarme más
para sacarle sonrisas, que mi presencia parecía traerle menos placer.
Sí recuerdo el día que estaba trabajando en su cara, alisando los débiles fruncidos
que habían empezado a aparecer en su frente.
Cuando terminé, se miró en el espejo.
―Aún veo una línea.
―No lucirá bien si continúo ―dije.
Me golpeó una vez con fuerza en los nudillos, con el mango dorado de su cepillo.
―No engañas a nadie ―espetó. No permitiré que me hagas lucir como una vieja
bruja.
Yo había retrocedido, acunándome la mano, perpleja. Pero contuve mis lágrimas
de confusión e hice lo que me pidió, aún esperando que lo que fuera que había roto
pudiera repararse.
Hubo días buenos después de eso, pero hubo más donde ella me ignoraba
completamente, o me tiraba de los rizos con tanta fuerza que los ojos se me aguaban.
Me apretaba la barbilla entre los dedos y murmuraba:
―Cosa bonita. ―Dejó de sonar como un halago.

Sin embargo, esta noche su humor es bueno. Corto una hebra de su manga, aliso
la cola de su vestido. Con su cabello rubio brillando a la luz de la lámpara, luce como
una pintura bañada en oro de un Santo.
―Debería usar el lirio en su cabello ―sugiero, pensando en la peineta de cristal
azul que una vez ayudé a hacer para ella en los talleres de los Fabricadores.
Ella me mira, y durante el momento más breve, creo que veo calidez en su
mirada. Pero debe ser un truco de la luz, porque al segundo siguiente se ríe de esa
forma crispada y dice:
―¿Esa cosa vieja? Hace mucho que pasó de moda.
Sé que espera herirme, pero la chica que se encogía ante sus comentarios
mordaces desapareció hace mucho.
―Tiene razón, por supuesto ―digo, y me inclino profundamente.
La Reina agita una tersa mano blanca.
―Seguramente eres requerida en otro lado. ―Lo dice como si fuera lo último
que creyera.

Cuando finalmente regreso a mis aposentos, han encendido las lámparas y un


fuego arde alegremente en la chimenea. Una de las sirvientas ha colocado un atado
fragante de salvia de cocina sobre la repisa de la chimenea. Ellos entienden lo que es
vivir bajo el régimen de este Rey. O tal vez sería lo mismo bajo cualquier Lantsov.
He conocido al heredero, Vasily. Tiene la barbilla suave de su padre, y su labio
inferior húmedo. Me estremezco.
Si pudiera desear cualquier cosa en este mundo, no serían joyas o un carruaje o
un palacio en el distrito del lago. Desearía ser una Grisha verdadera de nuevo, por
supuesto… pero aparte de eso, me conformaría con una cerradura en la puerta de
mi aposento.
Mando llamar una bandeja de la cena, me deshago de mi kefta de seda marfil y
me pongo una bata. Solo entonces veo la caja de ébano que descansa sobre los cojines
mullidos del alfeizar de la ventana. Es un objeto simple, completamente fuera de
lugar entre los frívolos ornamentos blancos y dorados de esta habitación. Su
elegancia recae en la perfección de sus ángulos, en sus costados sin uniones, lisa
como cristal y pulida hasta brillar. No tiene el símbolo de él, no tiene que tenerlo. Y
no necesito abrir su tapa resplandeciente para saber qué hay adentro.
Me lavo la cara, me suelto el cabello, me quito las zapatillas de satín para sentir
las ranuras del frío piso de madera bajo mis pies. Todo el tiempo, la caja merodea
justo fuera de mi visión como un lustroso escarabajo negro.
Llega la bandeja de la cena: una tarta de queso trufada, codorniz cocida en vino
con piel crujiente, y pescado escalfado en mantequilla. La comida es rica, como
siempre, pero nunca me molesta. Sin importar mis preocupaciones, siempre puedo
comer.
Cuando he terminado, enciendo las lámparas en mi armario. Mis kefta cuelgan a
lo largo de una pared; lana para el invierno, seda para el verano, gruesos pliegues
de satín y terciopelo para cuando aún se me solicita en las fiestas. Hay dos estantes
repletos de calzas y blusas raramente utilizadas, y una fila de sencillos vestidos
rectos hechos para mí porque la reina no aprueba que las mujeres usen pantalones.
El resto del armario ha sido convertido en mi pequeño taller, provisto con todas
las cosas que necesito para mi estuche: botellas de tinte, láminas de hoja de oro y
rollos de cobre, latas de carmín triturado y frascos de bayas en conserva. Huelen
horrible cuando se abren, pero los colores permanecen puros. También hay otras
botellas, llenas de más cosas peligrosas que he enterrado cerca de la parte trasera del
estante. Hay uno en particular que me gusta sacar cuando el día ha sido largo. Lo
hice yo misma y me encanta el cálido color dorado del líquido, su dulce olor de
canela. Dekora Nevich, lo llamo. La Espada Ornamental.
A pesar de los enredos de mi estuche, hay un montón de espacio en mi armario.
Una vez que caí en desgracia, los atuendos nuevos dejaron de llegar. Ya no me
quedaban las capas de volantes y mangas abombadas y tuve que encorvarme para
ocultar lo apretado que me quedaba el corsé, la forma en que los dobladillos me
llegaban a los tobillos. El efecto era casi obsceno.
Y entonces, una mañana, mis vestidos de niña desaparecieron y una kefta, la
posesión más atesorada de un Grisha aparte de un amplificador, colgaba de mi
puerta. Era blanca. Blanca y dorada. Era una librea.
Me dije que no significaba nada. Era solo un color. Me obligué a ponérmela. Me
arreglé el cabello, sostuve la cabeza en alto. Me veía hermosa en ella, como con todo
lo demás. Además, no tenía nada más que vestir.
Pero estaba equivocada. Ese color significaba todo. Era una orden para las damas
de la reina de que no debían saludarme o reconocer que había entrado a una
habitación. Era una línea indeleble dibujada entre los otros Grisha y yo. Era una
señal para el Rey para que pudiera seguirme a mis aposentos y presionarme contra
la pared, que yo estaba disponible para su uso. Que no tenía sentido gritar.
Ya no hubo más días buenos, ni dulces o salidas, solo largas horas de tedio,
esperando la llamada de la Reina, temiendo las suaves pisadas del Rey afuera de mi
puerta. Una noche, antes de una fiesta, se me convocó al vestidor de la Reina.
Oscurecí sus pestañas con nogal negro, pinté sus labios con peonías cultivadas por
mí en los invernaderos de los Grisha. Trabajé tranquilamente, sin decir nada,
manteniendo los ojos bajos. Tenía que estar en su séquito esa noche, y había sido
cuidadosa en arreglarme el cabello sencillamente. Supongo que podría haberme
hecho sosa para complacerla, pero alguna parte de mí no lo permitía.
Su vestido era verde pálido esa noche, más oscuro en el dobladillo, fresco como
hojas nuevas. Mientras le abrochaba los botones de perla en la espalda, dijo:
―La falta de gratitud es impropio en un sirviente. Deberías vestir las joyas que
mi esposo te da.
Lo vi entonces, lo entendí: ella había sabido que sucedería. Tal vez desde el
primer día que me había traído al Pequeño Palacio. Lo conocía y sabía lo que era,
pero era a mí a quien resentía por ello. Me quedé allí parada, paralizada, zarandeada
por dos vientos contrarios. Deseaba caer de rodillas y enterrar la cabeza en su regazo,
llorar y rogar por su protección. Deseaba destrozar el espejo que ella temía tanto y
cortarle la cara en tiras, llenarle la boca con cristal y hacerla tragar cada borde
dentado de mi dolor y vergüenza.
En su lugar, fui con el Darkling. No sé dónde encontré la audacia. Incluso
mientras corría por los terrenos del palacio, una voz en mi cabeza me estaba
maldiciendo por tonta, clamando que nunca se me concedería audiencia, que
debería dar la vuelta y olvidar esta locura. Pero no podía soportar la idea de regresar
al lado de la Reina, de pasar la noche completa con las uñas enterrándose en mis
palmas, oliendo su perfume, contando y recontando la línea de botones en ese
vestido de hoja verde mientras ella estaba en la corte. La idea condujo mis pasos
hasta el Pequeño Palacio.
Deseaba evitar a los Grisha en el vestíbulo principal, así que utilicé la entrada
que conducía directamente a la sala de guerra. Tan pronto hice mi petición al
oprichnik que estaba de guardia, lo lamenté. El Darkling me había entregado a la
Reina. Él me echaría ahora, tal vez peor.
Pero el oprichnik regresó y sencillamente hizo ademanes para que lo siguiera por
el pasillo. Cuando llegué a la sala de guerra, un grupo de Grisha se estaban
marchando; Ivan y varios Etherealki y Cardios de alto rango que yo no conocía.
Me había dicho a mí misma que sería solemne, abogaría mi caso racionalmente.
Pero cuando Ivan cerró la puerta, empecé a llorar. El Darkling podría haberme
reprendido o dado la espalda, pero me rodeó con el brazo y me sentó a la mesa. Me
sirvió un vaso de agua y esperó hasta que yo estuve lo bastante calmada para tomar
un sorbo.
―No les permitas que te humillen ―dijo bajito.
Yo había tenido un discurso preparado, un centenar de cosas que deseaba decir.
Todo salió de mi cabeza, y tartamudeé lo primero que me vino a la mente:
―Ya no quiero vestir esto ―rogué―. Es un uniforme de sirvienta.
―Es un uniforme de soldado.
Sacudí la cabeza, ahogando otro sollozo. Él se inclinó hacia delante y me limpió
las lágrimas de las mejillas con la manga de su propia kefta.
―Si me dices que no puedes soportar esto, entonces te enviaré lejos de aquí y
nunca más necesitarás vestir esos colores o caminar por los pasillos del Gran Palacio
de nuevo. Estarás a salvo, te lo prometo.
Levanté la vista hacia él, sin creerlo del todo.
―¿A salvo?
―A salvo. Pero también puedo prometerte esto: eres un soldado. Podrías ser mi
más grande soldado. Y si te quedas, si puedes soportar esto, un día todos lo
sabrán―. Levantó mi barbilla con su dedo―. ¿Sabes que el Rey una vez se cortó con
su propia espada?
Se me escapó una risita.
―¿En serio?
El Darkling asintió, la sonrisa más breve jugueteó en sus labios.
―La porta constantemente… solo por apariencia, claro; olvida que no es un
juguete en su costado, sino un arma. ―Su cara se puso seria―. Puedo prometerte
seguridad ―continuó―. O puedo prometerte ver recompensado tu sufrimiento mil
veces. ―Con la yema de su pulgar, limpió una lágrima extraviada bajo de mi ojo―.
Tú decides, Genya.

Esa elección fue difícil, pero esta es fácil.


Enderezo las filas de botellas y cierro la puerta del armario. Cruzo a la ventana.
Cuando presiono la cara contra el cristal, puedo ver las linternas encendidas por
todos los terrenos del palacio y alcanzo a distinguir los sonidos de música sonando
en uno de los salones de baile, el alto plañido humano de los violines. Si pudiera ver
más allá de los árboles, a través de la oscuridad, podría atisbar el túnel de madera y,
más allá, bajando esa suave pendiente, los domos dorados que coronan el Pequeño
Palacio.
Pienso en los dedos demasiado delgados de Alina aferrando el borde de la
sabana, la esperanza que no puede ocultar en su cara pálida y expresiva, mientras
escribe el nombre del rastreador.
Abro la caja de madera negra y alimento el fuego con las cartas, una por una.
Duele, pero puedo soportarlo. Porque soy una muñeca, y una sirviente. Porque soy
algo bonito y, aun así, un soldado.
PEQUEÑO CUCHILLO

The Grisha #2.6


LEIGH BARDUGO
Traducido por Azhreik

Es peligroso viajar por el camino del norte con un corazón acongojado. Justo al
sur de Arkesk hay una brecha entre los árboles, un lugar donde ningún ave canta y
las sombras cuelgan de las ramas con un peso extraño. En este kilómetro solitario,
los viajeros se quedan cerca de sus compañeros, cantan en voz alta y golpean el
tambor; porque si te distraes en tus pensamientos, podrías encontrarte saliendo del
camino y adentrándote en el bosque oscuro. Y si continuas, e ignoras los gritos de
tus compañeros, tus pies podrían conducirte a las calles silenciosas y casas
abandonadas de Velisyana, la ciudad maldita.
La maleza y flores silvestres recubren el empedrado. Las tiendas están vacías y
las puertas se han podrido en sus goznes, dejando solo bocas abiertas. La plaza está
repleta de zarzas y el techo de la iglesia cedió hace mucho. Entre los bancos
destrozados, el gran domo yace de lado, recolectando agua de lluvia, con su hoja de
oro arrancada por el tiempo o por algún ladrón con iniciativa.
Puede que reconozcas este silencio mientras estás parado en lo que una vez fue
la plaza del Pretendiente, mientras miras la inmensa fachada de un palacio en ruinas
y la ventanita muy alta sobre la calle, con los batientes grabados de azucenas. Es el
sonido de un corazón en silencio. Velisyana es un cadáver.

En días antiguos, la ciudad era conocida por dos cosas: la calidad de su harina
―utilizada en todas las cocinas de 1500 kilómetros a la redonda―, y la belleza de
Yeva Luchova, la hija del anciano Duque.
El Duque no era el favorito del Rey, pero de todas formas se había hecho rico.
Había instalado represas y diques para contener el río, de tal forma que ya no
inundara sus tierras, y había construido el gran molino de agua donde se molía la
harina de Velisyana, que accionaba una gigantesca rueda con robustas varillas de
acero, perfectas en su balance.
Existe cierto debate sobre la apariencia real de Yeva Luchova, si su cabello era
del color de oro bruñido o negro lustroso, si sus ojos eran azules como zafiros o
verdes como hierba tierna. No son los particulares de su belleza sino su poder lo que
nos concierte, y solo necesitamos saber que Yeva era preciosa desde el momento de
su nacimiento.
De hecho, era tan hermosa que la partera que atendió a su madre cogió a la
infanta berreante y se encerró en un armario de ropa de cama, mientras rogaba por
solo otro momento para mirar el rostro de Yeva y se rehusaba a entregar a la bebé,
hasta que el Duque pidió un hacha para derribar la puerta. El Duque hizo que
azotaran a la partera, pero eso no evitó que varias de las nodrizas de Yeva intentaran
robarse a la niña. Finalmente, su padre contrató a una anciana ciega para que cuidara
de su hija, y entonces hubo paz en la casa. Por supuesto, esa paz no fue duradera,
porque Yeva solo aumentaba en hermosura conforme se hacía mayor.
Nadie podía encontrarle sentido a eso, porque ni el Duque ni su esposa eran muy
atractivos. Había rumores de que la madre de Yeva se había adentrado en el
campamento de un viajero suli, y otros más celosos gustaban de susurrar que un
demonio atractivo había entrado a la habitación con la luz de luna y utilizado
artimañas para meterse en la cama de la madre. La mayoría de los pobladores se
reían de esas historias, porque nadie que conociera la amabilidad de Yeva podía
pensar que era algo más que una chica buena y honrada. Y, aun así, cuando Yeva
caminaba por la calle con el viento revolviéndole el cabello, moviéndose con tanta
gracia que sus adorables pies apenas parecían tocar el empedrado, era difícil no
maravillarse. Cada año, en el cumpleaños de Yeva, la nodriza ciega revisaba el cuero
cabelludo de Yeva con el pretexto de trenzarle flores en el cabello, buscando con
dedos temblorosos protuberancias de nuevos cuernos.
Conforme la belleza de Yeva aumentaba, también creció el orgullo de su padre.
Cuando su hija cumplió doce, hizo que un retratista viniera desde Os Alta para
pintarla rodeada de azucenas, y así tener su imagen estampada en cada bolsa de
harina del molino. Así, las mujeres en sus cocinas empezaron a llevar el cabello como
Yeva, y los hombres de toda Ravka viajaron a Velisyana para ver si semejante
criatura podía ser real.
Por supuesto, el artista también se enamoró de Yeva. Puso hierba para dormir en
su leche y consiguió llevarla hasta Arkesk antes que lo aprehendieran. El Duque
encontró a su hija durmiendo plácidamente en la parte trasera de la carreta, metida
entre lienzos y jarras de pigmentos. Yeva no tenía ningún daño y conservaba pocos
recuerdos del evento, aunque el resto de su vida tuvo una aversión a las galerías de
retratos y el olor a óleo siempre la mareó.
Para cuando Yeva cumplió quince ya no era seguro que abandonara su casa.
Intentó cortarse el cabello y mancharse el rostro con ceniza, pero eso solo la volvió
más intrigante para los hombres que la espiaban en sus caminatas diarias, porque
cuando la veían se les desbocaba la imaginación. Cuando Yeva se detuvo para
removerse una piedra del zapato y sin querer proporcionó a la multitud un vistazo
de su tobillo perfecto se armó un disturbio, y su padre decidió que debía estar
confinada en el palacio.
Yeva se pasaba los días leyendo y bordando, paseando por los pasillos para
ejercitarse, siempre con un velo puesto para no distraer a los sirvientes. Cada día,
cuando el reloj del campanario daba el medio día, aparecía en su ventana para
saludar a la gente reunida en la plaza, y para permitirles a sus pretendientes que se
adelantaran y declararan su amor y pidieran su mano. Cantaban canciones o
ejecutaban trucos o encarnaban duelos para probar su amor, aunque los duelos a
veces se salían de control. Después de la segunda muerte, el antiguo coronel del
ejército, que actuaba como jefe de guardia, tuvo que ponerles un alto.
―Papá ―dijo Yeva al Duque―. ¿Por qué debo ser yo la que se oculte?
El Duque le dio una palmadita en la mano.
―Disfruta este poder, Yeva, porque un día te harás vieja y nadie te notará
cuando camines por la calle.
Yeva no creía que su padre hubiera respondido su pregunta, pero le besó la
mejilla y regresó a su bordado.
En la mañana de su decimosexto cumpleaños, Uri Levkin apareció a la puerta
con su hijo. Era uno de los hombres más adinerados de la ciudad, el segundo
después del Duque, y había venido a acordar una unión entre Yeva y su hijo. Pero
tan pronto entró a la salita y vio a Yeva sentada junto al fuego, declaró que él sería
el que se casara con ella.
Padre e hijo empezaron a discutir y entonces se fueron a los puños. El antiguo
coronel fue convocado para controlar la disputa, pero ante el primer vistazo real de
Yeva, sacó la espada y retó a los otros dos pretendientes. El padre de Yeva la mandó
a su habitación y llamó a los guardias para separar a los hombres. En poco tiempo,
libres del hechizo de la belleza de Yeva, los hombres recuperaron los sentidos. Juntos
bebieron té e inclinaron las cabezas, avergonzados por su insensatez.
―No puedes dejar que esto continúe ―dijo el coronel―, cada día la multitud de
la plaza crece. Debes escoger un esposo para Yeva y terminar con esta locura antes
que la ciudad se haga trizas.
Ahora bien, el Duque pudo ponerle final a todo eso simplemente preguntándole
a su hija qué deseaba, pero él disfrutaba la atención que recibía Yeva y ciertamente
vendía muchísima harina, así que ideó un plan apropiado para su avaricia y su amor
por el espectáculo.
El Duque tenía muchas hectáreas de bosque que deseaba despejar para plantar
más trigo. Al mediodía del día siguiente salió al balcón que se alzaba sobre la plaza
del Pretendiente y saludó a los hombres debajo. La multitud suspiró decepcionada
cuando vieron al Duque en lugar de a Yeva, pero sus oídos se espabilaron cuando
oyeron lo que él tenía que decir.
―Es tiempo de que mi hija se case ―Una ovación se elevó de la multitud―, pero
solo un hombre digno podrá tenerla. Yeva es delicada y no debe pasar frío. Cada
uno de ustedes traerá una pila de madera al terreno en barbecho que está a orillas
del bosque del sur. Mañana al amanecer, quien tenga la pila más alta se ganará a
Yeva como esposa.
Los pretendientes no pararon a contemplar la extrañeza de la tarea, sino que
salieron corriendo para buscar sus hachas.
Cuando el Duque cerró las puertas del balcón, Yeva dijo:
―Papá, discúlpame, pero ¿qué forma es esta de elegir un marido? Mañana
ciertamente tendré un montón de leña, pero ¿tendré un buen hombre?
El Duque le palmeó la mano.
―Querida Yeva ―dijo―, ¿crees que soy tan tonto o cruel? ¿No viste al príncipe
parado en la plaza durante toda la semana, esperando pacientemente cada día para
lograr verte un instante? Tiene oro suficiente para contratar a mil hombres que
empuñen las hachas en su lugar. Él ganará fácilmente esta competencia y vivirás en
la capital y vestirás solo seda por el resto de tus días. ¿Qué te parece eso?
Yeva dudaba que su padre hubiera respondido su pregunta, pero le besó la
mejilla y le dijo que en verdad era muy sabio.
Lo que ni Yeva o su padre sabían era que en lo profundo de las sombras de la
torre del reloj Semyon el andrajoso estaba escuchando. Semyon era un mareomotor,
y aunque era poderoso, era pobre. Esto era en los días antes del Segundo Ejército,
cuando a los Grisha se les daba la bienvenida en muy pocos lugares y se les recibía
con sospechas en todos lados. Semyon se ganaba la vida viajando de ciudad en
ciudad, desviaba ríos cuando había sequías, mantenía las lluvias alejadas cuando las
tormentas de invierno llegaban muy pronto, o encontraba los lugares correctos para
cavar pozos. Era sencillo para Semyon.
―El agua solo quiere dirección ―decía en las raras ocasiones que se le
preguntaba―, quiere que le digan qué hacer.
Se le pagaba con cebada o trueques y tan pronto terminaba una tarea, los
pobladores le pedían que se fuera. No era forma de vivir. Semyon anhelaba un hogar
y una esposa. Deseaba botas nuevas y un abrigo bueno para que cuando caminara
por la calle, la gente lo mirara con respeto. Y tan pronto vio a Yeva Luchova, también
la deseó.
Semyon se abrió paso por la ciudad hasta la orilla del bosque del sur, donde los
pretendientes ya estaban talando los árboles y construyendo sus pilas de madera.
Semyon no tenía hacha, ni dinero para comprar una. Era astuto e incluso estaba lo
bastante desesperado para robar, pero había visto al príncipe rondando bajo la
ventana de Yeva y creyó entender muy bien el plan del Duque. Su corazón se hundió
al mirar a los equipos de hombres construir la pila del príncipe, mientras el propio
príncipe observaba, de cabello rubio y sonriente, girando un hacha con mango de
marfil y un filo que brillaba con el gris opaco del acero Grisha.
Semyon bajo al río hasta el lamentable campamento que había hecho, donde
mantenía un fardo de harapos y sus pocas pertenencias. Se sentó a orillas del río y
escuchó el constante zumbar y salpicar de la rueda junto al gran molino. Rodeado
de gente, Semyon era mudo y hosco, pero en la ribera inclinada del río, entre el
crujido suave de los juncos, Semyon hablaba libremente, descargaba su corazón con
el agua y le confiaba todas sus secretas aspiraciones. El río se reía de sus bromas,
escuchaba y murmuraba en asentimiento, rugía en ira compartida e indignación
cuando lo trataban mal.
Pero cuando el sol se puso y las hachas guardaron silencio en la distancia,
Semyon supo que los hombres se irían a casa con los últimos rayos del sol. La
competencia prácticamente había terminado.
―¿Qué voy a hacer? ―le dijo al río―. Mañana Yeva tendrá un príncipe por
esposo y yo seguiré sin tener nada. Tú siempre has seguido mis mandatos, pero ¿de
qué me sirves ahora?
Para su sorpresa, el río burbujeó un sonido alto y dulce, casi como el canto de
una mujer. Salpicó a izquierda y derecha, y rompió contra las rocas haciendo
espuma, como revuelto por una tormenta. Semyon trastabilló hacia atrás, sus botas
se hundieron en el lodo cuando el agua se elevó.
―Río, ¿qué estás haciendo? ―gritó.
El río creció hasta una gran ola curvada y rugió hacia él, sobrepasando la ribera.
Semyon se cubrió la cabeza con los brazos, seguro de que se ahogaría, pero justo
cuando el agua estaba a punto de golpearlo, el río se dividió y corrió junto a su
cuerpo tembloroso.
El río corrió por el bosque arrancando árboles ancianos del suelo, desnudándolos
de ramas. El río recorrió el bosque bajo el amparo de la noche, hasta el campo en
barbecho a orillas del bosque del sur. Ahí giró y se arremolinó, y árbol sobre árbol,
rama sobre rama, una estructura empezó a tomar forma. El río trabajó toda la noche,
y cuando los pobladores llegaron en la mañana, encontraron a Semyon parado junto
a una torre enorme de madera que dejaba en ridículo la triste pilita de ramas que
habían erigido los hombres del príncipe.
El príncipe arrojó su hacha de mango de marfil con enojo, y el Duque se angustió
muchísimo. No podía romper una promesa hecha tan públicamente, pero no podía
soportar la idea de casar a su hija con semejante criatura antinatural como Semyon.
Se forzó a sonreír y palmeó la estrecha espalda de Semyon.
―¡Qué excelente trabajo has hecho! ―declaró―. ¡Estoy seguro que tendrás igual
éxito en la segunda tarea!
Semyon frunció el ceño.
―Pero…
―Seguramente no habrás pensado que pondría una sola tarea para ganar la
mano de Yeva. ¡Estoy seguro que concordarás con que mi hija vale mucho más que
eso!
Todos los pobladores y los ansiosos pretendientes estuvieron de acuerdo,
especialmente el príncipe, cuyo orgullo aún escocía. Semyon no quería que nadie
pensara que valoraba en tan poco a Yeva, por lo que tragó su protesta y asintió.
―¡Muy bien! Entonces escuchen con cuidado. Una chica como Yeva debe poder
contemplar su precioso rostro. En lo alto de las Petrazoi vive Baba Anezka, la
fabricante de espejos. Quien regrese con una pieza de su trabajo tendrá a mi hija
como esposa.
Los pretendientes se dispersaron en todas direcciones mientras el príncipe
gritaba órdenes a sus hombres.
Cuando su padre hubo regresado al palacio y Yeva escuchó lo que había hecho,
dijo:
―Papá, discúlpame, pero ¿qué forma es esta de encontrar un marido? Pronto
tendré un excelente espejo, pero ¿tendré un buen hombre?
―Querida Yeva ―dijo el Duque―, ¿cuándo aprenderás a confiar en la sabiduría
de tu padre? El príncipe tiene los caballos más rápidos de Ravka y solo él puede
permitirse semejante espejo. Ganará fácilmente esta competencia y entonces podrás
llevar puesta una corona enjoyada y comer cerezas en invierno. ¿Qué te parece eso?
Yeva se preguntó si su padre simplemente había oído mal su pregunta, pero le
besó la mejilla y dijo que en verdad le encantaban las cerezas.
Semyon bajó hasta el río y puso la cabeza entre las manos.
―¿Qué voy a hacer? ―se lamentó miserablemente―. No tengo caballo, ni dinero
para comerciar con la bruja de la montaña. Tú me ayudaste antes, pero ¿de qué me
sirves ahora, río?
Entonces Semyon jadeó cuando el río una vez más sobrepasó la ribera y le sujetó
el tobillo. Lo arrastró a sus profundidades mientras él escupía y jadeaba.
―Río —gritó Semyon―, ¿qué haces?
El río burbujeó su respuesta, lo llevó a lo profundo y luego lo lanzó a la superficie
y lo arrastró seguro en la corriente. Lo transportó al sur a través de lagos y arroyos
y rápidos, al oeste a través de tributarios y riachuelos, kilómetro tras kilómetro, hasta
que finalmente llegaron al norte de las faldas de las Petrazoi, y Semyon entendió la
intención del río.
―¡Más rápido, río, más rápido! ―le ordenó mientras lo llevaba por la ladera de
la montaña, y muy pronto, llegó empapado pero triunfante a la entrada de la cueva
de la bruja.
―Has sido un amigo leal, y creo que debería darte un nombre ―dijo Semyon al
río mientras intentaba escurrirse el agua del abrigo harapiento―, te llamaré
Pequeño Cuchillo, por la forma en que brillas color plata a la luz del sol y porque
eres mi fiero defensor.
Entonces tocó a la puerta de la bruja.
―¡He venido por un espejo! ―gritó. Baba Anezka abrió la puerta; tenía los
dientes rectos y afilados, y sus ojos dorados no pestañeaban. Solo entonces Semyon
recordó que no tenía monedas con las que pagar, pero antes que la anciana
Fabricadora pudiera cerrarle la puerta en la cara, el río se abrió paso, rodeó los pies
de Baba Anezka y volvió a salir.
Baba Anezka saludó al río con una inclinación, y con Semyon a la zaga, siguió al
río por una escarpada cresta de la montaña y a través de un sendero oculto entre dos
rocas planas. Cuando se apretujaron para atravesarlo, se encontraron al borde de un
valle poco profundo, con el suelo cubierto de grava gris, yermo e inhóspito como el
resto de las Petrazoi. Pero en el centro había un estanque, casi perfecto en su
redondez, con la superficie tan lisa como carísimo vidrio pulido; reflejaba el cielo tan
puramente que parecía como si alguien pudiera pisarlo y caer a través de las nubes.
La bruja sonrió, mostrando todos sus dientes afilados.
―Esto sí es un espejo ―dijo―, y parece un trato justo.
Regresaron a la cueva y cuando Baba Anezka le tendió a Semyon uno de sus
mejores espejos, él se rio de alegría.
―Ese regalo es para el río ―le dijo ella.
―Le pertenece a Pequeño Cuchillo y Pequeño Cuchillo hace lo que yo le pido.
Además, ¿qué podría querer un río con un espejo?
―Esa pregunta es para el río ―replicó Baba Anezka.
Pero Semyon la ignoró. Invocó a Pequeño Cuchillo y una vez más, el río lo sujetó
del tobillo y se apresuraron a bajar la ladera de la montaña. Cuando pasaron
rugiendo junto a la caravana del príncipe que subía por el sendero, los soldados se
giraron a mirar, pero solo vieron una gran ola y una onda blanca de espuma.
Una vez llegaron a Velisyana, Semyon se puso su túnica menos desgastada, se
cepilló el cabello e hizo lo mejor posible por pulir sus botas. Cuando miró su reflejo
en el espejo, se sorprendió ante el rostro hosco y ojos color tinta que le regresaron la
mirada. Siempre se había creído atractivo, y el río nunca le había llevado la contraria.
―Hay algo mal con este espejo, Pequeño Cuchillo ―dijo―, pero esto es lo que
exigió el Duque, así que Yeva lo tendrá para su pared.
Cuando el Duque se asomó por la ventana y vio a Semyon atravesando a
zancadas la plaza del Pretendiente con un espejo en las manos, se echó hacia atrás
pasmado.
―¿Ves lo que has hecho con tus tontas pruebas? ―dijo el antiguo coronel, que
había venido a esperar el resultado de la competencia junto al Duque―. Debiste
haberme dado la mano de Yeva cuando tuviste la oportunidad. Ahora se casará con
ese marginado y nadie querrá sentarse a tu mesa. Debes encontrar una forma de
librarte de él.
Pero el Duque no estaba tan seguro. Un príncipe sería un excelente yerno, pero
Semyon debía tener gran poder para llevar a cabo esas tareas extraordinarias, y el
Duque se preguntó si debía hacer uso de esa magia.
Hizo salir al coronel, y cuando Semyon golpeó en la puerta del palacio, el Duque
le dio la bienvenida con mucha ceremonia. Sentó a Semyon en un lugar de honor e
hizo que los sirvientes le lavaran las manos con agua perfumada; luego le dio
almendras azucaradas, brandy de ciruela y cuencos de bollos rellenos de cordero
que descansaban sobre nidos de malvas de almizcle. Semyon nunca había comido
tan bien, y ciertamente nunca lo habían tratado como un invitado querido. Cuando
al fin se recargó en el respaldo de la silla, el estómago le dolía y tenía los ojos
empañados del vino y los halagos.
El Duque dijo:
―Semyon, ambos somos hombres honestos y podemos hablar libremente el uno
con el otro. Eres un individuo astuto, pero ¿cómo pretendes cuidar de alguien como
Yeva? No tienes trabajo, casa, ni expectativas.
―Tengo amor ―dijo Semyon, casi derribando su vaso―, y a Pequeño Cuchillo.
El Duque no sabía qué tenían que ver los cuchillos con esto, pero respondió:
―No se puede vivir de amor o cubertería, y Yeva ha tenido una vida fácil. No
sabe nada sobre penas ni dureza. ¿Serás tú el que la enseñe a sufrir?
―¡No! ―gritó Semyon―, ¡nunca!
―Entonces tú y yo debemos hacer un plan. Mañana asignaré una tarea final y si
la cumples, entonces tendrás la mano de Yeva y todas las riquezas que podrías
desear.
Semyon pensó que el Duque podría intentar engañarlo una vez más, pero le
gustó cómo sonaba el trato y se resolvió a estar en guardia.
―Muy bien ―dijo y le ofreció la mano al Duque.
El Duque se la estrechó, escondiendo su disgusto, y entonces dijo:
―Ven a la plaza mañana por la mañana y escucha con cuidado.
Las noticias sobre la nueva tarea se extendieron y al día siguiente, la plaza estaba
abarrotada con aún más pretendientes, incluyendo el príncipe, que estaba parado
junto a sus caballos cansados, y sus botas resplandecían por las esquirlas del espejo
que había azotado en su frustración.
―Existe una antigua moneda forjada por un gran hechicero y enterrada en algún
lugar debajo de Ravka ―declaró el Duque―. Cada vez que se gasta, regresa
duplicada, así que los bolsillos siempre están llenos. Traigan esta moneda para que
a Yeva nunca le haga falta nada y la tendrán como esposa.
La multitud corrió en todas direcciones para reunir palas y picos.
Cuando el Duque regresó del balcón, Yeva dijo:
―Papá, discúlpame, pero ¿qué forma es esta de encontrar un marido? Pronto
seré muy rica, pero ¿tendré un buen hombre?
Esta vez, el Duque miró a su hija con lástima.
―Cuando las arcas están vacías y los estómagos se quejan, incluso los hombres
buenos se convierten en malos. Quién sea que gane la competencia, la moneda
mágica será tuya. Bailaremos en salones de mármol y beberemos en copas de ámbar,
y si no te gusta tu marido, lo ahogaremos en un mar de oro y mandaremos una
embarcación de plata para encontrarte uno nuevo. ¿Qué te parece eso?
Yeva suspiró, cansada de formular preguntas que se quedaban sin respuesta.
Besó la mejilla de su padre y se retiró a decir sus oraciones.
El príncipe reunió a todos sus consejeros. El Ingeniero Real le trajo una máquina
que requería 50 hombres para girar la manija. Una vez que giraba, podía taladrar
kilómetros bajo tierra. Pero el ingeniero no sabía cómo detenerla, y nunca se volvió
a oír de la máquina y los 50 hombres. El ministro interino proclamó que podría
entrenar un ejército de topos si solo tuviera más tiempo, y el espía principal del Rey
juró que había oído historias de una cuchara mágica que podía excavar a través de
roca sólida.
Mientras tanto, Semyon regresó al río.
―Pequeño Cuchillo ―llamó―, te necesito. Si no encuentro la moneda, entonces
otro hombre tendrá a Yeva y yo no tendré nada.
El río salpicó, su superficie agitada por la consternación. Chapoteó contra la
ribera, y regresó una y otra vez para romper el dique que mantenía la represa del
molino. Le tomó varios minutos, pero pronto Semyon entendió: el río estaba
dividido, demasiado débil para excavar bajo el suelo.
Sacó el hacha de mango de marfil que había recogido del bosque cuando el
príncipe la había tirado, y golpeó el dique con toda su fuerza. El retumbo del acero
Grisha contra la piedra hizo eco a través del bosque, hasta que finalmente, con el
susurro de un crujido, el dique se quebró. El río se agitó y rabió ante su recién
encontrada fuerza, completo una vez más.
―Ahora traspasa el suelo y consígueme la moneda, Pequeño Cuchillo, o si no
¿de qué me sirves?
El río se sumergió en la tierra, moviéndose con fuerza y propósito, dejó cavernas
y cuevas y túneles en su camino. Cruzó toda Ravka, de frontera a frontera y de
regreso, mientras la roca dividía su corriente y el suelo se bebía sus bordes.
Conforme más profundo el río buscaba, más débil se volvía, pero siguió, y cuando
estaba en su estado más frágil, poco más que la sombra de neblina en un grumo de
tierra, sintió la moneda, pequeña y dura. Cualquiera que fuera la cara del metal, ya
se había desgastado hacía mucho tiempo.
El río cogió la moneda y se precipitó a la superficie, reuniendo su fuerza,
haciéndose más denso con lodo y agua de lluvia, aumentando conforme reclamaba
cada riachuelo y arroyito. Surgió a través de la represa del molino, una gota de
neblina que brillaba con arcoíris, girando la moneda a un lado y otro.
Semyon se arrojó al agua para recuperarla, pero el río se arremolinó a su
alrededor, haciendo murmullos de preocupación. Semyon se detuvo y se preguntó:
«¿Qué tal si llevo la moneda y el Duque pone otra tarea? ¿Qué tal si se adueña de
ella y me asesina en el momento?»
―No soy un tonto ―le dijo Semyon al río―, mantén la moneda en agua poco
profunda hasta que regrese.
Una vez más, Semyon se cepilló el cabello y pulió sus botas y caminó a casa del
Duque. Ahí golpeó la puerta y anunció que había encontrado el premio final.
―¡Llama al sacerdote! ―exigió―. Que Yeva se vista de gala. Diremos nuestros
votos junto al río y entonces te daré la moneda mágica.
Así que a Yeva la envolvieron en un vestido de oro y un pesado velo para ocultar
su rostro milagroso. La nodriza ciega lloró suavemente cuando abrazó a Yeva por
última vez, y la ayudó a asegurar el kokoshnik1 enjoyado en el cabello. Entonces
condujeron a Yeva al río con su padre y el sacerdote, con los pobladores y el príncipe
refunfuñón a la zaga.
Encontraron a Semyon junto al dique destrozado, con el río desbordándose por
la ribera.
―¿Qué ha sucedido aquí? ―preguntó el Duque.
Semyon todavía traía puestos sus andrajos, pero ahora habló con orgullo.
―Tengo tu moneda ―dijo―, dame a mi esposa.
El Duque extendió la mano con expectación.
―Muéstrales, Pequeño Cuchillo ―dijo Semyon a las aguas bullentes.
Yeva frunció el ceño.
―¿Qué hay de pequeño en el río? ―preguntó, pero nadie escuchó su pregunta.
La moneda salió disparada de las profundidades del río para saltar y bailar por
la superficie.
―¡Es verdad! ―exclamó el Duque―. ¡Por todos los santos, la ha encontrado!

1Kokoshnik: Una especie de cofia o tiara que utilizaban comúnmente las mujeres en Rusia entre los siglos XVI
y XIX.
El Duque, Semyon y el príncipe se arrojaron por la moneda… y el río rugió.
Pareció encorvar la espalda como una bestia preparándose para arremeter, una
crecida salvaje y punzante que se alzó sobre la multitud.
―¡Detente! ―exigió Semyon.
Pero el río no se detuvo. Se retorció y giró, y formó una magnífica columna que
rotaba con juncos y rocas quebradas en su interior, se elevó sobre el suelo forestal
mientras los espectadores retrocedían asustados. ¿Qué veían ellos en sus aguas?
Después, algunos dirían que un demonio, otros que los cuerpos pálidos y
abotagados de cien hombres ahogados, pero la mayoría dirían que vieron a una
mujer con brazos como olas batientes, con cabello como rayos en nubes de tormenta,
y pechos de espuma blanca.
―¡Pequeño Cuchillo! ―gritó Semyon―. ¿Qué haces?
Una voz habló, terrible en su poder, estruendosa con el sonido de cascadas de
lluvia, de tempestades e inundaciones.
―No soy un cuchillo romo para cortar tu patético pan ―exclamó―. Alimento
los campos y ahogo las cosechas. Soy abundancia y destrucción.
La gente cayó de rodillas y sollozó. El Duque apretó la mano del sacerdote.
―Entonces ¿quién eres? ―suplicó Semyon―. ¿Qué eres?
―Tu lengua no es digna de mi verdadero nombre ―estalló el río―, una vez fui
un espíritu del Isenvee, el gran Mar del Norte, y viajaba por estas tierras libremente,
atravesaba Fjerda, hasta las costas rocosas y de vuelta. Entonces, por un infeliz
accidente, mi espíritu quedó atrapado aquí, atado por este dique, libre de correr,
pero condenado a regresar, forzado a mantener girando esa maldita rueda en
servicio eterno para esta miserable aldea. Ahora el dique ya no está. Tu codicia y el
hacha del príncipe se han encargado de eso.
Fue Yeva quien encontró el coraje para hablar, porque la pregunta a formular
parecía simple.
―¿Qué quieres, río?
―Fui yo quien construyó la torre de árboles ―contestó el río―, y fui yo quien se
ganó el espejo de Baba Anezka. Fui yo quien encontró la moneda mágica. Y ahora te
digo, Yeva Luchova: ¿te quedarás aquí con el padre que intentó venderte, o con el
príncipe que esperaba comprarte, o el hombre demasiado débil para resolver sus
dificultades por sí mismo? ¿O vendrás conmigo y serás la esposa de nada más que
la costa?
Yeva miró a Semyon, al príncipe y a su padre parado junto al sacerdote. Entonces
se arrancó el velo del rostro. Sus ojos eran brillantes, sus mejillas estaban sonrojadas
y resplandecientes. La gente gritó y se cubrió la mirada, porque por un instante fue
demasiado preciosa para mirarla. Era aterradora en su belleza, brillante como una
estrella devoradora.
Yeva saltó de la ribera y el río la atrapó en sus aguas, la mantuvo a flote mientras
su kokoshnik enjoyado se hundía y el vestido de seda se inflaba a su alrededor. La
mantuvo ahí en la superficie, una flor atrapada en la corriente. Entonces, mientras
el Duque se quedaba ahí aturdido y estremeciéndose en sus botas mojadas, el río
envolvió a Yeva en sus brazos y se la llevó. A través del bosque el río retumbó, dejó
árboles y campos empapados por sus bordes arremolinados, y aplastó el molino a
su paso. La rueda del molino se liberó de sus amarres y rodó salvajemente por la
ribera, derribando al príncipe y sus criados antes de desaparecer entre la maleza.
Los pobladores temblaron uno contra otro y cuando el río finalmente se hubo
ido, miraron al lecho del río vacío, con las rocas mojadas que resplandecían al sol.
Donde la represa había estado solo minutos antes, ahora solo había una cuenca
lodosa. Había silencio, no había sonido salvo el croar de ranas extraviadas y el
aletazo de peces jadeantes que se revolcaban en el lodo.
El río era el corazón de Velisyana, y cuando se hubo silenciado, lo único que le
quedó a la ciudad fue morir.
Sin el río no podía haber molino, y sin el molino, el Duque perdió su fortuna.
Cuando suplicó ayuda al Rey, el príncipe sugirió a su padre que pusiera tres tareas
y que el precio por fallar fuera la cabeza del Duque. El Duque dejó la capital en
desgracia, pero con la cabeza aún en los hombros.
Las tiendas y casas de Velisyana se vaciaron. Las chimeneas se enfriaron y el reloj
del campanario tocó las horas para nadie. El Duque permaneció en su palacio
ruinoso, mirando desde la ventana de Yeva hacia las piedras vacías de la plaza del
Pretendiente y maldiciendo a Semyon. Si te quedas muy quieto, puede que lo veas
ahí, rodeado por azucenas de piedra, esperando el regreso del agua.
Pero no verás ni un atisbo de la preciosa Yeva. El río la transportó hasta la costa
del mar, y allí se quedó. Decía sus oraciones en una capillita donde las olas llegaban
hasta la puerta, y cada día se sentaba a orillas del océano y miraba ir y venir la marea.
Vivió en feliz soledad, y envejeció y nunca se preocupó cuando su belleza se
desvaneció, porque en su reflejo siempre vio a una mujer libre.
En cuanto al pobre Semyon, lo sacaron de la ciudad, culpado por la tragedia que
había caído sobre ella. Pero su miseria fue corta. No mucho después de dejar
Velisyana, se marchitó como una vaina y murió. No dejaba que ni una gota de agua
pasara por sus labios, seguro de que lo traicionaría.
Ahora, si has sido lo bastante tonto para extraviarte del sendero, depende de ti
regresar al camino. Sigue las voces de tus compañeros preocupados y tal vez esta
vez tus pies te conduzcan más allá del esqueleto herrumbroso de una rueda de
molino que descansa en una pradera donde no tiene derecho a estar. Si tienes suerte,
encontrarás de nuevo a tus amigos. Te palmearán la espalda y te tranquilizarán con
su risa. Pero mientras dejas atrás esa brecha oscura entre los árboles, recuerda que
usar algo no es poseerlo. Y si alguna vez debes tomar una esposa, escucha
atentamente sus preguntas. En ellas puede que escuches su verdadero nombre,
como el trueno de un río perdido, como el suspiro del mar.
The Grisha
Orden de lectura

0.1 The Demon in the Wood


0.5 The Witch of Duva
1 Shadow and Bone
1.5 The Tailor
2 Siege and Storm
2.5 The Too-Clever Fox
2.6 Little Knife
3 Ruin and Rising
Esta traducción es de fans para fans.
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