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Manuel Puig: Armando Almada Roche
Manuel Puig: Armando Almada Roche
Conversaciones
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Z462
1992
Manuel Puig
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in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation
https://archive.org/details/buenosairescuandOOOOpuig
Buenos Aires,
Conversaciones
con Manuel Puig
EDITORIAL VINCIGUERRA
VC^-r-i^S • 2.W . VA 4 X/Hb
Colección: Diálogos contemporáneos
yp\c^
La Editorial no se responsabiliza
por las manifestaciones de la presente publicación,
siendo ésta una edición de autor.
I.S.B.N. 950-9849-85-5
A Aurora Rosaura,
la puerta de mi sangre.
El hombre olvida que es un muerto
que conversa con muertos...
Jorge Luis Borges
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dada caza de brujas. A mí nunca me interesó Perón, te lo aclaro.
Mi actitud ante él siempre fue crítica. Yo no reverencio a
nadie...
14
distribuidora la hizo exhibir bajo amenaza de dejarlos sin
películas. ¿Te das cuenta? Cosas por el estilo... Seguro que la
noticia, Puig candidato al premio Nobel, le habrá caído a Vi¬
llegas (con el perdón de la frase) como una patada al hígado.
—No creo que sea justo del todo. Yo no soy un gran escritor.
Además soy muy joven (no me digas como el camaleón de
Neustadt: “¡Espere diez años!”). No puedo compararme a un
Octavio Paz o un Borges, por ejemplo. Pienso que ellos sí
merecen el Nobel. Tampoco quiero pecar de humilde o por
demasiado vanidoso. El hecho de haber sido nominado me llena
de orgullo y me da —quiera o no— cierto lustre; un status
envidiable, digamos. Esta nominación echa por tierra aquello
de que (como aseveran muchos críticos) mis libros son intras¬
cendentes, comerciales y folletinescos. Dicen que mis libros son
una especie de Corin Tellado. ¡Ojalá lo fuera! Corin Tellado es
una gran novelista y puede enseñarle a escribir a muchos
escritores. Pero volviendo al Nobel... Esto demuestra que mis
obras, a pesar de ser “subliteratura”, pueden ser premiadas con
el galardón más codiciado del mundo. ¡Cuidado, señores críti¬
cos!
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ejemplo, mi primera novela fue en la Argentina casi unánime¬
mente considerada como subliteratura, han pasado trece años
de su publicación y la novela está traducida a veintitrés idiomas
y figura en los programas de los cursos universitarios —no de
mi país, por supuesto—, y de muchos centros culturales del
mundo.
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rechazan con la misma fuerza, me dejan afuera, hacen de mí un
extraño.
—Por fortuna, sí. No soy rico, pero vivo cómodo; sin apre¬
mios económicos. Lo que me pagan por mis libros me permite
17
llevar una vida tranquila, sin sobresaltos. Entonces me dedico
a escribir tranquilo...
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nuevas piezas. Es obvio decirlo, pero la estructura teatral no es
parecida a la de la novela. Así que para el paso de El beso de la
mujer araña al teatro tuve que valerme de mis conocimientos
de guionista, y salí airoso del reto. No fue fácil el trasplante...
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reprimidos. ¿Creés que el escritor, de no canalizar sus
traumas y neurosis, sería un criminal o un asesino?
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—A esta altura de mi vida no necesito de poses ni cosas por
el estilo. No pecaré de inmodesto y decirte que no soy vanidoso.
Lo soy como el que más. Pero en menor medida. Estoy de vuelta
de la vanidad y todas esas cosas que son fatuas e intrascenden¬
tes.
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Puerto Nuevo
¿Cómo fue que conociste a Quinquela Martín? ¿Te
acordás que me habías contado que lo encontraste en
uno de tus paseos por La Boca?
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Una tarde del mes de agosto, o setiembre, creo, del ’61
o del ’62, no recuerdo con exactitud, vagaba yo sin rumbo pre¬
ciso, excitado por mi sed de aventuras inesperadas, por hallar
algún personaje interesante para un cuento o novela, hasta que
de pronto me encontré en la Vuelta de Rocha. Me acerqué a la
orilla del río, de ese río viscoso y maloliente pero que a mí me
parecía —a pesar de su pestilencia— el más lindo del mundo,
y me quedé mirando extasiado el paisaje. Refrescaba y había
poca gente y eran como las cinco de la tarde.
Estuve largo rato observando los viejos barcos, y mientras
pensaba qué mares o ríos surcarían, sentí una voz a mis es¬
paldas. “Por lo que veo, le gustan los barcos. A mí también”. Me
volví, cohibido, como si me hubiesen encontrado haciendo algo
malo, y respondí que sí. En ese momento no me di cuenta con
quién hablaba aunque su cara me resultaba conocida. En
seguida me explicó con lujo de detalles la historia de los barcos
y de los inmigrantes; cómo había nacido el barrio de La Boca, las
características de su gente, y de cómo se podría evitar la muerte
definitiva del Riachuelo. Después me invitó a caminar por
Caminito, y, como una suerte de cicerone, fue detallando la
historia de cada rincón.
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moría entre los barcos. “¡Quinquela Martín, claro! El pintor
boquense mundialmente conocido”, grité para mis adentros.
Con razón su cara me resultaba familiar...
27
provecho de esa “debilidad” o estado “crepuscular”. No tomes al
pie de la letra lo de crepuscular. Es una metáfora.
—Mi paso del doctor Jekyll a Mr. Hyde dura —el tema
stevensoniano de la doble personalidad—, más o menos, dos o
tres horas. Luego, poco a poco, el cosquilleo y el vacío en la boca
del estómago se me va yendo, igual que si un globo se fuera
desinflando lentamente hasta quedar vacío. Después de esto
vuelvo otra vez a la “normalidad”.
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—¿Quién más sabía de esta característica tuya?
—Nunca, nunca.
—¿Riesgos peligrosos?
—Muy peligrosos.
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tocan en el hombro, / volverme y ver la faz de la aventura. ¿No
es un poema bello?
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colores y tamaños, que él guardaba tranquilamente en una
cartera de regular tamaño que llevaba en bandolera. Yo, para
no ser el único hereje y desalmado, y al verme conminado por
la mirada criminal de una señora que viajaba a mi lado, le
alcancé tímidamente un billete. En el rostro de los pasajeros se
veía mansedumbre, dulzura, pena y tristeza, todo junto. El
chofer seguía los pasos del infeliz hombre por el espejo retrovi¬
sor, parecía decirle con la mirada: “Avísame quién no te dio y se
las verá conmigo”. Una señora elegante se persignó. Mientras
el hombre pasaba la “gorra” yo lo seguía con la mirada admi¬
rándolo; frente a él era una cucaracha, puesto que estaba sano,
tenía mis dos piernas y podía caminar, correr; podía hablar, oír,
ver, y me hacía problemas por boludeces.
El tipo dio las gracias mil veces, siempre con su estilo
atildado y respetuoso de Cacho Fontana —me pareció de¬
masiado afectado para su enfermedad—, y se dispuso a bajar
por la puerta trasera, como corresponde a un educado y buen
ciudadano. En eso, nunca falta un güey corneta, un señor de
aspecto humilde que se hallaba sentado en el último asiento,
sacó un billete y se lo alcanzó alargando el cuerpo. El pobre
lisiado alargó la mano, lo tomó, pero luego el billete se le voló y
fue a caer en el piso. Sin embargo, se agachó y lo recogió, y, en
ese segundo, noté que algo no encajaba. Su gesto había sido
demasiado armónico, libre o suelto. El se dio cuenta de eso y a
partir de allí sus movimientos se hicieron más lentos y mecáni¬
cos. Tocó el timbre y bajó, yo bajé detrás de él.
—¿Para qué?
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con la vista a un policía. No encontré ni siquiera a un cartero,
a pesar de estar cerca del Correo Central. El lisiado ya se iba
rengueando como el jorobado de Notre-Dame, ponía pies en
polvorosa; mejor dicho, “armadura en polvorosa”, y yo sin saber
qué hacer. Entonces, lo seguí y le di alcance. Le toqué fuerte el
hombro, me preparé para lo peor y compuse un personaje recio
y peligroso. El tipo giró como un resorte —estábamos en la
recova del bajo—, y me dijo: “Así que te avivaste. Pero mejor
quédate en el molde porque lo podés pasar muy mal. Además,
estoy acompañado”, y señaló a un coche que estaba estacionado
a unos metros en el <;ual había dos hombres de ceño atroz, como
diría Borges, y cuando miré hacia ellos hicieron un gesto
amenazante con la cabeza indicando que me fuera; y, como
vieron que yo dudaba, me mostraron una pistola. Argumento
más que convincente para dejar huir a mi presa, que se acomodó
cerca de sus secuaces con una agilidad y ligereza nada propias
de un casi paralítico.
—¿Cómo reaccionaste?
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hacia el rancherío, que a esa hora de la tarde todavía guardaba
una mansa apariencia, y que con las primeras sombras de la
noche se convertía en zona prohibida, en tierra de nadie;
únicamente transitada por los lugareños, o por forasteros
alzados y desprevenidos en busca de placer; yo iba sin rumbo,
como Cambaceres.
—Yo iba atento a lo que pudiera pasar, sabía que los de allí
no se andaban con chiquitas. De pronto, una hermosa mujer me
cortó el paso y se ofreció. Retrocedí asustado. “No te asustes.
Nadie te va a comer”, dijo y añadió: “Aunque vos, papito, estás
para ser devorado”. Le sonreí y seguí mi camino. Se puso a la
par de mí y se ofreció ahacerme lo que se me antojase, y por poca
plata. Y mientras caminábamos me pasó un brazo por el
hombro, y respiró sensualmente en mi oreja. El asunto se ponía
pesado. Entonces me detuve y, con buenos modales y dulzura,
para no irritarla, le dije que le agradecía su ofrecimiento pero
que ahora no tenía ganas de sexo. La mujer era alta, de pechos
grandes y erectos, piernas y caderas firmes. Tenía una pollerita
super corta y lucía medias negras con extraños dibujos, ligas
blancas como de novia, y usaba peluca rubia. Y mientras
hablaba masticaba chicle mostrando una dentadura blanca y
perfecta... Eso me gustó. Empecé lentamente a caminar de
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nuevo, mirando con miedo a mi alrededor porque ya oscurecía,
y ella siguió acariciándome y diciendo que me haría precio por
ser un tipo “pintón y amable”. Las otras minas miraban y se
reían y fumaban como carreteros. Al ver que yo no cedía me
empujó con suavidad hacia uno de los tantos pasillos que había
entre casilla y casilla, y con mohines y provocadoras turba¬
ciones de cadera me preguntó si no me gustaba. ¿Qué le iba a
decir? Le dije que sí, y que volvería otro día. Entonces, ella se
apartó un poco de mí, y medio dulce y enojada, se levantó la
pollerita y dijo: “Mirá lo que te perdés por indeciso”. Me quedé
perplejo y sin poder articular palabra. Lo que vi me dejó atónito.
Debajo de la pollera no tenía nada, y se agarraba su miembro
con las dos manos. Inmediatamente sentí que alguien me
pechaba con violencia haciéndome trastabillar hasta caer casi
en los brazos de la mujer-hombre, u hombre-mujer. Me di
vuelta para ver quién me había pechado y vi a una mujer
robusta y musculosa, con cara de pocos amigos, que me dijo:
“Entrá, no seas maricón”. Por la voz me di cuenta que era un
hombre y que me habían tendido una trampa. Fingí acceder a
sus pedidos, me volví dulce y sumiso, y busqué salir del pasillo.
El, o la, que me había empujado, me cerró el paso y buscó algo
entre sus ropas. Me di cuenta de que estaba perdido. La otra me
gritó: “¡Guacho, ahora vas a ver lo que es bueno!” Y vino a mi
encuentro. Entonces, pegué un salto con tal mala suerte que me
caí al suelo y ellos aprovecharon para tirarse sobre mí. Pero yo,
no sé cómo, igual que en esas películas de aventuras, salté como
un felino y agarré un ladrillo que estaba por allí, me afirmé y le
tiré a la cabeza con toda la fuerza y la furia del mundo. Uno de
los travestís, que estaba agachado y a quien iba dirigido el
ladrillo, se levantó de golpe y el ladrillo en vez de pegarle en la
cabeza le dio en medio del pecho y lo sentó en el piso. El otro
titubeó retrocediendo, y yo aproveché para escabullirme; pero
en vez de tomar hacia la calle agarré hacia los fondos en medio
de casillas destartaladas y zanjas putrefactas, y a medida que
escapaba salía gente de todas partes con palos y cuchillos y me
persiguieron como a un animal. No sé de dónde saqué fuerzas,
coraje y decisión para escapar. Corrí desfalleciente hasta la
orilla del Riachuelo. Dos cuadras antes, mis perseguidores
abandonaron la cacería. Los últimos en irse fueron los traves¬
tís. Uno de ellos enarboló un cuchillo y me amenazó. “¡Matate,
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gil!”, le grité. Me salvaron mis piernas y las luces del alum¬
brado, que allí era más fuerte. Jadeando subí la escalera
mecánica y desemboqué en el inmenso puente. Miré varias
veces a mi alrededor, por las dudas, y caminé procurando
respirar bien y sin apuro. Allá arriba soplaba una brisa fresca
y dulce, y se divisaba el techo de las casas y las luces de neón de
las cantinas y de los fanales de los barcos; tuve la impresión de
que en ese mismo momento yo empezaba a existir y una dulzura
infinita se apoderó de mí.
Vivía, y en peligro. Aquello era un experimento atroz cuyo
recuerdo más tarde me hacía palidecer y aún me produce un
cierto encogimiento. Era una provocación del vértigo final que
acaso tuviera que ver con mis traumas. Pero entonces me
parecía un deporte.
35
El escritor y sus fantasmas
—¿Qué libros formaron parte de tus primeras lectu¬
ras?
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condes, lores, príncipes y otras yerbas. Nos volvían locos los
títulos de nobleza, la prosapia, el abolengo. Y como los títulos
de nobleza escaseaban y eran muchos los candidatos (cientos de
miles de dráculas queriendo beber sangre azul para limpiar la
vergonzante sangre mestiza o criolla) se vendía prosapia a
precio oro, se alquilaban abolengos, se “expropiaba” nobleza, y
hasta llegaba a cambiarse por completo (¡maravillosos “alquimis¬
tas” del statusl) —“diálisis de por medio”— la sangre roja por la
azul. Hablar en francés y en inglés era lo culto, lo distinguido.
Se abominaba de los taños y de los gallegos porque representa¬
ban a los inmigrantes brutos y analfabetos que vinieron a
hacerse la América. Ser hijo de ellos, o parecerse a ellos, era la
muerte social. Por eso había que ser un señorito francés o un
gentleman inglés.
40
—En la Argentina, como en casi toda América latina, el
modelo que predominaba era el francés. La gente enviaba a sus
hijos a escuelas francesas. Muchos escritores (y especial¬
mente las escritoras) prefirieron ese idioma como modo de
expresión.
41
—Nos estamos yendo por las ramas. ¿Por qué no
volvemos a la historia de tu formación...?
42
Alfredo Giménez, que dice en una de sus canciones más popu¬
lares: ‘‘Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella
de pena muero”. O aquella otra canción suya, famosísima:
“Cuando te hablen de amor / y de ilusiones / y te aparezca el sol
/ y un cielo eterno, / si te acuerdas de mí / no me menciones /
porque has de sentir / amor del bueno”. A mí me parece que
tiene un enorme valor poético y musical que los iniciados no
toman en cuenta. En contraposición a éstos, Palito Ortega, Leo
Dan y José Alfredo Giménez son verdaderos ídolos populares.
Mi narrativa se alimenta de mi propia memoria, de la vida de
la gente con la que hice algo, y de mi país sigo teniendo una
memoria, y también un proyecto, pero absolutamente interno.
Todo escritor, todo hombre, quiere ser original. Algunos lo
logran, otros no. Creo haber logrado cierta originalidad en mis
trabajos literarios. No imito a nadie, mi estilo lleva mi sello y
eso me pone muy feliz. No lo niego, ni pienso negarlo. Hice mi
obra, creé un estilo, con los desechos, con la basura que arrojaba
la gente culta; con la sobra que dejaba la intelligenzia de la
Argentina. Con el mal gusto que ellos despreciaban y pensa¬
ban inútil, armé mi discurso y le di peso a mi lenguaje. Y, de
pronto, descubrieron alarmados que iba creciendo y desper¬
tando interés en Europa y parte de América latina con una obra
hecha con lo que ellos tiraban y desdeñaban desde lo más hondo
de su ser. No podían dar crédito a lo que presenciaban; algo
fallaba y empezaron a revisar —enloquecidos y carcomidos por
el odio y la envidia— sus códigos. Se fueron de cabeza a Freud,
a Lacan, ¡cuándo no!, a Saussure, a Faulkner, a Joyce. Consul¬
taron con sus oráculos, con sus brujos, con sus shamanes, el
motivo de este fenómeno que los desconcertaba y los hacía
montar en cólera... Quién cuernos era yo, un don nadie, que de
la noche a la mañana surgía en el firmamento literario peli¬
grosa y originalmente (disculpá la inmodestia) con algo que
ellos hasta ayer consideraban una porquería; y, además, tenía
el tupé, el caradurismo y la desvergüenza, de declararse anti¬
intelectual, y que le apasionaban las películas de Armando Bo
e Isabel Sarli. Entonces, tenían que castigarme y duro.
Muchos se parapetaron dentro del oficialismo —en todas las
épocas— y desde allí, desde los puestitos de secretarios de
cultura, de asesores “culturales”, me marginaron y persiguieron.
Un sinnúmero de periodistas y “críticos literarios” llevaron a
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cabo en mi contra una conspiración de silencio. Otros, más
dementes y peligrosos, le dieron mi nombre y domicilio —con
pelos y marcas— a la Triple A para que me asesinaran. Así de
simple.
44
—¿El escritor, llegado el momento, no es condenable
por pagarse la edición de autor? Muchos escritores,
consagrados y no consagrados, lo ven como un acto
deleznable, un infantilismo. ¿Cuál es tu juicio al res¬
pecto?
45
la aprobación de nadie. Si yo pudiera tendría mi propia edito¬
rial y produciría mis libros, como esas grandes productoras, y
así llevarme el mayor porcentaje y evitar, por ejemplo, que
ciertas editoriales nos roben y fagociten.
46
—No sólo en nuestro país.
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para ilustrar mi aseveración, pero sería tonto porque son de
dominio público.
—¿O de resentimiento?
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¿Por qué habría de ser un resentido? Soy un tipo con suerte,
cobro buen dinero por mis obras, viajo, gano premios...
— ¿YBorges, y Cortázar?
—¿Nadie más?
—Nadie más.
— ¿Seguro?
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—Segurísimo. ¿Por qué habría de mentirte? No soy un gran
lector, lo sabés. Se pierde mucho tiempo leyendo. ¿Para qué
leer? Mejor es vivir, disfrutar de la vida.
—¿ Teleteatros ?
50
—A tu juicio, ¿para expresar el arte es necesario
alterar la realidad?
51
.
El retorno de los brujos
—¿La aparición de tu novela The Buenos Aires Affair
fue verdaderamente el motivo de tu exilio?
55
—¿Todavía estaba Cámpora en el poder?
56
—¿Tan resentido estás? ¿No temes ser tildado de go¬
rila?
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cobardes cuando no alcahuetes de los gobernantes de turno...
Después de todo quién sabe si a esta altura de mi vida volveré
a la Argentina.
En aquel tiempo, como te decía, Carlos Ruckauf y Antonio
Cañero, ministros de Italo Luder (lo que te digo figura en los
boletines y papeles oficiales, en diarios y revistas de la época)
firmaron el decreto que “legalizaba” la guerra sucia poniendo
en marcha el “Estado Terrorista” contra toda la sociedad.
¿Alguien le echa en cara esto a los “proceres” del peronismo?
58
nuevo jalón en su larga serie de traiciones. Como cuando
hicieron un frente común con radicales y socialistas marchando
en la Unión Democrática. Ellos siempre apoyan a cualquier
frente, pero mandan a otros “al frente”.
Te pongo otro ejemplo flagrante de “desmemoria” de los
argentinos. ¿Alguien se acuerda del almuerzo que protagonizó
Videla con Sábato, Borges, Horacio Esteban Ratti (a la sazón
presidente de la SADE) y el padre Castellani, allá por mayo del
’76 (“que por mayo era, cuando hace la calor”, dice un madri¬
gal)? ¿Guarda memoria la gente de que el único que se interesó
de manera directa y honesta por la vida de Haroldo Conti (en
ese momento desaparecido, torturado y asesinado después
como miles y miles de personas) fue el sacerdote Castellani,
mientras Borges, el más eminente de los argentinos, y Sábato
se preocupaban por la Ley del libro y Ratti por el problema de
la SADE? Luego estos representantes ilustres de laintelligenzia
argentina, hablaron mucho y no dijeron nada, quedaron graba¬
dos en la Historia Universal de la Infamia.
¿Alguien se acuerda de que mientras el señor César Luis
Menotti dirigía el campeonato mundial de fútbol de 1978, y los
argentinos expresaban su alegría por el triunfo (conseguido
mediante un sucio y desmerecedor soborno), miles y miles de
nuestros compatriotas eran descuartizados en las cámaras de
torturas?
59
rismo más cruel y despiadado que el combatido, porque desde
el 24 de marzo de 1976 —fecha negra e imborrable en el corazón
de muchos argentinos— tuvieron la impunidad absoluta del
Terrorismo de Estado.
Y antes, como ya te he dicho, el poder ilimitado de López
Rega durante el gobierno de Isabel Perón —que firmó un
decreto para el exterminio de los guerrilleros en Tucumán— le
permitió, con la cooperación del comisario Villar, estructurar el
terror que vivió la Argentina.
Todos los servicios de inteligencia del Estado trabajaban
juntos, y los operativos de represión ilegales eran realizados
por personal de inteligencia dependiente del mando militar. Y
una de las cabezas visibles de la Triple A con el ejército era
entonces el capitán Mohamed Alí Seineldín. Un falso héroe de
las Malvinas, que también participó activamente en la masacre
de Ezeiza el 20 de junio de 1973. ¡Qué tal!...
60
del caso, porque también es cierto que hay políticos honestos y
luchadores—, el sacrificio, la muerte y el miedo de miles y miles
de argentinos. Esto también me separa de la Argentina. To¬
davía resuena en mis oídos aquel grito que brotaba de millones
de gargantas: ¡La sangre derramada no será negociada!...
Estamos viendo absolver con imperturbable frescura a una
multitud de asesinos y facinerosos. Los magistrados tan
lamentablemente cómplices no vacilan en devolver al seno de
la sociedad con nombre limpio, a tal número de alimañas
feroces. Este perdón inconsciente y pasivo, verdadera cobardía
de las dirigencias, contamina a los Derechos Humanos. El
gobierno de la democracia ha creado la legalización del crimen.
Esto no es más que el resultado de los sucios misterios de la
política.
61
como siempre pasa en el peronismo, está mezclada con otra que
deja mucho que desear. El peronismo tuvo siempre, por ejem¬
plo, una fuerte dosis antiintelectualista que fue disminuyendo
en los años ’60 pero que cambió con fuerza en los años ’70. Lo que
me vuelve receloso, desconfiado, del movimiento peronista es lo
heterogéneo de su composición. Cuando existe un campo muy
amplio dentro de un partido, creo que es sospechoso; la cosa no
es práctica. Hay en sus filas tipos de izquierda y hasta de
extrema derecha y esta última, por actuar sin escrúpulos,
termina siempre por imponerse, como pasó en el gobierno
anterior. No hay que olvidar que nuestro país fue destruido por
los peronistas, los neo-peronistas y también por la clase alta
argentina, que es mortal. Yo tengo mis serias dudas sobre este
nuevo gobierno peronista. No porque falten valores sino por la
falsedad de su discurso. Sin embargo hay gente muy honesta,
muy escrupulosa que es siempre arrollada por los inescrupu¬
losos. No quiero hacerme el filósofo pero me da la impresión de
que va a venir una etapa de un gran cambio y de que ahí se va
a ver la verdadera cara de Menem, que de peronista tendrá sólo
el nombre.
62
—Me estremezco todavía ante el recuerdo de la muerte
imbécil desencadenada por unos salvajes de todas cataduras.
La Argentina estuvo fascinada por el horror de la autodestruc-
ción. El cadáver argentino hacía oler sus tripas al mundo. Se
jugó a las escondidas con el cadáver de Eva; se arrastró su
cadáver por las calles de Europa. Con una rabia sublime y
horrible, los hijos de la Argentina se hundieron mutuamente en
las entrañas los hierros enrojecidos por el odio. Se mató sin
razón, por matar, por interés, por irrisión, por arbitrariedad,
por ideal, por amor. Se secuestró y asesinó a Aramburu en un
“arreglo” rarísimo entre militares y Montoneros... Todavía no
ha pasado el tiempo necesario para olvidar el horror.
63
—¿Los artículos políticos de la década del ’70 ilumi¬
naron algunas de tus zonas oscuras creativas?
64
—Porque la interrupción de un mandato, creo yo, concuerda
más con nuestro sentido dramático de la vida política... Pero
dejemos la política y vayamos a “otros ámbitos y a otras voces”.
—¿Crees en el orden?
65
—¿Y qué es el orden? ¿En qué consiste el orden? ¿Y cuántas
clases de orden hay? Porque existe el orden material, el orden
férreo; y existe también el orden moral y el orden profundo,
íntimo, a veces en contraposición con el otro. Al orden le pasa
como a la verdad: todos se dicen luchar por él, ser sus mantene¬
dores; todos dicen respetarlo. Y con estos debates se llega a la
lucha; y el primero que en la lucha desaparece es el orden; y
cuando vuelve es un orden muy pacífico; como que suele ser un
orden encadenado.
66
El exilio y el reino
—¿Cómo vivís el exilio? ¿Pudiste superar la nostal¬
gia?
—¿Creés en la suerte?
—No creo en brujas, pero que las hay las hay... Pienso que
existe algo, una fuerza, estela o aura, no sé cómo llamarlo,
que nos hace simpáticos o antipáticos y tenemos más suer¬
te que otros. Algunos lo llaman fluido, o personalidad, o caris-
ma. Existen personas positivas y otras que son negativas. En
fin, creo que eso tiene que ver con la ley bipolar de los contras¬
tes.
69
—Yo pienso que siempre existe la posibilidad de ganar.
Pero, ¿ganar qué? ¿La lotería?, ¿el Prode?, ¿o ganarle a la vida?
El hombre, él y sólo él, podrá o no resolver su problema.
Además, no soy un especialista en filosofía, en fenomenología,
en psicología y en genética, para hablar con propiedad sobre
dicho asunto. Sí puedo hablar de las cosas que a mí me suceden;
de mis problemas, de mis miedos.
70
—¿Qué opinás del suicidio?
71
dos para evaluar el gTado de cordura o de enfermedad del o los
suicidas. Escapa a mis limitados conocimientos de escriba
popular.
72
la convivencia, el contacto con los compatriotas, el estar dentro
del caldo. En este destierro (y atardecer, como diría Elvio Rome¬
ro) escribí la mayoría de mis libros como un modo también de
seguir viviendo, con la imaginación pensando en Villegas, en
Buenos Aires, en su habla tan peculiar.
73
tedio, de las nostalgias, de todas las melancolías, y cambió mi
exilio en fiesta. La primera vez que fui al Brasil, fue más que
nada por una cuestión de clima: mi médico me había recomen¬
dado vivir enfrente del mar.
74
Calma, calma. “Vísteme despacio que estoy apurado”,
decía Napoleón... Bueno, llegué a la Piazza de San Marcos,
imponente, llena del vuelo de las palomas, a eso de las seis de
la tarde y clima veraniego. Me senté a una de esas mesas al aire
libre entre cientos de turistas. Se acercó un mozo y me dijo en
tono imperativo, mirándome fijo: “Argentino, ¿no? ¿De Buenos
Aires...?”, y, antes de que yo terminara de asentir con la cabeza,
agregó: “Tenés que salvarme, hermano. Necesito que me reem¬
places por diez minutos”. Y ahí nomás se sacó la chaqueta, me
dejó los vasos y una bandeja y desapareció. Muerto de miedo,
miré a mi alrededor y vi que la gente ni cuenta se había dado de
nuestra presencia. Los mozos iban y venían enarbolando sus
bandejas sobre las cabezas del público con impresionante
maestría.
75
—Ese fue otro de los encuentros que tuve con Rita, verda¬
dero hasta la médula. Pero esa es otra historia.
76
—¿Qué recuerdos tenés de tu primer viaje a Italia?
—De noche rondaba por los cafés, por los pequeños dancings
de los suburbios; dejaba con indiferencia que las desconocidas
se sentaran a mi mesa y me hablaran; nada ni nadie podía
importunarme mientras estaba poseído por la dulzura, las
luces y el encanto de la noche. Me sentía capaz de fabricar
felicidad con todo lo que tocaba. Era una especie de rey Midas,
todo lo que tocaba lo convertía en felicidad.
—Vivías la vida.
77
—¿Cómo te las arreglabas económicamente? ¿Tuviste
problemas graves mientras vivías allá?
78
pertenecía. Mis sueños de adolescente proyectaron en el por¬
venir esos supremos momentos de mi infancia; no eran sueños
huecos; poseían en mí una realidad y por eso su cumplimiento
no me parece milagroso. Por supuesto, las circunstancias me
ayudaron; hubiera podido no encontrar con nadie un acuerdo
perfecto. Pero cuando mi oportunidad me fue dada, si me
aproveché de ella con tanto entusiasmo y empeño fue porque
respondía a un llamado muy antiguo. Angelo sólo tenía seis
años más que yo; era mi igual; juntos empezamos a descubrir
el amor, la vida. Sin embargo, yo confiaba tan totalmente en él,
que me garantizaba, como antaño mis padres, una seguridad
definitiva. En el momento en que me arrojaba en la vida libre
encontraba un mundo sin fallas; escapaba a todas las trabas y
sin embargo cada uno de mis instantes poseía una especie de
necesidad. Todos mis deseos, los más lejanos, los más profun¬
dos, estaban colmados; no me quedaba nada que desear sino
que esa beatitud triunfal nunca se debilitara. Su violencia lo
arrastraba todo.
79
—Yo no fui un chico particularmente mimado; pero las
circunstancias favorecieron en mí la eclosión de una multitud
de deseos; mis estudios, mi vida de familia me obligaron a
estrangularlos: por eso estallaron con mayor violencia y nada
me pareció más urgente que aplacarlos. Era una empresa de
largo aliento a la cual durante años me entregué sin reservas.
En toda mi existencia no he encontrado a nadie tan hambriento
como yo de felicidad, nadie tampoco que se lanzara a ella con
tanto empeño. En cuanto la hube tocado se convirtió en mi
única preocupación. Créase o no.
por Italia?
80
Fontana di Trevi; que me quedó grabada a fuego en la memoria
después de ver La dolce vita, con Anita Ekberg, la tetuda
monumental, y Marcello Mastroiani, el galán latino por ex¬
celencia, y La fuente del deseo. ¿Te acordás? Me imagino que las
habrás visto, ¿no? ¿Sí...? Bueno, eran como las diez de la noche
y mientras yo fantaseaba mirando la fuente y me preparaba
para tirar las monedas y pedir los tres deseos (somos hijos de
gallegos y taños y por lo tanto crédulos y supersticiosos),
apareció de repente una hermosa mujer (salió de la nada) con
un enorme leopardo, o yaguareté, qué sé yo. Estaban a unos
treinta metros de distancia y, al parecer, se dirigían hacia la
fuente. En ese mismo momento el felino pegó un rugido y
empezó a tironear de la cuerda que lo unía a su dueña. Yo me
quedé petrificado, con la mano suspendida en el aire, y no tuve
tiempo de pensar más porque ya el animal, desprendiéndose de
la cuerda, se abalanzó sobre mí rugiendo y enseñando sus
colmillos, que parecían puñales. Todo lo que atiné a hacer,
rápido como el rayo, fue arrojarme a la fuente para escapar pero
con tal mala suerte que resbalé y me caí de cabeza en el agua.
Y entonces oí: “Caro, caro mío. Mira lo que le has hecho al
señor”, y en seguida una carcajada interminable. Y luego, poco
a poco, como no sentí las garras del tigrón en mis carnes
argentinas (justo de exportación), levanté lentamente la cabeza
del agua, y vi que el leopardo bebía tranquilamente mientras su
dueña le acariciaba el cuerpo y le decía, no pudiendo contener
la risa: “Mió caro, Tarzane, pídele perdón al señor”. Y allí, en
cuclillas, pensé en el voluptuoso baño lustral de Anita Ekberg,
y que yo, a pesar de todo, era quizá el primer sudamericano de
unas crueles provincias que se bañaba en la romántica Fon¬
tana di Trevi, espectacular monumento romano que data de
1762.
81
—Contá las prohibidas. Esas son las que más le van a
interesar al público.
—¿ Y qué pasó?
82
¿Quién no recuerda sus películas Nido de ratas, El salvaje, Un
tranvía llamado deseo, El Padrino...? La anécdota que te conté
suavisa un poco la fama de violento e intratable que tenía
Brando. Otros de mis actores favoritos son Paul Newman, Lee
Marvin, Al Pacino.
83
como Stroessner, Pinochet, Videla,y otros “padres de la patria”.
No sólo existió Auschwitz, sino también los treinta mil desa¬
parecidos de la Argentina, de los miles y miles de asesinados y
torturados de Chile; de los campesinos, obreros y estudiantes
paraguayos que el régimen de Stroessner mató y torturó... Hay
que fomentar la filmación de muchísimos Missing para que
nuestros pueblos salgan de su letargo de miedo.
84
—Yo no propongo la crítica por la crítica misma, ni —rei¬
tero— la crítica con “mala leche”, que muchos de nuestros
compatriotas “ejercen” en Buenos Aires. Creo, sí, que debería
existir una crítica seria, honesta y responsable.
En la Argentina existen “críticos cinematográficos” impro¬
visados que brotan como hongos en diarios y revistas. También
existen cuatro o cinco críticos (no más, ¿eh?) serios y honestos
con una preparación adecuada, de verdadero nivel. Fundamen¬
talmente serios. El resto son oportunistas y trepadores que se
la dan de críticos y además son deshonestos y corruptos.
Algunos de ellos, conectados al mundo del show business,
cobran muy buen dinero por comentar elogiosamente tal película
o tal obra de teatro, o por reportajes a actores y actrices. Vos esto
lo sabés mejor que yo, que estás en los medios masivos de
comunicación.
Con la crítica literaria pasa algo parecido. Ya hemos ha¬
blado del tema, y en profundidad. Sin embargo, repito, en
Buenos Aires la crítica es el arte de elogiar a los amigos o a los
importantes y soslayar despectivamente a los miembros de
otros grupos o a “enemigos”. Se emplea, en la mayoría de los
casos, para tener poder literario, o encumbrar a algún amigóte
o amigo de turno. Y los que no pertenecen al grupo de genios son
frecuentemente maltratados, de manera gratuita, calificados
con toscos adjetivos y sin ningún análisis responsable... En los
medios no está la gente más capaz.
85
Primera memoria
—¿Qué recuerdos rescatás de tu niñez? ¿Tuviste una
infancia feliz?
89
objeto de grandes demostraciones, de teatros, de seducción por
mi parte, tanto en sueños, como en la realidad; desde los siete
u ocho años ya tenía novias, como se decía. En Villegas tuve dos
o tres; en Buenos Aires me enamoré de una piba; yo la perseguía
a esa pibita, que era muy dulce y traviesa y se murió después.
—Historias de niño.
90
—¿Cuál era el papel que más te seducía: el de doctor
o el de paciente?
91
—¿Recordás algún episodio en particular que más te
haya marcado?
92
—El homosexual vive todavía hoy con vergüenza su diferen¬
cia que intenta encubrir, justificar o compensar mediante la
dedicación, la carrera artística o una entrega total a una causa,
a una profesión. El tema de la homosexualidad ha sido y es una
de las más grandes obsesiones de los terapeutas, quienes aún
no se han puesto de acuerdo acerca de su origen. Perseguida y
vilipendiada a lo largo de la historia, la homosexualidad, repito,
todavía merece la condena social y, por esto, despierta el interés
de la gente. Piensan en nosotros como seres enfermos y lascivos,
pero sus prejuicios los llevan a un error.
93
la gente que prefería imaginar las cosas y no conocer¬
las?
94
ban, como ya conté, eran mis verdaderas compañeras escogidas
en un momento, pero en nosotros no había mucha sensualidad;
no tenían formas, mientras que las formas de los hombres me
interesaron desde muy chico.
95
—Con placentera invención o sin ella, esta anécdota con
Rita Hayworth transportada de una a otra sábana, se sitúa al
principio de una etapa de intensa sexualidad manual. Pero una
etapa no demasiado larga, de unos meses, que de pronto se
interrumpió y fue sucedida diría yo que por un dilatado período
de castidad o por un procedimiento de satisfacción más sutil y
refinado y no vergonzante. Pero no me acuerdo. Sólo sé que
después de esa temporada, que me parece de absoluto sosiego,
la masturbación se hizo en mí esporádica y finalmente rara,
progresivamente sustituida por el onanismo imaginativo.
96
brirme las miserias de los profesores que para revelarme un
mundo de relaciones fáciles, en el que parecía moverse como pez
en el agua. Me hablaba de prostitutas, totalmente accesibles, si
yo quería, dispuestas a iniciarme, si él me recomendaba, que
nos esperarían a la vuelta de la esquina, si le avisaba con un
poco de tiempo.
—¿Y te iniciaste?
97
—¿En qué lugares de Buenos Aires conseguías a tus
amantes ocasionales?
98
“¿Te gusta...? Elegí lo que quieras, te lo regalo”, y sonrió
enseñando una perfecta dentadura. Me turbé y traté de parecer
aplomado, y le contesté: “Sí, me gusta”. Y le devolví la sonrisa.
Y él agregó un poco ordinariamente: “¿Andás buscando mi¬
nas?... Vení conmigo, la vas a pasar mejor que con una mujer”.
Su modo directo me descolocó al principio pero después al ver
su risa, y su mirada, que me desarmó, lo seguí. “Yo vivo aquí a
la vuelta”, dijo, y caminamos hacia la calle San Martín. Mien¬
tras no dijimos una sola palabra. En la puerta del hotel —no un
hotel alojamiento—, me dijo: “No tengas miedo. Todo está en
orden. Soy una persona de bien”. Tenía alquilada en forma
permanente una suite. Después me enteré que era de una
familia de triple apellido y que le gustaba la música y era
conocido en el jet set por el nombre —pongámosle— de...
“Teclas blancas”. Tocaba el piano como los dioses.
99
fortuna. Sin embargo, me cuidaba y respetaba. Nunca hizo
nada desagradable o escandaloso delante mío ni me hirió deli¬
beradamente. Supo guardar las apariencias...
100
El triángulo de las Bermudas
’
—¿Creés en los platos voladores?
103
encuentro que me hizo cambiar totalmente mi modo de pensar
con respecto a los extraterrestres y los OVNI.
La historia es así. Un amigo estanciero, fazendeiro, para
más datos —su nombre me lo reservo porque no le agrada la
publicidad, por eso él tampoco contó nada en su momento—, me
invitó a su estancia en Rio Grande do Sul. Y una noche, cuando
regresábamos a caballo de un paseo por el campo, vimos un
extraño resplandor en medio de un monte cerca del alambrado.
Parecía luz de “Petromax”, esas lámparas que se usan en el
campo, y mi amigo pensó enseguida que a lo mejor eran
cuatreros carneando alguna vaca, o marcando algún ternero, o
que alguien se hallaba haciendo algo ilícito. Entonces nos
encaminamos, mejor dicho, enfilamos los caballos hacia el
lugar, y sin hacer ruido nos apeamos. Atamos a los animales en
los hilos del alambrado y mi amigo sacó de entre la montura de
su caballo, de su flete, un Winchester a repetición, me hizo una
seña de silencio con la mano, e indicó que lo siguiera. Cruzamos
el alambrado sigilosamente y nos metimos en el monte que
ahora resplandecía con un color verdeazulado, o naranja-
azulado, como si la luz potente y circular brotase de la tierra
alumbrando la copa de los árboles. Serían cerca de las nueve o
diez, el silencio era total y las estrellas brillaban en la noche
limpia. Nos abrimos paso entre cardos y espinas punzantes
tratando de hacer el menor ruido posible. Mi amigo iba ade¬
lante con el arma lista y observando atento a su alrededor. Yo
le seguía emocionado y curioso por ver cuál era el origen de esa
luz tan peculiar. Por momentos me imaginaba que nos encon¬
traríamos con un grupo de cuatreros en pleno trabajo de
abigeato o cosa por el estilo. En eso llegamos a lo que sería casi
casi el corazón del monte, y vimos.—alelados y al borde del
pánico y el olor a esfínteres relajados, el mío al menos— un
plato volador de aproximadamente cinco o seis metros de
diámetro por dos de alto, que irradiaba una luz verdeazulada
fuerte y suave a la vez. El OVNI parecía haber sido hecho
poniendo un plato arriba de otro, cara a cara, los lados cóncavos
encontrados de modo perfecto. Y no vimos, yo tampoco lo noté,
ninguna ventana o mirilla o hueco en el aparato; ni vimos
ningún tipo de antena ni “tren” de aterrizaje; el plato estaba
posado directamente sobre el pasto en el justo medio del bosque
reflejando su luz extraña y persistente. Y lo más misterioso era
104
que no se oía ni un solo zumbido de motor, o de algo que
impulsara el aparato o a la luz que salía de él.
105
No flotaba alto, sino al ras del suelo. Y hubo un momento,
mientras caminaba, que pude observar mejor a la nave, más
detenidamente. No le encontré una fisura, un lugar donde se
notara la unión del material. Era como si hubiese sido hecho de
una sola pieza, o bloque; y también tuve la sensación que la luz
que irradiaba giraba imperceptiblemente.
106
quilos. Después, no pudiendo vencer la curiosidad, levanté la
cabeza y miré al OVNI. Le vi la “barriga” de un metal indefini¬
ble, y no noté —reitero— ninguna abertura, ventana, o escale¬
rilla. A medida que avanzábamos se desplazaba sobre nuestras
cabezas sin emitir sonido. Hasta puedo decir que originaba una
especie de silencio muy especial; era también como si el tiempo
no existiera o se hubiese detenido. Nos siguió acompañando
varios kilómetros hasta que de repente se detuvo totalmente en
el espacio por unos segundos, tal vez minutos, y luego salió
disparado hacia el infinito a una velocidad inmedible, y fue a
quedarse en un punto otra vez como petrificado, allá arriba,
entre las estrellas. Entonces, mi amigo y yo recobramos el
habla. Sin embargo, no nos dijmos ni una palabra; sólo
mirábamos intrigados al plato volador que nos vigilaba desde
lo alto.
107
—No lo puedo describir con precisión. Era algo maravilloso.
En aquel instante yo no tenía miedo y no dejaba de mirar al
OVNI. Lo que sí recuerdo con lucidez es que no podía pensar; mi
mente estaba en blanco y yo no tenía voluntad para escapar o
hablar. Fue ahí que sentí una voz que me llegaba desde la na¬
ve, no se oía sino que yo la sentía en mi mente; una voz que de¬
cía que me fuera con ellos, que me acercara, que no tuviera
miedo. Todo esto yo lo recibía telepáticamente, digamos. Y se
entabló una suerte de “diálogo” entre ellos y yo. Les pregunté
—mentalmente, se entiende— de dónde venían y qué era lo que
deseaban, y me respondieron que me lo dirían si los acom¬
pañaba. E insistían en que no tuviera miedo, que no me harían
daño. Entonces, un “tubo” de luz emergió de la parte superior
del objeto y recorrió la fachada de la casa, como si la estudiase
cuidadosamente. Después el plato se fue posando despacio en
el patio, y en ese instante llegó mi amigo con más gente y se
detuvieron de golpe cuando vieron la nave, que seguía proyec¬
tando el haz de luz de unos tres metros de diámetro y de forma
cilindrica perfecta. Se apreciaba como un olor a azufre en el
ambiente, y todo el mundo sentía ardor y escozor en la piel.
Mientras los peones rezaban, mi amigo trataba de sacarme del
patio a empujones.
108
—¿Qué hicieron al día siguiente?
—¿Yen el monte?
109
—Desgraciadamente, no. Mi amigo no tenía cámara ni yo
tampoco. Hubiera sido ideal tener fotos para documentar lo que
cuento. Si no tenés pruebas la mayoría de la gente no te cree, y
piensa que sos un chiflado.
110
ron que eran aparatos norteamericanos. Pero, dado que se ob¬
servaban naves o aparatos idénticos en todo el mundo, se hizo
evidente que ninguna nación de la tierra podía haber inventado
semejante maravilla.
lll
y súbitamente me erguí, estremecido por una interna alarma.
Es obvio que mi intuición recogió, en el aire, el síntoma de algo
distinto y que en seguida debía investigar. Entonces sentí una
“voz” en mi mente —no hubo palabras—, una suerte de orden
o “llamada” y me senté en la cama. Una luz verdeazulada o
amarilla verdosa, no puedo definirla con exactitud, se filtraba
a través de la ventana y de las cortinas; la luz venía en oleadas,
como de una baliza de ambulancia o de patrullero de la policía.
Me restregué los ojos y sacudí la cabeza para despabilarme. Allí
sentí que mi voluntad se adormecía, como si alguien se apode¬
rara de mi cuerpo o entrara dentro de él. Luego me levanté,
arrastrado por una nueva orden, y fui hasta la ventana y los vi.
Eran tres “hombres” que flotaban a unos cuantos centímetros
del suelo, de estatura y aspecto perfectamente humano. Sus
ropas eran parecidas a las de los astronautas y usaban escafan¬
dras negras. A dos de ellos les pude distinguir los ojos: eran
iguales a los nuestros pero un poco más grandes y luminosos.
Y me decían telepáticamente: “Te venimos a buscar. Debes
venir con nosotros”. Y yo, aletargado y débil, les preguntaba:
“¿De dónde vienen? ¿Cuál es el mensaje que están tratando de
comunicarme?” Y dos de ellos me respondían, sin dejar de flotar
suavemente: “Te lo diremos después. Nuestro mundo te espera.
No tengas miedo. No te haremos daño. No temas”. Entonces,
atraído por un imán invisible, me dirigí hacia la puerta, y
cuando transponía el umbral algo se “cortó” y me “desperté” del
encantamiento, volví sobre mis pasos y miré por la ventana.
Allá estaban todavía haciéndome señas y “diciendo”: “Debes
venir con nosotros. No tengas miedo. Te necesitamos”. Y des¬
pués desaparecieron.
112
—¿Le contaste a tu amigo?
113
Te conté mi historia sobre los OVNI no con afán publicitario
ni sensacionalista, sino más bien para descargarme y en cierto
modo exorcizar mis miedos y dudas. La experiencia vivida con
los OVNI jamás la conté a nadie, repito, ni a mis amigos más
íntimos ni siquiera a mi familia. En algún momento llegué a
escribir algo sobre ello con el único propósito de esclarecerme el
problema y de usarlo como “terapia”.
114
—¿El hombre es una suerte de ser abstracto?
115
,
«
Me hubiera gustado ser Gardel
—¿Estás contento con tu profesión de escritor?
—¿Carlos Gardel?
—Ser el Morocho del Abasto, cantar como él; no, ser él.
Gardel es un personaje que me fascina por lo carismático, por
lo dulce y lo viril. Poseía esa extraña mezcla del señorito y del
malevo; respetuoso y tímido a veces pero zafado y decidido
cuando hacía falta... Soy un pobre cacatúa.
—¿Por qué?
119
con la pinta de Carlos Gardel. Yo no sólo sueño con su pinta,
sino con su voz, con su personalidad y, fundamentalmente, con
su carisma popular que arrastraba multitudes.
—No me interesa.
120
¿N° es una contradicción que un autor provin¬
ciano, que escribe inspirado en los folletines y el cine
populares, no goce con un deportre popular como el
fútbol?
121
—¿Asociás a Perón con Hitler y Mussolini?
—¡Sería montonera!
—¿Suerte de qué?
122
cuerdo que en una entrevista que le hice, y que luego lo
repitió en otras, dijo: “El tango y Gardel no me gustan.
Bueno, después supe que él compartía mi desagrado,
porque a él personalmente no le gustaba el tango, no
quería bailarlo ni cantarlo. Además, él era francés,
nunca quiso hacerse argentino”.
—Es verdad aquello de que no hay peor ciego que aquel que
no quiere ver. Es el caso de Borges. Sin embargo, a Cortázar, al
gran cronopio Julius, le encantaba el tango y sentía un cariño
grandísimo por Gardel. Y del tata Raúl González Tuñón, no te
digo nada. Hasta llegó a escribirle un poema. Creo que se llama,
si la arterieesclerosis no me traiciona, “Lejano y presente”. Y
una de sus estrofas dice:
Grande, ¿no?
123
También me gusta Alberto Castillo, el cantor de los cien barrios
porteños; es un cantante con estilo propio, no imitó a nadie...
¡Cómo disfruté con sus películas! Las que filmó al lado de
Amelita Vargas, Francisco Álvarez y otros actores del Buenos
Aires de ayer. ¡Qué tiempos aquellos! Siento nostalgias de
aquel tiempo que ya pasó. Creo que uno era más feliz. Yo por lo
menos.
—No me desagrada.
124
—¿La música folclórica te gusta?
125
—¿De qué modo se puede frenar esa carrera hacia la
muerte?
—¿Te pegaba?
—¿Estás jugando?
—Creo que no. No diré que fui o que soy un hijo modelo o un
santo. En cambio, soy consciente de que podía haber sido mejor
con ellos. Siempre un hijo, queriendo o no, daña a sus padres
126
con una actitud, con un modo de vida. Uno cuando elige su
camino, su vida, cuando decide resolver por sí mismo sus
problemas, siempre hiere. Es la ley de la vida.
—¿Por qué?
127
—Pregunta de periodista bisoño, cómo es posible... Es una
broma. Me hubiera gustado escribir el Martín Fierro. Para mí
es el libro ideal. Es todo: novela, poesía, ensayo, folletín. No sé
cómo cuernos Hernández pudo amalgamar los distintos estilos
y hacer una obra tan completa. Lo que más me impresiona del
Martín Fierro es su vuelo, su lenguaje popular. Dicho libro, que
también es un folletín por donde lo mires, es una obra maestra.
—¿Y la fama?
128
—Yo me refiero a la fama alcanzada por un escritor.
¿Pensás que es igual a la fama de los deportistas?
129
—Querer asegurar el porvenir es un punto de vista burgués.
Pensándolo bien, no se asegura nada, no se sabe lo que será el
porvenir.
130
Pas de deux
—Se dice que los gay forman, en todo el mundo, una
especie de logia o masonería y se ayudan mutuamente en
lo económico, político, artístico y social. ¿Pertenecés a
algún grupo determinado?
133
—Vuelvo a preguntarte. ¿Pertenecés a un grupo gay
determinado?
—¿Bailás?
134
—¿Ley...? ¿De qué ley me hablás? Si los “ciudadanos res¬
petables” no están amparados por la ley, nosotros, los homo¬
sexuales, qué podemos esperar. Nuestras leyes, nuestras ar¬
caicas, puritanas y arbitrarias leyes, no se ocupan ni se preo¬
cupan de la homosexualidad. Es un modo de decir, porque la
policía nos reprime que da miedo... Te doy otro dato ilustrativo.
Nuestra Constitución no se refiere a ella en ningún momento.
¿Lo sabías?...
—No.
135
—¿Cuál es tu opinión sobre el amor?
—¿Cómo lo definirías?
136
ción. La pasión pertenece más bien al orden de la agresividad
que al de la abnegación.
137
—Todos los padres, al principio, a pesar de aceptar la
condición de sus hijos, se sienten frustrados. Yo creo que la
frustración y el dolor son más grandes para ellos al saber que
la sociedad va a desplazar y marginar a sus hijos.
138
comillamos de nuevo) y agradables (y discutibles) si se dan
entre adultos que consientan en ello.
139
todavía siguiera latiendo. Los dos jadeaban casi al unísono,
cada vez más rápido, prisioneros de los espasmos del placer que
ya venía, que ya llegaba montado en la demencia y en la
cordura; y ahora rompió el silencio un grito ahogado y gutural
lanzado por dos gargantas extranguladas por el orgasmo, gri¬
tos que semejaban estertores de muerte; luego sólo se escucha¬
ba un respirar entrecortado y, de repente, el hombre “muñón”
se desprendió de su pareja y se dejó caer de espaldas. En eso nos
vio e hizo un movimiento, le golpeó la espalda a su compañero
(que yacía todavía de espaldas, disfrutando quizá) y nos miró
con ojos relampagueantes, en los cuales se notaban destellos
de una felicidad que se apagaba sin remedio. Después los dos
huyeron arrastrándose entre los yuyos y las basuras. El hombre
“muñón” iba saltando como impulsado por un resorte invisible
y mágico.
140
corporarse a la vida social. Resulta inconcebible, pero son los
seres más olvidados de la familia humana.
—¿Existe la felicidad?
—Yo creo que eso es una utopía. Desde los siglos de los siglos
se dice que el hombre es libre, cuando en realidad es el más
sumiso de los animales.
141
—Según tu criterio el hombre sería o es un eterno
obediente.
—Entonces es un esclavo.
142
Pienso que no hay fórmulas mágicas ni recetas fáciles. Lo
que sí creo es que, a mi modesto entender, para que uno se
pueda escapar” de esas instrucciones dadas por nuestros
padres, y que nos condenan de por vida, debemos ponernos a
pensar.
—¿Pensar en qué?
143
—Así que nuestros padres son y serán los culpables de
todos nuestros males y punto. Ya no hay más nada que
hacer.
144
El beso de la mujer araña
—¿Es un relegado el escritor en nuestra sociedad?
147
ya no procuro dar de mí una imagen tímida o fascinante o
simplemente aceptable. Trabajo mucho, eso es todo.
148
—¿Tus obras son literarias en un ciento por ciento?
—Sí.
149
—Es decir, que la preocupación por seducir al lector
por medio de las palabras, del giro de las frases, ¿es más
importante que en ninguna de tus obras?
—Así es.
—Sí.
150
y sufría de unas arritmias cardíacas que, por suerte, se me
estaban yendo. Fue entonces cuando se cruzó en mi camino un
personaje —el neoyorquino, que yo llamé Larry— que parecía
encarnar mi conflicto, y lo metí en Maldición eterna a quien lea
estas páginas. E introduje una cotidianidad distinta: la nor¬
teamericana, y puse dos personajes centrales y únicos, en cuyo
enfrentamiento cada uno le va quitando la máscara al otro y a
sí mismo. Sus personalidades se van proyectando, desdoblando.
—El estilo es una cosa muy rara. Habría que discutir para
saber si vale la pena escribir con estilo y habría que pregun¬
tarse si la única manera de lograr un estilo es, como lo he hecho,
corregir lo que ya se ha escrito para que el verbo concuerde con
el sujeto y el adjetivo esté en el sitio correspondiente, etcétera.
Si no, no habrá un modo de conseguir que una obra sea buena
dejando que las cosas vayan a la que te criaste. Hace más de
veinte años que escribo y esto no sólo no cambia sino que se me
hace cada vez más difícil, le tengo pánico a la máquina. Por
ejemplo, escribo más rápido porque ahora tengo oficio: ¡y
bueno!, ¿no habrá una manera de escribir rápido desde que uno
empieza? Vos sabés que muchos escritores piensan que el
estilo, la preocupación excesiva por las palabras, es una estu-
151
pidez, que hay que ir lo antes posible al grano, y no ocuparse
para nada del resto.
152
“Mujer casada, pierna quebrada”. Mi madre, persona prepa¬
rada y práctica, detestaba la vida pueblerina, y siempre estaba
en pose de imaginativa. De ella aprendí mucho, y de sus amigas,
y mis tías me proporcionaron riquísimos datos que yo llevé
luego a mis libros.
153
desnudo de un homosexual y cómo ve el mundo desde su óptica.
En una palabra, creo que El beso de la mujer araña, desde el
punto de vista político, es el libro más comprometido que he
escrito. Tiene el tino de no sobrecargar en la truculencia
política, de lo contrario el libro se habría convertido en un
panfleto.
Cuando empecé a pensar en El beso de la mujer araña no
existía el personaje homosexual. Más bien se trataba de discu¬
tir sobre las ventajas del rol de la mujer sometida. Yo estaba
completamente de acuerdo que era una aberración y que el
esquema hombre-fuerte, mujer-sometida era la fuente de toda
la represión. A mí siempre me interesó la situación de la mujer,
como ejemplo flagrante de sometimiento.
154
manuscrito me dijeron que era un libro muy bueno. Pero hubo
algunos momentos de soledad, de tristeza, en los que me decía:
Qué egoístas somos los argentinos, qué mala leche tenemos...”
Son cosas así las que a uno lo van cambiando y cohibiendo.
—No; no creo que sea una obra maestra. Admito, sí, que fue
un libro que me costó mucho escribirlo porque jugué con
distintos planos narrativos que suceden en diferentes épocas.
Me fue difícil terminarlo puesto que llegó un momento en que
no sabía cómo seguir, de qué rriodo darle continuidad a las
historias que pasan en la cabeza de la protagonista (una mujer
educada para ser objeto sexual y que después procura decidir su
propio destino). Las obras que, a mi juiciofe^tán más logradas
son Boquitas pintadas y El beso de la mujer araña.
155
igual, aunque uno sea mejor que otro. Y es natural que así
sea.
—Ah, por supuesto. Sigo las cosas hasta el fin, tanto como
pueda, pero eso depende evidentemente de la lengua a la que se
la traduce. Cuando es al italiano, al francés o al inglés, me
enloquezco ante la idea del más mínimo error. Cuando es una
traducción al japonés o al alemán, debo confiar. No queda más
remedio.
—No, no. Pienso: escribí lo que tenía que escribir y está bien.
Lo he escrito lo mejor posible, y eso tiene un valor. Pero no va
mucho más lejos. No pienso: es la obra maestra engendrada por
un genio.
156
Cine y literatura
—¿Cómo se puede definir una obra como buena?
159
—¿Qué relación afectiva tenes con tu obra?
160
—Pero las alegrías fueron mucho más.
161
di mi bendición, como quien dice, se estrenó y fue un éxito total.
Sin embargo, cuando leí el libreto más detenidamente com¬
probé que no me veía en el texto, no me conformó. No traicio¬
naba la idea general del libro, pero algo no encajaba. Yo en ese
momento estaba en Roma. Después, ya de vuelta en Brasil, hice
una nueva adaptación, que es la que se estrenó en España en
1981, y es la que subió a escena en Buenos Aires. Y agrego esto:
El beso de la mujer araña, novela, fue un best seller exitosísi¬
mo, una de las novelas más vendidas de la historia biblio¬
gráfica brasileña. Tanto fue así que se vendió más en el Brasil
que en otros países de lengua española; más que en México y
España, por ejemplo. Estos son algunos de los fenómenos que
un escritor a veces no sabe explicar. Luego vino la adaptación
teatral, de la que estamos hablando, que estuvo en cartelera por
más de tres años consecutivos en Río-San Pablo, que asimismo
se la llevó por distintos estados y fue presentado en Portugal en
1984.
162
Desempeñó un papel preciso en las obras que he escrito y en las
que en este momento estoy escribiendo.
—Más serios.
163
—¿En la actualidad qué es para vos la literatura?
164
—¿Alguna vez te interesaste en autores que te fueran
perfectamente ajenos?
—No creas, para mí no fue tan fácil. Esa novela tardó tres
años y medio en encontrar editor. Tardé tres años en escribirla,
en total seis para verla en español. Al año siguiente salió en
francés, porque el manuscrito le gustó mucho a Juan Goytisolo,
que era consejero de Gallimard.
165
pero al ser designada por los críticos de Le Monde como una de
las cinco mejores novelas extranjeras aparecidas en Francia
durante el bienio ’68-’69, enseguida se convirtió en un éxito. Al
mismo tiempo la otra, Boquitas pintadas, era de más fácil
lectura.
166
terriblemente en su trato con los actores y productores. Un
director tiene que estar seguro de los pasos y de las órdenes que
da, tiene que estar muy seguro de sí. Yo, si hago un trabajo
experimental no puedo transmitir esa seguridad; si es experi¬
mental es justamente porque no sé cuál va a ser el resultado.
Entonces, yo prefiero el trabajo solitario de la literatura. Una
propuesta experimental no resiste a los grandes compromisos
comerciales con mucha gente comprometida. Por ejemplo,
cuando entré al equipo de Adiós a las armas, el primer director,
John Huston, tenía asignado como productor a David O. Selznick
y luego fue sustituido por Charles Vidor, el director de Gilda.
Era un caos total: el productor quería una cosa, el director otra,
el elenco otra...
Las experiencias en cine, como asistente de dirección, repi¬
to, me resultaron difíciles. Había que gritar, imponer, ejercer
autoridad. Yo siempre con el concepto de autoridad tuve mis
problemas. Por ejemplo, mi padre era muy exigente. Lograba,
en una época, paralizarme con la mirada. Acaso esta sea la raíz
de mi repulsión por la autoridad. Bueno, entonces escribía
guiones que de algún modo resultaban copias de cine que yo
había visto. Cuando me cansé de esa operación de fuga, me dije
que quizá sería más divertido, aunque arriesgado, enfrentar la
realidad, pero cuando pretendí hacer un guión sobre eso, no me
alcanzó la duración de hora y media del cine clásico. Me di
cuenta de a poco que mis temas no se adecuaban a las exigen¬
cias del cine. Ese guión primero fueLa traición de Rita Hayworth.
El cine exige síntesis y mis temas, reitero, me exigían otra
actitud; me exigían análisis, acumulación de detalles. Para
escribir, en cambio, basta con tener papel y lápiz; y el tiempo del
escritor que, se supone, no vale nada.
167
El cine es un arte de equipo y yo tengo la costumbre de
trabajar solo, es decir, de poder equivocarme infinitamente sin
ningún apremio de tiempo. En el cine, se sabe bien, no hay que
decir, hay que mostrar.
168
tan sorprendente la verosimilitud y la lógica. Su comicidad
alcanzaba la profundidad de los delirios oníricos.
169
Battaglia, Elias Alippi, Hugo del Carril, muy buen director de
cine; como cantante era un imitador de Gardel.
—¿Y actrices?
170
lugar a dudas. Sin embargo, la televisión ha ido más lejos. Une
a los hombres desde los lugares más remotos instantánea¬
mente. El cine también puede contribuir a eso desde la pantalla
de televisión. Creo que será la futura misión fundamental del
cine. Porque hoy hacer cine para las salas cinematográficas ya
no es negocio y los empresarios se dedican a otra cosa. Si no van
a hacer negocio no les importa nada. El negocio es el negocio, y
eso está primero.
171
mano de la mentira más denigrante y descarada, y de ese modo
atraen y embaucan a millones y millones de personas. De la
misma manera que algunas prédicas políticas —la mayoría—
se sirven también de la mentira. No buscan al hombre para
favorecerlo y ayudarlo, sino para explotarlo y alienarlo. Y no
hace, repito, a la verdadera esencia de la felicidad del hombre.
172
suerte que tiene un cierto comienzo, que es el comienzo del
libro, y tendrá un final. Por consiguiente, existe una cierta
relación del lector con una duración, que es la suya y que al
mismo tiempo no es la suya, desde el momento en que empieza
a leer el libro y hasta el final. Y esto supone una relación
compleja del autor con el lector, porque no debe simplemente
relatar, debe escribir su relato de manera que el lector conciba
realmente la duración de la novela y reconstituya él mismo las
causas y los efectos, según lo que ha sido escrito.
173
■
.
La comarca desconocida
—¿Pensás en la muerte?
—Pensando.
—¿Cómo pensando?
177
—¿ Y ese “mecanismo”, digamos, te da siempre el mismo
resultado positivo?
178
—¿Crees en la reencarnación?
179
mente los agnósticos budistas y jainistas comparten tales
creencias fundamentales en la India, las cuales se propagaron
por el Asia mediante los misioneros budistas y florecieron en los
terrenos antes difíciles de la China y el Japón.
180
—¿Crees o no en el más allá?
181
se cargan de comidas y clavelones. Se vela durante toda la
noche, a la luz de las bujías, y por la mañana la comida ha
perdido misteriosamente su sabor. Para los habitantes de las
ciudades, tal celebración es más bien la excusa para un festejo;
pero las calaveras de azúcar y chocolate, el pan especial, los
esqueletos con fuegos artificiales entre los dedos, o elevándose
como barriletes de papel, nos confirman que quien ríe último es
la muerte. La muerte está naturalmente, “cotidianamente”,
insertada en la vida.
—¿Tenes fe?
—¿Sos religioso?
—¿Existe Dios?
182
—Soy un ser común de carne y hueso, como cualquiera, y no
Superman. ¿Qué te pensás? Un escritor también tiene miedo,
llora, le duele la barriga, caga, mea, y se muere. No es un dios.
183
—Viejo, yo no soy teólogo, filósofo ni metafísico. A gatas soy
un escritor con muchas limitaciones, un hombre que a veces no
sabe qué carajo hacer con su vida. Un escritor —me parece a
mí—, ya lo dije, no es un sabio o un dios. No mistifiquemos...
Concidencias... coincidencias... destino... misterio. ¡Hay tanto
que se nos escapa!
—Si creen eso que se jodan. Lo que pasa es que hay toda una
especie de tilinguería, de cholulismo, alrededor del escritor
como pasa con los actores de cine o con los deportistas; la gente
los endiosa y los pone, allá, en la cima. No todo lo que reluce es
oro. Además, es bien sabido, están los que lucran —¡y cómo!—
con la estupidez de la gente.
184
se explican con relación a un dios, entonces con relación
a qué se explican?
—Con todas las razones que nos dan los sociólogos, los
etnólogos y los psicólogos. Todo grupo humano produce mitos
que cumplen diversas funciones: explicativas, sociales, mo¬
rales, etcétera. Tienen por misión explicar la génesis del mundo
y el lugar que el hombre ocupa en él; darle un sentido a la
existencia humana, y hacer que se salve de la fatalidad de la
muerte; de unir al grupo y procurarle reglas de conducta; en
pocas palabras, dada la necesidad de unidad que tiene el
intelecto humano, hace falta que una misma creencia dé una
misma respuesta a cuantas preguntas tenga que hacerse el
hombre. Si se consideran las grandes religiones: el judeocris-
tianismo, el islamismo, etcétera, cada una desempeñó un papel
extremadamente preciso en la historia, en la evolución del
hombre.
La Iglesia, nacida de una fábula oriental desviada de su
primer sentido por los occidentales, la Iglesia —digo— se ha
convertido en un instrumento de represión sobre todo en
América latina en donde ella predica la mansedumbre evangélica
para que respeten y se sometan al Amo Estados Unidos o a la
Gran Bretaña, y a quienes, como en el caso del litigio con Chile
y la guerra de las Malvinas, mediante el Antiguo Testamento,
prometen el fuego del infierno a quienes se rebelen y el “paraíso”
a los que se sometan.
185
de teoría, si es necesario, y de echar la vieja a la basura, para
adoptar una que se ajuste mejor a las nuevas observaciones.
—¿Amás a la vida?
—¿Ya la muerte?
186
A
Indice
The Buenos Aires Affair. 11
Puerto Nuevo. 23
El exilio y el reino. 67
Primera memoria. 87
189
Composición tipográfica y armado: Gráfica Lourdes
■
•
apr 7 1QQ$
FEB 1 6 1996
APR - . 5 2000
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M i"1
2 199o 38-297
"... - ¿Te gustaría volver a vivir en la Argentina?
de mí un extraño."