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Armando Almada Roche

buenos Aires, cuándo será el día que me quiera;

Conversaciones

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Z462
1992
Manuel Puig
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in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/buenosairescuandOOOOpuig
Buenos Aires,

cuándo será el día que me quieras


Armando Almada Roche

Conversaciones
con Manuel Puig

EDITORIAL VINCIGUERRA
VC^-r-i^S • 2.W . VA 4 X/Hb
Colección: Diálogos contemporáneos
yp\c^
La Editorial no se responsabiliza
por las manifestaciones de la presente publicación,
siendo ésta una edición de autor.

Foto de tapa: Armando Almada Roche

Foto de solapa: Ernesto Monteavaro

I.S.B.N. 950-9849-85-5

O 1992 by EDITORIAL VINCIGUERRA S.R.L.


Av. Juan de Garay 3760 - Tel. 921-5306 - 1256 Buenos Aires
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial


por cualquier medio visual, gráñeo o sonoro
A ella,
sustento de mis alas.

A Aurora Rosaura,
la puerta de mi sangre.
El hombre olvida que es un muerto
que conversa con muertos...
Jorge Luis Borges

Es posible que mañana muera, y en la


tierra no quedará nadie que me haya
comprendido por completo. Unos me
considerarán peor y otros mejor de lo
que soy. Algunos dirán que era una
buena persona; otros, que era un canalla.
Pero las dos opiniones serán igualmente
equivocadas.
Mijail Iurevitch Lérmontov
(Un héroe de nuestro tiempo)
The Buenos Aires Affair*

* Esta parte de la entrevista tuvo lugar en Caracas, Venezuela, en 1981.


—IPor qué estás enojado con los argentinos?

—No es que esté enojado con los argentinos en general.


Estoy enemistado con los periodistas argentinos. No con todos,
por supuesto. Hay excepciones. Pero la mayoría tergiversan lo
que digo. No son leales. En la primera ocasión que tienen
lanzan denuestos contra mi persona. No sé por qué la bronca.
Y te voy a decir más. Hace poco cometí el error de atender un
llamado para responder a una audición radial. Yo le estaba
comentando a Bernardo Neustadt lo de la edad, que soy dema¬
siado joven para el Nobel, y me dijo: “¡Espere diez años más!”,
y cortó. Quedó una situación trunca, muy fea y sin sentido.
Neustadt, todo el mundo lo sabe, siempre está bien con Dios y
con el Diablo. No debí atenderlo... Existe un boicot de prensa
contra mí. Vos sabés que varios libros míos están prohibidos en
la Argentina.

—Sin embargo yo he visto algunas de tus obras.

—¿Cuáles, por ejemplo?

—Pubis angelical, Boquitas pintadas, Maldición


eterna a quien lea estas páginas.

—Pero no habrás visto seguramente El beso de la mujer


araña y The Buenos Aires Affair. Estos libros fueron prohibidos
durante el gobierno peronista. El período más nefasto para la
cultura argentina. Fue una era terrible; etapa de una despia-

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dada caza de brujas. A mí nunca me interesó Perón, te lo aclaro.
Mi actitud ante él siempre fue crítica. Yo no reverencio a
nadie...

—¿Creés que en la Argentina de hoy no hay ambiente


favorable para la creación literaria?

—En un país en donde se prohíben tangos, libros, películas,


¿qué clase de creación puede haber? ¿Se puede crear abier¬
tamente? ¿Los artistas en general no están acaso maniatados
también por la autocensura? ¿Existe libertad de prensa? Claro,
los escritores y artistas tienen miedo y se la rebuscan para
escribir de acuerdo al ritmo que va el país. El poder extrali¬
mitado sofoca la auténtica vida cultural de una nación. Existe
una especie de creación amordazada. Todo lo que tiene que ver
con nosotros se prohíbe. Falta lo testimonial, lo autocrítico. Ni
qué decir de cómo se desdibuja la imagen de la Argentina en el
exterior.

—¿Te considerás un exiliado?

—¡Vaya pregunta!... ¿A vos qué te parece que soy? Desgra¬


ciadamente soy un exiliado. A pesar de todo amo a mi tierra, a
su gente, sus paisajes. Echo de menos a mi pueblo.

—Hablando de tu pueblo, ¿es cierto que General Vi¬


llegas está en tu contra?

—Es una manera de decir. No creo que todo General


Villegas esté en contra mío. Lo que sí puedo decirte es que hay
un grupo numeroso de gente que no me quiere. No sé por qué.
Mi pueblo, por desgracia, está bajo las garras de un clan reac¬
cionario. Este clan, en el que se halla gente de campanillas, es
el que me hace la vida imposible... En la Argentina se paga un
precio muy alto por ser famoso.

—¿Por qué te sonreís?

—Me acuerdo que una vez tuvieron el desparpajo de prohibir


Boquitas pintadas, no querían que se la exhibiera. Pero la

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distribuidora la hizo exhibir bajo amenaza de dejarlos sin
películas. ¿Te das cuenta? Cosas por el estilo... Seguro que la
noticia, Puig candidato al premio Nobel, le habrá caído a Vi¬
llegas (con el perdón de la frase) como una patada al hígado.

—¿Pensás que es justo que te hayan nominado para el


Nobel?

—No creo que sea justo del todo. Yo no soy un gran escritor.
Además soy muy joven (no me digas como el camaleón de
Neustadt: “¡Espere diez años!”). No puedo compararme a un
Octavio Paz o un Borges, por ejemplo. Pienso que ellos sí
merecen el Nobel. Tampoco quiero pecar de humilde o por
demasiado vanidoso. El hecho de haber sido nominado me llena
de orgullo y me da —quiera o no— cierto lustre; un status
envidiable, digamos. Esta nominación echa por tierra aquello
de que (como aseveran muchos críticos) mis libros son intras¬
cendentes, comerciales y folletinescos. Dicen que mis libros son
una especie de Corin Tellado. ¡Ojalá lo fuera! Corin Tellado es
una gran novelista y puede enseñarle a escribir a muchos
escritores. Pero volviendo al Nobel... Esto demuestra que mis
obras, a pesar de ser “subliteratura”, pueden ser premiadas con
el galardón más codiciado del mundo. ¡Cuidado, señores críti¬
cos!

—¿Te interesa lo que dicen los críticos de tus


obras?

—Muy poco. No los tomo muy en serio. La mayoría de los


críticos son escritores frustrados. Como jamás escribieron, ni
escribirán aunque más no sea un libro mediocre, se la pasan
juzgando las obras de los demás. Allí descargan sus frustra¬
ciones y mediocridades. En general son unos resentidos. Pero,
nobleza obliga decirlo, existen algunos críticos de verdad. Son
los menos, claro. Es muy fácil sentarse ante una máquina de
escribir y hacer la crítica de un libro. Yo invito a los “señores
críticos” a que escriban un libro, y que critiquen después. Si es
que les quedan ganas... De hacerles caso a los “críticos” hoy yo
no sería escritor. Desde que comencé a escribir y a publicar una
buena parte de ellos me han aconsejado que desista. Por

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ejemplo, mi primera novela fue en la Argentina casi unánime¬
mente considerada como subliteratura, han pasado trece años
de su publicación y la novela está traducida a veintitrés idiomas
y figura en los programas de los cursos universitarios —no de
mi país, por supuesto—, y de muchos centros culturales del
mundo.

—Tengo entendido que estás viviendo en Río de


Janeiro. ¿Te gusta la ciudad carioca?

—Me fascina. Es una ciudad maravillosa. Tal vez me quede


a vivir allí para siempre. Anteriormente estuve viviendo en
México y en Nueva York, pero desde hace unos años vivo en el
Brasil. Me hallo a mis anchas allá... A veces me pongo a pensar
cómo es que yo, siendo un tipo tan andariego y desarraigado,
haya decidido quedarme en un sitio. En Río estoy como pez en
el agua. No estoy en mi casa más que allá; en cualquier otro
lugar sólo me hallo de paso. No se trata solamente de un
sentimiento, sino de una realidad psíquica. Me siento ligado
por un verdadero cordón umbilical a la totalidad viviente de esa
tierra. Mi espíritu está en osmosis con el mar, los árboles, las
plantas, las gentes, y con ello adquiero un equilibrio real que se
traduce en mis libros.

—¿Te gustaría volver a vivir en la Argentina?

—Sí; me gustaría vivir algún día en un lugar de provincia.


Buenos Aires en sino me agrada tanto, más me gustan nuestras
provincias. Pero por ahora prefiero seguir viviendo en el exte¬
rior. Estoy afincado en Río, donde tengo mi casa (a doscientos
metros del mar), y traje a mis padres. Naturalmente que me
agradaría no perder los lazos de unión con mi país. Sin em¬
bargo, por ahora, repito, no quiero regresar a un lugar en donde
se me hizo tanto daño. Cuando un escritor se va de su país, tiene
que elegir entre dos graves peligros: uno, el de quedarse y
desarrollar una autocensura inconsciente y el otro, irse y
desarraigarse al perder contacto con su país. Una de las dos
cosas puede suceder. No te olvides que yo soy un extranjero en
mi propio país. Mi propio medio, mi paisaje natal, la gente de
mi pueblo, mi propia familia, me han hecho a su imagen pero me

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rechazan con la misma fuerza, me dejan afuera, hacen de mí un
extraño.

—¿Qué estás escribiendo?

—Estoy terminando una novela ambientada en Brasil.


Acaso su título definitivo sea Sangre de amor correspondido.
Trata la vida de un albañil brasileño, un personaje muy hu¬
mano y peculiar. El tema es popular. Mis novelas se caracteri¬
zan por ser folletinescas. Me apasionan los estilos populares.
Yo no soy un escritor difícil. Los géneros menores tienen
muchas cosas rescatables. A mí no me interesa la novela
estrambótica, complicada. Mi intención es llegar a toda clase de
público.

—¿Te agradaría escribir para la televisión?

—Ya lo creo que me gustaría escribir para TV. La televisión


es un medio de alcances incalculables. Pero aunque a primera
vista parezca algo fácil resulta complicado conciliar la parte
comercial con lo literario... Sería una experiencia interesante.
Por ejemplo, yo haría telenovelas breves, de pocos capítulos,
ágiles. No hay que cansar al público.

—¿Qué opinás del feminismo?

—Es un movimiento importantísimo, altamente positivo.


Yo no voy con aquello de “mujer débil, hombre fuerte”. La mujer
tiene los mismos derechos que el hombre. Hoy la mujer trabaja,
estudia, tiene hijos. Es abogada, médica, diputada, ministra,
etcétera. Eso de que el hombre es el macho, el rey, es una
estupidez. En América latina el machismo todavía pretende
tener siempre la última palabra... La mujer y el hombre están
para ayudarse, amarse y respetarse mutuamente.

—¿Vivís de tus derechos de autor?

—Por fortuna, sí. No soy rico, pero vivo cómodo; sin apre¬
mios económicos. Lo que me pagan por mis libros me permite

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llevar una vida tranquila, sin sobresaltos. Entonces me dedico
a escribir tranquilo...

—Eso también implica escribir un libro tras otro. ¿No


es contraproducente hacer un libro por año? ¿No hace
que pierdan calidad literaria tus obras?

—Mis libros son sencillos. Yo no pretendo que mis obras


tengan una calidad extraordinaria. No es que reniegue tam¬
poco de la calidad, sino que le doy más importancia al libre fluir
de las ideas; dejo salir a los personajes; los dejo escapar de
adentro mío y les permito que sean. A veces salen como a
raudales, un poco desordenadamente. Yo necesito escribir,
contar, dejar en libertad —repito— a esos cientos de fantasmas
que pueblan mi inconsciente y los meto dentro de libros simples
y románticos.

—Vos ayudabas a René Clement, De Sica y otros


grandes “monstruos” del cine europeo. ¿Por qué dejaste
el oficio de asistente de dirección?

—Soy un tipo tímido, inseguro. No sirvo para mandar. El


asistente de director tiene que ser enérgico, inflexible. En una
palabra: de mucho carácter. Yo no servía para eso. Me sentía
mal. Entonces me dediqué a escribir guiones para cine...

—Y ahí empezó tu carrera de escritor.

—Empecé escribiendo para el cine y terminé siendo nove¬


lista. Fue una experiencia de lo más inesperada y fascinante.
La traición de Rita Hayworth nació como guión y se volvió
novela. Sin darme cuenta pasé del cine a la literatura.

—¿Cómo fue recibida por el público español y lati¬


noamericano la adaptación al teatro de tu novela El
beso de la mujer araña?

—Fue muy bien recibida. Tanto en España como en el


Brasil. Realmente no esperaba que alcanzara demasiado éxito.
Esta nueva experiencia me anima a seguir pensando en escribir

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nuevas piezas. Es obvio decirlo, pero la estructura teatral no es
parecida a la de la novela. Así que para el paso de El beso de la
mujer araña al teatro tuve que valerme de mis conocimientos
de guionista, y salí airoso del reto. No fue fácil el trasplante...

—¿Vas a escribir tal vez una nueva obra teatral?

Por el momento no. Yo soy novelista, fundamentalmente.


Eso no quita que mañana pueda volcarme de nuevo al teatro.
No sé, no quiero hablar del futuro. Nunca se sabe lo que uno
puede hacer.

—¿Te parece que el cine y la televisión pueden matar


a la literatura, desalojar a la narrativa, para ser más
precisos?

—Yo pienso que no. Y mirá quién te lo dice: un hombre de


cine, un hombre que viene del cine, mejor dicho. Mientras dure
el hombre la literatura va a perdurar. Por más que la tecnología
se implante, por más que existan robots y naves espaciales y
computadoras maravillosas, el hombre necesitará leer y
escribir... La lectura del espectador cinematográfico es otra
que la del lector de novelas.

—Hace un rato me decías que sos tímido por natu¬


raleza. ¿Te cuesta estar entre la gente?

—No me molesta estar entre la gente. Más bien soy un


solitario. Seguramente eso obedece a problemas de la niñez, a
algo inconsciente. Disfruto más en soledad, en silencio. Rehuyo
las aglomeraciones. Quizá sea una manera de proteger mi
timidez, mi inseguridad. También por eso será que me siento
muy bien cuando escribo porque allí soy yo mismo, puedo
soltarme y soltar todas mis fantasías reprimidas. En ge¬
neral soy un hombre sencillo que disfruta de la amistad, del
afecto y la comprensión de la gente. Tengo muchos amigos que
me quieren y eso me hace sentir bien... Es importante ser
amado.

—Recién dijiste que escribiendo soltás tus impulsos

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reprimidos. ¿Creés que el escritor, de no canalizar sus
traumas y neurosis, sería un criminal o un asesino?

—Yo pienso que todos somos criminales en potencia. Lo que


hacemos es reprimir, sublimar nuestros impulsos. Los conver¬
timos en actos nobles... Sí, creo que muchos de mis personajes
son posibilidades mías. Es decir, que en determinadas condi¬
ciones yo hubiera podido ser como ellos. O como decís, gracias
a la sublimación de la escritura el escritor se salva de la locura,
de la muerte o del crimen.

—¿Pensás que el hombre se puede salvar por sus


actos?

—El hombre, a mi entender, siempre está a tiempo de sal¬


varse o de condenarse. Le queda la esperanza de que de pronto
la reflexión le ilumine el espíritu y se salve. El hombre es lo que
él se hace, sartreanamente hablando.

—¿Te gusta leer?

—Como ya he dicho en otras ocasiones, soy un hombre muy


limitado para la lectura. No te olvides que yo estuve condi¬
cionado por el cine. Soy un hombre que se pasó la vida viendo
cine. De allí que sea un poco perezoso para leer. Esto no quiere
decir que no me guste la lectura. Leo sólo libros que me gustan,
que son muy pocos.

—¿Te considerás un intelectual?

—Esa es una palabra que no me agrada del todo. ¿Qué es un


intelectual? ¿Un hombe que usa barba y lleva anteojos? ¿Un
hombre muy culto? ¿Un hombre que escribe? No soy un intelec¬
tual ni quiero serlo. Soy escritory punto. Un escritor que cuenta
historias verídicas, mezcladas con productos de su imaginación.
No soy lo que se dice “el intelectual”. Si querés, soy un escribidor
popular. Un tipo como cualquier otro. No soy un dios ni mucho
menos.

—¿No es eso una pose tuya?

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—A esta altura de mi vida no necesito de poses ni cosas por
el estilo. No pecaré de inmodesto y decirte que no soy vanidoso.
Lo soy como el que más. Pero en menor medida. Estoy de vuelta
de la vanidad y todas esas cosas que son fatuas e intrascenden¬
tes.

—En una entrevista reciente dijiste: “Cada salida de


un libro mío, es un nuevo festín de buitres¿Querés
explicarte mejor?

—Cómo no. El beso de la mujer araña fue maltratado en


Francia. Le Monde dijo que pese a la escritura limpia e inte¬
resante todo naufraga en un mar de sentimentalismo. Eso
ocurrió en el año ’78, y para el año ’81 el libro figura entre los
cuatro libros de lengua española obligatorios en todas las
universidades francesas.

—Algo parecido sucedió en los Estados Unidos, ¿no?

—Así es. El New York Times logró desbaratar la edición de


tapa dura, pues se trataba, según ellos, de una insulsa historia
de amor; luego la edición de bolsillo se fue abriendo paso,
principalmente por la demanda de las universidades.

—¿Por qué la crítica se ensaña contigo y las universi¬


dades solicitan tus obras?

—Cada libro mío es distinto, cambia. Este cambio en mis


obras descoloca a los críticos, decepciona a quien espera algo en
la línea de lo anterior. En cambio, en el ámbito universitario no
hay apuro por entregar las cuartillas de crítica, y ciertas
complicaciones que yo acarreo pueden por el contrario resul¬
tarles de interés a los profesores para la discusión con los
alumnos.

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Puerto Nuevo
¿Cómo fue que conociste a Quinquela Martín? ¿Te
acordás que me habías contado que lo encontraste en
uno de tus paseos por La Boca?

—Ah, sí; claro... Yo soy un enamorado de los barcos, de los


puertos; cuando viajo (ahora se viaja por avión, lamentable¬
mente para mi gusto) y tengo la oportunidad, siempre recorro
los puertos de las ciudades que visito. Me fascinan la entrada
y salida de los barcos, los muelles, el trajín de la gente tra¬
bajando, las sirenas, los guinches, las gaviotas. Nunca me
aburría: La Boca no se agotaba. Yo pasaba por la costanera
batida por el agua sucia del Riachuelo y el viento, miraba a los
transeúntes y a los colectivos como si los viera por primera vez.
Me perdía en la fiesta de Caminito; husmeaba por los alrede¬
dores donde artistas vendían sus pinturas, dibujos y escultu¬
ras. Dado mi espíritu sensible y tanguero, la calle Caminito me
encantaba; miraba a los conventillos pintarrajeados y las ropas
que flameaban en sus ventanas: para mí todo eso era poesía. En
las viejas escaleras y las viejas calles, en las ferias al paso, entre
los clamores del viejo Puente Avellaneda, una vida siempre
nueva me llenaba los ojos y los oídos.

—¿Tanto te gustaba La Boca?

—Tenía una predilección por ese lugar; a mi izquierda, en


pleno sol brillaban las chucherías de los artesanos; a la derecha,
los colectivos pasaban estrepitosos; voces tumultuosas vocea¬
ban los diarios; otras anunciaban el partido de Boca y River. Yo
miraba el cielo, los peatones. Me sentía feliz.

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Una tarde del mes de agosto, o setiembre, creo, del ’61
o del ’62, no recuerdo con exactitud, vagaba yo sin rumbo pre¬
ciso, excitado por mi sed de aventuras inesperadas, por hallar
algún personaje interesante para un cuento o novela, hasta que
de pronto me encontré en la Vuelta de Rocha. Me acerqué a la
orilla del río, de ese río viscoso y maloliente pero que a mí me
parecía —a pesar de su pestilencia— el más lindo del mundo,
y me quedé mirando extasiado el paisaje. Refrescaba y había
poca gente y eran como las cinco de la tarde.
Estuve largo rato observando los viejos barcos, y mientras
pensaba qué mares o ríos surcarían, sentí una voz a mis es¬
paldas. “Por lo que veo, le gustan los barcos. A mí también”. Me
volví, cohibido, como si me hubiesen encontrado haciendo algo
malo, y respondí que sí. En ese momento no me di cuenta con
quién hablaba aunque su cara me resultaba conocida. En
seguida me explicó con lujo de detalles la historia de los barcos
y de los inmigrantes; cómo había nacido el barrio de La Boca, las
características de su gente, y de cómo se podría evitar la muerte
definitiva del Riachuelo. Después me invitó a caminar por
Caminito, y, como una suerte de cicerone, fue detallando la
historia de cada rincón.

—¿Todavía no te habías dado cuenta que era Quin-


quela?

—Yo sospechaba que era un erudito popular del barrio, o un


artista, o un bohemio —no había visto muchas fotos de Quin-
quela—, pero no podía sacarlo; sin embargo, me dejé llevar por
sus historias llenas de fuerza, de vida y de colores. En un
momento dado, creo que nos sentamos en un banco o en la
escalinata de una casa, ya no recuerdo, empezó a contarme la
historia de un huerfanito, triste y desgarradora, como si fuera
escapada de las páginas de Corazón, de Edmundo de Amicis. Su
relato me atrapó y se me escaparon algunas lágrimas. Él, al
notar mi tristeza, dijo: “Perdóneme, no quise molestarlo. Tenía
necesidad de hablar con alguien y justo lo encontré a usted”. Se
puso de pie y me tendió la mano, cordial: “Cuando tenga alguna
pena y quiera desahogarse cuente conmigo. En el barrio todo el
mundo me conoce... Pregunte por Quinquela Martín”. Dio
media vuelta y se fue caminando lentamente en la tarde que

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moría entre los barcos. “¡Quinquela Martín, claro! El pintor
boquense mundialmente conocido”, grité para mis adentros.
Con razón su cara me resultaba familiar...

—¿Lo volviste a ver?

—Lamentablemente no. Me hubiese gustado volver a ha¬


blar con él... Después yo empecé a viajar y mis compromisos no
me lo permitieron.

—¿Y aquella tarde por qué elegiste La Boca para


pasear?

—No la elegí. Llegué allí sin querer. Yo, cuando me agarran


los “rayes”, la manía ambulatoria, aparezco en cualquier sitio
y en las horas menos pensadas. Soy un desastre. Me agarra un
hormigueo por todo el cuerpo, una especie de cosquilleo, un
vacío en la boca del estómago, y tengo que salir a caminar. No
sé a qué fuerzas obedece esta locura mía.

—¿Por qué locura?

—Bueno, es una manera de decir. Aunque después de todo


bien puede ser una locura. ¿Quién te dice? Es una especie de
compulsión eso de vagar.

—¿Lo sentís a menudo?

—Sólo de tanto en tanto. Es como si alguien me llamara,


como si una fuerza interior pujara por salir y me impulsara a
deambular. Es algo terrible.

— ¿Terrible...? ¿En qué sentido?

—Terrible acaso no sea la palabra justa. Podríamos decir


que es peligrosa porque me meto en situaciones a veces tragi¬
cómicas de las que luego me arrepiento. No es que me arre¬
pienta de mis actos en general, sólo de los que llegan a domi¬
narme y no puedo controlarlos en un ciento por ciento. Aunque,
de un tiempo a esta parte, los manejo con más lucidez y saco

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provecho de esa “debilidad” o estado “crepuscular”. No tomes al
pie de la letra lo de crepuscular. Es una metáfora.

—¿Y mientras estás bajo los efectos de esa especie de


“trance”, por así decirlo, qué clase de actos cometés? ¿Te
da por lo artístico, por la violencia o por lo sexual?

—Lo sexual tiene poco que ver en esto si bien en algunas


ocasiones me sentí empujado a dar rienda suelta a mi libido. Me
da más, créase o no, por la aventura de índole casi infantil:
saltar un cerco prohibido; entrar sin avisar en una casa ajena;
comer en un restorán de lujo e irme sin pagar; interrumpir una
obra de teatro metiéndome imprevistamente entre los artistas;
salvar a alguien que se ahoga; cosas por el estilo. Ser una suerte
de héroe al revés, ¿no?

—¿Tendrá eso que ver con algún trauma de tu niñez?

—Yo creo que sí. Seguramente es algo psicológico. Sin


embargo, mirándolo fríamente, me sirvió y me sirve para
nutrirme y luego poder contar mis historias. Después de todo el
escritor es un loco que se salva de la locura total porque sublima
sus conflictos convirtiéndolos en una obra literaria.

—¿Y dicho “trance” cuánto tiempo te dura?

—Mi paso del doctor Jekyll a Mr. Hyde dura —el tema
stevensoniano de la doble personalidad—, más o menos, dos o
tres horas. Luego, poco a poco, el cosquilleo y el vacío en la boca
del estómago se me va yendo, igual que si un globo se fuera
desinflando lentamente hasta quedar vacío. Después de esto
vuelvo otra vez a la “normalidad”.

—¿Nunca consultaste sobre este problema a un


psicólogo o a un psiquiatra?

—Sí; con un doctor amigo que trabaja en el Borda, pero no


le dio importancia. Me dijo que si eso me servía para escribir,
que no me preocupara. Le hice caso y aquí estoy, vivito y
coleando.

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—¿Quién más sabía de esta característica tuya?

—Mirá, no recuerdo si le he contado a alguien más...

—Mientras eras “el otro”, ¿cometiste alguna vez actos


“reñidos con la moral y las buenas costumbres”?

—Nunca, nunca.

—“Nunca digas nunca”, dice un poema.

—En serio. No recuerdo haber cometido ningún acto ver¬


gonzoso o delictivo. Tengo una línea de conducta muy medida
y ordenada.

—Hace un rato dijiste que había momentos en que no


podías controlarte.

—No es que no pueda controlarme en un ciento por ciento,


ya lo aclaré. Me controlo a medias. Es como cuando uno toma
vino, u otra bebida alcohólica, y se da cuenta de que ya llegó al
límite de lo permitido por el cuerpo y entonces deja de beber
para no caer borracho como una cuba. Yo sé hasta dónde pisar
el acelerador. A veces, es cierto, me salgo del carril, de lo
“normal”, y corro riesgos innecesarios.

—¿Riesgos peligrosos?

—Muy peligrosos.

—¿Y cómo lográs salir de ellos? ¿Por tus propios


medios o con ayuda de otros?

—Solo, la mayoría de las veces. Las aventuras y desaguisa¬


dos me gusta vivirlos solo. Tienen un no sé qué para mí. Me
agrada espiar a la ciudad y a sus habitantes desde los ángulos
y lugares más insólitos, buscar no saber qué. Como dice un
poema de Conrado Nalé Roxlo: Señor, nunca me des lo que te
pida. / Me encanta irme por mi calle oscura, / sentir que me

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tocan en el hombro, / volverme y ver la faz de la aventura. ¿No
es un poema bello?

—¿Podes contar quizá un episodio de esas aventuras


quijotescas?

—Te voy a contar una verdaderamente terrible, que viví


luego de despedirme de Quinquela Martín...

—Volviste a usar la palabra terrible. ¿Fue terrible de


verdad?

—Esta fue terrible, y de verdad. Pero antes te voy a contar


otra historia y dejaré ésta para el final. Así creamos el suspenso
y la intriga.
Viajaba un día en un colectivo, no recuerdo en qué línea, que
venía de la Facultad de Derecho con rumbo al centro, sentado
en el último asiento de atrás, solo. En una de las tantas paradas
subió un tipo, ayudado por algunos de los pasajeros, con unos
aparatos ortopédicos alrededor del cuello, de los brazos y de las
piernas. Daba la sensación de haber sido arrollado por un tren.
Parecía un caballero medieval con su armadura por el modo de
moverse. El pasaje se quedó conmovido y a algunas personas
hasta se le cayeron lágrimas. Realmente era un milagro el verlo
caminar; más que caminar se movía como un autómata, o un
muñeco articulado, y sus movimientos eran lentos y torpes. En
seguida le ofrecieron asiento, pero él rechazó amablemente el
ofrecimiento y empezó a hablar. A cada paso que daba el tipo,
los pasajeros —al ver el dolor en su rostro— sufrían horrores,
dando la impresión de que ellos eran ese infeliz y contrahecho
personaje.

—¿Qué les dijo a los pasajeros?

—Pidió primero disculpas, con una dicción clara y limpia al


mejor estilo Cacho Fontana, y pasó a contar que había sido
atropellado por un coche y que necesitaba dinero para seguir el
tratamiento de rehabilitación. El infortunado hombre aún no
había terminado de explicar la historia de su desgracia cuando
ya los pasajeros le estaban alcanzando billetes de todos los

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colores y tamaños, que él guardaba tranquilamente en una
cartera de regular tamaño que llevaba en bandolera. Yo, para
no ser el único hereje y desalmado, y al verme conminado por
la mirada criminal de una señora que viajaba a mi lado, le
alcancé tímidamente un billete. En el rostro de los pasajeros se
veía mansedumbre, dulzura, pena y tristeza, todo junto. El
chofer seguía los pasos del infeliz hombre por el espejo retrovi¬
sor, parecía decirle con la mirada: “Avísame quién no te dio y se
las verá conmigo”. Una señora elegante se persignó. Mientras
el hombre pasaba la “gorra” yo lo seguía con la mirada admi¬
rándolo; frente a él era una cucaracha, puesto que estaba sano,
tenía mis dos piernas y podía caminar, correr; podía hablar, oír,
ver, y me hacía problemas por boludeces.
El tipo dio las gracias mil veces, siempre con su estilo
atildado y respetuoso de Cacho Fontana —me pareció de¬
masiado afectado para su enfermedad—, y se dispuso a bajar
por la puerta trasera, como corresponde a un educado y buen
ciudadano. En eso, nunca falta un güey corneta, un señor de
aspecto humilde que se hallaba sentado en el último asiento,
sacó un billete y se lo alcanzó alargando el cuerpo. El pobre
lisiado alargó la mano, lo tomó, pero luego el billete se le voló y
fue a caer en el piso. Sin embargo, se agachó y lo recogió, y, en
ese segundo, noté que algo no encajaba. Su gesto había sido
demasiado armónico, libre o suelto. El se dio cuenta de eso y a
partir de allí sus movimientos se hicieron más lentos y mecáni¬
cos. Tocó el timbre y bajó, yo bajé detrás de él.

—¿Para qué?

—Quería desenmascararlo. Estaba casi seguro de que era


un impostor, un falso accidentado. Mi indignación y mi curiosi¬
dad hicieron que me bajara. No sabía qué hacer, tenía dudas.
¿Qué decirle? ¿A quién recurrir?... Te imaginás que al ver mi
intención, podía gritar, hacerse el loco y mandarme preso. Qué
sé yo...

—¿Qué hiciste después?

—El tipo me miró con desconfianza, y entonces yo puse cara


de idiota, que no me cuesta mucho, y busqué desesperadamente

31
con la vista a un policía. No encontré ni siquiera a un cartero,
a pesar de estar cerca del Correo Central. El lisiado ya se iba
rengueando como el jorobado de Notre-Dame, ponía pies en
polvorosa; mejor dicho, “armadura en polvorosa”, y yo sin saber
qué hacer. Entonces, lo seguí y le di alcance. Le toqué fuerte el
hombro, me preparé para lo peor y compuse un personaje recio
y peligroso. El tipo giró como un resorte —estábamos en la
recova del bajo—, y me dijo: “Así que te avivaste. Pero mejor
quédate en el molde porque lo podés pasar muy mal. Además,
estoy acompañado”, y señaló a un coche que estaba estacionado
a unos metros en el <;ual había dos hombres de ceño atroz, como
diría Borges, y cuando miré hacia ellos hicieron un gesto
amenazante con la cabeza indicando que me fuera; y, como
vieron que yo dudaba, me mostraron una pistola. Argumento
más que convincente para dejar huir a mi presa, que se acomodó
cerca de sus secuaces con una agilidad y ligereza nada propias
de un casi paralítico.

—¿Cómo reaccionaste?

—Me sentí una basura... Por eso yo a ningún lisiado, falso


o verdadero, le doy plata. ¿Sabés de dónde proviene para mí,
que todos los lisiados o mendigos que piden son sospechosos?
Desde que vi Dios se lo pague. La culpa de que yo sea un
desconfiado, un alma poco caritativa, es de Arturo de Córdova.
El me creó este trauma.

—¿La otra historia que vas a contares más jugosa que


ésta?

—Muchísimo más jugosa... Una vez que se hubo marchado


Quinquela Martín, como dirían los bien hablados, caminé hasta
el puente de La Boca y crucé en bote rumbo al “Docke”. En un
determinado instante tuve la hermosa sensación de estar en
Venecia; fue por un segundo, dos o tres sensaciones y elementos
se juntaron (el mal olor, la brisa, el sol que iba muriendo) e
hicieron la magia de convertir al pestilente Riachuelo en el
Gran Canal, y que pasábamos debajo del Puente de los Sus¬
piros.
Ni bien puse los pies en tierra eché a andar hacia la villa,

32
hacia el rancherío, que a esa hora de la tarde todavía guardaba
una mansa apariencia, y que con las primeras sombras de la
noche se convertía en zona prohibida, en tierra de nadie;
únicamente transitada por los lugareños, o por forasteros
alzados y desprevenidos en busca de placer; yo iba sin rumbo,
como Cambaceres.

—¿No tenías miedo?

—Claro que sí, pero mi curiosidad y mi “hambre” podían


más. Eran las seis o seis y media, creo que ya empezaba a
oscurecer. Las putas estaban recostadas contra las paredes de
los ranchos y te llamaban cariñosamente. Había de todo pelaje
y edad.

—¿Habías estado antes allí?

—Sí; con unos amigos que vinieron de Europa; escritores y


periodistas, uno era director de cine y estaba haciendo una
documental sobre los barrios marginales y la prostitución en
América latina.

—¿Y qué pasó?

—Yo iba atento a lo que pudiera pasar, sabía que los de allí
no se andaban con chiquitas. De pronto, una hermosa mujer me
cortó el paso y se ofreció. Retrocedí asustado. “No te asustes.
Nadie te va a comer”, dijo y añadió: “Aunque vos, papito, estás
para ser devorado”. Le sonreí y seguí mi camino. Se puso a la
par de mí y se ofreció ahacerme lo que se me antojase, y por poca
plata. Y mientras caminábamos me pasó un brazo por el
hombro, y respiró sensualmente en mi oreja. El asunto se ponía
pesado. Entonces me detuve y, con buenos modales y dulzura,
para no irritarla, le dije que le agradecía su ofrecimiento pero
que ahora no tenía ganas de sexo. La mujer era alta, de pechos
grandes y erectos, piernas y caderas firmes. Tenía una pollerita
super corta y lucía medias negras con extraños dibujos, ligas
blancas como de novia, y usaba peluca rubia. Y mientras
hablaba masticaba chicle mostrando una dentadura blanca y
perfecta... Eso me gustó. Empecé lentamente a caminar de

33
nuevo, mirando con miedo a mi alrededor porque ya oscurecía,
y ella siguió acariciándome y diciendo que me haría precio por
ser un tipo “pintón y amable”. Las otras minas miraban y se
reían y fumaban como carreteros. Al ver que yo no cedía me
empujó con suavidad hacia uno de los tantos pasillos que había
entre casilla y casilla, y con mohines y provocadoras turba¬
ciones de cadera me preguntó si no me gustaba. ¿Qué le iba a
decir? Le dije que sí, y que volvería otro día. Entonces, ella se
apartó un poco de mí, y medio dulce y enojada, se levantó la
pollerita y dijo: “Mirá lo que te perdés por indeciso”. Me quedé
perplejo y sin poder articular palabra. Lo que vi me dejó atónito.
Debajo de la pollera no tenía nada, y se agarraba su miembro
con las dos manos. Inmediatamente sentí que alguien me
pechaba con violencia haciéndome trastabillar hasta caer casi
en los brazos de la mujer-hombre, u hombre-mujer. Me di
vuelta para ver quién me había pechado y vi a una mujer
robusta y musculosa, con cara de pocos amigos, que me dijo:
“Entrá, no seas maricón”. Por la voz me di cuenta que era un
hombre y que me habían tendido una trampa. Fingí acceder a
sus pedidos, me volví dulce y sumiso, y busqué salir del pasillo.
El, o la, que me había empujado, me cerró el paso y buscó algo
entre sus ropas. Me di cuenta de que estaba perdido. La otra me
gritó: “¡Guacho, ahora vas a ver lo que es bueno!” Y vino a mi
encuentro. Entonces, pegué un salto con tal mala suerte que me
caí al suelo y ellos aprovecharon para tirarse sobre mí. Pero yo,
no sé cómo, igual que en esas películas de aventuras, salté como
un felino y agarré un ladrillo que estaba por allí, me afirmé y le
tiré a la cabeza con toda la fuerza y la furia del mundo. Uno de
los travestís, que estaba agachado y a quien iba dirigido el
ladrillo, se levantó de golpe y el ladrillo en vez de pegarle en la
cabeza le dio en medio del pecho y lo sentó en el piso. El otro
titubeó retrocediendo, y yo aproveché para escabullirme; pero
en vez de tomar hacia la calle agarré hacia los fondos en medio
de casillas destartaladas y zanjas putrefactas, y a medida que
escapaba salía gente de todas partes con palos y cuchillos y me
persiguieron como a un animal. No sé de dónde saqué fuerzas,
coraje y decisión para escapar. Corrí desfalleciente hasta la
orilla del Riachuelo. Dos cuadras antes, mis perseguidores
abandonaron la cacería. Los últimos en irse fueron los traves¬
tís. Uno de ellos enarboló un cuchillo y me amenazó. “¡Matate,

34
gil!”, le grité. Me salvaron mis piernas y las luces del alum¬
brado, que allí era más fuerte. Jadeando subí la escalera
mecánica y desemboqué en el inmenso puente. Miré varias
veces a mi alrededor, por las dudas, y caminé procurando
respirar bien y sin apuro. Allá arriba soplaba una brisa fresca
y dulce, y se divisaba el techo de las casas y las luces de neón de
las cantinas y de los fanales de los barcos; tuve la impresión de
que en ese mismo momento yo empezaba a existir y una dulzura
infinita se apoderó de mí.
Vivía, y en peligro. Aquello era un experimento atroz cuyo
recuerdo más tarde me hacía palidecer y aún me produce un
cierto encogimiento. Era una provocación del vértigo final que
acaso tuviera que ver con mis traumas. Pero entonces me
parecía un deporte.

35
El escritor y sus fantasmas
—¿Qué libros formaron parte de tus primeras lectu¬
ras?

—Yo me formé literalmente leyendo Las aventuras de


Isidoro Cañones, Rico Tipo, Fantasía, El Tony, La Chacra, y,
fundamentalmente, oyendo radioteatro y viendo cine. Lo he
dicho cientos de veces: vengo del folletín, de las novelitas rosas
de mal gusto, de la literatura de cordel. Lo ratifico y lo afirmo,
y no me avergüenzo de ello. Al contrario: me siento orgulloso.

—¿Por qué ese afán de mostrarte como un anti-in-


telectual? ¿No será que, al hablar así, querés castigar a
los intelectuales?

—No me muestro como un anti-intelectual; soy. Lo intelec¬


tual a mí no me importa, no me sirve. Hay gente que se desvive
por serlo o parecerlo; hasta llegan al colmo de disfrazarse de in¬
telectuales. Allá ellos. A mí me parece que es un problema de
falta de madurez, de infantilismo, de un rol no asumido. Los
argentinos, nos guste o no, tenemos la característica o trauma
de no estar conformes con lo que somos. Siempre buscamos “ser
el otro”, “parecemos a”. Así nunca seremos nosotros mismos. Yo
creo que este problema de identidad viene de lejos, y es com¬
prensible. Pero lo que no es comprensible es que después de
siglos todavía sigamos teniendo la misma tara. Es hora de
madurar y de ver las cosas como son verdaderamente.
Los argentinos siempre miramos hacia Europa. Imitábamos
a los europeos hasta en la manera de escupir. Queríamos ser

39
condes, lores, príncipes y otras yerbas. Nos volvían locos los
títulos de nobleza, la prosapia, el abolengo. Y como los títulos
de nobleza escaseaban y eran muchos los candidatos (cientos de
miles de dráculas queriendo beber sangre azul para limpiar la
vergonzante sangre mestiza o criolla) se vendía prosapia a
precio oro, se alquilaban abolengos, se “expropiaba” nobleza, y
hasta llegaba a cambiarse por completo (¡maravillosos “alquimis¬
tas” del statusl) —“diálisis de por medio”— la sangre roja por la
azul. Hablar en francés y en inglés era lo culto, lo distinguido.
Se abominaba de los taños y de los gallegos porque representa¬
ban a los inmigrantes brutos y analfabetos que vinieron a
hacerse la América. Ser hijo de ellos, o parecerse a ellos, era la
muerte social. Por eso había que ser un señorito francés o un
gentleman inglés.

—¿Ese fenómeno se dio sólo en la clase alta?

—Empezó en la clase alta y después se desparramó en las


otras, inclusive hasta hacerse carne en las masas populares.
¿No ves que ahora todo el mundo quiere que su hijo sea doctor
o ingeniero? ¿Por qué creés que Florencio Sánchez escribió
M’hijo el dolor? Los títulos universitarios pasaron a reem¬
plazar a los títulos nobiliarios. A falta de pan...

—¿Esa actitud ambivalente afectó a nuestro idioma?

—Las clases cultas, o “educadas”, tenían una actitud ambi¬


valente hacia todo lo que fuera español, lo cual de manera sutil
afectó al idioma. Muchos argentinos cultos preferían hablar de
idioma nacional, con lo que evitaban connotaciones peninsu¬
lares. También existía una cuestión de nivel social.
En Buenos Aires, los españoles siempre tuvieron trabajos
de nivel inferior —como sirvientes domésticos, o camareros, o
peones—, o eran pequeños comerciantes, y los argentinos
nunca pensamos en nosotros mismos como españoles. De hecho,
habíamos dejado de ser españoles en 1816, cuando declaramos
nuestra independencia de España.

—¿Cuál era el modelo que predominaba entonces?

40
—En la Argentina, como en casi toda América latina, el
modelo que predominaba era el francés. La gente enviaba a sus
hijos a escuelas francesas. Muchos escritores (y especial¬
mente las escritoras) prefirieron ese idioma como modo de
expresión.

—¿En esa época no imperaba más bien un amor por lo


británico?

—Existía también en la Argentina una especie de esno¬


bismo probritánico, que habría de dominar a la sociedad de
Buenos Aires al avanzar el siglo. Las modas francesas estaban
cediendo gradualmente su sitio a las inglesas. Este cambio
tenía, como todos saben, una base económica. Aunque la Argen¬
tina se había situado dentro de la esfera cultural de influencia
francesa desde comienzos del siglo XIX, desde un punto de vista
económico y financiero, la independencia de la zona del Río de
la Plata fue conseguida bajo la presión de la diplomacia y el
comercio de Inglaterra.

—¿Hasta cuándo duró ese sometimiento?

—Hasta la Segunda Guerra Mundial, la Argentina


perteneció a la zona comercial internacional de la libra (la
llamada “área esterlina”) y virtualmente integraba la Co¬
munidad Británica de Naciones.

—Después llegó Perón, ¿no?

—Cuando Perón llegó al poder, al finalizar la guerra, el


imperialismo británico era uno de sus objetivos de lucha. Pocos
años después, en 1955, Inglaterra apoyó abiertamente el golpe
militar que lo derrocó. En tales circunstancias, era común que
algunas familias argentinas, en las que no había antepasados
ingleses, enviaran a sus hijos a las escuelas británicas locales,
y que, en el caso de las familias ricas, contrataran a institu¬
trices inglesas. Lo que hoy casi no existe fue, en su momento,
consecuencia de la índole colonial de la economía y de la cultu¬
ra argentinas.

41
—Nos estamos yendo por las ramas. ¿Por qué no
volvemos a la historia de tu formación...?

—¡Intelectual!... Me gusta, te decía, el folletín. Es más: soy


hijo del folletín. Y agrego, y no es cargada, aunque a muchos les
parecerá que sí; los escritores que más admiro son Abel Santa
Cruz y Alberto Migré. Esos son escritores y no macanas.
Manejan sus historias, sus argumentos, con oficio y maestría y
cautivan a millones y millones de personas a través de la TV.
Realmente los admiro y respeto. Son envidiables.

—Da la sensación de que al nombrar a dichos escri¬


tores —respetabilísimos y además exitosos, pero discu¬
tibles desde mi punto de vista— estuvieras provocando,
“pasándole la factura”, o cobrando una vieja deuda, a
los intelectuales por medio de una cachetada moral.

—¡Por favor!, no demos por el pito más de lo que el pito vale.


Yo no soy quién para castigar a nadie ni me interesa polemizar
con intelectuales ni anti-intelectuales. Tengo una posición, una
línea de conducta —discutible, cómo no—; escribo a mi manera,
con mis infinitas limitaciones y punto.

—¿Por qué partís de lo feo, de lo vulgar, de lo kitsch,


como gustan decir algunos de tus críticos, para armar
tus historias?

—A mí me interesaron siempre las formas folletinescas, los


géneros populares. Como me gustan desde siempre, me vi
obligado a pensar: “Qué pasa, ¿por qué me agradan tanto?” De
allí que he logrado descubrir ciertos elementos de estos géneros
menores que me resultan rescatables. Hay montones de cosas
desechables, pero otras de vital importancia como esa cierta
atracción a la intriga, cierto cuidado por mantener la atención
del lector, la agilidad, el interés narrativo y el uso del senti¬
miento, que no lo desecho. Me parece que lo sentimental es
parte de la experiencia humana. Para mí lo sentimental no es
tabú. Hay algunos ejemplos de géneros menores que me resul¬
tan muy seductores, artistas que lo cultivan como Palito Ortega,
Leo Dan o Sandro, o como el mexicano, letrista y músico, José

42
Alfredo Giménez, que dice en una de sus canciones más popu¬
lares: ‘‘Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella
de pena muero”. O aquella otra canción suya, famosísima:
“Cuando te hablen de amor / y de ilusiones / y te aparezca el sol
/ y un cielo eterno, / si te acuerdas de mí / no me menciones /
porque has de sentir / amor del bueno”. A mí me parece que
tiene un enorme valor poético y musical que los iniciados no
toman en cuenta. En contraposición a éstos, Palito Ortega, Leo
Dan y José Alfredo Giménez son verdaderos ídolos populares.
Mi narrativa se alimenta de mi propia memoria, de la vida de
la gente con la que hice algo, y de mi país sigo teniendo una
memoria, y también un proyecto, pero absolutamente interno.
Todo escritor, todo hombre, quiere ser original. Algunos lo
logran, otros no. Creo haber logrado cierta originalidad en mis
trabajos literarios. No imito a nadie, mi estilo lleva mi sello y
eso me pone muy feliz. No lo niego, ni pienso negarlo. Hice mi
obra, creé un estilo, con los desechos, con la basura que arrojaba
la gente culta; con la sobra que dejaba la intelligenzia de la
Argentina. Con el mal gusto que ellos despreciaban y pensa¬
ban inútil, armé mi discurso y le di peso a mi lenguaje. Y, de
pronto, descubrieron alarmados que iba creciendo y desper¬
tando interés en Europa y parte de América latina con una obra
hecha con lo que ellos tiraban y desdeñaban desde lo más hondo
de su ser. No podían dar crédito a lo que presenciaban; algo
fallaba y empezaron a revisar —enloquecidos y carcomidos por
el odio y la envidia— sus códigos. Se fueron de cabeza a Freud,
a Lacan, ¡cuándo no!, a Saussure, a Faulkner, a Joyce. Consul¬
taron con sus oráculos, con sus brujos, con sus shamanes, el
motivo de este fenómeno que los desconcertaba y los hacía
montar en cólera... Quién cuernos era yo, un don nadie, que de
la noche a la mañana surgía en el firmamento literario peli¬
grosa y originalmente (disculpá la inmodestia) con algo que
ellos hasta ayer consideraban una porquería; y, además, tenía
el tupé, el caradurismo y la desvergüenza, de declararse anti¬
intelectual, y que le apasionaban las películas de Armando Bo
e Isabel Sarli. Entonces, tenían que castigarme y duro.
Muchos se parapetaron dentro del oficialismo —en todas las
épocas— y desde allí, desde los puestitos de secretarios de
cultura, de asesores “culturales”, me marginaron y persiguieron.
Un sinnúmero de periodistas y “críticos literarios” llevaron a

43
cabo en mi contra una conspiración de silencio. Otros, más
dementes y peligrosos, le dieron mi nombre y domicilio —con
pelos y marcas— a la Triple A para que me asesinaran. Así de
simple.

—¿A tanto llegaron los que no te querían? ¿No te


parece una exageración de tu parte?

—¿Te parece que la amenaza de las tres A era una exagera¬


ción? Contada así, sin sordina, molesta y suena a fantasía. Otra
de las características, délas peculiaridades de los argentinos es
no perdonar el éxito ajeno. Buscarán miles de artimañas para
difamarte y perjudicarte.

—¿Ser escritor es ejercer un oficio?

—Creo que escribir es un oficio como cualquier otro. El


secreto está en ejercerlo con amor, vitalidad y placer. El escritor
es un ser que ejerce un oficio. Sí. ¿Por qué no? Un panadero, un
zapatero, un carpintero, es tan digno como un escritor. Y el
escritor (al menos que sea un hijo de puta, que también los hay)
igual. El hecho de escribir, de juntar palabras, no es un misterio
ni cosa de otro mundo.

—Según tus palabras cualquiera podría ser es¬


critor.

—Cualquiera que tenga vocación, salud y perseverancia.


Convengamos también en que muchos se hicieron escritores
por conveniencia, por oportunismo y cuestión de status. Ni
tanto ni tan poco. Aclaro esto porque determinados grupos de
poder, o de clase, o algunos tilingos y tilingas que se creen
dueños de la verdad absoluta y poluta y los únicos capacitados
(discapacitados) para ser escritores, complican y enturbian
tanto el tema para espantar a posibles competidores y quedar¬
se dueños de la ínsula (o pústula) cultural. Ser escritor no es
fácil ni difícil. Dejémonos de joder de una vez por todas y
no mistifiquemos el trabajo del laburante de la máquina de
escribir.

44
—¿El escritor, llegado el momento, no es condenable
por pagarse la edición de autor? Muchos escritores,
consagrados y no consagrados, lo ven como un acto
deleznable, un infantilismo. ¿Cuál es tu juicio al res¬
pecto?

—¿Borges, Cortázar, García Márquez, opinan tal vez así?...


No sé por qué le dan tanta importancia —o mejor dicho, no le
dan, en la práctica— al tema de la edición de autor. Cada quien
tiene su método, su hambre, sus limitaciones, sus talentos. Sin
ir más lejos, Neruda tuvo que vender los muebles de sus
padres para pagar la edición de su primer libro; el mismo
Borges, su padre le dio trescientos pesos y editó su ópera prima',
Ricardo Güiraldes, qué sé yo.
Pienso que la edición de autor no es un capricho, un “be-
rretín”, una estupidez de algún despistado y vanidoso. Es un
modo de romper la indiferencia editorial a veces, la manera de
saltar la barrera. Yo he conocido a grandes escritores que les fue
difícil publicar su primer libro; García Márquez, por ejemplo,
también publicó una edición de autor: La hojarasca, que el
crítico español Guillermo de Torre, cuñado de Borges, a la sazón
asesor de la Editorial Losada, le rechazó en Buenos Aires;
entonces Gabo la editó por cuenta propia, ayudado por algunos
amigos, en una modesta imprenta de Bogotá.

—¿Te costó publicar tu primer libro?

—Mis primeros libros fueron rechazados varias veces; no


me fue fácil publicar al principio. Pero no quiero ponerme como
ejemplo... Lo importante es tener algo que decir, ya se hallará
—o no— editor.

—¿Es legítimo entonces que la impaciencia presione a


un escritor y lo obligue a acudir a una imprenta?

—¿Quién va a decir lo que es legítimo o ilegítimo? ¿Quién,


o quiénes, van a dictaminar sobre lo que tiene que hacer un
escritor? ¿La izquierda?, ¿la derecha?, ¿o el centro? ¿Quién y por
qué?... El escritor, sea novel o veterano, grande o pequeño,
tiene que ser él, y nadie más que él, su propio juez. No necesita

45
la aprobación de nadie. Si yo pudiera tendría mi propia edito¬
rial y produciría mis libros, como esas grandes productoras, y
así llevarme el mayor porcentaje y evitar, por ejemplo, que
ciertas editoriales nos roben y fagociten.

—¿Dejarías de escribir para ser empresario?

—Sería un “empresario” a mi manera tomando como ejem¬


plo a aquel personaje de Buenos Aires que decía: “Yo la escribo,
yo la vendo”. Desde luego, que no me metería de lleno a
empresario. Es sólo una idea. Debería crearse una suerte de
CGT de los escritores, un gremio que los defienda, que cree
fuentes de trabajo y vele —¡de verdad!— por los derechos de
autor.

—Para eso está la SADE.

—Desgraciadamente la SADE sirve para muy poco, por ?;o


decir para nada, salvo para juntar en sus salones a mediocres
y tontas señoras gordas (y sindicalistas puestos a “escribas”)
que se las pasan sacándole el cuero a Dios y María Santísima
o dando alguna faja (“fajando” a algún amiguito de turno) de
honor a tirios y troyanos de acuerdo a los vientos políticos que
soplen; o cuando, y esto es lo más frecuente, determinada
fracción política sindical la toma en sus manos y la convierte en
herramienta de sus apetitos y caprichos.

—Creo que sos injusto con la SADE, puesto que pasa¬


ron por ella ilustres escritores...

—No le saco méritos a esos ilustres escritores —entre ellos


a Leopoldo Lugones y Pablo Echagüe, que la fundaron—, ni
injurio a la institución; sí critico el oportunismo de sus dirigen¬
tes de turno, su política de penduleo y su criterio de élite.
El escritor necesita una entidad que lo represente —como
ARGENTO RES y SADAIC— cabal y justicieramente ante los
editores de libros, de diarios, de revistas; ante los patrocina¬
dores de conferencias, programas radiales y televisivos, y hasta
de reportajes, llegado el caso. El escritor en nuestro país es un
paria...

46
—No sólo en nuestro país.

—Más en el nuestro, sin lugar a dudas. En la Argentina el


escritor es un desclasado, un tipo que no sirve para nada. Salvo
que sea “descubierto” por un político o mandamás de turno y lo
ponga como vocero (léase alcahuete), secretario del secretario,
director de algún Centro Cultural o de cuanta biblioteca haya
en la metrópoli, o lo sienta a un escritorio oficial —con ínfulas
y ropaje de ministro, pero sin su poder naturalmente— para
que escriba discursos con los cuales adormecer, o iluminar,
según los casos y las necesidades, a la nación toda. Es allí que
el escritor, algunos muy honestos y respetables —porque los
hay, no todos son corruptos, trepadores y oportunistas—, gra¬
cias a ese puesto oficial (o a becas, viajes y congresos), al
alquilar su pluma (sea a un amo de derecha o de izquierda),
pierde su capacidad crítica. El sistema, por fin, terminó por
atraerlo con su canto de sirenas... De esto Ulises sabía un
montón.

—¿Está mal que un escritor en un determinado


momento sea oficialista? ¿Esto, según tu parecer, le
cortaría su vuelo literario?

—Económicamente lo puede favorecer, y perjudicarlo lite¬


raria y artísticamente. Tomalo a Neruda, por ejemplo. Cuando
su militancia política se volvió obsesiva, digamos, decayó su
calidad poética; como si lo político marchitase todo lo bello que
toca. Yo creo que el escritor tiene que ser libre, independiente,
no responder a ningún amo.

—¿El escritor entonces debe ser un solitario toda su


vida?

—El escritor ya es un solitario por naturaleza, por así


decirlo, pero no por eso estará al margen de la sociedad ni
tampoco se sentirá un privilegiado. El escritor se debe a su arte,
y cuando asume su condición de hombre político, como señalé
recién, lo hace para conseguir el aplauso de grupos de poder
determinados y así lograr un cargo oficial y el “reconocimiento”
del Estado. Podría darte docenas de nombres de casos concretos

47
para ilustrar mi aseveración, pero sería tonto porque son de
dominio público.

—¿Qué opinás del compromiso del escritor?

—Eligiendo o no eligiendo igual uno se compromete. El


compromiso existe. El escritor, le guste o no, se compromete con
su obra; lo está representando, lo muestra, lo exhibe y, si lo
deseás, lo salva o condena; según. Haga la obra que haga,
escriba lo que escriba, se compromete ante él mismo y ante la
sociedad. Ahora, si se habla del escritor comprometido “desde
el vamos” es otra cosa. Están los que eligen afiliarse a un
determinado partido político, o escribir un panfleto, o denun¬
ciar o alegar sin eufemismos ni disfraces tal o cual situación
social o política. Y no estoy afirmando tampoco que el intelec¬
tual deba mantenerse totalmente al margen del Estado, ya
que puede aceptar los empleos que su actitud, su condición
política, recalco, su hambre, lo exijan. Lo que no debe aban¬
donar es —y esto es lo importante para mí— el poder opinar y
criticar y no manchar jamás su dignidad.

—Eso suena a novela rosa.

—Sonará a novela rosa (no a novela rusa), pero es la


realidad. Existen hombres dignos aunque cueste creerlo; exis¬
ten políticos dignos y también escritores dignos. No todo está
podrido. Todavía se rescatan algunos nombres.

—¿Te pondrías en la lista de los escritores ho¬


nestos?

—No es mi intención pecar de soberbio —y vos sabés bien


que soy humilde de verdad— ni me creo el único escritor
honesto y capaz. En absoluto. A lo mejor mis palabras vienen
cargadas con un poco de intolerancia...

—¿O de resentimiento?

—No; no hay lugar para el resentimiento en mi corazón.

48
¿Por qué habría de ser un resentido? Soy un tipo con suerte,
cobro buen dinero por mis obras, viajo, gano premios...

—¡Y los críticos te castigan!

—¡No me interrumpas! Un buen periodista no interrumpe


a sus entrevistados. Dejame seguir...

—Gracias por la lección.

—Sí, algunos críticos me castigan. Qué le vas a hacer. La


vida es así, viejo. A los únicos críticos de verdad de la Argentina,
a quienes respeto y admiro por sus conocimientos y seriedad,
son Beatriz Sarlo y Ricardo Piglia, excelente crítico y mejor
escritor. Piglia es un intelectual serio y un narrador que se las
trae. Y Beatriz Sarlo es una tipa que sabe muchísimo, y muy,
muy honesta en sus críticas. No es una improvisada y no
macanea. El resto: hojarasca y payasos del café “La Paz”... Ah,
perdón, me olvidaba de mi amigo Ernesto Schóo, crítico fino y
escritor de raza, y de Luis Gregorich.
No es mi deseo hablar despectivamente de los críticos.
Aunque de un tiempo a esta parte me veo obligado a hacerlo. No
me queda otra alternativa. Ya no pongo más la otra mejilla. Me
harté. Ahora, si puedo, devuelvo las bofetadas.

—¿Cuáles son tus escritores preferidos?

—Ricardo Piglia, Severo Sarduy, Lezama Lima, Guillermo


Cabrera Infante y Reinaldo Arenas.

— ¿YBorges, y Cortázar?

—Y Borges y Cortázar, perdón.

—¿Nadie más?

—Nadie más.

— ¿Seguro?

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—Segurísimo. ¿Por qué habría de mentirte? No soy un gran
lector, lo sabés. Se pierde mucho tiempo leyendo. ¿Para qué
leer? Mejor es vivir, disfrutar de la vida.

—Leer también es disfrutar.

—Lo es para muchos. No para mí.

—¿No temes ahuyentar con tus declaraciones a tus


lectores y admiradores permanentes y potenciales? Que
un verdulero —que me merece todo el respeto del mundo—
diga que no le gusta leer, vaya y pase. Si lo dice un
escritor la cosa cambia.

—La vida de por sí es complicada, no le busques más


complicaciones. Ocurre que soy perezoso, un típico haragán que
quiere que le hagan las cosas. Leo a veces, cuando tengo ganas,
biografías, un poco de historia, pero más leo historietas o veo
dibujitos animados... Tom y Jerry, Donald o la Pantera Rosa.
O si no miro teleteatros, otra de mis grandes pasiones.

—¿ Teleteatros ?

—Sí; ¡te-le-te-a-tros! Como lo oís. Aparte del placer que me


causan los miro para aprender cómo se escribe. Se aprende
mucho mirando teleteatros. Yo aprendí a escribir mis piezas
teatrales y mis guiones cinematográficos con las telenovelas de
Nené Cascallar, Abel Santa Cruz y Alberto Migré. Antes mi
pasión eran los radioteatros (Oscar Casco, Lilian Valmar), la
fotonovela y el cine. Ahora son los teleteatros. Es un fenómeno
desaprovechado por muchos escritores que se dan de cultos, de
“curtos”, como decía Niní Marshall.

—Redondeando, y un poco en broma, vos vendrías a


ser la Niní Marshall de la literatura.

—¡Ojalá! Niní, Catita, es lo más grande que dio la Argen¬


tina. Después de Gardel, claro... Recordá que no sólo muchas
verdades se dicen en broma, sino que la verdad es simplemente
bromas dichas en serio.

50
—A tu juicio, ¿para expresar el arte es necesario
alterar la realidad?

—No hay ninguna necesidad de deformar, de distorsionar,


de trampear la realidad para expresar el arte. Ni Arlt ni Borges
hacían trampas en ese punto. Y, pese a todo, tradujeron los
sentimientos y las ideas más sublimes y completos.

51
.
El retorno de los brujos
—¿La aparición de tu novela The Buenos Aires Affair
fue verdaderamente el motivo de tu exilio?

—Fue el factor que desencadenó no sólo mi exilio, sino mi


marginación en los medios masivos de comunicación: diarios,
revistas, radio. Recuerdo que yo tenía pactado unos reportajes
para la televisión, y fue levantado. El boicot, la persecución
estaba en marcha para culminar en la amenaza de muerte por
parte de las Tres A, siniestra y tristemente célebre organi¬
zación anticomunista comandada por el perverso y bestial José
López Rega, alias “El Brujo”.

—En The Buenos Aires Affair los personajes critican


a Perón, no el autor. ¿De verdad esta fue la causa de tu
acosamiento? ¿No estabas metido, o simpatizabas, con
algún grupo de izquierda?

—Para nada. Hay en la novela, como bien lo afirmás, una


visión crítica de Perón a través de los personajes y no a través
del autor. Ahí los protagonistas hacen comentarios. Algunos
muy positivos y otros verdaderamente críticos al primer go¬
bierno de Perón, de clara escuela fascista. A los peronistas no
les agradó ver a su héroe, al jefe, fuera del pedestal. El Macho,
el Idolo, era intocable; quién era yo para cuestionarlo. Esa
irreverencia mía, actitud soberbia y desobediente, debía ser
castigada con la máxima pena: la muerte. ¿Y quién firmaba la
sentencia? Nada menos que las Tres A. A partir de ese momento
mi vida no valía un centavo.

55
—¿Todavía estaba Cámpora en el poder?

—No; ya no. Cámpora estuvo en el gobierno pero el poder lo


tenían los esbirros y alcahuetes de Perón y del imperialismo, los
sindicalistas vandoristas como Ricardo Otero, desde el Minis¬
terio de Trabajo, Rucci desde la CGT y Lorenzo Miguel desde las
62 Organizaciones, que ganó posiciones en el aparato sindical
(UOM) y centralizó las relaciones con los militares y empresa¬
rios. Ellos propiciaron el boicot a las medidas populares, la
incitación antipopular junto a los grupos ultras de López Rega,
Julio Yessi, Brito Lima y Norma Kennedy, el intento de frenar
toda protesta obrera y todo reclamo por salarios o mejores
condiciones de trabajo. A Cámpora, al igual que a los miles y
miles de jóvenes, lo usaron. El “Viejo” lo usó a Cámpora. Así le
fue. Esto te demuestra que no se puede ni se debe ser incondi¬
cional de nadie. De ningún líder —así sea Perón—, ni de ningún
dirigente político. Es más: no se puede prescindir nunca de la
actitud crítica.

—Cámpora no hizo más que cumplir con lo pactado.

—Peor que peor. El pueblo lo había elegido democráti¬


camente. Si él se prestó luego a arreglos y componendas, entre
gallos y medianoche, traicionó a su pueblo. El gobernante ocu¬
pa el cargo para interpretar y cumplir la voluntad del pueblo
que lo eligió y no está ese pueblo para acatar lo que ese líder
quiere.

—¿Pensás que si Perón viviese no se hubiera desatado


la violencia?

—Perón instó y apoyó la violencia desde el exilio: armó a los


Montoneros como brazo armado de la Juventud Peronista, que
recibían órdenes directas de él. Mientras vivió Perón no hubo
gran violencia, pero ni bien desapareció empezó la caza de
brujas a sangre y fuego.
Yo suelo preguntarme, cómo Perón, con sus luces, con su
inteligencia y sabiduría, ha podido ser manejado por un Rasputín
del subdesarrollo; por un tipo de cuarta, mefístofélico y cruel.

56
—¿Tan resentido estás? ¿No temes ser tildado de go¬
rila?

—Si gorila es ser crítico, tener memoria y no estar de


acuerdo con un régimen totalitario y fascista, lo soy. Tengo todo
el maldito derecho del mundo de ser gorila ¡Cristo, qué tiene
que ver conmigo el gorilismo! Lo que pasa es que los argentinos
no tenemos memoria. Mejor dicho: no nos agrada vernos tal
cual somos. Un pueblo sin memoria pierde su identidad. Y la
Argentina, un país que tiene mucho miedo y hace las cosas
movido por el miedo, al paso que vamos, es un pueblo sin
memoria. Es un país donde todavía no han terminado las listas
negras y donde la censura impuso a fuego aquello de que no-le-
doy-espacio-a-nadie-que-me-discuta-o-contradiga. Yfue Perón,
reitero, el que inició el sindicalismo vandorista corporativista
casado con los militares.

—¿Debemos vivir entonces en perpetuo resentimiento,


en una eterna bronca? Borges decía que la mejor ven¬
ganza es el olvido.

—Borges —que era antiperonista a muerte— es Borges, y


yo soy yo. Además, su sentencia o dicho no deja de ser una
imagen literaria. Yo me refiero a cosas y hechos concretos.
Hablo, por ejemplo, de que los argentinos —el pueblo todo—
estamos perdiendo la memoria. ¿Alguien recuerda la masacre
de Ezeiza? ¿Alguien recuerda a los que estaban en el palco
oficial dirigiendo la batuta? ¿Les dice algo a la gente el nombre
del coronel Jorge Osinde, el que preparó la emboscada?...

—Manuel, existe muchísima gente —por suerte, y


aunque te cueste creer— que tiene memoria. Y te digo
más: el pueblo no se olvida de sus muertos.

—¿Alguien se acuerda de que fue el gobierno peronista de


1975 el que ordenó a las Fuerzas Armadas, guerra sucia
mediante, el aniquilamiento de los grupos subversivos? Y te voy
a decir más... Anotá sin miedo, anotá. Aunque no creo que nadie
se va a animar a publicar lo que digo; en el fondo los editores y
los periodistas —perdóname por lo que te toca— son unos

57
cobardes cuando no alcahuetes de los gobernantes de turno...
Después de todo quién sabe si a esta altura de mi vida volveré
a la Argentina.
En aquel tiempo, como te decía, Carlos Ruckauf y Antonio
Cañero, ministros de Italo Luder (lo que te digo figura en los
boletines y papeles oficiales, en diarios y revistas de la época)
firmaron el decreto que “legalizaba” la guerra sucia poniendo
en marcha el “Estado Terrorista” contra toda la sociedad.
¿Alguien le echa en cara esto a los “proceres” del peronismo?

—Existen muchas organizaciones que se ocuparon y


se ocupan y repudian el genocidio más grande de nuestra
historia. En su momento estuvo la CONADEP, la Asam¬
blea Permanente por los Derechos del Hombre, las Madres
de Plaza de Mayo, etcétera. Además, los responsables
mayores de la guerra sucia están presos: Ramón Camps,
Jorge Videla, Massera, Viola y otros.

—Sin embargo, la mayoría de los miembros de las Fuerzas


Armadas dicen que lucharon por la dignidad del hombre y de la
patria; que hicieron la guerra con la doctrina en la mano, con las
órdenes escritas de los comandos superiores. También sé,
nobleza obliga a decirlo, que hubo muchos hombres de las
Fuerzas Armadas que son inocentes. Como también es cierto
—está en los informes oficiales y privados— que la Iglesia fue
cómplice en muchos aspectos; esto está comprobado por los
organismos defensores de los derechos humanos; hay testigos
que involucran a sacerdotes en una participación directa; de
sindicalistas que no vieron ni oyeron nada; la complicidad de los
jueces que no investigaban ni actuaban y el apoyo —¡esto es lo
más grave!— de los partidos políticos a la represión, dio carta
blanca a los militares de la Junta para matar a sangre y fuego.

—¿Estás seguro de que todos los partidos políticos


estuvieron de acuerdo con la represión?

—Casi todos. Y creo que soy generoso al decir casi. Dirigen¬


tes comunistas como Fernando Nadra y Atos Fava, por ejemplo,
allá por 1978, salieron a favor de las Fuerzas Armadas y de
Videla. Comunistas camaleónicos, que se anotaban así un

58
nuevo jalón en su larga serie de traiciones. Como cuando
hicieron un frente común con radicales y socialistas marchando
en la Unión Democrática. Ellos siempre apoyan a cualquier
frente, pero mandan a otros “al frente”.
Te pongo otro ejemplo flagrante de “desmemoria” de los
argentinos. ¿Alguien se acuerda del almuerzo que protagonizó
Videla con Sábato, Borges, Horacio Esteban Ratti (a la sazón
presidente de la SADE) y el padre Castellani, allá por mayo del
’76 (“que por mayo era, cuando hace la calor”, dice un madri¬
gal)? ¿Guarda memoria la gente de que el único que se interesó
de manera directa y honesta por la vida de Haroldo Conti (en
ese momento desaparecido, torturado y asesinado después
como miles y miles de personas) fue el sacerdote Castellani,
mientras Borges, el más eminente de los argentinos, y Sábato
se preocupaban por la Ley del libro y Ratti por el problema de
la SADE? Luego estos representantes ilustres de laintelligenzia
argentina, hablaron mucho y no dijeron nada, quedaron graba¬
dos en la Historia Universal de la Infamia.
¿Alguien se acuerda de que mientras el señor César Luis
Menotti dirigía el campeonato mundial de fútbol de 1978, y los
argentinos expresaban su alegría por el triunfo (conseguido
mediante un sucio y desmerecedor soborno), miles y miles de
nuestros compatriotas eran descuartizados en las cámaras de
torturas?

—¿Y qué opinás delERP, de Montoneros, deFirmenich,


de Vaca Narvaja, de Perdía, de Galimberti? ¿Estás de
acuerdo con la violencia que desataron en nuestro país,
las vidas inocentes que truncaron en la carrera demen-
cial de sangre y fuego?

—Yo estoy en contra de toda clase de violencia. Para mí, el


fin no justifica los medios. Los asesinatos que cometieron los
grupos subversivos en nuestro país no tienen —a mi juicio—
asidero legal. Es tan condenable como los asesinatos y torturas
que cometieron los militares del llamado Proceso de Reorgani¬
zación Nacional.
Lo que cuestiono, lo que quizá el mundo cuestionó en su
momento, es la metodología empleada para combatir a los
terroristas. Las Fuerzas Armadas respondieron con un terro-

59
rismo más cruel y despiadado que el combatido, porque desde
el 24 de marzo de 1976 —fecha negra e imborrable en el corazón
de muchos argentinos— tuvieron la impunidad absoluta del
Terrorismo de Estado.
Y antes, como ya te he dicho, el poder ilimitado de López
Rega durante el gobierno de Isabel Perón —que firmó un
decreto para el exterminio de los guerrilleros en Tucumán— le
permitió, con la cooperación del comisario Villar, estructurar el
terror que vivió la Argentina.
Todos los servicios de inteligencia del Estado trabajaban
juntos, y los operativos de represión ilegales eran realizados
por personal de inteligencia dependiente del mando militar. Y
una de las cabezas visibles de la Triple A con el ejército era
entonces el capitán Mohamed Alí Seineldín. Un falso héroe de
las Malvinas, que también participó activamente en la masacre
de Ezeiza el 20 de junio de 1973. ¡Qué tal!...

—Eso pertenece al ayer. ¿No te parece malo propiciar


el odio y el resentimiento?

—No propongo el odio ni el resentimiento. Sólo recuerdo.


Recuerdo para no olvidar. La ley de “obediencia debida” mostró
la falta de ética del gobierno de Alfonsín, con un perdón atroz
y aberrante.
Alfonsín se equivocó gravemente en el tema militar. Estuvo
mal asesorado y lo que le pasó es la consecuencia de tales
errores. No tenía que haberle dado demasiado poder a la
Coordinadora, a ese grupo de pseudoizquierdistas comandado
por Enrique Nosiglia, el López Rega del gobierno radical; llevó
a Raúl Alfonsín al descrédito y a la derrota. Otros de los
cerebros eran Marcelo Stubrin y Alfredo Becerra. Pero el más
inteligente es Enrique Nosiglia.

—Entonces, ¿no estás de acuerdo con la ley de “obe¬


diencia debida”?

—¡Cómo estar de acuerdo con algo tan terrible! La ley de


“obediencia debida” consagró la claudicación ética y jurídica del
gobierno radical y la clase política ante el chantaje militar. Los
políticos negociaron la sangre —haciendo las justas salvedades

60
del caso, porque también es cierto que hay políticos honestos y
luchadores—, el sacrificio, la muerte y el miedo de miles y miles
de argentinos. Esto también me separa de la Argentina. To¬
davía resuena en mis oídos aquel grito que brotaba de millones
de gargantas: ¡La sangre derramada no será negociada!...
Estamos viendo absolver con imperturbable frescura a una
multitud de asesinos y facinerosos. Los magistrados tan
lamentablemente cómplices no vacilan en devolver al seno de
la sociedad con nombre limpio, a tal número de alimañas
feroces. Este perdón inconsciente y pasivo, verdadera cobardía
de las dirigencias, contamina a los Derechos Humanos. El
gobierno de la democracia ha creado la legalización del crimen.
Esto no es más que el resultado de los sucios misterios de la
política.

—¿En dónde está el mal argentino?

—El mal está en nuestras raíces, bajo tierra. Allí es donde


se debe herir para curar. El mal nos sube a los argentinos, como
la savia, dentro del tronco nuestro. Nuestras desgracias son la
ramificación de las desgracias antiguas, que no pudieron ser
detenidas o desviadas o acabadas en su origen. Nuestro pasado
es la mentira, y en la mentira seguimos viviendo. Es preciso que
sepa el mundo de una vez lo que pasa en nuestro país. Es preciso
que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de todo lo que
puede concebir y ejecutar la insensatez humana, no se hable
solamente de Stroessner ni de Pinochet, sino de la Argentina.
Y les digo a mis compatriotas: ¡No mintáis más, hermanos!

—¿Qué opinás del nuevo gobierno peronista?

—Desconfío muchísimo del peronismo, desconfío de Menem,


que creo que de peronista no tiene nada. No sé por qué, pero mi
olfato político me dice que algo non santo se trae entre manos.
Promete la solución de todos los problemas de la Argentina. Su
discurso no me convence, lo siento falso, y reiterativo.

—¿Pensás que el peronismo no tiene gente valiosa?

—Tienen gente valiosa, no lo niego. Pero esa gente valiosa,

61
como siempre pasa en el peronismo, está mezclada con otra que
deja mucho que desear. El peronismo tuvo siempre, por ejem¬
plo, una fuerte dosis antiintelectualista que fue disminuyendo
en los años ’60 pero que cambió con fuerza en los años ’70. Lo que
me vuelve receloso, desconfiado, del movimiento peronista es lo
heterogéneo de su composición. Cuando existe un campo muy
amplio dentro de un partido, creo que es sospechoso; la cosa no
es práctica. Hay en sus filas tipos de izquierda y hasta de
extrema derecha y esta última, por actuar sin escrúpulos,
termina siempre por imponerse, como pasó en el gobierno
anterior. No hay que olvidar que nuestro país fue destruido por
los peronistas, los neo-peronistas y también por la clase alta
argentina, que es mortal. Yo tengo mis serias dudas sobre este
nuevo gobierno peronista. No porque falten valores sino por la
falsedad de su discurso. Sin embargo hay gente muy honesta,
muy escrupulosa que es siempre arrollada por los inescrupu¬
losos. No quiero hacerme el filósofo pero me da la impresión de
que va a venir una etapa de un gran cambio y de que ahí se va
a ver la verdadera cara de Menem, que de peronista tendrá sólo
el nombre.

—¿Cómo te sentiste cuando te amenazaron de muerte?

—Abandonar la Argentina, abandonar Buenos Aires, se


convirtió en mi obsesión ante la subida de aquella marea de odio
y violencia.
Sentía subir las fuerzas ciegas del furor, de la destrucción
y de la muerte que iban a dislocar a la Argentina. Cuando,
después de la caída de Cámpora, la Triple A me declaró la
guerra, puse inmediatamente distancia. Todos cayeron bajo
sus garras: los fanáticos devorados por el odio, los revolucio¬
narios verborreicos, los endurecidos militares, los dulces so¬
ñadores... Existen tantas indignidades que hemos visto. Por¬
que no todos hemos sobrevivido de la misma manera, ni dentro
ni fuera del país.

—¿Después de tanto tiempo transcurrido, aquellas


vivencias amargas y terribles te producen hoy alguna
emoción?

62
—Me estremezco todavía ante el recuerdo de la muerte
imbécil desencadenada por unos salvajes de todas cataduras.
La Argentina estuvo fascinada por el horror de la autodestruc-
ción. El cadáver argentino hacía oler sus tripas al mundo. Se
jugó a las escondidas con el cadáver de Eva; se arrastró su
cadáver por las calles de Europa. Con una rabia sublime y
horrible, los hijos de la Argentina se hundieron mutuamente en
las entrañas los hierros enrojecidos por el odio. Se mató sin
razón, por matar, por interés, por irrisión, por arbitrariedad,
por ideal, por amor. Se secuestró y asesinó a Aramburu en un
“arreglo” rarísimo entre militares y Montoneros... Todavía no
ha pasado el tiempo necesario para olvidar el horror.

—¿Por cuánto tiempo consiguió asfixiarte la década


del ’70?

—Pese a la conspiración del silencio, de la idiotez, de la


política demencial, del interés mal enfocado, la época de 1970
no consiguió asfixiarme. Pero si no quedé amargado por los
golpes recibidos, por las humillaciones que me infligieron, se lo
debo a mi madre. A su coraje y a su amor.

—¿Te parece justificada la división entre civiles y


militares? ¿Es injusto el pueblo con las Fuerzas Arma¬
das?

—El Ejército Argentino está enfermo desde hace mucho


tiempo. Se apartó de su misión específica. No titubeó (en
nombre de Dios, la Patria y el Ser Nacional) en pisotear los
derechos humanos, proscribir partidos políticos, y desató una
demencial “guerra sucia”. Toda esta aberración hizo que el
pueblo tomara distancia de ellas y se produjo un abismo.

—Entonces, ¿no hubo nada de dignidad en los mili¬


tares argentinos?

—¿Hubo dignidad en los campos de concentración clan¬


destinos, en la ESMA, en la picana eléctrica, en las torturas
inhumanas, en las masacres de los pueblos tucumanos; cir¬
cunstancias siniestras que les tocó vivir a los argentinos?...

63
—¿Los artículos políticos de la década del ’70 ilumi¬
naron algunas de tus zonas oscuras creativas?

—Los artículos políticos me aburrían, me ahogaban; me


parecía que para iluminar los hechos, que eran un bochinche,
hubiera habido que anticipar el porvenir: yo no quería. Creía en
el porvenir lejano: estaba determinado por una dialéctica que
finalmente daría razón a mis rebeldías, a mis esperas. Lo que
yo no aceptaba era que día a día, en sus detalles y en sus
vericuetos, la historia estuviera haciéndose y que una mañana
imprevista despuntara en el horizonte sin mi consentimiento.
Entonces me habría sentido en peligro. El cuidado de mi
felicidad me imponía detener el tiempo a riesgo de encontrarme
algunas semanas, algunos meses más tarde, en un tiempo
distinto, pero igualmente inmóvil, estático, sin amenaza.

—A esta altura de tu vida, ¿has logrado superar


aquella época oscura y terrible?

—San Agustín, el sublime, escribió: “Se entra en la verdad


por la puerta de la caridad”. En política como en la vida no se
vive de utopías sino de realidades. Y a veces la realidad obliga
a aceptar la violencia aun estando en contra de ella.
El problema de fondo, creo yo, es que la Argentina no tiene
clase dirigente esclarecida y honesta, en todos los órdenes,
empresarios, intelectuales, burguesía, proletariado, es un país
sin cultura política. Hasta ahora, nadie ha logrado construir un
proyecto político válido.

—En nuestro país la conspiración facciosa es perma¬


nente. ¿A qué motivos atribuís esa tendencia tan argen¬
tina?

—Somos una comunidad impaciente que se cansa pronto de


sus gobernantes. Este es nuestro trauma, la triste y descarnada
verdad. Preferimos, por ejemplo, que un gobierno termine ya
por la vía de un golpe y no después por cumplimiento de su ciclo.

—¿Por qué siempre interrumpimos el momento de¬


mocrático?

64
—Porque la interrupción de un mandato, creo yo, concuerda
más con nuestro sentido dramático de la vida política... Pero
dejemos la política y vayamos a “otros ámbitos y a otras voces”.

—¿No tuviste la tentación de luchar políticamente?

—Un escritor puede contribuir a la lucha política al decir


simplemente lo que ha visto. Facundo, de Sarmiento, fue en la
Argentina un formidable documento, y El matadero, de Eche¬
verría, también.

—¿No te parece que en nuestra sociedad el hombre


está acorralado?

—Hay gentes egoístas y superficiales que creen conocer la


vida y no conocen de ella sino las cosas agradables que se
venden en todos los mercados. Esas gentes enjuician con
reincidente estupidez no pocos movimientos al parecer incom¬
prensibles de los hombres. No comprenden que a veces, tras las
violencias, tras los espasmos, tras los crímenes, tras las abe¬
rraciones, tras las inconsecuencias, no hay sino unos pobres
hombres acorralados como gatos y convertidos en tigres como
los propios gatos. No saben esas gentes egoístas que después de
miles de años de civilización y de cultura, al hombre se le sigue
acorralando mediante una serie de injusticias hasta hacerle
caer en las mallas de códigos preparados.

—¿Cuándo será el día en que el mundo, por así de¬


cirlo, sea sabio?

—No será el mundo verdaderamente sabio sino cuando todo


ciudadano pase por la obligatoriedad de conocer unos meses de
completo abandono, de escasez, de injusticia, de menosprecio,
de soledad. Para evitar que unas minorías de hombres aco¬
rralen a unas mayorías y que, también, todo hombre acorrale
a su hermano, todos debemos sentirnos acorralados en un
momento dado. Así aprenderemos a no acorralar a nadie.

—¿Crees en el orden?

65
—¿Y qué es el orden? ¿En qué consiste el orden? ¿Y cuántas
clases de orden hay? Porque existe el orden material, el orden
férreo; y existe también el orden moral y el orden profundo,
íntimo, a veces en contraposición con el otro. Al orden le pasa
como a la verdad: todos se dicen luchar por él, ser sus mantene¬
dores; todos dicen respetarlo. Y con estos debates se llega a la
lucha; y el primero que en la lucha desaparece es el orden; y
cuando vuelve es un orden muy pacífico; como que suele ser un
orden encadenado.

—¿Para vos cuál es el verdadero orden?

—Todos nosotros sabemos bien, aunque no queramos im¬


poner el orden a fuerza de desórdenes, que el verdadero orden
es, ante todo, fuerza moral, armonía, en una palabra, justicia y
ejemplo. Sabemos también que la justicia, como la libertad, no
puede ser nunca una realidad totalmente alcanzada, sino una
aspiración con escalones logrados. A esa justicia, entonces, me
refiero, y cuando la aspiración a ella es un hecho, demos¬
trándose este hecho con afanes y conquistas de justicia, el orden
existe. Y para que tal existencia no deje lugar a dudas desde lo
alto, desde donde los administradores del orden se hallan
instalados, éstos deben dar el ejemplo, afianzarse en la gran
moral. Sabemos también que ésta no puede ser nunca absoluta
porque depende de muchos factores no pocas veces fuera del
alcance de las alturas. Pero basta con que impere una cierta
aspiración moral abundantemente demostrada. Es entonces
cuando, pase lo que pase, se juegue a lo que se juegue, se
realicen las concesiones que se realicen a circunstancias del
momento, el orden existe: porque se sostiene en la justicia y en
la autoridad como bases inexpugnables.

66
El exilio y el reino
—¿Cómo vivís el exilio? ¿Pudiste superar la nostal¬
gia?

—Ahora vivo cómodo y tranquilo porque me va bien


económicamente. Al principio, como todos, la pasé de regular
para abajo. Sin embargo, casi siempre me acompañó mi buena
estrella, mi suerte.

—¿Creés en la suerte?

—No creo en brujas, pero que las hay las hay... Pienso que
existe algo, una fuerza, estela o aura, no sé cómo llamarlo,
que nos hace simpáticos o antipáticos y tenemos más suer¬
te que otros. Algunos lo llaman fluido, o personalidad, o caris-
ma. Existen personas positivas y otras que son negativas. En
fin, creo que eso tiene que ver con la ley bipolar de los contras¬
tes.

—¿Pensás que se puede nacer “jetattore”?

—A mí me parece que uno ya viene programado de una u


otra manera, y a raíz de esa programación genética, digámoslo
así, el individuo será un triunfador o un perdedor... Me parece
que ya hemos tocado el tema.

—Y si nace perdedor, ¿no hay manera de modificarlo?


¿ Uno deberá morir perdedor?

69
—Yo pienso que siempre existe la posibilidad de ganar.
Pero, ¿ganar qué? ¿La lotería?, ¿el Prode?, ¿o ganarle a la vida?
El hombre, él y sólo él, podrá o no resolver su problema.
Además, no soy un especialista en filosofía, en fenomenología,
en psicología y en genética, para hablar con propiedad sobre
dicho asunto. Sí puedo hablar de las cosas que a mí me suceden;
de mis problemas, de mis miedos.

—¿Cuáles son tus miedos?

—Tengo miedo de sufrir; de que me tome, por ejemplo, una


enfermedad incurable y que deba depender de los demás. A eso
le tengo terror. Antes de sufrir y hacer sufrir, si estuviese en mis
manos, preferiría el suicidio, la muerte.

—¿Elegirías una muerte violenta?

—Si mi estado fuera desesperante y no hubiera otra salida,


tal vez elegiría una muerte violenta. Yo me inclino más por una
muerte natural, menos tremenda... Usaría pastillas o algún
veneno que no me provoque dolor o sufrimiento. Mi miedo al
martirio es casi patológico. Quisiera morir de viejo y, si es
posible, en cama. Siempre fantaseo con esta clase de muerte.
Me veo a mí mismo en mi cama durmiendo plácidamente, y al
otro día amanecer muerto. Me gustaría morirme mientras
duermo. Es la muerte que deseo.

—¿Querés vivir muchos años?

—Hasta los ochenta u ochenta y cinco años. Ah, pero lúcido


y fuerte. De lo contrario no. No me interesa la vida si no es con
salud... Pienso que nadie quiere sufrir.

—¿Estás a favor de la eutanasia?

—Estoy de acuerdo con ella. Debería haber leyes, en todas


partes del mundo, que permitan su aplicación a enfermos
terminales. La eutanasia me parece más humana en vez de
alargarle la agonía y el dolor al que ya no tiene salvación.

70
—¿Qué opinás del suicidio?

—Es un tema muy controvertido. Las opiniones, como es


natural, se dividen. Están los que dicen que es un acto de
cobardía, y otros que es un acto de valentía. Desde el punto de
vista elemental, digamos, el acto de suicidarse está cargado por
dos tendencias: una de valentía y otra de cobardía. De valentía
porque se toma un arma y se aprieta el gatillo, o se ingiere
veneno, o se tira en las vías del tren, o se arroja al vacío desde
un edificio torre. En el instante supremo hay que tener agallas
para apretar un gatillo o degollarse con una navaja. Y al mismo
tiempo se es cobarde por no afrontar los problemas de la vida.
Se dan las dos caras de la moneda: coraje y cobardía.

—Se afirma que en el momento del suicidio uno se


enajena, pierde la razón, y termina con la vida en un
segundo. ¿Estás de acuerdo con esto?

—Hay mucho de verdad en esa teoría. A mí me parece que


el suicida, en el momento de cometer el acto, no piensa. Mejor
dicho, piensa mal y muy rápidamente y no ve o no desea ver su
problema y deja que lo automático e irreflexivo gane su volun¬
tad y lo lleva al desenlace fatal. Tanto es así que muchos de
aquellos que estuvieron a punto de suicidarse y fueron salvados
no han vuelto a intentarlo, y hasta se han muerto después de
viejos. Eso nos da la pauta de que en el instante decisivo uno se
puede arrepentir y salvarse.
¿Dónde está la locura? ¿Dónde está la verdad? El secreto
radica en mantener lúcidamente el timón, navegando entre las
olas de la locura y la línea recta de la lógica. El genio consiste
en poder vivir pasando constantemente de una frontera a la
otra, llenándonos las manos con los tesoros del misterio para
mostrarlos con los brazos alzados, como un atleta, a todos sus
contemporáneos, cuya imaginación evoca entonces las playas
desconocidas de donde ella ha desertado.

—En definitiva, ¿el suicida es un loco o es un cuerdo


que se vuelve loco?

—Quizás las dos cosas. No poseo elementos de juicio profun-

71
dos para evaluar el gTado de cordura o de enfermedad del o los
suicidas. Escapa a mis limitados conocimientos de escriba
popular.

—A lo largo de nuestra charla no has desaprovechado


la ocasión para decir “mis limitados conocimientos”,
“escritor de folletín”, etcétera. Tu postura de humildad,
debido a las reiteraciones, suena más a exhibición y a
soberbia. ¿Qué alegás en tu defensa?

—No tengo nada que alegar. Si mis palabras vienen car¬


gadas de dobles intenciones, o se nota que reitero algunos
conceptos en forma de latiguillo, yo no me doy cuenta. Por lo
visto mi inconsciente me está traicionando. La soberbia no
forma parte de mi vida.

—Retomando el tema del exilio...

—¿Me vas a preguntar por la nostalgia?... Siento nostalgias


de “mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver”; de sus
barrios, de sus calles, de su gente. A pesar de que me adapté
muy bien en los distintos países que he vivido, siempre echo de
menos a mi país. Cada vez que oigo una música, cualquier
melodía que tenga que ver con mi pasado, los ojos se me llenan
de lágrimas. Es mentira que los hombres no lloran, y también
es mentira que uno no extraña su tierra. Se la extraña, ¡y cómo!
A mí y a Buenos Aires, “no nos une el amor sino el espanto, será
por eso que la quiero tanto”, como dice Borges. Y yo agrego:
Buenos Aires, cuándo será el día que me quieras.

—La mayoría de tu obra la escribiste en el destierro.


¿Ese desgarramiento te ayudó o te mutiló parcial o
totalmente?

—Conozco a varios autores que han escrito toda su obra o


parte de ella en el exilio. Por ejemplo, Roa Bastos, Elvio
Romero, Rafael Alberti, Manuel Scorza, por citar sólo a algunos.
El destino de la mayor parte de los escritores de América latina
ha sido —y lo es aún— escribir en el exilio. Creo que a la larga
el exilio me ha beneficiado, aunque extraño mi país, el idioma,

72
la convivencia, el contacto con los compatriotas, el estar dentro
del caldo. En este destierro (y atardecer, como diría Elvio Rome¬
ro) escribí la mayoría de mis libros como un modo también de
seguir viviendo, con la imaginación pensando en Villegas, en
Buenos Aires, en su habla tan peculiar.

—iCuál de los exilios es el que más te afectó: el interno


o el externo?

—Los dos exilios (caras de una misma moneda) son difíciles


de sobrellevar. El exilio exterior aleja, distancia, produce olvido.
El interior, quizá el más duro, es producto de la intolerancia, de
la falta de libertad... Pero para mí hay un país perdido, y está
perdido en este sentido: no es que yo haya perdido mi país y
tenga otro; yo me he quedado sin país.
La primera vez que viví en los Estados Unidos el jazz y las
películas de Hollywood habían entrado a mi vida. Empezaron
a conmoverme apasionadamente los “negros espirituales”, los
“cantos de trabajo”, los “blues”. Me gustaban a la vez Oíd Man
River, St-James Infirmary, Some ofthe.se days, The man I love,
Miss Hannah, St. Louis blues, Japansy, Blue Sky, la queja de
los hombres, sus alegrías desamparadas, las esperanzas rotas,
habían encontrado para expresarse una voz que desafiaba la
cortesía de las artes regulares, un a voz brutalmente surgida del
corazón de su noche y sacudida de indignación; porque habían
nacido de vastas emociones colectivas —las de cada uno, de
todos—, esos cantos me alcanzaban en ese punto más íntimo de
mí mismo que nos es común a todos; me habitaban, me ali¬
mentaban, lo mismo que algunas palabras y algunas caden¬
cias de nuestro propio idioma, y por ellos Nueva York existía
dentro mío. A pesar de todo, en los Estados Unidos no me
gustaba la formación de “ghettos”, producto de la herencia
inglesa, que, por desgracia, heredaron.

—Sentís verdadera pasión por Río de Janeiro, ¿ ver¬


dad?

—Siento todavía pasión por Río, a pesar de que también


allí se instaló la violencia y la intolerancia. Se ha convertido
en una ciudad insegura y hostil. Sin embargo, Río me salvó del

73
tedio, de las nostalgias, de todas las melancolías, y cambió mi
exilio en fiesta. La primera vez que fui al Brasil, fue más que
nada por una cuestión de clima: mi médico me había recomen¬
dado vivir enfrente del mar.

—¿Cómo te las arreglás para conservar el habla de tu


gente, de tu país, la voz de tu pueblo y luego volcarla en
tu literatura?

—Ese problema no lo tuve al principio. Boquitas pintadas


y The Buenos Aires affair los escribí en Buenos Aires. Des¬
pués empezó a planteárseme el problema del lenguaje, pero me
fui salvando gracias a mi memoria auditiva, a mis recuerdos;
trataba de rescatarlos con toda su carga coloquial, su riqueza de
localismos. También hablaba mucho con argentinos, escucha¬
ba discos y recibía cartas. Naturalmente que nada de eso es
igual a hablar un idioma, a oírlo in situ.
Después, por suerte, mis novelas no necesitaron un len¬
guaje puro y netamente argentino, o porteño; más bien yo tendí
a “universalizar” mi discurso y de esa manera fui salvando la
necesidad real que tenía de cargar las baterías con respecto a
nuestro idioma. A partir de allí, de esa toma de conciencia de mi
verbo, fui modificando mi lenguaje literario —sin bastardearlo,
claro— y logré continuar siendo sincero conmigo mismo y con
mis lectores.

—¿Tenes alguna anécdota interesante de tus viajes


por Europa?

—Ah, anécdotas tengo a montones... Recuerdo una muy


especial, cómica y peculiar, que me pasó en Venecia, en la
Piazza de San Marcos, nada menos. En aquel tiempo yo soñaba
recorrer todos los museos y ver todos los monumentos de una
sola vez, y un fin de semana me largué a Venecia. Al ver la
maravillosa y poética ciudad lacustre lloré de felicidad. Y ahí
nomás me lancé a recorrerla como un poseso queriendo abarcar
el horizonte con ojos ávidos y torpes. Te imaginás a un provin¬
ciano, a unpajuerano, paseando por los canales de Venecia...

—¿Cuál es la anécdota? No te vayas por las ramas.

74
Calma, calma. “Vísteme despacio que estoy apurado”,
decía Napoleón... Bueno, llegué a la Piazza de San Marcos,
imponente, llena del vuelo de las palomas, a eso de las seis de
la tarde y clima veraniego. Me senté a una de esas mesas al aire
libre entre cientos de turistas. Se acercó un mozo y me dijo en
tono imperativo, mirándome fijo: “Argentino, ¿no? ¿De Buenos
Aires...?”, y, antes de que yo terminara de asentir con la cabeza,
agregó: “Tenés que salvarme, hermano. Necesito que me reem¬
places por diez minutos”. Y ahí nomás se sacó la chaqueta, me
dejó los vasos y una bandeja y desapareció. Muerto de miedo,
miré a mi alrededor y vi que la gente ni cuenta se había dado de
nuestra presencia. Los mozos iban y venían enarbolando sus
bandejas sobre las cabezas del público con impresionante
maestría.

—¿Y vos qué hiciste?

—Me quedé allí, clavado, sin saber qué hacer. Miraba la


bandeja y el saco que había dejado el mozo. De repente vi que
una pareja se abría paso entre las mesas y el público buscando
un sitio donde ubicarse. Sentí un sacudón en el cuerpo que casi
me caí de la silla; y al ver que venían hacia mí, mágicamente
—porque aquello fue magia y no otra cosa—, me levanté y me
puse el saco, como si alguien estuviera ordenando mis movi¬
mientos. Y yo que era —y soy— más tímido que una piedra
saqué fuerzas de no sé dónde y tomé la bandeja cuando ya la
pareja tomaba asiento cerca mío. La despampanante mujer, al
ver mi empacho, sonrió con toda su boca y yo me sentí desma¬
yar, y casi morí de verdad al oír su voz. Procuraba desesperada¬
mente parecer tranquilo mientras acomodaba el saco que me
quedaba grande, y que no me estorbara la bandeja. En ese
momento reparé en el hombre que la acompañaba, y se me cortó
el aliento y se me cayó la bandeja de las manos. Entonces, Alí
Khan me miró mefistofélicamente y la mujer rió con ganas y
dulzura a la vez, y ahí, en ese mismo instante, me enamoré de
Rita Hayworth. Siempre hay uno que ama más, de los dos
interesados, y en este caso me ha tocado a mí esa suerte o esa
desventura.

—¿No la habías conocido cuando eras maletero en...?

75
—Ese fue otro de los encuentros que tuve con Rita, verda¬
dero hasta la médula. Pero esa es otra historia.

—¿Cómo reaccionaste después?

—Salí huyendo llevándome por delante las mesas y a la


gente. Mientras corría me saqué el saco y lo tiré, creo que cayó
al agua, y luego me detuve como a unos doscientos metros,
jadeando. Las lágrimas me corrían por las mejillas.

—¿Se puede saber por qué llorabas?

—De felicidad. También se llora de felicidad, y yo en aquel


instante había tocado el cielo con las manos. Estuve cerca de
Rita, oí su voz y gocé de su risa.

—Te comportaste como un típico “cholulo” porte¬


ño.

—Una cosa es contarla, y otra es vivirla. Cualquiera se


hubiera convertido en “cholulo” ante aquel monumento de
mujer; monumento no sólo en cuanto a lo físico, sino a lo que ella
irradiaba. Tenía un magnetismo que atraía las miradas, una
fuerza que te arrastraba hacia su persona... La admiraba y
envidiaba al mismo tiempo porque, muy en el fondo de mi
corazón, yo quería ser ella. Toda mi vida quise ser Rita
Hayworth.

—¿Existió de verdad aquel encuentro o es una broma


tuya?

—Doy fe de que es cierto en un ciento por ciento. Lo podés


dar como fidedigno. No tengo por qué inventar una historia
así... Las fantasías las dejo para mis libros.

—¿Era más bonita personalmente?

—Era una belleza. Más, mucho más preciosa que en sus


películas.

76
—¿Qué recuerdos tenés de tu primer viaje a Italia?

—En mi primer viaje a Italia conocí a Angelo, un muchacho


de treinta años, un adonis. Me enamoré de él. Ese país (Italia)
era entonces, y sin duda aún lo es, un paraíso en que las
prostitutas y los homosexuales de todas partes del mundo
alquilaban o “compraban” por horas a una mujer, un joven, un
hombre o un travestí. Al principio no me di cuenta de su
carácter extraño ni de su belleza.

—¿Algo más que decir al respecto?

—No, gracias. Basta con aclarar que me enamoré de Angelo


y sufrí mucho. Pasemos a otro tema.

—¿Después de tus horas de estudio, o de trabajo, qué


hacías en tus horas libres?

—De noche rondaba por los cafés, por los pequeños dancings
de los suburbios; dejaba con indiferencia que las desconocidas
se sentaran a mi mesa y me hablaran; nada ni nadie podía
importunarme mientras estaba poseído por la dulzura, las
luces y el encanto de la noche. Me sentía capaz de fabricar
felicidad con todo lo que tocaba. Era una especie de rey Midas,
todo lo que tocaba lo convertía en felicidad.

—¿Te dejabas llevar por ese paraíso?

—Este frenesí me poseía enteramente..., o casi, porque yo


no cesaba, al mismo tiempo, de saciar otros deseos, fuente de
placeres más sensuales.

—Vivías la vida.

—Disfrutaba de Italia. Me había alejado de las obligaciones


que me aburrían: tías, primos, amigos de infancia. A mi padre
le disgustaba que yo aún no tuviera una carrera definida;
cuando mis amigos de Buenos Aires le preguntaban por mí
contestaba: “Anda de turista en Italia...” Él soñaba con mi as¬
censo en la escala social.

77
—¿Cómo te las arreglabas económicamente? ¿Tuviste
problemas graves mientras vivías allá?

—Seguía mi camino sin molestias, sin trabas, sin dificultad,


sin miedo, pero ¿cómo no tropezaba siquiera con barreras?
Porque, en fin, tenía los bolsillos muy vacíos; yo me ganaba
apenas la vida; los negocios estaban llenos de objetos prohibi¬
dos; los lugares de lujo cerrados para mí. A esas interdicciones
oponía la indiferencia y hasta el desdén. No era asceta, lejos de
eso; pero hoy, como ayer, sólo las cosas que me eran accesibles
y sobre todo las que tocaba cobraban su peso de realidad; yo me
daba tan enteramente a mis deseos, a mis placeres, que no me
quedaba nada para gastar en ansias vanas. La misma modestia
de mis recursos ayudaba a mi felicidad.

—¿No te daba miedo decidir tu vida de una manera no


muy moderada, digamos?

—Me parecía milagroso haberme arrancado de mi pasado,


bastarme a mí mismo, estar lejos de la mirada paralizadora de
mi padre, decidir mi vida; había conquistado de una vez por
todas mi autonomía: nada me la quitaría. Acababa de perder la
irresponsabilidad de la primera juventud; entraba —¿por qué
no decirlo?— en el universo detestable de los adultos.

—Pero tus padres estaban bien, ¿por qué no te dejabas


ayudar?

—No me gusta pedir. No me gustaba entonces y no me gusta


ahora.

—¿Era total tu entendimiento con Angelo?

—Lograr con alguien un entendimiento total es en todo ca¬


so un enorme privilegio; para mí tenía un precio literalmente
infinito. En el fondo de mi memoria brillan con dulzura sin igual
las horas en que me refugiaba en los brazos de mi madre.
También había sentido profundas alegrías cuando mi padre me
sonreía y abrazaba y yo me decía que, en cierto modo, ese
hombre más bueno del mundo (¡el buenazo don Baldomero!) me

78
pertenecía. Mis sueños de adolescente proyectaron en el por¬
venir esos supremos momentos de mi infancia; no eran sueños
huecos; poseían en mí una realidad y por eso su cumplimiento
no me parece milagroso. Por supuesto, las circunstancias me
ayudaron; hubiera podido no encontrar con nadie un acuerdo
perfecto. Pero cuando mi oportunidad me fue dada, si me
aproveché de ella con tanto entusiasmo y empeño fue porque
respondía a un llamado muy antiguo. Angelo sólo tenía seis
años más que yo; era mi igual; juntos empezamos a descubrir
el amor, la vida. Sin embargo, yo confiaba tan totalmente en él,
que me garantizaba, como antaño mis padres, una seguridad
definitiva. En el momento en que me arrojaba en la vida libre
encontraba un mundo sin fallas; escapaba a todas las trabas y
sin embargo cada uno de mis instantes poseía una especie de
necesidad. Todos mis deseos, los más lejanos, los más profun¬
dos, estaban colmados; no me quedaba nada que desear sino
que esa beatitud triunfal nunca se debilitara. Su violencia lo
arrastraba todo.

—¿Y esa beatitud logró debilitarse alguna vez?

—La dicha es una vocación menos común de lo que uno se


imagina. Me parece que Freud tiene razón al ligarla a la
saciedad de las codicias infantiles; normalmente, a menos de
ser mimado hasta la imbecilidad, un chico está lleno de apeti¬
tos. Lo que tiene entre sus manos es tan poca cosa comparado
con ese hormigueo que percibe y presiente a su alrededor.
También es necesario que un buen equilibrio afectivo le per¬
mita interesarse en lo que tiene, en lo que no tiene. Lo he
observado a menudo: las personas cuyos primeros años han
sido devastados por un exceso de miseria, de humillación, de
miedo, o, sobre todo, de resentimiento, no son capaces en su
madurez sino de satisfacciones abstractas: dinero, honores,
notoriedad, poder. Presas precoces de los demás y de ellos
mismos, se han apartado de un mundo que más tarde sólo les
refleja su antigua indiferencia. En cambio, ¡cuánto pesan, qué
plenitud de alegría pueden aportar las cosas en las que uno ha
invertido el absoluto!

—¿En tu niñez fuiste excesivamente mimado?

79
—Yo no fui un chico particularmente mimado; pero las
circunstancias favorecieron en mí la eclosión de una multitud
de deseos; mis estudios, mi vida de familia me obligaron a
estrangularlos: por eso estallaron con mayor violencia y nada
me pareció más urgente que aplacarlos. Era una empresa de
largo aliento a la cual durante años me entregué sin reservas.
En toda mi existencia no he encontrado a nadie tan hambriento
como yo de felicidad, nadie tampoco que se lanzara a ella con
tanto empeño. En cuanto la hube tocado se convirtió en mi
única preocupación. Créase o no.

—A pesar de hallarte en Europa, ¿tu padre conser¬


vaba cierto ascendiente en tu vida?

—Un padre querido y reverenciado desde la cuna puede


conservar un ascendiente aunque se deploren sus ideas y su
autoridad.

Entonces, en una palabra, ¿te sentiste conquistado


por Italia?

—No hay en Italia un pedazo de pared que no tenga su


belleza; de entrada me sentí conquistado. Italia, esa ciudad,
donde los siglos petrificados triunfan soberbiamente de la
nada.

—¿No pensás en el azar y en la coincidencia?

—Cada circunstancia de la vida, cada rasgo de carácter,


cada anomalía, resultan ser, así, excepcionales, míticos, y todo
exhibicionismo puede ser un espectáculo grandioso de huma¬
nidad y de verdad. No hay azar ni coincidencia.

—¿Qué otras anécdotas tenés de tus viajes por Eu¬


ropa?

—Te voy a contar lo que me pasó cuando visité la Fontana


di Trevi. Sucedió así. Me hallaba recorriendo los alrededores de
Roma (urbe milenaria y eternamente joven), deteniéndome
ante cuanta fuente encontraba a mi paso, hasta que di con la

80
Fontana di Trevi; que me quedó grabada a fuego en la memoria
después de ver La dolce vita, con Anita Ekberg, la tetuda
monumental, y Marcello Mastroiani, el galán latino por ex¬
celencia, y La fuente del deseo. ¿Te acordás? Me imagino que las
habrás visto, ¿no? ¿Sí...? Bueno, eran como las diez de la noche
y mientras yo fantaseaba mirando la fuente y me preparaba
para tirar las monedas y pedir los tres deseos (somos hijos de
gallegos y taños y por lo tanto crédulos y supersticiosos),
apareció de repente una hermosa mujer (salió de la nada) con
un enorme leopardo, o yaguareté, qué sé yo. Estaban a unos
treinta metros de distancia y, al parecer, se dirigían hacia la
fuente. En ese mismo momento el felino pegó un rugido y
empezó a tironear de la cuerda que lo unía a su dueña. Yo me
quedé petrificado, con la mano suspendida en el aire, y no tuve
tiempo de pensar más porque ya el animal, desprendiéndose de
la cuerda, se abalanzó sobre mí rugiendo y enseñando sus
colmillos, que parecían puñales. Todo lo que atiné a hacer,
rápido como el rayo, fue arrojarme a la fuente para escapar pero
con tal mala suerte que resbalé y me caí de cabeza en el agua.
Y entonces oí: “Caro, caro mío. Mira lo que le has hecho al
señor”, y en seguida una carcajada interminable. Y luego, poco
a poco, como no sentí las garras del tigrón en mis carnes
argentinas (justo de exportación), levanté lentamente la cabeza
del agua, y vi que el leopardo bebía tranquilamente mientras su
dueña le acariciaba el cuerpo y le decía, no pudiendo contener
la risa: “Mió caro, Tarzane, pídele perdón al señor”. Y allí, en
cuclillas, pensé en el voluptuoso baño lustral de Anita Ekberg,
y que yo, a pesar de todo, era quizá el primer sudamericano de
unas crueles provincias que se bañaba en la romántica Fon¬
tana di Trevi, espectacular monumento romano que data de
1762.

—Tus anécdotas amén de ser increíbles tienen mucho


humor.

—Te dije que tengo muchas, modestia aparte, y la mayoría


de ellas vividas al lado de grandes personajes del mundo del
cine o de la política. Si me pusiera a contar todas mis anécdotas
(también están las prohibidas) estaría hablando sin parar días
y días.

81
—Contá las prohibidas. Esas son las que más le van a
interesar al público.

—Son “contables” pero no publicables. Las dejaré para


ponerlas en mis memorias... Cierto día, mejor dicho, cierta
noche, me hallaba cenando en un sencillo restorán de Nueva
York...

—¿ Y qué pasó?

—Había poca gente, el ambiente era tranquilo y acogedor.


Cerca nuestro, de mi amigo y yo, una pareja charlaba. El
hombre, que estaba de espaldas, se levantó y fue al baño. Al
cabo de un rato regresó y ocupó su lugar y continuó charlando
a media voz con la mujer, que era espectacular pero sencilla y
joven. Acerqué la cabeza hacia mi amigo y le murmuré: “Es
Marión Brando, ¿lo viste?” “¿Sí...?, preguntó él, y miró a la
pareja con disimulo. Yo me puse nervioso y no pude comer
tranquilo. Mi amigo, entre bocado y bocado, no sacaba sus ojos
de la otra mesa. Luego sentí ruidos de sillas, yo estaba de
espaldas, repito, y en seguida la voz varonil y clara de Marión
Brando, que me dijo: “Señor, disculpe, creo que es su cartera. La
encontré cerca de su silla”. Me puse en pie de un salto y tomé la
billetera (aparentemente mía) que me alcanzaba con cortesía.
Entonces, después del tímido muchas gracias, me atreví a
decirle: “¿Es usted el famoso Marión Brando...?” El levantó
ligeramente los anteojos ahumados que le tapaban gran parte
de la cara, y me respondió sonriente: “Sí, soy él. Pero estoy de
incógnito”. Y se encaminó con su amiga hacia la salida.

—¿Era de verdad Marión Brando, o alguien parecido


o un doble?

—Era Marión Brando en persona. Me lo corroboró mi amigo,


y el mozo del restorán. Este nos dijo que de tanto en tanto caía
por allí de incógnito y comía sin que nadie reparara en él.

—¿Lo considerás un buen actor?

—Más que bueno me parece excelente, extraordinario.

82
¿Quién no recuerda sus películas Nido de ratas, El salvaje, Un
tranvía llamado deseo, El Padrino...? La anécdota que te conté
suavisa un poco la fama de violento e intratable que tenía
Brando. Otros de mis actores favoritos son Paul Newman, Lee
Marvin, Al Pacino.

—Ya que hablamos de actores y películas, ¿sentís


igual pasión que antes por el cine?

—Me sigue gustando mucho el cine, pero ahora me he


sosegado. Soy más selectivo. Antes me pasaba la vida en el cine.
Hoy los tiempos han cambiado. Tengo el cine en mi casa, y a la
hora que se me antoja. El video es sensacional. No necesito
moverme. Me basta con apretar un botón. Poseo una videoteca
impresionante; casi todos los clásicos del cine están en mi
colección.

—¿Qué tipo de films ves?

—Te dije que soy más selectivo... Me siguen agradando las


comedias musicales (hoy casi ya no se filman), las viejas, las de
los años de oro de Hollywood. También veo las de ahora, claro
está. Tengo, por ejemplo, Último tango en París y Novecento de
Bertolucci...

—¿Te gustó Último tango en París?

—Me gustó más Novecento, a pesar de que a mí lo político no


me atrae mucho. Sin embargo, debo reconocerlo, me encantaron
Z y Estado de sitio. Costa Gavras me parece un realizador con
garra y un poeta al mismo tiempo.

—¿Y qué te pareció Missing?

—Desgarrador, traumático. Un documento valiente y veraz,


demasiado veraz, sobre los crímenes de Pinochet, de sus ver¬
dugos y de sus amigos del Pentágono, en contra del sufrido
pueblo chileno. En América latina hacen falta muchas pelícu¬
las tipo Missing para que la gente de todo el mundo tome
conciencia de las atrocidades que cometieron los genocidas

83
como Stroessner, Pinochet, Videla,y otros “padres de la patria”.
No sólo existió Auschwitz, sino también los treinta mil desa¬
parecidos de la Argentina, de los miles y miles de asesinados y
torturados de Chile; de los campesinos, obreros y estudiantes
paraguayos que el régimen de Stroessner mató y torturó... Hay
que fomentar la filmación de muchísimos Missing para que
nuestros pueblos salgan de su letargo de miedo.

—En la Argentina se filmó La historia oficial, con¬


movedor documento, que ganó el Oscar de la Academia
de Hollywood.

—La vi y me pareció un gran esfuerzo artístico e intelectual


y un testimonio aleccionador de nuestro pasado reciente. Pero
desde el punto de vista cinematográfico, inclusive a nivel de
guión, tiene grandes fallas. A mí me parece que no es una gran
película. Le dieron el Oscar por el tema que toca, y porque la
Argentina pasaba por un momento político muy especial de la
democracia. Como producto de arte La historia oficial deja
mucho que desear. Ahora, como denuncia, alegato, de algo que
nos toca muy hondo a los argentinos, está logrado. La obra de
arte superlativa y genial (como la calificaron muchos críticos
genuflexos y militantes del amiguismo) brilla por su ausencia.

—¿No te parece que tu juicio es duro e injusto ?

—Lo que afirmo sirve para mí y no para otro. Y te digo más:


el trabajo de Norma Aleandro, de Héctor Alterio, y de los demás
actores, me pareció estupendo. No estoy de acuerdo con el ritmo
narrativo, con el lenguaje cinematográfico que le dio el director;
amén de otras fallas. Yo conozco un poco de cine y acaso mi ojo
va un poco más allá. Quizás soy demasiado exigente, pero no
creo ser injusto al decir que no es una obra maestra. Uno de los
grandes defectos que tenemos los argentinos, que nos pone a
veces al borde del abismo, es que no aceptamos la crítica. La
crítica constructiva, la bien intencionada, se entiende. La regla
es: no tiene que haber crítica mala; todo debe ser elogios y
alabanzas. Así no vamos a llegar a ninguna parte.

—Tampoco con la crítica por la crítica misma.

84
—Yo no propongo la crítica por la crítica misma, ni —rei¬
tero— la crítica con “mala leche”, que muchos de nuestros
compatriotas “ejercen” en Buenos Aires. Creo, sí, que debería
existir una crítica seria, honesta y responsable.
En la Argentina existen “críticos cinematográficos” impro¬
visados que brotan como hongos en diarios y revistas. También
existen cuatro o cinco críticos (no más, ¿eh?) serios y honestos
con una preparación adecuada, de verdadero nivel. Fundamen¬
talmente serios. El resto son oportunistas y trepadores que se
la dan de críticos y además son deshonestos y corruptos.
Algunos de ellos, conectados al mundo del show business,
cobran muy buen dinero por comentar elogiosamente tal película
o tal obra de teatro, o por reportajes a actores y actrices. Vos esto
lo sabés mejor que yo, que estás en los medios masivos de
comunicación.
Con la crítica literaria pasa algo parecido. Ya hemos ha¬
blado del tema, y en profundidad. Sin embargo, repito, en
Buenos Aires la crítica es el arte de elogiar a los amigos o a los
importantes y soslayar despectivamente a los miembros de
otros grupos o a “enemigos”. Se emplea, en la mayoría de los
casos, para tener poder literario, o encumbrar a algún amigóte
o amigo de turno. Y los que no pertenecen al grupo de genios son
frecuentemente maltratados, de manera gratuita, calificados
con toscos adjetivos y sin ningún análisis responsable... En los
medios no está la gente más capaz.

—¿Podés dar nombres, señalarlos con el índice?

—¿Para qué? Todo el mundo los conoce y los adulan porque


les tienen miedo. Es lo que pasa con algunos de aquéllos que
dirigen los suplementos literarios de los diarios y revistas, que
fueron puestos a dedo, por cuña, o por recomendación o imposi¬
ción política y no por méritos intelectuales. En dichos suple¬
mentos están, repito, los inoperantes y mediocres y genuflexos
que se convierten en el “gran dedo” que señala, aprueba y
determina. Y muchos escritores y periodistas literarios se
dejan manosear por estos gusanos. Porque otra cosa no son.

85
Primera memoria
—¿Qué recuerdos rescatás de tu niñez? ¿Tuviste una
infancia feliz?

—Casi todos los niños son felices en su infancia. Salvo que


alguna tragedia familiar los traume o vivan permanentemente
perseguidos por algún padrastro o madrastra malditos. Los
niños poseen, para su suerte, un mecanismo de defensa muy
especial que les hace superar las cosas malas con muchísima
más facilidad que los adultos.
Sí, yo tuve una infancia feliz. Viví los problemas propios de
los niños: querer jugar todo el tiempo y no estudiar, conseguir
caprichos, qué sé yo.

—¿Podrías ordenar cronológicamente los recuerdos


de tus primeras historias sexuales?

—Se me hace muy difícil el intento de ordenar los datos en


el recuerdo de la prehistoria sexual de uno, esos antecedentes
tan borrosos y tan deformados por causa del arrepentimiento y
del miedo, y ni siquiera es mucho más fácil, por iguales motivos,
ponerse a meditar sobre los períodos arcaicos de mi vida de
relación erótica. No mucho más fácil, pero esa vía parece más
practicable a la imaginación que la de los confusos inicios.

—¿Entran las mujeres en la historia de tus rela¬


ciones?

—Mis relaciones con las mujeres, desde la infancia, fueron

89
objeto de grandes demostraciones, de teatros, de seducción por
mi parte, tanto en sueños, como en la realidad; desde los siete
u ocho años ya tenía novias, como se decía. En Villegas tuve dos
o tres; en Buenos Aires me enamoré de una piba; yo la perseguía
a esa pibita, que era muy dulce y traviesa y se murió después.

—¿Te dolió su muerte?

—No me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es de que le


contaba historias; eran historias absolutamente inventadas
por mí.

—Historias de niño.

—De un niño de siete años, lleno de fantasías; en fin, las


inventaba. Y al lado de esto había pibas en mi niñez, con las que
tenía poco trato pero ya había una idea de la relación amorosa.

—¿ Y de dónde sacaste esa idea ? ¿De las c onversaciones


de los mayores?

—A lo mejor. Sin embargo, tengo un recuerdo de mis siete


años, que seguramente es un recuerdo que muchos niños
tienen: mis padres me habían dejado con una pibita. Yo me
quedé en la pieza con ella, mirábamos a veces por la ventana y
jugábamos al doctor; yo era el doctor, y ella la paciente, y le
revisaba la barriga, ella se bajaba la bombachita y luego venía
todo lo demás. Es un recuerdo sexual que data de mis siete
años...

—¿Cómo se las arreglaban para burlar la vigilancia


de tus padres?

—Siempre hay un momento en que los padres, o los tíos, o


los abuelos, se descuidan y los chicos aprovechan para hacer de
las suyas. Nosotros no éramos la excepción; se aprovechaba a la
hora de la siesta, o cuando parte de la familia tenía un compro¬
miso social y no podían acompañarlos los niños o, simplemente,
cuando llegaban visitas. Las oportunidades surgían y a veces
en el momento menos pensado.

90
—¿Cuál era el papel que más te seducía: el de doctor
o el de paciente?

—Me era indiferente. No tenía predilección por ninguno en


especial. Seguro que en esto tenía que ver mi timidez. Yo nunca
fui líder entre los chicos. Más bien era el que obedecía, y a todo
decía que sí para que no me dejaran de lado. Lo que sí me
apasionaba eran las historias, los cuentos y los chismes que
contaban los mayores; más me enardecía yo y mi curiosidad se
agrandaba cuando oía algún cuchicheo sospechoso y los adultos
no querían que oyéramos lo que decían. Yo me las ingeniaba
para oírlos llegando a veces a esconderme en los lugares más
inverosímiles o inesperados, aguzando el oído y con el corazón
martillándome dentro del pecho. Después con los fragmentos
de diálogos, con los pedazos de chismes, yo armaba historias
increíbles. En una palabra, les daba continuidad y los ter¬
minaba de “armar” o de “escribir” en mi imaginación.

—¿Allí quizás arrancó tu interés por la escritura?

—Tal vez inconscientemente. En ese tiempo yo tenía siete


u ocho años y no soñaba ser escritor. Pero ya estaba el germen
—si le buscamos una explicación lógica, psicológica o genética,
por decirlo de alguna manera— en ese afán mío de oír los
diálogos de los mayores y luego reinventarlos, recrearlos de un
modo elemental y, sin embargo, “artístico” y “literario”. Yo creo
más bien que era cinematográfico porque las escenas vistas u
oídas por mí, las compaginaba —o hacía el montaje— como si
fueran una película. Con el tiempo esta afición, o debilidad, o
gusto, se convertiría o alcanzaría su mayoría de edad cuando
me dediqué al cine profesionalmente.

—¿A los cuántos años exactamente sentiste el desper¬


tar de la homosexualidad?

—Desde muy joven, quizá tenía ocho o nueve años como


máximo; en todo caso muy joven; lo sentí en mi pueblo y cuando
me mudé a Buenos Aires.

91
—¿Recordás algún episodio en particular que más te
haya marcado?

—Fueron sucesivas y distintas etapas que me fueron mar¬


cando e hicieron que tomara conciencia de que era “distinto” a
los demás. Por ejemplo, recuerdo que nos solíamos reunir con
un grupo de amiguitos —yo tendría siete u ocho años— y
jugábamos a “hacernos el amor”. Era el jueguito aquel de
“primero yo y después vos”, en el cual a mí siempre me tocaba
ser el primero en bajarme los pantalones y después, cuando me
tocaba el tumo, los otros se negaban a cumplir con la palabra
empeñada. También recuerdo que a veces venían chicos de doce
o trece años, y nos invitaban a que nos dejáramos tocar. El que
obedecía casi siempre y sin chistar era yo; y cuando llegaba mi
turno tampoco cumplían con lo prometido. De este modo la
“ronda” era incompleta. Pero yo no me enojaba; al contrario: era
feliz.

—¿Esos juegos, a medida que fuiste creciendo, tam¬


bién fueron “perfeccionándose”?

—Sí; a medida que fui creciendo mis juegos eróticos fueron


madurando. Recuerdo, y con placer, cuando un amigo de mi
misma edad —ocho o nueve años— se enamoró de mí y, por
primera vez, me dio todo su cuerpo y yo le di el mío. Claro,
aquello fue una suerte de amor “platónico” porque físicamente
no podíamos hacer nada “fuerte”. Pero... la pasábamos muy
bien.

—¿Tomaste conciencia de que tu actitud era para vos


algo diferente de lo que significaba para los demás?

—No, creo que no me planteaba esa cuestión. En aquel


período de mi vida rara vez me preguntaba sobre los demás.
Durante mucho tiempo mi actitud continuó siendo narcisista.
Allí estaba mi felicidad. Se trataba de mi felicidad.

—¿Debe el homosexual vivir en permanente vergüenza


por ser distinto?

92
—El homosexual vive todavía hoy con vergüenza su diferen¬
cia que intenta encubrir, justificar o compensar mediante la
dedicación, la carrera artística o una entrega total a una causa,
a una profesión. El tema de la homosexualidad ha sido y es una
de las más grandes obsesiones de los terapeutas, quienes aún
no se han puesto de acuerdo acerca de su origen. Perseguida y
vilipendiada a lo largo de la historia, la homosexualidad, repito,
todavía merece la condena social y, por esto, despierta el interés
de la gente. Piensan en nosotros como seres enfermos y lascivos,
pero sus prejuicios los llevan a un error.

—¿Qué opinás de los travestís? ¿Son valientes, locos o


simples desviados sexuales?

—Los travestís —o travestís, como dice Sarduy—, a mi


juicio, al presentarse como tales, hay que decirlo, realizan un
acto heroico, verdaderamente político. ¿Por qué seguir ocul¬
tando al mundo su diferencia? Por ejemplo, se agencian de un
par de tetas postizas o se hacen operaciones y se ponen siliconas
y pelucas y pelos largos, y pasan al frente, al ataque. Su
diferencia es afirmada con violencia, con desparpajo y también
(¿por qué no decirlo?) heroísmo, con ese heroísmo que ellos
proclaman mientras atribuyen a los “normales” las marcas,
exageradas, de la reprobación. Son hasta el último extremo lo
que dicen que son. Se los llama putos, trolos, maricas, mari¬
cones, etcétera. Y serán locamente mujeres hasta la extrava¬
gancia. Febril y locamente, y a veces hasta la muerte, los
travestís declaran la guerra al orden establecido.

—¿Qué cosas, o ideas, te pueden hacer surgir recuer¬


dos de tu infancia?

—La atmósfera de la noche, el olor de la tierra mojada, la


visión de la lluvia que moja los árboles y el techo de las casas,
hacen surgir los recuerdos de mi infancia. Una cosa provoca la
otra y la obliga a surgir; toda una vida, que yo creía subterránea
y sepultada para siempre, aflora a la superficie, al aire, al sol
y al paisaje y ellos le dan un colorido que me deleita.

—¿Cómo describirías a la pampa de tu niñez, a

93
la gente que prefería imaginar las cosas y no conocer¬
las?

—La pampa y su gente me debieron de parecer desde muy


atrás un mundo completo que se comprendía y se abarcaba con
nociones absolutas, completamente independientes de sus
equivalencias en cualquier otro ámbito, quizá, me parece,
porque estaba referido a modelos diferentes de los del resto de
la cotidianidad y más alejados de la libertad y de la fantasía. La
gente de mi pueblo no tenía posibilidad de conocer nada, ni
siquiera de la naturaleza, por eso imaginaba yo y de ahí la
idealización. Mis curiosidades por la experiencia en la vida
diaria del pueblo y de los adultos solemnes eran mucho más
limitadas. Ponía de vez en cuando en práctica alguna ocurren¬
cia, pero no me preocupaba su fracaso.

—¿Te gustaban las ropas, los juguetes, los disfraces?

—Mis relaciones con los objetos personales, los juguetes y


artilugios de entretenimientos, las ropas y los disfraces —que
tenían mucho en común— e incluso los tesoros de llevar y
guardar, medallas de devociones impuestas o anillos conmemo¬
rativos, fueron siempre sumamente frías, marcadas por el
desprendimiento y valoradas sobre todo por sus posibilidades
de empleo en la representación, en ese constante ejercicio de
imitación de modelos y de aproximación a los adultos o que me
vinculaban con ellos. En realidad nunca acabé de entender que
esas cosas estaban destinadas a configurar la independencia
del mundo infantil, quizá porque mi verdadero mundo estaba
constantemente agitado por el deseo y la voluntad de inte¬
grarme en el de los próximos. Las cosas de doble pertenencia,
esos regalos provisionales que se hacen a los niños porque no
saben dónde ponerse y que tarde o temprano volverán al
circuito de costumbre de los adultos, me resultaban particu¬
larmente apreciables.

—¿Tus juegos sensuales se dieron más con mujeres?

—Mis primeras sensualidades se desarrollaron más con


mujeres grandes que con niñas. Las niñas pequeñas me gusta-

94
ban, como ya conté, eran mis verdaderas compañeras escogidas
en un momento, pero en nosotros no había mucha sensualidad;
no tenían formas, mientras que las formas de los hombres me
interesaron desde muy chico.

—¿A esa edad, tuviste experiencia sexual con alguna


persona mayor?

—Recuerdo a un muchacho de diecisiete años, demasiado


mayor para mis jueguitos de marido y mujer. Y sin embargo,
había entre nosotros una relación muy especial. Quizá se pres¬
tara por ardor a este jueguito; a mí me parecía hermoso y estaba
muy enamorado de él; yo tendría unos ocho o nueve años en
aquella época. Era el hermano mayor de un amiguito mío. Un
día me llevó por un parque o jardín solitario y en un momento
dado hizo que lo tocara. A partir de ahí empecé a buscar más y
más su compañía, o la de muchachos de su edad, y me aparté de
los juegos “infantiles” de mis otros amigos... Nunca había
experimentado semejante sensación de hechizo y de magia.

—¿Recordás cómo fue tu primera masturbación?

—Creo que recuerdo mi primera masturbación mecánica.


Tal vez no sea estrictamente la primera, pero en todo caso es la
más antigua que soy capaz de individualizar. Era un dulce
restregarme sobre la sábana mientras reconstruía y mejoraba
escenas de Sangre y arena. Pensando en Rita Hayworth pul¬
sando su guitarra y cantando Verde luna, en su residencia
andaluza; pensando también en Linda Darnell, que imploraba
de rodillas que el toro no hiriera a Tyrone Power en la corrida
del domingo. La recuerdo muy bien, conservo la sensación
estimulante de su cuerpo maravilloso; Rita, la suprema
hechicera, la diosa del amor. Pero debo confesar, para no ser
injusto, que, junto a lo mucho que la he admirado, más me
estimulaba Tyrone Power. Su atracción debió de aparecer su¬
blimada en el jubileo de aquel, si lo fue, trascendental descu¬
brimiento.

—¿Fue larga tu etapa onanista?

95
—Con placentera invención o sin ella, esta anécdota con
Rita Hayworth transportada de una a otra sábana, se sitúa al
principio de una etapa de intensa sexualidad manual. Pero una
etapa no demasiado larga, de unos meses, que de pronto se
interrumpió y fue sucedida diría yo que por un dilatado período
de castidad o por un procedimiento de satisfacción más sutil y
refinado y no vergonzante. Pero no me acuerdo. Sólo sé que
después de esa temporada, que me parece de absoluto sosiego,
la masturbación se hizo en mí esporádica y finalmente rara,
progresivamente sustituida por el onanismo imaginativo.

—¿Hasta ese momento todavía no habías tenido rela¬


ciones homosexuales de verdad con nadie?

—El muchacho de la historia intentó tenerlas varias veces,


pero yo me negaba; más por miedo que por otra cosa. Su ex¬
periencia era poca y no se tomaba su tiempo.

—¿Qué sentías por él?

—Envidia y admiración al mismo tiempo. Fui su compañero


de juegos eróticos. Lo nuestro era sólo una complacencia ona-
nista.

—¿Yen estos juegos y encuentros eróticos no participó


contigo ninguna mujer? ¿O todas tus experiencias ini-
ciáticas fueron solamente con hombres?

—Sí; también hubo mujeres. Una vecina, mujer de dieci¬


nueve o veinte años. Me deslumbró su cuerpo, especialmente su
pubis. Yo tenía nueve o diez años, no recuerdo con exactitud...
Pero más gozo me daba el juego erótico con algunos de mis
compañeros de juegos.

—¿Recordás a algún compañero de colegio en espe¬


cial que haya sobresalido por su carisma?

—Recuerdo a un cierto Hernán, con quien, en los recreos,


caminaba con frecuencia por el patio. Un tipo bajo y gordo, que
me hablaba siempre con superioridad, lo mismo para descu-

96
brirme las miserias de los profesores que para revelarme un
mundo de relaciones fáciles, en el que parecía moverse como pez
en el agua. Me hablaba de prostitutas, totalmente accesibles, si
yo quería, dispuestas a iniciarme, si él me recomendaba, que
nos esperarían a la vuelta de la esquina, si le avisaba con un
poco de tiempo.

—¿Y te iniciaste?

—Sí; con una prostituta. Hernán y unos amigos me llevaron


a un lugar, éramos cuatro, y ahí debuté. Pero ese encuentro fue
muy traumático para mí... Yo había ido allí obligado, por no
desairar a mis amigos.

—¿Y cómo fue tu experiencia con un hombre?

—Mi primera experiencia sexual auténtica con un hombre


también fue traumática. Ocurrió en Buenos Aires...

—¿Te costó reponerte de esa experiencia traumática?

—No me costó mucho puesto que yo era joven y tenía cierta


“experiencia” en materia amorosa. Pero me repuse.

—¿Y a pesar de todo eras feliz?

—Sí, sí. A pesar de todo yo era feliz. No renuncié a mis


sueños.

—¿En qué pensamientos, o en qué sueños, te refugia¬


bas para ser feliz?

—Me refugiaba en el porvenir, me hacía promesas: yo sería


famoso, haría alguna cosa; sólo necesitaba un poco de tiempo.
Me parecía que el tiempo trabajaba para mí.

—¿En esa época eras activo o pasivo?

—Era más pasivo, aunque de tanto en tanto actuaba como


activo. Eran mis primeros coqueteos... Me estaba definiendo.

97
—¿En qué lugares de Buenos Aires conseguías a tus
amantes ocasionales?

—Era en las calles, en los baños de Retiro o de Constitución,


en los colectivos, en el subte, en el tren, donde yo conseguía a los
amantes; con tal timidez que me desesperaba de no alcanzar
ninguno. Mi imaginación se exacerbaba con la visión de todos
aquellos cuerpos ofrecidos, pero inaccesibles a mi deseo total.
Solamente caerían a mis manos y en mi cama atraídos por el
dinero. Por ejemplo. Me sentaba a un café y pagaba por adelan¬
tado la consumisión para poder levantarme al primer impulso.
Me sugestionaba pensando que cada joven o tipo que desfilaba
ante mí habría consentido y que sólo era necesario que yo le ex¬
presara mi voluntad para que ellos se sometieran a mis ca¬
prichos.
Fueron años duros, llenos de tristeza también. En mis
tiempos era muy duro levantar a un tipo en la calle. Estaba la
policía para reprimirte; la sociedad te vigilaba y marginaba
ferozmente. A veces, los tipos que levantabas terminaban
robándote y moliéndote a palos; ibas por lana y salías trasqui¬
lado. El riesgo que corría un homosexual en la década del ’60,
por ejemplo, era muy grande. Teníamos que vivir escondidos,
reprimiendo nuestra sexualidad, fingiendo hasta con los ami¬
gos.

—¿No podías frenar tus deseos?

—Así, yo dejaba que el deseo me invadiera, un deseo


siempre creciente, una inextinguible insaciedad. Las fuerzas
irracionales se apoderaban de mí, captaba nuevos sentidos y mi
rareza se acentuaba.

—¿Cuándo y cómo te enamoraste por primera vez?

—Yo tenía dieciocho años, más o menos, y un día en que


paseaba por la calle Florida, un domingo, me topé con un
Fulano. Yo me había detenido ante una vidriera que exhibía
finas ropas para hombre, y en eso viene un tipo y se para a mi
lado. Era elegante, fino, recio, de unos treinta y cinco años; ni
muy alto ni muy bajo, de estatura regular. Me mira y me dice:

98
“¿Te gusta...? Elegí lo que quieras, te lo regalo”, y sonrió
enseñando una perfecta dentadura. Me turbé y traté de parecer
aplomado, y le contesté: “Sí, me gusta”. Y le devolví la sonrisa.
Y él agregó un poco ordinariamente: “¿Andás buscando mi¬
nas?... Vení conmigo, la vas a pasar mejor que con una mujer”.
Su modo directo me descolocó al principio pero después al ver
su risa, y su mirada, que me desarmó, lo seguí. “Yo vivo aquí a
la vuelta”, dijo, y caminamos hacia la calle San Martín. Mien¬
tras no dijimos una sola palabra. En la puerta del hotel —no un
hotel alojamiento—, me dijo: “No tengas miedo. Todo está en
orden. Soy una persona de bien”. Tenía alquilada en forma
permanente una suite. Después me enteré que era de una
familia de triple apellido y que le gustaba la música y era
conocido en el jet set por el nombre —pongámosle— de...
“Teclas blancas”. Tocaba el piano como los dioses.

—Una vez en el hotel, ¿cómo se portó contigo?

—Como un verdadero dios.

—¿Era un caballero en todo sentido?

—Vos lo dijiste. Era todo un caballero: dulce, delicado y recio


al mismo tiempo. Mezclaba la dulzura con cierto aire tempera¬
mental. No sólo era un excelente pianista sino un verdadero
artista en el delicado arte de amar. Me enseñó “la lección de
anatomía” como ningún otro; me inició en los placeres más
luminosos y más oscuros. Fue una especie de dios para mí. Supo
cicatrizar las heridas y los malos recuerdos recibidos en el
pasado y viví, a partir de él, una vida llena de descubrimientos
externos e internos. Creo que fue quien hizo que yo descubriera
mi verdadero sexo. A partir de él, repito, ya no tuve dudas de lo
que quería y sentía en materia sexual. Me ayudó a definirme y
a asumirme.

—¿Y se enamoró de vos?

—Me quería a su manera. Enamorado, lo que se dice


enamorado, no estaba. Le gustaban todas. Mejor dicho: todos.
Era polígamo por naturaleza, mimado además por el éxito y la

99
fortuna. Sin embargo, me cuidaba y respetaba. Nunca hizo
nada desagradable o escandaloso delante mío ni me hirió deli¬
beradamente. Supo guardar las apariencias...

—¿Tenías muchos amigos?

—En realidad, había muy pocos que merecieran mi atención


y pronto me distancié de todos, a excepción de “Teclas blancas”,
cuya personalidad me impresionaba, revelándome un mundo
que yo ignoraba: el del placer, de la música y de la juerga un poco
canalla.

—¿Qué sentís ahora al recordar aquel episodio?

—Siento aún la nostalgia de aquel momento único y espero


merecer otra vez esta gracia, pero mis intentos de revivir
aquella preciosa imagen han sido vanos. El amor de juventud
es lo más hermoso que puede pasarnos.

100
El triángulo de las Bermudas

—¿Creés en los platos voladores?

—Sí, creo. Existen, vuelan y andan por nuestro planeta. No


me cabe la menor duda al respecto.

—¿A qué motivos obedece tu seguridad?

—A muchos motivos y todos ellos muy ciertos. No hace


mucho que empecé a interesarme por los OVNI y los extrate¬
rrestres. Anteriormente yo no le daba importancia a estos
temas porque me parecía poco serio y fantasioso. Sin embargo,
un día cayó en mis manos el libro El triángulo de las Bermudas,
despertó mi curiosidad, y fui interesándome cada vez más en
todo lo que tenía que ver con los misterios inexplicados. Compré
libros y revistas sobre el tema y me largué a “investigar”.
Ya que estamos en el tema te voy a dar una primicia
exclusiva sobre platos voladores, verdadera en un ciento por
ciento. Yo he vivido, no hace mucho, una experiencia increíble
con los extraterrestres. Esta vivencia no se la conté a nadie,
ni a mis amigos más íntimos, por temor al ridículo, ni hice
—menos que menos— declaraciones a la prensa. En deter¬
minado momento estuve tentado de hacerlo, no por afán pu¬
blicitario, sino para contar mi experiencia y quizás aprovechar¬
la desde el punto de vista científico.

—¿Tuviste un encuentro cercano del tercer tipo?

—No sé si del tercer, cuarto o quinto tipo, pero viví un

103
encuentro que me hizo cambiar totalmente mi modo de pensar
con respecto a los extraterrestres y los OVNI.
La historia es así. Un amigo estanciero, fazendeiro, para
más datos —su nombre me lo reservo porque no le agrada la
publicidad, por eso él tampoco contó nada en su momento—, me
invitó a su estancia en Rio Grande do Sul. Y una noche, cuando
regresábamos a caballo de un paseo por el campo, vimos un
extraño resplandor en medio de un monte cerca del alambrado.
Parecía luz de “Petromax”, esas lámparas que se usan en el
campo, y mi amigo pensó enseguida que a lo mejor eran
cuatreros carneando alguna vaca, o marcando algún ternero, o
que alguien se hallaba haciendo algo ilícito. Entonces nos
encaminamos, mejor dicho, enfilamos los caballos hacia el
lugar, y sin hacer ruido nos apeamos. Atamos a los animales en
los hilos del alambrado y mi amigo sacó de entre la montura de
su caballo, de su flete, un Winchester a repetición, me hizo una
seña de silencio con la mano, e indicó que lo siguiera. Cruzamos
el alambrado sigilosamente y nos metimos en el monte que
ahora resplandecía con un color verdeazulado, o naranja-
azulado, como si la luz potente y circular brotase de la tierra
alumbrando la copa de los árboles. Serían cerca de las nueve o
diez, el silencio era total y las estrellas brillaban en la noche
limpia. Nos abrimos paso entre cardos y espinas punzantes
tratando de hacer el menor ruido posible. Mi amigo iba ade¬
lante con el arma lista y observando atento a su alrededor. Yo
le seguía emocionado y curioso por ver cuál era el origen de esa
luz tan peculiar. Por momentos me imaginaba que nos encon¬
traríamos con un grupo de cuatreros en pleno trabajo de
abigeato o cosa por el estilo. En eso llegamos a lo que sería casi
casi el corazón del monte, y vimos.—alelados y al borde del
pánico y el olor a esfínteres relajados, el mío al menos— un
plato volador de aproximadamente cinco o seis metros de
diámetro por dos de alto, que irradiaba una luz verdeazulada
fuerte y suave a la vez. El OVNI parecía haber sido hecho
poniendo un plato arriba de otro, cara a cara, los lados cóncavos
encontrados de modo perfecto. Y no vimos, yo tampoco lo noté,
ninguna ventana o mirilla o hueco en el aparato; ni vimos
ningún tipo de antena ni “tren” de aterrizaje; el plato estaba
posado directamente sobre el pasto en el justo medio del bosque
reflejando su luz extraña y persistente. Y lo más misterioso era

104
que no se oía ni un solo zumbido de motor, o de algo que
impulsara el aparato o a la luz que salía de él.

Todo eso es bastante difícil de creer. ¿No lo habrás


inventado?

—Absolutamente, no. Pero comprendo tu escepticismo.


¡Dios! Si yo no lo hubiera visto todo con mis propios ojos tampoco
creería que existen los platos voladores. Fue como en el cine...

—Eso es lo que estaba pensando.

—Excepto el OVNI sobre el pasto, y mi amigo a mi lado con


su arma, y la luz potente.

— ¡Bueno, seguí! ¿Qué pasó?

—Cuando recuperamos el habla, luego de estar tiesos por


largo tiempo —a mí me pareció una eternidad—, mi amigo me
murmuró al oído: “¡Es un plato volador!” Y yo le respondí,
todavía muerto de miedo e intrigadísimo: “Es verdaderamente
un plato volador. Nos deben estar mirando y atentos a nuestros
movimientos”. Entonces, sentí una especie de frío en todo mi
cuerpo (hacía un calor tropical) y una sensación rara; sentí en
mi cabeza, en mi cerebro, o mente, una especie de voz, o de
fuerza, que me ordenaba —ordenar no es la palabra justa—,
que me invitaba a acercarme al plato. Era más fuerte que yo. Me
adelanté a mi amigo y me dirigí lentamente y con pasos seguros
hacia la nave. Mi amigo saltó y me tomó de un brazo. “¡Estás
loco! Te pueden pulverizar”, me gritó. “Necesito hablarles. Seré
el primer hombre que se comunica con los extraterrestres”, dije
y agregué: “Si nos querían hacer daño ya nos hubieran pulveri¬
zado”. Me solté de mi amigo y avancé decidido. “¡No!”, gritó y
apuntó hacia el plato con su arma.

—¿Y vos qué hiciste?

—Yo continué caminando imperturbable, como un zombi, o


un autómata; no sentía el peso de mi cuerpo, daba la sensación
que me iba flotando, como si la fuerza de gravedad no existiera.

105
No flotaba alto, sino al ras del suelo. Y hubo un momento,
mientras caminaba, que pude observar mejor a la nave, más
detenidamente. No le encontré una fisura, un lugar donde se
notara la unión del material. Era como si hubiese sido hecho de
una sola pieza, o bloque; y también tuve la sensación que la luz
que irradiaba giraba imperceptiblemente.

—¿No intentó tu amigo detenerte o seguirte?

—Se quedó petrificado, sin habla y enfrentado al aparato,


como una estatua. Yo seguía caminando, o flotando —como si
me tiraran con un hilo invisible—, y cuando faltaban unos cinco
metros para alcanzar la nave empecé a sentir un ligero calor en
todo el cuerpo; un calor agradable, una especie de bocanada de
aire tibio o caliente igual a los que largan los ventiladores. Y de
repente sentí un sacudón, y fue como si me despertara de un
sueño; volví en mí, por así decirlo, tomé conciencia de lo que
estaba pasando, y entonces pegué media vuelta y caminé rápido
hacia mi amigo (no corrí, a pesar del apuro y la desesperación
que me embargaban, por temor a que me hicieran algo), lo
sacudí y escapamos.
Mientras montábamos apresurados le pregunté por qué no
me había seguido, y me contestó que no pudo porque estaba
paralizado literalmente. “Fueron ellos”, agregó con la voz rota
por el miedo. En ese mismo momento la luz, que salía al ras del
suelo, empezó a subir lentamente y todo el monte se iluminó por
etapas: primero al ras, después por la mitad, y por último sobre
el mismo bosque. Y vimos de nuevo al plato volador que se
desplazaba hacia nosotros muy pero muy lentamente y sin
hacer ni un zumbido, en el silencio más total y perfecto. La luz
que esparcía ya no era tan fuerte, y vino a colocarse justo sobre
nuestras cabezas a unos veinticinco o treinta metros de altura.
Mi amigo y yo nos miramos aterrados, y continuamos la marcha
despacio, temerosos de despertar la ira de nuestros extraños
acompañantes.

—¿Qué pasó después?

—Seguimos cabalgando seguidos por el aparato siempre


sobre nuestras cabezas. Los caballos, cosa rara, iban tran-

106
quilos. Después, no pudiendo vencer la curiosidad, levanté la
cabeza y miré al OVNI. Le vi la “barriga” de un metal indefini¬
ble, y no noté —reitero— ninguna abertura, ventana, o escale¬
rilla. A medida que avanzábamos se desplazaba sobre nuestras
cabezas sin emitir sonido. Hasta puedo decir que originaba una
especie de silencio muy especial; era también como si el tiempo
no existiera o se hubiese detenido. Nos siguió acompañando
varios kilómetros hasta que de repente se detuvo totalmente en
el espacio por unos segundos, tal vez minutos, y luego salió
disparado hacia el infinito a una velocidad inmedible, y fue a
quedarse en un punto otra vez como petrificado, allá arriba,
entre las estrellas. Entonces, mi amigo y yo recobramos el
habla. Sin embargo, no nos dijmos ni una palabra; sólo
mirábamos intrigados al plato volador que nos vigilaba desde
lo alto.

—¿Bajó de nuevo hacia ustedes?

—Después desapareció. Mi amigo y yo llegamos a la estan¬


cia, y empezamos a hacernos mutuamente toda clase de pregun¬
tas, a cambiar y cotejar datos, a recrear el instante vivido con
precisión y claridad para descartar un espejismo o una ilusión
óptica o que todo había sido producto de una pesadilla. Pero no,
era muy cierto lo que habíamos visto y vivido. Estuvimos horas
tratando de hallar una explicación razonable y lógica; mi amigo
era muy materialista, filosóficamente hablando... Luego nos
fuimos a dormir.
No habían pasado dos horas cuando, en el instante en que
iba a conciliar el sueño, oí la voz de mi amigo llamándome a gri¬
tos desde el patio de la casa. Salté de la cama y salí, en calzon¬
cillos, a ver qué pasaba y lo encontré asustado y señalándome
con el dedo hacia arriba. Y allí, a unos metros del techo de la ca¬
sa, estaba el plato volador, silencioso y emitiendo su luz ver¬
de-azulada, o rosaamarilla, otra vez casi sobre nuestras cabezas.
Yo no pude articular palabra, quedé maravillado e hipnotizado
por ese prodigio y, en cambio, mi amigo llamó a sus peones y a
la gente de la estancia, y salió corriendo hacia su cuarto.

—¿Qué sentías en ese momento?

107
—No lo puedo describir con precisión. Era algo maravilloso.
En aquel instante yo no tenía miedo y no dejaba de mirar al
OVNI. Lo que sí recuerdo con lucidez es que no podía pensar; mi
mente estaba en blanco y yo no tenía voluntad para escapar o
hablar. Fue ahí que sentí una voz que me llegaba desde la na¬
ve, no se oía sino que yo la sentía en mi mente; una voz que de¬
cía que me fuera con ellos, que me acercara, que no tuviera
miedo. Todo esto yo lo recibía telepáticamente, digamos. Y se
entabló una suerte de “diálogo” entre ellos y yo. Les pregunté
—mentalmente, se entiende— de dónde venían y qué era lo que
deseaban, y me respondieron que me lo dirían si los acom¬
pañaba. E insistían en que no tuviera miedo, que no me harían
daño. Entonces, un “tubo” de luz emergió de la parte superior
del objeto y recorrió la fachada de la casa, como si la estudiase
cuidadosamente. Después el plato se fue posando despacio en
el patio, y en ese instante llegó mi amigo con más gente y se
detuvieron de golpe cuando vieron la nave, que seguía proyec¬
tando el haz de luz de unos tres metros de diámetro y de forma
cilindrica perfecta. Se apreciaba como un olor a azufre en el
ambiente, y todo el mundo sentía ardor y escozor en la piel.
Mientras los peones rezaban, mi amigo trataba de sacarme del
patio a empujones.

—¿El plato, o nave, siguió en el mismo lugar?

—No; despegó como un relámpago y se perdió en la noche.


No se sintió soplido o viento alguno. Mi amigo le gritó a la gente
que se hallaba a su alrededor: “¡Vieron que es verdad que
existen los platos voladores!” Y corrió hacia la tranquera
seguido de sus peones y colaboradores. Yo me quedé mirando el
cielo, y me pareció sentir una voz: “Volveremos a buscarte”.
Estaba feliz y preocupado a la vez, el desasosiego y la duda me
carcomían.
Después, mi amigo y yo nos sentamos en la galería de la casa
y estuvimos allí hasta el amanecer conjeturando y discutiendo
mientras tomábamos whisky para espantar el susto y la angus¬
tia que nos embargaba. Porque, en el fondo, sentíamos zozobra
por lo vivido; no queríamos dar crédito y veracidad a lo que nos
había tocado vivir. Y de tanto conjeturar y conjeturar termina¬
mos casi peleándonos. Entonces, decidimos ir a descansar.

108
—¿Qué hicieron al día siguiente?

Esa mañana, a eso de las diez, mi amigo vino a desper¬


tarme para desayunar y me pidió disculpas por nuestra dis¬
cusión; yo también me disculpé y desayunamos tranquilos pero
preocupados.
Llegó el capataz con dos briosos caballos y salimos rumbo al
monte donde vimos al plato por primera vez a ver si hallábamos
alguna huella real y contundente de su paso por la tierra.
Porque a mi amigo y a mí, a la peonada y al capataz, a pesar de
todo, nos pareció haber soñado y deseábamos encontrar algo
tangible que nos sacara de la duda. Hay un dicho que dice que
las grandes verdades resultan increíbles.

—¿Por qué no revisaron primero el patio de la casa?

—La nave, o plato, no terminó de posarse. Estuvo a punto,


pero llegó el tumulto de gente y los ahuyentó. Además, revi¬
samos el patio y no encontramos nada.

—¿Yen el monte?

—Allá vamos, a eso voy. No seas impaciente... Bueno, mi


amigo, el capataz, un peón y yo, nos dirigimos al sitio del primer
encuentro. Entramos en el monte y encontramos los rastros que
dejó el OVNI: plantas y pastos marchitos y tierra calcinada que,
aparentemente, habían soportado una temperatura altísima.
Se veía claro un círculo perfecto en el medio del bosque, como
si se lo hubiese quemado con fuego. Nos quedamos allí dos horas
mirando y mirando el lugar y sacando conclusiones.

—¿Esta inexplicada experiencia fue corroborada o


estudiada luego por algún especialista?

—En absoluto. Mi amigo, por suerte, no quiso contárselo a


nadie. Tanto era así que le prohibió a sus peones y gente de la
estancia que contaran lo que habían visto. Temía, yo también,
ser tildado de loco o convertirse en el hazmerreír de la región.

—¿Tomaron fotografías de las huellas del OVNI?

109
—Desgraciadamente, no. Mi amigo no tenía cámara ni yo
tampoco. Hubiera sido ideal tener fotos para documentar lo que
cuento. Si no tenés pruebas la mayoría de la gente no te cree, y
piensa que sos un chiflado.

—¿Alguien de la casa contó alguna vez la historia a


los periodistas?

—Sí; meses después apareció en Río y en San Pablo la


historia, corregida y aumentada, contada por uno de los ex
peones de mi amigo. Pero ni se acordó de nosotros. El único y
principal protagonista era él. Me sentí aliviado.

—Luego de aquella experiencia, ¿podes afirmar que


los OVNI existen?

—Después de aquella experiencia tengo más dudas e inte¬


rrogantes sin resolver. No puedo afirmar rotundamente que
existen; sí contar mi experiencia personal... Desde que empezó
la historia de los OVNI en el mundo, por más que no me
dedicaba a su estudio, siempre le presté atención respetuosa.
Luego de mi fogueo, hoy, le tengo más respeto y curiosidad.

—¿Habrá vida en otros mundos?

—El hombre, en medio de su ignorancia convertida en


soberbia, piensa que él y sólo él habita en el sistema solar. ¿Por
qué pensar que únicamente nosotros somos los seres vivos e
inteligentes? Existen millones de planetas y millones y mi¬
llones de galaxias en donde tal vez haya civilizaciones más
adelantadas que las nuestras. ¿Por qué no...?

—¿Los OVNI son objetos físicos?

—Mirá, yo los vi pero no los he podido tocar. Además, si los


OVNI son objetos físicos, deben venir de algún lado. Cuando se
observaron los primeros, allá por 1940, se pensó que eran
armas de una potencia extranjera. Los norteamericanos pen¬
saron que eran aparatos secretos rusos, y los soviéticos pensa-

110
ron que eran aparatos norteamericanos. Pero, dado que se ob¬
servaban naves o aparatos idénticos en todo el mundo, se hizo
evidente que ninguna nación de la tierra podía haber inventado
semejante maravilla.

—En tu relato sobre el OVNI en la estancia de tu


amigo hay algo que me llama poderosamente la aten¬
ción. Decís, por ejemplo, que en todo momento reinaba un
silencio total y cuando despegó la nave lo hizo demasiado
silenciosamente; no hubo ruido silbante, ni ondas ex¬
pansivas de viento ni violentas rotaciones que hicieran
saltar piedras y pedazos de tierra. Por lo que contás, da
la sensación de que el OVNI que viste era una especie de
proyección de alguien que controla el fenómeno. ¿Fue
una exhibición manipulada por control remoto desde un
lugar desconocido?

—Sí; yo también me sorprendí de su extremado silencio, de


su demasiada quietud, y parecía, de verdad, una proyección
fotográfica o una diapositiva. No había viento, no soplaba ni
una ráfaga de aire. Todo parecía que se desarrollaba en una
pantalla gigante y producto de una proyección. También lo
pensé... Este aspecto lo hacía irreal y parecido a un sueño.

—Y si es así, ¿quién o quiénes son esos controladores


y por qué no se muestran?

—Se muestran; muchísima gente los ha visto... Yo también.

— ¿Dónde, cuándo y cómo los viste?

—En la misma estancia de mi amigo, y al día siguiente del


primer encuentro. Mejor dicho, a la noche siguiente. Este
encuentro del tercer tipo, como le llaman, que tuve con los
ovninautas ni mi amigo lo sabe. Es la primera vez que lo cuento.
Ahora lo puedo contar porque ya pasó un tiempo largo, he
tomado distancia con el asunto, y hay diseminados por el
mundo centros de estudios y de investigación serios y
responsables, y la ovnilogía es casi una ciencia.
Me hallaba durmiendo en una de las habitaciones de la casa,

lll
y súbitamente me erguí, estremecido por una interna alarma.
Es obvio que mi intuición recogió, en el aire, el síntoma de algo
distinto y que en seguida debía investigar. Entonces sentí una
“voz” en mi mente —no hubo palabras—, una suerte de orden
o “llamada” y me senté en la cama. Una luz verdeazulada o
amarilla verdosa, no puedo definirla con exactitud, se filtraba
a través de la ventana y de las cortinas; la luz venía en oleadas,
como de una baliza de ambulancia o de patrullero de la policía.
Me restregué los ojos y sacudí la cabeza para despabilarme. Allí
sentí que mi voluntad se adormecía, como si alguien se apode¬
rara de mi cuerpo o entrara dentro de él. Luego me levanté,
arrastrado por una nueva orden, y fui hasta la ventana y los vi.
Eran tres “hombres” que flotaban a unos cuantos centímetros
del suelo, de estatura y aspecto perfectamente humano. Sus
ropas eran parecidas a las de los astronautas y usaban escafan¬
dras negras. A dos de ellos les pude distinguir los ojos: eran
iguales a los nuestros pero un poco más grandes y luminosos.
Y me decían telepáticamente: “Te venimos a buscar. Debes
venir con nosotros”. Y yo, aletargado y débil, les preguntaba:
“¿De dónde vienen? ¿Cuál es el mensaje que están tratando de
comunicarme?” Y dos de ellos me respondían, sin dejar de flotar
suavemente: “Te lo diremos después. Nuestro mundo te espera.
No tengas miedo. No te haremos daño. No temas”. Entonces,
atraído por un imán invisible, me dirigí hacia la puerta, y
cuando transponía el umbral algo se “cortó” y me “desperté” del
encantamiento, volví sobre mis pasos y miré por la ventana.
Allá estaban todavía haciéndome señas y “diciendo”: “Debes
venir con nosotros. No tengas miedo. Te necesitamos”. Y des¬
pués desaparecieron.

—¿Y vos qué hiciste?

—Salí de mi cuarto, que daba a los fondos de la casa y


apresuradamente espié detrás de una columna y vi al OVNI
posado cerca del viejo molino de viento. La luz que despedía era
fuerte y el aparato empezó a moverse despacio, siempre de
modo vertical, como si fuera chupado por un tubo invisible. Y
sentí una voz dentro de mi cabeza que me dijo: “Volveremos a
buscarte”. El OVNI voló primero en zigzag y luego desapareció.

112
—¿Le contaste a tu amigo?

—No, no. Al día siguiente me levanté de madrugada y revisé


el lugar donde supuestamente se había posado la nave, y
encontré las mismas huellas de la primera vez. Me volví a
acostar y estuve pensando todo el tiempo. No sabía qué hacer
ni qué explicación darle a lo que había vivido.
Mi amigo descubrió el círculo quemado y movilizó a toda la
peonada para borrarlo. No quería huellas de esa clase en su
casa. Era como querer borrar una pesadilla... Al otro día, creo,
me volví a Río. Estaba muy perturbado

—¿Temés que te vuelvan a buscar?

—Sí; a veces me asalta ese temor.

—¿Te irías con ellos a su planeta?

—Lo he pensado bastante. Mejor dicho, fantaseo mucho al


respecto. Por momentos me digo que si vuelven me iré con ellos,
y por momentos digo que no y tengo miedo. Esto llegó a
perturbarme de verdad. Estuve a punto de hablarlo con un
psiquiatra, pero por vergüenza no lo hice. Me costó mucho
superar este trauma. No fue fácil canalizar esa experiencia
maravillosa y terrible al mismo tiempo.

—¿Por qué terrible?

—Para mí terrible, porque es algo inexplicable que te hace


caminar entre la razón y la locura. Si no estás lo suficiente¬
mente preparado puede conducirte a la demencia.

—¿Y si fue producto de tu fantasía o de tu ima¬


ginación?

—Lo he pensado. Pero está mi amigo, sus peones, y la otra


gente que vio con nosotros. ¿Fue una ilusión óptica, un espejismo
colectivo? Hubo momentos en que dudé y dudo todavía si he
visto de verdad o no el OVNI, y no llegué aún a una conclusión
definitiva.

113
Te conté mi historia sobre los OVNI no con afán publicitario
ni sensacionalista, sino más bien para descargarme y en cierto
modo exorcizar mis miedos y dudas. La experiencia vivida con
los OVNI jamás la conté a nadie, repito, ni a mis amigos más
íntimos ni siquiera a mi familia. En algún momento llegué a
escribir algo sobre ello con el único propósito de esclarecerme el
problema y de usarlo como “terapia”.

—¿Tu encuentro con los ovninautas, solo, sintu amigo,


no será tal vez producto de lo vivido anteriormente y
luego convertido en sueño?

—Sería todo más fácil para mí si fue sólo un sueño, ¿ver¬


dad?... Como dice García Lorca, mi admirado:
Sólo el misterio nos hace vivir,
sólo el misterio...

—Pero eso es irracional.

—Lo irracional surge constantemente de nuestro espíritu y


del choque con lo real, pero nosotros no sabemos percibirlo,
pues estamos condicionados por el sentido común, la razón y la
experiencia. Sin embargo, el milagro es una cosa constante y
poseemos la clave para vivir en el secreto del alma del mundo.
Pero hemos olvidado los caminos de la verdad. Tenemos ojos y
no vemos, tenemos orejas y no oímos.

—Lo que contás es increíble.

—Sabemos que todo puede suceder. La magia nace


espontáneamente de nuestra fe en ella, de nuestro acuerdo
profundo entre las fuerzas de lo desconocido espiritual y la
naturaleza.

—¿Adonde dejás el racionalismo?

—El racionalismo y la experiencia no son más que elemen¬


tos de control. Lo que nos abre las puertas del universo son las
facultades irracionales. El arte es una escuela de conocimientos
profundos y de iniciación.

114
—¿El hombre es una suerte de ser abstracto?

—No creo en una noción abstracta del hombre: su sexo, sus


olores, sus excrementos, los genes de su sangre, sus eros, sus
sueños y su muerte forman parte integrante de la existencia.

115
,

«
Me hubiera gustado ser Gardel
—¿Estás contento con tu profesión de escritor?

—Soy muy feliz. No me puedo quejar. Hago lo que me gusta,


pero... Siempre hay un pero.

—¿No es completa tu felicidad?

—No existe la felicidad total y permanente. La felicidad,


creo yo (salvo la de Palito Ortega), es un relámpago, algo fugaz
que llega, nos toca —o no— y desaparece. Y uno trata de juntar
felicidad como quien acopia frutas o flores o perfumes para
olerlos en los instantes de depresión o de amargura.

—¿Cuál es el pero de que hablás?

—Me hubiera gustado ser Carlos Gardel...

—¿Carlos Gardel?

—Ser el Morocho del Abasto, cantar como él; no, ser él.
Gardel es un personaje que me fascina por lo carismático, por
lo dulce y lo viril. Poseía esa extraña mezcla del señorito y del
malevo; respetuoso y tímido a veces pero zafado y decidido
cuando hacía falta... Soy un pobre cacatúa.

—¿Por qué?

—Ya lo dice la letra de un tango: Cualquier cacatúa sueña

119
con la pinta de Carlos Gardel. Yo no sólo sueño con su pinta,
sino con su voz, con su personalidad y, fundamentalmente, con
su carisma popular que arrastraba multitudes.

—¿Te gustaría arrastrar multitudes?

—¿Como Gardel o como Manuel Puig?

—Como Manuel Puig, el escritor.

—No me interesa.

—¿Por qué no te interesa?

—El tumulto de gente me da miedo. No podría soportarlo...


Pero estamos hablando de Gardel y...

—Si la gente te da miedo no podrías ser Gardel.

—Por eso mismo. Al ser Carlos Gardel, no tendría miedo...


He visto casi todas sus películas repetidamente, y no me cansan
ni me aburren. Es más, algunos amigos me prestan a veces
películas de él y las veo en el video. Recuerdo que mientras vivía
en Nueva York, me iba a los cines del barrio latino y me
gratificaba con las cintas del Morocho.

—¿Era realmente el mejor cantor de la Argentina?

—Para mí era el mejor del mundo.

—Como Maradona, por ejemplo, ¿no?

—De fútbol no sé un pito.

—¿Quién es mejor: Maradona o Pelé?

—Los hinchas y los entendidos de fútbol dicen que Pelé era


superior a Maradona. Yo no puedo opinar porque no tengo
cultura futbolística. Aparte, el fútbol no es mi fuerte.

120
¿N° es una contradicción que un autor provin¬
ciano, que escribe inspirado en los folletines y el cine
populares, no goce con un deportre popular como el
fútbol?

No me gusta el fútbol, como tampoco me interesa que le


agrade a los otros. Prefiero la natación, el box, la doma de
potros, la riña de gallos.

—A muchos intelectuales les da “asco”el fútbol. Detrás


de ese “asco” se esconde, a veces, una aversión hacia lo
popular. Se sabe que no es tu caso...

—A mí no me da “asco” el fútbol, ni mucho menos; me parece


un deporte muy bueno y hasta necesario para todo el mundo.
Para el que lo quiera practicar, naturalmente.
Ahora, yo creo que los intelectuales —salvo excepciones,
claro— no están en contra del fútbol. Ese es un viejo cuento que
echaron a rodar para enfrentar al pueblo. Existen intelectuales
serios que juegan al fútbol y al mismo tiempo escriben obras
importantísimas. Nada que ver con el mito y la fábula que
circula por ahí con cierta malignidad.

—Hace un rato hablabas del miedo que te causa la


gente. ¿Te provocan temor los tumultos, las aglomera¬
ciones?

—Principalmente las aglomeraciones. No sé explicar con


precisión qué clase de miedo siento, pero me da una especie de
sensación de ahogo. Mejor dicho, siento como que en cualquier
momento puedo ser despedazado y devorado por la turba. Debe
haber alguna raíz en el rincón de mi psiquis, y que es la causa
de dicho problema.
Por ejemplo, cuando veo por televisión a esos millones y
millones de personas que están en un estadio viendo un partido
de fútbol, o en una procesión, o cuando se apiñan en la Plaza de
Mayo para oír el discurso del presidente de turno. Cuando
hablaba Perón era un espectáculo increíble. Lo mismo pasaba
cuando hablaban Hitler o Mussolini, iban millones de personas
a oírlos.

121
—¿Asociás a Perón con Hitler y Mussolini?

—No, no. Digo que cuando Mussolini y Hitler hablaban


también cautivaban a millones de almas con sus voces. Yo sé
adonde querés ir, pero no te voy a seguir el juego.

—¿Y cuando hablaba Evita?

—El espectáculo era más impresionante aún. El razona¬


miento frío y calculado no sirven, creo yo, para explicar esos
fenómenos que lindan con lo irreal, lo mágico y lo maravilloso.

—¿Qué opinás de Evita?

—Evita es para mí el prototipo de la argentina, por el


gigantismo de su imaginación. Era una mujer carismática,
sencilla, de gran corazón. Y para hacerle justicia, ¡tenía los
cojones bien puestos y más grandes que Perón! Lástima irreme¬
diable que se murió joven y cuando más la necesitaba su pueblo.
Si Evita viviera...

—¡Sería montonera!

—...otros gallos cantarían. De eso estoy seguro. No la iban


a manejar así nomás. Ella sí que la “tenía clara”, como dice un
amigo mío... El Viejo tuvo hasta esa suerte.

—¿Suerte de qué?

—De que Eva se muriera joven. De haber vivido mucho más


le hubiera creado serios problemas a Perón, como ya se los
estaba creando.

—¿Qué querés decir?

—No quiero hablar más de política. Tenés una habilidad


increíble para llevarme hacia ella. ¡Basta! Estábamos ha¬
blando de Gardel. Si querés la seguimos o cortamos.

—Para Borges Gardel era un cantor mediocre. Re-

122
cuerdo que en una entrevista que le hice, y que luego lo
repitió en otras, dijo: “El tango y Gardel no me gustan.
Bueno, después supe que él compartía mi desagrado,
porque a él personalmente no le gustaba el tango, no
quería bailarlo ni cantarlo. Además, él era francés,
nunca quiso hacerse argentino”.

—Es verdad aquello de que no hay peor ciego que aquel que
no quiere ver. Es el caso de Borges. Sin embargo, a Cortázar, al
gran cronopio Julius, le encantaba el tango y sentía un cariño
grandísimo por Gardel. Y del tata Raúl González Tuñón, no te
digo nada. Hasta llegó a escribirle un poema. Creo que se llama,
si la arterieesclerosis no me traiciona, “Lejano y presente”. Y
una de sus estrofas dice:

Lo tuvo todo, duende, victoria y suerte trágica.


El don en la garganta y la gracia en la pinta.
El azar lo hizo suyo, lo eligió la aventura,
lo atropelló la vida.
Con él crecía el tango, el amor, la garúa,
el boliche, el otoño, los gorriones, la esquina.

Y dice en otra parte... No te asustes, que no voy a decir


completa la poesía... Dice, mejor dicho, escribe:

Por ser tan argentino proyectó su estampa


a la morena América y el París que en Europa
es la rosa del mapa.
Su voz fue el instrumento. Voz Gardel, voz mañana,
voz para la memoria de un cielo con ventana.
Su eternidad, la leve luna negra del disco
desde donde su aspecto azul asoma
compadreando al olvido...

Grande, ¿no?

—Desconocía que te gustaba Raúl González Tuñón...


Aparte de Gardel, ¿qué otro cantor popular te gusta?

—Edmundo Rivero, por peculiar y feo y fanguero de alma.

123
También me gusta Alberto Castillo, el cantor de los cien barrios
porteños; es un cantante con estilo propio, no imitó a nadie...
¡Cómo disfruté con sus películas! Las que filmó al lado de
Amelita Vargas, Francisco Álvarez y otros actores del Buenos
Aires de ayer. ¡Qué tiempos aquellos! Siento nostalgias de
aquel tiempo que ya pasó. Creo que uno era más feliz. Yo por lo
menos.

—¿Yalguna cantante? ¿Libertad Lamarque,por ejem¬


plo?

—No me desagrada.

—¿Y qué te parece Mercedes Sosa?

—No me gusta. Imita con desparpajo a Violeta Parra. Me


pregunto cómo la gente no se da cuenta.

—El mundo todo la aplaude, y dicen que es lo más


grande que hay.

—No le saco méritos a dicha emponchada señora, pero a mí


no me gusta. Su voz no me llega, no me conmueve. Con Gardel
me basta y me sobra.

—Te desconozco. ¿Tu rechazo a lo popular obedece a


qué motivos?

—Por favor, no tergiversemos las cosas que después vienen


los líos y malentendidos. Yo no rechazo lo popular. Todo lo
contrario. Durante toda nuestra charla he venido afirmando
que soy un defensor de lo popular. Vengo, escribo y peleo por
una cultura popular desde mis inicios. Están mis libros, mis
novelas, que me muestran de cuerpo entero.
Tengo todo el derecho del mundo a que un cantante, o un
actor, o un político, no me guste. Si a los demás, si a los millones
de seres de América y el mundo los enloquece y apasiona...
¡enhorabuena! Es muy humano tener gustos diferentes. Sería
penoso y aburridísimo que tuviéramos los mismos gustos todos
los habitantes del orbe.

124
—¿La música folclórica te gusta?

—Los argentinos tenemos una música folclórica rica. Entre


los folcloristas de verdad me seducen Atahualpa Yupanqui, su
guitarra y su voz llena de matices y poesía; Eduardo Falú, “Los
Fronterizos” y “Los Chalchaleros”, pero los de antes. No tanto
los de ahora. Me gustan casi todas las músicas folclóricas de
todos los países. Siempre tienen trascendencia porque es el
alma de la tierra en donde nace.
Dije “Los Chalchaleros” y “Los Fronterizos”, y se me vienen
a la memoria los días de mi niñez, allá en la pampa, en mis
pagos; cuando en la escuela, los 25 de Mayo y los 9 de Julio, se
hacían los actos patrióticos y se cantaban zambas y chacare¬
ras... ¡Qué tiempos aquellos!

—¿Te gustaría volver a tu niñez?

—¡Oh, si pudiera!... El período más feliz en la vida de un ser


humano, creo yo, es la niñez. Se piensa sólo en jugar, en
inventar cosas, en vivir aventuras, en soñar. Desgraciada¬
mente uno crece y se muere la inocencia y la pureza... Después
uno se transforma en el lobo del hombre, en una porquería.

—La niñez de tus tiempos no es la de ahora, ni remo¬


tamente lo que se vivía en General Villegas. Allá también
ya está la televisión, el transistor, el satélite.

—Claro, allá también llegó la violencia, la droga, la locura.


El progreso pudre, contamina, depreda. Mejor dicho: el hombre
es el que destruye todo. En su afán desmedido de progreso tala
árboles, desvía ríos, vuela montañas, y así produce el desastre
ecológico que nos llevará —nos está llevando— a la extinción
del género humano. La proliferación de las armas nucleares ha
multiplicado los riesgos de la deflagración.
El hombre ha decretado la pena de muerte contra sí mismo,
contra todo lo viviente, por su inteligencia o por su locura. No
la locura exaltada de la energía creativa, propia de las grandes
y revolucionarias épocas de auge, sino el delirio alucinado ante
el fantasma de la aniquilación total.

125
—¿De qué modo se puede frenar esa carrera hacia la
muerte?

—Haciendo que se tome conciencia de que se está yendo,


reitero, hacia la destrucción total y definitiva. De nuevo, y tal
vez con más intensidad que en las mayores crisis de la historia,
la humanidad en su conjunto siente la compulsión de lo irra¬
cional. Desventuradamente, la humanidad está amenazada de
súbita extinción por obra del hombre mismo.

—Volviendo a tu niñez, ¿cómo era tu padre?

—Como todos los padres. Mi padre era muy imaginativo. Un


hombre noble de gran corazón, fraccionador de vino cuyano.

—¿Te pegaba?

—Como todos los padres.

—¿Estás jugando?

—No; hablo en serio.

—¿Cómo te llevabas con él? ¿Era autoritario, dulce?

—Era dulce y también autoritario... Prefiero hablar de


otras cosas.

—¿Tu madre te sobreprotegió?

—No tengo ningún cargo que hacerle a mi madre. Tampoco


a mi padre. Sí tengo que pedirles perdón por todos los dolores
de cabeza que les di. Nunca podré pagarles lo muchísimo que
han hecho por mí.

—¿Fuiste un mal hijo?

—Creo que no. No diré que fui o que soy un hijo modelo o un
santo. En cambio, soy consciente de que podía haber sido mejor
con ellos. Siempre un hijo, queriendo o no, daña a sus padres

126
con una actitud, con un modo de vida. Uno cuando elige su
camino, su vida, cuando decide resolver por sí mismo sus
problemas, siempre hiere. Es la ley de la vida.

—¿Se opusieron tus padres a tu carrera de escritor?

—Mi madre era la que más me apoyaba (una madre siempre


apoya a sus hijos, para eso es madre); mi padre, en cambio, no
veía con buenos ojos mi inclinación hacia el arte; aunque,
inteligentemente, no oponía una resistencia frontal. Pensaba,
quizá, que era una fantasía natural de juventud, y me dejaba
hacer hasta cuando me aburriera y retornara solo de nuevo al
camino correcto.

—¿Era unida y afectuosa tu familia?

—Yo vengo de una familia de inmigrantes, muy trabajadora


(como la mayoría de los inmigrantes que hicieron a la Argen¬
tina), honesta y afectuosa con sus semejantes; y con sus hijos ni
qué decir... Mis abuelos eran gente de campo; por la parte de mi
mamá, campesinos italianos que se instalaron en La Plata y
pusieron pequeños comercios.
Lo que estamos haciendo no es, creo yo, mi biografía. Las
biografías, y mucho más la mía, me espantan cuando son
hechas en vida del biografiado.

—¿Por qué?

—Porque huele a muerte. Pienso que las biografías deben


encararse después de haber pasado mucho tiempo de la muerte
del personaje. Así se toma la distancia necesaria y prudencia
para una perspectiva más equitativa y ajustada.

— Entonces, según tu criterio, las biografías deben


escribirse después de muerto el personaje y jamás en
vida.

—A mí no me gusta. Cada uno tiene su punto de vista.

—¿Qué libro te hubiera gustado escribir?

127
—Pregunta de periodista bisoño, cómo es posible... Es una
broma. Me hubiera gustado escribir el Martín Fierro. Para mí
es el libro ideal. Es todo: novela, poesía, ensayo, folletín. No sé
cómo cuernos Hernández pudo amalgamar los distintos estilos
y hacer una obra tan completa. Lo que más me impresiona del
Martín Fierro es su vuelo, su lenguaje popular. Dicho libro, que
también es un folletín por donde lo mires, es una obra maestra.

—¿Te interesa escribir una obra maestra?

—Repito, me hubiera gustado escribir el Martín Fierro.

—También te hubiera gustado ser Gardel. ¿Por su


fama o su talento?

—No mezclemos los tantos. Fama es una cosa y talento


otra.

—¿Cuál de los dos te interesa más?

—El talento, naturalmente.

—¿Y la fama?

—¡Es puro cuento!

—¿Tu convicción es sincera?

—Sincerísima. No macaneo. La fama no me interesa.

—Pero le sacás provecho.

—Sería un idiota si no lo hiciera. La fama —a mí no me ha


tocado todavía— son luces artificiales que desaparecen al
menor soplido. Yo creo que cuando se tiene fama hay que saber
aprovecharla y sacarle partido. Fíjate si no en esas estrellas del
deporte: el box, el fútbol, que después de haber tocado el cielo
con las manos terminan vendiendo baratijas por las calles o
mueren bajo las ruedas de algún colectivo, como Gatica, por
ejemplo.

128
—Yo me refiero a la fama alcanzada por un escritor.
¿Pensás que es igual a la fama de los deportistas?

—Cuando la fama de un escritor va acompañada de talento


la cosa puede perdurar. El caso de García Márquez, de Borges,
de Cortázar; por nombrar sólo a algunos de los grandes.

—¿La fama es sinónimo de dinero?

—A veces sí, a veces no. Depende. Si es un deportista


brillante y está en el candelero puede ganar muchísimo dinero.
No todos lo saben administrar. Escritores millonarios no exis¬
ten, salvo honrosas excepciones... Güiraldes, por ejemplo, fue
un niño bien que tiraba manteca al techo en París, y dilapidó la
fortuna de sus padres primero y la de su mujer después. García
Márquez dejó de ser pobre con el Nobel, pero tampoco es
millonario. Que yo sepa no existen magnates de la literatura...
Mujica Láinez era rico, también lo es Bioy Casares; pero no
magnates.

—¿Sos esclavo del dinero?

—No, no. Sin embargo siempre he sabido qué superioridad


proporciona el dinero. El dinero no es más que un medio para
alcanzar un cierto estado de alegría, que es lo único que
importa. Recuerdo haber gastado mis últimos cien dólares, en
Nueva York, al cabo de una noche de joda, al dárselo de propina
a un taxista para divertirme con su estupefacción y asombro.

—Si tuvieras que elegir entre la seguridad y la liber¬


tad, ¿qué elegirías?

—La elección entre seguridad y libertad, la he hecho siempre


en favor de la libertad. Además, siento con mucha fuerza el
miedo a la posesión, el miedo a la adquisición, a la avidez, al
sentimiento de que el éxito consiste en la acumulación de
dinero.

—¿No te importa asegurar el porvenir?

129
—Querer asegurar el porvenir es un punto de vista burgués.
Pensándolo bien, no se asegura nada, no se sabe lo que será el
porvenir.

—En tu opinión, ¿la vida está mucho más en el pasado


o en el presente?

—Cada uno tiene su manera de ver la vida. Cuando se habla


del amor por el pasado, me parece a mí, se debe tener cuidado,
ya que se trata del amor por la vida; la vida está mucho más en
el pasado que en el presente. El presente siempre es un
momento corto, aunque su plenitud lo haga parecer eterno.
Cuando se ama la vida, se ama el pasado, porque es el presente
tal como ha sobrevivido en la memoria humana.

130
Pas de deux
—Se dice que los gay forman, en todo el mundo, una
especie de logia o masonería y se ayudan mutuamente en
lo económico, político, artístico y social. ¿Pertenecés a
algún grupo determinado?

—La gente es mala y comenta, dice un tango. En Europa y


los Estados Unidos, dentro de lo que yo conozco al menos,
existen corros de homosexuales que viven en comunidad y se
ayudan —efectivamente— entre ellos; que me parece muy
bien. Todos, todos deberíamos ayudarnos, pero ese es otro
cuento.
También existen, y no sólo en Norteamérica o Europa,
homosexuales en el Ejército, en la Casa Blanca, en la Policía y
hasta en el Vaticano. No nos engañemos. El mundo gay repre¬
senta un grupo de poder que no debemos subestimar.

—¿Es tan poderoso como dicen?

—Depende... No exageremos. En algunas sociedades repre¬


sentan, o mejor dicho tienen, cierto poder; manejan alas de la
política, de la economía y de la cultura. Todavía se mueven con
tiento, con sigilo, puesto que en algunos países, como la Argen¬
tina, Paraguay, Chile, Cuba, especialmente, son reprimidos o
marginados. El poder lo ejercen “a través de”, o “por medio de”,
aún no de manera directa. La caza de brujas se da no sólo con
respecto a ciertas ideologías políticas, sino en contra de los
homosexuales; sean masculinos o femeninos.

133
—Vuelvo a preguntarte. ¿Pertenecés a un grupo gay
determinado?

—No me agradan los grupos. Soy un tipo solitario. Trato de


imitar a los gatos que son seres solitarios, prudentes y sabios.
Y yo, por desgracia, no tengo ninguna de esas tres virtudes.

—¿Te gusta la soledad?

—Me gusta; no hasta el punto de convertirme en monje. Voy


a exposiciones plásticas gay, a presentaciones de libros gay, a
bailes gay...

—¿Bailás?

—No; ¡estoy comprometido!... (Rió de buena gana.) Sí; el


baile me encanta. De no ser escritor me hubiera gustado bailar
como Fred Astaire, o Gene Kelly. No, mejor Fred Astaire. ¡Qué
bailarín maravilloso! No me canso de ver sus películas. Es uno
de mis ídolos preferidos. Después de Gardel y Borges, claro.

—Qué raro que te guste Borges. No se ve (al menos yo


no lo veo) en tus obras las huellas de Borges, salvo...

—Borges es tan grande y original que uno no puede imi¬


tarlo. Por suerte o por desgracia, y no es soberbia, es mejor.

—¿En algún momento denunciaste, o enfrentaste, a


quienes te persiguieron por ser homosexual?

—¡Me hacés reír! En la Argentina el homosexual, querido


amigo, siempre fue perseguido y reprimido, la mayoría de las
veces ferozmente. Ahora, según me cuentan amigos que van y
vienen de allá, existe un poco más de permisividad por los
nuevos vientos democráticos que soplan. Sin embargo, el tema
de la homosexualidad es todavía tabú; reprimido y marginado
por nuestra pacata sociedad.

—¿No hay una ley que los proteja?

134
—¿Ley...? ¿De qué ley me hablás? Si los “ciudadanos res¬
petables” no están amparados por la ley, nosotros, los homo¬
sexuales, qué podemos esperar. Nuestras leyes, nuestras ar¬
caicas, puritanas y arbitrarias leyes, no se ocupan ni se preo¬
cupan de la homosexualidad. Es un modo de decir, porque la
policía nos reprime que da miedo... Te doy otro dato ilustrativo.
Nuestra Constitución no se refiere a ella en ningún momento.
¿Lo sabías?...

—No.

—Bueno, como vos, muchísima gente no lo sabe. ¿Qué me


contás?

—¿Dónde, cuándo y cómo la policía los reprime?

—Puede ser en cualquier lugar. En reuniones, en la calle, o


en los sitios más insospechados, la policía —porque se les
antoja— te lleva preso. Después te tienen allá, entre delincuen¬
tes comunes: violadores, asesinos; manoseándote, azuzándote,
y hasta llegan a golpearte si te ven medio apocado o humilde.
Se ensañan contigo como si fueran perros rabiosos. Este trata¬
miento inhumano y cruel, arbitrario y represivo, no ha cam¬
biado mucho con la democracia. Me lo dicen mis amigos de
Buenos Aires.

—¿Qué es la homosexualidad para vos?

—Todo lo que yo te puedo decir al respecto es subjetivo; sirve


para mí y no para otros. La homosexualidad es un modo de vivir
y de sentir el sexo. Las parejas se buscan, se encuentran y
gozan. Tal como lo hace una pareja de heterosexuales. No hay
diferencia. El sexo es el sexo.

—¿Se nace homosexual?

—Uno no nace homosexual o normal: cada uno se convierte,


creo yo, en una cosa o la otra según los accidentes de su historia
y su propia reacción a esos accidentes.

135
—¿Cuál es tu opinión sobre el amor?

—¡Ay, ay del amor, ay de su estupidez, ay de sus sospechas!


Se han escrito cientos de libros e infinitos poemas al respecto
del amor. ¿Qué puedo agregar yo?... Para mí, el amor —que
hace de dos uno— es una dulce trampa de la cual nadie se
aparta sin lágrimas. Es hermoso amar. Hermoso y terrible. No
conozco gozo y tortura equiparables. No pienso que existan.

—¿Cómo lo definirías?

—El amor es fuerza, potencia, ingestión, digestión. Es sexo,


es lengua, es diente, es zarpa, es caricia. Es dominio y sujeción,
obediencia y rechazo. Esta animalidad que duerme en nosotros
y que se despierta con la posesión y el goce, es esencial para el
éxtasis amoroso.

—¿La falta de amor enferma?

—A veces también el amor enferma.

—¿A todos por igual?

—No a todos, tanto el amor como su falta, enferman. Si


advertimos que hay quienes reclaman o esperan amor de quien
nunca se los podría ofrecer y sabiendo a su vez que tampoco
podrían recibirlo en la medida que lo pidan. Se enamoran, sí,
pero el amor jamás pasa de ser una fantasía, y casi se podría
decir que su punto máximo es el de estar enamorados pero sin
llegar a concretar la pasión y goce del objeto.

—¿Haces, entonces, alguna diferencia entre el amor y


la pasión?

—La mayoría de la gente no ve una gran diferencia, para


ellos la pasión es simplemente un grado más alto del amor. En
un lenguaje más preciso, se podría decir que los dos sentimien¬
tos son casi el opuesto el uno del otro. En la pasión, creo yo, hay
un deseo de satisfacerse, de saciarse, a veces de dirigir, de
dominar a otro ser. En el amor, por el contrario, hay abnega-

136
ción. La pasión pertenece más bien al orden de la agresividad
que al de la abnegación.

—¿El amor es noble?

—El amor, mi querido amigo de la tipografía, como dice


Sarduy, es la relación más completa y noble.

—¿En el amor, según tu teoría, también entra la


amistad?

—El respeto, la admiración, la amistad e intimidad, todo


junto; con el agregado de su propia gracia o carisma.

—¿Esta clase de amor se da entre los homosexuales?

—¿Qué es un homosexual? (No importa que sea hombre o


mujer.) Es un ser humano con los mismos deseos y derechos que
cualquier hijo de vecino. Desgraciadamente en nuestro país,
para ser precisos, no tienen los mismos derechos que los demás
ciudadanos. Por eso me gusta el Brasil, porque es un país
abierto y tolerante. Los cariocas, o los brasileños, si lo preferís,
no son prejuiciosos; son más bien solidarios, atentos, no te
exigen ni te imponen nada, ni te juzgan. En el caso concreto y
específico de los homosexuales, allí no nos miran con odio,
recelo, o con actitudes segregacionistas, como en otros lugares,
y eso a mí me da tranquilidad. Rio de Janeiro es una ciudad
maravillosa y su gente es muy comprensiva y respetuosa de los
demás.

—¿Por qué la gente siente recelos de los gay?

—Es muy cierto eso. La gente todavía siente recelos de los


gay y de las lesbianas y prefiere mostrarse distante de ellos,
creyendo, quizás, que sus actitudes y definiciones en cuanto al
objeto sexual pueden resultar contagiosas.

—¿Tus padres te aceptaron o te rechazaron al saber


que eras diferente?

137
—Todos los padres, al principio, a pesar de aceptar la
condición de sus hijos, se sienten frustrados. Yo creo que la
frustración y el dolor son más grandes para ellos al saber que
la sociedad va a desplazar y marginar a sus hijos.

—¿Por qué el hombre le pone tantas trabas al sexo?

—Para nuestra desgracia, en la raza humana no existe el


sexo sin estorbos. Todas las sociedades están organizadas
alrededor de prohibiciones sexuales, que se filtran hasta en los
momentos de mayor excitación y corrompen la pureza de las
respuestas. En un extremo, está la complacencia y el exceso de
interés, y en el otro la rebelión, la crueldad y la deshonestidad.
En algún punto mediano está la verdadera intimidad, con el
libre funcionamiento de la sexualidad.

—¿El homosexual no es un enfermo, un pervertido?

—¿Quiénes dicen que el homosexual es un pervertido o un


enfermo? Lo dicen los represores, los reprimidos, los puritanos,
las religiones. Las desviaciones sexuales, o perversiones, como
se las llamaba hasta no hace mucho, son actos considerados
anormales por gente que se tiene por normal, y que —llegado
el caso— muy posiblemente lo sea. ¿Quién es normal en un
ciento por ciento? ¿Quién no es un desviado sexual?

—Desviación, dicen los psicólogos, psiquiatras y es¬


pecialistas en sexología, es algo que la mayoría (más del
cincuenta por ciento de la gente) preferiría no hacer.

—Pero eso no tiene mayor sentido; es un asunto de opinión,


el hombre que dice “Yo soy normal y vos no” no es es dueño de
la verdad.

—¿No sería perversión todo lo que interfiriese con la


reproducción natural, lo que ofende a la naturaleza?

—Degenerados hubo y hay en todos los órdenes. No los


busquemos sólo entre los homosexuales. Yo creo que las “desvia¬
ciones” —noblesse obligue decirlo— son “respetables” (lo en-

138
comillamos de nuevo) y agradables (y discutibles) si se dan
entre adultos que consientan en ello.

—Pero no me vas a negar que se vuelven penosas,


dañinas, intimidantes y hasta depravadas cuando inter¬
vienen víctimas inocentes.

—Bueno, una cosa muy distinta es un homosexual—ac¬


tivo o pasivo— y otra un psicópata sexual... Hablando de
psicópata sexual me viene a la memoria (lo que es la asociación
de ideas) algo que vi en el Borda (siniestro manicomio olvidado
por Dios y por los hombres), y cuya imagen me quedó muy
grabada.
Recorría yo con un doctor amigo —creo que todavía trabaja
allá y por eso no diré su nombre— los fondos de dicho loquerío.
Sobre el fango de un patio lúgubre, acurrucados contra los
muros, gemían, cantaban, aullaban, una o dos docenas de
espectros, envueltos en sórdidos harapos. Una serie de cala¬
bozos negros, con rejas y enormes cerrojos, agobiaba la vista. A
los barrotes asomaba de pronto un rostro de condenado. Celdas
oscuras, desnudas, húmedas. Los techos agrietados. Las camas
eran sacos de sucia arpillera. Una hediondez de orines, de cubil
de bestias feroces me hizo retroceder. Eran alrededor de las
once de la mañana, el cielo estaba gris y las sombras de otros
pabellones se recortaban amenazantes sobre nosotros. Silencio
y tristeza reinaban en el lugar. De pronto, sentimos un gemido;
no pudimos apreciar si era de placer o de dolor porque el viento
se lo llevó hacia el paredón. Mientras buscábamos su origen, se
oyó un nuevo gemido pero esta vez sofocado por el peso de algo
o de alguien. Entonces, en una especie de zanja descubrimos a
dos locos (¡qué cuerdos estaban!) en la práctica de una cópula
feroz. Ellos no notaron nuestra presencia, y aprovechamos para
espiarlos. Y lo que más me llamó la atención, lo que más me
golpeó y desarmó, fue que el tipo que cabalgaba encima del otro
era un hombre (¿era de verdad un hombre?) al cual le faltaban
las dos piernas y los dos brazos. Y todo muñones y llagas
arremetía con furia y violencia contra su compañero en un
movimiento rítmico, a veces grotesco, cómico y terrible al
mismo tiempo, en una especie de aleteo infrahumano; como si
fuera un reptil cortado en pedazos y una parte vital de él

139
todavía siguiera latiendo. Los dos jadeaban casi al unísono,
cada vez más rápido, prisioneros de los espasmos del placer que
ya venía, que ya llegaba montado en la demencia y en la
cordura; y ahora rompió el silencio un grito ahogado y gutural
lanzado por dos gargantas extranguladas por el orgasmo, gri¬
tos que semejaban estertores de muerte; luego sólo se escucha¬
ba un respirar entrecortado y, de repente, el hombre “muñón”
se desprendió de su pareja y se dejó caer de espaldas. En eso nos
vio e hizo un movimiento, le golpeó la espalda a su compañero
(que yacía todavía de espaldas, disfrutando quizá) y nos miró
con ojos relampagueantes, en los cuales se notaban destellos
de una felicidad que se apagaba sin remedio. Después los dos
huyeron arrastrándose entre los yuyos y las basuras. El hombre
“muñón” iba saltando como impulsado por un resorte invisible
y mágico.

—¿Qué hicieron después?

—Después entramos en un laberinto de corredores. Los


dormitorios de siempre, desnudos, ascéticos y tristes. Salas.
Más pasillos. Enfermos por aquí y por allá, cortados todos por
el mismo patrón; físicamente estigmatizados por la dolencia
interior que trasciende en gestos, movimientos y actitudes;
vestidos de la manera más deplorable. Se ve que pertenecen a
las clases sociales más desamparadas o, aunque en algunos
casos no sea así, lo parece.
Yo pensé entonces cómo con tan escaso personal facultativo
(me lo había contado mi amigo) y con un presupuesto económico
pobre y en tan calamitosas condiciones se podía prestar la
asistencia individualizada que requiere este tipo de enferme¬
dades. Y se me hizo evidente que se empleaba un sistema
restrictivo, coercitivo e infantilizante, quizá porque la sociedad
argentina no está capacitada para enfrentarse con sus propios
conflictos y contradicciones.
Por ejemplo, todo el mundo se compadece de los presos, e
incluso, de los asesinos, de los animales, de los tuberculosos, de
las prostitutas, de los adictos a las drogas, de los mogólicos, pero
¿quién se acuerda de los locos? ¿Quién aboga por ellos? Nadie
y (salvo Vicente Zito Lema), sin embargo, muchos de esos
“locos” podrían dejar de serlo, o mejorar notablemente y rein-

140
corporarse a la vida social. Resulta inconcebible, pero son los
seres más olvidados de la familia humana.

—¿Te marcó hondo ese episodio?

—¿Te parece poco lo que acabo de contar? El espectáculo que


vi allí me hizo reflexionar sobre la condición humana; sobre el
sexo, el amor, la vida y la muerte.

—¿Y sobre la locura nada?

—Al abandonar el Borda, tuve conciencia de que dejaba


atrás un mundo sin remedio ni esperanzas. Un mundo adonde
van a parar los restos humanos que arroja la resaca de la vida
y de la sociedad con el solo objeto de que no incomoden, de que
no molesten, de que no alteren la sensibilidad de los presuntos
cuerdos.

—¿Existe la felicidad?

—La felicidad no existe, sólo el deseo de alcanzarla.

—¿El hombre es verdaderamente libre?

—Yo creo que eso es una utopía. Desde los siglos de los siglos
se dice que el hombre es libre, cuando en realidad es el más
sumiso de los animales.

—A tu juicio, ¿cuáles son los motivos de esa sumisión?

—Los motivos pueden ser varios y algunos bien definidos.


Desde el principio de su vida, ¡pobrecitos de nosotros!, el
hombre hace lo que le dicen.

—¿Considerás que está domesticado?

—No lo considero, lo afirmo. El hombre está domesticado


desde el comienzo, y se pasa la vida haciendo pruebas para sus
amos: mamá y papá primero, y luego la maestra, y después de
eso puede ser cualquiera: el jefe, la amante, la esposa.

141
—Según tu criterio el hombre sería o es un eterno
obediente.

—No, no es según mi criterio, que a lo mejor te parece


arbitrario o soberbio. Está comprobado científicamente que el
hombre es programado para obedecer durante el resto de su
vida.

—Pero el hombre nace libre.

—Sí; nace libre, pero —repito— una de las primeras cosas


que aprende es a obedecer.

—Entonces es un esclavo.

—Ni más ni menos: es un esclavo. Y la primera esclavitud,


aunque parezca increíble y dura, es la esclavitud que le impo¬
nen sus padres.

—Sartre dice: “el hombre es lo que él se hace y será tal


cual se haya hecho”.

—Sartre dirá lo que quiera, pero el hombre sigue las ins¬


trucciones impuestas por sus padres a perpetuidad.

—Quiere decir que está condenado. ¿Y cuál es la


salida?

—No existe una salida en un ciento por ciento. Existen


recovecos, escapes, huidas; escape o libertad total no.

—Tu planteo es desolador. ¿De dónde lo sacaste?

—Aveces, la vida es desoladora. El hombre sólo en algunos


casos retiene el derecho a elegir sus propios métodos y se
consuela con la ilusión de autonomía y libertad.

—¿A qué recursos tiene que apelar para no ser un


títere o una marioneta?

142
Pienso que no hay fórmulas mágicas ni recetas fáciles. Lo
que sí creo es que, a mi modesto entender, para que uno se
pueda escapar” de esas instrucciones dadas por nuestros
padres, y que nos condenan de por vida, debemos ponernos a
pensar.

—¿Pensar en qué?

—Por ejemplo, darnos cuenta de que no somos el factor libre


que imaginamos ser, sino un títere —como dijiste hace un
rato— de algunos genes de generaciones atrás.

—Sin embargo, el hombre se pone metas y llega.

—No todos llegan. Millones se quedan en el camino. Como


los espermatozoides. La vida es una despiadada maratón en la
cual millones, menos uno, fracasarán en su intento de fecunda¬
ción.

—Pero el hombre elige en todo momento. No puede


dejar de elegir.

—Te explico, calmada y concienzudamente. Esa libertad


para elegir los métodos y llegar a la meta predestinada con¬
tribuye a mantener la ilusión de libre opción o autonomía.

—¿En ningún momento ejercita su voluntad libre?

—Se conserva la ilusión de que decide libremente y que su


conducta es consecuencia de su libre albedrío... Como te decía
hace un rato, sólo dándose cuenta puede librarse y aplicar sus
decisiones propias.

—¿Todos tienen conciencia de que su conducta está


programada por sus padres?

—Para algunos, claro está, y en algunos niveles para todos,


no existe ilusión de autonomía, y la persona tiene plena con¬
ciencia de que su conducta está determinada por lo que sus
padres le inculcaron en la infancia.

143
—Así que nuestros padres son y serán los culpables de
todos nuestros males y punto. Ya no hay más nada que
hacer.

—Todo lo contrario: hay mucho por hacer. Debemos pensar


y procurar, por todos los medios a nuestro alcance, librarnos de
las “instrucciones” que nos dieron nuestros padres, consciente
o inconscientemente.

—¿Lo genético también tiene que ver en esto?

—Por supuesto que sí. Pero la programación paterna —creo


que es así como se dice científicamente— no es “culpa” de los
padres (ya que no hacen más que pasar a los hijos la programa¬
ción recibida de sus padres), así como no es “culpa” suya el
aspecto físico de los hijos, ya que no hacen más que pasarles los
genes que recibieron de sus antepasados.

—¿Para qué sirve la vida?

—La vida del hombre es una eterna búsqueda de proyectos


y deseos.

—¿ Qué significado le das al éxito y al fracaso?

—El éxito y el fracaso son dos ilusiones.

144
El beso de la mujer araña
—¿Es un relegado el escritor en nuestra sociedad?

—En toda sociedad el artista, creo yo, el escritor, sigue


siendo un extranjero, un relegado.

—En tu caso particular, ¿únicamente se justifica la


existencia escribiendo?

—Pienso que no es indispensable escribir para sentirse


justificado de existir; me parece más que suficiente apreciar con
inteligencia este mundo y forjarse una felicidad. Algunos ins¬
tantes —por ejemplo el encuentro de un paisaje y de un estado
de ánimo—, me dan la impresión de perfecta necesidad...
Yo soy un aventurero que ama las letras y se instruye con la
vida.

—¿Sos esclavo de la moral convencional? ¿El artista


es un dios o un destructor?

—Pienso que todos querríamos romper con la moral. Sí; a mí


me gustaría desembarazarme de la moral convencional, esa
moral que esclerosa, que frena el desarrollo y pone riendas a la
vida.
En cuanto a la segunda pregunta, un artista nunca es del
todo un destructor. Por ejemplo, el empeño por crear un estilo
original, una obra armoniosa, presupone la existencia de una
ética y en este caso una relación entre el autor y un potencial
lector. Toda estética contiene una ética. A esta altura de mi vida

147
ya no procuro dar de mí una imagen tímida o fascinante o
simplemente aceptable. Trabajo mucho, eso es todo.

—¿Cómo encasillarías a tus lectores? ¿ Tu público más


capacitado para entenderte es el argentino o el europeo?

—A mí me parece que el lector que está más capacitado para


descubrir lo que en mi obra hay de sólido o falso es el argentino,
sin lugar a dudas, que es quien habla mi mismo lenguaje.

—¿Crees que como escritor podes cambiar la moral de


nuestra sociedad?

—Desde que tuve uso de razón, por decirlo de alguna


manera, lo primero que me propuse fue vencer la hipocresía del
mundo. Por supuesto, eso llegó y no soy insensible a esa
eventualidad, pero lo que me hizo sentir y tomar partido por mis
iguales (los homosexuales) es el coraje que tienen por cambiar
las reglas falsas de la moral de nuestra sociedad, de replan¬
tearla. Cuando yo era muy joven tenía ese mismo empeño, pero
no podía cambiar el mundo yo solo. Únicamente podía denun¬
ciarlo, criticarlo, mostrar sus llagas, y eso es lo que intento
hacer con mis libros.

—¿Te considerás un revolucionario?

—Yo no soy revolucionario —no soy el Valentín de El beso


de la mujer araña—, pero sí soy un rebelde. Jamás me introduje
en una organización política para ofrecer mi servicio, o como
fuerza de choque, o como militante y adoctrinador.

—¿La palabra puede modificar la realidad?

—A veces la palabra sólo representa una manera, más hábil


que el silencio, de callar. Aun en el caso en que las palabras
informan no tienen el poder de suprimir, trascender, desarmar
la realidad: sirven para afrontarla. Si dos interlocutores se
convencen mutuamente de que dominan los acontecimientos y
a las personas sobre las cuales cambian confidencias, con el
pretexto de practicar la sinceridad, se engañan.

148
—¿Tus obras son literarias en un ciento por ciento?

—La obra literaria es lo que obtiene alguien que reconsti¬


tuye el mundo, tal como lo ve, a través de un relato que no
apunta directamente al mundo sino que se refiere a obras o
personajes inventados. Y eso es poco más o menos lo que he
querido hacer.

—¿Es una modificación de la técnica?

—No es una modificación de la técnica, es una modificación


de la idea, de lo que se quiere crear por medio de las palabras,
en una obra comprometida. Pero esto no provoca cambios,
puesto que la obra comprometida está vinculada con una cierta
preocupación política o metafísica que se quiere expresar, que
está presente en la obra. Incluso si no es una obra “compro¬
metida”.

—En fin, volviendo a donde estábamos: ¿a qué llamás


vos una obra más literaria que otra? ¿Cómo se dan esos
grados en literatura?

—Por ejemplo, se puede elaborar más el estilo; el de El beso


de la mujer araña está muy trabajado, contiene los diálogos
más trabajados que yo haya escrito.

—Sí.

—Y eso llevó mucho tiempo. Quería que se leyera entre


líneas, que en cada frase hubiera uno o dos sobreentendidos y,
por consiguiente, que eso impresionara a la gente a uno u otro
nivel. Y además quería presentar las cosas, la gente, cada uno
de cierta manera. El beso de la mujer araña es un libro muy
trabajado.

— Sí, lo sé, y está muy logrado. Pero deseo que precises


qué entendés por “literario”

—Está lleno de verdades, de denuncias, casi de juegos de


palabras.

149
—Es decir, que la preocupación por seducir al lector
por medio de las palabras, del giro de las frases, ¿es más
importante que en ninguna de tus obras?

—Así es.

—Eso es lo que vos llamás “literario”. Pero no se puede


concebir, según lo que acabás de decir, una obra en la
que no haya una preocupación por la seducción.

—Sí, yo siempre he tenido esa preocupación; cuando tengo


la impresión de haberla logrado, entonces eso es algo por lo que
siento una ternura y una estima especiales.

—¿Y vos sentís estima y afecto por El beso de la mujer


araña?

—Sí.

—En 1975 te refugiaste en Nueva York. Vivías, según


dijiste, en un departamento del Greenwich Village con
toda la bronca de tu estruendoso exilio. ¿Qué motivos te
llevaron a escribir en ese momento Maldición eterna a
quien lea estas páginas?

—No sabría responder con exactitud. Nunca se sabe en


profundidad lo que pasa en nuestra psiquis. Es verdad, en
aquel momento yo estaba pasando por un período de noviciado
del exilio muy duro y traumático. Eran los primeros meses de
la dictadura militar. Nueva York se convirtió en mi tabla de
salvación. Allí podía vivir y estar a salvo; sin embargo, algo no
funcionaba. A pesar de ser una ciudad encantadora sentía por
ella dos cosas: la deseaba y la rechazaba al mismo tiempo. Las
gentes se comportaban de una manera extraña: no dialogaban,
vivían huyendo y no eran para nada solidarios.

—Y allí se te cruzó el neoyorquino dinámico y lleno de


vida, que en la novela se llama Larry, ¿verdad?

—Así es. Hacía pocos meses que yo había llegado de México

150
y sufría de unas arritmias cardíacas que, por suerte, se me
estaban yendo. Fue entonces cuando se cruzó en mi camino un
personaje —el neoyorquino, que yo llamé Larry— que parecía
encarnar mi conflicto, y lo metí en Maldición eterna a quien lea
estas páginas. E introduje una cotidianidad distinta: la nor¬
teamericana, y puse dos personajes centrales y únicos, en cuyo
enfrentamiento cada uno le va quitando la máscara al otro y a
sí mismo. Sus personalidades se van proyectando, desdoblando.

—Es una manera de examinarte por dentro, ¿no?

—Sí, sí. Ante todo yo me sirvo de la literatura para proyectar


problemas personales no resueltos, que yo le endilgo a un
personaje. Mis novelas tienen siempre por origen el encuentro
con un personaje, insisto, que me permite —como decís vos—
examinarme por dentro o examinar por primera vez problemas
que no he resuelto aún. Esos problemas son los míos, pero son
también los del personaje. De ese modo logro establecer la
distancia requerida para dar una ilusión de objetividad. Eso tal
vez me aporta mayor claridad. Es un poco como compartir mis
problemas con otro personaje pero al mismo tiempo, intentar
despejarlos según una óptica más ecuánime. La escritura, para
mí, es una búsqueda de mis propios intereses y una aventura
del estilo.

—¿Vale la pena escribir con estilo?

—El estilo es una cosa muy rara. Habría que discutir para
saber si vale la pena escribir con estilo y habría que pregun¬
tarse si la única manera de lograr un estilo es, como lo he hecho,
corregir lo que ya se ha escrito para que el verbo concuerde con
el sujeto y el adjetivo esté en el sitio correspondiente, etcétera.
Si no, no habrá un modo de conseguir que una obra sea buena
dejando que las cosas vayan a la que te criaste. Hace más de
veinte años que escribo y esto no sólo no cambia sino que se me
hace cada vez más difícil, le tengo pánico a la máquina. Por
ejemplo, escribo más rápido porque ahora tengo oficio: ¡y
bueno!, ¿no habrá una manera de escribir rápido desde que uno
empieza? Vos sabés que muchos escritores piensan que el
estilo, la preocupación excesiva por las palabras, es una estu-

151
pidez, que hay que ir lo antes posible al grano, y no ocuparse
para nada del resto.

—Pero con frecuencia el resultado es desastroso.

—Yo no estoy de acuerdo con ellos. No quiero decir que no


sea necesario un estilo; simplemente me pregunto si para crear
un estilo es preciso trabajar mucho con las palabras. A mí me
gusta avanzar a tientas, hacer más de una versión de cada
capítulo.

—¿Todo esto no depende acaso de las personas, de las


épocas, del tema, del temperamento, de las oportunidades?

—Sin ningún lugar a dudas. Pero, en el fondo, creo que las


cosas mejor escritas siempre fueron hechas sin demasiadas
búsquedas.

—¿Te crees con cualidades superiores?

—No creo tener una cualidad inapreciable, creo simple¬


mente que tengo cualidades humanas. Estoy orgulloso del ser
humano que hay en mí.

—¿Alguna vez se te subió la fama a la cabeza?

—Nunca fui ni soy el escritor, pedante y soberbio, a quien la


gloria se le sube a la cabeza.

—¿De qué modo conseguís matizar tan bien las voces


de los personajes femeninos en tus libros? ¿Cómo te
adiestraste para captarlas fielmente?

—El mundo de las mujeres, en mi infancia, como creo que ya


te he contado, me fascinaba: sus vestidos, sus pinturas, sus
paseos, y, en especial, los chismes que se contaban entre ellas.
Mi madre era una de mis principales compañeras de tertulia.
Lo que más me disgustaba del mundo de las mujeres de aquella
época era que vivían en un estado represivo. El machismo
imperante era castrador. Las mujeres vivían bajo el lema:

152
“Mujer casada, pierna quebrada”. Mi madre, persona prepa¬
rada y práctica, detestaba la vida pueblerina, y siempre estaba
en pose de imaginativa. De ella aprendí mucho, y de sus amigas,
y mis tías me proporcionaron riquísimos datos que yo llevé
luego a mis libros.

—¿La traición de Rita Hayworthes una autobiografía?

—No en un ciento por ciento. Yo diría que en un sesenta.


Esta novela la escribí en un momento de crisis del cual me costó
trabajo salir. Era una manera de exorcizar los problemas que
padecía, allá, en mi pueblo; los padecimientos de mi madre, la
historia de mi familia y la de los habitantes de aquel Villegas
represivo y chato. También quería pintar, especialmente, la
posición de la mujer: sumisa y reprimida, y que no tenían
derecho al goce.

—¿Hasta qué punto está dado el compromiso político


en El beso de la mujer araña?

—Podríamos decir que es una novela contestataria, aunque


este calificativo no es de mi agrado. Sí, indudablemente, que
existe un compromiso político en esta novela puesto que toma
partido por la libertad de elección de dos hombres condenados;
uno, Molina, preso por corruptor de menores, condenado y
marginado por la sociedad por su homosexualidad, que nuestra
sociedad la envuelve en un cerco condenatorio que la margina
y la oculta. El otro, Valentín, el revolucionario, no sólo marginado
sino también perseguido por la sociedad. Los dos sufren las
consecuencias de la falta de libertad.
En este libro denuncio, alego, muestro a contraluz las lacras
de una “moral” argentina de los años 70, y tomo partido por
estas especies de prototipos marginales mostrando y denun¬
ciando —reitero— cómo es manipulada la libertad por el
establishment. Si bien lo político está presente en todo mo¬
mento, hasta en la última página de la narración, no es lo
medular. Yo le di más importancia al problema de la homo¬
sexualidad (que también pasa por lo político) y traté de hurgar
con el escalpelo en lo más hondo de este asunto tan controver¬
tido. No sé si logré lo que me proponía: mostrar el alma al

153
desnudo de un homosexual y cómo ve el mundo desde su óptica.
En una palabra, creo que El beso de la mujer araña, desde el
punto de vista político, es el libro más comprometido que he
escrito. Tiene el tino de no sobrecargar en la truculencia
política, de lo contrario el libro se habría convertido en un
panfleto.
Cuando empecé a pensar en El beso de la mujer araña no
existía el personaje homosexual. Más bien se trataba de discu¬
tir sobre las ventajas del rol de la mujer sometida. Yo estaba
completamente de acuerdo que era una aberración y que el
esquema hombre-fuerte, mujer-sometida era la fuente de toda
la represión. A mí siempre me interesó la situación de la mujer,
como ejemplo flagrante de sometimiento.

—¿Pensás que Boquitas pintadas es un buen libro?

—Sí. Pienso que Boquitas pintadas es un buen libro y que


ha sido rechazado como tantos buenos libros que a lo largo de
la historia de la literatura han sido rechazados. Vos escribís un
libro, lo presentás; algún día será una obra maestra...

—Como le había ocurrido a García Márquez, por


ejemplo.

—Cuando la presenté a un concurso de novela en Buenos


Aires, Juan Carlos Onetti no quiso darme el premio porque dijo
que yo copiaba a tal punto la cultura popular que no se podía
saber cómo era mi verdadera escritura. Recuerdo que me puse
furioso por aquel rechazo. No dejé de pensar que mi novela era
buena, pero eso se descubriría en el futuro. Sería un best seller,
lo era ya, pero sobre todo, lo sería. Había puesto muchas
esperanzas en Boquitas pintadas.

—¿Te causó mucho daño ese rechazo?

—Realmente eso me causó mucho daño. Mi obra no sólo


había sido rechazada porque era buena sino también por mi
condición de homosexual. Uno de los integrantes del jurado de
dicho concurso había hablado despectivamente de mi homo¬
sexualidad. Sin embargo, muchos de mis amigos que leyeron el

154
manuscrito me dijeron que era un libro muy bueno. Pero hubo
algunos momentos de soledad, de tristeza, en los que me decía:
Qué egoístas somos los argentinos, qué mala leche tenemos...”
Son cosas así las que a uno lo van cambiando y cohibiendo.

—Y después cuando fue publicada, traducida y ad¬


mirada tanto en Europa como en los Estados Unidos,
¿cómo fue la satisfacción?

—¡Bueno, me demostró que no estaba equivocado, que los


equivocados eran mis compatriotas! Equivocados no es la
palabra... Tendría que usar una de muy grueso calibre, pero, en
fin...

—En la contratapa de Pubis angelical dice que posi¬


blemente esta sea tu obra maestra. ¿Pensás de verdad
que es una obra maestra?

—No; no creo que sea una obra maestra. Admito, sí, que fue
un libro que me costó mucho escribirlo porque jugué con
distintos planos narrativos que suceden en diferentes épocas.
Me fue difícil terminarlo puesto que llegó un momento en que
no sabía cómo seguir, de qué rriodo darle continuidad a las
historias que pasan en la cabeza de la protagonista (una mujer
educada para ser objeto sexual y que después procura decidir su
propio destino). Las obras que, a mi juiciofe^tán más logradas
son Boquitas pintadas y El beso de la mujer araña.

—¿En qué escala de calidad pondrías a Sangre de


amor correspondido?

—Si le hiciera caso a los críticos diría que es un libro


mediocre, con un lenguaje procaz y populachero, que el graba¬
dor terminó por suplantarme y malograr mi impulso creador.
En fin, es una obra buena y ágilmente escrita; rica en giros
idiomáticos y cuyo personaje —un albañil que vino a trabajar
a mi casa— deslumbra por la candidez de su carácter y lo
inverosímil de sus historias. Naturalmente no es una obra
maestra, pero posee hallazgos dignos de tener en cuenta... Yo
siento un gran afecto por mis libros y a todos los quiero por

155
igual, aunque uno sea mejor que otro. Y es natural que así
sea.

—¿Te preocupás por las traducciones de tus obras?

—Ah, por supuesto. Sigo las cosas hasta el fin, tanto como
pueda, pero eso depende evidentemente de la lengua a la que se
la traduce. Cuando es al italiano, al francés o al inglés, me
enloquezco ante la idea del más mínimo error. Cuando es una
traducción al japonés o al alemán, debo confiar. No queda más
remedio.

—¿Boquitas pintadas es una obra maestra?

—No, no. Pienso: escribí lo que tenía que escribir y está bien.
Lo he escrito lo mejor posible, y eso tiene un valor. Pero no va
mucho más lejos. No pienso: es la obra maestra engendrada por
un genio.

156
Cine y literatura
—¿Cómo se puede definir una obra como buena?

—Creo que se puede definir una obra como buena porque


armoniza con el autor que la escribió, porque él adquirió una
cierta técnica, pero no porque tenga una cualidad que los otros
no tienen.

—¿Te considerás superior por ser escritor?

—No soy un tipo superior, por haber escrito algunos libros,


a un albañil, un plomero o un mecánico. Pienso que puedo tener
un poco más de talento que algún otro, una inteligencia más
desarrollada; pero sólo son apariencias, cuyo origen sigue
siendo una inteligencia igual a la del vecino, o una sensibilidad
igual a la del vecino. No pienso que tenga (creo que ya te lo he
dicho) superioridad alguna. Mi superioridad, si querés, son mis
libros, en la medida en que pueden ser buenos, pero el vecino
—el hombre de la calle— también tiene su superioridad. No
macaneemos. Démosle al César lo que es del César, y a Dios lo
que es de Dios.

—¿Te preguntaste alguna vez: valen algo todos mis


libros? ¿Soy mejor que Borges o Cortázar? ¿Quedará mi
nombre en la historia?

—Nunca me preocuparon esas cosas. Lo esencial, para mí,


es escribir, y punto. La gloria, que yo alcanzaré o no, me tiene
sin cuidado.

159
—¿Qué relación afectiva tenes con tu obra?

—Estoy muy contento. Mis novelas, modestia aparte, son


un éxito y gano buena plata. ¿Por qué negarlo?

—¿No hubo momentos en que tu literatura, frente a los


problemas políticos, te pareció si no más fútil, al menos
relegable a un segundo plano?

—No; jamás pensé eso. No diré que la literatura deba estar


en primer plano, pero me siento designado para escribir. Yo
creo que hago “política”, entre comillas, como todo el mundo,
pero particularmente con mi literatura... Tengo la idea de que
la literatura aporta una cierta salvación. Yo me siento muy
bien, muy cómodo con la literatura.

—¿Qué sentís ante la obra terminada?

—Tengo primero el sentimiento de que he salido del paso,


que yo me había propuesto un trabajo largo y difícil y que, por
fortuna, no había ocurrido nada que impidiera llegar hasta el
fin. Ya está, está hecho. Creo que es el sentimiento más simple
que se pueda tener. Luego siento un vacío, un gran vacío...

—El éxito de un libro, ¿te causa más placer que el de


una obra de teatro?

—Creo que se dan dos placeres distintos. Con la obra de


teatro uno está contento cuando es un éxito, claro. En seguida
se sabe si la obra es un éxito o un fracaso. Pero la suerte de las
obras es curiosa; pueden fracasar, pueden arreglarse, aunque
no hayan marchado bien el día del estreno. El éxito siempre es
dudoso. No pasa lo mismo con un libro. Para que un libro tenga
éxito, a veces hay que esperar mucho tiempo, unos tres meses,
pero a partir de ese momento estás seguro. Mientras que una
obra de teatro es un éxito que puede convertirse en fracaso o un
fracaso que se convierte en éxito. Es muy curioso. Cuando
teatralicé El beso de la mujer araña tuve mucho miedo, pero
afortunadamente resultó un éxito en todas partes.

160
—Pero las alegrías fueron mucho más.

Sí, por supuesto. Sí, he tenido grandes alegrías en el


teatro cuando la obra iba bien. No es el día del estreno cuando
la alegría es mayor; ese día no se sabe qué va a pasar.

—¿Y si sale bien?

—Incluso si sale bien, es sólo un indicio... Pero cuando eso


continúa y sigue marchando bien, entonces uno está verda¬
deramente contento, hay algo a lo que uno está unido; hay una
verdadera relación con el público; cada noche, si se quiere, uno
puede entrar en el teatro, ponerse en un rincón, y ver cómo
reacciona el público.

—¿Hiciste eso alguna vez?

—Casi siempre. El beso de la mujer araña me causaba un


gran placer. Fue un gran éxito.

—Sin embargo, El beso de la mujer araña, que se


estrenó en Buenos Aires en el ’83, pasó sin pena ni gloria.
¿A qué motivos atribuís el fracaso?

—No sé; el público porteño es muy especial, difícil de


conformar. Además, amigos que asistieron al estreno me co¬
mentaron que el trabajo de Pablo Alarcón y Osvaldo Tesser no
estuvo a la altura de los personajes creados por mí, a pesar de
algunas críticas laudatorias. También me dijeron que la di¬
rección de Mario Morgan no fue del todo acertada que digamos.
En fin, desconozco qué pudo haber pasado... La pieza fue un
gran éxito en España, Venezuela, Brasil e Italia.

—¿Por qué convertiste una novela tan exitosa en una


obra de teatro? ¿Pensaste que tendría el mismo éxito?

—¡Tuvo un gran éxito en muchas partes del mundo! No sé


lo que pasó en Buenos Aires... Y en cuanto a la idea de con¬
vertirla en pieza teatral no salió de mí sino de Marco Mattelini,
un director italiano, que me apalabró para hacerlo en teatro. Le

161
di mi bendición, como quien dice, se estrenó y fue un éxito total.
Sin embargo, cuando leí el libreto más detenidamente com¬
probé que no me veía en el texto, no me conformó. No traicio¬
naba la idea general del libro, pero algo no encajaba. Yo en ese
momento estaba en Roma. Después, ya de vuelta en Brasil, hice
una nueva adaptación, que es la que se estrenó en España en
1981, y es la que subió a escena en Buenos Aires. Y agrego esto:
El beso de la mujer araña, novela, fue un best seller exitosísi¬
mo, una de las novelas más vendidas de la historia biblio¬
gráfica brasileña. Tanto fue así que se vendió más en el Brasil
que en otros países de lengua española; más que en México y
España, por ejemplo. Estos son algunos de los fenómenos que
un escritor a veces no sabe explicar. Luego vino la adaptación
teatral, de la que estamos hablando, que estuvo en cartelera por
más de tres años consecutivos en Río-San Pablo, que asimismo
se la llevó por distintos estados y fue presentado en Portugal en
1984.

—¿ Qué juicio te merece la película de Héctor Babenco?

—Es una película muy digna, que me dio muchas satisfac¬


ciones, aunque tengo poco que ver con ella puesto que no escribí
el guión, ahí la responsabilidad no fue mía. El personaje de
William Hurt no es el Molina que yo creé. El Molina de Hurt es
muy distinto al Molina de mi libro. Gajes del oficio. También
debo decir que el cine es un medio de divulgación impor¬
tantísimo para mi obra, y al que le sigo siendo fiel.

—En tu opinión, ¿toda lectura de que hace acopio un


escritor está ligada —lo quiera o no— con su obra?

—Habría que distinguir dos tipos de lectura: uno que llegó


después de cierto tiempo, que era lectura de revistas o de libros
que debían servirme directamente para mis obras literarias o
para mis guiones cinematográficos; y luego una lectura libre,
una lectura de libros policiales o el best seller que acaba de ser
publicado o que nos han recomendado, o del libro de algún
amigo que aún no conozco. Repito: los folletines, las novelas de
cordel, las revistas de aventuras. Esta lectura es comprometida
porque está vinculada a toda mi personalidad, a toda mi vida.

162
Desempeñó un papel preciso en las obras que he escrito y en las
que en este momento estoy escribiendo.

—¿Existen, o no, los géneros literarios?

—No sé qué son los géneros. Yo escribo.

—¿Tenías noción de que las novelas policiales te


cultivaban?

—Yo leía mucho y en realidad no me daba cuenta de que me


cultivaban.

—¿Ypor qué te gustaban las novelas policiales?

—Me gustaba la forma de narrar de sus autores, y porque


conservaba el viejo fondo de aventuras que me apasionaba...
Hablar del relato policial, no te olvides, es hablar de Edgar
Alian Poe, que inventó el género.

—¿Te interesaba la estructura que tenían?

—Claro que me interesaba. Pensaba frecuentemente que


bien podría ser para novelas con temas...

—Más serios.

—Más serios, más literarios. Es decir, para la construcción


de un enigma que, al final —como Rosaura a las diez, de
Denevi—, da la clave. Pensaba que haciendo algo oculto —no
un crimen, sino un acontecimiento cualquiera de la vida, unas
relaciones entre hombres o entre hombres y mujeres— eso
podría ser un tema de novela; ese hecho, poco a poco, iría
aclarándose, sería objeto de hipótesis. Pensaba que ahí había
una posibilidad de novela. Dentro de las formas populares de la
literatura hay aspectos positivos que me interesaron siempre.
Tanto es así que mi libro The Buenos Aires Affair es una especie
de parodia de la novela policial. En esa obra mía se nota cierta
influencia de las novelas “duras” norteamericanas.

163
—¿En la actualidad qué es para vos la literatura?

—Acaso porque nunca pude aceptar la realidad que me tocó


en aquel pueblo de la pampa seca donde pasé mi infancia. Y por
eso para mí la literatura es contar, relatar. Relatar historias
creíbles, verídicas. ¿Por qué creíbles? Porque estaban bien
hechas, porque tenían un principio y un final, porque en su
interior había unos personajes, a quienes yo hacía existir por
medio de las palabras. En esta idea simple, había la creencia de
que contar no era lo mismo que contar a un amigo lo que había
hecho el día anterior. Contar quería decir otra cosa. Era crear
por medio de palabras. La palabra era la forma de relatar una
historia que, por otro lado, me parecía independiente de las
palabras. Pero éstas permitían relatarla. La literatura era un
relato hecho con palabras. Y este relato se completaba cuando
había una aventura que comenzaba y continuaba hasta el fi¬
nal.

—¿Con tus libros querías alegar, denunciar, mos¬


trarle a la sociedad su cara descompuesta, su llaga a la
intemperie?

—Sí, eso vino lentamente. No vino al principio. Sin em¬


bargo, estaba allí. También quería entenderme, corregirme y,
al mismo tiempo, ayudarme a vivir lo mejor posible. De ahí esta
búsqueda de la verdad que es la literatura. Asimismo precisaba
un tema: para mí, era el hombre. Lo que tenía que decir, era el
hombre. Como todos los escritores, creo. Un escritor sólo tiene
un tema: el hombre... Al decir hombre también me refiero a la
mujer, claro.

—Algunos llegan al hombre pasando por ellos mis¬


mos; hablan de sus experiencias. En tu caso se dio mucho
esto, ¿verdad?

—Cada cual tiene una manera de ver las cosas. Como ya he


dicho en otras ocasiones, la mayoría de mis protagonistas, de
mis personajes, son siempre posibilidades mías. Y las historias
que cuento me han sucedido.

164
—¿Alguna vez te interesaste en autores que te fueran
perfectamente ajenos?

—Sí, por cierto, pero es delicado decir que se es ajeno a


alguien, absolutamente ajeno. Pienso en Cortázar —me gusta
mucho Cortázar— y me digo a veces que estoy muy lejos de él
pero, ¿lo estoy? En su gusto por lo fantástico, por los personajes
de Buenos Aires, hay muchas cosas que corresponden a mi
sentido del afecto. En cada elección hay siempre algo que no es
lo esencial del hombre, pero que basta para ligarnos, para
emparentamos en profundidad.

—¿Qué escritores influyeron en tu formación?

—Sí; hubo algunos escritores que me marcaron. El prime¬


ro, Andró Gide, por su economía, su claridad y su precisión en
La sinfonía pastoral, que me parecen ejemplares. Después,
William Faulkner, que, al contrario, era de una extravagancia
y de un exceso impresionantes (en Las palmeras salvajes), mas
siempre justificados por su gran poesía, una gran belleza. En
esos dos libros he podido descubrir la posibilidad de la economía
de las palabras y la exuberancia, dos extremos que me ayudaron
mucho.

—¿Te fue fácil encontrar editor para tu primer libro,


La traición de Rita Hayworth?

—No creas, para mí no fue tan fácil. Esa novela tardó tres
años y medio en encontrar editor. Tardé tres años en escribirla,
en total seis para verla en español. Al año siguiente salió en
francés, porque el manuscrito le gustó mucho a Juan Goytisolo,
que era consejero de Gallimard.

—¿En ese momento habías empezado alguna otra


novela?

—Yo estaba escribiendo Boquitas pintadas, que luego se


publicó casi simultáneamente conLa traición deRitaHayworth,
en el ’69, por culpa de la demora de la que te hablaba.La traición
de Rita Hayworth no tuvo ninguna repercusión en español,

165
pero al ser designada por los críticos de Le Monde como una de
las cinco mejores novelas extranjeras aparecidas en Francia
durante el bienio ’68-’69, enseguida se convirtió en un éxito. Al
mismo tiempo la otra, Boquitas pintadas, era de más fácil
lectura.

—¿Influyó Torre Nilsson y su película en el éxito


editorial de Boquitas pintadas? ¿Se acrecentó tu fama
después de dicha película?

—Quizá, aunque el cine hispanoamericano, y el argentino


en particular —en ese momento al menos— no tenía mucha
difusión. Esa película se vio en Venezuela, en España, México...

—¿Encontraste alguna diferencia fundamental entre


tu libro y la película?

—Torre Nilsson le dio otro carácter a los personajes;fue más


severo con ellos. Yo era más conciliador. Su visión era más dura
y es en ese punto, creo, que la película tiene más fuerza que la
novela. Por el contrario, cuando Torre Nilsson trata de acer¬
cárseme, no sé, la película resulta menos convincente. En ge¬
neral, la película se resiente un poco con esa doble visión...
Cuando la adapté para el cine (escribí el guión de Boquitas
pintadas), se presentó la necesidad de resumir; y en ese mo¬
mento pensé que el vehículo ideal no era el cine sino una serie
de televisión.

—¿Qué recuerdos guardás de tu paso por el Centro


Sperimentale di Cinematografía?

—Era un momento de fuerte influencia del neo-realismo


italiano, un movimiento un tanto dogmático. Existía sólo una
clase de cine admitido por la crítica que era el cine de denuncia,
el neo-realismo era lo único que se admitía. La imposibilidad de
una pluralidad, de una aceptación de lo diferente me pareció
político. Y a mí no me gustaban las condiciones de trabajo. Los
directores sufrían mucho, porque trabajaban siempre pre¬
sionados por el tiempo, por los productores, los actores, etcétera.
René Clément, por ejemplo, de quien fui asistente, sufría

166
terriblemente en su trato con los actores y productores. Un
director tiene que estar seguro de los pasos y de las órdenes que
da, tiene que estar muy seguro de sí. Yo, si hago un trabajo
experimental no puedo transmitir esa seguridad; si es experi¬
mental es justamente porque no sé cuál va a ser el resultado.
Entonces, yo prefiero el trabajo solitario de la literatura. Una
propuesta experimental no resiste a los grandes compromisos
comerciales con mucha gente comprometida. Por ejemplo,
cuando entré al equipo de Adiós a las armas, el primer director,
John Huston, tenía asignado como productor a David O. Selznick
y luego fue sustituido por Charles Vidor, el director de Gilda.
Era un caos total: el productor quería una cosa, el director otra,
el elenco otra...
Las experiencias en cine, como asistente de dirección, repi¬
to, me resultaron difíciles. Había que gritar, imponer, ejercer
autoridad. Yo siempre con el concepto de autoridad tuve mis
problemas. Por ejemplo, mi padre era muy exigente. Lograba,
en una época, paralizarme con la mirada. Acaso esta sea la raíz
de mi repulsión por la autoridad. Bueno, entonces escribía
guiones que de algún modo resultaban copias de cine que yo
había visto. Cuando me cansé de esa operación de fuga, me dije
que quizá sería más divertido, aunque arriesgado, enfrentar la
realidad, pero cuando pretendí hacer un guión sobre eso, no me
alcanzó la duración de hora y media del cine clásico. Me di
cuenta de a poco que mis temas no se adecuaban a las exigen¬
cias del cine. Ese guión primero fueLa traición de Rita Hayworth.
El cine exige síntesis y mis temas, reitero, me exigían otra
actitud; me exigían análisis, acumulación de detalles. Para
escribir, en cambio, basta con tener papel y lápiz; y el tiempo del
escritor que, se supone, no vale nada.

—Y ese famoso guión se convirtió en novela.

—Sí, y solo se volvió novela. Yo no elegí, no decidí pasar a


nada, fue más bien una voz, la necesidad de los propios per¬
sonajes en explayarse. Me vi dominado por una voz en off,
relatando las cosas, introduciendo escenas, que duraban muy
poco, pero de esas tres líneas yo desarrollaba treinta páginas;
lo que necesitaba evidentemente en ese momento para hablar
del mundo de mi infancia.

167
El cine es un arte de equipo y yo tengo la costumbre de
trabajar solo, es decir, de poder equivocarme infinitamente sin
ningún apremio de tiempo. En el cine, se sabe bien, no hay que
decir, hay que mostrar.

—Ya que hablás de cine. ¿Quépelículas te marcaron


más en tu niñez y en tu adolescencia?

—Las de la década del ’40 y del ’50, y, en especial, las


norteamericanas. Me agradaban, y mucho, las comedias musi¬
cales, los dramas románticos; también me gustaban las pelícu¬
las “acuáticas” de Esther Williams; por ejemplo, Escuela de
sirenas. Recuerdo que vi Sansón y Dalila más de cinco veces, y
Rebeca. Tenía locura por Fred Astaire y Ginger Rogers. Asimismo
me volvían loco Tyrone Power y Sangre y arena.

—Seguro que de allí te viene lo de Rita Hayworth, ¿no?

—Yo creo que sí...

—¿Y el Gordo y el Flaco?

—Me eran estúpidos.

—¿Y Carlos Chaplin?

—Ah, Carlitos, un genio total. No hay punto de compara¬


ción.

—¿La comicidad de Abot y Costello te gustaba?

—Eran más talentosos y entretenidos que Laurel y Hardy,


me parece. Pero nada que ver, insisto, con Chaplin.
También me gustaban Buster Keaton, Harold Lloyd, Eddie
Cantor, que prolongaban con encanto la vieja tradición cómica;
pero películas como Si yo tuviera un millón, como Million dollar
legs que nos reveló a W. C. Fields, desafiaban la razón aun más
radicalmente que las comedias de Max Sennety con mucho más
agresividad. El desparpajo y la inteligencia triunfaban con los
hermanos Marx: ningún payaso había destrozado de manera

168
tan sorprendente la verosimilitud y la lógica. Su comicidad
alcanzaba la profundidad de los delirios oníricos.

—¿En tu gusto cinematográfico no estaba Tarzán


de los monos, o alguna película del legendario John
Wayne?

—Las películas de aventuras y las de cow-boys no me


quitaban el sueño. Aunque reconozco que muchas películas del
lejano oeste poseían una estructura dramática casi perfecta y
estaban muy bien filmadas. Pongo de ejemploLa diligencia, de
John Ford, filmada en 1939; marcó nuevas normasy metas a las
películas del Oeste. Y Río Bravo, una verdadera obra maestra,
un film de Howard Hawks, de nuevo protagonizada por John
Wayne.

—Dos clásicos, nada menos.

—Las películas violentas, aun las épicas, no eran de mi


agrado; salvo honrosas excepciones. Me inclinaba más por los
films musicales, repito, o los melodramas protagonizados por
grandes actrices: Carole Lombard, Shirley Temple, Bette Davis,
Jean Harlow.

—¿Hubo alguna película argentina que influyó en tu


vida?

—Muchas, muchas... Hablo de las viejas, de la época de oro


del cine argentino, no de las de ahora que la mayoría son
intrascendentes y artísticamente mediocres.

—¿Recordás algún título en especial?

—Las aguas bajan turbias, La guerra gaucha, Asíes la vida,


Los isleros, Prisioneros de la tierra, Los martes orquídeas. La
lista es mucho más larga pero con estos títulos basta y sobra.

—¿Actores preferidos de aquella época?

—Francisco Petrone, Enrique Muiño, José Gola, Guillermo

169
Battaglia, Elias Alippi, Hugo del Carril, muy buen director de
cine; como cantante era un imitador de Gardel.

—¿Y actrices?

—Mecha Ortiz, Zully Moreno, Tita Merello, y Mirtha Le-


grand con reparos.

—¿Por qué con reparos?

—A mi juicio no es una actriz con todas las letras. Se


defiende. Me atrevería a afirmar que es una mediocre con
suerte y simpatía. Nada más.

—Sin embargo nombraste Los martes orquídeas.

—Porque me gustó la manera de dirigir de Mujica, y el


brillante trabajo de Juan Carlos Torry.

—¿Mujica está entre tus directores preferidos?

—Sí; René Mujica me gusta. También me gustaban Manuel


Romero, dirigiendo a la excelente Niní Marshall en su célebre
Catita; Lucas Demare, Mario Soffici, Leopoldo Torres Ríos,
genial director de Pelota de trapo y La vuelta al nido.

—Después tuviste la suerte de trabajar con su hijo,


Leopoldo Torre Nilsson.

—Tuve la suerte de trabajar con Torre Nilsson cuando


participé en el guión de la película Boquitas pintadas. Era una
persona encantadora y con mucha personalidad. Fue una
aleccionadora y bella experiencia. Guardo hermosos recuerdos
de aquel tiempo.

—¿El cine, en tu opinión, es un instrumento cultural


unificador?

—Uno de los más adecuados, a mi modo de ver, para la unión


y el entendimiento de los hombres entre sí es el cine. Sin ningún

170
lugar a dudas. Sin embargo, la televisión ha ido más lejos. Une
a los hombres desde los lugares más remotos instantánea¬
mente. El cine también puede contribuir a eso desde la pantalla
de televisión. Creo que será la futura misión fundamental del
cine. Porque hoy hacer cine para las salas cinematográficas ya
no es negocio y los empresarios se dedican a otra cosa. Si no van
a hacer negocio no les importa nada. El negocio es el negocio, y
eso está primero.

—¿Estamos asistiendo a la muerte del cine?

—No seamos tremendistas. El cine sigue vivo, y lo que se


está muriendo son las salas cinematográficas. Por décadas el
cine fue un lugar de reunión, un espacio social. No tenía
competencia, pero todo cambió cuando llegó la década del ’50
con la TV a cuestas. Ahora el video ha desplazado a las salas y
los empresarios buscan otros horizontes.

—¿Sentís nostalgias con respecto al cine que se hacía


en el pasado?

—A esta altura de la vida uno siente nostalgias por las cosas


que ha perdido con el paso de los años... En el ayer, en épocas
pasadas, se hacía cine de otra manera y con gente distinta,
naturalmente. El cine argentino era una máquina de hacer
películas. Por ejemplo, existían en Buenos Aires nueve galerías
y empresas que contaban con sus propios laboratorios; además
de los laboratorios particulares que trabajaban independiente¬
mente de los estudios cinematográficos, como Alex y otros. La
industria cinematográfica de aquel tiempo estaba hecha para
producir cine. Ahora no hay prácticamente industria del cine,
y son mínimas las posibilidades de controlar el circuito de
exhibición cinematográfica.
Hoy es lógico que descrea de muchas cosas porque se ha
mentido y se miente mucho; como los que hacen política y los
que hacen publicidad. Es decir, los que mienten. Para vender
cualquier producto (algunos de ellos verdaderas basuras) ape¬
lan a una publicidad que deforma la realidad mostrando sueños
inalcanzables. Las páginas de los diarios están plagadas de
publicidad imbécil. Las cadenas de televisión también. Echan

171
mano de la mentira más denigrante y descarada, y de ese modo
atraen y embaucan a millones y millones de personas. De la
misma manera que algunas prédicas políticas —la mayoría—
se sirven también de la mentira. No buscan al hombre para
favorecerlo y ayudarlo, sino para explotarlo y alienarlo. Y no
hace, repito, a la verdadera esencia de la felicidad del hombre.

—Hablando específicamente de cine argentino, ¿cómo


lo ves en la actualidad?

—A pesar de que falto hace muchos años de mi país, pienso


que nuestro cine tiene todavía gente capaz. Me refiero al cine
con los últimos adelantos técnicos y una visión nueva, ya que la
mirada sobre el mundo va variando a medida que pasa el
tiempo y a una velocidad vertiginosa; todo está en cambio
permanente y con una rapidez, recalco, casi inasible y que no se
puede creer.

—¿Hoy se podría hacer cine como en otras épocas?

—Antes, en la época de oro del cine argentino, no había


escuelas. Un actor, un director, un iluminador, se hacía a los
ponchazos. Aparte del trabajo específico que realizaba cada uno
tenían que hacer de todo. Cuentan que, por ejemplo, mientras
filmaban La guerra gaucha, Francisco Petrone —¡el gran
Petrone!— y Enrique Muiño, agarraban la pala y se ponían a
cavar zanjas, o a hacer picadas con un machete en el monte.
¿Qué me contás? Grande, ¿no...?

—¿Podrías definir qué es una obra literaria?

—La obra literaria, para mí, es un objeto que tiene una


duración propia, un comienzo y un final. Esta duración propia
se manifiesta en el libro porque todo lo que se lee remite
siempre a lo que había antes y también a lo que sigue. Eso es la
necesidad de la obra. Se trata de elegir unas palabras que
tienen una cierta tensión propia y que, por esa tensión, crearán
la tensión del libro, que es una duración con la que uno se
compromete. Cuando se comienza un libro, se entra en esa
duración, es decir que uno determina su propia duración, de tal

172
suerte que tiene un cierto comienzo, que es el comienzo del
libro, y tendrá un final. Por consiguiente, existe una cierta
relación del lector con una duración, que es la suya y que al
mismo tiempo no es la suya, desde el momento en que empieza
a leer el libro y hasta el final. Y esto supone una relación
compleja del autor con el lector, porque no debe simplemente
relatar, debe escribir su relato de manera que el lector conciba
realmente la duración de la novela y reconstituya él mismo las
causas y los efectos, según lo que ha sido escrito.

—Mientras estás en la aventura creativa, ¿sos dueño


de vos mismo?

—Escribir, crear: nadie osaría arriesgarse en esa aventura


si no imaginara ser el dueño absoluto de sí mismo, de sus fines
y de sus medios. Mi audacia era inseparable de las ilusiones que
la sostenían y las circunstancias las habían favorecido juntas.
Ningún obstáculo exterior me había forzado nunca a ir contra
la corriente de mí mismo; quería conocer y expresarme: me
encontraba comprometido entero en ese camino.

—¿Te sentís responsable del respeto que te brinda la


sociedad?

—Yo me siento responsable del tiempo que se me ha con¬


cedido. Me importa hacer algo con él y lo mejor que hago es
escribir. Esto no quiere decir que me sienta responsable ante
los demás; ya que ni siquiera me siento responsable ante mí
mismo.

—Sin embargo en todos tus libros te manifestás por


entero.

—Es cierto que me manifiesto por entero en todos mis libros,


pero al mismo tiempo recurro al disfraz de las palabras, de las
actitudes, de las elecciones particulares. Me valgo de cierta
magia y de esta forma velo en cierta manera por mí mismo.

173

.
La comarca desconocida
—¿Pensás en la muerte?

—Pienso, luego... muero. (Rió.) Sí; pienso en la muerte de


tanto en tanto. Más pienso en ella cuando estoy escribiendo un
libro o proyecto nuevas novelas. En esos instantes me asalta el
temor de morirme de repente y dejar inconclusa una obra. En
algunos momentos es tal el miedo que llega a trabarme y no
puedo escribir una línea; el bloqueo que sufro a veces es tur¬
bador y peligroso. Peligroso tanto para el desarrollo literario
como para mi salud psíquica.

—¿Y ese temor y bloqueo se dan sólo cuando escribís,


o en algún otro momento?

—Casi únicamente cuando estoy escribiendo una nueva


obra, o en vísperas de un viaje, o mientras vivo un estado de
felicidad plena. Eso es lo que más me desconcierta.

—¿De qué manera lográs vencer dicho miedo?

—Pensando.

—¿Cómo pensando?

—Sí, pensando; racionalizando hasta el fondo del por qué de


ese estado anímico en el momento de escribir, y poco a poco subo
de nuevo a la superficie.

177
—¿ Y ese “mecanismo”, digamos, te da siempre el mismo
resultado positivo?

—Casi siempre. Algunas veces me lleva más tiempo “destra¬


barme”; otras, no. Estos “ataques”, por llamarlos de alguna
manera, me dan invariablemente mientras escribo. Entonces,
trato de autocontrolarme y después logro una especie de
“inmortalidad pasajera”. Dura lo que tardo en escribir el libro,
o lo que dura el viaje emprendido o las vacaciones tomadas. Una
vez que hube terminado la novela, o regresado del viaje,
desaparece el miedo a la muerte como por arte de magia. Pero
ni bien comienzo a escribir o preparo las valijas me atrapa de
nuevo el temor a la muerte. Y otra vez a las andadas.

—¿Lo consultaste con algún psicólogo?

—No. ¿Para qué?...

—Para que te ayude.

—Me ayudo yo mismo. Además, cuando eso me agarra es


señal de que voy a escribir con tutti. El miedo y el placer se
mezclan y me producen un raro bienestar. Me da la impresión
de que estoy poseído. Si no por el demonio por lo menos por el
miedo. Y me sirve, a mí por lo menos, para escribir. Es como un
alucinógeno que tarda en surtir efecto, pero que una vez logrado
no para hasta la “recta final”.

—Te da una suerte de sadomasoquismo...

—No sé si es sadomasoquismo, la cuestión es que —créase


o no— me ayuda a escribir.

—A tu juicio, ¿qué es la muerte?

—Lo primero y acaso lo más significativo es mi creencia en


que la muerte no es sino un punto culminante de la vida: la
muerte y la vida son en realidad dos aspectos de lo mismo... La
vida y la muerte de un individuo están predestinadas desde el
momento de su nacimiento.

178
—¿Crees en la reencarnación?

—Deseo la supervivencia eterna, la deseo, pero conser¬


vando la memoria. Quiero acordarme de cada detalle de mi
vida. La bienaventuranza me esindiferente sino puedo recordar
mi vida íntegra. Rechazo otras formas de resurrección y en ese
caso prefiero no morir.
La India, por ejemplo, ha sido una de las mayores fuentes de
la reflexión religiosa y filosófica durante por lo menos los
últimos cuatro milenios, y su contribución al interés en la vida
después de la muerte ha sido sobresaliente.

—¿Te referís al hinduismo?

—Sí. Lo que recibió la amplia denominación de hinduismo


ha afectado a todos los otros credos indios y aún es factor
predominante.

—¿Y el budismo y el jainismo?

—El budismo y el jainismo, hoy minoritarios en la India,


profesan creencias antiguas y en cierto modo divergentes y se
las contempla como hinduistas o heterodoxas porque tienen
propias escrituras, pero algunas de sus doctrinas básicas con
respecto a la vida después de la muerte son paralelas o suple¬
mentarias a las enseñanzas del hinduismo.

—La idea de la reencarnación, o de la transmigra¬


ción del alma, nació en la India, ¿no?

—Ciertas enseñanzas, aunque no se restrinjan a la India, y


si la memoria no me falla (pues no soy Funes, el memorioso), se
desarrollan allí, sobre todo la idea de la transmigración del
alma, o su reencarnación, y la creencia ética, relacionada con la
anterior, en el karma, efecto y secuela de las acciones reali¬
zadas en esta vida.

—¿Solamente los hinduistas tienen esta creencia?

—No sólo los hinduistas, sino los teístas sikhs y aparente-

179
mente los agnósticos budistas y jainistas comparten tales
creencias fundamentales en la India, las cuales se propagaron
por el Asia mediante los misioneros budistas y florecieron en los
terrenos antes difíciles de la China y el Japón.

—Pareciera ser que tu especialidad son las religiones


de Oriente.

—Nada de eso. Simple curiosidad y lectura.

—¿En la cosmovisión hindú le dan de verdad mucha


importancia a la transmigración?

—Tengo entendido que la transmigración es fundamental


en la cosmovisión hindú, y quizá se trate de una creencia de
antiquísimo origen, dado que es un elemento básico tanto para
las cosmologías jainista y budista como para la hinduista. Los
budistas la denominan el “círculo” o la “ronda” de la existencia.
En esta ronda, toda criatura nace aquí y muere aquí, muere
aquí y nace en otra parte, nace allí y muere allí, muere allí y
nace en otra parte.

—¿La meta de la vida es la felicidad?

—Los hindúes dicen que la meta de la vida no eslafelicidad,


sino el conocimiento, que sólo a través del conocimiento podre¬
mos alcanzar la felicidad.

—Volviendo al tema de la muerte, ¿desde tu punto de


vista existe la muerte?

—Desde el punto de vista oriental no existe la muerte.


Según ellos, este nombre es una mentira y su idea una ilusión
nacida de la ignorancia.

—Quisiera saber tu punto de vista, no el de los hindúes.

—...Nada muere realmente aunque todo experimenta un


cambio de forma y actividad.

180
—¿Crees o no en el más allá?

Desde muy pequeño (desde el momento en que es con¬


cebido, como decíamos a lo largo de nuestra charla) el hombre
es llevado a esperar y a creer en una continuación.

—Sin embargo, millones piensan que la muerte es


absurda y se revelan contra ella.

—Naturalmente. El reflejo de la rebelión, como decís, ante


la muerte es muy humano.

—¿Por qué te parece que se “inventó” el más allá?

—Probablemente porque, al creer en un más allá, no te¬


meríamos al fin terrenal... Qué sé yo. Son cosas misteriosas
donde el razonamiento, a veces, es inútil.

—Otros dicen que la muerte es el fin de todo.

—Y están convencidos de que después de la muerte de


nosotros no queda nada.

—Cada pueblo tiene una manera distinta de reveren¬


ciar o de entender a la muerte, ¿no?

—Sí; eso es muy cierto. Yo he tenido ocasión de comprobarlo


en mis viajes por algunas partes del mundo. España, por
ejemplo, parece dramáticamente inundada por el sentimiento
de muerte, en el México moderno la muerte aún ocupa un sitio
especial. A la gente, tenés que verlo, le gusta referirse a ella con
cierto desgano, demostrar una indiferencia poco proporcionada
con la fascinación nacional que ella ejerce. La rapidez con que
la inflige a los otros quizá no implique tanto una carencia de
empatia como un hábito que sobrevive a las generaciones, y
acaso, en el fondo, la sensación de lo que cuenta es la colec¬
tividad de la vida y que la muerte es, al fin y al cabo, parte del
proceso para renovarla. Entre los mexicanos de origen indio,
por ejemplo, las almas regresan por alimento el día de los
muertos. Se cuece pan especial, y en algunas aldeas las tumbas

181
se cargan de comidas y clavelones. Se vela durante toda la
noche, a la luz de las bujías, y por la mañana la comida ha
perdido misteriosamente su sabor. Para los habitantes de las
ciudades, tal celebración es más bien la excusa para un festejo;
pero las calaveras de azúcar y chocolate, el pan especial, los
esqueletos con fuegos artificiales entre los dedos, o elevándose
como barriletes de papel, nos confirman que quien ríe último es
la muerte. La muerte está naturalmente, “cotidianamente”,
insertada en la vida.

—¿Tenes fe?

—Cuando se llega a un límite de la razón, yo creo que queda


abierto el campo de la fe.

—Pero, ¿creés en la fe?

—De eso tiene derecho a hablar sólo el hombre religioso.

—¿Sos religioso?

—¿Qué es ser religioso?...

—¿Existe Dios?

—¡Dios mío!, tus preguntas me descolocan.

—¿ Te molestan? Si te molestan pasamos a otros temas.

—No me molestan en absoluto. Me descolocan, me hacen


temblar la estantería. Son preguntas que a veces ni yo me las
hago.

—¿Temor a enfrentarte con la verdad?

—Temor a enfrentarme conmigo mismo, con mis miedos,


con mis traumas y tabúes... En el fondo soy un cagón de mierda.

—¿En serio? No lo puedo creer.

182
—Soy un ser común de carne y hueso, como cualquiera, y no
Superman. ¿Qué te pensás? Un escritor también tiene miedo,
llora, le duele la barriga, caga, mea, y se muere. No es un dios.

—Hablando de Dios, ¿creés en él? Te lo pregunto de


nuevo.

—Esa pregunta me la hago a diario. Y contesto que no. Digo


no a Dios, afirmando las cosas algo brutalmente, pero a cada
momento la pregunta vuelve. Me pregunto: ¿es posible? A pro¬
pósito del azar, por ejemplo, me repito: no puede ser el azar el
que combina los átomos. ¿Pero entonces qué? Una cadena de
preguntas vuelve, siempre las mismas. Las repito sin cesar, las
vuelvo a repetir todo el tiempo.

—¿Te obsesiona Dios?

—Me encuentro obsesionado, no por Dios, sino al menos por


el nombre de Dios. Yo, por ejemplo, no necesito a Dios para
amar a mi prójimo. Es una relación directa de hombre a
hombre, no tengo necesidad alguna de pasar por el infinito.

—Sufrís, por así decirlo, de un ateísmo “dinámico

—Habría que buscar la palabra justa... No se trata de un


ateísmo sereno, ni jubiloso, ni contento. ¡Nada de eso! No está
ni satisfecho, ni apaciguado, sino más bien vivo, siempre en
carne viva: la llaga se abre sin cesar.

—¿No te parece que Dios puede existir, a pesar de


nuestra tendencia hacia la nada y hacia el desamparo?

—Mirá, todos los animales han de morir. ¿Por qué consti¬


tuiría el hombre una excepción? Me parece que la fe nos dice
algo difícil de creer. Pero, con todo, no se puede negar la razón
al ateo y al creyente en dicho ámbito. Por ejemplo, el ateo se
contenta con lo que ve, y muere. Alguien dijo: el gran argu¬
mento contra la inmortalidad es la muerte.

—¿Dios es una hipótesis?

183
—Viejo, yo no soy teólogo, filósofo ni metafísico. A gatas soy
un escritor con muchas limitaciones, un hombre que a veces no
sabe qué carajo hacer con su vida. Un escritor —me parece a
mí—, ya lo dije, no es un sabio o un dios. No mistifiquemos...
Concidencias... coincidencias... destino... misterio. ¡Hay tanto
que se nos escapa!

—La mayoría de la gente supone que el escritor sabe


de todo y puede contestar todas las preguntas; que es una
especie de guía.

—Si creen eso que se jodan. Lo que pasa es que hay toda una
especie de tilinguería, de cholulismo, alrededor del escritor
como pasa con los actores de cine o con los deportistas; la gente
los endiosa y los pone, allá, en la cima. No todo lo que reluce es
oro. Además, es bien sabido, están los que lucran —¡y cómo!—
con la estupidez de la gente.

—Volviendo a la cuestión religiosa...

—¿Qué es esto? ¿Una entrevista o una lección de cate-


quesis?

—¿No tenés dudas espirituales?

—Mi espíritu está interrogado constantemente por la duda,


pero no en el sentido religioso.

—¿Te deciarás anticlerical?

—No llegaré tan lejos. Existe, es claro, en mí cierto anticle¬


ricalismo en la medida en que no me gusta el proselitismo. No
me agrada el clericalismo triunfante, en cualquier región que
sea. Pero personalmente no siento malestar alguno, no me
molesta en absoluto que la gente crea o no crea, ni que haya
clérigos en la medida en que no traten de imponerme su fe, lo
cual no puedo soportar.

—¿Qué explicación le das al fenómeno psicológico de


la fe y al sociológico de las iglesias? ¿Si las religiones no

184
se explican con relación a un dios, entonces con relación
a qué se explican?

—Con todas las razones que nos dan los sociólogos, los
etnólogos y los psicólogos. Todo grupo humano produce mitos
que cumplen diversas funciones: explicativas, sociales, mo¬
rales, etcétera. Tienen por misión explicar la génesis del mundo
y el lugar que el hombre ocupa en él; darle un sentido a la
existencia humana, y hacer que se salve de la fatalidad de la
muerte; de unir al grupo y procurarle reglas de conducta; en
pocas palabras, dada la necesidad de unidad que tiene el
intelecto humano, hace falta que una misma creencia dé una
misma respuesta a cuantas preguntas tenga que hacerse el
hombre. Si se consideran las grandes religiones: el judeocris-
tianismo, el islamismo, etcétera, cada una desempeñó un papel
extremadamente preciso en la historia, en la evolución del
hombre.
La Iglesia, nacida de una fábula oriental desviada de su
primer sentido por los occidentales, la Iglesia —digo— se ha
convertido en un instrumento de represión sobre todo en
América latina en donde ella predica la mansedumbre evangélica
para que respeten y se sometan al Amo Estados Unidos o a la
Gran Bretaña, y a quienes, como en el caso del litigio con Chile
y la guerra de las Malvinas, mediante el Antiguo Testamento,
prometen el fuego del infierno a quienes se rebelen y el “paraíso”
a los que se sometan.

—A tu criterio, ¿el pensamiento científico es una


verdad absoluta?

—¿De dónde sacás eso?... El querer explicarlo todo es, a mi


entender, propio del pensamiento mágico. Una característica
del pensamiento científico es, creo yo, la de reconocer las
incógnitas y las deficiencias, la de plantear continuamente las
preguntas bajo nuevas formas, la de buscar siempre la posibili¬
dad de una explicación nueva. El pensamiento científico, su¬
pongo, y que me perdonen los científicos, no está basado en una
verdad dada una vez para siempre. Construye una teoría que
en un momento determinado da cuenta de las informaciones de
la mejor manera posible. Pero está siempre dispuesto a cambiar

185
de teoría, si es necesario, y de echar la vieja a la basura, para
adoptar una que se ajuste mejor a las nuevas observaciones.

—La actividad ética, ¿te parece que está situada


fuera del problema del conocimiento?

—La verdad, la verdad, no sé muy bien lo que es una


actividad ética. Sé —y muy mal seguramente— lo que son las
reglas morales: para un sociólogo, un etnólogo, se presentan
como impuestas y transmitidas por un grupo social; sus miem¬
bros se agarraban a ellas porque nacieron en esa sociedad y no
en tal otra. Pero no sé muy bien, repito, lo que es la ética en sí,
completamente pura.

—¿Amás a la vida?

—La amo desesperadamente.

—¿Ya la muerte?

—Como la vida termina con la muerte hay que amar


también a la muerte... ¿Qué es eso de la muerte? ¡Morirse...!
¡Qué misterio tan grande! Yo quiero mirarla cara a cara. Hago
mío el llamamiento sublime de San Juan de la Cruz: “Ven, oh,
muerte tan oculta que no te oiga llegar, ya que el placer de morir
podría devolverme la vida”.
¿Quién dijo que venimos al mundo para pasar el rato? No es
el azar, sino el orden lo que debe maravillarnos. No es milagroso
lo que ocurre raras veces, sino lo que siempre ocurre.

186
A

Indice
The Buenos Aires Affair. 11

Puerto Nuevo. 23

El escritor y sus fantasmas. 37

El retomo de los brujos. 53

El exilio y el reino. 67

Primera memoria. 87

El triángulo de las Bermudas. 101

“Me hubiera gustado ser Gardel”. 117

Pas de deux. 131

El beso de la mujer araña. 145

Cine y literatura. 157

La comarca desconocida. 175

189
Composición tipográfica y armado: Gráfica Lourdes

Se terminó de imprimir en el mes de marzo de 1992 en


Palabra Gráfica y Editora S.A., Castro 1860, Buenos Aires, Argentina
DATE DUE / DATE DE RETOUR
APK l 1 2003


apr 7 1QQ$

FEB 1 6 1996
APR - . 5 2000
Ik
M tiíí

M i"1

JAN ¡ 7 1999 JAN 1 9 2005

2 199o 38-297
"... - ¿Te gustaría volver a vivir en la Argentina?

- Sí; me gustaría vivir algún día en un ámbito de

provincia.Buenos Aires en sí no me agrada tanto,más

me gustan nuestras provincias.Peró por ahora prefiero

seguir viviendo en el exterior.Estoy afincado en Río

donde tengo mi casa (a doscientos metros del mar) y

traje a mis padres. Naturalmente que me agradaría no

perder los lazos de unión con mi país.Sin embargo, por

ahora, repito, no quiero regresar a un sitio en donde se

me hizo tanto daño. Cuando un escritor se va de su

país, tiene que elegir entre dos graves peligros: uno, el

de quedarse y desarrollar una autocensura inconsciente

y el otro, irse y desarraigarse al perder contacto con su

tierra. Una de las dos cosas puede suceder. No te

olvides que soy un extranjero en mi propio país. Mi

propio medio, mi paisaje natal, la gente de mi pueblo,

mi propia familia, me han hecho a su imagen pero me

rechazan con la misma fuerza, me dejan afuera, hacen

de mí un extraño."

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