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Huacho y Pochocha por Enrique Lihn

De la historia de amor de Huacho y Pochocha subsisten las huellas conmovedoras


que me fuerzan, periódicamente, a aventurarme en una empresa imposible:
reconstituirla. La imaginación no es un buen guía para internarse en realidades que
la sobrepasan. Ellas la obligan a volar en el vacío, lo que es igual que cortarle las
alas y encerrarla en la jaula del loro. Entregada a sí misma, no hará otra cosa que
repetirnos su viejo repertorio hasta el cansancio. ¿Con qué datos ayudarla a salir del
paso en que se la pone en una noche de insomnio, condenada a un trabajo forzado
del que nos creemos libres, erróneamente, al día siguiente.

Si Huacho y Pochocha fueran simplemente dos nombre pintados por un ocioso en


un muro y si la misma mano que los trazó hubiese escrito y garrapateado en torno a
ellos los dibujos y las palabras obscenos que allí pueden verse y leerse, todo se
reducía a pensar en un ferroviario obsediado por una lúbrica decepción amorosa.
Tipos de esta especie se encuentran a diario e imaginar que uno de ellos encontró
en la grafomanía a todo color y en gran escala la fórmula para tranquilizar a su
monstruo por el furtivo espacio de unas horas
nocturnas, me sería demasiado fácil. Excluida del mundo, esa pareja de nombres
ridículos (y la pareja misma) pierde a la vez que el encanto, su condición absurda.

La relación del sueño del idiota con el idiota que lo sueña arroja una luz
tranquilizadora sobre ambos. Si el primer término de esta relación nos saliera al
paso, dotada de existencia propia, convertida por obra y gracia del genio del
durmiente para sumirnos en el asombro. Es incorrecto pensar que un miserable,
poseído por la fiebre, ejecute penosamente el trabajo de exponer su miseria (y
ocultarla) con el amor, o, por lo menos, con la paciencia de un relojero. Todo está de
parte del absurdo. Todo indica a las claras que Huacho y Pochocha existen; no
como en el sueño viscoso de un impotente ni menos como la emanación real de ese
sueño, sino con la naturalidad propia de dos seres de carne y hueso.

De los dos fue el hombre por cierto quien tuvo la peregrina idea, vieja como el
diluvio, de grabar su nombre y el de su amada, imborrablemente, en una superficie
sólida. Es un impulso primitivo que, por regla general, se satisface con un cuchillo y
un árbol. Son los medios comunes y corrientes para un fin común y corriente en la
prosecución del cual hasta un hombre de talento se pone al nivel de sus
semejantes. Posiblemente Huacho sea un nombre excepcionalmente común, lo que
explicaría su genialidad, la única que le conocemos. El hecho es que no pudo elegir
un lugar más visible para su púdico exceso de exaltado exhibicionismo que una
muralla divisoria paralela a la línea férrea, situada a corta distancia de la ciudad
misma, ni materiales más desusados en esos casos que una brocha delgada y
varios tarros de piroxilina. Un pintor de letras no tendría dificultades para
procurárselos a cualquier hora del día o de la noche. Su oficio lo obliga a cargar con
ellos sin ninguna grandeza. Los caracteres que imprimió Huacho -no obstante lo
hiciese al amparo de una doble ceguera impuesta por la pasión y por las sombras-
revelan que un pintor de letras pudo ser a sus ojos un hombre superiormente
dotado, dueño de una situación envidiable, de una cultura artística fascinante.
Es posible que volviera a invadirlo ese sentimiento de admiración por un maestro de
arte en que se debatió llevado por un entusiasmo pródigo en dificultades, pero
superior a su capacidad de resistirlo; más aún, que pensase concretamente en el
individuo a quien debió sustraerle la brocha y los tarros, aprovechando el descuido
que acompaña fielmente a la borrachera.

Los hombres superiormente dotados a quienes la vida ahoga en un ambiente


indigno de ellos, son propensos a un alcoholismo que se traduce en la exaltación de
su humor negro. Olvidan en todas sus partes sus útiles de trabajo y terminan sus
días, apacible y melodramáticamente, en el hospicio o en la cárcel. Pero ésta no es
la historia de un pintor de letras. Sólo he aludido a él para anotar que Huacho -
honrado de capirote- no habría puesto sus miras en lo ajeno, de no mediar una de
esas ideas luminosas que desafían a nuestras previsiones respecto del carácter
menos imposible.

También a él lo suponemos aficionado a la bebida, aunque por un motivo muy


diferente. Falto de luces, ¿quién no prefiere la obscuridad completa, vivificante, a la
penumbra en que se debate su cerebro, como una lombriz fuera del barro, en sus
momentos de mayor lucidez?

Siempre ha de ser más feliz un perro de la calle, entregado de lleno a su naturaleza,


que un perro de circo condenado, en dos patas, a impugnarla.

Si Huacho bebía como lo hubiese hecho un animal en su caso, era que necesitaba
sentir ese hormigueo en todo el cuerpo, gracias al cual los seres oscuros se ponen
en contacto consigo mismos y les es dada la certidumbre de propia existencia.

La jornada había sido por lo demás gloriosa, a juzgar por los


sentimientos que me inspiran los resultados. A la vista de esa
reiterada inscripción multicolor de dos nombres de otro mundo, uno puede dar
rienda suelta a su propia inocencia semejante a la alegría impersonal que se respira
en un día de primavera.

Entristece pensar que el tiempo se ha encargado también de esa obra


destruyéndola miserablemente, negándole con minucioso cuidado la oportunidad de
renovarse. Desde la ventanilla de un tren se la puede apreciar aun, en un abrir y
cerrar de ojos; pero el día en que desaparezca, junto con la muralla, la línea férrea,
el tren y la ubicación misma del lugar en que se levanta, lo tengo más asociado a
ella que a cualquier otro producto de la mano del hombre.

Así, es natural que su autor se haya embriagado como nunca no bien le puso
término para su asombro y el mío, para la obscenidad de un enajenado mental y la
curiosidad divertida de algún viajero abierto al mundo.

A un costado de la estación, enfilados en una misma calle aparentemente


deshabitada, como en ruinas, se extiende una
decena de bares clandestinos. El barrio es, podría decirse, una “vergüenza
nacional” y hay en él manzanas enteras cuyas casas, comunicadas entre sí, forman
laberintos en los que se extravía, periódicamente y para siempre, algún
representante de la justicia obstinado en imponerla a cualquier precio. Como de
todo hay en la viña del Señor, también allí vive buena gente que asilaría a los
despavoridos guardias, si no corriese, al hacerlo, peligro de muerte.

La miseria reúne a los ángeles y a las bestias y, si no llega a


confundirlos, cuando menos los amolda para hacer posible su
convivencia. Cuando un vecino sediento y deseoso de compañía se encamina a un
bar, por ejemplo, sabe perfectamente a cuál de todos dirigirse. Hay ignorancias y
descuidos fatales. Si es un asesino, entrará al de los asesinos; si un ladrón, al de los
ladrones; si un vendedor ambulante, al que le corresponde; si no es nada, se lo
espera en el más sórdido de todos, donde se acepta la gente sin profesión y se fía a
los indigentes a cambio de pequeños servicios que les pueden significar algunos
días de cárcel. En la abstinencia cualquiera transmite un mensaje por un jarro de
vino, recibe un
paquete de un desconocido y se lo entrega a otro, asiste activamente al entierro de
un suicida involuntario que se obstina en reflotar a favor de la corriente.

Oí hablar de un tipo que envejeció sin poder demostrar la inocencia de su


participación en una aventura de esa especie. No era mudo, pero las palabras se le
oponían como obstáculos con los que se cansaba de luchar, tras largo y penoso
plazo. La facilidad de expresión no le habría sido muy útil, por otra parte, pues no
era conocido ni siquiera en su casa, como cuadra a un vagabundo, y sus amigos
ocasionales carecían de las influencias necesarias para atreverse a declararlo
inocente ante las autoridades.

Son historias que alguien de buena voluntad le cuenta a usted en sordina, por cierto
que en otros términos y no sin riesgo de su persona, en el escenario mismo donde
se las esconde como a un tumor contagioso. El narrador puede haber sido Huacho,
a quien seguramente vi por primera y última vez en esa taberna de los extramuros
que visité hace veinte o más años, en un juvenil acto de curiosidad temeraria.

Frente a mi mesa, constreñido a la suya en la actitud de un mono que imita como


puede una costumbre humana, el novio feliz sonreía y bebía interminablemente, con
los pies en el aire. Un suceso inesperado me reveló en breves instantes los pocos
rasgos que bastan para trazar el carácter de un hombre sin pretensiones de ninguna
especie. Al entarimado, que se levantaba sobre el piso de tierra en un extremo de la
taberna, había subido la dificultad, el peso y la voz de una mujer inolvidable. Para no
entrar en detalles, la describo como la parte posterior de un caballo, humanizada por
una cabeza de melón y un rostro de torta cruda. La edad y el oficio que en otros
tiempos habría desempeñado legalmente, sin mucho éxito, se le traslucían a través
de toda una humanidad consagrada a ocultar los años y presentar su profesión bajo
el más atractivo y decoroso de los aspectos. Fascinado por esa personificación de la
carne que se niega a reconocer su derrota y renunciar al último residuo de
voluptuosidad, por esa decencia que el asco de sí mismos impone a los más
impúdicos, la cantante me llegó a inspirar una simpatía morbosa. Los sentimientos
complicados dan lugar a la reflexión y el pensamiento paraliza. A mí, claro está, no
se me había ocurrido, paralizado o no, establecer el menor contacto con la “artista”.
Mi vecino de mesa, en cambio, subió al estrado, una copa de vino en la mano,
admirablemente dispuesto a rendirle homenaje.

Yo no advertí en la expresión del hombrecillo ni la sombra de una intención


deshonesta. Pienso que la mujer pudo incluso recordarle a su madre o que vio
simplemente en ella el símbolo de la humanidad entera, abierta de brazos. Pero su
gesto fue tan torpemente ejecutado como interpretado. Incapaz de sostenerse con
firmeza sobre los pies, buscó apoyo en su interlocutora y, en una de ésas, la volcó
la ofrenda que ella se llevaba a los labios, en el escote. Fue entonces cuando se
hizo notar, bajo un aspecto imprevisible, el acompañante de la vieja, que hasta ese
momento había tocado el piano sumido en una dorada medianía, con la ligereza de
una mariposa y sin ningún virtuosismo. El aspecto (¿Cuál era?) del adversario debió
animarlo a destapar el odio que envenena a los tipos equívocos cuando se
enfrentan con hombres de una pieza. Los insultos y los empujones le fueron
devueltos con rapidez y precisión inesperadas. En el espacio de un segundo el
suelo le recordó que, si se es un cobarde, conviene tenerlo presente sin excepción
en todas las circunstancias. Al final de la escena se admiran en el héroe la
facilidad innata para captarse el corazón femenino y su magnanimidad para con los
enemigos caídos. Recuerdo que la mujer insultó injustamente en cierto modo a su
acompañante, quien hizo aún cierto esfuerzo para reivindicar su virilidad; que el
vencedor, iluminado en todo momento por la idea de la reconciliación y el olvido
absolutos, terminó brindando con la pareja a la salud de quién sabe qué almas en
pena. Cuando la cantante y el pianista desaparecieron para siempre -pensé. por
donde habían venido, hundiéndose en la tembladera de su inexplicable convivencia,
no tuve inconveniente en reemplazarlos. Era indudable que estaba en
presencia de un personaje curioso. Sabría sacarle algún partido literario. Además,
es posible que en esa remota noche sintiese yo la angustiosa necesidad de
distraerme en que me dejaban mis constantes rupturas con todo el mundo.

No estoy seguro de recordar el sentido de una conversación


mantenida con un vagabundo,, hace quién sabe cuánto tiempo. Es posible que,
salvo en algunos puntos, la confunda con otras equivalentes, entabladas en lugares
semejantes. Ya el aspecto físico de mi interlocutor se presta en mi memoria a una
serie de confusiones. He dicho vagabundo. Aludí quizá a la pobreza que en el bajo
pueblo no es un rasgo que distinga a nadie. He de suponer que el hombre no era un
espécimen de los más individualizados. Nuestra raza tiene la pasión de la
monotonía. Cuando se impone, repite sin cansancio un rostro aplastado en rasgos
dispersos, un cuerpo pequeño que tiende a ser robusto, unas manos, unos pie
rebeldes al guante y al zapato.

Pero de ese efímero amigo obtuve una información completa sobre la índole del
lugar en que me hallaba. No se calló las historias que me habrían sido de gran
utilidad si las peores circunstancias me hubieran llevado allí condenado a instalarme
en ese barrio maldito.

Cuando de tarde paso por esos lados ellas se me vienen a la memoria como
impresas en el estilo y en los caracteres de la prensa amarilla sensacionales,
inmundas, demasiado explícitas para atribuírselas a un narrador borracho nacido y
desarrollado, en una edad mental anterior, tanto al lenguaje escrito -sabía dibujar
algunas palabras, su nombre y el de su pareja, por ejemplo, sin entenderlas- como a
las sutilezas del lenguaje oral que escapan al gruñido y a la desordenada, titubeante
acumulación de términos abstrusos.

Con todo, persiste en mí la sensación de haber entendido


prácticamente -en un aquí y en un ahora justos y cabales- aquello a que se alude
cuando se habla de un alma de Dios, pese a todo mi ateísmo. Veo a un a vaga
figura agitándose en un entusiasmo innumerable, como caído del cielo, provocado
por sus propias confidencias bastas, burdas y castas; por la conciencia de ser
comprendido a fondos, sin reservas. Mi propia experiencia me indicaba y me indica
que la idea del amor de un será otro se volatiliza día a día en la complejidad del
corazón y de la conciencia humanos, revelándose como una palabra inflada por un
contenido ilusorio. Un hombre, sin embargo, me habló de su mujer en tal forma, que
esta observación puede no ser sino una hipótesis consagrada a justificar la
mezquindad de mis sentimientos.

Al amanecer, ingurgité el último trago de la noche y me despedí - para siempre- de


mi nuevo amigo. Seguramente quise saber su nombre. Él me lo articularía con voz
estropajosa. Acaso dijo Huacho; pero la verdad, no estoy seguro de recordar cómo
se llamaba.

II

A Pochocha, en cambio, suelo estar seguro de contarla en la lista de mis conocidos:


Si se la compara con su amigo, puede parecer vulgar, lo que facilita por una parte y
dificulta por la otra un encuentro personal con ella en el pasado, en el presente y en
el futuro. De no haberse muerto -obedeciendo al plan de esta historia- me sería
posible encontrarla en el asilo de ancianos, por ejemplo, o entre las viejas
vendedoras de baratijas que se arrinconan y encienden su brasero en los mercados.
Ella no fue la de la Idea, aunque el hecho de inspirarla la salva del anonimato y la
pone, más bien formalmente, por encima de sus colegas, amigas y vecinas. Creo
que me resultaría fácil reconocerla -a pesar de que los años no le habrán evitado ni
el menor estrago- y saber si ella y María son, en verdad, una sola y misma persona.

María fue la última doméstica a quien intenté, infructuosamente, hacerle el amor en


casa de mis padres. El nombre no tiene por qué despistarnos. Es sabido que las
mujeres de “baja extracción”, como se dice en un feo lenguaje, acostumbran a
ocultar el suyo propio, favorecidas por el desorden y la emergencia que reinan en
sus papeles de antecedentes, bajo otro, simulado, el primero que encuentran en su
cabeza en el momento oportuno, quizás el de su peor enemiga. Puede verse en
esto -según el criterio- un innato amor infantil por la simulación y la mentira o un
pudor, también
innato y demencial, que les prohíbe entregarse en una fórmula. Las palabras
desnudan y fijan. La vida, en especial la vida femenina, se esconde en un secreto
movimiento permanentemente ondulatorio. Pochocha era, sin duda, una perfecta
expresión de una femineidad contemporánea a la aparición del hombre sobre la
tierra, precedido y enajenado por el encanto de una inmensa mujer yacente, al sol,
sobre las piedras.

Pido, antes de entrar en materia, que no se me juzgue a la ligera. Aunque es bien


sabido que innumerables generaciones de hijos de familia han aprendido a saborear
el gusto de la carne en los pabellones del servicio, una moralista ocasional no verá
en todo ello sino una forma más de la explotación de una clase por otra. Lo que es
mucho y poco decir en materia tan delicada. Conviene tomar en cuanta la
amoralidad que reina en todas partes bajo la inmoralidad y el moralismo. Luego,
piénsese que en lo que se refiere al conocimiento sexual, todos somos más o
menos autodidactos. Nadie nos ha enseñado a relacionarnos con las mujeres en la
única forma en que la convivencia con ellas se llena de un sentido natural y
verdadero. Hablo en general. En lo que a mí respecta, abandono las justificaciones
por los hechos. Bien pensado, puede que yo no pueda aspirar al “perdón de mis
pecados”. Este pensamiento suele alegrarme.

María se presentó en casa un sofocante día de verano, con un


paquetito apretado contra la cúpula del corazón. Este gesto
patético no cuadraba en modo alguno con la expresión general de su persona, de
una apagada serenidad un poco triste, rayana, por momentos, en la estulticia. Traía
allí los tesoros de su vida privada, los trofeos que cualquiera conquista, por el simple
hecho de existir, en una alegre y penosa batalla perdida de antemano. El retrato de
sus padres irreconocibles en su vaguedad color sepia, los rasgos retocados, las
cabezas como metidas en los agujeros de un telón en el que se veía una pareja de
cuerpos ideales en una posición ideal,
pintado por un sastre pobre aficionado al arte. Entre el retrato y el vidrio
doradamente enmarcado, persistía el color de unas violetas secas; una estatuilla de
yeso: la virgen del Carmen, obtenida en una rifa parroquial, y su respectiva
palmatoria; una cajita primorosamente incrustada de conchas por un preso y, dentro
de ella, las joyas: una golondrina de vidrios abrillantados, unos pendientes en forma
de margaritas gigantes, un collar de perlas falsas completo. Los anteojos intrigaban.
María, ¿sabía? Una vez la vi con ellos puestos. Les faltaba un vidrio. Además, lo
que podría ser de gran importancia, sus fotografías numerosas. En la gran mayoría
de ellas aparecía sola, respaldada por irrecuperables días domingos. Ni más vieja ni
más joven de lo que era. Simplemente en distintas épocas de su vida. Sentada con
artificio en una roca, junto al mar, esa mujer demasiado grande atraía la atención
sobre un cuerpo de ningún modo perfecto, pero sólido y agradablemente
desproporcionado. Luego otras visitas la mostraba en vacuas actitudes cariñosas
junto a alguien. De nuevo, demasiado grande. El rostro de su compañero había sido
expurgado, aquí y allá, con auxilio del dedo, el alfiler y las uñas. Los demás
hombres, visibles como en segundo plano, eran figuras secundarias.

La primera tarde de servicio. María no salió de su pieza,


aparentemente ocupada en arreglar sus cosas. Yo la observé desde el jardín sin ser
visto, apenas curioso. La mujer lloraba en medio del desorden, en actitud hierática,
como para sus adentros. María era alegre, de una alegría más profunda, se hubiera,
que su interioridad misma, ya que le faltaba siempre algo para hacerse visible. De
esa alegría impersonal que se respira en los días de primavera, de la que uno
participa como un espectador, sin compromiso: Las pocas veces que se enojaba, lo
había bromeando, pero con autoridad, segura de su derecho. Sus costumbres eran
espartanas. Se levantaba con el sol y uno podía figurársela envidiosa de las gallinas
que vuelven a su retiro a primera hora de la tarde.

Amaba a los animales y a los niños, pero unos y otros se divertían a costa suya,
llegando muy pronto al aburrimiento. Siempre pensé que había vivido en
condiciones más precarias y trabajosas que toda otra mujer de su oficio, pues lo
desempeñaba con una facilidad extraordinaria. También imaginé que la resistencia
a salir de paseo en sus horas libres obedecía al temor de encontrarse con alguien
que esperaba recuperarla, arrastrándola, otra vez, a una inopia completa. Le era fiel
a esa persona, como se verá, pero tenía a veces la reflexiva expresión antipática de
los traidores. En general no me preocupé gran cosa de ella hasta que se me reveló
y la vi en parte con los ojos de Huacho, en parte con los de un desesperado que
busca amparo en cualquier mujer dispuesta o no a la correspondencia.. Y también,
claro, está, cínicamente.

Como formando parte de un plan largamente preconcebido, mis continuas protestas


contra la buena mujer habrían mantenido en el anonimato, a recaudo de toda
sospecha al menos por un tiempo, una relación íntima entre ella y yo. Mi madre
creía poder estar tranquila en el sentido de que esta vez nada anómalo iba a
suceder en casa.

Se felicitaba por la audacia con que, desoyendo la voz de la


experiencia, había admitido en ella a una mujer en la flor de su
edad. A las sucesoras de Juana, hasta María, se les exigió para aceptarlas en el
servicio, como primera condición una madurez a toda prueba, y un interminable
desfile de ancianas atravesó el hogar dejando el lamentable recuerdo de su virtuosa
inutilidad.

Para mi madre, María era a todas luces una joya; para mí, con la aprobación
matriarcal, un ser neutro que dejaba caer
desaprensivamente sus pelos en la sopa. Era yo quien parecía
condenado a encontrar esos delgados hilos de una amarillez
grisácea, sin vida, irritantes. Yo quien sostuve, viniera o no al caso, la necesidad de
que María fue tan higiénica con su persona como con todo lo que estaba bajo sus
manos. El más ligero olor a transpiración me enferma, puedo sentirlo allí donde
simplemente sospecho que existe, y el ajuar de ese ángel no era de los más ricos.
Si es posible que se cambiara un vestido blanco azulado por otro azul marino
desteñido, me consta que usaba siempre un mismo delantal que la cubría con la
generosidad de una bata de baño, humedeciéndose ligeramente en las axilas,
prestándole la amplitud del embarazo. El color de esa prenda informe sugería el
vómito de un niño “empachado” con frambuesas en leche. María, además,
arrastraba al andar sus grandes pies calzados con zapatillas de goma, e insistió
durante semanas en llevarme el desayuno a mi pieza a primera hora de la mañana.
Terminadas sus labores domésticas, después de almuerzo, solía entregarse, en la
cocina, a la práctica del canto, lo cual me imposibilitaba para concentrarme en mi
trabajo: todos esos largos y absurdos poemas escritos en una máquina a la que le
faltaban varias teclas, destinados a extraviarse con el correr del tiempo. Cierto es
que cantaba a media voz, pero sin la menor entonación, oído ni propósito alguno,
como lo hace un ciego en una esquina ante el público que no se detendrá a
escucharlo cinco segundos. Ni aun como un ciego, por el desinteresado placer de
encontrar en sí misma una manifestación de su propia existencia.

Mi interés por ella se me impuso de pronto un día en que -es preciso confesarlo todo
en total vulgaridad- volví a casa temprano medio ebrio, tras dos días de ausencia, y
no encontré en ésta a nadie salvo a María que estaba encerrada en su dormitorio.
Fui allí en procura de alguna información y se me recibió como se me había recibido
esa tarde en el limbo, sin extrañeza. Mi familia en masa andaba fuera de la ciudad,
en algún lugar de la costa. Volvería al anochecer de ese domingo. Tomé asiento
frente a la mujer, decidido a cambiar
con ella cualquier género de impresiones. En otra parte no me
esperaba nadie. La poesía se me aparecía como el más ridículo y vacuo de los
ejercicios. Mil veces menos preferible a la prosa de una conversación sin pies ni
cabeza. ¿Quién era yo? La imagen aparentemente viva del fracaso: un hombre
joven, sin porvenir, ocupado en buscar trabajo con la esperanza y la desesperación
de no encontrarlo. María opuso una débil resistencia a mi vista:
-No vaya a ser que lo vean aquí...
-No me verán-
Una respuesta concluyente.

Entablamos un diálogo impreciso, yo quería informarme sobre su pasado; sus


respuestas luchaban por arrastrar la conversación al plano impersonal en que una
mujer simple puede extenderse en menudencias salpicadas de reflexiones
inesperadas. A propósito de no se qué qué banalidad relacionada con un
melodrama de cine -yo lo había visto casualmente para matar el tiempo-, observó
que, en el fondo, nadie necesita de nadie y que las gentes consiguen interesarse
unas en otras para escapar a la soledad. Este paréntesis me hizo sentirme próximo
a ella como de un filósofo
existencialista. La sensación de que sus pensamientos eran simples aproximaciones
a sus sentimientos, organizados, quizás, para traicionarlos; de que no se interesaba
en nada parecido a un melodrama de cine, me invadió de una ternura intolerable.
Creí estar enamorado por primera vez en mi vida, de una manera absurda, tan poco
convencional como era de desear. María era, en realidad, de una belleza superior a
todas las fealdades que pudieran reprochársele, anterior a todos los tipos
establecidos por las depravadas costumbres del hombre. Pertenecía a la tierra y al
cielo, que es un anhelante fluido terrenal, por iguales partes. Toda nacionalidad e
individualidad estaban excluidas de esa gran forma femenina apta para el
desconsuelo de la maternidad y la melancolía
del amor. Caía una cálida tarde otoñal con la finura de una hoja
seca. Intenté, reiteradamente, algún alcance y fui rechazado con una firmeza sin
violencia. Ni quise entender que, además de leal, María era fiel.

Adquirí la vergonzante costumbre de permanecer en casa la mayor parte del día,


acechando la oportunidad de encontrarme con ella a solas. Luego me descuidé
completamente, y si no me sorprendieron fue que actuaba con la precisión con que
un borracho evita, en último instante, el peligro de ser arrollado por un vehículo.
Mientras almorzaba o comía mi familia yo iba a la cocina sin ningún pretexto y era
recibido alí por el enemigo pronto a defenderse inexpresivamente y sin ruido. Este
estado de cosas se prolongó más de la cuenta. Cuando ya renunciaba al combate,
el vencedor me incitaba con su magnanimidad a reanudarlo.

Trató de recordar alguna de esas historias que me refería María como a un niño de
corta edad, cuando estábamos pacíficamente solos: No lo consigo sino en parte y
pienso que deben haber sido de lo más caóticas. Trataban del diablo y venían de un
mundo iluminado por la superstición como una pintura primitiva por los colores del
espectro. En una de ellas ese personaje aparecía ante unos niños bajo la forma de
un burro y los invitaba a dar una vuelta sobre su lomo. Como ellos no se hicieron de
rogar debió manifestarse en escena alguien interesado en que no llegaran al
infierno. Y el burro empezaba a hincharse en sentido horizontal como esos globos
con aspecto de grandes salchichas. Reventaba por último y en lugar de él una cola
se hundía rápidamente en la tierra, despidiendo olor a azufre. Luego, el diablo
disfrazado de campesino era engañado por un campesino disfrazado de diablo -o
algo por el estilo- en una apuesta en la que el mismísimo demonio perdía su alma.
Todo quedaba en nada, y el campesino volvía al infierno restregándose las manos.
Pero la extensión de este relato me impide extenderme sobre otros.

Una humillación de primera magnitud puso término mis relaciones con María. La
ventana del comedor daba al jardín y de éste no se podía pasar a la cocina sin ser
visto desde el interior de la casa; a menos que se lo alcanzase por la puerta de
entrada, se lo recorriera por el fondo y se llegara a aquélla deslizándose en cuatro
pies por debajo de la ventana.

Ejecute esta difícil operación cierto día en que mi abuela -mujer puntillosa e
intolerable. almorzaba con nosotros. Levantarse de la mesa para ir a las
dependencias era un comportamiento que le habría arrancado algún comentario.
Deprimido al máximum, yo sentía que era blanco ya de una sospecha por demás
justificable. Incurrí, pues, en la temeridad más absoluta. Un movimiento en falso, el
menor ruido y sería sorprendido en una miserable actitud canina. María, los brazos
en jarra, apoyada en el umbral de la puerta de su reino, observaba mis evoluciones,
sin expresión ninguna, fascinada, seguramente, por una obstinación superior a la
suya.

Cuando llegué a ella y quise besarla, me mantuvo a distancia con una fuerza
extraordinaria. Convertido en un pelele, lleno de odio, abandoné la partida y regresé
a la casa por donde había venido, como quien desciende al infierno.

Poco tiempo después, sorda a los consejos bien intencionados e interesados de mi


madre, María dejó el servicio con destino desconocido. No dijo que iba a casarse ni
justificó su deserción en modo alguno. Había tomado, eso sí, la costumbre de pasar
us horas libres fuera de la casa, despertando la trivial sospecha de un noviazgo que
creímos confirmada el día de su partida. Se despidió correctamente de todo el
mundo, hermética, apretando contra su seno izquierdo un paquetito informe. Afuera
la esperaba lo precario de su libertad, bajo la forma de una carretela en la que
apenas cabían, quejumbrosamente, el viejo catre de bronce, el velador y dos sillas.

Si María era Pochocha, esa tarde debió reunirse con Huacho para siempre curada
de toda ambición personal.

III

Inmiscuirse en la niñez de Huacho y Pochoca es otro de los


problemas que debo resolver si quiero dar remate a estas páginas.
Nada más trunco que una historia de amor en la que los personajes,
obligatoriamente un poco infantiles, no se muestras siquiera, a la distancia, en su
infantilismo, auténtico y cronológico. Si nos han inspirado simpatía los querremos
ver cómo eran antes de conocerlos. Por otra parte, su unión nos conmoverá mucho
más si reparamos en la infinidad de obstáculos que pudieron impedirla. El primero
de todos ellos es el tiempo. Dos niños, separados por una carretera, tienen toda la
vida por delante para desencontrarse.
Aunque en el plano de las probabilidades constituyan una pareja de gran interés
novelesco. Nos place, en una historia, el hecho de que haya podido ocurrir, en la
realidad o en la ficción, a pesar de todo.

Pero éstos son todavía argumentos de los más refutables. Para hablar con sencillez,
digamos que entre la infancia y la pasión amorosa hay demasiados lazos para que
olvidemos a aquélla en el relato de ésta.

En nuestra jerga, Huacho es sinónimo de huérfano. Una palabra que se ajusta muy
bien al menosprecio que, por lo general, la arroja en el tapete. La orfandad de
Huacho me parece más que plausible, necesaria. Le viene a su retrato como anillo
al dedo, proyecta sobre él una luz que lo individualiza hasta donde es posible. Este
ejemplo de unción por la mujer ofrecido al mundo en el escrito de un analfabeto,
revela que su autor debió ver reunidos en ella los encantos de una esposa y de una
madre. Nos sugiere también una existencia oscurecida por una especie de
autopaternidad, ajena a todo aquello que no haya sido estrictamente necesario a la
supervivencia; a un niño llevado por sí mismo de la mano lo más lejos posible de
cualquier plantel de enseñanza, con el hambre y el sueño a cada lado. Contra eta
prehistoria patética se destaca, abiertamente, el carácter feérico de la historia
misma.

Huacho pudo nacer de un encuentro fortuito, en un pueblo perdido, de un vendedor


viajero y la única camarera del único hotel de la localidad más o menos habitable.
Esto ayuda a comprender que haya tenido que pasar a manos extrañas, nada de
firmes, a cambio de una módica suma mensual enviada con irregularidad desde
incontrolables puntos geográficos. La muerte de la madre lo aclara y lo falsea todo si
se la precipita caprichosamente. La ausencia permanente y, por último, la
desaparición del padre, en cambio, no tiene nada de imprevisible si se piensa en lo
innecesario que puede sentirse un hombre incluso en un hogar de los más sólidos,
junto a una mujer que insiste en prolongar un amor arruinado por la rutina.

Pero hasta las más ligeras circunstancias parecen confabularse contra una mujer
que se ha cansado de esperar que el momento de la maternidad le llegue por la vía
del matrimonio y, en su exasperación, se siente capaz de cargar para siempre con
las consecuencias de una aventura.

Este hermoso gesto no es comprendido por sus vecinos, quienes terminan por
comunicarle algo de su propio asombro, conmiseración o censura. Si no es muy
saludable, termina enferma en toda la forma. Y vienen los malos días en que es
preciso tomar una actitud desesperada. Perseguir al esposo furtivo, volver a alguna
parte para arreglar algún olvidado asunto de dinero, lanzarse en una nueva vida,
incompatible con el ejercicio permanente de la maternidad o algo por el estilo.

Ana, por ejemplo, tenía por única amiga a Claudia; aunque eran minuciosamente
diferentes, salvo en su común ceguera para todo lo que no fuese la vida bajo su
aspecto más simple, trivial y concreto.

Claudina aceptó hacerse cargo del niño por un impreciso período que pudo, luego,
prolongarse indefinidamente.
En ese entonces su paso por la calle principal no arrastraba aún la estela de
comentarios que luego dejaría siempre; pero habría podido suponerse que una
mujer emprendedora, resuelta y ambiciosa no se iba a contentar con ascender de
camarera a dueña de un expendio de licores en una calle que merecía, de sobra, la
mala fama. Claudina no demoró en arrendar piezas por hora al precio que quiso en
un lugar donde se le hacía sólo la más discreta de las competencias. Después
instaló, ya al descampado, un hotel parejero en toda la regla y empezaron sus
dificultades con la gente de orden. El local primitivo se convirtió en una casa tan
honorable como cualquier otra en la que vivía con su sobrino. Éste no fue aceptado
en la escuela pública.

A los diez años, el muchacho huyó, por primera vez, de una casa donde no había
sido maltratado en lo más mínimo, para volver a ella sin los dientes delanteros,
contra su voluntad, en un silencio que ya no volvió a romper sino en ocasiones
excepcionales. Lo encontraron en un pueblo cercano -remoto a sus ojos- donde
quiso iniciar una nueva vida con pésimos resultados.

Allí, malquistándose con su protector, el cura, y horrorizando a los vecinos


importantes, reunidos en la parroquia un domingo a las doce, se presentó a ayudar
misa inimaginablemente borracho. A mitad de la ceremonia había hecho todo lo
necesario para que nadie pusiese en duda el estado en que se encontraba y fue
arrojado a la calle en medio de la vergüenza, el silencio erizado de toses y el
disimulo insostenible de los espectadores.

Tuvo aún tiempo para robar una gallina, mendigar y trabarse en una pelea a piedra
con los hijos de una buena mujer que lo hospedó, por unos días, con el propósito
frustrado de arrancarle el secreto y entregarlo, personalmente, a su familia. De ello
se hizo cargo uno de los amantes de Claudina que debió esperar horas al pie de un
árbol donde se había emboscado el fugitivo con la boca ensangrentada. Más tarde
se supo que, aproximadamente durante esas horas. Ana se descontaba del mundo
de los vivos en un esfuerzo por permanecer en él que no debió extenuarla. Claudina
acogió a su protegido sin el menor reproche, resignada a perderlo, la próxima vez,
definitivamente.

La biografía de este hombrecillo ofrece nuevos capítulos para el aburrimiento en el


que uno termina por caer cuando, para evitarlo, se hace confidente de las vidas
ajenas. Pablo no sólo me ha relatado, con gran economía de palabras, por qué y
cómo perdió los dientes. Desde la vez en que se le cayó la dentadura postiza,
mientras me lustraba los zapatos, hasta ahora, se ha mostrado en nuestros
encuentros sistemáticamente locuaz. Sus sórdidas historias contrastan con su
carácter, en apariencia, jovial. Mientras observo desde lo alto de ese trono que le
pertenece, pero al pie del cual pasa sus días condenado a una suerte de activa
reverencia, pienso que en algún punto de su vida ésta debió girar en ciento ochenta
grados, impelida por la buena suerte. En la mano izquierda de este anciano, pulcro
para su edad y para su oficio, brilla, hasta cierto punto, un anillo de matrimonio.
Durante un tiempo imaginé una novela rosa protagonizada por dos viejos al borde
de la tumba y creí dar a alguien como Huacho una buena propina. Luego supe, por
el propio impostor, que su mujer falleció hace años, librándolo de un peso
intolerable. Alguien me ha dicho que mi amigo es conocido en su barrio como un
viejo avaro y de mal carácter.

IV

Desde la ventana de mi cuarto que da a un sitio eriazo se denomina, a ratos, un


cuadro que se mueve, de sol a sol, con apacible regularidad. Es la vida de una
pareja de cuidadores cuyos innumerables hijos la mantienen decentemente unida.
El padre es un carpintero competente; la madre, una espléndida lavandera de
aspecto saludable. Esa buena gente no dispone de tiempo para preguntarse por el
sentido de su empresa ni engolfarse en discusiones bizantinas. Una vez al mes, en
los días de pago, el hombre, también obrero de construcción, vuelve a su cubículo
ligeramente abrió y le asesta un puñetazo a su mujer, quien lo ha golpeado, a su
vez, en la mañana, para arrancarle el sueldo íntegro, cuidándose muy bien de
hacerlo en el bajo vientre. Como esta escena se desarrolla entre bastidores, puede
suponerse que ella grita únicamente para no herirlo en su orgullo viril. Las gallinas,
que durante el día circulan en todas direcciones por la calle, se despiertan y
comentan el incidente en su endemoniada lengua bárbara; pero los niños, que
asisten a él, seguros de un desenlace feliz que alterará su distribución en las dos
camas, aprovechan la ocasión para juguetear en camisa, a la luz de la luna. Es
entonces cuando me parece ver en su dimensión real y verdadera a esos pequeños
fantasmas pobres y bien alimentados que vuelven a la tierra, como fuegos fatuos,
para ensuciarse la cara con barro y pajarear a ras de suelo en alegres idas y
venidas. Buena parte de la vida debe ser tan simple como ellos, pero habría que
nacer de nuevo, en su pellejo, para que esta observación no fuera sólo cosa de
palabras. Tienen el privilegio de una ignorancia que les impide perderlo y en esto
hay algo parecido a la sabiduría. Si sus gritos me encuentran despierto y de buen
humor, los escucho con una larga sonrisa.

Ciertas relaciones se han establecido entre mi casa y la de los honrados vecinos.


Las une un alambre eléctrico, gracias al cual entre ellos han caído en desuso la vela
y la lamparilla a parafina. El campesino nos ofrece su prolijidad para poner en regla
cualquier objeto inanimado en cuatro patas por módicas sumas formales. Su hija
mayor le sirve de emisaria y ella ha tomado personalmente la iniciativa de
indicarnos, con toquecitos en la puerta, el momento de recoger el tarro de la basura.
Tiene siete años y se prepara para hacer, en diciembre, su primera comunión. Todo
el misterio de este sacramento se reduce aquí a una cuestión de vestuario
femenino.

Esta virgencilla estará siempre a salvo de toda obsesión que no le venga de una
vida apegada a la miseria y a la dicha que se encuentran al alcance de la mano. Su
femineidad ha elegido por ella el único mundo posible, en un gesto inmemorial de
consagración a lo concreto, anterior al de señalar el cielo con el índice o llevárselo a
la frente.

Suelo divisarla entregada, con vocación a sus tareas. Ayuda a su madre en todo y
observa, de cuando en cuando, al hombre de la casa, como para alentarlo con una
presencia admirativa. Sus hermanos tienen en ella a una madre en miniatura que
los acompaña activamente en el juego, con la reserva de la vigilancia. Puede
lavarlos, vestirlos y darles de comer, e incluso cargarse el más pequeño a la
espalda. A veces hasta los premia o los castiga. En las raras ocasiones en que está
ociosa, se sienta púdicamente en un montón de tierra, las manos entrelazadas en la
falda., los ojos fijos en un punto muerto. Ningún pensamiento debe turbar esa
tranquilidad por la que pasará a vuelo lento algo semejante a la blancura de un traje
cosido a mano. Todo el tiempo que va a durar esa existencia debe sentirse en ella
como un presente extendido a su alrededor esa existencia debe sentirse en ella
como un presente extendido a su alrededor hasta perderse de vista. Ningún secreto,
sólo cosas que no se ven a causa de la distancia. Esa niña va a convertirse en
mujer en cumplimiento de una vocación profunda, preparada desde siempre para la
melancolía del amor y el desconsuelo de la maternidad. He aquí, aproximadamente,
la infancia de Pochocha.

Nuestros padres se conocían, victoriosamente, en austeros y


altísimos salones de baile ahondados de espejos, en el hoyo de la ópera, en una
pista de patinar a la hora del crepúsculo, en una partida de campo, a la salida de la
Catedral. Nosotros hemos heredado, por lo menos, el hábito de los encuentros
previsibles.

Tenemos los cafés para habituarnos a ver a las mujeres antes de dirigirles la
palabra y conocemos sus costumbres antes de acostumbrarnos a ellas. Nos
interesan las amistades de nuestras amistades y disponemos de informaciones
precisas a su respecto. Las relaciones naturalmente se transforman; pero si no se
las traba al azar se las priva de un cierto encanto que es necesario poner en una
historia como ésta. Estoy convencido de que Huacho y Pochocha se conocieron por
una casualidad, digamos, absoluta. Supe de un ladrón galante que cayó a la cárcel
por no huir a tiempo, de la casa en que estaba operando, junto con sus socios. Se
había prendado de la sirvienta y perdió un tiempo precioso haciéndole la corte. Un
hombre así debe valer, a juicio femenino, su peso en oro; pero tiene algo de bandido
romántico que lo pone aquí fuera de foco. Es muy difícil que ese mismo tipo sea
capaz de elevarse por encima de una frivolidad de buen tono para escribir en una
muralla, a todo color, su nombre y el de su querida.

-Preferible es pensar que Huacho atropelló a Pochocha antes de conocerla


íntimamente y tuvo que renunciar por ello a un trabajo para el que no tenía
aptitudes: repartir pan en bicicleta. El dueño del negocio lo habría sorprendido,
recogiendo por centésima vez la mercancía del suelo, junto a un vehículo que era ya
una calamidad con ruedas, para acompañar hasta su casa a una víctima menos
furiosa a cada paso. Es una escena de tarjeta postal a la que se le puede poner
música de pájaros. El malvado no baja, ni lejanamente, a la palestra, sólo se espera
que surja alguna dificultad para que todo siga adelante.

Y allí está, desde luego, la pobreza de los personajes que, ya se sabe, socava a
corto plazo los sentimientos más delicados. Sólo puede hacerle frente una imposible
vocación de dicha y la absoluta falta de imaginación necesaria para pensar que
aquella sólo existe cuando se la comparte con alguien. Como si la dicha no fuera un
sueño que hay que soñar despierto, absolutamente privado y mucho más generoso
que el oscuro amasijo de dos personas en una y su desaparición en un agujero.

Pochocha diría, por fin, su nombre pila y Huacho cortaría, arañándose los dedos,
una flor de plaza pública, como quien saca algo del fondo de sí mismo -pan y
cebollas- para ofrecerlo a manos llenas.

Pochocha debió tomarse una nueva fotografía, superior a todas las suyas, con un
oscuro designio, en una hierática pose de abandono, y Huacho pudo comprarse con
sus ahorros un terno azul con listas blancas y una camisa a cuadros, sabiendo que
tendría que empeñar todo ese lujo a corto plazo.

Pochocha seguramente espació sus relaciones con hombres que había conocido en
la encrucijada del gran mundo (bailes populares, el zoológico, galerías de cine
pobre) para dar vida al cálido fantasma irritante de la fidelidad, y Huacho dominaría
sus instintos alguna vez, en homenaje a ella, apretando los dientes.
Etc., etc...

Son cosas por las que todos hemos pasado. Pero, a diferencia nuestra, Huacho
encontró insuficientes el cuchillo y el árbol. El suyo es un caso excepcional que
transforma todas las reglas. Su anonimato me parece injusto.

VI

Un endemoniado es un hombre que rompe la armonía reinante en el medio en que


se mueve, imponiendo un punto de vista nuevo a sus vecinos, abriéndoles los ojos
desagradablemente. Entre gente común, un tipo excepcional tendrá siempre algo de
alevoso; entre gente excepcional, un buen nombre de los más corrientes podrá
oficiar de Mefistófeles sin proponérselo, por el solo hecho de actuar con la
naturalidad que le cuadra. Huacho y Pochocha tienen algo de genial. Así, a quien
ocasionalmente pudo intervenir en su vida a la manera de un accidente peligroso,
con sus grandes bigotes en punta y el rabillo del ojo penetrante, le bastó ser un
individuo vulgar al que le concederemos, de paso, unas cuantas líneas.

Imaginar una trama complicada para permitirle alzar su capa al viento, deslizarse en
una alcoba femenina amparado por las sombras y desatar los lazos del idilio, es
rendirle una justicia que, seguramente, no merece. Basta y sobra con un don Juan
de barrio dado al tango, ligeramente envilecido, por el tráfico de drogas, con un
vendedor de tarjetas pornográficas aficionado al box, algo relajado en sus
costumbres eróticas. Todavía esto es mucho decir.

Piénsese más bien, en uno de esos hombres a quienes la experiencia les ha


enseñado que todas las mujeres son iguales, en otras palabras, unas grandísimas
putas por las que pueden llegar a sentir una simpatía compadrera y, desde luego,
toda clase de estremecimientos voluptuosos. Se obtendrá así una imagen del
tercero en discordia en la que todos, menos Huacho, podremos reconocernos y en
la que infinidad de mujeres, a excepción de Pochocha y sus congéneres, sabrán
encontrar cualquier especie de atractivo.

VII

He visto a una familia levantar su casa alrededor de un gran catre de bronce, en un


potrero inundado. He aquí un ejemplo de lo que pudo ser la arquitectura en épocas
prehistóricas. La humedad del medio en que se movían los constructores de modo
aparentemente perezoso, como peces en un acuario, presagiaba el diluvio. Los
instrumentos de trabajo y los materiales de construcción eran obsequio del azar. La
vida misma allí parecía haber brotado por generación espontánea, del fluido
terrestre, bajo una piedra. Algo les sobraba y algo les faltaba al hombre y a la mujer
para constituir una pareja estrictamente humana; por de pronto no eran bien
parecidos. Ningún ideal de belleza masculina y femenina habría podido amoldar esa
materia de gran grueso, demasiado seca. Aunque vestían con extrema pobreza y
sin el menor atildamiento, daban la sensación de andar en cueros, en una desnudez
invicta, contra la que simplemente chocaban, impotentes para cubrirlas, sus ropas
zurcidísimas.

Pensé que Adán y Eva no empezarían de otro modo su nueva vida, a infranqueable
distancia del Paraíso. Todo estaba contra ellos. Sin embargo, pudo tratarse de una
pareja de enamorados que, envueltos metafóricamente por una nube color de rosa
se entregaban a la tarea de construir su nido, confiados y alegres. Nada me impide
pensar -aunque mi despecho por María no llegó a desearle el porvenir más negro y
mi simpatía por Huacho y Pochocha aumente por momentos- que no hayan formado
éstos la laboriosa pareja del terreno baldío. Un hombre capaz de exponer su
seguridad personal por un desconocido e incapaz de manejar una bicicleta, cae,
tarde o temprano, en el último círculo del infierno para instalar allí un paraíso a su
medida. Si a ese mismo hombre lo acompaña una mujer en todo sin exigirle nada,
puede dárselo por perdido: su ambición será igual a cero; no tardará en vivir como
los lirios del campo en la medida en que ese género de existencia le está permitido
a una criatura de carne y hueso. Mejor sería decir como un cerdo en el barro... Pero
antes de permitírselo, un resto de lucidez mental lo obligará a probar suerte en
cualquier oficio para el que no se necesite nada más que ponerse a la altura de un
burro de carga.

En los alrededores de la estación a que he hecho referencia se reúne, entre otros,


un grupo humano de los más típicos. A sus miembros, desnudos de la cintura para
arriba, se les puede ver la mayor parte del día tendidos en la vereda, con la espalda
apoyada en un paredón, frente a sus respectivos carretones de mano, en una
ociosidad que los condena a rascarse los muslos y a desplegar los dedos de los
pies.

Es una sociedad que acepta en su seno a cualquier tipo capaz de arrastrarse en dos
ruedas de su propiedad el primer peso que se le presente, arriesgándose, en ciertos
casos, a una muerte miserable.

Los accidentes tienen lugar en los mejores momentos; cuando nuestro hombre
viene de bajada, ligero y liviano como un canguro, olvidando, en los brazos de la
velocidad, que no puede frenar su carromato ni librarse de éste llegado el peligro. A
la cabeza del vehículo, preso entre las varas y el asidero, debe correr su misma
suerte como un centauro la de su parte de caballo. Este tipo de cargadores gusta de
trabajar colectivamente, en ciegas y sudorosas filas indias para insultar al unísono a
los automovilistas. La solidaridad gremial es entre ellos conmovedoramente
incorruptible y entristece pensar que desaparecen uno tras otro, día a día, como los
especímenes de una especie perseguida por el hombre. Raramente solicitados ya,
se lo pasan la mayor parte del día rascándose los muslos y desplegando, en
abanico, los dedos de los pies. Huacho debió abandonar esta alegre compañía en
procura de un nuevo medio de existencia que condijera con sus años.

Envejecía junto a él envejecía Pochocha de modo más ostensible. La mujer vive


menos que el hombre, es lo normal; muere poco después de haber ganado su
batalla para no tener que recordarla hasta el olvido. Quiere llevarse con ella lo mejor
de sí misma. Valga esta regla general tan llena de excepciones. Conviene que
Pochocha se remonte al otro mundo abandonando en éste a un esposo
desconsolado. Es improbable que su nombre, tan ordinario como desusado, se lea
en una lápida de emergencia. Tardaría allí menos en borrase que en esa inscripción
-obra de Huacho- donde aún lo
retienen los colores de un arco iris descascarado y turbio. Por lo demás, ella se
habrá sentido en vida predestinada a la fosa común, compensándola de la natural
aceptación de este destino la certeza de burlarlo merced a la memoria irreductible
de un viejo. Pero vuelvo al relato.

Imagino así la muerte de Pochocha, Año de vacas flacas. La pareja es incapaz ya


de tolerar los rigores de la intemperie y, en un esfuerzo superior a sus economías,
ha debido trasladarse a una pieza de conventillo, donde se consumen como dos
velas frente a un ánima. No hay en esto ningún melodrama, sino un proceso natural
que se cumple en medio de una tranquilidad quebrada por la tos.

Estamos en una jaula en que dos viejas catas de amor se despluman sin advertirlo,
entretenidas en picotearse la cabeza. Pochocha ya no sale de casa. Está enferma
desde hace años a consecuencia de sus trabajos innumerables. Espera, durante el
día, a Huacho, sentada hieráticamente en su desdorado lecho de pirinola, las manos
entrelazados en el regazo, los ojos fijos en la distancia.

Suelen visitarla algunas vecinas que le inspiran el deseo de reencontrarse a solas


con su marido. Sus hijos, si los tiene, y una visitadora social de ocasión.

Hoy sabe que se va a morir y su impaciencia la llega a agitar débilmente. Si el viejo


sigue demorándose no tendrá tiempo para pensar sino en él antes de irse. Y eso
sería su último cargo de conciencia: desatender a todos esos fantasmas qaue se
apersonan, por un instante, reunidos por fin, aglutinados bajo un mismo techo, para
reconciliarse a pedido de los moribundos. Ella, como todos, tuvo alguna vez padre,
madre, hermanos. Un hombre no tiene el derecho a usurpar el lugar de todos ellos.
La aqueja una suerte de celos por ese espacio vacío -¿cómo era la ciudad?- que
atraviesa un vendedor de flores en dirección a ella. ¡Pobre Huacho! Va a seguir
viviendo; la traicionará hasta ese punto por el placer de arrastrar los pies; tomar el
sol en la ventana y visitar a las amistades que le quedan, tantas como los dedos de
una mano. Y, lo peor, no estará ella allí para...

¿Qué?
Piensa si le dirá o no que de esa noche no pasa. Se siente mejor. Le duele todo el
cuerpo, pero en lugar de padecer el dolor, lo recuerda.

Puede que mañana, en realidad, sigue viva, y sería tonto romper el encanto de esta
última entrevista. Hablarán de todo, de nada. Va a regañarlo por su atraso. Se
dormirán a un tiempo mancornados castamente en un abrazo frágil y seco. Y se
despierta, despierta.

Pero le va a pedir algo. Cualquier cosa. Quiere de pronto que se le haga una
atención definitiva. Tiene hambre. Un hambre entusiasta, fruto de todas las veces
que la ha padecido. Cree tener un hambre de días y no puede morirse sin saciarla.
Caprichos de vieja, saldos de estoicos embarazos. En un rincón de la pieza se
aherrumbra una cocinilla para los casos extremos: suelen cortarles la vianda.
Huacho tiene una mano de monja. Habría podido hacer carrera en cualquier
bodegón. Todos los elementos indispensables brillan, es claro, por su ausencia.
Pero, si mal no recuerda, por ahí cerca hay un almacén y se niega a creer que
pueda estar cerrado, ahora para ellos. En cuanto a los pesos, confía en su marido.
Suele traer algunos entre el desecho de las flores del fondo de la canasta; y hoy sí
que la haría de oro entre el desecho en caso de haberle ido, como siempre, mal en
el negocio. Comerán cazuela.

¡Cazuela!
Lentamente entra el viejo a su cubículo precedido por los pasos que le adivina el
oído finísimo de Pochocha. El frotamiento de sus grandes pies en los adoquines.
Tare su mercancía intacta como una ofrenda funeraria. Pero la mujer ve, cree ver en
esto algo parecido al gesto galante de un
novio que acude a una cita amorosa con un gran ramo de flores bajo el brazo. Ha
olvidado que en los malos días Huacho se demora en la trastienda de un bodeguero
que lo emborracha por piedad, gratuitamente. Ahora, la vida le sonríe a la débil
anciana con una sonrisa definitiva, de calavera. Y es posible que abra los brazos
extendiéndoselos a su compañero como en los buenos tiempos inmemoriales.

Idílico es también para ella el gesto con que Huacho arroja la canasta al suelo y se
precipita como para abrazarla, a trastabillones. En realidad el viejo no atina a nada.
Lo agita -lo paraliza- ese miedo infantil por lo desconocido. El agobio del adulto ante
lo inevitable: el anonadamiento de la ancianidad llegado el cumplimiento de todos
sus plazos.

Pero Pochocha ha retomado por fin el hilo de un romance que se reanuda


febrilmente en un rescoldo de palabras entrecortadas. Habla sin ton ni son, en ese
lenguaje afiligranado lleno de sub y malentendidos que burbujea, hierve y se
volatiliza al calor de íntimas reconciliaciones, como un cocimiento de pompas de
jabón.

Luego, embarazada por un silencio que no encuentra va por dónde romperse,


vuelve a su idea luminosa. A su capricho.
En medio de la pieza Huacho es un viejo moscardón aturdido que gira en redondo
desplomándose, sin saber cómo salir de cualquier parte para entrar a cualquier otra.
Se aferra a la primera ocurrencia que se le ofrece y todo su problema se concentra,
por un momento, en la preparación efectiva de esa absurda cazuela. No piensa -es
incapaz de ello- en recurrir a nadie más idóneo que un almacenero inabordable
pasada la medianoche. Su protector duerme en lo alto de una casa hermética, muy
lejos de allí; pero tendrá que llegar a él y arrancarle un último servicio. Cueste lo que
costare. Cuando Pochocha pierde en su oído los pasos casi livianos de Huacho
-el tropezar- de sus grandes pies en los adoquines-, comprende que ha cometido el
error más grande de su vida. Ve en todas partes platos sucios, a medio comer, que
se acercan y se alejan de ella, por sí solos, con violencia. En el vacío en que
desvaría todo adquiere la blandura de alimentos corrompidos, las sábanas hieden.
La tierra misma se licúa, grasa, aceitosa y pútrida, las manos cucharean, el cuerpo
es todo boca. Y Huacho... un punto a la distancia. Un punto muerto.

Lo llama sin voz. El catre de pirinola empieza a bambolearse, desatracado, como si


se lo llevara la corriente. Ella se alza en un espasmo. Va a caer al suelo, pero ya no
lo sabe. Está a salvo de todo peligro.

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