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Huacho y Pochocha Por Enrique Lihn
Huacho y Pochocha Por Enrique Lihn
La relación del sueño del idiota con el idiota que lo sueña arroja una luz
tranquilizadora sobre ambos. Si el primer término de esta relación nos saliera al
paso, dotada de existencia propia, convertida por obra y gracia del genio del
durmiente para sumirnos en el asombro. Es incorrecto pensar que un miserable,
poseído por la fiebre, ejecute penosamente el trabajo de exponer su miseria (y
ocultarla) con el amor, o, por lo menos, con la paciencia de un relojero. Todo está de
parte del absurdo. Todo indica a las claras que Huacho y Pochocha existen; no
como en el sueño viscoso de un impotente ni menos como la emanación real de ese
sueño, sino con la naturalidad propia de dos seres de carne y hueso.
De los dos fue el hombre por cierto quien tuvo la peregrina idea, vieja como el
diluvio, de grabar su nombre y el de su amada, imborrablemente, en una superficie
sólida. Es un impulso primitivo que, por regla general, se satisface con un cuchillo y
un árbol. Son los medios comunes y corrientes para un fin común y corriente en la
prosecución del cual hasta un hombre de talento se pone al nivel de sus
semejantes. Posiblemente Huacho sea un nombre excepcionalmente común, lo que
explicaría su genialidad, la única que le conocemos. El hecho es que no pudo elegir
un lugar más visible para su púdico exceso de exaltado exhibicionismo que una
muralla divisoria paralela a la línea férrea, situada a corta distancia de la ciudad
misma, ni materiales más desusados en esos casos que una brocha delgada y
varios tarros de piroxilina. Un pintor de letras no tendría dificultades para
procurárselos a cualquier hora del día o de la noche. Su oficio lo obliga a cargar con
ellos sin ninguna grandeza. Los caracteres que imprimió Huacho -no obstante lo
hiciese al amparo de una doble ceguera impuesta por la pasión y por las sombras-
revelan que un pintor de letras pudo ser a sus ojos un hombre superiormente
dotado, dueño de una situación envidiable, de una cultura artística fascinante.
Es posible que volviera a invadirlo ese sentimiento de admiración por un maestro de
arte en que se debatió llevado por un entusiasmo pródigo en dificultades, pero
superior a su capacidad de resistirlo; más aún, que pensase concretamente en el
individuo a quien debió sustraerle la brocha y los tarros, aprovechando el descuido
que acompaña fielmente a la borrachera.
Si Huacho bebía como lo hubiese hecho un animal en su caso, era que necesitaba
sentir ese hormigueo en todo el cuerpo, gracias al cual los seres oscuros se ponen
en contacto consigo mismos y les es dada la certidumbre de propia existencia.
Así, es natural que su autor se haya embriagado como nunca no bien le puso
término para su asombro y el mío, para la obscenidad de un enajenado mental y la
curiosidad divertida de algún viajero abierto al mundo.
Son historias que alguien de buena voluntad le cuenta a usted en sordina, por cierto
que en otros términos y no sin riesgo de su persona, en el escenario mismo donde
se las esconde como a un tumor contagioso. El narrador puede haber sido Huacho,
a quien seguramente vi por primera y última vez en esa taberna de los extramuros
que visité hace veinte o más años, en un juvenil acto de curiosidad temeraria.
Pero de ese efímero amigo obtuve una información completa sobre la índole del
lugar en que me hallaba. No se calló las historias que me habrían sido de gran
utilidad si las peores circunstancias me hubieran llevado allí condenado a instalarme
en ese barrio maldito.
Cuando de tarde paso por esos lados ellas se me vienen a la memoria como
impresas en el estilo y en los caracteres de la prensa amarilla sensacionales,
inmundas, demasiado explícitas para atribuírselas a un narrador borracho nacido y
desarrollado, en una edad mental anterior, tanto al lenguaje escrito -sabía dibujar
algunas palabras, su nombre y el de su pareja, por ejemplo, sin entenderlas- como a
las sutilezas del lenguaje oral que escapan al gruñido y a la desordenada, titubeante
acumulación de términos abstrusos.
II
Amaba a los animales y a los niños, pero unos y otros se divertían a costa suya,
llegando muy pronto al aburrimiento. Siempre pensé que había vivido en
condiciones más precarias y trabajosas que toda otra mujer de su oficio, pues lo
desempeñaba con una facilidad extraordinaria. También imaginé que la resistencia
a salir de paseo en sus horas libres obedecía al temor de encontrarse con alguien
que esperaba recuperarla, arrastrándola, otra vez, a una inopia completa. Le era fiel
a esa persona, como se verá, pero tenía a veces la reflexiva expresión antipática de
los traidores. En general no me preocupé gran cosa de ella hasta que se me reveló
y la vi en parte con los ojos de Huacho, en parte con los de un desesperado que
busca amparo en cualquier mujer dispuesta o no a la correspondencia.. Y también,
claro, está, cínicamente.
Para mi madre, María era a todas luces una joya; para mí, con la aprobación
matriarcal, un ser neutro que dejaba caer
desaprensivamente sus pelos en la sopa. Era yo quien parecía
condenado a encontrar esos delgados hilos de una amarillez
grisácea, sin vida, irritantes. Yo quien sostuve, viniera o no al caso, la necesidad de
que María fue tan higiénica con su persona como con todo lo que estaba bajo sus
manos. El más ligero olor a transpiración me enferma, puedo sentirlo allí donde
simplemente sospecho que existe, y el ajuar de ese ángel no era de los más ricos.
Si es posible que se cambiara un vestido blanco azulado por otro azul marino
desteñido, me consta que usaba siempre un mismo delantal que la cubría con la
generosidad de una bata de baño, humedeciéndose ligeramente en las axilas,
prestándole la amplitud del embarazo. El color de esa prenda informe sugería el
vómito de un niño “empachado” con frambuesas en leche. María, además,
arrastraba al andar sus grandes pies calzados con zapatillas de goma, e insistió
durante semanas en llevarme el desayuno a mi pieza a primera hora de la mañana.
Terminadas sus labores domésticas, después de almuerzo, solía entregarse, en la
cocina, a la práctica del canto, lo cual me imposibilitaba para concentrarme en mi
trabajo: todos esos largos y absurdos poemas escritos en una máquina a la que le
faltaban varias teclas, destinados a extraviarse con el correr del tiempo. Cierto es
que cantaba a media voz, pero sin la menor entonación, oído ni propósito alguno,
como lo hace un ciego en una esquina ante el público que no se detendrá a
escucharlo cinco segundos. Ni aun como un ciego, por el desinteresado placer de
encontrar en sí misma una manifestación de su propia existencia.
Mi interés por ella se me impuso de pronto un día en que -es preciso confesarlo todo
en total vulgaridad- volví a casa temprano medio ebrio, tras dos días de ausencia, y
no encontré en ésta a nadie salvo a María que estaba encerrada en su dormitorio.
Fui allí en procura de alguna información y se me recibió como se me había recibido
esa tarde en el limbo, sin extrañeza. Mi familia en masa andaba fuera de la ciudad,
en algún lugar de la costa. Volvería al anochecer de ese domingo. Tomé asiento
frente a la mujer, decidido a cambiar
con ella cualquier género de impresiones. En otra parte no me
esperaba nadie. La poesía se me aparecía como el más ridículo y vacuo de los
ejercicios. Mil veces menos preferible a la prosa de una conversación sin pies ni
cabeza. ¿Quién era yo? La imagen aparentemente viva del fracaso: un hombre
joven, sin porvenir, ocupado en buscar trabajo con la esperanza y la desesperación
de no encontrarlo. María opuso una débil resistencia a mi vista:
-No vaya a ser que lo vean aquí...
-No me verán-
Una respuesta concluyente.
Trató de recordar alguna de esas historias que me refería María como a un niño de
corta edad, cuando estábamos pacíficamente solos: No lo consigo sino en parte y
pienso que deben haber sido de lo más caóticas. Trataban del diablo y venían de un
mundo iluminado por la superstición como una pintura primitiva por los colores del
espectro. En una de ellas ese personaje aparecía ante unos niños bajo la forma de
un burro y los invitaba a dar una vuelta sobre su lomo. Como ellos no se hicieron de
rogar debió manifestarse en escena alguien interesado en que no llegaran al
infierno. Y el burro empezaba a hincharse en sentido horizontal como esos globos
con aspecto de grandes salchichas. Reventaba por último y en lugar de él una cola
se hundía rápidamente en la tierra, despidiendo olor a azufre. Luego, el diablo
disfrazado de campesino era engañado por un campesino disfrazado de diablo -o
algo por el estilo- en una apuesta en la que el mismísimo demonio perdía su alma.
Todo quedaba en nada, y el campesino volvía al infierno restregándose las manos.
Pero la extensión de este relato me impide extenderme sobre otros.
Una humillación de primera magnitud puso término mis relaciones con María. La
ventana del comedor daba al jardín y de éste no se podía pasar a la cocina sin ser
visto desde el interior de la casa; a menos que se lo alcanzase por la puerta de
entrada, se lo recorriera por el fondo y se llegara a aquélla deslizándose en cuatro
pies por debajo de la ventana.
Ejecute esta difícil operación cierto día en que mi abuela -mujer puntillosa e
intolerable. almorzaba con nosotros. Levantarse de la mesa para ir a las
dependencias era un comportamiento que le habría arrancado algún comentario.
Deprimido al máximum, yo sentía que era blanco ya de una sospecha por demás
justificable. Incurrí, pues, en la temeridad más absoluta. Un movimiento en falso, el
menor ruido y sería sorprendido en una miserable actitud canina. María, los brazos
en jarra, apoyada en el umbral de la puerta de su reino, observaba mis evoluciones,
sin expresión ninguna, fascinada, seguramente, por una obstinación superior a la
suya.
Cuando llegué a ella y quise besarla, me mantuvo a distancia con una fuerza
extraordinaria. Convertido en un pelele, lleno de odio, abandoné la partida y regresé
a la casa por donde había venido, como quien desciende al infierno.
Si María era Pochocha, esa tarde debió reunirse con Huacho para siempre curada
de toda ambición personal.
III
Pero éstos son todavía argumentos de los más refutables. Para hablar con sencillez,
digamos que entre la infancia y la pasión amorosa hay demasiados lazos para que
olvidemos a aquélla en el relato de ésta.
En nuestra jerga, Huacho es sinónimo de huérfano. Una palabra que se ajusta muy
bien al menosprecio que, por lo general, la arroja en el tapete. La orfandad de
Huacho me parece más que plausible, necesaria. Le viene a su retrato como anillo
al dedo, proyecta sobre él una luz que lo individualiza hasta donde es posible. Este
ejemplo de unción por la mujer ofrecido al mundo en el escrito de un analfabeto,
revela que su autor debió ver reunidos en ella los encantos de una esposa y de una
madre. Nos sugiere también una existencia oscurecida por una especie de
autopaternidad, ajena a todo aquello que no haya sido estrictamente necesario a la
supervivencia; a un niño llevado por sí mismo de la mano lo más lejos posible de
cualquier plantel de enseñanza, con el hambre y el sueño a cada lado. Contra eta
prehistoria patética se destaca, abiertamente, el carácter feérico de la historia
misma.
Pero hasta las más ligeras circunstancias parecen confabularse contra una mujer
que se ha cansado de esperar que el momento de la maternidad le llegue por la vía
del matrimonio y, en su exasperación, se siente capaz de cargar para siempre con
las consecuencias de una aventura.
Este hermoso gesto no es comprendido por sus vecinos, quienes terminan por
comunicarle algo de su propio asombro, conmiseración o censura. Si no es muy
saludable, termina enferma en toda la forma. Y vienen los malos días en que es
preciso tomar una actitud desesperada. Perseguir al esposo furtivo, volver a alguna
parte para arreglar algún olvidado asunto de dinero, lanzarse en una nueva vida,
incompatible con el ejercicio permanente de la maternidad o algo por el estilo.
Ana, por ejemplo, tenía por única amiga a Claudia; aunque eran minuciosamente
diferentes, salvo en su común ceguera para todo lo que no fuese la vida bajo su
aspecto más simple, trivial y concreto.
Claudina aceptó hacerse cargo del niño por un impreciso período que pudo, luego,
prolongarse indefinidamente.
En ese entonces su paso por la calle principal no arrastraba aún la estela de
comentarios que luego dejaría siempre; pero habría podido suponerse que una
mujer emprendedora, resuelta y ambiciosa no se iba a contentar con ascender de
camarera a dueña de un expendio de licores en una calle que merecía, de sobra, la
mala fama. Claudina no demoró en arrendar piezas por hora al precio que quiso en
un lugar donde se le hacía sólo la más discreta de las competencias. Después
instaló, ya al descampado, un hotel parejero en toda la regla y empezaron sus
dificultades con la gente de orden. El local primitivo se convirtió en una casa tan
honorable como cualquier otra en la que vivía con su sobrino. Éste no fue aceptado
en la escuela pública.
A los diez años, el muchacho huyó, por primera vez, de una casa donde no había
sido maltratado en lo más mínimo, para volver a ella sin los dientes delanteros,
contra su voluntad, en un silencio que ya no volvió a romper sino en ocasiones
excepcionales. Lo encontraron en un pueblo cercano -remoto a sus ojos- donde
quiso iniciar una nueva vida con pésimos resultados.
Tuvo aún tiempo para robar una gallina, mendigar y trabarse en una pelea a piedra
con los hijos de una buena mujer que lo hospedó, por unos días, con el propósito
frustrado de arrancarle el secreto y entregarlo, personalmente, a su familia. De ello
se hizo cargo uno de los amantes de Claudina que debió esperar horas al pie de un
árbol donde se había emboscado el fugitivo con la boca ensangrentada. Más tarde
se supo que, aproximadamente durante esas horas. Ana se descontaba del mundo
de los vivos en un esfuerzo por permanecer en él que no debió extenuarla. Claudina
acogió a su protegido sin el menor reproche, resignada a perderlo, la próxima vez,
definitivamente.
IV
Esta virgencilla estará siempre a salvo de toda obsesión que no le venga de una
vida apegada a la miseria y a la dicha que se encuentran al alcance de la mano. Su
femineidad ha elegido por ella el único mundo posible, en un gesto inmemorial de
consagración a lo concreto, anterior al de señalar el cielo con el índice o llevárselo a
la frente.
Suelo divisarla entregada, con vocación a sus tareas. Ayuda a su madre en todo y
observa, de cuando en cuando, al hombre de la casa, como para alentarlo con una
presencia admirativa. Sus hermanos tienen en ella a una madre en miniatura que
los acompaña activamente en el juego, con la reserva de la vigilancia. Puede
lavarlos, vestirlos y darles de comer, e incluso cargarse el más pequeño a la
espalda. A veces hasta los premia o los castiga. En las raras ocasiones en que está
ociosa, se sienta púdicamente en un montón de tierra, las manos entrelazadas en la
falda., los ojos fijos en un punto muerto. Ningún pensamiento debe turbar esa
tranquilidad por la que pasará a vuelo lento algo semejante a la blancura de un traje
cosido a mano. Todo el tiempo que va a durar esa existencia debe sentirse en ella
como un presente extendido a su alrededor esa existencia debe sentirse en ella
como un presente extendido a su alrededor hasta perderse de vista. Ningún secreto,
sólo cosas que no se ven a causa de la distancia. Esa niña va a convertirse en
mujer en cumplimiento de una vocación profunda, preparada desde siempre para la
melancolía del amor y el desconsuelo de la maternidad. He aquí, aproximadamente,
la infancia de Pochocha.
Tenemos los cafés para habituarnos a ver a las mujeres antes de dirigirles la
palabra y conocemos sus costumbres antes de acostumbrarnos a ellas. Nos
interesan las amistades de nuestras amistades y disponemos de informaciones
precisas a su respecto. Las relaciones naturalmente se transforman; pero si no se
las traba al azar se las priva de un cierto encanto que es necesario poner en una
historia como ésta. Estoy convencido de que Huacho y Pochocha se conocieron por
una casualidad, digamos, absoluta. Supe de un ladrón galante que cayó a la cárcel
por no huir a tiempo, de la casa en que estaba operando, junto con sus socios. Se
había prendado de la sirvienta y perdió un tiempo precioso haciéndole la corte. Un
hombre así debe valer, a juicio femenino, su peso en oro; pero tiene algo de bandido
romántico que lo pone aquí fuera de foco. Es muy difícil que ese mismo tipo sea
capaz de elevarse por encima de una frivolidad de buen tono para escribir en una
muralla, a todo color, su nombre y el de su querida.
Y allí está, desde luego, la pobreza de los personajes que, ya se sabe, socava a
corto plazo los sentimientos más delicados. Sólo puede hacerle frente una imposible
vocación de dicha y la absoluta falta de imaginación necesaria para pensar que
aquella sólo existe cuando se la comparte con alguien. Como si la dicha no fuera un
sueño que hay que soñar despierto, absolutamente privado y mucho más generoso
que el oscuro amasijo de dos personas en una y su desaparición en un agujero.
Pochocha diría, por fin, su nombre pila y Huacho cortaría, arañándose los dedos,
una flor de plaza pública, como quien saca algo del fondo de sí mismo -pan y
cebollas- para ofrecerlo a manos llenas.
Pochocha debió tomarse una nueva fotografía, superior a todas las suyas, con un
oscuro designio, en una hierática pose de abandono, y Huacho pudo comprarse con
sus ahorros un terno azul con listas blancas y una camisa a cuadros, sabiendo que
tendría que empeñar todo ese lujo a corto plazo.
Pochocha seguramente espació sus relaciones con hombres que había conocido en
la encrucijada del gran mundo (bailes populares, el zoológico, galerías de cine
pobre) para dar vida al cálido fantasma irritante de la fidelidad, y Huacho dominaría
sus instintos alguna vez, en homenaje a ella, apretando los dientes.
Etc., etc...
Son cosas por las que todos hemos pasado. Pero, a diferencia nuestra, Huacho
encontró insuficientes el cuchillo y el árbol. El suyo es un caso excepcional que
transforma todas las reglas. Su anonimato me parece injusto.
VI
Imaginar una trama complicada para permitirle alzar su capa al viento, deslizarse en
una alcoba femenina amparado por las sombras y desatar los lazos del idilio, es
rendirle una justicia que, seguramente, no merece. Basta y sobra con un don Juan
de barrio dado al tango, ligeramente envilecido, por el tráfico de drogas, con un
vendedor de tarjetas pornográficas aficionado al box, algo relajado en sus
costumbres eróticas. Todavía esto es mucho decir.
VII
Pensé que Adán y Eva no empezarían de otro modo su nueva vida, a infranqueable
distancia del Paraíso. Todo estaba contra ellos. Sin embargo, pudo tratarse de una
pareja de enamorados que, envueltos metafóricamente por una nube color de rosa
se entregaban a la tarea de construir su nido, confiados y alegres. Nada me impide
pensar -aunque mi despecho por María no llegó a desearle el porvenir más negro y
mi simpatía por Huacho y Pochocha aumente por momentos- que no hayan formado
éstos la laboriosa pareja del terreno baldío. Un hombre capaz de exponer su
seguridad personal por un desconocido e incapaz de manejar una bicicleta, cae,
tarde o temprano, en el último círculo del infierno para instalar allí un paraíso a su
medida. Si a ese mismo hombre lo acompaña una mujer en todo sin exigirle nada,
puede dárselo por perdido: su ambición será igual a cero; no tardará en vivir como
los lirios del campo en la medida en que ese género de existencia le está permitido
a una criatura de carne y hueso. Mejor sería decir como un cerdo en el barro... Pero
antes de permitírselo, un resto de lucidez mental lo obligará a probar suerte en
cualquier oficio para el que no se necesite nada más que ponerse a la altura de un
burro de carga.
Es una sociedad que acepta en su seno a cualquier tipo capaz de arrastrarse en dos
ruedas de su propiedad el primer peso que se le presente, arriesgándose, en ciertos
casos, a una muerte miserable.
Los accidentes tienen lugar en los mejores momentos; cuando nuestro hombre
viene de bajada, ligero y liviano como un canguro, olvidando, en los brazos de la
velocidad, que no puede frenar su carromato ni librarse de éste llegado el peligro. A
la cabeza del vehículo, preso entre las varas y el asidero, debe correr su misma
suerte como un centauro la de su parte de caballo. Este tipo de cargadores gusta de
trabajar colectivamente, en ciegas y sudorosas filas indias para insultar al unísono a
los automovilistas. La solidaridad gremial es entre ellos conmovedoramente
incorruptible y entristece pensar que desaparecen uno tras otro, día a día, como los
especímenes de una especie perseguida por el hombre. Raramente solicitados ya,
se lo pasan la mayor parte del día rascándose los muslos y desplegando, en
abanico, los dedos de los pies. Huacho debió abandonar esta alegre compañía en
procura de un nuevo medio de existencia que condijera con sus años.
Estamos en una jaula en que dos viejas catas de amor se despluman sin advertirlo,
entretenidas en picotearse la cabeza. Pochocha ya no sale de casa. Está enferma
desde hace años a consecuencia de sus trabajos innumerables. Espera, durante el
día, a Huacho, sentada hieráticamente en su desdorado lecho de pirinola, las manos
entrelazados en el regazo, los ojos fijos en la distancia.
¿Qué?
Piensa si le dirá o no que de esa noche no pasa. Se siente mejor. Le duele todo el
cuerpo, pero en lugar de padecer el dolor, lo recuerda.
Puede que mañana, en realidad, sigue viva, y sería tonto romper el encanto de esta
última entrevista. Hablarán de todo, de nada. Va a regañarlo por su atraso. Se
dormirán a un tiempo mancornados castamente en un abrazo frágil y seco. Y se
despierta, despierta.
Pero le va a pedir algo. Cualquier cosa. Quiere de pronto que se le haga una
atención definitiva. Tiene hambre. Un hambre entusiasta, fruto de todas las veces
que la ha padecido. Cree tener un hambre de días y no puede morirse sin saciarla.
Caprichos de vieja, saldos de estoicos embarazos. En un rincón de la pieza se
aherrumbra una cocinilla para los casos extremos: suelen cortarles la vianda.
Huacho tiene una mano de monja. Habría podido hacer carrera en cualquier
bodegón. Todos los elementos indispensables brillan, es claro, por su ausencia.
Pero, si mal no recuerda, por ahí cerca hay un almacén y se niega a creer que
pueda estar cerrado, ahora para ellos. En cuanto a los pesos, confía en su marido.
Suele traer algunos entre el desecho de las flores del fondo de la canasta; y hoy sí
que la haría de oro entre el desecho en caso de haberle ido, como siempre, mal en
el negocio. Comerán cazuela.
¡Cazuela!
Lentamente entra el viejo a su cubículo precedido por los pasos que le adivina el
oído finísimo de Pochocha. El frotamiento de sus grandes pies en los adoquines.
Tare su mercancía intacta como una ofrenda funeraria. Pero la mujer ve, cree ver en
esto algo parecido al gesto galante de un
novio que acude a una cita amorosa con un gran ramo de flores bajo el brazo. Ha
olvidado que en los malos días Huacho se demora en la trastienda de un bodeguero
que lo emborracha por piedad, gratuitamente. Ahora, la vida le sonríe a la débil
anciana con una sonrisa definitiva, de calavera. Y es posible que abra los brazos
extendiéndoselos a su compañero como en los buenos tiempos inmemoriales.
Idílico es también para ella el gesto con que Huacho arroja la canasta al suelo y se
precipita como para abrazarla, a trastabillones. En realidad el viejo no atina a nada.
Lo agita -lo paraliza- ese miedo infantil por lo desconocido. El agobio del adulto ante
lo inevitable: el anonadamiento de la ancianidad llegado el cumplimiento de todos
sus plazos.