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Andrés Rivera

El Farmer
Que en mi epitafio se lea:
Aquí yace Juan Manuel de Rosas,
un argentino que nunca dudó.
No fumo. No tomo vino ni licor alguno. Ni rapé. No asisto a
comidas. No visito a nadie. No recibo visitas: lord Palmerston
me visitó siete veces en doce años.
No voy al teatro. No paseo.
Mi ropa es la de un hombre común.
En mis manos y en mi cara se lee, como en un libro abierto,
cuál es mi trabajo durante los treinta santos días del mes.
Uso botas.
Mi comida es un pedazo de carne asada. Y mate.
No tengo mujer.
No ando de putas.
Soy un campesino que escribe diez cartas diarias.
Soy un campesino que escribe un Diccionario.
El general Bartolomé Mitre, que pretendió traducir, me
dicen, a un poeta blasfemo, declaró que yo fui el representante
de los grandes hacendados y jefe militar de los campesinos.
¿Dónde vio campesinos, el general Mitre, en el país que
supo darnos España?
Aquí, sí, soy un campesino que toma mate, sentado junto al
brasero, que tiene frío, el campesino, sentado junto al brasero.
Soy un campesino, aquí, en el condado de Swanthling,
reino de la Gran Bretaña, a dos leguas escasas de Southampton,
y a muchas más leguas de las que uno puede imaginar de mis
pagos de Monte, la tierra de mis padres, y de los padres de mis
padres.
Y si pronuncio mi nombre por estos campos de la desgracia,
¿quién sabrá decir:
ahí va un hombre cuyo poder fue más absoluto que el del
autócrata ruso, y que el de cualquier gobernante en la tierra?
Soy Juan Manuel de Rosas.

Soy un campesino viejo, que no ha terminado de encanecer.


Y que, sentado junto a un brasero, tiene frío. Y toma mate.
Soy, también, un hombre viejo que, sentado junto a un
brasero, mira nevar en sus escasas tierras, aquí, en el condado de
Swanthling. Y piensa en la muerte.
Nieva en el reino de la Gran Bretaña. Nieva en Escocia. Y
en Gales, y en Sussex. Nieva en Irlanda del Norte.
Nieva sobre los muros de París, injuriados por los incendios
que levantaron los tullidos y las putas vociferantes de la
Comuna.
Nieva en Europa, de los Urales a los Alpes, de Estocolmo a
Sicilia.
Nieva en mi corazón.
Descendí a mi cabina que era la del comandante… Me
acosté pronto, pero tardé en conciliar el sueño. Llegué con el
recuerdo a todas las cosas y todo estaba sin vida y sin calor.

Miro mi cara en el espejo.


Me afeito cada ocho días, bajo este cielo que no es mío.
La navaja corre por mis mejillas: buen filo el de mi navaja.
Mi pulso es, todavía, de hierro.
¿Por qué hay lágrimas en mis ojos?
¿Por qué tiemblan mis labios?
Manuelita me afeitaba, hasta esa medianoche de 1852, los
siete días de la semana, sin faltar uno, cuando el reloj daba las
5:30 de la mañana.
Yo no necesitaba espejos.
Yo, que fui el guardián del sueño de los otros.
Yo, de quien la mejor pluma argentina de este siglo,
escribió:
Hace el mal sin pasión.
El señor Domingo Faustino Sarmiento escribió, además:
En obsequio a la verdad histórica, nunca hubo gobierno
más popular, más deseado ni más bien sostenido por la opinión,
y su plebiscito fue la imagen de su triunfo más amplio. ¿Sería
acaso que los disidentes no votaron ? Nada de eso: no se tiene
aún noticia que ciudadano alguno no fuese a votar; los
enfermos se levantaron de la cama para ir a dar su
asentimiento.
Al señor Sarmiento le falta agregar que el plebiscito se
realizó los días 26, 27 y 28 de marzo de 1835 y, por 9.320
votos contra 8, la ciudad y la provincia de Buenos Aires me
otorgaron facultades extraordinarias para gobernar.
El Mal, en mi boca y por mi brazo, fue orden y justicia. Lo
digo aquí, en tierra extranjera, para quienquiera escucharme,
Dios incluido.
El señor Domingo Faustino Sarmiento, que escribió acerca
de ese unánime pronunciamiento, no le puso fecha a lo que
escribió.
La verdad no vive en el calendario. El señor Domingo
Faustino Sarmiento fue, a veces, la mejor cabeza argentina de
este siglo.
Y, ahora, yo, gobernador-propietario de la provincia más
extensa y rica de América, de la América española, estoy aquí,
en el condado de Swanthling, reino de la Gran Bretaña, afeitado
y acurrucado junto a un brasero de hierro inglés, un desconocido
para-quienquiera que escuche, menos para la Historia. Y menos
para mí.

¿Cómo es Buenos Aires, mi general?


Lluviosa como un recuerdo.
¿Qué esperaban que contestara el general Juan Manuel de
Rosas, aquí, bajo un cielo que no es el suyo, dueño de una granja
de apenas 37 hectáreas, de un rancho que sus vecinos no
envidian ni codician, y de 250 pollos y gallinas y conejos, y una
docena de cerdos, dos caballos y dos vacas, un toro y una perra
joven y en celo?
Ordeñé, bajo este cielo que me será siempre ajeno, las dos
vacas, y dejé que sus ubres me calentaran las manos, y dejé mis
manos en sus ubres, y dejé que mis manos subieran y bajaran por
esa carne caliente y poderosa hasta que mis manos se entibiaron.
Y con mis manos aún tibias les di de comer, y di de comer a
los caballos, y les acaricié el cuello, y di de comer a los pollos,
las gallinas, los cerdos y los conejos y, cuando terminé de darles
de comer, tenía entumecidos los dedos de las manos. Salí a la
nieve, y el cielo y el mundo estaban en silencio, oscuros, y sólo
había luz en mi rancho, y yo me desabroché la bragueta, y oriné
sobre la nieve. Un meo largo y dorado. Fuerte el meo. Casi como
el de un caballo. Y vi, en la oscuridad, sobre la nieve, el arco que
dibujó la orina caliente. Y me gustó ver cómo humeaba la orina
en el arco dorado que dibujó en la nieve.
Quedaron dos o tres gotas de orina en la bragueta. Y otras
se me fueron piernas abajo. (A veces, cuando dejo que la perra
se me acerque, la perra estira el hocico y me huele la bragueta. Y
su nariz se dilata. Y le asoma, entre los dientes, la punta rosada
de la lengua. La perra, con el hocico en mi bragueta, gime. Me
gusta que gima. La perra sabe que huele el húmedo rastro de la
orina de un macho.)
Me abroché la bragueta, y volví al rancho porque se me
congelaban los pies dentro de las botas.
Nieva en el reino de la Gran Bretaña. Nieva desde el mar
del Norte hasta el océano Atlántico.
Y yo, hoy, 27 de diciembre de 1871, me senté, con mis 78
años, cerca del brasero, y removí los carbones encendidos del
brasero, y pregunté a ningún espejo: ¿Sabe alguien qué es el
destierro? ¿Sabe alguien cuántos son veinte años de destierro?
Y ese tal Shakespeare, de quien lord Palmerston me dijo
que perpetuó la lengua inglesa para toda una eternidad, ¿cuánto
sabe del Bien y del Mal?
¿Cuánto sabe el señor Sarmiento del Bien y del Mal?

Me caliento, sentado junto al brasero. Tomo mate.


Espumoso, el mate.

El de mi navaja es un filo que no lastima. Es como el aire


de los bosques de Palermo, en invierno. O como el silencio de
las calles de Buenos Aires, que yo, guardián del sueño de los
otros, recorrí, algunas noches, al paso de mi caballo.
Hay un silencio argentino de las madrugadas.
Y hay un silencio inglés.
Y hay que Manuelita dijo, en alguna hora de contrición y
desventura, que no conocería otro hombre como yo. Ni siquiera
su marido, que fue paciente, y esperó que la caballería
entrerriana del loco y salvaje Urquiza despedazara a mis
ejércitos en los campos de Caseros, y yo y Manuelita tuviéramos
que refugiarnos en Inglaterra, para montarla a Manuelita,
rencoroso e impúdico, noche tras noche, como se monta a una
vaca.
Lord Palmerston me dijo, una tarde, en su última visita, que
ese tal Shakespeare se inspiró en mí para su King Lear. Así dijo:
King Lear. Y rió. Y dijo que me reconoció en el tiempo. Que me
reconoció en el tiempo: eso dijo. Y la tarde era de otoño. Y el sol
se retiraba, débil, de mis campos. Y lord Palmerston y yo
tomamos té.
Lord Palmerston me dijo que el rey Lear tenía tres hijas, y
que yo tenía una, Manuelita, y, quizá, demasiados hermanos.
Dijo que el rey Lear no tuvo hermanos. Shakespeare, dijo lord
Palmerston, no creyó necesario que el rey Lear tuviera
hermanos.
Y lord Palmerston dijo que el rey Lear interrogó a sus hijas,
cuál de vosotras, decimos, nos ama más. Usted, general Rosas,
mi buen amigo, dijo lord Palmerston, es un hombre de suerte: no
se formulará, jamás, esa pregunta abominable.

La leña inglesa es cara.


Compro carbón.
Los mineros no son hijos de Dios.
Los mineros espantan a las gentes honradas de los paseos
domingueros gritándoles: Go to church!
Los mineros son los más furiosos y demenciales adversarios
de la propiedad privada.
Corten las cabezas de los cabecillas de las huelgas en las
minas de carbón, escribí a The Times, y clávenlas en las plazas
de sus inmundos poblados.
Inglaterra es un país civilizado, como el mío, escribí, y lleva
adelante rigurosos actos de orden en sus colonias africanas y
asiáticas. La ordenada explotación de esas colonias beneficia a
todos los ingleses: a los pobres y a los ricos.
Las minas de carbón (y aun los poblados mineros) son las
colonias de la clase pudiente de la Inglaterra insular. Y los
beneficios que arroja el trabajo en las minas se distribuyen
menos dispendiosamente: eso es comprensible. Pero el orden es
uno.
No aguanto el olor a carbón.
Necesito tres mil kilos de leña para soportar el invierno
inglés. O más.
Escribir urgente a Buenos Aires.
Viejas barraganas: ustedes me evocan, febriles, codiciosas,
crueles, en sus noches de soltería y desamparo. Yo, evocado —
yo, el mejor jinete de la provincia, el hombre que mastica un
pasto y puede decir, sin equivocarse, quién es el dueño del
campo donde crece ese pasto—, les humedezco las bombachas.
Paguen por eso, viejas pecadoras. Manden mil libras al año, que
no aguanto el olor a carbón.
Los familiares y descendientes del general José María Paz;
del Dr. Francisco Narciso Laprida; del coronel Genaro Berón de
Astrada; los descendientes del coronel Ambrosio Crámer,
muerto en combate; los familiares del general Juan Lavalle; los
familiares del teniente Mariano Machado, ejecutado en Buenos
Aires; los descendientes del general Manuel Belgrano; los
descendientes del guerrero de la Independencia y gobernador de
Córdoba, Faustino de Allende; los descendientes de Gregorio
Vidal, ejecutado en San Vicente, en noviembre de 1838; los
descendientes del comandante Jacinto Machado, ejecutado en
Dolores el 22 de marzo de 1840; los descendientes de Domingo
Lastra y de su hijo, Domingo Fermín Lastra, ejecutados en
Chascomús; los descendientes del mártir de Metan, Don Marco
Avellaneda, invitan a la misa que tendrá lugar en la Basílica de
la Merced, el 31 de octubre de 1871, a 32 años de la gesta de Los
Libres del Sur.
Cuídate de la noche
Cuídate del día
La vejez es inevitable
La muerte, también.
Sus palabras no son jamás categóricas. Son difusas,
cargadas de digresiones y frases incidentales.
El caballero que escribió esa torpeza, un francés a quien
abrí mi casa y mi mesa, en Palermo, ignora que soy un novelista
moderno.
El señor Sarmiento y yo somos los dos mejores novelistas
modernos de este tiempo. El y yo somos dueños de los mismos
silencios. De las mismas ambigüedades, de las mismas certezas.
El señor Sarmiento publica. Yo, no.
Eso —qué somos, para la narrativa, el señor Sarmiento y yo
— lo han adivinado quienes llegan hasta el condado de
Swanthling y golpean mí puerta. Yo desperdicio lo mejor de mi
escritura en esos estupefactos doctorcitos que golpean mi puerta.
Llegan en verano y en invierno, y se sientan ahí,
asombrados de que yo esté vivo, de que yo les hable. Y yo les
hablo.
Soy un caballero español. Y ellos están sentados ahí,
esmirriados los doctorcitos, y tiemblan, y palidecen cuando me
levanto ante ellos.
Yo les cebo mate. Y la perra les huele los botines.
Soy El Santo Padre, y ellos, los doctorcitos, sentados ahí,
recogen cada una de mis palabras como si mis palabras fuesen
pepitas de oro.
Después, guardan sus anotaciones, sus letras veloces,
arduas, y yo los miro partir, esmirriados, sudorosos, pobres
hombrecitos que nunca montaron a caballo, que nunca galoparon
de cara al viento, que nunca crecieron en un mundo interminable
como sólo Dios pudo concebirlo, leguas y leguas de tierras tan
anchas como el horizonte, y un cielo tan ancho como el
horizonte, y una luz tan pura como los mantos de la Virgen. Y
uno, a caballo, que grita como si recién hubiera nacido.
Pobres hombrecitos: nunca sabrán de eso. Nunca
encontrarán la palabra para escribir eso.
Los miro partir: una reverencia para el general, otra
reverencia para El Restaurador de las Leyes, otra reverencia para
El Santo Padre, otra para el recuerdo.
Y les pasa que trastabillan —porque hay que doblarse ante
El Santo Padre, porque hay que reverenciar el recuerdo—, y se
van de culo al suelo. Y yo, cuando se van de culo al suelo, y me
miran espantados, desde el suelo, les digo, levántese, hombre. Y
digo eso, y miro el espanto en sus caras, y no hago más que
revelarles el secreto de la novela moderna.

¿Soy el nombre de la Historia que se mira a ningún espejo,


y habla con ningún espejo?
¿Soy el nombre de un hombre viejo que, a la luz de unas
velas, llora frente a ningún espejo?
Nieva en el condado de Swanthling. Y hay sol y verano,
pese a mí, en el partido de Monte, provincia de Buenos Aires, a
veinte mil leguas de pampa, y mar, y viento, y noches del puerto
de Southampton.

¿Qué hizo el señor Sarmiento en el destierro?


Escribió Facundo para no morir. Y se acostó con mujeres
silenciosas, en puertos de niebla y sal, para olvidar que era
argentino.
¿Que hace, hoy, el señor Sarmiento? Levanta escuelas y
supone que iguala a los hijos de los pobres y a los hijos de los
ricos con el guardapolvo blanco.
El señor Sarmiento cree que hace El Bien. Y cree que lo
hace con el fervor de un jovencito enamorado.
Los extravíos del señor Sarmiento son frecuentes y, a veces,
aborrecibles.
¿Que hago yo —escritor, novelista, jefe militar, campesino
—, solo y pobre en tierra extranjera, afligido por el
desagradecimiento y el desdén de aquellos que favorecí, y de un
país al que conduje a la gloria como nadie antes en su historia?
Envejezco.

Consigna del general Rosas a la población:


Lo que no se ve está fuera de la ley.
Me embarqué, la noche del 3 de febrero de 1852, en el
Centaur, con 745 onzas de oro y 200 pesos fuertes, y algunas
otras pocas monedas: en verdad, algo más de 2 mil libras
esterlinas, que protegí, atento y en calma, del manotazo de algún
gaucho ventajero. Yo soy Rosas, sí, pero no hay como la
tentación que despierta el oro para borrar el respeto.

Hacía calor en la ciudad, a la que llegué, solo, montado en


mi yegua Victoria, y las ventanas y las puertas de la ciudad
estaban cerradas, como si un viento de peste silbara por las calles
de la ciudad, y había un silencio como no conocí otro en esas
calles de Buenos Aires, vacías e invadidas por el sol del verano.
Era mucho el calor, y bochornoso, y sé que me miraban,
que miraban el paso corto de Victoria por las calles silenciosas y
vacías de Buenos Aires, y miraban el espectro lívido de la
derrota en los campos de Caseros montado sobre mí, sobre mis
hombros y sobre las ancas de Victoria, mi yegua.
Hombres y mujeres —yo lo adivinaba— parados detrás de
las ventanas y persianas de sus casas, y las negras esclavas
sirviéndoles vino frío a los señores, y agua fría de los jagüeles a
las señoras, y las señoras abanicándose las tetas, guachas,
desvergonzadas, y los señores temiendo que mis hombres, los
derrotados, y los de Urquiza, los entrerrianos de la caballería de
Urquiza, federales todos, pobres todos, les entren a romper
cristales y jarrones, y tajear alfombras y sábanas, y se les rían en
la cara a los buenos padres de familia, y no escuchen las súplicas
de sus hijas, y mis hombres y los entrerrianos de Urquiza les
digan, locos y hambrientos y encanecidos todos, que se
desnuden los señores y las señoras y las hijas y las negras
esclavas.
Y yo voy en la yegua Victoria, al paso voy, camino de la
embajada británica, donde me espera el inglés Gore, y miro las
casas cerradas de Buenos Aires, el viento de la peste que silba en
las calles de Buenos Aires, y el sol que cae, como plomo
derretido, sobre los techos de las casas de Buenos Aires, y miro a
los ciudadanos de Buenos Aires, protegidos por ventanas y
persianas y puertas de madera gruesa y trancas de hierro —que
gritaron Viva Rosas, durante veinte años, más alto que sus
vecinos; que rezaron, durante veinte años, por la salud de Rosas,
guardián de sus sueños, y la de su hija Manuelita; y por la
memoria de la esposa de Rosas, Doña Encarnación Ezcurra, los
días y las noches dispuestos por Rosas para la oración—, y que,
ahora, esperan, protegidos por trancas y puertas de madera
gruesa, que suene la cívica hora de gritar Viva Urquiza, y que
Urquiza los salve del saqueo de los pobres todos, y Urquiza lo
hará, porque a mi lado aprendió que se puede violar a las
mujeres —salvo las blancas y ricas—, pero no la propiedad de
los que importan.
Urquiza, que aprendió a ser estanciero a mi lado, en una
carta que puso lágrimas en mis ojos, aquí, en tierras de otros, y
que dirigió a Your Excelency, general Rosas, promete a Your
Excelency, general Rosas, la devolución de su rango, de sus
bienes, de la patria.
Miré, digo, como nunca miré, la cobardía de los porteños.
No la vi, ni siquiera el 6 de diciembre de 1829, cuando fui
electo, por primera vez, gobernador de Buenos Aires, para
ejercer el mal sin pasión.
Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las
verdades patrióticas: quien gobierne podrá contar, siempre, con
la cobardía incondicional de los argentinos.

Subí, esa noche, al Centaur, disfrazado de marino, y


Manuelita de muchachito, y mi hijo de nada. Subimos al
Centaur, protegidos por seis bayonetas inglesas, pero yo no
cargaba más arma que mi nombre.
Le regalé a Gore mi yegua Victoria, y le agradecí su
hospitalidad, las buenas comidas y la buena cama que me brindó,
y le dije que, en su casa, me sentí como en la mía.
Él, que era un caballero, dijo que, en tanto encargado de
negocios británicos en Buenos Aires, era un funcionario de Su
Majestad, que ésa no era su casa sino la de Su Majestad, y que él
cumplía, con íntima satisfacción, las órdenes de Su Majestad.
Gore, creo, pretendió consolarme. Dijo, cuando nos
despedimos:
Piense, señor, que nadie es indispensable.
Los ingleses también se equivocan.
Digo esto, calmo, sereno, en una mañana británica, yo, que
recuerdo los tiempos en que el poder de mi brazo imponía paz a
las tierras que fueron colonias españolas del Río de la Plata, y
que fueron, más luego, las provincias de la Confederación
Argentina, y que hoy, por designio de la justicia divina, se
encaminan a su disolución o a ser una relegada heredad del
Imperio del Brasil.
Digo que los viejos lloran. Dios, bendito sea su nombre, me
premió con el consuelo del llanto. Y el llanto, en mí, es una larga
y melancólica despedida a la energía de la edad viril.
Aquí está Rosas, en una gris mañana inglesa, acurrucado
junto a un brasero hasta que se le caliente la sangre, hasta que
llegue la luz del día, hasta que Rosas tire un pedazo de carne a la
parrilla del brasero.
Aquí estoy yo, letra de coplas y de nostalgias y de
impotencia en boca del pobrerío, al que mis hermanos y mis
generales, hombres de cuna, y sonrientes alcahuetes, saquearon
sin pudor y sin remordimiento.

En las horas previas a embarcarme en el Centaur, no reuní


buen dinero conmigo. No hubo tiempo. Pensé que mis amigos y
compadres, a los que beneficié — y sólo Dios sabe cómo—, no
se entregarían alegremente al olvido.
Cargué, en el Centaur, mis archivos. Letras. Cartas.
Confidencias. Confesiones. Promesas. Delaciones. Ruegos.
Suegras que denuncian a nueras. Hermanas que denuncian a
hermanos. Unitarios que denuncian a federales por cismáticos.
Unitarias que se ofrecen a calentarme los pies con sus besos.
Federales que me venden sus mujeres. Mayordomos que se me
ofrecen como videntes… Lacayos… se ofrecen para lo que yo
disponga.
Cargué, con cuidado, el consentimiento escrito de Don
Adolfo O'Gorman al castigo que infligí a su hija Camila, y al
cura que la embarazó.
No me agradó, nunca, el escándalo. Y la fuga de esa
muchacha y el sacerdote fue un escándalo. Y los unitarios
escribían, en Montevideo, que Buenos Aires era una casa de
putas. Y que el deán de la Catedral, Felipe Elortondo y Palacio,
tenía por barragana a Josefa Gómez, y que yo lo permitía.
Yo, de puertas adentro, señores míos, permití que el
Demonio habitase a quien quiera cediese a la lascivia y la
obscenidad. De puertas afuera, no. De puertas afuera, decencia.
Y cuando ordeno que se fusile a Camila y su amante, el
mestizo Gutiérrez, proclaman que soy una bestia sedienta de
sangre. ¿Acaso lord Palmerston no me dijo que Romeo y Julieta,
la más aplaudida obra de teatro del canciller Bacon, justifica la
ejecución de los dos amantes cuando sus procacidades afligieron
a la sociedad veneciana?
¿Acaso son sordos? Si no lo son, escuchen mi consigna:
El que está abajo, respeta al que está arriba.
Digo esto, y no digo más: yo sabía que el cura Elortondo
llegaba, de noche, emponchado, a Las Encadenadas, la estancia
de la Gómez, y que ella le desnudaba la verga, y le ataba una
piola a la verga, y lo llevaba a la cama, tirando de la piola atada
a la verga del cura, como si sacara a pasear un perro, y ataba
manos y pies del cura a la cama, y lo jineteaba.
Yo sabía de los bramidos de ella, y de las invocaciones a la
Virgen María de él, y los retorcijones de ella, y las penosidades
de él.
Yo sabía hasta eso. Pero eso, señor mío, de puertas adentro.
Sin escándalo. Yo castigo el escándalo: ¿se entiende?
Porque, señor mío, nada se mueve, nadie murmura, nada se
agita en Buenos Aires sin que yo lo sepa. Oídos fíeles escuchan
qué sueñan los porteños en la oscuridad de las noches. Yo velo
lo que es indecible de esas noches de los porteños.
Abro el archivo y miro cómo se cocina la perversidad
humana. Yo, que no necesito espejos.
Los papeles de mi archivo, que huelen a la más pestífera
mierda que vientre alguno haya echado sobre la tierra, me
absuelven y me honran ante el futuro.

Hágame el bien de escribir a la siguiente dirección:


Your Excelency
Gral. Rosas.
En este país, felizmente, el general Rosas merece la
consideración de las personas de respeto.
No importa lo que digas
No importa lo que calles
La vejez, es una
La muerte, también.
Han pasado veinte años desde que me arrojaron a tierra de
gringos.
A veinte años de ese crimen, a veinte años de ese pecado de
sangre que Dios no le perdonó al cojudo de Urquiza y a la
traición de mis generales, un paisano clava su cuchillo en el
mostrador de una pulpería, y grita Viva Rosas. Y otro clava su
cuchillo en el mostrador de otra pulpería, y grita Viva Rosas.
Y ahí va un tercero, y desenvaina su cuchillo, y lo clava en
el mostrador que usted elija, y grita Viva Rosas. Y no hay
paisano que, en una tarde de silencios y de llanura, no mire
oscilar la hoja de su cuchillo donde sea que lo clave, con mucho
alcohol en el cuerpo o ninguno, con algo en la sangre que es más
hondo que el recuerdo, que no grite Viva Rosas, listo para morir
o para cobrarse una cuenta que nunca sabrá cuándo y quién la
abrió.
Fisonomías graves como árabes y como antiguos Soldados,
caras llenas de cicatrices y de arrugas. Un rasgo común a
todos, casi sin excepción, eran las canas de oficiales y
soldados… ¡Qué misterios de la naturaleza humana, qué
terribles lecciones para los pueblos! He aquí los restos de diez
mil seres humanos que han permanecido diez años casi en la
brecha combatiendo y cayendo uno a uno todos los días, ¿por
qué causa?, ¿sostenidos por qué sentimiento?… Estos soldados
y oficiales carecieron diez años de abrigo, de un techo, y nunca
murmuraron. Comieron sólo carne asada en escaso fuego, y
nunca murmuraron… Tenían por él, Rosas, una afección
profunda, una veneración que disimulaban apenas… ¿Qué era
Rosas, para estos hombres? ¿Son hombres estos seres?
Inteligencias como las del señor Sarmiento, que se dan
pocas en la tierra de Dios, no pueden responder a la pregunta de
qué es Rosas para hombres que mueren al grito de Viva Rosas.
No podrán nunca responder a esa pregunta. Y, entonces, se
impacientan. Y, entonces, el señor Sarmiento, que quiere la
cultura de la Francia para las ciudades argentinas, y que quiere
sembrar de granjas norteamericanas el campo argentino, exige,
para expiar el pecado de ser hijos de España, que se derrame la
sangre barata de los gauchos… ¿Misterios de la naturaleza
humana?
¿A qué reta y a quién el Viva Rosas de esos paisanos, que
pelearon en mis ejércitos y en los del finado Urquiza? ¿Y el Viva
Rosas de sus hijos y nietos y el de los hijos de sus nietos?
Contesten eso, si les da la lengua para contestar eso.

Ese grito durará más que el pecado.

Me llamarán y yo no volveré. Eso es tan cierto como que


Nuestro Señor Jesucristo fue vendido y clavado en la cruz.
Me llamarán para que salve a un país enfermo, roído por la
anarquía, devastado y empobrecido por putos y corruptos, y
expuesto a los probables furores que pueda provocar la
diseminación de las proclamas de La Internacional de
Trabajadores.
Sé de lo que hablo. Hablo de trapos rojos y proclamas de
rojos que ondean y escriben mulatos y judíos y chinos, lúbricos
festejantes de la destrucción, partidarios del no, proletarios de la
clandestinidad, hijos de las minas de carbón, de la forja de rieles
y locomotoras, de la tibieza sórdida de las sastrerías,
fomentadores vocacionales de la lucha de clases. Poetas.
Entonces, para que los salve de esas legiones del despecho
y el resentimiento, quienes renegaron de mí me ofrecerán sus
lealtades a precio, y escucharán arrobados —ese aire
ensimismado que gustan adoptar antes de la hora del asado y del
vino— las digresiones del capataz, eufemismo con el que me
marcó, para regocijo de los torpes escribas de manuales
escolares, el muy juicioso Don Nicolás de Anchorena, que sabía
largo de estancias y capataces.
Hoy, Don Nicolás de Anchorena, su dignísima esposa, hijos
y parientes, fingen no acordarse del brigadier general Don Juan
Manuel de Rosas, ni de sus estrecheces, ni que a él —a Don Juan
Manuel, capataz de manos limpias, gobernador—propietario de
los bienes de la provincia de Buenos Aires, y guardián de sus
noches—, le deben la posesión de 306 leguas cuadradas de
tierras aptas para lo que guste mandar.
Tampoco se acuerda Don Juan Nepomuceno Terrero, que
fue, en tiempos de cielo abierto y buena risa, socio de Don Juan
Manuel, y se alzó con 42 leguas de tierras de mi flor.
Y Don Félix de Alzaga, que embolsó 132 leguas cuadradas
de tierra, olvidó que fue uno de los pocos hombres de confianza
de Don Juan Manuel, y que el brigadier general Don Juan
Manuel de Rosas, y su hija Manuelita —la única hija criolla y
presentable en sociedad de King Lear, la sucesora de King Lear
en los manejos del Estado, la de la grupa carnosa, la que tuvo
mano suave para los desvelos de Lear, la que escribió a
Carancho del Monte que, cuando degollase a unitarios y
unitarias, le remitiese las cabezas de las unitarias, que ella
compensaría el esfuerzo que demanda captura, degüello y
remisión de cabezas de los subversivos con un cajón de vino
francés—, Manuelita, digo, y Don Juan Manuel, tuvieron una
palabra de comprensión en los labios, y un corazón dolorido
cuando el susodicho Don Félix evocaba a Don Martín de Alzaga,
ahorcado por los jacobinos de la Revolución de Mayo.
¿Y el general Ángel Pacheco, que no movió un caballo el 3
de febrero de 1852, y dejó que el salvaje Urquiza atropellara los
flancos, el centro y la retaguardia de mis ejércitos con su
caballería entrerriana, y diezmara mis ejércitos con su caballería
entrerriana?
Digo que Don Ángel Pacheco, guerrero de la Independencia
—que Dios maldiga y envíe al infierno a los que nos
independizaron del reino de España—, que juró ante mí y ante
Manuelita, dar su sangre por mí y por Manuelita, tenía por
norma coleccionar tierras de unitarios, exquisita costumbre que
los intelectuales del Río de la Plata, en voz alta o en voz baja,
llamaron pachequear.
Es verdad: el brigadier general Juan Manuel de Rosas
aprobó los hábitos confíscatorios de sus socios y compadres.
Es verdad, también, que esas columnas de la sociedad han
perdido la memoria de cuánto le deben al brigadier general Don
Juan Manuel de Rosas.
¿Qué fui yo para ellos?
¿Qué fui yo de ellos?

Mis opositores, que querían tierras, fueron o son


propietarios de tierras y, como muchos, aprendieron de Rosas:
expropiaron mis estancias, unas 136 leguas cuadradas de tierra, y
me expropiaron tres o cuatro casas, de las que soy único dueño,
en la ciudad de Buenos Aires.

El señor Domingo Faustino Sarmiento dijo, con un


laconismo que celebro, que las vacas dirigen la política
argentina.
Yo digo: la política es otro de los nombres de la deslealtad.
Ahora, aquí, en el condado de Swanthling, reino de la Gran
Bretaña, digo:
Los argentinos darán mi nombre a su destino.

Voltaire escribió que Inglaterra fue esclava, por mucho


tiempo, de los romanos, de los sajones, de los daneses, de los
franceses.
Voltaire escribió que Guillermo El Conquistador impuso, a
los ingleses, la prohibición, bajo pena de muerte, de encender
fuego o prender luces en sus casas, luego de las ocho de la
noche. Y los ingleses nunca dudaron de la cordura de Guillermo
El Conquistador.
Voltaire escribió que la Europa continental trató, a los
ingleses, como perros rabiosos y locos porque inoculaban viruela
a sus hijos para prevenirlos de la viruela.
Muchos siglos antes que los ingleses, los emperadores
chinos ordenaron que sus súbditos se inoculasen viruela con la
pretensión de que se salvaran de esa contagiosa epidemia. A
nadie le importan China y Voltaire.
Yo quemé a Voltaire.
Pero los dos peones galeses, que limpiaron de nieve los
techos de mi rancho, la puerta y el sendero que lleva a la puerta
de mi rancho, toman cerveza, creo, en el granero, y en el frío y la
oscuridad, envueltos en mantas que huelen a caballo y a forraje,
y se cuentan historias de brujas, y no les importa el futuro. No
les importa Inglaterra.
Mis peones —la escoria de la sociedad, los llamó lord
Palmerston— hablan de cómo se entumecen los malditos dedos
de los pies, allí, afuera, en la nieve, en el viento y en las trampas
heladas de la nieve. Y de cómo sacarse las botas, o lo que sea
que calcen, y los malolientes calcetines, y las medias de lana que
usan por encima de los calcetines, y de cómo poner los
entumecidos dedos de los pies en las cercanías del fuego que
encendieron, y los calcetines y las podridas medias de lana en las
cercanías del fuego que encendieron, para que se les sequen.
Y, también, hablan de brujas. Hablan de la nieve, del frío y
de las brujas. De cómo las brujas cruzan los bosques helados, de
cómo las brujas son pequeñas manchas móviles y aullantes en la
inmóvil negrura de los bosques helados y las praderas heladas. Y
se estremecen de miedo, y toman más cerveza, rubia, en sus
cacharros de loza ordinaria, y se asustan con las historias de
brujas que cruzan bosques helados y praderas de nieve. Y ríen,
borrachos, de sus miedos y de sus sustos. Y dicen que las brujas
cantan.
¿Has raspado —dirá uno de los malditos peones, borracho,
en alto el maldito cacharro que desborda cerveza rubia, al otro
maldito peón que ríe de miedo y de susto un vidrio contra otro
vidrio? Así suenan las malditas voces de las brujas, cuando
cantan en las noches de luna sobre las praderas de nieve.
Los ingleses, en invierno, cuentan historias de hechizos y de
brujas, en la oscuridad de los graneros, en la sucia impudicia de
sus camas.
Cuentan historias de empalamientos, de ruedas que
quiebran huesos, de suplicios con agujas y hogueras que queman
carnes y ojos contra un horizonte de nieve.
Las brujas cabalgan palos de escoba, y los palos de escoba
se les hunden entre las piernas, y ellas cabalgan, erizados los
pelos de sus cabezas, por bosques y praderas de nieve, y la luz
de la luna baja por sus esqueletos, y ellas son la soledad que ríe
en la noche y en la nieve.
Los ingleses, en invierno, serruchan brazos, piernas,
cabezas y sexos de sus amantes, de sus abuelas, de sus hijas, de
sus mujeres.
A los ingleses, en invierno, se les borra la cara.
Yo soy criollo.
España es mi madre.
Yo tomo mate.
Los jacobinos, con la Revolución de Mayo, nos empujaron
al mundo de la enfermedad, de la disolución y de la duda.
Yo no me enfermo.
Yo soy el relato de lo que el pasado tuvo de feliz.
Yo tomo mate, ahora, de pie.
Yo salgo al campo, a la luz del campo, y el silencio que
sube del fondo de la tierra, y el silencio de los animales y del
cielo, son míos.
Yo como de esa luz del día, y largo el caballo contra el
horizonte.
Yo soy la luz.
Y soy mi propio caballo.
Gritan tu nombre
veinte años después.
Qué importa lo que gritan
veinte años después.
Me digo: general, escriba de la verdad y del sueño.
De pie, aquí, en mi rancho de Inglaterra, digo:
El destierro es verdad; lo otro, sueño.
Sueño, la infancia.
Sueño, la juventud.
Sueño, los años en los que ellos gozaron de mi poder. Y lo
festejaron. Y lo sostuvieron.
Yo que, de pie, tomo mate, y miro una nieve, unos árboles,
un silencio de los que no soy dueño, sé que los sueños se
desvanecen, que la mañana les pone fin, que son lo que el
recuerdo quiere que sean.
Yo no sueño.
Yo, en este rancho agobiado por la nieve, y el viento, y el
aire gris de la mañana, me dormí junto al brasero, y cabeceé
junto al brasero y las brasas que resplandecían en el brasero. Y
dormido, galopé los campos que fueron míos. Y respiré en su
luz. Y no supe que es imposible retener ese candor, esa
fugacidad.
Ahora, estoy de pie. Y tomo mate. Y no sueño.
Alguna vez, en Palermo, el almirante Guillermo Brown, que
estaba loco, y que había huido de su Irlanda natal, y que llegó a
almirante de la desvalida, misérrima flota que armaron y fletaron
los jacobinos de Mayo, porque en Buenos Aires —dijeron los
jacobinos de Mayo— sobraban los caballos y los criollos a
caballo, y no los que se animaran a las aguas, me preguntó si
nunca escribí un nombre, un deseo, una fatiga o, tal vez, el
dibujo con el que marcaba mi hacienda, y los guardé —nombre,
deseo, fatiga, dibujo— dentro de una botella, cerré la botella y la
tiré al Río de la Plata o al mar, si se me hubiera ocurrido navegar
por donde el Río de la Plata se hace mar.
Contemplé, callado, al viejo incrédulo, acabado, que olía a
ginebra o whisky, y que conoció los estragos del cañón a bordo
de frágiles maderos, y el grito de horror de los que se ahogan,
aún vivos, en el hueco pálido de las olas, y que eludió la muerte
más veces que ningún otro hombre en aguas y tierras
americanas, y contemplé la piel rojiza y arrugada de su cara, y
sus ojos verdes y pequeños que buscaban alcohol en algún lugar
de mi despacho, y le dije, déjese de joder, Brown. No estoy para
perder el tiempo.
Brown, que no encontró ni un miserable trago de caña en
mi despacho, tomó, de mi escritorio, su gorra de marinero, y me
contestó, Yo sí, señor.
No haga caso, me dijo lord Palmerston.
Los irlandeses son un pueblo belicoso, pero sus escritores…
Ah, sus escritores… Y sus poetas… A esos, les temo. A esos,
general, les temo. Verdaderamente, les temo. Cambiaron el
mundo de la palabra. Y le aseguro, mi muy estimado general
Rosas, que cambiar el mundo de la palabra es más inexpiable
que la cobardía de Judas o, si lo prefiere, que el deshonor.
No, no haga caso, señor, me dijo lord Palmerston. Los
irlandeses sueñan. Y soñar no es peligroso. No, por lo menos,
para los negocios de Su Majestad.
El sueño irlandés, amigo Rosas, es fundar una república,
como ustedes, en su país… Oh, por favor, general: sé lo que el
general piensa. Y coincido con lo que el general piensa de la
declaración del 9 de julio…
¿9 de julio, verdad?, preguntó lord Palmerston, y yo le
confirmé que ese día, por el que pagaremos sangre y lágrimas y
bienestar hasta que Dios se apiade de nosotros, se declaró la
independencia del Río de la Plata del trono español.
Los irlandeses, que son tozudos e imbéciles y beatos, como
no hay otra raza en la tierra del Señor, dijo lord Palmerston,
creen que la república dará de comer a sus mugrientos
campesinos y los consolará de sus incesantes desdichas mucho
más efectiva y gozosamente que San Patricio.
Son buenos para cavar zanjas, dije yo. Los criollos no
nacieron para la pala.
Lord Palmerston rió. Y ahorran, en su país, dos o tres
chelines a la semana, y comen carne y no cascaras de papas, y
compran ovejas, y parecen, con el tiempo, cuando envejecen,
educados caballeros ingleses. Pero no lo son, rió lord
Palmerston. Son irlandeses: ¿me comprende usted, general?
A lord Palmerston le asistían todas las razones del cielo y
de la tierra: en Francia se proclamó la República, en setiembre
de 1870, y seis meses después los rojos escarnecieron ese gran
país con el espectáculo brutal de la Comuna, de las turbas
degradadas de la sociedad en el poder.
¡Denme a la princesa Alicia como reina de las provincias
argentinas del Río de la Plata!
Eso dice Juan Manuel de Rosas, que vale, en el destierro, en
un rancho agobiado por la soledad y la nieve, para que su patria
no se extinga en la abyección y el desamparo.
Eso digo yo, confinado, aquí, por la ingratitud de mis
amigos, y leal a la nobleza de mi origen y a mi casa, y al futuro
que dirá, de mí, la palabra justa.
Consigna del general Rosas a la población:
Queda desautorizado lo que no autorice.

¿Dónde está Manuelita?


Llueve en Buenos Aires: yo, de uniforme y con la cabeza
descubierta, marche por sus calles.
Yo, a la cabeza de miles de argentinos. Y grito muera el
loco salvaje traidor Urquiza. Y miles y miles y miles de
argentinos, hombres, mujeres y viejos, que marchan a mis
espaldas, gritan, como si impetraran al Cielo, Viva Rosas.
¿Qué querían de mi los argentinos?
¿Qué les daba yo para que gritaran Viva Rosas?
Y a mí, que marcho por esas calles, bajo la lluvia, calles y
ciudad, cielo y aire, que me pertenecerán siempre, la cara
mojada por la lluvia, y el pelo, y el uniforme de gala, se me
estrangula la voz en la garganta, y la lluvia es un fuego helado
cuando la miro. Pero hay lágrimas en mi pecho.
Después, cuando el salvaje Urquiza lanza a los cosacos de
su caballería entrerriana sobre mis ejércitos, y los acuchilla y
despedaza en los campos de Caseros, ¿dónde estuvieron los que
yo favorecí?
¿No dijo el muy apostólico cura Esteban Moreno, en la
Sala de Representantes, que era mi perro fiel, y que expondría
su pecho a las lanzas del salvaje, traidor, loco Urquiza, en
defensa de mi salud?
¿Dónde estuvieron los diputados que, en la tribuna de la
Sala de Representantes, sus voces recorridas por las exaltaciones
de la histeria, se disputaron el honor de morir por Rosas, que no
los vi en los campos de Caseros?
Querían paz. Y la paz, para mis amigos, era la próspera y
tranquila prosecución de sus negocios prósperos y tranquilos. Y
para los otros, para los infelices, para los que morían en mis
ejércitos, o para los mutilados, para los que se retiraron de mis
ejércitos sin una pierna o sin las dos, o mancos, o sin un ojo, o
sordos por el estallido del cañón, o sin vísceras, paz era siesta y
mate, y un vaso de caña, de vino, y una tira de carne asada a
fuego lento, y alzar la pollera a una china, y meter la mano en las
hendiduras calientes de la china, en una tarde, en una noche
cualquiera de la pampa.
Aquí, los ingleses toman mate de mi mate. Yo les descubro
el zapallo y el dulce de leche. Y los saborean. Y los ingleses se
miran entre ellos, y fingen asombrarse, pero tragan el dulce de
leche que les desborda la cuchara, y se relamen como cuando le
manosean las tetas a sus criadas.
Los ingleses, en invierno, son viejos. Violan niños en sus
viejas ciudades y en sus viejos campos. Y toman cerveza. Y yo
les descubro el zapallo y el dulce de leche. Y los ingleses, que
son viejos en el invierno, ríen con sus bocas desdentadas. Pocos
de ellos andan a caballo.
Los ingleses comen bistec. Yo, asado.
Los ingleses venden ponchos, ropas, cuchillos, asadores y
espuelas a los argentinos.
Yo, Juan Manuel de Rosas, aquí, en el destierro, les soy
indiferente, excepto a lord Palmerston, y a mi yegua Victoria, a
quien le lustro el cuero y le doy de comer.
El hombre pobre
nunca
se acostará
con la hija del rey.
También les es indiferente quién gobierna en Buenos Aires.
Venden lo que sea que salga de sus fábricas, y compran cueros,
ovejas, tasajo, tierras en Santa Fe, en el litoral, en Buenos Aires,
y en el Sur, y el señor Domingo Faustino Sarmiento, y los
doctores Nicolás Avellaneda y Valentín Alsina y el general
Bartolomé Mitre les son indiferentes si no se oponen a que las
mujeres criollas cumplan sus deberes de sirvientas, de amantes
ocasionales y, si cuadra, por especulación y cálculo, de esposas.
Compran vacas, tierras y mujeres criollas. Y venden el humo de
sus fábricas.
Inglaterra es la nueva Jerusalén de los judíos. Los judíos
son interminables.
Escribo: El gobierno ha vuelto a disponer de los pocos
bienes que me hubieran permitido vivir en una moderada
comodidad decente.
Escribo: Tengo sobrado derecho para que se reflexione
detenidamente en orden a mis circunstancias políticas y
privadas, considerándolas desde mi juventud, las épocas de mi
vida pública y particular, mis servidos, mis sacrificios, las
crueldades, las injusticias contra mí y contra mis únicos bienes,
mi actual amargo estado de pobreza en un país extranjero, y así
las reservas y privaciones de que he tenido que servirme para
prevenir mayores males, y preparar aún más y más materiales
para la justificación de mi defensa…
Escribo que mis antiguos amigos y socios políticos, cuyos
bienes no fueron tocados por los gobiernos que sucedieron al
peregrino gobierno de Urquiza, me dieron la espalda, y callaron,
y permitieron se confiscase lo que heredé y lo que gané con mi
trabajo.
Hablo de esos Anchorena. Y de ese tal Nicolás de
Anchorena, hipócrita, asqueroso e inmundo.
Escribo que las mil libras esterlinas que el Señor Capitán
General Don justo José de Urquiza ordenó que me remitieran
son, para mí, un honor, y para él, la gloria. Que Dios premie la
perfecta justicia de esa reparación moral.
Escribo que la esposa de Don Nicolás de Anchorena y sus
hijos se niegan a pagarme los 80 mil pesos fuertes que me deben.
Escribo que Doña María Josefa de Ezcurra, Don José María
Ezcurra, Don Gervasio Rozas, y muchísimos otros, han muerto
sin pagarme lo que me debían, cuenta forjada en oro y en
adulaciones que parecían no tener fin.
Escribo que lord Palmerston me dio a conocer, con palabras
de doble sentido, sigilosas, como cubiertas por la prudencia, que
el gobierno de SMB estudia interponer sus buenos oficios con el
objeto de que se levante la confiscación de mis propiedades, y
las propiedades de las que soy legítimo dueño me sean
devueltas.
Escribo que Manuelita insinuó —en una visita al rancho
con sus dos hijos, visita que le concedí— que yo abandone el
farm, y ocupe, en las condiciones que se ofrezcan, alguna casa,
en Londres. Y cuando me dijo eso, Manuelita rió. Manuelita es
cruel. Desconozco a Manuelita.
Escribo que debe saberse cuánta es mi pobreza.
Escribo que enviaré recibos al coronel Pedro Ximeno, y a
Doña Petrona Sosa y a Don Rufino Velazco por las 56 libras que
me enviaron, como recaudación de tres trimestres. Les escribiré
de mi entrañable agradecimiento. Les escribiré de las
palpitaciones de mi halagado corazón. Mi hermosa letra dibujará
firuletes displicentes y vertiginosos, laberintos de mis sueños.
Laberintos.
Your Excelency. Escribo que la circular de M. Favre a las
representaciones diplomáticas del gobierno francés, repite,
palabra por palabra, mis cartas a lord Palmerston, acerca de lo
que podía esperarse de la titulada Internacional de los
Trabajadores. La circular de M. Favre dice, en uno de sus
párrafos, que la Internacional es una máquina de guerra
destinada a abolir el capital e instaurar el comunismo.
Escribo que la circular de M. Favre menciona que los
comités, caudillos y cómplices de la Internacional funcionan en
Francia, Alemania, Inglaterra, Bélgica, Rusia, Suiza, Austria,
Italia y España.
Escribo que la Internacional exige la legislación directa del
pueblo por el pueblo, la supresión de la herencia individual, el
ingreso del suelo en las propiedades colectivas.
Escribo: Cuando en las clases vulgares desaparecen el
respeto al orden, las leyes y el temor a las penas eternas, sólo los
poderes extraordinarios, en manos de los jefes de las naciones
cristianas, restaurarán la obediencia a los mandamientos de Dios.
Escribo: En Londres vive el más insidioso, petulante y
audaz apologista de la Comuna. Vive, me informan, en Maitland
Park Road, y lo vigilan, discretamente, policías que ni siquiera
llevan garrote en la cintura. Ese intenso apologista de la Comuna
no es inglés: es, como yo, un desterrado. Me informan que los
aberrantes panfletos que escribe son de una prosa como no hay
otra en Europa. Me informan que The Times acoge y publica
algunas de sus incesantes cartas. La reina Victoria es una mujer
bondadosa.
Dicen de ese conspirador, quienes me informan, que es un
soñador que piensa, un pensador que sueña. Escribo que, por lo
tanto, es inofensivo. Escribo: No lo pierdan de vista. Vigílenlo.
Escribo: No hay en el mundo enemigo más esforzado de las
asociaciones clandestinas, de la anarquía y del comunismo, que
el general Rosas.

Echo más carbón al brasero. Rompo, con un martillo, los


carbones grandes, antes de echarlos al brasero. He conseguido
calentar el rancho.
De pie, muevo las piernas. Estoy solo, y hablo, para mí, en
un frío mediodía británico.
Soy un hombre fuerte, y lloro, a veces, el olvido de los
otros. ¿Por qué mi vejez no debe llorar, a veces, el olvido de los
otros?
¿No escribí, en este mediodía de soledad y británico, o
antes, en algún mediodía de sol y silencio, cuando la sombra del
destierro caía, implacable, como una trampa de espasmos y
lágrimas sobre mi corazón, que tengo sobrado derecho a que se
reflexione acerca de mí, de lo que fue y de lo que es Juan
Manuel de Rosas?
¿Qué debí hacer para que mi destino fuese otro?
¿Qué no hice para que mi destino fuese otro?
El horizonte, la luz del sol, la tierra, obedecen a los cascos
de mi caballo.
Si yo detengo mi caballo, el mundo es real.
Yo detengo mi caballo.
Yo medito sobre la suerte de los argentinos sin mí.
Enfermedad, agonía, nada
El destino no tiene fin.
Consigna del general Rosas a la población:
La vaca es vaca y no toro.

Las mujeres viven para engatusar y dominar a los hombres.


Es, el de las mujeres, un deseo de animal carnívoro, que sólo se
sacia cuando devora al hombre.
Uno las monta, ¿y qué hace? Alimenta ese deseo, le da un
nuevo y feroz impulso.
Las mujeres no son como las putas. Ni como las yeguas. A
las mujeres es imposible domarlas.
No me gustan las mujeres: me gustan las yeguas y las putas.

La perra gime.
Como, despacio, la carne que eché en la parrilla del brasero.
Miro a la perra que gime, que me olisquea la botas y gime,
pero como despacio.
En invierno, gasto mucha vela para iluminar el rancho. No
me gusta la oscuridad.
Le tiro un pedazo de carne a la perra. La perra deja de
gemir. Babea.
No me gustan las perras que gimen.

Doña Encarnación adivinaba cuando me venían las ganas.


Las ganas son como una impaciencia. Como una vibración en las
rodillas. Se me endurecían los muslos.
Cuando uno es toro, la leche empuja para abajo, para el lado
donde nacen las piernas, y late, la leche, como un corazón, abajo,
arriba de la verga.
Yo, en el campo, me sobaba ese triángulo de pelo, arriba de
la verga. Y me tocaba la verga. Todavía era la de un semental.
Había razón. Yo y Juan Lavalle mamamos de la teta de
Doña Agustina Osornio, mi señora madre, la del bello culo.
Hombre guapo, Juan Lavalle. Se alistó, pendejo, en los
granaderos del general San Martín. Y peleó como el mejor. Se
largaba, solo con su caballo, al encuentro de los soldados del rey
de España, y los mataba con su sable y la exaltación de un fraile
santo. Hasta que lo mataron a él, los montoneros, en un infame
pueblo del Norte. Dicen que lo entregó una mujer: pobre Juan
Lavalle, tan buen mozo, morir vendido por una mujer.
Era corta la verga de Juan Lavalle. Y la mía era la de un
semental. En el campo, a caballo, nos abríamos la bragueta, y las
medíamos sobre la montura de los caballos. La mía era, por lo
menos, el doble de la de él. Y cuando las medíamos, él se volvía
como loco. Por eso se fue con los Granaderos del general San
Martín. Para mostrar que su coraje superaba, lejos, el de
cualquier soldado de su tiempo, español o criollo. Juan Lavalle:
tanto coraje al pedo.
Yo miraba el cielo, en mis campos, y el techo de mi
despacho, en los cuarteles de Palermo, y me sobaba duro. Piel,
pelo, huesos, carne, verga.
Hay que quitarse esa leche, cuando uno es toro, antes de
que cuaje. Porque la cabeza del hombre, con esa leche
depositada, allí, abajo, se enturbia. Ordeñar. Y rápido. Como a
las vacas. Un hombre, si es hombre, es toro y vaca.
Yo, en mi despacho de Palermo, pensaba 18 horas por día.
Escribía. Escribir es pensar. Pensaba 100 leguas por delante de
cualquiera que pensara en los intereses del Estado. Eran pocos
los que pensaban en los intereses del Estado. Son pocos. Yo soy
uno de los pocos. El primero. El mejor.
Los otros, los otros eran criollos de coraje. Como Juan
Lavalle. Como Gregorio Aráoz de Lamadrid. Esos dos no
supieron, nunca, qué era pensar. Cantores de vidalas, sí.
El manejo del Estado me apasiona. El manejo de los
intereses del Estado me apasiona. No la guitarra. No el sexo. El
sexo distrae. Lo usaba, claro. Porque la verga se me paraba. Y
eso era algo que yo no podía impedir. Ni aún hoy, yo, un hombre
fuerte, puedo impedirlo.
Doña Encarnación era buena para el ordeñe.
Vení, murmuraba ella donde fuera que estuviésemos.
Cuando terminaba, yo, aliviado, agradecido, le decía que ella,
Doña Encarnación, conocía todos los secretos del ordeñe. Ella
reía, satisfecha, y me preguntaba si era eso lo que me parecía, y
yo le contestaba que sí, que su habilidad me paralizaba, y que su
habilidad iba mucho más lejos que la de las mestizas y las
negras. Y ni hablar de las indias.
A Doña Encarnación se le arrugaba la piel de la frente
cuando yo bajaba esa balanza, pero yo le sonreía, y me cuadraba
frente a ella como un cadete rápido y ágil y obediente. A Doña
Encarnación se le oscurecían los ojos. Y algo retrocedía dentro
de ella. Fríos los ojos de Doña Encarnación.
Doña Encarnación era cruel a la hora del juego amoroso. Y
a cualquier hora. Pero yo aguantaba el trabajo de sus manos y de
su boca. Me daban algo cuando trabajaban mi cuerpo, que no sé
nombrar. Tampoco podía Doña Encarnación. Ella decía: Usté,
Don Juan Manuel, patalea y gruñe como un chancho cuando
siente el filo del cuchillo en el cogote.
No decía, Doña Encamación, nada que yo no le hubiera
escuchado antes. Doña Encarnación gustaba decir cosas como
ésa. Muy de campo, Doña Encarnación. Muy de encendérsele los
ojos, a Doña Encarnación, cuando le daba en el lomo, con el
rebenque, a una negrita traviesa. Muy patrona de estancia. Doña
Encarnación.

Me dormí, sentado junto al brasero.


La perra me mira, los ojos apagados, tendida al otro lado
del brasero. Se comió, la perra, los restos de la carne que dejé en
el plato. La perra, los ojos velados, tiembla. Espera que la
castigue. Tendrá su castigo.
Es como un sopor el que tengo. Hay algo que gira en mi
cabeza. Pero me pongo de pie. Me dije: póngase de pie. Don
Juan Manuel. Y mi cuerpo obedeció.
Se está enfriando el rancho. Dormí mucho. Una hora dormí.
Los ancianos deben dormir poco, me dijo el. doctor
Bradley, médico de lord Palmerston, en Londres. Por los
accidentes vasculares: ¿me comprende, general?
No soy un anciano, le dije a Bradley, que es un gnomo
calvo, y panzón, una panza hinchada de whisky.
¿Cuántos años tiene, general?, me preguntó Bradley como
si no lo supiera.
Setenta y ocho.
¿Dónde vive, general?
¿Le hablaron, a usted, de un lugar llamado destierro?
No, general. Soy inglés, general.

Nieva.
Son las dos de la tarde.

Las mujeres, incluida Doña Encarnación, son almas impías.


Y ellas lo saben.
Mi padre azotaba a mi madre, la señora Osornio. Ella tuvo
veinte hijos de Don León Ortiz de Rosas, mi padre, pero mi
padre, con la misma regularidad que dormía la siesta, y comía su
puchero de gallina de los miércoles, invierno y verano, le daba,
con la fusta, al culo de la señora Osornio.
Bello culo el de la señora Osornio.
Nunca preguntó, la señora Osornio, a mi padre, por qué le
daba con la fusta. Se encerraban en el dormitorio, y mi padre
decía, con una sonrisa de niño todavía no decepcionado por las
miserias humanas que, en el dormitorio, él alzaba los ojos hacia
el techo, y sin cerrarlos, veía sus años de cautiverio entre los
indios, y escuchaba su juventud, y Doña Agustina Osornio,
cuando él escuchaba las voces de su juventud, también era joven.
Doña Agustina, en la penumbra del dormitorio, se levantaba
la falda, y se acostaba en el cama, boca abajo en la cama, y
ofrecía su bello culo a Don León Ortiz de Rosas, mi padre.
El bello culo de Doña Agustina era como un estallido de luz
blanca en la luz amarillenta y triste de los velones que encendía
mi padre, en el dormitorio.
Don León Ortiz de Rosas, mi padre, se levantaba de su
butaca, esa butaca que estuvo, desde siempre, al pie de la cama,
empuñaba el rebenque, y los rebencazos caían sobre el blanco
culo de Doña Agustina Osornio. Era ancha la lonja del rebenque.
Mi padre paraba el azote cuando se quedaba sin aire en los
pulmones. Mi padre, sin aire en los pulmones, acariciaba, con
sus manos regordetas, los muslos enrojecidos de Doña Agustina.
Mí padre agachaba la cabeza y besaba las nalgas enrojecidas de
Doña Agustina.
Después, se desnudaban. Ella, la cabeza en la almohada, las
piernas abiertas, lo recibía.
A veces, suspiraban.
Escribo a Buenos Aires.
Arrimé mi vieja mesa al brasero, y escribí diez cartas a
Buenos Aires, con hermosa caligrafía.
Escribo, en el condado de Swanthling, reino de la Gran
Bretaña, a viejas devotas que me recuerdan alto y robusto, recta
la espalda. Recuerdan, las viejas devotas, mi voz ceremoniosa y
grave, cuando yo quería que fuese grave, y las viejas devotas
dicen que no olvidaron lo que dije.
Escribo a coroneles y parientes que trabajaron, a mis
órdenes, en la administración del gobierno de la provincia de
Buenos Aires.
Escribo, a tacaños y tacañas, de mi íntima satisfacción por
el socorro que me prestan. Les escribo de mi entrañable
agradecimiento por las pocas, escasas libras que me mandan.
Espero que le crean a mi hermosa caligrafía.
Les escribo que, en mi despacho de Palermo, documenté, a
lo largo de veinte años, la memoria de la Patria, con mi hermosa
caligrafía.
Les escribo de las convulsiones revolucionarias en Europa,
y qué remedios propongo para acabar con esas crispaciones del
cuerpo social, y les escribo de los consejos que envío a la reina
Victoria. A su pedido, se entiende.
Les escribo que me reciben en las cortes reales de Gran
Bretaña, Francia, España, con las dignidades que se deben al
gobernador—propietario de la provincia de Buenos Aires. Les
escribo que busquen en el Diccionario la etimología de la
palabra crispaciones.
Les escribo que leí una carta, en The Times, que un tal
Raymond Wilmart remitió al más intenso de los apologistas de la
Comuna, y que la policía, seguramente, interceptó.
Ese Raymond Wilmart combatió a los poderes constituidos,
en las calles de París, y en los turbulentos días que duró el
gobierno de proletarios e intelectuales ávidos de revancha contra
la clase pudiente. Ese tal Wilmart fue uno de los que huyó de la
persecución de las fuerzas del orden al mando del benemérito M.
Thiers.
Desde Buenos Aires escribe ese tal Raymond Wilmart al
más intenso de los apologistas de la Comuna que, en la
Confederación Argentina, la revolución es imposible. Escribe
que en la Confederación Argentina no saben y no sabrían hacer
otra cosa que andar a caballo.
No voy agregar una palabra a la carta del incendiario: hay
brillos de horizonte en mi corazón.

Escribo a María Eugenia:


Vení si te curaste las várices. En Inglaterra no permiten la
entrada a enfermos. Vení, pero sola. Sin los crios.
Tu Patrón
Rosas

—Su madre. Doña Encarnación, ha muerto.


—Lo sé, tatita.
—Desde hoy, usted la reemplaza. Manuelita me miró, y sus
ojos eran los de Rosas, y ella era Rosas, que buscaba quien se
prodigara con su virginidad, quien la sosegara, quien sosegara
las ofuscaciones de su virginidad.
Manuelita me esperó. Y yo la dejé, ahí, esperándome.
Manuelita se rió, y cuando Rosas ríe busque un agujero y
húndase en el agujero, y no respire, y espere que Rosas deje de
reír, borre la risa de su cara, y su cara retorne a la monótona
impasibilidad que ofrecen, en el mármol, las caras de las
estatuas.
Manuelita, que me esperó, y que rió, dijo:
—Sí, tatita.

Guardo de Mr. Southern, con placer, unas pocas líneas:


Los acreedores ingleses deberían rezar para que Rosas
permanezca en el poder. Es un administrador honesto y
prudente de los fondos públicos.
Yo tracé los planes de la Campaña del Desierto y, al frente
de mis ejércitos, arrebaté al indio miles de cabezas de ganado,
centenares de cautivos y centenares y centenares de leguas de
tierra.
La Campaña del Desierto abrió las puertas a riquezas que
parecían de sueño. Amigos, compadres, y los que se decían mis
aliados cobraron, por buenas, provisiones de boca, ropas, ollas,
tabaco, galletas, aguardiente, armas, caballos, y cuanto se
moviera en cuatro patas y aún en dos (incluidas las putas), que
entregaron a los administradores de mis ejércitos.
Mis abuelos conquistaron las provincias del Río de la Plata.
Y fundaron un linaje. Y yo cumplí con ese linaje. Yo no lo
ultrajé. Mis manos quedaron limpias. Entraron y salieron limpias
de las bolsas de oro y plata. ¿También las de ellos, los que
fueron mis compadres y aliados? ¿También las manos de los que
se arrastraban por los pisos de Palermo, en acatamiento gozoso
de los antojos de Manuelita? ¿También las manos de los que
bajaban de sus estancias con caballos para regalarme, y monturas
y ponchos para regalarme? ¿Y cueros, tasajo y sebo y ovejas
para vender a los ingleses?

Le digo a Manuelita que engordará.


Ella me dice que sí.
Ella me dice que no se cuida con la comida, como las
damas de Francia.
Ella me dice que es criolla. Y en edad de merecer.
—Me gustan las gordas —le digo.
—A usted le gustan las bien formadas —dice ella, y gira
sobre sí misma, orgullosa de su opulencia.
—Me gustan las bien formadas —digo yo, y le miro los
pies, pequeños, bien formados, sin un callo.
Los dos nos reímos.
Ella y yo somos Rosas.
Rosas ríe.
Están secas, ahora, las calles de Buenos Aires.
El río, lejos y en bajante. Y no llueve.
Los zaguanes, de noche, no son cuevas y, cuando lo
permiten las rondas de la Mazorca, el mozo acerca su mano al
pecho de la muchacha. Mis hombres de la Mazorca echan una
mirada a ese desperdicio de energía, prenden un cigarro y, lo que
callan, me lo dirán a mi en sus informes.
De día, carros de altas ruedas entran al río en busca de agua
clara. De noche, Europa camina por los salones de Buenos Aires.
Y yo, en mi despacho, velo, de día y de noche, por los
negocios de los otros.

Manuelita, treintañera, llegó a la Gran Bretaña conmigo, y


con su paciente entretenedor, y no fue la mujer que yo necesitaba
para mi home, para que fuese un home en el destierro.
Ella, en Palermo, engordaba.
No para de engordar, usted, mi señorita Manuelita, le decía
yo, en mi despacho, sentado en un sillón de respaldo de felpa
roja y maderas de quebracho, y levantaba los ojos de las
consignas que esparcía, por las mañanas, sobre mi escritorio, y la
miraba.
No, señor, me contestaba Manuelita, sin reír, sin sonreír.
Nos mirábamos.
No olvide que me gusta la carne gorda.
Sí, señor.
Pero no blanda.
Son los asados, decía Manuelita.
Es el aire del río, decía Manuelita.
Es el apetito, señor, me decía Manuelita.
Hay asados a las orillas del río, y bajo los ombúes. Y yo
camino, y es de noche, y me veo caminar entre el humo de los
asados y los velones de grasa que arden en las ramas más bajas
de los árboles, y en los tocones de árboles que se pudrieron o que
el fuego se comió, y saludo a mis hombres de la Mazorca, sin
equivocar un nombre, y les pregunto por sus madres y mujeres,
por sus hijos y sus caballos, y ellos me contestan, reservados y
dignos, como si dialogaran, a solas, con Dios. Se les cambia la
sangre en el cuerpo: no es torva y oscura; es roja y limpia, y
viene a mi encuentro.
Saludo, en la noche del verano, a los diplomáticos
extranjeros, a sus mujeres y amantes, y una brisa como
perfumada sube del río y toca las blanduras de mi corazón. Yo
sacudo la cabeza y aparto, de las blanduras de mi corazón, los
tiempos en que Doña Agustina era joven, y Juan Lavalle se
acostaba en mi catre de campaña, y allí se dormía, y ningún
cuchillo le aserraba la garganta, ninguna bala le partía el pecho,
porque él y yo mamamos de los pechos de una mujer que fue mi
madre, y que fue bella, y que fue dueña del culo más bello que
nunca contemplé.
Pero las blanduras de mi corazón, tocadas por esa brisa del
río que sorteaba el humo de los asados y el chirrido de los
velones que se derretían en la noche de Palermo, iban más atrás
que los pactos no escritos entre hombres como Juan Lavalle y
yo, y se abrían a los paisajes de mi niñez.
A los aprendizajes de mi niñez.
A los caballos.
A los pastos.
A los vientos.
Al cielo.
A la cura del animal enfermo.
Al fuego.
A los olores.
A escuchar qué dicen los otros, y a elegir, de lo que dijeron
los otros, la palabra justa.
Manuelita engordaba, a orillas del río, y bajo la sombra de
los ombúes, en las noches de Palermo. Engordaba en verano, en
las cercanías del agua, y engordaba en invierno, en los salones
de la gobernación. Su cama, de noche, crujía.
Tengo que ir a la guerra, decía Manuelita.
A caballo, decía Manuelita.
Ver cómo es eso, señor, decía Manuelita.
Y perder unos kilos, señor, decía Manuelita.
Manuelita se casa el 23 de octubre de 1852, a ocho meses
de Caseros, a ocho meses de las cargas de la caballería
entrerriana que quebraron, con acero y alaridos, el valor de mis
ejércitos.
Estoy solo, veinte años solo, sin mujer, salvo una criada
vieja y pulguienta, en mi home. Sin alguien que me ayude a
mantener, con algún decoro, el farm.
No está Manuelita, que era mi espejo. Que me afeitaba con
placer y, una vez afeitado, pasaba una toalla húmeda y tibia por
mi cara.
Ella, de pie, me miraba. Yo, sentado, la miraba. Y olía el
tenue perfume de su cintura.
Ella y yo solos.
Yo, afeitado, los vapores de la toalla húmeda y tibia en mi
cara, le tocaba la grupa.
Ella, de pie, me miraba.
Ella, de pie, volvía a bajar la toalla húmeda y tibia sobre mi
cara y me cegaba.
Manuelita, en tierra inglesa, me abandonó.
Supongo que, aquí, por fin, el aliento fétido de perro en celo
de su entretenedor le rozó la nuca, y los jugos de mujer
treintañera le bañaron la vagina.
Ella, en Buenos Aires, era mi sucesora. Y ella que, en
Buenos Aires, me juró respeto y amorosa atención por los años
de vida que el Señor quisiera concederme; ella, que pedía, desde
Palermo, a los hombres de la Mazorca, que le mandaran, en
bolsas, las cabezas de las salvajes unitarias y de los salvajes
unitarios que conspiraban para derrocar al gobierno de Tatita;
ella, cuyos caprichos yo satisfacía sin que mediara una palabra
de objeción; ella, en las tierras nevadas de la Gran Bretaña, se
ofreció a las lubricidades de la verga de su paciente entretenedor.
Ella, lo sé, mira, golosa, cómo penetra en esa grieta que
separa sus piernas, el tumefacto glande de su paciente
entretenedor, ese extraño.
Urquiza pregunta qué se hicieron los amigos del general
Rosas, a quienes el general Rosas colmó de fortuna en tiempos
que quedarán en la memoria de los argentinos como el
Padrenuestro.

¿Quién contesta a Urquiza? ¿Alguien desmentirá las


palabras que la lengua del entrerriano puso en el aire?
¿Quién sube al escenario, mira a Urquiza en los ojos, y lo
desmiente?
No contestan los que importan.
No contestan los que yo colmé de fortuna.
Los que siempre vivieron el desamparo —los que nunca
importan—, y a los que yo cubrí de cicatrices, mutilaciones y
muerte, y más desamparo, gritan Viva Rosas.
Nieva.

—El comandante Juan Gregorio Castro se presenta, Su


Excelencia Señor.
—¿Qué se le ofrece al comandante Juan Gregorio Castro?
El hombre bajo y flaco mira el suelo de mi despacho; mira,
en mí escritorio, los papeles que leo, los papeles que escribo,
pero no alza los ojos hacia mí.
El comandante Juan Gregorio Castro busca las palabras que
quiere decirme. Hay vacíos entre las palabras que encuentra, y
dice, y las palabras que, sin decirlas, desecha. O se le
desvanecen en la lengua.
El comandante Juan Gregorio Castro me ofrece su hija,
María Eugenia.
—Se agradece, comandante Castro, —le digo al
comandante Castro, mirándole las carnes flacas de la cara. Y
grises. Y los huesos de la cara dibujados en las carnes grises de
la cara. Hay canas en su bigote.
Le pregunto al comandante Castro si María Eugenia es
virgen.
El comandante Castro no alza los ojos hacia mi cara. Yo no
río.
—Es virgen. Señor Su Excelencia —contesta el
comandante Castro y, para contestar, apenas mueve los labios
grises en la cara gris y flaca—. Lo aseguro con mi vida.
Le pregunto al comandante Castro cuántos años carga
María Eugenia, y qué entiende el comandante Castro de hasta
dónde puedo disponer de María Eugenia. Hasta dónde, le aclaro
al comandante Castro, no habrá que domarla.
El comandante Castro descansa, de pie, sobre una pierna.
Debe ser la luz de mi despacho, aquí, en Palermo, la que
pinta de gris las carnes flacas de la cara del comandante Castro.
El comandante Castro mira sus botas, manchadas de barro
seco. Llueve en la provincia de Buenos Aires. El comandante
Castro galopó, desde lejos, para ofrecerme un presente. Y, en mi
despacho, mira el barro que se seca en el cuero de sus botas.
María Eugenia no pasa de los trece años, y ella es mía hasta
más allá de lo que se le ocurra a mi voluntad, dice el comandante
Castro sin mirarme.
El comandante Castro dice que él se encargó de instruir a
María Eugenia, y que María Eugenia cumplirá con lo que yo
disponga.
—Y, por lo demás, usted, Su Excelencia Señor, hará lo que
crea deba hacer con María Eugenia… Para eso le entrego a
María Eugenia, Señor Su Excelencia —dice el comandante
Castro.
—María Eugenia es suya, Señor Su Excelencia, hasta que
María Eugenia muera.
Le pregunto al comandante Castro, sin sonreirme, qué hago
con Manuelita. Le digo, al comandante Castro, que el suyo será
un consejo de hombre y de federal.
El comandante Castro dice que la señorita Doña Manuelita
es mi sucesora. Y que ser mi sucesora no es fácil. Y que la
señorita Doña Manuelita no debe gastarse. Que María Eugenia
se ocupará de mis cansancios.
Le digo al comandante Castro que tome asiento.
Le pregunto si anda con ganas de un trago.

Cuatro de la tarde: nieva.


Quiero calor para mis huesos.
La perra me mira. Mira cómo echo carbón al brasero. Odio
el frío inglés. Soy Rosas, pero pobre.
Odio la vejez.
Tráiganme un caballo.
El carbón inglés no lo regalan, viejas estertorosas.
Muevan el culo, viejas degradadas, y golpeen las puertas
que tengan que golpear, y junten las libras que tengan que juntar,
y mándenlas a Your Excelency.
El mate no es inglés.
Recibí ciento diez libras, tres chelines, once peniques.
Adjunto tres recibos y mi más entrañable gratitud, y mis ruegos
a Dios para que los mantenga en Su Santa Gracia, y les
conserve la salud y la memoria de éste su fiel servidor.
Recibí apreciable de Ud. de Setiembre 27. Envío recibos
por 115 libras, 8 chelines, 17 peniques. Gratitud exhala mi
aterido corazón.
Muévanse, viejas pedorreras, que la Gran Bretaña no es una
ganga, y yo soy el general Rosas.

María Eugenia está ahí, como yo le enseñé, los ojos bajos,


sin nada debajo de la pollera floreada, sin nada que le tape sus
tibias humillaciones. Veo los pezones claros de María Eugenia
contra la blusa.
María Eugenia, que está ahí, me pregunta, los ojos bajos:
—¿Un mate, patrón?
Miro la luz que cae sobre mi escritorio. Pálida la luz. De
otoño. Levanto los ojos: María Eugenia está de espaldas a la
puerta de mi despacho, los ojos bajos, el mate en una mano, el
brasero a sus pies, y una pava de agua en el brasero.
—Acerqúese, Castro —le digo.
Ella se acerca, el mate en una mano. La otra, la izquierda,
cruzada sobre el centro de la larga pollera.
—¿Está avisada la guardia, ahí afuera, de que nadie debe
molestarme hasta que yo permita que me molesten? —le
pregunto, a María Eugenia, de pie.
—Sí, patrón.
—Hábleme, chinita. Háblele a su patrón, y distráigalo de
sus fatigas.
María Eugenia me habla. Murmura, María Eugenia. No
escucho qué dice ese murmullo. Tomo el mate que María
Eugenia sostenía en su mano.
—¿Usted se escucha, chinita? —le pregunto, de pie, y le
pego unas chupadas a la bombilla. Estoy de pie, y de uniforme,
entallado el uniforme, y mis botas brillan, y no tengo hambre.
Pregunto a María Eugenia, otra vez:
—¿Se escucha o no?… Conteste, chinita.
—Sí, patrón —dice María Eugenia, los ojos bajos.
Le devuelvo el mate a María Eugenia. No hay luz de otoño
en mi escritorio.
—Muy sucio lo que me contó, María Eugenia —digo, de
pie, y de uniforme.
—Sí, patrón.
—¿Le gusta contarme cosas sucias, chinita?
—Sí, patrón.
Me río. Hay silencio al otro lado de la puerta de mi
despacho.
—¿Qué le hago, patrón?
—Vos ya sabes.
Pasos en la nieve.
Alguien busca a alguien.
Me enfrío en esta tierra sin emociones.

Sólo un hombre se puede medir conmigo: el señor Domingo


Faustino Sarmiento. Lo digo aquí, en este invierno que no
termina. Nombro al señor Sarmiento, y se me calientan los
huesos.
El señor Sarmiento ama la palabra. Y debo reconocer, en
esta tarde inglesa, en la noche inglesa que se acerca, a la luz de
estas brasas que chispean, y de esa nieve que borra pasos y voces
y que es el silencio de Dios ante las estúpidas imprecaciones de
los hombres, que la palabra escrita del señor Sarmiento es
inimitable, y no se puede describir, como la llanura pampeana, ni
suplantar por otra palabra, incluida la palabra del general Rosas.
Esto escribió el señor Sarmiento de la ciudad de Buenos
Aires, en los tiempos que fue tutelada por su gobernador—
propietario, el general Rosas:
En Buenos Aires hay progreso social, se desarrolla
singularmente el gusto por la elegancia, el lujo y las apariencias
artísticas de la vida civilizada: movimiento literario hay
también; hay buena y decente juventud; hay, en fin, motivo
grande de esperanza futura para cuando se pongan en acción
los buenos, los morales elementos que tiene indudablemente
aquella sociedad.
El señor Sarmiento siempre me sorprende: puede, cuando se
lo propone, y se lo propone en más de una oportunidad, adoptar
el tono de esos pastores episcopales o protestantes que abundan
en los Estados Unidos.
El señor Sarmiento sueña, como ningún otro argentino que
yo conozca, con implantar los Estados Unidos en la pampa.
El señor Sarmiento, tan criollo él en sus estallidos de furia,
goza disfrazándose de caballero bostoniano. Pero cuando piensa,
me hace justicia.

Dispongo duelo nacional por la muerte de Jorge IV, rey de


la Gran Bretaña.
Dispongo duelo nacional por la muerte de Guillermo IV,
rey de la Gran Bretaña.
Dispongo que se envíen los mejores caballos de mi estancia
a la reina Victoria de la Gran Bretaña.
Me gusta que los paisanos usen un crespón de luto en las
mangas de sus camisas, y sepan de mi afecto por los gringos. Y
que respeten a los gringos, sean escoceses, galeses o irlandeses.
Y que los paisanos lleven luto por los reyes de Inglaterra, que
también se mueren. Y que cuiden las ovejas, los campos, los
pozos de agua, y las casas, y las propiedades de galeses,
escoceses e irlandeses. Que no se les olvide a los paisanos
aquello que yo escribí: los argentinos somos deudores del
gobierno de SMB a la hora de la jura de nuestra independencia.
Que los paisanos sepan de mi admiración por el mundo, las
costumbres y la corte real de los británicos, y la industria de los
británicos, que incluye la cerveza y a Robinson Crusoe.
Que los paisanos sepan y se lo claven entre las cejas: los
escoceses celebran a su patrono. San Andrés, y brindan por
Rosas, Nuestra Estrella de la Esperanza y Ancla de Seguridad.
Respeto por los escoceses, paisanos.
Los comerciantes ingleses, sin que falte uno, proclaman su
más ferviente deseo: que el general Rosas, entiéndase, Your
Excelency, permanezca al frente del gobierno de la
Confederación Argentina… Su retiro, Your Excelency, será no
sólo una calamidad pública, sino que afectará los intereses de
los residentes británicos… Please, Your Excelency, comprenda
nuestra petición.
Paisanos: comprendan la petición de los ingleses, nuestros
vecinos, y compórtense, con ellos, a lo gaucho. A lo criollo.
Compréndanlos, paisanos, a nuestros vecinos, los ingleses,
que ellos, nuestros vecinos, nos respetan —nos respetan:
¿escucharon, paisanos?— como hidalgos españoles que somos.
Ellos, los ingleses, dicen que nuestros enemigos, los
unitarios, son burócratas sin empleo y especuladores en quiebra.
¿Quiénes supieron decir, que no fueran los ingleses, algo más
puntual y acertado?
Ellos, los ingleses, quedan eximidos de prestar servicio
militar, y de sufrir los préstamos forzosos al Estado.
Brinden, paisanos, por la sensatez inglesa. Y por su
obstinación, que no deja de ser inglesa. Y por su moral, que es la
de los filibusteros de la más poderosa nave artillada que haya
surcado los mares con patente de corso.
Es verdad, paisanos: nos desalojaron de las islas Malvinas.
Es verdad, paisanos, que les ofrecimos cedérselas, a cambio
de una indemnización que pusiera a salvo nuestro orgullo de
hidalgos españoles.
Y es verdad que el reino de la Gran Bretaña se negó: el
reino de la Gran Bretaña dijo que no empeñaría un penique de su
Tesoro por una isla mugrienta, batida por los vientos helados del
Atlántico, desierta e inclemente como una cárcel en ruinas.
El reino de la Gran Bretaña dijo, paisanos, que le llevaría un
siglo civilizar las islas (y ése, dijo el reino de la Gran Bretaña, no
era un buen negocio), y convencer, luego, a grupos de banqueros
y distinguidos latifundistas, de las bondades de aquellas rocas de
lava que Dios abandonó allí donde la tierra pierde su nombre.
Los ingleses, paisanos, dijeron que defenderían las islas con
todas las bocas de fuego que pudieran reunir.
Los ingleses, paisanos, nacieron para el negocio. Y, en el
negocio, son judíos.
Pero el general Rosas habla a los hijos de la hidalguía
española.
El general Rosas les pregunta, paisanos, hijos de la
hidalguía española:
¿Qué es el mar para ustedes?
¿Cuántas veces vieron, en sus vidas, peces de un solo ojo,
tiburones relampagueantes y ballenas más grandes que mis
cuarteles de Santos Lugares?
¿Les importa verlos?
¿Qué son, para ustedes, en cambio, las vacas, las ovejas, los
caballos, las infinitas llanuras de la patria?
Contesten, paisanos, que Dios los escucha.
—Tengo cinco hijos suyos, patrón. Usted, patrón, es su
padre. Y yo su madre.
—¿De qué habla, María Eugenia?
—De sus cenas, patrón… Siempre de madrugada sus cenas,
patrón… yo le desabrochaba la chaqueta, patrón, y le bajaba los
pantalones. Y usted, patrón, en la butaca, en la alfombra, en las
madrugadas de verano, y en las del invierno, me hacía los hijos.
—No me consta.

Los peones ríen, borrachos de cerveza, en el granero.


Echo dos paladas de carbón en el brasero. El calor del
brasero me alegra.
Muevan esos culos de mamonas viejas, y junten todas las
libras que puedan para Don Juan Manuel.

¿Estás seguro, Juan Manuel, en esta tarde que se va, que


nadie te busca?

Consigna del general Rosas a la población:


A los enemigos del orden, mazorca.

Yo, al frente de mis ejércitos, conquisto las tierras que se


extienden desde la cordillera de los Andes a las aguas que pulen
las angosturas del estrecho de Magallanes.
Las tribus indias se someten en presencia de las banderas y
de las armas de mis ejércitos, y los caciques indios dicen que
Juan Manuel de Rosas nunca los engañó, y que morirán, con los
indios a su mando, por Juan Manuel de Rosas y la palabra de
Juan Manuel de Rosas.
Ni ellos, ni yo, creemos en esas promesas. Mando degollar
a los indios más ariscos, y escucho los gritos de muerte de las
indias en pelotas por los indios que decapitan mis soldados. Es la
histeria de rigor. No conozco otro recurso que discipline con
mayor rapidez al salvaje (y al blanco, y al paisanaje alzado).
A otros indios, menos indómitos, les perdono la vida, y los
confino en Santos Lugares. Comida magra. Nada de caballos.
Alcohol en abundancia. Custodia noche y día: la melancolía les
quebrará, en la garganta, el grito de rebelión.
La Sala de Representantes, magnánima, me otorga 60
leguas de tierras de pastura, allí donde quiera elegirlas, y en
propiedad absoluta, beneficio que alcanzará a mis herederos,
mientras Dios no disponga otra cosa.
Contemplo, sin apuro, la cara de los señores
Representantes, desde el silencio y la oscuridad de las
bambalinas. Se sienten felices, los señores Representantes.
Yo cabalgo y duermo con el aullido de los vientos del sur
sobre mi cuerpo, y firmo tratados de paz con los caciques indios,
que entregan a su gente a la servidumbre y la desaparición y,
paciente, escucho sus incomprensibles discursos, sus largos
bramidos de valentía, y presto atención a sus danzas guerreras, y
como, sin repugnancia, sus mejunjes ardientes, y los alabo con
una lengua grave y lenta, y les sonrío.
Los indios se miran, miran sus caras cobrizas, y repiten, con
voces alargadas y chirriantes, sus juramentos de fidelidad al
hermano Juan Manuel.
Los señores Representantes se palmean las espaldas: van
arrendar o comprar, en las tierras que conquisto para ellos, sus
hijos y sus nietos, estancias de tres leguas de frente por tres de
fondo. Diez mil cabezas de ganado por estancia: no hay zonzos
entre los señores Representantes de la Legislatura, entre los
coroneles de mis ejércitos, entre los apellidos que valen en
Buenos Aires. Les viene en la sangre el gusto por la tierra.

En las noches del sur, detrás de los fuegos amarillos de las


hogueras, lejos de los lujos europeos de los salones porteños, una
cautiva habla a indios, soldados, chinas y putas que recluté en
los suburbios y quilombos de Buenos Aires.
Dice, la cautiva, que ella hizo el amor con Rosas una noche
de domingo, y que la helada blancura de la luna, a la que se
exhibió en una noche de domingo, le borró, a la criatura que
creció en su vientre, los ojos, el llanto, los dedos de las manos.
La cautiva dice que el hijo de Rosas viaja por los ríos del
sur que desembocan en el mar, de cara al cielo. Y que, como no
puede llorar, es feliz, de cara al cielo.

Rosas escribe a los hacendados argentinos, escoceses,


galeses, irlandeses, que asesta golpes de muerte al malón indio, y
que su dilatada campaña abre, a las bellezas de la civilización, la
nueva frontera del país.
Yo, Rosas, no pido estatuas que celebren mi energía.
Yo, Rosas, cumplo con mi deber.

¿Quién camina en la nieve?


¿Quién me busca en esta hora de Inglaterra?
No tengo frío.
No tengo hambre.
No tengo miedo.
Soy, aun solo, Juan Manuel de Rosas.
Invoco, nombrándome, lo que la patria me debe.

La noche cae, en silencio, como la nieve.


Los viejos piensan a saltos. Y repiten lo que ya dijeron, y
olvidan lo que dijeron.
Dios: Rosas no debe morir.
Pasaron cuatro trimestres desde el último envío de libras
esterlinas 95—14—0. Cuando ocurrió ese envío (carta del 5 de
noviembre), Ud. no adjuntó los comprobantes de los trimestres
vencidos. Entiendo que le llegaron mis recibos, pero, en esos
momentos, entiendo, Ud. salía para su estancia. Le encarezco me
remita los comprobantes: su ausencia me desorganiza los
números.
La remesa de libras ciento noventa y tres, quince, siete, que
Ud. me envió, con fecha junio 14, fue, para mí, un consuelo que
escapa a toda ponderación. Estaba vendiendo algo (parte) de lo
que me es penoso y triste separarme antes de mi muerte, antes de
que Dios me llame a su lado, antes de dejar a Ud. sin mi consejo.
Sigo muy pobre. Quienes le hayan dicho lo contrario,
mienten. De ser sinceros, de recordar cuánto me deben, habrían
dicho: hemos auxiliado al general Rosas con tanto y tanto.

Consigna del general Rosas a la población:


No se dejen tentar por las alucinaciones, el alcohol y el
sexo indiscriminado y animalesco.
Don Clemente López de Osornio, mi abuelo, el padre de la
señora Agustina López de Osornio, mi madre, la del bello culo,
fue muerto por los indios en 1783.
Murió, Don Clemente López de Osornio, en defensa de sus
tierras y de la Santa Religión. Mi abuelo. Don Clemente López
de Osornio, llevó al sur de la provincia de Buenos Aires, su
espada, su cruz y su caballo. Y su limpia sangre española. Lejos
llegó mi abuelo.
Mi abuelo paterno. Don Domingo Ortiz de Rozas, alcanzó
el grado de capitán en los ejércitos de España, y su pasar fue
modesto.
Su hijo, mi padre, Don León Ortiz de Rozas, nació en
Buenos Aires, en 1760, e ingresó a un regimiento de infantería.
En 1801, ganó el grado de capitán.
Mi padre fue capturado por los indios, cuando compró su
libertad, se negó a hablar de su cautiverio. No habló de su
cautiverio ni a la hora de la muerte. Su confesor me juró, por
Dios y la madre de Dios, que Don León no le dijo una palabra
del tiempo que pasó entre los indios. El confesor de mi padre no
me mintió: dijo la verdad para no perder su cabeza.
Mi padre jugaba a los naipes, cuidaba de sus propiedades, y
leía vaya a saber qué. Y sonreía, suave y despacio.
Casó, mi padre, con Doña Agustina López de Osornio, que
heredó la estancia El Rincón de López. Tuvo, la señora Doña
Agustina, veinte hijos de Don León. Y los concibió en esos
momentos que Don León Ortiz de Rozas no se dedicaba,
sonriente, calmo y distante, al juego de los naipes, ni a cuidar sus
propiedades, con rigor y buen ojo, o a leer vaya a saber qué, o a
callar lo que sea que haya sido su cautiverio en el mundo de los
indios.
Los Rozas obtuvieron la libertad de mi padre. Don León, al
precio de diez carretas con frutos del país, doscientos caballos,
vacas y armas. El canje demoró el tiempo que a los indios se les
antojó que demorase.
Yo acuchillé a los indios con placer, diga lo que diga el
señor Sarmiento.
Pero de los veinte hijos que Don León Ortiz de Rozas le
hizo a Doña Agustina López de Osornio, diez murieron. Yo
sobreviví. Digo que diez hijos le quedaron vivos a Don León y a
Doña Agustina. Siete mujeres y tres varones. Yo soy el primero
de los tres varones.
Doña Agustina decía, el látigo en una mano, a los diez hijos
que dejó con vida:
Obedecerán a Dios, a su tata y a mí.
Doña Agustina López de Osornio me decía:
Usted, señor Don Juan Manuel, échese ahí… Ahí, sí…
Quiero verlo ahí, señor Don Juan Manuel, con el trasero al aire.
Yo, callado, me hincaba al borde de la cama de mis padres
—esa cama donde Don León, que ponía, despacio, una suave
sonrisa en su cara de bebote, le llenó la panza, veinte veces, a
Doña Agustina—, e hincado abría los brazos en cruz, sobre el
colchón, y ella, Doña Agustina, me bajaba cinco azotes en el
trasero con su rebenque, látigo o llámese como se quiera al cuero
que yo escuchaba silbar en la penumbra que invadía el
dormitorio de padre y madre y, antes de que yo terminara de
escuchar el rasguido del cuero en esa penumbra en la que se
desvanecían techo, paredes y muebles del dormitorio de padre y
madre, el cuero caía sobre mis nalgas, y abría unos surcos rojos
en mis nalgas, y yo respingaba, y el cuero volvía a caer, y dolía.
Días dolían los azotes, y de noche dolían.
Doña Agustina, jadeante, me preguntaba:
¿Quién soy yo?
La Virgen María.
¿Y usted?
El Papa.
No cambiamos, con Doña Agustina, otras palabras que ésas,
mientras Doña Agustina gozó del permiso de la ley para
azotarme.
Ella, Doña Agustina, mientras gozó del permiso de la ley
para azotarme, me acariciaba las nalgas con el talero, rebenque,
látigo, o llámese como se quiera llamar a lo que silbaba en la
penumbra del dormitorio de mis padres, y yo, en el dormitorio
de mis padres, boca abajo en la cama de mis padres, olía el
perfume de las cremas de belleza de Doña Agustina, la del culo
que sólo Dios pudo dibujar, y orinaba en la cama de mis padres.
Oriné en la cama de Don León y de Doña Agustina todas
las veces que la dama del bello culo surcó mis nalgas con su
látigo, rebenque, talero, o lo que fuese que silbara en el silencio
y la penumbra de ese dormitorio donde yo respiraba los olores
de las cremas con las que la señora Osornio se untaba el cuello,
las mejillas, el mentón, la frente, los pechos, las manos, el
vientre, las piernas.
Doña Agustina, cuando yo le orinaba la cama, solía
encerrarme en una pieza fría, sin ventanas y sin muebles, de dos
metros por dos, que usaba para recluir a sus esclavas, si ella
suponía que la desobedecían, y las aterrorizaba, en esa pieza, con
los poderes del Diablo, con rezos interminables, con su fusta
lloviéndoles sobre espaldas y tetas.
Una mañana abandoné la casa de Don León Ortiz de Rozas,
mi padre. Mi madre, Doña Agustina López de Osornio, antes de
que yo montara a caballo y abandonara, para siempre, la casa de
Don León Ortiz de Rozas, me pidió el cuchillo que llevaba en la
cintura.
Mi madre era bella. Mi madre era una bella mujer. Era tan
bella como su culo. Y mi madre, que era una bellísima mujer,
cortó, con el cuchillo, su larga, sedosa trenza. Y me devolvió el
cuchillo, y me dio la larga, sedosa trenza.
Tengo aquí, en mi farm del condado de Swanthling, su
larga, sedosa trenza.
Desde hoy —dije—, soy mi único dueño.
Desde hoy —dije—, soy Rosas, no su hijo Rozas.
Dije:
No quiero su herencia. Y si me contraría, y me deja
herencia, la repartiré entre pobres y necesitados.
Mujer —dijo mi padre, que no sonreía—, no conociste
nunca a Rosas. Ahora, mujer, ocúpate de tu marido.

La perra en celo no tiene frío.


La perra en celo no tiene hambre.
La perra en celo tiene miedo.
¿De quién son esos pasos en la nieve?
¿Quién busca mi puerta?
El doctor Bradley me dijo: Camine, general Rosas. Caminar
ayuda a la circulación de la sangre, a la irrigación del cerebro.
Camino alrededor del brasero.
No lloro.
Carbón para el brasero.
Cenizas en el brasero.
Camino alrededor del brasero.
Nieva, afuera, en el silencio.
Nadie, afuera, en el silencio.
Y yo camino alrededor del brasero. Y miro cómo llega el
carbón al brasero. Y miro cómo llega la noche.
Soy Rosas.

¿Qué sentían las mujeres y los hombres y los adolescentes,


porque hubo adolescentes, que Santa Coloma, Silverio Badía,
Ciríaco Cuitiño, Vicente González Carancho del Monte,
Leandro Alen, Salomón, iban a faenar con sus curvos sables
afilados?
¿Cómo se aguantaban, en los calabozos, las horas previas al
faenamiento?
¿Veían al tiempo deslizarse como aire, como nube, como
polvo en el viento?
¿Tenían sed?
¿Qué les subía a la boca? ¿Qué preguntas?
¿Enloquecían?
¿Desconocían, locos, al hijo, a la madre, la vida que
vivieron?
¿Veían, como vi yo, sentado en mi despacho de Palermo,
dieciocho horas del día sentado en mi despacho de Palermo,
entrarles el cuchillo curvo en la carne del cuello, debajo de la
nuca, manejados, los cuchillos curvos, por cuchilleros duchos en
faenar reses, en hundirles, a las reses, los cuchillos curvos en la
garganta, y esquivar, con un cigarro en la boca, los corcovos de
las reses, y escucharlas balar y mugir como si se partiera el
cielo?
¿Es verdad que mujeres, hombres, viejos, adolescentes, que
los hubo, cagaban sus calzones, cuando les entraba el filo curvo
de los cuchillos en la carne del cuello, debajo de la nuca?
¿Y no fue Manuelita la que preguntó, una de esas tardes que
yo dedicaba a alternar con Badía, Alen, Santa Coloma, Cuitiño y
Salomón, si los que eran faenados —mujeres, hombres, viejos y
chicos, que los había—, se redimían de sus pecados antes de que
los faenaran?
Badía, elegante como un dandy, le contestó, a Manuelita,
con esa voz clara y como adormilada que supo tener, aún en la
muerte, que los que iban a ser faenados no se acordaban de sus
deberes católicos.
A los subversivos, digo yo, métanles miedo en el alma.
Cápenlos.
Berrean, mi brigadier general, cuando les entra la refalosa,
comenta Salomón, respetuoso.
Eso, mi brigadier general. Berrean.
No me consta.
Yo, que los escucho desde lo alto de mi cara, desde esta
máscara que calza mi cara, digo, grave, afable, exigente:
Usted, mi coronel Santa Coloma, exagera. Degollé indios
en el sur, y los indios bramaban, las piernas duras y el cuerpo
duro como el acero.
Indios, mi brigadier general, no cristianos, no cristianos
bautizados por la iglesia de Dios, con perdón de la señorita Doña
Manuelita.
Le asiste razón, Santa Coloma.
¿Cómo es, señores, cuando se tira, a los ríos, amarrados
dentro de una bolsa, a los subversivos?
¿Cómo es cuando se los capa?
¿Cómo es, señores, cuando se les corta la lengua?
¿Cómo es cuando se les rebana, limpita, la piel del lomo,
del pecho, del cráneo?
Hace el mal sin pasión, escribió de mí, el señor Sarmiento.
Acepto eso. Y lo acepto porque soy argentino, y porque los
argentinos, unitarios y federales, y eso ya se dijo, somos puros
cristianos.
Y el señor Sarmiento, que es argentino, escribió, desde el
silencio de un escritorio:
Derrame sangre de gauchos, que es barata.
Que se escriba qué diferencia al general Rosas del señor
Sarmiento.

Un paisano detrás de otro desmonta, día a día, en este otoño


de 1851, a la puerta de mi despacho, en Palermo, y me
comunica, la boca seca, la barba crecida, el polvo de los caminos
blanqueándole la cara y la barba crecida, el caballo vencido por
un galope que no conoció respiro, que el gaucho Urquiza se
levantó contra el gobierno de la Confederación Argentina. Que
se levantó contra mí, que es lo mismo.
El gaucho Urquiza sublevó Entre Ríos contra mí. Y los
paisanos de Entre Ríos no le fallarán al gaucho Urquiza.
Es dueño, el gaucho Urquiza, de las mejores tierras de Entre
Ríos, de las mejores pasturas, de los mejores frutales, de las
hembras mejor puestas de Entre Ríos. Siembra trigo, el gaucho
Urquiza. Y pobló Entre Ríos con su verga.
El gaucho Urquiza es dueño de tres mil caballos y ochenta
mil ovejas, y cuarenta mil vacas. El gaucho Urquiza controla
quince o veinte saladeros. Exporta carne, y protege la industria
de los entrerrianos. Y sus estancieros, y las mujeres de sus
estancieros, visten a la europea. Sus putas son europeas.
El gaucho Urquiza da de comer a Entre Ríos. Y ganó, para
mí, las batallas de India Muerta, Laguna Limpia y Vences, a
punta de coraje, de un coraje como no se conoció otro igual en la
historia de nuestra guerra civil.
Yo ordeno que alimenten a los paisanos, y a sus caballos,
que galoparon en estas noches crueles de otoño para avisarme
que Urquiza, el salvaje, levantó a su gente contra mí. Y firmó,
con los macacos del Brasil, alianzas contra mí que avergonzarían
hasta a un mal nacido.
Reúno a mis generales; estancieros, también, mis generales.
Y reunidos, los veo viejos, y fatigados, y algunos de mis
generales dicen, sentados a mi mesa, sin mirarme a los ojos, que
la población y el paisanaje están hartos de desangrarse en
guerras que, de pronto, han dejado de entender.
¿Es necesario que las entiendan?, pregunto a mis generales,
que no osan mirarme a los ojos.
¿No dijo, acaso, el señor Sarmiento que Urquiza, el salvaje,
es un pobre paisano sin educación?, pregunto a mis generales.
¿No es Urquiza un paisano como nuestros paisanos?, pregunto a
mis generales.
Urquiza es rico, señor, dicen mis generales. Si va a morir,
sabe por qué va a morir. Nuestros paisanos, señor, dicen mis
generales, son pobres.
Yo digo a mis generales que, quienes me quieran bien,
estarán a mi lado, cuando salga a escarmentar al gaucho Urquiza.
Degollaré a los que me abandonen. Y miro a mis generales, que
no me miran.
Y miro a mi general Ángel Pacheco, y mi general Ángel
Pacheco se retuerce las guías de su bigote, y me sonríe. Conozco
esa sonrisa taimada: es la del estanciero, que se toma su tiempo
para contestar, cuando escucha una oferta cargada de los
desamparos de una urgencia inútil.
Trazo, en los suelos secos de mis cuarteles, el plan que
derrotará al gaucho Urquiza. Los generales, que me rodean,
miran las líneas que tracé en el suelo seco de mis cuarteles, y
montan a caballo.
Mis ordenanzas traen mate. Mis generales toman mate, y
miran, montados en sus caballos, las líneas que trazo en el suelo
seco de mis cuarteles, con el cabo de un látigo, y que es el plan,
digo, que acabará con las ínfulas y las supercherías del gaucho
Urquiza.
Digo: Usted, mi general Pacheco, al centro. Y mi general
Pacheco talonea su caballo, y los quinientos hombres de su
escolta toman rumbo al río Las Conchas, y lo cruzan en busca de
los campos de El Talar de López, la estancia de Don Ángel
Pacheco, y de los asados, el vino y la vida que los recibirán en la
pródiga estancia de Don Ángel Pacheco.
Digo: Usted, mi coronel Lagos, que le puso cara al general
Pacheco, cubra los huecos que deje mi general Pacheco, y déle
pelea al gaucho Urquiza, y cuelgue a los macacos brasileros de
cuanto árbol encuentre a su paso.
Digo: Usted, coronel Chilavert, que es fiel a su palabra de
hombre y de soldado, que es unitario y no teme morir, hágase
cargo de la artillería, y no le escatime bala al gaucho Urquiza.
Y digo esto, y me quedo solo, y miro la espalda de mis
ejércitos que marchan hacia la mañana que los espera en los
campos de Caseros.
Y, cuando me quedo solo, una punzada en el vientre me
dobla en dos. Mando llamar a un gallego, que fue enfermero en
las guerras africanas de España, y que entró a mi servicio, en
Palermo, recomendado por Manuelita, y el gallego me palpa la
panza, y mueve la cabeza, y dice que la cosa no le gusta nada,
pero nada, y dice que me acueste.
Me acuesto, y el gallego dice que me va a auscultar, y yo
suelto la risa.
De qué se ríe, mi señor Rosas, pregunta el gallego, que
huele a ajo, a vino, y que es petiso y es morrudo.
De eso que dijiste, gallego: que me vas a auscultar.
¿Permite el señor Rosas usar unas palabras, vamos, poco
decentes?
Hable, gallego.
Usted, señor, tiene el culo de un jovencito, pero está
estreñido… Las guerras estriñen a más de uno, señor.
Aja… ¿Entonces?
El colon está obstruido, mi señor Rosas.
Aja.
Lo que veo, señor, es una sustancia parecida al yeso.
Siga, gallego.
Aconsejo, mi señor Rosas, una lavativa de agua tibia y
aceite.
Traeme a Manuelita.

Sé quién camina en la nieve.


Yo, de pie, tomo mate.

Consigna del general Rosas a la población:


La patria no es el hogar de la casualidad.

Diez mil jinetes caen sobre mis ejércitos, en los campos de


Caseros. Entrerrianos, los jinetes. Y entrerriano Urquiza, su jefe.
Son, a la luz de la clara mañana de febrero, como un
interminable temblor de sangre, acero y rabia que sacude la
tierra, disuelve las formaciones de mis ejércitos, y los deshace,
los machuca, los arrasa, y les instala, en los huesos, los espasmos
de la horca y el degüello.
Doy un tirón de riendas a Victoria, y tomo el camino que
lleva a Buenos Aires.

Miro al lobo.
El lobo me mira, plantado en la nieve, gris y joven, y los
ojos le brillan en la tarde que se aleja.
Tomo mate, de pie, en mi rancho, en el calor de mi rancho,
protegido del frío y la nieve por paredes de madera y piedra, por
los vidrios de la ventana, por el carbón que echo al brasero.
Miro las pisadas del lobo en la nieve, su pelambre, los
colmillos que le centellean en la boca roja y furiosa.
¿Sabe el lobo de su orfandad, allí, afuera?
Voy en busca de mi escopeta.

Lord Palmerston murió.


Yo estoy vivo.
Hablarán de mí, en su tierra, lord Palmerston, como nunca
se habló de otro hombre en la historia de las naciones.
Yo soy como una novela de ese Shakespeare que, usted me
lo dijo, fundó el idioma inglés.
Yo quedo.
Lord Palmerston es un nombre en un manual para chicos de
escuela primaria, que los chicos aprenderán un día, y olvidarán
al siguiente.
Yo quedo.
Patria, no te olvides de mí.
Nieva.
Hiela.
El día se fue.
Miro a Rosas.
Es triste todo.

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