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Significado y comprension en la historia de las ideas* Quentin Skinner M objetivo es considerar lo que juzgo la cuestién fundamental que surge necesariamente cada vez que un historiador de las ideas! se enfrenta a una obra que espera comprender. Ese historiador tal vez haya centrado su atencicn en una pieza literaria —un poema, una obra tea- tral, una novela o en un trabajo filos6fico: algtin ejercicio en los modos de pensamiento ético, politico, religioso u otros similares. Pero en todos esos casos la cuestiGn fundamental seguird siendo la misma: ,cudles son los procedimientas adecuadas que hay que adoptar cuando se in- tenta alcanzar una comprensin de la obra? Bxisten desde luego dos respuestas actualmente or- todoxas (aunque conflictivas) a esta pregunta, y ambas parecen tener una amplia aceptacién. La primera (que acaso sea cada vex. mis adoptada por los historiadores de las ideas) insiste en que el contexto “de los factores religiosos, politicos y econémicos” determina el sentido de cualquier texto dado, y por ello debe proporcionar “el marco decisivo” para cualquier intento de compren- derlo, La otra ortodoxia, en cambio (que quizé sea todavia la de mayor aceptacién), insiste en la autonomia del texto mismo como Ia tinica clave necesaria de su sentido, y por lo tanto dese- cha cualquier intento de reconstrur el "contexto total” como “gratuito e incluso algo peor”. En lo que sigue, mi preocupacidn sera considerar una tras otra estas dos ortodoxias y sostener que ambas comparten en sustancia Ja misma inadecuacién bésica: ninguno de los dos * Titulo origina: "Meaning and understanding inthe history of ideas”, en James Tully (comp.), Meaning & Con- text. Quentin Skinner and his Critics Princeton, Nueva Jersey, Prinee(on University Press, 1988, pp. 29-67. (Api recido originariamente en History and Theory, N”8, 1969, pp. 35-53.) TradueciGn: Horacio Pons. ''En Maurice Mandelbaum, “The history of idea, imelloctual history, and the history of philosophy”, en The His- ‘oriography of the Hisiory of Philosophy, Beef 5, History and Theory, Middleton, Conn, Wesleyan University Press, 1965, p. 33, nota, se encontrari un andisis de la hoy confusa dversidad de modos en que se ha ilizado es- ‘2 expresién ineludible. Yo la uso de manera consistente aunque con deliberada vaguedsd, para aludir simplemen- te ana variedad lo més amplia posible de investigaciones histércas sobre problemas intelectuales. 2"Tomo estas citas de uno de los muchos enfrentamients en cl debate que divide 8 los ccs iteraros ene Tos "académicos” y los “eriticos”, Los términosy problemas de este debate parecenrepetirse de manera idéatica (aun que menos consciente) en las historia de las ideas filoséficas. Sin embargo, extraje mis ejemplos principalments ‘de estas chimas disciplina, Por otra parte, irt6 en todos los casos de Hila esos ejemplos a obras que son clési- fas ode vigenefa actual. El hecho de que en su mayor parte correspondan a la historia de las ideas politicas rele ja simplemente mi propia especiolidad. La ereeneia en la “lecture contextual” quo se proclama aqui es de F. W. Ba- ‘eson, "The functions of criticism atthe present time”, en Essays in Criticism, 3, 1983, p. 16, La ereencia contraria, ten el texto mismo como “algo determinado” es sostenia por FR. Leavis, "The responsible critic: or the functions of erticism at any ime", en Scrutiny, 19, 1953, p. 173. Prismas, Revista de historia intelectual, N¥ 4, 2000, pp. 148-191 enfoques parece un medio suficiente y ni siquiera apropiado de alcanzar una comprensién conveniente de cualquier obra literaria o filoséfica dada. Puede demostrarse que ambas me- todologias cometen errores filosdficos en los supuestos que plantean sobre las condiciones necesarias para la comprensi6n de enunciados. Se deduce de ello que el resultado de aceptar una u otra ortodoxia ha sido llenar la literatura actual de la historia de las ideas con una serie de confusiones conceptuales y afirmaciones empifricas erréneas. El intento de ejemplificar esta afirmacién debe ser necesariamente un tanto critico y negativo. Lo emprendo aqui, sin embargo, en la creencia de que puede producir conclusio- nes mucho mas positivas y programaticas; puesto que la naturaleza de la presente confu- si6n en la historia de las ideas no sefiala meramente la necesidad de un enfoque alternati- vo, sino que también indica qué tipo de enfoque debe adoptarse obligatoriamente si se pretende evitar dichas confusiones. Creo que ese enfoque alternativo serfa mas satisfacto- rio como historia y, por otra parte, que servirfa para otorgar a la historia de las ideas su pro- pio sentido filosofico. Encaro en primer lugar la consideracién de la metodologia dictada por la afirmacién de que el texto mismo deberfa constituir el objeto autosuficiente de investigacién y comprensién, dado que €ste es el supuesto que sigue rigiendo la mayor parte de los estudios, planteando los problemas filos6ficos mas amplios y dando origen a la mayor cantidad de confusiones. En si mismo, este enfoque esté l6gicamente conectado, no menos en la historia de las ideas que en los estudios mas estrictamente literarios, con una forma particular de justificacién de la rea- lizacién del propio estudio. Segtin se sostiene de manera caracteristica, todo el sentido de es- tudiar obras filoséficas (o literarias) pasadas debe radicar en que contienen (es una de las ex- presiones predilectas) “elementos intemporales”3 en la forma de “ideas universales”,4 e incluso una “sabiduria sin tiempo”5 con “aplicacién universal".6 Ahora bien, el historiador que adopta ese punto de vista ya se ha comprometido, en sus- tancia, en lo que respecta a la cuestién de cual es la mejor manera de comprender dichos “‘tex- tos cldsicos”.7 Puesto que si todo el sentido de un estudio de ese tipo se concibe en términos de recuperacién de las “preguntas y respuestas intemporales” planteadas en los “grandes li- bros”, y por lo tanto de demostracién de su “pertinencia” constante,’ debe ser no meramente posible sino esencial que el historiador se concentre simplemente en lo que cada uno de los 4 Peter H. Merkl, Political Continuity and Changek, Nueva York, Harper and Row, 1967, p. 3. En cuanto a las “con- figuraciones perennes” de los textos clasicos y sus “problemas perennes”, cf. también Hans J. Morgenthau, Dilem- mas of Politics, Chicago, University of Chicago Press, 1958, p. 1, y Mulford Q. Sibley, “The place of classical the- ory in the study of politics”, en Roland Young (comp.), Approaches to the Stuely of Politics, Chicago, University of Chicago Press, 1958, p. 133 (un volumen que contiene muchas otras afirmaciones similares). 4 William T. Bluhm, Theories of the Political System, Englewood Cliffs, Nueva Jersey, Prentice-Hall, 1965, p. 13. 7G. E.G. Catlin, A History of Political Philosophy, Londres, 1950, p. x. 6 Andrew Hacker, “Capital and carbuncles: the “great books’ reappraised”, en American Political Science Review, 48, 1954, p. 783. 7 Empleo en todo el articulo esta expresidn poco agraciada dado que suclen usarla todos los historiadores de las ideas, con una referencia aparentemente clara a un “canon” aceptado de textos. ® Con respecto a la insistencia en que el estudio de los “textos clasicos” debe “encontrar su gran justificacién en la pertinencia”, véase R. G. McCloskey, “American political thought and the study of politics”, en American Polit’- cal Science Review, 51, 1957, p. 129, En cuanto a las “preguntas y respuestas intemporales", véanse todos los I - bros de texto y, para una regla mas general, Hacker, “Capital and carbuncles...”, citado en la nota 6, p. 786. 150 Oo) autores cldsicos ha dicho? sobre cada uno de esos “conceptos fundamentales” y “cuestiones permanentes”.!0 En resumen, la meta debe ser proporcionar “una reevaluacion de los escritos elasicos, al margen del contexto de desarrollo histérico, como intentos perpetuamente impor- tantes de establecer proposiciones universales sobre la realidad politica”.!! Dado que sugerir, en cambio, que el conocimiento del contexto social es una condicién necesaria para la com- prensién de los textos clasicos equivale a negar que contienen elementos de interés intempo- ral y perenne y, por lo tanto, a quitar todo sentido al estudio de lo que dijeron. Esta creencia esencial en que cabe esperar que cada uno de los autores clasicos conside- re y explique algtin conjunto especifico de “conceptos fundamentales” o “intereses perennes” parece ser la fuente bdsica de las confusiones generadas por este enfoque del estudio de la his- toria de las ideas literarias o filoséficas. Sin embargo, el sentido en que la creencia es enga- fiosa parece ser un tanto elusivo. Es facil fustigar el supuesto como “un error fatal’’,!2 pero es igualmente facil insistir en que debe ser una verdad necesaria en cierto sentido, Puesto que no puede cuestionarse que las historias de diferentes actividades intelectuales estan marcadas por el uso de algtin “vocabulario bastante estable”!3 de conceptos caracteristicos. Aun si adheri- mos a la teorfa —vagamente estructurada, como impone la moda— de que s6lo podemos esbo- zar y delinear actividades tan diferentes en virtud de ciertos “parecidos familiares”, nos com- prometemos de todos modos a aceptar algunos criterios y reglas de uso, de modo tal que ciertos desempefios pueden objetivarse correctamente y otros excluirse como ejemplos de una actividad dada. De lo contrario, terminariamos por carecer de medios —y ni hablar de justifi- caciones— para bosquejar y referirnos, digamos, a las historias del pensamiento ético o politi- co como historias de actividades reconocibles. En realidad, lo que parece representar la prin- cipal fuente de confusi6n es la verdad y no el absurdo de la afirmacién de que todas ellas deben tener algunos conceptos caracteristicos. Puesto que si debe haber al menos alptin pare- cido familiar que vincule todas las instancias de una actividad determinada y que sea necesa- rio aprehender antes que nada a fin de reconocer la actividad misma, resulta imposible para un observador considerar cualquiera de ellas o de sus instancias sin tener ciertas ideas precon- cebidas sobre lo que espera encontrar. La pertinencia de este dilema para la historia de las ideas —y en especial para la afirma- cién de que el historiador debe concentrarse simplemente en el texto en si misma—consiste, ? Con respecto a la necesidad de concentrarse en lo que dice cada autor cldsico, se encontrard la reglaen K. Jaspers, The Great Philosophers, vol. 1, Londres, Harcourt, Brace:and World, 1962, prologo [traduccion castellana: Los gran- des filésofos, Madrid, Tecnos, 1993-1998, tres voldmenes}; y Leonard Nelson, “What isthe history of philosophy?”, en Ratio, 4, 1962, pp. 32-33. En cuanto aeste supuesto-en la practica, véanse por ejemplo N. R. Murphy, The Inter- pretation of Plato's Republic, Oxford, Clarendon Press, 1951, p. v, sobre “lo que dijo Platén”; Alan Ryan, “Locke and the dictatorship of the bourgeoisie”, en Political Studies, 13, 1965, p. 219, sobre “lo que dijo Locke’; Leo Strauss, On Tyranny, Nueva York, Political Science Classics, 1948, p. 7, sobre Jenofonte y “lo que él mismo dice”. 10 Con respecto a los “conceptos fundamentales”, véase por ejemplo Charles R. N. McCoy, The Structure of Poli- tical Thought, Nueva York, McGraw-Hill, 1963, p. 7. En cuanto a las “cuestiones permanentes”, véase por ejem- plo Leo Strauss y J. Cropsey (comps.), History of Political Philosophy, Chicago, Rand McNally, 1963, prefacio. 1 Bluhm, Theories of the Political System, cit., p. v. 12 Alasdair MacIntyre, A Short History of Ethics, Nueva York, Macmillan, 1966, p. 2 [traduccién castellana: His- toria de la ética, Barcelona, Paidés, 1982, dos voltimenes). Sin embargo, las observaciones planteadas en sw intro- duecién son extremadamente perceptivas y pertinentes. '3 Sheldon S. Wolin, Politics and Vision, Boston, Little Brown, 1961, p. 27 [traduccidn castellana: Politica y pers- pectiva: continuidad y cambio en el pensamiento politico occidental, Buenos Aires, Amorrortu, 1973). El capitulo inicial presenta una perspicaz descripcidn del “yocabulario de la filosofia politica’, en especial en las pp. 11-17. 151 desde |uego, en que nunca sera posible, de hecho, estudiar simplemente lo que dijo cualquier autor clasico dado (en particular en una cultura ajena) sin poner en juego algunas de nuestras propias expectativas con respecto a lo que debe haber dicho. Este es sencillamente el dilema que los psic6logos conocen como el factor determinante (al parecer ineludible)!4 del equipa- miento mental del observador, Nuestra experiencia pasada “nos impone percibir los detalles de cierta manera”. Y una vez establecido este marco de referencia, “el proceso consiste en es- tar preparado para percibir o reaccionar de una manera determinada”.!5 En lo que se refiere a mis objetivos actuales, el dilema resultante puede enunciarse en la proposicién formalmen- te crucial pero empiricamente muy elusiva de que estos modelos y preconceptos en cuyos lér- minos organizamos y ajustamos de manera inevitable nuestras percepciones y pensamientos, tenderan a actuar como determinantes de lo que pensamos o percibimos. Debemos clasificar a fin de entender, y slo podemos clasificar lo desconocido en términos de lo conocido.!6 E] riesgo constante, en los intentos de ampliar nuestra comprensi6n historica, es entonces que nuestras mismas expectativas sobre lo que alguien debe decir o hacer determinen que enten- damos que el agente hace algo que él mismo no habria aceptado —o ni siquiera podria haber aceptado— como descripcién de lo que estaba haciendo. Esta nocién de la prioridad de los paradigmas ya ha sido muy fructiferamente explorada en la historia del arte,!7 en la que generé una narrativa esencialmente historicista que describio el desarrollo del ilusionismo hasta ceder su lugar a una narrativa que se contenta con describir intenciones y convenciones cambiantes. Mas rectentemente se realizo una exploracion andloga con cierta plausibilidad en la historia de la ciencia.!8 Aqui intentaré aplicar una gama similar de conceptos a la historia de las ideas. Mi método consistird en revelar en qué medida el estudio hist6rico actual de ideas éticas, politicas, religiosas y otras semejantes esta contaminado por la aplicacién inconsciente de paradigmas cuya familiaridad, para el historiador, encubre un carac- ter esencialmente inaplicable al pasado. No pretendo negar, desde luego, que la metodologia que me interesa criticar produjo de vez en cuando resultados distinguidos. Si deseo, sin embargo, in- sistir en que estudiar sélo lo que cada autor clasico dice significa correr inevitablemente y de di- versas maneras el riesgo constante de caer en varios tipos de absurdo histGrico; también quiero anatomizar los variados aspectos por los que los resultados, en consecuencia, no pueden clasi- ficarse en absoluto como historias, sino mas apropiadamente como mitologias. '4 Floyd H. Allport, Theories of Perception and the Concept of Structure, Nueva York, Wiley, 1955, ilustra la for- ma en que el concepto de conjunto “se ramifica en todas las fases del estudio perceptual” (p. 240) y se reitera en lteorfas que en olros aspectos son contrastantes. 15 fhid., p. 239. 16 John Dunn, “The identity of the history of ideas", en Philosophy, 43, 1968, pp. 97-98, saca a relucir con toda cla- ridad que esto debe resultar en una historia de la filosofia concebida en términos de nuestros (;de quién, si no?) eri- terios ¢ intereses filosdficos. 17 Véase en especial E. H. Gombrich, Art and Illusion, Princeton, Princeton University Press, 1961 [traduecidn cas- tellana: Arte ¢ ilusién: estudio sobre la psicologia de la representacion pictorica, Barcelona, Gustavo Gili, 1982], de quien tome el lenguaje de los “paradigmas”. El profesor Gombrich también acuné el epigrama pertinente: sdlo donde hay un camino puede haber una voluntad (p. 75). 18 Véase Thomas S. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, University of Chicago Press, 1962 [tra- duccién castellana: La estructura de las revoluctones cientificas, Buenos Aires, FCE, 1992), en especial el capitu- lo 5, que adopta la nocién de “la prioridad de los paradigmas”, La concepcion, desde luego, es conocida, excepto para los empiristas. Cf. la insistencia en que el pensamiento de cualquier periodo se organiza de acuerdo con “cons- telaciones de presupuestos absolutos” en R. G. Collingwood, An Essay on Metaphysics, Oxford, Clarendon Press, 1940, en especial el cap. 7. 152 La mitologia mas persistente se genera cuando el historiador es movido por la expecta- tiva de comprobar que cada autor clasico (en la historia, digamos, de las ideas éticas 0 politi- cas) enuncia alguna doctrina sobre cada uno de los t6picos juzgados como constitutivos de su materia. Hay un paso peligrosamente corto entre estar bajo la influencia de un paradigma se- mejante (aunque sea de manera inconsciente) y “encontrar” las doctrinas de un autor dado so- bre todos los temas obligatorios. El resultado (muy frecuente) es un tipo de discusién que po- dria calificarse como “mitologia de las doctrinas”. Esta mitologia adopta varias formas. En primer lugar, existe el peligro de convertir al- gunas observaciones dispersas 0 completamente circunstanciales de un teérico clasico en su “doctrina” sobre uno de los temas obligatorios. A su vez, puede demostrarse que esto genera dos tipos particulares de absurdo histérico, uno mds caracteristico de las biografias intelec- tuales y las historias mas sinépticas del pensamiento, en las que el enfoque se concentra en los pensadores individuales (o en su sucesién), y el otro mas tipico de las verdaderas “histo- rias de las ideas”, en las que el punto central es el desarrollo de alguna “idea” dada, E] peligro especifico que se corre en la biograffa intelectual es el del liso y llano anacro- nismo. A partir de cierta similitud de terminologia puede “descubrirse” que determinado au- tor ha sostenido una concepcidén sobre algiin tema al que en principio no puede haber tenido la intencién de contribuir. Marsilio de Padua, por ejemplo, hace en un momento de Ei defen- sor de la paz ciertas observaciones tipicamente aristotélicas sobre el papel ejecutivo de un go- bernante, en comparacion con la funcion legislativa de un pueblo soberano.!? El comentaris- ta moderno que dé con este pasaje estara, desde luego, familiarizado con la doctrina —importante en la teoria y la practica constitucionales desde la Revolucion Norteamericana— de que una de las condiciones de la libertad politica es la separacién de los poderes ejecutivo y legislativo. Los origenes histéricos de la doctrina misma pueden remontarse2° a la sugeren- cia historiografica (examinada por primera vez alrededor de dos siglos después de la muerte de Marsilio) de que la transformacién de la repiblica romana en un imperio demostraba el pe- ligro que representaba para la libertad de los subditos el otorgamiento de un poder politico centralizado a cualquier autoridad tnica. Marsilio, por supuesto, no sabia nada de esta histo- riografia ni de las lecciones que iban a extraerse de ella. (En realidad, su andlisis deriva del libro tv de la Politica de Aristételes, y mi siquiera toca la cuestién de la libertad politica.) Na- da de esto, sin embargo, fue suficiente para impedir un debate enérgico y completamente ca- rente de sentido sobre Ja cuestién de si hay que decir que Marsilio tuvo una “doctrina” de la separacion de poderes y, en caso de ser asi, si debe “proclamarselo el fundador de la doctri- na”.2! Y aun los expertos que negaron que hubiera que atribuirsela basaron sus conclusiones en su texto,22 y no destacaron en manera alguna la impropiedad de suponer que pudiera ha- '9 Marsilio de Padua, The Defender of Peace, dos volumenes, traducido y editado por A. Gewirth, Nueva York, Har- per and Row, 1951-1956, val. 2, pp. 61-67, en especial p. 65 [traduccién castellana: E! defensor de la paz, Madrid, Tecnos, 1989]. 20 Como lo demostré J. G. A, Pocock, “Machiavelli, Harrington, and English political ideologies in the eighteenth century”, en William and Mary Quarterly, 22, 1965, pp. 549-583. Cf. también Bernard Bailyn, The Ideological Ori- gins of the American Revolution, Cambridge, Harvard University Press, 1967 [traduccidn castellana: Los origenes ideoldgicos de la revolucién norteamericana, Buenos Aires, Paidds, 1972). 21 Gewirth, en The Defender..., cit., vol. 1, p. 232. 22 En ibid., vol. 1, p. 234 nota, se encontrard una bibliografia, Se hallard una desestimacién puramente textual de la afirmacién en, por ejemplo, A. P. D’Entreves, The Medieval Contribution to Political Thought, Oxford, Oxford University Press, 1939, p. 58. 153 ber pretendido hacer un aporte a un debate cuyos términos le resultaban inaccesibles y cuyo sentido se le habria escapado. El mismo anacronismo marca la discusién centrada en torno de la famosa sentencia propuesta por Sir Edward Coke sobre el caso de Bonham, en el sentido de que el derecho cons|pidinario inglés puede estar en ocasiones por encima de la ley. El co- mentarista moderno (especialmente el norteamericano) atribuye a esta observacién las muy posteriores resonancias de la doctrina de Ja revision judicial. El propio Coke no sabia nada de semejante doctrina, como no lo sabia nadie en el siglo xvir. (El contexto de su sugerencia es en gran medida el de un politico partidario que asegura a Jacobo I que la caracteristica defi- nitoria del derecho es la costumbre y no, como ya lo afirmaba el rey, la voluntad del sobera- no.)23 No obstante, ninguna de estas consideraciones histéricas fue suficiente para impedir la reiteracién de la cuestién absolutamente sin sentido de “si Coke pretendfa realmente abogar por la revisién judicial”?4 o la insistencia en que debia haber tenido la intencion de expresar esta “nueva doctrina” y hacer de tal modo ese “notable aporte a la ciencia politica”.25 Una vez mas, por otra parte, los expertos que negaron que tuviera que atribuirse a Coke semejante cla- rividencia basaron su conclusién en la reinterpretaci6n histérico-legal de su texto,26 en vez de atacar la extravagancia légica previa de la descripcion implicita de sus intenciones. Ademéas de esta tosca posibilidad de asignar a un autor un significado que no podia pre- tender transmitir, porque no estaba a su disposicion, existe también el peligro (tal vez mas in- sidioso) de “‘atribuir” con demasiada ligereza una doctrina que un autor dado podria en prin- cipio haber querido formular, pero que en realidad no tenia intenciones de comunicar. Considérense, por ejemplo, las observaciones de Richard Hooker en The Laws of Ecclestas- tical Polity (libro 1, capitulo x, seccién 4) sobre la sociabilidad natural del hombre. Es muy posible que sintamos que la intencion de Hooker (lo que querfa hacer) era meramente —Como en el caso de tantos otros juristas escolasticos de la época que se refirieron al asunto— distin- guir los origenes divinos de la Iglesia de los orfgenes més mundanos del Estado. Sin embar- go, al comentarista moderno que lo ve ineludiblemente a la cabeza de una “estirpe” que va “desde Hooker hasta Locke y desde Locke hasta los philosophes” le cuesta poco convertir sus observaciones en nada menos que su “teorfa del contrato social”.27 Consideremos, de mane- ra similar, las observaciones aisladas sobre la administracion fiduciaria que John Locke hace en uno o dos lugares (paragrafos 149 y 155) del Segundo tratado. Bien podriamos sentir que Locke intentaba simplemente apelar a una de las analogias legales mds conocidas de los es- critos politicos de la época. Una vez mas, sin embargo, el comentarista moderno que estima 23 Como lo demostré J. G. A. Pocock en The Ancient Constitution and the Feudal Law, Cambridge, Cambridge Uni- versity Press, 1957, en especial el cap. I. 24.W, B. Gwyn, “The Meaning of the Separation of Powers”, Tulane Studies in Political Science, vol, 9, Nueva Or- ledns, Tulane University Press, 1965, p. 50, nota. 25 Theodore FE. T. Plucknett, “Bonham’s case and judicial review”, en Harvard Law Review, 40, 1926-1927, p. 68. En cuanto a la afirmacién de que la “intencién” de Coke fue realmente enunciar la doctrina “que hoy ponen en vi- gor las cortes norteamericanas”, véase también Edward S. Corwin, “The “higher law’ background of American constitutional law”, en Harvard Law Review, 42, 1928-1929, p. 368, Del mismo autor, cf. Liberty against Govern- ment, Baton Rouge. Louisiana, Louisiana State University Press, 1948, p. 42 [traduccién castellana: Libertad y g0- bierno: el origen, florecimiento y declinacién de un famoso concepto juridico, Buenos Aires, Editorial Bibliografi- ca Argentina, 1958). 26 En S. E. Thorne, “Dr Bonham’s Case”, en Law Quarterly Review, 54, 1938, pp. 543-552, se encontrard una de- sestimacién puramente textual. 27 Chistopher Morris, Political Thought in England: Tyndale to Hooker, Oxford, Oxford University Press, 1953, pp. 181-197. 154 que este autor se encuentra a la cabeza de la tradicién del “gobierno por consentimiento” tie- ne escasas dificultades en reunir los “parrafos diseminados a través de” la obra sobre este té- pico y aparecer nada menos que con la “doctrina” lockeana de “la confianza politica’.28 De manera similar, t6mense las observaciones que hace James Harrington en Oceana sobre el lugar de los abogados en la vida politica. El historiador que busca (en este caso, tal vez con toda propiedad) los puntos de vista de los republicanos harringtonianos sobre la separaci6n de poderes quiza se desconcierte por un momento al comprobar que Harrington (“curiosa- mente’’) ni siquiera habla de los funcionarios publicos en este punto. Pero si “sabe” esperar la doctrina en este grupo, le costard poco insistir en que “‘ésta parece ser una vaga exposi- cién de la doctrina’.2? En todos estos casos, cuando un autor dado parece insinuar alguna “doctrina” en algo de lo que dice, nos enfrentamos a la misma y esencial cuestion cuya de- mostraci6n se da por establecida: si se sostiene que todos los autores pretendieron enunciar la doctrina que se les atribuye, ;por qué fracasaron de manera tan sefalada en hacerlo, a tal punto que al historiador no le queda sino reconstruir sus intenciones implicitas a partir de conjeturas y vagas insinuaciones? La tinica respuesta plausible es, desde luego, fatal para la afirmacién misma: que, después de todo, el autor no quiso (0 ni siquiera pudo) enunciar una doctrina semejante. Esta misma tendencia de los paradigmas aplicados a la historia de las ideas para hacer que su tema se convierta en una mitologia de doctrinas también puede ilustrarse, de una ma- nera un tanto diferente, en las “historias de las ideas” en que el objetivo (en palabras del pro- fesor Lovejoy, un pionero del enfoque) consiste en rastrear la morfologia de alguna doctrina dada “‘a través de todas las esferas de la historia en que aparece” .39 El punto de partida carac- teristico de dichas historias es exponer un tipo ideal de la doctrina en cuestiGn, ya se trate de la doctrina de la igualdad, el progreso, el maquiavelismo, el contrato social, la gran cadena del ser, la separacién de poderes y asi sucesivamente. El peligro especifico de este enfoque es que la doctrina que debe investigarse quede rapidamente objetivada en una entidad. Cuando el historiador sale como corresponde a la busqueda de la idea que ha caracterizado, se ve muy pronto inducido a hablar como si la forma plenamente desarrollada de la doctrina fuera siem- pre en cierto sentido inmanente a la historia, aun cuando diversos pensadores no hayan logra- do “dar con ella”,3! aunque haya “escapado a la atencidn” en distintos momentos? y aun si toda una época no pudo (adviértase que se da a entender que lo intentd) “llegar a tener con- ciencia” de ella.33 De manera similar, la historia del desarrollo de esa doctrina adopta muy ra- pidamente el tipo de lenguaje apropiado para la descripcién de un organismo en crecimiento. El! hecho de que las ideas presupongan agentes se descarta con mucha ligereza, dado que aquéllas se levantan y combaten en su propio nombre. Asi, es posible que se nos diga que el 28 J, W. Gough, John Locke's Political Philosophy, Oxford, Clarendon Press, 1950. Sobre e| gobierno por consen- timiento, capitulo 3; sobre la administracién fiduciaria, p. 145. 29 Gwyn, The Meaning of the Separation of Powers, cit., p. 52. 30 Arthur O. Lovejoy, The Great Chain of Being, Nueva York, Torchbook, 1960, p. 15 [traduccién castellana: La gran cadena del ser, Barcelona, Icaria, 1983). 3! J. B. Bury, The Idea of Progress, Londres, Macmillan, 1932, p. 7 [traduecién castellana: La idea de progreso, Madrid, Alianza, 1971). 32 Corinne Comstock Weston, English Constitutional Theory and the House of Lords, Londres, Columbia Univer- sity Press, 1965, p. 45. 33 Felix Raab, The English Face of Machiavelli, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1964, p. 2. 155 “nacimiento” de la idea de progreso fue muy sencillo, porque habfa “trascendido” los “obstd- culos a su aparicién” hacia el siglo xvi34 y de ese modo “gan terreno” a lo largo de los si- guientes cien afios.45 Pero la idea de la separacién de poderes se vio ante una situacién mds dificil, porque si bien se las arregl6 para “surgir” durante la guerra civil inglesa, “nunca con- siguié del todo materializarse plenamente”, de manera que tuvo que pasar otro siglo “desde la guerra civil inglesa hasta mediados del siglo xvi para que surgiera en toda su plenitud y s¢ impusiera una divisién tripartita”’.36 La reifica de las doctrinas de este modo da origen a su vez a dos clases de absurdo historico, que no prevalecen meramente en este tipo de historia, sino qué parecen mds o me- nos ineludibles cuando se emplea su metodologia. En primer lugar, la tendencia a buscar aproximaciones al tipo ideal produce una forma de no-historia que esta entregada casi por en- tero a sefialar “anticipaciones” anteriores de doctrinas ulteriores y a dar crédito a cada autor en términos de esta clarividencia, Asi, Marsilio es notable por su “admirable anticipacién” de Maquiavelo;37 Maquiavelo es notable porque “sienta las bases para Marx”’:38 la teoria de los signos de Locke es notable “como una anticipacion de la metafisica de Berkeley”;39 la teoria de la causacién de Glanvill es notable por “la forma en que se anticipé a Hume”:4° el trata- miento del problema de la teodicea en Shaftesbury es notable porque “en cierto sentido se an- ticipo a Kant”.4! A veces se deja a un lado incluso la pretensién de que esto es historia, y se elogia 0 censura a los autores del pasado simplemente segtin la medida en que parecen haber aspirado a nuestra propia condicién. Montesquieu “anticipa las ideas del pleno empleo y el estado del bienestar”: esto demuestra su mentalidad “luminosa e incisiva”.42 Maquiavelo pen- s6 la politica esencialmente como nosotros: ésta es su “significacién duradera”, Pero sus con- temporaneos no lo hicieron, lo cual motiva que sus concepciones politicas fueran “completa- mente irreales”.43 Shakespeare (“un autor eminentemente politico”) contemplaba con escepticismo “la posibilidad de una sociedad interracial y multiconfesional”: éste es uno de los signos de su valor como “texto de educacién moral y politica’.44 Y asf sucesivamente. E] segundo absurdo histérico generado por la metodologfa de Ja historia de las ideas es el interminable debate —casi completamente semAntico, aunque se plantea como empirico— 34 Bury, The Jdea of Progress, cit., 7. 45 R. V. Sampson, Progress in the Age of Reason, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1956, p. 39, 36M. J.C. Vile, Constitutionalism and the Separation of Powers, Oxford, Clarendon Press, 1967, p. 30. 7 Raab, The English Face of Machiavelli, cit,, p. 2. 38 W. T. Jones, “Machiavelli to Bentham", en Edward M. Sait (comp.), Masters of Political Thought, tres voliime- nes, Londres, Houghton, Mifflin, 1947, p, 50. 39 Robert L. Armstrong, “John Locke's ‘Doctrine of Signs’: a new metaphysics”, en Journal of the History of Ideas, 26, 1965, p. 382. 40 R. H. Popkin, “Joseph Glanvill: a precursor of David Hume”, en Journal of the History of Ideas, 14, 1953, p. 300. 41 Ernst Cassirer, The Philosophy of Enlightenment, traduccién de Fritz C. A. Koelln y James P. Pettegrove, Bos- ton, Beacon, 1955, p. 151 [traduccién castellana: Filosofia de la ilustracién, México, FCE, 1943], En ocasiones, el andlisis de Cassirer parece sugerir la idea de que toda la [lustracién se empefaba por hacer posible a Kant, #2 G. C. Morris, “Montesquicu and the varieties of political experience”, en David Thomson (comp.), Political fdeas, Londres, Penguin, 1966, pp, 89-90, 43 Raab, The English Face of Machiavelli, cit., pp. 1, 11. Es notable hasta qué punto la ingenuidad metodoldgica subyacente a este y muchos otros supuestos semejantes pasé inadvertida en la discusién de este libro excesivamen- te sobrestimado, Sin embargo, se encontrard otra evaluacién hostil pero convincente en Sydney Anglo, “The recep- tion of Machiavelli in Tudor England: a reassessment”, en JI Politico, 31, 1966, pp. 127-138. “4 Allan Bloom con Harry C. Jaffa, Shakespeare's Politics, Nueva York, Basic Books, 1964, pp. 1-2, 4, 36. 156 con respecto a si puede decirse que una idea determinada “‘surgié realmente” en un momen- to dado y si esta “verdaderamente presente” en la obra de algtin autor en particular. Conside- remos una vez mas las historias de la doctrina de la separacién de poderes. ; Acaso esta ésta ya “presente” —se suele preguntar— en las obras de George Buchanan? No, porque éste “no la articulé plenamente”, aunque “nadie estuvo mds cerea”.45 ; Pero est4 quiza “presente” en la época de la defensa de los realistas de 16487? No, porque no es atin “la doctrina pura”.46 To- memos también las historias de la doctrina del contrato social. ;Acaso ya esta “presente” en los panfletos de los hugonotes? No, porque sus ideas estan “incompletamente desarrolladas” (adviértase una vez mas el supuesto no discutido de que intentan desarrollar la doctrina). ;No estard “presente”, empero, en las obras de sus rivales catélicos? No, porque sus exposiciones todavia son “incompletas”, aunque “decididamente estén mas adelantados”.47 De modo que puede decirse que la primera forma de la mitelogia de las doctrinas consiste, en estos diversos aspectos, en tomar err6neamente algunas observaciones aisladas 0 circunstan- ciales hechas por uno de los tedricos clasicos, por su “doctrina” sobre uno de los temas que el historiador esta inclinado a esperar. Puede decirse que la segunda forma de la mitologia, que voy a examinar ahora, es la inversa de este error. En este caso, un tedrico clasico que omite claramente dar con una doctrina reconocible sobre uno de los temas obligatorios es criticado posteriormente por su fracaso. El estudio histérico de las ideas éticas y politicas esta hoy acosado por una version de- monolégica (pero muy influyente) de este error. La teoria ética y politica, se dice, esta o debe- ria estar consagrada a los “verdaderos criterios” eternos o al menos tradicionales.4% De tal mo- do, se considera apropiado tratar la historia de estos temas en términos del “decidido descenso del tono” supuestamente caracteristico de Ja reflexién moderna “sobre la vida y sus metas”, y tomar como punto central de esta historia el examen de quién es culpable de esta caida.4? Se condena entonces a Hobbes, 0 a veces a Maquiavelo, por la primera desobediencia del hom- bre.5° Con posterioridad, y segtin corresponda, se elogia 0 censura a sus contempordneos, esen- cialmente en la medida en que hayan reconocido o subvertido la misma “‘verdad”.5! Asi, pues- to frente a las obras politicas de Maquiavelo, el principal partidario de este enfoque “no vacila en afirmar” que la ensefianza de aquél debe denunciarse como “inmoral e irreligiosa”.52 Tam- 45 Gwyn, The Meaning of the Separation of Powers, cit., p. 9. 4 Vile, Constitutionalism and the Separation of Powers, cit., p. 46. 47 J. W. Gough, The Social Contract, segunda edicion, Oxford, Clarendon Press, 1957, p. 59. 48 Leo Strauss, Whar Is Political Philosophy?, Glencoe, Illinois, Free Press, 1957, p. 12 [traduccidn castellana: Qué es filasofia politica?, Madrid, Guadarrama, 1970], 49 Bloom y Jaffa, Shakespeare’ Politics, cit., pp. 1-2. En Arnold S, Kaufman, “The nature and function of political theory”, en Journal of Philosophy, 51, 1954, pp. 5-22, se encontrard una critica general de esta creencia en la filo- sofia politica como articulacion o recuperacién de ciertas “verdades ultimas’’ de este tipo, La creencia ha sido de- fendida (a veces con un poco de intemperancia) por Joseph Cropsey, “A reply to Rothman’, en American Political Science Review, 56, 1962, pp. 353-359; este autor responde a una critica al enfoque de Leo Strauss publicada por Stanley Rothman en el mismo numero de esa revista, 50 Sobre Hobbes, véase Leo Strauss, Natural Right and History, Chicago, University of Chicago Press, 1953; so- bre Maquiavelo, Leo Strauss, Thoughts on Machiavelli, Glencoe, Illinois, Free Press, 1958 [traduccién castellana: Meditactén sobre Maquiavelo, Madrid, Instituto de Estudios Politicos, 1964]. 31 Véanse por ejemplo el ataque a Ascham y la defensa de Clarendon en estos términos, en Irene Coltman, Priva- te Men and Public Causes, Londres, Faber & Faber, 1962. 52 Strauss, Thoughts on Machiavelli, cit., pp. 11-12. HEIR peco vacila en suponer que un tono semejante de denuncia es absolutamente adecuado a la meta declarada de tratar de “entender” las obras de Maquiavelo.53 Aqui, el paradigma acep- tado para la naturaleza de! pensamiento ético y politico determina la direccién de toda Ja in- vestigacion historica. La historia s6lo puede reinterpretarse si se abandona el paradigma mis- mo, Al margen de la cuestién de si es adecuado que éste se aplique al pasado, es sorprendente que una investigaci6n histérica haya llegado a un callején sin salida semejante. Sin embargo, la principal versién de esta forma de la mitologia de las doctrinas consiste en atribuir a los te6ricos clasicos doctrinas que en la opinién general son adeeuadas a su tema, pero que ellos, irresponsablemente, omitieron discutir. En ocasiones, esta actitud asume la for- ma de una extrapolacién de lo que dijeron estos grandes hombres para aplicarla a alguna espe- culaci6n sobre un tépico que no mencionaron. Es posible que Tomas de Aquino no se haya pro- nunciado sobre el tema de la “necia ‘desobediencia civil’”, pero con seguridad “no la habria aprobado”.54 De manera similar, Marsilio habria aprobado sin duda la democracia, dado que “la soberania a la que adheria pertenecfa al pueblo”.55 Pero Hooker no se habria sentido “del todo complacido” con ella, puesto que “su noble concepcién religiosa y amplia del derecho se desecé hasta convertirse en el mero decreto de la voluntad popular’.56 Estos ejercicios pueden parecer simplemente pintorescos, pero siempre es posible que tengan un matiz mas siniestro, como lo sugieren al parecer estos ejemplos: un medio de asociar nuestros propios prejuicios a los nombres mas carismiaticos, bajo la apariencia de una especulacién histérica inocua. La his- toria se convierte entonces en un montén de ardides con que nos aprovechamos de los muer- tos. La estrategia mas habitual, sin embargo, es apoderarse de alguna doctrina que el tedrico en cuestién —se afirma en sustancia— deberia haber mencionado, aunque omitié hacerlo, y luego criticarlo por esa presunta omisién. La prueba mas notable de la influencia de este enfoque ex- tremadamente esencialista tal vez sea que nunca fue cuestionado como método de analizar la historia de las ideas politicas, ni siquiera por el mds antiesencialista de los tedricos polfticos contemporaneos, T. D. Weldon. La primera parte de su libro States and Morals expone las di- versas “definiciones del Estado” que todos los teéricos politicos “o bien formulan o bien dan por descontadas”, De ese modo establece que “todas las teorfas del Estado se incluyen [...] en dos grupos principales, Algunos lo definen como un tipo de organismo, otros como un tipo de maquina”. Armado con este descubrimiento, Weldon se vuelca entonces “a examinar las prin- cipales teorfas que se han presentado sobre el Estado”. Pero en este punto comprueba que aun “los autores que se consideran en general como los mds importantes teéricos en la materia” nos decepcionan bastante cruelmente, porque muy pocos de ellos se las ingenian para exponer una u otra teoria sin “inconsistencias y hasta contradicciones”. En rigor, Hegel resulta ser el tinico teorico “completamente fiel” a uno de los dos modelos especificados, cuya exposicién, como sé nos recuerda, es el “objetivo primario” de cada teérico. Un autor menos confiado bien po- dria haber ponderado en este punto si era correcta su caracterizacién inicial de lo que deberfan hacer todos estos teéricos. Pero el tnico comentario de Weldon es que parece “bastante raro que, luego de mas de dos mil afios de pensamiento concentrado”, todavia se encuentren en 43 Strauss, Thoughts on Machiavelli, cit., p. 14. 4 Maurice Cranston, “Aquinas”, en Maurice Cranston (comp.), Western Political Philosophers, Londres, Bodley Head, 1964, pp. 34-35. * Gewirth, en The Defender of Peace, cit., vol. 1, p. 312. © FJ. Shirley, Richard Hooker and Contemporary Political ideas, Londres, S.P-C.K., 1949, p. 256. 158 completa confusién.57 La literatura exegética, por otra parte, esta lena de este tipo de aplica- ci6n critica mds o menos autoconsciente de la mitologia de las doctrinas, Considérese, por ejemplo, el lugar que tienen en el pensamiento politico las cuestiones sobre el proceso electo- ral y la toma de decisiones, y la opinion publica en general, cuestiones de cierta importancia en la teoria polftica democratica reciente, aunque de muy poco interés para los teéricos ante- riores al establecimiento de las democracias representativas modernas. La salvedad histérica podria parecer apenas merecedora de menci6n, pero en realidad no fue suficiente para impedir que los comentaristas criticaran la Republica de Platén por “omitir” la “influencia de la opi- nion piiblica”;58 0 el Segundo tratado de Locke por omitir “todas las referencias a la familia y la raza” y no lograr plantear “con total claridad” donde se sittia el autor en la cuestién del su- fragio universal;59 o que consideraran digno de nota que ni uno solo de “los grandes autores de politica y derecho” consagrara espacio alguno a la discusién de la toma de decisiones.60 Considérese, de manera similar, la cuestién del fundamento social del poder politico, también €n este caso una cuestién de gran importancia en la actual teorfa democratica, pero de escasa relevancia para los tedricos de la sociedad preindustrial. La salvedad histérica es otra vez ab- via, pero tampoco fue suficiente para impedir que los comentaristas plantearan como critica de Maquiavelo,®! Hobbes®2 y Locke,63 el hecho de que ninguno de ellos propusiera ninguna “idea genuina’’4 sobre esta discusién perteneciente casi en su totalidad al siglo Xx. Una forma de esta mitologia apenas menos fiitil y atin mas predominante consiste en sus- tancia en criticar a los autores cldsicos de acuerdo con el supuesto —absolutamente a priori— de que cualquiera de los escritos que redactaron tenia la intencidn de constituirse en la contribu- cién mds sistematica a su tema que eran Capaces de ofrecer. Si en un principio se supone, por ejemplo, que una de las doctrinas que Hooker (el participante menos plausible en la carrera clasica) debe haber tratado de enunciar en las Laws era una descripcién del “fundamento de la obligaci6n politica”, resulta indudable que el hecho de que no prestara ninguna atencién a refutar las pretensiones al poder absoluto es un “defecto de [sus] concepciones polfticas”.65 De manera similar, si se Supone en primer lugar que una de las preocupaciones basicas de Ma- quiavelo en El Principe son “las caracteristicas de los hombres en la politica”, no es dificil entonces que un especialista moderno en ciencias politicas prosiga sefalando que, como tal, 37 T. D. Weldon, States and Morals, Londres, J. Murray, 1946, pp. 26, 63, 64, 38 George H. Sabine, A flistory of Political Theory, 3° ed., Londres, Holt, Rhinchart and Winston, 1951, p. 67 [tra- duccion castellana: Historia de la teoria politica, Buenos Aires, FCE, 1992}. 59 Richard I. Aaron, John Locke, 2* ed., Oxford, Oxford Uni versity Press, 1955, pp. 284-285, 60 C. J. Friedrich, “On rereading Machiavelli and Althusius: reason, rationality and religion”, en C. J. Friedrich (comp.), Rational Decision, Nomas vil, Nueva York, Atherton Press, 1964, p, 178. 6! John Plamenatz, Man and Society, dos vols., Londres, Longmans, 1963, val. 1, p. 43, sobre la “gran omisidn” de Maquiavelo. 62 Bertrand Russell, History of Western Philosophy, Nueva York, Simon and Schuster, 1946, p. 578 [traduecidn cas- tellana: Historia de la filosofia occidental, Madrid, Espasa-Calpe, 1994], sobre el fi racaso de Hobbes en “compren- der la importancia del choque entre diferentes clases”. Saber si Hobbes vivid en una sociedad en la que dicho prao- blema puede haber parecido de la menor importancia es una cuestién de debate académico. 63 Andrew Hacker, Political Theory: Philosophy, Ideology, Science, Nueva York, Macmillan, 1961, sefiala 1a “eran omisi6n” tanto en Maquiavelo (p. 192) como en Locke (p. 285), & Max Lerner, “Introduction” a Maquiavelo, The Prince and The Discourses. Nueva York, Random House, 1950, so- bre la falta de “ideas genuinas sobre la organizacién social como fundamento de la politica” en Maquiavela (p. xxx). 63 E. T. Davies, The Political Ideas of Richard Hooker, Londres, Society for Promoting Christian Knowledge, 1964, p. 80. 159. el pobre esfuerzo de aquél es “extremadamente unilateral y asistematico”.66 Una vez mas, si Se supone ante todo que los Dos tratados de Locke incluyen todas las doctrinas que éste po- dria haber deseado enunciar sobre “el derecho natural y la sociedad politica”, no hay duda de que “es lfcito preguntarse” por qué omitié “abogar por un Estado mundial”.67 Por ultimo, si se supone que una de las metas de Montesquieu en De I'esprit des lois debe haber sido enun- ciar una sociologia del conocimiento, es indudable que el hecho de que omita explicar sus principales determinantes “es un punto débil”, y “también debemos acusarlo” de no lograr aplicar su propia teoria.8 Pero en el caso de todos estos presuntos “fracasos’’, asi como en el de la forma inversa de esta mitologia —y si recordamos que fracasar presupone intentar-, se- guimos frente a la misma cuestién esencial y esencialmente dada por resuelta: la de si algu- no de estos autores pretendié alguna vez, e incluso si pudo haber pretendido, hacer lo que fi- nalmente no hizo, raz6n por la cual se lo castiga. Abordo ahora el segundo tipo de mitologia que tiende a generarse debido al hecho de que el historiador se definird inevitablemente al enfocar las ideas del pasado. Puede suceder (y en efecto sucede muy a menudo) que determinado autor cldsico no sea del todo consistente e in- cluso que omita por completo dar una descripci6n sistematica de sus creencias. Si el paradig- ma basico para la realizacién de la investigacién histérica se concibid como la elaboracién de las doctrinas de cada autor clasico sobre cada uno de los temas mds caracteristicos de la mate- ria, sera peligrosamente facil para el historiador imaginar que su tarea es dar a cada uno de esos textos o encontrar en ellos la coherencia de la que tal vez parezcan carecer. Ese peligro se ve exacerbado, por supuesto, por la notoria dificultad de preservar el énfasis y el tono apropiados de un trabajo cuando se lo parafrasea, y por la tentacién consiguiente de hallar un “mensaje” que pueda abstraerse de él y comunicarse con mayor facilidad, Escribir un manual de historia de las ideas, desde luego, es simplemente caer de manera sistemdtica presa de esa tentacién; razon por la cual, de paso, los libros de texto en la materia no s6lo son pobres sino activamen- te engafiosos, y por la que esta dificultad no se eludird ni siquiera con la elaboracién de ma- nuales en los que el “mensaje” se exprese en las propias palabras del autor. E! resultado inevi- table —que puede ilustrarse con fuentes mucho respetables que las historias sindpticas y pedagdégicas— seguira siendo una forma de escritura que podria calificarse como la mitologfa de la coherencia. La escritura de la historia de la filosofia ética y politica esta impregnada por ella. Asf, si la “opinién académica actual” no puede descubrir coherencia en las Laws de Hoo- ker, la moraleja es buscar con mds ahinco, porque la “coherencia” seguramente est4 “presen- te”.70 Si hay alguna duda sobre los “temas mds centrales” en la filosofia politica de Hobbes, el 6 Robert A. Dahl, Modern Political Analysis, Englewood Cliffs, Nueva Jersey, Prentice Hall, 1963, p. 113 [tradue- cién castellana: Andlisis sociolégico de la polftica, Barcelona, Fontanella, 1968). &7 Richard H. Cox, Lacke on War and Peace, Oxford, Oxford University Press, 1960, pp. xv, 189. 68 W. Stark, Montesquieu: Pioneer of the Sociology of Knowledge, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1960, Pp. 44, 153. 6? Un argumento similar sobre el problema de dar eabida a diferentes “niveles de abstraccién” ha sido planteado por J..G. A. Pocock, “The history of political thought: a methodological enquiry”, en Peter Laslett y W. G. Runci- man (comps.), Philasophy, Politics and Society, segunda serie, Oxford, Basil Blackwell, 1962, pp. 183-202. Peter Laslett también menciona esta “tendencia eserituraria” sub “Political philosophy, history of", en Paul Edwards et al. (comps.), The Encyclopedia of Philosophy, ocho vols., Nueva York, Macmillan/Free Press, 1967, vol. VL, p. 371. 70 Arthur 5. McGrade, “The coherence of Hooker's polity: the books on power”, en Journal of the History of Ideas, 24, 1963, p. 163. 160 deber del exégeta es descubrir la “coherencia interna de su doctrina” leyendo el Leviatdn unas cuantas yeces hasta que —en una frase acaso excesivamente reveladora— compruebe que su ar- gumento ha “adquirido alguna coherencia”.7! Si no hay un sistema coherente “facilmente ac- cesible” al estudioso de las obras politicas de Hume, el deber del exégeta consiste en “explo- rar una obra tras otra” hasta que el “alto grado de coherencia de todo el corpus” aparezca debidamente y (en otra frase también bastante reveladora) “a cualquier costo”.?72 Si las ideas politicas de Herder “contadas veces se elaboran sistemdticamente” y deben encontrarse “dis- persas a través de sus escritos, a veces en los contextos mds inesperados”, el deber del exége- ta vuelve a ser el de tratar de “presentar estas ideas en alguna forma coherente”./3 El hecho mas revelador en esas reiteraciones de la misién del erudito es que las metdforas habitualmen- te usadas son las del esfuerzo y la busqueda; la ambicién siempre consiste en “llegar” a “una interpretaci6n unificada”, “obtener” una “perspectiva coherente del sistema de un autor’ .74 Este procedimiento da a las reflexiones de diversos autores cldsicos una coherencia y, en general, una apariencia de sistema cerrado que tal vez nunca hayan alcanzado y ni siquie- ra pretendido alcanzar. Si en principio se supone, por ejemplo, que la empresa de interpreta- cién del pensamiento de Rousseau debe centrarse en el descubrimiento de su “idea mas fun- damental”, el hecho de que contribuyera a lo largo de varias décadas a diversos y muy diferentes campos de investigaciGn pronto dejard de parecer un asunto de importancia.?5 Una vez mas, $1 Se supone en un inicio que todos los aspectos del pensamiento de Hobbes esta- ban concebidos como un aporte a la totalidad de su sistema “cristiano”, ya no parecera sin- gular en absoluto sugerir que podemos acudir a su autobiografia para dilucidar un punto tan crucial como las relaciones entre ética y vida politica.76 Otro ejemplo: si conjeturamos por anticipado que el propio Burke, en esencia, nunca se contradijo ni cambié de opinién, sino que una “filosofia moral coherente” subyace a todo lo que escribiG, ya no consideraremos para nada irrealista que “el corpus de sus escritos publicados” se aborde como “un tinico cuerpo de pensamiento”.7’ Un reciente estudio del pensamiento social y politico de Marx proporciona cierta idea de la magnitud que pueden asumir esos procedimientos de abstrac- cién de la diversidad de los pensamientos de un hombre para llevarlos al nivel en el que (consumida toda pasién) es factible considerar que “‘alcanzan” cierta coherencia. Para justi- ficar la exclusién de las ideas de Engels, en dicho estudio parecié necesario sefalar que Marx y él eran, después de todo, “dos seres humanos distintos”.78 A veces sucede, por su- puesto, que los objetivos y éxitos de determinado autor siguen siendo tan variados que de- 1 Howard Warrender, The Political Philosophy of Hobbes, Oxford, Clarendon Press, 1957, p. vil. ® John B. Stewart, The Moral and Political Philosophy of David Hume, Nueva York, Columbia University Press, 1963, pp. V-VI. 73 EM, Barnard, Herder’s Social and Political Thought, Oxford, Clarendon Press, 1965, p. xix. Cf, también p. 139. 74 Por ejemplo, J. W. N. Watkins, Hobbes's System of Ideas, Londres, Hutchinson, 1965, p. 10. 7 Ernst Cassirer, The Question of Jean-Jacques Rousseau, traducido y editado por Peter Gay, Bloomington, India- na, Indiana University Press, 1954, pp. 46, 62. Como Gay lo indica en su introduccién, es muy posible que en la época en que Cassirer escribia hubiera sido saludable insistir en ese aspecto, pero atin es licito pregunlarse si los supuestos un tanto @ priori de] estudio no estan mal concebidos. 76 FC. Hood, The Divine Politics of Thomas Hobbes, Oxford, Clarendon Press, 1964, p. 28. 7 Charles Parkin, The Moral Basis of Burke's Political Thought, Cambridge, Cambridge University Press, 1956, pp. 2, 4. #8 Shlomo Avineri, The Social and Political Thought of Karl Marx, Cambridge, Cambridge University Press, 1968, p. 3 [traducci6n castellana: El pensamiento social y palttica de Carlos Marx, Madrid, Centro de Estudios Consti- tucionales, 1983], 161

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