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COLUMNAS DE GELATINA

Por

Víctor Saltero
Llevo toda la vida intentando entender la vida, y lo primero que comprendí es que YO NO
PEDÍ NACER. Que en realidad nadie ha pedido nacer y que, a pesar de ello, aquí estamos
todos navegando en un mar desconocido, pretendiendo comprender para qué y por qué
nacemos y preguntándonos si existe algún sentido para este viaje.

La religión, la ciencia, la filosofía, e incluso la política, intentan darnos respuestas a esa


pregunta. Llevan siglos ofreciéndonos teorías al respecto, pero todas, antes o después,
descubres que son insuficientes, cuando no rotundamente falsas. Y lo que es peor, en la
mayoría de los casos, dichas respuestas no intentan más que establecer principios ideológicos
para justificar y proteger alguna clase de poder y, por medio de ellos, mantener los privilegios
de una minoría.

Así que, para progresar en esta búsqueda individual y ver si llegamos a alguna meta útil a
nuestra existencia, hemos de intentar responder a varias cuestiones claves que nos permitan
conocernos mejor. Para lograrlo es imprescindible hacerlo con la mente libre de prejuicios y
con el máximo conocimiento que la historia del hombre sea capaz de proporcionarnos. Y
dichas cuestiones claves son las siguientes: ¿Cómo somos los seres humanos y qué papel
tenemos en el Universo? ¿Por qué nuestra andadura por este hermoso planeta, en el que
viajamos por el espacio, es una sucesión de pequeños instantes de felicidad y de largos
momentos de ansiedades y miedos? ¿Cuáles son los valores y verdades que hemos ido creando
los humanos a lo largo de los siglos con los que sustentamos nuestras vidas, que nos conducen
a ser y actuar de una forma y no de otra? Y, por último, ¿tiene algún sentido nuestra
existencia?

Comencemos.

Inicialmente es bueno precisar que no pretendo decir que tengo todas las respuestas
apuntadas en un papel en el bolsillo. Pero una renovada visión de algunas de las cosas
importantes que nos afectan en nuestro día a día, puede servir como punto de partida para una
nueva experiencia vital.

Como antes dije, la realidad es que nadie ha pedido nacer. Esto sucede como producto del
programa informático natural que dirige nuestros comportamientos y que nos impulsa a
reproducirnos, con el único fin aparente de evitar la desaparición de la especie. Pero tras el
nacimiento, y desde los primeros momentos, comienza el entorno del niño por medio de las
costumbres y valores de cada cultura específica a inyectarle los principios con los que ha de
vivir a partir de entonces, y hasta el final de su existencia, con independencia de que esos
valores le lleven a ser feliz o desgraciado.
Dichos valores, en forma de “Verdades” sociales y personales, son las columnas que
durante el espacio existente entre el nacimiento y la muerte —espacio al que llamamos vida­­—
dirigirán nuestros comportamientos a pesar de que no hemos tenido ninguna participación en
construirlas. Existen desde hace mucho. Las alzaron los que estuvieron antes, y cada
generación las perpetúa con absoluto desprecio de los resultados que se han ido obteniendo con
su uso a lo largo del tiempo.

Nuestra realidad es que cada día millones de personas en todo el mundo cumplen sus
quehaceres diarios. Se levantan temprano, llevan los niños al colegio, van al trabajo, van de
compras, tratan de mantener sus relaciones sociales, y, al final, suelen llegar a la conclusión de
que les falta algo. Y todo esto en el mejor de los casos, pues otros sencillamente luchan
diariamente por sobrevivir. Aquellos —pues estos últimos ni siquiera se pueden permitir estas
inquietudes— perciben que sus trabajos, sus posesiones, sus diversiones y todos sus asuntos no
son suficientes. Buscan que su vida tenga sentido y un marco narrativo que la explique; algo
que alivie su soledad crónica o les eleve por encima de las pequeñas cosas cotidianas.
Necesitan saber que su único destino no es pasar a toda velocidad por una autopista que lleva a
la nada. Intuyen que en la vida las oportunidades no se eligen, sino que se presentan y luego
cada uno decide si las aprovecha o no. Saben que el tiempo es un factor esencial. Que si lo
tienes no has de malgastarlo. Es más, que deberías comportarte como si no lo tuvieses.

Pero lo curioso de todo consiste en que sabemos que tenemos ese desasosiego que nos
produce infelicidad, pero no encontramos el modo de resolverlo. Y como en un bucle,
generación tras generación, tropezamos en lo mismo sin solucionarlo.

Una de las razones por la que no afrontamos con éxito esta inquietud es por el gran
desconocimiento que tenemos de nosotros mismos como individuos y, sobre todo, de nosotros
como género. A esta confusión ayuda el hecho de que somos profundos desconocedores de la
historia del hombre sobre la tierra porque la que nos enseñan políticos, universidades e
historiadores se podría precisar que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”,
al igual que advierten las películas.

Pero ¿por qué sucede esto? Porque la historia es un instrumento del poder político y
religioso para su legitimación, y también un arma arrojadiza contra los enemigos. Pero es la
que nos enseñan desde niños y no solemos cuestionárnosla a pesar de nos llega poderosamente
falseada. Por tanto asimilamos muy poco de ella, lo que es muy perjudicial para la sociedad
humana pues no nos permite aprender de los errores que el hombre ha ido cometiendo. En
definitiva, nos mentimos demasiado como para conocernos, lo que dificulta llegar a averiguar
que pintamos en esta vida y en el mundo.

Hablemos de ello.

Lo primero que debemos aceptar es que el hombre tiene mayor capacidad para hacerse
preguntas que para responderlas. Por esta razón nos cuesta tanto entender qué somos y cuál es
nuestro lugar en el Universo. Sabemos que, básicamente, somos materia consciente
conformada por partículas controladas aparentemente por un “programa informático natural”,
con una eventual estructura física, y que andamos viajando por la inmensidad del espacio sobre
nuestro hermoso planeta como si de una nave interestelar se tratase.

Así que, ya que nací, me gustaría al menos saber por qué y para qué. Para ello, con el
objetivo de intentar hallar la respuesta, le invito a compartir este viaje de exploración.

En principio he de decir que, como es lógico, somos el mayor objeto de nuestros propios
desvelos. Pero debemos aceptar que somos, simplemente, un animal más de los muchos que
pueblan la tierra, con un coeficiente de inteligencia ligeramente superior al resto de los seres
vivos de este planeta, y notablemente inferior sobre el que estimamos nosotros mismos. Los
entendidos dicen que nuestros cromosomas son en un 98% igual al del resto de mamíferos.
Pues bien, es ese 2% de diferencia el que nos trae la mayor parte de nuestros problemas. Verá
por qué.

Tenemos la estúpida costumbre de dar por sentado que constituimos el elemento más
evolucionado del Cosmos. Este pensamiento, si lo reflexiona con un poco de cuidado, advertirá
que no solo es falso, sino que también ridículo. Existen más de doscientos mil millones de
estrellas sólo en nuestra galaxia, y en el universo conocido existen cientos de miles de millones
de galaxias. Así que el pensar que todo eso está ahí para nuestro disfrute y contemplación no es
más que una despiadada demostración de nuestra estupidez, por no hablar de los mundos
cuánticos que, al igual que la mayor parte del Cosmos, tampoco nos son abarcables.

Para situarnos con mayor precisión aclaremos que toda la historia de la humanidad sobre la
Tierra, medida en tiempo cósmico, es un simple parpadeo. Así que, para intentar conocernos
mejor, debemos comenzar por aceptar que el Universo no está hecho a la escala del hombre, y
sólo lo limitado de nuestra inteligencia nos lleva a imaginarnos como el máximo escalón de la
evolución y, entre otras, a preguntarnos: ¿Seremos el único ser inteligente del cosmos? Esta
pregunta, en sí misma, significa otro síntoma más de nuestras enormes limitaciones pues,
aunque sea por simples probabilidades matemáticas, es seguro que existirán infinitas formas de
vidas y de inteligencias, aunque otra cuestión es que podamos entrar en contacto con ellas dada
las dimensiones del Cosmos.

Pero una vez dicho esto, que nos ayuda a situarnos en nuestra escala real sin tanto ego-
fantasía, es importante establecer que el hombre, en nuestro mundo próximo y conocido, es un
fenómeno especial. Por ello es legítimo preguntarnos cómo nació este fenómeno especial. Y la
respuesta es muy sencilla: nació igual que el resto de los seres vivos. Desde el microrganismo
hasta el mono todos nos parecemos mucho y, entre otras cosas, tenemos como denominador
común el impulso por sobrevivir, al que llamamos instinto de supervivencia, que es quien está
detrás de la mayor parte de nuestros comportamientos.
Pero existe una pequeña diferencia que nos distingue del resto de animales conocidos, y
dicha diferencia tiene gran influencia en nuestras conductas. Me estoy refiriendo a conocer con
certeza que un día moriremos. Ello determina en buena parte nuestras conductas individuales y
colectivas. Por esta característica –la de saber que un día moriremos– aspiramos a ser
recordados como una forma de conseguir un gramo de eternidad. Y también por ella el hombre
toma conciencia de sí mismo como un animal de tránsito, y lucha desesperadamente por
afirmar su derecho a poseer lo mejor que el mundo pueda proporcionarle durante el breve
periodo que habita en él.

En definitiva, todo hombre cuando nace convierte su vida individual en un clamor por la
supervivencia, pero como la ironía suprema es que debe morir inevitablemente, aquellos otros
hombres que se esfuerzan por controlar su mente y su musculo lo manipulan, prometiéndole
alguna apariencia de inmortalidad por medio de mensajes de una vida tras la muerte.

Así que, sin más dilación, ha llegado el momento de que comencemos a intentar encontrar
respuestas a las preguntas expresadas unos párrafos atrás sobre el sentido de nuestra existencia.
Y, como he comentado, para conseguirlo nos será de gran ayuda conocernos mejor como
individuos y como sociedad.

Inicialmente es oportuno precisar que los seres humanos, a semejanza de cualquier edificio,
tenemos cimientos a los que llamamos instinto de supervivencia; y también unas columnas
que, apoyándose en aquellos, sustentan nuestras vidas. En la base de nuestros comportamientos
están los mencionados cimientos; es decir, el instinto de supervivencia. Pero sobre este no
tenemos ninguna capacidad de influencia. En cambio, sobre esas columnas que sustentan
nuestras vidas si podemos influir, pues las mismas han sido creadas y manipuladas por el
propio el hombre.

Comencemos esta aventura vital por el principio. Es decir, por analizar nuestros cimientos.
EL INSTINTO DE SUPERVIVENCIA

Este instinto es la base de toda vida y sin él ninguna prospera.

Todo lo existente en el universo nace de la conjunción de partículas que, conformando


infinitas combinaciones, se convierten en las distintas formas de existencias. Pero la
característica del instinto de supervivencia parece exclusiva de los seres vivos, no del resto de
materias existentes.

Es evidente que continuamente aparecen y desaparecen formas diferentes de vida,


consiguiendo su viabilidad y permanencia las que gozan de ciertas características en su
programación genética, siendo la fundamental de ellas dicho instinto. Por él tenemos miedo a
la muerte, deseo sexual derivado del ansia de reproducción, hambre para comer, y necesidad de
poseer bienes que garanticen la subsistencia futura.

El ser humano tiene impreso en sus genes todas las características antes mencionadas y por
eso continuamos aquí. Son ellas las que marcan de forma decisiva casi todas nuestras
conductas. Solamente tenemos dos peculiaridades que establecen ligeras diferencias con los
animales conocidos: la certeza de que un día moriremos, como dije anteriormente, y un cierto
nivel de habilidad tecnológica que nos ha permitido llegar hasta hoy. Aunque también,
últimamente, esta misma habilidad nos sitúa muchas veces al borde de la autodestrucción.

En cualquier caso, es evidente que el hombre jamás hubiera podido subsistir sobre la tierra
en base a sus condiciones físicas por mucho que acudamos a los gimnasios, puesto que
múltiples depredadores las poseen en mayor medida. Hemos conseguido sobrevivir hasta ahora
porque fuimos capaces de crear la tecnología necesaria para el control del fuego, de las flechas
y de medicamentos que eliminan numerosos microorganismos patógenos. También hemos
logrado alargar nuestra esperanza de vida en los últimos siglos la cual, actualmente, se ha
multiplicado por tres sobre la que tenían nuestros antepasados de las cavernas, y seguirá
alargándose en el futuro si no nos destruimos antes.

Pero no solo el instinto de supervivencia está detrás de nuestros comportamientos


individuales y sociales. También colabora decisivamente en ellos, como antes comenté, unas
columnas que nacen y crecen apoyadas en este instinto, las cuales influyen notablemente sobre
nuestras posteriores conductas tras el nacimiento.
Son siete dichas columnas y las mismas, a diferencia del instinto de supervivencia que nos
viene dado de forma natural, las ha construido el propio ser humano a lo largo de su existencia
sobre la Tierra, siendo de gran relevancia para nuestro bienestar pues por medio de ellas
gestionamos la vida.

Hemos erigido nuestras columnas sociales por medio de la familia, la tribu, la nación, el
estado y la guerra. Y las columnas individuales con la amistad, el amor, la violencia, el sexo, el
deseo de poseer, y con el miedo a la muerte.

La cuestión es ¿son sólidas estas columnas sobre las que intentamos sostener nuestra
existencia, o las hemos construido de inconsistente gelatina y por ello suponen la causa última
de nuestras angustias, soledades y contradicciones? Veámoslo.
PRIMERA COLUMNA

EL SEXO

El sexo es la primera de nuestras columnas porque con su práctica da comienzo la vida. Un


espermatozoide, programado para buscar un óvulo femenino, lo encuentra y fecunda iniciando
con ello un ser vivo. Y la naturaleza, para animarnos a reproducirnos, ha dotado al acto sexual
que da origen a la fecundación de sensaciones placenteras.

Pues veamos cómo con el transcurrir del tiempo la sociedad humana ha ido tratando este
tema.

A lo largo de los siglos ha ido variando significativamente el concepto social que el hombre
tenía de las relaciones sexuales. De hecho, hay muchas antiguas civilizaciones que dedicaban
estatuas y grabados con connotaciones sexuales en forma de falos o de mujeres con generosos
pechos. A ello se le ha querido dar casi siempre la interpretación de culto a la fertilidad,
cuando en realidad es más que probable que significaran culto al placer sexual en sí mismo.

Pero la primera cuestión importante es ¿cómo hemos llegado en la actualidad a tener una
imagen socialmente tan negativa y pecaminosa del sexo?

La explicación está en ciertas religiones que lo han demonizado. Así que hagamos un ligero
inciso y hablemos de estas.

Comencemos por precisar lo siguiente: Dios no ha creado al hombre, ha sido el hombre


quien ha creado a Dios. Lo ha hecho buscando ordenar su mente y encontrarle sentido al
aparente caos de la vida, pues ésta escapa totalmente a su comprensión. En estas
incertidumbres está el origen de las religiones.

Pues bien, parece ser que esencialmente han sido las religiones monoteístas las que han ido
implantando esta percepción social negativa sobre el sexo, especialmente el judaísmo y sus
variantes como el cristianismo en sus diversas versiones. De hecho, en las épocas griegas y
romanas —y en otras muchas culturas— el sexo tenía un absoluto carácter de normalidad y
aceptación, y socialmente estaba bien vista la búsqueda del placer como un fin en sí mismo.
Dicha búsqueda del placer, sin ningún tipo de remordimientos, la practicaban tanto con la
comida, con el sexo, con las relaciones sociales… A todo ello le daban un perfil lúdico, sin
establecer juicios morales por ninguna de estas actividades.
Pero esto cambió cuando en el siglo IV de nuestra era el emperador Teodosio declaró el
cristianismo religión oficial del Imperio Romano que hasta entonces había sido laico. Ahí se
dio el pistoletazo de salida para comenzar a transformar la percepción social del placer en
general, y del sexo en concreto.

Hubo una razón básica para impulsar este cambio de mentalidad. La iglesia cristiana en sus
inicios, para legitimarse, necesitaba mitificar sus orígenes con múltiples historias de
sufrimientos, martirios y persecuciones —la mayor parte inventadas—, con el fin
propagandístico de convencer a la gente de que la fe tiene tanta fuerza que incluso lleva al
creyente a soportar todo tipo de sufrimientos, y que estos, los sufrimientos, significan la llave
del paraíso tras la muerte, lo que incluso hoy continúan haciendo los musulmanes.

Sobre esas historias, pura fantasía pues los romanos no iban asesinando niños ni dando de
comer a los leones con los cristianos, consiguió el cristianismo con éxito construir su
reconocimiento social. Eso los llevó a comprender que el sufrimiento creaba estrés y
vulnerabilidad en las personas. Y pudieron comprobar que a mayor vulnerabilidad y angustia,
más éxito tenía su mensaje religioso entre unas gentes que necesitan respuestas a sus miedos.

De hecho, en general, las religiones conquistan más adeptos en las épocas de grandes
convulsiones sociales o individuales. Si los ciudadanos disfrutan de una vida próspera y
placentera suelen ser muy poco receptivos a las religiones ya que las personas no sienten
necesitad de consuelo, y como todo lo que suelen prometer dichas religiones son goces tras la
muerte, cosa que lógicamente no terminan de creer, prescinden de ellas. Así que la angustia
humana es lo que les permite conseguir mayor número de seguidores. El cristianismo es clara
prueba de ello. Nació justo en la fase final del Imperio Romano, y creció tras la desaparición
de éste durante una etapa histórica muy convulsa. Los ciudadanos necesitaban buscar consuelo
para navegar por lo que les tocó vivir, y la iglesia cristiana se convirtió en la respuesta. Ésta,
comprendiéndolo perfectamente, se puso con mano firme a resaltar el sufrimiento como un
“Valor” en sí mismo, prometiendo, ante las desgracias que la gente vivía en este “valle de
lágrimas”, que en la otra vida tendrían compensación. Y, además, convenciéndolos de que sus
representantes en la Tierra, curas, obispos y papas, poseían la supuesta llave del paraíso
compensador. Así que criticaban y demonizaban el placer, entre ellos el del sexo, pues les
dejaba sin clientes. Este último, según esta religión, debería ser usado exclusivamente con
fines reproductivos.

El principio del valor del sufrimiento ha sido impulsado durante tanto tiempo por las
religiones —y se continúa haciendo— que hoy ha adquirido apariencia de columna firme para
sostener nuestras vidas, cuando la realidad es que es débil como la gelatina porque solo
produce dolor.

Pero también los estados han sido casi siempre animosos cómplices de las religiones en
estos comportamientos, pues ellos también necesitan mártires en forma de soldados que los
protejan y que estén dispuestos a morir por defenderlos. Saben perfectamente que la gente feliz
no quiere ir a la guerra, y que la guerra convierte en bestias a las personas. Solo la infelicidad
hace a los ciudadanos más proclives a sacrificarse tras lo que sea, patria o religión, cuando
perciben que tienen poco que perder en esta vida.

Por ello Iglesia y Estado, a lo largo de toda la historia, han sido unos poderosos aliados que
han terminado imponiendo esta ridícula “Verdad”: Si sufres en esta vida en la siguiente se te
compensará. Y la llave de acceso al premio tras la muerte lo tienen los representantes de las
iglesias y de los estados. Las iglesias en forma de supuestos “paraísos o infiernos,” y los
estados en forma de “memoria eterna para los héroes” que mueran defendiendo su país,
aunque la realidad es que después nadie los recuerda.

Así que, por estas razones, el sexo y el placer en general son objeto de duros ataques de
todo aquel que pretende controlarnos.

Es obvio que el fin aparente del ser humano —al menos el único que alcanzamos a ver— no
es otro que reproducirse para que la especie continúe, aunque no sabemos con qué fin. De ahí
la importancia del sexo. Por esto a la mujer, cuando le llega la pubertad, su programa
informático natural le despierta el ansía de embellecerse con el fin de gustar al varón. Y según
cumple edad, el conocido “reloj biológico” le va recordando que debe procrear despertándole
ansiedades a este respecto. Al hombre, el mismo programa le arrastra a intentar parecer
masculino, maduro, poderoso, inteligente o fuerte con el objeto de que la hembra de la especie
lo elija. Aunque en realidad este comportamiento no es nada original, pues así sucede también
en todo el reino animal ya que funcionamos con los mismos instintos que el resto de los seres
vivos.

Pero hay otro problema relacionado indirectamente con el sexo que apareció tras la caída
del Imperio Romano. Dicho problema es la torpe y compleja estructura social que, para
realizar esta función de la procreación, la sociedad ha creado en los últimos siglos: El
matrimonio. El índice de fracaso de esta institución es tan demoledor, y casi siempre doloroso,
que deberíamos mejorar su puesta en práctica. Veamos que dice la historia a este respecto.

Roma, que fue la creadora del matrimonio moderno, entendía éste como un procedimiento
para garantizar la subsistencia de los hijos. En esencia era un contrato mercantil, ajeno a
estados emocionales, donde se detallaban los bienes que cada integrante aportaría para la
supervivencia y cuidado de sus hijos. Pero en ningún caso lo ligaba a la exclusividad sexual o
emocional. De hecho, tras firmarlo, ambos cónyuges continuaban teniendo relaciones
sentimentales y sexuales con otras personas si así lo decidían, lo que no era motivo de
escándalo social.

Fue a raíz de la caída del Imperio Romano de occidente, e impulsado por la religión
cristiana, cuando se decidió que la práctica del sexo debía circunscribirse al matrimonio y,
como dije, con exclusivos fines reproductivos. El efecto negativo de esto aún lo sufrimos hoy
en día, pues se pusieron múltiples barreras en forma de tabúes a la práctica natural del sexo.
Como consecuencia de ello hombres y mujeres empezaron a buscar, con sentimientos de
culpabilidad, la natural expansión sexual de forma oculta lejos del matrimonio. En su interior
más íntimo las personas desarrollan sus fantasías y si tienen ocasión las experimentan de forma
subrepticia, lo que provoca conflictos entre los conyugues por la percepción de engaño.

Actualmente el matrimonio como institución que regula los comportamientos sexuales en


nuestra sociedad suele iniciarse como una promesa de seguridad y de procreación. Aunque en
realidad es solo un contrato jurídico. Así que cuando el tiempo erosiona las relaciones entre
marido y mujer emergen los problemas derivados de ese contrato, y mucha infelicidad.

Dichos problemas surgen porque, si la atracción física inicial no es complementada con


amistad, comunicación, complicidad y respeto, el matrimonio tenderá a desgastar a sus
componentes en pequeños detalles y el tiempo terminará convirtiendo la pasión inicial en
aburrimiento, donde los sueños y fantasías de cada uno van quedando encerrados en el cajón
oculto de los deseos y en los brazos de la rutina. Por ello, el matrimonio fundado al calor
exclusivo de la atracción sexual o emocional suele durar poco si no va seguido de la creación
de una relación mucho más profunda, donde cada uno de los contrayentes sume a la vida del
otro y no se resten mutuamente posibilidades de experiencias vitales.

El sexo, en las variables que cada cual decida libremente, no debería estar limitado en su
práctica por la institución matrimonial ni para hombres ni mujeres, pues es un acto tan
absolutamente natural como el comer. Ambos tienen una doble función. El uno, reproducción y
placer; el otro, alimentarnos y placer. Cada una de estas funciones no sólo son compatibles
entre sí, sino que es deseable que las busquemos como una forma más del disfrute vital pues
son características con las que nos ha dotado la naturaleza. Pongámonos a ello, ya que mientras
el placer para lograrlo hemos de buscarlo, el dolor siempre nos termina encontrando.

Es indudable que la columna del matrimonio, como ámbito exclusivo para la práctica
sexual, la hemos construido con materiales mezquinos y erróneos que penalizan la capacidad
de disfrute de las personas de una forma absurda. Y no estoy hablando del pasado, sino del
más absoluto presente. Habría, urgentemente, que ponerle solución. Y ello se conseguirá
recuperando la sensatez romana a estos respectos.
SEGUNDA COLUMNA

EL AMOR

El amor constituye una de las columnas fundamentales con la que sostener nuestras vidas.
Es un valor individual con fuertes repercusiones colectivas.

Desde el punto de vista de la ciencia el amor es un estado evolucionado del instinto de


supervivencia, que actúa como punto de encuentro entre las personas con efectos reproductivos
y de protección. Sus manifestaciones y las emociones que a veces desata pueden ser
extremadamente poderosas.

Desde el punto de vista individual es más difícil definirlo de un modo consistente, pues
existen múltiples variables del amor. Pero todas tienen algunos elementos comunes: la
generosidad, la entrega, el afecto, la complicidad, el deseo de la presencia del ser amado, la
protección, la ternura, la posesión, la afinidad, y el deseo de llamar, antes que a nadie, a una
persona concreta para compartir con ella los pequeños fracasos o triunfos diarios.

Todos estos materiales que componen la columna del amor se sintetizan en la emoción de
compartir tiempo y vida con el ser amado.

Podemos, además, destacar otras dos características peculiares y contradictorias del amor.
Este tiene componentes de altruismo, pero también de egoísmo. La característica altruista la
percibimos en la entrega de la madre hacia su hijo, o en el impulso que nos lleva a proteger a
un ser querido, o en el que nos induce a defender a una persona más débil, aunque sea
desconocida.

El componente egoísta del amor es la parte de él por la cual amamos la imagen que la otra
persona tiene de nosotros mismos, y también porque es un sentimiento que estimula a la
posesión.

La ausencia total de amor, en cualquiera de sus variantes, es soledad. En cambio, la


presencia del amor es emoción y plenitud. Una vida es mucho más plena cuantas más veces se
ame, aún a riesgo de un posible sufrimiento futuro por su eventual pérdida.

Tiene tanta importancia para los seres humanos que, en todos los tiempos, ha sido el tema
más frecuente en las creaciones artísticas: novelas, poesía, música, películas, … Así que el
grado de felicidad de las personas aumentará cuantas más veces viva esta potente emoción a lo
largo de la existencia.

Según la ciencia, en el espacio, si dos cuerpos de metal tienen características idénticas,


cuando se encuentran se unen inevitablemente. Es fascinante el funcionamiento del gran
programa cósmico, pues es como si todo aquello que fuese similar estuviese destinado a unirse.
¿Será este principio universal la última explicación del amor? No lo sabemos, pero si podemos
afirmar que éste, el amor, es una magnifica columna para impulsar y fortalecer en sus múltiples
variables.
TERCERA COLUMNA

LA FAMILIA, LA TRIBU Y LA NACIÓN

Nuestra naturaleza está dividida en dos partes claramente definidas aunque


interrelacionadas entre sí. La parte individual y la gregaria. A esta última la llamamos
sociedad, y en realidad tiene tanta fuerza que muchas veces es capaz de anular, o al menos
aletargar, instintos primarios de nuestro carácter individual.

La parte gregaria nos nace del instinto de supervivencia como un medio para defendernos
en grupo, y también para realizar acciones colectivas con mayor eficacia de la que podría
conseguir un solo individuo. Y de dicha característica gregaria nace nuestra columna de la
familia, la tribu, la nación y del estado como forma de organizar nuestra convivencia en la
Tierra.

Pero la cuestión consiste en que la vida es una experiencia individual, aunque, por la razón
expuesta en el punto anterior, la vivimos colectivamente. La mejor demostración de lo que
quiero decir la encontramos en la música. Ésta, como la vida, suele nacer de un acto individual
de creación. Por ejemplo, un solo individuo, Beethoven, creo un maravilloso canto al hombre
universal en su novena sinfonía. Pero sin otras muchas personas -músicos y coros- no le sería
posible hacerla existir. Así que es evidente que nos necesitamos unos a otros tanto para crear
como para sobrevivir.

De aquí surge también la necesidad de la existencia de los estados para organizar nuestra
vida en común, de lo que emerge, a su vez, la necesidad de líderes para dirigirlos.
Lamentablemente la historia nos enseña que la mayor parte de personas que lideran los estados
destacan más por sus ambiciones en busca de los privilegios del poder, que por la capacidad
intelectual y ética para ejercerlo. La demostración irrefutable de esta afirmación es la propia
historia del hombre, pues su componente fundamental es una sucesión inacabable de guerras.

En cualquier caso, han existido algunas excepciones. El Imperio Romano fue el ejemplo
más evidente de ello, pero, aun así, tampoco sobrevivió. Así que ¿cómo se explica que incluso
las mejores sociedades humanas con estados más firmes y razonables también colapsen? Es
lógico preguntarnos ¿no funciona en estos casos el instinto de supervivencia colectivo?

Pues veámoslo, porque la respuesta a esta emocionante pregunta la encontramos en la


historia del hombre sobre nuestro planeta y, especialmente, en un instante devastador: la caída
del mencionado Imperio Romano.

Carl Sagan afirmó que si Roma no hubiese caído en el siglo V, en el X hubiésemos llegado
a la Luna. Evidentemente no podemos saber si esto habría sido así, pero lo que si conocemos
es que Roma absorbió, perfeccionó y expandió lo anteriormente desarrollado por egipcios,
fenicios y griegos en ingeniería, filosofía, ciencia, y ocio, lo que le llevó a convertirse durante
los siglos que duró este Imperio en la mejor sociedad que el hombre ha creado nunca según los
historiadores especializados en la materia. Dicha sociedad estuvo dirigida por un Estado que
no se dedicó a crear lujosos palacios renacentistas, pirámides o pretenciosas catedrales, todo
ello arquitectura inútil para el ciudadano común, y solo creada para resaltar la gloria del que
tenía el poder. Realizó, lo cual lamentablemente es excepcional, construcciones pensadas para
el uso y disfrute de la gente normal.

El ciudadano romano disfrutó de varios siglos de paz y prosperidad. El Imperio tenía


cientos de ciudades grandes y pequeñas repartidas por tres continentes, las cuales gozaban de
una esmerada sanidad, agua abundante de la mejor calidad y alcantarillados, lo que impidió la
aparición de epidemias como sucedería después. Todas las poblaciones disfrutaban de zonas de
deporte y ocio, y miles de kilómetros de magnificas carreteras acercaban entre si a los
ciudadanos y al comercio. En el campo laboral, prácticamente, tenían un día de trabajo por otro
de descanso. Esto lo podían hacer por tener un mercado unido, libre y armónico. Hoy, en un
deficiente intento de imitar a los romanos, algunos políticos ignorantes y populistas intentan
disminuir la jornada laboral en más de un país europeo, sin por lo visto saber que si no se
aplica simultáneamente a todos los países cuyas economías estén entrelazadas, los que
pusieran en práctica esa medida colapsarían en pocos años puesto que sus costos de producción
subirían exponencialmente en provecho de los que no lo hicieran. Los primeros síntomas de
esa debacle serían empresas que se comienzan a ir del país intentando sobrevivir, así como
subida de la inflación, de los índices de desempleo y de la pobreza. Y todo ello como
consecuencia de unos políticos que toman la decisión solo pensando en los votos que le
proporcionaría una medida disparatada como esta, y no en los graves resultados que tendría
para el ciudadano. De hecho, Roma consiguió ser la sociedad más lúdica y sosegada que el
hombre ha construido a lo largo de su historia por su unión social, jurídica, de mercados,
capacidad de organización, y, sobre todo, por su cordura política.

En contra de lo contado por escritores y cineastas ignorantes, así como por alguna religión,
desde el inicio de la época imperial estaban prohibidas por ley las luchas a muerte en los
circos, las cuales, de producirse, eran castigadas con severas penas. También, a partir de esa
época, los esclavos no podían ser maltratados y menos aún asesinados, y además podían
manumitirse con facilidad. De hecho pasaron a ser, básicamente, lo que en nuestros tiempos es
el servicio doméstico. En los siglos posteriores los esclavos sufrirían mucho peor trato,
incluida la Norteamérica del siglo XIX. Aquellos esclavos de la etapa imperial de Roma
tampoco trabajaban en las minas ni hacían carreteras u obras. De estos trabajos —como en la
actualidad— se encargaban profesionales de muy alta cualificación, y obreros especializados
con máquinas e instrumentos muy sofisticados.
De todos es conocido que Roma durante su historia tuvo tres guerras serviles —rebelión de
esclavos— y las tres fueron en la etapa republicana anterior a la imperial, entre otras la del
famoso Espartaco. Durante la época imperial, a pesar de que duró cientos de años, jamás hubo
problemas de esta naturaleza, como tampoco los hubo raciales ni religiosos.

Asimismo Roma, de la que todo occidente es heredera directa, por medio de Julio Cesar
creó el sistema actual de estado, el calendario moderno, los medios de comunicación, y, sobre
todo, el mayor avance social que el hombre ha alcanzado durante toda su historia: el derecho
igualitario. Es decir, leyes iguales para hombres y mujeres, gobernantes y gobernados.

Todo esto lo disfrutaron nuestros antepasados durante varios siglos, consiguiendo un nivel
de prosperidad que apenas conseguimos igualar ni siquiera en las más evolucionadas
sociedades actuales, aunque ellos no tuviesen internet.

Así que la pregunta clave sigue siendo: ¿Por qué se hundió si era una sociedad tan perfecta
y avanzada?

Para llegar a entender correctamente este fenómeno hemos de hacer, primero, un rápido
resumen de la evolución humana desde la época más remota hasta la caída del Imperio
Romano de occidente.

Está comúnmente aceptado que el hombre nació en el continente africano. Sea esto cierto o
no, para lo que vamos a analizar ahora no tiene mayor relevancia. Lo que si sabemos con
certeza es que el hombre, como animal social que es, se fue agrupando en tribus, las cuales
estaban normalmente compuestas por los miembros de una misma familia. A lo largo del
tiempo, según esas tribus se iban haciendo más numerosas se subdividían por una causa u otra,
y la parte que se segregaba se ponía a caminar en búsqueda de espacios territoriales que
ocupar, donde pudieran encontrar alimentos y climas benignos.

Durante miles de años esto fue sucediendo así, consiguiendo que la mayor parte de tribus
permanecieran alejadas entre sí. Por tanto, terminaban desarrollando una lengua propia,
diferente religión y, en definitiva, costumbres y modelos sociales distintos a los de sus orígenes
comunes.

Pero hay una zona en nuestro planeta que tiene una característica especial y única que no
existe en ningún otro lugar. Me refiero al mar Mediterráneo. Este es suficientemente grande
para que inicialmente se instalaran en sus orillas las tribus sin contactar entre ellas, pero
suficientemente pequeño para que cuando aquellas comenzaran a crecer terminaran entrando
en relación. En sus orillas se fueron asentando tribus durante siglos en búsqueda de alimento y
de una climatología benigna, encontrándola allí puesto que dicho mar está situado en la zona
templada del planeta.
Aunque inicialmente dichas tribus permanecieron aisladas entre sí, según fueron creciendo,
al encontrarse a unas distancias razonablemente próximas, terminaron impactando unas con
otras. Esto, por ejemplo, no sucedía en América donde las civilizaciones procuraban por
seguridad instalarse a grandes distancias geográfica entre ellas, volviéndolas muy
endogámicas. Dicha distancia no los llevaría a compartir vida en común pero tampoco
conocimientos, los cuales desaparecían cuando colapsaba cada civilización. Fenómeno que
también sucedería en África y en parte de Asia.

Así que en el mar Mediterráneo, por sus características especiales, la cosa fue diferente. Las
tribus llegadas a sus orillas terminaban conectando y, obviamente, los contactos no siempre
eran amables. Más bien todo lo contrario. Pero aportaron un elemento clave para el posterior
desarrollo que no se dio en otras zonas del mundo: intercambiaban conocimientos, por las
buenas o por las malas, y ello se tradujo en que en esa zona del planeta germinaron y crecieron
las culturas más dinámicas de la Tierra.

Si miramos el mapa del mar Mediterráneo veremos que en sus orillas nacieron, entre otras,
las culturas asirias, persa, egipcia, cretense, griega, fenicia y romana. Así como las religiones
judías, cristianas y musulmanas. Todas ellas, salvo esta última, son parte trascendental de lo
que hoy conocemos como la cultura occidental, la cual es la más exitosa que la humanidad ha
tenido a lo largo del tiempo. De hecho, se puede comprobar que asiáticos y africanos tienden a
implementar los hábitos culturales occidentales, mucho más de lo que esto sucede en sentido
contrario. El derecho, la filosofía, el sistema de gobierno y estado, el calendario, la música, la
moda, y los deportes y espectáculos más exitosos han nacido en los países occidentales, y
actualmente ya conforman parte de la vida social de esos otros continentes y de las sociedades
que lo integran. En definitiva, el occidental no viste con kimono, pero el asiático si viste con
chaqueta, pantalón y minifalda. Y no se trata de una cultura impuesta por la fuerza.
Simplemente es aceptada de buen grado por los que la reciben, los cuales terminan
convirtiéndola en propia.

Como decía, en las orillas del mar Mediterráneo fueron creándose diversas civilizaciones.
Pero la última de ellas, la romana, fue tan potente que, tras absorber a las anteriores, las
perfeccionó creando la suya propia que, en realidad, es la que está detrás de toda la cultura
occidental, pues incluso las otras nos llegaron fundamentalmente a través de Roma.

Así que volvamos a la pregunta clave: Si era tan avanzada ¿por qué desapareció?

La respuesta está en la historia y en la naturaleza humana, y profundamente relacionada con


el instinto de supervivencia.

El Imperio Romano, a raíz de la Lex Iulia Municipalis de Julio Cesar, se convirtió en una
especie de Estados Unidos. Esto sucedió porque Cesar comprendió que su país no podría
perdurar a base de ocupaciones militares de territorios, depredación de estos, y la guerra como
el mejor negocio nacional, cosa que la republica romana había hecho hasta entonces para el
beneficio de los aristócratas que controlaban el poder político del senado. Así que comenzó a
buscar, y consiguió, fronteras seguras para Roma que protegiera a sus ciudadanos de las
continuas razias de los galos y germanos. Y, tras ello, inició una guerra civil donde derrotó a la
aristocracia. A partir de entonces construyó el edificio legal de un estado moderno que, desde
entonces, con ligeros matices, todas las naciones copian. El Senado y las Asambleas
constituían las instituciones parlamentarias. El poder ejecutivo lo representaba el emperador,
que era designado por el senado, y dicho emperador nombraba a sus colaboradores o ministros.
Las provincias eran regidas por gobernadores provinciales, y las ciudades quedaban a cargo de
los ediles los cuales eran elegidos por los ciudadanos. Y, a partir de ese momento, los
dirigentes y funcionarios tenían como función básica impulsar el bienestar de los ciudadanos
tanto de la propia Roma como de los territorios conquistados, a los que fue otorgándoles la
ciudadanía romana, lo que era algo muy apreciado. Construyeron carreteras que los uniesen,
además de sanidad, escuelas, seguridad, ocio... Octavio Augusto, sucesor de Cesar, continuó
con esta política dando nacimiento con ello al Imperio Romano.

De hecho, con la aplicación de la ley antes referida, la ciudad de Roma se convirtió en la


capital política del imperio, como Washington lo es hoy para Estados Unidos. Españoles,
franceses, argelinos, belgas, italianos, británicos, griegos, portugueses, tunecinos, rumanos, o
siriacos se sentían tan ciudadano romano como el de la capital Roma, disfrutando todos de
similar nivel de bienestar. Todas las provincias y territorios, a lo largo de esos siglos de paz y
ventura, dieron emperadores al estado romano.

Tal era el bienestar logrado que los reinos vecinos, como hoy sucede con la Comunidad
Europea, solicitaban insistentemente incorporar sus países al Imperio, dadas las diferencias de
nivel de vida y bienestar existentes entre unos y otros. Pero los sucesivos gobiernos romanos
no los aceptaban. Esto fue dando origen a una emigración cada vez más alta, sobre todo
proveniente del norte y este de Europa. La cual, a lo largo de los siglos como siempre termina
sucediendo, condujo a que los emigrantes fueran ocupando puestos de trabajo que los
ciudadanos romanos no querían, y sobre todo ocuparon puestos en las legiones, las cuales
tenían, esencialmente, labores de protección de fronteras.

Para que nos hagamos una idea precisa de lo que esto supuso sigamos con la historia. En
pleno siglo V, en el año 451, las legiones romanas derrotaron a Atila y los Unos en los campos
cataláunicos. Hasta ahí todo normal. Pero el dato relevante estriba en que apenas el diez por
ciento de las tropas eran ciudadanos romanos, el resto eran germanos de diversas tribus que
integraban las legiones. El ciudadano romano, desde hacía siglos, no conocía guerras y vivía
tan bien que en ningún caso se planteaba alistarse en el ejército.

Pues bien, muy pocos años después de esta batalla, y a pesar de haber vencido en ella,
Roma colapsó.

Hoy todos los especialistas coinciden en que la caída del imperio romano no ocurrió como
resultado de una invasión de los barbaros como cuentan películas, novelas e incluso algunos
libros de historia. No existió tal invasión porque estos, los barbaros, ya estaban allí ocupando
los trabajos que los romanos no querían realizar, y, sobre todo, el de las legiones.

Entonces ¿qué lo destruyó?

La respuesta está en la naturaleza humana. Tantos siglos de paz y bienestar terminaron


aletargando el instinto colectivo de supervivencia del ciudadano romano, el cual, sin la
sensación durante generaciones de peligro, había perdido la percepción de alerta que es lo que
suele poner en funcionamiento dicho instinto.

La convicción mayoritaria en aquella sociedad era que Roma sería eterna, y que todo
seguiría siempre así, pues ninguna generación recordaba momentos de estrés o riesgo que
afectasen a la estabilidad y seguridad de sus familias dentro del Imperio. La consecuencia
directa de este aletargamiento del instinto de supervivencia fue que ni los ciudadanos romanos
ni sus poderes públicos, que al fin de cuentas participaban de los mismos antecedentes
históricos y mentalidad, estaban ya habituados a tener que luchar por conservar su sociedad.
Como resultado de ello el poder central se fue debilitando pues el Estado no parecía tan
necesario, y comenzaron a emerger los poderes locales, los cuales fueron pasando a controlar
pequeños territorios, para inmediatamente comenzar a pelear entre ellos. Aún hoy día algunos
políticos aventureros e ignorantes, sobre todo en Europa, siguen intentando impulsar algunos
“reinos de taifa” justificándolos de razones culturales diferenciales.

Estos comportamientos dieron vida a la devastadora edad media de la que en muchos


aspectos aún no hemos salido. Y con esta desapareció buena parte del legado romano, tanto
intelectual como material y científico, emergiendo en su lugar miseria, guerras, epidemias y
fanatismos religiosos.

La caída del Imperio Romano ha sido, probablemente, la mayor catástrofe social que el
hombre ha vivido a lo largo de su historia, aunque es cierto que buena parte de él todavía vive
en nosotros a través de la lengua, el derecho, el estado, y el cristianismo, el cual ha llegado
hasta hoy día por ser, precisamente, el Imperio en su última etapa quien lo creo e impulsó.
CUARTA COLUMNA

LA NECESIDAD DE POSEER Y LA ECONOMÍA

En la naturaleza del hombre existe el deseo de poseer, que nace del más potente de sus
instintos, el de la supervivencia. De aquí el fracaso de toda filosofía política que, por no tener
en cuenta esta característica humana, no recompensa la iniciativa y los logros individuales de
las personas, como pasa con el comunismo.

Por el mencionado deseo de poseer compramos alimentos, casa, ropa y multitud de bienes
que cuanto más desarrollada es una sociedad mayor amplitud y variedad tienen, sobre todo
según vamos superando la simple economía de supervivencia. De esa necesidad de poseer un
bien para sobrevivir brota el fenómeno económico, y este se pone en marcha de forma natural
cada vez que alguien necesita algo que no tiene, pues siempre encontrará a otro dispuesto a
proporcionárselo.

Desarrollemos este tema.

Como ya he comentado en más de un escrito, existen dos materias que tendrían que ser
enseñadas a todos los niños del mundo en los colegios antes de alcanzar la pubertad. Una es el
dominio de la expresión hablada y otra la economía, pues ambas serán clave para el desarrollo
posterior de sus vidas y forman columnas importantes de nuestra existencia individual y
colectiva.

Un nivel alto de capacidad en el uso de la palabra abre muchas puertas pues facilita la
comunicación con el resto de las personas, al permitir expresar con precisión los deseos,
pensamientos y emociones. La palabra nos une. Creo que casi todo el mundo estará de acuerdo
con esta idea.

Pero en el caso de la economía seguro que hay menos consenso. Intuyo que algunos han
arrugado el ceño, dudando si seguir leyendo ante algo tan aburrido, pues opinan que es asunto
de especialistas y jamás la entenderán.

Esa impresión es falsa. Es muy fácil de entender y es un conocimiento de una inmensa


utilidad, pues toda vida, desde el nacimiento a la muerte —e incluso después de ella— está
afectada por la economía.
Por ejemplo, la estabilidad social de la que tanto depende el bienestar de cada vida nace de
una economía firme y prospera. De hecho, cuando los gobiernos actúan disparatadamente en
este campo —o algún otro interviniente en ella como el sector financiero— terminan
arruinando a todo un país y el bienestar de sus ciudadanos, aunque las consecuencias de dichos
disparates tarden a veces unos años en verse.

Entender de economía es esencial porque su comprensión nos ayudará a tomar decisiones


personales más acertadas. Nos facilitará resolver adecuadamente la compra de una vivienda o
de un automóvil; nos ayudará a tomar la decisión de si debemos adquirir un crédito; será muy
útil cuando vayamos a iniciar un negocio. E, incluso, ese conocimiento nos permite saber si los
políticos a los que vamos a votar están realizando promesas factibles, o disparates populistas
que terminarán hundiendo a la sociedad y el bienestar de nuestra familia.

Del dominio de esta materia nace una amplia comprensión del mundo que vivimos –—sus
principios son idénticos en todos los países—, mientras con el desconocimiento de ella
navegamos por la vida con mayor riesgo de encallar.

Tal vez la primera pregunta a la que habría que responder es ¿por qué siendo tan importante
no se enseña en los colegios? La respuesta es muy sencilla. Porque nadie —y los políticos los
primeros— tiene el más mínimo interés en que usted sepa algo sobre este tema. Prefieren
saturar los estudios con asignaturas de historia más o menos manipulada, de acuerdo con el
interés del que gobierna en cada momento; de química o matemáticas, que la mayor parte de
veces no va a tener la más mínima relevancia a lo largo de su vida, exceptuando las reglas
básicas, y de otras asignaturas que no intentan transmitir conocimientos útiles, sino sólo
apariencia de conocimientos.

Los que gobiernan intuyen que la economía es un conocimiento peligroso para el poder,
porque los ciudadanos se pueden volver más exigentes al entender mejor las consecuencias de
múltiples decisiones de los políticos y del uso que estos hacen del dinero que le quitan con los
impuestos. Así que no tienen interés en que aprendan gran cosa al respecto, más allá de que
ellos tampoco suelen saber demasiado, pues ni siquiera en las universidades donde se estudia
esta ciencia se aprende de manera eficaz. Lo que suele enseñarse es la historia y el léxico
particular de cada sector económico: el del financiero, el industrial, el del comercio, etc. En
definitiva, las particularidades de los diversos sectores, pero no el entendimiento global del
fenómeno económico.

De hecho, solemos dar por sentado que alguien que entiende, por ejemplo, del sector
financiero sabe de economía. Es un error. El único conocimiento que suele tener de esta
materia es el de cómo navegar por esa parte concreta de la economía y las particularidades de
ese sector preciso, pero no su interrelación con el conjunto. No obstante, solemos suponerlos
expertos porque le oímos usar con desenvoltura expresiones del lenguaje financiero que no
entendemos, aunque, probablemente, no sabe de economía más que los demás.
Y, por otro lado, ¿cómo consiguen que las personas se desinteresen por esta materia? Pues
creándole un halo de complejidad que no tiene —como podrá comprobar inmediatamente— y
convirtiéndola en algo aburrido y aparentemente especializado.

Entremos en el asunto sin más dilación.

Comencemos por precisar qué es la economía. Esta no es más que la ciencia que estudia
todo acto de producción e intercambio de bienes y servicios, con el fin de satisfacer cualquier
tipo de necesidad o deseo de las personas.

Existe desde siempre. El hombre de las cavernas cambiaba con las tribus vecinas cualquier
bien que le sobrara por otro que le hiciera falta. El intercambio era su forma de comercio y de
economía en una época donde aún no se había inventado el dinero, por lo que el intercambio
era el único procedimiento posible. Pero era un sistema muy limitado, totalmente inútil en los
tiempos actuales con más de siete mil millones de habitantes en este planeta.

Hace más de tres mil años que el dinero se inventó. A partir de entonces los conceptos
económicos fueron evolucionando hasta llegar a la época presente. Vayamos a la actualidad.

A partir de nacer el dinero, poco a poco, se fueron desarrollando los diversos sectores
económicos especializados: el que fabrica los bienes, el que los trasporta, el que los almacena,
el que los vende; y, en su caso, el que los financia. Simultáneamente con estos intervinientes
conviven los estados —que se convierten también en otro sector económico en sí mismo—
quedándose con un porcentaje de ese movimiento de bienes y servicios por medio de los
impuestos. Dichos sectores son todos interdependientes entre sí, y su conjunto conforma la
Economía.

Como dije, esta comienza a andar en cuanto alguien solicita un bien o servicio, pues con
ello crea demanda natural. Ahí empieza todo.

Para la más fácil comprensión perfilé esta sencilla fórmula, de aplicación universal, que
explica y regula todas las reglas que rigen la Economía. Dicha fórmula es:

Demanda = producción + comercio = trabajo. Y por extensión: trabajo = +demanda +


producción + comercio = + trabajo.

En realidad, conforma un bucle infinito.

Por el contrario, la ausencia de demanda natural —las cosas que los ciudadanos desean
comprar— vuelve con signo negativo al resto de factores, creando desempleo y pobreza. En
definitiva, cuando alguien solicita algo (la demanda) otro la satisfará fabricándolo y
vendiéndoselo, necesitando crear empleo para poder producir lo que aquel le pidió. Los
trabajadores que fueron empleados para atender aquella demanda, y cobraron su salario
correspondiente, también necesitarán y querrán bienes que, a su vez, otros le proporcionarán y
así sucesivamente.

Pero si, por las circunstancias que fuesen, disminuye la demanda comienza el desempleo y
la pobreza. Esto es lo que explica esta Fórmula, y ahí están resumidos todos los principios que
rigen la Economía. En ella también encontramos las razones de los grandes éxitos en esta
materia e, igualmente, de las grandes crisis de todos los tiempos.

Como la mejor forma para explicarlo es acudir a los casos reales, vayamos a ellos.

La razón del fracaso económico —y por tanto social— de África está en que casi no existe
demanda organizada, más allá de la necesaria para la mera supervivencia. Por tanto, apenas
existe producción, comercio y trabajo.

El fracaso de la URSS tuvo su motivación principal en que el gobierno decidía lo que se


debía fabricar y comprar —las empresas particulares y la propiedad estaban prohibidas por ley
— y, por ello, su economía no obedecía a la demanda natural de sus ciudadanos. Obedecía a la
demanda creada y manipulada por los gobernantes soviéticos, con lo que terminó hundiéndose
estrepitosamente, pues dicho estado producía en sus fábricas tanques y misiles, cuando la gente
lo que quería (la demanda natural) era leche, pan, ropa y vivienda. Es decir, la producción no
actuaba en armonía con la demanda. Así que dicho estado, tras mucho sufrimiento de sus
ciudadanos, colapsó. Hoy día hace exactamente lo mismo, entre otros, Corea del Norte y así
les va.

Los chinos han aprendido del rotundo fracaso de la Unión Soviética y están aplicando a
rajatablas la fórmula arriba expresada. Con su implementación fiel se han convertido ya en la
segunda potencia del mundo, lo que no deja de ser curioso pues estamos ante una dictadura
comunista que aplica el capitalismo.

Sigamos. El secreto del éxito económico de Estados Unidos está en el vigor y regularidad
de una demanda natural y organizada, la cual generó, y mantiene, una amplia sociedad de clase
media que es, a su vez, quien crea buena parte de la demanda de la que vivimos medio mundo.

Como podrá ver en estos casos reales, allá donde los resultados han sido negativos es
debido a que han existidos alteraciones en los factores de la Fórmula por manipulación o
inexistencia de la demanda. En los positivos, en cambio, podemos advertir la aplicación
precisa de aquélla.

Llegados a este punto es posible que usted se esté preguntando ¿Qué relación tiene todo
esto con las columnas de las que estábamos hablando? Pues mucha, porque la economía es el
procedimiento organizativo que ha creado la sociedad humana para satisfacer nuestra
necesidad de poseer bienes que nos garanticen la subsistencia. Sin ella nuestra supervivencia
sería casi imposible con el número actual de habitantes sobre la Tierra. Y las posibilidades de
mayor o menor bienestar individual están en relación directa con la situación económica de
nuestro país.
QUINTA COLUMNA

LA VIOLENCIA

Aunque posiblemente frunza el ceño cuando lo diga no por ello he de dejar de expresar que
la violencia es consustancial con la naturaleza humana y, por tanto, otra de sus columnas.

Nuestras motivaciones para el uso de ella, en origen, son las mismas que tienen aquellos
animales que marcan su terreno y agreden a cualquier otro que lo traspase. Estas reacciones
son una manifestación más del instinto de supervivencia.

Por ese mismo instinto el hombre marca terrenos para proteger su lugar de caza o los de
siembra, y los llama nación. Después los simboliza con una bandera, y tras ella mata y muere.

La violencia, en forma de guerras, ha sido siempre la causa de la aparición y desaparición


de imperios y sociedades a lo largo de la historia y hasta nuestros días. Las victorias sobre
Cartago en las guerras púnicas convirtieron a la republica romana en la primera potencia de su
época. Las guerras napoleónicas terminaron con el imperio español y consagró al Reino Unido
como primera potencia. La primera guerra mundial terminó con los imperios austrohúngaro y
con el otomano, dando inicio a la era norteamericana, pero aun compartiéndola con los
británicos. Y la segunda, terminó con el imperio británico y confirmó a Estados Unidos como
primera potencia mundial junto con la Unión Soviética.

Pero antes de continuar permítame contar una pequeña historia personal. Hace años un
amigo me enseñó un documento enrollado en un cilindro. Lo extendió sobre una mesa
ocupando un par de metros y me explicó que, dicho documento, contaba en fechas las guerras
que el hombre ha mantenido a lo largo de toda la historia conocida. Aparecían las batallas
desde Nabucodonosor y los egipcios, hasta las guerras actuales de Oriente Medio. Era
apabullante la cantidad de fechas y la continuidad de guerras, prácticamente sin pausa alguna.

De pronto algo despertó mi atención. Había un periodo vacío que no señalaba fecha alguna,
lo cual atrajo mi curiosidad teniendo en cuenta que el resto era una sucesión continuada e
ininterrumpida de fechas de batallas.

Le pregunté qué significaba dicho vacío. Me respondió displicentemente, como si fuera una
obviedad, que correspondía a la etapa del Imperio Romano ya que en ese tiempo apenas hubo
guerras. Esa imagen siempre quedó en mi mente y, a partir de ahí, despertó mi curiosidad y
pasión por la historia humana, deseando hallar la respuesta a la pregunta de cómo siendo el
hombre un animal tan violento había renunciado a dicha violencia en una etapa concreta de su
historia.

Tras estudiarlo a fondo pude entender que la “pax romana” —pues era esa etapa lo del
periodo sin batallas en el documento de mi amigo—, fue producto de la ausencia de naciones,
y de unos pueblos que no añoraban la vida anterior a Roma pues ésta mejoró
considerablemente sus condiciones de vida por medio de la prosperidad y la seguridad. Así que
se hicieron romanos de manera voluntaria y no por la presencia de legiones que les obligaran a
ello. En definitiva, la paz nació de la unidad.

Pero cuando Roma cayó emergieron múltiples naciones, producto de ambiciones de poder
de potentados locales los cuales crearon pequeños reinos y estados con sus correspondientes
ejércitos, que no han parado de pelear entre sí hasta nuestros días con una excusa u otra. Con
ello dio inicio esa triste etapa que denominamos Edad Media de la que en este siglo XXI
continuamos sin salir, pues aún siguen formándose nuevas naciones impulsadas por “señores
feudales locales¨ que buscan su protagonismo personal en el mundo y no el interés de sus
ciudadanos.

Como decía, esta aparición de países nos volvió a situar en un escenario de guerras
continuas, como en la época de las tribus, que se ha ido agravando con los años por los avances
de la ciencia. En la época tribal las guerras se saldaban con unos pocos cientos de individuos
muertos. Hace unos dos mil años con miles en cada batalla, y durante el civilizado siglo XX
con decenas de millones de individuos asesinados. Podríamos afirmar con cinismo, utilizando
el término colegial, que la humanidad “progresa adecuadamente”. Así que en el siguiente paso
conseguiremos, como producto de este “progreso” y de la evolución de la tecnología militar,
contar los muertos y mutilados en la futura guerra por cientos de millones si no ponemos
remedio antes.

En fin, tenemos que aceptar que la guerra es una constante a lo largo de la historia porque
está relacionada con la naturaleza del hombre y su instinto de supervivencia. Pero si nuestra
inteligencia no es capaz de controlarla, las armas de destrucción masivas que la tecnología ha
ido creando terminarán cayendo en manos de cualquier demente y podrá destruirnos o, como
mínimo, afectar profundamente a nuestros niveles de estabilidad y ventura.

Esto hace evidente la necesidad de un poder político mundial que controle estas armas, y
que, a través de un marco jurídico consensuado, cree reglas comunes para una convivencia
globalizada, respetando peculiaridades de cada zona que no contraviniesen unos principios
generales básicos. Es decir, lo que hizo Julio Cesar con Roma y después continuó Octavio
Augusto, y que permitió una convivencia en paz y prosperidad durante siglos.

El hombre es un animal curioso pues combina sus fuertes impulsos individuales de forma
contradictoria con los colectivos. Como ser individual suele emplear la violencia sólo como
herramienta defensiva ante una eventual agresión a uno mismo, o a un ser querido.
Generalmente huye del peligro colectivo en el que no se encuentra emocionalmente implicado.
En cambio, es su parte gregaria la que permite a los estados y religiones, por medio de la
manipulación, inocular a la sociedad humana emociones de carácter colectivo que lleven a los
individuos a inmolarse en las guerras, deslumbrándolos con falsos valores tales como Victoria,
Gloria, Honor, Héroes, Paraísos…

Es tanta la fuerza que la violencia tiene en nuestra naturaleza que es ésta —por mucho que
gobernantes, maestros y periodistas se empeñen en intentar convencernos de lo contrario— la
que está detrás de cualquier legitimidad política, y por tanto del origen de las naciones y de sus
estados correspondientes. Vamos a ver algunos ejemplos de ello solo con fines demostrativos
pero aplicable a todos los casos.

Estados Unidos se conformó como la nación actual que es tras dos guerras con cientos de
miles de muertos, la de Independencia y la de Secesión. En esas victorias basa su origen y
legitimidad.

La Unión Soviética nació de una guerra civil entre blancos y rojos, aunque después la hayan
vestido con la ficción de la Revolución de octubre, pues en realidad esta no fue más que un
golpe de estado por parte de un partido político que, precisamente, había perdido las elecciones
a la Duma.

La China actual nació de una guerra civil entre comunistas y nacionalistas.

Los países europeos vienen naciendo y desapareciendo a golpe de guerras desde hace
cientos de años. Y así sucesivamente.

En todos los casos son los vencedores los que se quedan con el poder, y lo primero que
hacen cuando llegan a él es intentar que se olvide el origen violento del mismo, y establecer su
legitimidad en base al “inequívoco deseo del pueblo” o a la religión. Y para conseguirlo
manipulan sin el más mínimo rubor la historia desde las escuelas y medios de comunicación.

Todo esto conduce a la conclusión de que el origen del poder en toda sociedad humana
siempre está en la violencia, y que si queremos conocernos tal como somos —y no como
decimos o creemos ser— hemos de aceptar esta realidad. Pues una vez que la aceptemos
podremos comenzar a buscar la solución más eficaz posible para evitar los aspectos negativos
de esta característica humana.

Para poder ir avanzando hacia este objetivo lo primero que es necesario conseguir es que los
estados sean servidores de los ciudadanos y no al revés, que es lo más frecuente. Aquellos se
vuelven intensamente nocivos cuando no tienen esta obligación en cuenta, pues con estos
comportamientos dejan de cumplir con la razón de su existencia que no es otra que promover
el bienestar de las personas.
A lo largo de nuestra historia los responsables políticos, y a veces los religiosos, han
promovido y participado en guerras que solo durante el siglo veinte supusieron la muerte
prematura de más de cien millones de personas. Europa, desde que desapareció el Imperio
Romano, ha sido normalmente el epicentro de estas aberraciones. Tenemos que ser capaces de
evolucionar lo suficiente como individuos y sociedad para prohibir a los políticos la capacidad
de declarar guerras. Es la mínima evolución que, tras decenas de miles de años sobre este
planeta, se nos debe exigir a los seres humanos.

Los profesionales de la política, los periodistas, los cineastas, igual que historiadores y
novelistas, son los canallas que convierten las guerras en un juego tolerable al presentarlas
frívolamente como batallas entre buenos y malos, entre nobles valientes y villanos cobardes, o
entre genios de la estrategia y estúpidos ambiciosos. Obviamente la identificación de quienes
son unos u otros varía según quien cuenta la historia.

En relación con la guerra resultan indecentes palabras y valores como Gloria, Valentía,
Honor o Sacrificio. Las personas que son enviadas a ella deberían saber que su enemigo no es
el contrario, sino aquellos que los envían al despiece de carne humana que es lo que en
realidad son las guerras. Es por ello que deberían revolverse contra sus propios gobernantes y
los periodistas que los apoyan, y no contra otros ciudadanos que en realidad están en su misma
situación, aunque sean de otro país.

Es evidente que la única forma de eliminar los enormes riesgos que la violencia en forma de
guerras presenta en los tiempos actuales, si queremos aprender de la historia, es caminar
rápidamente hacia algún tipo de unión de todos los países de la Tierra. Pues si no somos
capaces de emprender esta imprescindible evolución, en no mucho tiempo, la sociedad humana
podría sufrir daños irreparables, ya que la ciencia ha creado una tecnología de destrucción que
cada vez somos menos capaces de controlar.

En definitiva, la violencia como columna que ha sostenido y sostiene nuestra sociedad es de


gelatina, pues cada día nos pone en mayores riesgos individuales y colectivos, y siempre es
causa de profundas miserias y angustias.
SEXTA COLUMNA

LA MUERTE

Quiero comenzar expresando que cuando se nace no es el principio de todo, sino la


continuación. Y cuando se muere no es el final de nada, sino un nuevo inicio.

Me explico.

Si observamos con atención veremos que todo en el universo está en movimiento. Que nada
permanece estático. La quietud no existe. Nosotros mismos, los seres vivos, somos ejemplo de
ello pues nuestro cuerpo está continuamente evolucionando. Cada día somos distintos al día
anterior. Pequeños cambios físicos, pero gigantescos a nivel microscópico, hacen que nuestro
cuerpo de hoy sea diferente al de ayer. Es decir, también estamos en continuo movimiento.

Sabemos que durante nuestras vidas tenemos diferentes composiciones, muy distintas unas
de otras, las cuales denominamos etapas: Niñez, adolescencia o madurez. Pero, a pesar de que
conocemos su existencia, nuestros sentidos no advierten esos mínimos cambios diarios que las
hacen posible, igual que no nos percatamos de que viajamos a más de cien mil kilómetros por
hora alrededor del Sol. Pues, con más razón, menos aún percibimos lo que fuimos antes de
nacer o lo que seremos después de morir.

Por otro lado hemos aprendido, por medio de la nanotecnología, que las partículas más
pequeñas que componen nuestro cuerpo son idénticas a las partículas que componen las
estrellas, una piedra o un árbol. También sabemos que las mismas no se destruyen, sólo se van
organizando y trasformando en nuevas materias. Las que componen el cuerpo actual de
cualquier persona antes pertenecieron a otra materia y después formarán parte integrante de
otra, y así hasta el infinito. Esto no es especulación. Está plenamente demostrado por la
ciencia. Y en el futuro, cuando nuestro planeta desaparezca, cada una de nuestras partículas
actuales se combinarán otra vez y continuarán existiendo, formando parte de cualquier
elemento del Cosmos.

Por ello, y siendo precisos, se puede concluir que lo que denominamos muerte no es más
que una propiedad de lo que conocemos como vida. Es decir, sólo muere lo que nace. Esto es
obvio. Pero, aunque no tenemos esa percepción, en realidad dicha muerte supone solamente el
final de esta combinación de materia consciente que es lo que somos ahora, para integrarnos
después en otras nuevas. Nos convertimos al nacer en seres humanos, y luego al morir en
polvo esparcido por el Universo, renaciendo en otras formas en un continuo intercambio de
materia y energía.

Pero, no obstante, nuestro miedo a la muerte es lógico, porque no es otra cosa que una
manifestación más del instinto de supervivencia y una característica asociada al reino animal
—y posiblemente al vegetal— en su intento por lograr la permanencia de la especie. Aunque,
como comentábamos, la muerte sólo es el fin de esta etapa que denominamos vida y el
comienzo de otra nueva en un ciclo infinito, aunque no seamos consciente de ello.

Ese miedo tiene tanta importancia en nuestra cultura que ocupa gran parte de ella en forma
de religiones, arquitectura, literatura…. Teniendo una enorme influencia en todas las
civilizaciones humanas.

De hecho, el dolor individual que produce la muerte no es la soledad pues esta es sólo un
estado físico. Lo doloroso es el vacío que nace por la ausencia de alguien que antes lo llenaba.

En resumen. El nacimiento, la vida y la muerte solo son trasformaciones del mismo Cosmos
del que formamos parte. Tras la muerte nuestro orden molecular actual se trasformará y fundirá
con otros elementos.
SEPTIMA COLUMNA

RELIGIÓN Y CIENCIA

Desde la noche de los tiempos el hombre ansía saber quién es y cuál es su papel en el
Universo.

Las religiones intentan responder a estas preguntas cada una con sus propias convenciones,
pero casi siempre con un elemento común: Dios. A éste suelen definirlo, entre otras, como
creador de todo lo existente. Si lo pensamos bien veremos que esta respuesta tiene bastante
lógica porque es un buen refugio intelectual para intentar disminuir la frustración que nos
produce nuestro desconocimiento.

¿Quién ha creado todo lo que existe? ¿Qué pintamos nosotros aquí? ¿Qué es la muerte?
¿Existe algo después de ella? Precisamente debido a la necesidad de hallar respuestas a estas
preguntas el ser humano ha creado a Dios.

Después cada una de las religiones, con mayor o menor dosis de fantasía, describe un tipo
de Dios u otro, y también el lugar adonde supuestamente iremos según nos comportemos
mejor o peor durante la vida…. Pero hay que reconocer que sacerdotes e imanes han tenido la
gran habilidad de convencer a millones de personas de que ellos poseen la exclusividad del
control de las entradas en el paraíso póstumo que prometen, o del infierno donde sufriremos
eternamente. Esto les ha conseguido mucho poder terrenal.

Por otro lado, es indudable que las religiones aportan elementos positivos al hombre. Sobre
todo cuando sirven de consuelo en momentos de profundas desdichas individuales, pues son
momentos de gran vulnerabilidad de las personas y estas necesitan agarrarse a algo, aunque sea
a un clavo ardiendo. Aquellas hacen de clavo.

Aunque también es cierto que las religiones han producido igualmente, y siguen
produciendo, incontable dolor cuando fanatizan a sus seguidores y los impulsan a
inmolaciones o guerras.

Pero, según parece, la ciencia tampoco encuentra mejores respuestas a las preguntas que
antes planteábamos relacionadas con los grandes interrogantes sobre nuestra existencia.
Posiblemente está aún más lejos que las religiones en conseguir alguna contestación fiable.
Estas, al menos, cuando hablan de reencarnaciones o de trascendencia del ser humano tras la
muerte es posible que se acerquen más a la realidad que los científicos.

Veámoslo. Sabemos que vivimos en un universo totalmente inabarcable, y que cada día los
nuevos aparatos que inventamos nos hacen observar fenómenos incomprensibles que parecen
mostrar que cada vez conocemos menos sobre el mundo del que formamos parte, pues toda
teoría científica que elaboramos para explicarlos, antes o después, termina siendo fallida y
hemos de sustituirla por otra.

De hecho, siempre que observamos el Universo o el mundo cuántico, asombrados, nos


surgen mil preguntas en nuestro limitado pero curioso cerebro. Por ejemplo: ¿Cómo pueden
existir seres inteligentes sin que otra inteligencia superior los haya creado? ¿Podríamos
aceptar que es el azar cósmico combinando partículas elementales quien crea todo lo
existente?

Intuimos que debe haber algo o alguien que combina los elementos para hacer posible que
las cosas existan. A este algo o alguien las religiones llaman Dios, y la ciencia, que tampoco
tiene la respuesta, no sabe cómo llamarlo. Y esta, la ciencia, se dedica a crear teorías en el
intento de explicar aquello que observa pero que no entiende.

Haciendo un alto en el camino, y a modo de experimento y demostración sobre lo que


estamos diciendo, vamos a elaborar nosotros también una teoría propia sobre unos
desconcertantes fenómenos que los físicos han observados en el mundo cuántico. Juguemos
por un momento a ser científicos trabajando en un laboratorio de ideas.

Los físicos han comprobado, a través de los sofisticados y potentes microscopios


recientemente inventados, que algunas partículas elementales van adelante y atrás en el tiempo,
y otras parecen existir solo cuando las miramos con los mencionados microscopios. Estos
fenómenos son reales, y los científicos se devanan los sesos para encontrar una explicación
razonable a tan extravagantes comportamientos de las partículas en el mundo cuántico. Ello les
hace sospechar que el tiempo es una mera ilusión de nuestra mente y que, de acuerdo con esas
observaciones, puede deducirse que TODO en el Universo pudiera estar sucediendo al mismo
tiempo. Es decir, el pasado, el presente y el futuro no serían más que un espejismo de nuestro
celebro pues todo, en realidad, ocurre simultáneamente.

Así que, tras meditar sobre estos fenómenos que están en la naturaleza de la que formamos
parte, creemos una teoría, a imitación de los físicos teóricos, que intente explicar estos sucesos
de forma más comprensible para nuestra inteligencia. Llamémosla Teoría del Libro y veamos
en qué consiste.

Usted está leyendo una novela y se encuentra en la página cincuenta. Este es su presente, el
cual nace en cuanto comienza a leer dicha página. Es decir, a observarla. Pero las palabras
escritas en las páginas anteriores (el pasado) y posteriores (el futuro) también siguen estando
en ese libro, aunque solo toman vida cuando usted interacciona con ellas al mirarlas para leer.

Esta teoría podría ser una ilustración, al alcance de nuestra experiencia y de nuestro cerebro,
para explicar las extrañas observaciones de la física cuántica que antes referimos, en el sentido
de que todo es posible que exista al mismo tiempo -como en el libro-, pero dependiendo de en
qué universo o página estés percibes una realidad u otra.

Exactamente así, como nosotros acabamos de hacer, actúa la ciencia ante todo aquello que
no entiende. Crea teorías, las cuales, inevitablemente, están siempre limitadas por nuestras
capacidades intelectuales. Y cada una de ellas tiene mayor o menor éxito según sea aceptada
por mayor o menor cantidad de científicos, lo que no supone que por esto sea cierta. Hay que
recordar, por ejemplo, que cuando Einstein publicó su famosa teoría de la relatividad la mayor
parte de los físicos dijeron que aquello era un cuento con mucha imaginación y poca realidad.
Hoy en cambio está muy aceptada, a pesar de que se ha comprobado que no funciona en el
mundo cuántico.

En cualquier caso, seguro que estará de acuerdo conmigo en que todo es demasiado
complicado para que nuestra inteligencia lo consiga entender.

Pero, desde nuestras capacidades mentales y nuestra curiosidad, sigamos buscando


explicación al universo, y a lo que nosotros significamos dentro de él a través de nuevas
interrogantes.

¿Podría ser el mundo que conocemos, incluido nosotros, una ínfima parte de un ser vivo
inmensamente mayor, cuyas proporciones sean similares a las de un átomo de nuestro cuerpo
con respecto a dicho cuerpo? Es decir, ¿estamos dentro de otro ser vivo del que formamos
parte y al que llamamos Universo?

No crea que esto es tan disparatado como parece a primera vista. Si existiese alguien con
capacidad de observación en un átomo de nuestro cuerpo, su visión del mundo que le rodea
sería muy similar a la que los humanos tenemos del Cosmos. Vería cuerpos girando alrededor
como estrellas (los electrones) e insalvables distancias entre ellos. Y desde luego, igual que
nosotros, nunca sería consciente de estar dentro de otro ser. ¿Podría ser cierta esta teoría? No lo
podemos saber.

Por otro lado también cabe preguntarse: ¿Todo lo existente no es más que un inmenso
software con infinito número de programas, cada cual con sus características propias pero
interconectados entre sí?

La sospecha del programa informático es muy real pues, si lo observa, comprobará que es
evidente que todo parece obedecer a una previa programación. Por ejemplo, unimos dos
átomos de hidrogeno y otro de oxígeno y se convierte en agua líquida y no en otra cosa…
Programación. Esta misma agua la enfriamos a cero grados centígrados y se trasforma en
materia sólida… Programación. Los espermatozoides y los ovulo conocen y cumplen sus
objetivos sin aprendizaje previo y, como estos, casi todas las funciones que realizan para
sobrevivir plantas y animales… Programación. E incluso el propio orden en el universo
también parece obedecer a un complejo e inmenso programa informático.

Si esta teoría fuese correcta la pregunta inmediata sería: ¿Quién o qué lo ha creado?

Cualquiera de estas explicaciones o teorías en forma de interrogantes que hemos expresado


pueden ser posible, o también otras que ni siquiera hemos llegado a imaginar. Pero, sea como
fuese, lo que es evidente es que las respuestas no están a nuestro alcance.

Esto me recuerda una vieja anécdota que seguro usted conoce, y que sintetiza bien esta
cuestión. Dicen que estaba San Agustín paseando por una playa. Vio a un niño que jugaba en
la arena. Al observarlo más de cerca ve que el niño corre hacia el mar y llena el cubo de agua,
volviendo después donde estaba para vaciar dicha agua en un hoyo. El niño lo hace repetidas
veces hasta que San Agustín, vencido por la curiosidad, se acerca y le pregunta: "Oye niño,
¿qué haces?" Y éste responde: "Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este
hoyo". Y San Agustín exclama: "¡Pero eso es imposible!". Y el niño responde: "Más imposible
es tratar de hacer lo que tú estás haciendo al intentar comprender en tu pequeña mente el
misterio de Dios".

Tal vez esto se pueda aplicar a nuestra realidad sencillamente cambiando Dios por
Universo, pues es indudable que somos incapaces de entender la mayor parte de fenómenos
que observamos en el mundo cuántico y en el Cosmos, aunque de ambos formamos parte.
FINAL DEL CAMINO

Llegados al final de esta aventura de exploración vital es hora de ir exponiendo los


resultados alcanzados.

Yendo directo al asunto lo primero que podemos concluir, sin adornos, es que NO es posible
para el hombre conocer el sentido de su vida. Pero lo asombroso, y lo extraordinariamente
sublime para nosotros, es que son precisamente las razones por las que no podemos conocer el
sentido de nuestra existencia las que dan sentido a la misma.

Veámoslo. Somos importantes en cuanto somos Universo, lo que es irrefutable. Y esto nos
hace sumamente valiosos al ser participantes de algo tan extraordinario, aunque no lo podamos
entender. Cada composición en la que nuestras partículas se vayan integrando no tendrá
memoria de la anterior, pero para nuestra vida actual como ser humano ¿existe mejor sentido
que la certeza de que somos Universo y con él eternos?

Obviamente solo sería posible comprender con precisión el objeto de nuestra existencia si
conociésemos el del Universo. Pero esto no está al alcance del hombre y así hemos de
aceptarlo, porque aquel no está hecho ni siquiera a la medida de nuestra imaginación, y aún
menos a la escala de nuestra inteligencia.

Se puede afirmar que nada de lo existente aparece como producto del azar o de
combinaciones incoherentes y casuales de partículas elementales. Eso es imposible, pues todo
sería caótico y en ningún caso el Universo hubiese podido prosperar. Por tanto podemos
precisar que existe una Inteligencia, de la que formamos ínfima parte, que por su magnitud nos
es imposible percibir y comprender. No es una teoría. Es un hecho probado por mil indicios,
señales, y observaciones parciales en todo lo que vemos en el universo macro y micro. A esa
Inteligencia las religiones, que adivinan su existencia por pura intuición, la llaman DIOS,
aunque la ciencia no sabe cómo llamarla porque esta disciplina tiene demasiadas limitaciones.
Pero los fenómenos parciales que dicha ciencia ha observado llevan a esa conclusión
definitiva. Otra cosa distinta es lograr conocer la naturaleza de ese Ente creador, Dios, o lo que
sea. Esto, en ningún caso, está al alcance de nuestros sentidos ni de nuestro cerebro.

Por otro lado, emprendimos juntos la aventura de intentar conocernos, lo que es


imprescindible para lograr optimizar nuestra experiencia vital. Y hemos visto que existen siete
columnas que nacen de nuestro instinto de supervivencia, las cuales debemos aprender
urgentemente a gestionar mejor.
Así que comencemos estas conclusiones por lo evidente. No existen infiernos o paraísos
tras lo que llamamos muerte. Son inventos de aquellas minorías que pretenden controlar a los
demás. Lo que llamamos muerte no es un final, sino otro principio. La Naturaleza, una y otra
vez, crea nuevas estructuras y materias, y las partículas que hoy componen nuestro cuerpo irán
después formando parte de otros elementos. Por tanto, no desaparecemos, sino que nos
transmutamos en múltiples formas, aunque por ser diferentes no existen recuerdos entre ellas.

También hemos podido averiguar que la respuesta sobre el sentido de nuestra vida siempre
había estado ahí. Lo que dificultaba extraordinariamente el dar con ella ha sido la gran
cantidad de conceptos manipulados que, como capas de niebla, nos la ocultaban. Estas capas
de nieblas fueron extendidas sobre nuestras mentes por la filosofía, las religiones, por la
ciencia, y por nuestra propia estupidez al percibir el Cosmos como un elemento a conquistar,
como si fuese algo ajeno a nosotros. Cada una de estas disciplinas se ha esmerado en impulsar
su propia Verdad, pero la que ofrecen siempre es parcial e interesada. Unas en busca de poder:
Filosofía y religiones. Otras en busca del dinero de los presupuestos públicos: La ciencia. Esas
disciplinas han sido, a través de los siglos, las herramientas empleadas para crear la mayor
parte de las columnas de gelatina que sufre la humanidad. Así que, como es evidente, lo que
podemos mejorar durante nuestra vida consciente es aquello que está en nuestras manos
cambiar. Lo que depende de nosotros porque nosotros lo hemos creado. Es decir, dichas
columnas de gelatina. Hagámoslo.

Para ello debemos comenzar por impulsar una nueva cultura del ciudadano. O sea,
modificar nuestra mentalidad individual y social. Esta nueva mentalidad debe tener el objetivo
para hombres y mujeres de exigir a sus políticos que los estados estén al servicio de los
ciudadanos y no al revés. Que bajo ninguna circunstancia los gobiernos tengan el poder de
declarar guerras. Que evaluemos a los que nos gobiernan por el bienestar económico y social
que sean capaces de proporcionarnos, reclamándoles que impulsen uniones entre los grupos
sociales y no profundicen en lo que separan a unos humanos de otros, que siempre es menos de
lo que nos une. Un nuevo ciudadano que exija a los poderes públicos que el dinero de los
impuestos no sea dedicado a la investigación militar, sino a una exploración por parte de la
ciencia y de la tecnología que tenga como único objetivo el mejorar nuestra vida consciente,
eliminando hambre, enfermedades, dolor…. Solo un hombre nuevo, con una nueva mentalidad
alejada de las anacrónicas filosofías políticas de izquierdas y derechas, podrá comenzar por su
propio bien a establecer estos progresos.

En el plano individual, el nuevo hombre y mujer, debe ser capaz de disfrutar sin complejos
—ese debe ser su objetivo vital— de los dones que la programación natural les ha
proporcionado: el amor, la amistad, el sexo, el placer de la comida, el disfrute de la belleza, de
la imaginación, de las creaciones artística, de una puesta de sol, o de una buena
conversación…

Para ir lográndolo debemos procurar ser menos espectadores de nuestra propia vida y más
protagonistas de ella. La sociedad que hemos creado impulsa a sus ciudadanos a convertirse en
simples espectadores. Esto no es inocente. A los “espectadores” se les manipula con mayor
facilidad que a los que pretenden ser dueños de sus vidas. Políticos, profesores, periodistas,
historiadores, religiosos, novelistas y cineastas suelen ser los cómplices necesarios en esta
manipulación que la política y la religión siempre han practicado. Ellos son los constructores
de nuestras columnas de gelatina.

Así que recordemos, de forma sintética, lo que pudimos ver al respecto durante el camino
que nos ha traído hasta aquí.

Hemos sido creados como seres sexuales, pero la forma de gestionar esta parte de nuestra
naturaleza es grotesca. Observe, por ejemplo, que no se pone reparos a que los niños vean
películas de guerra o del oeste donde la gente mata y muere. En cambio, esa misma película se
tacha como no apta para menores si aparece algún cuerpo humano desnudo. Seguro que
convendrá conmigo que esto es peor que una estupidez, es ridículo.

El sexo era originalmente una columna firme, pero a lo largo del tiempo, por influencia
sobre todo del cristianismo, se ha convertido en una columna de gelatina pues crea múltiples
frustraciones e inseguridades en hombres y mujeres. Esta cuestión es sencilla de resolver. Solo
debemos recuperar la lógica romana al respecto, como también debemos rescatar su
entendimiento de la institución del matrimonio. Este alcanza su lógica como un medio jurídico
para dar estabilidad a los hijos, los cuales, igual que cada uno de nosotros, tampoco pidieron
nacer. Así que su bienestar es responsabilidad de los padres, ya que sus existencias nacen de
una decisión de estos.

A diferencia de la anterior EL AMOR, en sus diversas variables, sí es una columna muy


sólida, pues el grado de felicidad de las personas aumenta cuantas más veces se experimente
esta potente emoción a lo largo de la existencia.

Otra evidente Columna de gelatina es, como hemos podido ver en el capítulo
correspondiente, el actual sistema de convivencia sobre la Tierra, pues estamos organizados en
más de doscientos países lo que conlleva riesgos muy importantes para la humanidad dada la
tecnología actual aplicable a la guerra. La única forma de eliminar estos enormes riesgos es
caminar, como también apuntábamos, hacia alguna forma de unión entre las naciones de la
Tierra. ¿Qué sentido tiene que viajemos por el espacio en nuestro hermoso planeta azul
haciéndolo divididos en pequeñas parcelas, y encima enfrentadas entre sí?

Los políticos son quienes nos inducen a las guerras, con los periodistas como cómplices
necesarios pues para los medios de comunicación, al igual que para los fabricantes de armas,
aquellas significan un gran negocio. Dichos medios buscan audiencias, y estas se consiguen
con grandes escándalos y dramas. Y no existe mayor drama que la guerra.

Y también, como tuvimos ocasión de ver en el capítulo oportuno, son de gran interés para
nosotros la religión y la ciencia. Estas a veces actúan como firmes columnas y otras veces,
demasiadas, como columnas de gelatina. Pero es cierto que, de alguna forma, ambas se
complementan y nos son necesarias, pues es muy natural que cuando la ciencia no da respuesta
adecuada a las inquietudes vitales el hombre se refugie en la FE de las religiones, pues éstas no
tienen más limites que la imaginación para crear sus verdades. En cambio, la ciencia necesita
demostrar las suyas empíricamente, lo que normalmente es muy difícil y a veces imposible.

También hemos podido comprender que el sentido de nuestras vidas está ligado al que tenga
el Universo del que formamos parte. Y, aunque este no lo conocemos, es razonable pensar que
debe ser maravilloso, digno de la inmensidad y asombrosa complejidad que tiene. Así que,
durante la etapa a la que llamamos vida, centrémonos en disfrutar de los dones que la
naturaleza nos ha proporcionado, potenciando aquellas columnas solidas que nos elevan sobre
nosotros mismos, pero procurando eliminar o cambiar las de gelatina que hemos construido
pues solo nos conducen al dolor y a la fragilidad.

En definitiva, el sentido de la vida no es algo que haya que encontrar, sino que construir día
a día desde las posibilidades de nuestro intelecto experimentando la amistad, el amor, los
descubrimientos; enseñando a otros lo que sabemos, aprendiendo a convivir y, en definitiva,
intentando ser lo más feliz posible.

Un día todos partiremos hacia las estrellas, que es donde está nuestro origen según la
ciencia. Pero, mientras tanto, hagamos de nuestro pequeño mundo un lugar mejor.

FIN

Víctor Saltero

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