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Curso de Estética Musical

Conservatorio Superior de Música


CSM Joaquín Rodrigo de Valencia

Prof.: Manuel Lafarga Marqués

Curso Académico 2023-2024


Objetivos

1. Introducir al alumno en la temática general objeto de la Estética


2. Familiarizar al alumno en las principales ideas estéticas relativas a la Música
3. Conocer las teorías relativas a la Música en los diferentes períodos de la Historia de
Occidente
4. Desarrollar una opinión crítica en relación con la Estética Musical desde sus orígenes
hasta nuestros días
5. Fomentar el interés por los escritos de músicos y teóricos

Programación

Principios Generales de Estética 1


Audición animal 2
Flautas prehistóricas 2
Polifonía arcaica 1
Culturas no occidentales 1
Imperios y culturas antiguas 1
Polifonía tradicional europea 1

Grecia y el Mundo Clásico 4


Edad Media 2

_____________________________________________________________________

Renacimiento 4
La cultura de la ópera: 1580-1719 4
Romanticismo (3)
Arnold Schoenberg: consonancia vs. disonancia / el modo mayor 2
Acústica de las antiguas campanas chinas / Introducción a la Cimática 1
Canto difónico 1
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Primer semestre

Estética y Ciencias Musicales 1 Egipto y Mesopotamia


Estética y Ciencias Musicales 2 Asia y Oriente asiático
Estética y Ciencias Musicales 3 China: el orden de los cielos
Estética y Ciencias Musicales 4 India: En busca de la escala perdida
Estética y Ciencias Musicales 5 Altura y Escala
Estética y Ciencias Musicales 6 Introducción a la Etnomusicología
Estética y Ciencias Musicales 7 Naturaleza, percepción y cultura
Estética y Ciencias Musicales 8 Otras culturas
Polifonía Tradicional Europea
Estética Universal 2/3 - La Historia Antigua: Grecia
Musica Reservata - Estética Medieval

Segundo semestre

Estética Universal 3/3 - La Historia Moderna: Occidente


Musica Reservata - Historia General de la Consonancia
Estética y Ciencias Musicales 9 Cantores Difónicos

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Contenidos

El pitagorismo: la armonía como ley del Universo. VALVERDE, J.M. (1987) Breve
historia y antología de la estética. Barcelona, Ariel Eds., Col Filosofía, pp. 11-15.
Consideraciones preliminares, Giovanni COMOTTI (1977), en La Música en la cultura
Griega y Romana. Vol. 1 de Historia de la Música, Madrid, Turner Música, 3-41.
La situación de la música en las postrimerías del mundo antiguo, Donald Jay GROUT
(1988), Cap. 1 de Historia de la Música Occidental. Vol. I, Madrid, Alianza Música, pp. 15-
96, ed. original de 1960.
Grecia y Roma. Gustave REESE (1989). Cap. 2 de Música en la Edad Media. Madrid,
Alianza Editorial, 31-79.
Grecia antigua. ROBERTSON, A. & STEVENS, D. (1977). Historia General de la
Música, Madrid, Eds. Istmo y Eds. Alpuerto, Col. Fundamentos, 143-161.
Edad Media. ROBERTSON, A. & STEVENS, D. (1977). Historia General de la Música,
Madrid, Eds. Istmo y Eds. Alpuerto, Col. Fundamentos.
El Renacimiento y la nueva racionalidad. Enrico FUBINI (1976, 1988). Capitulo 6 de La
estética musical desde la antigüedad hasta el siglo XX, Madrid, Alianza Música, 127-137.
La cultura de la ópera: 1580-1719. David MEDINA (1998). Cap. 6 de Jean-Jaques
Rousseau: lenguaje, música y sociedad. Barcelona, Ediciones Destino Colección
Ensayos/Destino, nº 39, pp. 189-210.
La música, centro de las artes. Alfred EINSTEIN (1991). Capítulo 3 de La música en la
Época Romántica, Madrid, Alianza Música, 29-40.
Consonancia y disonancia. Arnold SCHÖENBERG (1979). Cap. 3 de Armonía, Madrid,
Real Musical Eds, (original de 1911), pp. 13-37.
El modo mayor y los acordes de la escala. Arnold SCHÖENBERG (1979). Cap. 4 de
Armonía, Madrid, Real Musical Eds, (original de 1911), pp. 13-37.
Conclusiones: A dónde va la estética musical. Enrico FUBINI (1976, 1988), La estética
musical desde la antigüedad hasta el siglo XX, Madrid, Alianza Música, pág. 491 ff.
Acústica de las antiguas campanas chinas. Sinyan SHEN (1987), Investigación y
Ciencia, junio, pp. 30-39.
Los cantores diafónicos de Tuva. Theodore C. LEVIN & Michael E. EDGERTON
(1999), Investigación y Ciencia, 278:70-77.

Bibliografía
Citas escogidas

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El pitagorismo: la armonía como ley del Universo

En Grecia, el pitagorismo presenta la primera gran cuestión estética: la armonía auditiva y


visual. No nos interesa aquí si existió realmente Pitágoras en el siglo VI, ni si tomó de Egipto
toda una sabiduría más o menos mágica o agrícola sobre relaciones numéricas y geométricas,
ni si la cuestión de la armonía la planteó él mismo en ese período o fue aportación posterior
de su escuela. Lo que nos interesa es que desde el pitagorismo cabe pensar que en todo lo
que nos encanta y atrae por su forma pueda (¿quizá deba siempre?) haber alguna formalidad
universal, objetiva e incluso mensurable en términos numéricos: es decir, que la belleza
acaso implique algún modo de estructura armónica.
Armonía, claro está, supone una combinación de elementos, una unidad en una pluralidad,
como organización proporcionada, matemática, de algo sensible, material. Por consiguiente,
esto sólo se puede dar propiamente en la vista y el oído ― aunque no sea del todo
disparatado hablar de armonías en lo culinario ―, y aquí hay que apresurarse a señalar que,
aunque la armonía visual fue la que tuvo mayor importancia en Grecia y en su herencia
cultural, era, sin embargo, la auditiva la que desde el principio podía imponer mejor la
sorprendente maravilla de que una combinación sensible resultase placentera sólo cuando,
ante un posterior análisis, se revelara como organizada, dentro de un estrechísimo margen de
tolerancia, según una razón matemática.
Recordemos una de las muchas versiones legendarias del descubrimiento de la armonía:
tres herreros estarían martillando en grata alternativa musical: al ser pesadas las cabezas de
los martillos, resultarían estar en relación 3:4:5 ― acorde básico. O bien: tomando tres
cuerdas del mismo grosor, el acorde se producía, con toda su reacción de placer,
precisamente cuando tenían unas longitudes que, al ser medidas, se mostraban conformes a
esa relación numérica. Tal descubrimiento tendría un carácter de revelación religiosa: el
placer del alma resultaba ser el conocimiento intuitivo e inconsciente de haberse conectado
con la ley divina que organiza el universo. (Conviene ir repasando aquí la Oda a Salinas, de
Fray Luis de León, exacta versión poética de la idea pitagórica de la música).
El alma humana, procedente de quién sabe qué regiones celestes, y caída, quién sabe por
qué faltas, en la cárcel del cuerpo material, al percibir la armonía musical se sentiría
confusamente transportada a su feliz origen: un recuerdo esperanzador con caracteres de
éxtasis y embriaguez, que se enmarcaba dentro de la religiosidad órfica, en cuyas ceremonias
― “bacanales” ― la música, por supuesto danzada, es decir, seguida con todo el cuerpo,
serviría para salir del encierro de la carne, el aquí y el ahora, y “entusiasmarse” (literalmente
“endiosarse”), en anticipo de una felicidad a la que retornar tras esta vida. Cierto que
también cabía una versión más serena de este efecto: la música, no como arrebato, sino como
serenamiento, cuando su armonía hace “templarse” por simpatía las destempladas facultades
del alma, imponiéndoles su propio equilibrio. Pero insistimos en remitir a la Oda a Salinas
para la descripción de este proceso, que todo aficionado a la música conoce en sus dos
vertientes, de excitación y de pacificación.
(…) Dios siempre matematiza: así creemos que conviene traducir el viejo lema que a
menudo se interpreta en sentido de geometriza ― los griegos entendían los números sobre
todo bajo especie geométrica. Los Números, pues, serían la ley divina del cosmos ― kosmos
tiene un significado de “orden” y “belleza”, de donde procede el término “cosmética” ― la
cuenta y razón de la armonía universal.

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Los planetas estarían engastados en respectivas esferas situadas a distancias bien


numeradas en torno a la tierra, emitiendo, por tanto, una suave armonía ― no se sabía bien
lo que era el sonido. ¿Por qué, sin embargo, no oímos esa “música de las esferas”?
Algunos lo excusaban diciendo que precisamente no las oímos porque las oímos siempre
― igual que quienes han crecido y habitan junto a las cataratas del Nilo no oyen el fragor de
sus aguas, o igual que los herreros no oyen sus propios martillazos: Aristóteles observará que
nada hace ruido si está unido a aquello con que se mueve y en que se mueve, como una barca
en el río. Pero la armonía, que tan maravillosamente nos cautiva por el oído antes que
podamos sospechar que haya en ella ninguna ley matemática, interesó a partir de los
pitagóricos tanto o más en lo visual, a pesar de que en este ámbito resulte más vaga y menos
cautivadora. Ese sublime principio, esa esencia de Dios en cuanto obrador y ordenador, tenía
que valer también por su carácter numérico, en las figuras y arreglos en el espacio. Pues ―
volviendo a lo ya insinuado ― para los griegos, con su pésima notación aritmética en letras,
los números valían en cuanto formas y no sólo como polígonos y relaciones entre partes de
figuras, sino incluso en un sentido, bastante discutido y oscuro, en que se cortarían y
dispondrían piedrecillas (los calculi de los latinos) imitando la silueta de cada tipo de cosas.
Se hablaba, por ejemplo, de números cuadrados, o triangulares, etc., según que sus
elementos componentes ― aproximadamente, lo que llamamos sus factores primos ― se
ordenaran en tales estructuras. Se consideraba, aunque esto no sea tan indiscutible, ni mucho
menos, como en el caso de la música, que una figura, humana o arquitectónica, era bella
cuando cumplía en sus partes una proporción armónica: así, el triángulo rectángulo 3:4:5 era
aplicado en las distancias de las columnas de los templos, sin darse cuenta de que quizá se
hacía de un nodo más mágico que óptico ― como una fórmula que mejoraba la conexión
entre el edificio y la ley divina, y que, por tanto, la sostendría mejor en pie.
Pues conviene que nos fijemos en que la vista no puede tener tanta sensibilidad a la
armonía exacta como el oído por más que en el siglo XIX hubiera todavía psicólogos de la
estética, como Fechner, que hicieran encuestas e investigaciones para demostrar que las
formas más sujetas a la matemática son las preferidas por el gusto de la mayoría: el ojo no
dispone de un medio homogéneo, o, para decirlo en términos más científicos, el campo
visual es anisotrópico, es decir, no se extiende con la misma “densidad” en sentido
horizontal que en sentido vertical, e incluso, en este último sentido, tiene su centro cerca del
límite superior de la vista, mientras que por abajo deja una más amplia zona de borrosidad.
Es fácil probarlo: una forma rectangular nos parecerá más o menos bella según que
pongamos su dimensión mayor en posición vertical u horizontal ― en este último caso,
además, nos parecerá menor la diferencia entre sus dimensiones. Es decir, nosotros nos
damos cuenta de que la armonía geométrica tiene muy poco valor estético y el mayor
entrenamiento técnico no lleva a sentir mayor placer con la exactitud en la relación
matemática, a diferencia de lo que pasa con el oído.
Se trataba, pues, de una fe intelectual llevada a su realización óptica en los “cánones” que
presidían la arquitectura y la estatuaria, y aún la cerámica: la fachada de un templo tendría 27
módulos (el módulo era el radio de una columna en su base), porque 27 era el número
privilegiado (3 x 3 x 3): para Policleto, pongamos, el cuerpo más bello ― por supuesto,
tratándose de los griegos, masculino ― tendría 7 cabezas … Lo más interesante, sin
embargo, en toda esta manipulación visual de los números, debió de ser el descubrimiento de
los llamados números “irracionales” ― los que no responden a una “razón” entre números, e
incluso no pueden ser expresados nunca exactamente, por mucho que, en nuestra notación,
“se saquen decimales”.

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Pues daba la maravillosa casualidad de que tales números se encontraban en


configuraciones geométricas muy elementales y en otras: así, el número π, como cifra de lo
circular, el número √2, como cifra de lo cuadrado … y otros varios, que no es cosa de
exponer aquí, pero que serían aplicados con significativa preferencia en la construcción de
edificios ― incluso catedrales góticas ― a lo largo del tiempo.
Un caso especialmente sugestivo es el del “número de oro” o “sección áurea”: el punto, en
una línea, en que el segmento menor es al mayor como el mayor al todo, resulta
corresponder a un “número irracional”, con lo cual se podría suponer que el rectángulo que
tuviera sus lados conformes a esa resolución sería especialmente bello. (Es,
aproximadamente, la proporción del papel en formato “holandesa”, pero como ya
sugeríamos, el lector tendrá dos impresiones estéticas diferentes según que lo mire en sentido
vertical o en sentido horizontal, quizá también porque tendemos a verlo como “papel para
escribir”, en líneas horizontales).

Pues bien, un número tan sugestivo no podía dejar de aplicarse a la figura humana, y ahí
se creyó descubrir un profundo misterio: la “sección áurea” se situaría precisamente en el
ombligo ― femenino, mejor ―, con lo que la ley divina de la armonía numérica estaría
también enlazando las generaciones a través de los sucesivos cordones umbilicales.
La aplicación de la matemática al arte, pues, tuvo más de dogma invisible que de fórmula
para acrecentar el placer sensible: incluso, andando el tiempo, estas fórmulas geométricas,
casi siempre “irracionales”, se convirtieron en un secreto profesional transmitido de
constructor en constructor, no tanto, sin duda, para que la obra gustara más, cuanto para darle
“buena suerte” a modo de conjuro. Así llegará todo ese saber esotérico a ser patrimonio de la
masonería, como parte de su herencia pitagórica y de su culto a un Dios geómetra y
arquitecto del Universo (“masón” es “albañil” en francés).
Ese carácter más intelectual que sensorial de la armonía en las artes visuales griegas
quedó patente cuando en el siglo XIX, no sin cierto escándalo incrédulo, se echó de ver que
las dimensiones de los templos griegos no seguían con exactitud los cánones matemáticos,
sino que estaban suavemente corregidas para contrarrestar las aberraciones inevitables en la
mirada humana, dada la curvatura de su campo y otras condiciones de su funcionamiento. De
modo casi infinitesimal, y por ello más sabio, las columnas podían ser un poco excéntricas
cuando eran laterales, y las líneas aparentemente horizontales convergían ligeramente en el
centro para parecer, en efecto, horizontales.
A pesar del presunto intelectualismo idealista de los griegos, resultó que en el arte estaban
dispuestos a sacrificar la exactitud matemática a favor de un engaño placentero a los ojos
(aparte de que, como habremos de considerar en otro momento, tampoco habían creado un
mundo de puras blancuras marmóreas, sino una abigarrada feria de coloridos chillones). Lo
más importante no era la nitidez lógica, sino el dramatismo escenográfico, y ello resulta más
notorio si empezamos por considerar esa arquitectura, no desde la cuenta de sus módulos y
dimensiones, sino en su ordenación de conjunto en perspectiva: la Acrópolis está organizada
para impresionar al que va subiendo a ella, en camino contorneante, no conforme a una
regularización geométrica de los ejes de sus edificios.
El pitagorismo, pues, en el mismo umbral del pensamiento occidental, plantea, quizá, la
cuestión básica de toda reflexión estética: ¿puede, o incluso quizá debe haber siempre, en
todo cuanto nos afecta como bello, o expresivo, o emotivo, cierto equilibrio en la
formalización de su materia, que podría ser evidente y demostrable para los demás?

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Y como consecuencia de la pregunta anterior: esa ordenación formal, ¿hasta qué punto
está ahí, medible y objetivamente, o la ponemos nosotros, conforme a nuestra cultura,
regularizando significativamente lo que acaso era en sí mismo algo a medias informe?

VALVERDE, J.M. (1987) Breve historia y antología de la estética. Barcelona, Ariel Eds.,
Col Filosofía, pp. 11-15.
______________________________________________________________________

Los llamados pitagóricos se dedicaron a las matemáticas … y creyeron que sus principios
eran los principios de todas las cosas … Y como en este saber los números son lo primero,
creyeron ver en los números, más bien que en el fuego y la tierra y el agua, muschas
semejanzas de las cosas que son y serán … Entonces, como todas las cosasa parecían
modeladas según los números, y los números parecían lo primero en toda la Naturaleza,
pensaron que los elementos de los números eran los elementos de todas las cosas, y que los
cielos enteros eran armonía y número.
ARISTÓTELES, Metafísica A 5, 985b-986b 8

Los llamados pitagóricos usan principios y elementos aún más extraños que los de los
físicos, en cuanto que no los toman de la esfera sensible, pues los objetos matemáticos no
tienen movimiento, excepto en la astronomía …
A 8, 989b 32

Los pitagóricos dicen que las cosas existen por “imitación” de los números, y Platón dice
que existen por participación, cambiando el nombre. Pero dejaron abierta la cuestión de qué
podía ser la participación de las Ideas
987b 10

[Los pitagóricos dicen] que el movimiento de los astros produce armonía, esto es, que los
sonidos que hacen están en concordancia … Partiendo de este argumento y de la descripción
de sus velocidades, medidas por sus distancias, en las mismas proporciones que
concordancias musicales, afirman que el sonido producido por el movimiento circular de los
astros es una armonía … Algunos creen necesario que hay ruido cuando se mueven unos
cuerpos tan grandes … Y como no parece razonable que no oigamos ese sonido, dicen que el
motivo es que … la distinción entre ruido y silencio está en su contraste, y tal como los
herreros no los distinguen porque están acostumbrados, lo mismo les pasa a los hombres.
De coelo B 9, 290b 12-15

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Consideraciones preliminares, Giovanni COMOTTI (1977), en La Música en la


cultura Griega y Romana. Vol. 1 de Historia de la Música, Madrid, Turner Música, 3-41.

(…) no poseemos siquiera una nota de todo lo que ha sido compuesto antes del siglo III a.
C., y los poquísimos textos musicales de época helenística y romana que nos han llegado no
suministran indicaciones precisas ni exhaustivas, por su exigüidad y su deplorable estado de
conservación.
Hasta la mitad del siglo XIX se conocían sólo los himnos atribuidos por la tradición a
MESOMEDES, músico griego de la época de Adriano (siglo II), publicados por V.
GALILEI en 1581, y los seis fragmentos instrumentales insertados como ejemplos en una
serie de escritos teóricos anónimos de época tardía (Anonyma De musica scripta
Bellermanniana), compilados en 1841 por BELLERMANN.
Otras composiciones, que se hacían remontar a la antigüedad, fueron reconocidas como
obras de estudiosos de la notación griega que vivieron en la época bizantina o renacentista: el
más conocido es el fragmento de la primera Pítica de PÍNDARO (vv. 1-8), que el padre
Atanasio KIRCHER publicó en 1650 en su Musurgia Universales (…).
De 1850 en adelante nuestro patrimonio de textos musicales se ha enriquecido
relativamente por el descubrimiento de tres inscripciones — los dos Himnos Délficos, el
primero ANÓNIMO de 138 a. C., y el segundo, de LIMENIO, de 128 a. C., y el epitafio de
SEIKILOS, del siglo I — y de una quincena de breves fragmentos papiráceos: el más
antiguo, el Pap. Leid., inv. 510, que contiene algunos versos de la Ifigenia en Aulide de
EURÍPIDES, es del siglo III a. C. Estas composiciones, todas juntas, no llegan a la extensión
de una sonata de Bach para violín solo; además, son casi todas fragmentarias, y su
interpretación y transcripción son a menudo problemáticas.
Escasas son también las indicaciones culturales que podemos obtener de las obras de los
teóricos griegos y romanos, por cuanto éstos consideraron el fenómeno musical casi
exclusivamente desde el punto de vista de la investigación acústica y matemática. Estas
obras, que pese a todo constituyen un corpus bastante considerable por el número y la
consistencia de los tratados, pertenecen, sin embargo, también al período helenístico y
romano: las más antiguas, el libro XIX de los Problemas seudoaristotélicos y los Harmonica,
de ARISTOXENO, discípulo de Aristóteles, son del siglo III a. C.
Los teóricos griegos y romanos se ocuparon, sobre todo, de la doctrina de los intervalos,
calculando sus distancias en base a relaciones numéricas y analizando los distintos modos en
que los mismos intervalos pueden disponerse en el interior de los tetracordios (esquemas
musicales elementales, formados por la sucesión de cuatro notas, que tienen para la música
griega la misma función que las escalas en octavas para nuestra música) y de los sistemas
(estructuras más ambas, formadas por dos o más tetracordios).
En algunas de estas obras, en el De musica, de Arístides QUINTILIANO (siglo V); en la
Isagoge de Baquio GERONTE y en la Isagoge de ALIPIO (siglo V), también son empleados
los signos de la escritura musical de uso entre los griegos; pero no encontramos jamás ni una
referencia a una composición musical cualquiera ni una indicación detallada sobre la técnica
compositiva y de ejecución. (…)
Es evidente que los autores de estos tratados no tenían ningún interés por la música que
era ejecutada, sino que se preocupaban únicamente de defender los soportes teóricos de una
música desde fuera del tiempo.

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(..) El término griego del cual se deriva el nombre de “música", mousiké (a saber, teckne,
“el arte de las Musas”), definía, todavía en el siglo V a. C., no sólo el arte de los sonidos,
sino también la poesía y la danza, es decir, los medios de transmisión de una cultura que,
hasta finales del siglo IV a. C., fue esencialmente oral, una cultura que se manifestaba y se
difundía a través de ejecuciones públicas en las cuales no sólo la palabra sino también la
melodía y el gesto tenían una función determinante. El compositor de los cantos para las
ocasiones festivas, el poeta que cantaba en los banquetes, el autor de obras dramáticas eran
los portadores de un mensaje propuesto al público de una manera atrayente y, por tanto,
persuasiva, precisamente a través de los medios técnicos de la poesía como son los recursos
del lenguaje figurado y metafórico, y la armonía de los metros y de las melodías, que
favorecían la audición y la memorización: no es casual que en los siglos V y VI a. C.
mousikòs anér designase al hombre culto, en grado de recibir el mensaje poético en su
integridad. La unidad de poesía, melodía y acción gestual que se manifestó en las culturas
arcaica y clásica condicionó la expresión rítmico-melódica a las exigencias del texto verbal.
Pero la presencia conjunta del elemento musical y coreográfico junto al elemento textual en
casi todas las formas de la comunicación es también la prueba de la difusión generalizada de
una cultura musical específica en el pueblo griego desde los tiempos más remotos.
(…) Si ya en los poemas homéricos las alusiones a la actividad musical son numerosas e
interesantes, mucho más intensa y articulada se revela, por los testimonios literarios, la vida
musical en las épocas siguientes: todos los textos líricos griegos, arcaicos y clásicos fueron
compuestos para ser cantados en público con acompañamiento instrumental, y en las
representaciones dramáticas el canto coral y solístico tuvo en el período clásico una
importancia por lo menos igual a la del diálogo y de la acción escénica. La música estuvo
presente en todos los momentos de la vida social del pueblo, en las ceremonias religiosas, en
las competencias agonísticas, en los banquetes, en las fiestas solemnes, y hasta en las
contiendas políticas, como testimonian los cantos de Alceo y de Timocreonte de Rodas.
(…) Las consideraciones de orden general sobre la importancia de la música en la vida
social y cultural de los griegos conservan también todo su valor si son referidas a la
civilización romana, que en el período de los orígenes, por lo que atañe a los fenómenos
musicales, presenta caracteres de analogía sustancial con la Grecia arcaica: también en
Roma, en su ámbito de cultura oral, todas las formas poéticas de las que nos han llegado
noticias (poesía sagrada, cantos conviviales, textos dramáticos, cantos triunfales,
lamentaciones fúnebres) estaban destinadas a la ejecución cantada con acompañamiento
instrumental. (…)
Con LASO, y quizá también con PÍNDARO, que fue su alumno, la música griega adoptó
caracteres que representaron un progreso respecto a las formas del pasado; lo cual no excluye
que en el siglo V aún se ejecutaran las melodías tradicionales, los nomoi, ya sea por motivos
rituales en las ocasiones del culto, ya sea por determinadas exigencias expresivas de los
compositores. Esta primera reforma musical favoreció también el virtuosismo instrumental,
sobre todo el de los auletas, los acompañantes del canto ditirámbico; leemos en PSEUDO-
PLUTARCO (De mus. 30): “Después de Laso, la aulética, de simple que era, se transformó
en una música muy variada: antiguamente, hasta la época del ditirambógrafo
MELANÍPIDES (floreció hasta 450 a. C.), los auletas eran pagados por los poetas, pues la
poesía tenía el primer lugar (en la composición) y los auletas dependían de los instructores
del coro: luego esta costumbre desapareció ...”; (…). No faltaron voces de disensión por las
licencias solísticas que los auletas acompañantes se permitían, superando a las voces mismas
de los coreutas (…)

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En el ámbito de estas nuevas formas musicales se mueve el pensamiento de DAMÓN,


maestro y consejero de Pericles, que fue enviado al exilio en 444/443 a. C., quizá por haber
inducido al mismo Pericles a construir el Odeón, un edificio cubierto para los espectáculos
de canto, con un gasto excesivo para el tesoro del Estado.
El fue un personaje de primer plano en la cultura ateniense; en un discurso ante la
asamblea del Areópago, algunos años antes de ser exilado, había expuesto sus teorías sobre
la importancia de la música en la educación. Su doctrina se inspira en el principio
fundamental de la psicología pitagórica, que sostiene que hay una sustancial identidad entre
las leyes que regulan las relaciones entre los sonidos y las que regulan el comportamiento en
el espíritu humano. La música puede influir sobre el carácter, sobre todo cuando éste es
todavía moldeable y maleable a causa de la edad juvenil (fr. 7 Laserre): es necesario
distinguir entre los distintos tipos de melodías y de ritmos aquéllos que tienen el poder de
educar hacia la virtud, hacia la sabiduría y hacia la justicia (cfr 6 Laserre).
Al definir y analizar los géneros de las harmoniai, Damón afirma que sólo la dórica y la
frigia tienen una función paidéutica positiva para el comportamiento valeroso en la guerra y
grave y moderado en la paz (fr. 8 Laserre). También en materia de ritmos, él lleva a cabo una
indagación análoga, de la cual empero no conocemos los resultados; sabemos solamente que
éstos eran clasificados según “géneros” en base a la relación entre tiempos fuertes y tiempos
débiles (…) acepta las innovaciones que en los siglos V-IV habían hecho progresar a la
melodía de la forma repetitiva del nomos a la más libre de la harmonia, porque en lo
sustancial no había desaparecido la fidelidad a la tradición.
Pero de cara a las novedades ulteriores que a partir de la mitad del siglo V los
compositores de ditirambos intentaban introducir en la composición de sus cantos para
liberar la estructura de la melodía del vínculo del género ditirámbico, utilizando formas
poéticas propias de otros géneros poéticos, él adopta una actitud de neto rechazo: aquella
misma actitud que adoptará más tarde contra los poetas músicos de su tiempo que subvertían
y confundían las melodías tradicionales sin ninguna consideración al género poético al cual
éstas pertenecían.
Sus ideas ejercieron una profunda influencia sobre la doctrina musical de los siglos
sucesivos: sus consideraciones sobre el ethos de las harmoniai en relación a la educación
fueron retomadas por Platón y por Aristóteles, y condicionaron, por consiguiente, el
pensamiento helenístico y romano; la clasificación sistemática de las harmoniai según
criterios éticos, además de los formales, constituyó la base de la teorización musical
posterior. (…)
Es de notar, además, que la atribución de un ethos a las distintas harmoniai, es decir, de
un carácter que influye en sentido positivo o negativo sobre el espíritu humano, puede
constituir una ulterior prueba de la imposibilidad de restringir el significado de harmonia al
valor de “escala modal, disposición de los intervalos dentro de la octava”: un valor que no
bastaría para justificar los efectos psicagógicos de las diversas formas musicales tal y como
éstos fueron señalados por Damón.

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La situación de la música en las postrimerías del mundo antiguo, Donald Jay


GROUT (1988), Cap. 1 de Historia de la Música Occidental. Vol. I, Madrid, Alianza
Música, pp. 15-96, ed. original de 1960.

(..) por lo que sabemos, las ejecuciones musicales en el período más floreciente de la
civilización griega eran improvisadas. Hasta cierto punto, el ejecutante era también el
compositor. Esto no significa que cuanto hiciera fuese totalmente espontáneo y carente de
preparación previa; debía mantenerse dentro de las reglas universalmente aceptadas que
gobernaban las formas y estilos musicales apropiados para cada ocasión en particular, y
probablemente incorporase a su ejecución ciertas fórmulas musicales tradicionales, pero
gozaba de considerable libertad fuera de estas restricciones. No tocaba o cantaba algo que
hubiese memorizado o aprendido de una partitura, y, por consiguiente, no había dos
ejecuciones de una «misma» pieza que fuesen exactamente iguales. La improvisación, en
este sentido o en algún otro similar, era característica de todos los pueblos antiguos.
Prevaleció asimismo en nuestra música occidental hasta acaso el siglo VIII d. de C. (…)
La palabra musica tenía, para los griegos, un significado mucho más amplio que el que
tiene para nosotros. Era una forma adjetivada de musa, palabra que, en la mitología clásica,
designaba a cada una de las nueve diosas hermanas que presidían determinadas artes y
ciencias. Esta relación verbal sugiere que los griegos pensaban en la música como algo
fundamental para las actividades concernientes a la búsqueda de la verdad o de la belleza. En
las enseñanzas de Pitágoras y sus sucesores, la música y la aritmética no estaban separadas;
así como la comprensión de los números se consideraba como la base para la comprensión
de todo el universo espiritual y físico, también se concebía que el sistema de sonidos y
ritmos musicales, al estar ordenado numéricamente, ejemplificaba la armonía del cosmos y
se correspondía con ella. (…)
Para algunos pensadores griegos, la música también tenía una estrecha conexión con la
astronomía, no sólo a través de la identidad de las leyes matemáticas que se consideraban
subyacentes tanto al sistema de los intervalos musicales como al sistema de los cuerpos
astrales, sino también a través de una correspondencia particular de ciertos modos, y aun de
ciertas notas con los diversos planetas. Esta suerte de connotaciones y extensiones mágicas
de la música eran comunes entre todos los pueblos orientales. (…)
La estrecha unión de melodía y poesía es otra dimensión que nos permite descubrir la
amplitud de la concepción griega acerca de la música. En realidad es incorrecto hablar de
«unión», puesto que para los griegos, ambas cosas eran prácticamente sinónimos.
Actualmente, cuando hablamos de «la música de la poesía», tenemos conciencia de que
estamos utilizando una figura lingüística; pero para los griegos, esta clase de música era una
auténtica melodía, cuyos intervalos y ritmos eran susceptibles de una descripción precisa.
Poesía «lírica» significaba poesía cantada al tañido de la lira; la «tragedia» incorpora el
verbo aeidein, «cantar».
De hecho, muchas de las palabras griegas que designan los diversos tipos de poesía, tales
como oda e himno, son términos musicales. Las formas desprovistas de música no tenían
ningún nombre. Al comienzo de su Poética, ARISTÓTELES, después de manifestar que la
melodía, el ritmo y la lengua constituyen los elementos de la poesía, prosigue diciendo: Hay
además un arte que imita exclusivamente mediante la lengua ... en prosa o en verso ... Esta
forma imitativa carece de nombre hasta el día de la fecha».

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La idea de los griegos acerca de que la música es, en esencia, una misma cosa junto con la
palabra hablada, reapareció en diversas formas a través de la historia de la música; se halla
presente, por ejemplo, en las teorías de Wagner relativas al drama musical durante el siglo
diecinueve. Es posible que, para algunos compositores modernos, la búsqueda de una unión
perfecta de palabras y música no tenga otro significado que la aspiración de lograr una
correcta declamación rítmica del texto.
Para otros, puede tener un significado más amplio; puede estar motivada por la creencia
de que hay, en la música, un poder semejante al de las palabras en cuanto a influir sobre el
pensamiento y la acción humanos, y que en consecuencia, un artista está obligado, sea en
música o en palabras, a ejercer este poder teniendo debidamente en cuenta el efecto que
produce sobre los demás. Tal creencia constituyó uno de los aspectos más destacados e
importantes del pensamiento griego relativo a la música.
La doctrina del ethos, de las cualidades y efectos morales de la música, parece estar
enraizada en la concepción pitagórica de la música como un microcosmos, un sistema de
sonido y ritmo regido por las mismas leyes matemáticas que obran en toda la creación,
visible e invisible. Según esta concepción, la música no era un reflejo pasivo del sistema
ordenado del universo; era asimismo una fuerza que podía afectar al universo, y de ahí que
se atribuyesen milagros a los músicos legendarios de la mitología.
Un período posterior, más científico, subrayaba los efectos que produce la música sobre la
voluntad y, por ende, sobre el carácter y la conducta de los seres humanos. Mediante la
doctrina de la imitación, Aristóteles explicó la forma en que la música obraba sobre la
voluntad. Afirmaba que la música imita (esto es, representa) directamente las pasiones o
estados del alma: la dulzura, la ira, el valor, la templanza, y sus opuestos, u otras cualidades;
en consecuencia, cuando alguien escucha una música que imita a cierta pasión, resulta
imbuido por esa misma pasión; y si durante mucho tiempo escucha habitualmente la clase de
música que despierta pasiones innobles, todo su carácter se estructurará según una forma
innoble. En suma, si alguien escucha la clase censurable de música, se convertirá en la clase
censurable de persona; pero, a la inversa, si escucha la clase justa de música, tenderá a
convertirse en la clase justa de persona.
Tanto Platón como Aristóteles tenían perfectamente claro qué entendían por la clase
«justa» de persona; y estaban de acuerdo en que la manera de producirla era mediante un
sistema de educación pública cuyos dos elementos principales fuesen la gimnasia y la
música, la primera para la disciplina del cuerpo, y la segunda para la de la mente. En La
República, escrita alrededor de 380 a. de C., PLATÓN insiste en la necesidad de un
equilibrio entre esos dos elementos en la educación: demasiada música tornará al hombre
afeminado o neurótico; demasiada gimnasia lo volverá incivilizado, violento e ignorante.
«Quien mezcle música y gimnasia en las proporciones más justas, y quien mejor las haga
armonizar con el alma, podrá ser llamado con justicia un verdadero músico».
Pero sólo ciertos tipos de música resultan apropiados. Deben evitarse las melodías de
suavidad e indolencia expresivas en la educación de quienes han de ser adiestrados para
convertirse en gobernantes del Estado ideal; para ellos sólo han de conservarse los tonos»
dórico y frigio, en cuanto son los que promueven las virtudes del valor y la templanza,
respectivamente. La multiplicidad de notas, las escalas complejas, la mezcla de formas y
ritmos incongruentes, los conjuntos de instrumentos disímiles, los «instrumentos policordes
y curiosamente afinados», y aun los constructores y tocadores de aulós deben excluirse del
Estado.

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Además, no deben cambiarse los cimientos de la música, una vez establecidos, puesto que
la ausencia de la ley en el arte y en la educación conduce inevitablemente a la licenciosidad
en las costumbres y a la anarquía en la sociedad. Para Platón, el dicho «Dejadme hacer las
canciones de una nación, y no me preocuparé por quién haga sus leyes, habría expresado una
máxima política; más aún, habría sido un juego de palabras, puesto que la palabra nomos,
cuyo significado general era el de “costumbre” o “ley”, se empleaba asimismo para designar
los esquemas melódicos de cierto tipo de canción lírica.

En su Política (hacia 350 a. de C.), ARISTÓTELES es menos explícito que Platón en lo


que concierne a los ritmos y modos en particular, y también es menos severo. Admite el uso
de la música para la diversión y el goce intelectual, lo mismo que para la educación; pero
concuerda con Platón en cuanto a que toda la música que se utiliza para la educación de los
jóvenes debería regularse por medio de la ley.
Es posible que, al limitar de este modo los tipos de música permisibles en el Estado ideal,
tanto Platón como Aristóteles se opusiesen conscientemente a ciertas tendencias en la vida
musical real de su época, en particular al empleo de intervalos enarmónicos, al uso de ciertos
ritmos vinculados con los ritos orgiásticos, a la independencia de la música instrumental y al
surgimiento de virtuosos profesionales.
Pero a fin de que no nos sintamos tentados a considerar a estos filósofos como hombres
tan alejados del contacto con el mundo real del arte como para que sus opiniones sobre la
música carezcan de importancia, hay que recordar estos hechos: en primer lugar, que en la
Grecia antigua, el término ‘música’ incluía mucho más que lo que actualmente entendemos
por él; segundo, que no sabemos cómo sonaba esta música, y no es imposible que realmente
haya tenido ciertos poderes sobre la mente, acerca de los cuales no podemos formarnos idea
alguna; en tercer lugar, ha habido muchos ejemplos en la historia de que el Estado o alguna
otra autoridad haya prohibido ciertos tipos de música, basándose en el principio de que este
asunto resultaba importante para el bienestar público.
La música estaba reglamentada en las primeras constituciones tanto de Atenas como de
Esparta. Los escritos de los Padres de la Iglesia contienen muchas advertencias contra tipos
específicos de música. Este tema tampoco ha muerto en el siglo XX. Las dictaduras, tanto
fascistas como comunistas, han intentado controlar la actividad musical de sus pueblos; las
iglesias habitualmente establecen normas en cuanto a la música que puede utilizarse en sus
servicios; todos los educadores interesados se preocupan por los tipos de música, de
filmografía y de literatura a que se ven habitualmente expuestos los jóvenes.
En consecuencia, la doctrina griega del ethos se fundaba en la convicción de que la
música afecta el carácter, y que los diferentes tipos de música lo afectan de diversas maneras.
Dentro de las distinciones efectuadas entre los muchos tipos diferentes de música, podemos
discernir una división general en dos clases: una música cuyo efecto tendía hacia la calma y
la elevación, y una música que tendía a producir excitación y entusiasmo.
La primera clase se asociaba con el culto a Apolo; su instrumento era la lira, y sus formas
poéticas afines, la oda y la épica. La segunda clase se asociaba con el culto de Dioniso; su
instrumento era el aulós, y sus formas poéticas afines, el ditirambo y el drama. Esta división
permite ver las dos tendencias opuestas, aunque paralelas, que habitualmente se distinguen
como clásica y romántica, o apolínea y dionisíaca, que han estado en interacción a través de
toda la historia de la música.

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Grecia y roma. Gustave REESE (1989). Cap. 2 de Música en la Edad Media. Madrid,
Alianza Editorial, 31-79.

(…) Entre los griegos, el uso predominante de lo que llamamos música estaba en
conjunción con la poesía o la danza, “la palabra música (mousike) tenía, en el mundo
antiguo, dos significados diferentes: uno de carácter amplio, y el otro, restringido. En el
primer caso, abarcaba la totalidad de la cultura intelectual o literaria, en oposición a la
cultura de las facultades corporales, agrupadas bajo el término gimnasia ... En el sentido
restringido, mousike es más o menos sinónima de nuestra palabra derivada de ella; sin
embargo, los antiguos incluían en el concepto de música a los movimientos danzados que
acompañaban al canto, y al mismo texto poético”.
(…) Nuestro conocimiento de esta música — a pesar de su carácter fragmentario —
abarca unos nueve siglos (c. siglo VII a. C. - siglo II d. C.), y, por consiguiente, es esencial
no olvidar que su naturaleza debió de cambiar de una época a otra, y que no es probable que
se pueda aplicar una definición convenida de antemano a ninguna fase del arte durante todo
este período.
(…) si a una cuerda se le permite vibrar a la mitad de su longitud (i.e., a la razón
matemática de 1:2), la altura del sonido será la de una octava por encima de la de la cuerda
entera; si son dos terceras partes las que vibran (razón 2:3), la altura será la de una quinta
justa por encima; si son tres cuartas partes (razón (3:4), la altura será la de una cuarta justa
por encima, etc. Si vibran ocho novenas partes (razón 8:9), el intervalo será el del tono
completo que constituye la diferencia existente entre la cuarta y la quinta. La razón para la
tercera mayor (disonante) era 64:81. Con razones matemáticas que representaban estas y
otras relaciones, los pitagóricos explicaban todos los intervalos que usamos en la actualidad
en Occidente, además de muchos otros más. La cuerda única usada por los pitagóricos para
cometidos experimentales fue el antepasado del monocordio medieval.
Entre los intervalos que más adelante se descartaron había fracciones de un tono que hace
mucho tiempo que se desconocen en la música europea. Por lo visto, los griegos sabían cómo
hacer que muchos intervalos que son extraños en la actualidad, en nuestro mundo, sonasen
con precisión. Es comprensible que el oído de un griego antiguo, acostumbrado a seguir
básicamente una música de una sola línea (la que no exigía una división de la atención entre
la melodía y la armonía), se sintiera más atraído a prestar interés a los refinamientos de los
intervalos melódicos por su propio valor que el oído de un occidental actual.
Arístides y Tolomeo cuentan que Aristoxeno y sus seguidores calculaban los intervalos no
por sus razones matemáticas, sino por sus fracciones. Dividían una cuarta en 60 partes
iguales y decían que un intervalo estaba formado por cierto número de sesentavas partes.
Aunque las fracciones daban pie a interpretaciones diversas, probablemente estaban
consideradas como equivalentes más o menos de las razones matemáticas. Sin embargo, los
seguidores de Aristoxeno, los que enfocaron esta cuestión como músicos expertos, se
enfrentaron al problema de la entonación de modo diferente a los pitagóricos, y ello dio pie a
polémicas. Los primeros confiaban más en el oído; los segundos, en la matemática. Muchos
eruditos modernos creen que la afinación diatónica usada por los aristoxénicos coincidía con
nuestra escala diatónica en temperamento igual. A TOLOMEO, por otra parte, al igual que a
DÍDIMO (nacido en el año 63 a. C.) antes que a él, se le suele atribuir el descubrimiento de
la entonación justa (“syntonon diatónico” de Tolomeo).

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El hecho de que la música se tocase y cantase antes de que los teóricos comprendiesen las
escalas como conceptos y las ordenasen en formas unificadas, debe considerarse como
axiomático. Si bien estos conceptos y formas es posible que existiesen antes que los griegos,
ello es algo que no sabemos a ciencia cierta. En cualquier caso, pasaron a partir de los
griegos a la música de la Edad Media, y de ésta a la del Renacimiento y la Edad Moderna.
(…) Otro tema que ha motivado muchas dificultades para los escritores modernos, aunque
de él se ocupan con frecuencia los teóricos griegos, es el del ethos. Estos últimos atribuyen
características éticas a las diversas escalas, y si bien estas características varían en parte de
un teórico a otro, existe entre ellos un acuerdo bastante general sobre ciertos rasgos
fundamentales. Así, en la afinación aguda, para PLATÓN y ARISTÓTELES la mixolidia es
penetrante y adecuada para las lamentaciones; la lidia, íntima y lasciva; la frigia, extática,
religiosa, y afecta profundamente al alma; y la dórica, masculina y poderosa.
No nos explican con tantas palabras aquello que producía estos efectos. Pero, por lo
menos, es posible hacer conjeturas. Gracias a un pasaje del falso ARISTÓTELES, al que
volveremos dentro de poco, sabemos que el mese aparece con frecuencia en toda la música
buena. Esto parece convertirlo en una especie de tono de recitado y puede ser correcto llamar
núcleo tonal al mese y a los grados que están cercanos a éste. Este núcleo aparecería en un
sitio más bien alto en la octava característica del tonos mixolidio, en un registro central del
dórico y en uno bajo del hipodórico. (…) Sin apartarnos en absoluto del modo mayor, las
clases de octava que difieren de esta manera en sus posibilidades melódicas darían pie a
efectos “éticos” disímiles, incluso en nosotros mismos. Si la dórica en realidad contaba con
una modalidad — sin tener en cuenta el que ésta hubiese alcanzado o no un estado tan
avanzado como la de nuestra mayor —, no resulta difícil comprender el que los griegos, que
se supone que contaban con un sentido melódico sutil y muy desarrollado, detectasen
características éticas en los resultados del condicionamiento, producido por los diversos
tonoi, necesario para abordar los grados más importantes. Es posible que el carácter ético
fuese producto de algo más que de la construcción interválica y la tonalidad pura y simple.
En la música para lyra o cítara, el hecho de que un sonido producido por una cuerda pisada
se viese más oscurecido, debido a la ausencia de una tabla de armonía, que el producido por
una cuerda abierta, puede que ejerciese cierta influencia en el ethos. Parece ser que las
relaciones simbólicas, no sólo de las escalas sino también de los tonos por separado,
ejercieron una clara influencia sobre este tema. Como resultado de ello, la relación entre el
ethos y la música pasa a formar parte de la metafísica y, por consiguiente, no debe
sorprendernos el ver diferentes filósofos que sostienen opiniones contradictorias.
FILODEMO (siglo I a. C.) ataca a los escritores que se ocupan de distinguir el ethos de
las melodías y dice que los teóricos que obran así no pueden ni cantar ni tocar bien y “caen
en éxtasis y comparan a las tonadas con objetos naturales”. Para nosotros resulta más fácil
comprender la actitud de los griegos cuando relacionaban el ethos y el ritmo, cosa que
ARÍSTIDES realizó con gran claridad. Este distingue diversas clases de ritmo y menciona el
efecto del tempo. El saber hasta qué punto las clases de octavas poseían tonalidades
individuales y hasta qué punto éstas eran meramente una octava dórica y sus redistribuciones
ha dado pie a muchas diferencias de opinión. (…). Si las escalas de octavas fueran meros
segmentos del sistema más perfecto y si siempre usasen como centro del núcleo tonal el tono
predominante del dórico, entonces compartirían entre ellas una sola tonalidad y sólo habría
un único modo verdadero; sin embargo, si cada una contase con su propio tono
predominante, entonces existiría una variedad de modos, como la que hallamos en el canto
llano. ¿Habrá tenido cada una de las escalas su propio tono predominante?

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Grecia antigua. ROBERTSON, A. & STEVENS, D. (1977). Historia General de la


Música, Madrid, Eds. Istmo y Eds. Alpuerto, Col. Fundamentos, 143-161

Ya a finales del siglo V, los poetas músicos, implantaron el gusto por las formas
sofisticadas, populares y más teatrales. Los poetas procuraron proporcionar placer y
sensación inmediatos, más que producir composiciones equilibradas. Así, el ditirambista
Timoteo de MILETO (446-357 a. de Xto) introdujo el cromatismo y los sonidos
enarmónicos, creando formas íntimas de expresión vocal, y fue partidario de la música
exclusivamente instrumental. Desde el siglo IV, el músico comenzó a considerarse a sí
mismo más bien como ejecutante que como autor, hasta encontrar su verdadero oficio en la
adaptación y parodia de temas muy conocidos. El resultado inevitable de tal cambio fue el
nacimiento del virtuosismo y el culto al aplauso.
Platón (429-347 a. de Xto), uno de los mayores exponentes del clasicismo, se convirtió en
el gran crítico de su época. En las escuelas griegas fueron impartidas dos asignaturas con las
que se pretendía dar una educación menos rígida y liberalizante: la gimnasia (gymnopedia) o
cultura física, y la música (mousike) o cultura mental. La música, que abarcaba el canto, la
poesía, la ejecución instrumental, la danza y la oratoria, se hallaba entonces en decadencia.
En vista de las cualidades innatas o significación ética (ethos) de las diferentes escalas
griegas (harmoniai), Platón, lo mismo que Aristóteles (384-322 a. de Xto), consideró que los
modales de los dorios eran nobles; los de los frigios, obstinados, y afeminados los de los
lidios. Platón creía que la música clásica era un verdadero mimetismo de la naturaleza, es
decir, un mimetismo de los noumenos o principios de la naturaleza, no de los prenoumenos,
y por consiguiente, que llevaba en sí un ethos ineludible de acuerdo con su talante.
Por el tiempo del gran teórico Aristoxeno (hacia el 320 a. de Xto) los estilos clásicos de
música griega casi habían desaparecido del recuerdo, pero surgieron nuevos estilos
populares, entre ellos la pantomima había alcanzado notoriedad hacía tiempo, y sus
números ofrecían una especie de espectáculo de variedad que consistía en parodias y escenas
cómicas, ballet, acrobacias y bufonadas toscas. Bajo su influencia, el drama tendía a
desintegrarse aún más. Por desgracia, el cambio en el gusto de la música griega hacia el 400
a. de Xto., se produjo antes de que los griegos hallasen medios adecuados para escribirla, y
cuando llegó a usarse la notación musical (tal vez en el s. IV), aunque no de manera
continua, se consideró que los estilos populares apenas eran dignos de conservarse. Además,
la costumbre de improvisar sobre la base de melodías tradicionales (nomoi) era antagónica a
la conservación de la música en cualquier forma estática o plasmada. En efecto, hasta
nuestros días han llegado, en piedras y papiros, menos de 20 fragmentos de música griega, y
ninguno de ellos es anterior al siglo II a. de Xto, cuando ya Grecia sufría la conquista de los
romanos (del 200 al 30 a. de Xto). Todos los ejemplares que se conservan consisten en una
sóla línea melódica.
Parece ser que la música, en general, se había convertido en mero entretenimiento, por lo
cual, el músico perdió mucho de su nivel social. La enseñanza musical alcanzó un descenso
muy acusado en las escuelas, y los griegos y romanos de las clases elevadas consideraban
degradante el intervenir en la ejecución de la música. La división entre el ciudadano y el
profesional ocasionó el divorcio social y artístico que en nuestro tiempo todavía afecta a la
música europea. Aunque el ciudadano no debía ejecutarla, era de buen tono sin embargo
hablar de música, y aunque fuese inepto en la práctica, podía exponer su teoría. De este
modo, surgieron algunas ideas extravagantes acerca del ethos musical que nunca se habrían
tolerado en tiempos de Platón. (…)

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La tradición atribuye los orígenes de la teoría de la música griega principalmente a


PITÁGORAS (hacia el 585-479 a. de Xto), de quien se cree que extrajo sus principios de la
práctica de los sacerdotes egipcios y tal vez de las escuelas mesopotámicas de eruditos, y que
formando parte de la comunidad, enseñó tales principios como parte de una disciplina
destinada a crear una elevación moral. Los pitagóricos concibieron la escala musical como
un elemento estructural dentro del cosmos. Además, el firmamento se reflejaba como una
especie de armonía -- la “armonía de las esferas” -- y el espacio tonal se obtenía por medio
de una sola cuerda tensada (monocordio), de manera que reflejase esa armonía. Incansables
en sus experimentos, los pitagóricos registraron todos los intervalos conocidos hoy por la
música occidental y otros muchos. Los datos más completos se dan en una obra atribuida a
EUCLIDES (hacia el 300 a. de Xto), y en las obras de PLATÓN (427-347 a. de Xto),
especialmente en su Timeo. La teoría de la música, que está relacionada con simbolismos
aritméticos, con la astronomía, el misticismo y la metafísica, se desarrolló particularmente
desde el siglo II de nuestra era. Los trabajos de algunos autores posteriores aportan cierta
información: Plutarco (50-120 d. de Xto), Nicomaco (s. II d. de Xto), Claudio Tolomeo de
Alejandría (s. II d. de Xto), Plotino (204-05 al 270 d. de Xto), Porfirio (s. III d. de Xto) y
Yámblico (m. 363 d. de Xto). Pero las dificultades apuntadas han hecho del estudio de la
teoría de la música griega uno de los más complicados e insatisfactorios.
Los griegos conocían el intervalo de 8ª, que ellos llamaban diapason (literalmente “ a
través de todo”). Pero la unidad de su sistema sonoro era el intervalo de 4ª perfecta
(proporción 4:3), que resulta ser un salto natural de la voz humana, llamado tetracordio
(tetrachordon, literalmente “cuatro cuerdas”), y era abarcado por las 4 cuerdas de la lira. Las
dos notas extremas se habían concebido como notas fijas (histotes) y las dos notas
intermedias como movibles (kinoumanoi). Las notas movibles podían ocupar varias
posiciones según 3 géneros diferentes, y también estar sujetas a una sutil variación dentro de
estos géneros. Las 4 notas del tetracordio se contaban desde la más aguda a la más grave, y
no como en la música occidental, desde la más grave a la más aguda.
(…) El bitono es una de las características principales que distinguen a la melodía griega
de la melodía europea posterior. Tal intervalo es ligeramente mayor que el de 3ª mayor
occidental y suena más sostenido a nuestros oídos. La 3ª mayor occidental, basada en una
división de sonido completamente distinta, es posible que se usara experimentalmente en la
época de DÍDIMO (63 a. de Xto), aunque con más frecuencia se considera a PTOLOMEO
(s. II a. de Xto) como su primer exponente. Los cuartos de tono, conocidos en Grecia ya al
menos en el siglo IV a. de Xto, sugieren que el oído griego debió ser más sensible que el
nuestro, lo que no debe sorprender tratándose de un pueblo que, como muchos de Oriente
hoy día, carecía de armonía (en el sentido actual sólo tenía heterofonía), y menos aún si se
tiene en cuenta que una parte no pequeña de su expresión musical confiaba en posibilidades
de melodías más finas. Las inflexiones vocales sutiles tenían un papel importante en la
melodía griega, y las notas movibles de los géneros se consideraban más bien como centros
de gravedad que como puntos fijos. (..)
El principal legado musical de Grecia a Europa fue su teoría escrita, con la cual llegaron a
tener cierta afinidad los modos eclesiásticos medievales. Se transmitió en fragmentos a
través de los últimos escritores latinos (p.e. BOECIO: 480-524, aprox., d. Xto, y
CASIODORO: 477-570 aprox., d. Xto) y con mayor abundancia a través de los escritores
árabes del siglo IX, que siguieron a la dominación árabe de España. Pero mucho antes de que
comenzase ese proceso de transmisión, el arte musical griego era ya algo perteneciente al
pasado.

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EDAD MEDIA

Historia General de la Música. ROBERTSON, A. & STEVENS, D. (1977),


Madrid, Eds. Istmo y Eds. Alpuerto, Col. Fundamentos.

La elaboración del canto

Los artesanos gregorianos tenían un remanente común de fórmulas melódicas respetadas


en las cuales se inspiraban. En sus procedimientos no trataban de ser originales ni de
expresarse directamente como individuos, sino que trabajaban con un propósito común: el
enriquecimiento de la liturgia, ad majorem Dei gloriam.
Sin embargo, los matices personales que, como individuos, debieron dar a modo de
tímidas pinceladas, en textos y melodías adaptadas o recién compuestas, son difíciles de
percibir. El trabajo de esos artesanos al componer las melodías se dividía en 3 tipos:
a) melodías originales o libres
b) melodías-tipos adaptadas a cierto número de textos diversos
c) melodías centonadas, extraídas de fórmulas tradicionales.

Melodías originales. Son las más numerosas, y constituyen los cantos básicos de la misa
y del oficio, formando un acervo al que acudieron otros compositores, cuando se necesitó
música para otras festividades. Las melodías originales, naturalmente, se inspiraban en el
caudal común de fórmulas, especialmente en los “incipit” y cadencias finales.
Melodías tipos. Se usa en la composición una melodía original como tipo o modelo a
adaptar a un nuevo texto. Gevaert reduce las melodías de antífona, que suman más de 1200,
a 47 tipos, y Dom Mocquereau, en un estudio de la entonación de una antífona del primer
tipo modal, Tu es pastor ovium, señala unas 75 variaciones de esa antífona en un solo
manuscrito. Naturalmente, al adaptar las antífonas se hacía más libremente que al adaptar
los cánticos de la misa.
Melodías centonadas. Centone es una palabra italiana que designa un tejido hecho de
retazos, y se aplica, por extensión, al texto y a la música en las antífonas y responsorios,
introitos y graduales del repertorio gregoriano que utiliza esa técnica. Como ejemplo del
centonamiento de textos litúrgicos FERRETI cita la antífona de la comunión del miércoles
de ceniza, con un texto sacado del salmo primero.
Para mostrar cómo fueron construidas estas melodías, Ferreti da un cuadro de 5 fórmulas
de entonación, y 12 fórmulas centrales, y aplica a ellas 32 versos de texto con una
indicación sobre cada frase, que da las fórmulas usadas. Luego, relaciona y aplica otros 37
de la misma forma.

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El nacimiento de la Polifonía

Los tratadistas actuales coinciden en que la polifonía tuvo su origen en el este. Si bien es
cierto que existió en la sociedad primitiva, no lo es menos que las grandes civilizaciones
oriental y medio-occidental le dieron forma y la refinaron, de manera que su materia y su
manera pudieran perpetuarse en símbolos escritos. Esos símbolos eran, bajo muchos
aspectos, el gran don otorgado a la música por el renacimiento carolingio, ya que los siglos
IX y X fueron por encima de todo siglos del libro, del manuscrito ricamente iluminado, casi
siempre litúrgico, por una parte; y del códice, más humilde aunque también más difundido,
cargado de poesía, copias de clásicos latinos e historias eclesiásticas, por otra. El arte de la
caligrafía quedó, así, indisolublemente casado con el arte de la música. No es extraño, pues,
que la polifonía de tiempos antiguos y de naciones distantes, por bien organizada que
estuviera en melodías paralelas, tonadas sobre pedales, o imitación temática, careciera de los
medios necesarios para perpetuarse de modo inequívoco. De ahí que haya sido tarea de las
naciones occidentales transformar los sonidos múltiples en símbolos.
La función primordial, sin embargo, consistía en mostrar claramente la altura relativa de
las notas en una sola línea melódica, porque, una vez logrado esto, podían inventarse dos o
más líneas y anotarse a voluntad. Gran parte del honor de introducir un método de notación
de tono claro y útil le cupo al monje franco-flamenco HUCBALDO (840-930), cuya
longevidad no fue menos dilatada que su lógica. Modificó de la manera más hábil la
notación griega por letras, dada a la posteridad por el filósofo y estadista romano BOECIO
(m. 524), reduciendo cerca de 300 signos diferentes a unos 15 manejables. En su libro, De
Institutione Harmonica, Hucbaldo escribió la palabra “Aleluya” con signos convencionales,
aunque vagos, encima de cada sílaba.
Seguidamente, añadió su notación de letras y estableció la altura de cada sonido, aunque
conservando los símbolos convencionales (llamados neumas), que reúnen ciertas
características expresivas del canto. Así, el sistema de Hucbaldo se nutrió del antiguo y del
nuevo, y enseñó al cantor la exactitud del tono y la variedad de expresión. También le
enseñó los rudimentos de la armonía, o consonancia, definiéndola como: “dos notas, de
distinta altura, que suenan juntas”. Posteriormente dio una definición más explícita: “La
consonancia es la mezcla calculada y armoniosa de dos notas, que se produce sólo cuando
estas dos notas, ocasionadas por fuentes diferentes, se combinan en una sola unidad musical,
como, p.e., cuando cantan juntos un niño y un hombre, que, usualmente, se llama
organizatio”.
No se ha conservado ninguna polifonía de Hucbaldo, aunque se le reconocía como
excelente músico, como queda probado con su tropo de gloria Quem vere pia laus, y en sus
tres oficios para san Andrés, san Teodorico y san Pedro.
Conviene recordar que a los compositores de la Alta Edad Media no les estaba permitido
escribir contrapunto para ninguno de los cantos llanos que eligiesen. La iglesia daba
cuidadosas instrucciones, p.e., acerca de qué partes de la misa y del oficio podían ser
elaboradas con la añadidura de voces adicionales. Hablando en términos generales, cuanto
mayor fuese la festividad, mayor era el perfeccionamiento que se permitía, y no hay que
olvidar que el canto llano era un factor de fundamental significación.

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SEGUNDO CUASTRIMESTRE

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EL RENACIMIENTO Y LA NUEVA RACIONALIDAD. Enrico FUBINI (1976,


1988). Capitulo 6 de La estética musical desde la antigüedad hasta el siglo XX, Madrid,
Alianza Música, 127-137.
1. Un precursor: Henricus Glareanus
El nuevo clima cultural que se instaura a partir del Renacimiento se proyecta también
sobre la música, si bien con cierto retraso y presentando unos rasgos diferentes a los de las
demás artes. Hasta entonces, la historia de la música se había desarrollado de forma tan
hermética, tanto en el plano teórico como en el práctico, que no sólo los teóricos habían
elaborado complicados sistemas cuyas relaciones con el mundo de los sonidos eran muy
frágiles, sino que aún eran más evanescentes las relaciones que dichos sistemas mantenían
con el mundo de las letras y de las restantes artes.
Con el Cinquecento, hacen su aparición los primeros teóricos humanistas, en el sentido
renacentista del término. Henricus GLAREANUS — seudónimo de LORITI (1488-1563)
—, teórico, poeta y sabio suizo, es uno de los primeros ejemplos de estudioso de la música y
de músico, abierto a todos los problemas del arte y de la ciencia, humanista en el sentido
más exacto del término. Su tratado Dodekachordon, del año 1547, se hace famoso: es una
tentativa que pretende conciliar la teoría medieval con la práctica musical de su tiempo,
cuando, de hecho, ésta ya había puesto en crisis a aquélla.
Glareanus sustituye la teoría que Guido de Arezzo había basado en el hexacordo, por un
sistema más moderno que, basado en la octava, representa una fase intermedia entre la
teoría medieval y la moderna. Mas el interés de la obra de Glareanus deriva asimismo de
algunos pasajes en los que se teoriza, en plena época polifónico, sobre la validez, y hasta
sobre la superioridad, de la música monódica. Es más: en el mencionado tratado
Dodekachordon (libro III), Glareanus incluye sus composiciones a una sola voz sobre
poesías de algunos autores antiguos, para que sirvan de ejemplo de todos los modos
musicales todavía en uso entonces y a la vez demuestren la validez del canto a una sola voz.
Sobre esta validez se teoriza y se expresan afirmaciones muy explícitas dentro del libro II
del citado tratado, en el que Glareanus enfrenta los Symphonetae con los Phonasci, es decir,
los que escriben a varias voces con los que inventan melodías, y se decide a favor de estos
últimos, precisamente, porque cuentan con el don de la invención. Los primeros toman en
préstamo de otros autores el tema (tenor) y, acto seguido, con sabiduría y erudición,
construyen por encima de él sus enlaces polifónicos.
Según Glareanus, son los Phonasci, sin embargo, los que se hallan, en el fondo, más
próximos al espíritu del Cristianismo primitivo, pues éste no se servía de las complicadas
superposiciones de sonidos propias del canto “mensural”, sino de sencillas melodías a la
manera de los griegos, los latinos y los hebreos.
Los Phonasci son, por tanto, los primeros músicos, los más auténticos, los que descubren
e inventan melodías; los Symphonetae son los más eruditos, pero no respetan la función
natural, inherente, a la música, que consiste en subrayar y exaltar el sentido de las palabras
con el fin de volverlas más eficaces y expresivas.
Estos conceptos, que retomará más tarde la Camerata de los BARDI en un ambiente más
acentuadamente humanístico, conducirán a la teorización y a la creación del melodrama y
de la monodia acompañada.

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2. Gioseffo Zarlino y el nuevo concepto de armonía

Todas las instancias que se jalonan, aún confusamente, en los tratados de los primeros
teóricos del Renacimiento, confluyen, de forma más incisiva, en la obra de Gioseffo
Zarlino. Como ya sabemos, desde hacía tiempo se sentía imperiosamente la necesidad de
reducir la distancia entre teoría y praxis, teorizada primeramente por Boecio y después por
todo el pensamiento medieval, así como la necesidad de elaborar una concepción de la
música más coherente con la realidad histórica del momento. Estas exigencias desembocan
en el pensamiento renacentista, que aspira intensamente a racionalizar la nueva experiencia
musical sobre unas bases más sólidas que las de antaño. Si el racionalismo medieval es
abstracto por conducir a la creación de construcciones teóricas en relación con la música,
carentes de nexo con la experiencia y fundadas en principios ajenos por completo a aquélla,
los teóricos renacentistas, en cambio, propenden a la justificación racional del uso real que
se hace de los intervalos musicales en su tiempo.
Nacido en Chioggia, probablemente en el año 1517, Gioseffo ZARLINO intenta, quizá
por primera vez, en sus tres famosos tratados — Instituciones armónicas (1558),
Demostraciones armónicas (1571) y Suplementos musicales (1588) — llevar a cabo una
racionalización sistemática dentro del campo de la música, racionalización que alcanzaría su
meta, casi dos siglos más tarde, en la obra de Rameau. Zarlino, sin embargo, no se propone
revolucionar la teoría musical, sino, tan sólo, brindar a ésta unos fundamentos nuevos, más
sólidos. En las Instituciones armónicas no renuncia al concepto de música mundana; no
obstante, su modo de interpretar este antiguo mito es peculiar: “la mundana es aquella
armonía que no sólo se sabe que existe entre los objetos que se ven en el cielo, sino que
incluso se contiene en las relaciones de los Elementos [entre sí] y en la variedad de los
tiempos”. Obviamente, Zarlino se sirve del concepto metafísico que la tradición había
elaborado al objeto de separar rígidamente teoría y praxis musicales, aunque lo haga en
clave laica y humanística, con el fin de subrayar la racionalidad inmanente a las relaciones
que se dan entre los sonidos; se trata, en definitiva, de un retorno al pitagorismo primigenio
según el cual la música celeste no sería otra cosa que una serie de relaciones numéricas que
se establece como fundamento de la armonía.
La apelación de Zarlino a la música mundana, sustancialmente metafórica, viene a ser
una manera de afirmar que lo que da consistencia a los intervalos no es una relación de tipo
arbitrario o convencional, sino una relación que se apoya en la naturaleza de las cosas y que,
por consiguiente, es racional; esta clase de relación se descubre tanto en las analogías que se
originan entre los sonidos como en las que se originan entre los “elementos”, es decir, en los
demás fenómenos naturales.
Ciertamente, mal se prestaba al esfuerzo de Zarlino, que no pretendía en ningún caso
alejarse de la práctica contrapuntística, la irracionalidad inherente a la música anterior a la
aparición de la armonía tonal o, mejor dicho, su sistematización sui generis, que no se
fundaba en unos principios racionales, sino, por el contrario, en una multiplicidad dispersa
de reglas que, con frecuencia, tenían sus razones de ser en exigencias del todo extrañas a la
naturaleza de los sonidos. No debe sorprendernos que Zarlino haya intuido mejor que nadie
en su tiempo el nuevo arte y, sobre todo, la nueva ciencia de la armonía, al haber
investigado, no tanto sobre las infinitas reglas en las que se compendiaba la sapiencia del
músico polifónico del Cinquecento, como sobre los fundamentos que servían de base — o
que él habría querido que hubiera servido — al arte del contrapunto.

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Zarlino es consciente, asimismo, de que los instrumentos requieren ajustes y


compromisos de orden práctico para que se pueda ejecutar cualquier género de música con
ellos; se comprende, pues, que de no existir tales ajustes se deriven proporciones
irracionales en el ámbito sonoro. Sin embargo, Zarlino opina que la música vocal, donde no
existe el inconveniente técnico representado por la afinación instrumental, sí puede basarse
en un sistema racional perfecto, natural e inalterable.
El fundamento de esta racionalidad natural se investiga en el fenómeno de los sonidos
armónicos; descubrimiento que no se remonta solamente hasta Zarlino y que la tradición
quiere atribuir sin más a Pitágoras. En cualquier caso, es digno de señalarse que haya sido
Zarlino quien previera la importancia de este fenómeno natural que permitiría que se trazara
finalmente una teoría de la armonía sobre una base racional y unitaria.
Si hasta el Cinquecento una teoría musical se consideraba profundamente verdadera,
cabal, en la medida en que respetaba la tradición que se había transmitido fielmente,
retornándola de los teóricos más acreditados de la Antigüedad o del Medievo, por el
contrario, para Zarlino el criterio de verdad lo aporta la naturaleza y el fundamento de
semejante criterio se halla en la racionalidad. El fenómeno de los armónicos proveyó a
Zarlino de la ocasión para teorizar, por primera vez sobre eso que, desde el plano de la
práctica musical del Cinquecento, se iba afirmando cada vez con mayor insistencia: la nueva
armonía establecida sobre dos modos, el mayor y el menor, en lugar de la plurimodalidad
gregoriana con todas sus embrolladas cuestiones prácticas y teóricas.
A la vez que arraiga el sistema bimodal (mayor y menor) se afirma, con frecuencia en
aumento, el uso de los intervalos de tercera y de quinta como constitutivos del acorde
perfecto; los sonidos armónicos ofrecen a Zarlino la oportunidad de demostrar la existencia
natural del acorde perfecto mayor. Los seis primeros armónicos superiores dan, ni más ni
menos, el acorde perfecto mayor (descartando, por supuesto, la proporción 1/2, es decir, la
octava, y la 4/6 reducible a la 2/3, o sea, al intervalo de quinta). El cuarto, el quinto y el
sexto armónico dan, in natura, la tríada mayor, la que Zarlino denomina “división
armónica” dentro de las Instituciones armónicas.
Asimismo, Zarlino obtiene el acorde perfecto menor por vía matemática: por sucesivas
multiplicaciones de la longitud de una cuerda en vibración, en vez de por sucesivas
divisiones. El acorde menor — afirma ZARLINO — se obtiene por “división aritmética”.
No viene al caso ahora adentrarse en la teoría armónica expuesta por Zarlino en sus distintas
obras teóricas, ni tampoco en las polémicas que éstas suscitaron, máxime cuando ni siquiera
el propio Zarlino fue plenamente consciente de la revolución que, gracias a él, comenzó a
operarse entonces en el seno del lenguaje musical.
Más interesante resulta, en cambio, esclarecer los significados filosófico (en general) y
estético (en particular) que revistió la nueva ciencia, así como el camino que esta nueva
ciencia recorrió hasta insertarse de lleno en la cultura renacentista.

En primer lugar, debe tenerse presente que Zarlino no pretendía inventar ni teorizar sobre
nada nuevo; al contrario: sus más explícitas intenciones eran las de retornar a la teoría
musical griega, la cual, en su opinión, había sido alterada por los teóricos medievales. El
complicado sistema plurimodal sobre el que se asentaba la música contrapuntística de su
tiempo se consideraba fruto de un barroquismo intelectual y de una sofisticación fuera de
lugar.

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Por tanto, el primer objetivo que se propuso Zarlino fue devolver la sencillez y la claridad
a un campo en el que siempre habían reinado el desorden y la mayor disparidad de ideas y
de teorías. La misión de Zarlino fue peculiarmente difícil, justamente porque no le
acompañaron los conocimientos que poseyeron los teóricos que vinieron tras él,
imprescindibles a fin de elaborar un nuevo sistema; como consecuencia, las nuevas ideas se
expresaron con el viejo lenguaje, generando muchas dificultades terminológicas y
conceptuales, así como errores hermenéuticos a la hora de interpretar aquéllas.
La confusión se acrecentó, además, a causa de que, en el Renacimiento, algunos teóricos
usaban aún la terminología propia de la música modal y contrapuntística con su significado
medieval, mientras que otros, como Zarlino, usaban la misma terminología refiriéndose, sin
embargo, a su significado griego primitivo y pretendiendo indicar, a la vez, una realidad
musical nueva.
El presupuesto básico del que parten todas las investigaciones de Zarlino es que el orden
que él procura encontrarle a la música resulte siempre un orden natural, consustancial a la
naturaleza específica de la música; un orden de carácter matemático y tan sencillo y racional
como la naturaleza propiamente dicha. Por, este motivo, los armónicos son el fundamento
del nuevo sistema armónico, puesto que se hallan en la naturaleza y nos dan, por tanto,
acordes consonantes.
Hay, pues, en la mentalidad de los teóricos del Renacimiento un claro retorno al
pitagorismo de cuño racionalista, pero conforme a las pautas establecidas por la ciencia
moderna. “Todas las cosas que creó Dios — afirma ZARLINO — fueron ordenadas por él
mediante el Número; es más: este Número fue el principal modelo en la mente de dicho
hacedor”. En cierto sentido, este racionalismo hace renacer, posiblemente, el mito de una
“música mundana”, no tanto como música inaudible, producto de las esferas celestes o del
movimiento veloz de los planetas, sino más bien como total matematización y
racionalización del mundo musical sobre la base de una idéntica matematización y
racionalización del mundo de la naturaleza, mundo del que aquel otro es fiel espejo.
Este presupuesto primordial es el que sirve de guía a todos los teóricos de la armonía
desde Zarlino hasta Rameau; representa, además, tomar conciencia respecto de una nueva
realidad musical que se gesta lentamente, a menudo en los medios menos oficiales de la
música de su tiempo, como son las canciones populares, la música profana, donde comienza
a asomar un esquema armónico-tonal en el que, frecuentemente, se advierte la fuerza
dinámica de la sensible y de la dominante, esquema que se plasma en una forma musical
construida con mayor sencillez, de modo más lógico y más sucinto.
A su vez, la teorización que este nuevo universo musical trae consigo deviene un potente
estímulo en los enfrentamientos entre músicos, quienes adquirirán, como consecuencia, una
conciencia más lúcida acerca del nuevo tipo de construcción musical que acabará por
imponerse.

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3. La obra musical: el “nacimiento” del público

Con Zarlino — compositor además de teórico — se inicia, quizá por primera vez, un
fecundo diálogo entre teóricos y músicos, que conducirá a un enfrentamiento dialéctico
entre unos y otros, en el marco de la cultura musical propia de su tiempo; denso
enfrentamiento, sin duda, como consecuencia del desarrollo tan peculiar que había
presentado hasta entonces la historia de la música.
El descubrimiento de la armonía por parte de los teóricos, así como la progresiva
afirmación de la misma en el terreno de la práctica musical, son aspectos de una
modificación más vasta y profunda que se opera en la manera de practicar y de concebir la
música: la obra musical, las relaciones entre ésta y el público, las tareas tanto del
compositor como del intérprete y las respectivas funciones culturales y sociales de ambos.
Si incurrimos en la tentación de esbozar a continuación los rasgos más destacados que
configuran dicha transformación es necesario, antes de nada, esclarecer el nuevo tipo de
relación que se instaura entre la obra musical y el público, dado que, más que de un nuevo
tipo de relación, se podría hablar del nacimiento del auténtico concepto de público. Desde
luego, quizá primera vez desde la antigua Grecia, se manifiesta diáfanamente un dualismo,
una verdadera fisura, entre quien ejecuta la música y, en el mejor de los casos, la compone,
por una parte, y quien la escucha, por otra.
A lo largo de toda la Edad Medía, ejecutar y escuchar eran dos funciones que,
normalmente, tendían a identificarse en la función aún más amplia representada por la
Liturgia, la cual mezclaba y confundía, en una única persona, al intérprete con el
destinatario de la música.

La estructura fluida del canto gregoriano, e incluso de un extenso sector de la polifonía


hasta el advenimiento, del Renacimiento, caracteriza un género de música cuyos
destinatarios no son otros que los miembros de la comunidad que la ejecutan, vocal e
instrumentalmente, en tanto medio de edificación religiosa. El placer que supone cantar
juntos, por un lado, y el texto litúrgico como hilo conductor, por otro, son más que
elementos suficientes en orden a imprimir el mínimo grado de cohesión y de perfección que
la obra en sí necesita.
Sin embargo, con la laicización de la música, con la afirmación que se produce, cada vez
más impetuosa, de las formas profanas — caso del Madrigal — y, sobre todo, con el
desarrollo de la música instrumental en general a la par que el de las formas vocales, se
genera consiguientemente una separación, cada vez más rígida e intensa, entre quien ejecuta
la música y quien la escucha. A partir de ahora, la música se compondrá pensando
primordialmente en el destinatario, quien, en realidad, será también, al mismo tiempo, el
que la acometa como algo propio; la exigencia de una estructura sencilla, racional, breve,
concisa y comprensible en todas sus partes coincide con la exigencia de satisfacer, del modo
más conveniente, a los oyentes. Esta exigencia de racionalización y simplificación que se
manifiesta a todos los niveles, tanto en la teoría como en la práctica compositiva, no se
contrapone, sino que, por el contrario, se ajusta perfectamente, a la concepción de la música
como instrumento emotivo, capaz de “mover los afectos”, de conmover y de estremecer las
cuerdas del ánimo humano.

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Si, dentro del canto gregoriano, el elemento coral y el fervor religioso sentido
colectivamente eran suficientes para sostener el interés común, por lo que respecta a la
nueva música, que se dirige principalmente a personas que escuchan, a un público
tendencialmente pasivo, es necesario que el compositor descubra los medios idóneos que
conmuevan y enternezcan a dicho público, al objeto de implicarlo en la trama del discurso
musical, motivo por el que éste ya no puede permitirse ser algo trivial y fácil, ni algo
privado de coherencia lingüística, sino que debe ser de tal manera que pueda ser acogido
pronta y lúcidamente por el público en cuestión.
El proceso de laicización que vive la música eleva al primer plano, volviéndolo
paulatinamente más explícito, el fin que, para la sociedad de aquel tiempo, se convierte en el
principal entre cuantos se asignan a la música: procurar placer “moviendo los afectos”. Por
supuesto, Zarlino tiene muy claro el concepto de que el músico, si quiere obtener el efecto
consistente en procurar “deleite” al oyente, debe elaborar un proyecto musical bien
determinado y definido. La armonía simboliza, ni más ni menos, el procedimiento que, por
poseer un esquema lógico y lineal, resulta óptimo para el desenvolvimiento coherente de un
discurso musical: de aquel que sea capaz de conmover y de divertir al mismo tiempo al
público constituido por los oyentes.

4. Los nuevos instrumentos musicales y la dignidad del intérprete

El otro fenómeno que se da paralelamente al del nacimiento de la armonía es el


representado por el desarrollo de los instrumentos y de la música instrumental. La
institucionalización de la música instrumental comporta un proceso lentísimo, lleno de
dificultades y de resistencias, que se inicia tímidamente durante el Renacimiento y qué no
concluye triunfalmente sino con el Romanticismo. Obviamente, el desarrollo de la música
instrumental viene precedido por una fase de perfeccionamiento de los instrumentos, en
particular de los instrumentos de tecla (órgano, virginal, clave, etc.). Es más: la tecla se forja
de modo que favorezca y refleje, con la máxima fidelidad, el esquema armónico-tonal.
A pesar de esto, la naturalidad y la exactitud matemática de la armonía se ven
comprometidas, a causa del ajuste que exige la aplicación del temperamento, que ha de
deparar, tanto al compositor como al ejecutante, la eficaz posibilidad de modular de una
tonalidad a otra con extrema sencillez 1.

1
Es sabido que hay varios sistemas matemáticos para dividir la octava, es decir, la relación 1/2, y para formar una
escala diatónica, mas todos resultan, por diferentes motivos, insuficientes. Efectivamente, todos los sistemas
experimentados (el pitagórico, a través de quintas sucesivas; el de la subdivisión de la octava en 2/3 y 3/4, obteniendo
así los intervalos de tercera y quinta y los demás intervalos, y, finalmente, el sistema de la serie de sonidos armónicos)
generan serios inconvenientes en el plano práctico. Dicho con otras palabras, se producen como consecuencia de tales
sistemas intervalos pequeñísimos (la coma pitagórica, alrededor de 73/74; también la coma sintónica, 80/81, y, en el
caso de los sonidos armónicos, la obtención del sib1, del fa2, del la2, etc., ligeramente bajos con respecto a nuestro
sistema tonal); a esos intervalos se debe, por ejemplo, que el Si # no coincida con el Do, ni el Mi # con el Fa, etc.,
impidiendo, prácticamente, el mecanismo modulante: el paso de una tonalidad a otra, basado en cambio, precisamente,
en la coincidencia que, de hecho, se da entre dichos sonidos y en la consiguiente simplificación a que se someten los
instrumentos de tecla. La racionalización de la composición y la simplificación, derivada de aquélla, de los recursos
tonales gracias al modelo bimodal, así como la exigencia de la total transposición y equivalencia de la escala,
requirieron un ajuste práctico, y en cierto sentido irracional, de la propia escala, vista la imposibilidad que existía de
crear un satisfactorio sistema racional o natural al objeto de fijar la escala. Se recurrió, pues, al temperamento
uniforme, usado primeramente de forma instintiva y teorizado después, a comienzos del siglo XVIII: la octava se
dividió en 12 semitonos, todos iguales, motivo por el cual todos los intervalos dejaron de ser justos desde el punto de

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El perfeccionamiento de los instrumentos de tecla, arco y viento, así como el desarrollo


de la música instrumental, conlleva nuevos problemas; no obstante, favorecen el nacimiento
de una nueva concepción de la música y, sobre todo, la instauración de un nuevo tipo de
relaciones entre la teoría y la práctica musicales. En este sentido, ya se ha hablado, en
distintas ocasiones, de la división más o menos rígida, presente en las mentes de todos los
teóricos medievales, que se estableció entre la teoría, que era la verdadera música para ellos,
y la práctica, o ejecución efectiva de aquélla, considerada por los mismos como una
actividad servil, por el hecho de ser manual.
Pues bien, el deficiente desarrollo que alcanzó la música instrumental, así como el
primitivismo del que adolecieron los instrumentos a lo largo de la Edad Media, favoreció la
idea de que el ejecutante tenía una misión que lo comprometía escasamente desde el punto
de vista intelectual — ¡cuántas veces se había definido como bestia, en aquel entonces, al
“que hace sin saber”, es decir, al ejecutante! La música era, ciertamente, un arte liberal, pero
sólo en lo que concernía a la actividad desempeñada por los teóricos, por aquellos que
sabían.
Si semejante barrera chocó en parte con los principios del humanismo renacentista, con la
nueva ciencia y con los primeros resplandores de un pensamiento de carácter empírico, lo
que contribuyó de modo decisivo a poner en duda la validez y la legitimidad de la
concepción medieval de la música fue, precisamente, el progreso técnico registrado por los
instrumentos. El órgano, el clave, los diferentes tipos de instrumentos de arco — violas,
violines, etc. — y los instrumentos de viento en sus nuevas versiones se perfeccionaron y se
volvieron más complicados y sofisticados, tanto en lo atenente a sus mecanismos como en
lo atenente a sus técnicas de ejecución.
Como consecuencia, el intérprete hubo de enfrentarse con una misión cada vez más
difícil; la ejecución devino un ejercicio más complejo, más especializado y más responsable.
En primer lugar, el ejecutante debió poseer un grado de refinamiento y de habilidad tal que
llegara a satisfacer a su público, a un público que solicitaba de él prestaciones de calidad
cada vez más altas. La figura del intérprete adquirió de esta manera una nueva dignidad, aun
cuando no fuera inmediatamente reconocida en toda su importancia. Sin embargo, como el
músico debía poseer de ahora en adelante nociones teóricas, dado que la armonía ya no era
sólo armonía de las esferas sino el conjunto de leyes sobre el que debía basarse la
composición musical, aquél debía hallarse asimismo suficientemente preparado al objeto de
ejecutar con arte, con refinamiento y, sobre todo, con habilidad cuanto hubiera compuesto.
Desde un primer momento de este período, las figuras del teórico, del compositor y del
ejecutante tenderán a menudo a identificarse: Zarlino, además de gran teórico, será también
compositor, sin que por ello se trate de un caso aislado; después de él, nos encontraremos a
Vincenzo GALILEI, a ARTUSI, a CACCINI y a MONTEVERDI, y si continuamos hasta
recalar en Rameau, nos encontraremos a otros tantos músicos de los siglos XVII y XVIII
que fueron, simultáneamente, grandes teóricos, compositores y ejecutantes. El menestral
medieval, esa despreciada figura de músico ejecutante, ignorante aunque hábil (el que hace,
pero no sabe), será sustituido ahora por una figura más responsable de músico que compone,
que ejecuta y que, con frecuencia, hasta medita y teoriza sobre lo que hace.

vista matemático; sin embargo, todos devinieron, en grado más que suficiente, correctos, por dejar de ocasionar
inconveniencias en el plano práctico, desde los puntos de vista compositivo e interpretativo

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5. El humanismo del músico y el sentido de lo clásico

La neta y categórica diferenciación entre la actividad de ejecutar, la de componer y la de


teorizar constituyó la base de la concepción medieval de la música, que se resumía y se
concretaba en la separación que se estableció entre la teoría y la praxis. Esta concepción
medieval halló una confirmación indirecta en el distinto status social del que gozaba la a
teórico, del que se opinaba que practicaba un arte liberal, con respecto a la del ejecutante,
simple figura artesanal adicta a un arte servil. La nueva figura de músico que emergió a
partir del Cinquecento puso en crisis esta concepción de la música propia del Medievo.
Aunque se pretendió durante mucho tiempo, prácticamente hasta fines del siglo XVIII,
modificar de hecho y de derecho la condición social del músico, fue, no obstante, a raíz del
Renacimiento cuando se inició aquel lento proceso, lleno de contrastes y de contradicciones,
que habría de conducir a una integración de la música en la cultura humanista, de la que
había sido excluida hasta entonces. El Renacimiento resultó ser la primera y, quizá, más
importante fase de ese largo proceso: por primera vez, los teóricos de la música,
comenzando por Zarlino, apelaron a los motivos culturales de carácter general que eran
comunes a literatos, arquitectos y pintores; es decir, reclamaron el retorno a la esencia
clásica de la antigua Grecia, que consistió en sencillez, claridad y racionalidad.
Si esta aspiración, expresada muchas veces por Zarlino dentro de sus obras, no dispuso
en el plano de los hechos más que, de escasas verificaciones, esto se debía, precisamente, a
la secular distancia que siempre había separado la música de la cultura y la teoría de la
praxis. El teórico del Renacimiento que aspirara a retornar a la esencia clásica de la antigua
Grecia no podía hacer otra cosa que correr tras un mito inasible, puesto que del arte griego
sobrevivieron los modelos arquitectónicos, literarios, teatrales y figurativos, pero no los
musicales. En la imposibilidad de imitar de forma concreta los modelos antiguos — hasta
entonces inexistentes durante siglos, a causa de una tradición irremediablemente rota por
múltiples razones, cuyo recuerdo es inútil ahora — , es significativo que se repitiera, cada
vez con mayor insistencia, esta apelación de signo humanista con relación a la esencia
clásica del mundo griego, ya que para el músico y el teórico renacentistas aquélla representó
la vía que los liberaría de las abstracciones y de los galimatías medievales con el fin de
descubrirles la linealidad y la sencillez racionales que la nueva armonía parecía poder
realizar.
Es siempre arriesgado hacer comparaciones entre artes tan diferentes entre sí; sin
embargo, quizás no sea demasiado atrevido afirmar que hay algún parentesco, debido a las
motivaciones filosóficas (en particular) y culturales (en general) que se sitúan a la base de
dicho parentesco; éste es el que se observa entre la nueva ciencia de la perspectiva de los
pintores renacentistas como intento de racionalizar y organizar el espacio figurativo, el que
se observa entre la nueva ciencia de la perspectiva de los pintores y la armonía tonal de
Zarlino y de los teóricos que sucedieron a éste, como intento, a su vez, de racionalizar el
espacio sonoro. Zarlino representó la primera tentativa de neohumanismo musical,
formulado desde la nueva ciencia de la armonía; a pesar de esto, no supo todavía abordar, en
el plano musical, todas las consecuencias de sus intuiciones teóricas, permaneciendo, en el
fondo, ligado a la práctica contrapuntística.

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La cultura de la ópera: 1580-1719. David MEDINA (1998). Cap. 6 de Jean-Jaques


Rousseau: lenguaje, música y sociedad. Barcelona, Ediciones Destino Colección
Ensayos/Destino, nº 39, pp. 189-210.

El recitado fue considerado como el redescubierto lenguaje de aquel primer


hombre; la ópera, como el re encontrado país de aquel ser idílica o heroicamente
bueno, que en todas sus acciones obedece a la vez a un instinto artístico natural
(...). A nosotros nos es ahora igual que con esta recreada imagen del artista
paradisíaco los humanistas de entonces combatiesen la vieja idea eclesiástica del
hombre corrompido y perdido de suyo (...). Bástenos con haber visto que la magia
propiamente dicha y, con ello, la génesis de esta nueva forma de arte residen en la
satisfacción de una necesidad totalmente no estética, en la concepción del hombre
primitivo como hombre bueno y artístico por naturaleza: ese principio de la ópera
se ha transformado poco a poco en una exigencia amenazadora y espantosa, que,
teniendo en cuenta los movimientos socialistas del presente, nosotros no podemos
ya dejar de oír. El “hombre bueno primitivo” quiere sus derechos: ¡qué
perspectivas paradisíacas!
F. NIETZSCHE, El nacimiento de la tragedia

Es arriesgado segmentar la historia, en cualquiera de sus manifestaciones.


Determinar un período es siempre algo arbitrario. ¿Por qué 1580? Entre esa fecha y
1600 el Renacimiento italiano, al calor de los ideales humanistas, alumbró una forma
de entender la música que apenas experimentaría cambios, al menos en el plano
teórico, hasta mediados del siglo XVIII. La estética de los philosophes representa, en
varios sentidos, la cima de esta tradición — la “cultura de la ópera”, como la llama
Nietzsche.
Nuestro itinerario, sin embargo, acabará un poco antes, en 1719, año de publicación
de las Réflexions critiques sur la peinture et la poésie, obra del abate Du Bos. En este
libro se expone, por primera vez, una teoría completa de la mímesis capaz de albergar
a la música bajo ese concepto, situándola, pues, en el mismo rango que otras artes y
aun reconociendo su mayor poder expresivo. Las concepciones posteriores son, en
gran medida, deudoras de él y por eso Du Bos merece, cuando menos, ser reconocido
como iniciador y punto de inflexión.

§ 1. Se ha discutido mucho a lo largo de la historia de la estética musical sobre las


relaciones entre música y lenguaje. Platón, en la República, prescribía la subordinación
de la armonía y el ritmo al discurso poético, a su vez supeditado a fines ético-
educativos. Fue esta idea el común punto de partida para los florentinos de la Ca-
merata Bardi en su esfuerzo por simplificar el complejo contrapunto que el
Renacimiento había heredado del Ars Nova medieval, desarrollándolo hasta formas
polifónicas de las que la sólida unidad plural alcanzada en las misas de Palestrina es el
ejemplo paradigmático.
De entre las producciones teóricas de aquel grupo de reformadores musicales, quizá
más interesantes que sus realizaciones prácticas, a juicio de los historiadores la de
mayor significación es el Dialogo della musica antica e della moderna, obra publicada
en 1581 por Vincenzo Galilei, padre del famoso Galileo.

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No obstante, atendiendo tanto a su prioridad cronológica como a nuestro propósito


de limitamos a recordar a grandes pasos los elementos que confluyen en las teorías de
las artes características de la segunda mitad del siglo XVIII, será preferible prestar
atención al breve Discorso sopra la musica antica, escrito hacia 1580 por el promotor y
mecenas de la Camerata.2
El conde de Bardi no tuvo la intención de dar un gran tratado teórico. Su Discorso
no pretendía más que resumir para un músico, Giulio Caccini, los principios del que
luego será, por obra entre otros de este último, stile rappresentativo o seconda pratica.
“La música — recuerda Bardi a su corresponsal —, así la define Platón en el tercer
libro de la República, diciendo: (...) es un compuesto de hablar, de armonía y de ritmo”.
Aclara luego que el ritmo depende de la cantidad de las sílabas — largas o breves —
que forman el texto cantado, mientras que la armonía es el resultado de respetar un
equilibrio entre las diferentes voces, caracterizadas cada una por su propia estructura
métrica.
Estas nociones preliminares, tras una larga explicación sobre los antiguos modos
griegos, conducen al núcleo del tema: ¿cómo debe valorarse el contrapunto, es decir,
“la mezcla de varías melodías y varios modos, cantados a la vez, con distintos ritmos,
en los graves, los agudos y los medios”?. En un madrigal, el género entonces de moda,
las palabras se repiten y se superponen: la poesía, literalmente, queda “desgarrada” y
los versos en trozos flotantes y sin sentido. La impresión de conjunto, descrita con
elocuencia, es la de una total confusión en la que apenas cabe entender nada:
“Maese Bajo, gravemente vestido con [redondas] y [blancas], anda majestuoso
por la planta de su palacio mientras Soprano, engalanada con [blancas] y [negras],
se apresura con paso rápido por la terraza y Maese Tenor y Contralto, con
movimientos y vestidos diferentes a los de los otros, vagan por las habitaciones de
los pisos intermedios”.

Este enredo polifónico acaso produzca algún placer al oído, pero es estéril en cuanto
a expresividad emotiva e incapaz de suscitar en el oyente, como pretendían los griegos,
alguna cualidad moral. Es preciso mirar de nuevo hacia ellos y restablecer en la música
una luz que la oscuridad de siglos ha hecho olvidar. Para dirigirse a este fin, el primer
paso es respetar en todo momento la marcha poética:
“Al componer — concluye Bardi —, os las ingeniaréis, sobre todo, para que el
verso esté bien regulado y las palabras se entiendan tanto cuanto se pueda, sin que
os extravíe el contrapunto (...), pues consideraréis como evidente que, así como el
alma es más noble que el cuerpo, del mismo modo las palabras son más nobles que
el contrapunto”.

Los trabajos de la Camerata dieron su fruto cuando el grupo, debido a las


circunstancias políticas de Florencia, había dejado de existir como tal.3

2 El Discorso suele atribuirse a Giovani de Bardi. Es probable, sin embargo, que no fuera obra suya, sino de Galilei o de

algún otro de los miembros de la Camerata. Tal es, cuando menos, la hipótesis de O. Strunk en su edición del Discorso
incluida en la antología Source Readings in Music History (Nueva York & Londres, 1965), vol. n, pp. 100-111. Para una visión
de conjunto de los trabajos de la Camerata, véase: C. Palisca, The Florentine Camerata. Documentary Studies and Translations
(New Haven y Londres, 1989). De acuerdo con este autor, el proyecto impulsado por Bardi es el resultado de unir las ideas
de Girolamo Mei sobre el carácter monódico y expresivo de la música griega y el credo humanista, concretado en este caso
en la pretensión de crear una música en la que primara lo humano, el lenguaje y la voz (pp. 81-82).
3 El conde de Bardi cayó en desgracia cuando en 1587 Fernando de Médicis se hizo con el poder de la Signoria. Decidió

abandonar Florencia y trasladarse a Roma en 1592

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El “recitar cantando” inició su andadura como melodramma in musica — hablar de


ópera es prematuro — a fines del Cinquecento y, tras unos tanteos hoy perdidos, entró
con pleno derecho en el mundo de las artes gracias a Eurídice, un libreto de temática
pastoril-mitológica, obra de Ottavio Rinuccini y puesto en música por uno de los
miembros de la Camerata: Jacopo Peri. La obra fue representada por primera vez en
octubre del año 1600, con motivo de la boda de María de Médicis con el francés
Enrique IV.
Las afirmaciones de Peri en el Prefacio que escribiera en 1601 al imprimir la
partitura muestran la amplitud de su deuda con la Camerata. Explica, para empezar,
que, a su juicio, la tragedia griega estaba a medio camino entre la variación por
intervalos del canto propiamente dicho y aquella, menos marcada, que corresponde al
lenguaje en su uso cotidiano. Esta creencia, y el convencimiento de que era posible
revivir los modos de la Antigüedad 4, justificaban que las leyes armónicas fueran
sacrificadas en favor de la escritura musical que se impondría con el nombre de stile
rappresentativo. En ella, es característico el empleo generalizado del recitativo
acompañado por un basso continuo. La línea melódica del canto se amolda a la dicción
poética, apoyándose en las sílabas sostenidas y apreciables.
Mientras, las notas graves esbozan un acompañamiento muy simple de acordes
cifrados, lo que significa el uso de dos grupos de instrumentos: unos ejecutan las notas
del cifrado y otros, con libertad de improvisación, desarrollan los acordes. Las
disonancias a que pudiera dar lugar el juego entre la voz y los instrumentos tenían que
ser aceptadas, no en nombre de la armonía, sino en función de la cadencia propia del
verso.
Los recursos declamatorios y expresivos del verso marcan, a través del acento
prosódico, los virajes emocionales y señalan así el momento de una vuelta hacia la
consonancia. Merece la pena citar la descripción que él mismo dio de su método:
“Era necesario imitar el habla mediante el canto (...). Los antiguos griegos y romanos
(los cuales, en opinión de muchos cantaban por completo sus tragedias al ponerlas en
escena) habían usado una armonía [es decir, una progresión de intervalos] que se
elevaba por encima del habla ordinaria y que, estando por debajo de la melodía cantada,
adoptaba una forma intermedia entre ambas”.

Justo a los tres días de la primera representación de Eurídice, Caccini llevó a la


escena del teatro de la Galería de los Ufizzi un nuevo melodrama, I1 rapimiento di
Cefalo. El stile rappresentativo alcanzó rápidamente una plena madurez con Claudio
Monteverdi, cuya Favo1a d’ Orfeo tuvo un gran éxito en los carnavales de Mantua de
1607. La tragedia griega, idealizada, había renacido en la Italia humanista. El Barroco
haría suya aquella forma de entender la música, pero alejándose cada vez más de las
intenciones de quienes iniciaron el camino.
Florencia, muy pronto, dejó pasar la ópera naciente, primero a Roma y luego a
Venecia, que llegó a convertirse en la capital del género: hacia 1700 funcionaban allí
regularmente diecisiete teatros líricos y se habían estrenado más de trescientas
cincuenta óperas.

4El conocimiento de la música antigua que tienen los miembros de la Camerata es prácticamente nulo. Los raros vestigios
que hoy poseemos fueron rescatados a finales del siglo XIX. Galilei descubrió en 1581 tres himnos griegos — a la Musa, a
Nímesis, al Sol: los dos últimos suelen atribuirse a un citarista protegido por el emperador Adriano.

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En la ciudad de los canales, primero con Cavalli y, sobre todo, con Cesti, el difícil
equilibrio entre música y poesía alcanzado por Monteverdi quedó progresivamente
roto en favor de un espectáculo donde la tendencia a diferenciar las arias de los
recitativos repartía entre las dos artes — la música y la poesía — las fuerzas que el
círculo de Bardi había querido reunir.

§ 2. Antes de trasladarnos de nuevo al mundo cultural francés, convendrá detenerse


aún en la respuesta de la escuela polifónica, defensora de las leyes del contrapunto y,
en consecuencia, contraria a la primacía que iba adquiriendo el verso en detrimento
del equilibrio entre las diferentes voces. En 1600, casi simultáneamente a las
representaciones de Eurídice, el músico y tratadista boloñés Giovanni Maria Artusi
publicó un sarcástico libelo contra la obra de Monteverdi y, en general, contra lo que ya
empezaba a conocerse como “seconda pratica”.
Su alegato — Delle imperfezioni della moderna musica — reunía todos los argumentos
que, a su entender, condenaban a un rápido fracaso las innovaciones ejemplificadas en
algunos pasajes del madrigal “Cruda Amarilli”, incluido luego por Monteverdi en el
Libro Quinto. La “música acentuada”, de acuerdo con Artusi, es una “quimera”, un
“castillo en el aire” y, lo que es peor, una ofensa para el oído.
Unos pocos compases del joven compositor — Monteverdi tenía 33 años, Artusi 60
—, transcritos prescindiendo del texto, eran prueba suficiente para mostrar su negli-
gencia o su desconocimiento de “las buenas reglas”. Los músicos las habían recopilado
a lo largo de siglos; además — argumento decisivo —, están fundadas en la Naturaleza
y en la Razón.
Los acordes practicables y los que no lo son, las consonancias y las disonancias, las
cadencias permitidas, el conjunto de las leyes de la polifonía es resultado del fenómeno
de la sucesión de tonos que produce una cuerda al ser dividida según ciertos cálculos
matemáticos.
El principio de la polifonía es, pues, bien simple:
“La [voz] superior es parte de la inferior y surge de la inferior y, siendo parte de
ella, debe estar en relación a ella (...). Esto es verdad, el experimento del monocor-
dio os lo mostrará. En la nota más grave del conjunto del sistema [armónico], o de
alguna composición, puede representarse un ojo, emitiendo rayos visuales y
abarcando todas las partes, observando en qué proporción corresponden a su origen
y fundamento”.

El interés dramático de la poesía no puede anteponerse a este axioma: en esto se


resume el argumento de Artusi. Sin duda estaba lejos de los grandes teóricos como
Zarlino, cuyas Instituzioni armoniche (1558) cita en su favor; no obstante, fue quizá el
primero en darse cuenta de los caminos divergentes que abrieron las dos grandes
aportaciones musicales del Renacimiento: por un lado, la búsqueda de la expresividad
dramática hacía recaer el énfasis sobre el ajuste entre prosodia y melodía; por otro, el
establecimiento de las bases matemáticas de la armonía racionalizaba la escritura a
varias voces y alimentaba la tendencia a reconocer la autonomía del lenguaje musical.

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Monteverdi, fiel al estilo polifónico en sus cuatro primeros libros de madrigales,


quiso explicar su evolución hacia nuevas formas en un tratado que nunca llegó a
escribir y que debería haberse titulado Seconda pratica, ovvero, delle perfezioni della
moderna musiea. Al final, ayudado por su hermano Giulio Cesare, dio réplica a las
críticas de Artusi mediante una Dichiarazione publicada en apéndice a los Seherzi
musicali (1607).
Más allá de la simple polémica técnica, centrada sobre todo en el uso de los acordes
disonantes de séptima5 y de ciertos intervalos melódicos, este manifiesto del stile rap-
presentativo revela la profunda brecha abierta en el seno de la teoría musical. Para
Artusi, convencido de la autonomía del lenguaje armónico, no era ni siquiera
necesario citar los versos del “Cruda Amarilli”: el madrigal se alejaba de las reglas y
el juicio estético necesariamente debía referirse a ellas.
Monteverdi, acogiéndose como ya hiciera Bardi a la autoridad de Platón, define la
“música acentuada” por su valor expresivo y, por tanto, invierte la relación entre la
melodía y la armonía, subordinando esta última al componente poético de la partitura.
El gran tema de la estética musical de los siglos XVII y XVIII se enuncia así como
alternativa irreductible:
“Por Primera Práctica [se entiende] aquella que se encamina hacia la
perfección de la armonía, es decir, aquella que considera la armonía, no como
gobernada, sino como gobernante, no como sierva, sino como señora de las
palabras; fue descubierta por los primeros que en nuestra notación musical
escribieron para más de una voz (...). Por Segunda Práctica [se entiende] aquella
que se encamina hacia la perfección de la melodía, es decir, aquella que
considera la armonía, no como gobernante, sino como gobernada y que hace de
las palabras las señoras de la armonía”.

§ 3. El humanismo musical no tardó en extenderse por Europa. En Francia, los


precoces experimentos para crear una musique mesurée, en correspondencia con una
nueva lírica en la que los versos debían contarse según la distinción clásica entre
sílabas largas y breves, apenas habían salido del restringido círculo del poeta Antoine
Baïf, fundador de la Académie de poésie et de musique, cuya efímera actividad se
circunscribe al período comprendido entre 1571 y 1584.
Durante la regencia de María de Médicis y luego bajo el gobierno de Mazarino se
favoreció la introducción en Francia de la música italiana y se representaron para la
corte algunas óperas, aunque sin llegar a despertar grandes entusiasmos.
La tragédie lyrique llegó con casi un siglo de retraso: por entonces la tradición
italiana — ya bel canto — se había alejado notablemente de su primera simplicidad,
en un palidecimiento de las cualidades poéticas y dramáticas en favor de la
progresiva independencia de la orquesta y de las proezas vocálicas de los intérpretes.
Tras la muerte de Mazarino — en 1661, siendo ya rey Luis XIV —, Colbert, defensor
de la autonomía económica y cultural, potenció el desarrollo de un estilo de música
propiamente francés.

5 “Hacia 1600 — comenta M. F. Bukofzer — se pasa de la disonancia preparada a la disonancia no preparada. Las
disonancias, en particular las de séptima y de novena, ya no tienen, en efecto, que ser preparadas a poco que estén justificadas
por palabras expresivas, como crudo, acerbo o lasso, de uso corriente en el madrigal” (op. cit., p. 42).

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El mérito suele atribuirse — olvidando la primera tentativa realizada por Perrin y


Cambert — al italiano Lully, francés adoptivo, colaborador en los espectáculos de la
corte de Luis XIV desde 1653 y responsable de la creación de un teatro musical que
pretendía conservar el espíritu de los iniciadores florentinos y atender de nuevo al
principio de la declamación, aunque cambiando, eso sí, la lengua. Durante diez años
colaboró Lully con Moliere en un género híbrido, la comédie-ballet, gran espectáculo
cortesano hecho posible por la creciente maquinaria y caracterizado por incorporar
música y danza a la acción teatral: la escena turca con la que concluye Le Burgeois
gentilhomme es una buena muestra.
En 1672 se independiza de Moliere y triunfa al año siguiente con su primera ópera:
Cadmus et Hermione, compuesta para un libreto de Philippe Quinault, en adelante su
colaborador poético. Su éxito le sirvió para obtener el privilegio por el que se
constituye la Académie Royal de Musique, instalada desde su fundación en la sala del
Palais-Royal, de donde fue preciso desalojar a la compañía de Moliere.
Lully se convirtió de este modo en el único beneficiario de un verdadero monopolio
— también al arte se le aplicaban las reglas del proteccionismo económico —
destinado a cubrir las costosas demandas de entretenimiento, que crecían a la par que
los años del monarca. Hasta el momento de su muerte, ocasionada en 1687 por la
entusiástica dirección de un Te Deum, produce una quincena de tragedias líricas,
logrando tal vez su mejor resultado en 1686 con Armide, obra que adapta para la
escena algunos pasajes de la Gerusalemme liberata de Tasso.
Recordemos los rasgos que iban a caracterizar durante más de un siglo las obras de
la escuela musical francesa. Armide, como decimos, es buen ejemplo del genio
creativo del tándem Lully-Quinault. El núcleo de su trabajo, un verdadero estudio
psicológico de las contradicciones pasional es de la protagonista, está en las escenas
de recitativo, inspirado éste en el modelo prosódico de los monólogos de Racine 6. En
los momentos de exaltación emotiva, la línea melódica tiende hacia pasajes más
cantables, los llamados petits airs. La austeridad musical está, en fin, compensada por
brillantes escenas de danza — los divertissements — acompañadas con frecuencia por
las acciones ex machina de los dioses o por apariciones y transformaciones mágicas y
maravillosas.
El conjunto de esos elementos se distribuye en cinco actos, precedidos de un
prólogo alegórico donde, como era habitual, se rinde tributo a la figura siempre
presente del rey. En esto último, tanto como en las cualidades musicales de la dicción
del verso, se resume el rasgo que mejor identifica las obras de Lully, síntesis y
compromiso entre, por una parte, el clasicismo que codifica las reglas de la estructura
dramática y, por otra, el pleno barroco puesto al servicio de la propaganda y la
magnificencia del poder absoluto.
Tras muerte de Lully, la prohibición que pesaba sobre la música italiana desapareció. El
Tratado de Pignerol restableció la paz entre Francia y Saboya, los músicos italianizantes,
como Charpentier, fueron aceptados en la corte. Como era de esperar, rápidamente se pusie-
ron en contraste las dos escuelas musicales.

6 “Nuestros más bellos recitativos en música — escribe Batteux — no tienen por base y fundamento de su canto otra cosa
que la declamación natural. Cuando Lully componía los suyos, rogó algunas veces a La Champmeslé que le declamara las
palabras: anotaba rápidamente sus tonos y luego los reducía a las reglas del arte” (Les Beaux-Arts, París, 1989, p. 233). La
Champmeslé fue la actriz preferida por Racine para representar sus tragedias. La anécdota que cuenta Batteux procede de
autores anteriores.

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El Parallèle des Italiens et des Français, del abate François Raguenet, proclamaba en
1702 la superioridad literaria de la tragedia lírica — ”si sólo se hicieran declamar las pala-
bras sin cantadas, cautivarían tanto como las tragedias ordinarias” —, al tiempo que
reconocía que, casi en todo lo demás, la preferencia debe darse a los italianos. Raguenet
habla, como hombre de mundo, de sus propias experiencias y de la impresión que le produjo
durante una estancia en Roma la música italiana. Al valorarla, comienza por una reflexión
lingüística:
“La lengua italiana, considerada en relación al canto, tiene una gran ventaja
sobre la lengua francesa, pues todas sus vocales tienen un sonido pleno, mientras
que en nuestra lengua a cada paso se encuentran vocales mudas, que apenas
tienen sonido, sin hablar de la concurrencia de consonantes (...). No puede
formarse ninguna cadencia ni ningún pasaje agradable con la mayor parte de
nuestras sílabas y por eso se pierde la mitad de lo que cantan nuestros actores”.

De todos modos, este asunto, al que tanta importancia dará luego Rousseau, es
secundario en la argumentación de Raguenet. De su viaje a Roma recuerda, por encima de
todo, la expresividad de la música considerada en sí misma, al margen de la limitada calidad
del texto poético y de la nula coherencia dramática. El libreto, dice, es seco y trivial, la
acción fría, las escenas están descosidas, los diálogos no tienen espíritu ni ingenio”. La mú-
sica, sin embargo, valiéndose de los recursos de la armonía, es plenamente eficaz para
suscitar las más variadas emociones en el auditorio. Esa sola razón, aunque no es la única,
es suficiente para justificar su superioridad:
“Pasan del sostenido al bemol y del bemol al sostenido; arriesgan las
disonancias más irregulares (...). Más sensibles a las pasiones que cualquier otro
pueblo, las expresan en sus cantos con mayor energía y vigor. Si es preciso pintar
algún objeto terrible, como una tempestad o un naufragio, expresan tan bien el
carácter en sus sinfonías que la realidad apenas obraría más fuertemente sobre el
alma”.

La defensa de Lully no se hizo esperar. En 1704 Le Cerf de la Viéville, Seigneur de


Freneuse, respondió a Raguenet mediante una Comparaison de la musique italienne et de
la musique française, completada en 1705 con una segunda parte en la que se incluía un
Traité du han gout en musique. Este Traité, escrito en forma de diálogo y en tono de
salón, va más allá del contraste entre las dos tradiciones, intentando poner en claro el
problema concreto a través de una teoría general sobre el funcionamiento del juicio
estético.
Cuando valoramos una obra de arte, por ejemplo una pieza musical, es preciso
acudir, de acuerdo con Freneuse, a dos instancias complementarias. Nuestra propia
experiencia estética — el “sentimiento interno” — no tiene validez si no está referida
a ciertos patrones objetivos y universales, comunes, por tanto, al compositor y al
oyente: “La unión de las reglas y el sentimiento forma el buen gusto”. Ahora bien,
puesto que poco cabe discutir sobre el componente subjetivo del juicio — Raguenet
era lo único que tenía en cuenta —, la cuestión realmente importante estriba en saber
cuáles son esas reglas. Luego, una vez establecidas, podrá decidirse si la tragédie
lyrique es más adecuada al buen gusto que las óperas italianas.
Los principios desde los que se debe juzgar tienen un carácter más general que las
leyes de la armonía — por más que Freneuse no renuncie a ellas, las relega a un
segundo término. Las reglas fundamentales son la sencillez y la expresividad:

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“Llamo simple a lo que no está cargado de ornamentos [y] acordes; llamo


expresiva a un aria cuyas notas se ajustan perfectamente a las palabras”.

En cada pasaje musical, los versos expresan una pasión que debe tener su
contrapartida en la estructura tonal y rítmica; es preciso, además, evitar los excesos,
buscando un equilibrio que excluya las complejidades melódicas o armónicas destinadas al
lucimiento del cantante o al puro placer auditivo. Los ejemplos, tomados siempre de Lully,
y los análisis que los acompañan son apenas un esbozo de esta forma de entender la música
— Rameau la desarrollará con resultados más brillantes.
En cualquier caso, para Freneuse son suficientes para establecer la tesis de la completa
superioridad de las óperas francesas, tanto en el plano literario, como reconocía Raguenet,
como en el estrictamente musical. El teatro italiano ejemplifica, en cambio, el mal gusto,
resultado de encubrir las manifiestas carencias expresivas con lujos ornamentales y
superfluos:
“Representaos a una coqueta vieja y refinada, cargada de colorete, de
maquillaje y de lunares, aplicado todo esto verdaderamente con todo el cuidado y
habilidad posibles: ocultando las arrugas de su rostro y los defectos de su
semblante mediante una apariencia asimismo magnífica y bien dispuesta:
sonriendo y haciendo melindres de la forma más astuta y estudiada; pero
sonriendo a derecha e izquierda, haciendo muecas sin cesar: siempre brillante y
vivaz, ni juicio ni medida: con actitud seductora, con un deseo perpetuo de gustar
a todo el mundo, pero sin corazón, ni alma, ni sinceridad; toda voluble y deseando
cambiar, a cada momento, de lugar y de placer. Así es la música italiana”.

§ 4. La disputa entre Raguenet y Freneuse, como ha observado O. Strunk, es, de hecho,


una de las múltiples ramificaciones de la Quérelle des ancíenes et des modernes. El libro del
primero se publicó con una “Approbatíon” de Fontenelle y, además, su título recuerda
abiertamente los célebres Paralleles de Perrault (16881697). Hay que contarlo, pues, entre
los “modernistas”. Su oponente, en cambio, se sitúa del lado Boileau y de los clásicos: “En
comparación con los italianos — escribe Freneuse —, los músicos franceses son nuestros
Antiguos”.
Esta forma de hacer corresponder los términos del debate entre clasicismo y modernidad
con las escuelas operísticas no fue, sin embargo, ni la única ni la más notable contribución
de aquella polémica literaria a las cuestiones que venían discutiéndose desde los
tiempos de la Camerata. El poder fermentador de la Quérelle sobre la estética musical
se percibe todavía en las Réflexions critiques sur la peinture et la poésie del abate Du
Bos (l719).
De todos modos, si nos interesa aquí Du Bos, eclesiástico, como tantos en aquella
época, más por necesidad que por vocación, no es por ser defensor de los Antiguos,
sino por el tratamiento que hace del concepto de mímesis, por la forma en que lo
orienta hacia lo emotivo y lo pasional, dejando en segundo plano las reglas ra-
cionales. “Du Bos — dice R. Pomeau — preludia la confusión, en la que se
complacerá el Siglo de las Luces, entre la sensibilidad estética y el sentimentalismo”
7
.
7 R. Pomeau, Littérature fran9aise. L'age classique, vol. III (París, 1971), p. 86. No puedo extenderme aquí sobre la
importancia de Du Bos en la estética sentimental característica del siglo XVIII. Citaré, no obstante, como botón de muestra,
su doctrina del sexto sentido, luego ampliada por Hutcheson en su Inquiry into the Original of our Ideas of Beauty and Virtue

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Su teoría de la música, que en las Réflexions critiques ocupa casi tantas páginas
como las partes dedicadas a la poesía y a la pintura, es buen ejemplo de ello y de las
tensiones y equilibrios que condujeron finalmente, en las últimas décadas del siglo
XVIII, a las teorías expresivas o románticas del arte. En su libro El espejo y la lámpara,
M.H. Abrams muestra la progresiva importancia que fue adquiriendo en las teorías
miméticas c1asicistas la “espontaneidad emocional del creador”. Este proceso
llevaría, de acuerdo con las explicaciones de Abrams, a una idea de arte que concede
siempre el primer plano “al poeta mismo y a sus propias fuerzas mentales y
necesidades emotivas”.
En la estética musical se produjo una transformación análoga. Desde Galileo y
Bardi, era habitual entre los teóricos de la música insistir en la necesidad de que la
melodía imitara las inflexiones de la voz, con el propósito de expresar así, en todos
los registros, a través de las palabras y del canto, un referente común: el êthos, dicho
aristotélicamente, o, en otros términos, cierto carácter humano universa1. “La parte
más importante y principal de la música — había escrito Galilei —, es la imitación
de los conceptos que se derivan de las palabras.” Sólo procediendo así puede la
música cumplir su finalidad y “expresar las pasiones del ánimo”. El portavoz de
Galilei en el Dialogo della musica antica e della moderna aconsejaba como sigue a sus
contemporáneos:
"Cuando el músico antiguo cantaba algún poema, primero consideraba con gran
diligencia el carácter de la persona que hablaba: su edad, su sexo, con quién ha-
blaba y el efecto que pretendía producir; y estos conceptos, previamente vestidos
por el poeta con las palabras adecuadas al caso, el músico los expresaba en el
tono, y con los acentos y gestos, la cantidad y cualidad del sonido, y con el ritmo
adecuado a esta acción y a tal persona”.

Du Bos desarrolló estas afirmaciones descendiendo hacia lo singular e individual,


desplazando el énfasis desde la pasión conceptualizada a su realidad más concreta,
inmediata y empírica. Aceptaba que las palabras pueden dar el lado afectivo del
hombre en conceptos, pero entendía que la música, en cierto modo, las aventajaba por
su proximidad a la fuente originaria, por imitar “el lenguaje inarticulado del hombre y
todos los sonidos naturales de los que se sirve por instinto”. Quedaba así establecido
un punto de referencia para todos los que, después de él, discutieran el problema de la
mímesis musical:
"Del mismo modo que el pintor imita los rasgos y colores de la naturaleza, el
músico imita los tonos, los acentos, los suspiros, las inflexiones de la voz, en fin,
aquellos sonidos con ayuda de los cuales la naturaleza misma expresa sus
sentimientos y pasiones. Todos estos sonidos tienen [...] una fuerza maravillosa
para emocionarnos, porque son los signos de las pasiones, instituidos por la
naturaleza, de donde han recibido su energía, mientras que las palabras articuladas
no son más que los signos arbitrarios de las pasiones”.

(1725). “Cuando se trata de conocer — es Du Bos quien habla — si la imitación que se nos presenta en un poema o en la
composición de un cuadro es capaz de excitar la compasión y de enternecer, el sentido destinado a juzgar es el mismo
sentido que se habría enternecido, es el sentido que habría juzgado el objeto imitado. Es ese sexto sentido que hay en
nosotros sin que veamos sus órganos. Es la porción de nosotros mismos que juzga por la impresión que siente y que, por
servirme de los términos de Platón, se pronuncia sin consultar la regla y el compás. Es, en fin, lo que comúnmente se llama
sentimiento” (Réflexions critiques sur la poésie et la peinture, Geneve-París, 1993, reimp. facs. de la edición de 1770, II, p.
342). La influencia de las Réflexions critiques la atestiguan las cuatro ediciones que tuvo antes de 1742, fecha de la muerte
del autor. Sobre Du Bos, véase: A. Lombard, L' abbé Du Bos, un initiateurde lapensée moderne, 1670-1742 (París, 1913); E.
Cassirer, Filosofía de la ilustración, op. cit., pp. 332-334 Y 353-357; E Fubini, Empirismo e Classicismo Saggio sul Dubos (Turín,
1965); J. Neubauer,op. cit., cap. IV: “Problems in musical imitation”.

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Esto parece y es ciertamente innovador: se asignaba al arte de los sonidos un objeto


específico de imitación — ejemplos 1 y 2. Con todo, Du Bos estaba lejos de re-
conocer la plena autonomía de la música. El pasaje citado parece un buen principio
para culminar en lo que hubiera sido una tesis inaudita. Sin embargo, las consi-
deraciones que le siguen son de un corte bastante convencional y, en conjunto, un
tanto decepcionantes.
Cuando considera Du Bos la música pura — las symphonies —, las insuficiencias de
su teoría mimética se evidencian con toda nitidez. Llega a sugerir que los pasajes
instrumentales de una ópera pueden excitar los afectos de la audiencia cuando las
palabras no pueden hacerlo, pero de inmediato añade que tal género de composiciones
no escapa al principio de la mímesis: son imitaciones de la naturaleza no humana, de la
tempestad, del oleaje rompiendo contra las rocas, del murmullo de los arroyos. Ante la
evidencia de que tan estrecho punto de vista no da cuenta por completo de la práctica
artística, se ve forzado a continuar hablando de representación respecto a realidades
tan dispares como las imágenes oníricas o “el ruido que hace una sombra al salir de su
tumba”. “Los músicos — dice —, componen a menudo sinfonías para expresar ruidos
que nunca hemos oído.”
Al llegar aquí, resulta evidente que los conceptos chirrían de forma notable, agotan-
do su poder explicativo bajo el peso a que los somete el rechazo del arte como entidad
autosuficiente, como estructura y forma, valiosa en sí misma y no por su cualidad
referencial o descriptiva. Por supuesto, era inevitable reconocer la existencia de textos
musicales no representativos, pero sólo para condenarlos acto seguido, atribuyéndoles
la calificación peyorativa de ser un mero “cosquilleo para los sentidos”.
Este género sinfónico, apunta Du Bos, “es semejante a esas pinturas de la China
que no imitan la naturaleza y que sólo placen por la vivacidad y la variedad de sus
colores”. Finalmente, el último recodo de las Réflexions critiques nos devuelve, no sin
que quede una cierta incertidumbre sobre su solidez, al tradicional sometimiento de la
música a la poesía. Los términos son los mismos que empleara Monteverdi en su
disputa con Artusi, pero, tras el vacilante examen que los precede, ya no hay en ellos
la firmeza que habían tenido en los primeros compases de la cultura barroca:
“La riqueza y la variedad de los acordes, los adornos y la novedad de los
cantos no deben servir en música más que para hacer y para embellecer la
imitación del lenguaje de la naturaleza y de las pasiones. La llamada ciencia de
la composición [es decir, la armonía] es una sierva (...). Todo está perdido,
perdóneseme esta figura, si la esclava se hace dueña de la casa y si se le permite
arreglada a su antojo, como un edificio que sólo para ella se hubiera hecho”.

Du Bos amplió la 2ª edición de su obra, en 1733, añadiendo a los dos volúmenes que
formaban la edición de 1719 un tercero dedicado íntegramente al teatro antiguo. Su
imagen de la tragedia clásica, para él muy superior a los intentos hechos por
restablecerla, se inspira también en los autores italianos de principios del Secento: “La
música de la que hablan los autores antiguos (...) no era más que una simple
declamación”. Esta creencia en el carácter esencialmente musical de la prosodia griega
y latina, unida al esbozo de una teoría del lenguaje primigenio de las pasiones, será a su
vez el legado que dejará Du Bos a Condillac, su sucesor en la escuela empirista
francesa. En Condillac, sin embargo, las cuestiones de estética musical son tan sólo uno
de los componentes de una teoría lingüística de más amplio vuelo cuya importancia en
la historia de las ideas ha sido raras veces reconocida.
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LA MÚSICA, CENTRO DE LAS ARTES. Alfred EINSTEIN (1991). Capítulo 3 de


La música en la Época Romántica, Madrid, Alianza Música, 29-40.

Tendencia hacia la fusión de las artes


El inicio de la era romántica tuvo lugar durante el período del imperio napoleónico, y
esta extraña coincidencia de contrastes constituye un ejemplo más de la tensión romántica
entre polos opuestos. El rococó, época estilística del siglo XVIII inmediatamente anterior al
Imperio, fue el eco último y trémulo de la grandeza del barroco, totalmente dependiente del
gusto más exquisito, de la elegancia suprema, de un marco escogido dentro del cual cierta
reminiscencia de la antigüedad armonizaba muy bien con las influencias del lejano oriente
y en especial de China. Por el contrario, el Imperio desterró todo lo oriental, todo lo
artificial, concentrándose en una antigüedad maciza y monumental que magnificó hasta
adquirir proporciones gigantescas — un tipo de clasicismo que nos legó algunos de sus
ejemplos más exagerados en ciertas estatuas de Canova. Desde el punto de vista artístico
supuso la asfixia, el agotamiento, la racionalización del rococó. Tenía que desembarazarse
de sus excesos y encontró su polo opuesto en la música.
El siglo XVIII había intentado mantener las artes separadas entre sí. Cierto que
LESSING, uno de los hombres más preclaros de su tiempo, no se inclinó muy
favorablemente hacia el racionalismo, antes bien se opuso a la tragedia francesa «clásica»,
con sus tres famosas unidades, y manifestó un especial desagrado hacia Voltaire, mientras
admiraba la «ausencia de reglas» en Shakespeare. Su gusto por lo no convencional hizo
posible que en los polvorientos salones de la literatura germana penetrara una ráfaga de aire
fresco. No obstante, en el Laocoonte, su ensayo más significativo sobre el arte, abogó por
una diferenciación estricta entre lo pictórico y lo poético, estableciendo entre ambas áreas
los límites perfectamente definidos de lo que era representable en cada uno de ellos. De
haber vivido más tiempo (murió en 1781), se hubiera resistido apasionadamente a la
invasión de lo «musical» en la poesía y en la pintura, aduciendo que se trataba de un
elemento misterioso, perturbador e incontrolable. Una vez más habría insistido en señalar la
diferenciación precisa entre dichas artes y, sin más contemplaciones, habría puesto a la
música en su lugar.
Pero para los románticos todas las artes se fundían en una sola. Esta tendencia era tan
imperiosa que ni siquiera se resistieron a ella algunas de las personalidades más destacadas
nacidas y educadas en el ambiente diáfano del siglo XVIII. En su Braut von Messina
(1803), Schiller volvió a introducir el coro griego con la intención expresa de conseguir que
la tragedia pudiera «liberarse en cierto modo de los límites de la realidad», tal y como a él
le parecía que la ópera lo había logrado. Tanto Schiller como Goethe veían con un deje de
envidia la naturaleza y el desarrollo de la ópera. El Don Giovanni de Mozart causó en
Schiller una profunda impresión y La Flauta Mágica impresionó hondamente a Goethe —
hasta el punto de intentar una continuación, una segunda parte. No deja de ser significativo
que este período produjera de inmediato el fondo musical para las obras más tardías de
Shakespeare, y en especial para La Tempestad, que tantas cosas tenía en común con La
Flauta Mágica. Más de una vez fue adaptada La Tempestad como ópera — por ejemplo, en
1798 lo hizo Johann Rudolf Zumsteeg, en el sur de Alemania, y en el mismo año Johann
Friedrich Reichardt, alemán del norte.

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¿Qué otra cosa es la segunda parte del Fausto de Goethe sino la réplica literaria de una
«ópera mágica», casi podría decirse de una «gran ópera»? En todo caso es imposible pensar
en la segunda parte del Fausto, ni representarla, sin música.

La música y la palabra
Si los grandes «clásicos» de la literatura germana fueron incapaces de resistirse a las
tendencias musicales románticas, los auténticos románticos contemplaron la música como
la causa primera, como la matriz misma de donde nacían todas las artes y a la que todas
retornaban otra vez. No hubo un solo poeta romántico que no considerara inadecuado su
propio medio de expresión artística, es decir, el lenguaje. «¡Oh amantes!», se lamentaba
Ludwig TÍECK, uno de los padres fundadores del romanticismo, «cuando confiéis un
sentimiento a las palabras no os olvidéis de preguntamos: ¿hay algo, después de todo, que
pueda decirse con palabras?» La música, esa fuerza misteriosa que penetra hasta lo más
profundo, que hace estallar cualquier forma, parecía la única capaz de formular la
afirmación última, la más directa.
Bettina Brentano, la pequeña y excéntrica amiga de Goethe y de Beethoven, proclamaba
la ineptitud del lenguaje, incapaz a su parecer de dar forma poética a nada, y aseguraba:
«Bien sé que la forma es el cuerpo bello e inolvidable de la poesía, en el cual es engendrada
por obra del espíritu humano; pero, entonces, ¿no tendría que haber, además, una revelación
intuitiva de la poesía que penetrara en los seres vivos de un modo más hondo, más
emocionante y más directo, sin límites formales fijos?» ¡Toda una concepción de la
naturaleza poética! Resulta sorprendente que Bettina no añadiera a renglón seguido: «¡Esta
revelación intuitiva, sin límites formales fijos, es la música!» Pero no era Bettina la única
en exigir que el arte poético tuviera un efecto fisiológico. Virtualmente hubo una inmersión
generalizada de todos los románticos en las profundidades de la música, aparentemente
indefendidas y avasalladoras.
No sólo en Alemania, sino también en Inglaterra y Francia los poetas románticos se
esforzaron en crear una nueva música verbal — en el mejor de los casos, por fortalecer el
latido musical que anima a todo lo que es auténticamente lírico; en el peor, por sentirse
satisfechos con el sonido preciso de las palabras, con el juego de vocales y consonantes.
Cuanto más «musical» fuera un poema, tanto más segura parecía su incursión en las
regiones vírgenes o inexplotadas del sentimiento. Se desvanecían las fronteras, no sólo
entre la música y la poesía, sino también entre la música y la pintura: Philipp Otto Runge,
cuyas descripciones simbólicas deleitaron a los románticos, escribió un diálogo sobre la
similitud entre los tonos y los colores; y en cuanto a William Blake, ¿cómo deberíamos
catalogarlo, en última instancia?, ¿como un profeta bíblico, como un pintor, un poeta, un
músico? En cualquier caso, fue un romántico. De manera que no deberíamos sorprendernos
de que E.T.A. Hoffmann — de quien enseguida nos ocuparemos con más detalle —, en su
crítica a la Sinfonía en Do menor, de Beethoven, exponga este punto de vista de una manera
definitiva: «La música es la más romántica de todas las artes; de hecho, casi cabría decir
que es la única puramente romántica.»
A este respecto, difícilmente puede trazarse un contraste más nítido con el siglo XVIII,
ni marcarse de forma más diferenciada la metamorfosis que se produjo en cuanto al
significado de la música, que llegó a convertirse en un medio a cuyo través lo inefable se
hacía sensorialmente palpable y mediante el cual podía crearse lo misterioso, lo mágico y lo
excitante.

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Para el gran filósofo del siglo XVIII Emmanuel Kant, la «naturaleza» había sido algo de
carácter hostil, cuyo sometimiento constituía una de las tareas de la ética. Juntamente con
sus predecesores ingleses y la mayoría de sus coetáneos, Kant alimentó una desconfianza de
tipo racionalista hacia lo misterioso, lo subconsciente, lo impulsivo. Incluso la música tenía
que ser clara, formal, ordenada, contenida. Pero los románticos empezaron a respetar al
inconsciente, a relajar la forma, a aflojar las riendas. Y alabaron a Beethoven porque les
parecía que había hecho pedazos la forma pura — uno de sus conceptos más erróneos, una
de sus falsas interpretaciones más notorias —, y porque creyeron que les había abierto las
puertas de parcelas desconocidas e incluso incontrolables del sentimiento y de la
estimulación mental.

Reverenciaron a Beethoven por una razón más: la de ser un compositor instrumental


verdaderamente grande y enjundioso. El caso es que la parcela instrumental beethoveniana
fue muy posterior en creatividad a su parcela vocal; y al igual que los románticos
consideraban la música como el centro, el meollo, la venera de todas las artes, así también
veían en la composición puramente instrumental el núcleo de toda la música, debido
precisamente a su naturaleza aparentemente indefinida y ambigua.
Lo que ocurrió exactamente es demasiado característico y merece un tratamiento más
detallado en el capítulo siguiente. Ahora bien — y otra vez están presentes los dos polos
opuestos —, el romanticismo sintió simultáneamente la necesidad de dotar a la música con
una nueva posibilidad de hacerla comprensible mediante una nueva convergencia y fusión
con la poesía: es decir, mediante la música programática.
No obstante, es preciso señalar que tal amalgama iba a producirse por un camino nuevo y
distinto. Siempre, en todas las épocas de la historia, ha habido música programática, desde
el Nomos para aulos, de Sakadas, en el año 586 antes de JC, que describe el combate de
Apolo con un dragón, a las sonatas bíblicas de Kuhnau y la Sinfonía de la Batalla de
Beethoven. Pero la música programática romántica tenía poco en común con su antecesora
inmediata que, totalmente infantil en su intento de representación pictórica, con frecuencia
consistía sólo en un título gracioso, como es el caso de François Couperin o Jean-Philippe
Rameau, la mayoría de cuyas composiciones apenas ofrecen relación alguna entre el título y
el «contenido».
Una música que se contentaba con utilizar sus claves partiendo de las asociaciones más
inmediatas con lo audible: el fragor de la batalla, el canto del pájaro, el tañido de las
campanas, los ecos de la tormenta o los sones pastoriles. Incluso cuando Kuhnau describe
episodios del Antiguo Testamento, o cuando Vivaldi trata de representar sinfónicamente las
cuatro estaciones, o Dittersdorf compone verdaderas sinfonías sobre las Metamorfosis de
Ovidio, todos ellos siguen conservando los límites de la forma, ajustándose al marco de la
sonata, el concerto grosso, o la sinfonía; y — lo que es más importante — se dirigen al
juicio sereno y racional de su auditorio. Utilizando una expresión del siglo XVIII:
«prevalece el intelecto y el raciocinio».
Y también en este aspecto Beethoven dio a las cosas un nuevo sentido. En su sinfonía
Pastoral y en su sonata Los adioses apelaba más a los sentimientos del oyente — así sucede
en toda su Sonata y casi enteramente en su Sinfonía, a pesar de subsistir algunos vestigios
de pinceladas infantiles y ciertos rasgos de un nuevo impresionismo. Esta combinación de
elementos se convirtió en la pauta de la música programática, excepto en lo que se refiere a
la adición de un nuevo ingrediente: el estímulo procedente de la literatura.

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Por así decirlo, el compositor romántico no era ya su propio poeta, sino que buscaba en
su hermana la poesía el acicate para componer: por ejemplo, Berlioz en los novelones
románticos de Victor Hugo, en las escenas coloristas del Weltschmerz de Lord Byron, en las
novelas de Walter Scott, en los dramas de Shakespeare. Más aun, Liszt se sirvió no sólo de
los literatos — Victor Hugo, Lamartine, Schiller, Goethe, Dante, Tasso, Shakespeare —,
sino también de la pintura en la persona de uno de sus peores representantes: Wilhelm
Kaulbach. Bien es verdad que en este caso fue posible utilizar a Kaulbach como fuente de
sugerencias, ya que tatnbién él pintaba «ideas». LISZT fue incluso de la opinión de que con
el poema sinfónico podía conseguirse entre la poesía y la música una unión más íntima que
con la canción, el oratorio o la ópera. Desde tiempo inmemorial la palabra cantada ha dado
lugar o ha desarrollado una conexión entre la música y las obras literarias o cuasi-literarias.
Ahora bien, en la presente tentativa se busca entre las dos una fusión que promete ser más
íntima que todo lo conseguido hasta este momento. Cada vez en mayor número las obras
maestras de la música absorben a las obras maestras de la literatura.
Después de todo lo que se ha dicho y después del desarrollo que ha experimentado la
música en la era moderna, nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Cabe la posibilidad de que
esta fusión — que inequívocamente ha brotado a partir de una manera de sentir más
moderna y de la conexión entre la música y la poesía — pueda ser perjudicial? ¿En qué
sentido la música, que tan indisolublemente unida estuvo a las tragedias de Sófocles y a las
odas de Píndaro, duda ante el pensamiento de fundirse — de modo distinto pero todavía más
ajustado — con las obras literarias de inspiración postclásica, de identificarse con nombre
tales como Dante o Shakespeare?. Sea cual sea la validez de estas afirmaciones categóricas
y de estas preguntas retóricas, todas ellas son características de la tendencia que algunos
románticos sentían de suprimir las fronteras entre la música y la poesía. Ahora bien, en las
sinfonías programáticas y en los «poemas sinfónicos» (¡qué título tan característico!) la
música asumía una posición que no estaba precisamente al servicio de la poesía, sino al
contrario: se creía que al intentar representar de forma más directa, sensual y llamativa lo
que aparentemente constituía la esencia del poema o de la pintura, la música les hacía un
favor.
Lo que sucedió fue una cuestión muy complicada, a la vez que egoísta y altruista. Pero
aun cuando fuera un acto egoísta, concebido para favorecer los principales intereses de la
música, no dejó de ser algo realizado de buena fe. En cualquier caso suponía una mezcla de
los elementos literarios y musicales impensable en el siglo XVIII y típicamente romántica.
Una vez más, en la nueva música programática, los románticos mostraron claramente que,
para ellos, los límites entre las artes se difuminaban, pero que dentro de las combinaciones
resultantes de esta extraña alquimia, la música constituía siempre el elemento más fuerte, el
centro expresivo.
También en la ópera romántica se produjo una mezcla similar y los componentes
musicales experimentaron un cambio de naturaleza casi química. Cierto que la
preponderancia de la música sobre el drama había quedado ya establecida desde hacía casi
dos siglos en la ópera italiana, y si bien ocasionalmente fue tema de cierta controversia, más
bien aparente — por ejemplo, en Gluck —, para aquel entonces su hegemonía no se ponía
en duda ni por un momento. La acción dramática, el libreto de la ópera italiana, no había
hecho el menor intento por romper los vínculos de su servidumbre: de sobra sabía que el
texto de una ópera dependía enteramente de la calidad y el logro del compositor, y de sus
intérpretes.

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Tampoco la ópera romántica, aun sintiéndose opuesta a su rival la ópera italiana,


introdujo ningún cambio en esta relación, y ello fue así porque la ópera romántica
comprendía y reconocía, asimismo, la pujanza abrumadora, la fuerza superior de la música
en el complicado entramado de una ópera. De modo que la petición de Wagner en el
sentido de que, en la ópera, la acción dramática debería prevalecer sobre la música, y de
que ésta debería constituir el principio femenino, mientras que aquélla sería el elemento
masculino, en nada vino a cambiar la situación.
El efecto que produce la obra de Wagner viene a desmentir su teoría, ya que
precisamente él puso todo el énfasis en la música; la única diferencia consiste en que en el
drama musical wagneriano ya no era sólo el cantante quien asumía el peso de la expresión,
sino toda la orquesta reavivada sinfónicamente.

La nueva versatilidad del artista

El abatimiento de las fronteras entre las distintas artes, en especial entre la música y la
poesía, se corresponde con la repentina aparición de un talento doble entre los artistas
románticos. Se trataba de un fenómeno nuevo. Cierto que Guillaume de Machaut, la figura
literaria más importante de la Francia del siglo XIV, había sido poeta y músico a la vez; y
entre los músicos del siglo XVI había muchos que, como Girolamo Parahosco y Thomas
Campion, escribieron sus propios textos. Johann Kuhnau ideó una novela satírica, y Grétry
redactó sus memorias. Bach demostró aptitud para el dibujo — don que dominó en
exclusiva uno de sus nietos. Jean-Jacques Rousseau fue un gran escritor además de un buen
conocedor de la música. Docenas de músicos fueron teóricos o críticos de su arte: Zarlino,
Morley, Marcello, Rameau, Gluck. Pero hacia 1800 llegó un momento en que los músicos
empezaron a dudar sobre la carrera a seguir. Weber fue el primer ejemplo de la nueva
versatilidad, aun cuando — era todavía niño en el siglo XVIII — nunca se apartó
enteramente de su condición de músico. Hizo sus incursiones en el campo de la novela con
el título característico de «Vida de un artista musical» (Tonkünstlers Leben), ya que el
músico a secas del siglo XVIII se convirtió en un «artista musical» en la época romántica.
Weber fue un hombre de letras y un publicista, en el sentido que se daba a este término en
el siglo XIX: él fue el primer músico en tener a su disposición todo el equipo cultural de su
tiempo, y de una forma muy distinta a Beethoven, que, aunque en alguna ocasión se
autocalificara como «poeta de los sonidos», todavía sentía que era ante todo un músico de
arriba abajo; y también de una forma bien distinta a Schubert, cuya naturaleza era
incompatible con el periodismo. Los peligros que este doble talento encerraba para sus
poseedores se pusieron de manifiesto en Schumann, quien — al ser hijo de un librero —
había nacido, por así decirlo, bajo la estrella literaria, y hubo de pasar largos períodos de
tensión y forcejeos, tanto internos como externos, antes de convencerse interiormente de su
vocación musical.
Schumann no había tenido el tipo de aprendizaje que, hasta 1800, era habitual entre los
músicos; y fue precisamente la violencia, el esfuerzo convulsivo con que llegó a dominar la
técnica, lo que deslució su música más tardía y quebró prematuramente la vivacidad de su
espíritu. También Berlioz negó a la música demasiado tarde; ahora bien, de haber vivido
cien años antes, probablemente no hubiera desistido de la cartera de médico, ya comenzada.
Sin duda alguna para él, su doble talento de músico y escritor fue una gran suerte desde el
punto de vista económico.

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Cabría decir que fue un músico profeso, pero que su profesión era la de crítico, de
amante de las bellas letras, de escritor de ficciones, ¡pues qué otra cosa son sus memorias,
sino una novela autobiográfica! El tipo perfecto de «músico cultivado» del siglo XIX lo
representa Franz Liszt, que fue un ensayista, un filósofo de los salones, que en sus ensayos
sobre la música y los músicos expuso sus opiniones sobre todos los temas imaginables,
sobre todos menos el tema en cuestión. Así, por ejemplo, en su Fréderic Chopin, el lector
aprende muy poco acerca de la música y la obra de Chopin, pero mucho sobre Polonia.
Uno de los ejemplos más destacados del doble talento de los románticos y que
constituye, al mismo tiempo, el del precursor de la era romántica se refiere a Ernst Theodor
Amadeus Hoffmann, más o menos coetáneo de Beethoven — era seis años más joven que
Beethoven y murió cinco años antes. Hoffmann no vivió para escuchar las últimas y «más
románticas» composiciones de su genial contemporáneo y, no obstante, fue ya el causante
del equívoco de la visión romántica con la que el siglo XIX contempló a Beethoven. ¿Qué
fue Hoffmann? ¿Un hombre de letras? ¿Un músico? ¿Un funcionario del gobierno? Lo
cierto es que fue realmente un funcionario, un consejero activo del tribunal supremo de
Prusia, que no causó a sus superiores motivos excesivos de queja. ¿Fue un pintor? Cuando
menos, destacó en la ejecución de caricaturas.
Más allá del antagonismo entre la actividad de funcionario y la de artista consiguió un
efecto de verdad insólito con sus historias: el choque de lo cotidiano con lo fantástico, todo
lo que de horripilante tiene el lugar común, la calidad espectral del aburrimiento. En su
música también se insinúa la tensión. Hoffmann que, en términos generales es un
mozartiano para quien la música representaba el relajamiento de todas las tensiones, se dio
cuenta de la insensatez del contrapunto — del tardío contrapunto posterior a Bach, que ya
no tenía vigencia alguna. El núcleo de sus múltiples dotes fue sin duda literario, pero tuvo
dificultad para armonizar todos sus talentos. En su naturaleza la disonancia estuvo siempre
latente.
Más afortunado fue Richard WAGNER, sucesor de Hoffmann, ya que las múltiples
facetas de sus dotes de nacimiento encontraron finalmente su centro de gravedad — tarde,
pero todavía a tiempo — en la música, o para expresarlo con más precisión, en la ópera.
Ahora bien, nada le define de forma más característica como la decisión que tomó, un buen
día, de «ser músico». Traten de imaginar una declaración semejante en boca de Bach,
Haydn, Mozart, Beethoven o Schubert. Todos ellos no tuvieron más elección posible que la
de ser músicos. En «Una comunicación para mis amigos» (Eine Mitteilling an meine
Freunde, 1851), se refiere al desasosegado curso de su evolución y al inestable entorno que
rodeó a toda posible impresión artística:
Más que ninguna otra cosa, mi propio celo por la imitación me arrojó a la composición
poética y musical, tal vez debido a que mi padrastro, un retratista, murió muy pronto, de modo
que el componente pictórico desapareció de mis modelos más inmediatos; de no haber sido
así, quizá también hubiera empezado a pintar, si bien debo confesar que, según yo recuerdo, el
aprendizaje de la técnica del dibujo no me agradaba en absoluto. Escribí obras de teatro, y
cuando empecé a familiarizarme con las sinfonías de Beethoven — lo cual no sucedió hasta
que tuve quince años — me incliné finalmente hacía la música, y también de una manera
apasionada. Mi estudio de la música nunca estuvo totalmente exento de la necesidad imitativa
de tipo poético, pero sí se subordinó a lo musical, si bien sólo incidentalmente compuse
pensando exclusivamente en ello ...

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Maravilla el hecho de que Wagner no se convirtiese en un dilettante, o mejor aún, que no


continuara siendo el polifacético dilettante que en un principio apuntaba, y sólo se explica
por sus tremendas dotes intelectuales y su poderosa energía. En su juventud, Wagner
expuso una sonata para piano y una sinfonía de un estilo tan de aficionado y tan faltas de
originalidad que no es posible escucharlas sin cierto sonrojo. También escribió cuentos
atractivos a la manera de E.T.A. Hoffmann. Primero compuso una ópera «romántica» al
estilo de Weber o Marschner, y después una ópera cómica al estilo francés, similares a las
de Hérold o Auber, con ciertos ingredientes italianos. Finalmente, en Rienzi se convirtió en
un imitador de la «gran ópera» parisina, aunque con mejor gusto.
Pasó mucho tiempo encontrándose a sí mismo y se sucedieron diversas fases hasta que
sus dotes maduraron. En un principio fue el poeta — o mejor sería decir, el dramaturgo
consciente de su objetivo — y, una vez más, se sucedió un período prolongado antes de
que, en su Lohengrin, el músico se impusiera al dramaturgo. Pero durante toda su vida,
Wagner siempre pensó que no sólo era un poeta-músico, sino mucho más que eso: un
crítico de la cultura, un filósofo, un estadista o, más aún, un «redentor a través del arte».
Sólo después de haber transcurrido la época en que los hombres se sintieron
transportados por los logros de Wagner, ha sido posible expresar la idea de que en estos
aspectos particulares, y durante toda su vida, continuó siendo un dilettante. ¡Gran contraste
el suyo con la universalidad de Goethe que se aseguraba mediante la investigación más
rigurosa y la limitación más cauta! Pero es característico de la época romántica que en ella
tuviera cabida incluso el elemento dilettante.

Trasfondo social del compositor romántico

Constituye un signo puramente externo el hecho de que los músicos románticos


procedieran de un estrato civil o social distintos a los de la mayoría de sus predecesores de
los siglos XVII y XVIII. Haendel que fue hijo de un cirujano, Schütz, hijo de un mesonero,
Gluck, de un guardabosques y Haydn, de un carretero, constituyen tan sólo excepciones:
por regla general, los grandes músicos eran hijos de músicos y, a veces, eran el último
miembro de generaciones enteras de músicos. Bach no sólo fue el último descendiente de
una de estas familias, sino padre a su vez de tres exponentes importantes de la profesión
musical: Wilhelm Friedemann, Carl Philipp Emmanuel y Johann Christian. Beethoven era
nieto e hijo de músicos; Wolfgang Amadeus, hijo del vicemaestro de capilla Leopoldo
Mozart.
A este respecto, también Schubert y Weber ocuparon una posición intermedia y de
transición: Weber fue hijo de un aventurero a quien su pasión por el teatro le llevó a la
carrera de empresario teatral; toda la familia de Weber, que tan importante papel
desempeñó en la vida de Mozart, compartía estos lazos teatrales y musicales. Schubert era
hijo de un maestro de escuela vienés, y casi puede decirse que era hijo de un músico, pues
en la vida de un maestro de escuela austríaco la música representaba un papel importante y
decisivo.
Esta situación cambió con el advenimiento de la época romántica. El padre de Berlioz,
como el de Louis Spohr, era médico, hombre muy instruido y de gran cultura filosófica, y
precisamente por ello desanimó a su hijo cuanto le fue posible de seguir su natural
inclinación por la música.

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Por el contrario, Mendelssohn, perteneciente al círculo judío culto e ilustrado de Berlín,


no encontró este tipo de prejuicios en su familia; en este caso una buena dosis de libertad y
el suficiente desahogo económico permitieron que las grandes dotes musicales de
Mendelssohn se desenvolvieran sin obstáculos. Y tal vez hubiera sido muy oportuno que en
el caso de Felix Mendelssohn se hubieran presentado obstáculos que vencer, y lo mismo es
aplicable a Meyerbeer, que hubiera podido experimentar en todos los estilos posibles y
esperado hasta que sus obras alcanzaran éxito.
Ya hemos señalado que Schumann fue, por decirlo de algún modo, la criatura de una
biblioteca, lo mismo que, jocosamente, podría decirse de Rembrandt, aquel hijo de
molinero, cuyos cuadros contenían tanta penumbra, que fue hijo de un molino. Schumann
estaba destinado a ser abogado y también hubiera podido llegar a ser escritor. En una carta
famosa, dirigida a su madre (30 de julio 1830), cuando tenía veintiún años, Schumann
insistía: «... en este momento me encuentro en una encrucijada», y le instaba a tomar una
decisión sobre el camino que él debería seguir. Chopin procedía de un hogar donde la
cultura se ejercía profesionalmente, aun cuando su propia educación fuera un tanto
deshilvanada e imperfecta. Adam Liszt, padre de Franz Listz, era funcionario del palacio
del Príncipe Esterházy.
El caso de Richard Wagner es ciertamente curioso. Aun admitiendo que no fuera hijo
natural de su padrastro, el actor y pintor Ludwig Geyer (es presumible que sí fuera su hijo),
en la familia de Wagner la inclinación hacia el teatro era tan endémica como lo fue en la
familia de Weber, aun cuando su madre pertenecía a la respetable clase media. Sus
hermanas Rosalie, Luise, Clara, y su hermano Albert, abrieron al joven Richard el camino
de la escena.
Pero el encauzamiento de su intelecto le vino a través de su tío Adolph Wagner, hombre
culto e instruido perteneciente a la clase media, si bien fue un auténtico librepensador. Sin
la herencia de Geyer tal vez Richard Wagner hubiera sido un hombre de letras; sin la
influencia de Adolph Wagner tal vez hubiera llegado a ser compositor teatral y director de
orquesta teatral, sin más obras en su haber que unas pocas al estilo de Die Feen o Das
Liebesverbot. Pero fue algo muy distinto y mucho más grande que un simple músico.

Por lo demás, sólo es preciso recordar los nombres de los románticos franceses —
Félicien David, Gounod, Saint-Saëns — para comprobar los lazos estrechos que les unían al
salón, es decir, a la cultura estética y literaria de la clase media. Y si bien César Franck fue
hijo de un banquero, también descendía de una sucesión generacional de pintores: en él el
talento artístico simplemente se había transferido a otro terreno.
No necesitamos multiplicar los ejemplos. Antes de 1800 la norma era que los músicos
descendieran de músicos; en la época romántica la regla general fue que provinieran de la
clase media ilustrada. Más aún, la aristocracia ya no desempeñaba un papel importante. En
los siglos XVI, XVII y XVIII abundaron en Europa los músicos aristócratas, entre los que
se contaban duques, príncipes y emperadores. En el siglo XIX, y de una manera particular,
la alta aristocracia alemana de reyes, archiduques y príncipes aún conservaba el patronazgo
de la música — o para ser más preciso, de la época —, pero sólo como una cuestión
mayormente externa, por herencia y deber: el cultivo de la música vino a ser incumbencia
de la clase media.

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La conciencia literaria de los románticos

La transición de la etapa «artesana» a la etapa «culta» del aprendizaje musical se


manifiesta por el hecho de que todos los representantes de esta última eran escritores.
Aunque no fueran precisamente profesionales como Weber, Berlioz, Schumann, Wagner y
Listz, eran cuando menos unos excelentes epistológrafos, con la única excepción de Anton
Brückner, que, en muchos aspectos, constituye un anacronismo y quizás debería haberle
correspondido ser coetáneo de Haydn. Hasta Mozart y Beethoven cuentan con un
considerable número de cartas maravillosas — en el caso de Mozart, las cartas más bellas
que jamás músico alguno haya escrito.
Pero todas estas cartas, y sólo Dios sabe por qué, no son estrictamente «literarias»,
mientras que las epístolas de los románticos sí lo son, aun tratándose de las encantadoras
cartas, sin afectación alguna, que Chopin enviara a sus amigos y familia. En especial
Wagner no redactó una sola línea sin ser plenamente consciente de su valor biográfico — es
decir, pensando en la posteridad. Razón por la cual dichas cartas rara vez son sinceras y
muy a menudo contradictorias con su autobiografía (Mein Leben).
Brahms, que también sabía que algún día sus cartas servirían como fuente biográfica, era
un corresponsal muy reacio, al igual que Verdi, compositor honrado, sencillo y sincero que,
en cierta ocasión, reaccionó molesto y apasionadamente contra la publicación de unos
documentos tan íntimos como lo son las cartas.
En sus seis artículos «sobre la posición de los artistas» (Zur Stellung der Künstler),
escritos en 1835 8, Franz LISZT intentó formular un programa articulado sobre la nueva
relación entre el músico y la sociedad.
Según él mismo recalca, dichos artículos son el resultado «de una gran síntesis religiosa
y filosófica», cuyo modelo se toma de los escritos del conde Claude-Henri Saint-Simon: el
sistema de un nuevo movimiento social, el sansimonismo, en el cual el artista asumía la
posición más elevada, pues a él le había sido confiada la educación moral de la sociedad.
Liszt preguntaba:
¿Cómo ha sido posible que la música y los músicos hayan perdido toda la autoridad y
conciencia de su misión, cuando gracias al esfuerzo y autosacrificio increíbles de ellos el arte
tonal ha evolucionado tanto?
¿Cómo ha podido llegar a suceder que la posición social de los artistas se haya soterrado,
hasta alcanzar la insignificancia total, cuando han creado con dolor esa multitud de
maravillas y obras maestras a las que han dedicado sus vidas?
Y finalmente, ¿cómo ha ocurrido que tantos hombres grandes no hayan erradicado, por la
fuerza, esa broma pesada de una degradación tan deplorable: Y, ¿qué desgracias han tenido
que pasar para que los que fueron primeros se hayan convertido en los últimos?

No hay ninguna duda de que en estas frases y preguntas se establece todo un concepto
romántico del músico. En su pensamiento estaban presentes un Mozart o un Beethoven
romantizados, pues acerca de Bach difícilmente podía asegurarse que «diera vida a sus
obras con dolor».

8 Ibid., II, págs. 3-54.

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Al final, LISZT, profundamente disgustado sobre todo por la situación de la música


francesa, exhortaba a todos los músicos, «a todos los que posean un sentimiento artístico
amplio y profundo», a perseguir el fin de «formar una asociación de amistad pura, una
hermandad, a formar una agrupación mundial cuya tarea sería:
1) Crear, estimular y ejemplificar una acción ambiciosa y un desarrollo ¡limitado de
la música.
2) Elevar y ennoblecer la situación de los artistas mediante la abolición de los abusos
e injusticias a que han de hacer frente y tomar las medidas necesarias para preservar su
dignidad.»

Se trataba de un orden de cosas nuevo, en el cual el artista, y en especial el compositor,


ejerciera un poder más o menos sacerdotal. Los músicos simplemente músicos ya habían
pasado: ahora eran únicamente artistas al servicio del ideal romántico.
Y Liszt continuaba: «Creemos tan firmemente en el arte como creemos en Dios y en el
Hombre, los cuales, ambos, encuentran en aquél un medio y un tipo de expresión sublime.
Creemos en un progreso ilimitado, en un futuro libre de trabas para el artista social;
¡creemos en ello con toda la fuerza y con toda la esperanza del amor! ...»
Si, por ejemplo, se recuerda que Bach creó sus obras maestras sujeto a los límites de las
«trabas sociales» más rígidas, llegaremos a la conclusión de que es difícil encontrar una
relación más contradictoria que la enunciada.
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CONSONANCIA Y DISONANCIA, Arnold SCHÖNBERG (1979), Cap. 3 de


Armonia, Madrid, Real Musical Editores, (original de 1911), 13-17.

El arte es, en su grado ínfimo, una simple imitación de la naturaleza. Pero imitación de la
naturaleza en el más amplio sentido; no mera imitación de la naturaleza exterior, sino
también de la interior. Con otras palabras: no expone simplemente los objetos o
circunstancias que producen la sensación, sino, sobre todo, la sensación misma;
eventualmente sin referencia al qué, al cuándo y al cómo. Y la importancia del objeto
exterior que provoca la impresión se reduce a causa de su mínima inmediatez.
En su nivel más alto, el arte se ocupa únicamente de reproducir la naturaleza interior. Su
objetivo es aquí la imitación de las impresiones que, a través de la asociación mutua con
otras impresiones sensoriales, conducen a nuevos complejos, a nuevos movimientos. En este
grado, la referencia a la causa exterior es indudablemente insuficiente. Y en todos los
grados, la incitación del modelo, de la sensación o del conjunto de sensaciones, es sólo de
una precisión relativa; por una parte, a causa de la limitación de nuestra capacidad, y por
otra — consciente, o inconscientemente — porque, el material de la reproducción es
diferente del material o materiales de la causa; así que, por ejemplo, puede ocurrir la
reproducción de sensaciones visuales o táctiles con el material propio de la sensaciones
auditivas.
(…) El material de la música es el sonido, que actúa directamente sobre el oído. La
percepción sensible provoca asociaciones y relaciona el sonido, el oído y el mundo
sensorial. De la acción conjunta de estos tres factores depende todo lo que en música hay de
arte. Sucede igual con la combinación química, que posee unas cualidades distintas de las de
los elementos que la componen; de la misma manera la impresión estética tiene otras
peculiaridades de las que poseen los componentes. Y por ello el análisis del conjunto tiene
que situar en primer plano, para su observación, las cualidades específicas de los elementos
integrantes. De la misma manera el peso atómico y la valencia de los elementos simples
permiten una conclusión sobre el peso molecular y la valencia de la combinación.
Quizá sea absurdo querer derivar de uno solo de los componentes, por ejemplo del
sonido, todo lo que constituye la física de la armonía. Algunas peculiaridades, no obstante,
podrían deducirse así, porque el oído, en todo caso, tiene una disposición específica para la
recepción del sonido que se corresponde con la disposición del sonido mismo como una
parte cóncava se corresponde con una convexa. Pero uno de los tres factores indicados, el
mundo de nuestras sensaciones, se sustrae de tal modo a un control exacto que sería
desmesurado basarse en las pocas suposiciones posibles en este terreno de la observación
con la misma seguridad con que nos basamos en las suposiciones que solemos llamar
ciencia.
En este sentido sería cuestión de poca importancia proceder desde suposiciones
verdaderas o falsas. Pues seguramente ambos puntos de partida podrían ser en algún
momento refutados. Lo único realmente importante es basarse en supuestos que, sin
pretender ser leyes naturales, satisfagan nuestra necesidad formal de sentido y de
coherencia. Si pudiera lograrse derivar todos los fenómenos de la física del sonido y
explicar y resolver desde ahí todos los problemas, poco importaría que nuestro
conocimiento físico del sonido fuera exacto o no.

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Pues es muy posible que de una hipótesis errónea pueda llegarse, por la deducción o la
intuición, a resultados verdaderos; mientras que no puede afirmarse que de una observación
mejor o más exacta tengan que deducirse necesariamente conclusiones más justas.
Así, los alquimistas p.e., a pesar de los instrumentos imperfectos de que disponían, han
conocido la posibilidad de transmutar entre sí los elementos, en tanto que la muy bien
pertrechada química del siglo XIX sostenía la idea, hoy ya superada, de la indestructibilidad
e individualidad de los elementos. El que se haya superado tal concepción no lo debemos a
observaciones más profundas, o a conocimientos más perfectos, o a mejores deducciones,
sino a un descubrimiento casual.
El progreso, pues, no es algo que haya de producirse necesariamente; no es algo que
pueda predecirse en razón de un trabajo sistemático; sino algo que sobreviene durante todo
gran esfuerzo inesperadamente, inmotivadamente y quizá incluso sin quererlo. La
explicación correcta debe ser la meta de toda investigación, aunque casi siempre lo que se
obtiene es una explicación inexacta; pero no por esto debe considerarse fracasado el
empeño, pues debemos contentarnos con el placer de la búsqueda, esa alegría que es quizá
lo único positivo de la investigación.
En este aspecto, importa poco, para la explicación de los problemas de la armonía, que la
función de los armónicos superiores haya sido rechazada o puesta en duda por la ciencia. Lo
que importa, como hemos dicho, es dar sentido a los problemas, exponerlos con claridad,
aunque sea falsa esta teoría de los armónicos superiores; podría alcanzarse este resultado
positivo aun en el supuesto (no necesario) de que, pasado algún tiempo, se demostrase que
tanto la teoría de los armónicos como la interpretación que de ella se ha dado fueran
erróneas.
Puedo, pues, intentar tranquilamente esta explicación, ya que, por lo que sé, no se ha
logrado hasta ahora refutar con certeza tal teoría; y como, además, no existe ningún hombre
que pueda experimentarlo todo por sí mismo, estoy incluso obligado a comportarme —
hasta que sea rebatida toda la ciencia actual — como si debiera creer en tal ciencia. Así,
pues, procederé en mis observaciones de acuerdo con la quizá insegura teoría de los
armónicos superiores porque lo que de ella puede deducirse me parece que se corresponde
con el desarrollo de los medios de la armonía.
Lo repetiré: la materia de la música es el sonido. Deberá por tanto ser considerado, en
todas sus peculiaridades y efectos, capaz de engendrar arte. Todas las sensaciones que
provoca, es decir, los efectos que producen sus peculiaridades, tienen en tal sentido un
influjo sobre la forma — de la que el sonido es elemento constitutivo —, es decir, sobre la
obra musical. En la sucesión de los armónicos superiores, que es una de sus propiedades
más notables (1), aparece, después de algunos sonidos más fácilmente perceptibles, un
número de armónicos más débiles. Sin duda los primeros son más familiares al oído,
mientras que los últimos, apenas audibles, resultan más inusitados.
Dicho de otra manera; los más próximos parece que contribuyen más o de manera más
perceptible al fenómeno total del sonido, es decir, al sonido como susceptible de producir
arte, mientras los más alejados parece que contribuyen menos o de manera menos
perceptible. Pero que todos contribuyen más o menos, que en la emanación acústica del
sonido nada se pierde, eso es seguro. Y también es seguro que el mundo sensorial está en
relación con ese complejo total de los armónicos.

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Si los más lejanos no pueden ser analizados por el oído, son en cambio percibidos como
timbre. Lo que quiere decir que el oído musical ha de renunciar aquí a un análisis preciso,
pero que la impresión se percibe perfectamente. Se captan con el inconsciente, y cuando
afloran a la conciencia se analizan y se establece su relación con el complejo sonoro total.
Esta relación, digámoslo otra vez, es la siguiente: los armónicos más cercanos contribuyen
más, los más lejanos menos. La diferencia entre ellos es de grado, no esencial.
No son — ya lo expresa la cifra de sus frecuencias — opuestos, como tampoco lo son el
número dos y el número diez; y las expresiones “consonancia” y “disonancia”, que hacen
referencia a una antítesis, son erróneas. Depende sólo de la creciente capacidad del oído
analizador para familiarizarse con los armónicos más lejanos, ampliando así el concepto de
“sonido susceptible de hacerse arte”, el que todos estos fenómenos naturales tengan un
puesto en el conjunto.
Lo que hoy es lejano mañana será quizá cercano; basta con ser capaz de acercarse. En el
camino que la música ha recorrido, ha ido introduciendo en el ámbito de sus medios
expresivos cada vez un número mayor de posibilidades y de relaciones ya contenidas en la
constitución del sonido.
Si continúo usando las expresiones “consonancia” y “disonancia” a pesar de ser
incorrectas es porque el desarrollo de la armonía mostrará pronto lo inadecuado de este
reparto. La introducción de otra terminología en este estadio no tendría objeto alguno y
apenas resultaría satisfactoria.
Puesto que debo operar con estos conceptos, definiré la consonancia como las relaciones
más cercanas y sencillas con el sonido fundamental, y la disonancia como las más alejadas y
complejas. Las consonancias resultan de los primeros armónicos y son más perfectas cuanto
más próximas están al sonido fundamental. Es decir, cuanto más cercanas están a ese sonido
fundamental, más fácil es para el oído reconocer su afinidad con él, situarlas en el complejo
sonoro y determinar su relación con el sonido fundamental como un “reposo”, como una
armonía que no requiere resolución.
Lo mismo debería decirse de las disonancias. Si esto no ocurre así, si no se puede juzgar
con el mismo método la capacidad de asimilar las disonancias usuales y si la distancia del
sonido principal no es un canon para establecer el grado de la disonancia, todo esto no
demuestra nada en contra del punto de vista expuesto aquí. Pues es difícil medir con
precisión estas diferencias, ya que son relativamente pequeñas. Se expresan en fracciones
con grandes denominadores; y lo mismo que hay que reflexionar para decir si 8/234 es
mayor o menor que 23/680, porque un cálculo a ojo puede resultar erróneo, también la
valoración del oído es insegura. Por eso la tendencia a utilizar las consonancias más alejadas
(que hoy llamamos disonancias) como medio artístico, tenía necesariamente que conducir a
muchos errores, a muchos rodeos.
El camino de la historia, tal y como se muestra en las disonancias más usadas y
corrientes, no nos ayuda en este caso a valorar exactamente la situación real, como
demuestran las escalas arbitrarias o incompletas de muchos pueblos, que, sin embargo,
podrían seguramente invocar una relación con la naturaleza. Quizá incluso sus sonidos son
más naturales (es decir: más exactos, más justos, mejores) que los nuestros; pues el sistema
temperado, que es sólo un expediente para dominar las dificultades materiales, tiene poca
semejanza con la naturaleza. Es quizá más ventajoso, pero no superior.

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La consonancia más perfecta (después del unísono) aparece en la sucesión de los


armónicos la primera, y por ello más frecuentemente con mayor fuerza sonora: la 8ª. Le
sigue la 5ª, y luego la 3ª mayor. La 3ª menor y la 6ª mayor y menor, por una parte, no son
relaciones del sonido fundamental, y por otra parte no se encuentran en la serie ascendente
de los armónicos. Esto explica por qué se planteó en otro tiempo la cuestión de si eran o no
consonancias.
Por el contrario, la 4ª, designada como consonancia imperfecta, es una relación del
sonido fundamental, pero en dirección opuesta; podría, por ello, contarse entre las
consonancias imperfectas, como la 3ª menor y la 6 ª mayor o menor, o bien entre las
consonancias, sin más, como ocurre a veces. Pero la evolución de la música ha seguido otro
camino y ha adjudicado a la 4ª una posición especial.
Como disonancias sólo se consideran: la 2ª mayor y menor, la 7ª mayor y menor, la 9ª,
etc., además de todos los intervalos disminuidos o aumentados.

EL MODO MAYOR Y LOS ACORDES DE LA ESCALA, Arnold SCHÖNBERG


(1979), Cap. 4 de Armonia, Madrid, Real Musical Editores, (original de 1911), (19-
104): 19-37.

El hallazgo de nuestra escala mayor, la secuencia do, re, mi, fa, sol, la, si, cuyas notas se
basan en los modos griegos y eclesiásticos, puede explicarse como una imitación de la
naturaleza: intuición y combinación han cooperado para que la cualidad más importante del
sonido, sus armónicos superiores, que nosotros representamos — como toda simultaneidad
sonora — sobre la vertical, sea trasladada a la horizontal, a lo no simultáneo, a lo sonoro
sucesivo. El modelo natural, el sonido, tiene las siguientes propiedades:
1. Un sonido se compone de una serie de sonidos concomitantes, los armónicos
superiores; forma, pues, de por sí, un acorde. Estos armónicos, para una sonido fundamental
do3, son:
do4, sol4, do5, mi5, sol5, (si b5), do6, re6, mi6, fa6, sol6, etc.
2. En esta serie, el do es el que suena con mayor fuerza, porque ocurre más veces y
porque además es realmente el sonido fundamental, es decir: resuena él mismo.
3. Después del do, el que suena más fuerte es el sol, porque aparece antes y con mayor
frecuencia que los otros armónicos.
Piénsese en este sol4 como sonido real, no como armónico (como sucede en las
formaciones horizontales de los armónicos superiores cuando, por ejemplo, se toca la 5ª de
una trompa en do), y entonces sus armónicos serán:
sol5, re6, sol6, si6, re7, etc.
de donde el presupuesto de este sol4 , junto con sus armónicos superiores, es do3 (sonido
fundamental de la trompa). Con lo cual tenemos la circunstancia de que entran en acción los
armónicos superiores del armónico superior. Sucede entonces:
4. Que un sonido real (sol4) depende del do3 situado una 5ª baja de dicho sonido.
De esto concluimos que el sonido do3 es a su vez dependiente del fa2 que está una 5ª por
debajo.

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Si tomamos ahora el do3 como sonido central, podemos representar su situación por dos
fuerzas, de las cuales una tiende hacia abajo, hacia fa2 , y otra hacia arriba, hacia sol3 :
fa2  do3  sol3
Así, sol depende de do en la misma dirección de fa; es algo semejante a la fuerza de un
hombre aferrado a una viga y que contrarrestase así la fuerza de gravedad. El actúa al
mismo tiempo y en la misma dirección con respecto a la viga que la fuerza de gravedad con
respecto a él. Pero el resultado es que su fuerza se opone a la de la gravedad, y esto nos
autoriza a representar ambas fuerzas como opuestas.
Quisiera insistir sobre esta peculiaridad y sacar de ella algunas conclusiones. De
momento es importante notar que estos tres sonidos están en una relación muy estrecha,
están emparentados. Sol es el primer armónico superior (exceptuado do, la octava) de do, y
do es el primero de fa. Este armónico es, pues (exceptuando la octava) el más semejante al
sonido fundamental, es decir, el que contribuye más a la caracterización del sonido como
consonancia.
Habiendo realizado en sí mismos los armónicos de sol, lo mismo podemos hacer con los
de fa. Ya que fa es a do como do es a sol. Y así se explica que la serie de sonidos que resulta
vaya siempre compuesta por los constitutivos esenciales de un sonido fundamental y por los
sonidos más afines a éste. Estos afines procuran al sonido fundamental un punto fijo,
manteniéndole en equilibrio con sus fuerzas actuando en direcciones opuestas. Esta serie de
sonidos se presenta como resultado de las peculiaridades de los tres factores, como
proyección vertical, como suma:

La suma de los armónicos superiores (eliminando los que se repiten) proporciona los
siete sonidos de nuestra escala. Aquí todavía no están ordenados en una sucesión. Pero hay
que admitir también la actuación de los armónicos superiores más alejados. No es sólo una
suposición: es una realidad. El oído hubiera podido determinar también la altura relativa de
los sonidos resultantes comparándolos con cuerdas tensas que se alargan o se acortan según
el sonido sea más grave o más agudo. Pero podría también fiarse guiado por los armónicos
superiores más alejados. La adición de éstos da el siguiente resultado:

que es nuestra escala de do mayor.


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Aquí se presenta un interesante fenómeno marginal. Los dos sonidos mi y si aparecen en


la primera octava modificados en mib y sib respectivamente. Esto explica por qué podría
ser discutible si la tercera es una consonancia o no, y muestra también por qué en nuestro
alfabeto musical ocurren el si y el sib. Podría dudarse (en la primera octava) cuál de ellos es
el sonido justo (2). La segunda octava (en la que los armónicos de fa y do suenen más
débilmente) decide a favor del mi y del si naturales.
Si los pioneros de la música han encontrado esta sucesión por intuición o por
combinación es algo que escapa a nuestro juicio, y, además, no tiene importancia. Entre
tanto, los teóricos que establecen complicadas enseñanzas pueden discutir si tales pioneros
poseían, además de instinto, poder de reflexión. No es imposible que en este caso la verdad
haya sido halla da por la razón sola; es decir, que no haya sido sólo el oído, sino el cálculo
también, el que ha hecho el hallazgo. ¡No somos nosotros los primeros que hemos pensado!
El descubrimiento de nuestra escala fue una suerte para el desarrollo de la música. No
sólo por los resultados obtenidos, sino porque habríamos podido encontrar otra escala
distinta, otro tipo de sucesión de sonidos, como los árabes, los chinos, los japoneses o los
zíngaros. El hecho de que la música de estos pueblos no se haya desarrollado en la medida
que la nuestra no se debe sólo a la imperfección de sus escalas, sino que quizá dependa
también de la imperfección de sus instrumentos o de cualquier otra circunstancia azarosa de
la que no podemos ocuparnos aquí. En todo caso, el desarrollo de nuestra música no se debe
agradecer sólo a esta escala.
Y ante todo: tal escala no es el fin, la meta última de la música, sino tan sólo una etapa
provisoria. La sucesión de los armónicos superiores, que ha llevado al oído a descubrirla,
contiene aún muchos problemas que requieren detenidos análisis. Si por ahora podemos
eludir tales problemas lo debemos casi exclusivamente a un compromiso entre los
intervalos naturales y nuestra incapacidad de utilizarlos. Este compromiso, que se llama
“sistema temperado”, representa una tregua por un tiempo indeterminado. Pues esta
reducción de las relaciones naturales a las manejables no podrá resistir indefinidamente la
evolución musical; y cuando el oído lo exija, se enfrentará con el problema.
Y entonces nuestra escala quedará asumida en una ordenación superior, como lo fueron
los modos eclesiásticos en los modos mayor y menor. Y no podemos prever si habrá
cuartos, octavos, tercios de tono o (como piensa BUSONI) sextos de tono; o si iremos
directamente a una escala de 53 sonidos como la establecida por el Dr. Robert NEUMANN
(3). Quizá una nueva división de la octava no será ya temperada y no tendrá casi nada en
común con nuestra escala. A veces surgen intentos para componer con cuartos o tercios de
tono, pero esto, de momento, no tiene demasiado objeto, ya que hay pocos instrumentos
que puedan ejecutar tal música. Probablemente, cuando el oído y la fantasía creadora estén
maduros para ello, tanto la escala como los instrumentos evolucionarán a la par.
Tan cierto es que tal movimiento existe hoy como que terminará por alcanzar su
objetivo. Puede ser que sobrevengan muchos inútiles rodeos y errores que lleven a la
exageración o al espejismo de haber encontrado por fin lo definitivo, lo inmutable. Quizá se
implanten leyes y escalas musicales a las que se atribuya también la validez de un canon
estético eterno. Pero para el que es capaz de ver más allá esto tampoco significaría el final,
pues sabe que todo material es susceptible de arte si es lo suficientemente claro como para
elaborarlo de acuerdo con su presunta esencia, pero no tan claro como para no dejar espacio
a la fantasía en las zonas inexploradas a fin de unirse a través de la mística con todo el
universo.

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Y precisamente esto nos da la esperanza de que el mundo, para nuestro intelecto, seguirá
siendo largo tiempo un enigma, y por ello, a pesar de todos los BECKMESSER, el arte no
ha alcanzado aún su fin.
Si la escala es la imitación del sonido horizontalmente, en sucesión, los acordes son la
imitación vertical, simultánea. La escala es un análisis del sonido, el acorde una síntesis. Se
exige de un acorde que conste de tres sonidos diferentes. El acorde más sencillo, pues, es
aquel que imita los efectos más simples y evidentes del sonido, es decir, la tríada mayor
constituida por la fundamental, la tercera mayor y la quinta justa.
Este acorde imita la armonía del sonido reforzando los armónicos más próximos y
dejando fuera los más lejanos. Indudablemente, este acorde es semejante al sonido
fundamental (con sus armónicos), pero no más semejante, por ejemplo, que las
representaciones humanas de los asirios a sus modelos. No puede decirse hoy con certeza si
se ha llegado al uso de esta tríada porque se encontró la posibilidad de añadir a la
fundamental primero la quinta y luego la tercera mayor (es decir, por un camino armónico),
o porque se condujeron las voces de manera que coincidieron exclusivamente sobre estos
acordes.
Es probable que estos acordes se consideraran como “armoniosos” antes de que la
escritura polifónica se sirviese de ellos. Pero no podría tampoco excluirse la posibilidad de
que las escalas y melodías hayan existido antes que los acordes; y el paso de la monodia a
la polifonía puede haberse dado no añadiendo a un sonido o una sucesión de sonidos de la
melodía un acorde como acompañamiento; sino de manera que una o dos melodías, de las
cuales una podía ser eventualmente la principal, cantasen al mismo tiempo.
Pero haya sido de una manera u otra en los comienzos de nuestra música, para la música
de hoy ambos métodos, el armónico y el polifónico — al menos en los últimos
cuatrocientos años —, se han desarrollado por igual, adquiriendo una importancia similar.
Por eso no se deben construir acordes basados en el primero de estos principios y
explicarlos como sí fueran un producto de generación espontánea, como ocurre la mayor
parte de las veces en los tratados de armonía; ni tampoco debe explicarse la polifonía como
mero resultado de la conducción de las voces que, dentro de ciertos límites impuestos sólo
por el gusto de la época, no tiene en cuenta la coincidencia de los acordes, como ocurre en
el contrapunto.
Es más exacto decir que tanto el desarrollo de la armonía por el influjo melódico como el
desarrollo de las posibilidades de conducción de las partes por el influjo de los principios
armónicos ha resultado no sólo esencialmente modificador, sino en muchos casos
absolutamente determinante. (…)
Pero con los derechos adquiridos ocurre que terminan gastándose. ¿No ha ocurrido eso
con los modos eclesiásticos frente a la tonalidad? Hoy nos es muy cómodo decir: “los
modos gregorianos eran innaturales, pero los modos modernos se corresponden con la
naturaleza”. También en su tiempo se decía que los modos gregorianos coincidían con lo
natural. Y por lo demás, ¿hasta qué punto son naturales nuestros modos mayor y menor, si
son un sistema temperado? ¿Y qué ocurre con aquellas partes que no coinciden con lo
natural?
De ellas viene justamente la evolución. En los modos gregorianos había momentos que
tendían hacia una resolución, cosa que hoy podemos constatar fácilmente.

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Nos lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que los acordes finales eran casi siempre
mayores a pesar de que en los modos dórico, eolio y frigio el acorde propio de la escala
fuese menor. ¿No parece deducirse de esto como si la fundamental se liberase, al final, de la
innatural fuerza que se hacía sobre ella y, atendiendo a sus armónicos, volviese a su natural
sonoridad? Quizá fue esta circunstancia lo que terminó por eliminar las diferencias entre los
distintos modos gregorianos resumiéndolas en dos tipos únicos: el modo mayor y el menor,
en los que se contenían las características fundamentales de los siete modos primitivos.
En nuestros modos mayor y menor aparecen síntomas similares. Sobre todo la
circunstancia de que en cualquier tonalidad (lo que llamamos “tonalidad ampliada”), con el
pretexto de una desviación pasajera, podemos introducir casi todo lo que es propio de otras
tonalidades muy alejadas. O el hecho de que la tonalidad puede ser expresada de manera
contundente con acordes distintos de los que le son propios sin que por ello quede
suspendida. Pero ¿existe entonces realmente? ¿“Realmente”, es decir, como “realización”
del sonido fundamental? ¿O queda propiamente con ello, en el fondo, suprimida la
tonalidad?
(…) La ordenación que nosotros llamamos “forma artística” no es una finalidad en sí,
sino un medio auxiliar. Como tal debemos aceptarla, pero rechazándola si se nos quiere
presentar como un valor superior, como una estética. Esto no quiere decir que deban faltar
en una obra de arte el orden, la claridad y la inteligibilidad, sino simplemente que por
“orden” no debemos entender sólo aquellas cualidades que nosotros percibimos como tales.
Pues la naturaleza es también hermosa cuando no la comprendemos y cuando nos aparece
como caótica.
Una vez curados de la locura de pensar que el artista crea por razones de belleza; una vez
que se ha reconocido que sólo la necesidad le obliga a producir lo que quizá designaremos
luego como belleza entonces es cuando se comprende que la inteligibilidad y la claridad no
son condiciones que el artista necesita para instalarlas en la obra de arte, sino condiciones
que el espectador espera ver satisfechas. En las obras que el espectador conoce hace tiempo,
como las obras maestras del pasado, incluso el espectador inexperto encuentra tales
condiciones; porque ha tenido tiempo de adaptarse.
Pero en las obras nuevas o desconocidas para él hay que dejarle tiempo. Pero como la
distancia entre la norma del momento y la intuición precursora y clarividente del genio,
aunque es muy grande relativamente, es decir, con relación a sus contemporáneos, es
pequeña con respecto a lo absoluto, es decir, con relación al desarrollo del espíritu humano,
termina por establecer un nexo que nos acerca lo que en otro momento nos resultó
incomprensible. Cuando se comprende, se buscan las razones, se encuentra el orden, se
percibe la claridad. Que está allí no por ser una ley ni una necesidad, sino por casualidad. Y
lo que tenemos por leyes son quizá sólo leyes que nos permiten comprender, pero no leyes
que fundamenten la obra de arte. (…)
Ciertamente no puede afirmarse que baste cumplir tales leyes — que, como acabamos de
ver, pueden quizá originarse sólo en la circunstancia del espectador — para asegurar el
nacimiento de una obra de arte. Además, porque estas leyes, aunque fueran verdaderas, no
son las únicas a las que obedece la obra de arte. Pero aun cuando su seguimiento no ayudase
al alumno a conseguir claridad, inteligibilidad y belleza, al menos pueden posibilitarle
impedir la oscuridad, la ininteligibilidad y la fealdad. El logro positivo de una obra de arte
depende también de otras condiciones que no se expresan por leyes y que no se pueden
alcanzar por el camino de la ley.

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_____________________________________________________________________

(1) El alumno puede en parte experimentar este fenómeno de los armónicos superiores
presionando sobre el teclado del piano las teclas correspondientes a do5, mi5 y sol5 sin
producir sonido y luego atacando rápidamente y con fuerza (sin pedal) el do4,
eventualmente duplicándolo con el do3. Oirá entonces los sonidos do5, mi5, sol5, es decir,
los armónicos, con un característico sonido flautado.
(2) Esto explica quizá también el porqué de los modos gregorianos: se sentía el efecto de
una fundamental, pero no se sabía cuál era, y por eso se probaba con todas. Y las
alteraciones son quizá componentes del modo elegido, pero que no formaban parte del
modo natural originario.
(3) El Dr. Robert NEUMANN me comunica, entre otras cosas, lo siguiente: “Teniendo
en cuenta y utilizando como armonía un número cada vez mayor de las combinaciones
posibles con los doce sonidos de la escala cromático temperada, se agotará gradualmente el
repertorio de las posibilidades no usadas, y finalmente las necesidades de una nueva
armonía (y de una nueva melódica) romperán las barreras del sistema. Se podrá entonces
llegar a nuevos sistemas temperados cuyos grados aromáticos estén más próximos entre sí, y
quizá se llegue por último a una absoluta libertad en el uso de todos los intervalos
imaginable, es decir, de todas las frecuencias.
La subdivisión de la octava en 53 partes iguales, por ejemplo, es un nuevo sistema
temperado que un día podría llegar a tenerse en cuenta como posibilidad práctica: si se diera
el caso de que la música evolucionase hasta el punto de necesitar un sistema de sonidos
cuatro veces más rico que el actual, o (mejor aún) de necesitar que los intervalos
fundamentales determinados por los primeros armónicos superiores tuvieran un sonido lo
más puro posible, sin tener que renunciar a la comodidad de un sistema temperado. Los
grados intermedios entre la subdivisión de la octava en 12 y en 53 partes serían
subdivisiones por los múltiples de 12, es decir, en 24, 36 y 48 partes iguales, ya que otro
tipo de división no originaría quintas lo suficientemente puras. Lo más evidente es la
división de cada semitono en dos partes iguales, de manera que la octava quedaría
fraccionada en 24 partes. De aquí, por una división semejante, podría obtenerse un
fraccionamiento en 48 partes. 1/48 y 1/53 de octava son cantidades casi iguales, y la
división en 53 sonidos es superior a la división en 48, ya que produce consonancias más
puras.
El sistema de 48 sonidos, naturalmente, se basa en los mismos intervalos que nuestro
sistema de 12, del que deriva. Nuestra quinta temporada es sin duda pura, pero la del
sistema de 53 sonidos es casi 28 2/3 más pura; la tercera es casi nueve veces más pura que
la actual, y por ello más pura que la quinta actual, que es sólo siete veces más pura que la
tercera.
El músico de nivel medio se reirá de este razonamiento y no comprenderá su objeto. Sin
embargo es evidente que los armónicos, que han llevado a la división por doce de la
consonancia más sencilla (la octava), pueden producir ulteriores diferenciaciones del sonido
más adelante.

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Una música como la de hoy, que no ha profundizado aún en absoluto sobre la esencia del
sonido, parecerá a nuestros descendientes tan imperfecta como podría parecernos a nosotros
una música que no diferenciara más del intervalo de octava; o bien, para emplear una
comparación que debe meditarse para comprender cuán exacta es, una música que no
tuviera en su sonoridad perspectiva ni profundidad, como ocurre con la pintura japonesa,
que carece de profundidad por faltarle la perspectiva, y que por ello parece primitiva en
comparación con la nuestra.
Las cosas cambiarán, pero no tan de prisa como algunos piensan; y además, cambiarán
por otras razones, no por causas exteriores, sino por motivos internos; no por imitación de
modelos preexistentes ni por una conquista técnica. Pues no es una cuestión material, sino
espiritual, y será el espíritu quien la lleve a término.
La moda de los últimos años — oponer a la cultura europea la de los pueblos más
antiguos, orientales y exóticos — parece también querer introducirse en la música. Pero por
grandes que sean las conquistas de esos pueblos, representan siempre o el
perfeccionamiento de un estadio de desarrollo inferior o la degradación de un estadio
superior al nuestro, y la verdadera relación de estas culturas con la europea, y viceversa, se
puede comparar con la que existe entre el correo a caballo y el telégrafo óptico y entre éste
y la telegrafía sin hilos: así como la forma más primitiva de la segunda modalidad citada
sobrepasa en velocidad a la forma más perfecta posible de la primera, la forma más
primitiva de la tercera es superior a la más elevada de la segunda.
Claro que, si en el campo de la técnica (y a veces en el de los logros culturales y
espirituales) puede casi siempre establecerse una jerarquización, no ocurre lo mismo en el
terreno musical, dónde tendríamos que preguntarnos, como primera dificultad, cuál es el
criterio que distingue la civilización superior. Supongamos que la escala muy subdividida
sea un estadio superior de evolución; entonces, ese gran número de grados originará tal
cantidad de posibilidades melódicas que con toda probabilidad no basta todo el tiempo que
tal música lleva de ventaja a la nuestra para superar el número de combinaciones monódicas
de la música occidental; y para tal música, cualquier forma de polifonía sería, en el mejor
de los casos, un estadio inicial semejante a aquel en que se encontraba la música europea
hace siglos.
Entre tanto, nuestra música ha agotado casi por completo las relaciones entre los siete
sonidos de la escala no sólo en una voz, sino en múltiples voces, desarrollando al mismo
tiempo la lógica de la construcción motívica, y está ahora ya en condiciones de trabajar con
los doce sonidos de la escala cromática. Admitamos que con combinaciones más primitivas
sea posible la expresión de igual manera que con combinaciones más evolucionadas. Pero
esto vale igualmente para nosotros, y por lo tanto sólo un ensanchamiento del ámbito de
nuestro pensamiento podrá traernos un ulterior desarrollo.
No debe desatenderse el hecho de que una sucesión de sonidos es ya, hasta cierto punto,
una idea musical; y de que, por lo tanto, el número de estas ideas aumentará — al aumentar
el número de sonidos de que se disponga. Pero doce sonidos, que mediante la segunda
dimensión — la polifonía — han de elevarse al cuadrado, darán evidentemente el mismo
número de combinaciones que 24 sonidos empleados monódicamente, en una sola
dimensión. Y esto es un número suficiente como para que no haya de sentirse por ahora la
necesidad de una escala que tenga mayor número de grados.

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La cosa presenta un aspecto diferente si considerarnos corno estadio superior no el


número de sonidos de la escala, sino la polifonía misma: el empleo de varias voces para
expresar la idea musical y sus ramificaciones. Habrá de admitirse que este procedimiento de
expresión es, al menos, más concentrado, ya que distribuye en el espacio simultáneamente
una parte de lo que quiere expresar, en tanto que el procedimiento monódico requiere
mayor tiempo.
Si consideramos que junto a las exigencias de nobleza (que son la distinción, la rareza y
la verosimilitud) sólo la intensidad puede valer como criterio del verdadero arte, entonces es
evidente que pueden rechazarse tranquilamente las teorías de los que han recomendado a la
pintura y a la escultura imitar el arte exótico y primitivo (incluso la plástica negra y el
dibujo infantil); y especialmente las teorías de los que, careciendo de ideas y de facultad de
ideación, quieren privar al lenguaje de su propia noción reduciéndolo a un arte basado en los
cuartos de tono: se trata de gente moderna (ya que no saben bien a dónde se dirigen), pero
sin porvenir. Pues encontrar el momento justo es más importante para los hombres del
futuro que para los modernos.
Quien augura que va a llover y no acierta cuándo, es un mal profeta; un médico que hace
enterrar a uno que todavía no está muerto, o una mujer que da a luz un miro que no está aún
en condiciones de vivir, adelantan el tiempo de una manera poco ejemplar. No es sólo el
sonido, sino el tiempo lo que hace la música, y es síntoma típico de los aficionados — en
todos los terrenos y direcciones — que les falle la sensibilidad al menos por uno de los dos
factores: sonido o medida del tiempo.

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CONCLUSIONES. Enrico FUBINI (1976, 1988), La estética musical desde la


antigüedad hasta el siglo XX, Madrid, Alianza Música, pág. 491-.

[I]

Si el pensamiento musical del mundo luterano se desarrolla, tanto en el plano práctico


como en el teórico, buscando la autonomía de la música, profundizando en los presupuestos
de la armonía, concebida ésta como el esqueleto del lenguaje musical; el debate musical en
el mundo latino y católico adopta muy diferente matiz y se centra sobre otras cuestiones, a
saber: la autonomía del lenguaje musical es recusada de forma explícita por los teóricos y,
consecuentemente, el problema que éstos anteponen a todos los demás es el de conciliar la
existencia, de hecho, de la música en sus diversas formas — instrumentales, pero sobre todo
vocales — con la negación y la condena más o menos radical que de la misma se hace en el
plano teórico.
Como ya se vio, los problemas surgidos a raíz del nacimiento del melodrama son
reasumidos al acometer la búsqueda de una relación nueva entre música y palabra: desde
esta perspectiva, se desarrolla una gran disputa, de fondo histórico y estético, que
comprometerá a los teóricos, a los literatos y a los críticos durante casi dos siglos.
Sobre la base de la problemática abierta por la Camerata de los Bardi en el surco del
Humanismo renacentista — la del retorno al ideal de la belleza clásica, al de la sencillez y la
linealidad expresivas —, se gesta paulatinamente una polémica entre los defensores de los
antiguos y los defensores de los modernos; polémica nada nueva, que ya fue muy viva en
los tiempos del Ars Nova y que siempre dispuso para la batalla en frentes contrarios a
conservadores y a progresistas: a los amantes de las novedades técnicas y expresivas y a los
defensores de la tradición.
No obstante, en esta ocasión, los términos de la disputa parecen invertirse, al menos en
un primer momento: los revolucionarios se unen a los que exigen una renovación en el
retorno a una imaginaria y perdida tradición clásica, mientras que los conservadores
reclaman los artificios intelectualistas de la tradición polifónica, en la forma asumida
durante el Cinquecento tardío. Los primeros, que se hallaban representados no sólo por los
músicos integrantes de la Camerata de los Bardi — GALILEI, CACCINI, PERI —, sino
también por MONTEVERDI, hacían capitulación de su credo en la idea de que la música
debería ser la criada fiel de la palabra, apta entonces para subrayar el valor expresivo y el
contenido semántico de esta última. Los segundos, al sostener la polifonía, sostenían en el
fondo las razones de la música o, al menos, la supremacía de los valores musicales en
detrimento de la poesía.
Esta polémica, gracias a la decadencia veloz y progresiva de la polifonía, abandonó su
puesto bien pronto dentro del campo melodramático. Los puristas, los que anhelaban un
melodrama reducido a las líneas, sobrio en música — el recitar cantando en tanto retorno
ideal a la tragedia áurea de la época de Pericles —, se encontraron muy a prisa calculando
qué hacer con las tendencias centrífugas que empujaban el melodrama, por caminos muy
diferentes de los proyectados por aquellos, hacia la fastuosidad barroca, hacia el colorismo
veneciano y, sobre todo, hacia el predominio de la musicalidad y de la melodiosidad,
indolentes ante las exigencias dramáticas y teatrales.

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Se abre así, sobre este trasfondo cultural — cargado de motivos bastante heterogéneos
entre sí — una disputa cada vez más medular y predominante, particularmente en Italia y en
Francia, dentro del mundo melodramático; disputa que tuvo, si no otro, el mérito de llevar la
música al centro de los debates culturales, substrayéndola de su secular aislamiento.
Los reformadores, aquellos que asumieron periódicamente la tarea de retrotraer a los
músicos y poetas hasta los principios originarios del melodrama, se inspiraron, en parte, en
el tradicional moralismo de la Iglesia en relación con el arte de los sonidos; en parte, en el
intelectualismo de origen humanístico tendente, de una u otra manera, a privilegiar la
poesía, las letras y las artes semánticas frente a las artes que parecían dirigirse, solamente, a
los sentidos; y en parte, por último, en una estética clasicista y racionalista que otorgaba
privilegios a la sencillez y a la claridad.
Dentro del género melodramático, precisamente aquel que puede semejar más un
contenido híbrido — un extraño acercamiento de dos tipos de expresión opuestos: el
literario-teatral y el musical —, la música aparece, el mayor número de veces, como un
elemento que causa disturbio y es mal aceptado, apenas tolerado, aun cuando se mantenga
dentro de unos límites y confines bien establecidos y no invada el terreno destinado a la
poesía.
Por otro lado, a pesar de las condenas oficiales y de las desviaciones que se generan a
partir de las declaraciones de principios originarias, el melodrama continúa por su camino,
que es el del triunfo de la música sobre la poesía: triunfo que, en los casos más felices, se
cristaliza en la creación de una nueva dimensión teatral que no es, propiamente, la del teatro
clásico: ni griego ni renacentista; no es tampoco la dimensión adecuada a una música a la
que se reconoce un rango de autonomía, si bien este último elemento sea el que tienda, cada
vez más, a transformarse en el preponderante, configurando entonces, justamente, la
dimensión melodramática del teatro.
Es a través de polémicas, condenas y endiabladas defensas como se constituye
pausadamente lo que podría definirse casi como un nuevo arte y, en cualquier caso, como
una etapa fundamental dentro de la historia de la civilización musical europea. La polémica
entre los partidarios del melodrama en su versión genuina, despojado de todo elemento
musical considerado superfluo, y los partidarios de un melodrama más libre, más musical,
menos austero y menos dramático, es en el fondo una polémica dentro de un mundo que se
halla a la busca, teórica y práctica, de la nueva dimensión melodramática, que no consigue
definir sirviéndose de las categorías estéticas tradicionales.
Esta búsqueda adopta el aspecto de una áspera contienda que reviste, de vez en cuando,
las más variadas formas: será la polémica entre los partidarios de la ópera bufa y los
partidarios de la ópera seria; entre los partidarios de la ópera italiana y los partidarios de la
ópera francesa; entre los reformadores y los tradicionalistas; etc. En la base de la disputa
que comprometió hasta el momento final del Iluminismo a los hombres de cultura, a los
críticos literarios y musicales, a los filósofos y a los teóricos de la música, hay un contraste
radical de mentalidades, en general, la música: su valor estético y social y sus relaciones con
las demás artes.
Por cuanto se acaba de describir, el nacimiento del melodrama y la nueva poética
formulada en los escritos de los músicos y de los literatos de la Camerata de los Bardi
representan el comienzo de una nueva era dentro de la historia del pensamiento musical.

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Las largas y, a veces, artificiosas disputas que acompañaron el melodrama en la


igualmente larga y complicada historia de éste, hasta el último instante del siglo XVIII,
representan el comienzo, asimismo, de una nueva forma de discusión acerca de la música.
La participación activa de los literatos en esta polémica, su contribución en tanto
libretistas a la creación musical — no sólo dentro del nuevo género melodramático, sino
también dentro de las cantatas sacras y profanas y de los oratorias —, sirvió para establecer
las premisas que colmaron la distancia que separó tradicionalmente la música de las demás
artes y de la teoría musical de las elaboraciones paralelas que, a nivel filosófico en general y
estético en particular, se fueron formulando con respecto a las restantes artes.
Todavía más: el desarrollo de la más vasta querelle de cuantas hubo entre defensores de
los antiguos y defensores de los modernos — disputa que arrastró consigo toda la cultura
europea a caballo entre el siglo XVII y el XVIII y que asumió una fisonomía peculiar en
relación con la música — hizo surgir entre los filósofos y los teóricos, quizás por vez
primera, la conciencia en torno a la historicidad del fenómeno musical y al relativismo de
los lenguajes musicales.
Las disputas dentro del mundo germánico entre los defensores de la polifonía, de una
parte, y los de la monodia acompañada, el bajo continuo y, más tarde, en tiempos de J. S.
BACH, la música galante, de otra, así como la que dentro del mundo latino indispuso a los
que sostuvieron la ópera seria contra los que sostuvieron la ópera bufa, a los partidarios de
la tragédie lyrique francesa contra los partidarios de la más melódica ópera italiana, hallaron
su meta, su precaria conclusión, en la gran querelle entre RAMEAU y los enciclopedistas.
Por tanto, sólo dentro de la segunda mitad del siglo XVIII, se decantan, con suficiente ,
madurez, con cierta precisión en los conceptos y en la terminología empleada, las que han
sido las dos grandes líneas de nuestro pensamiento musical. Con Rameau se pone al día la
más robusta formulación de la antigua y gloriosa concepción pitagórica de la música como
lenguaje eterno e inmutable, revelación y encarnación de la armonía del cosmos.
Con ROUSSEAU y los demás enciclopedistas toma cuerpo otra concepción, que se
opone a la anterior con carácter de alternativa: la concepción de la música como lenguaje
intersubjetivo, como comunicación de sentimientos que han variado a lo largo de la historia;
concepción ligada a la personalidad de cada individuo, a la idiosincrasia de cada
colectividad, al temperamento de cada pueblo, no codificable en reglas y leyes eternas, pero
sujeta — esto sí — a la libre invención melódica.
Esta última concepción de la música, que podríamos definir como laica, no nació
ciertamente con el Iluminismo, sino que recorrió lentamente su camino, siglo tras siglo,
desde Aristóteles, prosiguiendo con una vida insegura y delicada a lo largo de todo el
Medievo, gracias a las aportaciones de los filósofos árabes, y, finalmente, durante el
Renacimiento, gradas a las de GLAREANUS y otros teóricos. Sin embargo, únicamente
durante el Iluminismo, tal tesis adquiere plena dignidad y puede medirse, utilizando armas
semejantes, con el primer filón de nuestro pensamiento musical.
La historia discursiva de este pensamiento puede considerarse, hasta cierto punto, como
el contraste dialéctico entre dos concepciones opuestas, las cuales, a pesar de sus continuos
enriquecimientos y su entrelazamiento frecuentemente recíproco, permanecieron fieles, de
modo sustancial, a sus núcleos originarios, incluso en lo referente a los nuevos problemas
planteados por la siempre cambiante realidad musical a través de su laborioso camino
histórico.

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[II]

Habría que sacar ahora unas conclusiones de esta breve visión histórica. El panorama de
la estética musical desde el Romanticismo hasta hoy se presenta riquísimo, quizás
demasiado para que pueda conseguirse reconstruirlo a tan grandes rasgos; demasiados
nombres se hallan ausentes o se han nombrado apenas de paso. Puede parecer también, de
este modo, muy discutible el criterio con que se han elegido las personalidades en que nos
hemos detenido más largamente: al lado de grandes filósofos, como HEGEL,
SCHOPENHAUER, etc., aparecen figuras de músicos como LISZT, MENDELSSOHN y
SCHÖNBERG, o historiadores y teóricos, como FORKEL, RIEMANN y AMBROS, que
parecen tener poco que ver con una historia de la estética.
La ausencia de muchas figuras y la presencia de otras significa que se ha adoptado un
concepto muy amplio de estética musical, habiendo sido mejor, tal vez, no haber usado este
término, por cuanto tiene un significado demasiado vago y, al mismo tiempo, demasiado
reducido, y haber hablado simplemente de ideas sobre la música. Y no sólo todo lo referido,
sino que se ha tratado también, en una rápida ojeada, de estilos musicales, de técnicas de
composición, etc., presuponiendo que cierto modo de componer música implica cierto modo
de entenderla y, en definitiva y como consecuencia, cierta concepción de la música. ¿No
podría ocurrir acaso — por ejemplo — que la historiografía musical revelara, incluso al ojo
más inexperto, cierto modo de concebir la obra de arte?
Desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, el pensamiento musical se ha
enriquecido enormemente, alimentándose de los resultados obtenidos en otras muchas
disciplinas pertenecientes a campos afines y paralelos. El desarrollo de la historiografía
conforma a una metodología rigurosa ha aumentado por un lado el conocimiento filosófico
y ensanchado por otro los horizontes históricos de la música; esto, junto con los estudios,
hoy tan de moda, de etnomusicología, ha facilitado el acercamiento a nuevos tipos de
música, así como a concepciones musicales que se apartan de la tradicional.
A su vez, el desarrollo de los estudios de teoría, de acústica, de psicología musical, y las
investigaciones que se han llevado a cabo sobre la antigua teoría de la música y sobre los
sistemas musicales ajenos a la tradición occidental han modificado la forma de concebir la
estética musical. En nuestros días, hasta el filósofo puro debe tener en cuenta el
enriquecimiento que ha habido en el ámbito del conocimiento referido a la música;
asimismo, cualquier estudio serio cuyo objeto sea la música parte hoy en día de una extensa
base histórica y fenomenológica.
Si en otros tiempos se podía hacer una distinción entre los estudios de teoría musical y
los de estética, actualmente, en cambio, tal distinción deviene algo imposible, por cuanto se
ha tendido, progresivamente, a la integración de un campo en el otro, integración que se
inició ya con la obra de HANSLICK: por una parte, los teóricos comprendieron que, sin la
ayuda de los filósofos, se exponían a caer en ingenuidades que a duras penas podían
disimularse bajo abstrusas construcciones; por otra, los filósofos debieron resignarse a
estudiar la historia, la teoría, la psicología, etc., musicales, si albergaban la pretensión de
penetrar, un poco más a fondo, en el hecho musical.
¿En qué dirección se orienta hoy la estética musical? Es una pregunta bastante ociosa,
puesto que nadie es capaz de prefigurar el curso del pensamiento humano.

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No obstante, sometiendo la imaginación a cierto esfuerzo y contemplando con alguna


perspectiva la historia de los últimos veinte años (1), se podría llegar a la conclusión de que
hoy (2) se intenta superar la importante y abstracta alternativa estética que, impuesta por el
Romanticismo, fluctuaba entre el formalismo y el contenidismo, a base de estudiar,
acercándose más y haciéndolo con mayor concreción, el fenómeno musical.
Quizás así llegue a perder el significado que adquirió en un pasado la gran polémica que
se estableciera entre los partidarios de una concepción de la música como forma y los
partidarios de una concepción de la música como expresión, acabando con ello por
embotarse los filos de sus armas, que combaten desde hace tiempo en una batalla de
fantasmas.
En efecto, ya se puede constatar fácilmente que las exigencias y razones propias de la
estética formalista se reconocen como válidas por parte de la estética de la expresión y
viceversa; en otras palabras, ambos enfoques están en condiciones de hacer suyas las
exigencias del otro — al menos por lo que respecta a los autores más competentes y hábiles
en materia de análisis filosófico. No es que se trate ahora de augurar una conciliación
acomodaticia, una concordia generalizada, después de una escabrosa batalla; en el terreno
de la filosofía, una contienda puede disminuir su aspereza sin que esto implique que los
combatientes hayan concertado la paz, sino más bien que tales combatientes ya no existen y
que, por tanto — y dejándonos de metáforas —, la contienda realmente viva ha pasado a
ocuparse de otros temas, de otros problemas.
Si hasta ayer el debate se centraba en el problema de la expresión o, por lo menos, en el
del lenguaje musical y, en definitiva, en el valor de una y de otro, hoy, sin embargo,
acantonada ya, al menos en parte, la abstracta alternativa representada por el formalismo y
el contenidismo, se reconsideran con mayor atención y competencia filosófica —
estimulados por el empeño de renovación radical de la vanguardia — conceptos como
lenguaje, expresión, significado, etc., usados con demasiada ligereza, no sólo por la estética
sino incluso por la crítica musical.
Desde el siglo XVIII en adelante, se ha hablado de la música como lenguaje de las
emociones, pero hasta hoy no se ha intentado esclarecer en virtud de qué puede decirse que
la música es un lenguaje y qué es lo que se entiende cuando se afirma ambiguamente que la
música expresa algo. Resumiendo: hoy se pretende, ante todo, analizar cómo funciona la
música, qué mecanismos psicológicos pone ésta en juego, qué estructuras lingüísticas utiliza
y en qué se diferencia de otros modos de expresión de los que se vale el hombre.
Esta exigencia de mayor concreción — que no debe, por cierto, confundirse con la
actitud propia del positivismo de reducir el hecho musical a mero hecho técnico y acústico
— está, en la actualidad, ampliamente compartida por estudiosos de formación bastante
dispar, siendo tal vez éste el motivo por el que se ha dicho que la vieja disputa entre la
estética de la forma y la estética de la expresión parece ahora menos vigente, menos
candente, como si se hubiera puesto entre paréntesis en espera, acaso, de reanudarse en otros
contextos sobre bases distintas de las anteriores.

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[III]: ¿A dónde va la estética musical?

Al término de un largo excursus (3) histórico se imponen las conclusiones, las


indicaciones direccionales, a modo de previsión con miras a un futuro inmediato. ¿Hacia
dónde camina la estética musical? ¿Continúa habiendo una estética musical? Y, finalmente,
la pregunta que quizá resulte más insidiosa y comprometedora al término del presente
trabajo: ¿ha existido alguna vez la estética musical como disciplina?
Pero ¿cómo puede plantearse una duda de este género después de escribir una historia de
la estética musical? Todas estas interrogantes exigen respuestas bien trabadas, que no
pueden reducirse a un sí o a un no. Invirtamos las respuestas y partamos de la última
pregunta. Tras un recorrido tortuoso por la historia de la estética musical, irrumpe
legítimamente la duda pues entre las especulaciones musicales de PLATÓN,
GLAREANUS, HEGEL o SCHELLING existe un parentesco muy escaso, tal vez
demasiado escaso como para poderlas imaginar agrupadas en un esbozo histórico único que
pretenda el ajuste de todas ellas a unas pautas de desarrollo también únicas.
Ciertamente, tal y como se ha entendido a través de este excursus, la estética musical
agrupa muchos, quizá demasiados enfoques conceptuales, radicalmente diferentes y
heterogéneos: experiencias de pensamiento que parten de exigencias, a veces especulativas,
a veces prácticas, que aparentemente no tienen nada en común. Quizá por este motivo
habría sido mejor una pluralidad de historias distintas de la estética musical, al objeto de
abordar en cada una de ellas la génesis y el desarrollo particulares de cada filón de
pensamiento.
En base a esto, es indudable que presentan un desarrollo más unitario todas las
reflexiones musicales que nacen de una exigencia netamente especulativa, de un ejercicio de
la mente claramente filosófico y sistemático, en el que la música adquiere una dimensión
filosófica y estética unívoca; o bien lo presentan igualmente todas las reflexiones que, a su
vez, nacen de las experiencias práctica y teórica que se llevan a cabo sobre la materia
sonora: reflexiones sobre la acústica, sobre la armonía, sobre las grandes transformaciones
acontecidas en el transcurso de la historia de la música, como son la transición de la
polifonía a la armonía, de la tonalidad a la dodecafonía, etc.
Evidentemente, si se someten todas las reflexiones musicales a esta bipartición, el camino
recorrido por una historia de la estética musical resulta más homogéneo, ya que se eluden
los continuos saltos e intersecciones que, por el contrario, son habituales a lo largo del
camino recorrido por nosotros. No obstante, al observar ahora el tortuoso camino recorrido,
opinamos que éste era inevitable, dado el fin que perseguíamos y a pesar de que pudiéramos
parecer confusos e incoherentes en algunas ocasiones. Efectivamente, a primera vista parece
que existe muy poco parentesco entre las anotaciones musicales de HOFFMANN,
WACKENRODER, HEGEL o SCHOPENHAUER y los estudios sobre la armonía de
RAMEAU o TARTINI, como para que nos podamos permitir verlos todos bajo un mismo
perfil histórico.
Sin embargo, hay un hilo invisible que anuda experiencias de pensamiento tan diferentes,
todas las cuales son partícipes de algo más que el espíritu de una época.

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En realidad, la música es, por esencia, un objeto multiforme; lo que hay de común entre
las distintas cuestiones sobre las que se ha insistido es el hecho, precisamente, de que todas
ellas se centran sobre el mismo objeto, el cual, a semejanza de un prisma de muchas caras,
puede ser asimilado y analizado desde perspectivas muy diversas que, aun siendo diversas,
se integran unas con otras de algún modo y captan al unísono el problema de que se trate,
aunque lo hagan desde ángulos distintos; de aquí que hayamos preferido ampliar el
horizonte y no omitir ninguna fuente de reflexión musical, agrupando experiencias de por sí
heterogéneas.
Nuestra intención era la de demostrar cómo la aproximación que se hiciera a un
fenómeno musical desde el punto de vista filosófico mantenía estrechos vínculos con la
aproximación que se hiciera al mismo fenómeno desde el punto de vista literario, y cómo la
aproximación de orden teórico, acústico y matemático implicaba, sobreentendía y
completaba a veces la de orden filosófico.
Ahora bien, no en todas las épocas se han manifestado en idéntica medida todos los tipos
de aproximación que permite ese objeto multiforme que es la música. Cada época da la
primacía a determinado tipo de aproximación, en razón a que los problemas más urgentes
que la música se plantea en una época en concreto, tienen más necesidad de una
aproximación que de otra, privilegiando así un enfoque conceptual más que otro. Es por este
motivo por el que hemos preferido mantenernos abiertos a todo, sin excluir ningún tipo de
aproximación posible; de lo contrario, nuestra historia de la estética musical habría
resultado más unitaria, si bien entonces los grandes vacíos y las zonas aparentemente
desprovistas de reflexiones hubieran sido más abundantes.
Además, nos dimos cuenta con frecuencia de que, en el fondo, el problema al que había
que hacer frente era siempre el mismo, aunque fuera adoptando un lenguaje y una actitud
diferentes en cada caso: ¿acaso la gran contienda que se desencadena en torno a la
semanticidad de la música — una de las cuestiones más trascendentales de la estética
musical — no constituye el núcleo fundamental tanto de la especulación de los grandes
filósofos románticos y del teórico y musicólogo Eduard HANSLICK, como de la de los
positivistas y de los antropólogos que se preocupan de estudiar el origen de la música? Nos
pareció, pues, que otro punto de coagulación de aproximaciones distintas era no sólo ese
objeto multiforme que llamamos música, sino el horizonte desde el cual los estudiosos,
filósofos, teóricos y músicos de cada época habían divisado los problemas que les
concernían; de aquí que el problema más urgente de cada momento histórico se hubiera
erigido a menudo en núcleo, en punto de convergencia de experiencias diversas y, en
apariencia, muy alejadas unas de otras.
Siguiendo con la serie de interrogantes que nos formulábamos al principio de estas
conclusiones, ¿de qué perspectivas dispone hoy en día la estética musical? Si se les
reconoce a los términos “estética musical” un significado en sentido estricto — el de
reflexión filosófica de carácter sistemático que gira alrededor de la música —, habremos de
concluir probablemente que la estética musical se encuentra dando sus últimos coletazos en
la actualidad, o tal vez que se acabó hace ya algunas décadas. En cambio, si a la estética
musical se la considera según una acepción más amplia — la válida para nosotros a lo largo
de todo el estudio acometido —, habremos de concluir simplemente que la estética musical
ha adquirido nuevas orientaciones en la actualidad, tendiendo a fragmentarse en tantos
sectores de estudio diferentes como aspectos variopintos reviste la experiencia musical en
nuestros días.

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Toda gran revolución estilística y lingüística de cuantas se jalonan en la historia de la


música, ha atraído la atención de los estudiosos, de los filósofos, de los teóricos y de los
músicos, inclinados mayormente a reflexionar sobre los aspectos más específicamente
técnicos y lingüísticos del arte musical; de cualquier modo, todos aquéllos han llegado a
afrontar también, aunque haya sido indirectamente, los problemas de índole filosófica y
estética que suelen darse con cada nueva experiencia artística. Algo así sucedió en la
transición del Ars Antiqua al Ars Nova, en la de la polifonía a la monodia acompañada y, en
nuestro siglo, con la invención de la dodecafonía y con las experiencias lingüísticas
radicalmente nuevas de las vanguardias.
Por consiguiente, no constituye un fenómeno tan inédito el hecho de que actualmente se
asista a un ocaso de la estética musical como disciplina filosófico-sistemática y,
paralelamente, a una rica proliferación de estudios — no siempre fáciles de clasificar —
sobre múltiples aspectos de la nueva música, sobre la experiencia musical a nivel
interpretativo, sobre la fruición que la música depara y la acogida que la misma tiene por
parte del destinatario, sobre las metodologías historiográficas vigentes, sobre la psicología
de la audición y de la creación, sobre los mecanismos lingüísticos que hacen posible la
formación de los significados, etc.
¿Pueden considerarse realmente como materia de estudio de la estética musical todas las
cuestiones que acabamos de enunciar? La pregunta puede parecer en gran medida superflua
y ociosa; después de todo, tales son las maneras en que hoy es factible la reflexión de
carácter musical: reflexión que no siempre se inserta en un rígido sistema filosófico y que, a
menudo, parece destinada a perderse en mil recovecos, como consecuencia de utilizar las
más variadas metodologías de investigación y de apoyarse en las ciencias más dispares, y
que, no obstante, no elude las implicaciones de talante estético y filosófico que están a la
base o que representan la meta de dicha reflexión. Hasta ocurre con frecuencia que
partículas fragmentarias de distintos conceptos se recomponen inesperadamente para
formular planteamientos más unitarios y explícitos desde el punto de vista filosófico. En
definitiva, lo sucedido en el campo de la estética musical durante las últimas décadas es
análogo a lo sucedido en otros campos de la reflexión estética que afectan al arte en general
y a las artes por separado en particular.
Toda aproximación a la música presenta, para quien lo sabe aprehender, un fundamento
filosófico, una relación implícita con aspectos más vastos de la cultura y del pensamiento.
El propósito de autoconfinarse en la especialización, en el tecnicismo y en la jerga propia de
una y de otro, no basta para aislar las reflexiones de género musical de los ámbitos estético
y filosófico. Es imposible por este motivo imaginarse lo que puede acontecer en un futuro
con la estética musical: ya no es, en efecto, una disciplina autosuficiente, con un desarrollo
interno en su discurso, y nunca lo ha sido menos que lo es hoy; justamente por su acentuada
interdisciplinariedad y por su intencionada fragmentación, la estética musical está ligada,
hoy más que nunca, a las más extensas vicisitudes del pensamiento y de la sociedad: en
medio de ambos se desenvuelve y de ambos se nutre.
De este modo, los grandes temas característicos de la reflexión musical a través de los
siglos — el secular debate sobre la semanticidad de la música y el formalismo las relaciones
entre la música y la poesía y otros lenguajes artísticos y no artísticos, el sentido de la obra
musical y de su historia, la relación entre la obra, el intérprete y el oyente que goza con la
música — parecen haberse eclipsado frente a las más puntuales y concretas investigaciones
de nuestra época en torno a problemas probablemente más menudos pero más precisos.

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Pese a esto, los grandes temas del pensamiento musical no han desaparecido, sino que
renacen, aunque adoptando una nueva forma y presentándose con otros ropajes, y a menudo
incluso salen enriquecidos, gradas a la mayor atención que reclaman las excelencias de que
hoy hace gala el fenómeno musical ante el oído de un observador receptivo para con sus
múltiples aspectos.
La naturaleza ineludiblemente filosófica de toda reflexión musical, a cualquier nivel que
ésta se manifieste, no puede suprimirse en pro de apariencias que tienden a avalar la muerte
de la filosofía. Sin dudas de ninguna clase, en nuestros días ha muerto, o tal vez solamente
se ha puesto entre paréntesis, cierto estilo de hacer y de concebir la filosofía y, por tanto, la
estética musical; no el pensamiento acerca de la música y de sus problemas, que, de un
modo u otro que se afronte, siempre contendrá, en cualquier caso, un axioma
intrínsecamente filosófico. El advenimiento de tal pensamiento, las formas que pueda
asumir en el futuro y su consistencia, las soluciones que sea capaz de proponer, todo, en fin,
depende obviamente de tantos y tantos parámetros, que tienen mucho que ver no sólo con el
mundo del arte en general y de la música en particular, sino con la civilización en la que
estamos insertos, que resultaría muy aventurado formular las más mínimas hipótesis al
respecto.
Por hoy no nos queda más que constatar — quizá, con satisfacción por parte de algunos y
con pena por parte de otros — la riqueza y multiplicidad que muestra ese pensamiento
acerca de la música y de sus problemas, del que podrán extraerse síntesis más espaciosas el
día de mañana: síntesis capaces de superar, por un lado, la excesiva fragmentación existente
y, por otro, la pobreza en la que, por desgracia, incurre a veces el pensamiento
exclusivamente sistemático.

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Citas escogidas

1.
“La estética de un arte es igual a la de otro arte, y sólo la materia difiere” — R.
SCHUMANN
“Las leyes de lo bello, en todo arte, son inseparables de las características particulares de
su material y de su técnica” — E. HANSLICK
“La Estética, en el sentido estricto de la palabra, es decir, la teoría de la belleza artística,
se limita al examen exclusivo de la obra de arte y de la impresión de arte; muestra las
condiciones de su existencia y su formación legítima en sí misma; analiza, en fin, en sus
correlaciones, los elementos de su acción sobre el espectador o sobre el oyente. Hay que
excluir del dominio de la Estética toda la parte puramente técnica de la elaboración de una
obra, todo lo que recuerda la lucha del creador con los procedimientos utilizados para la
materialización de su idea. La estética no es, por tanto, una enseñanza del arte, sino una
filosofía del Arte: no se propone favorecer la habilidad técnica, sino la comprensión de la
obra artística” — H. RIEMANN
“En nada de cuanto concierne al dominio de la Filosofía es tan grande la diferencia de
criterios como en Estética. Tampoco en ninguna parte se encuentra tanta hueca palabrería,
tantos tecnicismos sin sentido, tanta erudición pedantesca a la vez que superficial” — M.
SCHASLER
“No hay ciencia que como la Estética se haya visto invadida por lucubraciones de los
metafísicos. Desde Platón hasta nuestros días, se ha hecho del Arte una amalgama informe
de misterios trascendentales y de teorías que hallan su expresión más intensa en la
concepción absoluta de lo bello” — E. VERON
“Si no quiere resultar absolutamente ilusorio, el estudio de lo bello deberá aproximarse al
de las Ciencias naturales, investigando lo que la materia tiene de constante y objetivo, con
independencia de las infinitas y mudables impresiones — E. HANSLICK
“La Estética, en cuanto doctrina artística, puede restringir su campo de estudio y dejar a
las Ciencias naturales la tarea de determinar ciertos hechos elementales de la función de los
sentidos” — H. RIEMANN
“¿Qué debe entenderse por Estética musical? Una respuesta que tuviese valor normativo
estaría falta de lógica. Compete al historiador descubrir, cada uno a su vez, el desarrollo,
rumbo y significado de la reflexión sobre el fenómeno musical. Sería absurdo establecer
apriorísticamente las fuentes de una supuesta Estética musical, esto es, decidir quién está
autorizado para hablar de música. Nos han llegado reflexiones procedentes de matemáticos,
filósofos, músicos, críticos, etc.; y no es casual que la Música haya sido tomada en
consideración por tan diversas categorías de estudiosos” — E. FUBINI
“Desde que Baumgarten, en 1750, fundó la Estética, la cuestión de concretar en qué
consiste la Belleza no sólo no ha sido resuelta todavía, sino que cada nueva obra de Estética
da a dicha pregunta una distinta respuesta” ... “La mayoría de las definiciones respecto a la
Belleza propuestas por los tratadistas de Estética conducen a dos tesis opuestas. La primera
considera que la Belleza existe por sí misma y que consiste en una manifestación de lo
Absoluto, de lo Perfecto, de la Idea, de la Voluntad, de Dios.
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Para la segunda, no es más que un placer especial que sentimos en ocasiones,


desinteresándonos de las ventajas que peda reportarnos. La primera de estas tesis ha sido
admitida por Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer y por los metafísicos franceses; aún
hoy la aceptan las clases instruidas, especialmente las amantes de la tradición. La segunda
tesis abunda entre los tratadistas ingleses y está en auge entre las modernas generaciones”
— L. TOLSTOI
“Desde el punto de vista subjetivo, lo que denominamos Belleza hace referencia a todo lo
que nos produce un placer de determinada especie. Considerado bajo el aspecto objetivo,
damos tal nombre a cierta perfección; pero como que lo hacemos debido a que esa
perfección nos produce algún tipo de placer, resulta evidente que dicha definición objetiva
no es más que una nueva versión de la definición subjetiva” — L. TOLSTOI
“Muchos tratadistas de Estética, para dar una base sólida a sus definiciones de la Belleza
han estudiado los orígenes del placer artístico. Pero esto les resulta tan difícil de lograr
como lo anterior, pues no hay ni puede haber explicación convincente acerca de la causa a
que obedece el que una misma cosa guste a unos y disguste a otros” — L. TOLSTOI
“En el conjunto de las impresiones auditivas no son sólo las formas corporales las que
desparecen, sino también los contornos, las figuras, el espacio, la luz misma. Penetramos en
la región de los sonidos, mundo invisible, y este mundo interior en que reina nuestra
sensibilidad es lo que nos queda” — J.G. HERDER
“El músico que alcance el éxito en este trabajo de titanes podrá ser comparado a un
héroe; la consecución de esta unidad orgánica en la que las partes se fundan en un todo será
fruto del genio, y la Música tendrá la función de catalizar en torno a ella a las demás artes,
que hallarán así su expresión más genuina” — R. WAGNER
“Arte de combinar los sonidos de una manera agradable al oído” — J.J. ROUSSEAU
“Me atrevo a decir que el placer del oído debe a veces primar sobre la verdad de la
expresión — J.J. ROUSSEAU
“Se puede considerar la música como un arte que tiene por objeto uno de los principales
placeres de los sentidos” — J. Le R. D’ ALEMBERT
“La música es un lujo inocente, no indispensable, además, a nuestra existencia, pese a
proporcionar placer y mejora al oído” — Ch. BURNEY
“Arte de conmover por la combinación de los sonidos” — F.J. FETIS
“Es el arte de manifestar sentimientos por medio de sonidos” — G. WEBER
“Al escuchar ciertos trozos de música mis fuerzas vitales parecen multiplicarse: siento un
placer delicioso, pero el razonamiento no tiene en ello papel alguno; el hábito del análisis
hará, después, nacer la admiración, mas la emoción, creciente en razón directa con la
energía y la grandeza de las ideas del autor, me produce bien pronto una extraña agitación
en la circulación de la sangre y mis arterias laten con violencia” — H. BERLIOZ
“Debe la Música elevar el alma sobre sí misma, hacerla oscilar por encima de su sujeto,
y crear una región donde pueda refugiarse, sin obstáculos, en el sentimiento puro” —
G.W.F. HEGEL
“La Música es el arte de pensar con sonidos” ... “Es un acto especial de la inteligencia y
ésta interviene en la vida afectiva para que en ella exista orden y belleza” — J.
COMBARIEU

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2.
“Música es el arte de coordinar los sonidos de acuerdo con el egoísmo creador del artista
y su completa indiferencia a toda ley extraña a su propia sensibilidad” — A. CASELLA
“Componer equivale a ordenar cierto número de notas de acuerdo con determinadas
relaciones de intervalos” — I. STRAVINSKY
“Bajo el impulso del genio beethoveniano, el tema adquirirá tanta categoría, nobleza y
pujanza que su sola aparición lo impondrá al entendimiento y a la memoria, por lo cual
quedará revestido de la significación y prerrogativas de una idea, radiante, soberana de
vastos dominios sinfónicos en los cuales, sin dejar nunca de ser ella misma, podrá
presentarse bajo los aspectos más diversos” — V. D’ INDY
“En música todo procede de la idea y todo nos conduce nuevamente a ella. ¿Qué cómo se
me ocurren las ideas musicales?: Del hogar del entusiasmo dejo que escape la melodía;
luego la persigo y, mientras aletea, la recobro; pero vuela de nuevo, desaparece y se
sumerge en un caos de emociones diversas; mas yo aguardo, y cuando vuelvo a cogerla,
lleno de gozo, la acaricio con delirio, pues nada me separará ya de ella; la multiplico,
entonces, por medio de modulaciones y, por fin, acabo triunfando de la primera idea
musical” — L. van BEETHOVEN
“Algunos temen ser demasiado simples al no revolucionar el Universo con cada nueva
obra. Resulta una obsesión especial esa de la revolución permanente. Una renovación
constante conduciría muy pronto al agotamiento de la materia musical. Recuerdo siempre
una frase del gran Fauré: ‘No pretendamos ser genios en cada compás’” — A.
HONEGGER
“No podría decirte lo que conviene hacer para salir de esta crisis de la Música. Unos
querrían ser melódicos como Bellini; otros armónicos cual Meyerbeer. Yo no desearía lo
uno ni lo otro y, si de mí dependiera, quienes comienzan a componer jamás pensarían en ser
melódicos, armónicos, realistas, idealistas, músicos del futuro o cualquiera de esas cosas
que el diablo ha inventado en expresiones pedantes” — G. VERDI
“El intérprete tiene la misión de buscar el equilibrio entre la obra del compositor y su
propia conciencia. No es un sacrilegio confundirse con el creador de una obra maestra. Al
contrario, es una ilusión fecunda la que consiente que te identifiques con el músico cuyo
humilde intérprete eres” — G. ENESCO
“La interpretación ideal será la de aquél que a sus cualidades artísticas de recreador sepa
unir los conocimientos científicos que la musicología considere oportunos y necesarios. De
lo contrario, el artista fácilmente caerá en la exaltada arbitrariedad, y el sabio en las frías
lucubraciones de sus dogmas” — J. Mª LLORENS CISTERÓ
“Lo trivial y lo vulgar, aún revestido de una bella forma, no puede pretender ningún
valor” — H. RIEMANN
“Emana de la Música una fuerza que se adueña de todo y que nadie acierta a explicar” ...
“La Música se halla a una altura intelectualmente inalcanzable” — J.W. von GOETHE
“El corazón posee su propia inteligencia; la Música es el lenguaje del corazón” — J.
BATTEAUX

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“Existe desde siempre un abismo que separa el corazón que siente de las indagaciones
explorativas; el corazón es algo divino, independiente y cerrado, al que no puede llegarse
por el análisis ni por el razonamiento” — W.H. WANCKENRODER
“Las impresiones más avasalladoras de la Música contienen gran cantidad de excitación
física por parte del oyente. Lo elemental de aquélla  el sonido y el movimiento  es lo que
impresiona los sentimientos espontáneos de muchos aficionados a la Música; pero esos
sentimientos  que en realidad sólo de manera relativa se unen a la contemplación pura 
únicamente cabe considerarlos artísticos cuando tienen conciencia de su origen estético.
Faltando esa conciencia, tanto menos puede atribuirse el efecto cuanto más intensamente
éste se manifiesta. Son muchos los que oyen y sienten la Música de dicha manera. Su
actitud ante ella resulta exclusivamente patológica” … “Oponemos a dicha emoción
patológica la contemplación consciente de toda obra musical, pues es la única manera
artística de escuchar. Solamente proporciona un completo deleite artístico la música que
despierta la atención del intelecto. Sin ésta no hay goce estético” — E. HANSLICK
“Es ocioso, a la par que infantil y a veces falso, querer explicar el contenido de una obra
instrumental redactando para ella un programa ulterior, pues en este caso la palabra
destruiría todo el encanto, profanaría los sentimientos y quebraría las tenues fibras del alma
que se revelan bajo esta forma, precisamente porque no puede expresarse por medio de
palabras, de conceptos o de imágenes” — F. LISZT
“Pese a que haya quien pueda encontrar extraño e incluso ridículo que los compositores
hagan referencia a los pensamientos que contienen sus composiciones, aquellos que sean
sensibles a la admirable afinidad de todas las artes y las ciencias no considerarán el asunto
desde el punto de vista según el cual la Música debe ser únicamente el lenguaje de los
sentimientos, lo que les llevará a admitir una relativa tendencia hacia la filosofía de la
música exclusivamente instrumental. ¿No puede la música pura aceptar un texto? Y en tal
texto ¿no cabe que el tema sea desarrollado, confirmado y variado como lo es el objeto de la
meditación en una serie de ideas filosóficas? — F. SCHLEGEL
“Cuando la Música trata de impresionarnos únicamente invitándonos a hallar analogías
exteriores entre cosas de la vida o de la Naturaleza y determinadas figuras rítmicas o ciertos
sonidos propios de la Música, ésta se convierte en una triste imagen del fenómeno,
infinitamente inferior al propio fenómeno” — F. NIETZSCHE
“Verdaderamente, en el tiempo en que se reunía en Florencia la virtuosísima camerata del
ilustrísimo señor Giovanni Bardi, a la cual concurría gran parte de la nobleza, los primeros
músicos, hombres de ingenio, poetas y filósofos, y que también me era dable frecuentar,
aprendí más con los doctos razonamientos que allí se exponían que en treinta años de
estudios del Contrapunto; porque esos muy entendidos gentilhombres me insistieron
siempre con clarísimas razones en que no debía cultivar aquella clase de música que no deja
entender bien las palabras, estropea el concepto y el verso  ora alargando, ora acortando las
sílabas para acomodarse al Contrapunto, lacerando las poesías , sino que era preferible
atenerse a aquella manera tan loada por Platón y otros filósofos, cuando afirmaron que, en la
Música, lo primero es el lenguaje, lo segundo el ritmo y finalmente el sonido  y no lo
contrario , a fin de que ella pueda penetrar en la inteligencia y producir aquellos efectos
maravillosos que admiraron los escritores y no se pueden lograr con el Contrapunto” — G.
CACCINI
“Sea la palabra señora de la Armonía, no su esclava” — C. MONTEVERDI

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“Dada la infinita capacidad de evolución de la sensibilidad humana, se puede formular la


hipótesis de que en un porvenir quizá no muy lejano una sola simultaneidad de sonidos y
timbres podrá encerrar en sí misma una iridiscencia de sensaciones y emociones igual a la
que se desprende hoy de todo un fragmento musical” — A. CASELLA
“La Música es como el ajedrez; la reina (melodía) tiene el poder supremo, pero la
decisión del juego depende siempre del rey (armonía)” — R. SCHUMANN
“La Melodía, inagotable e inagotada, domina sobre todo como forma básica de la belleza
musical; la Armonía ofrece siempre nuevos recursos, con sus infinitas posibilidades. A
ambas las anima el Ritmo, arteria de la vida musical, y les proporciona encanto el colorido
de múltiples timbres” — E. HANSLICK
“Una escala de 53 notas nos daría armónicos mucho más puros que la escala actual, y
podemos imaginarnos que en tiempos futuros se adopte, a pesar de todas las complicaciones
— J.J. JEANS

3.
“La forma es el vaso del espíritu” — R. SCHUMANN
“La forma consiste en determinada organización del tiempo en el cual existen polos de
atracción, elementos que figuran en todo organismo musical y que están ligados a su
psicología” — I. STRAVINSKY
“En las artes, y particularmente en la Música, la forma conduce a la comprensión; no hay
forma sin lógica, ni lógica sin unidad” — A. SCHÖNBERG
“El arte es forma y no expresión” — J.F. HERBART

4.
“No es solamente el corazón el que crea cuanto hay de bello, de conmovedor, de patético
y de fascinante, como asimismo no es solamente el cerebro el que produce cuanto hay de
bien ajustado, organizado, lógico y complejo. En primer lugar, todo lo que sea una
manifestación artística de gran valor debe reunir la presencia tanto del corazón como del
cerebro. En segundo lugar, el verdadero genio creador no tiene nunca dificultad de controlar
sus sentimientos con la mente, con tal que por lo demás no se diga que el cerebro, solo por
el hecho de concentrarse en la precisión y la lógica, deba producir únicamente cosas áridas y
abstractas. Por otra parte, hay que sospechar mucho de la sinceridad de esos trabajos que
exhiben el corazón insistentemente; que apelan a nuestros sentimientos de compasión; que
nos invitan a soñar con su belleza vaga e indefinida o a sentir emociones etéreas e
inconsistentes; que exageran a falta de todo sentido de mesura; trabajos cuya sencillez es
solamente pobreza, nulidad y aridez, cuya dulzura es artificio y cuya sugestión apenas aflora
a la superficie de lo superficial. Obras como éstas revelan en realidad la ausencia total del
cerebro y demuestran, al mismo tiempo, que el sentimentalismo de que hacen gala tiene su
origen en un corazón mezquino” — A. SCHONBERG
“Todo esto me enciende el alma, y siempre que no se me distraiga, mi tema se va
agrandando, se torna metódico y delineado, y la totalidad, aunque sea larga, aparece casi
completa y terminada en mi mente, de tal modo que puedo inspeccionarla, como a una buena
pintura o una estatua hermosa, de una sola ojeada.

Prof. Manuel Lafarga / Curso Académico 2023-2024 79


Curso de Estética Musical / CSM Joaquín Rodrigo de Valencia

En mi imaginación, no escucho las partes en forma sucesiva sino que las oigo, por así
decirlo, todas a la vez. ¡No puedo expresar cuán delicioso es esto!” — W.A. MOZART
“Todos quienes observaron trabajar a Mozart concuerdan en que transcribía una
composición tal como cualquiera escribe una carta, sin permitir que lo perturbara ninguna
distracción o interrupción; la escritura, el proceso de “fijar” la composición, no era más que
eso: la fijación de una obra ya completa, un acto mecánico” … “En una pieza de música de
cámara o en una sinfonía, primero establece las voces principales, las líneas melódicas, del
comienzo al final, saltando, por así decirlo, de un renglón a otro, e insertando las voces
secundarias sólo cuando “repasa” o “revisa” el movimiento, en una segunda fase del
procedimiento” — A. EINSTEIN

Prof. Manuel Lafarga / Curso Académico 2023-2024 80

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