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Andrea D’Atri
Clase 4: LA SEGUNDA OLA
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“El punto más alto de la hegemonía norteamericana estuvo en el mundo que emergió de la Segunda Guerra Mundial
y que fue reconocido como el Orden de Yalta y Potsdam. Este descansaba en la superioridad económica y militar de
EE.UU., en el marco de la derrota militar de los imperialismos del eje y de la enorme decadencia de los aliados:
Inglaterra y Francia. Pero junto a este aspecto contaba con un instrumento fundamental que era la colaboración
contrarrevolucionaria de Moscú y el aparato estalinista mundial, como contención del proletariado y los movimientos
de liberación nacional. Fue este acuerdo el que permitió que se asentara la hegemonía norteamericana en la
posguerra.” (J. Chingo y E. Molina: “La guerra de los Balcanes y la situación internacional” en Estrategia Internacional
Nº 13, 1999).
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“Así no sólo las guerras actuaron reduciendo la composición orgánica del capital sino que el disciplinamiento de la
clase obrera propiciado por el estalinismo y la colaboración posterior de las mismas tropas de ocupación
norteamericana permitieron un aumento enorme de las tasas de plusvalía. Estos dos factores, caída de la composición
orgánica del capital y altas tasas de plusvalía, estuvieron a nuestro entender en la base del enorme aumento de la tasa
de ganancia que permitió el boom. Del mismo modo el establecimiento de la hegemonía casi absoluta del
imperialismo norteamericano al fin de la segunda guerra fue un factor que evidentemente no había sido alcanzado
luego de la primera y se convirtió en un elemento fundamental de estabilización del conjunto de la economía. Además
no puede dejarse de lado que el desarrollo posterior de Alemania y Japón (sus futuros competidores) y su
reconstrucción fue impulsada por el mismo imperialismo norteamericano respondiendo en gran parte a la necesidad
política de desterrar el peligro de la revolución.” (Paula Bach: “Robert Brenner y la economía de la turbulencia global:
algunos elementos para la crítica”, en Estrategia Internacional, Nº 13, 1999).
Por otro lado, la expansión económica propia de este periodo permitió la creciente presencia
de las mujeres en el mercado de trabajo, con su consecuente mayor inclusión en los ámbitos
culturales y políticos. Las mujeres acceden a la educación y la producción masivamente, lo que
conlleva a una reconfiguración de las relaciones familiares, las relaciones entre los géneros y
el rol estereotipado del ama de casa.
Pero, aunque la presión de las feministas fue importante, es necesario reconocer que fue,
fundamentalmente, el mismo Estado el que impulsó una nueva política sobre la familia de
tendencia pronatalista. Los pagos por maternidad y todos los beneficios salariales por la
familia fueron parte de la importante redistribución de las crecientes rentas nacionales, que
hicieron posible la materialización de estos beneficios.
Al término de la guerra había aumentado notablemente la tasa de natalidad en los países
centrales de Europa. Los avances de la medicina por un lado y, por el otro, las mejoras en la
alimentación y la higiene permitieron reducir los riesgos de mortalidad para madres y recién
nacidos, provocando lo que en EE.UU. se denominó el baby – boom. Luego, a partir de los
últimos años de la década del ’50, la tendencia se invierte: las nuevas posibilidades de
alimentación del bebé acortaron el periodo de amamantamiento y permitieron que esta tarea
pudiera ser realizada por otras personas capaces de reemplazar a la progenitora, liberando a
la madre para la realización de actividades extradomésticas como el trabajo y el estudio. Por
otra parte, el mayor desarrollo científico, que permitió el perfeccionamiento de los
anticonceptivos hormonales y los dispositivos intrauterinos (DIU), posibilitó a las mujeres
una mayor decisión sobre la reproducción.
A su vez, los hogares de las clases medias y los sectores más acomodados del proletariado
sufrieron, durante este periodo, una importante transformación estructural: las nuevas
viviendas contaban con cocinas en ambientes separados, baños equipados y todas las redes de
servicios (gas, agua, electricidad) que eliminaron algunas de las tareas más pesadas de los
quehaceres domésticos. También el uso de aparatos electrodomésticos alivianó bastante la
carga de otras tantas. Todo esto permitió liberar a las mujeres, material e ideológicamente,
para la producción de bienes y servicios. Y lo hizo necesario, a su vez, para aumentar el salario
familiar. El trabajo femenino, incluyendo la introducción en el mercado de las mujeres de las
clases medias como fuerza de trabajo, especialmente en los sectores de servicios y oficinas, se
convirtió en un salario adicional de la familia que permitió el ascenso social y la obtención de
mayores bienes de consumo, aumentando el bienestar y la calidad de vida.
Pero la transformación del rol tradicional de las mujeres en su hogar, lo que finalmente
produjo fue “la devaluación funcional del matrimonio y de la familia como lugar de destino, la
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ste cambio profundo en las
desinstitucionalización y la precarización del vínculo conyugal” . E
relaciones entre los géneros provocó una transformación en la subjetividad femenina que es
lo que se ha dado en conocer como “el malestar de las mujeres”. Este cambio es señalado por
algunas autoras como el motivo “subjetivo” que origina el movimiento feminista de la segunda
ola.
Pero este boom económico y la consecuente estabilidad de la lucha de clases no duraron
eternamente. “Hacia fines de los años ’60 con el fin del boom capitalista y el ascenso de los
años 1968-76 vuelve a abrirse la perspectiva de que con la lucha del proletariado en occidente
contra los gobiernos imperialistas, en el este contra la burocracia estalinista y en las
semicolonias contra las burguesías proimperialistas, se fortalecen las tendencias al
enfrentamiento a los pilares del orden de Yalta. Como consecuencia de esto resurgen las
tendencias a la independencia de clase expresada en los cordones industriales chilenos, la
asamblea popular boliviana, los consejos de inquilinos y soldados en la revolución portuguesa,
etc. Sin embargo, aunque se debilitaron, el orden de Yalta y las direcciones que lo sostuvieron,
no fueron derrotados. El proceso revolucionario fue desviado en el centro y aplastado
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Lefaucher, N.: “Maternidad, familia, Estado” en Historia de las mujeres de Occidente, op. cit.
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contrarrevolucionariamente en América Latina” . Durante este periodo donde resurgió la
lucha de clases, en ambos hemisferios, un nuevo movimiento de liberación de la mujer vio la
luz, masivamente en los países centrales e influenció a pequeños sectores de mujeres de las
clases medias, en los países periféricos.
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Las historiadoras, por ejemplo, cuestionaron la Historia por haber sido descrita esen-cialmente por los hombres
(History) y apelaron a la construcción de una historia de las mujeres (Herstory). En inglés, la palabra History, suena de
la misma manera que His Story (historia de él). De ahí que se le oponga el nombre de Herstory, por her story (historia
de ella).
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Calvera, Leonor: Mujeres y Feminismo en Argentina, Bs. As., Grupo Editor Latinoamericano, 1990.
continuidad con la etapa anterior. Muchos de los planteos iniciales del feminismo de los ’70
volvieron a rediscutirse. En cierto sentido, los años del terror obligaron a que, una vez
instalados los regímenes democráticos, las feministas latinoamericanas tuvieran que “volver a
empezar”.
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Según Amelia Valcárcel, las feministas se enrolaban en dos grandes tendencias: “las que esperaban la liberación
dentro de políticas globales, que se conocieron como feminismo reivindicativo, y las que globalizaban el mismo
feminismo como teoría política, feminismo radical.” A. Valcárcel: Sexo y filosofía. Sobre “mujer” y “poder”, Bogotá,
Anthropos, 1994.
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Las obras paradigmáticas de este movimiento son Política Sexual, de Kate Millet y Dialéctica de la sexualidad, de
Shulamith Firestone.
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Millet, Kate: Política Sexual, s/r.
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Firestone, Shulamith: La dialéctica del sexo, Barcelona, Kairós, 1976.
económica y de una construcción ideológica que refuerza ese sometimiento. Por su parte, el
feminismo socialista intenta combinar el análisis marxista de las clases con el análisis de la
opresión de la mujer, poniendo el acento en el concepto de patriarcado y en el desarrollo
histórico de esta modalidad de organización de las relaciones familiares en los distintos
modos de producción. Las feministas socialistas, a diferencia de las feministas radicales,
siguieron entendiendo el problema de la desigualdad como una cuestión absolutamente
social: dieron prioridad al concepto de división sexual del trabajo –división que originaría una
connotación de desigualdad social entre ambos sexos-, y definieron el patriarcado como el
conjunto de relaciones sociales de la reproducción humana que se estructuran de modo tal
que las relaciones entre los sexos son relaciones de dominio y subordinación. Para esta
corriente, la subordinación de las mujeres en la esfera de la reproducción se traslada luego al
mundo de la producción, haciendo que la participación de las mujeres en el proceso
productivo se dé en condiciones de inferioridad. Muchas sostuvieron que esta situación de
opresión es originaria y modelo para el resto de las situaciones de desigualdad y dominación,
como las de clase. Otras, siguiendo las elaboraciones de Engels, sostuvieron la existencia de un
matriarcado anterior a la existencia de las sociedades divididas en clases y concibieron a la
opresión como una relación que sólo aparece con este antagonismo fundamental producido
por la posibilidad del excedente.
Estas diferentes concepciones del origen de la desigualdad y de la opresión conllevan
diferentes estrategias políticas en la lucha por la igualdad. Mientras las feministas liberales
optarían por la inclusión en el aparato de Estado, en lugares de poder e instituciones de
regímenes y gobiernos, con el propósito de instalar reformas tendientes a la igualdad; las
feministas socialistas sostendrían, estratégicamente y con diversos matices, la necesidad de
una revolución anticapitalista. Un hilo conductor, sin embargo, enlaza las distintas vertientes:
por vías reformistas o revolucionarias, todas están de acuerdo en querer desterrar las
diferencias entre los sexos para llegar a la igualdad. Esta ambición, sin embargo, fue rebatida
pocos años más tarde. Hacia mediados de los ’70, la perspectiva de una nueva tendencia,
conocida como feminismo de la diferencia, hacía su entrada en el movimiento.