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Capítulo 3
El Padre y el Hijo asociados

“Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a
todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la
alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 5:13).

“Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al
Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27).

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino
que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).

“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. 38 Mas si las hago, aunque no me creáis a mí,
creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Juan
10:37-38).

“Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este
mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”
(Juan 13:1).

“Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu
Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; 2 como le has dado potestad sobre toda carne,
para que dé vida eterna a todos los que le diste. 3 Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. 4 Yo te he glorificado en la tierra; he
acabado la obra que me diste que hiciese. 5 Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con
aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.
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He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y
han guardado tu palabra. 7 Ahora han conocido que todas las cosas que me has dado, proceden de
ti; 8 porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido
verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste. 9 Yo ruego por ellos; no ruego por
el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, 10 y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he
sido glorificado en ellos. 11 Y ya no estoy en el mundo; mas estos están en el mundo, y yo voy a ti.
Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como
nosotros. 12 Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me
diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se
cumpliese. 13 Pero ahora voy a ti; y hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en
sí mismos. 14 Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo. 15 No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del
mal. 16 No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. 17 Santifícalos en tu verdad; tu palabra
es verdad. 18 Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. 19 Y por ellos yo me
santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.
20
Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra
de ellos, 21 para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean
uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. 22 La gloria que me diste, yo les he
dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. 23 Yo en ellos, y tú en mí, para que sean
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perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos
como también a mí me has amado. 24 Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo
estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has
amado desde antes de la fundación del mundo. 25 Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero
yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. 26 Y les he dado a conocer tu nombre,
y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos”
(Juan 17).

"A medida que los discípulos lo comprendieron, a medida que su percepción se aferró de la
compasión divina, comprendieron que hay un sentido en el cual los sufrimientos del Hijo
fueron los sufrimientos del Padre. Desde la eternidad, existía una completa unidad entre el
Padre y el Hijo. Eran dos, pero casi idénticos; dos en individualidad, pero uno en espíritu,
corazón y carácter" (Elena G. de White – The Youth's Instructor, 16 de diciembre, 1897 /
parcialmente en A fin de conocerle, p. 71).

“Antes de la aparición del pecado había paz y gozo en todo el universo. Todo guardaba perfecta
armonía con la voluntad del Creador. El amor a Dios estaba por encima de todo, y el amor de unos
a otros era imparcial. Cristo el Verbo, el Unigénito de Dios, era uno con el Padre Eterno: uno en
naturaleza, en carácter y en designios; era el único ser en todo el universo que podía entrar en
todos los consejos y designios de Dios. Fué por intermedio de Cristo por quien el Padre efectuó la
creación de todos los seres celestiales. “Por él fueron creadas todas las cosas, en los cielos, ... ora
sean tronos, o dominios, o principados, o poderes” (Colosenses 1:16 (VM)); y todo el cielo rendía
homenaje tanto a Cristo como al Padre” (Elena G. de White - CS 547).

"El Capitán de nuestra salvación fue perfeccionado mediante sufrimientos. Su alma fue
convertida en una ofrenda por el pecado. Fue necesario que una terrible oscuridad
envolviera su alma debido a que le fueron retirados el amor y el favor del Padre, porque
ocupaba el lugar del pecador, y cada pecador debe experimentar esa oscuridad. El justo tuvo
que sufrir la condenación y la ira de Dios no como si fuera un castigo, pues el corazón de
Dios sufrió con intensísimo dolor cuando su Hijo – sin pecado alguno – estaba sufriendo el
castigo del pecado. Esta separación de los poderes divinos nunca más volverá a ocurrir en
todos los siglos venideros” (Elena G. de White - Comentario bíblico adventista, tomo 7, pp.
935, 936).

“Cristo es el Hijo de Dios preexistente y existente por sí mismo... Al hablar de esta preexistencia,
Cristo hace retroceder la mente hacia las edades sin fin. Nos asegura que nunca hubo un tiempo
cuando él no haya estado en estrecha relación con el Dios eterno. Aquel cuya voz los judíos
escuchaban en ese momento había estado junto a Dios” (Elena G. de White - Signs of the Times,
29 de agosto de 1900).

"A medida que los discípulos lo comprendieron, a medida que su percepción se aferró de la
compasión divina, comprendieron que hay un sentido en el cual los sufrimientos del Hijo
fueron los sufrimientos del Padre. Desde la eternidad, existía una completa unidad entre el
Padre y el Hijo. Eran dos, pero casi idénticos; dos en individualidad, pero uno en espíritu,
corazón y carácter" (Elena G. de White – The Youth's Instructor, 16 de diciembre, 1897 /
parcialmente en A fin de conocerle p. 71).

“En la persona de Su único Hijo, el Dios del cielo ha condescendido en degradarse a nuestra
naturaleza humana” (Elena G. de White - Review and Herald, 17-03-1904, pág. 8, col. 2, BV25).
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“Las Escrituras indican con claridad la relación entre Dios y Cristo, y manifiestan con no menos
claridad la personalidad y la individualidad de cada uno de ellos.
“Dios, habiendo hablado muchas veces y en muchas maneras en otro tiempo a los padres por los
profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, ... el cual siendo el resplandor de su
gloria, y la misma imagen de su sustancia, y sustentando todas las cosas con la palabra de su
potencia, habiendo hecho la purgación de nuestros pecados por sí mismo, se sentó a la diestra de
la majestad en las alturas, hecho tanto más excelente que los ángeles, cuanto alcanzó por herencia
más excelente nombre que ellos. Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi hijo eres tú,
hoy yo te he engendrado? Y otra vez: Yo seré a él Padre, y él me será a mí hijo?” Hebreos 1:1-5.
La personalidad del Padre y del Hijo, como también la unidad que existe entre ambos, aparecen en
el capítulo décimo-séptimo de Juan en la oración de Cristo por sus discípulos:
“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra
de ellos. Para que todos sean una cosa; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos
sean en nosotros una cosa: para que el mundo crea que tú me enviaste.” Vers. 20, 21.
La unidad que existe entre Cristo y sus discípulos no destruye la personalidad de uno ni de otros.
Son uno en propósito, en espíritu, en carácter, pero no en persona. Así es como Dios y Cristo son
uno” (Elena G. de White - El ministerio de curación 329).

"A medida que los discípulos lo comprendieron, a medida que su percepción se aferró de la
compasión divina, comprendieron que hay un sentido en el cual los sufrimientos del Hijo
fueron los sufrimientos del Padre. Desde la eternidad, existía una completa unidad entre el
Padre y el Hijo. Eran dos, pero casi idénticos; dos en individualidad, pero uno en espíritu,
corazón y carácter" (Elena G. de White – The Youth's Instructor, 16 de diciembre, 1897 /
parcialmente en A fin de conocerle p. 71).

“Aunque la Palabra de Dios habla de la humanidad de Cristo cuando estuvo en esta tierra, también
habla definidamente acerca de su preexistencia. El Verbo existía como un ser divino, como el Hijo
eterno de Dios en unión y en unidad con el Padre. Desde la eternidad era el Mediador del pacto,
aquel en quien serían bendecidas todas las naciones de la tierra, tanto judíos como gentiles, si lo
aceptaban. «El Verbo, era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1: 1). Antes de que los ángeles
fuesen creados, el Verbo estaba con Dios, era Dios” (Elena G. de White - Review and Herald, 5 de
abril de 1906).

“Antes de la aparición del pecado había paz y gozo en todo el universo. Todo guardaba perfecta
armonía con la voluntad del Creador. El amor a Dios estaba por encima de todo, y el amor de unos
a otros era imparcial. Cristo el Verbo, el Unigénito de Dios, era uno con el Padre Eterno: uno en
naturaleza, en carácter y en designios; era el único ser en todo el universo que podía entrar en
todos los consejos y designios de Dios. Fue por intermedio de Cristo por quien el Padre efectuó la
creación de todos los seres celestiales. “Por él fueron creadas todas las cosas, en los cielos, ... ora
sean tronos, o dominios, o principados, o poderes” (Colosenses 1:16 (VM)); y todo el cielo rendía
homenaje tanto a Cristo como al Padre” (Elena G. de White - CS 547).

“La historia del gran conflicto entre el bien y el mal, desde que principió en el cielo hasta el final
abatimiento de la rebelión y la total extirpación del pecado, es también una demostración del
inmutable amor de Dios.
El soberano del universo no estaba solo en su obra benéfica. Tuvo un compañero, un colaborador
que podía apreciar sus designios, y que podía compartir su regocijo al brindar felicidad a los seres
creados. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el
principio con Dios.” Juan 1:1, 2. Cristo, el Verbo, el Unigénito de Dios, era uno solo con el Padre
eterno, uno solo en naturaleza, en carácter y en propósitos; era el único ser que podía penetrar en
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todos los designios y fines de Dios. “Y llamaráse su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte,
Padre eterno, Príncipe de paz.” “Y sus salidas son desde el principio, desde los días del siglo.” Isaías
9:6; Miqueas 5:2. Y el Hijo de Dios, hablando de sí mismo, declara: “Jehová me poseía en el
principio de su camino, ya de antiguo, antes de sus obras. Eternalmente tuve el principado...
Cuando establecía los fundamentos de la tierra; con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia
todos los días, teniendo solaz delante de él en todo tiempo” - Proverbios 8:22-30 (Elena G. de
White PP - 11-12).

“El Rey del universo convocó a las huestes celestiales a comparecer ante El, a fin de que
en su presencia El pudiese manifestar cuál era el verdadero lugar que ocupaba su Hijo y
manifestar cuál era la relación que Él tenía para con todos los seres creados. El Hijo de Dios
compartió el trono del Padre, y la gloria del Ser eterno, que existía por sí mismo, cubrió a
ambos. Alrededor del trono congregaron los santos ángeles, una vasta e innumerable
muchedumbre, 'millones de millones,' y los ángeles más elevados. como ministros y
súbditos, se regocijaron en la luz que de la presencia de la Deidad caía sobre ellos. Ante
los habitantes del cielo reunidos, el Rey declaró que ninguno, excepto Cristo, el Hijo
unigénito de Dios, podía penetrar en la plenitud de sus designios y que a Este le estaba
encomendada la ejecución de los grandes propósitos de su voluntad. El Hijo de Dios había
ejecutado la voluntad del Padre en la creación de todas las huestes del cielo, y a Él, así
como a Dios, debían ellas tributar homenaje y lealtad. Cristo había de ejercer aún el
poder divino en la creación de la tierra y sus habitantes. Pero en todo esto no buscaría
poder o ensalzamiento para sí mismo, en contra del plan de Dios, sino que exaltaría la
gloria del Padre, y ejecuta ría sus fines de beneficencia y amor” (Elena G. de White - PP
págs. 14, 15).

“No se había efectuado cambio alguno en la posición o en la autoridad de Cristo. La


envidia de Lucifer, sus tergiversaciones, y sus pretensiones de igualdad con Cristo, habían
hecho absolutamente necesaria una declaración categórica acerca de la verdadera posición
que ocupaba el Hijo de Dios; pero ésta había sido la misma desde el principio: Sin embargo,
las argucias de Lucifer confundieron a muchos ángeles” (Elena G. de White - P P 16, 17).

“Hablando de su preexistencia, Cristo transporta la mente a los siglos indeterminables del pasado.
Nos asegura que nunca hubo un tiempo cuando no estuviera en íntima relación con el Dios eterno.
El, de cuya voz los judíos entonces escuchaban, había estado con Dios como uno que era con él”
(Elena G. de White – Signs of the Times, 29 de agosto, 1900).

Para conocer más, se puede ver el tema: “Cristo como representante de Dios”.

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