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TEMA 4

INTELIGENCIA, VOLUNTAD, YO
FACULTADES SUPERIORES

1. ¿Qué es la inteligencia?
El ser humano conoce, como los animales, por los sentidos externos e internos, pero no
agota en ellos su capacidad de conocimiento. Posee además otra facultad cognoscitiva
superior, la inteligencia o entendimiento*.

La inteligencia es como una luz que permite leer “dentro” de las cosas sensibles
(inteligencia, viene de intus-legere, leer dentro) y captar lo universal, la naturaleza
común, lo esencial, prescindiendo de lo que tienen las cosas de singular y concreto.

Mediante el entendimiento el ser humano se eleva de lo concreto, singular y material a lo


universal y abstracto; puede también juzgar y razonar, es decir, elaborar la ciencia y
progresar; puede, asimismo, hablar y formar sociedad propiamente dicha, o sea,
establecer una relación espiritual con sus semejantes. De nada de esto hay rastro en el
animal, este se limita al campo de lo concreto material y a las relaciones tendenciales con
las cosas que el instinto de su especie determina en él.

El ser humano es capaz de aprehender los medios como medios, no solamente puede
conocer las cosas que son medios, sino también, darse cuenta de que esos medios lo son;
ello implica que tiene capacidad de conocer el ser en todas sus dimensiones y no sólo la
finalidad práctica. Entender es conocer el ser. De ahí que pueda decirse que el animal
conoce, pero no entiende.

El objeto común de la inteligencia es el ser. Todo lo que se conoce, se conoce como un


ser, o como un aspecto, o una forma, o un tipo, o una porción de ser, En todas sus
operaciones el objeto de la inteligencia siempre es el ser.

El objeto propio de la inteligencia humana es la naturaleza o esencia de las cosas


materiales, representadas por la imaginación, como abstracta y universal.

La inteligencia no es la totalidad del alma, sino una potencia o facultad suya, aunque,
junto con la voluntad, la más elevada. Es una facultad superior, en un plano superior a
los sentidos. La inteligencia conoce más y más profundamente que los sentidos.

La inteligencia no es la persona humana. Si lo propio de esta facultad es pensar, razonar,


es evidente que la persona humana no se reduce a razonar. Además, inicialmente la
inteligencia ni conoce nada ni sabe que tiene que conocer. Ni siquiera tiene noción de sí

*
Se recogen aquí ideas y textos, con modificaciones, de Sellés, J.F.; Fidalgo, J.M. Antropología
Filosófica: La persona humana, Eunsa, Pamplona, 2018 y Polo Maragoto, V., Manual de Fundamentos
de Filosofía, Tempo, 1996.

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misma. Sin embargo, todo ello es susceptible de conocerlo cuando se activa. Esta
potencia, más que ninguna otra, se entiende por su capacidad de crecimiento. Siempre se
puede pensar más y mejor.

1.1. Las operaciones de la inteligencia


Las operaciones de la inteligencia se pueden resumir en tres:

a) La abstracción

Es la operación por la que comprendemos lo esencial de una realidad. Etimológicamente


viene de ‘abstrahere’ que significa sacar, separar, extraer. La abstracción consiste en
considerar en el objeto sensible particular su naturaleza o esencia aparte de los caracteres
que lo individualizan.

Dicho de otra manera: es el proceso por el cual la inteligencia conoce, a partir de las
realidades concretas, lo esencial, y elabora el concepto. El concepto entendido es distinto
de la imagen imaginada (que siempre es concreta, aunque sea esquemática). Por eso, cabe
entender algo sin imaginárselo a la vez. El concepto entendido es:
-universal: se puede aplicar a muchos objetos singulares y concretos.
-abstracto: libre de los caracteres, condiciones y circunstancias individuales, para
quedarse con lo esencial.
Se puede distinguir distintos grados de abstracción: física (se consideran separadamente
cualidades físicas: peso, color…), matemática (se considera la cantidad separadamente:
espacio, línea, número…) o metafísica (se considera el ser en cuanto ser).
-la abstracción física: la inteligencia considera las cualidades sensibles de la cosa aparte
de sus caracteres individuales; el peso, el color, las reacciones de un cuerpo en presencia
de otros cuerpos, etc. Son conceptos propios de las ciencias empíricas: física,
-la abstracción matemática: el espíritu considera la cantidad aparte de todas las
cualidades sensibles: longitud, anchura, superficie, volumen, números, etc.
-la abstracción metafísica: el espíritu considera al ser del objeto aparte de toda cantidad
y de toda cualidad: el hecho de que exista, el tipo de ser que tiene. Se considera al ser en
cuanto ser (si se considera como única ciencia posible la de lo medible, se condena toda
metafísica).

b) El juicio

Definimos el juicio como la operación por la cual la inteligencia afirma o niega como real
la relación entre dos conceptos. Puede ser reducido a la fórmula: S es P (por ejemplo, este
árbol es un álamo). Los términos son conceptos distintos; pero, por el juicio se afirma que
son idénticos en la realidad. Mediante el juicio comparamos dos aspectos de la realidad,
ya sea física o de razón, para juzgar sobre su verdad o falsedad. Este proceso supone
enlazar dos conceptos con la partícula "es" y referirlo a la realidad sensible concreta. En
el juicio siempre se hace una referencia a la realidad y sin esa referencia el juicio no tiene
ningún sentido.

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El ser humano necesita juzgar para avanzar en el conocimiento de la realidad, porque
los conceptos que utiliza no agotan el conocimiento de la realidad, no le manifiestan toda
la realidad de las cosas. Si la abstracción fuese perfecta de modo que los objetos se nos
manifestasen con toda claridad no haría falta hacer juicios.

El juicio es el acto principal de la inteligencia, pero supone la previa elaboración de


conceptos. No pensamos por medio de conceptos aislados, sino que pensamos por juicios.
Incluso, el fin del razonamiento es llegar a una conclusión; es decir, a un juicio.

El término de la operación de juzgar es que la inteligencia capte la verdad del ser; o sea,
su adecuación o correspondencia con la realidad.

c) El razonamiento

Razonar es proceder de unos juicios a otros, articulándolos, para llegar a nuevos juicios
y nuevas verdades. Con el razonamiento descubrimos nuevas verdades a partir de lo que
ya sabemos.

La necesidad que tenemos de razonar para establecer verdades es signo de la imperfección


de nuestra inteligencia que no es capaz de captar toda la verdad de golpe, en una solo
concepto o en un solo juicio.

Puede servir la comparación con la perspectiva teológica que afirma que la perfección de inteligencia
divina consiste en que Dios no necesita razonar (proceder de unas verdades a otras, avanzar) porque
toda la verdad está presente en un solo acto de conocer que es Dios mismo.

La razón tiene dos procedimientos fundamentales para aumentar en sus conocimientos:


la deducción y la inducción.

-La deducción es el razonamiento por el que a partir de unas verdades generales


(principios) deducimos verdades más particulares (consecuencias).

-La inducción es el proceso contrario, por él a partir de unas verdades particulares


(datos) inducimos una conclusión general (teoría).

El resultado del razonamiento humano puede ser doble:

-Razonamiento teórico o especulativo: sólo persigue la contemplación de la


verdad, no busca más que saber. Es la ciencia pura o desinteresada, su objeto es la
verdad por sí misma.

-Razonamiento práctico: cuando tiene como fin dirigir la acción. Persigue una
actividad que sea útil para otra actividad. Su objeto es el bien como cognoscible (no
debe ser confundido con la voluntad cuyo objeto es el bien, pero como deseable).

1.2. Los hábitos intelectuales


Por hábito de la inteligencia se entiende una perfección intrínseca, de índole inmaterial,
adquirida en esta potencia que le permite a esta facultad conocer más y mejor. La
inteligencia es susceptible de un crecimiento ilimitado merced precisamente a los
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hábitos. Como el crecimiento de la inteligencia no es arbitrario, sino sólo en una
dirección, a saber, según la naturaleza de la misma y en orden a su fin, que es la verdad,
los hábitos son el crecimiento en conocimiento de la inteligencia respecto de la verdad.

El hábito cognoscitivo no es el acto de entender, sino algo superior a éste. Consiste


precisamente en conocer al acto de pensar. Pensamos que pensamos o conocemos que
conocemos. El primer “pensamos” o “conocemos” es un hábito; el segundo, un acto de
pensar. O también: nos damos cuenta de que pensamos. Ese “darnos cuenta” es el hábito,
el pensamos que pensamos, ser conscientes de… el saber que ejercemos actos de pensar.

Es evidente que tanto el hábito cognoscitivo, como el acto de conocer y el objeto


conocido, son inmateriales.

El hábito crece en la inteligencia haciéndola capaz de más. Esa facultad crece con la
adquisición del hábito. La inteligencia nace de la esencia humana (no de la naturaleza
humana). Nace en estado potencial, no hecha o desarrollada, sino abierta, susceptible de
mejora. El crecimiento de la inteligencia según su propio modo de ser se lleva a cabo por
los hábitos. El hábito es el “premio” con que cada persona puede dotar a una de sus
potencias inmateriales. No es la misma una inteligencia sin hábitos que con ellos, ya que
con hábitos es más inteligencia.

Como hay muchos actos de la inteligencia y varias operaciones racionales, los hábitos
pueden referirse a varios campos de nuestros actos de pensar.

Los hábitos son la conciencia racional. Por ellos nos damos cuenta de que conocemos
racionalmente, inteligentemente. Sin embargo, nos percatamos de que tenemos varios
modos de conocer. Por eso hay que admitir pluralidad de hábitos. Es clásica la distinción
en la inteligencia entre dos tipos de hábitos:

a) Los hábitos de la razón teórica

Los teóricos perfeccionan a la razón en orden al conocimiento de la verdad. Se adquieren


–automáticamente– con un sólo acto de pensar; nos permiten conocer actos de la razón
en su uso teórico.

b) Los hábitos de la razón práctica

Perfeccionan la inteligencia en su uso práctico: para conocer cada vez la mayor


verosimilitud o probabilidad en las cosas y, derivadamente, para realizar actividades
externas con más acierto. Estos hábitos se adquieren a base de reiterar actos de conocer.

1.3. El encuentro personal con la verdad


La inteligencia está hecha para la verdad, se “alimenta” de la verdad. La verdad es algo
esencialmente humano. Toda actitud en oposición a la verdad es una pérdida de sentido
humano. La verdad no se puede esquivar más que artificialmente.

Pensar que no cabe verdad (escepticismo) es contradictorio: sería mantener a su vez esa afirmación
no es verdadera. Decir que todo es relativo o subjetivo, es sostener si se es coherente que esa tesis
también lo es. Y para quien se empecine en seguir defendiendo que él admite que esa, su tesis,
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también es relativa o subjetiva cabe preguntarle si es verdad que él mantiene tal tesis, o más bien es
relativo o subjetivo que él la mantiene.

La verdad no solo es asunto de la inteligencia, sino de la misma persona. En la vida


humana se ha de dar un encuentro personal con la verdad. La verdad me interpela y me
llama como persona: es algo fundamental conocer la verdad de quién soy y qué debo
hacer en mi vida. Si no se descubre la verdad personal se es ignorante de sí mismo,
aunque algunas veces uno no sea culpable de su ignorancia. Ante el descubrimiento de la
verdad caben dos actitudes: adhesión o rechazo. Servirla o servirse de ella, es decir,
seguirla (ser quien verdaderamente soy) o dejarla de lado por otros intereses más
inmediatos. La verdad, por tanto, no solo es algo que se descubre, sino también algo que
se decide. La libertad actúa respecto a la verdad para aceptarla o negarla, pues ante la
verdad uno queda comprometido enteramente.

La verdad es intemporal (lo que es verdad, lo es siempre) y permite darme cuenta de que
hay algo intemporal en mí. Así se empieza a captar que el ser humano no se reduce a
tiempo; que, aunque haga historia, él no es intrahistórico.

Más aun, descubrir la verdad es notar que ésta es independiente de opiniones, gustos y pareceres
subjetivos, pues a veces la descubrimos sin querer, o descubrimos verdades que incluso nos son
molestas, y es claro que ese hallazgo nos golpea y hiere por dentro.

El ser humano no es dueño de la verdad. Esto implica que el hombre no se auto-funda,


que no puede decidir ser verdadero aquello que a él le apetezca, y que, aunque lo desee,
tal decisión no cambia una verdad en falsedad.

La brújula de la inteligencia humana es la verdad. Y eso no es ninguna imposición de la naturaleza,


sino una guía maravillosa para ser cada vez más libre y llegar a puerto seguro, a la felicidad, pues,
quien no sigue la verdad pronto o tarde naufraga, y en su navegación, repleta de escollos, peligros y
zozobras, es inseguro e infeliz. ¿Por qué es inseguro? Porque la voluntad sin verdad gira como una
veleta. ¿Por qué es infeliz? Porque si la inteligencia sigue a la verdad crece, mejora, cada vez conoce
más. Si no, decrece, no se anima a proseguir conociendo, porque se supone que da igual tomar
cualquier dirección, y, consecuentemente, se aburre, y el aburrimiento no parece ser precisamente
el ideal de la felicidad. Importa, pues, buscar con ahínco la verdad, y por encima de ello, encontrarse
con ella.

El ser humano es un buscador de la verdad. La verdad inspira a la persona que se


adhiere a ella. Si se alcanza se goza en ella; se es feliz. Si no, uno se vuelve mustio,
aburrido, triste. En el fondo, lo que está en juego es la felicidad personal. Tal gozo es un
enamoramiento que desborda de alegría. En el plano de la persona, además, no sucede
que ésta posea la verdad como le sucede a la inteligencia, sino que la verdad posee a
la persona, si libremente la acepta. Esa verdad se abre paso a uno siempre, a pesar de las
dificultades, más rápida e intensamente incluso si median más dificultades.

El que todo lo considera opinable y relativo ha pactado con la mediocridad. A esa actitud le sigue la
desesperanza, por varios motivos: Uno, porque ¿para qué se va a esforzar por alcanzar y defender
una meta intelectual si todo es opinable, si todo vale lo mismo? Otro, porque tampoco podrá esperar
encontrarse con la verdad que uno es, la que más importa. ¿Y qué le pasa entonces? Que mata su
alegría personal, porque, sin descubrir la verdad personal, es imposible la alegría profunda. En
efecto, la alegría es el afecto de la intimidad personal que nace de saber qué verdad se es, no de la
opinión que se desea o apetece ser. En rigor, quien pierde es el que no acepta la verdad, pero la peor
pérdida en ese trance es uno mismo, pues es uno el que pierde su sentido personal.

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2. ¿Qué es la voluntad?
Así como los apetitos sensibles (concupiscible e irascible) siguen al conocimiento
sensorial, análogamente la voluntad sigue al conocimiento intelectivo. La voluntad es
la tendencia hacia un bien (universal) concebido por la inteligencia.

El objeto de la voluntad es el bien.

Esto supone que el mal nunca es querido en sí mismo (en cuanto mal). Cuando se afirma que alguien
“quiere el mal” en realidad quiere algún aspecto de bondad que la realidad tiene dejando de lado
quizá otros bienes más importantes (noción de mal en sentido moral).

Querer no es lo mismo que entender. El entendimiento tan sólo conoce el bien (lo posee
inmaterialmente) y la voluntad tiende hacia él: se adhiere, busca, quiere, se dirige hacia
el bien real que ha sido conocido. La voluntad busca bienes reales, a veces como medios
para conseguir otros bienes mayores.

El querer es una tendencia, y por ello, el bien que se quiere no está en ella, está en la
realidad que aún no se posee. Si el bien buscado no está en el buscar, radica fuera (en la
realidad). La voluntad es intención de alteridad (intención de “otro”). Además, la
voluntad es una potencia nativamente (inicialmente) pasiva: no hay nada en la voluntad
al nacer.

Lo real debe ser conocido como bueno, no sólo como verdadero, porque la voluntad
sólo sigue a lo que se conoce como bien. En consecuencia, el conocimiento del bien es
correlativo al descubrimiento de lo real.

La ignorancia es, también aquí, el peor de los males, pues si no descubrimos los bienes mayores,
nos quedaremos en los mediocres y, en consecuencia, nuestra voluntad no crece, sino que su querer
es de corto alcance, cuando no vulgar o trivial.

No podemos querer lo que no conocemos. Este axioma no hace más que expresar la
naturaleza de la voluntad como apetito racional o intelectual. El entendimiento presenta
a la voluntad el bien como fin y descubre los medios para conseguirlo; sólo después sigue
la acción de la voluntad.

2.1. El fin último de la voluntad: la felicidad


¿Cuál es el fin último de la voluntad? El fin último es el bien último que ya no puede ser
considerado como medio para conseguir un bien mejor. El bien querido por sí mismo se
llama fin y el que es querido con vistas a otra cosa se llama medio. Pues bien, el fin último
de la voluntad será el fin último del ser humano.

Todos los demás fines los quiere la voluntad como medios para conseguir ese fin. La voluntad puede
ser engañada y tomar como fin último algo que sólo es un medio. Ese fin último es lo primeramente
querido y aquello por lo que se quiere lo demás.

Ese fin hacia al cual tiende la voluntad es la propia felicidad. El ser humano busca de
manera natural la felicidad: todas las acciones de la voluntad tienen ese fin último.

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El problema está en saber dónde está esa felicidad. ¿En las riquezas, en los honores, en la gloria,
en el poder, en el placer, en la virtud, en la ciencia, en la sociedad ideal? Se puede comprender que
sólo la posesión de un bien absoluto puede colmar voluntad humana y saciar su búsqueda. Así, al
buscar la felicidad el ser humano tiende implícitamente (aunque no se dé cuenta) hacia Dios como
bien absoluto. La teología natural nos demuestra que Dios es el Bien, es el fin último de toda criatura
y es amado implícitamente en todo lo que es amado.

La voluntad siempre está abierta a más bien, todo lo quiere en orden al fin último, que
es el bien absoluto (no limitado, no parcial ni particular). Si el bien último no fuera
alcanzable implicaría que la voluntad humana sería absurda, puesto que ¿para qué una
capacidad de querer cada vez más si no hay un bien último que sacie ese anhelo?

La felicidad humana tiene que ver con el bien mayor, con el último fin del ser humano.
Se puede preguntar cuál es el verdadero bien último, el objeto de la felicidad. Si bien y
realidad coinciden, es decir, son idénticos, a más realidad más bien. Sólo en un bien
relacionado con el ser humano –personal, por tanto– en el que no quepa mezcla de mal,
residirá la felicidad humana completa. Ese bien último sólo puede ser Dios.

La voluntad está inicialmente abierta a la felicidad, pero sin concretar todavía, es decir, que la
voluntad en estado de naturaleza desea el bien, pero no ama tal o cual bien, por eso caben errores en
las elecciones. Si media la inteligencia y se van descubriendo diversos tipos de bienes cada vez
mejores, entonces la voluntad, como tiene una capacidad de felicidad sin límite, podrá, si quiere,
crecer cada vez más en su querer (virtudes); es su crecer en orden a los bienes a los que la abre la
inteligencia.

Si la voluntad se aferra a bienes que no la llenan (ej. todos los materiales, sensibles), ya que éstos
son inferiores a ella, puesto que ella es espiritual, aparece la frustración. ¿Hay algún bien material
que la colme en esta vida? No, porque siempre se puede querer más, y mientras se vive, en la presente
situación, la voluntad no puede colmarse del todo. Pero sí hay un bien, Dios, que la llena más que
los demás ya ahora y puede además colmarla tras esta vida.

El crecimiento de la voluntad en el querer es la virtud. A lo que se inclina la voluntad


por naturaleza es, pues, a querer más bien, y sólo consigue cada vez más bien mediante
la virtud.

El bien no se reduce a ser mero objeto de la voluntad, pues la persona también está
implicada en el bien. De lo contrario no se podría hablar de bien y mal moral, por ejemplo.
El hombre que se adapta al bien mejora por dentro; el que se aleja de él, lo contrario. El
adaptarse a bienes menores, correlativo de la renuncia a los mayores, a los que uno está
llamado, empeora no sólo a la voluntad humana, sino que también compromete a la
persona.

2.2. El proceso del acto voluntario


El proceso del acto voluntario está influenciado por la inteligencia ya que, como hemos
visto, la raíz u origen de la voluntad está en la inteligencia. Se puede decir que son dos
facultades muy relacionadas entre sí, de modo que la inteligencia entiende cuando la
voluntad quiere, y a su vez la voluntad quiere después de que la inteligencia le ha
aconsejado sobre los pros y los contras de una decisión.

El acto voluntario se compone de los siguientes pasos, no siempre distinguibles:

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1. Conocimiento del fin: la inteligencia presenta a la voluntad el fin como bueno.

2. La deliberación: el entendimiento, movido por la voluntad, analiza los pros y contras


de aceptar o no el objeto propuesto. Cuando estas razones son de orden intelectual se
llaman motivos (razones) y si son de orden afectivo y sensible se llaman móviles. Esta
deliberación reflexiva raramente se realiza con absoluta objetividad del entendimiento,
sino que se ve influida por aspectos y pasiones que pueden dificultar la orientación final
de la voluntad.

3. La decisión: también llamada elección o resolución, es el acto por el cual la voluntad


corta la deliberación y se determina; se decide por uno de los motivos. Es el momento
propiamente voluntario.

4. La ejecución: como consecuencia de lo decidido la voluntad pone los medios para


ejecutar lo elegido. La voluntad es ahora la que actúa de un modo persistente sobre las
demás facultades y busca que se termine lo comenzado.

5. El gozo: es el término del acto voluntario, si todo va bien se obtiene el bien


primitivamente concebido, entonces se produce el disfrute (fruitio).

En realidad, el protagonismo último del acto de voluntad están en la persona, que es la


raíz de la inteligencia, voluntad, afectividad, tendencias y apetitos. Las decisiones son, en
última instancia, de la persona.

2.3. Las virtudes de la voluntad


Virtud viene de la palabra latina ‘vis’ que significa fuerza. En el lenguaje ordinario
hablamos de “tener fuerza de voluntad” para trabajar, estudiar, etc. ¿Qué significa eso? A
simple vista indica que quien tiene virtud tiene más voluntad que otro que carece de ella.
La virtud –es definición clásica– es un “hábito operativo bueno de la voluntad” (cfr.
Tomás de Aquino, S. Theol., I-II, qq. 49-67).

La virtud es una perfección de la voluntad. Mientras las perfecciones adquiridas en la


inteligencia se llaman hábitos (hábitos de la inteligencia), en la voluntad se designan con
el nombre de virtudes, o virtudes morales. Clásicamente se consideran las cuatro
virtudes cardinales: templanza, fortaleza, prudencia, justicia. A estas remiten muchas
otras.

La virtud es descrita clásicamente como una cualidad operativa. Se trata de una


perfección en orden a actuar, pues la omisión (no actuar) para la voluntad es un gran
perjuicio. La virtud es un acto superior que refuerza a esta potencia para querer mejor.

El ser humano puede darse a sí mismo el premio de la virtud, desarrolla las potencias de
su esencia. A su potencia inmaterial de querer la hace capaz de más con este premio. Con
la adquisición de virtudes la voluntad queda elevada (se podría hablar de una
“superpotencia”).

Si la virtud es perfección intrínseca, es también un modo de abrir el futuro. Con la virtud


se gana tiempo, porque ésta comporta facilidad a la hora de actuar, pero también porque
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merced a ella, el ser humano crece como tal. Si se crece, se vive más, se tiene más vida,
porque el crecimiento es lo más propio de la vida. Además, si se crece como ser humano,
el futuro tiene sentido, y de cara a él se espera mayor perfeccionamiento.

Por el contrario, sin crecimiento ¿qué se puede esperar? Solamente resultados externos (dinero,
compensaciones sensibles...), pero ¿con ellos se garantiza la mejoría, la felicidad humana?
Obviamente no.

Si el modo de ser de los vivos depende del grado de vida, una razón con hábitos y una
voluntad con virtudes están más vivas. Con hábitos y con virtudes se consigue la
progresiva humanización del ser humano.

Las virtudes de la voluntad se adquieren por repetición de actos. Sólo por medio de
pluralidad de actos alcanzamos a ser más virtuosos: templados, fuertes, justos, amigos,
etc., y nunca los somos completamente. Además, cuando ya se ha adquirido una virtud,
ésta no es fija, pues puede crecer o disminuir, e incluso perderse, pues la persona humana
puede ir contra ella.

Los hábitos teóricos de la razón son más permanentes (se consiguen de una vez para
siempre) que los hábitos prácticos y que las virtudes. Pero las virtudes de la voluntad son
más continuas durante la vida humana, porque si bien el hombre no teoriza siempre, es
decir, no siempre está pensando, en cambio, la virtud asiste siempre. ¿Por qué es esto así?
Porque la persona está más unida a su voluntad que a su inteligencia, de modo que la
voluntad humana no actúa nunca sin el consentimiento de la persona.

Los hábitos y las virtudes son un salir de uno mismo; un evitar el egoísmo y un facilitar
el servicio nobilísimo a la verdad y al bien. Si uno conoce y quiere para sí, no sale de sí.
Si refuerza el conocer y el querer abriéndolos a verdades y bienes superiores a uno,
entonces, se libera de su yo, o lo que es lo mismo, se ennoblece, porque se abre a más.

Por otra parte, mientras que los hábitos de la razón son plurales, en dependencia de las
diversas vías racionales, las virtudes de la voluntad están unidas y dada esa unión se
puede decir que la virtud es una.

Esto es así porque la voluntad sólo tiene un único fin último, y en la medida en que se
acerca a él se activa más la voluntad. Unas virtudes serán superiores a otras en la medida
en que adapten más la voluntad al fin. A la par, las superiores englobarán a las inferiores.
En efecto, no se puede ser fuerte si no se es templado; no se puede ser justo si no se es
fuerte; no se puede ser amigo si no se es justo. Hablar de distintas virtudes depende de la
mayor o menor activación de la voluntad respecto del fin último.

Por eso carece de sentido esforzarse por adquirir unas virtudes y dejar de lado otras, pues del mismo
modo que “una golondrina no hace verano”, una sola virtud no da la felicidad. La clave de la virtud
es seguir creciendo, pues sólo alcanza el fin último quien no renuncia. Porque la esencia humana
está diseñada para crecer siempre.

2.4. La libertad de la voluntad


No todos los actos que realizo son libres y, ni siquiera, lo son todos los ejercidos por mi
voluntad. Ocurre a veces que dos valores o bienes solicitan nuestra voluntad; una vez

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consideradas las circunstancias nos decidimos por uno de ellos, aunque la elección nos
resulte más penosa y de más difícil ejecución. Entonces decimos que hemos obrado
libremente, que hemos hecho uso de nuestra libertad.

La libertad es una propiedad de la voluntad que permite al ser humano dirigir su


conducta hacia los fines que él mismo se ha propuesto, sin ser coaccionado por ninguna
fuerza externa o interna.

Como veremos se puede hablar de una libertad más profunda, transcendental, que equivale a la
misma persona que soy.

a) Características de la libertad:

-La libertad no es indiferencia, no es estar libre de toda influencia o decidir sin motivos.
Porque si no hay motivos, no hay acto de la voluntad. La libertad supone una deliberación
y deliberar es precisamente tener en cuenta los motivos, compararlos, sopesarlos. La
libertad supone un determinarse a sí mismo de acuerdo con motivos racionales, es lo
contrario de no comprometerse o permanecer indiferente (en el sentido de que tanto da
una cosa como la otra).

-La libertad no es absoluta. El ser humano es un ser limitado, luego es fácil entender
que su libertad sea limitada. Es lógico que el límite de nuestro querer sea el límite de
nuestro ser. Existen muchas cosas que no hemos elegido: nuestro temperamento, nuestros
padres, nuestro país, nuestra lengua, características corporales, etc. El concepto de
libertad no va unido a un poder absoluto, sino al poder de determinarse conforme a la
razón. Sin embargo, hay que tener en cuenta que todo aquello que "hemos recibido" y no
es, por tanto, fruto de nuestra libertad, puede ser de algún modo asumido en la libertad
si hacemos de ello algo no sólo "tenido", sino "querido" por un motivo; es decir, aceptado
libremente por nosotros.

-La libertad es un proceso, una lucha, un esfuerzo por ser libre. El ser humano vive
condicionado por multitud de factores (externos e internos) que le impiden ser él mismo,
desarrollarse plenamente. Es en la lucha por no ser dominado o esclavizado por los
agentes externos (slogans, modas, etc.) ni por factores internos (instintos, tendencias,
vicios, etc.) como el ser humano se va liberando y perfeccionando.

-La libertad está orientada (porque lo está la voluntad) hacia el bien. Pero el ser humano
puede elegir algo malo y ello supone una esclavitud y un fracaso. Fuera del bien y de la
verdad el hombre no puede liberarse ni alcanzar su plenitud. El elegir el mal es una
imperfección de la libertad, cuando uno opta por algo dañino es síntoma de que ha habido
alguna deficiencia en el ejercicio de la libertad.

b) Formas de libertad

En sentido amplio la libertad equivale a “ausencia de determinación”. Esta determinación


puede ser debida a una fuerza externa que coacciona o hace violencia; por ejemplo, si a
alguien se le obliga a algo mediante amenazas. Pero también puede ser una determinación
activa, de la propia naturaleza interna del sujeto. La ausencia de determinaciones nos lleva
a distinguir las siguientes formas de libertad:

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1. Libertad "de coacción" o "de espontaneidad" o "de actuar". Es una libertad puramente
exterior. Un acto puede ser llamado libre cuando está exento de toda coacción exterior,
cuando no lo hace necesario una intervención de fuera: puede ser física (ausencia de
obstáculos físicos); civil (actuar sin que lo impidan las leyes); política, etc,

2. Libertad "de elección" o "de arbitrio" o "de querer”. En psicología, cuando se habla de
libertad, se trata de una libertad interior, libertad de la decisión o de la elección que es
la fase esencial del acto voluntario. Se trata de la libertad que posee un sujeto que no está
determinado a obrar por factores interiores a su propia naturaleza (miedo, enfermedad…).
La libertad de arbitrio puede adoptar dos formas: a) Libertad de ejercicio o fundamental
(elegir entre actuar o no actuar); b) Libertad de especificación (hacer esto o lo otro).

3. Libertad moral. Es la libertad de elegir la opción mejor entre todas las posibles, elegir
lo que considero que debo hacer frente a otras posibilidades.

c) El determinismo y sus formas

El determinismo es aquella doctrina filosófica que niega la existencia de la libertad. Para


el determinismo no existen conductas libres consideran que los actos llamados libres no
son tales, son "ilusiones" o apariencias de libertad y que, en realidad, estamos
determinados por factores externos o internos.

El determinismo ha adoptado históricamente varias formas, según sea el factor


considerado como determinante en la conducta humana:

1. Determinismo mecanicista: Es propugnado por los materialistas que tratan de suprimir


las diferencias entre voluntad y las simples fuerzas naturales físico químicas. Si
conociéramos con exactitud todo lo que sucede en el universo y en el ser humano; no
habría nada incierto ni el pasado, ni el presente, ni el futuro. Todo se podría calcular y
anticipar.

2. Determinismo fisiológico: Tratan de reducir las operaciones volitivas a actos reflejos.


Nuestros actos están determinados por un estado de nuestro organismo, por la salud o la
enfermedad, el temperamento, la herencia, el clima, etc. En definitiva, el hombre está
totalmente determinado por sus instintos. Se debe a psicólogos materialistas como Wundt,
Paulov, Skinner, Spencer.

3. Determinismo psicológico. Reviste dos formas principales:

-Intelectualista: la voluntad queda unívoca y necesariamente determinada por el motivo


más fuerte entre los que propone la razón. Es decir, como la voluntad está orientada al
bien escogerá necesariamente la alternativa que el entendimiento le presente como mejor,
de forma que queda determinada por éste. Ha sido formulado por Leibniz. Pero la
experiencia nos muestra que no siempre el motivo de más peso es el que nos mueve a
obrar.

-Psicoanalítico: Afirma que el obrar del hombre adulto viene determinado por los hilos
ocultos del inconsciente formado en la niñez. Cuando el ser humano cree que actúa
libremente en realidad está dirigido por represiones, sublimaciones o racionalizaciones
que esconden los auténticos motivos de sus actos. Se debe a Freud, Adler, Jung.

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4. Determinismo social. Afirma que la presión social determina todos los actos de los
individuos. De hecho, dicen estos deterministas como Durkheim, Lévy-Bruhl, la conducta
de los hombres que viven en sociedad está regida por leyes constantes que ponen de
manifiesto las estadísticas. Podríamos incluir aquí el determinismo económico, postulado
por Marx, afirma que las conductas humanas están determinadas por factores
económicos, tales como las relaciones de producción.

5. Determinismo teológico: Se llama así porque dice que la voluntad humana está
determinada por Dios. En consecuencia, nuestras decisiones voluntarias son en realidad
de Dios. Es la teoría de Lutero, Calvino y del panteísmo que identifica a Dios con el
mundo (Spinoza, Hegel). Una modalidad de este determinismo es el fatalismo o la
predestinación: Dios conoce infaliblemente todo lo que yo haré, por tanto,
necesariamente haré lo que Dios ha previsto, luego no soy libre. Además, la causa
segunda recibe el ser y la operación de la Causa Primera, siendo esto así mi libertad
depende de la voluntad divina, por consiguiente, no soy libre.

La crítica a este planteamiento es la siguiente: Cuando decimos que Dios “prevé” nuestros actos,
se suele entender como que “anticipa y programa”; pero aquí en el fondo subyace una mala
interpretación de la noción de eternidad de Dios. La eternidad no consiste en un “tiempo infinito”
sino en la “ausencia de tiempo” (no hay sucesión de momentos) porque “todo es ya en acto” que eso
es la vida eterna de Dios. Hablando propiamente, Dios ve en acto lo que en nuestra vida temporal
(imperfecta) es una sucesión de momentos. El hecho de que nuestro futuro y nuestras decisiones
estén para él “presentes” no impide en modo alguno que las tomemos libremente, puesto que él las
conoce como decisiones libres.

El concurso de Dios, lejos de hacer desaparecer la libertad, la fundamenta, hace que exista. Dios
efectivamente concurre en la actividad de los seres creados, pero este "concurso" respeta la manera
de obrar de los seres que ha creado: en el ser humano, el carácter libre de sus actos. Dios impulsa de
un modo natural la voluntad hacia el bien, pero deja en manos del ser humano la concreción que
dará a dicho impulso; por consiguiente, es Dios quien hace que seamos libres.

Dicho de otra manera: tenemos todo lo necesario para obrar: una naturaleza, una voluntad, una
libertad; y todo ello nos lo da Dios. Igual que Dios hace crecer, florecer y fructificar los árboles, de
modo que cada árbol crece y fructifica según su naturaleza, también hace querer al ser humano. Este
querer es del ser humano hombre, necesario en algunos casos (la voluntad del fin), libre en otros (la
elección de los medios). La libertad pertenece a la naturaleza humana, dotada de inteligencia y
voluntad. Sería contradictorio que Dios la violentase. Sería crear un ser humano que no lo fuera. Por
lo tanto, el concurso divino, lejos de suprimir la libertad la fundamenta ontológicamente.

d) Argumentos a favor de la libertad

Nos detendremos sucintamente en los argumentos clásicos en favor de la libertad. No son


demostraciones en sentido estricto sino argumentos que hablan a favor de la existencia
de la libertad en el ser humano:

1. La existencia de un orden moral. La admisión universal y constante de un orden moral


lleva a afirmar, como postulado, la existencia de la libertad. La libertad es una condición
de la moralidad. Si no fuésemos libres todas las obligaciones morales carecerían de valor:
los mandatos y las prohibiciones morales, la responsabilidad, el mérito y el demérito, las
sanciones. Tampoco tendrían razón de ser los consejos y las exhortaciones, los preceptos
y las prohibiciones, las recompensas y los castigos, los contratos, las promesas y todas las
formas de compromiso.

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2. El consentimiento universal. Todos estos actos anteriores sólo tienen valor si el ser
humano se cree libre; y como en todas las sociedades se dan, podemos tener por cierto
que todos los hombres se creen libres. Desde el punto de vista psicológico: el testimonio
de nuestra conciencia de sentirnos autores y dueños de ciertos actos, nos sentimos
protagonistas activos de nuestros actos.

3. Prueba metafísica. La argumentación metafísica se limita a probar que la libertad es


posible, resulta del hecho de que el ser humano está dotado de inteligencia y de voluntad.
Es imposible demostrar la libertad de un acto dado en un individuo dado, sólo él puede
saber si lo ha hecho libremente, es el misterio de los corazones, de la individualidad, de
la subjetividad. La metafísica no pretende demostrar en particular la existencia de un acto
libre sino sólo en general que la libertad es un atributo de la naturaleza humana.

-Formulación 1: la voluntad sigue a la concepción de un bien. Si el objeto representado es bueno


absolutamente y en todos sus aspectos la voluntad tenderá necesariamente hacia él. Si el objeto no
es necesariamente bueno, en la medida en que no realiza la bondad perfecta, puede ser juzgado no
bueno. La voluntad entonces no tiene necesidad de quererlo. Pero ningún bien fuera de Dios es el
bien perfecto. Por consiguiente, la voluntad no es determinada por ningún bien particular Si lo
quiere, es que lo elige, es decir, se determina a sí misma. Así la raíz de la libertad está en la
inteligencia que concibe el Bien perfecto y juzga a los bienes particulares imperfectos en
comparación con el Bien.

-Formulación 2: El ser humano, como ser racional, no actúa por instinto como los animales sino
por juicio. Ahora bien, hay un salto entre el plano de las necesidades lógicas, donde se mueve la
razón, y el plano de las situaciones particulares y contingentes en el que se mueve la acción. Nunca
la razón puede deducir rigurosamente partiendo de los primeros principios la acción precisa que
debe aplicarse “aquí y ahora”. Por consiguiente, en lo que concierne a una acción, siempre particular
y contingente, el juicio no está determinado queda como suspendido entre el sí y el no. Así pues, si
se actúa en estas condiciones será por una decisión libre.

-Formulación 3: La representación intelectual del bien es universal. Como ningún objeto particular
iguala lo universal ni lo realiza en toda su amplitud y toda su pureza la voluntad que se dirige al bien
queda indeterminada respecto de los bienes. Es así que un arquitecto, habiendo concebido una casa
en general, digamos la esencia "casa", queda indeterminado cuando debe decidir si construirá una
casa circular o cuadrada, en ladrillo o en piedra.

e) Limitaciones de la libertad

El hecho de que exista la libertad no supone afirmar que la libertad humana sea infinita o
incondicionada. La libertad tiene límites:

1. La libertad no es absoluta, pues la propia libertad es dada, y no podemos elegir entre


ser o no ser libres. Además, el hombre tiene su proyecto vital limitado y no puede
pretender realizar, como dice Sartre, "el deseo de ser Dios".

2. No somos libres de elegir el fin último de los actos humanos. El hombre a través de
todas sus acciones siempre quiere una misma meta: la felicidad. No somos libres de querer
otra meta distinta como fin último. Todas nuestras acciones, incluso aquellas más difíciles
o dolorosas, las elegimos libremente, pero por una razón oculta de felicidad.

3. Sólo tenemos libertad para elegir los medios que nos conducen al fin último. Se quiere
necesariamente un medio, pero libremente ese medio. De todos modos, raras veces
podemos utilizar todos los medios a la vez por lo que la libertad humana está siempre

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condicionada. Por ejemplo, si elijo para divertirme ir al cine no puedo estar a la vez
disfrutando del deporte de la natación. Es lo que se llama la paradoja de la libertad.

4. Aunque el hombre no está determinado por el mundo físico, biológico, psicológico,


social, económico, cultural, etc.; sí está condicionado por ese entorno.

En conclusión: El ser humano desarrolla una conducta libre a través de su voluntad. No


está determinado, pero sí condicionado y limitado en el ejercicio libre de su voluntad. La
libertad absoluta no es propia del ser humano (sino de Dios).

3. La inmaterialidad de la inteligencia y de la voluntad:


argumentos
Con la vida intelectual y volitiva se entra en el dominio propiamente inmaterial e
inorgánico. La sensibilidad externa e interna tiene una base orgánica clara: los órganos
concretos de los sentidos y la base neurológica (fundamentalmente el cerebro). Pero la
inteligencia no es orgánica estrictamente hablando La vida intelectual y volitiva es de
un orden distinto, trasciende lo sensible. La inteligencia y la voluntad son facultades
espiritual, es decir, estrictamente inmateriales, independientes del cuerpo, aunque
indirectamente no se pueda pensar ni querer sin la sensibilidad y afectividad (qué sí tienen
base orgánica y cerebral).

La inmaterialidad de la inteligencia y de la voluntad se muestran en unos argumentos


clásicos:

1) Por la universalidad del objeto

El objeto propio de la inteligencia y de la voluntad es universal: la verdad y el bien, no


singular y concretos, sino universal y abstracto. Pero la realidad material siempre es
singular y concreta. Si la inteligencia y la voluntad se mueven en un plano universal y
abstracto, significa que están en un orden inmaterial.

2) Apertura a la totalidad

La inteligencia está abierta a todo lo real: puede conocerlo todo, no tiene limitaciones en
sí misma (como sí tienen los sentidos que sólo pueden conocer en unos umbrales o rangos
de cualidades). Incluso se puede conocer lo inmaterial, lo posible, etc. La voluntad, a su
vez, está abierta a querer todo lo real (material, inmaterial y espiritual), y también a lo
posible, e incluso a lo irreal. Ello es así, porque de todo lo que conocemos podemos tener
voluntad, es decir, podemos quererlo. El que se pueda conocer y querer todo, indica que
estas potencias carecen de soporte orgánico, pues esto supondría limitarlas dentro de un
marco o ámbito restringido.

3) Por su capacidad de negar

Este argumento es netamente tomista. La inteligencia tiene la capacidad de negar, y no


por negar ella se niega. Efectivamente, la inteligencia no sólo afirma, sino que también
niega, puede pensar lo negativo. Los sentidos no pueden negar. Si la vista, por ejemplo,
negase el color, dejaría de ver, pues sólo se ven colores. No se puede ver el “no-color”.
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También la voluntad niega, e incluso se niega, pero no por ello desaparece. En efecto,
puede incluso querer no existir o querer la nada, y no por ello deja de existir o se vuelve
nada. En cambio, si los apetitos sensibles se negasen, no apetecerían, es decir,
desaparecería su tendencia. La inteligencia, sin embargo, puede pensar la nada y la
voluntad puede querer la nada. Esto no es propio de lo material y concreto, está en otro
orden de realidades (inmateriales).

4) Por referencia que tienen respecto de sí

En efecto, nada de lo corpóreo se auto-conoce ni se refiere a sí mismo, porque la materia


es límite para ello, pues no es transparentemente cognoscitiva. La inteligencia conoce
que conoce, conocemos que pensamos, es decir, la inteligencia conoce algo de ella: sus
actos de conocer. También la voluntad se puede referir a sí misma, y ello es señal de
inmaterialidad. Se puede querer querer (o no querer). Nada de lo material se refiere a sí.
Esta auto-referencia indica que estas facultades carecen de soporte orgánico.

5) Por su crecimiento ilimitado

Siempre se puede conocer más y querer más (pero no es posible, por ejemplo, ver
ilimitadamente más o apetecer ilimitadamente más: los sentidos y los apetitos se saturan).
Si el conocer intelectual y el querer siempre pueden crecer más, indica que son facultades
sin soporte orgánico que las limite, puesto que lo orgánico, por definición, es limitado.

4. El yo humano
La inteligencia no siempre está pensando; sólo conoce cuando es iluminada, activada, no
antes (es potencia); la voluntad no siempre está queriendo; sólo quiere cuando es activada,
no antes (potencia). Y lo mismo ocurre con las potencias sensibles. ¿Quién activa la
inteligencia y la voluntad? Las activo… yo.

Lo que activa a la inteligencia y a la voluntad es el yo (yo soy el que conozco y el que


quiero). El yo es el que activa el pensar y el querer. Dicho de otra manera: no es, en el
fondo, la inteligencia la que piensa ni la voluntad la que quiere, sino que realmente “yo
conozco con mi inteligencia y yo quiero con mi voluntad”.

4.1. ¿Qué es el yo?


El yo activa, conoce, la inteligencia y la voluntad y las demás potencias. Tal activación
indica personalización. Según esto, se puede decir que el yo es lo más parecido a lo que
los pensadores medievales llamaban alma cuando éstos hablaban de ella como forma del
cuerpo.

El yo es el ápice de la esencia humana. El yo es la cumbre de la esencia humana, que


media entre la persona (acto de ser) y su naturaleza humana. Por eso puede perfeccionar,
a la naturaleza humana, es decir, puede desarrollar el cuerpo y las facultades orgánicas en
una u otra dirección y, sobre todo, puede perfeccionar ilimitadamente las potencias
inorgánicas (inteligencia y voluntad) con hábitos y virtudes, esto es, puede activarlas,
que no es otra cosa que personalizarlas.

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En el fondo de toda esta cuestión, está el alcance antropológico de la distinción real tomista: el
acto superior personal es el acto de ser; su yo es la esencia de aquél. La esencia (el yo) no se identifica
con el acto de ser personal. La esencia o yo depende del acto de ser, no a la inversa. Su carácter
activo es derivado del acto de ser personal, e inferior al de él.

El yo no es la persona sino de la persona. El yo es la raíz de todas las operaciones y


acciones humanas, pero no la raíz sin más del ser humano. El ser humano está conformado
por una intimidad personal superior al yo. Eso conforma a la persona humana. Es una
instancia que hace de puente entre lo personal y lo esencial.

Para evitar posibles confusiones terminológicas, se puede distinguir entre espíritu (que equivale a
acto de ser personal) y alma (que equivale al yo y a las potencias espirituales: inteligencia y
voluntad) y el cuerpo orgánico (naturaleza). El espíritu es el acto de ser humano; el alma, en
cambio, la esencia humana.

¿Cuál de las dos potencias, inteligencia o voluntad, es más activa y, por tanto, es la
facultad superior? Esto fue una gran polémica en la filosofía medieval.

Si se atiende a los actos y hábitos de estas potencias la inteligencia es más activa que la
voluntad, porque sus actos y hábitos son más activos.

Sin embargo, el yo respalda más a la voluntad que a la inteligencia. El yo está –por


decirlo así– más implicado en la voluntad que en la inteligencia. Yo estoy más implicado
en lo que quiero que en lo que conozco. Si el yo respaldara a la inteligencia como lo hace
con la voluntad subjetivizaría la verdad, el conocimiento. Ello indica que en cuanto
potencia es más alta la inteligencia, pero con la ayuda que la voluntad recibe del yo, la
voluntad es más noble que la inteligencia (se podría decir que la voluntad es “más
personal”, está más cerca de la persona que es cada quien).

4.2. ¿Cómo se conoce el yo?


El conocimiento del yo presenta una dificultad que recorre toda la historia del
pensamiento. Lo podemos plantear de manera sencilla: el yo no se puede conocer de
manera objetiva, a través de una operación intelectual. Si al pensar el yo lo pretendo
“objetivar” cognoscitivamente (es decir, lo hago presente en mi acto de conocer) ese “yo
pensado” ya no es mi “yo real” sino un “yo objetivado”. El yo conocido objetivamente,
por definición, no puede ser “mi yo”.

De aquí nacen la cuestión de la existencia de existen otros tipos de conocimiento no objetivo. Se


suele hablar de conocimientos de tipo intuitivo, suprarracional, etc.

La pregunta que está aquí en juego es si es posible un conocimiento del yo que no sea
objetivo. ¿Hay conocimiento “inobjetivo”? La respuesta es afirmativa, porque el yo no se
conoce objetivamente con la razón, es decir formado objetos pensados o ideas, porque el
yo es superior a la razón. La razón no alcanza a conocer al yo (la razón es una potencia
mía; pero yo no soy mi razón). Lo que precede plantea cómo conocer al yo sin volverlo
una idea. Si todo conocimiento de la razón es adquirido, ¿qué tipo de conocimiento será
el que permita conocer al yo? Desde conocimientos superiores a las operaciones
racionales, que son hábitos: el hábito de la sindéresis, el hábito de los primeros principios,
el hábito de la sabiduría…

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4.3. Yo, personalidad y persona
Suelen usarse como equivalentes las nociones de yo, sujeto, individuo, persona, etc. Sin
embargo, estas equivalencias son apresuradas, pues en el ser humano cabe distinguir el
yo y la persona:

 lo más radical es la persona (el acto de ser humano): quién soy radicalmente.
 el yo equivale a mi personalidad. El yo no es lo radical (mi persona es más que mi yo).

El yo es lo superior de la esencia, la raíz que activa, conoce y unifica “lo que soy”, mi
esencia. Pero la persona es superior al yo.

El yo es una dimensión activa de la persona. Esta dimensión, como todo lo real en el ser
humano es susceptible de desarrollo, perfeccionamiento, o de deterioro y envilecimiento.
A lo primero se llama maduración del yo, a la que de ordinario llamamos madurar la
personalidad, la cual atraviesa diversas fases a lo largo de la vida biográfica.
Conviene distinguir entre persona y personalidad

La persona (única e irrepetible) puede experimentar cambios en la personalidad (en el yo)


y se puede hacer una tipología (clasificación) de la personalidad, de tipos de “yoes”. Pero,
sin embargo, no cabe estrictamente hablando clasificar las personas en tipos (ya que cada
quién es único).

La personalidad (el yo con sus características, cambios, tipologías) es un estudio propio


de la psicología.
Todos los tratados de psicología confluyen directa o indirectamente en el tema de la persona y la
personalidad. Se podría decir que la personalidad está constituida por “los aspectos psicológicos” de
la persona.
En sentido estricto, personalidad es “la integración de todos los rasgos y características manifiestas
de un yo que determinan un modo de comportarse". La personalidad designa la unidad interna o
centro integrador de todo lo que realiza un individuo humano: el "Yo". Es de naturaleza dinámica:
puede ir cambiando a lo largo de la vida. En la personalidad se suelen distinguir dos componentes:
las características físico-somáticas y psíquicas de un individuo (temperamento) y lo educable y
controlable por el propio sujeto (carácter). La personalidad, con ser variadísima, se puede
comprender en unos tipos o modelos psicológicos humanos. Es lo que se llaman tipologías de la
personalidad.

Pero la persona (quién soy) no se reduce al yo (personalidad). Mi persona dispone de un


yo, pero es más que el yo. Mi persona (quién soy) es más que la personalidad que tengo.

La felicidad personal no está en el yo. Buscar satisfacer la felicidad que pide el acto de
ser humano intentando saturar la esencia humana el yo sería un error trágico. Esa
supuesta felicidad, imposible de conseguir con tal subordinación de lo superior a lo
inferior, llevaría aparejado el abuso de la esencia humana. Con ello se produciría el
olvido del carácter personal, y la persona se obcecaría en su yo. El fin último de la persona
es personal, es decir, la apertura a otras personas.

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