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LA DESPEDIDA

PERSONAJES:

ZORAIDA: La madre

ELIO: Su hijo mayor

URQUIZA: Mayordomo de la hacienda

HERMILIA: Cariñosamente llamada “abuela”

LOS SOLIS: Julio y su esposa Zelmira

LOS ANSELMO: Rosas y Antonia, su mujer.

ACTO PRIMERO
Cocina rústica en una casa-hacienda de la sierra. Un fogón alto de adobe y al pie de él,
unos leños amontonados. Al centro, una mesa redonda con tres sillas de pajilla, viejas. A
la izquierda, un aparador donde se guarda el servicio. Tanto la ventana pequeña como
la puerta de entrada, de cuyo dintel pende una sábila, dejan ver un patio con corredor
interior. Elio, aparece seguido de su madre y se dirige a sentarse a la mesa. Zoraida, su
madre se queda junto al fogón. Es costumbre en ellos tomar esa ubicación. Ambos
acentúan una situación vivida. Largo silencio.
ELIO. (Con respeto) No debía usted intervenir, madre.
MADRE. ¡Qué otra cosa podía hacer! ¿Me iba a cruzar de brazos viéndote
rebajado? ¡No! (Pausa) ¡Porque no deberías humillarte, hijo!
ELIO. ¡Qué podía hacer!...
MADRE. ¡Levantar la cabeza! ¡Mantenerte erguido! … ¡Contestar!
(Pausa) Verte así, sentí que me hervía la sangre.
ELIO. Pero nos han echado. Hemos Perdido el trabajo. (Pausa) Era lo más
seguro que teníamos.
MADRE. Ya ves que no. Era inseguro… y humillante…. Porque a diario hemos
soportado afrentas.
ELIO. ¡Qué podemos esperar!

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MADRE. ¡Elio! (Acercándose) Comprendo lo que sientes y sufres. Y lo que sufres yo
lo sufro más. (Pausa) ¡Cómo no sufrir! ¡Tus palabras me golpean porque
en ellas me golpea la vida… nuestra pobre vida!
ELIO. Madre…
MADRE. Te conozco bien, hijo, porque una madre vive en el corazón de sus hijos.
Sé que te atormenta un sabor amargo.
ELIO. No he querido remover el pasado, madre…
MADRE. ¡Deja que vierta mis palabras que me quitan peso! (Pausa) Yo sé bien que
no es tu vida la que vives. Muy pronto te has hecho de cargas de una vida
que insiste en ser lo que no queremos que sea. ¡Quién más que yo para
soñar con lo que quisiste ser! ¡Quién más que yo para seguir deseándolo!
Pero lo poco que pude darte entonces, no lo perdí porque quise; ¡nadie
lo quiso! Y yo no puedo manejar el destino a mi antojo.
ELIO. Compartimos la misma suerte, madre.
MADRE. Pero sé bien que por ello no he de atarte a mi destino. ¿Crees que eso no
es un clavo en mi pecho? Si pudiera decirte: ¡vete, haz tu vida!...
ELIO. (Urgido). Madre, el señor tenía razón… hice mal…
MADRE. Con razón o sin razón… no era para que te trate peor que a perro ajeno.
ELIO. Lo ha hecho tantas veces.
MADRE. ¡Pero ya no lo hará más! ¡Nadie lo hará en adelante!
ELIO. Es nuestro trabajo… nuestra vida…
MADRE. (Muy adentro) ¡Nuestra vida! ¿Crees que no he pensado todo este tiempo
en nuestra vida? Hay que soportar humillaciones, me decía. Qué pueden
ser ellas sí estás tú por delante, si están tus pequeños hermanos
creciendo lejos de mí como dos espigas de trigo. Qué importa que este
suelo sea ajeno o que cada mañana este techo nos aprisione, si a fin de
cuentas nos da abrigo y sombras. Qué importa, en fin, que la amargura
quiebre día a día mi alegría…
ELIO. Sosiégate, madre.
MADRE. Porque en las tardes cuando salía al campo y veía los tordos construir y
revolotear su nido para recogerse, sobre mi tristeza crecía la esperanza
de que algún día tendríamos como ellos un nido. De que alguna vez con
la escaza cosecha de estas amarguras, podríamos hacer nuestras vidas
como lo anhelamos…
ELIO. Quizá deba pedirle disculpas; quizá deba pedirle…

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MADRE. (Cortante) ¡No!... Nada ganarás con eso. En todo caso soy yo quien
debería hacerlo. (Pausa). Pero tu madre no va a disculparse ni pedir
perdón a nadie.
ELIO. (Casi suplicante) Madre.
MADRE. ¡No quieras dejar vacía mi cólera! (Pausa) ¿Qué madre no defiende a sus
hijos?... Ya lo hice; para bien o para mal ya lo hice. No me arrepiento de
ello.
ELIO. (Incierto, después de una larga pausa). ¿Qué vamos a hacer, ahora?
MADRE (Segura) Por lo pronto salir de esta casa. No esperemos que vuelva el
patrón a echarnos como mala yerba, ni quisiera desconocerme…
ELIO. (Sin resignarse) Iré a ver a la “abuela” Hermilia.
MADRE. Sí. Dile que la llamo; dile que la estoy esperando.
(Urquiza, aparece en la ventana, pero se vuelve rápido).
MADRE. Elio, hijo (Pausa) Hace ya buen tiempo que no doy +ordenes en tu vida.
Pero si piensas disculparte porque tienes razones para hacerlo, no lo
hagas. ¡Te lo ordena tu madre!
ELIO. No… no lo haré (Va a salir).
MADRE. ¿Volverá pronto?
ELIO. No lo sé.
(Elio sale. La madre lo mira alejarse. Después empieza a arreglar la vajilla. Luego, entra
URQUIZA, mayordomo de la casa-hacienda. Es un campesino maduro, usa barba, es
despierto y tiene mucho humor).
URQUIZA. (Entrando) Señora Zoraidita… este… yo… vea usted.
MADRE. Pase, pase Urquiza y déjese de estar dando vueltas. (Haciéndose la seria).
Sé a lo que viene. Le manda el patrón a decirnos por qué demonio no nos
largamos ya.
URQUIZA. Sí… ¡ya ve usted cómo lo sabe? Pero yo no puedo decirle semejante
demoniada.
MADRE. Usted cumpla con su deber.
URQUIZA. Fíjese que he querido hacerlo ya dos veces, pero no he podido. Vaya usted
mismo, le he dicho al patrón; cómo voy a echar de una casa a una señora…
Yo no soy nadie para hacerlo. Pero él me ha contestado con esa agrura de
limón podrido ¿para qué tengo cholo en la hacienda, ah? ¡Qué va a
venir!... ya sabe con quién se ha metido.
MADRE. Es un cobarde.

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URQUIZA. Un bruto. Quiere que se vayan rápido como si fueran pájaros asustadizos
que ¡zas! levantan vuelo al primer espanto. (Pausa) Mala mañana, señora.
Hubiera estado aquí el Cajero, lo hubiera mandado a él, y yo me hubiera
quitado de encima este encargo.
MADRE. ¿Qué cuentas le va a dar al patrón?
URQUIZA. Me pondré serio y le diré: ya los boté, señor; les he dicho: (imitando al
patrón) ¡por mis antepasados!... ¡¿Qué esperan que no se largan de esta
casa?! (Pausa) Él no se dará cuenta que, en el fondo, los estaré botando
a ellos.
(Ambos ríen) Perdone la palabra, señora Zoraidita…
MADRE. Que le perdone el ofendido. (Pausa). ¿Ha tomado ya desayuno?
URQUIZA. (Mirando al patio) Bueno… Depende…
MADRE. (Le sirve una taza de leche con café) Sírvase. En la alacena hay buen pan.
URQUIZA. (Se dirige hasta la alacena y coge a su gusto, incluso se echa uno al
bolsillo) Para el porsiacaso, señora Zoraidita… (Sirviéndose) Usted
siempre tan buena, señora… yo más bien quería decirle que… qué ha
hecho usted bien en levantar su cabeza; porque si bien somos pobres…
somos sirvientes de esta casa, no podemos aguantar tanto abuso.
(Sonriendo) Me ha hecho usted recordar aquella vez que le grité al
anterior señor y lo desafié a cruzar golpes en plena plaza de la hacienda.
MADRE. Fue un escándalo. Era domingo y la plaza estaba llena de gente. Hacía
poco que había llegado y me asusté. Pero ¿sabe Urquiza?: en el fondo de
esos rostros silenciosos se veía alegría por lo que usted hacía.
URQUIZA. Me dio coraje. ¡Botar a mi mujercita tan sólo porque no le entregó a
tiempo los pantalones de montar! Cómo si el caballo supiera de ropa
limpia… cómo si ella hubiera tenido la culpa d ellos males que vienen sin
avisar. Me botaron del trabajo. (Pausa) Menos mal que todo se olvidó y
pude volver de nuevo.
MADRE. Yo no pienso hacer que las cosas pasadas se olviden Urquiza.
URQUIZA. (Terminando el desayuno) Qué mala mañana, señora… qué mala mañana
¡cuánto vamos a extrañarle! ¿Qué irá a ser de esta cocina?
MADRE. Seguirá echando humo y haciendo llorar a la gente. (Pausa) Ya se
olvidarán de nosotros. ¡Con lo ingrata que es la vida!
URQUIZA. Cómo nos vamos a olvidar tan fácil de ustedes. Me acuerdo cuando llegó
don Elio muy jovencito y se puso a enseñar las primeras letras a nuestros
chicos, ¡y qué brutos nosotros de prohibirlos!...
MADRE. Tuvo suerte de que terminara su primaria.

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URQUIZA. Nadie le pidió que lo hiciera. Y cuánta gritada recibió por ello, aunque su
trabajo no lo descuidó nunca. Y luego usted que nos alcanzaba a
escondidas un plato bueno, cuando me quedé sin trabajo. Cómo no
recordarles…
MADRE. Lo que se puede dar, se da sin pensarlo mucho.
URQUIZA. Ni crea (Aludiendo al patrón) Vea usted a mi sombrero viejo. Eso solo lo
hace la gente.
MADRE. Nosotros nos acordaremos también de usted Urquiza. Nos ha hecho reír
con su franqueza; con sus ocurrencias de borrachera; con los apuros que
nos hacía pasar cuando echaba los platos al suelo en cada resbalón que
se daba, con los “robos” a la despensa que hacía que la comida sobrara
en las ollas.
URQUIZA. (Sonriendo) Yo me decía al mirar la despensa repleta: ¿qué manos
siembran estas cosechas?: Las de Urquiza. ¿Qué hombros cargan estas
cosechas a la despensa?: Los de Urquiza. Entonces que vayan a la olla para
Urquiza. (Pausa. Masticando las migas del bolsillo) Yo no sé qué está
pasando en esta tierra. Mucha gente dice: “me voy” y tan pronto
anochece como no amanece, se pierden en la cuesta y ya no regresan o
vuelven para morir. Y otros se van porque los echan… Y esta casa, como
otras camina a la desgracia; fíjese que hasta el invierno la va destruyendo.
MADRE. La vida Urquiza; la vida que camina… El mundo que no se detiene.
URQUIZA. ¡Ah! Este día ha venido con penas, doña Zoraidita.
MADRE. (Saca de la alacena una botella de vino y una copa) Remedio para la pena,
¡Cure las penas con la alegría del patrón, Urquiza! Sírvase una buena
copa.
URQUIZA. (Mira temeroso por la ventana, Se sirve y apura la copa) ¡Hum! Buen vino
éste. Yo no sé cómo va a aparar a la panza del patrón estando bien en la
barriga de Urquiza… ¿Puedo servirme otra copita? (Se sirve y también la
apura) Yo me digo, ¿será fácil echarse la alforja al hombro y perderse con
la madrugada por el camino?
MADRE. Ni siquiera la estancia es fácil, Urquiza.
URQUIZA. Qué mala mañana, doña Zoraidita… Me da pena esta casa, esta tierra…;
pero ¿por qué me da pena?... (Pausa) Hoy usted y don Elio… ¿Quién se
irá mañana? Cómo me da coraje la mala voluntad de estos señores.
(Pausa) ¿No llegará un día en que alguien los espante y se vayan como
pájaros asustadizos? (Pausa) En fin ya me retiro, señora, pero quiero
decirle que estaré con mi mujer y mis Urquicitas para despedirles.
MADRE. Gracias, Urquiza. (Pausa) ¿Va usted a preparar el almuerzo?

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URQUIZA. La patrona tiene manos de seda, pero barriga gruesa. ¡Quién más lo va a
hacer? (Desde la puerta). Voy a preparar una sopa rala y un buen guiso.
Sólo que el buen guiso será para mí.
MADRE. Dejaré la botella de vino a su mano para que asiente su guiso.
URQUIZA. Gracias, señora, por espantar esta pena.
MADRE. Y nada de desafiar a golpes al patrón, ¿eh?

(Urquiza sale, la madre prosigue con su tarea de alistar la vajilla).


VOZ DE URQUIZA: ¡Y todavía siguen en esta casa parados como palos secos! ¡Vamos
demonio!, ¡Fuera de esta casa! ¡Fuera!... ¡Fuera!...
(La madre no puede evitar una larga sonrisa. Entra Hermilia, cariñosamente llamada la
“abuela”. Es una mujer madura que aparenta vejez; canosa y delgada; es sin embargo,
apacible, bondadosa y viste con sencillez).
HERMILIA. (Agitada, entrando) ¡Jesús! Este hombre debe estar loco o borracho. Está
regañando a los pilares del corredor.
MADRE. Ni lo uno ni lo otro, “abuela”. Está oficiando de patrón. Pase, pase.
HERMILIA. (Con inquietud) Y tú, ¿qué haces mujer?
MADRE. Estoy alistando ollas y platos para que los señores se preparen y se sirvan
el almuerzo.
HERMILIA. ¿Qué dices?
MADRE. Que he plantado ollas y platos, doña Hermilia, y nos vamos de esta casa
hoy mismo.
HERMILIA. ¿No me mientes, acaso?
MADRE. Por qué he de mentirle, “abuela”. Esta noche retiraré de esta casa todos
los pocos trastos y trapos que dieron señal de nuestra vida.
HERMILIA. Pero, ¿por qué? ¿Qué ha pasado? He visto a Elio tan triste.
MADRE. Que nos han echado de aquí, porque he levantado la cabeza y me he
puesto boca a boca con el patrón para defender a mi hijo de sus
atropellos.
HERMILIA. (Con enojo bueno) Pero por qué has hecho semejante cosa Zoraida.
MADRE. Porque ya no aguanto más esta vida, “abuela”. Primero me humillan a mí
porque soy la cocinera, la lavaplatos, y después, lo que es peor, a mi hijo.
HERMILIA. (Ayudando a secar la vajilla) Y ahora, ¿qué va a ser de ti? ¿Qué vas a
hacer?

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MADRE. Por lo pronto, abandonar esta casa. Después ya veremos. (Pausa) Hay
tantos caminos y andaremos uno. Ya lo pensaremos con más calma.
(Hermilia se vuelve tratando de secar sus lágrimas).
MADRE. No llores, “abuela”, no llores. No haga que llore yo también cuando no
tengo por qué llorar.
HERMILIA. Son lágrimas de vieja… Las viejas lloramos fácilmente. Pero tú eres joven
y fuerte, todavía… (Temerosa, se pone de pie) Ha pasado el señor y ha
mirado por la ventana.
MADRE. Con ésta van tres veces que lo hace. No tema, “abuela”. No le dirá nada.
HERMILIA. Yo vengo por ti, Zoraida. Pero estamos bajo su techo y sobre su suelo.
MADRE. Quiero que me ayude a sacar algunas cosas, y luego ha de darnos posada
hasta que nos marchemos.
HERMILIA. Ven nomás. Haremos el pan como otras veces.
MADRE. Y lo celebraremos.
HERMILIA. ¿Y Elio?
MADRE. Habrá ido por ahí a desahogarse. Ya encontrará el valor. ¿Vamos?
HERMILIA. Vamos.
(Salen).

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ACTO SEGUNDO
Corredor interior en casa humilde de Hermilia, ala mañana siguiente. A la derecha, se
ve un gran horno de barro. No muy lejos a la izquierda, una mesita pequeña con tres
banquetas, cercanas a una puerta que da al interior de una pieza umbrosa. Al centro de
lateral izquierdo, puerta de salida. Al abrirse el telón, ambas mujeres, están cerca ala
boca del horno. La madre saca el pan y lo deja caer en una cesta que sostiene Hermilia.
Luego, limpian las cenizas.
HERMILIA. ¡Quién tuviera tu alegría, Zoraida! Y está feliz como si nada pasara.
MADRE. No se puede ser feliz, “abuela”, pero estoy contenta.
HERMILIA. Y te vez más joven y fresca como una flor cuando cae la lluvia.
MADRE. (Dejando a un lado la pala con la que saca el pan) Si usted lo dice…
HERMILIA. Mis ojos de vieja no mienten. Estás como para echarte novio y casarte
de nuevo.
(Ambas mujeres se dispones a limpiar el pan).
MADRE. No, “abuela”, no. Ya me casé una vez. Y así mi marido estuviera muerto,
ya no lo haría. (Pausa) ¡Pobre mi marido!, muerto en vida, quemándose
los hígados hasta que acabe de andar su negro camino por donde se fue
sin remedio…
HERMILIA. (Volviendo al trabajo) ¡Cómo te voy a extrañar, Zoraida! ¡Cómo me va a
faltar esta tu alegría derramada!...
MADRE. Y yo a usted. La echaré de menos cuando haga el pan o cuando no tenga
con quien compartir las penas.
HERMILIA. ¿Se irán mañana al amanecer?
MADRE. Sí. Debemos ganar buena parte del camino con el fresco. (Pausa) Ganas
no me faltan de zapatear, de sacar el polvo a esta tierra como que
mañana lo haré por el camino.
HERMILIA. (Animada) Y harías bien. Estaría bien hecho.
MADRE. ¿Por qué no hemos de celebrar los pobres? ¡Quién lo ha dicho!
(Vuelve a cantar otra tonada y a bailar. Hermilia aplaude y festeja.
Ambas mujeres ríen. Elio, sale de la piecita umbrosa y contempla a su
madre que está bailando).
HERMILIA. (Apocándose) Pasa Elio, pasa. Te serviré el desayuno.
MADRE. Le serviré yo, abuela.
HERMILIA. Déjalo. Yo lo haré. Hace tiempo que solo pongo mi taza a la mesa. (se
dispone a servir el desayuno. Elio toma asiento en silencio).
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MADRE. ¿A qué viene esa cara, hijo? ¿No le han celebrado como se debe? Si es
por mí, quiero decirte que tu madre está alegre y contenta como hace
mucho tiempo no ha estado.
ELIO. Yo me alegro de verla así, madre.
MADRE. Pero tú estás triste. No es resaca de fiesta. (Pausa) Tú eres carne de mi
carne y fruto de mi amor, y yo sé que estás triste.
HERMILIA. (Vuelve con el desayuno) Sírvete, hijo. (Coge el cesto y sigue limpiando el
pan. Elio apenas lleva bocado)
ELIO. Con la aurora partiremos un día de nuestro pueblo.
MADRE. No tenemos por ahora otro camino. Ya no tengo palabras para decirte
nada más. Solo anhelo un poco de vida.
ELIO. Ya no se acabe, madre. (Irguiéndose) Estamos cara al horizonte y allá
vamos… vida junto a vida. Todo está listo para partir al nuevo día. (Va a
salir).
MADRE. ¿Volverás pronto?
ELIO. Estaré con Urquiza y los otros amigos.
(Sale. LA madre lo mira alejarse y cuando Elio se pierde, solloza. Hermilia
vuelve, se acerca y pone una mano en el hombro).
HERMILIA. No llores, Zoraida. Tú misma vas a derrumbar la fortaleza que has
levantado en mi alma.
MADRE. Aún me quedan lágrimas, “abuela”, y yo creí que ya no las tenía…
(Ambas mujeres se quedan en el centro del escenario en profundo
silencio).

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AMANECER
(EPÍLOGO)
Madrugada. La madre, con sus atavíos de viaje, está sentada en la banqueta del
corredor. Hermilia aparece con un pequeño atado.
HERMILIA. ¿Todo está listo?
MADRE. Todo, “abuela; hasta el ánimo.
HERMILIA. (Triste) ¡Cuándo volveremos a verte!
MADRE. El día menos pensado. Y aunque no es lo mismo, estaremos unos y otros
en el recuerdo.
HERMILIA. (Sentándose a su lado) ¡Qué grande es este mundo! (Ambas mujeres se
quedan en silencio, como si ya nada tuvieran que decirse. Fuera se
escucha un coro que canta una melodía andina).
MADRE. Quisiera llorar, doña Hermilia. Pero lágrimas son lo que menos necesito.
HERMILIA. Para que llorar lo que vive.
MADRE. Tiene razón, “abuela”; tiene razón.
HERMILIA. Les abriré la puerta antes que se congelen y el canto se hiele. Abre la
puerta. Entran los SOLIS y los ANSELMO. Después aparece Elio. Todos
rodean a la madre, cantando. Al terminar vivas y aplausos).
ZELMIRA. Serviré una copa para brindar por esta despedida. (Sirviendo a la madre)
Con esto asustarás fríos y penas del camino.
MADRE. Estás acabando el guardado para la mejor fiesta del año.
ZELMIRA. Julio y yo hemos decidido tomarlo en esta celebración, porque lo
merece. Además, tú ya no estarás y no será lo mismo.
JULIO. Es verdad, Zoraida… Antes de brindar esta copa que les ofrecemos con
tanto cariño, quisiera decirte unas cuantas palabras a nombre de mi
familia y de todos los presentes. (Pausa). Al principio, cuando nos
enteramos de lo sucedido, nos dio mucha pena y no faltaron las
lágrimas, (Mira a Zelmira, su esposa) Tantos años de conocernos, de
compartir nuestras escazas alegrías y muchos sufrimientos; pero
después, sabiendo bien lo que hiciste, nos alegramos; sí, nos alegramos
comprendiendo bien lo que significa su viaje, porque es una lección para
todos nosotros. Dejas con tu hijo este lugar, pero se van en busca de
una vida mejor, más digna, más dichosa. Yo sé que será muy difícil
lograrla, pero ¿qué vida es fácil vivirla? Hay que luchar, sacrificarse,
privarse para conseguir un mejor porvenir. Créeme, Zoraida, que no
pasará mucho tiempo que nosotros te sigamos; ya lo hemos pensado

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bien. Nos apena su ausencia, pero nos quedan buenos recuerdos de
ustedes; recuerdos que vivirán en nosotros. Por eso brindaremos,
porque nuestros deseos, los de mi familia, los de los Anselmo y de la
“abuela Hermilia, quienes hemos llegado a quererles tanto, es que les
vaya bien; que no les falte el valor, la salid y la esperanza, para que sigan
luchando por un mejor porvenir… ¡Salud!
TODOS. ¡Salud!
ROSAS. Bien dicho, don Julio… bien dicho. ¡Viva Zoraida y su hijo Elio!
TODOS. ¡Viva! ¡Viva!
ANTONIA. Dame la botella para completar otra vuelta, doña Zelmira. (Se oye a lo
lejos el sonido de una tinya y la reventazón de avellanas). ¿Oyes
Zoraida? Arriba cerca de la gran vuelta también hay fiesta. Urquiza dijo
que celebraría hasta el amanecer y te despediría con reventazón de
avellanas.
MADRE. Yo no esperé tanta buena voluntad de todos ustedes.
ANTONIA. Te lo mereces, Zoraida. Y mereces mucho más.
ELIO. Madre, debemos partir ya, antes de que nos gane la madrugada.
JULIO. Y arriba en la vuelta les van a detener un buen rato seguro.
ELIO “Abuela Hermilia, señor Anselmo y familia, señor Solís y familia: mi
madre y yo sólo tenemos una palabra que decirles: gracias por esta
muestra de cariño; gracias por reconfortarnos en esta despedida.
MADRE. ¿Y qué puedo decirles yo? Sólo que les llevo en mi corazón como parte
de mi vida. Gracias por todo; gracias, “abuela Hermilia.
HERMILIA. Gracias a la vida por habernos juntado. (Le entrega el paquetito). Lleva
esta rosa contigo. La he cortado para ti, y cuando la mires, míranos a
todos nosotros en ella.
MADRE. Gracias una vez más “abuela”, la colgaré en la puerta de la primera casa
que nos cobije.
ELIO. Todo está listo, madre.
MADRE Y ELIO: Adiós a todos, hasta pronto, y nuevamente gracias.
TODOS. ¡Adiós y buen viaje! ¡Adiós!
(Elio y la madre salen. Detrás le sigue Hermilia como si quisiera
detenerlos, pero se queda en la puerta mirando, Zelmira y Antonia
sollozan sentados en la banqueta. Pausa larga).
FIN

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