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SOBRE LA CONVERSION

Ciclo C: Lc 7, 36 -8, 3
HOMILÍA
Anfiloquio de Iconio, Homilía sobre la mujer pecadora (PG 61, 745-751)
Dios no nos pide otra cosa que la conversión

Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó
a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! Él es médico y cura todas las enfermedades,
para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos. Por lo cual, invitado ahora por un
fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta de males. Dondequiera que moraba un
fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero
aunque la casa de aquel fariseo reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la
invitación. Y con razón.

Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle su
conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al anfitrión, a su familia
y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la invitación del fariseo porque
sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer ostensión de su férvido y ardiente anhelo de
conversión, para que, deplorando ella sus pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le
brindara oportunidad de enseñarles a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los
pecados cometidos.

Y una mujer de la ciudad, una pecadora —dice—, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se
puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que se ha granjeado el aplauso
de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados, compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo.
Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio,
se abrazó a aquellos pies que por nosotros recorrían los caminos de la vida.

Por su parte, Cristo —que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga
el pasado, sino que sondea el porvenir—, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la
mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito; en cambio, el
fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y, trabajado por la envidia, se niega a admitir la
conversión de aquella mujer: más aún, se desata en improperios contra la que así honraba al Señor,
arroja el descrédito contra la dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si éste fuera
profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando.

Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones: Simón,
tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el hombre dialogan:
Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer la maldad del fariseo. El
respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores. Fíjate en la sabiduría de Dios: ni
siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee intencionadamente la respuesta. Uno —
dice— le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó
a los dos. Perdonó a los que no tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy
distinta no querer. Un ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que
estemos siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo
voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo inadecuado de
nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos, entonces nos perdona
la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.

¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús
le dijo: —Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: —¿Ves a esta mujer
pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde que entró, no ha dejado de besarme los
pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado,
no me honraste con un beso, no me perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el
olvido de sus muchos pecados, me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.

Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz.
Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la
incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria, dando gracias al Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el
Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Ciclo C: Lc 19, 1-10


HOMILÍA
Juan Lanspergio, Homilía en la dedicación de una iglesia (Opera omnia, t. 1, 1888, 701-702)
La perfecta conversión a Dios

La perfecta conversión a Dios amputa de raíz el pecado. Pues la codicia es para muchos la raíz y la
ocasión de pecar. Para erradicarla, promete Zaqueo dar a los pobres la mitad de sus bienes: Si de
alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Mira qué progresos no ha hecho de
repente Zaqueo iluminado por Cristo. Y si quiso declarar públicamente este su propósito fue para
defender a Cristo contra los murmuradores y evidenciar el gran tacto que el Señor ha usado con él:
no lo había evitado despectivamente por su condición de publicano, sino que dirigiéndose a él con
benevolencia e invitándose a sí mismo sin esperar la invitación, le había repentinamente conducido,
como con un poderoso revulsivo, a la penitencia y a la conversión; y lo mismo que en el pasado
había sido ávido de dinero, deseaba ahora con idéntica premura desprenderse de él.

Pues no se contenta con prometer dar en el futuro a los pobres o restituir a aquellos de quienes se
había aprovechado, sino que habla en presente y dice: Mira, doy y restituyo. Doy limosna, restituyo
lo defraudado. Y aunque lo primero que hay que hacer es restituir en efectivo lo injustamente
adquirido, para que la limosna pueda ser agradable a Dios, sin embargo, en este caso y para
demostrar su voluntaria decisión de dar no sólo lo que debía, sino lo que podía y tenía la voluntad
de dar generosamente, habla antes de dar limosna que de restituir.

Jesús le contestó: Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el
Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido. Indicando la salvación operada
«en esta casa», Cristo se está refiriendo al alma de Zaqueo, que deseando, esforzándose, amando y
obedeciendo ha conseguido la salvación. A esta alma la denomina aquí casa de Dios, porque Dios
habita en el alma. Jesús había efectivamente venido al mundo a salvar lo que estaba perdido.

Por esta razón debió frecuentar la compañía de quienes le constaba que necesitaban de su ayuda y
buscaban un remedio de salvación. Es como si hubiera querido replicar a los murmuradores: ¿A qué
os indignáis conmigo porque hablo con un pecador, porque adelantándome a su invitación me invito
yo a su casa? Si he venido al mundo ha sido por gente de esta clase, no para que continúen siendo
pecadores, sino para que se conviertan y tengan vida en mí. No me fijo en lo que el pecador ha
hecho hasta el presente, sino que sopeso lo que va a hacer en el futuro. Le ofrezco mi gracia y mi
amistad, que os la ofrezco igualmente a todos vosotros, si es que la queréis. Si éste la acepta, si
viene a mí, si de pecador se convierte en justo, ¿por qué me calumniáis a mí por haberme hospedado
en casa de un pecador, desde el momento en que juzgáis equivocadamente a un pecador, que se
ha convertido en amigo de Dios? También él es hijo de Abrahán, no nacido de su sangre, sino por
ser imitador de la fe y de la devoción de Abrahán.

Que nuestro Señor Jesucristo nos conceda la gracia de conocerle, amarlo y confiar en él; de modo
que nada nos agrade, nada nos atraiga sino lo que a la divina voluntad le es grato y no sea contrario
a nuestra salvación. ¡Bendito él por siempre! Amén.

SEGUNDA LECTURA
Orígenes, Homilía 22 sobre el Evangelio de san Lucas (7-10: SC 87. 306-308)
Producid el fruto que la conversión pide

Sobre nuestro siglo pende la amenaza de una gran ira: todo el mundo deberá sufrir la ira de Dios. La
ira de Dios provocará la subversión de la inmensidad del cielo, de la extensión de la tierra, de las
constelaciones estelares, del resplandor del sol y de la nocturna serenidad de la luna. Y todo esto
sucederá por culpa de los pecados de los hombres. En todo tiempo, es verdad, la cólera de Dios se
desencadenó únicamente sobre la tierra, porque todos los vivientes de la tierra se habían
corrompido en su proceder; ahora, en cambio, la ira de Dios va a descargar sobre el cielo y la tierra:
los cielos perecerán, tú permaneces –se dirige a Dios–, se gastarán como la ropa. Considerad la
calidad y la extensión de la ira que va a consumir el mundo entero y a castigar a cuantos son dignos
de castigo: no le va a faltar materia en que ejercerse. Cada uno de nosotros suministramos con
nuestra conducta materia a la ira. Dice, en efecto, san Pablo a los Romanos: Con la dureza de tu
corazón impenitente te estás almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revelará el
justo juicio de Dios

¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Producid el fruto que la conversión pide.
También a vosotros que os acercáis a recibir el bautismo, se os dice: producid el fruto que la
conversión pide. ¿Queréis saber cuáles son los frutos que la conversión pide? El amor es fruto del
Espíritu, la alegría es fruto del Espíritu, la paz, la comprensión, la servicialidad, la bondad, la lealtad
la amabilidad, el dominio de sí y otras cualidades por el estilo. Si poseyéramos todas esas virtudes,
habríamos producido los frutos que la conversión pide.

Y no os hagáis ilusiones pensando: «Abrahán es nuestro padre»; porque os digo que de estas piedras
Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán. Juan, el último de los profetas, profetiza aquí el rechazo
del primer pueblo y la vocación de los paganos. A los judíos, que estaban orgullosos de Abrahán, les
dice en efecto: Y no os hagáis ilusiones pensando: «Abrahán es nuestro padre»; y refiriéndose a los
paganos, añade: Porque os digo que de estas piedras Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán. ¿De
qué piedras se trata? No apuntaba ciertamente a piedras inanimadas y materiales: se refería más
bien a los hombres insensibles y antaño obstinados que por haber adorado ídolos de piedra y de
madera, se cumplió en ellos aquello que de los tales se canta en el salmo: Que sean igual los que los
hacen, cuantos confían en ellos.
Realmente los que hacen y confían en los ídolos pueden parangonarse con sus dioses: insensibles e
irracionales, se han convertido en piedras y leños. No obstante ver en la creación un orden, una
armonía y una disciplina admirables; a pesar de ver la sorprendente belleza del cosmos, se niegan a
reconocer al Creador a partir de la criatura; no quieren admitir que una organización tan perfecta
postula una Providencia que la dirija: son ciegos y sólo ven el mundo con los ojos con que lo
contemplan los jumentos y las bestias irracionales. No admiten la presencia de una razón, en un
modo manifiestamente regido por la razón.

Pablo VI, Constitución apostólica «Paenitemini» (AAS t. 58, 1966, pp. 179-180)

Convertíos y creed en la Buena Noticia

Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días
y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso:
Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio
de toda vida cristiana.

Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa íntima
y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que
se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se
nos ha manifestado y comunicado con plenitud.

La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no
sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el modelo supremo de
penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos, sino de los demás.

Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la
santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite el
mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue
plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y
resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.

Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz,
participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte,
se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro, ya no podrá
vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá también que vivir para
los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la
Iglesia.

Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también
una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en
el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor
por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo místico que han caído
en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la penitencia reciben por misericordia
de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la
Iglesia, a la que han producido una herida con el pecado y la cual coopera a su conversión con la
caridad, con el ejemplo y con la oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto
penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita
expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede
íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y
sufrimientos.

De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a toda la vida
del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.

Ciclo A: Mt 3, 1-12
HOMILÍA
San Agustín de Hipona, Sermón 109 (1; PL 38,636)
Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos

Hemos escuchado el evangelio y en el evangelio al Señor descubriendo la ceguera de quienes son


capaces de interpretar el aspecto del cielo, pero son incapaces de discernir el tiempo de la fe en un
reino de los cielos que está ya llegando. Les decía esto a los judíos, pero sus palabras nos afectan
también a nosotros. Y el mismo Jesucristo comenzó así la predicación de su evangelio: Convertíos,
porque está cerca el Reino de los cielos. Igualmente, Juan el Bautista, su Precursor, comenzó así:
Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Y ahora corrige el Señor a los que se niegan a
convertirse, próximo ya el Reino de los cielos. El Reino de los cielos —como él mismo dice— no
vendrá espectacularmente. Y añade: El Reino de Dios está dentro de vosotros.

Que cada cual reciba con prudencia las admoniciones del preceptor, si no quiere perder la hora de
misericordia del Salvador, misericordia que se otorga en la presente coyuntura, en que al género
humano se le ofrece el perdón. Precisamente al hombre se le brinda el perdón para que se convierta
y no haya a quien condenar. Eso lo ha de decidir Dios cuando llegue el fin del mundo; pero de
momento nos hallamos en el tiempo de la fe. Si el fin del mundo encontrará o no aquí a alguno de
nosotros, lo ignoro; posiblemente no encuentre a ninguno. Lo cierto es que el tiempo de cada uno
de nosotros está cercano, pues somos mortales. Andamos en medio de peligros. Nos asustan más
las caídas que si fuésemos de vidrio. ¿Y hay algo más frágil que un vaso de cristal? Y sin embargo se
conserva y dura siglos. Y aunque pueda temerse la caída de un vaso de cristal, no hay miedo de que
le afecte la vejez o la fiebre.

Somos, por tanto, más frágiles que el cristal porque debido indudablemente a nuestra propia
fragilidad, cada día nos acecha el temor de los numerosos y continuos accidentes inherentes a la
condición humana; y aunque estos temores no lleguen a materializarse, el tiempo corre: y el hombre
que puede evitar un golpe, ¿podrá también evitar la muerte? Y si logra sustraerse a los peligros
exteriores, ¿logrará evitar asimismo los que vienen de dentro? Unas veces son los virus que se
multiplican en el interior del hombre, otras es la enfermedad que súbitamente se abate sobre
nosotros; y aun cuando logre verse libre de estas taras, acabará finalmente por llegarle la vejez, sin
moratoria posible.

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