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L tu r FELIPE DELGADO
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recundaria CAPITULO II
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5 Jaime Saenz

Era una visita.


El nieto encontraba el mayor encanto en salir de paseo con su abuela Filomena; por lo ge-
neral tomaban el tranvía, iban unas veces al Montículo y otras a San Jorge, y comían fruta
y también maní. Cada cual por su lado encontraba solaz, el nieto recogiendo piedras o
cazando insectos, y la abuela, vigilando las travesuras de aquél -y así pasaban ellos, tardes
enteras y felices horas.
Mas esta vez, las cosas habían de suceder de otro modo. Pues habiendo recorrido escasa-
mente unas dos cuadras y faltando mucho todavía para llegar a la parada del tranvía, la
abuela se detuvo bruscamente, de bajada en la calle Santa Cruz; el nieto la miró, quizás con
descontento; ella lo miró, quizá muy enojada, y le dio un buen pellizco; lo agarró con fuerza
de la mano, musitando palabras misteriosas, y lo arrastró hacia una casa; y subiendo por un
graderío de ladrillo, entraron sin llamar en un enfarolado, y se metieron en un hermosísimo
salón, con dos balcones abiertos a la calle.
La abuela, muy segura de sí misma, echó un rápido vistazo; y luego, después de abrirse paso
con el nieto a cuestas por un laberinto de muebles rojos y dorados, escogió un espléndido
sofá para sentarse. Alegres y suaves rayos de sol inundaban el salón; era completa la calma,
no había un alma; callada y tranquila junto a su nieto, la abuela exhaló un profundo suspiro,
por toda respuesta a las miradas de quietud que aquél le dirigía; y de repente se puso fre-
nética, y con unos gestos y con unas aves que causaban susto, contrajo la boca y extendió
los brazos y se quedó extática, con la mirada fija en algún punto del infinito enorme que
se ofrecía a sus ojos, cuando de pronto crujieron los muebles y comenzó a temblar la casa
desde sus cimientos, al mismo tiempo que resonaba un estampido tremendo, haciéndose
presente un extraño personaje surgido de entre los torbellinos de una bola de fuego que
en aquel preciso instante se disipó -y tal el demonio entrando en acción, para infinito asom-
bro del pequeño Felipe Delgado. Pues él recordaba haber visto aquella imagen, quizá en las
páginas de un libro-entre sueños tal vez, no estaba seguro.
Editorial Comunicarte. Prohibida su fotocopia. Ley 1322

El todopoderoso personaje había ejecutado un salto mortal, de extremo a extremo del sa-
lón, y muy ufano de su agilidad, todo currutaco y jacarandoso, ahora se situaba a tres pasos
del sofá, con aire seductor, saludando con gracia inimitable, un brazo en alto, y el otro, apo-
yado sobre el pecho, las manos inconcebiblemente bellas, con unos ojos resplandecientes
de júbilo que fascinaban al niño. . . .
En tales circunstancias, empero, el visitante hubo de sufrir un gran desencanto respecto a la
vestimenta del personaje. Pues vista de cerca, evidentemente, esta vestimenta era ridícula
por completo; no correspondía en absoluto a un personaje de tan alta reputación. Daba
pena esta levita, mal hecha, con adornos y colgandijos en las solapas y en las mangas; la
enorme corbata de rosón, que parecía todo, menos una corbata; el cuello de la camisa,
arrugado y tan alto que, por poco, no llegaba hasta las orejas; la medalla de Lata, una es-
pecie de estrella, prendida sobre el pecho como gran cosa; los pantalones, con unas tiras
de todo color en ambos costados, nada dignos del demonio, pero sí de un payaso; he aquí
que, con semejantes trapos en el cuerpo, y al parecer sin darse cuenta, hacía un gran pape-
lón el demonio, y seguramente ya nadie le temería. Pues en realidad, era un disfraz que cau-
saba tristeza, y esta tristeza resonaba con no sé qué ruido en la cabeza. Parecía un disfraz
de papel a punto de quemarse. Una cuestión sumamente rara. Y la persona toda que más
parecía cosa que persona, estaba cubierta por una espesa capa de polvo; se diría un señor
que, habiendo esperado muchos años en algún oscuro rincón a los visitantes, hubiese sali-
do en este preciso instante para recibirlos.
Aunque Felipe Delgado habíase puesto a temblar y estaba muerto de miedo, ello no obs-
tante, descubrió con asombro que dicha sensación le gustaba, ahora que la abuela pasaba
al olvido y él contemplaba al demonio, el cual permanecía de pie, en el mismo lugar y como
petrificado. Pues propiamente él no se movía en absoluto, sin duda complacido con el des-
concierto que causaba, mueve que te mueve la cola.
Mueve que te mueve la cola y nada de bromas; con huesos y todo, deslizándose por el
espinazo como una serpiente, Indudablemente humana, sumamente elástica, extraordi-
nariamente reluciente, parche de goma. Una cola hecha a medida, ni larga ni corta, ni fea
ni bonita, no sería tal si realmente no lo fuera, por más que fuese verdadera; una cola ni
buena ni mala, con tal que terminara en forma de trompo y sanseacabó. Forma de trompo
que algún peluquero de los infiernos seguramente cuidaba del peluquero. Trompo de los
infiernos la cola del peluquero, que seguramente cuidaba los trompos en los infiernos del
peluquero. El trompo cuidaba del peluquero que descuidaba. Pues evidentemente, el pe-
luquero había de ser muy urbano, a jugar por el corte del mechón.
Más no así el sastre, si lo hubo. Pues faltando un buen ojal para la cola, fatalmente había ele
rasgarse el pantalón, mientras el demonio, muy campante, exhibía la feísima rotura, mueve
que te mueve la cola.
Encogida en el sofá, la abuela estaba triste, un poco llorosa. El niño la vio temblar ante la
alta figura del personaje que, en este momento, saltó con la rapidez del relámpago hasta el
centro del salón, y con voz que retumbaba como el trueno, gritó: “¡Génesis Némesis! ¡Sarta-
lasarta!”, profiriendo exclamaciones que nadie entendía; Y era de ver cómo le bailaban los
ojos cuando gesticulaba cuando grandes zancadas y la .cara que ponía, cuando mostraba
unos dientes largos y afilados en una boca de la que salía humo, cuando tan sólo ahora se
revelaba este rostro seco y alargado, con negrísimo y puntiaguda harba, con unos cuernos
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ni feos ni bonitos, pero cuernos al fin, como los del chivo, con una nariz terrible y ganchuda,
llena de pelos en las fosas, con unos ojos misteriosos en que el júbilo ardía y con una piel de
color plomo, la cual precisamente era de plomo -¡y cómo no mirar con temor estas faccio-
nes petrificadas, en las cuales tan sólo la boca y los ojos se movían!
Daba mucho en qué pensar el demonio; pues según estaba visto, había de ser extremada-
mente descuidado. Ahí estaba el pantalón, dejando al descubierto unos trapos, las puntas
de la camisa y del calzoncillo, en el nacimiento de la cola. Humanamente hablando, bien
podía ser muy solo el demonio, precisamente por ser quien era. Y por idéntica razón, no
tendría dónde caerse muerto, ni tampoco tendría con quién casarse, y eso era lo malo.
Si hasta sus calcetines estaban agujereados en los talones. Y sin embargo era un personaje
omnipotente. Estas miserias humanas como tales le importaban un comino seguramente,
y se gozaba con ellas y se mofaba de ellas, y hasta podía castigar a la pobre abuela por lo
mismo que ésta lo miraba con pena -y todo esto, naturalmente, daba pena, no solamente
por la abuela, sino también por el demonio.
Este no cesaba de gesticular en medio de sus idas y venidas a lo largo del salón, volvien-
do la cabeza y mirando de soslayo. Y se diría peligrosamente disgustado a juzgar por los
movimientos de la cola, que, en este momento, enroscaba y desenroscaba sin descanso,
haciendo temer que se le fuese la mano -por así decirlo- y diese un coletazo el rato me-
nos pensado. Pero ahora había comenzado a divagar y pronunciaba un discurso, en tales
términos que, así nomás, nadie habría podido entender. El orador se detenía en seco y se
ponía furioso; se doblaba en dos para golpear el piso con los puños levantando una nube
de polvo; y luego asumía un gesto de ofendida dignidad y se golpeaba el pecho, con tal
violencia, que se ponía a toser y se atoraba, y se ponía tanto más furioso en cuanto sus
oyentes se atrevían a mirarlo. Pues él, el demonio, se hallaba en una situación sumamente
comprometida; no siempre era posible satisfacer las exigencias que se le planteaban; la
gente se empeñaba en atormentarlo sin comprender que también para él existía el imposi-
ble -hizo un gesto significativo para señalar al nieto y miró furtivamente a la abuela, quien
escuchaba con intensa angustia las palabras del personaje-: ¿Y cuál la razón para que los
seres humanos fuesen tan incomprensivos y exigentes? –se preguntaba él. Pues los seres
humanos eran incapaces de comprender que las condiciones de vida que él, el demonio,
había de afrontar, en particular, eran más duras de lo que generalmente podía suponerse;
y resultaba difícil imaginar los sufrimientos que él soportaba, y los trabajos que lo atingían
a diario, tan ingentes, que no habrían dado reposo a millones y millones de hombres por
toda una eternidad. A él, ciertamente, nada le costaba hacer milagros; pero sin embargo,
sus principios se lo impedían. El único y solo milagro era la acción. Ello no obstante, él era
enemigo de hacer sufrir a la gente, y por eso mismo, quería abordar sin más dilación cierto
asunto de marras... ¡Pues cómo no condolerse ante aquellas lágrimas que, en estos instan-
tes, él veía brotar en los ojos de una anciana desvalida!
Ahora bien; he aquí una mala noticia; el asunto no tenía remedio. El, con todo su poder,
no podía hacer absolutamente nada, lo que se llama nada, ante lo irremediable. Y para
que conste, él tenía en su conciencia haber procedido con ejemplar abnegación en todo
momento. Por lo demás, era bien sabido que él se desvivía por la gente, hacía lo posible y
también lo imposible por contentar a la gente, y sin embargo estaba reventado. La ingrati-
tud era el único pago. Pero no escarmentaba. Pues no obstante de haberse jugado el todo
por el todo en aras de la especie humana, la especie humana lo dejaba solo y lo tildaba de
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farsante. Así era la vida; él no esperaba otra cosa.


Y maldito si se preocupaba por ello arrostrando como arrostraba la malignidad del mundo.
Maldito si necesitaba nada de la especie humana que lo difamaba y que, sin embargo, lo
importunaba con sus desdichados problemas y le pedía favores y más favores...

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