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El Mago de Oz

Dority era una niña que vivía en una granja de Kansas con sus tíos y su perro Totó. Un día, mientras la
niña jugaba con su perro por los alrededores de la casa, nadie se dio cuenta de que se acercaba un
tornado. Cuando Dorita lo vio, intentó correr en dirección a la casa, pero su tentativa de huida fue en
vano. La niña tropezó, se cayó, y acabó siendo llevada, junto con su perro, por el tornado.

Los tíos vieron desaparecer en el cielo a Dorita y a Totó, sin que pudiesen hacer nada para evitarlo. Su
perro y Dority viajaron a través del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido para ellos.
Allí, encontraron unos extraños personajes y un hada que, respondiendo al deseo de Dority
de encontrar el camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran visitar al mago de Oz.

Durante la travesía, le aguardaban algunas sorpresas. En el camino, los dos se cruzaron con un
espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro de verdad con el que pudiera pensar. Dorita le
invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podría hacer por él. Y el espantapájaros
aceptó.

Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que, sentado debajo de un árbol, deseaba tener
un corazón, que le permitiera ser más sensible. Dorita le llamó a que fuera con ellos a consultar al mago
de Oz. Y continuaron en el camino. Algún tiempo después, Dority, el espantapájaros y el hombre de
hojalata se encontraron a un león rugiendo débilmente, asustado con los ladridos de Totó, que deseaba
ser valiente.

Así que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de Oz, con la esperanza de hacer realidad sus
deseos. Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió el portón, y finalmente pudieron explicar al
mago lo que deseaban. El mago de Oz les puso una condición: primero tendrían que acabar con
la bruja más cruel de reino, antes de ver solucionados sus problemas. Ellos aceptaron el desafío.

Al salir del castillo de Oz, Dority con sus amigos pasaron por un campo de flores amapolas y ese intenso
aroma les hizo caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venían de
parte de la mala bruja. Cuando despertaron y vieron a la bruja, lo único que se le ocurrió a Dorita fue
arrojar un cubo de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haría desaparecer a la bruja.
En ese mismo instante, el cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua.

Rompiendo así el hechizo de la bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad,
excepto Dority. Totó, como era muy curioso, descubrió que el mago no era sino un anciano que se
escondía tras su figura. El hombre llevaba allí muchos años, pero ya quería marcharse. Para ello había
creado un globo mágico. Dorita decidió irse con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se
cayó y Dority saltó tras él para salvarle.

En su caída la niña soñó con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía:

- Si quieres volver, piensa: 'en ningún sitio se está como en casa'.

Y así lo hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo. ¡Todo había sido un sueño! Un
sueño que ella nunca olvidaría... ni tampoco sus amigos.

FIN
Los zapatos rojos
Érase una vez una niña pobre llamada Karen. Karen era tan pobre que solo tenía un par de zapatos, unos
zapatos que le dañaban los pies, por lo que en verano iba descalza.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que le hizo a Karen un par de zapatitos con unos
retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto sencillos, pero a la niña le encantaron.

Al morir su madre, una señora rica acogió a la niña y la cuidó como si fuera su hija. Lo primero que hizo
fue tirar los zapatos rojos, pues le horrorizaban, y comprarle un calzado más discreto.

Cuando llegó el momento de confirmación de la niña la señora le compró a Karen unos zapatos. Cuando
fueron a ver al zapatero Karen se enamoró de unos zapatos rojos de charol que el zapatero había hecho
para una condesa, pero que no le iban bien. La niña se los pidió a su benefactora que, como ya no veía
bien, no se enteró de que eran rojos.

El día de la confirmación todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen. Y la niña no podía pensar en
otra cosa que en sus zapatos rojos.

Cuando la señora se enteró reprendió a Karen y le ordenó no volver a ponérselos.


Pero la niña decidió aprovechar cualquier ocasión para ponérselos y desobedecer a la señora.

Al domingo siguiente, cuando acompañó a la señora a misa, la niña se puso sus zapatos rojos, a pesar de
que la buena mujer le recordó que debía ponerse zapatos negros. Cuando llegaron a la iglesia, un
mendigo se ofreció a limpiarles los zapatos.

-¡Qué bonitos zapatos de baile! -dijo el mendigo a la niña-.Procura que no se te suelten cuando bailes.

Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano.

Al salir de la iglesia el mendigo volvió a decir:

-¡Qué bonitos zapatos de baile!

Inmediatamente, Karen empezó a bailar sin poder parar, llevada involuntariamente por sus zapatos
rojos.

El cochero, que la esperaba a ella y a la señora, metió a la niña enseguida en el carruaje y le quitó los
zapatos.

Por esos días la señora cayó enferma y Karen tuvo que hacerse cargo de cuidarla. Pero la habían invitado
a un gran baile. Después de dudarlo unos minutos, Karen decidió dejar dormida a la señora y marcharse
al baile con sus zapatos rojos, sin recordar el incidente que había sufrido el domingo.
Cuando llegó al baile con sus zapatos rojos estos empezaron a mover sus pies, y la niña empezó a bailar
sin poder parar. Pasaron los días y Karen seguía bailando y bailando. Estaba cansada, pero no podía
parar, así que lloraba mientras bailaba, pensando en lo tonta y vanidosa que había sido y en lo ingrata
que había sido con la señora que tanto la había ayudado.

- ¡No puedo más!- lloró desesperada-. ¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque tengan que cortarme
los pies!

Karen se dirigió bailando a casa del carnicero. Cuando llegó, sin dejar de bailar, le gritó desde la puerta:

-¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando. Córtame los pies para que pueda dejar de bailar,
porque hasta entonces no podré arrepentirme de mi vanidad.

Cuando la puerta se abrió apareció el mendigo limpiabotas que había encantado los zapatos rojos a la
puerta de la iglesia.

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile! -exclamó-. ¡Seguro que se ajustan muy bien al bailar! Déjame
verlos más de cerca.

Nada más tocar el mendigo los zapatos rojos se detuvieron y Karen dejó de bailar. Karen aprendió la
lección y, agradecida, volvió a casa a cuidar de la señora que tanto había hecho por ella. Karen guardó
los zapatos en una urna de cristal y no volvió a desobedecer nunca más.

Fin
Cenicienta
Érase una vez un hombre bueno que tuvo la desgracia de quedar viudo al poco tiempo de haberse
casado. Años después conoció a una mujer muy mala y arrogante, pero que pese a eso, logró
enamorarle.

Ambos se casaron y se fueron a vivir con sus hijas. La mujer tenía dos hijas tan arrogantes como ella,
mientras que el hombre tenía una única hija dulce, buena y hermosa como ninguna otra. Desde el
principio las dos hermanas y la madrastra hicieron la vida imposible a la muchacha. Le obligaban a llevar
viejas y sucias ropas y a hacer todas las tareas de la casa. La pobre se pasaba el día barriendo el suelo,
fregando los cacharros y haciendo las camas, y por si esto no fuese poco, hasta cuando descansaba
sobre las cenizas de la chimenea se burlaban de ella.

- ¡Cenicienta! ¡Cenicienta! ¡Mírala, otra vez va llena de cenizas!

Pero a pesar de todo ella nunca se quejaba.

Un día oyó a sus hermanas decir que iban a acudir al baile que daba el hijo del Rey. A Cenicienta le
apeteció mucho ir, pero sabía que no estaba hecho para una muchacha como ella.

Planchó los vestidos de sus hermanas, las ayudó a vestirse y peinarse y las despidió con tristeza. Cuando
estuvo sola rompió a llorar de pena por no poder ir al baile. Entonces, apareció su hada madrina:

- ¿Qué ocurre Cenicienta? ¿Por qué lloras de esa manera?

- Porque me gustaría ir al baile como mis hermanas, pero no tengo forma.

- Mmmm… creo que puedo solucionarlo, dijo esbozando una amplia sonrisa.

Cenicienta recorrió la casa en busca de lo que le pidió su madrina: una calabaza, seis ratones, una rata y
seis lagartos. Con un golpe de su varita los convirtió en un magnífico carruaje dorado tirado por seis
corceles blancos, un gentil cochero y seis serviciales lacayos.

- ¡Ah sí, se me olvidaba! - dijo el hada madrina.

Y en un último golpe de varita convirtió sus harapos en un magnífico vestido de tisú de oro y plata y
cubrió sus pies con unos delicados zapatitos de cristal.

- Sólo una cosa más Cenicienta. Recuerda que el hechizo se romperá a las doce de la noche, por lo que
debes volver antes.

Cuando Cenicienta llegó al palacio se hizo un enorme silencio. Todos admiraban su belleza mientras se
preguntaban quién era esa hermosa princesa. El príncipe no tardó en sacarla a bailar y desde el instante
mismo en que pudo contemplar su belleza de cerca, no pudo dejarla de admirar.
A Cenicienta le ocurría lo mismo y estaba tan a gusto que no se dio cuenta de que estaban dando las
doce. Se levantó y salió corriendo de palacio. El príncipe, preocupado, salió corriendo también, aunque
no pudo alcanzarla. Tan sólo a uno de sus zapatos de cristal, que la joven perdió mientras corría.

Días después llegó a casa de Cenicienta un hombre desde palacio con el zapato de cristal. El príncipe le
había dado orden de que se lo probaran todas las mujeres del reino hasta que encontrara a su
propietaria. Así que se lo probaron las hermanastras, y aunque hicieron toda clase de esfuerzos, no
lograron meter su pie en él. Cuando llegó el turno de Cenicienta se echaron a reír, y hasta dijeron que no
hacía falta que se lo probara porque de ninguna forma podía ser ella la princesa que buscaban. Pero
Cenicienta se lo probó y el zapatito le quedó perfecto.

De modo que Cenicienta y el príncipe se casaron y fueron muy felices y la joven volvió a demostrar su
bondad perdonando a sus hermanastras y casándolas con dos señores de la corte.

Fin
El gato con botas
Había una vez un molinero pobre que cuando murió sólo pudo dejar a sus hijos por herencia el molino,
un asno y un gato. En el reparto el molino fue para el mayor, el asno para el segundo y el gato para el
más pequeño. Éste último se lamentó de su suerte en cuanto supo cuál era su parte.

- ¿Y ahora qué haré? Mis hermanos trabajarán juntos y harán fortuna, pero yo sólo tengo un pobre gato.

El gato, que no andaba muy lejos, le contestó:

- No os preocupéis mi señor, estoy seguro de que os seré más valioso de lo que pensáis.

- ¿Ah sí? ¿Cómo?, dijo el amo incrédulo

- Dadme un par de botas y un saco y os lo demostraré.

El amo no acababa de creer del todo en sus palabras, pero como sabía que era un gato astuto le dio lo
que pedía.

El gato fue al monte, llenó el saco de salvado y de trampas y se hizo el muerto junto a él.
Inmediatamente cayó un conejo en el saco y el gato puso rumbo hacia el palacio del Rey.

- Buenos días majestad, os traigo en nombre de mi amo el marqués de Carabás - pues éste fue el
nombre que primero se le ocurrió - este conejo.

- Muchas gracias gato, dadle las gracias también al señor Marqués de mi parte.

Al día siguiente el gato cazó dos perdices y de nuevo fue a ofrecérselas al Rey, quien le dio una propina
en agradecimiento.

Los días fueron pasando y el gato continuó durante meses llevando lo que cazaba al Rey de parte del
Marqués de Carabás.

Un día se enteró de que el monarca iba a salir al río junto con su hija la princesa y le dijo a su amo:

- Haced lo que os digo amo. Acudid al río y bañaos en el lugar que os diga. Yo me encargaré del resto.

El amo le hizo caso y cuando pasó junto al río la carroza del Rey, el gato comenzó a gritar diciendo que el
marqués se ahogaba. Al verlo, el Rey ordenó a sus guardias que lo salvaran y el gato aprovechó para
contarle al Rey que unos forajidos habían robado la ropa del marqués mientras se bañaba. El Rey, en
agradecimiento por los regalos que había recibido de su parte mandó rápidamente que le llevaran su
traje más hermoso. Con él puesto, el marqués resultaba especialmente hermoso y la princesa no tardó
en darse cuenta de ello. De modo que el Rey lo invitó a subir a su carroza para dar un paseo.

El gato se colocó por delante de ellos y en cuanto vio a un par de campesinos segando corrió hacia ellos.

- Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que el prado que estáis segando pertenece al señor
Marqués de Carabás, os harán picadillo como carne de pastel.

Los campesinos hicieron caso y cuando el Rey pasó junto a ellos y les preguntó de quién era aquél prado,
contestaron que del Marqués de Carabás.

Siguieron camino adelante y se cruzaron con otro par de campesinos a los que se acercó el gato.

- Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que todos estos trigales pertenecen al señor Marqués de
Carabás, os harán picadillo como carne de pastel.

Y en cuanto el Rey preguntó a los segadores, respondieron sin dudar que aquellos campos también eran
del marqués.

Continuaron su paseo y se encontraron con un majestuoso castillo. El gato sabía que su dueño era un
ogro así que fue a hablar con él.

- He oído que tenéis el don de convertiros en cualquier animal que deseéis. ¿Es eso cierto?

- Pues claro. Veréis cómo me convierto en león

Y el ogro lo hizo. El pobre gato se asustó mucho, pero siguió adelante con su hábil plan.

- Ya veo que están en lo cierto. Pero seguro que no sóis capaces de convertiros en un animal muy
pequeño como un ratón.

- ¿Ah no? ¡Mirad esto!

El ogro cumplió su palabra y se convirtió en un ratón, pero entonces el gato fue más rápido, lo cazó de
un zarpazo y se lo comió.

Así, cuando el Rey y el Marqués llegaron hasta el castillo no había ni rastro del ogro y el gato pudo decir
que se encontraban en el estupendo castillo del Marqués de Carabás.

El Rey quedó fascinado ante tanto esplendor y acabó pensando que se trataba del candidato perfecto
para casarse con su hija.

El Marqués y la princesa se casaron felizmente y el gato sólo volvió a cazar ratones para entretenerse.

Fin
Pulgarcito
Había una vez unos leñadores muy pobres que tenían siete hijos, todos ellos varones. El más joven de
todos, que era también el más astuto, nació muy pequeño, del tamaño de un pulgar, y por eso todos le
llamaban Pulgarcito.
Una noche Pulgarcito oyó hablar a sus padres de la difícil situación en la que se encontraban ya que
apenas ganaban lo suficiente para alimentar a sus siete hijos. Pulgarcito se entristeció mucho al oír a sus
padres, pero rápidamente se puso a darle vueltas a la cabeza para encontrar una solución.

A la mañana siguiente, reunió a sus hermanos en el pajar y les contó lo que había oído.
- No os preocupen, yo les diré lo que haremos.
- ¿Ah sí? ¿El qué? - dijo el mayor, que era un poco incrédulo
- El próximo día que vayamos al bosque a recoger leña con madre y padre nos esconderemos y cuando
se harten de buscarnos y vuelvan a casa saldremos y emprenderemos un viaje en busca de riquezas y
oro.
- Pero, ¿y si nos perdemos en el bosque? De noche está muy oscuro… - dijo el más miedoso
- No te preocupes. Iré dejando caer migajas de pan a lo largo del camino así, cuando queramos volver a
casa sólo tendremos que seguirlas.
La idea convenció a los siete y prometieron guardar el secreto.

Esa misma tarde los padres les dijeron que necesitaban que les ayudaran a recoger ramas en el bosque.
De modo que siguieron el plan establecido y cuando sus padres se cansaron de buscarlos y se fueron a
casa, creyendo que habían vuelto allí, salieron de sus escondrijos.

Pero la noche cayó antes de lo esperado y se levantó una tormenta tremenda. Algunos empezaron a
impacientarse y decidieron que lo mejor era volver a casa. Pero… ¡qué sorpresa tan desagradable
cuando Pulgarcito miró al suelo! Las migas no estaban. Sólo había un par por detrás de él y del resto
nada. Se las habían tenido que comer los pájaros, no había otra explicación.

Rápidamente Pulgarcito se subió a un árbol para tratar de divisar algún lugar al que dirigirse y logró
distinguir una luz.

- ¡Veo una casa! ¡Iremos por allí!


Así que los niños continuaron andando durante horas hasta que lograron llegar a aquella casa. Estaban
empapados y muertos de hambre. Una mujer les abrió la puerta.

- Buena mujer, somos siete niños que se han perdido y no tenemos adónde ir. ¿Podría dejarnos pasar?
- Pero, ¿no sabéis quién vive aquí?

Los niños negaron con la cabeza y la mujer les explicó que esa era la casa del ogro, su marido, y si los
veía no se lo pensaría dos veces y los echaría a la cazuela. Pero los niños estaban tan exhaustos que no
les importó y pidieron a la mujer que por favor les dejara pasar. Al final accedió, les dio de cenar y los
escondió bajo la cama.
En cuanto llegó el ogro a casa comenzó a gritar.
- ¡¡Huelo a carne fresca!!
Los niños estaban temblando bajo la cama rezando porque no mirase allí, pero el malvado ogro los
encontró. Quiso comérselos en ese mismo instante pero su mujer logró convencerle de que lo dejara
para el día siguiente ya que no había ninguna prisa y tenían comida de sobra.

Se acostaron a dormir en la misma habitación en la que dormían las siete hijas de los ogros y Pulgarcito
observó que cada una de las niñas llevaba una corona de oro en la cabeza.
Cuando todo el mundo dormía Pulgarcito tuvo una de sus ideas. No se fiaba de que el ogro cambiara de
opinión y se los quisiera comer en mitad de la noche, así que por si acaso, les quitó a las niñas las
coronas y las puso en las cabezas de sus hermanos y en la suya.
Efectivamente Pulgarcito tuvo razón, y en mitad de la noche el ogro entró en la habitación.

- A ver a quien tenemos por aquí… ¡Uy no, estas no! ¡Estas son mis hijas!

Así que gracias a la corona el ogro se comió a sus hijas creyendo que eran Pulgarcito y sus hermanos.

En cuanto salió de la habitación y lo oyó roncar, Pulgarcito despertó a sus hermanos y se marcharon de
allí corriendo.
A la mañana siguiente el ogro se dio cuenta del engaño y se puso sus botas de siete leguas para
encontrarlos. Estuvo a punto de cogerlos, pero los niños lo oyeron llegar y se escondieron bajo una
piedra. El ogro, acabó agotado de tanto correr en su búsqueda así que se sentó en el suelo y se quedó
dormido. Salieron de su escondite y Pulgarcito ordenó a sus hermanos que volvieran a casa.
- No se preocupen por mí. Me las apañaré para volver.
Con mucho cuidado Pulgarcito le quitó las botas de siete leguas al ogro, se las calzó, y como eran unas
botas mágicas que se adaptaban al pie de quien las llevara puestas, le quedaron perfectas. Con ellas se
fue directo a casa del ogro.

- Señora, vengo de parte del ogro. Me ha dejado las botas de siete leguas para que viniese lo antes
posible y les pidiera auxilio. Unos ladrones lo han atrapado y dicen que lo matarán inmediatamente si no
les dan todo el oro y plata que tengan.
La mujer se lo creyó todo y entregó a Pulgarcito todo el oro y plata que tenían. Cargado de riquezas
volvió a casa y sus padres y hermanos lo recibieron con los brazos abiertos. Desde entonces ya nunca
más volvieron a pasar necesidad.

Aunque hay quien dice que la historia no acabó en realidad así, y afirman que Pulgarcito una vez tuvo las
botas del ogro fue a hablar con el Rey. Pulgarcito había oído que el Rey estaba preocupado por su
ejército, ya que se encontraba a muchas leguas de palacio y no había recibido ninguna noticia suya. Así
que le propuso convertirse en su mensajero y llevarle tantos mensajes como necesitara. El Rey aceptó y
Pulgarcito estuvo desempeñando durante un tiempo este oficio, tiempo en el que amasó una buena
fortuna. Cuando hubo reunido suficiente volvió a casa de sus padres y todos juntos fueron muy felices.

Fin

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