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El Pacto Ambiguo
El Pacto Ambiguo
De la novela autobiográfica
a la autoficción
COLECCIÓN ESTUDIOS CRÍTICOS DE LITERATURA
CONSEJO ASESOR
EL PACTO AMBIGUO
De la novela autobiográfica
a la autoficción
BIBLIOTECA NUEVA
Diseño de cubierta: José María Cerezo
ISBN: 978-84-9742-750-0
Depósito Legal: M-43.409-2007
JUSTO NAVARRO
[17]
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CAPÍTULO I
Soy yos1
ROBERT L. STEVENSON,
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde
——————
1
Hallazgo genial del autor de este palíndromo que sugiere la multiplicidad,
la inversión especular y la paradoja del sujeto (pos)moderno que se interroga
sobre su identidad y lo resuelve con una figura retórica (Pablo David Pérez Ro-
drigo, «Palíndromo» (relato ganador del premio La ventana de Millás), Babe-
lia-El País, 25 de enero de 2003, pág. 9).
[19]
literatura autobiográfica es una demostración de esto, aunque en
ocasiones los ejemplos que ofrece este registro de escritura parez-
can más una prueba ab contrario de la complejidad del sujeto mo-
derno que su confirmación. Me explico: basta asomarse a algunas
memorias, diarios o autobiografías, para ver hasta qué punto al-
gunos autobiógrafos se aferran a una sola cara de su personali-
dad, normalmente a la más fatua y simple, para evitar los perfiles
más comprometedores y refugiarse en difuminados dibujos me-
diante olvidos complacientes. Afortunadamente no siempre ocu-
rre así y cualquiera puede aducir ejemplos de compromiso con la
verdad personal y de rigor ético que desdicen lo anterior. Del mis-
mo modo, a las obras narrativas de las que me voy a ocupar en
este libro cabe considerarlas como imágenes ficcionalizadas de
ese imaginario de nuestra época que concibe el fragmentado e
inestable sujeto moderno como un hervidero de múltiples yos.
La presencia del autor como protagonista dentro de su pro-
pia obra fue un rasgo excepcional antes del siglo XVIII. Existió y
lo podemos encontrar con anterioridad, pero en ejemplos muy
contados, sobre todo si lo comparamos con la fuerte tendencia
que se registra en la edad contemporánea. Desde los primeros
aldabonazos de ésta, cuyo hito histórico lo marcan las revolucio-
nes burguesas en Europa, y de manera destacada, en lo literario,
desde el Romanticismo, la subjetividad y la persona del artista
se convierten en una materia primordial de la obra, a diferencia
de la tradicional resistencia, de carácter estético y moral, que
impedía el afloramiento de la figura del escritor en su escritura.
Similar recorrido sigue la irrupción de la figura del pintor en el
cuadro, aunque los «tempos» no sean los mismos ni se produzcan
necesariamente en paralelo. Estas correspondencias entre litera-
tura y arte tienen la virtud de permitir visualizar mejor el fenóme-
no de la representación del autor en su obra, por lo que más aba-
jo deberé volver a este asunto en relación al proliferante recurso
a la autobiografía en las manifestaciones plásticas actuales.
Los primeros autorretratos, dignos de ese nombre, es decir
la representación de la figura del artista, datan del siglo XV y,
aunque su desarrollo sea ya notable a finales del siglo XVII en
pintores de incontestable valía y originalidad como Rembrant,
quien se irá autorretratando asiduamente a lo largo de su vida,
el reconocimiento y el máximo esplendor del género no se regis-
tran hasta bien entrado el siglo XVIII y sobre todo en el XIX.
El autorretrato pictórico es la demostración de la presencia
inequívoca del artista en su obra, que está también sometido al
[20]
mismo tipo de resistencia a la libre expresión del yo que en la li-
teratura, dejando aparte las específicas dificultades técnicas de
este género pictórico. Los autorretratistas tuvieron que vencer
los prejuicios sociales y sin duda las propias reservas o temores
personales por los que se asimilaba el hecho de representarse a
sí mismo como una manifestación de la fatuidad narcisista o,
aún peor, del pecado de soberbia. Tal vez, por esta razón, los
primeros pintores habían adoptado una expresión humilde y
una mirada limpia, cuando se trataba de un retrato individual,
como es el caso de Filippo Lippi, cuyo autorretrato de 1485 se
considera uno de los primeros autorretratos «modernos». Tam-
bién se representaron bajo la apariencia y rasgos de alguna figu-
ra ejemplar en pose de devoción religiosa, pintándose dentro de
un grupo, como es el caso de Sandro Botticelli entre el séquito
de La adoración de los Reyes Magos (es el único que se da la
vuelta y mira de soslayo al espectador) o como el propio Lippi
que asiste un tanto distraído al Coronamiento de la Virgen2. El
primer autorretratista que osa mirar de frente al espectador con
una mirada fija y concentrada, casi retadora, es Albrecht Dürer
en 1500, quien, bajo la apariencia de Cristo, salvador del mun-
do, compone un gesto que podría parecer de desafío religioso,
cuando en realidad es una afirmación de su valor artístico, pues
con mirada franca y segura nos parece decir: miradme bien, yo
soy un pintor, soy un artista.
En resumen, y siempre bajo el riesgo de simplificación que es-
tas afirmaciones sumariales pueden tener, hasta el siglo XVIII el pre-
dominio de lo público fue casi absoluto y en consecuencia las po-
sibilidades sociales y artísticas de la expresión y representación del
propio yo quedaban de hecho muy limitadas por los grandes pre-
ceptos sociales, políticos y religiosos. Para resumirlo en pocas pa-
labras: mientras los «dioses» escribían el guión a los hombres, és-
tos actuaban a su dictado; pero cuando los hombres iniciaron el
derribo de aquéllos, comenzaron a mitificar su propia persona. Pa-
ralelamente, este proceso del auge de lo subjetivo y lo personal sig-
nificó la irrupción de lo privado en lo público con una fuerza tal
que trastocó los pilares sociales hasta entonces conocidos y supu-
so la consagración de la jerarquía de lo primero sobre lo segundo.
A la larga, esta exaltada supremacía de lo individual y de lo
privado sobre lo público producirá efectos perversos y paradóji-
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2
Pascal Bonafoux, Les peintres et l’autoportrait, París, Skira, 1984.
[21]
cos. Al arrumbarse lo público, también lo individual se tamba-
leará, pues el referente de la oposición de lo público daba senti-
do y equilibrio a lo privado3. Al desaparecer la dialéctica entre
esos dos conceptos sociales básicos y contradictorios, al borrar-
se sus fronteras, otras parejas como interior/exterior, nor-
mal/anormal, ficción/realidad, memoria/desmemoria, etc., vie-
ron menoscabada también su funcionalidad. A partir de ese mo-
mento todo será posible y normal en una sociedad que exaltará
aquellos principios. En consecuencia, el devenir histórico de los
últimos treinta años del siglo XX se ha caracterizado por la difu-
sión de unas ideas socioculturales, cuyos rasgos destacados han
sido la indefinición de las normas y la confusión en las esferas de
actuación social. El sujeto social e histórico adolecerá de la mis-
ma debilidad y del mismo carácter ficticio que difunden los elás-
ticos y acomodaticios códigos sociales de la época. En los siglos
precedentes, el individuo estaba constreñido por el imperio del
deber, fuera éste de inspiración religiosa o laica, incluso crecía o
se afirmaba en la lucha y oposición a su omnímoda presencia.
En la actualidad nos encontramos quizá en el otro extremo del
péndulo, pues nada le está vetado en la práctica a éste, al no in-
terponérsele apenas cortapisas morales ni de conducta. El indi-
vidualismo, de ser un motor de cambio y de dinamismo social,
ha devenido en la actualidad en un ejercicio vacío y ombliguis-
ta, al carecer de referencias morales ni reglas estables.
En el siglo XIX, el artista y el escritor se consagraron como
las figuras de mayor relevancia y prestigio sociales, en la medida
que ambos encarnaban más que ningún otro el modelo más lo-
grado del individualismo burgués. Construirse una personali-
dad, única y extraordinaria, fue sinónimo de vivir intensamente
y de dar sentido a la existencia personal. El artista y el escritor
crearon sus propios códigos, pues para ser uno mismo era pre-
ciso diferenciarse de los demás. Ser diferente y distanciarse del
resto de los hombres se alzó como la máxima ética y estética de
la creación moderna, pues la meta del artista moderno consistía
en hacer de su vida y de sí mismo una obra de arte. Ahora bien,
para eso, para elevar su figura y obra a categoría artística, el es-
critor y el creador en general se vieron emplazados a transgredir
las barreras sociales, a traspasar los límites establecidos y a de-
safiar las instituciones sociales. En ese contexto estaba cantado
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3
Richard Sennett, Les tyrannies de l’intimité, París, Seuil, 1979.
[22]
que los artistas y los escritores se convertirían en héroes y, en
consecuencia, en modelos sociales de la rebeldía y de la insatis-
facción.
Pero el proceso sin duda fue o debió de ser mucho más com-
plejo, pues al mismo tiempo que esto sucedía, es decir que el ar-
tista se elevaba a categoría de figura egregia o de referente so-
cial, la subjetividad y la firma del artista adquirían un incontes-
table valor mercantil, es decir, se reintegraban en la institución.
Por eso también y de manera simultánea, desde el momento en
que la condición del artista, además de tener un contenido críti-
co, adquirió un valor económico, los creadores desarrollaron
una exagerada afición por singularizarse. El siguiente paso con-
sistió en convertir la vida del escritor, del músico, del pintor, en
una obra más de su creación (en algunos casos, su mejor obra)
y su imagen pública, en un logotipo. Óscar Wilde, sin duda un
precursor en este sentido, lo comprendió y lo practicó con plena
conciencia (también lo padeció) y acertó a expresar esta contra-
dicción del artista moderno en una frase brillante de El retrato
de Dorian Grey, cuando el personaje de Lord Henry Wotton le
espeta al pintor Basil Hallward: «Que hablen de uno es espanto-
so. Pero hay algo aún peor: que no hablen». En este nuevo esce-
nario, la conquista de la notoriedad artística exige el sacrificio
de levantar los velos del anonimato, abolir la intimidad y con-
fundir lo privado con lo público, pero... peor sería que no habla-
sen de uno, que diría tío Óscar.
2. UN LUCTUOSO EPISODIO
[24]
que el Autor era la expresión de la ideología posesiva y egoísta
del individualismo burgués, en fin, un bien que había que desa-
mortizar o nacionalizar, pues era una lacra social y un estorbo a
la libre circulación de la obra y de sus significados. La influen-
cia de este breve ensayo dio lugar diez años después al acta de
nacimiento del deconstruccionismo. Para entonces Barthes pa-
rece que ya estaba de vuelta a la vida y había publicado la cita-
da autobiografía. De cualquier modo, no se puede negar que
su influencia dio lugar a una «deconstrucción» de la noción
clásica de autor, en simultaneidad con la no menos famosa
«desaparición del sujeto», preconizada también, desde los
años 60, en el psicoanálisis por Jacques Lacan y por Jean Bau-
drillard en la sociología, aunque nada de esto era rigurosamen-
te nuevo, pues la literatura de Stephan Mallarmé, Maurice
Blanchot o Samuel Beckett ya lo había preconizado. El post-es-
tructuralismo y el deconstruccionismo vinieron a certificar la
muerte del autor.
Por esa razón y a consecuencia de esta defunción, cualquier
atisbo de individualismo estaba muy mal visto y el responsable
era acusado automáticamente de ególatra. Así se consagró el
triunfo de lo neutro, lo anónimo y lo colectivo. El ensayito de
Barthes fue en realidad una suerte de manifiesto en consonancia
con la literatura hegemónica de aquel momento que era el nou-
veau roman y un llamamiento a espolear a la nouvelle critique
para que enterrase los restos del biografismo académico como
única forma de interpretación específica de la obra literaria. En Es-
paña la situación literaria no era comparable con la francesa y des-
de luego la teoría y la crítica, salvo excepciones como José María
Castellet o Juan Goytisolo, rara vez salía de los círculos universita-
rios, aun cuando en aquellos años finales de la década de los 60 el
experimentalismo narrativo, muy influido por el nouveau ro-
man francés, ocupaba el centro de la escena de la innovación li-
teraria y participaba de un rechazo similar a la autoridad del au-
tor y a la presencia del subjetivismo de éste en la obra.
El asunto de la muerte del autor tenía su intríngulis y nove-
dad, pues, por primera vez y de manera un tanto suicida, la ins-
titución literaria convertía al agente de la producción en cabeza
de turco o chivo expiatorio de no se sabe bien qué malestar cul-
tural, matando sin contemplaciones la gallina de los huevos de
oro de este tinglado. Al mismo tiempo, le concedía la autonomía
literaria al texto y encargaba de su usufructo y administración a
un subalterno, sin títulos hasta entonces, el lector. Dicho de ma-
[25]
nera más formal: la operación, iniciada por Barthes, eclipsó y
desacreditó la posible autoridad del autor para dársela al lector,
encumbrado por obra y gracia de este crítico y de la teoría de la
recepción, y del deconstruccionismo posterior, a la categoría de
un activo productor del texto.
Justo al año siguiente, en 1969, y de una manera que contra-
decía la postura extrema de Barthes, Michel Foucault se interro-
gaba en otro ensayo acerca de la periclitada noción que el prime-
ro se había encargado prematuramente de enterrar: «¿Qué es un
autor?» —se preguntó el filósofo francés5. Sus argumentaciones
apostaban por la «resurrección» del autor, si bien desprovisto ya
de la autoridad y privilegios que había detentado. En su artícu-
lo, Foucault consideraba al autor como una función fundamen-
tal que aseguraba la comprensión e interpretación del texto.
Uno resultaría inconcebible sin el otro, pues «el texto apunta ha-
cia la figura del autor que le es exterior y anterior, por lo menos
en apariencia». Tal como la concibe, la noción de autor está ín-
timamente ligada a la de nombre propio, como signo y referen-
cia de éste y como dato que ayuda a delimitar las fronteras de
algo tan amplio e impreciso como el texto. Sin embargo, el au-
tor no será ya una noción ligada al origen del texto ni el deposi-
tario de su sentido original, sino una clave de la recepción lecto-
ra: la «función-autor». De hecho Barthes, en el artículo citado,
al enterrar al autor, como he dicho, había encumbrado al lector,
elevándolo a la categoría de verdadero sujeto del texto y convir-
tiendo la subjetividad de aquél en la única garantía de su senti-
do. La reflexión de Foucault limita los poderes omnímodos con-
cedidos por Barthes al lector para reintroducir al autor como
pieza primordial del texto y su valor. A juicio de Foucault, la lec-
tura del texto necesita de la figura del autor como forma de evi-
tar la proliferación «incontrolada» de sentido y de sortear la im-
postura y la imposición arbitraria del crítico, que por esta vía
podría convertir el texto en una simple excusa de sus destrezas
lectoras.
Pasado el fervor que alumbró esta supuesta utopía revolu-
cionaria, el gesto iniciado por Barthes constituyó al menos un
osado acto de iconoclasia literaria al pretender destronar al au-
tor. Hoy nos encontramos, quizá, en el extremo contrario del
péndulo, pero con la ventaja que el penduleo presente no está
——————
5
Michel Foucault, «Qu’est-ce qu’un auteur?», Dits et écrits, I, París, Galli-
mard/NRF, 1994, págs. 789-820.
[26]
auspiciado por ningún fundamentalismo ideológico, es decir, ni
niega las aportaciones precedentes, ni ejerce ninguna intoleran-
cia. Además, nos guste o no, nuestro tiempo se caracteriza por
un repliegue individualista que pone en entredicho aquella doc-
trina y permite leer en los textos la presencia, voluntaria o invo-
luntaria, oblicua o paródica, de la voz, la figura y el mundo par-
ticular del autor.
Por lo tanto, el auge de lo autobiográfico es un fenómeno
que se reactiva en un escenario contradictorio, pues si, por un
lado, choca con la «deconstrucción» de la noción tradicional de
autor, incluso su parodia e irrisión, por el otro, demuestra, de
manera indirecta y ambivalente, la necesidad que el lector y el
texto tienen del autor y de su figura textual, como anclaje inevi-
table de cualquier interpretación. Pero no nos equivoquemos:
esta noción de autor tiene muy poco que ver con la noción de
sujeto autobiográfico, pues, como se encargaba de apostillar
Foucault, la identificación del autor, su reconocimiento textual,
no garantiza que el autor sea un sujeto. Según el filósofo francés,
la presencia del autor en el texto, como elemento inmanente del
mismo, no asegura la vida del sujeto, como persona que goza de
determinación, libertad y autonomía, y un autor que no se fun-
damenta en un sujeto no puede legitimar una aproximación per-
sonalista a la literatura.
De este postulado foucaltiano, a la idea de la extinción del
sujeto y a la imposibilidad teórica de la autobiografía sólo hay
un paso. Sin embargo, por mucha doxa post-estructuralista que
acarreen los críticos de la autobiografía, pertrechados en una
idea nihilista de ésta, cuando los autobiógrafos emprenden la
tarea de ponerse por escrito de manera más o menos lograda, es
porque, a diferencia de los primeros, están convencidos de que
«el yo es algo más que una línea de ficción o que un reflejo fal-
so en un espejo deformante», como señalan Jacques Lecarme y
Éliane Lecarme-Tabone, contradiciendo los postulados lacania-
nos6. De las cenizas de aquella «muerte» y pese a los deseos de
los críticos de hacer desaparecer al sujeto, el autor ha renacido,
no sin contradicciones, como sujeto autobiográfico y la nueva
ola de biografismo lo atestigua. Es decir, de la desaparición del
autor a finales de los sesenta y durante parte de los setenta, he-
mos pasado sin solución de continuidad a considerar la figura
del autor como la primera y necesaria contextualización que la
——————
6
L’autobiographie, París, Armand Colin, 1997.
[27]
hermenéutica del texto exige, a su omnipresencia como referen-
te de la obra y a lo que es aún más novedoso: la multiplicación
seriada de su figura en diversas y a veces contradictorias imáge-
nes. Hemos asistido al rebrote de lo autobiográfico en todas sus
formas posibles, a cara descubierta y con disfraz, de forma
arriesgada y comprometida o de manera lúdica y oportunista, en
reproducción veraz o ficticia. Este proceso se podría resumir
como el paso o el cambio de la reproducción (natural o asistida)
a la clonación, de la representación mimética a la presentación
directa y del ocultamiento enmascarado a la falsa transparencia.
[29]
dad actual8. Ambos se han referido a la naturaleza cambiante y
múltiple del sujeto actual, por no hablar de las posibilidades que
los modernos medios electrónicos abren a la construcción de
yos virtuales. De acuerdo con estos diagnósticos, resultaría prácti-
camente imposible mantener una sola y fija identidad social en
nuestra época.
Al contrario, el signo de los tiempos obliga a las personas a
cambiar de trabajo, familia o residencia muchas veces, por razo-
nes económicas la mayoría de los casos, impidiendo el asenta-
miento del carácter, que se ve obligado a redefinirse o adaptarse
de continuo a las nuevas coordenadas. Esta nueva situación di-
buja un paisaje que se puede entender como una maldición de
este momento histórico, impuesta por el capitalismo en su fase
neoliberal o como una exigencia de la nueva épica a que se está
obligado en un mundo que se mueve aceleradamente, en fin no
se sabría decir si un tributo o un castigo de esta época nuestra,
que algunos denominan y consideran posmoderna. Para otros es
un don que los alivia del peso de tener que representar un solo
papel a lo largo de la existencia adulta y poder abrazar múltiples
y cambiantes figuras sociales. De modo que la subjetividad y la
personalidad se convierten en objeto mercantil, y en consecuen-
cia se cambian o se adquieren nuevas identidades por razones
mercantiles. Lo perverso de este asunto sucede cuando, por ra-
zones interesadas, los poderes fácticos nos quieren «vender»
este nomadismo identitario como un logro de la libertad y
como la culminación de lo moderno, y no como lo que es en
realidad, una imposición, resultado de un sistema productivo
cada vez más exigente e intransigente, a cambio de permitirnos
mayores gratificaciones y de crearnos nuevas necesidades con-
sumistas.
En la literatura, el escritor no tiene por qué aguantar el fas-
tidioso aburrimiento de una sola vida y una única personalidad.
Ostenta el privilegio de poder clonar tantos dobles y de disfru-
tar de tantas vidas como le plazca, sin arrostrar las molestias o
perturbaciones que en la realidad una imposición de cambio
identitario conlleva. Sin embargo, para nuestro imaginario, la fi-
gura del clon tiene algo inquietante, pues alimenta pesadillas o
visiones apocalípticas nuevas. Si el monstruo artificial o natural
——————
8
Richard Sennett, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales
del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama, 2000, y Vicente
Verdú, ob. cit.
[30]
fue el símbolo de la barbarie de la ciencia y del progreso desca-
bellado para románticos y post-románticos (recuérdese por
ejemplo Frankestein o el reciclado Golem), el clon, que no sería
sino el monstruo particular de esta época nuestra y de su frágil
e indecisa individualidad, ha sido apadrinado por la literatura y
las artes en general como el icono más acabado y perfecto del
colapso final de la edad contemporánea, tal como vienen sugi-
riendo y explotando en sus novelas escritores como Ira Levin
(Los niños de Brasil, 1976) o Michel Houellebecq (Las partícu-
las elementales, 1999 y La posibilidad de una isla, 2005).
4. AUTOFICCIONES
[32]
sin dejar de parecerlo, su estatuto no postula una exégesis auto-
biográfica, toda vez que lo real se presenta como un simulacro
novelesco sin apenas camuflaje o con evidentes elementos ficti-
cios. El autor de autoficciones no se conforma sólo con contar la
vida que ha vivido, sino en imaginar una de las muchas vidas
posibles que le podría haber tocado en suerte vivir. De manera
que el escritor de autoficciones no trata sólo de narrar lo que fue
sino también lo que pudo haber sido. Esto le permite vivir, en
los márgenes de la escritura, vidas distintas a la suya.
Por eso creo que en este campo de la autoficción no cabe el
peligro que advirtió Alfonso Reyes al hablar del componente au-
tobiográfico en la obra literaria: «El tomar al pie de la letra cier-
ta declaración en primera persona puede conducir a los peores
extremos. El yo es un mero recurso retórico»10. Justamente la
autoficción se ofrece con plena conciencia del carácter ficticio
del yo y, por tanto, aunque allí se hable de la propia existencia
del autor, en principio no es prioritario ni representa una exigen-
cia delimitar la veracidad autobiográfica ya que el texto se pro-
pone simultáneamente como ficticio y real. Este es sin duda uno
de sus rasgos característicos, también una de sus rémoras o limi-
taciones. Desde el punto de vista del lector, bien porque conoce
los datos biográficos del autor, bien porque el propio texto a ma-
nera de juego, trampa o falsa pista, le invita a cotejar estos datos
con los del texto, y por tanto podría ser inducido a equivocarse
o confundirse. Desde el punto de vista del autor, nada menos
autoficticio, en principio, que este tipo de comprobaciones en
unos relatos, cuya norma es provocar la vacilación interpretati-
va del lector.
5. EL SIMULADOR DE IDENTIDADES
[33]
tercambio de comunicaciones en el ciber-espacio. De manera
destacada llaman la a tención los dispositivos autoficticios que
encontramos en la pintura, en la fotografía, en el video, en las
«performances» y las instalaciones, por lo que todos estos forma-
tos plásticos tienen de puesta en escena del artista11. La tendencia
autobiográfica de las artes actuales es tan relevante como inquie-
tante, pues, a diferencia de la autorrepresentación explícita, en la
que el artista se representa a sí mismo de manera ocasional y se-
cundaria, lo que se comprueba en las expresiones artísticas actua-
les es una notable tendencia teatral y escenográfica a que los crea-
dores mismos ocupen el centro de su obra. Es decir, a simular una
personalidad, o a presentarse sin aparente ficcionalización, bajo
diferentes formas. En este sentido, creo que es significativo que
uno de los libros de mayor repercusión en los últimos años en
Francia lo haya protagonizado precisamente una crítica de arte, es
decir, alguien que conoce muy bien los resortes de la escena artís-
tica y sus posibilidades publicitarias. Me estoy refiriendo a La
vida sexual de Catherine M. (2001), de Catherine Millet, cuyo
éxito se debe también a la exposición directa e impúdica de su ac-
tiva y numerosa sexualidad, pero revela al mismo tiempo cuanto
debe la excepcional acogida de este libro al hecho de su perfecta
articulación y escenificación programada de actos sexuales liber-
tinos, en los que es difícil saber qué pesa más, si el ánimo testimo-
nial, la mercantilización de la propia vida o el deseo exhibicionis-
ta. En cualquier caso, esta obra autobiográfica, por su evidencia
referencial no carente de teatralidad, ejemplifica a la perfección
esta tendencia literaria a autopresentarse.
En el mundo del arte actual, concretamente en el de la «per-
formance», figuras como On Kawara, Mary Kelly o Christian
Boltansky, por citar a tres bien distintos con obras y procedi-
mientos diferentes, coinciden en inventarse un personaje ficticio
que tiene su propia apariencia o historia. Lo ponen en escena y
lo hacen intervenir como un ser autónomo que ha invadido o se
apropiado del cuerpo y la personalidad del artista. El objetivo de
la performance consiste en mezclar y en confundir los límites de
lo real y lo inventado y consiguen (si es que es lo que buscaban)
que no podamos determinar cuánto de juego, de búsqueda
identitaria, de afirmación o de reivindicación personal hay en
sus presentaciones. Una importante corriente en este derrotero
——————
11
Cfr. Régine Robin, Le Golem de l’écriture. De l’autofiction au Cybersoi,
Montréal, XYZ, 1997, págs. 187-273.
[34]
del arte actual se basa en la disolución o anulación del verdade-
ro yo. O dicho de otro modo, defiende que la tenida por su ver-
dadera personalidad no existe o es tan impostada como la que se
levanta en sus obras. Así estos artistas abandonan su propio ori-
gen y persona para inventarse otros distintos a caballo de lo real
y lo ficticio, a los que sin embargo le prestan su físico personal
para construirse una nueva y cambiante imagen.
Pioneras de esta corriente se pueden considerar la obra y la
figura de Andy Warhol, cuya secuela ha sido larga y cada vez
más osada, como atestiguan los muy difundidos y mediáticos
nombres de Jeff Koons, RASSIM© o Cindy Sherman. En mi
opinión, las obras de estos artistas, como en cierto modo ocurre
también en los novelistas autoficticios, tienen un denominador
común, pues trasmiten la necesidad de tener, adquirir o cons-
truirse un personaje de sí mismo y, al mismo tiempo, expresan
un profundo escepticismo de que pueda existir algo como una
autobiografía auténtica o una personalidad estable y acabada.
La conclusión para la mayoría de ellos es siempre la misma: la
biografía es el resultado de lo vivido tanto como de lo inventa-
do, hechos verdaderos y hechos ficticios se dan inevitable e in-
solublemente entremezclados. Como dicen Barbara Steiner y
Jun Yang: «En este juego interminable de papeles, la posibilidad
de una biografía única y coherente se desvanece»12.
En mi opinión, la obra artística y literaria de la francesa Sop-
hie Calle (París, 1953) es la que, de manera más completa y diver-
tida, comprometida y dialogante con el espectador, representa
mejor la forma de llevar a las artes visuales las posibilidades crea-
tivas y reflexivas de la autoficción. Calle trabaja indistintamente
sobre soportes literarios y plásticos, y con diferentes técnicas que
van de la fotografía al cine, pasando por la instalación y el audio-
visual, mezclando unas y otras. Desde hace más de veinticinco
años, con un exigente sentido de independencia y riesgo, viene de-
sarrollando su obra, de la que el Museo de Arte Moderno de Pa-
rís/Centro Georges Pompidou montó una interesante e ilustrativa
exposición entre los meses de noviembre de 2003 y marzo de
2004, en la que se revisó su obra anterior y se mostró algún tra-
bajo inédito, bajo el título de Sophie Calle, m’a-tu vue?13 Con
——————
12
Barbara Steiner y Jun Yang, Autobiographies, París, Thames & Hudson,
2004, pág. 19.
13
Sophie Calle, m’a-tu vue (catálogo de la exposición), París, Centre Pom-
pidou/Éditions Xavier Barral, 2003.
[35]
motivo de la exposición, Christine Macel, organizadora de la
muestra, señaló: «Sophie Calle es una mezcla de autocontrol ab-
soluto y de dejarse llevar. Se crea obligaciones, se inventa ritua-
les, se fabrica una autoficción».
En ocasiones, Calle protagoniza vidas o historias ajenas, es-
pía o sigue por la calle a desconocidos, los fotografía a escondi-
das o levanta acta de lo que hacen, como expuso, no sin proble-
mas, en Suite vénitienne, en que, sin el consentimiento de la
persona espiada, persiguió desde París a Venecia a un hombre
que desconocía que estaba siendo «investigado» artísticamente
por la artista parisina. En otras experiencias, como en La filatu-
re, uno de sus trabajos más celebrados, fue ella, a través de su
madre, la que contrató a un detective para que la espiase, con-
trolase lo que hacía y sacase conclusiones sobre sus actos, para
después contrastar las dos versiones, la del detective y la suya.
Calle expone siempre a la mirada pública una parte de su perso-
nalidad o de su biografía directamente o indirectamente a través
de amigos y desconocidos, de acuerdo con una poética narrati-
va en la que ella prepara concienzudamente sus «historias rea-
les» y después las deja en libertad para que tomen direcciones
imprevistas, de tal manera que en ese juego de control y descon-
trol siempre sucede algo insólito o surge un acontecimiento
inesperado, revelador de la personalidad de Calle, ejercicio o
performance que puede terminar alumbrando algo de nuestra
propia identidad que desconocíamos.
La obra de Sophie Calle explota con transparencia, sarcas-
mo e ironía su propia vida como argumento artístico o crea si-
tuaciones y actuaciones en las que ella misma se implica perso-
nalmente. Al protagonizar estas simulaciones, adquieren un es-
tatuto indefinido, pues sobrepasan con facilidad las fronteras
entre lo verosímil y lo veraz. Así ocurrió por ejemplo en su pelí-
cula No sex last nigth. En este film, Calle llevó a cabo una expe-
riencia artística y autobiográfica realmente singular, que dio
como resultado una especie de road movie, cuyo formato es el
de una película con dos directores y dos protagonistas que se
observan e inquieren recíprocamente. Por aquel tiempo, la artis-
ta mantenía una relación amorosa con el artista americano Greg
Shepard, relación que atravesaba entonces un momento muy
delicado, sin apenas comunicación entre ellos. Sophie propuso a
su pareja hacer un viaje desde Nueva York hasta la costa oeste
americana, cruzando EE.UU. en coche. Cada uno, provisto de
una cámara de video, filmaba al otro. El relato tiene un ritmo
[36]
diarístico y cada uno de los protagonistas aporta su visión de los
hechos y del otro. Todas las «entradas» del diario filmado se
cierran del mismo modo, pues la voz en off de Sophie Calle re-
pite sobre el fundido de la imagen la frase que da título a la pe-
lícula: «no sex last nigth». El viaje de esta película-diario termi-
na con la boda de los novios en una sala matrimonial de Las Ve-
gas y las imágenes se detienen cuando los novios entran en la
habitación de un hotel de carretera para celebrar su noche de
bodas. Desgraciadamente ni el cine ni el arte hacen milagros y la
pareja se separó poco después.
Detengo aquí mi aproximación a la obra de Sophie Calle en
el comienzo de este libro, pues trato sólo de dar plástica y anti-
cipadamente algunas pistas concretas de lo que el lector debe es-
perar en este ensayo, pero no me resisto a contar el episodio más
«literario» de la obra de esta creadora. Amiga de Paul Auster, el
novelista estadounidense, Calle le pidió a éste que le escribiese
una especie de guión narrativo que ella de manera rigurosa in-
terpretaría durante un año en Nueva York. De acuerdo con el
proyecto, Auster debería supervisar y controlar su cumplimien-
to. Si bien el novelista se negó en redondo, no sabemos bien por
qué, la razón oficial fue que no podía arrostrar la responsabili-
dad de un experimento narrativo real tan arriesgado. No obstan-
te, años después, Auster convirtió a Calle en personaje ficticio
de su novela Leviatán (1992), relato en cuyo umbral se destaca:
«El autor agradece a Sophie Calle que le permitiera mezclar la
realidad con la ficción». En dicha novela es fácil reconocer bajo
el nombre de María Turner a Sophie Calle por sus trabajos artís-
ticos y por su perfil más conocido, pero como advierte el autor
en el agradecimiento a Calle, en el personaje de M. Turner hay
elementos que son de la absoluta invención del novelista. Pues
bien, a partir del personaje novelesco de M. Turner, la perfor-
mance de Calle consistió en interpretar punto por punto los há-
bitos cotidianos con los que el novelista caracterizó a su perso-
naje de ficción. Y que conste que había cosas que tenían su difi-
cultad, como era la estrambótica costumbre de los regímenes
alimenticios cromáticos, pues el personaje de la novela comía de
tal modo que limitaba su nutrición de cada semana a alimentos
de un solo color (rojo, amarillo, rosa o verde) y Calle se las tuvo
que ingeniar en Le régime chromatique para componer menús
de todos esos colores. La clave y la interpretación de esta aven-
tura y de toda la actitud vital y artística de María Turner, es de-
cir, S. Calle, nos la da el propio Paul Auster, discretamente pre-
[37]
sente en la misma novela tras el nombre de Peter Aron, es de-
cir, un nombre que coincide en las iniciales del autor: «Todo
era bastante pueril, supongo, pero María se tomaba estas fan-
tasías muy en serio. No como divagaciones, sino como expe-
riencias, observaciones de la naturaleza cambiante de las per-
sonalidades».
Prácticas artísticas como la de Sophie Calle, y también las
protagonizadas por los artistas arriba citados, indican un marca-
do cambio de paradigma artístico, pues señalan, entre otras co-
sas, el paso de una concepción representativa o mimética de la
figura del autor, muchas veces escondida o disimulada, a otra
basada en la «evidencia» de éste en su obra, a la manera muchas
veces de un actor en un espectáculo o representación teatral de
su propia vida, de su imaginario o de las fantasías, aquéllas que
precisamente la vida real no le podrá nunca colmar. En cual-
quier caso será el espectador o el lector en su caso el que debe-
rá preguntarse y eventualmente responderse dónde empieza la
ficción y cuánto de realidad hay en estas obras. En su contradic-
ción, estas manifestaciones artísticas son un fruto híbrido, quizá
un síntoma más de la crisis de la modernidad o de su derivado
posmoderno, resultado tanto del interés por la autobiografía
como de la desconfianza hacia ésta. Creo que es difícil encontrar
una época equivalente a ésta en la se reconozca y se aliente tan-
to el individualismo como valor social y al mismo tiempo se per-
ciban síntomas de la corrosión de la personalidad individual de
manera tan clara. En este sentido, la importancia y la exaltación
del nombre, de la firma o del logo («tener un nombre» o ser fa-
moso son algunas de las metas más perseguidas en nuestra so-
ciedad del espectáculo) es como veremos en el capítulo IV uno
de sus signos más evidentes: afirmar la individualidad en la eti-
queta y convertirla en una marca.
6. EN LA CULTURA POSMODERNA
[39]
ción constante a un cierto jolgorio y una marcada amnesia his-
tórica bajo la férula de un capitalismo neoliberal y mercantilista.
La visión del mundo que cristalizó en la cultura y en el arte pos-
moderno se caracterizó por un decidido culto al ludismo y a la
felicidad individual y por un desentendimiento de las aristas
más molestas de la realidad, en la que el sujeto, oportunamente
fragmentado, era invitado a desoír las voces más perturbadoras
y desagradables de la historia y a anestesiar con una doble dosis
de ficción la irreductible realidad.
Estas posiciones que reducían la descripción o la crítica de la
realidad solamente a su faceta artística o lúdica (de hecho, en
este contexto, arte y juego quedaba prácticamente igualados o
confundidos) resultaron profundamente conservadoras, pues se
desentendían de las necesarias transformaciones sociales y de
sus respectivas políticas pendientes. Figuras como Foucault, De-
rrida o Baudrillard negaban al individuo la posibilidad, no digo
ya de emanciparse, sino simplemente de luchar, incluso de vivir,
pues en unos casos ejecutaron y en otros certificaron la muerte
del hombre. El relativismo nihilista dejaba sus análisis y sus pro-
puestas filosóficas faltos de la menor puerta o ventana para en-
trever un escenario presente o futuro diferente por el que atisbar
alguna salida que pudiera concebir una posibilidad de trasfor-
mar el mundo, corroborando así la idea de Lyotard que había
decretado el final de los grandes relatos idealistas o materialistas
del siglo XIX, calificándolos de pura ficción15. Lo real resultaba
tan reducido en los diseños ideológicos posmodernos que la ex-
periencia del mundo no era posible o se convertía en un sucedá-
neo a la medida del deseo y de sus necesidades sentimentales. Y
lo que es peor, se entendió esto no sólo como normal sino como
deseable y satisfactorio, tal como concluye una de las voces más
críticas con el posmodernismo: «Nos habíamos acostumbrado a
vivir con la pérdida del valor absoluto, junto con las creencias
en que el progreso era un mito, la razón humana una ilusión y
nuestra existencia una pasión fútil»16.
Uno de los rasgos destacados de este «nuevo orden cultural»
es el de la ficcionalización de la realidad, la suplantación de lo
real o la desrealización a que los medios de comunicación de
masas la someten, reducida como el que dice a un mero reflejo
parpadeante e hipnotizador de una pantalla televisiva o electró-
——————
15
J.-F. Lyotard, Moralidades posmodernas, Madrid, Tecnos, 1996.
16
Terry Eagleton, ob. cit., págs. 77-78.
[40]
nica. Es el nuestro un mundo regido por un «capitalismo de fic-
ción», en el que la vida misma, según esta concepción, resulta
ficcionalizada y en consecuencia liberada de lo que se conside-
raban ortopedias impositivas y de los consiguientes pesos del
deber y la verdad17. Un mundo en el que los objetos, su produc-
ción y su posesión, perdieron vigencia o pasaron a segundo pla-
no, para valorarse como prioritario el bienestar psíquico que
esos bienes producían o la promesa de felicidad que anuncia-
ban. En consecuencia, la realidad resultó desplazada por su ico-
no, por su representación, que guarda de aquélla sólo la aparien-
cia y en la que el individuo no es una agente real sino el actor de
una representación. Lo real, lo contingente, había desaparecido,
la naturaleza había sido destronada por una versión domestica-
da y puerilizada de la realidad, pues lo que de verdad importa-
ba era el bienestar y la diversión. De forma paralela a este fe-
nómeno que representaba un adelgazamiento de la realidad y
la desaparición de sus rasgos más molestos, se desarrolló la
idea o desideratum posmoderno de la invención y seriación de
sí mismo, entendida como la aspiración psicótica del individuo
a autocrearse o reinventarse. Hasta entonces habíamos vivido
convencidos y felices en la idea de que no todo fuera posible ni
todo pudiera poseerse.
Por el contrario, en el actual imaginario social parece impo-
nerse justamente la idea contraria, la de que todo es posible y
todo se debe tener. La posibilidad de inventarse a sí mismo, di-
señando su propio personaje o moldeando el cuerpo a gusto y
medida, copiando o apropiándose de personalidades o físicos de
prestigio, constituye un fenómeno social tan potente e imbrica-
do en los medios de comunicación que viaja a la misma veloci-
dad como viajan los cambios en la moda. La construcción y re-
construcción incesante del yo, identificado fundamentalmente
con el cuerpo, se ha convertido en el máximo imperativo del ca-
pitalismo de ficción. En una sociedad hiperindividualizada, el yo
no conoce límites ni barreras, pues todo debe plegarse o adap-
tarse a la medida de los deseos. De la libertad del yo para desa-
rrollarse frente al grupo, hemos pasado a la tiranía del yo, a la
esclavitud de su ansiada perfección, que parece dar satisfaccio-
nes fugaces y necesitadas de una continua y exigente renova-
ción: un yo nómada siempre a la busca de otro yo nuevo. Obse-
——————
17
Vicente Verdú, El estilo del mundo, Madrid, Taurus, 2004, págs. 268.
[41]
sivamente pendiente de sí mismo, parece que se inspira en una
máxima anticristiana: «me amaré sólo a mí mismo».
La victoria sin paliativos del individualismo y la derrota y ex-
tinción de lo colectivo, fenómeno social al que el sociólogo Gi-
lles Lipovetsky ha denominado «la segunda revolución indivi-
dualista», ha supuesto, como ya indiqué, la desaparición de lo
público de la escena social18. En este contexto, en el que los con-
tornos de las causas colectivas se adelgazan hasta desvanecer-
se por el predominio absoluto del consumo personalizado, el
neo-individualismo ejerce un poder omnímodo, que se mani-
festaría en la disponibilidad de un mundo a la carta y una rea-
lidad artificial. Es, sin embargo, un poder relativo, por no de-
cir engañoso, pues el individuo, que disfruta en teoría de la
máxima libertad de elección, de movimiento y de satisfacción
de sus necesidades, se encuentra cada vez más subordinado a
las supuestas libertades y prerrogativas individuales del capita-
lismo ultraliberal, que necesita cada vez más, para acrecentar
su expansión, de una mayor movilidad y fragilidad sociales,
además de una mayor demanda consumista. Según el sociólo-
go francés, la nuestra es una sociedad individualista y descom-
prometida, en comparación con la de los años 60: una socie-
dad que demanda cada vez más contenidos y productos perso-
nalizados, con una presentación seductora, humorística y
lúdica, en contraposición a las reglas generales, impositivas y
serias, que presidían el periodo precedente. Todo esto configu-
ra una sociedad y un sujeto social de fuerte impronta narcisis-
ta o, mejor, neo-narcisista: es decir, un narciso desapegado,
descreído, distanciado; un sujeto en crisis, escindido, sin énfa-
sis y dubitativo. En este nuevo escenario, el sujeto resulta ine-
vitablemente ficcionalizado, y queda convertido en el actor/es-
pectador de un mundo sin tensiones, cuya única solicitud es la
del placer sin cortaprisas ni ideologías. La disolución de los
preceptos de todo tipo (morales, religiosos, políticos o revolu-
cionarios) trasmite la falsa ilusión de un mundo más acogedor
y más plácido, a cambio de una inevitable pérdida de intensi-
dad. Paralela y contradictoriamente, el capitalismo actual ne-
cesita e impone situaciones de mayor explotación e interini-
dad, que generan en los individuos una creciente inseguridad y
fragilidad social.
——————
18
La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Bar-
celona, Anagrama, 1986.
[42]
El sujeto, que en épocas anteriores afirmaba o ejercitaba su
carácter en el enfrentamiento de los preceptos o barreras, ahora
queda debilitado en sintonía con el fragmentarismo, la disper-
sión y la inestabilidad que los cambios sociales y de todo tipo le
producen. Como ha visto Richard Sennett, la vida actual obliga
al sujeto social a una movilidad continua y a mudar frecuente-
mente de parámetros: cambio de trabajo, residencia, pareja o fa-
milia. Esto que el sociólogo americano define, en el libro del
mismo título, como la «corrosión del carácter», lleva aparejada
una necesidad aún mayor de afirmación compulsiva del yo19. El
sujeto percibe las ventajas de la secularización de la vida, pero
también sufre los peajes que por ello debe pagar en forma de
aislamiento, soledad y falta de referencias a los que se ve some-
tido. La vida, así entendida, resulta una «novela» sin dramatis-
mo ni grandeza, en la que el protagonista se siente solo y perdi-
do. La autoficción podría representar en el plano literario con
cierta propiedad la imagen de esa sala vacía que es el mundo ac-
tual, en el que el yo se mueve lúdicamente a sus anchas sin de-
beres ni dogmas, a gusto en su burbuja. Si fuese cierto, como
afirma R. Sennett, que el teatro del XVII al XIX sirvió de mode-
lo a la sociedad europea de aquellos siglos para interpretar su
mundo o al menos le proporcionó algunas claves para repre-
sentarlos20, quizá los relatos autoficticios nos revelarían, aun-
que fuese en el negativo de su reverso, algunas claves y limita-
ciones del nuestro y nos ayudarían a mejor reconocerlo y com-
prenderlo.
En el caso de España, en donde las ideas modernas son ape-
nas un barniz reciente de muy poco calado, que dejan pronto al
descubierto la muy escasa tradición y menor convicción en lle-
var a todos los órdenes de la vida social lo que la democracia re-
presenta, el efecto de este nuevo modelo social ha sido, creo,
aún más de lamentar que en países en los que la práctica y el
pensamiento democráticos hayan tenido un mayor peso. En nues-
tro país, en el actual contexto socioeconómico y cultural descrito,
la libertad individual se confunde con demasiada facilidad con el
acceso generalizado al consumo y desemboca paradójicamente en
un gregarismo masivo o en un salvajismo anticívico que no cabía
esperarse en una sociedad europea del siglo XXI.
——————
19
Richard Sennett, La corrosión del carácter: las consecuencias personales
del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama, 2000.
20
Les tyrannies de l’intimité, París, Seuil, 1979.
[43]
El «vacío» del sujeto y de la sociedad contemporánea, descri-
to por Lipovetsky, ha desembocado en el «crepúsculo del deber»
y en su práctico eclipse, que el mismo sociólogo vaticina como
una consecuencia directa del modelo social individualista im-
puesto en marcada oposición con el modelo del deber y del com-
promiso de las décadas de los años 50 y 6021. A su juicio, la so-
ciedad posmoralista ha censurado el deber austero y la integri-
dad de las prohibiciones y ha exaltado el triunfo de los derechos
individuales. La ética laica, nacida de la Ilustración, enterró, al
tiempo que la asimiló, la moral religiosa del sacrificio. Sin em-
bargo, la ética del post-deber, mantiene Lipovetsky, ha diluido
cualquier contenido moral, por impositivo o intransigente, y se
pliega a los principios de la autonomía del individuo, que se guía
solamente por la satisfacción del deseo y la consecución de la fe-
licidad22. En este panorama dibujado por el sociólogo francés,
pareciera que la tarea urgente y única del sujeto fuese la «edi-
ficación imprecisa y móvil de sí mismo», por tanto, ninguna
pasión más importante ni ansiosa que la del propio ego. Resul-
ta coherente con este contexto que el escritor autobiográfico
suplante la obligación de enfrentarse a su verdadera imagen o
historia personal y se invente una a su medida. No hay com-
promiso ni deber autobiográfico ni ninguno de sus molestos in-
convenientes, sólo una estrategia creativa que fluctúa entre lo
inventado y lo real, entre lo novelesco y lo autobiográfico, en la
que poder seguir alimentando el ego.
Sin embargo, a pesar de que los análisis del sociólogo fran-
cés nos reiteran la muerte de la moral y la consolidación de una
especie de ética a la carta y, al mismo tiempo, los creadores y
teóricos literarios sentencian que los preceptos genéricos y las
normas generales están obsoletas, de leyes o de principios gene-
rales tendremos que hablar más adelante si no queremos conde-
nar a la insularidad y a la descontextualización el fenómeno de
la autoficción. Es preciso considerar que ésta crea su propio te-
rritorio a instancia de las novelas y autobiografías, las dos gran-
des naciones narrativas literarias, y entre los códigos respectivos
que, para entendernos, las regulan: el pacto novelesco y el pac-
to autobiográfico, es decir, entre la libertad de imaginar y la obli-
——————
21
Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Barcelona, Anagrama, 1994.
22
«La nuestra es una sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación esti-
mulando sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad
intimista y materialista» (G. Lipovetsky, ob. cit., pág. 12).
[44]
gación de ser veraz. Entre ambos se abre un «país» de contornos
imprecisos y de fronteras borrosas e inestables, que se rige por
reglas particulares, en las que a veces pesa más uno de los dos
códigos referidos o crea los suyos, propios y ambiguos.
Desde este punto de vista, me atrevo a considerar la autofic-
ción literaria y plástica como un fenómeno cultural, que conflu-
ye o guarda una evidente sintonía con algunas de las principales
bases del ideario posmodernista, como son la plasmación de un
sujeto neo-narcisista y la concepción de lo real como un simula-
cro. No se trata de una innovación puramente formalista o de una
novedad o moda más (que también), sino que la autoficción con-
forma una determinada imagen, nos guste o no, de nosotros mis-
mos y de nuestro tiempo, consecuencia de la nueva configuración
del sujeto y de su nueva escala de valores. En este contexto, la au-
toficción escenifica de manera literaria o plástica cómo el sujeto
actual redefine su contenido personal y social con un notable su-
plemento de ficción. El resultado es un sujeto en el que se logra
un inestable y extraño equilibrio entre lo real y lo ficticio.
[45]
to cultural de las últimas décadas, caracterizado por la descon-
fianza y el escepticismo fundamentalista en nociones como la
verdad, la objetividad y la unidad del sujeto, y en el que al mis-
mo tiempo se aboga por la jerarquía del juego, del eclecticismo
y de la indefinición como los valores intelectuales supremos, no
es casual, decía, que algunos escritores y críticos hayan encon-
trado en la autoficción una prueba evidente o una demostración
tangible de la imposibilidad de la autobiografía.
Sin embargo, más que de imposibilidad se debería hablar de
dificultad, de falta de decisión para enfrentar el riesgo o de esca-
so valor para hacerlo, pues a pesar de los obstáculos no dejan de
escribirse convincentes autobiografías. Los escritores y críticos,
que juzgan sumarialmente que escribir autobiografías es impo-
sible o que sus frutos, cuando menos, resultan inferiores litera-
riamente a la ficción, siguen en cambio explotando contenidos
personales en sus obras o sugiriendo lecturas e interpretaciones
autobiográficas. Para éstos, el sujeto no deja de ser un espejismo
o una ilusión ficticia, de manera que cualquier intento o deseo
coherente de representar y afirmar su existencia problemática
sería solamente posible en el campo de la ficción.
Por lo tanto, la tan cacareada imposibilidad de la autobio-
grafía es evidentemente una de las razones del desarrollo de la
autoficción. Decretar de manera oportunista y simplificadora
que escribir autobiografías es hacer ficción, porque la verdad
absoluta es inasequible al hombre, es sin duda menos compro-
metido que arrostrar los desafíos de una escritura que aspira a
ser veraz o, cuando menos, es el resultado de una grave confu-
sión. En mi opinión lo que subyace, en un juicio como éste, es
un criterio erróneo, que simplifica más que explica, porque si
todo es susceptible de entenderse como ficción, no hay forma
humana de reconocer o distinguir ésta, al no disponer de un tér-
mino de oposición. De ese modo, y por la misma razón, se po-
dría decretar que todo es autobiografía, pues si es imposible es-
tablecer comparaciones y distinciones, todo es uno y lo mismo.
Porque seamos honrados, ¿qué ocurre cuando la verdad aho-
ga la respiración, cuando la experiencia vivida resulta desde cual-
quier punto de vista insoportable e inhumana y la supervivencia,
una prueba de resistencia? La expresión pública y escrita de la
vida se vuelve una necesidad como lo testimonian todos los que
han pasado por trances extremos. El relato autobiográfico de los
deportados es la más contundente y clarividente prueba de fe en la
palabra y en el compromiso ético con la verdad. Jorge Semprún ha
[46]
hecho de su vida y de su obra un testimonio incontestable de todo
esto, y lo afirma con la mayor claridad y contundencia:
Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de
que tanto se habla no es más que una coartada. O una señal
de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contie-
ne todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más te-
rrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de ador-
midera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo
que no es poco (La escritura o la vida).
[47]
va» y de «narratividad», desarrollados respectivamente por am-
bos, permiten ampliar el concepto de autobiografía, de enrique-
cerlo, sin tergiversar por ello los fundamentos del género26. Ser
«hombres-relatos» tal como Ricoeur lo entiende no quiere decir
que seamos «hombres-mentiras», ni el hecho de que los relatos
de vida tengan estructuras narrativas les libra de mantener una
tensa relación referencial con la realidad externa a la que por
fuerza aluden, como defiende acertadamente Eakin. Es verdad
que rehacemos en la memoria incesantemente nuestro pasado
con las pautas narrativas propias de los relatos, lo recompone-
mos y adecuamos para integrarlo en nuestro proyecto de futuro.
Recolocamos los hechos con criterios de suspense, intriga o efi-
cacia narrativas, pero nos guía el fin de la veracidad o al menos
estamos persuadidos de ello. Seleccionamos recuerdos, ordena-
mos y jerarquizamos los hechos o les damos una cronología, a
veces forzada, según procedimientos similares a los de la nove-
la. Sin embargo, todas estas operaciones memorialísticas y na-
rrativas, consustanciales al relato autobiográfico, no presupo-
nen invención o ficción. Si una autobiografía está bien escrita, si
cuida el lenguaje, si levanta incluso el vuelo lírico, tampoco su-
pone que haga ficción, a no ser que por ese procedimiento aspi-
re a camuflar la verdad o escamotearla. La ficción o la invención
literaria es una operación consciente y deliberada, que necesita
de la voluntad de su autor, aunque éste no controle al cien por
cien lo que su ficción dice.
[48]
ticos junto a otros inventados, la unión de hechos comprobables
con otros incomprobables, el encuentro de personas verdaderas
con personajes ficticios, estimulan el conocimiento, la intuición
o la sospecha del lector sobre la veracidad o no de éstos.
La autoficción permite escenificar en el mismo texto la ten-
sión entre ambas estrategias narrativas, sin cuyas diferentes pro-
puestas no tendría ningún sentido jugar con las expectativas de
los lectores: los juegos acerca de la individualidad y del nombre
propio, la simulación o la autenticidad de los datos, son, como
veremos en los capítulos siguientes, los espacios creativos propi-
cios a las autoficciones. Sus límites se sitúan justo en el punto en
que por la falta de informaciones extratextuales, por desinterés
de los lectores en la investigación biográfica o por el poder om-
nímodo de lo ficticio, la autoficción pierde esa tensión, decan-
tándose hacia lo puramente inventado.
Hay, pues, aquí un campo para los relatos que, bien por su
constitución mixta, es decir, autobiográfica y novelesca, bien
por sus dispositivos narrativos, hacen de las posibles dudas e in-
decisiones interpretativas un argumento central. Las lagunas o
agujeros negros de la vida, la penumbra de los secretos familia-
res o íntimos, los claroscuros de la experiencia, en donde lo vi-
vido se mezcla y confunde con lo imaginado, con lo soñado, con
los mitos personales o con los mitos literarios, el universo capri-
choso y frágil de la memoria, también lo olvidado, lo que no lle-
gó a ocurrir pero pudo haber ocurrido, son algunos de los con-
tenidos que, por estar en los intersticios de lo biográfico y de lo
ficticio, se perfilan como los más específicos de la autoficción.
Es difícil precisar cuáles han sido las aportaciones de la au-
toficción a la narrativa, pues presenta bastantes indeterminacio-
nes y dudas que intentaré despejar en las páginas que siguen.
Por ejemplo, ¿responde la autoficción a un deseo de introspec-
ción crítica o de narcisismo de sus autores, o de ambas cosas a
la vez? En cualquier caso, como veremos, las autoficciones se
encuentran en las antípodas de las novelas, en las que el referen-
te extratextual y la presencia del autor se diluyen o borran en la
literalidad del texto narrativo. De la misma manera, tampoco se
someten a las obligaciones de veracidad y los desafíos sociales
que comportan las autobiografías. ¿Acaso este fenómeno de la
autoficción podría estar señalando (subrayo el condicional) un
cambio o desplazamiento en la intención autobiográfica actual,
que, como ya he señalado, es fundamentalmente contradictoria?
Para muestra un botón, si la autobiografía es imposible, ¿por
[49]
qué muchos de estos escépticos no dejan de reclamar para sus
relatos de ficción un valor autobiográfico? De manera ineludi-
ble la autoficción aparece en el campo del debate sobre el carác-
ter ficticio o factual de la autobiografía, y de verdad que no sa-
bría decir en este momento si viene a complicarlo o aporta algu-
na solución.
Como acabo de señalar, entre algunos autobiógrafos y críti-
cos existe la convicción de que cualquier relato por el hecho de
serlo es necesariamente ficticio. Esta creencia propala la idea
simplificadora y errónea según la cual recordar es igual que in-
ventar y contar la vida propia es necesariamente escribir una no-
vela. Del mismo modo, o con parecidos argumentos, se ha di-
vulgado también que el discurso histórico se rige por las mismas
leyes y principios narrativos que un relato ficticio, según la vul-
garización muy difundida de la teoría de Hayden White. Más
que desacreditar o minar el campo autobiográfico buscan quizá
una posición segura en la ficción desde donde defender o justi-
ficar su falta de convicción, valor o fuerza para hacer frente al
reto que siempre supone contar la vida de uno mismo sin distan-
ciamientos novelescos. A esta creencia (mejor, falta de fe), que
respetuosamente no comparto, el concepto de autoficción viene
a añadir algunas sombras más y espero que alguna luz. Desde el
campo de la autobiografía no se puede negar que estos relatos
suponen un acicate y un estímulo para la búsqueda de otras po-
sibilidades y caminos memorialísticos hasta ahora no transita-
dos, pero igualmente es justo reconocer que despiertan dudas y
suspicacias justificadas, dada la tendencia al disimulo y la pro-
verbial tibieza de los autobiógrafos españoles.
Es evidente que la autoficción se encuentra ligada a la quie-
bra del poder representativo de las poéticas realistas, teorizada
por la crítica literaria estructuralista, pues aunque tiene una apa-
riencia realista convencional, en el fondo cuestiona y subvierte
de manera sutil, pero efectiva, los principios miméticos. De he-
cho si hubiera que adscribir la autoficción a alguna estética pre-
cisa sería a la hiperrealista en la medida que este tipo de relatos
proceden con la misma estética del hiperrealismo plástico: exal-
ta una apariencia extrema de lo real hasta prácticamente des-
realizarlo. La autoficción, como las artes inspiradas en esta esté-
tica, nos confunde con su engañosa transparencia, pues el realismo
de esta corriente plástica instituye una práctica que subvierte los
pilares del realismo. Como ya dije antes, la autoficción efectúa
un salto cualitativo, que supone pasar de la estética mimética de
[50]
la representación a la estética de la presentación. Si la autobio-
grafía aspira a representar la vida del autor (a su manera la no-
vela autobiográfica, como veremos, también lo hace, aunque
bajo la máscara o el disfraz), la autoficción se propone la inven-
ción de un personaje diferente a la persona.
Las autoficciones dan cuenta de la ruptura del contrato mi-
mético en el terreno más comprometido, el de la supuesta trans-
parencia referencial y en el de la evidencia autobiográfica, pues,
al irrumpir «lo real» en el terreno de la invención (y viceversa) y
el autor-sujeto de la escritura en el campo de la literalidad, los
esquemas receptivos y contractuales de la lectura novelesca o
autobiográfica resultan subvertidos. En consecuencia, la inesta-
bilidad referencial y enunciativa de la autoficción provoca una
lectura oscilante entre el polo ficticio, que se reclama sobre todo
de la inventio, y el autobiográfico, que no se satisface con la
consideración meramente textual y sin referente externo. En
realidad, la autoficción propone una gradación entre posiciones
extremas, entre una lectura literal, basada en el principio de la
verosimilitud, y otra referencial de acuerdo con las claves de la
veracidad y la correspondencia extratextual. En este quicio tan
lábil entre lo verdadero y lo inventado, entre lo veraz y lo vero-
símil, nos vamos a tener que mover, con las dificultades y ries-
gos que esto implica. Como se verá en el desarrollo de las pági-
nas que siguen, ya no nos encontramos en el terreno seguro de
la autobiografía declarada o de la novela abiertamente ficticia,
ni siquiera en el terreno de lo encubierto o escondido de las no-
velas autobiográficas. Aunque las autoficciones deben mucho al
modelo de ambas, ni su estatuto, ni su forma ni su función son
ya las de éstas. Se produjo aquí un cambio cualitativo importan-
te, pero, para poder percibir la trasgresión o posible novedad de
las autoficciones, no se me ocurre que se pueda prescindir de te-
ner presente la referencia de ambas.
[53]
lector comprenderá que este libro, en razón del tema elegido,
sea ambicioso y que aspire a lograr esos propósitos, pero igual-
mente deberá ser comprensivo, pues la explicación del fenóme-
no es, por escurridiza, trabajosa, empezando por el propio neo-
logismo, que fue creado por el profesor y novelista francés Ser-
ge Doubrovsky en 1977. En aquel momento inicial, el término
parecía llamado a desaparecer como cualquier otra moda pasa-
jera, pero se ha quedado entre nosotros (hace años que cumplió
la mayoría de edad) y su uso e importancia han ido en aumento,
como prueba el interés que despierta actualmente todo lo refe-
rente a este tema. El neologismo (que quizá tiene algo de antipá-
tico, como la mayoría de ellos, pero al que nadie le podrá negar
su acierto expresivo) se ha incorporado a los estudios autobio-
gráficos en virtud de su acertada fórmula y en calidad de clasifi-
cador de textos considerados «inclasificables», que, por esa ra-
zón, eran muchas veces desconsideradamente «enterrados» en
la fosa común de las novelas autobiográficas o de las pseudo-au-
tobiografías. Por tanto, la autoficción (el neologismo y su con-
cepto) ha venido a recordar que entre el pacto autobiográfico y
el pacto novelesco existe un amplio repertorio de relatos que no
son ni lo uno ni lo otro. En fin, que en esa zona intermedia exis-
te todo un campo narrativo, formado por las novelas del yo o en
primera persona, tan próximas como diferentes. Un campo pró-
ximo o parecido en la forma al propiamente autobiográfico,
pero con principios contrarios a aquél, pues proceden de mane-
ra bien opuesta. Por tanto el acierto no fue sólo de Doubrovsky,
sino de los críticos posteriores que atisbaron las posibilidades
descriptivas y explicativas del nuevo término, que permite recu-
perar y estudiar en su especificidad textos cuya propuesta de lec-
tura no es plenamente novelesca pero tampoco autobiográfica.
Pero además de la innegable utilidad de los neologismos, y
en particular de éste que nos ocupa, el riesgo que suele acarrear
su introducción es su uso indiscriminado e impreciso, su vulga-
rización amplia hasta hacerlo inútil o dejarlo inservible. En el
caso de la autoficción el peor servicio que se le puede rendir es
declarar que, dada la dificultad, no hay manera humana de es-
clarecerlo ni de ponerlo en orden. De este modo, la autoficción
serviría para identificar cualquier manifestación de novela auto-
biográfica e incluso de autobiografía, que presentase algún ras-
go novedoso, y en consecuencia confundiría más que orientaría.
Partiendo de las diferentes definiciones e interpretaciones sobre
la autoficción, en las páginas que siguen propondré la mía, pues
[54]
es inevitable arriesgar una para catalogar, analizar y valorar es-
tos relatos. El posterior desarrollo del trabajo y el carácter o pe-
culiaridad de los textos podrían sobrepasarla y demostrar que la
formulación inicial era insuficiente, pues al situarse en el límite
entre la autobiografía y la novela, la autoficción pone en entre-
dicho, al menos en teoría, la separación de los géneros al tiem-
po que muestra paradójicamente la tensión y oposición entre
ellos.
Este libro no es un tratado teórico, ni lo es ni lo pretende,
aunque tampoco puede ni quiere prescindir de la teoría. Del
mismo modo que, sin ser un estudio histórico sensu lato, tam-
poco prescinde de la historia literaria ni general. La teoría resul-
ta necesaria para avanzar en el conocimiento de la realidad y
para extraer de ella conclusiones de carácter amplio, pero no es
la realidad. Para caminar, valga un símil tan pedestre, necesita-
mos dos pies y, si es posible, dos buenas botas, sin esto no po-
dríamos dar ni dos pasos con solvencia, pero ni los pies ni las
botas se pueden confundir ni identificar con el movimiento ni
con el camino. Por eso, asumo unos principios teóricos, los hago
míos y, salvo excepciones o extrema necesidad, no cuestiono los
contrarios, antes bien no los tengo en cuenta. Sencilla y llana-
mente me valgo de los que me ayudan a recorrer el camino y a
terminarlo de la manera más satisfactoria. Ni que decir tiene
que las premisas teóricas nos ayudan a abordar ciertos proble-
mas, pero, en mi caso, éstos me los han planteado los textos, es
decir, los relatos concretos que aquí me interesan. Quiero decir
que en el punto de partida de mi estudio estuvieron siempre los
textos, en ellos pude comprobar esa tendencia a construir un
personaje de ficción del que el autor es su referente evidente,
transparente incluso, una transparencia, la verdad sea dicha,
muchas veces engañosa.
Si tuviera que definir este trabajo, diría que se trata de un
ensayo de poética narrativa aplicada a un conjunto de relatos,
nunca un relicario de problemas teóricos. Este ensayo se hace
una serie de preguntas y trata de contestarlas, consciente de que
en cada respuesta se abren nuevas interrogantes, que enumero a
manera de muestra: ¿Por qué un autor se construye un persona-
je de sí mismo a la medida de sus deseos o necesidades? ¿Por
qué disfraza o camufla sus experiencias sin dejar de señalarlas
bajo el amparo de la novela? ¿Para qué? ¿Es un problema de
pudor personal o de presión social lo que le lleva a convertir en
secretos cifrados su vida? ¿O es una razón estética? Y desde el
[55]
punto de vista del lector, ¿qué interés o motivación despierta
este tipo de relatos? ¿Qué placer o enseñanza le aporta? Cues-
tiones como éstas y otras más precisas que plantean estos rela-
tos me obligan a poner pie en tierra, a aterrizar, evitando los
problemas de ingravidez que producen (a mí al menos) los pro-
longados vuelos teóricos.
Decía Miguel de Unamuno que «los libros mejores no son
sino prólogos. Prólogos de un libro que no se ha de escribir ja-
más, afortunadamente». Si yo entiendo correctamente la para-
doja de Unamuno, existe una resistencia casi invencible al tratar
ciertos temas que son especialmente complicados y difíciles de
abordar, por lo que nada definitivo se podrá decir sobre ellos. Su
excelencia la señala el objeto y el objetivo, no el resultado. En
cuyo caso, la sugerencia del bilbaíno es abstenerse de escribir-
los. Al escribir este libro que ahora te presento, paciente lector,
nunca he perdido de vista el consejo de Unamuno, a pesar de
dar justamente la impresión contraria. Y es que el tema es cier-
tamente difícil y mi libro no pasará de ser un mero prólogo de
otros libros por venir que aportarán quizá más luz que éste. Sé
que es un libro perfectible, pero necesitaba escribirlo y publi-
carlo por dos razones. La primera, porque todas las obsesio-
nes, y este libro tiene mucho de eso, mejoran su patología al
verbalizarlas y también porque, al exponerlas públicamente, se
liberan.
Al principio me había llamado la atención, con una suerte de
reclamo contradictorio, la abundancia de novelas que bien por
el autor, el editor o los lectores admitían o merecían el calificati-
vo de autobiográficas, pues, durante la lectura de éstas, pugna-
ban en mi fuero interno la deontología de lector autobiográfico
con la simpatía y tentadora atracción de dejarse llevar por el jue-
go carnavalesco de las máscaras y por el placer de descubrirlas.
Hace ya algunos años, quizá demasiados, desde que comencé a
interesarme por este tema, me he dejado imantar e intrigar por
estos relatos en los que el autor hace ficción consigo mismo y
con su propia vida. Pero en esta búsqueda, como en todas las fa-
cetas y actividades humanas, pasado un tiempo, todo conduce a
hacer balance. No para poner punto final y sentar cátedra, sino
para hacer un alto en el camino y contemplar el itinerario reco-
rrido y retener o evaluar lo más importante. Insisto, no para
concluir y cerrar el tema, pues este libro, como decía más arri-
ba, no es un tratado, aunque en algunas partes he debido deslin-
dar, describir, definir conceptos y categorías para poder avanzar
[56]
o para mejor entender los textos estudiados. Ni pretendo ni pue-
do agotar un tema tan escurridizo como el presente, pues aun-
que el fenómeno que estudio tiene una existencia incontesta-
ble, soy consciente de que ni acepta una sola perspectiva ni si-
quiera una única descripción, aunque aquí intente clarificarlo.
Es posible que me equivoque al dar acepciones y versiones del
fenómeno casi contradictorias, pero creo que no es posible re-
solver la cuestión con una sola respuesta, pues a cada respues-
ta le brotan otras preguntas que nos obligan a buscar su esen-
cia fugitiva.
Posiblemente, el principal obstáculo para la aceptación de este
trabajo provenga de que la mayoría de los textos autoficticios sub-
vierten de una manera sutil, pero eficaz, algunas de las ideas lite-
rarias comúnmente aceptadas. Existe, por ejemplo, un acuerdo
casi unánime en torno a la idea de que una parte importante de la
novela del siglo XX, pero también la creación literaria y artística,
hunde sus raíces en lo biográfico, en lo vivido o en lo imaginado o
soñado por el autor, y que éste tiende normalmente a negarlo, di-
simularlo, camuflarlo o recrearlo de manera artística. Sin embar-
go, la capacidad de la novela para incorporar cualquier material
autobiográfico y su disposición para subvertir todas las reglas esta-
ban limitadas por un precepto, una frontera que no le era posible
traspasar o anular: la línea que separa, y en cierto modo protege,
al autor de ser identificado con su narrador o con sus personajes.
El conocido principio de distancia y des-identificación del narra-
dor de una novela y su correspondiente autor. Pues bien, la auto-
ficción opera con otra lógica, con otros mecanismos, y utiliza de
manera evidente, consciente y explícita, a veces también trampo-
sa, la experiencia autobiográfica y el deseo de llevar hasta sus últi-
mas consecuencias la tendencia subversiva de la novela.
Del mismo modo que la autoficción subvierte los principios
novelescos, y por tanto puede despertar suspicacias en el lector
de novelas, más aún puede provocarlas en el lector de autobio-
grafías, pues las bases del género autobiográfico resultan más
dañadas que las de la novela. Ante la autoficción es posible que
el lector de autobiografías no admita de buen grado, incluso po-
dría experimentar un malestar cierto: la incomodidad de mover-
se de forma alternativa entre lo inventado y lo real, entre lo ve-
rosímil y lo veraz. El lector aspira a saber dónde termina/empie-
za la ficción y dónde se encuentra la verdad, aunque este deseo
sea un camino antes que una meta, una insaciable aspiración hu-
mana de iluminar los enigmas que dan sentido a la vida.
[57]
Para terminar vaya otra postrera declaración de intenciones.
He intentado ser riguroso y fluido. Quizá no lo he conseguido,
pero he intentado escribir con un lenguaje accesible al lector no
necesariamente experto. Que el lector juzgue.
[58]
CAPÍTULO II
——————
29
Charles A. Sainte-Beuve, Œuvres (ed. de Maxime Leroy), París, Galli-
mard, 1959.
30
«Un libro es el producto de otro yo distinto al que expresamos a través
de nuestras costumbres, en sociedad, en nuestros vicios» (Marcel Proust, Con-
tra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, Barcelona, Tusquets, 2005).
[60]
No tiene mucho sentido, ni creo que sea posible en la actua-
lidad, después del notable desarrollo de la autobiografía y de la
biografía en las literaturas occidentales de las últimas décadas,
también de los estudios biográficos, incurrir en los mismos ex-
cesos de los estudios biográficos decimonónicos, que reducían
el estudio de la obra literaria a un cotejo de la vida del autor.
Tampoco sería admisible, después de la desmesurada y agotado-
ra inflación de estudios inmanentistas sobre el texto literario du-
rante la segunda mitad del siglo XX, la defensa de la autonomía
y del impersonalismo de la obra literaria, como un ente indepen-
diente que forma parte sólo de la serie literaria, según la cual re-
sultaría impropio poner de relieve cualquier contenido extralite-
rario, tal como la crítica textual sostenía. En fin, pienso que la
cada vez más evidente y creciente presencia del autor en la obra
literaria y la paralela importancia de la figura del lector, como un
elemento de referencia en la obra y de su poder modulador, im-
piden ambos excesos. En la literatura lo real no va por un lado
y lo ficticio por otro, lo podemos separar artificialmente, pero
esa supuesta oposición se supera en el texto, del que resulta un
objeto que enriquece y modifica a partes iguales lo real y lo ima-
ginario. La obra es el intento de unir esas dos esferas o de col-
mar el vacío entre ellas. Tengo la certeza de que la obra mantie-
ne con su autor una relación intrincada y compleja, nunca direc-
ta o mimética, pero, parafraseando a Juan José Millás, que a su
vez parafrasea a San Agustín, diría de esta relación entre el au-
tor y su obra lo que éste afirmaba del tiempo: «Si me preguntas
qué es, no lo sé, pero si no me lo preguntas lo sé»31.
En resumidas cuentas, a pesar de la dificultad de apresar una
relación tan lábil como la del autor y su obra, no podemos sos-
layarla, si queremos comprender la especificidad de los relatos
que nos ocupan y evitar el riesgo de convertirlos en entes abs-
tractos sin encarnadura humana. En una buena proporción, es-
tas novelas mantienen una relación ambigua con respecto a lo
real y a lo vivido, pero los autores, al proponer el estatuto de fic-
ción para ellas, les confieren a éstas un carácter textual, y así lo
reconozco también, pues mi punto de partida es siempre el tex-
to narrativo y no la biografía. Sin embargo, lo que aquí postulo
es que precisamente por el incierto estatuto de los relatos estu-
diados y por la presencia del autor en ellos, no es posible com-
——————
31
«Ladrones del yo», Cuerpo y prótesis, págs. 73-74.
[61]
prenderlos en su especificidad sin considerar las relaciones
extratextuales del relato ni tener en cuenta su lado biográfico,
pues estos relatos acaban por dibujar una determinada figura
del autor, y esa figura remite al individuo que reconocemos en
el escritor. En fin, por el espacio inestable, entre autobiográfi-
co y novelesco, en que se mueven estos textos, no cabe liqui-
dar la cuestión otorgándole a uno o a otro elemento del bino-
mio la primacía, es preciso moverse en un ir y venir constante
entre esos dos polos: entre la literatura y la vida, entre el narra-
dor y el autor. No se puede excluir, sino con grave reduccionis-
mo crítico, ninguno de los dos términos. Por el contrario, el
lector de estas novelas está requerido y obligado a moverse si-
multáneamente en dos planos y en dos direcciones, a priori con-
trarias y diferentes.
En principio, la forma, la estructura o el contenido del texto
le compele a un movimiento de identificación del narrador o del
personaje con el autor en un intento de comprender la relación
de la escritura con su vida. El conocimiento de los hechos bio-
gráficos del autor permite apreciar las coincidencias y divergen-
cias, las lagunas del relato, las fantasías e imaginarios que aquél
deposita en su personaje. Posteriormente, el lector debe com-
prender que los elementos biográficos y las alusiones directas o
indirectas al mundo del autor se han convertido en signos litera-
rios al insertarse en un relato de ficción, sin perder totalmente
su referencialidad o factualidad externas. A partir de ahí la ex-
plicación biográfica, por sí sola, es ya insuficiente.
Considerar la instancia biográfica aisladamente, fuera de la
novela en que se enuncia, podría dar lugar a engaños o errores,
pues la vida y la personalidad del autor al trasvasarse a un per-
sonaje novelesco se convierten por fuerza en un haz polisémico
y contradictorio, siempre que aquél haya acertado a levantar
con sus propios materiales vitales, necesariamente dispersos e
informes, un ser autónomo, que ya no será exactamente el de
carne y hueso, sin dejar de señalar su origen o matriz. En este se-
gundo momento, ya no se trata tanto de descubrir dónde se es-
conde el autor, por qué omite algo o cómo lo trasforma. Aquí la
ficción viene en ayuda del novelista autobiográfico y le concede
una libertad que no le concedería nunca la autobiografía. Los di-
lemas (contar o silenciar; mostrar o esconder; confesar o mentir,
etc.), que obligan y comprometen al autobiógrafo, parecen per-
der vigencia en el campo de las novelas del yo, pero finalmente
se manifiestan o afloran en forma de incertidumbre, incógnita o
[62]
misterio, y terminan por señalar con elocuencia que uno, al ocul-
tarse, se hace visible y, al disfrazarse, se revela. Es verdad que en
clave metafórica o novelística.
No es por tanto mi único objetivo buscar al hombre en el
texto ni menos aún juzgarlo, aunque estas novelas estén ligadas
inexorablemente a una vida y a una persona. Es cierto que el
concepto tradicional de realidad, según se dijo antes, se desmo-
rona a ojos vista en nuestro tiempo, pues los límites entre lo na-
tural y lo artificial en buena parte se han abolido o confundido,
desde el momento en que lo virtual juega con lo real al escondi-
te y nos engaña, de tal modo que hasta la identidad personal y
social se vuelve cada vez más fluctuante. Pero por muy evidente
que sea eso, y por muy fragmentario, incierto y difuso que se
haya hecho el concepto de individuo, todos identificamos en el
autor a un hombre y le otorgamos carta de naturaleza a esa re-
lación, aunque sólo sea para seguir entendiendo a lo que nos re-
ferimos y para no volvernos completamente locos.
No obstante no pretendo resolver la difícil ecuación entre
el autor y la obra, y menos de manera simple y directa. Aquí
nunca se argumenta que de tal árbol tal fruto ni de tal palo tal
astilla, si acaso, sugiero que por sus obras los reconoceréis, y
ello siempre que se entienda que la obra literaria no puede ser
un espejo fiel, sino un complejo juego de espejos que se refle-
jan unos en otros, sometidos a las más extrañas deformacio-
nes. Sin embargo, tampoco quisiera incurrir en solipsismos li-
terarios de los que niegan la consistencia del mundo real y lo
reducen todo a una mera representación subjetiva de éste. La
obra literaria es un libérrimo correlato de la vida que la alum-
bra y estas novelas son la formulación de dicha experiencia en
palabras.
Por muy libre que haya sido la opción ficcionalizadora de es-
tos novelistas a la hora de volcar al lenguaje literario lo vivido,
no podemos sostener que es el lenguaje o el relato el que ha
dado forma o constituido la vida del autor. Ésta es siempre pre-
via a la forma literaria, pues la obra en cualquier caso se alimen-
ta de la vida, aunque el trabajo literario la imposte, metaforice o
transforme. Dicho de otro modo, la vida no depende de la obra,
aunque por temperamento o deformación profesional el escritor
de ficciones autobiográficas propenda a ver la vida y lo real sub
especie literaria, bajo un prisma y unas coordenadas artísticas,
pero esto no supone que la trayectoria de la propia vida se su-
bordine a la obra, a no ser que se padezca una perturbación de-
[63]
lirante, que impida distinguir realidad y ficción. Por muy ficti-
cios que sean estos relatos y por intrincados que sean los labe-
rintos y pasadizos que, como en unos vasos comunicantes,
unen las relaciones vida y obra, en todos ellos subyace la ten-
tativa a explicarse a sí mismo la propia vida bajo la forma de
una novela.
Estas novelas se prestan a ser cotejadas con la autobiogra-
fía de los autores, cuando la tienen, con la biografía, cuando se
conoce, o con la cadena de imágenes y símbolos que se van fra-
guando de manera reiterativa entre las sucesivas obras de un
autor. Finalmente, ese juego de reflejos cruzados, muchas ve-
ces contradictorios, no nos da una sola ni definitiva imagen,
sino un haz de diferentes caras en expansión, en el que pode-
mos vislumbrar el yo o yos del autor, que sugiere o transpa-
renta algunos aspectos de su constitución íntima en los claros-
curos del texto.
Desde nuestra perspectiva de lectores, se trata de compren-
der sobre todo de qué manera leemos o entendemos la propues-
ta que los autores nos hacen cuando se acogen a formas narrati-
vas mixtas o indefinidas, que gustan de bascular entre lo ficticio
y lo real, y también de describir cómo distinguimos las diferen-
tes formas novelísticas del yo y sus respectivos protocolos. Para
leer correctamente estas novelas, es evidente que no podemos
pasar por alto, y en la práctica los escritores nunca lo hacen, las
relaciones entre vida y literatura, sus sibilinos y oblicuos pasillos
y sus abiertas o escondidas correspondencias.
CUADRO 1
1. A = N = P 1. A = N = P / A ≠ N – A ≠ P 1. A ≠ N – A ≠ P
(Identidad) (No identidad)
[65]
1.1. El pacto autobiográfico
——————
32
Philippe Lejeune expuso su teoría del «pacto autobiográfico» por vez pri-
mera en un artículo homónimo (Poétique, 1973), que posteriormente incluyó
en su libro Le pacte autobiographique (1975). En trabajos consiguientes fue
matizando los principios expuestos en el primero, luego recogiéndolos en sus li-
bros, sobre todo, en Je est un autre (1980), Moi aussi (1986) Pour l’autobio-
graphie (1998) y Signes de vie (2005).
33
Gérard Genette, Seuils, París, Seuil, 1987.
34
«Dans mes cours, je commence toujours par expliquer qu’une autobio-
graphie, ce n’est quand quelqu’un dit la vérité sur sa vie, mais quand il dit qu’il
la dit» (Philippe Lejeune, Pour l’autobiographie, París, Seuil, 1998, pág. 234).
[66]
prometer que va a contarla, declarando su compromiso al lector
y pidiéndole su confianza, pues al anunciarle y prometerle que
va a contar la verdad de su vida, tácitamente solicita al receptor
que le crea y que confíe en la veracidad del texto.
A la teoría de Lejeune se le han hecho a veces oportunas
objecciones y matizaciones, pero no se le podrá negar la vir-
tud de haber fijado unas pautas precisas de lectura y escritura
que consiguieron sacar del confusionismo las erróneas ideas
por las que se igualaban novela y autobiografía, pues no solía
distinguirse el autobiografismo difuso o intencional del verda-
dero compromiso autobiográfico, de tal modo que nunca se
clarificaba cuándo el lector estaba legitimado para tomar un
indicio textual como signo autobiográfico y cuándo como
confesión del autor.
A mi juicio, el clarificador régimen contractual del pacto au-
tobiográfico tuvo la virtud de acabar de una vez por todas con
confusas teorías, como la difundida por Northop Frye, según la
cual la autobiografía no era sino una forma de ficción35. La idea
tuvo tanta fortuna como errores provocó en los lectores. Algu-
nos, bien intencionados, y otros, perdidamente oblicuos y equi-
vocados, difundieron un delirante escepticismo, pues desde la
vaguedad de una afirmación como aquella saltaron, alegremen-
te y sin red, al vacío conceptual. A renglón seguido, otros más
osados se atrevieron a decretar la imposibilidad de la autobio-
grafía, puesto que no existía ni podía haber sujeto estable, ni in-
trospección verdadera, ni yo unificado, pues ni la memoria re-
sultaba fiable ni el lenguaje era otra cosa que un sendero lleno
de trampas...
En comparación con propuestas tan nihilistas y escépticas
como pretenciosamente crípticas, el pacto autobiográfico es
mucho más humilde y preciso, pues responde a un doble princi-
pio o desideratum del autor: el principio de identidad y el prin-
cipio de veracidad. El primero es el compromiso o el esfuerzo
del autor para convencer al lector de que quien dice «yo» en un
texto explícitamente autobiográfico es la misma persona que fir-
ma en la portada y, por lo tanto, se responsabiliza de lo que ese
«yo» dice. El llamado «principio de identidad» consagra o esta-
blece que autor, narrador y protagonista son la misma persona,
puesto que comparten y responden al mismo nombre propio,
——————
35
Anatomía de la crítica. Cuatro ensayos, Caracas, Monte Ávila, 1977,
págs. 406-407.
[67]
que cobra el valor de signo textual y paratextual y de clave de
lectura36. Aunque controvertido por considerarse una concep-
ción de la identidad de carácter administrativo o formal, el re-
curso a la onomástica se convierte en una pieza indispensable a
la hora de dictaminar las diferencias de la autobiografía y la no-
vela.
En primer lugar, el nombre propio resulta ser la única mane-
ra de resolver la fantasmagoría del yo, en tanto que conector dis-
cursivo sin significado propio. Nos permite salir de la nebulosa
abstracta de su exclusiva significación gramatical y darle un re-
ferente preciso, que supere el carácter de conmutador verbal
que Emile Benveniste atribuyó a los pronombres personales. En
segundo lugar, el nombre no es una simple etiqueta, sino que
está íntimamente ligado a la construcción de nuestra propia per-
sonalidad, individual, familiar y social. La importancia de la
identidad nominal no es en la autobiografía, ni tampoco en la
vida cotidiana, una mera cuestión de registro civil, sino que es
un tema de profundo calado, pues no existimos socialmente has-
ta que no detentamos una identidad administrativa y, por consi-
guiente, un nombre. Nuestra identidad se constituye en torno a
un nombre y el afán de muchos hombres de hacer famoso el
suyo, además de dotar de estructura argumental sus vidas, se
convierte en el signo del ascenso y el logro sociales.
En el capítulo IV tendremos ocasión de considerar con ma-
yor detenimiento el valor funcional que la onomástica del autor
tiene en el estatuto narrativo y en la pragmática lectora de la au-
toficción y su estrecha relación con el pacto autobiográfico.
Conviene ahora, no obstante, resaltar que, además de sus impli-
caciones literarias y de su importancia en las estrategias narrati-
vas, el nombre propio es el soporte de nuestra individuación so-
cial, es decir, el conjunto de atributos civiles que le confiere es-
tatuto jurídico a la persona. En un mundo en mutación
constante, donde las referencias estables no existen o se volati-
zan, el nombre propio es hasta cierto punto la única referencia
fija y constante en la vida del individuo. Como dice Pierre Bour-
dieu, la nominación instituye «una identidad social constante y
duradera que garantiza la identidad del individuo biológico en
todos los campos posibles en los que interviene, es decir, en to-
das sus historias de vida posibles»37. El nombre nos asegura
——————
36
Ph. Lejeune, Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975, págs. 19-35.
37
Razones prácticas, Barcelona, Anagrama, 1997, pág. 78.
[68]
frente a los demás, nos confirma en nuestros derechos y nos de-
fiende de los impostores o usurpadores de todo tipo. Pero, al
mismo tiempo, nos impone determinadas obligaciones: unifica
nuestras actuaciones y nos hace responsables de ellas. Nos obli-
ga arbitrariamente a un estatus y a una clasificación social, nos
hace más frágiles frente a las instituciones. En fin, la nomina-
ción se convierte en un elemento fundamental al servicio del
control social, en la medida que es el identificador por antono-
masia. Es posiblemente el signo, vacío de significado, que más
nos marca y compromete.
La otra promesa o compromiso del autor con el lector alude
a la referencialidad externa que el texto enuncia, es decir, su ve-
racidad. Lo que se cuenta en el texto se hace como un expedien-
te de realidad, de algo acaecido y comprobable a veces por el
lector, que espera o exige el máximo de correspondencia entre el
texto y la realidad nombrada por éste. El autor puede equivocar-
se o confundirse, pero lo cuenta convencido o persuadido de su
veracidad, además, como dije antes, de anunciarlo y prometerlo
al lector. A este principio lo denomina Lejeune «pacto de refe-
rencialidad»38. Sin embargo, frente a lo que suele ser un lugar
común o tópico comúnmente aceptado, la referencialidad del
género no está amenazada por lo que el lector teme muchas ve-
ces, es decir, que el autor no cumpla efectivamente el compro-
miso de veracidad, ya por error involuntario o por engaño. Las
razonables dudas del lector y las posibles mentiras u omisiones
del autor no le restan vigencia al principio de referencialidad, al
contrario, refuerzan o acrecientan la exigencia y expectativa de
veracidad que el lector acumula frente a los textos autobiográfi-
cos, expectativa que no tendría sentido ante un texto que se re-
clamase de la ficción.
El pacto de veracidad que postula y se le supone al autobió-
grafo, además de ser su rasgo más específico frente a los textos
de ficción, es también su flanco más discutido. Sin embargo, se
suele olvidar que la promesa de decir la verdad y la distinción
entre verdad y mentira constituyen, como ya dije arriba, la base
de los actos y de las relaciones sociales. Sin duda es imposible
alcanzar la verdad absoluta, en particular la verdad de una vida
humana, pero la búsqueda y el deseo de alcanzarla definen, des-
de el punto de vista del autobiógrafo y del lector, una expectati-
——————
38
Philippe Lejeune, ob. cit., págs. 35-41.
[69]
va que no es ilusoria sino real y muy humana. Y es que, como ha
señalado Philippe Lejeune, es evidente que la autobiografía,
aunque pertenece al campo literario y le reconocemos una es-
tructura artística, se inscribe al mismo tiempo en el campo del
conocimiento histórico (deseo de saber la verdad y de compren-
der las razones de los hechos) y en el campo de la ética y de la
justicia, pues es también un acto en el que se promete la verdad
al lector y éste la espera39. El acto autobiográfico produce con-
secuencias reales fuera del texto, incluso de carácter judicial, si
éste incurre en la mentira, en el perjurio o en la difamación y
también cuando se entromete en la vida privada de otros.
Y es que en este terreno se pueden constatar todas las va-
riantes de personalidades individuales. Puede haber malvados
mentirosos, perversos sin prejuicios, sinceros indiscretos. En
cualquier caso, la mentira o la verdad de los textos regidos por
el pacto autobiográfico no son sólo una cuestión de estilo o de
acierto literario, pueden hacer daño a otros y desde luego sus
consecuencias comprometen el prestigio del autobiógrafo más
allá del éxito o el fracaso artístico.
[70]
rrador. El novelista comienza por borrarse o desaparecer del
texto y cede su protagonismo al narrador, ese sosias que ya no es
él, pero que ocupa su lugar y asume la función de contar. Así el
autor se distancia y se des-identifica de su narrador y de los per-
sonajes de la novela.
Este principio formal de distanciamiento entre narrador y
autor conlleva implícitamente una declaración de no-responsa-
bilidad por parte de éste, pues quien allí habla, opina, sanciona
o actúa no es él sino otro, y por tanto no se le debe responsabi-
lizar de aquello que no le es atribuible. Dicho de otro modo, el
carácter ficticio del narrador y de todo el relato le exime de cual-
quier acusación o reclamación de terceros que se podrían sentir
personal o moralmente dañados o maltratados por el relato. Por
tanto, las diferencias de la novela con la autobiografía saltan a la
vista. En ésta última, el yo narrativo se hace responsable de todo
lo que allí se cuenta o se afirma, y en consecuencia no puede es-
currir el bulto si alguien le denuncia, por algo que considera le-
sivo para su persona o porque falsea los hechos.
Ni que decir tiene que una denuncia de este tipo en una no-
vela no tendría sentido y sólo en casos muy excepcionales ten-
dría posibilidades de prosperar judicialmente42. En primer lugar,
porque el autor no es ni el personaje ni el narrador del relato y,
para mejor marcar la diferencia, los nombres del narrador o de
los héroes novelescos no son los del autor, son distintos de éste
y no pueden ser erróneamente identificados. Se le pueden pare-
cer, pero nunca identificar. El parecido es amplio y matizable,
tiene grados, pero la identidad no. La identidad existe o no exis-
te. Por esta razón, a pesar de que una novela, como es lo usual,
presentase un personaje, cuyo nombre (ficticio) en nada recor-
dara el del novelista o fuese anónimo, el lector podría pensar, sin
que el narrador lo afirme ni lo niegue, que tiene razones sufi-
cientes para sospechar contenidos autobiográficos en la historia
y en el personaje novelesco, que de este modo podría ser relacio-
nado con el autor. El lector, quizá porque conoce la biografía del
autor, podría percibir el personaje ficticio como un disfraz o una
impostura de éste tras la cual esconde su vida secreta o descono-
cida. En ese caso la novela emite señales inequívocas de auto-
biografismo para el lector. Sin embargo, éste no estaría faculta-
do para afirmar que se trata de una autobiografía, pues en todo
——————
42
Philippe Lejeune, Pour l’autobiographie, París, Seuil, 1998.
[71]
caso podría aducir mayor o menor grado de similitud, pero nun-
ca alegar una correspondencia inequívoca.
En segundo lugar, al contrario que el autobiógrafo que soli-
cita credulidad y confianza, el novelista, al construir un mundo
que no puede ser cotejado más que dentro de los márgenes del
papel por tener una existencia textual sin correlato externo, pide
implícitamente a su lector que lo «imagine» como verdadero o
posible, aunque esta pretensión casi nunca esté formulada explí-
citamente, salvo que se busque un efecto especial y contradicto-
rio con la verosimilitud novelesca.
Cualquier relato de ficción, novela o cuento, se narra como
sucedido, es decir, simulando que es verdadero. De hecho, el na-
rrador cuenta sin decirnos que se trata de algo inventado, al
contrario, lo presenta como verdadero y como acaecido real-
mente. En verdad, al contarlo, es como si acaeciera en el texto.
Por su parte, el lector, aunque sabe que se trata de una ficción y
que no puede ni debe exigir a la historia novelesca las mismas
condiciones que exige en la vida a los hechos reales, suspende
mientras lo lee el principio de incredulidad, que por el contrario
en la vida social reactiva ante cualquier relato mentiroso o pa-
traña que le quieran hacer pasar por real. En definitiva, el lector
acepta la ficción como si fuese un relato real y le exige la verosi-
militud que lo hace legible. Decía Käte Hamburger que, cuando
el lector percibe una historia y unos personajes como ficticios,
se los representa con un parecido o ilusión de realidad y los ad-
mite como tales tanto tiempo como queda absorbido por la fic-
ción43. Dicho de otro modo, el autor, aunque sabe que todo lo
que cuenta es literalmente falso, lo cuenta como verdadero, con
el máximo de verosimilitud posible, y el lector, aunque sabe que
los hechos novelescos son irreales, los recibe como posibles,
suspendiendo el principio de incredulidad con el que rechaza en
la vida cotidiana los mensajes que sabe o sospecha que son fala-
ces por mucho que su interlocutor le quiera convencer de lo
contrario.
El contrato novelesco entre autor y lector puede adoptar for-
mas más complejas, pero en líneas generales funciona del modo
descrito y las informaciones paratextuales facilitan u homologan
este pacto. Cuando en la portada de un libro encontramos el sub-
título genérico de cuento o novela, el pacto de ficción se hace ex-
plícito y el lector se acerca o inicia su lectura bajo esa clave gene-
——————
43
K. Hamburger, La logique des genres littéraires, París, Seuil, 1986.
[72]
ral de la recepción establecida por el texto narrativo. En el final de
la recepción, esta posición inicial de incredulidad se modificará si
el relato alcanza el aprecio del lector. Al principio, éste aceptó se-
pararse de la realidad, se creyó las «mentiras» del narrador, de
manera que las leyó «como verdaderas». Al final, el lector regresa
a lo real desde la irrealidad del relato, pero la realidad no será ya
como antes, pues, si la narración resultó lograda, la realidad se
habrá transformado o enriquecido con la ficción o mostrará una
nueva dimensión de lo real, desconocida hasta entonces.
Como ya he dicho, el ilusionismo del pacto novelesco no
acepta ni aconseja identificar el universo ficticio con el mundo
real, exterior al texto. Fuera de la novela, lo narrado no tiene ni
guarda relación obligatoria, exclusiva o exacta con el mundo
real, pues el mundo de la ficción no existe tal cual la invención
lo ha levantado y por tanto sería erróneo ir a buscarlo o cotejar-
lo con una realidad que no le corresponde. Pero eso no quiere
decir que el mundo imaginario de los relatos ficticios no pueda
relacionarse con el mundo exterior, al contrario, el conocimien-
to del mundo real asegura, según criterios de distancia y perti-
nencia, la comprensión del universo ficticio, si no se quiere caer
en el solipsismo y en la incongruencia44.
A veces, el novelista pone al servicio de la verosimilitud he-
chos y personas que existieron fuera e independientemente del
texto, como sucede en las llamadas novelas históricas, y por tan-
to su contenido ficticio es menor45. En apariencia este tipo de
novelas parecerían desdecir el principio ficticio del género, pero
en realidad los hechos y personajes históricos no están allí para
levantar un expediente de lo real o dar cuenta fehacientemente
de su verdad, sino que aparecen y funcionan a mi entender como
elementos privilegiados de la verosimilitud de un relato que en su
componente básico es ficticio. Son «efectos de realidad» al servi-
cio de la ficción histórica, tomando prestado con alguna amplitud
este concepto de la poética del relato de Roland Barthes, que el
crítico francés aplicó sobre todo a la descripción de la novela rea-
lista decimonónica46.
——————
44
Thomas G. Pavel, Mundos de ficción, Caracas, Monte Ávila, 1995, págs.
173-179.
45
Dorrit Cohn, Le propre de la fiction, París, Seuil, 2001, págs. 174-179, y
Gérard Genette, Ficción y dicción, Barcelona, Lumen, 1994, págs. 53-76.
46
Roland Barthes, «El efecto de realidad», Lo verosímil, Buenos Aires,
Tiempo Contemporáneo/Comunicaciones, 1970, págs. 95-101.
[73]
En resumen, no creo que se deban ni se puedan igualar no-
velas y autobiografías, pues se rigen por estatutos narrativos dis-
tintos y proponen diferentes formas de lectura. Al autor le mue-
ve una intentio diferente en una autobiografía que en una nove-
la, entre otras razones, porque en la primera el hecho mismo de
escribirla constituye ya un acto biográfico que engendra sus pro-
pias consecuencias y compromisos, derivados de la responsabi-
lidad que se asume al firmar un texto como verídico. Dicho pro-
pósito toma cuerpo porque el contenido referencial y compro-
bable del pacto autobiográfico impide que las autobiografías
sean leídas como si fuesen ficción. Aun aceptando que el lector
es libre de leer una autobiografía como una novela, éste no po-
dría pasar por alto los efectos extra-textuales provocados por
autobiografías y memorias, que en principio una novela no de-
sencadena. En razón de esto, la expectativa del lector es radical-
mente distinta ante una autobiografía y una novela. Aunque la
primera incurra en inexactitudes, mentiras, omisiones o mitifi-
caciones más o menos conscientes, la referencialidad extratex-
tual que la preside permite al lector una valoración de las opi-
niones e informaciones del autobiógrafo y un cotejo contrastado
entre el relato y los hechos históricos.
Sin embargo, aunque no lo comparta, no puedo ignorar que
actualmente los compartimentos estancos entre ficción e histo-
ria, distinción de origen aristotélico («poiesis» frente a «mime-
sis», o lo que es lo mismo invención contra historia), tienden a
ser negados, borrados o ignorados por determinadas prácticas
discursivas, artísticas y literarias, que son las que concitan mi
atención. En mi opinión, dichas prácticas de propuestas recepti-
vas deliberadamente indeterminadas, que buscan socavar los lí-
mites y confundir al lector, no niegan ni consiguen abolir las
fronteras, al contrario, como ya adelanté antes, dichos desvíos
de las reglas funcionan y pueden ser interpretados gracias a
ellas.
En este mismo contexto, hay que insertar las ideas «abolicio-
nistas» de los límites y oposiciones, muy propagadas y aceptadas
bastante acríticamente por ciertos sectores de la teoría y crítica
literarias. Actualmente se habla sin ningún rebozo de «ficción»,
para referirse a la autobiografía, al periodismo y a los relatos his-
tóricos, lo que en la práctica significaría que no habría distin-
ción entre discursos ficticios y no-ficticios: todos los relatos se-
rían ficticios incluidos los históricos. Por la relevancia y difusión
que han alcanzado algunas de sus ideas es preciso referirse aquí
[74]
a la obra de Hayden White, quien sostiene que los relatos histó-
ricos son tan ficciones verbales como lo son los relatos ficticios:
«Los lectores de relatos históricos y de novelas no pueden sino
ser sorprendidos por la similitud. Considerados sólo como arte-
factos verbales no se pueden diferenciar»47. Evidentemente,
para hacer una afirmación de ese tipo, White tiene que prescin-
dir de un elemento fundamental como es el diferente tipo de re-
ferencia que cada uno de los discursos (ficticio e histórico) im-
plica. Para este historiador del discurso histórico, disponer, por
ejemplo, los hechos en un orden cronológico supone construir
una «intriga» del mismo tipo que lo hace la ficción, pues orden
y hechos se manipulan para imponerles una coherencia tempo-
ral, que va de principio a fin del relato, con una estructura de
presentación, nudo y desenlace. Sin embargo, White olvida que
la intriga que maneja el historiador, a diferencia del novelista,
nace de una actividad que modifica un material preexistente. El
historiador selecciona dicho material, elige dónde comenzar y
dónde concluir el relato. En estas elecciones tiene que ser rigu-
roso, pues debe ajustarse a una correspondencia básica con los
hechos acaecidos y con los documentos que los prueban. Por el
contrario, el novelista es totalmente libre o sólo se debe a la co-
herencia lógica y artística de su relato pues no depende ni onto-
lógica ni causalmente de otros hechos que los que él mismo
aporta a su relato. Desde campos distintos, Paul Ricoeur y Do-
rrit Cohn han rebatido este concepto y han propuesto reservar
el término «ficción» para los relatos no-factuales, puesto que en
los relatos ficticios es el propio texto el que va creando o levan-
tando los acontecimientos de forma autónoma, que al carecer de
referencia externa no pueden ser comprobados ni se pretende
que lo sean. En cambio, en los relatos de referencia externa el
material narrativo, es decir, los hechos contados y su documen-
tación, existe con anterioridad a ponerlo por escrito y por tanto
el relato consiguiente puede ser evaluado y contrastado con
otras informaciones48.
——————
47
Hayden White, El texto histórico como artefacto literario, Barcelona,
Paidós, 2003. Para una revisión crítica de los presupuestos e ideas historiográ-
ficas de H. White se puede consultar, entre otros, el trabajo de Carlo Ginzburg,
incluido en Il filo e le tracce. Vero finto falso (Milán, Feltrinelli, 2006, págs.
209-224).
48
Paul Ricoeur, Tiempo y relato y Dorrit Cohn, ob. cit., págs. 175-178.
[75]
En las posturas «abolicionistas», que rechazan la distinción
entre ficción y no ficción, subyace casi siempre, consciente o in-
conscientemente, la idea de la superioridad de los relatos nove-
lescos sobre los factuales. En ocasiones, se desliza tácitamente
un criterio de primacía literaria, al colocar los relatos de conte-
nido factual, de manera especial los textos autobiográficos, en
una especie de segunda división literaria, donde se situarían
aquellos escritos desprovistos, según esta posición, de la esencia
de lo literario o «literariedad». Es éste un concepto elitista y es-
trecho de lo literario que expulsa fuera del sacrosanto reino de
la literatura textos que de manera eficaz y sorprendente innovan
los modos de dar cuenta de mundos reales. Se percibe en estas
posiciones una especie de aristocraticismo, según el cual, para
poder ser admitidos en tan exclusivo club literario, el testimonio
personal, la autobiografía, la crónica periodística o histórica y la
biografía no tuviesen más remedio que disfrazarse de novelas.
Algunos críticos literarios consideran que el mundo inventado
propio de la ficción, por lo que tiene de elección y decantación
de los elementos, sería superior al relato de hechos reales, pues
por su carácter selectivo y esencial serviría mejor a una eficaz
ejemplificación de la realidad, de lo que podría hacerlo un rela-
to histórico, que estos mismos críticos piensan (a mi juicio erró-
neamente) que se encuentra desprovisto de una intención de
sentido49.
Este maniqueísmo, aparte de concederle a la ficción una
suerte de veracidad y valor moral superiores más que discutibles
(a lo que he de volver más abajo), resulta sorprendente, sobre
todo porque niega a la literatura no ficticia cualquier posibilidad
de poder elevar a universal una experiencia personal y en cam-
bio admite de forma genérica eso mismo a la ficticia. En princi-
pio, tampoco la realidad ni los hechos se hacen evidentes de ma-
nera directa al escritor de testimonios por el hecho de haberlos
vivido, al contrario, los puede percibir de manera fragmentaria
——————
49
Esto opina, por ejemplo, Jordi Gracia: «Mientras la ficción contiene una
forma estilizada y elaborada de sentimentalismo, el testimonio lo entrega en
bruto, sin posible asidero a una razón analítica o interpretadora que atenúe el
valor de inmediatez, o corrija la perspectiva deformada de la confesión. Contra
lo que a veces se cree, no es la imaginación, o la ficción, un enemigo de la ver-
dad moral, sino su mejor aliado, aquel que corrige la obviedad tautológica del
sentimiento vivido [...], para tratar de comprender la experiencia y dotarla de
sentido más allá de la vivencia misma...» (Hijos de la razón, Barcelona, Edha-
sa, 2001, pág. 191).
[76]
y caótica, y en consecuencia su relato los deberá seleccionar, or-
denar y dotar de sentido. Si quiere sobrepasar el umbral del re-
cuento simple, a veces su tarea deberá ser la de un hábil arqueó-
logo, otras, las de un sagaz investigador de pistas y siempre al-
guien dotado de un compromiso y exigencia de contar la verdad,
su verdad. Tan simplificador es negarle a la no ficción solucio-
nes narrativas eficaces y creíbles, como otorgárselas indiscrimi-
nadamente a todas las obras de ficción, sin tener en cuenta los
distintos modos de lectura que propician el estatuto de la ficción
y el de la no ficción.
No tiene sentido colocar el discurso ficticio por encima del
que no lo es ni tampoco lo contrario, ya que ambos, el discurso
ficticio y el factual, tienen similares posibilidades de crear textos
de categoría artística, aunque el sistema literario prestigie las
formas del primero sobre el segundo. Las posibilidades signifi-
cativas de ambos son diferentes, ni superiores ni inferiores, dis-
tintas, pues mientras el primero lo consigue por la senda de la
verosimilitud de la referencia textual, el segundo lo hace por el
lado de la veracidad extratextual. Sin embargo, por chocante
que esto parezca, en esta comparación dialéctica entre ambos
estatutos literarios, se puede leer en ciertas opiniones a veces
justamente lo contrario. Este asunto, aunque periférico a mi ob-
jetivo, merece la pena que al menos se comente.
Algunos autores y críticos conceden mayor veracidad a los
discursos novelescos que a los autobiográficos, en una suerte de
confusión o mundo al revés, pues como mucho se podría conce-
der que la ficción vehicula un tipo de verdad artística y la no fic-
ción otra de carácter cognitivo50. ¿Por qué habría de ser más
verdadera la novela que el testimonio o la autobiografía? ¿No se
estará en muchos casos sugiriendo por parte de los críticos y so-
bre todo de los novelistas que su novela debe ser leída en clave
autobiográfica? En definitiva, ¿no será que se prefiere el manto
protector de la ficción y su declaración expresa de no responsa-
bilidad antes que arrostrar las molestias y el riesgo de contar sin
máscaras lo que era hasta entonces privado, secreto o descono-
cido? La cuestión no es nueva ni exclusivamente española. La
encontramos, por ejemplo, en André Gide, cuando casi al final
de sus, a veces, indecisas memorias, Si la semilla no muere (Si
le grain ne meurt), nos sorprende con el siguiente comentario:
——————
50
Cfr. Carlos Castilla del Pino, Temas. Historia, sujeto, Barcelona, Penín-
sula Ariel, 1989, págs. 126 y ss.
[77]
«Las memorias no son sinceras más que a medias, por grande
que sea el deseo de verdad: todo es más complicado de lo que se
dice. Quizás se aproxima uno más a la verdad en la novela».
Con esta opinión, extensible a otros muchos escritores, lo
que Gide nos quiere indicar contradictoriamente es que en la
novela, es decir, bajo el escondite o la máscara de la ficción, se
siente más libre o seguro para contar disimuladamente lo que de
manera abierta no contaría nunca en la autobiografía, y por tan-
to nos sugiere o nos aconseja que leamos sus novelas en clave
autobiográfica, cruzando las informaciones que sus memorias y
su conocida biografía nos proporcionan. Pero, ¿cómo sería po-
sible esto si no existiesen las memorias o sin conocer los datos
biográficos del autor? ¿Cómo puede adivinar el lector la inten-
tio autobiográfica en un relato que se presenta bajo el signo de
la ficción? Se entiende lo que quiere decir Gide, pero, ¿con qué
argumentos y sobre qué base puede el lector tomarse en serio
una propuesta de este tipo, cuando todo se reduce a una vaga
sugerencia y no dispone de los datos biográficos del novelista?
Tendré que volver sobre esta contradicción, cuando no argucia,
de tantos escritores y novelas que nos encontraremos más ade-
lante.
[79]
preceptos morales más severos o de libertades o costumbres
personales rigurosamente vigiladas, a veces sencillamente por
pudor o elección personal, el escondite fue quizá una necesidad
para poder disimular los secretos, para contar o reivindicar, cri-
ticar o ridiculizar lo que de manera abierta resultaba arriesgado.
Por tanto, esconderse tras un yo impreciso o anónimo permitía
expresar la intimidad sin someterse al compromiso público ni al
juicio ni a la mirada indiscreta y despiadada del otro.
Pero junto a esta prudencia o cálculo por esconderse existe
también un porcentaje elevado de juego, que no excluye ni se
opone a la necesidad, sino que en muchas ocasiones responde por
igual a ambas razones. A este propósito, dice el psicólogo infantil
Donald Winnicott que en el juego del escondite el niño comprue-
ba que «esconderse es un placer, pero no ser encontrado es una
catástrofe»52. Como el niño en el juego, el adulto coquetea en el
terreno de la confesión camuflada con esas dos posibilidades an-
titéticas: esconderse tras un yo ficticio para no ser identificado y
dejar, al mismo tiempo, las pistas justas, arriesgando sólo lo indis-
pensable, para poder afirmar su yo íntimo frente a los demás sin
exponerse al peligro de la sanción social. De hecho, esta aparente
contradicción no es sino una paradoja que viene a demostrar que
cuando se juega con algo que parece que no se puede o no se
quiere contar, y sin embargo se acaba contando, este hecho está
indicando que en realidad se dispone de un margen de maniobra
más amplio y de una libertad que no es solamente formal, de tal
modo que la ocultación no deja de ser sino una opción de carác-
ter estético y de gusto personal por el fingimiento lúdico.
Los relatos camuflados de las novelas del yo son una forma
de vencer la resistencia a revelar la intimidad y al mismo tiempo
expresan la defensa y las precauciones que el autor se ve obliga-
do a tomar, por el riesgo que ello le podría comportar. Al lector
le produce fascinación e interés asomarse a un mundo cerrado,
secreto o prohibido para acceder finalmente, al romper las resis-
tencias, al espacio velado de lo indecible. No es sólo un ejercicio
de voyerismo, sino y sobre todo de inteligencia y sagacidad para
comprender y ser cómplice de la persona que allí se oculta y se
muestra en proporciones y formas diferentes, como tendré oca-
sión de mostrar a continuación.
——————
52
Donald Winnicott, en Edmond Marc, «La résistance intérieur à l’auto-
biographie», L’autobiographie en procès, RITM, 14, Université de Nanterre,
París X, (1997), págs. 8-17.
[80]
2.1. El yo fingido y el Lazarillo de Tormes
[81]
te acrónico y ejemplo avant la lettre de lo que hoy conocemos
como autoficción. Pero no es este el momento ni la ocasión
oportuna para considerar esta cuestión, pues a pesar de la im-
portancia literaria de la obra del Arcipreste de Hita, su trascen-
dencia en la formación de la novela española no se ha juzgado
tan relevante como Lazarillo por la crítica y la historia literarias.
Esta novela, la primera novela española del yo, es además la que
inaugura la novela moderna en nuestra literatura, junto a La lo-
zana andaluza (1528), y se considera el prototipo que dará lu-
gar al nacimiento de la novela picaresca después, modelo a su
vez de toda la picaresca europea posterior y cuyo formato auto-
biográfico fue un precedente de la novela confesional que el ro-
manticismo propiciaría.
Por tanto, la primera persona narrativa está en los orígenes
de la novela moderna española y por extensión en los de la no-
velística europea. No sé si es sintomático que la primera vez que
se utilizó el yo autobiográfico en la novela castellana adoptase la
forma del recurso pictórico del trompe l’œil o engaño a los ojos.
Esta novela es coherente en su construcción y recepción con
esta técnica pictórica, producto de la representación realista,
que la época renacentista instaura, y del ilusionismo del Barro-
co, que ya se anuncia próximo. De aquel texto pionero, las pos-
teriores novelas del yo han heredado un estatuto de lectura en-
gañoso, porque simula, en primera instancia, la apariencia de
que el autor del relato es el narrador-protagonista de la historia.
En el caso de La vida de Lazarillo de Tormes nos encontramos
el problema añadido de su anonimia o su incierta autoría, pues,
cuando se oculta o camufla la autoría de una novela en primera
persona, el lector tiene la impresión de que el narrador-persona-
je ficticio, que toma la palabra para contarnos directa y perso-
nalmente su vida, tiene existencia real, autónoma y extratextual,
es decir, es el autor mismo. Esta posible y doble confusión (iden-
tificar el yo narrativo con el autor o conferirle existencia empíri-
ca al yo ficticio) pone de manifiesto que sin salir del texto es
prácticamente imposible determinar si ese relato de primera
persona es una novela o una autobiografía, pues los procedi-
mientos formales y protocolarios de ambas son prácticamente
intercambiables, con diferencias discursivas escasas: la novela
en primera persona ha tomado prestados en determinados mo-
mentos los modos narrativos de la autobiografía, y viceversa el
lenguaje de la novela ha inspirado y renovado el de la autobio-
grafía. Así pues, las novelas en primera persona son relatos cuyo
[82]
estatuto se basa en la simulación: parecen autobiografías, pero
son novelas, que finalmente podrían ser autobiografías escondi-
das... En definitiva, dicen una cosa y significan otra. Este enga-
ño a los ojos es el que estuvo en el origen de una de las modali-
dades novelísticas de la que más abajo nos ocupamos, las me-
morias ficticias.
Cuando se escribió el Lazarillo (los expertos del libro no se
ponen de acuerdo en la fecha: el abanico de años va de finales
de la década de 1520 hasta 1540), y cuando se publicaron las
primeras ediciones, eran frecuentes y numerosas las prácticas de
deposición y confesión oral o escrita frente a las autoridades
tanto eclesiásticas como judiciales. También eran abundantes
las prácticas de escritura confesional y memorialística, cuya re-
ferencia y modelos en estos comienzos de la novela moderna
fueron decisivos55. En consecuencia, aunque no siempre es fácil,
resulta imprescindible, al abordar una novela tan llena de inte-
rrogantes, tener en cuenta no sólo los textos, sino también los
contextos contemporáneos.
En este sentido, resulta imprescindible referirse a las prácti-
cas confesionales ritualizadas de la época, como el soliloquio, la
confesión general y la confesión «espontánea». El soliloquio era
normalmente oral y público. Se trataba de una especie de confe-
sión dirigida a Dios o a Jesucristo en la que se agradecía los bie-
nes recibidos y se declaraba la indignidad de recibirlos por las
muchas miserias y pecados personales. Aunque con un carácter
residual, se seguía haciendo hasta hace poco con motivo de la
Cuaresma en algunas cofradías y parroquias andaluzas. La con-
fesión general de una vida era el relato autobiográfico destinado
al confesor, superior o director espiritual, y escrito por mandato
de éste. Y por supuesto sólo se podía publicar con su nihil obs-
tat. Se entregaba periódicamente y era fiscalizado rigurosamen-
te en prevención de ciertas desviaciones heréticas. En tercer lu-
gar, la llamada confesión «espontánea», léase forzada, se realiza-
ba de manera oral o escrita e iba dirigida al tribunal de la
Inquisición en los llamados edictos de gracia (tiempo en el que
——————
55
Para hacerse una idea del importante memorialismo y del ambiente con-
fesional de los siglos XVI y XVII basta asomarse a los trabajos de Randalp D.
Pope, La autobiografía en España hasta Torres de Villarroel, Frankfurt/Berna,
Peter Lang, 1974; Margarita Levisi, Autobiografías del Siglo de Oro, Madrid,
SGEL, 1984 y Sonja Herpoel, A la zaga de Santa Teresa. Autobiografías por
mandato, Amsterdam, Rodopi, 1999.
[83]
se recomendaba hacerlo a los que tuvieran algo que declarar),
como forma de autoinculpación que previniera al sospechoso de
las acusaciones de otros. Por lo general este tipo de deposiciones
ante la autoridad daba lugar a procesos mucho más severos. Los
procedimientos inquisitoriales eran especialmente insidiosos,
pues hecha una acusación el reo era encarcelado sin saber de
que se le acusaba, pudiendo permanecer en esta situación meses
y hasta años. Al acusado, de no sabía qué ni por quién, periódi-
camente se le requería para que confesase (moniciones) y, lo hi-
ciera o no, volvía a la prisión. Así durante tres veces, tras las que
se celebraba el juicio.
El «caso» de sor María de San Jerónimo, que se autodenun-
ció en 1580 después de haber sido reconciliada en su juventud,
no debió ser excepcional, pues se ha conservado la confesión y
hemos podido conocer lo que Adrienne Schizzano Mandel con-
sidera una forma de afirmación del propio yo. Por marginada y
transgresora que hubiese sido su existencia, la relación personal
«espontánea» parece una manifestación más del estado de inse-
guridad en que se debía desarrollar la vida de una persona con-
versa en el siglo XVI español. La autodenuncia, que es una evi-
dencia más del poder devastador y terrorífico con que actuaba
el Tribunal inquisitorial, constituía en principio un recurso de
autodefensa en general. Sin embargo, debieron darse casos pa-
tológicos de autoinculpación delirante, como el que cuenta
Henry Kamen de una monja francesa en un convento de Alcalá
de Henares que confesó prácticas judaizantes y comer carne los
viernes: el Santo Oficio la absolvió. Por dos veces más se auto-
denunció, la primera fue reconciliada, pero fue tanta su insisten-
cia que de hecho «consiguió» ser condenada a morir abrasada
en la hoguera56.
El autor de Lazarillo de Tormes, que no podía de ningún
modo quedar indiferente ni ignorante de tales prácticas, se es-
forzó en crear una novela con la apariencia de un relato autobio-
gráfico verdadero, incluido un narrador-protagonista, que con-
fesaba una infancia tan deshonrosa como una edad adulta tan
ignominiosa y degradada. Pero ocultó su autoría, no fuera a ser
que a alguno se le ocurriera atribuir la historia ficticia al autor
real. El riesgo de que los lectores hiciesen una identificación de
ese tipo justificaría el carácter anónimo tan recalcitrante de la
——————
56
Henry Kamen, La Inquisición en España, Barcelona, Crítica, 1980,
pág. 180.
[84]
novela. Al mismo tiempo que preservaba su honra, al omitir su
nombre, el autor le daba al relato un aspecto verosímil y creíble
para los lectores de la época y para este objetivo la forma auto-
biográfica, a pesar de su novedad en la literatura de la época, era
un elemento clave, una de las «marcas de realidad» que mejor
debió engañar a los lectores contemporáneos. Engaño que du-
rante un tiempo funcionó a juzgar por lo que dice Francisco
Rico en sus estudios sobre esta novela. A juicio de este profesor,
los primeros lectores de Lazarillo leyeron la novela como un re-
lato veraz y confirieron al personaje-narrador de ficción catego-
ría de verdadero autor. Los españoles del siglo XVI, cuando se
enfrentaron a Lazarillo de Tormes, percibieron como real la rup-
tura del distanciamiento novelístico que el relato simulaba, ca-
yeron en la trampa y lo leyeron corroborando la identidad entre
autor y personaje, al creer que se trataba del relato escrito de
una deposición oral ante una autoridad como eran frecuentes en
la época. De hecho, se trata de una novela que hace pasar a Lá-
zaro de Tormes por su apócrifo autor, pero no anónimo, como
puntualiza F. Rico, pues en aquel momento, para los lectores
crédulos del siglo XVI, Lázaro era el autor del relato de su pro-
pia vida57.
Desde el momento en que se descubrió el fingimiento nove-
lesco del relato, se comenzó a especular acerca de quién sería su
autor. Desde la segunda mitad del siglo XVI ha llovido mucho y
todavía seguimos interrogándonos por la autoría del libro58. El
——————
57
Problemas del Lazarillo, Madrid, Cátedra, 1988.
58
Rosa Navarro Durán cree encontrar en el escritor y secretario de cartas
latinas de Carlos V, Alfonso de Valdés, al autor oculto de esta novela, que du-
rante tanto tiempo se ha considerado anónima, pero, como la misma Navarro
reconoce, su descubrimiento no se basa en ningún documento concluyente que
lo demuestre de una vez por todas, sino en una serie de coincidencias textuales
y en bastantes e hiladas sospechas (Alfonso de Valdés, autor del «Lazarillo de
Tormes», Madrid, Gredos, 2003, pág. 10). Al identificar al anónimo autor de la
novela, Navarro, quizá sin querer o inconscientemente, inclina este texto, que
se mueve de manera muy calculada en la ambigüedad novelesca, hacia una in-
terpretación autobiográfica, pues los textos de Alfonso de Valdés los utiliza la
profesora o vienen en ayuda de su interpretación, textos que se comparecen
muy poco con el sentido de Lazarillo. Francisco Márquez Villanueva ha rebati-
do la autoría que propone la profesora Navarro alegando, entre otras razones,
las incongruencias y banalidades que se derivarían de relacionar un texto que
trasmite una ideología política y unas creencias religiosas que chocan frontal-
mente con las ideas políticas y la religiosidad de su «nuevo» autor («El Lazari-
llo y sus autores», Revista de Libros, 90 (junio de 2004), págs. 32-35). Xavier
Tubau, en un ponderado artículo, puso al día el estado de la cuestión y
[85]
hecho de que continuemos preguntándonos quién es el autor
nos está señalando la importancia que tiene la figura de éste en
esta clase de relatos y de qué manera condiciona la cuestión el
sentido de esta novelita que debe ser considerada, sin lugar a
dudas, el koan por antonomasia de la narrativa española. Los
interrogantes sobre el estatuto del relato, sobre el carácter de la
crítica y la sátira social, sobre la posición religiosa y política de
la historia, en buena medida debidos a su relación con el enig-
mático y desconocido autor, se acumulan de tal modo que, sin
incurrir en un relativismo o escepticismo estériles, hay que acep-
tarlos como razonables dudas y también como la medida de su
riqueza semántica que la elevará a modelo de lo que llegaría a
ser la novela realista moderna. Por todo esto, las preguntas pro-
vocadas por la anonimia del libro se acumulan: ¿por qué se
ocultaba el autor? ¿Era sólo una cuestión de juego o de engaño
a los lectores? ¿La búsqueda de un efecto de realidad añadido al
relato? ¿Una manera de acrecentar o de mejor simular su auto-
biografismo ficticio? O, por el contrario, ¿es que contaba su
propia vida secreta, tan poco gloriosa, por la persona interpues-
ta de un personaje de ficción, creado a partir de los numerosos
elementos de carácter folklórico que estudiosos como Marcel
Bataillon, Maurice Molho y Fernando Lázaro Carreter encontra-
ron en su construcción? ¿De quién o de qué peligro se protegía
el autor tras la anonimia? ¿Fue sólo un recurso para poder ata-
car sin riesgos instituciones y rangos intocables en el siglo XVI?
Ahora es imposible solventar tan importantes y complejas
preguntas, pero queda claro que, desde este lejano y fundador
ejemplo, las novelas del yo han seguido jugando en esta fronte-
ra de la simulación y de la indefinición. La anonimia de Lazari-
llo o su incierta y apócrifa autoría plantean problemas acerca de
——————
estableció las tareas pendientes con respecto a este complejo asunto. Personal-
mente destacaría el necesario esclarecimiento de los problemas añadidos que, a
juicio de Tubau, plantea esta nueva autoría para las ediciones anónimas del li-
bro, por ejemplo, las muy reputadas de Alberto Blecua y Francisco Rico: ¿de-
berían retirarse y reeditarse bajo la nueva autoría establecida por la profesora
Navarro? O de mantenerse a la venta, ¿no deberían estos dos editores (o al me-
nos uno) contestar a esta profesora, que, ante el silencio de éstos, ha ido reafir-
mando poco a poco, pero sin aportar datos nuevos, la autoría de Alfonso Val-
dés e incluso ha llegado a publicar su propia edición del Lazarillo con dicha au-
toría? Por el bien de la filología española, y quizá de su historia literaria, es
urgente que estas cuestiones sean resueltas por los que sobre el asunto tienen
autoridad suficiente («Un autor para el “Lazarillo”», Quimera, 240 (febrero de
2004), págs. 43-49).
[86]
su verdadero carácter autobiográfico o sobre su escondido o di-
simulado autobiografismo, indeterminación que es común a las
novelas en primera persona, sean éstas del tipo que sean. ¿No
pudo ocurrir que el autor del Lazarillo considerase vejatorio o
vergonzoso que le atribuyesen carácter autobiográfico a las
aventuras de su personaje de ficción, con o sin fundamento?
¿Es posible que el autor no se sintiese especialmente seguro
frente a la autoridad eclesiástica, moral o judicial, por enten-
der que su historia cuestionaba los fundamentos hipócritas y
salvajes de la sociedad de su tiempo? ¿Cómo interpretar, si
no, todas las precauciones tomadas para esconder su nom-
bre? ¿O sería el autor una persona que se atrevía a contar
aquello porque se sentía totalmente protegido? En este caso
no tendría sentido el ocultamiento o no alcanzo a comprender
su razón.
En las incógnitas del relato y en todo lo que lo rodea, se tras-
parenta la riqueza de este libro enigmático que sigue lanzando
preguntas y planteando problemas de difícil solución. En cual-
quier caso, la historia de la recepción de esta novela viene a de-
mostrar, como decía antes, cuán importante o necesario resulta
al lector empírico saber quién es el autor verdadero de un rela-
to, es decir, quién es su verdadero «interlocutor». En este senti-
do, Lazarillo confirma que ningún texto es autónomo ni puede
leerse de manera inmanente o desligada de su situación pragmá-
tica y social.
Pero la del autor no es la única incógnita del libro. Con ser
importante, nada nos resuelve acerca de la procedencia de la
forma autobiográfica, cuya novedad no se justifica solamente
por las conexiones transtextuales aludidas. Por ejemplo, ¿cómo
pudo conseguir el verismo autobiográfico con algo tan novedo-
so como el relato en primera persona de alguien sin relieve so-
cial? La respuesta es sencilla: el modelo autobiográfico no resul-
taba extraño al lector del siglo XVI, conocedor de los hábitos
confesionales ritualizados, que he enumerado antes, prácticas
discursivas todas ellas hechas desde una primera persona confe-
sional. El esclarecimiento del origen de la forma autobiográfica
de Lazarillo ha sido una cuestión muy debatida entre los histo-
riadores y críticos literarios. A mi juicio, este problema no pue-
de encontrar satisfacción en una explicación formalista, que tra-
te de relacionar la utilización de la primera persona con otros
modelos literarios más o menos clásicos o eruditos. Ver sólo en
el autobiografismo de Lazarillo de Tormes un mero artificio de
[87]
verosimilitud realista, o un recurso retórico que sucede a otras
formas narrativas, es una visión endogámica y autogenerativa de
las formas literarias, que reduce el discurso literario a una suce-
sión autosuficiente de variantes expresivas, relacionado con la
tradición escrita exclusivamente.
En este caso como en otros, es preciso relacionar la novedad
de Lazarillo con el contexto cultural del que forma parte y par-
ticularmente con otros discursos autobiográficos orales y escri-
tos de aquella época. Para encontrar una razón explicativa de la
utilización literaria de la forma autobiográfica, razón que no se
pretende única, pero sí principal y determinante, hay que consi-
derar la posible influencia que el ambiente confesional, concre-
tamente el derivado de la presión inquisitorial, tuvo en el naci-
miento de la novela y en el origen del género picaresco. Esta
propuesta, que hago mía, la formula Antonio Gómez Moriana
en los siguientes términos:
[88]
orígenes de la novela moderna ocurrió al revés: fueron las prác-
ticas confesionales y la autobiografía las que sirvieron de mode-
lo a la novela.
Esta propuesta tiene una ventaja sobre las más formalistas o
tradicionales, que buscan su precedente en las Confesiones, de
San Agustín o en El asno de oro, de Apuleyo, o en la literatura
epistolar de la época, empeñadas en ver sólo en esta novelita
una «epístola humanista». Las razones esgrimidas por Gómez
Moriana permiten relacionar la novela de forma autobiográfica
fingida con el ambiente social y religioso del periodo histórico
en el que se publicó. Este ambiente debió ser tan cerrado e in-
sidioso que, al autor y a los lectores, les resultaría difícil sus-
traerse a él, de modo que tuvieron que relacionar por fuerza la
novela de Lázaro con la presión confesional de la época y las
ignominias de su protagonista con las que a diario sufrían mu-
chos españoles de la época.
[90]
personaje: confesarse (si se puede decir así) pero tras el disfraz
o el escondite.
En la novela confesional encontramos dos procedimientos
de construcción ficticia del yo. Por el primero, el novelista aspi-
ra a hablar de sí mismo, utiliza parte de su biografía, pero se sir-
ve de la mediación de un personaje imaginario para ocultar o
disfrazar su persona. Como se verá a continuación, ésta es, so-
bre todo, la forma de la novela autobiográfica. En el segundo,
toma prestada la historia, la trama y los personajes que le vienen
dados por la historia, por la actualidad o por la imaginación, y
les hace intervenir de acuerdo con la lógica y las reacciones que
su propio corazón, el del autor, les dictaría. El autor se pone en
lugar de otro, pero discurre y reacciona de acuerdo con sus pro-
pios principios. En su ensayo «Pluma, papel y veneno», Oscar
Wilde había sentenciado: «Dadme una máscara y os diré la ver-
dad». Se sobrentiende, claro, la verdad personal, su verdad. El
recurso novelístico le permite al novelista ser otro sin dejar de
ser él mismo. Este es el mecanismo que reconocemos en muchas
novelas que adoptan la forma de la autobiografía ficticia y que,
por ejemplo, ha sido la manera de interpretar el significado del
Lazarillo y su oculta y enigmática autoría.
En el primer procedimiento, el autor da forma a los personajes
y a la acción novelística con la línea única de su vida real (el rela-
to aquí está más pendiente de los hechos realmente acaecidos). En
el segundo procedimiento, crea la novela con las direcciones infi-
nitas que abren las alternativas y posibilidades de la vida ficticia
del protagonista y demás personajes; aquí son el imaginario, el de-
sideratum o los temores del autor los que marcan el tono confe-
sional del relato. Es una forma de escapar o de trascender los lími-
tes de su propia vida. El escritor aquí se resarce de la servidumbre
que supone no tener más que una vida, un país, una familia o una
sola lengua. Elabora hipótesis de vida y a tantas hipótesis, tantas
novelas. El novelista, que siente que su vida no tiene importancia
fuera del espacio del papel literario, sufre de esta limitación y es el
más propicio a compensarla a través de la ficción, al mismo tiem-
po que aspira a que su acción o remedio llegue también a los lecto-
res. A través de los personajes, los novelistas autobiográficos cum-
plen las posibilidades vitales que estaba en su mano realizar. Unas
veces, expresando ficticiamente su desideratum; en otras, recha-
zando aquello que aborrecen de sí mismos y de su vida. En ambos
casos la ficción autobiográfica les permite alcanzar confines o cru-
zar fronteras que nunca habrían franqueado quizá de otro modo.
[91]
3. CLASES DE NOVELAS DEL YO
PACTO AMBIGUO
LAS NOVELAS DEL YO
[97]
para afirmar que Bradomín es un trasunto de Valle. La relación
entre ambos se estrechó y se complicó por las sucesivas amplia-
ciones y extensiones del personaje en otras obras de Valle, y a
cada vuelta fueron pasando datos del autor a Bradomín y vice-
versa. Un punto importante de este proceso de mixtificación lo
constituye la breve autobiografía, publicada en la serie «Juven-
tud militante. Autobiografías» (Alma española, 1903), justo al
año siguiente de haber echado a andar el personaje de Brado-
mín. Este texto es un ejemplo magnífico de mezcla inconsútil de
ficción y realidad, de realidad mezclada con la ficción y ficción
para enunciar una realidad mitómana. En este breve pero signi-
ficativo texto, utiliza párrafos de sus relatos, de las Sonatas y de
La niña Chole, para contar pasajes de su supuesta vida de ju-
ventud, pero alude también al personaje ficticio del marqués de
Bradomín, y lo convierte en su tío. Así establecido el parentesco
(ficticio) y el parecido con su tío, pues se reconoce «feo, católi-
co y sentimental» como aquél, quedan expuestas las bases litera-
rias de la automitografía de Valle. Después, a partir de aquí,
Bradomín, aunque con menos protagonismo que en las Sonatas,
será una referencia casi constante de su obra, pues reaparece en
Águila de blasón, Los cruzados de la Causa, Una tertulia de an-
taño, en El ruedo ibérico, en la obra de teatro El Marqués de
Bradomín y en Luces de bohemia.
Para concluir este largo excurso, que espero que no le resul-
te demasiado laberíntico al lector, y para comprender el signifi-
cado de esta singular autobiografía ficticia, que son las Sonatas
de Valle, y para desvelar el posible autobiografismo profundo
que las estructura, creo que no se puede pasar por alto que Bra-
domín es ya un anciano cuando rememora su pasado amoroso,
es verdad que con una perspectiva más narcisista e irónica que
nostálgica, cuando, en realidad, el autor tiene sólo 35 años. Es
curioso que un hombre, aún joven, imagine un personaje ancia-
no que rememora su pasado erótico y contempla el mundo con
una desapasionada desgana. La apatía y el tedio vital, patologías
características de la juventud de la época, han adoptado aquí
una forma singular: el decadentismo como moral y como estéti-
ca. Como he dicho, las correspondencias entre Valle-Inclán y su
héroe, unas veces están basadas en atributos concretos que se
trasladan del autor al personaje del marqués de Bradomín, y en
otras son de carácter imaginario, que permiten ver a través de
Bradomín los fantasmas del deseo de Valle. Éste, que por cir-
cunstancias biográficas se siente, si no viejo, al menos decaído y
[98]
coyunturalmente derrotado, imagina una historia y un persona-
je legendario que le permiten proyectar un pasado amoroso y
aventurero, de una manera hiperbólica tal que en su vida nunca
había sucedido. Dicho de otra manera, con toda probabilidad
Bradomín se parece más al personaje que a Valle-Inclán le hu-
biera gustado llegar a ser, que al que de verdad era en el momen-
to en que escribió las Sonatas.
[104]
go. Así pues, esconder y mostrar, al mismo tiempo, el yo íntimo
fueron las dos razones aparentemente contradictorias de la no-
vela autobiográfica en sus orígenes decimonónicos.
A comienzos del siglo XXI, la libertad para hablar y escribir
de sí mismo alcanza un consenso prácticamente absoluto con la
única limitación que impone la convivencia entre las personas.
Este contexto podría hacer pensar que el recurso de la novela
autobiográfica resultaría innecesario o superfluo y su utilización
parecería sólo un residuo del pasado de sobra superado. Sin em-
bargo, a poco que se revise la producción narrativa actual se
comprenderá que la fórmula de la novela autobiográfica sigue
vigente. Y, aunque su perpetuación se debe más a razones de ca-
rácter literario (la ya citada doxa estética que considera superior
la literatura inventiva que la autobiográfica), tampoco se pue-
den ignorar las razones de tipo social. Quizá el tabú moral ya no
exista con la intransigencia del pasado o que el disimulo hipócri-
ta casi haya desaparecido, pero no algunas molestias personales,
restricciones cívicas o prescripciones jurídicas, que hacen que el
esquema del autobiografismo novelesco siga vigente y sirva, en-
tre otras razones, para esquivar esos escollos. Y es que, como ya
señalaba al comienzo de este capítulo, la materia más genuina
de buena parte de la novela actual la aportan la vida y la perso-
nalidad de los autores, que por procesos y motivos, tal vez des-
conocidos para ellos mismos, hablan de sí, y les constituyen en
su fuero interno en una conjunción inesperada de necesidad y
azar.
Para confirmar esto basta con asomarse a la obra de autores
que escriben actualmente novela y comenzaron a publicarla en las
postrimerías del siglo pasado, como Julio Llamazares, cuyas nove-
las, La lluvia amarilla (1987) y El cielo de Madrid (2005), aparte
de la autoficción Escenas de cine mudo, a la que más abajo me re-
feriré, resultarían comprensibles sólo a medias sin la clave biográfi-
ca en la que ambas se fundan. En La lluvia amarilla, Llamazares
muestra, aunque en clave lírica y en un ambiente de ensoñación y
vigilia, la aniquilación de las señas de identidad, representada por la
pérdida del espacio vital de la memoria personal, que el novelista
muestra como el ingreso anticipado o premonitorio en el espacio de
los muertos; en El cielo de Madrid, el narrador deja traslucir de for-
ma meridiana su experiencia juvenil y el definitivo asentamiento
adulto del autor en la ciudad madrileña.
Del mismo modo, buena parte de la abundante e incesante
obra de Miguel Sánchez-Ostiz encuentra su venero y su razón
[105]
en la compleja relación que el autor mantiene consigo mismo,
con su tierra natal y con la circunstancia social y política de Na-
varra y el País Vasco. Novelas como Las pirañas (1992), No
existe tal lugar (1997) o El corazón de la niebla (2001) abun-
dan en contenidos autobiográficos, que salen a borbotones de la
pluma del escritor de Pamplona, y encuentran en el recurso fic-
ticio la protección de una realidad incierta y amenazante. Al au-
tor, este contexto le tironea de manera temeraria y le sitúa en un
difícil equilibrio entre el temor y el arrojo.
Para concretar el extenso panorama de la novela autobiográ-
fica actual deberé referirme a la importancia que tiene este tipo
de ficción en la obra de Antonio Muñoz Molina y de Luisa Cas-
tro, si bien con motivaciones y soluciones totalmente diferentes.
A pesar de unos comienzos narrativos de predominantes trazos
meta-literarios, en los que sus novelas, excepción hecha de la
primera, Beatus ille (1986), se llenaban de referencias pictóricas
y cinematográficas, junto a otras de carácter musical, histórico y
libresco (El invierno en Lisboa, 1987 y Beltenebros, 1989), y re-
primían la emergencia de los contenidos personales, la obra na-
rrativa de Muñoz Molina ha ido progresivamente avanzando ha-
cia el terreno autobiográfico, aunque no sin contradicciones,
pues sus aspiraciones artísticas no querrían verse confundidas ni
dañadas por adherencias testimoniales, consideradas extralitera-
rias por el autor. Desde el autobiografismo novelesco de Beatus
ille, ya citada, y de El jinete polaco (1991), hasta el memorialis-
mo expreso de Ardor guerrero (1993), pasando por el dispositi-
vo autoficticio de El dueño del secreto (1994), Sefarad (2001) y
Ventanas de Nueva York (2004), la narrativa del autor jiennen-
se abarca todos los registros autobiográficos65. A mi juicio, fue
el acercamiento a la autobiografía lo que confirió a la obra de
este escritor la autenticidad y profundidad de la que carecía en
sus comienzos juveniles, a pesar de su precoz perfección formal.
El contenido biográfico de su obra de madurez le otorga un ca-
rácter necesario, veraz e íntimo a la que toda obra literaria debe
aspirar para llegar a ser grande.
——————
65
En los momentos que corrijo estas páginas se anuncia la próxima novela
de A. Muñoz Molina, El viento de la Luna, que se publicará en el otoño de
2006, y a juzgar por lo que los adelantos editoriales anuncian se tratará de una
novela de inequívoco contenido autobiográfico, pues representa una vuelta al
territorio memorial de Mágina (su ciudad natal Úbeda) tan presente en sus no-
velas, en especial en El jinete polaco.
[106]
Ese camino se le abrió de manera más patente en El jinete
polaco, considerada su mejor novela, que responde con bastan-
te precisión al registro de la novela autobiográfica. Esta novela
es un ejemplo paradigmático de este tipo de autobiografismo,
pues el autor tomó como referente novelesco la historia familiar
(abuelos y padres, a los que les dedica el libro) y su propia biogra-
fía hasta la juventud, pero con la intención de dotar de alcance
colectivo a su experiencia personal. Para ello trenzó de manera in-
disoluble lo realmente vivido con la amalgama de inconfesables
proyectos adolescentes y de ilusorias ensoñaciones, vestidas de
un cosmopolitismo imposible. Manuel, el protagonista, claro
trasunto autobiográfico del autor, consigue realizar de manera
perfecta y fantasiosa sus aspiraciones juveniles, al convertirse en
un prestigioso intérprete y traductor de un organismo interna-
cional en Nueva York que le obliga a viajar por un mundo de lu-
josos hoteles y prestigiosos foros mundiales, tal como había so-
ñado alcanzar en Mágina, su ciudad natal. Sin embargo, la rea-
lización de los sueños adolescentes no le ha impedido al adulto
conservar viva la memoria de sus orígenes y de la intrahistoria
española que abarca prácticamente todo el siglo XX, desde la
guerra de Cuba a los estertores del tardofranquismo. Queda cla-
ro, por tanto, que el autobiografismo novelesco de Muñoz Mo-
lina no se justifica por un deseo de ocultamiento o de secretis-
mo, sino por aspiración artística, basada en el convencimiento
de que el tratamiento ficticio de lo autobiográfico resulta una
herramienta mucho más válida, por eficaz, para la recuperación
de la memoria colectiva y personal66. Este criterio, que el nove-
lista defiende y al que le asiste para ello todo el derecho del
mundo, me parece, en términos generales, más que discutible,
según he expuesto en las páginas anteriores.
Distintas son las razones que han llevado a Luisa Castro a
utilizar la fórmula de la novela autobiográfica en su relato La se-
gunda mujer (2006), por más que la autora, en todas las entre-
vistas y presentaciones promocionales del libro, que mereció el
Premio de Novela Biblioteca Breve de ese año, haya negado de
forma reiterada cualquier contenido autobiográfico: «Luisa Cas-
tro presenta La segunda mujer y advierte que no es una novela
autobiográfica», titulaba el diario El País. Sin embargo, la nove-
la aborda un episodio de la vida privada de la autora como es su
——————
66
La realidad de la ficción, Sevilla, Renacimiento, 1993.
[107]
noviazgo, matrimonio y divorcio del conocido y reputado ensa-
yista y profesor catalán, a ratos político, Xavier Rubert de Ven-
tós. Luisa Castro camina en esta novela por el filo de la navaja
del resentimiento personal, del ajuste de cuentas y de la purga
íntima, que exige tanto la defensa de sí misma como el ataque
vitriólico del otro. Es precisamente este tratamiento de abierta
hostilidad contra el ex-marido, el hijo de éste y demás familia
y su propio deseo de auto-exculpación, junto a unas limitadas
dotes narrativas, lo que ha hecho malograr una historia que te-
nía todos los ingredientes (personales, sociales, políticos, de
clase y hasta nacionalistas, que la autora ha desaprovechado)
para alzarse como un gran relato novelístico de la España ac-
tual.
El camuflaje nominal de la autora y del que fue su marido
tras los nombres de Julia Varela y Gaspar Ferré, dos apellidos
que evocan la procedencia geográfica gallega y catalana de sus
modelos reales, no consigue, ni quizá lo pretende tampoco, disi-
mular la identificación de los protagonistas. Tampoco parece
que los motivos literarios o de reivindicación artística hayan
pesado en la elaboración ficticia de la historia real de la que se
nutre directamente, aunque el relato se presente como novela
y haya ganado un prestigioso premio literario. El camuflaje
formal no esconde los referentes auténticos de tan conocidos
como son. La adscripción al género novelístico únicamente as-
pira a evitar los requerimientos judiciales de su ex-marido por
posibles calumnias u ofensas personales, que, por la contun-
dencia de la historia y de los detalles aducidos, podría arros-
trar la autora. Por tanto, el marbete de novela (autobiográfica,
por más que lo niegue), le sirve a la autora de protección fren-
te a las previsibles consecuencias legales. Mi opinión, que no
pasa de ser más que una simple especulación, está reforzada
por el hecho que Luisa Castro, en su anterior libro, que la edi-
torial y ella misma clasificaron de novela, Viajes con mi padre
(2002), de evidente contenido autobiográfico también, utilizó
su nombre propio para denominar a la protagonista y narrado-
ra del relato, acogiéndose en este caso a la fórmula autoficticia,
que le comprometía más.
Por tanto, si el autobiografismo novelesco actual no puede
ser reprobado bajo ningún criterio moral ni literario, no deja de
transparentarse que el rechazo de la adscripción de un relato a
la novela autobiográfica, como ocurre también en este caso, no
consigue ni disimular ni ocultar que esta variedad del autobio-
[108]
grafismo sigue siendo una forma válida, un buen bálsamo o pó-
cima maligna, para hablar de sí mismo y para exorcizar sin ma-
yores riesgos aquello que todavía próximo o reciente hace sufrir
o lo hizo en el pasado.
La paradoja del novelista autobiográfico no se agota ni se ex-
plica en una sola causa, pues si bien la necesidad se mezcla con
el riesgo, en este esconderse y mostrarse se encuentra inscrita
otra necesidad no menos importante para la afirmación perso-
nal y la construcción identitaria como es el juego. Poder jugar
con lo que no se puede decir abiertamente, con lo que se tiene
prevención de contar, porque contradice algunas convenciones
sociales o porque desestabiliza el propio yo, para terminar con-
tándolo, aunque sea bajo el disfraz novelístico, da idea de que el
autor se mueve en los límites de lo que está permitido decir y de
lo que es tabú, pero también indica que hay un margen de ma-
niobra, una libertad de hecho para poder decir, si bien ésta se
encuentra formalmente limitada. En ese quicio entre el querer y
el no poder decir, entre esconderse y mostrarse, entre la necesi-
dad dramática por afirmarse y la necesidad lúdica de jugar en
los pliegues de la intimidad, se mueve la construcción ficticia del
novelista.
Esto desde el lado del novelista. Desde el punto de vista del
lector, entrar en este juego da lugar a dos posturas opuestas: una
distante, que no entiende ni ve justificado ese juego, y otra, de
simpatía con el novelista autobiográfico. En la primera, el lector
no quiere jugar ni quiere que jueguen con su expectativa, por-
que desea sólo que le trasladen a una historia imaginaria en la
que la presencia del autor no sea necesaria. En la segunda, el
lector no quiere ver frustrada su expectativa de veracidad, aun-
que el relato no haya formulado una propuesta autobiográfica
explícita.
Frente a la actitud del lector «puro» o inflexible (novelístico
o autobiográfico), que rechaza las posiciones intermedias, hay
otra de complicidad. Es decir, la del lector que entra en el juego
y que no se siente decepcionado por la ambigüedad de la pro-
puesta, al contrario, si entra y acepta esa tesitura de lectura es
porque la encuentra fascinante y se deja seducir por el proceso
de desvelamiento y ocultación del novelista, por ser invitado a
entrar, siempre de manera incierta, en un mundo secreto, el del
autor y su vida. Este lector percibe los guiños y está atento a los
posibles signos cifrados del relato, que permiten establecer una
red que van de la novela a la vida y viceversa, incluso crea
[109]
una tela de hilos coincidentes o mutuamente reveladores de la
identidad escondida del autor o de los resortes vitales de éste.
No tendrá ni puede tener nunca plena seguridad de que sus atis-
bos o sospechas pasen de ser conjeturas solamente o por el con-
trario sean corroborados por otros textos novelísticos o biográ-
ficos del autor. Pero no saber dónde acaba la ficción y dónde co-
mienza la autobiografía, lejos de ser un impedimento, lo siente
como un estímulo. Por eso, este tipo de lector se siente incitado
en cierto modo a saltar por encima de las barreras de las convec-
ciones para adentrarse en lo prohibido sin las imposiciones ni
restricciones de las propuestas literarias excluyentes que le ins-
tan a elegir entre la ficción y la autobiografía. En resumen, si el
novelista autobiográfico reivindica un margen de maniobra para
hablar de sí mismo, pero de una forma discreta, arbitraria y se-
gura, protegido en la trinchera de la ficción, el lector de la nove-
la autobiográfica reclama similar libertad para moverse por den-
tro y por fuera de la trinchera, para mirar él mismo, escondido
y detectivesco, cómo se esconde el autor en su novela autobio-
gráfica.
Tanto el ocultamiento del autor como la expectativa del lec-
tor, atento a las estrategias de disimulo, disfraz y escondite del
primero, no se comprenderían o resultarían banales si no exis-
tiese algo oculto y reservado, que la novela autobiográfica acaba
contando finalmente, aunque sea en los márgenes de la ficción y
del disimulo. La novela autobiográfica, hasta cierto punto la ma-
yoría de las novelas del yo también, se organizan y cobran senti-
do en torno a un secreto, vergonzoso o no, personal o familiar,
y a su desvelamiento parcial o completo, cuya presencia latente
organiza el relato, y hasta cierto punto la vida de su autor. El autor
no ha sabido o podido canalizar literariamente aquello que es
motivo de vergüenza, quizá tampoco de asumirlo de otra mane-
ra que ocultándolo para después revelarlo con cálculo y siempre
tras la máscara de la ficción. El secreto, sea del tipo que sea, si
es un verdadero secreto, revela su fuerza y su excesiva carga
(para uno solo) en la contradictoria necesidad de comunicarlo y
compartirlo con otros, y pone de manifiesto también el riesgo
que conlleva revelar algo que le hace frágil y vulnerable frente a
los demás. La revelación del secreto en el molde de la ficción tie-
ne para el autor la innegable ventaja de poder verbalizar el tabú
y de liberar la carga de su prohibición, es decir, cumple una fun-
ción catártica. Al mismo tiempo, la protección de la ficción le
defiende de la penalización que normalmente conlleva la trasgre-
[110]
sión de los límites, al infringir los códigos sociales o morales y
exponerse a sus riesgos. Las novelas autobiográficas de Fran-
cisco Umbral (Los males sagrados, El fulgor de África o Ma-
drid 650), de Terenci Moix (El día que murió Marilyn, No di-
gas que fue un sueño) o de Juan Goytisolo (Señas de identidad
y Duelo en el paraíso), por poner tres ejemplos diferentes pero
muy significativos de cómo gestionar el secreto y la tremenda
carga de fracaso que conlleva no hacerle frente, no se entende-
rían sin esa tensión entre la transmisión de lo íntimo y el calcu-
lo ficticio para no resultar dañado al revelarlo abiertamente.
En el caso de los barceloneses, la publicación de sus memorias,
en las que, de manera directa y comprometida con su verdad,
revelaron la clave de su secreto, les liberó públicamente. En
Umbral, por el contrario, el hecho de afrontar sólo de manera
novelesca y muy contradictoria su secreto familiar —converti-
do por el secretismo en el hecho más decisivo de su vida y en
el más influyente quizá de buena parte de su obra— y la impo-
sibilidad de abordarlo en clave de compromiso autobiográfico,
da idea de la pervivencia y peso de éste y la imposibilidad de li-
berarse de él.
En los ejemplos hasta ahora aducidos hemos visto que en la
actualidad, salvo excepciones como Umbral, que arrastra un
sentimiento decimonónico de la honra, que le provoca un con-
flicto íntimo, fruto de una herida sin cicatrizar, el principal esco-
llo para utilizar el concepto de novela autobiográfica proviene,
más que de una posible sanción literaria o moral, de un uso abu-
sivo e indiscriminado. El problema reside en distinguir con preci-
sión una novela autobiográfica de la que no lo es, si tenemos en
cuenta que buena parte de las novelas explotan literariamente
algún aspecto de la vida del autor, no digamos de su personali-
dad. Dicho de manera interrogativa: ¿A qué novelas podemos
denominar con propiedad autobiográficas? ¿Cuándo es real-
mente autobiográfica una novela? En definitiva, ¿qué es una no-
vela autobiográfica y cómo definirla?
Como voy intentando mostrar, en la definición de una cate-
goría tan lábil como ésta, ha de procederse por fuerza desde di-
ferentes perspectivas, pues presenta perfiles y matices distintos.
A manera de colofón alegaré una perogrullada, que quizá no lo
sea tanto: una novela autobiográfica es ante todo una novela, es
decir, un relato que se presenta con un protocolo genérico pro-
pio del pacto de ficción, según el cual el autor no puede ser iden-
tificado ni con el narrador ni con el protagonista ni con los per-
[111]
sonajes de la historia. Es decir, existe entre éstos un distancia-
miento formal y pragmático, ratificado por la disociación nomi-
nal, pues, como ya he dicho, ni el narrador ni los personajes de
la novela autobiográfica pueden tener el mismo nombre que el
autor. De acuerdo con esto, el autor desaparece formalmente del
ámbito textual de la novela y delega la conducción del relato en
el narrador o protagonista, que en principio en nada hace supo-
ner que se trata del autor mismo. A veces, como ya dije arriba,
permanece anónimo, lo que en cierto modo puede entenderse
como una invitación ambigua a que el lector establezca alguna
relación entre ambos, al no disociarse explícitamente a través de
un nombre diferente al autor67.
Ahora bien, una vez establecido textual y paratextualmente
el pacto de ficción, el autor de una novela autobiográfica deja
huellas o marcas más o menos evidentes de sí mismo y de su
vida, abre pasadizos y tiende puentes intencionadamente entre
la esfera ficticia de la novela y su esfera personal. Es decir, el au-
tor se esconde tras su personaje, pero disemina rasgos persona-
les y coincidencias suficientes para establecer una relación entre
ambos. A pesar de la falta de compromiso o de promesa auto-
biográfica, el lector considera los índices de la ficción como sín-
tomas de intención autobiográfica. Ante una estrategia de este
tipo, el lector puede pensar que tiene razones suficientes para
sospechar que el autor esconde o disimula lo que de secreto e ín-
timo hay en el relato, y tiende a leerlo en clave autobiográfica.
Es decir, es como si éste tradujese a contenido autobiográfico lo
que es sólo lenguaje novelístico. El lector cómplice (también el
lector detectivesco) tiende a conectar con el autor y su mundo
real lo que no son sino indicios solapados o ficcionalizados de
referencias externas. El autor no le confía abiertamente su mundo
——————
67
Tanto en la forma de personaje anónimo como con nombre propio la ti-
pología de la novela autobiográfica puede presentarse bajo dos formas de per-
sona narrativa: autodiegética (yo) y heterodiegética (él). Philippe Lejeune, que
evita utilizar el término «novela autobiográfica» y prefiere hablar de «novela
personal» y sólo a regañadientes utiliza dicha denominación, lo que no deja de
ser un indicio de su escaso aprecio por esta denominación y, sobre todo, del in-
terés por destacar la diferencia entre novela y autobiografía, distingue dos mo-
dalidades discursivas en este tipo de novelas: las de discurso autobiográfico (o
personales), es decir, enunciado por una persona narrativa autodiegética, con
identidad nominal o anónima, y las de discurso biográfico (o impersonales), es
decir, formulado por una persona heterodiegética y cuyo protagonista puede
aparecer tanto con nombre propio expreso como anónimo (Le pacte autobio-
graphique, París, Seuil, 1975, pág. 25).
[112]
íntimo, pero le deja pistas suficientes, y de hecho le invita disi-
muladamente a que sea su interlocutor y confidente, es verdad
que distante y de papel. Por esa razón, para esta clase de lector
el héroe novelesco no es sólo un ser ficticio, es también un ser
de carne y hueso, desde el momento en que adivina que tras el
personaje se encuentra el autor, por cuyos secretos y pensamien-
tos personales se siente concernido. La seducción del autor o la
empatía del lector cumplen aquí un papel fundamental.
Por tanto, la novela autobiográfica se organiza como un jue-
go intelectual, consistente en resolver un problema, en el que el
autor ha dejado escondidas y dispersas las piezas y pistas para
su resolución, para que el lector establezca hipótesis o haga cá-
balas sobre su sentido final. Con estas indicaciones el lector pue-
de establecer relaciones de semejanza y parecido entre lo ficticio
y lo real, sondear y detectar cuánto del autor hay en el narrador
o protagonista novelescos, hasta descubrir que la historia ficti-
cia tiene una evidente deuda con la vida de aquél. Es ésta una
ecuación que el lector podrá despejar sólo parcialmente, pues
nunca tendrá completa seguridad de la correspondencia entre la
biografía del autor y lo que la novela relata.
Por fin lo diré. Para poder hablar de novela autobiográfi-
ca, además de esa disociación de autor y narrador, caracterís-
tica del género, es necesario que, bien desde la intención del
novelista o desde la expectativa del lector, se perciban la his-
toria y su protagonista o los personajes de ésta, como una pro-
yección, encubierta y disimulada, de la propia vida y persona-
lidad del autor o que, al menos, en los perfiles de la ficción se
dibuje una figura en la que se reconozcan o encuentren pare-
cidos con éste. Sea porque el texto novelesco coincide con los
contenidos de otros textos autobiográficos, sea por informa-
ciones biográficas ajenas al autor, o porque se nota demasiado
bajo el disfraz o la impostura que el autor cuenta su vida con
escaso disimulo, el lector encuentra evidente el autobiografis-
mo de la novela, pero no está facultado para decir que se tra-
ta de una autobiografía. Ante la imposibilidad de poder defi-
nirla más satisfactoriamente y con la advertencia de que lo
que sigue no es sino una simple y voluntariosa propuesta de
definición: la novela autobiográfica es un relato que esconde
primero, para mostrar disimuladamente después, la relación
entre la verdadera biografía y personalidad del autor empírico
y la biografía y personalidad del narrador o del protagonista
ficticio.
[113]
3.3. Novela autobiográfica y realismo decimonónico:
Pérez Galdós, Pardo Bazán y Clarín
——————
68
Citado por Georges May, La autobiografía, México, FCE, 1982, pág. 221.
69
Benito Pérez Galdós, Recuerdos y memorias, Madrid, Tebas, 1975, pág. 68.
[115]
fueron constantes, pues estimó siempre que la «vida» que se ex-
presa en los libros de un autor tiene mucho mayor interés que la
vida anecdótica: «La vida del escritor está en los libros»70. Lo
cual podía querer decir dos cosas bien distintas: que la auténti-
ca vida del escritor se reducía sólo a la escritura de sus libros
(opción que no cuadra con el carácter de acta o documento so-
cial con que Galdós concibió su arte, ni con su propio vitalismo)
o que la verdad de la vida del escritor está en sus novelas, pero
escondida o camuflada, que parece ser el verdadero sentido de
su lapidaria frase. En fin, en esta cuestión, Galdós se comporta
de una manera ya consabida: rechaza la autobiografía por anec-
dótica e indiscreta, pero recurre a ella a la hora de escribir sus
novelas e incluso al interpretarlas.
Don Benito, ciego y en circunstancias personales poco pro-
picias para la rememoración exigente, se decidió a publicar sus
memorias en 1914, obligado quizá por las conocidas estreche-
ces económicas que presidieron los últimos años de su vida. Sin
embargo, el autobiógrafo evitó referirse a aquellos pasajes priva-
dos e íntimos que más celosamente había escondido, los que tal
vez tenían mayor interés biográfico y trascendencia literaria, y
guardó sobre éstos un pudoroso silencio. Pero nadie se llevó
ninguna sorpresa, pues era bien conocida, como digo, su actitud
anti-biográfica, y por si hubiera dudas, a manera de aviso de na-
vegantes, las tituló Memorias de un desmemoriado, que dan
idea precisa de su desganadísima memoria en este ejercicio.
Galdós defendió siempre y de forma oficial una novela sin
añadidos ni tintes subjetivos, y su desgana y falta de riesgo auto-
biográfico hay que entenderlos más como una opción de vida y
de praxis social que como un principio verdaderamente litera-
rio. En fin, sus declaraciones contra la autobiografía, que él in-
variablemente considera de mal gusto, y la oposición a leer las
novelas en clave autobiográfica hay que entenderlas como la de-
claración oblicua del deseo de no ser observado ni juzgado en su
intimidad, y por consiguiente no le apetecía ser descubierto en
sus escondites ficticios. Y es que a pesar de su rechazo a contar
la vida privada en sus memorias, parte de su novelística no se
entendería completamente o recibiría una explicación insufi-
ciente sin relacionarla con su vida y su personalidad. Su recha-
zo a introducir la subjetividad en sus novelas no quiere decir
——————
70
«Variedades. Carlos Dickens», La Nación, 9 de marzo de 1868, en Carmen
Bravo Villasante, Galdós, Madrid, Mondadori/Biografía, 1988, págs. 67 y ss.
[116]
que no utilizase lo vivido para escribir sus obras, al contrario, lo
hace de acuerdo con dos procedimientos novelesco-autobiográ-
ficos:
a) Autobiografismo «chismográfico», por utilizar un voca-
blo del gusto del autor canario. No conocemos muchas referen-
cias autobiográficas en sus novelas (no se hace patente en Gal-
dós la pretensión de auto-representarse), pero algunas son sa-
brosas y relevantes, sobre todo cuando tocan el aspecto tan
importante en su vida como fue el de las relaciones femeninas.
La novela La incógnita relata una infidelidad femenina: una mu-
jer engaña a su marido con otro hombre. El esposo hace gran-
des esfuerzos para perdonarla y, no sin reservas, lo hace. Hasta
ahí la ficción. Pero, si pasamos a la biografía del escritor, este ar-
gumento novelesco se ilumina, cobra su verdadero peso, deja de
ser un mero motivo manido de novela decimonónica, para reve-
larnos la intensidad e importancia que tuvo para el novelista.
Sabemos que Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, aun-
que no estuvieron casados (ella sí, pero mantuvo una vida ma-
trimonial muy independiente) ni convivieron bajo el mismo te-
cho, fueron amantes durante un periodo largo de sus vidas y,
por las cartas de doña Emilia, sabemos que ella fue infiel a Gal-
dós con Lázaro Galdeano en una breve estancia en Barcelona.
El affaire de la infidelidad hirió en su orgullo a don Benito, que,
dicho sea de paso, no era ningún santo. Y dio cumplida cuenta
de la medida de su dolor en la novela citada y, unos años des-
pués, volvió a utilizar el mismo asunto en la obra teatral Reali-
dad. Doña Emilia, por su parte, dio su versión de los hechos y
cumplida respuesta a don Benito en su novela Insolación. No es
la única ocasión en que la relación con doña Emilia y sus consi-
guientes diferencias amorosas aparecen en su obra. Por ejemplo,
en Tristana desarrolla sus discrepancias con el feminismo de la
época y prolonga la discusión con doña Emilia71.
b) Autobiografismo complejo. Hay en Galdós un segundo
modo de autobiografismo novelesco en que no utiliza ya ni his-
torias ni datos personales para construir sus ficciones, sino que
toma la trama y los personajes ficticios o históricos como recep-
táculos vacíos en los que alojar su propia subjetividad e ideolo-
gía, para desde dentro, y viviendo los dramas de aquéllos, bus-
——————
71
Carmen Bravo Villasante, Galdós, Madrid, Mondadori/Biografía, 1988 y
Cartas a Galdós de Emilia Pardo Bazán (ed. de Carmen Bravo Villasante), Ma-
drid, Turner, 1975.
[117]
car respuestas personales de manera discreta y distanciada. En
estos relatos, Galdós utiliza la novela a manera de hipótesis au-
tobiográfica, en la que plantearse cómo actuaría él, desde su
personalidad y principios, en el caso de tener que enfrentarse a
los problemas que afrontan sus personajes. Las series de los Epi-
sodios nacionales, pero no sólo éstos, también Misericordia, La
deshederada, Fortunata y Jacinta, Las novelas de Torquemada,
son algunos relatos en los que Galdós vierte de manera noveles-
ca sus propias convicciones políticas, religiosas e íntimas en el
molde de historias y personajes (ficticios o históricos) que en
principio nada tienen que ver con su vida anecdótica ni con su
derrotero personal. En apoyo de este segundo modo de autobio-
grafismo de la novela galdosiana, basta leer algunas páginas de
sus descoloridas memorias, tan ilustrativas por otra parte en
este sentido, en las que Galdós cuenta cómo se encierra en su
casa con sus personajes o cómo vuelve a relacionarse con ellos
después de unas vacaciones:
Expirando el verano, volví a Madrid, y apenas llegué a mi
casa, recibí la grata visita de mi amigo el insigne varón don
José Ido del Sagrario, el cual me dio noticia de Juanito Santa
Cruz y su esposa Jacinta, de doña Lupe la de los Pavos, de
Barbarita, Mauricia la Dura, la linda Fortunata, y, por último,
del famoso Estupiñá. Todas estas figuras pertenecientes al
mundo imaginario, y abandonadas por mí en las correrías ve-
raniegas, se adueñaron nuevamente de mi voluntad72.
——————
72
Recuerdos y memorias, pág. 207.
[118]
tos explícitamente personales. Sin embargo, Leonardo Romero
Tovar y Paciencia Ontañón de Lope han hurgado en la ficción
clariniana desde los presupuestos de la crítica biográfica y de la
psicocrítica respectivamente y han encontrado determinadas
imágenes reiterativas que sólo cabe explicar desde ciertas obse-
siones o contradicciones íntimas73.
Su actitud frente a lo autobiográfico resulta tan despectiva
como la de Galdós, un poco más si cabe en su caso, toda vez que
como crítico tiene una mayor responsabilidad o al menos más
ocasiones de mostrar su postura. Clarín menosprecia y ridiculi-
za explícitamente la actitud autobiográfica y confesional. No
duda en calificar de «cursiladas» lo que considera puro exhibi-
cionismo romántico en su «Palique autobiográfico», esgrimien-
do el argumento de la preceptiva realista, según el cual la nove-
la debía ser autónoma e impersonal con respecto al autor74. Sin
embargo, el autor de La Regenta, aunque la suya fuese una pau-
tada y tranquila vida de trabajo y familia, no ignoraba que este
principio de la poética realista, consistente en separar tajante-
mente al autor de su obra, no dejaba de ser una restricción inte-
lectual y una simplificación. Defendía y comprendía las razones,
de comodidad antes que literarias, que autores como Flaubert,
adalid máximo de la novela autónoma e impersonal, podían es-
grimir al sentirse espiados por los periodistas y por el público
que trataban de relacionar a toda costa la vida personal del au-
tor con la de sus personajes literarios. Su contradicción reside
precisamente en defender la impersonalidad de la obra y al mis-
mo tiempo utilizar ciertas claves biográficas para criticarla y
analizarla. Por ejemplo, cuando afirma que la novela de Flau-
bert, Bouvard y Pecuchet, no podía leerse sin tener en cuenta las
ideas espirituales del autor o sin hacernos una idea de las mis-
mas, su posición teórica y crítica se vuelve cuando menos ambi-
gua y se llena de expectativas autobiográficas75. Igualmente, y
——————
73
Leonardo Romero Tovar, «Reflejos autobiográficos en la narrativa clari-
niana (Sobre las relaciones entre vida y literatura)» y Paciencia Ontañón de
Lope, «Proyecciones psicológicas en la obra de Clarín», Leopoldo Alas. Un clá-
sico contemporáneo, Actas del Congreso de Oviedo (noviembre de 2001),
Oviedo, Universidad de Oviedo, 2002, págs. 135-156 y 749-765.
74
«No teman ustedes que les cuente mis primeros amores, ni haga confe-
siones ni otras cursiladas por el estilo», Clarín «Palique autobiográfico», La Pu-
blicidad (3 de marzo de 1892), citado por Leonardo Romero Tovar, art. cit.,
pág. 141-142.
75
Clarín, Nueva campaña, Madrid, Fernando Fe, 1887, págs. 231-232.
[119]
de forma no menos chocante, cuando Clarín elogia por ejemplo
la opacidad biográfica de Madame Bovary y otras obras del au-
tor francés, incurre en una tácita contradicción, pero no por eso
menos evidente, porque, ¿cómo, y en relación a qué, se puede
dictaminar la opacidad biográfica de una novela sino con res-
pecto a la biografía de su autor?
——————
76
La mayoría de los biógrafos de Baroja han reconocido en sus novelas una
innegable relación con la vida del autor y se han servido de ella con mejor o
peor fortuna. Así Miguel Sánchez-Ostiz ha manejado con matizada objetividad
y cautela las evidentes correspondencias entre ambas (Pío Baroja, a escena,
Madrid, Espasa, 2006) y Eduardo Gil Bera, a veces de manera harto tendencio-
sa y simplificadora, con vista a demostrar su tesis biográfica sobre el escritor
(Baroja o el miedo, Barcelona, Península, 2001). A juicio de Sánchez-Ostiz, en
la biografía citada, entre la andadura vital y la obra del novelista donostierra se
teje un enrevesado tejido de correspondencias de tal manera que «resulta fasci-
nante ver los entresijos entre vida e invención literaria, y de qué manera en Baro-
ja, desde el comienzo, lo vivido termina de una manera o de otra en papeles, nu-
triendo éstos de los detalles más vívidos, los que les dan peso» (ob. cit., pág. 274).
[121]
yen las coordenadas vitales del autor. De este modo el novelista
cuenta su vida bajo el disfraz de la ficción, escondiendo su his-
toria lo suficiente para no poder ser identificado.
Entre las novelas de Baroja que podemos considerar especí-
ficamente autobiográficas cabe destacar La sensualidad perver-
tida, una novela que Baroja publicó en 1920, escrita basándose
en buena medida en lo vivido unos años antes, sobre todo en
una estancia de unos meses en París durante 1913 y de la rela-
ción amistoso-sentimental que mantuvo con una bella y distin-
guida señora rusa casada, relación que, sin llegar casi a nacer, se
frustró, según parece, por la indecisión y temores del escritor. Al
referirse a esta novela, Baroja dice textualmente en el tomo II de
sus memorias: «...mi novela La sensualidad pervertida [...] es
autobiografía» (sic). La relación entre la novela y las memorias
es tan estrecha que, cuando Baroja quiso referirse a este episo-
dio de su vida en sus memorias, quizá por comodidad o por fal-
ta de tiempo para escribir de nueva planta y autobiográficamen-
te este episodio, echó mano de lo escrito en la novela y copió el
séptimo capítulo de la novela, el titulado «Otoñal», casi literal-
mente, al redactar el cuarto tomo de las memorias, en la sexta
parte «Intermedio sentimental», con los únicos e imprescindi-
bles cambios de persona narrativa (de la tercera a la primera) y
de estilo.
Además, Luis Murguía, que así se llama el protagonista del
relato, construido y observado desde la tercera persona narrati-
va, es un trasunto del autor, y coincide con él en rasgos bien ca-
racterísticos de la psicología de Baroja: su proverbial pasividad
y retraimiento con las mujeres, su temor o precaución para evi-
tar cualquier roce comprometedor, su preferencia por las muje-
res extranjeras antes que las españolas, de las que siempre criti-
có su escaso interés por la cultura. Luis Murguía sintetiza en
buena medida la idiosincrasia liberal del autor, su fuerte nihilis-
mo y su acendrado escepticismo con respecto a cualquier insti-
tución humana, sea política o religiosa, en fin, comparte con
don Pío la misma falta de fe en el hombre. La identidad de Ba-
roja está debidamente camuflada o difuminada, pero el persona-
je de ficción reúne algunos atributos coincidentes con el autor,
como su origen vasco, su residencia en Madrid, así como sus
viajes frecuentes a la capital francesa, con un juego de guiños de
acercamiento y distanciamiento que buscan la complicidad del
lector. Sin embargo, la onomástica del personaje en nada recuer-
da a la del autor.
[122]
En la obra narrativa de Baroja, hay bastantes episodios más
de relaciones amorosas frustradas del mismo o similar cariz que
el de La sensualidad pervertida, pero siempre con la constante
de que es el protagonista masculino el que huye o desaparece
ante el peligro que supondría el compromiso de una relación es-
table y larga: César o nada, El árbol de la ciencia o el cuento
«Bondad oculta», de Vidas sombrías. En estos relatos son
siempre los personajes masculinos barojianos los que aceptan
su incapacidad o cobardía, antes que cargar misóginamente,
como tantas veces se dice, las culpas sobre los personajes fe-
meninos. En todos los casos, tal como el propio Baroja recono-
ce, y sus biógrafos han rastreado, el núcleo argumental tiene
un componente autobiográfico. En estas novelas en las que los
caracteres de los personajes novelescos y los episodios de su
vida amorosa establecen una relación de semejanza fuerte con
Baroja y su vida, se hace ostensible el grado más intenso de au-
tobiografismo, sin embargo, a pesar de las evidencias autobio-
gráficas, el novelista reconstruye o representa su propia vida o
una parte de ella siempre a través de una máscara y de manera
más o menos velada.
Se puede distinguir un segundo tipo de autobiografismo no-
velesco que, tal como el propio Baroja reconoce en sus memo-
rias, patentiza la deuda que determinados relatos ficticios tienen
con su vida o con episodios y con personas que quedaron graba-
dos en su memoria infantil y juvenil. Suelen ser estos relatos de
un menor calado autobiográfico en el sentido de que no proyec-
tan ni aspiran a proyectar una imagen de sí mismo. Son marcas
vitales del autor en su obra, que podríamos denominar, sin nin-
guna retranca peyorativa, «autobiografismo anecdótico», un ter-
mómetro para medir el sentimentalismo y la nostalgia de ciertas
reminiscencias del pasado, aunque esto no resulte fácil de des-
lindar en libros concretos, pues también en estos casos los per-
sonajes pueden tener algo de alter ego del autor. Por ejemplo, el
ambiente callejero de su infancia en Pamplona inspira y ambien-
ta la novela Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre
Paradox, tanto que cuando en las memorias quiere evocar aque-
llos años se limita a copiar páginas enteras entrecomilladas77.
Además, encontramos, embutidos en esta novela, datos auto-
biográficos precisos del autor como la fecha de nacimiento, sus
——————
77
Cfr. Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino. Familia, infancia y
juventud, II, Madrid, Caro Raggio, 1982, págs. 134-144.
[123]
correrías por los lugares y santuarios de la bohemia madrileña,
su perfil profesional de médico-panadero, etc., que se engastan
en la ficción general del personaje.
En algunas novelas subsiste la impresión entrañable o el re-
cuerdo aterrorizado de determinadas personas, que permanecie-
ron en la memoria y después se precipitaron en el crisol de la al-
quimia literaria, tomando forma de personajes novelescos. Es el
caso de Parodi, el secretario de ayuntamiento en Zalacaín, el
aventurero, el de la mujer que conoció en Borombio y que pasó
al cuento ya citado de «Bondad oculta» o las dos muchachas, hi-
jas de una posadera, que le sirvieron de inspiración de Marina y
Blanca en El mayorazgo de Labraz. Otras veces son los espacios
urbanos o las casas de las novelas las que señalan la deuda con
la biografía del escritor. La casa de su tía Juana Nessi, en la calle
madrileña de la Misericordia, donde estaba la panadería que di-
rigió durante años el escritor, llena de vivencias y recuerdos, fue
una caja de resonancias memorialísticas históricas, sociales y fa-
miliares y de misterios, que animaron novelas de Baroja como
Últimos románticos y El sabor de la venganza.
Por último, podemos señalar un tercer tipo de autobiografis-
mo más general, pero no por eso menos importante, aunque es
difícil de identificar o fijar en hechos, personas o datos concre-
tos. Es un tipo de autobiografismo que me atrevo a considerar
de carácter ideológico o idiosincrásico, por el cual la ideología y
el talante del creador inspira los discursos o actitudes de los per-
sonajes, del mismo modo, valga la comparación, que el talante
de los padres acaba por impregnar y conformar a veces a los hi-
jos. En esas ocasiones son las ideas políticas, la filosofía vital y
los resortes psicológicos más característicos de Baroja, los que
constituyen los argumentos fundamentales de la novela, lo que
da vida a los personajes y sentido a los hechos que allí se cuen-
tan. Aquí encontramos una inspiración autobiográfica más am-
plia, bien porque el autor introduce algún aspecto de su perso-
nalidad íntima o deja el poso de su ideología en la historia inven-
tada. Es posible que quepa considerar buena parte de la obra
novelística de Baroja bajo este tipo de autobiografismo, pero
quizá sea en obras como El árbol de la ciencia, Camino de per-
fección o Las noches del Buen Retiro, por poner tres ejemplos
notables, donde Baroja, amén de introducir aquí y allá anécdo-
tas de su vida, vuelque con más claridad su visión desesperanza-
da y nihilista del mundo y de la existencia, y la escasa confianza
que le merece el hombre y la sociedad en su conjunto.
[124]
CAPÍTULO III
«Aventis» de autor
1. LA AUTOFICCIÓN
[128]
invitación a que el lector reconozca la figura de éste en el texto,
aunque dicha identificación quede inmediatamente atenuada o
desmentida al producirse en el contexto de una ficción. De este
modo, el autor autoficcionario se afirma y se contradice al mis-
mo tiempo. Es como si nos dijese: «Éste soy y no soy yo, parezco
yo pero no lo soy. Pero, cuidado, porque podría serlo». O como
sintetiza Gérard Genette de manera acertada, la autoficción de-
bemos entenderla como un relato en el que el autor advierte:
«Yo, autor, voy a contaros una historia, cuyo protagonista soy
yo, pero nunca me ha sucedido»79.
En resumen, la autoficción puede simular una historia auto-
biográfica con total transparencia y, sin embargo, tratarse de
una pseudo-autobiografía, o por el contrario ser lo que parece
sin apenas disimulo, es decir, una autobiografía en el molde de
una novela. Dicho de manera esquemática y resumida, la auto-
ficción puede:
a) simular que una novela parezca una autobiografía sin
serlo o
b) camuflar un relato autobiográfico bajo la denominación
de novela. En ambos casos la vacilación lectora es de muy dis-
tinto calado. Efímera en este segundo caso y más compleja y
continuada en el primero.
En ese dilema se ha de mover el lector de una autoficción:
¿se trata de un relato de apariencia autobiográfica o se trata de
una autobiografía sin más ficción que la etiqueta de novela?
Ambas soluciones son posibles, pero sin olvidar que la solución
autobiográfica y la solución novelesca son los dos extremos de
un arco en el que caben infinidad de puntos intermedios. Cuan-
to más sutil sea la mezcla de ambos pactos, más prolongado será
el efecto de insolubilidad del relato y mayor el esfuerzo para re-
solverlo. Entre la novela y la autobiografía hay una gran varie-
dad de formas y estrategias y una infinidad de posibilidades y
grados. Según se mire, la autoficción propone un pacto de fic-
ción por la indicación genérica que preside el relato, o un pacto
autobiográfico por la utilización del mismo nombre propio que
el personaje toma del autor. Pero su simulación, como acabo de
decir, puede ser doble y engañosa. En ambos casos, pero sobre
todo en el primero, la identidad nominal acrecienta la confusión
y perturba la expectativa de los lectores.
——————
79
Gérard Genette, Ficción y dicción, pág. 70.
[129]
El relato autoficticio guarda una equidistancia simétrica con
respecto a la novela y a la autobiografía, pues si bien, al introdu-
cir, como he dicho, en una novela el nombre del autor donde no
cabía o no se esperaba encontrar, se acerca al pacto autobiográ-
fico, algunos datos biográficos ficticios lo vuelven misterioso e
indefinido, dotando a la evidencia autobiográfica de un aura de
incertidumbre. Además, en muchas circunstancias, la mejor ma-
nera de esconderse es mostrarse abiertamente, igual que la me-
jor manera de ocultar un secreto es dejarlo a la vista de los de-
más como la «carta robada» del cuento de E. A. Poe.
Sea la que sea la importancia o la frivolidad del invento, sus
limitaciones o rémoras, lo cierto es que la autoficción resulta ser,
a pesar de su apariencia de artefacto o de fruto de cultivo tras-
génico, la estrategia autobiográfica más desconcertante y tras-
gresora que nos encontramos en este panorama de las novelas
del yo. No es desde luego una autobiografía, pues no anuncia
que va a decir la verdad, y tampoco cabe confundirla con la no-
vela autobiográfica, porque no comparte con ésta el mismo sen-
tido de disimulo o disfraz. Al contrario, se mueve en una mayor
indeterminación si cabe, pues su aparente transparencia auto-
biográfica nos deja a veces inermes ante su posible interpreta-
ción.
La autoficción establece un estatuto narrativo nuevo, cuya
hibridez puede que no dé resultados siempre interesantes o sig-
nificativos, pero se caracteriza por proponer algo diferente a la
novela autobiográfica. En la medida que no disfraza la relación
con el autor, como lo hace la novela autobiográfica, la autofic-
ción se separa de ésta, y en la medida que reclama o integra la
ficción en su relato se aparta radicalmente de la propuesta del
pacto autobiográfico. No basta con reconocer o atestiguar ele-
mentos biográficos en el relato para considerarlo una autofic-
ción y para identificar los personajes novelescos con su autor,
sino una calculada estrategia para auto-representarse de manera
ambigua.
Como se puede ver en el cuadro 2, la autoficción se caracte-
riza por la absorción de elementos de los relatos limítrofes. Su
relación con la novela le da una libertad casi absoluta, toda vez
que ésta se caracteriza por su falta de límites y por su polimor-
fismo, pues se adapta a todas las formas y propuestas posibles,
incluso aquellas que niegan o rechazan su pertenencia al género
novelístico. Algunas autoficciones, como las de Javier Marías y
de Enrique Vila-Matas, que más abajo comentaré, juegan con
[130]
estos principios descritos o los subvierten, sin dejar de apuntar
una clara intención de representación autoficticia por parte del
autor.
Por otra parte, la autoficción comparte rasgos genéticos co-
munes con la novela autobiográfica (también por supuesto con
la autobiografía), pero realiza una mutación con respecto a
aquella y establece una propuesta narrativa diferente, que
como tal permite posibilidades y resultados distintos. Entre la
novela autobiográfica y la autoficción, en la teoría al menos y
también en los ejemplos más logrados, se produce un salto
cualitativo, pues se instala en un diferente dispositivo autobio-
gráfico y ficticio, que nada tiene que ver con la cantidad de re-
ferencias biográficas. Dicha mutación consiste en pasar del di-
simulo y del ocultamiento de la novela autobiográfica a la
simulación y a la transparencia o, mejor, a la apariencia de
transparencia.
El paso de la novela autobiográfica a la autoficción señala el
tránsito del disfraz ficticio al nombre propio verdadero, sin que
disminuya por ello la ambigüedad a la que nos tenía acostum-
brados la primera, al contrario, se torna más sutil e inquietante
en la segunda. En otras palabras, lo que en la novela autobiográ-
fica es una relación encubierta entre el autor y su personaje,
que, no obstante, permite detectar el parecido entre los hechos
novelescos y los sucesos biográficos comprobados, se convierte
en la autoficción en una relación expresa (sin que ello quiera de-
cir que bajo ésta no puedan producirse equívocos o impostu-
ras). Este dispositivo hace posible que elementos biográficos del
autor, conocidos y desconocidos, irrumpan en la historia como
material narrativo en bruto, coexistiendo abierta o sutilmente
junto a otros que son o parecen ficticios.
Si el carácter contradictorio de la novela autobiográfica
(ocultamiento + desvelamiento) revela que ésta se inscribe en
un contexto que estimula y también critica y culpabiliza la ex-
presión libre del yo —no en vano el autor se exhibe/oculta por
miedo a ser reprobado moralmente o tildado de autocompla-
ciente y narcisista—, el de la autoficción, que aparece en un
marco no menos contradictorio, propaga la idea de la debilidad
y fragmentación del sujeto y, al tiempo, hace proliferar una exa-
gerada reproducción y profusión exhibicionista del mismo.
Como el narrador y protagonista de Doctor Pasavento, la nove-
la de Enrique Vila-Matas, el yo autoficticio se ocupa de reiterar
su exasperante programa de desapariciones y reapariciones su-
[131]
cesivas, en las cuales pareciera que cuanto más se difunde y se
repite la idea de la desaparición del sujeto o de la muerte del
hombre, mayor y más aguda fuera la necesidad de afirmar y
mostrar ese yo supuestamente moribundo. En la medida que la
novela autobiográfica es deudora de una atmósfera que fomen-
ta el secreto y su ocultación, y pugna o juega a revelarlo de ma-
nera camuflada, la transparencia y visibilidad del sujeto en la so-
ciedad actual concuerda mejor, en cambio, con el gusto por el
juego y la simulación engañosa de la autoficción.
La novela autobiográfica —siguiendo con la comparación—
puede sugerir o hacer sospechar al lector que el parecido entre el
protagonista, el narrador y el autor permite una incierta identifi-
cación, pero nunca la confirma con la ratificación de su identidad.
Puede haber muchas coincidencias o pistas que permiten la rela-
ción de parecido, pero nunca se consagra ni se confirma que son
el mismo. Los equívocos de la novela autobiográfica se producen
sobre todo a nivel de enunciado narrativo, porque, con respecto a
la enunciación, al lector no le puede caber ninguna duda en prin-
cipio de que se encuentra ante una novela, aunque pueda descu-
brir algunos datos biográficos del autor y sospechar que se escon-
den algunos más. Por el contrario, en la autoficción, la relación
entre personaje, narrador y autor se comprueba inequívocamente
por la misma nominación y, en principio, la posición enunciadora
es la del pacto autobiográfico. Sin embargo, esta relación resulta
contradictoria con el estatuto narrativo ficticio otorgado al relato.
En la novela autobiográfica la indefinición del relato procede de
las contradicciones del enunciado en el que el autor, haciéndose
pasar por otro, se enmascara en sus personajes; la de la autofic-
ción proviene, sobre todo, de su contradicción estatutaria (nove-
la y/o autobiografía), por la simulación de una y otra que abre el
relato al vértigo interpretativo, al que más adelante me referiré de
manera más detenida, en el cual la identidad nominal de persona-
je y autor podría tratarse de una ficción o, simplemente, de una
engañosa apariencia autobiográfica.
Aunque existen relatos que plantean problemas de difícil so-
lución, las diferencias entre el estatuto narrativo de la novela au-
tobiográfica y de la autoficción son inequívocas, al menos en
teoría, por lo que identificarlas sin más o renunciar a sus dife-
rencias, además de resultar confuso, supone una claudicación al
uso descuidado e impreciso del término autoficción, con que al-
gunos críticos lo utilizan por la pura y simple razón de parecer-
les más moderno que el de novela autobiográfica.
[132]
DOS EJEMPLOS DE EXCEPCIÓN
[133]
pensable la posesión de un pasado propio para escapar al vérti-
go de la pérdida de identidad:
Aquí no sólo soy un extranjero del que nadie sabe nada y
que a nadie importa, del que no se sabe nada biográficamen-
te importante y sí que no se quedará para siempre, sino que lo
más grave y determinante es que aquí no hay ninguna perso-
na que me haya conocido en mi juventud ni en mi infancia.
Eso es lo que resulta perturbador, dejar de estar en el mundo
y no haber estado antes en este mundo. Que no haya ningún
testigo de mi continuidad.
——————
81
«El hombre que pudo ser rey», El País, 23 de mayo de 1985.
[135]
por interpretarlo como relato ficticio, el lector considera desco-
nectados entre sí al narrador-protagonista y al autor. Pero ni la in-
terpretación autobiográfica ni la novelesca parecen que sean con-
vincentes por sí solas, pues ni la lectura en clave ficticia del relato
puede minimizar los numerosos elementos y circunstancias coin-
cidentes de la vida de Marías que han pasado a su personaje, ni la
lectura en clave autobiográfica puede ignorar que ciertos rasgos
del protagonista novelesco (con mucho dinero, casado y con un
hijo) no corresponden en absoluto a la biografía del autor.
De este modo, el narrador, al no hacer explícito su nombre
(recuérdese que el narrador-protagonista de la novela es anóni-
mo), y no obstante jugar con la expectativa de revelarlo, prolon-
ga el equívoco durante la lectura, quedando el relato en una ma-
yor indeterminación estatutaria e interpretativa, pues, al no ex-
plicitar la onomástica del narrador, no puede ser corroborada la
hipotética o aparente identidad entre éste y el autor y, en conse-
cuencia, tampoco podríamos afirmar que nos encontramos del
lado de la novela o de la autobiografía.
En conclusión, si no tiene sentido incurrir en una simplifica-
dora y crédula interpretación autobiográfica, dando por verda-
deros los datos y atributos (ficticios) del narrador, tampoco lo
tiene negar el carácter híbrido de este relato, pues, si no puede
ser considerada una autobiografía, tampoco se trata de una no-
vela sin más. En mi opinión, la peculiaridad de Todas las almas
no reside tanto en el contenido autobiográfico, como en su esta-
tuto narrativo ambiguo: no ser ni autobiografía ni novela o ser
ambas cosas a la vez de manera transgresiva. El relato de Marías
problematiza la idea de novela, pero también socava los princi-
pios de la autobiografía, pues, al tiempo que incita a leerla como
tal, desautoriza esta posibilidad. Tampoco es posible adscribirla
plenamente a la categoría de la autoficción, pues la radical ano-
nimia del narrador, le impide cumplir la condición de la identi-
dad nominal. No es que desconozcamos su nombre verdadero o
que no se indique como resulta coherente en un discurso en pri-
mera persona, sino que, al ser llamado genéricamente «el espa-
ñol» o escondido ocasionalmente tras el nombre falso de Emilio,
el autor juega con la expectativa que el conocimiento del nom-
bre verdadero del personaje produciría en el lector.
El equívoco onomástico que Marías fomenta en Todas las
almas, con la alternancia de anonimia, nombre genérico («el es-
pañol») y nominación falsa («Emilio»), que sugiere y niega la
identidad entre autor y personaje novelesco, unido a la indeter-
[136]
minación genérica, no es ni un simple juego ni mucho menos
algo banal. Ambos aspectos del relato están estrechamente liga-
dos a los dos centros más importantes del universo narrativo de
Marías: la incertidumbre azarosa de la existencia y la incom-
prensibilidad de un mundo sin referencias estables. En torno a
esos dos grandes temas del mundo de Marías giran otros como
la pérdida de la identidad, la disolución del pasado, los errores
de la memoria o las limitaciones del lenguaje para contar lo ocu-
rrido. Sin embargo, lo que caracteriza al narrador de Marías es
que a pesar de todos estos impedimentos no claudica ni renun-
cia a dar su versión de lo sucedido, al contrario, contra lo que
las apariencias pudieran dar a entender, la prueba de la fe en el
acto de contar y la creencia en la posibilidad de superar todas
esas limitaciones es el relato mismo.
Por consiguiente, Marías utiliza las posibilidades y estrate-
gias de la autoficción, pero las lleva hasta el límite, socavando
los estrechos márgenes de la excepción, ya que la anonimia del
narrador-protagonista de este relato y el juego de identidades in-
citan la curiosidad del lector, incrementan sus dudas interpreta-
tivas y finalmente enriquecen la novela misma82. En cualquier
caso, el lector se queda vacilante sin saber a qué carta jugar.
[137]
años después en la novela que le permitiera realizar esa fantasía
de inventarse una vida: dimitir de sí mismo para desaparecer
tras otras máscaras. Se trata de una novela llena de juegos espe-
culares y desdoblamientos (en realidad no se trata de un escritor
sino de una cadena de escritores: Rosario Girondo y sus dobles
sucesivos, incluido su hijo Montano), de imposturas literarias,
de obras apócrifas y autores inexistentes, con guiños evidentes
para que el lector imagine la posible identificación del autor y
sus personajes, pues introduce suficientes elementos coinciden-
tes (el escritor, protagonista de la novela, nació en 1948 en Bar-
celona y vive en esa ciudad, igual que la biografía de Vila-Matas,
incluida en la solapa del libro, nos informa, y ha escrito, también
como el autor, una obra sobre los escritores que decidieron un
día no escribir más, Bartleby y compañía), como numerosos son
los distanciamientos entre ambos para que se deseche cualquier
maniobra identificadora.
En este contexto, lo único real resulta ser la literatura que es
el espacio donde el narrador ha elegido vivir: «Quizá la literatu-
ra sea eso: inventar otra vida que bien pudiera ser la nuestra, in-
ventar un doble» —comenta el narrador al comienzo de la nove-
la. Sin una vida propia, este anti-héroe o anti-escritor, forajido
de sí mismo, vagabundea sin rumbo por el mapa de su bibliote-
ca, pues, enfermo de literatura como está y sabedor de que no
existe terapia fuera de la misma literatura, no le queda más re-
medio que «vivir» en la realidad del papel. Así hace suyos los
textos de otros —literatura de literatura—, repite la biografía de
los escritores de prestigio, rescribe sus diarios (la suya es una
novela-diario formada con todos los diarios míticos de la tradi-
ción postromántica), se introduce en la vida y en los cuerpos de
éstos e imagina que vive. Por tanto, el yo del personaje es un es-
pacio vacío, que va circulando por las numerosas y diferentes al-
ternativas que le ofrecen las obras y vidas de sus autores prefe-
ridos. Dice Girondo, el narrador «oficial» de la novela, que el es-
critor es mejor que no se conozca, que no se fije ni establezca en
un solo yo, pues entonces estaría muerto. La enfermedad litera-
ria es finalmente un emblema de la crisis y del agotamiento de la
inventiva artística. La falta de impulso creativo resulta ficciona-
lizado, al mismo tiempo que es puesto en evidencia por la nece-
sidad de recurrir a las vidas y textos ajenos, incluso si es para pa-
rodiarlos y mezclarlos.
El texto que leemos, y que está escribiendo el narrador, es,
ya se ha dicho, una novela. No una novela autobiográfica para
[138]
contar lo vivido disfrazadamente o para imaginar lo que hubie-
ra podido vivir, sino una autoficción para explicar en clave iró-
nica los artificios de la invención de la nouvelle o novelita corta
que abre el libro, y para contar una hipótesis de vida, eso sí, muy
literaria, a través de un doble, que «okupa» aquellos escritores y
sus obras que se consideran afines o propicios para la vida per-
sonal que se pretende inventar. En París no se acaba nunca
(2003) y en Doctor Pasavento (2005), los libros de Vila-Matas
que cronológicamente siguen a El mal de Montano, el autor
abunda otra vez en el mismo tema de la literatura como razón
vital, pues en estos dos libros la invención literaria se convierte
nuevamente en la pauta o modelo de la vida y no al revés, como
en las novelas autobiográficas al uso se consagra: primero vivir,
después contarlo. En el universo novelesco de Vila-Matas se in-
vierte el orden: primero escribirlo para después vivirlo:
Había leído yo, no sabía dónde, que André Gide decía
que un artista no debía contar su vida tal y como la había vi-
vido, sino vivirla tal y como la iba a contar. Y en medio de
todo esto, ¿qué pensaba hacer yo? ¿Vivir mi vida tal como la
pensaba contar? ¿Y cómo se llevaba a cabo algo de ese esti-
lo? (París no se acaba nunca).
——————
83
Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975,
págs. 313-320.
[140]
De la primera solución se concluye que la autoficción ha
estado siempre entre nosotros y que para conocer su origen es
preciso remontar la corriente del tiempo en sentido ascenden-
te y retrospectivo para alcanzar la fuente primera, es decir, el
mito del origen legendario. En la segunda opción, se incurre
en el mito de la primera vez, según el cual se intenta fijar el
comienzo preciso de la autoficción, antes del cual no habría
tenido precedente ni existencia. De acuerdo con esta segunda
opción, sólo a partir de 1977, cuando Doubrovsky crea la de-
nominación, se establecería un hito histórico a partir de cual
es posible hablar de una nueva realidad hasta entonces inexis-
tente.
Se suele decir que «una cosa es la teoría y otra la práctica» y
que casi siempre la segunda se adelanta a la primera. En el caso
de la autoficción se afirma que fue la primera vez en que la teo-
ría nació al unísono de la práctica, cuando Serge Doubrovsky,
con su novela Fils, inventó al mismo tiempo el término, el con-
cepto y la práctica de la autoficción. Craso error. La práctica au-
toficticia, si no exactamente con la misma función, al menos for-
malmente ya existía, aunque hay que reconocerle al escritor
francés el mérito y el acierto de ser el creador del neologismo
que hizo fortuna y bautizó algo ya existente. Es verdad, por tan-
to, que, hasta que Doubrovsky lo formuló, no se había tenido
conciencia teórica ni genérica de la especificidad de este tipo de
relatos olvidados, rechazados, incomprensibles e inclasificables
por su forma contradictoria. Sólo a partir de entonces comien-
zan a reconocerse y a identificarse. Tampoco es menor su res-
ponsabilidad en el hecho de la revisión del extenso territorio
formado por la novela autobiográfica, despreciada y desatendi-
da mucho tiempo.
Pero si tuviéramos sólo en cuenta la aportación de Dou-
brovsky, podríamos sufrir el espejismo de pensar erróneamen-
te que antes de la aparición del neologismo no existían relatos
que respondiesen al concepto de autoficción o que el origen de
todo hubiese que situarlo en el año 1977, cuando el escritor
francés publicó la novela citada. Pero igualmente erróneo sería
afirmar que la aportación de Doubrovsky es irrelevante, pues
señaló un campo que estaba ahí a la vista de todos sin que na-
die lo viese.
Dicho de otro modo, una cosa es la creación del neologismo
que nombra el fenómeno de la autoficción y el debate teórico so-
bre sus posibles interpretaciones, y otra muy distinta la conside-
[141]
ración de sus precedentes. En la literatura española, como en la
francesa, cuya autoficción ha sido estudiada y censada desde la
década de los ochenta del siglo pasado84, y como la anglosajona
«self-fiction», que suele integrarse dentro de la denominación
más amplia de «factual fictions o non-fiction» con la forma sin-
crética de «faction»85, se pueden encontrar numerosos ejemplos
de autoficción con anterioridad a la fecha de 1977. Es induda-
ble que en la narrativa española del siglo XX, pero también en
menor medida en los siglos precedentes, se pueden rastrear re-
latos en los que el recurso autoficticio resulta evidente (algo así
como autoficciones avant la lettre) relatos que, al pasar, sospe-
cho, inadvertida su peculiaridad, eran colocados en el «cajón de
sastre» de la novela autobiográfica o en la autobiografía sin más
contemplaciones. El concepto de autoficción ha demostrado su
alto valor prospectivo para la narrativa española, en la que los
relatos autoficticios experimentan un auge notable a partir de
los años 70, crecen en los años siguientes a la muerte de Franco
y se desarrollan espectacularmente en la década de los ochenta,
manteniendo la misma progresión durante los noventa y en los
comienzos del siglo actual. Y esto vale también en líneas gene-
rales para la hispanoamericana, pues participa de una atmósfe-
ra intelectual y artística común, si bien con motivaciones histó-
ricas inmediatas diferentes.
La aportación de Doubrovsky ha demostrado además su va-
lidez explicativa, al permitir identificar retrospectivamente rela-
tos anteriores a 197786. En este sentido, si miramos a la literatu-
ra española, observamos, y a manera de ejemplo sólo, que Una-
muno en Niebla (1914), en Cómo se hace una novela (1927) y
en algún otro relato, o Azorín, en la «Trilogía de Antonio Azo-
——————
84
J. Lecarme y B. Vercier, La litterature en France depuis 1968, París, Bor-
dás, 1982, págs. 150-151. J. Lecarme, «Autofiction: un mauvais genre?», Auto-
fictions & Cie, París, 1994, Ritm, 6, págs. 227-249. J. Lecarme y E. Lecarme-
Tabone, L’autobiographie, París, Armand Colin, 1997, págs. 267-292.
85
Albert Stone, «Factual Fictions», Autobiographical Occasions and Origi-
nal Acts, Philadelphie, U. of Pennsylvania P., 1982.
86
A modo de comprobación consúltese el listado de autoficciones, que in-
cluyo en el Esbozo de inventario final, en la que se puede observar con claridad
el número creciente de esta clase de novelas. Este abultado número de autofic-
ciones en los últimos años es también una demostración de la desigual relación
entre autoficción y autobiografía, pues da la medida del lastre que soporta la
autobiografía española: escaso reconocimiento literario, invasión de la autobio-
grafía por la novela y evidente resistencia y rémoras al discurso autobiográfico
en España.
[142]
rín», utilizan el mecanismo autoficcional de manera muy decidi-
da y, por qué no decirlo, ciertamente mitómana, pues ambos no
cuentan lo que hacen, sino que aspiran a hacer lo que proyectan
sus respectivos personajes. Del mismo modo, en la obra litera-
ria de Manuel Azaña, El jardín de los frailes, en algunas novelas
de Sender, singularmente Crónica del alba, en la trilogía, La for-
ja de un rebelde, de Arturo Barea, en la novela Las delicias, de
Corpus Barga, por citar algunos contemporáneos de los prime-
ros, encontramos novelas que entran perfectamente en la clasi-
ficación de la autoficción.
Del mismo modo basta recapitular algunos ejemplos de la
novela hispanoamericana para percibir que el fenómeno tampo-
co es extraño a estas literaturas con anterioridad a 1977. Auto-
res como Rubén Darío (Oro de Mallorca), José Asunción Silva
(De sobremesa), Jorge Luis Borges (El hacedor, «El otro», «El
aleph»), José Lezama Lima (Paradiso), o Mario Vargas Llosa
(La tía Julia y el escribidor) han utilizado estrategias autoficcio-
nales, antes de que el neologismo y la definición establecidas por
Doubrovsky se hubiesen podido difundir. De manera destacada,
Mario Vargas Llosa, como más abajo veremos, empleó de mane-
ra magistral el dispositivo de la autoficción en la novela citada,
consiguiendo una ligazón inconsútil de ficción y autobiografía.
Entre los escritores más jóvenes, los pertenecientes al llamado
post-boom, son también abundantes los ejemplos que podemos
registrar (Severo Sarduy, Jaime Bayley, Juan Pedro Gutiérrez,
Roberto Bolaño, etc.) y entre ellos cabe destacar a dos de sus
más caracterizados narradores actuales, César Aira y Fernando
Vallejo, como practicantes más o menos conscientes de la auto-
ficción87.
Pero si quisiéramos ascender a la fuente del origen, con bas-
tante propiedad podríamos remontarnos hasta Juan Ruiz, arci-
preste de Hita, que, en el siglo XIV, con su magistral Libro de
Buen Amor, puede ser considerado, sin espejismo alguno, pio-
nero en la literatura española de la presencia del autor en su
obra, bajo su nombre propio y con un calculado artificio de do-
blez moral, doctrinal y biográfica. Después, desde este origen se
podría seguir la corriente cronológica histórica para considerar
——————
87
Cfr. Manuel Alberca, «¿Existe la autoficción hispanoamericana?», Cua-
dernos del CILHA, Revista del Centro Interdisciplinario de Literatura Hispa-
noamericana de la Universidad de Cuyo (Argentina), «Dossier: La autoficción
en América latina», 7-8 (2005-2006), págs. 115-127.
[143]
la presencia de la autoficción en El Quijote, en los Sueños de
Quevedo, del Estebanillo González, etc., para llegar, de la sabia
mano de Guy Mercadier, hasta uno de nuestro más cualificados
autoficcionarios, mixtificador de su propia biografía en su obra,
que fue Diego de Torres Villarroel en libros como Correo de otro
mundo (1725)88. No es el momento de analizar estos textos,
pues la investigación propuesta no pretende rastrear ab origine
el fenómeno de la autoficción en España, sino estudiarlo en su
virtualidad funcional y en sus rasgos estatutarios.
Valga esta sucinta relación para demostrar el doble valor
operativo del neologismo de Doubrovsky: hacia el pasado de-
muestra que la ficcionalización del yo, con sus particularidades
en cada época, está presente en mayor o menor medida y, hacia
el futuro, demuestra su capacidad prospectiva e indica una ten-
dencia creativa cada vez más presente no sólo en la literatura,
sino también en las artes actuales, porque dispositivos autofic-
cionales los encontramos por doquier. Como digo es posible
atestiguar ejemplos de autoficciones con anterioridad a la crea-
ción del neologismo, pero lo verdaderamente nuevo es la fre-
cuencia y la cantidad con que se desarrollan en la actualidad es-
tos relatos de interpretación ambigua, que tienden a abolir las
fronteras consabidas y esperables entre lo vivido y lo inventado,
entre lo autobiográfico y lo novelesco.
——————
88
Guy Mercadier, «Los albores de la autobiografía moderna: el Correo del
otro mundo de Diego de Torres Villarroel», La autobiografía en la España con-
temporánea, Anthropos, 125 (diciembre de 1991), págs. 32-35.
[144]
CUADRO 3
Romanesque 1a 2a
ROMAN ROMAN
=0 1b 2b 3a
ROMAN Indeterminé AUTOBIO.
Autobiographique 2c 3b
AUTOBIO. AUTOBIO.
[145]
jeune, pero a todas luces decisiva, de tal modo que fecundó y
concibió un relato de apariencia contradictoria, al que denomi-
nó «autoficción». En la contraportada del libro, incluyó un tex-
to que era un aviso al lector sobre la novedad del contrato pro-
puesto:
Al despertar, la memoria del narrador, que rápidamente
toma el nombre del autor, cuenta una historia en la que apa-
recen y se entremezclan recuerdos recientes (nostalgia de un
amor loco), lejanos (su infancia, antes de la guerra y durante
la guerra), y también problemas cotidianos, avatares de la
profesión (...) ¿Autobiografía? No. Es un privilegio reservado
a las personas importantes de este mundo, en el ocaso de su
vida, y con un estilo grandilocuente. Ficción, de aconteci-
mientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere, autofic-
ción, haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventu-
ra del lenguaje. Reencuentro, hilo de las palabras, aliteracio-
nes, asonancias, disonancias, escritura del antes y del después
de la literatura, concreto, como se dice en música. O todavía,
autofricción, pacientemente onanista, que espera ahora com-
partir su placer91.
[146]
como «ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente
reales», realismo que se ha ido acentuando en las autoficciones
que han seguido a Fils: Un amour de soi (1982), Livre brisé
(1989), L’Après-vivre (1994) Laissé pour conter (1998).
Esta definición parece una contradicción en los términos,
que sin embargo él resuelve así: la autoficción es el testimonio
autobiográfico de un ser ficticio, un «don nadie», que combate
su irrealidad o su ficción (sería lo mismo) escribiendo su propia
vida, es decir, la novela de un personaje que tiene su mismo
nombre y apellido. Las personas comunes, los anónimos y des-
conocidos «don nadie», los del montón, los hombres «inexisten-
tes» tienen la posibilidad a través de su autoficción de llegar a
ser, de ser reales a través de la escritura. «Yo me escribo, luego
existo», ha dicho en alguna ocasión el autor destacando el carác-
ter cartesiano de su escritura. El carácter novelesco de la auto-
ficción hay que relacionarlo aquí con la libertad y la complejidad
de la narración novelesca y el término «autoficción» hay que en-
tenderlo contrapuesto a «autobiografía», sólo en la medida que
ésta última es el «privilegio de las personas importantes del
mundo, en el ocaso de su vida, y con un estilo grandilocuente».
En resumen, para Doubrovsky, la materia de la autoficción es
histórica, pero la manera de contarla es deliberadamente nove-
lesca. Por eso, y según sus propias palabras, la autoficción es
para Doubrovsky una variante «posmoderna» de la autobio-
grafía94.
Nadie había discutido la autoría del «invento» neológico a
Serge Doubrovsky, hasta que en su novela Chaos lo hizo Marc
Weitzmann, sobrino de Doubrovsky, y posteriormente en algún
artículo, no se sabe si por ignorancia o por mala fe (tratándose
de la familia de Doubrovsky es muy posible que lo segundo,
pues es sabido que este hombre no tiene suerte ni con las ex-es-
posas ni con las ex-amantes ni con su ex-familia en general). El
sobrino le «expropió» el invento al tío de un plumazo y atribuyó
——————
biographie/Verité/Psychanalyse», L’esprit créateur, XX, 3, 1980, págs. 87-97.
Recogido más tarde en Autobiographiques: de Corneille a Sartre, París, PUF,
1988, págs. 61-79. Fue precisamente el peculiar y engañoso pacto de lectura,
propuesto por Serge Doubrovsky, lo que confundió a Ph. Lejeune, que leyó el
libro como si estuviese presidido por el pacto autobiográfico (Moi aussi, París,
Seuil, 1986, págs. 62-72).
94
«L’autofiction selon Doubrovsky (entretien)», Philippe Vilain, ob. cit.,
pág. 212.
[147]
la invención del término al escritor judío americano, de origen po-
laco, Jerzy Kosinsky que, según Weitzman, la había utilizado por
vez primera en 1965, cuando reeditó su novela El pájaro colorea-
do. Al poner en circulación esta información infamante o errónea
indujo a equivocación a muchas otras personas bien intenciona-
das. Philippe Vilain se ha encargado de esclarecer de forma exacta
y documentada, que fue en realidad en 1986, por tanto, casi diez
años después que Doubrovsky lo hubiera ya utilizado, cuando el
propio Kosinsky se hizo eco de lo que un crítico había dicho a pro-
pósito de la reedición de la novela, utilizando el término autofic-
ción de manera aproximativa, pues la novela del escritor america-
no ni se trata de un relato autobiográfico, tal como lo entiende
Doubrovsky, sino imaginario, ni el héroe detenta el mismo nombre
propio que el autor, sino que permanece anónimo95.
En Francia, el neologismo ha recibido muy diferentes inter-
pretaciones y ha dado lugar a una polémica sobre el alcance des-
criptivo y explicativo de este nuevo y controvertido término y
sobre sus posibilidades autobiográficas, que han sido glosadas
en congresos universitarios96 y hasta en debates periodísticos y
en Internet97. Por el contrario, en España, «autoficción» es toda-
vía una voz extraña, desconocida hasta hace poco, y sólo recien-
temente ha comenzado a ser utilizada por la crítica académica y
periodística98. En 1996 la editorial barcelonesa Tusquets la uti-
lizó en la solapa de un libro de Hector Bianciotti99, al hacerse
eco de la clasificación que la crítica francesa había hecho cuan-
do se publicó en francés, e Ignacio Echevarría en Babelia-El
——————
95
Philippe Vilain, Defénse de Narcisse, París, Grasset, 2005, págs. 172-
179.
96
Autofictions & Cie (bajo la dirección de S. Doubrovsky, J. Lecarme y P.
Lejeune) Ritm, 6, Université de Paris X, 1994.
97
Le Monde-Livres, 27 de enero de 1997. Desde el año 2000 la universi-
dad de la Haute Bretagne de Rennes dedica una página en Internet sobre la au-
toficción con el título de Soi disant: www.uhb.fr/alc/celam/soi-disant.
98
De manera tímida y sin apenas convicción, en una de las primeras oca-
siones en que me referí a este fenómeno novelístico, propuse el vocablo «auto-
novela», que, a mi juicio, tenía la ventaja de una consonancia más propia de la
lengua española y evitaba además el calco del neologismo francés. Pero reitero
que no hice mayor hincapié, consciente de que lo peor que puede ocurrir es la
proliferación terminológica para un solo y mismo concepto (Manuel Alberca,
«El pacto ambiguo», Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos, 1 (1996),
Universidad de Barcelona, págs. 9-19).
99
El paso tan lento del amor (traducción del francés de Ernesto Schóo),
Barcelona, Tusquets, 1996.
[148]
País la reiteró al reseñarlo100. Ésta debió de ser una de las prime-
ras veces que en medios editoriales y periodísticos españoles apa-
reció la palabra «autoficción». En el año 2000, por ejemplo, vi la
palabra utilizada en sendos artículos en este mismo diario, en los
que el significado otorgado a «autoficción» se confundía con el de
«novela autobiográfica»101. En ningún caso nadie se tomó la mo-
lestia de indicar en qué sentido preciso utilizaba el término, dejan-
do, a mi juicio, inútil y vacío el neologismo de Doubrovsky.
Tampoco ha tenido más fortuna la autoficción con la crítica
académica española. El único libro universitario español, que
coloca el neologismo en la portada, no consigue deslindar el
concepto de autoficción, que anuncia en su título. Para muestra
sirva este botón:
Por lo que respecta al término idóneo para nombrar esta
realidad literaria, el más extendido entre los críticos literarios
es el de novela autobiográfica, teniendo que ser entendido
aquí el bios como material narrativo perteneciente a la vida, y
no como panorámica totalizadora de una existencia, puesto
que la novela atiende sólo a parcialidades del sujeto. Conside-
rando esa imprecisión, pensamos que es más adecuado hablar
de novela autorreferencial, en cuanto denominación que sitúa
en primer término su naturaleza novelesca y sólo como califi-
cativo la referencia a sí mismo... [...]. Cuando aquí hablamos
de ficción autorreferencial será sólo para designar la referen-
cia que la narración hace al productor del texto (auctor), es
decir, en el sentido de auto-referencialidad, con la misma le-
gitimidad, creemos que el término autoficción se interpreta
como ficción del autor sobre sí mismo102.
——————
100
«Algún crítico francés, refiriéndose al tratamiento que Bianciotti da a
los materiales de su memoria, ha hablado de ‘autoficción’. El propio Bianciotti
emplea la expresión ‘novela de la memoria’. Pero más valdría aquí el término
de ‘autografía’, que tanto gustaba a Barral en sus últimos años. Y es que se tra-
ta de una autobiografía a la que se hubiera arrancado el contenido propiamen-
te ‘biográfico’, a efectos de depurar la introspección y mejor aislar así el cono-
cimiento que se deduce de la experiencia transcurrida» («La Novela de la Me-
moria», El País-Babelia, 25 de mayo de 1996).
101
Octavi Martí, «La nueva realidad a través de los autores franceses» (El
País-Babelia, 9 de septiembre de 2000, pág. 4) y Wiston Manrique, «El colom-
biano Santiago Gamboa escribe una novela sobre la felicidad y la memoria.
Vida feliz de un joven llamado Esteban se sitúa en una línea de autoficción» (El
País, 15 de septiembre de 2000, pág. 49).
102
Alicia Molero de la Iglesia, La autoficción en España (Jorge Semprún,
Carlos Barral, Luis Goytisolo, Enriqueta Antolín y Antonio Muñoz Molina),
Peter Lang, 2000 (págs. 13-14).
[149]
Nadie está obligado a utilizar ninguna terminología específi-
ca, pero si la usa debería atenerse a su significado o precisar al
menos en qué sentido especial la usa, y si a pesar de ello perse-
verase en su imprecisión tendría que ser consciente de la confu-
sión que puede crear. Entiéndaseme bien: es posible no tener
que arriesgar una definición ni adherirse plenamente a una, pero
es inevitable lanzar una hipótesis de trabajo que permita catalo-
gar, analizar y valorar los textos estudiados como autoficciones,
aunque el posterior desarrollo del trabajo o la particularidad de
los textos la sobrepasen y demuestren que dicha formulación
inicial era insuficiente. En el trabajo al que me refiero, a pesar
de utilizar en el título del libro el neologismo de Doubrovsky, no
sólo no se define, sino que en la «justificación», y esto es aún
más sorprendente, «autoficción» se interpreta, según se puede
leer en la cita anterior, como vocablo equivalente o sinónimo a
otras denominaciones que como sinónimos de autoficción ad-
quieren una significación incierta.
2.3. Desarrollo
[150]
su esquematismo formal: «La autoficción es en principio un dis-
positivo muy simple: sea un relato, cuyo autor, narrador y prota-
gonista comparten la misma identidad nominal y cuya clasifica-
ción genérica indica que se trata de una novela»104. Esta defini-
ción tiene la virtud de señalar de forma minimalista, pero con
gran precisión, la originalidad y las posibilidades del estatuto na-
rrativo de la autoficción, pero, a pesar de su rigor, deja fuera al-
gunos aspectos formales innovadores y ciertas claves receptivas
singulares de la autoficción, que a mi juicio la hace más intere-
sante.
En 1989, Vicent Colonna, un joven investigador de la École
de Hautes Études de París, bajo la dirección de Gérard Genette,
leyó su tesis doctoral con el título de L’autofiction (essai sur la
fictionalisation de soi en Litterature)105. La tesis permaneció du-
rante años casi secreta, clandestina, prácticamente inédita, sólo
consultable en microfichas, para los que de manera paciente y
esforzada se sentaban en el duro banco de galeras de las incor-
diantes máquinas para leer estos soportes, hoy felizmente deste-
rrados. Quince años después, este trabajo se puede consultar
también en Internet, con la comodidad que ello supone. La tesis
de Colonna es un trabajo riguroso y bien realizado, como cabía
esperar del discípulo de tal maestro. Su mayor aportación, con
respecto a Doubrovsky y a Lecarme, es la de ampliar el marco
de la práctica textual de la autoficción, no sólo en el tiempo
(cita la Comedia de Dante o El Quijote de Cervantes entre los
precedentes más ilustres) sino también conceptualmente, al sa-
carla de su relación exclusiva con la autobiografía, en la que
los críticos anteriores la habían situado, para entroncarla con
la ficción literaria en su sentido más amplio, pues allí se defen-
día que la «ficcionalización del yo» tenía un carácter universal y
ancestral.
Así, frente a la definición formalista de Lecarme, Colonna
aporta otra definición intuitiva, más general y sugerente, que él va
a demostrar en su trabajo: «Una autoficción es una obra literaria
——————
104
«L’autofiction est d’abord un dispositif très simple: soit un récit dont
auteur, narrateur et protagoniste partagent la même identité nominale et dont
l’intitulé générique indique qu’il s’agit d’un roman» (J. Lecarme, art. cit., 1994,
pág. 227).
105
Vicent Colonna, L’autofiction. Essai sur la fictionalisation de soi en lit-
terature, Lille, ANRT, 1990 (microfiches núm. 5650). Consultable también en
Internet.
[151]
por la cual un escritor se inventa una personalidad y una existen-
cia, conservando su identidad real (su verdadero nombre)»106. Al
fabular su identidad sin ocultarla, el autor se adhiere de manera
descomprometida a un personaje de ficción que es él mismo. Co-
lonna distingue tres funciones posibles de la autoficción: a) «refe-
rencial-biográfica», en la que lo imaginario es reducido al máximo
por una voluntad de expresar la verdad, próxima a la autobiogra-
fía propiamente dicha; b) «reflexivo-especular» o metalepsis dis-
cursiva del autor en un relato de ficción con fines paródicos, hu-
morísticos o megalómanos; y c) «figurativa», que es a la que da
más importancia y la que mejor cuadra con su concepto de auto-
ficción. En esta clase de autoficciones, el escritor, como centro o
héroe de la historia, transfigura su existencia real en una vida
irreal, indiferente a la verosimilitud autobiográfica107.
[152]
además de contradictorio, suficiente para darle carácter verídi-
co, pues esta condición viene sólo de la «adhesión seria del au-
tor a su relato». A mi juicio, Genette se contradice en este pun-
to con respecto a lo que afirma en el comienzo del libro, donde
el carácter factual o ficticio de un relato reside en la relación en-
tre su narrador y el autor (A # N, para la ficción; A = N, para los
relatos factuales). Para Genette, la adscripción a la novela de es-
tos relatos produce una «enunciación polifónica»: disociación
funcional del yo autor y el yo narrador, propia de los enunciados
«no serios», aunque ambos sean homónimos, pues considera
que desde el punto de vista de la ficción es indefendible la iden-
tidad entre autor y narrador. En dicho contexto, la identidad
A = N es contradictoria y vuelve incierta su propuesta.
Pero ocurre que en la práctica el reto de los textos autoficti-
cios consiste precisamente en burlar los límites teóricos de la
poética del relato o en confundir sus principios, pues la historia
de una novela autoficticia ni es completamente ficticia ni verda-
dera, sino que sólo en algún grado lo es. Genette concluye lla-
mando la atención sobre la creciente «interacción de los regíme-
nes ficcional y factual del relato», en los que cada vez se atenúan
más sus diferencias, pues «la ficción se desficcionaliza y la no-
ficción se ficcionaliza». Pero, sin embargo, desde su concepción
literaria que defiende la existencia de géneros coherentes y esta-
bles, Genette no acepta, por contradictoria, la posibilidad de un
tipo de relatos que puedan postular simultáneamente la disocia-
ción de un personaje entre su personalidad auténtica y un destino
ficticio: «Yo, autor, voy a contaros una historia, cuyo protagonis-
ta soy yo, pero que nunca me ha sucedido»109. Es decir, encuentra
insostenible defender la identidad de Autor y Narrador (A = N)
en un texto que se reclama de la ficción. Sin embargo, ésta es jus-
tamente la apuesta y el riesgo de la autoficción: mostrar al mismo
tiempo tanto la disociación de autor y narrador (A ≠ N) como su
identidad (A = N), en una alternancia o incertidumbre por la que
un autor vendría a significar que A es ± N (Soy yo y no soy yo).
Esta aparente incoherencia, como ha señalado J. Lecarme, ilustra
de manera literaria uno de los postulados lacanianos: «el yo, des-
de los orígenes, sería tomado en una línea de ficción»110. En fin,
dejemos este punto así, abierto, pues sobre las posibilidades y lí-
——————
109
G. Genette, ob. cit., pág. 71.
110
J. Lecarme y Eliane Lecarme-Tabone, ob. cit., pág. 271.
[153]
mites de la autoficción debo volver al final del libro, cuando in-
tente concluir o valorar el alcance de la propuesta de la autofic-
ción en el campo de la novela o de la autobiografía.
Desde otra perspectiva, Marie Darrieusecq, escritora de éxi-
to y discípula-doctoranda de Gérard Genette también, ha hecho
en un par de artículos una propuesta que conviene tener en
cuenta: contemplar el estatuto de la autoficción desde el punto
de vista del pacto novelesco111. Marie Darrieusecq considera la
autoficción, no como una variante de la autobiografía, sino
como una variante subversiva de la novela en primera persona,
pues iría derecha a transgredir el último reducto del realismo: el
nombre propio. Es decir, la utilización del nombre propio civil
para identificar un personaje novelesco subvierte en opinión de
Darrieusecq la regla novelesca que establece el principio de dis-
tanciamiento o de no-identificación por el cual el autor se borra
en el texto, se esconde o se hace otro:
Hay aquí por supuesto una suerte de fraude; pero, real-
mente, subversivo. ¿Por qué no tomar la autoficción al pie de
la letra y relacionarla, como ella misma reclama, con «la no-
vela en primera persona» antes que con la autobiografía?
Nada impide imaginar, y escribir, una novela en primera per-
sona donde el nombre del narrador sea el mismo que el de la
portada. Nada prohíbe —¿qué ley literaria?— inventarse una
vida apoyándose en los códigos autobiográficos. Es entonces
cuando la autoficción se hace vertiginosa: la identidad, última
muralla de lo real, último ‘criterio legal’ del pacto autobiográfi-
co, la identidad se convierte en ficción (traducción nuestra)112.
[154]
carme, la propuesta de M. Darrieusecq, que no deja de insistir
en la importancia del protocolo nominal, sin el cual cuesta com-
prender la especificidad de la autoficción, se emparenta mejor
con la concepción «imaginaria» que propuso Colonna.
2.5. «Boom»
[155]
una novedad con respecto a la tesis, Colonna se remonta a la
obra del escritor latino Luciano de Samosata (siglo II), llena de
elementos mitológicos, legendarios y fantásticos, que resultan
parodiados y desmitificados, y en la que Colonna encuentra el
«prototipo» prestigioso de la autoficción y un ejemplo pintipara-
do para defender que la autofabulación está en los orígenes de
la novela y en la misma expresión del concepto de autoría litera-
ria, es decir, desde que el escritor firma su obra y por tanto co-
mienza a instituirse el mito del autor. Colonna hace una apuesta
arriesgada para fijar y ennoblecer el origen de la autoficción en
la obra de Luciano, pero incurre consciente o inconscientemen-
te en el ilusionismo histórico, que supone revisar el pasado, en
este caso literario, con conceptos actuales, realmente anacróni-
cos. Al no existir en el siglo II el sentido moderno de individuo ni
el concepto de vida privada actual, con respecto a los que enten-
demos hoy la autoficción, no se puede comparar ni comprender
con respecto a qué se establece la deriva ficticia del yo, es decir, es
prácticamente imposible delimitar dónde comienza la impronta
personal de Luciano y dónde la tradición y la retórica literarias. En
otras palabras, ese yo ficticio es formalmente similar al censado
por la autoficción, pero no es seguro que pueda cumplir la misma
función. Al situar en el siglo II los orígenes de la autoficción, sin
pretenderlo quizá, Colonna comete un flagrante ahistoricismo, a
lo que, dicho sea en su descargo, casi nadie suele escapar.
Por último, el libro de Philippe Vilain es la obra de un escri-
tor, con lo bueno y lo malo que esto implica115. Resulta inferior
a los dos anteriores, porque si bien tiene a su favor la agilidad y
la amenidad de su exposición, adolece de imprecisión en dema-
siadas ocasiones. En realidad, su fin es, como el título indica,
realizar la apología del valor literario del género autobiográfico,
desterrar el estigma de escritura vergonzosa, acusada de narci-
sista, y, de paso, defender su propia literatura, muy próxima a
este registro. Para ello recurre a la noción de autoficción en un
sentido similar, es decir como sinónimo de autobiografía, que es
el utilizado y practicado por Doubrovsky, con el cual mantiene
una larga entrevista, incluida como cierre del libro. Sin embar-
go, el reconocimiento literario de la autobiografía, que exige Vi-
lain, se basa equívocamente en los mismos presupuestos que,
desde las posiciones aristotélicas de todas las épocas, han consi-
derado la ficción como el territorio exclusivo de la literatura y
——————
115
Défense de Narcisse, París, Grasset, 2005.
[156]
han desterrado de este reino de lo artístico cualquier forma de
relato histórico. Al defender el carácter ficticio de la autobio-
grafía le hace un flaco favor a ésta, pues se esfuerza en demos-
trar que la literatura autobiográfica, tal como él la concibe,
puede competir en lo imaginario con la escritura novelesca.
Esta asimilación de la autobiografía y de la novela desde esta
posición que ejemplifica el libro de Vilain tiene el grave incon-
veniente de escamotear la cuestión central del pacto autobio-
gráfico y la diferente propuesta de lectura que distingue a la
primera de la segunda. Desde luego no es haciendo pasar por
ficticia a la autobiografía como ésta podrá alcanzar su recono-
cimiento y especificidad literarias, sino asumiendo el desafío
de la veracidad.
3. ACUERDO DE MÍNIMOS
[160]
demos echar en saco roto la opinión de Jean-Marie Schaeffer,
uno de los más acreditados teóricos de los géneros literarios.
Dice este crítico que «ningún texto literario puede situarse fue-
ra de la norma genérica, como ningún mensaje existe más que
en el cuadro de las convenciones pragmáticas fundamentales
que rigen los intercambios discursivos». Y apostilla a continua-
ción: «La obra más incomprensible no es capaz de establecer su
singularidad más que al relacionarse con el horizonte de expec-
tativas del que se separa, al que rechaza o subvierte: la diferen-
cia es siempre relativa (traducción nuestra)»118.
Un género literario constituye, sobre todo, una pauta inter-
pretativa para los lectores y una clave creativa para los autores.
Es pues un común horizonte de expectativas para ambos, en el
que conviven y operan simultáneamente líneas de fuerza contra-
rias: las inertes, que pretenden perpetuar el modelo de manera
inmutable hacia el futuro, y las renovadoras, que desafían el mo-
delo precedente al modificarlo, cambiarlo o parodiarlo119. Den-
tro de los géneros históricamente establecidos se produce una
continúa redistribución de los rasgos formales, ya existentes en
el sistema, desapareciendo unos y perviviendo otros. Sin embar-
go, aunque algunos rasgos formales permanezcan, adquieren
como consecuencia de los cambios generales una nueva y dife-
rente función, como hemos visto en el capítulo anterior a propó-
sito del cambio de función de la primera persona narrativa120.
Para los autores y para los lectores, el género, con sus preceptos
o límites y con sus expectativas o posibilidades de cambio, cons-
tituye una referencia creativa para los primeros, ya sea tanto
para perpetuarlo como para subvertirlo, y para los segundos re-
presenta una pauta de comprensión, fiable o engañosa, una guía
o una trampa. Las leyes existen para ser trasgredidas, podría ar-
güir el impugnador de las reglas. De acuerdo. Pero existen. In-
cluso son necesarias para que el revolucionario literario pueda
cumplir su función subversiva.
——————
118
Jean-Marie Schaeffer, «Genres littéraires», Dictionnaire des Genres et
notions littéraires, París, Encyclopaedia Universalis, Albin Michel, 1977,
págs. 339-343.
119
Hans R. Jauss, Pour une esthétique de la réception, París, Gallimard,
1978.
120
Cfr. a este propósito el magistral trabajo de Philippe Lejeune sobre el
carácter normativo y dinámico, al mismo tiempo, que cumple la noción de gé-
nero literario en la historia literaria (P. Lejeune, «Autobiographie et histoire lit-
téraire», Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975, págs. 313-332).
[161]
El problema de la definición genérica de la autoficción resi-
de precisamente en su indefinición o en la indeterminada posi-
ción en que se coloca, al situarse de forma desafiante en el qui-
cio de la frontera que comunica la nación de la ficción con la
nación de la autobiografía, sin querer pertenecer en teoría ple-
namente a ninguna. Además no queda claro que la autoficción
quiera constituirse en nación independiente —lo que sería quizá
tranquilizador para sus vecinos, que preferirían una operación
quirúrgica concreta a un malestar difuso y permanente—, sino
que su inestable posición entre ambos más que una limitación
parece tener ventajas evidentes, pues, al poder cuestionar los es-
tatutos nacionales de ambos territorios, sus posibilidades son
dobles y simultáneas. Si se inclina del lado de la ficción, el nombre
propio autobiográfico que la caracteriza subvierte los principios
de los códigos novelísticos realistas del distanciamiento entre
autor y narrador o personaje, al tiempo que le libera de éstos. Si
se inclina hacia la nación autobiográfica, su carácter novelesco
hace tambalearse los pilares constitucionales de la autobiografía
de la manera más sibilina, pues bajo la apariencia de una auto-
biografía o de una forma actualizada y adaptada a los nuevos
tiempos que exigirían maneras más indefinidas y flexibles, se es-
condería una carga explosiva que podría derrumbar las bases
del edificio constitucional autobiográfico. No; la autoficción no
es un buen vecino ni tampoco cómodo para los géneros o países
limítrofes ni para la novela, y menos aún para la autobiografía,
que al ser más fiel e intransigente en sus principios fundamenta-
les que la espuria novela su edificio constitucional queda inutili-
zado más fácilmente.
Pero, la verdad, no creo que toda la culpa pueda ser atribui-
da solamente a su indefinición, no creo que la autoficción sea
por «naturaleza» forzosamente oportunista o advenediza, apro-
vechada o delictiva. Su posición inestable entre ambos géneros,
su característica genérica más relevante, es consecuencia de la
difícil situación en que la autobiografía y lo autobiográfico en
general se encuentran dentro del sistema literario derivado de la
poética aristotélica, que expulsa del ámbito puramente literario
los textos históricos o no ficticios, condenándolos a una «tierra
de nadie» o aceptándolos en tan distinguido club sólo en deter-
minadas ocasiones y en razón del incuestionable valor de textos
concretos. Pues bien, la autoficción, como la autobiografía, se
encuentra en esa desagradable circunstancia de no ser admitida
en el «cielo» literario, en el que para ser aceptado tiene que ha-
[162]
cer penitencia, o disfrazarse adecuadamente para colarse en la
fiesta a la que no fue invitada. De acuerdo con ese estatuto lite-
rario y en su condicional condición literaria121, que la sitúa en
una difícil e inestable posición dentro del sistema de los géneros
literarios, voy a considerar la autoficción.
Al identificar determinadas novelas españolas como autofic-
ciones, al describirlas e inventariarlas de este modo, no me guía
la pretensión de «clasificar por clasificar», sino que estoy seña-
lando, creo, un modelo genérico dinámico, unas posibilidades
creativas y unas expectativas lectoras en formación, pues los au-
tores, editores y lectores españoles no las han aceptado plena-
mente todavía. Es decir, estos relatos podrían estar indicando
los afanes innovadores de la autobiografía española actual, tan-
to como sus posibles rémoras, pues al relacionarlas con ella se
hacen evidentes sus logros y sus carencias. Claro, que habría
que aceptar que, en muchos casos, los autores que emprenden
este camino buscan tanto la aceptación de la autobiografía en el
campo literario como la innovación literaria en el terreno nove-
lístico.
——————
121
Gérard Genette, Ficción y dicción, Barcelona, Lumen, 1993, págs. 23-
33. Si se acepta, como G. Genette propone en este libro, que el régimen litera-
rio de la autobiografía es, amén de diccional (en la medida que es factual), y
condicional, es quizá por esta razón por la cual los autores autoficcionales bus-
quen legitimar, como los autobiógrafos también, sus textos como puramente li-
terarios, es decir, ficticios por asimilación con la novela. Esto pone de relieve el
difícil y precario estatuto de los relatos autobiográficos dentro de la literatura
desde el momento en que se identifica ésta con la ficción y se menosprecia o se
limita su pertenencia al rango menor de lo diccional. Marie Darrieusecq propo-
ne que la casilla ciega del cuadro de Genette en las páginas citadas podría ser-
vir de «alojamiento» a los textos de ficción condicionalmente literaria, que des-
de una óptica aristotélica es un contrasentido, pero la autoficción que es ficción
sin dejar de ser factual podría colocarse allí (Marie Darrieusecq, «L’autofiction,
un genre pas sérieux», Poétique, 107, septiembre de 1996, págs. 371-373).
[163]
This page intentionally left blank
CAPÍTULO IV
——————
122
Dorrit Cohn, Le propre de la fiction, París, Seuil, 2001, págs. 125 y ss.
123
Albert E. Stone, Autobiographical Occasions and Original Acts (Ver-
sions of America Identity from Henry Adams Nate Shaw), Philadelphia, U.
Pennsylvania Press, 1982, págs. 270-278. Cfr. también el estudio, que P. J. Ea-
kin dedicó a Julia, de Lilian Helmann, en su libro En contacto con el mundo
(Madrid, Endymion, 1994).
[167]
de Salamina (2001), cuyo narrador-protagonista se llama tam-
bién Javier Cercas, pues el libro que proyecta escribir (el mismo
que nosotros leemos), será según sus palabras: «...un relato real
[...]. Será como una novela. Sólo que, en vez de ser todo menti-
ra, todo es verdad». Por tanto, se trata de una novela de hechos
estrictamente reales, como le explica el narrador con simulada
ingenuidad a su novia no menos ingenua. Algo similar propone
Antonio Muñoz Molina en Sefarad (2001), que es, según cons-
ta en el subtítulo, «una novela de novelas», en la que el narrador
advierte que no inventa nada, pues como él mismo declara:
«...da pereza o desgana inventar, rebajarse a una falsificación
inevitablemente zurcida de literatura. Los hechos de la realidad
dibujan tramas inesperadas a los que no puede atreverse la fic-
ción». En ambas novelas, con ser quizá más relevante la pro-
puesta de «novela factual», lo autoficcional sigue estando pre-
sente desde el momento en que la identidad de sus autores apa-
rece en el texto, ya como una simulación grotesca, en el caso de
Cercas, ya como una disolución en las voces narrativas, reales y
ficticias, todas ellas exiliadas y perseguidas, tras de las cuales, no
obstante, se adivina con bastante nitidez la biografía de Antonio
Muñoz Molina.
Los relatos de Muñoz Molina y de Cercas, a pesar de recla-
marse como novelas, apuestan y recomiendan lecturas factua-
les, pues aspiran a desvelar la verdad histórica de unos hechos,
que hasta ahora no se habían revelado quizá completamente ni
en su significado real ni simbólico. Aunque ambos presentan,
como acabo de señalar, una rigurosa identidad nominal de au-
tor y narrador, el interés no recae en ningún contenido perso-
nal ni íntimo, al contrario, dicha caracterización resulta paró-
dica en el caso de Cercas, y solidaria en el caso de Muñoz Mo-
lina; en ambos casos, está puesta al servicio de una causa
colectiva: el reconocimiento de los numerosos héroes anóni-
mos y de los cientos de «Miralles» que en la Guerra Civil espa-
ñola y en todas las persecuciones han sido. Ha habido lectores,
algunos muy ilustres, que han interpretado la aparición de es-
tas novelas como la vuelta a la «literatura comprometida»124.
Comprometida, sobre todo, con la verosimilitud novelesca, ca-
bría añadir.
——————
124
Mario Vargas Llosa, «El sueño de los héroes», El País, lunes 3 de sep-
tiembre de 2001, págs. 11-12.
[168]
Pero volvamos a nuestro tema. Como ya señalé, las interpre-
taciones que se han dado hasta ahora a la autoficción han osci-
lado entre la postura realista, que la considera un testimonio
personal de la vida del autor, según la concepción de Doubrovs-
ky, y la interpretación imaginaria o fantástica de Colonna. En el
primer caso la autoficción sería en realidad una variante de la
autobiografía con una mayor libertad en el discurso narrativo
que la autobiografía canónica, de la que es un ejemplo el ya ci-
tado relato de Marcos Ordóñez Una vuelta por el Rialto. En el
segundo, la autoficción podría considerarse un tipo de novela
que ha transgredido la última instancia realista que le quedaba
por subvertir, al hacer un uso novelesco o ficticio del nombre del
autor, arrumbando el principio de distanciamiento característico
de las novelas, según el cual éste desaparece o se borra del tex-
to, al camuflarse tras la figura del narrador. Algunas de las no-
velas de César Aira, como La costurera y el viento o Cómo me
hice monja, son buenos ejemplos de esta vertiente de la autofic-
ción.
Además del prejuicio literario que supone jerarquizar como
superior la ficción sobre el registro narrativo factual, la prefe-
rencia por la interpretación novelesca o ficcional de estos relatos
ambiguos tiene mucho que ver con la búsqueda de un marco de
mayor flexibilidad formal para el relato, un menor control del
lector y una mayor libertad para el autor, por el que ambos que-
dan más libres para imaginar como veraces historias que son fic-
ticias o, viceversa, considerar sólo verosímiles o inventados he-
chos verdaderos. Por el contrario, la adscripción de estos relatos
al pacto autobiográfico obliga a la veracidad y no permite ele-
mentos que la contradigan.
En cualquier caso, todas las definiciones e interpretaciones
señaladas sitúan la autoficción a caballo de los dos grandes pac-
tos literarios narrativos, acercándose o separándose del noveles-
co unas veces y en otras del autobiográfico, aunque por su natu-
raleza híbrida la autoficción propone o exige una lectura alter-
nativa en un ir y venir entre ambos. Ahora bien, puesto que la
vacilación y la tensión de los relatos no puede ser infinita, termi-
na haciendo bascular la solución hacia uno de los dos dominios
narrativos. En unas ocasiones, se decanta hacia la novela, tal
como el peritexto indica, es decir, como un relato ficticio, que
no se compromete extratextualmente y que en la forma no se di-
ferenciaría de la autobiografía, pero cuya principal singularidad
consistiría en subvertir el código autobiográfico y arrumbar el
[169]
último reducto de realismo, es decir, el valor referencial del
nombre propio, tal como sostiene Marie Darrieuseq125. En
otras, la interpretación bascula, en cambio, hacia la autobiogra-
fía, es decir, haciendo de la onomástica y de otros datos textua-
les signos con efectos autobiográficos como anuncio y promesa
de verdad, más allá de la contradictoria indicación del género en
la portada.
Sin embargo, a pesar de esta decantación hacia uno de los
dos pactos, lo particular de las autoficciones es su resistencia a
ser leídas de acuerdo a un solo estatuto, su pretensión, lograda
o fracasada, de intentar prolongar ad infinitum la indetermina-
ción y de hacer insolubles las incógnitas y misterios desplegados
por el texto, que ha sido la tesis por mí defendida en algunos tra-
bajos anteriores126 y que me gustaría matizar en este capítulo.
Entre las autoficciones, se encuentran relatos que, bien por
su constitución mixta, es decir, autobiográfica y novelesca sin
solución de continuidad, bien por sus calculadas estrategias na-
rrativas, hacen de las posibles dudas e indecisiones interpretati-
vas su argumento central. No obstante, es preciso distinguir en-
tre los relatos en los que las dudas del lector responden sólo a un
interés o pretensión experimental del autor, en cuyo caso se de-
cantaría hacia la novela, y los relatos en que la indeterminación
genérica estaría justificada por ser la expresión de una verdade-
ra búsqueda personal en las sombras y las incertidumbres del
yo, búsqueda que, aunque no haya nada en principio que lo im-
pida, no resulta frecuente en el marco de una autobiografía. En
——————
125
«L’autofiction, un genre pas sérieux», Poétique, 107, septiembre, 1996,
págs. 371-373.
126
Manuel Alberca, «El pacto ambiguo», Boletín de la Unidad de Estudios
Biográficos, 1, págs. 9-19 (reproducido también en Francisco Rico, Historia y
Crítica de la Literatura Española, Los nuevos nombres (1975-2000), Suple-
mento 9/1 (Jordi Gracia ed.), Barcelona, Crítica, 2000, págs. 425-430); «En las
fronteras de la autobiografía», Escritura autobiográfica y géneros literarios (Ed.
de Manuela Ledesma Pedraz), Universidad de Jaén, 1999, págs. 53-75 (y con-
sultable también en la revista francesa en Internet de la Université de la Haute
Bretagne, Soi-disant. Site de critique et de création littéraires d’autofiction,
www.uhb.fr/alc/celam/soi-disant); «La autoficción, ¿futuro o pasado de la au-
tobiografía española?», Autobiografía y literatura árabe (coord. Miguel Her-
nando de Larramendi y otros), Escuela de Traductores de Toledo, Universidad
de Castilla-La Mancha, 2002, págs. 39-55 y «La invención autobiográfica. Pre-
misas y problemas de la autoficción», Autobiografía en España: un balance
(Actas del Congreso Internacional de Córdoba, octubre de 2001, editadas por
Celia Fernández Prieto y M.ª Ángeles Hermosilla), Madrid, Visor, 2004, págs.
235-255.
[170]
esta segunda posibilidad que parece más valiosa desde el punto
de vista autobiográfico, las inseguridades, los misterios y los se-
cretos serían argumentos ideales o motivos de la autoficción; en
ellos ésta reencuentra su lugar dentro de la autobiografía más
exigente, aquella que hace de la escritura un desafío para contar
lo nunca antes contado, para comprender aquello que no se ha-
bía conseguido todavía explicar, pero sin el discurso asertivo y
totalizante de la autobiografía tradicional, sino con un discurso
necesariamente fragmentario, agujereado e indeciso en conso-
nancia con el yo frágil que trata de expresarse. La autoficción así
entendida no diferiría mucho de la autobiografía o formaría par-
te de ella, pues haría suyo el mismo compromiso y exigencia de
ésta. Y, sin embargo, hay que aceptar que en determinadas oca-
siones la autoficción abre dilemas, muchas veces gratuitos o ba-
nales, sobre el valor testimonial y verídico de sus relatos.
[173]
propuestos y recibidos ya como unas ya como otras [...] estos
textos ambiguos muestran exactamente lo contrario: que no
se puede considerar un texto como más o como menos ficti-
cio, o como más o menos factual, sino que se lee en un regis-
tro u otro, que la ficción no es una cuestión de grado, sino de
género127.
[174]
simplificada y resumida, tendríamos la que, desarrollándose en
el paratexto, compromete sólo inicialmente las claves receptivas
de la lectura130 y la del texto mismo, más profunda y continua,
pues afecta a la lectura misma del relato131. Es decir, tendremos
que vérnoslas con una doble y diferente estrategia de muy dis-
tinto calado según la ambigüedad alcance al texto mismo o sólo
a su paratexto.
——————
130
G. Genette, Seuils, París, Seuil, 1987.
131
Philippe Lejeune, «Gide et l’espace autobiographique», Le pacte auto-
biographique, París, Seuil, 1975, págs. 165-196.
[175]
Para ejemplificar este tipo de relato autoficticio, me deten-
dré a considerar la trilogía novelesca de Manuel Vicent, forma-
da por Contra Paraíso (1993), Tranvía a la Malvarrosa (1994)
y Jardín de Villa Valeria (1996). A mi juicio, estos tres relatos
entran dentro de esta categoría de autoficciones, cuya equivoci-
dad más notable se circunscribe al paratexto. Los relatos de Vi-
cent, que editorialmente se presentan como novelas, hacen valer
su alto grado de elaboración lingüística y de finura estilística,
como si sólo la ficción tuviera posibilidad de reivindicar la «lite-
rariedad». En este sentido, estas novelas atemperan el carácter
autobiográfico de manera prudente, al esquivar cualquier ejerci-
cio que suponga alguna forma de introspección, para quedarse
en lo que el narrador llama, en la primera entrega de la serie, la
«profundidad de las superficies». Su concepción de lo biográfi-
co es en sí misma una afirmación de esto o la reivindicación de
una concepción del mundo que expulsa los conflictos y se aferra
a los placeres de la vida: «...la vida de los hombres no es sino un
nudo de aromas que se va deshaciendo ante la muerte» —dirá el
narrador en la primera novela. Juicio que reitera de manera se-
mejante en la tercera cuando el mismo narrador se defina como
un «novelista superficial (...), porque sólo las superficies me
causaban vértigo».
Este proyecto narrativo se presenta como una singular nove-
la de formación o aprendizaje, pues a diferencia de esta clase de
novelas en las que el «héroe» sale al mundo bien pertrechado de
«yo», para enfrentarse a las dificultades del camino, Vicent abo-
ga por un adelgazamiento extremo del «yo», al que considera
una carga y un inconveniente para este viaje, y por el contrario
defiende que la verdad del hombre está en la apariencia y en la
confusión: «Yo no quería ser un portador de valores eternos,
sino un gozador de placeres efímeros. Empezaba a creer que ha-
bía más estructura en un aroma que en cualquier pensamiento,
más verdad en los sentidos que en la lógica». En fin, una mane-
ra de hablar de sí mismo, alejada de la creencia y de la posibili-
dad del autoconocimiento y de sus riesgos.
En estas autoficciones de Manuel Vicent («biográficas», se-
gún la tipología que propongo más abajo, pues el común prota-
gonista y narrador es Manuel, primero niño, después joven-ado-
lescente y finalmente hombre en el umbral de la madurez), la
vacilación lectora se desvanece prácticamente, pues lo ficticio
reside sobre todo en su clasificación como novelas y en la ficcio-
nalización de la voz que cuenta, rasgos que son insuficientes
[176]
para situarlas en el espacio de la invención pura o para distan-
ciarlas del campo autorreferencial. Quizá la intención de Vicent,
al presentar esta trilogía como ficción, no sea otra que la de ge-
neralizar una experiencia que, aunque personal, considera de al-
cance universal y, al tiempo, dotada de dimensión literaria. Sin
embargo, los lectores conocedores de la biografía del autor, se
resisten a aceptar el texto como una propuesta novelesca para
aferrarse, en cambio, a la autobiográfica132.
——————
132
Este análisis queda ratificado por el libro autobiográfico o autobiografía
fragmentaria de Manuel Vicent Verás el cielo abierto (2005), en el que sin la
pantalla de la ficción muchos hechos y personajes de la trilogía cobran carta de
explícita naturaleza.
133
Tomás Albaladejo, Semántica de la narración: la ficción realista, Ma-
drid, Taurus-Universitaria, 1991, págs. 49-62.
[177]
superpuestos a los comprobados biográficamente, el lector reco-
noce como imposibles de atribuir al autor. Para que un lector
considere un relato autoficticio como una obra de ficción, éste
tiene que percibir la historia como imposible o incompatible con
la información que de antemano ya tiene del autor, para lo cual
es imprescindible conocer los datos biográficos necesarios134 .
La combinación y mezcla de las tres clases de elementos de-
termina en las autoficciones una confusión plena o parcial, se-
gún los diferentes grados y formas, pues lo característico de los
relatos que nos ocupan es no ser ni plenamente autobiográficos
ni completamente ficticios. En cualquier caso el problema es de-
limitar el contenido ficticio o real de este tipo de relatos, pues,
como ha dicho Lejeune, al referirse a determinadas obras que
detentan un autobiografismo sui generis, ni sabemos hasta dón-
de llega el «desvío», ni siempre tenemos la «medida» biográfica
con la que compararlo135. Para los lectores, el problema puede
residir en que lo ficticio consista sólo en el marco donde el rela-
to inserta lo vivido o en poder discernir entre la mezcla de he-
chos inventados y sucedidos, es decir, sobre cuáles son reales y
cuáles inventados. Al autor esta posibilidad narrativa le permite
imaginar, con la máxima libertad, lo que pudo haber sido y no
fue en su vida, fantasear lo que será su vida en un futuro más o
menos lejano, etc., o inventar sucesos y acontecimientos que se
perciben como imposibles de haber sido vividos por el autor.
En su novela El juego del alfiler (2002), el escritor colombia-
no Darío Jaramillo Agudelo concibió un artefacto narrativo de
carácter metaficticio, en el que se muestran y se desmontan las
estrategias de la invención y las equívocas relaciones entre enun-
ciación y enunciado, entre autor y narrador. Para ello el novelis-
ta concibió una historia en la que un personaje y narrador, lla-
mado Darío Jaramillo, se veía involucrado en una historia de
narcotráfico y de blanqueo de dinero, a resultas de lo cual per-
día el pie izquierdo en un atentado terrorista, por lo que tenía
que viajar a Miami de vez en cuando para revisar la prótesis or-
topédica. La historia se prolonga hasta que, perseguido por los
traficantes, el autor Darío Jaramillo decide poner fin a la vida
del Darío Jaramillo ficticio, pinchando el globo de la metaficción
——————
134
Philippe Lejeune, Moi aussi, París, Seuil, 1986, pág. 65.
135
Philippe Lejeune, «Peut-on innover en autobiographie?», L’autobio-
graphie, VI.º Rencontres psychanalytiques d’Aix-en-Provence, París, Les Belles
Lettres, 1990, pág. 80.
[178]
con el alfiler de la realidad. Pero el Darío Jaramillo autor no era
menos ficticio y también muere cuando al final de la novela es-
talla y desaparece. En resumen, el relato tiene una estructura
metaficticia que conduce a la demostración coherente de que de-
trás de la ficción no hay nada: un autor, un personaje, un mundo,
todos ellos de papel, puro monumento a la nadería y al vacío de
su deconstrucción. Lo cierto es que todo este juego metaficticio se
me antojó banal y hasta frívolo, demasiado autocomplaciente y
narcisista. Lo entendí, en fin, como un ejercicio antirrealista al
servicio de una trasgresión o deconstrucción narrativa sin mucha
o ninguna sustancia.
Dicho esto, noblesse oblige, tengo que confesar que me equi-
voqué, que mi ignorancia o falta de información biográfica so-
bre Darío Jaramillo me hizo «meter la pata». El juego del alfiler
provocó en mí un sobresaliente error de interpretación, es decir,
un «pinchazo» hermenéutico, pues este texto que fingía ser ver-
dadero, pero que, por el juego metaficticio y por mi impruden-
cia, me pareció siempre un relato ficticio, resultó auténtico. La
verdad es que, dicho sea en mi defensa, en el comienzo de la no-
vela se puede leer lo siguiente:
Voy a contar una historia que pude haber vivido yo. Tal
vez por eso —y sin mi consentimiento— el narrador y perso-
naje de este cuento dice llamarse Darío Jaramillo. Pero es un
ser ficticio, distinto de quien escribe —a lo mejor él también
ficticio—, un ser imaginario que pertenece a una historia in-
ventada, sujeto de una realidad tan sólo verosímil, no verda-
dera136.
——————
136
Darío Jaramillo, El juego del alfiler, Valencia, Pre-textos, 2002, pág. 15.
137
El País-Domingo, 1 de junio de 2003, pág. 22.
[179]
Juan Cruz aclaraba que Darío Jaramillo había perdido el pie iz-
quierdo en un atentado de los «narcos» colombianos. Y para
que no hubiera dudas, y para que mi escarnio, del que aquí hago
penitencia pública, fuese aún mayor, el propio Jaramillo ha refe-
rido el modo cómo perdió el pie en un atentado que en princi-
pio no iba dirigido a él, sino a un amigo, al que Jaramillo le ayu-
daba a abrir la cancela de su casa de campo. Así se lo conto éste
a Esther Morillas, y ésta a mí. Por tanto, el aparente juego no era
más que la expresión de una realidad tremenda y la muerte del
autor no era una simple maniobra retórica post-estructuralista,
sino la fabulación de una historia verdadera. Una vez más, dicho
sea en mi descargo, la realidad colombiana superaba la autofic-
ción más metaficticia.
Según la manera en que el relato acoja la instancia autobio-
gráfica y la novelesca, tenemos como resultado dos tipos o for-
mas de autoficción distintas en su estructura narrativa: a) los
que mezclan los pactos de manera más o menos inconsútil,
hasta hacer con los diferentes elementos arriba enumerados un
texto más o menos uniforme, y b) los relatos que se construyen
o desarrollan por la alternancia de diferentes registros narrati-
vos o por la yuxtaposición en paralelo de una serie autobiográ-
fica a otra novelesca, que permite reconocer con cierta facili-
dad los diferentes registros ficticios y factuales que componen
el relato.
Como ejemplo de los primeros cabe considerar novelas de F.
Umbral como El hijo de Greta Garbo o La velocidad de la luz,
de Javier Cercas, que hacen una propuesta de lectura indetermi-
nada y ambigua, en la que los elementos narrativos se imbrican
de tal modo que dan como resultado una síntesis bastante aca-
bada de lo «real-ficticio», ante la cual el lector no tiene por me-
nos que vacilar en determinadas encrucijadas del relato entre
elegir una opción autobiográfica o novelesca.
Entre los segundos, destacaría el libro de Unamuno, Cómo
se hace una novela (1927), en el que se estratifican sin llegar a
mezclarse los siguientes elementos: una biografía («Retrato de
Unamuno», de Jean Cassou, que fue prólogo de la edición fran-
cesa de 1925 y Unamuno incluyó en la primera edición españo-
la de 1927), un texto autobiográfico, una metanovela autoficti-
cia, un ensayo y un diario, pero todo bajo intención y claves in-
terpretativas autobiográficas, pues como el autor se interroga
retóricamente en este libro: «¿No son acaso autobiografías to-
das las novelas?». Esta superposición de distintos elementos na-
[180]
rrativos no nos parece gratuito ni banal, pues sirvió al autor
para escenificar novelísticamente el complicado despliegue de
máscaras y de yos, para mostrar el continuo hacerse y deshacer-
se del personaje público Unamuno y ofrecerlo en una perspecti-
va múltiple y cambiante.
También Mario Vargas Llosa desarrolla un relato de pactos
alternativos en su celebrada novela, y espléndida autoficción, La
tía Julia y el escribidor (1977), de la que por su interés voy a
ocuparme después. Una construcción de alternancia, similar a
ésta, presenta el relato de José María Arguedas, El zorro de arri-
ba y el zorro de abajo (1971), en el que junto a una historia lle-
na de elementos ficticios y autobiográficos, el autor introduce su
diario, premonitorio de su propia muerte.
2. CLASES DE AUTOFICCIÓN
PACTO AMBIGUO
CAMPO AUTOFICCIONAL
Autoficción Autoficción
Autobioficción
biográfica fantástica
1. A = N = P 1. A = N = P 1. A = N = P
——————
138
En contacto con el mundo, Madrid, Endymion, 1992, pág. 229.
[188]
Las imágenes fotográficas, a las que aluden el título y el tex-
to, pues cada capítulo parte supuestamente de la contemplación
de una, pretenden desvelar este enigma, pero paradójicamente,
aunque la fotografía es, según Roland Barthes, «el arte referen-
cial por excelencia», aquéllas resultan ser una pseudo-presencia,
algo que por su fijeza resulta premonición y constatación de la
muerte. Las fotos siempre dan cuenta de algo que fue pero ya no
es, de algo que existió pero ya no está. Contradicción de la que
es consciente el propio autor al «contemplar» los recuerdos in-
fantiles.
No deja de llamar la atención que la recepción periodística
de este libro, elogiosa por otra parte (Fernando Lázaro Carreter,
ABC y María José Obiol, El País), no discutió la adscripción ge-
nérica del texto como novela, a pesar de su aparente carácter au-
tobiográfico, y al mismo tiempo aceptó el carácter real de las fo-
tos, que por otra parte no se muestran ni en la portada ni en el in-
terior, como es habitual en las obras pertenecientes al género
autobiográfico. Justo en este aspecto está para mí el carácter «fic-
ticio» del relato, contar unas fotos y darles vida narrativa sin en-
señarlas. Algunas resultan muy creíbles, pero otras, y aquí sólo el
autor podría negar o confirmar nuestra sospecha, resultan poco
reales por el encuadre, el momento o la escena retratada. Algunas
de estas fotos muy probablemente nunca se hicieron y existieron
sólo en la imaginación del novelista. Fue la imaginación plástica
de la memoria la que las reveló y la que las convirtió en metáforas
de los recuerdos, según la ecuación por la que el recuerdo con-
vierte en foto fija lo que después la imaginación de la memoria
pone en movimiento. Una relación que el propio narrador argu-
menta: «Las fotografías, como los recuerdos, cuentan el mundo
no como era, sino como fue quizá una vez, y, por lo tanto, como
podía haber sido de otras muchas maneras».
Aprecio este relato de Llamazares por lo que tiene de pues-
ta en entredicho de determinadas certezas memorialistas y de
búsqueda de otras posibilidades expresivas, pero no acabo de
ver lo que aporta a éste su adscripción al pacto de ficción, defen-
dida por el autor. Si es ingenuo proponer la veracidad absoluta
de la autobiografía, no menos simple resulta declararla comple-
tamente ficticia. Dicho de otro modo, el libro de Llamazares me
parece un intento válido, complejo e interesante de renovación
del género autobiográfico, aunque su titubeante propuesta auto-
ficticia no traspase en la mayoría de las ocasiones los umbrales
del texto.
[189]
2.2. Autoficciones fantásticas:
César Aira, Justo Navarro y Francisco Umbral
[190]
autor, en las autoficciones fantásticas este yo se proyecta en la
ficción141.
Entre estas autoficciones, cabe incluir buena parte de las no-
velas de César Aira, en las que el autor mezcla elementos auto-
biográficos comprobados con otros deliberadamente irreales,
imposibles y fantásticos142. El relato resultante adquiere la for-
ma de una pseudoautobiografía imposible, que deriva desde un
punto de partida de verosimilitud biográfica a un resultado de-
cididamente antirrealista. La novela de César Aira Cómo me
hice monja es un ejemplo de autoficción de esta clase, que pro-
voca una radical confusión de expectativas lectoras, pues, ade-
más de ficcionalizar la identidad nominal de autor y personaje
(el narrador-protagonista se llama César o Cesítar Aira), todo el
relato en su conjunto supone una alteración de los principios de
la poética realista.
La novela entera es un trompe-l’œil, pues el título nos hace
creer y esperar la futura transformación del narrador-protago-
nista masculino en una religiosa, transformación que finalmen-
te no se cumple, a pesar de que durante el desarrollo de la his-
toria el género y el sexo del protagonista oscila entre el masculi-
no y el femenino. Además, todo el argumento es un puro
disparate, pues aunque el relato tiene el comienzo de un verosí-
mil relato de infancia, enseguida se desvanece. Y para colmo, el
narrador de la novela, como sabremos al final, está rigurosa-
mente muerto, lo que, por otra parte, no le ha impedido contar-
nos la historia de su propia muerte. En las novelas de este tipo,
y sin llegar al extremo de César Aira, por otra parte emblemáti-
co de lo que esta clase de autoficción representa, la incontesta-
ble confusión del argumento se resuelve casi siempre afirmando
el carácter ficticio del relato.
Al filo de cerrar este libro llegó a mis manos la última nove-
la de Justo Navarro, Finalmusik (2007), un relato que introdu-
ce de forma brillante una intriga fantástica en unas circunstan-
——————
141
Vicent Colonna, ob. cit., pág. 145.
142
Cfr. Manuel Alberca, «La autoficción hispanoamericana actual: dispara-
te y autobiografía en Cómo me hice monja», Le moi et l’espace. Autobiograp-
hie et autofiction dans les littératures d’Espagne et d’Amérique Latine, Saint-
Étienne, Université Jean Monnet, 2003, págs. 329-338; «El arte de la mentira
para mejor decir la verdad (o para que nadie sepa que tengo miedo)», César
Aira, une révolution, Tigre/Hors série, Université Stendhal-Grenoble 3, 2005,
págs. 227-236, y «Una lectura transitiva de César Aira», Cuadernos Hispanoa-
mericanos, 665 (2005), págs. 83-93.
[191]
cias históricas reales no menos increíbles. En el escenario de la
acción se reconoce la amenaza terrorista con que las brigadas
salafistas desafiaron e intentaron chantajear a la República Ita-
liana en el verano de 2004 si no dimitía su primer ministro, res-
ponsable, a los ojos de estos grupos, de la intervención militar
italiana en la guerra de Irak, sumiendo al país durante aquel
tiempo en la incertidumbre y el miedo. El fondo de pesadilla y
de temor generalizado tiñe el relato de una irrealidad muy creí-
ble. En ese contexto, un traductor español, granadino por más
señas, cuyas iniciales, como sabremos al final, coinciden con las
del autor que firma en la portada (J N), se encuentra en Roma,
a donde se ha retirado para traducir una extensa novela negra de
intriga histórica. La novela trascurre en la semana final de una
estancia de tres meses, cuando el traductor se apresta a concluir
las últimas 40 páginas de su trabajo para regresar a su ciudad
natal y vender a su padre la parte de la casa que le corresponde.
Precisamente la pista onomástica, que identifica, al menos par-
cialmente, al narrador con el autor, abre la posibilidad de releer
las novelas anteriores de Navarro desde esta clave autoficticia y
valorar fugaces pero inequívocas señales de nombres propios
como signos de una discreta y progresiva autoficción, tal como
sucede en La casa del padre, cuando conocemos que el nombre
del tío paterno del narrador es Luis Navarro Verbruggen.
En la peripecia del narrador y protagonista, muchas veces
pasivo pero atento siempre a describir y comprender lo que a su
alrededor ocurre sin conseguirlo del todo (al menos esa es la im-
presión que produce en el lector), irán apareciendo otros perso-
najes con los que el protagonista se cruza: su amante Francesca,
el marido de ésta, la profesora boloñesa Stefania Rossi-Quaran-
totti, experta en semiótica, su marido, un influyente economista
y experto financiero, consejero de un gobierno corrupto, monse-
ñor Wolff-Wapowski, el cardenal polaco responsable de la resi-
dencia eclesiástica en la que se aloja el traductor, Carlo Trenti, el
autor de Gialla Neve, la novela que traduce el narrador y una
cadena de secundarios que entrecruzan sus pasos. Este entrama-
do de acciones se complica y confunde con los personajes y ac-
ciones de la novela objeto de la traducción, que se van interca-
lando en el nivel de la acción mediante saltos narrativos. Este
procedimiento, de fuerte inspiración cinematográfica, alcanza
su apoteosis cuando en el curso de la fiesta final, en el «ferragos-
to» italiano, se superpongan las imágenes de la película, basada
en Gialla Neve, la novela que J N no acaba de traducir al espa-
[192]
ñol (las 40 últimas páginas se le resisten), con la acción de los
personajes novelescos de Finalmusik. Tal como el narrador re-
sume en la frase que se cita en el exordio del comienzo de este
capítulo: «Mi vida es esta multiplicación de historias oídas, leí-
das, traducidas, inventadas», en la que la irrealidad novelesca
constituye la irrealidad real del traductor, que se esfuerza en in-
terpretar, imitar y comprender las voces y las historias ajenas y
las acaba adoptando como propias y en las que da la impresión
de resultar imposible discernir dónde empieza o termina el lado
imaginario y dónde el verdadero, pues el primero ha invadido y
desplazado al segundo de manera perfecta.
La autoficción puede ser también el espacio imaginario ideal
para que el autor se invente un mito personal y familiar a su gus-
to y medida. Nadie como Umbral, en novelas como Las ánimas
del purgatorio, El hijo de Greta Garbo y en general toda la serie
de novelas de la madre y de la infancia, y desde luego nadie de
manera tan insistente ha creado un mito personal que, partien-
do de algunos elementos verdaderos de su biografía, haya cons-
truido una historia fantástica y contradictoria, en la que se esti-
lizan, se camuflan o se esquivan los aspectos menos gratifican-
tes de su infancia y orígenes. El reiterado y elusivo relato de la
madre, las diferentes versiones de su muerte, la fantasmagórica
presencia de un padre siempre ausente, con apariencias cam-
biantes y contrapuestas, etc., tejen una tupida y procelosa selva
en la que el lector acaba por rendirse, vencido por el encanta-
miento de un estilo que desrealiza o sublima lo vivido. La deno-
minación de «novela» en este caso, y en otros similares, subra-
ya, y de hecho reconoce, que nos encontramos leyendo un arte-
facto literario, antes que el relato de unos hechos comprobados.
La negación y ocultamiento de los hechos biográficos verda-
deros en un libro que promete revelarlos, como ocurre en su
obra autobiográfica Los cuadernos de Luis Vives, señala el nudo
gordiano de una escritura que no se atreve a desenredarlo. En
este caso, el mito personal parece emanar, más o menos cons-
cientemente, de un trauma y de la dificultad de aceptar la autén-
tica y secreta historia personal. En su caso, el conocimiento de
los datos de la genealogía familiar y de la biografía infantil de
Francisco Umbral, revelados por Anna Caballé143, permite leer
——————
143
No obstante el propósito del trabajo de A. Caballé sobrepasa con mu-
cho la finalidad detectivesca, pues lo que la autora aspira a demostrar es cómo
la proyección de un personaje literario puede ser una operación sumamente
[193]
su obra con una base (auto)biográfica que antes sólo podíamos
sospechar. Ahora, al conocerlos, podemos comprender lo que
las novelas tienen de elaboración mítica de sí mismo o de auto-
ficción144.
Pero los compartimentos entre los diferentes tipos de auto-
ficción no son estancos y hay relatos que combinan o simulta-
nean por igual lo «ficticio-real» de la autoficción biográfica con
lo «ficticio-irreal» de la autoficción fantástica, con una estructu-
ra narrativa de pactos alternantes, como sucede en la novela de
Gonzalo Torrente Ballester, Dafne y ensueños. Esta novela
es un relato de infancia en el que el autor evoca mediante su
personaje infantil, Gonzalito, los orígenes familiares y persona-
les, así como la razón de su dedicación literaria, en tanto que
novela de la formación del artista. Al mismo tiempo desarrolla,
en capítulos alternos, otra historia de constitución legendaria,
donde se yuxtaponen nebulosas historias mágicas, la búsqueda
de Dafne o la modificación del resultado de la batalla de Trafal-
gar, en las que la novela se decanta hacia lo puramente ficticio,
manteniendo, sin embargo, el protagonismo el mismo persona-
je infantil.
2.3. Autobioficciones:
Mario Vargas Llosa y Javier Cercas
[194]
determinar dónde empieza la ficción y hasta dónde llega lo au-
tobiográfico. Presentan en realidad una mezcla indisoluble e in-
consútil de los tres tipos de elementos antes señalados: autobio-
gráficos, ficticios y ficticio-autobiográficos. Tampoco se trata de
memorias o autobiografías vergonzosas ni escondidas y, aunque
puede haber camuflaje o disimulo, no es esto lo principal, sino
el aprovechamiento de la experiencia propia para construir una
ficción personal, sin borrar las huellas del referente, de manera
que lo real-biográfico irrumpe en lo ficticio, y lo ficticio se con-
funde con lo vivido en un afán de fomentar la incertidumbre del
lector.
Si tuviera que destacar unos ejemplos de esta clase de auto-
ficción, podría citar novelas muy diferentes en su tono, valor y
estrategias de ficcionalización, como La tía Julia y el escribidor,
de Vargas Llosa, Paisajes después de la batalla, de Juan Goyti-
solo, Penúltimos castigos, de Carlos Barral, o La velocidad de la
luz, de Javier Cercas. Y cabría añadir a éstas la novela Todas las
almas, de Javier Marías, que, como ya comenté anteriormente,
parte de un modelo de relato próximo a la autoficción, aunque
el autor no utiliza el término y se dedica tácitamente a transgre-
dirlo con la intención de radicalizar el principio de incertidum-
bre que lo preside. Me referiré dentro de este registro de auto-
ficciones a dos modelos de construcción narrativa autobioficti-
cia, con procedimientos narrativos muy distintos: La tía Julia y
el escribidor (1977), de Vargas Llosa, y La velocidad de la luz
(2005), de Javier Cercas.
La tía Julia y el escribidor, que toma como punto de partida
y desarrolla unos episodios de la vida amorosa de Mario Vargas
Llosa, es sin duda una de las mejores autoficciones hispánicas
que conozco, pues en ella su autor logró sintetizar lo ficticio y lo
vivido con grandes dosis de humor e imaginación. El ejemplo de
ficcionalizar la vida amorosa o algún pasaje de ésta, llevado a
cabo por el escritor peruano fue seguido posteriormente por
Guillermo Cabrera Infante en La Habana para un infante di-
funto (1979) y Carlos Fuentes en Diana o la cazadora solitaria
(1994). Pero, sin duda, la novela de Vargas Llosa consigue con
su estructura narrativa alterna y con su fusión de elementos fic-
ticios y autobiográficos un ejemplo perfecto de autobioficción.
La novela de Vargas Llosa rememora su precoz matrimonio,
cuando el escritor tenía sólo 18 años, con su «tía Julia», la ex-
mujer de su tío, recién divorciada, y de casi 30. Con la oposición
de toda la familia se casaron y para ello tuvieron que huir para
[195]
contraer matrimonio en secreto, ayudados por unos amigos.
Esta historia constituye el eje principal del libro. Pero esta aven-
tura romántica, y sin embargo verdadera, se cuenta de manera
simultánea y en paralelo a otras historias delirantes que salen de
los seriales radiofónicos de un singular escribidor, llamado Pe-
dro Camacho, un personaje novelesco, que remite con toda pro-
babilidad a Raúl Salmón, la persona que se piensa que estuvo en
el origen del personaje, aunque él lo niegue y no se reconozca en
absoluto en dicho personaje novelesco. Para el autor, en cambio,
no hay ninguna duda, pues, según él mismo ha declarado en di-
versas ocasiones, tomó como modelo a Salmón para el persona-
je novelesco de Camacho, al que conoció cuando trabajaba de
redactor en la emisora radiofónica limeña Panamericana y aquél
se ejercitaba como escribidor de seriales para la radio. Tampoco
cabe la menor duda con respecto a la identidad del narrador y
protagonista, pues éste lleva el mismo hipocorístico del autor,
que asume así cierta e inequívoca responsabilidad y, al tiempo,
señala la distancia con el personaje que encarnó en otro tiempo.
De este modo, Vargas volverá a ser Varguitas, y Mario, Marito,
pues es el mismo, salvada la distancia temporal.
Entonces, ¿en dónde radica la ficción? Pues sin duda en la
integración de los elementos ficticios y autobiográficos y en su
carácter indisoluble que pueden, a veces, dejar al lector indeci-
so a la hora de descifrar el estatuto del relato. Estas característi-
cas constituyen a mi juicio el rasgo específico de las novelas si-
tuadas en el centro autoficcional, al que adscribo La tía Julia y
el escribidor. Como acabo de decir, esta novela se organiza en
dos ejes argumentales, independientes en apariencia, que se de-
sarrollan en capítulos alternos. En los impares, la novela narra
la historia de los enamorados, de la madura tía Julia y de su jo-
ven sobrino Marito, de contrastado contenido autobiográfico, a
pesar de la clasificación ficticia que en la portada establecieron
el autor y el editor, y en los pares, las historias irreales, por des-
cabelladas y disparatadas, de las radionovelas del escribidor Ca-
macho.
Pero según van avanzando ambos ejes, la perturbación y en-
loquecimiento de las radionovelas terminan por contagiar los
hechos del relato de los enamorados. Entre ambos ejes narrati-
vos, entre la historia de los enamorados y las historias de los ra-
dioteatros, se van trabando una serie de ecos y contrapuntos,
que comienzan por el comentario que los personajes del primer
eje realizan de las radionovelas, hasta que, en una progresión
[196]
paulatina, pero perceptible, la pasión y el melodramatismo de
los seriales radiofónicos de Camacho parecen contagiar los sen-
timientos y los actos de los enamorados y de los familiares y
amigos que los rodean. Al final, la exageración y el absurdo se
apoderan de todos de tal modo que resulta imposible saber dón-
de termina la historia de los enamorados y dónde comienzan las
inspiradas por la delirante imaginación de Camacho145.
En este mismo tipo de autobioficciones, que se construyen
por la alternancia de dos historias que se cuentan en paralelo y
se regulan con pactos narrativos diferentes, hay que citar la no-
vela de Luis Goytisolo Estatua con palomas (1992), en la que se
van sucediendo dos ejes narrativos: uno, el de la biografía de la
familia Goytisolo, y otro, el de una fingida novela latina del siglo
IV. Sin embargo, la novela de Luis Goytisolo no consigue ni la
perfección de la novela de Vargas Llosa, ni el desarrollo del re-
lato consigue convencernos de la necesidad del artificio, pues no
llega a estar justificada la yuxtaposición de las dos historias que,
a ojos del lector que esto suscribe, no acaban de encontrarse. No
era esta novela la primera que Luis Goytisolo escribía en clave
autoficticia, pues su anterior Estela del fuego que se aleja fun-
cionaba ya con un dispositivo autoficticio, en donde el autor
aparecía bajo un nombre críptico, inversión especular del suyo,
Suil/(Luis), que lo cita inequívocamente. Con anterioridad a es-
tas dos novelas, Luis Goytisolo había concluido una tetralogía
de novelas autobiográficas bajo el título de Antagonía. Con Es-
tatua con palomas, recorre el camino inverso a la del anterior
proyecto narrativo de Antagonía, y quizá llega a conclusiones
diferentes pero complementarias. En las novelas de Antagonía,
la representación de lo colectivo era el punto de partida y su ob-
jetivo era precisamente dar cuenta de esto, que recibía un trata-
miento de concretización en lo particular e incluso personal del
autor, pues de hecho las novelas se leían en una clave autobio-
gráfica. En Estatua con palomas, por el contrario, se parte de la
evidencia o transparencia autobiográficas y se pretende llegar a
una explicación o significación universal, pero, como acabo de
señalar, por más que el meta-discurso del narrador lo intenté en
varias ocasiones, no lo consigue146.
——————
145
Guy Scarpetta, L’âge d’or du roman, París, Grasset, 1996, págs. 104-112.
146
Luis Goytisolo, Estatua con palomas, Barcelona, Destino, 1992,
págs. 259-265.
[197]
Muy distinta, y desde luego menos espectacular, desde el
punto de vista de la estructura narrativa, que la novela de Var-
gas Llosa, resulta La velocidad de la luz, de Javier Cercas. A di-
ferencia de La tía Julia y el escribidor, el relato de J. Cercas se
organiza en un solo eje narrativo, que sin embargo hilvana y
amalgama, al menos, dos peripecias personales distintas. Entre
las dos historias se van estableciendo correspondencias hasta
terminar entrecruzándose, trabándose y confluyendo en una
sola historia.
La velocidad de la luz tiene como principal hilo argumental
el trágico derrotero de un personaje llamado Rodney Falk. Este
personaje, protagonista y eje del relato, constituye una magnífi-
ca creación del novelista y encarna a la perfección la figura del
perdedor americano, entre otras razones porque su biografía
arrastra la participación en un ignominioso episodio de la gue-
rra del Vietnam. De aquella participación, subsiste, por un exce-
so de lucidez y de exigencia personal, una tremenda culpa, para
la que no encontrará alivio ni perdón, sino con el suicidio. Rod-
ney se inserta dentro de la tradición de los personajes apesa-
dumbrados y angustiados, en la mejor estirpe de los excomba-
tientes norteamericanos de Vietnam, atormentados por un pasa-
do que les persigue hasta el fin, que el cine y la literatura de
aquel país ha acrisolado sobradamente. No obstante, como el
propio autor se ha encargado de descubrir, la factura literaria de
Rodney no esconde el origen referencial real del que fuera cole-
ga y compañero de despacho de Javier Cercas, cuando enseñó
durante dos cursos, entre 1987 y 1989, en una universidad de
Illinois147.
Con la historia de Rodney se va entrelazando la del persona-
je-narrador que, atraído por su peculiar colega, intenta, desde
que le conoce, escribir una novela sobre personalidad tan singu-
lar, sin acabar de conseguirlo. En realidad, estamos leyendo pre-
cisamente esa novela de manera simultánea a su gestación, aun-
que esto no lo sabremos hasta terminar la lectura, justo en la úl-
tima frase, la que cierra el relato, cuando el autor, que explica el
contenido y avatares de la novela, a la pregunta de su amigo
Marcos sobre cómo termina la novela, responda escuetamente:
«—Acaba así». En ese momento comprenderemos, al menos
este lector comprendió, que hemos estado leyendo la novela que
——————
147
Rosa Mora, «He escrito esta novela como un exorcismo (entrevista con
J. Cercas)», El País, 10 de marzo de 2005, págs. 36-37.
[198]
se supone que el narrador intentaba escribir, en una suerte de si-
multaneidad de escritura y recepción, al cerrarse al mismo tiem-
po historia, relato y lectura.
En el desarrollo del relato, conoceremos que el narrador de
la novela, casi quince años después de su estancia en Illinois y
del conocimiento de Rodney, ha conseguido un éxito literario de
tal calibre que le ha sorprendido y sobrepasado tanto sus expec-
tativas que nunca lo pudo llegar a imaginar ni en el más ideal y
favorable de los sueños. Ha alcanzado un triunfo y una fama tan
inapelables que, paradójicamente, le condenan al más estruen-
doso y apoteósico de los fracasos personales. Perplejo y descon-
certado, superado por las circunstancias, descubrirá que en el
éxito se esconde una farsa, un engaño, un delirio del que no le
resulta fácil escapar:
... el éxito y la fama empezaron a envilecerme enseguida. Al-
guien dice que quien rechaza un elogio es porque quiere dos
[...]. Yo aprendí muy pronto a reclamar más elogios, recha-
zándolos, y a ejercer la modestia, que es la mejor forma de ali-
mentar la vanidad; también aprendí muy pronto a fingir la fa-
tiga y el disgusto de la fama y a inventar pequeñas desgracias
que atrajeran la compasión y ahuyentaran la envidia [...];
pero lo peor de las calumnias y las mentiras es que casi siem-
pre acaban por contaminarnos, porque es muy difícil que no
cedamos a la tentación de defendernos de ellas convirtiéndo-
nos en mentirosos y calumniadores.
——————
148
«¿Por qué es usted tan posmoderno?», El País-Babelia, 14 de septiem-
bre de 2002, pág. 24.
[205]
El objetivo de hacerse invisible tras la propia identidad es
una de las metas de Vila-Matas en sus relatos, propósito que pa-
rece haber logrado al convertirse él mismo en personaje noveles-
co, pues, si es cierto lo que asegura su editor Jorge Herralde, En-
rique Vila-Matas, que firma así sus libros desde sus comienzos,
se llama en realidad Enrique Vila Matas. Según Herralde, hace
tiempo, al introducir entre el apellido paterno y el materno un
guión, convirtió su verdadero nombre en una eficaz máscara, en
la que se funden simbólicamente la genealogía del padre y de la
madre, dando como resultado una nominación nueva149. Es cu-
rioso que muchos años antes de esta revelación, el propio autor
se había referido de manera impersonal a esta posibilidad de ca-
muflaje onomástico en un artículo sobre la importancia de los
pseudónimos y los apócrifos de los escritores, como recurso
para crear una identidad distinta:
... algunos escritores han añadido un guión entre sus apelli-
dos [...] un amigo ya fallecido, que colaboró en numerosas
publicaciones emboscado tras todo tipo de pseudónimos, has-
ta el día que descubrió que el que mejor podía ayudarle a es-
conderse del mundo, era paradójicamente su propio y verda-
dero nombre [...] había dado con una ultrasutil fórmula para
dejar de ser uno mismo: serlo (cursiva mía)150.
——————
149
Qué leer, enero de 2003, pág. 65.
150
Enrique Vila-Matas, «La importancia de llamarse Ernesto», Diario 16-
Culturas, 7 de enero de 1989, pág. XII.
[206]
Algo similar plantea Javier Cercas en La velocidad de la luz;
bueno, Cercas no, su narrador, que en tantos aspectos coincide
con él como diverge en otros, y Rodney, el personaje central de
la novela, cuando dialogan sobre el relato que está escribiendo
el narrador:
[208]
tomática y da como resultado diferentes representaciones. En
Cómo se hace una novela (1925-1927), una verdadera autofic-
ción avant la lettre, el personaje de U. Jugo de la Raza (eviden-
te clon nominal de Unamuno: sus apellidos maternos eran,
como se sabe, Jugo Larraínzar), que atraviesa una difícil coyun-
tura personal, se asoma con desesperación a las aguas del Sena,
en donde busca un reflejo que lo afirme, y no encuentra sino un
abismo o vértigo de irrealidad: «Y cuando para volver acá he
atravesado el puente de Alma [...] he sentido ganas de arrojar-
me al Sena, al espejo. He tenido que agarrarme al parapeto». La
visión del río, el «espejo fluido», con sus aguas quietas como la
muerte, le horrorizan, y al punto retira la mirada y vuelve los
ojos otra vez a la novela que está leyendo. Este relato lo escribió
entre París y Hendaya, durante el exilio voluntario en Francia de
1924 a 1927, en unas circunstancias de aguda crisis personal
por la conciencia de haber agotado su crédito como intelectual
y político pro-republicano. A través de ese doble que apenas di-
simula su persona, Unamuno escenificó, proyectó y resolvió en
cierta manera la necesidad de volver a ser el personaje de pres-
tigio, activo y dueño de su historia, decidido a hacer su propia
«novela» y no a leerla o repetirla.
No era la primera vez que Unamuno se servía de esta figura
de la contemplación del vacío especular en su narrativa, pues la
había utilizado con anterioridad en la novela Niebla (y aun an-
tes de manera autobiográfica en 1897, en su Diario íntimo)153,
cuando Augusto Pérez le confiesa a su amigo Víctor Goti:
[...] ... una de las cosas que me da más pavor es quedarme mi-
rándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por
dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como
otro yo, que soy un sueño, un ente de ficción... [...] No pue-
do remediarlo. Tengo la manía de la introspección. [...] Y creo
que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada
que sea suyo, muy suyo, como si fuera parte de él.
——————
153
«Yo recuerdo haberme quedado alguna vez mirándome al espejo hasta
desdoblarme y ver mi propia imagen como un sujeto extraño, y una vez en que
estando así pronuncié quedo mi nombre, lo oí como voz extraña que me llama-
ra, y me sobrecogí todo como sintiera el abismo de la nada y me sintiera una
sombra pasajera. ¡Qué tristeza entonces! Parece que se sumerge uno en aguas
insondables que le cortan toda respiración y que disipándose todo, avanza la
nada, la muerte eterna» (Miguel de Unamuno, Diario íntimo, Madrid, Alian-
za/Libro de Bolsillo, 1970, págs. 49-50).
[209]
Si en estos relatos Unamuno contempla su propio rostro es-
pecular como el símbolo abismal del vacío y la nada, en otros,
de forma contrapuesta y complementaria, son las imágenes mul-
tiplicadas e infinitas de su figura, reflejada en los espejos enfren-
tados, las que le sumen en la mayor perplejidad y desconcierto:
Había grandes espejos, algo opacos, unos frente a otros, y
yo entre ellos me veía varias veces reproducido, cuanto más
lejos más brumoso, perdiéndome en lejanías como de triste
ensueño. ¡Qué monasterio de solitarios el que formábamos
todas las imágenes aquellas, todas aquellas copias de un ori-
ginal! Empezaba ya a desasosegarme esto cuando entró otro
prójimo en el local, y al ver cruzar por el vasto campo de
aquel ensueño todas sus reproducciones, todos sus repeti-
dos, me salí huido (La novela de don Sandalio, jugador de
ajedrez).
[210]
escritor sintetiza su teoría del carácter plural del yo, en la que lo
expone y escenifica. Según ésta, en el yo habitan al menos tres
personas: 1) el que uno cree ser, 2) el que los otros creen que
uno es, y 3) el que en realidad uno es. Pero, por encima de estos
tres, añade Unamuno, se encuentra un cuarto yo, más decisivo y
trascendental, por «agónico» y voluntarioso: el que uno quiere
ser. Este yo sería el específico de la autoficción: el que cuenta la
vida no como ha sido o es, sino como le hubiera gustado, temi-
do, deseado o aborrecido ser en el pasado, pero también en el
futuro. En este sentido la idea de «autobiografía nivolesca» idea-
da por Unamuno sería equivalente a la autoficción o se confun-
diría con ella.
Por tanto, para eludir el miedo abismal que le produce la in-
trospección y el horror al vacío del reflejo azogado que lo sim-
boliza, Unamuno emprende otro camino, el de la invención de
sí mismo y el de la creación del personaje que quisiera ser. De
ahí la necesidad unamuniana de la ficción. En el mismo «Prólo-
go» lo expresó de su característica y paradójica manera:
Una cosa es que todos mis personajes novelescos, que to-
dos los agonistas que he creado los haya sacado de mi alma y
otra que sean yo mismo. Porque, ¿quién soy yo mismo?
¿Quién es el que firma Miguel de Unamuno? Pues... uno de
mis personajes, una de mis criaturas, uno de mis agonistas.
Esta manera suplementaria de afirmación o de búsqueda de
sí mismo en el laberinto de los diversos yos no es una maniobra
de camuflaje o distracción, ni tampoco creo que se trate de un
enmascaramiento de sí mismo en el personaje para expresar de-
trás de la máscara lo que no es capaz de decir o escribir abierta-
mente. No, no es un problema de inseguridad personal o de pre-
vención social. Unamuno deja demasiadas pistas y guiños en el
relato para que el lector pueda establecer una relación identifi-
cadora entre autor y personaje. Incluso más, cuando esta diso-
ciación entre autor y personajes se manifiesta, como sucede en
el prólogo de Amor y pedagogía, en que un narrador anónimo
que apela al autor, afirma irónicamente lo contrario: «...el autor
no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos,
adopta el cómodo artificio de ponerlos en boca de personajes
absurdos y grotescos». Es evidente que el hecho mismo de con-
fesarlo, aunque sea irónicamente, pone en evidencia todo lo
contrario: Unamuno no se esconde tras la máscara de sus perso-
najes, se hace visible en ellos. El personaje le permite objetivar
[211]
su personalidad, convertirse en categoría abstracta sin dejar de
ser él mismo. «Crear es creer» y viceversa, defendía Unamuno,
pues el hombre necesita crear para afirmarse y existir, crearse
para creerse. Hacerse personaje, «hacer el personaje» significa
aquí poder expresarse en toda su complejidad y consecuente-
mente eternizarse a través de la ficción. Es la suya una búsque-
da incesante de sí mismo a través de sus criaturas, una constan-
te negación para poderse afirmar en los yos ocultos que le reve-
lan sus protagonistas. Dicha búsqueda, por qué negarlo, no está
exenta de cálculo, presunción y soberbia, pues, no lo olvidemos,
Unamuno quiere llegar a ser inmortal:
¡Mi leyenda! ¡Mi novela! Es decir, la leyenda, la novela
que de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos
hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemi-
gos, y mi yo amigo y mi yo enemigo. Y he aquí por qué no
puedo mirarme un rato al espejo porque al punto se me van
los ojos tras de mis ojos, tras su retrato, y desde que miro a mi
mirada me siento vaciarme de mí mismo, perder mi historia,
mi leyenda, mi novela, volver a la inconsciencia, al pasado, a
la nada (Cómo se hace una novela).
[215]
como es la despedida y la caída final del telón sin la posibilidad
de salir a saludar por última vez. No es fácil sin embargo darle a
este asunto de la narración de la propia muerte una interpreta-
ción única, que no resulte cuando menos contradictoria, pues si
bien el gesto encierra una forma de lucimiento postrero, no deja
de ser una piadosa manera de llamar la atención y de reclamar
ayuda. En cualquier caso, ¿a quién no le gustaría trazar su retra-
to definitivo de manera póstuma, para componer y legar a la
posteridad su rostro más atractivo?
En el catálogo de figuras del yo autoficticio destacan las que
señalan la fragmentación y la discontinuidad del sujeto. No
quiero decir que estos rasgos le pertenezcan de manera exclusi-
va a las autoficciones o que no puedan expresarse en el marco
de una autobiografía declarada, pero sin duda el marco de la au-
toficción permite exagerarlos e intensificarlos. Entre la disconti-
nuidad y la continuidad del yo oscila, por ejemplo, el narrador
de Javier Marías que contempla como su personaje se disgrega y
se cohesiona en su devenir temporal. El narrador-personaje de
Todas las almas, que trata de poner orden en su vida poco des-
pués de regresar a España, cree que el que escribe y recuerda los
dos aciagos años pasados en Oxford, ya no es ni puede ser, a pe-
sar del escaso tiempo trascurrido, el que fue. Para ello se propo-
ne suturar la fisura que le produjo aquella «perturbación pasaje-
ra», eliminando las huellas del yo trastornado del pasado en este
más cuerdo del presente:
Quizá sea sólo una mera coincidencia, pero en estas dos no-
velas el título cita el nombre del autor de manera directa, al
tiempo que homenajea a uno de sus autores dilectos, José M.ª
Blanco White, que utilizó este pseudónimo (Juan sin tierra) en
algunos artículos periodísticos, o también de manera solapada en
Don Ju(li)án. Como a estos personajes les ocurre, buena parte de
la obra del escritor barcelonés está marcada por la rebeldía y la ne-
gación de sus orígenes, sean éstos familiares, sociales o naciona-
[217]
les. Bajo ese ejercicio subyace una conciencia culposa y la necesi-
dad de limpiarla. Por eso, como dice el narrador polifónico de
JST, no bastará con el odio a «la estirpe que te dio el ser», será pre-
ciso «echar por la borda rostro, nombre, familia, costumbres, tie-
rra», para continuar la ascesis de la des-identidad. El símbolo de
esta ruptura o traición a los orígenes patrios, para adoptar los del
enemigo moro, lo representa de manera mítica y pintiparada el
conde Don Julián y su leyenda. A nadie se le oculta el atractivo
que este símbolo iconoclasta encierra para el autor, el símbolo del
traidor a la patria, perseguidor perseguido, opresor/redentor de sí
mismo, provoca y amplifica la aversión que esta figura despierta
en el imaginario patrio. La figura legendaria del traidor le permi-
te elevarse a la categoría del héroe con el prestigio del maldito.
Por eso resulta coherente con la nueva personalidad asumida, que
no niega totalmente la anterior, la encarnación de Juan Goytisolo
en la figura de un conde Don Ju(li)án moderno, la figura del des-
tructor de los mitos patrios y de sus símbolos.
En novelas posteriores a su ejercicio confesional autobiográ-
fico (Coto vedado y En los reinos de taifa), como El sitio de los
sitios, Carajicomedia, Telón de boca, La saga de los Marx, La
cuarentena, Las semanas del jardín. Un círculo de lectores o
Paisajes después de la batalla, el autor dibuja la figura equívoca
y ambigua de un personaje homónimo que representa la idea o
el desideratum vital y creativo de su última etapa literaria. La
continuidad entre el narrador-personaje y el autor empírico la
afirma Goytisolo en la medida que tienen la misma identidad
nominal, las iniciales JG o algún alias que inequívocamente le
identifica, como el de San Juan de Barbés en Carajicomedia, con
el que según parece Severo Sarduy le bautizó en la vida real. To-
das estas posibles onomásticas remiten al Goytisolo de carne y
hueso. Los relatos construyen un personaje, mejor un autor-per-
sonaje, que integra las pulsiones, ideas y posiciones de manera
armónica en el texto literario, en el que quedan obliteradas las
persistentes contradicciones personales, sociales y políticas, de
acuerdo con una renovada tendencia mitómana.
En cada texto de la etapa final, el resultado es diferente, pero
igualmente significativo de la invención del artista, pues aborda
un aspecto de la imagen mítica en la que el «autor-texto» aspira
a perpetuarse. En Telón de boca, la imagen resultante es la del
equilibrio, la armonía y la serenidad ante el horizonte de la pro-
pia muerte, de manera similar al que ya había abordado en La
cuarentena. Este gesto de enfrentarse de manera anticipada a la
[218]
muerte tiene mucho de presunción megalómana, en la medida
que el autor aspira a diseñar o planificar el futuro o, lo que es lo
mismo, a prever su propia posteridad, cuando no resulta de un
cierto coqueteo con la postrera, pues, en las dos novelas citadas,
el autor disfruta de una segunda oportunidad. La muerte que
vive es doblemente ficticia, no va en serio, o por lo menos no va
en serio todavía, porque regresa del «más allá» para comprobar
otra vez la belleza del mundo.
En Paisajes después de la batalla, un enigmático y misántro-
po escritor, encerrado en su buhardilla del barrio parisino del
Sentier, pergeña sobre el papel una particular revolución, con-
sistente en subvertir y confundir todos los códigos burgueses
(sexuales, culturales o sociales), a través de la parodia y la iro-
nía. Este autor ficticio se llama igual que el «presunto homóni-
mo que firma el libro», «el remoto e invisible escritor Juan Goy-
tisolo». Su correspondencia funciona gracias a una suerte de
identificación que al mismo tiempo la afirma y la niega. A través
de la figura del estrambótico narrador, el autor se representa a sí
mismo bajo una apariencia ridícula y degradada, ridiculización
y degradación más formal que profunda, pues, aunque interven-
ga en clave humorística e hiperbólica, el escritor «abuhardilla-
do» no deja de ser un martillo demoledor de reglas y conveccio-
nes. Planea acciones terroristas, da rienda suelta a sus obsesio-
nes sexuales, defiende causas perdidas y, en consecuencia, se
convierte en una figura heroica y sublime que es capaz de tras-
tornar el orden establecido desde su marginalidad. Pero aunque
en el libro haya otros registros y predomine el esperpéntico y hu-
morístico, lo que prevalece es su carácter subversivo, su deter-
minación de corroer y someter a irrisión cualquier principio mo-
ral, orden social o valor cultural establecido y su apoyo directo
o silencioso a todo lo que suponga su arrumbamiento. Es decir,
que aunque en la forma éste es un héroe grotesco, en el fondo
no lo sería y menos a los ojos del autor empírico, pues en su per-
sonaje confluyen, si bien exagerados, muchos de sus rasgos ca-
racterísticos. Dicho de otra manera, ¿de verdad se pone en sol-
fa o se ridiculiza el autor en este entramado de ficciones y con-
fesiones? O por el contrario, ¿es nuevamente un artificio
hiperbólico del que sale magnificado, al encarnar todos los ta-
búes y obsesiones que la burguesía supuestamente detesta? Al
introducirse como personaje de ficción en su relato, Juan Goy-
tisolo se toma a broma, se parodia y ridiculiza, pero bajo este
escarnio de sí mismo se percibe un regusto autocomplaciente,
[219]
pues el autor está convencido de que su obra emite mensajes
perturbadores para el orden burgués, difunde el caos y lo
agranda.
El último ejercicio de contradictoria des-identidad al que
me quiero referir lo constituye su novela Las semanas del jar-
dín, en la que Goytisolo se propone dinamitar el concepto de
autoría mediante una particular ceremonia de la «muerte del
autor», dicho sea con palabras de Barthes. Algo sin duda con-
tradictorio en un autor que ha cuidado (con todo derecho, no
se me entienda mal) de preservar su obra y su figura en el par-
naso futuro de la historia literaria, convertido en un «autor-
texto», destinado a durar más allá de la mercadotecnia actual.
En Las semanas del jardín, si bien el autor empírico desapa-
rece, el autor textual se perpetúa como una invención de sus
lectores, en un artificioso juego de eliminación del autor. Este
ejercicio de presunta discreción viene no obstante a demos-
trar paradójicamente que resulta inconcebible un texto sin
que el lector construya la figura del autor o sin la foucaultia-
na «función-autor».
La primera impresión del relato es que el autor en un ejerci-
cio de humildad máxima, casi franciscana, ha decidido desapa-
recer, borrarse en el texto del que él es un simple médium o un
producto de sus lectores. La novela está formada por 28 relatos,
uno por cada letra del alfabeto árabe y por cada uno de los lec-
tores. Cada uno da su particular versión; en realidad la novela
adopta la forma de una falsa biografía de un autor desconocido,
un poeta español que responde a la enigmática nominación de
Eusebio***, que ya había aparecido en El sitio de los sitios. De
hecho cada uno inventa «su» Eusebio***, aporta algo a esa bio-
grafía imaginaria, lo dota de una historia y de una obra que por
desconocida resultaría mítica o legendaria. Lo curioso es que
este misterioso Eusebio va siendo construido con rasgos y atri-
butos pertenecientes al propio Goytisolo, que tan generosamen-
te había cedido la autoría a sus lectores, al desaparecer su nom-
bre de la portada incluso. Sin embargo, en la solapa del libro, se
reproduce la imagen de Goytisolo con un texto explicativo que
es expresivo de la construcción o invención del autor, el «moni-
gote» como se le denomina:
[220]
cos, históricos y lingüísticos, forjaron un apellido ibero-eus-
quera un tanto estrambótico, Goitisolo, Goytizolo, Goytisolo
—finalmente se impuso este último—, le antepusieron un
Juan —¿Lanas, Sin Tierra, Bautista, Evangelista?—, le conce-
dieron fecha y lugar de nacimiento —1931, año de la Repú-
blica, y Barcelona la ciudad elegida por sorteo—, escribieron
una biografía apócrifa y le achacaron la autoría —¿o fecho-
ría?— de una treintena de libros.
No hay confusión posible de quién es el autor, pues en la
portada, aunque no aparece su nombre, luce además de manera
inconfundible una imagen fotográfica de éste junto a una cigüe-
ña, que le identifica sobradamente sin necesidad de utilizar su
firma. Esta foto adquiere su justo sentido en la leyenda marro-
quí de los hombres-cigüeña, que escribe una lectora del Círcu-
lo «adepta al realismo mágico». Según esa leyenda, las cigüe-
ñas serían hombres que habrían adoptado esa forma ágil y nó-
mada para conocer otros lugares y, al regresar a su origen,
recuperarían su figura humana. De acuerdo con esto, la foto de
la portada explicita el sentido mítico de la leyenda y, de paso,
nos revela la imagen del auténtico autor del relato. La foto en
realidad muestra la duplicación simbólica del autor: el hombre-
cigüeña Juan Goytisolo sintetiza lo terrenal y lo aéreo, lo huma-
no y lo animal, lo real y lo imaginario. Según esto, el autor uni-
fica la doble perspectiva, la del mismo y el otro, la vida real y la
ficticia, alcanzando la perfección del héroe o de los dioses.
Los últimos relatos de Goytisolo están atravesados por imá-
genes de desaparición física, de presentación irrisoria de sí mis-
mo o de disolución identitaria de la figura del personaje-autor,
que sin embargo le convierten paradójicamente en un ser eterno
en el espacio del texto. En este sentido, es reveladora la que por
ahora es su última novela Telón de boca, por lo que tiene de eva-
luación final, cuando el autor en el umbral de la muerte (ficticia)
hace balance y recapitulación de lo vivido y convierte este rela-
to en el cierre creativo de toda su obra (de hecho el autor repi-
tió en las declaraciones promocionales del libro que ésta sería su
última novela). Esta suerte de característica mitomanía culmina
en el final de Telón de boca, cuando el autor-demiurgo le asegu-
re cuál es su verdadero ser, es decir, el mito que legará a la poste-
ridad: «Eres un ser de ficción. Tu destino fue escrito de antema-
no. [...] El manuscrito es tu propia vida. [...] Nombre, apellidos,
fecha y lugar de nacimiento coinciden [con los de tu doble]. Pero
el escrito eres tú y no él. Todo figura en sus páginas».
[221]
Este ser de ficción, el autor-texto, que tiene como referente
al autor empírico con todas sus señas personales atribuidas a
Juan Goytisolo y con numerosas referencias a su conocida bio-
grafía, le permite alcanzar la máxima plenitud imaginable: deve-
nir él mismo en obra de arte y constituirse en criatura eterna. En
consecuencia, para Goytisolo, cuando la vida o la propia perso-
na entran en el espacio de la invención literaria se convierten
ellas mismas en literatura.
El psicólogo Erik Erikson definió la identidad como «el pun-
to de encuentro entre lo que una persona quiere ser y lo que el
mundo le permite ser»156. En ese juego dialéctico entre lo íntimo
y lo público, entre el deseo y la realidad, entre lo que es y lo que
parece, se va cerniendo la identidad del sujeto. Bajo riesgo de
simplificar, se puede decir que el yo autoficticio prescinde del
contrapeso de lo real o «hace» como si no existiese, no pasa por
el filtro de la esfera pública ni se ajusta en el equilibrio de los
dos polos que señala Eriksson, sino que despliega todas las po-
sibilidades de la mitificación y ficcionalización sin cortapisas,
pero esa libertad identitaria lejos de ser una ventaja se convierte
tal vez en su más notoria limitación.
El yo autoficticio proyecta la imagen de un sujeto a la deri-
va, que sin dejar de ser él mismo se encuentra en serios proble-
mas de navegación, pues está al pairo de los vientos que lo lle-
van entre la duda de su propia identidad y el omnipresente lugar
común de la auto-invención. El auge de lo rabiosamente perso-
nal significa la irrupción de lo privado en la esfera de lo público
hasta conseguir borrarlo. A más «personalidad», mayor relieve
de lo privado y menos sociedad. La abolición de las fronteras en-
tre lo público y lo privado se corresponde con lo que los soció-
logos han definido como neo-narcisismo, es decir, un estado so-
cial en que lo colectivo desaparece o queda reducido a un enfo-
que sentimental y lo real se mantiene bajo la forma de una
anomalía o de una molestia. El sujeto resultante mantiene un
evidente paralelismo con el yo de las autoficciones.
Sin embargo, el sujeto entronizado actualmente no parece
penar por esta pérdida o falta, al contrario, desconfía de las
identidades que no son inventadas y considera una liberación no
conocerse. Sólo imaginando que es otro y que es muchas perso-
nas, extrañándose a sí mismo y suplementándose con una dosis
de ficción, será capaz de reconocerse en un yo desvanecido:
——————
156
Eric Erikson, Identidad, juventud y crisis, Madrid, Taurus, 1985.
[222]
«Entonces [...], te agarras a lo que tienes más cerca: hablas de ti
mismo. Y al escribir de ti mismo empiezas a verte como si fue-
ras otro, te tratas como si fueras otro: te alejas de ti mismo con-
forme te acercas a ti mismo». La sentencia del personaje de Vila-
Matas en París no se acaba nunca, que toma prestada de Justo
Navarro en su prólogo a El cuaderno rojo, de Paul Auster, con
su irónico significado, no deja de ser un magnífico colofón de las
paradojas, de las vacilaciones y de los trompe-l’œil con que las
autoficciones presentan al sujeto actual.
En las autoficciones el conocimiento de sí mismo es el resul-
tado de un hallazgo imprevisto y azaroso, ya que el autor des-
confía de sus posibilidades introspectivas. La autoficción relata
experiencias de búsqueda o hallazgos inesperados, de caracteres
desconocidos o escondidos que, en un espejo, al mismo tiempo
piadoso e inmisericorde, le devuelve al autor su imagen como
un reflejo distorsionado de sí mismo. En La loca de la casa,
Rosa Montero cuenta una anécdota, que en parte es el desenca-
denante de este libro suyo, que en tantos aspectos responde al
formato de la autoficción. Cuenta la escritora que, contemplan-
do un día un documental de la televisión alemana sobre la per-
secución nazi de los enanos, descubrió la figura de una mujer
enana que era exactamente igual que ella en una fotografía a los
cuatro o cinco años:
Y de pronto me vi.
Me vi.
Era la liliputiense perfecta, rubia, muy coqueta [...]. Y esa
enana era yo. El reconocimiento fue instantáneo, un rayo de
luz que me quemó los ojos. Tengo una foto en la que soy exac-
tamente igual que la liliputiense alemana.
4. PROTOCOLOS DE LECTURA
——————
157
Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975, págs. 35-41.
[224]
se cumple en la autobiografía, permitiéndole al lector proceder
sabiendo dónde pone los pies, en la autoficción deviene en una
ley laxa, que deja al lector al albur de las artimañas y caprichos
imprevistos del autor. Pero no cabe otro remedio que convivir
con los que les gusta moverse de manera sinuosa entre las re-
glas y con los que les gusta subvertir y transgredir las leyes so-
ciales y administrativas, o utilizarlas de forma ventajista e inte-
resada.
Como ya dije, la proliferación en los últimos treinta años de
novelas, en las que el autor con su propio nombre aparece como
narrador o personaje, no nos puede llevar a engaño sobre su no-
vedad. La abundancia de relatos autoficticios en las últimas dé-
cadas no debe esconder la existencia de textos anteriores a este
periodo, que también se ajustan rigurosamente al protocolo
onomástico de la autoficción. Remontándome al siglo XIV, he ci-
tado arriba El Libro de Buen Amor, el texto del Arcipreste de
Hita, autor enigmático y controvertido por tantas razones, texto
en el que el mismo autor, Juan Ruiz, bajo esta identidad, cumple
funciones de narrador e interviene como protagonista de algu-
nas de las picantes historias amorosas que allí se cuentan. En el
siglo XVII, Miguel de Cervantes encontró una forma realmente
ingeniosa, especular y críptica de insertar su nombre propio
como creador de Don Quijote dentro del texto novelístico. Se-
gún Mahmud Sobh, Cervantes habría escondido y cifrado su
propio nombre bajo el de Cide Hamete Benengeli, que, como se
sabe, es el del autor del texto árabe que el «editor» dice traducir
al castellano. Con argumentos que, a un profano en filología
árabe como yo, me parecen convincentes o al menos no desca-
bellados, dados los conocimientos que de dicha lengua tenía
Cervantes, el profesor Sobh traduce al castellano el nombre del
apócrifo autor árabe del Quijote, que no sería otro que Cide (Se-
ñor/Don), Hamete (Miguel), Benengeli = hijo del ciervo (Cer-
vantes)158.
No es, por tanto, el de la onomástica coincidente de autor y
personaje un rasgo completamente novedoso, si acaso lo nuevo
en nuestra época es la cantidad de relatos ficticios en los que se
consagra la presencia del autor a través de un personaje que ine-
quívocamente le representa y la valoración cultural de este pro-
cedimiento, que guarda relación con el ambiente sociológico ac-
——————
158
Mahmud Sobh, «¿Quién fue Cide Hamete Benengeli?», El País-Babe-
lia, 30 de diciembre de 2005, pág. 9.
[225]
tual de culto exacerbado al individualismo. En la conciencia li-
teraria actual, la firma del autor es ya un marcador importante
en el protocolo de la lectura literaria. En las obras de Juan Ruiz
y de Cervantes, lo que resulta reseñable y significativo es que la
presencia del nombre del autor en ambas obras coincida con la
apuesta de innovación literaria y con una idea de autoría que
prefiguran un concepto moderno de la misma.
Si damos un salto de siglos, no menos sorprendente e ines-
perada puede resultar la aparición de los signos onomásticos del
autor en las novelas del socialrealismo de los años 50 y 60.
Como se recordará, una de las bases de la estética de esta co-
rriente literaria consistía en la expresa renuncia, repudio inclu-
so, que aquellos novelistas hacían del componente individual o
personal en sus comprometidos relatos, evitando cualquier atis-
bo de individualismo o de culto a la personalidad del autor. No
obstante, al menos en dos casos, he podido comprobar cómo de
manera explícita el autor dejó su huella nominal entre las obje-
tivistas razones del discurso narrativo neorrealista. Por ejemplo,
en uno de los más paradigmáticos títulos de aquella corriente li-
teraria, en El Jarama, la novela con la que Rafael Sánchez Fer-
losio ganó el premio Nadal del año 1955, entre las casi cuatro-
cientas páginas del torrencial diálogo magnetofónico de los
jóvenes excursionistas madrileños y de los circunstanciales
personajes que irrumpen con su conductista sintaxis, el autor,
como si de un travieso o desaprensivo muchacho que inscribie-
ra sus iniciales en la corteza de los árboles o en los muros de
un monumento, deja las suyas en las de un personaje, Rafael So-
riano Fernández (R. F. S., es decir, las mismas iniciales de su
autor), un testigo del ahogamiento de Lucita al final de la nove-
la, que declara ante el juez159.
También, pero de manera menos comedida que Ferlosio, ha-
ciendo de su gesto una proclama de su deseo de subvertir y re-
novar el canon del neorrealismo más ortodoxo, irrumpe Juan
Marsé, en una especie de auto-cameo gracioso y pícaro, en el
tercio final de su novela Últimas tardes con Teresa (1966), a la
sazón premio Biblioteca Breve de aquel año. Entre las parejas de
bailarines, de modistillas y trabajadores, charnegos en su mayo-
ría, que asisten al baile dominical del Salón Ritmo del barrio del
——————
159
Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama, Barcelona, Destino, 1981 (1956),
págs. 341 y ss. (debo esta pesquisa a mi colega y amigo Paco Rodríguez
Oquendo).
[226]
Carmelo, a donde Manolo Pijoaparte lleva a Teresa para que
haga meritoriaje proletario, anda «un bromista que pellizca a las
chicas», incluida la propia Teresa, que, «cuando notó en las nal-
gas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado»,
no pudo disimular su vergüenza. Teresa no alcanza casi a verle,
pero escucha lo que comenta una muchacha también damnifica-
da: «Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo
rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me
pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería
algo de él, qué te parece el caradura»160.
La irrupción inesperada y abrupta de Cervantes, de Ferlosio
y de Marsé en sus novelas, bajo su nombre propio explícito o ci-
frado, como lo hacen tantos otros novelistas (Unamuno, Sarduy,
etc.), bien como autor o como personaje fugaz, puede conside-
rarse un procedimiento barroco anecdótico o banal, pero del
que se derivan posibles e interesantes efectos narrativos: cómi-
cos, fantásticos e incluso filosóficos, pues la presencia del autor
en su obra borra o altera los principios por los que normalmen-
te distinguimos y separamos lo real de lo ficticio. De hecho, tan
elemental recurso contraviene no solamente el consabido distan-
ciamiento novelístico entre autor y narrador/personaje, sino que
supone también la abolición de los límites canónicos que separan
los diferentes niveles del relato (extradiegético, diegético y meta-
diegético). La aparición del autor en la diégesis narrativa patentiza
que éste ha «saltado» del nivel extradiegético, el propio de la enun-
ciación narrativa, al nivel diegético o enunciado narrativo.
Esta presencia escorada y especular, como reflejo rápido o
guiño del autor al lector cómplice, utilizada también en la pintu-
ra y en el cine, responde a la figura narrativa que Gérard Genet-
te bautizó como «metalepsis»161. La metalepsis es una licencia
narrativa o trasgresión carnavalesca y metaliteraria por la que
un elemento del discurso, en este caso el enunciador, irrumpe
como personaje sin aviso previo en su enunciado, rompiendo a
veces al mismo tiempo el estatuto de la persona narrativa esta-
blecido en el relato. A este último tipo de metalepsis Elsa De-
hennin lo denomina metalepsis «discursiva», es decir, el cambio
——————
160
Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, Barcelona, Seix-Barral, 1966,
pág. 252.
161
G. Genette, Figures III, París, Seuil, 1972 y Metalépse, París, Seuil,
2004. Cfr. también V. Colonna, L’autofiction (essai sur la fictionalisation de
soi en Littérature), París, EHESS, 1989.
[227]
abrupto de persona narrativa de un relato por la irrupción de un
yo narrativo en un relato que está narrado por persona hetero-
diegética, y viceversa, cuando irrumpe una tercera persona na-
rrativa en un relato contado desde una persona homodiegéti-
ca162. En ocasiones, como es el caso de Marsé en Últimas tardes
con Teresa, el autor participa en la novela con lo que queda con-
vertido en personaje ficticio al incorporarse a un texto regido
por ese tipo de representación. A esta clase de metalepsis la pro-
fesora Dehennin la denomina «narrativa o diegética». En ambos
casos el lector percibe a posteriori y de forma indirecta que se ha
producido una anomalía con respecto al código narrativo pro-
puesto en principio. De cualquier modo, los efectos de una me-
talepsis narrativa pueden ser múltiples, al crear también inesta-
bilidad en el sentido contrario, pues la irrupción del autor en
una novela le puede conferir a ésta un aura de realidad, es decir,
dotando de carácter veraz a lo que en principio creíamos una in-
vención.
Llegados a este punto se podría cuestionar si es tan importan-
te el nombre propio o si no le concedemos demasiado significado
a este simple dato administrativo. En apariencia el nombre es un
atributo personal arbitrario, como arbitrarios son, por ejemplo, los
códigos lingüísticos y sociales, pero a cada paso que damos com-
probamos la trascendencia de esta arbitrariedad y lo que condicio-
na nuestras vidas. Son numerosas las experiencias en que cual-
quiera puede comprender lo que complica cualquier confusión o
error que ataña a nuestra identidad nominal, aquellas en las cuales
pareciera que nuestra constitución íntima se diluyese por la confu-
sión o pérdida de nuestro nombre propio, creándose una sensa-
ción de pesadilla, extrañamiento, impostura o usurpación. A veces
comprobamos en nuestra propia carne la importancia de un dato
como éste en apariencia meramente formal y su vinculación con
nuestra persona, cuando esa relación, que creemos banal y nor-
mal, se altera o se rompe por cualquier causa. Nuestra identidad
personal está tan estrechamente unida a la onomástica que nos
acompaña desde el nacimiento y por la que se nos reconoce social
y familiarmente que cuando, ésta cambia por cualquier motivo,
percibimos una inquietud notable y molestias ciertas.
En la literatura, la cuestión del nombre propio es una cues-
tión crucial, que va ligada inseparablemente al nacimiento del
——————
162
Elsa Dehennin, Del realismo español al fantástico hispanoamericano,
Ginebra, Droz, 1996, págs. 199-221.
[228]
concepto de autoría o propiedad literaria y también a la exalta-
ción romántica de la individualidad. En la literatura española
del siglo XX, de Unamuno a Vila-Matas, pasando por Umbral,
«dejar un nombre» o «tener un nombre» se convierte en el obje-
tivo o meta deseada del literato. Como apostilla el narrador de
Dr. Pasavento, «toda la literatura es una cuestión de nombre y
nada más».
Según el historiador francés Alain Corbin, de forma simul-
tánea a la acentuación y difusión del concepto de individuali-
dad, se desarrolló en el siglo XIX un proceso de dispersión y de
diversificación de los nombres propios, contra el criterio de la
Iglesia católica que aconsejaba imponer a los recién nacidos
solamente los de santos ejemplares163. De este modo, frente al
dictamen religioso y también a la costumbre familiar, que so-
lía reiterar los ya acreditados por la tradición, se comienza a
difundir la moda, fomentada por la aristocracia y sobre todo
por la alta burguesía, de singularizarse con nombres propios
cada vez más exóticos o novedosos. Para la burguesía emer-
gente esta moda de renovación onomástica era como instau-
rar una dinastía nueva y propia. La moda de diversificar los
nombres de persona obedecía también a las necesidades sur-
gidas de la concentración de población en los grandes núcleos
urbanos, dotados por lo general de instituciones como la es-
cuela o el cuartel, que exigían una mayor variedad de nom-
bres, que facilitase la identificación y, por qué no decirlo, tam-
bién el control. Los censos de población y las listas electora-
les, el desplazamiento de la población y su aglomeración en
ciudades, cada vez más grandes y anónimas, convirtieron el
nombre administrativo en un instrumento social y de control
imprescindible en paralelo a la creación de los registros nacio-
nales de población164.
En estas circunstancias, como es fácil imaginar, la apropia-
ción y el falseamiento de una identidad ajena fue también mu-
cho más frecuente y fácil en las ciudades, donde, desaparecida la
tradición que ligaba a un hombre a un lugar y a una familia, la
gente no se conocía, y la identificación quedaba ligada sobre
todo al registro administrativo. Así, cobró mayor valor la firma,
——————
163
Cfr. Philippe Ariès y George Duby, Historia de la vida privada, IV, Ma-
drid, Taurus, 1989, págs. 425-429.
164
Alain Corbin, Historia de la vida privada, IV, Madrid, Taurus, 1989,
págs. 425 y ss.
[229]
que ratificaba la autenticidad y validaba la palabra dada en los
documentos oficiales o en los contratos. Aunque el nombre
identifica y la firma subraya dicha identidad, comprometiéndo-
nos allí donde aparece, también sabemos que éste es un sistema
de reconocimiento que tiene sus fisuras e inseguridades, pues la
fragilidad del instrumento lo deja expuesto a su posible falsifica-
ción. Al menos así ha sido antes de la firma electrónica...
En ese quicio mismo en que se sitúa el nombre propio admi-
nistrativo, con su indudable valor identificador, pero también
sometido a posibles falsificaciones o usurpaciones, cabe inscri-
bir también la inestabilidad de la función nominal en la autofic-
ción. En ésta, el nombre puede servir tanto para afirmar la iden-
tidad del autor en el texto como para ocultarla bajo su aparente
transparencia o para desarrollar otra personalidad escondida
bajo aquél. Por tanto, nada más propio de la autoficción que los
argumentos o tramas en los que el autor juega a revelarse o a es-
conderse utilizando su nombre propio u otros más o menos pri-
vados o familiares. La novela de Javier Marías, Todas las almas,
es un ejemplo de cómo la tensión entre la anonimia y el falso
nombre se convierte en un motivo narrativo y en un argumento
más al servicio de la trama. Como ya hemos visto, en esta nove-
la, el narrador-protagonista permanece innominado durante
todo el relato, salvo en dos ocasiones. Una, en la que éste admi-
te llamarse Emilio, nombre que resulta ser falso, pues en reali-
dad se trata de una simple estratagema ideada por un colega
para enmascarar su verdadera identidad ante un grupo de chicas
en una discoteca. Así pues, el protagonista no se llama Emilio,
como de forma protectora le presenta su amigo, y por lo tanto
podría llamarse Javier, pero también cualquiera de los cientos de
nombres posibles. En la otra es «bautizado» por Witt, el desme-
moriado portero de la Tayloriana, con diferentes nombres de
profesores que enseñaron años antes en la misma institución
con los que le confunde.
Un buen ejemplo del valor de disfraz y disimulo que el nom-
bre propio puede tener en una novela autoficticia (con justicia
poco conocida, si atendemos solamente a criterios literarios), lo
encontramos en Los que no descienden de Eva, de Luis Antonio
de Vega165. En este relato, mezcla de reportaje periodístico y an-
——————
165
Luis Antonio de Vega, Los que no descienden de Eva, Madrid, Patria,
1941.
[230]
tropológico, de ficción y de crónica memorialística, un persona-
je y narrador en primera persona, Luis, un español, se mueve
entre los beréberes marroquíes con el disimulo del que quiere
hacerse pasar por uno de ellos sin despertar sospechas. El camu-
flaje nominal le permite llevar a cabo la misión de conocer su
cultura y sus mujeres. Por esa razón, se ve obligado a mentir su
nombre propio por dos veces: la primera, tomando el de Ismael,
que le conviene por razones religiosas, pues «lo mismo podría
servir para un moro, que para un judío, que para un cristiano»,
y la segunda, ocultándose de manera calculada bajo el suyo pro-
pio, Luis Antonio, ante una muchacha que cree que su interlo-
cutor le miente166.
En cualquier caso, el nombre propio no es una simple eti-
queta, pues, además de su evidente función distintiva y de con-
trol, contiene una gran carga simbólica y afectiva. En esta senti-
do, los psicólogos y los sociólogos coinciden en destacar la im-
portancia de éste en la construcción de la identidad, sea ésta
personal o social. A manera de ejemplo, sirvan las opiniones del
psicólogo francés Gérard Macé y del sociólogo británico Anthony
Giddens. El primero defiende que el nombre propio encierra un
enorme significado social y vehicula una parte de la biografía
personal:
[231]
circunstancias de la vida son algo esencial en la formación del
yo»168.
Una ratificación de la importancia de la nominación la en-
contramos precisamente en las alteraciones, livianas o perturba-
doras, que para las personas conlleva el cambio de nombre, sea
por error, gusto o necesidad. Una demostración extrema de esto
lo constituye el caso del transexual que simultanea dos identida-
des, la oficial y la deseada, y dos onomásticas, la legal y la elegi-
da. Cuando cambia su sexo, real o burocráticamente, y puede
representar socialmente lo que hasta entonces era sobre todo
una faceta privada, el cambio oficial del nombre (cuando esto es
posible) supone un refrendo inequívoco de la nueva identidad,
que le identifica y le obliga frente a los otros de una manera ra-
dicalmente distinta a la anterior. Desde ese momento, comienza
a ajustar lo que hasta entonces era un conflicto interior y exte-
rior, pues a un cuerpo y a una personalidad, tenidas por auténti-
cas, se le superponían una denominación y una imagen que no
le correspondían, provocando una fractura o contradicción en-
tre la esfera de lo privado y de lo público, con los consiguientes
equívocos y problemas que podemos imaginar.
En la ficción, sea una novela autobiográfica o una autofic-
ción, no se produce en ningún caso un problema tan dramático,
pero la situación del transexual, aquí esbozada, permite estable-
cer un parangón con el campo autoficticio. Cuando un escritor
clasifica su relato como novela o como autobiografía, establece
de manera explícita cómo quiere ser leído e interpretado y qué
entidad le da al yo allí enunciado. En cambio, en el terreno de la
autoficción y también del resto de novelas del yo, en las que se
proponen simultáneamente dos modelos interpretativos, es
como si el autor portara dos identidades diferentes, oscilantes y
alternas, como si (lo digo con un punto de exageración) en unas
ocasiones fuese masculino y en otras, femenino. O un único
nombre con dos valores distintos según se considere la identi-
dad, una oficial y otra deseada, una real y otra inventada.
En el terreno de la impostura o de los conflictos nominales,
los alias o motes, los pseudónimos, los nombres artísticos, inclu-
so cuando no quieren encubrir el verdadero, provocan una suer-
te de travestismo o de doble personalidad, que cuestiona o pro-
——————
168
Anthony Giddens, Modernidad e identidad del yo, Barcelona, Penínsu-
la, 1997.
[232]
blematiza la autenticidad del que los utiliza. Por pequeño que
sea el cambio, por lúdico o restringido, cualquier variación no-
minal sobre la verdadera onomástica, produce o revela siempre
un fondo problemático en la vida íntima o social, normalmente
en ambas a la vez. Los pseudónimos artísticos, los que se reali-
zan sólo por motivos eufónicos o de gusto, que no parecen ocul-
tar o esconder nada, casi siempre acaban por manifestar una
preferencia que oculta o revela una parte escondida de la biogra-
fía del autor, al tiempo que colaboran a crear otro perfil perso-
nal superpuesto al verdadero.
Tomemos por ejemplo el caso de un escritor que no ha hecho
otra cosa que ficcionalizar una y otra vez su biografía, sembrando
un complejo y contradictorio repertorio de novelas sobre su in-
fancia y toda su vida. Me refiero a Francisco Umbral, ya citado en
las páginas anteriores, que según él mismo ha confesado en oca-
siones eligió este apellido en lugar de los verdaderos apellidos Pé-
rez Martínez por motivos literarios y de sonoridad. Como ha de-
mostrado Anna Caballé, el cambio no fue desinteresado o mera-
mente artístico, pues borrando sus verdaderos apellidos buscaba
prolongar la confusión y ocultamiento que efectuaba en sus auto-
ficciones, al tiempo que intentaba disimular la mancha de la des-
honra social169. En su exhaustiva investigación, esta profesora es-
clareció, además de su verdadera fecha de nacimiento, el resto de
las circunstancias de su nacimiento, padres, genealogía y demás
circunstancias de sus años infantiles. En apretado resumen los he-
chos más decisivos, a mi juicio, serían los siguientes: «...Francisco
Umbral es un nombre literario. El nombre que figura en su carné
es el de Francisco Pérez Martínez y nació en La Inclusa de Madrid
el 11 de mayo de 1932 (y no de 1935, como asegura la leyenda).
Su madre, Ana María Pérez Martínez, había nacido en un pueblo
de la provincia de León, en Valencia de Don Juan, a primera hora
de la mañana, el día 7 de octubre de 1905. Era hija mediana de
una familia de labradores [...]. Lo ignoramos todo del padre de
Umbral. Fuera quien fuese se desentendió de la situación creada,
acaso ni siquiera llegó a ser consciente de ella»170.
A partir de estos datos, hasta aquel momento desconocidos,
quizá se entienda un poco mejor las razones del calculado recur-
——————
169
Anna Caballé, «Los comienzos de un escritor», Boletín de la Unidad de
Estudios Biográficos, 4, 1999, págs. 9-20. Cfr. también la biografía de esta mis-
ma autora, Francisco Umbral, el frío de una vida, Madrid, Espasa, 2004.
170
Anna Caballé, art. cit., págs. 10-11.
[233]
so a la ficcionalización de la verdadera biografía que realiza Um-
bral en sus novelas, y su intento de camuflarse a medias tras un
pseudónimo. Detrás de un seudónimo, por sencillo o transpa-
rente que parezca, se esconde siempre un misterio, una fantasía
frustrada o un mito. En un pseudónimo artístico, como el que
nos ocupa, se esconde o se alimenta normalmente la esperanza
de un triunfo, que es tanto más deseado cuanta más necesidad
se tiene de resarcirse de alguna carencia personal o social. Me-
diante el pseudónimo, además de difuminar una genealogía fa-
miliar conflictiva, Umbral se creaba un halo artístico, imprescin-
dible para él, que hizo del éxito un objetivo inaplazable, com-
pensatorio de su infeliz biografía infantil, para encontrar en la
entrega a la escritura, de manera desaforada y compulsiva, su
salvación.
La razón de José Martínez Ruiz para adoptar como pseudó-
nimo el apellido Azorín de su personaje Antonio Azorín, y con-
vertirlo en su nombre artístico desde 1904, justo cuando cerra-
ba la trilogía de este personaje, es decir, La voluntad, Antonio
Azorín y Las confesiones del pequeño filósofo, no fue quizá tan
clara como la de Umbral, pero sin duda este cambio escondía al-
guna de las claves de la vida y las novelas autoficticias de Azo-
rín. Al recapitular su vida en sus libros autobiográficos como
Madrid, Valencia o Memorias inmemoriales, el escritor de Mo-
nóvar abrió un paréntesis biográfico en el que desaparecieron
sus años jóvenes de activo periodismo anarquista y antiburgués,
y procedió como si no hubieran existido los doce o trece libros,
folletos y numerosos artículos periodísticos de aquel periodo.
Tan es así que durante mucho tiempo el autor se opuso a que en
sus obras selectas o escogidas figurasen los títulos de los que es-
taba avergonzado y a los que llamaba «pecadillos de juventud»,
impidiendo que se reeditasen. Finalmente, cuando accedió a su
inclusión en las Obras completas (1947), por la insistencia de su
editor y amigo, Ángel Cruz Rueda, el escritor, en la «Declara-
ción jurada» que las preceden, puntualizó para que no quedasen
dudas de su trasformación: «Está muy lejos ya de mí la persona
que estos amagos juveniles suponen». Muchos años antes, al fi-
nal de su juventud, cuando ya se entornaba el siglo viejo y se
adivinaba la puerta del nuevo, y como resultado de una cadena
de hechos y de causas coincidentes, José Martínez Ruiz, con la
ayuda de su personaje Azorín, le imprimió un profundo cambio
a su trayectoria literaria y vital. A través del itinerario que for-
man los libros Diario de un enfermo (1901), La voluntad
[234]
(1902), Antonio Azorín (1903) y Confesiones de un pequeño fi-
lósofo (1904), renegó del que había sido y diseñó el que desea-
ba ser.
Se acostumbra a considerar a Azorín un escritor libresco,
que hizo literatura con la literatura o que tuvo una vida en la
que las lecturas fueron su experiencia vital más importante o la
fuente principal de la que se alimentó su obra. Esto, que es cier-
to, lo es sólo en parte, porque supone una simplificación. Desde
el comienzo, José Martínez Ruiz fue, antes que escritor, un hom-
bre volcado en la vida pública e interesado en contribuir a su
cambio con la pluma. A ese perfil de joven rebelde y revolucio-
nario, cuyas características más destacadas las representaban la
difusión de los principios anarquistas, el rechazo de los valores
tradicionales, tanto en lo social como en lo literario, y la necesi-
dad de transformar agresivamente la realidad exterior, le relevó,
poco a poco, otra actitud vital más reflexiva y contemplativa, en
las antípodas de la anterior. Describió un cambio de dirección
de 180° y sustituyó su ideario anterior por otro netamente con-
servador. Este viraje político le convirtió en un hombre de senti-
mentalidad distinta, que acabó por reconducir su obra en una
dirección intimista e individual, una intimidad y una individua-
lidad ciertamente singulares, pues muchas veces se caracteriza-
ron por la disolución de éstas en el enigma y en la despersonali-
zación del yo. Este cambio en la orientación literaria del autor es
una respuesta a la crisis personal que se le desencadena en los
años consiguientes a la militancia revolucionaria en las filas del
periodismo de inspiración anarquista.
En las obras citadas, desde Diario de un enfermo hasta
Confesiones de un pequeño filósofo, pasando por La voluntad
y Antonio Azorín, Martínez Ruiz gestó y desarrolló el persona-
je Antonio Azorín y de manera paralela su nueva personalidad
artística, política e incluso onomástica. Con esta conversión
del autor en su personaje hasta borrar incluso su verdadero
nombre propio, se cumple un complejo proceso de autobiogra-
fismo de doble dirección: de una parte, algunos rasgos del au-
tor alimentan a su personaje ficticio y de otra, ciertos rasgos
ficticios del personaje novelesco irán configurando vida y
orientación del autor. La metamorfosis de la identidad nomi-
nal, consistente en hacerse Azorín, para dejar de ser J. M. R.,
representa y resume el profundo cambio personal y literario
efectuado. En este proceso, se consagra uno de los casos más
singulares de autoficción de la literatura española del siglo XX,
[235]
pues literatura y vida se mezclan, se confunden y se interfieren
recíprocamente.
Un caso bien diferente de ficcionalización del nombre pro-
pio se encuentra en Autobiografía de Federico Sánchez, de Jor-
ge Semprún. A pesar de su engañosa apariencia este libro no es
una autobiografía ficticia, como el título del libro podría dar a
entender, ni tampoco una autoficción, sino sus verdaderas me-
morias políticas de militante comunista clandestino en el fran-
quismo, bajo el alias de Federico Sánchez. No obstante, estas
memorias son muy interesantes para poder seguir los procesos
de ficcionalización o alienación que puede arrostrar una perso-
na que de forma habitual tiene que ocultar su verdadera identi-
dad y vivir bajo nombres impostados o pertenecientes a otras
personas. No fue ésta la única vez ni la primera en que Semprún
se protegió bajo otro nombre para evitar males mayores e inclu-
so la muerte segura, pues en el campo de exterminio nazi de Bu-
chenwald escondió su verdadera identificación para poder sal-
varse tras el nombre de otro prisionero muerto. Es lo que ha
contado en su relato autobiográfico Viviré con su nombre, mo-
riré con el mío, y ha ficcionalizado en alguna novela como El lar-
go viaje. Además de ser Federico Sánchez, Semprún se vio obli-
gado a utilizar otros alias en la clandestinidad, como el de Rafael
Artigas, que años después lo convertiría en el nombre del prota-
gonista de su novela La algarabía. No cabe la menor duda que
este recurso nominal, al utilizar dentro de una ficción uno de sus
alias clandestinos en la resistencia antifranquista, traza un inte-
resante juego de indeterminación entre ficción e historia. En
este caso, se trata de representar un complejo, y también peli-
groso, desdoblamiento del autor, con respecto al cual toma dis-
tancia formal y crítica. En ese filo entre la novela y la autobio-
grafía en que se mueve Jorge Semprún, el alias clandestino per-
mite una ficcionalización, muy real, que explota con acierto,
creando un vaivén fantasmal en el personaje novelesco y la per-
sona histórica.
Por lo visto hasta ahora queda claro que el signo textual que
permite identificar como autoficción a un relato que se presenta
bajo el marchamo de novela, es el del mismo nombre de autor,
narrador y personaje. Como ya he señalado, para hablar de au-
toficción es preciso que el primero comprometa su identidad
nominal en sentido estricto. Al bautizar a un personaje de nove-
la con su mismo nombre, un escritor compromete simbólica-
mente su persona, aunque el resultado sea de carácter fantásti-
[236]
co o grotesco171. En este punto, la autoficción demuestra su de-
pendencia con respecto al pacto autobiográfico, que es (no se
olvide) el origen del invento de Doubrovsky, y conserva de la
teoría de Lejeune la importancia concedida a la firma del autor,
sin la cual no veo forma material y efectiva de distinguir esta cla-
se de relatos autoficticios de las novelas autobiográficas ni su di-
ferente funcionamiento pragmático.
Es verdad que el sujeto se compone de una legión de yos,
cuya complejidad no es posible resumir ni representar bajo una
simple etiqueta nominal. Sin embargo, no es menos cierto que
este signo, que permite identificar al escritor, al tiempo que ha-
cerlo presente en el relato como personaje, problematiza o de-
sestabiliza los pilares de la enunciación novelesca. Además de
un rasgo distintivo frente a otras formas narrativas limítrofes, el
nombre propio es la única forma de percibir el desafío que plan-
tean las autoficciones. Dicho de otro modo, sin esta referencia,
el doble sentido de estas novelas no podría ser percibido ni ex-
presado en su paradójica contradicción. Algunas interpretacio-
nes que tienden a considerar como autoficción cualquier relato
novelesco en el que se reconozcan rasgos autobiográficos, pero
sin ninguna señal que acredite la común identidad nominal de
autor y de personaje, me parecen demasiado generales y vagas,
y de tenerlas en cuenta habría que considerar cualquier novela
con indicios autobiográficos una autoficción. Como ya he dicho,
personalmente las descarto, y no por razones de taxonomía rígi-
da o estrecha, sino, porque en buena medida, sin la nominación,
los efectos de ambigüedad arriba expuestos se diluyen.
[237]
similar función identificadora172. En mi opinión, la autoficción
ofrece las mismas dos modalidades de presentar la identidad de
autor, narrador y protagonista: la que consagra el nombre y la
que se ratifica de manera tácita. Como se ha visto anterior-
mente, las novelas de Javier Cercas, Soldados de Salamina y La
velocidad de la luz, ejemplifican a la perfección las dos posibili-
dades de identificación nominal. Explícita en la primera, pues el
narrador-protagonista, el periodista que pugna por escribir el li-
bro, se llama «Javier Cercas», y tácita en la segunda, donde el
narrador y personaje anónimo del escritor en crisis remite ine-
quívocamente al autor por la atribución de obras literarias que
sólo a Cercas le pertenecen. En esta ocasión, y en otras muchas
novelas similares, a pesar del riguroso anonimato del narrador-
protagonista, la identificación de autor y personaje queda certi-
ficada de manera implícita.
En cambio, otros relatos, por el tratamiento humorístico o
grotesco del relato, además del juego de apariencias contradic-
torias que hacen dudar al lector si se trata de una autobiografía
o de una novela, o de una autobiografía fingida, incluso de una
«falsa novela», crean unas conexiones tan inestables y ambiguas
que sólo parcialmente pueden ser atestiguadas como biográficas
o ficticias por el lector, que tendrá dificultades para establecer
una relación inequívoca entre el narrador o personaje y el autor
del texto. Esto es lo que ocurre en Historia de un idiota conta-
da por el mismo o El contenido de la felicidad, de Félix de Azúa,
que sobre una base biográfica comprobable y cotejable173 y con
referencias a obras propias debidamente deformadas por el tra-
tamiento grotesco del relato (el título de su novela Las lecciones
de Jena se convierte en Las erecciones de Jena y la antología
poética de Josep María Castellet de los Nueve novísimos se bau-
tiza aquí los Doce de la fama), alude y no alude a sí mismo, pues
Azúa se deja entrever tras un despreciable poeta, un doble del
protagonista, llamado Judas, donde resuena el eco vocálico de
su verdadero apellido.
Por tanto, el único elemento imprescindible de la autofic-
ción es la identidad nominal de autor, narrador y personaje, bajo
diferentes formas y procedimientos, pero que remiten siempre a
la firma de la portada. Sin embargo, en algunas ocasiones son
las evidentes, por conocidas, referencias biográficas del autor
——————
172
Lejeune, Le pacte autobiographique, París, Seuil, 1975, pág. 27.
173
María Charles, En el nombre del hijo, Barcelona, Anagrama, 1990, pág. 72.
[238]
las que suplen la exigencia de la nominación expresa, como ocu-
rre en Sefarad, en la que tras los rasgos de la identidad del na-
rrador, que sostiene e hila las sucesivas y diferentes historias del
relato, se perfila la figura de Muñoz Molina. Después veremos
que en los límites del límite hay relatos que pueden sacar parti-
do narrativo de la trasgresión de este principio de la identidad
nominal, tal como hizo Javier Marías en Todas las almas.
Ambos modos de presentar la identidad —el explícito y el
implícito— cumplen a mi juicio el requisito nominal de la auto-
ficción, pero no me cabe la menor duda de que son las novelas
de identidad nominal expresa las que curiosamente producen en
el lector una mayor persuasión ficticia contradictoria, sobre
todo en aquellas de construcción y argumentos más novelescos.
En mi opinión, a pesar de lo que afirma Lejeune: «Un nombre
real tiene una suerte de fuerza magnética; comunica a todo lo
que toca un aura de verdad»174, este principio no opera plena-
mente en el seno de muchas autoficciones. A pesar de la incon-
testable autoridad del crítico francés, creo que la aparición (im-
prevista) del nombre del autor en un relato que se presenta
como novela, más que «un aura de verdad», produce en el lec-
tor un desconcierto cierto, semejante al que produciría la irrup-
ción de un objeto alienígena en nuestra esfera cotidiana. La apa-
rición de un signo autobiográfico en la esfera novelesca, además
de sorprendernos, provoca enseguida una reacción de escepti-
cismo, a la que no siempre sabemos darle la respuesta oportu-
na. Porque, si creemos estar leyendo una novela y el peritexto
nos advierte de esto, encontrarse con un personaje que remite
nominalmente al autor, ¿no produce extrañamiento o incredu-
lidad?
Por eso, aunque estimule la identificación, la evidencia no-
minal en estas novelas concita también la sospecha, pues de he-
cho este elemento real se desliza hacia un plano claramente fic-
ticio, o al menos hacia un territorio en vaivén constante entre
ambos planos y en esta circunstancia se cumple una ficcionali-
zación del nombre del autor y la conversión de su persona en
personaje novelesco, con sus mismos, parecidos o inventados
rasgos.
——————
174
«Un nom réel a une sorte de force magnétique; il communique à tout ce
qu’il touche une aura de vérité» (Philippe Lejeune, Moi aussi, París, Seuil,
1986, págs. 71-72).
[239]
Además, la presencia de la identidad nominal del autor den-
tro de una novela problematiza los fundamentos de la narrato-
logía, que por principio la deja fuera del relato de acuerdo con
las bases de esta disciplina. Si el «yo» narrativo de una ficción
no es nunca identificable con el sujeto de la enunciación, si ese
«yo» ya es «otro» al aparecer en el enunciado novelesco, habrá
que admitir que esa identificación nominal ya no puede ser ple-
na. ¿No será, como piensan Jacques Lecarme y Éliane Lecarme-
Tabone (y Gérard Genette rechaza) que ese personaje noveles-
co es al menos alterno, es decir, es y no es al mismo tiempo
idéntico y diferente al autor, el mismo pero parcial e imagina-
riamente?175 Genette dice que nuestra razón descarta por im-
posible ser y no ser al mismo tiempo176, pero, ¿no es la ficción
un territorio donde lo imposible se hace posible y lo ambiguo
es un rasgo distintivo e incluso un valor frente a otro tipo de dis-
cursos?
Un ejemplo sobresaliente de esto lo constituye César Aira
en algunas de sus novelas y de manera destacada en la ya cita-
da Cómo me hice monja, en la que el narrador protagonista,
que se llama unas veces «César Aira» y otras aparece bajo el hi-
pocorístico Cesítar, hace acopio de buena parte de los datos
biográficos verdaderos de Aira. Pero al insertar el personaje en
un relato totalmente disparatado, que impide una adhesión se-
ria a la historia que cuenta, termina por ficcionalizar profunda-
mente la identidad nominal propuesta. Sin embargo, aunque
ésta quede contradicha y subvertida por la ficción, el autor po-
dría estar indicando que simbólicamente se adhiere al persona-
je de una manera imaginaria y descomprometida, haciendo de
su relato una suerte de autoficción grotesca, pues, por la vía de
la hipérbole, consigue expresar y exorcizar residuos de trau-
mas y miedos infantiles177. Un significado bien distinto resulta
en Cómo se hace una novela, en donde el protagonista recons-
truye su identidad en quiebra, afirmándola hacia el futuro a
partir de sus propios apellidos: U. Jugo de la Raza (Unamuno,
Jugo, Larraínzar).
Por lo que vamos viendo hasta ahora se comprende que las
novelas autoficticias presentan, como cabía esperar, una casuís-
——————
175
J. Lecarme y É. Lecarme-Tabone, L’autobiographie, París, Armand Co-
lin, 1997, págs. 269-271.
176
G. Genette, Ficción y dicción, Barcelona, Lumen, 1993, págs. 69-71.
177
Cfr. Manuel Alberca, art. cit.
[240]
tica muy variada en la utilización del nombre autor para el pro-
tagonista o narrador. La mayoría utiliza una forma de identidad
nominal parcial y un porcentaje mucho menor atestigua una for-
ma de identidad completa. Son más numerosas las autoficciones
que explicitan sólo la onomástica sin los apellidos o mediante el
diminutivo infantil cuando se trata de relatos de infancia: Gon-
zalo Torrente Ballester es «Gonzalito» en Dafne y ensueños;
Francisco Umbral aparece unas veces como «Paquito» y otras
como «Francesillo» en El hijo de Greta Garbo y Los helechos ar-
borescentes; José Luis Coll, «Pepe Luis» en El hermano bastar-
do de Dios; Julio Llamazares, «Julio» en Escenas de cine mudo
o Manuel Vicent se nombra a sí mismo como «Manuel» en la tri-
logía compuesta por Contraparaíso, Tranvía a la Malvarrosa y
Jardín de Villa Valeria. Menos frecuentes resultan los que apare-
cen bajo la nominación completa: «Luis Goytisolo», Estatua con
palomas, «Carlos Barral» en Penúltimos castigos o «Juan Goyti-
solo, remoto e invisible escritor y presunto homónimo del narra-
dor-protagonista» de Paisajes después de la batalla, según la
clave irónica de la novela. Igualmente en la novela hispanoame-
ricana se produce un fenómeno similar al registrado en la litera-
tura española, como hemos visto a propósito de las novelas y
novelistas que han ido apareciendo: César Aira, Mario Vargas
Llosa, Cabrera Infante, etc., sin faltar por supuesto el patriarca
de las letras argentinas, Jorge Luis Borges, que dejó en algunos
de los cuentos de El hacedor o de El libro de arena, entre otros,
constancia de presencia nominal inequívoca en algunos de sus
narradores y personajes178.
En la novela Volver a casa, Millás toma como punto de par-
tida su nombre compuesto, Juan José, para contar una historia
de desdoblamiento y pérdida de identidad, habitual en las nove-
las de este autor, pero con la particularidad de que el nombre del
escritor cumple aquí un papel central. Dos hermanos gemelos,
Juan y José, intercambian sus identidades para recuperar sus res-
pectivas y originales personalidades, que ya habían intercambia-
do en la adolescencia. José (es decir Juan) es un escritor de éxi-
to en plena crisis profesional y personal y escribe una novela ti-
tulada Volver a casa; Juan (es decir José) es un gris empresario
que siempre soñó con ser escritor, ignorante de la dureza del ofi-
cio como le advierte su gemelo.
——————
178
Cfr. a este propósito Robin Lefere, Borges, entre autorretrato y automi-
tografía, Madrid, Gredos, 2005.
[241]
La forma de acreditar la identidad onomástica utilizada por
Justo Navarro en Finalmusik es la de las iniciales: «...hubo un
entomólogo que veía mis iniciales en colores J roja, N de gre-
yish-yellowish oatmeal color», dice el narrador. Esta furtiva ma-
nera de identificarle nominalmente disuelve, al final del relato,
el riguroso anonimato mantenido hasta ese momento. También
permiten identificarle paradójicamente los múltiples nombres
falsos que ha recibido como resultado de la pronunciación in-
cierta con que los extranjeros han «traducido» la hispánica fo-
nética de su nombre (la velar «jota» y la vibrante «rr»), casi im-
posible de articular para hablantes de fonologías menos ague-
rridas que la nuestra. Pero una vez nacidos los equívocos
fonéticos, nos dice el narrador, los hace suyos viviendo bajo
una estela de nombres falsos una panoplia de posibles y varia-
das personalidades:
Algo me impulsa a perderme bajo nombre falso en regio-
nes del mundo donde nadie me conoce. He tenido muchos
nombres en mi vida, me encuentro con viejos conocidos ab-
solutamente desconocidos que me llaman con los extraños
nombres que recibí en ciudades sucesivas y simultáneas,
como si en cada sitio quisieran decirme quién soy de verdad,
revelarme mi personalidad genuina y absoluta, Yust, Yast,
Iostea, Hastou, Istu, Novaro, Nibaró, Nofeira, Nosferatu, o
Fats.
[242]
preciso morir (1982), Ramas secas del pasado (1984), Cantida-
des discretas (1986) y Eclipses (1993). En estas cuatro novelas,
cuya «inspiración autobiográfica» estaba indicada ya en las con-
traportadas, quedó confirmada a posteriori su clara construcción
autoficcional cuando Pardo publicó el primer tomo de su magní-
fica autobiografía Autorretrato sin retoques (1996). Este texto no
sólo permite cotejar el tratamiento distinto que, a veces, las per-
sonas y hechos reales reciben en la novela y para comprobar has-
ta dónde llega la realidad y en dónde empieza la ficción, sino que
confirma también que el nombre del protagonista de la tetralogía
novelesca, Alejandro Malalbear, proviene del segundo nombre del
autor y de uno de los apellidos de su abuelo paterno. Tras esta
identidad nominal, aparentemente ficticia, se evidencia una re-
presentación de Jesús Pardo en clave autoficticia.
Por su parte, Rubén Darío (pseudónimo de Félix Rubén
García Sarmiento) llamó Benjamín Itaspes al protagonista de su
novela Oro de Mallorca, sirviéndose de la genealogía familiar de
los personajes legendarios a los que remite el pseudónimo. Ben-
jamín era el hermano menor de Rubén, que a su vez era el hijo
mayor de Jacob, e Itaspes era el emperador persa, padre de Da-
río. Como se deduce, el nombre del protagonista de la novela es
un curioso cruce de parentescos familiares. Por su parte, José
Lezama Lima, de manera muy acorde con el sincretismo religio-
so de Paradiso, y del sistema poético críptico que sustenta esta
novela, ideó la fórmula nominal para nombrar a uno de los pro-
tagonistas de su novela, José Cemí. Bajo ese nombre, el autor se
cobija sin llegar a esconderse ni esa parece su intención. Algunos
exégetas de esta obra han señalado que el apellido de este prota-
gonista proviene de una voz taína que significa «idolillo» en la len-
gua de los aborígenes de la isla de Cuba, pero no consideran que,
además del José, común a personaje y autor, el apellido del perso-
naje es un anagrama, formado a partir de la inversión del orden
de las letras centrales que forman los dos apellidos del autor: Le-
zama Lima. En fin, una inversión nominal que sugiere y subraya
uno de los contenidos sexuales básicos de dicho relato como es el
descubrimiento de la homosexualidad, que en la novela se con-
vierte en un símbolo del conocimiento telúrico.
Hay por último que referirse a un caso de onomástica nove-
lesca también frecuente como forma de afirmar parcial o velada-
mente una cierta identificación entre el autor y su personaje,
como es la homonimia fonética, que hemos citado, por ejemplo,
a propósito de Azúa. Más interés y funcionalidad cobra este tipo
[243]
de homonimia sugerida por homofonía en Juan Marsé y en Al-
mudena Grandes. Juan Marsé ha utilizado en varias ocasiones,
que a mí me conste, el nombre de Juan Marés para nombrar a
los personajes de algunos cuentos de Teniente Bravo, por ejem-
plo en «Historias de detectives», y de manera especial en la no-
vela El amante bilingüe, en la que el personaje utiliza de mane-
ra alterna dos apellidos distintos: el Faneca, que hace referencia
al verdadero apellido de nacimiento del autor, en realidad Fane-
ga, y Marés, deformación manifiesta del Marsé, que fue el ape-
llido que recibió de su padre adoptivo, al quedar viudo su padre
natural a pocos días de su nacimiento. El personaje de persona-
lidad esquizofrénica y de nombre doble, Marés/Faneca, encarna
de manera hiperbólica, humorística y grotesca algunos de los
rasgos personales y sociales más queridos al autor, incluido su
posible origen charnego. Por tanto, este juego con su apellido,
que modifica el del autor con una mínima alteración del orden
de las consonantes en el primero y con el cambio de la velar so-
nora por la sorda en el segundo, cita oblicuamente un episodio
de sus orígenes familiares y de su biografía más íntima180.
Aunque Almudena Grandes se resiste, a veces incluso la re-
chaza, a la interpretación autobiográfica explícita de sus nove-
las, la homofonía o similitud sonora de su nombre propio con el
de Malena (Malena tiene nombre de tango), uno de sus perso-
najes novelísticos más celebrados, es aún más relevante, pues
abre por esta vía una posibilidad de lectura de su obra en clave
autoficticia. Fue la misma autora la que admitió el parecido, no
sólo sonoro, entre su personaje y ella misma: «Malena es el per-
sonaje que más se me parece»181. Esta declaración, junto a la
——————
180
El propio escritor se ha encargado, en diferentes entrevistas periodísti-
cas, de contar cómo, al nacer él, murió su madre, y su padre, sobrepasado por
la situación, lo confío en adopción a una familia que le dio su nombre, al
tiempo que lógicamente perdía el suyo. En ese episodio de su pasado, que
Marsé conoció ya en la adolescencia, se encuentra la almendra de muchas de
sus ficciones y desde luego la base argumental y significativa del cambio del
nombre que su personaje realiza para borrar su origen charnego y ser admiti-
do socialmente (Elena Pita, «Juan Marsé», El Mundo Magazine, págs. 10-12
y Jordi Socías, «La memoria de Juan Marsé», El País Semanal, 1313, 25 de
noviembre de 2001, págs. 52-58). El propio autor se ha referido posterior-
mente en un relato autobiográfico a esta historia de forma explícita y detalla-
da («De cuando yo tenía cuatro padres y ocho abuelos», El País, 1 de agosto
de 2006, págs. 48-49).
181
L. Podestá, «Entrevista a Almudena Grandes», Faro de Vigo, 29 de abril
de 1990.
[244]
coincidencia sonora, es al menos una pista que avala o justifica
una lectura autobiográfica en términos amplios. Por si esto re-
sultase poco revelador, un cuento posterior a la novela, incluido
en su libro Modelos de mujer (1996) con el título de «Malena,
una vida hervida (cuento parcialmente autobiográfico)», pro-
longa y asegura el carácter autoficticio del personaje, pues allí,
como la misma autora asegura en el prólogo, se mezclan dos his-
torias: una, totalmente cierta y autobiográfica, la de Malena ado-
lescente, preocupada por un problema de sobrepeso, y otra, de
amor apasionado y juvenil, totalmente inventada. Esta historia
expresa, dice la autora, un deseo nunca cumplido en su juven-
tud, es decir, un hecho no por deseado menos autoficticio.
Similar procedimiento de homofonía, resonancia o cercanía
sonora es el que Roberto Bolaño utilizó para crear el nombre de
su personaje novelesco Arturo Belano, protagonista de algunos
de sus relatos más celebrados como Los detectives salvajes, Es-
trella distante o Nocturno de Chile. Aunque diferente en la for-
ma, en la resonancia vocálica y consonántica de Arturo Belano
no deja de escucharse en eco Roberto Bolaño.
[246]
menos eso se deduce del texto, de moverse en un terreno litera-
rio de intensa y calculada duda. Todo está dispuesto para provo-
car la identificación entre autor y protagonista y, al mismo tiem-
po, para que no pueda llegar a producirse y, si se produce, lo sea
de manera insegura e incompleta183. Marías maneja aquí de ma-
nera intencionada el esquema autoficticio, se permite jugar con
él y también transgredirlo en una maniobra que afirma y niega
los principios del género. Ésta es para mí la mayor virtud del re-
lato en tanto que maquinaria narrativa: haber extendido la inde-
terminación del texto no sólo al juego de planos, sino haberla in-
tensificado en torno al equívoco del nombre. Tan acertado me
parece el artificio trasgresor que, dentro de su excepcionalidad,
me inclino a considerarlo modélico.
Esta novela ha tenido una importante secuela en el relato au-
tobiográfico, Negra espalda del tiempo, en el que aspiraba a
contar y aclarar las confusiones y consecuencias que Todas las
almas había producido en la vida del autor. Después en Tu ros-
tro mañana (I. Fiebre y lanza y II. Baile y sueño), que enlaza
con Todas las almas, reaparece la figura de su narrador, de nue-
vo en Oxford, ahora con nombre y apellido explícito. En la me-
dida que la anonimia de Todas las almas le acarreó los citados
problemas y cavilaciones, Marías dedicó una atención y esfuer-
zo verdaderamente notables a esta cuestión en Negra espalda
del tiempo. El autor, como narrador, con su nombre propio ex-
plícito, se esforzó en disociarse del narrador innominado de To-
das las almas, sin conseguirlo siempre, pues, como ya he dicho,
el personaje y narrador novelesco tenía suficientes rasgos coin-
cidentes con el autor para negar completamente esa posibilidad.
Es curioso que Javier Marías, al convertir al narrador-prota-
gonista de Todas las almas en el narrador de Tu rostro mañana,
lo haya bautizado a posteriori como Jaime Deza (pero también
Jacobo, Jacques, incluso James, es decir, con los nombres que el
resto de personajes de Tu rostro mañana le llaman de manera
indistinta y voluntariamente equívoca), en un intento más (pa-
rece) de querer desacreditar de paso cualquier intento de inter-
pretación autobiográfica de aquella novela. Sin embargo, no sé
——————
183
Javier Marías ha consagrado algunas páginas a deshacer, y también en
cierta manera a prolongar, los equívocos supuestamente autobiográficos de
esta novela en algún artículo reproducido en Literatura y fantasma (Madrid,
Siruela, 1993), así como en todo el libro, «falsa novela» la llama el autor, Ne-
gra espalda del tiempo.
[247]
si el deseo de corregir retrospectivamente la posible interpreta-
ción autobiográfica del relato y separarlo del autor sirve de algo,
pues una vez metido en este mundo de pistas falsas y de sospe-
chas, dar nombre a un personaje anónimo casi quince años des-
pués, más parece un intento de borrar huellas que vendría a
confirmar la interpretación autobiográfica de Todas las almas
más que a refutarla184.
Cabe hacer una apostilla en este sentido y establecer una hi-
pótesis acerca de la relación entre el narrador anónimo y el au-
tor de Todas las almas y entre Deza y Marías en Tu rostro ma-
ñana. De hecho, Marías, al conferir a un ser de ficción como es
Deza la capacidad de crear obras, de escribir novelas, en este
caso Todas las almas, que firma Marías mismo, establece una
relación de equivalencia entre el personaje y el autor, entre Deza
y Marías.
Sin embargo, y salvo casos como el que acabo de exponer
que exigen siempre como puente un texto autobiográfico, un
nombre distinto al del autor para el narrador-protagonista ficti-
cio de un relato nos está indicando que no nos encontramos
ante un texto autoficticio. Sólo cuando una novela recibe por
parte del autor la consideración de autobiográfica y revela que
tras el disfraz de un personaje se encuentra en realidad el autor
mismo, podríamos considerar no sin matices que dicha novela
tiene aspectos autoficticios en la medida que fuese posible esta-
blecer una correspondencia inequívoca entre autor y personaje
y al tiempo permitiese valorar cuánto de inventado y cuánto de
autobiográfico tiene el relato en cuestión.
En una situación similar se encontraría, por ejemplo, Un ca-
lor tan cercano, la novela de Maruja Torres. En unas declaracio-
nes a la prensa, la autora confesó que el nombre de la protago-
nista de la novela, Manuela, podría haber sido el suyo si no hu-
biera mediado la oposición de un familiar, confidencia que nos
pone en la pista de las hipotéticas relaciones autoficticias de la
——————
184
Por otra parte, si relacionamos a Jaime Deza con el personaje de su pa-
dre Juan Deza y a éste con el verdadero padre del autor, Julián Marías, de quien
en esta novela se cuenta una parte muy relevante de su biografía, como fue la
delación de un amigo al final de la guerra civil y su posterior ingreso en prisión,
datos ellos comunes y contrastados con los sufridos por Julián Marías, se podría
cerrar el círculo de las incógnitas y de las posible correspondencias. Es decir, si
el personaje de Juan Deza corresponde inequívocamente a la persona y biogra-
fía de Julián Marías, ¿el personaje de Jaime Deza no habría de señalar o corres-
ponder a la persona de Javier Marías?
[248]
novelista con su personaje. De manera parecida, el escritor perua-
no, Jaime Bayly, ha reconocido cuánto tiene de sí mismo y de su
biografía el personaje Gabriel Barrios de La noche es virgen
(1997), aparte de otras en las que el nombre del narrador es el
suyo mismo bajo la forma anglosajona de Jimmy. De manera im-
plícita también, Severo Sarduy señaló su adhesión personal al per-
sonaje «el Cosmólogo» de su novela Pájaros de la playa. En este
caso, la identificación viene sugerida por una faceta conocida del
escritor, tal era su afición a la astronomía, que señala inequívoca-
mente al autor en el contexto de la novela. Por lo tanto, las infor-
maciones paratextuales (entrevistas, declaraciones públicas o tex-
tos específicamente autobiográficos) en las que el autor señala el
carácter autobiográfico de un texto novelesco, incluso cuando el
personaje-narrador tiene un nombre diferente al suyo, permiten
leer esos textos dentro de un común «espacio autobiográfico» y,
por lo tanto, como autoficción o proyección ficticia del autor.
Para cerrar esta casuística, ya demasiado larga, sobre la fun-
ción de la onomástica en las autoficciones, me referiré a la novela
de Eduardo Mendicutti El palomo cojo (1991), pues, a diferen-
cia de las que hasta ahora he citado, se caracteriza por frustrar
al final las expectativas del lector, que a lo largo de la historia ha
ido alimentando una interpretación en clave autoficticia. Esta
novela se lee como un relato de infancia y de formación, en la
que el narrador, que permanece innominado todo el tiempo sal-
vo al final, rememora y reconstruye su mito personal y familiar,
en una suerte de explicación piadosa y mitómana de sus oríge-
nes. No hay en Mendicutti ocultamiento o estrategia de camufla-
je de su condición de homosexual, reconocida y aceptada, que él
mismo desarrolla en sus relatos, pero prefiere que éstos no se
vean limitados sólo a una clave sexual, que pudiera empobrecer
otras posibles interpretaciones. Por eso en El palomo cojo,
cuando al final de la novela se revela el nombre propio del pro-
tagonista, que estratégicamente se ha retrasado y ocultado has-
ta ese momento, con vistas a mantener la expectativa de una
más que posible correspondencia entre personaje y autor: «Yo
me llamo Felipe Jesús Guillermo (por mi abuelo, que era mi
padrino) Bonasera Calderón Hidalgo Ríos Núñez de Arboleya
(apellido compuesto) Lebert Aramburu Gutiérrez». En ese mo-
mento, la esperada identidad de autor y personaje se diluye para
el lector, aunque no por ello se desvanezca totalmente el conte-
nido autobiográfico en un sentido amplio, que está presente en
toda la novela.
[249]
Por todo lo dicho hasta aquí, me parece evidente que el pa-
pel del nombre propio no es cuestión baladí en ningún ámbito
de la vida social o cultural, y por supuesto tampoco en la auto-
ficción, porque permite teatralizar de manera escenográfica la
compleja y contradictoria presencia/ausencia del yo postmoder-
no y trastocar las fronteras entre autobiografía y novela. Al mis-
mo tiempo, puede mostrar de manera desdramatizada, irónica o
humorística, aunque también pudiera ser que fantasiosa o auto-
complaciente, la actual deriva del yo.
——————
185
«Confirmations et démentis qu’il convient, bien entendu, de manier
avec des pincettes, ou d’absorber cum grano salis, puisque dès l’origine la dé-
négation de toute “ressemblance” a pour double fonction de protéger l’auteur
contre les éventuelles conséquences des “applications” et de lancer les lecteurs,
immanquablement, à leur recherche» (Gérard Genette, Seuils, París, Seuil,
1987, pág. 202).
[251]
lieve que su contenido y su forma son algo más que una «sim-
ple» autobiografía. En este caso, novela quiere decir vida apasio-
nante, excepcional, lejos de lo que acostumbra a ocurrir en las
vidas de las personas comunes, por lo cual dicho contenido, aun
en su excepcionalidad, mantiene el valor referencial extratex-
tual. «Novela» puede significar también que un relato de conte-
nido autobiográfico reclama para sí el mismo trato y categoría
con que se prestigia siempre a la literatura de invención. Pero
todo puede ser mucho más sencillo, pues bajo el manto de la fic-
ción se está indicando una doble exención con respecto al com-
promiso de responsabilidad que la autobiografía impone: since-
ridad consigo mismo y veracidad con los demás.
Las autoficciones establecen una relación distinta con los gé-
neros narrativos convencionales, pues problematizan o «des-
vían» de diferentes maneras la idea de novela como invención
pura e igualmente ponen en entredicho la veracidad de la auto-
biografía. Los relatos autoficticios desplazan los límites estables
que separan la autobiografía de la novela o la ficción de la histo-
ria, para tender puentes y crear fusiones entre estos territorios
que, de manera solapada o discreta, señalan un campo de posi-
ble innovación, consustancial a la literatura de todos los tiem-
pos. Esta posibilidad se ha incrementado en las últimas décadas,
en las que se ha hecho de la mezcla y del hibridismo literario un
prestigioso principio de creación.
Un novelista como Juan José Millás, ya citado anteriormente
por su novela Volver a casa, se declara «partidario de los libros
fronterizos», que son, dicho sea sin ánimo estadístico, cada vez
más frecuentes, pues como apostilla de manera hiperbólica el
mismo Millás pareciera que «la línea divisoria entre unos y otros
géneros es más ancha que los géneros en sí»186. Así pues, las au-
toficciones promueven un tipo de relato en el que se mezclan o
alternan otros géneros narrativos con mayor o menor logro y
coherencia. Es este ya casi un lugar común que los novelistas
españoles actuales repiten, unas veces con fundamento y otras
al dictado de las modas. Realmente son pocos los que consi-
guen integrar este hibridismo de géneros en algo más que un
simple recurso sin justificación. Por ejemplo, Rosa Montero,
en su libro La loca de la casa, hace un planteamiento que está
alejado de sus preocupaciones narrativas y de sus novelas más
relevantes. En él la novelista hace un esfuerzo por estar à la
——————
186
Cuerpo y prótesis, Madrid, Aguilar/El País, 2000, págs. 189-190.
[252]
page, pues en sus mismas palabras «la literatura está viviendo
un tiempo especialmente mestizo en el que predomina la con-
fusión de los géneros». En su libro lo defiende con voluntad,
pero no consigue convencernos de la necesidad de lo que ella
misma hace, pues en pocas ocasiones resulta justificado el jue-
go de versiones ficticias y verdaderas que de un mismo hecho
desarrolla en este libro. Eso sí, en el post-scriptum la autora in-
serta una cantinela ya gastada y en exceso machacona por re-
petida:
Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía
[...]. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisía-
co de biografías ajenas y de autobiografía novelada. Pero no
deberíamos fiarnos de todo lo que la autora cuenta sobre sí
misma: los recuerdos no son siempre lo que parecen.
[254]
Estos relatos, ya por la forma ya por el peritexto (título, por-
tada, solapas, contraportadas, exordios, etc.), se presentan como
«novelas», pero la lectura del texto o de las informaciones epi-
textuales (reseñas periodísticas, críticas, trabajos académicos,
entrevistas con el autor, etc.) pueden modificar las expectativas
novelesco-ficticias del lector y orientarlas en una dirección refe-
rencial o autobiográfica, reduciéndose los factores de vacilación
interpretativa en la medida que la lectura avanza. En las autofic-
ciones que acabo de citar, la ambigüedad se desvanece práctica-
mente, pues lo ficticio reside sobre todo en la identificación
como novelas y en la ficcionalización modal de la voz que cuen-
ta, rasgos que son igualmente insuficientes para situarlas en el
espacio de la invención pura y para distanciarlas del campo au-
tobiográfico convencional.
En este contexto en el que predomina la tendencia a escurrir
el bulto o a escaparse por la puerta de atrás de la ficción para no
arrostrar la responsabilidad de contar la propia vida, sorprende
la voluntad de Marcos Ordóñez de alinear su relato Una vuelta
por el Rialto como un riguroso strip-tease personal. Este ejerci-
cio de ajuste de cuentas íntimo se inserta en un complicado jue-
go metaficcional con referencias a obras cinematográficas y a
otras novelas del autor, componiendo un críptico mecanismo
que difícilmente llega al lector. El intento es loable, pero a mi
juicio no termina de funcionar, bien porque no está completa-
mente integrado, bien por el desconocimiento en mi caso de los
relatos a los que el libro que leemos alude. El lector no acaba de
entrar en ese recinto ensimismado y autocrítico, del que desco-
noce las claves. Una vuelta por el Rialto fue publicada en la co-
lección Narrativas Hispánicas de la editorial Anagrama, que
como he dicho nunca indica la filiación genérica en la portada,
y bajo una clasificación asaz amplia e imprecisa en su contrapor-
tada: «Un libro sobre la Enfermedad de la Literatura...». Ante la
dificultad de seguir una pista segura de lectura, lo mejor es aco-
gerse al espíritu que esboza una de las citas del exordio: «J’aime
ces projets un peu insensés, où la critique se mêle au souvenir, le
souvenir à la fausse confidence. BERNARD FRANK». Más ade-
lante, cuando el relato avance, el narrador precisará que «unas
memorias que se precien, unas memorias literarias, como pre-
tende ser Una vuelta por el Rialto, exigen contar de la infancia
unos pocos episodios significativos...». En este relato de Marcos
Ordóñez pareciera que es el lector el que debiera decidir cómo
interpretar el texto, que, a pesar de su incierta propuesta, acaba
[255]
por percibirlo como un importante ejercicio de sinceridad, que,
sin embargo, no llega a acoplarse bien con el juego metaficticio
propuesto.
Si comparamos la gallarda actitud de Marcos Ordóñez con
la de Francisco Umbral, su actitud se nos antoja timorata en ex-
ceso. Umbral es, como hemos visto, un experto en borrar hue-
llas por si pudieran delatarle sus falacias y un estratega especia-
lizado en emborronar o embrollar líneas y fronteras. Si Umbral
oculta o mitifica su verdadera biografía en un deseo de quedar
más libre, de modo semejante procede a buscar la estrategia de
lectura que mejor le sirva a su proyecto de indefinición. En Las
señoritas de Aviñon, el autor señala las siguientes coordenadas
de adscripción genérica: «novela/saga del siglo XX, cronicón
familiar, memorias noveladas, verídica novela memorial y verí-
dicas e imposibles y falsas memorias». Es decir, ni novela ni
autobiografía, pues el escritor madrileño busca en la confusión
de los géneros la manera de no comprometerse ni personal ni
literariamente.
Con frecuencia, las autoficciones insertan breves prólogos o
notas a manera de manual de instrucciones en el umbral del re-
lato y, a veces, comentarios en la contraportada que invitan, ad-
vierten o amonestan al lector de cómo deben ser leídos los li-
bros, es decir, según qué claves genéricas. Sin embargo, estas in-
dicaciones más que a guiar, parecen orientadas muchas veces a
intensificar la indefinición del género y la confusión de planos
en el lector. A manera de ejemplo bastará detenerse en los pró-
logos que colocan en el comienzo de sus novelas (así clasifica-
das en la portada del libro): Julio Llamazares, Escenas de cine
mudo (1994), José Luis Coll, El hermano bastardo de Dios
(1984), sin olvidar los textos que Maruja Torres coloca en el
comienzo y en la contraportada de su novela Un calor tan cer-
cano (1997). Los tres prologuillos sobre el registro genérico
de estos relatos son especialmente ambiguos, pues guían o des-
pistan de una manera enrevesada las expectativas de los lecto-
res. Ante las presumibles sospechas de autobiografismo por
parte de éstos, el autor trata de sugerir una lectura novelística
del relato pero lo hace de una manera tan confusa y contradic-
toria, que lo que prevalece finalmente es la intención ambigua
del autor y la sospecha acrecentada del lector.
El breve prólogo que Llamazares coloca al comienzo de su
relato llama la atención por la consciente explotación que hace
de la indeterminación genérica a la que quiere adscribirlo, pero
[256]
decantándose por la opción de la interpretación ficticia que no
termina de convencer ni siquiera en este comienzo:
Esta novela que no otra cosa es por más que a alguno le
pueda parecer una autobiografía (toda novela es autobiográ-
fica y toda autobiografía es ficción), se sitúa en una época y
en unos escenarios que existieron realmente. Aunque los
nombres no son los mismos, salvo excepciones, ni las histo-
rias que allí ocurrieron son exactamente éstas, unos y otras se
le parecen bastante, al menos en mi recuerdo. Cualquier pa-
recido con la realidad no es, por tanto, mera coincidencia. EL
AUTOR.
[258]
cupada por la recepción de su libro, temiendo que la lectura en
clave autobiográfica condenase su obra al limbo literario.
En algunos casos la clasificación genérica de los relatos esca-
pa al control del autor y se puede entender como una decisión
editorial de carácter mercantilista, incluso de censura política o
religiosa. En estos casos, la denominación del género literario
puede dar lugar a un conflicto entre autor y editor, pues no siem-
pre coinciden los intereses de ambos o tienen una distinta per-
cepción literaria del texto en cuestión. Un caso curioso, por inu-
sual, lo constituye el libro de Paco Ignacio Taibo Todos los co-
mienzos, que, a pesar de incluirse en una colección de Argos
Vergara, titulada Biblioteca personal, quiso ser bautizado como
«novela» por su autor, aunque la editorial prefería el de «memo-
rias». Finalmente, la solapa trasera del libro recogió la disputa y
dejó abierta la cuestión, reforzando, no se sabe con qué inten-
ción, la ambigüedad de la clasificación genérica del libro:
Francisco Ignacio Taibo entiende los libros de memorias
como libros de olvidos y, para que el olvido no lleve al silen-
cio, cubre los huecos con sueños, imaginaciones, fantasías y
trampas [...]. Todos los comienzos es un libro sorprendente y
muy alejado de las memorias a las que estamos acostumbra-
dos. Acaso por esto Taibo prefiere afirmar que ha escrito una
novela.
5. DAÑOS COLATERALES
——————
189
Julia Urquidi Illanes, Lo que Varguitas no dijo, La Paz, Ed. Khana Cruz,
1983.
[263]
verdad del caso. Por su parte, Vargas Llosa reconoció: «Partí de
algunas experiencias (...) y fantaseé algo, de manera muy infiel,
esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar la
vida sino para transformarla, añadiéndole algo»190. Cuando en
1993 Vargas Llosa publicó sus memorias, El pez en el agua, dedi-
có el capítulo XV, titulado «La tía Julia», a rememorar la relación
amorosa con su tía política, incluido el matrimonio y posterior di-
vorcio. En el relato de las memorias, los hechos coinciden con la
novela y vienen a ratificar la versión del novelista en lo sustancial,
evitando los hechos ficticios y exageraciones en que incurría la
novela. La dedicatoria de la primera edición de 1977 («A Julia Ur-
quidi Illanes, a quien yo y esta novela debemos tanto»), tendía un
puente explícito entre el texto novelesco y la realidad extratextual
de la que se nutre. Más tarde en 2000, el prologuillo de una de las
últimas reediciones de la novela en Seix-Barral venía a subrayar la
relación entre la novela y la vida del autor, aunque los daños cola-
terales derivados de esa relación le hacía entonar el mea culpa:
«Para que la novela no resultara demasiado artificial, intenté
añadirle un collage autobiográfico: mi primera aventura matri-
monial. Este empeño me sirvió para comprobar que el género
novelesco no ha nacido para contar verdades...»
Dedicatoria y prologuillo, decía, corroboran que cuando me-
nos la novela de Vargas Llosa no es una novela de pura inven-
ción. Un problema así estaría fuera de lugar en una novela que
fuese, y pareciese, inventada, y cuya verdad sólo se midiera en el
nivel de la construcción y de las palabras, pero no en una auto-
ficción, con una referencialidad externa muchas veces reconoci-
ble y con una fórmula onomástica similar al pacto autobiográfi-
co. Es evidente que el autor tiene derecho a manejar los materia-
les autobiográficos, pero también se arriesga a que su novela,
que juega con esa expectativa de los lectores, sea leída sólo en
esa clave, ignorada en su elaborado manejo ficticio de lo «real»
y desatendida en el sutil trasvase que hace de un ámbito a otro
de la historia, en el cual el delirante mundo de la radionovela
acaba contagiando al mundo de los enamorados «reales».
Algo similar, pero en sentido inverso, ocurrió con la publica-
ción de la novela Ella cantaba boleros (1996), de Cabrera Infan-
te. Con motivo de la presentación de dicha novela, que reutiliza
La amazona, último capítulo de La Habana para un infante di-
——————
190
Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Barcelona, Seix Barral,
1990, pág. 7.
[264]
funto, el testimonio del propio autor que aceptó, aconsejado por
su segunda mujer, la supresión de más de cien páginas en las que
contaba algunas peripecias de su primer matrimonio, «pues re-
sultaban denigrantes para la madre de mis hijas»191.
Molestias de tipo diferente, pero no menos insidiosas, le aca-
rreó Todas las almas a Javier Marías. Como he dicho, esta narra-
ción produjo mútiples confusiones en la vida real y roces con
personas concretas que se reconocieron o se sintieron aludidas
por la novela, a veces con total justificación y otras de manera
delirante. Tal fue el cúmulo de equívocos y de desmentidos que
el autor se vio «obligado» a contestarlos con otro libro, Negra
espalda del tiempo, que se trata, según el autor, de una obra au-
tobiográfica, por más que parezca una novela por la multitud de
historias y de coincidencias inverosímiles, es decir, novelescas, y
porque el tono de su narrador (bajo el nombre propio explícito
Javier Marías, autor de Todas las almas) no difiera nada de
aquél, por más que insista en señalar sus diferencias y despierte
en el lector reticencias y desconfianza.
A pesar de su calculada estrategia de indeterminación, y más
allá de la intención del autor, hay algo que singulariza a Todas
las almas: su capacidad de desencadenar efectos extratextuales
y de generar respuestas orales o escritas, en la medida que al-
guien se puede sentir aludido y afectado por el relato. A Marías
le interesan las paradojas y contradicciones narrativas, el juego
de apariencias, provocar trampantojos y abolir las diferencias
entre géneros literarios, pero en este caso o bien fue más lejos de
sus propios fines, y quiso dar marcha atrás, o fue mal interpre-
tado por la mayoría de sus lectores, pues una novela que necesi-
ta de tantas justificaciones sobre su carácter ficticio, e incluso
genera más de 200 páginas de aclaraciones y de desmentidos,
como Negra espalda del tiempo viene a demostrar, es cualquier
cosa menos una novela al uso o lo es de manera tan singular que
el propio autor se ve obligado a apostillar:
... hay que llevar cuidado con lo que uno inventa y escribe en
los libros, porque en ocasiones se cumple. Y si ese ritmo no
cesa nunca como preveo, es muy posible que una parte de mi
vida —pero es sólo una parte— se vea siempre condicionada
y regida por una ficción, o por lo que me ha ido trayendo y me
ha de traer aún esta novela (Negra espalda del tiempo).
——————
191
ABC Cultural, 7 de junio de 1996, pág. 18.
[265]
En realidad, es difícil demostrar que estos relatos infringen
la ley civil y literaria, pero tampoco se puede impedir que se des-
pierte el recelo del lector, que llega a pensar que el uso de la de-
nominación «novela» es una estratagema para atacar a otros sin
arrostrar la responsabilidad a que esto da lugar y para evitar los
problemas legales.
Este novelista ha repetido hasta la saciedad que su novela
Todas las almas no es autobiográfica, aunque en su primera edi-
ción de 1989 introdujo datos e informaciones en el paratexto
del libro que, cuando menos, eran guiños al lector que le orien-
taban o equivocaban a interpretar en esa dirección el relato.
Posteriormente en 1998, cuando publicó Negra espalda del
tiempo, concebida en buena medida para desmentir el autobio-
grafismo de la novela de 1989, el autor bautizó este libro de
«falsa novela», negando doblemente la autobiografía, pues, ade-
más de reiterar que Todas las almas era sólo una novela, quería
trasmitir su escepticismo, al pretender mantener, con su contra-
dictorio argumento, que la autobiografía es un imposible. Pero,
¿tiene sentido negar algo que, además, es imposible?192
——————
192
Cfr. Manuel Alberca, «Las vueltas autobiográficas de Javier Marías», Ja-
vier Marías, Madrid, Arco, 2005, págs. 49-73.
[266]
CAPÍTULO V
[268]
más allá del espejo de papel en el que se mira. La falta de com-
promiso autobiográfico y de exigencia consigo mismo le permi-
te hacer como si desconociese la diferencia entre lo que es y lo
que no es, para inventarse con total libertad un personaje nove-
lesco. Aunque el autor conozca sus límites, el lector queda mu-
chas veces fuera de ese banquete. Ligero y amable consigo mis-
mo, descomprometido con los demás y la realidad, se fabrica un
mito a su medida. Por eso, en sintonía con el discurso posmo-
derno y con su doxa imperante, que avala un individualismo a la
carta y un ludismo sin riesgo, el escritor de autoficciones se de-
fine de manera engañosamente transparente, pero en realidad
ambigua y dubitativa: ¡Éste (no) soy yo?
——————
194
Fernando Vallejo es autor de dos notables biografías, Chapolas negras
(1995), sobre José Asunción Silva, y Barba Jacob. El mensajero (1984), sobre
Porfirio Barba Jacob. En ambas, aunque son dos relatos rigurosos desde el pun-
to de vista documental, el biógrafo no se ahorra comentarios y opiniones arries-
gadas perfectamente subjetivas.
[271]
ambages a la ficción que le permite manipular con total libertad
tanto lo vivido como lo no vivido. Cada novela parte de un he-
cho autobiográfico reconocible y documentado, pero con un
aporte de elementos ficticios más evidentes que los meramente
estilísticos de la serie anterior, pues su desarrollo lógico no se
corresponde ya en absoluto con los hechos reales que fueron su
punto de partida.
En La virgen de los sicarios, por ejemplo, el narrador regre-
sa a su Medellín natal para recuperar su pasado y empaparse del
paisaje de su infancia y su juventud, cuando se encuentra finali-
zando la redacción de su autobiografía. Una vez allí, comprueba
que el «río del tiempo», como una tormenta que hubiese arras-
trado los poblados pobres asentados en las laderas de las mon-
tañas, se ha llevado consigo también lo que era el espacio de sus
recuerdos. Encuentra una ciudad en la que se enseñorea la vio-
lencia y la corrupción y en la que sólo encuentra admirables, por
su belleza y su radical nihilismo, a los jóvenes chaperos y sica-
rios al servicio de los diferentes carteles «narcos», ángeles emi-
sarios de un mal absoluto y de la Apocalipsis colombiana. Con
estos mimbres, el autor compone una historia de amor en el in-
fierno, es decir, en un paisaje urbano y humano abrasado por el
caos, la mediocridad y el miedo. Su narrador y protagonista, que
se llama también Fernando, mantiene una apasionada relación
con dos de estos jóvenes criminales: Alexis y Wilmar, y ambos,
que matan por dinero y por pura arbitrariedad, morirán de la
misma forma gratuita y violenta que sus víctimas. La historia
amorosa compone un desolado paseo por la muerte en el que la
vida queda al pairo del sinsentido de un mundo al revés («De los
ladrones, amigo, es el reino de este mundo y más allá no hay
otro») y en el que el locus amoenus de la infancia se ha conver-
tido en locus horribilis del presente («Ya no queda en Medellín
ni un solo oasis de paz»).
El resultado de este relato, como el de los restantes de la se-
rie, es una descripción hiperbólica de Colombia lejos de los cá-
nones realistas, de una rara eficacia poética y de un desconcer-
tante lirismo y emoción195, tanto más rara y desconcertante
cuanto más cruda y desagradable es la realidad representada y
——————
195
No debe extrañar el dominio retórico del lenguaje ni que el narrador
mismo se denomine a sí mismo, de manera humorística, «gramático», pues Fer-
nando Vallejo es autor de un estudio y catálogo riguroso de figuras retóricas li-
terarias, titulado Logoi, una gramática del lenguaje literario (1982).
[272]
cuanto más contraviene los principios morales y políticos del
lector: «[...] el campesinado colombiano, no hay alimaña más
dañina, más mala. Parir y pedir, matar y morir, tal es su mise-
rable sino». Su teoría de la composición social y étnica de Co-
lombia no puede ser más peyorativa ni desesperanzada a la vez
que irónica: «Españoles cerriles, indios ladinos, negros agore-
ros: júntenlos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no
le producen con todo y la bendición del Papa. Sale gentuza
tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa [...] me tintinea de di-
cha el corazón».
Las tres novelas restantes, si bien con matices y variaciones,
reiteran la misma visión escéptica del mundo colombiano y del
mundo actual, si acaso en El desembarrancadero se hace más
profunda e íntima, más fría y distante si cabe, pues no en vano
se trata aquí de la mirada de un muerto: el narrador ha falleci-
do, vive en un mundo de muertos y asiste a la agonía de su her-
mano Darío y por extensión a la de toda la familia. Dialoga con
la muerte como si se tratase de un personaje más, porque, como
él mismo dice, puede tratar a los vivos con la libertad que da es-
cribir desde la otra orilla: «Me morí, pues [...] y ahora desde esta
nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad riendo
los afanes del mundo y burlándome de sus embelecos». De ma-
nera similar en La rambla paralela, con el pretexto de un viaje a
la feria del libro de Barcelona, el narrador descubre su propia
muerte al contemplarse en el espejo de la rambla barcelonesa y
delega la función narrativa a su yo especular. Es la «culmina-
ción» mortal de un narrador que había tenido ya este presenti-
miento en Entre fantasmas.
En Mi hermano el alcalde, aunque el narrador sigue fiel a
sus demoledores principios, el foco se desplaza a la figura de su
hermano, y el tono es algo más amable o al menos su crítica
punzante adopta el tono de la farsa, aquí centrada sobre todo
en la política colombiana actual, que resulta pulverizada por la
irreverente y desternillante postura del narrador. El mecanismo
del relato arranca también de una experiencia biográfica. En
este relato Vallejo cuenta con mucho humor cómo su hermano
Carlos, homosexual como el autor, llegó a ganar la alcaldía de
Támesis, un pueblo de 20.000 habitantes en las montañas de
Antioquia, del que fue su mandatario máximo desde 1998 a
2000, «con el voto de las monjas, las putas y los muertos». Una
campaña electoral que estuvo presidida por el mensaje que di-
fundía una pintada en la tapia del cementerio: «Muerto, no de-
[273]
jes que otros decidan por ti, vota. Campaña Carlista». El narra-
dor de estos relatos practica con los vivos el distanciamiento y
el desapego riguroso con que los muertos deben contemplar
nuestro mundo.
Los ingredientes de la receta novelística de Vallejo son casi
siempre los mismos: autobiografía, homosexualidad, violencia,
Colombia, muerte y dosis impredecibles de imágenes hiperbólicas
para hacer más tangible una realidad ya de por sí apabullante. El
narrador resulta ser al mismo tiempo un autobiógrafo libérrimo,
irreverente y divertido, y un novelista veraz, pero exagerado y
provocador, pues sus exabruptos críticos apuntan a objetivos pre-
cisos. Quiero decir que cabalga con solvencia y credibilidad por la
senda de la ficción y el testimonio o entre ambos sin menoscabo
de ninguno. Ésa es su apuesta y, sin duda, su logro.
Puestas así las cosas, la cuestión del estatuto narrativo de los
relatos de Vallejo pasa a ser una cuestión secundaria, pero a la
que los críticos y los lectores no dejamos de dar vueltas y desde
luego el autor le saca partido en sus comparecencias públicas y
también en sus textos narrativos. Por ejemplo, en Entre fantas-
mas, el narrador le dice a su abuela:
——————
196
Rosa Mora, «Colombia es una enfermedad. Entrevista con Fernando
Vallejo», El País, 19 de noviembre de 2001.
[274]
critura, haciéndose o negándose con arriesgada sinceridad, aun-
que el personaje novelesco Fernando Vallejo no siempre piensa
igual que el autor, ni actúa del mismo modo. A su estilo vehe-
mente y a su postura desafiante, el traje de los géneros se le que-
da chico. Las formas alegadas por el autor insisten en diferentes
fórmulas que encierran una flagrante contradicción en los térmi-
nos y en la trasgresión de la pureza de las normas literarias:
«auto-hagiografías», «mamotretos», «chorizos» en los que cabe
todo o «libreta de muertos», como denomina a su relato en En-
tre fantasmas; en fin, denominaciones que redundan en el carác-
ter híbrido característico de las autoficciones. Pero tratándose de
un escritor de autoridad y rango resultaría conveniente reconocer
su razón y su verdad sin limitaciones hipócritas, pues parece estar
diciéndonos con ostentación absolutista: El relato soy yo.
Y es que el Fernando Vallejo que habla en los libros se pre-
senta con una seguridad aplastante y con una soberbia plenitud
narcisista. No es que pretenda ser mejor que los otros ni poner-
se por encima de los demás. No, él no está por encima del bien
y del mal. Está en el mal, pero con la plena seguridad de que el
resto se encuentra más abajo sin saberlo. Se pavonea exagerada
y teatralmente de una homosexualidad orgullosa y misógina,
que se quiere superior a la mediocridad circundante.
En su obra y en sus manifestaciones públicas —recuérdese
la controvertida decisión de donar el importe del premio Rómu-
lo Gallegos a una sociedad venezolana protectora de perros
abandonados— Vallejo representa la figura hispana del «agua-
fiestas», siempre sospechosa entre nosotros, tan dados como so-
mos a rechazar a aquellos que se atreven a disentir en medio del
gregarismo reinante. A veces sus juicios son osados y se atreven
tanto a execrar a las diferentes etnias, incluida la blanca, como
a difundir opiniones y argumentos que sobrepasan lo humana-
mente aceptable, en un juego realmente arriesgado de contrave-
nir la hipocresía de lo políticamente correcto con una ironía en
el filo de la navaja. A manera de muestra, de Entre fantasmas,
entresaco dos: «¡Ay san Adolfo Hitler mártir, santo, levántate de
las cenizas de tu búnker!»; «¡Ama a los perros como a ti mismo,
y a tu prójimo envenénalo!» Sus exabruptos se dirigen del mis-
mo modo sin miramientos contra la humanidad («Me importa
un bledo la humana especie», Los días azules) como hace mofa
de las mujeres embarazadas y critica la dudosa irresponsabili-
dad que supone traer nuevas criaturas a este mundo salvaje para
aumentar más el caos:
[275]
¡Malditas madres! ¡Maldita la terquedad en seguir perpe-
tuando esta fuerza ciega que viene del lodo de la nada y va ha-
cia ninguna parte, esta catástrofe, esta infamia, este desastre!
¿Quién las mandó? ¿Quién se lo pidió? Abogado del derecho
a no existir, enemigo emponzoñado de las papisas vaticanas y
la cópula que pregonizan... (Entre fantasmas).
Por eso, y no contento con la execración anterior, el narrador
de este libro apostilla que «el ser más feo, más malo, más dañi-
no de la creación es la mujer preñada». En este exabrupto tan
rotundo y terrible, que se va reiterando con la precisión de una
letanía a lo largo de los libros y a la que no escapa ni la propia
madre del autor, no deja de escucharse, pero radicalizado y au-
mentado, el aserto borgeano (más lírico), que sirve de inspira-
ción a Vallejo. A este propósito dejó dicho Borges: «Los espejos
y la cópula son abominables porque reproducen el número de
los hombres».
Estos relatos muestran una visión infernal de su Colombia
natal y del mundo a través de una prosa ajustada a los deseos ex-
presivos de la voz narradora. Una prosa desencajada, pero siem-
pre eficaz y dura como el acero, que dispara contra todos los
principios de la corrección bienpensante, desde la más desafora-
da misantropía, sin censuras de ningún tipo. Por vía del asom-
bro y la provocación, la obra de Vallejo constituye un alegato
contra la tartufez y la hipocresía actuales. Y esto es siempre de
agradecer.
Vallejo ha revelado, y creado gracias a su eficiente lenguaje,
un mundo que me atrevo a denominar de locus horribilis, en
contraposición a la versión falaz, amable y sin aristas de un
mundo inexistente, en el que las contradicciones sociales desa-
parecen o son simples variaciones de diseño artístico, visión fal-
seada de la realidad actual que el postmodernismo à la page se
ha encargado de difundir. El mundo que Vallejo pinta, inspirado
en el natural, pero acrecentado al pasarlo por el crisol de su con-
tundente discurso y por la mejor tradición de la sátira grotesca,
es un mundo tan degradado y pervertido que no hay lugar para
la evocación nostálgica ni para la contemplación complaciente,
pues hasta la propia persona es merecedora del olvido o de la
diatriba más dura, sin por ello evitar, al contrario exagerándolo,
el lado cómico y humorístico de lo real (humor negro por su-
puesto).
Su divisa literaria y ética podría resumirse en la frase que es-
peta el narrador (siempre identificado en sus novelas con el au-
[276]
tor): «¡Surrealistas estúpidos! Pasaron castos y puros por este
mundo, sin entender nada de nada ni de la vida ni del surrealis-
mo. El pobre surrealismo se estrella en añicos contra la realidad
de Colombia» (La virgen de los sicarios). La realidad del narco-
tráfico, de los sicarios, de la violencia, el estupro y el asesinato,
elevados a categoría de normalidad, no es más que el símbolo o
la síntesis más conseguida del sinsentido y del caos actuales,
pues nada más lejos de la estética y de la intención de Vallejo
que hacer costumbrismo. Su literatura abomina de la idea co-
mún y del cliché aceptado, su escritura es una forma de militan-
cia, deliberada y convencida de opinar siempre a la contra, con-
tra lo establecido, en la mejor tradición de los autores que él si-
gue, como Lautréamont, Rimbaud, Jean Genet o Boris Vian,
que hicieron de la disidencia su natural forma de estar en litera-
tura y en la vida.
Si tuviera que definir la idiosincrasia de estas autoficciones,
tendría que recurrir a los adjetivos que mejor las califican: diver-
tidas, insolentes e iconoclastas. Su prosa, «dura y cortante como
bisturí», como le gusta definirla a Miguel Sánchez-Ostiz, uno de
los mayores valedores de la obra del colombiano en España, dis-
para contra los pilares de la hipocresía política y social. En otras
palabras, la suya es «literatura escrita para molestar», que no
oculta sus creencias ni disimula las verdades por duras que éstas
sean: «El hombre en lo más hondo de lo más hondo de su alma
oscura es un ser malo, y mientras uno más vive y más lo conoce
más malo es». Vallejo no busca ni concede escapatorias, no le da
cuartelillo al lector. Por eso, enfrentarse a los relatos de Vallejo
supone poner en cuestión las opiniones y prejuicios de una so-
ciedad narcotizada en un presente realmente infernal, pues nin-
guna idea balsámica ni esperanza engañosa nos aguarda. Valle-
jo practica la pedagogía de la iluminación por el horror. De nin-
gún modo el lector podrá esperar alivio alguno de estos relatos,
al contrario, tendrá que enfrentarse a situaciones y juicios que
trasgreden lo éticamente admisible.
No hay salvación posible, nos viene a decir Vallejo insisten-
temente. Estamos en el peor de los mundos posibles. Su mensa-
je final va más allá del egoísta pero comprensible ¡sálvese quien
pueda!, y nos despide, por si hubiera duda o nos cupiera pensar
que cabe salvación alguna, con una canción colombiana de du-
dosa piedad (de fondo, música de vallenato, que el autor detes-
ta con toda su alma): «¡Adiós, amor, que te vaya bien, que te
pise un carro, que te ‘estripe’ un tren!»
[277]
3. LA PRESTIDIGITACIÓN DEL SUJETO
[279]
las autoficciones españolas y por el contexto desdramatizado en el
que se inscribe. En este panorama el yo autobiográfico resulta
sospechoso de fatuidad, soberbia o narcisismo siempre. Al menos
en la tradición autobiográfica española, tan abocada a la auto-
complacencia como al disimulo hipócrita, está bajo sospecha.
Esta estrategia de lucimiento personal del autobiógrafo pone en
guardia al lector. Al autor de autoficciones no le queda otra salida
que mostrar de sí mismo una imagen negativa o degradada para
vencer la resistencia del lector. Al presentarse ante éste como dé-
bil, sumiso, temeroso, indeciso, ridículo, depresivo o malvado,
persigue la cercanía y la complicidad de los lectores. Los gestos de
autocrítica y autoderrisión son actos de aparente sumisión, inclu-
so de humillación, de un personaje de papel, que, cual sosias, pro-
tege a la persona del autor.
En el capítulo anterior, hemos visto que en las autoficciones de
Unamuno y de Goytisolo la aceptación de los límites del yo, inclu-
so la mediocridad, la mezquindad o el fracaso personal, se pueden
expresar con un regodeo de autocomplacencia o mediante un tra-
tamiento humorístico. Al fin y al cabo, el escudo de la ficción les
permite esa vuelta por su biografía sin daño ni peligro para el per-
sonaje social; los protege de ir más allá de lo aconsejable, pues
siempre entronca con una estrategia de estudiada salvación. La na-
rración de procesos depresivos o de transitorias alteraciones men-
tales, a través de héroes maltrechos, que no son el autor mismo,
pero no dejan de sugerirlo, franquea una exploración pública de los
demonios personales, su catarsis y su eventual curación sin arros-
trar la carga y el riesgo que esto conlleva en la sociedad española.
Para Barral fue sin duda un alivio poder contar en Penúltimos cas-
tigos, por narrador interpuesto, las miserias de la enfermedad y el
aviso implacable de la muerte, sin que su narcisismo quedara daña-
do, al contrario, pudo perfeccionarlo diseñando un óbito perfecto,
frente al mar, como a él le hubiese gustado, y acompañado en su fu-
neral de todos sus amigos y enemigos. Liberador y benéfico debió
de ser también para Javier Marías exorcizar la perturbación pasaje-
ra de sus dos años en Oxford, hasta convertirla en uno de los nú-
cleos creativos de su obra en la medida que encontró el canal ex-
presivo adecuado, sin arriesgar su imagen pública. En todos ellos
subyace, a pesar de las diferencias, una común asunción de un epi-
sodio doloso o vergonzoso que se expurga de manera solapada o
transparente a través del ser de ficción en que se encarnan.
Otra manifestación de la degradación de sí mismo que ven-
go exponiendo se encuentra en la puesta en entredicho de la au-
[280]
toría y protagonismo del autor, aunque el cuestionamiento se
haga con la boca pequeña y no pase de un simple juego meta-li-
terario. Es lo que le sucede a Unamuno en Niebla, cuando el
personaje de Augusto Pérez visita a Miguel de Unamuno en su
casa de Salamanca para exigirle que cambie el final que ha pre-
visto para él. Al mismo tiempo todo el relato se sustenta sobre
la base de que la novela no es lo que parece, que en realidad
Unamuno no es el verdadero autor, sino que, a pesar de lo que
pudiera parecer, estamos leyendo la novela que Víctor Goti dice
estar escribiendo. No menos significativo de esto es el juego de
Juan Goytisolo en Las semanas del jardín, cuya autoría atribuye
a veintiocho lectores, «un círculo de lectores», ahora bien, con
el cuidado de componer en el paratexto y en cada uno de los re-
latos la figura del autor empírico.
En fin, el héroe de la autoficción es un acabado ejemplo del
neonarcisismo posmosderno que hace de la fragmentación y la
falta de unidad del sujeto un motivo contradictorio de estímulo
al autoconocimiento y de necesidad de construirse un mito per-
sonal, un suplemento de ficción o viático que le ayude a transi-
tar por el desierto del ser. Son personajes que cuanto más inte-
rés muestran por conocerse, cuanto más saben de sí mismos,
más frágiles y vulnerables se sienten. Por esta razón, el refugio
en la ficción les permite aspirar a un futuro incierto y a una se-
gura incertidumbre. Es el argumento que Morante, el personaje
del profesor chiflado recluido en una clínica napolitana, y el
Doctor Pasavento, de la novela homónima, intercambian y enri-
quecen con sus respectivas experiencias:
[281]
Nunca hubo una desaparición tan productiva ni una aniqui-
lación que emitiese mayores síntomas vitales que este moribun-
do sujeto posmoderno. La pasión por diluirse en fragmentarios
yos le obliga a ejecutar ostensibles y continuos gestos de afirma-
ción. Es como si un suicida reivindicase su derecho a la vida, po-
niéndola permanentemente en serio riesgo de perderla, viene a
decir el narrador de la novela de Vila-Matas.
Evidentemente esto tiene mucho de juego, intelectual por
supuesto, un juego que puede tener también una dimensión dra-
mática, pues, como señalé más arriba, en opinión de R. Winni-
cott, «esconderse es un placer, pero no ser encontrado es una ca-
tástrofe». En el universo de las novelas del yo, la autoficción ex-
presa de manera pintiparada la contradicción existente entre la
necesidad de esconderse y el deseo de mostrarse. La desapari-
ción u ocultamiento del autor tras tantos disfraces y máscaras,
incluida la suya propia, ¿no es en realidad un reclamo o una evi-
dencia de que detrás de tantas criaturas de ficción hay una nece-
sidad manifiesta de complementar una identidad incierta o en
crisis, que se apuntala con una dosis de ficción?
Entre los novelistas actuales en español, posiblemente sea la
obra de César Aira la que de manera más perseverante viene
dando pruebas de esto. La proliferación continua de relatos (a
un ritmo desenfrenado, dicho sea de paso), en los que este autor
oculta y revela su propia figura tras un juego de máscaras conti-
nuas y cambiantes, constituye una demostración destacada de la
contradictoria afirmación de la identidad en las autoficciones.
Aira ha bautizado, no por casualidad evidentemente, a numero-
sos personajes de sus relatos con su mismo nombre. A mi juicio,
ha querido proyectarse en el molde de unas mutantes personali-
dades imaginarias, inexistentes fuera del código textual de la fic-
ción o que no es de recibo buscarlas nada más que allí. Sin em-
bargo, a pesar de la identidad indecisa establecida en los relatos,
Aira ha dejado abiertas posibles correspondencias, porque, sin
llegar a identificarse con sus personajes, ni permitirnos a los lec-
tores que lo hagamos, se compromete e identifica simbólicamen-
te con sus héroes. Algunas novelas parecen concebidas como feli-
ces curas literarias de una peculiar terapia, mediante un meca-
nismo semiinconsciente de invención, en estrecho diálogo con
su realidad inmediata, tal como lo explicaba en una entrevista:
[282]
artesanía de verosimilización, porque nunca me ha gustado el
surrealismo por el surrealismo. Siempre que incorporo algo,
por disparatado que sea, busco un giro argumental para que
la necesidad recubra el azar199.
[283]
un sujeto que necesita sostenerse con un suplemento de fic-
ción200.
Dice Vicente Verdú que el capitalismo de ficción, es decir, el
capitalismo actual, el que trabaja sobre todo con dinero invisible
y magnitudes y bienes virtuales, «trata con la realidad para des-
prenderla de la peste de lo real»201. No sé si será totalmente co-
rrecto parafrasear pro domo esta idea, pero el escritor de auto-
ficciones parte de lo real, lo toma como punto de partida, y si no
siempre consigue eliminar los malos olores o limarle las aristas
más agudas, pretende controlar o perfumar los efluvios más
acres de los olores de la vida. Igual que el Dr. Pasavento de Vila-
Matas, que persigue liberarse de su identidad, porque «es una
carga pesadísima» y se aplica en la fabricación de tantas figura-
ciones de sí mismo como le son precisas, el sujeto de las autofic-
ciones, en palabras de Gilles Lipotvesky, se construye una bio-
grafía «a la carta», en sintonía con una sociedad que ha hecho
del individualismo gregario de nuestra época su modelo de con-
ducta.
4. LA FICCIÓN Y LO REAL
[284]
sentación. Si la realidad y la verdad resultan inalcanzables, todo
es ficticio o, lo que es lo mismo, todo es real, y en consecuencia
cualquier cosa vale y de forma indistinta.
Como hemos explicado en las páginas anteriores, no le pedi-
mos ni esperamos de las novelas el mismo tipo de verdad que
proporciona el documento o la historia. La verdad de las «men-
tiras» novelescas es de una índole distinta a la que encontramos
en los textos factuales. Ambas no admiten parangón, pues su
naturaleza y su función son radicalmente distintas y pertenecen
a diferente orden. La verdad de las ficciones es de orden y cohe-
rencia estéticas, y por tanto no cabría hablar con propiedad de
mentiras, pues su realidad es solamente verosímil, no verídica.
En cambio la verdad de los hechos es de orden cognitivo. No ad-
mite componendas: la veracidad es la meta de los relatos de he-
chos reales. Por tanto, aunque la ambigüedad calculada puede
ser criticable en el plano personal, puede resultar legítima, pues
no deja de ser una prerrogativa del individuo. Por el contrario,
en el plano histórico, es difícil de justificar, pues pone en entre-
dicho la existencia de los hechos al amañarlos o negarlos, y con-
siguientemente abjura de cualquier principio ético.
Hay que reconocer, no obstante, que a la novela, nacida en
los albores de la edad moderna, cuyo prototípico ejemplo es-
pañol lo constituye, según vimos, Vida y andanzas de Lazari-
llo de Tormes, la ha guiado el objetivo de parecer real (verosí-
mil) desde sus orígenes. Así, cuando la novela utiliza materia-
les históricos, periodísticos o sociológicos, lo hace con el fin
de parecer más real y de disimular el artificio que supone pro-
poner como verdadero algo que autor y lector saben que no lo
es en el plano de los hechos. La permeabilidad de la novela y
su libertad de apertura a todos los discursos lo hace posible.
Los materiales «verdaderos» incrustados en una novela no
atentan a su principio ficticio, dado que su estatuto narrativo
radica precisamente en que el relato parezca lo más verosímil
posible. La novela puede absorber todo, tomar prestado o ro-
bar cualquier material formal o contenido de la autobiografía
o de la Historia, sin dejar de ser una novela ni de proponer
una interpretación en clave ficticia. En cambio, si una auto-
biografía incorpora evidentes materiales ficticios, imposibles
de documentar o que no se corresponden con la verdad del
autobiógrafo, bien porque el autor lo advierte o porque el lec-
tor lo descubre, se produce una alteración, que atenta al prin-
cipio básico de la veracidad. En este sentido, novela y autobio-
[285]
grafía tienen estatutos muy diferentes y por tanto una muy
distinta flexibilidad.
Justo en la linde de separación del campo novelesco y del au-
tobiográfico, «ponen su nido» los relatos mixtos con todos los
problemas que la cuestión de las relaciones entre ficción y no-
ficción acarrean. Uno de los problemas de la autobiografía lo
constituye el de su deseo ansioso de ser aceptada en el club de la
Literatura, a veces, a costa de renunciar a su esencia veraz, es
decir, a su compromiso de autenticidad con un referente extra-
textual, al tiempo que aspira al mismo nivel creativo y de com-
posición de la novela. Todo ello constituye un síntoma más de
esa aspiración de promoción «literaria» o de desideratum, que a
veces caracteriza a cierta autobiografía actual, la de ser acepta-
da en tan prestigioso club, pero entrando por la puerta falsa. En
el juego de reflejos cruzados de los distintos espejos de la repre-
sentación novelesca y de la autobiográfica, que distorsionan los
perfiles hasta hacerlos en principio casi imposibles de distinguir,
se encuentran las novelas del yo y en particular la autoficción.
Como ya dije, una autoficción es una novela que parece una
autobiografía, y quizá lo es de verdad, o una autobiografía
que parece una novela, y a veces es ambas cosas, pero, claro,
por lo dicho antes, una autobiografía con elementos ficticios,
por fuerza, se ficcionaliza y termina por pervertir su estatuto de
veracidad. El debate radica justamente en ese punto: cuando la
novela se apropia de la factualidad de la autobiografía y de la
historia, el género novelesco se renueva o se enriquece; en cam-
bio, cuando la autobiografía se aproxima a la ficción, es decir
cuando se presenta como la ficcionalización de la vida del autor
o de un hecho histórico, desvirtúa inevitablemente el pilar bási-
co de su veracidad.
5. COLONOS DE LA AUTOBIOGRAFÍA
——————
202
«Seguir los hilos», Quimera, 240 (febrero de 2004), pág. 13.
[287]
como un simulacro autobiográfico o histórico. Tampoco se tra-
ta de la apropiación de tal o cual elemento aislado tomado de
aquí o de allá, sino de la invasión colonialista de los géneros de
no-ficción por la ficción hasta dejarlos irreconocibles. Son el
resultado de una invasión «justificada», en cualquier caso, por
un lugar común, ya expuesto, de mucho predicamento en la
cultura posmodernista: todo es ficción, porque todo es uno y lo
mismo.
Cuando los novelistas invaden o colonizan la autobiografía
sin cambiar de leyes, es decir sin registrarse debidamente en la
aduana de los géneros, al pretender mantener las mismas venta-
jas a las que les tiene acostumbrada la ficción, se produce, a mi
juicio, una perversión o una confusión grave. No es que la reali-
dad entre en las novelas como muchos críticos consideran equi-
vocadamente, sino que los novelistas parasitan en la autobiogra-
fía o en la historia. Los novelistas invaden por lo tanto los rela-
tos factuales, los utilizan, pero juran y perjuran que sus obras no
son documentos ni testimonios. A veces lo parecen tanto que
tienen que hacer verdaderos esfuerzos para convencer a los lec-
tores de que su obra no es autobiográfica o histórica, no vaya a
ser que alguno piense que la suya es un pobre texto testimonial.
Es decir, una obra no-literaria, según esa lógica.
Terminaré con el ejemplo que proporciona una de las nove-
las españolas de más éxito de los últimos años a la que con an-
terioridad ya me he referido, por encontrarla representativa de
los relatos que combinan elementos de la autoficción con la
«faction». Me refiero a Soldados de Salamina, de Javier Cercas,
un libro que a mí personalmente me interesó y me emocionó,
como a tantos miles de lectores. Sin embargo, en su lectura
nunca perdí de vista, a pesar de la consustancial y exigida sus-
pensión del principio de incredulidad, de que se trataba de una
novela, es decir, un relato de ficción con la apariencia doble y
engañosa de que se trataba de un «relato real», falsa y transpa-
rentemente autobiográfico e histórico. Pero dicho esto, también
comprendo la reacción de algunos lectores que se sintieron de-
fraudados y hasta timados por ser totalmente crédulos al olvi-
darse de que en realidad leían una novela y no un libro de histo-
ria. La complacencia consigo mismo y con la historia personal
pueden gustar más o menos, pero es algo que, en principio, sólo
afecta al propio autor. En cambio, no es lo mismo cuando se tra-
ta de un hecho histórico o un asunto colectivo, como puede ser
la guerra civil española de 1936, tan cercana y vigente todavía, se-
[288]
tenta años después, para tantos españoles de cualquier adscrip-
ción política. ¿Es legítimo, en este caso, presentar la Historia
como si fuese una novela y al mismo tiempo inventarse una His-
toria con toda la apariencia de ser verídica, mezclándolas hasta
hacerlas uniformes? Creo que no hay una respuesta única ni con-
cluyente, pero justo ahí está situada la controversia de novelas
como la de Cercas y cada lector tiene que resolverla, me parece,
de acuerdo con sus posiciones no sólo literarias, sino ideológicas.
En mi opinión (sin ánimo de polemizar ahora), quizá lo más re-
probable de la novela es el dibujo de resignación con que se pin-
ta a la víctima o al perdedor de la Historia (el ficticio Miralles).
Quizá los hechos históricos demandaban una justicia literaria di-
ferente al tratamiento compasivo de las verdaderas víctimas de la
guerra (el miliciano derrotado de la novela que perdona la vida al
verdugo, Rafael Sánchez Mazas), vencedor que es de nuevo sal-
vado históricamente y «comprendido» por el narrador. Pero ese es
tal vez otro tema, y desde luego hubiera resultado otra novela.
6. AUTOBIOGRAFÍAS A LA CARTA
[291]
7. LA ALFOMBRA ROJA DE LA NOVELA
8. MEA CULPA
[294]
vier Cercas, París no se acaba nunca y El mal de Montano, de
Enrique Vila-Matas, a novelas como La virgen de los sicarios y
El desembarrancadero, de Fernando Vallejo, o La costurera y el
viento, de César Aira, el interés de haber articulado en sus rela-
tos el hallazgo expresivo y la intensidad autobiográfica. El atrac-
tivo doble de estas novelas reside en mi opinión en la exigente y
satisfactoria construcción y en la fuerte y convincente ilusión re-
ferencial que generan en el lector.
Pero, ¿tendrían los relatos arriba citados el mismo atractivo
o producirían en el lector el mismo efecto si los hechos y perso-
najes allí levantados fueran sólo producto de una invención to-
talmente distanciada del autor? El Fernando Vallejo o el César
Aira, el Varguitas o J. G. de las novelas citadas existen o existie-
ron, tienen el mismo nombre que sus autores, es decir, señalan
a un enunciador que en cualquier manera y caso les representa
y no a un mero personaje de papel. Tienen la fuerza y atracción
de los hechos reales que nos tocan las fibras personales en razón
de su humanidad y la arquitectura artística que nos permite so-
ñar. Simulacro e ilusión artística por supuesto, pero también tes-
timonio antropológico y crónica personal. Ahí reside el interés
de la autoficción para el lector, en la síntesis o hibridación de lo
real con lo ficticio-soñado. A manera de resumen podemos con-
cluir que, en las buenas autoficciones, al placer de imaginar que
produce leer una novela, se le agrega la fuerza que le confiere
que los hechos narrados puedan ser cotejados con la realidad205.
Mi postura, resumida de manera muy sintética, es que las no-
velas del yo, como le ocurre a la novela autobiográfica y a la auto-
ficción, no son novelas sin más ni autobiografías frustradas. No,
lo que surge en esa frontera es una amplia zona con muchos ma-
tices y rincones entrelazados por pasillos imprevisibles. Ahí se
instalan relatos conectados con mecanismos cruzados de la fic-
ción libre y de la autobiografía declarada. No se sale de la novela
y ya se está, sin transición alguna, en la autobiografía o viceversa.
Entre ambos territorios hay una franja cuyo color no es el blanco
o el negro irreconciliables, sino una gama de grises en grados y to-
nos muy variados. Como he mostrado en esa amplia franja de re-
latos, existe una diversidad de formas y estrategias narrativas.
Si el novelista se distancia del mundo ficticio que su relato
levanta, al descargar toda la responsabilidad a su narrador, el
novelista autobiográfico, por su parte, se esconde y se protege,
——————
205
V. Colonna, Autofictions &autres mythomanies littéraires, pág. 115.
[295]
al mismo tiempo que se representa tras su personaje para contar
su vida o hablar de sí mismo. Y si es descubierto o reconocido
tras el disfraz o la máscara, normalmente negará la identifica-
ción. La novela autobiográfica responde a un cuadro social y li-
terario diferente a la autoficción. La moral de la novela autobio-
gráfica proviene de un contexto que fomenta y valora el secreto,
que culpabiliza la expresión del yo y por eso tiende a ocultar y a
disfrazar la presencia del emisor en el relato, aunque no renun-
cie a su inscripción más o menos solapada. Está cautiva todavía
de la reprobación religiosa judeo-cristiana del yo y del tabú so-
cial de su libre manifestación.
La autoficción, en cambio, se desarrolla en un contexto au-
tobiográfico totalmente diferente, que es el del transparente y
engañoso exhibicionismo del yo. La cacareada muerte o desapa-
rición del sujeto es una prueba ab contrario de su importancia,
si bien éste se sustenta con un suplemento de carácter ficticio.
En fin, la autoficción crece en un contexto que eleva la simula-
ción y el juego descomprometido a valor cultural superior.
La autoficción pareciera que hila muy fino, pues levanta un
artificio que puede parecer muy elaborado, pero, al mismo tiem-
po, resulta ingenuo en su estrategia de disimulo. Coloca sus
creaciones en un sitio de difícil equilibrio y, por eso, introduce
dudas e incógnitas, pero también abre algunas posibilidades; es
decir, como todos los negocios, tiene su contabilidad. En el ha-
ber, la autoficción anota el reconocimiento explícito de que
cuando se cuenta la vida propia no es posible hacerlo sin narra-
tivizarla, sin mezclar lo recordado fielmente con las trampas que
nos puede tender la memoria, sin impedir mezclar nuestros de-
seos con la realidad. Son relatos en los que se suele utilizar la
propia experiencia personal, pero sin las cortapisas que impone
la verdad o el control de los lectores. Sin embargo, como en to-
das las situaciones de ambigüedad, la de la autoficción resulta
propicia a la creatividad y a la investigación de nuevas posibili-
dades y de ejercicios de auto-representación poco explorados de
los que podría sacar provecho también la autobiografía.
En el debe, hay que colocar las sospechas que despierta. Al
quedar libre del contrato autobiográfico, la autoficción aparen-
ta ser un subterfugio, ingenuo o elaborado según los autores,
para escapar al control público, y le permite falsificar los hechos
e, incluso, atacar a los demás con total impunidad. En ese caso,
el controvertido problema de la verdad, más allá de su supuesta
inasibilidad filosófica, dejaría de ser un asunto meramente lite-
[296]
rario para convertirse en una preocupación moral y deontológi-
ca. Inevitablemente, por tanto, la falta de reglas precisas, tanto
literarias como éticas, produce en el lector desconfianza, pues
éste tendría graves problemas para sondear los contornos de la
verdad o la intención autobiográfica o ficticia del relato. Bajo
esta fórmula ambigua, el eventual pacto autobiográfico se pro-
pugna como un juego y, bajo el marchamo de novela, el autor se
sentiría más libre sin la restricción que supone el posible control
de un lector que evalúe la veracidad o la mentira del relato. Po-
dría darle como ficticio lo verdadero en una forma de simula-
ción tímida, bajo la cual se expresarían, en clave de novela, ver-
dades que el autor podría considerar inconfesables. O podría
contar lo inventado como realmente sucedido, según una forma
de mitomanía, que permite proyectar aspiraciones y deseos que
nunca fueron realizados, pero que definen a la persona como si
se hubiesen cumplido. En ambos casos el lector se tendrá que
orientar por su intuición y de acuerdo con sus sospechas, pues
nunca el autor de autoficciones le pondrá todas sus cartas sobre
la mesa, al contrario, jugará a confundirle. Dicho de otra forma,
la autoficción con su calculada estrategia y sus contradictorias
afirmaciones está implícitamente pidiendo al lector que dé res-
puestas, que elija y participe activamente para resolver la incer-
tidumbre del relato. Pero al mismo tiempo que se le invita y se
le estimula a la interpretación, se le ocultan o hurtan los elemen-
tos claves para resolver críticamente las claves ocultas del rela-
to. En su vacilación interpretativa, el lector queda preso e inde-
fenso por el juego de falsas transparencias y es embaucado por
la calculada disolución de las fronteras entre la ficción y la his-
toria o por el nihilismo relativista que iguala verdad y mentira.
9. FINAL
[300]
Apéndice
Esbozo de inventario:
autoficciones españolas e hispanoamericanas
(1898-2007)
[301]
AIRA, César, El llanto (1992).
— Embalse (1992).
— Cómo me hice monja (1993).
— La costurera y el viento (1994).
— El congreso de literatura (1997).
— La serpiente (1997).
— Las curas milagrosas del doctor Aira (1998).
— «El espía», en La trompeta de mimbre (1998).
— El juego de los mundos (2000).
ALDECOA, Ignacio, «Patio de armas», Caballo de pica (1961).
— «Aldecoa se burla», Arqueología (1961).
— Parte de una historia (1967).
ALLENDE, Isabel, Paula (1994).
— Afrodita (1997).
AMAT, Nuria, La intimidad (1997).
AMORÓS, Andrés, Me llaman Simeón (1996).
AMPUERO, Roberto, Nuestros años verde olivo (2000).
ANTOLÍN, Enriqueta, La gata con alas (1992).
— Regiones devastadas (1995).
— Mujer de aire (1997).
ANTOLÍN RATO, Mariano, No se hable más (2005).
ARENAS, Reynaldo, Celestino antes del alba (1967).
— Otra vez el mar (1982).
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ARRABAL, Fernando, Ceremonia por un teniente abandonado (1998).
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— Confesiones de un pequeño filósofo (1903).
— Antonio Azorín (1904).
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(1941-1944).
BARNATÁN, Marcos-Ricardo, La República de Mónaco (2000).
BARRAL, Carlos, Penúltimos castigos (1983).
BAYLY, Jaime, No se lo digas a nadie (1994).
— La noche es virgen (1997).
— Yo amo a mi mami (1999).
— Los amigos que perdí (2000).
BENÍTEZ REYES, Felipe, La propiedad del paraíso (1995).
BIANCIOTTI, Héctor, La busca del jardín (1977).
— Lo que la noche le cuenta al día (1993).
— El paso tan lento del amor (1996).
— Como la huella del pájaro en el aire (2000).
BLANCO AGUINAGA, Carlos, Un tiempo tuyo (1988).
BOLAÑO, Roberto, Estrella distante (1996).
— Llamadas telefónicas (1997).
— Los detectives salvajes (1998).
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— «Borges y yo», El hacedor (1960).
— «El otro», El libro de arena (1975).
BRYCE ECHENIQUE, Alfredo, Un mundo para Julius (1971).
— No me esperen en abril (1995).
BUENAVENTURA, Ramón, El año que viene en Tánger (1998).
— El corazón antiguo (2000).
— El último negro (2005).
CABRERA INFANTE, Guillermo, Tres tristes tigres (1967).
— La Habana para un infante difunto (1979).
— Ella cantaba boleros (1996).
CAMINO, Jaime, Moriré en Nueva York (1996).
CANSINOS-ASSENS, Rafael, Bohemia (2002).
CASARIEGO, Martín, La primavera corta, el largo invierno (1999).
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CASTRO, Luisa, Viajes con mi padre (2003).
CERCAS, Javier, El inquilino (1989).
— Soldados de Salamina (2001).
— La velocidad de la luz (2005).
— «La verdad de Agamenón», La verdad de Agamenón (2006).
COLL, José Luis, El hermano bastardo de Dios (1984).
— ¡Firmes! (1994).
CORTÁZAR, Julio, Los autonautas de la cosmopista (1982).
— «Diario de un cuento», Deshoras (1983).
CRUZ, Juan, La foto de los suecos (1998).
DARÍO, Rubén, Oro de Mallorca (1914).
DELGADO, Fernando G., No estabas en el cielo (1996).
DONOSO, José, Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996).
D’ORS, Pablo, El estreno (2000).
EDWARS, Jorge, Persona non grata (1973).
— Fantasmas de carne y hueso (1993).
— El inútil de la familia (2005).
ELIZONDO, Salvador, El hipogeo secreto o Farebeuf (1965).
ETXEBARRIA, Lucía, Courtney y yo (2004).
— Un milagro en equilibrio (2004).
FREIXAS, Laura, «Mi padre, o por qué soy escritora, o don Mariano y la
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FUENTES, Carlos, Una familia lejana (El mal del tiempo) (1980).
— Diana o la cazadora solitaria (1994).
FUGUET, Alberto, Mala onda (1991).
— Tinta roja (1996).
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— La saga de los Marx (1993).
— El sitio de los sitios (1995).
— Las semanas del jardín. Un círculo de lectores (1997).
— Carajicomedia (2000).
— Telón de boca (2003).
GOYTISOLO, Luis, Estela de fuego que se aleja (1984).
— Estatua con palomas (1992).
GRANDE, Félix, Sobre el amor y la separación (1996).
GRANDES, Almudena, Malena es un nombre de tango (1994).
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[320]
ÍNDICE DE AUTORES Y OBRAS
This page intentionally left blank
A La voluntad, 90, 142, 174, 234,
235
Agustín de Hipona, 61, 89 Antonio Azorín, 142, 234, 235
Aira, C.,16, 28-29, 59, 60, 143, 169, Las confesiones del pequeño filó-
190-191, 240, 241, 282-284, 295 sofo, 142, 234, 235
El congreso de literatura, 28-29, 283 Madrid, 234
Cómo me hice monja, 59, 169, Valencia, 234
191, 240, 283 Memorias inmemoriales, 234
La costurera y el viento, 169, 283, Diario de un enfermo, 234, 235
295 Azúa, F. de, 238, 243, 261, 262-263
El llanto, 283 Historia de un idiota contada por
Las curas milagrosas del doctor él mismo, 238, 261, 263
Aira, 283 Las lecciones de Jena, 238
Embalse, 283
«El espía», La trompeta de mim- B
bre, 283
El juego de los mundos, 283 Bachelard, G., 268
Un sueño realizado, 283 Banville, J., 167
Albaladejo, T., 177 Impostura, 167
Almodóvar, P., 186 Barea, A., 143
Volver, 186 La forja de un rebelde, 143
Apuleyo, 89 Baroja, P., 90, 120-124
Ardavín, C. X., 194 La sensualidad pervertida, 121-123
Arguedas, J. M., 181, 215 César o nada, 123
El zorro de arriba y el zorro de aba- El árbol de la ciencia, 123, 124
jo, 181, 215 Vidas sombrías, 123
Ariès, P., 229 Zalacaín el aventurero, 124
Asclepíades de Mirlea, 13 El mayorazgo de Labraz, 124
Auster, P., 37, 223 Camino de perfección, 90, 124
Leviatán, 37 Desde la última vuelta del camino,
El cuaderno rojo, 223 121, 123
Azaña, M., 143 Juventud, egolatría, 121
El jardín de los frailes, 143 Ayer y hoy, 121
Azorín (J. Martínez Ruiz), 90, 142, Aquí París, 121
174, 234-236 La guerra en la frontera, 121
[323]
Inventos, aventuras y mixtificacio- La Habana para un infante difun-
nes de Silvestre Paradox, 123 to, 195, 264
Últimos románticos, 124 Ella cantaba boleros, 264
El sabor de la venganza, 124 Calle, S., 35-38
Las noches del Buen Retiro, 124 Cassou, J., 180
Barral, C., 195, 213-215, 241, 259, «Retrato de Unamuno», 180
262-263, 280 Castellet, J. M., 25
Penúltimos castigos, 195, 213- Castilla del Pino, C., 77
215, 241, 262, 280 Castro, L., 106, 107-108
Cuando las horas veloces, 263 La segunda mujer, 107-108
Barthes, R., 24, 25 26, 73 150, 160, Viajes con mi padre, 108
189, 204, 205, 279 Cela, C. J., 95
Basanta, A., 186 La familia de Pascual Duarte, 95
Bataillon, M., 86 Céline, 150
Baudrillard, J., 25, 40 Cercas, J., 16, 59, 60, 102, 167, 168,
Bayley, J., 143, 249 180, 194, 195, 198-203, 207, 238,
La noche es virgen, 249 288-289, 295
Beckett, S., 25 Soldados de Salamina, 167, 200,
Benítez Reyes, F., 184, 254 201-202, 238, 288-289
La propiedad del paraíso, 254 La velocidad de la luz, 59, 102, 180,
Benveniste, E., 217 195, 198-203, 207, 238, 294
Bianciotti, H., 148 El inquilino, 200
El paso tan lento del amor, 148, 149 «La verdad de Agamenón», 201-202
Blanchot, M., 25 Cervantes, M. de, 144, 151, 225,
Blecua, A., 86 226, 227
Bolaño, R., 143, 245 El Quijote, 144, 151, 225
Los detectives salvajes, 245 Charles, M., 238
Estrella distante, 245 Ciplisjauskaité, B., 53
Nocturno de Chile, 245 Clarín (Alas, L.), 114, 115, 118-120
Llamadas telefónicas, 245 Mis plagios, 118
Boltansky, C., 34 Cohn, D., 73, 75, 167, 173-174
Bonafoux, P., 21 Coleridge, S., 16
Borges, J. L., 143, 152, 241, 276, 301 Coll, J. L., 241, 256, 257
El hacedor, 143, 241 El hermano bastardo de Dios, 241,
«El otro», El libro de arena, 143, 241 256
«El aleph», El aleph, 143 Colonna, V., 128, 151-152, 155,
Bourdieu, P., 68 156, 158, 160, 169, 190, 227, 231,
Botticelli, S., 21 237, 295
Bravo Villasante, C., 116, 117 Constant, B., 115
Buenaventura, R., 239, 254 Adolphe, 115
El año que viene en Tánger, 239, Contreras, S., 284
254 Corbin, A., 229
Buffalino, G., 215 Corpus Barga, 143
Calendas griegas, 215 Las delicias, 143
Cruz, J., 179
C Cruz Rueda, A., 234
[324]
Darío, R., 143, 243 García Pavón, F., 184, 186, 254
Oro de Mallorca, 143, 243 Ya no es ayer, 254
Darrieusecq, M., 154, 155, 163, 170 García Soubriet, S.,16, 182, 183,
Dehennin, E., 227, 228 184-187, 254
Delicado, F., 82 La otra Sonia, 184-186, 254
La lozana andaluza, 82 Bruna, 186, 254
Derrida, J., 40 Gasparini, P., 79, 104, 155, 246
Donner, C., 294 Gawsworth, J. (psedónimo de Terry
Doubrovsky, S., 54, 126, 141-156, Amstrong), 134-135
158, 159, 169, 237, 253 Genet, J., 277
Fils, 141, 145, 146 Genette, G., 52, 66, 81, 129, 151,
Un amour de soi, 147 152-154, 163, 175, 190, 227, 231,
Livre brisé, 147 240, 251, 258
L’après-vivre, 147 Giddens, A., 231, 232
Laissé pour conter, 147 Gide, A., 77, 78
Duby, G., 229 Gil Bera, E., 121
Dürer, A., 21 Ginzburg, C., 75
Gómez Moriana, A., 88, 89
E Goytisolo, J., 16, 25, 111, 195, 217-
Eagleton, T., 39, 40 222 241, 280, 281, 294, 299
Eakin, P. J., 47, 167, 188 Señas de identidad, 111
Echevarría, I., 148 Duelo en el paraíso, 111
Edwards, J., 167, 259 Paisajes después de la batalla,
El inútil de la familia, 167 195, 219-220, 241, 294
Persona non grata, 259 Don Julián, 217
Empírico, S., 13 Juan sin tierra, 217, 218
Erikson, E., 222 Coto vedado, 218
Ernaux, A., 208 En los reinos de taifa, 218
Passion simple, 208 El sitio de los sitios, 218, 220
Carajicomedia, 218
F Telón de boca, 218, 221
Las semanas del jardín, 218, 220-
Ferraté, G., 167
221, 281
Foucault, M., 26, 40
La saga de los Marx, 218
Flaubert, G., 119, 120
La cuarentena, 218
Freixas, L., 59, 167
Goytisolo, L., 197, 241
Amor o lo que sea, 167
Estatua con palomas, 197, 241
Freud, S., 215
Antagonía, 197
Frye, N., 67
Estela del fuego que se aleja, 197
Fuentes, C., 28, 195
Gracia, J., 76
Diana o la cazadora solitaria, 195
Grandes, A., 244, 245
Fuentes, V. (Floreal Hernández), 215
Modelos de mujer, 245
Morir en Isla Vista, 215
Malena es un nombre de tango, 244
G Gullón, R., 104, 210
Gutiérrez, J. P., 143
Gamboa, S., 149
Vida feliz de un joven llamado Es- H
teban, 149
Ganivet, A., 215 Hamburger, K., 72, 81
Los trabajos del infatigable creador Helmann, L., 167
Pío Cid, 215 Julia, 167
[325]
Herpoel, S., 83 Escenas de cine mudo, 105, 183,
Herralde, J., 206 187-189, 241, 256
Hildesheimer, W., 166 Luciano de Samosata, 156
Sir Andrew Marbot, una biografía, Lyotard, J.-F., 40
166
Houellebecq, M., 31 M
[326]
Mora, R., 274 Tristana, 117
Morillas, E., 180 La deshederada, 118
Muñoz Molina, A., 16, 106-107, 168, Fortunata y Jacinta, 118
239, 261 Las novelas de Torquemada, 118
Beatus ille, 106 Pérez Martínez, A., 233
El invierno en Lisboa, 106 Pérez Martínez, F. (v. Umbral)
Beltenebros, 106 Pérez Rodrigo, P. D., 19
El jinete polaco, 107 Pita, E., 244
El dueño del secreto, 106, 261 Podestá, L., 244
Sefarad, 106, 168, 239 Poe, E. A., 130
Ventanas de Nueva York, 106 Pope, R., 83
El viento de la Luna, 106 Proust, M., 60, 152, 174
À la recherche du temps perdu,
N 152, 174
[327]
Schizzano Mandel, A., 84 Los males sagrados, 111, 293
Sebald, W. G., 167 El fulgor de África, 111
Los anillos de Saturno, 167 Madrid 650, 111
Austerlitz, 167 El hijo de Greta Garbo, 180, 193,
Semprún, J., 46, 167, 236, 259-260 241
La escritura o la vida, 47 Las ánimas del purgatorio, 193
Autobiografía de Federico Sán- Los cuadernos de Luis Vives, 193
chez, 236, 259-260 Los helechos arborescentes, 241
Veinte años y un día, 167 Las señoritas de Aviñon, 256
Viviré con su nombre, moriré con Unamuno, Miguel de, 16, 56, 90, 104,
el mío, 236 142, 180, 181, 208-212, 213, 215,
El largo viaje, 236, 260 227, 229, 240, 280, 281, 294, 299
La algarabía, 236 Amor y pedagogía, 90, 211
Palacio de Ayete, 236, 260 Niebla, 142, 159, 209, 281, 294
Sender, R. J., 143 Cómo se hace una novela, 142,
Crónica del alba, 143 180, 209, 212, 240, 294
Sennett, R., 22, 29, 30, 43 Diario íntimo, 209
Sexto Empírico, 13 La novela de don Sandalio, juga-
Silva, J. A., 143 dor de ajedrez, 210
De sobremesa, 143 Tres novelas ejemplares y un prólo-
Shepard, G., 36 go, 210
Sherman, C., 35 San Manuel Bueno, mártir, 215
Sobh, M., 225 Urquidi Illanes, J., 263-264
Socías, J., 244 Lo que Varguitas no dijo, 263-264
Sollers, P., 150
Steiner, B.,35 V
Stevenson, R. L., 19
El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Valdés, A. de, 85
Hyde, 19 Valéry, P., 32
Stone, A., 142, 167 Valle-Inclán, R., 16, 90, 95, 96-99
Memorias del marqués de Brado-
T mín, 95, 96-99
Sonata de otoño, 90, 95
Taibo, P. I., 251 Sonata de primavera, 97
Todos los comienzos, 259 Sonata de invierno, 97
Torrente Ballester, G., 194, 241 «La niña Chole», 98
Dafne y ensueños, 194, 241 «Autobiografía», 98
Torres, M., 248, 256, 257 Águila de blasón, 98
Un calor tan cercano, 248, 256, Los cruzados de la Causa, 98
258 Una tertulia de antaño, 98
Torres de Villarroel, D. de, 144 El marqués de Bradomín, 98
Correo de otro mundo, 144 Luces de bohemia, 98
Trapiello, A., 251 Vallejo, F., 16, 143, 267, 269-277,
Salón de pasos perdidos (Una no- 295, 299
vela en marcha), 251 El río de la vida, 271
Tubau, X., 85, 86 Los días azules, 271, 275
El fuego secreto, 271
U Los caminos a Roma, 271
Años de indulgencia, 271
Umbral, F., 111, 180, 190, 193-194, Entre fantasmas, 267, 271, 273,
229, 233-234, 241, 256, 293, 299 274, 275, 276
[328]
La virgen de los sicarios, 271, 272- Jardín de Villa Valeria, 176, 241,
273, 277 254
El desembarrancadero, 271, 273, Verás el cielo abierto, 177
274, 295 Vila-Matas, E.,16, 24, 125, 130, 131,
La rambla paralela, 271, 273 137-140, 205-207, 212, 213, 223,
Mi hermano el alcalde, 271 229, 253, 279, 281, 282, 284, 295
Chapolas negras, 271 Recuerdos inventados, 125
Barba Jacob. El mensajero, 271 El mal de Montano, 137-140, 206,
Logoi. Una gramática del lenguaje 213, 253, 295
literario, 272 París no se acaba nunca, 139, 212,
Vargas-Llosa, M., 16, 143, 168, 181, 223, 253, 295
194-197, 198, 241, 263-264, 294 Doctor Pasavento, 125, 131, 139,
La tía Julia y el escribidor, 143, 140, 279, 281
181, 194-197, 198, 263-264, Bartleby y compañía, 138, 253
294 La asesina ilustrada, 139
Vásquez, J. G., 167 Vilain, P., 146, 147-148, 155, 156,
Los informantes, 167 157
Vázquez Montalbán, M., 95, 96
Autobiografía del general Franco, W
95
Vega, L. A. de, 230-231 Warhol, A., 35
Los que no descienden de Eva, Weitzmann, M., 147, 148
230-231 White, H., 50, 75
Vercier, B., 142, 150 Wilde, O., 23, 91
Verdú, V., 29, 41, 284 Winnicott, D., 80, 282
Vian, B., 277
Vicent, M., 175-177, 183, 184, 241, Y
254
Contra Paraíso, 176, 241, 254 Yang, J., 35
Tranvía a la Malvarrosa, 176, 241, Yourcenar, M., 95, 96
254 Memorias de Adriano, 95
[329]
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COLECCIÓN ESTUDIOS CRÍTICOS DE LITERATURA
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