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P. G. ROSCHINI

INSTRUCCIONES
MARIANAS

V ER SIO N D EL ITALIANO
DE
FRANCISCO VILLANUEVA

II EDICION

EDICIONES PAULINAS
N IH IL OBSTAT

P o r p a rte de la P ía S o c ie d a d d e S an Pablo,
P. D. COSTA, Sup. Prov.

N IH IL OBSTAT
Lic. R ic ard o U rb an o
M ad rid , 29 de m ay o de 1953

IM PR IM A SE
-J- Jo sé M aría, O bispo A uxiliar
y V icario G eneral

@ ED IC IO N E S PAULINAS. MADRID

P rin te d in Spain

D epósito L egal: M. 5067 - 1963

RESERVADOS LOS D ER EC H O S PARA TODOS


LOS PA IS E S D E HABLA ESPAÑOLA
P R O L O G O

En este Curso de Instrucciones Marianas que tuve en Ro­


m a en la iglesia de San Marcelo al Corso {en m ayo de 1944),
me propuse desarrollar con cierta am plitud, utilizando lo
m ejor de m i M ariología (en tres volúm enes, editados por An­
cora, de Milán), los elem entos de la doctrina sobre la Santísi­
m a Virgen, ya fijados en m i reciente Catecismo Mariano.
E l interés con que fue seguido por todos el Curso m e m os­
tró con los hechos el agrado con que escuchan los fieles la pre­
dicación sobre la doctrina m añana.
E l presente libro, por tanto, podrá servir de subsidio a
los predicadores de Triduos, Novenas y Meses Marianos, así
como a los Pastores de almas que quieran tener — ¡cosa m uy
oportuna! — un Curso de Lecciones Catequísticas a los adul­
tos sobre la Santísim a Virgen.
¡Que la Omnipotencia supplex bendiga copiosam ente al
autor y lectores del libro!...
P. G abriel M. R o s c h i n i
ESQUEMA GENERAL DE LA OBRA
Introducción■. El estudio de María Stma. (Instrucción I)
- 1, en su predestinación a la misma (Instr. II)
-2, en la predicción de la misma (Instr. III)

-en si misma (Instruc­


I -Madre del ción IV)
Creador , - en sus consecuencias
-3, en la actuación (Instr. V )
\ de la misma,
o sea en su ser de - d e l o s ángeles
-Madre de las (Instr. VI)
criaturas - de l o s hombres
*=
:s
C (Instr. VII)
.ce oU
aOj
-e n la redención objetiva como Corre-
ra «
i/io dentorn (Instr. VIII)
1. Mediación - en la redención subjetiva como Dis­
universal pensadora de todas las gracias (Ins­
trucción IX)
s S
2. Realeza universal (Instr. X)
C £
* cr
rC EL i - Inmunidad de las - del pecado original (Instr. XI)
d) >> imperfecciones, a - del fomes (Instr. XII)
saber: - del pecado actual (Instr. XIII)
- al
alma - la gracia (Instr. X IV )
- las virtudes (Instr. XV)
f - Plenitud de las per­ los dones, los frutos del Espíritu
^ o fecciones o sea: Santo y las Bienaventuranzas (Ins­
‘ST2 trucción XVI).
c “o
^ « c los carismas (Instr. XVII)
..O G £
o 1) - al c u e rp o (Instr. X V I I I )
2. ««
o Si - a l alm a y (- la p e rp etu a V irginidud (Instr. XIX)
C-S
UJ Sru al c uerpo, <- la glorificación d e los m isinos m ed ia n te la
o sea i f A sunción (Instr. XX)

'C o 1, en si mismo i naturaleza y legitimidad (Instr. XXI)


O1 W «^0
<T - veneración, por ser la Madre de Dios (Instr. XXII)
»-Q
-2, en sus - gratitud, amor e invocación, por ser la Medianera
<L> 0« )" ‘O actos o
-o-o e (Instrucción XXIII)
tfi K. O elemen­ - esclavitud, por ser la Reina del universo (Instruc­
Oí ^ ü tos, a sa­ ción XXIV)
C _*
ber: - imitación, por ser Santísima
(Instr. XXV)
°
O - as
*S ^ - 3, en sus benefi­ - individuales (Instr. XXVI)
f ] »O - sociales (Instr. XXVII)
cios - señal de predestinación (Instr. XXVIII)
"3 (0 w) I
c .S 2 t= s
cu > > - 4, en su necesidad (Instr. XXIX)
Conclusión: La consagración a María (Instr. XXX)
IN T R O D U C C IO N

E l e s t u d io d e M a r ía

ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : La e d ad d e M aría. — I . E l p o rq u é de este es­


tu d io : Se d eb e e s tu d ia r la fig u ra de M a ría: 1. P o r n u e s tr a c alid ad de
h o m b re s ; 2. P o rq u e som os c ris tia n o s ; 3. P o r la ex celen cia d e e ste e stu ­
dio c o n sid e ra d o : a ) en sí m ism o ; b ) en su s a d m ira b le s efecto s. — I I .
C óm o e stu d ia r a Miaría: Se d e b e e s tu d ia r a M a ría : 1. Con a m o r; 2. Con d ili­
g e n c ia ; 3. Con m éto d o . — I I I . F u e n te s y p rin cip io s: 1. F u e n te s: a ) la S a g ra ­
d a E s c r itu r a ; b ) la T rad ició n . 2. P rin c ip io s: a) p rin c ip io s p rim a r io s ; b )
p rin c ip io s s e c u n d a rio s . — IV . N u e s tr o p ro g ra m a : L as tr e s p a rte s d e n u e stro
e stu d io a b a r c a n : 1. La m is ió n ; 2. Los p riv ileg io s; 3. E l c u lto d e M aría.
— C o n clu sió n : N u e stro p e ch o d eb e s e r « u n a b ib lio te c a M ariana»...

El Venerable Guillermo Cham inade, Fundador de los Maria-


nistas, predijo claram ente a sus discípulos y al m ism o Sum o
Pontífice Gregorio XVI que n uestra edad sería la Edad de Ma­
rta, y que el triunfo de la Virgen traería consigo el de Cristo
m ismo y de su Iglesia (1).
La solemne definición del dogm a de la Inm aculada Concep­
ción (8 de diciem bre de 1854); el am plio y colosal movimien­
to m ariano p o r él suscitado, y m ucho más la solemne consa­
gración del género hum ano al Corazón Inm aculado de María,
llevada a cabo p o r Su Santidad el Papa Pío X II el 31 de oc­
tubre de 1942, y la definición dogm ática de la Asunción el 1
de noviem bre de 1950, nos autorizan a afirm ar que la anun­
ciada Edad de M aría resplandece en nuestros días en el fúl­
gido horizonte de la Iglesia católica, p ara m ayor gloria de
Dios, honra de N uestra Señora y provecho de las alm as. Por
lo demás, el m ism o Sum o Pontífice Pío X II, en su carta del
15 de abril de 1950 sobre las Congregaciones M arianas, asegu-

(1) C a rta de 16 d e s e p tie m b re de 1838 a G regorio X V I.


raba que nuestro siglo es el siglo de María «hoc nostro saecu­
lo, m ariali nom ine insigniendo».
Pero p a ra que esta brillante Edad de M aría resalte cada
vez más en :el mundo, es necesario am ar y servir cada vez con
m ayor perfección a N uestra Reina y Madre. Y p ara realizar
este program a es necesario conocer a la Virgen y desarrollar
en toda su m agnificencia el extraordinario e inefable m isterio
de María. Y el medio ordinario m ás eficaz para lograr este
conocim iento es el estudio. Consideremos, pues, brevem ente:
1. Por qué se debe estu d iar a M aría; 2. Cómo se debe estu­
diar a M aría; 3. E l programa que hem os de desarrollar.

I. — ¿ P o r q u e e s t u d ia r a M a r ía ?

Debemos estu d iar a M aría principalm ente por tres razo­


nes, la una más poderosa que la otra, es decir: 1. Porque so­
mos hom bres; 2. Porque somos cristianos; 3. Porque es un
estudio de extraordinaria excelencia.

1. P o r q u e s o m o s h o m b r e s .— Debemos, ante todo, estudiar


a María porque som os hombres. En efecto; un hom bre cual­
quiera, el cual — com o suele decirse — se tenga en algo, de­
be conocer los principales personajes y los hechos sobresa­
lientes de la H istoria. ¡Qué triste papel haría en la sociedad
quien no conociese, al menos de una m anera elem ental, un
Adán, a Noé, a Abrahán, a Moisés, a Alejandro Magno, a Cé­
sar, a Carlomagno, a Dante, a Cervantes, a N apoleón y a otros
seres sem ejantes, e ignorase los principales acontecim ientos
de la historia de Israel, del Oriente, de Grecia y p articu lar­
m ente la de R om a!...
Y a pesar de ello, ¿qué son los m ás grandes personajes
com parados con la figura de M aría? Ella es el personaje m a­
yor, después de Cristo, que registran las páginas de la H isto­
ria. ¿Qué son los acontecim ientos m ás ruidosos de la hum a­
nidad en com paración con los hechos que llenan la vida de
María, su M aternidad divina, su obra corredentora, etc.? Ju n ­
tam ente con Cristo, del cual fue M adre c inseparable coin-
pañera en la o b ra p o r El desarrollada, Ella es el centro so­
bre el cual gravita toda la H istoria, desde la p rim era a la pos­
trera de sus páginas; ju n tam en te con Cristo, Ella es el ver­
dadero eje alrededor del cual gira y g irará el m undo, con to ­
dos los acontecim ientos, de cualquier clase y condición que
sean. ¿Puédese, pues, concebir algo más digno de estudio? Si
es cosa vergonzosa, p ara un hom bre, el desconocer los prin­
cipales personajes y acontecim ientos de la H istoria, ¿no será
incom parablem ente m ás deplorable el que desconozca a Ma­
ría y «las cosas grandes», portentosas, que en Ella se cum plie­
ron?
La Santísim a Virgen es, por lo menos, un personaje ante
cuya grandeza nadie puede perm anecer indiferente.

2. P o r q u e s o m o s c r i s t i a n o s - — Un segundo motivo, aún


m ás fuerte, que nos debe inducir a estudiar a María, es nues­
tra calidad de cristianos. Un cristiano, en efecto, si no quiere
falsear esta cualidad, debe conocer, ante todo, el cristianism o,
al m enos en lo que tiene de m ás esencial. Y la Santísim a Vir­
gen no es precisam ente una figura accidental y accesoria en
n uestra religión, sino algo esencial y necesario, pues form a
p arte de la m ism a esencia del cristianism o, que no es otra
cosa — direm os con el Cardenal Pie — que «la religión del
Hijo de María». Por eso contem plam os a la Santísim a Virgen
centrada, como en el corazón del Credo o sím bolo de los Após­
toles, en aquellas palab ras: «Et incarnatus est de Spiritu Sanc­
to ex Maria Virgine». De la m ism a m anera que la palabra es­
crita no puede desaparecer del papel sin d estru ir a éste, así
el Verbo Encarnado, Jesucristo, no puede separarse de Aque­
lla en la cual se encarnó sin destruirla. Ella es «la Rosa en la
cual el Verbo divino se hizo carnee» (D ante: Paraíso, 23, 73-74).
Si es cierto, como no dudam os, que nadie va al Padre si no es
por medio de Cristo, tam bién es certísim o que nadie va a
Cristo si no es por m edio de M aría. Sin María, p o r tanto, el
cristianism o se to rn aría inexplicable. Y siendo así, ¿cómo se
podrá llam ar cristiano quien desconozca a María?
El cristiano, p o r o tra parte, está obligado a celebrar du­
rante el año, según voluntad de la Iglesia, varias fiestas dedi-
cadas a la Santísim a Virgen, tales como la Inm aculada Con­
cepción, la Asunción, etc. Según esto, «es ju sto — com o dice
Santo Tomás de Villanueva — que com prendam os lo que ve­
neram os; pues la fiesta será tanto más provechosa cuanto me­
jo r se com prenda el m isterio o solem nidad q u f encierra» (2).
Ahora se nos podría p reg u n tar: «¿Conocen los cristianos de
hoy suficientem ente a María?» Creemos que, no sin razón, 'el
Venerable Chaminade comienza su «Tratado sobre el cono­
cim iento de María» haciendo resaltar cuán poco se la conoce.
«Nosotros — escribe — hablam os todos los días de M aría; nos
gloriam os de ser sus hijos y de pertenecer a las Congregacio­
nes a Ella consagradas. Pero, por otra parte, tenem os que con­
fesar que conocemos poco a M aría; estam os poco instruidos
sobre las relaciones que en el orden sobrenatural la unen a
Dios y a nosotros. ¡A cuántos cristianos podría la Augusta
Virgen dirigir el reproche que el Señor dirigía a su pueblo
predilecto por boca de Is a ía s : E l buey conoce a su dueño y
el asno el pesebre de su señ o r; pero Israel no me conoce, ni
m i pueblo m e com prende!» (3).

3. Por ijv e x c e l e n c ia d e e s t e e s t u d io . — Un t e r c e r m o tiv o ,


aún m ás p o d ero so que lo s d o s p re c e d e n te s , p o d e m o s encon­
tra rlo en la e x c e le n c ia d e e s te e s tu d io , c o n s id e r a d o en sí y
e n s u s a d m ir a b le s e fe c to s .
Y principalm ente en sí por el objeto que lo ocupa: María
verdadera obra m aestra de Dios y, p o r tanto, la más alta ma­
nifestación de la sabiduría, del poder, de la bondad infinita
de Dios. Ella, en efecto, según p alabras de Pío IX en la cé­
lebre Bula Ineffabilis, es «como el inefable m ilagro de Dios;
aún más, como- el vértice de todos los milagros». Solam ente
Ella «gozó de u n a inm ensa plenitud de santidad, sólo superada
por el mismo Dios y que sólo Dios puede concebir».
Singularm ente excelente en sí mismo, el estudio de María
lo es tam bién por sus adm irables efectos. E ste estudio nos
facilita el conocim iento y el am or de Dios, el conocim iento y

(2) D isc. I en la P u rific a ció n de la B. V. M aría. I.


(3) P equeño tra ta d o d el c o n o cim ien to d e M aría, pAgs. 31-32.
el am or de Cristo, el conocim iento y el am or de la m ism a
Virgen Santísim a.
Nos facilita, ante todo, el conocim iento y el am or de Dios.
Nosotros, efectivam ente, conocemos a Dios, o sea a la causa
prim era por sus efectos, al Creador p o r las criaturas. Ahora
b ie n ; el efecto principal, la criatu ra m ás excelente salida de
las m anos de Dios, ¿no es acaso M aría? Más que ningún otro
efecto y que ninguna o tra criatura, Ella nos habla de Dios y
de sus atributos divinos. Con su singular grandeza, nos habla
de la infinita grandeza de Dios; con su singular belleza, pro­
clam a la infinita belleza del O m nipotente; con su singular
bondad, Ella pregona la bondad del Creador.
Muy acertadam ente se preg u n ta De R hodes: «¿Deseas co­
nocer a Dios? Lee en M aría como en un libro» (4).
E l estudio de M aría nos facilita, en segundo lugar, el co­
nocim iento y el am or de Cristo. Y esto en cuanto que Ella es
la criatura que m ás se asem eja a Cristo, «la cara m ás pa­
recida a la del Señor» (Paraíso, 32, 85); p o r m edio de su co­
nocim iento podemos, por tanto, llegar m ás fácilm ente al co­
nocim iento y al am or de Jesús. Y nos facilita, adem ás, este
conocimiento y este am or, porque Ella está indisolublem ente
ligada a El, tan to en el tiem po como en la etern id ad ; tanto en
la tie rra como en el cielo; en la m ente y en el corazón de
Dios; en la m ente y en el corazón de la Iglesia; en la m ente
y en el corazón de todos sus hijos. El conocim iento y el
am or de M aría jam ás va separado del conocimiento y am or
de Cristo. Ambos se com plem entan, pues — como dice Esi-
quio — «si Cristo vs el sol, M aría es el cielo en el cual brilla;
si Cristo es la piedra preciosa, María es el estuche que la
guarda; si Cristo es la flor, María es la planta de la cual
procede» (5). Por estas razones podemos legítim am ente con­
cluir, con el Santo Padre Pío X, que la Santísim a Virgen es
«el más grande y eficaz auxilio p ara alcanzar el conocimiento
y am or de Cristo» (6).

(4) «C upis n o sse D eum ? M aria lege u t lib ru m ...» (D isp u t. Theoloe. schol.,
T rac t. V III, d e M aria D e ip ara, p. 205).
(5) P. G. 93, 1465.
(6) E n cíclica A d d ie m itlu m .
El estudio de la Santísim a Virgen, finalm ente, nos facilita
el conocim iento y am or de Ella misma. No se am a aquello
que no se conoce. Sólo se am a im perfectam ente aquello que
se conoce de una m anera im perfecta. El que quiere, pues,
am ar a María, el que quiere am arla perfectam ente, es ne­
cesario que la conozca — en cuanto es posible — perfec­
tam ente.
Todos estos grandes m otivos hacen el estudio de la San­
tísim a Virgen inefablem ente delicioso. Ella, en efecto, posee
toda la fragancia de la m irra (7). Cuanto m ás se m aneja, tanto
más em balsam a la m ente y el corazón con su suave y divina
fragancia, fragancia que obliga a exclam ar: «Oh santa, ben­
dita..., cuán dulce eres p ara la boca de los que te alaban,
p ara el corazón de los que te am an, p ara la m em oria de
los que te im ploran» (8). No sin razón, la Mariología, o sea
el estudio de María, ha sido llam ada «la perla de la ciencia
teológica» (9), pues la Virgen es toda la belleza y todo el en­
canto del dogm a católico.

II. — ¿C om o e s tu d i a r a M a ría ?

No es suficiente — aunque sea muy provechoso — el sen­


tirse im pulsado a estu d iar a M aría. Sino que tam bién es ne­
cesario conocer bien la form a concreta como debem os estu­
diarla, para pod er sacar de este estudio las m ayores ventajas.
Es necesario, pues, p reguntarnos: ¿Cómo debem os estudiar
a María? A esta pregunta, creo que se puede responder su­
ficientem ente así: Debemos estu d iar a M aría con am or, con
diligencia y con método.
1- C o n a m o r . — Debemos estu d iar a María, ante todo,
con amor. El am or es el gran móvil de todas las em presas,

(7) «Q uasi m y rra clccta o d o rem d e d isti su av itatis» , S a n c ta Del G enitrix


(O ficio de la B . V irgen M aría).
(8) «O s a n c ta , o b e n e d ic ta ... d u lc is es in o re te la u d a n tiu m , in c o rd c te
d ilig e n tiu m , in m e m o ria te d e p re c a n tiu m » (O d. 53 nd S . Vlrg. M. en las
O bras de S an A n se lm o , P. L. 158, 960).
( 9 ) C o r d o v a n i , M . , in A n g e lic u m , 9 (1932), 211.
la palanca que buscaba A rquím edes p ara m over al m undo.
Efectivam ente, el am or y solam ente el am or nos puede soste­
ner en la ardua em presa de estu d iar con diligencia y m etó­
dicam ente el inagotable tem a m añano, el m isterio inefable
de María. Pues — como dice San Agustín — cuando se am a
no se siente cansancio, y si se siente, el m ism o cansancio
es motivo de am or. ¿Y acaso un trab ajo que produce deleite
puede llam arse tal?
2. C o n d il ig e n c ia . — Debemos estudiar a María, en se­
gundo lugar, con diligencia; es decir, hem os de poner en este
estudio toda la atención y todo el cuidado de que nos sen­
tim os capaces. Es necesario, p o r tanto, em plear todas nues­
tras facultades en el desem peño de esta labor: la inteligencia
para escudriñar y com prender, en cuanto es posible, el excelso
e incom parable m isterio de M aría; la voluntad p ara superar
todas las dificultades que a lo largo de dicho estudio han de
surgir inevitablem ente, ya que se tra ta de u n a criatu ra que
dista infinitam ente del hom bre; la m em oria, aplicándola en
recordar con prontitud, con facilidad y con afecto todo cuanto
se refiere a María. En una p alab ra: es necesario engolfarse
en el estudio de María, sum ergirse en este «océano de luz
intelectual llena de amor».
E ste diligente estudio ha de hacerse no en form a parcial,
sino com pleta. Y así será, si se extiende a todo cuanto de una
m anera directa o indirecta se refiere a la Santísim a Virgen:
dogma, culto, historia, etcétera.

3. Con m iito d o . — Debemos estu d iar a María, en tercer


lugar, con m étodo. De poco nos serviría hacer un estudio
sobre la Virgen, aunque lo realizásem os con am or y diligencia,
si nos faltase el m étodo; es decir, siguiendo norm as claras y
precisas, de una m anera progresiva y orgánica.

III- — F uentes y p r in c ip io s pa ra e l e s t u d io de M a r ía

Será de gran utilidad p a ra llevar a cabo u n estudio sobre


la figura de M aría el conocer en p rim er lugar las fuentes en
El estudio de la Santísim a Virgen, finalm ente, nos facilita
el conocim iento y am or de Ella misma. No se am a aquello
que no se conoce. Sólo se am a im perfectam ente aquello que
se conoce de una m anera im perfecta. El que quiere, pues,
am ar a María, el que quiere am arla perfectam ente, es ne­
cesario que la conozca — en cuanto es posible — perfec­
tam ente.
Todos estos grandes m otivos hacen el estudio de la San­
tísim a Virgen inefablem ente delicioso. Ella, en efecto, posee
toda la fragancia de la m irra (7). Cuanto m ás se m aneja, tanto
más em balsam a la m ente y el corazón con su suave y divina
fragancia, fragancia que obliga a exclam ar: «Oh santa, ben­
dita..., cuán dulce eres p ara la boca de los que te alaban,
p ara el corazón de los que te am an, p ara la m em oria de
los que te im ploran» (8). No sin razón, la Mariología, o sea
el estudio de María, ha sido llam ada «la perla de la ciencia
teológica» (9), pues la Virgen es toda la belleza y todo el en­
canto del dogm a católico.

II. — ¿C om o e s tu d i a r a M a r ía ?

No es suficiente — aunque sea m uy provechoso — el sen­


tirse im pulsado a estu d iar a María. Sino que tam bién es ne­
cesario conocer bien la form a concreta como debem os estu­
diarla, p a ra poder sacar de este estudio las mayores ventajas.
Es necesario, pues, preg u n tarn o s: ¿Cómo debemos estudiar
a María? A esta pregunta, creo que se puede responder su­
ficientem ente así: Debemos estu d iar a M aría con am or, con
diligencia y con método.
1- C o n a m o r . — Debemos estu d iar a María, ante todo,
con amor. El am or es el gran móvil de todas las em presas,

(7) «Q uasi m y rra clc cta o d o rem d e d isti su av itatis» , S a n c ta Dei G enitrix
(O ficio d e la B . V irg en M aría).
(8) «O s a n c ta , o b e n e d ic ta ... d u lc is es in o re te la u d a n tiu m , in c o rd e te
d ilig e n tiu m , in m e m o ria te d e p re c a n tiu m » (O d. 53 nd S. Vlrg. M. en las
O bras de S a n A n se lm o , P. L. 158, 960).
(9) C o r d o v a n i , M., in A n g e lic u m , 9 (1932), 211.
la palanca que buscaba Arquím edes p ara mover al mundo.
Efectivam ente, el am or y solam ente el am or nos puede soste­
n er en la ardua em presa de estu d iar con diligencia y m etó­
dicam ente el inagotable tem a m ariano, el m isterio inefable
de María. Pues — como dice San Agustín — cuando se am a
no se siente cansancio, y si se siente, el m ism o cansancio
es motivo de am or. ¿Y acaso u n tra b a jo que produce deleite
puede llam arse tal?
2. C o n d il ig e n c ia . — Debemos estudiar a María, en se­
gundo lugar, con diligencia; es decir, hem os de poner en este
estudio toda la atención y todo el cuidado de que nos sen­
timos capaces. Es necesario, p o r tanto, em plear todas nues­
tras facultades en el desem peño de esta labor: la inteligencia
para escudriñar y com prender, en cu an to es posible, el excelso
e incom parable m isterio de M aría; la voluntad p ara superar
todas las dificultades que a lo largo de dicho estudio han de
surgir inevitablem ente, ya que se tra ta de una criatu ra que
dista infinitam ente del hom bre; la m em oria, aplicándola en
recordar con prontitud, con facilidad y con afecto todo cuanto
se refiere a María. En una p alab ra: es necesario engolfarse
en el estudio de María, sum ergirse en este «océano de luz
intelectual llena de amor».
E ste diligente estudio ha de hacerse no en form a parcial,
sino com pleta. Y así será, si se extiende a todo cuanto de una
m anera directa o indirecta se refiere a la Santísim a V irgen:
dogma, culto, historia, etcétera.

3. C on mhtodo. — Debemos estu d iar a María, en tercer


lu g a r, con m étodo. De poco nos serviría hacer un estudio
sobre la Virgen, aunque lo realizásem os con am or y diligencia,
si nos faltase el m étodo; es decir, siguiendo norm as claras y
precisas, de una m anera progresiva y orgánica.

III- — F uentes y p r in c ip io s p a r a e l e s t u d io de M a r ía

Será de gran utilidad p a ra llevar a cabo un estudio sobre


la figura de M aría el conocer en p rim er lugar las fuentes en
las cuales hay que buscar la doctrina m ariana y los varios
principios que nos deben guiar en este estudio.

1. L as f u e n t e s . — Las fuentes a las cuales hem os de


acudir continuam ente p ara ad q u irir nuestros m ateriales de
construcción son dos: la Sagrada E scritura y la Tradición,
pues en ellas está contenida toda la revelación divina.

a) La Escritura. — La p rim era fuente es la Sagrada Es­


critura. La Santísim a Virgen form a con Cristo el centro m ism o
de la Biblia. Con todo, los lugares en que se habla de Ella
de una m anera expresa no son m uchos. Pero sí m ás que su­
ficientes p ara que nos form em os de Ella la m ás alta idea.
En el Antiguo T estam ento encontram os varias profecías
que se refieren de u n a m anera m ás o menos directa a la
Santísim a Virgen. Y en el Nuevo encontram os la realización
plena de cuanto de Ella fue dicho en las páginas del Antiguo.
El proverbial silencio de los Evangelios sobre María, d'e lo
que muchos se m uestran m aravillados, es un silencio relativo
y, por tanto, m ás elocuente que las mism as palabras. ¿Qué
más se puede decir, en efecto, que cuanto encierran estas
breves p alab ras: «María, de la cual nació Jesús»? ¿No es su­
ficiente el decir de Ella que es «llena de gracia», que es
«bendita entre todas las m ujeres» y que «'el O m nipotente ha
obrado en Ella cosas grandes»?

b) La Tradición. — Una segunda fuente p ara el estudio


de M aría es la Tradición. O bjetivam ente considerada, la T ra­
dición no es o tra cosa que la doctrina revelada, en cuanto
que nos es transm itida, de edad en edad, p o r el m agisterio de
los legítimos Pastores de la Iglesia, ya en modo solemne,
como son las definiciones de los Pontífices y de los Concilios
Ecum énicos y símbolos de fe, ya de m odo ordinario, con la
predicación ordinaria de los Papas y los Obispos, m ediante
la Liturgia, con el consentim iento unánim e de los Padres, de
los Teólogos y de los fieles. De todas estas fuentes que cons­
tituyen la Tradición, nosotros debem os to m ar la doctrina
m ariana.
2. P r in c ip io s s o b r e l o s c u a l e s s e ba sa e l e s t u d io d e M a r ía .
— Además de las fuentes, es necesario dedicar u n poco de
atención a los principios directivos del estudio de M a r í a .
E stos principios fundam entales son cin co : uno prim ario y cua­
tro secundarios.

a) E l principio primario. — El principio p rim ario sobre


el cual se b asa to d a la d octrina m a ñ a n a es el siguiente:
«M aría Santísim a es la M adre universal, o sea del Creador
y de las criaturas». Y como tal se encuentra en tre Aquél y
éstas como lazo de unión. AI d a r en efecto al Creador la vida
n atural propia de las criatu ras, com unicó a éstas la vida
sobrenatural. E sta m isión m aternal y medianera es esencial­
m ente real; esto es, que convierte a M aría en Reina de todo el
universo.
En vista de esta singular m isión m aterna, m edianera y
real, Dios h a concedido a la Santísim a Virgen privilegios del
todo particulares, y la Iglesia trib u ta a la Virgen u n culto
todo especial: el culto de hiperdulía.

b) Los principios secundarios. — Además de este principio


prim ario, existen otros cuatro secundarios, llam ados: principio
de singularidad, de conveniencia, de em inencia y de analogía
o sem ejanza con Cristo.
Comencemos por el p rim ero : el principio de singularidad,
el cual se puede enunciar de la siguiente m an era: «Dada la
singularidad de la m isión a la cual fue destinada la Santísim a
Virgen por Dios, se debe necesariam ente ad m itir la singula­
ridad de los privilegios necesarios o convenientes p ara realizar
dicha misión». Y es Justo. A la singularidad del fin debe
corresponder, lógicamente, la singularidad de los medios. La
Virgen Santísim a, por tanto, fue una criatura, una m ujer
del todo singular, dotada de privilegios particulares desde el
prim er instante de su existencia terrena. «Ella — dijo con
frase elocuente el Cardenal De Bérulle — es u n universo con
centro y movim ientos propios; un im perio con leyes y cons­
titución aparte». «Es u n cielo nuevo y u n a tierra nueva» (10).

(10) O euvres c o m p létes. M igue, col. 524-530.

1 — In s tr u c c io n e s M arianas.
«Ella es — diría San Anselmo — la m ujer adm irablem ente
singular y singularm ente adm irable»: «Foemina m irabiliter
singularis et singulariter mirabilis» (11). A dm irablem ente sin­
gular desde el principio, o sea desde el p rim er instante de su
existencia; pues m ientras que todos los m ortales desde aquel
prim er instan te son víctim as de la culpa original, privados
de la gracia, enem igos de Dios, envueltos en las tinieblas del
pecado, sólo la Santísim a Virgen, en consideración a su sin­
gular m isión de M adre del Creador y M edianera de las cria­
turas, fue del todo inm une de la culpa, llena de gracia, am i­
ga de Dios y envuelta en los rayos de la luz divina. Adm ira­
blem ente singular en el curso de su existencia; pues, efecti­
vam ente, m ientras todas las dem ás m ujeres llegan a la m ater­
nidad dejando de ser vírgenes, esta m u je r singular llega a
ser m adre perm aneciendo virgen; m ientras todas las dem ás
m ujeres engendran en el dolor, esta adm irable m u jer engen­
dró a su H ijo en m edio de la alegría m ás inefable; m ientras
todas las dem ás m ujeres dan a luz a un hom bre, Ella, en
cambio, nos dio al m ism o Dios; m ientras todas las demás
m ujeres tienen por sujetos a los hom bres, E sta tiene sujeto a
sí al m ism o Dios: «E t erat subditus illis»; m ientras todas las
dem ás m ujeres sienten h o rro r ante la m uerte y los dolores de
sus hijos, esta m u jer singular deseó ardientem ente los dolo­
res y la m uerte de su propio H ijo, experim entándolos viva­
m ente en sí m ism a, p a ra la eterna salvación del hom bre.
A dm irablem ente singular al comienzo de la carrera de su
vida terrena, la Virgen Santísim a lo fue tam bién al final de
la m ism a; pues, en efecto, m ientras el cuerpo de todos los
demás m ortales va a deshacerse en la oscuridad fría de una
tum ba, el cuerpo virginal de esta adm irable m u jer fue tran s­
portado gloriosam ente ju n to con el alm a a aquel reino feliz
«que tiene como confín el am o r y la luz» y en el cual fue co­
ronada com o Reina del cielo y de la tierra.
O tro principio secundario es el llam ado principio de con­
veniencia, el cual puede ser enunciado en los siguientes tér­
m inos: «Se deben a trib u ir a la Santísim a Virgen todas aque-

(11) O r. 52, P . L. 158, 955 C.


Has perfecciones que convienen realm ente a la dignidad de
Madre universal, con ta l que tengan algún fundam ento en
!a revelación y no sean contrarias a la fe y a la revelación».
Dios, en efecto, cuando señala a un individuo una misión,
concede todas las gracias necesarias p ara el desem peño de
1a mism a. Lo que suele hacer con todos, lo hizo con mayor
razón con M aría, constituyéndola no sólo en M adre suya y
M edianera nuestra, sino en digna M adre suya y nuestra. La
enriqueció de todos aquellos dones y privilegios que la hicie­
ron digna de su singular misión.
Un tercer principio: el principio de eminencia. Puede enun­
ciarse de esta m anera: «Todos los privilegios de naturaleza,
de gracia y de gloria concedidos p o r Dios a los dem ás santos,
deben radicar de alguna m anera en la Santísim a Virgen, Rei­
na de los santos».
Cualquier criatu ra, y aun todas ellas, com paradas con Ma­
ría, son como un átom o parangonado con el universo. Ella
las supera a todas, perteneciendo en cierta m anera al orden
hipostático, orden verdaderam ente suprem o, infinitam ente su­
perior al orden de la gracia, al cual pertenecen las criaturas
racionales; y al orden de la naturaleza, al cual pertenecen to­
dos los entes privados de razón. En ella, pues, se encuentra
adm irablem ente concentrado cuanto hay de herm oso, de bue­
no y de grande en cada una de las criatu ras p articularm ente
y en el conju n to de todas ellas. Y así lo dijo el poeta de una
m anera inspirada: «En Ti confluye cuanto de bondad hay
en la criatura» (Paraíso, 33, 21). Todas las gracias, pues, todos
los privilegios concedidos a los santos fueron concedidos tam ­
bién en algún modo, al menos equivalente, a la Reina de los
santos, a m enos que fuesen incom patibles con su particular
condición. Y así escribe S. L. G. de M onfort: «Dios Padre for­
mó una m asa con todas las aguas y la llam ó Mar (en latín
Mária), y de la m ism a m anera form ó una m asa con todas las
gracias y la llam ó María» (T ratado, n. 25). «De la m ism a m ane­
ra que al fo rm ar el m ar — escribe el P. Ségneri — quiso que
se reuniesen todos los río s: Congregentur aquae in locunt
unum (Gén. 1), de la m ism a m anera p ara fo rm ar a M aría reu­
nió en un corazón todas las dotes que fueron repartidas entre
«Ella es — diría San Anselmo — la m ujer adm irablem ente
singular y singularm ente adm irable»: «Foemina m irabiliter
singularis et singulariter mirabilis» (11). A dm irablem ente sin­
gular desde el principio, o sea desde el p rim er instante de su
existencia; pues m ientras que todos los m ortales desde aquel
prim er instan te son victim as de la culpa original, privados
de la gracia, enem igos de Dios, envueltos en las tinieblas del
pecado, sólo la Santísim a Virgen, en consideración a su sin­
gular m isión de M adre del Creador y M edianera de las cria­
turas, fue del todo inm une de la culpa, llena de gracia, am i­
ga de Dios y envuelta en los rayos de la luz divina. Adm ira­
blem ente singular en el curso de su existencia; pues, efecti­
vam ente, m ientras todas las dem ás m ujeres llegan a la m ater­
nidad dejando de ser vírgenes, esta m u je r singular llega a
ser m adre perm aneciendo virgen; m ientras todas las dem ás
m ujeres engendran en el dolor, esta adm irable m u jer engen­
dró a su H ijo en m edio de la alegría m ás inefable; m ientras
todas las dem ás m ujeres dan a luz a un hom bre, Ella, en
cambio, nos dio al m ism o Dios; m ientras todas las dem ás
m ujeres tienen por sujetos a los hom bres, E sta tiene sujeto a
sí al m ism o Dios: «E t erat subditus illis»; m ientras todas las
dem ás m ujeres sienten h o rro r ante la m uerte y los dolores de
sus hijos, esta m u jer singular deseó ardientem ente los dolo­
res y la m uerte de su propio Hijo, experim entándolos viva­
m ente en sí m ism a, p ara la eterna salvación del hom bre.
A dm irablem ente singular al comienzo de la carrera de su
vida terrena, la Virgen Santísim a lo fue tam bién al final de
la m ism a; pues, en efecto, m ientras el cuerpo de todos los
demás m ortales va a deshacerse en la oscuridad fría de una
tum ba, el cuerpo virginal de esta adm irable m u jer fue tran s­
portado gloriosam ente ju n to con el alm a a aquel reino feliz
«que tiene como confín el am or y la luz» y en el cual fue co­
ronada com o Reina del cielo y de la tierra.
Otro principio secundario es el llam ado principio de con­
veniencia, el cual puede ser enunciado en los siguientes tér­
m inos: «Se deben a trib u ir a la Santísim a Virgen todas aque-

(11) O r. 52, P. L. 158, 955 C.


Has perfecciones que convienen realm ente a la dignidad de
M adre universal, con ta l que tengan algún fundam ento en
la revelación y no sean contrarias a la fe y a la revelación».
Dios, en efecto, cuando señala a un individuo una misión,
concede todas las gracias necesarias p ara el desem peño de
la m ism a. Lo que suele hacer con todos, lo hizo con m ayor
razón con M aría, constituyéndola no sólo en M adre suya y
M edianera nuestra, sino en digna M adre suya y nuestra. La
enriqueció de todos aquellos dones y privilegios que la hicie­
ron digna de su singular misión.
Un tercer principio: el principio de eminencia. Puede enun­
ciarse de esta m an era: «Todos los privilegios de naturaleza,
de gracia y de gloria concedidos p o r Dios a los dem ás santos,
deben radicar de alguna m anera en la Santísim a Virgen, Rei­
na de los santos».
Cualquier criatu ra, y aun todas ellas, com paradas con Ma­
ría, son como u n átom o parangonado con el universo. Ella
las supera a todas, perteneciendo en cierta m anera al orden
hipostático, orden verdaderam ente suprem o, infinitam ente su­
perior al orden de la gracia, al cual pertenecen las criaturas
racionales; y al orden de la naturaleza, al cual pertenecen to­
dos los entes privados de razón. En ella, pues, se encuentra
adm irablem ente concentrado cuanto hay de herm oso, de bue­
no y de grande en cada u n a de las criatu ras p articularm ente
y en el conju n to de todas ellas. Y asi lo dijo el poeta de una
m anera inspirada: «En Ti confluye cuanto de bondad hay
en la criatura» (Paraíso, 33, 21). Todas las gracias, pues, todos
los privilegios concedidos a los santos fueron concedidos tam ­
bién en algún modo, al menos equivalente, a la Reina de los
santos, a monos que fuesen incom patibles con su p articular
condición. Y así escribe S. L. G. de M onfort: «Dios Padre for­
mó una m asa con todas las aguas y la llam ó Mar (en latín
Mária), y de la m ism a m anera form ó una m asa con todas las
gracias y la llam ó María» (T ratado, n. 25). «De la m ism a m ane­
ra que al fo rm ar el m ar — escribe el P. Ségneri — quiso que
se reuniesen todos los r ío s : Congregentur aquae in locum
unum (Gen. 1), de la m ism a m anera p ara fo rm ar a M aría reu­
nió en un corazón todas las dotes que fueron rep artid as entre
los dem ás; corazón que, com o el m ar, no se desborda p or tal
plenitud, non redundat (Eccl. 1); pues estas dotes no rebasan
su am plio lecho, ya que tal es su misión» (E l devoto de María,
c. 3).
Un cuarto principio es el de la analogía o sem ejanza con
Cristo. Suele enunciarse así: «A los distintos privilegios p ro ­
pios de la hum anidad de Cristo, corresponden en la Virgen San­
tísim a análogos privilegios».
E ntre todas las criaturas, Ella es la que m ás se asem eja al
prototipo de toda perfección, que es Cristo. Ella — p a ra ex­
presarnos a sem ejanza del poeta — «es el rostro que m ás se pa­
rece a Cristo» (Paraíso, 32, 85). Y es fácil de com prender. La
luna se asem eja al sol y proyecta los rayos que de él recibe. Y
María, en el m ístico firm am ento de la Iglesia, ¿no es acaso la
argentada luna que refleja y tran sm ite a la tierra los rayos del
sol de justicia que es Jesús? Ella es la Virgen bella «de sol
vestida». La m adre, por ley n atural, se asem eja al hijo. Y ¿acaso
M aría no es la M adre de Jesús? T anto m ás que todo hijo dig­
no de este nom bre goza inm ensam ente al poder hacer particio­
nera en la m ayor m edida posible a la propia m adre de todos
los bienes que posee. La com pañera en un trabajo, en una em­
presa, se asem eja siem pre a su com pañero. Y ¿no ha sido Ma­
ría la com pañera indivisible de Cristo en la obra de nuestra
salvación? La esposa es sem ejante al esposo, siendo el auxilio
sem ejante a él, «adiutorium sim ile sibi» (Gén. 2, 18). Y la Vir­
gen ¿no fue acaso la Esposa de Cristo en la regeneración sobre­
natural de la hum anidad? La Reina es sem ejante al Rey, por­
que sobre ella viene a recaer toda la pom pa del soberano. Y la
Santísim a Virgen ¿no es acaso Reina en el Reino de Cristo?...
Todo esto, a priori. Pero tam bién a posteriori llegamos a la
mism a conclusión. Y, efectivam ente, ¡cuánta sem ejanza entre
Cristo y M aría! El Hijo fue predestinado de una m anera singu­
lar. María tam bién fue elegida en form a extraordinaria. Jesús
fue preconizado por los Profetas. María, de la m ism a m anera,
fue anunciada en el Antiguo y en el Nuevo Testam ento. Cristo
fue vehem entem ente esperado por los siglos, al igual que su
Madre. El H ijo asum ió el papel de M ediador; la Madre, el de
Medianera. Jesús asum ió el oficio de Redentor, y María el de
Corredentora. El H ijo es O m nipotente por naturaleza y la
m adre p o r gracia. Inm aculado el H ijo e Inm aculada la Madre.
Lleno de gracia el Hijo, «eí vidim us eum plenum gratiae» (Jn.,
1, 14). Llena de gracia la M adre: «Ave, gratia plena» (Luc. 1, 28).
Manso y hum ilde de corazón el Hijo, m ansa y hum ilde de cora­
zón la M adre. Paupérrim o de bienes terrenales, y riquísim o de
dones celestiales, el H ijo ; pobre en extrem o de bienes m ateria­
les, y riquísim a de dones celestiales, la Madre. T raspasado el
cuerpo del H ijo por los clavos de la Pasión dolorosísim a, trasp a­
sada el alm a de la M adre p o r una espada de dolor d u rante el
dram a del Calvario. Singularm ente exaltado, como prem io a
su hum illación, el Hijo, m ediante su Ascensión; singularm ente
elevada la Madre, p o r su hum ildad, m ediante su Asunción en
cuerpo y alm a a los cielos. El H ijo se asienta a la diestra del
Padre, y la d ie stra del H ijo es ocupada p o r María, proclam ada
Reina por toda la corte celestial. Al igual que Cristo, M aría
es un prodigio viviente; m ejor dicho, un triple prodigio: en el
orden de la naturaleza, en el orden de la gracia y en el orden
de la gloria. Con razón can tab a el célebre Ludovico Antonio Mu-
rato ri: «Quien quiera com prender los prodigios obrados por
Dios, que contem ple p rim ero al Hombre-Dios y después a Ma­
ría». Dada esta adm irable sem ejanza, nosotros podemos con­
cluir ju stam en te con las m ism as palabras de Jesú s: «Quien me
ve a Mí, ve a mi Padre»; de la m ism a m anera, la Santísim a
Virgen, servatis servandis, puede re p e tir: «Quien me ve a Mí,
ve tam bién a mi Hijo».

IV .— N u h . s t h o I 'R ík .h a m a

Dividiremos el estudio sobre la Santísim a Virgen en tres par­


tes:
Prim era p a rte : Singular m isión de María.
Segunda p a rte : Singulares privilegios de María-
T ercera p a rte : Culto singular de María.

La razón de tal división es intuitiva. Ante todo, es necesario


considerar el fin p ara el cual la Santísim a Virgen fue dotada
por Dios de existencia, o sea su singular m isión como Madre
universal, del Creador y de las criaturas. Pero así com o Dios
proporciona siem pre los medios p ara conseguir el fin, o sea los
dones que necesita un alm a p ara cum plir la m isión a ella con­
fiada, es necesario considerar ¡en segundo lugar los singularísi­
mos privilegios de naturaleza y gracia y gloria concedidos tan
sobreabundantem ente a la Santísim a Virgen como medios, en
relación con su singular misión.
Considerando, pues, a la Santísim a Virgen investida de una
tan singular m isión y enriquecida con tan singulares privile­
gios, surge espontánea esta p reg u n ta: ¿Cuál debe ser nuestra
actitud con relación a Ella? Y entonces tenem os la exposición
de todo cuanto se refiere al culto tributado a María.
Siguiendo rigurosam ente este program a se conseguirá pron­
tam ente ad q u irir un conocim iento pleno de María, en cuan­
to es posible a nuestra m ente de pobres «peregrinos».

CONCLUSION. — San Jerónim o, escribiendo a Heliodoro,


le decía que Nepociano había hecho de su pecho «una biblio­
teca de Cristo». (Ep. 60, 10, PL, 22, 595). Dada la íntim a e indi­
soluble unión existente entre M aría y Cristo, podem os decir
análogam ente: «¡Que nuestro pecho se convierta en una bi­
blioteca m ariana!» Que sea ésta n uestra consigna a lo largo
de este estudio. Y nuestro pecho se convertirá en una «ver­
dadera biblioteca de María», si hemos com prendido plena­
m ente los tres grandes m otivos que nos deben inducir a estu­
diar a M aría y si ponemos en práctica el m étodo indicado pa­
ra este estudio.
De esta m anera am arem os cada día más a la Virgen Santa.
PRIM ERA PARTF

LA SINGULAR MISION DE MARIA

La m isión confiada por Dios a la Santísim a Virgen, misión


que es el fin, la razón de ser de su m ism a existencia y de to­
dos sus privilegios de naturaleza y gracia, fue — como hemos
ya indicado — la de ser Madre universal, tanto del Creador
como de las criatu ras y, consiguientem ente, Medianera uni­
versal y Reina universal.
E sta singularísim a misión se puede considerar desde un
cuádruple aspecto, es decir: 1, en el eterno decreto de Dios
que la decidió (Predestinación); 2, en la m anifestación de
este eterno decreto divino (m ediante las Profecías); 3, en su
actuación (M aternidad divina y M aternidad espiritual)-, 4, en
sus consecuencias inm ediatas (M ediación universal y Regalidad
universal). Subdividirem os, pues, esta prim era parte en cua­
tro capítulos:

1. Predestinación de Marín pura su singular misión


2. Profecías que así lo demuestran.
3. La singular m isión de María y su actuación, en si misma.
4. Im singular misión de María en siis consecuencias in­
mediatas.
CAPITULO PRIM ERO

LA PREDESTINACION DE MARIA SANTISIMA


PARA SU SINGULAR MISION

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : L as c u a tro c a ra c te rís tic a s d e la p re d e stin ac ió n


d e M aría I . P red estin a ció n sin g u la rísim a , o sea m e d ia n te el m ism o d e cre ­
to con q u e C risto fu e p re d e stin a d o H ijo d e Dios y M ed iad o r del h o m b re ;
así lo d e m u e s tra : 1. El M ag isterio E c le siástic o ; 2. La S a g ra d a E s c ritu r a ;
3. La razó n . D ifiere de la n u e s tr a : a) e n c u a n to al té rm in o , y b ) en c u a n ­
to a la e x te n sió n . — I I . P red estin a ció n a n terio r a la de todos los dem á s,
seg ú n re s u lta d e la voz: 1. D e la Ig le sia , y 2. De la m ism a razó n . C onsi­
g u ie n te m e n te : a) to d o h a sid o c re a d o p a ra J e s ú s y p a ra M a ría; b) Dios
q u iso en p rim e r lu g a r a J e s ú s y a M aría co n a n te rio rid a d a tod o s los
s eres e in d e p e n d ie n te m e n te d e ellos. — I I I . C oncausa d e la p red e stin a c ió n
d e los d e m á s, in d e p e n d ie n te m e n te d e e llo s, o sea , c a u s a s e c u n d a ria :
1. E fic ien te o m e rito r ia ; 2. E je m p la r, y 3. F in a l d e la p re d e stin a c ió n de
los m ism o s. — IV P red estin a ció n g ra tu ita : 1. A la M a te rn id a d D ivina;
2. A la g lo ria e te rn a . — C o n clu sió n : M aría co n C risto en la c ú sp id e de
la c reación .

Todo cuanto sucede en el tiem po h a sido establecido por


Dios desde toda la eternidad. La misión, por tanto, que cum ­
plió M aría en el tiem po, fue la m ism a que el Creador estableció
ab aeterno. Ahora bien: la Santísim a Virgen cum plió en el
tiem po — com o probarem os en su lugar — la altísim a y sin­
gularísim a m isión de ser M adre universal, tanto del Creador
como de las criaturas. Por tanto, hubo de ser predestinada
por Dios ab aeterno p ara esta altísim a y singularísim a mi­
sión. En realidad, Ella fue «térm ino prefijado de] eterno con­
sejo» (Paraíso 33, 3).
E sta predestinación (1), pues, fu e: 1, singularísim a; 2, gra­
tu ita ; 3, lógicam ente an terio r a la de los dem ás; 4, concausa
d? la de los demás.

(1) La p re d e stin a c ió n es una p a r te (la s o b re n a tu ra l) d e la P ro v id en cia


divina.
I. — P r e d e s t in a c ió n s in g u l a r ís im a
\
La prim era cosa que im presiona nuestra m ente al conside­
rar la predestinación de M aría es su singularidad, debida al
hecho de que Ella fue predestinada a la misión de M adre del
Creador y M adre universal de las criaturas, con el mismo de­
creto con que Cristo fue predestinado H ijo de Dios y Media­
dor de los hom bres.
Para com prender bien esta verdad, es necesario adm itir
de antem ano que Dios, con un acto único y eterno de su vo
luntad divina, decretó todo el plan de la Creación, que había
de ab arcar todas las cosas tales y como habían de ser, son y
serán, es decir: m inerales, vegetales y anim ales; hombres,
ángeles, M aría y Cristo. Con todo, como nuestra m ente, por
su debilidad natural, no puede ab arcar a todas las cosas si­
m ultáneam ente encerradas en aquel único y eterno acto de su
voluntad divina, los Teólogos suelen distinguir en esta opera­
ción varios m omentos o señales, llam ados decretos, en cuan­
to que el acto divino, form alm ente único, es virtualm ente
múltiple. Distingamos, pues, en aquel decreto form al, único,
tantos decretos virtuales cuantas son las cosas distintas en­
tre sí y en cierto modo independientes. Esto asentado, deci­
mos que la Santísim a Virgen fue predestinada m ediante el
m ismo decreto (virtual) con que fue predestinado Jesucristo
su H ijo; y esto es lo que constituye la singularidad de su pre­
destinación, causa y raíz de todas las dem ás singularidades.
No existen, pues — a nuestra m anera de ver — dos decretos
(virtuales), uno de los cuales se refiera al Verbo E ncarnado y
el otro a su Santísim a Madre, no. Con un m ism o decreto,
«servatis servandis», Dios ha predestinado a Cristo p ara que
fuese Mediador, y a María, p ara que fuese M adre de Dios y
M edianera de los hom bres. De esta m anera, estos dos perso­
najes, que dom inan toda la Creación, se nos ofrecen indiso­
lublem ente unidos ab aeterno, fluyendo de la m ano de Dios,
de la m ism a m anera que la flor proviene de su tallo, y el sol
del firm am ento en el cual brilla, y la perla del estuche
en el cual se guarda. Tal es la voz del m agisterio eclesiástico,
eco de la voy de Dios, confirm ada por la razón
El inm ortal Pontífice Pio IX, en su célebre Bula ineffabilis
Deus, y Pío X II, en la suya M unificentissim us Deus, han de­
clarado explícitam ente que «los principios de la Virgen fueron
establecidos m ediante un m ism o decreto («uno eodem que de­
creto») con la Encarnación de la sabiduría divina». Siendo,
en efecto, la Santísim a Virgen inseparable de la Sabiduría
encarnada (Jesucristo), hubo de ser necesariam ente predesti­
nada, juntam ente con ella, m ediante un m ism o decreto, como
p arte esencial del m ism o consejo eterno y divino, el cual que­
ría que la Encarnación del Verbo se verificase m ediante una
m ujer: «factu m ex m uliere» (Gal., 4, 4).
En la Sagrada E scritura, la Santísim a Virgen se nos ofre­
ce siem pre estrecham ente unida a Jesús, desde el p rim er libro
— el Génesis — al últim o — el Apocalipsis —, o sea, desde
la m u jer predestinada a q u eb ran tar la cabeza de la serpien­
te infernal (Gen., 3, 15), h asta la m ujer vestida del sol, con
la cabeza adornada por u n a corona de doce estrellas. «En las
Sagradas E scrituras — escribía Pío X en la Encíclica A el
diem illurn —, casi siem pre que se hace referencia a nuestra
gracia futura, el Salvador de los hom bres es presentado uni­
do a María». E sta m anera continua de expresarse de la E scri­
tura, o sea, esta ininterrum pida representación de Jesús con
María, íntim a e indisolublem ente unidos, ¿no es acaso la prue­
ba más elocuente de la unidad del decreto divino, sim ultánea­
m ente extensivo a Cristo y a María, el Verbo E ncarnado y
Aquella que había de proporcionarle nuestra carne?
La voz de la razón confirm a de una m anera eficaz cuanto
nos dice el M agisterio eclesiástico basado en la Palabra de
Dios. La razón, en efecto, nos dice que los térm inos «m adre
e hijo», «m aternidad y ('¡Unción» son térm inos correlativos.
Y tales térm inos poseen una verdadera sim ultaneidad, de
modo que uno no se puede concebir sin el otro. De la mis­
ma m anera, pues, que Jesús no es H ijo de Dios, o sea Dios,
sino por medio de Dios su Padre, el cual le com unica ab
aieterno su m ism a naturaleza, así tam bién no es hijo del hom ­
bre, o sea hom bre, sino p o r m edio de M aña, su M adre, la cual
le com unica en el tiem po su naturaleza hum ana.
Ahora bien; si — como hem os dem ostrado — fue indén-
tico el decreto divino referente a Cristo, H ijo de Dios y Me­
diador, y a la Virgen Santísim a, M adre de t)ios y M ediane­
ra, lógicam ente se sigue que la predestinación de M aría fue
singularísim a y p o r eso m ism o gloriosísima, diversa de la de
los dem ás predestinados, sea en cuanto al térm ino com o a la
extensión. Fue diversa, ante todo, en cuanto al térm ino, pues
m ientras la predestinación de todas las dem ás criatu ras ra­
cionales (ángeles y hom bres) se encam ina como térm ino a la
gloria eterna (o sea, a la visión beatífica), que se obtiene m e­
diante la gracia, la predestinación de M aría, en cambio, se
orienta en cuanto al térm ino hacia la M aternidad del Hom­
bre-Dios M ediador, M aternidad que, perteneciendo al orden
hipostático, es incom parablem ente superior a la gracia y a la
gloria; y consiguientem ente, fue predestinada en aquel grado
am plísim o y excepcional de gracia y de gloria proporcionado
y conveniente a su alta dignidad.
Siendo diferentes, en cuanto al térm ino, la predestinación
de M aría y la de las otras criatu ras racionales, lo fueron tam ­
bién, consiguientem ente, en cuanto a la extensión o com pren­
sión. En nosotros, en efecto, la predestinación abraza un doble
orden de efectos: los producidos por la m ism a predestina­
ción, y por eso dependientes de ella (com o p o r ejem plo, la
gracia, la gloria, el fin sobrenatural y los medios a ellos pro­
porcionados), y los producidos p o r la Providencia com ún (co­
mo, por ejem plo, la existencia del alm a, sus facultades, etc.),
y por esto son presupuestos por la m ism a predestinación (per­
tenecientes al orden sobrenatural). La predestinación comien­
za allá donde term ina la acción de la Providencia com ún (o
sea, en el orden natural). En la Virgen Santísim a, p o r el con­
trario, cada cosa (y p o r eso no sólo la gracia y la gloria, sino
tam bién la existencia misma, el alma, las facultades, etc.), fue
efecto de la predestinación. M ientras que en nosotros, el efec­
to de la predestinación (la gracia y la gloria) se puede sepa­
ra r de la Providencia com ún (pues no todos se benefician de
la predestinación), en la Virgen Santísim a, por el contrario,
la Providencia com ún cedió el puesto com pletam ente a la
predestinación. El fin prim ario, en efecto, por el cual Dios
quiso crear a la Santísim a Virgen, no fue (com o en los demás
predestinados) la gloria eterna, sino la M aternidad del Divino
R edentor, de form a que, sin dicha M aternidad, la Virgen no
habría ni siquiera existido. Todo, pues, en Ella fuó efecto de
la predestinación divina y no p arte de la Providencia y parte
de la predestinación. Más brevem ente: todo cuanto la Virgen
es, tanto en el orden n atu ral como en el orden sobrenatural,
lo debe a su predestinación a la m isión de M adre del Crea­
dor y M adre universal de las criaturas. Existe, pues, una
diferencia enorm e, u n a diferencia no sólo de grado, sino tam ­
bién específica, en tre la predestinación de M aría y la de las
dem ás criatu ras racionales, ángeles y hom bres. Por eso la lla­
m am os predestinación singularísima.

II. — P re d e s tin a c ió n a n te rio r a la d e to d o s l o s d em ás

Del m ism o hecho de que la predestinación de M aría fue


singularísim a, se sigue, como consecuencia necesaria, que fue
tam bién anterior (anterio rid ad de naturaleza y no de tiempo,
lógica y no cronológica) a la de todas las dem ás criatu ras ra­
cionales. La voz de la Iglesia, en su Liturgia, es explícita en
esto. Ella es la prim ogénita de todas las criaturas. Ella, en
efecto, suele aplicar a la predestinación etern a de la Santísim a
Virgen las siguientes palabras del Eclesiástico: «La sabidu­
ría hará (en hebreo, hace) su elogio... y dirá (en hebreo, dice):
Yo salí de la boca (o sea, de la m ente) del Altísimo, como
prim ogénita an terio r a toda criatu ra... Desde -el principio y
nnles que todos los siglos fui creada» (Eclesiástico, 24, 1-15).
I.n V irum Santísim a, pues, juntam ente con Jesucristo, Sa­
biduría encarnada, tuvo el prim er puesto en la m ente y en el
corazón de Dios. De la m ism a form a categórica y con un li­
rism o verdaderam ente divino, es proclam ada esta prim acía
por las palabras del capítulo octavo de los Proverbios (versí­
culos 22-31), aplicados tam bién por la Liturgia de la Iglesia
a M aría: «Dios me poseyó como principio de sus acciones / /
antes que sus obras desde entonces. / / Desde la edad más
rem ota fui constituida / / desde los orígenes y antes que fuese
hecha la tierra. /'/ Aún no existían los abism os y yo ya había
sido concebida. //A ún no habían brotado las fuentes de las
aguas; / / aún no estaba asentada la pesada mole de los m on­
te s; / / antes de que hubiicse collados yo era nacida; / / aún
no había hecho la tierra, ni los ríos, ni los cim ientos del glo­
bo de la tierra. / / Cuando El extendía los ciclos e stab a yo con
E l; / / cuando encerraba dentro de sus lím ites los abis­
mos; / / cuando arriba consolidaba el firm am ento y suspen­
día las luentes de las lluvias; ¡ ¡ cuando rodeaba la m ar con
la playa / / y ponía ley a sus olas p ara que no traspasasen
sus linderos; / / cuando asentaba los cim ientos de la tie­
rra : I / yo estaba con El concertándolo todo / / y cada día
me holgaba, / / deleitándom e en la redondez de la tierra, / /
y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres».
La razón m ism a nos dice que la prim era entre todos los pre­
destinados debió ser aquella c ria tu ra racional que m ás se apro­
xim a a Jesucristo, causa eficiente y ejem plar y final de nuestra
predestinación, y, por lo mismo, cabeza de los predestinados.
Y esa criatu ra, ¿no fue acaso María, su M adre?... La razón,
por o tra parte, nos dice que Dios quiere a las criatu ras según
el grado de su bondad y de la m anifestación de su gloria, para
la cual son creadas, de m anera que las criatu ras más nobles
son queridas antes que aquellas que son m enos nobles. Y la
Santísim a Virgen, como M adre del Creador y M adre univer­
sal de las criaturas, ¿no iestá en la cúspide de la nobleza y de
la grandeza?... Ella ha sido, pues, am ada p o r Dios antes que
ninguna o tra criatura.
Una consecuencia lógica de este principio inconcuso es que
todas las criatu ras han sido creadas en vista de Cristo y de
María, para su gloria y como p ara fo rm ar su real cortejo. «Por
M aría — dice un discurso atribuido a San B ernardo — ha sido
hecho todo el mundo» (2). Y así debe ser: Lo que es menos
noble está subordinado siem pre a lo que es más noble. Y el
conjunto de todo cuanto existe, ¿no os acaso menos noble que
Jesús y María? Todo el mundo, p o r tanto, está subordinado a
Jesús y a María, y ha sido sacado de la nada a la existencia
en consideración a ellos y p ara su gloria. Todo, pues, pertc-
(2) D iscu rso so b re la S a lve R egina. P. L. 184, 1069.
nece a Jesús y a M aría; todo debe servir a Jesús y a María.
O tra consecuencia de lo expuesto anteriorm ente es que Je­
sús y M aría gozaron de la predilección de Dios anteriorm ente
(con anterioridad lógica y no cronológica) a los ángeles y a
nuestros prim eros padres y a la previsión de su caída, y por
eso fueron queridos por Dios, independientem ente a su exis­
tencia y a su culpa. La E ncarnación, como obra redentora en
el plano presente (el único querido y realizado por Dios), ha
sido, sí, querida por Dios en conexión con la perm isión del
pecado de Adán, pero no por sí m ism a, como querían los Es-
cotistas, ni con verdadera y real dependencia del pecado ori-
ginul (según los Tomistas), de m odo que sin el pecado ori-
Kinal ( o sea, en un orden d iw rso del presente, en e) cual es-
lá necesariamente incluido el pecado) no h abría existido la *
Encarnación. E sta verdadera y real dependencia de la exis­
tencia de Cristo y de M aría de la existencia del pecado, nos
parece que se debe excluir en absoluto, porque Cristo y Ma­
ría, en el orden presente, son el prim um volitum , la prim era
cosa querida por Dios, y todas las dem ás cosas están supedi­
tadas a Ellos, y por eso ten vista a Ellos han sido queridas y
perm itidas p o r Dios. No son, pues, Ellos los que dependen de
las demás cosas, sino que son las cosas las que dependen de
Ellos. Ni se diga tam poco que la E ncarnación, en el plano
presente, es redentora, y que no puede ser tal sin un género
hum ano a quien redim ir, y que p o r eso depende realm ente,
como de una condición sitie qua non, de dicho género hum a­
no necesitado do redención. Por el contrario, hay que tener
presente que Dios, el cual ante todo quería el gran bien que
d im a n a r ía d e la Encarnación como obra redentora, perm itió
lu c a ld n del género hum ano, convirtiéndolo así en sujieto ap­
to para la redención, relacionándolo con ella. Tenemos, pues,
una verdadera y real dependencia del pecado, de la E ncar­
nación, y no de la E ncarnación del pecado. Dios, pues, ha per­
mitido el gran m al del pecado en vista del bien m áximo de
la Encarnación. Prim eram ente, pues, quiso la Encarnación,
y después, con vista a ella, perm itió el pecado. Por tanto,
Jiesús y M aría gozan de una p rim acía perfectísim a y no de­
penden de cosa alguna.
Pasemos ahora a considerar brevem ente las relaciones que
existen entre la predestinación ck M aría y la de los demás
seres elegidos p ara la gloria del Cielo (hom bres, y, muy pro­
bablem ente, ángeles).
La predestinación de M aría fue, en cierta m anera, causa,
o m ejor dicho, concausa secundaria subordinada a Cristo
(causa principal) de la predestinación de los dem ás seres a
la gloria del Cielo. Y lo fue no sólo de u n a m anera vaga e
indeterm inada y m ediata, esto es, en cuanto que nos ha dado
a Jesucristo, sino en form a determ inada e inm ediata, esto es,
en cuanto que con los m éritos de Jesús nos son aplicados
( tam bién los m erecim ientos de M aría. Los Padres y los escri­
tores de la Iglesia, en efecto, nos repiten en todos los tonos
que la Santísim a Virgen, con Cristo y dependientem ente de
Cristo, es causa de la salvación universal, fuente verdadera
de la alegría terrenal y eterna.
Por otra parte, la razón ilum inada por la fe, desde el plano
establecido ab aeterno por Dios y realizado en el tiempo, de­
duce lógicam ente un principio, según el cual la Virgen San­
tísim a es causa secundaria en todo aquello en que Cristo es
causa prim ordial. Ahora bien; ¿acaso Cristo no es causa pri­
m aria y eficiente, ejem plar y final, de la predestinación de
todos los elegidos? Lo m ism o podem os decir, en línea secun­
d aria y subordinada, de María, unida a C risto m ediante un
vínculo indisoluble — como su M adre y C orredentora del gé­
nero hum ano —, en el m ism o plano de la predestinación.
Tam bién Ella, por esto mismo, fue concausa eficiente de la
predestinación de los elegidos, pues M aría — como com pa­
ñera de Cristo en la obra de m ediación — h a m erecido por
los elegidos de congruo (o sea, con m érito de conveniencia)
todo cuanto Cristo ha m erecido de condigno (o sea, con mé­
rito de estricta justicia). De esta m anera, Ella «obtuvo con
C risto el efecto com ún de la salvación del mundo» (3).
La predestinación de la Santísim a Virgen fue, además,
concausa form al extrínseca, o sea, ejem plar, de la predes-
(3 ) A r n o ld o de C h a rtre s , De iM u ilib u s 11 M. M. P . L . 1 8 '), 17 2 7 .
tinación de los demás, pues M aría, en su m ism a predestina­
ción a la gloria, es la copia m ás fiel del A rquetipo divino,
Jesucristo. Su filiación adoptiva supera, p o r tanto, inconmen­
surablem ente a la de todos los dem ás, y p o r esto m ism o es
el ejem plar, el tipo, después de Cristo, de la predestinación
de todos los dem ás seres a la gloria.
La predestinación de la Santísim a Virgen, finalm ente, fue
la concausa final de la predestinación de los elegidos. Si todo,
en efecto, fue creado p o r Dios en vista a la gloria de Cristo
y de María, se sigue que tam bién los elegidos con su gloria
fueron ordenados para honra y gloria de Cristo y de María,
com o form ando la fam ilia y corte de los dos soberanos del
Cielo: el Rey y la Reina.

IV. — PREDESTINACION GRATUITA

La predestinación a la singular m isión de M adre del Crea­


dor y Madre universal de las criaturas, como tam bién la pre­
destinación a aquel grado altísim o de gracia y de gloria que
debían hacerla digna de tan singularísim a misión, fueron un
don gratuito de la bondad infinita y de la liberalidad de Dios,
del cual Ella jam ás podrá d ar gracias debidam ente al Eterno,
aunque emplee para ello toda la eternidad.
En cuanto a la predestinación a la M aternidad divina, la
c o n u c » b aitan to clara, La Virgen Santísim a no pudo m erecerla,
*ca porque esta prerrogativa, al pertenecer a la unión liipos-
tátlen (nuperior, por tanto, al orden de la g ra d a y de la gloria),
fuer» i! la m iera del m érito, el cual se extiende sólo a
lu gloria, lea porque (tiendo ella misma principio de m érito, o
m ejor dicho, tic la gracia m ism a, no puede ser objeto de
mérito.
Cuando, pues, la Liturgia, los Padres y escritores eclesiás­
ticos dicen que la Santísim a Virgen m ereció concebir a su
Divino Hijo, estas expresiones han de entenderse en el sentido
que la Madre de Dios, habiendo cum plido siem pre de una ma­
nera perfecta la voluntad de Dios, consiguió de tal modo, en

3, In stru cc io n e s M arianas.
v irtud de la gracia abundantísim a que le había sido concedida,
aquel grado de pureza y de santidad que la dispuso convenien­
tem ente a ser digna M adre del C reador y M adre universal de
las criaturas. En este m ism o sentido hay que entender el te r­
ceto de D ante: «Tú eres Aquella quic ennobleciste de tal m a­
nera a la naturaleza hum ana — que su H acedor no rehusó ha­
cerse tu criatura» (Paraíso, 33, 4-6). La predestinación, por
tanto, de la Santísim a Virgen a su singularísim a m isión fue
del todo gratuita.
P redestinada g ratuitam ente a la singular m isión de Madre
del Creador y de> las criaturas, M aría debió ser predestinada
tam bién gratuitam ente a la gloria eterna, pues Dios no podía
perm itir, evidentem ente, la eterna condenación de su Santí­
sim a Madre.

CONCLUSION- — De estas rápidas consideraciones sobre


la predestinación singularísim a de María, comienza ya a des­
prenderse una lum inosidad que, al inundar nuestro espíritu,
principia a poner de m anifiesto la grandeza de la Virgen. Dios
la ha colocado, con Cristo, en la cúspide de todas las cosas
creadas, tanto racionales como irracionales. Nosotros, hom bres,
com puestos de m ateria y de espíritu y, por tanto, lazo de
unión entre el m undo visible y el invisible, nos encontram os
postrados a sus pies, rindiéndole pleitesía. Tal es nuestro lu­
gar. Somos conscientes de ello, y tal actitud nos produce un
gozo profundo.
CAPITULO I I

LA MISION DE MARIA EN LA PREDICCION PROFETICA

ESQUEMA. — In tro d u c ció n : Ln nm nifcstaclrtn, en el tie m p o , del e te m o de-


c ic lo tic Dio» — I. Profecías d ir e c ta s : 1. El P ro to ev an g elio ; 2. E l signo
de ln V irgen <iue d e b e ciar a lu z a E m m a n u c l; 3. E l v aticin io d e la v a ra
«le ln rn ir de J o ié ; 4. El v aticin io de la m u je r q u e d a ría a luz en B elén ;
3. IZI vaticin io d e la m u je r q u e llev aría en su sen o a u n h o m b re ; 6% La
cxpofin del C a n ta r d e los C an ta re s. — I I . Profecías in d ire cta s: 1. P rinci­
pales fin u ra s: a) Eva, b ) S a ra , c) R aq u el, d ) R ebeca, e) E s te r, f) J u d it,
g) A bigail, h ) la m a d re d e los M acabeos, i) B e tsa b é ; 2. P rin cip a les sím ­
bolos: a ) el P araíso te rre n a l b ) el a rc a d e N oé, c) la e sc a la de Ja c o b , d)
la zarza a rd ie n te , e ) la v a ra d e A aró n , f) el v ellocino d e G edeón, g) el
A rca del T e sta m en to , h ) la ro c a del d e sie rto . — C o n clu sió n : El esp len ­
d o r d e la m a te rn id a d de M aría se e x te n d ió a to d o s los tie m p o s.

Después de h ab er considerado el decreto eterno de Dios en


lo que respecta a la singularísim a predestinación de M aría pa­
ra la m isión de M adre del Creador y M edianera de las cria­
turas, pasem os a considerar la m anifestación divina de este
mismo decreto a través de las varias profecías mesiánico-ma-
rianas.
E stas profecías son de dos especies: directas e indirectas;
directas o sea, verdaderos profecías, expresadas directam ente
con palabras; o htdlrt'cta\, o sea, /inuras y símbolos, expresa­
das d im in u ía n te m edíanle las personas (figuras) o con las
ftium inanhiuuliis (sím bolos), c indirectam ente con las pala-
Imis representativas do tales personas y tales cosas.
Alguna, de estas profecías se refieren a la m isión de M aría
(M adre del C reador y de las criatu ras); otras, en cam bio, se
refieren a las prerrogativas y privilegios concedidos a M aría
Santísim a en vista de su misión. Démosles una breve ojeada.
Ellas son como el lazo de unión entre el acto eterno de Dios
ni predestinar a la Virgen a su singular m isión y la actuación
de la m ism a en el tiempo.
Las profecías directas referentes a la Santísim a Virgen son
principalm ente seis: a) El Protoevangelio (Gen., 3, 15); b) El
signo de la Virgen que debe d a r a luz al Em m anuel (Is., 7);
c) El vaticinio de la vara de la raíz de Jesé (Is., 11); d) El vati­
cinio de la m u jer que daría a luz en Belén (M iqueas, 5, 2-4);
e) El vaticinio de la m ujer que llevaría en su seno al hom bre
(Jer., 31, 22); f) La esposa del C antar de los Cantares.
a) La Biblia es el libro por excelencia. Al igual que Cris­
to, tam bién la Santísim a Virgen, p o r su unión estrechísim a
con El, puede decir: «Al principio del libro fue escrito de mí».
Efectivam ente, al ab rir el Génesis, después de leer la caída
de nuestros prim eros padres, nos encontram os inm ediata­
m ente con esta escena, que es una profecía referente a Je­
sús y a M aría al m ism o tiem po:
«El Señor dijo a la m u jer: «¿Por qué hiciste esto?» Y ella
respondió: «La serpiente me engañó y comí». Y el Señor di­
jo a la serpiente: «Pondré enem istades entre ti y la m ujer,
entre tu descendencia y la suya» (Gén., 3, 14 15). En estas
sencillas palabras, los Padres y todos los exegetas católicos
ven claram ente indicados a Jesús y a M aría: Jesús en la des­
cendencia y M aría en la m ujer. M aría es la m u jer fuerte
que da la vida al Redentor, quebrantando por m edio de El
la cabeza de la infernal serpiente y reparando de este modo
el daño incalculable producido p o r la culpa de Adán y Eva.
De esta m anera, en el m ism o instante en que nuestros
prim eros padres recibían el castigo de su culpa, que acarrea­
ba males inm ensos a ellos y a sus descendientes, recibían
tam bién la noticia de la reparación que llevaría a cabo un
S er de perfección infinita, el cual, tom ando carne m ortal
de una privilegiada m ujer, cam biaría — como canta la Igle­
sia — en alegría el nom bre de Eva. Y esta criatu ra sublime,
al ap arecer en aquel instante terrible ante la m ente de Adán
y de su infeliz consorte, fue como una ráfaga de luz en m o
dio de las espesas tinieblas, abriéndoles el ánim o a la más
consoladora esperanza.
«Este oráculo bíblico — observa Nicolás (La Viergr Marie,
II, capitulo 4) —, pronunciado sobre la cuna del género hu­
mano, fue llevado p o r el hom bre a través de sus peregrina­
ciones por la faz de la tie rra ; fue alterado, dividido, de for­
m a que sólo perm aneció conocido p o r el pueblo hebreo; los
gentiles sólo conservaron ciertos destellos de esta verdad
mezclados con relatos fabulosos. Pero aun entre estos des­
tellos, lo que m ejo r se conservó fue lo referente a la M ujer
que debía d ar la vida al Libertador».
«Así, en el Tibet, en el Japón y en una p arte de la India
se creía que p ara salvar a la fam ilia hum ana arru in ada por
una grave culpa, el dios Fo se en carnaría en el seno de la
virgen Lham oghinprul, lu m ás bella entre todas las mujeres».
«E ntre los chinos, la diosa Scping-Mu había sido destina­
da para d o tar al m undo de un hijo que operaría las más
estupendas m aravillas, y al cual concebiría al ponerse en con­
tacto con una flor».
«Según los siameses, el dios Som m onokhodon es hijo de
una virgen fecundada por los rayos del sol. Para los lamas,
la m adre de Buda es la virgen Maha-Mahai. Los braham anes
hacen descender de u n a virgen a Iagrenat, el salvador -del
mundo. Los babilonios, a su vez, hacen nacer a su gran pro­
feta Zardascht de una virgen llam ada Dogda. En la Galia,
los druidas veneraban a la diosa Isis, virgen y m adre del sal­
vador del mundo. Sustancialm ente encontram os una tradi­
ción sem ejante en cada pueblo y en m uchos de los más cé­
lebres escritores de la antigüedad, como Plutarco, Esquilo y
otros muchos».
Conocidísimo e* al hecho que lu leyenda atribuye a Ró-
iniilo. Al coIih iii mi propia oatntun en el tem plo dedicado a
lu p u , no (Ileo que exclam ó: « |Ja m á s será derribada!» Mas
he m 111 ( (pie mui vo/. escuchada por todos los presentes, sin
que nadie supiese de dónde provenía, respondió: «Caerá cuan­
do una virgen dé a luz». Y la leyenda refiere que, en reali­
dad, al nacer Jesús, aquella estatua cayó a tierra, haciéndose
pedazos.
b) Después de la profecía hecha por Dios m ism o y con­
signada en el capítulo III del Génesis, algunos otros profe­
tas, muchos siglos antes de la aparición de María, describie»-
ron la belleza de la M adre del Mesías, anunciaron su gloria
reavivando su recuerdo en las m entes de los hom bres. Todas
las profecías que, en alguna m anera, se han realizado en
Cristo y con El tuvieron relación, se han referido tam bién
de una m anera indirecta a María. Asociada íntim am ente a
la vida del Verbo E ncarnado, no se podía separar de El en
las profecías.
Pero nos acucia el deseo de llegar pronto a la m ás solem­
ne de Jas profecías, a la m ás explícita y clara de todas: a la
profecía de Isaías.
Cuando Acaz subió al tro n o de Judá, el reino estab a am e­
nazado por el rey de Siria y p o r el de Israel, los cuales se
"preparaban p a ra asediar a Jerusalén. Pero Dios, aunque ofen­
dido por el m ism o rey Acaz, que ponía su confianza m ás en
los m edios hum anos que en El, ordenó al profeta Isaías que
lo abordase y le dijese que no debía tem er «aquellas pavesas
hum eantes..., sino que lo único que debía sentir era el haber
sido infiel p ara con el verdadero Dios». Pero com o el rey
perm aneciese aún dudoso sobre el cam ino que debía seguir,
«bien — añadió el pro feta —, pide al Señor tu Dios u n pro­
digio del fondo de la tierra o de la a ltu ra de los cielos». El rey,
dando a su incredulidad cierta apariencia de resp eto : «No
— respondió —, no pediré nada ni ten taré al Señor». E nton­
ces Isaías, ilum inado por la luz de lo alto (7, 14), con su m irada
clavada en el futuro, dijo solem nem ente: «Oye, pues, ¡oh
casa de David! ¿Te parece poco el engañar a los hom bres y
pretender ofender a Dios con tu incredulidad? El Señor mis­
mo te dará una señal. He aquí que la Virgen concebirá y dará
a luz un hijo cuyo nom bre será Em m anuel (Dios con noso­
tros)».
Es decir: Los reyes de Siria y de Israel han decretado la
destrucción del pueblo de Ju d á y de la casa de D avid; pero
no sucederá así. La descendencia de aquel gran rey subsis­
tirá hasta el día en que nazca de ella la virgen que, llegando
a ser m ilagrosam ente m adre, os dará un hijo, que será el
Em m anuel, o sea: Dios con nosotros-
Ahora bien: ¿quién no ve en este Hijo al m ism o Verbo
divino que nació de la Virgen María?
La m ism a expresión del Profeta que dice no «una Virgen»,
sino «la Virgen» concebirá y d a rá a luz u n Hijo, nos hace
pensar que se refería a u n a persona de la cual ya tenía ¡no­
ticias el pueblo escogido p o r m edio de los profetas anteriores,
y que con el nom bre de Virgen sería designada tal vez en
los siglos posteriores a su nacim iento.
Nótese que esta profecía se había hecho fam osa au n m u­
cho antes de los tiem pos del cristianism o en todo el O riente
y las m ás antiguas tradiciones rabínicas reconocían que en
ella se hacía referencia al Mesías y a su Madre. San M ateo
confirm ó esta interpretación con las siguientes palabras:
«Todo esto sucedió para que se cum pliese cuanto había dicho
el Señor por boca de su P rofeta: «He aquí que la Virgen con­
cebirá y dará a luz un hijo al cual se le im pondrá el nom bre
de Em m anuel, que significa: Dios con nosotros» (1, 22).
La profecía de Isaías, pues, no podía ser ni m ás clara ni
m ás explícita, preanunciando con ocho siglos de antelación
la venida de Cristo.
c) El m ism o Isaías, algunas páginas m ás adelante (Cap.
II), dice: «B rotará una vara de la raíz de Jesé y una flor se
levantará en su tallo. Y el E spíritu del Señor descansará sobre
é l: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo
y de fortaleza». Tanto los Rabinos com o los Padres de la Igle­
sia reconocieron unánim em ente que estas palabras se refieren
al Mesías y a la Virgen su Madre. Tres cosas se anuncian en
ellas principalm ente: la raíz, la vara y la flor. La raíz de Jesé
es la estirpe de D avid; la vara que tiene su origen en dicha
ruíz os María, mu ida precisam ente de la estirpe de David; la
flor elegida de cali» vnrn es Jesús, que brotó de su seno pu-
rfilm o y llam ado en el libio de los C antares flor del cam ­
iní (Cunt., 2, I). | Y cuán apropiado es este nom bre al Redentor!
— Observa un piadoso autor. Hay flores del cam po y flores
de ja rd ín ; la flor dol jard ín se siem bra, se riega y es cultivada
por el ja rd in e ro ; no así la del cam po, que nace espontánea­
m ente y crece p o r sí m ism a sin que nadie la cuide y la cul­
tive. Jesús fue la verdadera flo r del campo, porque apareció
en la tierra sin que nadie interviniese en su nacim iento m ás
que Ja pureza virginal de M aría, sin intervención de obra
hum ana alguna, fecundado solam ente por el divino Sol de
ju sticia y del celestial rocío de la gracia del E spíritu Santo.
d) A la m elodiosa voz del Profeta Isaías hace eco la de su
contem poráneo el Profeta M iqucas (5, 2-4). E ste es llam ado
el com pendiador de aquél. Después de haber designado a la
pequeña ciudad de Belén como lugar del nacim iento del Me­
sías, habla de la M adre del mismo, asegurando que el Señor
dejaría que los hebreos siguiesen m orando en su país hasta
que aquella que había de ser M adre del R edentor (esto es,
la Santísim a Virgen) diese la vida a un hijo que pasearía
el rebaño con la fortaleza del Señor, etc.
e) Parece que tam bién se refiera a la M adre del R edentor
el Profeta Jerem ías cuando anuncia al pueblo de Israel que
"Dios está preparando algo nuevo, o sea desacostum brado. ¿A
qué se refiere el Profeta? Helo aq u í: « Una m u jer encerrará
en su seno a un hombre» (Jerem ías, 31, 22). Si lo anunciado
por el vidente es una cosa nueva e insólita, la vaticinada por
el Profeta no puede ser una m u jer com ún; ni puede ser or­
dinario y com ún el modo com o encerrará en su seno a un
hom bre; ni puede ser tam poco un hom bre vulgar el que na­
cerá de Ella. Al leer estas palabras, el pensam iento vuela in­
m ediatam ente a la señal profetizada por Isaías, esto es: a la
Virgen-Madre y al H om bre fuerte, al dom inador anunciado
por Miqueas, al hom bre p o r excelencia esperado p o r las gen­
tes. La m u jer p o r excelencia concebirá al hom bre p o r exce­
lencia, que será todo suyo, com pletam ente suyo.
f) En el célebre C antar de los Cantares, el E spíritu Santo,
m ediante la plum a del Hagiógrafo, nos ha pintado con los
m ás vivos colores la im agen de la Virgen Santísim a. La es­
posa de la cual habla es la Iglesia (tan to del Antiguo como
del Nuevo Testam ento). Pero así como la Iglesia consta de
alm as y entre estas alm as la m ás singular, la m ás excelente,
es indiscutiblem ente María, en la Esposa del C antar de los
Cantares hemos de ver reflejada tam bién su imagen. Se nos
pin ta en dicha obra el am or singularísim o de Dios hacia Ma­
ría y el singularísim o am or de la Virgen hacia su C reador;
su singularísim a belleza física y m oral digna en todo de su
alta m isión de M adre de Dios y M edianera de los hombres.
Por eso la Iglesia en la liturgia m a ñ a n a usa con ta n ta fre­
cuencia el C antar de los Cantares.
E stas son las principales profecías con que Dios, a través
de los siglos, ha hecho b rillar a los ojos de los hom bres la
figura radiante de María, su M adre, excitando a los m ortales
a am arla.
N ada de m ás conveniente que estas profecías m arianas.
Y, en efecto, cuando está p ara suceder alguna cosa grande y
desacostum brada, es necesario que las m entes de los hom bres
se dispongan a ello y se preparen gradualm ente p ara poderla
recibir, a fin de que no perm anezcan deslum brados p o r su luz
im prevista y, por tanto, caigan en las tinieblas de la incredu­
lidad. La naturaleza — como Dios, au to r de la m ism a — no
hace nada a s a lto s : natura non facit saltus. Ahora b ie n : la
naturaleza de M aría y su dignidad de M adre de Dios es tan
grande que supera incom parablem ente a todo cuanto de m a­
yor y m ás extraordinario se pueda im aginar en tre las cosas
creadas. Fue necesario, p o r tanto, o al menos m uy convenien­
te, que M aría fuese anunciada de antem ano p o r las profecías,
desde el principio del m undo. Y esta conveniencia fue una
verdadera realidad.

II. — P r o fe c ía s in d ir e c t a s

O tro m edio del cual se sirvió Dios p ara hacer conocer


y «m ar, a través de Ion nI^Ios, a su fu tu ra Madre, mucho antes
aún de que apareciese sobre la tierra, fue el de las profecías
In illrectU N , o m b las figuras y los símbolos.
Unu observación prelim inar. Afirm a San Pablo (I Cor., 10,
11) que el Antiguo T estam ento es figura del Nuevo. Muchos
de los acontecim ientos del Antiguo T estam ento son figuras
de los acontecim ientos del Nuevo; cuanto sucedió al pueblo
hebreo, liberado p o r Moisés de la esclavitud de Egipto y
conducido a la tierra prom etida, era figura de cuanto suce­
dería al pueblo cristiano, liberado p o r Cristo de u n a esclavi-
tud aún más d ura y oprobiosa que la de Egipto y conducido
a una tierra incom parablem ente más rica que Palestina.
Muchas personas, p o r tanto, del Nuevo Testam ento, y
sobre todo Jesús y María, lian sido representadas por otras
del Antiguo, o bien simbolizadas.
F.l mismo Apóstol San Pablo, y después de él los Padres
y Doctores de la Iglesia, lian aplicado a sus afirm aciones el
anterior principio. En num erosos personajes y hechos del
Antiguo Testam ento podem os descubrir copiosas figuras y
símbolos de María. Cosa n atural por lo demás. O rdinaria­
m ente pensam os en lo que más am amos, y se habla de aque­
llo en lo cual se está pensando cada vez que se presenta la
ocasión. ¿Y acaso M aría no era la cosa más am ada del Espí­
ritu Santo? En ella, por tanto, debía pensar continuam ente:
no es de m aravillar, pues, si este Divino E spíritu, cuando
se dignó hablar a los hom bres (como lo hizo al inspirarles
la Sagrada E scritura), aprovechase la ocasión para hacer
referencia a María, su muy am ada Esposa.
Las figuras y símbolos, por tanto, que citarem os no son
productos de la fantasía o artificios retóricos, sino datos ins­
pirados por el E spíritu Santo y consignados en el Antiguo
Testam ento para hacernos conocer la belleza física y moral
de María, sus privilegios de naturaleza y gracia, sus dolores
inefables; cosas todas que nos han de incitar a am arla más
y más.
Muchas son las personas, o sea las figuras, y num erosí­
simas las cosas, o sea, los símbolos, en los cuales los antiguos
Rabinos y los Padres de la Iglesia descubrieron la represen­
tación de la Madre del Mesías.

I) Comencemos por las figuras. Dios quiso que su Madre


Santísim a fuese prefigurada por las m ujeres m ás insignes del
Antiguo Testam ento, de form a que en Ella confluyeran todas
las dotes y virtudes sublim es que resplandecieron en cada
una de ellas.
Fueron figuras de M aría: a) l:.va, b) Sara, c) Raquel, d) Re­
beca, e) E ster, I) Judit, g) Abigail, h) la madre de los Maca-
beos, i) Betsabé, etcétera.
a) La prim era figura de M aría fue Eva, antes de que co­
metiese la culpa. ¡ E ra una verdadera m aravilla n uestra pri­
m era m adre al salir de las manos de Dios! Sin m ancha de
imperfección física o moral, la inocencia y la gracia se le re­
flejaban en su rostro, proclam ándola reina de am bas cualida­
des. Sus pasiones estaban perfectam ente som etidas a la razón
y ésta a Dios. Bien se podía afirm ar de ella que un rayo del
divino rostro resplandecía en toda su persona. Ahora bien;
¿cómo no ver en criatu ra sem ejante una figura elocuente de
María?... De la m ism a m anera que Jesús fue llam ado por los
Padres el nuevo Adán, así tam bién la Virgen fue denom inada
la nueva Eva. I.a prim era Eva lúe llam ada m adre de todos los
vivientes en el orden de la naturaleza; la segunda Eva, que
es María, lo fue en el orden, incom parablem ente mayor, de la
gracia. Si, adem ás de esto, posam os nuestra m irada en la pri­
mera m ujer después de la culpa, he aquí que en M aría ve­
mos todo lo opuesto que en Eva. E fectivam ente: Eva, al ha­
blar con el ángel de las tinieblas, que se le apareció en for­
ma de serpiente, dio su consentim iento para p revaricar y
arruinó a todo el género hum ano; María, por el contrario, ha­
blando con el Angel de la Luz, dio su consentim iento para la
reparación de la hum anidad y la salvó. Eva alargó al hom bre
el fruto de la m uerte; María, por el contrario, le ofreció el
di' la vida. Eva fue m ediadora de m uerte, María, de vida.
b) Otra figura representativa de la Santísim a Virgen es
Sara, m adre de Isaac, rl cual a su vez fue figura de Jesús. De la
misma manen» que esta mujer, al ser m adre de un hijo víni­
co concebido en edad nvan/ada, mereció por ello ser consi­
di Tuda t oiihi m adre del pueblo elegido, así tam bién María, al
.Lu |,i v idu ¡d Divino Redentor, causa única de la salvación
i|i I ,/i'iirio humano, llej'o a set por esto Madre espiritual de
todos los hom bres.
i ) l.o mismo podemos decir de Raquel (Gén., 31, 1 ss.
I’sta célebre m ujer, revestida de dotes no comunes, fue m a­
dre de Benjam ín, o sea, del hijo del dolor, en E frata, esto es,
en Belén, quo quiere decir «Casa del Pan»; y la Santísim a Vir­
gen, la más bella entre todas las m ujeres, dio a luz en la
misma ciudad a Jesús, H ijo de su am or, pan vivo descendido
del cielo, verdadero B enjam ín, es decir, hijo predilecto de
su E terno Padre.
d) Rebeca (Gen., 24, 16), «la jovencita verdaderam ente
herm osa, virgen no conocida de hom bre alguno», fue por Dios
predestinada para ser la esposa del hijo de Abraham, como
María lo lúe p ara ser la Madre del Hijo de Dios.
e) O tra figura bellísim a de M aría lo fue la reina Ester,
salvadora de su pueblo. Leemos en el Libro que lleva su nom­
bre (4-7) que el rey Asnero, por instigación del pérfido Aman,
habiendo prom ulgado un cruelísimo decreto de m uerte con­
tra los hebreos, la graciosa E ster decidió presentarse al rey
p ara im plorar m isericordia en favor de su querido pueblo de
Israel. Se adelantó y al llegar al atrio interior del departam en­
to real, se detuvo delante de la p u erta del salón del trono
con aire de profundo respeto. Y según el relato sagrado, agra­
dó tanto a los ojos de Asuero, que la invitó a entrar, y cuan­
do la tuvo cerca de sí, comenzó a decirle con acento de gran
benignidad: «¿Qué quieres, oh reina Ester? Pide cuanto de­
sees, que aunque fuese la m itad de mi reino, te lo daría». Al
escuchar sem ejantes palabras, E ster le replicó anim osa: «Si
he encontrado gracia delante de ti, oh rey, otórgam e lo que
deseo alcanzar... ¡Salva a mi pueblo!» Y su ruego no fue
vano. El rey, en un inefable tran sp o rte de amor, le concedió
cuanto pedía, y E ster fue proclam ada m erecidam ente por sus
connacionales salvadora de Israel. ¡Tal y tan grande fue el
poder de E ster sobre el corazón de un rey tan p o d ero so! Y
con todo, E ster no fue m ás que una pálida figura de otra m u­
je r incom parablem ente más excelsa y poderosa: María, la
cual, por la em inente belleza espiritual de que estaba ador­
nada, consiguió ganarse el am or del Altísimo. Este no dudó
en m andar a la tierra al R edentor y destruyó de esta m anera
en el Calvario el decreto de m uerte eterna provocado por nues­
tros prim eros padres en el Edén.
1) Judit es la m ujer bellísima, íntegra v fuerte, que cor­
ta la cabeza al gran enemigo de Israel, I lolofernes, sin de­
trim ento de la propia castidad; ella representa a María, que
aplastó la cabeza del enemigo del género humano, el dem o­
nio, sin detrim ento alguno de la propia virginidad. A María
se pueden aplicar adm irablem ente los elogios que le tribu­
taron a Ju d it los h abitantes de B c tu lia : «¡Tú eres la gloria de
Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro
pueblo!» (Judit, 15, 10).
g) O tra bella figura de M aría fue Abigail. H abiendo sa­
bido que David, por el mal proceder de su marido, quería ex­
term inar a toda su fam ilia, se presentó coa gran valor y pru­
dencia al rey y le ofreció presentes dignos de la realeza; des­
pués, postrándose sobre su rostro, con palabras llenas de sua­
vidad y de gracia, supo aplacar de tal m anera la indignación
del m onarca, que consiguió no sólo lo que deseaba, sino que
m ereció oir de sus labios: «¡Bendito sea el Señor Dios de Is­
rael que te ha m andado hoy a mi presencia, y bendita tu pala­
bra, que ha detenido mi mano, librándom e de d erram ar san­
gre y consum ar una venganza!» (Reg., 1, 25). E ntre todas las
criaturas, nadie supo aplacar la cólera del Om nipotente, en­
cendida por las culpas de los hom bres, como María, la llena de
gracia, digna en todo de a tra e r la benevolencia de Dios.
h) Otra de las figuras que representa a M aría de una
m anera lum inosa es la madre de los Macabeos. E sta m ujer
heroica, erguida al pie del patíbulo de sus hijos, dio pruebas
de- saber unir a una exquisita tern u ra m aternal una fortaleza
más que varonil. Ella representa a M aría sobre el Calvario,
al pie de la Cruz de su Hijo.
i) También He t sobó, a la cual se ordenó que se sentase
sobre un trono, colocado a la diestra de su hijo Salomón, es
una viva figura de María, verdadera Madre del Rey de Reyes,
que actualm ente eslá sentada a la diestra de Jesús, como Rei­
na del < lelo y de la I leí i a

) t\r. inos aluna a las cosas que simbolizan a la Madre


de Dios, l os pi imi ipaIes símbolos m arianos contenidos en
las Sagradas E scrituras son: a) El Paraíso terrenal; b) El
Arco de Noé, form ada por una m adera incorruptible; c) La
escala de Jacob; d) La zarza ardiente; e) La vara de Moisés;
l) La vara de Aarón; g) El vellocino de Gedeón; h) El Arca
de la Alianza; i) La roca del desierto, de la cual hizo Moisés
brotar agua abundante.
a) En la p rim era página de la historia del género hu­
m ano — observa un piadoso a u to r — encontram os descrita
con colores estupendos la m agnificencia de aquel Edén es­
plendente, en el cual fueron colocados nuestros prim eros pa­
dres apenas creados por Dios. En aquel am eno ja rd ín todo
e ra orden y belleza; a los cam pos ricos de mieses sucedían
las praderas verdes, los bosquecillos am enos y los jardines
perfum ados. Un río lim pidísim o, que se dividía en otros ríos
m enores, discurría p o r aquellos p arajes fecundizando el te­
rreno; m ientras que en m edio del ja rd ín se elevaba m ajes­
tuoso el árbol de la vida, cuyos frutos, como su mismo
nom bre lo indica, tenían la v irtu d de alejar al hom bre de la
m uerte. Ahora bien, ¿quién no ve en este Edén u n am enísim o
símbolo de M aría? ¿No fue Ella, en efecto, un m ístico jard ín
adornado de flores olorosas, esto es, de santos pensam ientos
y afectos, y colm ado de frutos de santas obras? ¿No brotó
siem pre de su alm a un verdadero río de gracia?... ¿No nació
de Ella el árbol de la vida que es Jesús?...
b) O tro herm oso símbolo de M aría 1'ue el Arca de Noé.
En m edio del diluvio universal, que cubrió y anegó toda la
tierra, sem brando estragos y ruinas, el Arca del grande y fiel
P atriarca prosiguió flotando sobre las aguas, protegida por
Dios, salvando del general exterm inio a la raza hum ana. Lo
mism o sucedió en el Nuevo T estam ento. En m edio del uni­
versal naufragio de todos los hom bres por el pecado de
Adán, sólo una criatu ra perm aneció inm une: M aría. En efec­
to ; m ientras todos los hom bres son concebidos y nacen en
la culpa, solam ente M aría fue concebida y nació sin ella;
solam ente M aría perm aneció bella e inm aculada, atrayendo
sobre sí la com placencia del Altísimo. El aum entar de las
aguas en torno del Arca simboliza la plenitud de las gracias
recibidas por M aría; el haberse el Arca levantado de la tie­
rra trae a la m ente la inm unidad de que gozó la Virgen de
todo apego a la tierra o a cualquier am or m enos puro; el
haber llegado el Arca a grande altura nos dice que ninguna
c riatu ra se elevó tanto y llegó a alcanzar la perfección que
consiguió la M adre del Creador.
c) No menos elocuente es el sím bolo de la escala de
Jacob. El Santo P atriarca, después de recibida la bendición
paternal, tem iendo las iras de su herm ano Esaú, huyó a
M esopotamia. Al anochecer, cansado del viaje, se tendió so­
bre el duro suelo p a ra d isfru tar de u n poco de reposo.
M ientras dorm ía, tuvo un sueño m aravilloso: le pareció ver
una larga escala que ascendía de la tie rra al cielo, y a los
ángeles de Dios que b ajaban y subían p o r ella. Varios in­
térpretes ven en esta escala m isteriosa u n expresivo símbolo
de la Santísim a Virgen. ¿Acaso no fue M aría la escala m ís­
tica que unió a la tie rra con el cielo, el m undo visible con el
invisible y las cosas terrenas con las celestiales?... ¿No ha
«Ido acaso por Marfn, verdadera escala m isteriosa, que Dios
daaccndló a la tierra entre los hom bres y los hom bres suben al
ciclo hasta Dios?...
d) Cuando Dios eligió a Moisés p ara caudillo de su pue
blo, le hizo oir su voz en una zarza ardiendo, que a pesar de
oslar envuelta en llam as no se consum ía. E sta zarza, que
arde y no se consum e, es un sím bolo elocuente de la virgi­
nidad de María. Así lo asegura la Iglesia en el oficio de
N uestra Señora: «En la zarza que Moisés contem pló incó­
lume en medio de las llam as, nosotros reconocem os tu adm i­
rable virginidad, santa M adre de Dios» (Oficio de la Fiesta
de la Purificación).
c) Sím bolo expresivo de M aría fue tam bién la vara, con
la cual el minino Molió» obró los m ás estupendos prodigios.
Electivam ente, al Igual que el caudillo del pueblo de Dios,
i|i 1 0 medí un le dicha vera obró tanto* prodigios e hizo b rillar a
lo* ojos de tndon el poder que Dio* le confirió para poder
i sii 1 1 1 1 1it ii i a hm ciii'ml|)Hn do mi pueblo, di* la m ism a ma-
ii . in Ai|iii'l i|iit< rn pude limo ha obrado |* jr m edio de María
v ohm continuam ente Ion portentos míW adm irables en favor
ilul pueblo cristiano, protegiéndolo contra todos los enemigos
espirituales.
f) Pero tam bién la vara de Aarón es un herm oso símbolo
de María. Efectivam ente, p a ra d em o strar que Aarón, her­
mano de Moisés, había sido elegido Sum o Sacerdote, Dios
hizo florecer su v ara de form a tal, que en una sola noche
«aparecidas das yemas, se abrieron las flores y con las hojas
aparecieron las alm endras» (N úm . 17, 8). De la m ism a m a­
nera, la Virgen, m ediante la acción divina, hizo b ro ta r «a la
flor del cam po y al lirio de los valles» (Cant., 2, 1).
g) Sím bolo adm irable de M aría fue tam bién el vellocino
de Gedeón, iel cual durante una noche se vio cubierto de rocío,
m ientras que toda la tierra de alrededor perm anecía seca;
y a la noche siguiente el vellocino aparecía seco, m ientras
que todo el terreno de alrededor se veía cubierto de rocío. Así
canta la Iglesia: «Descendiste, Cristo, como lluvia sobre la
tierra (M aría) p ara salvar al género humano» (Oficio de la
Fiesta de la Circuncisión).
h) Sím bolo de M aría fue tam bién el Tem plo de Salomón,
del cual dijo Dios: «Este lugar ha sido elegido y santificado
para que lleve eternam ente mi nom bre, y mis ojos estén
fijos en él y mi corazón en todo tiempo» (2 Par., 7, 16). ¿A
cuál de los tem plos levantados en todas partes a gloria del
Altísimo se pueden aplicar m ejor estas palabras que a la Ma­
dre de Dios?
i) Finalm ente, fue sím bolo de María el Arca de la Alian­
za, custodiada celosam ente p o r ios hebreos en el lugar más
santo del Templo. E iu c lla se conservaban las Tablas de la
Ley y el vaso con el m aná. ¿Acaso no quedó custodiado en el
seno purísim o de la Virgen el A utor de la m ism a ley, Jesús,
aquel que debía ser el m an jar exquisito p a ra las alm as en
la Sagrada E ucaristía?

CONCLUSION. — E stas son las principales profecías, las


principales figuras y los principales símbolos por medio de
los cuales Dios, con un acto de exquisita condescendencia,
quiso dar a conocer al género hum ano la figura de su M adre
para que la am ase, aun antes de que pusiese su p lan ta vir­
ginal sobre la tierra.
Cada una de estas profecías, cada una de estas figuras,
cada uno de estos símbolos, particularm ente considerados,
nos proporcionan suficientem ente algún rasgo de M aría. Pero
tom ados todos en conjunto, se refieren de una m anera tan
evidente a Ella, que no sólo los Padres, sino tam bién algunos
protestantes hubieron de reconocer que son inexplicables, si
se les niega la relación que guardan con la augusta M adre de
Dios. Por eso, al igual que de Jesús, tam bién de M aría queda­
ron llenas las generaciones precedentes a su venida, y todos
los pueblos la esperaban con ansiedad y proclam aban biena­
venturada a aquella que pusiese su p lan ta virginal sobre la
tierra.
¡Cosa verdaderam ente singular! Ninguno de nosotros ha
tenido una historia antes de n acer; ninguno, fuera de Dios,
pensaba en nosotros; nadie sabía nada de nosotros antes de
que abriésem os los ojos a la luz; nadie nos esperaba, nadie
nos am aba antes de que existiésem os en este mundo.
No se puede decir lo m ism o de María. M illares y m illares
de años antes de que naciese, Ella tuvo una vida, una h isto ­
ria singular; Ella vivió de una m anera peculiar suya en la
m ente y en el corazón de Dios, en la m ente y en el corazón
de tantas generaciones como la precedieron. De la m ism a
m anera que el Apóstol dioe, refiriéndose a N uestro Señor:
«Cristo ayer, y hoy y por siempre» (H ebreos, 13, 8), así tam ­
bién nosotros, conservadas las debidas proporciones, pode­
mos decir de N uestra Señora: «M aría ayer, hoy y en los
siglos por siempre».

4 — In stru cc io n e s M arianas.
LA MISION DE MARIA EN SU ACTUACION

Después de h ab er considerado la m isión singularísim a de


la Santísim a Virgen en el eterno decreto de Dios y en la ma­
nifestación de este eterno decreto a través de las profecías,
pasem os ahora a considerarla en su actuación.
D em ostrarem os, p o r tanto, cóm o la Santísim a Virgen fue
verdaderam ente, en el tiem po, aquello p a ra lo cual Dios la
destinó ab aeterno: verdadera M adre universal, tanto del Crea­
dor como de las criaturas. Es la gran base sobre la cual se
levanta el m ajestuoso edificio de la grandeza m añ an a.

ARTICULO PR1MRRO

LA MADRE DEL CREADOR

Para ten er una idea lo m enos inadecuada posible de la


m aternidad divina, la considerarem os brevem ente en sí m is­
m a y en sus consecuencias.

L a M a t e r n id a d d e M a r í a c o n s i d e r a d a e n si m is m a

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : La p rim e r a b a se del ed ificio m a ria n o . — I.


E l h echo de la m a te rn id a d d iv in a : 1. El c o n ce n to p re c iso de la m a te rn i­
d ad d iv in a ; 2. Los e rro re s c o n tra la m ism a ; 3. Ln» p ru e b a s : a) la Sa­
g ra d a E s c ritu ra , b ) la T rad ició n . — I I . C onveniencia m ú ltip le : 1. Por
p a rte de Dios del cu al se re fle ja n a d m ira b le m e n te los a trib u to s : a) de
la s a b id u ría , b ) de la ju s tic ia , c) de la b o n d a d ; 2. P o r n o rte d e C risto,
el cual nos o b lig a casi a a m a rlo ; 3. P o r p a r te n u e s tra . IJna o b je c ió n . —
C o n clu sió n : M ater IJei, m e m e n to m e il, j M adre de D ios, aco rd ao s d e m í!
San Bernardino de Sena, en uno de sus deliciosos serm o­
nes m arianos, decía: «Me viene a la m em oria una expresión
de San Agustín. Decía el santo que tenía tres deseos: uno, el
de ver a Jesucristo en carne m o rtal; otro, el oir a Pablo p r a
dicar; otro, ver a Roma triunfante. Y yo añado un cuarto
deseo: ver a la Santísim a Virgen con su H ijo al cuello, ador­
nada de su nitidez y pureza inm aculada» (1).
¡Ver a M aría con su Divino H ijo al cuello!... Esto es lo
que pretenderem os hacer en la presente instrucción.
La prim era base sobre la cual se alza el edificio de la
grandeza de M aría está constituida por el hecho, o m ejor di­
cho por la misión, de la M aternidad de María. Es éste un
hecho que excedo de tal m anera a la fuerza cognoscitiva del
hom bre, que hay que catalogarlo entre los m ás grandes mis­
terios de nuestra fe; m isterios que p ara poder ser de nos­
otros conocidos deben ser revelados p o r Dios. Que una hum il­
de m ujer, que una herm ana nuestra, sem ejante a nosotros,
descendiente de Adán como nosotros, llegue a ser M adre de
Dios, es un m isterio tan sublim e de elevación hum ana y de
dignación divina, que constituye un m isterio superior a cuan­
to la m ente puede concebir, ya sea angélica, ya sea hum ana, y
esto tanto en el tiem po como en la eternidad.
Y con todo es así. Considerem os, pues, el hecho de la Ma­
ternidad divina y sus m últiples conveniencias.

I. — E l hbciio db i .a Matkunidad divina

1, CONCEPTO l’ltltCiH» lili I.A MatiiunIDAD divina. — Pnra que


unii m ujer hc pueda llum ur realm ente m adre, es necesario
que com unique a la prole, por vía de generación, una n atura­
leza sem ejante a la suya, o sea consustancial a la propia na­
turaleza (Cfr. S. Th., p. III, q. 32, a 3). Asentada esta clara
noción de m aternidad, no es difícil de com prender en qué
m odo la Virgen Santísim a puede ser llam ada verdadera Ma­
dre de Cristo, habiéndole sum inistrado, por vía de genera-
(1) P red. volgari, I. 21.
ción, una naturaleza sem ejante a la suya, o sea la naturaleza
hum ana. E sto es claro. La dificultad, en cam bio, surge cuan­
do se tra ta de com prender cóm o la Virgen puede ser llam a­
da verdadera Madre de Dios, ya que no se ve, a p rim era vis­
ta, en qué modo se puede decir que Dios es ente generable.
No obstante esto, si observam os atentam ente las dos fórm u­
las : Madre de Cristo y Madre de Dios, tendrem os que con­
venir en que am bas significan lo m ism o y, p o r tanto, son
equivalentes. La Virgen, en efecto, no es llam ada M adre de
Dios en el sentido de que ha engendrado a la Divinidad, o sea
a la naturaleza divina del Verbo (cosa absurda), sino en el
sentido de que h a engendrado, según la hum anidad, la divina
persona del Verbo. El sujeto, en efecto, de la generación y
de la filiación no es la naturaleza, sino la persona. Ahora
bien; la divina persona del Verbo se unió a la naturaleza hu­
m ana que le sum inistró la Santísim a Virgen desde el prim er
instante de la concepción, de m odo que la naturaleza hum ana
de Cristo no fue nunca term inada, ni por un instante, p o r la
personalidad hum ana, sino que subsistió siem pre, desde el
principio de su existencia, en la persona divina del Verbo.
Este y no o tro es el verdadero concepto de la m aternidad
divina, tal y com o fue definido por el Concilio de Efeso en el
año 431.

2. E r r o r e s c o n t r a l a M a t e r n i d a d d i v i n a . — C ontra est
preciso concepto de la m atern id ad divina surgieron, directa
o indirectam ente, varios errores condenados p o r la Iglesia.
Negaron indirectam ente la m aternidad divina todos aque­
llos que aseguraron que Cristo no era verdadero hom bre
(Docetas, Valentinianos, A nabaptistas) o verdadero Dios (Ebio-
nitas, Cerintianos, Arríanos, Racionalistas y M odernistas).
Negaron en cam bio directam ente la m aternidad divina to­
dos aquellos que, a pesar de a d m itir que C risto era verda­
dero Dios y verdadero hom bre, adulteraron el concepto ds
unión entre la naturaleza divina y la hum ana. Tales fueron
los discípulos de Eutiques, los cuales enseñaron que la unión
se hizo en la naturaleza, de m odo que, verificada ésta, en
Cristo existió no sólo una única persona, sino tam bién
una sola naturaleza. Los N estorianos, p o r su parte, pa­
ra salvar la doble naturaleza de Cristo, divina y hu­
m ana, adm itieron la existencia de dos personas, m oral­
m ente unidas e n tre sí. A dm itida esta dualidad de per­
sonas en Cristo, h ab ría que ad m itir que la Santísim a Vir­
gen fue M adre de C risto hom bre ( Christotócos) y no M adre
de Dios ( Theotócos). E ste error, condenado solem nem ente
por la Iglesia en el Concilio de Efeso (a. 431), es profesado
en nuestros días por los Caldeos cism áticos, llam ados tam ­
bién Nestorianos.
C ontra estas falsas doctrinas se levanta la verdad incon-
cuiiu de la M aternidad divina, dem ostrada de la m anera más
lum inosa por la Sagrada E scritura y por la Tradición.

3. L as p ru e b a s: a) La Escritura. — La E scritu ra nos di­


ce de una m anera explícita que la Santísim a Virgen es ver­
dadera M adre de Jesús (Mateo, 2, 11; Luc. 2, 37; Juan, 2, 1;
Hechos, 14). En efecto, Jesús se nos presenta como concebi­
do por la Virgen (Luc., 1, 31) y nacido de la Virgen (Luc., 2,
7, 12). Pero Jesús es verdaderam ente Dios, según el testim o­
nio explícito del m ism o Salvador, confirm ado por sus es­
trepitosos milagros, p o r la fe apostólica de la Iglesia, p o r el
testim onio de Juan, etc. Para poder negar la divinidad de
Cristo, no queda o tro cam ino que d estru ir todas las páginas
del Nuevo Testam ento. Ahora b ien; si M aría es verdadera
M adre de Jesús, y si Jesús es verdadero Dios, se sigue lógica­
m ente que María es verdadera M adre de Dios. Esto, hablan­
do de una m anera general.
P.n detalle, la divina M aternidad de M aría se deduce de
una m anera evidente de las p alabras del Angel Gabriel, de
las palabras de San Pablo y de las de Santa Isabel. Dijo el
ángel a M aría: «Concebirás y darás a luz un hijo a quien
pondrás por nom bre Jesús. Este será grande y será llam ado
H ijo del Altísimo..., el niño que nacerá de Ti será llam ado
Hijo de Dios» (Luc., 1, 31). La Virgen Santísim a, p o r tanto,
tenía que concebir y d ar a luz al H ijo del Altísimo, al Hijo
de Dios, o sea a Dios, según lo predicho varios siglos antes
por el profeta Isaías: «He aquí que la Virgen concebirá y
d a rá a luz un hijo y será llam ado Em m anuel» (o sea: Dios
con nosotros) (Is., 7, 14).
San Pablo, explícitam ente, enseña que «llegada la ple­
nitud de los tiem pos, envió Dios a su Hijo hecho de m u­
jer» (Gál., 1, 4). De estas palabras se deduce claram ente que
Aquel que fue engendrado ab aeterno por el Padre es :el mis­
m o que fue engendrado en el tiem po p o r la M adre; pero
Aquel que fue engendrado ab aeterno p o r el P adre es Dios,
es el Verbo; p o r tanto, tam bién Aquel que fue engendrado
en el tiem po por la M adre es Dios, es el Verbo. Aún m ás cla­
ra y explícita, p o r su fuerza sintética, es la expresión de San­
ta Isabel. Respondiendo al saludo que le dirigió la Virgen,
Isabel, inspirada p o r el E spíritu Santo — como dice San
Lucas —, le replica m aravillada: «¿Y cómo me es dado a
mí que la Madre de m i Dios venga a mí?» (Luc., 1, 43).
La expresión m i Señor es evidentem ente sinónim o de
Dios, porque Isabel añade inm ediatam ente después: «Se
cum plirán en Ti todas las cosas que han sido dichas por el
Señor», o sea por Dios. Isabel, por tanto, inspirada p o r el
E spíritu Santo, proclam ó explícitam ente a M aría verdadera
M adre de Dios. E sta afirm ación era la condenación antici­
pada de los E utiquianos y N estorianos.
b) La Tradición. — Toda la Tradición cristiana, desde los
tiem pos apostólicos, es una proclam ación continua de esta
verdad mariológica. En los dos prim eros siglos, los Padres
enseñan que M aría ha concebido y dado a luz a Dios. En el
siglo tercero com ienza el uso del térm ino que después ha
sido considerado como clásico: Theotócos, o sea Madre de
Dios. El prim ero en usarlo parece que fue Orígenes, jefe de
la fam osa escuela A lejandrina. Tam bién en la célebre ora­
ción: «Sub tuum praesidium », difundida ya en tre los cris­
tianos del siglo III, la Virgen Santísim a es invocada como
M adre de Dios (2).
En el siglo IV, aun antes del Concilio de Efeso, la expre­
sión M adre de Dios se había hecho lan com ún en tre los cris­
tianos que daba en ro stro al em perador Juliano el Aposta-
(2) M aria n u m , t. I I I (1941). 97-101.
ta, el cual se lam entaba de que los fieles no cesaban de pro­
clam ar a M aría Madre de Dios. Juan de Antioquía am ones­
taba a su amigo N estorio p ara que no insistiese en negar
este título, pues se exponía a suscitar las iras del pueblo...
El m ism o A lejandro de Gerápolis, llam ado «el segundo
Nestorio», reconocía que la expresión «Madre de Dios» es­
taba ya en uso en tre los cristianos desde hacía m ucho tiem ­
po... La alegría m ism a que los fieles de Efeso dem ostraron
cuando fue solem nem ente definida la M aternidad de M aría
como dogm a de fe dem uestra hasta la evidencia lo profun­
dam ente enraizada que estab a esta creencia ien el alm a de
aquellos antiguo» cristianos. Se sabe, en electo, que apenas
se conoció la buena nueva, la población de Efeso aclam ó lle­
na de entusiasm o a los Padres del Concilio y los acom pañó
a sus propias m oradas con teas encendidas.

II. — C o n v e n ie n c ia m u l t ip l e

En el hecho sublim e de la M aternidad divina de María,


la razón, ilum inada por la fe, descubre u n a triple convenien­
cia, es decir: p o r p arte de Dios, por p arte de Cristo, p or p ar­
te nuestra.

1. C o n v e n i e n c i a a n t e t o d o p o r p a r t e d e D io s . — En el
dogma de la divina M aternidad de M aría se reflejan, en
efecto, de la m a n e r a m á s viva y esplendorosa aquellos tres
atributos de Ion c u a l e s s e sirve D io s más principalm ente pa­
ra gnnnrae el corazón, e l am o r y la adm iración de los hom­
b r e * , a sa b e r: la sabiduría, la justicia y la bondad infinita.

a) Esplendores di: sabiduría. — La divina M aternidad d


M aría, ante todo, nos hace p alp ar la grandeza de los tesoros
de la sabiduría divina. A bsolutam ente hablando, el H ijo d e
Dios habría podido asu m ir un cuerpo en todo sem ejante al
nuestro sin recu rrir a una M adre, com o hizo creando el pri­
m er hom bre. Pero p ara q u ita r al orgullo hum ano cualquier
pretexto para que pudiese negar la realidad d e la E ncam a­
ción, m ilagro del am o r del Creador hacia su criatura, sabia­
m ente dispuso revestirse de carne hum ana m ediante Ja in­
tervención de u n a verdadera M adre. Y así fue. Y cuando
nosotros leem os que el H ijo de Dios fue concebido y nació
de M aría, y, a sem ejanza de cualquier niño pequeño, estu­
vo sujeto, a u n a m adre, n o tenem os m ás rem edio que de­
d u cir que fue verdadero hom bre com o e ra verdadero Dios.
Resplandores fúlgidos de la sabiduría divina an te los cuales
no podem os m enos de exclam ar: «O altitu d o divitiarum sa­
pientiae e t scientiae D ei!»: «Oh profundidad de las rique­
zas de la sabiduría y ciencia de Dios!» (3).
b) Esplendores de justicia. — Eil segundo atrib u to que
resplandece con una luz vivísim a en el m isterio de la Ma­
ternidad de M aría es la ju sticia.
E ra justo , en efecto, que de la m ism a m anera que la mu­
je r había sido la base de n u e stra prevaricación, se encon­
trase tam bién en el fundam ento de n u estra rehabilitación.
Y Dios obró consiguientem ente. Si base de n u estra caída
original fue Eva, colocó a M aría com o fundam ento, con el
H ijo, en la obra de la reparación.
c) Esplendores de bondad. — Pero no m enos que la sa­
b id u ría y la justicia b rilla en la divina M aternidad de Ma­
ría con luz p ro p ia la bondad d e Dios, y de u n a fo rm a ta n
grande, tan inagotable, que al d ifu n d ir sus beneficios no
excluye a nadie, al igual que la flor que esparce su perfum e
en beneficio de todos los que pasan a su lado, a sem ejanza
del sol que extiende sus rayos sobre todos indistintam ente.
La m ujer, efectivam ente, fue la p rim era en pecar. Pues
bien; Dios, en su infinita e inagotable bondad, no la abando­
n a rá al desprecio, a la abyección que h abía m erecido pecan­
do, sino que la levantará, la ex altará tan to cuanto puede ser­
lo una c ria tu ra hum ana. Si al en cam arse concedió u n a grande
h o nra al sexo fuerte, tam bién honrará, en los lím ites de lo
posible, a la m ujer, queriendo hacerse deudor de ella al asu­
m ir la sacro san ta hum anidad en sus entrañas, eligiéndola de
esta m anera p a ra cooperar en u n a obra tan sublim e como lo
es la redención. Con razón solía exclam ar San A gustín: «¡No
os despreciéis a vosotros m ism os, hom b res: pues el m ism o
H ijo de D ios se hizo hom bre; y vosotras, m ujeres, no os des­
p reciéis: pues el H ijo de Dios nació de u n a m ujer!» (4). ¡Cuán
bueno ha sido, pues, el Señor!
Sin duda alguna, el privilegio de la M aternidad divina
corresponde sollámente a u n a m ujer, a Aquella que fue pro­
clam ada «bendita en tre todas las m ujeres»: a M aría; pero
los esplendores de esta dignidad irrad ian sobre todas las de
su m ism o sexo.
E ste privilegio es prenda de gran reverencia hacia la m u­
jer. Con razón un poeta del siglo XIII c a n ta b a : «Es necesario
recordar, al tra ta r con las m ujeres, que fue precisam ente una
m u jer la M adre de Dios». Consecuente con esta idea solía
o b ra r aquel am ante de la Sabiduría que se llam ó Enrique
Susón. Al encontrarse un día con u n a m u je r en u n a calle na­
da lim pia de la ciudad, le cedió el paso, atravesando él p o r
el fango, m ientras la m u jer e ra invitada gentilm ente a a tra ­
vesar por la p arte m ás seca, no sin que ella p ro testara dicién-
d ole: «Pero, Padre mío, ¿qué hacéis?... Vos sois un sacerdote-
y adem ás religioso; ¿cómo, pues, m e cedéis el paso a mí, que
soy una pobre m ujer?...» El beato E nrique le contestó: «Her­
m ana m ía, es m i costum bre el h o n rar y venerar a todas las
m ujeres, porque ellas m e hacen pen sar en la poderosa Reina
de los cielos, en la M adre de mi Dios, a la cual tantos favores
debo». La m u jer levantó los ojos y las m anos al cielo, excla­
m ando: «Yo pido a esa poderosa Reina, a la cual honráis en
las personas de las de mi sexo, que os conceda cuantos fa­
vores le pidáis en vLda y en el punto de la m uerte».
|CuAn elocuente e» este sencillo episodio de la vida de
un MantoI
A quien preguntase si en efecto consiguió Dios su fin de
rehabilitación en favor de la m ujer, b astaría responder: Leed
cuanto nos cuenta Ja historia sobre la m u je r antigua y cuanto
los viajeros nos n arran sobre el estado de degradación en que
se halla el sexo débil aun en nuestros días en aquellos países
som etidos al m ahom etism o y en todos los lugares donde la
Madre de Dios es p o r com pleto desconocida; leed todo esto,.
(4) In Ps., 118, v. 9.
y después recorred con Ja m ente la situación de nuestros pue­
blos cristianos y considerad: «Venite et videte». Allí la m ujer
es una cosa, un instrum ento de placer, m ientras que entre
nosotros es una persona a la cual se le reconocen todos los
derechos. Allí la m u jer es una esclava, m ientras que aquí es
una reina. Y todo esto lo debe a la bondad de Dios, que se
dignó elevarla a la sublime dignidad de M adre suya.

2. C o n v e n ie n c ia p o r p a r t e de C r i s t o . — A la conveniencia
por parte de Dios se añade la conveniencia por parte de Cris­
to. Jesús, en efecto, vino a este m undo p a ra obligarnos en
cierta m anera a am arle y p ara dam os ejem plo luminoso de
todas las virtudes, p articularm ente de la hum ildad y obedien­
cia, y sanarnos de este modo de las heridas producidas en
nosotros por ila soberbia y la desobediencia. Ahora b ie n : por
medio de la Encarnación realizada m odiante una m ujer, El
consiguió m aravillosam ente este doble objetivo. Y, en efecto,
¿quién dudará ni un instante en acercarse a un Dios que se
nos presenta bajo la am abilísim a apariencia de un niño en­
tre los brazos de una m adre? ¿Acaso no se sentirá im pulsado
a exclam ar, con San B e rn a rd o : «Parvus Dominus et am abilis
nimis»: Pequeño es el Señor, pero am able en extrem o?... En
sem ejante estado, El no puede por menos que a tra e r los co­
razones. Por o tra parte, sem etiéndose a la Virgen en calidad
de verdadero Hijo, Jesús nos ha dado el m ás lum inoso ejem ­
plo que se puede concebir de hum ildad y obediencia.

3. C o n v e n ie n c ia p o r p a r t e n u e s t r a . — Tampoco deja de ser


convenientísim a la divina M aternidad de M aría por p arte
nuestra. Fue conveniente, en efecto, que Dios tom ase carne
hum ana en una m ujer, a fin de que una persona creada (la
persona de la Santísim a Virgen) se uniese a Dios ratione per­
sonae de la m anera m ás íntim a posible, m ientras que una na­
turaleza creada (ila naturaleza hum ana de Cristo) se unía a
Dios ratione naturae de la m anera más íntim a posible. De
e sta m anera la persona hum ana en la Santísim a Virgen fue
exaltada al grado m ás alto que se puede im aginar, hasta to­
car los lím ites de lo infinito.
U n a o b j e c io n . — Tal vez se podría o b je ta r: M aría no ha
engendrado la Divinidad, sino sim plem ente la hum anidad: por
tanto, no se la puede llam ar M adre de Dios, sino solam ente
M adre del Hom bre.
¡Falso! Toda m adre es llam ada m adre del niño que con­
cibe y da a luz, y con todo, ¿qué es lo que ella da al niño?
¿Acaso tam bién el alma?... ¡No! Ella procrea directa e in­
m ediatam ente sólo la p a rte sensible del cuerpo, o sea la
parte m aterial del hom bre. El alm a, esencialm ente inm aterial,
es creada directam ente por Dios e infundida en el cuerpo.
Por eso, apropiadam ente hablando, la m adre no concibe toda
la naturaleza dul hijo que ha de nacer, sino solam ente una
parte, uno de los elem entos de la naturaleza m ism a: el cuer­
po. Y con todo, se la llam a simple y verdaderam ente m adre
de aquel niño. Al menos — se p odría añadir —, los padres
ocasionan esta creación del alm a, disponiendo el elem ento
sensible y moviendo a Dios a rea liz a rla : con lo cual tienen
derecho a ser llam ados padre y m adre. Pues lo m ism o po­
dem os decir de María. Aunque Ella no haya proporcionado
a Jesús la Divinidad ni el alm a h u m an a; pero h a sido la cau­
sa en virtud de la cual existe un ser com puesto de la natura­
leza hum ana y de la naturaleza divina unidas en una sola Per­
sona: el Hombre-Dios. P or tanto, es llam ada con razón Ma­
dre de Dios.
Este título podría ser discutido a M aría si su I-lijo hubiese
asum ido la Divinidad después del nacim iento. En ese caso no
se podría afirm ar que Ella había engendrado al Hombre-Dios,
y para hablar con propiedad habría que decir: M aría engen­
dró un H om bre que después fue Dios. Pero la realidad es
muy distinta. En el Instante m ism o en que Ella fue consti­
tuida Madre (es decir, apenas hubo pronunciado el h a t ), el
Verbo de Dios tom ó carne y naturaleza hum ana en su seno,
que fue precisam ente lo que la hizo M adre. Fue Madre, pues,
porque proporcionó su carne y su sangre al V erbo; fue Ma­
dre porque concibió al Hombre-Dios. Y como el hom bre for­
mado en su seno sólo tuvo la personalidad del Verbo, que
es divina, el H ijo de María es el m ism o H ijo de Dios, Dios y
H om bre: el atrib u to de Hijo, en efecto, se aplica no al cuer­
po, sino a la persona, com o cuando decimos Pedro, Pablo, etc.

CONCLUSION. — ¡La Virgen, por tanto, es verdadera Ma­


d re de Dios! Postrados hum ildem ente a sus plantas, nosotros
podem os saludarla y repetirle este título con la m ayor con­
fianza: ¡Salve, M adre de Dios! ¿Puede acaso im aginarse un
saludo m ás herm oso y solem ne que éste?
Pero apartan d o por un in stan te la m irada de título tan es­
plendente, y fijándola en n u estra bajeza, unam os a nuestro
saludo la invocación de su celeste patrocinio, diciéndole: «Ma­
ter Dei, m em ento m ei!»: «¡O h M adre de Dios, ta n excelsa y
poderosa, acuérdate de mí, m iserable pecador!»
LA MATERNIDAD DIVINA
CONSIDERADA EN SUS CONSECUENCIAS

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : C onsecuencias in c a lcu la b le s. G ra n d e za sin igual.


— I . G randezas d e la m a te rn id a d d ivin a con sid era d a a b so lu ta m en te, o sea
en si m ism a . — I I . G randeza de la m a te rn id a d d ivin a rela tiva m e n te con­
sidera d a , o s e a : 1. E n re la c ió n : 1) con la s c ria tu ra s y 2) con la S a n tí­
sim a T rin id a d : I) La m a te rn id a d a u m e n tó la g lo ria : a) del P a d re , b)
del H ijo , c) del E s p íritu S a n to . M aría llegó a s e r : a) Afín d el P a d re , b)
M ndre del H ijo , c ) E sp o sa del E s p íritu S a n to . — C onclusión: La m u je r
v e stid a de sol. « T ibi s ile n tiu m la u s I».

Se ha hecho n o ta r que en Rusia, en Grecia y en otros paí­


ses, sobre la cabeza de las im ágenes de la Virgen, en lugar
de una corona de plata o de oro, según se suele u sa r entre
nosotros, se pone en cam bio la palabra Theotócos, M adre de
Dios. Costum bre en extrem o significativa. Pues este solo títu­
lo de M adre de Dios :es la corona m ás fúlgida y valiosa que
pueda colocarse sobre las sienes de la Virgen.
Considerada, pues, la M aternidad en sí m ism a, pasem os
ahora a estudiarla en sus consecuencias. E stas son incalcu­
lables.
La inm ediata consecuencia de la M aternidad de la Santí­
sim a Virgen es su grandeza sin par, inconcebible en toda su
plenitud por un entendimiento creado, pues es prerrogativa
en cierta manern Infinita. Vamos a considerarla bien absolu­
ta m en te, o sea cu si m ism a; blicn relativam ente, o sea en re-
Iación con las demrts criatu ras y con la Santísim a Trinidad.

1. — G ra n d e za du ia M a te rn id a d d iv in a c o n s id e ra d a a b s o lu ­
ta m e n te , o sea en si m is m a

La grandeza de Jesús proyecta todos sus rayos sobre María.


Pues siem pre resulta verdad que al igual que el honor y la
gloria de los padres se refleja en los hijos, tam bién el honor
de los hijos y su gloria se proyecta sobre los padres. Padres e
hijos form an, p o r así decirlo, una única persona m oral, por­
que el vínculo que los une es el m ás íntim o y fuerte que
se pueda concebir. Con razón escribía San Bruno de A sti:
«¿Preguntas qué clase de M adre fue María? Indaga prim ero
qué clase de H ijo fue Jesús. El H ijo no tiene igual entre los
hom bres, y la M adre no tiene sem ejante entre las mujeres».
«H erm oso es el H ijo en com paración con todos los hom ­
b res; herm osa es la M adre a sem ejanza de la aurora que se
levanta en el horizonte».
El panegirista de Filipo de Macedonia, padre de Alejandro
Magno, al llegar al m om ento cum bre de su discurso, dijo:
«B astaría como suprem a alabanza decir esto en tu honor:
Que tuviste por hijo a Alejandro». «Hoc unum dixisse suffi­
ciat, filium te habuisse Alexandrum». Lo mismo, pero aún
con m ayor razón, podríam os decir de M aría: «Hoc unum
dixisse sufficiat, filium te habuisse Jesum »: B astaría decir
en tu favor que tuviste por H ijo a Jesús. ¿Puede acaso pen­
sarse en una gloria m ás excelsa?... Se trata, en efecto, de
u na dignidad tan sublim e, que el m ism o Dios, con ser om­
nipotente, no podría crear o tra m ayor. Pues p a ra que pudiese
existir una M adre m ás grande y m ás perfecta que María, se­
ría necesario que hubiese un H ijo más perfecto y m ás ex­
celso que Jesús: cosa verdaderam ente im posible, pues no
puede existir nada superior al m ism o Dios. No sólo María
ocupa de jacto el segundo lugar después de Dios en la esca­
la de la grandeza, sino que su unión con El es tan estrecha,
que no existe lugar alguno p ara una c ria tu ra inferior a Dios
y superior a María. Al concederle la Divina M aternidad, Dios
le ha otorgado todo cuanto se la puede conceder, después de
la unión hipostática. M aría es como la obra m aestra del Om­
nipotente. Por eso se puede decir que los Santos Padres y Doc­
tores de la Iglesia han agotado el vocabulario al en alteo :r las
glorias de la Santísim a Virgen.
Y así, Santo Tom ás de Aquino dice: «María, por ser Madre-
de Dios, goza de una dignidad casi infinita por sus rela­
ciones con Dios, bien infinito; y bajo este aspecto no se pue­
de idear nada m ejor, de la m ism a m anera que es im posible
encontrar algo superior al m ism o Dios» (S. Th. p. I. q. 25, a.
6 ad 6).
Es tam bién Conrado de Sajonia quien escribe: «Ser Madre
de Dios es una gracia tal, que Dios no puede conceder o tra
m ás grande. El podría hacer un m undo y un cielo m ejor; pe­
ro hacer una M adre m ás grande que la M adre de Dios es
para El una cosa imposible» (Speculum B. M. V., 1. 10).
Y Santo Tomás de Villanueva, insigne teólogo e ilustre pre­
dicador, escribe: «Aunque las estrellas del cielo se trocasen
en lenguas y las arenas del m ar en palabras, no se consegui­
ría nunca expresar de una m anera com pleta la dignidad de
María» (Concio 5 in festo A ssum ptionis B. M. V.).
Oigamos lo que dice Mottfiabré: «La Iglesia Católica, con
todas sus fiestas, con todos sus templos, con todos sus altares,
con todas sus estatuas, con todo su incienso, con todos sus
panegíricos, con todos sus cánticos, con todas sus flores, con
todas sus luces, con todo su respeto, con toda su confianza, ve­
neración y am or, no ha colocado a la Virgen en un lugar tan
destacado como lo ha hecho el Evangelio con aquellas pala­
bras tan sencillas y breves, pero tan llenas de elocuencia:
Muría, de qua natus est Jesús, qui vocatur C hristus» (30 Con­
fer. de N otre Dame).
Finalm ente, es el m ism o Ltitero quien, en un m om ento de
sinceridad, no encontró dificultad en escribir: «El ser Madre
<lc Dios es una prerrogativa tan alta e inmensa, que sobrepu­
ja a cuanto ne puede pensar. De aquí le viene a M aría todo
honor y toda felicidad, y esto hace que Ella sea la única per-
Nonn en todo el m undo superior a cuanto existe y que no ten-
titt liiiutl, en la excelencia de tener Juntam ente con el Padre
OIcNtlal un 111|o común, Un esta única palabra, pues, está
contenido todo ni honor a que <'s acreedora M aría; y nadie
podría decir icn alabanza suva cosa superior a ésta, aunque tu­
viese tantas lenguas cuantas son las flores y los hilos de hier­
ba que hay sobre la tierra y las estrellas del cielo y los granos
de arena del mar» (Oper., IX, 85, sup. Magnif.).
No hay, pues, que ex trañ ar de que fueran tan num erosos
y tan preciosos los dones de naturaleza, de gracia y gloria
concedidos por la Santísim a Trinidad a la Virgen Santísim a.
Y lo fueron en tal núm ero, que todas las riquezas de la gra­
cia y todos los esplendores de la gloria no serían suficientes
p a ra darnos u n a idea exacta de la grandeza de la M adre de
Dios. Ella, al en to n ar su cántico de acción de gracias y de
alabanza a Aquel que la había elevado a tal grandeza, podía
exclam ar con toda v erd ad: «Fccit m ihi m agna qui potens
est!»: ¡Ha operado en Mí cosas grandes el que es poderoso!

II. — G ran deza de la M a t e r n id a d d iv in a c o n s id e r a d a re­

l a t iv a m e n t e , 0 SEA e n RELACION CON LAS DEMAS CRIATURAS


y con la S a n t ís im a T r in id a d

Mucho m ás grande aparecerá a nuestros ojos la M aterni­


dad divina de la Santísim a Virgen si la consideram os en re­
lación con las dem ás criatu ras y con la Santísim a Trinidad.

1. La M a d r e d e D i o s y l a s d e m á s c r i a t u r a s . — «La medi­
da de la perfección de las cosas — observa un au to r (1) —
es conocida. Consiste en la m ayor o m enor proxim idad en
que se encuentran con relación a Dios, que es su principio.
De la m ism a m anera que el agua íes más p u ra y fresca cuan­
to m ás se acerca uno al m anantial del cual proviene, al igual
que la luz es m ás radiante cuanto m ás se aproxim a al foco lu­
m inoso: de la m ism a m anera, la criatu ra íes tanto m ás gran­
de cuanto está en m ás estrecha relación con Dios».
Dios es la plenitud del ser y de la perfección. Todas las
dem ás cosas no son m ás que un reflejo, una participación
de su perfección; y este reflejo, esta participación es más o
menos viva, m ás o menos grande según que dichas cosas se en­
cuentren m ás o menos próxim as a Dios, y, por tanto, m ás o
menos elevadas en la escala de la nobleza y dignidad.
En esta inm ensa escala de los seres, la cual se eleva desde
la m ás hum ilde criatu ra al Creador, nosotros podem os distin­
guir num erosos grados, es decir: el m undo sensible, el mundo
racional, el m undo intelectivo, y por encim a de todos, a Nues­
tro Señor Jesucristo sentado a la diestra de Dios Padre.
(1 ) C a m pa n a , M arta tiel D ogm a C attolico, P. 1, c a p . I, a r t. 3, núm . 3.
Y ¿cuál es el lugar que corresponde a M aría en esta vas
escala, en esta im ponente inm ensidad que constituye todo lo*
creado?... Ella viene inm ediatam ente después de su H ijo Jesús.
Ella es superior en dignidad a todo el m undo sensible, a todo
el m undo racional, a todo el m undo intelectivo. Es inferior so­
lam ente a Jesús y a Dios. Prim eram ente, Dios; después, Jesu­
cristo en cuanto H om bre, y en tercer lugar, M aría; todo el
m undo creado form a como el escabel de sus pies.

2. L a M a d r e d e D i o s y l a S a n t í s i m a T r i n i d a d . — Por e
hecho m ism o de su divina M aternidad, la Virgen Santísim a
co n trajo relaciones singularísim as con las tres augustas Per­
sonas de la Santísim a Trinidad, relaciones que la elevaron al
m ás alto grado de gracia y gloria que se pueda im aginar.

1) María, com plem ento de la Santísim a Trinidad. —


La Santísim a Virgen, en efecto, es llam ada p o r los teólogos
com plem ento, en cierto sentido, de la Santísim a Trinidad.
¿En qué sentido? Podemos responder con dos p alab ras: Ma­
ría es com plem ento de la Santísim a T rinidad no de una
m anera sustancial e intrínseca, sino de u n a form a acciden­
tal y extrínseca.
Todo cuanto la Trinidad adquiere a causa de M aría no
es intrínseco con relación a Dios, sino m eram ente extrín­
seco. Dios es en sí infinitam ente perfecto, y no puede ad­
q uirir en el tiempo perfección alguna, pues de o tra m anera
no s<ería Dios.
Todo cu nulo Mnrln r e p o r ta i» Dios no es m ás que un
mimnnto (le lu gloria que Iiih criatura» deben ren d ir a Dios.
Peí o i*» Innegable que In Vligeu, con nu divina M aternidad,
proporciona a cada una do Iiin tre i divlnn» Personas tales
elemento* de gloria, que en vuno se buscarla una acción
sem ejante en cualquier o tra criatura. Una vez adm itido es­
to, nos preguntam os: ¿Cuáles son estos elem entos singula­
res de perfección extrínseca, o sea de gloria, que María apor­
ta a la Santísim a Trinidad?
M aría fue com plem ento extrínseco de la Santísim a Tri­
nidad, en el sentido de que aum entó la gloria del Padre,

5. — In s tr u c c io n e s M arianas.
porque por su m ediación el H ijo quedó como obligado y
dependiente de E l; aum entó la gloria del H ijo, porque le
proporcionó la naturaleza hum ana, que m ereció m ás tarde
la corona del triu n fo ; aum entó la gloria del E sp íritu Santo,
porque le hizo ad q u irir la fecundidad ad extra y autoridad
sobre el Hijo.
María, por tanto, puede llam arse com plem ento de la
Trinidad, siem pre que dicha expresión sea rectam ente in­
terpretada.

a) Com encem os por el Padre. — E l E tern o P adre es


perfectísim o en sí: El produce al H ijo en todo y p o r todo
igual a sí m ism o. E ste H ijo divino, siendo en todo y p o r
todo igual al Padre, no tiene ni puede ten er hacia El obli­
gación alguna, ni de gratitud, n i de sujeción, ni de obedien­
cia; no tiene, en una palabra, hacia El inferioridad alguna.
S ería con todo — observa Cam pana — un notable aum ento
de honor y de grandeza p ara el Padre el que su H ijo divino,
perm aneciendo siem pre en plena posesión de su m ajestad in-
f i n i t a , se le som etiese, se m anifestase obediente y como
obligado a rendirle profundos hom enajes... ¿Qué m ayor glo­
ria para el E terno Padre que verse adorado p o r un Dios en
todo igual a El? Pues b ien; este inefable aum ento y como
com plem ento de gloria lo recibe el Padre E terno p o r medio
de M aría y en cuanto Ella es M adre de Dios. De Ella, en
efecto, nació Jesús, no igual al Padre, sino inferior a El, o,
m ejor dicho, igual al Padre según la divinidad, e inferior a
El por su hum anidad. Jesús nació de M aría — según lo lla­
m ó el Profeta — como Siervo de Dios. De esta inferioridad
que Jesús asum ió por medio de su M adre en relación con el
Padre, proviene en favor de la p rim era Persona de la Santí­
sim a T rinidad u n a gloria tal, que en vano h abría intentado
procurarle o tra sem ejante. «Pues — p ara em plear las palabras
del célebre Cardenal De Bérulle — p ara Dios el m andar a
las criaturas es como n a d a ; pero m an d ar a un sujeto tan dig­
no que es infinito por su dignidad, que es Dios por su n atu ra ­
leza, que es H ijo único del m ism o Dios, entonces su p o der y
m andato no pueden subir a m ás alto grado, y su dom inio está
todo él Heno d e la grandeza y dignidad que le puede perte­
necer» (Del estado y de la grandeza de Jesús. Disc. XI).

b) Lo m ism o debem os decir respecto al Hijo. — La San­


tísim a Virgen, en efecto, no p resta m enos gloria a la Santí­
sim a Trinidad en la Persona del H ijo quie en la del Padre.
Tam bién el Hijo, a sem ejanza del Padre, engendrado por
El en los esplendores de la eternidad, es infinitam ente per­
fecto. ¿Cómo, pues, p odría recibir este com plem ento extrín­
seco por p arte de M aría?
«Helo aqu í: el H ijo de Dios — observa Cam pana — es
el V erbo; esto íes, el concepto de la m ente divina. N osotros
ml.nmos, cada vez que pensam os, reproducim os d entro de
•nosotros un concepto, una palabra, un verbo, que tiene como
una rem ota, una pálida sem ejanza con la im agen del Verbo
divino.
«Ahora bien: de la m ism a m anera que nuestro pensam ien­
to (y ésta es una m anera de h ab lar autorizada p o r los Pa­
dres), después de haber tenido su origen en n u estra m ente,
puede b ro tar de los labios y m anifestarse en form a de soni­
do, de la m ism a m anera el Verbo de Dios, después de haber
sido engendrado ab aeterno en la intim idad de la m ente di­
vina, era susceptible de ser engendrado tam bién en el tiem po
revistiéndose de carne hum ana, asum iendo una vida creada,
que debía de g u ard ar con El la m ism a relación que n uestra
palabra hablada con el pensam iento. Nosotros, que conside­
ram os al pensam iento capa/, de ser engalanado con toda
suerte de perfección n ó Io cuando se le m anifiesta de una
formo elegante y artÍHtlcn, cncontrum ó» muy natural y per-
foctumento iln «cuerdo con Ion principios de la lógica el
decir que la nmuirextuclón del Verbo al género hum ano por
m edio de la Encarnación es como su realización extrínseca.
«Pues bien; esta realización extrínseca la realizó icl Hijo
de Dios sirviéndose de M aría, pues de Ella nació, porque
fue Ella, diré usando una frase del Padre D’Argentan, la boca
de que se sirvió el Padre E terno p ara p ronunciar de una ma­
nera sensible su Verbo inm aterial. Aniquilándose en el seno
de María, el H ijo de Dios tom ó una nueva vida, que después
de quedar satu rad a de am arguras y de hum illaciones en es­
te mundo, fue coronada de una gloria inefable, o sea de
aquella m ism a gloria de que gozó el Verbo en cuanto Dios
antes de la existencia del m undo (San Juan, 1, 17).
»Antes de en cam arse en el seno de María, el H ijo predi­
lecto dsl Padre — observa acertadam ente Nicolás — tenía
en sí la gloria que le correspondía como tal H ijo de Dios. Me­
diante la E ncam ación, p o r m edio de María, recibirá esta
m ism a gloria como H ijo del hom bre. Pues com o H ijo de
Dios, siendo Dios mismo, no podía d e ja r de ten er esa gloria
que va aneja a la naturaleza divina; m as como H ijo del hom ­
bre, retoño bro tad o de la estirpe de Adán, cargado con los
pecados del m undo, m aldecido p o r el cielo y por la tierra,
abandonado sobre la cruz p o r el m ism o E terno Padre, con
apariencias de gusano m ás que de hom bre, com o dice El m is­
mo por boca del P rofeta: V erm is sum et non hom o; en esta
m ism a naturaleza hum ana ser glorificado con una gloria idén­
tica a la divina, ser elevado al seno del Padre, fo rm ar parte
de la Trinidad, levantar al hom bre hasta Dios; y, cosa más
m aravillosa aún, e je rc ita r las prerrogativas del divino Po­
d er como tal H ijo del hom bre; ver cómo todas las rodillas
se postran ante El, en el cielo, en la tierra y en los infiernos;
contem plar al m ism o Padre E terno despojándose de su po­
d er de juzgar p a ra entregarlo al H ijo del hom bre, a fin de
que todos le honren de la m ism a m anera que al Padre, todo
esto constituye la gloria m ás prodigiosa que se puede pensar
(San Juan, 5, 22, 23). Y fue de M aría de quien el H ijo de Dios
recibió esta naturaleza y cualidad de H ijo del hom bre, de
la cual fue tan glorificado».
«Y así, p a ra decirlo en dos palabras, M aría com pleta la
T rinidad m ediante el Hijo, en cuanto la dota de la hum anidad
que lo pone a 'nivel nuestro, nos lo hace visible y palpable
( contrectavim us m anibus nostris), le da nuestra naturaleza, de
la cual El se sirv.s p ara o b rar prodigios de bondad que le aca­
rrean una gloria extraordinaria». «C om plem entum totius Tri­
n ita ti:?».

c) ¿Qué relación existe en este sentido entre María y el


E spíritu Santo? — Respecto al E sp íritu Santo, la cosa no es
menos evidente que con relación a las o tras dos Personas; por
el contrario, esta relación es m ás acentuada. Intrínsecam ente
— b asta sólo indicarlo —, la tercera Persona de la T rinidad
tiene todas las perfecciones posibles e im aginables; tiene la
m ism a perfección que el Padre y que el Hijo, pues al igual que
ellos está dotado de una naturaleza divina.
Con todo, al E sp íritu Santo le falta, por así decirlo, una
nota personal (un carácter nocional, dirían los teólogos); no­
ta que poseen las o tras dos Personas: la fecundidad. El, en
efecto, es com o el térm ino de la fecundidad del Padre y del
Hijo, de quienes procede; pero ninguna Persona procede de El.
Al consentir que el E spíritu Santo alentase sobre Ella y la
cubriese con su som bra, la S antísim a Virgen le proporcionó
una fecundidad que no tenía ni podía tener ad intra, esto es,
en el seno de la T rinidad adorable. Pero ad extra, y precisa­
m ente en el seno de María, se convierte en principio, y princi­
pio fecundo, no ya de u n a divina Persona, sino de u n a n atu ­
raleza (la naturaleza hum ana) deificada m ediante su unión
sustancial con el Verbo de Dios.
Prestándose, pues, a la acción del E sp íritu Santo, p o r el
cual fue fecundada, M aría le com unicaba, o, m ejor dicho,
El se daba a si mismo, p o r m,edio de M aría, una fecundidad
verdaderam ente divina.
No es esto todo: ju n tam en te con la fecundidad ad extra,
el E spíritu Santo adquiere por m edio de M aría una autoridad
sobre el H ijo en cuanto hom bre, autoridad que no puede te­
ner sobre El en cuanto Dios; «autoridad — dice Nicolás —
que nc hizo visible en el bautism o cío Jesús, cuando se abrie­
ron los cielos y descendió rl E spíritu Santo en form a de pa­
loma sobre El» (Mateo, 3, 16).
He aquí brevem ente expuesto lo q u e María, en fuerza de
su calidad de M adre de Dios, aportó a la Santísim a T rinidad;
o, m ejor dicho, lo que la Santísim a Trinidad se dio a sí
m ism a sirviéndose de María.

2) María, H ija del Padre, Madre del H ijo y Esposa del


Espíritu Santo. — Y no es esto todo. E n fuerza de su divina
M aternidad, la Santísim a Virgen contrajo relaciones íntim as
con cada un a de las tres divinas Personas; relaciones que la
sum ergen en un verdadero océano de luz.
E stas estrechísim as relaciones se pueden com pendiar en
tres p alabras: Afín, M adre y Esposa. Es decir: la Virgen, co­
mo consecuencia de su divina M aternidad, llegó a ser Afín
del Padre, M adre del H ijo y Esposa del E spíritu Santo.

a) María, A fín del Padre. — Comencemos por el Padre


Grande es la afinidad que existe en tre M aría y el E terno
Padre. El la quiso asociar a sí en la generación del Verbo.
Para com prender bien este títu lo tan honorífico p ara Ma­
ría — observa Cam pana — es necesario, an te todo, evitar
un equívoco que nos conduciría a un error. No querem os
decir, al hacer esta afirm ación, que sea idéntica la generación,
el origen que Jesús recibe del Padre, con la que recibe de la
M adre. ¡No! E n tre la Paternidad y la M aternidad divina
existe un abism o insondable. Con todo, es cierto que am bas
tienen como térm ino la m ism a Persona divina. El E terno Pa­
dre y la M adre tem poral, que es María, tienen el m ism o Hijo.
En la generación tem poral, Jesús es engendrado de la sustan­
cia de la M adre, com o en la generación eterna es engendrado
de la sustancia del Padre. De la m ism a m anera que Jesús
es Hijo único del Padre, así tam bién es H ijo único de su
M adre; la cual no m enos que el Padre perm anece Virgen al
concebirlo. Tanto el E terno Padre como María, aunque con
razón diferente, pueden dirigirse a El p a ra decirle:
«¡Tú eres m i H ijo único! ¡Yo te he engendrado de mi
m ism a sustancia! Ego hodie genui te /»
¿Quién pod rá (expresar o m edir la gloria inefable que re ­
dunda de este m isterio en p ro de María? Por esto m ism o —
observa San B em ardino de Sena — fue elevada h a sta nive­
larse, por así decirlo, en cierta m anera con el Padre Celestial.
O portuit eam elevari ad quam dam quasi aequalitatem divinam
(Serm . 5 de Nativ. Vir., c. V, p. 62).
E sto adem ás quiere decir — observa el Padre D’Argen-
tan — p articip ar de la gloria del E terno Padre allá donde esta
gloria brilla en todo su esplendor, esto es, al d a r el origen a
un H ijo om nipotente, eterno, Dios com o El (Conf. X III,
a rt. 2.°).
«Oh sociedad sublim e — exclam a a su vez el Cardenal
De Bérulle — la de la Virgen y el P adre E terno en su auto­
ridad sobre Jesús. ¿No respetarem os dos autoridades tan ín­
tim am ente unidas? ¿No servirem os, aunque de diversa m ane­
ra, a la m ajestad del Padre y a la m ajestad de la Madre,
dos m ajestades ta n santas y tan sem ejantes? ¿No nos som e­
terem os de buena gana a dos m ajestades tan sublim es que
tienen un m ism o o b jeto p o r sujeto, un m ism o m om ento y
m isterio com o origen de sus poderes?» (L. c.).

b) María, Madre del Hijo. — Pasemos a las relacione


de M aría con su Hijo. Son éstas las m ás características e
im portantes. Y son las m ism as que suelen existir o rdinaria­
m ente entre m adres e hijos. Toda m ad re está íntim am ente
unida a su hijo, prim ero m ediante u n a estrechísim a unión fí­
sica y después con u n a unión m oral estrechísim a; to d a m a­
dre, adem ás, es superior a su h ijo y tiene derecho a ser
respetada po r él, a su obediencia y a su amor. Lo m ism o su­
cedió con M aría respecto a Jesús. Estuvo unida a El inti­
m am ente, prim ero en lo físico y después en el terren o moral.
E n el prim er acto de la M aternidad divina, hubo u n a es­
trechísim a unión física en tre la sustancia de M aría y la de
Jesús. La m ente hum ana — observa un piadoso au to r — no
se atreve a indagar lo m isteriosa intim idad que debió existir
entre M aría y Jesús, entre la criatu ra y el Creador convertido
en su Hijo. D urante lo» nueve meses que transcurrieron des­
tic la Anunciación a la Natividad, Jesús vivió, literalm ente,
«le la vida (Ir M aría su Moche; la sangre que discurría por
sus venas, que le hacia luí Ir el corazón, que hacia crecer sus
pequeños m iem bros; aquella sangre toda había pasado por
el corazón de la V irgen: era la sangre m ás pura de la Madre
Inm aculada. Y después de h ab er alim entado a Jesús, volvía
al corazón de M aría, donde adq u iría nuevas energías para
volver a alim entar nuevam ente el cuerpo que se estaba de­
sarrollando en sus entrañas. E n este intercam bio in interrum ­
pido, en este com ercio vital de todos los instantes en tre el
Creador y una de sus criatu ras, ¿no ¡existió acaso u n m isterio
de condescendencia divina y otro no m enos sorprendente de
elevación de la naturaleza hum ana? ¿Qué o tra cosa podía
h acer Dios p ara h o n rar a una criatu ra, y qué m ás podía ha­
cer una cria tu ra p ara servir a su Dios?
Después del N acim iento de Jesús, una vez term inada la
estrechísim a unión física de que hem os hablado, tuvo lugar
e n tre M adre e Hijo, entre Jesús y María, una estrechísim a
unión m oral; unión en las alegrías y en las penas, unión
en todo.
Pero lo que nos parece m ás adm irable en las relaciones
de M aría con Jesús es aquella innegable autoridad que Ella
ejerció sobre El. «H abet —1 dice Gersón — velut naturale do­
m in iu m ad totius m undi D om inum ». Jesús, al hacerse hom bre
com o nosotros, se puso en nuestras m ism as condiciones.
Por tanto, como asum ió todas nuestras m iserias, a ex­
cepción del pecado, así tam bién asum ió las obligaciones de
la ley natural, regla de nu estra vida. Ahora bien; en tre las
obligaciones de la ley n atural, ¿no existe acaso la de am ar,
h o n rar a la propia m adre y obedecer a sus m andatos? Y
Jesús fue obediente a estos deberes. Nos lo asegura el Evan­
gelio: E t erat subditus illis! Estuvo sujeto no sólo a María,
sino tam bién a su padre putativo San José. A cuyo propósito
exclam a San B ernardo: «Dios, al cual están sujetos los án­
geles, a quien obedecen los Principados y las Potestades, es­
tab a som etido a María, y no sólo a María, sino tam bién a
José, p o r ser esposo de M aría. He aquí dos cosas que debes
adm irar, dejándote en libertad de que elijas la que te cause
m ayor adm iración: si la benignísim a dignación del H ijo o
la excelsa dignidad de la M adre. Tanto en u n a cosa como en
la o tra hay motivo de verdadero estupor; me atrevería a
decir que en am bas reluce la huella del m ilagro. Que Dios
obedezca a u n a m u jer: he aquí un ejem plo de hum ildad
sin segundo; que una m u jer m ande a Dios: he aquí una
sublim idad sin igual. En alabanza de las Vírgenes se canta
que siguen al Cordero por dondequiera que va. ¿Qué alaban­
za, pues, había que trib u ta r a aquella que va delante de El?»
(H o m . I super Missus est, 7, PL. 183, 60 A-D).
c) María Esposa del E spíritu Santo. — Las relaciones de
M aría con el E spíritu Santo están expresadas sintéticam ente
en aquel artículo de n uestra fe que dice: «Incarnatus est de
S piritu Sancto ex María Virgine». M aría Santísim a llegó a
ser M adre del Verbo p o r obra del E sp íritu Santo (no en sen­
tido propio, se entiende, sino en sentido apropiado). Ahora
bien; si la Santísim a Virgen llegó a ser M adre del Verbo
p or obra del E spíritu Santo, con razón puede asp irar al tí­
tulo de Esposa de este E spíritu divino. Y que éste no sea un
título vano lo deducimos del hecho de que en tre El y Ella
existen aquellas m ism as relaciones que unen a todo esposo
con su esposa. Existe, en efecto — observa el P. Dourche — :
1) La entrega reciproca, porque M aría ofrece al E spíritu Santo
su cuerpo virginal, a fin de que form e en él la H um anidad
del Verbo, y éste se entrega a M aría descendiendo a Ella;
2) E sta donación recíproca tiene como principio un afecto
recíproco, del cual los Doctores ven una expresión acabada
en las palabras del C antar de los C antares; 3) E ntre ellos
existía com unidad de vida: El vivía en Ella y Ella vivía con­
tinuam ente en El..., porque la Virgen no em pañó jam ás con
la más m ínim a culpa la belleza de la vestidura inm aculada
con que la adornó su Esposo, y jam ás hizo o tra cosa que
afianzar su unión con E l; 4) Finalm ente existe una com unión
de bienes, com placiéndose el E spíritu Santo en enriquecer a
M aría con sus m ás preciados tesoros de g ra c ia ; y Ella, consa­
grándose a El con cuanto tiene, trab ajan d o solam ente p ara su
gloria. Estos m otivos son, ciertam ente, más que suficientes
p ara asignar a la Santísim a Virgen el titulo glorioso de Es­
posa del Espíritu Santo.

CONCLUSION, —i Asociada al Padre en la generación del


Vierbo, Madre del H ijo y Esposa del E spíritu Santo, la Madre
de Dios se nos aparece verdaderam ente circundada de la glo­
ria del Altísimo. Ella es en verdad la «m ujer vestida de sol»:
«m ulier am icta sole», de quien habla San Juan en el Apo­
calipsis, pues la envuelve la m ism a m ajestad de Dios. La
esfera en que ella se mueve, vive y respira, íes la m ism a es­
fera de la Divinidad, pudiendo decir al P ad re: «Tú eres mi
socio en la generación del Verbo»; y al V erbo: «Tú eres m i
H ijo único p o r m í engendrado»; y al E spíritu S an to : «Tú
eres m i Esposo m uy amado». Ante esta grandeza sin igual,
nosotros nos sentim os obligados a callar o a exclam ar con­
m ovidos: «Tibi silentium lausl» La alabanza m ás cum plida
que se te puede trib u ta r es el silencio; pues p o r grandes que
sean estas alabanzas, serán siem pre m uy poca cosa, en com­
paración de tu dignidad inconm ensurable.
a r tic u lo n

Por el hecho m ism o de ser la Santísim a Virgen la Madre


del Creador, lo es tam bién de todas las criatu ras, ya sean án­
geles, ya sean h om bres: Es M adre física, n atural, del Creador,
o sea, de Cristo, Verbo encam ado, y M adre espiritual, sobre­
natural, de todas las criaturas. En efecto: al engendrar físi­
cam ente, naturaliter, a Cristo, cabeza de todas las criatu ras
(ángeles y hom bres), engendraba espiritualm ente a todos los
m iem bros de esta m ística Cabeza (ángeles y hom bres), lle­
gando a ser la M adre espiritual, sobrenatural, de ellos.
Tratarem os, p o r consiguiente, de M aría Santísim a, Madre
de los úngeles y Madre de los hombres.

MARIA, MADRE ESPIRITUAL DE LOS ANGELES

ESQUEMA. — In tro d u c ció n '. La V irgen S a n tísim a , v e rd a d e ra M adre d e los


Anuden. I. Vot <fe la Sa era d a E sc ritu ra : el p rim a d o a b so lu to y u n iv e rsal
ile C r in o en la C arta u lo» C oloiensen I, 13-20. — I I . La Voz d e la Tra­
dición: I J>« p rin c ip a le » tc illm o n lo l d e lo s P a d re s y de los e sc rito re s ecle-
k lltltlco i. — I I I . La voz d e la razón: E xigen s e m e ja n te m a te rn id a d : a)
lu a rm o n ía del p la n d iv in o , b ) la u n id a d del o rd e n s o b re n a tu ra l, c) el
cu m p lim ie n to en M aría d e la s tre s co n d icio n es re q u e rid a s p a r a la Me­
diación. — C o n clu sió n : Los án g eles so n n u e s tro s h e rm a n o s.

Además del m undo visible en el cual el hom bre ejerce su


dominio, existe u n m undo invisible, vibrante de c riatu ras es­
pirituales. Prim ogénitas de la om nipotente m ano de Dios, cons­
tituyen una m u ltitu d inm ensa, ágil com o el pensam iento, pura
como la luz, verdaderos m undos de m aravillas al servicio del
Rey inm ortal de los siglos.
Ahora bien : tam bién de estas incontables criaturas espiri­
tuales, cada una de las cuales es inconm ensurablem ente supe­
rio r al individuo y a la especie hum ana, es verdadera M adre es­
piritual la Virgen Santísim a.
Que la Virgen M aría sea, en cierto modo, Madre de los án­
geles, es una verdad adm itida por todos los teólogos. No to­
dos conceden, sin em bargo, que los ángeles se puedan llam ar
hijos de María, a l igual que los hom bres. Algunos de ellos, en
efecto — los que defienden que la E ncarnación depende del
pecado como de condición sine qua non —, enseñan que los
ángeles, a diferencia de los hom bres, no han recibido de Cris­
to R edentor y de M aría C orredentora la vida sobrenatural de
la gracia y la sustancia de la gloria, sino solam ente los acce­
sorios de la vida sobrenatural. O tros teólogos en cam bio, de­
fienden que la Santísim a Virgen es M adre de los ángeles, en
el m ism o sentido en que se la llam a M adre de los hom bres, por
cuanto que aquéllos — al igual que éstos — han sido creados,
enriquecidos con la vida sobrenatural de la gracia, y — des­
pués de la prueba — glorificados en vista de los m éritos de
Cristo, que es la Cabeza, y de M aría Santísim a, que es el cue­
llo del cuerpo m ístico, que form a un todo con la cabeza. La
creación, pues, de los ángeles, su vida de gracia y su gloria,
dependen en todo de Cristo y de M aría. Se deduce, pues, de
todo esto, que la Santísim a Virgen debe llam arse Madre, con
pleno derecho, de los ángeles, lo m ism o que de los hom bres.
Es lo que nos proponem os dem ostrar con argum entos tom ados
de la Sagrada E scritura, de la Tradición y de la razón.

I. — L a v o z d e la S agrada E s c r it u r a

Im Sagrada Escritura, hablando directam ente del prim a­


do absoluto y universal de Cristo, se refiere tam bién, de una
m anera indirecta, al prim ado absoluto y universal de María
Santísim a, puesto que fue predestinada en un m ism o decreto
con C risto: «uno eodem que decreto».
Es célebre el texto de la C arta de San Pablo a los Colosen-
ses (I, 13-20): «El nos ha arreb atad o del poder de las tinieblas
y trasladado al reino de su H ijo m uy am ado; (14) por cuya
sangre hem os sido nosotros rescatados y recibido la rem isión
de los pecados. (15) Y El cual es im agen perfecta del Dios in­
visible, engendrado ab aeterno ante toda c ria tu ra ; (16) pues
por El fueron criadas todas las cosas en los Cielos y en la tie­
rra, las visibles y las invisibles, ora sean tronos, ora dom ina­
ciones, ora principados, ora potestades; todas las cosas fueron
criadas p o r El m ism o y en atención a El mismo. (17) Y así El
tiene ser antes que todas las cosas y todas subsisten por El, y
por El son conservadas. (18) Y El es la cabeza del cuerpo de la
Iglesia, y el principio de la resurrección, el prim ero a renacer de
entre los m uertos; p ara que en todo tenga El la prim acía;
(19) pues plugo al Padre poner en El la plenitud de todo ser;
(20) y reconciliar p o r El todas las cosas consigo, restablecien­
do la paz en tre el Cielo y la tie rra m ediante la sangre que de­
rram ó en la Cruz».
Los Tom istas aplican a Cristo, como Verbo E ncarnado, so­
lam ente los versículos 18-20. Las palabras «imagen de Dios
invisible» y «prim ogénito en tre todas las criaturas» (15-17) no
se aplicarían a C risto com o hom bre, sino como Verbo (Cfr.
L a g r a n g e : Les origines du dogme paulien de la divinité du
Christ, in Rev. Bibi., XLV, 1936, p. 5-33).
Mas es necesario observar que el sujeto de aquellos versí­
culos es sim plem ente C risto: com o apareció aquí en la tierra
y como ahora está en estado glorioso en el Cielo; como había
sido conocido ya p o r los cristianos, a los cuales escribía el Após­
tol, y considerado según el lugar que El ocupa en el univer­
so creado, sin referencia alguna particu lar a su naturaleza di­
vina y luimana. Tanto m ás que si Cristo es llam ado imagen
de Dios invisible, se le apoda así en cuanto que es visible (la
oposición entre visible :e invisible es clara), o sea en cuanto
que es el Verbo Encarnado, y no en cuanto Verbo solam ente;
si se le llam a prim ogénito entre todas las criaturas, es conside­
rado evidentem ente en su naturaleza hum ana creada (es eviden­
te, efectivam ente, que la com paración se haga entre criatu ra y
criatu ra y no en tre Creador y c ria tu ra ); si se le llam a Cabeza
de la Iglesia, es considerado sim plem ente como Verbo encar­
nado (pues sólo como tal es Cabeza de la Iglesia) y no como
Verbo. De todas form as, tam bién aquellos versículos que —
según el P. Lagrange y los T om istas '— se refieren a la natu*
raleza divina de Cristo, pueden aplicarse igualm ente a su na­
turaleza hum an a; p o r consiguiente, tam poco esta interpreta­
ción puede ser rechazada. P or o tra parte, esta interpretación
h a tenido la confirm ación m ás cum plida en la célebre Encícli­
ca de Pío X I Quas prim as, sobre la realeza de Cristo.
Adm itido este prim ado absoluto y universal de Cristo, no se
puede negar el influjo sobrenatural de Cristo — y consiguien­
tem ente de M aría Santísim a — sobre los ángeles, los cuales,
como m iem bros del Cuerpo m ístico de C risto (perteneciendo,
con el hom bre inocente, a la Iglesia por El fundada), reciben
toda vida de la cabeza. Si se adm ite, adem ás, que las gracias
concedidas a los ángeles y a los hom bres en estado de ino­
cencia les fueron concedidas independientem ente de Cristo,
queda m enguado y com prom etido su prim ado y dom inio uni­
versal.

II. — L a v o z d e la T r a d ic ió n

La Tradición p resta una base solidísim a a n uestra tesis. En


su favor, efectivam ente, podríam os citar una larga serie de tes­
timonios. Pero nos lim itarem os a los m ás claros y contunden­
tes. San E frén saluda a la Virgen con estas p alab ras: «Después
del M ediador de todo el m undo..., la universal pro tecto ra del
mundo» ( A s s e m a n i : Op. Graec.-Lat., 3, 325).
El Pseudo Epifanio, au to r antiquísim o, escribe: «Ella es
la M ediadora en tre el Cielo y la tierra, a los cuales n atu ral­
m ente unió» (PG. 43, 491).
San Tarasio: «Salve, oh M ediadora de cuanto existe bajo
el Cielo» (PG. 98, 149).
Gregorio Palamas (1360) afirm a resueltam ente que la Vir­
gen Santísim a íes la M ediadora de los ángeles y de los hom bres,
porque por m edio de Ella todos han recibido la gracia y la
gloria (In Dormit., PG. 151, 473).
Lo m ism o enseña Teófanes Nicetio (1371) en el serm ón ln
SS. Deiparam.
E sta tesis se basa tam bién y se pru eb a indirectam ente por
todos aquellos testim onios de los Padres, los cuales afirm an
claram ente la predestinación de C risto (y consiguientem ente
de M aría, predestinada con el m ism o decreto de Cristo) antes
que todos los elegidos (tan to ángeles com o hom bres), y la de­
pendencia de los ángeles y del inocente Adán y de la gracia de
Cristo, siendo m iem bros de su Cuerpo m ístico. Nos lim itare­
mos sim plem ente a algunas citas: H erm a, en su Pastor (li­
b ro III, simii. IX, cap. X II), afirm a que, sólo p o r medio de
Cristo, los ángeles y los hom bres e n traro n en el reino de Dios
(PG. 2, 991).
San Ignacio M ártir: «Nadie se equivoque: sean los seres
supracelestes, sea la gloria de los ángeles, y los príncipes visi­
bles o invisibles, si no creen en N uestro Señor Jesucristo...,
tam bién ellos serán juzgados» (Anal. sac. Spicil. Solesm ., tom o
IV, pág. 279).
San H ipólito M ártir: «Por eso el Señor de todos se hizo
hom bre, a fin de redim ir al m undo con la carne..., y con el mis­
terio de su incorporación establecer los santos órdenes celes­
tiales de las sustancias intelectuales. De cuya obra tenem os en
El la m ás com pleta recapitulación» (Contra Beron, et Helic.,
Serm., PG. 6, 834).
Orígenes escribe que Cristo «es el gran Pontífice que ofre­
ce la hostia no sólo por los hom bres, sino tam bién por todos
aquellos que son capuces de razón» (ln Ev. loan., t. I, n. 40,.
PG. 14, 134). Y en otro lugar: «Pero ninguno de los hijos de
Dios (Angele») c» *em e|antc a El (C risto); ellos, en efecto, di­
cen: de nii sabiduría liemos recibido todas la» cosas» (Anal,
sac. Spicil. Solesm ., t. III, p. 159. Parí», 1883).
Nótense las palabras todas las cosas, omnla. Los ángeles,
p o r tanto, no han recibido de Cristo sólo algo accidental, sino
todo. Y tam bién dice: «Tú (Lucifer) has caído del cielo porque
te has considerado suficiente a ti m ism o, sin necesidad de
ayuda alguna por parte de Cristo» (Schol. in Luc., cap. IV,
PG. 17, 331).
San Hilario, en su obra De Trinitate, libro V III, 50, afirm a
que uno es el rebaño y uno es el Pastor, Cristo, tan to si se
tra ta de los ángeles como de los hom bres, porque aun a los
ángeles ha concedido el Salvador una alegría sem piterna en los
cielos (PL. 9, 642, 302).
San Atanasio atribuye a la Sangre del Verbo E ncam ado la
salvación, o sea la gracia de los úngeles (In Ps. 38, v. 3, PG.
27, 383).
Asegura, adem ás, que el Verbo, «deseando unir y ofrecer al
Padre, por su medio, las cosas creadas, se form ó y se adaptó,
en el E spíritu, un cuerpo» (E p ist. ad Serap., PG. 26, 606).
Basilio de Seleucia afirm a expresam ente que tam bién los
ángeles han sido santificados p o r C risto (H om il. in Ps. 45, n.
5, vers. 6, PG. 29, 423).
San Gregorio Nacianceno afirm a que de C risto proviene
«la salvación, tanto del m undo visible (hom bres) como del
invisible (ángeles)» (Or. X L V in Pascha, PG. 36, 625).
Didimo de Alejandría asegura que «el Salvador es fuente
de vida, fuente que no recibe nada de los demás fuera de sí,
pero que, ¡en cambio, com unica a todos los vivientes sus aguas,
no sólo a los hom bres, sino tam bién a los seres superiores
(ángeles)» (In Ps. 35, 10, PG. 39, 1.335). El es la nube que «vier­
te sus aguas no sólo sobre los hom bres, sino sobre todos los
seres dotados de razón» (Ib id ., 487). El «ha sido ungido por
el E spíritu Santo, como Sum o Sacerdote y Rey de todas las
cosas», a fin de «que todas las criatu ras dotadas de razón
aprendan a servir a Dios» (Ibid., 1.494). Y afirm a ¡explícitamen­
te que todos los entes racionales, como han sido creados por
m edio de El, tam bién «por m edio de El han recibido la sal­
vación» (In Ep. I Petri, cap. III, 22, PG. 39, I, 970).
San Cirilo de Alejandría enseña explícitam ente, en los tér­
m inos m ás form ales, que los ángeles han recibido la gracia
santificante de Cristo. (Lib. IX de Ador., PG. 68, 626). «Por me­
dio de El (Cristo) ha sido concedida toda fructificación espiri­
tual, tanto a los ángeles como a nosotros mismos» (Ibid).
San Filastrio, obispo de Brcscia, prueba con muchos argu­
m entos que la gracia de Adán en su estado de inocencia derivó
de Cristo (PL. 12, 1.211-1.212).
Pedro Alejandrino asegura que Cristo «es el M ediador en­
tre Dios y los hom bres, la resurrección y la salvación de to­
dos..., auriga de los querubines y apóstol de los ángeles» (Anal,
sac. Spicii. Solesm ., t. IV, pág. 433).
San Zenón de Verona afirm a categóricam ente que «no se
puede dudar que el cam ino p a ra alcanzar la cum bre de la
luz es el m ism o p ara los ángeles que p a ra los hom bres» (De
som nio Jacob, PL. 11, 432).
San Am brosio asegura que la gracia de Adán en estado
de inocencia es gracia de Cristo. E n efecto, dice que Adán al
pecar «prefirió abandonar la gracia de Cristo» (Ep. XX ad
sororem M arcellinam, n. 17, PL. 16, 999).
Afirma que todas las criatu ras han recibido de Cristo to­
do cuanto poseen (In Ps. 118, v. 117, PL. 15, 1.421).
San Juan Crisústom o dice que Dios «dio a todos, ángeles
y hom bres, una sola cabeza, o sea, C risto según la carne»
(In Ephes. c. 1, homil. I, 4, PG. 62, 16).
Eusebio enseña «que uno es Dios y uno es el M ediador
entre Dios y los hom bres y en tre todas las cosas creadas»
(Cont. Marcell., lib. I, cap. I, PG. 24, 730).
Teodoreto asegura que «todos aquellos que tienen u n a na­
turaleza creada, tienen necesidad de aquel rem edio (el Verbo
E ncarnado)... Sólo la naturaleza divina no tenía necesidad
de nadie: todas las dem ás cosas necesitaban ;el rem edio de la
Encarnación» (Interp. Epist. ad Hebr., cap. II, 9, PG. 82, 694).
Esiquio asegura que «tam bién la criatu ra superior a nos­
otros ha participado de nuestra santificación» (In Levit., lib.
II, v. 10, 11, PG. 49, 433).
San Jerónim o ensena que «la cruz del Salvador purgó no
■ólo las coma que fslán sobre la tierra, sino tam bién las
que ratrtn en el Ciclo» (PL. 26, 462). «La cruz del Señor no
aólo fue beneficióla a la tierra, sino tam bién al Cielo; no
sólo a los hom bres, sino tam bién a los ángeles, de modo
que toda criatu ra ha sido purgada p o r la Sangre de su Se­
ñor» (PL. 26, 474). «En la Cruz y en la Pasión del Señor
han sido recapituladas todas las cosas».
San Agustín asegura que no sólo los hom bres, sino tam bién
los ángeles, constituyen, de igual m anera que aquéllos, el
Cuerpo de Cristo (Cone. I I I in Ps. 36, PL. 36, 385). Y enseña

A — In stru cc io n e s M arianas.
tam bién que el diablo no ha perm anecido en la verdad por­
que no fue fiel a Cristo, n uestra Cabeza (ln loan. Tract.
XLII, cap. V III, II, PL. 35, 1.074).
San Proclo de Constan/inopia pone en labios de San Juan
Uuutlsta extas palab ras: «¿Cómo es posible que la tierra pue­
da soportal el vcrlc bautizado a Ti por un pecador. Tú que
Hantlflcus a los ángeles?» (Or. V IH iti S. Epiphania, PG. 65,
762).
Proco pió de Gaza afirm a que de Cristo deriva «la santi­
ficación de toda criatura, tanto del Cielo com o de la tierra»
(C om m . in Exod. 28, PG. 87, 642).
San Fulgencio afirm a explícitam ente que «la gracia que
preservó al ángel de la caída no fue d istin ta de aquella que
reparó la ruina causada por el pecado del hom bre. La m is­
m a gracia actú a sobre uno y sobre el otro» (ad Trasim.,
cap. III, lib. II, PL. 65, 240).
San Andrés de Creía pone en labios de los ángeles este
canto: «Por medio de Ella (M aría) nos han sido concedi­
das las prendas do la salud» (ln dorm it. S. Mariae, 3, PG.
1.094).
San M áxim o Teólogo, escribe: «La Rncam ución se ha
realizado pura que la naturaleza se salvara (o sea, a fin de
que Cristo, con la gracia, fuese causa de la deificación de
todas las cosas creadas); los dolores yla m uerte fueron
ordenados p ara la redención de aquellos que, a causa del
pecado, estaban atados p o r el reato de la m uerte» (Ad Thal.,
quest. LXII, schol. 36, PG. 90, 691; 623).
San Ildefonso de Toledo afirm a que los ángeles y los
hom bres form an un solo C uerpo: la Iglesia, Cuerpo de Cris­
to, el cual a los ángeles da la salvación y a los hom bres la
redención (Praef. in lib. de Cognit. B aptism i, PL. 96, 111).
San Agobardo, obispo de Lyón, asegura que «el Apóstol
enseña que la mediación de N uestro Señor Jesucristo une
al Padre con toda criatura ¡elegida..., de m odo que de los
ángeles y de los hom bres resulta una sola cosa..., y de tal
unión se deduce una sola Cabeza, que es Cristo» (Serm . de
verit. Fidei, X, PL. 104, 274).
Rabano Mauro afirm a «que la Pasión de C risto sostiene
el Cielo y rige el m undo... Por ella fueron confirm ados los
ángeles, etc». (De laudibus S. Crucis, D eclaratio figurae II,
PL. 107, 158).
San Bernardo enseña «que el m ism o Cristo es el Salvador
de los ángeles y de los hom bres: del hom bre desde el m o­
m ento de la E ncarnación; del ángel desde el principio de
las criaturas» (Serm . I de Circumcis., PL. 183, 133). Dice ade­
m ás: «El que levantó al hom bre caído, concedió al ángel
que estaba en pie la fuerza p ara que no cayera; uno y otro
fueron igualm ente redim idos, salvando a aquél (al hom bre)
y conservando a éste (al ángel)» (Serm . X X I I in Cant., PL. 183,
880).
E m atdo, abad de Honavalle, enseña expresam ente que
«de Cristo, com o del vértice de todas las cosas, desciende
a los ángeles, a El próxim os, el flujo de las gracias» (Comm.
in Ps. 133, PL. 1.891, 1.573).
Adán Escoto escribe: «Este es el gran médico de todos,
el cual en algunos conserva la salud y a otros cura la enfer­
m edad. Este es nuestro verdadero Salvador, el m anso y pío
Jesús, cuya sangre inocente íes de tal precio que p o r medio
de ella quedaron pacificadas no sólo las cosas que están en
los Cielos, sino tam bién las de la tie rra (Col. I, 20). ¿Y de
qué m anera fueron pacificadas las cosas que están en los
Cielos, sino porque el que había restituido la gracia al hom ­
b re caído dio tam bién al ángel que estaba de pie, con la mis­
m a gracia gratuita, la fuerza para que no cayera? P or la gra­
cia, de nuestro Salvador, nos salvam os nosotros, que nos
habíam os alejado de El, y los que se encontraban ju n to a
El» (Fphcs., II, 17, PL. 198).

III. — I.A VOZ 1)1! I.A RAZON

1. L a a r m o n í a d e l p l a n d i v i n o . — La razón, basada en la
E scritura y en la Tradición, com unica un evidente relieve a
la unidad y arm onía del plan divino, si adm ite que Cristo y
M aría han m erecido cuanto podían m erecer en favor de los
ángeles y de los hom bres, y que en vista de ellos han re-
:ibido cuanto poseían y poseen. C risto y María, en efecto,
son la causa final, o sea la razón de ser de todas las cosas
creadas, ángeles, hom bres, etc., en cuanto que en vista de
ellos y para su m ayor gloria fueron creadas todas las cosas;
lo que es menos noble es siem pre ordenado o subordinado a
lo que es m ás noble. En atención, pues, de Cristo y de Ma­
ría — los personajes m ás nobles de toda la Creación y, consi­
guientem ente, causa final de todas las cosas creadas —, se
ha concedido a todas las criatu ras (sean ángeles, sean hom­
bres) todo bien, no sólo de orden n atural, sino tam bién de
orden sobrenatural, y, sobre todo, la gracia. C risto y M aría
son como los ejes del mundo.

2. L a u n i d a d d e l o r d e n s o b r e n a t u r a l . — Además, la unida
del orden sobrenatural (superior a la unidad que todos adm i­
ram os en el orden n atu ral) se quebran taría si se adm ite que
la gracia del hom bre inocente y de los ángeles no tiene su
origen en Cristo y en María. En tal caso, en efecto, Cristo y
María no serían el centro del orden sobrenatural, no serían el
eje del inundo, al existir en él criatu ras que escapan en algo
a su universal mediación, a su influjo sobrenatural. Hay,
pues, que ad m itir necesariam ente que la gracia concedida al
hom bre inocente y a los ángeles fue m erecida por Cristo como
simple Mediador universal (en cuanto que ha unido las partes
sim plem ente no u nidas); m ientras que la gracia concedida
al hom bre pecador (después del pecado de Adán) procede de
los m éritos de Cristo como M ediador de Reconciliación, o
sea, como R edentor (en cuanto h a unido las p artes disiden­
tes, Dios y el hom bre, que se alejó de El p o r el pecado).
Toda gracia, pues, fue p rep arad a p o r Dios ab aeterno y
concedida a toda c ria tu ra en el tiempo, en atención de
Cristo y sus m erecim ientos.
La opinión co n traria (la que niega que la gracia de nues­
tros prim eros pad res antes de la culpa y la de los ángeles pro­
cede de Cristo) se basa en la suposición de que la E ncarna­
ción del Verbo depende, como de condición sitie qua non, de
la culpa de Adán, y que, consiguientem ente, fue decretada
por Dios después de la previsión del pecado de nuestros pri­
m eros padres. Pero este fundam ento parece poco firm e. Dios,
en efecto, no p erm ite un mal, como es el pecado, sino en vista
de un bien, y de un bien proporcionado al mal. E ste bien p ro ­
porcionado al m ayor de los males, cual es la culpa, no podía
ser o tro que el Sum o Bien, que es Cristo. Dios, pues, perm i­
tió el pecado de Adán en cuanto que previó que sería com ­
pensado con el bien sum o que es Cristo. Antes, pues — se­
gún nu estra m anera de entender — previó y vio y quiso a
Cristo, y después previó y perm itió el pecado. H ay que con­
cluir, pues, que Cristo (con su Santísim a M adre) fue previsto y
querido antes que cualquiera o tra cosa creada, como razón
de ser de todo, com o fuente de gracias p a ra todos (1).
Indudablem ente, Dios pudo hacer depender la E ncam a­
ción del pecado de Adán como de condición sine qua non. Pe­
ro esto está sin dem ostrar. Ni la E scritura, ni la Tradición
autorizan con suficiente certeza u n a tal suposición.

3. L a s t r e s c o n d ic io n e s d e l M e d ia d o r . — A la Virgen San
tísim a, por lo demás, se aplican, hechas las debidas p ropor­
ciones, las tres condiciones requeridas p a ra el oficio de Me­
diador, o sea, la cualidad de m edio en tre los dos extrem os, la
conjunción de dichos extrem os y la deputación por p arte de
los mismos, o al m enos p o r p a rte de Dios, p ara unirlos.
Ahora bien ; la Santísim a Virgen está como en m edio entre
los ángeles y Dios, a distancia de los unos y del otro. Dista, en
efecto, de Dios (y se aoerca a los ángeles) por su cualidad de
pura c ria tu ra ; y dista de los ángeles (y se acerca a Dios) por
su cualidad de Madre de Dios, estando adornada de una digni­
dad y de una grnciu incom parablem ente superior a la de los
áiiKcIcx tom ados en conjunto. En algo, pues, difiere y en algo se
usemeju a estos dos extrem os, encontrándose, por tanto, en
medio.
(1) A d m itido e sto , es fácil d e c o m p re n d e r, p o rq u e n o se a d m ita la d is tin ­
ción e n tre gracia d e D ios (la c o n ce d id a a los án g eles y a n u e s tro s p rim e ro s
p a d re s) y gracia de C risto (la q u e se co n ced ió al h o m b re caíd o d e sp u é s del
pecado). De n in g u n a m a n e ra . T o d a la g ra c ia p ro v ie n e d e C risto M ediador,
el cu al, com o u n ió la s p a rte s disgregadas p o r e l p eca d o (Dios y el h o m b re
pecador), a sí ta m b ié n u n ió las p a rtes sim p le m e n te no u n id a s (D ios, los á n ­
geles y el h o m b re suites d e la c u lp a ). C risto es el c e n tro y el e je del m u n d o .
Todo e stá b a jo El y g ira a su a lre d e d o r. T odo e s tá s u je to a El y a su general
in flujo.
La Virgen Santísim a, en segundo lugar ha unido, ju n tam en te
con Cristo, los dos extrem os, o sea, Dios y los ángeles, dando
a Cristo librem ente n u estra naturaleza hum ana, en fuerza
de la cual, El se ha colocado en el centro m ism o de la Crea­
ción.
Que la Virgen Santísim a, finalm ente, haya sido deputada
por Dios para u n ir con C risto los dos extrem os, Dios y los
ángeles, se ve claram ente p o r los argum entos cscriturísticos
aducidos anteriorm ente.

CONCLUSION. — Con razón, por tanto, podem os salu dar a


M aría como verdadera M adre de los ángeles, al igual que co­
m o verdadera M adre de los hom bres. Se deduce de ello que te­
niendo los ángeles la m ism a M adre sobrenatural, que los hom ­
bres son verdaderos herm anos, en el orden sobrenatural, de
los hom bres, y, com o tales, o sea, por esta fraternidad, nos ilu­
m inan, nos custodian, nos gobiernan, hasta que nosotros tam ­
bién, superada la prueba de la vida terrena, alcancem os el
prem io del Cielo, donde form arem os con ellos una sola fam i­
lia, en medio de la cual palpita el Inm aculado Corazón de una
m ism a Madre, toda herm oseada p o r su sonrisa m aternal. La
dulzura de esta realidad sobrenatural es superada solam ente por
la trascendental dulzura de aquel lugar donde el gozar no tie­
ne fin.
MARIA, MADRE ESPIRITUAL DE LOS HOMBRES

ESQUEMA. — In tro d u c ció n '. El p e re n n e a tra c tiv o de la p a la b ra «m adre». —


I. E n q u é sen tid o M aría es n u e stra M adre: 1) S e n tid o s in c o m p le to s; 2)
el v e rd a d e ro sen tid o . I I . La vo z d e la E s c ritu ra : 1) C risto , n u e s tr o h e r­
m a n o ; 2) N u e stra in c o rp o ra c ió n a C risto ; 3) La p ro m u lg ació n d e la m a te r­
n id a d e sp iritu a l d e sd e lo a lto d e la C ru z. R eq u ie re n tal in te rp re ta c ió n :
a ) el s u b s tra to m a te ria l, b ) las c irc u n sta n c ia s, c ) las p a la b ra s em p le ad a s
p o r el hagió g rafo . — I I I . La voz d e la T ra d ició n : 1) El n o m b re d e «m a­
dre» y lo q u e sig n ific a ; 2) C u án d o no s c o n cib ió la V irg en y c u á n d o nos
dio a luz. — IV . La voz d e la razón: El o rd e n s o b re n a tu ra l an álogo al
o rd e n n a tu ra l. C o n clu sió n : R eco rd ém o n o s con fre c u e n c ia q u e M aría es
n u e s tr a M ad re.

En la vida de San José Cafasso se describe una escena de­


liciosa. Para d esp ertar :en el corazón de los niños el m ás ar­
diente am or filial hacia María, n u estra Madre, les pregunta­
b a : «¿Cuántas m adres tenéis?» P or regla general, com o era
de esperar, los niños respondían que una. Y é l : «¡ N o ! Pensad­
lo bien... Tenéis más». Y si los niños, adem ás de la m adre,
nom braban a la abuela o a la tía... «¡No, no! — insistía el
Santo —. Me refiero a m adres de verdad». Y si no llegaban
a darle una respuesta exucta, los dejab a reflexionar y después
añadía: «Sé que lo sabéis, y como 1 1 0 me lo queréis decir, yo
os voy a adivinar lo que estáis pensando: Vosotros tenéis dos
m adres, la que está en casu y que tan to os quiere y la que
tenéis en el Paraíso, la Virgen Santísim a, la cual os quiere
m ucho más. ¿No es cierto?» Y cuamdo los niños contestaban
que sí, el buen sacerdote continuaba: «¿No os dije que lo sa­
bíais y que no lo queríais decir?» Y de esto tom aba ocasión
para exhortarles a que am asen a la Santísim a Virgen con co­
razón filial.
Sí, adem ás de la m adre de la tierra, tenem os una M adre ce­
lestial, pues adem ás de la vida natu ral, tenem os o tra vida, que
es la sobrenatu ral o de la gracia divina, que es incom parable­
m ente m ás noble.
Observa ju stam en te un célebre Mariólogo (1) que en todos
los idiomas, en tre las m últiples palabras que los form an, exis­
te una que expresa por sí sola un verdadero poem a de am or;
es una palabra que habla al corazón y sólo al corazón; una
p alab ra que sólo inspira am o r; palab ra tan dulce, tan suave,
que se pronuncia m ediante dos besos, pues los labios, al pro­
nunciarla, se besan dos veces: íes la palab ra m am á...
Es la p rim era que florece en la boca y, generalm ente, la úl­
tim a que se pronuncia, pues en los m oribundos se observa fre­
cuentem ente este fenóm eno psicológico: la invocación de la
m adre. Y se observa no sólo en los niños sino tam bién en los
jóvenes, en los adultos e incluso en los ancianos. H om bres m a­
duros que tienen su ¡esposa, y que tam bién tienen hijos, en el
m om ento suprem o no invocan m ás que a la m adre.
E sta p alab ra tan dulce trae a la m ente el recuerdo de la
persona m ás querida de n uestra existencia. La idea desperta­
da por esta sola palabra nos acom paña a través de todas las
edades, como fuente inagotable de alegría, de sacrificios, de
am or. P ara el niño, la m adre lo es tod o ; p ara el joven, es el
freno poderoso de sus pasiones tum ultu o sas; p a ra el desca­
rriado, es como u n reclam o hacia la rehabilitación y al cum ­
plim iento del deber; p a ra el hom bre m aduro, es m anantial de
suavísim os recuerdos, de im borrables m em orias. La m adre es
como el sol que ilum ina y alegra toda la jo m a d a de n u estra fa­
tigosa vida terrena.
Pues bien: M aría es n u estra M adre. Tal es el sen tir y la
persuasión práctica de todos los católicos.

I. — E n q u e s e n t id o e s M a r ía n u e s t r a M a d r e

1. S e n t i d o s i n c o m p l e t o s . — Mas ¿en qué sentido solemos lla


m ar a M aría n uestra M adre?... Hay quien piensa que M aría es
n uestra M adre especialm ente por el am or, por los cuidados
m aternales que nos prodiga. Es demasintlo poco.
Otros, y son muchos, creen que M aría es nuestra Madre
(1 ) C a m pa n a , E . M aría e n e l D ogm a Católico, P . I.
adoptiva, por habernos adoptado p o r hijos. Tam bién esto es
dem asiado poco. El decir sim plem ente que M aría es n uestra
M adre adoptiva, aunque sea cierto en cuanto que no es nues­
tra M adre natu ral, con todo no expresa suficientem ente toda
la grandeza real de su m aternidad con respecto de nosotros.
La m adre adoptiva, en efecto, sólo tiene una relación de
afecto y algunos derechos sobre el h ijo : no ha sido ella la que
h a com unicado la vida a su hijo adoptivo.

2. E l v e r d a d e r o s e n t i d o . — M aría, e n cambio, es nuestra


verdadera Madre, no ya carnal, sino espiritual; no natural,
sino sobrenatural. E sta verdad es la consecuencia lógica, nece­
saria, de la cooperación de M aría a n u estra redención, o sea
a nuestro renacer a la vida de la gracia.
Madre, en efecto, es aquiella que coopera a d ar la vida y,
cuando la ha dado, la cuida h asta que no haya alcanzado su
pleno desarrollo. Ahora bien: la Virgen Santísim a ha coope­
rado con el Divino R edentor a d am os la vida sobrenatural de
la gracia, vida divina de la cual ciertam ente habíam os sido
privados por el pecado de nuestros prim eros padres. La gracia,
en ¡efecto, es el principio de la v id a : ella es p ara el alm a lo que
el alm a m ism a es p ara el cuerpo. El alm a com unica al cuerpo
el vigor, el m ovim iento en u n a palabra, toda la vida de que
disfruta. Igualm ente la gracia com unica al alm a una nueva vi­
d a : la vida de los hijos adoptivos de Dios; por eso se la llam a
con razón alm a de n uestra alma.
E sto adm itido, desde el m om ento en que la Virgen Santísi­
m a ha cooperado a obtenernos la vida de la gracia, es ¡eviden­
te que debem os saludarla como fuente de nuestra vida sobre­
n atural y, por tanto, como verdadera M adre nuestra.
No existe, es cierto, de esta consoladora y gran verdad
una definición explícita y solemne de la Iglesia. Pero los Su­
mos Pontífices han hecho frecuentem ente referencia a ella
como a la verdad indiscutible. Y así, p a ra citar sólo a los más
recientes: Benedicto XIV, Pío IX, León X III, Pío X, Pío XI, y
Pío X II, se han expresado de tal m anera a este respecto, que
sus palabras no dejan lugar a d uda referente a la verdad de
la m aternidad espiritual de la Virgen Santísim a.
Y es justo, pues tan to la Sagrada E scritu ra como la Tr
dición, a las cuales se adhiere con entusiasm o la razón, son
m uy claras y explícitas respecto a este argum ento.

II. — L a v o z dh l a S a g ra d a E s c ritu ra

L C r i s t o n u e s t r o h e r m a n o . — Comencemos por la Sa­


grada E scritura. Ella nos p resenta tres argum entos irrefuta­
bles p ara p ro b ar la m atern id ad espiritual de María. El pri­
m ero de estos argum entos se desprende del hecho de que
Jesús, en la Sagrada E scritura, es proclam ado nuestro hermano.
«N untiate fratribus m eis»: Decidles a m is herm anos. H a­
cedles saber a m is herm anos (Mat., 28, 10). Así dice El al
o rdenar que se le dé u n a noticia a sus discípulos. Y San
Pablo, hablando de Jesucristo, lo dice claram ente y le llam a:
Prim ogénito tentre m uchos h erm anos: «Primogenitus in m ul­
tis fratribus» (Rom., 7, 29). Ahora bien; si Jesús es nuestro
herm ano, m ejo r dicho, el prim ogénito en tre todos los her­
manos, ¿cómo se podrá negar que su M adre es en cierta m a­
nera nuestra M adre y que nosotros somos sus hijos? El fun­
dam ento adem ás de esta n u estra fratern id ad con Cristo se
basa en la teoría del Cuerpo m ístico de Cristo, com o diremos
inm ediatam ente.

2 . N u e s t r a i n c o r p o r a c i o n a C r i s t o . — A m enudo el Após­
tol habla de n uestra m ística incorporación a Cristo, en fuer­
za de la cual todos los hom bres constituyen con El un solo
cuerpo m ístico, del cual El es la cabeza (Rom., 13, 5), y de la
cual dim ana la vida sobrenatural a los m iem bros. Ahora bien;
los m iem bros son concebidos ju n tam en te con la cabeza en
el seno de la m ism a Madre. Todos los hom bres, p o r tanto,
com o m iem bros m ísticos de Cristo, ju n tam en te con El, que
es nuestra Cabeza, han sido m ísticam ente concebidos y han
nacido de María. Este es el fundam ento suprem o de la Ma­
ternidad espiritual de María, prom ulgada p o r Cristo, como
direm os después, desde lo alto de la Cruz.
3. La PROMULGACION DE LA MATERNIDAD ESPIRITUAL. — El te r-
cer argum ento que nos proporciona la Sagrada E scritura, y
sobre el cual se ha discutido prolijam ente, está tom ado de
las palabras que Jesús, desde lo alto de la Cruz, dirigió a Ma­
ría y a San Juan.
Volviéndose a M aría y refiriéndose a Juan, dijo Jesús:
«Mujer, he ahí a tu hijo»: Mulier, ecce filius tuus; y vuelto
después a Juan, y señalándole a María, añadió: «He ahí a
tu M adre»: Ecce M ater íua (Jn., 19, 27).
Desde el siglo X II en adelante, la m ayor p arte de los teó­
logos ha ratificado que en este trozo evangélico se ¡encuentra
la proclam ación solem ne de la M aternidad espiritual de Ma­
ría, hecha po r boca del m ism o Redentor.
Con estas palabras, en efecto, Cristo Crucificado quiso re­
com endar en la persona de Juan como hijo a todos sus fieles
seguidores, en el m om ento preciso en que todos al realizarse
la obra de la Redención, nacían a la vida sobrenatural de
la gracia.
El substrato material, las circunstancias, las palabras m is­
m as em pleadas por el hagiógrafo requieren ésta y no o tra in­
terpretación.
Requiérelo ante todo el substrato material de las m ism as.
p ues — com o observa San León — esta diferencia, entre
otras, existe en tre la m uerte del Salvador y la m uerte de sus
m ártires: que éstos han dado la vida cada uno por cuenta
propia y sus m uertes son privadas o singulares: Singulares
in singulis m ortes s u n t; Jesucristo, en cam bio, ha dado la
vida p o r los dem ás, y su m uerte es una m uerte común,
pública, universal: Ititer filios hom inum solus Dominus nos­
ter est in quo crucifixi et m ortui sum us. T rataba El enton­
ces Ia causa die todos los hom bres, com o de todos los hom bres
tenía en sí m ism o y representaba la naturaleza, sin la culpa.
Per eum agebatur om nium causa, in quo erat om nium natura
sitie culpa. Sacerdote, pues, de su víctim a de su augusto sa­
cerdocio — observa el Padre V entura —, Pontífice universal,
H ostia pública de propiciación, de reconciliación, de paz, su­
bió a la Cruz ofreciendo a Dios, su Padre, el sacrificio de los
siglos por la salvación del m u n d o ; y haciéndose acepto, por
las hum illaciones profundas, p o r la oblación com pleta de
todo lo que le e ra propio y personal, por su resignación p e r­
fecta y, sobre todo, p o r la inm ensa caridad que le Im pulsaba
a hacerlo. No es, pues, verosím il que haya querido Interrum pir
ni por un. instante esta sublim e acción, la acción por exce­
lencia, la acción perfecta, para pensar sólo en el prem io del
Discípulo y en el alivio m om entáneo de su Madre. No es
verosímil tam poco que p o r un instante haya pretendido npur-
tar sus pensam ientos de la obra pública de la redención de
los hom bres, p ara dedicarse exclusivam ente a intereses per­
sonales y privados.
Nada hay ciertam ente m ás justo, m ás religioso, m ás san­
to, m ás pío, n atural, generalm ente hablando, que en pun to de
m uerte un hijo piense en su m adre, y un m aestro en su dis­
cípulo m ás fiel. Pero considerada la función augustísim a, la
nobilísim a obra que realizaba el H ijo de Dios al m o rir; con­
siderado el carácter p articular, la m odalidad sublim e de su
m uerte, no podía El, ni p o r un solo instante, ocuparse de la
M adre y del discípulo, sin descender, en cierta m anera, del
alto rango, del grado sublim e de personaje público, de víc­
tim a universal, sin alte ra r la perfección, la integridad de su
ofrenda, en la cual todo cuanto había de personal y propio
procedía de El, en cuanto que se sacrificaba por nosotros y
a nosotros e ra aplicado.
Es cierto que en aquellos m isteriosos m om entos se preo­
cupó por asegurar el perdón a quienes lo crucificaban: el pa­
raíso a un ladrón. Mas de la m ism a m anera que aquel per­
dón fue requerido conjuntam ente p ara todos los pecadores y
fue prom etido al m ism o tiem po a todos los penitentes, así
tam bién aquel ruego y aquella prom esa, aunque fueron expre­
sados en térm inos particulares y privados, tuvieron un fin
público y universal. P or la m ism a razón, pues, tam bién la
proclam ación de la nueva M aternidad de M aría y de la nueva
filiación de Juan, a pesar de h ab er sido hechas m ediante
expresiones personales y privadas, tuvieron que tener un fin
público y universal p ara poder arm onizar y form ar un todo
con los pensam ientos y sentim ientos de interés público, que
eran los únicos que en aquellos precisos m om entos interesa­
ban a Jesucristo.
El discípulo debió, pues, rep resen tar p o r esta m ism a razón
a todos los verdaderos creyentes, com o los que crucificaban
a Cristo, según la enérgica expresión de San Pablo, repre­
sentaban a todos los pecadores, y el buen ladrón a todos los
verdaderos p enitentes; y la adopción de San Juan debió abar­
carnos a todos nosotros. Sólo de esta m anera, la disposición
de Jesús adquiere toda su grandeza, todo su relieve, toda su
nobleza y extensión; no se tra ta sólo de un acto del Hijo
Unigénito de M aría, del M aestro p articu lar de Juan, sino de
un acto propio del Salvador universal de los hom bres, digno
por lo m ism o del Personaje que lo realizó y del tiem po y del
lugar en que fue hecho.
Todo esto queda confirm ado si se considera la conducta
que observó siem pre el R edentor con referencia a su Santí­
sim a M adre en el curso de su vida m ortal. Jesucristo casi
llega a d ar m uestra de no conocerla... ¿Por qué? Porque — co­
m o observa San Ambrosio — El cree deberse todo, m ás que
al afecto de su M adre terrena, al m inisterio de que h a sido
investido por su Padre Celestial. Sus relaciones personales,
sus aficiones dom ésticas, quedan siem pre supeditadas, que­
dan subordinadas a su carácter público de Salvador. En to­
dos los instantes, en todos sus pensam ientos, en todas sus
palabras, en todas sus acciones, El tiene siem pre presente
que es el R edentor de todos los hom bres. ¿H abría acaso de
olvidar esta norm a de conducta en el preciso m om ento en
que se ofrecía en la Cruz como Victim a por la salvación de
la hum anidad?
Exigen, ademán, en xtgundo lunar, una sem ejante inter­
pretación In» clrcunitancla* «le lugar y de tiem po en que
Niic»lni Señor pronunció In» palabras en cuestión.
Pronuncióla» en un Utuar extraordinariam ente público y
en presencia de Innum erables testigos; y esto nos da a en­
tender que no se refería solam ente a Juan, sino a todos cuan­
tos habrían de abrazar la fe de Cristo R edentor. Si, en efecto,
se hubiere referido solam ente a Juan, aquella recom endación
la habría hecho ciertam ente antes de la Pasión; d urante ese
tiempo, en efecto, la Santísim a Virgen tendría grandísim a
necesidad de alguien que llenase p a ra con Ella las veces de
h ijo ; y Juan necesitaría grandem ente de M aría p ara perm a­
necer fiel a su fe. Además, si Jesús hubiese querido hacer
una recom endación de carácter puram ente privado, no de­
bía haber hablado en un lugar tan público como lo cru el
Calvario, ni delante de tantos testigos.
Tam bién el tiem po elegido por C risto para hacer manifies­
ta esta su voluntad viene en confirm ación de lo mismo. En
este tiem po, el alm a de su M adre estab a traspasada por una
espada de dolor. Ahora b ien : cuando el alm a se siente con­
m ocionada p o r u n a pasión m ás violenta, está capacitada para
recibir la im presión de otras pasiones. Si Cristo, pues, dis­
creto hacer sem ejante recom endación precisam ente en aquel
m om ento de dolor suprem o, es señal de que quiso excitar
en el corazón de M aría u n a sum a y vehem ente pasión de
am or m aterno, que tuviese como objeto no sólo la persona
de Juan, sino todo el género hum ano.
Reclaman, finalm ente, tal interpretación las m ism as pa­
labras de Cristo. En p rim er lugar, llam a a M aría con el nom­
bre de m ujer, y no con el de Madre, com o p ara significar
que en aquel m om ento la Virgen era la m u jer por excelencia,
esto, es, la m u jer no sólo llena de fortaleza an te la Pasión
del Hijo, sino la m u jer rep arad o ra de las m iserias causadas
por la prim era m u je r; la m u jer que con su descendencia de­
bía aplastar la cabeza de la serpiente, según había sido anun­
ciado en el Génesis. Pero tam bién em plea este nom bre de
m ujer de un a m anera especial, p a ra d ar a entender que Ma­
ría ¡era la segunda Eva, que nos debía engendrar a la vida
de la gracia perdida por la prim era.
En segundo lugar, el Evangelista se designa a sí m ism o no
con el nom bre de Juan, sino con el de discípulo, y discípulo
am ado de Jesús. M ientras todos los dem ás discípulos habían
abandonado a Jesús, él solo perm anece al pie de la Cruz,
para rep resen tar a todos los fieles hijos de Dios.
En tírc e r lugar, se ha de tener presente que las dos enun­
ciaciones: «¡H e ahí a tu M adrel... |H e ahí a tu H ijo!» son
correlativas, o sea, que expresan claram ente una relación de
m aternidad por p arle de M aría y una relación de filiación
por p a rte de San Juan. Esto supuesto, si Jesús hubiese pre­
tendido solam ente recom endar su Santísim a M adre a los cui­
dados de San Juan, h abrían sido suficientes las palabras «¡H e
ahí a tu Madre!», sin que hubiera sido necesario que hubiese
pronunciado las o tra s: «¡He ah í a tu Hijo!»
«Es, p o r tanto, a todo el pueblo nuevo — concluye Bos-
suet (Serm ón sur le Rosaire, Op., t. II, p. 808) —, íes a toda
la sociedad de la Iglesia a quien Jesús pone b ajo la custodia
de la Santísim a Virgen en la persona de su discípulo am ado;
y en fuerza de aquellas divinas palabras, Ella queda conver­
tida no solam ente en M adre de San Juan, sino tam bién de
todos los fieles.
« E n aq u el m o m e n to , u n la tid o m a te rn a l
g ratu le com o to d a la tie rr a , se e n ce n d ió en E lla
y com o M ad re en aq u el d iv in o la tid o
a b a rc ó a todos los m o rtale s» (1).

Las palabras, pues, dirigidas p o r el Señor Crucificado a


la Madre y al discípulo proclam an la M aternidad espiritual
y universal de María. En favor de esta interpretación m ilita
el sentim iento com ún de la Iglesia; y lo que es m ás im por­
tan te: la declaración m anifiesta de los Sumos Pontífices, en­
tre los cuales se encuentran Benedicto XIV, Pío V III, Grego­
rio XVI, León X III, Pío X...
Pío X II autorizó a la Congregación de los Siervos de Ma­
ría, en el S antuario Nacional de Portland (Oregón), a que ce-
lebrason cada aflo, el segundo dom ingo de mayo, la fiesta li­
túrgica de M aría «M adre del género humano».

111, — La vo/. mi u T radición

A lu Sit|>imln lile rltlira hace coro la T radición cristiana.


1. I'.i. nuMBKH dii M a d k ii y i .o uní! SIG N IFIC A . — El dulce nom­
bre de Madre dado a María comenzó a resonar desde los orí­
genes de la Iglesia.
P ara ser exactos, es necesario distinguir bien entre el nom­
bre y lo que éste significa. Que la Iglesia naciente adm itió en
sustancia la M aternidad esp iritu al de M aría, es cosa obvia.
(1 ) Ro s c h in i, Las doce e strella s.
Vio en ella a la segunda Eva, com o dem ostrarem os, y ¿qué
o tra cosa se podría deducir de ello, sino que M aría es la Ma­
dre universal de los nacidos a la gracia?
Si, en cam bio, nos referim os a la palabra m aterial, enton­
ces, a fuer de sinceros, habrem os de reconocer que este nom­
bre no se encuentra on las obras de los Santos Padres de los
tres prim eros siglos. La cosa, con todo, tiene su explicación.
Aquellos escritores antiguos tenían o tras cuestiones que tra­
tar. Ninguno de ellos, en efecto, confió al escrito todo cuanto
pensaba, sino solam ente lo que creían que podía in teresar a
los demás. El interés público, adem ás, sentía preferencia por
las cuestiones que se debatían públicam ente, y entre ellas no
sie encontraba, ciertam ente, la de la M aternidad espiritual de
María. E sto no q u ita p ara que los cristianos, y de una m anera
especial San Juan, hayan dado a M aría el dulcísim o nom bre
de Madne. Ningún docum ento escrito nos lo dice. Pero nues­
tro corazón lo adivina. Y el corazón en estos asuntos no se
suele engañar.
Sea lo que fuere de esto, es indudable que en el siglo IV,
con el comienzo del florecim iento de la Teología, comenzó a ser
llam ada M aría con las palabras de nuestra Madre. Y así, en el
dicho siglo IV, San Epifanio, al hacer un parangón entre Eva
y María, dice de esta ú ltim a que «habiendo llevado en su se­
no al Ser Viviente p o r esencia, fue preconizada Madre de los
vivientes» (A dv. Haeres., 7 8 , n. 18, PG. 4 2 , 726 -7 2 7 ).
Lo m ism o afirm an San Agustín, San Ambrosio, San Jeróni­
mo, San León Magno, San Pedro Crisólogo y otros.
A los cuales hicieron eco m ás tarde los Escolásticos del
Medioevo y todos los Teólogos y Doctores católicos.

2. C uand o n o s c o n c ib io la V ir g e n y n o s d io a l u z . — La Vir
gen Santísim a, pues, es n u estra verdadera M adre, por ha­
ber cooperado a regeneram os a la vida de la gracia. Tal es el
sentir de la E scritu ra y de la Tradición. Ella nos concibió en
N azaret y nos dio a luz en el Calvario. Ella comenzó a ser Ma­
dre de los hom bres en el m om ento m ism o en que empezó a ser
M adre del R edentor. «Con su consentim iento para ser M;ulre
de Dios — escribió San B ernardino de Sena — proporcionó
la salvación y la vida a todos los elegidos, de form a que se
puede decir que en aquel instante acogió en su regazo la hu­
m anidad jun tam en te con el H ijo de Dios» ( Tract. de B. Ai. V.
Serm . V III, art. 2.°). En realidad, cuando la Santísim a Virgen
dio su consentim iento p a ra la E ncam ación, sabía que a su se­
no b ajaría el Salvador del m undo. Y por eso M aría, m ediante
aquel m ism o consentim iento, sabiendo que iba a d a r a los
hom bres a Aquel que los tenía que regenerar a la vida, acep­
tó el concurrir a proporcionarles a ellos esta vida. Y de la m is­
m a form a que esta vida de la gracia los hom bres la tuvieron
por medio del sacrificio del R edentor realizado en el Calvario,
asi tam bién en el m ism o Calvario, y uniéndose al Sacrificio
de su Mijo, entre Indecibles angustias de su corazón, Ella nos
dio a luz. La M aternidad espiritual de M aría se realizó en el
m ismo instan te .en que tuvo lugar la o b ra redentora de Cristo.
Entonces, en efecto, renacim os todos e<n form a potencial a la
vida de la gracia.
Después volvimos a nacer a tal vida de m anera actual, me­
diante el Bautism o, el cual nos incorpora a Cristo y nos hace
partícipes de la vida de El.

IV. — L a v o z de la ra zó n

Y ahora escuchem os tam bién la voz de la razón, la cua


se adhiere con cmtuslusmo u la Sagrada E scritu ra y a la Tradi­
ción. Ella nos dem ucstru lu gran conveniencia de que los hom­
bres tengan una M adre tum blén en lo que se refiere a la vida
«obrcuuturnl, o sea, en el ordon de la gracia, como la tienen en
In vldn nnliirnl, o sen, en el orden de la naturaleza.
E» un bocho, m ejor dicho, una ley: el orden sobrenatural es
análogo al natural, sobre el cual en cierta maniera se apoya.
Por tanto, las necesidades de la vida sobrenatural son análo­
gas, o sea, muy sem ejantes a las de la vida n a tu ra l; las diver­
sas fases o vicisitudes a que e stá su jeta la vida n atu ral del
cuerpo se repiten en m anera análoga en la vida sobrenatural
del alma. ¿Por qué, por ejem plo. N uestro Señor Jesucristo
quiso que el núm ero de los Sacram entos, de estos rem edios
sobrenaturales, fuese siete? Porque siete son las principales
necesidades de la vida n atural, a las cuales corresponden per­
fectam ente o tras tan tas exigencias de la vida sobrenatural.
Desde el m om ento, pues, que el orden sobrenatural encuen­
tra una tan adm irable correspondencia en el orden n atural,
es evidente que Dios, p ara m antenerse consecuente con esta
ley, debiera darnos, tam bién en la vida sobrenatural, que es
la de la gracia, u n a M adre, com o nos la dio en la n atural.
«Así como — dice el P. V entura — esta vida n atu ral comen­
zó m ediante la asociación de u n hom bre y una m ujer, la vida
sobrenatural hubo de ten er su principio len Dios R edentor —
asociado a una M ujer —. E sto es lo m ism o que decir que así
como en el orden tem poral, adem ás del padre, principio de
vida, hem os tenido u n a m adre, p o r m edio de la cual se nos
ha transm itido la vida, así en el orden espiritual, adem ás de
un Padre, principio y au to r de la gracia, que es Jesucristo, de­
bíam os tener una Madre, por medio de la cual nos fuese co­
m unicada dicha gracia. ¡E sta M adre es M aría 1 N o; el Dios
de bondad, que en la vida tem poral ha querido darnos, con la
m adre carnal, un lazo de unión, un canal benéfico, una m edia­
dora, un medio de defensa, un m otivo de confianza y de am or
en relación con el padre terreno, en el orden espiritual, en el
cual ha colocado m ayor cúm ulo de riquezas de su m isericor­
dia, no ha podido d ejar de d ar a cada cristiano u n a M adre
espiritual, un lazo de unión, u n canal de gracias, una Media­
dora, un m edio de defensa, un m otivo de confianza y am or
en relación con el Padre Celestial. ¿Y cómo puede concebirse,
sin causar in ju ria a la infinita bondad de aquel Dios que ha
querido redim irnos copiosa y abundantem ente, «copiosa apud
eum redemptio» (Ps. 129) que p a ra n uestras necesidades tem ­
porales haya querido proporcionarnos un rem edio, un soco­
rro, un auxilio, un alivio en n u estra m adre terrenal, y que
luego no haya querido hacer otro tan to para nuestras necesida­
des espirituales; y que no nos haya dado el consuelo, el ali­
vio, la asistencia y la m ediación de una Madre Celestial?
Tanto m ás que el corazón siente de una maniera extraor­
dinaria la necesidad de una M adre espiritual.
Un día — cuenta Nicolás — una niña aprendía sobre las ro­
dillas de su m adre a hacer la señal de la Cruz. Después de ha­
b er repetido las p alabras que ésta le decía, acom pañándolas
con los m ovim ientos correspondientes, fijó los ojos como sor­
prendida en el ro stro de su m adre y exclam ó: «¿En la Trini­
dad no existe la M adre? H em os nom brado al Padre, al Hijo
y al E spíritu S anto; pero ¿y la M adre, dónde está?» El cora­
zón habló por boca de esta inocente; el corazón siente necesi­
dad de la M adre espiritual, y Dios, que h a infundido en él
este anhelo, lo ha satisfecho dándosela. ¡Es M aría! Ella es
verdaderam ente n uestra Madre. Y no sólo tiene el nom bre de
Madre, sino sobre todo el corazón.
|E l corazón de una m adre! Todo cuanto de él se diga o se
purria decir resultará siem pre poco. Es como un trozo de cie­
lo caído sobre la tierra. ¿Qué decir, pues, del corazón de María?
Su dolor grande, inconm ensurable como el m ar, soporta­
do únicam ente p o r nosotros, nos habla elocuentem ente de la
m agnitud de su am or. Efectivam ente, la m edida del am or es
el dolor. No ha habido jam ás, ni lo habrá, un am or m ás gran­
de que el suyo, porque tam poco existió nunca un dolor m ás in­
tenso que el que soportó la Virgen p o r n u estra salvación.

CONCLUSION. — ¡Recordém onos continuam ente de que


M aría es nuestra M adre! Con ese m ism o instinto con que en
los peligros, en las angustias, se recurre a la m adre terrena, acu­
dam os a nuestra Madre celestial. Ella nos am para. Ella nos
m ira desde el Cirio, m om ento p o r m om ento; Ella es toda co­
razón, toda solicitud por nosotros.
Recordem o» Nnbr o todo que r l pecado m o r t a l , al privar­
nos de In gracia Pl a nt i f i ca nt e , no» priva de la vida sobrenatural
rir la jJim la que sr no* ria por María, y por eso, adem ás de que­
d ar huérfano* rir Pariré, nos deja t a m b i é n f a l t o s de Madre.
Repitámosle frecuentem ente, especialm ente en los peligros
y en las angustias de este d estierro : « M onstra te esse Mar
tr e m /»: «M uestra, oh María, que eres n uestra Madre!» Y la
Santísim a Virgen — tenem os la seguridad de ello — se ofre­
cerá siem pre como Madne nuestra, si nosotros procuram os,
por nuestra parte, com portarnos com o verdaderos hijos su­
yos, am ándola y venerándola con am o r de tales.
ARTICULO in

LA MEDIANERA UNIVERSAL

Considerada la M aternidad universal de M aría Santísim a en


sí m ism a, pasem os ah o ra a considerarla en sus consecuencias
inm ediatas. Son dos: la M ediación universal y la Regalidad
universal.
Siendo M aría Santísim a verdadera M adre universal, tanto
del Creador com o de las criatu ras (ángeles y hom bres), se si­
gue que Ella se encuentra com o en el m edio en tre Aquél y és­
tas, uniendo — com o anillo de oro — estos dos extrem os infi­
nitam ente distantes, o sea, com unicando al Creador la vida na­
tural de las criaturas, p a ra pod er com unicar a éstas la vida de
Aquél. Y en esto se basa precisam ente el concepto de Media­
ción.
Ya hace tiem po que se h a im puesto el uso de restringir
el significado del térm ino «Mediación» al aspecto m ás aparen­
te de la m ism a, o sea, a la distribución de todas las gracias,
de modo que el térm ino «M edianera», dado a M aría, correspon­
dería de u n a m anera casi absoluta, según algunos, al concep­
to de Dispensadora de todas las gracias. E sta lim itación del
térm ino «Mediación» o «Medianera», a nosotros nos parece
ilógica e insustancial. La lógica, en efecto, nos obliga a usar
el térm ino M ediación o Medianera en todos los aspectos a los
cuales se puede aplicar. Ahora b ien ; el térm ino Mediación o
Medianera, adem ás de a la distribución de todas las gracias (o
sea, en orden a la intercesión celestial), conviene sobre todo a
la adquisición de las gracias, o sea, a nuestra reconciliación
con Dios (Redención y Corredención). Es necesario, pues, ex­
tender su significado tam bién a este p rim er aspecto. La me­
diación, p o r tanto, se nos presenta bajo un doble aspecto,
es d ecir: 1. M ediación de reconciliación (Redención y Corre­
dención); 2. M ediación de distribución de todas las gracias.
E ste sentido lato de «Mediación» y de «Mediador» lo encon­
tram os en l a s C artas de San Pablo (V. B o v e r : Pauli doctrina
de Christi M ediatione Mariae m ediationi applicata, in «M aria­
num », t. IV, 1942, páginas 81-90).
San Pablo en seña: 1. Que la acción de C risto Salvador es
doble: la redención y la intercesión celestial; 2. Que tan to
una como o tra de estas dos acciones es form alm ente m edia­
ción; 3. Que el lazo de unión entre estas dos acciones consiste
en esto: la redención es el fundam ento de la intercesión, de­
rivándose de ella com o de su raíz. Cristo en tanto es intercesor
en cuanto es Redentor. Los mismos conceptos, guardadas las
debidas proporciones, podemos aplicar a María. Doble es su
acción: cooperación a la Redención, o sea?,a la adquisición de
todas las gracias, e intercesión celestial, o sea, cooperación a
la distribución de estas m ism as gracias. Ambas acciones son
Mediación. La segunda, con todo, o sea, la intercesión (la coope­
ración a la distribución de todas las gracias), se funda sobre
la prim era (la cooperación a la adquisición de las m ism as, o
sea, la Redención). Considerarem os, pues, en dos instrucciones
a M aría Santísim a como M edianera, o sea, como cooperadora
a la adquisición de todas las gracias (Corredentora del género
hum ano) y como M edianera en la distribución de las m ism as.

MARIA, CORREDENTORA DEL GENERO HUMANO

i .m u i m i 1(1 titu lo ilp C i h i t n l o n l m r , I » < | i i c «l«nlfU:a y b u s


u s u a li u m , I. I m S n tru ila H u r llu r a : I. Bn el A ntiguo T eM am ento: la
Coi reilon lo ra p ro m e tid a y p re fig u ra d a ; 2. Un el N uevo T c ita m e n to : la
C o rre d e n to ra en acto . C ooperación fínica y m o ra l, re m o ta y p ró x im a. —
I I . La voz de la T r a d ic ió n : T e stim o n io a) d e los Pudre» y de lo» e sc rito ­
re s e clesiástico s, b ) de los S u m o s P o n tifices. — I I I . h i voz de la razón:
C onveniencia s u m a : a) p o r p a rle de D ios, b ) p o r p a rte del h o m b re
C onclusión: |T o d o s a los p ie s d e M aría!

Conmovedor en extrem o es un episodio que se lee en la


Vida de San Paulino, obispo de Ñola. Corrían entonces tiem ­
pos tristísim os. La guerra y el h am b re asolaban las lujurian­
tes regiones de la Cam pania. Paulino, patricio riquísim o, ce­
diendo a los im pulsos de su corazón generoso, había fundado
u na Asociación, que se encargó de re p a rtir todos sus bienes en­
tre los necesitados. Un día se le presenta una pobre m ujer, viu­
da, y le expone que algunos m alvados le habían arrebatado
su único hijo. E im plora con lágrim as en los ojos su auxilio.
El Obispo, intensam ente conmovido, le dice: «¡No llores!
¡Yo te ayudaré!»... Pero ¿de qué m anera? No tenía absoluta­
m ente nada, mi dinero, ni cosa de valor. Pero el am or es in­
genioso. Se dedica inm ediatam ente a buscar al joven rap tado;
va muy lejos, y, después de buscarlo con mil fatigas, lo en­
cuentra finalm ente. ¡Pobre joven! H abía sido vendido como
esclavo a un am o cruel. El santo Obispo se p resenta al dueño y
le suplica que deje libre al m uchacho, que es el único sostén
de su m adre viuda, y que lo tom e a él m ism o como esclavo. El
dueño queda conform e y el jovencito queda inm ediatam ente
en libertad.
Caridad, m isericordia verdaderam ente grande, heroica, la
de San Paulino. Y con todo, ¿qué es la caridad de este santo
en com paración con la de M aría Santísim a, la cual, p ara librar
al género hum ano de la esclavitud del demonio, n o dudó un
instante en sacrificarse com pletam ente, y no sólo a sí misma,
sino a quien am aba incom parablem ente m ás que a sí, a su di­
vino Hijo? No sin razón, pues, es proclam ada por la Iglesia
Corredentora del género humano.
El título de Corredentora del género hum ano, que trib u ta ­
mos con tanto entusiasm o a la Virgen Santísim a, es un título
relativam ente nuevo y al m ism o tiem po antiquísim o: nuevo
en cuanto al térm ino, pues sólo lo vemos ap arecer en la E dad
Media, y especialm ente en los albores del siglo X IV ; y anti­
quísim o en cuanto a la dignidad que expresa. E ste título
corresponde y encierra en sí otros m uchísim os títulos equiva­
lentes dados a la Santísim a Virgen por los Santos Padres y
Doctores de la Iglesia. Un piadoso autor, por ejem plo, ha
dem ostrado que el solo título de «R eparadora del género hu­
mano», equivalente al de Corredentora, se encuentra citado por
los Santos Padres y Doctores unas veinte veces. Se trata, pues,
de cosa m uy antigua, expresada con térm inos relativam ente
nuevos.
Mas con respecto al de C orredentora, habiendo estado en
uso durante m uchos siglos en el pueblo cristiano, sin que la
Iglesia se haya opuesto, m erecidam ente sería tachado de te­
m erario cualquier católico que se atreviese a d u d ar de su
legitim idad. Debemos, en cam bio, añad ir que la Iglesia no
sólo no se ha opuesto a él, sino que lo h a hecho suyo en va­
rios decretos prom ulgados p o r las Sagradas Congregaciones
Romanas.
¿Pero qué es lo que entendem os decir cuando llam am os a
la Virgen Corredentora del género hum ano? Nada menos que
esto: que Ella ha cooperado real e inm ediatam ente con Jesús,
R edentor divino, a la obra grandiosa de la Redención de los
hom bres, satisfaciendo con El a la justicia divina, ofendida
por el pecado de Adán, y m ereciéndonos con El todas las gra­
cias de la Redención.
Con todo, es necesario ponerse al abrigo de las exagera­
ciones. Y así, sería una exageración considerar la coopera­
ción de M aría como una cooperación colateral, cual es la que
se verifica, p o r ejem plo, en esfuerzos de dos o m ás hom ­
bres p ara levantar un peso. Jesús es el único R edentor: ipse
est propitiatio pro peccatis nostris. M aría coopera con Jesús,
pero dependientem ontc de El, subordinada a El. Ella pues,
es causa secundaria, subordinada, aunque verdadera, real y
eficaz, de nuestra Redención.
Ciertam ente, el Hijo de Dios habría podido, por sí solo,
redim ir al jjénero hum ano, Independientem ente de la coope­
ración da Mnrln. I’oro </«* hecho III, como veremos, no lo qui­
no redim ir n I i h i con In cooperación de María.
Contra e»te titulo itc hnn pronunciado abiertam ente los
protcxIantcN. Niegan que a Muría le huyu sido confiada en
m anera alguna por la Divina Providencia m isión alguna en
provecho directo del género hum ano. El único fin, según ellos,
p ara el cual fue elegida M aría; la única razón de su existen­
cia sería la de dar, m aterialm ente, la vida tem poral al Re­
dentor; hecho esto, debió desvanecerse en las som bras. Se­
gún la doctrina de estos reform adores, Jesús solam ente de­
bería haber figurado en la obra de nuestro rescate; y el aso­
ciar a su Redención a su M adre sería una exaltación indebida,
algo así com o dism inuir la gloria del Redentor.
C ontra estos, tan falazm ente ociosos de la gloria del Reden­
tor, nos lim itam os sim plem ente a responder: «Quod Deus
coniunxit, hom o non separe!». N inguna m ano de hom bre se
atreva a separar lo que la m ano de Dios ha unido. Ahora bien;
la Sagrada E scritura, la Tradición cristiana, a las cuales
aplaude la razón, nos enseñan claram ente que la m ano de Dios
ha unido con estrechísim os vínculos a la Virgen Santísim a
con Jesús, asociándola íntim am ente, en el sentido que hem os
declarado m ás arriba, a la obra sublim e de n u estro rescate,
y haciéndola en tal m anera C orredentora del género hum ano.
¡N ingún hom bre, pues, se atreva a sep arar lo que el Omni­
potente ha unido! «Quod coniunxit, hom o non separet!»

I. — La voz de la E s c r it u r a

Comencemos por la E scritura. En ella encontram os indi­


cada de un m odo preciso, taxativo, perentorio, irreductible, a
la Santísim a Virgen en su calidad de Corredentora del género
hum ano. En el Antiguo T estam ento hallam os la prom esa y
las figuras de la C orredentora; m ientras que en el Nuevo
vemos el cum plim iento de cuanto había sido prom etido o
prefigurado.

1. En el a n t ig u o T e st a m e n t o : la Corredentora pr o m e t id
y — Al igual que la au ro ra b rilla ju n to al sol,
p r e f ig u r a d a .
com o la flor perm anece unida a su tallo, de la m ism a m anera,
desde los prim eros albores de la historia, brillan siem pre uni­
das las dulces y rad ian tes figuras de Jesús y de M aría, del
R edentor y de la C orredentora.
Brillan de pronto unidas en las p rim eras páginas del Gé­
nesis, el prim er libro de la Sagrada E scritura. En estas pági­
nas encontram os de inm ediato predicha la misión de María,
la m isión de cooperadora a la obra divina de nuestro resca­
te. Es la célebre profecía llam ada el Protoevangelio (Gén.,
3, 15), o sea, el p rim er m ensaje de la Redención, el prim er
anuncio del R edentor y de la C orredentora del género hu­
mano.
En el Protoevangelio, en efecto, se dice claram ente que
una m ujer, ju n tam en te con su descendencia (el H ijo) y por
m edio de El, con su pie inm aculado aplastaría la cabeza de
la serpiente infernal (el demonio) y lograría la revancha so­
bre la victoria lograda un día p o r esta m ism a serpiente sobre
la prim era m ujer, Eva. E sta interpretación la encontram os,
por así decirlo, au tenticada en la Bula Ineffabilis.
P rom etida de e sta m anera desde la cuna del género hu­
m ano, la C orredentora se nos aparece continuam ente figura­
da en los libros santos. Son innum erables m ujeres fuertes,
Eva, Agar, Resfa, Raquel, la m adre d3 los M acabeos, las que
nos la representan en la inefable aflicción con que ha coope­
rado a redim irnos. Son ¡num erables las m ujeres heroicas, co­
mo Débora, Judit, E ster, Rebeca, las que nos la rep resentan en
el m om ento de lograr la salvación con sus ínclitas gestas pa­
ra el pueblo elegido, oprim ido por sus enemigos, p ara el pue­
blo de Israel, figura del pueblo cristiano. Innum erables son
tam bién las cosas inanim adas, como el Arca de Noé, la roca
del desierto, la colum na de fuego, que nos la simbolizan en
su excelsa y dolorosa m isión de Corredentora del género hu­
mano.

2. En b l Nimvo Tbstambnto : la C o r r e d e n t o r a e n a c t o . —
Todo lo anterio r lo encontram os en el Antiguo Testam ento.
En el Nuevo, y e»pedalm cnte en lo* Evnngclios, encontram os
el cum plim iento perfecto de cuanto ta b la sido prom etido y
prd lu m m ln en aquél.
Itn ruto* libro», m ediante una fácil deducción, vemos có­
mo lu StviilUluui Virgen bu cooperado a la Redención de los
hom bres m o ra lm n il<?, m ediante una cooperación no sólo re­
mota, sino tam bién próxima.
Ha cooperado m oralm ente a la Redención en form a re­
m ota, pues con sus plegarias, con sus virtudes, ha atraído del
Cielo a la tierra al R edentor divino, según la expresión del
Salm ista: «Concupivit rex speciem tu a m » (Ps. 44). Lo confiesa,
por lo demás, Ella m ism a en su m aravilloso cántico: «Respe-
x it hum ilitatem ancillae suae» (Lucas, 1, 47): «Se fijó en la
poquedad de su sierva». Y, en efecto, con su fiel cooperación
a la gracia digna de la fu tu ra M adre de Dios, llegó a p rep arar
en sí m ism a una habitación digna del H ijo de Dios, que debía
venir a redim ir al mundo. Boccaccio cantó la hum ildad de
la Santísim a Virgen:
« ........ fu e ta n ta
q u e p u d o a n iq u ila r to d o a n tig u o desdén
e n tre Dios y n o so tro s, y a b r ir el cielo».

La Virgen cooperó, pues, m oralm ente, en form a rem ota,


a la Redención de los hom bres. Pero no b a sta : Cooperó tam ­
bién a esta o b ra de u n a m anera próxim a, consintiendo en la
E ncarnación del H ijo de Dios, que vendría a la tie rra preci­
sam ente p a ra redim ir a los hom bres. Cooperó sobre todo
cuando, llegada la plenitud de los tiempos,
«E l ángel vino a la tie r r a con el d e creto
de la ta n a n sia d a y s u s p ira d a paz
q u e a b rió el cielo...» (P u r g 10, 34).

Dios, en icfecto, al enviar un ángel a la Virgen Santísim a


p ara pedirle su libre consentim iento p ara la E ncarnación del
Redentor, quiso, de hecho, que la obra de la Redención de­
pendiese de dicho consentim iento. Ella, por tanto, al p restar
librem ente el consentim iento pedido, pronunciando librem en­
te el fia t que, según Santo Tomás de Villanueva, fue más
poderoso que el que pronunció Dios en la Creación del m un­
do, concurrió próxunam ente a la Redención del género hu­
m ano, convirtiéndose en verdadera C orredentora del mismo.
A Ella, pues, le somos deudores de n u estra Redención. Ponga­
m os un ejem plo: Supongam os que un reo no puede evitar
el suplicio que ha m erecido p o r u n a ofensa que ha inferido al
rey, sino a condición de que el príncipe, su hijo, dé al padre
satisfacción p o r él. Es evidente que sólo el príncipe, en este
caso, podría ser el redentor. Pero si este hijo, este príncipe,
p ara realizar este acto, p o r disposición term inante del mismo
rey, tuviese necesidad del consentim iento dolorosísim o de la
reina m adre, no hay duda de que aquel reo afortunado es deu­
dor de su salvación no sólo a aquel incom parable y generoso
hijo del rey, sino tam bién a la piadosa m adre de aquél, la
cual, con inefable dolor, p restó el consentim iento requerido;
incluso podrá decir que a ella debe p o r entero su salvación,
aun siendo siem pre verdad que el príncipe es su salvador y
redentor. Es nuestro caso. En lugar del reo, b asta poner al
hom bre. En el lugar del príncipe, b asta poner a Jesús, H ijo
de Dios y de M aría y en el lugar del rey, al E tern o Padre, y
en el de la m adre del príncipe a la Santísim a Virgen.
Nótese, con todo, que a Dios no le ap rem iab a tanto el
pedir este libre consentim iento de la Virgen p a ra la Encarna­
ción considerada en sí m ism a, como p ara la Encarnación con­
siderada en relación con la Redención. La Encarnación consi­
derada en sí m ism a, en efecto, no hab ría acarreado a la Ma­
dre del Hombre-Dios m ás que una dignidad y grandeza casi
infinita, sin exigir de Ella, p o r todo ello, sacrificio alguno.
Cosa muy diferente es, en cam bio, la Encarnación considera­
da respecto a la Redención, la cual debía, ciertam ente, redun­
dar en grande gloria p a ra M aría; pero este honor tenía que
ser pagado con el precio de un sacrificio inm ensam ente do­
loroso que no estaba obligada a acep tar p o r necesidad. Era,
pues, convenientísim o que antes de im ponerle tal carga, se
esperase su libre consentim iento. Algunos cuadros muy an­
tiguos, que rep resentan el m isterio de la E ncam ación, expre­
san muy bien este pensam iento; en ellos, en efecto, se ve al
arcángel Gabriel, ¡levando en una m ano la Cruz, en el m om en­
to en que se p resenta a la Virgen para pedirle su libre con­
sentim iento, del cual dependía, por disposición divina, nues­
tra Redención.
I)u tnuncru próxim a cooperó tam bién a nuestra salvación
ofreciendo u Dio» lo b re el Calvario un sacrificio, aunque en
kculido Impropio, digno de El.
lio dich o : en sentido impropio, porque se realizó sin in­
m utación alguna de la Víctima ofrecida, inm utación que es
requisito indispensable p a ra que exista sacrificio.
E sta cooperación próxim a de la Santísim a Virgen a la Re­
dención se puede deducir, adem ás, de los escritos de los San­
tos Padres y Doctores de la Iglesia, de la S agrada E scritura.
San Juan nos dice que la Santísim a Virgen estaba en el Cal­
vario bajo la Cruz de su H ijo : S tabat juxta crucem Jesu ma­
ter eius (Jn., 19, 25). La p regunta b ro ta espontáneam ente: ¿Para
qué? El patíbulo del H ijo no es ciertam ente el lugar m ás ade­
cuado para u n a tiern a Madre, especialm ente si se ve obligada
a m irar al H ijo sin poderle socorrer en nada. ¿Para qué fin,
pues, su presencia en el Calvario? Sólo existe una explicación
posible: se encontró allí a im pulsos del sentim iento del deber;
porque sabía que allí tenía que cum plir una m isión im portan­
tísim a y de la cual no se podía evadir; p orque sabía que le co­
rrespondía a Ella, Virgen Sacerdotal, ofrecer en sacrificio
al nuevo Isaac p a ra la salvación del género hum ano, renuncian­
do generosam ente — como lo había hecho ya el día de la Anun­
ciación — a los derechos m aternales que tenía sobre aquella
V íctim a divina, según las recientes enseñanzas de Benedicto XV
y Pío X II.
Stabat juxta crucem ! H asta la postu ra sublim e que conser­
va, actitud que nos revela u n a voluntad en todo conform e con
la del Divino Redentor, nos autoriza a repetir, refiriéndolas a
María, aquellas palabras con que San Pablo caracterizó los
sentim ientos del Padre E terno respecto a la inmolación del Hi­
jo : No perdonó ni a su m ism o Hijo, sino que lo entregó por
nosotros (Rom., 8, 32).

II. — L a v o z d e l a T r a d i c i ó n

Después de h ab er visto el testim onio de la Sagrada Escri­


tu ra, demos u n a m irad a a la Tradición.
1. T e s tim o n io s d e l o s P a d r e s . — Nos es grato el afirm ar
que veinte siglos, uno después del otro, desfilan reverentes
delante de M aría, proclam ándola unánim em ente, al menos con
p alabras equivalentes, Corredentora del género hum ano. Desde
los prim eros siglos del C ristianism o, en efecto, no pocos Pa­
dres de la Iglesia, incluso aquellos cuya autoridad no se atre­
ven a re fu ta r los p rotestantes, despiden verdaderos rayos de
luz en torno a esta consoladora verdad.
Ellos, a la luz de la fe, han com pletado el fam oso parale­
lismo de San Pablo; m ientras, en efecto, el Apóstol de las
gentes veía en Jesús al segundo Adán, los Padres han clavado
su m irada m ás lejos y han descubierto en M aría la segunda
Eva. El texto es é s te : «De la m ism a m anera que todos los hom ­
bres recibieron la m uerte en Adán, así todos tendrán la vida
en Jesucristo» (Cor., 15-22).
N ótense las p alabras del A póstol: «De la m ism a manera»...
Por tanto, en el Consejo Divino, la sem ejanza en tre la reden­
ción y la prevaricación abraza tam bién las circunstancias par­
ticulares de la una y de la otra, y, sobre todo, la circunstancia
que es considerada como la m ás principal de todas, es decir,
que M aría es, respecto de la Redención, lo que Eva en la pre­
varicación. Asentado esto, los Padres han razonado de la si­
guiente m an era: así como, en la prevaricación, Adán y Eva
han form ado una p a re ja inseparable, siendo víctim as de la
serpiente infernal y causa de n u estra ruina, así tam bién, en la
reparación, Jesús y M aría han form ado u n grupo inseparable,
y, cantando su victoria sobre la infernal serpiente, han sido la
causa de nu estra salvación. Así, p o r ejem plo, San Justino Már­
tir (103-165) afirm a que el principio y el fin de la desobedien­
cia debían asem ejarse, y concluye que, como la desobediencia
no tuvo principio sin el concurso de la m u jer — Eva, virgen —,
así tam poco tuvo fin sin la cooperación de la m ujer, María,
Virgen (Diál. cum Triphone, n. 6, PL. 6, 710-712).
Tertuliano dice (160-240) que Dios nos redim ió m ediante
un designio y una operación rival: «aiemula operatione». La
culpa com etida por fivu «1 creer (a lu serpiente), fue borrada
por M aría al creer (al Angel). (De Carne Christi, 17, PL. 2, 782).
San ¡retina (120 200), testim onio de lu tradición de lu Igle-
hIn de Orlente y de Occidente, establece un adm irable parale­
lismo entro Uva y Muría, y concluya: «De lo m ism a m anera
que el género hum ano fue arrastrad o a la m uerte por medio de
unu virgen, tam bién por m edio de una Virgen fue salvudo, de
form a quie la obediencia de una Virgen com pensó la desobe­
diencia de la otra» (Adv. Haer. III, 22).
San Epifanio: «Eva — escribe — fue p ara todos los hom bres
raíz funesta de m uerte y de ruina, pues por ella entró la m uer­
te en el m undo; M aría fue p a ra ellos fuente de vida, pues
por Ella se nos volvió a d ar la vida; p o r m ediación de María,
el H ijo de Dios vino al mundo» (A dv. Haer. III, haer. 79, PG.
4 2 , 72 7ss.).
Lo m ism o afirm an San Agustín, San B ernardo, San Loren­
zo Justiniano, San B ernardlno de Sena y muchos otros.
2. T e s t im o n io d e los S um o s P o n t if ic e s . — A los num erosos
testim onios de los Padres y Doctores hacen eco los sumos
Pontífices, los m aestros suprem os de la fe. No sólo una vez,
«data occasione», éstos han m anifestado su pensam iento res­
pecto a esta m ateria.
E n tre ellos, son dignos de p a rtic u la r m ención Inocencio
III, León X III, Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío X II.
La Tradición, pues, que p roclam a a la Santísim a Virgen Co­
rred en to ra del género hum ano, es verdaderam ente digna de
tenerse en cuenta... No se puede d esear más.

III. — LA VOZ DE LA RAZON

Y ahora escuchem os a la razón, la cual descubre en la obra


de la cooperación de la Virgen a n uestra Redención una gran
conveniencia.
Considerando, en efecto, «inclinadas las rodillas de la men­
te» — como diría el poeta —, el plan divino de la Redención,
tal como fue establecido p o r Dios, com o lo encontram os en la
S agrada E scritu ra y en la Tradición, vemos que es sum am en­
te conveniente ta n to respecto a Dios como respecto al hom bre.
1. C o n v e n i e n c i a s u m a r e s p e c t o a D i o s . — R especto a Dios,
es sum am ente conveniente, p o r los atrib u to s que en El resplan­
decen, especialm ente la sabiduría, la ju sticia y el poder.
La sabiduría, pues, del m ism o m edio de que se sirvió el de­
m onio p ara a rru in a r a los hom bres, se sirvió Dios p a ra redi­
m irlos. El dem onio logró la ruina de los hom bres m ediante una
m u jer (Eva), y Dios los salvó m ediante o tra m u jer (M aría).
¡C uánta sabiduría encierra este plan divino!... Ante ella nos
vemos obligados a exclam ar con el Apóstol: «O altitudo divi­
tiarum sapientiae et scientiae Dei!» (Rom., II, 33).
«]O h su m a s a b id u ría , c u á n to n rte
m u e stra s en el cielo, en la tie rr a y en el m u n d o ,
y c u á n to ju s to tu v irtu d c o m p a rte U ( ln / ., 10, 10-12).
El segundo atrib u to quie resplandece vivam ente en el dicho
p lan divino es la justicia. E ra justo, efectivam ente, que la ju s­
ticia fuese rep arad a m ediante la hum illación, y que el goce
prohibido fuese contrapesado con el dolor. Eva fue p ara nos­
otros causa de m uerte, al ser a rra stra d a p o r la soberbia, o sea,
p or vanos pensam ientos de grandeza y deseos de un placer
ilícito; M aría fue p a ra nosotros causa de vida, al som eterse
librem ente a las m ás profundas hum illaciones y a los m ás
indecibles torm entos, especialm ente sobre el Calvario, donde
se realizó el d ram a de la Redención. | Cuán bien corresponde en
este m isterio todo a las exigencias de la justicia divina!
Finalm ente, otro atrib u to que resplandece con luz brillante
en esta obra, verdaderam ente divina, es la potencia divina. Tan­
to más adm irable se revela, en efecto, el poder de Dios en esta
obra, cuanto m ás débiles son los m edios con que cuenta para
realizarla; al igual que el poder creador del a rtista se m ani­
fiesta m ás p u jan te cuanto m ás inferiores son los instrum entos
con que cuenta p ara d a r vida a su obra. Qué poder, pues, no
ha dem ostrado el Señor al convertir a una m ujer, instrum ento
débil e inepto p o r sí mismo, en el principio real de la m ás
grande de todas sus o b ras: la Redención del género hum ano,
el principio de una com pleta victoria sobre el enemigo jurado
del hom bre, p ara perpetua confusión y escarnio de Satán.
Dios, al o b rar de esta m anera, ha revelado eficazm ente la
potencia de su brazo: «Fecit potentiam in brachio suo» (Luc.,
T-51).

2. CONVIINIIINOIA HUMA KIMPBCTO Al. IlOMtlRti. — Si CS suma-


nipnlr conveniente, COKpee lo n Dios, la cooperación de M aría a
In ItrilcHU'lón drl n iñ ero humnno, no lo es menos respecto al
hembra. Jim conveniente, en efecto, que una criatu ra p u ra
diese a Dios toda la satisfacción de que era capaz.
El pecado es una ofensa hecha a Dios y, p o r tanto, una
ofensa que tiene algo de infinito, p o r h ab er sido hecha a un
Ser Infinito. Por esto, ninguna criatu ra, p o r grande y santa
que fuese, podría dar, m ediante sus obras, u n a satisfacción
adecuada. A p esar de esto, la c ria tu ra puede concurrir, del
m ejor modo posible, ju n to con el Divino Redentor, a la re­
paración de la deuda infinita co ntraída con la divina justicia.
Y esto no porque la satisfacción del R edentor sea incomple­
ta, sino porque es ju sto que tam bién la criatu ra diese a Dios
aquella parte de satisfacción de que era capaz. En este sen­
tido escribía el Apóstol: «Adim pleo in carne mea quae desunt
passionem C hristi» (Coloss., 1-24). Esto adm itido, era sum a­
m ente conveniente que Dios form ase una criatu ra que, a pe­
sar de ser incapaz de ofrecer a la divina justicia — p or ser
criatu ra y, por tanto, lim itada — una satisfacción adecuada
a la ofensa, en cierto m odo infinita, inferida por el hom bre
a Dios, hiciese, a este fin, en unión con el Redentor, todo lo
posible por aplacar a Dios y m erecernos así, al menos de
congruo (esto es, con un m érito fundado en la benévola acep­
tación de Dios), el perdón que nuestro Divino R edentor nos
m ereció de condigno (esto es, en todo rigor de justicia). La
criatura prep arad a p o r Dios p ara este fin, inm aculada, llena
de gracia, en todo sem ejante, en los lím ites de lo posible al
Cordero divino que quita los pecados del m undo, es María.
Convenientísima, fue, pues, tanto respecto a Dios como respecto
del hom bre, la cooperación de la Santísim a Virgen a la Re­
dención del género hum ano.
CONCLUSION. — En uno de los cantos m ás atrayentes de
aquel divino poem a «en el que han puesto sus m anos el Cielo
y la tierra», el gran poeta, describiendo el puesto que ocupan
en el Cielo los santos del Antiguo y del Nuevo Testam ento,
coloca a Eva a los pies de María. ¡ N ada m ás su gestivo! ¡ Nada
m ás apropiado! María, en efecto, según expresión del vate,
había cerrado y cicatrizado la m ism a llaga abierta p o r Eva:
«La llaga q u e M aría c e rró y cicatrizó ,
a q u e lla ta n h e rm o sa q u e e stá a su s p ies,
es la q u e la a b rió y £a h izo s an g rar» (P a r., 32. 4-7).

A im itación de Eva pecadora, tam bién nosotros, sus hi­


jos, postrém onos a los pies de la dolorosa C orredentora, que
ha cerrado y cicatrizado con su inm enso dolor las heridas
abiertas en nosotros por el placer prohibido. ¡ Perm anezca­
mos siem pre a los pies de la Virgen Dolorosa; ése es nuestro
lugar!
I I

LA DISPENSADORA DE TODAS LAS GRACIAS

ESQUEMA. — In tro d u c ció n : Un* co n ie cu c n c ln n e ce saria de la C o rred ención.


— I. lista d o d e la c u estió n : I. Los té rm in o s y el p la n te a m ie n to de la
c u e s tió n : n) u n iv e rsa lid a d o b je tiv a , o sea la g ru cia d is trib u tiv a ; b) u n i­
v e rsalid ad «u hjntlva. o sea la» p e rso n as a las m a le s se d is trib u y e n las
p ia tla n ) c ) la D istrib u id o ra u n iv e rsal o sea M a ría; 2. Los o p o sito re s de
la Ir «Is. — II I m * prueba*'. 1. I m v o z d e l M agisterio eclesiá stico o rd i­
nario. B en ed icto X IV , Pío V II, León X III , Pío X , B enedicto XV y P ío X I;
2. I m v o i de la Sagrada E s c r itu r a : a ) el Protoevangelio, b ) tre s hechos
evangélicos m uy sig n ificativ o s, c) la p ro m u lg ació n de la m a te rn id a d es­
p iritu a l; 3. La voz d e la T ra d ic ió n : los tre s e sta d o s ; 4. La v o z d e la ra­
zón: a ) el O ficio d e C o rre d e n to ra , b ) el oficio d e M ad re e sp iritu a l —
C onclusión: Los siglos d e las g ra c ia s d e M aría.

El 27 de noviem bre de 1830, la Santísim a Virgen se dignaba


aparecerse a Catalina Labouré, entonces novicia de las H ijas
de la Caridad en la Casa M adre de París. La Virgen — como
contó la m ism a san ta — era de e statu ra m ediana, y llevaba
una vestidura blanca de m angas largas. De la cabeza a los
pies le bajaba un blanquísim o velo. E staba ds pie sobre un
globo envuelto en l>* espirales de una gran serpiente, sobre
cuyo cabe/.a Lila, ap lacán d o la, posaba su planta divina. Te­
nia la m irada vuelta al cielo, y en las manos, levantadas
h a lla la altura del pedio, «úntenla, sin m uestra de cansancio,
un wlol»«i (Uionndo poi una ( in /, que o lle ría a Dios... De pron­
to, aquel globo le desapareció de entre Iuh manos, y sus de­
dos se cubrición de anillos, cubiertos a su ve/, de piedras pre­
ciosas que despedían rayos deslum bradores, y, al m ism o tiem­
po, las m anos y los brazos de M aría se bajaron, em itiendo
como torrentes de esplendor sobra el globo en que posaba
sus plantas. Aquel globo — según la explicación dada a la
m isma santa por la Virgen — representaba el mundo, y aque­
llos haces de luz que em anaban de sus manos, cayendo sobre

8. — In s tr u c c io n e s M arianas.
el mismo, como símil, las gracias que la Santísim a Virgen
difunde de continuo p o r toda la tierra. Creo que no se podría
representar m ás al vivo ni de form a m ás plástica el oficio dis
D ispensadora de todas las gracias, concedido por Dios a la
Santísim a Virgen.
La distribución de todas las gracias p o r p arte de la Virgen
es una consecuencia lógica de su cooperación a la obra de la
Redención, o sea, a la adquisición de todas las gracias.
La Virgen Santísim a — según la enseñanza com ún de los
teólogos — coopera, dependientem ente de Cristo, a la distri­
bución de todas y cada u n a de las gracias que provienen de
Dios y son concedidas a todos y cada uno de los hom bres,
de m anera que puede llam arse ju stam en te Dispensadora de
todas las gracias.
P ara proceder con o rd en : 1. Expondrem os el estado de la
cuestión; 2. Probarem os el hecho de la distribución de todas
las gracias, y, finalm ente: 3. Indagarem os la naturaleza, o sea,
la m odalidad de este hecho.

I. — E stad o de la c u e s t ió n

1. LO S TERMINOS Y EL PLANTEAMIENTO DE LA CUESTION. — E


necesario entendernos bien sobre tres cosas: a) Sobre la cosa
distribuida, o sea, la gracia, todas las gracias (universalidad
objetiva); b) Sobre las personas a las cuales se les distribu­
yen las gracias, o sea, a cada persona (universalidad subjeti­
va), y c) Sobre la persona que las distribuye (M aría, la Dis­
tribuidora universal).
a) Universalidad objetiva, o sea, la gracia distribuida.
Lo que es distribuido por la Santísim a Virgen es la gracia,
entendida en to d a la extensión del concepto. Se afirm a, por
tanto, que toda gracia de cualquier naturaleza, sin excepción
alguna, de derecho (o sea, por ley establecida por Dios) y
no solam ente de jacto, no es dispensada sin la actual inter­
vención, o sea, m ediante la actual mediación de María. Bajo
el térm ino «gracia» entendem os com prender todo lo que por
su naturaleza tiende, directa o indirectam ente, a producir, a
conservar y a perfeccionar en el hom bre la vida sobrena­
tural. Entendem os, p o r tanto, p o r gracia, la habitual o santi­
ficante (que en nosotros es com o u n principio intrínseco de
vida divina, o sea, de n u estra adopción como hijos de Dios);
las virtudes infusas, teologales y m orales, y los dones del E s­
píritu Santo (que form an como el cortejo real de la gracia
santificante); todas las gracias actuales, o sea, las ilustra­
ciones del entendim iento p ara conocer la verdad; las mocio­
nes de la voluntad p a ra o b ra r el bien, p ara perseverar en él,
p a ra su perar las tentaciones, etc. Entendem os tam bién por
gracia los bienes temporales, considerados en orden a la vida
eterno, pues b ajo este aspecto tam bién pueden ser designa­
dos con el nom bre de gracias. R esum iendo; bajo el nom bre
de gracia entendem os todos los beneficios pertenecientes di­
recta o indirectam ente al orden sobrenatural, y, por tanto,
cualquier gracia, o rdinaria o extraordinaria, externa o inter­
na, habitual o actual, «gratis data» o santificante, sacram en­
tal o extrasacram ental (1), pedida o no pedida a la Santísim a
Virgen, etc. (2).
Se tra ta, pues, de u n a universalidad objetiva (todas y cada
una de las gracias), de una universalidad no moral (en el sen­
tido de que nos obtenga casi todas las gracias, o sea, todas
m oralm entc hablando), sino m atem ática, num érica. Pues así
lo ha establecido librem ente Dios, el cual ha querido que no
tuviésemos ninguna g rad o sin lu intervención de María.
Alguno se hn preguntado si uno ley sem ejante, en algún
cuso excepcional, rarísim o, sufre excepción. Es difícil afir­
marlo. C'on todo, se debe notnr — com o observa el Padre
M rikelbm h ipir no existe lu d id o nlguno de sem ejante ex-
rrp d rtu (Miirliilnnlit P. III, q. 2, o. 5. n. 198).
I'.s necesario, con lodo, para aclarar y d eterm inar m ejor

(1) Las g racias s a c ra m e n ta le s no s v ienen de M aría, p o r lo m enos en el


nentldo d e q u e E lla nos o b tie n e las g ra c ia s q u e no s d isp o n en a re c ib ir fru c ­
tu o sam en te los S a c ra m e n to s. La recep ció n m ism a d e los S a c ra m e n to s es
unn gracia, de b id a s ie m p re a la in te rv e n c ió n d e M aría. A veces E lla m ism a ,
corno re su lta ta m b ié n d e la H is to ria , envía a u n sac e rd o te p a ra q u e a d m i­
n is tre los S a c ra m e n to s.
(2) Se p re g u n ta n , sin em b arg o , lo s teólogos de q u é m odo la g ra c ia san-
tlflcnnte y las g racias sac ra m e n ta le s p a sa n p o r la s m an o s de M a ría: ¿di-
m l n o in d irec ta m e n te?
las ideas, tener presentes tres c o sa s: 1. Cuando decimos que
ninguna gracia nos es concedida sin la intervención de María,
excluimos — naturalm en te — aquellas gracias que la Virgen
m ism a (y tam bién Cristo) ha recibido de Dios, gracias que
— como es n atu ral — Ella recibió de Dios sin intervención
suya alguna. De igual m an era: 2. N adie entiende decir que
ninguna gracia nos es concedida sin que nosotros lo hayam os
pedido explícitam ente a M aría; en tal caso, en efecto, se
confundiría la plegaria que nosotros dirigim os a Ella con la
que Ella dirige a Dios en nuestro favor. La Santísim a Virgen
puede muy bien rogar, y, en efecto, ruega p o r nosotros, sin
que a veces invoquemos su auxilio. ¡C uántas veces Ella pre­
viene nuestras súplicas! Muy acertadam ente cantó el poeta:
«Tu benignidad no solam ente socorre al que pide, — sino que
m uchas veces se adelanta a la súplica» (Par., 33, 16-18). Aun­
que la invocación explícita a la Virgen (y tam bién a Cristo)
nos sean sum am ente útiles para obtener las gracias que tan­
to necesitam os, con todo no es absolutam ente necesaria para
obtenerlas, excepto en el caso en que uno, positivam ente y
de una m anera culpable, rehusase o descuidase la invoca­
ción a la Virgen. Con toda idea he dicho que se pueden ob­
tener, y de hecho se obtienen, gracias sin la invocación explí­
cita de M aría, o tam bién de Cristo, como se ve por algunas
oraciones litúrgicas, en las cuales ni siquiera se les nom bra.
En tal caso, no falta, de p arte del que reza, la invocación
im plícita de la Santísim a Virgen, porque todo aquel que pide
alguna gracia a Dios o a los santos entiende pedirlas, evi­
dentem ente, según el orden establecido p o r la Providencia Di­
vina, la cual no ha querido y no quiere prescindir, en la
distribución de las m ism as, de la intervención de María. Con­
siguientem ente, tam bién cuando recitam os el Pater noster y
pedim os a Dios directam ente todo cuanto necesitam os, sea
en el orden natural como en el sobrenatural, im plícitam ente
(sin invocación alguna explícita) invocamos a María. Los mis­
m os santos — como afirm a San Anselmo (3) — nada pueden
obtener sin la intervención de María.
(3) «Te tá c e n te , n u llu s S a n c tu s o ra b it, n u llu s In vocabit. Te o ra n te , om ­
nes o ra b u n t, om n es inv o cab u n t» (O r. 46, P. L., 158 , 944).
Finalm ente: 3. N adie entiende d ecir que la intercesión de
la Virgen sea p a ra m over a Cristo a interceder p o r nosotros,
pues Cristo, p o r sí m ismo, está siem pre pronto a hacerlo.
b) Universalidad subjetiva, o sea, las personas a las cuales
se distribuyen las gracias. Universal objetivam ente, o sea, por
p arte de la gracia distribuida, la m ediación de la Santísim a
Virgen es tam bién universal, subjetivam ente considerada, en
cuanto se extiende — como la de Cristo, cabeza de todos los
hom bres — a todos los m ortales de todos los tiem pos. Se
extiende, por tanto, a los hom bres que vivieron después de
Ella, como a los que vivieron antes, aunque — evidentem en­
te — de m unera diversu. Respecto a los hom bres que vivieron
después de Ella, el influjo de M aría tiene valor de causa efi­
ciente. E ntre ellos, en efecto, en sentido propio y verdadero,
María (con C risto y dependientem ente de Cristo), a menos
después de la Asunción, ha d istribuido y distribuye todas y ca­
da una de las gracias. En cuanto a los hom bres que vivieron
antes que Ella, el influjo de la Virgen Santísim a actúa a m o­
do de causa final, en cuanto que la gracia le fue conaedida en
vista a los futuros m éritos propios, unidos a los del Redentor.
1.a Virgen Santísim a, por tanto, propiam ente hablando, no dis­
tribuye o tran sm ite a ellos tales gracias, puesto que sis tra ta
de gracias pasadas. Es el m ism o Dios el que, en vista de sus
m éritos (y los del Redentor), las distribuyó a todos aquellos
que la precedieron.
c) La Distribuidora universal. Lu Santísim a Virgen ejerce
tinu verdadera cooperación, la cual ao nos presenta con deter­
minada» características, alendo tres las principales: universa­
lidad, n rc o ililu l v dependencia de Críalo. Universalidad, ante
todo, puta mi cooperación se extiende — com o ya hemos di­
cito n toda» ItiN tíntela* y a todos los agraciados. Necesidad
no ya absoluta y antecedente, o sea, tomudu de lu naturaleza
mism a de la cosa (com o si Dios no nos hubiese podido d ar las
gracias independientem ente de María), sino hipotética y con­
siguiente, o sea, com o consecuencia de la voluntad positiva
o del decreto divino; porque Dios, en su infinita sabiduría, lo
quiso y dispuso de esta m anera. Con razón, pues, se la llam a
a la Santísim a Virgen D ispensadora de la gracia divina por
gracia. Y es e sta voluntad positiva divina la que nosotros en­
tendem os d em ostrar. La dependencia, pues, y subordinación
de la m ediación de M aría a la m ediación de Cristo, constituye
la diferencia esencial de M aría M edianera de Cristo Media­
dor. La mediación, en efecto, o sea, la cooperación de María,
depende com pletam ente de la mediación de Cristo, a la cual
está del todo subordinada y de la cual depende en todo. Bien
lejos, pues, de eclipsar, ni aun parcialm ente, la m ediación
de Cristo, «M ediador principal y perfecto», la hace resplande­
cer m ás, poniéndola de relieve.
Se suele p reg u n tar aquí — y m uy ju stam en te — desde
cuándo comenzó la Virgen Santísim a su oficio de Dispensado­
ra de todas las gracias divinas. P ara d ar u n a respuesta posi­
blem ente adecuada, hay que distinguir tres períodos de la vi­
da de M aría y dos m aneras de intervención. Hay que tener
presentes, ante todo, tres tiem pos, o sea: a) Desde la Concep­
ción hasta la E ncarnación del V erbo; b) Desde la E ncam ación
del Verbo h a sta la m uerte y resurrección del m ism o; c) Des­
de la Resurrección de Cristo hasta la gloriosa Asunción de
María. Hay que distinguir, adem ás, dos m aneras de interven­
ción, o sea: a) Una genérica, es decir, referente a todas las
gracias en conjunto; b) O tra particular, esto es, referente a
cada una de las gracias que se han de d istrib u ir en tre los
hom bres. E sta últim a puede ser ejercitada p o r M aría de dos
m aneras, a sab er: de u n a m anera explícita, o sea, con el cono­
cim iento claro y distinto de todas las gracias y de todas las
personas; y de una m anera im plícita, o sea, m ediante un cono­
cim iento im plícito, contenido en el conocim iento explícito y
distinto de Cristo, el cual, desde el p rim er instante de su con­
cepción, gozó de la ciencia divina.
Admitido esto, no falta quien atribuye a la Santísim a Vir­
gen una intervención genérica desde el m om ento de su con­
cepción. Así, p o r ejemplo, lo vemos en Guevara (/n cap. I
Math., observ. XV).
Referente a la intercesión particular, no existe dificultad
seria p ara a d m itir en la Santísim a Virgen una intercesión im­
plícita. Si pasam os a la intercesión explícita, ésta no se puede
negar en algunos casos particu lares (como, por ejem plo, en
la santificación del B autista, etc.). Se debe extender, con to­
do, a todos los casos particulares, al m enos a p a rtir de su
gloriosa Asunción, pues entonces comenzó a ver en Dios a to­
dos sus hijos, y especialm ente a los necesitados.
Algunos, con todo, anticipan esta intercesión p articu lar y
explícita y la atribuyen a la Virgen desde el instante de la En­
carnación del Verbo (así, por ejem plo, Jean jacq u o t: Sim ples
explicaciones, página 152, el cual cita en su favor a San Al­
berto Magno, San Antonino, San B ernardino de Sena, Hugo
de San Caro y el P. De Rhodes), o desde la V isitación (así lo
adm ite San Alfonso María de Ligorio: Glorías de María, Disc.
de la Visitación).

2. O i d s i t o k i i s dii NUHSTKA t e s i s . — Además de los protes­


tantes, entro los cuales se distingue un tal Andrés Rivet (en
la obra Apol. pro Maria, L. II, Op. Theol., t. III), fueron y son
aún adversarios de n uestra tesis algunos católicos, en tre los
cuales Raynaud, W idenfeldt, M uratori, Trom belli, Ude y Pos-
chm an, etc.
Admitido esto, contra estos opositores, ya antiguos como
recientes, dem ostrarem os cóm o n u estra tesis, com ún entre
los teólogos (com o se expone en el reciente decreto de aproba­
ción de los m ilagros de S. L. M. G. de M ontfort), es fo rm al­
m ente revelada por Dios, aunque do form a im plícita: «forma-
liter im plicite revelata». Y, por tanto, «fidei proxima» y defi­
nible, como dogma de fe, por el Suprem o M agisterio de la
Iglesia. Escuchemos, por tunto, la voz del M agisterio Ecle­
siástico, de la Hiict'iturn, de la Tradición y de la razón.

II. — Las prubbas

1. L a voz del M a g is t e r io E c l e s iá st ic o . — E l M agisterio or­


dinario de la Iglesia se ha expresado de una m anera tan clara
e inequívoca respecto de n u estra tesis, que ello constituye una
de las m ayores pruebas en favor de la misma.
Benedicto X IV , en la Bula «Gloriosae Dominae», del 28 de
septiem bre de 1748, escribía: «Ella (M aría) es como el arroyo
celestial, p o r m edio del cual llegan h a sta el seno de los m íse­
ros m ortales las ondas de todas las gracias y de todos los do­
nes».
Pio V II, en el docum ento titu lad o : «Am pliatio privilegio­
rum Ecclesiae B. M. V. ab Angelo salutatae, in coenobio Fra­
tru m Ordinis Servorum B. M. V. Florentiae, a. 1806», llam a a
la Santísim a Virgen «M adre n u estra y Dispensadora de todas
las gracias» (4).
León X III, en varias Encíclicas, repite de form a diversa
esta gran doctrina. En la Encíclica «Octobri mense», del
1891, escrib ía: «Realizada sobre la Cruz la obra del hum ano
rescate, y constituida, m ientras C risto triu n fa en el Cielo, aquí
en la tierra la Iglesia, p ara continuar su obra de salvación, un
nuevo y providencial orden tuvo lugar desde entonces en el
nuevo pueblo de Dios. Pongam os atención con gran reverencia
a los divinos consejos.
«Queriendo el H ijo E terno de Dios, p ara rescatar al hom bre,
asum ir la naturaleza hum ana y así establecer una m ística
unión con la hum anidad, no puso por obra sus planes antes de
h ab er recibido el libérrim o consentim iento de Aquella a la
cual había elegido p o r Madre, la cual en cierta m anera repre­
sentaba a la hum anidad entera, según la célebre y verdadera
sentencia de Santo Tom ás de Aquino: M ediante la Anunciación
se aguardaba el consentim iento de la Virgen en nom bre y re­
presentación de la naturaleza hum ana (III p., q. XXX). Con­
siguientem ente, con toda verdad y propiedad, es lícito afirm ar
que del inm enso tesoro de cada u n a de las gracias que nos
granjeó Cristo (ya que la gracia y la verdad provienen de Cris­
to), nada nos viene (nihil prorsus) com unicado, según ha sido
establecido por Dios, si no es p or m edio de María. Y de la
m ism a m anera que nadie puede ir al Padre si no es por m e­
dio del H ijo, establecida la proporción conveniente, nadie
puede ir a Cristo si no es por m edio de María».
En la Encíclica «lucunda semper», del 8 de septiem bre de
1894, escribía: «Que rezando pedim os la protección de María,
es cosa que tiene su fundam ento en el oficio que desem peña
de obtenem os las gracias divinas, oficio que realiza continua-
(4 ) B o u ra sse , Sum m a A u rea , t. V II, c o l. 54é.
m ente ju nto a Dios». Y repite las p alabras de San B ernardino
de Sena: «Todas las gracias que se conceden al m undo reco­
rren este cam ino: de Dios descienden a C risto; de Cristo, a
la Virgen y, finalm ente, de la Virgen, m ediante u n orden ad­
m irable, llegan h a sta nosotros».
En la Encíclica «D iuturni tem poris», del 6 de septiem bre
de 1896: «De Ella, como de u n canal llenísim o, derivan las fuen­
tes de las gracias celestiales; en sus m anos están los tesoros
de las m isericordias del Señor. Dios quiere que Ella sea el
principio de todos los bienes».
Pio X , en la Encíclica «Ad diem illum», del 2 de febrero de
1904, después de h aber asegurado la indisoluble unión que exis­
te en tre la Virgen y Cristo en la o b ra de n uestra Redención,
dice: «De esta p erfecta asociación de dolores y de volunta­
des, de C risto y de M aría, m ereció Ella ser la dignísim a re­
presentante del m undo perdido, y, p o r tanto, la D ispensadora
de todos los dones que Jesús nos adquirió m ediante su Pa­
sión y M uerte. No vam os a negar que la distribución de dichos
dones, de derecho propio y privado, pertenece a Cristo, ya que
son el fruto de su m uerte y El es p o r sí m ism o el m ediador
entre Dios y los hom bres. Pero tenem os que añadir tam bién
que por aquella p erpetua asociación de dolores y afanes entre
M adre e Hijo, a que nos hem os referido, se concedió a la
Virgen soberana, ju n to con su H ijo Unigénito, el ser la Media­
dora y Conciliadora potentísim a de toda la tierra (Bula «Inef­
fabilis»). Es, pues, Cristo, la fuente, y de su plenitud todos
hemos recibido... Murlu, n su vez, com o nota acertadam ente
Snn Bernardo, ex el acueducto, o, si se quiere, el cuello me­
diante' rl cual el cuerpo so adhiere a la cabeza, transm itiendo
a min fucrxM y v l^ir. Por tanto, Ella es el cuello de
iiiioxtrn cabezo, m ediante el cual todo don espiritual se co­
m unica al Cuerpo m ístico de C risto (San B ernardino de Se­
na). Lo cual dem uestra que nosotros estam os m uy lejos de
querer a trib u ir a la Virgen la v irtu d de p roducir la gracia so­
brenatural, lo cual corresponde a sólo Dios. Pero, superando
Ella a toda criatu ra por su san tid ad y p o r su unión con Cristo,
y habiendo sido elegida p o r Cristo p a ra com pañera en la obra
de la salvación hum ana, nos merece, com o dicen, de congruo,
lo que Cristo nos m ereció de condigno, y es la p rim era Mi­
n istra en la distribución de las gracias. E stá sentado C risto en
los Cielos a la d iestra de la M ajestad de Dios. M aría está a la
derecha de su H ijo com o Reina, seguro refugio y fidelísim a
auxiliadora de cuantos están en peligro, de form a que no hay
lugar a tem or o desesperación donde Ella se p resenta como
guía y defensora propicia». (Cfr. Bula «Ineffabilis», de Pío IX).
Benedicto X V , repetidas veces, en distintos docum entos,
enseñó expresam ente la cooperación de la Santísim a Virgen
en la distribución de todas las gracias. En la c a rta dirigida a
la A rchicofradía de N uestra Señora de la Buena M uerta dice:
«La Virgen h a sufrido con el H ijo que sufre, ha soportado una
especie de m uerte con el H ijo que m uere, h a renunciado a
sus derechos de M adre en beneficio de la salvación de los
hom bres y, p a ra satisfacer a la Justicia divina, y en cuanto
de Ella dependía, ha inm olado a su Hijo. Se puede decir, pues,
ju stam en te que Ella, en unión con Cristo, puesto que de Ella
dependía, ha rescatado al mundo. C orredentora con Cristo,
quiere decir que ha colaborado con El a todo lo que constituye
la obra de la Redención, y es certísim o que M aría ha contri­
buido a ella m aravillosam ente. Ella ha m erecido y ha satisfecho
con el Salvador, nos ha reconciliado con Dios, m ediante el
ofrecim iento hecho a Dios de la H ostia p o r Ella p reparada, y
Ella tam bién nos dispensa los bienes sobrenaturales, puesto
que es A dm inistradora suprem a en la distribución de las gra­
cias». (Cfr. Acta Ap. Sed., t. X, 1919, p. 182).
Más tarde, en el año 1921, el m ism o Pontífice, accediendo
a las instancias del Cardenal M ercier, concedió a todas las
Diócesis de Bélgica y a todas cuantas lo solicitaran, el Oficio
y la Misa de M aría Santísim a, Medianera de todas las gracias,
con lo que la sentencia p o r nosotros defendida es ratificada
p o r estos docum entos de la m an era m ás clara e inconfundible.
Pio X I, en la Carta del 12 de m arzo de 1922, llam a a la Vir­
gen «M edianera ju n to a Dios de todas las gracias» (Cfr. Acta
Apost. Sed., tom o XIV, 1922, p. 186).
Para d em o strar el interés que sientla hacia dicha doctrina,
instituía, apenas elevado al Sum o Pontificado, tres Comisiones
de teólogos — una belga, o tra española y o tra rom ana — para
que estudiasen y diesen su parecer sobre la posible definición
dogm ática de tal doctrina.
El Episcopado Católico se hizo eco del m agisterio de los Su­
mos Pontífices. En una carta enviada al C ardenal Mercier,
450 Obispos expresan su parecer favorable referente a la
oportunidad de la definición de la doctrina sobre la Media­
ción universal de la Virgen Santísim a. Sólo tres Obispos, a
p esar de adm itir dicha doctrina, declararon que no considera­
ban oportuna la definición solemne de la mism a.
El m agisterio ordinario de la Iglesia, pues, que cuenta con
la asistencia ordin aria del E spíritu Santo, de una m anera muy
clara y, en repetidas circunstancias, en docum entos públicos y
solemnes, en cosas gravísim as referentes a la fe, ha enseñado
de m anera afirm ativa y categórica la cooperación de la Vir­
gen Santísim a en la distribución de todas las gracias. No me­
rece, pues, atención ninguna la desafortunada y poco acerta­
da observación del profesor Ude, el cual asegura que los Pon­
tífices se han lim itado a expresar los propios sentim ientos p ri­
vados. Con tal sistem a se podrían neutralizar todas las ense­
ñanzas del m agisterio ordinario. Repetim os que, en nuestro
caso, los pretendidos «sentim ientos privados» de los Pontífi­
ces, insertos una y o tra vez en docum entos generalm ente diri­
gidos a toda la Iglesia, han sido unánim em ente com partidos
por el Episcopado Católico. No sé, p o r tanto, si podría darse
un argum ento más valioso que éste, tom ado «ex m agisterio
ordinario ecclesiastico».

2. La voz ini i a S achada Escritura. — Digámoslo de inme


diato; jMTÍu cosa vitim buscur en la S agrada E scritu ra la cx-
p irsló n «D istribuidora de todas las gracias». La encontrare­
mos de formn equivalente, de una m anera im plícita, como
parte de uit todo.
a) E l Protoevangelio. — La encontram os, ante todo, en el
célebre texto del Génesis llam ado Protoevangelio (Gén., 3, 15):
«Enem istades pondré», etc. De las palabras clásicas de este
texto podem os legítim am ente deducir no sólo la cooperación
de la Santísim a Virgen a la o b ra de la así llam ada Redención
objetiva, o sea, a la adquisición de todas las gracias redento­
ras, sino tam bién a la o b ra de n u estra Redención subjetiva,
o sea, a la distribución de todas aquellas m ism as gracias. La
Virgen Santísim a, en efecto, nos viene presentada en el texto
del Génesis com o unida, con estrechísim o c indisoluble vincu­
lo, a Cristo en toda la obra de n uestra Redención (objetiva y
subjetiva), o sea, en la lucha y en el triunfo sobre la serpiente
infernal. La cooperación, pues, de la Santísim a Virgen se de­
be extender tam bién a la distribución de todas las gracias, o
sea, a la así llam ada Redención subjetiva.
La profecía del Protoevangelio tiene p o r objeto la Reden­
ción, o sea, la restauración del género hum ano caído p o r el
pecado de nuestros prim eros padres Adán y Eva. El grupo
de los vencidos p o r la serpiente (Adán y Eva) es sustituido
p or Dios por los vencedores de la m ism a (Cristo y María).
Causa del pecado original en sí m ism a (prevaricación objeti­
va) y de la aplicación y transm isión del m ism o a todos (pre­
varicación subjietiva) son los prim eros, o sea, Adán y E v a ; cau­
sa de la restauración en sí m ism a (Redención objetiva) y de
la aplicación de la m ism a a todos (Redención subjetiva) son
los segundos, o sea, C risto y M aría. P or esto, la asociación for­
m ada por M aría y Cristo consiste — com o la obra m ism a de
Este — en las enem istades sem piternas con la diabólica ser­
piente («Inim icitias ponam ») y en el triunfo rotundo sobre
ella («Ipsa conteret caput tuum »); am bas cosas significan
claram ente que la m isión de la Virgen tiene la m ism a exten­
sión que la m isión de Jesús. Idéntica es la lucha, idéntico
el triunfo, idéntica la m isión a cum plir, o sea, n u e stra sal­
vación.
E sta asociación de la Santísim a Virgen con Cristo en toda
la obra de n u estra salvación, prom etida en el Antiguo Tes­
tam ento, se realiza plenam ente en el Nuevo.
b) Tres hechos evangélicos m u y significativos. — Nos en­
contram os en el Evangelio con algunos hechos que, tom ados
no ya separadam ente, sino en conjunto, constituyen un lumi­
noso indicio y una no menos lum inosa confirm ación del plan
divino, según el cual, todas y cada una de las gracias nos son
distribuidas p o r la Santísim a Virgen. Estos hechos son tres:
la Visitación (Luc., 1, 4145); el m ilagro de las bodas de Cana
(Jn., 2, 1-11) y la Venida del E sp íritu Santo sobre los Após­
toles el día de Pentecostés (Act. 1, 4, 12-14). Considerémoslos
separadam ente.
En presencia de la Santísim a Virgen y al escuchar su voz,
Juan, que aú n no había nacido, es santificado, o sea, queda
libre de la culpa original. E ste gran m ilagro se puso de m a­
nifiesto p o r el m ovim iento de la c ria tu ra al escuchar la voz
de María. La voz, pues, de M aría, fue como el vehículo de la
gracia que santificó al B autista. Es el p rim er milagro opera­
do en el orden de la gracia.
En las bodas de Caná, faltando el vino, Jesús, a instancias
de la Virgen Santísim a, anticipa la hora de los m ilagros cam ­
biando el agua en vino. Aquí tam bién, la voz suplicante de
M aría fue com o el vehículo de aquel m ilagro que abría la
serie de los prodigios de Cristo. Es el p rim er m ilagro en el
orden de la naturaleza.
En el día solem ne de Pentecostés, cuando nacía la Iglesia,
o sea, en la p rim era aplicación pública de los m éritos de
Cristo, a los ruegos de M aría descendió el E spíritu Santo so­
bre los Apóstoles. De la m ism a m anera que la p rim era efu­
sión del E sp íritu S antificador en la Iglesia no se operó sin
la intervención dé M aría, así tam bién — se puede concluir
con un cierto derecho — que cualquiera o tra efusión del mis­
mo en la Iglesia no se efectuará sin su intervención.
Estos tres hechos indican claram ente que Dios, al distri­
b u ir por prim era ve/, a los individuos particulares o a la
Iglesia, su* lavores divino», se ha servido de la intervención
de María. Unu tul form a de o b rar indica la existencia de la
ley gane ral que precede a la distribución de todas y cada una
ile l.n gracia» divinas: la Intervención, la cooperación de Ma­
rín.
c) La prom ulgación de la M aternidad espiritual. — Pero
existe otro texto en el Nuevo T estam ento, del cual se deriva
lógicamente la cooperación de la Santísim a Virgen en la dis­
tribución de todas las gracias. En el Evangelio de San Juan
(Cap. 19, 26) encontram os la prom ulgación solemne de la Ma­
ternidad espiritual de María. Hay que n o ta r que J:sú s, pro­
clam ando explícitam ente a la Santísim a Virgen como Madre
espiritual de los hom bres, proclam aba im plícitam ente la m e­
diación universal de M aría en la distribución de todas las
gracias sobrenaturales, con las cuales la m ism a vida sobre­
natural, que la Virgen nos confiere, es alim entada, corrobo­
rad a y encauzada hasta la sum a perfección. La acción de 1111a
m adre, en efecto, no se lim ita a d ar la vida a su hijo, sino
que se extiende tam bién — necesariam ente — al desarrollo
y perfeccionam iento de dicha vida. Ahora b ien; como la vida
natural se alim enta y se desarrolla con m edios naturales,
así la vida sobrenatural de la gracia se alim enta y n u tre de
m edios sobrenaturales, o sea, con la gracia. La vida, en efec­
to, sea cual fuere la especie a que pertenece, se alim enta
siem pre y se desarrolla con aquellos m ism os principios que
le han servido de origen. Y puesto que n u estra vida sobre­
n atural no conseguirá un pleno desarrollo h asta que la gracia
se transform e en gloria, es evidente que hasta aquel m om ento
la acción m aterna de M aría ten d rá que extenderse a todos y
cada uno de los hom bres.

3. L a voz. de la T r a d ic ió n . — Se puede dividir en tres eta­


pas bien distintas, es decir: 1. Desde los tiem pos apostólicos
hasta el siglo V III; 2. Desde el siglo V III al final del siglo
XV; 3. Desde final del siglo XV a nuestros días.
1. En el p rim er período, desde los tiem pos apostólicos al
siglo V III, la doctrina de la cooperación de la Santísim a Vir­
gen respecto a la distribución de todas las gracias está con­
tenida de un m odo im plícito en algunas sentencias generales
respecto a la cooperación de María, como segunda Eva, a la
obra de nuestra Redención y a su M aternidad espiritual.
2. En el segundo período, desde el siglo V III al final del
siglo XV, nu estra tesis viene enunciada de u n a m anera m ás
explícita, aunque b astan te genérica. San Cirilo de Alejandría,
San Germ án de C onstantinopla, San Juan Damasceno, San
Pedro Damián, San Anselmo, San B ernardo, San Alberto Mag­
no, San Buenaventura, etc., son los m ás explícitos asertores
de esta Mediación de María.
3. En el tercer período, desde finales del sík Io X V hasta
nuestros días, en ocasión, sobre todo, de la im pugnación de
los protestantes, de los jansenistas y de algunos católicos,
n uestra tesis hizo notables progresos, h asta llegar a conver­
tirse en sentencia com ún en tre los teólogos.
E n tre los defensores de e sta doctrina m erecen especial
m ención, en los siglos XVI y XVII, San R oberto Belarm ino,
Cartagena, Suárez, Ju a n B autista Novati, Petavio, Vega, Rei-
chenberger, Bossuet, Bourdaloue, Olier, etc. En el siglo XVIII
se distinguieron Benito Plazza, S. J., Seldm ayr O. S. B., San Al­
fonso M aría de Ligorio, San Luis Grignon de M ontfort, etc. (5).
Innum erables voces, pues, tan to de O riente como de Occi­
dente, se han levantado p ara proclam ar de modo diverso aque­
lla ley tan adm irablem ente redactada por San B ernardo en
c»to» térm in o » : «Tal es lu Voluntad de Aquel que quiso que
toda» la» cosas no» fuesen concedidas por m edio de María».

4. La v o z d e l a r a z ó n . — N uestra razón deduce lógicamen


te la actual cooperación de M aría en la distribución de todas
las gracias de su oficio de Corredentora y de M adre espiri­
tual de los hom bres.
a) E l oficio de Corredentora. — De su oficio de Correden­
tora, en prim er lugar. Y es claro : quien h a cooperado a la
adquisición de un tesoro, es ju sto que coopere tam bién a la
distribución del m ism o. Y la Virgen Santísim a, como Corre­
dentora, ¿no ha colaborado acaso a la adquisición del teso ro
de todas las gracias de la Redención, mereciéndolas todas
ccn m érito de conveniencia (de congruo), como Cristo las
había m erecido con m érito de estricta justicia (de condigno)?
La conexión entre la adquisición y la distribución de las gra­
cias es estrechísim a, y no adm ite p o r sí m ism a excepción. Y
ésta e» In razón por la cual los Pontífices y teólogos la han
tom ado casi como base de su argum entación p ara p ro b ar la
cooperación de M aría en la distribución de todas las gracias.
b) E l oficio de Madre espiritual. — Tam bién el oficio de
Madre espiritual de los hom bres nos conduce lógicam ente a
la m ism a conclusión. La m adre, en efecto, toda m adre, coope­
ra no sólo a la generación de los hijos, sino tam bién a su
conservación, a su desarrollo, tan to físico como m oral. Lo
(5) R o s c h i n i , M ariologia, t. I I , p . 538.
m ism o sucede, p o r tanto, en relación con n u estra vida sobre­
n a tu ra l respecto a la intervención de M aría. E s m uy cierto
que p a ra la vida n atu ral no es siem pre indispensable el cui­
d a d o y solicitud de la m adre de u n a m an era inm ediata. Pero
no se puede decir lo m ism o respecto a la vida sobrenatural
de la gracia. En ésta no se puede realizar el m enor progre­
so sin la gracia. Y el progreso en ésta y, consiguientem ente,
en la vida sobrenatural, debe co n tin u ar h a sta que la m uerte
ponga fin a él. Siem pre, p o r tan to , o sea, h a sta aquel mo­
m ento, debe extenderse el cuidado m aternal de María, y por
eso hasta entonces debe ac tu a r su cooperación en la d istri­
bución de la gracia, m ediante la cual se realiza el desarrollo
■de todos y cada uno de sus hijos.
Por tanto, sobre el hecho de la cooperación actu al de M aría
Santísim a a la distribución de todas y cada una de las gra­
c ias divinas, dado el avance conseguido p o r la especulación
teológica, no puede existir la menor duda prudente.
Muy acertadam ente, pues, el Oficio de M aitines de la fies­
ta de M aría M edianera de todas las gracias, comienza con
estas herm osas palab ras: «Christum Redem ptorem , qui bona
o m n ia nos habere voluit p er M ariam , venite adorem us». A
Cristo Redentor, que quiso que todos los bienes nos viniesen
por M aría, venid y adorém osle.

CONCLUSION. — No nos queda, pues, otro cam ino que el


dirig im o s a M aría y decirle con el príncipe de los oradores
modernos, M onsabré: «¡Oh Reina, oh M adre de m isericordia,
he aquí que d urante diecinueve siglos llenáis el m undo con
las gracias de la Redención, de las cuales sois el acueducto.
P or tantos bienes, la Iglesia os hace acreedora de un puesto
privilegiado después de Cristo en su culto. La herejía inso­
lente que os lo niega no com prende nada del m isterio de
esta doble M aternidad que os une a Dios y a los hom bres.
Si su últim a pro testa no hubiese sido ap lastada bajo el peso
de los argum entos teológicos, que dem uestran la potencia de
vuestra intercesión y la eficacia de vuestro patrocinio en la
economía de n u estra salvación, ella caería bajo el peso enor­
m e de los siglos, llenos de vuestra gloria...» (Conferencia IV).
III

LA REINA DEL UNIVERSO

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : U n» m isión re a l... — I . L l c o n cep to d e la rea­


lera d i M a ria : I. Hl c o n ce p to d e Rey y de R u in a; 2. D iv ersid ad d e p o d e r
e n tra »1 H ry y la R eina, e n tra C ríalo y M a ría: 3. Los a d v e rsa rio s d e la
trale/M de M atia. II. U ll p ru eb a s de la realeza de M aria: 1. F.l M agis­
te r ia e r l e t h l t l h o : a) d o cu m en to s p o n tiricio s b ) la L itu rg ia ; 2. La Sagrada
I h e r l t u r a ; a) M alla, p re d lc lia y p re fig u ra d a R ein a del N uevo T e sta m en ­
to ; S I m 7 r a d ició n : a ) P a d re s, d o c to re s y e sc rito re s eclesiástico s q u e
roclam an la realeza d e M aría S m a .; b ) las p in tu r a s a n tig u a s d e M aría
R
r ln a : 4. La voz de la razón: la V irgen S a n tís im a : a ) n o es R eina
sólo en s en tid o m eta fó ric o , sin o b ) en s e n tid o p ro p io , p o r d e re c h o n a tu ra l y
p o r d e re c h o a d q u irid o ; c ) u n a o b je c ió n ; d ) n a tu ra le z a y ex ten sió n d e
la R ealeza d e M aría. — C on clu sió n : E l re c ie n te m o v im ien to en fav o r
d e la R ealeza d e M aría.

En diciem bre de 1925, el Sum o Pontífice Pío XI, de inm or­


tal m em oria publicaba la adm irable Encíclica «Quas prim as»,
en la cual proclam aba la realeza universal de Cristo y estable­
cía su fiesta litúrgica.
Mas asi como C risto estuvo siem pre unido a María, la
realeza de C risto reclam ó espontáneam ente, cada vez más,
la atención de lo» líeles «obre la realeza de María. La Virgen,
en efecto, ex ol eco de C riito. Cuanto m ás aum enta la gloria
de Crluto, lanío iuAn t rece lu do Marta, y viceversa.
Ln Vil gen en ln Relnu del Reinado de Cristo.
I m mlnión, en electo, de Madre del Creador y de Me-
(llnnem «le lu* criaturas es — evidentem ente — una m isión
real. C onnlgulentenuntc la realeza universal de M aría es la re­
sultante obligada de la m isión m ism a a que fue predesti­
nada por Dios, y que constituye la razón m ism a de su exis­
tencia. Ella ha nacido Reina. Y sobre su reino — vasto co­
mo el universo — no se pone nunca el sol. Detengámonos,
pues, a considerar brevem ente la realeza de M aría, expo­
niendo su naturaleza, sus adversarios y las pruebas.
1. E l concepto de « R e y » y de « R e in a ». — Los térm inos
«rey» y «reina» se derivan del vocablo «regere», o sea, or­
denar las cosas a un fin. Consiguientem ente, según Santo
Tomás, se llam an «rey» y «reina» aquellos que tienen el
oficio de regir, de gobernar, o sea, de guiar a la sociedad
perfecta a su fin (1). Por tal razón, el rey y la reina tienen
un verdadero prim ado de excelencia y de poder sobre to­
dos los dem ás m iem bros de la sociedad.

2. D iv e r s id a d de poderes entre el R ey y la R e in a , en­


tre C r is t o y — El poder del Rey es m uy diverso,
M a r ía .
si se le com para con el de la Reina. Se tra ta , en efecto, de
dos poderes distintos, que en cierto sentido se perfeccionan,
se com pletan m utuam ente. Al Rey conviene u n a realeza
absoluta y un poder de jurisdicción, es decir, legislativo,
judiciario y ejecutivo; a la Reina, en cam bio, corresponde
una realeza relativa y un poder de intercesión, propio de
la M adre y de la Esposa del Rey; adem ás, a Ella corres­
ponde tam bién el esplendor personal, que proviene de la
proyección sobre Ella del fulgor de la dignidad del Rey,
con el cual llega a constituir, en relación con los súbdi­
tos, una única persona m oral.
La Virgen Santísim a, p o r tanto, no es — com o querría
algún teólogo reciente — u n Rey de sexo fem enino (como,
p o r ejem plo, la reina de H olanda), con toda la dignidad y
todos los poderes de u n rey, sino, sencillam ente, una Reina,
a la cual com peten, análogam ente, toda la dignidad y to­
dos los poderes propios de u n a Reina de este m undo. He
dicho análogamente, o sea, solam ente en p arte, o m ejo r
dicho, en lo que en ello hay de perfecto; p orque la digni­
dad regia de María, o sea, su esplendor personal, es supe­
rior a la de cualquier reina de la tierra, p o r ser Ella la
verdadera M adre y Esposa del Rey de reyes. Además, el
poder de intercesión propio de la Santísim a Virgen está por
encima, inconm ensurablem ente, del poder análogo de cual-
(I) Cfr. De Regimine Principum, L. 1, C. 1.
quier reina de la tierra, siendo a él superior p o r su efi­
cacia (pues siem pre es escuchada), p o r su universalidad (pues
se extiende a todos los asuntos referentes a la etern a salva­
ción de todo el género hum ano). Por tanto, la Santísim a
Virgen es un a Reina singular. Los títulos de su realeza —
como verem os — se reducen a dos, o sea, a su derecho
natural p o r ser M adre de Dios, que es el Rey de reyes; y
al derecho adquirido, p o r h ab er cooperado con el Reden­
tor a la obra de la Redención, o sea, a la reconquista del
género hum ano, caído por el pecado bajo el dominio de
Satanás. Tal es el genuino concepto de la realeza de María.

3. A d v iih s a k io h DB u n t a RBALBZA dh M a r í a . — El prim ero


en negar esta prerrogativa de la Santísim a Virgen parece
que fue el im pío Lutero. En efecto, escribe San Pedro Ca-
nisio: «Sospecho que Lutero fue el p rim ero en reprochar­
nos a nosotros los católicos el que saludábam os a M aría
con el título de Reina del Cielo, con lo cual ofenderíam os
a Jesucristo, pues de esta form a atribuíam os a la criatu ra
lo que es propio sólo del Creador» (2). Los jansenistas se hi­
cieron eco de esta doctrina de Lutero. En la celebérrim a obri-
ta «Monita salutaria», la Virgen es p resentada como una sierva
en todo igual a nosotros y no como Reina (3).
El M agisterio ordinario de la Iglesia, la Sagrada .Escri­
tura, la Tradición y la rn/.ón se levantan a una p ara opo­
nerse a la negativa do ln renleza de M aría en el sentido
por nosatro* expueiito anteriorm ente.

II, - l'ntutiiAii un i.a Umai.ii/ a im María

1. I'.l. Maoistukio P,(li.nsiAsriCO. — n) Docum entos Pontifi


cios. — En los varios docum entos Pontificios nos encontram os
casi de continuo con la expresión «Reina del Cielo y de la
tierra», atribu id a a la Santísim a Virgen, o con otras equiva­
lentes. Recientem ente, adem ás, el inm ortal Pontífice Pío XI,
(2) De M aria V irg in e in c o m p a ra b ili, L. 5, c . 13.
(.1) M on. 6. C fi. B o u r a s s e , S u m m a A u re a , t. V , co l. 158.
no contento con bendecir y aprobar el proyecto de dedicar la
C atedral de Port Said a M aría Reina del Universo, envió
p a ra que la consagrara a un Legado suyo y ofreció una pre­
ciosa diadem a de oro, enriquecida de diam antes, p ara adornar
la estatua de María. Perm itió, adem ás, que en la Diócesis de
Port Said se pudiese añad ir a las invocaciones «le las Letanías
L auretanas, la invocación: Regina m undi, ora pro nobis. An­
teriorm ente a Pío XI, León X III hizo coronar en su nombre,
en 1902, una estatu a de María Reina del Universo, venerada
en Friburgo, en Suiza.
b) La Liturgia. — Además, la Iglesia nos hace salu d ar con­
tinuam ente a la Santísim a Virgen con el título de Reina. «Sal­
ve, Regina!», «Ave, Regina coelorum», «Regina coeli, laetare».
Más recientem ente aún, unos 800 Obispos, esparcidos por
todo el m undo, concedieron en sus respectivas Diócesis nu­
m erosas indulgencias a una oración relacionada con la reale­
za de M aría, difundida p o r un grupo de piadosas señoras de
Roma y publicada en centenares de revistas. La realeza de
María, por tanto, es una de aquellas verdades contenidas en
la predicación cotidiana y universal de la Iglesia, y, por ello,
en el depósito de la Revelación, es decir, en la Sagrada Es­
critu ra del Antiguo y Nuevo T estam ento y en la Tradición.
2. L a S agrada E s c r i t u r a . — a ) María, predicha y prefigura­
da Reina en el Antiguo Testam ento. — En el Antiguo Testam en­
to encontram os predicha y prefigurada la realeza de María.
Fue predicha por David, su antepasado, en el Salm o 44, pues
cuando describe las bodas del Rey incom parable — el Mesías
— dice: «He aquí las hijas del Rey prontas a obsequiarte / /
y la Reina colocada a tu d iestra con oro de O fir... / / Gloriosa
en extrem o es la joven real, / / perlas y tejidos de oro son sus
vestiduras. / / Bajo velos recam ados de perlas es conducida
al Rey; / / detrás de Ella se dirigen hacia ti las vírgenes sus
com pañeras con ex traordinaria alegría, / / y así entran en el
palacio real» (V. 10-17). La Reina a que aludo — com o la Es­
posa del C antar de los C antares — en sentido literal y alegó­
rico, adem ás de la Iglesia, es, de una m anera especial, María,
m iem bro el m ás excelente de la Iglesia.
Fue prefigurada, adem ás, de fo rm a m uy p articu lar p o r Bet-
sabé, m adre del rey Salomón, y p o r E ster, esposa del rey Asue-
ro. En el Libro III de los Reyes (3, 19-20) se cuenta que Betsabé
fue al encuentro de su hijo el rey Salom ón p a ra hablarle en
favor de Adonía... Aquél se levantó, fue en busca de su m adre,
la saludó y, una vez que se hubo sentado, quiso que ella lo
hiciese a su diestra, sobre un trono elevado. La cual le dijo:
«Vengo a pedirte una pequeña gracia. No m e desatiendas...»
«Pide, m adre m ía — le respondió inm ediatam ente el rey —,
es m uy ju sto que yo te escuche...» He aquí u n a lum inosa re­
presentación de cuanto ha sucedido y sucede continuam ente
en el Ciclo en tre M aría y su Divino Hijo.
Al e n tra r el día de su Asunción al ciclo, p ara interceder por
nosotros, su H ijo le salió al encuentro y la hizo sen tar a su
diestra, en un trono colocado ju n to al suyo. Y la plegaria de
la Reina siem pre es atendida por el H ijo Rey.
O tra radiante figura de M aría Reina es Ester, esposa del
rey Asuero (E ster, 2, 17; 5, 3). En el libro que lleva su nom bre
se lee: «El rey la am ó m ás que a todas las dem ás m ujeres,
colocó sobre su cabeza la diadem a real y la nom bró reina en
lugar de Vasthi. Y ordenó que diese u n suntuoso convite a to­
dos los príncipes y siervos, como p a ra solem nizar sus bodas con
Ester. Y concedió la inm unidad a todas las provincias, y dis­
tribuyó dones por todas partes con largueza de príncipe. E ster
se vistió el m anto rcnl y fue a las habitaciones interiores del
rey y se detuvo n In entrudn de la sala. El rey estab a sentado
en el trono que hnhín colorado en la m ism a sala. Mas apenas
Asnero lu vio, le prtNcntÓ el cetro de oro que tenía en su ma­
no. Rntoncea Bktei »e m ercó y b eió el extrem o del cetro. Y el
iry le dl|n «/Qué en lo que quieren, reina linter? ¿Qué tienes
que podlunc? Aunque me pidiese* lu m itad de ini reino te lo
dnrín». La disposición de ánim o de Asuero puru con Ester,
¿no es acaso una pálida figura de la de Jesús, Rey de reyes,
para con María, Reina de las reinas?
b) María, llamada Reina en el N uevo Testam ento. — Anun­
ciada y prefigurada en el Antiguo Testam ento, M aría Santísi­
m a es llam ada en el Nuevo M adre del Rey, y, por tanto, pro­
clam ada Reina. El Arcángel San Gabriel la saluda como a Ma­
dre de un Rey en el m om ento de la Anunciación. En efecto,
hablándole del H ijo que había de concebir y d a r a luz, le di­
ce: «Y el Señor Dios le d ará el trono de su padre David; y
reinará por siem pre en la casa de Jacob» (Luc., 1, 32). Es salu­
d ada como M adre del Señor, o sea, del Rey de los reyes, por
Santa Isabel, la cual — según dice el Evangelista — hablaba
movida por el E spíritu Santo: «Llena del E spíritu Santo»,
exclam ó: «¿Cómo me es dado que la M adre de mi Señor ven­
ga a mí?» (Luc., 1, 44). Tam bién en el Apocalipsis (12, 5) la Vir­
gen Santísim a — la m u jer vestida del sol y coronada con una
diadem a de doce estrellas — es presen tad a com o M adre de un
H ijo que debe gobernar todas las naciones con m ano de hie­
rro. Establecido esto, de la «m aternidad real» al título de
Reina el paso es m uy breve y m uy fácil. Son expresiones, en
efecto, que se com plem entan.

3. L a T r a d ic ió n . — a) Padres, Doctores y Escritores ecle


siásticos. A la palab ra de Dios contenida en las Sagradas Escri­
tu ras corresponde el eco arm onioso de los siglos cristianos. El
privilegio de la Realeza de M aría es — se puede decir — el
tem a predilecto de los Padres y de los Escritores eclesiásticos
de Oriente y de Occidente. Mucho cam ino tendríam os que reco­
rre r si pretendiésem os aducir todos sus testim onios; nos limi­
tarem os a los principales. Un célebre m ariólogo del siglo XVII,
M arracci, en su Polyantea Mariana, llegó a enum erar 135 escri­
tores que han dado a M aría el título de Reina, de E m peratriz,
de Soberana o Señora. Sola la p alab ra Reina ocupa 13 gran­
des páginas de citas.
b) Las antiguas pinturas de María «Reina». — El m odo m is
m o con que la Santísim a Virgen fue representada en las an­
tiguas pinturas de las catacum bas nos deja entrever cuán pro­
fundam ente estab a esculpida en la m ente y en el corazón de
aquellos prim eros cristianos el inefable privilegio de la Rea­
leza de M aría. En una p in tu ra de las catacum bas de Santa
Priscila, que se rem onta a los comienzos del siglo II, la Vir­
gen Santísim a está representada en el m om ento de p resentar
a su Divino H ijo a la adoración de los Magos. Aunque M aría
no aparece sentada como en las p in tu ras de los siglos III y IV,
sin em bargo lleva un peinado que recuerda el de las em pera­
trices de la prim era m itad del siglo II, sin velo alguno que
cubra la cabeza (4). E n el siglo IV, la Santísim a Virgen es
representada com o Reina en el m árm ol negro del Museo Kir-
queriano y en los fragm entos de Damos-el-Karita (5). E n el siglo
VI encontram os la representación de M aría en las am pollas
conservadas en Módena. E stá representada p o r u n a Reina lle­
na de suave m ajestad : el m ism o tipo que encontram os en los
famosos mosaicos de San Apolinar el Nuevo en Rávena, en los
frescos de S anta M aría la Antigua, cerca del Foro Romano, y
m ás tarde en las p u ertas de varias iglesias del siglo X II (6).

4. L a vo/. mi LA r a z ó n . — a) La Virgen Solitísim a, Reina en


sentido metafórico. — La razón, apoyada por los elem entos
que le proporciona la Revelación a través de la Sagrada Es­
c ritu ra y la Tradición, ilu stra el hecho y la naturaleza de la
Realeza de María. La Santísim a Virgen es llam ada Reina no
solam ente en sentido m etafórico, sino en sentido propio.
Rey o reina en sentido m etafórico, y por tanto im propio, es
llam ado aquel o aquella que sobresalen de una m anera en
todo singular en tre sus sem ejantes p o r alguna prerrogativa
común. Así, por ejem plo, el león, p o r su singular fortaleza, es
llam ado el rey de la selva; la rosa, por su extraordinaria be­
lleza, es denom inada la reina de las flores. Es evidente, en estos
casos, el sentido m etafórico de los térm inos rey y reina. Lo
m ism o se puede decir de C risto y de M aría. Así, la Santísim a
Virgen puede ser llam ada m etafóricam ente Reina de la belleza,
por la singular h erm osura de sus rasgos; Reina de la santidad,
por la singular plenitud de las gracias de que goza, principio de
virtudes y m éritos incalculables. Y, en efecto, la Iglesia, en las
Letanías Lauretanas, la llam a de continuo Regina Sanctorum
om nium , Reina de todos los Santos en general, porque a todos
supera en santidad de vida, aun tom ados de conjunto; la
invoca adem ás particu larm en te como «Reina de los ángeles»,
porque supera a todos ellos en agudeza de entendim iento;

(4) C fr. D ict. A rchéot. C h r it.. a r t. M ages, to m . IX , col. 995.


(5) C fr. D e la itr e , L e c u ite d e la S . V ierge en A friq u e , P a rís , 1907, pAgs. 5-6.
(6) C fr. M ale, L 'A rt rélig ieu x d u X I I siécle en F rance, p ág . 56.
Reina de los Patriarcas, porque los aventajó a todos en he­
roísm o y pied ad ; Reina de los Profetas, porque sobresalió
en tre ellos en el don de profecía; Reina de los Apóstoles, por­
que estuvo dotada de m ayor celo que todos ellos; Reina de
los M ártires, porque su fortaleza fue inigualada por ellos;
Reina de los Confesores, porque superó a todos en la confe­
sión de la fe; Reina de las Vírgenes, porque excedió a todas
ellas p o r su excelsa pureza. Jesús y M aría, por su singular ex­
celencia, son el Rey y la R eina de toda la creación.
b) La Virgen Santísim a, Reina en sentido propio. — Ade­
m ás que en sentido m etafórico, los títulos de Rey y Reina
convienen a C risto y a su M adre en sentido propio, a causa
de su prim acía no sólo de excelencia, sino de poder sobre
todas las cosas. Es m uy cierto que solam ente a Dios, como
au to r de todo lo creado, conviene esencialm ente la Realeza
universal sobre todas las criaturas, que gobierna y conduce a
su fin. Pero tam bién es cierto que Jesús y M aría participan
de esta Realeza universal que conviene esencialm ente a solo
Dios. ¿De qué m anera? Cristo, tam bién com o hom bre, p ar­
ticipa de dicha Realeza de dos m aneras: por derecho natu­
ral y por derecho adquirido. Por derecho natural, ante todo,
a causa de su personalidad divina, o sea, en fuerza de la
unión hipostática. Y por derecho adquirido, o sea p o r haber
rescatado al género hum ano del dom inio de Satanás. Lo m ism o
en sentido análogo podem os decir de M aría. Ella es Reina en
sentido propio p o r dos títulos: p o r derecho n atu ral y p o r de­
recho adquirido. Es Reina p o r derecho natural p o r el hecho
m ism o de ser M adre del Dios H om bre. Y, en efecto, como
M adre de Dios hecho hom bre, Ella pertenece al orden de la
unión hipostática, pues la h um anidad de Cristo es tam bién
térm ino de la m atern id ad divina, y, p o r tanto, p articipa de
la dignidad real de su Hijo. Ella es tam bién Reina por de­
recho adquirido, pues fue verdaderam ente asociada con Cris­
to en la obra de nuestro rescate, verdadera C orredentora al
lado del Redentor.
c) Una objeción. — Y no se puede o b je ta r que la m adre
de un rey, la que es llam ada com únm ente la reina-m adre, no
es reina en sentido propio, p o r no gozar de la au to rid ad real,,
y que tal sucede con María.
La respuesta a sem ejante objeción no parece muy difícil.
Es evidente, en efecto, que no existe ni puede existir p aridad
alguna entre la llam ada reina-m adre y María. La reina-m a­
dre es, sencillam ente, m adre de uno que no ha nacido rey,
sino que ha llegado a serlo después. La Santísim a Virgen, por
el contrario, es M adre de uno que fue Rey desde el p rim er
instante de su concepción. Lo concibió, en efecto, no sola­
m ente como Dios, sino tam bién com o Rey, habiendo sido con­
cebido y habiendo nacido de Ella com o Rey, por razón de la
unión hipostática. A M aría pueden, p o r tanto, aplicarse legí­
tim am ente aquellas palabras del C antar de los C antares: «Vied
al Rey con la diadem a con la cual le ha coronado su Madre»
(3, 11). «Lo coronó — com enta San Ambrosio — cuando lo
form ó; lo coronó cuando lo engendró» (PL., 16, 328 D.). Por
razón, por tanto, de la divina m aternidad, la M adre de Dios
llegó a ser particionera de la realeza del Hombre-Dios, su
Hijo, adquiriendo así una especie de condom inio sobre todas
las criaturas.
d) Naturaleza y extensión de la Realeza de María. — La
Virgen Santísim a, p o r tanto, es y debe llam arse Reina del
Universo no sólo en sentido impropio, sino tam bién en sen­
tido propio. Al igual que la Realeza de Cristo, tam bién la de
María, principal y directam ente, es una realeza sobrenatural
y espiritual; secundariam ente y de una m anera indirecta, es
tam bién uno realeza natural y tem poral, o sea, se extiende
tam bién a la* cosas naturales y tem porales en cuanto se re­
lacionan con el ílii sobrenatural y espiritual.
Como la Keale/.a de Cristo, así tam bién la Realeza de Ma­
lla tío llene lim ites ni en el espacio ni en el tiem po: se ex­
tiende a todos y a todo, y siem pre: a la tie rra y al cielo, al
purgatorio y al infierno.
Se extiende, ante todo, a la tierra, pues las gracias que
descienden sobre ésta pasan — p o r voluntad de Dios — a
través del corazón y de las m anos reales de María. Se extien­
de al cielo, sobre todos los bienaventurados, sea porque su
gloria esencial es debida, adem ás que a los m éritos de Cristo,
tam bién a los de M aría, sea porque su gloria accidental es
provocada p o r su am abilísim a presencia. Se extiende al pur­
gatorio, induciendo a los fieles de la tierra a su fragar de
diversos m odos a las alm as que en él sufren, y aplicando a
ellas, en el nom bre del Señor, los m éritos y satisfacción de
su Divino H ijo y los suyos propios. Se extiende finalm ente al
infierno, haciendo tem b lar a los dem onios, haciendo vanos
sus asaltos encam inados a la perdición de las almas. No hay
pues, lugar en el universo donde la Santísim a Virgen no deje
sentir el influjo de su Realeza.

CONCLUSION. — No hay, pues, que m aravillarse si en va­


rios Congresos M arianos, nacionales e internacionales, se ha
m anifestado el deseo vehem ente de la institución de la fiesta
de la Realeza de María, com o eco de la solem nidad de la Rea­
leza de Cristo. E ste vasto m ovim iento de alm as en favor de
la Realeza de M aría, que se ha venido acentuando m ás y más
en estos últim os tiempos, al llegar a ser coronado con la fies­
ta litúrgica de la Realeza de la Virgen, será uno de los me­
dios m ás eficaces p ara rea firm a r prácticam ente los im pres­
criptibles derechos de Cristo y de M aría sobre las alm as por
ellos redim idas a costa de tantos dolores (7).
El m edio m ás suave y eficaz p a ra acelerar la llegada del
Reinado de C risto en las alm as es acelerar tam bién la lle­
gada del Reinado de M aría: «Ut adveniat regnum C hristi; ad­
veniat regnum M ariae!»: Donde tiene u n trono la M adre, lo
tiene tam bién el Hijo. Donde tiene un trono M aría tam bién
lo tiene Jesús.

(7) C fr. R o s c h i n i , P er la R e g a litt d i M aria. R o m a , 1943.

138
LOS PRIVILEGIOS DE MARIA

M adre del Creador, M edianera p ara con las criaturas y,


consiguientem ente, R eina del universo: he aquí la singular
misión confiada p o r Dios a María, la cual ha sido objeto de
nuestras consideraciones. Lógicamente, pues, hemos de pasar
a considerar a la Santísim a Virgen en sí m ism a, o sea, en
aquellos singulares privilegios de naturaleza, de gracia y de
gloria que le fueron tan generosam ente concedidos por Dios,
considerando la excelsa m isión a que la había destinado.
Todos estos privilegios la convirtieron en una o b ra m aes­
tra : la obra m aestra de Dios, pues en realizarla desplegó el
Señor toda su m unificencia. Y se com prende. Im aginém onos
un arquitecto que recibiese el encargo del soberano de cons­
tru ir un palacio que hubiese de servir para m orada de su
hijo. Probablem ente, o, mejor dicho, indudablem ente, pondría
en juego todo* Io n recurvo* de su ingenio para hacerlo per­
fecto cu cada un# de huh parte* y digno de un tan egregio
principo. O tro tanto, U nuestro modo de ver, ha hecho Dios
poi Muría. Ella habla sido destinada por Dios para ser el
alcázar reul en el cual había de h ab itar su Divino Hijo, para
ser el Paraíso terrestre del nuevo Adán. La hizo, pues, digna
habitación de tan excelso personaje. Tal es el pensam iento
expresado por la Iglesia en una de sus oraciones litúrgicas.
Dice: «Dios om nipotente preparó, con la especial cooperación
del E spíritu Santo, el cuerpo y el alm a de la gloriosa Virgen
María para que fuese digna m orada de su Divino Hijo».
P or o tra parte, si cada h ijo pudiese escoger y form ar a la
propia m adre, ¡cuán herm osa, perfecta y rica de todas las
perfecciones la elegiría! Pues bien: Dios pudo hacerlo e hizo
de hecho lo que nosotros no podem os hacer. Pudo escoger y
form arse a su Madre. Y no hay duda que debió escogerla y
form arla digna de sí, es decir, perfecta. B astarían, pues, es­
tas reflexiones p ara d escubrir inm ediatam ente en M aría la
verdadera obra m aestra de Dios. «Una est perfecta mea», dice
Dios en el C antar de los Cantares. «Una sola es mi obra m aes­
tra»: María. Y, en efecto, El la h a colm ado de tales y tan tas
perfecciones, h asta convertirla — como dice S anta M atilde —
un microcosm os, un pequeño m undo, en cuya creación puso
m ayor cuidado que al fo rm ar el universo. Ella es com o un
com pendio adm irable de todas las perfecciones con que
Dios dotó a las criatu ras, tan to del m undo visible como del
invisible. Son precisam ente estas perfecciones las que nos­
otros pretendem os co nsiderar en esta segunda p a rte de nues­
tro trabajo.
Así como la Santísim a Virgen — com o cualquiera o tra per­
sona hum ana — está com puesta de un doble elem ento, o sea,
de alm a y cuerpo, p ara proceder con claridad y con orden di­
vidirem os esta segunda p arte en tres Secciones:

I. Perfecciones referentes al alma de María.


II. Perfecciones referentes a su cuerpo.
III. Perfecciones referentes tanto al cuerpo com o al alma.
LAS PERFECCIONES REFEREN TES AL ALMA DE MARIA

P arte principal del com puesto hum ano es el alm a. Co­


mencemos, pues, n uestras instrucciones p o r el alma.

ARTICULO PRIM ERO

INMUNIDAD DE IMPERFECCIONES

El alm a de M aría estuvo inm une de toda suerte de im per­


fecciones y adornada de toda suerte de perfecciones. Se vio
libre de toda im perfección y, p o r tanto, de esa triple im per­
fección que pesa sobre todos nosotros, a sab er: el pecado
original, el fom es peccati y la culpa actual.
Estuvo llena de toda perfección y, por tanto, llena a) de
gracia, b) de virtudes, c) de los dones del E spíritu Santo, d)
de las bienaventuranzas, e) de los frutos del E spíritu Santo,
f) de los carism as o gracias gratis datae.

I
SU INMUNIDAD DEL PECADO ORIGINAL

It.HQIII'.MA ■— I n tn n i u n lón: Sólo u n a c ria tu ra es In m a c u la d a : M aría. —


1. I\l tin n i fu n d o d el privilegio: su p o n e c u a tro c o sa s: 1. E levación del
ho m b re vi e sta d o s o b re n u tu ra l m e d ia n te la g ra c ia s a n tific a n te ; 2. P é r­
d id a de e sta g ra c ia sa n tific a n te m e d ia n te el p ecad o de n u e stro s p rim e ro s
p a d re s ; 3. T ran sm isió n de e ste p ecad o a todos su s n a tu ra le s d e sc e n ­
d ie n te s; 4. E xcepción h e ch a con M aría, la cu al fu e p re s e rv a d a : a) p o r
s in g u la r p riv ileg io ; b ) en p re v isió n d e los m é rito s de su H ijo , el R e­
d e n to r; c) en el p rim e r in s ta n te de su e x isten cia. — I I . Las p ru eb a s del
p rivilegio: 1. La Sagrada E sc ritu ra : a ) el Pro to ev an g elio , b ) el saludo
del ángel a M a ría ; 2. La T ra d ició n : do s p erio d o s: a) en los p rim e ro s tre s
siglos: p ro fesió n im p líc ita ; b ) d e sd e el siglo c u a rto en a d e la n te , p ro fe ­
sión c ad a vez m ás e x p líc ita ; 3. La razón d e m u e stra q u e Dios a ) p u d o
p re s e rv a r a la S a n tís im a V irg tn de la c u lp a o rig in al, y b ) q u e e sto e ra
g ra n d e m e n te c o n v en ien te. — C o n clu sió n : ¡A legrém onos y recem o s!
La prim era inevitable im perfección que contraen las al­
m as de todos los pobres hijos de Adán es el pecado original.
Sólo M aría fue libre de él. Ella es la Inm aculada Concepción.
Veamos pues brevem ente: a) el significado, y b) las pruebas
de este insigne privilegio.

I. — E l s ig n if ic a d o d e l p r i v i l e g i o

Este insigne privilegio concedido por Dios a su Santísim a


Madre com prende cuatro cosas: la elevación del hom bre al
estado sobrenatural m ediante la gracia santificante; la pérdi­
da de esta gracia m ediante el pecado com etido p o r nuestros
progenitores; la transm isión de este pecado — llam ado ori­
ginal — a todos sus descendientes por vía de n atu ral gene­
ración, y la excepción hecha p o r Dios a su M adre Santísim a
en consideración de la singularísim a m isión a la cual la ha­
bía predestinado.
Expliquem os brevem ente estos cu atro puntos fundam en­
tales.
La Inm aculada Concepción supone ante todo la elevación
del género hum ano, en la persona de nuestros progenitores,
al orden sobrenatural m ediante la gracia santificante. Dios,
en efecto, no contento con h ab er dado a nuestros prim eros
padres — y en ellos a todos sus descendientes — los dones
naturales, o sea el alm a y el cuerpo, propios de la naturaleza
del hom bre, les dio tam bién dones del todo indebidos, o sea
dones sobrenaturales, cual es la gracia santificante (verdadera
participación de la naturaleza divina) y las virtudes infusas,
como tam bién los dones preternaturales, a sab er: la integri­
dad o plena sujeción del apetito sensitivo a la razón; la im ­
pasibilidad y la inm ortalidad. Todo este cúm ulo de dones
— naturales, sobrenaturales y p retern atu rales —, nuestros pri­
meros padres los tran sm itirían a todos sus descendientes, a
condición de que hiciesen un acto de subordinación a Dios,
absteniéndose de com er el fruto prohibido.
El hom bre, el p rim er hom bre — com o todos saben —, sedu­
cido por Eva, engañada a su vez p o r la serpiente infernal.
negó a Dios este acto de hom enaje, y de esta m anera llegó a
p erder p a ra sí y p a ra sus descendientes los dones indebidos a
su naturaleza, o sea, los dones sobrenaturales y preternaturales,
perm aneciendo sólo en posesión de los bienes naturales, o
sea, los referentes al alm a y al cuerpo. E ste prim er pecado —
llam ado precisam ente original —, p o r razón de la solidari­
dad con Adán, del cual todos descendem os, se transm ite, ju n ­
tam ente con la naturaleza hum ana, a todos sus descendientes,
como se ve en la c a rta de San Pablo a los Romanos (5, 12-19),
donde asegura que todos los hom bres han pecado en Adán, su
cabeza m oral: «in quo om nes peccaverunt» (Rom., 5, 12).
Tam bién la Santísim a Virgen, en cuanto que era descendien­
te de Adán por vía de natural generación, habría debido con­
trae r este pecado original, h abría debido aparecer en este
m undo como nosotros, es decir, desprovista de los dones so­
brenaturales y pretern atu rales y, p o r tanto, privada de la gra­
cia santificante y su jeta al demonio.
Dios, sin em bargo — como definió solem nem ente Pío IX —,
por privilegio a Ella solam ente concedido y, por tanto, singu­
lar, en previsión de los m éritos del Redentor, su Hijo, aplica­
dos precedentem ente a Ella desde el prim er instante de su
existencia, fue preservada de in cu rrir en la culpa original.
He dicho: por singular privilegio, puesto que en la innum e­
rable m ultitud de descendientes de Adán, ninguno, a excepción
de María, tuvo tal privilegio.
He dicho tam bién: en previsión de los m éritos del Reden­
tor su Hijo, pue» com o loilo» loa dem ás descendientes de Adán,
tam bién la Sanllulma Virgen, nujcla u la deuda de lu culpa, tu­
vo n rim ld a d del Redentor universal y do la aplicación antici­
pada de ni» mérito». Tam bién l'.lln fue redim ida, la prim era
redim ida, |>ero lu hio en m aneta mán excelente, es decir, con
redención preservativo (Im pidiéndole usl lu caída) y no sólo
como nosotros, con redención liberativa (levantándonos des­
pués de la caída).
He dicho adem ás: en el prim er instante de su existencia,
es decir, en el m om ento m ism o en que su alm a fue creada
c infundida en su cuerpo. Por tanto, m ientras la ola del pecado
estaba para envolverla, sum ergiéndola en su fango, la m ano
del O m nipotente se tendió hacia Ella, im pidiendo que la culpa
le tocara. M aría, pues, no estuvo ni un solo instante bajo el
dominio de-1 pecado, b ajo el poder de Satanás.
E sto establecido, pasemos a considerar las pruebas de este
insigne privilegio.

II. — L as p r u e b a s del p r iv il e g io

1. L a S agrada E s c r it u r a . — La Sagrada E scritura, la T r


dición y la razón proclam an altam ente tan insigne privilegio.
La Sagrada E scritura ante todo. Ningún pasaje del Antiguo
ni del Nuevo T estam ento nos dice explícitam ente que la Vir­
gen no contrajo el pecado original. Pero nos lo aseguran im plí­
citam ente dos p asajes: uno del Antiguo T estam ento (el Pro-
toevangelio, Gén., III, 15) y o tro del Nuevo (el saludo del Angel
a María, Luc., I, 28).
a) E l Protoevangelio. — Nos lo dice im plícitam ente el Pro
toevangelio, o sea, el prim er anuncio de la Redención hecho
por Dios m ism o a nuestros prim eros padres on el Edén, in­
m ediatam ente después de su caída: «Yo pondré enem istades
entre ti y la m ujer, en tre tu descendencia y la suya. Ella que­
b ra n tará tu cabeza y tú acecharás en vano a su calcañar». Esta
m u jer futura, vencedora de Satanás, es María. Del texto que
acabam os de c ita r se puede deducir un doble argum ento en
favor de la Inm aculada Concepción. El texto, en efecto, enun­
cia una especial e ilim itada enem istad, o sea, una posición
plena y continua en tre el diablo, es a saber, el pecado, y la
m ujer predicha, o sea, la Virgen (la m ism a oposición que exis­
tiría entre Satanás y Cristo). Mas dicha oposición no sería
plena y continua si, aunque fuese sólo por un instante, la Vir­
gen Santísim a hubiese estado su jeta al pecado original, o sea
al diablo.
Además, el texto del Génesis declara que María, ju n tam en­
te con su Hijo, alcanzaría (com o consecuencia de su plena
y continua enem istad con el diablo) un triunfo com pleto sobre
Satanás y el pecado. Al grupo de los vencidos (Adán y Eva)
viene contrapuesto el de los vencedores (Cristo y María). Mas
sem ejante victoria no hab ría sido plena si la Virgen, en el pri­
m er instante de su existencia, hubiese estado su jeta a la cul­
pa y, por tanto, vencida p o r el demonio.
En el Protoevangelio, p o r tanto, encontram os revelada for­
m alm ente, aunque de una m anera sólo im plícita, la verdad
de la Concepción Inm aculada de María.

b) E l saludo del ángel. — Otro testim onio im plícito de la


Concepción Inm aculada lo encontram os en el saludo dirigido
por el ángel a la Virgen en el dia de la Anunciación.
Dfjole el ángel: *Salve, llena de gracia; el Señor es con-
tlitn; bendita Tú urvi entre todas las mujeres». Notemos bien
Ir** coNtt«: Iii Saniíalm u Virgen es Humada llena de gracia, uni-
du u Dio*, bendita entre todas las m ujeres, sin lim itación de
tiempo. Son tres afirm aciones que la colocan fuera de la es­
fera de la culpa en la cual se mueven todos los m iserables hi­
jo* de Eva. Es saludada llena de gracia de tal m anera como
si no hubiese estado nunca privada de ella ni siquiera en un so­
lo Instante de su existencia; es saludada como unida a Dios, co­
mo quien no se ha separado de El ni p o r un solo m om ento me­
diante el pecado; es saludada y llam ada bendita entre todas
las m ujeres como quien no ha sido ni por un solo instante
objeto d i In* m aldiciones por p arte de Dios. Tal es la inter­
pretación dada por loa Padre* u las palabras del ángel. Ella
apareció, puci, en ente m undo como una cándida aurora, sin
Mimbra de cu lp at «quaal nurorn consurgens». Todo esto nos
parecerá evidente «I conalderamoa con detención tres parti-
tulnrldada» dn In mtliilnrlón imitéllt ii que son com o tres rayos
<|ih Iluminan el niU teilo de la liiiituculudu Concepción. «Salve,
II emi ile unii tu» la Vliyen Santísim a vs llam ada llena de gra-
rli* l'itn plenitud de grnclu es de tal m anera una propiedad
ilo Marín, que en cierta m anera constituye su nom bre. El án-
gel, en efecto, no dice: «Ave, María, llena de gracia», sino que
dice sim plem ente: «Ave, llena de gracia». El apelativo: «llena
de gracia», es como el nom bre propio, y, por tanto, como una
propiedad de la Santísim a Virgen. Mas lo que constituye la
propiedad, o sea el proprium de una persona o de una cosa,
conviene con ella no sólo durante cierto tiem po determ inado,
sino siempre. Así, por ejem plo, es propio del sol resplandecer;
p o r eso el sol resplandece siem pre. La plenitud de gracia, por
tanto, siendo una propiedad de María, debe perm anecer siem­
pre en E lla ; no sólo desde el m om ento en que es saludada llena
de gracia, sino siem pre, desde el p rim er instante de su existen­
cia. Mas donde existe la gracia no puede cohabitar el peca­
do, pues la gracia es la luz, y el pecado es la tiniebla; y don­
de está la luz no puede im p erar la tiniebla. E n fuerza, pues,
de su plenitud de gracia, o sea de esta propiedad peculiar suya,
la Santísim a Virgen no pudo jam ás encontrarse en estado de
pecado, y, p o r tanto, hubo de ser concebida Inm aculada.
Hay algo m ás. El ángel, p o r o tra parte, añadió: «E l Señor
es contigo», o sea: el Señor estuvo y está contigo, de u n a ma­
n era particular, con su sabiduría, potencia y b ondad; estuvo
y está contigo p ara protegerte siem pre b ajo la som bra de sus
alas, como la pupila de sus ojos. No hay ninguna de las palabras
del ángel que circunscriba a cierto espacio de tiem po esta
p articu lar presencia de Dios en María. Dios, pues, estuvo en
Ella particularm ente presente en cada uno de los instantes
de su vida, desde el p rim er m om ento de su inefable y glorio­
sa existencia. Mas donde Dios está presente no lo puede estar
el demonio, o sea el pecado. T anto m ás que M aría había sido
elegida para la alta m isión de ap lastar la cabeza de la ser­
piente infernal que había engañado a la p rim era m u jer y la ha­
bía im pulsado hacia el pecado. La Santísim a Virgen, desde el
p rim er instan te de su personal existencia, sintió a Dios presen­
te en sí m ism a; se sintió H ija de Dios, y, p o r tanto, aparece
inm une de la culpa de origen, que nos priva de la especial
presencia de Dios.
El ángel, en fin, com o consecuencia de las afirm aciones an­
teriores, añade: «B endita tú eres entre todas las m u jeres».
¡ Cuán elocuente es tam bién esta tercera exclam ación! I-a
Santísim a Virgen, en efecto, es llam ada bendita de una m anera
particular, en sum o grado, sin lim itación alguna de tiem po:
por tanto, siem pre. Mas donde cam pea lu bendición de Dios
no puede estar presente su maldición hereditaria, que repre­
senta el pecado original. Como en efecto, iirgün ln Escritura,
uno es el pecado p o r antonom asia, o »cu, el pecado de origen,
así tam bién una es la bendición p o r antonom asia, o sea la in­
m unidad del pecado original, causa de la m aldición de Dios.
En las palabras dirigidas por el ángel a la Santísim a V irgen:
«Bendita tú eres en tre todas las m ujeres», ¿quién no ve un
paralelism o auténtico con las p alabras dichas por Dios a la
serpiente inm ediatam ente después de la culpa original: «Maldi­
ta seas en tre los anim ales de la tierra»? De la m ism a m anera
que la m aldición p articu lar de la serpiente fue efecto y castigo
del pecado original, así tam bién la p articu lar bendición de Ma­
ría fue efecto y prem io de su preservación del pecado original.
El saludo, pues, del ángel a la V irgen: «¡ Salve, llena de gra­
d a el SeAor es contigo, bendita eres entre todas las m ujeres!»,
equivale, en poca» palabras, a este o tro : «¡Salve, Inm aculada!»
En el prim er inciso, en efecto, se expresa la causa form al
de su exim ia pureza virginal, o sea la gracia: «Salve, llena
de gracia»; en el segundo, la causa eficiente de dicha pureza,
o sea: «El Señor es contigo»; en el tercero, el doble efecto
o fruto de la doble causa (form al y eficiente) de una tal pureza,
o sea, el fruto de la plena preservación de la m aldición y el
fruto de la singular bendición: «Bendita entre las m ujeres».
En térm inos equivalentes, pues, el ángel d ijo : «Salve, Inm acu­
lada».

2. L a T r a d ic ió n . — a) En los prim eros tres siglos. — A la


E scritura hace eco la Tradición.
En los prim eroa tres siglos de la Iglesia, este insigne privi­
legio es adm itido de una m anera Im plícita m ediante la fre­
cuente com paración que se hace entre Eva y María, y la con-
h o u lm ló n de Iii absoluta pureza y santidad de la Santísim a
Vil g e n y de N U m aternidad divina. E stas tros grandes verda­
des, profesadas explícitam ente, contienen como en germ en la
suave verdad de Ja inm unidad de M aría Santísim a de la cul­
pa original.
Se desprende la verdad de la Inm aculada Concepción del
conocidísimo paralelism o Eva-María, sea p o r razón de la se­
mejanza como p o r razón de la oposición existente entre ellas.
Por razón de la sem ejanza, es decir, de la m ism a m anera que
Eva había salido p u ra e inm aculada, adornada de la gracia
de las m anos d e Dios, así tam bién María-nueva Eva, hubo de
salir p u ra e inm aculada, llena de gracia, d e las m anos de su
Creador. Tanto m ás que la p rim era Eva dio la m uerte a todos
sus descendientes, m ientras que la segunda confirió a todos la
vida. Por razón de oposición. La que había sido destinada por
Dios para re p a ra r la culpa de Eva, ¿cótno sería posible que in­
curriese en la culpa?
Se desprende la verdad de la Inm aculada Concepción de
la absoluta pureza y santidad de M aría, exaltada de mil mane­
ras por los Padres de la Iglesia. E stas cualidades exigen que
jam ás culpa alguna, ya actual, ya original, hubiese m anchado
o pudiese m anchar el alm a de María.
Se desprende la verdad de la Inm aculada Concepción del
hecho fundam ental de la divina m aternidad de María, la cual
no se puede conciliar con m ancha alguna m oral, pues la igno­
m inia de la M adre se habría reflejado necesariam ente en el
Hijo.

b) Desde el siglo IV en adelante. — En el siglo iv el privi


legio insigne comienza a ser profesado de m anera explícita,
especialm ente en la Iglesia O riental. San Efrén Siró canta así
a la inm aculada pureza de M aría: «Sólo Tú y tu M adre sois
bellos; porque en Ti, Señor, no existe m ancha alguna, y tam ­
poco en tu Madre». (Carmina Nisibena, p. 40. Leipzig, 1866).
E sta profesión explícita, con el co rrer de los siglos, se hace
m ás frecuente; h asta que al llegar a los siglos xi y x i i com ien­
za a a tra e r la atención de los teólogos de la Iglesia L atina y
a iniciar así el período de las discusiones que term in arán por
ab atir todos los obstáculos y p o r hacer resplandecer a plena
luz el insigne privilegio. Y no debe causar m aravilla que un
privilegio de tal naturaleza haya sido puesto en duda e inclu­
so negado, en el decurso de los siglos, por hom bres insig­
nes por su piedad y doctrina, im pulsados por algunas razo­
nes contrarias que a ellos les parecían insolubles, m ientras
que después fueron plenam ente resueltas. Tal oposición fue
providencial, pues sirvió p ara a tra e r la atención de los fieles y
h acer que la verdad resplandeciese de una m anera m ás bri­
llante.
Un eclipse de sol — escribe graciosam ente San Antonio
M aría Claret (1) — llam a la atención de todos los habitantes
de un hem isferio; cuando, en cam bio, no existe eclipse al­
guno, pocos son los que levantan la cabeza p a ra m irar al rey
de los planetas. ¡Oh!, cuántos y cuántos han alzado los ojos
de la consideración, han contem plado la belleza de María,
elegida como el sol, y han com probado que la opinión con­
tra ria no era o tra cosa que u n a luna p asajera, satélite de la
tierra, m ás cercana a nosotros que a ella, y que nada había
de presuntuoso en su belleza en sí m ism a, aunque fuese me­
nos adm irada por nosotros, jO h !, cuántos cánticos de alaban­
za liemos oído y de los cuales estaríam os privados si no hu­
biesen existido sem ejantes contradicciones. Se ha verifica­
do lo que sucede a un viajero que, en verano, al m ediodía
cansado y fatigado, llega a un valle verde y fresco, cubierto
de rosas, lirios y violetas y ve u n a fuente de agua abundan­
te y cristalina que bro ta de u n a roca; se detiene, se refresca,
bebe agua, se sienta a la orilla del arroyuelo y observa que
en medio de la corriente hay algunas piedras que parecen
obstaculizar su curso; pero no es así: el agua no se detiene
por esto, y aquellos guijarros dan origen a un cierto m urm u­
llo que se traduce en u n a sinfonía m ás suave y agradable al
oído que las composiciones m usicales m ás melodiosas. Si
no existiesen aquellas piedras, el agua discurriría silenciosa
por su cauce.
Todos sabem os que ln duda del apóstol Santo Tom ás fue
causa de que el Señor diese pruebas m ás claras de su re­
surrección.

V 1 .a m a / o n . — Después d r la Sagrada E scritura y la


Tradición, concedam os la palabra a la razón. E sta nos de­
m uestra que Dios pudo preservar a la Santísim a Virgen de la
culpa original; y que esto era conveniente de m anera tal,
que su contrario (o sea la contracción de la culpa original
por parte de la Santísim a Virgen) h ab ría sido cosa del to­
do inconveniente y, p o r tan to , m oralm ente im posible p o r
p arte de Dios.
(1) C fr. La Jn m a cu la ta . In tro d u z io n e e n o te del P . G. R o sch in i, p á g s. 58-59.
La razón, pues, nos d em uestra que Dios pudo preservar a
la Santísim a Virgen de la culpa original, pues una tal p re­
servación no repugna en m anera alguna. No existe repug­
nancia alguna p o r p arte de Dios Padre, el cual, siendo om ni­
potente, puede hacer todo lo que no es contradictorio. No
existe repugnancia alguna p o r p arte del Hijo, porque ello
no aten ta en m anera alguna contra su singular pureza (ha­
biendo sido concebido virginalm ente) ni a la universalidad
de su redención (pues sigue siendo red en to r de todos, aun de
la Virgen, aunque de m anera m ás sublim e). No existe repug­
nancia alguna por p arte del E sp íritu Santo, pues pudo muy
bien, antes que purificarla de la culpa contraída, preservar­
la de la contracción de dicha culpa. Es m uy cierto que se
tra ta de un privilegio singularísim o, extraordinario, inaudi­
to ; pero ¿acaso en M aría no es todo singular, extraordinario
e inaudito? Su ley es la excepción.
Mas la razón, adem ás de dem ostram os la ausencia de re­
pugnancia en la Concepción Inm aculada, nos dem uestra tam ­
bién sus m últiples conveniencias. Nos dem uestra que ello
es conveniente por p arte de Dios Padre, el cual era — por
así decirlo — quien m ayor em peño tenía en exceptuar a la
Virgen, su H ija predilecta, de la culpa de origen, pues algún
día había de ser la M adre de su propio Hijo. Nos dem uestra
que ello es conveniente por p a rte del Hijo, el cual algún día
la había de tener por M ad re: y la ignom inia de la M adre se
h abría reflejado sobre el Hijo. Nos dem uestra que era conve­
niente por p arte del E spíritu Santo, el cual un día la ten­
dría p o r Esposa. E ra conveniente que fuese preservada de in­
cu rrir en la culpa original y que la aurora de su vida estuviese
en arm oniosa relación con la plenitud de su jornada.
Además, el que tiene que tra ta r un asunto im portante con
un gran personaje debe ser ante todo u n a persona que le sea
grata, pues de o tra m anera, sólo su vista le enojaría. Ahora
bien; la Santísim a Virgen estaba destinada p ara tra la r ju n ­
to a Dios el asunto im portantísim o de nuestra reconciliación
con El. Debía ser, pues, una persona a El acepta. Y no lo
h abría sido ciertam ente si aun por un solo instante se hu­
biese visto su jeta a la culpa original.
Justam ente, p o r tanto, el Sum o Pontífice Pío IX, colm an­
do el deseo ardiente de todo el orbe católico, el 8 de diciem­
bre de 1854 definía solem nem ente com o dogm a de fie la in­
m unidad de M aría Santísim a de la culpa original. A la voz
del Sumo Pontífice hacía eco, apenas cuatro años después, la
m ism a Santísim a Virgen. Apareciéndose, en efecto, en Lour­
des en 1858 a S an ta B ernardita, que le p reguntaba su nom ­
bre, Ella, sonriendo, le respondió: «Y o soy la Inm aculada
Concepción». Como si dijese: Yo soy aquella que el Vicario
de Cristo, mi Divino H ijo, ha proclam ado hace poco Inm a­
culada.
E ra la confirm ación del cielo a la definición hecha en la
tierra por el Papa. Y los continuos y estrepitosos m ilagros
que la Virgen realiza en Lourdes en favor de quienes la in­
vocan bajo este herm oso título m uestran claram ente cuán
agradable sea a su Corazón y cuánto le plazca el ser exalta­
da con motivo de este su singular privilegio.

CONCLUSION. — M aría, pues, es Inm aculada. Su alma,


desde el prim er instante de su infusión en el cuerpo, se nos
p resenta toda rodeada de azucenas, toda circundada p or los
rayos de la gracia divina, toda em balsam ada de ungüentos
maravillosos. ¡Alegrémonos! N uestra M adre h a sido reves­
tida de un tan grande privilegio, de una tan gloriosa pre­
rrogativa... Y la gloria de la M adre se proyecta espontánea­
m ente sobre los hijos.
| Regocijémonos I Man, ul m ism o tiempo, concibam os el
h o rro r m ás profundo al pecado. El insigne privilegio conce­
dido por Dio* a María nos d em uestra la inefable aversión
que El alniile hacia el pecado: aversión que le ha incitado a
pi enervar a mi Madre hasla de la culpa que se contrae por
noccnldud de lu nuturaleza.
Y, finalm ente, orem os. Roguemos a la Santísim a Virgen,
a fin de que, no habiéndola podido im itar en el e n tra r en
este m undo sin m ancha de culpa, podam os al m enos aseme­
jarnos a Ella saliendo de él libres del pecado.
I I

EXENCION DEL FOMES DE LA CONCUPISCENCIA

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : U na e n fe rm e d a d c o m ú n a todos los h ijo s do


A dán. — I . E n q u é c o n siste el fornes d e la c o n cu p isc e n cia : 1. La c oncu­
p isce n c ia to m a d a a ) en s e n tid o etim ológico, b ) e n s en tid o la to y c ) en
sen tid o e s tr ic to ; 2. £1 fom es en s e n tid o e stric to , efecto del p ecad o o ri­
g in a l; 3. S u u n iv e rs a lid a d , ex ce p tu a d o s J e s ú s y M aría. — I I . A usencia
p e re n n e y c o m p leta d el fo m e s en M aría: 1. L a s sen te n c ia s d e los te ó lo ­
gos : a ) e n q u é cosas c o n v ien en to d o s ; b ) en q u é d is ie n te n ; 2. Las
p r u e b a s : a ) la S a g ra d a E s c ritu ra , b ) la T rad ició n , c ) la ra z ó n ; 3. F alta de
fu n d a m e n to d e las do s sen te n c ia s o p u e sta s a la a u se n c ia c o m p le ta y p e ­
re n n e del fo m e s: a) la d ific u lta d p a ra re a liz a r el b ie n n o e s n e c e s a ria p a ­
ra el a u m e n to d e los m é rito s ; b ) la ex tin ció n d el fo m es d e sd e la con­
cepción in m a c u la d a n o p e rju d ic a en n a d a a la d ig n id a d de C risto R e­
d e n to r; 4. E l Paraíso de la E n ca rn a ció n . — C o n clu sió n : P a ra a s e m e ja m o s
a M aría.

«Salve, Verbi sacra Parens — Flos de spinis, spina ca­


rens — Flos spineti gloria». Salve, M adre sagrada dei Verbo,
flor bro tad a en tre espinas, rosa sin espinas, gloria del zar­
zal. Así saluda a la Virgen el célebre p oeta m edieval Adán
de San Víctor. Y tiene razón p a ra ello. Todo el m undo no es
o tra cosa que u n vasto zarzal. E n él b ro tan rosas blancas y
rojas, pero todas llevan consigo la espina de la concupiscen­
cia. Sólo un a rosa, verdadera gloria del zarzal, aparece sin
espinas: M aría. La concupiscencia, en efecto, esta segunda
im perfección de n u estra alm a, es u n a dolorosa consecuencia
del pecado original, del cual estuvo preservada María. Se tra ­
ta, p or tanto, de u n a com ún enferm edad, com ún a todos los
pobres hijos de Eva, exceptuada la Santísim a Virgen. Séa-
me, pues, perm itido rep etir las palabras de Bossuiet: «Tened
paciencia, herm anos queridos, y escuchad la historia de mi
enferm edad; os daréis inm ediatam ente c u rn ta que se trata
tam bién de la vuestra... Es la triste enferm edad de nuestra
naturaleza, y nosotros, quién más, quién menos, según secun­
demos o no los m ovim ientos internos del E sp íritu Santo,
sentim os sus tristes efectos» (1).
Veamos, pues: I. En qué consista el fomes de la concupis­
cencia; y II. Su inexistencia en María.

I. — En que c o n s is t e el fo m es de la c o n c u p is c e n c ia

1. La concupiscencia tom ada en sentido etimológico, en


sentido lato y en sentido estricto. — La palab ra concupiscen­
cia puede ser tom ada en tres sentidos: en sentido etim oló­
gico, en sentido lato y en sentido estricto.
a) Tomada en sentido etimológico, la concupiscencia (del
latín concupiscere) significa m ovim iento de deseo bueno o
malo, carnal o espiritual. En tal sentido, San Pablo dice que
la «carne conspira co n tra el espíritu y el espíritu con tra la
carne» (Gál., 5, 17).
b) Tom ada en sentido real lato, la concupiscencia signi­
fica todo m ovim iento de deseo malo, cualquier clase de as­
piración desordenada, sea carnal, sea espiritual, ya del ape­
tito sensitivo (p o r ejem plo, el placer carnal desordenado),
ya del apetito racional (por ejem plo, el orgullo, la envidia,
etc.). En este sentido se puede h ab lar de concupiscencia no
sólo en el hom bre, sino tam bién en el demonio, devorado co­
mo está por el orgullo y por la envidia.
c) Tom ada finalm ente en sentido real estricto, la concu­
piscencia significa un m ovim iento de deseo del apetito sensi­
tivo contrario al orden de la ra/ón. Se entiende, por tanto,
aquella inclinación natural del apetito sensitivo al placer, sea
lícito o Ilícito; aquella funesta inclinación al pecado, aque-
lln fuerza irresistible que nos hace tan flojos p ara el bien
y tan decididos al mal, ya sea cegando la razón o dejándonos
llevar por los m alos instintos. E sta es aquella ley de nuestros
m iem bros de que habla San Pablo, co n traria a la ley de nues­
tra m ente, la cual nos hace rep etir con el apóstol: «Quod no­
lo m alum , hoc ago». «Hago el m al que no quiero» (Roma­
nos, 7, 19).
(1) B o s s u e t , La V irg e n , D iscu rso s.
Y es en este sentido en el que tom am os aquí el fomes de
la concupiscencia. Estos movim ientos desordenados del ape­
tito sensitivo, considerados en si m ism os (y no ya en cuan­
to desordenados, o sea, en relación con la razón), no son, mo­
ralm ente hablando, ni buenos ni m alos: son energías vitales
que obedecen naturalm ente a una percepción externa sensi­
ble y que tiende a la consecución del objeto que se presenta
com o agradable o al apartam ien to del objeto que se ofrece
como nocivo. Son, pues, sem ejantes a esas m ajestuosas cas­
cadas de agua que se transform an en energía eléctrica, capaz
de ilum inar o de incendiar una ciudad.
Considerados, en cam bio, en cuanto desordenados, o sea,
en relación con la razón o con la ley m oral, a la cual se opo­
nen estos m ovim ientos del apetito sensitivo, son un m al, un
vicio, un im pulso hacia el pecado. Y bajo tal aspecto, el fo­
m es de la concupiscencia es un efecto — el m ás doloroso —
del pecado original.

2. El fom es en sentido estricto, efecto del pecado origi­


nal. — Y en efecto, con el don p retern atu ral de la integridad,
Dios había provisto, en relación con nuestros prim eros pa­
dres, al desacuerdo natural entre el apetito superior (racio­
nal) y el apetito inferior (sensitivo). H asta que la razón, o
sea, el apetito superior del hom bre, estuvo sujeto a Dios, tam ­
bién el apetito inferior estuvo subordinado al superior. Es­
ta gran arm onía entre las varias potencias del hom bre cons­
tituía precisam ente lo que suele llam arse estado de ju sti­
cia original. Mas apenas el ap etito superior del hom bre se
rebeló co ntra Dios, el inferior o sensitivo sacudió el yugo
del superior o racional y se insubordinó co n tra él. La Sagra­
da E scritura, en el Génesis (2, 25), proyecta u n a luz discre­
ta sobre e sta verdad, o sea, sobre la pérdida del don de la
integridad por p arte de nuestros prim eros padres, diciendo
«que estaban desnudos y no sentían vergüenza». ¿Por qué no
se sentían avergonzados? Porque el fuego de la concupiscen­
cia no se hab ía encendido aún en su apetito sensitivo, o sea,
porque el ap etito sensitivo — en virtud del don p reternatu­
ral de la integridad — antes de la culpa estab a perfecta­
m ente sujeto al apetito superior, o sea, a la razón. Mas ape­
nas ésta se rebeló contra Dios, el fuego de la concupiscen­
cia se encendió en ellos, o sea, el apetito inferior se insubor­
dinó y comenzó a oponerse inm ediatam ente al superior, a
la razón; entonces, sus ojos — com o dice la Sagrada Escri­
tu ra — se abrieron, es decir, se sintieron influenciados por
la pasión que había roto todo dique, y se dieron cuenta de
que estaban desnudos y corrieron a ocultarse com o m ejor
pudieron entre las hojas de la higuera. Cuando Dios, según
su costum bre, fue a visitarlos, .ellos se escondieron, no por­
que habían pecado, sino porque se vieron desprovistos de
vestidos (Gén., 3, 7-10). Y Dios les hizo ver que la causa de
aquel pudor no era o tra que el pecado que poco antes acaba­
ban de com eter, y así le dijo a Adán: «¿Quién te dijo que
estabas desnudo, sino el haber com ido del fru to prohibido?»
(Ibíd., 11). La desobediencia, por tanto, o sea, el pecado ori­
ginal, había desatado la concupiscencia, y ésta, desde ese
mom ento, comenzó a ato rm en tar a todas las generaciones
hum anas y las seguirá atorm entando h a sta el fin de los
siglos.
E l l a — según la afirm ación del m ism o Dios — es la señal
histórica m ás evidente de n u estra culpa prim itiva y un casti­
go de la m ism a. Sería en verdad un e rro r el p retender hacer
recaer en ella — com o lo hace la herejía luterana y calvinis­
ta — la esencia m ism a del pecado original. Es muy cierto, en
efecto, que el Apóstol designa a veces a la concupiscencia
con el nom bre de pecado, pero es llam ada así — como acla­
ra el Concilio Tridontino — porque procede del pecado e
impele al pecado: «ex peccato est et ad peccatum inclinat»
(Scss. 5, cun. 5).
La concupiscencia, por tanto, no es un pecado, sino fru­
to y raíz del pecado, ocasión y fuente del mismo. Es la co­
sa m ás triste que existe después del pecado. Y la razón —
como enseña el Concilio Tridentino — es ésta: el bautism o
q uita todo aquello que constituye la verdadera y p ropia esen­
cia del pecado original, o sea, la p érdida de la gracia santi­
ficante, de la am istad divina, m ientras que la concupiscen­
cia perdura aun después del bautism o. ¿Por qué motivos?
P erdura «ad agonem», p ara la lucha. De m anera que los que,
sostenidos po r la gracia de Cristo, resisten, no reciben ningún
daño, sino que en cam bio serán coronados (2). Observa ju sta ­
m ente San Francisco de Sales que no se «puede im pedir a la
concupiscencia que origine el pecado o conciba la culpa, pe­
ro sí se le puede im pedir que lo dé a luz» (3).

3. La universalidad del lom es, a excepción de Jesús y


María. — E ste fomes de la concupiscencia es universal. Es
m uy cierto que en algunos santos, confirm ados en gracia, no
existen tales m ovim ientos desordenados; con todo, son sus­
ceptibles de los mism os. Sólo en Jesús y en M aría no hubo
fom es alguno; en Jesús, p o r derecho exigido p o r la unión
hipostática, y en M aría, p o r privilegio exigido por su Con­
cepción Inm aculada. Pasemos, pues, a considerar estos pri­
vilegios.

II. — La a u s e n c ia com pleta y peren n e drl fo m es en M a r ía

1. Las s e n t e n c i a s df. l o s t e o l o g o s . — La cuestión del fo­


mes de la concupiscencia en M aría ha sido exam inada por
los teólogos desde los comienzos de la Escolástica.
a) E n qué convienen todos. — Todos, sin excepción, ad­
m iten que, en la Virgen Santísim a, ningún m ovim iento des­
ordenado, ni aun involuntario y, p o r tanto, inculpable, m an­
cilló su cuerpo virginal, contrariam ente a lo que suele suce­
d er a las alm as m ás puras. La Virgen, p o r tanto, ignoró com­
pletam ente — según todos — la concupiscencia actual y no
estuvo sujeta a su influencia. Jam ás — dice Esiquio — el va­
ho de la concupiscencia em pañó la lim pidez de su m ente;
jam ás el gusano del placer hirió o dañó en lo m ás m ínim o su
corazón (4). Todo fue calm a y serenidad en su interior. Ella
(2) «Q uae c u m ad ap o n em re lic ta s it, n o cere non c o n se n tie n tib u s , v irili­
te r p e r C h ris ti J e s u g ra tia m re p u g n a n tib u s non v a le t: q u in im m o q u i legitim e
c e rta v e rit, c o ro n a b itu r» (S ess. 3, c an . 5).
(3) T ra ité d e V A m o u r de D ieu, L. I ., C. 3.
(4) « N u n q u a m e am c o n cu p isc e n tiae fu m u s a ttig it, n e q u e v e rm is volup­
ta tis laesit». H om . I I df* S a n c ta D e ip ara. B ibi. PP. L ugd. 1677 (to m o X II,
p ág. 187).
tenía, como nosotros, los sentidos internos y externos per-
fectísimos, un a sensibilidad perfecta, u n a inteligencia viva;
deseos despertados p o r los objetos sensibles, y pasiones; pe­
ro todo esto estaba m aravillosam ente ordenado y som etido
a la razón. M ientras en los dem ás santos — observa Ricardo
de San V íctor — lo adm irable está en que no hayan sido víc­
tim as del vicio, en la Santísim a Virgen, en cam bio, lo extra­
ordinario está en no h ab er sido incitada en lo m ás m ínim o
al mal. Justam ente, pues, cantaba Adán de San V íctor: «Sal­
ve, M adre del Verbo divino, flor b ro tad a entre espinas, m as
sin espinas; gloria del zarzal. El zarzal lo somos nosotros;
nosotros, que nos vimos ensangrentados por las espinas de
la culpa; pero para Ti no existen las espinas» (5).
b) En qué disienten. — Excluida, pues, p o r todos, en la
Virgen Santísim a, la presencia actual del fomes de la concu­
piscencia, los teólogos se han preguntado ulteriorm ente si se
debe excluir tam bién la presencia habitual del mismo, o sea,
si adem ás de excluir cualquier acto de desorden m oral del
apetito sensitivo, aunque involuntario, se debe excluir tam ­
bién la raíz m ism a del desorden m oral. Y así se ha origina­
do una triple sentencia. Algunos, en efecto — especialm en­
te aquellos que negaban la Inm aculada Concepción de Ma­
ría, como S anto Tomás, San B uenaventura, etc. —, adm i­
tieron que el fomes perm aneció en la Santísim a Virgen en
cuanto a la esencia, pero sólo h asta la Encarnación del Ver­
bo, en que fue com pletam ente extinguido, o sea, radical­
m ente suprim ido. Otros, en cam bio, en la falsa suposición de
que cuanto más lucha uno tanto m ás merece, ensañaron
que en María, aun cuando no existió el fomes en cuanto a
la inclinación al mal — pues esto desdeciría de la M adre de
Dios —, lo hubo ,en cuanto a la dificultad en com batir el
mal y hacer el bien, p ara adqu irir m ayor m érito. Otros, fi­
nalm ente, y fueron los más, defendieron que el fomes de la
concupiscencia en la Virgen no existió desde el p rim er ins­
tante de su existencia. En Ella, p o r tanto, no sólo faltaron
(5) «Salve, V e rb i s a c ra P a re n s —• flo s d e sp in is, s p in a c a re n s . — flos,
sp ineti gloria. — N os s p in e tu m , n o s p e c c a ti — s p in a su m u s c ru e n ta ti —
ned tu la b is nescia» (Prosa para la A su n c ió n de la S a n tís im a V irg en ).
siem pre por com pleto los frutos envenenados, o sea, los mo­
vim ientos desordenados del fomes, sino que nunca existió
la raíz envenenada de la cual proceden aquéllos. E sta ter­
cera sentencia, que se hizo después com ún entre los teólo­
gos, es la que vamos a defender.

2. L as p r u e b a s . — a) La Sagrada Escritura. — N uestra


sis está im plícitam ente contenida en todos aquellos lugares
escriturísticos de que nos hem os servido p a ra p ro b a r la
inm unidad de la Virgen del pecado original, y de m anera
p articu lar en el Protoevangelio (Gén., 3, 15) y en el saludo
del ángel a M aría ( L u c ., 1, 28).
b) La Tradición. — Lo que hem os dicho de la Sagrada
E scritura lo podemos aplicar a la Tradición. Pues todo lo
que favorece directam ente a la exención de M aría de la
culpa original favorece tam bién indirectam ente la inm unidad
de M aría del fom es de la concupiscencia, siendo éste, como es,
la m ás triste consecuencia del pecado original. No faltan, con
todo, algunos testim onios m ás o menos explícitos.
c) La razón, adem ás prueba de la m anera más satisfac­
toria la ausencia del fomes de la concupiscencia en la San­
tísim a Virgen. Y lo prueba de m uchas m aneras. Lo prueba,
ante todo, p o r la inm unidad de la culpa original. Quitada,
en efecto, la causa, desaparece tam bién el efecto. Ahora bien;
el fomes de la concupiscencia, en el orden presente, ¿no es
acaso efecto del pecado original? Lo prueba, en segundo lu­
gar, por la perfecta santidad propia de la Madre de Dios.
En efecto: la perfecta santidad de la M adre de Dios exige
que se aleje de Ella la m ás pequeña som bra de desorden
m oral, la m enor som bra de culpa actual. ¿No era acaso la raíz
de Jesé la que había de p roducir el árbol de la vida? Mas
esto h abría sido im posible sin la inm unidad del fom es de
la concupiscencia. El fomes, en efecto, siendo una inclina­
ción al mal, supone siem pre algo que no es conveniente, por
lo cual es llam ado p o r el Apóstol, aunque en form a m eta­
fórica, pecado. El, adem ás, es causa del pecado venial, el
cual, m ás que a m ala voluntad, es debido ordinariam ente a
los movim ientos de la concupiscencia que previenen a la
voluntad.
Lo prueba, adem ás p o r el principio de sem ejanza con
Cristo. La Virgen Santísim a, en efecto, debió de ser, en lo
posible, lo m ás conform e posible a Cristo. Ahora bien: entre
las perfecciones de la hum anidad de Cristo, estuvo tam bién
la inm unidad del fom es de la concupiscencia, aunque con
título diverso — com o hem os indicado ya — del de su Ma­
dre Santísim a.
Lo prueba, finalm ente, p o r el principio de eminencia, en
fuerza del cual lo que se concede a los dem ás santos no se
puede negar — «I no Interviene un motivo especial — a la Rei­
na ele Ion Santo», Ahora bien; la inm unidad del fomes de la
concupiscencia fue concedida a Eva. Con m ucha m ayor razón
hubo de ser otorgada a María, nueva Eva, Corredentora del
género humano.

3 . F a it a de fu n d a m en to de las dos s e n t e n c ia s o pu esta s. —


a) La dificultad al realizar el bien no es ciertam ente necesa­
ria para el aum ento de los m éritos. — La p rim era sentencia
contraria — como hem os expuesto anteriorm ente — se funda
en el falso supuesto de que la dificultad p a ra realizar el bien
sirve por sí m ism a para aum en tar el m érito de la acción. Por
tanto, excluyendo — concluyen sus defensores — en la San­
tísim a Virgen el fomes en cuanto que es inclinación al mal,
serla m uy conveniente adm itirlo en cuanto significa dificul­
tad en la realización del bien.
El que razona de esta m anera no advierte que el im pulso
para realizar rl mal y la dificultad para hacer el bien son co­
rrelativo»: que uno y o tra no pueden existir separadam ente.
Y, en efecto, lo que hace difícil la práctica del bien es preci­
sam ente la inclinación al mal. La distinción, por lo tanto, de
los dos aspectos del fom es (facilidad p ara el m al y dificultad
p ara el bien) no es adm isible. Por o tra parte, no siem pre el m é­
rito de una acción buena está en proporción con la dificultad
que uno encuentra al realizarla o con la violencia o esfuerzo
que debe hacer. Si fuese así, se llegaría a la conclusión — po­
co consoladora p ara los Santos — de que cuanto m ás virtuosa
es una persona es m enos ap ta p a ra ganar m éritos. La virtud,
en efecto, es fru to de la repetición de actos virtuosos, y, al
proporcionar al hom bre el pleno dominio de sus pasiones, lo
hace apto para realizar acciones virtuosas de una m anera
fácil y hasta deleitable.
Lo que contribuye a aum en tar el m érito de una acción bue­
na, por tanto, no es propiam ente hablando, la dificultad que
uno encuentra al realizarla, sino, sobre todo, la pureza de
intención y el ard o r de caridad con que es ejecutada dicha
acción. Una m ism a acción buena, según esto, realizada por
un Santo con gran facilidad, es m ucho m ás m eritoria que si
la ejecuta un pecador con gran dificultad. La dificultad pue­
de ser sim plem ente la ocasión, en p arid ad de condiciones, de
m ayor m érito. La ausencia de concupiscencia p o r esto no fue
ni pudo ser en realidad un obstáculo en la Santísim a Virgen
p ara la adquisición de singularísim os y extraordinarios mé­
ritos.
b) Im extinción del fomes, ya desde la Concepción Inma­
culada, no empaña en nada la dignidad de Cristo Redentor.
— También la segunda sentencia, la cual se funda sobre la
necesidad de reservar al Señor las primicias de una santidad
perfecta y la virtud de originarla en los dem ás, no se rige
p or el sim ple hecho de que Jesús está p o r naturaleza inm une
del fomes, y María, en cam bio, p o r gracia; Jesús lo está por
virtud propia, y María, en cam bio, en previsión de los méri-
ritos de su Divino Hijo.

4. E l P a r a ís o d e la E n c a r n a c ió n . — «La naturaleza de M aría


— dice Duchesne — no se asem ejaba a n u estra tie rra ingrata
y m aldita, la cual no produce m ás que espinas y abrojos, y
que para darnos algún fru to aguarda que le sean arrancados
del seno m ediante un tra b a jo fatigoso; esta tie rra frecuente­
m ente se mofa de nuestras esperanzas y responde a nuestros
deseos con una desoladora esterilidad. La naturaleza de María
era, en cambio, una tierra fecundísim a, sem ejante a aquella
que se ofrecía a las m iradas inocentes de nuestros prim eros
p adres; colocada bajo un cielo propicio, bañada por un rocío
benéfico, recubierta de m ieses encantadoras, im pacientes por
d istrib u ir sus riquezas, por aten d er y sobrepasar sus aspira­
ciones, no necesitada de su trabajo, p ro n ta siem pre a sum i­
n istrarle todo lo necesario». (Grandeurs de Marie, m ed. VII,
imm. Conc.) P or todas estas razones, M aría puede ser llam a­
da Paraíso de la E ncam ación.
«Llena de tranquila arm onía interiorm ente — añade Cam­
pana ; op. cit., L. I, P. II, q. II, c. I. —, M aría Inm aculada, aun
exteriorm ente, era tem ida y respetada h asta por el más terrible
e im placable de nuestros enemigos espirituales, el demonio.
Ella, por el hecho de ser Inm aculada, jam ás estuvo som etida
a su yugo; nuncu fue presa de su tiranía, llegando a aplastarle
de m nnern Inexorable la cabeza. Por esto, Satanás no tuvo
noble Eli ti ulnurin poder en m om ento alguno. Pudiera ser que
M a ría hubiese tenido tentaciones; mas si las tuvo fueron cier­
tam ente como las de Jesús, puram ente externas y a m anera
de persuasión».

CONCLUSION.— A diferencia de María, todos nosotros,


sin excepción, nos sentim os atorm entados p o r el fomes de la
concupiscencia. Estem os, pues, siem pre sobre aviso al conside­
ra r que tenem os el enemigo constantem ente en casa, dentro
de nosotros m ism os — el m ás terrible de los enemigos —, que
no nos deja ni un solo instante, ni de día ni de noche. Procu­
rem os apagar el ardor de la concupiscencia m ediante la m or­
tificación de los sentidos, especialm ente la imaginación, la
vista y el oído, privándola de esa m anera del alim ento que
la m antiene y la huec crecer más y más. Cuanto m ás incentivos
le quitem os, tanto m ás dism inuirá... Debilitemos las energías
pecam inosas m ediante el ejercicio Intenso de las virtudes mo­
rales, las rúales, al desarrollar la fuerza para el bien, debilitan,
al m ism o tiempo, las tendencias alim entadas p o r el fomes
del pecado.
I I I

INMUNIDAD DEL PECADO ACTUAL

ESQUEM A. — In tro d u c c ió n : E l p riv ileg io d e la in m u n id a d d el p ecad o y la


ira d e los p ro te s ta n te s c o n tra e l m ism o . — I . E l h ech o do g m á tico d e la
im p e ca b ilid a d d e M aría: 1. E l s e n tir d e la Ig le sia ; 2. L a voz d e la Sa­
g ra d a E s c r itu r a ; 3. La voz de la T rad ició n c ris tia n a . — I I . N a tu ra leza de
la im p e ca b ilid a d de M aría: 1. R azones d e las q u e h ay q u e p re s c in d ir;
2. R azones v a ria s. — C o n clu sió n : V itam p ra e s ta p u ra m 1

Además del pecado original y del fom es de la concupiscen­


cia, o tra de las grandes im perfecciones contraídas p o r el alm a
hum ana es el pecado actual, es decir, el que el hom bre come­
te por propia voluntad. Este pecado se divide en m ortal y
venial: el vtn ial puede ser plenam ente deliberado o semi-
deliberudo (im perfección).
Incluso de estu im perfección estuvo com pletam ente libre
el alm a de M aría. Ella 1 1 0 estuvo libre solam ente de todo pe­
cado actual, tanto m ortal como venial, sino de las m ism as
culpas leves, sem ideliberadas, que parecen como necesarias
en nuestra naturaleza corrom pida, y que se filtran en la vida
de las alm as m ás santas y perfectas. Y no solam ente la Santí­
sim a Virgen no pecó nunca de hecho, sino que tam poco podía
pecar, porque — según expresión de los teólogos — fue confir­
m ada en gracia.
Los protestan tes creen todo lo contrario. Tergiversando el
sentido de algunas p alabras y de algunos hechos del Evangelio,
llegan a acusar a M aría de incredulidad, de negligencia, de
vanagloria, etc.
Incluso han llegado a decir de form a blasfem a que Ella
pecó m ás gravem ente que la m ism a Eva... (Confróntese S. P.
Canisius, De Excell. B. M. V.)
En esta instrucción considerarem os, pues, dos cosas: pri­
m era, el hecho dogm ático de la im pecabilidad; segunda, su
naturaleza.
1. E l s e n t i r d e l a I g l e s i a . — Lo podemos expresar en
estos térm inos: La Bienaventurada Virgen María no com etió
jam ás el pecado actual. Es de fe. Tal es, en efecto, el sentir
de la Iglesia, como lo atestigua el Concilio de Trento, el cual,
en el canon 23 de la sesión VI, enseña de una m anera explí­
cita: «Si alguno dice que el hom bre, u n a vez justificado, pue­
de evitar todos los pecados, aun veniales, sin un privilegio
especial de Dios, com o enseña la S anta Iglesia de la Santísim a
Virgen, sea anatem a».

2. I.a vo/. dii i .a S agimda Escritura. — La im pecabilidad


de Moría Santísim a está contenida explícitam ente en las cele­
bres palabras del Protoevangelio (Gén., 3, 15) m ediante las
cuales se establece una enem istad absoluta y eterna entre
María y la serpiente, auto ra del pecado. El demonio no en­
contró nada que estuviera som etido a su dom inio en la Vir­
gen, ni en la m ás m ínim a proporción.
E stá tam bién contenida, im plícitam ente, en el saludo diri­
gido a M aría por el ángel: «Ave, llena de gracia» (Luc., 1, 28).
Pues «donde existe alguna suerte de pecado venial —■ obser­
va ju stam en te San Alberto Magno — existe tam bién algún
vacío de la gracia; por tanto, nada que tuviera sabor a pecado
existió en María».
E stá contenida finalm ente, tam bién de una m anera im ­
plícita, en ln* palabras del C antar de los C antares: «H erm osa
- observa Raimundo Olordano, el Sabio Idiota — no parcial,
sino totalm ente; y In m ancha del pecado, sea m ortal, sea ve-
nlnl, Km original, *<*n actual, no existe en Ti, ni existió, ni exis­
tirá |niiiAs».
Un vano los protestantes nos objetan algunas palabras de
la Sagrada E scritura acusando a M aría de incredulidad, de
ambición, de negligencia, etc.
La acusan de incredulidad, pues p o r el hecho m ism o de
haber preguntado al ángel: «¿Cómo sucederá esto...?», habría
dem ostrado su poca fe a sus palabras. Mas es fácil responder
que la pregunta de M aría no se inspiró en la incredulidad;
m as en la religión, a causa del voto de virginidad que había
hecho. Preguntando en efecto sobre el modo, dem ostrabu
evidentem ente que adm itía el hecho. La acusan de ambición,
diciendo que, im pulsada por ella, pidió a Jesús que hiciese el
prim er m ilagro en las Bodas de Caná. El Señor le replicó
diciéndole: «¿Qué tengo yo que ver contigo, m ujer?» Mas
aquí tam bién es m uy fácil responder que si la Santísim a
Virgen, al hacer tal petición, hubiese seguido los im pulsos
de la ambición, Jesús no la hab ría escuchado. La m ism a
respuesta del H ijo no contiene nada que pueda hacer supo­
ner la existencia de una falta, especialm ente en m ateria de
am bición, p o r p arte de su Santísim a Madre.
Acusan, finalm ente, a la Santísim a Virgen de negligencia
cuando perdió a Jesús, a la edad de doce años, en el Tem plo;
de exagerado dolor al enterarse de dicha pérdida y de cierta
impaciencia al lam entarse en el m om ento del encuentro. Por
eso, según ellos, recibió una respuesta tan dura. Mas sem ejan­
tes acusaciones, como todas las precedentes, son infundadas.
Ouc en la pérdida ele Jesús no hubo negligencia alguna por
parte de María ni por p arte de José, se desprende del hecho
de que ellos creían que se encontraba, como dice San Lucas,
en el grupo general de los peregrinos. Por o tra parte, no había
por qué preocuparse, dado el conocim iento que ellos tenían
de la divina sabiduría y virtud de que estaba dotado Jesús y de
su procedencia sobrenatural. Tampoco el dolor experim entado
por M aría d urante tan am argo incidente se puede llam ar
exagerado, si reflexionamos un instante sobre el am or inm enso
que Ella sentía hacia Jesús. Las palabras, adem ás, dirigidas al
Hijo, si bien se considera, no dem uestran im paciencia, sino
sencillam ente su inefable am or m atern al y, consiguientem ente,
el gran dolor que sentía p o r la prolongada ausencia del H ijo;
de cuya ausencia, com o m adre, indagaba la causa. Tampoco
las palabras de Jesús son las de un juez que reprende, sino de
un m aestro que enseña y que justifica su m anera de proceder.
3. La v o z d e l a T r a d i c i ó n . — La Tradición cristiana da test
monio del altísim o concepto que ha tenido la Iglesia en to­
dos los siglos de la vida purísim a de María. En los prim eros
cinco siglos, la inm unidad de M aría Santísim a de toda culpa
actual era profesada im plícitam ente en las varias afirm acio­
nes genéricas en las que se enaltece la pureza absoluta de
M aría y su vida del todo irreprensible...
H acia el siglo quinto, sem ejante inm unidad comenzó a ser
proclam ada y adm itida de m anera tam bién explícita. Y así San
Efrén Siró proclam a a la Virgen Santísim a «lim pia de toda
inm undicia y de toda m ancha de pecado» (Ed. Ven., 1754, p.
571). El m ism o hereje Pelagio, disputando con San Agustín,
no dudaba en decir «que la piedad necesariam ente exigía que
se excluyese a la Virgen de toda suerte de pecado: quam (Ma­
rium ) sine pcccuto confitcri necesse est pietati».
I'.stus palabras dem uestran claram ente que tal era en aquel
Ilempo la persuasión com ún de los fieles. Y San Agustín no
dudó en adm itirla, pues respondió a Pelagio que cuando se
tra tab a de la Santísim a Virgen, no podía en m anera alguna
hacer referencia al pecado, habiendo Ella recibido tan tas
gracias que por medio de ellas pudo vencerlo: «Excepta ita­
que sancta Virgine Maria, de qua, p ro p te r honorem Domini,
nullam prorsus, cum de peccatis agitur, habere volo quaesio-
nem : unde enim scim us quod Ei plus gratiae collatum fuerit
ad vincendum ex om ni p arte peccatum , quae concipere ac
parere m eruit, quem constat nullum habuisse peccatum».
Y concluye: «Exceptuada por tan to esta Virgen, si hubié
semos podido reunir, m ientras estaban en esta vida, a todos
Jos Santos y u todas lus Santas, y si les hubiésem os podido
p reguntar si se hablan visto libres del pecado, ¿qué nos habrían
respondido?; (Huí ciu<> Vlrglno excepta, si om nes illos sanc­
tos et ■•neta*, enm lili viverent, congregare possemus, et in-
leirouiiir tilrm n pssont «Inr prccato, quid fuisse responsuros
piitiuiiiui'* (/.//». i/* mil. «*/ Hratla, e. 37, n. 4, t. X, col. 143-44).
Admitido com o Indlsrutlblc el hecho de la Inm unidad de la
Virgen Santísim a de toda culpa actual, los siglos siguientes se
aplicaron en indagar la naturaleza de sem ejante hecho.
Santo Tomás, investigando las razones por las cuales se
atribuía a M aría un tan grande privilegio, las reduce a tres.
La Divina Providencia — según el Santo Doctor — debía de
asistir a M aría de una m anera toda particu lar, no dejándola
Incidir en culpa alguna: 1. Porque era la M adre de Dios: en
efecto, jam ás h ab ría sido digna de ser M adre de Dios si hubie­
se com etido algún pecado, pues tanto la gloria como la igno­
m inia de los padres se reflejan naturalm ente en los h ijos; 2.
Porque está estrecham ente ligada a Jesús, que es carne de su
carne. Ahora bien — com o dice San Pablo en su II a los Corin­
tios —, «¿qué alianza puede existir jam ás 'entre Cristo y Be-
lial?»; 3. Por ser m orada de la sabiduría divina. Cristo, en
efecto, es la sabiduría increada. Mas en el capítulo I del Libro
de la Sabiduría se dice claram ente que ésta no e n trará jam ás
en el alm a m alvada y no h ab itará en u n cuerpo sujeto al pe­
cado.
Todas estas razones — concluye Santo Tomás — nos indu­
cen a adm itir que la Santísim a Virgen no com etió jam ás pe­
cado alguno actual, ni m ortal ni venial. En Ella se verifica
plenam ente lo que dice el C antar de los C antares (4, 7): «Toda
herm osa eres, amiga mía, y en Ti no hay m ancha alguna».
A estas tres razones se pueden añadir o tras tres, tom adas:
a) de la exclusión de cualquier pecado m ortal, b) del oficio
de C orredentora del género hum ano, y c) del sentido continuo
de la m aternidad divina.
a) La exclusión de cualquier clase de pecado m ortal exigía
en la Santísim a Virgen la exclusión de cualquier clase de pe­
cado actual. En efecto, los teólogos adm iten com únm ente que
el hom bre, en el estado de inocencia, no habría podido pecar
venialm ente antes de com eter el pecado m ortal, porque este
pecado procede de la rebelión de la p arte inferior (apetito sen­
sitivo) contra la p arte superior (la razón), m ientras que el
m ortal procede de la rebelión de la p arte superior, o sea, de
la razón, co n tra Dios. Admitido esto, todos sabem os que la
p arte inferior perm anecería som etida a la superior h a sta que
ésta estuviese som etida a Dios. Excluido, pues, de la Santísi­
m a Virgen cualquier pecado m ortal, hay que excluir tam bién
de una m anera im plícita toda suerte de pecado venial.
b) Tam bién el oficio de Corredentora, o sea de com pañera
del R edentor en la obra de n u estra reconciUnción con Dios,
era incom patible con cualquier suerte de pecado, sea venial,
sea m ortal.
c) La Virgen Santísim a, finalm ente — como dice San Ber-
nardino de Sena —, poseyó de una m anera continua el senti­
do de la m aternidad divina, o sea el conocim iento actual y
experim ental de tener al m ism o Dios por Hijo, gustando toda
la divina dulzura em anada de tal p rerrogativa: cosa im posible
de conciliar con la existencia del m enor desorden m oral. Al re­
zar el Padrenuestro, como seguram ente lo hizo, la Santísim a
Virgen, pronunciaba en favor de los dem ás aquellas p alabras:
«Perdónanos nuestras deudas», pues jam ás contrajo deuda
alguna con la divina justicia.
María, pues, se vio libre de toda suerte de pecado, de toda
d a s e de im perfección; aún más, gozó del privilegio de la im­
pecabilidad, por hubcr sido confirm ada en gracia. Tal es el
hecho. Consideremos ahora brevem ente ia naturaleza de este
hecho, de esta im pecabilidad, de esta su confirm ación en la
gracia divina.

II. — N a t u r a l e z a de la im p e c a b il id a d de M a r ía

Los teólogos no están de acuerdo sobre la naturaleza de


esta confirm ación en la gracia. Con todo, sus divergencias son
m ás verbales que reales, o sea que radican más en la m anera
de expresarse que en los conceptos.
Notem os ante todo que María, por el hecho de h ab er sido
dotada de la im pecabilidad y confirm ada en gracia, no fue pri­
vada de su libertad. Pues si usí no hubiese sido, no habría po­
dido m erecer; m ientras, en cam bio, mereció, y sus m éritos
fueron singulto filmo*.
Tumhli'n u I lla v puede atrib u ir el elogio de los Libros
Sanio*: «Pudo (abiolutumente hablando) conculcar la ley y
no lo lil/o» (P.ccll,, 31, 10), pues para Ella era esto una cosa
moralmente Imposible.
I. R a z o n e s q u b n o s e p u e d e n a d m i t i r . — ¿En qué m anera,
pues, fue confirm ada en gracia y, p o r tanto, hecha m oral­
m ente impecable?... ¿Tal vez sólo en virtu d de la gracia san­
tificante y del don p retern atu ral de la integridad, o sea, me­
diante la exclusión del fom es de la concupiscencia?
|N o! Pues de esta gracia santificante tam bién estuvieron
dotados los ángeles: de esta gracia santificante y del don pre­
tern atu ral de la integridad estuvieron tam bién dotados nues­
tro s prim eros padres. Y, con todo, tanto aquéllos como éstos
pudieron ser infieles a Dios y, en efecto, lo fueron. Lo fueron
porque se dejaron llevar p o r un juicio prácticam ente erróneo
sobre la naturaleza del Sum o Bien.
¿Tal vez fue confirm ada en gracia de la m ism a m anera que
lo fueron y lo son los santos en el cielo? La visión beatífica,
en efecto, o sea la visión clara de Dios, excluye la posibilidad
de aceptar com o últim o fin cualquier bien fuera de Dios.
¡Tam poco! Es probable, en efecto, que en alguna circuns­
tancia de su vida, y especialm ente en el p rim er instante de la
m ism a, M aría haya gozado de la visión beatífica; m as esto
fue en modo transitorio y no de u n a m anera estable y perm a­
nente. Su im pecabilidad, en cam bio, fue constante: duró to­
da su vida. Por tanto, no pudo provenir de la visión beatífica.
¿Acaso, entonces, fue confirm ada en gracia del m ism o modo
en que lo fueron tantos otros santos, como los Apóstoles, es­
pecialm ente, en el día de Pentecostés?
¡Ni siquiera esto se puede adm itir! Pues en los santos con­
firm ados en gracia perm anece siem pre, aun después de la con­
firm ación, el fomes de la concupiscencia. Ellos, es cierto, ja ­
m ás llegaron a tener grandes caídas, porque contaron siem pre
con la rectitu d de la voluntad, no haciéndose reos ni tam po­
co de culpas veniales plenam ente d elib erad as; pero tuvieron el
cam po abierto a m uchas im perfecciones y, digám oslo tam ­
bién, a negligencias venialm ente culpables.

2. La v er d a d e r a r a z ó n d e la im p e c a b il id a d de M a r ía . —
¿En qué modo, pues, la Virgen fue confirm ada en gracia, y
p o r tanto im pecable?
De esta m an era: Ella fue asistida p o r Dios con tantos y
tan poderosos auxilios preventivos, tan apropiados a las cir­
cunstancias, que si bien, absolutam ente hablando, hubiese po­
dido pecar, era m oralm ente im posible que lo hiciese.
Una continua asistencia divina a su m ente la preservaba
de todo juicio práctico erróneo.
Tres cosas, principalm ente, concurrían a hacerle m oral­
m ente im posible todo pecado, tanto m ortal com o venial, ni
aun sem ideliberado. La p rim era e ra la especial providencia
de Dios, que velaba p ara alejar de Ella las ocasiones. La se­
gunda e ra aquella plenitud de gracia y de auxilios con que
Dios la favorecía, y m ediante la cual la voluntad de M aría
era prevenida y excitada a aplicarse indefectiblem ente y siem­
p re librem ente al bien y a la virtud. La tercera consistía en
la exención del fom es de la concupiscencia, m ediante la cual
la razón no podía quedar su jeta al dom inio de las pasiones. Me­
diante este privilegio singular, tan característico en María,
su vida en la tie rra era sem ejante a lo que será la nuestra
en el cielo.
La Virgen Santísim a, por tanto, vio siem pre en Dios al
m ejor de los padres, al m ás digno, al solo digno de todo su
am or, y se dedicó de m anera perfecta a glorificarlo en todo
instante de su carrera m ortal.
Ella fue, y será siem pre, a través de los siglos, la m ás
perfecta imagen, la más fúlgida expresión de la pureza divina.

CONCLUSION. — Invoquem os fervorosam ente a María, a


fin de que, p o r el m érito de su extraordinaria pureza, nos
obtenga la gracia de una vida pura. Digámosle con todo afecto,
sin cansarnos jam ás de repetírselo: «Vitam praesta p u ra m \»
Danos una vida verdaderam ente p u ra ; una vida que sea el
reflejo de la tuya.
Esforcém onos, p o r otru parte, en cuanto sea posible, en
im itar la pureza de Mnríu. Para ello, usem os profusam ente
de dos m edios: 1« oración y la m ortificación de nuestras pa­
siones. Lu primeen nos nlcnn/.nrá abundantes auxilios por
piule do Dios, y especialm ente aquella luz y fuerza que pone
on juego todns nuestras energías, garantizando la victoria.
A la oración unam os la m ortificación de nuestras pasio­
nes desordenadas, teniéndolas a raya, a fin de que no nos
arrastren al m al. Oración y m ortificación ofrecen la m ás se­
gura garantía de una vida verdaderam ente p u ra ; son como
las dos alas potentes que nos p erm itirán rem ontam os en el
azul lim pidísim o de la pureza, haciéndonos así más seme­
jantes o, al menos, no tan indignos de María.
LA PLENITUD DE LA PERFECCION

Removida del alm a de la Santísim a Virgen cualquier cla­


se de imperfección, o sea toda som bra de pecado, tan to origi­
nal como actual, aun sem ideliberado, como tam bién el fo­
mes de la concupiscencia, pasem os a considerar las perfec­
ciones que la adornaron. Algunas de éstas se refieren a la
esencia del alm a (la gracia santificante), y o tras, a las po­
tencias del alm a (las virtudes, los dones y frutos del E spíritu
Santo). Estos son los grandes tesoros del alm a de María.

I
LA GRACIA DE MARIA
ESQUEMA. — Introducción: Los g ra n d e s te so ro s del a lm a de M aría. — I.
La gracia de María en sus comienzos: 1. N a tu ra le z a de la g ra c ia ; 2.
M aría e stu v o a d o rn a d a de la g ra c ia s a n tific a n te d e sd e el p rim e r in s ta n te
de su e x iste n c ia ; 3. ¿De q u é m a n e ra ? ; 4. ¿ E n q u é g rad o ? E lla s u p e ró :
a ) a la g ra c ia in ic ia l d e c u a lq u ie r s a n to , b ) la fin a l d e los m á s g ra n d e s
e n tre los san to s P ro b a b le m e n te ta m b ié n s u p e ró : c) a la g ra c ia inicial y
a la m ism a g ra c ia fin a l d e to d o s los san to s ju n to s . — I I . La gracia de
María en su progreso : 1. La g ra c ia in m e n s a in ic ia l d e M aría p u d o a u m e n ­
ta r de c o n tin u o , sea ex opere operantis, com o ta m b ié n ex opere opera­
to; 2. C ontin u o a u m e n to de la g ra c ia de M aría ex opere operantis, o sea,
m e d ia n te s u s o b ra s b u e n a s, las c u ales fu e ro n : a) o b je tiv a m e n te ex celen tísi­
m as, b ) su b je tiv a m e n te p e rfe c tís im a s , y c) n u m é ric a m e n te in n u m e ra b le s ;
3. C ontinuo a u m e n to de la g ra c ia d e M aría ex opere operato, o sea , m e d ia n ­
te los S a c ra m e n to s. ¿C u á le s?; 4. L a m u n ifice n c ia d iv in a e n los m o m en to s
m ás solem nes d e la v id a d e M aría. — I I I . La gracia de María en su térm i­
no: 1. A bism o in so n d ab le y a ltu ra v e rtig in o s a ; 2. U na o b jeció n fácil d e con­
te s ta r. — Conclusión: C rezcam os c o n tin u a m e n te en g ra c ia ta m b ié n nos­
otros.*.

Comencemos, pues, a considerar la gracia santificante de


M aría (que perfecciona y deifica, por así decirlo, la esencia
m ism a del alm a): 1) A sus com ienzos; 2) D urante su progreso,
y 3) En su térm ino.
1. N a t u r a l e z a d e la g r a c ia . — La gracia santificante no
es, como enseña Lutero, u n a im putación p u ra y simple de la
ju sticia de Cristo al alm a que cree en E l: im putación del
todo externa que dejaría al alm a en m edio del lodazal de
todo vicio. No; la gracia es m ucho m ás. Es una cualidad so­
brenatural, inherente, e intrínseca al alm a: cualidad que cali­
fica, que m odifica al alm a en sí m ism a y la hace digna de
las m iradas y del am or de Dios.
La gracia es una cualidad vital. M ediante ella participam os
de la vida de Dios (tenem os, por tanto, una vida sem ejante
a la suya), y de ella participam os talm ente, que podemos ver,
aunque sólo en enigm a y como a través de un espejo, ver­
dades que sólo Dios puede co ntem plar; podem os querer, con
la voluntad de Dios, y «obrar en el orden sobrenatural con
la energía divina. De lo cual se deduce que la gracia es una
fuerza vital, la verdadera santidad de n uestra alm a y como
el noviciado de la vida gloriosa, que será su consecuencia
final.
La gracia, finalm ente, que adorna nuestras alm as y es vida
de las m ismas, b ro ta de N uestro Señor Jesucristo como de su
propia fuente. Y de esta fuente se extiende por el Cuerpo mís­
tico del Salvador, cuya Cabeza es, siendo sus m iem bros los
fieles.
Establecido esto, procedam os a hablar de la gracln santi­
ficante de Moría.

2. MAHIA unitivo AINIMNAIIA l>lt I.A GRACIA SANTIFICANTE DESDE


ni. i'HIMltR inkTantii dii mu IIXMTIINCIA. — SI Ella fue preservada
(le Incurrir en culpa original; hI Ella, desde el prim er instan­
te (le su exlstrncia terrena fue am iga de Dios, lo fue en fuer­
za de la gracia santificante recibida del ciclo desde aquel m o­
m ento. El decir, pues, que M aría no estuvo, ni siquiera por un
instante, sujeta a la culpa, que es la m uerte del alm a; equiva­
le a reconocer que su alm a bendita estuvo siem pre adornada
de la gracia y, por lo mismo, m ereció ser objeto de las divinas
complacencias.
3. ¿En q u e m o d o ? — La Santísim a Virgen, p o r tanto, fue san­
tificada, o sea: recibió la gracia santificante desde el prim er
instante de su vida terrena. Pero ¿de qué m anera?... ¿En qué
grado?...
Una criatu ra racional puede recibir la gracia santificante
de dos m aneras: o en form a inconsciente, como los niños que
son regenerados p o r las aguas del B autism o, o de m anera cons­
ciente, como los adultos que, m ediante una serie de actos in­
dividuales, se disponen librem ente a la propia santificación y
justificación.
¿En cuál de las dos m aneras fue santificada M aría?... Los
teólogos adm iten com únm ente que fue santificada de la se­
gunda m anera, o sea conscientem ente. Es cierto, en efecto,
que M aría gozó del pleno y perfecto uso de la razón desde el
p rim er instante de su existencia terrena. Y en verdad — a r­
gum enta Suárez —, el uso de la razón, aun antes de nacer, fue
concedido a San Juan B autista p ara su santificación, como
consta en San Lucas (1, 42); m as si fue concedido a este santo,
con m ás razón hubo de ser concedido a la M adre de Dios. Pues
cualquier privilegio de gracia — com o añade el susodicho exi­
mio doctor —, concedido a cualquier criatu ra, no es posible que
haya sido negado a M aría (1, c. d. 4, sect. 7). M aría, pues, desde
el prim er instante de su existencia, tuvo pleno y perfecto uso
de la razón, y es probable que esta facultad de p oder u sar de
ella le haya sido concedida no de una m anera transitoria, sino
de m anera perm anente.
Dotada de sem ejante facultad. Ella, desde el p rim er instan­
te de su existencia, adquirió inm ediatam ente el conocimien­
to de Dios, y, por tanto, m ediante u n acto sim ple de su albe­
drío, se lanzó con todo el afecto de su corazón hacia El, cum ­
pliendo un acto de perfectísim o am or. Y de esta m an era se
dispuso m ediante su acción personal a su propia santificación.

4. ¿En q u e g r a d o ? ... — Mas la gracia santificante, en su in­


tensidad, puede ten er infinitos grados, puede ser m ás o menos
perfecta. Ahora bien; ¿en qué grado de intensidad la recibió
M aría en el p rim er instante de su existencia?
Si preguntam os a los Mariólogos, nos responden a coro que
es muy difícil que nos form em os una idea sobre la gracia con­
cedida a la Santísim a Virgen en aquel p rim er instante. No fue
ciertam ente u n a gracia com ún; debió ser, p o r tan to , u n a gra­
cia especialísim a.
a) Los teólogos, p a ra dam os una idea, com paran la gracia
concedida a María, en aquel p rim er instante, con la otorga­
da a los santos. Y establecen, con el D octor Angélico, que la
gracia concedida a M aría en su p rim era santificación, o sea su
gracia inicial, superó en m ucho a la m edida de la gracia otor­
gada al m ayor de los santos, al m ás sublim e de los ángeles en
el prim er instante de su santificación. E sta proposición es tan
clara y evidente, que b asta enunciarla p ara que nos persua­
dam os inm ediatam ente de su contenido. La gracia, en efecto,
que se recibe de Dios, está siem pre en razón directa con la
unión, con las relaciones que se tienen con El, verdadera fuen­
te de toda gracia y santidad. Cuanto m ás estrecha es esta unión,
tanto m ás abundante es la gracia que El concede. Mas nadie,
ya entre los hom bres, ya en tre los ángeles, gozará de u n a unión
y de unas relaciones tan directas con Dios como M aría desde
el prim er instante de su Concepción, ya que desde entonces
estaba predestinada a ser M adre de D ios; nadie, pues, tuvo, en
su prim era santificación, tal grado de gracia como el que al­
canzó la Santísim a Virgen.
b) Mas esto es dem asiado poco, tratándose de María. Por
tanto, los doctores M arianos, precedidos por Suárez, llevan
m ás adelante su com paración, y nos dicen que la gracia con­
cedida a M a ría en su prim era santificación, o sea su gracia
inicial, s u p e r ó en Intensidad n la del m á s santo entre los án­
geles y entre los Im m b irs , al lle w 'r al final de s u carrera mor­
tal. I.a ra/.ón e s Idéntica a la que hemos expuesto poco antes.
P or muy cerca que se encuentren d e Dios un ángel o un hom­
bre en el últim o Instante de su existencia, después de un buen
núm ero de años y de m éritos, no podrán estarlo tanto como lo
estuvo la Santísim a Virgen en el p rim er instante de su exis­
tencia terrena.
c) Mas los M ariólogos tam poco se contentan con esto. Van
aún más allá, y nos dicen, con Suárez, que, probablem ente, la
Santísim a Virgen, en el p rim er in stan te de su existencia, reci­
bió m ás gracia que todos los ángeles y santos juntos. La gra­
cia inicial, p o r tanto, de M aría h ab ría superado a la gracia
inicial de todos los ángeles y de todos los santos juntos. Esta
piadosa sentencia, que el B eato Juan de Avila propuso por
p rim era vez, y después defendió, tom ándola cotno suya, Suá-
rez en la Universidad de Salam anca, luc tan del agrado de la
Santísim a Virgen, que — como n a rra el P. Ségncri cu su libro
E l devoto de María — Ella le dio las gracias por medio de su
gran siervo el P. M artín G utiérrez, S. J. Y la razón parece evi­
dente. La gracia, en efecto — com o enseña Suárez —, correspon­
de siem pre al am or que Dios siente p o r nosotros y es pro­
porcionada a dicho am or. Mas la Santísim a Virgen, desde el
prim er instan te de su existencia terrena, fue m ás am ada por
Dios que todos los ángeles y santos ju n to s; p o r tanto, la gracia
que Ella tuvo, hubo de sup erar a la concedida a los ángeles y
santos considerados en conjunto. (Cfr. S u a r e z , De Incarn.,
disp. 4, sect. 1).
d) Más de una vez adm itido este principio, que es certísi­
m o y no se puede poner en duda, algunos Mariólogos van m u­
cho m ás adelante y deducen, sin más, que la gracia inicial de
M aría superó a la gracia final de todos los ángeles y de todos
los santos colectivam ente considerados.
Y, en efecto, ¿cuál es la m edida que el Señor em plea en la
concesión de sus gracias? Ya lo hem os dicho, m as es conve­
niente repetirlo: es la unión m ás o menos estrecha y el am or
m ás o m enos intenso que El siente hacia sus criaturas. Ahora
bien: ¿qué unión m ás íntim a y estrecha se puede suponer que
la que existió entre Dios y María, su M adre? ¿Qué am or más
grande y m ás ardiente?... ¿Acaso no es cierto que, desde el pri­
m er instante de su Concepción, M aría fue am ada por Dios co­
m o su fu tu ra Madre, y, p o r tanto, m ás que todos los ángeles
y santos considerados en conjunto y en el colmo de su perfec­
ción?... Esto adm itido, ¿cómo negar que Ella, desde el prim er
instante, recibió una gracia m ás copiosa c intensa que todos
los demás, colectivam ente considerados y cuando hablan lle­
gado al últim o grado de su perfección?... Ella, pues, com ien­
za donde los otros term inan. Allá donde todos los dem ás se de­
tienen en el cam ino de la perfección, Ella, con m agnánim o
a rro jo c o m ie n z a a re c o rre r, so la , u n a c a rre ra casi in f in ita .
¡Oh, sí! Juntem os con el pensam iento los m éritos de los
ángeles y de los santos de todos los siglos, la obediencia de los
patriarcas, la fidelidad de los profetas, el celo ardiente de los
apóstoles, la constancia invicta de los m ártires, la fe viva de los
confesores, los suspiros ardientes de las viudas, la pureza in­
violada de las vírgenes, todos los ejem plos de virtudes que sir­
vieron de edificación a los m ortales y de alegría al cielo; im a­
ginémonos, si es posible, todos los torrentes de gracia y de
bendiciones salidos a través de los siglos de las m anos de Dios,
y no habrem os podido reunir aquel cúm ulo de gracias con que
Dios enriqueció a la Santísim a Virgen desde el p rim er instante
do sil Concepción. Desde nqtiel m om ento, Ella fue m ás pura,
inris simia, más acepta a los ojos de Dios, m ás querida a su Di­
vino Corn/.ón que todas las criaturas ju n tas. ¡Oh, en verdad
que: «Diligit D om inus portas Sion super om nia tabernacula
Jacob»: Ama el Señor las p u ertas de Sión sobre todas las tien­
das de Jacob. ¡Cuán cierto es tam bién aquel dicho: «Funda­
m enta ejus in m ontibus sanctis»\ (Ps. 86, 1). Sus fundam entos
han sido colocados sobre los m ontes santos. La gracia de Ma­
ría, com parada con la de los santos, guarda la m ism a relación
que el sol con uno de sus rayos, que el Océano con los ríos
que van a p a ra r en él, como un río parangonado con una gota
de agua.
En la vida de Sania Catalina de Sena escrita por el Beato
Raim undo de Cupua, su confesor, se cuenta cóm o la santa, ha­
biendo sido favorecida por Jesús con la visita de un alm a cuya
conversión había obtenido m edíanlo la oración y la penitencia,
exclam ó: «l o hollc/.n (Ir esa alm a cru tul, que no habría pala-
bru adecuada para expresarla».
Imaginém onos, pues, si puede ser, cuán herm osa debe ser
el alm a de María, inundada desde el principio de su existencia
de tal océano de gracias.
Su belleza sobrenatural no podrá ser jam ás suficientem en­
te conocida y suficientem ente alabada.
1. L a g r a c i a in m e n s a in ic ia l de M a r ía pudo a u m e n ta r de con­
— Por m uy grande e intensa que haya sido la gracia con­
t in u o .
cedida a M aría desde el p rim er instante de su existencia te­
rrena, o sea desde el m om ento de su p rim era santificación,
estuvo m uy lejos de alcanzar el m áxim o grado de intensidad y
de extensión posible. Pudo, pues, como la de todos los demás
santos, au m en tar de día en día, en grado e intensidad, h asta el
final de su terrena existencia.
Enseña, en efecto, el Concilio Tridentino (can. 24, ses. VI)
que todas las alm as, m ientras están en estado de peregrinación
(esto es, h asta que no han alcanzado la bienaventuranza eter­
na), pueden aum entar, m ediante las buenas obras, el tesoro
de su gracia. Ellas, a m anera de sol, despiden u n a luz siem­
p re m ás intensa, a m edida que avanzan en su camino.
Ahora bien: M aría Santísim a, d u ran te toda su vida, estuvo
en estado de simple peregrina, o sea: 1 1 0 gozó de la visión
beatífica, al menos de una m anera perm anente. Ella, pues, fue
acercándose cada vez más al térm ino de su viaje, que es la
bienaventuranza celestial. A dm itido esto, qué o tra cosa es
tender a este fin, acercarse a este fin, sino crecer en virtud,
en caridad y m érito?...
Mas ¿de cuántas m aneras puede verificarse este continuo
acrecentam iento de gracias?
De dos modos — responden los teólogos — ; esto e s: ex ope­
re operantis (en virtu d del agente) y ex opere operato (en vir­
tu d del acto realizado y no del agente).
Veamos brevem ente cómo de estos dos modos creció des­
m esuradam ente la gracia inicial de María.

2. C o n t in u o a u m e n t o d e la g r a c ia d e M a r ía ex o pe r e o pera n ­
t is ,o se a m e d ia n t e l a s b u e n a s o b r a s . — Ante todo, la Santísim a
Virgen, con sus buenas obras, hizo crecer desm esuradam ente
•el tesoro de las gracias recibidas en el m om ento de su Concep­
ción Inm aculada.
Sus buenas obras, d urante toda su vida, fueron objetiva­
m ente excelentísim as, subjetivam ente perfectisim as, inconta­
bles numéricamente consideradas: fueron, por tanto, singular­
m ente eficaces p a ra au m en tar el tesoro, ya en sí ingente, de la
gracia santificante que le fue concedida.
a) Obras buenas objetivam ente excelentísimas.
Sus obras buenas fueron, ante todo, objetivam ente excelen­
tísimas. El acto es m ás o m enos excelente según el objeto del
cual se deriva; de m anera que cuanto más excelente es éste,
tanto m ás lo es aquél.
Ahorn bien: lu excelencia objetivu de los actos de virtud
tic Muría, en m i» obran bucnus, fue sobrem anera singular. Toda
• ii vida, im p e rto u m u actividad espiritual, se podría convenien-
Irim n io dividir rn tro» grandes períodos: el prim ero, desde
m i I i i i i i i u ulmln Concepción hasta lu Encarnación del Verbo;
el segundo, desde lu Encarnación del Verbo h asta la Ascensión
de N uestro Señor; el tercero, desde la Ascensión de N uestro
Señor hasta la gloriosa Asunción de María. Ahora bien, no es
cosa en verdad sencilla expresar qué excelentes actos de vir­
tud practicó la Santísim a Virgen en el curso de estos tres pe­
ríodos. Para d a r una idea de ello, podem os decir que en el
prim er período prevalecieron en Ella los actos especialm ente
de la vida contem plativa. E ncerrada en el Templo — según la
Tradición — a la tem prana edad de tres años, en él perm aneció
hasta los quince, íntim a y perennem ente unida a Dios por
medio de la m ás sublim e contem plación, m ediante la cual cre­
ció prodigiosam ente en caridad, preparándose convenientem en­
te a su altísim a misión y dignidad de Mudre de Dios, para la
cual habla sido prrdnstlnadu ab atiento. En el segundo perío­
do predom inaron en Muría los actos do lu vidu activa, habién­
dose ocupado de una m anera especial en el servicio de su di­
vino Hijo, lxis actos de caridad y de otras tuntas virtudes por
Ella practicadas en este largo período es más fácil imaginarlos
que describirlos. B asta d ar u n a sim ple m irada a lu vida de
Jesús, a las vicisitudes de su infancia, a sus ocupaciones, a su
apostolado, p a ra poderse fo rm ar una idea aunque pálida de
los actos de virtud practicados p o r su divina Madre, sobre todo
en el decurso de su Pasión y m uerte.
En el tercer período, finalm ente, vuelven a prevalecer los

f r i ar
actos de la vida contem plativa. | Y qué contem placiones tan
sublim es! ¡Qué dulcísim os éxtasis! ¡Qué suspiros y qué ele­
vaciones hacia el Corazón de su Dios y hacia el Dios de su co­
razón!... No p o r esto descuidó los actos propios de las virtu­
des activas, pues m ientras perm anecía com pletam ente absor­
ta en la contem plación de su Bienam ado, atendía, como Reina
de los Apóstoles, con singular celo, las funciones de u n a vida
del todo apostólica.
En la existencia de la Santísim a Virgen, por tanto, encon­
tram os reunidas todas las características, todas las perfeccio­
nes, todos los m éritos de la vida activa y contem plativa; en
Ella encontram os las dos alas de águila concedidas a la m u jer
coronada de estrellas, figura evidente de la M adre de D ios;
Ella es aquella águila fuerte y poderosa, de alas desplegadas,
descrita por Ezequiel, que desplegó el vuelo h asta las cum bres
del Líbano y en ellas se saturó de las esencias del cedro, es
decir, por medio de la excelencia de sus buenas obras, alcanzó
la cúspide suprem a de la gracia.
b) Obras buenas subjetivam ente perfectlsim as.
Si tan excelentes, consideradas en su objetividad m aterial,
fueron las obras buenas practicadas por M aría, ¿qué habría­
mos de decir de su perfección subjetiva, o sea, del fervor de
caridad, de la pureza de intención, y, en general, de las dispo­
siciones santísim as con que las realizó?
Incluso las obras de un pobre hom bre cualquiera, de una
viejecilla, aunque sean insignificantes en sí, o sea, objetivam en­
te consideradas, si se realizan con gran fervor de caridad, en
la presencia de Dios, que se fija m ás en el cóm o sis da que
en lo que se da, son m ás espléndidas, preciosas y m eritorias
que las obras grandes realizadas por otras personas no con
tan buena intención, ni dem asiado fervor.
Ahora bien: los actos de la Santísim a Virgen fueron su­
m am ente excelentes, no sólo objetivam ente considerados, sino
tam bién subjetivam ente tom ados, por el ard o r inefable de
caridad, por las perfectísim as disposiciones con que eran rea­
lizados. N inguna obra externa, ni siquiera un solo movimiento
interior, se realizaba en Ella que no fuese fervoroso y per­
fecto: Ella operaba siem pre con toda la intensidad del amor.
¿Quién podrá decir, pues, cuánto creció, aun en este aspecto,
en gracia?
c) Obras buenas num éricam ente incontables.
Finalm ente, nótese el núm ero im presionante de estas obras
buenas, tan perfectas, tan to objetiva como subjetivam ente con­
sideradas, y consiguientem ente, el núm ero creciente de mé­
ritos, correspondiente al núm ero de actos virtuosos. ¿Qué
m atem ático podrá jam ás calcular tan inm ensa cifra? Desde
su Concepción Inm aculada a su gloriosa Asunción, es decir,
desde el comienzo hasta el final de su vida, terrena, no hubo
una «ola hora, un solo m om ento, un solo instante en que no
huynn aum entado sus m éritos. Casi sin interrupción de nin­
guna clase, con la m ente fija en Dios, pensaba en cosas divi­
nas y, conservando el pleno dominio de sus actos, no pa­
decía jam ás distracción alguna, ni siquiera involuntaria. Coo­
peraba continuam ente, de m anera adm irable, a la gracia di­
vina. Todos los instantes de la vida de la Virgen, pues, fue­
ron m eritorios en el grado m ás perfecto. Referente al tiem po
en que M aría perm anecía despierta, esta doctrina es común­
m ente adm itida p o r los teólogos m arianos; en cambio, se
discute si M aría m ereció tam bién d urante las horas del des­
canso. Muchos son los que lo aseguran. C iertam ente esto no
podía suceder de una m anera n atural, sino solam ente por
virtud divina. Esto establecido había que ad m itir que la
Santísim a Virgen mereció duranto todos los instantes de su
vida, tnnto de din como de noche.
Y ahora no» hacem os una p re g u n ta : Dndos estos actos de
virtud tan perfecto* objellv# y subjetivam ente considerados,
¿rn qué proporción crecí» lu S antísim a Virgen en gracia
santificante?
Ante sem ejante pregunta la mente hum ana vacila y se en­
cuentra como atónita. Muchos teólogos m arianos, capitanea­
dos por Suárez, nos dicen que los grados de gracia y santidad
(a los cuales corresponden los grados de m érito), se duplica­
ron al m enos en cada uno de sus actos de v irtu d ; de m anera
que Ella, p o r ejem plo, cuando realizó el p rim er acto d s vir­
tud, no tenía m ás que un grado de gracia, y después de aquel
acto bueno contaba al m enos con dos grados, o sea que su san­
tidad se duplicaba; después del segundo acto de v irtu d que
cum plía, conseguía cu atro grados de gracia; después del
tercero, ocho; después del cuarto, dieciséis; después del quin­
to, trein ta y dos, y así sucesivam ente...
Sea com o sea, lo cierto es que M aría al fin de su vida
había adquirjdo un caudal de gracias incalculable. Esto so­
lam ente lo sabe Dios, b ajo cuyo influjo Ella obraba continua­
m ente, llegando casi a tocar a lo infinito.

3. C o n t in u o aum ento de la g r a c ia de M a r ía ex o pere ope


ra to , o s e a m e d ia n t e l o s S a c r a m e n t o s . — Mas de o tra m anera
podía crecer la Virgen en gracia; ex opere operato, según se
expresan los teólogos; esto es, en v irtu d del acto realizado y
no en virtud del agente. De esta m anera M aría creció en gracia
recibiendo los Sacram entos, que son signos eficaces de la
gracia.
¿Qué Sacram entos recibió M aría? Se puede decir, ante
todo, que la Santísim a Virgen recibió el Bautism o, no ya para
b o rra r la culpa original, que Ella no contrajo, sino p ara unirse
de una m anera m ás perfecta con Cristo, p a ra d ar a los fieles
un ejem plo de hum ildad y p a ra poder recibir la E ucaristía,
p or ser el B autism o la p u e rta de los dem ás Sacram entos.
Recibió, en segundo lugar, la Confirm ación, y si no el sa­
cram ento, sí el efecto principal del m ism o en el día solemne
de Pentecostés, cuando el E sp íritu Santo descendió, con sus
siete dones, sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo «con
las m ujeres y con M aría M adre de Jesús» (Act., 1, 4).
Es igualm ente cierto que M aría recibió la Sagrada Euca­
ristía, el gran Sacram ento de am or instituido p o r Jesucristo
— según afirm an los m ás graves doctores — principalm ente
para satisfacer el am o r y deseo de N uestra Señora. Autores
dignos de todo crédito, en tre otros la Venerable M adre Agreda,
nos dicen que en el m ism o día de la Institución de la San­
tísim a E ucaristía, M aría Santísim a, estando reunida con las
piadosas m ujeres en una sala contigua a aquella en la que
Jesús celebraba la Cena con sus discípulos, recibió la Comu­
nión de m anos de su m ism o H ijo. Además no se puede dudar
que la Virgen, d u ran te todo el tiem po que sobrevivió al Se­
ñor, se haya acercado todos los días a la S agrada Comunión,
según la costum bre de los antiguos cristianos (Act. 2, 46). No
faltan escritores ascéticos los cuales aseguran que las espe­
cies sacram entales perm anecían en Ella de u n a Comunión a
la otra. N ada de im probable vemos en esta opinión, desde el
m om ento que un m ilagro sem ejante — según resu lta de la
historia — se ha realizado en algún Santo (p o r ejem plo, en
San Antonio M aría Claret). E sta piadosa sentencia ha sido
confirm ada por una piadosa revelación (a la cual sólo que­
rem os conceder una simple fe hum ana) hecha a la Beata
M aría Magdalena M artlncngo, capuchina. No faltan, además,
autores los cuales aseguran que María, en los últim os años
de su vida, se alim entó únicam ente de este pan celestial, sin
tener necesidad de otro m anjar. Tampoco esto tiene nada de
im probable. Si estas gracias, en efecto, han sido concedidas
a algunos santos (como a S anta Juliana de Falconieri, a Santa
Catalina de Sena, etc.), ¿por qué se han de negar cuando se
tra ta de la Reina de los santos?
Admitido esto, ¿quién p odrá expresar o im aginar el aum en­
to de la gracia de María, al recib ir este augustísim o Sacra­
m ento? Cada Comunión debía ciertam ente encender aquellos
transportes de santo am or que sintió desde el m om ento de la
E ncam ación; debía renovarle todas las alegrías de la divi­
na M aternidad y todas las dulzuras de los abrazos divinos.
M ientras Ella « tro c h a b a am orosam ente contra su corazón
aquel cuerpo divino, carne de sil carne, Jesús la em briagaba
ra d a ve/, mrt» con su amor y la enriquecía con gracias seña­
ladísima*. E ra rl to rren te de la vida divina que se volcaba en
el seno «le la Virgen, y m ientras llenaba su capacidad inmen­
sa, producía en Elln una cnpacidud cada vez mayor. Cuya
capacidad, a su vez, exigía o tro aum ento de gracia, colmado
por Jesús con una generosidad proporcionada al am or que
sentía a su M adre am adísim a.
En cuanto al Sacram ento del Orden, no hay duda alguna:
María no lo recibió y no podía recibirlo, pues fue instituido
solam ente para los hom bres. Pues si la Virgen es llam ada
sacerdotisa, lo es sólo en sentido lato, por el hecho de haber
engendrado al Sacerdote C risto y por haber ofrecido por no­
sotros, jun tam en te con El, sobre el a lta r de la Cruz, la víc­
tim a de nuestra salvación.
Y aunque la Santísim a Virgen no ha recibido el Sacra­
m ento del Orden, ha recibido con todo — según expresión de
San Antonino de Florencia (P. II, tit. XV, Venet, 1581, p. 320,
r. col. 11) — cuanta dignidad y gracia en <M se confieren.
En cuanto al Sacram ento del M atrim onio, es evidente que
la Santísim a Virgen no lo recibió en cuanto Sacram ento de la
Nueva Ley, habiéndose unido a San José de una m anera
verdadera y válida según los ritos de la Ley Antigua. Es ne­
cesario notar, con todo, que en la hipótesis de que San José
haya sobrevivido a la institución de este gran Sacram ento y
a la recepción del bautism o p o r p a rte de M aría Santísim a,
el m atrim onio de N uestra Señora se convirtió en el verdadero
Sacram ento de la Nueva Ley.
No recibió, en cam bio, M aría ni el Sacram ento de la Peni­
tencia ni el de la Extrem aunción. Estos dos Sacram entos, en
efecto, son p o r su naturaleza instituciones cuyo fin directo
y esencial es el perdón de los pecados actuales. Mas la Vir­
gen, no habiendo com etido ni la m ás pequeña de las culpas
o imperfecciones, no necesitaba de ninguno de estos dos
Sacram entos.
Tales fueron los m edios em pleados p o r M aría p ara crecer
continuam ente en gracia.

4. La M u n if ic e n c ia d iv in a en lo s m om en to s m as solem n es
de la v id a de —■ Mas, independientem ente de este cú­
m a r ia .
mulo de m edios de santificación, no se puede negar que Dios
se dignó san tificar cada vez m ás su tabernáculo viviente, so­
bre todo en los m om entos m ás solem nes de su vida, com o fue­
ron: el m om ento sublim e de la E ncam ación del V erbo; el
instante en que el H ijo la proclam ó desde la Cruz M adre de
todos los hom bres, y en el instante de su entrada en los Cielos.
¡Tres m om entos verdaderam ente sublim es 1
¡El m om ento de la E ncarnación del Verbo! La gracia de
la cual la Virgen se sintió colm ada desde el p rim er instante
de su Concepción, y que fue en aum ento m ediante el ejercicio
de sus heroicas virtudes, en el m om ento en que en su seno,
muy cerca del corazón, comenzó a p alp itar el corazón m ism o
del Hijo de Dios, experim entó un increm ento de incalcula­
bles proporciones. Desde aquel instante, en efecto, Jesús co­
menzó a d esp arram ar sobre Ella, de una m anera física, los
tesoros de su gracia. En el seno de María, y m ientras recibía
de Ella la vida corpórea y n atural, Jesús le com unicaba, de
modo excelentísim o, la vida sobrenatural y divina, en cuan­
to que Ella, com o nosotros, form aba p arte del Cuerpo m ís­
tico, del cual es Cabeza el m ism o Jesús. Razón tenía San Ber­
n ardo cuando escribía: «Completam ente envuelta por el sol
como por una vestidura, ¡cuán fam iliar eres a Dios, Señora!
¡Cuánto has merecido estar cerca de El, en su intim idad;
cuánta gracia has encontrado en E l! El perm anece en Ti y
Tú en E l; Tú le revistes a El y eres a la vez revestida por
El. Lo revistes con la sustancia de la carne, y El te reviste
con la gloria de su m ajestad. Revistes al sol con u n a nube
y Tú m ism a eres revestida por el sol» (S erm . de 12 praerog.,
n. 6, P. L. 183, 432).
Aumentó aún m ucho m ás esta gracia en el m om ento
m ismo del nacim iento del divino Salvador. E sta fuente, tan
viva, no se secó, no se podía secar, cuando del tallo virginal
se separó la flor suave de los cam pos, el cándido lirio de los
valles. La M adre perm aneció siem pre unida al H ijo con un vín­
culo estrechísim o, esencialm ente m oral. «María — escribe San
Agustín — alim entaba n Jesús con su leche virginal, y Jesús
alim entaba n Marín con lu iiraclu celestial. Marín envolvía a
Jesús en partnlen, y Jesús revestín u Mnrín con el m anto de la
Inm ortalidad. Mmln colocaba a Jesús en el pesebre, y Jesús pre-
purnbn u Mmln unn m c u celestial» (Serm . IV di' Tempore,
PL. 39, 2104). Cuando Muríu lo mccíu dulcem ente; cuando
lo estrechaba contra su seno e im prim ía en su rostro celes­
tial sus am orosísim os besos de Virgen y de M adre, Jesús la
estrechaba contra su Corazón y le devolvía el beso eterno
de la Divinidad, o sea, su gracia. «A estas caricias del Niño
— añade San Pedro Canisio—, M aría se tornaba más bella,
más santa, m ás divina» (De Deipara, 1. 4., c. 26).
Si el M isterio de la E ncarnación fue tan fecundo de gra­
cias p a ra la Santísim a Virgen, no lo fue m enos el M isterio
de la Pasión y M uerte de Cristo. Como ninguna alm a había
tom ado p arte tan intensa en el Sacrificio de la Cruz como
la Virgen, así ninguna o tra debería recoger frutos tan copio­
sos. A los pies de aquel patíbulo de m uerte, del cual pendía
la Vida, M aría recibió una plenitud de gracias incom pa­
rable.

III. — La g r a c ia d e M a r ía en s u t e r m in o

1. I n s o n d a b l e a b is m o . — ¿Qué decir, finalm ente, de la gra­


cia de M aría al final de su vida m ortal? Ella había alcanza­
do, ciertam ente, la cum bre de la m ás alta san tid ad ; había
llegado a aquella plenitud de gracia a que Dios la había pre­
destinado ab aeterno. ¿Qué plenitud era ésta? N uestra men­
te se aturde. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han
agotado su vocabulario al exaltar la gracia y santidad de
M aría; mas sus expresiones son siem pre vagas: adm iten el
hecho, pero no lo pueden explicar. Dicen que M aría fue San­
ta, muy Santa, Santísim a, un Abismo sin fondo de santidad,
la santidad personificada, etc. Pero — repitam os — n uestra
m ism a im potencia al celebrar las glorias de M aría es el más
claro y eficaz argum ento de su grandeza, incom parablem en­
te superior a cualquiera o tra grandeza creada.

2. U n a o b j e c io n f á c i l d e r e s o l v e r . — H ablando de este
continuo aum ento de gracia en María, se podría o b je ta r: La
S antísim a Virgen, en el día de su Anunciación, fue saludada
por el arcángel «llena de gracia». Si ya entonces era llena
de gracia, ¿cómo pudo crecer de continuo en Ella?
Contestam os diciendo que la Santísim a Virgen, no sólo en
el día de la Anunciación, sino desde el p rim er instante de su
existencia terrena, fue «llena de gracia». Llena de gracia, no
en sentido absoluto, y, por tanto, incapaz de aum ento, como
lo fue N uestro Señor Jesucristo, sino en sentido relativo, esto
es, en relación con su capacidad subjetiva. La Santísim a Vir­
gen, por tanto, fue verdaderam ente «llena de graciu» en su In­
m aculada Concepción, «llena de gracia» en el m om ento de la
Encarnación del Verbo, «llena de gracia» al térm ino de su
vida terrena. Mas una plenitud de gracia era m ás perfecta que
la otra. E n su Concepción fue u n a plenitud cual se requería,
como prim era disposición, a la fu tu ra dignidad de M adre de
Dios; en el m om ento sublim e de la E ncam ación del Verbo fue
una plenitud conveniente a la actual M adre de Dios, y esta
plenitud fue m ás p erfecta que la prim era, y al final de su vi­
da terrena se tra tó de una plenitud coronada por la plenitud
de la gloria, y ésta sobrepasó a todas las demás, alcanzando
el grado m ás alto que puede alcanzar una sim ple criatura.
E sto adm itido, no se puede decir, en sentido estricto, que
la plenitud de gracia de M aría sea sim plem ente infinita, pues­
to que no señala el últim o lím ite de la potencia absoluta de
Dios. Sólo en sentido lato y en su género se le puede llam ar
infinita.
Ni se diga que cuando un vaso está lleno no se le puede
añad ir más. Si la Santísim a Virgen, p o r tanto, fue llena de gra­
cia desde el p rim er instante de su existencia, fue como un vaso
lleno al cual no se le puede echar m ás líquido.
Ciertam ente que a un vaso lleno no se le puede añadir m ás
líquido si perm anece tal cual es; m as si la capacidad de di­
cho vaso aum enta con el aum ento del líquido, nada im pide
que se le pueda echar m ás líquido. Tal sucedió con María.
Llena de gracia desde el p rim er instante de su inm aculada exis­
tencia, Ella podía crecer en gracia, pues la capacidad de reci­
birla provenía de Dio», que la aum entaba a medida que se la
otorgaba.
De tal m anera, Ella pudo crecer en gracia, en el verdadero
sentido de lu palabra, hasta el térm ino de su carrera m ortal,
esto es, hasta el m om ento de su en trad a triunfal en los Cie­
los.

CONCLUSION. — ¡ Cuán bella y esplendente es la figura de


M aría! Ella es, en efecto, «la Virgen herm osa, de sol vestida»,
«mulier am icta sole», revestida del sol divino, de Dios, de su
gracia, como el hierro candente está revestido de fuego, me­
jo r dicho, como transform ado en fuego.
¡Y ahora reflexionem os un m om ento 1 Observemos, ante
todo, que M aría creció continuam ente en gracia. Esforcém o­
nos por hacer nosotros lo mismo, usando de todos los medios
que Dios ha puesto a n uestra disposición. El no avanzar en el
cam ino de la perfección es retroceder.
María, adem ás, creció en gracia, es decir, se santificó en
toda ocasión y en todo lugar, en los acontecim ientos favora­
bles y en los adversos. Lo m ism o debemos hacer nosotros.
¡Qué erro r aquel que señala la «Im itación de Cristo», de que­
re r esperar p ara santificarse un am biente especial, una com­
pañía distinta de p ersonas; otros lugares, otros tiem pos, otras
circunstancias!... Los Santos vivieron en todos los clim as y
en las m ás variadas circunstancias. Persuadám onos, pues, de
que no hay lugar, ni tiempo, ni circunstancia en que no se
pueda crecer en gracia, en que no se pueda uno santificar.
Es necesario aprovecharse generosam ente.
Reflexionemos, finalm ente, que los medios em pleados por
la Santísim a Virgen p ara crecer en gracia se reducen todos al
buen uso de los Sacram entos y al continuo ejercicio de las
buenas obras, es decir, al fiel y continuo cum plim iento de to­
dos los propios deberes. Lo m ism o debem os hacer nosotros.
C ualquier program a serio de adelanto en los cam inos del bien
debe ser sem ejante al desarrollado p o r María. Recibamos, pues,
con frecuencia y fervor los Santos Sacram entos y m ultiplique­
m os nuestras buenas obras. De esta m anera, nuestro adelanto
será rápido y seguro y nos m ostrarem os hijos dignos de Aque­
lla a la cual, con el Angel y con la Iglesia, saludam os «llena de
gracia».
I I

LAS VIRTUDES DE MARIA

E SQUEM A. — I n tr o d u c c ió n : E l cortejo real de la gracia santificante. — 1.


L as v ir tu d e s teoloK ales d e M a ria : 1. En María existieron todas las virtu ­
des en sumo grado; 2. Lo* motivos de semejante hecho; 3. I m fe de M a­
r ía . a) (II grandeza, h) su secreto; 4. I m e s p e r a n z a de María; 5. Im ca­
r id a d d e M u ria. — I I . V ir tu d e s c a r d in a le s d e M a ria : 1. La prudencia de
Muría; 2. La justicia de M aría; 3. La fortaleza de M aría; 4. La templanza
de María. — C o n c lu s ió n : |Dejémonos arrastrar por los ejemplos de María!

La gracia divina, ese don precioso que eleva, transform a, di­


viniza y com unica una belleza celestial que nos hace sem ejan­
tes a Dios, jam ás v k n e sola al alm a. Como una reina grande y
poderosa, lleva siem pre ju n to a sí sus dam as de honor, que le
hacen corona y constituyen su co rte ; de la m ism a m anera, la
gracia santificante viene acom pañada al alm a del ju sto de
o tras m uchas cualidades y form as celestiales, que m ientras son
como fieles servidoras al servicio de la gracia, cum pliendo
sus órdenes, em bellecen cada vez m ás el alm a. E stas formas
sobrenaturales y divinas son Ins virtudes, los dones, las biena­
venturanzas y ion frutos del E spíritu Santo, a los cuales se
añaden las gracia» • gratis datae» (1). Empecemos, pues, por
considerar las virtudes de María, tanto teologales como cardi­
nale*.

I. — L as v ir t u d e s teolo g ales de M a r ía

1. E n M a r í a e x i s t i e r o n to d a s la s v i r t u d e s e n su m o g ra d o .
— Por virtudes se entienden aquellos hábitos buenos que hacen
a las potencias del alm a capaces de realizar con prontitud, con
facilidad y deleite todo aquello que en el orden n a tu ra l exige
(1) C fr. Lbpicier: L 'In m a c o la ta C o r r e d e n tr ic e , M e d ia tr ic e . — Roma, 1928.
la recta razón, y lo que Dios nos invita a hacer en el orden
sobrenatural.
Ahora bien: en la Virgen se dieron todas las virtudes con­
venientes a su condición. He dicho convenientes a su condi­
ción porque es evidente que no todas las virtudes son prac­
ticables por todos. La virtud, en efecto — observa justam ente
Cam pana (2) —, que supone en sí perfección, porque consiste
en la costum bre de o b rar bien, no siem pre supone que es
perfecto el sujeto que la posee; frecuentem ente, en cambio,
lo supone im perfecto, como p o r ejem plo, la continencia, que
supone las m alas concupiscencias a las cuales hay que resis­
tir, y la penitencia, que supone algún pecado com etido. En este
sentido, ni el m ism o Jesús, que es modelo de toda santidad,
practicó todas las virtudes.
Exceptuadas, pues, las susodichas virtudes, que — usando
la frase de Santo Tom ás de Aquino —, por su objeto supo­
nen siem pre una im perfección en quien las posee, la Santísi­
m a Virgen estuvo dotada de todas las virtudes y las poseyó
en grado excelentísimo, singular, extraordinario. D esafortuna­
dam ente, poco conocemos de la vida de M aría p ara poder­
nos com placer en la consideración detallada de todos los ac­
tos de virtud por Ella practicados. Poco, dem asiado poco, nos
han dicho los Evangelistas. Con todo, los breves datos que so­
bre su existencia encontram os en los Evangelios pueden dar­
nos una idea de sus exim ias virtudes. Son destellos de luz se­
m ejantes a ráfagas, que ilum inan claram ente este aspecto de
la vida de M aría y nos dejan entrever, o al m enos adivinar, la
grandiosidad, lo sublim e de aquellos otros aspectos sobre los
cuales no cae directam ente el rayo de las revelaciones evan­
gélicas. San Alberto Magno dejó escrito que M aría «tuvo en
grado superlativo todas y cada u n a de las virtudes diferen­
ciándose de los Santos en que éstos sólo tuvieron algunas en
grado eminente». Así, la p rerrogativa de Noé fue la ju sticia; la
de Abrahán, la fidelidad; la de José la castidad; Moisés fue
manso, Job paciente, David hum ilde, Salomón sabio, Elias
custodio de la Ley, y así los dem ás. Por eso la Iglesia canta al
referirse a los Confesores: «No se encontró o tro sem ejante a
(2) M a rta t u l D o g m a , P. I I , q. 3.
él... Porque cada uno superó a los d e m á s d e su tiem po en la
práctica d e alguna virtud especial... Los Apóstoles se distin­
guieron por un cúm ulo de virtudes. Mas la Santísim a Virgen
superó a todos los Santos, tan to del Antiguo como del Nue­
vo Testam ento, en la p ráctica no sólo de cierto núm ero de vir­
tudes, sino d e todas ellas» (Cfr. B o u r a s s e , S u m m a Aurea, t.
8, p. 277).
Lo m ism o y casi con idénticas palabras repite el gran discí­
pulo de San Alberto Magno, Santo Tom ás de Aquino (3).
Antes que ellos, San Ambrosio había trazado con m ano m aes­
tra un espléndido re tra to m oral de María. «María lúe tal —
escribió —, que sólo su vida es una escuela p ara todos» (Lib.
II, De Virginibus, c. 2, n. 6).
San Bernardo com para la Santísim a Virgen a un jard ín
florecido, cubierto de flores celestiales, m aravillosas por su
belleza y fragancia (4).
No de una m anera d istinta se expresan San Jerónim o y San
Agustín.

2. Los m o t iv o s d e t a l h e c h o . — En la Santísim a Virgen,


pues, existieron todas las virtudes, y esto en sum o grado.
Y no es cosa de m aravillarse. E stas, en efecto, debieron en
algún modo ser proporcionadas a la altura de su dignidad, a
su excelentísima gracia santificante y al am or singularísimo
que Dios le tenía.
Fueron, en p rim er lugar, proporcionadas a la incom para­
ble altu ra de su dignidad, ya que fueron precisam ente sus
virtudes la» que la dUpusleron u la dignidad de Madre de Dios.
Fueron proporcionada», u d e m A s , a la excelentísim a gracia
Kuntiricanto, d e la que estuvo extraordinariam ente colmada
de.sde rl prim er Instante de su existencia, pues la* virtudes no
son más que derivaciones de la gracia, la cual reviste la esencia
del alma, y, por esto, cuanto m ás perfecta es la gracia, tanto
m ás perfectam ente proceden de ella las virtudes destinadas
a perfeccionar cada una de las potencias del alma.
Fueron, finalm ente, proporcionadas al am or singularísim o
(3) Opuse. V I , I n s a lu ta t. A n geU e.
(4) Serm . V d e A s s u m p t., n. 6.
que Dios le profesó, pues sólo Dios am a aquello que es am a­
ble en un alm a, o sea las virtudes que la adornan y la hacen
querida a los ojos de la divinidad. Las virtudes, en efecto, son
como rayos salidos del rostro de Dios. No hay que m aravillarse,
p o r tanto, si El am a con singular predilección a aquellas al­
m as en las que ve divinam ente reflejad a su propia fisonomía.
Si Dios, pues, ha am ado a M aría m ás que a todas las dem ás
criatu ras tom adas en conjunto, m ás que a la Iglesia, es ne­
cesario confesar que h a visto en Ella sola m ás virtudes y más
perfecciones que no en todas las dem ás criaturas.
Nada, pues, tienen de exageradas las expresiones de los
Santos Padres p a ra enaltecer las virtudes de María.
Pero es conveniente fija r la vista d urante un instante sobre
las principales y m ás m aravillosas flores que adornan el alm a
de María, para ad m irar toda su celestial belleza y a sp ira r su
deleitosa fragancia.
Veamos, pues, brevem ente, las virtudes teologales y las
virtudes m orales, a las cuales van unidas todas las dem ás vir­
tudes.

3. L a n i nu M a k ia . — a) La grandeza. En el Santo Evange


lio, Isabel, divinam ente inspirada, se congratula con María,
su parienta, por su fe: «B ienaventurada eres tú, porque has
creído —• le dice —, pues en ti se cum plirá lo que el Señor te
h a dicho» ( L e . 1, 4 5 ).
Los Padres de la Iglesia reconocen en la fe de M aría, el
principio de su divina M aternidad y de su grandeza. Ellos
adm iten como un axiom a que «Fide concepit, fide peperit»,
«por la fe concibió, p o r la fe dio a luz» ( S a n A g u s t í n , E nchi­
ridion, PL. 40, 240; S a n B e r n a r d o , III Serm ón de Navidad,
PL. 183, 121).
Dice Suárez que la Santísim a Virgen tuvo m ás fe que
todos los hom bres y todos los ángeles juntos. Su fe estuvo
som etida a u n a triple p ru eb a: a la prueba de lo invisible, a
la prueba de lo incom prensible y a la prueba de las apa­
riencias contrarias. E sta triple prueba la superó la Virgen
de m anera verdaderam ente heroica. Vio en efecto a su Hijo
en la Cueva de Belén y lo creyó C reador del mundo. Lo vio
huyendo de H erodes y no dejó de creer que Jesús era el Rey
de Reyes. Lo vio nacer en el tiem po, y lo creyó eterno. Lo vio
pequeño, y lo creyó inm enso. Lo vio pobre, necesitado de ali­
m ento y de vestido, y lo creyó Señor del universo; lo vio dé­
bil y m iserable, tendido sobre el heno, y lo creyó om nipoten­
te. Observó su mudez, y creyó que era el Verbo del Padre, la
m ism a sabiduría increada. Lo sintió llorar, y creyó que e ra la
alegría del Paraíso. Lo' vio finalm ente vilipendiado y crucifi­
cado, m uerto sobre el m ás infam e de los patíbulos, y creyó
siem pre que era Dios; y aunque todos los dem ás vacilaban en
la fe, Ella perm aneció siem pre firm e, sin titubeos.
Tal y tanta fue lu fe de Muríu. Y no se diga, como Lutero,
que lu fe de Muría fue superada por la del Centurión según
la» polubras del Divino Salvador: «En verdad os digo, que
jam ás encontré una fe tan grande en Israel» (M at. 8, 10). Po­
demos, en efecto, responder, con Suárez, que en sem ejante
circunstancia el S sñor no quiso com parar al Centurión con
todos aquellos que desde la E ncam ación en adelante habían
creído en El, sino con aquellos de sus oyentes que al ser tes­
tigos de sus m ilagros creían en su m isión divina. E n tre éstos,
el Centurión m ereció el elogio del Salvador, ya p o r el grado
absoluto de su fe, ya p o r los obstáculos que él, gentil, había
superado para poder creer en Jesús. Pero esto no quiere de­
cir que su fe superase a la de Simeón, a la de San Juan Bau­
tista, a la de San José y, sobre todo, a la de M aría Santísim a.
b) E l secreto. Ahoru bien, ¿cuál es el secreto de esta fe
excelentísim a de Muría? V lr ^ n perfectam ente pura, no sen­
tía en si mlsitut v<>/. alguna dlicordanto, ningún apego que
opusiese n loa Im perativo* catcitórlcos da lu fe, un interés
sensual o de am o r propio. C riatura perfectam ente sumisa, no
alim entaba pretcnsión alguna orgulloso contru el derecho so­
berano que tiene Dios a Im poner una revelación o de im ­
ponerla de aquel m odo y con las pruebas que El quiere. Inr
teligencia perfectam ente equilibrada, M aría reconocía por en­
cim a de sí a un Dios no solam ente incapaz de equivocarse o de
engañar, sino deseoso de com unicar a sus criatu ras las ver­
dades necesarias. ¿Podrá El p e rm itir que el e rro r revista to­
das las apariencias de la verdad?, ¿que las indagaciones he-
chas con sinceridad no lleven sino a las am arguras de la
duda? Todo esto e stab a al alcance de María, que, sin más,
con una sencillez pueril, corría hacia Dios y se abandonaba
en El con un a fe cuya firm eza no tenía o tra m edida que la
infalibilidad divina (V urm bbrsch, La Virgen Santísim a, II, p.
134-135).
N osotros podemos, pues, rep etir a M aría el elogio hecho
por Jesús un día a la C ananea: «O m ulier, m agna est fides
tua!»: ¡Oh m ujer, grande es tu fe!

4. La e s p e r a n z a d e M a r í a . — De la fe nace la esperanza.
Por ésta esperam os de Dios todo cuanto la fe nos dice que
El nos ha prom etido, es decir, la vida eterna, o sea, la po­
sesión sem piterna de Dios y los m edios com unes y particula­
res para conseguirla. La esperanza es un hom enaje sublime
que la c ria tu ra trib u ta a la bondad, al poder, a la fidelidad
del C reador: hom enaje tan sublim e que bien podríam os de­
cir que confina, si así podem os expresarnos, con lo imposi­
ble. N osotros confiam os plenam ente, y por eso decim os: Na­
da hay im posible a Dios.
G rande como su fe, fue la esperanza de M aría. En medio
de las grandes pruebas y dificultades, Ella se abandonó com­
pletam ente en las m anos de Dios, confiando en El. H ablan
los hechos.
Cuando llevaba en su seno al H ijo de Dios, San José, des­
conocedor del m isterioso arcano que en Ella se cum plía, estuvo
a punto de abandonarla. M aría se dio cuenta de la in tran ­
quilidad de su castísim o esposo, pero pensó tam bién que no
le convenía a Ella revelarle un tan elevado m isterio, y, por
tanto, se abandonó segura en las m anos de Dios y calló. Y
su confianza no fue vana.
Próxim a a ser M adre, M aría S antísim a dio u n a prueba
lum inosa de confianza en Dios, em prendiendo anim osam en­
te el largo viaje de N azaret a Belén, refugiándose en una
gruta para d a r n luz a su Divino Hijo. Desprovista de toda
suerte de m edios hum anos, no dudó un m om ento del auxilio
divino, que no tardó en venir en su ayuda.
Dio tam bién prueba de su heroica esperanza cuando, en
plena noche, em prendió el cam ino del destierro hacia Egipto
aventurándose, sin recursos de ninguna clase, a un largo y
penosísim o viaje. Tam bién entonces se abandonó confiada en
las manos de Dios.
En las bodas de Caná, Ella, llena de m aternal atención,
invita a su H ijo p ara que saque de apu ro a aquellos pobres es­
posos, a los cuales iba a fa lta r el vino. Y ante la respuesta
de Jesús que le hizo presente que aún no había llegado su
hora, Ella no se desanim a, sino que ordena sin inás a los
criados que hagan todo cuanto les diga el Señor, i Cuánta
confianza en Dios I
NI al cernirse sobre su cabeza las más densas tem pesta­
des y las máa terribles contradicciones perdió la Santísim a
Vlrgon en un pun to su celestial tranquilidad, su incom para­
ble abandono, que le procuraban siem pre una confianza ciega
en el auxilio de Dios. Ella, podem os decir, esperó siem pre y
o esperó contra toda esperanza» (Rom. 4, 18).
Mas la esperanza no es ni debe ser inercia. No se puede
pretender que Dios lo haga todo. La esperanza es una virtud
operativa. «¡Ayúdate, que Dios te ayudará!», dice un pro- /
verbio.
Así fue la esperanza de María. Fue una esperanza ope­
rante. De su p arte hizo cuanto pudo. Hizo como si todo de­
pendiese de Ella, y confió como si todo dependiese de D ios._j
Lo mismo debem os hacer nosotros.

5. La caridad DB María. — Inconmensurablemente supe­


rior a su fe y » su esperanza, fue la caridad de M aría: tanto
su caridad hacia Dios como con relación al prójimo.
»i) 1,0 carilla/i luida Dios. | El am or de María hacia Dios!
|Q ué abismos sublim es e Insondables! ¡Qué sublim es eleva­
ciones! Ella fue la Reina del am or. Dios, que es am or (Jn.,
4, 16), vino a la tierra p ara caldear los corazones. Pero nin­
gún corazón perm aneció ta n encendido en el fuego de su di­
vino am or como el de su M adre Santísim a, precisam ente por­
que estaba más cerca de E l que ningún otro y más dispues­
to que ningún otro p o r su singular pureza p ara sentirse infla­
mado. M aría Santísim a, pues, convirtióse en fuego de am or
divino y, cuando llevaba a Jesús en sus brazos, se pudo decir
de Ella lo que se dijo de o tra m u jer: ignis gestans ignem:
era un fuego que llevaba o tro fuego.
El Señor ha im puesto a los hom bres el precepto de am ar­
lo con todo el corazón: «Diliges D om inum D eum tu u m ex toto
corde tuo» (M ath. 22, 37). Mas este precepto — como observa
Santo Tomás — será cum plido p o r los hom bres de una m a­
nera plena y perfecta solam ente en el cielo y no sobre la
tierra (Sum . II, II, q. 24, a. 6 y 8), pues sólo en el ciclo se
podrá am ar perfectam ente a Dios. Todos los santos sobre
la tierra sintieron alguna im perfección al p ra c tic a r el am or
a Dios y com etieron alguna falta.
H ubiera sido im propio de Dios — observa San Alberto
Magno —■ d a r a los hom bres u n precepto si ninguno de ellos
hubiera podido cum plirlo a la perfección. Y esto no sucedió,
pues al m enos M aría am ó a Dios de la m anera m ás per­
fecta posible. El am or divino — dice San B ernardo — hirió y
traspasó de tal m anera el alm a de M aría que no quedó p ar­
te alguna de Ella que no quedase herida de am o r (Serm . 29,
in Cant. PL. 183, 932 s.). Ella sola, por tanto, cum plió perfec­
tam ente en la tierra el precepto divino.
Su caridad sobrepasó a la de los ángeles y a la de todos
los santos juntos. Es ésta u n a verdad proclam ada p o r todos
los Mariólogos de O riente y de Occidente. Todos los ángeles
y todos los santos, en efecto, han am ado a Dios com o siervos;
María, en cam bio, lo am ó y lo am a como Madre. Ahora bien,
es fácil im aginar la enorm e diferencia que existe entre el
am or de un a m adre hacia su hijo y el am o r de u n criado,
p o r m uy fiel que sea, hacia su dueño. El am or, adem ás, es
proporcionado a la pureza del corazó n : p o r tanto, donde hay
m ayor pureza, existe m ayor am o r: «ubi est m ajor puritas
ibi m ajor charitas». Es una frase de San Alberto Magno (5).
La pureza, en efecto, es am or, es caridad, pues significa un
corazón que no está apegado a nada de una m anera desor­
denada, un corazón recto, u n corazón ordenado en sus afectos,
un corazón, en suma, todo de Dios, am ante de Dios solo. Si
la im pureza es el am or desordenado hacia la criatura, la pu-
(5) S u p e r M issu s e st, q . 4ó, n . 3.
reza es el am o r hacia el Creador. Y tan to m ás ard ien te es el
am or hacia el Creador cuanto m ás perfecta es la pureza de
quien le am a. Ahora bien, ninguna o tra criatu ra tuvo un co­
razón tan puro, tan despegado de todo lo que no es Dios
como la Virgen Santísim a. N inguna criatura, por tanto, amó
tanto a Dios com o María.
Y no sólo en intensidad, sino en extensión, o sea en la
duración, la Santísim a Virgen superó en am or a todas las
criaturas.
¿Qué Santo puede decir que am ó a Dios desde el p rim er
m om ento do su existenelu? María, en cambio, am ó a Dios
desdo el prim er Instante de su «incepción. Dotada desde en­
tóneos del uso do razón, desde entonces, tam bién, proclam ó
con todo su corazón la bondad y grandeza de Dios. Y des­
pués, en el decurso de su vida entera, no sólo no se entibió
este am or, sino que fue aum entando de continuo, h asta el
últim o instante de su vida terrena. Su vida entera fue un
canto perenne al Amor.
M aría amó continuam ente: am ó no sólo con actos fre­
cuentes, sino que am ó actualm ente, m ediante un acto con­
tinuo, sin interrupción de ninguna clase. Se lee que San Luis
Gonzaga tenía su m ente tan fija en Dios, que no podía per­
der su idea. San Felipe Neri ardía de tal m anera en este am or,
que tenía que refren ar los ím petus de su corazón. Mas todo
esto os nada en com paración de María. Su corazón era co­
mo un a lta r sobre el cuul ardía continuam ente la llam a del
amor m ás fuerte y m ás puro,
Contrascfla soltura de este singularísim o am or de María
h a d a Dio* lue ln prem ura que Ella dem ostró siem pre para
h m c r ln santa voluntad del Altísimo, no obstante tenerse
(liio im poner los más grandes sacrificios. En Ella no hubo
ninguna culpa m ortal ni venial, y, a diferencia de los santos,
no hubo en M aría ni la m ás pequeña im perfección. Su vida
fue un eco continuo de aquellas palabras sublim es que pro­
nunció en el día de su A nunciación: «Ecce Ancilla Domini.
Fiat m ihi secundum verbum tuum !» Se tra ta b a de llegar a
ser Madre de Dios: Ecce ancilla!... Se tra ta b a de sacrificar, por
nuestra salvación, al H ijo al pie de la Cruz: Ecce ancilla!...
Se tra ta b a después de la gloriosa Ascensión de Jesús, de es­
perar, para el bien de la Iglesia, largos años antes de reunirse
con su H ijo y con su Dios: Ecce artcilla!... ¡He aquí la esclava
del S e ñ o r! ¡ Que se haga en m í su v o lu n tad ! ¡ S iem p re!
b) La caridad hacia el prójim o. El am or a Dios y al pró
jim o nos ha sido im puesto con el m ism o precepto: «E t hoc
m andatum habem us a Deo u t qui diligit D om inum , diligat et
fratrem su u m » (Jn., 4, 21). La razón de esto nos la da Santo
Tomás. Quien am a a Dios — dice — am a tam bién a las cosas
am adas por Dios. Se cuenta que S anta Catalina de Génova un
día dijo al Señor: «Señor, Vos queréis que yo am e al prójim o;
yo, en cambio, sólo os puedo am a r a Vos». Y el Señor le con­
testó: «El que me am a a Mí, a m a todas las cosas que Yo amo».
El am or de Dios, por tanto, y el am or del prójim o, son
dos am ores indivisibles: son com o dos flores desprendidas
de un m ism o tallo, dos rayos de una m ism a estrella.
Así como nadie ha am ado a Dios más que María, así tam ­
poco nadie ha am ado al pró jim o m ás que Ella. Algunos ra ­
yos de este am or los vemos reflejados en su visita a Santa
Isabel y en las bodas de Caná.
Mas donde resplandeció todo su am or hacia los hom bres
de una m anera especial fue en el Calvario. Ella nos amó
tanto que sacrificó por n uestra eterna salvación, generosa­
m ente, a su Divino Hijo. De Ella, M adre tem poral del Verbo,
como del E terno Padre, hechas las debidas salvedades, puede
decirse: «Sic dilexit m u ndum u t Filium suum unigenitum
daret» (Jn., 3, 6).
Es la prueba suprem a dei am or.
A im itación de M aría, hagam os de m anera que estas tres
sublim es virtudes, que estas tres lám paras estén siem pre bien
encendidas en el santuario de n u estra alm a... Alimentémos­
las con actos repetidos y con las buenas obras... ¡Form arán
nuestra felicidad en esta vida y en la o tra!

II. — L a s v i r t u d e s c a r d i n a l e s dü M a r í a

La Virgen Santísim a ejerció en el grado m ás perfecto


no sólo las virtudes teologales, sino tam bién todas las vir­
tudes morales, que son num erosísim as, pero que se reducen
a las cuatro cardinales, es d ecir: a la prudencia, a la justicia,
a la fortaleza y a la templanza. Son llam adas cardinales por­
que son como cuatro goznes, sobre los cuales descansan y
giran todas las dem ás virtudes.
E stas cuatro virtudes cardinales, en efecto, corresponden
p erfectam ente a todas las necesidades del alm a y perfeccio­
nan todas sus facultades: el entendim iento y la voluntad, el
apetito irascible y el apetito concupiscible.

1. 1.a PRUDHNCU DB María. — Comencemos por la prudencia.


Ea 1« prim era y lu m ás im portante de todas las virtudes mora-
Icn, puesto i|ue sirve pura que todas ellas se conserven en un
Justo medio, evitando los excesos opuestos. Con razón las dife­
rentes virtudes se com paran a un coche que nos conduce al
cielo, a Dios, y la prudencia al cochero que lo guía. Ella incli­
na al entendim ento a escoger, en cualquier circunstancia, los
medios m ás aptos p ara alcanzar los distintos fines, subordi­
nándolos siem pre al fin últim o que es Dios.
Para o b ra r con prudencia, son particularm ente necesarias
Ires condiciones: exam inar con m adurez, resolver con juicio y
ejecutar rectam ente. E sta nobilísima virtud, esta ra ra pruden­
cia sobrenatural, fue por M aría elevada al m ás alto grado de
perfección a que puede asp irar una criatu ra hum ana. Ella fue
lu Virgen p ru d e n tísim a : prudentísim a respecto al fin que se
propuso, que fue el ugradur siem pre y en todo a Dios, sirvién­
dolo y limándole con toda lu cupucldud de que era capaz su
corazón ¡ prudentísim a en los m edios por Ella empleados, que
fueron escogido* con mudurez, circunspección y consejo.
«IUIii - ion io hc expresa el Cardenal Lépicier •— jam ás hi­
zo nuda precipitadam ente, sin reflexionar o inconstancia, sino
que prim eram ente se aconsejó con su Celestial Esposo, ponde­
rando con sabia lentitud los m otivos y razones de sus obras,
juzgando con paz y quietud respecto a la conducta que había
de observar, y siguiendo puntualm ente los dictám enes de la
razón y de la fe» (La m ás herm osa flor del Paraíso, p. 86).
Con qué solicitud, por ejemplo, en el m om ento de la Anun­
ciación, la Santísim a Virgen indagó cuáles eran las disposi­
ciones de la V oluntad divina; y cuando las hubo conocido, con
qué cordura se dispuso a seguirlas, y una vez abrazadas, to n
qué fidelidad las puso en ejecución... Y do esta m ism a m anera
obró en todo el decurso de su vida santísim a.
Una prueb a elocuentísim a de la prudencia de una persona
consiste en saber callar y saber h ab lar a su tiem po; pues —
como dice el Eclesiastés — toda cosa tiene su tiem po; hay
tiem po de callar y tiem po de h ab lar: tem pus tacendi et tem ­
pus loquendi. T anto en lo uno como en lo otro, M aría fue
incom parable. Fue M aestra incom parable en el callar. H abría
podido h ablar — observa ju stam en te un piadoso a u to r — ma­
nifestando a José el m isterioso arcano que en Ella se cum ­
plía, disipando así la turbación del am antísim o Esposo; pero
esto hubiera sido revelar el Sacram ento del Rey del cielo, esto
hubiera ido en alabanza p ro p ia; prefirió, por tanto, callar y
dejó que hablase Dios por medio del Angel. H abría podido ha­
b lar en Belén cuando se le negó el albergue, haciendo presente
la nobleza de su origen, su dignidad sublim e: su hum ildad
profunda y su deseo de sufrir, de uniform arse a la voluntad
divina, le aconsejaron el silencio y Ella prefirió callar. ¡Cuán­
tas cosas habría podido decir a los pastores y a los Magos
que vinieron a visitar al Divino Infante! Esto hubiera dificul­
tado tal vez la adoración y contem plación que rindieron a
Jesús estos santos personajes: la gloria de Dios, la caridad ha­
cia los Magos y hacia los pastores le indujeron a que callara y
calló. Oye con adm iración lo que dicen todos p ara gloria de su
Hijo, cuanto se habla de su celestial doctrina, de su m ilagros;
María, m ás que nadie lo adm ira en su corazón, conserva en
él celosam ente sus palabras y sus acciones: Ella no es llam ada
a cum plir la m isión propia de los Apóstoles, y calla. El an­
ciano profeta Simeón le predice el destino del H ijo y sus
futuros y atroces torm en to s: M aría no añade u n a palabra,
pues está dispuesta a todo, no hace alardes de su resignación,
escucha y se ofrece a sí m ism a en holocausto con su Hijo,
callando. Por las m ism as justísim as razones calla al pie de la
cruz, calla en las tribulaciones, en las hum illaciones, como, por
m odestia calla en las horas de alegría y de gloria. He aquí
las pruebas adm irables de prudencia divina que nos ofrece el
silencio de M aría: tem pus tacendi.
Maestra incom parable ^n el callar, .cuando s^; debe, se mos­
tró M aestra insuperable en saber h a b la r a tiem po, eq el J u g a r y_
en el modo convenida t e : tem pus loquendi, esto es, hablando
cuando y en cuanto se puede d ar gloria a Dios y hacer el bien
a los hom bres. Tam bién aquí tenem os hechos que hablan elo­
cuentem ente. Habló con el arcángel San Gabriel y no podemos
menos de a d m irar la prudencia de sus palabras. Habló con
su prim a Isabel y sus palabras hicieron saltar de pura alegría,
aun antes de su nacim iento, al fu tu ro Precursor de su H ijo; y
sus palabras fueron una profesión de hum ildad, de gratitud,
un cántico de alabanzas, un him no sublim e de acción de gra­
cias «1 O m nipotente: M agnificat anim a mea Dominum. Habló
con el Hijo en el Templo y sus palabras fueron u n a adm irable
m anifestación de afecto y de solicitud m aternales. Habló en
las bodas de Caná y con sus p alabras m ostró su com pasión ha­
cia los indigentes y su ilim itada confianza en Dios. ¡Oh, adm i­
rable prudencia de María, prudencia incom parable tanto en
el hablar como en el callar!... ¡Oh Virgen prudentísim a! «Vir­
go prudentissim a!»

2. L a j u s t i c i a d e M a r í a . — Después de l a prudencia viene la


justicia. E sta virtud inclina a la voluntad a d ar a los otros
aquello que es rigurosam ente debido. Es la virtud que hace
reinar la paz, o sea, la tranquilidad del orden, tanto en la vida
individual com o en la vida social.
Tam bién ratn virtud liiiHlumcntul la encontram os de modo
« X C r l r n t l N l i n o e n María l'.l profundo sentido de ju sticia que en
l illa lolnuba niw pone de m anifiesto de una m anera esplén­
dida por su modo <le proceder.
Muría dio siem pre a cada uno lo que le correspondía: A
Dios, lo que es de Dios, m ediante la virtud de la religión, lleva­
da al más alto grado; y al César, o sea, a los representantes
de Dios en la tierra, lo que es del César, m ediante la m ás per­
fecta obediencia a su m andatos.
Tanto la religión como la obediencia se encontraron en el
más alto grado que se pueda im aginar en María.
Hubo en Ella, de m odo excelentísimo, la v irtu d de La reli­
gión. Desde el principio h a sta eL fin de su existencia terrena,
sin la m enor interrupción, M aría ofreció a Dios el hom enaje
de sus pensam ientos, de sus afectos, de sus obras, el hom enaje
de sí m ism a. Ella fue siem pre y en todo la sierva del Señor:
«ancilla D om ini». Pues — com o dice Santo Tom ás de Villa-
nueva — jam ás, n i con las palabras, ni con los hechos, con­
tradijo en m odo alguno al Altísimo, sin reservarse p a ra sí
libertad alguna y m anteniéndose siem pre som etida a Dios
(Coííc. 2 de Anunc., Milán, 1760, II, col. 192).
Existió en Ella, tam bién de una m anera excelentísima, la
virtud de la obediencia.
De la m ism a m anera que obedeció a Dios, obedeció tam ­
bién a los hom bres, en cuanto rep resentaban a Dios. Y su obe­
diencia fue pronta, sencilla, simple, ciega, voluntariosa y ale­
gre. Podríam os añadir que fue una obediencia heroica. E sta
d a s e de obediencia fue la que la im pulsó a som eterse al m an­
dato del em perador rom ano, em prendiendo en los últim os días
que precedieron al nacim iento de Jesús un largo viaje. Fue su
obediencia heroica la que la im pulsó a som eterse a la ley
Mosaica de la Purificación, apareciendo como una m u jer or­
dinaria, necesitada de sem ejante cerem onia, Ella que era más
p u ra que las nieves del Líbano y los lirios del valle. Fue, sobre
todo, heroica su obediencia cuando al pie de la cruz sacrificó,
siguiendo la voluntad divina, los m ás legítimos sentim ientos,
los afectos m ás puros y m ás arraigados de m ujer, de Virgen,
de M adre. Y así com o Eva había arruinado al m undo con su
desobediencia, M aría lo salvó con su obediencia, pronta, in­
condicional y heroica.
No menos im portantes que la prudencia y la ju sticia son
las dem ás virtudes cardinales: la fortaleza y la tem planza.
La p rim era m odera el apetito ira sc ib le ; la segunda, en cambio,
el apetito concupiscible. Tanto la una como la o tra resplande­
cieron m aravillosam ente en María.

3. L a f o r t a l e z a d e M a r í a . — Una de las aureolas que m ayor­


m ente resplandecieron sobre la cabeza de M aría Santísim a
fue, indudablem ente, la de la fortaleza. Ella fue verdadera­
mente la m u jer fuerte, tan elogiada p o r el sabio Salomón.
La fortaleza cristiana nace, crece y vive en m edio de los
más grandes peligros y de los m ás atroces dolores. Sus dos ac­
tos principales son: el em prender y el soportar em presas ar­
duas, difíciles: ardua aggredi et sustinere. Sus dos m ás grandes
enemigos son: el tem o r y la audacia. (Sum . Theol. III, q. 123,
a. 6, ad 1).
Estos rayos de luz em anados de la fortaleza cristiana per­
filan de una m an era esplendente la figura de María, Reina
invicta de los fuertes. Su fortaleza fue única en el m undo. Un
am or, el m ás intenso, el m ás generoso por la gloria de Dios y
salvación de las alm as, la im pulsó a em prender y abrazar con el
m ayor entusiasm o una vida llena de indescriptibles dificultades
y a soportar, no sólo con paciencia, sino con alegría, estas
m ism as dificultades abrazadas con ta n ta generosidad.
Em prender cosas arduas, difíciles: ardua aggredi: es el
acto prim ero y m ás noble de la fortaleza cristiana. Y es tam ­
bién el prim ero y m ayor triunfo de la invicta Reina de los
fuertes. En el día de la Anunciación, en efecto, poco antes de
llegar a ser M adre de Dios, ilum inada p o r la luz de lo alto,
Ella vio como en un lienzo toda la serie de acontecim ientos
dolorosos, lacerantes que se realizarían en la vida del Cris­
to que había de concebir y d a r a luz: sucesos que tendrían
un eco, una repercusión trem enda en su sensibilísim o cora­
zón, convirtiéndola en m ártir perpetua.
Ahora bien, ¿retrocedió María ante sem ejante visión en la N
que *ie le presentaba el futuro lleno do nubarrones y de dificul-
tadcH? ¿Sintió m aso que las fuerzas le faltaban p a ra afro n tar
lu misión ti la cual era llam ada? Muy al contrario. Por am or
a la mtlvaelrtn dorna del hombre, por am or a la gloria de Dios,
(|uo so aprontaba a recibir la reparación de una ofensa, Ella
aceptó la nobilísim a y dolorosísim a misión de Corredentora
del género hum ano. Filia pronunció con invicta fortaleza su
fíat, aquel fiat que la haría la Dolorosa por antonom asia du­
rante toda la vida.
Desde la Anunciación a la Asunción, la vida de la Virgen
Santísim a se puede decir que fue un continuo m artirio. Mas
fue en esto en lo que su vida resplandeció de una m anera p a r­
ticular. Pues, como nota Santo Tomás, sustinere difficilius est
quam aggredi, soportar cosas arduas es m ucho m ás difícil
q ue emprenderlas. El segundo acto de la fortaleza, por tanto,
es m ucho m ás difícil que el prim ero. El que em prende, en
efecto, hace un esfuerzo m om entáneo, m ientras que el que so­
p o rta realiza un acto continuo, o, al menos, de cierta dura­
ción. Y continuo fue el esfuerzo que hubo de realizar María,
ya que se encontró continuam ente, d u ran te toda su existencia,
frente a frente a situaciones trem endam ente dolorosas. «Du­
rante toda la vida — reveló la Santísim a Virgen a S anta Brí­
gida — no pasé ni una sola h o ra sin dolor». H ubo de habérse­
las con el dolor, de una m anera p articular, en la Purificación,
cuando el anciano Simeón le hizo conocer toda la am argura de
su destino; en la huida a Egipto, en la pérdida de Jesús niño
en el Tem plo; en el encuentro con el Hijo, cam ino del Calva­
rio, durante la Crucifixión y M uerte del Redentor, m om entos
en que una espada de dolor traspasó por com pleto el Cora­
zón de la Madre. Y Ella, m u jer intrépida, perm aneció allí, sin
lam entaciones, sin vituperar a la Sinagoga ingrata que había
reducido a su H ijo al estado m ás lastimoso, convirtiéndolo en
una llaga desde la p lanta de los pies a la coronilla de la ca­
beza. Sostenida p o r la gracia, Ella, sola, pudo su frir cuanto
los hom bres todos no habrían podido soportar. Ella fue ver­
daderam ente la m ujer fuerte por excelencia, m ilagro de fo rta ­
leza y la m ism a fortaleza personificada.

4. L a t e m p l a n z a d e M a r í a . — Finalm ente, en la Santísim a


Virgen resplandeció fúlgidam ente, con luz única, la virtud
de la tem planza. E sta virtud m odera la inclinación al placer
sensible, especialm ente a los deleites del gusto y del tacto,
conteniéndolos en los lím ites aconsejados por la honestidad.
El placer del gusto es m oderado por la sobriedad, y el del
tacto, por la castidad.
Una y o tra virtu d existieron en M aría en el modo m ás ma­
ravilloso; y existieron en cuanto que Ella, no habiendo con­
traído el pecado original, no experim entó en sí m ism a aquella
inclinación a los placeres sensibles que es lina triste conse­
cuencia del p rim er pecado.
M aría practicó en sum o grado la sobriedad, sirviéndose
del alim ento y de las bebidas sólo en cuanto eran necesarios
p ara la vida. Comió y bebió p a ra vivir y no — com o a tantos
sucede — p a ra com er y beber.
De la m ism a m anera practicó en sum o grado la castidad
y la practicó en la form a m ás elevada: la castidad virginal.
M aría es la Virgen por antonom asia. Congratularse con Ma­
ría por haber alcanzado plena victoria sobre las inclinaciones
inferiores, m ás que a exaltarla, equivaldría a ofenderla. Sus
pasiones, éii efecto, lejos de oponerse a la razón, estaban
siem pre prontas a ag u ard ar sus órdenes p ara cum plirlas. Ella
se distinguió por la m odestia de sus ojos, por la com postura
de su persona, por el candor de sus pensam ientos, por la me­
sura de sus palabras, p o r la pureza de sus acciones. E n Ella,
como en un ja rd ín de azucenas, el Esposo Divino encontró
siem pre todas sus com placencias.
Estrecham ente vinculada a la tem planza está la virtud de
la humildad.
E sta v irtud m odera el sentim iento que tenem os de la pro­
pia excelencia. Y lo hace inclinándose a reconocer que, en
realidad, no somos nada y a o b ra r en consecuencia.
La hum ildad es el fundam ento y la salvaguardia de todas
las dem ás virtudes.
Ahora bien, la Santísim a Virgen fue un verdadero prodi­
gio de hum ildad. A Suntu M alildc le fue revelado que la prin­
cipal virtud en que .se ejercitó la Santísim a Virgen desde sus
prim eros a ñ o s fue lu virtud de la hum ildad. Y así la practicó
en sum o gnulo: luti lu Dio», l i n d a el prójim o y hacia sí misma.
I.u practicó linda Dio», con el espíritu de religión, honran­
do « l'l lu plenitud del
mi h it y de lu perfección, o sea, el Todo,
y i <un ti Iciitl) > nl<gre y u lectuoiainente su nuda; con el es­
píritu ile rectnioclmlanto, viendo en Dios la fuente de todos los
dones, nuturulcs y so b renaturales; con el espíritu de depen­
dencia, confesando su incapacidad p a ra hacer nada p o r sí so­
la. La prueba apodíptica es su respuesta al ángel en el día
de su Anunciación. Fue saludada llena de gracia, Tabernáculo
elegido por Dios, bendita en tre todas las m ujeres, M adre de
Dios, árbitro de la suerte del género hum ano. ¡Qué grande­
za! Y con todo, M aría no dudó en llam arse hum ilde cscluvu
de Dios: «Ecce ancilla D om ini». Ella conocía m uy bien su na­
da. Una pobre m endiga revestida de una bellísim a vestidura,
en lugar de enorgullecerse, se inclina delante de aquel que
se la ha proporcionado, pues así se recuerda m ejor de su po­
breza. Así procedió M aría. Cuanto m ás enriquecida se veía,
tanto m ás se hum illaba en la presencia de Dios, fuente de to­
das las gracias recibidas. Y cuando Isabel, m aravillada de re­
cibir la visita de la M adre de Dios, exclam ó: «Et unde hoc m ihi
u t veniat M ater D om ini m ei ad me? E t beata quae credidis­
ti!...», la Santísim a Virgen, atribuyendo todas aquellas alaban­
zas a Dios, respondió: «Magnificat anim a m ea D om inum !»
Como si dijese: «Tú m e alabas a Mí por mi grandeza, mas
yo alabo al Señor, al cual se debe toda alabanza y honor».
Fue hum ildísim a la Santísim a Virgen hacia el prójim o, no
prefiriéndose jam ás a los dem ás, pues aunque estaba enrique­
cida de tan tas gracias y sabía que era la obra m aestra de las
m anos de Dios, se conducía como si lo ignorase. Así le fue
revelado a S anta Matilde. E sto no quiere decir que Ella pen­
sase que había recibido m enos gracias, considerándose, por
tanto, pecadora; pues la hum ildad es la verdad — com o dice
S anta Teresa — y M aría sabía que era rica de gracias y que
no había ofendido en lo m ás m ínim o al Señor. Esto suce­
día pues, porque dada la luz que tenía p a ra reconocer los
dones de Dios, esta m ism a luz hacía que no ignorase su pe-
queñez, y contraponiendo ésta a la grandeza del Omnipo­
tente, necesariam ente tenía que hum illarse. Vacía como es­
tab a de sí m ism a, no tuvo a m enos h acer el papel de sirvien­
ta durante tres meses en la casa de su p rim a S anta Isabel.
La Dueña sirvió a la criada, la Reina, a la sierva.
La Santísim a Virgen, finalm ente, fue hum ildísim a para
sí misma. Fue verdaderam ente hum ilde de corazón. La hu­
m ildad de corazón requiere que en lugar de b u scar los hono­
res y la gloria, se prefiera la oscuridad y el desprecio. Así lo
hizo María. Ella ocultaba con cuidado todos los dones ce­
lestes. Y así, a San José, quiso celarle la gracia m ás grande
que había recibido, la de la M aternidad divina, a pesar de la
angustia de su castísim o esposo.
Amó, adem ás, las hum illaciones y el desprecio. Cuando
Jesús con sus palabras, con sus portentos entusiasm aba y
a rrastrab a tra s de sí a las m uchedum bres, cuando hizo su
entrada triunfal en Jerusalén entre las aclam aciones y los
hosannas de la tu rb a en fiesta, no se lee que M aría estuvie­
se en com pañía de su Hijo. No quería que la gloria del Sal­
vador se proyectase sobre Ella. Pero cuando Jesús iba solo
cam ino del Calvario p ara afro n tar el m ás ignominioso de los
suplicios, Ella acudió prontam ente p ara condividir con su
Hijo, ju n to con los dolores, los u ltrajes y desprecios que le
estaban reservados.
El deshonor del Gólgota, la ignominia de la cruz: ¡He
aquí su muyor gloriaI ¡H e aquí la aspiración de toda su
vida I
Cuenta San Alfonso (6) que a la venerable H erm ana Paula
Foligno le fue revelada toda la grandeza de la hum ildad de
María. Al com unicar ella a su confesor e sta gracia, excla­
ma fuera de sí, llena de estu p o r: «¡La hum ildad de la Vir­
gen!... ¡La hum ildad de la Virgen! En com paración con la
hum ildad de María, podem os decir que en el m undo no exis­
te el m enor grado de esta virtud».
Y el Señor, en o tra ocasión — prosigue el m ism o Santo —
hizo ver a S anta B rígida (7) dos m atro n as: una todo fasto
y vanidad y la o tra de continente obsequioso y sumiso. Mi­
ra — le dijo —, la prim era es la soberbia; la otra, en cam ­
bio, de continente sum iso y obsequioso con todos, pensan­
do sólo en Dios y que se tiene por nada, es la hum ildad, y
se llamn Marín. Ln Virgen, pues, no sólo fue hum ilde, sino
que se puede asegurar que fue la m ism a hum ildad. A la hu­
mildad habría que llam arla María. Dicho esto, está dicho
todo. No se puede d ecir más.

CONCLUSION. — Tenía razón San Jerónim o (8), cuan­


do escribía a la virgen E ustoquia: «Propone tibi b eatam Ma­
riam». «¡Tom a como modelo a la Virgen M aría!»

(6) Las glorias d e M aría, P. I I . Las v ir tu d e s d e M aría, § 1.


(7) R evelatio n es, lib . I , c a p . 29.
(8) E p is t. 22, n . 38.
No perdam os jam ás de vista este incom parable modelo
de todas las virtudes teologales y cardinales... Dejémonos
llevar de la celestial fragancia de los ejem plos dados al m un­
do por la Santísim a Virgen, n u estra ternísim a M adre... Te­
nemos todos gran necesidad de ello. Y de ello sacarem os tam ­
bién una gran ventaja.
III

LOS DONES, LOS FRUTOS DEL ESPIRITU SANTO


Y SUS BIENAVENTURANZAS

l m jiiI'M A I n ln n l iu ih lm l'.l otu n iiU n m ilo 1« viilu s o b re n a tu ra l. — I . Los


M Ih p IrltU S a n to mi M aria: 1. !¡n q u é c o n sis le n ; 2. P le n itu d de
Ior (Inni’R cu M nrfn: n) el don del c o n se jo ; b ) el don de la p ie d a d ; c)
r l don do lo lo r tn lc /u ; d ) el don del te m o r; e) el don d e la c ie n c ia ; f) el
don del e n te n d im ie n to ; g) el don de la s a b id u r ía ; 3. C ultivem os los do­
ne» del E s p íritu S a n to . — I I . Los fr u to s d el E s p ír itu S a n to en M a ría : 1.
0u<5 son los fru to s del E s p íritu S a n to ; 2. La p le n itu d d e lo s fru to s del
E s p íritu S a n to en M a ría : fru to s re la c io n ad o s con el a lm a : a) e n su s
relacio n es con D ios; b ) en su s relacio n es co n el p ró jim o , y c) en su s
relucioncs con e l c u e rp o ; 3. P a ra a fia n z a r los fru to s del E s p íritu S a n to ,
cultivem os las v irtu d e s y los d o n es. — I I I . L a s b ien a v en tu ra n za s en Ma­
ría: 1. E n q u é c o n sis te n ; 2. P le n itu d de la s b ie n a v e n tu ra n z a s e n M a ría ;
«) b ie n a v e n tu ra n z a s v e rd a d e ra s y fa ls a s ; b ) b ie n a v e n tu ra n z a s re la c io n ad a s
con la v id a a c tiv a ; c ) b ie n a v e n tu ra n z a s re la c io n ad a s co n la v id a co n te m ­
p la tiv a . — C o n clu sió n : lim ite m o s a M aría!

Ju n ta m e n te con la g ra c ia h a b itu a l o santificante — como


hem os n o ta d o a n te rio rm e n te — se confieren al cristiano las
v irtu d es, ta n to teologales como m orales, los dones y los fru­
tos del E sp íritu Santo y las bienaventuranzas. Y, en efecto:
co m o 1» raí* tic In v ida n a tu ra l es lu esencia del alm a (prin­
cipio rem o to do toda operación), así la raíz de lu vida sobre­
n a tu ra l es la g racia h a b itu a l o «antificante, la cual es corno
mi Ihibltii entltutivo que confiero en cierta m anera al alm a el
ser divino.
Además, como de la esencia del alm a proceden las po­
tencias y las acciones vitales, así tam bién de la gracia habi­
tual proceden algunas cosas a m odo de potencias y otras
a m anera de operaciones. Proceden a m odo de p o te n cias:
a) las virtudes teologales (las cuales perfeccionan al hom bre
on orden a Dios), b) las virtudes morales, las cuales perfec­
cionan las cuatro potencias principales del alm a, y c) los do­
nes del E sp íritu Santo, los cuales disponen al hom bre para
ser fácilm ente movido p o r el dicho Espíritu. Proceden, en
cambio, a m odo de operaciones: a) los frutos del E spíritu
Santo, o sea, las obras virtuosas, en las que el hom bre en­
cuentra cierta com placencia, y b) las bienaventuranzas, o
sea, aquellas obras perfectas que consisten en la cum bre de
la vida espiritual y que son com o anticipo de la fu tu ra dicha.
E sta es, en sus varios elem entos, la vida adm irable de los
hijos adoptivos de Dios. Hemos expuesto ya las cuestiones
referentes a la gracia y a las virtudes de la Santísim a Vir­
gen. Nos queda ahora exponer las cuestiones referentes a los
dones, a los frutos del E sp íritu Santo y a las bienaventu­
ranzas.

I. — LO S DONES DEL E S P IR IT U SANTO EN M A R IA

1. Q u b c o s a s e a n . — Los dones del E spíritu Santo son hábi­


tos sobrenaturales que com unican a las facultades del al­
m a tal docilidad que la hacen obedecer prontam ente a las
inspiraciones de la gracia.
La diferencia esencial en tre las virtudes y los dones deri­
va de su modo diverso de operar en n osotros: en la prácti­
ca de las virtudes, la gracia nos deja activos, b ajo el influjo
de la prudencia; en el uso de los dones, en cambio, u na vez
que hemos alcanzado su pleno desarrollo, se requiere por
n u estra parte, m ás actividad, docilidad. Una com paración:
el que p ractica la v irtu d navega sirviéndose del rem o; el que,
en cambio, usa de los dones, navega a vela, p o r lo que avan­
za m ás rápidam ente y con m enor esfuerzo. Los dones per­
feccionan las virtudes teologales y las m orales. ¿Cuáles y cuán­
tos son estos dones? Son siete (Isaías, 11, 2-3): sabiduría,
entendim iento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y tem or
de Dios.
Dios, jun tam en te con la gracia santificante, concede a
todos estos dones suyos; pero a cada uno en determ inada
m edida. Sólo a M aría p o r así decirlo, se los otorgó sin m e­
dida. Considerémoslo brevem ente.
2. P l e n i t u d b e l o s d o n e s e n M a r í a . — a) El don del con­
sejo perfecciona la virtud de la prudencia, haciéndonos juz­
gar prontam en te y con seguridad, m ediante una intuición
sobrenatural, lo que conviene hacer, especialm ente en los ca­
sos difíciles. El objeto propio del don del consejo es la acer­
tada dirección de las acciones particulares.
E ste don fue adm irable en M aría, que es proclam ada por
la Iglesia «Madre del Buen Consejo».
En efecto, el alm a de M aría estuvo siem pre fija en Dios,
ile quien percibía con la m ayor facilidad todas las inspiracio­
nes, do l'orinu que a Ellu, más que a ningún o tro santo, se
pueden aplliui Ins p alalnus: «Tu guardián será el buen con-
v lit |U\4(li’tii:U lo salvará» (Proverbios, 11).
I nlit prontitud en Muría puru orientarse hacia Dios y pa­
ra recibir las lucen divinas en todas las circunstancias de su
vltlit, m antenía en su alm a una paz perfectísim a.
Mus fue, principalm ente, en dos circunstancias en que
María hizo conocer en qué m anera ta n excelente poseyera
CNle don.
listo fue, prim eram ente, cuando, al se r p resentada en el
Templo supo p o r inspiración divina que era cosa m uy agra­
dable a Dios el que se consagrase a El desde niña m ediante
el voto de virginidad. En segundo lugar, en la Anunciación,
cuando ni ser saludada por el ángel llena de gracia y al ha­
bérsele pedido su consentim iento para la obra de la E ncar­
nación, se volvió id celestial m ensajero, para saber de sus
labios cuáles fuesen las divinas disposiciones referentes a
lilla y, una vo¡r ronoi Idus, o lreierse toda al Señor com o la
mrts hum ilde di' las ulervn* (IJii'indR, La más herm osa flor
ilei l'iiraluo, prigN, fiM {>')),
lt) l'u»eino* ahora id don de la piedad. E ste don perfec­
ciona la virtud de la religión, que va unida a la de la jus­
ticia, produciendo en el corazón un afecto filial hacia Dios
v una tierna devoción a las personas y a las cosas divinas,
haciéndonos cum plir con esm ero los deberes religiosos.
Si nos fuese dado p en etrar con la m irada el interior de
María, nos sentiríam os sobrecogidos de m aravilla al com pro­
bar sus fieles sentim ientos de am o r hacia Dios, inspirados

14, — In stru cc io n e s M arianas.


p or el don de la piedad. ¡Qué dulzura en aquellos coloquios
con el Esposo de su a lm a !
Fue el don de la piedad el que im pulsó a M aría, aún ni­
ña, a dedicar su actividad al servicio del Templo, cosa que
Ella, llevada de su piedad, consideraba como lo m ás digno
de respeto. Fue el don de la piedad el que le inspiró u n a es­
pecial veneración hacia las S agradas E scrituras y, en p arti­
cular, hacia las palabras pronunciadas por su H ijo que «con­
servaba celosam ente en su corazón».
c) El tercer don del E sp íritu Santo es la fortaleza, el cual
perfecciona la virtud que lleva su nom bre, com unicando a
la voluntad un im pulso y una energía que la hacen capaz de
obrar y de padecer alegrem ente y con intrepidez en los casos
que así lo requieren, superando todos los obstáculos.
«Si consideram os, por u n a parte, la grandiosidad de la
obra a realizar p o r María, según lo establecido por Dios, y
por otra, los innum erables obstáculos que hubo de afrontar,
no por parte de la carne, pues era Inm aculada, sino por par­
te del demonio y del m undo, concluirem os que habría teni­
do sobradas razones p ara desm ayar si hubiese sido abando­
nada a sus propias fuerzas. ¿Cómo podría una criatura, san­
ta, sí, pero débil por naturaleza, encontrar tan to valor para
realizar una obra tan difícil y p ara vencer tan encarniza­
dos enemigos? M ediante la gracia de Dios en Jesucristo —
responde San Pablo.
»Si, por medio de la gracia que le será concedida casi sin
m edida por los m éritos de Jesucristo, su Hijo, M aría supera­
rá todas las dificultades, vencerá todos los peligros y reali­
zará la ardua em presa de cooperar con Jesús a la salvación
del género hum ano. E sta gracia la h ará inam ovible, como
roca en medio del m ar tem pestuoso, y h a rá de m anera que
Ella pueda descansar en Dios como u n a niña 'en los brazos
m aternales» ( L e p i c i e r , 1. c.).
d) El don del tem or perfecciona al m ism o tiem po la vir­
tu d de la esperanza y de la tem planza: la prim era, haciéndo­
nos tem er el desagradar a Dios y m erecer ser apartados de
E l; la virtud de la tem planza, despegándonos de los falsos
deleites que nos podrían llevar a la pérdida de Dios.
Es, por tanto, u n don que inclina a la voluntad, al respe­
to filial de Dios, nos aleja del pecado porque desagrada a la
divinidad y nos hace esperar en su poderoso auxilio.
No se tra ta , pues, de aquel m iedo a Dios, que al recuerdo
de nuestros pecados hace que sintam os inquietud, que nos
entristece y conturba. Ni del tem or al infierno, suficiente pa­
ra incoar una conversión, pero no p ara realizar n u e stra sa­
tisfacción. Se tra ta del tem or reverencial y filial que nos ha­
ce tem er toda ofensa hecha a Dios.
Grando, ni, fue el tem or de María, pero no fue en m a­
nem ulnunu servil. Llena como estaba, en efecto, de la gra­
tín div1111«, alendo toda pura y santa ¿qué castigo podía te-
i i i r i N I tam poco existió en Ella aquel tem or casto que con-
nlderara ln posibilidad y el peligro de p erd er a Dios por el
pt'cudo, pues Rabia que, m ediante una asistencia especial del
Ksplrltu Santo, no podía perder la gracia; por lo que el te­
m or de María era, al igual que el que acongojó el alm a de
Jesús, un tem or reverencial, ocasionado por un vivísimo sen­
tim iento de la infinita m ajestad de Dios y de su infinito
poder.
c) Nos queda t i considerar los tres dones intelectuales
de la ciencia, del entendim iento y de la sabiduría. El don de
la ciencia nos hace juzgar rectam ente de las cosas creadas
en sus relacione* con Dios; el del entendim iento nos pone
de m anlfleito ln íullmu arm onía que existe entre las verda­
des reveladas; el don de la sabiduría nos las hace juzgar,
apreciar y «untar, lo» tren tienen esto de com ún, que nos
proporcionan lili conocim iento experim ental o casi experi-
iiienial, poique non limen conocer las cosas divinas, no mé­
dium. r | i ni loclnlo, sino p o r medio de una luz sobrenatural
que n'm luí hoce cap tar com o si tuviésemos experiencia de
cllllM.
La ciencia de la cual hablam os, no es la ciencia filosófica
o teológica, sino que es la llam ada ciencia de los Santos,
que nos hace juzgar santam ente de las cosas creadas en sus
relaciones con Dios.
Se puede, por tanto, definir el don de la ciencia como
un don que bajo la acción ilum inadora del E spíritu Santo,
perfecciona la virtud de la fe, haciéndonos conocer las co­
sas creadas en sus relaciones con Dios.
El objeto del don de la ciencia son las cosas creadas en
cuanto que nos conducen a Dios, del cual provienen todas
y por el cual son todas conservadas. Ellas son como grados
que nos elevan hacia la divinidad.
A la M adre de su Hijo, Dios no sólo concedió un vastó
sim o conocim iento de las cosas sobrenaturales y naturales,
sino que le infundió adem ás, aquel instinto divino, con el
cual Ella pudiese juzgar con seguridad el valor de las cosas
creadas y divinas y como todo lo que es objeto del cono­
cim iento converge en la fuente de toda verdad, que es Dios.
A la eficacia de este espíritu de ciencia se deben especial­
m ente aquellas palabras profundas que M aría pronunció
cuando fue saludada p o r Isabel com o M adre del Verbo. Por
o tra parte, si vemos que en la vida, tanto pública como
privada, M aría supo discernir con seguridad lo verdadero
de lo falso, despreciando los bienes falaces del m undo y
justipreciando los trab ajo s a que se som etió por n u estra re­
dención, todo ello fue efecto del don de ciencia, por lo que
bien pudo decir San Pablo: «Lo que parecían ventajas lo
estim é como pérdidas a causa de Cristo» (L e p ic i e r , 1. c.)
f) Afín al don de la ciencia es el del entendim iento. Es
se distingue de aquél p o r la m ayor extensión de su objeto.
Objeto del don del entendim iento no son sólo las cosas crea­
das, sino tam bién las verdades reveladas; adem ás, su m irada es
m ás profunda, haciéndonos p en etrar (intus legere: leer dentro)
en el íntim o significado de las verdades reveladas. No nos hace
ciertam ente com prender los m isterios, pero nos hace en­
trever que, a pesar de su oscuridad, son verdades creíbles
que concuerdan entre sí y con cuanto hay de m ás noble en
la hum ana razón, p o r lo que son una confirm ación de los
m otivos de credibilidad.
«Habiéndose com placido el E spíritu S anto en elegir a
M aría por su Esposa predilecta, quiso adornarla con el precio­
so don del entendim iento, es decir, que adem ás del rayo de
fe que ilum inó su m ente respecto a los m isterios, recibió
otros destellos de luz viva, encam inados a com unicarle la
inteligencia de los m isterios divinos y especialm ente aquel
glorioso m isterio que había de cum plirse en Ella.
«Ahora bien : fue precisam ente en relación con el m iste­
rio de la E ncam ación del Verbo donde esta luz brilló más
esplendente a sus ojos, de form a que, habiendo ido a visitar
a su prim a Isabel, pudo, al escuchar el saludo de ésta, res­
ponder en térm inos ta n elevados y ciertos, m ediante los
cuales dio a entender cóm o com prendía la m agnitud de los
designios divinos y la utilidad de la Encarnación.
•Cuando el dfu de la Purificación, el Santo anciano Simeón
tomó en mi bramiii ni divino Niño, profetizó que sería puesto
n i «aflui de contradicción, y volviéndose a María le hizo sa­
ber que i i i i i i espada de dolor le traspasaría el corazón. Fue
entonce* cuando In Santísim a Virgen com prendió, en la medi­
da que puede hacerlo una criatu ra en esta vida, todo el plan
do la Redención, alcanzando en qué térm ino h ab ría de su frir
al par de su H ijo p ara el rescate del género hum ano. Por eso
pudo decir, en honor a la verdad, que jam ás había experi­
m entado otros sentim ientos que los de su Hijo, Jesús: Noso­
tros poseemos el sentido de Cristo» ( L e p i c i e r , 1. c.).
g) Y ahora hem os llegado a la consideración del m ás per
fecto en tre los dones del Espíritu Santo, el don de la sabidu­
ría. Es un don que perfecciona la virtud de la caridad, resi­
diendo at minino tiem po en el entendim iento y en la voluntad,
porque derrama nobit» el alma lu í y calor, verdad y atnor. Es­
te don en com pendio de todo* Ion dem ás dones, al igual que
la caridad concentra en ni toda* luí dem ás virtudes.
I'.l don ile In sabiduría ne puede, pilen, definir como un don
ipifl, ni peifi i d o n n i In virtud de lu c u id a d , nos hace discer-
nli v Iimumi de Dion v de Inn cosas divinan en sus más altos
principio*, haciéndonoslas laborear.
De la mlnmn num era que María recibió, más que ninguna
otra criatura, una am plia participación de la virtud de la ca­
ridad divina, así tam bién poseyó, con incom parable perfección,
el don de 1a sabiduría, con el cual supo discernir, como con
un instinto divino, las cosas divinas de las cosas del mundo,
con aquella delicadeza de afecto propia de todo am ante, en
todas sus acciones. E sta celestial sabiduría llenó su alm a de
una inm ensa dulzura y se extendió hasta sus obras exteriores,
com unicándoles una suavidad de paraíso, pues e stá escrito
que «nada tiene de am argo el conversar con la Sabiduría y
el convivir con ella no es causa de tedio, sino de consuelo y
de alegría».
«Así como tam bién leemos que la Sabiduría «se ha edifi­
cado una casa y labrado siete columnas», podemos deducir
cómo aquella espiritual y celestial sabiduría de M aría fue se­
ñalada con siete caracteres que son, p o r así decirlo «otros
tantos sostenes». Su sabiduría es prim eram ente pura, des­
pués pacífica, m odesta, dócil y llena de m isericordia y de bue­
nos fru to s; enem iga de la crítica y de la hipocresía».
«Reflexionemos sobre la solidez de estas colum nas de Ma­
ría y con qué m ajestad perm aneció en la cúspide de estos
siete pedestales aquella su em inente sabiduría» (L e p ic ie r , 1. c.).

3. C u ltiv em o s los dones del E s p í r i t u S anto . — Tam bién a


nosotros, como a M aría — según hemos dicho —, aunque en
m edida infinitam ente inferior, en el Santo Bautism o, ju n ta ­
m ente con la gracia santificante, Dios nos concedió los siete
dones del E spíritu Santo. Pues bien, a im itación de María, cul­
tivémoslos denodadam ente en n uestras alm as. Cultivémoslos,
ante todo, con la práctica de las virtudes morales, práctica
que constituye la prim era condición necesaria p ara acrecentar
dichos dones. Cultivémoslos, en segundo lugar, com batiendo
encarnizadam ente el espíritu del mundo, que se opone diam e­
tralm ente al de Dios, leyendo y m editando las m áxim as evan­
gélicas y adaptando a ellas n u estra conducta.
Cultivémoslos, finalm ente, con el recogim iento interior,
o sea, con la costum bre de pen sar frecuentem ente en Dios,
que vive, no sólo ju n to a nosotros, sino en nosotros, y así reco­
gidos, nos será m ás fácil escuchar la voz del E sp íritu Santo
y seguirla.

II. — LOS FRUTOS DEL E S P IR IT U SANTO l!N M a KIA

1. Q u e cosa son los f r u t o s del E s p í r i t u Sanio. — Con lo


dones guardan estrecha unión los frutos del E spíritu Santo.
Estos se distinguen de las virtudes y de ios dones como el
acto se distingue de la potencia. Mas no todos los actos de la
virtud m erecen el nom bre de frutos, pudiéndosele aplicar sola­
m ente a aquellos que van acom pañados de cierta suavidad es­
piritual. Desde el principio, en efecto, los actos de virtud exigen
frecuentem ente num erosos esfuerzos y tal vez ofrecen cierta
dificultad, al igual que el fruto que todavía no ha llegado a su
m adurez. Pero cuando el alm a se ha ejercitado largam ente en
la práctica de las virtudes, adquiere tal facilidad p ara realizar
dicho» m lo», quo dcNpuél Ion repite con m ucha facilidad y has-
l u ron ■l i i l u deleite ; c n I i i s m l < > \ , realizados placenteram ente,
hm IIn 'II rl ilumino de trillo*.
U » linio», poi Imito, »e obtienen cultivando las virtudes
v lo» done». Sun Pablo enum era d o ce: caridad, gozo, paz, pa-
clotnlii, benignidad, bondad, longanim idad, m ansedum bre, fe,
modcNtin, continencia y castidad. No hay que creer que el
ApÓNlol quisiera d ar una lista com pleta de ellos; por lo que
m uy acertadam ente hace n o tar Santo Tomás que se tra ta de
un núm ero simbólico, el cual indica, en realidad, todos los
netos de virtud en que el alma encuentra consuelos espiritua­
les <1-11, q. 70).
1. Los prim eros cuatro frutos enum erados p o r San Pablo
(es dcclr, la caridad, el nozo, la paz y la paciencia) se refieren
al alm a en sus relaciones con Dios; 2, los cinco siguientes (es
decir, la henluiildad, la bondad, la longanim idad, la m anse­
dum bre y la le) »e relleren al alm a en sus relaciones con el
p rálbnot .1, lo» Irc» último» (la m odestia, la continencia y la
ia»lldud) i e»pcclt«il id alma en sus relaciones con el propio
Mitrpo,
Nudli' init|oi que el Cardenal Lépicier ha tratado de los fru­
to» dpi l(»p!rltu Sanio en María. Le seguiremos paso a paso.

2. LA p l b n it u d db los f r u t o s del E s p í r i t u S anto en M a r ía


a) Los frutos referentes al alm a en sus relaciones con
Dios. De la caridad de M aría como virtu d hemos hablado; como
fruto, esta carid ad no es o tra cosa sino una repetición, casi
Ininterrum pida, de m ovim ientos de am or hacia Dios, Amado
•leí alma, cuyos m ovim ientos, en práctica, se traducen en otros
tantos actos de adm iración, de adoración y acción de gracias
por sus grandezas y p o r sus infinitas perfecciones.
Y así se sucedían en M aría casi sin interrupción, los actos
de ardentísim o am or hacia su Dios. Y no tenía necesidad de
b u scar lejos de sí este objeto de su caridad, pues lo poseía
en su corazón y lo estrechaba en tre sus brazos. E n relación,
después, con nosotros, este m ovim iento de am or de n uestra
Madre, se traducía en frecuentes actos de ternísim a com pa­
sión, de deseo de nuestro bien, de perdón de n uestras ofen­
sas, de ardiente plegaria p o r n u estras alm as.
Al fruto de la carid ad iba unido en M aría el de la alegría,
que provenía de saberse Ella en posesión de un gran bien,
cual es la divina gracia, ya que el Angel así se lo había com u­
nicado al saludarla llena de gracia, ni su m ism o dolor, a pesar
de su m agnitud, podía quitarle esta alegría, pues aun en me­
dio de los m ás grandes padecim ientos jam ás cesó de gozar
de una alegría inalterable. M ientras que la angustia de su
corazón era grande corno el océano, su alegría, con todo, no
cesaba de ser inm ensa como el cielo.
El tercer fruto del E spíritu S anto es la paz, que es la tran­
quilidad del alm a en el orden de sus relaciones con Dios, con
sí m ism a y con los hom bres. Dos son las causas que p ertu r­
ban la p a z : el incesante flu ctu ar de nuestros deseos y el miedo
a las cosas exteriores que nos conturban. Ahora bien, en el
Corazón de M aría no existía o tro deseo m ás que el de agradar
a su divino H ijo; y com o cada uno de sus afectos estaba en­
raizado en la gracia divina en cuanto que, m oralm ente hablan­
do, no la podía perder, p o r eso M aría gozó siem pre de u n a paz
perfectísim a que jam ás podía ser p ertu rb ad a p o r contrarie­
dad alguna.
A la paz sigue la paciencia, que es el cuarto de los frutos
del E spíritu Santo, y se relaciona con aquella p arte de la for­
taleza, m ediante la cual el alm a sostiene varonilm ente las prue­
bas duras de la vida. Ahora b ie n : ¡ qué m ayor paciencia que la
de María, nu estra Reina celestial, al sostener con tanto áni­
mo y denuedo tan grandes torm entos, sin desm ayar y sin fal­
ta r a su dignidad de M adre de Dios y a su altísim o oficio de
Corredentora del género hum ano!
b) Los frutos que se refieren al alm a en sus relaciones con
el prójim o. Vamos a considerar ahora los frutos del E spíritu
Santo que se refieren a las relaciones del alm a con el prójim o.
El prim ero de estos frutos es la benignidad, que puede lla­
m arse tam bién afabilidad y am abilidad, y es aquella disposi­
ción del corazón, m anifestada incluso exteriorm ente, m ediante
la cual acogemos con garbo y benevolencia a quien acude a
nosotros en dem anda de auxilio y consuelo. Que en María, en
el curso de su vida m ortal, no faltase esta dote, lo prueba el
hecho de que d urante la m isión pública de Jesús, los nece­
sitados se dirigían con preferencia a Ella, como sucedió en las
bodas de C aná; así tam bién, después de la Ascensión del Se­
ñor, nos dice la Tradición que los Apóstoles y discípulos re­
currían confiados a Ella en las m últiples necesidades de la
vida apostólica. Y ahora que reina como soberana en el cielo,
¿con qué am abilidad y condescendencia no acoge M aría a
quienes a Ella acuden? ¿Acaso no es Ella la que dirige aquella
am orosa invitación: «Venid a Mí, cuantos deseáis m i auxilio»?
Mas de poco serviría esta afabilidad de M aría sino fuese
acom pañada de la bondad del corazón, que es otro de los fru­
tos del E sp íritu Santo, m ediante el cual el alm a se siente
dispuesta e influenciada p o r el deseo de hacer bien a los de­
más. Y es, precisam ente, esta necesidad am orosa del corazón
am ante de Marfil lo que más nos interesa c im presiona, ya
que m ientras non volvemos n Fila, estam os seguros de llam ar
a las puerius ele un corazón deseoso de nuestro bien, de tal
manera que, srm'iu dijo el porta, «m uchas veces se anticipa
Marín a In to rm tv r por nosotros» (Par. 33, 17-18).
Con todo, la bondad del hombro tienen *ux lim ites en esta
lia n n rs u n ....u lo, puna, o tro fruto del Hxpfritu Santo para
h »i < ( ( u i ni non su plano desarrollo; y este fru to es la longani­

midad, m ediante lu cuul el bienhechor no se cansa de enri­


quecer al beneficiado con nuevos dones. ¡Cómo resplandeció
en la vida de M aría este fruto m aravilloso! Y no sólo en la
vida, sino después de su glorioso tránsito, Ella que tantos bie­
nes ha proporcionado a la hum anidad, no deja, ni dejará
jam ás, de otorgarle nuevos beneficios, pues los tesoros de
su m aternal bondad son inagotables.
¿Podrá tal vez la negra ingratitud, la vil in ju ria agostar es­
ta fuente de bondad y de m isericordia que b ro ta del Corazón
Inm aculado de nuestra M adre? ¡No, jam ás! E fectivam ente:
aquel o tro fru to del E spíritu Santo, que es la m ansedum bre,
es p ara nosotros garantía de la perennidad de la bondad de
M aría hacia nosotros, pues en esto consiste, precisam ente, di­
cho fruto, en que el bienhechor no deje de prodigar la abun­
dancia de sus beneficios y de sus gracias, incluso sobre quien
se ha hecho indigno de ello por su m ala correspondencia, por
su negra ingratitud y por sus viles injurias. ¡Cuántos corazo­
nes rebeldes a la gracia han sido al fin arrancados p o r M aría
de una eternidad de torm entos! ¡M ediante su m ansedum bre,
María, según dice el Apóstol, convierte el m al en bien.
Finalm ente, entre los frutos del E spíritu Santo que se re­
fieren a las relaciones del hom bre con su prójim o, existe el
que se llam a fe, que es lo m ism o que sinceridad o llaneza, cua­
lidad que hace agradable y am ada la convivencia en tre va­
rias personas. En cam bio, donde falta la sinceridad (y fre­
cuentem ente se ven privadas de ellu incluso personas religio­
sas), la vida resulta una pesada carga, un enigm a insoportable.
¡Oh! La sencillez, la franqueza de María, ¡cuán am able hacía
su com pañía y deseable su conversación! ¡Cuán suave sería,
especialm ente p ara personas consagradas a Dios, una m ayor
abundancia de este suave fru to del E sp íritu Santo!
c) Frutos que se refieren al alm a en sus relaciones con e
cuerpo. Los tres últim os frutos del E spíritu Santo son: la mo­
destia, la continencia y la castidad.
La m odestia com unica a la com postura exterior aquella no­
ta de dignidad y santidad, m ediante la cual el hom bre tim o­
ra to no sólo evita cuanto podría ofender el pudor, sino que
observa un com portam iento tal que incita a cuantos le ven a
la pureza y santidad, j O h ! ¡ Cuál no fue la m odestia de n uestra
am ada M adre María, d urante su peregrinación p o r esta tie­
rra ! Los m ás célebres pintores se han ingeniado para p lasm ar
con sus pinceles los suaves efluvios del rostro de Jesús. Si al
sólo contem plar las divinas Madonas de Fray Angélico, el co­
razón se siente tran sp o rtad o a una atm ósfera de angelical pu­
reza, ¿qué no sucedería si hubiesen podido contem plar aquel
suavísimo ro stro de la Santísim a Virgen en toda la belleza de
su expresión? No perdam os jam ás de vista la m odestia de Ma­
ría. Este fru to del E sp íritu Santo debe m anifestarse de una
m anera especial en el sacerdote, que ha sido consagrado para
sacrificar a diario la V íctim a divina fuente de toda pureza.
O tro fru to que se ordena a la regulación del hom bre con la
naturaleza inferior, es la continencia, m ediante la cual se fre­
nan los sentidos de form a que no pueden salirse del orden es­
tablecido p o r la ju sticia y la honestidad.
¡Oh, cuán herm oso es contem plar a un cristiano dueño
de si mismo, el cual, en sus palabras, en sus gestos, en sus m i­
radas, en el misto, en el tacto y en el oído, no falta jam ás
en cosan menos honestas! •
Tam bién respecto a esto se presenta a M aría com o perfec-
tísimo modelo, pues de Ella se puede decir en verdad que su
conversación estab a en los cielos.
Finalm ente, el últim o fru to del E sp íritu Santo es la casti­
dad, por la cual entendem os de una m anera especial la pure­
za de los afectos del corazón que deben ser dirigidos a Dios
y en niguna m anera contam inados p o r ninguna pasión desa­
rreglada.
En esto, m ás que en ninguna o tra cosa, aparece en toda su
radiante herm osura el Corazón Inm aculado de N uestra Reina
y Madre Marín.
¡Oh! ¿Quién podrá expresar ln excelencia de este Corazón
materno, copla l'lcl del Corazón de Jesucristo Rey? En efecto,
todo cuanto (le hermoso, de grande, de divino atribuim os al
Corazón «leí Ullo, lo podemos aplicar, hechas las debidas pro­
porcionen, ni Cnrn/ón «le N uestra Reina y Madre, María.
A Imllitrlrin «le In Snnllslm n Virgen, si tam bién nosotros
■|iir i • mon I'spiritu Santo, cultivem os asiduam ente las virtudes
y los done*. Del g u star de la divina suavidad, de la celestial
dulzura de los frutos, del sabor de estos frutos celestiales, se
puede decir, en verdad, con el p o eta:
«a todo o tro sabor éste aventaja» (Purg. 28, 133).
1. — Q u e c o s a s e a n . — Aunque — como escribe el Cardenal
Lépicier (1) — una sola sea la bienaventuranza, o sea Dios,
m últiples son las obras exim ias que u Ella conducen y que
producen en nosotros la esperanza de o btenerla; estas obras,
p o r m etonim ia, se llam an bienaventuranzas, porque son cau­
sa y m érito de la p erfecta bienaventuranza. Las bienaventu­
ranzas se atribuyen a las virtudes y especialm ente a Jos
dones del E sp íritu Santo. Las bienaventuranzas, p o r tanto,
«son actos perfectos de las virtudes y de los dones, con los
cuales el hom bre posee u n a especie de certeza de conse­
guir la dicha eterna».
Ocho son las bienaventuranzas, o m ejor dicho siete, pues
la octava no es m ás que la conservación y m anifestación de
todas las precedentes.
Asi son enum eradas en el Evangelio de San M ateo: Biena­
venturados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino
de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos posee­
rán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos se­
rán consolados. Bienaventurados los que han hambre y sed de
justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los mise­
ricordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaven­
turados los lim pios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bien­
aventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos
de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la
justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Las bienaventuranzas, en sustancia, son fru to s: pero dota­
dos de una m adurez perfecta que nos hace g u star de antem a­
no el sabor de la dicha e te rn a ; son, por tanto, la ú ltim a coro­
na de la obra del E spíritu Santo en las alm as.
Las bienaventuranzas se pueden dividir en tres clases: 1,
algunas de ellas excluyen la falsa bienaventuranza (la pobre­
za de espíritu, la m ansedum bre y el llanto); 2, otras se re­
fieren a la vida activa (el ham bre, la sed de ju sticia y la mise­
ricordia); 3, otras, finalm ente, se relacionan con la vida con­
tem plativa (la limpieza del corazón y la paz).
(1) In s titu tio n e s Theologiae sp ecu la tiva c (vol. II).
2. P l e n i t u d d e l a s b i e n a v e n t u r a n z a s e n M a r í a . — Todas
estas bienaventuranzas se encuentran en grado sum o en Ma­
ría, puesto que en Ella se en contraron en grado sum o las vir­
tudes y los dones. M ediante las operaciones de las virtudes, en
efecto, y especialm ente m ediante las de los dones, uno se acer­
ca cada vez m ás al fin de la bienaventuranza etern a; y, por
tanto, los m ism os actos de las virtudes y de los dones la ha­
cían bienaventurada, o sea le daban la seguridad de que ad­
quiría su últim o fin.
a) Bienaventuranzas que excluyen la falsa dicha. En tres
cosas, principalm ente, suelen colocar los hom bres la propia
felicidad: a) en satisfacer el afún de honores; b) en satisfacer
el apetito irascible aniquilando a los enemigos del propio
egoísmo; c) satisfaciendo el apetito concupiscible, procurán­
dose todas las alegrías, todos los placeres del mundo.
Ahora bien, al deseo desenfrenado de honores, N uestro Se­
ñor Jesucristo opuso la pobreza de espíritu: «¡B ienaventura­
dos los pobres de espíritu!» Estos renuncian a la gloria te rre­
na, pero se aseguran la celestial, pues de ellos es el reino de los
cielos. A la satisfacción del apetito irascible, el Señor opuso
la m ansedum bre: «¡B ienaventurados los m ansos!» Renuncian­
do a la tranquila y pacífica posesión de la tierra de los m uer­
tos se aseguran la pacífica y tranquila posesión de la tie rra de
los vivos: «pues ellos poseerán la tierra». A la satisfacción del
apetito concupiscible, u la risa, N uestro Señor opuso el llanto:
« |B ienaventurados Io n que lloran!» Renunciando a la falsa
nle^ríu, 11 Iuk d e l l i l ns v u i i i i n y 11 I o n consuelos terrenales, se
aseguran Iiim Inefable* delicias y consuelos celestiales: «por­
que ellos se i r t n inm olado*».
A Ihiiii bien, ,'quli'u podrá decir con qué transportes de en-
lll*l«tsmo huya lemiiieludo ln Santísim a Virgen, durante toda
su vldu, ii I o n vimos honores de la tierra, a las vanas satisfac­
ciones del ap etito Irascible y concupiscible? ¿Quién podrá
ponderar el ejem plo de pobreza de espíritu, de m ansedum bre,
de sufrim iento y de dolor que Ella nos ha dado?
Es más fácil im aginarlo que expresarlo.
b) Bienaventuranzas referentes a la vida activa. La biena­
venturanza de la vida activa consiste en aquellas cosas que
prodigam os a nuestro prójim o, sea por deber ( ham bre y sed
de justicia), sea p o r caridad ( m isericordia). No faltan quienes
huyen y evitan estas obras por un desordenado am or a sí mis­
mos. Llevados de este mal sentim iento, del deseo del oro, re­
chazan las obras de justicia, no dando al prójim o lo que se
le debe, sino que, m uy al contrario, se aprovechan de los de­
m ás, para acum ular bienes m ateriales; éstos, adem ás, im pul­
sados siem pre p o r este am o r desordenado, huyen de practicar
las obras de m isericordia, p ara evitar el tenerse que poner en
contacto con las m iserias de los demás. P or eso, el Señor a
aquellos que tienen ham bre de ju sticia les ha prom etido la
saciedad, y a los m isericordiosos les prom etió la m isericordia,
m ediante la cual se ven libres de toda m iseria.
¡ O h ! ¡ Cuánta ham bre de ju sticia tuvo la Santísim a V irgen!
¡ Cuán delicadam ente escrupulosa en trib u ta r al prójim o todas
las atenciones que le eran debidas y cuán lejos estuvo de
aprovecharse ni en lo m ás m ínim o de los dem ás! Y, por con­
siguiente, con qué abundancia hubo el Señor de saciar esta
ham bre inefable...
A la justicia hacia el prójim o, Ella añadió tam bién la mi­
sericordia. Las m iserias de los dem ás fueron consideradas
como suyas; las aflicciones de los demás, fueron sus aflic­
ciones; recordem os la infinita m isericordia que usó p ara con
los pobres esposos de las bodas de C aná; cuando se dio cuen­
ta que durante el banquete llegó a faltarles el vino, u n a gran
contrariedad se reflejó en su ro stro e hirió su corazón. ¡Aun
esta actitud hubo de prem iarla el Señor con una dicha ex­
traordinaria!
c) Bienaventuranzas referentes a la vida contem plativa.
Finalm ente, las dos últim as bienaventuranzas se refieren a la
vida contem plativa o a la bienaventuranza y felicidad con­
tem plativa y s o n : la lim pieza de corazón y la paz. La p rim era
dispone al hom bre en sí m ism o p a ra esta vida; la o tra lo dis­
pone respecto a los demás... En ;esto, efectivam ente, consiste
la bienaventuranza de la vida contem plativa. La limpieza del
ojo dispone p ara una visión clara; p o r eso a los limpios de
corazón les ha sido prom etida la visión divina. ¡Bienaventu­
rados los lim pios de corazón, porque ellos verán a Dios! La
paz consigo m ism o y con los dem ás, hace aparecer al hom bre
como im itado r de aquel Dios, que es Dios de unidad y de
paz, y por eso se le concede com o recom pensa la gloria de
la filiación divina, que se basa en la perfecta conjunción con
Dios por medio de la sabiduría consum ada. «¡Bienaventura­
dos los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios!».
A ningún santo, com o a la Reina de los Santos, pueden apli­
carse tan bien estas dos últim as bienaventuranzas. Su lim­
pieza de corazón fue única. Su corazón fue verdaderam ente
«candor de luz eterna y espejo sin mancha», fue un corazón
|nmris ultim ado, ni rm pnflndo por el más leve aliento de im-
pmi'/ii,,,
til Vli ji i•11 Santísim a, finalm ente, fue em inentem ente pa-
i lili a tu r dluhii M adre de Aquel que lleva por título «Rey
de l'a/«. I'.llu gozó de mui paz Inalterable tanto interior como
exteriorm ente. Interiorm ente, porque jam ás sintió m ovimien­
to desordenado alguno que le causase la m enor turbación,
pues en Rila no existía el fomes de la concupiscencia; y ex-
terlorm ente, porque estuvo siem pre y con todos en relación
de In más suave paz y de la m ás perfecta arm onía.

CONCLUSION. — A im itación de María, cultivemos siem­


pre con el máximo em peño las virtudes y especialm ente los
doñea del P.splritu Sanio, si querem os tam bién nosotros go-
zar de m i s frutos suaves y, especialm ente, de aquellas divinas
bienaventuranza*, que son como flores brotadas en los rigo­
res del Invierno, anunciadora» de una eterna prim avera.
LOS CARISMAS DEL ESPIRITU SANTO

ESQUEM A. — In tro d u cció n : Q ué so n , c u áles y c u á n to s los c a rism a s o g ra ­


cias gratis datae. — I. Gracias de conocimiento: 1. G ra c ias d e s a b id u ­
ría y d e c ie n cia : a ) la c ien cia b ie n a v e n tu ra d a ; b ) la c ie n cia in fu s a ; c)
la c ie n cia a d q u irid a ; 2. G ra c ia d e la p ro fe c ía ; 3. G racia d e la in te rp re ­
ta c ió n de la s p a la b ra s ; 4. G ra c ia d el d is c e rn im ie n to d e los e s p ír itu s . —
I I . Gracms de palabra: 1. E l d o n d e la fe ; 2. El d o n d e le n g u a s. — I I I .
Gracias de operación: La g ra c ia d e las c u ra cio n es y el d o n de m ilagros.
— Conclusión: ¡M aría, la p rim e r a en todo!

Cualquier gracia divina es, sin duda, gratis data, o sea


g ratu ita en el sentido en que no es debida a ningún hom bre,
pues está p o r encim a de la naturaleza hum ana y de sus na­
turales exigencias, siendo un puro don, un puro efecto de la
liberalidad de Dios. En este sentido es gracia gratis data la
m ism a gracia santificante o h ab itu al; son gracias gratis datae
todas las gracias actuales, que se reciben p a ra la propia y
personal santificación.
Existen, con todo, u n a especie de favores divinos, o de gra­
cias, que de una m anera específica se llam an gratuitas, o sea,
gratis datae. Y son, precisam ente, aquellas que directa y pró­
xim am ente, m ás que a la v en taja personal de aquel que de
ellas se siente favorecido, se ordenan al bien de los demás.
Siendo de e sta naturaleza estos favores, por sí m ism os no
exigen en el sujeto al cual se com unican el estado de gracia,
pudiéndose encontrar incluso en quienes están en pecado m or­
tal. Así, por ejem plo, el don de los milagros, de las profecías,
de las lenguas, etc., que son gracias gratis datae, no santifican
al individuo que las posee; con todo, sirven en gran m anera
para hacer el bien a los demás, y si los beneficiados se saben
aprovechar de ellas, contribuyen grandem ente a la santifica­
ción de los mismos, com o sucedió a los Santos.
Es de estas gracias de las que entendem os hablar en
este lugar.
El Apóstol San Pablo, en su p rim era c a rta a los fieles de
Corinto, hablando de estas gracias, enum era nueve, todas
procedentes del m ism o E spíritu. E stas, pues, según el Após­
tol son: 1, la palabra de la sabiduría (serm o sapientiae), que
nos ayuda a deducir de las verdades de la fe, consideradas
como principios, conclusiones que enriquecen el dogm a; 2,
la palabra de la ciencia (serm o scientiae), que hace que nos
sirvam os de las ciencias hum anas p ara la explicación de las
verdades de la fe; 3, el don de la fe (fides in eodem spiritu),
i|in un «i* lu «.Implo v i r t u d d o la fe, s i n o u n a especial certeza
. u p a / .li ulii.ii | »i in 11cu r . , -l, ,l dr las curaciones (grátia
sanitatum), quo es el pudor tic sanar a los enferm os; 5, el don
de los milagros (operatio virtutum ), o sea, el poder de hacer
mllugros en confirm ación de la divina revelación; 6, el don
dr profecía (prophetia), o sea, el don de enseñar y predicar
en nom bre de Dios y confirm ar cuando haga falta la ense­
rian/.» y predicación con profecías so b renaturales; 7, el dis­
cernimiento de los espíritus (discretio spirituum ), o sea, el
don infuso de leer en el secreto de los corazones y sab er dis­
tinguir el buen esp íritu del m alo; 8, el don de las lenguas
(genera linguarum), que, según los teólogos es el don sobre­
n atural de hab lar varias lenguas; 9, el don de la interpreta­
ción (Interpretatio .sermonum), o «o», el poder sobrenatural
do Interpretar l«s palabras del que tenia el don de lengu
el cual, a u n tobrono t u m i m ente hablando, no siem pre las com­
prendía.
T odo* esto* t urinum* c o m o dem uestra Santo Tomás
(I I I , <| I, a 4) so n ú ti lí s i m o s al predicador de la fe. Son
tillllUhiion I, p m a darte u n conocim iento pleno de las cosas
dlvlun* (la p a l a b r a de la sublduría, de la ciencia y el don
ile la fe); 2, para confirm ar con m ilagros lo que dice (el don
de curaciones, de milagros, de profecía y del discernim iento
de los espíritu s); 3, p ara predicar la palab ra de Dios con más
eficacia (don de lenguas y de interpretación).
Puesto esto como preám bulo, nos hacem os una p reg unta:
¿La Santísim a Virgen gozó de todas estas gracias gratis datae?

IV — Instrucciones Marianas.
Las gracias gratis datae — respondem os — son concedidas
por Dios a aquellos que deben ocuparse de la salvación eter­
na del prójim o y en la proporción que dichas gracias han de
contribuir a esta nobilísim a em presa. Y la Virgen Santísim a,
m ás quie todos los Santos, hubo de ocuparse en la salvación
del prójim o; p o r tanto, m ás que todos ellos tuvo que ser
adom ada de las gracias gratis datae. P or eso observa Santo
Tomás (III, P., q. 27, a. 5) tuvo en hábito todas las gracias
gratis datae: en acto contó con todas aquellas que eran con­
venientes a su condición y a su misión. Mas conviene que ha­
blemos de esto de una m anera p articular. Para m ayor clari­
dad, pues, las subdividirem os en tres clases: 1, gracias de
conocimiento-, 2, gracias de palabra, y 3, gracias de operación.

I. — G r a c ia s de c o n o c im ie n t o

Las gracias de conocimiento son aquellas que tienen rela­


ción con cualquier luz sobrenatural infundida en el alma.
E stas son las m ás num erosas, pues com prenden: 1, los do­
nes de sabiduría, de ciencia; 2, de profecía; 3, de discreción
de los espíritus y, en cierto sentido, 4, de la interpretación de
las palabras.

1. G r a c i a s d e s a b i d u r í a y c i e n c i a . — Comencemos por lo
dones de sabiduría y ciencia.
En M aría Santísim a existieron los m ás ricos tesoros de la
sabiduría y de la ciencia. Los teólogos distinguen tres clases
de ciencia: la ciencia adquirida, n atu ral al hom bre, la cual
ilu stra a la inteligencia con el estudio; la ciencia infusa, na­
tu ral a los ángeles, com unicada a ellos directam ente p o r Dios,
como un rayo de luz divina, sin que tengan que h acer esfuerzo
alguno p a ra o btenerla; finalm ente, la ciencia beatífica, pro­
pia de Dios solo y u n a como El, porque es el acto m ediante el
cual Dios se conoce a sí m ism o y se identifica con su n atu ra­
leza infinitam ente simple.
Ahora bien, ¿poseyó la Santísim a Virgen estas tres cien­
cias? ¿Y en qué grado?
a) La ciencia bienaventurada. En cuanto a esta ciencia,
in s is te n te en la visión inm ediata de la Esencia divina, no
ha faltado quien ha querido ad m itirla en la Santísim a Virgen
durante toda su vida, desde el p rim er m om ento de su con­
cepción Inm aculada, ya de una m anera ciierta (com o el fran ­
ciscano G uerra, m uerto en 1658), o de un modo probable (co­
mo el jesuíta Cristóbal Vega, m uerto en el año 1672). E sta
«entienda es inadm isible, pues tal ciencia habría puesto a la
Virgen en estado de térm ino. Com únm ente, por esto, se ad­
mite que In Sunt(lim a Virgen, de m anera probable y sólo
d* puno (no perm anentem ente) haya gozado de la visión
lu 'n t lf li a
I •«! pilvlh'glo, «mi efecto, fue probablem ente conccdido —
i « m u i a d m it e n Sun Agiiktln, Santo Tomás y otros — a Moisés
V a Huii Pablo. Con m ayor razón, por tanto, debió ser conce-
illilo u Murta. T anto inris que Ella, com o M edianera univer­
sal, constituyó con C risto un principio total p ara llevar a los
iH im h re N a la visión beatífica.
NI no» preguntam os en qué período o m om ento de su vida
la SnutlNlina Virgen gozó de la visión beatífica, se puede ase­
gurar, con cierta probabilidad, que esto sucedió en el ins­
tante m ism o de su concepción, en su nacim iento, en la con-
ccpclón del Verbo, en lu notividad de C risto y en la gloriosa
reauirección del minino.
b) /.<i Hencto I n f i n a Con toda probabilidad (co n traria­
m e n t e u lo qm- e n se f ta n a lg u n o s te ó lo go s), la Santísim a Vlr-
giMi tu v o e n m o d o p e r m a n e n t e , o sen, durante toda su vida
In r i e n d a Infima v d e u n a manera muy extensa.
Tal i l. iii In <ii «'f*« tu, l i o sólo n o tepugna como querrían
iiI|Iiiiiiik ii mi estado ile v la ih tn t, s i n o que le era de todo
p in ilo i iH iv i’ iili i i l r y iii'i «'nui l a
No r e p u g n a , unte todo, a entado de viadora. Tal ciencia,
m u

siendo muy distinta de la ciencia bienaventurada, no coloca


ni que la posee en estado de térm ino. Si algunos santos la
poseyeron en estado transitorio, ¿p o r qué no se puede adm itir
que la Reina de los Santos la haya tenido de una m anera
perm anente? Tam poco repugna tal ciencia al estado común
«le los m ortales. M ejor dicho, repugna al estado com ún de
los m ortales, pero no al estado en todo particular de M aría.
Admitido, en efecto, este estado p articular, la ciencia infu­
sa se hace grandem ente conveniente, m ejor dicho, necesaria.
E ra, en efecto, conveniente que la inteligencia de la M adre de
Dios y de la C orredentora del hom bre no se viese p rivada ni por
u n instante de la contem plación de las cosas divinas y cre­
ciese continuam ente en gracias y m éritos, sin que se viese
obstaculizada su actividad externa y sin que esta actividad
externa obstaculizase, a su vez, la sublim e actividad interna.
Mas todo esto era im posible sin la ciencia infusa de un m o­
do perm anente, siendo independiente del m isterio de los
sentidos.
Sem ejante ciencia, p o r o tra parte, adem ás de convenien­
te, fue tam bién necesaria a la Santísim a Virgen. Sin ella,
aquel inm enso cúm ulo die gracias concedido a M aría desde
el prim er instante de su personal existencia, durante el tiem ­
po de su infancia, habría perm anecido com pletam ente esté­
ril, sin fruto. A un estado, por tanto, extraordinario, cual era
el de la Santísim a Virgen, había de corresponder una ciencia
extraordinaria, la cual era, en cierto sentido, connatural en
María.
Existen, pues, serios m otivos p a ra a d m itir en la Santísim a
Virgen una ciencia infusa perm anente.
Además, la extensión de sem ejante ciencia debió de ser
am plísim a, superior a la infundida p o r Dios a Adán. M aría
Santísim a, po r tan to , com o consecuencia de la ciencia reci­
bida, hubo de ten er un conocim iento pleno de todas aquellas
cosas n aturales necesarias p a ra la inteligencia de las Sagra­
das E scrituras, com o son la geografía, la historia, la astro­
nom ía, la cosmogonía, etc.
Respecto al conocim iento, em pero, de las cosas civiles,
políticas y m ilitares, el conocim iento de Adán hubo de supe­
ra r en m ucho al de M aría. H ubo de tener, adem ás, la Virgen
u na am plia y clara ciencia de las cosas del orden sobrenatu­
ral, conveniente al estado y condición de M adre de Dios y
M edianera del hom bre. Debió conocer, por tanto, al menos en
conjunto, si no en todos sus detalles, el plan divino, respec­
to a la salvación y santificación del género hum ano, desde el
m om ento de la E ncarnación. No es, pues, im probable que,
desde aquel m om ento, haya conocido tam bién cuanto se re­
fiere a la salvación y santificación de cada uno de los fieles,
id ser M adre y C orredentora de cada uno de ellos, a fin de
poder ofrecer p o r todos y cada uno los propios dolores, el
propio sacrificio corredentor, unido a los dolores y sacrificio
do su divino Hijo.
c) La ciencia adquirida. Además de la ciencia beatífica,
do paso, y a la cienciu infusa perm anente, la Santísim a Vir-
lien tuvo ta m b ié n oom o todos los dem ás m ortales y en ma-
n. 1,1 imU m i e l e u t e ijiii' t uda uno de ellos — la ciencia adqui-
ildn, Imito ttp e i'lm e n la l com o deductiva. 1.a S antísim a Vir-
tii ii i m i li iin , » tinvo dolada no sólo del entendim iento
¡hnlbb, sino del ciilondlm lonto agente, el cual, naturalm ente,
mi piulo poiinanecci Inactivo. Tuvo, por tanto, una ciencia ad-
tjnli Ida y de m uñera m ás excelente que cualquier otro. Esto
i estilla tle la excelencia de su ingenio, de la excelencia de las
fuentes de conocimiento, de la convivencia con Cristo, del
coloquio con los ángeles.
La perfección de la ciencia adquirida de M aría resulta,
«ule todo, de la excelencia de su ingenio. Estuvo dotada, en
elW-to, de un ingenio agudísim o, de una complexión corporal
perlectlslnui, tuvo el don de la integridad, o sea, el perfecto
soiuellinlenlii del apetito inferior al superior, de m anera que
ul entendei v id in/.ouur no estaba som etida a perturbación o
distracción alguna.
Resulta, en segundo lunar, de la cxcelericia de las fuentes de
wn rutiitiinilvtitii') l'rluiera fuente de sus conocimientos fue
ln ln I i i i i i inlditii ih• lo\ libros sagrados, como vemos de las
i mi luí 11 nilnlsi em luí esci ¡turísticas reflejadas en el M agnificat.
Nwguiiilu Ilíenle de sus conocimientos fue la continua conviven-
rhi con Cristo, en el cual se encuentran todos los tesoros de
ln sabiduría y de la ciencia. «El la apacentaba — dice el Abad
tim 'i rlco — con la deseable sabiduría de sus palabras» (S e rm .
I ilr Assuntp. PL. 185, 187). «¡Oh feliz escuela — exclam a Santo
Tomás de Villanueva — en la cual Dios se hace H ijo y Maes­
tro, y la Virgen, M adre y discipula!» No sin razón, p o r tanto,
Nnn Lucas escribía que la Santísim a Virgen «conservaba to­
das estas palabras en su corazón» (2, 51). T ercera fuente de su
conocim iento fue el coloquio con los ángeles, como resulta de
la revelación del m isterio de la Encarnación que le hizo
San Gabriel. Aquel coloquio, con toda probabilidad, no fue el
único. Se sabe que S an ta Francisca Rom ana y otros santos
han gozado casi continuam ente de la presencia del Angel Cus­
todio y de su conversación. No se ve, pues, p o r qué m otivo no
podía gozar de igual privilegio la Reina de los Angeles.
De los hom bres, la Santísim a Virgen no pudo aprender na­
da, dada su singular dignidad y perfección.
La ciencia de M aría Santísim a, por tanto, fue en verdad
adm irable. E n Ella no existió ignorancia alguna privativa, o
sea, falta de conocim iento conveniente a su estado y a su con­
dición. E n Ella, adem ás, no existió error alguno, o sea, cono­
cim iento falso, pues el error, en el presente orden, es efecto del
pecado, del cual la Santísim a Virgen estuvo com pletam ente in­
mune.

2. G r a c i a d e LAS p r o f e c í a s . — Pasando a tra ta r de o tras gra­


cias de conocimiento, hem os de ver si M aría tuvo :el don de
profecía. Sobre este p unto no existe duda alguna. Ella fue pro­
fetisa en el sentido m ás riguroso de la p alab ra; aún. m ás —
como la saluda la Iglesia — fue Reina de los Profetas. Basta
recordar su célebre canto del Magníficat. ¿No son acaso una
verdadera predicción las p alab ras: Todas las generaciones me
llamarán bienaventurada?

3. G r a c i a d e i .a i n t e r p r e t a c i ó n d e l a s p a l a b r a s . — La Santí­
sim a Virgen tuvo tam bién la gracia de la interpretación. E sta
gracia, en efecto, adem ás de ser ú til a los dem ás, perfecciona
el entendim iento de la persona que la posee: ilum ina el en­
tendim iento y mueve al bien a la voluntad.
M aría tuvo tam bién e sta gracia: la tuvo p ara santifica­
ción propia y utilidad de la Iglesia.

4. G r a c i a d e l a d i s c r e c i ó n d e i .o s e s p í r i t u s . — Estuvo do­
tada, finalm ente, la Virgen, de la discreción de los espíritus,
ya en el conocer (por especial revelación, como les fue conce-
dido a m uchos santos) los secretos de los corazones y de las in­
teligencias, ya al juzgar si un determ inado pensam iento o de­
seo provenía del espíritu bueno (Dios) o del espíritu m alo (el
demonio).
Y bástenos esto sobre la p rim era clase de las gracias gra­
tis datae, o sea, de las gracias de conocim iento. Pasem os ahora
n la segunda clase: las gracias de palabra.

II, — G r a c i a s un p a i .a b r a

l.«» nim ia* do palabra ion (Ion: el don de la fe y el don


iIp lu i I n i u n a i.

1. I'.l DON imi I.A PH. — Por e l don de la fe algunos entienden


aquella e s p e c i a l vivacidad de fe, cual es capaz — según la ex-
pruulón de Cristo — de tra n sp o rta r h asta las m ontañas. Santo
Tomás, en cambio, por don de la fe entiende aquel don p a rti­
cularísim o que tiene uno p ara persu ad ir a los otros a que
crean en las verdades de la fe.
liti uno y otro sentido, este don, no hay duda que hubo de
encontrarse en m anera excclentfsim a en María.

2, I'.l. in >n lili I.AH UiNUUAH. — ¿Tuvo tam bién M aría el don
de Iiin le iix n iH ? I'.ti ludan Ins circunstancias de la vida en que
se vio n e n slla d ti cíe* «II», por i'Jrniiplo, cuando lu venida de
lo* Müjion, en lu fililí a l'.glpto, DI»», ciertam ente, se lo hubo
ll<< mili 1‘lllM
Y ili* i i i i i i iiinii. ni i ’ N p r i Inll’iliiiii se lo hubo de o to r g a r en el
din dt> IVnti'i oMiS, Imito nirt» que líll.i hubo de h a b la r con
lif i iii'in lu i o n (¡rnii-i de I d i o m a distinto. ¿No h a b r ía sido u n a
vi 11luí le ■n ili .Ilusión p a r a los fieles de la iglesia prim itiv a de
lengua dlvema no p oder .ser enten didos p o r la M adre co m ú n ?

III. — G r a c ia s d e o p e r a c io n

Sólo nos queda decir algo sobre la tercera clase de gracias


Itratis datae: las gracias de operación.
■ San Pablo en um era d o s: la gracia de las curaciones y el
don de los milagros. Se pueden reducir a u n a : al don de los
m ilagros, pues el devolver la salud a un enferm o, p o r virtud
sobrenatural, es un verdadero y propio milagro. La cuestión,
pues, se puede p lan tear en estos térm inos: ¿E jerció M aría en
vida el don de los m ilagros? Santo Tom ás (III P., q. 27, a. 5
ad 3) responde que no, porque no le convenía a Ella, m ientras
estaba en esta vida, u n don sem ejante. El fin, en efecto, de
los milagros, era entonces el de confirm ar la doctrina de Cris­
to y, p o r tanto, a El solo y a sus discípulos (predicadores de
esta doctrina) pertenecía el hacer m ilagros.
Aunque se pueda ad m itir — observa el Cardenal Lépicier
(1) — que la Santísim a Virgen h a sta la Ascensión de C risto no
hizo m ilagro alguno, con todo, así como los m ilagros (cuyo fin
son la confirm ación en la fe) no han, necesariam ente, de ser
obrados solam ente p o r los predicadores de la fe, sino que pue­
den serlo por sim ples fieles, no se puede d u d ar que la M adre
de m isericordia, a ruegos de algún fiel en situación angustiosa,
haya intercedido por él, y com o a Ella nada se le niega, ha­
b rá obtenido la gracia pedida.
¡Quién sabe cuántas veces los fieles acudirían a su m edia­
ción! ¡Y cuántas veces con su plegaria, que era un verdadero
m andato, h a b rá socorrido a los que a Ella acudían!

CONCLUSION. — De cuanto hem os expuesto, de u n a m a­


nera rápida, resu lta que la Santísim a Virgen tiene no sólo la
p rim acía sobre todos en orden a la gracia santificante, sino
tam bién en orden a las gracias gratis datae. Y es justo. ¿No
es Ella la M adre de Aquel que es fuente de todo don sobren
n atural? ¿No e ra Ella el Tem plo vivo del E sp íritu Santo? ¿No es
Ella la Reina de los taum aturgos, de los profetas, de los doc­
tores y de los privilegiados de toda especie?... Por tanto, Ma­
ría había de ser la p rim era en todo, tam bién en la abundancia
de los Carism as del E sp íritu Santo.

(1) Ir a c t. d e B . V . U „ e d . 5.», p á g . 281.


CAPITULO I I

EL CUERPO DE MARIA

ILSQUI'.MA. — In tr o d u c c ió n : La segunda parte del compuesto humano. —


1. O r i g e n n o b i l í s i m o : 1. Retofto tic I b regia estirpe de D avid; 2. R etoño de
Im oMlnto iniordotnl de Anrrin. — I I . C o m p lexió n p e r fc c tis im a : 1. R azones:
n) In finalidad del cuorpo do M aría; b) la proporción entre el a lm a y
el cuerpo; c) la semejanza de María con Cristo; 2. La consecuencia: inm u­
nidad do toda enfermedad. — I I I . F acciones e xtern a s b e llísim a s: 1. Figu­
ran de lo belleza de María y realidad; 2. Las razones de tal belleza: a) los
hijo* se parecen a las madres; b) la belleza del alma, reflejada en el cuer-
>; c) Cristo modelado sobre María. — C on clu sió n : ¡Complazcámonos en
K casta belleza de María I

Para tener un conocim iento pleno de un com puesto cual­


quiera, es necesario estu d iar bien sus partes. E studiadas pues
todas aquellas cosas que se refieren al alm a, que es la p arte
principal del hom bre, es necesario p asar a considerar las que
hc refieren ul cuerpo sacratísim o de María, habitación lumino-
sa del Espíritu Simio.
El cuerpo de Marín fue un cuerpo: 1, nobilísimo por su ori­
nen; 2, perftHilUlmo «mi IU complexión, y 3, bellísimo en sus
fncclonr*,

I O mhi hn n o i i m . i n i m o

I d iiulilr/u il> (iiljirn Im .sido definida por Boezio como


« rln la itlnlmu/a que se deriva de los m éritos de los padres»
(I.lb. 111, Consol. Phil. Pros. 5). Ahora bien; en nadie como
en María, esta alabanza derivada de sus progenitores, o sea,
esta nobleza de origen fue ta n plena. La Virgen Santísim a, en
efecto, desciende de la estirpe regia de David y de la es­
tirpe sacerdotal de A arón; los dos títulos de nobleza m ás gran­
des que se pueden am bicionar en la tierra.
1. R e t o ñ o d e l a r e g i a e s t i r p e d e D a v i d . — Que la Santísim a
Virgen descienda de la regia estirpe de David, aparece eviden­
tem ente dem ostrado p o r las Sagradas E scrituras. C risto en efec­
to, según el dicho del Apóstol, pertenece a la fam ilia de David
según la carne «secundum carnem ». Ahora bien, la carne de
Cristo, dada su concepción virginal, fue tom ada solam ente de
María. De esto se sigue que la Santísim a Virgen debía pertene­
cer, según la carne, a la real estirpe de David. Y esto, según
Suárez, es de fe. Justam ente, pues, la Iglesia, en la fiesta de la
N atividad de M aría c an ta: «N ativitas gloriosae Virginis Ma­
riae, ortae de trib u Judae, clara ex stirpe David».

2. R e t o ñ o d e l a e s t i r p e s a c e r d o t a l d e A a r o n . — Además
de descender de la real estirpe de David, la Santísim a Virgen
desciende de la estirp e sacerdotal de Aarón. Tam bién esto
resulta claram ente explicado p o r las Sagradas Escrituras,.
María, en efecto, es llam ada p o r los Libros Sagrados parien-
ta de Isabel (Luc. 1, 36), la cual desciende de la estirpe sa­
cerdotal de Aarón: «et uxor eius (Zachariae) de filiabus
Aaron» (Luc. 1, 5). Este parentesco de M aría con Isabel — co­
mo observa Santo Tomás (1) — se refería a la m adre y no
al padre.
En las venas, por tanto, de la Santísim a Virgen había san­
gre de Reyes y de Sacerdotes del pueblo escogido. Por eso
se puede, justam ente, asegurar con el a u to r de un discurso
atribuido a San Ildefonso: «En cuanto al origen de la car­
ne, ninguna m ás noble que la M adre de Dios» (2).

II. — COMPLEXION PERFECTISIM A

1. L a s r a z o n e s d e e s t a p e r f e c t a c o m p l e x i o n . — E n la San­
tísim a Virgen existió siem pre un perfecto equilibrio entre
todos los elem entos de su cuerpo. Esto resulta del fin para
que era destinado, de su proporción con el alm a y de la se­
m ejanza con Cristo.
(1) S . T h „ I I I , q . 31, a . 2, a d 2.
(2) S e rm . I I I in A s s u m p t. M ad rid , 1782.
a) Finalidad del cuerpo de María. La p erfecta comple­
xión del cuerpo de M aría resulta, ante todo, del fin nobilísi­
mo a que era destinado: sum in istrar la carne al Verbo E n­
cam ado. Si Dios — como observa Tertuliano — puso tanto
cuidado en fo rm ar el cuerpo de Adán porque su pensam ien­
to estaba fijo en Cristo, el cual debía nacer de él, ¿cuánta
mayor diligencia no hubo de u sar al fo rm ar el cuerpo de
María, de la cual, no ya de u n a m anera rem ota y lejana, si­
no de form a próxim a e inm ediata, debía nacer el Verbo En­
cam ado?
b) Im proporción entre el alma y el cuerpo. La perfecta
complexión tlcl cuerpo virginal de María resulta, en segun­
do lugar, de la proporción que existe siem pre entre el alm a
y el cuerpo, e n tre la m ateria y la form a. A un alm a perfec-
tíilm a, cual fue la de la Virgen Madre, debió corresponder un
cuerpo perfectísim o. El cuerpo, en efecto, es, con relación al
alma, lo que la m ateria p a ra la form a. Se requiere, p o r tan ­
to, cierta proporción en tre ellos. Una adecuada complexión
del cuerpo ayuda grandem ente a las operaciones espirituales
del alma.
c) La sem ejanza de María con Cristo. E sta complexión
perfecta resulta, finalm ente, de la sem ejanza que la Santísi­
ma Virgen tuvo con Cristo, cuyo cuerpo estuvo dotado de
una proporción en los m iem bros, perfectísim a. Los hijos, en
efecto, ne H ue len asem ejar a los padres.

2, L a c o n h im iiiin i i a : i n m u n i d a d db toda e n f e r m e d a d . — Con


tectioni la lunutdliilii de este perfecto equilibrio entre los va­
llo* elemento') del cuerpo virginal de la Virgen fue su inm u­
nidad ile toda enferm edad, de form a que M aría jam ás estu­
vo iMimfllda ti dolencia alguna. Las enferm edades, en efecto,
lineen de un vicio congénito o hereditario, por propia cul­
pa o por parte de agentes extem os. Ahora bien, todas estas
varias causas de enferm edades estuvieron m uy lejos de Ma­
ría. En Ella, en efecto, no existió vicio alguno congénito o
hereditario, pues su cuerpo — según la Tradición — fue fru­
to milagroso de padres estériles; y se sabe que las obras de
esta naturaleza son siem pre m ás perfectas que las n atu ra­
les. E n Ella, adem ás, no existió jam ás culpa alguna personal.
E n Ella, finalm ente, por la fuerza de resistencia de su cuer­
po, p o r su exim ia ciencia y p rudencia y, sobre todo, por la
continua asistencia divina, los agentes externos que constitu­
yen un peligro p ara todos, fueron siem pre inofensivos.

III. — F a c c io n e s ex tern a s b e l l ís im a s

Nobilísimo en su origen, perfectísim o en su complexión,


el cuerpo de M aría fue tam bién bellísimo en sus detalles.

1. L as f ig u r a s de la b elleza de m a r ia y la r e a l id a d . —
Cuenta Cicerón que Zeusis, célebre pin to r griego, teniendo
que p in ta r p a ra la ciudad de C roto el re tra to de Elena, la
reina griega p o r cuya belleza estalló u n a g uerra de diez años
y fue destruida la ciudad de Troya, tom ó com o m odelo a
cinco jovencitas de las m ás bellas p ara concentrar la herm o­
sura de cada una de ellas en su obra m aestra.
¡Qué núm ero de jóvenes herm osas no habría de reunir
aquel que intentase d em o strar con el pincel toda la belleza
de M aría!
En las páginas del Antiguo T estam ento, el E sp íritu San­
to nos ha dejado el re tra to de las m ujeres m ás célebres por
su belleza. Tales son, entre otras, Ja casta Susana y la virgen
Abisag, la bella Raquel y la gentil Rebeca, S ara y la reina
E sther, Débora, la guerrera, y la heroica Judit. Mas toda la
belleza de estas m ujeres, concentradas en una, no sería ca­
paz p a ra darnos aunque fuera una pálida idea de la belleza
de María.
Fueron como u n a som bra, una figura de la realidad. Pues
— como asegura Gersón — el divino H acedor, que quiso y
nos dio en M aría su obra de arte, tan to en el orden de la
naturaleza com o de la gracia, no sólo concentró en su rostro
cuanto de m ás herm oso ha existido y existirá entre las más
herm osas de las h ijas de Adán, sino que nos dio lo m ás be­
llo de cuanto h a existido en toda la N aturaleza creada (Serm.
5 super. M agnificat). Consiguientem ente, quiem desee form ar­
se una idea d e la belleza de M aría, debe hacer respecto a
Ella lo que Zeusis hizo respecto a Elena. E l p in to r griego
sintetizó en su obra la belleza de cinco jóvenes; nosotros
debemos sintetizar en M aría la belleza de todo lo creado.
Digna de notación es la exaltación de M aría hecha por el
C antar de los Cantares.

«¡Cuán herm osa eres, am iga mía, cuán hermosa eres;


tus ojos son de paloma
en m edio de tus bucles!
Tu cabellera com o un rebaño de cabras
que desciende de los m ontes de Galaad;
tus dientes com o hatos de ovejas esquiladas
que salen fuera del baño,
meulres todas de m ellizos
sin que ninguna sea privada de ellos.
Como hilos de púrpura tus labios
y tu boca pequeña.
Como el color del granado tus mejillas
en m edio de tus rizos.
Como torre de David tu cuello,
edificada a m anera de fortaleza;
m il escudos penden de ella,
armaduras todas de guerreros fuertes».
(Cant., 4, 1-4).

J l i i t a m e n t r , |hh l a u t o , J u i n a <!«• Nlcomcdin exclam a: «¡Oh


I m' 11 1ii 11 Ih llinliiiu u n l i n lo iliu lu* beldades!»: «O pulcherrim a
lililí til lliiilu iMlMiltim pulí l u l t u i l l m i m !• (Oral. I in Praesent.
Ifo lp IMi IIKI, I4lft). I(» m u y cierto — com o afirm a el Es-
I <i < Hii Simio, i j i i o I n n dote* del cuerpo son cosa muy pequeña

en com paración de lus cualidades del alm a: «Falaz es la gra­


cia y vana la belleza; solam ente la m u jer que tem e al Señor
es digna de alabanza» (Prov. 31, 30). Sin em bargo, cuando la
belleza del cuerpo — com o sucede en M aría — es un vivo
reflejo de la belleza del alm a; cuando la belleza física va
unida a la belleza m oral, no se puede negar que tam bién
aquélla es u n don de Dios y, p o r tanto, vina pru eb a no des­
preciable de la benevolencia divina.

2. L a s r a z o n e s d e t a l b e l l e z a . — M uchas son las razone


que nos incitan a a d m itir u n a belleza verdaderam ente so­
brehum ana en María.
Las principales, con todo, son tres:
a) Los hijos se parecen a las madres. La p rim era de es
tas razones se desprende de las relaciones íntim as que exis­
ten entre Jesús y M aría, entre la M adre y el Hijo. Un an ti­
guo proverbio dice que los hijos se parecen a las m adres, es
decir, que acusan sus rasgos fundam entales.
Sea cual fuere el valor relativo de este dicho, al ser apli­
cado a los hijos en general; al ser aplicado a Jesús, asegura­
mos que tiene un valor absoluto. Se sabe, en efecto, que Je­
sús, en cuanto a su naturaleza hum ana, fue engendrado pro­
digiosam ente por su Madre, sin intervención de padne terre­
nal. Jesús fue todo de María, exclusivam ente de María. Y és­
ta nos parece una razón muy poderosa para concluir que, se­
gún el curso de las leyes natu rales (y nadie puede presupo­
ner una excepción en el caso presente), Jesús debía ser el re­
tra to perfecto de María, su Madre. Admitido esto, ¿quién pue­
de negar que Jesús estuvo dotado de una extraordinaria her­
m osura? Infinitam ente bello, como Dios que era, tam bién
como H om bre debió ser un prodigio de belleza, tan to res­
pecto al alm a com o respecto al cuerpo, pues una y o tro fue­
ron form ados directam ente p o r Dios y, por tanto, reprodu­
cían con to d a exactitud el ideal divino.
A Jesús se le aplican las p alab ras: «Speciosus fo rm a prae
filiis hom inum » (Ps. 44, 3), el m ás herm oso de los hijos de
los hom bres. Al igual que su Divinidad es «un candor de
luz eterna, u n espejo sin m ancha y una im agen perfectísim a
de la B ondad infinita», y así tam bién su H um anidad es una
superficie tersísim a de cristal que refleja las perfecciones y
excelencias del Verbo.
Si Jesús, p o r tanto, fue bellísim o, el m ás bello entre los
hijos de los hom bres, ¿por qué no a d m itir lo m ism o en fa­
vor de su M adre? ¿Por qué negar o, al menos, poner en du<
da respecto a la Santísim a Virgen lo que dam os por certísim o
respecto de su Hijo? De la extraordinaria belleza de Jesús
i<* lógico deducir la extraordinaria belleza de M aría. Así lo
linn deducido todos los grandes teólogos. Escuchem os, por
ejemplo, a San Antonino, Arzobispo de Florencia: «Según
Aristóteles, p o r naturaleza existe inherente a cada cosa una
tuerza, por la cual dicha cosa engendra o tra a sí sem ejante.
Cuando, pues, la n aturaleza obra en condiciones norm ales y
i ello no se le pone im pedim ento, el hijo será sem ejante al
podre o a la m adre. Y en el caso de que el hijo nazca no del
padre, sino sólo de la m adre, b ajo el influjo de u n a potencia que
no pueda errar, ni se r obstaculizada, es decir, b ajo el influjo
ili* Dio», entonces necesariam ente el H ijo deberá ser semejan-
l«* ti In Madre y viceversa. Ahora bien, en nuestro caso, el
lll|o es bellísimo, pues de El se lee: speciosus, etc. el m ás
harinoso de los hijos de los hom bres en el cual desean con
nusln vehemente fija r sus m iradas los ángeles. Por tanto, la
Hnntlsimu Virgen, M adre de Dios, fue bellísima» ( S u m m a ,
r. iv , t. 15).
Más o menos, de la m ism a m anera razona San Juan Da-
niMceno.
b) Im belleza del alm a reflejada en el cuerpo. O tra prue-
ba do In extraordinaria bellezu del cuerpo de María, pode­
mos, mAi bien dicho, debemos deducirla de la txtraordina-
rln belle/n moral, o sen, do la extraordinaria santidad de
sil n i m a ,
l's I n n a g a lllt, *>i| »>f»i lo, t|ti» ln bol l a t a del n lm u se refleja
lum hlitn »n vi i i u u p o llii nlin n i Andida exige unu m irada
lí m p i d a v llalli Mila un uIiiim u M e i tn n los mAs nobles senti-
iiiMitii*, »«lu> una • • l in a dallcadn. Asi lo afirm an, con
Han lo I imiiiU, iMinlili'ii los iiiiMleinos trenólogos. De la m ism a
oí.....i .i i|iu el vli lo ik fo rm a el cuerpo, la virtud, en cambio,
lu iln ciarlo lustre y esplendor. «El cuerpo hum ano — escri-
l»e Snn Antonino — superó en belleza y en nobleza a todos los
cuerpos de los anim ales, por estar unido al alm a racional; de
lo que se deduce que la nobleza aum enta y se intensifica según
la m ayor nobleza del alm a, con la cual está unido y de la
cual está inform ado. Y es razonable, porque la m ateria y la
form a están entre sí relacionadas y son proporcionadas. Des­
de el m om ento, p o r tanto, que el alm a de la Virgen fue la
m ás noble, después de la del Redentor, es lógico concluir que
tam bién su cuerpo fue el m ás noble y el m ás bello, después
del de su H ijo (S u m m a , c. X, t. 52).
Ricardo de San V íctor (In Cant., CXXV, PL„ CXCVI, 438)
expresaba el m ism o concepto diciendo: «No hay duda algu­
na de que el fuego del am or divino, allá donde Ella interve­
nía, se m anifestase en todo su exterior, de m anera que, pose­
yendo una pureza angélica, angelical tam bién era su rostro».
«La belleza externa del cuerpo purísim o de M aría — dice
Mons. Sinibaldo — es el reflejo de la belleza in tern a de su
alma. M ujer, Virgen, Madre, M aría es bella p o r la perfección
sim étrica de sus m iem bros, siendo bella p o r la arm onía de sus
facultades in te rn a s; es bella p o r la ju sta proporción de sus fac­
ciones, siendo herm osa por el conjunto y esplendor de todas
las v irtudes; es bella por todos los dones de una naturaleza
privilegiada, pues lo es por la plenitud de todas las gracias
con que Dios la ha enriquecido; es bella icn su rostro, donde
el candor y la ingenuidad de la Virgen se com binan con la
m ajestad y la ternura de la M adre, pues es bella en su Cora­
zón, que encierra todos los dones de los celestes carism as. Ma­
ría es toda herm osa en su cuerpo virginal, p o r ser toda her­
m osa en su alm a inm aculada» (E l Corazón de la Madre de
Am or, cap. I).
c) Cristo moldeado sobre María. Considérese, en fin, con
el gran Bossuet, la intención que tuvo Dios al fo rm ar el cuer­
po virginal de María. Al fo rm ar este cuerpo virginal, tuvo co­
mo punto de m ira a J e s ú s : Dios form ó a M aría en vistas a Je­
sús. Dios, pues, en su intención, «modeló el cuerpo de la
Virgen sobre el cuerpo de Jesús», precisam ente, porque el
cuerpo de Jesús, divinam ente herm oso, debía de ser m odelado
sobre el cuerpo de la Virgen.
La fuerza de este tercer argum ento la encontram os apro­
bada y confirm ada tam bién por la liturgia, la cual atestigua
que Dios form ó de m anera especial no sólo el alm a, sino tam ­
bién el cuerpo de la Virgen, a fin de que fuese digna h abita­
ción del Verbo E ncam ad o: *Deus, qui gloriosae Virginis et
Matris Mariae corpus et anim am , u t dignum Filii tui habi­
taculum effici m ereretur... praeparasti».
También la Santísim a Virgen, pues — diría Dante Alighieri
— fue una cosa venida
«del cielo a la tierra para «m ostrar milagro».
Se m uestra tan placentera a quien la m ira
y com unica con sus ojos una dulzura tal al corazón
que no se la puede explicar el que tío la experimenta.
y parteo que (le sus labios salga
un *inpiro »uav«, lleno da amor
qiif ilh ii ni iiliiur tuapira».

i ouli>iii|ilandn t» la Vllgon »o contempla el cielo. Y el co-


ia/iiii iicnie Ini|*ulnnclo a desahogar la plenitud de su amor
uanlando con un poeta moderno:
Cuando pienso en Ti, Virgen hermosa,
el m undo a m i alrededor palidece;
calla por un instante el m ar y la borrasca
y me olvido m om entáneam ente de este mundo.
Y entonces se m e aparece tu figura com o estrella,
que se abre pobre el m ar a la prim era luz;
y confiado en lu piadosa mirada m e parece
qui' mi' encuentro contigo en el Edén (1).

U fuo preguntado a la vidente de Lourdes, Santa Bernardi-


la Soubirou», «I la Virgen que se le había aparecido en la
(in ita ei a herniosa, « Tan herm osa era — respondió — que
■iinmln m la lia «oulPiupUido una vez, se desea la m uerte pa­
la pmlt ilii ver da nuevo».
Un illa »«’ li< presentó un álbum de vírgenes, con las prin­
cipale* obra* m aestras do los pintores, p ara que dijera su
parecer. Después de haberlas exam inado casi todas, respondió
Indignada: «¡Se deberían haber sentido avergonzados de ha­
ber pintado a la Virgen de sem ejante m anera!» La obra m aes­
tra de Dios es incom parablem ente superior, en belleza, a todo
trabajo humano.
(1 ) D a llo lio , P o e s ía .
Podemos form arnos una idea de la belleza de la Santísim a
Virgen contem plando el ro stro de la Anunciación de Florencia,
rostro pintado — según la Tradición — p o r una m ano angélica
y por tan to — podem os legítim am ente suponerlo —, m uy se­
m ejante al rostro real de María. ¡E s adm irable! Solía decir
un gran príncipe después de h ab er contem plado aquel rostro
sobrehum ano, que había concebido m ayor h o rro r al infier­
no, por m iedo de verse privado p ara siem pre de contem plar
aquellas facciones en la eternidad. El Padre Ségneri cuenta
que un protestan te se convirtió al ver en la Galería de Parm a
una herm osa im agen de María, p o r habérsele dicho que no la
vería en el cielo, si no abandonaba, antes de m orir, su reli­
gión.

CONCLUSION. — «La belleza — dice Platón — es como un


rayo que dim ana del rostro de Dios, como de un sol bellísi­
mo, y se proyecta sobre la criatu ra y que después de em be­
llecerla y tornarla agradable con sus colores, vuelve a la mis­
ma fuente, de donde salió. Este rayo — en cuanto procede
de Dios — es y se llam a belleza; en cuanto arreb ata los cora­
zones, es y se llam a am or; en cuanto vuelve a su autor, es y
se llam a dilección» (ln Convivio). Si Platón — observa un pia­
doso escritor — cuando escribió de esta form a la belleza hu­
biese tenido la suerte de conocer a M aría, no h ab ría podido
hablar m ejor; a ninguna o tra belleza se adap ta tan bien
esta definición, como a la belleza de María. La belleza de la
Virgen es un rayo, un reflejo de la divinidad, que quiso im ­
p rim ir en Ella, m ás que en ninguna otra criatura, sus divinos
atributos. E sta belleza la tornó tan herm osa, tan atrayente,
tan am able, que se ganó el am or de todos los corazones. Mas
este am or es ta n santo, que cuanto m ás crece, m ás lleva y
une a Dios p o r la inefable dilección. La belleza de M aría no
es, sencillam ente, el resultado del trab ajo de los artistas que
ha plasm ado sobre su rostro y en su persona todo cuanto de
m ás delicado y dulce existe en la creación, sino que es, sobre
todo, el fruto de la plenitud de la gracia santificante, m edian­
te la cual M aría es m ás celestial que terrena, más divina que
hum ana. Es, p o r tanto, una belleza, la de la Virgen, que mien-
Irus arreb ata los corazones, los em briaga can exquisitas fra-
liuncias, los eleva al deseo de los bienes celestiales y de Dios.
Deleitémonos, pues, con la m ayor frecuencia posible, nos­
otros que somos peregrinos sobre la tierra, en aquella belle-
z.u suprem a de la cual disfrutan los bienaventurados habitan­
tes del cielo.
Y con la dulce esperanza de subir un día tam bién nosotros
a contem plar tan inefable belleza, consolémonos repitiéndole
con lu Iglesia:

• AHu/iiie, V iruta gloriosa,


<n/h' hnliii lu m J i hermosa;
/ulive ili> bfllpm ¡Inri
nii'Hu ftOf nototro* ni Sefíor».

O bien, »1 r* mris de nuestro agrado, repitam os aquella in


superable letanía de la belleza que un día dedicara a M aría
lino de los cuntores m ás apasionados de su am or, San Alfon­
so Mui (a de Ligorio: «¡Oh Reina de los ángeles, cuán herm osa
V perlecta os ha hecho el cielo! Sois tan bella, tan llena de
g radas, que vuestros atractivos divinos arreb atan todos los
corazones. Cuando se os contem pla, todo parece feo y deforme,
lodii beldad *e ecllpsu, toda gracia desaparece como se ocul­
tan las estrellas a lu vista del sol. Belleza de la N aturaleza,
flor V perla de todas las criatu ras, encanto, o rnato de toda
la creación, Imanen y espejo de Dios; tenéis la boca de Sara,
i uva sonrisa alegra al d o lo y a la tierra; la dulce y tiern a mi-
i tula d< la tremida Lía, con la cual heristeis el corazón de
lili»., i t t'tpln id o i del rostro de la bella Raquel, que eclipsa
Itm i ityo* di’l «oí, lir. uraclas y los encantos de la discreta Abi-
H*ll, io n lo* cuales calm asteis la cólera del Altísimo, airado
poi nuestro* pecados; la vivacidad y la fuerza de la valerosa
Judll, que os hacen triu n far de los corazones m ás obstinados.
Augusta Soberana, del océano inm enso de vuestra belleza bro­
tan los ríos de la belleza y de la gracia p a ra todas las criatu­
ras. E im itando el oro de vuestros cabellos, cuyos bucles des­
cienden con adm irable negligencia sobre vuestro cuello y so­
bre vuestras espaldas de m arfil, el m ar ha aprendido las iri­
saciones de sus olas y a hacer b rillar el cristal de sus aguas.
La inalterable serenidad de vuestra frente, la calm a y la paz
que reinan en vuestro rostro, han enseñado a nuestras tra n s­
parentes fontanas a perm anecer serenas y tranquilas en la
profundidad de sus aguas. Para hacer b rillar con m ayor inten­
sidad sus líneas radiantes, p ara diluir la belleza de sus co­
lores, para trazar toda la galanura de sus líneas, el arco iris
se ha esforzado en im itar el perfil elegante de vuestra per­
sona. La brillante estrella de la m añana y la de la tarde son
chispas desprendidas de vuestros ojos. El lirio de plata y la
rosa de púrp u ra han robado sus colores a vuestras m ejillas.
La púrp u ra y coral suspiran de celo al contem plar el color
encendido de vuestros labios. La leche m ás dulce, la miel más
exquisita destilan de vuestra boca. El oloroso jazm ín y la per­
fum ada rosa de Damasco han tom ado sus dulces esencias de
vuestro aliento. En una palabra, ¡oh Reina m ía!, toda belleza
creada sólo es som bra e imagen de vuestra belleza. El cielo
y la tierra se postran a vuestros pies y se consideran tan po­
bres y tan pequeños que Vos los enriquecéis y engrandecéis
con el solo contacto de vuestras plantas. La estrella de plata
se siente feliz al poderos servir de pedestal y el rayo de sol
se to rna más brillante cuando os envuelve en sus esplendo­
res como en un m anto. ¡Oh cielo herm oso, puro, y sereno,
que habéis encerrado en Vos la inm ensidad de Aquel a quien
el universo adora sin poderlo contener! ¡Oh ojos herm osos
que arrebatan los corazones! ¡Oh labios de p ú rp u ra que es­
clavizan a las alm as! ¡Oh m anos llenas de flores y de gracias!
¡Oh criatu ra sin defectos, que seríais tom ada por una divini­
dad si la fe no m e dijese que no sois Dios! ¡Oh M aría, bella
sobre todas las criaturas, m ás am able, después de Jesús, que
todo cuanto existe digno de ser am ado; preciosa m ás que to­
da la creación; m ás graciosa que la m ism a gracia; lanzad so­
bre nosotros una m irada de am or, sólo una m irada, y eso
nos basta!»
LAS PERFECCIONES DEL CUERPO Y DEL ALMA

DeNpués de huber considerado en lu Virgen Santísim a las


priTtcelones del alm a y Ihh cualidades del cuerpo nos queda
(jn«* considerar lux perfecciones que utañen al cuerpo y al
iilnm id ml«mo tiempo. Estas perfecciones psicosom áticas son
dos: lu vligluldud y lu glorificación dei alm a y del cuerpo
m ediante lu Asunción. Perfección del alm a y del cuerpo es
ante todo lu virginidad; ésta, en efecto, cuando es perfecta,
supone siem pre dos cosas; un hecho y una intención: el he­
cho de lu integridad corporal (libro de las satisfacciones esta­
blecidas por Dios p ara la conservación de la especie hum a­
na); y la intención o resolución que tom a ordinariam ente
lu form a de voto de privarse p ara siem pre de sem ejantes
satisfacciones por un fin superior. El uno y la o tra se encuen­
tran en Murlu, no obstante su divina M aternidad.
Perfección drl alm a y del cuerpo, en segundo lugar, es la
gloria con que Dios corona u sus elegidos y con la que co­
ronó, ul IItiul drl destierro, u sil Sutilísima Madre.
Nuhdlvldlteiuoi, pin lauto, esle tercer punto, en dos pa­
rágrafos i
I I u \'lt ulnliliiil i Ir Murlu. II. I u Asunción de María.

Ait. I.

LA VIRGINIDAD DE MARIA
l'.SQUBMA. — In tr o d u c c ió n : La m á s fú lg id a p e rla e n la c o ro n a de la div in a
M ate rn id ad de M aría. — I . L a v irg in id a d p e rp e tu a de M aría en general:
I. E rro re s c o n tra s e m e ja n te v e rd a d ; 2. Las p ru e b a s : a) la E s c ritu r a ; b)
la Tradición. — I I . La v irg in id a d d e M aría en p a rtic u la r: 1. A ntes d e d a r­
nos a J e s ú s ; 2. Al d a rn o s a J e s ú s ; 3. D esp u és d e h a b e rn o s d ad o a J e s ú s ;
4. O bjeciones a n tig u a s y re c ie n te s ; 5. M aría fu e la p rim e r a e n e m itir
rl voto de v irg in id a d . — C o n clu sió n : La R ein a d e las v írg en es.
Es cosa innegable: la corona m ás fúlgida que ado rna la
cabeza de M aría es ciertam ente, su divina m aternidad.
Mas entre las m uchas y preciosísim as piedras preciosas engas­
tadas por la m ano m ism a de Dios en esta fulgidísim a corona,
la m ás preciosa, la m ás brillante, la que com unica un relie­
ve particu lar a la excepcional personalidad de M aría es, in­
dudablem ente, su virginidad. ¡M aría, Virgen y M adre!... He
aquí uno de los m ás grandes m ilagros obrados p o r la diestra
del Om nipotente, el único en su género que se puede aducir
en la historia de los siglos...
La m atern id ad y la virginidad son los dos m ás grandes o r­
nam entos de la m u je r; pero son, n aturalm ente, irreconciliables:
el uno excluye al otro, como la flor excluye al fru to y el fru ­
to a la flor. Sólo con su Santísim a M adre, Dios h a hecho una
excepción. Es éste u n privilegio ta n extraordinario que bas­
taría por sí solo p ara ponernos de m anifiesto la grande, la ine­
fable benevolencia de Dios p ara con María. El m elifluo doc­
tor San B ernardo vio en él el punto m ás culm inante de su
gloria, aquello por lo cual Ella se distingue de todos, cons­
tituyendo un orden p ara sí. «Si m e entretengo en alab ar su
virginidad — dice — encuentro que m uchas o tras alm as, des­
pués que Ella, fueron vírgenes. Si m e dedico a exaltar su
hum ildad, encontraré tal vez pocos, pero, al fin, algunos que,
según las enseñanzas de Jesús se hicieron m ansos y hum il­
des de corazón. Si alabo la m u ltitu d de sus m isericordias,
encuentro que hubo otros hom bres y m ujeres llenos de m ise­
ricordia. En u n a sola cosa M aría no tuvo igual, ni antes ni
después y fue en esto: en que le fue dado u n ir las alegrías
de la m atern id ad al h o n o r de la virginidad. Fue éste un
privilegio exclusivo de M aría que jam ás será concedido a
nadie más. Es una prerrogativa singular y al m ism o tiem po
inefable: nadie jam ás la podrá com prender y ni siquiera ex­
plicarla. ¿Qué habríam os de decir al co nsiderar de quién fue
María constituida M adre? ¿Qué lengua, aunque fuese de án­
gel, sería capaz de alab ar convenientem ente a la Virgen Ma­
dre? ¿Y M adre no de cualquiera, sino de Dios? Doble m ila­
gro, doble privilegio, caso inaudito, m as conveniente. Una
Virgen no podía tener p o r H ijo más que un Dios y un Dios
solo podía tener p o r M adre a u n a Virgen» (Serm . de As~
xiimpt., n. 5, PL. 183, 438).
Ahora bien, la virginidad en M aría no fue una prerroga­
tiva p asajera; no fue como la flor que adorna a la p lan ta du­
rante cierto tiem po y después se m archita, pierde el color, se
deshoja y cae p ara ceder el puesto al fruto. N o: en M aría, la
virginidad fue p erp etu a; se conservó a través de todos los es­
tallos de su vida, siem pre. María fue toda y siem pre como el
perfum e de un lirio, de una azucena que trasciende a perfum e
ile Paniíno. Muría, en efecto, concibió virginalm ente al H ijo
de l)|o»; lo din a lu/ virginalm ente también, y en esu.' mismo
i imlii vIvio ilm m iiI to d a '«u villa. I.a liase que se ha hecho
i liwii a i>aia i<«p|t’«ai ««majante verdad, es é sta : M aría fue
«lempie VtiM'u unii-, tlrl parto, en el parto y después del
Ih lilu ,
I uta verdad lúe deílnldu en el Concilio V General de Cons-
lanllnoplu y en el Concilio de Letrán, en tiem po de M artin I,
ni *c puede poner en duda sin in cu rrir en herejía. Es una ver-
dad de l'e.
Graciosísima, a este respecto, es la leyenda que aparece en
la vida del Beato Egidio de Asís, discípulo predilecto de San
Iran ciico . Un pludoso y docto dominico, sintiéndose desde
liana muchos Bfio» gravem ente perturbado contra el dogma de
la peí peina virginidad de María, quiso finalm ente consultar
m u ri hum ilde franciscano, que tenía el don de calm ar las
i imrli'iH tan Inli ampillan, para exponerla «us tentaciones. El
IImito l uidlo, Iluminado por el rielo, lúe a su encuentro fuera
de la p u n ta del (olív en lo v, saludándolo, le dijo: «H erm ano
|*iedli ndiii, la Niuillnlliiit Madie de Dios, María, fue Virgen an-
le« ,lel mu Imleiit'i di Icnú*» Y al decir esto, golpeó la tie-
II m i "H su liAenlo, brotando un blanquísim o lirio. Tornó nue­
vamente a golpear la tierra y a rep itir — : «H erm ano Predi­
cador, Marín Santísim a continuó siendo Virgen al darnos a Je­
sús». Y he aquí que brotó otro lirio m ás herm oso que el pri­
mero. Golpeó p o r tercera vez el suelo, añadiendo: «H erm ano
Predicador, la Santísim a Virgen continuó siendo Virgen des­
pués de habernos dado a Jesús». Y se vio b ro ta r un tercer li­
rio, que aventajaba en belleza y candor a los dos anteriores.
Esto dicho, el Beato Egidio, volviéndole las espaldas, se
encam inó a su Convento, dejando a aquel religioso atónito y al
mism o tiem po libre de su violenta tentación.
Habiendo después sabido que aquel religioso franciscano
era el Beato Egidio de Asís, concibió una alta estim a de él
y m ientras vivió conservó aquellos tres lirios como tres tes­
tim onios irrefutables de la p erpetua virginidad de M aría (Cfr.
S u r io , Vida del Beato Egidio. 23 de agosto).

I. — La v ir g in id a d perpetua de M a r ía en general

1. Los e r r o r e s . — Muchos fueron los que, no queriendo in


clinar l a frente soberbia ante un privilegio ta n singular, l o ne­
garon o l o hicieron objeto de los m ás encarnizados a t a q u e s .
Pocos dogmas, en efecto, resistieron una lucha tan e n c a r n i ­
zada como éste. Los que obtuvieron el prim ado en com batir
la virginidad de María fueron los judíos, los cuales i n t e n t a ­
ron hacer recaer sobre Ella las sospechas del m á s torpe d e lo s
delitos: el adulterio.
Otros, cristianos de nom bre, pero judíos de hechos, esto es
los judaizantes, discípulos de C arpócrates, de Ebión y de Ce-
rinto, no se atrevieron a llam ar a M aría pecadora, pero nega­
ron que Jesús hubiese sido concebido virginalm ente. Y así en­
señaban que San José era el verdadero padre n atu ral del Sal­
vador.
Otros herejes, a p esar de a d m itir la m aternidad virginal
de M aría, pretendían que cesó de ser Virgen después de haber­
nos dado m ilagrosam ente a Jesús, es decir, que concibió otros
hijos de San José. E ste e rro r fue profesado por Apolinar, por
Bonoso de Sardica, por Elvidio, p o r Eunom io, p o r Joviniano
y por todos aquellos herejes llam ados p o r San Epifanio an-
tidicomarianitas.
Joviniano, además, es tristem ente conocido por haber nega­
do la virginidad de M aría en el parto.
Todos estos antiguos errores contra la virginidad de María,
errores que no encontraron prosélitos en el Medioevo, fueron
ilcupués traídos a p rim er plano por los p rotestantes y p or los
racionalistas.
A todos estos adversarios, antiguos y recientes, nosotros
podemos o b je ta r que el dogm a de la virginidad de M aría fue
m plícitam ente revelado por Dios, y ¿negarem os n uestra fe a su
palabra?

2. L as p r u e b a s . — a) La Sagrada Escritura. Se puede pro


bur in genere c in specie.
Iii genere : Lu M adre do Dios luc Virgen durante toda la
vlilu, l/o ullrinu lu Sagrada Escritura. Es célebre el pasaje de
l i u l u » »//c uqul que lu Virgen concebirá y dará a luz un hijo
i»oii m unhrr \iiril Hmmunuel». Lu constante Tradición de la
Iglaiila, i m i I i i Virgen predlchn por Isaías ha visto siem pre a la
Muilro de Dios.
lü uso constante do la Sagrada E scritura y la m ism a eti-
mologíu nos dicen que la palabra virgen (en hebreo almá)
UNNdft por el Profeta, significa jovencita aún no casada.
El senlido que se desprende del contexto de la profecía
cu «'Míe: «He aquí que una virgen, perm aneciendo virgen, con­
cebirá y dará a luz un h ijo ...» Isaías, en efecto, designa este
acontecim iento como un prodigio; y no es ciertam ente nin­
gún prodigio el que una m ujer casada tenga un hijo...
('uto «nítido ilc lu predicción de Isaías lia sido confirm ado
por lu IiiIcm piciucItVn que nos du Sun Mateo, el cual, después
de luí lu í r<l crido rl m uñirlo drl Angel a Sun José, añade inme-
dlMlnmanic - v lodo pulo fue hecho, u llu de que se cumplie-
n(i lo que ■111i i Dio* p<ii medio drl profeta: He nqul que la Vir­
gin tiitu ohlrH», el* . (Mui I, 11),
11 ) I ¡i Tniillt'hU i Iir lu p n p e l u u v l i K l n l d u d d e M aría e n -
..... 11 ii iiioti Irxilnionlnk explícitos d e t o d o s l o s s i g l o s . La per­
primi v i l (iiiililml d r Muría f u e m á s s o l e m n e m e n t e testimo-
n l u d u q u e mi d i v i n a m a t e r n i d a d , t a l v e z p o r h a b e r sido l a
p r i m e r a a t a c a d a p o r los h e r e j e s .
Baste recordar a San Ignacio de Antioquía, el cual escri­
bió: «Al príncipe de este m undo (el dem onio) quedaron ocul-
las la virginidad de M aría, su p arto y la m uerte del Señor, los
tres m isterios m ás estupendos que se cum plieron en el si­
lencio de Dios» (Epist. ad Ephes. n. 19, cfr. F un k , Patres Apos-
tolici, I, ed. 2, págs. 228-229).
San Justin o M ártir ha enseñado la virginidad de M aría
con ta n ta claridad y eficacia de expresión que un predicador
de nuestros días no habría podido expresarse m ejor (Apolo­
gía, I, 33, PG. 6, 380 y siguientes).
Lo mismo se puede decir de San Ireneo, discípulo de San
Policarpo, personificación del testim onio de la fe de la igle­
sia oriental y occidental.
Al fin del siglo iv, a los que negaban la virginidad per­
petua de M aría, San Epifanio podía lanzar este d esafío :
«¿Quién pudo jam ás, y en qué tiem po, pronunciar el nom bre
de M aría sin añadir el apelativo de Virgen?» (Adv. Haereses,
78, PG. 42, 706).
Este dogma, tan querido a la Iglesia, no fue solam ente
privilegio de los Padres y de los escritores, sino que fue
tam bién un dogma esencialm ente popular.
Fue, en efecto, introducido en todos los símbolos, incluso
en el símbolo apostólico, que es ciertam ente uno de los más
antiguos.
Con razón escribía San Ambrosio contra los herejes de
su tiem po: «Si no quieren creer en las enseñanzas de los
Obispos, que crean al menos en los oráculos de C risto...,
que crean en el Símbolo de los Apóstoles que la Iglesia Ro­
m ana ha conservado y conserva siem pre inmaculado» (Epist.
42, PL. 16, 1125 y siguientes).
Descendiendo a los detalles, la Inm aculada M adre de Dios
fue Virgen antes de darnos a Jesús, al darnos a Jesús y
después de habernos dado a Jesús.

II. — La v ir g in id a d de M a r ía en p a r t ic u l a r

1. A n t e s d e d a r n o s a J e s ú s . — a) La Escritura. La con­
cepción virginal de Jesús es testim oniada de una m anera ex­
plícita por los dos Evangelistas M ateo y Lucas.
San M ateo (c. 1, v. 18 y sig.) cu en ta: «El nacim iento de
Jesús sucedió a s í: M aría, su M adre, desposada con José, antes
de que habitasen juntos, se descubrió que había concebido
por obra del E sp íritu Santo. Ahora bien, José, su m arido,
siendo ju sto y no queriéndola exponer a la infam ia, pensó
abandonarla en secreto. M ientras pensaba en esto, he aquí
que un ángel del Señor se le aparece en sueños diciéndole:
«José, hijo de David, no dudes en to m ar a M aría como tu
esposa, pues lo que ha concebido es o b ra del E spíritu Santo.
Dará a luz un hijo, al cual le pondrás p o r nom bre Jesús,
pues librará a su pueblo de sus pecados». Y todo esto sucedió
para que se cum pliese lo que dijo el Señor por boca del
Profctu: «He uqúí que una Virgen, etc...» Todo com entario
serlu superfluo, Inclino nocivo; el texto es dem asiado claro;
Mtiilii llegó it Madre de Jesús de una m anera milagrosa
Miilo txir ubra del E spíritu Santo. Todo es posible a Dios.
«¿Qulán ea — canta graciosam ente San Efrén — quién es el
que Iva inyectado en el seno de la vid — la form a de la uva?
— Y con todo ésta se produce sin necesidad de dedos que la
modelen ni escarpelo. — ¿Cómo se llenan del m osto sin ne­
cesidad de padre? — Ellas contienen una especie de hijo y
engrasan silenciosam ente — quedan llenas sin rom perse. —
Esto sólo b astaría para llenar de confusión a los incrédu­
los» (Cfr. Ricciotti G., H im nos a la Virgen, p. 54, Roma, 1925).
Tam bién los P.lvidianos, en tiem po de San Jerónim o, no
pudieron negar una verdad tan evidente.
El testim onio «le San l.uca» es aún más amplio. F.l nos dice
d u ram en te que Mmla concibió a Jesús sin detrim ento de
su virginidad, y ademán no» proporciona los elem entos ne-
u 'sm lns para probui que M aría perm aneció siem pre virgen,
mI ......... . n b u u v después de habérnoslo dudo.
I I Initu qu<' Nuil lol4, en el Evangelio, es llam ado expre-
«niiii'iilo ¡i,lili, de I r s u s ; mus se le llam a así siguiendo la
opinión pública y tam bién poique — como nota San Agus­
tín — era verdadero esposo de María, M adre de Jesús.
b) La razón. E ra p o r o tra p a rte convenentísim o qu
Jesús naciese de una Virgen. Sólo una M adre Virgen — tal
es el pensam iento de San B ernardo — podía tener por hijo
a un Dios y sólo un Dios podía tener u n a M adre Virgen.
Santo Tom ás nos da cuatro razones de conveniencias, de-
ducidas: 1, de parte del Padre que m anda a su H ijo al m un­
do; 2, de parte del H ijo enviado al m undo; 3, de parte de
la hum anidad de Cristo; 4, de parte del fin de la E ncarna­
ción (S u m m . Th. p. III, q. 28, art. 1).
1. Nos enseña la fe que Cristo es el verdadero y n atural
H ijo de Dios: no era pues conveniente que tuviese sobre la
tierra otro padre fuera de Dios, a fin de que la dignidad del
Padre perm aneciese incólum e y no se convirtiese en p r i v i l e g i o
de un hom bre m ortal.
2. Además era conveniente que la M adre de Dios f u e s e
Virgen, atendida u n a propiedad del Verbo que debía nacer
de Ella. «El Verbo — dice Santo Tomás — no a l t e r a p a r a
n ada la integridad del corazón que lo concibe; m as un c o ­
razón, un espíritu, cuya integridad no fuese perfecta, n o
podría concebir a un Verbo perfecto. Por tanto, así c o m o
la Madre divina es p ara el Verbo de Dios hecho c a r n e lo
que la inteligencia para nuestro verbo, Ella tam bién debía
concebirlo sin ninguna som bra de ullcración, en l a plenitud
de su pureza virginal».
3. Todos aquellos que son concebidos de una m anera o r ­
dinaria tienen, p o r lo menos, la deuda del pecado, y s i s o n
preservados del pecado, com o sucedió en M aría, lo es sólo
por vía de privilegio. ¿Mas quién no considera cuán im pro­
pio era del Verbo, que venía a b o rra r el pecado del m undo,
tener aunque sólo fuese la deuda del pecado? Su honor, pues,
le im ponía el nacer de una M adre Virgen.
4. Finalm ente, la cu arta razón por la cual Dios eligió por
M adre a una Virgen, se basa en esto: que de esta m anera
el nacim iento de Cristo se asem eja lo m ás posible a la m a­
n era como nosotros llegamos a ser hijos de Dios. N uestra
generación sobrenatural, m ediante la cual somos hechos hijos
adoptivos de Dios, es el fin de toda la obra de la Encarnación.
Lo dice San Juan en el Capítulo prim ero de su Evangelio.
Mas el m ism o Apóstol describe tam bién la form a en que
esta filiación nos asem eja a Jesús y la form a en que se o p ;ra
en nosotros: «no p o r obra de la sangre, ni p o r voluntad de
la carne, ni p o r querer del hom bre, sino p o r beneplácito de
Dios». El tipo, el ejem p lar único y trascendente de esta ge­
neración original, era ju sto que lo debiésem os encontrar en
el nacim iento m ism o del Salvador. Jesús, p ara u sa r la frase
de San Agustín, debía nacer de M aría de la m ism a m anera
que nosotros de la Iglesia: virginalm ente.

2. A l d a r n o s a J e s ú s . — a) La Sagrada Escritura. M aría


Santísim a, adem ás, fue Virgen al darnos a Jesús.
Con unu delicadísim a descripción, San Lucas nos dem ues­
tra que Muria conservó la Integridad virginal en el acto mismo
del naiim lanto del Salvador. «Y sucedió que m ientras allí
(rn IM i'ii) encentraban Murlu y José, se cum plió p ara ésta
el llam po <lel p a lio y dio u lu/. u su H ijo prim ogénito y lo
•nvolvió en panales y lo colocó en un pesebre, porque no
habla lugar puru ellos en lu posada» (2, 6-7). María, pues,
sogun este relato, no parece que haya estado som etida a nin­
guna de aquellas debilidades y dolores que suelen acom pañar,
naturalm ente, a la m aternidad. Es Ella m ism a, y no persona
otra alguna, la que presta a Jesús todos aquellos cuidados
amorosos que pedían su condición de recién nacido. San
I ucas no habría podido hablar así de Ella, no nos la habría
podido describir de esta m anera si M aría hubiese traído al
inundo a su lll|o prim ogénito de la m anera ordinaria. Y, por
i mi lo, al Igual que mi rayo de luz p u ra atraviesa el cristal
mi xnlo «ln i misal I* ilano ulguno, sino com unicándole su es­
plendor, asi Jemis, verdadera luz del mundo, abandona el
...... ili .m Mmlii , com unicándole el nuevo esplendor de su
viiyiniil pinin a ,< inno lia sucedido esto? M ediante una ver-
■IhiUim i millium ii m imi d r cuerpos. E sta es la idea universal-
mriii. t*i ■>111m111* vil lir* escuela*. Jesús salió de María, como
MIAU IhuIiI saldría del sepulcro sin mover la piedra, y como
•'tiiiuiia, estando las p uertas cerradas, en el cenáculo: m i­
lagrosamente.

3. D iis p u u s DB h a b e r n o s dado a J e s ú s . — Finalm ente, María


Santísim a l'ue Virgen tam bién después de habernos dado a
h \ú s , durante toda su vida. La azucena de su virginidad ja ­
m ás cayó de su m ano, ni se m arch itó : Ella la llevó cándida
e inm aculada consigo al cielo.
Tam bién esto se puede deducir m aravillosam ente de San
Lucas. La respuesta que M aría dio al ánge] nos dem uestra
que Ella perm aneció siem pre Virgen: «¿Cómo sucederá es­
to — dijo — si yo no conozco a varón?»
E stas palabras son la expresión de los sentim ientos q u e
M aría alim entaba sobre la virginidad. Ella oye decir q u e l l e ­
gará a ser M adre de Dios y se turba, se im presiona, p o r q u e
ha decidido perm anecer siem pre virgen... Ella da a e n t e n d e r
que la virginidad, en su concepto, es una cosa sagrada, a l g o
prom etido a Dios, y en su conciencia no ve claro c ó m o s e
pueda dispensar de un voto hecho. Por eso pregunta pruden­
tem ente: «¿Cómo...?»
Ahora bien, ¿acaso era posible que, em bargada p o r e s t o s
sentim ientos, la S antísim a Virgen estuviese dispuesta a d e s ­
cender al nivel de las dem ás m ujeres casadas?... Sería f a l s e a r
sobrem anera la psicología de la M adre de Dios...
Y si se piensa que San José fue tam bién puesto a l t a n t o
de aquel sublim e m isterio, bro ta natural y espontánea la
conclusión de que tam poco él deseó p erd er aquel recato, re­
cato pletórico de veneración que observó desde el principio
p ara con Aquella, que era esposa no solam ente suya, sino
tam bién del Altísimo.
Tam bién aquí hem os de aducir las razones de convenien­
cias deducidas: 1, de la perfección de Cristo; 2, de la dig­
nidad del E spíritu Santo; 3, de la santidad de la m ism a
Virgen Santísim a.
1. Siendo Cristo, según la naturaleza divina, el Unigénito
del Padre, era conveniente que, tam bién, según la naturaleza
hum ana, fuese el Unigénito de la Madre. H abría sido una
dism inución de su perfección el que M aría hubiese tenido
otros hijos.
2. El e rro r de aquellos que se atreven a asegurar que la
M adre de Dios, después de su p a rto milagroso, h a y a t e n i d o
otros hijos de San José, es ofensivo contra el Espíritu S a n t o ,
que convirtió el seno purísim o d e la Virgen en un v e r d a d e r o
sagrario en el cual El form ó la Carne de Cristo.
3. Una tal blasfem ia a ten ta tam bién contra la dignidad
y santidad de la M adre de Dios, la cual, en sem ejante ab­
surda suposición, se habría m ostrado en extrem o ingrata si
no se hubiese contentado con un H ijo tan grande y hubiese
menospreciado la virginidad en Ella, h asta entonces conser­
vada de una m anera tan m ilagrosa.

4. O b j e c i o n e s a n t i g u a s
y r e c i e n t e s . — Muchos son los
ataques antiguos y recientes contra la virginidad de María,
después de su parto. Algunos objetan, sobre todo, las pala­
bras de Sun Muteo: «José no la conoció h a s t a o u e no dio a
l i l i II .«« l i l i » PwMOOBNlTO».
Aquella expresión, hasta que y la pulabra prim ogénito —
dicen I o n protestuntes — son dos argum entos que comprue-
bun que Marlu no fue siem pre Virgen.
Respondem os: 1) E stá al menos fuera de dudas que M aría
fue Virgen antes del parto. 2) En cuanto a la expresión hasta
que, San Jerónim o enseña que sem ejantes expresiones, en
lu Biblia, no siem pre indican cam bio de acción en el porve­
nir. Nosotros tam bién solemos decir: Dios durará hasta que
dure el mundo. ¿Acaso con esto querem os excluir la duración
eterna de Dios? Todo hom bre dotado de razón debe, al me­
nos, adm itir que este argum ento es incapaz de anu lar a todos
Ion otros que atestiguan de una m anera evidente la perpetua
virginidad tic Marín. B t necesario, adem ás, hacer notar que
*1 San José |,t purexn virginal de su esposa antes de
collocer el lln nltlklmo a q u o era destinada, tanto m ás hubo
i|e r e s p e t a r l a ul xaltet q u e e i a M n ilir de Dios. 3) Respecto
■i lu p a l a l u a i'ilmiiiii'ntlii, «Iivh tanto para determ inar un hijo
inliih'in •■'guillo d r o li o » , m i n o u n lil|o único. I'.n la Biblia,
lu ihiImIh iirlm<>ni*nilo n a u n a expresión Irunl y honorífica.
ii

HintotlfU ii, poique Im lula el derecho de p rlm o g en ltu ra ; el


l'.vangcllsta la usa, preclsum ente, pura hacer resaltar el dere­
cho de Jesús a la herencia real de David. Era adem ás térm ino
legal, y es usada por el Evangelista, precisam ente, para recor­
dar que, según la ley, el hijo nacido en p rim er lugar debía
de ser ofrecido y rescatado. Que prim ogénito signifique tam ­
bién unigénito lo dem uestra el hecho de que no se aguardaba
el nacim iento de un segundo hijo p ara ofrecer el prim ero, el
cual por esto, al menos por ocho meses, perm anecía siendo el
unigénito y frecuentem ente continuaba p o r siem pre con tal
prerrogativa. La Sagrada E scritu ra está llena de casos en los
que el prim ogénito es, al m ism o tiempo, el unigénito.
Se objeta, además, que el Evangelio, al menos en unas diez
ocasiones, habla de los herm anos de Jesús.
Respondam os: San Jerónim o observa que la lengua hebrea
tom a la palabra herm ano en varios sentidos... Tam bién en
algunos países los prim os son llam ados herm anos... Los que
en el Evangelio son llam ados herm anos de Jesús, no son otros
que sus primos. El Evangelio mismo, en efecto, llam a herm a­
nos de Jesús a aquellos m ism os cuyos padre y m adre nom bra...
Evidentem ente, pues, se tra ta de prim os.
Nótese, además, que Jesús, desde lo alto de la cruz, con­
fió su M adre a San Juan, hijo de Zebedeo, y no a o tro ; lo que
dem uestra claram ente que M aría no tenía otros hijos fuera
de Jesús.
M aría Santísim a, pues, fue siem pre virgen: su carne fue
llevada al cielo intacta, tal com o la recibió al nacer.
Fue este un m ilagro nuevo, u n m ilagro que hizo resplande­
cer de modo singular y extraordinario la om nipotencia de Dios.
Mas no es en esto en lo que reside la verdadera gloria de Ma­
ría, la Virgen por excelencia. La sola integridad corporal —
dice Bossuet — es u n a sim ple virginidad de Vestal. Y San
Agustín, a su vez, escribió aquella sentencia que se hizo céle­
bre: la virginidad, considerada sólo en su m aterialidad, no
es gran cosa. La virginidad que eleva, que ennoblece a la
criatura, que la rodea de un atractivo indescriptible, más que
en el cuerpo radica en el alm a. Por eso, m uy justam ente, San
Agustín la pudo definir: «el propósito de conservar siem pre
incorrupta la carne corruptible». El m érito, el valor de la vir­
ginidad está en despegar al hom bre de la tierra p ara elevarlo
al cielo; de las criaturas, p ara unirlo al C reador; en hacer
despreciar las alegrías m ateriales p ara darse a las cosas espi­
rituales; en hacer callar a los sentidos, a fin de que el alma
pueda escuchar más clara la voz de Dios, que la llam a a las
alturas m ás sublimes.
5. M a r ia y e l voto d e v ir g in id a d . — Tal fue la virginidad
do M a r í a . Ella es la Virgen de las vírgenes, no tan to p o r el he-
t lio tic su integridad virginal, cuanto p o r el propósito, por el
voto i|iie hizo de virginidad.
¿Hizo en realidad este voto?... Muchas son las razones que
iinn Impelen a asegurarlo. 1. En su respuesta al ángel — como
yu hemos notado — Ella opuso un verdadero y propio obstá-
i ido it Iii propuesta que se le hizo sobre su fu tu ra m aternidad;
olí’,tiU tilo que 1 1 0 podía estar constituido por el sim ple hecho
ilc luili* i perm anecido virgen hasta aquel momento, ni por el
imple piiipóslto il<' pernumecoi todavía virgen, porque una jo-
i M ........ . .i .H . y u| ti-inr ii Dios y Dios le m anifiesta su
iltoim i., i niii|iltiit uln dificultad, no obstante un propósito
I llllllM llll,
l i i i l l a i i i ii .i l il li pues para Muría, adem ás del sim ple he-
i lio \ del simple propósito, una verdadera obligación de per­
m a n e m virgen, obligación que no podía provenir de o tra c o ­
mo que de un voto. Nótese, adem ás, que en hebreo, tan to el
Plisado corno el presente se suelen u sar en form a de futuro. Las
palabras, por tanto, de la Santísim a Virgen «no conozco varón»,
pueden explicarse clarísim am ente con estas o tra s: «no cono­
ceré varón, o bien, no puedo conocer varón alguno». 2. Tam ­
bién los Santos Padres fueron de la m ism a opinión: «Al ángel
que le hablaba — dice Sun Agustín — M aría respondió: ¿Có­
mo sucederá esto si yo no conozco vurón? Cosu que no diría si
no hubiese ofrecido (la antem ano su virginidad al Altísimo»
(/><• S. Vlru¡nltnl>\ n. 4 P L 1H, 1118; 40, ,W8).
I.o m ism o dli e San Gregorio de Nisa (Serm o de Christi tia-
tlvllah'), ' Poi o l í a p a l l e , llumlimdu como rstabu por la luz
d e l I '.ptillu Santo, conocía perfectam ente el vulor de la vir-
(ilniilail enriquecida y perfeccionada m ediante el voto.
M erecidam ente, pues, Ella es saludada por la Iglesia como
Kainu de las vírgenes: «Regina V irginum ». Antes que Ella, ya
otros, entre los israelitas, como Elias, Jerem ías, se habían
abstenido del m atrim onio, pero sin obligarse con u n a form al
promesa. E ntre los rom anos, eran honradas las V estales; pe­
ro éstas estaban obligadas al sim ple celibato m aterial y, a lo
que parece, d urante un tiem po determ inado.

17. — In s tr u c c io n e s M arianas.
M aría fue la prim era que, de una m anera irrevocable y ab­
soluta, consagrara a Dios su virginidad, y comienza así aquella
estela cándida y lum inosa de vírgenes, que en todos los tiem ­
pos, después que Ella, han seguido al Cordero sin m ancha, en­
tonando las notas de un cántico nuevo. Sólo en la ciudad de
Milán, en tiem po de San Ambrosio — el gran Apóstol de la
virginidad —, m ás de ochocientas jovencitas, de una sola vez,
tom aron el velo sagrado de la virginidad. Lo m ism o sucedía
en otros lugares. Nos dice San Ambrosio que sólo en la Iglesia
de Africa se consagraban m ás vírgenes a Dios que hom bres
nacían en Italia.
Legiones cándidas de alm as que corrían y corren detrás de
!a delinosa fragancia del ejem plo de María.

CONCLUSION. — En las catacum bas de Priscila existe una


pintura antiquísim a que representa la velación o imposición
del velo a una virgen. El Obispo, sentado en un trono, está
en actitud de quien pronuncia un discurso. El gesto de su ma­
no y la dirección de sus ojos señalan un lugar en el cual se ve
pintada la imagen de María, de m anera que parece repetir a
aquella virgen cristiuna las célebres palabras dichas por San
Liborio, Papa, a Santa Marcelina, herm ana de San Ambrosio:
Hanc imitare, filia! ¡He aquí tu modelo, h ija m ía! O tam bién
parece recordarle las palabras de San B ernardo: Respice stel­
lam, voca M ariam ! ¡M ira a la estrella, invoca a M aría! ¡He
aquí tu auxilio! ¡Sí! P ara conservar la pureza del corazón, la
Santísim a Virgen es p ara todos el más perfecto modelo, el más
eficaz auxilio.
Es el m ás perfecto modelo en la pureza perenne de los pen­
sam ientos, de los afectos, de las palabras, de las acciones, pues
todo en Ella fue una continua floración de azucenas. Hanc
im itare!...
Pero, adem ás de ser perfecto modelo, es el m ás eficaz au­
xilio. ¡Tenem os ta n ta necesidad de su protección! Puies toda
alm a pura, obligada a vivir en m edio del mundo, está rodeada
de lazos y peligros sin cuento. Se puede com parar a aquel
gracioso pececillo llam ado el ángel del mar. Sus escam as son
de color de rosa, rodeado de muchos peligros. Y, en efecto,
m se encuentra en la superficie del agua se expone al peligro
de ser tragado por los peces m ás grandes; si b aja a las pro-
limdidades corre el riesgo de ser sepultado p o r el fango;
ni se acerca a las playas corre el peligro de ser devorado por
los crustáceos; si se acerca a las escolleras, los pulpos pue­
den dar cuenta de él, y si salta fuera del agua, las gaviotas
lu liarán pasto de su voracidad. Es ésta la imagen m ás acaba­
da del alm a pura en medio de las ocasiones peligrosas del
mundo.
SI cRtiwuoN alerta, *1 rio* guardam os de las ocasiones, María
im». itunlllitia SI, «•i i cambio, v iiiiio h en busca de ellas, cierta-
im nli m i niiM. vli liman dr nuestra tem eridad, porque la oca-
*•i •mi i» 11 ........... ■>. como u n » venda que se pone ante los ojos:
nui, , I. | n i Inyun, no* Heva donde quiere y vence a quien se
■lee Invencible.
I'l noventa y nueve por ciento de las caídas con tra la pu-
lexu provienen de haberse expuesto librem ente a las ocasio­
nen peligrosas. He dicho librem ente. Pues en las occisiones ne-
i emu lan, inevitables, no nos faltará el auxilio de Dios y de
Marta, mediante el cual podrem os can tar victoria sobre todos
mientras enemigos.
LA GLORIFICACION DEL CUERPO Y DEL ALMA DE MARIA
MEDIANTE LA ASUNCION

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : L a h o ra de la a le g ría y e l triu n fo . — I . L a voz


d e la Sagra d a E s c ritu ra : 1. E n el Pro to ev an g elio , la S a n tís im a V irgen es
a so c ia d a a la lu c h a y a l p le n o triu n fo co n C risto , s o b re e l dem onio y
su s o b ra s ; 2. E l s alu d o d el á n g e l; 3. O tro s lu g a re s e sc ritu rís tic o s . —
I I . L a voz d e la T ra d ició n : 1. E n los p rim e ro s cin co sig lo s: a ) te stim o ­
n io s im p líc ito s ; b ) los a p ó crifo s y su v a lo r; c ) la fie s ta d e la A sunción;
d) la s ra z o n es del silen cio re la tiv o ; 2. Del q u in to siglo en a d e la n te : a)
te stim o n io s e x p líc ito s; b ) in d ic io e lo c u en tísim o . — I I I . L a voz d e la
razón: E ste s in g u la r triu n fo : 1. Lo re q u e ría la g lo ria p le n a d e C risto,
o s ea : a) su h o n o r; b ) su a m o r p o r M a ría; 2. Lo re q u e ría la g lo ria p le ­
n a d e M aría, o s e a : a ) la a rm o n ía d e los m iste rio s d e la v id a de Je sú s
y de M aría; b ) la o rig in a ria id e n tid a d de la c a rn e de M aría con la c a r­
ne d e C ris to ; 3. Lo re q u e ría la p le n a g lo ria del Ciclo. — C o n clu sió n : «G au­
d e am u s o m n es in D om ino!»...

Después de u n a vida que, como la de su H ijo Jesús, fue


toda cruz y m artirio ; después de tan tas y ta n profundas hu­
millaciones, tam bién p a ra M aría, como p ara Jesús, sonó la
hora de la alegría y de la gloria. H abiendo llegado al térm ino
de su destierro terreno, Ella fue glorificada, de u n a m anera
singularísim a, en su alm a y en su cuerpo. Fue llevada a los
cielos. E sta integral y extraordinaria glorificación de M aría
la celebram os todos los años el 15 de agosto.
¿Mas en qué sentido, ante todo, decimos que M aría fue
llevada a los cielos? ¿Fue acaso tran sp o rtad a p o r los ángeles,
como cree la fantasía popular o como se ve representado en
tan tas pinturas? ¡No! Es verdad elem ental que los cuerpos
de los Santos, apenas resucitados y, por tanto, apenas glo­
rificados, se espiritualizan, com o dice San Pablo, independi­
zándose de las leyes físicas, y por eso, con la celeridad del
pensam iento, podrán reco rrer el universo en todos los sen­
tidos, como verdaderos espíritus.
La Virgen Santísim a, p o r tanto, glorificada inm ediatam ente
después de su exilio terrenal, tam bién respecto al cuerpo, tu­
vo en sí m ism a la facultad de subir al cielo sin necesidad de
ser transportad a p o r los ángeles.
Habiéndose hecho sem ejante al Cuerpo de Jesús, el de Ma­
ría estaba capacitado p ara su b ir p o r su propia v irtu d al cielo.
Lu única diferencia entre el H ijo y la M adre estaba en que
Jesús — com o Hom bre Dios — subió al cielo por su propia
virtud lio recibida d r mulle; m ientras que María, como pura
* i Intuí ii, Miblri iiI cirio |hii virtud no brotada de su persona,
Milu .......... pin Dios, o sea, |K>r pirrrogativu que se le había
i nittwilldii, I',nía (liroiciitiU lu Molemos expresar diciendo que
li'nun atcendUi a Io n cielos, m ientras que M aría fue subida,
nigum pta a los cielos.
Ahora bien, que la Santísim a Virgen, al térm ino de su exi­
lio terrenal, fue subida a los cielos y que su cuerpo, dotado
ilc una vida inm ortal, se encuentra en aquel reino de dicha,
rn una verdad de fe, definida solem nem ente p o r el Papa Pío
XII, el I de noviem bre de 1950.

], — |,a voy. »i< i .a E s c r it u r a

Comencemos por lu» raxones que prueban el hecho. Ante


lodo, la A ni ii lili *ii ile Mmln ii I d o lo eslri contenida implícita-
m rn lr m It'iuiluo» equivalentes en las Sagradas Escritu­
ra*,
I iiA i Hiilrnliln Im plícitam ente en el Génesis, en las pala­
l ' i u i i M - v .ni»". Iln
t u . i-i i l e l «Yo pondré enem istades entre ti y la
iiiiiln , i'lr,» ( t, 15), v en el Nuevo Testam ento, en la saluta­
ción nngéllca: «Ave, gratia plena» (Luc. 1, 28).
I. El. Pkoiobvangelio. — En las palabras del Protoevangelio
se predice una enem istad perpetua entre la serpiente, la mu­
j a y el hijo de la m ujer, como tam bién el triunfo grandioso
de este hijo sobre la serpiente, es decir, del Salvador sobre el
demonio.
Y el triunfo predicho fue obtenido.
El H ijo de Dios — escribe San Juan en su p rim era carta,
en el capítulo III — ha venido para destruir la obra del dia­
blo. Ahora bien, tres son, según los libros inspirados, las obras
del diablo: el pecado, la concupiscencia y la m uerte. Esto ad­
m itido, si todos los hom bres han sido destinados a tom ar p ar­
te de estos triunfos del Redentor, es evidente que la m u jer que
d ará a luz a ese R edentor deberá gozar de una p arte especia-
lísim a de esos triunfos. Ni el pecado, ni sus consecuencias y,
p or tanto, ni la m ism a m uerte, ejercerán jam ás dom inio algu­
no sobre Ella. Tam bién sobre la m uerte h ab rá de triunfar
María, o evitándola o, al menos, resucitando anticipadam ente
a una vida nueva, sin esperar la resurrección com ún que ten­
d rá lugar al fin de los tiem pos.
2. E l s a l u d o d e l á n g e l . — E ste triunfo sobre la m uerte se
verificó en Ella, porque estuvo siem pre llena de gracia y por­
que fue bendita en tre todas las m ujeres, según el saludo del
á n g el; por eso se vio libre de las m iserias hum anas y de la m al­
dición que acarreó consigo la culpa, entre las cuales m iserias
estaba la m uerte y la consiguiente conversión del cuerpo en ce­
nizas. Además, la gloria es proporcionada a la gracia. Consi­
guientemente a una «plenitud de gracia» había de corresponder
una «plenitud de gloria», o sea, la plena glorificación del com­
puesto, alm a y cuerpo.

3. O t r o s l u g a r e s e s c r i t u r i s t i c o s . — Algunos E scotistas
vieron una alusión a la Asunción, tam bién, en los siguientes
pasajes de la E scritu ra: « E n tra en tu reino, tú y el arca de
tu santificación» (Salm o 131, 8); el arca sería M aría. «Sen­
tóse a tu diestra la reina con su vestido de oro» {Salm o 44,
105); p o r el vestido de oro se puede entender el cuerpo sa­
cratísim o de María. Y, finalm ente, el pasaje apocalíptico:
«Y una señal grande apareció en el cielo; una m u jer vesti­
da del sol, con la luna b ajo sus pies y con la cabeza adorna­
da con una corona de docc estrellas» (Apoc. 12, 1). Con es­
tas palabras, M aría, figura de la Iglesia, es descrita viva y
triunfante en los cielos.
I. E n l o s p r i m e r o s c in c o s ig l o s . — Una nueva prueba so­
bre la Asunción corpórea de M aría se debe deducir de la
Tradición.
a) Testim onios im plícitos. E sta Tradición fue siem pre
Ininterrum pida en la Iglesia y, por tanto, debem os considerar­
la do origen apostólico.
F.n Ion prim eros cuutro siglos de la Iglesia, esta verdad
I tic profesada s o l a m e n t e de una m anera implícita, en cuan­
to i'ntMtm p i i c o i i iidn o h o t r a s verdades udm itidas respecto a
l,i N itndslnut V lig en, ilr luí m o lo * después brotó naturalm en-
ii \ ili iii i|in f o r m a b a o i m i e n t o inlcgral. «Como aquellos
Him ilc uuiian a h o n d a n t e s observa Cumpana —, salutíferos
\ i i u n d a n te s , (|iir prim ero d i s c u r r e n largo trecho bajo tie-
it a v después apureccn de improviso a la luz del sol con to­
llo el Ímpetu de su plenitud; así la creencia en la Asunción
tli> Marín se encuentra en la Iglesia prim itiva, pero en esta­
do Intente, como envuelta y sepultada b ajo el m ando de otras
Idea*, progresa con el desarrollo de estas ideas y la comse-
i llénela lógica de sem ejante progreso había de ser la apertu­
ra del envoltorio, dejando ver la nueva idea en un estado
de lorm nelón yn completa».
I.m P a d r e s de Ion prim eros siglos, en efecto, si exceptua-
1110*1 a T i m o t e o ile Jertisalén, no nos ofrecen ningún testim o­
nio i Ivrto v explícito de la Asunción. Mus si no contam os
io n tes tim o n io * c ie r to s v explícitos, tenem os testim onios im­
plícitos, v ñu e*f»/1 nrunilvn alnunti que nos autorice o haga
.....peí lini ipn Itii iiiil I g u o N representantes de la Tradición
iilMIium lin vmii ntdu i m itrarlos al hecho de la Asunción. Es-
li* lli ni lo puede m i deducido com o testim onio favorable,
corno ai Huiliento di- aprobación o, al menos, de no reproba­
ción de la creencia universal, ya en aquellos prim eros tiem ­
pos tan enraizada en el alm a de los fieles.
b) /.os apócrifos y su valor. La literatu ra, en efecto, del
pueblo creyente de aquellos días lejanos, aseguraba de la
m anera más explícita la Asunción corporal de María. Los es­
critos apócrifos, tan num erosos y tan p rolijam ente difundidos
en todas las lenguas orientales, cuentan con abundancia de
detalles la Asunción de María. En su contenido, no se puede
negar que hay m ucho de leyenda, m as el relato, en su esen­
cia, tiene un verdadero valor histórico, capaz, al menos, de
hacernos conocer el pensam iento y las creencias de los cris­
tianos de aquellos tiem pos. Si no fuera así no se explicaría
la veneración con que fueron considerados durante m ucho
tiem po, y la historia h ab ría hecho sentir, al menos, la pro­
testa de algunos personajes im portantes. Y, p o r tanto, es el
caso de rep etir aquí: el que calla, consiente.
c) La fiesta de la Asunción. O tro argum ento que prueba
el hecho de la Asunción es la fiesta institu id a desde el siglo
iv para celebrar dicho m isterio. E sta aparece como de uso
universal y com ún, no sólo entre los católicos, sino tam bién
entre sectas disidentes y en antiquísim as iglesias nacionales,
como las de los arm enios y los etíopes.
d) Las razones del silencio relativo. El silencio relativo
de los prim eros cuatro siglos no debe m aravillarnos, pues
existían m uchas causas que lo m otivasen. Las principales, en­
tre otras, el empeño de los Santos Padres en defender de los
ataques de los herejes la n aturaleza divina y los atributos de
N uestro Señor Jesucristo, el peligro de reincidir en la idola­
tría, que duró en algunas p artes de Italia h asta el siglo vi,
el peligro de d ar pábulo a la propagación de la h erejía de los
Gnósticos o Docetas, los cuales sostenían que Jesucristo tu­
vo un cuerpo aparente.
A todo esto añádase la disciplina del arcano, que duró
h asta el fin del siglo vi. Con razón, pues, San Andrés de Cre­
ta (675) decía que la Iglesia no creyó bien divulgar la Asun­
ción «porque aquellos tiem pos no p erm itían la divulgación
de sem ejantes verdades».

2. D e l s ig l o v e n a d e l a n t e . — a) Testim onios explícitos.


H acia el final del siglo v, la Asunción de M aría se encuentra
ya afirm ada explícitam ente en varios docum entos. La afirm a
explícitam ente San Gregorio de Tours (596) en el libro De
gloria M artyrum , c. IV. Inm ediatam ente después del final
del siglo vi, la fiesta de la Asunción adquirió un puesto des­
tacado en el calendario de m uchas iglesias. El siglo vil, ade­
más, nos hace ver la doctrina y la fiesta de la Asunción di­
fundida por todo el m undo católico.
Del siglo v i h asta nuestros días se realiza, p o r así decirlo,
la m archa triunfal, cada vez m ás sobresaliente, de la idea
de la Asunción. Más de doscientos Obispos p resentaron en el
Concilio V aticano u n Postulado, a fin de obtener esta solem ­
ne definición. Sucesivamente, las peticiones de los Obispos y
de los fieles se hicieron cada vez m ás frecuentes h asta que
hoy, finalm ente, dicha verdad es dogma de fe.
b) 11n iiiillcii) elocuentísim a. Finalm ente, un indicio elo
O t i r n l í n l m o d r Iii Asunción corpórea de María es el hecho de
i|iir (tu ningún luunr de la tierra se lia encontrado su cuerpo
o una parle de él. Se en.sríla su sepulcro en Jerusalén; otros
creen que está en Efeso; en una y o tra p arte se tra ta de un
Ncpulcro vacío. Ninguna Iglesia, ni de Oriente ni de Occiden­
te, se ha vanagloriado de poseer el cuerpo de M aría o parte
del mismo. Y a pesar de ello todos saben cuánto h abrían am ­
bicionado los fieles poseer aquel cuerpo o una p a rte de él,
prim er sagrario de la carne del Verbo.
En el supuesto, por tanto, de que este Cuerpo, del cual
lomó carne el H ijo de Dios, no se encontrase en el cielo, ¿ha­
bría de yacer convertido en polvo, olvidado, Dios sabe en qué
rincón de la tierra? ¿Acaso es esto posible? El sentim iento
cristinno .se re b e la contra esta suposición falsa y tan to más
cuanto mA» i i r m r m r n t o le consta con qué cuidado Dios con­
serva las reliquia» dr NUI Sanios, habiendo operado tam bién
extraordlnmioN prodigio* pura que no perm aneciesen desco­
nocida*, »ln nimia y «In honor. Rata reflexión nos hace con­
f l u i r qur el cuerpo dr Marlu no enlrt en la tierra. Y si no está
en ru lo vullr de Irtyilmn», Docenariamente tiene que estar en
r l cielo. Asentado r l hecho de la Asunción, veamos sus conve­
niencias.

III. — La voz de la razón

Este singular triunfo era exigido por la plenitud de la glo­


ria de Cristo, de M aría y del cielo.
1. La p l e n i t u d d e l a g l o r i a d e C r i s t o . — Lo exigía, en
p rim er lugar, la plenitud de la gloria de Cristo, o sea, su ho­
nor y su am or p o r su M adre: honor y am or filial que habrían
estado seriam ente com prom etidos, si pudiendo El su straer
a su M adre de la hum illación de la corrupción, no lo hubie­
se hecho.
Aquella integridad virginal que El no se atrevió a violar
al nacer, ¿la dejaría profanar, tal vez, por el gusano roedor
del sepulcro?
Lo exigía el am or que sintió hacia Aquella que lo revistió
de la carne hum ana. El am or, en efecto, es unitivo, y p or eso
Jesús no podía p erm itir que, m ientras el alm a de su Madre
estaba unida a El en la gloria del cielo, el cuerpo (indispen­
sable para la constitución de la persona) perm aneciese apar­
tado de El en las tinieblas del sepulcro. ¡Oh! si un hijo an­
te la fría e inerte tum ba de su m adre pudiese rep etir aque­
llas palabras poderosas: «¡L evántate y anda!», ¿creéis que
no las pronunciaría?... Ahora bien, Jesús podía decir estas
palabras porque es om nipotente, y por eso indudablem en­
te debió de decirlas; tan to m ás que — como observa Pedro
Blesense — le debería parecer a Cristo que el cielo no es­
taba en la plenitud de su gloria m ientras no tuviese ju n to a
sí a Aquélla, de la cual había tom ado la propia carne (PL.
207, 662).
María, en efecto, según la atrevida expresión de un p rín ­
cipe de la elocuencia sagrada, es como un esbozo de Jesús.
Después de la Ascensión del Señor, Ella perm aneció aquí aba­
jo como un resto, como un residuo de su Hijo.

2. L a p l e n i t u d d e l a g l o r i a d e M a r í a . — Lo exigía, en se­
gundo lugar, la plenitud de la gloria de María, o sea, aque­
llas m últiples relaciones que unían a la Virgen con Cristo.
La Virgen Santísim a, en efecto, fue siem pre y en todo seme­
jante a C risto; fue — diría el poeta — «el rostro que más se
asem eja a Cristo». Los m isterios de la vida de M aría se ar­
monizan perfectam ente con los m isterios de la vida de Cristo.
A cada uno de los m isterios de la vida de Cristo corres­
ponde siem pre uno análogo de la vida de María. Al misterio.
pues, de la gloriosa resurrección del Señor corresponde en
María su Asunción a los cielos. ¿Acaso dos destinos tan m a­
ravillosam ente unidos desde sus comienzos y a lo largo del
curso de su existencia, tendrían que separarse al final?
Además, dada la originaria identidad de la carne de Cris­
to con la de María, era muy conveniente que tan to aquélla
como ésta no estuviesen sujetas a la corrupción del sepul­
cro. Unida de una m anera tan íntim a e indisoluble a Aquel
que es la vida: «F.go sum vita» ¿cómo era posible que aque-
llu cim o bendita l'ucve presa de la muerte?

t I % imuní mu mi U (JMMUA mu, CIULO. — Lo exigía, en ter-


i i i lugar, ln plenitud do la gloria del cielo, el cual no podía
|ii'iiiiiiiiciei durante lingo (lempo sin su dulce Reina.
11ti g e n t il p o e tu m oderno cantó muy egregiam ente: «Los
cleloi necoaltan de tu canto — oh boca pura — oh boca her-
m oia — olí boca santa que Jesús besó; — si tú no hubieses
cantado — el coro de allá arrib a habría parecido menos lu­
cido. — Los cielos necesitaban de tu sonrisa — oh boca be-
llu, pura y santa que Jesús besó. — Abril sin flores, no es
abril; — los ciclos 1 1 0 serían tales — sin tu presencia».
Con razón, pues, la Iglesia canta llena de alegría: «As-
iiim pta e.st Mariu in coelum : gaudent Angeli, collaudantes
benedicunt Dominum».
A la en trad a triunfal de María, en cuerpo y alm a, en el
cielo, tuvo lugar Inm ediatam ente, en medio de la m ayor ale­
uda de aquel r e i n o lull/, la coronación de María Santísim a
como Reina del i i i i I v i n o I o n d lln c tile s coros de ángeles, los
Apii ito ln , luí Mili tti 1'», I o n C o i i I c u i i c h , las Vírgenes, salen
11 ,11 r m ut’ii lt o a g i t a n d o s i n p a l m a s y exclam ando: «(Salve,
Urinal» - 111 ore* la gloria 1 I11 Jcrimalén, Tú la ulegría de Is­
rael, Tli el lionor del genero hum ano!» Y Fila vu de coro en
coro, de un círculo de luz a otro, h asta constituir el centro
de toda belleza, de toda grandeza, hasta llegar ul lugar en
que sin velo de ninguna especie se m anifiesta Dios.
¿Qué decir adem ás del inefable abrazo de las Tres divi­
nas Personas a Aquella que estaba ligada con cada una de
ellas con lazos tan íntim os y estrechos?... Ella, que tan ta
gloria dio a las personas de la Santísim a Trinidad, tam bién
había de ser glorificada p o r ellas.
¿Qué decir de la alegría de toda la corte celestial cuando
el E terno Padre la hizo sen tar a la diestra de su H ijo y co­
locó sobre sus sienes la corona de Reina del cielo y de la
tierra? Ella se eleva p o r encim a de todo. El punto m ás excel­
so de la Iglesia triu n fan te es el punto m ás bajo de María.
Ella aparece ante todas las m iradas como una m u jer ves­
tida del sol, con la cabeza adornada p o r u n a diadem a de
doce estrellas. Todo el Paraíso repite su nom bre. «De la
m ism a m anera — rep etirá el poeta —, todos los coros de los
ángeles — hacían resonar el nom bre de María» (Par. 23,
96-98).

CONCLUSION. — Gaudeamus om nes in D om ino!... Ale­


grém onos todos en el Señor, al celebrar el gran m isterio de
la Asunción de M aría... «Gaudeamus om nes in Domino!»
Tal es la invitación que nos dirige la Iglesia en la liturgia
de la Asunción G audeam us!... Alegrémonos, porque la ale­
gría y la gloria de la Madre, de la Reina, debe ser tam bién
la alegría y la gloria de los hijos y de los siervos. Gaudea­
m u s!... Alegrémonos, porque la Santísim a Virgen — como un
día su divino H ijo — ha subido en cuerpo y alm a al cielo
p ara p rep aram o s a nosotros u n lugar: la M adre, en efecto,
no puede perm anecer sin sus hijos, la Reina no puede per­
m anecer sin sus siervos. Tam bién n uestra alm a, después de
h aber sido separada del cuerpo, ten d rá un día que ju n tarse
con él... La Virgen nos aguarda. G audeam us!... Alegrémonos,
porque si la tierra ha perdido su flor m ás herm osa, ha ad­
quirido en el cielo su más poderosa Protectora, aquella Om­
nipotencia suplicante en tre cuyos brazos todos nosotros pode­
m os encontrar un refugio seguro d urante la vida y, sobre todo,
a la hora de la m uerte.
De sus manos fluyen ríos perennes do gracias, sacadas de
las llagas de Cristo. Ella nos ayudará a pasar en este mun­
do nuestros días sin ser dol m undo, a hollar el polvo de la
tie rra sin que éste nos m anche, y a luchar las batallas del
demonio y de la carne sin su frir herida alguna.
l'.l. CULTO » lí MARIA

d r h a b e r c o n a k l e r u d o 11 la Santísim a V ir g e n tan­
I t i - .p in * »
to en kii N l i i u i i l u r i N l i i i u misión com o en si m ism a, o sea, en
NtlN s i n g u l a r e s privilegios de naturaleza, de gracia y de glo­
ria, recibidos de Dios en vista a tal misión, s u r g e espontánea
In Maúlente pregunta: ¿Cuál debe ser n u estra actitu d con
roipccto a Ella? E sta actitud se expresa y sintetiza en la pa­
l a b r a culto.
Debemos, en efecto, trib u ta r a la Santísim a Virgen un
culto singularísim o, proporcionado a su m isión extraordina­
ria y a sus Im ponderables privilegios.
Conxldernremos, por tanto, el culto de M aría: 1, en sí
tnlamo, o seu, en su naturaleza y legitim idad; 2, en sus ele­
m entos y actos esenciales (veneración, gratitu d , am or, in­
vocación, servidum bre, Im itación); 3, en su necesidad; 4, en
su» beneficio» Indlvlduules y sociales; 5, en sus principales
prActlcuN externan. Tintarem os, finalm ente, a m odo de con-
ulunlón, de In Consagración a María, síntesis adm irable y,
ni minino tiempo, la m ás alta expresión de todos los actos
del culto Mariano.
NATURALEZA Y LEGITIMIDAD DEL CULTO MARIANO

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : U na p ro fec ía cu m p lid a . — I. N a tu raleza del


c u lto M a ria n o : 1. S ig n ificad o de la p a la b ra c u lto ; 2. T res e species de
c u lto : la tría , d u lía e h ip e rd u lía ; 3. E l c u lto M ariano n o es id o lá tric o . —
II. L e g itim id a d d el c u lto M ariano: 1. L eg itim id ad del c u lto trib u ta d o a
la p ersona d e M a ría ; 2. L eg itim id ad del c u lto trib u ta d o a l Corazón de
M aría. O b je to : a) tp ta l, re m o to y p rim a r io ; b ) o b je to m a te ria l parcial,
p róxim o y s e c u n d a rio ; c) o b je to fo rm a l general, y d ) o b je to fo rm a l es­
pecial d e d ich o c u lto ; 3. L eg itim id ad del c u lto trib u ta d o a la s reliquias
e im ágenes de M aría; 4. L e g itim id ad del c u lto trib u ta d o al N o m b re s a n ­
tísim o de M a ría ; 5. L as o b je c io n es d e los p ro te s ta n te s c o n tra el culto
de M aría: a) o b jecio n es sac a d as del E v an g elio ; b ) o b je c io n es d e d
de las p re te n d id a s d e riv acio n es p a g an a s del c u lto M arian o . — C onclu­
sión: El sello de D ios.

Echando una m irada sobre el luturo, tan im penetrable


a los ojos de los hom bres, la Santísim a Virgen, de una m a­
nera clara ydistinta, predijo su culto universal y perenn
con aquellas lum inosas palabras «Beatam m e dicent omnes
generationes». «Todas las generaciones me llam arán biena­
venturada» (Luc. 1, 48).
La profecía se ha cum plido exactam ente. Según el pro­
testante Godet, dicha profecía se habría cum plido «¡dem a­
siado!». Y esta expresión es sintom ática. Esto revela de la
m anera m ás clara cuánto dé en rostro a los p ro testantes el
culto con que los católicos honran a la M adre de Dios.
Para com prender cuán vanos e infructuosos sean los ata­
ques de nuestros enemigos y cuán legítim o el culto con que
la Iglesia honra a María, es necesario considerar detenida­
m ente la naturaleza del hiism o.

I. — NATURALEZA y LEGITIMIDAD DHL CULTO MARIANO

1. S i g n i f i c a d o d e i . a p a l a b r a « c u l t o ». — Culto (del lat


cólere) significa honrar a un ser cuya dignidad se reconoce.
Se distingue por ello del sim ple honor, el cual prescinde de
la nota de superioridad p o r parte de aquel que es honrado
y porque puede ser trib u tad o incluso a quien no es superior.
Asi, Dios, po r ejem plo, honra a sus santos, pero no puede ren­
dir culto a los mismos.
2. T r e s c l a s e s d e c u l t o : l a t r í a , d u l i a e h i p e r d u l i a . — Se
dlstinguen tres clases de culto, correspondientes a las tres
clases de excelencia de una persona o de una cosa: el culto
de* luirla, el culto de dulia y el culto de hiperduiía.
I'.l t ullo d< luírhi o de adoración perfecta, se debe a Dios
«iilo, ii i miNii «I - mi excalrncla increada e infinita. El culto
di ilulhi ii dr vMieruolóil, en debido a Ion úngeles y a los san­
ius .i i iiu .1 dr la cm eleiiela sobrenatural de las gracias de
. ...........(Alt ii vr»iMu-, v de mis virtudes. El culto de hiperdu-
lln o veneración singular, superior a cualquier otra, es debi­
do it In Santísim a Virgen a causa de la singular excelencia
de sii dignidad de Madre de Dios y M ediadora del hom bre.
I'.l culto tiene siem pre como térm ino la persona, pues
supone siem pre un reconocim iento de derechos, de los cua-
les mdo la persona puede ser sujeto. Cuando, pues, nosotros
tributam os culto a cualquier objeto (por ejem plo, a la cruz,
a las imágenes de los santos) dicho culto es relativo, pues
Cli lal caso va referido a la persona a través del objeto que
veneramos.
.V El. (in m Mahiano no I'.h idolátrico. — Admitido esto,
es fácil co m p ren d a aiAu liilmulndu* sa ín las acusaciones
de los prolaatan lel, los ( Dilles llam an ni culto tributado a
la Sontísim a Virgen Mai loluti lu, com o si los católicos ado-
ra»P H a lu Mudie ilr Dios,
l'l culto Mal limo como hemos expllcudo — no es un
i ullo d. tul lia, debido a aólo Dios, sino un culto de hiper-
duila,
Y este culto de hiperduiía, o sea de veneración singularí
sima, debida a la persona de la Santísim a Virgen, es com­
pletam ente legítimo. Como tam bién lo es el trib u tado al
Corazón Inm aculado de María, a sus imágenes y reliquias
y a su Santísim o Nom bre.
1. L e g i t i m i d a d d e l c u l t o t r ib u t a d o a la person a de M a r ía .
— Es legítimo, ante todo, el culto trib u tad o p o r la Iglesia
a la persona de la Virgen Santísim a, co ntrariam ente a cuan­
to escribió el Jansenista Adán W idenfeldt en sus M onita sa­
lutaria: «La alabanza a mi (persona) como tal, es vana; la
alabanza, en cam bio, que se m e trib u ta com o M adre y sier-
va del Señor, es santa». E sta proposición fue condenada por
Alejandro V III (1). Y m uy justam ente. Los Padres, los m o­
num entos litúrgicos e históricos proclam an el culto trib u ­
tado a la Santísim a Virgen, a su m ism a persona.
El culto religioso, en efecto, es tributado a la persona a
causa de alguna excelencia que sobresale en ella. Ahora bien,
en la Santísim a Virgen resplandece la singularísim a excelencia
de una dignidad sin igual, d ebida a su extraordinaria prerro­
gativa de ser Madre de Dios y M edianera de los hombres.
Este culto, con todo, no debe ser culto de adoración, co­
mo hacían los Coliridianos (siglo i v ) y los F ilo m arianitas;
ni debe ser tam poco un culto de sim ple dulfa, cual es el culto
tributado a los san to s; sino que es, y debe ser, u n culto de
hiperdtdía, pues cuanto m ás excelente es la persona, tanto
m ás excelente debe de se r el culto que se le tributa.
Ahora bien, la Virgen es superior a los santos en dos cosas:
en la santidad y en la dignidad de M adre de Dios y de Media­
nera del hom bre. Justam ente, p o r tanto, se le rinde un culto
superior al que se les trib u ta a los santos.
E ste culto de hiperdulía se diferencia sólo p o r su grado
del culto de dulía si se considera el título de la gran san­
tidad de María, incom parablem ente m ás elevada que la de
los santos; se diferencia em pero p o r su especie si se consi­
dera el títu lo de la singular dignidad de M adre de Dios y
de M edianera del hom bre, dignidad que la coloca en un or­
den ap arte, incom parablem ente superior al orden de la gra­
cia y de la gloria, o sea, a la santidad.

(1) C fr. D e n zin g er-B an n w ert, n. 1316.


2. L e g it im id a d del culto t r ib u t a d o al corazon de M a r ía .
— Es legítimo, en segundo lugar, el culto trib u tad o p or la
Iglesia al Inm aculado Corazón de María, especialm ente con
la celebración de la fiesta correspondiente, extendida a toda
la cristiandad por Pío X II. El corazón, en efecto, es
la parte m ás noble de una persona. P ara com prender plena­
mente dicho culto, es necesario ten er presente que el corazón
puede ser tom ado en u n triple sentido: en sentido físico, en
sentido m etafórico y en sentido simbólico. Físicamente con­
siderado no es otra cosa que un m úsculo de carne que re­
unía ln circulación ele la lan g re; m etafóricam ente considera­
do, no r * olni i ' o n u q u e e l am or representado con la expre­
sión mulnlViHi.il del corazón; lom ado sim bólicam ente, es el
ioni/,ón lisien, vil cimillo que es sím bolo del am or. En este
cano, pues, la cosa significada es el am or, o sea, toda la vida
afectiva o m oral; el signo de dicha vida es el corazón de car­
ne; la razón de tal significado es la estrecha conexión que
existe entre el corazón físico y todos los m ovim ientos de
la vida afectiva.
Esto adm itido, decimos que: a) E l objeto m aterial total,
rem oto y prim ario del culto al Corazón Inm aculado de M aría
es su persona m ism a, pues el culto — como enseña el angé­
lico Doctor — se trib u ta a toda la cosa subsistente, b) El
objeto m aterial parcial próxim o y secundario, es el corazón
simbólica, o sea, el corazón de carne en cuanto que es sím ­
bolo del a m o r y d e toda la vida íntim a de María, c) E l objeto
form al ( o * 1 m o tiv o ) g tn tra l d e e s t e culto e s la singular
o x e d e n d n N o b re n a tu ia l de la persona de la Santísim a Vir-
Hcn, por ni/i'ni de ln cual le1 viene tributado el culto de hi-
p e rd u lln . il) III objeto form al (o sen, el motivo) especial de
e ste r u l l o i", ln I s I v propia excelencia del Corazón In-
iih ii iii

inaculado 1 1' M.nin, o sea, la perfección de su vida Intima o,


ile una m anera muy especial, la singularísim a perfección de
su ardentísim o am or hacia Dios y hacia el prójim o.
La legitim idad del culto del Inm aculado Corazón de Ma­
ría, tom ado en este sentido, ha sido sancionada por el favor
que le dispensaron los Sumos Pontífices Pío VII, Pío IX, Pío
X y Pío X I I ; p o r las Actas de los Concilios provinciales, por

18.. — In stru cc io n e s M arianas.


los escritos de los Doctores y escritores eclesiásticos; por
las varias Congregaciones de am bos sexos instituidas en su
honor y aprobadas p o r la Iglesia. La razón m ism a nos de­
m uestra que el Corazón de M aría, tom ado tan to física como
sim bólicam ente, es digno de veneración. Tom ado físicam en­
te, en efecto, está íntim am ente unido a toda la vida afectiva,
siendo por esto in strum ento de dolor y amor, sentim ientos
con los cuales la Santísim a Virgen ha cooperado a nuestra
salvación y p o r lo cual le debem os sum a y etern a gratitud.
Tomado después sim bólicam ente, es el com pendio del am or
y de toda la vida afectiva, y p o r eso es m uy digno de toda
nuestra veneración.

3 . L e g it im id a d d e l c u l t o t r ib u t a d o a l a s r e l iq u ia s e im á g e ­
nes d e M a r í a . — Es legítimo, en tercer lugar, el culto tri­

butado a las reliquias e imágenes de María.


A las reliquias de M aría (cabellos, vestidos, etc.) les es de­
bido un culto de hiperdulía, no absoluto, sino relativo, pues
sem ejantes objetos no tienen una excelencia propia o intrín­
seca, sino solam ente extrínseca, existente en la persona a la
cual se refieren.
Lo m ism o se debe decir de las imágenes de M aría. A ellas
se debe un culto relativo de hiperdulía, porque nos repre­
sentan a la persona a la cual veneram os. Justam ente, por
tanto, los iconoclastas h an sido condenados p o r la Iglesia
tanto en el Concilio II de N icea (V II Ecum énico) como en
el de Trento, sesión 25. Los m ism os m ilagros prodigados
por la Santísim a Virgen p o r m edio de sus im ágenes, cons­
tituyen tam bién u n a confirm ación elocuente de la legitimi­
dad de este culto.
4 . L e g it im id a d d e l c u l t o t r ib u t a d o a l S a n t ís im o N o m b r e d e
—• Es legítimo, en cuarto lugar, el culto que se tribu­
M a r ía .
ta al Santísim o N om bre de María. Así lo confirm an la fies­
ta establecida en su honor, los docum entos de los Romanos
Pontífices, los escritos de los Padres y Doctores de la Igle­
sia y el testim onio de la p ropia razón. El N om bre de María,
en efecto, representa la persona indicada, de la m ism a ma­
nera que una p in tu ra representa la persona plasm ada en el
lienzo. Tam bién el nom bre, como la im agen de u n a persona,
constituye un a m ism a cosa, en su ser representativo, con la
persona nom brada o pintada. Al N om bre de M aría, p o r tan­
to, se le trib u ta u n culto de hiperdulía. Los adm irables efec­
tos producidos al invocarle — siendo el m ás dulce de los
nom bres, después del de Jesús — confirm an de una m anera
palpable la legitim idad del culto a él tributado.

5. O b j e c i o n e s d e l o s p r o t e s t a n t e s c o n t r a e l c u l t o d e Ma­
n ía . — a) Objeciones deducidas del Evangelio. Es en el m is­
mo Evangelio donde los p ro testantes pretenden encontrar
lu Itiklllli m lóii dr mii l'obla Miu'iiina. Los Evangelios, según
e l l u i , iioii pi< m ' i i U i i ii JcNUcrlsto com o el p rim er enemigo
ilrl i iillu ii Mal fu, mi Madre. Me aquí lo que se lee en el
l'rateiHant Dlclionary de Wriglit (en la palabra M aría Virgen):
• (jno María no huya tenido una m isión o una posición ofi­
cial en la Iglesia de su divino Hijo, se descubre claram ente
cada ve/, que en la E scritu ra se hace referencia a Ella. Cuan­
do Jesús, a la edad de doce años, es encontrado en el tem plo
discutiendo con los doctores, a aquel reproche am oroso: «Tu
padre y yo te buscábam os llenos de angustia», responde con
una verdadera alusión a la filiación divina: «¿No sabíais que
yo debo de ocuparm e de las cosas de m i Padre?» Cuando
en las bodas de Caná, María quiere d ar una dirección al ejer­
cicio de nú poder divino, El le responde: «M ujer, ¿qué ten-
l*o yo que ver coulltio?» Cuando María, con los herm anos de
Jesús, quiere ap artarlo del contacto eoii las turbas, El pre­
tinilla: «¿Q uitaos min mi m adre y inis hermanos?» y p r o
clatna una fraternidad inri* am plia, acogiendo en ella a cuan-
UM lim en In voluntad del P adre celestial. Es tam bién m uy
nlliiillli iillvn el que N uestro Señor haga su p rim era aparición
a M alla Magdalena y a las dem ás m ujeres; como lo es tam ­
bién que en la asam blea del Cenáculo, la presencia de las de­
más m ujeres es acordada antes que la de la M adre del Salva­
dor. Todo esto dem uestra evidentem ente que M aría, durante
su vida m ortal, no asum ió p arte directiva alguna en las asam ­
bleas de la Iglesia».
E stas objeciones deducidas de la E scritura — apresuré­
monos a decirlo —■ no causan perjuicio alguno al culto que
nosotros tributam os y solemos trib u ta r a M aría. Si las pala­
b ras y los hechos que se nos aducen son considerados en su
m ism o texto y en su contenido, tan to próxim o com o rem oto,
hem os de concluir que excluyen toda suerte de desconsidera­
ción, por m ínim a que sea, tanto p o r parte de Jesús con re­
lación a M aría, como de E sta con relación a Aquél.
Y así, la respuesta dada por el Señor, niño de doce años
a su Santísim a Madre, que ju stam en te lo había buscado, lle­
na de dolor, dem uestra solam ente que el Salvador, p a ra
cum plir la obra que le había encom endado su Padre, tenía
que p asar por encim a de los sentim ientos m ás vivos de la
Madre, porque los vínculos que le ligaban con Aquél eran
incom parablem ente superiores a los que le ligaban con su
M adre terrena.
Una razón superior, por tanto, desconocida p ara María
y para José, había obligado al divino Adolescente a d ejar los
corazones de personas p ara El tan queridas sum idos en una
desolación verdaderam ente profunda. No se trataba, pues, de
una relajación de la Madre, sino de una exaltación del Padre.
De la m ism a m anera, la respuesta dada por Jesús a aque­
llos que le anunciaron, m ientras hablaba a las turbas, que su
M adre y sus herm anos (prim os) deseaban verle, no quería
significar o tra cosa sino que las razones hum anas de los pro­
pios padres y parientes, en general, no deben obstaculizar ja ­
m ás los planes divinos de las personas dedicadas al apostola­
do, porque los vínculos del espíritu son incom parablem ente
superiores a los de la carne y los bienes espirituales están
muy por encim a de los m ateriales. Tal es la interpretación da­
da por San A m brosio: «Jesús, el M aestro de la m oralidad, que
se había puesto a sí m ism o p o r modelo, quiso p racticar por
sí m ism o las obligaciones que im ponía a los demás. El que ha
proclam ado que quien no deja al padre y a la m adre no es
digno del H ijo de Dios, fue el prim ero en som eterse a este
postulado. E sto no quiere decir que no se preocupase del pre­
cepto del am or filial, pues suyo es el m andam iento que dice:
«El que no am a al padre y a la m adre, debe morir». Sino que
El tam bién sabía que los deberes que lo ligaban al Padre eran
más fuertes que los que tenía p ara con su Madre. En sus pa­
labras y en sus acciones no existió, pues, desprecio alguno ha­
cia sus padres, sino únicam ente u n a ju sta preferencia con­
cedida al parentesco espiritual sobre el cam al» (Expositio in
Lucam, 6, 36).
Un sentido análogo a éste se le atribuye a la respuesta da­
da por Jesús a la m u jer anónim a que llam ó bienaventurada a
la Madre del Señor. A la parentela puram ente cam al (no a la
divina, desconocida por la m ujer anónim a), es preferida la
parentela C N p irltu u l que proviene de o ir y p racticar la pala­
tu u de I I I i i h , m i n o I d hacía, lu p rim era entre todas, la San-
11*1lint V liu n í A quella m u je r creyó huccr un elogio a la Ma-
ilii ilp |i<mU e x c la m a n d o : «Dichoso el seno que te llevó y los
peí lio* que te am am antaron» (Luc. 2, 27). Jesús, en cambio, ha-
i'O de Hllu un elogio m ayor diciendo: «Más dichosos son los
que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Idem , 28).
Respecto a la respuesta dada por Jesús a la Virgen Santí­
sima en las bodas de Caná, observa atinadam ente Cam pana:
«M ientras sea cierto, y siem pre lo será, que los sentim ientos
de una persona se m anifiestan m ás con los hechos que con las
palabras, y que éstas se in terp retan según el desarrollo de
aquéllas, y no viceversa, es evidente que en ninguna circuns­
tancia como en aquélla María quedó revestida de un poder
sencillam ente maravilloso. Pues los hechos procedieron a me­
dida de s i i s deseos, habiendo Jesús satisfecho su petición, pro­
veyendo del vino necesario, nada menos que con un milagro,
con el prim ero de min milagros. Se tratab a de un prodigio
requerido poi Ella, v no dudó ni por un m om ento que su sú­
plica N e r l n cm lli luulti, |>nr-. nnle\ ilr ipii- Jesús lo ivalizasc,
o niMiiH't'Nl»ine ln Intención de hacerlo, Ella, segurísim a de cuan­
to Iba a acaecer, fue a los sirvientes y les d ijo : «Haced cuan­
to El os diga»: Dicit nm tcr ejus m inistris: quodeum que dixe­
rit facite» (Juan, 2, 5). La respuesta dada p o r Jesús a María ex­
presa, evidentem ente, cierta diferencia de pareceres; pero esta
diferencia —i como es evidente —• nacía no ya de la persona
que pedía el m ilagro, sino de la cosa pedida, o sea, un pro­
digio, el prim ero de Cristo, que había de realizarse en un mo­
m ento que no era ciertam ente el m ás oportuno (un banquete
de bodas), circunstancia que no h ab ría sido elegida p a ra ello,
con toda seguridad, de n o h ab er existido la intervención de
la Virgen. La respuesta de Cristo, p o r tanto, m ás bien que re­
bajar, enaltece a la Virgen Santísim a, colocándola en u n a glo­
riosa esfera de luz.
Es m uy cierto que el Evangelio refiere que la p rim era apa­
rición de Jesús resucitado fue a M aría Magdalena. Pero es fá­
cil com prender que los Sagrados Libros no entienden referir
todas las apariciones del Señor resucitado, sino solam ente
aquellas que debían de servir p a ra p ro b ar la realidad de este
hecho. La aparición a la Santísim a Virgen, o sea, a la Madre,
no habría sido evidentem ente la m ás indicada p a ra este fin.
Por o tra parte, es m uy n atu ral el suponer que la p rim e ra apa­
rición de Cristo resucitado debió ser p a ra su M adre. El reve­
larlo habría sido una cosa superflua.
Finalm ente, respecto a la objeción tom ada del hecho de
que la presencia de la Santísim a Virgen en el Cenáculo es
recordada después de la de las piadosas m ujeres, se puede
n o ta r que ninguna, entre las cien personas allí presentes — a
excepción de los once Apóstoles — fue indicada nom inalm en­
te y de una m anera p articu lar com o la M adre de Jesús (Hechos,
1, 14, sig.); señal de una profunda y silenciosa veneración hacia
la Santísim a Virgen.
Las objeciones de los p rotestantes, p o r tanto, son todas in­
fundadas, porque consideran las palabras y los hechos del
Evangelio bajo un solo aspecto y a la luz, m ejor dicho, a la
som bra de sus prejuicios.
b) Objeciones sacadas del pretendido origen pagano del cu
to de María. O tra objeción contra la legitim idad del culto Ma­
riano es deducida por algunos protestantes del pretendido ori­
gen idolátrico del mismo.
El culto de M aría — así lo dicen — h a tenido su origen
en el paganism o, o sea, en el falso culto trib u tad o a las dio­
sas (A starté, Diana, Cibeles, Isis, etc.). Los paganos, en efecto,
habiendo en trad o en m asa en la Iglesia, habrían traído consi­
go su m odo de sentir sobre las diosas exaltando m ás allá de
lo conveniente a la Virgen, m itigando de esta form a el rígido
m onoteísm o de la Iglesia oficial.
E sta teoría — digámoslo inm ediatam ente con la m ayor fran ­
queza — no se aviene con el dogm a ni con la historia. Repug­
na al prim ero, porque el culto pagano trib u tad o a las diosas
es muy distinto del culto cristiano trib u tad o a M aría. El pri­
mero, en efecto, es de la tría y, p o r tanto, ido látrico ; el segundo,
en cambio, es de hiperduiía.
Además, los efectos de uno y otro son com pletam ente di­
versos. Los efectos del culto pagano trib u tad o a las diosas,
prescindiendo, generalm ente, de alguna que o tra norm a m oral,
engendraba y fom entaba la sensualidad, la inm oralidad, etc.
El culto crU tluno tributado a Murta, por el contrario, ha hecho
brotnr lu*» inri* raro* dore* de virtudes, especialm ente rela­
cionada* con lu pureza.
Dicha te o r í a , p o r o tra parte, no se aviene con la histo­
r i a . Si fuese cierta, no se explicaría cómo el culto a M aría
aparece tan débil, precisam ente en el tiem po en que los pa­
cunos entraron en m asa en la Iglesia, hacia los siglos III y IV.
El verdadero origen del culto cristiano de M aría hay que
buscarlo en el Evangelio y en la Tradición apostólica, o sea,
en la singular excelencia de la M adre de Dios y M edianera de
los hom bres. Si existen algunas analogías en tre el culto pa­
gano de las diosas y el culto cristiano de M aría, son p u ra­
m ente extrínsecas y nacen del hecho de que cualquier culto,
verdadero o falso, corresponde, generalm ente, a algunas aspi­
raciones o necesidades del corazón hum ano.

CONCLUSION. — Poro lu m ejor confirm ación de ía legiti­


m idad del culto M ariano la ha dado y la da continuam ente el
ciclo, confirm ando Ion v a r i o s uclos tributados en este senti­
do n María con Ion m is estrepitosos prodigios de orden físico,
Intelectual y m oral. El m ilagro es el sello de Dios. Y Dios, ver­
dad por esencia, ni se engaña ni nos engaña.
Séanos perm itido, por tanto, rep etir con el m elifluo Doc­
to r San B ernardo: «Totis ergo m edullis cordium ... M ariam
hanc venerem ur» (S e rm . Nativ. B. M. V. PL. 183, 441): «Vene­
remos con todo el entusiasm o de nuestros corazones a María».
«Pues tal es la voluntad de Dios»: «Sic est voluntas eius qui
totum nos habere voluit p er Mariam» (Ibidem ).
CAPITULO I I

ACTOS O ELEMENTOS DEL CULTO MARIANO

Considerando el culto M ariano en sí mismo, o sea, en su


naturaleza y en su legitimidad, pasem os ahora a estudiarlo
en sus varios actos, es decir, en los varios elem entos que lo
constituyen e integran.
Los varios actos o elem entos que constituyen o integran
el culto M ariano son seis, a s a b e r: veneración, gratitud, amor,
invocación, servidum bre c im itación. Todos estos actos corres­
ponden a los varios títulos (los más fundam entales) debidos
a María.
Debemos, pues, en p rim er lugar, a la Virgen Santísim a un
culto de veneración p o r ser Madre de Dios, y p o r eso m ismo
p o r estar dotada de singular excelencia.
Debemos, en segundo lugar a la Santísim a Virgen un culto
de gratitud, de am or, de invocación, porque es M edianera del
h om bre: culto de gratitud porque es n u estra C orredentora;
culto de amor, porque es n u estra M adre esp iritu al; culto de
invocación, p o r ser D ispensadora de todas las gracias.
Debemos, en tercer lugar, a la Santísim a Virgen u n culto
de servidum bre, porque es Reina del cielo y de la tierra.
Debemos, en cuarto lugar, a la Santísim a Virgen u n cul­
to de imitación, porque es Toda Santa, el modelo m ás perfec­
to, después de Cristo, de toda virtud.
Comencemos, pues, p o r el culto de veneración o de simple
honor.
ARTICULO I

CULTO DE VENERACION

ESQUEMA. — Intro d u cció n : Los v a rio s a cto s y elem en to s del c u lto Ma­
ria n o . — I . E l culto Mariano de veneración está justificado por el Evan­
gelio: 1. C u án to h a h o n ra d o Dios a M a ría; 2. C u án to la h o n ró el a r ­
cángel S an G a b rie l; 3. C u án to la h o n ró S a n ta Isa b el. — I I . El culto Ma­
riano dt' veneración está justificado por la Tradición: 1. La T rad ició n nos
UKCiftita <luo M uría lia sid o v e n erad a en todo tiem po: a ) la p ro fec ía de
M arín y mi p len o c u m p lim ie n to ; b ) la m u je r an ó n im a del E v an g elio; c)
Ioí c ilslln n o s de la* C u tu cu m b as; d ) los P a d re s y D octores de la Igle-
a ia ; 2. La T rad ició n nos a se g u ra q u e M aría h a sid o v e n erad a en todo
lugar; 3. La T rad ició n no s a se g u ra q u e la S a n tís im a V irgen h a sido ve­
n e ra d a de todas las maneras: a ) las v a ria s fo rm as del c u lto M arian o ;
b) su c la ra ex p lic ac ió n ; c) a p ro b a ció n d e D ios. — I I I . El culto Mariano
de veneración está justificado por la razón: 1. La razó n no s in d u c e a h o n r a r
a a quellos en los c u ales re sp lan d e c e alg u n a e sp ecial ex celen cia; 2. La
v eneración trib u ta d a a M aría no p e rju d ic a , sin o q u e favorece a la d e b id a
a J e s ú s. — Conclusión: ¡V en erem o s a M aría!

El prim er acto que debemos trib u ta r a M aría es el de


veneración, m ediante un culto especial, por ser la gran Ma­
dre de Dios.
Los prim eros en oponerse a esta veneración especial que
debemos a la Santísim a Virgen fueron algunos herejes del
siglo IV, llam ados, precisam ente Autidicom arianitas.
Renovaron más turde este e rro r los protestantes del siglo
XVI y sus sucesores, los cuales rechazaron el culto de la Vir­
g e n , c o m o el de Ion santos, por considerarlo como idolátrico
c Injurioso n N uestro Señor Jesucristo.
Loi adversarlos de este culto, antiguos y m odernos, están
en nblerlu contradicción con el Evangelio, con la Tradición
cristiana y con la razón.

I. — E l c u l t o M a r ia n o d e v e n e r a c ió n e s t a ju s t if ic a d o p o r
el E v a n g e l io

1. C u a n t o h a h o n r a d o D i o s m i s m o a M a r í a . — Los enemi­
gos del culto M ariano de veneración están en ab ierta contra­
dicción con el Evangelio. Este, en efecto, nos asegura, ante
todo, cuánto ha honrado Dios m ism o a María.
Habiéndola elegido como M adre suya, la ha elevado — co­
m o hem os visto — a una dignidad que toca a los lím ites de
lo infinito y la ha enriquecido de todos aquellos privilegios
de naturaleza y gracia con que un H ijo om nipotente puede
enriquecer a su am adísim a M adre.
Y la honró de tal m anera que la hizo la Obra m aestra d
su sabiduría, de su poder y de su bondad infinita. ¡Cuánto no
la honró Dios al querer e sta r som etido a Ella y a su p ad re pu­
tativo! «Et erat subditus illis» (Luc. 2, 51).
Dios, pues, ha sido el prim ero en dam os el ejem plo al hon­
r a r a M aría. P o r m ucho que haga el hom bre, jam ás llegará
a h o n rar ta n to a la Virgen cu an to la h a honrado Dios.
2. C u a n t o la h o n r o e l A r c á n g e l S a n G a b r i e l . — El Evan­
gelio, adem ás, nos recuerda el acto de profunda veneración
realizado p o r el Angel hacia M aría el día ien que fue constitui­
da M adre de Dios. El la saludó llena de gracia, bendita entre
las m ujeres. Ahora bien, ¿por qué no podemos nosotros repe­
tir el acto y las palabras de veneración pronunciadas un día
p o r el Angel enviado de Dios?
H asta u n p ro testan te — Dietlein — en u n opúsculo titula­
do Evangelische Ave Maria, publicado en H alle en el 1863,
deploraba con nostálgico y p atético acento que el p rotestan­
tism o, con su aversión a María, im pidiese a sus secuaces el
dirigirle aquel saludo que el m ism o Dios le hab ía dirigido por
boca del Angel, y m ientras que a todo m oribundo le es grato
el decirle: Salve, alm a piadosa, sólo con la M adre no sea
esto posible. Y se llam an cristianos — y se sienten orgullosos
de que se les llam e así — y con todo no han entendido nada
del Cristianism o.
3. C u a n t o l a h o n r o S a n ta I s a b e l . — El Evangelio, final­
m ente, nos com prueba el honor, la veneración qu'e trib u tó a
M aría S anta Isabel cuando aquélla fue a visitarla. In spirada
por el E spíritu Santo, Isabel saludó a la Virgen con las pa­
labras: «Bendita Tú eres entre todas las m ujeres y bendito
es el fru to de tu vientre» (Luc. 1, 42).
«El modo ordinario de saludarse — observa el Cardenal Gib-
bons — aquí sufre u n cam bio radical. Es la vejez la que se in­
clina ante la ju v en tu d ; es una m u je r universalm ente estim ada
la que saluda a u n a pobre joven; es una m atro n a inspirada
la que se m aravilla de verse visitada p o r u n a p arien ta joven-
císima. E xalta la fe de M aría y la llam a bienaventurada; mez­
cla las alegrías de M aría con las de su H ijo y, finalm ente, el ni­
ño Juan dem uestra su alegría saltando de gozo en el seno de
Isabel. Se nos advierte que en e sta entrevista, Isabel estuvo
llena del E spíritu Santo, y esto p ara hacem os com prender que
la vi-ncraclón que Ella siente hacia su p rim a no e ra fruto de
I o n propio* sentim ientos, sino del im pulso del E spíritu Santo»
(La fe de nuestros padres, p. 188).
Dios, pues, un ángel, una santa, y todos los representantes
de la je ra rq u ía intelectual, en sus distintos grados, han vene­
rado a María. ¿No podrem os venerarla tam bién nosotros?

I I . — E l c u l t o M a r ia n o d e v e n e r a c ió n e s t a j u s t if ic a d o
por la T r a d ic ió n

1. L a T r a d ic ió n n o s a s e g u r a q u e M a r ía h a s id o honrada e

— a) La profecía de María y su cum plim iento. A


todo t ie m p o .

las palabras llenas de profunda veneración de Isabel, hace eco


inm ediatam ente María. A rrebatada en una especie de éxtasis y
clavando sus pupilus en el porvenir lejano, contem pla su glo­
ria: «Desde uhorn m e llam arán bienaventurada todas las ge­
neraciones» (Luc. I, 48).
Nótese inmediatamente una cosa. Rl E spíritu Santo, sir­
viéndose de I o n « i n I o n labios de María, p ara profetizar que
todas las ueneraclones la llam arán bienaventurada, aprueba
evidentem ente los honores que le han de ser tributados.
Y en verdad que todas las generaciones, en todos los tiem
pos y lugares, y de todas las form as, la han proclam ado con
tanto entusiasm o bienaventurada...
b) La m u jer anónim a del Evangelio. La aclam ó bienaventu
rada aquella m u je r del Evangelio que pro rru m p iera un día
en esta exclam ación: «Bendito el seno que te llevó y los pechos
que te am am antaron» (Luc. 11, 27).
c) Los cristianos de las Catacumbas. La proclam aron biena­
v enturada los prim eros cristianos en las tinieblas de las Ca­
tacum bas, presentándola en toscas imágenes. Las C atacum bas
de Priscila m uestran una Virgen con el niño al pecho y a su
lado un personaje que se cree represente al profeta Isaías;
existen, adem ás, la escena de la E pifanía y una A nunciación:
todas pinturas del siglo II. El Cem enterio de Domitila, el de
San Pedro y M arcelino y el de San Calixto, contienen pintu­
ras sem ejantes, todas pertenecientes a los siglos II y III.
Ahora bien, ¿con qué fin nuestros antiquísim os Padres en
la fe pondrían sobre las paredes de los lugares destinados a la
oración estas imágenes de la Virgen, sino p ara excitarse a su
veneración y p a ra adm irarla y am arla cada día m ás? Se cuen­
ta que un p ro testan te de Oxford, delante de la Virgen de las
Catacum bas de Priscila, que él m ism o reconoció como pin­
tu ra del siglo II, exclam ó: «Antiquae superstitionum tenebrae!»
«Antiguas tinieblas de superstición». «Decid m ás bien con San
Cipriano — replicó el célebre De Rossi, que le hacía de cice­
rone — «Tenebrae sole lucidiores!» «¡Olí tinieblas más res­
plandecientes que el sol!»
Por lo demás, antes de que se celebrase el célebre Concilio
de Efeso (431), del cual según los p ro testan tes se originó el
culto a la Virgen, ya en aquella ciudad existía un tem plo de­
dicado a María, y aún más, en aquel tem plo, precisam ente,
tuvo lugar, m ás tarde, el célebre Concilio. El m ism o indescrip­
tible entusiasm o con que fue acogida por el pueblo de Efeso la
solemne definición del dogma de la divina M aternidad de
María, m uestra bien a las claras cuán enraizada estuviese en
el corazón de aquellos cristianos la veneración hacia la San­
tísim a Virgen.
Fam osa es, adem ás, la Iglesia de Santa María la Antigua,
descubierta no hace m ucho en Roma, con im ágenes de la Vir­
gen que se rem ontan al siglo IV.
En Roma, adem ás de la iglesia de Santa M aría la Antigua,
se levantaron muy pronto otras dedicadas a la Madre de Dios,
como Santa María la M ayor; algunas otras surgieron en An-
tioquía, en Jerusalén y en otros lugares, todas o casi todas an­
teriores al Concilio de Efeso.
Desde el p rim er siglo de la era cristiana comenzóse a im ­
poner el nom bre de M aría a los hijos de los cristianos. E ste
mismo nom bre fue im puesto incluso a las naves. En el Museo
Vaticano se conservan m edallas con la imagen de la Santísim a
Virgen, algunas de ellas bellísim as; y todas tienen un pequeño
agujero, lo cual dem uestra que se llevaban al cuello, como
al presente. E stas m edallas se rem ontan al siglo V y algunas
al VI.
d) Los Padres y los Doctores de la Iglesia. La proclam aron
bienaventurada los Santos Padres y Doctores de la Iglesia.
F.n todas las edades resonaron las alabanzas de María, pues
todas rila* se presentun em bellecidas con su celestial sonrisa
y colm adas de ñus beneficios.
A la Santísim a Virgen tributaron públicos elogios en las
reuniones colectivas, San Ignacio de Antioquía, en el siglo I;
San Ireneo y San Justino, en el I I ; Orígenes, San Gregorio de
Neocesárea, San Cipriano, San M etodio y Tertuliano, en el
III; San Atanasio, San Efrén Siró, San Basjlio Magno, San
Crisóstomo, San Epifanio, San León Magno, San Jerónim o,
San Ambrosio, San Agustín, en el IV ; San Cirilo de Alejandría,
San Pedro Crisólogo, San Fulgencio y otros, en el V ; San Ro­
mano y San Fulgencio, en el V I; San Gregorio Magno, San Ilde­
fonso, San Isidoro de Sevilla, en 'el V I I ; San Germ án de Cons-
tantinopla, San Juan Damasceno, en el V III. Y la gloriosa m u­
chedum bre de los panegiristas de M aría crece sin m edida
basta llegar al melifluo Doctor San B ernardo, llam ado El Ca­
ballero de la Virgen, al angélico D octor Santo Tomás, al se­
ráfico San B uenaventura, a S. L. Grignon de M ontfort, a San
Alfonso María de Llgorlo, hasta nuestros días.
Los mismos escritores apócrifos que tanto florecieron en
torno a María (algunos pertenecen a los prim eros siglos de la
Iglesia), nos com prueban, al menos los sentim ientos de vene­
ración que alim entaron aquellos prim eros cristianos hacia la
Madre de Dios.

2. L a T r a d ic ió n n o s a s e g u r a q u e la S a n t ís im a V ir g e n h a s id o
v en e r a d a e n — En todas p artes donde es venera­
todo l u g a r .
do Jesús, el Hijo, es venerada tam bién María, la Madre. A Ella,
como a Cristo, se le h an dedicado en todas p artes tem plos
y altares. A su nom bre, com o al de Cristo, se h a levantado
p o r todas p artes un coro de alabanzas que ha ido siem pre
en aum ento y que llegará a eternizarse, juntándose con el co­
ro de los elegidos en el cielo.

3. L a T r a d ic ió n n o s a segu r a q u e M a r ía h a s id o honrada e
— Y no sólo en todo tiem po y lugar, sino tam ­
todos l o s m od o s .
bién en todos los modos, todas las generaciones cristianas,
im pulsadas p o r el am or, siem pre industrioso, han venerado
a la Santísim a Virgen y la h an proclam ado bienaventurada.
a) Las varias form as del culto Mariano. Innum erables, en
efecto, son las form as que h a revestido a través de los tiem ­
pos el culto M ariano. Las principales, con todo, se pueden re­
ducir a las siguientes: 1, la / orina m ística, esto es, la expresión,
m ediante la plegaria y la palabra, de la devoción a M aría; 2,
la form a ritual, o sea, las procesiones y las fiestas instituidas
en honor de M aría: 3, la form a local y conm em orativa, o sea,
las peregrinaciones a sus santuarios m ás insignes, los cuales se
rem ontan a los prim eros siglos de la Iglesia; 4 , la form a voti­
va, o sea, todo cuanto es consecuencia de u n voto em itido pa­
ra h o nrar a M aría; 5, la form a patronal, o sea, las iglesias, ciu­
dades y naciones colocadas b a jo el valiosísimo patrocinio
de N uestra S eñora; 6, la fo rm a social, o sea, Ordenes religio­
sas, Congregaciones, Agrupaciones de caballeros, H erm anda­
des, dedicadas a su nom bre y a su culto; 7, fo rm a literaria,
o sea, m illones de tratados, discursos, composiciones poéticas
a Ella consagradas; 8, form a artística, o sea, obras de pintu­
ra, de escultura, de arq u itectu ra, de m úsica realizadas en su
honor; 9, form a num ism ática, o sea, m edallas y m onedas con
su veneradísim a imagen, que se rem ontan a los prim eros si­
glos de la Iglesia.
b) Clara explicación de todo esto. Todas estas varias form as
de culto M ariano son explicables en extrem o. Quien tiene un
deber hacia una persona, cuando dicho deber es de tal magni­
tu d que por m ucho que haga siem pre quedará al descubierto,
aprovecha todas las form as y m edios p ara corresponderle. Tal
sucede con los cristianos respecto a la Santísim a Virgen. Es
de tal m agnitud la deuda con que se sienten obligados h acia
María, que están convencidos que jam ás p o d rán cancelarla..
Por eso no dejan p a sa r ocasión alguna p a ra d em o strar a la
Madre de Dios toda la g ratitu d albergada en sus corazones..
c) La aprobación de Dios. Dios m ism o h a aprobado y aprue­
ba, ha anim ado y anim a — por así decirlo — a la veneración
tributada a su Santísim a M adre con los m ás estrepitosos prodi­
gios obrados en sus santuarios, en aquellos lugares donde, de
una m anera especial, florece este culto, donde con m ás fervor
se invoca a María.
Sería suficiente reco rd ar el santuario de Lourdes, donde de-
11
< de toatlgoa, creyentes y no creyentes, b ajo el
o m lm l i Inmuno »1« lu ciencia, la Suntísirna Virgen realiza de
continuo Ion imVt e s t r e p i t o s o * milagros. Estos son como el sello
de Dio», o confirm ación de la legitim idad del culto de vene­
ración tributado continuam ente, en todas las form as, a M aría.

III. — E l culto M a r ia n o d e v e n e r a c ió n esta ju s t if ic a d o

POR LA RAZON

Además de estar en abierta contradicción con el Evange­


lio y con toda la Tradición cristiana, los enemigos del culto
M ariano están tam bién en plena contradicción con la m ism a
razón.
¿Qué cosa nos dice, en efecto, la razón?

1. La RAZON NON IM m N It Otm I ION RUMOS A AOUHLLOS UN LOS


CUALR8 JUlSPI.ANimctt AuaiNA HSPnciAL BXCRI.BNCIA. — La razón nos
dice que drbem os honrar, venerar a aquellos en los cuales
resplandece alguna excelencia y a a(|iiciloN que nos han he­
d ió algún bien. Mas ¿quién m ás excelente que María, Madre
de Dios, obra m aestra del Altísimo?... ¿Quién, en tre todas las
criaturas, nos ha hecho m ayor bien que María, n u estra Co-
rredentora, la cual, p a ra salvam os, p ara abrirnos las puer­
tas del cielo, no ha perdonado a su alm a? Y por tanto, ¿quien
es más digna de nuestro culto que M aría? Dante Alighieri ha
expresado m aravillosam ente esta verdad en el Canto XXIX
del Purgatorio (v. 85 y siguientes). En la solemne procesión
de los elegidos, p o r él contem plada m ediante u n a visión en
el paraíso terrestre, introduce veinticuatro ancianos, los cua­
les, en p rim e r lugar, aclam an a María, M adre de Dios, con
las m ism as palabras del Angel y de Santa Isabel:
Bajo un cielo tan hermoso, com o el que yo diviso,
veinticuatro ancianos, de dos en dos,
coronados venían de flor de lis.
Todos cantaron: B endita Tú eres
entre las hijas de Adán, y benditas
sean por siem pre las bellezas tuyas.

2. L,\ VENERACION TRIBUTADA A M A R IA NO PERJUDICA EN NADA,


s in o que l a d e b id a a J e s ú s . — Y no se diga tam po­
favorece

co que la veneración trib u tad a a M aría redunda en p erju i­


cio de la de Jesús. E sta es una p u ra y gratu ita invención del
Protestantism o. Los pro testan tes, ciertam ente, tendrían ra ­
zón si nosotros, los católicos, venerásem os a la M adre de Je­
sús, sin acordarnos de hacer partícipe de esta veneración a
su divino Hijo. Pero no es así. Nosotros honram os, venera­
mos a María, como c ria tu ra altísim a, m ejor aún, como la
más em inente de todas las criaturas, pero siem pre como
criatu ra inferior, p o r tanto, a Dios. Nosotros, los católicos,
adem ás, rendim os a M aría no un culto absoluto, sino que la
veneram os por sus especiales relaciones con Jesús, porque
es su M adre y Com pañera en la o b ra de nuestro rescate. No
sólo, por tanto, el culto de M aría aum en ta el trib u tad o a Je­
sús y no va en m enoscabo de El, como quisieran nuestros
enemigos. La M adre y el H ijo están unidos con vínculos es­
trechísim os. Las alabanzas, pues, que se trib u tan a Ella se
reflejan, naturalm ente, en el Hijo, como la gloria del Hijo
repercute, naturalm en te en la M adre: «Redundat in Filium
— escribió San Ildefonso — quod im penditur M atri» (1). El
deseo m ás ardiente, por tanto, del Corazón del Hijo, es que
se honre a su Madre.
La realidad, p o r lo dem ás, es ésta: Nadie ha estado tan
(1) De virginitate perpetua Sanctae Mariae (P . L. 96, 109).
estrecham ente unido a Jesús, H ijo de María, com o aquellos
que han estado unidos o lo están a M aría, M adre de Jesús.
¿Por qué, en efecto, se honra tan poco a Jesús en tre los pro­
testantes? Porque no se venera a M aría. «El que no tiene un
corazón grande p ara la Madre — decía San José Cafasso —
no puede ten er un gran corazón p a ra el Hijo». Y el célebre
Padre Faber, cuando en 1845 se convirtió del anglicanism o al
catolicismo, escribió: «No supe qué es a m a r a Jesús hasta
que no deposité mi corazón a los pies de María». P o r el con­
trario, ¿por qué en tre los católicos se venera tan to a Jesús?
Porque Kr honru a María. La Madre no se puede considerar
Deparada del lll|o : cu Dios m ism o quien los lia unido. Y el
l i o m h i r n o debe atrev erle a sep arar lo que Dios ha juntado.

CONCLUSION. — |V enerem os, honrem os, pues, a M aría!


Venerémosla cuanto podam os. Q uantum potes tantum aude!
Im item os a Dios mismo, el cual la honró h a sta llam arla con
el dulce nom bre de Madre... Im item os al Arcángel San Ga­
briel, repitiéndole su verdaderam ente angelical saludo, pro­
clam ándola «llena de gracia». Im item os a S an ta Isabel aclar
mámlola bendita «entre todas las m ujeres»... Im item os a
aquella desconocida m ujer del Evangelio que la proclam ó
bienaventurada... Unamos nuestra débil voz al coro grandio­
so, arm ónico de todas las generaciones cristianas.
Nosotros, hom bres m ortales, esforcémonos por alabarla en
la tierra, como la uluban los ándeles en el cielo. De esta m a­
licia harem os la cosa más axrudablc que pueda existir a los
ojos de Dios y de m ayor beneficio pura la tierra.

IV, —* In stru cc io n e s M atianas


ARTICUI.0 II

CULTO DE GRATITUD, DE AMOR Y DE INVOCACION

ESQUEMA. — Introducción: La M ed ia n e ra de la s c ria tu ra s . — I . E l culto de


g ra titu d : 1. Por qué d eb em o s s e r g ra to s a M a ría ; 2. Cómo d eb em os serle
g ra to s. — I I . El culto de amor: 1. Por qué d eb em o s a m a r a M a ría ; 2.
Cómo debem o s a m a r a M aría. — I I I . E l culto de invocación: 1. Por qué
debem os in v o c a r a M aría. E lla : a) sab e so c o rre rn o s; b ) p u e d e s o c o rre r­
n o s ; 2. Cómo in v o c a rla . C onfianza ilim ita d a : a ) e n la v id a ; b ) en la
m u e rte , y c) d e sp u é s de la m u e rte . — Conclusión: Las tre s p a la b ra s m ás
h e rm o s a s : g ra titu d , a m o r, invocación.

Además de ser M adre del Creador, la Virgen Santísim a


es tam bién M edianera de todas las criaturas. Si a la Santí­
sim a Virgen, como M adre del Creador, le debem os el culto
especial de veneración, como a M edianera (o sea, Correden­
tora, M adre espiritual del género hum ano y Dispensadora de
todas las gracias) le debem os un culto de g ratitu td , de am or
y de invocación. 1. De gratitud, por ser n u estra C orredento­
ra. 2. De amor, porque es n u estra M adre. 3. De invocación,
porque es D ispensadora de todas las gracias.
Veamos, pues, brevem ente, estas tres cosas, p o r qué y có­
mo debemos ser gratos a M aría; p o r qué y cóm o debemos
am arla; po r qué y cómo debemos invocarla.

I. — C u l t o d e g r a t it u d

1. P o r q u e d e b e m o s s e r g r a t o s a M a r í a . — El porqué d
bem os a la Santísim a Virgen un culto de g ratitu d es eviden­
te. Nosotros, en efecto, debem os ser agradecidos a las per­
sonas que nos han hecho y nos hacen un bien. A veces, hasta
las bestias dem uestran este sentim iento de gratitud. Arro­
ja d un trozo de pan o un hueso a un perro y veréis con cuán­
tos alegres saltos, o lam iendo la m ano generosa, os demues­
tra su gratitud. Quien, p o r tanto, no siente el gran deber del
agradecim iento se m u estra inferior a las m ism as bestias y
se coloca en un nivel inferior al de ellas.
Ahora bien, ¿quién, después de Dios, nos ha reportado
más beneficios que M aría? Es Ella la que, ju n tam en te con
nuestro Redentor, com o C orredentora nuestra, satisfaciendo
y m ereciendo p o r nosotros, nos ha abierto las puertas del
cielo y nos ha librado del ignom inioso yugo de Satanás. Es
ella, que, a costa de inauditos dolores, nos ha regenerado con
Cristo u la vidu sobrenatural de la gracia divina, perdida por
i'l pecado, l i s F.lln In que no s e perdonó ni a si m ism a ni a su
lll|<>, ni cual amaba Incomparablemente más que a sí, para
ili•«< nosotros luéacmo* eternam ente felices. Todas las gra-
i Ihs de que hemos sido enriquecidos por Dios, todas, sin ex­
cepción, hnn pasado por sus purísim as manos, o sea, nos han
sido concedidas m ediante su intercesión. Después de Dios,
por tanto, ninguna persona m erece tanto n u estra g ratitu d
como la Virgen Santísim a. La razón y la fe, p o r esto, repi­
ten a nuestro oído, o m ejor dicho a nuestro corazón, aque­
lla am onestación del Apóstol: «Grati estote», «Sed agrade­
cidos» (Tes. 5, 18). Y qué cosa m ejor — exclam aba San Agus­
tín — podemos llevar en nuestro corazón, pronu n ciar con
nuestra lengua, escribir con la plum a, que esta p alab ra: ¡G ra­
cias! (1).

2. C omo debem os s e r agradecidos . — ¿Pero de qué m ane


ra podemos y debemos dem ostrar n uestra g ratitu d a n uestra
invicta Corredentora? S anto Tom ás nos enseña que de tres
m aneras: una más perfecta que otra. Podemos y debemos
dem ostrar nuestra g ratitu d a las personas que nos han he­
cho un bien, de diversos modos, es decir: 1, interiorm ente,
o sea, con el pensam iento, reconociendo y apreciando 'en to­
da su extensión la grandeza del beneficio recibido y conside­
rándonos obligados a corresponder; 2, exteriorm ente, con las
palabras, alabando y dando gracias a nuestro bienhechor;
3, exteriorm ente, con las obras, recom pensando de alguna
m anera el bien recibido. Lo m ism o deseamos hacer respec­
ti) Epist. 77.
to a la Santísim a Virgen, n u estra Corredentora. Debemos
m ostrarnos agradecidos interiorm ente, o sea, con el pensa­
m iento, reconociendo los grandes e incalculables beneficios
derivados de sus inm ensos dolores, los cuales deberían estar
perennem ente grabados en nuestros corazones. Debemos mos­
trarnos agradecidos exteriorm cnte, con las palabras, alabán­
dola y dándole gracias incesantem ente, ya que Ella será siem­
pre superior a toda alabanza. Debemos, finalm ente, m ostrar­
nos agradecidos exteriorm ente, con las obras, correspondien­
do a sus gracias con algún don, o sea, ofreciéndole el cora­
zón, que es la cosa m ás preciosa que nosotros poseemos.
Al culto de gratitud, adem ás, debem os añadir el culto de
am or.

II. — C ulto de am or

Se cuenta de un joven que, repitiendo una vez delante de


la imagen de María aquella oración: «M onstra te esss Ma­
trem», «M uestra que eres mi Madre», se oyó responder: «Mons­
tra te esse filium », «Y tú m uéstram e que eres mi hijo».
¡ S í! Si querem os que la Santísim a Virgen se com porte
como verdadera M adre nuestra, nosotros debemos p rocurar
el conducim os como verdaderos hijos suyos. ¿De qué m ane­
ra?... Amándola con am o r verdaderam ente filial.
El am or: he aquí el deber m ás fundam ental de un hijo
para con su m ad re: es un deber que incluye, que abraza
a todos los demás deberes. El nom bre de hijos, efectivam en­
te, en lengua griega — según observa San B em ardino de
Sena — es nom bre de am or. Consideremos, p o r tanto, bre­
vem ente el gran deber que nos incum be de am a r tiernam en­
te a María, y el modo cóm o debem os am arla.
1. P o r o u e a m ar a M a r ía . — El am or — dice el Docto
Angélico — es la vida del corazón. La tierra y el cielo no
son más que la m orada del a m o r: la tierra es la m orada del
am or que sufre, que llora; el cielo es la m orada del am or
que goza, que canta. Ahora bien, después de Dios, el objeto
más digno de nuestro am or es María. ¿Amas a la Virgen?
— preguntó u n P adre Jesuíta a San E stanislao de K ostka —.
«Sí, la am o — respondió el joven — ¡es m i M adre!» He aquí
el gran motivo p o r el cual debem os am ar a la Santísim a Vir­
gen. Debemos am arla porque es n u estra Madre. ¡E s tan fá­
cil y espontáneo el am ar a la M adre! Es, adem ás, el am or
más natural, el p rim ero que nace y el últim o que m uere.
¿Cuál es, en efecto, el p rim er nom bre que debem os pronun­
ciar? ¿Cuál el que, en realidad, hem os pronunciado? El nom bre
de «mamá». ¿Cuál h a sido el p rim er ro stro que hem os besado?
El ro stro de nuestra m ndre. ¿Cuál era la prim era persona que
sr occrenbu n nosotros, apenas despertábam os? ¡N uestra ma­
dre! Fuen bien, si el nm or Inicia la m adre es tan natural,
líin le y constan te; si todos nosotros am am os tanto a nues­
tra mndre terrena, ¿cuánto m ás no debemos am ar a nues­
tra Madre celestial, tan incom parablem ente superior a la de
lu tierra cuanto la vida de la gracia supera inconm esurable-
mente a la de la naturaleza?
Aumenta, por así decirlo, la fuerza que nos im pulsa a
tim ar a María, si consideram os p o r un instante la amabili­
dad de esta n u estra ternísim a Madre.
«¿Quieres amar?» — escribía San Gabriel de la Dolorosa
a su herm ano Miguel — «¿Quieres am ar? ¡Ama! ¿Pero, sa­
bes a quién? ¡A M aríaI ¿Quién m ás am able que Ella?».
¡Oh s(; ninguna m adre es tan am able com o María. Ella
es verdaderam ente «M ater amabilis», la Madre am able por
excelencia, In más am able en tre todas las m adres. Porque
entre todus las m adres es iu más bella, la m ás buena, la
más tierna, lu más afectuosa. E ntre todas Ins m adres, Ella es
lu más am able. SI reunís los rayos de todas las estrellas no
conseguiréis con tar con la luz del sol. Y si concentráis en
una el am or de toda* Ins madres, no conseguiréis con tar con
el um or de estu Madre celestial.
Medida del am or es el dolor. Cuanto más se sufre por
una persona, tan to m ás se le dem uestra que se le ama. Mas
¿quién podrá jam ás m edir el dolor sufrido por esta nues­
tra ternísim a M adre hacia nosotros, p ara engendrarnos a
la vida de la gracia? Si su dolor es sin m edida tam bién lo
será su am or.
Según esto, ¿cómo no am ar, de u n a m anera entrañable a
una M adre tan amable?

2. C omo am ar a M a r ía . — ¿Pero de qué m anera debemos


am ar a María? Es cosa fácil de decir: evitando todo lo que
le puede ocasionar disgusto y practicando cuanto puede agra­
darle.
Lo que tan to desagrada a n u estra M adre celestial lo sabe­
m os de sobra, es lo que ofende a su divino H ijo: el pecado
y el afecto hacia el m ism o. Dem asiado fuerte, dem asiado
estridente es el contraste que existe entre M aría y el peca­
do. ¿Qué cosa, en efecto, es el pecado? Es la cosa m ás abo­
m inable, m ás m onstruosa, m ás detestable, que exista y que
pueda existir. ¿Qué es, en cam bio, M aría? La m ás bella, la
m ás pura, la más san ta entre todas las criaturas. Libre de
la m enor som bra de culpa, sintió hacia ella la m ayor repug­
nancia. El que desea pues evitarle el m ayor de los desagra­
dos, debe odiar, debe huir cuidadosam ente del pecado.
Este es, por así decirlo, el elem ento negativo del am or a
M aría. Existe tam bién el elem ento positivo, que consiste,
precisam ente, en p racticar todo cuanto puede proporcionarle
algún placer. El am or es una llam a. Y la llam a no se pue-
de contener. Ella tiende, n aturalm ente, a extenderse. La prue­
ba m ás elocuente del am or son las o b ra s : «Probatio dilec­
tionis exhibitio est operis» — dice San Gregorio Magno —.
Ahora bien, innum erables son las obras, los obsequios con
los cuales podemos ag rad ar a María. Expongam os aquí los
principales. Los obsequios que podem os p re sta r a la Santí­
sim a Virgen p ara agradarla los podemos dividir en inter­
nos y externos.
Los internos com prenden los actos del entendim iento y
los de la voluntad.
Los actos del entendim iento consisten en tener de M aría
la m áxim a estim a posible, estim a nacida en nosotros del co­
nocim iento de su inconm ensurable grandeza. P ara honrarla,
pues, con nuestro entendim iento y con n u estra voluntad,
necesitam os, como cosa indispensable, conocer, en cuanto
nos es posible, toda la excelencia, toda la dignidad de que
está revestida; cuanto m ás conozcamos a la Santísim a Vir­
gen, m ás la honrarem os. Un conocim iento diligente de Ella
debe ser la base, el fundam ento de todos nuestros obsequios
hacia M aría, pues siem pre es cierto que «ignoti nulla cupido».
No se desea, no se busca, no se am a sino lo que se conoce.
Ahora bien; dos son los medios principales p a ra adquirir
el conocimiento de M aría: la m editación frecuente de sus gran­
dezas y la lectura de los libros que a Ella se refieren.
N uestra voluntad es una potencia ciega; no da un paso
sin que el entendim iento la preceda, « o la tom e p o r la mano,
no le h ag u de g u la. P o r o t r a p a rte , el entendim iento, si no es
eleg o tam bién <M extri d o ta d o de una visión muy débil, de ma-
iH'tti i|Uc no descubre las cosas de repente, sino poco a poco.
D r In* c o s a s m i s conocidas pasa a las desconocidas. Si quie­
te conocer una cosa claram ente, es necesario que le dé m uchas
vueltas y que m edite sobre ella durante largo tiem po. Lo m is­
ino debemos hacer nosotros respecto a M aría si querem os co­
nocerla plenam ente, en cuanto nos es posible. Así lo hicieron
los Santos. Se sabe que el piadosísim o Francisco Suárez, que
escribió tantas cosas herm osas sobre la Virgen, en las fiestas
solemnes de N uestra Señora em pleaba dos horas continuas
en m editar sobre sus prerrogativas y su excelsa grandeza.
A la m editación se debe u nir la lectura y el estudio de
algún tratado teológico y ascético referente a la Santísim a
Virgen. Es aconsejable, sobre todo, la lectura de «Las glo­
rias de Murlu», escritas por uno de los m ás grandes enamo­
rados de la Reina del Cielo, San Alfonso María de Ligorio, y ¡
la lectura del tra ta d o «de la verdadera devoción a María», |
escrito por rl Incom parable apóstol de la Virgen, San Luis j
Murta Orlgnon de Moiitl'ort (I),
Al conocim iento que adquiram os sobre Marta, se seguirá,
lógicamente, y de una m anera necesaria, la reverencia, adm i­
ración y alabanza a Dios, que ha colm ado de tantos tesoros
de gracia a la Santísim a Virgen, y a Ella m ism a, que ha sido
enriquecida por Dios de tal m anera.
Además de estos obsequios internos, es necesario practicar
los externos, que son una em anación espontánea y com o con-
(1) E dicio n es P a u lin a s. M ad rid .
secuencia necesaria de aquéllos. Cuando la m ente, cuando el
corazón están verdaderam ente llenos de María, al m enor so­
plo se inflam an.
Num erosos son los obsequios externos que nosotros pode­
mos trib u ta r a M aría p ara agradarle. Los principales son los
siguientes, divididos y clasificados cronológicam ente:
1. Cada año. C elebrar con especial devoción las fiestas de
M aría que caen a lo largo del año. Prepararse a las mismas
con oraciones y con buenas obras, penetrando el significado
de las m ism as y, finalm ente, coronándolas con u n a fervoro­
sísim a Comunión. Se cuenta que S anta G ertrudis, en la fiesta
de la Asunción, vio a la Virgen Santísim a que llevaba b ajo su
m anto una m u ltitud de jovencitas herm osísim as: eran las al­
m as que se habían preparado devotam ente a aquella solem­
nidad.
Dedicarle el mes de mayo, consagrado a sus glorias, o el
m es de octubre, dedicado al S anto Rosario.
2. Cada mes. Acercarse a lo menos una vez a la Mesa Euca-
rística en honor a M aría y p racticar el p rim er sábado del mes
consagrado a la reparación de las injurias recibidas de sus
m ism os hijos.
3. Cada semana. En el día de sábado, a Ella dedicado por
la Iglesia, trib u tarle alguna dem ostración de afecto, ayunando,
p or ejem plo, o dando alguna lim osna en su honor, practican­
do alguna pequeña m ortificación, visitando alguna iglesia o
alguna imagen suya de m ayor devoción.
4. Cada día. El E m perador Tito, llam ado «delicia del género
humano», consideraba como perdido el día en que no había
Jiecho algún favor a alguno. El verdadero am ante de M aría
debe considerar como perdido el día en que no ha rendido
algún hom enaje a la Reina de los cielos.
Por la m añana, apenas levantados, y p o r la noche, antes
de entregarse al descanso, con afecto verdaderam ente filial,
pedid a la Santísim a Virgen su m aternal bendición, dándole
un afectuosísim o beso. Así lo solía hacer San E stanislao de
K ostka. Y la Beata Angela de Foligno, m ientras pedía un día
sem ejante bendición, oyó que M aría le respondiía: «¡Recibe
mi bendición y la de m i H ijo!»
Saludar devotam ente a la Santísim a Virgen, tres veces al
día, por la m añana, al m ediodía y por la noche, con el rezo
del Angelus.
Rezar cada día, preferiblem ente en com pañía de otro, al
menos la tercera p arte del Rosario o la Corona de los Siete
Dolores de María, enriquecida por los Santos Pontífices de tan­
tas y tan preciadas indulgencias.

5. En todo tiempo. Finalm ente, el verdadero am ante de la


Reina del cielo debe diNtinguirse honrándola en todas las oca-
«lone*. Debe por tanto acostum brarse a invocarla frecuente­
m ente durante el dlu, especialm ente d u ran te las tentaciones,
con el rezo de alguna jaculatoria, al pasar por delante de al­
guna de sus imágenes. Rezar con m ucha frecuencia, de una
m anera especial el Ave María. Es la m ás herm osa entre to­
das las oraciones, después del Pater noster. Es el obsequio
más perfecto, más grato que se pueda hacer a la Santísim a
Virgen, porque es el m ism o obsequio que le rindió el Arcángel
San Gabriel de p arte de Dios. «El Ave M aría — escribe San
Luis Grignon de M ontfort — es un beso am oroso que se da a
María y una rosa ro ja que se le presenta, una p erla preciosa
que se le ofrece, una copa de am brosía y de n éctar divino con
que se le brinda. Todas estas sem ejanzas y com paraciones son
de los santos».
Y aquí no puedo monos de recom endar a todos la piadosa
práctica de rezar maftana y noche las tres Ave Marías en honor
de Ion privilegio* otorgados por la Santísim a Trinidad a la
Madre de Dloi, Buta piadosa práctica ha sido revelada y en-
arfUidn por la misma Virgen a Santa Matilde, como m edio se­
guro para obtener la gracia de la perseverancia final o de la
buena m uerte. Defendieron seguidam ente esta piadosa prác­
tica, recom endándola a toda suerte de personas, San Antonio
de Padua, San Leonardo de Porto M auricio y, especialm ente,
San Alfonso M aría de Ligorio. Innum erables hechos prueban
la eficacia de esta práctica salutífera.
Otro obsequio muy grato al Corazón de M aría es la ins­
cripción a cualquier H erm andad a Ella consagrada, como la
de los Siervos de María, la de los Carm elitas, la de los Cléri­
gos Regulares de la M adre de Dios o, al menos, a alguna Or­
den Tercera, como la de los Siervos de María, de los Domi­
nicos, Carm elitas, o a alguna A rchicofradía erigida en su ho­
nor, como la de M aría Auxiliadora, la de la Dolorosa, la del
Rosario o la de la Virgen del Carmen.
Agrada tam bién m ucho a la Santísim a Virgen que se lle­
ve encim a alguna m edalla con su imagen, especialm ente la
llam ada Medalla Milagrosa, según Ella m ism a lo reveló a San­
ta C atalina de Labouré en el 1830, con la p rom esa de conce­
der grandes gracias a los que la llevasen sobre su pecho.
Pero el obsequio m ás agradable a la Santísim a Virgen, el
que dem uestra de una m anera m ás palpable nuestro am or pa­
ra con Ella que es como la síntesis de todos los demás, la
constituye el consagram os enteram ente p o r su m ediación a
Jesús; el vivir habitualm ente unidos a Ella, p ara poderlo estar
más fácilm ente con su divino Hijo. Se vive vida de unión con
María haciéndolo todo por Ella y con Ella. Es éste el cam ino
más fácil, m ás breve, m ás perfecto y más seguro p ara alcan­
zar una íntim a unión con Jesús.
Un santo Obispo (Mons. Sabadel, Capuchino), solía decir:
«Cuando queráis saber, en mi últim a hora, si ha llegado el
m om ento de cerrar m is pupilas apagadas y de rezar las úl­
tim as preces, no os detengáis en observar m is ojos, o m i res­
piración dificultosa, sino que debéis descubrir m i corazón y
trazar sobre él el nom bre de M aría; si no lo veis p alp itar es
señal de que he muerto».
¡Que cada uno de nosotros pueda rep etir la m ism a frase!
Pero ¡cuán m enguado es nuestro am or hacia M aría en com­
paración del de los santos! ¡Reanim ém osle!
Recordem os siem pre que Ella nos am a, y no puede de­
ja r de am ar a aquellos que así lo hacen: «Ego diligentes me
diligo» (Prov. 8, 17). ¿Qué podem os tem er, qué podemos de­
ja r de esperar cuando la persona que nos am a es la misma
Reina de los cielos, que lodo lo puede obtener del Corazón de
Dios? Por tanto, este am o r será la m ayor fortuna de nuestra
vida.
La Santísim a Virgen no es sólo n uestra C orredentora, no
es solam ente n uestra M adre, sino que es tam bién la Dispen­
sadora de todas las gracias. Debemos, pues, re c u rrir a Ella,
invocándola con la m ás ilim itada confianza.
Veamos, pues, por qué y cómo debem os invocar a María.
1. P or que debem os in v o c a r a M a r ía . — Debemos invocar
a M aría porque es muy digna de toda n uestra confianza.
Y, en efecto, ¿cuándo una persona se gana toda nuestra
confianza? Ciertam ente, 1, cuando sabe, o sea, conoce bien,
com prende bien tuda* nuestras necesidades; 2, cuando quie­
re lOiorrerncM en ellai; 3, cuando puede concedem os seme­
jante socorro,
Tal es, precisam ente, Marta. Ella conoce, Ella quiere, Ella
puedo concedernos su auxilio. Ella conoce nuestras necesida­
des, porque nos ve en Dios; quiere prestarnos su auxilio por­
que nos ama en Dios; Ella puede darnos su auxilio porque es
om nipotente ju n to a Dios.
a) María sabe socorrernos. M aría Santísim a, ante todo, sa
be darnos su auxilio, porque nos ve en Dios. El acto con el
cual la Virgen a la luz de la gloria, ve a Dios, es m uy seme­
jante al acto con que Dios se ve a sí mismo... Ahora bien, Dios,
con el mismo único y sim plicísim o acto, ve su Esencia y en
Ella ve lo que Ella representa o en Ella se refleja como en
un espejo purísimo. Por eso Dios ve en sí todas las cosas po­
sibles y todas las cosas existentes, y las ve como son en sí
mismas, con todas sus particularidades y circunstancias. Todas
las alm as adm itidas a la visión intuitiva contem plan, a la luz
divina, a Dios, Uno y Trino y en Dios conocen todo cuanto en
la I.senda Infinita se refleja y que de alguna m anera le pue­
de interesar. Este conocim iento, que está tam bién en razón
directa con la luz de la gloria, pertenece a la plenitud de su
felicidad y de su gloria (S. Thom as in IV Sent. dist. XLV, q.
3, a. I ; Sunt. Th., II-II, q. 83, a. X, 4, ad 2). Así una m adre
que dejó a sus hijos huérfanos en el m undo los ve en Dios
y ve la condición en que se encuentran y sus necesidades, el
estado de sus alm as, todo...
Ahora bien, si todos los bienaventurados tienen e sta visión
de las cosas y de las personas, que guardan alguna relación
con ellos, m ucho más, inm ensam ente más, la debe tener la
Santísim a Virgen y en grado correspondiente a su bienaventu­
ranza y a su oficio de C orredentora y de M adre. Ella, pues,
debe de ver todo aquello que le interesa. Por eso, la Santísim a
Virgen, con la m ism a m irad a con que contem pla la Esencia
divina, nos ve en Ella a nosotros, sus hijos, ve a todos y a
cada uno en p articular, y nos ve como somos, con nuestras
buenas cualidades, con nuestros defectos, con nuestras necesi­
dades, con n uestras penas... Es u n a visión clara, directa, dis­
tinta, que si no iguala a la visión de Dios, supera de u na m a­
nera inconm ensurable a la visión de todos los ángeles y de to*-
dos los santos.
Si la Santísim a Virgen ve en Dios todas n uestras m iserias,
todas nu estras necesidades, todos nuestros deseos, no hay du­
da de que nos sabe ayudar, dándonos oportunos rem edios, dis­
pensándonos las gracias convenientes...
b) María quiere socorrernos. Marín, adem ás, quiere soco­
rrernos, porque nos tuna en Dios. Nos am a, porque es miem­
bro del Cuerpo místico de su Hijo, Jesús. Nos am a, porque
es nuestra M adre; y nos am a — dice San Pedro Damián —
«con un am or que no puede ser superado p o r ningún am or
creado, ni destruido o ¡estorbado p o r ninguna m iseria o in­
gratitud nuestra» (S erm . de Nativ. B. M. V.).
Ahora bien, si la Santísim a Virgen nos a m a tanto, es cier­
to que nos quiere p re sta r su auxilio, porque am ar es querer
el bien p ara las personas a las cuales se am a.
c) María puede socorrernos. M aría Santísim a, finalm ente,
nos puede p re sta r su auxilio porque es om nipotente ju n to a
Dios. Los Padres y Doctores de la Iglesia form an un coro im ­
ponente al proclam ar el pod er de M aría y al d eclarar que
todo cuanto Dios puede m andar, la Virgen lo puede con la
oración. Jesús y M aría son am bos o m n ip o ten tes: Jesús es
om nipotente por naturaleza y M aría lo es por gracia; Jesús,
por esencia; María, por p articipación; Jesús, por derecho, por
ser Dios; María, p o r am or, p o r ser M adre de Dios... Ella no
ha perdido nada de aquella dulce autoridad que le reconocía
su H ijo en los prim eros años de su vida m ortal. «Su palabra,
siempre respetada, confiere a la m em oria de su s padecim ien­
tos una fuerza m isteriosa que hace vibrar en el Corazón de
Cristo todas las cuerdas del am or filial y lo hace tender a una
generosidad sin límites» ( M o n s a b r e , Conf. 5 0 ). Ella puede,
pues, so c o rre m o s.

2. Com o i n v o c a r a M a r ía . — Debemos invocar a M aría con


ilimitada confianza. Si la Santísim a Virgen sabe, quiere y pue­
de ayudarnos se impone una única conclusión: ten er confian­
za g ran d e, Ilim ita d a en E lla, siem p re y en to d as nuestras nece-
■Idadci, nuturulo* y sobrenaturales.
Sl«'m|tiv, o sua: a) tn la vida; b) en la m uerte; c) después
dp lu muerta.
a) En la vida, lC uántas necesidades experim entam os du­
rante nuestra vida!... Necesidades m ateriales y necesidades
espirituales... Necesidades m a teriales: tenem os necesidad de
la salud para poder tra b a ja r y p ara podem os ganar el susten­
to de cada día. Pues bien, la Santísim a Virgen es, precisam en­
te, la salud de los enferm os, como la llam a la Iglesia: «Salus
infirmorum».
Tenemos necesidad de que la tierra produzca abundante­
mente sus frutos p ara nuestro alim ento. Y la Santísim a Vir­
gen ¿No es acaso «Madre de la Providencia»?
En este valle do lágrim as sentim os, a veces, necesidad de
consuelo. ¿No es María el consuelo de los afligidos: «Conso­
latrix afflicto ru m »?
AdcmáN do las necesidades de orden m aterial, tenemos
tam bién necrsldados espirituales. Tenemos que conservar no
sólo lu vida de lu nuturulezu, sino tam bién la de la gracia, no
sólo la vida del cuerpo, sino tam bién la del alm a. Para con-
servar, al menos d u ran te cierto tiem po, la vida de la gracia,
nosotros — com o lo definió el Concilio de T rento — tenem os
necesidad de auxilios y de gracias actuales. ¿Y acaso la Santí­
sima Virgen no es la M adre de la Divina G racia: «Mater di­
vinae gratiae?»
Tenemos necesidad de un auxilio especial en las tentacio­
nes que no faltan en la vida de todo hom bre y que nos exponen
con ta n ta frecuencia al peligro de p erder la am istad de Dios.
Pues bien, si no querem os caer, debemos recu rrir con toda
confianza a M aría. Por medio del Arca, los hebreos consiguie­
ron m uchas victorias; y nosotros las obtendrem os p o r medio
de M aría, sim bolizada por el Arca de la Alianza...
No es raro el caso de que un pobre cristiano, cediendo a
los impulsos de la tentación, caiga en pecado m ortal y pierda
la gracia de Dios ¡Oh! Entonces, que se acuerde de que Ma­
ría es el Refugio de los pecadores: «Refugium peccatorum »,
y acuda a Ella con toda confianza.
b) En la m uerte. Si grande y viva debe ser n uestra confian­
za en M aría durante la vida, p o r ser grandes n uestras necesi­
dades, m ucho m ayor debe serlo aún en la hora de la muerte,
porque es, precisam ente ése el m om ento del cual depende toda
la eternidad y, p o r tanto, la necesidad es m ayor...
«La m uerte de un hijo de M aría — como solía decir Santa
M agdalena Sofía B arat — es el salto de un niño a los bra­
zos de su madre».
c) Después de la m uerte. Mas n uestra confianza en María
debe ir más allá de la m uerte, si tuviésem os necesidad de
ello. Debemos abrigar la confianza de que la Virgen nos auxi­
liará en el Purgatorio. Ella m itigará, abreviará nuestro m arti­
rio y nos hará llegar lo m ás pronto posible al lugar del refri­
gerio, de la luz y de la paz...
Confianza, pues, grande, ilim itada en María. Confianza en
todo tiem po y en toda circunstancia... Confianza en la vida,
en la m uerte, y después de la m uerte. No quedarem os desilu­
sionados. Pues tam bién nosotros podrem os re p e tir con San
Gabriel de la D olorosa: «ln te, Domina, speravi, non confun­
dar in aeternum ! «En Ti, Señora, he esperado, que yo no sea
confundido eternam ente».

CONCLUSION. — G ratitud, am or, invocación. Tres pala­


bras. Las m ás bellas entre todas las del vocabulario cristiano.
Im prim ám oslas pues, profundam ente, indeleblem ente, en el
corazón. Será nuestra fortuna. En la vida y en la m uerte.
ARTICULO I I I

CULTO DE SERVIDUMBRE

ESQUEMA. — I n tr o d u c c ió n : « |H e a q u í los Sierv o s d e M aría!» — I P o r q u é


d e b e m u s s e r v ir a M a ría : P o rq u e es R ein a de todo lo c read o . T odos, p o r
U n to dobam oa Hervirla. — II. C ó m o d e b e m o s s e r v ir a M a ria : 1. E s ta n d o
o o n tln iia in c n te ju n to a R ila; 2. O frecién d o le to d o c u an to som os y teñe-
m oa; .V l)rm n«írA ndonon siem p re p ronto» a su s in s p ira c io n e s ; 4. E v itá n ­
dola luda « u n i r de disgusto* y p ro p o rcio n á n d o le to d a s u e rte de a le g ría s;
.1. T om and o n n rto en sus a le g ría s, y esp e c ia lm en te en su s p e n a s. —
('tm c lu s ió n : El títu lo iii Am glorioso.

Hace siete siglos se desarrolló una graciosa escena en las


calles de Florencia. E ra la Epifanía del 1234. Vestidos de tos­
co sayal, dos pobres erm itaños, que poco antes eran la flor
y nata de la aristocracia de la ciudad, llam aban de pu erta
en puerta, pidiendo una lim osna p o r am o r a Dios «y a la Santí­
sima Virgen». E ran Ricovero Uguccioni y G erardo Sostegni, dos
de los siete santos fundadores de la O rden de los Siervos de
María.
Cuando he aquí que se realiza un prodigio singular, causa
de La m aravilla y adm iración de todos los presentes: unos pe-
queñuelos de pañales comienzan a inquietarse en los brazos
de sus m adres y adquiriendo repentina y m ilagrosam ente el
uso de la palabru, exclam an en alta voz: «|E so s son los Sier­
vos de M aría... F.sos son los siervos de María!» E ntre estos
niños, hubo uno — San Felipe Benizio, a la sazón apenas de
cinco meses — que llenaría de gloria en toda la tierra el nom ­
bre de los Siervos de María.
Este m ism o prodigio se renovó nuevam ente algún tiem po
después. M ientras los siete piadosos solitarios de Villa Camar-
zia, cerca de Florencia, se dirigían a la presencia de su Obispo
A. Trotti, de pronto se oyó a unos niños de pecho que exclam a­
ban: «¡Esos son los Siervos de M aría!»
De una m anera m ejor no podían ser señalados aquellos
siete santos, que llam ados p o r la Reina del cielo a su especial
servicio, se habían entregado com pletam ente a M aría, para
llegar m ás fácilm ente a Jesús.
Lo que hicieron los siete santos fundadores de la Orden
de los Siervos de M aría; lo que han hecho después, siguien­
do sus huellas lum inosas, tantos de sus secuaces esparcidos
por la tierra, es lo que debe hacer todo cristiano digno de este
nom bre.
Todo cristiano, p ara ser verdaderam ente tal, debe servir a
la Virgen, debe ser siervo de M aría. ¿Por qué? ¿De qué m a­
nera? Es lo que pretendem os exponer en la presente in struc­
ción.

I . — ¿ P or q u e debem os s e r v i r a M a r ía ?

E sta pregunta, yo la sustitu iría por otra, diciendo: ¿Y por


qué no servirla?
Se prestan servicios, en efecto, a aquellos que tienen so­
bre nosotros algún título de propiedad, de dom inio. ¿Y acaso
la Santísim a Virgen no es n u estra Dueña, n u estra Señora,
n uestra Reina?
Todo, en efecto, ha sido creado por Dios, en previsión de
Cristo y de María, o sea, p a ra la gloria de entram bos. Todo,
por tanto, pertenece a Jesús y a su Madre. Todo está sujeto
al uno y a la otra. Cristo es el Rey y M aría es la Reina de toda
la creación. Es Reina, en efecto, continuam ente aclam ada por
todos.
«Salve, Regina!», g ritan los m illones de ángeles y de san­
tos del Paraíso, postrándose hum ildem ente ante su trono. Egre­
giam ente cantó el p o eta: «Contem pla los círculos h a sta lo más
rem oto; — h asta donde ves a la Reina sentada — alcanza el
reino devoto a Ella sometido» (Par. 31, 115-117).
«Salve, Regina!» — gritan con confiada angustia aquellas
alm as santas que gimen aún en aquel «segundo reino — donde
el hum ano espíritu se purga — h asta hacerse digno de subir
al cielo» (Purg. 1, 4, 6).
«Salve, R egina/» — g ritan en los abism os infernales, muy
a su pesar, los condenados que fueron p o r Ella vencidos y que
yacen a sus pies.
«Salve, R egina!» — g rita de uno al otro confín la tierra
entera, cubierta de sus santuarios y llena de sus glorias.
Y con razón. Reina, en efecto, la vaticinaron los Profetas,
porque es M adre del Rey de los Reyes, Jesucristo. Reina re­
vestida de túnica real, sentada a la d iestra del H ijo ; así la vio
el rey David, su antepasado. Reina coronada de estrellas; así
la vio en éxtasis el vidente de Patmos. Reina la proclam a la
Teología Católica.
E l p rin cip io de ley n a tu ra l y civil que c u a n to p erte n ec e al
H ijo, pvittM itca ta m b ié n a lu M ad re; *Quod unus possidet, al­
litu po,%%ld0r0 ivn sftu r* .
Ahora bien, ¿acaso N uestro Señor Jesucristo no posee, co­
mo Key suprem o y universal, todo cuanto existe p o r títu lo de
naturaleza y de conquista? Por tanto, su Santísim a M adre ha
de poseer, como Reina suprem a, todo el universo.
Resumiendo: si la Virgen es Reina de todos, es evidente
que todos debem os ser y profesam os sus siervos, todos, sin
excepción debem os servirla am orosam ente. Por eso la Iglesia
no ha dudado en apro b ar una Orden religiosa consagrada por
entero al real servicio de la Virgen S antísim a: la Orden de los
Siervos de Maria, que trab aja on la Iglesia de Dios desde hace
siete siglos.
Pero m ás quo insistir en el por qué debem os servir a Ma­
tia, creo que debem os insistir en el modo con que hem os de
servirla.

II. — ¿C om o dhihim os s i i r v i h a M a r ía ?

Para com prender bien de qué modo debem os serv ir a la


Reina del cielo y de la tierra, es necesario observar la con­
ducta de los siervos fieles de cualquier reina terrenal y ver
de qué m anera se com portan con ella.
1. E stando c o n t in u a m e n t e j u n t o a E lla . — Ahora bien, un
siervo fiel de cualquier reina está casi constantem ente ju nto

20. — In stru cc io n e s M arianas.


a ella, no la abandona nunca. Lo m ism o debe h acer el siervo
fiel a la Reina del cielo. Debe estar siem pre ju n to a Ella, no
p erderla jam ás de vista, es decir, debe pensar siem pre en Ella.
El ten er el pensam iento constante en M aría le facilitará el
pensam iento continuo de Dios. Quien vive en la presencia de
M aría, vive m ás fácilm ente en la presencia de Dios. Y para
vivir casi continuam ente — en cuanto es posible — en la
presencia de M aría, el medio m ás eficaz es el de e sta r pro­
fundam ente persuadidos de que la Santísim a Virgen, de una
m anera m isteriosa, pero verdadera, está tam bién continuam en­
te con el pensam iento en nosotros, porque a todos, de con­
tinuo, nos ve en Dios.
E stá presente en nosotros con el afecto, porque se está
allá donde se a m a ; y la Santísim a Virgen nos am a a todos con
inefable am or de M adre; p o r tanto, está inefablem ente pre­
sente en todos nosotros m ediante su am or. E stá presente en
nosotros con la acción, porque todas las gracias que nosotros
recibimos de Dios pasan — com o a través de un canal — por
las m anos de María. E sto adm itido, ¿cómo es posible no m an­
tenerse casi de continuo en su presencia, no sentirse im pulsa­
dos a cam biar con los de Ella nuestros pensam ientos, afec­
tos, acciones y a rep etir con San Alfonso de Ligorio: «Quiero
estar siem pre ju n to a Ti, dulce R eina; no m e desprecies»?

2. OFRECIENDOLE TODO CUANTO SOMOS Y TENEMOS. — Un s ie r v o fie l


de c u a lq u ie r r e in a s e o f r e c e p o r c o m p le to a e lla , o s e a , p o n e
c u a n to e s y tie n e a l s e rv ic io d e s u g r a n s e ñ o ra .
Lo m ism o debe hacer el siervo fiel respecto a la Reina del
cielo. Debe ofrecer a María, debe poner a su real servicio todo
cuanto es y tiene, o sea, debe servirla con todas sus faculta­
des. Debe em plear en su real servicio, su m ente, sirviéndose de
ella para pen sar en el objeto de sus am ores, p a ra conocer ca­
da vez m ejor sus singulares grandezas, de m anera de poder
apreciar m ás y m ás a su Reina celestial y p ara poder hacerse
acreedor al singular honor que proviene de dedicarse a su ser­
vicio.
Debe em plearse en servirla con la memoria, acordándose fre­
cuentem ente de Ella, porque su recuerdo — com o el del piado­
so rey Josías — es com o un com puesto de perfum e p reparado
por un perfu m ista: «M emoria Iosiae in com positionem odo­
ris facta, opus pigm entarii» (Eccl. 49, 1). Debe em plear en su
real servicio el corazón, este m otor de todas n u estras faculta­
des que le ha de servir p a ra am arla con tern u ra filial, no sólo
con palabras, sino, sobre todo, con los hechos.
Debe em plear en su real servicio su lengua, sirviéndose de
ella para hab lar a M aría frecuentem ente y con entusiasm o pon­
derando sus grandezas, bondad y belleza.
Debe em plear en su real servicio sus manos, haciéndolo to­
do únicam ente par* su m ayor gloria, lo que hará que tam bién
rcNtillc m im fácil cuanto se haga para la mayor gloria de Dios.
Bn una p a la b ra : debe em plearse, sin lim itación alguna, en el
ftrrvk'lo de m i dulce Reina.

3. D h m o s tk a n ü o n o s s ie m p r e pro n to s a s u s IN SPIRA CIO NES. —


Un siervo fiel está siem pre atento a las m enores señales y de­
seos de su reina; incluso procura adivinarlos. Lo m ism o debe
de hacer un siervo fiel de la Reina del cielo. Debe de estar pron­
to a sus indicaciones. Ahora bien, ¿qué es lo que quiere de
nosotros nuestra dulce Reina? N inguna o tra cosa m ás que lo
que quiere Jesús, porque sus deseos coinciden con los de su
Divino Hijo.
También, pues, a nosotros, nos repite de continuo las mis­
mas palabras que dirigiera un día a los criados en las bodas
de C aná: «Haced todo cuanto Jesús os diga». «Q uodcum que
dixerit vobis fucitr». ¿Y qué es lo que nos dice Jesús continua­
m ente que hagam os? Nada más que n u estro deber, que cum ­
plamos con nuestro deber, o sea, que observem os fielm ente
lo» m andam iento» de la ley de Dios, los preceptos de la Igle­
sia y las obligaciones particulares del propio estado.
¿Oué cosa desea de sus siervos la Santísim a Virgen? Es fá­
cil de com prenderlo. Oue crezcan en el conocim iento y am or
hacia su Divino Hijo.

4 . E v it á n d o l e toda s u e r t e d e d is g u s t o s y p r o c u r á n d o l e toda
— Un siervo fiel de cualquier reina de la tie­
c l a s e d e a l e g r ía s .

rra hace lo posible e imaginable p ara alejar de ella cuanto le


p u e d e d e s a g r a d a r y p a r a p r o c u r a r le c u a n to le p u e d a a g r a d a r .
Lo m ism o debe h acer el siervo de la Reina del cielo. Debe
realizar toda suerte de esfuerzos p ara hacer de m anera que
sus pensam ientos, sus palabras, sus m ism os deseos sean siem­
pre agradables a las m iradas de su dulce Reina. Debe, además,
esforzarse p ara conquistar su estim a y afecto, cada vez en m a­
yor proporción. Y lo logrará si se preocupa con todo su em pe­
ño en ad orn ar su alm a con todas las virtudes, adquiriendo de
m odo p a rtic u la r aquellas que m ás resplandecieron en Ma­
ría, es decir: la hum ildad y la pureza; la hum ildad que la im ­
pulsó a vivir siem pre en la soledad y en el re tiro y a procla­
m arse hum ilde sierva del Señor en el m ism o m om ento en que
toda la corte celestial la proclam aba R eina; la pureza, que
la llevó desde los m ás tiernos años a consagrarse p o r comple­
to y siem pre con voto al Señor p a ra ser solam ente de El.
H um ildad, pues, y pureza. H e aquí lo que m ás desea ver en
sus siervos la Reina de los cielos.
Además de em plear toda suerte de industrias para hacerse
cada vez m ás acepto a su augusta Señora, el siervo fiel debe
de em plear todos los m edios a su alcance p ara realizar todas
aquellas prácticas que m ás com placencia despiertan en la Vir­
gen. E ntre todas estas piadosas prácticas, la m ás excelente es
indudablem ente la de la R eparación M ariana, requerida de
una form a ta n insistente po r la m ism a M adre de Dios hacia el
final del siglo pasado a la Sierva de Dios Dolores Iglesias, m on­
ja de las Siervas de M aría R eparadora, y después, en nuestros
días, en las célebres apariciones de F átim a en Portugal. Y se
com prende que así sea. M ientras m uchos, im pulsados p o r el
odio, la u ltra ja n y ofenden, hiriendo de la m anera m ás sensi­
ble el corazón de Aquélla, en la cual Dios hizo cosas grandes,
nosotros, sus siervos, im pulsados p o r el am or, debem os repa­
rar, o sea, debem os alab arla y ensalzarla.
Y así, siendo tantos los que la u ltra ja n y ofenden con e
pensam iento, con las palabras y las o b ras; con el pensam ien­
to, pensando de Ella cosas indignas; con la palabra, blasfe­
m ando su santo Nom bre, y con las obras, com etiendo acciones
indignas y despreciando las im ágenes, que la representan; nos­
otros, en com pensación, debemos reparar, o sea, exaltar con el
pensam iento, con la palab ra y con las obras su devoción: con el
pensam iento, form ándonos de Ella la idea m ás grande que
nos sea posible; con la palabra, aprovechando todas las oca­
siones p ara poner de relieve sus singulares grandezas, su po­
der y bondad sin lím ites; con las obras, venerando con sum a
devoción sus imágenes.

5. T om ando p a rte de sus a le g ría s y e s p e c ia lm e n te p a rtic i


pando de sus d o l o r e s . — Un siervo fiel de cualquier reina,
finalm ente, tom a p arte siem pre de buena gana e n sus alegrías,
pero participa de una m anera especial de sus dolores. Lo mis­
mo d e b e h n c c r d n ierv o d o la R e in a del c ielo . La alegría
do l'.llu c u ñ u i i l t ' u r í u ; los dolores de Ella son sus dolores.
Debo tom ar parto de sus inefables alegrías, o sea, de la ale­
gría inm ensa que la inundó al ser concebida sin culpa origi­
nal, al poder llevar dentro de sí, com o en una urna, a Aquel
que sostiene el cielo y la tie rra ; al poderlo estrech ar afectuo­
sam ente entre sus brazos, en u n éxtasis de am or, besándolo
a su placer.
Pero, sobre todo, el siervo fiel de la Reina del cielo debe
participar del inefable dolor que M aría experim entó al rege­
nerarnos a todos nosotros en la vida de la gracia en el Calva­
rio, a los pies de la Cruz; dolor am plio como el m ar, profun­
do como el océano, am argo sobre toda ponderación; dolor que
la constituyó en la Dolorosa p o r antonom asia.
He dicho que debe p articip ar de una m anera p articu lar en
sus dolores, pues en esto m anifiesta el siervo m ás su fidelidad
que no conviviendo con Ella sus alegrías.
Es m uy fácil, en electo, tom ar p arte de las alegrías de una
persona. En cam bio, no lo es el co m p artir con ella sus dolo­
res. Por eso la Orden de ios Siervos d e María, a p esar de vene­
rar a la Santísim a Virgen b ajo todos los títulos, ha profesa­
do y profesará siem pre una particularísim a devoción a sus in­
mensos dolores, pues es la m anera m ás palpable de dem ostrar­
le su fidelidad de siervos p a ra con la R eina de cielos y tierra.
He aquí en qué form as concretas debem os servir todos
nosotros a la Santísim a Virgen. Y es m uy fácil com prender
la singular nobleza que se deriva de sem ejante servidum bre.
Como el esplendor de cualquiera reina de la tie rra se refleja
de una m anera espontánea en aquellos que tienen el honor
de servirla, así el esplendor incom parablem ente m ás grande
de la Reina de los cielos se refleja espontáneam ente sobre
todos sus siervos. No sin razón se dijo: «Servire Mariae
regnare est»: «Servir a la Virgen es reinar». De los siervos
de Salom ón se dijo: «Beati servi tui qui stant coram te sem-
per» (III Reg. 10. 8): «[B ienaventurados tus siervos que es­
tán siem pre en tu presencia!» Lo mismo, y con m ayor razón,
se puede rep etir de los siervos de la Reina del cielo. ¡ Biena­
venturados! Pues esta R eina celestial sabe tr a ta r m uy bien
a sus siervos. De los siervos de la M ujer fu erte se dice en
la Sagrada E scritu ra que están vestidos con doble vestidura:
«O mnes enim dom estici eius vestiti su n t duplicibus» (Prov.
31, 21). O tro tanto se puede decir de los siervos de la Reina
del cielo. Ella los viste con doble vestidura, es decir, les otor­
ga los bienes espirituales y los tem porales.

CONCLUSION. — No hay que m aravillarse si son tantos


los que a través de los siglos han conseguido la m ás alta glo­
ria m ediante el título de Siervos de María. Resplandeció con
dicho título en el siglo iv el glorioso San Efrén cuando ex­
clam aba: «¡Oh excelsa Princesa y Reina..., nosotros nos he­
mos dado a Ti y nos hem os consagrado a tu servicio desde
n uestra infancia. Nos llam am os siervos tuyos. Te saludo co­
mo a Soberana que otorgas el cetro a los que te sirven!» Se
gloriaron de sem ejante título en los siglos v y vi, los más
ilustres personajes de la Iglesia de Africa (Arzobispos, cón­
sules, prefectos y em bajadores), como se desprende de las
m edallas bizantinas en las cuales aparece la imagen de Ma­
ría y el nom bre del poseedor con esta inscripción: «Siervo
de la M adre de Dios».
Se gloriaron de o ste n ta r dicho título los Pontífices Juan
V I I (siglo v i i i ), Nicolás IV (siglo x i i i ) y Paulo V (siglo
xvii), los cuales, b ajo sus efigies, hicieron g rabar el título
de: «Siervo de María».
Alegrémonos, pues, nosotros de que así sea y, sobre todo,
vivamos tam bién com o verdaderos Siervos de María.
A R TIC U LO IV

CULTO DE IMITACION

ESQUEMA. — In tro d u c ció n : Ju n ta q u e ja d e S a n ia T e re sita del N iño Jesú s.


— I. V I m tu M o m d$ p e rfe c to y el ntd s a d a p ta d o : 1. El m o d elo m á s p e r ­
fe c to : JurU », 2. HI nwU a d a p ta d o : M aría. E lla, en efecto , es u n m odelo:
a) p in a m e n te h u m a n o ; b ) un m odelo m uy sem e ja n te a J e s ú s ; c) u n
m odelo un lv eraal p a r a todo* y en to d o . — I I . M aría, m o d elo en los de-
b tr ts i para cotí D ios, p ara consigo m is m a y para co n e l p r ó jim o : 1. M o­
delo de p ie d a d filial p a ra con D ios; 2. M odelo d e s in g u la r p u re z a p a ra
consigo m is m a ; 3. M odelo de s in g u la r m ise ric o rd ia p a ra con el p ró jim o :
a) m ise ric o rd ia q u e s o c o rre ; b ) q u e c o n su e la , y c) m ise ric o rd ia q u e p e r ­
dona. — C on clu sió n : « In sp ic e e t fací»

La Virgen Santísim a, adem ás de ser M adre de Dios, Me­


dianera nuestra, R eina del cielo y de la tierra, es Santísim a,
o sea, el modelo m ás perfecto y m ás adaptado de todas las
virtudes. A Ella, por tanto, le debem os un culto de im itación.
Bien conocida es la queja de Santa Teresita del Niño Je­
sús — la genial a rtista de la santidad — respecto al proceder
de algunos predicadores que pretenden presentar a María
en su aspecto adm irable, m ás que b ajo el punto de vista de
la im itación. «Por favor, pónganse de relieve — exclama la
Santa — sus virtudes practicables. C iertam ente que es cosa
buena hablar de sus prerrogativas, pero es necesario, ante
todo, ponerla ante los ojos de los fieles como un ser im ita­
ble. Ella prefiere la im itación a la adm iración, siendo su vida
tan sencilla. Por muy herm oso que sea un serm ón sobre la
Santísim a Virgen, si no obtiene o tra cosa que hacer p ro rru m ­
pir en exclamaciones de m aravilla, el provecho es nulo» (1).
Y ciertam ente que es así. A la Virgen debem os ad m ira
la e im itarla. No se concibe una verdadera devoción a Ma­
lí) C fr. E s p r it d e S a in te T h érése, c h . I I .
ría sin un firm e propósito de im itarla en sus virtudes. En tal
sentido se suele d ecir con San Gregorio Magno que la verda­
d era devoción consiste en im ita r lo que veneram os: «Vera
devotio im itari quod colim us». T anto m ás que la Virgen San­
tísim a no pertenece a aquella categoría de Santos de los
cuales se suele decir que son «m ás adm irables que im ita­
bles». ¡No! Su vida se desenvuelve p o r com pleto en u na esfe­
ra de sublim e sencillez. Ella es im itable en todo, y por to­
dos puede ser im itada. Es esto lo que pretendem os dem os­
tr a r en la presente instrucción.

I. — E l m o d el o m a s p e r f e c t o y e l m a s adaptado

1. E l m o d e l o m a s p e r f e c t o : J e s ú s . — No hay du d a alg
n a ; el prototipo de todos los cristianos, el m odelo suprem o
que todos deben copiar es, indiscutiblem ente. Cristo. No en
vano en la ú ltim a Cena, después de haberles lavado los pies
a sus discípulos, les dijo: «¡Yo os he dado ejem plo! ¡Haced
vosotros lo mism o!» «E xem p lu m dedi vobis, u t quem adm o­
d u m ego feci, ita et vos faciatis». El, d urante su vida, hizo
bien todas las cosas: «Bene om nia fecit!»
E sta im itación de Cristo no es cosa facultativa, sino obli­
gatoria, al m enos en u n a m edida m ínim a, es decir, en aquella
m edida -que es indispensable p a ra la salvación de nuestra
alma. El Apóstol ha hablado m uy claro a este propósito. San
Pablo h a dicho que aquellos a los cuales Dios h a elegido pa­
ra la gloria eterna, los h a p redestinado p a ra que sean con­
form es a la im agen de su H ijo, a fin de que El sea el pri­
m ogénito en tre muchos h erm anos: «Quos praescivit, et prae­
destinavit conform es fieri im aginis Filii sui, u t sit ipse pri­
m ogenitus in m u ltis fratribus» (Rom. 8, 29).
¡Jesús! He aquí el m odelo m ás acabado p a ra el hom bre.
Es necesario conceder, sin em bargo, que la im itación de este
sublim e m odelo resu lta dificultosa p ara n u estra débil natu­
raleza. Pues si es cierto que Jesús es verdadero Hom bre, en
todo sem ejante a nosotros — menos en lo que afecta al pe­
cado — no lo es menos que tam bién es Dios. Su hum anidad
y su divinidad subsisten en u n a m ism a persona y esta per­
sona es divina: la persona infinita del Verbo. Las acciones
por tanto de su vida, todas sus virtudes, son acciones y virtu­
des divino-humanas. El no es u n a sim ple criatura, m ientras
que nosotros lo somos. E n El, adem ás, a causa de la unión
hipostática, no podem os ten er el modelo perfecto de todas
las virtudes, pues algunas de ellas, com o la fe y la esperan­
za, no existieron en Jesús, pues desde el p rim e r m om ento
de su existencia gozó de la visión beatífica.

2. El. m o d e l o m a s a d a i t a d o : M a r í a . — a) Modelo pura


m ente humano. Estu obvia y no pequeña dificultad fue solu­
cionada por el Seftor al darnos a María, pura criatu ra como
nosotros y, por tanto, im itable, una copia perfecta de sí mis­
mo, un modelo insuperable. La debilidad de n u estra vista no
nos perm itía que la fijáram os directam ente sobre el sol ra­
diante de justicia, Jesús, sin peligro de quedar deslum bra­
dos. Sabiam ente, pues, dispuso que la luz de sus fulgidísi­
mos ejem plos llegase m ansa y suavem ente h asta n u estra mi­
rada, a través de la luna argentada, que es M aría, como la
llam a la Iglesia: «pulchra u t luna!» Tal es la d octrina conte­
nida en dos adm irables Encíclicas de los grandes Pontífices
León X III y Pío X.
El prim ero, en la célebre Encíclica «Magnae Dei Matris»
(del 1892), escribe: «En María, la bondad y la providencia di­
vina nos han propuesto un m odelo de todas las virtudes
adaptado a nosotros, pues, al contem plarla a Ella y a sus ac­
ciones, nosotros no quedam os como deslum brados p or los
fulgores de la m ajestad divina, sino anim ados por la p arti­
cipación de la m ism a naturaleza y llevados a su m ejor imi­
tación. Sostenidos por sus auxilios, si nos damos con gene­
rosidad al estudio de sem ejante ejem plar, conseguiremos, al
menos, plasm ar en nosotros los prim eros rasgos de u na tan
alta virtud y perfección, y al copiar m ás que nada su plena
y adm irable resignación a la voluntad divina, podrem os se­
guirla por los cam inos del cielo».
No menos elocuentem ente se expresa Pío X en la célebre
Encíclica «Ad diem illum». «Pues si querem os, y tal debe de
ser el deseo de todo cristiano, que n uestra devoción hacia
M aría sea plena y en todo punto perfecta, es necesario avan­
zar aún m ás estudiando con todo em peño la m anera de im i­
ta r sus ejem plos. Es regla establecida por Dios que cuantos
desean conseguir la eterna bienaventuranza, copien en sí mis­
mos, m ediante la im itación, la form a de la paciencia y de la
santidad de Cristo... Mas siendo nuestra debilidad tal que fá­
cilm ente quedam os deslum brados p o r la m agnitud de seme­
jan te esplendor, la Providencia Divina ha querido proporcio­
narnos o tro ejem plar, que estando próxim o a Cristo en cuan­
to esto es posible a la naturaleza hum ana, se ad apte m ejor
a nuestra poquedad. Y este modelo no es otro que María».
b) Modelo m u y sem ejante a Cristo. Existe, en efecto, un
sem ejanza perfecta entre Jesús y M aría: sem ejanza en to­
do y especialm ente en la santidad de vida. Fueron sem ejan­
tes, en efecto, en la predestinación, pues con el m ism o de­
creto con que Dios predestinó a C risto p ara que fuese Hijo
de Dios y M ediador de los hom bres, predestinó tam bién a la
Virgen Santísim a para ser M adre de Dios y M edianera de
los hom bres. Fueron sem ejantes en la vida, la cual, tanto pa­
ra la M adre como p ara el Hijo, fue de cruz y sacrificio. Fue­
ron sem ejantes en sus dotes y cualidades físicas; pero sobre
todo en las dotes y cualidades m orales, en el ejercicio de las
virtudes. Tenía, pues, razón Dante Alighieri al decir de la San­
tísim a Virgen que «es el rostro que a Cristo m ás se aseme­
ja» (Par. 32, 83-84).
Consiguientem ente, la Santísim a Virgen, con m ayor razón
que el Apóstol puede rep etir a todos los cristianos: «Sed mis
im itadores como yo lo soy de Jesucristo»: «Im itatores m ei
estote, sicut et ego Christi» (1 Cor. 15, 1).
M ientras los santos, en efecto, reflejan quien uno quien
otro cada uno de los rayos del sol divino que es Cristo, la
Santísim a Virgen proyecta todo el haz lum inoso del a stro ce­
lestial. M ientras los santos reproducen en sí m ism os quien
uno quien otro de los m atices espirituales, la Santísim a Vir­
gen los ofrece todos fielm ente, de form a que es un retrato
acabado de su Divino H ijo. Al igual que E ste decía, refirién­
dose al P ad re: «El que m e ve a Mí, ve a m i Padre», «Qui vi-
det me, videt et P atrem m eum », así tam bién la M adre puede
rep etir respecto al H ijo: «El que m e ve a Mí, ve tam bién a
mi Hijo», «Qui videt me, videt et Filiu?n meutn». Y consi­
guientem ente puede rep etir: «El que m e im ita, im ita a mi
Hijo».
«Los santos — escribe Santo Tom ás — son ejem plares de
alguna de las virtudes, pues el uno sobresalió en la humil- i
d ad; el otro, en la castidad; un tercero, en la m isericordia...
Pero la Santísim a Virgen es ejem plo de todas las virtudes»
(Opuse. V III). Justam ente, por tanto, un escrito atribuido a
San Jerónim o asegura que M aría fue «un espejo en el cual se
reflejaron todas las virtudes» (Epist. ad Paulam, PL. 30, 144).
c) Modelo universal, para todos y en todo. Además, nin­
gún santo puede ser tom ado como modelo p ara los dem ás en
todos los estados, en todas las condiciones de la vida y en to­
das sus edades. Unos sirven de modelo a los célibes y otros
a los casados; unos a los clérigos y otros a los laicos. Uno
sirve de modelo ocupando un trono y otro en el ta lle r; uno
se santificó en la pobreza y otro en la riqueza. Unos sirven
de especial modelo p a ra una edad y otros p ara otra. La San­
tísim a Virgen, p o r el contrario, se nos p resen ta Ella sola, co­
mo modelo especial de todos los estados, de todas las condi­
ciones m ás variadas de la vida y de todas las edades. Ella
es el modelo ideal de la m u jer en todos sus estados, como
hija, como esposa, como m adre y como viuda. Ella es el mo­
delo especial de los hom bres en la perfecta observancia de
todos sus deberes para con Dios, para consigo mismo y para
con el prójim o. Ella es el modelo de los religiosos en la en­
trega total y poronne de sus vidas a Dios. Ella es el modelo
de los sacerdotes en su trato con Jesús, al entregarlo a las
alm as, ul ofrecerlo por la salvación eterna del mundo. Ella
es el modelo de los ricos y de los grandes, p o r descender de
estirpe regia. Ella es el modelo de los pobres y de los hu­
mildes, pues tam bién fue necesitada, y hubo de ganarse el
pan de cada día con el sudor de su frente. Ella es el m odelo
de los adolescentes, de los jóvenes y de los adultos. Es, por
tanto, un modelo universal, adaptado a todos. «Talis enim
fu it — dice San Ambrosio — u t ejus unius vita om nium sit
disciplina» (De Virgin. 1, 2, c. 2, n. 9, PL. 16, 221). Su vida,
por sí sola, sirve de ejem plo a todos.

II. — M a r ía , m o delo en los deberes para con D io s ,


p a r a c o n s ig o m i s m a y p a r a CON EL PROJIMO

¿Mas en qué debem os p ro c u ra r im itar a M aría de una


m anera particular? En tres cosas, principalm ente, que co­
rresponden al triple orden de relaciones que tiene el hom bre
sobre la tierra, es decir, en los deberes p a ra con Dios, p a ra
consigo m ism o y p a ra con el p ró jim o : P ara con el Ser Su­
prem o, el deber de la piedad; p a ra consigo m ismo, la con­
servación de la pureza, y p a ra con el prójim o, la p ráctica de
la m isericordia.

1. M o d e l o d e p ie d a d f i l i a l p a r a c o n D i o s . — Debemos im
tar, ante todo, a la Virgen Santísim a en su piedad filial pa­
ra con Dios. Fue la nota característica de su vida. Su cora­
zón, desde las prim eras palpitaciones, se sintió tan lleno de
Dios que convirtió cada uno de los actos de su existencia en
flores fragantes de piedad p a ra con el Creador.
Su corazón se sintió desbordado por el am or cuando des­
de el prim er instante de su vida hizo u n a entrega total y
perenne de sí m ism a a Dios, el cual la a tra jo a sí de la mis­
m a m anera que un potente im án atra e a u n hilo de hierro.
Su corazón se sintió desbordado de am or cuando en el
tem plo de Jerusalén, al alba de su existencia, le fue concedi­
do expresar externam ente aquella entrega in tern a hecha a
Dios desde el p rim er in stan te de su existencia.
Su corazón se sintió desbordado de am or m ás que nunca,
cuando, escondida como cándida palom a en los atrios del
templo, vivió toda absorta, sum ergida en Dios, en una con­
tinua y filial intim idad con El, huyendo con el m ayor cuida­
do de todo cuanto le hubiera podido causar desagrado y ha­
ciendo am orosam ente todo cuanto podía proporcionarle al­
gún placer.
Su corazón se sintió desbordado de am or de una m anera
muy particu lar, cuando el Verbo se encam ó y habitó en Ella
como en un riquísim o tem plo perfum ado con los efluvios de
su divinidad y sintió p alp itar el corazón de Dios m uy cerca
del suyo. En aquellos nueve m eses afortunados en los que
Jesús vivió literalm ente de la vida de M aría, su corazón pu­
rísim o debió sentirse com o aniquilado en su pecho, tran sfo r­
mándose por com pleto en el del m ism o Dios que se había
com unicado a Ella de m anera tan singular, ju n tam en te con
la plenitud de sus dones.
Su corazón se sintió desbordado de am or cuando su m i­
rada virginal se posó en la hum ilde gruta de Belén, en el
Verbo hum anado en el preciso m om ento en que podía estre­
charlo contra su seno cubriéndole de tiernos besos.
Su corazón se sintió desbordado de am or cuando se com­
placía en contem plar a su Divino H ijo y Este, a su vez, se de­
leitaba en la contem plación de su augusta Madre, im prim ien­
do en Ella una suavísim a m irada.
Su corazón se sintió desbordado de am o r cuando vio a
Jesús adolescente correr hacia sus brazos m aternales para
estrecharse con tra su corazón, im prim iendo en su ro stro sua­
vísimos besos am antes, con los cuales le m anifestaba todo su
amor.
Su corazón se sintió desbordado de am or de u n a m anera
muy p articu lar d urante los días trem endos de la Pasión y
m uerte de su divino Hijo, cuando en un arranque de gene­
rosidad incom parable se entregó con El a la voluntad del
Padre, como víctim u reparadora de la divina gloria y p ara el
rescate del género humano.
Su corazón n c M in tió desbordado de am or siem pre que
pudo estrecharlo contra nu coruzón ul ofrecérsele oculto tras
los velos de la Sugrudu E ucaristía.
Su corazón se sintió desbordado de am or cuando vio lle­
gado el m om ento de unirse eternam ente u su Dios.
¿Puede acaso im aginarse un modelo más com pleto de pie­
dad filial p a ra con Dios?... Su am o r de M adre fue la mayor
consigna de toda su vida, la tónica de todas sus acciones.
Con ello nos enseña de la m anera m ás elocuente a « tratar
de Dios com o de Dios» en todo, y siem pre con extrem a deli­
cadeza.
2. M o d e l o d e s i n g u l a r p u r e z a p a r a c o n s ig o m i s m a . — De
bemos im itar, en segundo lugar, a la Santísim a Virgen en su
singular pureza. Ella es la Purísim a p o r antonom asia. Físi­
cam ente hablando, un cuerpo se 'lam a puro cuando no con­
tiene ningún elem ento heterogéneo que desvirtúe su natu­
raleza. Así, por ejem plo, decimos que el agua de un arroyue-
lo es pura. En sentido m oral decimos que una persona es
p u ra cuando no ha sido contam inada en m anera alguna pol­
la m alicia de la culpa, aunque é sta sea leve. Tal fue en toda
circunstancia María. Fue única en la pureza como en todo
lo demás. Aún más, Ella fue la única criatu ra com pletam en­
te pura. Fue la pureza personificada aparecida sobre este
nuestro planeta lleno de fango p a ra em briagarlo con su per­
fume virginal. Desde el p rim er instante de su existencia vi­
vió siem pre bajo el encanto, bajo la influencia del am or di­
vino, como sum ergida en aquel océano de pureza, siguiendo
los cam inos que la m ano de Dios le m ostraba, senda toda
cubierta de azucenas. Dios fue siem pre el dueño absoluto de su
corazón, pues Ella vivió siem pre en El y p a ra El. Ella fue «vir­
gen en todo — com o se expresa Santo Tom ás de Villanue-
va —, virgen en el cuerpo y virgen en el alm a, en la m irada
y en el tacto, en el pensam iento y en los afectos, en las pa­
labras y en las obras, en el espíritu y en los sentidos». Exis­
tía en M aría una perfecta arm onía entre los sentidos y las
potencias superiores del alma. Parecía u n a verdadera plan­
tación de azucenas. E ra el encanto del cielo y de la tierra.
¡Oh si un p in to r hubiese podido plasm ar a la Virgen en to ­
dos los instantes m ás salientes de su vida: en el tem plo, en­
tre las paredes de su hum ilde estancia, en presencia del án­
gel, en casa de Isabel en espera del nacim iento del Precur­
sor, en sus relaciones con el m undo y con las personas de di­
verso sexo, en su fam iliar convivencia con el discípulo am a­
do de Jesús!... Si un tal p in to r hubiese sabido y podido
ofrecernos la ingenuidad lum inosa de su m irada, la belle­
za de su rostro, la m odestia de su tra je , la corrección de su
trato, la virginal fragancia de sus palabras..., ciertam ente
habría dado al m undo el re tra to m ás acabado y perfecto de
la pureza...
Por eso la pureza de M aría difunde tan ta luz, ta n ta fra­
gancia, por eso su divina belleza es tan atrayente, tan bené­
fica..., tan contagiosa... Legiones de alm as... «corren tras
la fragancia de sus perfumes».

3. M odelo de s in g u l a r m is e r ic o r d ia p a r a c o n e l p r o j im o . —
Debemos im itar, en tercer lugar, a la Santísim a Virgen en
su m isericordia p a ra con el prójim o. Se puede afirm ar con
la m ayor seguridad que en su corazón ternísim o y virginal,
grande como el mundo, encontró siem pre un eco poderoso
todos las miserius de los hom bres, o sea, sus necesidades,
dolores y priado*. Su m isericordia, por tunto, fue una misc-
rieordU que *e com place en consolar, una m isericordia que
p inloiw Tuvo, cii efecto, un corazón hecho a sem ejanza del
Corazón de su Divino Mijo.
u) Misericordia que socorre. La m isericordia de María,
en prim er lugar, fue una m isericordia inclinada a socorrer
lit Indigencia. ¡Oh si hubiesen sido escritos todos los epi­
sodios de la vida de la Virgen! Cuántos haces de luz no hu­
biesen proyectado sobre su Corazón m isericordioso. Con todo,
tío faltan algunas escenas muy elocuentes. Sería suficiente
recordar el episodio acaecido en las bodas de Caná.
b) Misericordia que consuela. La m isericordia de María,
en segundo lugar, es una m isericordia que consuela a aque­
llos que sufren, sen física, sea m oralm ente. Se suele recordar
que los habitante* de Nazarot, cuando estaban oprim idos
por algunu desgracia, Ibun u buscur consuelo en M aría di­
ciendo: «¡Vayamos en buscu de la suuvidad!» Y de aquella
sunvidad personiflcudu todos se partían serenos y consolados.
Sea histórico O no este detalle, lo cierto es que la Santísim a
Virgen lia sido y será siem pre el consuelo de los afligidos,
• Consolatrix a f/lictorum » por antonom asia. Es conmovedor
a este propósito, el episodio que se lee en la vida de San Al­
fonso Rodríguez, alm a enam oradísim a de la Virgen.
Un día este santo, cuando era ya m uy avanzado en edad
y se encontraba m uy debilitado, acom pañaba a un Padre que
se dirigía a decir Misa a una Capilla de la Virgen m uy dis­
tante del Convento, sobre una colina. El santo viejo cam i­
naba con dificultad y con el ro stro bañado en sud o r; hubo
un m om ento en que sintió que le faltaban las fuerzas. De
pronto, una m ano invisible, con infinita delicadeza, le enju­
gó la fren te; él se dio cuenta de la presencia de la Virgen
M aría, que había venido a aliviarle en su cansancio. Y des­
pués de este hecho se sintió tan ágil y fuerte que prosiguió
sin fatiga el resto del cam ino con el corazón inundado de
celestial alegría.
c) Misericordia que perdona. La m isericordia de María,
en tercer lugar, es una m isericordia que perdona, generosa­
m ente, a todos aquellos que de alguna m anera han herido
su tierno corazón. ¡Quién sabe cuántas veces, d u ran te su
vida, se le negaron ciertas atenciones y se le hicieron ver­
d aderas ofen sas! Pues bien, todas estas faltas, antes que
exasperar su corazón, fueron p a ra Ella m otivos p a ra usar
p ara con aquellos que le ofendían las m ás delicadas aten­
ciones, las m ás exquisitas finezas. Especialm ente, allá al pie
de la cruz, Ella unió la plegaria de su corazón a la de Cristo,
que intercedía p o r todos sus verdugos.
Al socorrer a los indigentes, al consolar a los afligidos,
al perdonar a los pródigos, em pleó todos los medios. Usó
de una m anera especial de la oración, recom endando a Dios
ininterrum pidam ente con su corazón encendido de m isericor­
d ia, a todos sus hijos necesitados.

CONCLUSION. — Inspice et fa c!... C uenta la Sagrada


E scritura que Dios después de h ab er m ostrado en visión
a Moisés el m odelo p a ra la fabricación del Arca de la Alianza,
le dijo: «Inspice et fac secundum exem plar quod tibi in
m onte m onstratum est!»: «M ira y o b ra según el modelo que
te he presentado en la m ontaña» (Exod. 25, 40).
Lo m ism o repite enseñándonos la vida de M aría como
eje m p lar de n u estra vida: «¡O bserva y obra!» Pues El —
como enseña Santo Tomás — la ha puesto como modelo
d e todas las virtudes.
«Plasm ad hoy en vosotros — decía Bossuet a su auditorio
— una imagen sa n ta ; sed vosotros esta m ism a imagen, sien­
do un reflejo de su vida». «Cada uno — dice San Gregorio
Niseno — es el p in to r y el escultor de su propia vida; m o­
delad la vuestra según este perfecto m odelo; que la vuestra
sea una copia au téntica de la suya; que v uestra conducta sea
un reflejo de este modelo m aravilloso» (2). P ara lograrlo
hemos de com portarnos como se com portó y com o se com­
portaría M aría al ten er que o b rar en n uestras circunstan­
cias. Debemos asem ejarnos a Ella en todo: en el m odo de
pensar, en el m odo de hablar, en el m odo de obrar. Los hijos
han de parecerse a la Madre.
La Academia de Francia, en diciem bre de 1931, asignaba
el llamudo «prem io d o virtud» a la joven M agdalena Bossard.
Jorge I n m u to , presidente de la misma, se expresó en aquella
o< iikIi'hi r n i*nt<m t é r m i n o s : «Quisiera haceros com prender
I n d a Itt solicitud l i o r n a y am orosa que esta joven ponía
on •ten d er a sus herm anos huerfanitos. En m om entos difí-
illos se solía p reg u n tar: ¿Cómo obraría mi m adre en estas
circunstancias? Y con la m ayor entereza y serenidad seguía
ol consejo que su corazón le dictaba creyendo escuchar la
voz de la querida difunta» (3).
l.o mismo debem os hacer nosotros. En cada u n a de nues­
tras acciones debem os preguntarnos a nosotros m ism os:
¿Cómo se com portaría María, mi Madre, en esta ocasión?
Do esta m anera llegaremos a asem ejarnos en cuanto es po­
sible a María. Y asem ejándonos a Ella nos asem ejarem os
a Jesús. Y con esta sem ejanza adquirirem os los rasgos pro­
pios de los predestinados n In gloria eterna.

(2 ) B o s s u e t : La V irgen, p á g . 3 2 .
(3 ) C fr. L a C roix, 21 d ic. 1931.
BENEFICIOS DEL CULTO MARIANO

Los beneficios que se derivan del culto M ariano son in­


calculables. A esto, en efecto, se pueden aplicar legítim a­
m ente aquellas palabras de la Sabiduría divina: «Venerunt
m ihi om nia bona pariter cum illa»: «Me vinieron todos los
bienes juntam en te con ella» (Sap. 7, 11). Pueden tam bién
aplicarse al culto M ariano aquellas p alabras que el Apóstol
escribió sobre la piedad en general: «Es ú til p a ra todo, pues
produce sus beneficios en la vida presente y en la futura»:
«Ad om nia utilis est, prom issionem habens vitae, quae nunc
est et futura e» (I Tim., 4, 8). Por eso la Iglesia en la Misa de
la fiesta de la N atividad de M aría, inspirándose en dichas pala­
bras, ora en los siguientes térm inos: «Ut et tem poralis nobis
vitae remedia praebeant et aeternae».
Considerem os por tanto, brevem ente, los beneficios indi­
viduales y sociales del culto M ariano. Comencemos por los
prim eros.

a r t ic u l o I

BENEFICIOS INDIVIDUALES DEL CULTO MARIANO

ESQUEMA. — In tro d u c ció n : E l c u lto d e M aría es ú til p a ra to d o . — I. E l


c u lto d e M aría no s asegura la m á s p recio sa p ro tec c ió n d u ra n te la vida:
1. B e n e fic io s de o rd en e sp iritu a l, o s e a : a) fu e n te d e g ra c ia s, y b ) d e
v irtu d e s ; 2. B en eficio s d e o rd en m a teria l. — I I . E l c u lto d e M aría nos
asegura u na p a rtic u la r a siste n c ia en la h o ra de la m u e rte : 1. Los m o ­
tivo s: a) el oficio de C o rre d e n to ra ; b ) el oficio de M ad re e sp iritu a l de los
h o m b re s ; c) el oficio de D isp en sa d o ra de to d a s las g ra c ia s; 2. E l m odo
co m o la S a n tísim a V irgen nos a s is tir á en el m o m en to de ln m u e rte . E lla:
a) nos in fu n d irá u n d o lo r sin ce ro de n u e stro s p ccu ü o s; b ) u n a seren a
re sig n ac ió n : c) nos p ro te g e rá c o n tra los a sa lto s d e S a ta n á s. — I I I . E l
c u lto d e M aría nos asegura g ra n d es b en eficio s d e sp u é s de la m u e rte :
1. E n el ju ic io p a rtic u la r; 2. E n el P a ra ís o : 3. En el P u rg a to rio : a) p o r
q u é ; b ) có m o ; 4. E n el in fiern o . — C onclusión: U n iv e rsalid ad de estos
b eneficios.
Los beneficios que el culto M ariano, especialm ente si es
bien entendido, proporciona a cada individuo, pueden redu­
cirse a tres. El nos asegura: 1. La m ás preciosa protección
durante la vida. 2. Una p articu lar asistencia en la hora de la
muerte. 3. Beneficios inestim ables después de la m uerte.

I . — i PROTECCION PRECIOSA DURANTE LA VIDA

1. — B iiN B P Icio a »1! ORDBN ESPIRITUAL. — El culto M ariano


I n te n s o o», on e l e c t o , p a r a el individuo fuente de gracias y de
v li liiiIch l 'i ir n t c «le grítelas. Cuanto m ás se acerca uno y se
iiutntli-tu* u n i d o n mi canal de agua, con m ayor intensidad
p a r t i c i p a de la c o r r i e n t e . Ahora bien: ¿acaso la Santísim a
Virgen no es el canal a través del cual pasan todas las aguas
de las gracias divinas? Por tanto, cuanto m ás el alm a se
acerque y se m antenga unida a M aría m ediante un culto fer­
voroso hacia Ella, tanto m ás particip ará de sus gracias.
Mediante esta abundancia de gracia, el culto especial a
María se convierte en fuente de virtud y en sostén en el ca­
mino de la perfección.
Incubando, por o tra parte, en la m ente y en el corazón
este ideal de perfección y santidad, uno se llega a sen tir de
una m uñera progresiva; aunque insensible, transform ado en
Rila, adquiriendo m i modo de pensar, de sentir, de hablar y de
obrar. De l'.lla dim ana un Intenso perfum e de pureza que
em briuga y eleva,

2. B iin iii'K IIM imi iiuiiiiN M A T IU M L . — A e s to s Incalculables


h e n d id o * de orden m p l r i t u a l — que son Ion principales —
hay que uAadir Incontestablem ente Innum erables beneficios
de orden temporal, com o son, por ejemplo, la salud, el bie­
n estar m aterial, el éxito en los negocios, el verse libre de
incontables peligros, el sentir consuelo en las tribulaciones
inevitables de la vida, etc. Y de ello son testim onio irrecu­
sable los num erosos exvotos que vemos colgados de las pa­
redes de los Santuarios.
Es el m om ento del cual depende toda la eternidad. ¡Por
eso cuán necesitados nos encontram os en él del auxilio de
la Santísim a Virgen! Ella no lo ha negado ni lo negará ja ­
m ás a ninguno de sus devotos. «Juan — dijo la Santísim a
Virgen a San Juan de Dios, el cual se lam entaba al fin de su
vida, porque María, reiteradam ente invocada p o r él en aque­
llos m om entos no se dejaba ver —, no es m i costum bre aban­
donar a mis devotos en estos instantes». No en vano éstos la
invocan continuam ente diciéndole: «Ora pro nobis... in ho­
ra m ortis nostrae».
M aría es en verdad la Protectora de los m oribundos, la
Virgen de la Buena M uerte. ¿Por qué?... ¿De qué m anera?

1. Los m o t i v o s . — Me parece que dichos m otivos se encuen


tran sintetizados en la triple relación que une a la Santísim a
Virgen con los hom bres, o sea, en su oficio de Corredentora
del género hum ano, en su oficio de Madre de los m ortales
y en su oficio de D ispensadora de todas las gracias.
Una m adre, en efecto, asiste a sus hijos siem pre, pero es­
pecialm ente en el m om ento de la m uerte. Además, p ara to­
dos ha m erecido Ella como C orredentora, pero especialm en­
te para sus devotos, el poder proporcionarles una buena m uer­
te. Finalm ente, n u estra M adre es tam bién la D ispensadora de
todas las gracias. Ella p o r voluntad del cielo, es el canal a
través del cual pasan todas las aguas de las gracias que di­
m anan de la fuente, que es Cristo. H abiendo cooperado me­
diante sus dolores a la adquisición de todas ellas, es muy
ju sto que contribuya tam bién a la distribución de las m ismas.
Si todas las gracias pasan por las m anos de M aría, ¿no p a ­
sará tam bién, y de una m anera especial, la gracia de la bue­
n a m uerte? ¿Y si la Santísim a Virgen puede im p e tra r para
todos esta gracia, no lo h ará con una especial diligencia pa­
ra con aquellos que con una m anifiesta m uestra de gratitud
se han acordado de sus padecim ientos sobre el Calvario, o
sea, para aquellos que han sido devotos de sus Dolores?
Los devotos, pues, de la Santísim a Virgen pueden abrigar
la certeza de que gozarán de una asistencia especial de M aría
en el punto de la m uerte. «Com padezcám osla — exclam aba
San Gabriel de la Dolorosa — y Ella, a su vez, se compadece­
rá de nosotros y en el punto de n u estra m uerte nos asistirá
y, si conviene a n u estra alm a, se h a rá visible y si es para
la gloria de Dios y ventaja espiritual n uestra, h a rá que no sin­
tam os los dolores de la agonía» (1).
2. E l m o d o . — La Virgen Santísim a será, pues, nuestro gran
refugio en aquellos m om entos suprem os. ¿Pero de qué m anera
esta gloriosa Reina asistirá a sus hijos y especialm ente a sus
devoto* cu aquellos instantes? |O h! Tengamos la seguridad
de c|iir no m ullirá ínula de cuanto pueda ayudar a n uestra
salvación,
ii) l’n lln l para nosotros un dolor sincero de nuestros peca­
dos. Y ante lodo nos o btendrá del Señor un verdadero arre-
pentim iento tle todos nuestros pecados, arrepentim iento que
constituye la prim era y principal disposición de un alm a en
el m om ento de presentarse ante el tribunal de Dios. Como pa­
ra el ladrón arrepentido, tam bién p a ra nosotros M aría San­
tísima, por los m éritos de sus dolores, im p etrará de su Hijo
Crucificado la gracia de poder lavar con las lágrim as de una
verdadera penitencia toda nuestra vida de m iserias en aquel
m om ento decisivo p ara n u estra suerte. No es sim ple imagi­
nación poética, sino profunda realidad teológica en el episo­
dio de Buonconte de M ontefcltro, que nos ofrece Dante en
el Canto V del Purgatorio. En la célebre batalla de Campal-
dino (1289), en la que los Aretinos fueron puestos en fuga
por los Florentinos, él, gravem ente herido, huyendo a pie
y desangrándose, en un m om ento perdió la vista y la pala­
bra — dice el poeta — y en el nom bre de María m urió... Sin
duda, la conciencia le reprochaba de m ás de un delito; a
pesar de ello, su alm a, al separarse del cuerpo, fue recogida
por el Angel de Dios, no obstante las p rotestas del demonio.
¡Oh!, tú ángel del cielo, ¿me arrebatas a éste?
y te lo llevas a la eternidad del cielo,
por una lágrima que ha derramado.
(1) B a t t is t e l l i : S a n G abriel d t la D olorosa. E d icio n es P a u lin a s, B ilbao.
¡ Sí, por una sim ple lá g rim a ! Pues la lágrim a que Buon-
conte derram ó en el punto de la m uerte invocando a María,
era señal del sincero arrepentim iento que la M adre divina,
con su poderosa intercesión había obtenido en favor de
quien, no obstante sus delitos, seguía siendo su devoto, re­
com endándose a su protección en aquella hora suprem a.
¡A cuántos de sus devotos la Santísim a Virgen h a con­
cedido las lágrim as del arrepentim iento en aquella hora de­
cisiva !
b) Conseguirá para sus devotos serena resignación. Pero
el m om ento de nuestro trán sito suprem o de la vida a la
m uerte, adem ás de ser un m om ento decisivo, lo es tam bién
de grande y suprem o sacrificio. La m uerte, en sí misma,
es un castigo del pecado original, pues se tra ta de una se­
paración con tra natura, violenta, del alm a del cuerpo, prece­
dida y acom pañada de una verdadera escolta de dolores.
La m uerte, adem ás, es la separación com pleta de todo y
de todos, aun de los seres m ás queridos. Ahora bien, la
Virgen Santísim a fortificará adm irablem ente a sus devotos
contra el miedo n atu ral a la m uerte. Les dará fuerzas, ha­
ciéndoles ver en ella no una separación dolorosa y am arga
del alm a del cuerpo, sino una feliz liberación del espíritu
de la m ateria, haciéndoles exclam ar con el Apóstol: «¿Quién
me lib rará de este cuerpo de m uerte?»: «Quis m e liberabit
de corpore m ortis hujus?» (Rom . 7, 24). Les d ará fuerzas, ha­
ciéndoles ver en la m uerte, no una pérdida, sino u n a ganan­
cia: «Mori lucrum» (Phil. 1, 21); no un abandono, sino el in­
tercam bio de los bienes tem porales p o r los eternos, de las
criaturas por el Criador, el cual les h ará de Padre, de m adre,
de esposo, de todo. Les d ará fuerzas, im petrando p ara sus de­
votos la resignación, la serenidad, la calm a que son indicio
los m ás elocuentes en aquel m om ento suprem o, pues dan la
certeza m oral de encontrar, en la m uerte, la p u erta de la vida.
c) Nos protegerá ccmtra los asaltos de Satanás. No basta
lo dicho hasta aquí. La Santísim a Virgen h ará m ucho más.
E lla nos protegerá contra las insidias del demonio, el cual,
en aquellos m om entos suprem os, h ará todos los esfuerzos po­
sibles para hacernos sus víctim as.
Mas si en aquella hora serán grandes los esfuerzos de Sa­
tanás, encontrarem os un auxilio m ás valioso en la que se lla­
ma Torre de David, torre de m arfil, y con tra esta gloriosa
Torre de David, contra esta fortísim a to rre de m arfil irán
a estrellarse inexorablem ente todos los asaltos del demonio
y sus satélites.
E sta es la m anera como la Santísim a Virgen asistirá a sus
devotos en punto de m uerte.
Y así sus hijos m orirán llevando en el alm a el m ás per­
fecto dolor de las culpas com etidas, m uriendo en un perfecto
im pulso de abandono n la santa voluntad de Dios y cantando
•I himno de In victoria final sobre todos los enemigos de nues­
tra rtrm n unlvtclón; lio aquí la gracia más grande y más
I»«m nio»(« ii i | u r pueda asp irar un cristiano sobre la tierra.

III. — B e n e f ic io s d e s p u e s d e la m u e r t e

I. En e l j u i c i o p a r t i c u l a r . — Inm ediatam ente después


de la m uerte tiene lugar el juicio p articu lar y la consiguiente
consignación del alm a a uno de los tres lugares: al paraíso,
al purgatorio o al infierno. Ahora bien, en cada uno de estos
cuatro grandes acontecim ientos encontram os presente a la
Santísim a Virgen con sus beneficios, especialm ente en favor
de sus devotos.
Ella los asiste, ante todo, en el m om ento del juicio, que
se verifica apenas el alm a se ha separado del cuerpo. E nton­
ces se convierte en Abogada de su fiel cliente ante el Divino
Juez. «Si eres pecador — dice Ricardo de San Lorenzo — y
temes al Juez,, Fila se encarga de aplacarlo». Esto no quiere
decir que M a r í a estará personalm ente presente en este acto,
sino en el sentido que Ella nos defenderá — com o se expre­
sa Ricardo de San Víctor — «en la puerta del juicio», o sea,
en el m om ento de la m uerte o tam bién trayendo a nuestra
m ente la severidad del juicio para, de esta m anera, m ante­
nernos alejados del pecado. Ella, en efecto, con su potentí­
sima intervención, im p etra p a ra nosotros los m edios que ne­
cesitam os p ara vivir bien o, al menos, p ara bien m orir, evi­
tando de esta m anera la pronunciación de una sentencia con­
denatoria en aquel terrible juicio.
La Virgen h ará sen tir tam bién su influjo sobre sus devotos
en los tres lugares de destino de las almas, después de la
sentencia: en el paraíso, en el purgatorio y en el infierno.

2. E n e l p a r a í s o . — H ará sen tir su influjo, ante todo, en


favor de sus devotos, que gozarán con Ella la bienaventuran­
za. Por su mediación, sus devotos han alcanzado el puerto de
la salvación, después de la travesía del proceloso m ar de la
vida presente. E ste pensam iento los unirá, d u ran te toda la
eternidad, con un vínculo de am orosa g ratitu d al trono de
su celestial Reina. Y desde aquel trono se irrad iarán nuevos
torrentes de delicias, no esenciales, sino accidentales, en be­
neficio de las alm as bienaventuradas. La bienaventuranza o
gloria esencial, en efecto, consiste en la visión inm ediata de
Dios, la cual perm anece invariada. Mas la gloria o beatitud
accidental adm ite grados de aum ento infinitos.
Significativa, en extrem o, es a este propósito la visión que
tuvo un día S anta G ertrudis. Se encontraba la san ta en el
coro. Y al canto del Tota pulchra fue arreb atad a en éxtasis
y contem pló a Jesús en actitu d de infundir todo su am or en
el corazón de su M adre. En cierto m om ento, observó cómo
del pecho del Señor salían millones y millones de estrellas
que se colocaban a m odo de corona alrededor de M aría y la
investían de una luz m aravillosa, jam ás vista. M uchas de aque­
llas estrellas caían sobre el pavim ento del cielo y algunos
santos se ap resuraban a recogerlas, dem ostrando, al apode­
rarse de ellas, u n a alegría inefablem ente deliciosa.
¿Quién no com prende por m edio de estos sím bolos que
la alegría inefable de M aría se refleja en los Santos, espe­
cialm ente sobre todos aquellos que fueron sus particulares
devotos?
Dante, en sus divinas fantasías poéticas, florecidas sobre
el tronco robusto de la Teología, vio en el Paraíso «reír una
belleza que se reflejaba en los rostros de todos ios santos»
(Paraíso, 31, 133-34). E sta belleza que constituía la delicia de
los bienaventurados era M aría. Nos describe en otro lugar el
Arcángel G abriel — el Arcángel de la Anunciación — en el
acto de «contem plar los ojos de n u estra Reina, de tal form a
enam orado, que su m irada parecía fuego» (Paraíso, 32, 104-
105). Nos describe a S anta Ana — la m adre santísim a de la
celeste Reina — «tan conten ta de m ira r a su h ija — que no
movía los ojos p a ra can tar Hosanna» (Paraíso, 32, 134-35).
La presencia m ism a de la Virgen en el cielo, como la pre­
sencia del sol sobre la tierra, ilum ina y embellece, después
de Cristo, todo el reino celestial. Así nos lo dice San Ber-
nardino de Sena: «De la m ism a m anera que todos los astros
son ilum inados por el sol, así el Paraíso es ilum inado y em be­
llecido por la p re te n d a de esta gloriosísima Virgen» (2). El
com para la gloriu de su alm a al fulgor del sol y la del cuerpo
u la suavidad de la luz lunar (3). Los cuerpos de los biena­
venturados — enseña el santo — despiden un perfum e deli­
cadísim o, que se difunde por todo el ám bito del cielo; sus
voces tienen el acento de las m ás suaves m elodías; llenan
el em píreo con su esplendor, en el cual se refleja toda la gam a
de los m ás diversos colores y recrean la vista con la arm onio­
sa belleza de sus form as perfectas. Y es fácil de com prender
cómo entre todos — después del Cuerpo gloriosísim o del Ver­
bo divino — el de la Santísim a Virgen, su Madre, es el m ás
fragante, el m ás bello, el más espléndido, el m ás delicioso de
todos. Ella es el ornato m ás bello del cielo. «¿Qué será — se
pregunta San Alfonso M aría de Ligorio —, qué será contem ­
p lar a M aría, la criatu ra m ás herm osa de todo el Paraíso?...
¡Qué será escuchar a María alabando a Dios!» La voz de Ma­
ría en el cielo — dice San Francisco de Sales — será como
el gorjeo de un ruiseñor en el bosque, que supera el canto
de todos los pajarillos» (4).
La Virgen Santísim a, adem ás de acrecentar la alegría y
la gloria accidental de los bienaventurados con su presencia,
y de m anera especial la de sus devotos, h ará que éstos sean
m ás dichosos m ediante ciertas revelaciones especiales, entre­
sacadas de aquel cúm ulo de conocim ientos con que fue fa-

(2) O pera, s. 519 D.


(3) Id . I I I , 131 G . H .
(4) P reparación p ara la m u e rte , p ág . 297.
vorecida de Dios de u n a m anera singularísim a, tesoro incom ­
parablem ente superior al de todos los santos juntos.
A crecentará tal gloria y tal alegría apoyando de una m anera
m ás eficaz las plegarias que ellos dirijan a Dios en favor de
sus devotos y de sus seres queridos, prom oviendo y apresu­
rando, si son dignos de ello, su glorificación, aun en la tierra.
Todo esto son caricias m aternales reservadas en el cielo a los
devotos de María.

3. En e l P u r g a t o r io . — La Virgen Santísim a es el astr


m ás fúlgido y la visión m ás consoladora que refulge sobre el
oscuro horizonte de este «segundo reino — donde el hum ano
espíritu se purga — y se hace digno de su b ir al cielo» (Purga­
torio, 1, 4-6). Ella auxilia a sus devotos tam bién en este lugar.
¿Por qué? ¿De qué m anera?
a) ¿Por qué?... Donde hay hijos que sufren, no puede
faltar la m adre. Por eso Ella está especialm ente en este lu­
gar. Y en él sus hijos sufren dolores indecibles, m ás inten­
sos de cuanto se pueda im aginar. Considerad si en medio de
ellos, especialm ente entre los m ás devotos, no puede faltar la
Madre, M aría. No sólo Ella no falta, sino que está presente en
medio de ellos de m uchas m aneras, ayudándoles de mil form as.
b) ¿Cómo?... Les ayuda suplicando al Redentor, su Hijo,
que les aplique una p arte de sus satisfacciones infinitas. Y
su plegaria m aternal apenas llega al trono de Dios, descien­
de sobre aquellas voraces llam as transform ándolas en rocío re­
frigerante y benéfico. Les ayuda, adem ás, aplicándoles Ella
m ism a aquel incalculable tesoro de m éritos, que en su ca­
lidad de Corredentora del género hum ano, adquirió sobre la
tierra. Les ayuda, finalm ente, inspirando a los vivos, que dis­
ponen del Sacrificio de la Misa y pueden sufrir y m erecer,
que ofrezcan al Señor todos los sufragios y todos los m edios
de expiación propios p a ra acelerar la liberación de estas al­
m as afligidas y desoladas. Las llaves, pues, de tan terrible cár­
cel están en n uestras manos.
Y esto no es todo. Una m adre tierna, al saber que su h
sufre en una tétrica prisión, no se contenta con hacer llegar
hasta él sus auxilios y los de los demás, sino que Ella m isma
hace cuanto puede p o r verlo, p o r hablarle, p o r consolarlo. De
esta m anera procede la Virgen. Tanto m ás que Ella, p ara vi­
sitar a sus hijos que gimen en aquella té tric a prisión, no ne­
cesita p ed ir perm iso a nadie, pues es tam bién la Reina de aquel
lugar. ¡La presencia de María, de la M adre! ¡Qué suprem o
consuelo p a ra aquellas alm as! ¡B ajo sus sagradas plantas, có­
mo desaparece aquel m ar de fuego!

4. E n e l I n f i e r n o . — Según algunos teólogos, tam bién lo


condenados, especialm ente los que durante la vida tuvieron
alguna devoción hacia María, sentirán en el Infierno algún be­
neficio por la devoción que practicaron, en el sentido de que
(tuft penua, en ciertos días determ inados, por ejem plo, el día
de la A n u n c ia c ió n , se m itigan, haciéndose m ás soportables. No
es fácil de ap reciar lo que haya de verdad en esta opinión, tra ­
tándose de un alivio de las penas infernales en sentido pro­
pio. La im penitencia de los condenados, o sea, su voluntad obs­
tinada en el mal, y la ordenación de la divina voluntad, la
cual, como sum am ente m isericordiosa, es tam bién sum am en­
te justa, induce a negar la existencia de tal m itigación de pena.
Mas si no se puede h ab lar de alivio de la pena en sentido pro­
pio, sí en sentido figurado, es decir, en cuanto que Dios,
al establecer la pena debida p o r los pecados, no los castiga —
como enseña Santo Tomás — según lo m erecido: «punit citra
condignum » (5). No hay duda que sem ejante alivio en sen­
tido im propio depende de los m éritos de Cristo y de su San­
tísim a M adre, que son aplicados de una m anera especial a
sus devotos.
¿Qué habríam os de decir de la sentencia según la cual la
Santísim a Virgen, por vía excepcional, salvó a algunas almas
devotas suyas de las penas infernales?
Hay quienes, siguiendo las huellas de Santo Tomás (S. Th.,
I, q. XXI, a. 4, ad 1), distinguen dos clases de condenados: los
que habiendo m uerto en estado de condenación han sido ya
definitivam ente destinados al infierno, y los que, a p esar de ha­
ber m uerto en estado de condenación, no han sido definitiva­
m ente condenados al infierno, habiendo sido suspendido o di-
(5) C fr. G a rric o u -L a g ra n g e : M a r ío lo g ie , p. 285. P a rís , 1941.
ferido el juicio divino com o caso excepcional. E stablecida esta
distinción, algunos dicen que los condenados incluidos en la pri­
m era categoría no pueden ser liberados por la Santísim a Virgen,
o sea, resucitados p ara que hagan penitencia; m ientras que los
condenados pertenecientes al segundo grupo podrían todavía, a
m anera de excepción, ser liberados por Ella, por ser sus devo­
tos, como sucedió en algunos casos históricam ente auténticos.
De este parecer son Van Ketwig (6) y San Alfonso M aría de
Ligorio (7). O tros van m ucho m ás allá y dicen que tam bién
los condenados de la p rim era clase (los que fueron condenados
definitivam ente a las penas eternas) pueden ser resucitados,
en vía de excepción, p o r María, a causa de la devoción que le
profesaron. Así lo aseguran Mendoza (8), G arau (9) y Crasset
(10). E sta segunda sentencia nos parece en verdad insostenible,
pues no es fácil conciliaria con los sanos principios de Teología
y por no e sta r confirm ada por ningún caso absolutam ente
cierto, «/re inferno nulla est redemptio», así lo enseña la Igle­
sia en el Oficio de Difuntos.
Además, respecto a la p rim era sentencia, tal vez se puede
adm itir que los hechos sobre los cuales se basa, adm itiendo
que sean ciertos, se pueden explicar si se tra ta de una m uerte
no ya real, sino aparente o, al menos, de una separación mo­
m entánea y no definitiva del alm a del cuerpo, con suspensión
tem poral de la sentencia judicial. De todas form as «estos y
otros ejem plos — observa ju stam en te San Alfonso — no de­
ben servir p a ra anim ar a algún tem erario que quisiese vivir
en pecado, pues sería una gran locura el arro jarse a un pozo
profundo con la esperanza de que M aría le preservase de la
m uerte por haberlo hecho alguna vez en favor de alguno, y
m ayor locura sería todavía el exponerse a m o rir en pecado,
con la presunción de que la Santísim a Virgen lo h ab rá de pre­
servar del infierno. Estos ejem plos deben servim os, en cam ­
bio, para reavivar n uestra confianza, haciéndonos considerar
que si la intercesión de esta divina M adre h a podido librar

(6) Panoplia M ariana.


(7) L as G lorias de M aría, 1 c ap . V III.
(8) V irid a riu m sacrae e t p ro fa n a e e ru d itio n is, Lib. II, P ro b i. 5.
(9) D eipara elu cid a ta , P rin c ip . X I, § 4.
(10) La v é rita b le d é vo tio n e n ve rs la S te . V iergc, P . I, T r. 1.
del infierno incluso a los que han m uerto en pecado, cuánto
más podrá im pedir que caigan en el lugar de los suplicios eter­
nos los que durante la vida recurren a Ella con propósito de
la enm ienda y le sirven fielmente.

CONCLUSION. — Todos estos adm irables beneficios son


frutos del culto de M aría en favor de cada uno de sus devo­
tos, gracias de las cuales todos pueden particip ar, pues todos
pueden practicar un culto que se adap ta a todos los seres de
cualquier edad y condición que sean, a toda inteligencia, a to­
da conciencia, n todo estado social. Es, pues, un culto que se
adapta adm irablem ente a todo sexo; muy propio de la m ujer,
la cual se ve y se sien te prodigiosam ente elevada en ella, y muy
propio del hom bre, por la influencia recíproca de los sexos.
Es un culto adaptado a toda clase de edad y, p o r tanto, ap­
to para las cuatro edades de la vida. Se adapta a la infancia,
la cual no ve o tra cosa que a la m adre. Se ad apta a la juven­
tud, la cual, en las tem pestades de la vida, ve en M aría la es­
trella fúlgida de la m ar que la guía y preserva contra los es­
collos fatales. Se adap ta a la edad madura, la cual, encontrán­
dose tan expuesta, p o r sus m últiples responsabilidades, a los
duros golpes de las gracias y de los infortunios, siente la ne­
cesidad de un áncora a la cual agarrarse. Se ad apta a la ve­
jez, la cual es com o una segunda infancia, tan necesitada de
la sonrisa y de la delicada m ano de la m adre. Es un culto
propio de todo estado de inteligencia y, p o r tanto, se adapta
a los doctos y a los ignorantes. Se adap ta a los ignorantes,
los cuales, a través del culto de María, son iniciados en la
ciencia de Dios. Se adapta a los doctos, pues constituye para
ellos la m anera m ás adecuada p ara elevarse a los espacios sin
lím ites de la Filosofía y de la Teología que tienen como base
el Verbo Encarnado, según lo p rueban los innum erables escri­
tos existentes sobre la Santísim a Virgen María.
Es un culto propio de todo estado de conciencia y, por
tanto, adaptado a todos, tan to ju sto s como pecadores. Se a d ap ­
ta a los justos, pues presenta la m ás estrecha relación de ejem-
plaridad con la inocencia m ás elevada, haciendo b ro ta r en el
jard ín de la Iglesia las flores de todas las virtudes. Se adapta
a los pecadores, pues presenta la m ás estrecha relación de mi­
sericordia con la culpabilidad m ás profunda, inspirando una
confianza casi audaz a los pecadores de los cuales es el natu­
ral refugio y la esperanza en los casos desesperados. Es un
culto adaptado a toda condición de vida y, por tan to apto pa­
ra el hom bre dado a una contem plación, p ara el que se entre­
ga a toda suerte de actividades, p ara el hom bre de la soledad
y el hom bre de la sociedad. Se ad apta al hom bre solitario, en­
tregado a la contem plación, pues la S antísim a Virgen, con su
deliciosa belleza y am abilidad recrea la soledad y la convierte
en un pequeño Paraíso. Se ad ap ta al hom bre público dado a la
acción, poniendo cota con su encanto virginal la disipación es­
pontánea. Es finalm ente, un culto propio de toda condición so­
cial y, por tanto, adaptado a los hum ildes y a los grandes de
la tierra. Se adapta a los hum ildes, pues la Santísim a Virgen
fue una hum ilde m u jer del pueblo, a pesar de ser de estirpe
real y sacerdotal, y su jeta a todas las privaciones y a todas
las estrecheces propias de su hum ilde condición. Se adapta a
los grandes de la tierra, pues los destinos de M aría se nos
ofrecen aureolados de grandeza real y de gloria, pues el Om­
nipotente ha obrado en Ella cosas grandes.
Adaptándose el culto de M aría a todos y cada uno de los
hom bres, a todo sexo, edad, estado de inteligencia, de concien­
cia, de vida y de condición social, hay que deducir, ló­
gicamente, que en todos y cada uno de los hom bres pue­
de producir los efectos m ás beneficiosos.
Tiene, pues, razón el B eato Ju an Lanspergio al asegurar
«que es una grande gracia, un beneficio insigne de la bondad
divina el sen tir devoción hacia la Santísim a Virgen» (11).

(11) O pus s p irit. A llo q u io ru m , L. I , c . 12.


LOS BENEFICIOS SOCIALES DEL CULTO MARIANO

ESOUBM A. — In tr o d u c c ió n ¡ Incalculable» bcncflclon pura lu sociedad do-


im'olli I I . tell||lii«n V rlv ll. I. U n ir /Illa s para la s ix ir d u d d o m éstica :
I Nr lenuevmi l o a brnttU'lu* i-tp lrllu n lr» y materiales aportados por
Mmln u In i i i h - vi i Im iilllii de CunA; 1. In flu jo d r María sobre la madre.
ilr lu In in llln . ). I ii plndonu prActlcu d e c o n sa g ra r la fam ilia a
Mui I» II lluntlU h it p a la la \ocicdail rellutosa: 1. In flu jo d o c trin a l: El
I lililí de M m ln, bn»c d e lu o rto d o x ia de la fe ; 2. In flu jo m o ra l; 3. La pia-
d.m i prlU tlcn do c o n u g r a r In P a rro q u lu y la D iócesis a M aria. — I I I . B e n e ­
ficio» para la so cied a d c h l l : 1. Lo» tre s fa c to re s d e la so cied ad c ivil:
lo bello, lo v e rd a d ero v lo b u e n o ; 2. In flu jo en el c am p o d e la inteligen-
cln, o sea, so b re la v e rd a d , en las c ie n c ia s; 3. In flu jo e n el cam p o de la vo-
lu n tu d , o sea, s o b re lo b u e n o , so b re las c o stu m b re s; 4. In flu jo e n el
cam po de la im ag in ació n y del s en tim ien to , o sea, so b re lo b e llo en las
a rle». — C onclusión: ¿Q ué s e ría d e la so cied ad si d e sa p a re c ie se María?

Incalculables — como hem os dem ostrado anteriorm ente —


son los beneficios individuales que se derivan del culto Ma­
riano. Mas no menos incalculables son los beneficios socia­
les, o sea, los que redundan en bien de la fam ilia, de la socie­
dad religiosa y de la sociedad civil, no sólo de una m anera in­
directa, esto es en cuanto que el bien de los individuos se re­
fleja sobre la sociedad, sino de una m anera directa.
Consideremos, pues, brevem ente, estos beneficios sobre l a
sociedad dom éstica, sobre la sociedad religiosa y sobre la so­
ciedad civil.

I. — S o bre la sociedad dom estica

1. S e r e p i t e n los b e n e f ic io s de C a n a . — Del beneficioso in­


flujo del culto M ariano sobre la fam ilia tenem os como p rim er
testim onio elocuente un hecho conocido a través del Evange­
lio: las bodas de Caná. Aquella nueva fam ilia, en el m om ento
de constituirse, quiso invitar a la Santísim a Virgen y, según se
deduce del relato sagrado, fue tam bién invitado Jesús. Siem­
pre sucede así. Jesús no puede separarse de la Madre. Donde
está María, allí está tam bién Jesús. Ella prepara siem pre el
camino al Señor y a sus favores. Es la aurora que anuncia
la aparición del sol. Lo m ism o hizo en las bodas de Caná.
Aquel acto de hom enaje trib u tad o por la nueva fam ilia a Ma­
ría al invitarla a las bodas, le a tra jo el beneficio de la presen­
cia de Jesús. Fue, en efecto, en aquella ocasión cuando el Se­
ñor elevó las bodas, o sea el contrato n atural, a la dignidad
de Sacram ento, de «gran Sacram ento», es a saber, de señal
sagrada, que significa y confiere la gracia, representando la
unión de Cristo con la Iglesia, su Esposa. Aquellos dos espo­
sos, por tanto, quedaron enriquecidos de gracias. He aquí el
prim er beneficio del acto de hom enaje trib u tad o a la S antí­
sim a Virgen. Y no es esto todo. Al beneficio espiritual — que
es el más im portante — no pudo fa lta r y no faltó tam poco el
beneficio tem poral, aunque secundario. Lo accesorio — como
se dice — suele ser consecuencia de lo principal. Se sabe,
en efecto, que a un cierto punto del banquete comenzó a faltar
el vino. ¡Qué desconcertante confusión estaba p ara apoderarse
de aquellos pobres esposos, precisam ente en el día m ás ale­
gre y feliz de su vida!... ¡Un b anquete de bodas sin vino! Hu­
biera sido la irrisión de todo el pueblo... La Santísim a Virgen,
siem pre previsora, se dio cuenta, y sin que nadie se lo pidie­
ra, intenta rem ediar la falta. Se vuelve — como om nipotencia
suplicante — a Jesús — om nipotencia im perante — rogán­
dole que rem edie la situación con u n m ilagro. No hab ría sido
precisam ente aquélla, d urante u n banquete de bodas, la ho­
ra más oportuna p ara com enzar a hacer milagros. P or eso Je­
sús contesta aparentem ente en sentido negativo: «¿Qué nos
im porta a Mí y a Ti, m ujer? Aún no ha llegado m i hora». Con
todo, debido a la intercesión de la Virgen, la hora llegó — aun­
que podem os decir de m anera anticipada — y Jesús hizo su
prim er m ilagro transform ando el agua en un vino estupendo.
Si M aría no hubiese estado presente tam poco habría estado
Jesús. Y si Jesús hubiese estado sin María, el m ilagro no se
hab ría realizado.
¡Cuán extraordinariam ente, pues, fue recom pensado el ac­
to de hom enaje trib u tad o por la nueva fam ilia a la Santísim a
Virgen! Fue prem iado con favores de orden espiritual y con
beneficios de orden m aterial, tem poral y eterno. Ahora bien, lo
que sucedió en aquella fam ilia se repite y se repetirá h asta el
fin de los siglos en todas las fam ilias que invitan a la Virgen a
p articip ar de sus penas y alegrías, honrándola y obsequiándola.
Ella ha concedido, concede y concederá a las tales toda suer­
te de beneficios espirituales y m ateriales, auxilio y constielo en
todas las am arguras de la vida.

2. In flu jo db Makia un i.a madkh, corazon dk la f a m ilia . —


No biMlft. SI ln L u n i l l a un e l corazón de la hum anidad, la ma-
ilic <•*, Indudablemente, el corazón de la familia. De la buena
formutilón ile ln m ujer, por tanto, depende en gran p arte la
buena constitución de la familia. Ahora bien, p ara la buena
form ación de la m ujer, de la m adre de fam ilia, existe un mo­
delo tan fúlgido y eficaz como lo es la Virgen Santísim a, Hi-
Ju, Esposa y M adre verdaderam ente ideal... «Si la fe — can­
ia el célebre poeta pro testan te Longfellow — no hubiese pro­
ducido o tra cosa que este ejem plar de m ujer, tan m isericor­
diosa, tan fuerte, tan llena de m ansedum bre, tan paciente, tan
pacífica, tan leal, tan am ante, tan pura, esto sólo b astaría para
dem ostrar que esta religión es algo de m ás alto y de m ás ver­
dadero que no todas las religiones que el m undo ha conocido».

3. La piadosa practica db consaürar la familia a María. —


Si tales y tantos son los beneficios que acarrea el culto de
M aría sobro la lamiliu, no se recom endará nunca suficiente­
m ente la piísim a práctica do consagrar la propia familia, ade­
más de al Corazón de Jesús, al Corazón Inm aculado de María.
Colóquese, pues, en lugar destacado la imagen o cuadro
de la Virgen, de modo que Ella sea como una persona de
casa, la Dueña de Ja casa, el centro alrededor del cual gire
toda la vida fam iliar. Vivan todos los que la com ponen ba­
jo la m irada de M aría. Récese el Rosario a sus plantas y an­
te Ella se digan las oraciones de la m añana y de la noche.
Acúdase a Ella en todas las necesidades m ateriales y espi­
rituales. De ellas se obtengan la luz y el consuelo en las ho­
ras inevitables de tiniebla y de dolor. Salúdesela y pídasele
la bendición antes de salir de casa y al volver a ella. Acos­
túm brese a los niños a ir a ped ir perdón a la Virgen, des­
pués que han com etido alguna falta y a ofrecerle flores y sa­
crificios. Empléense todos los medios para hacer de m anera
que la imagen de la Santísim a Virgen, que todo lo ve desde
el cielo y todo lo oye, no sienta tristeza al o ir ciertas im pre­
caciones, blasfem ias, palabras inconvenientes, altercados y
cosas sem ejantes.
De esta m anera, la S antísim a Virgen — que es om nipo­
tente por gracia — será como una de casa en m edio de tan
afortunada fam ilia. Se cuidará de todos sus m iem bros, de
todos los intereses m ateriales y espirituales, haciéndolos pros­
perar. H ará sentir su m aternal asistencia en la hora del do­
lor y cuando la m uerte llegue a golpear a las p uertas de la
casa, Ella sabrá sostener m aternalm ente al que p arte y con­
solar al que se queda. T endrá alejada de la fam ilia a la in­
fernal serpiente que tanto la teme, por haberle quebranta­
do la cabeza.

II. — S obre la s o c ie d a d r e l ig io s a

Toda la historia de la Iglesia puede testim oniar los be­


neficios que el culto de M aría le ha reportado. P ara poner­
lo de relieve sería necesario u n grueso volumen. ¿Acaso no
es M aría la M adre de la Iglesia? ¿No es la Iglesia su hija?...
De la m ism a m anera que la Iglesia no puede por menos que
engrandecer a María, así M aría no puede p o r m enos que en­
grandecer a la Iglesia.

1. I n f l u jo d o c t r in a l . El culto de M a r ía , « c e t r o de la o r ­
to d o x ia de la f e ». E s te continuo y benéfico influjo d e l culto
M ariano sobre la Iglesia fue doble: doctrinal y m o r a l . Influ­
jo doctrinal, ante todo. E l l a , en efecto, fue p ara la Iglesia —
según se expresa León X III en la Encíclica A djutricem po­
puli — «cetro de la fe ortodoxa», pues desplegó un c u i d a d o
continuo en hacer de m anera que la fe católica persistiese
firme en los pueblos y floreciese en tera y fecunda. Y sobre
esto, la historia nos proporciona m uchas y bien conocidas
pruebas, confirm adas, adem ás, p o r acontecim ientos extraor­
dinarios. Especialm ente en aquellos tiem pos y lugares en los
que se hubo de deplorar una fe languideciente y descuida­
da o atacada p o r la peste nefasta de los errores, se hizo más
m anifiesta la benignidad de la Virgen, que acudía en soco­
rro de tal necesidad. Y ante su m irada se levantaron falan­
ges incontables de hom bres ilustres p o r la santidad y el a r­
dor Apostólico, los cuales orientaron y encendieron los áni­
mo» d r m i s oyentes en el fulgor de la vida cristiana. Basta
nom brar uno entre muchos, Domingo de Gu/.mán, el cual se
entrenó n unii y otra misión con felices resultados p or me­
dio drl Santo Rosario. Y no h abrá quien ponga en duda la
gran parte que corresponde a la M adre de Dios, de las victo­
rias conseguidas p o r los Padres y Doctores de la Iglesia, al
reivindicar e ilu stra r de form a tan egregia a la verdad cató­
lica. Ellos m ism os fueron los prim eros en reconocer que de
Ella, «Sedes sapientiae», recibieron la afluencia de las me­
jores inspiraciones que tuvieron al escrib ir; a Ella, pues, y
no a ellos, se debe atrib u ir el que la m aldad del infierno fue­
se aniquilada. Finalm ente, los Príncipes y los Rom anos Pon­
tífices, custodios y defensores de la fe, los unos en las gue­
rras santas que em prendieron, los otros en los solemnes de­
cretos que prom ulgaron, lo hicieron com enzando p o r invo­
car el nom bre de la Santísim a Virgen, a la que encontraron
siem pre propicia. De aquí que tanto la Iglesia como los Pa­
dres hacen a la Virgen objeto de estas prolijas y bien m ere­
cidas alabanzas; Ave, o boca de los Apóstoles siem pre elo­
cuente, sostén estable de la fe, roca firm ísim a de la Igle­
sia (1); salve ¡oh Tú!, por cuyo m edio hem os entrado a for­
mar parte de los ciudadanos de la Iglesia una, santa, católica y
aposfótica (2); salve, fu en te inagotable de virtudes, de la
cual dimanan los ríos de la sabiduría celestial, de la más
limpia ortodoxia, poniendo en fuga a la turba de los erro-
(1) Ex H ym n o G raec. A ca íisío s.
(2 ) S . Jo . D a m a s c . O r. in A n n . D ei Gen.
res ( 3 ) ; alégrate, porque Tú sola extinguiste todas las here­
jías en el mundo universo (4).

2. I n f l u jo m o r a l. — A d e m á s del influjo doctrinal, el cul­


to de la Santísim a Virgen ha ejercido en la Iglesia de Dios
u n adm irable influjo m oral. E ste influjo constituye un verda­
dero prodigio de orden m oral, pues ha hecho florecer en
este m aravilloso jardín, que se extiende de un polo al otro
de la tierra, las flores de todas las virtudes, los frutos de
todos los heroísm os. La profesión de la virginidad, que cons­
tituye la fuerza m ás viva de la Iglesia, ha florecido sobre el
tronco del culto M ariano, pues se ha inspirado en la virgi­
nidad integérrim a de M aría hacia la cual se orienta desde
los prim eros siglos de la Iglesia la atención de los fieles. To­
das las alm as que se sintieron irresistiblem ente atraíd as por
el Salvador com prendieron, b ajo el influjo del ejem plo de
la Virgen, que aquél era el m ejor medio de darle a El, no
u n a parte, sino el corazón todo entero.
No exageraba, pues, el doctísim o Gersón cuando escri­
b ía: «Tú aspiras y respiras en todo el cuerpo de la Iglesia:
de la m ism a m anera que el cuerpo no puede vivir sin res­
pirar, así el cuerpo m ístico de los fieles no puede vivir sin
el auxilio de María, o sea, no puede conservar la vida espiri­
tual». De la m ism a m anera que la Iglesia está continuam ente
p ostrada a las plantas de esta su M adre divina, así e sta Ma­
dre divina se hace continuam ente presente a la Iglesia con
toda suerte de cuidados y con el encanto de sus ternuras
m aternales. Por eso el P apa Pío X II ha consagrado solem ne­
m ente la Iglesia a María.

3. La p r a c t ic a de consagrar las p a r r o q u ia s y las d ió c e s is


a — Por estos motivos, jam ás se in sistirá dem asiado
M a r ía .
sobre la conveniencia de p ropagar la piadosa práctica, ya
en boga, de consagrar solem nem ente al Corazón Inm acula­
do de M aría cada una de las Diócesis y Parroquias como con­
clusión lógica y feliz coronación de la consagración particu-
(3 ) S. G ekm . C o s t a n t i n o p ., Or in Deiparae P racsent.
(4) E x of f . B. V. M.
lar de los individuos y de las fam ilias al m ism o Corazón. Con
este medio, el Santo Cura de Ars, el Abad Desgenettes, Pá­
rroco de N uestra Señora de las V ictorias, en P arís; el vene­
rable Olier, Párroco de San Sulpicio; el siervo de Dios Fer­
nando Baccilieri, Párroco de Galeaza Pópoli, convirtieron las
selvas en jardines. E ste potente soplo M ariano avivará la lla­
ma del m inisterio p arro q u ial y lo h a rá fecundo en frutos.

I I I . — SOBRE LA SOCIEDAD CIVIL

Los beneficio* del culto de M aría sobre la sociedad civil


son tam bién Innum erables.

I. 1.0« T W m IIIKNIIS FIJNDAMBNTALE8 1)1! I.A SOCIEDAD C IV IL : LA


mtu.li/.A, 1.A BONDAD, BL BiBN. — Tres son los bienes fundam en­
tales que pretende alcanzar la sociedad civil y que constitu­
yen la civilización; el progreso de la verdad, o sea, de la
ciencia, y para ello es necesario perfeccionar el entendim ien­
to; el progreso del bien, o sea, de las costum bres, con el
perfeccionam iento de la voluntad; el progreso de la belleza,
o sea, de las artes, con el cultivo de la im aginación y de la
sensibilidad. Ahora bien, a este triple progreso social, nadie
ha contribuido tanto, después de Cristo, como la Santísim a
Virgen,
«Lo bello, la Verdad y el Bien — observa acertadam ente
Nicolás — considerados en su fuente, son tres modos de ser
de Dios, del cual lo Verdad es su carácter más esencial..., la
Belleza es su esplendor y la Bondad el soplo». Pero la más
grande m anifestación de Dios, o sea, de la Verdad, del Bien
y de la Belle/.u divina, ha sido precisam ente el Verbo E ncar­
nado Jesucristo. Nos lo dice El m ism o en aquella su adm ira­
ble definición: «Yo soy el Camino, la V erdad y la Vida».
El es la V erdad; V erdad eterna e invisible, p o r ser el Verbo
del Padre, y V erdad encam ada y visible, p o r ser el Verbo
E ncarnado. El es el Camino, porque es la regla viviente y
el modelo p a ra llegar a Dios. E l es la Vida, o sea, la Belle­
za y el Amor, que son la vida de la im aginación y del senta­
miento. Jesús, p o r tanto, es la m ás alta expresión sensible
de ¡a Verdad, de lo Bueno y de lo Bello. Mas es bueno re­
cordar que no io es sino por medio de M aría. Por medio de
Hila, esta V erdad se m anifiesta y nos ilum ina. Es p o r medio
de M aría que este Camino o Bondad se nos pone delante y
nos conduce. Es por M aría que esta Vida resplandece en to­
do su fulgor, o sea, que esta Belleza y este Amor nos alien­
tan, nos conquistan y nos transform an. Como tal, o sea, co­
mo Camino, V erdad y Vida, es decir, como Bueno, como Ver­
dad y como Belleza, El dom ina el cam po de la inteligencia,
de la voluntad, de la im aginación y del sentim iento. Por eso
El dom ina las ciencias, las costum bres y las artes.
Ahora bien, el m ás alto dom inio en este triple y vastísi­
mo cam po, después de Cristo, com pete indiscutiblem ente a
la Madre de Cristo, a María. Ella viene a ser de esta m ane­
ra, después de su Hijo, el m ayor factor de civilización para
la sociedad civil, o sea, el estím ulo poderoso y el alim ento
más sustancioso de la V erdad, de la B ondad y de la Be­
lleza, es decir, de la inteligencia, de la voluntad, de la im a­
ginación y sentim iento, o sea, de la ciencia, de la m oral y
del arte.

2. I n f l u jo e n elde la in t e l ig e n c ia , o se a , s o b r e
cam po l

verdad, so bre las — Incalculable, ante todo, es el


c ie n c ia s .

influjo de M aría en el cam po de la inteligencia, o sea, sobre


las ciencias. Ella es la M adre de Aquel que se definió a sí
m ism o como la «verdad». E stá, por tanto, ín tim a e indisolu­
blem ente unida a El. La M ariología no se puede sep arar de
la Cristología. Una y o tra form an — se puede decir — el co­
razón de toda la ciencia teológica. El estudio creciente de Ma­
ría, como el estudio creciente de Jesús, influyen en el estu­
dio de la ciencia Teológica, a la cual están, n aturalm ente,
subordinadas y de la cual son com o auxiliares, todas las
ciencias naturales. Prom over pues el estudio de la ciencia
Teológica equivale, indirectam ente, & prom over el estudio
de todas las ciencias n aturales. Justam ente aseguraba De
i M aistre: «Cuanto m ás cultivada sea en un país la Teología,
j tanto m ás lo serán coeteris paribus, las dem ás d u n d a s» . He
aquí por qué las naciones cristianas han aventajado en las
ciencias a todas las dem ás naciones. Copérnico, Kepler, Des­
cartes, Newton, los Bem ulli, etc., son producciones del Evan­
gelio. De la m ism a m anera que Cristo es el Señor de las
ciencias, «D om inus scientiarum », así M aría es la Señora de
las ciencias, la verdadera Sede de la Sabiduría, Sedes Sa­
pientiae. La filosofía de la historia, sin Cristo y sin M aría,
que son su centro, resultan ininteligibles, pues se encuentran
desconectadas de su centro. E lla es, con Cristo, la em presa
de Jos siglos, «negotium saeculorum».

3. I n f l u jo en el c a m po du la voluntad, o sea , so b r e el
h ie n y — En dos modos principalm ente ha
i.a s c o s t u m b r e s .
influido el culto de lu Santísim a Virgen en las costum bres
■ocluid: contribuyendo eficazm ente a la desaparición de la
barbarle y elevando el concepto social de la m ujer. El influ­
jo de la Santísim a Virgen en la desaparición de la barbarie
en que se encontraban envueltos los pueblos del septentrión
ha sido puesto de relieve por m ás de u n historiador. Se sabe
que en los albores del siglo v los b árbaros que b ajaron del
N orte atacaro n con ím petu al im perio am enazando la civiliza­
ción rom ana. Sólo la fuerza de la idea cristiana y M ariana con­
siguió contener a estos pueblos, convirtiéndolos de lobos en
corderos. La suave figura de M aría abrió un surco de suavi­
dad y dulzura en sus alm as duras.
Pero el m ejo r influjo del culto M ariano sobre las costum ­
bres sociales lo realizó elevando a la m u jer social y m oral­
m ente. Es un hecho que no necesita dem ostración que la
m ujer es el term óm etro del estado m oral de una edad, de
un siglo, de unu nación. Cual es la m ujer, tales son las cos­
tum bres. Para com prender bien toda la influencia de María
en la elevación moral de la m ujer, es necesario d ar una rá­
pida m irada al estado m oral en que se encontraba antes de
M aría y en el estado en que se encuentra actualm ente en los
pueblos aún no ilum inados por la luz del Evangelio.
Fijém onos en el O riente y en el Occidente. En el Oriente,
entre los persas, los asirios, los indios, etc., la m ujer, más
que una persona, no e ra o tra cosa que un vil objeto de pla­
cer y de tráfico, estando su jeta a la prostitución religiosa o
legal. La inferioridad m oral de la m u jer con respecto al hom ­
b re era indiscutible, proclam ada altaneram ente p o r el hom­
bre y aceptada sum isam ente p o r ella. La m u je r no podía as­
p ira r a la dignidad de hija, de esposa, de m adre.
El Occidente nos ofrece un cuadro no menos oscuro. Los
griegos m ism os y los rom anos estuvieron m uy lejos de te­
ner el concepto ju sto y verdadero de la m ujer. En Atenas,
la m u jer estaba como secuestrada y m antenida bajo tutela.
N ada le pertenecía. De todos los seres vivientes y dotados
de razón — decía Medea en la tragedia de Eurípides — nos­
o tras las m ujeres somos los m ás desgraciados: nos vemos
obligadas, ante todo, a com prar un m arido m ediante sum as
enorm es; el esposo es el dueño absoluto de nuestra persona.
El divorcio no está consentido p a ra las m ujeres, a éstas no
les es posible desprenderse del marido... ¿Qué nos queda,
pues, sino morir?» E n E sp arta ap arecía del todo em ancipa­
da y asociada a la vida exterior y política de los ciudadanos.
Pero debía de pagar tal privilegio con el precio de la abdica­
ción de las propiedades de su sexo y de una m anera espe­
cial debía de sacrificar su tesoro m ás preciado: el pudor. E ra
u na especie de heroína bárbara. Las m ujeres casadas se cam ­
biaban y se vendían com o anim ales inm undos.
Tam bién en Roma la m u jer estaba su jeta a u n control
perpetuo de su persona y de sus bienes, en la sociedad do­
m éstica y en la sociedad civil. Su único refugio, su m isera­
ble consuelo, eran el lujo y la lu ju ria desenfrenada. E ntera­
m ente inm olada al m arido, no era p ara éste, en realidad,
m ás que una cosa.
En resum en : «Todas las legislaciones antiguas — como
asegura De M aistre — desprecian a la m ujer, la degradan, la
m olestan, la m altratan m ás o menos» (5). «Si existe algún
punto constante — observa Troplong — es la inferioridad en
la cual las m ujeres eran situadas p o r la religión y p or las
constituciones políticas» (6).
Hubo u n solo pueblo entre los antiguos que obró de una
m anera excepcional, y fue el pueblo judío. La m u jer judía, a
(5) E c la irc isse m e n t s u r le s sa crific e s, p . 22.
(6) De l'in flu e n c e d u C h ristia n ism e s u r le D roit c M I des R o m a in s, p. 288.
pesar de la poligam ia y el repudio, era altam ente honrada
en todos sus estados (virgen, esposa, m adre, viuda); se le
consentía cierta participación en la vida política. Pero estos
honores le eran prodigados en vista a una m u jer — la m u­
je r por excelencia — : la fu tu ra M adre del Mesías, tan es­
perado y deseado. Tal era, en pocas palabras, el estado de
la m ujer antes de María. No es m enos desconsolador su si­
tuación después de María, en los lugares donde no ha llega­
do la luz del Evangelio. «Sacrificada en la India — dice De
M aistre — sobre la tum ba de su esposo; esclava, b ajo el
Corán; bestia de carga, entre los salvajes».
La raíz últim a do este universal desprecio hacia la m ujer
antes de que fuese conocida María, tiene como fundam ento
la iniciativa que la com pañera del hom bre tuvo en el dram a
del pecado original, hecho del cual quedó siem pre algún
recuerdo en la historia de los pueblos. Así Hesiodo, n arra­
dor de los m itos griegos, nos refiere que Vulcano, al plas­
m ar a Pandora «en lugar del bien, fabricó un bello mal».
«Las m ujeres — dice — cómplices de todo mal, han sido
dadas a los hom bres por el Señor del rayo, como el más
funesto de los dones». «¡Oh m ujeres — g rita Esquilo —,
criaturas insoportables, sexo odiado p o r los sabios, con el
cual no s e ' debería jam ás h abitar, principal flagelo de la
fam ilia y del estado!» Sim ónides llegó a declarar que Dios
«al crear a la m ujer, le hizo un alm a aparte y le form ó un '
cuerpo con m aterias tom adas de algunos animales». «La
m ujer — proclam a H ipócrates — es perversa por n aturale­
za». La m ism a Sabiduría hubo de lanzar esta piedra contra
la m ujer, no sin razón; *A m uliere facium esi initium pecca­
ti et per illam om nes m orim u r»: «Con lu m u jer tuvo comien­
zo el pecado y a cuu.su de t'llu todos hemos de morir» (Ecles.
25, 33). El pecado: he aquí la raíz de Ja m aldición universal
sobre la m ujer.
Mas he aquí o tra m u jer que es todo lo contrario de Eva
y que rep ara sobreabundantem ente el daño por ella ocasio­
nado a todo el género hum an o : ¡M aría! Ella rehabilita en
sí m ism a a Eva y a todas sus desventuradas hijas. ¿Cómo
puede la m u jer seguir siendo esclava desde el m om ento en
que una m u je r se convierte en la dueña del cielo y de la
tierra?... ¿Cómo p odrá seguir siendo m enospreciada por el
hom bre, desde el m om ento que éste se arrodilla lleno de
m aravilla y de respeto delante de una m ujer?... De esta for­
ma, la Virgen convierte a la esclava en señora. La que era
considerada com o un bello mal se convierte en un bien bello.
La que era acusada de ser cóm plice de todos los males, es
trocada p o r M aría en cóm plice de todos los bienes, en las
escuelas, en los hospitales, en las misiones, donde hay vin
bien que realizar. A la m aldición universal provocada por
Eva, sucede la bendición universal originada p o r M aría. De
esta m anera, la m u jer elevada p o r M aría llega a alcanzar un
puesto incom parablem ente m ás alto que aquel del cual ha­
bía caído. Vuelve a ser altam ente respetada en todos sus es­
tados: com o hija, como esposa y com o m adre. De lo cual
se origina un florecim iento de virtudes en v entaja directa e
indirecta de la sociedad civil. Se sabe, en efecto, que las na­
ciones se form an sobre las rodillas de las m adres; la m u­
je r influye sobre la sociedad, form ando al hom bre en el niño,
en el herm ano y no raram ente en el esposo.

4. In flu jo e n e l cam po d e l a im a g in a c ió n y d e l s e n tim ie n to


o s e a , s o b r e l a b e l l e z a y l a s a r t e s . — Además de influir en
el cam po de la ciencia y de las costum bres, el culto de la
Santísim a Virgen influye de m anera singular en el campo
del arte, al cual ofrece una belleza, creada en todo el esplendor
que se puede im aginar. Toda la belleza, en efecto, de que es ca­
paz una c ria tu ra pura, se encuentra concentrada en Ella,
de form a que es considerada por todos como la m ism a be­
lleza en persona, belleza que confina con la Belleza infinita. El
encanto de la belleza propia de su sexo reviste en Ella u n a for­
ma nueva. Dos coronas se entrelazan en su fren te: la de
la m aternidad y la de la virginidad. M aría conserva toda la
riqueza del fru to al m ism o tiem po que la lozanía de la flor.
Un tipo ideal de belleza de esta naturaleza no podía p or me­
nos de deslum brar a la fantasía e influir sobre la sensibi­
lidad de los artistas. Y en efecto ¡cuántos rayos de celestial
belleza no ha hecho llover sobre las bellas artes durante
veinte siglos de cristianism o! Rayos de celestial belleza, so­
bre todo en el cam po de la poesía. Se ha dicho «que la m u­
je r ha sido creada p ara ser la poesía del hombre». E ste ju i­
cio adquiere un valor singular cuando se refiere a la m ujer
por excelencia, que es M aría. No sin razón se la ha llam ado
por aclam ación: «B onorum poetarum , Magistra», «M aestra
de los buenos poetas». B aste recordar los nom bres de Dante,
Petrarca, Tasso, M anzoni; de los alem anes Goethe, Klops-
tock, W em er y Schlegel; de los españoles Fray Luis de León y
Zorrilla. Rayos de celestial belleza sobre la pintu ra. De la
m ística Isis se decía que alim entaba a los pintores:
res quis nescit ab ¡sede pasci?» (7). Mas con m ayor razón
se puede asegurar esto de María. Tam bién Ella es p ara los
pintores como p ara los poetas una «belleza siem pre anti­
gua y siem pre nueva». Baste recordar las obras insuperables
de Fray Angélico, de Rafael, de Muriilo, de Durero, etc. Des­
truid las innum erables vírgenes de todas las épocas y de to­
das las escuelas y habréis destruido gran p a rte de las p rin ­
cipales pinacotecas de E uropa y del m undo. Rayos de sin­
gular belleza sobre la escultura. B asta tam bién recordar aquí
los nom bres de Miguel Angel, de Dupré, etcétera. Rayos de
singular belleza sobre la arquitectu ra. B asta volar con el
pensam iento a las m ajestuosas catedrales de Italia, de F ran­
cia, de E spaña... «¡Oh Santa Virgen, M adre mía — exclama
Ozanam en una carta escrita el 19 de noviem bre de 1852,
desde Burgos, a su herm ano —, cuánto es vuestro poder! Y
qué viviendas tan m aravillosas os ha hecho levantar vues­
tro Hijo, a cam bio de vuestra pobre casita de Nazaret.
Yo conocía la m agnificencia de la C atedral de Colonia y
Santa M aría la M ayor; la de S anta M aría de Florencia y
N uestra Señora de C hartres. Mas era poca cosa poner a
vuestro servicio a italianos, franceses y alemanes. He aquí
que estos españoles, que pasan por los peores operarios del
m undo, deponen sus espadas y se convierten en albañiles, a
fin de que tam bién tengáis una m orada en m edio de ellos».
Rayos de singular belleza sobre el arte de los sonidos, la
música. Baste recordar los nom bres de Palestrina, de Monte-
(7) J u v e n a l , X I I , 28.
verdi, de Scarlatti, de Pergolesi, etc. Tenía razón Goethe
cuando decía que «M aría es la idea y la form a nueva, Ella
lo es todo. Sin Ella no tendréis a rte ; sin Ella no existirá ni
Dante, ni Rafael, ni Durero, ni M urillo... La Virgen es el
principio del am or y de la vida, el eterno femenino».

CONCLUSION. — C uenta Nicolás que un incrédulo, dis­


putando con él, dejó escapar esta p regunta: «¿Qué llegaría
a ser la sociedad si desapareciese el Cristianismo?»
Dado el influjo singularísim o del culto de M aría sobre la
sociedad religiosa y civil, se p o d ría hacer una preg u n ta aná­
loga: «¿Qué sería de la sociedad si llegase a desaparecer
María?»
La respuesta, después de cuanto hemos dicho, no es di­
fícil de fo rm u lar: El aspecto de la sociedad cam biaría por
com pleto.
SEÑAL DE PREDESTINACION

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n ¡ La c ú ap ld e d e lu» ben eficio s d e riv ados del


culto de María. — I. Los té rm in o s d el gran p ro b lem a : 1. E xcepcional
Importúnela del problema; 2. Su existencia; 3. ¿Estaré predestinado?; 4.
Temor y tomblor; 3. Señalen de predestinación. — I I . Las p ru eb a s del
p r v b b m a : 1, lu Vox de la Iglesia; 2. I-a voz de la Tradición; 3. La voz
de la razón Iluminada por la fe: a) semejanza con Cristo, efecto de la
devoción a María: b) las oraciones de María y su auxilio al realizar
obrnt buenas, Indicios luminosos de predestinación; 4. Qué devoción a
Marín sea señal de predestinación; 5. La fuerza de los hechos. — Con­
clu sió n : La devoción a María, arma y remedio seguro.

La cúspide de todos los incalculables beneficios del cul­


to M ariano está indicada p o r el hecho de que una sincera
devoción a M aría es señal lum inosa de predestinación a la
gloria del cielo. E sto constituye un arm a de salvación que
Dios coloca en las manos de aquellos que El quiere que se
salven.
Veamos, pues, brevem ente en esta instrucción los térm i­
nos del gran problem a y sus pruebas.

I. —i Los TERMINOS DHL GRAN PROBLEMA

1. E x c e p c io n a l im p o r t a n c ia d e l p r o b l e m a . — Muchos, im
portantes y difíciles son los problem as que han agitado y
continúan inquietando al espíritu hum ano. No solam ente en
el orden sobrenatural, sino tam bién en el orden n atural, el
hom bre se encuentra m uy frecuentem ente delante del m is­
terio. E s con todo innegable que en tre todos estos problem as
im portantes y difíciles, el m ás trascendental, y al m ism o
tiem po el m ás difícil, es precisam ente el que se refiere a
nuestra predestinación a la gloria del cielo. E s un problem a
éste capaz de hacer v ib rar todas las fibras de nuestro ser. Es
éste el problem a de los problem as.

2 . E x is t e n c ia d e l p r o b l e m a . — Que exista este gran mis­


terio de la predestinación es de fe. Destinados p o r Dios a
contem plarlo no sólo en sus efectos, o sea, a través de las co­
sas creadas, sino en sí mismo, como causa suprem a de las
m ism as, no sólo com o en un espejo o en enigma, sino en el
fulgor de su faz, en la grandeza de su m ajestad, y, p o r tanto,
destinados a u n fin que supera a todas las fuerzas y exigen­
cias de la naturaleza, se requiere necesariam ente u n a trans­
misión, por p arte de Dios, a este fin. Y esta divina transm i­
sión de la criatu ra racional, al fin de la vida eterna, no es
o tra cosa que la predestinación.

3. ¿ E s t a r é yo p r e d e s t in a d o ? — Ante un m isterio tan gran­


de, no hay nadie, ansioso de felicidad, que no se haga esta
precisa preg u n ta: ¿E staré yo predestinado p o r Dios p ara la
gloria del cielo?... ¿E stará mi nom bre escrito en el libro de
la vida? ¡Dios solo lo sab e!... El Concilio Tridentino (Sec. VI,
c. 12) nos enseña que «nadie, m ientras perm anece en esta
vida m ortal, respecto al insondable m isterio de la predesti­
nación, debe ser tan presuntuoso que se considere con certe­
za en el núm ero de los predestinados, como si el que está
en gracia no pudiese pecar, o si peca pudiese p rom eterse
con toda certeza la conversión. E n efecto, sin una especial
revelación, no se puede saber que se esté en el núm ero de
los elegidos por Dios». Y es evidente: lo que depende de
la libre voluntad de Dios, o sea de su libre am o r y elección
— como es la predestinación a la gloria eterna — se puede
conocer solam ente por m edio de una revelación. Pero esta
revelación se hace a pocos.

4. T em or y tem blor. — ¿Por qué a pocos — se podría


preguntar — y no a todos? S anto Tomás nos da sobre esto
una doble respuesta: la prim era se deduce de la p arte de
los no predestinados, los cuales si se conociesen com o tales,
se abandonarían a la desesperación; la segunda razón es dc-
ducida de la p arte de los predestinados, los cuales, al consi­
derarse seguros, se abandonarían a la negligencia (De Verit-
art. VI, a. 5). Quiere el Señor que trabajem os sobre el nego­
cio de nu estra salvación con tem or y tem blor: Cum tim ore
et trem ore vestrum salutem operam ini (Philip. 11, 12).
Y es precisam ente esta incertidum bre sobre la salvación
eterna lo que hacía tem er y tem b lar a los m ás grandes san­
tos. Temía y tem blaba u n San H ilarión, no obstante ha­
ber servido al Señor en m edio de las m ás grandes austeri­
dades, durante setenta años. Tem ía y tem blaba un San Ber­
nardo, y llorando dccln: «O una cosa u o tra : o eternam ente
feliz Con lo» elegido», o eternam ente desgraciado con los ré-
proboi». Temía y tem blaba un San Francisco de Asís, a
pesar de su «seráfico ardor», y, arrodillado sobre un peñas­
co del Alvernia, exclam aba llorando: «Sobre mí está el cie­
lo, a mis pies el infierno; yo me encuentro en medio. Dios
mío, ¿dónde caeré?» Temía y tem blaba una S anta M.a M agdale­
na de Pazzis, a p esar del candor de su alm a, y próxim a a mo­
rir, dirigiéndose a su confesor, le p reguntaba con ansiedad:
«Padre, ¿creéis que m e salvaré?» Ahora bien, si tem ían y tem ­
blaban estos grandes santos, ¿cuánto m ás no debem os tem ­
blar y tem er nosotros, pecadores?

5. L a s s e ñ a l e s d e i .a p r e d e s t in a c ió n . — Con todo no hay


que exagerar. Y exageraría el que pretendiese deducir de
cuanto hem os dicho esta pesim ista y desesperada conclusión:
es vana e infundada toda esperanza de salvación. Sem ejan­
te conclusión, en efecto, constituiría uno de los errores más
grandes y perniciosos, pues la esperanza es uno de nuestros
más grandes deberes y, al m ism o tiem po, uno de nuestros
m ás grandes consuelos. No podem os ten er y, en efecto, no
tenemos de n u estra predestinación u n a certeza absoluta y de
fe, pero podemos lograr aquella certeza m oral que es suficiente
p ara infundim os cierta seguridad e infundim os la calm a. Pa­
ra obtener este certeza m oral de n u estra etern a salvación,
al menos, todos los teólogos adm iten algunos signos de pre­
destinación, o sea, algunos indicios, de los cuales podem os
deducir, con verdadero fundam ento que hem os sido am ados
y elegidos p o r Dios de una m anera especial, o sea predes­
tinados a la gloria del cielo. Ahora bien, entre estas señales
de predestinación, una de las principales es, precisam ente,
la devoción a la Santísim a Virgen. Es lo que me propongo
d em ostrar brevem ente en esta instrucción p a ra nuestro con­
suelo y gloria de María.

II. — L as pr u eb a s del pr o b lem a

1. L a voz d e la I g l e s i a . — Que la devoción a la Santísim a


Virgen sea una señal m oralm ente cierta de predestinación,
nos lo enseña claram ente la Iglesia proclam ada p o r el Após­
tol «colum na y sostén de la verdad». L a Iglesia, en efecto,
en su liturgia aplica a la Virgen algunos textos de los Sa­
grados Libros de los cuales se deduce, con la m ás clara fa­
cilidad y lógica, esta conclusión consoladora. Así, son apli­
cadas a M aría aquellas p alab ras de los P roverbios: «El que
me encuentre h ab rá hallado la vida y recibirá la salvación
del Señor», «Qui m e inverterit inveniet vitam et haurient sa­
lutem a Domino» (Prov., 8, 34-35). Son aplicadas a la Santí­
sim a Virgen las palabras del E clesiástico: «Los que me en­
salcen tendrán la vida eterna», «Qui elucidant me, vitam ae­
ternam habebunt-» (Eccli., 24, 30-31). Ahora bien, ¿quién no
ve, o m ejo r dicho, quién no escucha en estas palabras las
más suaves garantías p o r p arte de M aría a sus devotos, res­
pecto al problem a im p o rtan te de la salvación? ¿Quién no
reconoce un verdadero lazo en tre el culto M ariano y el gran
problem a de n uestra predestinación?
2. L a voz d e la T r a d ic ió n . — Que la devoción a la San­
tísim a Virgen sea señal de predestinación, es enseñado de
una m anera explícita y de form a im plícita, p o r toda la Tra­
dición cristiana. Es San Pedro Damián quien ha dejado es­
crito : «No podrá perecer en presencia del eterno Juez quien
* se ha asegurado el auxilio de su Madre» (O pus. XXXII, 2, PL. t.
CXLV, col. 563). ¿Y acaso el auxilio de M aría no se asegura
con la devoción hacia Ella?... S an Anselm o nos asegura que
«es im posible que se pierd a quien se d irija con confianza a
María, siendo de Ella favorablem ente acogido» (O r a t 52, PL.,
t. C1..VIII, col. 956). San Bernardo nos invita a recu rrir a
M aría y nos asegura que la Santísim a Virgen «con sus sú­
plicas eficaces tra ta egregiam ente los asuntos de n u estra
eterna salvación» (S erm . de A ssum pt. n. 1). San Lorenzo Jus­
tiniano, com entando las p alab ras dirigidas por Jesús desde
lo alto de la Cruz a su M adre Santísim a, pone en labios del
Crucificado esta expresión: «Ninguno de tus devotos será
por Mí desdeñado, y ninguno de tus siervos devotos será de­
finitivam ente excluido de m i presencia» (De trium ph. Christi
agone, c. 18). El célebre Pclbarto de Tcm csvar form ula esta pro­
posición que se hu hecho clásicu: «Servir a M aría es una señal
cierto y segurísim a de salvación». Y S. Grignon de M ontfort
dice expresam ente! «El que es elegido y predestinado lleva
a la Santísim a Virgen d entro de sí mismo, esto es en su al­
ma» ( Tratado, p. 20). San Alfonso María de Ligorio ha dejado
e sc rito : «Es imposible que se condene un devoto de María,
que la obsequia fielm ente y a Ella se encomienda» (Glorias
de María, c. V III, 1). Y no term inaríam os nunca si quisiése­
mos aducir todos los dichos de los santos.

3. L a v o z d e l a r a z ó n . — Que la devoción a la Santísim a


Virgen es una señal de predestinación, nos lo confirm a la
m isma razón fundada en la fe.
a) La sem ejanza con Jesús, efecto de la devoción a Ma­
ría. Nos dice el Apóstol que todos aquellos que han sido
predestinados a la gloria del cielo, han sido tam bién pre­
destinados a la sem ejanza con la cabeza de los elegidos, que
es Cristo: «Quos autem praedestinavit conform es fieri ima­
ginis Filii sui» (Rom. 8, 29).
La sem ejanza, pues, con Cristo es el indicio m ás cierto y
la señal suprem a de predestinación. La Virgen Santísim a
siendo la c ria tu ra m ás sem ejante a Cristo, «el rostro que a
Cristo m ás se asemeja», es la Reina de los predestinados.
Ahora bien, el que es verdadero devoto de M aría, procura
agradarla, asem ejándose a Ella, y asem ejarse a Ella es pa­
recerse a Jesucristo, y al asem ejarse a C risto adquiere la
señal más lum inosa de predestinación.

2 Í. — f n s t r t j n n i n n t M n r i n n n < ;
b) Las oraciones y el auxilio de María. Por o tra parte,
aunque la predestinación, en sí m ism a, o sea, com o se halla
ab aetem o en la m ente de Dios, dependa únicam ente de
Dios, causa prim era, con todo, el efecto de la m ism a, o sea su
actuación en e l tiem po, no se obtiene con certeza sin el con­
curso de las causas segundas, y , especialm ente, como ense­
ñ a S anto Tom ás (S. Th. q. 23, a. 8), sin las oraciones de los
santos y las obras buenas. Por esto, precisam ente, las ora­
ciones de los bienaventurados y las obras buenas son los
dos indicios m ás ciertos de predestinación, pues con ellos el
hom bre llega a realizar en sí m ism o la etern a predestinación
de Dios.
Ahora bien, si p ara el efecto de la predestinación son tan
eficaces las oraciones de los santos, ¿cuánto m ás lo serán las
de la Reina de los santos? «Me resu lta m ás ventajoso — es­
cribía un célebre escritor m a ñ a n o — ser devoto solam ente de
la Virgen que de todos los santos y ángeles ju n to s; y estoy
seguro de mi salvación si Ella se encarga de agenciarla, más
que si en ello se em peñaran con sus oraciones y sus m ereci­
m ientos todos los bienaventurados» ( D ’A r g e n t a n , Conferences,
t. III, p. 431). ¿Y si la Reina de los santos suplica p o r todos,
cuánto m ás lo h ará p o r sus devotos?
Además, p a ra realizar las obras buenas — otro indicio de
predestinación —, ¿no es acaso necesario, indispensable, el
auxilio de la gracia divina? Sin ésta, en efecto, n ad a pode­
mos hacer que sea m eritorio p a ra el cielo. ¿Y acaso no es la
Virgen Santísim a — p o r disposición divina — la M edianera
de todas las gracias?... ¿Y de estas gracias, indispensables pa­
ra realizar buenas obras, especialm ente obras escogidas, efi­
caces, no será Ella generosa en concederlas a aquellos que la
honran y la invocan? E n ello e stá com prom etido su honor.
¿Acaso le puede fa lta r el poder y la voluntad?... ¿Acaso el Al­
tísim o no le ha dotado del brazo fu erte de M adre de Dios y
de un Corazón ternísim o com o M adre del hom bre? El poder
es la m ano que alcanza, y la bondad es la m ano que distri­
buye. El poder la acerca a Dios, y la bondad la aproxim a al
hom bre.
Es evidente, pues, que ser devotos de M aría es realizar en
sí mismos las condiciones señaladas por la Sabiduría divina
para obtener con certeza el efecto de n u estra predestinación;
ser devotos de M aría es, p o r tanto, u n a señal evidente de
predestinación a la gloria del cielo.

4. ¿ Q u e d e v o c io n a M a r ía e s s e ñ a l d e p r e d e s t i n a c ió n ? — Po
dríam os preg u n tarn o s: ¿basta acaso u n a devoción cualquiera
a M aría p a ra e sta r m oralm ente seguros de h ab er sido destina­
dos por Dios p ara la gloría del cielo?
Para dar una respuesta conveniente a esta pregunta, es ne­
cesario distinguir una triple devoción hacia la Santísim a Vir­
gen, es decir: u n a devoción perfecta, una devoción im perfecta
y una devoción falsa. Devoción perfecta es la de aquellos los
cuales, además de trib u ta r alabanzas a María, ejecutan el man­
dato que Ella dio a los criados del banquete de las bodas de
C a n á : «Haced todo lo que Jesús os diga». Son, p o r tanto, los
que a la veneración de la Virgen, unen inseparablem ente la
práctica de los preceptos divinos. Devoción im perfecta es la
de aquellos los cuales, aun viviendo en pecado m ortal, o sea,
en desgracia de Dios y sin intención alguna de p racticar las
virtudes, le trib u tan , con todo, con honrada intención, un pe­
renne testim onio de alabanzas. Su devoción es verdadera pero
im perfecta. Es verdadera, pues en estos pobres pecadores exis­
te una verdadera y pronta voluntad de realizar las prácticas
que redundan en honra y gloria de María. Es adem ás im perfec­
ta, porque sus actos de devoción no están anim ados por la
caridad; son como flores herm osas atadas con un lazo su­
cio. Devoción falsa es la de aquellos que no sólo viven en pe­
cado, sino que tam bién tom an m otivo de su devoción a la Vir­
gen para vivir más libre y tranquilam ente en él. E sta es una
devoción presuntuosa, una especie de sacrilegio, pues profana
una cosa santísim a, pretendiendo, en cierta m anera, hacer
cómplice a la Santísim a Virgen de la ofensa de Dios.
Una vez sentado esto, podem os decir: la certeza de estar
entre el núm ero de los predestinados conviene en sum o gra­
do a la perfecta devoción; en m enor escala, a la im perfecta, y
nada en absoluto a la falsa. Consiguientem ente, cuanto más
quiera uno estar m oralm ente seguro de su predestinación a la
gloria, tanto m ás debe buscar el perfeccionar su devoción a
María.

5. L a f u e r z a de l o s h e c h o s . — La fuerza de los argum entos


es ratificada, y podríam os decir superada, por la elocuencia de
los hechos. ¡Cuántos, m ediante la devoción a María, han esca­
pado de las llam as del infierno! Cuenta San Leonardo de
Porto M auricio que un día S anto Domingo, increpando a un
poseso, dirigió al demonio esta p reg u n ta: «Dime, bestia infer­
nal, ¿ha caído en los torm entos eternos alguna vez un alm a
devota de la Santísim a Virgen?» El dem onio se o b stinaba en
no contestar. Mas, al fin, forzado p o r el m andato del santo,
replicó: He de confesar, m uy a m i pesar, que jam ás h asta
ahora ha entrado en el infierno ningún devoto de María, ni
jam ás entrará.
En las revelaciones de S anta B rígida (1) leemos el hecho si­
guiente m uy a propósito p ara llen ar de confianza el corazón
de los devotos de la Virgen Dolorosa. Vivía en los tiem pos de
la santa un hom bre noble y rico, pero, a la vez, m alvado y vi­
cioso. H acía m ás de sesenta años que no se acercaba a los Sa­
cram entos. Mas entre tan to vicio y m aldad conservaba una co­
sa buena: una tierna devoción a la Santísim a Virgen de los
Dolores. Cada vez que se acordaba o que sentía h ab lar de Ella
la com padecía de todo corazón en sus acerbísim as penas. Fi­
nalm ente, enferm ó y bien pronto se vio reducido a los extre­
mos. Con todo, aquel m iserable no pensó ni por un solo ins­
tante en la salvación de su alm a. Santa Brígida, por m andato
del cielo, le m andó u n sacerdote, a fin de que lo exhortase a que
se confesara, mas el enferm o lo despidió dos veces de m ala
m anera, diciendo que no tenía necesidad de hacerlo. La san­
ta, entonces, le m andó p o r tercera vez el confesor, haciéndole
saber de p arte de Dios que había siete dem onios preparados
p ara sepultarlo en los infiernos. Ante tan trem endo m ensaje,
el m iserable quedó ta n sobrecogido que se confesó, d erram an­
do abundantes lágrim as cu atro veces en el m ism o día, y des­
pués comulgó con las m ejores disposiciones. Días después en­
tregó tranquilam ente su alm a a Dios.
(1) Libro V I , cap. 67.
Una vez que hubo m uerto, el Señor reveló a S anta Brígida
que aquella alm a h abía escapado del castigo del infierno única­
m ente por la devoción que había alim entado hacia los dolores
de su Santísim a Madre.

CONCLUSION. — La devoción, pues, a la Virgen es u n a se­


ñal lum inosa de predestinación a la gloria del cielo. El siervo
de María, p o r tanto, no podrá p erecer: Servus Mariae non
peribit!
Consoladora verdad, que eleva n u estra alm a hacia las re­
giones serenos del ciclo y le perm ite abrigar una esperanza
am plin y consoladora. Es ésta la verdad excelsa que un piado­
so autor, bajo el nom bre de San Buenaventura, h abría querido
hacer llegar a las cinco p artes del m undo: «¡Oh vosotros,
los que deseáis e n tra r en el reino de los cielos, escuchad!
¡ H onrad a la Virgen y tendréis vida y salvación! Pues la in­
vocación de M aría es señal de salvación». Y con razón. Si se
le dijese a un navegante: «He aquí un bajel en el cual no po­
dréis naufragar». Si se le dijese a un soldado: «He aquí un ar­
m a con la cual es im posible no obtener la victoria». Si se le
dijese a un enferm o: «He aquí un rem edio que os preservará
de la muerte». Con qué ard o r aquel navegante, aquel soldado,
aquel enferm o, h arían uso de aquella sugestión.
Y nosotros, ¿acaso no somos navegantes, soldados, enfer
m os: navegantes que aspiran a llegar al p uerto de la salvación
etern a; soldados que pretenden lograr la victoria sobre sus
enem igos; enferm os que suspiran p o r la etern a salud?... Pues
bien, he aquí un gran secreto p ara alcanzar el puerto, para
c a n ta r victoria, p ara o btener la salu d : am ar, invocar, venerar
a María. Aprovechémonos de él, grabando cada vez m ás pro­
fundam ente en la mente y en el corazón esta gran señal, este
sello sagrado; es la señal de los predestinados, el sello de los
elegidos.
En la devoción a M aría encontrarem os aquella perla pre­
ciosa de que nos habla el Evangelio, con la cual podrem os ad­
quirir el reino de los cielos. En la devoción a M aría experi­
m entarem os aquella verdad ta n cierta y consoladora: «El que
me encuentre, h ab rá encontrado la vida y la salvación».
CAPITULO IV

LA NECESIDAD DEL CULTO MARIANO

ESQUEM A. — In tr o d u c c ió n : E l c u lto M arian o , a d em ás d e s e r ú til, es n e ­


c esa rio . I . Los té rm in o s p rec iso s d el p r o b le m a : 1. F a lta d e p re c ep to s
d ire c to s ; 2. N o fa lta n , en c am b io , fu e rte s m o tiv o s; 3. E n q u é sen tid o
la devoción a M aría es n e c e s a ria . S e t r a ta : a ) d e n e ce sid a d n o a b so lu ta
o a n te c e d e n te , sin o h ip o té tic a y c o n se c u en te a la lib re v o lu n ta d de D ios;
n o físic a , sin o m o ra l. S e t r a ta : b ) d e n e c e sid a d p a r a lo s a d u lto s su fi­
c ie n te m e n te in s tru id o s ; c ) d e u n re c h az o p o sitiv o o d e p o sitiv a in d ife ­
re n c ia . — I I . L a s p r u eb a s: 1. La a u to rid a d d e la Ig le sia ; 2. L as re p e ­
tid a s a firm ac io n e s de los P a d re s y d e los E s c rito r e s ; 3. La ra z ó n ; 4. ¿E n
q u é g ra d o sea n e c e s a ria la devoción a M aría? C o n clu sió n : ¡ F u e ra d t
M aría n o h a y sa lv a c ió n !

N uestra etern a salvación, al decir de Bourdaloue, es «nues­


tro gran negocio, nuestro negocio prim ordial». Consiguiente­
m ente, todo lo que se relaciona con asunto tan im portante —
el m ás im portante de todos p o r sus consecuencias eternas —-
no puede d ejam os indiferentes o poco interesados.
Ahora bien, en estas condiciones se encuentra el asunto
del cual vam os a tra ta r, a sab er: si el culto, o m ejo r dicho,
la devoción a la Santísim a Virgen (pues devoción dice más
que sim ple culto) sea necesaria o no p a ra conseguir la eterna
salvación. Es ésta u n a cuestión que comenzó a ser tra ta d a ex­
presam ente hacia el siglo XVII.

I. — Los TERMINOS PRECISOS DEL PROBLEMA

Como fru to de las discusiones se ha llegado a poner en cla­


ro que cierta devoción a M aría es necesaria p ara salvarse. Pa­
ra ab arcar en su ju sto significado esta afirm ación, hoy común
entre los teólogos, hay que establecer varios principios.
1. F a l t a d e p r e c e p t o s d i r e c t o s . — Es necesario observar, a n ­
te todo, que no existe precepto alguno directo, p o r p arte de
la Iglesia, ordenado a im poner el culto o la devoción a M aría
como necesaria p a ra salvarse. El Código de Derecho Canónico
(can. 1276) parecería contradecir esta n u e stra afirm ación. Y en
efecto: después de haber declarado que es cosa buena y ú til in­
vocar con plegarias a los santos y venerar sus reliquias e im á­
genes, m anda (con un conjuntivo im perativo) que «sobre todos
los santos, todos los fieles n u tra n una devoción filial hacia la
Santísim a Virgen». Nota, justam ente, un célebre canonista, el
P. V erm eersch, que «este canon contiene una recom endación
general que, cuando se refiere a la Bienaventurada Virgen
María, se convierte en precepto» (1). Hácese aquí, evidentem en­
te una distinción entre los santos y María, entre la invoca­
ción y veneración de los santos y la invocación y veneración
de María. M ientras la p rim era es considerada, sencillam ente,
como buena y útil, la devoción filial a la Santísim a Virgen se
establece com o obligatoria. Y se puede aun p re g u n ta r: ¿E sta
obligación es grave o leve? Todo deja entrever que se tra ta
de algo grave; con todo, esto no está expresado de una m a­
nera categórica, o sea directam ente en el canon. No se puede
decir, pues, rigurosam ente hablando, que exista un precepto
grave, expreso y directo respecto a la necesidad de la devo­
ción a la Virgen p ara salvarse. Pero tenem os, en cam bio, la
praxis universal de 1# Iglesia, la cual, en su liturgia, recurre
e invita a recu rrir continuam ente a María, piara o b ten er to­
das las gracias necesarias p ara conseguir la m eta del ciclo.
Tam poco en las Sagradas E scrituras existe algún precepto
positivo que im ponga la devoción a la Santísim a Virgen bajo
pena de eterna condenación. Es cierto que la m ism a Santí­
sim a Virgen hu prcdicho que la llam arían bienaventurada to­
das las generaciones; pero tam bién es evidente que con tales
palabras proféticas sólo entendió hacer constar un hecho y
no prom ulgar u n a ley.

2. No f a l t a n , c o n t o d o , m o t i v o s p o d e r o s o s . — ¿Puede se­
guirse de esto que el culto de devoción a la Santísim a Virgen
(1) E p íto m e J u r is C anonici, L. I I , e d . ♦, n . 601.
es una cosa de sim ple consejo, u n a o b ra de supererogación,
com o el culto y la devoción hacia los santos? ¿Que sea una
cosa de la cual se puede prescindir o m enospreciar cuando se
tra ta de alcanzar la eterna salvación? De ninguna m anera.
Pues existen m otivos poderosos que nos inducen a a d m itir q u e
la devoción filial a la Santísim a Virgen, p ara los adultos q u e
conocen suficientem ente a M aría es m oralm onte necesaria
p a ra salvarse, de m anera que uno que positivam ente se mos­
trase indiferente o se negase a invocar y venerar a María, es
m oralm ente im posible que se salve. Expliquem os un poco
estos térm inos.

3. En oue s e n tid o se a n e c e s a ria la d e v o c io n a M a r í a . —


C u a n d o se a s e g u r a , p o r ta n to , q u e la d e v o c ió n a M a ría e s n e ­
c e s a r ia p a r a s a lv a r s e : a ) H a y q u e d is tin g u ir , a n te to d o , e n tr e
n e c e s i d a d y n e c e s i d a d . E x i s t e , e n e f e c t o , u n a n e c e s i d a d abso­
lu ta y u n a n e c e s i d a d h ipotética, u n a n e c e s i d a d física y u n a
m oral. ¿ D e q u é n e c e s i d a d e n t e n d e m o s h a b l a r a q u í ?
n e c e s id a d
N o c ie r ta m e n te d e u n a n e c e s id a d a b s o lu ta o a n te c e d e n te , co­
m o si D io s n o tu v ie s e o t r o m e d io p a r a s a l v a r l a s a l m a s ; s in o
d e u n a n e c e s id a d h ip o té tic a o c o n s e c u e n te , o se a , c o m o d e ri­
v a c i ó n d e l a m i s m a v o l u n t a d d e D i o s , q u e a s í lo h a d e t e r m i ­
nado lib re m e n te . S e tr a ta , a d e m á s , n o y a de u n a n e c e s id a d
física, s i n o d e u n a n e c e s i d a d m oral, e n t e n d i d a e n e l s e n t i d o
d e q u e q u ie n re c h a z a s e e l u s a r d e e s te m e d io , v e n d r ía a c o m ­
p r o m e t e r d e u n a m a n e r a m u y s e r i a la a d q u is ic ió n d e s u fin ,
o s e a , s u e te r n a s a lv a c ió n .
b) Se tra ta , adem ás, de asegurar una tal necesidad hipo
tética y m oral para los adultos y no p a ra los niños incapaces
de actos de devoción. P ara éstos la devoción a M aría no les es
necesaria com o lo son la gracia santificante y el bautism o.
Respecto, adem ás, a los adultos, se tra ta de aquellos que co­
nocen — com o se supone — suficientem ente a M aría, el lugar
singular que Ella ocupa y la p a rte necesaria que Ella ejercita,
por voluntad libre de Dios, en la obra de n u estra salvación,
com o M edianera, o sea, como C orredentora, M adre espiritual
de la hum anidad y D ispensadora de todas y cada una de las
gracias. Son excluidos, pues, todos aquellos adultos que, sin
culpa propia, no poseen sem ejante conocimiento, como son
los infieles que aún no han sido instruidos, o los fieles no
suficientem ente instruidos. En unos y otros, dada su inculpa­
ble ignorancia, se puede fácilm ente suponer una devoción
implícita, interpretativa, en el sentido que estarían dispues­
tos a venerar e invocar a M aría si tuviesen de E lla un sufi­
ciente conocimiento.
c) Se tra ta , finalm ente, de un rechace positivo del culto
o devoción a María, o de positiva indiferencia hacia el mismo.
Tal actitud, en efecto, dejaría lógicam ente suponer que el
culto y la devoción a M aría son considerados prácticam ente
como cosa ilegítim a c Inútil, e rro r grave contra la fe, conde­
nado por el Concilio Tridentino.
Encerrada la cuestión en estos lím ites, no es difícil de­
m ostrar con argum entos sólidos que la devoción a M aría es
necesaria para salvarse.

II. — L as pr u e b a s

1. La a u t o r id a d d e l a I g l e s i a . — La Iglesia, en su liturgia
pone en boca de M aría las palabras de la E sc ritu ra : «El
que me encuentre hallará la vida y recibirá la salvación del
Señor; m as el que peque co n tra mí, d añará su alm a. Todos
los que m e odian, am an la m uerte» (8, 35-36). Al considerar
estas palabras, el m ism o Ecolam padio, protestante, hacía, im ­
presionado, la siguiente declaración: «Jam ás, como lo espero,
con el auxilio de Dios, se podrá decir de m i que soy un a d ­
versario de M aría; pues yo considero como signo de repro­
bación el no se n tir am or hacia Ella». La Iglesia, adem ás, en
su liturgia, nos presenta a la Santísim a Virgen como puerta
del cielo, «Iatiua coeli». Ahora bien, ¿cómo es posible querer
p en etra r en un palacio tan excelente, cual es el cielo, sin
p asar por la p u erta que es M aría? La Iglesia, finalm ente, nos
hace rep etir de continuo que la Santísim a Virgen es «vida,
dulzura y esperanza nuestra, «vita, dulcedo et spes nostra».
¿Cómo podrá, por tanto, conseguir la vida eterna el que no se
preocupa de h o n rar a Aquella que es n uestra vida? ¿Cómo
podrá gu star la eterna dulzura quien no saborea a Aquella
que es nu estra dulzura? ¿Cómo podrá esperar el prem io eter­
no, quien vive olvidado de la que es n u estra esperanza?
En un him no de la Edad Media se asegura de una m anera
explícita que puede desesperar de su etern a salvación sola­
m ente aquel que se olvida de invocar a M aría, de la cual
procede nuestra salvación: «Ille potest desperare — qui te
non vult invocare — : Tota enim n o stra salus — a te sola pro­
greditur» ( M o n e , H ym n i latini... t. II, p. 360).

2. L as r e it e r a d a s a f ir m a c io n e s de los P adres y e s c r it o r e
L os Padres y Doctores y escritores de la Iglesia proclam an
unánim em ente, de una m anera im plícita y explícita, la nece­
sidad de la devoción a M aría p a ra salvarse.
San Germán de C onstantinopla (740) en el II Discurso so­
b re la dorm itio de María, dice: «Nadie se salva si no es por
m edio de M aría, M adre de Dios» (P. G. 96, 719). Y en o tro lu­
g ar: «Cuando lu H ijo venga a juzgar al universo en su ju s­
ticia, llorarán cuantos no quisieron, oh Madre, alab arte con
fe, y com prenderán, finalm ente, de qué tesoro se privaron si­
guiendo sus perversas inclinaciones».
San Juan Damasceno (754) llega a asegurar que el culto
a la Augusta M adre de Dios «debe ser m ás grato a nuestro
corazón que el m ism o aliento vital», porque es p a ra nosotros
tanto «como la m ism a vida». Y llam a felices a aquellos cris­
tianos que tienen su confianza p u esta en Ella, que es «verda­
dera áncora de salvación» (Discurso I sobre la dorm itio de
la Virgen, P. G. 96, 719).
San Ildefonso (669) invita a los fieles a colocarse con él
«bajo el m anto del poder de María, p ara no verse un día
cubiertos de confusión como de u n vestido» (De V irginitate
perpetua S. Ai., c. 4, P. L. 96, 69).
Eadm ero de Canterbury (1109) asegura que si querem os
llegar al puerto de la salvación, debem os h o n ra r a la Virgen
Inm aculada. Dice, adem ás, que el patrocinio diario de la San­
tísim a Virgen nos es necesario y que fatalm ente perece quien
se aleja de M aría (De Conceptione B. Mariae).
Ricardo de San Lorenzo escribe: «Debes servir a la Madre
de Dios durante tu vida si quieres conseguir la etern a salva­
ción y vivir después de la m uerte» (De laudibus B. M. V.,
lib. II).
El au tor de la Biblia M ariana, atrib u id a a San Alberto
Magno, asegura explícitam ente que no puede conseguir la
eterna salvación quien no invoque a la Santísim a Virgen.
Según San B uenaventura (1274), M aría Santísim a es lla­
m ada «puerta del cielo» porque «nadie puede p en etrar en el
P araíso si no p asa por María, com o a través de u n a puerta»
(C om ent. in. Luc. c. 1. n. 70, Op. 7, 27). Pues «de la m ism a m a­
nera que por m edio de Ella Dios ha descendido hasta noso­
tros, tam bién es necesario que nosotros, p o r medio de Ella,
subam os h asta Dios» (Scrm . 4 De Nativ. B. M. V Op. 9, 712).
S. L. Grignon de M ontfort (1716), en su áureo tratado de la
V erdadera devoción a la Virgen, enseña explícitam ente que
la devoción a la Virgen nos es necesaria p a ra salvarnos.
San Leonardo de Porto Mauricio (1751) orientó toda su
predicación m ariana hacia el problem a de la eterna salvación.
«Es im posible — decía — que se salve quien no es devoto de
María» (Pláticas en honor de la B. V. M., disc. 7, n. 1). «Tanto
interesa ser devotos de M aría cuanto im porta e n tra r en el
Paraíso, pues en el cielo no en tra quien no es devoto de la
Virgen» (Disc. 5, n. 3).
San Alfonso María de Ligorio (1787) enseña que la devoción
a la Santísim a Virgen es m oralm ente necesaria p ara sal­
varse. «Por lo que — concluye — no se puede p ensar favora­
blem ente de quien descuida esta devoción» (Apéndice a la
Selva predicable).

3. La r a /.o n . — Todas estas reiteradas afirm aciones por


p arte de escritores tan graves y autorizados podrán parecer
quizás una piadosa exageración. Mas si se reflexiona seria­
m ente, se llega uno a convencer de que no es así. B asta pensar
un poco.
Para salvarnos, tenem os, en efecto, necesidad urgente y
continua del auxilio de la gracia de Dios. Ahora bien, si es
cierto que la Santísim a Virgen (D istribuidora de todas y ca­
da una de las gracias) las dispensa incluso a quienes no se
las pide, pues es ta n ta su benignidad, es tam bién verdad,
que la abundancia de sus gracias, y de u n a m anera particu­
lar, las gracias m ás señaladas, y sobre todo la de la perse­
verancia final, la otorga a quienes la honran y acuden a Ella
confiadam ente. No honrándola, p o r tanto, no invocándola, uno
llegaría a privarse del medio m ás eficaz (después del auxilio
de Dios) para conseguir su etern a salvación y se expondría
a un grave peligro, a la im posibilidad de salvarse. En este
sentido, creo que hay que entender el célebre terceto de Dan­
te, parafraseado p o r León X III en la Encíclica Augustissi­
m ae Virginis M ariae: «M ujer, eres tan grande y tan to va­
les — que quien quiere una gracia y no recurre a Ti — pre­
tende volar sin alas» (Par. 33, 13-15) (2). Es m oralm ente impo­
sible la gracia extraordinaria de la perseverancia final y, por
tanto, su etern a salvación p ara quien no venera a M aría y a
Ella recurre.
Por o tra parte, la m ism a ley n atu ral que nos ordena de
una m anera explícita evitar todo lo que com prom ete seria­
m ente nu estra eterna salvación, nos m anda tam bién im plícita­
m ente evitar cualquier clase de indiferencia y negar positiva­
m ente la veneración a la Santísim a Virgen y la necesidad de
invocarla. T anto m ás que prescindir de M aría y perm anecer
positivam ente indiferente ante Ella, es lo m ism o que a p a rtar­
se de Jesús o perm anecer positivam ente indiferentes ante el
m ism o Cristo, pues los dos han sido m aravillosam ente unidos
por la m ano de Dios, «ab aeterno», en el plan m aravilloso de
n u estra etern a salvación. La h isto ria de los países p ro testan ­
tes nos lo dem uestra «ad abundantiam ». Quien abandona el
culto y devoción a M aría abandona el culto y devoción a Cris­
to. Quien, por el contrario, cultiva la devoción y veneración a
María, cultiva tam bién la devoción y veneración a Cristo.

4. ¿ E n q u e grado e s n e c e s a r ia la d ev o c io n a M a r ía ? — La
devoción a la Santísim a Virgen, p o r tanto, es necesaria para
la salvación. Se podría p re g u n ta r: ¿en qué grado, en qué me-

(2) « T a n ta e n im M ariae e st m a g n itu d o , ta n ta , q u n a p u d D eum pollet


g ra tia , u t q u i o p is eg en s n o n ad illam c o n fu g ia t, is o p tu t n u llo a la ru m re ­
m igio volare».
dida es sem ejante devoción necesaria p a ra conseguir la sal­
vación eterna? Es difícil, p o r no decir p rácticam ente im posi­
ble, determ inarlo con exactitud, pues se tra ta de algo que de­
pende de circunstancias m últiples y variadas. Lo que se pue­
de y se debe decir es que cuanto m ás fervorosas sean nues­
tra devoción y n u estra plegaria a M aría, con ta n ta m ayor ge­
nerosidad h ará Ella descender sobre nosotros las gracias y
los favores celestiales con el auxilio de los cuales podrem os
aseguram os n uestra eterna salvación.

CONCLUSION. — En el tratad o «De Ecclesia» hay una


m áxima que se hu hecho clásica y que es frecuentem ente re­
pelida: «E xtra Ecclcslam nulla salus», «Fuera de la Iglesia
no hay salvación». La Iglesia es el Arca m ediante la cual Dios
nos salva del universal diluvio. Lo mismo, hechas las debidas
salvedades, se puede decir de la S antísim a Virgen y de su
devoción: «E xtra M ariam non est salus», «Fuera de M aría no
hay salvación». Pues así lo h a querido y lo ha dispuesto libre­
m ente Dios.
Y si es así, ¿quién de nosotros — diré con San Leonardo de
Porto M auricio — d e ja rá de inscribirse en el núm ero de los
devotos de M aría p a ra asegurarse el gran negocio de su eter­
na salvación? (Disc. 7, n. 3). «Abracemos todos con verdade­
ro fervor la devoción a M aría y así nos salvaremos» (Disc.
16, 4). Digámosle m ás con el corazón que con los labios: «¡Oh
M aría!, ya que mi salvación está en vuestras m anos y Vos al­
canzáis la vida eterna a todos aquellos que son vuestros de­
votos y que a Vos recurren, he aquí, ¡oh Virgen clem entísim a!,
que desde este m om ento me arro jo en vuestros brazos pro­
fesándome por siem pre devoto vuestro. ¡Ah! M adre querida,
aceptadm e en vuestra com pañía y ayudadm e a salvar mi al­
ma» (Disc. 10, n. 3).
CONCLUSION

LA CONSAGRACION A MARIA

ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : El 31 d e o c tu b re de 1942. — I. C óm o e n te n d e r
la Consagración a M a ría : 1. E l sig n ific a d o : d o n ació n to ta l y p e re n n e a
M a ría ; 2. La b a s e : la re a le za d e M aría p o r d e re ch o n a tu ra l y a d q u iri­
do. — I I . C óm o v iv ir la consagración a M aría: La v id a de u n ió n con
M a ría: 1. E n q u é c o n sista : u n ió n h a b itu a l d e p e n sa m ie n to , d e afecto, de
o b ra s , h a cién d o lo to d o : a) co n M aría, y b ) p o r M a ría; 2. S u s fu n d a ­
m e n to s: a ) la p re s e n c ia de M aría e n n o s o tro s ; b ) la m a te rn id a d e s p iri­
tu a l d e M a r ía ; 3. S u s v e n ta ja s : a ) ric a fu e n te de g ra c ia s ; b ) in efab le
a legría y p a z e n v id ia b le; c) m e d io in c o m p a ra b le d e u n ió n con Jesú s,
sien d o M aría la v ía m á s fácil, m á s b re v e , m ás p e rfe c ta y m ás seg u ra
p a r a lle g a r a E l. — C o n clu sió n : « T o tu s tu u s su m ego, e t o m n ia m ea tu a
su n t!»

El 31 de octubre de 1942, al final del radiom ensaje a la


nación portuguesa, en ocasión de la clausura del XXV aniver­
sario de las célebres apariciones de la Virgen en Fáliina, el
Sumo Pontífice Pío X II consagraba solem nem ente la Iglesia
y todo el género hum ano al Corazón Inm aculado de María, co­
m o León X III al alborear de nuestro siglo lo hab ía hecho al
Sagrado Corazón de Jesús.
León X III, en la Encíclica A nnum Sacrum , hablando del
acto de consagración al Corazón de Jesús, lo proclam aba «el
m ás alto y am plio trib u to de hom enaje y de piedad». Y con
razón. No se podría pensar en form a m ás digna de h o n rar a
Jesús. Lo m ism o podríam os y deberíam os decir p o r analogía al
hab lar de la consagración a M a ría : que es el m ás am plio y ele­
vado trib u to de hom enaje y piedad que podem os ofrecerle. No
se podría id ear nada superior. Es com o la cúspide de su culto,
pues este acto encierra en sí com o en síntesis adm irable todos
los otros actos del culto M ariano, o sea, la veneración, la grati­
tud, el am or, la invocación, la servidum bre y la im itación.
Pero es necesario que cada uno cum pla, renueve frecuente-
mente y, sobre todo, viva intensam ente esta consagración a
María. Ayudará m ucho a conseguir estos fines la considera­
ción de dos puntos principales, a sab er: cóm o se debe enten­
der y cóm o se debe vivir n u estra consagración M ariana.

I. — C omo en ten d er la

P ara entender rectam ente la consagración a M aría hay


que poner de m anifiesto dos cosas: 1) el significado, y 2) las
bases sobre lus cuales se asienta.

1, El. RKINII'ICADO INI LA CONSAGRACION A M AR IA . — «La C O n


•uigradón encierra elertu ideo de totalitarism o y de peren-
iiltlml. Significa hacer de la propia vida como un hom enaje
total y perenne a María, reconociéndola como Dueña y Señora,
en el nentido m ás altam ente caballeresco de la palabra. Es co­
mo el reinado de M aría en n o so tro s: sobre nuestros pensam ien­
tos, sobre nuestros afectos, sobre n uestras acciones, sobre to­
da nuestra vida.
Hemos de hacer observar de inm ediato, que el fin supre­
mo de esta consagración es y debe ser solam ente Dios. La
Santísim a Virgen no es m ás que el fin próxim o, o en otros
térm inos, el m edio m ás fácil y m ás eficaz p ara consagrarnos
a Dios, para alcanzar n uestra en tera y perenne entrega a El,
dueño suprem o de todo y de todos. La consagración a M aría
Santísim a, pues, consiste en entregarse enteram ente a María,
a fin de pertenecer a Jesús por su mediación» (1). E implica,
consiguientem ente, una entrega total y perenne de nosotros
mism os (cuanto somos y tenem os) a M aría y una generosa y
total dependencia de Ella. E stas dos condiciones (totalidad
y perennidad) indispensables p ara una perfecta consagración,
llegan a conseguir el grado m ás suprem o y su más elevada ex­
presión en la o ferta sugerida p o r los escritores ascéticos fran­
ceses del siglo XVII (Card. de Bérulle, Olier, Boudou y, espe­
cialm ente S. L. Grignon de M ontfort).

(1 ) S, L. G r ig n o n de M ontfort: T ra ta d o de la V erd a d era D evoción. E d i-


cioncs P a u lin a s. M ad rid .
2. L a s b a s e s d e l a c o n s a g r a c i ó n . — Al igual que la consagra­
ción al Sagrado Corazón de Jesús se basa sobre la realeza
de Cristo, de la m ism a m anera la consagración al Sagrado
Corazón de M aría se fundam enta sobre la realeza universal
de la Virgen, y la realeza de María, a su vez — com o la de
Cristo —, descansa sobre un doble títu lo : uno natural y otro
adquirido. La Santísim a Virgen, en efecto, p o r su cualidad
m ism a de M adre de Dios, y p o r tan to M adre del Rey de re­
yes, del Señor de los señores, viene a ser, naturalm ente, par­
ticionera de su realeza universal, de su dom inio sobre todo el
género hum ano. Tam bién Ella, a sem ejanza del R edentor di­
vino, se ha dado a sí m ism a y sus dolores «en pren d a de re­
dención por todos», de form a que todos los hom bres, no sola­
m ente respecto a Jesús, sino con relación a M aría, form an «un
pueblo conquistado».
El acto solem ne, p o r tanto, de la consagración del género
hum ano y de cada individuo al m ism o Corazón Inm aculado
de María, tiene sus raíces dogm áticas en aquellas relaciones
íntim as e inefables que unen, han unido y unirán p o r siem­
pre al género hum ano con María.

II. — C omo v iv ir la c o n s a g r a c ió n a M a r ía

Pero m ás que insistir en el significado de la consagración


del género hum ano a María, sería m ás útil, e incluso m ás ne­
cesario in sistir sobre el m odo de vivir esta consagración.
Ahora bien, p a ra vivir esta consagración, es necesario, ante
todo, no dejarse dom inar por ninguna cosa o persona que sea
incom patible con el pleno dominio de M aría y de Dios en nos­
otros. E vitar, por tanto, el pecado, b ajo todas las form as, ya
que la ofensa de Dios no se puede conciliar con la consagra­
ción a M aría. Siendo éste el lado negativo de n u estra entrega
a la Santísim a Virgen. El lado o faceta positiva consiste, en
cambio, en vivir íntim a y habitualm ente unidos a María.
Pero, ¿en qué consiste, prácticam ente esta vida de intim a
unión con la Santísim a Virgen? ¿Cuáles son sus fundam entos?
¿Cuáles sus ventajas?
1. E n o u e c o n s i s t a l a v i d a d e u n i ó n c o n M a r í a . — La vida
de unión con M aría consiste en u n a habitual disposición del
alm a a e star siem pre o rientada hacia M aría, p ara venerarla,
urnaria, servirla, invocarla e im itarla. Se precisa, p o r tanto,
una unión habitual de m ente, en v irtu d de la cual nuestro
pensam iento se dirige constantem ente a la m ás am able de
todas las criatu ras, a M aría. Precísase una unión habitual
del corazón, en fuerza de la cual nuestro afecto se d irija ha-
bitualm ente a la m ás am able de las criaturas, de las m adres,
a María. Se precisa, sobre todo, una unión habitual de obras,
en fuerza de la cual nosotros realicem os habitualm ente to­
das mientras accione* con Maria v por María a fin de reali­
zarían más fácilm ente con Jesús y por Jesús. E s necesario,
IHir tanto, penetrur bien en el significado de estas palabras.
n) Obrar con María. Realizar todas las acciones con Ma­
rín significa hacerlas en su presencia, con su auxilio y se-
llún su ejem plo. Consiguientem ente, la fó rm u la: realizar to-
dus nuestras acciones con M aría expresa una triple relación
respecto a la Virgen S antísim a: relación de presencia, de
auxilio y de ejem plo.
Relación de presencia, ante todo. Debemos, p o r tanto, es­
forzam os p ara cum plir cada una de nuestras acciones en la
presencia de M aría. Cuando se obra con uno siem pre esta­
mos en su presencia y com pañía. Para realizar, por tanto,
todas nuestrus acciones «con María» es necesario realizar­
las con Ellu, en su m ism a presencia. Este pensam iento con­
tinuo de la presencia de M aría es extraordinariam ente efi­
caz para m untcnernos alejados del mal y p ara estim ularnos
al bien. A la relación de presencia hay que añ ad ir la rela­
ción de auxilio, cum pliendo todas n uestras acciones con la
ayuda de Maríu, p o r ser Ella la dispensadora de todas las
grados, las cuales son indispensables p ara realizar obras me­
recedoras de la vida eterna.
Pero no es suficiente. Im porta, en tercer lugar, o b rar con
María m ediante u n a relación de ejem plo. P ara esto «es ne­
cesario tener la m irada fija en M aría en cada una de nues­
tras acciones, com o en el m odelo de toda virtud y perfec­
ción plasm ado por el E spíritu Santo en u n a criatura, para

14. — I n s tr u c c io n e s M a ria n a s.
im itarla según n u estra capacidad. Es necesario, pues, que
en cada acción considerem os cóm o la practicó o la pratica-
ría M aría si estuviese en nuestro lugar; p ara lo cual debe­
mos m editar en las grandes virtudes que Ella practicó du­
ran te su vida y, particularm ente, en su fe viva, en su hum il­
dad profunda, en su celestial pureza, cosas en las cuales su­
peró a todas las criatu ras sobre la tierra y a los ángeles y
santos del cielo» (S. L. G. de M o n t f o r t , Tratado, n. 260).
De la m ism a m anera que los prim eros cristianos — según
se cuenta en las Actas de los Apóstoles — «perseveraban uni­
dos en la oración en com pañía de María, M adre de Jesús»
(Act. 1, 14), de la m ism a form a nosotros debem os continuar
realizando todas n uestras acciones «con María», «cu m Ma­
ría», o sea, en su presencia, con su auxilio y según su ejem ­
plo. Es necesario, p o r tanto, en cuanto es posible, no per­
derla de vista. Es necesario que «al igual que los ojos de
la sierva están en las m anos de su señora» (Ps. 24, 15), así
nuestros ojos estén de continuo, en cuanto sea posible, en
las m anos de n uestra excelsa Señora, p ara conocer sus órde­
nes, para considerar sus ejem plos, p ara recibir de Ella el
auxilio necesario, o sea, la gracia p ara secundarlos. ¡Cuán
dulce y suave es vivir con M aría, realizar todas n uestras ac­
ciones en su presencia, según el ejem plo que Ella nos da y
m ediante su auxilio!
b) Obrar por María. O b rar p o r M aría quiere decir orde­
n a r toda nu estra vida a la m ayor gloria de n u estra Reina:
*Ad m ajorem Deiparae gloriam».
De esta m anera M aría se convierte en el fin de todas
nuestras acciones, no en el fin últim o, que debe ser Cristo
solam ente, sino en el fin próxim o, en el cam ino m ás fácil
p ara llegar h asta Jesús y p a ra hacerlo todo p a ra gloria de
su Hijo, al cual está indisoluble y continuam ente unido.
M aría es, pues, el fin de todas n uestras acciones «-non ra­
tione sui sed ratione alterius», no p o r razón de sí m ism a, si­
no por razón de Cristo. Debemos, pues rep etir frecuente­
m ente, m ejo r dicho de continuo, según los casos, a la San­
tísim a V irgen: «¡Oh am adísim a Señora, p o r Vos me afano,
por Vos hago esto o aquello, yo os ofrezco esta pena, esta
injuria» (S. Luis G. d e M o n t f o r t , Secreto de Maria, n. 49).
Y así se tend rá el consuelo y la alegría inefable que experi­
m enta siem pre el que obra, sufre y se sacrifica p o r u n a per­
sona grandem ente querida y am ada, h asta llegar a no sen tir
•el peso de lo que hace o sufre p o r ella. El pensam iento m is­
mo de tenerla contenta, es origen de su contento.
M ediante esta vida de unión, la Santísim a Virgen llega a
ocupar no solam ente u n a p arte de n u estra vida, o sea de nues­
tros pensam ientos, de nuestros afectos, de nuestras acciones,
sino toda nuestra vida, o sea, toda n u estra m ente, todo nues­
tro corazón, toda nuestra actividad, de form a que todo suba
hacia su trono com o perfum ado incienso. E sta vida de unión
con Muría es como una entrega a la Virgen de cuanito de me­
ritorio hay en nuestra persona y en n u estra actividad. Y Ma­
ría, a su vez, lo presenta a Dios. Porque hem os de rep etir nue­
vam ente que la Virgen Santísim a no es la m eta. Ella será
siem pre el cam ino que conduce, necesariam ente, al fin, que
es Dios.

2. Los f u n d a m e n t o s d e l a v id a d e u n i o n c o n M a r í a . — Para
vivir, pues, consagrados a M aría, y p a ra vivir esta consagra­
ción en toda la extensión de la palabra, de u n a m an era p le­
na, es necesaria una vida de íntim a unión con M aría. Es nece­
sario pensar habitualm ente en M aría, am ar a María, realizar
todas nuestras obras con M aría y por M aría. Es necesario, en
una palabra, una vida em inentem ente M ariana. Consagración,
en efecto, íes lo m ismo que entrega. E ntrega exige dependen­
cia. Dependencia exige unión.
Y los fundam entos, o sea, los m otivos que a e sta unión nos
impelen, son muchos. Podemos, con todo, reducirlos a d o s :
la presencia de M aría en nosotros y su cualidad de Madre.
a) La presencia de María en nosotros. El p rim e r funda­
m ento de nuestra unión con u n a persona o cosa se basa siem­
pre en la presencia de aquella persona o de aquella cosa. Dos
cosas, en efecto, no pueden perm anecer unidas si la una no
está presente en la otra.
¿Y la Santísim a Virgen está de alguna m anera presente en
nosotros? ¡No existe d u d a alguna de ello! M aría está con­
tinuam ente presente en nosotros. Y no solam ente de u na m a­
nera. Podem os hablar, en efecto, de una «triple presencia de
la Virgen en nosotros, es decir, de una presencia o unión in­
telectiva, o sea, con el pensam iento dirigido de continuo a
sus h ijo s : de una presencia o unión afectiva, o sea con el afec­
to, am ándonos continuam ente; de u n a presencia o unión ope­
rativa, o sea, m ediante la acción, operando continuam ente en
nosotros, en la distribución de todas las gracias. Ella nos ve
continuam ente, Ella continuam ente nos am a. Ella se ocupa
continuam ente de nosotros. Hay que deducir, pues, que entre
M aría y nosotros debe existir u n ininterrum pido intercam bio
de pensam iento, de afecto, de acción, o sea, p a ra decirlo en
pocas palabras, una verdadera vida de unión.
Si ella nos m ira continuam ente, o sea, está en nosotros,
con el pensam iento, tam bién nosotros, en cuanto nos sea po­
sible, debem os posar n uestra m irada sobre su dulce, suave y
arrobadora figura, procurando no perderla jam ás de vista.
Si Ella nos am a continuam ente, o sea, está en nosotros
m ediante el afecto, tam bién nosotros debem os am arla sin in­
terrupción, evitando cuidadosam ente todo cuanto puede pro­
porcionarle desagrado y haciendo de buen grado cuanto le
satisface.
Si Ella obra continuam ente en nosotros, se ocupa de nos­
otros, m ediante la distribución de las gracias, com o una m a­
dre se desvela sin cesar p o r el hijo que ha engendrado y lleva
en sus brazos, tam bién nosotros debemos ocupam os continua­
m ente de Ella, haciendo que todos la conozcan y la am en.
De este intercam bio ininterrum pido de pensam ientos, de
afectos, de acciones, o sea, de esta vida ín tim a de unión con
M aría irrum pen torren tes de gracias sobre n u estra alm a.
b) La m aternidad espiritual. María, adem ás, es nuestr
M adre y nosotros somos sus hijos m uy queridos, o m ejor di­
cho, sus pequeñuelos. Con toda intención he dicho pequeñue-
los. Porque todo el discu rrir de n uestra vida terrenal hasta
el m om ento en que lleguemos «a la plenitud de Cristo»
(Ephes. 6, 13) estarem os en u n continuo período de infancia
espiritual. Y, en efecto, d urante este tiem po existen en nos­
otros todas las debilidades y todas las necesidades propias
de la infancia. Debemos, pues, sen tir una especie de depen­
dencia de Dios y de M aría, n u estra M adre, en todas las de­
bilidades, en todas las necesidades de n u estra infancia espi­
ritual, de la m ism a m anera que el niño débil e indigente se
siente necesitado de los cuidados de sus padres. Y es m edian­
te este reconocim iento de n u estro estado de infancia espiri­
tual y reconociéndonos y com portándonos, ante Dios y ante
la Virgen, como niños débiles, necesitados continuam ente de
todo, com o habrem os dado con el gran secreto p ara conse­
guir la santidad. Es «el ascensor divino», como lo llam a San­
ta Teresa del Niño Jesús, que nos lleva y nos levanta hacia
la altura, al m ayor grado de gracia sobre la tierra y al más
alto grado de gloria en el cielo.

3. V e n t a j a s d e l a v id a d e u n i ó n c o n M a r í a . — De la vida
de unión con M aría, b ro ta n innum erables flores delicadas
que a su tiem po se convierten en frutos m aduros en el tiem ­
po y en la eternidad. Vamos a indicar los principales.
a) Fuente abundante de g r a c i a E l p rim er fru to de esta
unión es la abundancia de gracias que de ella se derivan, mer­
ced a la unión estrecha existente con aquel canal, a través
del cual pasan las aguas de todas las gracias divinas.
b) Inefable alegría y paz envidiable. Segundo fru to de esta
unión es la alegría inefable que inunda todo nuestro ser. Y
no puede ser de form a diversa. El que vive con u n a persona
a la cual am a entrañablem ente, necesariam ente se siente di­
choso. ¿Qué gozo no experim entará, pues, el que vive perenne­
m ente con M aría? No sin razón la Iglesia le aplica las pala­
b ras del salm ista: «Los que viven contigo form an p arte de
una fam ilia, cuyos com ponentes están com o en la gloria» (Ps.
82, 7). Pues la convivencia con Ella es fuente de dulzura y de
alegría.
A esta alegría inefable se añade una paz envidiable; una
paz relativa, se entiende, pues la paz absoluta, o sea, la libe­
ración de toda suerte de preocupaciones, es un fruto que m a­
dura solam ente en el cielo. Aquí en la tierra podrem os lle­
gar a un grado relativo de paz que nos p erm ita un suave re ­
poso, una liberación de tem ores, de escrúpulos e inquietudes.
Sem ejante paz, nosotros la encontrarem os en María, viviendo
unidos a Ella. Ella, en efecto, nos sirve de estím ulo eficacísi­
m o p a ra evitar aquello que m ás que cualquier cosa com pro­
m ete la paz, es decir, el pecado. «No caerán en pecado —
escribe S. L. G. de M ontfort, — los que tra b a je n conm igo en
conseguir la p ropia santificación» ( Tratado, n. 175). Por eso
la Iglesia aplica a la Santísim a Virgen las palabras del Ecle­
siástico: «Qui operantur in m e, non peccabunt» (Eccli. 24, 30),
pues el m undo, el dem onio y la carne jam ás hicieron m ella
en María, que es toda pureza.
c) Medio incomparable de unión con Dios. Pero la flor más
bella y el fru to m ás exquisito de n u estra vida de unión con
M aría lo constituye el hecho de que sem ejante vida de unión
es el m edio m ás eficaz y m ás fácil p a ra conseguir la vi­
da de unión con Cristo, en la cual consiste precisam ente toda
la perfección de la vida cristiana, la santidad.
«Ella — así se lo reveló Dios a Santa Catalina de Sena —
es como un espejuelo colocado p o r m i bondad p ara a tra e r a las
c riatu ras hum anas».
Jesús y M aría, en efecto, form an un grupo indisoluble, una
única persona m o ral: no se puede ir a M aría sin ir a Jesús.
E ntre los cam inos, pues, que conducen a Cristo y a la
íntim a unión con El, María, según la enseñanza lum inosa de
S. L. G. de M ontfort, es la senda m ás fácil, m ás breve, más
perfecta, m ás segura.
E s la senda m ás fácil. Es, en efecto, un cam ino ancho, es­
pacioso, cómodo, libre de piedras y de espinas. Es, p o r tan ­
to, un cam ino m uy fácil de recorrer. «Es cierto, dice el m is­
mo santo, que se puede llegar a la unión con Dios p o r otros
caminos, pero tiene que ser pasando p o r tro ch as m ás difíciles
y llenas de obstáculos casi insuperables. H abrá que p asar por
noches oscuras, so p o rtar batallas y agonías de m uerte, su­
p e ra r terrenos escabrosos, avanzar en tre espinas punzantes y
recorrer desiertos desolados. Por el cam ino de María, en cam ­
bio, se avanza suavem ente y con gran tranquilidad. Es cierto
que al recorrerlo no faltarán ásperas luchas y dificultades
graves que superar, pero esta buena M adre se acerca tanto a
sus hijos fieles p a ra socorrerlos en sus tinieblas, p a ra ilum i­
narlos en sus dudas, p a ra darles aliento en sus tem ores, para
sostenerlos en sus com bates y en sus dificultades, que, con ra­
zón, este cam ino virginal p a ra llegar a Cristo se suele com­
p a ra r a un cam ino sem brado de rosas y de am brosía. Hubo
santos, en corto núm ero, Como San Efrén, San Ju an Damas-
ceno, San B ernardo, San B em ardino, San B uenaventura, San
Francisco de Sales, etc., que recorrieron e sta vía suave para
llegar a Jesucristo. El E spíritu Santo, fiel Esposo de M aría,
les había indicado, concediéndoles u n favor señaladísim o, la
senda que habían de seguir; pero los dem ás santos, que son
m ás num erosos, aunque todos fueron devotos de la Santísim a
Virgen, cuminuron muy poc« p o r esta senda y así pasaron por
pruebas muy ásperas y difíciles» ( Tratado, n. 152-154).
E s el cam ino m ás breve p ara en co n trar a Jesús y unirse
a é l; es una senda, en efecto, que no tuerce ni a derecha ni
a izquierda, sino que va derecha, pues M aría, como hem os di­
cho ya, es inseparable de El, y como no se puede p en sar en
M aría sin p en sar en Jesús, así no se puede ir a M aría sin ir
al m ism o tiem po a Jesús. R ecorriendo este cam ino se llega
inm ediatam ente a Jesús. «Se avanza m ucho m ás en algún
tiem po de dependencia y de sum isión a M aría que en dos
años enteros de h acer la p ropia voluntad y confiándose en
sí m ism o, pues u n hom bre obediente y som etido a M aría can­
ta rá señaladas victorias sobre todos sus enemigos. Estos p ro ­
curarán por todos los m edios cerrarle el cam ino, o le aconse­
ja rá n e in stig arán p ara que vuelva a trá s o in ten tarán hacerle
caer, pero con el apoyo, el auxilio y la guía de M aría, sin caer,
sin volver atrás, incluso sin retard o alguno, avanzará a pasos
de gigante hacia Jesucristo, siguiendo el m ism o cam ino, por
el cual, según está escrito, Jesucristo llegó h a sta nosotros a
pasos de gigante y en breve tiempo» (Tratado, n. 155).
E s el cam ino m ás perfecto, pues la Santísim a Virgen es
la criatu ra m ás perfecta, incluso la única que haya encam ado
en sí m ism a el tipo perfecto de la hum anidad. La pru eb a m ás
eficaz de esto es que el Rey de la gloria, cuando quiso venir
al m undo, no eligió o tro cam ino sino María.
E s el cam ino m ás seguro, pues se tra ta de una senda tra-
zada por la m ano m ism a de Dios; p o r tanto, M aría es la sen­
da m ás segura p a ra conducim os a Jesús. Nadie, h a conocido
o conoce a Jesús, m ejo r que Ella. Nadie, por tanto, m ejo r que
Ella, nos puede conducir a Jesús. Es tam bién el cam ino m ás
seguro, pues es el m ism o que ha recorrido Jesús, n u estra Ca­
beza, para llegar h asta nosotros; y los m iem bros de este cuer­
po, pasando por él, no se pueden equivocar.

CONCLUSION. — Im itando el gesto del augusto Pontífice


Pío X II, consagrém onos solem nem ente todos, o renovemos
n u estra consagración a M aría, repitiendo en un tran sp o rte de
com pleta en treg a: «Totus tuus su m ego et om nia mea, tua
sunt». «¡Oh Virgen Santa, soy todo tuyo. Por siem pre tuyo,
en la vida y en la m u erte; en el tiem po y en la eternidad». Sea
ésta, de ahora en adelante, la consigna de n u estra vida.
Sea éste el grito de n u estra alegría y de n u estra confianza.
Sea éste el grito de todas n uestras batallas... Y será tam bién
el grito de todas nuestras victorias.
Si sem ejante consagración que renueva nuestra entrega to­
tal y perenne a M aría fuere entendida y vivida en el sentido
que hem os expuesto, m arcará u n a piedra m iliar en la historia
de nuestra vida, e infundirá en nosotros una corriente podero­
sa de juventu d espiritual.
¡Ah! — exclam a S. L. G. de M ontfort —, ¿cuándo llegará
aquel tiem po venturoso en que la excelsa M aría reine como
dueña y soberana en los corazones som etiéndolos plenam en­
te al im perio de su H ijo Jesús? ¿Cuándo llegará el m om ento
en que las alm as respiren la esencia de María, al igual que los
cuerpos respiran el aire de su atm ósfera? Cuando así sea su­
cederán cosas m aravillosas en esta tie rra m iserable, donde el
E spíritu Santo, al en co n trar a su querida Esposa como repro­
ducida en las alm as, vendrá a éstas de u n a m anera sobrea­
bundante, colm ándolas de sus dones, de m anera p articular
del don de la Sabiduría, p a ra realizar m aravillas de gracias.
H erm ano mío queridísim o, ¿cuándo llegará este tiem po feliz,
esta era de M aría, en la cual m uchas alm as elegidas, selec­
cionadas por su intercesión por el Altísimo se sum ergirán vo­
lu ntariam ente en el abism o interior de María, p ara llegar a
ser copias vivientes de Ella, p a ra am ar y glorificar a Jesús?
E ste tiem po sólo llegará cuando sea conocida y p racticada su
verdadera devoción (Tratado, n. 217).
E sta vida de to tal y perenne entrega a M aría, este desapa­
recer felizm ente en M aría p a ra en co n trar en E lla a Dios, este
arrojarse, m ejo r dicho, este esconderse y perderse de una
m anera adm irable en el am oroso y virginal seno de la Virgen
p ara sentirse inflam ado de am or p uro y santo, p a ra verse
purificado de toda m ancha, p ara encontrar a Jesús residiendo
en el alm a como en un tro n o ; esta vida, en u n a palabra, tan
com pletam ente M ariana, tan rica de frutos, el Santo de Mont­
fort la llam a un secreto, un «secreto casi desconocido para
todos»: el Secreto de María. ¡Oh! Que el Señor nos conceda
a todos, por intercesión de su Madre, n u estra Reina, que po­
dam os pen etrar iestc gran secreto y, sobre todo, vivirlo... En­
tonces y sólo entonces, podrem os decir que hem os com pren­
dido y vivido plenam ente n u estra consagración a María.
«Feliz el alm a — concluiré diciendo con S. L. G. de M ont­
fort — en la cual está plan tad a M aría como u n árbol de vida;
m ás feliz aún aquella en la cual h a podido crecer y florecer;
felicísim a aquella en la cual M aría produce su fru to ; pero in­
com parablem ente m ás feliz que todas éstas es la que gusta y
conserva este fru to hasta la m uerte y por los siglos de los
siglos. Así sea» (E l Secreto de María, n. 78).
INDICE

P r o l o c o ....................................................................................................... pág. 5

E sq u em a general d e la o b r a .................................. ” 7
In stru c ció n I. — E l estu d io d e M a r í a ................ ” 9
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : La e d ad de M aría. — I. E l p o rq u é de este es­
tu d io : Se d e b e e s tu d ia r la fig u ra d e M aría: 1. P o r n u e s tr a calid ad de
h o m b re s ; 2. P o rq u e som os c ris tia n o s; 3. P o r la excelencia d e e ste e stu ­
dio c o n sid e ra d o : a) en sí m ism o ; b ) e n sus a d m ira b le s efectos. — I I .
C óm o e stu d ia r a M aría: Se d eb e e s tu d ia r a M aría: 1. Con a m o r; 2. Con d ili­
g en cia; 3. Con m éto d o . — I I I . F u e n te s y p rin cip io s: 1. F u e n te s: a) la S ag ra­
da E s c ritu r a ; b ) la T rad ició n . 2. P rin cip io s: a ) p rin c ip io s p rim a r io s ; b )
p rin c ip io s sec u n d a rio s. — IV . N u e s tr o p rogram a: Las tre s p a rte s de n u e str o
e stu d io a b a r c a n : 1. La m isió n ; 2. Los p riv ileg io s; 3. El c u lto de M aría.
— C onclusión: N u e stro p echo d eb e s e r « u n a b ib lio teca M ariana»...

In stru cció n II. — La predestina ción de M aría


S a n tísim a para su singular m isión ........... pág . 25
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : Las c u a tro c a ra c te rís tic a s de la p re d e stin ac ió n
d e M aría. I. P re d estin a ció n sin g u la rísim a , o sea m e d ia n te el m ism o d e­
c re to con q u e C risto fue p re d e stin a d o H ijo d e Dios y M ed iad o r d el h o m ­
b re ; a sí lo d e m u e s tra : 1. El M ag isterio E c le siástic o ; 2. La S a g ra d a E sc ri­
tu r a ; 3. La razó n . D ifiere d e la n u e s tr a : a) e n c u an to a l té rm in o , y b )
e n c u a n to a la e x te n sió n . — I I . P red estin a ció n a n terio r a la de to d o s los
d em á s, según re s u lta d e la voz: 1. De la Ig lesia, y 2. De la m ism a ra ­
zón. C o n sig u ien te m e n te : a ) to d o h a sid o c re a d o p a ra J e s ú s y p a ra Ma­
r ía ; b ) D ios q u iso e n p rim e r lu g a r a J e s ú s y a M aría co n a n te rio rid a d
a tod o s los se re s e in d e p e n d ie n te m e n te d e ellos. — I I I . C oncausa de la
p red e stin a c ió n d e los d e m á s, in d e p e n d ie n te m e n te d e ellos, o sea, c au sa
s e c u n d a ria : 1. E fic ie n te o m e rito r ia ; 2. E je m p la r, y 3. F in a l d e la p re ­
d e stin ac ió n d e los m ism o s. — IV . P red estin a ció n g ra tu ita : 1. A la M a­
te rn id a d D ivin a; 2. A la g lo ria e te rn a . — C o n clu sió n : M aría co n Cristi»
e n la c ú sp id e d e la creació n .
predicación p ro fética ........................................ pág. 35
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : La m a n ife stac ió n , en el tiem p o , del e te rn o de­
c re to de Dios. — I. Profecías d ir e c ta s : 1. El P ro to ev an g elio ; 2. El signo
de la V irgen q u e d e b e d a r a lu z a E m m a n u e l; 3. El v aticin io d e la v a ra
de la raíz de J e s é ; 4. El v aticin io d e la m u je r q u e d a ría a luz en B elén;
5. El v a tic in io de ¡a m u je r q u e llev aría en su seno a u n h o m b re ; 6^ La
e sposa del C a n ta r d e los C a n ta re s. — I I . P ro fecía s in d ire cta s: 1. P rin ci­
pales fig u r a s : a) Eva, b ) S a ra , c) R aq u el, d ) R ebeca, c) E s te r, f) J u d it,
g) A bigail, h ) la m a d re d e los M acabeos, i) B e tsa b é ; 2. P rincipales s ím ­
bolos: a ) el P a ra íso te rre n a l, b ) el a rc a de Noé, c) la e scala de Jac o b , d)
la z arza a rd ie n te , e) la v a ra d e A aró n , f) e l v ellocino de G edeón, g) el
A rca del T e sta m en to , h ) la ro ca del d e sie rto . — C o n clu sió n : El e sp le n ­
d o r d e la m a te rn id a d de M aría se ex ten d ió a todos los tiem p o s.

In stru c ció n IV . — La m a te rn id a d de M aría,


considerada en sí m ism a ................................ pág. 50
ESQUEMA. — In tro d u c ció n : La p rim e r a b a se del ed ificio m a ria n o . — I.
E l h echo d e la m a te rn id a d d iv in a : 1. E l c o n ce p to p re c iso de la m a te rn i­
d a d d iv in a ; 2. Los e rro re s c o n tra la m is m a ; 3. Las p ru e b a s : a) la S a ­
g ra d a E s c ritu ra , b ) la T rad ició n . — I I . C onveniencia m ú ltip le : 1. Por
p a rte de Dios del cual se re fle ja n a d m ira b le m e n te los a trib u to s : a) de
la s a b id u ría , b ) de la ju s tic ia , c) de la b o n d a d ; 2. P o r p a rte d e C risto,
el cual nos obliga casi a a m a rlo ; 3. P o r p a rte n u e stra . U na o b je c ió n . —
C onclusión: M ater Dei, m e m e n to m e i!, ¡M ad re d e Dios, a co rd ao s de m í!

In stru c ció n V. — La M a tern id a d d ivin a , co n ­


siderada en sus c o n s e c u e n c ia s ........................ p ág. 61
JESQUEMA. — In tro d u c ció n : C onsecuencias in c a lcu la b le s. G ra n d e za sin igual.
— I . G randezas d e la m a te rn id a d d iv in a c o n sid era d a a b so lu ta m en te, o sea
en sí m ism a . — II. G randeza de la m a te rn id a d d ivin a r ela tiva m e n te con­
sidera d a , o s e a : 1. E n re la c ió n : 1) c o n la s c ria tu ra s y 2) con la S a n tí­
sim a T rin id a d : 1) La m a te rn id a d a u m e n tó la g lo ria : a) del P a d re , b)
del H ijo , c) d el E s p íritu S an to . M aría llegó a s e r : a ) A fín del P a d re , b)
M adre del H ijo , c ) E sp o sa d el E s p íritu S an to . — C o n clu sió n : L a m u je r
vestid a de so l. «T ibi s ile n tiu m lau s!» .

In stru c ció n V I. — M aría, M adre esp iritu a l


de los ángeles ...................................................... pág. 75
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : La V irgen S a n tís im a , v e rd a d e ra M adre d e los
á ngeles. I. V o z d e la Sagrada E s c ritu ra : el p rim a d o a b so lu to y u n iv e rsal
de C risto en la C arta a los C olosenses I 13-20. — II. La V oz d e la Tra­
dición: Los p rin c ip a le s te stim o n io s de lo s P a d re s y de los e sc rito re s ecle­
siástico s. — I I I . La voz d e la razón: E xigen s e m e ja n te m a te rn id a d : a)
la a rm o n ía del p la n div in o , b ) la u n id a d d el o rd e n s o b re n a tu ra l, c) el
c u m p lim ie n to en M aría d e las tre s co n d icio n es re q u e rid a s p a ra la Me­
diación. — C onclusión: Los án g eles so n n u e stro s h e rm a n o s.
In stru c ció n V II. — M aría, M adre e sp iritu a l
de los ho m b res ................................................... pág- 87
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : E l p e re n n e a tra c tiv o d e la p a la b ra «m ad re». —
I. E n q u é s en tid o M aría es n u e stra M a d re: 1) S e n tid o s in c o m p le to s; 2)
el v e rd a d e ro sen tid o . I I . La vo z d e la E s c ritu ra : 1) C risto , n u e s tr o h e r­
m a n o ; 2) N u e stra in c o rp o ra c ió n a C ris to ; 3) La p ro m u lg ac ió n de la m a te r­
n id a d e s p iritu a l d e sd e lo a lto d e la C ru z. R eq u ie re n ta l in te rp re ta c ió n :
a ) el s u b s tr a to m a te ria l, b ) las c irc u n sta n c ia s, c) las p a la b ra s e m p lead as
p o r el hagióg rafo . — I I I . La v o z de la T ra d ició n : 1) E i n o m b re d e «m a­
dre» y lo q u e s ig n ific a ; 2) C u án d o n o s concibió la V irgen y c u á n d o nos
dio a luz. — IV . La voz de la razón: El o rd e n s o b re n a tu ra l análogo al
o rd e n n a tu ra l. C o n clu sió n : R eco rd ém o n o s con fre c u e n c ia q u e M aría es
n u e s tr a M ad re.

In stru cc ió n V III. — M aría, C orredentora d el


género h u m a n o ..................................................... pág. 100
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : El títu lo de C o rre d e n to ra , lo q u e sig n ifica y sus
o p o sito re s. — I. La Sagrada E sc ritu ra : 1. E n el A ntiguo T e sta m e n to : la
C o rre d e n to ra p ro m e tid a y p re fig u ra d a ; 2. En el N uevo T e sta m en to : la
C o rre d e n to ra en acto. C ooperación física y m o ra l, re m o ta y p ró x im a. —
II. La voz de la Tra d ició n : T e stim o n io a ) d e los P a d re s y de los e sc rito ­
res eclesiá stic o s, b ) d e los S um os P o n tífices. — I I I . La voz de la razón:
C onveniencia s u m a : a) p o r p a rte d e Dios, b ) p o r p a rte del h o m b re
C onclusión: ¡T odos a los p ies de M aría!

In stru cció n IX . — La D ispensadora de todas


las g r a c ia s .......... .................................................. pág. 113
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : U na c o n secu en cia n e ce saria de la C o rred ención.
— I . E sta d o d e la c u estió n : 1. Los té rm in o s y el p la n te a m ie n to de la
cu estió n : a ) u n iv e rs a lid a d o b je tiv a , o sea la g ra c ia d is trib u tiv a ; b ) u n i­
v e rsa lid a d su b je tiv a , o sea las p e rso n a s a las cu ales se d is trib u y e n las
g ra c ia s; c) la D istrib u id o ra u n iv e rsal o sea M aría; 2. Los o p o sito re s de
la te sis. — I I Las p ru eb a 1.':: 1. La vo z del M agisterio eclesiá stico o rd i­
n ario. B en ed icto X IV , Pío V II, León X III , Pío X, B enedicto XV y Pío X I;
2. La voz de la Sagrada E sc ritu ra : a) el P rotoevangelio, b ) tre s hechos
evangélicos m uy sig n ificativ o s, c) la p ro m u lg ació n de la m a te rn id a d e s­
p ir itu a l; 3. La voz d e la T ra d ició n : los tre s e sta d o s ; 4. La vo z d e la ra­
zón: a ) el O ficio de C o rre d e n to ra , b ) el oficio d e M adre e s p iritu a l —
C onclusión: Los siglos de las g racias d e M aría.

In stru cc ió n X. — La R ein a d e l U niverso ... pág. 129


ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : U na m isió n re a l... — I . E l co n cep to de la rea­
leza de M aría: 1. E l co n cep to de R ey y de R e in a ; 2. D iv ersid ad de p o d e r
e n tre el R ey y la R ein a, e n tre C risto y M a ría ; 3. Los a d v e rsa rio s de la
realeza de M aría. — I I . L a s p ru eb a s d e la realeza d e M a r ía : 1. E l M agis­
terio eclesiástico: a) d o cu m en to s p o n tificio s b ) la L itu rg ia ; 2. La Sagrada
E sc ritu ra : a ) M aría, p re d ic h a y p re fig u ra d a R ein a d el N uevo T e sta m en ­
to ; 3. La T ra d ició n : a ) P a d re s , d o c to re s y e sc rito re s eclesiástico s que
p ro c la m a n la re a le za de M aría S m a .; b ) la s p in tu r a s a n tig u a s d e M aría
R ein a; 4. La voz d e la razón: la V irgen S a n tís im a : a) no
sólo en sen tid o m e ta fó ric o , sin o b ) e n sen tid o p ro p io , p o r d e re ch o n a tu ra l y
p o r d e re ch o a d q u irid o ; c ) u n a o b je c ió n ; d ) n a tu ra le z a y ex ten sió n de
la R ealeza d e M aría. — C o n clu sió n : E l recien te m o v im ien to en favor
de la R ealeza d e M aría.

I n s t r u c c i ó n X I . — S u in m u n id a d d e l pecado
original pág. 141
ESQUEMA. — I n tr o d u c c ió n : Sólo u n a c ria tu ra es In m a c u la d a : M aría. —
I . E i sig n ific a d o d el p r iv ile g io : su p o n e c u a tro c o sa s: 1. E levación del
h o m b re a l e sta d o s o b re n a tu ra l m e d ia n te la g ra c ia s a n tific a n te ; 2. P é r­
d id a de e s ta g ra c ia s a n tific a n te m e d ia n te el p e ca d o d e n u e stro s p rim ero s
p a d re s ; 3. T ran sm isió n d e e ste p e ca d o a todos su s n a tu ra le s d e sc e n ­
d ie n te s; 4. E xcepción h e c h a con M aría, la c u a l fue p re s e rv a d a : a) p o r
s in g u la r p riv ileg io ; b ) en p re v isió n d e los m é rito s de su H ijo , el Re­
d e n to r; c) en el p rim e r in s ta n te d e s u e x isten cia. — I I . L a s p ru eb a s d el
p rivileg io : 1. La. S agrada E s c r itu r a : a ) el Pro to ev an g elio , b ) el salu d o
del ángel a M a ría ; 2. L a T r a d ic ió n : d o s p e río d o s: a ) en los p rim e ro s tre s
sig lo s: p ro fesió n im p líc ita ; b ) d e sd e el siglo c u a rto e n a d e la n te , p ro fe ­
sión c ad a vez m á s e x p líc ita ; 3. La razón d e m u e stra q u e Dios a) p u d o
p re s e rv a r a la S a n tís im a V irg en d e la c u lp a o rig in al, y b ) q u e e sto e ra
g ra n d e m e n te c o n v en ien te. — C o n clu sió n : ¡A legrém onos y recem o s!

I n s tr u c c ió n X I I . — E x e n c ió n d e l fo m e s d e la
concupiscencia ................................................................ p á g . 152
ESQUEMA. — In tro d u c ció n : Una e n fe rm e d a d com ún a todos los hijo s de
A dán. — I. E n qué co n siste el fo m e s de la c o n cu p iscen cia : 1. La concu­
p iscen cia to m a d a a) en s en tid o etim ológico, b ) en sen tid o lato y c) en
sen tid o e s tr ic to ; 2. El fom es en s en tid o e stric to , efecto del p eca d o o ri­
g in a l; 3. S u u n iv e rsalid ad , ex cep tu ad o s Je sú s y M aría. — I I . A usencia
p ere n n e y co m p leta d el fo m e s en M aría: 1. Las sen ten cia s d e los teólo­
gos: a ) e n q u é cosas convienen to d o s ; b ) e n q u é d is ie n te n ; 2. Las
p ru eb a s: a) la S a g ra d a E s c ritu r a , b ) la T rad ició n , c) la ra z ó n ; 3. Falta d e
fu n d a m e n to d e las dos sen ten cia s o p u e sta s a la au se n c ia co m p leta y p e­
re n n e del fo m e s: a) la d ific u lta d p a r a re a liz a r el b ie n n o es n e ce saria p a­
ra el a u m e n to d e los m é rito s ; b ) la extin ció n del fom es d e sd e la con­
cepción in m a c u lad a n o p e rju d ic a en n a d a a la d ig n id a d d e C risto Re­
d e n to r; 4. E l Paraíso d e la E n c a m a c ió n . — C onclusión: P a ra a se m e ja m o s
a M aría.

I n s tr u c c ió n X III. — In m u n id a d d e l pecado
actual pág. 162,
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : E l p rivilegio d e la in m u n id a d del p ecad o y la
ira d e los p ro te s ta n te s c o n tra el m ism o . — I. E l h ech o d o g m ático d e la
im p eca b ilid a d d e M aría: 1. E l s e n tir d e la Ig le sia ; 2. La voz de la S a­
g ra d a E s c ritu r a ; 3. La voz d e la T rad ició n c ris tia n a . — I I . N a tu ra leza de
la im p eca b ilid a d de M aría: 1. R azones de las q u e hay q u e p re s c in d ir;
2. R azones v a ria s. — C onclusión: V itam p ra e sta p u ra m 1

I n s tr u c c ió n X IV . — La gracia d e María ... p ág . 170


ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : Los g ra n d e s te so ro s del alm a de M uría. — t.
La gracia d e M aría en s u s co m ien zo s'. 1. N a tu ra le z a d e la g ra c ia ; 2.
M aría e stu v o a d o rn a d a d e la g ra c ia s a n tific a n te d e sd e el p r im e r in s ta n te
de su e x iste n c ia ; 3. ¿De q u é m a n e ra ? ; 4. ¿ E n q u é g ra d o ? E lla s u p e ró :
a) a la g ra c ia in ic ia l d e c u a lq u ie r s a n to , b ) la fin a l d e los m á s g ra n d e s
e n tre los sa n to s . P ro b a b le m e n te ta m b ié n s u p e ró : c ) a la g ra c ia in icial y
a la m is m a g ra c ia fin a l d e to d o s lo s sa n to s ju n to s . — I I . La gracia d e
M aría en s u p rogreso: 1. L a g ra c ia in m e n s a in ic ia l de M aría p u d o a u m e n ­
ta r de c o n tin u o , sea e x o p e re o p e ra n tis, com o ta m b ié n e x op ere opera­
to ; 2. C ontinu o a u m e n to d e la g racia de M aría ex op ere o p e ra n tis, o sea,
m e d ia n te su s o b ra s b u e n a s , la s cu ales fu e ro n : a ) o b je tiv a m e n te ex celen tísi­
m a s, b ) su b je tiv a m e n te p e rfe c tís im a s , y c ) n u m é ric a m e n te in n u m e ra b le s;
3. C ontinuo a u m e n to d e la g ra c ia de M aría ex o p e re o p era to , o sea, m e d ia n ­
te los S a c ra m e n to s. ¿ C u á le s?; 4. L a m u n ific e n c ia d iv in a e n los m o m entos
m á s so lem n es d e la v id a d e M aría. — I I I . La gracia de M aría en su té rm i­
no: 1. A bism o in so n d ab le y a ltu ra v e rtig in o sa ; 2. U na o b jeció n fácil d e co n ­
te s ta r . — C onclusión: C rezcam os c o n tin u a m e n te en g ra c ia ta m b ié n n o s­
otro s.. .

I n s t r u c c i ó n X V . — Las v irtu d e s de M aría ... pág. 187


ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : El c o rte jo real d e la g racia sa n tific a n te . — 1.
Las v irtu d e s teologales de M arta: 1. E n M aría e x istiero n to d as la s v irtu ­
d es en su m o g ra d o ; 2. Los m otivos d e se m e ja n te h e c h o ; 3. La fe d e Ma­
ñ a : a) su g ra n d e za , b ) su s e c re to ; 4. La e sp era n za d e M a ría; 5. La ca­
rid a d de M aría. — I I . V irtu d e s ca rd in a les d e M aría: 1. La p ru d e n c ia de
M a ría ; 2. La ju s tic ia d e M a ría ; 3. La fo rta le z a d e M a ría; 4. La te m p la n za
de M aría. — C o n clu sió n : ¡D ejém onos a r r a s tr a r p o r los eje m p lo s d e M aría!

i n s t r u c c i ó n X V I . — Los dones, los fru to s d e l


E sp íritu S a n to y sus b ien a ven tu ra n za s ... pág. 207
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : E l o rg a n ism o d e la v id a s o b re n a tu ra l. — I . Los
d o n es d el E s p ír itu S a n to en M aría: 1. E n q u é c o n sis te n ; 2. P le n itu d de
los d o n e s en M aría: a ) el don del c o n se jo ; b ) el don d e la p ie d a d ; c)
el d o n d e la fo rta le z a ; d ) el don del te m o r; e ) el d o n d e la c ie n c ia ; f) el
do n del e n te n d im ie n to ; g) el d o n d e la s a b id u r ía ; 3. C ultivem os los do­
n e s del E s p íritu S a n to . — I I . Los jr u to s del E s p ír itu S a n to en M aría: 1.
Q ué son los fru to s del E s p íritu S a n to ; 2. La p le n itu d de lo s fru to s del
E s p íritu S a n to en M a ría: fru to s relacio n ad o s con el a lm a : a ) e n sus
relacio n es con D ios; b ) en su s relacio n es con el p ró jim o , y c) en sus
re la c io n es con el c u e rp o ; 3. P a ra a fia n z a r los fru to s d el E s p íritu S an to ,
cu ltiv em o s la s v irtu d e s y los d o n es. — I I I . L as b ien a ven tu ra n za s en Ma­
ría: 1. En q u é c o n sis te n ; 2. P le n itu d d e las b ie n a v e n tu ra n z a s en M aría;
a) b ie n a v e n tu ra n z a s v e rd a d e ra s y fa ls a s ; b ) b ie n a v e n tu ra n z a s re la c io n ad a s
con la vida a c tiv a ; c) b ie n a v e n tu ra n z a s re la c io n ad a s co n la v id a c o n te m ­
p la tiv a . — C on clu sió n : lim ite m o s a M aría!

I n s tr u c c ió n X V I I . -— Los carism as d el E sp í­
r itu S a n t o ..................................................................... pág. 224
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : Q ué so n , c u áles y c u á n to s los c a rism a s o « ru ­
c ias gratis da ta e. — I . G racias d e co n o cim ien to : 1. G ra c ias d e s a b id u ­
ría y de c ie n c ia : a ) la cien cia b ie n a v e n tu ra d a ; b ) la c ien cia in finta; c)
la c ie n cia a d q u irid a ; 2. G ra c ia d e la p ro fe c ía ; 3. G ra c ia de la In te rp re ­
ta ción d e la s p a la b ra s ; 4. G ra c ia d el d is c e rn im ie n to de Ion e n p írltiu .
I I. G racias d e p a labra: 1. E l don d e la fe ; 2. El don de lenguna. — III .
G racias d e op era ció n : La g ra c ia d e la s cu ra cio n es y el don d e m ilagros.
— C onclusió n : ¡M a ría , la p rim e r a e n todo!

I n s t r u c c i ó n X V I I I . — E l cu erp o de M aría ... pág. 233


ESQUEM A. — In tr o d u c c ió n : La seg u n d a p a rte del c o m p u e sto h u m a n o . —
I . O rigen n o b ilísim o : 1. R eto ñ o d e la re g ia e s tirp e de D avid; 2. R etoño de
la e s tirp e sac e rd o ta l d e A arón. — I I . C om p lexió n p c rfe c tls im a : 1. R az o n e s:
a ) la fin a lid a d del c u e rp o d e M a ría ; b ) la p ro p o rció n e n tre el alm a y
el c u e rp o ; c) la s e m e ja n z a d e M aría co n C risto ; 2. La co n se c u en c ia : in m u ­
n id a d de to d a e n fe rm e d a d . — I I I . F acciones e xtern a s b e llís im a s : 1. F isu ­
ra s de la b elleza de M aría y re a lid a d ; 2. Las razo n es d e tal b e lle za : a) los
h ijo s se p a re c e n a la s m a d re s ; b ) la b elleza del a lm a , re fle ja d a en el c u e r­
p o ; c) C risto m o d elad o so b re M aría. — C on clu sió n : ¡C om plazcám onos en
la c a s ta belleza d e M aría!

I n s t r u c c i ó n X I X . — La v irg in id a d de M aría. pág. 245


ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : L a m á s fú lg id a p e rla en la c o ro n a d e la divina
M a te rn id a d d e M aría. — l . L a v irg in id a d p e rp e tu a de M aría en general:
1. E rro re s c o n tra s e m e ja n te v e rd a d ; 2. Las p ru e b a s : a ) la E s c ritu r a ; b)
la T rad ició n . — I I . La v irg in id a d d e M aría en p a rtic u la r: 1. A ntes de d a r­
nos a J e s ú s ; 2. Al d a rn o s a J e s ú s ; 3. D esp u és d e h a b e rn o s d ad o a J e s ú s;
4. O bjeciones a n tig u a s y re c ie n te s ; 5. M aría fue la p rim e ra en e m itir
el voto de v irg in id ad . — C on clu sió n : La R eina de la s v írg en es.

I n s tr u c c ió n X X . — La glorifica ció n d e l cuer­


p o y d e l alm a d e M aría m ed ia n te la
A s u n c i ó n ...................................................................... pág. 260
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : La h o ra d e la a le g ría y el triu n fo . — I . L a voz
d e la Sagrada E sc ritu ra : 1. E n el Pro to ev an g elio , la S a n tís im a V irgen es
asociada a la lu c h a y al p len o triu n fo co n C risto , s o b re el d em onio y
s u s o b r a s ; 2. El s alu d o d el á n g e l; 3. O tro s lu g a re s e sc ritu rís tic o s . —
I I . L a vo z d e la T ra d ició n : 1. E n los p rim e ro s cinco sig lo s: a) te stim o ­
nios im p líc ito s; b ) los a p ó crifo s y s u v a lo r; c) la fie sta de la A sunción;
d ) las ra z o n es d el silen cio re la tiv o ; 2. Del q u in to siglo en a d e la n te : a)
te stim o n io s ex p líc ito s; b ) in d ic io elo c u en tísim o . — I I I . La v o z de la
razón: E s te s in g u la r tr iu n f o : 1. Lo re q u e ría la g lo ria p le n a d e C risto,
o s e a : a) su h o n o r; b ) s u a m o r p o r M a ría; 2. Lo re q u e ría la g lo ria p le­
n a de M aría, o s e a : a ) la a rm o n ía d e los m is te rio s d e la v id a de Je sú s
y d e M a ría ; b ) la o rig in a ria id e n tid a d de la c a rn e d e M aría con la c a r­
n e de C ris to ; 3. Lo re q u e ría la p le n a g lo ria d el Cielo. — C onclusión: «G au­
d e am u s o m n es in D om ino!»...

I n s t r u c c i ó n X X I . — N a tu ra leza y le g itim id a d
d e l cu lto M ariano .................................................. pág. 270
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : U na p ro fec ía c u m p lid a . — I. N a tu ra leza del
c u lto M ariano: 1. S ig n ificad o d e la p a la b ra c u lto ; 2. T res e sp ecies de
c u lto : la tría , d u lía e h ip e rd u lía ; 3. E l c u lto M arian o no es id o lá tric o . —
II. L e g itim id a d d el c u lto M ariano: 1. L eg itim id ad d el c u lto trib u ta d o a
la p e rso n a de M a ría; 2. L e g itim id ad del c u lto trib u ta d o al C orazón de
M aría. O b je to : a) to ta l, re m o to y p rim a r io ; b ) o b je to m a teria l parcial,.
pró x im o y se c u n d a rio ; c) o b je to fo rm a l general, y d) o b je to fo rm a l es­
pecial d e d ich o c u lto ; 3. L eg itim id ad d el c u lto trib u ta d o a las reliquias
e im ágenes de M aría; 4. L eg itim id ad del c u lto trib u ta d o al N o m b re s a n ­
tísim o de M a ría ; 5. Las o b jecio n es d e los p ro te s ta n te s c o n tra el c u lto
de M aría: a ) o b jecio n es sac a d as del E v an g elio ; b ) o b je c io n es d e d u cid as
de las p re te n d id a s d eriv acio n es p a g an a s del c u lto M arian o . — C onclu­
sió n: E l sello d e D ios.

I n s tr u c c ió n X X I I . — C ulto de veneración ... pág. 280


ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : Los v a rio s a cto s y elem en to s del cu lto M a­
ria n o — 1. El c u lto M ariano d e ven era ció n está ju s titic a d o po r c.1 E v a n ­
gelio: 1. C u án to h a h o n ra d o Dios a M a ría; 2. C u án to la h o n ró el a r­
cángel S an C u b r id ; 3. C u án to la h o n ró S a n ta Isa b e l. — I I . E l.c u lto Ma­
riano de veneración está ju s titic a d o po r la T ra d ició n : 1. La T rad ició n nos.
a u g u r a q u e M m ln luí «Ido vcncrudn en to d o tie m p o : a) la p ro fecía de
María v »u p len o iiiiu iilliiilc n to ; b ) la in u lc r an ó n im a del E vangelio; c)
Ion crlltlm io * d r lu» t.a tu iu m b u s ; d ) los Pu d res y D octores de la Igle-
>in¡ l. Lh T rad ició n non u seg u ra q u e M urlu hu sid o v e n ern d a en todo
lu n a r : J . La Tradición DOt aMglin) q u e lu S u m ísim a V irgen h a sido ve-
n rrn d n de luda* las m a n era s: u) las vurius fo rm as del c u lto M uriano;
li) «u c la ra ex p lic ac ió n ; c) «pro b ació n de Dios. — I I I . E l c u tio M ariano
de veneración t i t a ju s tific a d o p o r la razón: 1. La razón nos in d u c e a h o n ra r
n a q u e llo i en los c u ales re sp lan d e c e a lg u n a e sp ecial ex celen cia; 2. La
veneración trib u ta d a a M aría no p e rju d ic a , sin o q u e favorece a la debida
u J e s ú s. — C onclusión: [V en erem o s a M aría!

I n s tr u c c ió n X X I I I . — C ulto de g ra titu d , de
am or y de i n v o c a c ió n ......................................... pág. 290
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : La M ed ia n e ra d e las c ria tu ra s . — I. E l c u lto de
g r a titu d : 1. Por q u é d eb em o s s e r g ra to s a M a ría; 2. C óm o d ebem os s e rle
g ra to s. — I I . E l c u lto d e a m o r: 1. Por q u é d eb em o s a m a r a M a ría; 2.
C óm o debem o s a m a r a M aría. — I I I . E l c u lto d e invocación: 1. Por qué
d ebem os in v o c a r a M aría. E lla : a) sab e so c o rre rn o s; b ) p u e d e s o c o rre r­
n o s ; 2. C óm o in v o carla. C onfianza ilim ita d a : a ) en la v id a ; b ) en la
m u e rte , y c ) d e sp u é s de la m u e rte . — C on clu sió n : Las tre s p a la b ra s m ás
h e rm o sa s: g ra titu d , a m o r, invocación.

I n s tr u c c ió n X X IV . — C ulto d e se rv id u m b re . pág. 303


ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : «¡H e a q u í los Siervos d e M aría!» — I. Por qué
debem os serv ir a M aría: P o rq u e es R ein a de to d o lo c read o . Todos, p o r
la n ío debem os s e rv irla . — I I . C óm o d e b em o s serv ir a M aría: 1. E sta n d o
c o n tin u a m en te ju n to a E lla ; 2. O frecién d o le to d o c u an to som os y te n e ­
m o s; 3. D e m o strán d o n o s s iem p re p ro n to s a su s in s p ira c io n e s ; 4. E v itá n ­
dole to d a s u e rte de d isg u sto s y p ro p o rcio n á n d o le to d a s u e rte de a le g ría s;
5. T om ando p a rte en su s a le g ría s, y e sp e c ia lm en te en su s p e n a s. —
C onclusión: E l títu lo m ás glorioso.

In strucció n X X V . — C u lto d e im ita c ió n . .. pág. 311


ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : J u s ta q u e ja d e S a n ta T e re sita del N iñ o Je sú s.
— I . E l m o d e lo m á s p e rfe c to y e l m á s a d a p ta d o : 1. E l m o d elo m ás per-
fecto: J e s ú s ; 2. E l m á s a d a p ta d o : M aría. E lla, en efecto , es u n m odelo:
a ) p u ra m e n te h u m a n o ; b ) u n m o d elo m u y sem e ja n te a J e s ú s ; c) u n
m odelo u n iv e rs a l p a ra todos y e n to d o . — I I . M aría, m o d elo en los de­
beres pa ra co n D ios, p a ra co n sig o m is m a y p ara c o n el p r ó jim o : 1. M o­
delo d e p ie d a d filial p a r a con D io s ; 2. M odelo de s in g u la r p u re z a p a ra
consigo m is m a ; 3. M odelo d e s in g u la r m ise ric o rd ia p a ra con el p ró jim o :
a) m is e ric o rd ia q u e s o c o rre ; b ) q u e c o n su e la , y c) m ise ric o rd ia q u e p e r­
dona. — C on clu sió n : « In s p ic e e t fa c í»

I n s tr u c c ió n X X V I . — B e n e fic io s in d ivid u a les


d el c u lta M a r ia n o ..................................................... pág* 322
ESQUEMA. — In tro d u c c ió n : E l c u lto d e M aría es ú til p a r a to d o . — I . E l
c u lto de M aría n o s asegura la m á s p recio sa p ro tec c ió n d u ra n te la vida :
1. B en eficio s d e o rd en e sp iritu a l, o s e a : a ) fu e n te d e g ra c ia s, y b ) de
v irtu d e s ; 2. B e n eficio s d e o rd en m a te ria l. — I I . E l c u lto d e M aría nos
asegura u na p a rtic u la r a siste n c ia en la h ora d e la m u e rte : 1. Los m o ­
tivo s: a) el oficio de C o rre d e n to ra ; b ) el oficio d e M ad re e s p iritu a l de los
h o m b re s ; c) el oficio d e D isp en sa d o ra d e to d a s la s g ra c ia s ; 2. E l m o d o
com o la S a n tís im a V irgen nos a s is tir á e n el m o m en to de la m u e rte . E lla :
a) nos in fu n d irá u n d o lo r sin c e ro de n u e stro s p e c a d o s ; b ) u n a seren a
re sig n ac ió n : c) no s p ro te g e rá c o n tra lo s a sa lto s d e S a ta n á s. — I I I . E l
c u lto d e M aría no s aseg u ra g ra n d es b e n eficio s d e sp u é s d e la m u e rte -
1' í 11».*1 Í “ icio p a r tic u la r; 2. E n e l P a ra ís o : 3. E n el P u rg a to rio : a ) p o r
q u é ; b ) có m o ; 4. E n el in fiern o . — C o n clu sió n : U n iv e rsalid ad d e estos
ben eficio s.

I n s t r u c c i ó n X X V I I . — Los beneficio s sociales


d e l cu lto M a ria n o ^ .................................................. pág. 335
ESQ UEM A . — In tro d u c c ió n : In c a lc u la b le s b en eficio s p a ra la so cied ad do­
m é stica , re lig io sa y civ il. — I . B e n e fic io s p a ra la so cie d a d d o m éstica :
1. Se re n u e v a n los ben eficio s e sp iritu a le s y m a te ria le s a p o rta d o s p o r
M aría a la n u e v a fa m ilia d e C a n á ; 2. In flu jo d e M aría so b re la m a d re ,
corazón d e la fa m ilia ; 3. La p ia d o sa p rá c tic a d e c o n sa g ra r la fa m ilia a
M aría. — I I . B e n e fic io s p a ra la so cie d a d religiosa: 1. In f lu jo d o c trin a l: El
c u lto d e M aría, b a se d e la o rto d o x ia d e la f e ; 2. In flu jo m o ra l; 3. La p ia ­
d osa p rá c tic a de c o n sa g ra r la P a rro q u ia y la D iócesis a M aría. — I I I . B e n e ­
fic io s para la so cied a d c iv il: 1. Los tre s fa c to re s d e la so cied ad c ivil:
lo bello, lo v e rd a d ero y lo b u e n o ; 2. In flu jo en el cam p o d e la in te lig e n ­
c ia , o sea, so b re la v e rd a d , en las c ie n c ia s ; 3. In f lu jo e n el c am p o d e la vo­
lu n ta d , o sea , s o b re lo b u e n o , so b re las c o s tu m b re s ; 4. In flu jo en el
cam po d e la im ag in ació n y d el se n tim ie n to , o sea, so b re lo b e llo en las
a rte s . — C on clu sió n : ¿Q ué s e ría d e la so cied ad si d e sa p a re ciese M aría?

I n s t r u c c i ó n X X V I I I . — S eñ a l d e p re d e stin a ­
ció n ................................................................................. P^g* 349
ESQUEMA. — In tr o d u c c ió n : L a c ú sp id e de los beneficios d eriv ad o s del
c u lto d e M aría. — I . L os té rm in o s d el gran p ro b lem a : 1. Excepcional
im p o rta n c ia del p ro b le m a ; 2. S u ex isten c ia ; 3 ¿ E sta ré p re d e stin a d o ? ; 4.
T em o r y te m b lo r; 5. S eñales d e p re d e stin ac ió n . — I I . Las p ru eb a s del
p ro b lem a : 1, L a voz d e la Ig le s ia ; 2. La voz de la T rad ició n ; 3. La voz
de la razón ilu m in a d a p o r la fe : a) sem ejan za con C risto , efecto de la
devoción a M aría; b) la s o racio n es d e M aría y su a u x ilio al re a liz ar
o b ra s b u e n a s , ind icio s lum in o so s d e p re d e stin a c ió n ; 4. Qué devoción a
M u i ln ACM ncftul de p re d e stin a c ió n ; 5. La fu e rz a d e los h ech o s. — Con
ihtU O u: ln devoción n M aría, a r m a y re m e d io seguro.

I i i n I Mi c c i ón \ \ l \ . La necesidad d e l culto
M ar i a no ......................... ................................................................. 358

KM(JUI MA — In tro d u c ció n : El c u lto M arian o , a d em ás de s e r ú til, es ne-


tiM urin. — I. ¡á)s té rm in o s p rec iso s d el p ro b lem a : 1. F a lta de p re c ep to s
d ire c to * ; 2. No fa lta n , en cam b io , fu e rte s m o tiv o s; 3. E n q u é sentido
ln devoción n M .uía es n e ce saria . Se tr a ta : a) d e n e ce sid a d no a b so lu ta
i» a n te c e d e n te , sin o h ip o té tic a y c o n secu en te a la lib re v o lu n ta d d e D ios;
no fU lca, m íiio m oral. Se fru ta : b ) de n e ce sid a d p a ra los a d u lto s sufi-
t Iciilriitiíftlr ln*l ru id o * ; c) d r u n rech azo p o sitivo o d e p o sitiv a indife-
trin ln II /•«» n m th a w I l n u u lo rid n d de la Ig le sia ; 2. Las re p e ­
tida* nlliMim Ion#** «l«* lo* I ' m i I i c * y « I r Io n lU c rlto rc s ; 3. La ra z ó n ; 4. ¿En
tjtt* m»h«Iu itatM N ila I m iWvoclón n M arín / C onclusión: ¡F u era d
MmiIm i m » Itnv ta l va*-ton I

liM lM M iifM » \ \ \ t ii c o nsa/f ra c ió n a M a ría . pág> 366

I mi i mmA h iO m h é ti hht , IM II de o c tu b re de l ‘M2. — I. C óm o e n te n d er


i .mm.i*»»♦# Mo «i I IM ultftiifUndo: d o n ació n total y p e re n n e a
Í ní ln / I m lin t* l ln i ritlr/n de M .u ía p o r

II
d e re ch o n a tu ra l y a d q u irí
I •>#»««*v ivir la c o n sa urat Aiti a M aría : La v id a de u n ió n con
MioIm I l n »¡ué a m s h t a : unión h a b itu a l de p e n sa m ie n to , de afecto, de
mIiim*, Inu li'iulolo to d o : n) con M aría, y b ) p o r M a ría; 2. S u s fu n d a -
»i Im p reten da de M aría en n o s o tro s ; b ) la m a te rn id a d e sp iri-
IiimI «Ip MmiIii; 3. S u s v en ta ja s: a ) ric a fu e n te d e g ra c ia s ; b ) inefable
mIi'kHm y p « i c n v ld iu b le ; c) m ed io in c o m p a ra b le de u n ió n con Jesú s,
«lendo MmiIii ln vln m ás fácil, m á s b re v e , m ás p e rfe c ta y m ás seg u ra
|u h a Urum m Rl. — C onclusión: « T o tu s tu u s su m ego. e t om n ia m e a tu o
•m il I*
Se te rm in ó d e im p rim ir en la
Pía S o cied ad d e S a n Pablo
S a n F e m a n d o d e H e n a re s (M a d rid ) 18-IV-63

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