You are on page 1of 156
Oliver Sacks La isla de los ciegos al color y la isla de las cicas Traduccién de Francesc Roca mM EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Titulo dela edicién original ‘The Island of the Colour-bliad and Cycad Island Picador Londres, 1996 Disco dela coleci6h lio Vivas y Eseadio A Tutracién: foto © Heather Angel Primera edicién: noviembre 1999 Segunda edicign abril 2010 © Dela uaducin, Francesc Roca, 1999) © Oliver Sacks, 1996 @ EDITORIAL ANAGRAMA, SA, 1999 Pedeé dela Creu, 58 (08034 Barcelona ISBN: 978-84.339-0583-3 Depésito Legal: B. 18862-2010 Printed in Spin Liberdples, $.L. U. ctra, BV 2249, km 7,4 -Poligono Terrentfondo (08791 Sane Livseus dTlostons Para Eric PROLOGO En realidad, esto no es un libro, sino dos, dos aarraciones au- ténomas de otros tantos viajes a Micronesia, paralelos pero inde- pendicntes. Mis visitas a esas islas fueron breves e inesperadas, no cstuvieron planificadas ni se ajustaron a ningtin programa, no pre- tendian comprobar o refutar ninguna tesis, sino, simplemente, observar. Pero si mis visitas fueron impulsivas y poco sistematicas, iis experiencias en las islas fueron por el contratio intensas y enri- quecedoras, y se ramificaron en un abanico de direcciones que constantemente me sorprende. Viajé a Micronesia como neurdlogo, 0 neuroantropélogo, con la intencién de observar cémo respondian los individuos y las co- munidades a dos enfermedades endémicas singulares: la actoma- topsia, 0 ceguera a los colores, hereditaria en Pingelap y Pohnpei, y un trastomo neurodegenerativo progresivo y fatal en Guam y Rota. Pero, ademés, quedé fascinado por la vida y la historia cul- turales de esas islas, por su flora y su fauna, por sus peculiares orf- ‘genes geolégicos. Si bien al principio examinar a los pacientes, vi- sitar yacimientos arqueol6gicos, caminar por la selva 0 bucear en los arrecifes eran actividades que no parecfan tener ninguna rela- cin, con el tiempo se fusionaron en una experiencia indivisible, en una total inmersién en la vida de las islas, Sin embargo, hasta mi regreso, cuando aquellas experiencias volvicron a mi mence y se reflejaron en ella una y otra ve2, sus co- nexiones y significados (o algunos de ellos) no comenvaron a ad- quirir forma, al tiempo que el impulso de tomar lipiz y papel se u intensificaba. Escribir, durante los tltimos meses, me ha permiti- do, y me ha obligado, a visicar de nuevo esas islas desde la memo- ria, Y en la medida en que la memoria, como nos recuerda Edel- man, nunca es una simple grabacién 0 reproduccién, sino un proceso activo de recategorizacion ~de reconstrucciéa, de imagi- nacién, determinado por nuestros propios valores y perspectivas, recordar me ha llevado a reinventar esas visitas, 2 realizar, hasta cierto punto, una reconstrucciéa personal, {ntima, tal vez excén- ttica, de esas islas, moldeada en parte por un amor de toda la vida por las islas y su borénica. Desde muy joven he sentido pasidn por los animales y las plantas, una biofiia alimentada inicialmente por mi madre y mi tia y, mds tard®, por algunos profesores inspirados y la amistad con varios condiscipulos que compartian las mismas pasiones, como Eric Korn, Jonathan Miller y Dick Lindenbaum. Solfamos salir juntos a recolectar plantas, con una cesta de botdnico en ban- dolera; haciamos frecuentes expediciones matuiinas a rios y arro- yos, y durante dos semanas, cada primavera, nos dedicébamos a la biologia marina en Millport. Descubsiamos y compartiamos li- bros. La Borany de Strasburger, mi libro de bovinica favorito, me la regalé (como estoy viendo en la porcada) Jonathan en 1948, Eric, que es un verdadero bibligfilo, también me ha regalado in- numerables libros. Pasamos muchas horas juntos en el Zoolégico, el Jardin Botinico de Kew y el Museo de Historia Natural, donde podiamos simular ser nacuralistas, 0 viajar a nucstras islas favori- ‘as, sin salir de Regent's Park o Kew 0 South Kensington. ‘Afios después, en una carta, Jonathan recordé esta temprana pasién y el carécter més 0 menos victoriano que la iluminaba: «Siento una gran nostalgia por esa época de tonos sepia», deca en ella, cLamento que la gente y los muebles que me rodean tengan unos colores tan luminosos y nitidos. Teago un permanente deseo de que las cosas cambien de repente y todo vuelva a tener el aspec- to difuminado de un monocromo de 1876.» Eric sentia lo mismo, y, sin duda, ésta es una de las razones por las que ha legado a combinar la escrivura, la bibliofilia y la compra-venta de libros con la biologia, y se fz convertido en un anticuatio con un profunde conocimieato de Darwin y la historia 12 de la biologia y las ciencias naturales. Eramos, en cl fondo, unos naturalistas victorianos. ‘Asi, pues, al escribir sobse mi viaje a Micronesia he regresado a los viejos libros, a los viejos intereses y pasiones que he tenido durante cuarenta afios, y los he fusionado con mis intereses més recientes, susgidos mucho después y relacionados con el hecho de ser médico. La boténica y la medicina no forman compartimien- tos separados. Recientemente, descubri con placer que el padre de Ja neurologia britanica, W. R. Gowers, escribié una breve mono- agrafla sobre los musgos. MacDonald Critchley, en su biografia de Gowers, destaca que éste ellevaba siempre hasta la cama del enfer- smo sus conocimientos de historia natural. Para él los enfermos neurolégicos eran como la flora de un bosque tropical...» Al escribir este libro me he internado por tezritorios que desco- rnocfa, para lo que he recibido la valiosa ayuda de mucha gente, en especial de Micronesia, de Guam y Rota y de Pingelap y Pohnpei pacientes, cientificos, fisicos, botdnicos—, que encontré en el cami- no. Dey las gracias, sobre todo, a Knut Nordby, John Steele y Bob ‘Wasserman por haber compartido, de muchas formas, ese viaje conmigo. Entre quienes me dieron la bienvenida al Pacifico, debo dar las gracias, en particular, a Ulla Craig, Greg Dever, May Okahi- 10, Bill Peck, Phil Roberto, Julia Steele, Alma van der Velde y Mar- jorie Whiting. También estoy agradecido a Mark Futterman, Jane Hurd, Catherine de Laura, Irene Maumenee, Joha Mollon, Brite Nordby, la familia Schwarz e Irwin Siegel por tratar conmigo temas como la acromatopsia y Pingelap. Siento especial agrade- cimiento por Frances Futterman, quien, entre otras cosas, me presenté a Knut y me dio inapreciables consejos a la hora de excoger Jas gafas de sol y el equipo para nuestra expedicién a Pingelap, ade- mas de compartir su experiencia personal como acromatépsica. Asimismo, estoy en deuda con muchos investigadores que, a lo largo de los afios, han tenido un papel importante en la investi- gacién de la enfermedad de Guam: Sue Daniel, Ralph Garruto, Carleton Gajdusek, Asto Hirano, Leonard Kurland, Andzew Lees, Donald Mulder, Peter Spenecr, Bert Weiderholt y Harry Zim- 13 merman. Muchas otras personas me han ayudado de diversas ma- nneras, entre ellas, mis amigos y colegas Kevin Cahill (quien me curé de una amebiasis contraida en las islas), Elizabeth Chase, Joha Clay, Allen Furbeck, Stephen Jay Gould, G. A. Holland, Isabelle Rapin, Gay Sacks, Herb Schaumburg, Ralph Siegel, Pacri- cia Stewart y Paul Theroux. Mi recorrido por Micronesia en 1994 se vio inmensemente enriquecido gracias al equipo que nos acompafié para realizar el documental, el cual compartié todas nuescras experiencias (y file mé muchas de ellas, a pesar de que las condiciones a menudo fue- ron dificiles). Emma Crichton-Miller proporcioné gran cantidad de informacién sobre las islas y sus habitantes, y Chris Rawlence produjo y dirigié el documental con sensibilidad e inteligencia in- finitas. El equipo de filmacién -Chris y Emma, David Barker, Greg Bailey, Sophie Gardiner y Robin Probyn- alegré nuestra vi- sive con su simpatla y camaraderla, y, convertidos ya en amigos, me ha acompafiado en nuevas aventuras Estoy agradecido a todos aquellos que contribuyeron al proce- so de escribir y publicar este libro, particularmente, Nicholas Bla- kem, Suzanne Gluck, Jacqui Graham, Schellie Hagan, Carol Har- vey, Claudine O’Hearn, Heather Schroder y, en especial, Juan Marcinez, quien demostr6 gran capacidad e inteligencia organiza- tivas en mil situaciones complicadas. ‘A pesar de que el libro se escribié en una especie de arrebato, de un tirdn, en julio de 1995, con el tiempo fue creciendo hasta tener varias veces su estensién original, como si se tratara de una cica que creciera desmesuradamente y proyectara brotes e hijuelas cn todas las direcciones. Una vez que los retofios, por su exten- sién, empezaron a rivalizar con el texto, y dado que consideraba fandamental mantener la narracién lo mis fluida posible, decidi colocar muchas de esas ideas adicionales como noras al final del li- bro. La solucién de problemas tan complejos como decidir qué dejar o qué eliminar, 0 cémo armonizar las cinco partes de este li- bro, se debe a la sensibilidad y el buen criterie de Dan Frank, mi editor en Knopf, y de Kare Edgar. Por haber compartido conmigo sus conocimientos y entusias- smo en cuestiones de boténica, especialmente en lo referente a he- 4 lechos y cicas, doy las gracias a Bill Raynor, Lyna Raulerson y Ag- nes Rinehart, en Micronesia, a Chuck Hubbuch, en el Fairchild Jardin Tropical de Miami, y 2 John Mickel y Dennis Stevenson, en el Jardin Botdnico de Nueva York. Y, finalmente, por su pa- Gencia y la cuidadosa lectura de! manuscrito de este libro, estoy en deuda con Stephen Jay Gould y Bric Korn. Y es a Eric, mi mas viejo y querido amigo, compafiero en toda clase de entusiasmos cientificos a lo largo de los afios, a quien lo dedico. O.w.s. Nueva York, agosto de 1996 15 Libro primero La isla de los ciegos al color SALTANDO DE ISLA EN ISLA Las isls siempre me han fascinado. Probablemente, fascinan todo el mundo, Las primeras vacaciones de verano que recuerdo —tenfa apenas tres afios fueron una visita a la isla de Wight. Sélo quedan fragmentos en mi memoria: los acantilados de arenas mul- ticolores, la maravilla del mar, que vela por primera ver. Su calma, su suave vaivén, su tibieza, me cautivaron; su impetu, cuando so- plaba el viento, me aterraba. Mi padre me conté que habia ganado tuna prucba de natacién dispurada en la isla antes de que yo nacie- 1a, y esa historia me hizo considerarlo como un gigante, un héroe. Las narraciones protagonizadas por islas y mares, por barcos y marineros, entraron en mi conciencia muy temprano. Mi madre me hablaba del capitin Cook, de Magallanes y Tasman, de Dam- pier y Bougainville, de las islas y los pueblos que habian descu- bierto, y me los sefialaba con el dedo sobre un globo terriqueo. Tas islas eran lugares especiales, remotos y misteriosos, intensa- mente atractivos, aunque al mismo tiempo aterradores. Recuerdo hhaber quedado espantado con una enciclopedia para niffos que mostraba ilustraciones de las grandes estatuas ciegas en la Isla de Pascua con el rostro hacia el mar, mientras leia que los habitantes de la isla habian perdido la capacidad de navegar, por lo que que- daron totalmente separados del resto del mundo, condenados a morir en un definitivo aislamiento.! Let sobre néufragos, islas desiertas, islas convertidas en prisio- nes o leproserias. Adoraba El mundo perdido, un espléndido relato de Arthur Conan Doyle sobre una aislada meseta en Sudamérica 19 plagada de dinosaurios y especies jurisicas, en resumen, una isle perdida en el tiempo (précticamente, me sabia el libro de me- mori, y sofiaba con emular al profesor Caallenger cuando fuera mayor). Era muy impresionable y me aduefiaba con facilidad de la ima- sginacién de los demés, H. G, Wells cjercié una particular influen- cia sobre mi mente, hasta el punto de que, para mi, todas las islas desiertas se convertian en su isla de Aepyornis 0, como en una pesadilla, en la isla del doctor Moreau. Mas tarde, cuando empecé a leer a Herman Melville y Robert Louis Stevenson, to real y lo imaginario se fundicron cn mi mente. ;De veras existian las Mar- quesas? QRelataban Omoo y Typee aventuras reales? Las Galépagos me hacian sentir esa incertidumbre de un modo especial, pues mu- cho antes de empezar a Jer a Darwin ya las conocia como las islas sembrujadas» del relaco «Las Encantadas», de Melville. Ms tarde, las narraciones de viajes reales y descubtimientos cientificos comenzaron a dominar mis lecturas, con libros como el Voyage of the Beagle, de Darwin, el Malay Archipelago, de Wallace, ys mi favorito, El viaje a las regiones equinocciales, de Humboldt (me encantaba especialmente su descripcién del drago de seis mil afios de edad de Tenerife), hasta el punto de que mi sentido de lo roméntico, de lo mistico, de lo misterioso, quedé subordinado a la pasién por satisfacer mi cutiosidad cientifica.? ues las islas eran, de alguna forma, experimentos de la natura- eza, lugares benditos o malditos por la singularidad geogréfica de albergar formas tinicas de vida: los ayeayes y Ios pottos, los loris y los [émures de Madagascar; las tortugas gigantes de las Galdpagos: los inmensos pajaros incapaces de volar de Nueva Zelanda, todos especies o géneros singulares que siguicron un sendero evolutivo independiente a causa de sus habitat aislados.? Y me senti extrafia- mente complacido por una frase de uno de los diarios de Darwin, escrita después de haber visto un canguro en Australia: le parecié tun ser tan extraordinario ¢ insdlito, que llegé a preguntarse si no seria el ejemplo de una segunda creacién. * De nifio sufr{ de migrafias visuales, en las que no s6lo venta los clésicos destellos y alteraciones del campo visual, sino también al- teraciones cn la percepcién del color, que s: dcbilitaba 0 desapare- 20 cia totalmente durante unos minutos. Esta experiencia me asusta~ ba, aunque al mismo tiempo me seducia, y me levé a querer saber como seria vivir en un mundo privado del color, no slo unos mi nnutos, sino de manera permanente. Hasta muchos afios después no encontsé la respuesta, 0, por lo menos, una respuesta parcial, en un paciente, Jonathan I., un pintor que, de repente, habia que- dado ciego al color después de un accidente automovilistico ( quizés de una conmociéa cerebral). No habia perdido la visién del color por una lesién ocular, 0, por lo menos, eso parecia, si- no por alguna alteracién en la zona del cerebro donde se «forma» esa percepcién. En cfecto, parccia haber perdido no odlo la capaci- 2 dad de percibir el color, sino la de imaginario 0 recordarlo, ¢ in- cluso de sofiarlo. Con todo, a semejanza de un amnésico, en cierta manera era conscience de haber perdido el color, después de toda una vida con visién cromatica, y se quejaba de su nueva existencia al sentirla empobrecida, grotesca, anormal, hasta el punto de que su arte, su comida, incluso su esposs, le parecian «plomizos». Sin embargo, no podia satisfacer mi curiosidad ccerca del hecho as0- ciado a su afeccién, aunque totalmente distinto de ella, de qué se sentirfa al no haber visto nunca el color, al nohaber conocido nun- cau importancia primordial, su lugar en el mundo. Por lo general, la ceguera al color habitual, que resulta de un defecto en las oélulas de la retina, es casi siempre parcial, y algu- nas variedades son muy corrientes: por ejemplo, la ceguera al verde y al rojo se presenta en mayor o menor grado en uno de cada veinte hombres (es ms rara en las mujeres). Pero la ceguera total y conggnita al color, © acromatopsia, «& mucho més tara, y probablemente sélo afecta a una de cada trsinta mil o cuarenta mil personas, ;Cémo seria, me preguntaba, el mundo visual de alguien nacido totalmente ciego al color? {No tendri, quizis, al ignorar que algo le faltaba, un mundo wn denso y vibrante como el nuestro? {Habria desarrollado tal ver una mayor percep- cién del tono visual, asf como de las texturas, el movimiento y la profundidad, lo que Je permitiria vivir en un mundo que en al- ‘gunos casos seria mis intenso que el nuestro, un mundo con una realidad més aguda, un mundo del que sélo odemos percibit los ecos en el trabajo de los grandes forégrafos en blanco y negro? Nos consideratia acaso setes singulares, engafiados por aspectos inrelevantes 0 triviales del mundo visual, e insuficientemente sen- sibles a su verdadera esencia visual? No podia sino especular, pues atin no habia conocido a ninguna persona completamente ciega al color. Creo que ciertos relatos de H. G. Wells, por més fancésticos que sean, se pueden entender como metéforas de determinadas realidades neurolégicas y psicolégicas. Uno de mis favoritos ¢5 «El pais de los cicgose, en el que un viajero extraviado, que llega a un 2 valle perdido en Sudamérica se sorprende ante las extrafias casas «parcialmente coloreadas» que encuentra. Los hombres que las han consczuido, piensa, debian de estar més ciegos que un muscié- lago, y pronto descubre que ése es el caso: en efecto, ha llegado a tuna comunidad en que todo el mundo es ciego. Descubre que su ceguera se debe a una enfermedad contraida trescientos afios atrés Y que, con el transcurso del tiempo, el propio concepto de la vi- sién ha desaparecido: ‘A lo largo de catorce generaciones esta gente ha sido ciega y hha permanecido aislada del mundo visible. Los nombres para todo lo relacionado con la vista se han esfumado y transforma- do... [...] Perder la vista hizo que se marchitara en buena medida su imaginativa, pero han elaborado nuevos conceptos ¢ ideas que les son propios tanto con los ofdos como con las yemas de los de- dos, cada vez més sensibles. El vigjero de Wells siente al principio compasién por los cie- g0s, a los que considera seres lastimosos, lisiados, pero pronto los papeles se intercambian y descubre que ellos Jo ven como un de- mente, sujeto a las alucinaciones generadas por los excitables & inestables érganos de su cara (que los ciegos, al tener los ojos atro- fiados, sélo pueden concebir como una fuente de engafios). Cuan- do el hombre se enamora de una muchacha y desea permanecer cen el valle y casarse con ella, los ancianos, después de una prolon- gada deliberacién, se mucstran de acuerdo, siempre y cuando ac- ceda a que le extirpen esos Srganos tan excitables que son los ojos Cuarenta afios después de la primera vez. que lei esta historia, me encontré con otto libro, de Nota Ellen Groce, que hablaba de la sordera en la isla de Martha’s Vineyard. Un capitin de barco y su hermano, que, al parecer, procedian de Kent, se instalaron alli en 1690. Aunque ofan normalmente, ambos eran portadores de un ‘gen recesivo de sordera. Con el tiempo, gracias al aislamiento de la isla y a los mattimonios entre miembros de aquella cerrada comu- niidad, el gen fue heredado por la mayoria de sus descendientes. A mediados del siglo XIX, en los pueblos del norte de Ia isla, una cuarca parte o mds de la poblacién habfa nacido totalmente sorda. 23 En aquellas comunidades las personas capaces de oir no fue- ron discriminadas, sino asimiladas, por lo: sordos; todo el mundo se comunicaba mediante el idioma de las sefias, Charlaban por se- fias, lo que en muchos aspectos zesultaba més Geil que el lenguaje hablado: por ejemplo, para comunicarse desde cierta distancia de tun bote a otro, o para chismorrear en la iglesia. Debatian por se- fas, enseftaban por sefias, pensaban y sofiaban por sefias. Martha's Vineyard era una isla donde todo el mundo hablaba el lenguaje de las seis, un verdadero pais de sordos. Alexander Graham Bell, que la visite en la década de 1870, se pregunté si legaria a alber- gar a una evariedad enceramente sorda de la raza humana» que tal ver llegara a propagarse por todo el mundo. Comerla acromatopsia congénita, al igual que esa forma parti- cular de sordera, es hereditaria, no pude evitar preguncarme si no existiria también, en algiin rincdn de este planeta, una isla, un pueblo, un valle de los ciegos al color, Cuando visité Guam, a principios de 1993, un impulso me obligé a hacerle esa pregunta a mi amigo John Steele, quien habla practicado la neurologia a todo Jo largo y lo ancho de Micronesia. Inesperadamente, recib{ una inmediata y afirmativa respuesta: st, existia un lugar asi, dijo John: en la isla de Pingelap. Estaba relati- vamente cerca, «a unos dos mil doscientos kilémetros de aqui», afiadi6, Sélo unos dias antes, habia examinado a un muchacho acromatépsico que habia legado a Guam con sus padres desde alli, «Eascinantes, coment, «Una clésica icromatopsia congénita, con nistagmo e hipersensibilidad a la luz intensa. Ademés, la inci- dencia en Pingelap es extraordinariamente alta, por lo menos, el diez por ciento de la poblacién es acromatépsica.» Intrigado por el relato de John, resolvi que —algiin dia volveria a los mares del Sur y visitarfa Pingelap. De regreso 2 Nueva York, esa idea pasé a segundo término. Pero algunos meses después recibi una larga carta de Frances Futterman, una mujer de Berkeley que habia nacido totalmente ciega al color. Habia leido mi articulo sobre Jonathan I, el pin- tor ciego al color, y deseaba comparar amabas situaciones. acta 24 hhincapié en que, come no habia conocido el color, no tenia ningiin sentimiento de pérdida ni de estar crométicamente lisia- da, Pero la accomatopsia congénita, subrayaba, era mucho mds que una simple ceguera al color. Lo verdaderamente incapaci- tante era la dolorosa hipersensibilidad a la luz y la reducida agu- deza visual que catacteriza a los acromatépsicos congénitos. Se habia criado en una zona muy soleada de Texas, y, a causa del constante parpadeo, procuraba salir de casa sélo de noche. Le hizo gracia la idea, expucsta en mi articulo, de que hubiera tal vez una isla de ciegos al color. ;Se trataba de una fantasia, 11m mito, una alucinacién producida por solitarios acromatépsicos? Desconocia la existencia de Pingelap, pero decia en su carca que al leer un libro sobre acromatopsia se enteré de que en una isla danesa la pequefia isla de Fuur, en un fiordo de Jutlandia— habfa un alto indice de acromatépsicos congénitos. Quetia saber si conocia este libro, tisulado Night Vision, uno de cuyos edito- tes, afadia, era también acromac6psico, un cientifico noruego llamado Knut Nordby. Tal ver él pudiera decitme algo més al respecto. Realmente asombrado en poco tiempo, me habia enterado de la existencia de dos islas pobladas por ciegos al color-, decid investigar mis @ fondo. Me enteré de que Knut Nordby era fisi6- logo, especialista en. psicologia fisiolégica, investigador de la vi- sién en la Universidad de Oslo y, en parte por su afeccién, ex- perto en la ceguera al color. Con seguridad se trataba de una ‘combinacién tinica, ¢ importante, de experiencia personal y co- nocimiento cientifico. Ademés, la breve autobiografia que consti- tufa uno de los capftulos de Night Vision dejaba traslucir una per- sonalidad tan célida y abierta, que me senti impulsado a enviarle tuna carta a Noruega. «Me gustaria conocerlo», escribi. «Me gusta- ria, ademés, visitar la isla de Fur. Y, de ser posible, visitarla con usted» Después de haber escrito impulsivamente esa carta a un com- pleto extrafio, me sorprendié y alivié su reaccién, que llegaria tunos dias mas arde: «Estaria encantado de acompafiarlo durante un par de dias», escribié. Y, ya que las primeras investigaciones so- bre la isla de Fuur se habjan realizado en los cuarenta y los cin 25 cuenta, afiadi6, podria asf recoger informacién més actualizada. ‘Un mes mds tarde, me escribié de nuevo: Acabo de conversar con el mayor especiaista en acromatop- sia de Dinamarca, y me ha dicho que ya no queda, que se sepa, ningtin acromat6psico en la isla de Fuur. Todos los casos estu- diados durante las primeras investigaciones o han mueito {..] 0 emigraron hace mucho tiempo. Lo siente. Lamento tener que darle malas noticias, ya que me ilusionaba mucho viajar con us- ted hasta Fur en busca de los ilkimos acromat6psicos vivos. Yo también me sentf desilusionado, pero me preguntaba si no deberiamos ir, a pesar de todo. Imaginaba que podria encontrar cextrafios residuos, fantasmas, dejados atr4s por los acromatépsicos ue algiin dia vivieron alli: ~casas parcialmente coloteadas, vegera- cin en blanco y negro, documentos, dibujes, recuerdos ¢ histo- rias de quienes antafio conocieron a los ciegos al color. Pero en- tonces se me ocurtié pensar en Pingelap: me habfan asegurado que alli existia una «inmensa» cantidad de acromatépsicos, Escribi de nuevo a Knut para preguncarle si le gustarfa acompafiarme en un viaje de casi veince mil kilémetros, una especie de aventura cientifica que nos levaria a Pingelap. Me contesté que s{, que le encantaria ir. Podria contar con dos semanas libres en agosto. Los ciegos al color han existido durante més de un siglo tanto ‘en Fuur como en Pingelap, pero, a pesar de que las dos islas han sido objeto de extensas investigaciones, atin no se han realizado cexpediciones humanas (en el sentido del releto de Wells) que las exploren, que comprendan lo que significaka ser acromatSpsico dentro de una comunidad acromatépsica, el 2echo de no ser solo ciego total al color, sino, ademés, de tener, quizas, padres y abue- los, vecinos y maestros ciegos al color, de formar parte de una cul- tura en la que el concepto del color no existe en absoluto, pero en la que, en cambio, otras formas de percepcién, de conocimien- to, se han agudizado como compensaci6n. Tave la visidn, sélo en parte fantdstica, de una cultura totalmente actomatépsica con gus- tos particulares, con artes, cocina y vestimenta propios, una cul- tura donde las sensaciones y la imaginaciéa adoptaran formas 26 relativamente distincas de las auestras y en la que el «color» estu- vViera tan desprovisto de referentes o significados que no existiesen los nombzes de los colores, ni las metéforas basadas en ellos, ni las expresiones que los utilizaran, Pero (tal vez) fuera una cultura duefia de un elaborado lenguaje para referise a las més sutiles va- rlaciones de textura y tono, para todo lo que los demés desprecia- mos como «gris». Entusiasmado, comencé a hacer planes para cl viaje @ Pinge- lap. Llamé por teléfono a mi viejo amigo Eric Korn Eric es es- crivor, zodlogo y vendedor de libros antiguos— y le pregunté si sa- bia algo sobre Pingelap o las islas Carolinas. Un par de sema-nas més tarde, recibi un paquete por correo. Se trataba de un libro delgado y encuadernado en cuero tivulado A Residence of Eleven Years in New Hollond and the Caroline Ilands, being the Ad- ventures of James F. O'Connell. El libro habia sido publicado en Boston en 1836; estaba un poco maltrecho y con manchas (deja- das, imaginé, por las impetuosas aguas del Pacifico). Después de zarpar de McQuarrictown, en Tasmania, O'Connell visité varias de las islas del Pacifico, pero su buque, el John Bull, encallé en las Carolinas, en un grupo de islas que él denominé Bonabee. Sus descripciones de la vida que levé alli me fascinaron. Visitariamos algunas de las islas mds remotas y desconocidas del mundo, que, probablemente, no habrian cambiado mucho desde los dias de O'Connell Pregunté a mi amigo y colega Robert Wasserman si quertia ‘unirse a nuestra expedicién, Bob, que es oftalmélogo, tiene pacien- tes dalténicos. Como yo, nunca habia conocido a nadie ciego al color de nacimiento, pero habfamos trabajado juntos en algunos ‘casos de visién regresiva, como el del pintor ciego al color. Tras li- cenciarnos en medicina nos especializamos juntos en neuropatolo- fa, allé por los sesenta, y atin recuerdo cuando me conté que su hijo Eric, de cuatro afos, en un viaje hacia Maine durante el vera- no, exclamé, emocionado: «Mira la hermosa hierba anaranjadal» «No», le dijo Bob, «no es anaranjada. “Anaranjado” es el color de una naranja» «Sir, insistié Eric, «es anaranjada como una naranjal» Bob tuvo asf el primer barrunto de la ceguera al color de si: hijo. Mas tarde, cuando Eric cumplié los scis afios, hizo un 7 dibujo que llamé La batalla de la roca gris, pero us6 un lépiz rosado para colorear la roca. Bob, como esperaba, se mostr6 entusiasmado por la posibili- dad de conocer a Knut y de viajar a Pingelap. Como consumado surfista y marinero, sieate pasién por el mar y las islas y posee un profundo conocimiento de la evoluciér. de las canoas y los praos ‘con batangas del Pacifico; sofiaba con ver en accién aquellas em- barcaciones y navegar en una de ellas. Con Knut, formariamos todo un equipo, una expedicion a la vex neurolégica, cientifica, y romantica, al archipi¢lago de las Carolinas y Ie isla de los cicgos al color. Nos encontramos en Hawai. Bob purecfa estar en su elemento con sus bermudas de color morado y su llamativa camisa tropical; Kaut, por el contrario, estaba evidentemente incémodo bajo el deslumbranate sol de Waikiki. Llevaba puestos dos pares de gafas oscuras, ademas de sus gafas normales: un par de lentes Polaroid sujetas a ellas con clips y encima lo que parecfan unos anteojos de aviador, una especie de oscuro visor semejante al que llevan los enfermos de cataratas. Atin asi, parpadeaba sin cesar y sus ojos se rorcian cas as gafas en un nistagmo. Parecié mucho més a gusto cuando nos sentamos en un silencioso y (para mis ojos, demasia- do) oscuro café, pudo quitarse el visor y las Polaroid y dejé de parpadear y torcer los ojos. Al entrar, a causa de la poca luz, trope- cé con una silla y la derribé, pero Knut, acoscumbrado ya a la os- curidad gracias al doble par de gafas oscuras, y, ademés, mejor adaptado @ la visién nocturna, avanzé sin ninguna dificultad a pe- sar de la semioscuridad y nos guié hasta una mesa. Los ojos de Knut, como los de cualquier otro acromatépsico de nacimiento, no tienen conos (0, por lo menos, sus conos no son funcionales): se trata de las células que, en las personas con visin normal, lenan la févea y tienen la funcién de percibir la luz intensa, asi como el color. Knut depende para ver, pues, de los pobres recursos visuales que le proporcionan los bastoncillos, que, tanto en los actomatépsicos como en las personas con visién normal, estén distribuidos alrededor de la periferia de la retina, 28 y, aunque no sirven para disctiminar los colores, son mucho mas sensibles que los conos a la presencia de la luz. Todos nosotros utilizamos los bastoncillos para la visién con poca luz, o escot6pi- ca (por ejemplo, cuando caminamos de noche por lugares mal iluminados). Y son los bastoncillos los que hacen que Knut vea. Pero como sus ojos carecen de la influencia mediadora de los co- ros, sus bastoncillos pronto quedan deslumbrados por Ja luz in- tensa y se vuelven casi inoperantes; por eso Knut apenas puede so- porta: la luz del dia y queda, literalmente, ciego al recibir la luz directa del sol —su campo visual se contrae hasta casi desaparecer— ‘@ menos que proteja sus ojos de la luz intensa. Su agudeza visual, al carecer de conos en la fvea, se reduce a tan sélo una décima parte de lo normal. Asi, cuando nos trajeron los mentis, ruvo que sacar una lupa de cuatro aumentos, y, para leer los platos del dia, escrites con tiza sobre una pizarra en la pa- red opuesta, eché mano de un monéculo de ocho aumentos (que parecla una especie de telescopio en miniatura). Sin estas ayudas, Knut apenas habria podido distinguir las letras pequefias 0 distan- tes. Siempre lleva consigo la lupa y el monéculo, que, con las gafas oscuras y el visor, forman sus apoyos visuales imprescindibles Ademis, al carecer de una févea funcional, tiene dificultades para mantener la vista fija en un punto, en especial en sicuaciones de luz intense, y por ello padece de nistagmo. Knut debe proteger sus bastoncillos de cualquier sobrecarga y, al mismo tiempo, si necesita ver algo con detalle, buscar la manera de agrandar las imagenes, ya sea con los aparatos 6pticos o, sim- plemente, miréndolas de muy cerca. Por otra parte, consciente 0 inconscientemente, también ha descubierto estrategias para ex tract informacién de otros elementos del mundo visual, de otras sefiales visuales que, en ausencia del color, adquieren alisima im- portancia. De ahi ~algo que Bob y yo advertimos de inmediato— su intensa sensibilidad hacia las formas y las texturas, los perfiles y los bordes, la perspectiva, la profundidad y los movimientos, aun los més sutiles, a todo lo cual prestaba gran atencién. Knut disfruta del mundo visual tanto como cualquier persona con visién normal. Se mostré encantado con un pintoresco mer- cado en una calle de Honoluld, con las palmeras y la vegetacién 29 tropical que nos rodeaba, con las formas de las nubes, y tambiéa tiene buen ojo para calibrar la belleza humana. (Segiin nos expli- ©, esti casado con una mujer muy hermosa, también psicdloga, pero no se enteré del color de su cabello hasta que, cuando ya lle- vvaban algiin tiempo casados, un amigo le coment6 en tono joco- so: {Veo que te gustan las pelirrojass) Kaut es un apasionado forsgrafo en blanco y negro, y, para explicarnos Smo era su visién, dijo que se asemejaba a la que offece una pelicula en blanco y negro, aunque con mayor variedad de tonns. «Grises, podrlan decir ustedes, a pesar de que “gric” no significa nada para mi, al igual que téminos como “azul” 0 “rojo”.» Pero, afiadié, «yo no experimento el mundo como algo “sin color".o, en cierto sentido, incomplewr. Knut, quien nunca ha visto el color, no Jo extrafia en lo més minimo. Desde un co- mienzo, sélo ha experimentado lo positivo de la visién, y ha con- seguido construir todo un mundo de belleza, orden y significado basado en lo que pose Mientras camindbamos de regreso al hotel para un corto suc- o antes de nuestro vuelo al dia siguiente, empezé a caer Ia noche vy la Luna, casi llena, se levanté en el cielo hasta quedar sifuereada, aparentemente arrapada, entre las ramas de una palmera. Knut se detuvo debajo del drbol y observé con detenimiento la luna con su monéculo, resiguiendo sus mares y sombias. Luego bajé el mo- néculo, pase6 la vista por el cielo y exclamé: «{Veo miles de estre- Ilas! Veo toda la Via Licteal» «@Eso es imposible'», repuso Bob. «Por fuerza, el angulo sub- tendido por una estrella ha de ser demasiado pequefio, dado que ‘tu agudera visual es la décima parte de lo normal.» Knut se defendié identificando varias de las constelaciones que brillaban sobre nosotros, aunque le parecié que algunas teni- an una configuracién diferente de la que presentaban en su nati- vo cielo noruego. Se pregunté si su nistagmo no tendrfa un paraddjico beneficio, en al sentido de que los movimientos es- pasmédicos de sus ojos tal vex sirvieran para «magnificam, for- mando una especie de borrdn, imagenes puntuales de otro modo invisibles, aunque ello también podria ser consecuencia de cual- quier otro factor. Reconocié que no le era ficil explicar qué le 30 permitia ver las estrellas con tan poca agudeza visual, pero lo cier- to era que las vela, «Un loable nistagmo, zverdad?», coments Bob. Alamanecer regresamos al aeropuerto y nos acomodamos para sucstro largo viaje en el Island Hopper, el avién que dos veces por semana enlaza un pufiado de islas en el Pacifico. Bob, que ain arrastraba el desfase horario provocado por el viaje desde el conti- nente, se arrellané en sn asienta para dormir un rato. Knut, ya equipado con sus gafas oscuras, sacé su lupa y se puso a leer lo que seria nuestra Biblia durante el viaje: el incomparable Micronesia Handbook, con sus brillantes y agudas descripciones de las islas {que nos esperaban. Me sentfa intranquilo, y decidé llevar un diario del vuelo: Hace hora y cuarto que volamos en [{nea recta, a una altuta de casi diez mil metros, sobre la lisa inmensidad del Pacifico. Ni bbarcos, ni aviones, ni tierra, ni fronteras, nada. Sélo el ilimitado azul del cielo y del mar, que de vez en cuando se funden en un ‘énico cuenco azul. Esta inmensidad sin accidentes, sin una sola ube, provoca una profunda sensacién de paz e induce a la enso- fiacién, pero, al igual que una situacién de aislamiento total, re- sulta un tanto aterradora. La inmensidad aterra tanto como emo- ciona, Con razén hablé Kane de la «potencia aterradora de lo sublime Después de casi dos mil kilémetros, por fin divisamos tierra, un pequetio y delicado atolén en el horizonte. ;La isla de Johnston! En el mapa no era més que un puntito, y, al verlo, dije para mi: «Qué lugar tan idilico, a miles de kilémetros de cualquier parte!» A medida que descendfamos parecia cada vez inenos hermoso: una amplia pista de aterrizaje iba de un extzemo a otro de la isla, ya ambos lados se levantaban almacenes, chimeneas y tortes, unos edificios sin ojos envueltos en una neblina rojoanaranjada... Mi idilico y pequefio paraiso resultaba ser un rinoén del infierno. El aterrizaje fue brusco y todos nos asustamos. Se oyé un fuer 31 te muido y un chisrido de neumsticos, al tiempo que el avidn se la- deaba hacia un costado, Mientras el aparato se detenia, [a tripula- ciéa nos informé de que los frenos st habian agazrorado y la fric~ cién destrozé los ncumiticos de las ruedas del lado izquierdo. Tendrlamos que esperar hasta que repararan la averla. Asustados por el aterrizaje y entumecidos por levar tantas horas en el aire, desedbamos bajar lo mas pronto pesible del avién y estirar las piernas un rato. Acercaron una escalera con la leyenda BIENVENI- DOS AL ATOLON DE JOHNSTON a les lados. Un par de pasajeros empezaran a bajar, pera coanda quisimos seguirlos nos camiinica ron que ¢l atolén de Johnston era «zona restringida» y a los civiles no se les permitia desembarcar alli, Frustrado, regresé a mi asiento ¥ le pedi prestado a Knut el Micronesia Handbook, para leer algo sobre Johnston Recibié su nombre, al parecer, del capitin Johnston, del buque brivinico Cornwallis, que lo descubris en 1807, el primer ser hu- mano, quizds, que pisé aquel lugar pequefio y remoto. Me pregun- 1é si habria sido descubierto con anterioridad y después olvidado. Lo Unico seguro es que alli no vivia nadie: el atolén carece de fuen- tes de agua dulce, Johnston era valioso por sus rico: depésicos de guano, y tanto Estados Unidos como el Reino de Hawai se atribuyeron su sobe- ranfa en 1856. Bandadas de cientos de miles de aves migratorias se detenfan alli, y en 1926 la isla fue declarada teserva federal de aves. Después de la Segunda Guerra Mundial pasé a depender de la Fuerza Aé- rea de Estados Unidos, y «desde entoncess, le, slas fuerzas milita res de Estados Unidos han convertido lo que una ver fue un idii- co atolén en uno de los lugares més téxicos del Pacifico». Fue usilizade durante los cincuenta y los sesenca para realizar pruebas nucleares, y volverfa a serlo de reanudarse las prucbas; ademés, uuna zona del arolén esté contaminada por la radiactividad. Por tun tiempo se pensé en urilizarlo para probar armas bioldgicas, peto la idea se descarté debido a la inmensa poblacién de aves mi- ¢gratorias, que podfan llevar infecciones lecales de regeeso a sus lu- gares de origen, En 1971 Johnston se convirtié en un inmenso de- pésito de miles de toneladas de gas mostaza y gases nerviosos, que 32 petiédicamence se incineran, lo que libera dioxina y farano a la at- mésfera (tal vez este hecho explicara la niebla de color rojizo que habia visto desde el aire). Todo el personal destacado en la isla debe llevar siempre encima su mascara antigés. Encerrado en el cada vez més sofocante avin mientras lefa todo esto ~habfan apa- gado el aire acondicionado en tanto esperdbamos en tierra-, em- pecé a sentir un carraspeo en la garganta y opresién en el pecho, y me pregunté si no estaria respirando el mefitico aire de Johnston. La leyenda «BIENVENIDOS AL ATOLON DE JOHNSTON» parecia ahora tétricamente induicas pos ly ancuus, luubiera debidu it awvin- pafiada de una calavera y dos tibias cruzadas. Los miembros de la tripulacién se mostraban cada ver més incémodos y nerviosos, 0 eso me parecié, a medida que pasaban los minutos; no veian la hhora, pensé, de cecrar la portezuela y despegar de nuevo. Pero el personal en tierra atin continuaba tratando de reparar nuestros averiados neuméticos; llevaban trajes brillances y alumini- zados, presumiblemente para reducir el contacto directo con el aire en caso de una nube téxica. Habjamos ofdo en Hawai que un hu- racin se disigia hacia Johnston, No representaba ningin peligro mientras siguiéramos el horario previsto, pero entonces empe- zamos a pensar que si nos retenfan por mds tiempo, era probable que el huracin nos alcanzara en Johnston y, ademas de dejarnos ‘embarrancados alli, nos envolviera en una tormenta de gases vene- noses y radiactives. No habja ningdn vuelo planeado hasta el fin de semana. Oimos comentar que a fines del diciembre pasado un vuelo habia quedado detenido en el atolén, lo que oblig6 a los pa- sajeros y la tripulacién a pasar ai unas inesperadas y toxicas Navi- dades, El personal de tierra siguié trabajando un par de horas més, pero sus intentos resultaron infructuosos. Finalmente, tras lanzar ansiosas miradas hacia el cielo, el piloto decidié despegar con las ruedas que nos quedaban. El aparato se estremecié y vibré a medi- da que tomébamos velocidad, y parecié balancearse y cabecear en claire como un gigantesco ornitéptero, hasta que por fin (eras re cotter la casi toralidad de la pista) despegamos y nos abrimos paso, por entre el aire rojizo y polucionado de Johnston, hacia el cielo azul, 33 Otro salto de mas de dos mil kilometros hasta nuestro si- guiente destino, el atolén de Majtro, en las islas Marshall. Results tun vuelo interminable, en el que todos perdimos el sentido del e5- pacio y del tiempo y dormixibamos en medio del vacio. Me des- perté de repente, aterrado, cuando un bache zarandeé ef avidn. Luego volvi a adormilarme, y seguimos volando y volando hasta que una aueva turbulencia me despert6. Al mirar por la ventani- lla, pude divisar el estrecho y plano atolén de Majuro, que apenas se eleva tres metros por encima de las olas. Docenas de islas rodea- ban la laguna. Algunas de ellas parecian vacias y atractivas, con co- coteros a lo largo de la costa: Ja dlisica imagen de la isla desierta. El aeropuerto se encontraba en ura de las islas mas pequefias. Conscientes de que llevabames dos ruedas en muy mal estado, todos temfamos el aterrizaje, Result6, en efecto, dificil -nos zaran- deamos de lo lindo-, y se decidié que permanecerfamos en Maju- ro hasta que sc hicicran algunas reparaciones, lo que requeritia, por lo menos, un par de horas. Después del prolongado encierro en el avién (habjamos volado casi cinco mil kilémetros desde Ha- vai), todos saltamos de nuestros asientos y nos lanzamos hacia afuera en opel, como en un estallido. ‘Kaus, Bob y yo entramos en la pequesia tienda del aeropuerto, donde vendian como recuerdos collares y cortinas de conchas en- sartadas y, para mi sorprese, postales de Darwin.§ Mientras Bob exploraba la playa, Knut y yo caminamos has- ta el final de la pista, que terminaba en un pequefio muro que dominaba la laguna. El agua era de un intenso azul celeste en las proximidades de la costa, y de un color mAs oscuro, casi indi- go, en el interior de la laguna. Sin pensarlo, mencioné con emo- cién Jos maravillosos anules de aquel mar, pero enseguida callé, ineémodo. Knut, aunque desconoce la experiencia directa del co- los, es un erudito en el tema. Le intriga el abanico de palabras € imagenes que utiliza la gente para describir los colores, y me pregunté qué color era exactameate el «azul celeste. (as seme- jante al cerdleo?») Quiso saber, ademis, si «indigo» representaba, ppara mi, un color independiente, el séptimo del espectro, ni azul 34 ni violeta, sino un color por derecho propio. «Mucha gente no ve el indigo», comenté, «como un color independiente, y hay quien considera el azul celeste distinto del azul.» Sin tener un co- nnocimiento directo del color, Knut ha acumulado un inmenso catélogo mental, un verdadero archivo, de saber teérico sobre los colores del mundo. Dijo que encontraba la luz del arrecife real- mente extraordinaria. «Un tono brillance, metilico», afiadi6, «in- tensamente luminoso, semejante al del cungsteno». Ademés, dis- tinguié media docena de especies distintas de cangrejos, algunas de los cuales se desplazaban tau deptisa quc apeuas alvaued a vei los. Me preguntaba, como hace a menudo Knut, si su aguda per- cepcién del movimiento no ser una compensacién pot su acto- matopsia. Me separé de Knut para unirme a Bob en la playa, que era de arena muy blanca y estaba bordeada de cocoreros, Crecfan en ella dzboles del pan y pequefias excensiones de hierba de Manila, una vatiedad de césped. del género Zoysia que media en los arenales, asi como une planta suculenta de gruesas hojas que no conocia. La playa estaba sembrada de trozos de madera, carvén y plistico, la basura procedente de Derrit-Uliga-Delap, la ciudad formada por tes islas que es la capital de las Marshall, donde veinte mil perso- nas se hacinan en condiciones insalubres. Aunque estibamos a diez kilmetros de la capital, los corales tenian un aspecto pilido y enfermizo, y las aguas, turbias y espumosas, estaban llenas de co- hombros de mar, que se alimentan de detritos. Sin embargo, como allf no habia ninguna sombra y el bochorno era insoporta- ble, guiados por la esperanza de que hacia el interior de la laguna cl agua estarfa mis limpia, nos quedamos en ropa interior y avan- zamos con cuidado sobre el cortante coral hasta que encontramos tun lugar donde era posible nadar. El agua estaba deliciosamente tibia, y las tensiones de nuestro atropellado viaje fueron desapare- ciendo 2 medida que nadbamos. Pero cuando empezabamos a disfrutar de aqucl estado intemporal, cl verdadero encanto de las laganas tropicales, nos llegé una repentina llamada desde la pista de aterrizaje»: «(El avién esté a punto de despegar! ;Rapido!» Sali- mos del agua como pudimos y nos vestimos mientras corrfamos hhacia el aparato. Una de las ruedas ya habfa sido cambiada, pero la 35 otra estaba muy doblada y no se soltaba. Asi que, después del sus- to y la carrera para no quedarnos en tierra, tuvimos que esperar owra hora a pleno sol hasta que decidieron no insistir més y despe- gamos de nuevo, entze sacudidas, traqueteando sobre la pista, para cubrir la siguiente etapa de nuestro viaje, mucho mds corta que las anteriores, que nos llevaria a Kwajalein. ‘Algunos pasajezos bajaron en Majuro, y subieron otros, y aho- ra iba sentado al lado de una simpética mujer, una enfermera del hospital militar de Kwrajalein, donde su masido estaba destinado en la unidad de seguimiento de cohetes por radar. Hizo una nada idilica descripci6n de la isla, 0, mas bien, del grupo de islas (no- venta y una en toral) que forman el atolén de Kwajalein, alrede- dor de la mafor laguna del mundo. La lagura, segiin me explic6, es blanco de prucba para los misiles de las bases que la Fuerza Aé- rea de Estados Unidos tiene tanto en Hawai como en el continen- te. Y desde Kwajalein se disparan los misiles sierra-aire encargados de destruir a los cohetes atacantes cuando étos son descubiertos por el radar. Haba noches, coments, en que el cielo parecia incendiatse y se ofan tremendas explosiones mientras misiles y an- timisiles estallaban en el aise al colisionar y sus restos caian en la laguna, «Aterradom, afadié, «como el cielo noctarno sobre Bagdad.» ‘Kwajalein forma parte de la barreca de radar del Pacifico. Se- gin Ia mujer, a pesar del final de la guerra fia, reina all una at- miésfera recelosa, tensa y defeasiva. El acceso esta restringido, y en Jos medios de comunicacién (que dependen de las autoridades mi- litares) no existe la més minima libertad de eepresién. Tras esta ri- sida fachada se oculta una tremenda desmeralizacién: las depre- siones estan a la, orden del dia, y la rasa de suicidios es de las més altas del mundo. Las autoridades son conscientes de estos hechos, y han tratado de humanizar la vida en Kwajalein mediante la ‘onstruccién de piscinas, campos de golf, pistas de tenis y toda clase de instalaciones recteativas, pero, 2 pesar de ello, sigue siendo insoportable. Por supuesto, el personal civil puede marcharse cuando lo dese, y los destinos de los militares son, generalmente, breves. Quienes se llevan la peor parte, a causa de su indefensién, son los trabajadores natives de las Marshall, hacinados en Ebeye, a 36 sélo cinco kilémetros de Kwajalein: casi quince mil personas que viven en una isla de menos de dos kilémetros de largo por dos- cientos metros de ancho: cuatrocientos mil metros cuadrados. Han acudido en busca de trabajo, a causa del desempleo endémi- co en las islas del Pacifico, pero para ello deben soportar condicio- nes increfbles de hacinamiento, enfermedades y suciedad. «Si quiere conocer el infiemno», concluyé mi compafiera de asiento, haga una visita a Ebeye»” Habia visto algunas fotos de Ebeye -en las que la isla propia~ meme dicha apenas podria distinguinse, pues la cubren cu ou ai totalidad los techos de cartén embreado de las chabolas de los tra- bajadores-, y sentia curiosidad por contemplaria de cerca mientras descendiamos, pero, por lo que pude ver, los pilotos tenian orden de alejarse de ella todo lo posible, para que los pasajeros no pudie~ ran contemplar el especticulo. Al igual que ocurre con Ebeye, se procura evitar que las gentes corrientes tengan acceso a los restan- tes atolones tristemente famosos de las Marshall, los de Bikini, Eniwetak y Rongelap; estas dos tiltimas siguen inhabitables a cau- sa de la radiactividad. A medida que nos acercébamos a ellas, me venfan a la memoria los horripilantes hechos alli ocustidos en los afios cincuenta: Ia extragia ceniza blanca que cayé sobre un arune- 10 japonés, el Dragén Feliz, la cual provoos que toda la tripulacién enfermara gravemente a causa de la radiacién, o la «nieve rosadan que cayé sobre Rongelap despuds de una prucba nuclear; como los nifios nunca habjan visto nada igual, se pusieron a jugar con ella, encantados.? Se evacué la poblacién de varias de las islas situadas, cerca de los atolones donde se efectuaban las pruebas, y algunos de &10s siguen tan contaminados cuarenta afios después que, segin se dice, de noche brillan fantasmagéricamente igual que la esfera Juminosa de un reloj. Otro de los pasajeros que subié al avién en Majuro —con quien trabé conversacién cuando los dos estirdbamos las piernas en la parte trasera del aparato~ era un hombre alto y fornido, muy simpatico, que resulté ser uno de los principales importadores de came en conserva de Oceania. Hablé largo y tendido, frovandose las manos, del «tremendo apetito» que muestran los micronesios en general, y los marshalleses en particular, por la came en conser 37 via, en especial, Ia de cerdo, de la que vendfa grandes cantidades por toda la regién. Era, evidentemente, un negocio rentable, pero, por su manera de hablar, daba la impresién de que para él const tufa més bien una tarea filantrdpica poder ofrecer sanos alimentos ccidentales a unos ignorantes nativos que, si los dejaban solos, volverfan a alimencarse de flames, &rbol del pan, taro, bananas y pescado tal como habfan hecho durante milenios, una dieca nada occidental de la que, ahora, quedaban felismente liberados. La carne de cerdo en conserva, en particulas, segtin comenté mi com- pafiero, habia terminado por ser parte esencial de la nueva diewa de los micronesios. Aquel hombre parecia ignorar por completo los enormes problemas de salud que ha originado el cambio a una dieta occidental después de la guerra. En algunos lugares de Mi- cronesia, por Jo que me habian dicho, le obesidad, la diabetes y la hipertensién -en el pasado muy raras~ afectan en la actualidad a un altisimo porcentaje de la poblacién.? ‘Mas tarde, cuando me levanté para estirar de nuevo las pier- nas, empecé a conversar con otra pasajera, una mujer de aspecto adusto que rondaria los sesenta afios. Se trataba de una misionera gue habia subido en Majuro con un core formado por una docena cde marshalleses vestidos con camisas floreadas. Me hablé de la irn- portancia de llevar la palabra de Dios a los islefos, para lo cual ha- bia viajado 2 todo lo largo y ancho de Micronesia, predicando el Evangelio. Era una mujer inflexible, convencida de estar en pose- sién de la verdad, de ideas fijas, de fe militante y agresiva, y, sin embargo, mostraba una enexgia, una abnegacién, una tenacidad y una decisién que parecian casi heroicas. La ambivalencia de la reli- gidn, que al ser impuesta tiene efectos complejos y a menudo con- tuadictorios, en especial cuando hace que entren en confficto dos culturas y dos concepciones del mundo, parecfa haberse encarna- do en aquella formidable mujer y su coro. La enfermera, el magnate de la carne en conserva y Ja inflexi- ble misionera habfan conseguido entretenerme de tal manera que apenas me di cuenta del paso del tiempo ni de la monétona exten- sién del océano que discurria bajo nosotros hasta que, de repente, 38 noré que el avidn descendia hacia la inmensa laguna de Kwajalein, con su aspecto de bumerin. Traté de buscar con la mirada el mi- serable infierno de Ebeye, pero nos aproximébamos a Kwajalein por el otro lado, por el lado «amable». Volvimos a repetir el ya fa- riliar aterrizaje, y nos estremecimos y saltamos mientras recorria- ‘mos la larga pista militar. Me pregunté qué harian con nosotros hasta que terminaran de arreglar la rueda doblada, Kwajalein es uuna base militar y un centro de prueba de misiles incezcontinenta- les, y las medidas de seguridad son de las més estrictas del mundo. ‘Al igual que en Johnston, allf les esté prohibido bayar del avion a los civiles, pero dificilmente podian mancener encerrados en él a los sesenta pasajeros durante las tres © cuatro horas que con segu- ridad se necesitarfan para reparar la rueda y otras posibles averias. Al bajar se nos pidié que nos pusiéramos en fila y camindra- ‘mos lentamente, sin acelerar el paso ni detenernos, hacia un barra- én apartado de los demés. Una vee alli, la policia militar nos o- dené que dejéramos nuestras pertenencias en el suclo y nos pusidramos de cara a la pared. Acto seguido, un policia condujo a uun perro babeante que estaba tendido, jadeando, sobre una mesa (en dl basracén debia de haber unos cuarenta grados de tempera- cura) hasta nuestras pertenencias, que olfateé con detenimiento. Luego hizo que nos olfateara uno por uno. Ser tratado prictica- ‘mente como una res resultaba escalofriante de veras; entonces me di cuenta de lo indefensa y aterrorizada que debia de sentirse una persona atrapada por los tentéculos de una burocracia totalitaria militar. Después de esta especia de registro, que duré unos veinte mi- autos, nos trasladaron a un barracén més pequefio, que tenfa el suelo de piedra y aspecto de prisién; alli habla bancos de madera, soldados y, por supuesto, perros. En lo alto de una de las paredes habia un ventanuco, y poniéndome de puntillas y estirando <1 cuerpo pude tener a través de él una répida visién de césped bien cuidado, un campo de golf'y lo que parecia un club de campo: c modidades para hacer més agradable la vida de los militares desti- nados alli Al cabo de una hora, nos trasladaron 2 un cezcado si- tuado fuera de las instalaciones de la base, desde donde, al menos, podfamos ver el mar, asi como el monumento conmemorativo 39 de la Segunda Guerra Mundial, flanqueado por dos cafiones. Cer- @@ del recinto habla un poste con docenas de indicadores que apuntaban en todas dirccciones, en los que aparecfan las distancias que nos separaban de otras tantas ciudades del mundo. El indica- dor més alto decia: LILLEHAMMER, 9.715 MILLAS. Vi que Knut contemplaba el indicador con su monéculo, y supuse que pensaba en lo lejos que se encontraba de casa, Sin embargo, aquellos indi- cadores nos reconfortaron, pues nos recordaron que fuera de alli habia otto mundo, un mundo completamente distinto. El avién quedo listo en menos de tres horas, y aunque la tri- pulacién se encontraba realmente cansada —tras las largas demoras en Johnston y Majuro, haefa ya trece horas que habiamos salido de Honolili-, decidié seguir en lugar de pasar la noche allt. Des- pegamos, y tuna sensacién de libertad, de alivio, nos embargé una vex dejamos Kwajalein acrés. Durante la que serfa la ultima etapa de nuestro viaje reiné un ambience festive en el avién; de repente, todo el mundo se mostré amigable y conversador, y compartimos comida y anéedoras. Nos sentiamos unides por la conciencia de lo importante que es estar libre y poder hacer lo que a uno le plazca, después de nuestro breve pero desagradable confinamienco. ‘Miencras permanecimos en Tierra en Kwajalein pude observar los rostros de mis compafieros de viaje, lo que me hizo darme cuenta de lo variado que es el mundo melanesio que representa- ban: habia gentes de Pohnpei que regressban 2 su isla; nativos de CChuuk, altos y recios come los polinesios, extrovertides y que ha- blaban un Ienguaje que me soné completamente diferente que el de Pohnpeis habitantes de las Palaos, reservados y solemnes, cuya lengua también era nueva para mi; un diplomético de las Mar- shall, de camino a Saipan, y una familia de chamottos (en cuya lengua cref identificar algunos ecos del espafiol), de regreso a su pueblo cn Guam. Cuando reemprendimos el vuelo, era cada vez mis consciente de la diversidad de los idiomas que llegaban a mis ofdos, y al final me sent{ inmerso en una especie de acuatio lin- gilistico. ir aquella mescolanza de idiomas hizo que me diera cuenta de lo inmenso que es el archipiélago de Micronesia, una nebulosa de islas, de millones de islas, esparcidas por el Pacifico, cada una 40 de ellas tan remota y perdida en ol espacio que la rodea como las estrellas en el firmamento. Y esas islas, esa vasta galaxia contigua a Ja de la Polinesia, atrajo a algunos de los més grandes marineros de la historia ~guiados por la curiosidad, la ambicién, el miedo, el hambre, la religién, la guerra, lo que fuera-, que sélo contaban como guia con las estrellas y un conocimiento del océano que casi parece sobrenatural. Emigraron aqui hace més de tres mil afios, cuando los griegos exploraban el Mediterraneo y Homero relataba las aventuras de Ulises. La enormidad de esa otra odisea, lo que uve de heiwivy, Ue snavavillosy y, tl ves, de desespetado, se adue~ 6 de mi imaginacién mientras sobrevolébamos el interminable Pacifico. Me pregunté cuntos de esos viajeros habfan perecido en aquella inmensidad, sin ni siquiera haber visto de lejos las tierras con las que habian sofiado. Cudntas canoas hablan queda- do destrozadas contra acantilados y costas rocosas por furiosas reas; cudntos habfan attibado a islas que, aunque al principio parecian hospitalarias, resultaron ser demasiado pequefias para so- portar una cultura y una comunidad, lo que condujo a sus pobla- dores al hambre y sus secuelas: el caos, la violencia y la muerte, Scgufamos sobrevolando el Pacifico que ahora, de noche, pa- recia una inmensa superficie ondulante y mate, iluminada de vez en cuando por la luz de la luna. La isla de Pohnpei también se encontraba a oscuras, aunque podiamos vislumbras algo, tal vez la silueta de sus moneafias contra el cielo nocturno. Cuando atertiza- mos y bajamos del avién, nos envolvié al punto un tremendo ca- lor himedo leno del pesado perfume de! franchipén. Esa, creo, fue la primera sensacién que nos embargé a todos: la fragancia de Ja noche tropical, los aromas del dfa que se dilufan en el aire cada vvex més fresco y, por encima de nosotros, increfblemente claro, el gran dosel de la Via Lactea. A la mafiana siguiente, cuando aos despertamos, pudimos ver Jo que habfamos intuido en la oscuridad en el momento de nucs- tra llegada: Pohnpei no era simplemente otro ano atolén de corel, sino una isla monvafiosa, con picos que se elevaban abrupta- mente hacia el cielo, y cuyas cimas quedaban ocultas por las nu- 4 bes. Las escarpadas laderas estaban cubiertas de densa selva, inte- srumpida aqut y alld por arroyos y saltos de agua. Del pie de las la- eras arrancaban suaves colinas, algunas cultivadas, que nos rodea- ban por completo, las cuales, si mirdbamos hacia la costa, se disolvian en una franja de manglares; més allé, en el mar, se desta ‘aba una barrera de arrecifes. Me habian fascinado los atolones que habia visco hasta entonces ~Johnston, Majuro, incluso Kwaja- lein= pero aquella elevada isla volcénica, coronada por la selva y las nubes, eta algo compleramente distinto, un paraiso para cual- quier naturalisea. Me senci fuertemente tentado a no tomar el avién y quedarme ‘en aquel mazavilloso lugar un mes o dos, 0 tal vez un affo, o para el resto de fai vida, hasta el punto de que tuve que hacer un verda- dero esfuerzo fisico para vencer mi resistercia y unirme a los de- mas a fin de seguir el viaje hacia Pingelap. A medida que nos ele- vvabamos, la isla se nos present desde el aire en toda su extensién. Pensé que la descripcién que hace Melville de Tahiti en Ornoo se correspondia perfectamente con Pohnpei: Desde los grandes picos centrales [..] la tierra desciende en todas las ditecciones hacia cl mar formando cadenas de escarpa- das lomas verdes. Entre éstas se abren anchos y sombreados valles =por su aspecto, cada uno de ellos se diria un Tempe- regados por estrechos artoyos y cubiertas de densos bosques [..] Desde el tat, la vista es magnifica. Es una masa de diferentes tonos de verde, desde la playa hasta la cima de las montafias, animada por infinidad de valles, cadenas de lomas, arroyos y cascadas. Aqui y alla se proyecta la sombra de los picos mas altos, que llega hasta al fondo de los valles, en la cabecera de los cuales las cascadas re- lucen iluminadas por el sol como si cayeran entre cortinas verti- cales de verdor.(..] No resulta exagerado afirmar que, para cual- quier europeo de cierta sensibilidad que visitara por primera vez esos valles, la calma inefable y la belleza de semejante paisaje seri- an tales que todo lo que viera lo impresionarfa como si se teavara de algo contemplado en suefios. 42 PINGELAP Pingelap es uno de los ocho pequefios atolones dispersos sobre 1 océano alrededor de Pohnpei. Hubo un tiempo en que eran ele- vadas islas voleénicas como Pohnpei, pero son geolégicamente ‘més antiguos y se han erosionado y hundido a lo largo de millones de afios; ahora sélo quedan anillos de coral alrededor de las lagu- ras, hasta el punto de que, en conjunto, la superficie emergida que ocupan esos atolones ~Ant, Pakin, Nukuoro, Oroluk, Kapin- gamarangi, Mwoakil, Sapwuahfik y Pingelap~ no supera hoy los scis kilémetros cuadrados. Aunque Pingelap es uno de los més ale- jados de Pohnpei, del que lo separan casi cuatrocientos kilémetros (generalmente de mar picado), fue colonizado antes que los otros atolones, hace unos mil afios, y atin cuenta con la poblacién mas alta, cerca de setecientos habivantes. El comercio y la comunica- . ‘Deleta nos guié durante una breve visita por el edificio de la administracién. Casi todas las dependencias estaban vaclas, y el viejo generador de queroseno encargado de producir la energia para iluminarlo parecia llevar afios estropeado.¥S Al caer la tarde, nos guid hasta la casa del juez de paz, donde nos alojarfamos. No Ivabfa luces ex Tas calles ui cn las casas, y ta oscuridad pase mularse y caer de repente sobre nosozros. El interior de la casa, he- cha con ladtillos de hormigén, era oscuro y pequefio, hacia alli un calor sofocante, como en un sauna, a pesar de haber caido lz no- che, Pero contaba con una encantadora tertaza, sobre la que cafan las ramas de un gigantesco Arbol del pan y una platanesa. Habla dos habitaciones. Knut dormiria en el cuarto del juez de paz, en el primer piso, y Bob y yo en el de los nifios, arriba. Cruzamos una mirada de terror “los dos somos insomnes, los dos no soportamos el calor, los dos tenemos la costumbre de leer hasta altas horas de Ja noche- y nos preguntamos eSmo ibamos a sobrevivir durante aquellas noches tan largas si ni siquiera podiamos leer. Toda la noche me revolv{, inquieto, en la cama. Mi insomnio se debia en parte al calor y la humedad, pero también a la excita~ cign que me embargaba, una excitacidn que hizo que experimen- tara un curioso fenémeno éptico y viera visiones, cosa que sue- le ocurrirme al principio de una migrafia: en este caso, se trataba de una infinica sucesién de imagenes de drboles del pan y plata- neras que se proyectaban en el oscuro techo. Asi mismo, contti- buia a mi insomanio una embriagadora sensacién de alegria causa- da por el hecho de haber llegado, al fin, ala isla de los ciegos a los, colores. ‘Ninguno de los tres durmié bien esa noche. Nos encontramos al amanecer en la terraza, con aspecto de haber trasnochado, y de- cidimos explorar la isla. Llevé mi libreta y tomé algunas notas a medida que camindbamos (a pesar de que la tinta se corrfa a causa de la humedad del aire, que mojaba el papel): 53 Son las seis de la mafiana, y, aunque el ambiente es sofocan- te, hiimedo, enervante la isla ya se encuentra en plena actividad: los cerdos grufien mientras hozan entre los matorrales; se huele a pescado y a taro asados; se reparan los techos de las casas con pal- mas y hojas de platanera mientras Pingelap se prepara para un nuevo dia. Tres hombres construyen una canoa, de encantadora forma tradicional, vaciando un enorme :ronco de drbol; utilizan técnicas y materiales que no han cambiado en los uhtimos anil afios. Bob y Knut se muestran fascinedos por la construccién del bote y la observan de cerca, absortas. Ta arenritin de Knut se di rige luego hacia el otco lado del camino, hacia las numbas y los al- tares contiguos a algunas de las casas. No existe cementerio en ingelap; los muertos no se entiezran en comunidad, sino al lado de sus casas, de modo que siguen formando parte, casi de un modo palpable, de la familia, Alrededor de las tumbas hay unos cables, semejantes a tendederos, de los que cuelgan troz0s de tela de brillantes colores; no sé si su funcién es asustar @ los demonios ©, simplemente, decorativa, pero lo cierto es que ponen una now. de alegria en el ambiente ‘Me llama la atencién la tremenda densidad de la vegeracién que nos rodea, mucho més densa que la de cualquier bosque templado, asi como un liquen amarillo que crece en algunos de los drboles. Cojo un poco y la pruebo ~muchos liquenes son co- estibles-, pero resulra ser amargo y nada apetitoso. Por todas partes vefamos d:boles del pan, de hojas inmensas y lobuladas, que, a veces, formaban bosquecillos; estaban cargados de esos gigantescos frutos que Dampier, trescientos afios atris, comparé con el pan por su sabor.!” Nunca habfa visto Arboles tan generosos. Crecian muy ficilmente, comenc6 James, y cada érbol podfa dar unos cien frutos al afio, mas que suficiente para sostener a un hombre. Un érbol puede ser productive durante cincuenta aiios, y después su fina madera tienen diversas aplicaciones, en es- pecial, construir canoas. Docenas de nifios estaban ya nadando entre los arrecifes; algu- nos efan tan pequefios, que apenas podian andar, pero se zambu- lifan sin miedo entre los cortantes corales lanzando chillidos de alegrfa. Vi que algunos de los crfos que nadaban y buceaban gti- 54 tando sin parar llenos de excitacidn eran acromatépsicos; no pare- cfa haber discriminacién ni ojeriza contra ellos, por lo menos en aquella etapa de sus vidas, y, como era muy temprano y el cielo es- taba encapotado, no parpadeaban ni estaban medio ciegos, lo que les ocurre durante las horas de maxima insolacién. Algunos de los chicos més mayorcitos se habian atado suelas de goma de sandalias viejas a las manos, y nadaban con ellas de un modo que ecordaba el de los perros, pero que resultaba sorprendentemente répido. Otros buceaban hasta el fondo, repleto de grandes y turgentes cohombros de mar, los arrancaban y los estrujaban sin piedad para Janzarse chorros de agua indiscriminadamente... Soy amante de los holotiiridos, y deseé de todo corazén que sobrevivieran. Me tiré al agua y buceé a mi vez, en busca de cohombros de mar. Segtin he leido, hubo una época en que existfa un importante comercio de holowiridos hacia Malasia, China y el Japén, donde son muy apreciados y se conocen como srepang 0 namako. De ver en cuando, me encanta comerme uno, pues su carne tiene una consistencia gelatinosa, una especie de celulosa animal, que en- cuentro muy apetitosa. Volvi a la playa con un cohombro y le pre- gunté a James si en Pingelap se los comfan. «Sir, me contest, epero son muy duros y hay que cocerlos mucho. Sin embargo», afiadié, y sefialé el Stichopus que habia arrancado, «éste se puede comer crudo.» Le di un mordisco, preguntdndome silo habia di- cho en broma. Me resulté imposible hincar el diente en el correoso tegumento: era como tratar de comerse un zapato vicjo y gastado. '* Después del desayuno, fuimos a visitar a una familia nativa, los Edward. Entis Edward es acromatépsico, as{ como sus tres hi- jos, desde un nifio de pecho, que guifiaba los ojos bajo la luz del sol, hasta una nifia de once afios. Su espose, Emma, tenia vision normal, pero, evidentemente, era portadora del gen. Entis es un hombre instruido, con poco dominio del inglés, pero dotado de una elocuencia natural. Es ministro de la Iglesia Congregacionalis- tay pescador, un hombre respetado por la comunidad. Pero su caso, nos explicaba su esposa, era una rara excepcién. La gran ma- yorfa de los que nacian con el maskun no aprendian a leer, pues 35 no podfan ver lo que el profesor escribia en la pizarra; tenfan me- nos oportunidades de casarse, en parte porque se sabia que sus hi- jos tenian més posibilidades de verse afecados, y en parte porque ro podian trabajar a la luz del sol, como hace la gran mayoria de los pescadores.!? Entis era una excepcién en todos los aspectos, y lo sabfa muy bien: «He sido afortunado», dijo. «No ha resultado tan ficil para los demés.» Aparte de los problemas sociales que ocasiona, Entis no consi- dera que la ceguera al color sea una invalider, aunque a menudo se ve limitado por su intolerancia a Ja luz y por la dificultad para ver los detalles més pequetios. Kaut asentia mientras hablaba. Ha- bia escuchado con atencién todo lo que decia Entis, y se identifi- caba con él en muchos aspectos. Sacé su monéculo para ensefiar- selo, ef monéculo que era casi un tercer ojo para él y siempre colgaba alrededor de su cuello. El rostro de Enis se iluminé de placer cuando, después de ajustar el foco, pudo ver, por primera ve, las canoas balancedndose en el agua, los érboles en el horizon- te, los rostros de la gente al otro lado del camino y, enfocando ha- cia abajo, los detalles de las espirales en las yemas de sus dedos. Impulsivamence Knut se quité el monéculo del cuello y se lo ofte- cié a Entis. Este, evidencemente emociomde, no dijo nada, pero su esposa encré a la casa y salié con un hermoso collar elaborado por ella, una cadena triple de conchas idénticas, el objeto mas va- lioso de la familia, y se lo ofecié con gesto solemne a Kaut mien- tras Entis obsecvaba. Ahora era Knut quien se encontrabs medio invilido sin el monéculo, «Ha sido como entregarle medio oo, pues lo necesito para ver.» Pero se sentia realmente feliz. «La vida sera completa mente diferente para én, coments, «¥ yo me compraré otro.» Al dia siguiente nos encontramos con James, que parpadeaba bajo la intensa luz mientras observaba a un grupo de muchachos que jugaba al baloncesto. James, como insérprete y guia, se habia mostrado simpético, sociable, competente, integrado en la comu- nidad, pero en aquel momento, por primera ver, se le veia silencio- 30, pensativo, algo solitacio y triste. Empczamos a conversar y salie- 56 ron a relucir nuevos detalles de su biografia. La vide y el colegio habfan sido dificiles para él, asi como para los otros acromatépsicos de Pingelap: la luz directa del sol précticamente lo cegaba, ¥ no po- dia salir sin levar un pafio oscuro sobre los ojos. No podia partici- par en las actividades y los juegos al aire libre de los que disfruta- ban los demés nifios. Su agudeza visual era muy limitada, y no podfa leer los libros de texto a menos que se los acercara a unos diez centimetros de los ojos. Con todo, era un muchacho excep- cionalmente inteligente y despabilado, y pronto aprendié a leer, cosa que le encanta, a pesar de los inconvenientes. Como Deleta, habia ido a Pohnpei para seguir estudiando (en Pingelap sélo se puede cursar la ensefianza primaria), Brillante, ambicioso, con aspi- raciones de alcanzar una vida mejor, James porfié hasta conseguir tuna beca en la Universidad de Guam, donde estudié cinco afios y se licencié en sociologia. Regresé a Pingelap cargado de nobles idea les: ayudar a los nativos a vender mejor sus productos en el merca- do, conseguir mejoras en la asiseencia médica y pedidtrica, evar la electricidad y el agua a todos los hogares, aumentar los niveles de educacién, inculcar una nueva conciencia politica y de identidad en la isla, y lograr que todos los isleios, y en especial los acroma- tépsicos, recibieran desde su nacimiento la educacién a la que teni- an derecho y que a él le habia costado tanto trabajo obtener. ‘Ninguno de estos objetivos se cumplié. James enconers una inercia y una resistencia al cambio tremendas, asi como una au- sencia total de ambiciones, y gradualmente dejé de luchar. No pudo encontrar en Pingelap un trabajo adecuado a su educacién y su calento, pues en Ia isla, a causa de su economfa de subsistencia, no hay més empleos asalariados que los de la enfermera, el juez de az y un par de maestros. Por otra parte, su manera de pensar y de comportarse hacia que ya no perteneciera del todo a aquel peque- fio mundo del que se habia ausentado, y se daba cuenta de que no encajaba en él, de que era un extrafio. Habiamos visto una alfombra de precioso disefio a la entrada de la casa de los Edwards, y enseguida nos dimos cuenta de que se enoontraban por todas partes, canco frente a las uadiciouales vi- 7 ‘viendas con techo de palmera como frente a los edificios més mo- dernos, construidos con ladrillos de hormigén y techados con cha- pa de cine ondulada. El tejido de esas alfombsas era una técnica manual que no habia cambiado desde «el principio de los tiem- os», seguin dijo James. Los hilos tadicionales, hechos de hojas de palma, atin se utilizaban (aunque los cclorantes vegetales tradicio- zales habian sido sustituidos por un tinte azul oscuro obtenido del papel carbon sobrante, del que los islefios hacian muy poco uso). La mujer que tejia las alfombras més delicadas era acromatépsica, y hubta apicndido la cécaica de su madre, que también lo cra. Ja- ‘mes nos llevé a conocerla. La mujer realizaba su intrincado trabajo en el interior de una choza tan oscura que al principio no veiamos nada, por el contraste con la brillante lux del sol. (Knut, por el contiario, se quité sus dos pares de gafas oscuras y comenté que cra, visualmente, el lugar més cmodo que habia encontrado hasta ese momento en la isla.) Una vez nos adaptamos a la oscuridad, empezamos a ver al arte especial con que aquella mujer realizaba intrincados dibujos guiéndose tinicamente por Ia intensidad del brillo de los hilos de hoja de palma, unos dibujos que desaparect- an cuando exponiamos las alfombras a la luz del sol. Reciencemente, le conté Knut a kk mujer, su hermana Britt, para probar que era posible hacerlo, habia hecho una chaqueta de punto utilizando diecistis colores diferentes. Para seguir la pista de las hebras de lana, habia ideado el sistema de marcarlas con un nimero. La chaqueta tenia dibujos maravillosamente intrincados e imagenes sacadas de los cuentos populares noruegos, dijo Knut, pero como habjan sido hechos con lanas de diversos tonos marrén, oscuro y piirpura, que tienen muy poco contraste cromitico, resul- aban casi invisibles para un ojo normal. Britt, en cambio, como sélo se guiaba por la intensidad de su brillo, podia verlos con toda claridad, quiza més claramente que las personas con visién normal de los colores. «Es mi arte personal y secreto», dice. «Sélo pueden ver esos dibujos los totalmente ciegos aos colores.» Horas més tarde, nos dirigimos al dispensario de Pingelap para conocer a otros pacientes con maskun. Habla unas cuarenta perso- 58 nas alli, més de la mitad de los actomatépsicos de la isla, Nos aco- modamos en la sala principal, Bob con su oftalmoscopio, sus lentes para graduar la vista y sus carteles para medi la agudeza visual, y yo con hilos, dibujos y lapiceros de diversos colores, as{ como con ‘material para hacer pruebas de percepcidn de los colores. Knut, por su parte, habfa traido un juego de lAminas de Sloan para medir Ja acromaropsia. Nunca habia visto uno de esos juegos, y Knut me explicé en qué consistia la prueba: «Cada una de estas Kéminas tie- ne una serie de cuadrados grises que varian s6lo en tonalidad, des- de un gris muy claro hasta un gris muy oscuro, casi negro, en reali dad, Cada cuadrado tiene un orificio en el centro, y si coloco una hoja de papel de color por detrés, asf, uno de los cuadrados coinci- dird con el color; tendran una misma densidad.» Sefialé una mota anaranjada, que se destacaba sobre un gris medio. «Para mila mota interna y lo que la codea son exactamente iguales.» Semejante prucba careceria de sentido en una persona con vi sién normal, para quien ningin color elemental puede «coincidir» con un gris, pero resulta muy apropiada para un acromatépsico, que ve todos los colores y todos los grises vinicamente como brillos diferentes. Lo ideal hubiera sido realizar la prueba bajo una fuente de iluminacién estindar, pero, como en la isla no habia electrici- dad, Knut tuvo que usarse a si mismo como pattén y comparar las respuestas de cada acromatépsico con las suyas. En casi todos los casos fueron las mismas, 0 muy similares. Las pruebas médicas son, por lo general, privadas, pero allf todo se hizo en ptiblico, con docenas de muchachos curioseando por las vventanas 0 vagando a nuestro alrededor mientras las realizabamos, lo que dio un ambiente festivo, comunitario y humoristico ala ocasién. Bob deseaba comprobar Ia refraccién en cada paciente ¥ exa- minar sus retinas de cerca, algo que no resultaba nada facil porque sus ojos parpadean continuamente a causa del nistagmo. No le te- sulté posible, por supuesto, observar los microscépicos bastonci- llos y cones (o su ausencia) de forma directa, pero no encontrs nada inusual en sus eximenes con el oftalmoscopio. En el pasado algunos investigadores hab(an sugerido que el maskun estaba rela- cionado con una miopfa alta; pero Bob encontré que no todos los acromatépsicos eran miopes (Knut, por ejemplo, es hipesmécto- 59 pe), asf como que la proporcién de miopes enute los islefios con visién normal cra similar. Si existia una forma de miopia genética cen Pingelap, segdn Bob, se habia transmitido con coda seguridad de forma independiente a la acromatopsia.” Era posible, sin em- argo, afiadi6, que los informes acerca de la miopfa de los actoma- t6psicos fueron una exageracién de los primeros investigadores al observar la clevada proporcién de islefios que parpadeaban y se acercaban los objetos pequefios a los ojos para verlos mejor, com- portamientos que, en apariencia, indicaban miopfa, pero que, en realidad, reflejaban la intolerancia a la Juz intensa y la escasa agu- deza visual caracteristicas de los acromatépsicos. Preguneé a los acromatépsicos si podian diferenciar los colores de diseintos hilos, 0, por lo menos, combinarlos entre si. La com- binacién se cealizaba, evidentemente, basindose en el brillo y no en el color, de tal forma que el amarillo y el azul pilido se podian agrupar con e! blanco, o los rojos y verdes intensos con el negro. También habia llevado conmigo las léminas de la prueba pseudoi- socromética de Ishihara, utlizadas para el diagndstico del dalto- nismo, en las que hay infinidad de puntos de color entre los que se hallan ocultos dibujos y niimeros formados por puntos de otros colores y que no se pueden distinguir de los puntos que los rodean por el brillo, sino sélo por el color. Paradéjicamente, los dibujos y zniimeros de algunas de las laminas de Ishihara no pueden ser dis- ‘inguidos por las personas con visién normal, sino s6lo por los acromatépsicos: en ellas los dibujos y nimeros tienen el mismo color que el fondo, pero su brillo varfa levemente. Los nifios acro- matépsicos m4s mayores se excitaron sobremanera con esta prue- ba, ya que se babfan vuelto contra mi, el examinador, y gritaban y se empujaban para poder sentarse ante mia fin de indicarme los dibujos y ntimeros que era incapaz de ver. La presencia de Knut durante los examenes y el hecho de que compartiera sus propias experiencias fueron cruciales, pues contri- buyeron a que nuestras preguntas se alejaran de la esfera de la mera cutiosidad impersonal, hicieron que todos nos sintiéramos hermanados y ayudaron a que os resultara més fécil aclarar con- ceptos y dar seguridades. Pues aunque la ceguera a los colores en sf no se consideraba un tema preocupante, cxistian algunas creencias 60 cerréneas sobre cl maskun, en particular, el temor de que la enfer- medad pudiera ser progresiva, pudiera conducir a una ceguera to- tal o tal ver estuviera relacionada con el retraso mental, la locura, la epilepsia o problemas cardiacos. Algunos crefan que podia ser provocada por imprudencias durante el embarazo, 0 transmitida por algiin tipo de contagio. A pesar de que existia cierta concien- cia de que el maskun tendia a presentarse en algunas familias, no se sabia casi nada sobre los genes recesivos y las leyes de la heren- cia, Bob y yo hicimos fo posible por dejar claro que el maskun no cia prugicsivy, alectaba sélu a cieitos aspectos de la visién y con algunas ayudas Spticos sencillas como gafas oscuras o viseras para reducir el efecto de la luz Fuerte, y lentes de aumento y monéculos, para leer y ver de lejos~ alguien con maskun podria ir ala escuela, vivit, Viajar y trabajar casi en las mismnas condiciones que cual- quier o:ra persona. Pero, més que nuestras palabras, fue la presen- cia de Knut lo que los convenci6, en parte al ver que llevaba gafas ‘oscuras y utilizaba la lente de aumento, y en parte porque era evi- dente que llevaba una existencia libre y feliz. ‘A la salida del dispensario, empezamos a repartir las gafas de sol que habfamos llevado, asi como los sombreros y las viseras, con resultados a veces contradictorios. Una mujer, con un nifio de pe- cho acromatépsico que no dejaba de parpadear y mover los ojos, acepté un par de pequetias gafas oscuras y las acomod6 sobre la nariz del nisi, que inmediatamente se calmé y cambid de com- portamiento. Dejé de pacpadear y bizquear, abrié mucho los ojos y empexs a observar todo lo que le rodeaba con viva curiosidad. Una mujer vieja, la mayor de los acromatdpsicos de la isla, rehus6 con indignacién probarse un par de gafas. Habia vivido ochenta afios asi, dijo, y no estaba dispuesta a empezar a usar gafas oscuras ahora, Pero muchos de los acromatépsicos adultos y jévenes se mostraron evidentemente a gusto con las gafas oscuras, y aunque fruncian las narices por la falta de costumbre, se notaba que se sentian menos incémodos bajo la brillante luz. Se dice que Wittgenstein era la persona més facil y, al mismo tiempo, la més dificil de tener como invitada en una casa, pues 61

You might also like