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EL NÚCLEO

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CHRISTOPHER SANDER

EL NÚCLEO

Ediciones TORAY
Arnaldo de Oms, 51-53 Dr. Julián Álvarez, 151
BARCELONA BUENOS AIRES

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© Eduardo Palacín Balaguer, 1966

Depósito Legal: B. 16.966 – 1966

Printed in Spain - Impreso en España

Impreso en los T.G. de EDICIONES TORAY, S.A. – Espronceda, 320


BARCELONA

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PRÓLOGO
¿Por qué los egipcios no fueron capaces de inventar la lámpara
eléctrica, ni los griegos el primer avión, o los romanos la televisión o
la radio?
De estos mismos pueblos salieron escultores, filósofos, matemá-
ticos, poetas, etc., que han legado a las generaciones presentes y ve-
nideras obras inextinguibles; sin embargo, no consiguieron casi na-
da en el sentido de dominar las fuerzas de la naturaleza.
No puede atribuirse a un simple azar el hecho de que los adelan-
tos más fantásticos, para los hombres del siglo XX, se hayan efec-
tuado en el espacio de 150 años, es decir, en menos de un segundo
del reloj del Universo.
En épocas anteriores fueron incapaces para lograr tales hechos.
Les era imposible porque no podían. En su cerebro les faltaban al-
gunas células, determinados pliegues o circunvalaciones. Apenas se
formaron debido al paso de los años, la nueva ciencia brotó del ser
humano.
La sustancia gris que forma parte del cerebro persistirá en su
perfeccionamiento hasta el fin de la especie humana, y sólo cuando
ésta haya alcanzado el límite conocerá la magnificencia que encierra
celosamente en su interior.

***
En el año 1986, un cerebro joven había experimentado este ligero
aumento en sus células y un nuevo ingenio se sumaba al inagotable
mundo de los inventos. El profesor Sam Speimer contaba 36 años; su
carácter era más bien un poco retraído y, aunque su constitución era
la de un perfecto atleta, ambas cosas no parecían conjugarse en él.
Sam (así le llamaban sus amigos) había logrado idear el aparato
capaz de revolucionar el viaje a los planetas más lejanos: un desinte-
grador-productor de energía capaz de hacer volar durante un mes
una nave con un peso de cien toneladas, empleando sólo una libra
de combustible..., el combustible más barato que nadie podría llegar
a imaginar.

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I
Otra hora se sumó a la inexorable marcha del tiempo. Aquel
hombre llevaba ya treinta y seis sentado sin moverse de allá, absorto
en su nuevo invento.
Una voz juvenil le distrajo de su tarea un momento.
—Llevas mucho tiempo sin probar bocado, tío Sam. Debes co-
mer algo y descansar un poco...
—¡Creo que lo logré! —fue su respuesta, y agregó—: Acércate,
pues quiero que seas la primera persona en conocer lo que me ha
quitado tantas horas de sueño.
Olga tenía 17 años y su silueta era esbelta y atractiva; su pelo, ex-
tremadamente rubio y corto, le daba un aspecto moderno.
—¿Qué es lo que inventaste esta vez? —dijo, colocándose tras él
y pasándole las manos por los hombros.
—Mira. A simple vista, parece un motor eléctrico ordinario, pero
yo le llamo «desintegrador-productor».
—¿Ves estos dos cables? De ellos se puede obtener electricidad
en gran escala, con sólo pulsar este botón. También, mediante este
pequeño orificio, es capaz de mover a gran velocidad las naves más
potentes y pesadas.
—Y ¿cómo lo harás funcionar?
Sam sonrió.
—Escucha bien esto, Olga, aunque quizá no lo creas hasta que te
lo demuestre: mi desintegrador funciona con cualquier materia rela-
tivamente blanda, es decir, se puede introducir un pedazo de papel
en este pequeño hueco y, después de pulsar el botón de control, em-
pieza a funcionar, y lo estaría haciendo durante una hora. Así se po-
dría suministrar, por ejemplo, luz a una ciudad de tres millones de
seres.
—Si el combustible es más sólido, como ese pisapapeles de plás-
tico, que debe de pesar una libra, produciría electricidad en abun-
dancia, y la energía que liberaría escaparía por este agujero (diga-

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mos que actuaría como un turborreactor), pudiendo hacer volar a
cualquier astronave a la velocidad de la luz durante varios meses.
—¡Es maravilloso! —exclamó Olga, besándole en la mejilla. Lue-
go preguntó—: ¿Existe algún peligro con tu invento?
—Lo hay. Antes te dije que podría llamarse «desintegrador-
productor», pero he cambiado de parecer, y su verdadero nombre
será el de «núcleo rojo».
—¿Por qué darle ese nombre?
—Cuando está en funcionamiento se ha de desconectar durante
los primeros sesenta minutos, a intervalos de un minuto y como mí-
nimo diez segundos en cada operación.
—O sea—dijo Olga—, en el espacio de una hora hay que perma-
necer al cuidado de él...
—Exacto. Si no se realizara esa desconexión, el resultado sería fa-
tal, ya que, cuando el desintegrador está en funcionamiento, emite
un círculo de luz blanca y difusa, que alcanza unos treinta o cuaren-
ta centímetros de radio. Durante esta primera hora se forma, en el
mismo centro, otro círculo de menores proporciones, pero éste de
color rojo. Éste constituye la señal de peligro, y entonces se debe
desconectar al instante.
—¿Qué sucedería si no sé desconectara? —preguntó Olga, mien-
tras curioseaba en el complicado aparato.
—La explosión de diez bombas H no sería nada a su lado. Se
provocaría el fin de un mundo. La energía liberada acabaría con to-
do indicio de vida en un radio de diez mil kilómetros.
Olga quedó perpleja ante la explicación de su tío.
—... Y ahora llamaré a Sergio. Él se ocupará de guardar los pla-
nos en la P.S.T.
Sam descolgó el teletraductor y esperó la señal para pulsar el bo-
tón que comunicaba directamente con la P.S.T., cuyas siglas corres-
pondían a las de la Policía Sideral Terrestre.
—La línea parece estar cortada —exclamó, haciendo un gesto de
contrariedad y añadió—: Llámale tú desde el bar de la esquina.
Sam le dio algunas instrucciones, y Olga salió a efectuar la lla-
mada. Pero antes tomó un pequeño maletín.
—Compraré algunas cosas —dijo.

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Entretanto, un hombre salía del bar próximo y se dirigió hacia el
domicilio del profesor. Al llegar a la puerta, miró a ambos lados y
luego dejó un paquete en el umbral. A continuación agachó la cabe-
za y se alejó de allí con paso rápido.
Olga tardó una media hora en regresar. Al abrir se encontró en
la puerta con aquel pequeño bulto, el cual desenvolvió en el acto.
—¡Oh, pobrecillo! —exclamó, agachándose, para coger un dimi-
nuto pájaro.
—¿Te escapaste de tu jaula? —le preguntó.
Sam abrió la puerta.
—¿Con quién hablas?
—Mira —dijo ella, mostrándole satisfecha su hallazgo—, cuidaré
de este animalito.
—Como quieras... ¿Llamaste a Sergio?
—Sí. Vendrá dentro de unos minutos.
—Lo pondré junto al otro; después de todo, son bastante pareci-
dos.
—Esto es allanamiento de morada —bromeó Sam—. No le gus-
tará.
—¿Te has fijado en su mirada? —dijo Olga—. Es aguda y pene-
trante; parece como si nos entendiera...
—Debe de tratarse de una especie rara.
—Bien, espero que seáis buenos amigos...
El intruso hizo replegarse al hasta entonces solitario morador de
la jaula.
El aeromóvil de Sergio se detuvo frente a la casa de Sam. No
muy lejos alguien observaba los movimientos del recién llegado.
Olga abrió la puerta antes que Sergio llegara a llamar.
—¡Hola, Sergio! —saludó, cogiéndole por el brazo.
—¿Alguna novedad? —indagó él.
—Esta vez parece que va en serio...
—Acércate, Sergio —dijo Sam, mientras manipulaba en el desin-
tegrador.
—¿Cuándo aprendiste a silbar? —preguntó Sergio.
Sam le miró con cara de asombro. Olga aclaró la pregunta.
—Tío Sam nunca supo hacerlo; ya lo sabes...

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—Cuando me llamaste, alguien silbaba una tonadilla que no está
muy en boga, precisamente.
—Llamé desde el bar; mi aparato se ha estropeado.
—Bien. ¿Qué nuevo descubrimiento hiciste?
Echó una ojeada al aparato y añadió:
—¿Qué es eso? ¿Un motor atómico?
—Pero diferente a todos los que existen.
El profesor explicó con todo detalle las características del desin-
tegrador.
—¿Sabe alguien más de este invento?
—Nadie, excepto nosotros tres. Toma los planos; en los archivos
blindados de la P.S.T. estarán seguros.
—¿Vas a probarlo ahora? —preguntó Sergio.
—Sí. En el laboratorio tengo una lámpara de quinientos vatios.
—¿Sabes dónde está? —dijo Sergio a Olga, haciéndole un guiño.
—¡Oh, sí! —exclamó la joven, que hasta entonces había estado
contemplándole.
Olga sentía una gran simpatía por el amigo íntimo de su tío, a la
vez que le admiraba.
—Sabes la importancia que tiene esto —manifestó Sergio, po-
niendo la mano sobre el desintegrador—. Es absolutamente necesa-
rio que nadie más se entere de ello...
—¿Es ésta la lámpara? —preguntó Olga, que apareció en aquel
momento.
—Gracias, pequeña —contestó Sergio—. Sí, ésta es.
—¡No soy ninguna niña! —replicó la joven, cambiando de expre-
sión—. He cumplido ya los diecisiete.
—¡Vaya! —Sergio trató de calmarla, mirando de reojo a Sam—.
En adelante mediré mis palabras, ya que la niña ha dejado de serlo.
¿Podrá usted perdonarme algún día?
Olga mostró una sonrisa de simpatía, a la vez que hacía un gesto
de burla.
—Bien —manifestó Sam—; conectemos la lámpara al desinte-
grador. Vamos a probar con ese tapón de plástico. Los relojes de
control están a cero; ese botón regulará la potencia.
Sergio introdujo en el pequeño orificio lo que debía servir de
combustible. Sam cerró la abertura y manipuló en los botones y con-
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troles. En seguida apareció un círculo de luz a 30 centímetros del
desintegrador. La luz era casi blanca y con los extremos perfecta-
mente marcados, hasta alcanzar unos 50 centímetros de diámetro.
—¡Mira —exclamó Sergio—: la lámpara empieza a encenderse!
Los 500 vatios de potencia hacían imposible que se pudiera mi-
rar directamente, por lo que Sergio colocó la lámpara tras el sofá.
—Observa el círculo de luz —indicó Sam.
Sergio escuchó atentamente y oyó un débil sonido que iba ad-
quiriendo mayor volumen, a la vez que un círculo de menores pro-
porciones se iba formando en el centro del primero. Éste fue co-
brando color hasta convertirse en un casi compacto núcleo rojo. Ha-
bía transcurrido ya el tiempo previsto, y Sam desconectó rápida-
mente el aparato.
El control de energía estaba a tope y la lámpara lucía ahora con
un brillo cegador. La aguja del reloj descendió a cero y la luz palide-
ció progresivamente.
—¿Podrás solucionar este inconveniente? —preguntó Sergio.
—Lo he intentado todo, pero no he hallado la solución.
Sam permaneció pensativo unos instantes y luego añadió:
—Coloca la lámpara fuera. Vamos a intentar algo que he pensa-
do.
El desintegrador fue puesto de nuevo en marcha y Sam le dio
más potencia. Los 500 vatios no resistieron la sobrecarga y la lámpa-
ra se desintegró al instante.
—¡Sólo he aumentado un poco!
—¿Hasta cuánto? —preguntó Sergio.
Sam quedó asombrado al mirar el reloj de control de energía. La
aguja oscilaba entre los 5.000 y 8.000 vatios.
—Moví el botón una fracción de milímetro… y...
El círculo rojo volvió a percibirse.
—¡Desconecta! —exclamó Sergio.
Sam lo hizo al instante.
—¿Calculaste su potencia total?
—Necesitaría algo más que una simple lámpara..., tubos, por
ejemplo, de cinco mil vatios.
—Los de las autopistas —sugirió Sergio y agregó en seguida—:
Sustituiremos la central eléctrica por el desintegrador.
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—¿Podrás hacerlo?
—Simularemos una avería. Esperemos que tu motor genere sufi-
ciente energía para encender aproximadamente los diez mil tubos...
—Su poder es ilimitado —objetó Sam—. Mi motor dará luz a los
tubos; te lo aseguro.
—Mañana, a las seis, pasaré a recogerte. Ahora llévate los pla-
nos; después de la prueba concertaré una entrevista con el general.
Creo que esto le satisfará —explicó Sam.
—Después de la prueba te obligaremos a descansar —le increpó
Olga—. Llevas ya demasiadas horas de pie y sé que esta noche harás
lo mismo. —Luego se dirigió a Sergio—: Se tomó dos pastillas de
Metalina. Sabes que su efecto es fulminante al cabo de cuarenta y
ocho horas...
—Siquiera por una vez debes escuchar el consejo de una persona
menor que tú —dijo Sergio—. Olga tiene razón al afirmar que luego
te encontrarás tremendamente cansado.
—¡De acuerdo!... ¡De acuerdo!... ¡Lo haré! —contestó Sam.

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II
El invierno había llegado ya a las latitudes sureñas de Marte y la
temperatura oscilaba entre 60 y 70 grados bajo cero. Lo que durante
el cálido verano había sido un gran lago, que cubría una enorme ex-
tensión cerca de la ciudad, ahora se había convertido en una masa
compacta de hielo, de unos cincuenta centímetros de espesor.
Los nativos del planeta soportaban fácilmente la fantástica tem-
peratura reinante. Pero no sucedía igual a los terrestres, los cuales
tenían que ir provistos —cuando salían de sus casas térmicas— de
un traje especial que les permitía mantener su cuerpo a una tempe-
ratura de dieciocho grados.
La escafandra que cubría la cabeza era transparente y semiesfé-
rica; los respiraderos convertían el aire helado del exterior en cálido
y respirable.
Un vehículo se deslizaba a gran velocidad por la gran sabana de
hielo. Los turborreactores dejaron de funcionar y entraron en acción
los motores de frenado, mientras los deslizadores dejaban marcadas
sus huellas en el frío pavimento.
Un hombre de mediana edad salió del vehículo y se dirigió hacia
un edificio. Bajo el brazo llevaba una abultada cartera, que más bien
parecía una maleta pequeña.
El hombre pulsó un botón y la puerta se abrió lentamente, co-
rriéndose hacia un lado; nada más entrar, la puerta volvió a cerrarse
herméticamente. El visitante se encontró en una pequeña antesala,
pero no podía traspasar el umbral de la puerta que comunicaba con
el despacho, hasta que la temperatura del interior estuviese equili-
brada con la de la casa. Cuando la temperatura fue similar, la puerta
se abrió automáticamente.
—¡Vamos, entra! —gruñó el hombre que estaba detrás de la me-
sa antigravitatoria—. ¿Quieres pasarte ahí todo el día?
El recién llegado lo hizo sin pronunciar palabra, pues sabía que
el replicar podía costarle caro.
—¿Qué quieres?
—Recibimos un mensaje.
—¡Habla! —gritó impaciente.

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—Lo traigo escrito —contestó rápidamente, abriendo la cartera
con nerviosismo.
—¡Estúpidos! ¿Queréis echarlo todo a perder? ¿Habéis olvidado
que las patrullas esperan cualquier fallo para tener una prueba con-
tra nosotros? ¡Vamos, lárgate ya!
—Nadie me siguió, señor —dijo el visitante en tono sumiso.
—¡Fuera! —gritó—. Ya hablaremos de eso más tarde.
Después de leer, atentamente el mensaje, pulsó un botón. En se-
guida una voz femenina le respondió, mientras su imagen aparecía
en una pequeña pantalla.
—Habla Yeran. Convoque una reunión para dentro de quince
minutos.
—Entendido, señor.
Yeran desconectó y volvió a leer el mensaje:
—«Productor de energía. Planos en la P.S.T. Ignoramos combus-
tible. P. R. no captó.»
A continuación encendió un cigarrillo y echó una bocanada de
humo, la cual se disipó rápidamente. Acto seguido, acercó la llama
al papel que contenía el mensaje, hasta que se quemó por completo.
Luego sopló sobre la mesa y esparció la ceniza.
—Cuando no hay pruebas, no existe el traidor —comentó con
una sarcástica sonrisa.
Minutos después y en el mismo edificio, Yeran irrumpía en la sa-
la donde había convocado la reunión. Los reunidos se levantaron y
Yeran pasó sin decir nada, hasta situarse a uno de los extremos de la
mesa.
—Bien, señores —empezó a decir, en cuanto tomó asiento, a la
vez que hacía un gesto con la mano para que los demás hicieran lo
mismo.
Hubo un momento de silencio, mientras Yeran miraba uno por
uno para comprobar si faltaba alguien.
—Nuestras gestiones empiezan a dar su fruto —anunció, risue-
ño.
Un murmullo de satisfacción se escuchó en la estancia.
—Espero se mantengan en silencio hasta que haya concluido y
pida sugerencias —exclamó groseramente.

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—Quizá no se trate de un simple motor de energía; puede que
sea un supermotor. Su combustible se ignora y eso es lo que vamos
a averiguar... y emplearemos cualquier recurso para conseguirlo...
¡Cualquier método! ¿Entienden? —recalcó.
Luego se dirigió a uno de ellos.
—Usted es el Coordinador. ¿Cómo actuaría en este caso?
El interpelado echó una ojeada a todos los presentes. Luego se
pasó la mano por la nuca y se dispuso a emitir una opinión.
—Es prematuro opinar, puesto que no sabemos con quién vive el
profesor, ni quiénes son; tampoco tenemos idea del combustible que
emplea. Por otra parte, los planos están en la P.S.T. y eso significa
que tenemos que pensar algo para sacarlos de allí sin riesgo a ser
descubiertos...
—Resumiendo... —cortó Yeran.
—Sería improcedente y demasiado arriesgado tratar de fran-
quear estas barreras por la vía de la violencia, ya que en la Tierra
estaríamos en inferioridad de condiciones. Recordemos que el clima
es un enemigo que debemos evitar en todo momento.
—¿Qué sugiere, pues? —preguntó Yeran.
—Esperar; el tiempo hará que olviden parte de las precauciones
que en estos momentos habrán tomado.
—¿Cree que sospecharán?
—Es imposible, ya que no hay ningún indicio para ello. Resulta
evidente que, si el invento merece la atención de los de la P.S.T., se
tratará sin lugar a dudas de algo que valga la pena. Si lo utilizan pa-
ra fines militares, pronto nos enteraremos del combustible que em-
plean, pues no será difícil introducir en la P.S.T. a uno de nuestros
agentes.
—¿Y sino lo considerasen como exclusiva militar...? —objetó uno
de los presentes.
—Emplearemos otro método más contundente. Los sentimientos
de los terrestres son débiles hasta el extremo de la cobardía...
El Coordinador expuso su plan, el cual fue aprobado por una-
nimidad. La extensa organización iba a ser movilizada en gran parte
y sus agentes secretos bucearían en los lugares más recónditos para
hallar respuestas satisfactorias.
Yeran se levantó.
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—Dentro de diez días nos reuniremos —dijo, y agregó—: En ese
tiempo el plan expuesto por el Coordinador habrá tomado mayor
solidez.
Sin decir más dio media vuelta y salió de la sala con paso rápido.
Después de algunos comentarios, todos la desalojaron. Sólo Balkis
(el Coordinador) se quedó allí. Se dirigió al teletraductor y pulsó un
botón.
—Central de idiomas. ¿Con quién le pongo? —contestaron del
otro lado.
—Sector 15 - Número 23 - J.M.
El 15 era uno de los distritos de los veinte existentes en Marte; el
número 23 correspondía al de orden de los teletraductores, aparatos
que no abundaban demasiado a causa de su elevado coste; las inicia-
les J. M. correspondían a Joel Milland, socio de Balkis.
Segundos después, el aparato sonaba con insistencia en el domi-
cilio de Joel.
—¡Ya va!... ¡Ya va! —exclamó, mientras apagaba el cigarrillo en
el cenicero.
—¡Hable! ¿Quién es? —contestó, elevando la voz.
—¿Estás de mal humor, Joel? —dijo Balkis.
—¿Eres tú, Balkis?
—Sí, escucha. Yeran se marchó hace un momento. Tuvimos
reunión.
—¿De qué tratasteis?
—Del desintegrador.
—¿Se conoce ya el combustible?
—No han averiguado nada aún, pero... ya hablaremos de eso.
Espérame ahí; mientras llama a Helk y a Zoltan..., los necesitaremos.
—Conforme. Hasta luego —dijo Joel y colgó.
Instantes después, Balkis ponía en marcha su vehículo y éste se
deslizaba majestuosamente por la espesa costra de hielo, en direc-
ción al lago; al otro lado se encontraba el sector 15.
Detuvo el vehículo en el interior del edificio, en un lugar desti-
nado para ello y a continuación avanzó hacia el elevador. Subió has-
ta llegar al piso 23.
—¿Esperan a alguien? —preguntó al salir a los dos hombres que
estaban frente a la puerta.
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Éstos se volvieron a la vez.
—¡Hola, Balkis! Joel nos llamó. ¿Tienes idea...?
La frase no fue terminada.
—Ya te lo dije; tenemos que hablar.
—¿Sobre qué?
—No os impacientéis.
—¿Hubo reunión?
—Sí.
—¿Tiene relación con esta llamada?
—La tiene... ¡No hagáis más preguntas! —exclamó Balkis, pul-
sando con fuerza el botón.
—¿Cuánto hacía que estabais aquí?
—Acabábamos de dejar el elevador.
La puerta se abrió y apareció Joel.
—¿Estabas durmiendo? —insinuó Balkis con sorna
—Perdonad, pero hace un momento recibí una grata sorpresa.
Pasad.
—¿Qué sorpresa? —indagó Balkis.
—Olga me llamó.
—¿Olga Speimer, la sobrina del profesor?
—La misma. Todavía hay cierta amistad entre nosotros.
—¿Para qué quería hablar contigo?
—Quizá no tenía nada que hacer y decidió saludarme...
—Vamos, Joel... ¿Crees que soy tonto? ¿De qué hablasteis?
—¿Qué supones? —replicó Joel, contemplando a los tres durante
un rato.
—No tiene que ver con lo nuestro; te lo aseguro —agregó.
—Eso espero, puesto que esa amistad nos favorece.
—Puedes estar tranquilo —continuó Joel—; nuestra charla no
pasó de unas simples frases de amistad.
—Bien, sentaos.
—¿Conservas su foto? —preguntó Balkis.
—Sí, la tengo en el despacho.
—Enséñasela a ellos —pidió, haciendo un gesto con la cabeza
para señalar a Helk y Zoltan.
—¿Para qué? —preguntó Joel, con cierto recelo.
—Vamos —dijo Balkis, sonriendo—. ¿No irás a creer que...?
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—No pienso eso, pero no quiero hacerle ningún daño a Olga.
—Nadie se atreverá a tocarla; te lo aseguro. Sólo le daremos re-
cado.
—¿Por qué no yo?
—¿Te olvidaste ya de Sergio? En cuanto te viese por allí..., ya sa-
bes.
— De acuerdo —cortó Joel, y agregó—: Irán ellos.
—Nadie dijo que te quedarás aquí; tú actuarás por otro lado.
—¿Qué piensas hacer?... ¿Raptarla?
—Eso sería la mayor torpeza que podríamos cometer. En pocas
horas tendríamos a Yeran pisándonos los talones.
—Luego...—vaciló Joel.
—Le proporcionaremos unos días de vacaciones.
—¿En la Tierra?
—No. En Deimos.
—Ella nunca accederá a tal viaje —repuso Joel.
—Nunca ha estado allí, por lo que quizá le agrade la idea de ver
un mundo desconocido —insistió Balkis.
—Sam no la dejará; el viaje es muy largo.
—Nos ocuparemos de eso..., y ahora venid —dijo, dirigiéndose a
todos.
Los cuatro pasaron a la habitación contigua. En una de las pare-
des había una pequeña pantalla y al pie de ésta el proyector que de-
bía proporcionar la imagen que Helk y Zoltan tendrían que grabar
en sus mentes.
Balkis cambió de posición una clavija y la pantalla se iluminó,
mostrando la cara del profesor. Movió otro botón y aquél cobró mo-
vimiento.
—Éste es vuestro hombre... Sam Speimer, edad, treinta y seis
años; estatura uno ochenta. Es de fuerte complexión y bastante olvi-
dadizo. Este último detalle es el que me ha inducido a obrar así.
—Explícate —pidió Helk.
—Vuestra misión es doble. Escuchad: Sam cursó sus estudios en
la universidad de aquí y vosotros también. Vuestro trato con él fue
superficial, pero erais compañeros de clase.
—¿Quién era el profesor? —preguntó Joel, y añadió—: Es otro
detalle, el cual Sam no habrá olvidado y que puede serles útil.
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—Pensé en eso. Por aquel entonces había un tal Travers... Harry
Travers, que a su vez era Coordinador del servicio de patrullas de
Marte.
—¿Qué estudiábamos nosotros? —pidió Zoltan.
—Física nuclear.
—No podemos dar detalles. Sabes que no entendemos de eso.
—Aquellos años fueron difíciles para todos. Podéis decir que tu-
visteis que dejar la universidad por falta de dinero.
—¿Y nuestros nombres? —preguntó Helk.
—¿Quién recuerda unos nombres después de tantos años...?
—De acuerdo. Después de trabar amistad sacamos a relucir en la
conversación el desintegrador... —observó Zoltan.
—¿Olvidas que sólo ellos saben el descubrimiento? Si hacéis
mención del asunto, no caerá en el engaño, sino que sospechará.
Debéis esperar a que sea él quien lo mencione.
Balkis hizo una ligera pausa para encender un cigarrillo y luego
continuó:
—Vuestra principal misión es averiguar la clase de combustible
que consume ese desintegrador.
—¿En cuanto a la foto de la chica...? —observó Helk.
—Joel os informará.
Éste le entregó la foto a uno de ellos.

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III
Virginia Dovani abrió la puerta e instintivamente se echó hacia
atrás, para escapar de la tufarada de humo verdoso que salió por el
umbral y que parecía llenar la sala entera como consecuencia de los
innumerables cigarrillos fumados por Yeran y sus visitantes horas
antes. Corrió hacia la ventana y abrió por completo los respiraderos
automáticos, para dar paso a un chorro fresco de aire, que limpió la
atmósfera de la estancia en un momento; luego repitió la operación
en la sala contigua.
—¡Creen que una no tiene otra faena que vaciar los ceniceros! —
pensó en voz alta, mirando la mesa, en la cual había un buen núme-
ro de ellos.
Iba a vaciar uno, cuando el teletraductor sonó con insistencia.
—Oficina de Yeran —contestó. Esperó un instante y repitió—:
¡Oficina de Yeran!
—¡Hable! —gritó, ante el silencio de su interlocutor—. Soy Vir-
ginia Dovani, su secretaria. ¡Hable!
Volvió a insistir sin obtener respuesta.
—¡Bah! —exclamó con un gesto de mal humor, cortando la co-
municación.
Mientras en otro lugar alguien hacía cálculos con respecto a
aquella llamada.
—¿Quién era? —preguntó Joel.
—La secretaria de Yeran. Esto nos fastidia; habrá que pensar al-
go para que salga por un tiempo. Es la única forma de no tener que
justificar nuestra presencia allí. Por otra parte, Yeran no tardaría en
enterarse.
—Si está ella, ¿cómo evitaremos que al salir vaya a verle? —
opinó Helk.
—Sólo existe un medio —insinuó Balkis.
—¡Cuidado! —objetó Joel—. Virginia es una pieza valiosa para el
engranaje que utiliza Yeran.
—¿Sabes de algún medio mejor?
Joel hizo un gesto expresivo.

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—Bien —continuó Balkis—; yo iré primero. No conviene que al-
guien nos vea juntos. Esperad a que me haya alejado.
Desde el ventanal, Joel esperó hasta que el vehículo desapareció
detrás de una esquina.
—Vamos... Iremos despacio.
Poco antes de llegar a la casa, una silueta femenina cruzaba la
calzada.
—Es ella —observó Joel—. Espero que no haya visto a Balkis.
—Esto nos facilita las cosas —comentó Helk.
Entraron en el edificio y se detuvieron frente al ascensor. En ese
instante, un característico sonido, producido al chasquear los dedos,
les hizo volver la cabeza. Era Balkis, que les hacía señas para que
subieran.
Poco después, éste se reunía con ellos.
—¿Viste a la chica? —preguntó Joel.
—Sí, y tuve que esconderme.
—Un poco más y nos damos de frente —dijo Joel.
—Esto simplifica las cosas y nos evita una tarea.
—Estará cerrado —infirió Joel.
—Soy el Coordinador; tengo una llave.
Dicho esto, introdujo lo que parecía una llave en un diminuto
orificio situado al lado de la puerta. En realidad, se trataba de una
barrita de acero de unos cuatro centímetros de longitud y en cuyo
extremo se había grabado cuidadosamente un jeroglífico, el cual
coincidía, al hacer la matriz, con el que había en el interior de la ce-
rradura. Al engranar uno con el otro se establecía un circuito y la
puerta se abría automáticamente.
—¡Pasad, rápido! —ordenó Balkis.
—Sólo existen dos llaves más que puedan abrir esa puerta: la de
Yeran y la de su secretaria.
—Si alguien llama, no será ninguno de los dos —declaró Zoltan.
—Suponiendo que no os haya visto.
—Vigila la calle —dijo a Helk—. Tú, pégate a la mirilla y no qui-
tes la vista del ascensor —advirtió a Zoltan.
Balkis repitió la operación de segundos antes y otra puerta se
abrió a su paso.

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—¡Esto es un perfecto arsenal! —exclamó Joel, ante las armas
que había allí—. Aquí se encuentra uno seguro.
Luego pasó la mano por varios sitios, acariciando algunos fusi-
les. Los había para crear el vacío alrededor de cualquier cuerpo;
otros vomitaban rayos de color azulado, capaces de convertir al más
duro acero en partículas de polvo; más allá, los eléctricos paralizan-
tes; las de cápsulas congelantes y descongelantes...
Joel miraba a ambos lados queriendo abarcarlo todo a la vez.
—¡Jamás mencionaste esto! —exclamó.
—No podía. Si Yeran se hubiese enterado, mi vida habría sido
acortada por él mismo.
—¿Por qué tanto armamento?
—En caso de emergencia esto sería su cuartel general, pero... no
es a hablar de eso a lo que hemos venido.
Balkis siguió avanzando hasta el fondo de la sala y abrió un fi-
chero.
—Puedo buscar por otro lado —sugirió Joel.
—Lo que deseo está ahí. Mira —dijo Balkis al cabo de unos se-
gundos.
—¿Para qué lo quieres?
—Sin esto no funcionaría la nave.
A continuación mostró una caja metálica, en la que había varias
clavijas de diferentes tonos.
—Cada una tiene su sitio en el control de la nave. Basta con co-
nectarlas. Es, digamos, parte del combustible, ya que en su interior
hay dos libras de carga atómica.
—No creo que en caso de emergencia Yeran se entretenga en
buscar esto —insinuó Joel.
—Para un caso así dispone de sus propios medios; sólo hay cin-
co naves de este tipo y las utiliza sólo en plan experimental.
—¿Experimental? —repitió Joel.
—Sí. De momento, no hay nadie que se atreva a pilotarlas.
—¿Algún defecto?
—Al contrario; su acabado es perfecto. Son naves hiperlumíni-
cas.
—Un nombre muy expresivo. ¿Quién pilotará un vehículo que
se desplace a tal velocidad?
21
—Nosotros lo haremos. Durante largo tiempo he estado estu-
diando con detalle su funcionamiento. Conozco esas naves como
cualquiera de las otras.
—¡Psch, silencio! —advirtió Helk—. Es la chica.
—Se habrá dejado algo —opinó Balkis. En seguida advirtió—:
Avisa a Zoltan; nos esconderemos aquí... No creo que mire en esta
sala.
—Esperemos que no.
Balkis cerró la puerta, pero dejando una pequeña ranura entre el
quicio y la madera.
Segundos después, Virginia entraba y se dirigía hacia el cuarto
de aseo.
—Seguro que olvidó algo de uso personal —comentó Balkis.
Virginia salió e introdujo un objeto en el bolso; anduvo unos pa-
sos y se detuvo frente a la ventana. Durante unos instantes se quedó
pensativa..., luego pensó en voz alta:
—Juraría que dejé esto a oscuras cuando me marché...
Hizo una expresiva mueca y cambió de posición la persiana me-
tálica, dejando la estancia en la penumbra. Avanzó hasta la puerta y
volvió a detenerse, mirando con desconfianza a ambos lados.
Zoltan había cometido un grave error al dejar la mirilla levanta-
da, ya que en muy contadas ocasiones se observaba a través de ella.
—Creo que sospecha —dijo Balkis—. Dejasteis la ventana y la
mirilla en otra posición. Una mujer no se olvida de esos detalles.
—¿Qué hacemos? —preguntó Joel.
—Esperad; ahora se dirige hacia el teletraductor.
Virginia descolgó el aparato.
—Con el sector 15 - Número 23 —pidió.
—¡Te está llamando a ti! —exclamó Balkis, dirigiéndose a Joel, y
añadió—: Eso indica que Yeran la tiene sobre aviso y que desconfían
por algún motivo...
Era evidente que nadie, contestaba a la llamada. La joven, des-
pués de colgar, esperó otra vez hasta obtener comunicación con la
central.
—Con el sector 8 - Número 12 - B. S.
—No hay lugar a dudas de que Yeran sospecha de nosotros. Está
llamando a mi domicilio.
22
—Si no ha salido, se pondrá mi hermana y puede complicar la
cosa.
—Quiero hablar con Balkis —pidió Virginia. Después de escu-
char añadió—: Bien, gracias.
Colgó y miró a su alrededor; luego corrió hacia la puerta. La te-
nía ya entreabierta cuando alguien la cerró con brusquedad, al mis-
mo tiempo que le tapaba la boca con la mano.
—No grite. Lamentaría hacerle daño...
Al quitarle la mano de los labios, ella reconoció al atacante.
—¡Joel Milland! —exclamó, elevando algo la voz.
—¡No hable alto! —advirtió éste.
—Nos lo suponíamos, pero no se saldrán con la suya.
—¿Quién lo impedirá? ¿Usted? —contestó Helk, cogiéndola por
el brazo.
—¡Suélteme! —gritó ella—. ¡Suélteme o se arrepentirá!
Iba a chillar, cuando un puño se estrelló en su rostro. Antes de
que cayese, Helk la sujetó con fuerza.
—No eres muy delicado con el sexo débil —comentó Balkis, con
sarcasmo, mostrando una sonrisa.
—Bien. ¿Qué hacemos con ella? Dentro de poco volverá en sí.
No es de mi agrado golpear a una mujer, pero...
—No debe volver en sí —insinuó Balkis y agregó—: La haremos
desaparecer.
—¿Piensas matarla?
—La palabra es demasiado fuerte..., la anularemos, simplemen-
te. Los fusiles eléctricos que hay ahí dentro me dieron la idea. Nadie
podrá probar nada si el cuerpo se ha volatilizado en el aire...
—Traedla —ordenó.
El cuerpo exánime de Virginia fue depositado en la sala de ar-
mas, junto al fichero.
—Está empezando a recobrarse —observó Joel.
Helk había cogido una de las terribles armas y se disponía a pul-
sar el disparador.
—¡Espera! —exclamó Balkis—. Tal vez nos revele algo interesan-
te cuando se vea a punto de morir.
—¡Asesinos! —gritó la muchacha, incorporándose y tratando de
apoderarse de uno de los fusiles.
23
—¡Sujétala, Zoltan!
—... Y ahora escucha, porque será lo último que oigas en tu vida
—dijo Balkis, tratando de intimidarla—. ¿Qué sabe Yeran de noso-
tros?
—¿Cómo llegó a sospechar, si es que sospecha? —la increpó Joel.
—¡Contesta!
—¿Por qué no se lo preguntan a él?
Zoltan se descuidó y aflojó la presión que ejercía sobre el brazo
de la joven, lo suficiente para que de un fuerte tirón quedara libre.
Luego, con un rápido movimiento, que no pudieron controlar, se
colocó tras el fichero y apareció armada con una pistola.
—¡Cuidado, cogió un arma! —gritó Joel, echándose al suelo.
Virginia disparó repetidas veces sin precisar el blanco y varios
fogonazos de color grisáceo chocaron contra un pesado armario,
convirtiendo parte de él en cenizas.
Iba a disparar de nuevo cuando otra lengua de fuego del mismo
color la envolvió. Cinco segundos después, Virginia Dovani desapa-
recía del mundo, dejando como único recuerdo un tenue olor a algo
chamuscado.
—Lo siento, pero esta vez no habría fallado si le hubiese dado la
oportunidad de disparar —dijo Helk.
—No te preocupes; después de todo, creo que no hubiésemos
conseguido nada y con ella ha desaparecido un testigo molesto.
—¿Cómo explicarás lo del armario? —objetó Joel.
—Ya pensaré cómo hacerlo... ahora tenemos que salir de aquí
cuanto antes. Esperemos que Yeran no haya tratado de comunicarse
con ninguno de nosotros...
—Tú tienes la coartada perfecta, ya que, por tu hermana, puedes
saber si llamó. En cuanto a mí...
—¿Por qué iba a llamarte? No tienes llave de aquí. Por otra par-
te, no podías venir a buscar nada, ya que tampoco estás al corriente
de lo de aquí... Y a ellos —agregó, señalándoles— no los tiene en
cuenta.
Balkis consultó su reloj.
—Si de 6 a 7,30 permanecieron mudos nuestros teléfonos, no se-
rá necesario tener que pensar en la coartada.

24
—Joel y yo bajaremos después, por la escalera. Vosotros utilizad
el ascensor.
Joel echó un vistazo fuera por la mirilla.
—¡Esperad, alguien viene! ¡Oí un ruido!
—El taconeo es de un hombre —opinó Balkis.
El ruido se iba acercando cada vez más, hasta que pasó por de-
lante de la puerta.
—Ha pasado de largo.
Los cuatro exhalaron el aire almacenado en sus pulmones.
—¡Uf! —exclamó Joel, con cierta sofocación.
—Salid —dijo Balkis.
Él y Joel esperaron unos minutos.
Iban a salir, pero Joel cogió a su amigo por el brazo.
—¿Qué ocurre? No hay nadie fuera...
—El bolso de Virginia quedó sobre la mesa.
Sin pronunciar palabra, los dos corrieron hacia él. Balkis lo cogió
y examinó cuidadosamente su contenido.
—No hay nada que nos comprometa. Quizás lo que dijo ella sólo
fue para amedrentamos y Yeran no sospecha de nosotros. Por otra
parte... ¿por qué iba a sospechar?... Jamás le di motivo para ello.
—Vamos —dijo Joel—, llevamos demasiado tiempo aquí.
Minutos después, cada uno se dirigía a su domicilio, mientras
por la mente de Balkis pasaban varias ideas para escoger la que me-
jor se adaptase a aquel problema, ya que todo dependía de la posi-
ble llamada de Yeran.

25
IV
Mientras, a 398.000.000 de Km., distancia máxima de Marte a la
Tierra, dos personas se reunían para efectuar una prueba, la cual ya
había costado una vida humana.
—¿Por qué tan pronto? —preguntó Elsa, mientras preparaba el
desayuno—. Apenas han dado las seis.
Sergio desconectó la maquinilla eléctrica y a continuación se pa-
só la mano por el rostro, mientras se miraba unos segundos en el es-
pejo. Luego se dirigió hacia la mesa.
—Sam quiere saber si su desintegrador atómico es tan eficiente
como piensa.
—¿Vais a probarlo?
—Sí, y dentro de poco desconectaremos la energía desde la cen-
tral.
—¿También la de los edificios?
—De momento, probaremos con los tubos de las autopistas.
El sonido de un claxon interrumpió la conversación.
—Es él. Ha sido puntual —dijo Sergio, bebiendo de un sorbo el
contenido del vaso.
Segundos después, Sam abría la puerta del turbomóvil.
—¿Estás listo? —preguntó Sam.
—Sí, vamos.
El vehículo arrancó enfilando una de las siete pistas que condu-
cían a las afueras de la ciudad, donde estaban instalados los motores
atómicos, generadores del fluido eléctrico.
Otro coche se puso también en movimiento, tomando el mismo
camino. Alguien más se preocupaba por el invento que Sam había
realizado en su laboratorio.
—¿Guardaste los planos? —preguntó Sam.
—No te preocupes por ellos. Nadie es capaz de entrar en la sala
de ficheros y, aunque lo lograse, sólo conseguiría hacer algunos ras-
guños, si intentara forzarlos.
—¿Hablaste con el general?
—Será mejor cuando hayamos hecho la prueba. ¿Conforme?

26
—De acuerdo. Si fracaso, no habrá habido publicidad —insinuó
Sam, mostrando una sonrisa, y agregó:
—Todos ignorarán lo que me propuse.
Habían dejado ya atrás la ciudad y ahora tomaron otra autopis-
ta; ésta, de segundo orden, era la única que conducía a la planta
atómica de energía eléctrica de la ciudad.
—Creo que ésta es única vía que conduce a la central ¿No es así?
—observó Sergio, mirando hacia atrás.
—Sí; por aquí sólo vienen los coches oficiales o los del personal.
—Aminora la marcha.
—¿Por qué? No podemos perder tiempo —objetó Sam.
—¿Qué ocurre?
—Creo que alguien se te adelantó en la publicidad...
—¿De qué estás hablando?
—Ese coche estaba aparcado a unos cincuenta metros de noso-
tros cuando salimos de la ciudad.
—¿Estás seguro que no es un vehículo oficial?
—Sin querer, antes de subir, me fijé en la doble antena del tele-
traductor. Son muy pocos los coches que llevan ese tipo de antena.
—Pero... ¿cómo ha podido nadie saber?...
—Cómo, carece ahora de importancia. Es evidente que hemos
cometido un fallo y tenemos que afrontar los hechos.
—¿Te vio salir alguien? —preguntó Sergio, sin dejar de mirar
atrás.
—Si me esperaban, cuidaron muy bien de no ser vistos. Hay in-
finidad de ventanas por las que se puede observar.
—Acelera. Trataremos de llegar antes de que nos den alcance. Ya
pensaré cómo desembarazarme de ellos...
Sam pisó a fondo el acelerador y la tobera posterior del vehículo
rugió con fuerza, haciendo así rebasar los 350 kilómetros por hora.
El tramo de pista era completamente recto y podía aventurarse a tal
velocidad.
—Creo que los despistaremos —dijo Sam, sin mover siquiera los
párpados.
—¡Cuidado con esa curva! —advirtió Sergio.
Aquel desvío era de 45 grados y seguía luego otro tramo recto; el
último, al final del cual llegarían a la central.
27
—Seguro que los despistaremos —dijo Sam.
—De momento, los hemos dejado bastante atrás, pero no tarda-
rán en aparecer por la curva.
—¿Llevas la pistola? —preguntó Sergio.
—Está ahí —indicó Sam, señalando con un gesto de cabeza al
pequeño departamento destinado a la documentación.
—¿Cuándo la usaste por última vez?
—Sabes que practico bastante a menudo. No obstante, la limpié
antes de salir. Tuve el presentimiento de que la tendría que usar.
—Ya pasaron la curva —advirtió Sergio.
—Estamos llegando. Entraremos por la parte de atrás.
Una valla metálica circundaba toda la enorme planta atómica,
como una barrera infranqueable. A unos cuatro metros de los grue-
sos cables entrelazados en una altura de cinco metros, había otra
muralla, pero ésta era de material plástico, o translúcido, y de veinte
centímetros de espesor. Su altura era de siete metros y su forma
asemejaba un interrogante con el gancho hacia arriba.
Antes de llegar, el centinela les detuvo.
—¡Hola, agente! Soy... —fue a identificarse Sam.
—Pase, profesor; no es necesario que se presente —se apresuró a
contestar.
—Gracias, buenos días —saludó Sergio.
El agente saludó militarmente.
—Eres conocido aquí... —dijo Sergio.
—Podría hacerte de memoria un detallado plano de todo...
Mientras, el otro vehículo se detenía entre la vegetación, para
ver sus ocupantes, la forma de introducirse en la central.
—Es imposible franquear eso —dijo uno de los individuos, que
viajaban en el vehículo, señalando las vahas.
—Entraremos por la puerta —contestó el que iba al volante.
Los otros dos se miraron con gesto interrogativo.
—Vamos, ayudadme a volcar el coche...
—¿Te entendimos bien?
—Dije: ayudadme a volcar el coche —repitió.
Empujaron entre los tres, hasta que volcaron el vehículo sobre
un lado.
—Bien, desarreglaos un poco; fingiremos un accidente.
28
Luego sacó un plano en el que aparecían detalladas todas las
secciones de la planta.
—¿Cómo conseguiste esto? —preguntó Kruger.
—No me atreví a preguntárselo a Yeran. Sólo puedo deciros que
nuestro jefe trabaja bien.
—Conecta el claxon; esto atraerá al centinela.
Unos minutos después, el vigilante se personaba en el lugar del
supuesto accidente.
—Volcaron en una recta —observó—. ¿Cómo fue?
—Se rompió la dirección.
—¿Están bien?
—Creo que no tenemos nada roto.
—¿Quieren identificarse? —pidió el guardián.
—Primero ¿por qué no nos ayuda a poner el coche bien? Tene-
mos la documentación en él.
—Desde luego.
El turbomóvil volvió a su posición normal. El guardián compro-
bó la dirección del vehículo.
—¡Vaya! —exclamó—, con el golpe se arregló. ¿No les parece ex-
traño? ¿Qué pretenden ustedes?
La respuesta no se hizo esperar. Uno de los desconocidos, apo-
dado «El Zurdo», le golpeó brutalmente en la nuca, haciéndole caer
fulminado.
—Acaba con él de manera que parezca un accidente. La patrulla
se desorientará cuando compruebe que el coche no es oficial y uno
de sus agentes lo conducía.
Luego, los tres tipos empujaron al vehículo y lo lanzaron fuera
de la autopista.
—Eso hará que sea más real. ¿No os parece?
Todos sonrieron.
Entretanto, Sam y Sergio habían conectado los dos cables que
deberían hacer brillar todos los tubos de las autopistas de la ciudad.
En ella, las gentes miraban con asombro hacia arriba.
—¡Vaya! —comentaba uno—. ¿Habrá un eclipse?... Encendieron
las luces...
Los focos aumentaron de brillo, que llegó a alcanzar proporcio-
nes cegadoras, a pesar de ser paliada su luz por la del sol.
29
—¡Los relojes de control parecen haberse vuelto locos!... ¡Desco-
necta o volarán en mil pedazos todos los tubos!
Sam cortó el circuito y comprobó el contador de energía.
—¡Apenas ha subido! —exclamó Sam—. ¡La energía de mi desin-
tegrador es ilimitada!
—¿Estás seguro?
—Mira: La aguja ni tan siquiera ha marcado. Es evidente que se
necesitarían millones de esos tubos para que llegase a tope.
—¿Qué clase de combustible consume? —preguntó el que estaba
al cuidado de la central.
—Lo siento —objetó Sam, pero de momento debe considerarse
este detalle como secreto.
—Perdone, profesor; fue simple curiosidad...
—Lo comprendo —agregó Sam disculpándole.
Don y sus dos acompañantes entraban en aquel momento a la
planta sin otra preocupación que mirar a todos lados.
—Creo que hay poco personal aquí —observó Kruger.
—No pensaron que puede haber tipos como nosotros. Es proba-
ble que se dieran cuenta de que les seguíamos —dijo luego—. No
debemos confiarnos demasiado.
—¿Crees que se arriesgarán a disparar? —opinó «El Zurdo», con
doble intención—: Un solo disparo nuestro y las consecuencias po-
drían ser desastrosas para ellos.
—Volaríamos todos —objetó Don.
—Lo sé, pero eso hará que obedezcan nuestras órdenes.
—No hagamos deducciones todavía y tratemos de localizarlos.
Si se dan cuenta de que no está el agente en la entrada, cundirá la
alarma.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Kruger.
—Probablemente, estarán en la sala de controles —opinó Don—.
Cuidado con lo que haces, «Zurdo»... —advirtió—. Dispararemos
sólo en caso de extrema necesidad... Quiero volver a salir por donde
entré... y vivo.
Mientras, Sam opinaba acerca del desintegrador.
—El productor de energía es ya un hecho. Hoy descansará por
fin. Hablaremos mañana con el general.

30
—Será una buena noticia —agregó Sergio, quedándose luego
pensativo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Sam.
—¡Hemos olvidado el coche que nos venía siguiendo! En el
tiempo que llevamos aquí han podido ocurrir muchas cosas...
—¿Ha dicho que les seguía alguien? —preguntó el encargado de
los controles.
Sergio contó cuanto había sucedido desde que salieron en direc-
ción a la planta atómica.
—El agente de la entrada les habrá detenido. Aunque traten de
esconderse, nunca conseguirán entrar. Sólo podrán hacerlo por una
de las puertas.
—Como mínimo, eran dos —indicó Sergio y prosiguió—: Pue-
den tender una trampa al vigilante.
—Me pondré en contacto con él —ofreció el del control.
El teléfono de la torreta, situada en la parte trasera de la planta
atómica, sonó repetidas veces sin que nadie lo descolgara.
—Es raro —manifestó. Colgó y volvió a repetir la llamada.
—Quizá no pueda contestar —insinuó Sergio.
—Avisaré a la patrulla de vigilancia que investigue lo que ocu-
rre...
Iba a descolgar cuando alguien le ordenó lo contrario.
—¡No lo haga!
—¿Eh? —exclamó, mirando al lugar de donde provenía la voz.
—¡Vamos, cuelgue!
Sergio intentó sacar la pistola.
—¡Cuidado, amigo! —gritó Don—: Éste acostumbra a darle al
gatillo con facilidad —dijo, señalando con la cabeza al «Zurdo».
Kruger se encargó de quitarle el arma.
—Escuchen. No tenemos nada contra ustedes. Así que pórtense
bien, y no les pasará nada.
—¿Qué quieren? —preguntó Sam.
—¿Cómo han entrado? —se interesó el del control.
—Estamos ya dentro. Así que no les interesa cómo lo consegui-
mos.
—¿Qué quiere decir?
—Lo sabrán dentro de poco... pero ¡dejen de hacer preguntas!
31
Don se dirigió a Sam, apuntándole con la pistola.
—¿Dónde está el desintegrador?
Sam se encogió de hombros.
—¡No trate de disimular! Lo sabemos todo... y en cuanto al com-
bustible no nos será difícil fabricarlo.
Don había tratado de intimidarles, pero cometió un error, que no
les pasó por alto a los atacados. Las últimas palabras del intruso
probaron su ignorancia acerca del combustible.
—Vigila la puerta —indicó Don al «Zurdo».
—¡Vamos! —conminó luego a Sam—. ¿Cómo funciona?
Sam pareció conformarse con la situación.
—Está bien, creo que no queda otra alternativa...
—¡No lo hagas! —le advirtió Sergio.
Kruger le clavó la pistola en los riñones.
—¿Quieres ir a hacerle compañía al de la puerta? —comentó.
—¡Asesinos!... —gritó Sergio entre dientes.
—Eso os convencerá de que no vacilaremos en hacer lo mismo
con vosotros.
—Es inútil —dijo Sam—; creo que así es mejor. Les mostraré
como funciona.

32
V
Sergio conocía demasiado bien a Sam, para no percatarse del
tono de las palabras de su amigo, y tensó los músculos para entrar
en acción en el momento oportuno.
Sam accionó dos clavijas: una para desconectar la corriente que
iría a los dos cables, la otra puso en funcionamiento el desintegrador
haciendo salir la tremenda energía por la pequeña tobera de descar-
ga. Sam lo había encarado hacia la puerta, donde estaba el «Zurdo»
e, instantes después, un fulminante fogonazo lo barría por completo,
convirtiéndolo en cenizas.
Por unos segundos, Don y Kruger se habían quedado perplejos
ante el inesperado suceso.
Sergio dio media vuelta, al mismo tiempo que hundía su puño
en el estómago de Kruger. Éste se encorvó y un nuevo golpe se es-
trelló en sus mandíbulas, haciéndole rodar unos metros, para que-
dar medio aturdido.
Durante unos momentos, Don se había quedado desconcertado,
sin saber qué hacer. Sergio sacó la pistola y se parapetó tras una es-
tantería metálica. Sam había empujado a Don, en el momento en que
Sergio actuaba, desviándole la puntería. Luego, los dos corrieron
para resguardarse de los disparos.
Todo había sucedido en unos segundos, y la situación de Don se
había complicado, pero, sin embargo, no había disparado una sola
vez.
—¡Suelta el arma! —gritó Sergio.
—No dispararás; si lo haces tendré tiempo de hacer volar todo
esto.
—Perecerás con nosotros —advirtió Sergio.
Don empezó a andar hacia atrás en dirección a la puerta y enca-
ró el arma hacia el desintegrador.
—¡Me dejarás salir! Te conviene...
Sólo unos centímetros le separaban ya de la puerta y los salvó
con un rápido movimiento.
Sam hizo intención de seguirle.
—¡No, Sam!... Tenemos a uno; de momento, es suficiente.

33
—Se llevará nuestro radiomóvil...
—En todo caso, lo usará para ir a la ciudad; luego lo abandona-
rá, pues no iría muy lejos con él.
Sergio cogió de cualquier manera a Kruger y lo levantó.
—Y tú nos dirás para quién trabajáis, si no quieres pasar el resto
de tus días en la cárcel.
—¿Podemos disponer de su coche, Backer? —pidió Sergio.
—Desde luego. Está aparcado en la entrada principal.
Momentos después, el coche, conducido por Sergio, surcaba la
pista en dirección a la ciudad.
—¿Para quién trabajáis? —preguntó Sam, por enésima vez.
Kruger hizo caso omiso y se limitó a mirar por la ventanilla.
—De acuerdo, ya nos lo dirá el «reflector mental».
Sergio se refería a un cerebro electrónico, capaz de fotografiar el
pensamiento. Kruger no ignoraba tal sistema y sabía que la organi-
zación quedaría al descubierto si empleaban aquel método con él.
—Está bien —dijo—: Aunque no hablara, el aparato lo revelaría
todo... Les informaré; después de pensarlo creo que no me gusta ni
tengo interés en ir a la cárcel...
—Veo que eres razonable —dijo Sergio y agregó—: Habla.
—¿Puedo encender un cigarrillo?
—Hazlo...
—¿Quieren?
Ante la mirada de Sam, optó por callar y encendió el cigarrillo.
—Sabe bien. ¿Seguro que no quieren probarlo?
Sergio detuvo el vehículo.
—Escucha: Si pretendes burlarte de nosotros, tengo medios para
hacerte cambiar de opinión —increpó, zarandeándole bruscamente.
Kruger seguía aspirando el humo sin hacer caso a las amenazas.
Por un momento, vislumbraron el interés que puso en ofrecerles ta-
baco.
—¡El cigarrillo, Sam! —exclamó, haciéndoselo soltar de entre los
dedos de un manotazo.
—Demasiado tarde... —balbuceó Kruger, con la mirada perdida
en el infinito.
Se venció a un lado, quedando inmóvil, con la cabeza recostada
en el hombro de Sam.
34
—Está muerto —indicó éste—. Aspiró veneno.
—Era nuestra única oportunidad… dijo Sergio—. Iremos al labo-
ratorio; quiero saber qué clase de droga es y de dónde proviene.
Sergio cogió el paquete de cigarrillos y lo examinó.
—Cinco amarillos y cuatro verdes —indicó.
Sam recogió el que había casi consumido Kruger.
—Es verde.
—¿Crees que los otros puedan ser buenos?
—Es posible, pero mejor será no probarlo... Aunque tal vez lo
sean para fumar en caso necesario y así despistar. Naturalmente
ofrecen el que les interesa...
—De todos modos lo investigaremos.
El vehículo se adentró en la ciudad y Sergio lo dirigió hacia el
laboratorio de la P. S. T.
Momentos después se detenían frente a la entrada principal.
—¡Eh! —gritó Sergio a uno de los centinelas.
Éste se dirigió en una rápida carrerilla hasta el lugar donde lo
llamaban.
—Avise al servicio de urgencia. Hay un cadáver ahí dentro.
Minutos después una ambulancia trasladaba el cuerpo de Kru-
ger a la sala de autopsias.
Sergio y Sam entraron también.
—¿De qué murió? —preguntó un médico.
—Fumó uno de esos cigarrillos. Era de este color —explicó, seña-
lando los verdes.
—Pronto sabremos qué clase de veneno contienen.
Unos minutos bastaron para realizar la autopsia.
—Este hombre murió por coagulación sanguínea —les informó
el doctor,
—¿Coagulación? —repitió Sam—: ¿Qué clase de veneno produce
tal efecto?
—Lo ignoro, tratándose del humo de un cigarrillo, pero sólo
existe un lugar donde emplean aún estos procedimientos para qui-
tarse la vida.
—¿En la Tierra?
—No. En Marte.

35
Sergio miró a Sam y asintió con la cabeza, dándole a entender la
realidad.
—Una organización que hace que sus miembros se eliminen an-
tes de hablar puede ser importante. ¿No es así, Sam?...
—Eso creo.
—¿De qué hablan? —preguntó el médico.
—No tiene importancia —respondió Sergio.
—¿Está seguro de que el veneno ya no se encuentra aquí? —
insistió, examinando un cigarrillo de color verde.
—Así es, comandante.
—Gracias —se despidió Sergio y agregó—: Estaré en mi despa-
cho; llámeme si me necesita.
—Lo haré, señor.
—Cigarrillos marcianos... —musitó Sergio.
—¿Decías algo?
—Meditaba sobre el caso.
—¿Qué piensas hacer?
—Creo que tendré que prepararme para un largo viaje.
—¿Sólo?
—Sí.
—¿Sabe algo Elsa de todo esto?
—Muy poco. Le hablé esta mañana sobre lo de la prueba.
—Si te vas de viaje, no te preocupes por ella. Olga le hará com-
pañía... Se escribe con un chico y se aburre de tanta misiva.
—¿Con quién se escribe?
—Con un tal Joel. Creo que está en Marte.
—¿Sabes su apellido? —preguntó Sergio, deteniéndose.
—Sí, pero... ¿Qué tiene que ver eso ahora?
—¿Es Milland su apellido? —se anticipó Sergio.
—Sí. ¿Le conoces?
—Escucha: Olga debe romper inmediatamente su amistad con
ese hombre...
—¿Lo conoces suficientemente para afirmar eso?
—Lo conozco para decir que es un perfecto canalla.
—Eso es grave, Sergio —objetó Sam, echando a andar—: Mi so-
brina se disgustará por eso.
—Le explicaré con la clase de hombre que tiene sus relaciones...
36
—¿Te ha hablado alguna vez de él? —continuó Sergio.
—Tal vez, pero nunca le hice demasiado caso... tengo otras cosas
más importantes en qué pensar.
—¿Podrías hacerte con una de sus cartas? Creo que nos entera-
ríamos de algo interesante, claro está, aparte de su interesada amis-
tad con Olga...
—¿Quieres decir que?... —dijo Sam, comprendiendo lo que su
amigo quería decir.
—Tú no le conoces, pero es evidente que Joel utiliza la debilidad
de tu joven sobrina para algún fin poco escrupuloso.
—Continúa —dijo Sam, mostrándose impaciente.
—Naturalmente, él sabe la amistad que existe entre nosotros, sin
dejar a un lado la confianza con Olga; pues bien, estoy seguro de
que, poco a poco, le ha ido sacando algunas informaciones que, para
Olga, sólo han supuesto preguntas inocentes, de simple curiosidad,
es decir, como tema en sus cartas.
—Ella no me pide ningún dato cuando escribe —se apresuró a
contestar Sam.
—Ni lo hará. Joel se cuidará bien de recalcárselo. Esto podría
ocasionar sospechas. Si podemos leer algunas de sus cartas, te con-
vencerás.
—Bien, no creo que sea difícil.
En su despacho, Sergio se dispuso a concretar la misión que él
mismo se había encomendado. Pulsó un botón determinado en el
teletraductor y esperó unos segundos.
—«Sala de espacionaves. Habla el teniente Leroy» —contestaron
del otro lado.
—Escuche con atención, Cris —dijo, y prosiguió—: Necesito una
nave para mañana. Equípela; su destino es Marte. Las iniciales que
identifican a la P. S. T. deben ser borradas. Es una misión secreta.
—De acuerdo, comandante.
—¿Por qué va solo? —comentó Sam—. Una vez en órbita alre-
dedor de Marte, para ellos será fácil localizarte.
—Es un riesgo que tendré que correr, aunque nadie sabe que
voy.
El teletraductor sonó. Sergio indicó a Sam que se sentase.
—Debe ser el general. Debí de haberlo llamado.
37
Paul Ister, general de la Policía Sidérea Terrestre, hablaba en un
tono de voz un tanto alto. Sergio separó unos centímetros el auricu-
lar de su oído, mientras hacía una expresiva mueca a Sam.
—¿Enfadado? —dijo éste.
Sergio afirmó con la cabeza, sonriendo a la vez.
—Muy bien, general... Sí, general —contestó únicamente Sergio,
y colgó.
—Se dirige hacia aquí. Apuesto a que antes de llegar se le habrá
pasado el enfado...
Momentos después, la puerta se abría y aparecía el general.
—¿Qué ocurrió exactamente? —preguntó.
Sam le saludó.
—Buenos días, general.
—¡Hola, profesor! —contestó; luego increpó a Sergio—: ¿Tengo
que sacarle las palabras, comandante? Me enteré por Backer.
Sergio se apresuró a contarle todo lo que había sucedido.
El general Ister anduvo unos pasos con gesto pensativo y luego
preguntó a Sam.
—¿Por qué no nos lo dijo? Un invento de tal envergadura no
puede pasar inadvertido para la P. S. T.
—No estaba seguro del éxito; había que probarlo primero.
—De acuerdo, pero se arriesgaron demasiado.
—¿Quién podía pensar...?
—De acuerdo —le cortó Ister, y agregó—; ¿Qué piensa hacer?
Sergio dio su opinión:
—Creo que lo más oportuno será dejar el desintegrador aquí y
vigilar la casa del profesor. Puede que reciba alguna visita poco re-
comendable...
—Aquí estará seguro —repuso Ister—. Si podemos fabricarlo en
serie, desaparecerán todas las tentativas de monopolizarlo.
—Ése debe ser nuestro objetivo... hacer que nuestras espaciona-
ves surquen el espacio sin más pérdida que algunas libras de com-
bustible, prácticamente nulo.
El teletraductor sonó en aquel instante. Sergio contestó.
—Para usted —indicó a Sergio, pasándole el aparato.
—¿Cómo? —exclamó éste, pegando más el oído al auricular, an-
te la sorprendida mirada de Sergio y Sam.
38
—De acuerdo. Vamos para allá. —infirió.
—¿Qué ha ocurrido, general?
—Uno de nuestros agentes ha sido hallado muerto dentro de un
autonave, cerca de la planta atómica. Al parecer, se estrelló.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Hablaremos de eso por el camino. Tal vez guarde relación con
lo sucedido a ustedes —objetó Ister.

39
VI
Mientras, en el sector 8 N.º 12 de Marte, un teletraductor sonaba
repetidas veces.
Balkis Siro descolgó el aparato y, después de tenerlo unos se-
gundos pegado al oído, preguntó:
—¿Quién es?
—¿Balkis? Soy Don —contestaron al otro lado.
La voz sonaba apagada y, Balkis se percató de que sucedía algo
anormal.
—Habla. ¿Ha ocurrido algún imprevisto?
—Sí, pero pude comprobar que el invento del profesor es perfec-
to.
—¡Vamos, habla de una vez! —increpó.
—El «Zurdo» murió desintegrado por ese aparato, y Kruger no
pudo escapar. Si hubiese intentado rescatarlo, seguro que no estaría
ahora hablando contigo...
—¿Llevaba los cigarrillos? —preguntó Balkis.
—Sí. A estas horas debe estar haciéndole compañía al «Zurdo».
—Escucha ahora con atención —prosiguió Balkis... Durante unos
minutos, Don permaneció escuchando en silencio y luego colgó. Ac-
to seguido, se dirigió al mostrador y pidió de beber. Vació de un
trago el contenido del vaso y después dejó unas monedas sobre el
mostrador.

***
Sam, Sergio y el general llegaban en aquel momento al lugar del
suceso.
—¿Qué ha ocurrido, agente? —preguntó Ister, mientras corres-
pondía al saludo.
—Estamos tratando de averiguarlo, señor, aunque sospechamos
que no fue un accidente. Este hombre era el guardián de la puerta
trasera de la planta; seguramente le tendieron una trampa y lo pu-
sieron aquí para engañarnos.
—¿Lo pusieron? —repitió Sergio.
—Sólo podemos hacer conjeturas. ¿Tiene alguna otra solución?
40
—Puede que fuera cómplice de ellos y, por alguna razón, desea-
ran quitárselo de encima...
El agente quedó unos instantes pensativo.
—Creo que su desintegrador nos va a dar trabajo, Sam —dijo el
general.
—Lo siento; debí informarle de nuestros propósitos —contestó
Sam, mirando a Sergio.
Éste se adelantó y le cogió por el brazo.
—Nadie podía prever estos incidentes; no es tuya la culpa.
Ister se apresuró a rectificar.
—No quise decir eso, profesor...
—Lo sé, olvídelo.
En el domicilio de Sam, Olga recibía la visita de Don.
—Soy amigo de Joel —dijo, al verla.
Ella lo miró algo pensativa.
—¿Es usted Olga Speimer?
—Sí. ¿Acaso está Joel en la Tierra? ¿Le ha ocurrido algo?
—Tranquilícese; se encuentra bien. Hace unas horas que llegué
de Marte y me pidió que le dijese algo...
—¿De qué se trata?
—Es un poco largo de contar —manifestó Don.
—Está bien, pase.
—Tiene una bonita casa...
—¿Qué clase de recado le dio Joel? —insistió Olga.
Don echó una ojeada a su alrededor y se sentó junto a la jaula de
los pájaros.
—¿Le gustan los animalitos? —preguntó, sonriente.
Olga no contestó.
—Bien, creo que está impaciente por saber noticias de su amigo
—dijo, al par que sacaba un paquete de cigarrillos e invitaba a la jo-
ven con un gesto.
Olga negó con la cabeza.
—Como le dije, Joel se encuentra en Marte. Probablemente, por
sus cartas, sabrá que la tarea que desempeña allí le tiene suficiente-
mente ocupado como para no disponer de un solo día libre.
—Continúe.
Don aspiró profundamente el humo del cigarrillo y dijo:
41
—Dentro de unos días recibirá noticias suyas, que confirmarán
mis palabras, pero, a fin de que disponga de más tiempo para pen-
sarlo, le adelantaré lo que él desea...
Olga escuchaba sin atreverse a interrumpir.
—Debe pensarlo detenidamente antes de tomar una decisión...
—¿Qué clase de decisión?
—Escuche: él desea casarse con usted, pero la esperará en Marte.
El viaje no le sería fatigoso, ya que lo haría con una de las naves de
Yeran.
—¿Quién es Yeran y por qué no me dijo Joel nada de eso?
—Es su jefe; ya le he dicho que, de momento, no dispone de un
minuto libre.
—Primero tengo que consultarlo con mi tío Sam. No puedo de-
cidir así, de pronto... —replicó ella.
—Desde luego; no estaría nada bien que marchase sin su permi-
so... después de todo, aún es una niña —dijo Don con sorna.
—No soy una niña, pero Sam es como un padre para mí
—Bien, creo que está todo hablado. Cuando haya decidido la
cuestión no tiene más que escribir a Joel. Yo partiré hacia Marte hoy
mismo.
Don se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Joel esperará impaciente sus noticias —manifestó al salir.
Olga se sentó e instintivamente su vista se detuvo en los dos pá-
jaros. El extraño visitante les había contemplado repetidas veces
mientras hablaban.
—...«Tal vez sea un entusiasta de ellos» —pensó, sin dar dema-
siada importancia a la cosa.

***
De nuevo en la P. S. T., el profesor, en presencia del general Ister
y Sergio, hizo un detallado programa de la utilización parcial del
desintegrador, puesto a disposición de las naves.
—...No obstante —expuso Sam—, existe un inconveniente mien-
tras no perfeccione mi invento. El núcleo rojo es un enemigo que no
perdonará un fallo. Tengo que eliminar este peligro inminente, si
queremos conquistar la verdadera energía que nos llevará hasta los

42
más recónditos lugares del cosmos sin consumir el, hasta ahora, caro
combustible que se viene empleando.
—¿Cuándo estará en condiciones de ser probado con resultados
positivos? —exclamó Ister.
—Puede llevarme varios días dar con la clave. Quiero estar se-
guro de que no pueda haber ningún fallo...
—Bien —prosiguió Ister—, mandaré a dos de mis hombres para
que vigilen su casa hasta que esté listo el desintegrador.
—Te acompañaré —sugirió Sergio.
Momentos después llegaban al domicilio de Sam, seguidos de
dos agentes.
Olga salió a recibirles, muy sonriente.
—¡Hola! —exclamó, besando a Sam y cogiéndose del brazo de
Sergio—. Tengo algo que contaros...
—¡Vaya! —¿Es interesante? —bromeó Sergio.
—Lo es y necesito vuestro consejo.
—...Y bien—dijo Sam.
—Bueno... todo empezó hace apenas una hora.
—¿Vino alguien?
—Sí, pero no dijo su nombre; venía de parte de Joel a darme una
noticia.
—¿Qué noticia, Olga? —insistió Sam.
—¡Un momento! —exclamó Sergio—. Antes describe a ese suje-
to.
Olga quedó un instante pensativa.
—Es que... no reparé muy bien en él; la verdad es que sólo oía lo
que me decía...
—Pero recordarás algún detalle. Tu instinto de mujer te habrá
permitido captar algo que resaltase en su persona.
—... Bueno... era más bien alto y su pelo algo canoso; tenía muy
poco.
—¿Cómo iba vestido?
—Llevaba un traje térmico, de color gris; dijo que partiría hoy
mismo hacia Marte.
—Es uno de ellos —aclaró Sergio, dirigiéndose a Sam.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Olga.
—¿Qué fue lo que contó ese individuo? —insistió Sergio.
43
—Dijo que Joel quería casarse conmigo; que me lo pensara y que,
si aceptaba, debía ir allí, ya que él no puede desplazarse.
—¿Con qué objeto quiere que vayas tú? No creo que te haya di-
cho la razón por la cual quiere casarse con la sobrina del profesor
Speimer...
—Sólo existe una razón: que sea su esposa —aclaró Olga—: Sus
cartas son bastante contundentes.
Sam y Sergio se miraron y pensaron lo mismo: cómo decirle la
verdad para no dañar los sentimientos de la joven.
—Bueno... —dijo en tono algo entrecortado— no me gusta en-
trometerme en tus asuntos personales, pero...
—¿Qué tratas de decir?
—¿Podemos ver una de sus cartas? Es simple curiosidad... curio-
sidad hasta cierto punto; sólo sacaremos deducciones.
—No hay inconveniente, pero no sé qué tratáis de probar.
Olga fue a su habitación. Los dos esperaron en silencio.
—Aquí están... Ésta es la última que recibí.
Sergio las cogió todas y ambos se acomodaron.
—Bien —dijo Olga—, creo que tenéis trabajo para rato. Ya me
avisaréis cuando hayáis terminado.
—Leeremos la última —propuso Sergio, mirando las fechas.
Sergio leyó en voz alta, haciendo caso omiso a algunos porme-
nores.
—Escucha esto: «Tres de mis muchos amigos están ahí, en la Tie-
rra, por asuntos de negocios. Uno de ellos, Don, te hará una visita
para proponerte algo que por carta no quiero explicarte, porque tal
vez no te convencería. Espero que te lo pienses bien antes de tomar
cualquier decisión...
—¿Qué te parece? —dijo Sergio.
—Ese Don puede ser uno de ellos... —aclaró Sam y agregó—: Si-
gue leyendo; puede que averigüemos la verdadera razón por la que
quiere casarse con Olga.
Sergio leyó rápidamente algunas líneas y recalcó las palabras fi-
nales.
—«¿Qué tal van los inventos de tu tío? Me gustaría saber cuál
fue el último..., creo que te lo contará todo...»
—¿Le contaste a Olga lo del combustible? —dijo Sergio.
44
—Sí, pero... eso no debe preocuparte; ella nunca diría nada. In-
sistí para que no lo hiciese.
—Es evidente que saben más de lo que pensamos y, si Olga le
mencionó algo, esto se complicará más.
Sergio miró todas las fechas y fue colocando las cartas correlati-
vamente.
—Diecinueve y hay exactamente un intervalo de diez días en
cada una de ellas.
—Es meticuloso, por lo visto —dijo Sam, sonriendo.
—Desde luego, pero no en la última y la que la antecede. Estas
dos tienen un margen de dieciséis días. ¿Por qué?
—Quizá no tuvo tiempo...
—¿Cuenta acaso el tiempo para un enamorado? ¿Por qué se re-
trasó en estas dos?
—¿Qué sacas en conclusión?
—¿Cuándo hablaste con Olga del desintegrador?
—Ayer, pero lo había hecho ya hace unos días.
—¿Recuerdas cuándo?
—No sé..., el seis, el siete o tal vez el ocho; no recuerdo exacta-
mente...
—¡Claro! —exclamó Sergio, y prosiguió—: Olga le mencionó al-
go o quizá todo y ésta es la razón por la que no son correlativas las
fechas; es decir, que no mantengan un mismo intervalo..., estuvo
demasiado ocupado para escribir...
—¿Qué tratas de decir?
—Nada. Creo que adelantaré el viaje...
—¡Quizá falta una carta! —objetó Sam.
—¿Por qué iba Olga a esconderla?
—Hay cosas que las mujeres guardan con celo y no quieren que
sean vistas por una tercera persona...
—En ese caso, nosotros...
—Correcto..., y mi sobrina no deja de ser mujer, a pesar de la
confianza que existe entre nosotros.
—Si hay otra carta tenemos que verla —insistió Sergio.
La débil voz de Olga les sacó por un momento de sus cavilacio-
nes.
—¿Averiguasteis algo importante? —preguntó.
45
—Sólo algunas deducciones, pero tú puedes ayudarnos. ¿Quie-
res contestar a algunas preguntas?
—Claro —contestó—. Pregunta.
—Joel te escribe exactamente cada diez días. ¿No es así?
—Sí; es el día que tiene descanso. ¿Tiene eso algo de particular?
—No, pero en esas dos cartas, las últimas, se retrasó seis días.
¿Qué ocurrió? A dos enamorados no les pasa inadvertido un detalle
así; te lo mencionaría en la carta siguiente y, sin embargo, no lo hi-
zo...
—No entiendo... ¿Por qué te preocupa tanto eso?
—Escucha, ya que tienes edad para saber ciertas cosas.
—¿Cómo cuáles? —dijo intrigada.
—Joel no es lo que tú piensas. Voy a hacerte daño hablándote
así, pero ya fue demasiado lejos...
—¿Debo desconfiar de él?
—Escucha, aunque sea ésta la última vez que quieras hacerlo:
ese sujeto que vino hace unas horas, ese tal Don, lo hizo con dos
hombres más y no en viaje de negocios, sino decididos a llevarse el
invento que Sam había logrado fabricar.
—¿Qué tiene que ver eso con Joel?
Sergio miró a Sam, el cual agachó la cabeza.
—Debo hacerlo; puede que ahora evitemos daños mayores.
—¿Crees que Joel está mezclado con esto? —insistió Olga.
—De momento, nada podemos asegurar; por eso nos interesan
las cartas.
—¿Sacaste algo interesante de ellas?
—No puedo responderte afirmativamente a esa pregunta toda-
vía.

46
VII
Sam se levantó y fue a la biblioteca. Allí sacó, de entre dos grue-
sos volúmenes, algo que Sergio no distinguió de momento.
—¿Qué escondías ahí?
Éste se acercó y le mostró lo que había ido a buscar.
—¿Un encendedor?
—Sí, pero tiene otro uso también. Algo que en caso de emergen-
cia puede salvarte la vida. Mira.
—¿Qué contienen? —preguntó Sergio, observando unos micro-
balines, que Sam iba sacando del interior del encendedor.
—Un líquido corrosivo. Observa la tapa de ese libro.
Después de cargar de nuevo la pequeña cámara, hizo presión en
un resorte disimulado y un proyectil salió como un relámpago, in-
crustándose en la cubierta, situada a dos metros de distancia. En el
mismo instante, el poder destructivo de la bala hizo su efecto con-
tundente, perforando la tela, el grueso plástico de cuatro milímetros
y varias hojas.
—Sus efectos, como has podido comprobar, son rapidísimos —
explicó Sam.
—Es un arma peligrosa —objetó Sergio.
—Desde luego; debes usarlo sólo en casos de vida o muerte.
—No lo olvidaré y espero que no tenga que emplearlo nunca.
—¿Qué os proponéis? —preguntó Olga.
—Dentro de poco emprenderé viaje hacia Marte —aclaró Sergio.
—¿Con qué objeto?
Sergio hizo una leve pausa, mientras encendía un cigarrillo.
—¿Hay cigarrillos de colores? —preguntó Olga.
—¿Hablas por el tipo que vino aquí?
—Sí; sacó uno y me invitó. Era de color amarillo, como el suyo.
—¿Te fijaste si tenía alguno de otro color?
—¡Claro! No es corriente en un hombre fumar esa clase de ciga-
rrillos; creo que es demasiado femenino. Los otros eran verdes..., lo
vi bien cuando abrió la cajetilla.
—Entiendo —comentó Sergio, sin darle importancia.
—¿Por qué preguntaste si tenía de otro color?

47
—Te lo contaré en otra ocasión...
—Está bien..., pero... dime qué es lo que te hace sospechar de
Joel.
—Tengo motivos suficientes, ¿Recuerdas el caso de la Antártida?
—Leí algo sobre ello. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Se despistó el
rompehielos?
—Premeditadamente, y Joel Milland era su capitán y... ¿Sabes
quién quedó a merced de aquellos gigantes de hielo? Yo, junto con
todos mis hombres.
El rostro de Olga palideció, sin dar crédito a lo que estaba oyen-
do.
—Hasta ahora, nunca supe de él y esto es lo que me induce a in-
vestigar.
Olga se levantó.
—Perdonadme —se excusó, con voz temblorosa, dirigiéndose a
su habitación.
Sam hizo el gesto de levantarse.
—No. Es mejor que la dejemos ahora...
—¿Y si a pesar de esto quiere ir? —insinuó Sam.
—Creo que no podremos evitarlo.
—Se lo prohibiré.
—¿Qué conseguirías con ello?... Olga no será siempre menor de
edad...
—¿Qué podemos hacer?
—Debo averiguar cuanto antes si Joel está complicado en este
asunto; es la única solución. Mientras Olga tendrá que esperar.
Sergio echó un vistazo a un periódico que había sobre la mesa.
—¿Es de hoy?
—Sí. ¿Trae algo interesante?
—Puede serlo. Escucha: «La O.V.I. (Organización Viajes Inter-
planetarios) ha preparado, para mañana, un viaje con destino a Sa-
turno. La espacionave que se utilizará para tal fin es capaz de alojar
a más de setecientas personas. Efectuará escala en Marte, para pro-
seguir luego directamente al punto de destino.»
—¿Piensas tomar pasaje? —dijo Sam.
—Sí, y lo haré como un pasajero más... La visita de ese hombre
me hizo cambiar de opinión.
48
***
El día siguiente, en la Organización de Viajes Interplanetarios,
un pasajero se sumaba al ya crecido número de ellos, esperando con
impaciencia surcar los espacios animado por el deseo de visitar a
aquel extraño planeta.
—¿Destino? —le preguntaron en la ventanilla.
—Marte.
—¿Va solo?
—Sí.
El empleado le entregó una placa de plástico, en la que se había
grabado el nombre y el número de habitación.
—Mientras permanezca en la nave, ésta será su única documen-
tación. Compartirá la habitación con otro hombre. Buen viaje, se-
ñor..., y guarde bien el pase.
Sergio le saludó con la mano, mientras miraba su nueva placa de
identidad con cierta curiosidad. Luego se dirigió hacia un teletra-
ductor, y marcó un número.
—¿Sam? —dijo, después de esperar un instante.
—¡Hola, Sergio! ¿Conseguiste pasaje?
—Sí, escucha: trata por todos los medios de que Olga tome cual-
quier decisión. Comunicaré con vosotros cuando haya aclarado al-
go; si Joel está metido en todo esto, ella nos lo agradecerá y, si está al
margen, creo que sabrá comprender y perdonar nuestra desconfian-
za.
—Lo intentará —contestó Sam y añadió—: Comunícame tu di-
rección de inmediato.
—Lo haré... ¡Hasta pronto, Sam!
—Cuídate..., y no te preocupes por Elsa; estará con nosotros.
Sergio consultó su reloj. Faltaban aún cuarenta y cinco minutos,
por lo que se dirigió al bar, sentándose ante la barra, junto a un jo-
ven, que le miró con cierta curiosidad.
—¿Se le ofrece algo, amigo? —preguntó Sergio sonriendo.
—Perdone —se apresuró a contestar—. Me llamo Sandro. Tomé
pasaje un momento antes que usted lo hiciese y pensé que quizá nos
hayan dado el mismo número de habitación. Yo tengo el C-37.
Sergio sacó su placa y se la mostró.
49
—¡Es el mismo número! —exclamó el joven, entusiasmado—.
Menos mal.
—¿Menos mal? —repitió Sergio.
—Bueno..., quiero decir que me alegro que no me haya tocado
uno de esos pasajeros viejos y de charla aburrida.
—¿Qué le hace suponer que yo tenga una conversación agrada-
ble?
—Usted y yo somos de esta generación; yo, tal vez algo más jo-
ven, pero puede que no mucho. Tengo veintiocho años.
—Nací cuatro antes que tú y mi nombre es Sergio.
Ambos se estrecharon las manos.
—¿Vas también a Saturno? —preguntó Sandro.
—Me quedo en Marte. Tengo familia allí...
Sergio no vaciló en darle su nombre y el lugar de destino. Si
Sandro le vigilaba, así lo averiguaría.
—Es la primera vez que hago un viaje tan largo. ¿Conoces Sa-
turno?
—Fui allí hace algunos años.
—Debe de ser emocionante —dijo.
Sergio le observaba disimuladamente.
Minutos después, los altavoces lanzaban el primer aviso.
—«¡Atención! ¡Atención, por favor! Faltan quince minutos para
despegar. Los señores pasajeros se servirán dirigirse a la nave y
ocupar los sitios que les han sido asignados, para evitar aglomera-
ciones. Gracias.»
—Se acerca la hora —dijo Sandro, sin poder disimular su nervio-
sismo.
Dos grandes rampas daban acceso a la espacionave y a la entra-
da varios empleados informaban a los pasajeros por dónde tenían
que ir.
Sergio mostró el pase, haciéndolo a continuación su compañero.
—Pasillo central, cuarta puerta a la derecha. Pisó superior —les
informaron.
En breves minutos se encontraron instalados en su comparti-
miento.
La estancia era reducida, pero confortable. En un rincón había
dos butacas, una pequeña mesa, la cual estaba provista de algunas
50
botellas de licor. Más allá, un aparato de radio y, a su lado, una pan-
talla de televisión. Ésta transmitía con toda nitidez cuantos progra-
mas acontecían en un lugar determinado de la Tierra.
—¡Aquí no falta nada! —exclamó Sandro.
Sergio miró su reloj.
—Pronto partiremos —dijo, y agregó—: ¿Quieres echar una
ojeada?
Ambos se dirigieron a las ventanillas.
En aquel momento, los altavoces instalados en todas las habita-
ciones emitieron un chasquido y se oyó una voz.
—«Señores pasajeros, les habla el capitán. Bien venidos a esta
nave. Espero encuentren su estancia suficientemente confortable. La
empresa les suplica expongan cualquier deficiencia, ya que no sólo
es en beneficio de ustedes, sino que debemos evitar que cualquier
fallo técnico pueda perjudicar el buen funcionamiento de los sensi-
bles aparatos que gobiernan la nave. Dentro de un instante partire-
mos; procuren estar sentados, ya que durante cinco minutos notarán
la presión de despegue. Gracias y buen viaje.»
Momentos después, los cohetes de despegue rugían con fuerza
elevando, lenta y majestuosamente, la colosal espacionave.
Pocos minutos fueron necesarios para que la atmósfera terrestre
quedase atrás. Ahora se definían los continentes con claridad y si-
guieron viéndose durante algunos kilómetros más; luego el planeta
quedó completamente liso, sin percibirse perfil alguno. La distancia
que les separaba era excesiva para la vista humana.

51
VIII
El característico taconeo que se produce al andar se dejó oír en el
pasillo central de la nave.
Con paso firme y seguro, un hombre de unos 32 años, pelo cas-
taño y 1’80 metros de estatura, detuvo sus pasos delante de una
puerta en la que se leía: «CAPITÁN». Pulsó un botón y en el interior
sonó un timbre. Segundos después, un pequeño recuadro, situado a
un lado del marco, se iluminó y la palabra «PASE» apareció en él; la
puerta se abrió y, al entrar, se cerró en el acto a su espalda.
La sala, situada junto a la cabina de mandos, ofrecía un aspecto
confortable. Cuatro butacas y una mesita formaban un acogedor rin-
cón de estar. Un pequeño bar se hallaba junto a la salita.
Un hombre de avanzada edad le alargó la mano.
—Mi nombre es Edward. ¿En qué puedo serle útil?
En cada uno de sus hombros, tres estrellas denotaban su gradua-
ción.
—Sergio Miranda —contestó—. Desearía hablar unos minutos
con usted acerca de este viaje. Espero no molestarle demasiado...
—Al contrario; me agrada charlar con mis pasajeros... Siéntese.
¿Quiere algo de beber? ¿Cerveza? ¿Coñac?
—Cerveza.
El capitán sacó dos botellas y luego se sentó.
—Y bien...
—No he venido a exponer ninguna queja. Me agrada la nave y
entiendo algo sobre su funcionamiento, por lo que me gustaría tener
una oportunidad para colaborar con ustedes en lo que pueda.
Una voz interrumpió el diálogo. Una voz que a Sergio le recor-
daba a alguien. Al volverse, quedó perplejo; conocía a aquel hombre
y no guardaba un buen recuerdo de él precisamente.
El recién llegado cambió de color cuando vio a Sergio con el ca-
pitán.
«¿Qué hacía Joel en la nave? Según Olga, se encontraba en Mar-
te», pensó.

52
La imaginación de los dos hombres pasó en unos segundos a
rememorar todo cuanto había acontecido años atrás, en un lugar
apartado de la civilización: las frías tierras de la Antártida...

***
En 1980, Sergio Miranda y Joel Milland eran buenos amigos, pe-
ro la codicia de uno y la sinceridad de otro les hicieron enemigos.
Sergio y Joel eran socios en una importante empresa ballenera.
Después de largas y azarosas semanas de pesca, los buques se dis-
ponían a regresar a su punto de partida. Dos grandes cetáceos repo-
saban inertes en la cubierta del buque rompehielos. Aquello signifi-
caba un buen puñado de billetes para ambos.
—¿Por qué repartir entre dos las ganancias pudiendo quedarse
él con todos los beneficios? —cavilaba Joel.
Era una fuerte suma la que percibiría por la venta de las balle-
nas, que le podría sacar de muchos apuros, ya que, después de todo,
su cuenta corriente no andaba muy bien por aquel entonces.
Mientras por la mente de Joel pasaban estas ideas, Sergio y al-
gunos pescadores pugnaban, en la pequeña embarcación que iba de-
trás del rompehielos, por esquivar las grandes moles flotantes, que
amenazaban a la nave. Joel sabía que el «Sibarius» era el único me-
dio para salir de aquellas aguas.
Durante todo el día, las tripulaciones tiraron de los remolques
hasta el punto que sus manos sangraban. Y mientras tanto, los gran-
des bloques de hielo se iban acercando por segundos a la flotilla, ha-
ciendo inminente el riesgo de una colisión.
Uno de aquellos bloques se interpuso entre el rompehielos y la
flotilla en la que iba Sergio; de momento, el «Sibarius» quedó invisi-
ble. El rompehielos continuó su ruta y, por más que chillaron e in-
tentaron comunicar con él, sólo consiguieron acabar afónicos, sin
obtener respuesta alguna.
El canal que dejaba tras sí el rompehielos para dejar paso a las
otras embarcaciones ya no existía; los transportes flotaban ahora in-
seguros, en aguas encajonadas entre altos acantilados y fantasmales
bancos de hielo que sobresalían cincuenta metros de la superficie,
haciendo palidecer a todos.

53
¿Tendrían la comunicación estropeada?
¿Era posible que no se hubieran dado cuenta de aquel percance?
Mil pensamientos pasaron por la mente de aquellos hombres,
que veían con estupor el trágico fin a que estaban destinados, si el
rompehielos no regresaba. Sólo quedaba un recurso y Sergio pensó
en él. Una idea acudió a su imaginación, una idea que se reservó pa-
ra no alarmar a los demás. El «Sibarius» no regresaría jamás.
Conocía demasiado bien a Joel como para saber que su buque no
volvería. Algunos altercados habidos entre ellos por motivos de di-
nero hacían que Joel aprovechara aquel incidente para abandonarlos
a merced de su suerte.
Sergio pensó rápidamente lo que se tenía que hacer. Para casos
como aquél, una de las naves llevaba unos espolones que, acoplados
a la embarcación, partirían aquella costra helada, aunque en mucha
menos rapidez.
Se hicieron los preparativos tal como ordenó Sergio y lanzaron
un bote al agua. El tiempo apremiaba; los hielos iban estrechando
cada vez más su cerco y dentro de poco no podrían hacer nada. Cua-
tro hombres bajaron y colocaron el bote frente al buque, en el lado
de proa. De arriba les iban dando todo lo necesario para colocar los
espolones. Empezaron a trabajar con rapidez y pronto terminaron la
tarea, pero un peligro inminente acechaba a aquellos hombres.
Por ambos lados del bote se acercaban amenazadores dos gigan-
tescos bloques de hielo. Su peso sobrepasaba las quince toneladas.
Rápidamente y con todas sus fuerzas, los cuatro hombres empuja-
ron la pequeña embarcación hacia un lado del buque, tirando del
cable que les sujetaba a él, pero poco consiguieron; estaban casi
aprisionados por los hielos y pudieron avanzar muy poco.
Los que estaban arriba les echaron unas escalerillas, al mismo
tiempo que gritaban:
—¡Rápido, abandonad el bote!
—¡Cuidado, a vuestra espalda! —exclamaban otros.
Pero todas las advertencias fueron inútiles; los bloques siguieron
avanzando y estrechando cada vez más su cerco, sin que nada las
pudiese detener.
La lucha por la existencia era escalofriante; la muerte se acercaba
por segundos, lenta pero inexorable. Tal era su desconcierto que uno
54
empujaba al otro para subir y se agarraban de las piernas cuando
estaban a mitad de camino.
Sergio dio órdenes para que la embarcación retrocediese un po-
co, con la intención de ganar unos metros para que los hielos no al-
canzasen al bote, pero tan sólo consiguieron moverse unos centíme-
tros. El buque estaba ya apresado por la parte de popa y las hélices
giraban sin conseguir moverlo.
—¡Atrás! ¡A toda máquina!... —gritó desesperadamente.
Pero ya era demasiado tarde; unos horripilantes gritos hicieron
pensar lo peor. Miraron a sus compañeros y quedaron mudos por lo
que presenciaron: los icebergs embistieron al bote y lo hundieron en
pocos segundos y con él a los hombres que habían dado su vida por
los demás. Instantes antes de tragárselos las heladas aguas, Sergio
vio a uno de ellos sacar la cabeza por entre dos de los duros colosos,
pidiendo auxilio. Sergio cerró los ojos y apretó las mandíbulas con
fuerza, al mismo tiempo que lanzaba un juramento.
—¡Joel, te juro que habrás de rendir cuentas de estos crímenes!
—pronunció en voz alta—. ¡Algún día te hallaré y entonces pagarás
caro estos crímenes!

***
El capitán se dio cuenta de que algo anormal sucedía entre su
lugarteniente y el pasajero, pero, como si no se hubiese percatado de
nada, preguntó:
—¿Se conocían ya?
—Sí, nos conocíamos —contestó Sergio, levantándose, y aña-
dió—: Si me necesita, llámeme. Hablaremos más extensamente en
otra ocasión
Joel estaba en el bar, de espaldas, y sus miradas se encontraron
en el espejo. Con una mueca cínica, Joel se bebió su licor.
Sergio se despidió del capitán y, cuando la puerta se hubo cerra-
do, quedó unos segundos escuchando; el tiempo de encender un ci-
garrillo. En el interior se oyeron pasos y una puerta que se cerraba;
luego reinó el más absoluto silencio. Sergio se dirigió a su habita-
ción.
—¡Hola, Sandro! —exclamó al entrar.

55
—¡Hola! —contestó su compañero—. Hacía rato que no te veía
por aquí.
—Creo que va a haber jaleo...
—¿Qué sucede o... qué ha sucedido? Cuenta conmigo en lo que
sea...
A grandes rasgos, Sergio le contó los hechos. Después de escu-
char atentamente, Sandro dio su opinión acerca de lo que su compa-
ñero le había contado.
—¿Tienes alguna prueba? Algún indicio en el que se pueda pro-
bar su culpabilidad. ¿Algún testigo?
—No; no tengo prueba alguna excepto mi palabra, pero esto no
basta para que le juzguen por lo que hizo. Nadie me creería y, por
otra parte, el cargo que ostenta aquí le hace todavía más invulnera-
ble a mis acusaciones..., no olvides que soy un pasajero más.
—¿Qué piensas hacer?
—Creo que concertaré una entrevista con él.
—Por un lado, el caso está bien claro —declaró Sandro—. Si no
es culpable, ¿por qué te volvió la espalda, sabiendo que esto podría
hacer que recayesen tus sospechas sobre él? Sin embargo, no se le
puede culpar tan sólo por este hecho; quizá no te haya reconocido
después de tantos años..., aunque, por otro lado, demostraba poca
educación dando la espalda a un desconocido, suponiendo que no te
recordara.
Las observaciones de Sandro eran justas y precisas. Todo hacía
ver que las culpas recaían sobre el antiguo compañero de Sergio, pe-
ro faltaba lo principal: pruebas. Pruebas contundentes que justifica-
ran su verdadera culpabilidad.
Era ya tarde y decidieron dejar el asunto para el día siguiente.
Mientras la nave, ajena a lo que ocurría en su interior, seguía su
ruta, a la velocidad de cien mil kilómetros por hora. En el espacio
interestelar, la gran nave era tan sólo un átomo, comparado con la
grandeza del Universo.
Para Sergio, el día siguiente sería un día de ajetreo; tendría que
andar con pies de plomo, para no hacer el ridículo. Si no podía pro-
bar sus acusaciones, Joel podría demandarle por calumnia. Tenía
que tener también presente el grado de autoridad de su enemigo, lo
cual significaba luchar con desventaja.
56
***
Eran alrededor de las 9 de la mañana. Algunos pasajeros desa-
yunaban en sus habitaciones, pero la mayoría de ellos lo hacían en el
comedor de la nave. Hileras de mesas se extendían a lo largo y an-
cho de la sala, en la que se oía un babel de conversaciones.
Sergio se despertó y miró a Sandro, el cual dormía profunda-
mente. Se levantó y, después de asearse, se dirigió a la cama de su
amigo.
—¡Vamos, dormilón! —exclamó, zarandeándolo por los hom-
bros.
—¿Eh? ¿Qué sucede? —gritó Sandro, sentándose de un brinco en
la cama.
Sergio dejó oír una carcajada.
—Pero ¿es que no se puede dormir tranquilo?
—Es hora ya de levantarse... Te espero en el comedor.
—¿Desayunar? ¡Va! —exclamó bostezando, mientras se arropaba
hasta la cabeza.
Sergio sonrió y le dejó dormir. Luego se dirigió al comedor y pi-
dió algo en el mostrador. Acto seguido, se sentó a una mesa. Instan-
tes después, en el dintel de la puerta apareció una figura bastante
conocida para él. Joel no se había percatado aún de la presencia en la
sala de su antiguo socio. Se dirigió al mostrador y echó una ojeada a
las mesas. Susurró algo al oído de una de las camareras y una sono-
ra carcajada resonó en la estancia; luego se dirigió hacia la mesa de
Sergio.
—Apareció tu primer contratiempo... ¿No es así, Joel Milland? O
tal vez respondas con otro nombre...
—No sé a qué te refieres —contestó cínicamente.
—¡Canalla! Sabes mejor que yo a qué me refiero, pero te salió
mal. Al igual que todos los asesinos, cometiste un error y fue olvidar
que en nuestra embarcación llevábamos unos espolones que podían
ser acoplados en caso de emergencia. Tal vez lo sabías y pensaste
que no lograríamos abrimos paso a través de aquellos muros de hie-
lo. Tardamos muchos días en salir de allí, pero el deseo de venganza
por la muerte de aquellos cuatro hombres nos dio suficientes fuerzas
para luchar...
57
Joel se puso pálido, ante las últimas palabras de Sergio.
—No sabía que murieron cuatro hombres. Lo que yo quería era
ganar tiempo...
—¿Tiempo?... ¿Para qué?... ¿Para quedarte con todos los benefi-
cios? —exclamó, aferrándole por la ropa.
—¡Suéltame!
—De acuerdo, pero te juro que, a partir de ahora, vas a tenerme
a tu lado y, al menor fallo, todos sabrán la clase de persona que eres.
Joel miraba a su alrededor, por si podían ser oídos y contestó en
tono normal:
—Me gustaría que charlásemos en tu habitación. Iré a verte alre-
dedor de las doce. Quiero que estés solo, para poder discutir esto
con calma.
—¿Pretendes ablandarme?
—Te conviene —contestó Joel, mientras encendía un cigarrillo.
En seguida se marchó sin hablar más.
Al poco rato, Sergio se levantó y fue a su habitación; allí estaba
aún Sandro, a quien contó su entrevista con Joel. Sandro manifestó:
—Está bien, pero no me alejaré demasiado, por si acaso.
—No ocurrirá nada —aclaró Sergio—. Será una charla amisto-
sa..., creo yo.
Mientras Sandro se vestía, Sergio fue a la sala de juego, contigua
al comedor.
—¡Hola! —exclamó uno de los que ya estaban sentados—.
¿Quiere jugar una partida?
—A eso vine, pero no dispongo de mucho tiempo... ¿A cómo va?
Sergio jugaba sin apartar el pensamiento de Joel. Sabía que po-
dría ser peligrosa aquella entrevista, aunque esta vez no se dejaría
engañar por las apariencias y vigilaría todos los movimientos de su
antiguo socio.

58
IX
El tiempo pasó con rapidez: eran ya las doce. Joel estaría espe-
rándole. Después de excusarse se levantó y fue a su encuentro. La
distancia que le separaba de la habitación se iba acortando, mientras
su cerebro trabajaba con rapidez, haciendo un ligero resumen de la
manera en que se enfrentaría con su rival; buscaría la forma más
concreta para acabar con aquella molesta situación. Se detuvo frente
a la puerta y, al abrirla, una exclamación salió de sus labios.
—¡Sandro! —dijo, corriendo hacia él, pues yacía en el suelo, con
una mancha de sangre bajo la cabeza.
Inmediatamente, se apresuró a dar parte del suceso al capitán.
En el pasillo, los pasajeros se volvían con extrañeza. Sergio corría y
un gesto duro en su rostro daba a entender que algo anormal había
sucedido.
No empleó el timbre para llamar; golpeó repetidas veces la puer-
ta, al mismo tiempo que gritaba, sin poder contener los nervios:
—¡Capitán, capitán! ¡Abra, rápido!
Un grupo de gente le rodeó, haciendo comentarios.
—Le he visto cuando venía corriendo por el pasillo —decía uno.
—¿Qué habrá sucedido? —comentaba otro, alargando el cuello
por entre el tumulto.
La puerta se abrió, y Sergio entró rápidamente, cerrándola tras
sí.
—¿Qué ocurre, señor Miranda?... ¿Quiere tomar algo? Está usted
muy nervioso. Le sugiero que se calme.
—Se acaba de cometer un crimen en mi propia habitación...
—¿Un crimen? —exclamó el capitán, mostrando un gesto de es-
tupefacción.
—Hace un momento.
—Esto es grave, no hay tiempo que perder.
El capitán pulsó un botón y al poco rato vinieron dos enfermeros
con una camilla.
—¡Vayan al camarote treinta y siete! Ha ocurrido un accidente.
Al ir a salir, se encontraron el pasillo lleno de curiosos, que que-
rían saber lo que ocurría.

59
El capitán les tranquilizó.
—¡Por favor, dejen paso a los enfermeros! Se trata de un simple
desmayo. Un viajero, al caer, se golpeó en la cabeza, pero no será
nada de importancia...
Instantes después llegaban al compartimiento del accidente. El
doctor no tardó en personarse también.
El médico examinó minuciosamente la herida y emitió su opi-
nión:
—Hace escasamente diez minutos que ha muerto. ¿Quién ocupa
la habitación con él?
—Yo, doctor —contestó Sergio
Sonaron unos golpes en la puerta. Uno de los enfermeros fue a
abrir.
—No deje entrar a nadie o cundirá la alarma —objetó el doctor.
—Pase —dijo el enfermero al visitante, y agregó—: Ha ocurrido
algo grave...
—Lo sé; al venir hacia aquí me lo han contado... Las noticias co-
rren muy aprisa... —replicó Joel, que era el recién llegado.
—¿Venías hacia aquí? —preguntó el capitán.
—Sí, tenía que hablar con él de un asunto —contestó, señalando
a Sergio.
—¿Tienen alguna sospecha sobre el asesino?
—¿Qué quieres decir? —replicó Sergio—. Nadie dijo que lo ha-
yan asesinado...
—No insinúo nada. Lo digo por deducción, ya que no parece
que se haya caído de la cama mientras descansaba...
—No es el momento apropiado para bromear, Joel —le repren-
dió el doctor—; este hombre ha sido golpeado brutalmente, en un
lugar vital, y se le ha producido la muerte instantáneamente. Esto es
grave, y tendremos que hacer las averiguaciones necesarias.
Dicho esto, ordenó que trasladasen el cadáver al quirófano, pues
debía hacerle la autopsia.
En la estancia quedaron el capitán, Sergio y Joel.
—¿A qué hora habían acordado verse? —preguntó el primero.
—Sobre las doce aproximadamente, pero vine y no había nadie...
—¿Miraste la hora al entrar? —insinuó Sergio.
Sergio prescindió de un detalle que Joel no captó.
60
Joel había dicho, momentos antes, que cuando venía hacia allá le
habían informado de lo sucedido, pero ahora sus palabras demos-
traban que había estado anteriormente. De momento, Sergio dejó a
un lado la cuestión y prosiguió su interrogatorio.
—La miré en este reloj de pared —dijo Joel, señalando el que ha-
bía frente a la puerta de entrada.
—¿Has dicho que estuviste aquí a las doce y no había nadie?...
—Sí. ¿Qué insinúas?
—¿Qué hora es, Joel? —le preguntó, sin hacer caso de sus pala-
bras,
—Las doce y cinco —contestó, un tanto extrañado, al mirar la
hora en el mismo reloj.
—Luego... es la hora más o menos en que habíamos acordado
que estaría esperándote. ¿No es así, Joel?
—¿Dónde quieres ir a parar? —replicó Joel.
—¿Qué motivos tiene para sospechar de él? —intervino ahora el
capitán.
Sergio explicó los motivos que le inducían a tales sospechas.
—Retrocedamos algún tiempo y veamos qué ocurrió en realidad
desde que Joel se marchó del comedor, donde estuvimos hablando.
—En realidad, él estuvo en la cabina con el piloto, pero calculó
mal el tiempo y a las doce menos cuarto (hora que se cometió el cri-
men) Joel se encontraba aquí…
—¡No va a creerle! —se defendió Joel.
—Deja que termine —dijo el capitán—. Continúe...
—La puerta estaba abierta y Sandro a punto de salir. Tú, al en-
trar, miraste la hora en el reloj de pared como habías hecho, pero no
la viste directamente, sino a través de la imagen que te ofrecía el es-
pejo y esto fue lo que' te ha delatado.
—Estás loco... —objetó Joel.
Sergio no hizo caso y prosiguió:
—Tú viste las doce y cuarto; cuando en realidad eran menos
cuarto y, creyendo que era yo quien estaba de espaldas (dado que
habíamos quedado en que estaría solo), me golpeaste en la nuca.
El capitán se levantó-y observó a Joel.
—No obstante, no podemos condenar a un hombre por un sim-
ple error de hora... —objetó.
61
—No, no es lícito culpar a nadie sin pruebas más contundentes y
estoy seguro que ni tan siquiera Sandro, si volviese a vivir, podría
delatar a su asesino..., no podría porque lo hicieron a traición y no
pudo ver a su atacante... ni tampoco pudo defenderse.
Joel dijo al capitán que debían salir de allí.
—¡Espere! ¿Qué harán con el cadáver?
—Bueno…, sabe que nos encontramos a muchas millas de la Tie-
rra; en casos de muerte, el cuerpo es arrojado al exterior por las esco-
tillas que tenemos para este fin...
Salieron los dos, y. Sergio se quedó solo, sentado con la cabeza
baja, mirando la mancha de sangre que había quedado en el suelo.
Habían recorrido pocos kilómetros, comparados con los que fal-
taban aún. Quedaba demasiado tiempo para, que Joel intentase de
nuevo eliminarle, si él le molestaba demasiado; así que tendría que
actuar con sumo cuidado, si quería, conservar la vida.
Por el momento parecía que el crimen quedaría impune, y Joel
tendría en su haber una nueva víctima, pero Sergio no estaba dis-
puesto en dejar el asunto así. No cejaría hasta que Joel rindiera cuen-
ta de sus fechorías.
Un rumor en el pasillo le hizo salir de su ensimismamiento.
Abrió la puerta y se dirigió hacia un pequeño grupo que se había
formado delante de su habitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó a uno de ellos.
—Se rumorea que una lluvia de meteoritos se acerca a nosotros
en dirección opuesta a nuestra marcha..., tendremos que desviarnos
para esquivarlos.
La nave aceleró los motores y varió el rumbo. Transcurrieron
unos segundos solamente y, sin embargo, fueron suficientes para
alejarse de la órbita de aquellas masas minerales. Como potentes re-
flectores pasaron las gigantescas moles a velocidades vertiginosas.
Un ruido ensordecedor hizo vibrar la astronave; de uno de ellos cal-
cularon que pesaría unas quinientas mil toneladas.
Los pasajeros se quedaron inmóviles ante aquella descomunal
lluvia, invulnerable a cualquier barrera que se interpusiese en su
camino y sólo los más acostumbrados en los viajes a través del espa-
cio soportaban con más calma el inesperado alud.

62
Cuando parecía haber pasado el peligro, un golpe sordo hizo
tambalear la nave. Uno de los brazos que partían de la esfera central
había recibido el impacto y, aunque las dimensiones del artefacto
eran producidas, pesaba lo suficiente como para partir en dos a un
barco de buen tamaño. El capitán conectó con la sala de mandos.
—¡Control de daños, informen! —exclamó.
—Hay un enorme boquete en el centro del brazo, capitán. Es ne-
cesaria su reparación en el acto, ya que dentro de unos días entra-
remos en la zona helada.
—Mandaré el equipo de emergencia a repararlo. ¿Algún herido?
—Dos muertos. Se encontraban en el pasillo cuando ocurrió el
accidente. También algunos heridos de escasa importancia.
Sergio se unió a los del equipo de reparaciones. Salieron al exte-
rior y empezaron a trabajar con denuedo.

63
X
Uno de los operarios le pidió una herramienta precisa para tapar
el enorme agujero del costado de la nave. Sergio actuó con rapidez
y, sin darse cuenta, cortó el cable que sujetaba al hombre. Nadie re-
paró en el incidente.
El operario empezó a moverse, y el impulso le hizo elevarse
unos centímetros; no dio importancia a este hecho y la altura fue
aumentando. Tiró del cable en la creencia de que volvería junto a la
nave, pero, al hacerlo, comprobó la realidad de lo sucedido. Le sepa-
raban ya tres metros de la nave. Su vida dependía de que se dieran
cuenta pronto.
Pero Sergio sí se percató del accidente y, cogiendo el extremo del
cable, se lo lanzó; lo hizo con movimientos lentos, ya que la falta de
gravedad le impedía moverse con rapidez. El cable avanzó casi per-
pendicularmente unos metros, pero no llegó a su objetivo. El infor-
tunado alargaba el brazo desesperadamente, pero únicamente con-
seguía girar sobre sí mismo, alejándose cada vez más.
Sergio entró en la nave y se dirigió en busca del capitán.
—¡A uno de sus hombres se le ha soltado el cable y morirá! ¿Lle-
van balones de oxígeno?
—¿Qué trata de hacer?
—No hay tiempo para explicaciones...
—Son sólo para casos de emergencia —contestó el capitán.
—¡Éste lo es! ¿Dónde los tienen? Abriendo al máximo la espita,
podré usarlo como motor.
Rápidamente se llevó la idea a la práctica. Segundos después,
Sergio salía e hizo señas para que le quitasen el cable de protección.
Luego se ató al pecho el recipiente y dio la vuelta a la llave; la pre-
sión con que salía el oxígeno le hizo retroceder en dirección al de-
sesperado náufrago del espacio. El avance lo efectuaba de espaldas,
es decir, de cara a la nave, abriendo y cerrando sucesivamente la lla-
ve de salida del oxígeno para controlar mejor sus movimientos.
Ya sólo le separaban unos cincuenta metros del vehículo, pero
tenía que darse prisa, ya que el combustible tenía que durar para el
regreso. Sergio consultó el contador del recipiente y comprobó que

64
había consumido casi el cincuenta por ciento del contenido. Calculó
bien la dirección y abrió de nuevo la llave, cerrándola inmediata-
mente. Así avanzó unos metros más y pasó rozando al operario, el
cual se le agarró con fuerza.
—¡Cálmese, ya ha pasado el peligro! —trató de tranquilizarle,
aunque sabía que el otro no podría escucharle.
En seguida, emprendió el regreso a la nave, con el hombre sal-
vado. Se fueron acercando lentamente; los que les esperaban mos-
traban claramente su nerviosismo.
Sólo uno permanecía impasible ante lo que sucedía: Joel Milland.
Mientras duró el salvamento, habían terminado los trabajos de
reparación de la nave.
Joel dio las órdenes oportunas para que les permitiesen la entra-
da. Él se quedó esperando hasta tener a su alcance a los dos hom-
bres, pero ayudó al operario, sin ocuparse de Sergio. Luego tiró del
cable con fuerza y se dirigió hacia la entrada. La ingravidez hizo
perder el equilibrio a Sergio, que dejó escapar el balón de oxígeno,
aunque ya no le era útil, pues se había agotado.
Haciendo un intento desesperado, trató de agarrarse a un salien-
te de la nave y lo consiguió; la escotilla fue cerrada y él quedó fuera,
sabiendo que ahora nadie acudiría en su auxilio. El frío empezaba a
dejarse sentir. Su cerebro trabajó aprisa, más aprisa de lo que jamás
lo había hecho. Se trataba de su propia supervivencia. De momento,
halló una solución..., tal vez la única.
Todas las naves llevaban unos tubos que comunicaban con el ex-
terior y que utilizaban para lanzar los desperdicios al espacio. Era su
única esperanza, por lo que en seguida empezó a actuar. Situándose
bajo la nave se introdujo por el primer tubo que encontró. El tubo
tendría unos 60 centímetros de diámetro, por lo que, con el traje an-
titérmico, apenas cabía, pero no tenía más remedio que deslizarse
por él. Lo consiguió realizando un gran esfuerzo. Al final pudo pe-
netrar en la nave. Pero se encontraba en un compartimiento estanco.
La escotilla estaba cerrada y le era imposible abrirla por aquel lado.
Una tremenda sofocación se iba apoderando de él; no podía es-
perar más, ya que el oxígeno se le estaba agotando y moriría asfixia-
do, si no abría pronto la escotilla.

65
Cuando todo parecía no tener solución, un recuerdo acudió a su
mente: en el pantalón llevaba el encendedor que le regalara Sam y
quizás empleándolo pudiera destrozar la cerradura. Mediante un
esfuerzo supremo pudo introducir la mano en el bolsillo superior de
su traje.
El calor sofocante le ahogaba por momentos, sintiéndose fallecer
en aquel decisivo momento. Por fin pudo sacar el encendedor y, sin
perder un segundo más, oprimió el disparador: un diminuto proyec-
til salió raudo, yendo a incrustarse en la cerradura. Acto seguido,
otros dos o tres balines siguieron al primero, destruyendo el meca-
nismo de cierre en unos instantes bajo su acción corrosiva.
Inmediatamente empujó la puerta y ésta se abrió.
Sergio respiró profundamente..., había logrado salir de aquel
trance, quizás el más apurado de su vida.
En la habitación no había nadie. Salió al pasillo y trató de orien-
tarse, para dirigirse a su camarote. Echó una ojeada a su alrededor,
luego caminó unos pasos y se detuvo..., aquélla no era la dirección
adecuada. Retrocedió y siguió por otro pasillo; al poco rato se en-
contraba frente a su compartimiento. Al entrar miró en torno, tra-
tando de observar alguna anomalía, ya que estaba seguro de que
Joel, convencido de haberle eliminado, habría hecho una visita para
asegurarse de que no dejaba atrás nada que pudiera comprometerle.
Sergio pensó que tendría que presentarse ante el capitán y el
propio Joel como si nada hubiera sucedido, ya que esta vez tampoco
podía acusarle de nada, aun cuando su propósito resultaba eviden-
te. Sin embargo, se dirigió hacia la cabina del capitán, seguro de en-
contrarle allí con Joel; estaba dispuesto a aclarar aquel percance que
por poco le cuesta la vida. Estaba claro que el hecho fue intenciona-
do, pero tenía que convencer al capitán. Por otra parte, Joel habría
contado ya los hechos a su modo, y, naturalmente, haciendo apare-
cer lo sucedido como un accidente casual.
Sergio llamó a la puerta, pero nadie le contestó. Volvió a insistir
sin obtener respuesta y pensó que tal vez estarían en el lugar del ac-
cidente; fue allí y encontró a los dos hombres. No era momento ade-
cuado para hablar de lo ocurrido, diciéndose que ya encontraría la
ocasión para saldar cuentas.

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—¡Sergio! —dijo el capitán—: Joel me ha contado..., creí que
nunca le volveríamos a ver. ¿Cómo logró entrar en la nave?
—Por uno de los tubos de salida de desperdicios. Creo que fue el
mejor invento que hicieron al fabricar esta nave, aunque a muchos
no les convenza.,.
—¿Por qué no iba a convencer un detalle así? —replicó el capi-
tán.
—Es un decir —contestó Sergio, mirando fijamente a Joel, el cual
desvió la mirada.
—Siento no poder ayudarles, pero estoy agotado.
—No se preocupe, ya casi hemos terminado.
Sergio volvió a su habitación y se tendió en la cama.
Estaba agotado a causa del tremendo esfuerzo realizado: prime-
ro, tratando de salvar al operario, y luego, intentando conservar su
propia existencia. Y, en el espacio exterior, el esfuerzo más insignifi-
cante, agota.
Aquel día había sido duro para todos. La mayoría descansaban
ya.

67
XI
Pero no todos dormían en la nave. Joel no comprendía cómo
Sergio había podido salvarse. Por dos veces consecutivas había bur-
lado a la muerte, pero sin duda debía de tener su talón de Aquiles y
no desaprovecharía una nueva oportunidad para deshacerse de él.
Mientras un número infinito de ideas diabólicas cruzaban su
mente, la astronave seguía su marcha, acercándose ya al campo gra-
vitatorio del planeta rojo. Su disco se iba agrandando paulatinamen-
te y su perfil se distinguía con rasgos perfectamente definidos.
Al despertar, Sergio consultó su reloj: habían transcurrido ocho
horas. En aquel momento, los altavoces anunciaron:
—¡Atención! Hemos entrado en el campo de gravedad de Marte;
dentro de breves momentos nos detendremos en el lugar llamado
desierto de las Dunas. Rogamos no se muevan de sus camarotes,
hasta nueva orden.
Momentos después la colosal nave se detenía en el sitio previsto,
y varias naves más pequeñas se dispusieron a trasladar a los pasaje-
ros que terminaban allí su viaje. Los vehículos eran colectivos o in-
dividuales. Sergio eligió uno de los primeros. Después de unos vein-
te minutos de recorrido, el vehículo se detuvo frente a un hotel. Ba-
jaron algunos pasajeros, pero Sergio esperó llegar a un segundo ho-
tel, que se encontraba más hacia el interior de la ciudad. Los medios
de comunicación eran más seguros en caso de emergencia.
Al cabo de unos minutos, el vehículo volvió a detenerse y Sergio
se apeó. Con él bajaron varios pasajeros, los cuales se dirigieron
también al hotel.
—¿Su nombre? —le preguntaron en la recepción.
Sergio pareció no haber entendido la pregunta, por lo que res-
pondió al cabo de unos segundos.
—Perdone —se excusó—. Me llamo Rigel, Sandro Rigel.
No sabía por qué había dado el nombre de su amigo. Joel no ig-
noraba su presencia en Marte, pero no podía rectificar. Momentos
después, un botones le acompañaba a su habitación, haciéndole una
observación al entrar.

68
—Si necesita algo, pulse este botón —dijo, señalando a un ex-
tremo de la mesa.
—Muy bien, gracias —contestó.
Entregó unas monedas al botones, quien abrió desmesurada-
mente los ojos al ver la propina.
—¡Gracias, señor!...
Sergio sonrió. Al salir el botones, corrió el pestillo. Instantes
después la centralita del hotel recibía la llamada de Sergio.
—¿Con quién desea hablar, señor? —le preguntaron.
—Soy el señor Rigel. ¿Puede ponerme en comunicación con la
Tierra?
—Sí, señor Rigel. ¿Me da los datos, por favor?
Sergio dio el número de Sam.
—Tendrá que esperar, señor; los canales con la Tierra están ocu-
pados.
—Esperaré, tengo tiempo...
—Gracias. Le avisaré tan pronto quede libre un canal.
Sergio se dirigió a la ventana y contempló el vasto desierto que
se extendía entre las ciudades de Amenthes y Cyclopia. Él se encon-
traba en la primera. La gran planicie helada, semejante a una amplí-
sima avenida, se extendía a lo lejos, hasta que la niebla la hacía disi-
parse en la lejanía.
Mientras, Sergio pensaba en los incidentes que pudieron costarle
la vida. ¿Podía atribuirse a la casualidad el que Joel estuviera en la
nave o hizo el viaje porque se enteró de que había cambiado de pa-
recer y decidido ir en colectividad? También pensó en Olga. ¿Era
lógico mezclar sus problemas con Joel con los sentimentales entre
éste y Olga? No podía cargar con el peso de estropear sus relaciones,
ya que, de momento, no tenía prueba alguna en cuanto a la falsedad
de sus sentimientos respecto a la joven. No obstante, parecía eviden-
te que se servía de la sobrina de su amigo para algún fin poco es-
crupuloso, pero le costaría encontrar pruebas evidentes en que apo-
yar estas sospechas.
El teléfono sonó en aquel instante. Sergio lo descolgó.
—Su llamada a la Tierra, señor Rigel —dijeron de la centralita.

69
—¿Sam?... ¿Sam Speimer? —inquirió Sergio, y añadió antes de
que éste contestase—: ¡Habla Sandro Rigell ¿Me entiendes? —
recalcó, haciendo hincapié en nuevo nombre.
La línea quedó unos segundos en silencio. La voz de Sam se oyó
entonces.
—¡Sí, te entiendo, Sandro, aunque no con demasiada claridad;
pero he reconocido tu voz!
Sergio suspiró al darse cuenta que su amigo había comprendido
lo del cambio de nombre y no había mencionado el verdadero.
—Llegué hace una hora —dijo Sergio—. Estoy en Amenthes, en
el hotel Sur, al que también le llaman Amenthes.
Luego le dio el número de la habitación que ocupaba, añadien-
do:
—Volveré a llamarte, tan pronto como sepa algo concreto.
—Te estaré esperando con impaciencia —repuso Sam.
Después de colgar, se puso a pensar de nuevo en cómo había sa-
bido Joel lo de su viaje.

***
El día anterior al de la marcha de Sergio, Don visitó a Olga. Al
salir éste, ocurrió algo que Sergio ignoraba: Don salió del domicilio
de Sam poco antes de que Sergio y Sam llegaran; luego se dirigió a
la parte de atrás y esperó hasta que empezaron a conversar. El cola-
borador a las órdenes de Joel lo tenía todo dispuesto para no dejar
escapar ninguna palabra de lo que iban a hablar. Por la pequeña
rendija que separaba la puerta del suelo, Don introdujo dos finísi-
mas láminas de acero, en cuyo interior iba colocado el más perfecto
aparato vibratorio: de las delgadas planchas partía un cable no me-
nos fino y, al extremo de éste, un amplificador transmitía a Don, con
toda claridad, la conversación.
El hilo podía extenderse varios centenares de metros sin pertur-
bar la voz, la cual se transmitía con toda perfección. Un selector de
sonido eliminaba totalmente cualquier ruido que no fuese emitido
por el ser humano. De ahí la necesidad de estar conectado por un
cable. Luego para Don fue fácil advertir a Joel de la decisión que ha-

70
bía tomado Sergio. Acto seguido, Joel partió hacia la Tierra con el
propósito de quitar de en medio a su antiguo socio.

***
Sergio se disponía a salir del hotel. Bajó por la escalera, pero, an-
tes de llegar al vestíbulo, una voz harto conocida le obligó a refu-
giarse en un rincón, cerca de la centralita, de donde procedía la voz.
Era Joel quien hablaba con la encargada de la centralita.
—¿Hizo alguna llamada la persona que ocupa el departamento
siete? —preguntó.
—No entiendo, señor. ¿A quién se refiere?
—Ocupa la habitación un tal... Sandro Rigel, ¿no es así?
—Sí, señor, pero... no puedo informar nada acerca de las llama-
das que efectúan nuestros huéspedes...
Joel sacó un puñado de billetes y los depositó sobre la centralita.
Luego dijo:
—¿Efectuó alguna llamada?
—Ése es mucho dinero —replicó la telefonista—, pero... no pue-
do aceptarlo. Lo lamento..., si se enterasen, me costaría el puesto y
nunca podría trabajar en otro sitio…
—¿Podrá ejercer su trabajo en el infierno? —manifestó Joel,
guardándose el dinero y cambiando el tono de voz—: ¡Escuche!
Volveré otra vez y quiero que me facilite un pequeño resumen de
todas las llamadas del señor Rigel. ¡De todas! ¿Entiende?... O tal vez
prefiera estar en su puesto, pero teniendo que cubrirse su bello ros-
tro con una máscara.
—¡Por favor..., eso no!
Joel sonrió y añadió:
—El ácido ataca pronto la carne y la suya creo que es demasiado
suave.
Joel se quedó mirándola unos segundos y luego dio media vuel-
ta.
La telefonista bajó la cabeza, mientras las lágrimas asomaban a
sus ojos, pero tuvo que sobreponerse cuando alguien, desde su habi-
tación, hizo una llamada.
—¿Con quién le pongo, señor? —preguntó la muchacha.

71
Sergio apretó los dientes y quedó un instante pensativo. Luego
se dirigió a la centralita.
—Escuché la conversación. Haga lo que le ha dicho, y no se
preocupe. Yo soy Sandro Rigel.
—Pero... —trató de objetar ella.
—No se preocupe —repitió Sergio—. Procure facilitarle el má-
ximo de detalles.
—Lo haré, señor. Gracias.
Sergio salió de prisa del hotel, pero se detuvo un instante en la
puerta, para mirar a ambos lados de la calle. Joel caminaba hacia el
paso de peatones, dispuesto a cruzar; volvió la cabeza para mirar en
dirección al hotel y luego atravesó la calzada. Sergio le siguió y se
detuvo al lado del semáforo. Momentos después, Joel entraba en el
edificio situado delante del hotel Sur.
—«Hotel Duna» —leyó Sergio en el rótulo, y dijo para sí—: Exac-
tamente frente al Sur...
Sergio penetró en el hotel y se dirigió a la recepción.
—Tengo una cita con el señor Milland. ¿Puede decirme la habi-
tación que ocupa?
—La treinta y dos. Planta tercera. ¿Quiere que le anunciemos,
señor?
—No es necesario. Hace tiempo que no nos vemos y quiero darle
una sorpresa... Luego volveré. Por favor, no mencione que alguien
ha preguntado por él.
—Descuide, señor, no diré nada.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? —preguntó Sergio.
—Hoy es el primer día y creo que estará muy poco, según ha di-
cho. Debe de estar de paso; son muchos los viajeros en estas condi-
ciones.
—Gracias —dijo Sergio, dejando un billete sobre el mostrador.
—No tenía por qué hacerlo, pero... ¡Gracias, señor!
—Frente al hotel Sur y al mismo nivel que mi habitación —
comentó después de salir—; dos datos demasiado expresivos para
no tenerlos en cuenta...
Mientras caminaba pensó en la posibilidad que tenía (en caso de
emergencia), de pedir ayuda al Consulado Terrestre en Marte, pero
esto suponía una serie de explicaciones que, por el momento, no le
72
interesaba dar. Por otra parte, podía haber alguien que se preocupa-
se demasiado por el asunto y el caso se divulgaría, llevando consigo
el inevitable peligro a Sam y Olga; así que, por ahora, prescindiría
de toda clase de ayuda, hasta que descubriese toda la organización,
si es que lo conseguía. Mientras actuaría solo, Joel no intentaría na-
da, ya que le interesaba más conseguir alguna información, contro-
lando sus conversaciones, pero, no obstante, tomaría las precaucio-
nes necesarias.
En el hotel Duna, una conversación telefónica iba a cambiar las
decisiones de Sergio.
Joel descolgó el teléfono y pidió línea. Luego marcó un número y
esperó, mientras encendió un cigarrillo.
—¿Balkis? —preguntó y agregó en seguida—: Soy Joel.
—Habla...
—Nos entendimos bien; la telefonista hará lo que le pedí.
—¿Podemos confiar en ella? —replicó su interlocutor y prosi-
guió—: Si la asustaste demasiado, el miedo puede hacerla hablar...
—No te preocupes, todo saldrá bien y cuando vuelva a hablar
con ella verá que no soy tan malo...
—¿Tienes lo necesario? —preguntó Balkis.
—Sí, hasta el último detalle. Esta vez no escapará: Sandro Rigel
morirá por segunda vez.
Balkis soltó una carcajada y Joel le imitó:
—No falles. Asegúrate bien.
—Descuida.
En su habitación, Sergio había dado principio a su plan de ac-
ción, y desde un lugar fuera del alcance de las miradas de Joel, ob-
servaba, con unos prismáticos, todos los movimientos de su enemi-
go; sonrió al comprobar que Joel trataba de hacer lo mismo, cam-
biando constantemente de posición, para conseguir encuadrarlo en
el campo visual de sus gemelos.
Sergio se colocó de manera que pudiese verlo y después levantó
el teléfono.
—¿Diga, señor Rigel? —preguntaron de la centralita.
—Quiero hablar con la Tierra. Con Sam Speimer...
—En seguida le pongo. No cuelgue.

73
Esperó un instante; mientras miraba de reojo el edificio de en-
frente. Joel seguía observando.
—¿Sam? —dijo.
—¿Qué ocurre? ¿Averiguaste algo?
—Todavía no, pero escucha. Aquí estoy seguro. Nadie me ha re-
conocido y creo que no me vigilan; de momento tengo el campo li-
bre. Lo que ocurrió en la nave pudieron ser simples accidentes.
Sergio fingía y, aunque Sam lo ignoraba, le serviría para sus
propósitos.
—¿Puedo hablar sin miedo? —pidió Sam.
—Sí.
—Creo que logré perfeccionar el motor. Te daré más detalles...
—De acuerdo —contestó Sergio, y añadió—: Habla con Ister, él
te ayudará en lo que necesites.
—Lo haré...; hasta pronto, Sergio.
—Sí. Adiós.
—¿Terminaron? —preguntó la telefonista.
—Sí, hemos terminado.
—¿Puedo anotar la conversación, señor Rigel?
—Hágalo, aunque omitiendo lo del motor. ¿Entiende?
—Muy bien, señor; así lo haré... y no creo que ese hombre demo-
re mucho su visita... ¿Sabe su nombre, señor Rigel? Lo anotaré..., por
si acaso...
—Si usa el suyo, se llama Milland, Joel Milland. De momento, se
hospeda en el «Duna», departamento treinta y dos.
—He tomado nota de ello. Gracias.
—Bien, a partir de ahora, estaré observando en el vestíbulo.
Minutos después, dos hombres entraban en el hotel y se dirigían
directos a la centralita.

74
XII
Ajeno a lo que en realidad ocurría en Marte, Sam daba por fina-
lizados sus trabajos en el desintegrador. El fatídico núcleo, que no
permitía su utilización con normalidad durante la primera hora de
su funcionamiento, había dejado de ser un peligro. Sam había intro-
ducido en él un control de energía que regularizaba esta operación,
el núcleo persistía, indicando peligro.
El general Ister recibió la llamada de Sam.
—Creo que lo he logrado, general —exclamó—. Probaremos el
motor en una de sus naves.
—De acuerdo, profesor. En seguida me reúno con usted.
Ya en el despacho de Ister, Sam dio los últimos toques a su in-
vento. Dos técnicos (los de mayor confianza del general) se dispu-
sieron a sustituir el motor atómico de una de las espacionaves por el
nuevo motor. Sam dirigió la operación; en caso de un posible fallo,
actuarían de inmediato los turborreactores de emergencia.
La colocación del desintegrador fue fácil y bastaron dos horas
para dejar la nave a punto de ser puesta en marcha.
—Llegó el momento —dijo Sam, mostrando cierto nerviosismo.
—Suerte, Sam.
Éste se situó junto al desintegrador. A una indicación suya, el
primero de los pilotos accionó una palanca y todo el sistema eléctri-
co se encendió con normalidad. La primera fase del experimento
había dado resultado y tan sólo con una libra de combustible del
más ínfimo que se conocía. Sam había puesto varios trozos de lámi-
nas: de acero para probar su invento.
A otra señal de Sam, el piloto pulsó el mando de arranque y la
nave empezó su ascenso. El control de energía no se había movido
siquiera y Sam ordenó que aumentasen la velocidad.
Quinientos..., mil..., dos mil..., cinco mil..., diez mil kilómetros
hora, y el control de energía seguía sin funcionar.
—¿Que-velocidad puede resistir esta nave? —preguntó Sam.
—Podemos alcanzar los cuatrocientos mil, sin riesgo alguno.
—Háganlo..., es necesario.

75
' - Los cien mil kilómetros hora fueron sobrepasados como un re-
lámpago y fue entonces cuando la aguja a la que Sam no quitaba la
vista empezó a oscilar sensiblemente.
—¡Es necesario volar a cien mil para moverla! —exclamó—. Y no
llegó al número uno de la tabla de velocidad.
Las cifras de ésta llegaban hasta el número 50.
—No podemos acelerar más, profesor. Estamos cerca de los cua-
trocientos diez mil.
—¿Pueden mantener esta velocidad?
—Sólo unas doce horas.
—Es suficiente.
—¿Qué clase de combustible emplea? —preguntó el segundo pi-
loto.
—Bueno... —vaciló Sam—, ya lo sabrán más adelante, De mo-
mento, esto sólo es un experimento, aunque ha dado resultado posi-
tivo...
La velocidad de 410.000 kilómetros se mantuvo invariable du-
rante el tiempo fijado por el primer piloto, hasta que Sam dio por
terminada la prueba. El núcleo rojo había dejado de ser una amena-
za.
—Es suficiente; volvamos a la Tierra.
El piloto viró despacio y la nave describió un círculo extrema-
damente abierto, situándose para avanzar en línea recta.
Mientras el general Ister se comunicaba con ellos.
—General Ister llamando a nave T-132. Conteste, T-132.
—Aquí T-132. Le oímos perfectamente, general. Regresamos.
—¿Puede hablar el profesor? —pidió.
—Se pondrá en seguida.
—¿General? —dijo Sam.
—Hable, le escucho.
—Dio resultado y necesitaremos una de sus super-naves, pues
ésta no hubiese resistido la velocidad que puede desarrollar el de-
sintegrador. La aguja del control de energía apenas rozó el uno.
—Volaron durante varias horas. ¿Cómo respondió el combusti-
ble? —preguntó el general.
—Tenemos suficiente para llegar; no hemos consumido ni el cin-
cuenta por ciento.
76
—Tomen tierra en la pista de lanzamiento —ordenó el general al
piloto.
—Bien, señor.
Aquella prueba no había pasado inadvertida a Don, agente a las
órdenes de Joel, y aunque se había llevado a cabo en el más riguroso
secreto, éste, a partir del incidente ocurrido en la planta atómica,
había estado vigilando estrechamente a Sam y, con él, su desinte-
grador.
Momentos después, Joel recibía su llamada.
—Habla, Don. ¿Averiguaste algo?
—Probaron el motor con una de las naves del general.
—¿Lo has comprobado?
—Reconocí el desintegrador. Recuerda que lo vi en la planta...
—Tendremos que adelantar las cosas —indicó Joel.
—¿Qué piensas hacer? ¿Acabaste con Sergio?
—Se me escapó por milagro, pero esta vez no se salvará. Me alo-
jo frente al hotel Sur; en cuanto quiera, lo quitaré de en medio, pero
primero debemos averiguar lo del combustible.
—Olvidé eso —exclamó Don—. Escucha: puede que el motor
funcione con lo mismo que consumen las naves; no cargaron nada
en los depósitos de combustible.
—¿Cuánto tardaron en conectarlos?
—Calculé unas dos horas.
—Es muy poco tiempo para un cambio semejante —objetó Joel.
—Lo es, pero tal vez empleen un procedimiento desconocido pa-
ra nosotros...
—O un combustible... —insinuó Joel.
—¿Qué quieres decir?
—Debemos averiguar de inmediato eso y sólo hay un modo de
conseguir los planos del desintegrador...
Joel hizo una breve pausa antes de proseguir:
—Helk y Zoltan se encargarán del trabajo. Tú regresa aquí cuan-
to antes..., te conocen demasiado.
—Está bien.
Mientras el general Ister felicitaba a Sam por el resultado de la
prueba.
—¿Lo consiguió?
77
—Sí, bastó una simple clavija para eliminar el peligro. Ahora
podemos fabricar el desintegrador en serie y, dentro de poco, todas
sus naves volarán a mayores velocidades, al no llevar el peso que
ocasiona el combustible.
—Sólo le queda una cosa: modificar los planos —insinuó Ister.
—No los rectificaré, general. Es la manera de conservar el secre-
to.
—Entiendo. Sería un peligro para quien intentase fabricarlo por
su cuenta.
Sam asintió con la cabeza.
Pero, en aquel momento, el gran secreto que Sam había guarda-
do con tanto celo durante la fabricación del desintegrador, surcaba
los espacios en dirección a un mundo que hurgaba hasta lo indecible
por descifrar con qué misterioso elemento funcionaba aquella má-
quina, que llegaría a ser diabólica.
En Marte esperaban a las ondas portadoras del mensaje. Dentro
de poco, una potente organización trataría de apoderarse por todos
los medios de tan fantástico invento.
El secreto salió de labios de alguien, que, seguro de no ser oído,
lo pronunció. Pero fue suficiente para quien esperaba con impacien-
cia cualquier error o cualquier palabra, para buscar una pista.
La propia sobrina del profesor Speimer, sin darse cuenta, come-
tió el fallo. Ésta se acercó a la jaula y puso algo de comida en ella,
mientras comentaba los últimos acontecimientos, sin percatarse que
lo hacía en voz alta.
—¿Qué os parece?... Por un simple motor, que funciona con
cualquier combustible que se le ponga, voy a tener que renunciar a
mi familia... la única familia que tengo...
Olga suspiró, ahogando el llanto que empezaba a humedecer sus
mejillas.
—Claro —continuó—: vosotros no tenéis esos problemas. Con
tal que os pongan comida... —y siguió comentando—: Un motor,
que funciona con un pedazo de plástico... ¡Bah! Los hombres están
locos y los demás sufrimos las consecuencias...
Doce o quince minutos bastaron para que Yeran Star, jefe de la
organización, estuviese al corriente de la conversación que Olga ha-
bía sostenido consigo misma.
78
—Habla Yeran —contestó, al descolgar el teletraductor, que so-
naba con insistencia.
El que estaba al cuidado de transmitir cualquier información
procedente del domicilio de Sam, habló sin que Yeran le interrum-
piese:
—Capté lo que esperábamos, señor. Creo que no fue hecho
adrede. No sabemos si la chica estaba sola cuando hablaba, pero
grabamos esto.
Acto seguido, Yeran escuchó atentamente la voz de Olga, que
sonaba algo lejana, pero con claridad. Cuando concluyó el diálogo,
Yeran emitió su parecer.
—Sin duda hablaba sola, es decir, los pájaros eran su único inter-
locutor, aunque mudos... ¿Entiendes? Pensaba en voz alta.
—¿Cree que exista en realidad la clase de motor que ella men-
cionó?
—Lo afirmo y ahora escucha: Hasta nueva orden, ignorarás lo
que oíste. ¿Entiendes?
—Desde luego, señor. No oí nada.
Yeran miró el reloj y luego marcó el número de la sala de
reuniones, donde debía de estar Virginia, su secretaria. El aparato
sonó repetidas veces sin que nadie lo descolgase. En la sala no había
nadie, pues la única persona que podía contestar a la llamada había
sido anulada de la faz de la Tierra.
Yeran volvió a consultar su reloj y marcó de nuevo, sin obtener
respuesta.
—Debió de avisarme si iba a salir —murmuró, contrariado,
mientras encendía un cigarrillo.
A continuación marcó el número de Joel y, después de esperar
unos segundos, colgó el auricular con firmeza, al mismo tiempo que
lanzaba un reniego, a causa de la indignación que sentía.
Iba a hacer otra llamada, cuando sonó el teletraductor.
—¡Habla Yeran! —exclamó.
—Soy Balkis. Dos de tus hombres fueron a la centralita; Sergio
ignora que le vigilamos. Respecto a su amigo, parece que ocurrió
algo importante. La de la central no quería hablar, pero, por lo visto,
pudo más el miedo.

79
—Sé todo acerca de ese desintegrador. Nuestro pájaro robot dio
resultado. Hace un momento captamos lo que tanto hemos estado
esperando.
—¿Con qué funciona el motor? —preguntó Balkis, impaciente.
—Hablaremos de eso aquí... Joel puede hacer lo previsto.
—De acuerdo.
Después de la llamada de Balkis, al haber de Joel Milland se iba
a sumar otra muerte. Sergio estaba de cara a él y ofrecía un blanco
imposible de fallar. Joel encaró el arma y durante unos segundos
contuvo la respiración. Si llamaba no podría volver a disparar.
Sergio se acercó algo más al ventanal, haciendo como que leía
unos papeles. El blanco era magnífico y Joel apretó el gatillo. Milé-
simas de segundo separaban a Sergio de la vida a la muerte... El cris-
tal fue perforado por varios lugares al recibir la ráfaga de proyectiles
desintegradores y Sergio cayó fulminado, ante la sarcástica sonrisa
de su eterno rival.
—¡Por fin! —exclamó, agregando luego—: Estaba empezando a
preocuparme.
Desarmó rápidamente el fusil y fue colocando cada pieza en un
maletín. Luego llamó a Balkis.
—Todo salió bien; ya no podrá molestarnos más.
—Muy bien, Joel... ¿Te ocupaste de Olga?
—Helk y Zoltan no tardarán en llegar a la Tierra; las instruccio-
nes son concretas.
—No quiero violencias. ¿Entiendes? —objetó Balkis.
—No las habrá. Después de todo siento cierta simpatía por la
chica y no tengo tampoco nada contra Sam. —Éste hizo una ligera
pausa antes de continuar—: En cuanto a Yeran, tendremos que pen-
sar algo por si solicita mi presencia.
—Me ocuparé de eso. Puedo decirle que tuviste que emprender
viaje a la Tierra, por asuntos familiares. Él sabe que tienes familia
allí.
—Bien —afirmó Joel—, creo que no habrá problemas. Bueno —
añadió luego, vacilando un instante—: ¿Qué pasará cuando note la
ausencia de Virginia?
—Él y su secretaria no se llevaban muy bien los últimos días.
Trataremos de aumentar las cosas hasta el punto de hacerle creer
80
que lo abandonó. En cuanto a lo del armario, para mí no será difícil
simular que se me disparó uno de los fusiles desintegradores. Yeran
creerá en lo que le diga.
—Y ahora —agregó Balkis—: sal del hotel cuanto antes. El
Amenthes estará plagado de policías.
—Bien, hasta luego.
Joel salió a la calle y echó una ojeada al edificio de enfrente; en la
puerta había detenida una ambulancia, rodeada por los curiosos.
Su rostro volvió a iluminarse con otra sonrisa.
—Fuiste demasiado lejos... lo siento; tenía que hacerlo—dijo para
sí.

81
XIII
En Deimos, una de las dos lunas marcianas, situada a 23.500 ki-
lómetros del centro del planeta, se estaban disponiendo las cosas pa-
ra que la sobrina de tan eminente hombre de ciencia como lo era
Sam, no careciese de ninguna comodidad. Era de vital importancia
que Olga se encontrase allí como en su propia casa, para poder lle-
var a cabo, con resultados satisfactorios y sin violencias, lo que la
organización que dirigía Yeran denominaba «El caso Sam».
El pequeño satélite de Marte estaba dotado de un sistema gravi-
tatorio especial. Uno de los edificios (el mayor de los tres allí exis-
tentes) proporcionaba, por mediación de sensibles aparatos de gra-
vedad, la fuerza de atracción necesaria para poder circular libremen-
te. La velocidad de escape era, pues, equivalente a la reinante en
Marte, es decir, unos seis kilómetros por segundo. Éste era el lugar
donde alojarían a Olga.
Los dos edificios restantes, hospital y hotel respectivamente,
sumados al primero, eran los tres únicos lugares habitados que ha-
bía en el pequeño satélite del planeta rojo.
Don, de regreso de la Tierra, se dirigió directamente hacia
Deimos. Él sería el encargado de la correspondencia que Olga debía
escribir a Sam, suponiendo que no accediese de buen grado a tal via-
je. Si fuese por su propia iniciativa escribiría ella, pero antes de
mandarlas serían leídas por Don.
La astronave fue perdiendo altura paulatinamente, hasta posarse
cerca del edificio de control. Segundos después, dos de sus compa-
ñeros salían a su encuentro.
—¿Viene solo?
—Claro... —respondió Don.
—¿Y la chica?
—Helk y Zoltan la traerán; partieron hoy.
—Joel llamó y ordenó que procurásemos cuidar de ella como si
se tratase de él mismo —dijo uno.
—Sí... ¿Por qué todo esto? —agregó el otro.
—Creo que no os pagan para hacer preguntas —increpó Don,
dirigiéndose hacia la entrada.

82
Ambos se miraron asombrados por la forma en que éste había
cortado el diálogo.
—¿Qué le pasa? —comentó el que parecía conocer menos a Don.
—Déjalo, habrá tenido algún contratiempo...
Mientras, Helk y Zoltan tomaban tierra a irnos 200 metros del
domicilio de Sam, en el claro de un bosque situado en la parte norte
de la ciudad.
—Continuaremos a pie —sugirió Helk.
—De acuerdo.
Zoltan sacó una pistola de un pequeño armario metálico e hizo
el gesto de guardársela.
—¡No! —exclamó Helk y añadió—: Si pasara algo y nos encon-
traran armados, nos veríamos en líos. Eso es lo que Joel quiere evi-
tar.
—Pero...
—Vamos, déjala; no nos espera nadie aquí y nada tenemos que
temer... y recuerda que no habrá violencias...
—De acuerdo, no las habrá si nadie se interpone en nuestro ca-
mino...
—Salgamos —indicó Helk—; la casa no debe estar muy lejos. El
edificio de la P. S. T. se halla a unos 500 metros de nuestro objetivo.
Joel me dio todos los datos.
—¿Qué haremos si está él? —preguntó Zoltan.
—Ha sido todo previsto.
Mientras caminaban, Helk le puso al corriente del asunto. Zoltan
ignoraba algunos detalles, ya que, si bien era un magnífico colabo-
rador en momentos decisivos, no podían confiar en él en situaciones
en que debiera prevalecer el cerebro por encima de los músculos.
—Ahora haremos una visita a la hermana de Joel —dijo Helk.
En una de las anchas avenidas que circundaban la ciudad se er-
guía majestuoso un moderno rascacielos que Helk reconoció al ins-
tante.
—Aquél es —dijo, y agregó—: Allí vive Litia. Planta 77, número
16. Color verde.
El color de la puerta era un detalle importante para la localiza-
ción del piso.

83
Momentos después entraron en el edificio y preguntaron al con-
serje que les indicó el ascensor que debían tomar. Helk pulsó el bo-
tón. El ascensor empezó a subir lentamente, para alcanzar pronto
gran velocidad.
—¡Esto vuela! —exclamó Zoltan, con cierta prevención.
—No te preocupes; apenas notarás el frenado.
El viaje duró unos segundos y el ascensor se detuvo sin la más
leve vibración. La puerta se corrió a un lado, y Zoltan fue el primero
en salir.
—Planta 77. Allí está el color verde —indicó Helk—. Busquemos
el 16.
Poco después, Zoltan oprimía un pulsador y en seguida tres no-
tas musicales sonaban en el interior. Ante ellos apareció la esbelta
silueta de una joven, que atrajo su admiración.
—¿Litia Milland? —preguntó Helk.
—Pasad; mi hermano me facilitó una foto vuestra. Tú eres Helk,
y tú, Zoltan. ¿Acerté?
—Veo que no es necesario que nos presentemos —dijo Zoltan,
echando una ojeada a la estancia.
—¿Vives sola?
—A veces... —contestó ella, mirando a Helk—. ¿Queréis algo de
beber?
—Bueno...
—Y bien —empezó Litia—. ¿Qué quiere exactamente mi her-
mano? Me habló de una tal Olga y de su tío Sam...
—Escucha: Joel, tiene puesta en ti su confianza; si fracasas, nos
perjudicarás.
—¿A quién, en particular?
—A toda la organización.
—¿Qué debo hacer?
—Llama a este número; es el de Sam. Recuerda que eres la espo-
sa de Sergio. Si no está él, averigua cuánto tardará en volver... ase-
gúrate; es importante. Si hablas con él, debes hacer que venga a esta
dirección —indicó Helk, entregándole una nota.
—Marca... procura no vacilar en tus preguntas o respuestas.
—Por la voz, sabrá que no soy la esposa de Sergio.

84
—Dale cualquier excusa. De momento, saldremos adelante; lue-
go, no tendrán tiempo de volverse atrás.
Litia pidió línea y marcó el número.
—Es ella —dijo, interponiendo la mano entre el micro y su boca.
—¿Olga? Soy Elsa.
—¡Hola! —contestaron del otro lado—. No reconocí tu voz.
—Debo de estar algo resfriada.
—¿Habrá sido de pronto, ¿no? Hace unas horas estabas bien.
Litia quedó un instante confusa, pero pensó rápidamente una
excusa.
—Bueno..., estas cosas nadie se las espera...
—Desde luego —contestó Olga, sin sospechar nada. —¿Ocurre
algo?
—Nada de importancia, pero atiende a lo que voy a decirte.
Después de concretar meticulosamente lo que Helk le iba di-
ciendo de vez en cuando, Litia colgó y respiró hondo.
—Bien, creo que picó el anzuelo.
—¿Estaba Sam?
—No, y, según ella, volverá tarde; parece que está muy ocupado
con un desintegrador o algo así... No sé, a qué se refería.
—No te preocupes por eso; ya hablaremos más adelante. ¿Va-
mos, Zoltan?
—¡Terminar la bebida! —exclamó Litia—. ¿Por qué tanta prisa?
—Lo haremos en otra ocasión —replicó Helk, y añadió—: Adiós,
preciosa...
—¡Bah! Todos son igual: les ayudas y después te dejan sola...
Minutos después, Olga recibía la visita de los dos compinches.
—¿Es usted la señorita Olga? —preguntó Zoltan.
—Sí... ¿Vienen de parte de Joel? —preguntó en un tono de voz
que no pasó por alto a Helk.
Zoltan iba a decir algo, pero notó una leve presión en el pie.
—Conocemos a ese Joel que ha mencionado sólo por referencias
...Sergio nos habló de él —se apresuró a contestar Helk.
—¿Traen noticias de Sergio?
—Puede. ¿Podemos pasar?
—Pasen... Sam se alegrará.
—¿Está aquí?...
85
—No, pero puede llamarle...
—¡No! —exclamó Helk, rectificando en seguida el tono que ha-
bía empleado—: Bueno... quiero decir que no lo haga de momento.
Sergio dijo que evitáramos ciertas llamadas. Recuerde que es un se-
creto.
—De acuerdo. Siéntese; les daré algo de beber...
—No se preocupe por eso; la verdad es que disponemos de poco
tiempo.
—¡Bien! ¿Cómo está Sergio?
—¡Hemos hecho este viaje con una nave del gobierno! Sergio nos
pidió que le dijéramos que viniese con nosotros a Marte.
—¿Por qué? No escribió a Sam sobre eso ni tampoco lo comentó
por teléfono...
—Él dice que usted es la única persona que puede hacer que Joel
se deje ver.
—¿De quién se esconde?
—Lo buscan las patrullas de Marte. Sergio sabe por qué...
—Luego... sus sospechas tenían un fundamento —repuso Olga.
—Desde luego —contestó Zoltan, sin saber exactamente lo que
respondía, pero, ante la confiada Olga, las cosas se fueron facilitan-
do para ellos.
—¿Vendrá con nosotros? —insistió Helk.
—Primero tengo que hablar con mi tío Sam. Sergio sabe que no
puedo marcharme sin consultarle. Es como un padre para mí.
—Antes no me dejó terminar de hablar —dijo Helk.
—¿Sobre qué?
—Sergio se encargó del asunto y llamó a Sam explicándole el
motivo por el que quiere que venga con nosotros. Su tío está de
acuerdo y se reunirá con nosotros en el «Amenthes».
—¿Es el hotel donde se aloja Sergio?
—Sí.
Olga quedó un instante pensativa.
—Si es así, vamos... Será mejor no perder tiempo.
—No se preocupe —aclaró Helk—: todo está arreglado.
Olga recogió algunas cosas, y, antes de salir, escribió algo en un
papel.

86
—¿Qué escribe? —preguntó Helk, restándole importancia a la
pregunta.
—Le deseo buen viaje para cuando venga a Marte.
—Bien... ¿Está lista?
—Sí.
Al salir, Olga buscó con la mirada el vehículo de sus visitantes.
—¿Dónde dejaron su aeromóvil? —preguntó.
—No pudimos entrar en la ciudad; las patrullas nos lo impidie-
ron.
—¿Por qué razón?
—Empleamos combustible líquido y eso perjudica el pavimento.
Ésta asintió.
Helk aprovechó la circunstancia para obtener información e in-
sinuó algo que en realidad ignoraba.
—Si empleáramos el combustible que usa Sam para el desinte-
grador, no habría problema...
Olga sonrió.
—¿Lo saben? —preguntó antes de hablar sobre el tema.
—¡Claro! Sergio nos lo ha contado todo.
—Con cualquier cosa como combustible es imposible ensuciar el
pavimento. ¿No creen? —comentó ella.
—Desde luego —replicó Zoltan, mirando de reojo a su compa-
ñero.
—¿Qué suele ponerle para que funcione? Sergio nos habló muy
encima de ello, pero, por lo visto, es tan barato que nos hizo reír...
—Bueno... el otro día, Sam puso varios trozos de plástico que te-
nía en su mesa del laboratorio...
—¿Funciona con normalidad?
—¡Desde luego! —exclamó, prosiguiendo en seguida—: Si se
descuida, funde toda la instalación que ilumina la segunda avenida.
—¡Vaya! ¿Qué te parece, Zoltan? Por eso estaba tan preocupado
mientras nos lo contaba; eso no nos lo dijo.
—Es que a nadie le gusta contar sus fracasos —aclaró Olga.
—Eso no fue un fracaso ni se puede catalogar como tal... ¿No te
parece, Zoltan?
—Claro —replicó éste—. Todo lo contrario.
—¿Dónde está el aeromóvil? —volvió a preguntar Olga.
87
—Allá, en el bosque. Mírala.
—¿Cuándo llegaremos a Marte?
—En unas horas.
—¿Estará Sergio esperándonos?
—Creo que no podrá. Está demasiado ocupado, pero ir a verla
tan pronto como pueda.
—¿Es bonito el hotel?
—Desde luego... es de primera categoría...
—¿Son los hoteles de Marte como los de la Tierra?
Olga preguntaba, ajena a la realidad, mientras los dos se esfor-
zaban por contener en sus rostros la verdadera situación en que ella
se encontraba.
Faltaban pocos metros para llegar a la nave, cuando de pronto,
Olga hizo una pregunta que sorprendió a los dos hombres.
—¿No les parece extraño?
—¿A qué se refiere?
—De Elsa; no me deseó buen viaje... ni tan siquiera lo mencionó.
Helk pensó con rapidez. Aquel pequeño fallo de Litia podía oca-
sionar el desconcierto de Olga.
—Tal vez no le gusten las despedidas. Por otra parte, tenía dolor
de cabeza debido al fuerte resfriado que aquejaba, y eso, quizá, le
hizo olvidar lo del viaje.
—Elsa nunca se olvidaría de un detalle así; algo ha debido de
ocurrirle... La llamaré en cuanto lleguemos a Marte.
—Se alegrará mucho —dijo Helk.
—¿Subimos ya? —insinuó Zoltan.

88
XIV
La fabricación en serie del potente desintegrador de Sam era ya
un hecho. En pocos días, varias astronaves de las patrullas de la P. S.
T. surcarían el espacio, empleando el nuevo sistema de propulsión.
El propio Sam dirigía los trabajos para evitar cualquier fallo en la
fabricación; un pequeño descuido podría ocasionar la muerte de
quien llevara consigo el desintegrador.
El general Ister se hallaba en aquel momento en su despacho. El
teletraductor sonó.
—Habla Ister —contestó.
—Lo llaman de Marte —informaron del otro lado.
—¿Quién es?
—No me lo quiso decir, señor; dijo que usted le reconocería en el
acto.
—Bien, póngame la comunicación.

***
Durante treinta minutos, Ister estuvo escuchando sin interrum-
pir para nada a su interlocutor; finalmente, dejó oír su voz.
—Lo haremos de inmediato. Eso será fácil.
Excepto las primeras palabras que utilizó para saber con quién
hablaba, y después de asegurarse, esto fue lo único que había dicho.
Lo suficiente para llevar a cabo el plan sugerido por su interlocutor.
El general colgó y seguidamente pulsó un botón del aparato.
—Sala de espacionaves. Habla el teniente Leroy—le contestaron.
—Soy el general. Escuche, Cris: Con destino a Marte, partirá en
el acto la nave más rápida de que disponga. Mande cuatro hombres
con el piloto. Deben dirigirse directamente al hospital Militar; em-
plearán la contraseña «Amenthes»; les atenderá el Coordinador Ha-
rry Travers... sólo a él deben dirigirse.
Entendido, general.
—Gracias, Cris. Suerte.
—Todo saldrá bien, general.
Después de aquella llamada, la vida de alguien que confiaba
demasiado en su seguridad iba a cambiar de mundo y, con él, se
89
sumergirían en las perpetuas tinieblas todos sus diabólicos pensa-
mientos.
Cris escogió a cuatro de sus mejores hombres y les puso al co-
rriente de la misión encomendada. En pocos minutos, la astronave
quedó lista para emprender el viaje al planeta rojo. Los motores ru-
gieron y, momentos después, se hundía en los inmensos abismos
siderales.
—¿Qué misión es la nuestra, teniente? —preguntó uno de los
hombres de Cris.
—El general no quiso darme más detalles. Lo sabremos en cuan-
to hablemos con el profesor Travers...
Unas horas después, la esfera roja de Marte aparecía a través de
las nubes. En poco tiempo pisarían su suelo, cerca del formidable
hospital, donde el antiguo profesor de Sam les aguardaba con impa-
ciencia.

***
Mientras, Joel, precavido por excelencia, maquinaba un plan pa-
ra asegurarse de dos cosas: Primera, averiguar por todos los medios
si Sergio había muerto; segunda, aprovechar la amistad que había
habido entre ellos y tratar de hacer el viaje con él, ya que no ignora-
ba la graduación que ostentaba Sergio en la P. S. T. y, lógicamente,
su cadáver sería trasladado allí.
Se dirigió al hospital y preguntó en el vestíbulo:
—¿Ingresó aquí el señor Rigel?
—Sí. ¿Quién es usted, por favor? ¿Es amigo suyo?
—Mi nombre es Bren... Bren Karea. Me enteré del accidente que
ha sufrido en el hotel Amenthes; Sandro es amigo mío, desde luego.
—Las entradas y salidas son controladas, señor... ¿Quiere darme
sus datos personales?
Joel quedó pensativo un instante y dio —naturalmente— sus se-
ñas, pero falsas.
—¿Cuándo se lo llevarán? —preguntó.
—Se rumorea que, dentro de unas horas, llegará una nave mili-
tar.

90
Acto seguido, Joel dio media vuelta y salió del hospital con paso
lento. Entró en un bar situado frente al hospital y buscó un lugar
adecuado desde el cual poder observar todas las entradas y salidas.
Sabía que Harry Travers estaría con Sergio hasta el momento de la
marcha. Cuando lo viese aparecer, hablaría con él.

***
Entretanto, la astronave que había enviado el general Ister en-
traba en el campo gravitatorio de Marte e inmediatamente conecta-
ban el sistema de vacío, que consistía en aislar la nave de la atmósfe-
ra exterior, evitando así el roce.
El profesor Travers se encontraba en una de las salas de opera-
ciones cuando sonó el teletraductor.
—¿Doctor Van? —preguntaron al médico de la sala.
—Sí.
—¿Está con usted el profesor Travers?
—Es para ti, Harry —manifestó el médico.
—Hable. ¿Quién es?
—Hace unos minutos, recibí una llamada aquí, en la central... —
contestó la telefonista.
—¿De quién?
—No me dieron muchos detalles, profesor; sólo dijeron que era
la nave de Ister y que llegarían dentro de media hora. No dijeron
más.
—Es suficiente. Gracias.
Travers colgó y quedó un instante mirando el teletraductor.
—¿En qué piensas? —le preguntó el médico.
—Esperaba esta llamada; es la nave que manda el general Ister.
Llegarán dentro de media hora. Lo tendremos todo preparado.
—De acuerdo, llamaré al depósito.
Travers se dirigió hacia la salida y se detuvo en el umbral de la
puerta.
En el bar, Joel se incorporó para poder observar mejor. Luego
dejó unas monedas en la mesa y salió del bar, dirigiéndose al en-
cuentro del profesor.
—Usted debe de ser el profesor Traver, ¿no es así? —preguntó.

91
—¿Nos conocimos en alguna parte? —contestó Travers, algo
confuso—: Si es así, no le recuerdo.
—Mi amigo Sam me ha hablado mucho de usted. Fue discípulo
suyo hace algunos años.
—¿Se refiere a Sam Speimer?
—El mismo.
Travers cambió el semblante ante la seguridad de Joel al men-
cionar a Sam.
—Hace tiempo que no lo he visto... demasiado tiempo; creo que
casi no le conocería.
—Es el mismo de siempre... con sus cálculos, sus inventos...
—Fue mi mejor alumno; como estudiante y como persona...
—Así es, Sam, profesor —añadió Joel, haciendo una ligera pau-
sa. Luego cambió el rumbo de, la conversación y prosiguió—: Creo
que no me presenté: Mi nombre es Bren.
—¿Bren? Sam nunca me habló de usted.
—Bueno, está demasiado ocupado para hablar de nadie; ni si-
quiera de los amigos. Por otra parte, nuestra amistad fue pasajera.
—Entiendo.
—Hay algo que quiero preguntarle, pero primero tenía que ase-
gurarme de que era usted el profesor Travers.
—Continúe.
—¿Qué le ocurrió al comandante? Me refiero a Sergio Miranda.
Travers cambió de expresión.
—¿Cómo lo ha sabido?
—En el Amenthes no se habla de otra cosa que del atentado...
—¿Conocía a Sergio?
—Tuve ocasión de hablar con él en casa de Sam.
—El comandante será trasladado a la Tierra hoy. Dentro de
unos minutos llegará una nave de la P. S. T. —aclaró Travers.
Joel insinuó una sonrisa y manifestó:
—Un día de éstos, pensaba hacer un viaje a la Tierra para ver a
Sam y a Olga...
—Y, naturalmente, ha pensado en la posibilidad de aprovechar
esta ocasión. ¿No es así? —respondió Travers.
—Creo que sí, profesor.

92
—Hablaré con el teniente; no le importará uno más... y después
de todo, usted es un amigo...
—Gracias, profesor.
En aquel momento, la astronave tomaba tierra, cerca del lugar
donde debía de ser trasladado Sergio.
—¡Son ellos! —exclamó Travers y añadió—: Avisaré al doctor
Van.
—¿Quién es?
—Es el doctor que atendió a Sergio. Él será quien autorizará el
traslado.
El teniente Cris descendió de la nave y penetró en el hospital.
Travers acudió a su encuentro.
—¿Profesor Harry Travers? —preguntó el oficial.
—Sí. ¿Qué desea?
—¿Le dice algo la frase «Amenthes»?
Través sonrió y alargó la mano a Cris.
—Bien venido, teniente. Todo está a punto; en seguida partirán.
Joel, instintivamente, retrocedió irnos pasos en el momento de
colocar a Sergio en la nave, mientras que en su interior brincaba de
alegría. Luego se acercó a Travers e hizo un expresivo gesto en señal
de resignación.
Cris se acercó a ellos y saludó a Joel. Luego habló al profesor
Travers.
—¿Hay alguna recomendación especial, profesor?
—¿Puede llevarlo? —pidió Travers, señalando a Joel: —Es amigo
del profesor Speimer y lo fue también del comandante Miranda.
Tiene que ir a la Tierra...
—Esto va contra las reglas, pero, en este caso, se puede hacer
una excepción. Suba.
—Gracias, teniente; ganaré tiempo si voy con usted. La próxima
nave en dirección a la Tierra no sale hasta dentro de varios días.
—¿Viaje de negocios?
—Yo diría de visita. Tengo familia allí y creo que una novia.
—¿Cree?
—Bueno, sólo por correspondencia hemos confirmado nuestras
relaciones.

93
—Bien —dijo Cris—; la estancia ha sido corta. Debemos regresar
ya.
—De acuerdo. Teniente, salude de mi parte al general, y a Sam,
si tiene ocasión...
—Lo haré. Espero verle por allí algún día.
—Apenas conoceré la Tierra cuando vuelva. Creo que tendré
que pasar por un corto período de readaptación.
—Tal vez, profesor, pero le aseguro que no ha cambiado dema-
siado en estos últimos años.
—Adiós —dijo Travers, saludando también con la mano. Los de
la nave le contestaron de la misma forma.
Segundos después, la astronave ascendía verticalmente; luego
avanzó paralela al planeta y, en un instante, se perdió de da vista de
Harry para emprender el regreso a la Tierra.
En la cabina de mandos se encontraban tres de los hombres del
teniente Cris; el cuarto estaba situado sobre ellos, se encontraban en
una pequeña cúpula de observación. El teniente se dirigió a Joel.
—El viaje será largo; le enseñaré su compartimiento.
—Gracias, teniente. Dormiré un rato.
Mientras caminaban hacia el camarote que debía ocupar Joel, és-
te echó una ojeada a todo lo que veía a su paso.
—Aquí es; espero que se encuentre bien en él. Si necesita algo,
estaré en la torreta con los pilotos.
—Dígame, teniente: ¿Dónde colocaron a Sergio?
—No está por aquí. Hay una pequeña habitación al fondo, junto
a la sala del reactor de retroceso, destinada para estos casos.
—Sólo fue simple curiosidad —replicó Joel.
—Lo comprendo. Parece que así se está más tranquilo. No agra-
da tener cerca un cadáver.
—Gracias, teniente.
Joel cerró la puerta y echó una ojeada a la estancia. Ésta era re-
ducida, pero con suficientes detalles para hacerla confortable. Du-
rante largo rato estuvo observándola, con la intención de conocer
mejor el terreno que pisaba; luego palpó con la mano un lado de su
cuerpo y sonrió, mientras pensaba en la sala donde estaba Sergio.
Joel entreabrió la puerta y sacó la cabeza, para mirar a ambos la-
dos del corredor. En una rápida carrerilla avanzó hacia el fondo y se
94
detuvo un instante. Luego se acercó a una puerta y pegó el oído a
ella; conteniendo la respiración, empujó suavemente y la hoja fue
corriendo a un lado. La habitación estaba en la penumbra; sólo un
tubo de color rojo, de escaso voltaje, iluminaba el compartimiento,
destinado a Sergio en aquella ocasión.
«Bien —pensó Joel—: Me gusta ver mi obra y culminarla por si
acaso... luego me encargaré de los demás.
Acto seguido, sacó una pistola y le quitó el seguro. Se adelantó
unos pasos y tiró despacio de la tapa que cerraba la urna metálica
donde debía estar el cuerpo de Sergio.
—¡No es necesario, estoy aquí! —exclamó una voz situada tras
él—: ¡Suelta esa pistola! Tengo suficientes pruebas para matarte. No
me obligues a ello.
Joel dejó caer el arma y se volvió; su rostro palideció y una ex-
clamación de sorpresa brotó de sus labios.
—¡Sergio! ¡¿Cómo pudiste...?!
—Termina la frase, canalla. ¿Cómo pude salvarme otra vez?
Joel le miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, sin dar
crédito a lo que estaba viendo.
—Vi romperse el cristal, perforado por los disparos. Tú caíste,
como si hubieras recibido los impactos—exclamó Joel, tratando de
ganar tiempo, mientras pensaba la forma de salir de aquella emba-
razosa situación.
—Menosprecias la inteligencia de los demás y eso te hizo fraca-
sar de nuevo —declaró Sergio. Y continuó diciendo—: perforaste el
cristal y es evidente que hubiera recibido la carga mortal, pero entre
los proyectiles y yo hubo algo que evitó que me tocaran, ya que fue
fácil para mí conseguir una plancha de plástico transparente, blin-
dado. El mismo que se emplea en la construcción de las astronaves.
Luego, hubo quien me ayudó a seguir la comedia, haciendo más real
el asesinato.
—¿Cómo pudiste prever que haría el viaje en esta nave?
—No puedo preverlo, ya que lo ignoraba, pero te conozco lo su-
ficiente como para esperar —en aquel momento— que lo harías.
Nunca te gustó dejar las cosas a medias y esta vez pensaste que las
habías dejado.
—¿Me matarás?
95
—No soy un asesino como tú. Y no lo haré a menos que me obli-
gues.
—Escucha —dijo Joel—: Yo cumplía órdenes; se trataba de elegir
entre tú o yo...
—¿De quién cumplías esas órdenes?
—Si te lo digo, no duraré mucho.
—¿Tienes esperanzas de volver a tu vida normal aún?
—Tú estás vivo, y eso es un atenuante.
—¿Bromeas? El intento de un crimen basta para condenarte y el
que ibas a cometer era premeditado.

96
XV
Olga Speimer abrió el pequeño maletín y puso sobre la estante-
ría —que servía a la vez de escritorio—, un bloc para notas. Helk se
acercó y echó una ojeada al bloc.
—¿Anotas las impresiones del viaje? —le preguntó.
—Digamos que es mi diario. En él tomaré datos de todo lo que
vea. Es una ocasión que no quiero desaprovechar.
—¿Y luego?
—¿Luego? Tal vez lo mande a mi tío Sam; creo que le agradará.
—¿Figuran en él nuestros nombres?
—¡Oh, sí! Quiero consignar con detalle todo cuanto me suceda.
—Parecerá una novela... —dijo Helk, fingiendo una sonrisa.
—Bueno, quizá carezca de argumento, pero me gustará recordar
esto pasados unos días.
—Desde luego; a lo mejor, más adelante, encuentra un buen ar-
gumento...
Helk sabía el significado de aquellas palabras, que para Olga pa-
saron inadvertidas.
—Bien —continuó—; te dejaré que escribas. Ahora tengo que re-
levar a mi amigo.
Éste se sentó junto a Zoltan y quedó un instante pensativo.
—¿De qué hablabais?
—La chica anota letra por letra todo lo que hacemos, desde que
subimos a la nave y piensa continuar hasta que esto termine.
—Eso puede perjudicarnos, si lo lee alguien de los suyos.
—Lo leerán, si no se lo impedimos; cuando termine, se lo man-
dará a Sam.
—De momento no sospecha nada y lo que escriba puede benefi-
ciarnos si sabemos persuadirla lo suficiente como para hacerle escri-
bir cartas que dirija a su tío, de manera que parezca que se encuen-
tra bien aquí y quiere casarse con Joel.
—Creo que tienes razón —dijo Helk. Y prosiguió—: Dos días
más tarde, Sam recibirá la carta de Don.
—¿Crees que accederá?

97
—Olga es el único familiar que tiene Sam. Accederá, te lo asegu-
ro.
—¿Y si no da su brazo a torcer...? —agregó Zoltan.
—Lo hará —replicó Helk.

***
Mientras, Yeran Star, jefe de la organización en Marte, convoca-
ba una nueva reunión para concretar el momento en que debían par-
tir sus agentes hacia la Tierra, y aclarar, por otra parte, la desapari-
ción de su secretaria (aunque esto último le importaba poco).
En la mesa sólo había un asiento vacío: el de Yeran, por lo que
las miradas de todos los presentes se cruzaban entre sí, yendo a pa-
rar muchas de ellas al lugar que debía ocupar él. La puerta se abrió
despacio, y Yeran apareció en el umbral; se dirigió a su sillón y, tras
unos segundos de silencio, dejó oír su voz.
—Señores... —empezó, al par que saludaba también con un ges-
to de cabeza.
El humo de los cigarrillos se había concentrado en la sala, hasta
hacer dificultosa la respiración.
—¿Quiere conectar los respiradores, Balkis? Tal vez así podamos
distinguirnos —insinuó Yeran, en tono de broma.
—Bien —prosiguió—: No voy a andarme con rodeos. El «Caso
Sam» parece que se ha resuelto favorablemente para nosotros. El
«pájaro robot» nos proporcionó la información que esperábamos y
voy a comunicarles algo que les satisfará a todos.
—Hable, Yeran, tenemos ganas de saber con qué hace funcionar
el profesor su motor...
—El combustible que emplea es, sin lugar a dudas, el más barato
y el menos importante.
—¿Lo tenemos en Marte? —preguntó uno.
—Podemos obtenerlo en cualquier lugar donde nos encontremos
o se encuentren nuestras naves, ya que el desintegrador funciona
con cualquier materia: hierro, madera, papel... con cualquier cosa.
Un murmullo de asombro invadió la estancia; luego se sucedie-
ron las lógicas preguntas y discusiones.
—¿Bromea usted, Yeran? —comentó el que estaba a su derecha.

98
No había contestado aún, cuando el de la izquierda repitió lo
que Yeran había dicho momentos antes.
—¿Hierro, madera, plástico, papel...? Creo que nos está tomando
el pelo. ¿No es así, señor? ¿Es una broma?
El murmullo seguía aumentando de volumen, hasta alcanzar
proporciones ensordecedoras. Balkis se levantó y golpeó en la mesa
con el primer objeto que encontró a mano.
—¡Escuchen! ¡Cállense ya! —gritó.
Todas las voces dejaron de oírse en el acto.
—¡Si Yeran dijo eso, debe de tener sus razones! ¡No hemos veni-
do aquí para inventar una farsa que luego todos descubrirían! Ca-
llen y escuchen con atención lo que tenga que exponerles.
—No les culpo por eso —empezó Yeran—; nadie es capaz de
concebir que de la nada sea posible obtener energía, la cual haga
funcionar un motor que, a su vez, pueda lanzar al espacio, a veloci-
dades de vértigo, cualquiera de nuestras potentes astronaves. Todos
entendieron bien, pero resulta inconcebible, repito, tal invento. Esto,
sin lugar a dudas, revolucionará el mercado mundial.
—¿Tenemos pruebas concretas de que funcione bien?
—¿Alguien lo ha visto en marcha? —preguntó otro.
—La propia sobrina del profesor Speimer lo dijo ante nuestro
«pájaro robot»...
—Puede ser una trampa —objetaron algunos.
—En otras circunstancias, tendríamos que limitarnos en ciertas
cosas, pero ella, así como también el profesor, ignora que el pájaro
que recogió la chica es un transmisor.
—¿Puede asegurar esto?
—Escuchen: ciertas conversaciones no interesan a nadie, y Sam y
su sobrina hablaron cosas que quedaban al margen de nuestro plan.
Cosas que incluso pueden comprometerles y que no las habrían
mencionado si hubiesen conocido la existencia del «robot».
—¿Podemos saber qué clase de diálogo sostuvieron? —
preguntaron.
—Esto no viene al caso. Son pequeños detalles familiares, pero lo
suficientemente amplios para asegurar que los dos ignoraban por
entero, que tienen un pájaro mecánico en su propia casa.

99
—¿Y si, a pesar de ello, estuvieron fingiendo y pusieron en ante-
cedentes al general?
—No lo han hecho ni lo harán, es decir, Sam es el que no lo hará,
ya que su sobrina cargaría con las consecuencias. En estos momen-
tos, la chica estará descansando en Deimos... pensamos en la posibi-
lidad de un error y nos quisimos asegurar.
—¿Quiere decir con eso que la obligaron?
—Vino por propia voluntad; nunca la forzamos a tal viaje y cree
que somos sus amigos. Joel se encargó de persuadirla y no habrá
problemas para que podamos obligar a Sam.
—¿Cuál es su plan Yeran? —preguntó el de su derecha—: Si le
ocurre algo a la muchacha, nos meteremos en un conflicto interna-
cional; usted lo sabe...
—Es cierto —comentó otro—; si alguien más se entera del inven-
to del profesor, el caso puede convertirse en un problema difícil.
—¡El caso no se propagará! —exclamó Balkis—. Sam hará lo que
le pidamos con tal de salvar la vida de su sobrina.
—Ella le escribirá y, si no recibe contestaciones lógicas, sospe-
chará; entonces empezarán las averiguaciones —observó alguien.
—Está todo previsto. Ella nunca sabrá que la utilizamos para
nuestros fines. Simplemente, le escribirá como haría cualquier per-
sona que tuviese correspondencia con un familiar. Don se encargará
de este detalle.
—¿Qué ocurrirá cuando sepa que lo de Sergio y Sam es falso?
—Nos ocuparemos de eso —aclaró Yeran.
Luego pulsó un botón y momentos después entraba la nueva se-
cretaria, sustituía de Virginia.
—Pase, señorita... —Yeran vaciló al ir a pronunciar el nombre y
ella se apresuró a contestar.
—Hetel, señor. ¿Desea algo?
—¿Quiere poner al corriente a todos de su antiguo oficio, señori-
ta Hetel?
Ésta era una joven bellísima, de cabellos negros, ojos azules,
formas esculturales y una línea, en el perfil de su rostro, de lo más
gracioso y sereno que pudiera verse. Después de avanzar unos pa-
sos, se colocó junto a Yeran y echó una ojeada a los reunidos.

100
—Yo pertenecí al Servicio de Espionaje terrestre, en 1970, y pue-
do asegurarles que suplanté muchas veces la voz del general Ister.
—El general Ister pertenece a la P. S. T. —aclaró uno.
—Exacto; mientras él se encontraba, en otro lugar, su voz conti-
nuaba oyéndose en la P.'S. T. Así, más de una vez burlamos al
enemigo.
—¿Quiere decir que puede hacer lo mismo con otras voces?
—Puedo convencer a esa joven de que soy Sam o Sergio; para mí
hacerlo no será difícil.
—«Y ahora, señores, doy por terminada la reunión» —dijo, imi-
tando la voz de Yeran.
—¡Increíble! —exclamó el que estaba a su lado—: Podría jurar
que fue el propio Yeran quien habló...
El teletraductor emitió un sonido en aquel momento y todos
guardaron silencio.
Yeran accionó una clavija.
—Habla...
—Recibí noticias de Helk —informó su interlocutor, y prosi-
guió—: Dentro de cuarenta minutos llegarán...
—Conforme —dijo Yeran—. Cuando esté instalada, avisadme de
inmediato.
Después de desconectar se dirigió a Hetel.
—Gracias, señorita Hetel; la llamaré luego.
—Y ahora escuchen: Ésta es la táctica que debemos emplear...

***
Mientras, Joel Milland estaba pasando por el peor momento de
su vida ante las acusaciones de Sergio y con un arma impidiendo
cualquier intento de violencia.
—¿Cómo trabaste amistad con el capitán? —preguntó Sergio.
—¿Crees que lo amenacé? Tengo mis métodos, aunque no lo
creas.
Sergio fue a encender la luz, y Joel aprovechó aquel mínimo des-
cuido para lanzarse sobre él. La pistola cavó de manos de Sergio y
fue a parar a un rincón. Sergio se revolvió para alcanzarla, pero esta
vez su enemigo podía defenderse y no desaprovechó la ocasión para

101
presionar con el pie su muñeca. Joel lanzó una maldición y trató de
derribarlo, cuando el puño de Sergio se estrelló en su mandíbula,
haciéndole saltar un diente. Joel sabía que no podía con él, por lo
que buscó un arma pesada. Sergio se quedó un instante parado, con
los brazos extendidos, los puños cerrados y el cuerpo arqueado, en
posición de guardia; si no esquivaba el golpe, lo aplastaría.
Éste descargó con todas sus fuerzas la barra que había encontra-
do, la cual se estrelló en el mismo lugar que una centésima de se-
gundo antes ocupaba su oponente, haciendo temblar el propio com-
partimento. Los puños de Sergio golpeaban sin dar tiempo a que
Joel pudiese reaccionar. Una y otra vez, caían como pesadas mazas
en lugares que le hacían tambalearse y lanzar gritos de dolor.
—¡Te mataré! —gritaba Joel, cuando otro golpe le hacía sangrar
una ceja, cubriéndole el rostro de sangre y haciéndole rodar por el
suelo.
Ahora fue a chocar contra el ataúd, el cual le cayó encima.
Hubo unos segundos de silencio; Joel estaba prácticamente des-
trozado a golpes. Sergio había recordado la muerte de sus amigos y
seguía machacando el cuerpo del otro sin compasión.
Joel, sin saber cómo, pudo hacerse con una de las pistolas e ins-
tintivamente presionó el gatillo, aunque sin poder precisar el blanco,
ya que la sangre le cubría todo el rostro.
—¡Suéltala! —gritó Sergio.
Joel desvió el arma hacia el lugar de donde provenía la voz y
disparó. En el mismo instante, sintió un terrible calor en el brazo.
Sergio había disparado también y se lo había inutilizado para siem-
pre, desintegrándole totalmente los huesos. Éste sería el mayor cas-
tigo para un asesino.
Sergio agachó la cabeza, mientras su cara se ensombrecía. Tenía
suficientes motivos para haber hecho aquello con Joel, pero, ante to-
do, se trataba de un ser humano, que estaba inmóvil en el suelo a
causa de otro ser humano. Y recordó una frase que él mismo se ha-
bía preguntado infinidad de veces, a la que sólo había una respuesta
que diese por válida su teoría: «¿Somos seres humanos?» A esta
pregunta le sucedía otra: «Tal vez lleguen a serlo nuestros descen-
dientes»... Y la respuesta siempre era la misma: «Mientras el hombre

102
no logre eliminar sus impulsos, habrá sólo un paso entre el ser ra-
cional y el irracional».
Momentos después, el teniente y dos hombres de la tripulación
entraban en la sala, ambos empuñando sus armas.
—¡Sergio! —exclamó Cris.
—Estoy bien; haceos cargo de él... Tratad de salvarlo... lo tiene
que juzgar un tribunal de la P. S. T.
—¿Quién es en realidad?
—Joel Milland, uno de los miembros de la organización que ope-
ra en Marte, para apoderarse del invento del profesor Sam Speimer.
Intentó deshacerse de mí en tres ocasiones; esta vez pude defender-
me...
—¿Lo ejecutarán? —opinó Cris.
—No; debe vivir para pagar poco a poco con su vida la de varias
personas y casi la mía también.
Sergio se arregló un poco su atuendo y luego pidió:
—Comunique con el general; le adelantaremos la noticia. Le
agradará saber que tenemos a uno de la organización.
—De acuerdo, señor...

103
XVI
Olga tomaba algunos datos de los últimos acontecimientos acae-
cidos en aquellos días, Cuando recibió la llamada de Sergio.
—¡Sergio! —exclamó—. ¿Dónde te encuentras?
—Aquí, en Marte. ¿No te informaron los que hicieron el viaje
contigo?
—Desde luego. ¿Cuándo nos veremos?
—Bueno... Sergio pareció titubear.
—¿Qué te ocurre?
—Nada, pero... es que...
—Te noto preocupado ¡Vamos, sácame de dudas! ¿Está bien mi
tío?
—Sí, lo que ocurre es que no podré verte hasta dentro de unos
días.
—¿Y él vendrá?
—De eso quiero hablarte, si me dejas.
—Te escucho. Prometo no interrumpirte.
—Conforme. Ahora escucha: Helk te informó de que tenía poco
tiempo disponible. ¿No es así?
—Sí, pero también dijo que mi tío se reuniría conmigo.
—Es que Sam está demasiado ocupado; vendrá cuando termine
su trabajo. ¿Entiendes?
—Sí, Sergio, pero yo me había hecho a la idea de que...
—Entiendo, entiendo, pero hay veces que tenemos que rendir-
nos ante la evidencia... Vamos deja ya de llorar.
—Desde luego. Tienes razón cuando dices que aún soy una niña.
¿Adónde puedo llamarte? —preguntó Olga.
—Yo lo haré —contestó Sergio, y agregó—: Te llamo desde un
teléfono público; ya sabes que no convienen muchas llamadas, por
ahora.
—De acuerdo, llámame pronto.
—Escribe a Sam, se alegrará —añadió Sergio.
—Lo haré, no te preocupes.
Después de colgar, Olga permaneció un instante pensativa; lue-
go hojeó su bloc y anotó la llamada.

104
«Son las 11,30. Sergio me ha telefoneado. Está en Marte. Ahora
escribiré a tío Sam y le diré que venga, porque deseo verlo y abra-
zarle».
Guardó el diario en el maletín y a continuación empezó a escri-
bir a Sam.

***
El profesor Sam Speimer, ignorando todo cuanto había aconteci-
do durante el tiempo que permaneció ausente de su domicilio, en
aquellos momentos hacía un alto en los trabajos de la construcción
en serie del desintegrador y se dirigió a su casa. Como siempre, lla-
mó al timbre; podía abrir él, pero le gustaba ser recibido por su so-
brina, que aparecía en el umbral con una sonrisa que le hacía olvidar
momentáneamente todos los problemas que le absorbían. Esperó un
instante y volvió a repetir la llamada, sin obtener respuesta.
—«Siempre me avisa cuando tiene que salir» —pensó.
Un tanto defraudado, abrió la puerta y entró. Dentro, todo apa-
recía normal, y llamó.
—¡Olga! ¿Estás ahí?
Luego escuchó atentamente.
—¿Quieres que te busque yo? ¡De acuerdo!
Volvió a guardar unos segundos de silencio e insistió de nuevo.
—¡Está bien, yo te buscaré! ¡Contesta, por lo menos!
El silencio era ahora más absoluto. Sam lo prolongó.
Luego notó como una ligera angustia invadía su ánimo y un trá-
gico presentimiento se apoderaba de él.
—¡Olga, sobrina! —gritó, añadiendo en seguida—: Debo cal-
marme. Tal vez la haya llamado Elsa y se ha olvidado de dejarme
una nota...
Con manos temblorosas, buscó en el listín y marcó en el teletra-
ductor el número del domicilio de Sergio. Aguardó nerviosamente
unos segundos (que se le hicieron interminables), hasta que por fin
le contestaron.
—¡Elsa! ¿Está ahí Olga?
—No, Sam; no ha venido en todo el día. La llamé, pero no con-
testó nadie. ¿Ocurre algo?

105
—Quizás me alarme por nada, pero acabo de llegar y Olga no es-
tá aquí.
—Puede que haya salido un momento —observó Elsa.
—Puede, pero ella siempre me deja alguna nota...
—¿La buscaste bien? Debe estar por ahí.
—No la busqué. ¿Puedes venir? Estoy demasiado nervioso y lo
revolvería todo...
—Desde luego; en seguida estoy ahí. Mientras, tómate una copa.
Te sentará bien.
Sam colgó y se dirigió al pequeño bar; se sirvió una copa y la en-
gulló de un trago. A continuación, volvió a llenarla y la dejó luego
en el mostrador, mientras su mirada recorría toda la sala, pasando
una y otra vez por encima de la nota que había dejado Olga, sin ver-
la.
Volvió a beber de una vez el contenido de la copa y esperó im-
paciente la llegada de Elsa, que en aquel momento tocaba el timbre.
—¿Encontraste alguna nota? —preguntó en el momento en que
Sam le abría.
—Ayúdame a buscarla...
—Bien, pero calma tus nervios. Si Olga te escribió algo. ¿Dónde
crees que te lo habría dejado? En un sitio visible y fácil de encontrar,
como encima de la mesa, en tu escritorio o tal vez en el bar.
—No está en el bar.
Elsa se dirigió, sin titubear, hacia la mesa y cogió un papel.
—Aquí está —dijo.
—¿Qué dice? Léela.
Elsa leyó en voz alta:

Querido tío: Esperaré con impaciencia tu llegada a Mar-


te. Sergio saldrá a recibirme cuando llegue. Cuídate mucho
y no olvides de traerte las pastillas para dormir. Dile a Elsa
que me perdone por no despedirme de ella. Hace poco me ha
llamado para preguntarme si estabas tú; llámala, pues que-
rría decir algo.
Hasta pronto,
OLGA.

106
Sam alargó la mano y le pidió la nota, la cual leyó meticulosa-
mente.
—¿Para qué la llamaste?
—No la llamé, Sam; esto es muy extraño. Te lo habría dicho ya si
lo hubiese hecho.
—Es evidente —afirmó el profesor —que alguien te suplantó por
teléfono, pero... ¿Quién y qué hace ella en Marte?
—¡Espera! —exclamó Elsa—. Hay algo escrito detrás.
Sam volvió la hoja y leyó: «Elsa cuidará de los pájaros. Díselo».
—¡Vaya! —exclamó Sam—: Tú te la cargaste.
—Lo haré con gusto, no te preocupes.
Elsa se dirigió hacia la jaula; la cogió y la dejó sobre la barra del
bar.
—Si se me olvida, morirán de hambre.
—¿Qué podemos hacer? —prosiguió Elsa.
—Hablaré con el general Ister, Creo que dentro de poco recibiré
algún anónimo o tal vez la visita de alguno de los secuestradores.
—No podemos afirmar eso, Sam —manifestó Elsa—: Según la
nota, se marchó por propia voluntad. Parece que nadie la obligó, pe-
ro, no obstante, fue un engaño —terminó.
—Eso creo —replicó Sam—. Me voy a Marte.
—¿Puedo acompañarte? —pidió Elsa, después de guardar unos
segundos de silencio.
—Desde luego, vamos... Yo llevaré la jaula.
Al cogerla, se resbaló y cayó al suelo.
—Estás demasiado nervioso; yo la llevaré.
El pajarito verdadero saltaba de un lado a otro, agitado a causa
del imprevisible golpe, mientras que el que recogiera Olga perma-
necía inmóvil.
—El golpe no fue tan brusco como para matarlo —dijo Elsa.
—Debería estar enfermo; hay que curarlo. Olga se disgustaría.
—Creo que no es el momento adecuado —opinó Elsa.
—Tal vez sea sólo una ligera contusión y pueda salvarse. Si lo
dejamos ahora, morirá sin remedio.
Elsa hojeó la guía, mientras decía a Sam:
—De acuerdo, avisaremos a un veterinario.
Luego pasó el dedo por encima de una hoja determinada.
107
—Cualquiera de éstos puede atenderlo —opinó, señalando uno
al azar.
—Bien, llama.
Después de unos minutos, Elsa colgó e hizo un expresivo ade-
mán.
—Bueno, llegará en un momento. Quizá, al decirle tu nombre, se
tomó más interés; debe conocer de nombre al inminente profesor
Speimer —dijo, sonriendo.
—¿Has tenido noticias de Sergio? —preguntó Sam.
—Sí, pero no me cuenta nada de particular; su carta es única-
mente familiar.
Sonó el timbre, interrumpiendo el diálogo. Elsa se levantó en se-
guida y fue a abrir.
—¿El profesor Speimer? —preguntaron—. Me han llamado para
examinar un pájaro...
—Pase... le está esperando.
Sam se presentó e hizo lo propio con Elsa.
El veterinario cogió al animal y lo dejó sobre la mesa; luego abrió
un pequeño maletín y sacó una pantalla de color negro. Conectó un
cable y el otro extremo lo introdujo en un orificio situado en el mis-
mo maletín.
—Es un nuevo aparato de rayos X. Ahí dentro están las pilas —
explicó—. Veremos si tiene algo roto.
Durante unos segundos estuvo examinándolo y luego su rostro
cambió de expresión.
—¿Ocurre algo? —preguntó Sam.
—Miren —indicó, preparándose para marcharse.
Sam y Elsa le miraban con asombro, una vez se percataron de lo
que el hombre les indicaba.
—Conserva usted el humor... —manifestó el veterinario.
—Nunca me faltó el buen humor, pero no dispongo de tiempo
para perderlo en esas tonterías... Le ruego me disculpe por este la-
mentable error.
—¿Quiere decir que ignoraba esto?
—Por completo; no sé qué ha podido ocurrir ni quién cambió el
pájaro.

108
—No cabe duda de que se trata de un pájaro mecánico, aunque
con un extraño mecanismo... Parece un transmisor.
Sam miró a Elsa y frunció el ceño.
—Esto es cosa de tu sobrina, Sam; nos gastó una broma.
—Bien, creo que nada tengo que hacer aquí —dijo el veterinario.
—¿Qué le debo, doctor? Después de todo, ha tenido que venir.
—La broma me gustó a mí también; puede llamarme cuando en-
ferme el otro pájaro.
—Lo haré. Gracias.
—Profesor... —se despidió, inclinando la cabeza. Y a Olga—:
Buenos días, señora.
—¡Un «pájaro robot»! —exclamó Sam, cuando el veterinario hu-
bo salido—. Esto puede explicar muchas cosas..., demasiadas cosas.
Luego miró al pájaro y lo cogió, guardándoselo a continuación
en un bolsillo.
—¡Vamos, Elsa, debemos hablar inmediatamente con el general!
¡Tal vez nos pueda aclarar algo!

109
XVII
Paul Ister, general de la P.S.T., recibía en aquel momento la lla-
mada del teniente Cris.
—Todo salió bien, general. Llegaremos en treinta minutos; lle-
vamos un herido a bordo..., es un tal Joel Milland; intentó matar al
comandante en varias ocasiones.
—¿Está bien, Sergio?
—Perfectamente.
Sergio saludó al general, para confirmar las palabras del tenien-
te.
—Estoy bien, general.
—¿Averiguaste algo?
—No puedo concretar datos todavía, pero empiezo a compren-
der el funcionamiento de esta organización, pero ya hablaremos
luego.
—Muy bien. Hasta pronto —se despidió Ister.
Elsa y Sam llegaron al edificio de la P.S.T. y se dirigieron al des-
pacho de Ister.
—¡Vaya! ¿Qué te trae por aquí, Elsa? —saludó el general—. ¡Ho-
la, Sam!
—¿Tiene noticias de Sergio? —preguntó Elsa.
—Dentro de unos minutos tomarán tierra. Acabo de hablar con
él: está perfectamente.
—Mire esto, general —dijo Sam, mostrándole el ave mecánica.
—¿Un pájaro?
—Obsérvelo atentamente...
Ister lo cogió con cierto récelo y lo examinó por todas partes.
—No veo nada de particular en él, excepto que ha muerto —
opinó, al cabo de unos minutos.
—Nunca estuvo vivo, ya que no es un pájaro como los demás...
Éste es mecánico y fue construido para hacerlo servir de transmisor.
—¿Qué le hace suponer eso, Sam?
—Mi sobrina lo recogió del umbral de la puerta de mi domicilio;
lo tuvimos unos días, hasta que hoy se me resbaló de la jaula y cayó

110
al suelo. El otro pájaro vive; éste quedó inmóvil en el acto y llama-
mos a un veterinario.
—¿Descubrió él que era mecánico?
—Lo miró por rayos X. Su asombro fue mayúsculo, y creo que
en estos momentos no tendrá un buen concepto del profesor Spei-
mer...
Ister y Elsa soltaron una carcajada.
—Sergio llegará de un momento a otro; quizá pueda decimos al-
go al respecto —dijo el general.
El teletraductor emitió un sonido intermitente e Ister contestó.
—P.S.T. Habla el general.
Escuchó un instante y colgó rápidamente.
—La nave está tomando tierra en este momento. Vamos.
Sergio fue el primero en bajar de la nave y saludó militarmente
al general, que hizo caso omiso al saludo y le alargó la mano.
—¿Esperabas esta sorpresa? —manifestó el general, mirando a
Elsa.
Ellos no se dijeron nada y un abrazo selló toda palabra.
—¡Hola, Sam! —exclamó luego Sergio, dándole unas palmadas
en la espalda.
El teniente se presentó y, después de saludar, informó a Ister.
Varios agentes se habían acercado ya a la nave y Joel fue trasladado
al hospital de la cárcel.
—¿Cómo está Olga? —preguntó Sergio, mientras se encamina-
ban al edificio.
Elsa miró a Sam y agachó la cabeza.
—¡Sabes que no me gustan los rodeos! —dijo Sergio—. ¿Ocurrió
algo durante mi ausencia? ¿Cómo estás tú aquí, Elsa?
—Contestaremos a estas preguntas luego. Ahora vayamos a los
talleres, a comprobar la eficacia del ave mecánica.
—No comprendo nada de lo que estás hablando —dijo Sergio,
agregando después—: ¿A qué te refieres?
—Ten calma. El asunto es largo de contar.
En los mismos talleres donde fabricaban los desintegradores se
iba a descubrir uno de los eslabones de aquella cadena de inciden-
tes, provocados por una misma cosa: el desintegrador. Ister llamó a

111
uno de los especialistas en electrónica para que revisara el pájaro
mecánico.
—Lleva un transmisor dentro —aclaró Ister—. Díganos de qué
alcance, si es posible...
El técnico lo miró detenidamente antes de empezar la tarea y
después se lo acercó al oído; a continuación lo depositó en una pla-
taforma y le acercó una pequeña caja con varios relojes y clavijas.
—Si es peligroso, lo sabremos en unos segundos —dijo.
Una de las agujas osciló de modo sensible e, instintivamente, to-
dos retrocedieron unos pasos.
—No hay por qué alarmarse. Es un simple transmisor de largo
alcance; miraré el mecanismo.
Durante unos minutos, aquel hombre estuvo observando pieza
por pieza el minúsculo aparato; luego levantó la cabeza y se dirigió
al general.
—Y bien... —dijo éste.
—Creo que me precipité al decir que era un simple transmisor.
—¿Qué ha averiguado?
—Es capaz de transmitir, incluso, a Marte, todo lo que se hablara
en cualquier parte de la Tierra.
—¿Se le rompió alguna pieza vital?
—Sólo se desconectó un cable. Volverá a transmitir, si lo desea.
—Hágalo, es decir —rectificó Ister—: le avisaré cuando tenga
que volver a funcionar.
—De acuerdo, señor.
—¿Qué ocurrió, Sam?
Éste le puso al corriente de todo, y Sergio leyó la nota que Olga
había dejado antes de partir.
Sergio dio su opinión.
—Esto es grave. Sam, emplearán un método poco escrupuloso, si
no actuamos con rapidez...
—¿Qué método? —preguntó Elsa.
—Extorsión y, si Olga continúa ignorando su verdadera situa-
ción, le perjudicará más
—Ellos no se atreverán a hacerle ningún daño, no se atreverán
—exclamó Sam.

112
—Escucha. Si no se ha dado cuenta de que la tienen como rehén,
pueden sacarle muchas cosas que de otro modo no lograrían, puesto
que se negaría a contestar a ciertas preguntas. Debemos advertirle
del peligro que corre.
—¿Cómo? Ni siquiera sabemos dónde se la han llevado. Puede
que no esté en Marte.
—Averiguaré dónde está. Te lo prometo.
—¿Cuándo partirás?
—Primero quiero hacerle algunas preguntas a Joel; no sacaré
nada de él, pero lo intentaré.
—Creo que te conviene descansar —opinó Ister—. Tu tarea será
dura de ahora en adelante; mañana hablaremos; estaré en mi despa-
cho.
—Pero...
—¡Es una orden, comandante! —exclamó, haciéndole un guiño a
Elsa.
—La cumpliré —dijo Sergio, y, sonriendo, agregó—: Gracias,
general.

113
XVIII
Sergio abrió la puerta y dio una palmadita a Elsa.
—Vamos, pase, señora detective privado...
—¡Eh, cuidado, comandante; su graduación no le da derecho a
cierta clase de atrevimientos!
—Bien, olvidemos mi graduación; llámeme Sergio.
—Me gusta el nombre y opino que le da derecho a ciertas cosas
—insinuó ella echándose a sus brazos.
—Elsa..., te quiero...
—¡Vaya un comandante romántico! —musitó ella. Mientras con
una mano le acariciaba el rostro, con la otra descolgaba el teléfono.
El día siguiente amaneció despejado, como la mayoría de los
días que se habían venido sucediendo. La temperatura se mantenía
por encima de los diez grados y la tenue brisa primaveral acariciaba
los árboles que rodeaban la casa de Sergio por uno de sus lados.
Eran sobre las once de la mañana. Sergio dormía aún profunda-
mente. Elsa hacía ya largo rato que se había levantado y estaba pre-
parando algunas cosas para el viaje de Sergio. Miró por una de las
ventanas que daban al jardín y se quedó un instante pensativa, ob-
servando las ramas más débiles, que se cimbreaban como saludando
al nuevo día.
«El tiempo es bueno para el viaje», dijo para sí misma.
Un corto tintineo la sacó de sus cavilaciones.
—¡El tele! —exclamó—. Lo dejé sin comunicación ayer.
Unió el circuito de nuevo y consultó su reloj.
—¿Ha llamado Ister? —preguntó Sergio desde la habitación.
—Es probable, pero no pudo comunicar; lo dejamos descolgado.
—No tardará en...
Sergio no pudo terminar la frase.
—Es él —dijo, al sonar él aparato.
—Domicilio del comandante Miranda —contestó Elsa.
—Buenos días, Elsa. ¿Qué ocurrió con el teléfono? —dijeron del
otro lado.
—Buenos días, general —saludó a la inconfundible voz de Ister
grave y clara—. Creo que olvidamos colgarlo ayer.

114
—Muy bien —replicó el general.
—¿Ha llamado usted antes?
—Lo hice, pero no tiene importancia. Supuse que descansaríais
hasta tarde.
—Él se ha levantado ya.
—No es necesario que se ponga. Hablaremos luego y... no te
preocupes, nada le ocurrirá. Sergio sabe cuidarse y, tarde o tem-
prano, acabará con esa organización.
—Adiós, general.

***
Ister miró su reloj y esperó con impaciencia la llegada de Sergio.
Minutos después, Sergio abría la puerta.
—Buenos días, general.
—¿Preparado? —dijo Ister—. Iremos los dos a interrogar a Joel...
—Quisiera ocuparme yo de este asunto, general; a solas me ha-
blará con más claridad y tal vez le saque más información.
—De acuerdo, vaya solo, pero tenga cuidado.
Joel estaba alojado en una habitación del hospital. Fuera había
un agente de vigilancia. Sergio se acercó y mostró el pase.
—Deseo hablar con él.
—¿Quiere que entre con usted?
—No es necesario. Esta vez no intentará nada. Le conozco bien.
La mirada de Joel se clavó como un dardo envenenado en Ser-
gio, el cual avanzó hacia él sin el más leve temor.
—¡Si vienes a obtener respuestas satisfactorias, pierdes el tiem-
po! —exclamó, con el tono de voz algo elevado.
Sergio dejó unos papeles sobre la mesa y, sin pronunciar pala-
bra, encendió un cigarrillo, ofreciéndole uno a Joel.
—Tengo la costumbre de pagar mis vicios —replicó el otro, sa-
cando uno de los suyos.
—¿Qué es lo que quieres, compadecerme?
—Esto lo hice ya hace demasiados años. En la Antártida. ¿Re-
cuerdas todavía el incidente?
Joel se introdujo la boquilla del cigarrillo entre los labios y aspiró
hondo, sin hacerle caso.

115
—Escucha. No tengo mucho tiempo y me vas a contestar a una
pregunta.
Joel echó una bocanada de humo, mientras soltaba una risotada.
Luego dijo en tono de burla:
—¿Qué te hace suponer que te contestaré? Creo que te haces vie-
jo y eso te está volviendo más infeliz.
—¿Un infeliz que se burla de ti por tres veces consecutivas?
—Ya te dije que no me sacarás nada. Pierdes el tiempo.
—¡Calla y escucha, porque quizá sea la última vez que puedas
hacerlo!
Durante quince minutos, Joel estuvo escuchando detalles que no
sabía y que sin duda alguna le harían cambiar de parecer con res-
pecto a su silencio.
—Bien, no puedo obligarte a la fuerza a que contestes, pero hay
algo que tal vez te haga meditar.
—No sacarás nada de mí, te lo he dicho.
—Veremos. Estás acusado de homicidio en primer grado. No ig-
noras mi graduación y esto hará que el Tribunal Militar te condene
sin remisión. Pueden salirte hasta cien años. ¿Tienes esperanza de
contarlo?
Joel guardó silencio, aunque quedó pensativo. Sergio prosiguió:
—Sólo quiero un nombre y un lugar. A cambio, te doy mi pala-
bra de que haré que puedas beneficiarte de la libertad unos años.
Los suficientes para recordar lo que aquí estamos hablando.
—¿Cuándo sea viejo?
—Puedes salir siendo joven, si me lo propongo. Después de to-
do, tienes ya el castigo para toda la vida.
—¿Qué puede hacer un pobre comandante por mí?
—Yo, quizá, no, pero sí el general Ister, que es quien dictará sen-
tencia y puede rebajarte muchos años si encuentra algún atenuante
que valga la pena... y este atenuante puedo ser yo; recuerda que soy
el único testigo de cargo.
—¿Quién me garantiza eso?
—Nadie puede garantizarte nada; tendrás que confiar en mi pa-
labra de que haré cuanto esté a mi alcance
—Puedo pedir un abogado; tengo derecho a ello —declaró
Joel—, y tengo también buenas amistades aquí, en la Tierra.
116
—¿Un abogado? Tu sentencia está ya firmada; fue el Tribunal
Militar quien te juzgó antes de sentarte al estrado.
—¡Si hablo, Yeran me matará; no habrá lugar donde pueda es-
conderme!
—¿Yeran? ¿Qué más?
Joel había mencionado el nombre del cabecilla de la organiza-
ción sin darse cuenta y ahora quedó cortado de momento.
—Si no hablas, correrás peor suerte. Acabarás volviéndote loco...
La prisión no se hizo para ti..., te conozco lo suficiente para hablar
así.
—¡Está bien, está bien! —gritó—. ¡Hablaré, pero escucha: sólo te
diré una cosa, puesto que sabes ya su nombre!
—Conforme. ¿Dónde puedo encontrarle?
—¡En Marte, en la parte sur de Amenthes! ¡Y ahora, vete!
—Gracias —dijo Sergio, y añadió—: No te arrepentirás: te pro-
meto que tu pena será reducida a una décima parte. Te lo aseguro.
—¿Crees que podrás acercarte a él? Tiene una mansión a prueba
del detective más sagaz.
—Eso es cosa mía —aclaró Sergio.
A continuación dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
Mientras el agente se acercaba para abrir, trató de obtener otra
respuesta.
—¿Está Olga en Marte?
—No puedo asegurarte dónde se la llevaron. Sólo Yeran podrá
contestar a eso —manifestó Joel.
—Puede abrir, agente; ya he terminado.
—¿Hubo problemas?
—Siempre los hay en estos casos; tiene miedo de hablar.
—¡Bah! —exclamó el guardián—. Si fuera yo el general...
Sergio sonrió y se alejó.
—Adiós, comandante.
Ister le aguardaba junto a la puerta de salida.
—¿Has sacado algo en concreto?
—Lo suficiente para poder actuar con más seguridad. El jefe de
la organización está en Marte. Se llama Yeran, no me dijo más. Le
prometí que le ayudaría a rebajarle la condena y creo que su infor-
mación se ha de tener en cuenta. ¿Qué opina, señor?
117
—Lo tendré en cuenta; nunca te hice quedar mal, Sergio, aunque
no se lo merece.
—Gracias, general. Después de todo, me duele que haya queda-
do...
—Comprendo, pero eso es lo que le hace estar ahora charlando
aquí.
—No lo olvidaré, general.

***
Sam estaba dando una última ojeada a dos de los desintegrado-
res, cuando entraron Sergio y el general.
—Dentro de poco los verán funcionar —dijo.
—Sé que funcionan bien, Sam; no podré ver la prueba, pues ten-
go que partir ahora mismo, pero he querido despedirme de ti.
—Entiendo. ¿Hablaste con él?
—Lo hice; el general te explicará... Hasta pronto, Sam.
El profesor afirmó con la cabeza, mientras esbozaba una sonrisa.
Esta vez debería marcharse solo y afrontar todos los peligros.
Podían estar vigilándole desde cualquier lugar e incluso le segui-
rían, pero tenía que llegar a toda costa al planeta rojo. Ister comentó
con él el medio de locomoción a emplear en el solitario viaje. Sergio
dio su opinión:
—Iré en una de las naves de caza, pero borraremos de ella todo
indicio de nave militar.
—¿De qué forma?
—Será fácil convertirla en una nave comercial. Quitaremos todo
lo que identifique a la P.S.T. Así pasará inadvertida.
—De acuerdo; llamaré a la sala de espacionave.
El general impartió las órdenes oportunas para que hiciesen lo
acordado.
—Bien —dijo, después de cortar la comunicación—, ha llegado
la hora.

118
***
Sam había regresado a su domicilio, donde volvió a leer la nota
que había dejado Olga El timbre de la puerta distrajo su atención, y
se guardó el papel. Fue a abrir y halló un sobre que habían tirado
por debajo de la puerta. Sam lo abrió rápidamente, tras mirar a am-
bos lados sin ver a nadie.
«Quien lo dejó debe de haber corrido bastante», pensó en voz al-
ta.
El sobre iba dirigido a su nombre. Miró el dorso y leyó el remi-
tente, en el que sólo constaba el nombré.
—¡Olga! —exclamó, rasgando el sobre con nerviosismo.

Querido tío:
Estoy triste, porque Sergio me llamó hoy para decirme
que no podías venir. Es una pena que siempre tu trabajo te
prive de ciertas cosas, aunque sé que lo haces para el bien de
todos. No te preocupes por mí y, en cuanto a Joel, estoy se-
gura de que no tardará en aparecer por aquí cuando sepa que
puede encontrarme.... Sea lo que sea, él sigue queriéndo-
me..., lo sé...

Olga le contaba en la carta cómo era el lugar en que estaba, por-


menores que Sam pasaba por alto para buscar algo que pudiera faci-
litarle algún indicio de la residencia de su sobrina. Al final, leyó algo
que le llamó poderosamente la atención.

Estoy escribiendo un diario de todo lo que he hecho y


visto, desde que emprendiste el viaje. Será muy interesante.
¿No crees?
Te quiere,
OLGA

—¡Lo ignora todo..., todo! —exclamó.


Era ya tarde y decidió irse a descansar; después de lo que había
leído, nada podía hacer por ella.

119
Tendido en la cama, quedó mirando a la nada, mientras su men-
te daba vueltas una y otra vez sobre todo lo que había provocado su
desintegrador y lo maldijo por enésima vez... Pero, como a todo ser
mortal, el sueño lo venció y quedó profundamente dormido.

***
En otro lugar, lejos de donde Sam se encontraba, una nave veloz
se interponía en el camino de otra, con propósitos poco loables. Ser-
gio se percató de las intenciones de su enemigo y se remontó. La na-
ve describió una parábola y se alejó del campo de tiro, una décima
de segundo antes de que un chispazo fulgurante, de color verdoso,
se perdiera en el vacío cósmico, sin hallar su blanco.
Sergio enfiló la proa de su nave hacia la enemiga, situándose tras
ella, y cuando lo tuvo frente a la línea de tiro pulsó repetidas veces
un botón y una lluvia de proyectiles desintegradores hicieron blanco
en uno de los costados de la nave enemiga. El frío sideral penetró en
el interior, y el piloto quedó petrificado en un instante. La nave, sin
control, se perdió en el inmenso abismo del espacio
Sergio suspiró, después de salvar aquel imprevisto obstáculo y
se acomodó en el asiento. Pero su tranquilidad no había de durar
mucho tiempo. La pantalla que permitía observar la parte trasera de
la nave reflejó dos puntos que se iban agrandando por momentos,
hasta poder ser identificados. Se trataba de dos naves, las cuales
avanzaban hacia él, dispuestas a presentarle batalla.
Sergio aceleró, como si tratara de eludirlas, y sus enemigos le
imitaron, haciendo rugir los motores al máximo. Luego se separa-
ron, para situarse uno a cada lado; en este momento, Sergio actuó,
haciendo dar un giro de 90° a su nave y picando hacia abajo. Sin que
pudiesen hacer nada por evitarlo, se situó detrás de ellos y enfiló
hacia uno, a la vez que hacía vomitar la mortal carga de sus armas.
La nave, tocada de lleno, dio unas vueltas sobre sí misma, y,
momentos después, una formidable explosión culminaba la obra
que empezara Sergio, saltando la nave enemiga en mil pedazos.
—Lo siento, pero tengo que elegir entre vosotros o yo... y quiero
llegar a Marte —exclamó, mientras se elevaba velozmente, colocán-

120
dose fuera del campo de acción de las armas de la otra nave, la cual
descargaba su mortífera carga en aquel momento.
Se sucedieron más descargas. El enemigo seguía disparando de-
sesperadamente y luego intentó huir. Sergio se dijo que podía dejar-
le escapar, ya que, si se dirigía a Marte, su llegada no sería bien reci-
bida. Aumentó la velocidad de su nave y aseguró el tiro; cuando tu-
vo la nave en su objetivo disparó dos veces, destrozándole parte de
la carlinga. El piloto corrió la misma suerte que el primero.
«¿Cuántas vidas más costaría su misión?», pensó.
Le faltaban aún varias horas para llegar; había perdido mucho
tiempo y tenía que acelerar la marcha. Había salvado ya una consi-
derable distancia, sin embargo, y a lo lejos distinguió la más peque-
ña de las lunas marcianas. Sergio desvió el rumbo, para no caer en
su esfera de atracción, ya que había consumido más combustible del
previsto y tendría que conectar los motores de emergencia para con-
trarrestar la acción gravitatoria que ejercería el pequeño planeta en
su nave. Tenía que evitarlo si quería llegar sin ningún contratiempo
al planeta rojo.
Al cabo de un tiempo, penetró en la fría atmósfera de Marte y los
controles exteriores de temperatura descendieron vertiginosamente;
él apenas notó el cambio, puesto que en el interior del vehículo la
temperatura se equilibró automáticamente.

121
XIX
Sergio detuvo la nave en un lugar apartado de la ciudad, donde
había aparcadas otras de uso particular. Allí pasaría inadvertida.
—Seguiré a pie —decidió.
Anduvo, durante media hora y luego se detuvo frente a un bar.
Tomaría algo para reparar fuerzas y después continuaría. Entró y
tomó asiento a una mesa. En seguida, una muchacha joven se acercó
a él.
—¿Qué le apetece, señor? —preguntó.
—He hecho un largo viaje. ¿Tiene algo para reaccionar, señorita?
—Desde luego..., yo misma se lo prepararé.
Sergio le dedicó una sonrisa.
Ella le correspondió y luego se dirigió hacia el mostrador. Al ca-
bo de unos minutos, volvió con algo de comida y una especie de
combinado de color anaranjado, que Sergio miró con recelo.
—No se preocupe por el color; le sentará bien. Tómeselo.
Sergio probó la bebida.
—¿Dónde aprendió a prepararlo?
—Por favor, señor, está hablando con la creadora —objetó.
—¡Oh, le ruego me disculpe; debí imaginar que algo de un sabor
tan exquisito debía de tener su origen en «algo» exquisito también...
—¡Vaya! ¿Acaso es usted poeta? Gracias —contestó, mientras
sus mejillas adquirían un tenue color sonrosado.
—¿Qué le puso?
—Permítame que guarde el secreto.
—De acuerdo.
Sergio permaneció unos segundos en silencio.
—¿Es usted forastero? No parece usted de aquí.
—¿Lo es usted? —preguntó Sergio.
—No; mi origen, como el combinado, son terrestres —aclaró ella,
en un tono que hizo sonreír a Sergio.
—¿Conoce algún lugar donde pueda alojarme? Tal vez esté unos
días en Marte.
—Sí, pero sólo admiten a los amigos.
—Bien. ¿Le he dado algún motivo para no serlo?

122
—No, aunque ni siquiera sé su nombre —insinuó ella.
—Llámeme Lino... ¿Me ha dicho usted el suyo?
—Nicole.
—¿Es usted tan amable con todos?
—Me obliga usted a contestar que sí.
—¿Dónde queda el hotel que me recomienda?
—No sabrá encontrarlo. Puedo acompañarle cuando salga; falta
ya poco —dijo, consultando su reloj.
—Conforme; no tengo prisa.
Nicole recogió algunas cosas de las mesas y las dejó sobre el
mostrador; luego entró en una habitación. Sergio fue hacia el mos-
trador y pidió la cuenta.
—¿Conoce algo de la señorita Nicole? —preguntó—. Es sólo una
pregunta y no quiero que se entere. Ya sabe, las mujeres no les gusta
que se hagan ciertas clases de preguntas si éstas se refieren a ellas.
—¿Qué quiere saber?
—¿Casada?
—¡Oh, no! Es una chica demasiado seria; nunca da confianza a
nadie y se enfada demasiado si se le gasta alguna broma. Es una
mujer muy extraña.
—¿A qué llama usted una mujer extraña?
—Bueno..., es maravillosa para el trabajo; creo que no encontra-
ríamos una compañera como ella, pero es demasiado seria con los
hombres. Ya se lo dije.
—¿Lleva tiempo aquí?
—Sólo unos días. Dijo que había venido de la Tierra, porque
quería vivir una nueva vida en otro planeta.
—Gracias, amigo. ¿Querrá olvidar lo que hemos hablado? —dijo,
introduciéndole en un bolsillo unos cuantos billetes.
—¡Por este precio me olvidaré hasta de mi nombre!
Nicole se había arreglado y dejó una llave tras el mostrador.
—Hasta mañana —exclamó, mirando al camarero. Luego se di-
rigió a Sergio—: Le indicaré dónde puede hospedarse. ¿Vamos?
—¿Por qué se interesa por mí? —dijo Sergio al salir.
—Tal vez porque es usted terrestre o porque está casado.
—No hablamos sobre esto; no puede saber si está en lo cierto.
—No lo sabría, si usted fuese un extraño para mí —insinuó.
123
—Continúe
—Su nombre no es Lino, sino Sergio Miranda. ¿Acerté, eh?
—¿Cómo me conoció? ¿Dónde?
—En la P.S.T. Usted es comandante del Servicio de Inteligencia.
Trabaja a las órdenes del general Paul Ister. ¿Me engaño?
—¿Quién es usted en realidad?
—Ya se lo dije: mi nombre es Nicole.
—¿Qué más?
—Sandoval.
—¿A qué se dedicaba en la Tierra?
—Tenía un pequeño bar. Alguna vez le llevaba al general el
desayuno a su despacho. Allí oí mencionar su nombre. Por lo visto,
es usted imprescindible en la P.S.T.
—¿Dónde estaba situado el bar?
Nicole quedó un instante pensativa.
—En la Avenida Séptima. En el cuarto edificio.
—¡Aquí es! —exclamó ella, deteniéndose frente a una casa; luego
dijo—: Es modesto, pero se encontrará cómodo.
—¿Dónde, se hospeda usted?
—Cerca de aquí, junto a la entrada de la ciudad.
—La acompañaré.
—No se moleste; tengo que comprar algunas cosas y me gusta
hacer ciertas cosas sola. De todos modos, gracias, Sergio.
—¿Nos veremos mañana?
—Puede; estaré en el mismo sitio donde me encontró.
Se despidieron y Sergio esperó a que se alejara. Entró en la casa
y después de que le asignaran una habitación, pidió una llamada de
larga distancia desde el teléfono del vestíbulo.
Con la central de la P.S.T.
—En seguida le pongo, señor. No se retire.
—Policía Sideral Terrestre —le contestaron al cabo de unos se-
gundos.
—Comuníqueme con el general Ister.
—¿Su nombre, por favor?
—Comandante Miranda, del Servicio de Inteligencia.
—Lo pongo, comandante.
—¡Sergio! ¿Fue todo bien?:—dijo su interlocutor.
124
—Estoy bien, aunque tuve un viaje bastante accidentado.
—¿Qué ocurrió?
—Alguien estaba vigilándome cuando partí de la Tierra.
—¿Quién?
—Los que fueron no podrán hablar más; me atacaron tres naves;
logré deshacerme de ellas.
—Eres magnífico, Sergio. Cuéntame lo que te pasó.
—Es largo, general. La llamada no fue por eso.
—Bien, habla, Sergio.
—¿Le dice algo el nombre de Nicole?
—¿Nicole? ¿Qué más?
—Creo que dijo Sandoval, aunque no estoy muy seguro, pero
dice que en la Avenida Séptima, en el cuarto edificio, había un pe-
queño bar que le pertenecía; yo no recuerdo ningún bar precisamen-
te en el cuarto edificio. Esto, según ella, es cierto...
—¿Por qué según ella?
—¿Alguna vez le llevó el desayuno a su despacho la tal Nicole?
—Sabes que no entra nadie en él, si no pertenece a la P.S.T. o al
Servicio de Inteligencia Secreto. ¿Por qué lo preguntas?
—Sé que nadie entra y por eso lo llamé. ¿Puede informarse de
eso?
—Llámame dentro de media hora. Te facilitaré los antecedentes
de esa chica para entonces. Espero que no sea otro enemigo.
—De acuerdo, general.
Sergio aguardó la llamada del general con impaciencia; del re-
sultado de ella podía salir a la luz algo que tal vez le interesase.
Por enésima vez miró su reloj. Las saetas avanzaban, lentas, pero
inexorables y faltaban sólo algunos minutos cuando llamó.
—¿Averiguó algo, general?
—Bastante —contestó éste, y continuó—: Escucha. No te mintió
con respecto al nombre, pero evidentemente tú tenías razón..., no
existe ningún bar de pequeñas dimensiones en el cuarto edificio ni
lo hubo nunca; hay dos y siempre fueron muy amplios y lujosos.
—Eso me hizo sospechar —dijo Sergio.
—Bien, éstos son sus datos personales: Nicole Sandoval. Veinti-
nueve años, uno sesenta y ocho de estatura, pelo rojizo, ojos claros.
Es teniente del Servicio Secreto.
125
—¿Qué hace en Marte?
—Creo que tendrás una competidora en tu tarea o un colabora-
dor.
—¿Cómo saben esto en la S.S.?
—Conozco al comandante jefe. Le mencioné algo.
—Comprendo. Será una batalla contra reloj.
—Más o menos, así es, pero sé que contarán en todo momento
con nosotros. Recuerda que esto puede alcanzar proporciones con-
siderables, si no actuamos con rapidez. Proporciones que llegarían a
convertirse internacionalmente peligrosas. Y en cuanto a la chica —
prosiguió—, no seas demasiado severo con ella, por haberte oculta-
do la verdad,
—Lo intentaré —dijo Sergio, sonriendo—. Le tendré al corriente,
general.
—Suerte, comandante.
Sergio se dirigió a la habitación y se tendió en la cama. El can-
sancio le empezó a hacer efecto y en un instante se quedó dormido.

***
Mientras, Don había recibido órdenes de Balkis para que se co-
municase a los hombres que Yeran había mandado a la Tierra uno
de los planes sugerido por éste, por lo que Sam no tardó en recibir la
visita de dos de ellos. Abrió la puerta y un trágico presentimiento se
apoderó de él.
—¿Qué desean? —preguntó, manteniéndola entreabierta.
—¿Es usted Sam Speimer? ¿Podemos pasar? —dijo uno, ponien-
do la mano para que no se cerrara.
—Supongo que sería inútil negarles la entrada. ¿No es así?
—Supone bien…
—¿Qué buscan?
—Queremos hacer un pacto...
—¿Qué clase de pacto? Lógicamente, deberá beneficiarles.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Ahorren palabras. ¿Traen noticias de mi sobrina?
—Le contestaremos a eso cuando hayamos convenido.
—Hablen.

126
—Recibió una carta de ella, la cual fue leída antes de partir por
uno de nuestra organización. Su sobrina, como habrá comprendido,
ignora que la tenemos como rehén y de usted depende que siga ig-
norándolo.
—¡Diga lo que quieren! —gritó Sam.
—Cálmese y escuche. Sabemos lo del desintegrador. El cambio
sería fácil.
—¿El motor por mi sobrina?
—No. Necesitamos los planos; tenemos personal dispuesto a fa-
bricarlos en serie.
—No puedo decidir así, de pronto. Sólo pido que me den unos
días para pensarlo.
—Conforme. ¿Cuántos?
—Dos, como mínimo.
Ambos se dirigieron hacia la puerta.
—Dos días, recuerde... Pasado este tiempo, debe decidirse.
Sam les abrió y cerró tras haber salido ellos.
—¡Canallas! —exclamó, mientras se servía una copa.

127
XX
Sam puso al corriente al general de la visita que había recibido.
—Si entregamos los planos, en pocos días invadirán el mercado
—objetó Ister.
—Si no lo hacemos, mi sobrina morirá -—repuso Sam.
—Bien, el invento es suyo; a usted le toca decidir.
—Les entregaremos el original. Naturalmente, con una ligera
modificación.
—Si les engañamos, puede ser fatal para Olga y para usted.
—Los motores funcionarán con normalidad, pero sólo durante
dos meses. El cable que va unido al interruptor que elimina el nú-
cleo rojo tendrá duración para ese tiempo. Será demasiado débil pa-
ra aguantar una sobrecarga de energía; por otra parte, la nave que
vaya provista con el desintegrador nunca alcanzará velocidades co-
mo las nuestras.
—Esto les hará ser inferiores a nosotros —dijo Ister, y agregó—:
¿Qué ocurrirá cuando el cable se desintegre?
—No lo sabrán, ya que éste continuará intacto. Al ser eliminado
el núcleo, el cable ejerce en el interior del motor un efecto corrosivo
que actúa precisamente sobre el hilo de desconexión, el cual está re-
cubierto por un tubo de acero transparente. Aunque el cable se es-
tropee, nunca sabrán que su efecto es nulo, ya que lo verán intacto.
—¿Puede estallar el motor entonces?
—Sí, pero antes actuaremos nosotros; los tendremos en nuestras
manos.
—¿Cómo averiguó lo de la corrosión del cable? Cuando hicimos
la prueba, omitió decir ese detalle.
—No lo sabía, hasta que lo comprobé en mi laboratorio. Lo miré
detenidamente y hallé restos de partículas que habían sufrido esta
transformación. Pensé que, si se reducía el diámetro del cable, po-
dría eliminarse la llave de control del núcleo en breve plazo.
—Ordenaré que se haga una fotocopia del original —dijo Ister.
—De acuerdo. Me dieron dos días de tiempo para pensármelo.
—Lo tendremos todo dispuesto para entonces; incluso sus fotos.
—¿Qué quiere decir? Si actúa usted todo se perderá, general.

128
—No sospecharán en absoluto. Mandaré a uno de mis hombres.
Procure que digan su nombre; lo demás lo haremos nosotros.
—Entiendo; luego Sergio recibirá las fotos, junto con la identifi-
cación.
—Exacto, pero olvide que habrá un hombre fotografiándoles. Si
se ven descubiertos, sabrán que usted ha hablado y eso podría cos-
tarle caro. No se exponga bajo ningún pretexto.
—Así lo haré, general. Descuide.

***
Sergio se despertó y consultó el reloj; eran las nueve de la maña-
na y tenía muchas cosas que hacer. En primer lugar, iría a ver a Ni-
cole y aclararía algún punto oscuro que ella no le había revelado o
no le interesaba revelar.
Minutos después caminaba en dirección al bar. Antes de entrar,
miró a ambos lados de la avenida; luego lo hizo y se sentó a la mis-
ma mesa que el día anterior.
—¡Buenos días, señor Santos! —exclamó Nicole, al verlo.
Sergio la correspondió en voz baja.
—¿Estuvo cómodo en la pensión?
—Dormí hasta las nueve. Creo que demasiado cómodo.
—Aquí tiene su preparado —dijo ella, poniendo sobre la mesa el
combinado de su creación.
—¿Dónde podemos hablar y cuándo? —pidió Sergio.
—¿Hablar? ¿Sobre qué?
—Tal vez sobre el pequeño bar que usted tenía en la Avenida
Séptima.
—¿Qué ocurrió con el bar? —preguntó, con naturalidad.
—Nada, es decir, no pudo ocurrir nada porque nunca existió.
—¿Bromea?
—¿Puede salir dando alguna excusa?
—Desde luego; estaré lista en unos minutos.
Sergio esperó ante la mirada interrogativa del camarero que es-
taba tras el mostrador.
—¿Opina aún que es demasiado seria con los hombres? —dijo
Sergio—. Sin duda alguna, es seria, pero es una mujer de bandera.

129
—Tal vez usted le haya caído en gracia —declaró.
—Tal vez.
Nicole salió y sonrió a Sergio. Éste dejó unas monedas sobre la
mesa y la siguió.
—Y bien —empezó ella—. ¿Dijo que el bar nunca existió?
—Escuche. Estamos perdiendo un tiempo que puede hacernos
falta; vayamos al grano. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Qué quiere saber con respecto a mí?
—Ahórreme palabras. ¿Es usted teniente del Servicio Secreto?
¿Me equivoqué?
—¿Por qué había de serlo?
—Tarde o temprano lo habría sabido yo por algún detalle, pero
el asunto requiere rapidez y no podemos andarnos con rodeos. Ayer
me comuniqué con el general Ister para que me informase. Él y Al
Stefan son buenos amigos. ¿Conoce a Al Stefan?
—Creo que sería inútil seguir fingiendo —optó por confesar.
—Desde luego y, puesto que los dos sabemos nuestra respectiva
identidad, mejor será que llevemos este asunto juntos. Sam Speimer
es, para mí, como un hermano.
—¡Vaya! —exclamó Nicole, sin poder contener su asombro, y
añadió—: Creí ser la única en conocer ciertos detalles.
—¿Por qué le encomendaron esta misión?
—Quizá porque soy mujer y hay ocasiones en que podemos
evadimos de un peligro mejor que los hombres. Creo que no existe
otra razón.
—Existe otra —objetó Sergio.
—¿Cuál?
—La graduación. Su inteligencia le permitió llegar a esta altura,
ya que nadie con una mente vulgar llegaría donde usted, en el Ser-
vicio Secreto Terrestre.
—¿Debo tomarlo como un halago?
—Le hablé militarmente —repuso Sergio.
—Gracias, comandante.
Sergio sonrió.
—¿Forma parte de sus planes estar trabajando en aquel bar?
—Sí; está situado fuera de la ciudad y siempre se oyen conversa-
ciones interesantes.
130
—¿Recuerda alguna?
—Desde luego. Poco antes de llegar usted ayer, dos hombres es-
taban sentados cerca de su mesa; uno de ellos, creo que se llamaba
Don, y hablaban algo de la planta atómica de electricidad que hay
en nuestro planeta.
—Continúe.
—No pude oír mucho; hubiesen sospechado, pero sí lo suficiente
para hacer algunas deducciones.
—¿Qué clase de deducciones?
—Al parecer, el que se llamaba Don parecía preocupado por al-
go que ocurrió allá. Repitió varias veces la palabra «Cigarrillos». No
sé a qué se refería...
—¿Cigarrillos verdes? —ayudó Sergio.
—¿Cómo lo sabe?
—Son venenosos. Sam y yo estuvimos en la planta y capturamos
a unos de los tres que penetraron en ella (Don entre ellos), pero por
el camino cometimos el error de dejarlo fumar y... se envenenó.
—¿Cianuro?
—Sí, con alguna otra combinación.
—¿Qué ocurrió con el otro?
—Sam lo desintegró con su motor.
—¿Es un arma?
—No, pero en aquella ocasión actuó como tal, ya que con ella
nos salvó la vida.
Nicole hizo un inciso para recordar algo a Sergio.
—¿Qué pasó con Don?
—Logró escapar. ¿Sabe dónde se dirigió cuando salió de aquí?
—No puede hacer nada, pero, por lo que hablaron, no está en
Marte.
—Eso lo averiguaremos. La sobrina del profesor Sam fue obliga-
da a venir aquí, aunque tampoco está en este planeta.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella escribió a su tío y no puso remitente o tal vez fue borrado.
Si estuviera en Marte, les hubiera sido fácil poner una dirección fal-
sa, incluso de la ciudad de Cyclopia para despistar, pero no cayeron
en la cuestión y decidieron eliminar toda dirección, ya que sólo exis-
ten tres en ese planeta.
131
—¿Qué planeta?
—Deimos.
—¿Cómo pudo llegar a esta conclusión?
—No es una conclusión; el caso empieza ahora y sólo se pueden
hacer deducciones.
—¿Quiere colaborar conmigo? —propuso Sergio.
—¿Lo aprobará mi jefe?
—Usted le dará una versión a su manera, ¿no? —insinuó Sergio.
—De acuerdo. ¿Tiene algún plan?
—Vayamos a un lugar donde podamos hablar con tranquilidad.
¿Le parece bien mi hotel?
—Muy bien —contestó ella.
Al entrar, Nicole trató de hacerse poco visible del recepcionista.
Subieron a la habitación de Sergio. Éste abrió la puerta y entra-
ron en la pieza.
—La estancia es pequeña, pero suficiente para una persona —
opinó Nicole, dirigiéndose hacia una ventana.
—Estoy bien aquí; tiene una situación envidiable y esto es tran-
quilo.
—¿Conoce algo de Marte? —preguntó ella.
—Estuve en el hotel Sur, pero no he tenido ocasión para más.
—Cuénteme lo que sepa. Puesto que trabajaremos juntos en este
caso, quiero estar al corriente de todo lo relacionado con él.
Sergio habló durante largo rato sin que Nicole le interrumpiera.
—¿Dónde tienen a Joel? —dijo, rompiendo su mutismo.
—En la P. S. T. Lo juzgará un tribunal. Le dije que le podrían re-
bajar la condena si me facilitaba información.
—Debe de ser una valiosa información después de lo que intentó
hacer.
—Lo es. Sabemos el nombre del jefe de la organización y tal vez
lo encontremos aquí.
—Pudo mentir —objetó Nicole.
—Joel aprecia demasiado la libertad; creo que dijo la verdad.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Ir a Deimos... ¿Lleva armas? —preguntó a la joven.
—Sí, es decir, la tengo en mi apartamiento.
—Partiremos de inmediato..., en cuanto revise la nave.
132
XXI
Sergio estaba dando el último repaso a los motores de la nave
que le trajera a Marte.
—Faltó poco para que le tocasen... Este lado está bastante cha-
muscado —dijo Nicole.
—Sí —contestó Sergio—. La cosa anduvo muy cerca. —Ahora
preguntó—: ¿Está dispuesta a emprender la marcha?
—Sí.
—Cambiaré un filtro, y en seguida partiremos. Conecte mientras
el regulador de presión. Nos adaptaremos antes de llegar a Deimos.
—De acuerdo.
Momentos después, la nave se elevaba lentamente, convirtiendo
en diminutos objetos todo lo que había quedado bajo ella.
—Deimos es muy pequeño; nuestra llegada no pasará inadverti-
da —opinó Nicole.
—Lo haremos por la noche; en la oscuridad, quizá logremos po-
sarnos sin ser vistos.
La distancia entre Marte y su segundo satélite es relativamente
corta, por lo que llegaron pronto.
—Buscaremos un lugar seguro y esperaremos a que anochezca
en el sector opuesto...
—¿Tiene apetito? —preguntó ella, a la vez que sacaba unos pa-
necillos superconcentrados y un termo. Ofreció a su compañero—.
Tome, contienen suficientes vitaminas como para poder estar tres
días sin comer y no desfallecer.
—¿Dónde los consiguió?
—En el bar. Los conservan en una cámara de vacío, para casos
especiales.
—Bien, consideremos el nuestro así —bromeó Sergio, y luego
añadió, frunciendo el ceño—: Después de todo, lo es.
—Será mejor que descanse; creo que lo necesitaremos los dos.
Dejaron la nave en un lugar, fuera del campo visual del observa-
torio. Unas horas después, Sergio elevó la nave y fue avanzando, a
dos metros del suelo, sorteando una y otra vez enormes rocas pun-
tiagudas, que se erguían hasta cincuenta metros del suelo. La clari-

133
dad era ya total y aceleró para entrar en el hemisferio oscuro, pa-
sando en unos segundos del día a la noche.
—Hay tres edificios aquí. ¿Dónde cree que puede estar? —
preguntó ella.
—Olga no mencionaba ningún hotel en su carta, ni tampoco un
hospital. Son detalles que no le habrían pasado por alto.
—Aquello parece una central. Mire —indicó.
—Nos detendremos aquí y seguiremos a pie —sugirió Sergio.
La nave quedó estacionada tras una de las numerosas rocas que
circundaban la central casi por completo. Nicole se dispuso a salir,
pero Sergio la retuvo.
—Es conveniente que uno de los dos se quede; si nos capturaran,
todo se habría perdido... Si en dos horas no estoy de regreso, vaya a
Marte y espere en mi apartamiento; la llamaré...
—¿Cómo podrá hacerlo si le apresan?
—Les daré alguna razón convincente para que me conserven la
vida.
—Cuídese —recomendó Nicole, mirándole fijamente.
—Lo haré. Hasta luego —contestó él.
El edificio constaba de cuatro pisos. Sergio se acercó a él, ampa-
rado en la vegetación que cubría gran parte de los alrededores. Ob-
servó durante algún tiempo tratando de localizar las habitaciones.
En una de las ventanas apareció una esbelta silueta. Sergio sacó
unos pequeños prismáticos y miró.
—¡Olga! —exclamó para sí.
La distancia que le separaba del edificio era corta; así que la sal-
vó en una rápida carrerilla. Luego echó una ojeada a su alrededor e
inició la subida, cogiéndose a los salientes que adornaban el mo-
derno edificio.
—¡Sergio! —exclamó Olga, al verlo.
—¿Estás sola? —preguntó.
—Sí, pero... ¿Por qué subiste por la ventana? ¿Estoy en peligro?
—No puedo darte detalles ahora.
—¿Está bien Sam?
—Sí; ahora escucha. Hay una nave esperándome. Si dentro de
treinta minutos no he regresado, se marchará sin mí.
—Dime qué ocurre... Cuando llamaste, dijiste que...
134
—Yo no te llamé. Estás aquí como rehén. Te mintieron; dentro
de dos días obligarán a Sam a entregarles los planos del desintegra-
dor, valiéndose de ti.
—¡No harán eso! —exclamó ella.
Sergio le hizo un gesto para que hablase más bajo.
—Lo harán, estoy seguro.
—¿Qué puedo hacer yo, Sergio?
—Nada, es decir, ¿sigues con tu diario?
—Sí; estaba anotando algunas cosas cuando llegaste.
—Continúa haciéndolo, con todos cuantos datos puedas escribir.
—Si se dan cuenta, me lo quitarán.
—Puedes fingir que lo has perdido.
—¿Cómo? Yo no salgo de aquí para nada.
—¿Tienes con qué hacer fuego?
—No. ¿Por qué?
—Toma. No se preocuparán porque fumes.
—No sé fumar —replicó Olga.
—Inténtalo. Luego inventa cualquier pretexto y di que lo que-
maste.
—Ya buscaré un lugar donde no puedan encontrarlo.
—Olvida que me has visto. ¿Entiendes? Te harían hablar a la
fuerza.
—Confía en mí. Esta vez dejaré de ser una niña —dijo la joven.
Sergio le acarició las mejillas suavemente.
—Suerte, Sergio.
Éste le hizo un guiño y le recomendó:
—En cuanto a llamadas telefónicas, seré yo cuando oigas las pa-
labras «Objetivo diario». No lo olvides... Hasta pronto, pequeña.
El tiempo se estaba agotando. Nicole puso en marcha los moto-
res de la nave, a la vez que echaba una ojeada. Sergio le hacía gestos,
apresurando el paso.
Olga, por su parte, estaba pensando en la manera de dejar el dia-
rio en lugar seguro. Miró la biblioteca y, como un relámpago, le vino
a la mente una idea que podía ser magnífica para su propósito. Co-
gió un libro algo grueso y dividió el volumen en tres partes, de ma-
nera que pudiese horadar las 200 ó 250 hojas centrales, dejando otras
tantas al principio y al final. Luego cogió unas tijeras de manicura y
135
empezó la tarea, cortando en el centro de las hojas un rectángulo de
10 x 7 cm, suficiente para albergar el diario.
La siguiente operación fue quitar las tapas al bloc y, junto con las
hojas sobrantes del libro, hizo lo que Sergio le aconsejara momentos
antes. En un instante todo quedó reducido a cenizas, menos las cu-
biertas, que eran ilegibles, pero podían ser identificadas como per-
tenecientes al diario. Dejó el libro en su lugar, en la estantería y, acto
seguido, encendió un cigarrillo. Luego pulsó un botón y esperó, en-
tretenida en la lectura. Instantes después, sonó el timbre.
—¡Pase, está abierto! —exclamó
Entró un hombre y su primera mirada fue para el montón de ce-
nizas aún humeantes. Olga hacía verdaderos esfuerzos para fumar
con naturalidad.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el hombre.
—¿Sabe lo que es un diario? No me refiero a un periódico, por
supuesto.
—¿Un diario de apuntes?
—Exacto.
—No será... —insinuó, señalando los papeles quemados.
—Lo es, ¿sabe por qué lo hice?
—No, pero debió de tener alguna razón. Una mujer nunca que-
ma su diario personal.
—Es usted observador, pero ése no era mi diario personal.
—¿Entonces?
—En él anotaba todo lo que pasaba aquí, es decir, desde el mo-
mento en que emprendí el viaje.
—Sería un buen recuerdo.
—¿Para quién? Yo lo hacía con ilusión, para leérselo a mi tío Sam
y a Sergio, pero he cambiado de parecer...
—¿Alguna discusión?
Olga fingió llorar, y el hombre quedó perplejo.
—No tuvimos discusión alguna —continuó diciendo con pala-
bras entrecortadas—. Cuando me prometen algo, no me gusta que
se vuelvan atrás.
—¿Qué le prometieron?
—¡Sergio me llamó, diciéndome que no podían venir! Siempre
dan preferencia al trabajo.
136
—Cálmese..., ya verá como vienen.
—¡Me da igual que vengan! ¡Siempre estoy sola! —gritaba Olga,
llorando cada vez con más fuerza.
—¿Puedo hacer algo por usted? Creo que no llamó para decirme
eso.
—Llamé para que se llevasen esa porquería.
—Me la llevaré, pero procure calmarse. ¿De acuerdo?
Olga asintió con la cabeza.
—Bien, buenas noches.
El hombre salió de la habitación y dirigió sus pasos a otra puer-
ta. Llamó con los nudillos y Don salió a abrirle.
—¿Qué quieres?
—Tengo que decirte algo.
—Pasa.
—Y bien —dijo Don, sacando un cigarrillo.
—Se trata de la chica; llamó hace un momento y ¿sabes para
qué? Para que me llevase un montón de cenizas, es decir, todo eran
cenizas menos esto. Son las tapas de su diario.
—¿Ha quemado el diario? Eso simplifica las cosas —aclaró Don,
observando las tapas medio chamuscadas, y agregó—: Aún quedan
indicios de lo que hubo escrito. Mira, aquí se lee «Viaje».
—Quizá decía «recuerdo de mi viaje a Marte» —dedujo.
—Si alguien lo hubiese leído, nos habría podido comprometer.
—¿Comprometer? Ese diario llevaría a toda la organización a la
cárcel; en él, esa chica iba anotando todos los detalles que le pare-
cían interesantes. En él figuraban nombres, direcciones, fechas, todo
lo referente al plan que estamos llevando a cabo... Era nuestra sen-
tencia de muerte, si llegaba a manos del general Ister o de cualquie-
ra de ellos.
—Ahora nada tenemos que temer.
—No obstante, mañana...
Don sugirió un plan al que su compinche dio su conformidad,
mientras sonreía alegremente.

137
***
En un lugar de Marte, una nave tomaba tierra y dos personas ba-
jaban de ella.
—Bien —dijo Sergio—, mañana la recogeré a la misma hora.
Tendrá que dar alguna explicación al dueño del bar.
—No será difícil. Hasta mañana.
Sergio, una vez en su habitación, marcó un número en el telé-
fono y pidió larga distancia para hablar con la Tierra. Luego solicitó
el número de la P.S.T. y preguntó por el general Ister.
—Sergio. ¿Estás bien?
—Nunca estuve mejor, general; he averiguado algo acerca de
Olga...
—¿Pudiste verla?
—Sí, hablé con ella. Está en Deimos y, al parecer, la cuidan bien.
—¿Continúa con el diario?
—Sí, pero le dije que lo escondiese, haciendo ver que lo había
quemado. Es el mejor medio para confiar a sus raptores.
—Sam está aquí; quiere hablar contigo.
—¡Sergio! ¿Cómo está mi sobrina?
—Muy bien, y sabrá llevar adelante la comedia.
—¿Se lo dijiste?
—Sí; de todos modos, no supone en absoluto la importancia de
su estancia allá.
—Puede cometer un fallo... —objetó Sam.
—No le ocurrirá nada, ya que es la única arma de que disponen.
—¿Cuándo nos veremos? —preguntó Sam.
—¿Tienes algo que decirme?
—Sí, pero no te lo puedo explicar ahora.
—Entiendo. Es urgente.
—Depende. No te puedo decir más..., sólo que hoy vence el pla-
zo que me dieron los dos agentes de Yeran.
—Ya pensaré algo —declaró Sergio.

138
***
Yeran Star, jefe de la organización, caminaba de un lado a otro
de la estancia, mientras Hetel, su secretaria, encendía otro cigarrillo.
Luego la joven se apoyó cómodamente en la butaca y cruzó las pier-
nas, sin preocuparse demasiado de la altura en que le quedaba el
vestido.
—Deja ya de cavilar —le reprendió, para añadir en seguida—:
Hace tiempo que me tienes olvidada a causa de ese desintegrador.
¿Acaso he perdido el atractivo?
Yeran mostró una sonrisa en su rostro.
—Sigues tan bonita como siempre y sabes que no hay nada que
pueda hacerme olvidar eso, pero quiero ver concluido pronto ese
asunto.
Minutos después, Yeran insistía de nuevo en el problema que le
obsesionaba.
—Llama a la chica. Don se comunicó conmigo y me dijo que ha-
bía quemado el diario. Quiero asegurarme de que no está escribien-
do otra cosa; recuerda que eres Sergio... y dile que irás un día de és-
tos.
—Es mejor dejarlo para mañana. Ahora estará durmiendo.
—¡Llámala! —gritó Yeran, rectificando en el acto—. Perdona, pe-
ro no quiero dejar nada para mañana. Llama ahora mismo.
El teléfono de Olga sonó varias veces; ésta se levantó y, a rega-
ñadientes, fue a contestar.
—¡Ya voy, ya voy! —exclamó, mientras sorteaba una butaca.
—¿Quién es?
—Soy Sergio. ¿Estabas acostada?
—¡Sergio! ¿Estás bien?
—Sí, pero escucha lo que voy a decirte.
—¿De dónde llamas?
—Desde la Tierra.
—¿Qué ocurre para llamarme a estas horas? Son las dos de la
madrugada.
—No te alarmes; todo sigue bien. ¿Cómo va tu diario?
—Lo he quemado. Perdona.
—¿Lo has quemado?
139
—Verás..., me disgusté de pronto cuando llamaste la otra vez,
diciéndome que no podrías venir.
—Era muy valioso para nosotros.
—Yo no lo sabía. Lo quemé hace unas horas. ¿Sólo me llamaste
para decirme esto? —preguntó Olga, percatada de que la llamada no
provenía de Sergio ni tampoco de la Tierra.
—Te he llamado para comprobar si estabas bien ahí. Te he men-
cionado lo del diario para que no se me olvidase...
—No te preocupes; me encuentro como en casa. ¿Cuándo llega-
réis?
—Bueno... —vaciló—, te volveré a llamar. ¿De acuerdo, Olga?
—Está bien, pero esta vez no volveré a enfadarme; te lo prometo.
¿Cómo está mi tío?
—Ya sabes. Siempre con su motor.
—Dile que tengo muchas ganas de verle.
—Se lo diré. Adiós, Olga.
Aquella despedida hacía más evidente las sospechas de Olga. El
autor de la llamada no había sido Sergio.
—Él siempre me llama «pequeña» cuando se despide —dijo para
sí—. Y no mencionó en ningún momento la contraseña.
Acto seguido, cogió el diario y anotó: «Son las dos horas del día
diecisiete. Sergio me ha llamado por teléfono. Ha mostrado interés
por mi diario».
—¿Y bien? —preguntó Yeran a Hetel.
—Ya has visto. Lo quemó. Mi primera llamada la disgustó y
perdió el interés en recopilar datos de viaje y de su estancia en la
central.
—¿Y si ha mentido?
—¿Por qué iba a hacerlo? Ella cree que es Sergio quien la llama.
—No obstante, Don registrará su habitación mañana.
—Recuerda que supone que Joel está escondido y es necesario
que la vea para hacerlo salir. La trajimos con ese propósito.

***
Eran sobre las diez, cuando Olga se despertó, al sentir unos gol-
pes en la puerta.

140
—¡Un momento! —contestó. Luego entreabrió la puerta.
—Volveré a buscarla en un momento. Arréglese —dijo el visitan-
te.
—Estaré lista en seguida —contestó.
Cerró la puerta y empezó a arreglarse. Al poco rato llegó el esbi-
rro de Don.
—¡Vamos! —apremió el individuo, y agregó—: Don está espe-
rando.
Minutos después de haber salido Olga, dos hombres irrumpie-
ron en la habitación y, sin pronunciar palabra, empezaron a regis-
trarla.
Mientras, Don y dos hombres más llevaban a Olga a Marte.
No muy lejos de ellos, Sergio se reunía con Nicole.
—Debo partir hoy mismo para la Tierra.
—¿Algún problema?
—Llamé al general, para ponerle al corriente de lo que te he con-
tado. Sam estaba con él; tiene algo que decirme, pero no pudo hacer-
lo por teléfono.
—¿Cuándo te marcharás?
—Dentro de unas horas. Debo revisar antes la nave. Creo que
hay algo que impide funcionar con regularidad el sistema de refri-
geración.

141
XXII
Del bar al lugar donde se encontraba había poca distancia, por lo
que fueron andando. Llevaban recorrido medio camino, cuando al-
go llamó la atención de Sergio.
—¿Qué miras? —preguntó Nicole.
—Aquella nave. Es la misma que vi en Deimos, junto a la central.
—Puede que no sea la misma.
—Lo es. Me fijé en su número de identificación.
—¡Cuidado, se está abriendo la escotilla! —exclamó Nicole.
Instantes después, dos hombres salían, seguidos de una mujer.
Antes de salir ésta, Sergio reconoció a uno de ellos como el hombre
que interviniera en el asalto a la planta atómica en la Tierra.
—Conozco a ese hombre... Es uno de los que asesinaron al agen-
te.
— Es Don —aclaró Nicole, y prosiguió—: Es el que estuvo en el
bar.
—¡Olga va con ellos! —exclamó, sacando su pistola.
—Les seguiremos.
—Alguien se quedó en la nave —observó Sergio, al ver que Don
se volvía y levantaba el brazo.
—Tal vez sea breve su estancia aquí.
Los tres se dirigieron hacia la autopista y esperaron.
—Si suben a un vehículo, los perderemos.'
—Antes lo cogeremos nosotros —dijo Nicole—. Saldremos a la
autopista antes que ellos. Vamos a cortar por aquí.
Ambos se situaron en una curva y, momentos después, paraban
uno de los vehículos del servicio público.
—Esperaremos a que pase otro coche —indicó Sergio al conduc-
tor—. A trescientos metros de aquí están tres personas, que lo para-
rán... Sígales.
Pronto pasó otro aeromóvil y Don lo detuvo.
—No los pierda de vista —dijo Sergio.
El trayecto fue corto. El primer vehículo se detuvo frente a un
suntuoso edificio y salieron los tres perseguidos.

142
—El aeromóvil les espera. ¿Crees que saldrán pronto? —dijo Ni-
cole.
—Lo ignoro, pero no podemos permanecer aquí mientras se la
llevan.
—¿Qué piensas hacer?
—Escudriñar en la invulnerable mansión de Yeran...
Sergio se apeó del vehículo, después de darle algunas instruc-
ciones.
—Pueden salir por otro sitio. Sígueles... y no te arriesgues.
Después de buscar un lugar por donde entrar, salvó el obstáculo
que le oponía una alambrada y se quedó un instante en cuclillas, mi-
rando atentamente a los ventanales. En uno de ellos distinguió la
silueta inconfundible de Don. Luego inició una rápida carrerilla y
salvó varios metros de terreno, escondiéndose después detrás de un
árbol. Corrió unos metros más y se situó debajo del ventanal, el cual
quedaba a diez metros sobre su cabeza.
Después de observar a su alrededor, empezó a ascender, ayu-
dándose en los troncos de dos plantas trepadoras, que cubrían casi
en su totalidad aquel trozo de pared.
Había llegado a la altura de la ventana donde estaba Don. Miró
en la sala contigua, que aparecía vacía, por lo que, sin pensarlo, saltó
dentro. En aquel momento, se oía la voz de una mujer a través del
muro.
—¿Es cierto que quemaste el diario?
Olga no contestó.
—Cuando te llamé, no parecías enfadada. Bueno, quise decir que
llamé a Don para que me informase si estabas bien.
—Gracias por su interés... —contestó Olga con sorna.
—¿No confías en nadie?
—Confío en mis amigos; ustedes sólo son unos farsantes y fue
usted quien llamó fingiendo la voz de Sergio; su imitación habría
sido perfecta si no hubiese cometido un error.
—No sé de qué me hablas. ¿Lo sabes tú, Yeran? —preguntó, con
cinismo inaudito.
Olga prosiguió diciendo:
—Usted es Hetel Morgan, que trabajó hace algún tiempo con el
general Ister...
143
—Escucha —dijo Yeran—: No tengo nada contra ti; sólo quiero
hacer un ligero cambio con el profesor Speimer, del cual depende
que sigas viviendo. No compliques las cosas.
—Cambiar un ser humano por un motor —objetó Olga, en tono
de hastío.
—El valor es el mismo, según del lado que se mire —dijo Hetel.
—Usted no vale ni eso —increpó Olga.
Hetel se adelantó hacia ella en actitud agresiva.
—¡No me toque! —gritó Olga, retrocediendo unos pasos y arro-
jándole a la cara lo primero que encontró a mano.
Hetel se tambaleó, cubriéndose la cabeza con la mano.
—¡Maldita chiquilla! —vociferó Don, cogiéndola por el brazo—.
Sólo nos trae dificultades.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritó Olga.
—Vigílala —recomendó Don al otro hombre.
—¿Ha sido grave? —preguntó a Yeran, que trataba de contener
la sangre, que se deslizaba por el rostro de la inconsciente Hetel.
Yeran corrió al teléfono y marcó un número.
—¿Liz? Soy Yeran. Te necesito de inmediato.,. Hetel sufrió un
accidente. Parece grave.
—Llévate a la chica, pues, si despierta, querrá matarla.
Sergio entreabrió la puerta y vio salir a Don y Olga, que se diri-
gían al piso superior. Sergio fue a salir, pero unos pasos que prove-
nían del otro extremo del pasillo le hicieron volver a esconderse. Un
hombre armado paseaba de un lado a otro en el pasillo y no podía
arriesgarse. Se dirigió a la ventana y decidió salir del edificio. Pensó
que Olga estaba segura, ya que Yeran ansiaba el momento de hacer
el cambio y la cuidaría por encima de todo, hasta que éste tuviera
lugar.
Antes de salir, anotó el número de uno de los teletraductores.
Momentos después saltaba la alambrada, burlando a los centinelas.
—¿Averiguaste algo? —preguntó Nicole nada más llegar a su
lado.
—Lo suficiente para poder acusarles, pero tienen muy bien cus-
todiada a Olga y, por ahora, no podemos hacer nada.
—¿Marcharás a la Tierra?

144
—Debo hacerlo; tal vez Sam posea parte de la solución de este
caso.
—¿Y Olga?
—No le harán nada mientras esté por medio el desintegrador.
De momento, dejaremos que las cosas discurran por su cauce nor-
mal. El tiempo es importante en estos momentos.
—Mira —advirtió Nicole—. Alguien entra. Parece un médico.
—La herida debe de ser grave.
—¿Hubo pelea?
Sergio contó a Nicole lo que había sucedido.
Treinta minutos después, el mismo hombre salía y, a continua-
ción, lo hicieron Don, Olga y otro tipo. Subieron al vehículo y éste
arrancó, enfilando hacia la pista que conducía al bar. Luego se des-
vió por un atajo, hasta detenerse junto a la nave, que momentos
después emprendía el vuelo.
—Se dirigen a Deimos —indicó Sergio—. ¿Crees que el conduc-
tor del aeromóvil nos contará algo interesante? —insinuó.
—¿Le seguimos, señor?
—Le esperaremos en el bar. Tiene que pasar por delante.
Al cabo de unos minutos, llegaba el otro vehículo y Sergio lo de-
tuvo.
—Le detuvimos siguiendo desde que subieron esos dos hombres
y la mujer.
—¿Son agentes?
—Somos amigos suyos. ¿Quiere colaborar con nosotros?
—¿De qué forma?
—¿Podemos hablar dentro? —preguntó Sergio.
—Bien, de todos modos quería detenerme para tomar un trago.
Entraron en el bar. Entonces el conductor preguntó:
—Y bien. ¿Qué clase de colaboración desean?
—Saber lo que hablaron sus clientes.
—No podemos hacer comentarios; mi colega lo sabe.
—Quizás esto sea motivo para que haga una excepción. —Sergio
puso en la mesa unos billetes, que el otro se guardó en el acto.
—Bueno, su conversación era rara.
—Diga lo que le pareció entender..., cualquier cosa.
—Uno de ellos, el más alto, decía algo de un tal Sam.
145
—Continúe.
—Dijo: «Hoy Sam decidirá el cambio».
—¿Mencionó alguna hora determinada?
—No, pero cuando dijo esto eran sobre las seis y recalcó: «Den-
tro de cuatro horas».
—Según él, quedan tres horas. En ese tiempo no puedo ir a la
Tierra.
—También mencionó a alguien que está en el hospital militar...
—¿Harry Travers? —ayudó Sergio.
—¡Exacto! Habló de hacerle una visita.
—¿Crees que está en peligro? —dijo Nicole.
—Se puede afirmar; Don quiere quitarlo de en medio. Debemos
avisarle.
—Tendrás que avisar a Sam si no vas a la Tierra.
—Lo haremos desde el Amenthes. Vamos. Gracias, amigo.
Momentos después, el aeromóvil se detenía frente al hotel. En la
centralita estaba la misma telefonista que días antes hablara con
Sergio.
—¡Señor Santos! —exclamó, al verlo, como quien ve a un fan-
tasma.
—¡Silencio! Ya le explicaré en otra ocasión; ahora comuníqueme
con la Tierra.
Sam se puso al aparato.
—Escucha, Sam, y, por favor, no me interrumpas —pidió. Le
contó en pocas palabras los hechos. Luego terminó diciendo—: Tie-
nes que contarme ese secreto. Tenemos que arriesgamos; tal vez
pueda hacer algo.
—Nada puedes hacer y, por otra parte, pueden captarlo.
—Estoy en una centralita y anularemos cualquier intento.
La telefonista afirmó con la cabeza.
—Bien —prosiguió Sam—, hay que dejar que se salgan con la
suya; es necesario para terminar con ellos.
Dedicó unos minutos a ponerle al corriente de la modificación
efectuada en los planos.
—Entendí perfectamente —contestó Sergio y se despidió.
—¿Puedo saber lo que te dijo, querido colega?

146
—Ha modificado el plano original, después de sacar unas co-
pias.
—¿Incluyó algún error?
—Los motores funcionarán con normalidad durante dos me-
ses...
—¿Y luego?
Sergio le contó con detalle el riesgo que había en el motor origi-
nal y la modificación hecha luego.
—Si explica eso a Yeran, pueden modificarlo ellos.
—No les dirá en qué consiste el fallo y, ante la duda, esperemos
que accedan. Tenemos que acabar con esa organización; lo han he-
cho una vez y lo intentarán de nuevo, si Sam inventa algo que valga
la pena. Después de todo, Yeran no arriesga mucho.

147
XXIII
Sonó el pequeño receptor con un silbido agudo.
—Habla Travers —dijo éste, pulsando la clavija de diálogo.
—En el vestíbulo hay un hombre que quiere verle, para hablar
sobre Joel Milland —contestó la interlocutora.
—Bien, que venga a mi despacho.
Momentos después, el visitante llamaba a la puerta.
—¡Pase! —exclamó—. Está abierta.
—¿Es usted el profesor Travers?
—Sí.
—Mi nombre es Don.
—¿Quiere hablar conmigo sobre Joel Milland? —dijo Travers.
—Sé que subió a la nave en que trasladaron el cadáver de Sergio.
—¿Cómo se ha enterado?
—Bueno... —vaciló Don—, las noticias se propagan con rapidez
aquí.
—Entiendo, pero ignoro el lugar en que se halle su amigo.
—De acuerdo, no insistiré; usted mismo lo dirá.
—¿Me amenaza?
—No, sólo le invito a que venga conmigo —dijo Don, apuntán-
dole con una pistola.
—¡Pero...!
—¡Vamos, irá delante; en la calle hay un vehículo que nos espe-
ra!
—¡No saldrá vivo de aquí, se lo aseguro!
—No grite. Podría ponerme nervioso y, tal vez, mi dedo no re-
sistiera la tentación de moverse. Sería una pena.

***
Treinta minutos después, Sergio y Nicole llegaban al hospital.
—¿El profesor Travers?
—Salió hace una media hora. Iba acompañado por un hombre,
que se negó a marcar la ficha de salida.
—¿Puede describirlo?
—Era alto, con pelo negro.
148
Mientras iba hablando, Sergio se volvió hacia Nicole, con una
mirada interrogativa. Esta no dijo nada y comprendió lo que iba a
suceder si no encontraban en seguida a Travers.
En el acto, el aeromóvil arrancó a toda velocidad hacia la auto-
pista que conducía al bar, cerca del lugar donde habían visto horas
antes la nave de Don.
—No están —dijo Sergio.
—¿Dónde pueden haber ido? —comentó Nicole.
—Es imposible saberlo. Hay infinidad de lugares para cometer
un asesinato...
En el mismo instante y en otro lugar, un ser humano miraba por
última vez al mundo que le había dado vida y que en aquel momen-
to le era arrebatada por un ser de su misma especie.
Y también en Marte, un teletraductor comunicaba en aquel mo-
mento con la Tierra.
—¿Profesor Speimer? —preguntó una voz de tono tranquilo.
—Sí, hable.
—¿Se decidió ya, profesor? —fue lo único que dijo su interlocu-
tor.
—Lo he hecho, pero quiero oír a mi sobrina.
—Desde luego..., hablará con ella.
Después de hablar Olga, Yeran volvió a hablar.
—¿Concretó la hora?
—A las quince treinta, en el centro de la distancia que nos separa
y sin escolta. No queremos testigos.
Sam colgó y quedó un instante pensativo.
Mientras, Sergio y Nicole se detenían junto al domicilio de Ye-
ran, esperando verle aparecer. Momentos después, Olga, acompa-
ñada de Yeran, Don y otros dos hombres, se disponía a salir.
Sergio no sabía el lugar elegido y decidió ir directamente a su
nave, presintiendo que el intercambio no se efectuaría en tierra fir-
me.
—¿Crees que lo hagan en el aire? —preguntó Nicole.
—Es el único medio para no ser molestados. El espacio es el me-
jor lugar para poder observar cualquier intento de ataque.
La astronave de Yeran estaba dispuesta. Pronto se elevó en el ai-
re.
149
En la Tierra, una de las naves del general Ister, equipada con el
nuevo motor, se elevaba, a su vez, para acudir al encuentro de aque-
llos piratas modernos.
—Ella no saldrá hasta el último momento... Cuando hayamos
comprobado el funcionamiento del desintegrador —dijo Yeran.
Las dos naves se acercaban ya al punto elegido y establecieron
contacto.
—Habla el general Ister.
—Le escuchamos —contestó Yeran.
—El profesor quiere hablar con su sobrina.
—Desde luego, aunque toma demasiadas precauciones; ya lo hi-
zo.
—Es asunto del profesor.
—¡Tío Sam!
—Hola, sobrina; nos veremos pronto. ¿Estás nerviosa?
—Un poco, pero ya todo acabó y podremos regresar a casa.
Ister tomó la palabra.
—Tienda la pasarela, Yeran.
Las naves se detuvieron a pocos metros uno de otra e hicieron
coincidir las pasarelas. Segundos después, las cúpulas se deslizaban
y Sam y uno de los técnicos salieron con el pesado motor.
—¿Dónde está mi sobrina? —preguntó Sam al entrar.
Don abrió una puerta y el rostro de Olga apareció tras ella.
—¡Tío! —gritó la joven, echándose a sus brazos.
—Ya ha pasado todo. Vamos.
—Un momento, profesor —pidió Yeran, y añadió—: Creo que
no tendrá inconveniente en que probemos su desintegrador.
—¿Desconfía de mi palabra? —replicó.
—Simple precaución. Su sobrina está intacta, pero su motor
puede haber sido arreglado. Sólo quiero que lo conecte y demos un
corto viaje hasta la órbita terrestre.
Dos horas más tarde, el nuevo motor quedaba acoplado a la na-
ve de Yeran.
—Adelante —ordenó Yeran al piloto.
El desintegrador emitió un silbido y la nave se puso en movi-
miento.
—¿Qué le ha puesto como combustible? —preguntó Yeran.
150
—Una libra de plástico.
—Acelera —ordenó Yeran al piloto—. Veremos cuál es su lími-
te.
—No lo intenten con esta nave. No resistiría la velocidad —
recomendó Sam.
—De acuerdo. Alcanzaremos sólo la velocidad máxima.
El piloto hizo 'liberar más energía al desintegrador y la nave se
lanzó a velocidad vertiginosa por el espacio.
—Le felicito, profesor; nunca pensé en la potencia que podía
desarrollar su motor.
—Regresemos—dijo Sam—. Ya ha quedado probada su efecti-
vidad.
La nave se detuvo junto a la del general y fueron tendidas de
nuevo las pasarelas. Tres horas después del intercambio, dos
vehículos espaciales volaban en distintas direcciones.
Mientras, Sergio y Nicole se habían dirigido al bar.
—¿Por qué no les seguimos? —preguntó la joven.
—No llevaban escolta. Seguramente, tampoco la llevaría Ister y
pensé que tal vez hubiésemos complicado las cosas, si Yeran se per-
cataba de que les seguía una nave.
—¿Qué harás?
—Iré a la Tierra. Según se sucedan los acontecimientos, Ister y
Sam tendrán mucho que contarme.
El día estaba ya a punto de terminar y Sergio decidió empren-
der el viaje hacia su planeta natal. Nicole seguiría en el bar, hasta
que él regresara y entretanto trataría de localizar al profesor Travers.

***
En Deimos, Yeran celebraba la nueva conquista, junto con los
hombres que habían colaborado para tal fin.
—¡Por el primer paso hacia el triunfo! —exclamó alzando su co-
pa.
—Estos planos son tan detallados que en pocas semanas habre-
mos inundado la ciudad de desintegradores —dijo luego, exten-
diendo los planos.
—¿Qué lugar elegiremos para su fabricación? —preguntó Don.

151
—De momento aquí, junto al laboratorio.
Sonó uno de los teléfonos que comunicaba con el ... piso superior
y Don contestó. Escuchó durante unos segundos y dio la noticia a
Yeran.
—El primer motor está listo. Quedó terminado hace unos minu-
tos.
—¿Funcionó bien?
—Sin ningún fallo.
—Vamos allá.
—¿Cuántos podrán salir diariamente? —preguntó Yeran a uno
de los técnicos.
—Podemos fijar un tope de diez.
—Bien, quiero que pongan el máximo esfuerzo. Mañana queda-
rán listas las primeras naves.
—Descuide; los técnicos trabajan sin descanso.

***
Como Yeran había predicho, las primeras naves salieron el día
siguiente para hacer la prueba. Los vehículos se remontaron hasta
salir del campo gravitatorio de Marte y emprendieron una vertigi-
nosa carrera, salvando en pocos segundos centenares de miles de
kilómetros.
Un día tras otro, las naves de Yeran iban siendo equipadas con
aquel portentoso motor. Doscientas de ellas estaban ya dispuestas
para lanzarse al espacio.
El tiempo seguía su marcha incontenible. Faltaban diez días para
llegar al plazo impuesto por Sam, diez días que suponían cien nue-
vos desintegradores. Yeran había convocado una reunión y, como
tantas otras veces, todos le esperaban en silencio.
La puerta se abrió y Yeran entró, mostrando en su rostro una
amplia sonrisa, que todos acogieron con infinidad de palabras adu-
ladoras.
—¡Gracias, señores! Y ahora escuchen. Hoy se han terminado los
diez últimos desintegradores que completan los trescientos. —Una
exclamación de alegría llenó la sala. Yeran continuó—: Nuestra re-
serva está prácticamente completa; a partir de ahora, nuestro primer

152
objetivo será Cyclopia y, en treinta días más, invadiremos el merca-
do.
—¿Cuándo entramos en acción? —preguntó el que estaba a su
lado.
—De inmediato —dijo, y prosiguió—: Ustedes siete partirán
ahora hacia allá; se distribuirán los sectores. Los restantes actuarán
en Amenthes.
La siguiente década la ciudad de Cyclopia se convirtió en la más
asidua de las compradoras del nuevo motor. Después fue otra ciu-
dad de Marte la que quedó inundada de desintegradores. El tope de
fabricación rebasó el fijado en un principio y ahora lo habían dupli-
cado ya. Yeran ordenó el traslado parcial de la maquinaria de
Deimos a Marte, instalando unos nuevos talleres que adelantarían la
producción y tal vez la triplicarían.
Días después, en cualquier parte del planeta todas las naves vo-
laban provistas del nuevo motor.
Cinco días faltaban para expirar el plazo de duración. Yeran se
había reunido con todos los colaboradores y comentaba los abun-
dantes ingresos hasta aquel día, cuando sonó el teletraductor.
—Sí... —contestó Yeran.
—El profesor Speimer insiste en hablar con usted. Dice que es
demasiado urgente para andarse con rodeos —informó el de la cen-
tral.
—Hable, profesor. Le escucho.
En el despacho de Ister se habían congregado todos los jefes del
Alto Mando.
—Hágalo con atención —empezó a decir Sam—, porque de us-
ted depende la existencia de Marte y de todos los seres que lo habi-
tan.
—¿Dónde quiere ir a parar? —preguntó Yeran, con cierto ner-
viosismo.
—¡Escuche y no me interrumpa! Después de esta llamada, no
habrá otra y le aseguro que no tendrá tiempo de arrepentirse. Natu-
ralmente, dio el plano por bueno al comprobar el funcionamiento de
sus primeros desintegradores.
—¿Pretende asustarme?

153
—Sólo quiero que olvide esos planos y los motores. Debe pagar
los crímenes que ha cometido.
Yeran soltó una carcajada estrepitosa y exclamó:
—¡Está loco, profesor! ¿A quién se le ha ocurrido tan descabella-
da idea?
—Al entregarle los planos, se me olvidó decirle algo que le hará
cambiar de opinión con respecto a mi salud mental
—¡Hable, me está haciendo perder el tiempo!
—Hace cincuenta y cinco días que efectuamos el cambio y en ese
tiempo ha podido fabricar infinidad de motores. ¿Le dije que los
planos habían sido modificados? Esta modificación daba un plazo
de sesenta días a su funcionamiento y luego...
—¿Luego...? —preguntó Yeran, cambiando de expresión.
—Si uno solo llega a pasar de ese tiempo, estallará y arrastrará
consigo a todos los demás, en una reacción en cadena.
—No voy a creer esa historia, profesor.
—Si estallan, desaparecerá Marte y sus dos satélites.
—Y quiere a Yeran Star a cambio de que nos diga la pieza que
puede originar la explosión. ¿Acerté, profesor?
—Sea sensato por una vez. ¿Sacrificará su propia vida y la de mi-
llones de seres por su egoísmo?
—Si no accedo, será usted quien las haya sacrificado.
Sam quedó cortado y miró al general Ister, que estaba grabando
la conversación.
—Dígaselo, Sam; no podemos cargar sobre nuestras conciencias
el peso de esos inocentes.
Sam habló, pero la línea quedó cortada. Yeran no recibía la voz.
—¡Hable, profesor! —se oía en el receptor.
—¿Qué ocurre?
—Yeran no recibe mi voz —aclaró Sam.
—¡Hable..., hable! —repetía Yeran, una y otra vez.
—Es inútil. No me oye —dijo Sam, gritando más.

154
XXIV
En el aparato de Sam sonó un chasquido característico. Yeran
había colgado.
Ister pulsó repetidas veces el botón que comunicaba con la cen-
tral.
—Ha pasado algo, que no me explico —le contestó la telefonis-
ta—. Se cortó la línea de pronto y no puedo comunicar.
Mientras, Yeran insistía también en comunicar con la central, sin
resultado alguno.
—¿Qué sucede? —preguntó Don.
—Se cortó la comunicación y tampoco contesta la central.
En todos los lugares de Marte, donde estaban hablando por telé-
fono quedaron cortadas las comunicaciones.
—Tu viaje se tiene que adelantar, Sergio —dijo Ister—. Tenemos
que avisar a Yeran.
—Partiré ahora mismo.
—¡Un momento! —objetó Sam—. Si no lo has solucionado antes
de cinco días, regresa. No puedes esperar más.
Al día siguiente, numeroso público se reunía frente a la central
telefónica en Marte, para que les aclarasen el contratiempo.
Un hombre, de aspecto afable y con facilidad de expresión apa-
reció en la puerta y habló.
—¡Escuchen! —gritó, para hacerse oír sobre el alboroto—. No
sabemos a qué se debe ese fallo. Todos nuestros técnicos están traba-
jando para averiguarlo. Les ruego regresen todos a sus casas; les
comunicaremos por radiotelevisión lo que haya pasado.
El lugar fue despejándose. Entre la gente, varios hombres de Ye-
ran habían oído también la noticia, que comunicaron rápidamente a
su jefe.
Mientras, Sergio había llegado a Marte y se dirigía hacia el bar.
En la puerta vio el aeromóvil que utilizara en su anterior viaje.
—¡Sergio! —exclamó Nicole, al verlo entrar.
—Vamos, tenemos trabajo. Ha surgido un problema y sólo dis-
ponemos de cuatro días para resolverlo.

155
—¿Qué problema? —preguntó ella.
—Te lo contaré por el camino. Le concierne también a usted —
dijo luego, dirigiéndose al chófer.
—¿Hay peligro?
—Peligra todo el planeta, si no logramos que Yeran acepte lo
que le voy a proponer.
—¿Habló Sam con él?
—Sí, y le advirtió del peligro que corría. Naturalmente, no le
creyó.
—¿Le dijo qué era lo que podía originar la explosión?
—No pudo; algo pasó en la central que nos dejó sin comunica-
ción.
—Es raro —advirtió Nicole, y añadió—: Aquí, en Marte, no fun-
ciona ningún aparato telefónico.
—Puede ser una coincidencia —replicó Sergio.
Llegaron al domicilio de Yeran y el vehículo se detuvo frente a la
puerta. Los dos policías se acercaron. Uno de los guardias acudió a
su encuentro.
—¿Buscan a alguien?
—A Yeran Star.
—Identifíquense —pidió, sin dejar de observarles.
—Venimos a ultimar lo que el profesor Speimer no pudo termi-
nar por teléfono. Comuníqueselo a su jefe, y será suficiente para que
nos deje pasar de inmediato...
—¿Dijo el profesor Speimer?
—Eso he dicho.
Aquel hombre pulsó un botón y otro vino en seguida a sustituir-
le.
Momentos después, Sergio y Nicole entraban en el edificio, y un
elevador les conducía al piso superior.
—Puedes irte —dijo Yeran al guardia.
—¿Les ha enviado el profesor Speimer? ¿Cuáles son sus nom-
bres?
—¿Qué importancia tienen unos nombres cuando está en juego
la vida
—¡Bien..., hable, pero, si pretende lo mismo que el profesor...!

156
El radio televisor estaba conectado y en aquel momento cesó el
programa para dar un aviso de urgencia.
«Como les habíamos anunciado, nuestros técnicos han trabajado
incansablemente para poder subsanar la avería que paralizó todas
las comunicaciones telefónicas. Obedece a causas por completo aje-
nas a este servicio, ya que en todos los aparatos que han sido exami-
nados se han encontrado indicios de corrosión; un agente químico,
capaz de haber oxidado, en tales proporciones y por causas desco-
nocidas, todos los sistemas de transmisión.»
—¿Oyeron eso? —observó Yeran.
El locutor prosiguió diciendo:
—Dentro de poco les informaremos de nuevo. Agradeceremos
cualquier detalle que pueda sacar a la luz este enigma. Gracias.
—Los técnicos nunca averiguarán las causas que producen esa
corrosión, ya que es debido a sus desintegradores.
—Le escucharé durante dos minutos. ¡Sólo dos minutos! Des-
pués los consideraré como enemigos.
—En el motor, Sam colocó una llave de conexión, entre el desin-
tegrador de materia y el elemento combustible. Si reducía el diáme-
tro del cable que los une, eliminaba igualmente el peligroso núcleo
rojo que se formaba durante la primera hora de su funcionamiento,
pero éste tenía un tiempo limitado de duración. Tiempo que Sam
calculó en sesenta días.
—¿Y después?
—El núcleo rojo se formará de nuevo y no habrá nada que evite
que estallen todos en una reacción en cadena.
Yeran consultó su reloj.
—Ha agotado el tiempo y ahora sólo pueden salir de aquí. Les
daré un minuto para que lo hagan.
—¡No puede sacrificar tantas vidas por su egoísmo...! —gritó
Sergio, cogiéndole por la solapa.
—Olvidaré el incidente —condescendió Yeran, quedando en
aquel momento algo confuso ante la fría mirada de Sergio.
—Vamos, Nicole. Hicimos cuanto estuvo a nuestro alcance.
El conductor del aeromóvil los vio salir y puso el motor en mar-
cha.
—¿Dónde vamos, señor?
157
—Le dije que le concernía también a usted. En mi nave caben
unas treinta personas. Llévenos adonde podamos tomar otro
vehículo y trate de salvar a su familia.
—¿Salvar?
—Eso dije. Dentro de cuatro días. Marte se convertirá en un in-
fierno. Lleve a los suyos a mi nave y esperen allí.
—Pero...
—Lo comprenderá cuando se lo explique. Vamos, aún tenemos
tiempo de salir de aquí.
—Bien, creo que llegamos a la meta, Nicole —dijo Sergio.
Ella olvidó en aquel momento su condición de policía y unas lá-
grimas se deslizaron por sus mejillas.
—Nunca se acostumbra una a ciertas cosas..., perdona.
—Vamos, tenemos trabajo aún.
Dos horas después, ambos llegaban a la nave con varias perso-
nas, entre ellas la telefonista del hotel Amenthes, el doctor, del hospi-
tal militar, y otras muchas gentes que, con naves no dotadas del
nuevo motor, escapaban para siempre de aquel mundo, en las pos-
trimerías de su existencia.
Sergio contó los que cabrían en su nave.
—Treinta y cinco —dijo, y agregó—: El viaje será lento, pero lle-
garemos.
Todos, antes de subir, miraban con nostalgia a aquel planeta,
que pronto sería la tumba que acogería para siempre en su seno el
egoísmo de aquellos hombres que sacrificaron su vida por querer
conseguir otra mejor.
A continuación, la nave se elevó lanzando un ronco silbido, y
tras ella siguieron todas las demás.

158
EPÍLOGO
A los dos días, la corrosión había llegado ya a su punto culmi-
nante y el núcleo rojo hizo su aparición. Minutos después, la prime-
ra explosión sacudía con fuerza fulminante aquel sector, arrasándo-
lo todo en un radio superior a los 500 kilómetros.
Otra tremenda explosión perforó los mismos cimientos del Uni-
verso, a la vez que un relámpago increíble iluminaba el cielo con
una intensidad luminosa equivalente a mil soles. El terrible estallido
fue seguido por una tremenda onda expansiva y una densa nube de
color gris se dispersó hasta alcanzar un diámetro de docenas de mi-
llas.
Millones de toneladas de fragmentos incinerados de numerosos
objetos se desparramaron en el aire, envolviendo en pocos segundos
lo que hasta entonces había sido un floreciente planeta.
La energía del desintegrador había consumado la desaparición
de todo indicio de vida, al ignorar el hombre la verdadera razón de
un simple haz de luz en cuyo centro se había formado un «Núcleo
Rojo».

159
Próximo Número:

MEGAPOLIS
por

Clark Carrados

No había ciudades: sólo una ciudad. Era una superurbe.


Un conjunto de edificios que cubría toda la Tierra.

¡MEGAPOLIS!

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