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Textos 2022 Tercero 89 Pesos
Textos 2022 Tercero 89 Pesos
4- Juan José Morosoli: lectura y comprensión lectora de "La lluvia", "Soledad" y "Los juguetes”. Análisis
de uno de ellos.
MÓDULO INTRODUCTORIO
ACTIVIDAD
EL BOSQUE CHILENO
"Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante, el silencioso, el
enmarañado bosque chileno.
Se hunden los pies en el follaje muerto, crepitò una rama quebradiza, los gitgantescos raulìes
levantan su encrespada estatura. un pàjaro de la selva frìa, cruza, aletea, se detiene entre los sombrìos
ramajes. y luego desde su escondite suena como un oboe.
Me entra por las narices hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del boldo. El
ciprès intercepta mi paso. Es un mundo vertical, una naciòn de pàjaros, una muchedumbre de hojas".
EL BOSQUE
"Se llama bosque a la aglomeraciòn de àrboles o matas que cubre un espacio de terreno. Tiene
el bosque una biologìa propia e influye en el medio en que se desarrolla. Crece demasiado en las
regionbes hùmedas, en las semiàridas la vegetaciòn es màs rala y las capas de los àrboles
generalmente no se tocan. Por sus caracterìsticas se puede hablar de bosque tropical con àrboles de
gran corpulencia y lianas; bosque de la selva monzònica como la de Asia suroriental, con vegetaciòn
intermitente y el bosque de verano en zonas templadas con robledales, pinares y castañares".
ACLARACIONES
** TEMA:
- Es una frase capaz de expresar el significado completo del texto, una exposición breve de su idea
principal, en torno a la cual se distribuyen el resto de las ideas secundarias.
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse
con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y
sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de
su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un
dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se
ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o
tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante,
le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La
sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto
alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no
sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la
honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y
comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú
corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos
dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una
mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El
hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban
disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se
arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la
corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque,
negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río
arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en
él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad
única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío.
Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas,
la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover
la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría
en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni
en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón
mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado
también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura
crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy
alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el
borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el
tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos
años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un
viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.
"El almohadón de plumas" de Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus
soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento
cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán,
mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres
meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos
severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de
su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La
blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en
toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de
amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No
es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días;
Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y
aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que
Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con
suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. -No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle,
con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana
se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse
una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se
iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda
la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino
mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices ylabios se perlaron de sudor. -¡Jordán! ¡Jordán!
-clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer
Alicia dio un alarido de horror. -¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió
a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas
la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un
antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos
volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día,
hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos
la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron
al comedor. -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que
hacer... -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.Alicia fue
extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras
horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al
despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer
día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la
cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de
monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el
conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio
monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin.
La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se
acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. -Parecen picaduras -murmuró la sirvienta
después de un rato de inmóvil observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó,
pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán
sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la
sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós.
Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso,
una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche,
desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a
las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión
fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves,
diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre
humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Escena I
La escena representa un saloncito lujoso. Pequeño escritorio de mujer en el centro. Puertas al
fondo y a la derecha. Ventana a la izquierda.
PEPA. -(Cantando «Hijos del Pueblo» mientras limpia los muebles con un plumero.) «Hijos del pueblo te
oprimen cadenas». Ya lo creo que las oprimen. ¡Uff!... Y a nadie más que a nosotras, las hijas del pueblo
que servimos... ¡ Qué barbaridad! Imagínense ustedes, ahora limpiando los muebles... no tienen ni pizca
de polvo, pero hay que limpiarlos, o hacer la parada de que se limpian, mientras no lloran los chicos.
Porque en cuanto comienzan a berrear... Felizmente duermen. Oh, esos muchachos. Todo el santo día
molestando. -Mamá, mamá. ¡Yo quiero pis! Mamá, la nena me ha pegado, yo quiero ir a la puerta...
Mamá, esto; mamá, el otro; mamá lo de más allá... Ustedes creerán que la mamá se desvive por
atenderlos... ¡Pues no señor! Maldito el caso que les hace... Que Totó quiere pis, pues ya está la patrona
a gritos: ¡Pepa! ¡Pepa! ¡El servicio para el nene! Y por el estilo: ¡Pepa, calienta leche! ¡Pepa, llévalos a la
puerta! ¡Pepa!... Y Pepa arriba, y Pepa abajo... Todo tiene que hacerlo Pepa... la indispensable Pepa...
Terrible cosa... no bien amanece, de pie y a vestir a los niños; unos muñecos los más madrugadores y
después a darles el té con leche; y más tarde a lavar los pañales del menorcito, una monada de criatura
que no hace más que ensuciarse... y a tender las camas, y a servir la mesa, y a lavar el servicio... y no
bien han concluido todas esas tareas, vuelta con los niños; a bañarlos, a sacarlos a paseo, a... ¡ Oh!
¡Qué sofocación, señores, qué sofocación !... Y menos mal cuando todos estos trajines no van
acompañados de rezongos y gritos de la patrona...
¡Es lo que más rabia me da! Bebé, por corretear en la vereda, se rompe las narices. Pues la culpa la
tiene Pepa, una descuidada, una bandida, una canalla. Miren que dejar caer a la pobre criatura... ¡Qué
infamia! Porque los niños no se caen nunca sino por descuido de las mucamas... Y como esto, todos los
rezongos... menos mal, cuando la patrona no amanece de mal humor... ¡que sabe agarrar unas lunas!... ¡
Ay! Vale más no acordarse de ello. Y por ese trabajo, con malos ratos y todo, me pagan, señores, cuatro
pesos al mes, con comida, es claro... mejor dicho, con sobras. (Se interrumpe y recorre los muebles
tarareando.) ¡Ay! ¡Qué vida ésta! ¡Qué vida! ¡ Qué vida !... Ni un instante desocupada... Ahora mismo,
que podría hacerme una escapadita hasta la carnicería, a ver al podre Isidro que me ha de estar
esperando... a Isidro... ¿no lo conocen?... mi novio... Ahora que podría charlar un rato con él, pues no
están los señores, nada de poder moverse porque la niña se ha dormido y si se despierta y no estoy...
(Se oye llanto adentro.) ¡No ven, no ven! ¿Oyen ustedes? Muñecos del diablo. (Se acerca a la puerta de
la izquierda.) ¡Mée! ¡Mée! ¡Mée! (Remedando el llanto.) ¡Berrea, condenada, hasta que te mueras!
(Volviéndose hacia el público.) ¿Han visto cosa igual? ¡Ah! Y a todo esto estará Isidro... (Pausa.) ¿Han
oído? ¿Han silbado, verdad? (Se acerca al balcón.) Sí... sí... es el mismo Isidro. Véanlo. (Haciendo
señas.) ¿Qué? ¿Que vaya?... ¡ No, imposible !... No puedo... ¿Y los niños? (Se detiene un instante y
volviéndose al público.) ¡Pobre Isidro!... Si se comprometen a no decir nada les contaré que me ha tirado
un beso... así... ¿Se lo devuelvo? Sí, ¿verdad? (Volviéndose al balcón.) ¡Qué lástima! Ya se fué...
Caramba... ¡Pero calle! ¡Allí va Luisa! La voy a llamar. Así charlaremos un rato... Chist... Chist... ¡Luisa!...
Ya viene... Es una excelente muchacha... ¡Y sabe unas cosas de su patrona! Verán ustedes.
Escena segunda
PEPA - LUISA
Escena tercera
LUISA
LUISA. -¡La verdad es que no merecen estas patronas que se les conserve fidelidad!... Qué diablos... Y
al fin y al cabo consintiendo en que se abra la carta no haré más que vengarme. El otro día me pegó una
reprimenda terrible por haberme pillado debajo de la almohada una carta de Enrique... ¡Uff! las cosas
que me dijo... sinvergüenza; grandísima... grandísima... grandísima oveja... Y digo oveja por no repetir la
palabra que ella empleó; que fue un poquito más fuerte. ¡Con que grandísima!... Eso sí; usan un lenguaje
entre casa, esas señoras decentes!... ¡Es claro, yo le contesté que era muy libre y muy dueña de hacer
mi santa voluntad, mientras no la ofendieran... y ella, se enfureció y siguió diciéndome cosas, unas
cosas! ¿y yo qué había de callarme? le dije que más sinvergüenza y más grandísima... eso... era su
hermana que se pasaba las noches con el novio en el balcón haciendo porquerías y... en fin, que casi
me echa a la calle por la moralidad de su hogar. Tan luego ella... ¡Ay, señores, como anda el mundo,
cómo anda la sociedad!...
Escena cuarta
PEPA - LUISA
PEPA. -(Entra con la caldera en la mano tarareando la marcha del «Riego».) Tariráráráráaá... Ya está...
Vamos a ver... (Pone la caldera sobre el escritorio.) ¡Ajajá !... Así... Un poquito de vayor y le ponemos en
claro la conciencia a tu patrona... (Las dos observan.) Ya empieza a ablandarse la goma...
LUISA. -¿Pero no se echará a perder el sobre?
PEPA. -¡Calla tonta! Déjame hacer... ¿ves? ¡Ya va a estar!...
LUISA. -Bueno, pero yo la leo primero... me corresponde.
Pepa. -¡Qué esperanzas! ¡Yo la leo!
Luisa. -¡Déjamela! ...Yo, yo debo hacerlo...
PEPA. -¡Muchacha! ¡Que rompes el sobre! ¡Suelta!... Lárgame... ¡Ves que ya lo has roto!...
LUISA. -¡Qué barbaridad!... ¿Y ahora?
PEPA. -Ahora a leerla. (Desdobla el pliego y lee.) «Mi querido negro». ¡Caramba! ¡Caramba!
LUISA. -¡Ay la señora moralista! ¡Con que «Mi querido negro». Muy bonito! Sigue.
PEPA. -(Leyendo.) «Mi querido negro: Buena me la has hecho. Ayer te esperé largo rato en la capilla de
los Salesianos, y tú nada de llegar... Recé por ti, tres padres nuestros que no te los mereces por infame.
Esta noche voy a la Catedral. Estaré junto al altar de Nuestra Señora de los Dolores... Trata de no
cansármelos demorando mucho... Tu pochocha que te adora. Clara» (Dejando caer los brazos
estupefacta.) ¡Qué me dices Luisa! ¿Qué me dices?
LUISA. -Que todo es muy digno de la moral católica de mi señora.
PEPA. -Y tan devota, ya querida Pochocha. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
LUISA. -Y todavía se permite insultarme porque tengo novio.
PEPA. -Vaya. ¿Y eso te llama la atención? Parece que no hubieras servido nunca. Si te empezara a
contar las cosas por el estilo que he presenciado en la buena sociedad, teníamos para llegar a viejas
antes de concluir... Esto, es así. Las señoras, las patronas, nos critican, nos acusan de indecentes, para
tranquilizar sus conciencias, sin duda...
LUISA. -O envidiando nuestra moralidad. Pero... y ahora ¿qué hacemos con el sobre roto?
PEPA. - Cierto. Lo olvidaba... No se por qué me estaba entristeciendo, apenando. Me invadía un
profundo desconsuelo. Porque mira que es lastimosa a torturar sus sentimientos a...
LUISA. -¡Qué penas, ni qué lástimas! ¿Porque no se rebela? ¿Por qué no protesta contra ese
convencionalismo, que la obliga a considerar delito, su amor.? ¿Por qué no es como nosotras las que
para amar no precisamos del visto bueno de la sociedad?... ¿Por qué es hipócrita?... ¿Por qué disimula?
¿Por qué? ¿Por qué me ha reprendido a mí que al fin no engaño, ni mistifico a nadie? Vamos, vamos,
eso es perversión moral, nada más, la perversión bíblica de esas Evas de la buena sociedad, que se
pasan la vida buscando serpientes que las tienten a comer la manzana prohibida. Pero en fin, dejando
esas cosas... ¿Cómo arreglaremos eso del sobre?
PEPA. -¡Ah! ¡Sí! ¡Mira! Tú tienes buena letra... Hacemos un sobre nuevo. Mi señora debe tener algunos
aquí, en su escritorio. ¡A ver!... ¡Creo que una de esas llaves sirve! (Saca un llavero.) Fíjate por la calle
por si viene alguien. (Probando las llaves.) Esta no sirve... ni ésta... ¡Ajajá! ¡Ya está abierto! ¡Cuantas
cartas empaquetadas! ¡Y con letra de hombre! ¿Y ésta? ¿Cerrada? ¡A ver, a ver!... letra de la señora, de
mi señora... dice... Señor Silvio Laguna....
LUISA. -¿Qué dices de Silvio Laguna?...
PEPA. -Que aquí hay una carta para él.
LUISA. -¿Para mi patrón?
PEPA. -(Con ironía.) Ya lo ves. Y de mi patrona, de Misia Catalina.
LUISA. -¡Ave María Purísima!!
PEPA -Sí. Hay que abrírla también... El que hace un cesto hace un ciento. Caramba está fría ya el agua.
Pero, qué importa. Romperé el sobre.
LUISA. -¡Muchacha! Eso es más difícil. ¿No ves que irremisiblemente te descubrirán?
PEPA. -¡Y qué! Me echarán a la calle. Bueno. Estoy en tren de todo. Lo que es de esta hecha no me
quedo con la curiosidad... A la una... a la dos... y a las tres. (Rompe el sobre alejándose de Luisa que
quiere impedirlo.)
LUISA. -¡Pepa? ¡Pepa! ¿Qué has hecho?
PEPA. -(Leyendo.) «Silvio adorado». Esta noche voy al «Solís» con el imbécil de mi marido. No faltes y
mírame mucho, mucho, con los gemelos. Te adora Catalina. ¿Eh? ¡Has visto! ¡Juegan a las cambiaditas
muchas señoras con sus maridos !
PEPA. -A las cambiaditas, eso es, mi patrón con tu patrona y tu patrón con mi patrona... Y esto queda en
familia...¡Qué asco!
LUISA. -¡Pero qué asco!
PEPA. -¿Y qué destino le daremos a esta carta?...
LUISA. -Ponerle otro sobre.
PEPA. -Pero conocerá la señora Catalina que le han cambiado el sobre, que no es su letra...
LUISA. -Es verdad... ¿Qué hacemos, pues? (Pensativa.)
PEPA. -Eso pregunto yo.
LUISA. -¡¡Ah! ¡ Qué idea! ¿Te animas a hacer una barbaridad conmigo? ¿Una barbaridad muy grande?
LUISA. -Según.
PEPA. -Enterar a los maridos de que sus mujeres los traicionan.
LUISA. -¿Estás loca?... ¡Es una felonía!
PEPA. - Puede ser un acto revolucionario. Una lección, un castigo a la elástica moral de esas gentes
bien. Figúrate. Ponemos las cartas de las dos señoras en los sobres correspondientes a sus respectivos
esposos.
LUISA. -Es decir la de mi señora irá a mi patrón su esposo, y...
PEPA. -Y la de la mía a su esposo. Esto es que la carta enviada al marido de tu señora la recibirá el
esposo de la mía, mi patrón... Así se darán cuenta ambos de que se engañan respectivamente con sus
propias mujeres... ¿Aceptas?
LUISA. -Pero...
PEPA. -¿Aceptas?... Si se arma farra, que se arme. Nada nos ha de tocar. ¿Quieres? No será muy digno
esto... pero, tampoco el caso exige muchos escrúpulos... La cocina es para tiznarse. ¿Aceptas?
LUISA. -Bueno, últimamente...Vaya, lo haremos. (Sentándose a escribir.) « Al señor Teodoro García».
Calle Tal, número tal... Jájájá. Ya está uno. «Al señor Silvio Laguna... calle... etc., etc. Ya está el otro.
Ahora a poner las cartas adentro.
PEPA. -No te equivoques, ¿eh?
LUISA. -Pierde cuidado. (Pone los pliegues dentro de los sobres.) Ahora al correo.
PEPA. -¿Las llevas tú?
LUISA. - Sí, en seguida... Adiós ¿eh?... Adiós. (Vase.)
PEPA. -Hasta luego. (La acompaña hasta la puerta. Se siente llanto otra vez.) ¡Voy! ¡Ya voy! ¡Mocosos!
(Al público) ¡Qué demonios! Tienen razón los jesuitas. El fin justifica los medios... ¡Voy! ¡Voy!
“Otra Estirpe
Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego…
Pido a tus manos todopoderosas,
¡su cuerpo excelso derramado en fuego
Ver llover allí, en aquella chacra, era una cosa que causaba placer. Un placer tranquilo que aún me alegra.
No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la emoción de la lluvia. Me parecía
que el campo y el árbol y yo éramos felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos
penetrar por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin interrupción.
A mi hermana le gustaba mucho jugar a las casitas. Con cuatro palos, algunos cueros y unos mazos de
paja mansa, había construido la suya. Era una vivienda como la de los indios.
El agua vino despacio. La sentimos llegar. La vimos venir, borrando cerros, y dejando todo detrás de su
vidrio esmerilado. Las gallinas corrían apresuradas y ganaban hornos y graneros. Lejanos cantos de
aguateros y alborozados gritos de teru-terus confirmaron la presencia lejana de la lluvia. Unos horneros
vinieron hasta donde nosotros. Los vimos volar y luego detenerse en la horqueta de un árbol. Habían
elegido hogar. Cuando llegaron las primeras gotas, picotearon la tierra y trajeron una mota en el pico.
Colocaban la piedra fundamental de su casa.
Las gentes del pago comenzaron a llegar a los ranchos. Venían a jugar a las cartas. La lluvia creaba una
sociedad candorosa, sencilla y feliz.
Desde los cerros comenzaban a bajar pequeñas corrientes. En las quebradas nacían cañadas. Al campo le
nacía un sistema de venas. Mirando éste, recién comprendí el mapa con los azules nervios de sus ríos
dibujados.
Sobre los cueros llovía lentamente. Aquel asordinado tambor nos iba invadiendo. De tarde mi hermana
volvió a la casita. Quería pasar la tarde con las niñas de la chacra jugando a las abuelas.
Quería hacer cuentos de su juventud y me pedía a mí que me portara mal así podía decir a cada rato que
los hijos daban mucho trabajo.
Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi abuela se llevó a mis hermanos
más chicos y yo fui a la casa que era la más lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.
La casa no me gustó desde que llegué a ella.
La madre de mi compañero era una señora que andaba siempre recomendando silencio. Los criados
eran serios y tristes. Hablaban como en secreto y se deslizaban por las piezas enormes como sombras.
Las alfombras atenuaban los ruidos y las paredes tenían retratos de hombres graves, de caras apretadas
por largas patillas.
Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de aquella sala no se podía jugar.
Estaba prohibido. Los juguetes estaban alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.
Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta entonces había jugado siempre
con piedras, con tierra, con perros y con niños. Pero nunca con juguetes como aquellos. Como no podía
vivir allí, mi padrino don Bernardo me llevó a su casa.
En lo de mi padrino había vacas, mulas, caballos, gallinas, un horno de cocer pan y un cobertizo para
guardar el maíz y alfalfa. La cocina era grande como un barco. En el centro tenía un picadero de leña
enterrado en el suelo. Cerca de la chimenea una llanta de carreta reunía pavas, parrillas y hombres.
Pájaros y gallinas entraban y salían.
Mi padrino se levantaba a las cinco de la mañana, y comenzaba a partir la leña. Los golpes que daba
con el hacha resonaban por toda la casa. Una vaca mimosa venía hasta la puerta y mugía apenas lo
veía. Luego un concierto de golpes, balidos, gritos, cacarear y batir de las alas, conmovían la casa. A
veces al entrar en las piezas, el vuelo asustado de un pájaro que se sorprendía nos paraba indecisos.
Era una casa viva y trepidante.
La leche espumosa y el pan casero, suave y dorado, nos acercaba a todos a la mesa como a un altar.
Nuestras mañanas transcurrían en el granero oloroso de alfalfa. De unos agujeros altos, que el sol
perforaba, caían hacia el piso unas listas de luz donde danzaba el polvo.
Las ratoneras entraban y salían por todos lados, pues allí había muchísimas.
En casa de mi padrino supe que los juguetes y los juegos que hacen felices a los niños no están en las
jugueterías.
ACTO ÚNICO
ESCENA
Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo infinito
caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas, trabajan, inclinados
sobre las máquinas de escribir, los empleados. En el centro y en el fondo del salón, la mesa del JEFE,
emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la pelambre de un cepillo. Son las dos de
la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos desdichados simultáneamente encorvados y
recortados en el espacio por la desolada simetría de este salón de un décimo piso.
EL JEFE. - Otra equivocación, Manuel.
MANUEL. - ¿Señor?
EL JEFE. - Ha vuelto a equivocarse, Manuel.
MANUEL. - Lo siento, señor.
EL JEFE.-Yo también. (Alcanzándole la planilla.) Corríjala. (Un minuto de silencio.)
EL JEFE. - María.
MARÍA. - ¿Señor?
EL JEFE.-Ha vuelto a equivocarse, María.
MARÍA (acercándose al escritorio del JEFE).-Lo siento, señor.
EL JEFE.-También yo lo voy a sentir cuando tenga que hacerlos echar. Corrija.
Nuevamente hay otro minuto de silencio. Durante este intervalo pasan chimeneas de buques y se oyen
las pitadas de un remolcador y el bronco pito de un buque. Automáticamente todos los EMPLEADOS
enderezan las espaldas y se quedan mirando la ventana.
EL JEFE (irritado). - ¡A ver si siguen equivocándose! (Pausa.)
EMPLEADO 1° (con un apagado grito de angustia). - ¡Oh! no; no es posible. (Todos se
vuelven hacia él.)
EL JEFE (con venenosa suavidad).-¿Qué no es posible, señor?
MANUEL. - No es posible trabajar aquí.
EL JEFE.-,¿No es posible trabajar aquí? ¿Y por qué no es posible trabajar aquí? (Con
lentitud.) ¿Hay pulgas en las sillas? ¿Cucarachas en la tinta?
MANUEL (poniéndose de pie y gritando).-¡Cómo no equivocarse! ¿Es posible no
equivocarse aquí? Contésteme. ¿Es posible trabajar sin equivocarse aquí?
EL JEFE.-No me falte, Manuel. Su antigüedad en la casa no lo autoriza a tanto. ¿Por qué se arrebata?
MANUEL. - Yo no me arrebato, señor. (Señalando la ventana.) Los culpables de que nos
equivoquemos son esos malditos buques.
EL JEFE (extrañado). - ¿Los buques? (Pausa.) ¿Qué tienen los buques?
MANUEL. - Sí, los buques. Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas,
metiéndosenos por los ojos, pasándonos las chimeneas por las narices. (Se deja caer en la silla.) No
puedo más.
TENEDOR DE LIBROS. - Don Manuel tiene razón. Cuando trabajábamos en el subsuelo no nos
equivocábamos nunca.
MARÍA. - Cierto; nunca nos sucedió esto.
EMPLEADA 1a - Hace siete años.
EMPLEADO 1°-¿Ya han pasado siete años?
EMPLEADO 2o - Claro que han pasado
TENEDOR DE LIBROS. -Yo creo, jefe, que estos buques, yendo y viniendo, son perjudiciales para la
contabilidad.
EI JEFE. - ¿Lo creen?
MANUEL. - Todos lo creemos. ¿No es cierto que todos lo creemos?
MARÍA. - Yo nunca he subido a un buque, pero lo creo.
TODOS. - Nosotros también lo creemos.
EMPLEADA 2a -jefe, ¿ha subido a un buque alguna vez?
EL JEFE. -¿Y para qué un jefe de oficina necesita subir a un buque?
MARÍA. - ¿Se dan cuenta? Ninguno de los que trabajan aquí ha subido a un buque.
EMPLEADA 2a- Parece mentira que ninguno haya viajado.
EMPLEADO 2o - ¿Y por qué no ha viajado usted?
EMPLEADA 2a - Esperaba a casarme...
TENEDOR DE LIBROS. - Lo que es a mí, ganas no me han faltado.
EMPLEADO 2°-Y a mí. Viajando es cómo se disfruta.
EMPLEADA 3a - Vivimos entre estas cuatro paredes como en un calabozo.
MANUEL. - Cómo no equivocarnos. Estamos aquí suma que te suma, y por la ventana no
hacen nada más que pasar barcos que van a otras tierras. (Pausa.) A otras tierras que no
vimos nunca. Y que cuando fuimos jóvenes pensamos visitar.
EL JEFE (irritado). - ¡Basta! ¡Basta de charlar! ¡Trabajen!
MANUEL. - No puedo trabajar.
EL JEFE.-¿No puede? ¿Y por qué no puede, don Manuel?
MANUEL. -No. No puedo. El puerto me produce melancolía.
EL JEFE. - Le produce melancolía. (Sardónico.) Así que le produce melancolía.
(Conteniendo su furor.) Siga, siga su trabajo.
MANUEL. - No puedo.
El JEFE.-Veremos lo que dice el director general. (Sale violentamente.)
MANUEL. - Cuarenta años de oficina. La juventud perdida.
MARÍA. - ¡Cuarenta años! ¿Y ahora? ...
MANUEL. - ¿Y quieren decirme ustedes para qué?
EMPLEADA 3a -Ahora lo van a echar...
MANUEL. - ¡Qué me importa! Cuarenta años de Debe y Haber. De Caja y Mayor. De
Pérdidas y Ganancias.
EMPLEADA 2a - ¿Quiere una aspirina, don Manuel?
MANUEL. - Gracias, señorita. Esto no se arregla con aspirina. Cuando yo era joven creía que no podría
soportar esta vida. Me llamaban las aventuras ... los bosques. Me hubiera gustado ser guardabosque. O
cuidar un faro ...
TENEDOR DE LIBROS. - Y pensar que a todo se acostumbra uno.
-MANUEL. -Hasta a esto ...
TENEDOR DE LIBROS.-Sin embargo, hay que reconocer que estábamos mejor abajo. Lo
malo es que en el subsuelo hay que trabajar con luz eléctrica.
MARÍA. - ¿Y con qué va a trabajar uno si no?
EMPLEADO 1°-Uno estaba allí tan tranquilo como en el fondo de una tumba.
TENEDOR DE LIBROS. - Cierto, se parece a una tumba. Yo muchas veces me decía: "Si se apaga el sol,
aquí no nos enteramos" . . .
MANUEL. -Y de pronto, sin decir agua va, nos sacan del sótano y nos meten aquí. En plena luz. ¿Para
qué queremos tanta luz? ¿Podés decirme para qué queremos tanta luz?
TENEDOR DE LIBROS. - Francamente, yo no sé ...
EMPLEADA 2a - El jefe tiene que usar lentes negros . . .
EMPLEADO 2a -Yo perdí la vista allá abajo ...
EMPLEADO 1o -Sí, pero estábamos tan tranquilos como en el fondo del mar.
TENEDOR DE LIBROS. - De allí traje mi reumatismo.
Entra el ordenanza CIPRIANO, con un uniforme color de canela y un varo de agua helada. Es MULATO,
simple y complicado, exquisito y brutal, y su voz por momentos persuasiva.
MULATO. - ¿Y el jefe?
EMPLEADA 2a - No está. ¿No ve que no está?
EMPLEADA 3a - Fue a la Dirección ...
MULATO (mirando por la ventana). - ¡Hoy llegó el "Astoria"! Yo lo hacía en Montevideo.
EMPLEADA 2a (acercándose a la ventana). - ¡Qué chimeneas grandes tiene!
MULATO. - Desplaza cuarenta y tres mil toneladas ...
EMPLEADO 1° - Ya bajan los pasajeros...
MANUEL. - Y nosotros quisiéramos subir.
MULATO. - Y pensar que yo he subido a casi todos los buques que dan vuelta por los
puertos del mundo.
EMPLEADO 2° - Hablaron mucho los diarios ...
MULATO.-Sé los pies que calan. En qué astilleros se construyeron. El día que los botaron.
Yo, cuando menos, merecía ser ingeniero naval.
EMPLEADO 2° - Vos, ingeniero naval ... No me hagas reír.
MULATO. - O capitán de fragata. He sido grumete, lavaplatos, marinero, cocinero de veleros, maquinista
de bergantines, timonel de sampanes, contramaestre de paquebotes...
EMPLEADO 2°-¿Por dónde viajaste? ¿Por la línea del Tigre o por la de Constitución?
MULATO (sin mirar al que lo interrumpe). - Desde los siete años que doy vueltas por el
mundo, y juro que jamás en la vida me he visto entre chusma tan insignificante como la que tengo que
tratar a veces ...
MARÍA (a EMPLEADA 1a). - A buen entendedor...
MULATO. - Conozco el mar de las Indias. El Caribe, el Báltico ... hasta el océano Ártico conozco. Las
focas, recostadas en los hielos, lo miran a uno como mujeres aburridas, sin
moverse ...
EMPLEADO 2° - ¡Che, debe hacer un fresco bárbaro por ahí!
EMPLEADA 2a - Cuente, Cipriano, cuente. No haga caso.
MULATO (sin volverse). - Aviada estaría la luna si tuviera que hacer caso de los perros que ladran. En un
sampán me he recorrido el Ganges. Y había que ver los cocodrilos que nos seguían...
MARÍA - No sea exagerado, Cipriano.
MULATO. - Se lo juro, señorita.
EMPLEADO 2° - Indudablemente, éste no pasó de San Fernando.
MULATO (violento). - A mí nadie me trata de mentiroso, ¿sabe? (Arrebatado, se quita la
chaquetilla, y luego la camisa, que muestra una camiseta roja, que también se saca.)
EMPLEADA 1a - ¿Qué hace, Cipriano?
EMPLEADA 2a - ¿Está loco?
EMPLEADA 3a - Cuidado, que puede venir el jefe.
MULATO. - Vean, vean estos tatuajes. Digan si éstos son tatuajes hechos entre la línea del Tigre o
Constitución. Vean...
EMPLEADA 2a - ¡Una mujer en cueros!
MULATO.-Este tatuaje me lo hicieron en Madagascar, con una espina de tiburón.
EMPLEADO 2° - ¡Qué mala espina!
MULATO. - Vean esta rosa que tengo sobre el ombligo. Observen qué delicadeza de pétalos. Un trabajo
de indígenas australianos.
EMPLEADO 2o-¿No será una calcomanía?
EMPLEADA 2a - ¡Qué va a ser calcomanía! Este es un tatuaje de veras.
MULATO. - Le aseguro, señorita, que si me viera sin pantalones se asombraría ...
TODOS. - ¡Oh ... ah! ...
MULATO (enfático).-Sin pantalones soy extraordinario.
EMPLEADA 1a - No se los pensará quitar, supongo.
MULATO. - ¿Por qué no?
EMPLEADA 3a - No, no se los quite.
MULATO. - No voy a quedar desnudo por eso. Y verán qué tatuajes tengo labrados en las
piernas.
EMPLEADA 1a -Es que si entra alguien ...
EMPLEADA 3a - Cerrando la puerta. (Va a la puerta.)
MULATO (quitándose los pantalones y quedando con un calzoncillo corto y rojo con
lunares blancos). - Miren estos dibujos. Son del más puro estilo malasio. ¿Qué les parece esta guarda de
monos pelando bananas? (Murmullos de "Oh ... ah...".) Lo menos que merezco es ser capitán de una isla.
(Toma un pliego de papel madera y rasgándolo en tiras se lo coloca alrededor de la cintura.) Así van
vestidos los salvajes de las islas.
EMPLEADA 1a - ¿A las mujeres también les hacen tatuajes...?
MULATO. - Claro. ¡Y qué tatuajes! Como para resucitar a un muerto.
EMPLEADA 2a - ¿Y es doloroso tatuarse?
MULATO. -No mucho ... Lo primero que hace el brujo tatuador es ponerlo a uno bajo un
árbol ...
EMPLEADA 2a - Uy, qué miedo.
MULATO. - Ningún miedo. El brujo acaricia la piel hasta dormirla. Y uno acaba por no
sentir nada.
EMPLEADO 1° -Claro ...
MULATO.-Siempre bajo los árboles hay hombres y mujeres haciéndose tatuar. Y uno termina por no
saber si es un hombre, un tigre, una nube o un dragón.
TODOS. - ¡Oh, quién lo iba a decir! ¡Si parece mentira!
MULATO (fabricándose una corona con papel y poniéndosela). -Los brujos llevan una
corona así y nadie los mortifica.
EMPLEADA 1a - Es notable.
EMPLEADA 2a - Las cosas que se aprenden viajando...
MULATO. - Allá no hay jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza. Cada
hombre toma a la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada. Todos viven desnudos entre
las flores, con collares de rosas colgantes del cuello y los tobillos adornados de flores. Y se alimentan de
ensaladas de magnolias y sopas de violetas.
TODOS. - Eh, eh ...
EMPLEADA 2a - ¡Eh! ¡Cipriano, que no nacimos ayer!
MULATO. - Juro que se alimentan de ensaladas de magnolias.
TODOS. - No.
MULATO. - Sí.
EMPLEADO 2° - Mucho ... mucho ...
MULATO. - Digo que sí. Y además los árboles están siempre cargados de toda clase de fruta.
MANUEL.-No será como la que uno compra aquí, en la feria.
MULATO.-Allá no. Cuelgan libremente de las ramas y quien quiere, come, y quien no quiere, no come ...
y por la noche, entre los grandes árboles, se encienden fogatas y ocurre lo que es natural que ocurra
entre hombres y mujeres.
EMPLEADA 1a - ¡Qué países, qué países!
MULATO. -Y digo que es muy saludable vivir así libremente. Al otro día la gente trabaja
con más ánimo en los arrozales y si uno tiene sed (toma el vaso de agua y bebe) parte un coco y bebe
su deliciosa agua fresca.
MANUEL (tirando violentamente un libro al suelo). - ¡Basta!
MULATO. - ¿Basta qué?
MANUEL.-Basta de noria. Se acabó. Me voy.
EMPLEADA 2a - ¿A dónde va, don Manuel?
MANUEL. -A correr inundo. A vivir la vida. Basta de oficina. Basta de malacate. Basta de
números. Basta de reloj. Basta de aguantarlo a este otro canalla. (Señala la mesa del jefe.)
Pausa. Perplejidad.
EMPLEADO 1°-¿Quién es el otro?
TODOS. - ¿,Quién es?
MANUEL (perplejo). -El otro ... el otro ... el otro ... soy yo.
EMPLEADA 3a - ¡Usted, don Manuel!
MANUEL. - Sí, yo; que desde hace veinte años le llevo los chismes al jefe. Mucho tiempo
hacía que me amargaba este secreto. Pero trabajábamos en el subsuelo. Y en el subsuelo las cosas no
se sienten.
TODOS. - ¡Oh! ...
EMPLEADO 1°-¿Qué tiene que ver el subsuelo?
MANUEL. - No sé.La vida no se siente. Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de cemento.
Pasan los días y no se sabe cuándo es de día, cuándo es de noche. Misterio. (Con desesperación.) Pero
un día nos traen a este décimo piso. Y el cielo, las nubes, as chimeneas de los transatlánticos se nos
entran en los ojos. Pero entonces, ¿existía el cielo? Pero entonces, ¿existían los buques? ¿Y las nubes
existían? ¿Y uno, por qué no viajó? Por miedo. Por cobardía. Mírenme. Viejo. Achacoso. ¿Para qué
sirven mis cuarenta años de contabilidad y de chismerío?
MULATO (enfático). - Ved cuán noble es su corazón. Ved cuán responsables son sus palabras. Ved
cuán inocentes son sus intenciones. Ruborizaos, amanuenses. Llorad lágrimas de tinta. Todos vosotros
os pudriréis como asquerosas ratas entre estos malditos libros. Un día os encontraréis con el sacerdote
que vendrá a suministraros la extremaunción. Y mientras os unten con aceite la planta de los pies, os
diréis: "¿Qué he hecho de mi vida? Consagrarla a la teneduría de libros. Bestias.
MANUEL. - Quiero vivir los pocos años que me quedan de vida en una isla desierta. Tenermi cabaña a la
sombra de una palmera. No pensar en horarios.
EMPLEADO 1o - Iremos juntos, don Manuel.
MARÍA. - Yo iría, pero para cumplir este deseo tendría que cobrar los meses de sueldo que me acuerda
la ley 11.729.
EMPLEADO 2o -Para que nos amparase la ley 11.729, tendrían que echarnos.
MULATO. - Aprovechen ahora que son jóvenes. Piensen que cuando les estén untando con aceite la
planta de los pies no podrán hacerlo.
MARÍA. -La pena es que tendré que dejar a mi novio.
EMPLEADO 2° -¿Por qué no lo conserva en un tarro de pickles?
EMPLEADA 2a - Cállese, odioso.
MULATO. - Señores, procedamos con corrección. Cuando don Manuel declaró que él era el chismoso,
una nueva aurora pareció cernirse sobre la humanidad. Todos le miramos y nos dijimos: "He aquí un
hombre honesto; he aquí un hombre probo; he aquí la estatua misma de la virtud cívica y ciudadana".
(Grave.) Don Manuel. Usted ha dejado de ser don Manuel. Usted se ha convertido en Simbad el Marino.
EMPLEADA 3a - Qué bonito!
MANUEL. - Ahora, lo que hay que buscar es la isla desierta.
TENEDOR DE LIBROS. - ¿Hay todavía islas desiertas?
MULATO. - Sí, las hay. Vaya si las hay. Grandes islas. Y con árboles de pan. Y con
plátanos. Y con pájaros de colores. Y con sol desde la mañana a la noche.
EMPLEADO 2o - ¿Y nosotros? ...
MULATO. - ¿Cómo nosotros?
EMPLEADA 2a -¿Claro? ¿Y a nosotros nos van a largar aquí?
MULATO. - Vengan ustedes también.
TODOS. - Eso... vámonos todos.
MULATO. - Ah ... y qué les diré de las playas de coral.
EMPLEADA 1a Cuente, Cipriano, cuente.
MULATO. - Y los arroyuelos cantan entre las breñas. Y también hay negros. Negros que por la noche
baten el tambor. Así.
El MULATO toma la tapa de la máquina de escribir y comienza a batir el tam tam ancestral, al mismo
tiempo que oscila simiesco sobre sí mismo. Sugestionados por el ritmo, van entrando todos en la danza.
MULATO (a tiempo que bate el tambor). -Y también hay hermosas mujeres desnudas. Desnudas de los
pies a la cabeza. Con collares de flores. Que se alimentan de ensaladas de magnolias. Y hermosos
hombres desnudos. Que bailan bajo los árboles, como ahora nosotros bailamos aquí ...
La hoja de la bananera
De verde ya se madura
Quien toma prenda de joven
Tiene la vida segura.
La danza se ha ido generalizando a medida que habla el MULATO, y los viejos, los empleados y las
empleadas giran en torno de la mesa, donde como un demonio gesticula, toca el tambor y habla el
condenado negro. Y bailan, bailan, bajo los árboles cargados de frutas. De aromas … Histéricamente
todos los hombres se van quitando los sacos, los chalecos, las corbatas; las muchachas se recogen las
faldas y arrojan los zapatos. El MULATO bate frenéticamente la tapa de la máquina de escribir. Y cantan
un ritmo de rumba. La hoja de la bananera...
EL JEFE (entrando bruscamente con el DIRECTOR, con voz de trueno).-¿Qué pasa aquí?
MARÍA (después de alguna vacilación). - Señor ... esta ventana maldita y el puerto ... Y los
buques ... esos buques malditos ...
EMPLEADA 2a - Y este negro.
DIRECTOR. - Oh ... comprendo. . . comprendo. (Al JEFE.) Despida a todo el personal. Haga poner
vidrios opacos en la ventana.
TELÓN
Riunidos al pericón
tantos amigos hallé,
que alegre de verme entre ellos
esa noche me apedé.
Lo conocí retobao,
me acerqué y le dije presto:
po-r-rudo que un hombre sea
nunca se enoja por esto.
Y ya se me vino al humo
como a buscarme la hebra,
y un golpe le acomodé
con el porrón de ginebra.
Y mientras se arremangó,
yo me saqué las espuelas,
pues malicié que aquel tío
no era de arriar con las riendas.
Y ya me hizo relumbrar
por los ojos el cuchillo,
alcanzando con la punta
a cortarme en un carrillo.