You are on page 1of 133

©LINDA WALLACE

La novia desafiante del Highlander

Primera Edición, septiembre 2022

Publicaciones Liberty

Todos los derechos reservados.

Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita
del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, así
como su alquiler o préstamo público.

Gracias por comprar este ebook.


Índice

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Notas
Prólogo

Tierras de Nairn. Año de Nuestro Señor de 1605


Castillo de Mhoil, norte de Escocia

S
i había algo que Deacon MacGill detestaba por encima de todo, era
sentirse vulnerable. Quizá por ese motivo se había convertido en un
guerrero fiero, que defendía a su clan y a su familia por encima de
todo.
Pero en esta ocasión, era diferente.
Rhona, su esposa, llevaba sumida en los rigores del parto cerca de
treinta horas, y todo parecía indicar que no acabaría bien. Deacon notaba el
paso de cada minuto como una pesada carga que se iba acumulando hasta
hacerse insoportable. Pero, aparte de pasearse de un lado a otro frente al
hogar, no podía hacer mucho más.
Nadie le decía nada, aunque la mirada de pesar de las criadas y la falta
de noticias de la comadrona, no presagiaban nada bueno.
Mirando al hogar de piedra, Deacon recordó la felicidad con que tanto él
como su esposa habían esperado la llegada de su primogénito. Como laird
de los MacGill, Deacon sabía que una de sus obligaciones era proporcionar
un heredero, y compartía la alegría del clan ante el nacimiento de su hijo.
Pero no podía evitar que la sombra del miedo lo acompañara.
—¿Por qué nadie me explica qué está pasando?
Su pregunta no iba destinada a ninguna persona en particular, aunque a
su lado estuviera su amigo y segundo al mando, Ewan, así como los
ancianos del consejo. En especial Duncan, el hombre de confianza de su
padre y que le llevaba sirviendo de consejero desde que su padre murió y él
se convirtió en laird.
—Debes ser paciente, Deacon, ya te avisó la comadrona que los partos
primerizos suelen durar mucho tiempo.
La voz del anciano sonó detrás de él y, en breve, Deacon sintió la mano
de Duncan sobre su hombro. El anciano era un hombre alto y moreno, como
todos los MacGill, incluido su laird, y de complexión robusta a pesar de su
edad. Aun así, se podía apreciar una gran diferencia con su laird, pues este
le sacaba una cabeza de altura y sus hombros eran de los más anchos del
clan.
Todo en Deacon indicaba su fuerza, aunque ahora en su mirada se
asomara la sombra del miedo, por primera vez en su vida.
Los ojos verdes de Deacon se dirigieron a la escalera una vez más,
deseoso de alguna noticia. Solo quería que todo acabara cuanto antes y
sostener a su hijo junto a su esposa. Quería ver el rostro cansado de Rhona
y abrazarla mientras celebraban que había traído una pequeña vida al
mundo.
—Ojalá pudiera hacer algo —señaló en voz baja y suspiró.
Sin nada más por decir, Duncan volvió a su asiento en la mesa, donde
los demás ancianos del clan estaban reunidos. Nadie quería perderse el feliz
acontecimiento, aunque hacía unas horas que las caras sonrientes habían
sido sustituidas por una expresión de desconcierto.
—¿Quieres que te traiga algo? —Ewan se aproximó, deseoso de ayudar
a Deacon.
—No, Ewan. —Él quería decirle que no le importaba su cansancio, su
sed o su hambre, solo quería tener a su mujer y su hijo a salvo, pero Ewan
solo se estaba preocupando por su amigo, como había hecho desde que
ambos eran niños.
Ewan asintió y se alejó unos pasos, siempre pendiente de su laird y
amigo. Ambos hombres eran muy parecidos, tanto físicamente como en su
forma de ser, aunque Ewan era más reservado y no mostraba interés en el
matrimonio.
El tiempo los iba consumiendo cada vez más, hasta que por fin se
escucharon los pasos de alguien bajando las escaleras.
Sin perder ni un segundo, Deacon se acercó a los pies de dichas
escaleras, ávido de noticias. En segundos, la comadrona apareció ante él
con un pequeño bulto en sus brazos.
—Mi laird… —lo llamó ella, con la voz sombría y el rostro contraído.
—¿Es mi hijo? —La interrumpió Deacon cuando la mujer se disponía a
hablar.
Estaba emocionado al ver a su hijo en brazos de la mujer, y solo deseaba
cogerlo y subir con él las escaleras para contemplarlo junto a su esposa.
Pero la seriedad en el semblante de la comadrona le hizo observar el
bulto y luego extender los brazos con cuidado, exigiendo sostenerlo.
—Es vuestro hijo, mi laird, pero…
—Dámelo —la volvió a interrumpir, y cogió el bulto con cuidado.
Deacon no se daba cuenta, pendiente del pequeño bulto que ahora
sostenía entre sus brazos, pero el gran salón estaba completamente en
silencio.
Al mirarlo con atención, Deacon se sorprendió que la cara del bebé
estuviera tapada con la propia manta que lo envolvía. Estuvo a punto de
regañar a la mujer, hasta que notó que el pequeño todavía no se había
movido ni había hecho ningún ruido.
Trató de contenerse, ya que todo su cuerpo temblaba a causa del terror.
Temiendo saber qué vería al descubrir la cara de su hijo, alzó una mano
lentamente y, con cuidado, apartó la manta.
Ante él vio la cara de un niño completamente blanco, con los ojos
cerrados y sin vida.
Deacon luchó para que no se le doblaran las rodillas. Su hijo no había
sobrevivido. Recorrió la suave mejilla de su hijo muerto, esa que nunca más
volvería a ver. Con lágrimas en los ojos le besó la frente despidiéndose de
él, segundos antes de haberlo visto por primera vez.
—Mi pobre hijo… —consiguió decir, y sus palabras se clavaron en los
corazones de quienes le escucharon.
—Lo lamento —dijo la comadrona.
Deacon no entendía nada.
—¿Qué ha pasado?
—El parto fue demasiado difícil… Su esposa….
Al escuchar mencionar a su esposa, Deacon sintió un estremecimiento y
alzó la vista, observando cómo la comadrona se retorcía las manos.
—¿Qué sucede con ella?
Pero la mujer no le contestó, y él no podía soportar por más tiempo la
agonía de no saber qué había ocurrido.
Sin querer perder ni un segundo más, devolvió el bebé muerto a la
comadrona y subió las escaleras lo más rápido que pudo. Sin querer pensar
qué encontraría al entrar en la recámara que compartían, entró de golpe,
quedándose paralizado ante lo que vio.
Rhona, el amor de su vida, estaba tumbada en la cama, igual de quieta y
pálida que su hijo, solo que las criadas se afanaban en ocultar las sábanas
impregnadas de sangre.
Con piernas temblorosas acortó la distancia hasta la cama. La cabeza de
Rhona yacía sobre las almohadas, con el pelo azabache extendido y su
hermoso rostro inexpresivo. No había ni rastro de vida ni de esa sonrisa que
lo había enamorado desde que la vio por primera vez, cuando tan solo era
un muchacho.
Despacio, se arrodilló junto a la cama y tomó su mano entre las suyas.
Estaba fría como el hielo, como también lo estaría todo su cuerpo.
—No se pudo hacer nada. —Escuchó la voz de una mujer tras él, pero
ya no le importaba lo que le dijeran. Nada podría traer de vuelta a su esposa
y a su hijo, por lo que ninguna palabra podría consolarle.
La garganta de Deacon se estrechó en agonía al darse cuenta de que
había perdido al amor de su vida.
—Marchaos todos.
—Pero, mi laird…
—¡Fuera! —gritó, llevado por la rabia y el dolor—. Quiero estar a solas
con mi esposa.
Sin oponer resistencia, las mujeres que estaban presentes salieron
corriendo de la habitación, dejando a Deacon solo con su difunta esposa.
Deacon esperó a que la puerta se cerrara y luego se tumbó junto a
esposa. Después, con sumo cuidado, como si no quisiera despertarla, la
tomó entre sus brazos.
—Rhona —la llamó, a la vez que colocaba la cabeza de ella en su pecho
y apartaba los largos cabellos lacios de su rostro.
La contempló en silencio, dejando fluir las lágrimas. Él había vencido a
algunos de los mejores guerreros de toda Escocia, había luchado en
infinidad de batallas y había protegido a su clan.
Sin embargo, no pudo proteger a su esposa y a su hijo.
—Lo siento, amor mío —susurró, bañándola con sus lágrimas—. Mi
Rhona, te he fallado.
Había perdido todo lo que importaba.
—No me dejes, mi amor. Sin ti estoy perdido —dijo mientras la mecía
entre sus brazos.
Recordaba la alegría de Rhona cuando hablaba de su hijo. De cómo
crecería y lo orgullosos que estarían de él. Cómo sería un buen hermano y,
en el futuro, un excelente laird, al igual que lo había sido su padre.
Y ahora no era nada.
Y su esposa, la mujer que lo era todo para él, se había ido, dejándolo
solo en su devastación.
Deacon gritó, expulsando todo el dolor que sentía en sus entrañas, pero
no le sirvió de nada, pues aún se escuchaba su atroz grito cuando su pecho
volvió a llenarse de dolor.
El tiempo volvió a pasar despacio, solo que esta vez, Deacon ya no
esperaba nada, a no ser que las sombras se lo tragaran para poder reunirse
con su esposa y su hijo.
—Deacon, debes permitir que las mujeres la preparen y la gente del clan
la vele. —Escuchó la voz de Duncan.
No se había percatado de su llegada, aunque no le sobresaltó. Ya nada
conseguiría hacerlo, pues su dolor era tan intenso que no lograba sentir nada
más.
—Me ha dejado, Duncan.
—Ella está con Dios y con tu hijo, y algún día los volverás a ver.
Deacon apretó los labios contra la fría frente de su esposa, antes de
levantarse de la cama.
—Ojalá hubiera muerto yo con ellos.
—No digas eso, muchacho, o traerás la mala suerte sobre tu persona.
Deacon lo miró con frialdad y se limpió el resto de las lágrimas de los
ojos.
—¿Qué más pueden hacerme para castigarme, si ya lo he perdido todo?
Duncan calló, al saber que no era momento para decirle que el tiempo
pasaría y le curaría las heridas. Que le quedaba toda una vida por delante.
Pero sabía que, con su esposa todavía de cuerpo presente, no era apropiado
hablar del futuro.
—Vamos, Deacon, tu clan te necesita.
Deacon asintió. Conocía muy bien su deber y estaba dispuesto a cumplir
con este, solo que el recuerdo de Rhoda le perseguía, rompiéndole el
corazón.
—Duncan. —Deacon se giró antes de salir de la habitación—.
Asegúrate de que cierren esta alcoba y de que nunca más se vuelva a entrar.
Tampoco quiero que se vuelva a mencionar el nombre de mi esposa tras el
funeral.
Aunque extrañado, Duncan asintió y observó apenado cómo su laird se
marchaba encorvado, dejando atrás al hombre enérgico y orgulloso que
siempre había conocido.
—Espero que algún día sanes, muchacho, de lo contrario, presagio años
de dolor y sufrimiento.
Capítulo 1

Castillo Uaine Láidir, Clan MacTavish


Cuatro años después

T
ras las lluvias de los días anteriores, el día amaneció soleado en el
hogar de los MacTavish. Como hija mayor del laird, Ishbell solía
estar sobreprotegida y, por ello, su máxima aspiración parecía ser
escapar de los muros del castillo.
Desde muy pequeña, su actitud desafiante, su vivacidad y su semblante
siempre alegre, le había hecho ganarse el cariño de todos. Ishbell además
era una mujer hermosa con dieciocho años recién cumplidos, que se negaba
a casarse y a estar atada a un hombre, para desconcierto de Fiona, su madre.
Pero esa mañana Ishbell estaba especialmente contenta. Se dirigía a pie
al pueblo junto a su criada y un pequeño grupo de muchachas y soldados,
deseosos de celebrar el Ostara[1].
No le importaba la escolta que tanto su padre como su madre se habían
empeñado en que llevara, o que Willy, su hermano pequeño, tras ella junto a
su aya, se esforzara en seguirla. Para Ishbell, el simple hecho de estar
rodeada de gente y bullicio era suficiente para olvidar todo lo demás.
—¿No te parece maravilloso respirar este aire fresco? —preguntó
mientras inspiraba una fuerte bocanada de aire y extendía los brazos a Else,
su criada y amiga, una joven viuda que su madre había contratado para que
le enseñara a su hija el recato.
—Lo dices como si te mantuvieran encerrada —respondió Else, risueña.
—A mí así me lo parece. Siempre me están recordando que no debo
salir sola del castillo ni hacer tareas impropias de la hija del laird.
Else la miró y alzó una ceja.
—Lo único que te pide tu madre es que no te vuelvas a meter en la
porquera. No es apropiado que te reboces en…
—¿Mierda de cerdo?
—¡No debes decir eso! —la reprendió Else.
—No te enfades conmigo, Else —le dijo Ishbell, al mismo tiempo que
hacía un adorable puchero y la cogía del brazo—. Sabes que me gusta
ayudar a los demás, y no pensé que ayudar a la dueña de los cerdos fuera
tan malo.
—Lo sé, pero estarás de acuerdo conmigo en que no estuvo bien que
aparecieras en el salón cubierta de... excrementos de puerco.
Durante unos segundos, las dos mujeres permanecieron en silencio,
hasta que no pudieron aguantar las carcajadas. A nadie le extrañaba ver reír
a Ishbell, por lo que sus acompañantes simplemente las miraron y
sonrieron.
—Debes reconocer, Else, que nunca podrás olvidar la cara que puso mi
madre al verme.
Else negó con la cabeza y ambas mujeres continuaron caminando.
—Tu pobre madre no sabía qué castigo imponerte.
—Me mandó como siempre a reflexionar a mi cuarto —señaló Ishbell,
divertida.
—Algo que nunca haces —repuso Else.
—Es demasiado aburrido. —Ishbell le guiñó un ojo—. En todo caso, ya
veo el pueblo, y pienso pasarme toda la tarde divirtiéndome. Luego, miró
hacia atrás para comprobar cómo estaba su hermano.
El niño, de apenas seis años, caminaba cogido de una mano a su aya,
mientras que, con la otra, empuñaba una espada pequeña de madera, con la
que iba golpeando las briznas de hierba.
Ishbell sonrió y decidió que le compraría algún juguete nuevo en algún
puesto. Adoraba a su hermano, y le impresionaba que fuera tan distinto a
ella. Willy era tímido, tranquilo y obediente, el hijo perfecto, según su
madre. Algo que ella nunca podría ser, si debía comportarse de manera
sosegada y mantenerse callada, como se le exigía.
Al volver a mirar al frente, Ishbell comprobó que ya se podían ver los
primeros tenderetes.
Como cada año, en las afueras del pueblo se alzaban las tiendas de
campaña y carromatos, donde los vendedores se afanaban en exponer sus
mercancías. Muchos de ellos venían de otros clanes, así como de los lugares
más lejanos del clan MacTavish.
Tanto los vendedores locales como los extraños convivían en armonía,
aunque a última hora de la tarde, el licor ingerido conseguía que los más
alocados se metieran en problemas.
El viento traía las risas y la algarabía que se desarrollaba en su interior,
así como agitaba las cintas de colores que decoraban cada puesto y carreta.
El grupo de Ishbell, con ella al frente, apresuró el paso, animados,
cuando comenzó a escucharse música.
Demasiado emocionada para esperar a su hermano, Ishbell se adelantó
junto a Else, y las dos se quedaron maravilladas por la cantidad y variedad
que se apelotonaban ante ellas. Jóvenes, viejos, niños, mayores, hombres y
mujeres. La variedad era tan amplia como lo era el tamaño de los bolsillos
de los asistentes.
—¿No es grandioso? —dijo emocionada Ishbell, mientras buscaba con
ansias el primer puesto a donde acercarse. Quería verlo todo, así como
participar en los juegos y actividades.
—No te alejéis mucho, no es seguro —advirtió Else, menos contenta al
ver la gran cantidad de gente reunida—. Además, debemos esperar a que
llegue tu hermano.
Ishbell asintió, pero no dejó de observar todo a su alrededor. Una vez
todos juntos, se acercaron al puesto de las marionetas, donde se estaba
representando una función.
Willy se quedó muy quieto mirando los muñecos e insistió en que su
hermana le consiguiera uno. Cuando Ishbell no puso objeción y se
encaminó al titiritero, Else tuvo que agarrarla del brazo y tirar de ella para
que dejara en paz al pobre hombre.
Por suerte, Willy pronto perdió el interés e insistió en que quería una
manzana del barreño donde flotaban.
Ishbell no tardó en apuntarse al juego de la manzana junto a Else, quien,
roja de vergüenza, se negaba a participar. Cuando uno de los muchachos del
pueblo se ofreció para ser el compañero de Ishbell, Else se subió las mangas
del vestido y participó a regañadientes en el juego.
Estuvieron a punto de ganar el premio, pero Ishbell bizqueó a posta e
hizo reír a Else.
—¿Por qué has hecho eso? Habríamos ganado —dijo esta, con el agua
goteando por su garganta.
Ishbell le sonrió y señaló a los hermanos ganadores. Un par de
adolescentes con las ropas medio raídas que sostenían su pequeña copa de
madera y su saco de manzanas, obsequio para los ganadores, como si fuera
un tesoro.
—Pensé que a ellos les haría más ilusión el premio —respondió Ishbell
—. Willy solo quería una manzana, y seguro que se habría cansado de ella
después de darle dos mordiscos.
Else asintió y sonrió ante el buen criterio y corazón de Ishbell. Quería a
la muchacha, y solo deseaba que nadie se aprovechara de su buen carácter y
su inocencia.
Pronto comenzaron a caminar en busca de otra diversión. Los aldeanos
las saludaban al reconocerlas. Ishbell, con su inseparable Else y su madre
Fiona, solían visitar el pueblo para ocuparse de la necesidades de los más
pobres y preocuparse por el estado de las mujeres y los niños.
Por eso su familia era tan apreciada y no había mucho riesgo en que
anduvieran entre ellos. Excepto por el inconveniente de los extraños.
—Creo que deberíamos descansar un poco antes de continuar —dijo
Else sin aliento y mirando a la aya de Willy, que parecía que iba a caerse al
suelo, desfallecida—. Podríamos comprar algo para comer. El olor de la
carne asada es delicioso.
Para su tranquilidad y la de los guerreros asignados para protegerlas, los
cuales ahora cargaban sus compras, Ishbell asintió y se dirigieron al puesto,
donde consiguieron comida para todos. Una vez sentados, comenzaron a
degustar la comida, acompañándola de una jarra de cerveza.
La charla pronto se hizo amena, aunque Ishbell parecía más pendiente
de un grupo de cinco hombres bien vestidos, reunidos frente a ella. Por el
color de sus ropas, era evidente que provenían de otros clanes, y ella se
sentía intrigada por ellos.
Ishbell se levantó con una excusa y se acercó a los desconocidos sin que
estos pudieran verla. Sabía que estaba mal espiarlos, pero no solía ver a
gente de otros clanes y quería escuchar lo que decían. Tal vez así se
enterase de algún secreto y podría comunicárselo a su padre.
Con sigilo, no tardó mucho en llegar al lugar propicio para escucharlos,
y se quedó en silencio.
—Te digo que es cierto. —Fue lo primero que escuchó de uno de esos
hombres—. La muchacha es salvaje y por eso desean quitársela de encima
lo antes posible.
—No creo que sea ese el motivo. Debe de ser que tiene algún defecto. Si
no, ¿porque todavía no la hemos visto?
—Eso no importa, estamos aquí para cerrar el trato. Da igual si es fea,
salvaje o porta algún defecto. Lo importante es que es la hija del laird y
ofrecen una buena dote.
Al escuchar al último hombre, Ishbell se estremeció. Solo podían estar
hablando de ella, al ser la hija del laird, aunque no tenía sentido. Sabía que
sus padres le estaban buscando esposo, pues ella los rechazaba a todos, pero
¿hacer todo a escondidas?
A su memoria le vino su último pretendiente y cómo ella lo ridiculizó,
causando el enfado de su madre. ¿Sería esa la razón de que ahora no le
consultaran?
Trató de estar más atenta para escuchar lo que decían.
—Tampoco importa cómo sea ella, nuestro laird ya tiene experiencia
con las mujeres y sabrá cómo tratarla. —Las risas acompañaron esas
palabras.
Ishbell estuvo tentada de salir de su escondite y darle un buen puñetazo
a ese hombre, pero una mano en su brazo se lo impidió.
—Estaba segura que te encontraría a punto de meterte en problemas —
dijo Else mirando seria a Ishbell
—¿Los has escuchado? —preguntó esta indignada, y Else tuvo que tirar
de ella para alejarla y no ser descubierta por el grupo de hombres.
Cuando Ishbell se percató de que su criada no la miraba, supo que ella
estaba al tanto de que la estaban prometiendo a escondidas.
—Tú lo sabías… —dijo apenada.
—Sé que tus padres están cansados de buscarte un esposo y de que tú te
deshagas de ellos insultándolos. Los has metido en apuros por ese motivo, y
ahora les cuesta encontrar un buen partido.
—Pero yo no necesito un esposo —soltó Ishbell, aún más indignada.
Else no le contestó, no valía la pena molestarse en volver a explicarle lo
necesario que era que se casara, e Ishbell se dio cuenta de la difícil situación
en la que se encontraba.
—Van a casarme, quiera yo o no —dijo Ishbell, a lo que Else asintió—.
Y ahora ni siquiera me van a dejar elegir. —Else volvió a asentir.
Ishbell suspiró y miró a su alrededor. Tenía dieciocho años. Una edad en
que la mayoría de las mujeres estaban casadas y con hijos. Pensó en las
veces que su madre le dijo que solo estaba avergonzando a su clan, y en el
silencio de su padre.
Ishbell sabía que ellos la querían y que deseaban lo mejor para ella, pero
se negaba a que le eligieran un esposo. Si debía casarse, sería ella quien
escogiera a su marido.
—Está bien, me casaré —afirmó, asombrando a Else—. Pero será a mi
manera.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Qué piensas hacer? —preguntó Else, cada vez
más preocupada.
—Mañana mismo conseguiré un esposo.
Y sin más, Ishbell volvió con su grupo, dejando a Else perpleja y
preguntándose si debía avisar a los padres de Ishbell y a la guardia.
Capítulo 2

D
eacon detuvo su caballo en la cima de la colina y miró hacia la
torre del homenaje, con el pecho subiendo y bajando, aliviado.
Desde su punto de vista, nada parecía estar mal: la aldea parecía
intacta, así como el castillo de Mhoil.
Cada vez que salía a patrullar por sus tierras, le preocupaba que, a su
vuelta, su hogar hubiera desaparecido. Pero sus ojos le demostraban que
solo era un mal presentimiento.
Negó con la cabeza y lamentó no ser el laird que su clan necesitaba. No
lo había sido durante los cuatro años transcurridos desde la muerte de su
esposa y su hijo, y estaba seguro de que nunca volvería a serlo.
Su clan necesitaba un líder fuerte que pudiera darles un futuro, pero él
ya no era ese hombre.
Deacon oyó que el resto del grupo lo alcanzaba y espoleó a su caballo.
Sus hombres estaban ansiosos por regresar, la mayoría con sus esposas e
hijos, al haber estado ausentes durante un mes. Era cierto que sus tierras
eran extensas, por lo que les llevaba bastante tiempo recorrerlas y visitar a
todo su clan, pero el regreso se había retrasado, al no tener Deacon ninguna
prisa por volver.
Por suerte, hacía años que solo debía preocuparse por las bandas de
renegados donde había ladrones, violadores y asesinos, puesto que no había
disputas con otros clanes. Los MacGill eran un clan temido y de los más
grandes de Escocia, y todos se lo pensaban dos veces antes de ofenderlos o
meterse en problemas con ellos. Sobre todo, porque Deacon era conocido
como un laird sin corazón que castigaba a los malhechores con la pena de
muerte sin excusas ni alegaciones. Cualquier intruso que pusiera un pie en
sus tierras sabía que le esperaba una dura sentencia, así que todos se lo
pensaban bien antes de ofender o causar algún mal a los MacGill.
Al llegar al castillo de Mhoil, Deacon fue derecho al establo, ignorando
los vítores de alegría por la llegada de los guerreros. Él solo quería pasar
desapercibido para poder emborracharse.
Una vez en el establo, desmontó y entregó las riendas al mozo de
cuadra.
—Me alegro de veros en casa —dijo el muchacho, pero Deacon no pudo
contestarle, al no sentir que había llegado a su hogar. Ahora que estaba solo,
no lo sentía así.
—Asegúrate de que reciba un buen cepillado y algo de heno extra —
dijo cuando notó que el muchacho lo observaba, a la espera de alguna
palabra.
—S-sí, mi señor —balbució el mozo, moviendo la cabeza.
Deacon se alejó antes de que pudiera tener cualquier otra interacción
con el chico, y pronto llegó a la torre del homenaje. Cuando empujó la
pesada puerta del gran salón, el olor a juncos recién puestos lo saludó. El
cálido interior era un alivio bienvenido después de soportar el clima
borrascoso y frío del invierno.
—Me alegro de que ya estés aquí. Esta noche se espera una buena
tormenta.
Deacon se giró para encontrar a Duncan sentado cerca del fuego.
—Sí, nos hemos apresurado para llegar antes que ella —respondió
Deacon mientras se unía al anciano y se acomodaba en la otra silla.
—Eso está bien. —Tras un breve silencio, el anciano continuó hablando
—. Es bueno que estés en casa. Te hemos echado de menos.
Deacon estaba demasiado cansado para decirle que ya no sentía ese
castillo como su hogar o que le dolía que no tuviera a nadie más que a un
anciano para recibirle. En su lugar, cambió a un tema más seguro.
—¿Ha pasado algo en mi ausencia?
—Nada notorio. Los problemas que suelen suceder en una fortaleza —
respondió Duncan mientras se levantaba de la silla—. Necesitas un buen
trago de whisky, muchacho.
—¿Por qué? ¿Qué vas a decirme? —preguntó Deacon, sin perder de
vista al anciano.
Duncan volvió con una jarra llena hasta el borde de whisky.
—Toma —dijo, y se la acercó a su sobrino—. Bebe unos tragos y luego
hablamos.
Deacon cogió la jarra con gratitud y dejó que el ardiente líquido se
abriera paso hasta sus entrañas, adormeciéndolas.
—Has dicho que no había pasado nada grave en mi ausencia.
—Y así es —respondió el anciano, mientras se acomodaba en la silla.
Desconfiado, Deacon dio unos sorbos y luego miró fijamente a su
amigo. Este suspiró y continuó hablando.
—Sabes que ya soy demasiado viejo para ocuparme del castillo en tu
ausencia. Además, no se me dan nada bien las tareas propias de una mujer.
Las criadas me preguntan y no sé qué decirles.
No era la primera vez que Deacon escuchaba esta conversación, y sabía
de antemano lo que Duncan iba a proponerle.
—No sigas —se quejó Deacon—. Ya te he dicho muchas veces que no
pienso casarme de nuevo.
—Pero tienes que empezar a pensar en tu futuro, en el futuro del clan.
Deacon suspiró y dio otro trago al whisky. Era la misma discusión que
tenían cada vez que él regresaba o las criadas atosigaban al anciano. La
verdad era que Deacon le estaba agradecido a este por ocuparse de esas
cuestiones, aunque sabía de antemano que no le agradaban. Pero de solo
pensar en buscar otra esposa…, le dolía el pecho.
—Sé que, como laird, tengo obligaciones, pero no puedo meter a otra
mujer en el hogar de Rhona.
—Siento ser tan duro contigo, sobre todo, cuando acabas de llegar y sé
que estás cansado, pero este ya no es el hogar de Rhona. Ella está muerta, y
tú tienes obligaciones con tu clan.
Deacon se levantó furioso de la silla, llevando consigo su jarra de
Whisky.
—Ya sé que está muerta. Soy consciente de ello cada minuto del día,
pero no puedo olvidar sin más que ella lo era todo… que… —No pudo
continuar hablando.
—Ojalá pudiera hacer algo para mitigar tu dolor, pero nadie puede
hacerlo. Solo tú puedes comenzar a olvidar para poder sanar.
—¿Y una nueva esposa me ayudaría? —preguntó Deacon, incrédulo.
—Estoy seguro de ello. Además, podría ocuparse de los asuntos de las
mujeres y darnos un respiro.
Deacon asintió, un poco más calmado.
No podía reprocharle al anciano que le hablara de ese asunto. Sabía que
todo el clan estaba preocupado por él y por la falta de un heredero. Incluso
sus guerreros susurraban en la oscuridad si su laird iba a tomar otra esposa
para darle al clan lo que le correspondía.
Todos habían sido testigos de su dolor, pero habían pasado cuatro años,
y eso les parecía suficiente tiempo para olvidar a su esposa e hijo.
Era hora de seguir adelante. Lo sabía su mente, pero su corazón se
negaba a ello.
—Prométeme que por lo menos lo pensarás —le pidió Duncan.
Deacon lo pensó en silencio durante unos segundos y luego asintió. Se
lo debía a ese hombre que se preocupaba tanto por él.

Dos días después

El caballo se detuvo en lo alto de la colina, exhausto. Frente a él y su jinete,


estaba el impotente castillo de Mhoil, sacudido por la fuerte lluvia que
arreciaba.
—Por fin hemos llegado —suspiró aliviada Ishbell, mientras acariciaba
el cuello de su caballo—. En cuanto lleguemos, pediré que te den doble
ración de heno y una cama para mí.
El caballo movió la cabeza como si asintiera, e Ishbell suspiró. Durante
los dos días de viaje habían tenido que luchar contra la lluvia, el cansancio
y el hambre, por no hablar del temor a que su familia la siguiera. Aunque
esta probabilidad era escasa, al no saber nadie que se dirigía al hogar de los
MacGill.
—Espero que el viaje merezca la pena y sea cierto todo lo que he
escuchado de ese Deacon MacGill.
Según le informó Else, el MacGill era un viudo temido por todos y que
vivía apartado del mundo sumido por la pena, después de haber perdido a
su esposa y a su hijo recién nacido.
El hombre se negaba a casarse, aunque como laird tenía
responsabilidades que lo obligaban a hacerlo. Y ahí era donde entraba ella.
Tras espiar a esos hombres en la feria del pueblo, no había dejado de
pensar qué hacer para casarse con un hombre que no la sometiera. Le dio
vueltas toda la noche y, cuando le pidió a Else que averiguara quién era el
guerrero soltero más temido de toda Escocia, la criada tuvo muy claro que
era Deacon MacGill.
Fue entonces cuando su plan empezó a coger forma y decidió partir esa
misma mañana en busca de ese hombre.
Necesitaba que fuera el más temido para que su padre no quisiera
interponerse y así enemistarse con ese clan. Todo debía estar muy bien
pensado, y estaba segura de que el laird de los MacGill no rechazaría su
oferta.
Decidida, puso el caballo en marcha, dispuesta a llegar cuanto antes. El
sol pronto se escondería, y ella tenía que enfrentarse al laird MacGill antes
de que le fallara el coraje.

Tras un duro día de entrenamiento en el campo de prácticas, Deacon se


dirigió a la torre del homenaje. Junto a él estaba su segundo al mando y
amigo, Ewan, que no dejaba de recordarle todos los asuntos que tenían
pendientes los próximos días.
—Ewan, te recuerdo que está lloviendo y llevamos todo el día en el
campo de prácticas —dijo con voz cansada, mientras entraban en el gran
salón para refugiarse del frío y de la noche que en breve los alcanzaría.
—Perdona, mi señor, no sabía que la lluvia os afectara al oído y el
cansancio del día os impidiera pensar.
Como respuesta, Deacon gruñó, consiguiendo que Ewan se riera.
—Tienes suerte de que te conozca desde que ambos teníamos pañales, si
no, ordenaría que te arrancaran la cabeza.
—Estoy seguro de que lo habrías hecho con gusto y con tus propias
manos en más de una ocasión, pero como sé que nunca le harías eso a un
amigo, me permito decirte la verdad, aunque te duela.
Deacon estuvo a punto de replicar, pero la llegada de Duncan impidió
que continuaran hablando. Era cierto que Ewan era su mejor amigo desde la
infancia y que siempre estaban lanzándose pullas para divertirse, pero
tenían mucho cuidado de hacerlo siempre cuando nadie los escuchaba. Al
fin y al cabo, Deacon era el laird, y todos debían demostrarle su respeto.
—Parece que llego justo a tiempo para la cena —repuso Duncan
sentándose junto a Deacon, que encabezaba la mesa, y frente a Ewan.
Cuando Duncan miró a su laird, vio que este estaba chorreando agua por
la cara.
—¿No crees que deberías secarte primero? Podrías enfermar si cenas
con esas ropas mojadas —dijo Duncan, preocupado.
Ewan contuvo la risa y Deacon gruñó tras poner los ojos en blanco.
—Los dos sois peores que una esposa —repuso Deacon mientras
levantaba su jarra para que una doncella se la llenara de cerveza.
—¿Qué he dicho? —preguntó Duncan a Ewan en voz baja, como si
Deacon, que estaba junto a él, no pudiera escucharlo.
Siguiendo el juego, Ewan se inclinó hacia adelante, pero se aseguró de
que sus palabras fueran dichas lo suficientemente en alto para que Deacon
las oyera.
—Parece que nuestro laird está hoy algo sensible con los comentarios
de la gente de bien.
—Gente de bien —farfulló Deacon, al no estar de acuerdo con esa
afirmación.
—Si él tuviera una esposa…. —comenzó a decir Duncan, hasta que el
golpe de la jarra de cerveza de Deacon le hizo callar.
—Ya te dije ayer que voy a buscar una esposa —señaló este con voz
cansada y con un incipiente dolor de cabeza.
Desde su regreso, cada cinco minutos alguien le aseguraba que con una
esposa sus problemas se resolverían. Era como si todo el clan se hubiera
puesto de acuerdo para enfadarle o volverle loco con sus continuas
insinuaciones.
Cuando ayer por la mañana, después de varios días lloviendo, Duncan le
aseguró que una esposa le resolvería su problema con la humedad del ala
norte de la torre, Deacon no aguantó más.
Con una respuesta colérica, le dejó claro que buscaría a una esposa lo
antes posible, en vez de hacer que un sirviente se ocupara del asunto de las
humedades. Pero Duncan lo conocía demasiado bien, y no parecía dispuesto
a dejarle en paz con el asunto.
—Mi laird —comenzó a decir Duncan, con un tono de voz que a
Deacon le recordó al de un padre explicándole algo a su hijo pequeño—. Te
recuerdo que para conseguir esposa deberás salir a buscarla.
—Ya lo sé —repuso Deacon, cada vez más molesto—. ¿Acaso crees que
pienso que aparecerá una mujer en mi puerta, ofreciéndose a ser mi esposa?
Justo en ese momento, alguien llamó a la puerta y los tres, junto a los
sirvientes, se quedaron en silencio.
Los truenos se escuchaban a lo lejos y la lluvia no cesaba de caer a
plomo, pero nada de eso parecía importar ahora.
Deacon temió que las continuas insinuaciones de todos habían
convocado a las fuerzas del destino y que ahora, tras esas puertas, había una
mujer dispuesta a ser su esposa.
De solo pensarlo, Deacon se estremeció, hasta que vio entrar a uno de
sus soldados.
—Disculpe si le molesto, pero hay alguien que quiere verle.
El suspiro colectivo no pasó desapercibido para Deacon, sobre todo,
porque él también había suspirado de alivio.
—Claro, haz que pase ese hombre —dijo Deacon, sonriendo por lo tonto
que había sido al creer que se presentaría una mujer.
El soldado tragó saliva y miró tras él, luego se apartó y dejó pasar a la
persona que había pedido audiencia con el laird. El guerrero sabía que su
señor llevaba unos días de mal humor, por lo que no tardó en marcharse
cuando el intruso entró en el salón.
Por su parte, Deacon miró el asado ante él, en vez de a la puerta, y cogió
el muslo de pollo, dispuesto a darle un buen mordisco. Estaba famélico, y
no pensaba esperar a que el desconocido entrara y terminara de contarle
para qué lo buscaba.
Pero cuando Ewan se atragantó con su cerveza mientras miraba a la
puerta y la criada estuvo a punto de verter la cerveza sobre Duncan, en vez
de rellenarle la jarra, supo que algo no iba bien.
Despacio, Deacon apartó el muslo de pollo de su boca y miró al frente.
Una mujer joven, con la ropa empapada, lo observaba con atención.
Era una muchacha bonita, aunque su peinado estuviera deshecho y
pegado a su cabeza por la lluvia. Su capa oscura tapaba su cuerpo, pero
podía verse que no era gruesa ni delgada.
En general, su apariencia era agradable, aunque Deacon no entendía qué
estaba haciendo una mujer en la puerta de su salón, cuando había
anochecido y arreciaba una tormenta en el exterior.
—¿Eres Deacon MacGill? —preguntó la mujer con decisión sacando a
Deacon de sus pensamientos, a pesar de lo desamparada que parecía ante él.
—Así es —contestó este cada vez más confuso—. ¿Y quién eres tú?
Tras un breve silencio, la mujer se adelantó unos pasos y aseguró con
voz firme:
—Soy tu futura esposa.
Y de pronto, Deacon perdió el apetito.
Capítulo 3

-¿Esmirar
una broma tuya, Ewan? —soltó Deacon enfadado, sin dejar de
a la mujer.
—Noo-ooo… —tartamudeó Ewan, aún asombrado por el arrojo de la
joven.
—Entonces, ¿qué es esto? —insistió Deacon, viendo que la mujer se
tambaleaba.
—¿Por qué no le ofreces a la muchacha un lugar donde pueda sentarse
frente al hogar, y quizá algo de comer? Parece exhausta —intervino
Duncan, temiendo que la extraña cayera desfallecida.
Deacon gruñó, pero, al observar que la mujer apenas conseguía
mantenerse en pie, se bebió de un trago su whisky y se le acercó.
—Te sentarás a comer algo y luego me dirás quién eres para que te
devuelva a tu casa —le ordenó, cada vez más cerca de Ishbell.
Al ver que la muchacha no le contestaba, Deacon frunció el ceño y
aumentó su furia.
—¿Me has oído?
Ishbell permanecía estoica frente a él, con la barbilla bien alta y los ojos
bien abiertos, a pesar de estar goteando agua. Solo cuando estuvo a pocos
pasos, Deacon se percató de que su mirada estaba vidriosa y parecía perdida
en la profundidad de la sala. También notó cómo temblaba y que tenía los
labios azules, así como el rostro muy pálido.
En realidad, parecía más bien un fantasma empapado que una mujer de
carne y hueso, y Deacon se preguntó cuánta fuerza de voluntad debía de
tener esa muchacha para mantenerse en pie.
Justo entonces, los ojos de ella se posaron sobre él, le sonrió y, un
segundo después, comenzó a caer al suelo.
—¿Pero qué…? —apenas consiguió decir Deacon, antes de observar
atónito cómo la mujer comenzaba a caer.
Solo gracias a sus reflejos como guerrero, Deacon consiguió cogerla en
brazos antes de que ella llegara al suelo, sosteniéndola mientras la
observaba.
Si no fuera por su extrema palidez y los labios azules, sería una mujer
atractiva, aunque lo que de verdad le perturbaba era pensar qué haría con
ella ahora.
—Bueno, creo que la muchacha tendrá que pasar aquí la noche —afirmó
Duncan, levantándose de la mesa al dar por acabada la jornada.
—Sí, creo que será lo mejor —continuó diciendo Ewan mientras
acompañaba al anciano.
—¡¿No iréis a dejarme aquí solo con ella?! —gritó asustado Deacon,
con Ishbell desmayada en sus brazos.
—Tranquilo —comenzó a decir Ewan, divertido—, no creo que esté en
condiciones de despertarse y hacerte daño.
Y sin más, le dejaron solo en el gran salón, mientras la estancia se
iluminaba con un relámpago.
—¡Maldita sea! —solo pudo decir, antes de gritar a sus criados que
encendieran la chimenea de una de las habitaciones vacías.
«Se quedará solo una noche», se dijo a sí mismo mientras subía la
escalera con Ishbell en brazos.
«Ni un día más».

Esa mañana, Ishbell despertó con un enorme dolor de cabeza y


completamente desorientada. Por unos instantes, al abrir los ojos se asustó,
al no reconocer la recámara donde se encontraba.
La estancia era amplia y estaba bien iluminada, como también estaba
bien cuidada y decorada con adornos de calidad.
Al incorporarse, se percató de que estaba desnuda, y se esforzó en
recordar. Le venían imágenes de la fortaleza vista desde una colina y de
haber llegado hasta ella. Después, todo parecía muy confuso.
Una puerta, una gran sala y…
—¡Santa Brígida! —recordó por fin lo sucedido—. Me presenté como
su esposa —susurró, para acto seguido venirle la imagen de un hombre
sentado a la cabecera de la mesa, que parecía enfadado y se había quedado
petrificado al escucharla.
La imagen de ese rostro tan duro y frío, aunque atractivo, la hizo sonreír,
y rio al recordar cómo se le había acercado lleno de enojo.
—¡Dios! Ya no recuerdo nada más —se dijo mientras se limpiaba las
lágrimas que recorrían su rostro por la risa.
Al ver un vestido bien colocado a los pies de la cama, se levantó y
decidió preguntar por el laird y hacerle su propuesta, aunque estaba segura
de que el hombre que la recibió el día anterior era el MacGill, y que él
estaría esperando a que ella se levantara para pedirle explicaciones.
Con una sonrisa bajó al salón, el cual recordaba vagamente. Frente a la
gran mesa solo había un anciano, que le sonrió al verla y le hizo gestos para
que se le acercara.
—Venid, milady, sentaos a mi lado.
El anciano parecía agradable, por lo que Ishbell no tuvo objeciones en
hacerle caso.
—Me alegra ver que os habéis recuperado —indicó él sonriendo, a la
vez que Ishbell lo saludaba con una reverencia—. Permitidme que me
presente. Soy Duncan MacGill, uno de los consejeros del laird
—Yo soy Ishbell MacTavish, hija del laird de los MacTavish, y he
venido a hacer una propuesta a vuestro laird.
A Duncan le gustó la muchacha de inmediato, al ser tan directa, además
de bonita.
—Ya me di cuenta anoche de que teníais una propuesta muy interesante
para mi laird —comentó divertido mientras le ofrecía leche de una jarra y le
acercaba pan y queso.
—Si os soy sincera —comenzó a decir Ishbell en voz baja—, no
recuerdo mucho de la noche anterior.
Duncan soltó una carcajada y se sirvió cerveza de otra jarra.
—Me lo imagino. Anoche no parecíais muy cabal, aunque, por lo que
ahora puedo ver, os veis muy recuperada —señaló, mirando cómo ella le
daba un buen mordisco al queso.
—La verdad es que hoy me encuentro mucho mejor, y os agradecería
que me indicarais dónde está el laird para hablar con él.
Ishbell no se había imaginado sentirse tan a gusto en un lugar
desconocido, pero le gustaba ese hombre y lo agradable que resultaba el
lugar, aunque se notaba la falta de una autoridad en la casa, pues, desde que
ella había llegado para desayunar, no se había presentado ningún sirviente y
la sala necesitaba un poco de limpieza.
—El laird está entrenando, como cada mañana —le aseguró Duncan—.
Y podéis estar tranquila, yo mismo os acompañaré a verlo, pero… antes, me
gustaría hablar con vos.
Ishbell lo miró mientras masticaba con la boca cerrada su pan. Luego
asintió, pues pensó que, como consejero, él querría saber los motivos de su
llegada al castillo de Mhoil.
—En primer lugar —dijo Duncan—, me gustaría deciros que vuestra
llegada fue guiada por la mano de los mismísimos ángeles. —Al ver que
Ishbell fruncía el ceño, trató de explicarse—. Hace tiempo que todos en el
clan velamos por el bienestar de nuestro laird, y le instamos a contraer
matrimonio. Y justo en el momento…
—Disculpad que os interrumpa, pero… aunque mi proposición sea ser
su esposa, no deseo un matrimonio.
Los ojos de Duncan se abrieron como platos y se quedó paralizado. Su
boca se cerraba y abría sin soltar ni una palabra, mientras su cabeza trataba
en vano de discernir lo que acababa de decir la muchacha.
—¿Queréis ser su esposa, pero no casaros con él? —preguntó, sin
comprender qué clase de matrimonios hacían los MacTavish.
—Sí y no. —Ishbell observó cómo Duncan la miraba como si de pronto
le hubieran salido dos cabezas—. Es complicado.
—Sin duda, debe de serlo —susurró él, aunque Ishbell lo escuchó
perfectamente.
—Deseo ser su esposa, pero de modo que nuestro matrimonio sea solo
de palabra —explicó ella, y el anciano por fin lo entendió.
Duncan observó en silencio a la muchacha. Era joven, muy guapa,
espabilada e hija de uno de los lairds más apreciados de Escocia. Además,
se notaba que era enérgica, decidida y alegre, una combinación que a
cualquier hombre le costaría despreciar.
Se quedó pensativo y decidió que el destino había jugado muy bien las
cartas. Deacon no quería volver a casarse, y se presentaba una mujer en su
casa ofreciéndole un acuerdo, a su parecer, estúpido, para que se casaran.
Solo debía hacer que Deacon aceptara y después ya se ocuparía él y la
sonrisa de la mujer para hacerle desear más. Y respecto a Ishbell… ya se
vería cuánto se resistía a los fuertes brazos de Deacon y a su gran corazón.
—Me parece un plan perfecto —afirmó Duncan sonriendo,
consiguiendo que la muchacha también lo hiciera.
—¿En verdad lo creéis? Pensé que quizá fui un poco impulsiva e
ingenua al pensar en este plan.
—No —aseguró él, enérgico—. Es una idea maravillosa. Y yo me
ocuparé personalmente de presentaros al laird para que le hagáis vuestra
oferta.
Pletórica de felicidad, Ishbell amplió su sonrisa y, sin querer perder ni
un segundo más, ambos se pusieron en pie.
—Entonces vayamos al encuentro del laird —afirmó Ishbell.
Decididos, los dos se encaminaron a la puerta del salón, derechos al
campo de entrenamiento. Mientras, asomados en la esquina que
comunicaba la cocina con el gran salón, unos sirvientes comentaban que esa
muchacha era la que anoche le había propuesto matrimonio a su laird.
Un rumor que, a esas horas, ya sabía todo el clan.
Capítulo 4

E
sa mañana, en el campo de entrenamiento, algo andaba mal.
Deacon no sabía qué era exactamente, pero tenía la sensación de
que todo el mundo lo miraba y rumoreaba a sus espaldas.
—Te veo distraído —le dijo Ewan a Deacon cuando consiguió
desarmarlo de un golpe. Algo impensable en su laird.
Deacon gruñó y se agachó para coger su espada.
—Tengo la sensación de que todo el mundo me mira —contestó Deacon
entre susurros, consiguiendo que Ewan sonriera.
Ewan sabía desde primeras horas de la mañana qué era lo que sucedía,
al no haber pasado ni dos minutos despierto desde que el primer guerrero se
le acercó a preguntar por la muchacha.
Al parecer, al despuntar el alba, los rumores sobre la extraña que se
había presentado a pedir matrimonio a su laird no habían hecho nada más
que empezar y, unas horas más tarde, hasta el sordo de la aldea estaba
enterado de la noticia.
Todos menos su laird, al que nadie se atrevía a preguntar.
—No sé por qué será. Quizá hoy te has levantado con un encanto
especial. —Ewan no pudo aguantar mucho sin soltar una carcajada, sobre
todo, al ver la expresión de espanto e incredulidad de su amigo.
Como respuesta, Deacon apuntó con su espada al pecho de Ewan y le
insistió con voz seria:
—Dímelo o no respondo de mis actos.
Tratando de contener la risa, Ewan alzó los brazos en señal de rendición
y miró divertido al grupo que se les acercaba. Deacon no podía verlo, ya
que estaba de espaldas, aunque Ewan no dudaba que pronto se percataría de
su llegada.
—En vez de decirte quién es el causante de todo esto, prefiero
señalártelo.
Y, con un movimiento de cabeza, le indicó que mirara tras él.
Deacon le obedeció en el acto, y vio atónito cómo la muchacha de la
noche anterior se acercaba acompañada de Duncan y seguida de medio
clan.
Al parecer, todos sabían ya de su llegada y, cuando Deacon se volvió
hacia Ewan y vio la sonrisa pícara en sus ojos, supo que además, a esas
horas, todos sabrían lo sucedido en el gran salón.
—Vas a pagar por esto —le aseguró Deacon a Ewan, visiblemente
enfadado.
Como respuesta, este alzó más los brazos y repuso:
—Te juro que yo no tengo nada que ver en esto.
Deacon gruñó y se giró justo a tiempo de recibir al grupo de visitantes.
—Buenos días, milady, me alegra que ya estéis bien. Así podréis partir
esta misma tarde.
La sonrisa de la muchacha desapareció bajo un ceño fruncido.
—Mi señor —intervino Duncan—. ¿Qué clase de hospitalidad le
estaremos ofreciendo a milady, si la despedimos tan pronto?
—¿Una breve? —contestó Deacon sarcástico y alzando una ceja.
Duncan lo ignoró y se volvió para mirar a Ishbel, que observaba callada
a Deacon.
Su mirada era tan intensa que por unos segundos Deacon se sintió
desnudo. Deacon trató de llamar la atención de Ishbell con un carraspeo,
pero la muchacha no le hacía caso al haber detenido su mirada en una parte
de su anotomía que ninguna muchacha debería mirar.
Como castigo, él hizo lo mismo y se detuvo a contemplarla.
Ella tenía la capucha quitada, por lo que podía ver su largo cabello rubio
moviéndose alrededor de su cara con el viento. También podía ver el color
miel de sus ojos, que ya había podido observar la noche anterior cuando la
tuvo ante él, justo antes de que ella acabara entre sus brazos.
Por mucho que odiara admitirlo, su parte inferior se agitó al recordar su
tacto.
Asqueado de sí mismo, Deacon la miró, queriendo odiarla. Había venido
a su hogar con una estúpida propuesta de matrimonio que no pensaba
aceptar. No importaba lo que su entrometido clan pensara, él no iba a
aceptar a una completa desconocida, aunque esta le estremeciera con su
mirada.
—Si me permites —intervino Duncan, para consuelo de Deacon—. Te
presento a Ishbell MacTavish, hija del laird MacTavish.
Se escuchó un rumor de aceptación y las sonrisas comenzaron a
extenderse entre los presentes. Sin duda, al saberse que era la hija de un
laird tan respetado, la muchacha había conseguido la aprobación del clan.
Algo que no agradó a Deacon.
—Milady —continuó Duncan—. Frente a vos tenéis a Deacon MacGill,
laird del clan.
Los vítores comenzaron a escucharse cada vez más fuerte, en apoyo al
laird.
—Laird, encantada de conocerle —dijo ella, a la vez que hacía una
reverencia.
Deacon estuvo a punto de poner los ojos en blanco. Parecía que estaban
en un salón de la Corte, en vez de en el campo de entrenamiento enfangado.
Y ahora, ¿qué debía hacer él? Deacon no estaba seguro de si besar su
mano, ofrecerle dar un paseo por el barro o una alcachofa del huerto, al no
disponer de una flor.
Estuvo a punto de sonreír por este pensamiento, hasta que ella se
interesó por su espada. La que sostenía en su mano.
—Si me permitís —comenzó a decir ella—. Tengo una propuesta que
creo que os gustaría escuchar.
Deacon miró fijamente a la muchacha y se preguntó, después de su
meticuloso escrutinio, qué clase de propuesta sería esta. Estuvo a punto de
sonreír, complacido, cuando recordó que ella era la hija de un laird, no una
tabernera, y las hijas de un laird solo se ofrecían a cambio de un anillo en el
dedo.
Por su parte, Ishbell ya estaba cansada de ser el objeto de interés de todo
el clan. Solo quería un momento de privacidad con el laird, pero parecía
algo imposible cuando medio clan la seguía.
Estaba segura que su propuesta sería aceptada, pero solo si la exponía
con la diplomacia adecuada.
Intentó pensar cómo hacerlo y analizó sus puntos fuertes.
Ella podría asumir las responsabilidades del clan que a él no le
importaban y, al mismo tiempo, ocuparse de las tareas propias de las
mujeres. Su madre la había enseñado bien y, aunque ella no tenía mucha
experiencia, sí podía ocuparse de lo más básico e ir aprendiendo.
Aunque esto último no se lo diría al laird.
También debía demostrarle que era mucho más que una esposa, una
compañera que no se echaría atrás. Que era valiente, inteligente y astuta.
Alguien con quien hablar y en quien confiar.
Una idea le pasó por la cabeza.
—Mi señor —comenzó a decir, eligiendo cuidadosamente sus palabras
—, sé que no os agrada la idea de casaros, pero ¿y si pudiera haceros
cambiar de opinión?
Incluso de cerca, el hombre era demasiado alto, ya que Ishbell solo le
llegaba al pecho, pero eso no le quitaba atractivo. Sus ojos era lo que más le
impactaba y lo que más le hablaba de su soledad.
—Lamento ser tan duro con vos, pero no creo que haya nada que podáis
hacer para hacerme cambiar de opinión —dijo él convencido.
Ishbell tomó aire, esperando no hacer la mayor tontería de su vida.
—Lucharé con vos por una oportunidad.
Al escucharla, los ojos de Deacon se abrieron de par en par, al mismo
tiempo que el gentío se quedó en silencio.
—¡Ja! No puedo luchar contra vos, muchacha. Regresad a casa con mis
bendiciones.
—No —respondió ella, decidida, quitándose la capa y sacando la daga
que llevaba escondida en su pierna—. No hasta que me deis una
oportunidad.
Su padre le había dado algunos consejos sobre el manejo de una daga a
lo largo de los años, pues él quería que ella fuera capaz de defenderse en
caso de que la fortaleza fuera atacada. Ahora, esas lecciones iban a ser
útiles.
—¡No tengo que daros nada, muchacha! —gritó Deacon exasperado, sin
perder de vista la daga que ella sostenía en su mano.
Ishbell sonrió, al saber que, delante de su clan, él no podía rechazar un
desafío. Menos aún si ella lo increpaba hasta hacerle perder la cordura.
—Pero yo os desafío, mi señor. Y sabéis muy bien que como laird no
podéis negaros.
Deacon abrió los ojos de par en par y luego miró a Duncan, que asintió,
y a Ewan, que se cruzó de brazos y luego se encogió de hombros con gesto
divertido.
El laird la estudió por un momento y una leve sonrisa se formó en sus
labios. La mujer era increíble y muy inteligente al desafiarlo. Se preguntó
qué podría perder, al estar convencido de que esa MacTavish no podría
vencerle. No era ningún guerrero experimentado y no tenía ni la fuerza ni la
agilidad de él.
—Muy bien —dijo al fin, observándola—. Déjame elegir mi arma.
Deacon escuchó el suspiro de Ishbell mientras se alejaba y sonrió.
Parecía muy segura de poder ganarle y solo esperaba no humillarla
demasiado.
En pocos pasos, él llegó hasta uno de sus guerreros y le pidió su daga,
para acto después regresar frente a ella, a cada segundo más seguro de su
victoria. Sobre todo, cuando se percató de su delicadeza.
Tenía un bonito cuerpo, delgado, pero fuerte, y su estatura era un poco
por encima de la media para una mujer. Pero lo que más le llamó la
atención era que no parecía abrumada o asustada, sino más bien encantada
por haber conseguido el combate.
Sonriendo, Deacon decidió que le bajaría un poco los humos y le haría
regresar a su clan ese mismo día.
—Si te supero, te irás —afirmó rotundo, al no querer mostrar simpatía.
No debía demostrar debilidad o, tras la derrota, ella comenzaría a llorar para
conseguir su propósito de quedarse.
—Y si le supero, entonces me escuchará —respondió ella con la misma
determinación.
Cuando Deacon asintió, asombrado por la convicción de Ishbell, ella se
quitó la capa y respiró hondo. Esta era su oportunidad de demostrarle que
podía ser una aliada y una compañera para este clan, y no estaba dispuesta a
perder.
Deacon se alejó un poco y todo quedó en silencio. El combate iba a
comenzar y nadie se movía.
Ambos contrincantes se miraron mientras no se escuchaba ni el ladrido
de un perro. Parecía que hasta el viento se había detenido, quizá para no
perderse el increíble combate entre el laird MacGill y la osada MacTavish.
Deacon le hizo una seña para que cargara contra él, con la daga en la
mano izquierda, y todo comenzó. Pero Ishbell no se movió, estudiando su
postura y el movimiento que quería hacer primero. El laird había aprendido
a bloquear su debilidad, manteniendo los brazos sueltos y equilibrándose
con facilidad sobre las puntas de los pies, lo que facilitaba el movimiento
rápido cuando atacaba.
En lugar de moverse rápidamente, Ishbell se tomó su tiempo, tal y como
le había explicado su padre durante los entrenamientos.
—¿Puedo haceros una pregunta? —dijo ella mientras se acercaba a él.
Cuando Deacon asintió, ella continuó hablando.
—¿Qué arma prefiere?
Deacon resopló, como si la respuesta fuera más que evidente.
—Cualquier escocés que se precie prefiere su espada a cualquier otra
arma.
Pero Ishbell no estaba escuchando. Ya se estaba abalanzando sobre él,
lanzando su hombro contra su estómago, y haciéndole bajar la guardia.
Sabía que la forma de vencer a un oponente más fuerte era conseguir un
momento de distracción, y por eso le había formulado su pregunta. Además,
ella contaba con la ventaja de que él la infravaloraría al ser mujer, por lo
que no la consideraba un oponente serio.
Como consecuencia de su golpe ambos cayeron al suelo, pero Ishbell se
recuperó primero, sosteniendo su daga en la garganta de él.
—¡Le he ganado! —anunció ella feliz sobre el cuerpo de su adversario.
Capítulo 5

D
eacon estaba paralizado. No solo no había esperado el ataque de
ella, sino tampoco la fuerza con que le golpeó en el estómago.
Pero además, se había quedado inmóvil al notar el cuerpo de la
joven sobre el suyo. Más concretamente, sus muslos alrededor
de sus caderas y su vientre sobre su hombría. Esta no tardó en cobrar vida
mientras él se esforzaba por apartar la mirada de los ojos de color miel de
ella.
Solo el clamor que se levantó en el campo de entrenamiento hizo que
Deacon recordara dónde se encontraba, e inclinó su cuerpo al apoyar los
codos en el suelo.
—¡Has hecho trampa! —trató de parecer enfadado, pero lo cierto era
que no lo estaba. Menos aún cuando ella arqueó una ceja a la vez que
seguía manteniendo su daga en la garganta. Eso sí, con cuidado de no
dañarlo.
—No le he engañado. Un guerrero debe ser astuto y saber aprovechar
sus ventajas.
—Y cuando no las hay, ¿forzarlas?
—Así es —afirmó ella sonriendo.
Deacon también sonrió y se dijo que era demasiado lista para discutir
con ella, sobre todo, en su estado de excitación y con el clan pendiente de
sus palabras.
—En ese caso, no me queda otra opción que declarar vuestra victoria.
Ishbell le sonrió satisfecha y retiró la daga de su cuello. Solo cuando
observó los ojos del laird ávidos por ella, fue consciente de que estaba a
horcajadas sobre el hombre. Su mano se posó en el pecho de él, sintiendo el
ritmo constante de su corazón bajo su palma. Al estar tan cerca, podía ver la
barba incipiente de su fuerte barbilla y sentir el calor que emanaba de él,
aunque estuviera notando el frío en su cara.
Sin perder ni un segundo, Ishbell se apartó del laird y observó cómo este
se ponía en pie, guardando la daga en su cinturón.
Solo entonces se percató de que todos la vitoreaban y de que él había
proclamado su victoria. Al darse cuenta que él no se había enfadado ni
negado a hacerlo, se sintió agradecida. A pocos hombres les gustaba ser
vencidos, menos aún por una mujer, rodeados de testigos y siendo el laird
del lugar.
Ishbell pensó que el MacGill debía de ser un hombre formidable y poco
común. El pensamiento la calentó, y trató de formar las palabras que había
ensayado repetidamente para sí.
Debía centrarse en su misión y hablarle cuanto antes de su plan, antes de
que su mente se quedara en blanco y comenzara a balbucear como una
tonta.
—Veréis, mis padres se han empeñado en que contraiga matrimonio, y
me es imposible desobedecer esa orden. —Deacon alzó una ceja al
escucharla, al no estar muy seguro de que no pudiera hacerlo—. Por ese
motivo, he decidido ser yo quien me busque un marido, en lugar de que mis
padres me impongan uno.
—Es un plan muy inteligente, aunque algo osado —comenzó a decir
Deacon—, pero no entiendo qué tengo que ver yo en todo este asunto.
—Está claro, os he elegido a vos.
Ishbell lo dijo de una forma tan categórica que Deacon se detuvo y se la
quedó mirando.
—Me complace que me tengáis en tal alta estima, pero, ¿no creéis que
sería mejor que escogierais a un hombre al que conocierais?
Ella desechó la idea nada más escucharla, haciendo un gesto con la
mano.
—No tengo tiempo para conocer a todos los hombres solteros de
Escocia y elegir uno.
—Sí, pero…. —dijo Deacon.
—Dejadme continuar, os lo ruego.
A él no le quedó más remedio que aceptar.
—Ya sé que mi propuesta de matrimonio es algo inaudita. —Deacon
resopló al escucharla—. Pero no busco casarme por afecto. Mi idea es
casarme para tener un clan al que llamar propio. Quiero ser una compañera,
nada más.
Sus palabras parecieron tomar por sorpresa a Deacon.
—¿No deseáis un matrimonio por amor?
—No importa lo que desee, sino lo que pueda conseguir. Y tanto si lo
eligen mis padres o debo encontrarlo yo lo antes posible, el amor resulta
una cuestión inalcanzable.
Deacon se quedó pensativo por un momento. Lo cierto era que le
sorprendía que una mujer no deseara casarse por amor, aunque la entendía.
El amor era algo muy difícil de encontrar, y un lujo cuando no se tenía
tiempo apenas para hacer una elección.
Él lo sabía muy bien, pues desde la muerte de su esposa, supo que jamás
volvería a encontrar el amor. No uno tan intenso. Tal vez afecto o
compañerismo, pero nada más.
Quizá por ese motivo la propuesta de la mujer no le resultaba
desechable.
—Entonces, ¿solo buscáis un compañero?
—Y un hogar —afirmó mientras asentía.
—¿Le contasteis a mi consejero Duncan vuestro plan?
—Sí —respondió Ishbell, sin dejar de mirarle a los ojos. Quería que
viera su seguridad en su plan y que estaba dispuesta a discutirlo.
Deacon continuó caminando mientras pensaba en la propuesta. Ishbell
iba a su lado y no tardaron en entrar en la torre del homenaje. Notó
enseguida el calor procedente de la chimenea encendida y miró a su
alrededor. Los preciosos tapices que colgaban de las paredes, los muebles
de madera bien cuidados, el fuego crepitante y el fresco olor de los juncos
le hacía sentir que ese lugar podía ser un buen hogar. Uno del que poder
sentirse orgullosa y que podría mejorar.
Una punzada de soledad la recorrió, pero Ishbell la apartó. Ahora tenía
otras cosas en las que centrarse, no en echar de menos a sus padres o a Else.
El salón estaba solo ocupado por sirvientes que iban de un lado a otro
preparándolo todo para la cena, y ellos se sentaron en unos cómodos
sillones frente al hogar.
Tras unos minutos de silencio, Deacon comenzó a hablar.
—He de admitir que me interesa vuestra oferta. Yo mismo deseaba
encontrar una compañera, una mujer que no esperara amor de nuestra
unión, pero temo que, si acepto, me veré en problemas con vuestro clan.
—No debéis preocuparos. Ya pensé en esa posibilidad, y por eso os
elegí.
Deacon se la quedó mirando, interesado.
—Vuestro clan es temido y respetado —explicó ella—. Es uno de los
más fuertes y poderosos de Escocia, y muy pocos osarían desafiarlo. Pero
además, vos tenéis una reputación de hombre justo, aunque fiero, y sé que
hicisteis feliz a vuestra esposa. Eso hará que mis padres no se opongan al
matrimonio.
Deacon comenzó a sentir un nudo en el estómago al escucharla hablar
de Rhona. No quería meterla en esto, aunque entendía que esa mujer
confiara en que sería un buen compañero, al haber amado a su primera
esposa.
Pero era más importante asegurarse de que su clan no se metería en una
disputa si se casaba con la muchacha.
—Estáis muy convencida de que vuestro padre consentirá este
matrimonio.
—Mis padres me quieren y no se opondrán a mi elección.
Deacon asintió, sin querer entrometerse en la relación que ella mantenía
con sus padres. Aunque debía reconocer que la muchacha había conseguido
llegar hasta el clan, y ya tenía una edad por la que se la podría considerar
una solterona. Eso le indicó que era cierto que sus padres la consentían
demasiado.
—Creo que podría funcionar —aseguró Deacon tras pensarlo.
Como respuesta, Ishbell soltó un suspiro que no sabía que había estado
reteniendo. Él iba a aceptar su plan. Apenas podía creerlo.
—En ese caso, ¿acepta? —le dijo ofreciéndole la mano
Deacon miró la mano y luego a ella.
—Acepto.
Capítulo 6

A
la mañana siguiente, Deacon se levantó y bajó al gran salón. No
se extrañó de no ver a nadie ocupando los asientos de la gran
mesa central, al ser algo más tarde de lo normal. Lo cierto era
que se había quedado dormido, pues, por primera vez en años,
sus sueños habían sido tranquilos.
Ahora lo que deseaba era comer algo, entrenar como cada día y hablar
con Duncan sobre su deseo de casarse con Ishbell MacTavish. Aunque
utilizar la palabra deseo sonaba demasiado personal y apasionado.
Con paso tranquilo, se sentó en la cabecera de la mesa y pronto fue
atendido con cerveza, frutas, queso, pan, panecillos de mantequilla y
mermeladas. Todo un festín que comenzó a comer con voracidad hasta que
su supuesta prometida irrumpió de repente.
—Me alegra encontraros despierto —repuso ella feliz, consiguiendo que
él se sintiera como un niño al que reprendían por haber dormido demasiado,
descuidando sus tareas.
—He estado pensando —dijo él a modo de defensa, aunque ella no
parecía prestar atención a sus palabras.
Por el contrario, Ishbell se sentó a su lado, cogió un panecillo de
mantequilla y comenzó a pellizcarlo y meterse pequeños trocitos en la boca.
—He visitado el huerto, la cocina y la despensa. También he hablado
con la cocinera y algunas doncellas, y después he ido a ver los establos.
Deacon se quedó asombrado, con una rebanada de pan cubierta de
mermelada de fresa que comenzó a gotear. ¿A qué hora se habría levantado
para darle tiempo a hacer tantas cosas? Aunque la pregunta más correcta
sería si habría conseguido dormir un par de horas.
—Si vos estáis de acuerdo, he pensado que podríais mostrarme los
alrededores. —Más que una sugerencia, parecía una orden—. Tenéis una
casa muy bonita y me muero de ganas de ver el resto.
—¿No deseáis antes descansar? —dijo él irónico, aunque ella no pareció
darse cuenta.
—Oh, no. No estoy cansada. Además, si me quedo quieta sin hacer
nada, enseguida me aburro y acabo metida en líos.
—No tenéis que jurarlo para que os crea —dijo él en voz baja mientras
se limpiaba la mermelada de la mano con un trapo.
Ella, por el contrario, seguía metiéndose pequeños trozos del panecillo
en la boca, sin perderse ninguno de sus movimientos.
—En cuanto termine, no tendré ningún inconveniente en enseñaros los
alrededores.
Ishbell asintió, observando cómo Deacon daba un gran bocado a otra
rebanada de pan con mermelada, esta vez de albaricoque, manchándose de
nuevo las manos. Por supuesto, la boca también quedó manchada en uno de
sus laterales, e Ishbell contempló cómo esta mancha comenzaba su lento
camino hacia abajo.
—¿No tenéis que cambiaros de ropa? —preguntó Deacon incómodo, al
percatarse de cómo le miraba ella.
Ishbell negó con la cabeza y prosiguió con su escrutinio, con tan mala
suerte que se le atragantó un pedacito de panecillo y comenzó a toser.
Deacon la miró, ya con el trapo en la mano para limpiarse, cuando se
dio cuenta de que la tos no solo no cesaba, sino que su invitada comenzaba
a ponerse azul.
Desesperado, llamó a gritos a los criados, sin saber qué hacer.
Mientras, Ishbell tosía cada vez con más insistencia, hasta que comenzó
a marearse. Un segundo después, notó un golpe tan fuerte en la espalda que
casi la tumbó sobre la mesa, y el pedacito de panecillo salió disparado hacia
afuera de su garganta.
Había estado tan ensimismada en su ahogamiento, que no advirtió la
desesperación de Deacon, ni que este, al ver que nadie acudía en su ayuda,
hizo lo único que se le ocurrió. Darle un fuerte golpe en la espalda y
sujetarla para que no se estrellara contra la mesa.
Después, la dejó despacio sobre el asiento y la miró asustado.
—¿Estás bien?
Ishbell apenas podía hablar.
—Me has dado un susto de muerte —aseguró Deacon con voz
entrecortada, cuando ella al fin tomó una bocanada de aire.
Tras dos fuertes inspiraciones más, Ishbell se repuso y lo miró. Estaba
junto a ella en cuclillas, visiblemente asustado, y con la mancha de
mermelada de albaricoque aún en su boca.
De pronto, ella empezó a reírse con ganas, dejándolo paralizado.
—No sé a qué viene esa risa. La próxima vez te dejaré que te pongas
azul y te ahogues.
Su comentario solo consiguió que ella riera más y por fin señalara su
mancha.
Receloso, él se llevó una mano a la boca y tocó la mancha de
mermelada. Luego, la retiró y la miró sobre su mano, como si fuera el bicho
más inmundo.
La carcajada de Ishbell aumentó y dijo:
—Somos una pareja de impresentables. Cualquiera que nos hubiera
visto comer nos reprendería.
Deacon sonrió y, tras limpiarse la mancha en el trapo, le contestó.
—El guarro y la tragona descuidada.
Ishbell volvió a romper en carcajadas y esta vez Deacon la acompañó
con ganas.
Lo que no vieron fue a los criados que habían llegado cuando Ishbell
reía y no habían querido intervenir, a petición de Duncan, que había sido el
primero en llegar, al ir en busca del laird y al haberlos observado juntos
hablando.
—Esa chica es un milagro —afirmó complacido y sonriendo mientras
los demás asentían.

Deacon tuvo que admitir que se sentía a gusto mientras paseaba a caballo
junto a Ishbell. Algo en ella era diferente a otras mujeres. No parecía querer
nada de él, al margen de su compañía. Su curiosidad era genuina mientras
contemplaba la zona, y no parecía sentirse incómoda en los silencios.
Desde la muerte de su esposa Rhona, Deacon se había vuelto un hombre
solitario y taciturno que no solía desear la compañía de otras personas. Sin
embargo, ahora, ante esta desconocida recién llegada a su vida, se sentía a
gusto y no le importaba perder una mañana en enseñarle los alrededores del
castillo.
Hacía un buen rato que se habían adentrado en el bosque, y él la siguió
cabalgando más despacio y preguntándose por qué realmente ella lo había
elegido. Nunca se habían visto y él ni siquiera sabía de ella, más allá de ser
la hija mayor de Angus MacTavish.
¿Habían ideado algún plan su padre y ella? ¿O Duncan y la muchacha?
La observó aprovechando que la tenía delante y se perdió en sus curvas. Era
hermosa. Con toda probabilidad, la criatura más hermosa que había visto
nunca.
—Este bosque es espléndido, ¿soléis venir mucho de caza?
La voz dulce de Ishbell lo sacó de sus elucubraciones.
—Me gusta la caza y es bueno para sentirse en forma.
—Mi padre a veces organiza cacerías cuando tiene invitados, pero no
suele dejarme que participe en ellas. Quizá a vos no os importe que me una
al grupo si también organizáis cacerías.
Deacon se estremeció al pensar en estar rodeado de gente. Se había
acostumbrado tanto a su soledad que apenas recibían invitados y menos aún
si no venían para solucionar algún asunto de fronteras o robo de ganado.
Por suerte, Ishbell no pudo notar su gesto de desagrado al pensar en
tener invitados, y Deacon decidió mentir.
—Si alguna vez organizo una cacería para mis invitados, serás la
primera en unirte al grupo —aseguró él, sabiendo que sería algo que nunca
sucedería.
Aunque lamentó esta mentira cuando ella lo miró sonriendo y esos ojos
se clavaron en su alma.
El cielo pareció saber de su pecado, pues unas densas nubes comenzaron
a formarse sobre sus cabezas.
—Parece que se acerca una tormenta —repuso él mirando al cielo.
—Entonces será mejor que regresemos cuanto antes —resolvió Ishbell,
y se volvieron por donde habían llegado.
Pero la tormenta no estaba dispuesta a darles tregua y, a cada momento
que pasaba, las nubes se volvían más oscuras. Pronto se percataron de que
no podrían dejar atrás la tormenta y en pocos minutos comenzó a caer la
lluvia a raudales.
—Maldito tiempo escocés —refunfuñó Deacon, empapado.
La lluvia comenzó a ser tan intensa que apenas dejaba ver, y no tuvieron
más opción que detenerse.
Cuando Deacon miró a Ishbell, pudo ver la preocupación en su rostro.
Fue entonces cuando tuvo la certeza de que no podían seguir cabalgando.
—Hay un lugar al otro lado de la curva donde podemos refugiarnos.
Esperemos que no dure demasiado este aguacero.
Ishbell asintió y juntos cabalgaron hacia una cabaña pequeña que ya
apenas se usaba. Nada más llegar, Deacon la tomó por la cintura para
ayudarla a desmontar, pues su ropa empapada se había vuelto pesada y
molesta.
A Deacon le resultó difícil ignorar la sensación del cuerpo de ella bajo
sus manos y la suave fragancia de su ropa mientras la bajaba del caballo,
pero al verla tiritar se apresuró a refugiarse en la cabaña.
En el interior el aire estaba mohoso, pero por suerte la habitación estaba
seca. Había una chimenea y Deacon se apresuró a buscar leña para encender
un fuego con el que calentarse y secar la ropa. Después, fue a cobijar a los
caballos.
—No tardaré mucho —dijo desde la puerta, al ver que ella lo miraba
extrañada—. Solo voy a asegurarme de que los caballos están bien.
Ishbell asintió y agradeció que primero se ocupara de ella. Ahora ya
ardía un fuego en la chimenea, y podría reponerse sin ser observada.
Cinco minutos después, Deacon entró en la cabaña y no tardó en
colocarse frente al hogar.
—En cuanto deje de llover nos marcharemos.
Parecía tan seguro que Ishbell estuvo tentada de preguntarle cómo lo
sabía. En lugar de ello, se mantuvo en silencio y notó cómo su cuerpo
dejaba de estar entumecido.
—Ojalá tuviéramos algo caliente para tomar —dijo Ishbell, y después
suspiró.
—Y mantas y ropa seca —continuó Deacon.
—Y una silla que no estuviera rota —añadió Ishbell con una sonrisa
señalando la única silla de la cabaña, que no parecía muy estable.
—Ya puestos a pedir, mejor dos, para que me pueda sentar también yo.
Ishbell amplió su sonrisa hasta que vio una rata cruzando a toda
velocidad tras ellos.
Deacon se preparó para el grito de la mujer, pero esta se quedó mirando
a la rata y dijo:
—Pobrecilla, hemos debido de asustarla.
Durante unos segundos, Deacon se quedó quieto mirándola, hasta que
soltó una carcajada.
—Es la primera mujer que conozco que se preocupa de haber asustado a
una rata. Hasta el momento, solo había conocido a mujeres que se asustaban
de las ratas.
—Debo dejarle claro, mi señor, que yo no soy una mujer como las
demás.
Deacon negó con la cabeza sin dejar de mirarla y sonreír.
—Ya me estoy dando cuenta de que no lo eres y, por favor, llámame por
mi nombre. Me resulta muy incómodo que no nos tuteemos.
Ishbell asintió encantada.
—Así lo haré, pero tú también debes tutearme.
Deacon asintió, con el deseo de acariciar su cara.
A pesar de tener el cabello empapado, la cara mojada y helada y estar
rodeada de suciedad, seguía siendo la mujer más hermosa que había
conocido.
Por su parte, Ishbell hizo lo posible por ignorar cómo la túnica mojada
de Deacon se pegaba a su cuerpo y sus brazos musculosos.
De pronto, se percató de su situación y comenzó a reír.
—¿Qué ocurre? —preguntó Deacon, asombrado por cómo le brillaban
los ojos a Ishbell.
—¿Te das cuenta de que si nos ven aquí juntos, nos obligarán a
casarnos?
—En ese caso, menos mal que ya pidió mi mano una escocesa impulsiva
—contestó Deacon, y ambos rieron.
—No te lo esperabas, ¿verdad? —preguntó Ishbell, divertida.
—¿El qué? ¿Que una desconocida me pidiera en matrimonio nada más
verme?
Ishbell asintió y él negó con la cabeza.
—No lo habría imaginado ni en un millón de años.
De repente, Ishbell se quedó seria.
—Si no deseas este matrimonio…
Sin poder contenerse, al verla tan desamparada, él se le acercó y le rozó
la mejilla con sus dedos. Su piel era suave y cálida, a pesar del frío que les
rodeaba.
—No me arrepiento de haber aceptado. Creo que podemos ser buenos
compañeros y hacer muchas cosas por el clan.
Ishbell volvió a sonreír, complacida. A Deacon le pareció que el sol
comenzaba a brillar en el interior de la cabaña, hasta que se dio cuenta de
que había dejado de llover.
Suspiró resignado, reconociendo que no deseaba salir de esa cabaña y
volver a su oscura vida. Durante ese momento con Ishbell no había sentido
soledad ni dolor, e incluso ahora, al pensarlo, no se sentía culpable por no
haber recordado a su esposa.
—¿Qué me estás haciendo? —susurró él, tan bajo que Ishbell no
entendió sus palabras. Pero él no estaba dispuesto a repetirlas—. Será mejor
que regresemos. Ya no llueve, y pronto se hará de noche.
Ishbell asintió, y el embrujo que los rodeó se rompió nada más salir de
la cabaña. Regresaban a la vida real, dejando atrás sus ilusiones.
Aunque ahora había algo distinto entre ellos. Algo que se mantuvo a su
lado hasta que llegó la fecha de la boda.
Capítulo 7

C
on las primeras luces del sol, Ishbell se levantó de la cama y se
apresuró a acercarse a la ventana. Esperaba un día soleado, ya que
deseaba recoger flores para el pelo y un ramo.
A pesar de que el matrimonio iba a ser precipitado y de
conveniencia, estaba emocionada ante la perspectiva de casarse con
Deacon. No solo era el hombre más guapo que había conocido, sino el
único que la alteraba cuando lo tenía cerca.
Estaba segura de que sus besos debían de ser apasionados, pero a pesar
de que cada vez se sentían más a gusto el uno con el otro, en ningún
momento la había besado ni abrazado. Ni siquiera cuando se habían
quedado a solas o cuando ella vio el deseo también en sus ojos.
Ishbell se dijo que no debía preocuparse, sino centrarse en que él había
aceptado ser su esposo, y que parecía complacido con serlo.
La llegada de Else la sobresaltó.
—Me alegro de que estéis despierta —dijo su doncella, que había
llegado unos días atrás.
La familia de Ishbell había decidido no asistir a la celebración, como
muestra de su enfado. Aunque, secretamente, ambos padres y por separado,
se habían asegurado de comunicarle a Else que le dijeran que la querían y la
entendían.
Ishbell comprendía que su padre, como laird, debía dar ejemplo y
castigar a una hija díscola que se había fugado para casarse en secreto con
un desconocido. Aun así, no se arrepentía, pues estaba contenta con su
destino.
Solo que, a veces, Deacon parecía taciturno y ausente, como si sus
pensamientos estuvieran en otro lugar.
—Else —la llamó y, al acercarse esta, Ishbell la cogió de las manos—.
Me alegro de que por lo menos tú estés conmigo.
—Yo siempre estaré contigo, ya lo sabes. Y no te preocupes por tus
padres, en menos de dos meses ya verás cómo buscan una excusa para
visitarte.
Ishbell asintió y sonrió.
—Sí, sé que lo harán, pero me hubiera gustado que estuvieran presentes
el día de mi boda.
Else la abrazó.
—Estarán contigo. Te he traído el vestido de novia de tu madre, ¿no? Y
el broche del clan que me dio tu padre, así que estarán contigo cuando los
lleves puestos en la iglesia.
—Y no olvides que debo ponerme los colores de mi nuevo clan.
—Y las flores que quieres llevar —prosiguió Else.
—¡Dios santo! Si tengo que ponerme todas esas cosas, apenas se me va
a ver.
Las dos mujeres sonrieron y comenzaron con los preparativos. Había
mucho por hacer, y el novio no tardaría mucho en estar esperándola en la
capilla.

Una hora más tarde, Deacon esperaba a Ishbell con Duncan y Ewan a su
lado, así como el resto del clan. El gran salón estaba lleno de escoceses que
querían ver a su laird casarse de nuevo.
Esto no era ninguna sorpresa, pero si lo fue la sensación de agobio que
comenzó a sentir Deacon. Hasta el momento no se había sentido culpable
por volverse a casar, pero, ahora que se veía a punto de hacerlo, le invadía
una sensación de traición respecto a Rhona.
Estaba vestido de la misma forma que lo hizo en su primera boda, al
llevar el tartán escocés. Este había sido abrochado a la cintura para no
eclipsar su falda escocesa con los colores de los MacGill. La espada
ceremonial colgaba a su lado en lugar de su espada de guerrero y su
sporran estaba en medio de la falda.
El corazón se le apretó en el pecho, pero Deacon mantuvo sus rasgos
firmes, sin querer mostrar ningún tipo de emoción. Aquellos días ya habían
pasado, los días de casarse por algo que estaba en su corazón.
Esto era por su clan, se repitió para tratar de callar su conciencia.
La multitud se calmó cuando Ishbell hizo su aparición y, por un breve
momento, a Deacon le costó tragar. Estaba preciosa. Su vestido era de color
azul celeste, con el pelo suelto alrededor de los hombros y ramitas de flores
a modo de corona en la parte superior de la cabeza.
El tartán de los MacGill le cubría un hombro sujeto por un broche y, al
verlo, Deacon se aclaró la garganta, sintiéndose orgulloso. Podía haber
elegido los colores de su propio clan, pero ahí estaba, vestida con el suyo.
Ishbell llegó a su lado y Deacon no pudo apartar los ojos de ella. Esta
era la mujer que estaba volviendo su mundo del revés y que conseguía
confundirlo hasta la locura.
Desde que había conocido a Ishbell, su vida se había vuelto un caos,
pues tan pronto sonreía como se sentía culpable, o se excitaba como se
enojaba.
Apenas escuchó al sacerdote del clan mientras hablaba de la boda y de
sus promesas mutuas, pero cuando llegó el momento de colocar el anillo en
la mano de ella, se metió la mano en su sporran y sacó el pequeño círculo
de plata. El herrero le había hecho el anillo hacía días, aunque no había
ninguna inscripción ni decoración en el metal.
Solo era un simple anillo de plata. Un recordatorio de que solo era un
acuerdo y no una boda de verdad. Ishbell le tendió la mano y él colocó el
anillo en el dedo, descubriendo que su mano temblaba. ¿Estaba nerviosa?
Debía de estarlo no solo por temblar, sino por permanecer con la cabeza
gacha. Por un instante, Deacon pensó enfadado que ella se había
arrepentido de la boda, pero ya era tarde para echarse a atrás. Esa unión era
lo que ella había querido, y ahora tendría que conformarse con pasar una
vida entera a su lado.
Por algún motivo que él no comprendía, parecía que su furia iba en
aumento cuanto más pensaba en ello, hasta que Ishbell alzó la cabeza y la
vio sonreírle.
Deacon no solo se sintió aliviado y suspiró, sino que todo su enfado
desapareció. Como respuesta a su sonrisa, él la secundó y, justo en ese
instante, escucharon que el sacerdote les decía:
—Puedes besar a la novia.
Ambos se miraron y Deacon dio un paso acercándose a ella. Después,
muy despacio, tragó saliva cuando tomó de las manos a Ishbell y sintió su
tacto. Su piel era suave y blanca, y se maravilló al comprobar lo pequeñas
que parecían dentro de las suyas. Su pulgar rozó el anillo y, de repente,
deseó decirle que nunca podría amarla, que sería un marido bastardo para
ella, que su matrimonio nunca llegaría a ser como el primero, pero que,
aunque no pudo proteger a Rhona, velaría por su seguridad.
Sin embargo, no dijo ninguna de esas palabras. En su lugar, se inclinó y
rozó sus labios con los de ella, sintiendo el despertar de su cuerpo por
primera vez desde la muerte de Rhona. No había besado a otra mujer ni
había cogido la mano de ninguna desde que su esposa había muerto.
—Espero haceros feliz —dijo Deacon, deseando de veras un nuevo
comienzo donde Ishbell fuera su compañera. Alguien que lo apartara de su
oscuridad.
Los ojos de ella se abrieron de par en par al escucharle y, por un
momento, pareció perdida.
—Yo también intentaré hacerlo. —Fue su promesa mientras el clan
vitoreaba a su alrededor.
—El quaich —anunció Duncan como como portavoz del consejo,
entregándole a Ishbell el cuenco de dos asas con grabados celtas en los
lados. Deacon observó cómo su nueva esposa lo tomaba, con cuidado de no
derramar el whisky de su interior.
—Un brindis —dijo ella, tendiéndole la copa a Deacon—. Por el clan
MacGill. Para que nunca conozca el sabor de la derrota en el campo de
batalla y sí años de prosperidad.
El clan aplaudió mientras ella bebía del quaich antes de entregárselo a
Deacon. Este, mirando primero a ella y luego a su clan, alzó la copa
ceremonial e hizo otro brindis.
—Que nuestro clan sea bendecido para siempre —añadió antes de beber
y pasárselo a Duncan.
Como marcaba la tradición, la copa se llenaría cientos de veces antes de
que todo el clan se saciara. Era una señal de buena suerte y de unidad que se
pasara de unos a otros, y una tradición que se transmitía de padres a hijos
durante generaciones.
La música empezó a sonar y pronto la sala se llenó de conversaciones,
risas y bailes bulliciosos. Deacon bebió profundamente de las copas que se
le pusieron en la mano, aceptando los buenos deseos de su clan. Esto era lo
que su clan quería ver.
Una razón para celebrar. Debía reconocer que al principio le sorprendió
que todos aceptaran tan bien su unión con Ishbell. No les importó que el
enlace fuera tan precipitado, ni que no conocieran a la novia.
Por el júbilo que Deacon presenciaba, se daba cuenta de que su clan
había estado esperando que volviera a contraer matrimonio, quizá con la
esperanza de un heredero que lo liderara tras su muerte.
Lo cierto era que no podía recordar la última vez que habían celebrado
algo con todo el clan, y una parte de él se alegraba por ver a todos los
presentes tan animados y esperanzados.
Solo que no podía evitar pensar en Rhona, y eso le impedía disfrutar
como los demás.
—Creo que deberías bailar con tu esposa. —Escuchó la voz de Ewan a
su lado—. Me parece que, a ese ritmo, en menos de una hora ya habrá
bailado con todos los miembros del clan, excepto con su marido.
Deacon quiso ponerle mala cara y seguir bebiendo, pero al observar
cómo Ishbell lo miraba con disimulo, se dio cuenta de que quizá ella estaba
esperando que él se le acercara.
Bailar con la esposa era otra tradición y estaba seguro de que no solo
Ishbell estaba a la espera de ese baile. Todo el clan debía verlos como una
pareja, aunque en realidad solo fuera un acuerdo de compañerismo.
Sin querer estropear el ambiente festivo, Deacon se acercó a Ishbell y la
atrajo hacia sus brazos. Después, se balancearon al ritmo de la música, con
el brazo de él rodeando su cintura.
—¿Estás bien? —preguntó Ishbell en voz baja para que solo él la
escuchara.
—¿Qué quieres decir? —Quiso saber Deacon, deseando que ella no se
hubiera percatado de su variable sentido del humor.
—No estoy muy segura, puesto que no te conozco muy bien, pero
parece como si hubiera algo que te preocupara. —Ante el silencio de él,
Ishbell continuó hablando—. Puedes contarme cualquier cosa, Deacon.
Ahora soy tu esposa.
Deacon se estremeció cuando ella dijo su nombre. Estaban tan cerca,
casi susurrándose, que oír de sus labios su nombre le había parecido muy
íntimo. Sin poder evitarlo, la miró a los ojos, intentando ver en estos algo
desagradable que la apartara de ella.
Pero lo cierto era que no podía encontrar nada en ese momento, con el
brillo de sus ojos puestos sobre los de él.
—Sé que puedo contar contigo, Ishbell. —Quiso decir su nombre para
palparlo en su boca—. Y no debes preocuparte, es solo que nuestra boda ha
sido tan rápida que me cuesta hacerme a la idea.
—¿Te arrepientes de casarte conmigo? —La voz de Ishbell sonó
apagada y sus pupilas perdieron parte de su brillo.
—No —le aseguró él con el corazón encogido, al darse cuenta de que
era cierto. No podía dejar de recordar a su primera esposa, pero no se
arrepentía de haberse casado de nuevo. Y menos con alguien como Ishbell
—. Es más, te agradezco que me abrieras los ojos en este asunto. No me
daba cuenta de que mi clan deseara tanto tener una nueva señora.
—Entonces, me alegro de haber seguido mis impulsos y haber llegado
hasta ti.
Un leve rubor recorrió sus mejillas cuando volvió a mirarlo a los ojos,
en busca de su respuesta.
—Yo también me alegro.
Ella se rio, y el sonido se introdujo en el corazón de Deacon, rompiendo
la jaula de hierro en la que lo había encerrado. La melodía terminó y ella le
sonrió cuando se separaron. Pero Ishbell no duró mucho a su lado, pues
Ewan apareció junto a ellos, le guiñó un ojo a Deacon y le robó a su esposa
para seguir bailando con ella.
Por unos segundos, Deacon sintió celos, pero pronto otra muchacha del
clan lo sacó a bailar a él.
Bailaron y brindaron por la feliz pareja hasta altas horas de la
madrugada, hasta que Deacon se vio obligado a coger a su esposa en brazos
y llevarla escaleras arriba.
Los gritos de los asistentes quedaron tras ellos, a la vez que la pareja se
alejaba riendo.
Ishbell le rodeó el cuello con sus brazos mientras él la llevaba por el
pasillo a la que sería su recámara; no era la habitación de Rhona, que aún
permanecía cerrada.
Tener a Ishbell tan cerca le hacía sentir cómo la sangre se le encendía y
el deseo comenzaba a rugir dentro de él.
Hasta que ella habló.
—No quiero obligarte a yacer a mi lado.
—¿Cómo dices, muchacha? —preguntó él sorprendido, pero no se
detuvo.
—He dicho que no deseo obligarte a consumar nuestro matrimonio. No
quiero que te sientas cohibido….
La carcajada de Deacon interrumpió su planteamiento.
—No tengo ningún reparo en hacerte mi esposa esta noche.
Fue el turno de ella de tragar con fuerza, y permaneció callada mientras
Deacon proseguía su camino. Una vez frente a las puertas de la recámara, él
la empujó con ella aún en brazos para abrirla y entró.
Deacon no se detuvo para consultarla o contemplar la habitación. En su
lugar, la depositó en la cama y la contempló. Solo cuando observó que ella
miraba a su alrededor, él hizo lo mismo, y pudo ver que alguien había
entrado y encendido el fuego. También las sábanas habían sido cambiadas,
siendo estas más finas de lo que él estaba acostumbrado.
Después de todo, era su noche de bodas.
Deacon cerró la puerta con su bota y echó el cerrojo, al no desear que
nadie les importunara. A continuación, empezó a quitarse el tartán con
cuidado, aunque las pequeñas manos de Ishbell frenaron sus movimientos.
—Déjame a mí —dijo Ishbell, a la vez que desprendía el broche que
mantenía las piezas unidas.
Él se quedó quieto mientras ella le quitaba el tartán de los hombros y lo
ponía en la silla. Cuando Ishbell buscó la hebilla de su cinturón, él se lo
impidió, con su cuerpo dolorosamente tenso.
—Yo me encargo, muchacha.
Ella le apartó las manos de un manotazo, risueña y complacida por la
idea de desnudarlo.
—Es mi deber como esposa.
Deacon se rio, al advertir que nada en ella era normal. En vez de
quedarse sobre la cama, temerosa, al ser su noche de bodas, como lo haría
cualquier muchacha virginal, ella lo sorprendía al querer desnudarlo.
¿Es que era tan diferente en todo?
Pero él no pensaba quejarse de que su esposa fuera tan impulsiva,
curiosa y decidida. Le empezaba a gustar su forma de ser, y no estaba
dispuesto a que cambiara.
Menos aún cuando lo hacía reír.
—¿Dejarás que yo también cumpla mi deber como esposo? —preguntó
Deacon con malicia.
Ishbell le observó sin poder esconder su sonrisa, mientras
desenganchaba su sporran y su espada, dejando que se unieran al tartán.
—¿Y qué deber es ese? —repuso ella, haciéndose la distraída.
Él no respondió. No podía hacerlo. Ella le estaba desabrochando la
camisa y quitándole el tartán que le rodeaba los hombros. En cuestión de
segundos se quedaría desnudo, y no quería perderse su expresión.
Ishbell lo volvió a sorprender, cuando al verlo desnudo, retrocedió unos
pasos sin dejar de recorrer todo su cuerpo con su mirada. Deacon sabía que
no se asustaría al verlo, al haberle dejado bien claro que no era una
mojigata, pero no había creído que se atreviera a contemplarlo sin recato.
Cuando ella comenzó a trabajar con los cordones de la parte delantera
del vestido, dejando que este se deslizara por su cuerpo hasta que se quedó
solo con su camisa, Deacon perdió el habla.
Se maravilló al observar cómo el fuego iluminaba su figura. Era
simplemente preciosa, y esa noche sería solo suya.
—Deja que yo siga —le pidió Deacon cuando Ishbell se disponía a
quitarse la camisa.
Gustosa, Ishbell así lo hizo y, despacio, él deslizó la camisa por sus
hombros. Excitado, contempló su cuerpo desnudo.
Era su primera mujer en cuatro largos años.
Incapaz de soportarlo, Deacon capturó sus labios con los suyos, su
propia mente se rompió al deslizar su lengua en la boca de ella y saborear el
whisky que ella había consumido. Como respuesta, Ishbell gimió en su
garganta y tiró de él hasta que sus cuerpos estuvieron juntos. Deacon podía
sentir la suavidad de ella presionada contra su cuerpo duro y la forma en
que sus manos se movían ágilmente sobre sus hombros desnudos, como si
quisiera aprender su cuerpo.
Él quería aprender el de ella.
Deacon rompió el beso, con la respiración entrecortada, y dio un paso
atrás.
—Esta noche serás mía.
Capítulo 8

I
shbell nunca jamás había sentido tanto calor. No era por el fuego que
había detrás de ella, sino por la mirada acalorada que le dirigía su
marido en ese momento, haciéndola temblar bajo su intensidad.
¿Era esto lo que se sentía cuando un hombre te deseaba? Dada la
forma en que él la miraba, ella creía que así era.
Pero Ishbell no se quedó atrás y también lo contempló a conciencia. El
pecho de su esposo tenía numerosas cicatrices que fruncían su piel, pero de
alguna manera eso lo hacía aún más guapo.
Era grande, firme y musculoso, y su hombría la sorprendió al alzarse
aún más ante su mirada.
—No debes tener miedo —le dijo él con la respiración entrecortada.
—No tengo miedo —aseguró ella, pero permaneció quieta, desnuda ante
el cuerpo de su esposo, que parecía reclamarla.
Deacon se acercó un paso, le puso el dedo bajo la barbilla y la obligó a
mirarlo. Como respuesta, las mejillas de Ishbell se enrojecieron.
—Intentaré ser cuidadoso.
Ishbell asintió, tan nerviosa que solo se le ocurrió decirle:
—Yo también tendré cuidado.
Deacon no tardó en reír al darse cuenta de que esas palabras le decían lo
inocente que era su esposa en temas amatorios. Algo que le agradó, al ser él
el primero. Y el único.
—Te lo agradezco, esposa —le dijo, y la besó con dulzura en los labios.
En un principio, el beso tenía la intención de ser breve e inocente, pero
pronto se intensificó, y Deacon se encontró perdido en el sabor de su boca.
Por el contrario, Ishbell lo saboreaba con expectación, como si fuera el
inicio de una de sus muchas aventuras por el bosque, en busca de una presa
o de algo nuevo y emocionante. Pero pronto descubrió que acababa de
comenzar algo completamente novedoso e inquietante por experimentar.
Deseaba saber más, probar más, hasta que Deacon tocó su pecho y todo
raciocinio desapareció de ella. En su lugar, Ishbell gimió en voz baja en su
garganta, sintiendo cómo crecía la humedad entre sus piernas.
—Och, muchacha, —susurró él contra su piel mientras su mano se
deslizaba por el abdomen de Ishbell—. Jamás imaginé que fueras tan
perfecta. Me temo que nunca me saciaré de ti.
—Espero que no —respondió ella con voz seria—. Acabo de empezar a
aprender, y debes enseñarme muchas cosas.
Él se rio, y a Ishbell se le puso la piel de gallina cuando su dedo se
hundió en ella. Ishbell alargó la mano a ciegas y se agarró al brazo de
Deacon mientras su cuerpo se acostumbraba a la novedad del tacto de un
hombre.
El toque de su marido.
—Eso es —le dijo él, con su boca contra la sien de ella y sus dedos
rozando su parte más sensible—. Puedo sentir tu necesidad.
Ishbell se arqueó contra su contacto, logrando que la presión de su
cuerpo aumentara. Quería más, mucho más. Ella luchó por permanecer
quieta, al mismo tiempo que se mordía el labio inferior para no hacer
ningún ruido.
Y entonces sintió que su cuerpo se liberaba, un grito desgarrando su
garganta. No se parecía a nada que hubiera sentido antes, el calor se
extendió por sus extremidades mientras su cuerpo se agitaba con la pulsante
liberación.
Cuando Deacon la empujó hacia la cama, ella obedeció, y su piel se
deslizó por la fina ropa de cama.
—Pon tus brazos alrededor de mi cuello —le ordenó él.
Ella hizo lo que él le dijo, pero no pudo pensar más allá del hecho de
que él separó sus piernas y se instaló entre ellas.
Su respiración era áspera, y le recorría la cara mientras Ishbell notaba el
miembro de él entre sus piernas.
Entonces, Deacon empujó hacia dentro. A pesar de sus lentos
movimientos, fue incómodo y un poco doloroso cuando entró en ella.
Él empujó una vez más y esta vez la llenó por completo. Ishbell notó el
pinchazo al romper su virginidad, pero no fue terriblemente doloroso.
Estaba demasiado distraída por estar completamente unida a él.
Cuando Deacon se quedó quieto un momento, Ishbell abrió los ojos y lo
miró.
—¿Ya ha terminado? —preguntó ella, decepcionada.
Él dejó escapar un gemido torturado.
—No, muchacha, solo te estoy dando un momento.
Unos segundos después, Deacon comenzó a moverse de nuevo, con sus
caderas subiendo y bajando. Al principio el ritmo era lento, pero pronto
pareció perder el control.
Ishbell se aferró a su marido, y las olas de placer volvieron a inundarla
mientras él penetraba en ella, con movimientos cada vez más bruscos.
Cuando él soltó un fuerte grito, Ishbell se dio cuenta de que Deacon había
llegado a su propia liberación.
Él rodó sobre su espalda y la atrajo contra su costado. Bajo su oreja, su
corazón latía frenético, y su pecho se expandía con cada inhalación aguda.
—Ahora será mejor que descansemos —dijo Deacon para después
besarle en la sien.
—¿Esposo? —lo llamó ella en un susurró pocos minutos después.
—Sí? —preguntó Deacon, medio adormilado y exhausto tras un día tan
intenso.
—¿Podremos hacer esto todas las noches?
La pregunta le sorprendió, pero él sonrió y abrazó a su esposa con más
fuerza.
—Sí, si tú lo deseas.
—Entonces, me gustará eso de estar casada.
Deacon rompió en una carcajada y decidió que a él también le gustaría.

A pesar de haberse despertado sola en la cama, Ishbell estaba de buen


humor. Ni siquiera la ligera rigidez de sus piernas y su espalda disminuía su
estado de ánimo. Había mucho que hacer y, si quería ganarse el respeto de
todos, debía ocuparse cuanto antes de sus responsabilidades como la nueva
señora de los MacGill.
Comenzó a hacer planes sobre qué debería hacer primero, hasta que la
puerta se abrió y apareció una preocupada Else.
La mujer llevaba una bandeja con leche, pan tostado, mantequilla recién
hecha y miel, y se quedó mirando la habitación para después contemplar a
Ishbell, como si esperara encontrar algo distinto en ella.
—Buenos días, señora. ¿Quiere que le prepare un baño?
—Sí, por favor, Else —respondió Ishbell, sintiéndose insegura cuando la
mujer la llamó «señora», pues no sabía qué era lo que buscaba.
Ahora que ella era una mujer casada, ¿cambiaría su relación con Else?
¿Tendría que comportarse de forma diferente? Ishbell se daba cuenta de que
debería haber prestado más atención a las enseñanzas de su madre respecto
al servicio, aunque nunca podría considerar a Else como a una criada. Para
ella era su amiga y su confidente, y quería que su relación siguiera siendo la
misma.
Los recuerdos de su madre la hicieron suspirar y olvidar por un instante
a Else. Se preguntó si su familia tardaría mucho en perdonarla y aceptarían
ir a visitarla. Ishbell esperaba que cuando sus padres vieran lo contentos que
estaban todos con ella, reconocieran que no su hija no había obrado mal al
escaparse, y así su relación volvería a ser como la de antes.
Queriendo dejar este tema atrás, al entristecerla, Ishbell se untó una
tostada con abundante mantequilla y miel. Luego le dio un gran bocado que
hizo que Else alzara una ceja por su glotonería.
—¿Sabes dónde está mi marido? —preguntó Ishbell.
—No lo he visto, pero he oído que comió algo y se fue temprano esta
mañana.
A Ishbell le extrañó que él se marchara sin decirle nada, pero, al no
saber qué hacía exactamente su esposo durante el día, no podía reprocharle
que la esperara.
—Seguro que no puede andar muy lejos —dijo ella—, aunque esta
mañana nosotras también estaremos muy ocupadas y no tendremos tiempo
para buscarlo.
Else la miró ceñuda, pero no dijo nada.
—En cuanto termine de comer y me dé un baño —declaró Ishbell—,
quiero conocer cada rincón de este castillo y a todos sus sirvientes.
—No creo que tarde mucho en conocer a los sirvientes. Según mi
opinión, falta personal para una casa tan grande.
Ishbell, interesada, se terminó de un trago el vaso de leche.
—En ese caso, cuanto antes empecemos, mejor.
Media hora después, las dos mujeres se apresuraban a entrar en la
cocina. Aunque el lugar estaba recogido, se notaba que los fogones
necesitaban una buena limpieza, así como las paredes.
En su interior estaba la cocinera, que daba órdenes a dos muchachas
acaloradas y serias y a un niño que no podría tener más de ocho años. El
niño no parecía delgado ni desnutrido, aunque a Ishbell le pareció que no le
vendrían mal unas libras de más. Este, a pesar de ser pequeño, se esforzaba
por traer del exterior troncos de leña que apenas podía cargar.
—Buenos días, señora, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó la
cocinera, una mujer regordeta y muy alta, que parecía apurada al verla.
—Quisiera hablar con el encargado de los asuntos domésticos del
torreón.
—Entonces debe hablar con el anciano Duncan. Es la mano derecha del
laird y quien se ocupaba hasta ahora de esos asuntos.
Ishbell asintió extrañada, y comprendió por qué todo estaba en perfecto
funcionamiento, pero con cierta dejadez. A fin de cuentas, ¿qué entendería
un anciano como Duncan del manejo de una casa?
También se alegró de que fuera él a quien relevar de sus funciones, al no
querer dejar sin ocupación a nadie. Por el contrario, al tratarse de Duncan, y
ser este miembro del consejo, no habría ningún problema en liberarlo de esa
carga.
—Está bien, pero ya que estoy aquí, quisiera comentar algunos asuntos
con usted.
Dos horas después, Aila, la cocinera, e Ishbell, habían acordado
contratar a otra muchacha y hacer una limpieza profunda en la cocina.
También se habló del pequeño Bruce y de que, a partir de ahora, no cargaría
con cosas pesadas como troncos de leña y que ayudaría a Ishbell en el
huerto.
Al parecer, el niño era un huérfano y, aunque la obligación del clan era
cuidarlo entre todos, el pequeño era muy orgulloso y prefería trabajar para
ganarse su comida y alojamiento. Ishbell lo entendía y no quería privarlo de
su amor propio, por lo que decidió que simplemente realizaría trabajos
menos duros.
Satisfecha, salió de la cocina, sudorosa a causa del calor que emanaba
de los fuegos y echando de menos el baño que se dio unas horas antes.
—¿Qué quiere hacer ahora, señora? —le preguntó Else, también
sudorosa.
—Tenemos que encontrar a Duncan y hablarle de contratar a más
criados.
—Y debería ver la huerta, los árboles frutales y las pocilgas y la…
—Else, ¡para! —le dijo Ishbell sonriendo—. Me recuerdas a mi madre,
y ya sabes cómo salía yo corriendo en cuanto ella se ponía a recitar mis
obligaciones.
—No me lo recuerde. Siempre me dejaba sola y tenía que aguantar el
sermón de su madre.
—Pero ya no pienso salir corriendo —aseguró Ishbell, un poco
melancólica.
—Ni yo pienso quedarme quieta escuchando sermones. Lo hacía por la
santa de su madre, pero no pienso hacerlo por nadie más.
Ishbell sonrió y abrazó a Else. A primera hora de la mañana se había
preguntado si todo había cambiado entre ellas, al ser ahora Ishbell una
mujer casada, pero se acababa de dar cuenta de que no era así.
Seguían siendo Ishbell y Else, aunque ahora la llamara señora en lugar
de muchacha.
—No sé qué haría si no te tuviera a mi lado —le dijo Ishbell mientras
seguía abrazando a Else.
—Corretear de un lado para otro sin nadie que la reprenda. Eso es lo que
haría.
Ishbell asintió y sonrió.
—Pero tú me mantendrás en mi lugar.
—Yo y ese marido tan guapo que se ha buscado.
Ishbell rio con ganas y Else se sonrojó.
—Y ahora vayamos en busca de ese anciano, antes de que me haga
hablar demasiado —señaló Else, que se notaba emocionada ante la muestra
de cariño de Ishbell.
Las dos mujeres comenzaron a caminar, una al lado de la otra, mientras
señalaban cosas que se deberían cambiar. Ambas parecían ilusionadas con
sus cabezas dando forma a cómo querían que quedara su nuevo hogar.
Tres horas después de haber encontrado a Duncan, este parecía estar en
plena tortura. Ambas mujeres habían terminado de ver el torreón, sin haber
dejado de hablar ni un solo segundo.
Al principio, Duncan había permanecido atento y memorizando los
cambios, pero había desistido al cabo de media hora. Ahora estaba harto de
escuchar hablar de colores, muebles y telas, así como de tapices, juncos y
criadas.
Con ojos suplicantes miró a Ishbell, y luego a la puerta de salida cuando
por fin regresaron al gran salón, pero Ishbell aún no había terminado.
—Nos falta por ver toda la parte exterior. Las pocilgas, la vaquería, el
huerto, los…
—Señora, os lo ruego, recordad que solo soy un anciano. Además, el
laird dijo que nos aseguráramos de que permanecierais en el interior. Ha
apostado varios guardias en las puertas de la torre del homenaje para
garantizar vuestra seguridad.
—¿Mi seguridad? ¿Qué cree que puede pasarme? ¿Que me muerda una
vaca?
Duncan se quedó balbuceando mientras Elsa susurraba:
—Ya le mordió una vaca una vez por curiosear donde no debía...
Como respuesta, Ishbell le dio un pisotón en el pie, y Else estuvo a
punto de soltar un grito de dolor.
—Creo que a su marido le preocupa más que se pierda por el bosque o
que alguien la secuestre —aseguró Duncan, fingiendo que no había
escuchado el comentario de Else ni visto el pisotón que le había dado
Ishbell a la mujer.
—Claro que puedo perderme si nunca salgo a conocerlo. Y respecto a
que me secuestren…
—Ahora es la esposa del laird —la interrumpió Duncan, al intuir lo que
iba a decir.
—En ese caso, que me ponga la guardia solo para cuando salga del
castillo. No creo que sea necesario que la tenga en mi propio hogar.
Duncan llevaba tres horas discutiendo sobre cada detalle del torreón, por
lo que no se sentía con fuerzas para comenzar ahora a discutir por este
asunto.
—En todo caso, es el laird quien lo mandó, y debe obedecerlo.
Cuando Duncan vio santiguarse a Else y ponerse en jarras a Ishbell,
supo que había escogido las palabras equivocadas.
—Quiero decir… —comenzó a rectificar.
—No hace falta que diga nada más —afirmó Ishbell, luchando por ser
una buena esposa obediente y acatar las decisiones de su marido, o ser ella
misma y desafiarle.
—¿Por qué no vemos cómo va la comida, señora? —propuso Else, que
conocía muy bien a Ishbell y ya comenzaba a ver el brillo desafiante que
aparecía en sus ojos cada vez que iba a hacer algo que no debía—. Debe de
ser la hora de comer, y sería conveniente que comprobáramos que todo está
perfecto.
—Está bien, pero en cuanto terminemos de comer, saldremos a
inspeccionar la parte exterior del torreón —resolvió Ishbell, que comenzó a
caminar decidida hacia las cocinas, sin ver el asentimiento con la cabeza de
Duncan hacia Else para agradecerle su intervención.
La nueva señora era todo un torbellino, y Duncan se temía que en poco
tiempo su fuerza pondría a todos los MacGill en su sitio. Empezando por el
laird, que esa mañana había preferido huir del castillo para no enfrentarse a
su nueva esposa.
Capítulo 9

T
ras cinco días casados, Deacon se había vuelto un experto en
esconderse de su esposa. Aunque Ishbell no parecía darse cuenta,
ya que ella se había pasado todo este tiempo contratando más
sirvientes y cambiando todo de su sitio.
Él recordaba el segundo día de su matrimonio. Después de la noche de
pasión que habían compartido, había necesitado alejarse de ella. De todo lo
que le hacía sentir y de las cosas que ahora cambiarían con solo su
presencia.
Por ese motivo, Deacon había buscado una excusa para permanecer
fuera del castillo todo el día, regresando con la noche ya sobre ellos. Para su
sorpresa, lo primero que descubrió fue que su esposa no pareció echarlo de
menos y que, cansada, ya se había acostado.
Curioso, al no saber si eso era cierto o solo una mentira para estar sola
llorando por su abandono, Deacon se dirigió a la recámara que compartían y
cruzó el umbral del dormitorio con sigilo.
La habitación estaba en penumbra, únicamente con la luz de la
chimenea encendida para guiarlo. Aun así, era bastante evidente que su
esposa estaba cobijada en la cama, hecha un ovillo.
Al parecer, Ishbell se había quedado dormida nada más tumbarse, y no
había notado que por la noche, a pesar del calor del exterior, el interior era
frío.
Refunfuñando sobre mujeres impulsivas y catarros mal curados, Deacon
cubrió a su esposa con una fina manta y se la quedó mirando.
No quería sentir compasión o apego por ella. Era demasiado pronto,
pero no pudo dejar de experimentar un remolino de sensaciones en su
estómago al verla dormir tan plácidamente en su cama.
Quizá por eso a la mañana siguiente se levantó temprano y volvió a
pasar todo el día fuera del castillo y, cinco días después, ya no sabía qué
más excusas inventar para estar lo más alejado posible de ella.
Durante estos cinco días se había sentido inseguro y taciturno, y quizá
por eso no se sorprendió cuando vio acercarse a su amigo Ewan, serio y
nervioso. Ewan lo conocía muy bien, y Deacon estaba convencido de que él
había notado el cambio. Por lo que suponía que ahora le aguardaba una
seria conversación con su amigo, en la que tendría que convencerlo de que
estaba en la armería por un buen motivo.
—Me preguntaba dónde podría encontrarte hoy —comenzó a decir
Ewan cuando apenas estaba a unos pasos de Deacon.
—Estoy revisando las armas —contestó este.
—No creo que sea algo que deba hacer el laird —continuó Ewan, ya a
su lado.
Deacon se dispuso a rebatirle, pero Ewan colocó una mano en su brazo
y lo miró serio, antes de que Deacon pudiera pronunciar una sola palabra.
—¿Qué es lo que realmente te preocupa?
—Nada —no dudó en decir Deacon, al no querer tener esta
conversación.
—Somos amigos desde hace muchos años. Deberías saber que puedes
contar conmigo.
Deacon se volvió hacia él, manteniendo sus emociones controladas
frente a una de las pocas personas que probablemente podía ver dentro de
su alma. Pero no podía contarle a Ewan lo que estaba pasando ahora.
Pensaría que era un estúpido por alejarse de su esposa por el simple motivo
de que esta le atrajera, y eso le hacía sentirse culpable e infiel hacia su
esposa fallecida.
—¿Se trata de tu esposa? —averiguó Ewan, consiguiendo que Deacon
lo mirara impresionado, al haber sabido tan bien qué le pasaba.
Deacon suspiró y no tuvo más remedio que sincerarse con él.
—Sí —respondió Deacon mientras pensaba en Ishbell.
Ella lo había hecho bien con el clan, su sonrisa amable y su voz suave
calmaron a los miembros del clan más escépticos con su matrimonio. En
unos pocos días, incluso él había caído bajo su hechizo, motivo por el que
se alejaba, incapaz de manejar lo que sentía.
Su esposa le había hecho algo que Deacon no podía explicar, pero que
igualmente temía.
—Sabes que puedes ser feliz y seguir manteniendo el recuerdo de Rhona
—dijo Ewan después de un momento—. Ella querría que fueras feliz.
Deacon dio un paso atrás, su garganta se cerró al oír el nombre de su
anterior esposa, al no estar preparado para escucharlo.
—No quiero hablar de Rhona.
—Pero tienes que hablarle de ella con Ishbell, eso te ayudará a sanar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —Pero Deacon no dejó que Ewan le
contestara—. Además, no quiero hablar de ella con nadie, y menos con
Ishbell.
Tras sus palabras, Deacon se alejó a grandes zancadas antes de que
pudiera seguir escuchando. Rhona era su recuerdo, su dolor, el de nadie
más. Y ni Ewan ni Ishbell debían interponerse entre sus recuerdos y
sentimientos por Rhona.
Deacon no se detuvo hasta que llegó al establo y ensilló su caballo. El
mozo de cuadra había echado un vistazo a su expresión y salió corriendo de
su puesto, asustado por la mirada del laird. Deacon no culpó al joven. Él
también habría huido de él.
Después de ensillar a su caballo, Deacon se subió a su lomo y lo guio
fuera de los establos, a los páramos que se extendían más allá del castillo.
Deacon cabalgó durante un rato hasta que vio otro caballo a lo lejos,
corriendo por los páramos a una velocidad que le sorprendió. Deacon instó
a su caballo a seguir adelante y, pronto, su pecho se agarrotó al advertir el
pelo rubio del jinete.
No, no podía ser. Pero todo indicaba que era Ishbell.
Deacon empujó su caballo más rápido, con el corazón martilleando en
su pecho. Ella estaba cabalgando a una velocidad que probablemente le
causaría la muerte si se caía. ¿En qué estaba pensando?
¿Estaba huyendo de él?
Deacon sintió que el viento desgarraba su ropa cuando empezó a ganar
terreno, con la boca seca. No podía permitir que se hiciera daño porque ella
quisiera alejarse de él. Quizá debería haberle prestado más atención, pero
sus pensamientos, siempre que ella estaba cerca, hacían que Deacon deseara
más de lo que podía darle.
Más de lo que ella quería.
Observó cómo Ishbell reducía la velocidad del caballo, y él impulsó el
suyo hacia delante hasta alcanzarla.
—¿Qué estás haciendo, muchacha? —dijo, mirándola para asegurarse
de que no estaba herida.
No lo estaba. Sonreía de oreja a oreja entretanto ambos desmontaban.
—Estoy ejercitando mi caballo —contestó Ishbell, ajena al miedo que
Deacon había sentido y apartando el pelo de su cara.
Deacon observó casi sin aliento su rostro, comprobando que tenía las
mejillas rojas por el ejercicio. Al verla ilesa y relajada se sintió aliviado,
aunque no pudo evitar que el miedo fuera sustituido por la furia.
—¡Eso no es ejercitar al caballo! —le espetó—. Eso es desear la muerte.
Ishbell se rio al advertir el tono de enfado de su esposo.
—No en mi caso. Sé manejar a los caballos desde que era muy pequeña.
Pero Deacon no solo había temido por ella. Había otra cuestión que
también lo había atormentado al verla correr de esa manera y debía saber la
verdad cuanto antes.
—¿Estabas huyendo? —No se atrevió a mirarla a los ojos cuando se lo
preguntó, por miedo a ver arrepentimiento en ellos.
Como respuesta, Ishbell lo miró, con la sorpresa reflejada en su rostro.
—¿De qué iba a huir? —Al comprobar que él seguía sin mirarla, Ishbell
pareció entenderlo—. ¿Creías que me marchaba del castillo? —Deacon
siguió callado—. ¿Por qué? ¿Por haberme ignorado durante días?
Ahora, Deacon lamentaba haberle hecho esa pregunta, como lamentaba
que ella se hubiera dado cuenta de su alejamiento. No quería parecer ante su
esposa como un cobarde, ni quería estropear el pequeño acercamiento que
habían tenido en su noche de bodas.
—No debes preocuparte, Deacon. No soy ninguna cobarde y no pienso
huir.
—Bien. —Fue lo único capaz de responder. En su lugar, Deacon la miró
y, sin saber el motivo, sintió la extrema necesidad de darle explicaciones—.
Necesitaba unos días para hacerme una idea de que estaba casado de nuevo.
Ishbell asintió, con sus ojos aún fijos en el páramo.
—Reconozco que yo también necesitaba unos días para hacerme a la
idea y conocer el castillo.
—Según he escuchado, y por lo que he visto con mis propios ojos, ya
sientes el castillo como tu propio hogar —dijo ahora más relajado Deacon,
dándose cuenta de que le gustaba esta conversación con Ishbell.
La risa de ella volvió a sonar, y esta vez Ishbell se giró para mirarlo.
—Temo preguntar qué es lo que has escuchado, pero sí, ahora lo siento
más mi hogar.
—Me complace saberlo. —Deacon se sorprendió al percatarse de cuánto
—. Y no debe preocuparte lo que los demás opinen, eres la nueva señora y
todos deben hacer tu voluntad.
—¿Todos, mi señor? —preguntó ella sonriendo.
Deacon asintió con la boca seca para después negar con la cabeza.
—El laird no cuenta.
—Pero sí debo preocuparme por vuestra opinión —afirmó Ishbell más
que preguntó, usando una voz melosa que hipnotizó a Deacon.
Despacio, Ishbell se acercó a él, convencida de que se le acababa de
presentar una oportunidad única para romper de una vez las barreras que su
esposo se esforzaba en mantener. Algo que no entendía, porque era más que
evidente que él se sentía atraído por ella y le complacía su compañía.
Recordando a las criadas que veía coquetear con los mozos de cuadra,
Ishbell se aproximó a Deacon y colocó un dedo sobre el pecho de su
esposo.
—¿Qué opináis de mi?
Los ojos de Deacon se abrieron de par en par y miró el dedo juguetón
que se movía siguiendo el juego de los cuadros de su kilt.
—Pienso que eres un diablillo que está intentando seducirme —le dijo él
a la vez que le agarraba el dedo.
—¿Solo intentándolo? —dijo Ishbell.
Deacon se rio sorprendido y encantado con la mujer que tenía ante él.
Sin lugar a dudas, su esposa era toda una caja de sorpresas, que tan pronto
podía enfadarlo como excitarlo. Un don que lo volvía loco y que, en ese
momento a solas, agradecía.
Deacon no perdió ni un segundo en responder y la rodeó con sus brazos
por la cintura.
—Cada vez estás más cerca de conseguirlo.
—Enséñame cómo se hace —susurró Ishbell en su boca, y él estuvo
tentado de decirle que lo hacía muy bien, que no necesitaba que nadie le
enseñara. En su lugar, la acercó más a él, hasta notar cómo su propio pecho
se agitaba con frenesí.
El recuerdo de cómo se sentía ella bajo su cuerpo lo excitó, y Deacon
estuvo a punto de perder la cabeza. ¿Cuántas veces en estos cinco días
había soñado con ella, imaginando en su mente sus gemidos y jadeos? ¿Por
qué se negaba a sí mismo lo que realmente quería? ¿Lo que necesitaba?
La necesitaba. Aunque su corazón y su mente se oponían a ello, Deacon
sabía que necesitaba a Ishbell. Se sentía atraído por ella como una polilla a
la llama.
Cuando Ishbell se puso de puntillas y acercó sus labios a los de él,
Deacon no pudo resistirse. Olía como el viento de primavera cargado de
aromas de flores y brezo, sus labios estaban cálidos y suaves y sus manos
las sentía pequeñas y curiosas al seguir jugueteando con su túnica. Él quería
más.
Deacon dio un paso atrás y miró a su alrededor.
Estaban en medio de la nada, solos, y sentía la inmensa necesidad de
hacerla suya. Una parte de él sabía que no era el lugar para hacerle el amor
a su esposa, menos aún cuando había rehusado su compañía durante cinco
días, pero al mirarla a la cara y ver en los ojos de Ishbell el mismo anhelo
por poseerle, supo que estaba perdido.
—Espero que no me culpes por lo que voy a hacer —susurró, antes de
volverla a estrechar entre sus brazos y besarla con todo el anhelo que sentía.
Estaba desesperado por sentir su cuerpo contra el suyo, por querer
olvidar todo aquello que los separaba. Ahora solo tenía una inmensa
necesidad por ella y por el consuelo que le ofrecían sus besos.
—Te necesito. ¿Puedo tenerte?
Los ojos de ella se redondearon hasta que logró entender lo que él le
pedía. Como respuesta, las manos de Ishbell tiraron de la túnica de Deacon,
dando de esa manera su aprobación.
Con determinación, Deacon la ayudó a deshacerse de la túnica y sus
labios se encontraron con los de ella con tal ferocidad, que incluso le
sorprendió. Ahora era él quien quería desvestir a Ishbell y ella quien lo
ayudaba.
Deacon no tardó mucho en dejar sobre el suelo la capa de ella, que hizo
de manta improvisada, así como en abrir los cordones del vestido de Ishbell
para dejar al descubierto sus pechos.
Él no perdió ni un segundo para cubrirlos con sus manos, separando su
boca de la de ella para besar su cuello.
—¿Cómo puedes hacer que pierda la cabeza? —le dijo, sin poder
apartar sus manos de sus pechos ni sus labios de su piel.
—Deacon, te necesito —volvió a repetir Ishbell, consiguiendo que
Deacon perdiera el poco control que le quedaba.
Él quería encontrar todos los lugares de su cuerpo que la hicieran
suspirar de placer. Quería tenerla en su habitación, extendida ante él, en
lugar de robarle caricias en medio del páramo, pero no podía detenerse. Se
sentía como un animal en celo, incapaz de controlar sus impulsos.
La obligó a bajarse el vestido por las caderas y a tumbarse desnuda
sobre la capa. Después, se colocó sobre ella y empezó a cubrirla de besos y
caricias, hasta que la escuchó gemir y decir en su oído.
—Deacon. Te necesito.
El momento que él había estado esperando por fin había llegado. Sin
perder ni un segundo más, Deacon se colocó entre sus piernas, presionando
su hombría en su entrada.
—Rodéame con tus piernas, Ishbell.
Ella hizo lo que le pidió, y él se deslizó dentro de ella. Ishbell gritó
cuando él se enterró en su calor, gimiendo contra su cuello mientras ella se
apretaba a su alrededor.
—Och, Ishbell.
Esto era tanto lo que necesitaba como lo que debía evitar, y lo partía en
dos.
Entretanto, Ishbell no quería pensar en nada que no fuera el deseo que
sentía en ese momento por él.
Era cierto que no entendía a su marido, que tan pronto la rehuía como le
hacía el amor de forma apasionada, pero por mucho que intentara negarlo,
ella sabía que deseaba a su marido.
Quería un lugar en su cama y no solo a su lado.
Quería ser una esposa en todos los sentidos.
Sus dedos se clavaron en sus hombros, pero él no se quejó, bombeando
dentro de ella hasta llevarla al borde del placer una vez más. Su cuerpo se
agitó e Ishbell gritó su nombre, preguntándose si alguien había muerto de
placer.
Ella se sentía como si así fuera.
No hubo palabras, solo el sonido de sus cuerpos chocando entre sí
mientras él se movía a un ritmo rápido hasta que gimió contra su piel, con
la humedad de su liberación llenándola. Por un momento, se quedaron allí,
con las piernas de ella rodeando la cintura de él, hasta que Ishbell no pudo
sentirlas más y se vio obligada a moverse.
Cuando lo hizo, él la miró con una expresión que ella no supo distinguir.
—¿Estás bien? —preguntó Deacon, quizá algo preocupado.
—Más que bien —respondió ella, con el corazón apretado en el pecho y
una sonrisa en sus labios para quitar esa posible preocupación del rostro de
su enigmático esposo.
Deacon pronto apartó la mirada y la ayudó a levantarse y vestirse. A
Ishbell le pareció extraño que después de haber experimentado juntos una
pasión tan intensa, ahora parecieran cohibidos, incluso diría que Deacon
parecía arrepentido.
Eso la enfadó y decidió seguir su juego.
Si tras hacerle el amor venían días de silencio y soledad, entonces ella se
ocuparía de cubrir esos días con otros asuntos que sí la necesitaban.
—Será mejor que regresemos cuanto antes al castillo.
—Como desees —respondió Ishbell en tono frío.
Temblando por la indignación, ella se encaminó hacia el caballo,
deseando que hubiera algo cerca para tirarlo a la cabeza de su marido. En
lugar de eso, se recordó que debía ser una dama y, sobre todo, no hacerle
ver a su esposo el daño que su distanciamiento le provocaba.
El viaje de vuelta fue tranquilo y ambos permanecieron callados, cada
uno sumergido en sus cavilaciones.
Deacon sintiéndose culpable por haberle hecho el amor en medio del
páramo, e Ishbell sintiéndose triste al creer que él solo la buscaba para
satisfacer sus deseos.
Ninguno miró al otro a la cara y, cuando ambos se encontraron
protegidos dentro del castillo, su marido volvió a sorprenderla.
—Tengo que hacer un asunto urgente —le dijo sin atreverse a mirarla y
parando su montura frente a los establos.
—¿Como de urgente? —preguntó ella con enfado, deteniendo también
su caballo. Al ver que no tenía respuesta, prosiguió su camino y le dijo—:
Por mí, como si te vas al infierno.
Deacon la miró, sabiendo que estaba haciendo mal, que debía cercarse a
ella y pedirle perdón por su comportamiento, pero en lugar de ello, dio la
vuelta a su caballo y volvió a salir del castillo rumbo al pueblo.
Lo había vuelto a estropear todo, y solo había una cosa que le apeteciera
hacer en ese momento.
Capítulo 10

D
esde que Deacon la dejó en el castillo y se marchó, las horas
habían pasado demasiado despacio para Ishbell. No podía dejar
de pensar cuándo regresaría su marido y, lo peor de todo, dónde
y con quién estaría.
Cuando todos se fueron a dormir y Deacon aún no había regresado, el
desconcierto de Ishbell se transformó en enfado. ¿Acaso ese hombre se
creía que podía deshacerse de ella para desaparecer cuando quisiera?
Paseándose de un lado a otro por la habitación, pensó en qué lugares
debía de estar, pero ninguno consiguió relajarla. Solo había un sitio en las
cercanías que pudiera estar abierto a esas horas, y era la taberna.
No era tan tonta como para no saber que podía haber mujeres de mala
vida trabajando en su interior, ni que en el pueblo pudiera haber una viuda
en busca de los favores de un hombre. Más aún si este era el laird. La
cuestión era saber si su esposo era de esa clase de hombres que dejan a su
esposa en el hogar para irse con otra.
Todo su ser le decía que no, al saber que Deacon era un hombre de
honor, pero cuando las horas fueron pasando y la madrugada se hacía más
presente, las dudas sobre la honradez de su esposo se intensificaron.
Sentada en la cama, con la mirada fija en la puerta de la habitación y
tratando de contener los bostezos, Ishbell se preguntó hasta qué hora
pensaba esperarle despierta.
Unos segundos después sonaron pasos por el pasillo, y ella se levantó
para esperarlo. No sabía qué se iba a encontrar cuando él entrara, pero no
imaginaba ver allí a Deacon tambaleándose.
Estaba borracho.
Solo hacía falta verlo caminar para darse cuenta, pero cuando además lo
vio tropezar con una silla y proferir toda clase de insultos, no tuvo ninguna
duda.
De hecho, estaba tan borracho que Ishbell dudaba que él la hubiera
visto, y eso que estaba a apenas unos metros.
Como si fuera un peso muerto, Deacon se dejó caer en la silla con la que
había tropezado e intentó quitarse la bota.
—Maldita cosa del infierno —farfulló para después caerse de la silla.
Durante unos segundos se quedó estirado en el suelo, como si
pretendiera hacer un ángel de nieve, para después comenzar a reír.
—Vas a despertar a todo el castillo —dijo Ishbell al fin.
Deacon alzó los brazos e intentó agarrar el aire con sus manos.
—¿Ishbell, eres tú?
Resignada a lidiar con él en ese estado, se adelantó unos pasos y se le
quedó mirando con los brazos cruzados sobre su pecho.
—¿Quién más iba a estar a estas horas esperándote en nuestra recámara?
Deacon pareció que lo pensaba, pero cuando Ishbell se dio cuenta de
que él tardaba demasiado en darle una respuesta, se le acercó unos pasos y
vio que se había quedado dormido.
—¡Deacon! —gritó, y el brinco que dio este estuvo a punto de hacerla
reír.
Asustado, su esposo miró a su alrededor, ahora sentado en el suelo, para
después llevarse las manos a la cabeza.
—¿Por qué gritas, esposa? —apenas pudo pronunciar.
—¿No pensarás quedarte toda la noche en el suelo? —continuó ella, en
tono de censura.
—Me lo estoy pensando —fue la respuesta que él le dio. Cuando Ishbell
observó que Deacon pretendía volver a tumbarse en el suelo, se le acercó
para impedírselo.
—Será mejor que te ayude, si quiero dormir algo esta noche.
A duras penas, Ishbell consiguió levantarle para después guiarlo hasta la
cama y dejarse caer ambos sobre ella.
—¡Dios Santísimo! Pesas más que un caballo —dijo ella tratando de
alejarse de él, pero Deacon se esforzaba en retenerla entre sus brazos.
—A ti te gustan los caballos, ¿por eso te gusto? —preguntó Deacon
sonriendo, consiguiendo que Ishbell estuviera a punto de borrarle la sonrisa
de un puñetazo por la estúpida pregunta.
—Tú eres un jamelgo. Además, no me gusta la gente borracha.
Pero Deacon ahora estaba más entretenido en retenerla encima de él.
—He tenido que emborracharme para dejar de pensar en ti. Pero ni así
he podido conseguirlo. ¿Qué me has hecho, esposa?
Ishbell se quedó paralizada al escucharlo. ¿Se había emborrachado por
ella? ¿Para olvidarla? ¿Pero por qué quería olvidarla? Era su esposa, no
había ningún motivo para que se mantuviera alejado, como tampoco lo
había para que quisiera olvidarla.
Se quedó mirándolo por un instante, preguntándose si sería cierto lo que
se decía de los borrachos. ¿Le diría la verdad si se lo preguntaba? Después
de pensarlo brevemente, Ishbell decidió que no pasaba nada por probar.
—¿Por qué querías olvidarme?
Por unos segundos, Ishbell creyó que Deacon no le contestaría, pero este
la sorprendió con su respuesta.
—Me haces sentir culpable —dijo sin más, como si con ello no dejara a
Ishbell más confusa.
Por su parte, esta se quedó pensativa mientras contemplaba a su esposo.
Sabía que se había casado con un extraño y que apenas sabía nada de los
hombres, pero su marido la confundía cada vez más.
Ishbell iba a preguntarle el motivo de que lo hiciera sentirse culpable,
cuando Deacon continuó hablando.
—Le dije a Rhona que la amaría para siempre, y ahora estás tú… Y yo...
no debería sentir nada por ti, pero…
Ishbell se quedó quieta, asimilando lo que su esposo le acababa de
revelar. ¿Sentía algo por ella? ¿Pero el qué? Dentro de ella surgió la
necesidad de saber todo de él. De sus verdaderos motivos para casarse con
ella. De sus sentimientos. De por qué se apartaba de ella y por qué tuvo que
emborracharse tras hacerle de nuevo el amor.
Había tantas cosas que desconocía… que le asustaba.
Antes de casarse con Deacon, Ishbell solo sabía que era un fiero y
temido guerrero, jefe de uno de los clanes más poderosos de Escocia. Y
desde su matrimonio, lo único que había descubierto de él era que apenas
sonreía, aunque con ella lo había hecho un par de veces, y que cuando le
hacía el amor se entregaba a ella por entero y que era viudo.
De pronto, sintió la necesidad de saber todo sobre su anterior
matrimonio.
—¿Rhona fue tu primera esposa? Y, ¿qué sientes por mí? —Pero como
respuesta, solo consiguió los ronquidos de Deacon.
Aprovechando que los brazos de su esposo habían perdido fuerza, ella
consiguió salir de su agarre y se puso de pie, quedando al lado de la cama.
Su marido estaba tumbado boca arriba, con la cabeza en el borde de la
cama. Cada exhalación era un fuerte ronquido. Olía a whisky, y mucho se
temía que sería imposible despertarle. Tendría que esperar hasta la mañana
para obtener una respuesta.
Molesta, decidió que lo mejor era intentar dormir. Tenía planes para el
día siguiente. Una vez que interrogara a Duncan, quería arreglar la recámara
que siempre permanecía cerrada y comenzar a plantar en el huerto con la
ayuda del pequeño Bruce.
Por lo menos, esa noche no dormiría sola, aunque dormir al lado de un
hombre ebrio que ronca como un toro, no era lo que ella se había imaginado
cuando pensó en su matrimonio.
Dejó escapar un suspiro, rodeó la cama, se deslizó entre las sábanas y
enseguida cayó en un sueño profundo.

Cuando llegó la mañana, Ishbell se levantó antes que su esposo, que aún
dormía medio inconsciente. Se vistió, bajó las escaleras y se dirigió a las
cocinas para servirse algo de comer.
Le gustaba bajar cada mañana a las cocinas, pues el aroma a canela le
recordaba a su casa y su olor le hacía sentirse más cerca de los suyos. Para
cuando terminó de comer algo y comprobar que cada sirviente sabía lo que
tenía que hacer, Effie, la criada más joven, le informó que su marido ya
estaba en el comedor.
—No tiene buen aspecto, mi señora, ¿le llevamos una infusión?
La cocinera resopló y tomó cartas en el asunto.
—No se preocupe, señora. No es la primera vez que el laird amanece…
indispuesto, y una de mis infusiones lo anima.
—En ese caso, lo dejaré en sus manos —dijo Ishbell—. Aunque…
¿Cuál es la comida que más odia mi esposo? —preguntó con expresión
inocente a Aila, la cocinera.
—Los riñones cocidos y los huevos poco hechos —respondió esta con
una sonrisa en sus labios al intuir lo que pretendía la nueva señora.
—Muy bien, prepare esos manjares para mi esposo. Estoy segura de que
con la resaca le vendrán de maravilla unos riñones cocidos y unos huevos
poco hechos.
Todos en la cocina rieron con disimulo, mientras la cocinera se subía las
mangas.
—Me ocuparé personalmente que todo quede al gusto de la señora.
Con una sonrisa, Ishbell agradeció a Aila su colaboración para darle un
escarmiento a su esposo. Después, se giró para buscar a Effie y darle otro
encargo.
—Effie —llamó a la joven criada—. Asegúrate de que el laird sepa que
he sido yo quien ha escogido especialmente estos manjares. Y dile que será
lo que coma cada vez que se presente borracho.
La criada asintió, aunque sus manos comenzaron a temblar, al temer que
el laird pagara el enfado con ella.
Sin más por hacer, Ishbell se dispuso a salir de la cocina hasta que se le
ocurrió una idea y se acercó a la cocinera, que ya troceaba los riñones con
una sonrisa.
—¿Sabes quién es la criada más antigua del torreón? —le preguntó.
—Maela, mi señora —contestó Aila señalando con la cabeza a una
mujer de cerca de cincuenta años, con pelo canoso que se disponía a salir de
la cocina con un cubo de agua y unos paños.
Ishbell asintió a Aila, que continuó troceando los riñones, y se acercó a
la criada que la cocinera le había señalado.
—Maela —la llamó, como si la conociera—. Acompáñame a ordenar mi
recámara y deja que Iona se ocupe de tu tarea.
Aunque extrañada, Maela dejó el cubo y los trapos para que los cogiera
Iona. Prefería mil veces recoger la recámara que estar un par de horas de
rodillas fregando los suelos, por lo que no pudo evitar acompañar a la nueva
señora con una sonrisa en los labios.
Ambas mujeres subieron al piso superior en silencio, sin que Maela
sospechara las verdaderas intenciones de Ishbell.
Unas intenciones que requerían que ambas estuvieran a solas, y lejos de
oídos curiosos para no ser descubiertas.
Capítulo 11

V
einte minutos después, ambas mujeres se encontraban en la
alcoba que ocupaba Ishbell con Deacon. Desde que habían
llegado, Maela se había puesto a limpiar e Ishbell doblaba las
prendas que a su esposo le gustaba dejar por el suelo.
De vez en cuando, Ishbell miraba a Maela con disimulo, pensando la
manera de romper el hielo para preguntarle por la primera esposa de
Deacon. No quería parecer interesada o preocupada por descubrir cosas de
esa mujer, pero necesitaba saber qué clase de matrimonio habían tenido
Deacon y Rhona y, sobre todo, si se habían amado.
—Señora, no hace falta que ayude. Solo dígame lo que tengo que hacer
y me ocuparé gustosa —dijo Maela, con la cara enrojecida por el calor.
—Que esté casada con el laird no significa que no pueda trabajar en mi
propia casa —dijo Ishbell—. Además, debo hacer algo para no aburrirme
—respondió, recogiendo una camisa.
La mujer mayor se rio.
—Me recuerda mucho a Rhona.
Al escucharla, Ishbell estuvo a punto de dejar caer la camisa al suelo.
Maela había sacado el tema que a ella tanto le interesaba, y sin tener que
hacerle ninguna pregunta incómoda.
Tratando de no demostrar su atención, Ishbell comenzó su
interrogatorio.
—¿Era la primera esposa de Deacon, verdad?
—Así es.
Por desgracia, Maela no siguió hablando, lo que obligó a Ishbell a
continuar con la charla.
—¿Y en qué me parezco a ella?
—Era muy alegre y amable con todos. Y, como usted, le gustaba ayudar
en las tareas de la casa.
La información que le dio no era nada especial, pero la forma en que
Maela susurró las palabras, como si temiera que alguien la escuchara, hizo
que a Ishbell se le erizaran los pelos de la nuca así que dejó lo que estaba
haciendo y miró a Maela.
—¿Por qué nadie habla de ella?
Durante un largo instante, Maela se mantuvo en silencio, como si
temiera ser ella la que revelara algún secreto.
—Su muerte causó mucho dolor y nadie quiere revivir ese sufrimiento
—señaló la mujer, e Ishbell asintió. No era la primera vez que escuchaba
que era mejor dejar a los muertos tranquilos y no perturbarlos con los
recuerdos. Pero ella necesitaba saber más, mucho más.
—Murió en el parto, ¿verdad?
Maela la observó para después suspirar. La mujer era demasiado mayor
y sabia para ignorar que Ishbell quería saber cosas sobre Rhona.
—No debería ser yo quien le hablara de ella, pero puedo contarle
algunas cosas.
Cuando Ishbell asintió, la mujer se dejó caer en una silla para continuar
hablando.
—Rhona y Deacon se conocieron cuando eran muy jóvenes. Ella era la
única hija de un guerrero que buscó cobijo en el clan cuando gobernaba el
padre de Deacon. Rhona y su madre siempre estaban por el torreón, aunque
ella solía escaparse para ver entrenar a Deacon. Este ya era un muchacho
muy atractivo y musculoso, por lo que Rhona no tardó en quedarse
impresionada por él. Por aquel entonces las risas eran frecuentes en todo el
castillo, pero ella hizo que la felicidad se hiciera más patente. Tenía algo
especial que te hacía quererla nada más conocerla, y Deacon no tardó en
enamorarse perdidamente de ella.
Ansiosa por saber más, Ishbell se le acercó y se sentó frente a ella en la
cama, sobre todo porque le temblaban las piernas. De alguna manera, no
creía que esta historia fuera a ser sencilla de escuchar, y menos ahora que
sabía que Rhona fue el primer amor de Deacon.
—Cuando Rhona alcanzó la edad apropiada para casarse, Deacon
comenzó a cortejarla. Ella lo rehusó al principio y todos pensamos que era
porque ella no creía que fuera lo bastante buena para ser su esposa. —
Maela sonrió con cariño—. Sin embargo, él no se rindió, y pronto fue
evidente el profundo amor que ambos se sentían. Tan intenso, que los
padres de Deacon no se opusieron al matrimonio.
Ishbell sintió que se le encogía el estómago. Su marido se casó
enamorado. Ahora entendía que el nombre de Rhona no se mencionara en el
castillo, pues su recuerdo debía de ser doloroso para Deacon.
Ishbell se dio cuenta de que cuanto más sabía de Rhona, más celos tenía
de ella. Anhelaba la relación que Rhona había tenido con Deacon, pero, en
su lugar, ella tenía su recelo y distanciamiento, así como su culpa.
Se preguntó si alguna vez conseguiría que Deacon la amara, o si por el
contrario su corazón estaba cerrado a ella al pertenecerle para siempre a
Rhona.
—¿Cómo murió ella? —Ishbell se obligó a preguntar, sin estar segura de
querer saberlo.
Sabía que la respuesta era dolorosa, pues la expresión de Maela se
volvió sombría.
—Se quedó embarazada de su primer hijo. Todos estábamos muy
contentos con la noticia, y Deacon parecía sentirse pletórico de felicidad.
Pero el bebé nació muerto tras un parto tan duro, que minutos después
Rhona murió desangrada.
Ishbell jadeó, impresionada. Sabía sobre su muerte, pero ahora que
escuchaba a alguien que la conocía relatar la historia, todo parecía diferente.
Más macabro y doloroso.
Hasta este momento, no había pensado lo que significaría perder a un
hijo, y menos aún, perder después a la persona que más amabas en el
mundo. Alguien que lo significaba todo para ti. Ishbell se percató de que
debió ser terrible para Deacon, y comenzó a entender su culpabilidad.
Si, como le decía Maela, él amaba tanto a su esposa y tan dolorosa fue
su pérdida, ¿cómo iba querer amar de nuevo?
Ahora, a Ishbell le quedaba claro por qué Deacon había aceptado su
propuesta de matrimonio al asegurarle que solo serían compañeros. Él no
podía ofrecerle amor, al pertenecer su corazón a otra, pero debía contraer
matrimonio por su clan. Necesitaba un heredero, y ella le había ofrecido la
solución perfecta para tenerlo y no renunciar al recuerdo de su esposa.
El problema era que ella ahora quería más. No quería ser solo su
compañera, quería ser su esposa y disfrutar de la clase de amor que Rhona
había tenido.
Quería serlo todo para Deacon, pero ¿cómo conseguirlo, si cada vez que
intimaban él se sentía culpable y se alejaba de ella?
El dolor de saber que nunca tendría a Deacon se volvió insoportable.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida de enamorarse de Deacon en tan
poco tiempo? Solo había hecho falta estar entre sus brazos una sola vez para
olvidarlo todo y desear su amor.
Qué tonta había sido.
—Cuando Rhona murió, todo el clan se hundió en el dolor, pero
Deacon… El laird no volvió a ser el mismo. Todos pensamos que se
reuniría con su mujer y su hijo en poco tiempo, pero el tiempo fue pasando
y…
—Llegué yo —terminó por decir Ishbell, sintiendo el corazón
destrozado.
—Oh, señora, no debería habérselo dicho, como tampoco debí tomarme
tantas confianzas al relatarle la historia. Pero conozco a Deacon… es decir,
al señor desde que era un bebé, y suelo olvidar que debo referirme a él
como al laird —confesó apenada, pero también asustada por si se había
metido en un problema.
—Tranquila, Maela. Comprendo que me has hablado desde el cariño
que sientes por Deacon y con el fin de ayudarlo.
—Así es señora —asintió Maela con ojos llorosos—. Creímos que
nunca más volvería la felicidad al castillo, hasta que usted llegó.
Ishbell sonrió y agarró la mano de la mujer.
—Me alegro de que me lo hayas dicho y de ser útil al clan.
Maela le devolvió la sonrisa y dieron por terminada la conversación al
levantarse y seguir con sus tareas. Pero nada parecía igual para Ishbell.
Echaba en falta más que nunca a su madre para poder hablar con ella de
todo este asunto. Sabía que podía escribirle una misiva para consultarle,
pero no quería preocuparla y, además, cabía la posibilidad de que le
replicara que ella misma se había buscado su destino y ahora tenía que
vivirlo.

Tras otra noche de soledad en su cuarto y de no poder dormir por culpa de


sus pensamientos, Ishbell decidió que lo primero que haría ese día sería
salir a caballo para buscar las tumbas de Rhona y su hijo.
Necesitaba verlas, quizá para asegurarse de que no regresarían para
robarle a Deacon, o tal vez quisiera ver la tumba de Rhona para rogarle que
liberara el corazón de Deacon y así él pudiera amarla a ella.
Sabía que estaba siendo una tonta, que no podía sentir amor por un
hombre al que apenas conocía y que la ignoraba, como también era
imposible que él olvidara a la mujer que había amado por prácticamente
una intrusa que estaba poniendo su mundo del revés.
Pero Ishbell pocas veces se guiaba por su lógica, ya que era su corazón
quien la impulsaba.
Decidida, marchó hacia el establo y, en cuestión de minutos, el viento
desgarraba su capa al cabalgar por el páramo. Quería alejarse antes de que
notaran su ausencia, para que así no tuviera tras ella a unos guardias que, no
solo la vigilarían, sino que además descubrirían su plan.
Ahora se dirigía a gran velocidad al lugar donde Effie le había indicado
que estaban las tumbas. El sitio que Deacon había escogido se encontraba
en lo alto de una colina pequeña frente a la puesta de sol, desde donde podía
verse a lo lejos el castillo, rodeado del frondoso y verde páramo.
Del mismo modo, le había dicho que el lugar estaba custodiado por un
grupo pequeño de abedules, que no solo protegían las sepulturas de las
inclemencias del tiempo, sino que se alzaban orgullosos indicando el lugar
de descanso de esas personas tan amadas.
Gracias a estas indicaciones, Ishbell no tardó mucho en encontrar el
lugar, aunque al acercarse se sorprendió de ver al caballo de Deacon atado a
uno de los troncos de los árboles.
Con cuidado de no hacer ruido, Ishbell desmontó y apartó su caballo del
de Deacon para que estos no hicieran ruido y este no lo viera cuando
regresara.
No había esperado encontrar allí a su esposo, aunque tampoco le
extrañaba. Si como le había dicho Maela Deacon tanto amaba a su esposa,
era lógico que fuera a verla a menudo.
A pesar de sentirse como una intrusa y con el pecho dolorido al
comprobar que el amor de Deacon por Rhona aún seguía vivo, Ishbell se
adelantó unos pasos en busca de las tumbas.
No tardó en ver las cruces de madera, custodiadas en el centro del grupo
pequeño de abedules, tal y como le había indicado Effie. Pero además vio
algo que la dejó sin aliento. Deacon estaba de rodillas frente a ellas y con la
cabeza gacha.
Ishbell había conseguido más información sobre Rhona y Deacon por
parte de Effie, aunque debía reconocer que cuanto más sabía de ellos, más
daño le hacía.
Según Effie, había sido Deacon quien construyó los ataúdes y había
insistido en ser él quien echara la tierra por encima, sellando para siempre
su existencia en la tierra.
Durante los meses siguientes, en más de un centenar de veces habían
tenido que ir en busca de Deacon, al no aparecer durante un día entero. En
todas esas ocasiones, lo habían encontrado acurrucado junto a la tumba de
su esposa, a veces derramando lágrimas y otras veces simplemente
hablando con su mujer, diciéndole lo mucho que la echaba de menos.
Todos en el clan sabían de ese dolor, y por ese motivo nadie quiso
molestarlo con más problemas. Ishbell los entendía, pues ahora que ella
conocía el profundo dolor que él sintió tras la muerte de su esposa y su hijo,
se daba cuenta de lo ilusa que había sido.
Él nunca la amaría ni una ínfima parte de cómo había amado a Rhona, ni
Ishbell se veía capaz de hacer que la olvidara.
—Te quiero, Rhona.
Ishbell oyó lo que Deacon le decía a la tumba de su esposa, y entonces
supo que le acababa de romper el corazón.
Si ella quería alguna prueba de su amor por Deacon, escuchar cómo le
decía a otra mujer que la amaba se lo había confirmado. Que la mujer a la
que él amaba estuviera muerta solo indicaba lo imposible que sería luchar
contra su recuerdo y lo ilusa que Ishbell había sido al creer que él podría
amarla.
Con movimientos pesados, Deacon se puso en pie y se dirigió a su
caballo, tan absorto en su pesar que en ningún momento advirtió su
presencia.
Solo cuando Ishbell oyó el sonido de los cascos del caballo de Deacon
alejándose del lugar, y tuvo la certeza de que estaba sola, se aventuró a salir
de su escondite tras un árbol.
Sintiéndose como una intrusa, Ishbell se acercó con pasos sigilosos a las
tumbas y se quedó de pie frente a la cruz de Rhona.
Estaba frente a su adversaria, pero no la sentía como tal.
Rhona había amado a Deacon, había sido feliz a su lado, pero le habían
arrebatado a su hijo, su vida y su amor en un instante. No podía odiarla,
solo lamentar su final y desear que encontrara la paz donde estuviera.
—Debo parecerte patética al envidiarte —comenzó a decir Ishbell a la
tumba de Rhona—, pero no puedo evitar desear lo que tú tuviste.
No hubo ninguna respuesta ni Ishbell se sintió mejor al decirlo. Aun así,
continuó hablando.
—Te juro que no pensé que me enamoraría de él. Solo buscaba un
compañero de mi elección, antes de que mis padres me obligaran a casarme
con alguien al que no pudiera respetar. Es solo que…
El viento se levantó y arrastró los cabellos de Ishbell hacia su cara. Por
un instante, Ishbell se estremeció y miró a su alrededor, pero allí no había
nadie. Solo ella, por lo que prosiguió.
—Nunca imaginé que Deacon fuera… tan… tierno y a la vez fuerte.
Apuesto, audaz y temperamental, pero honesto y trabajador. De él solo
sabía que era un laird justo, temido y guerrero. Y cuando supe que había
estado casado antes y en espera de un hijo, pensé que si ya había pensado
en casarse, también podría interesarle tener una nueva esposa.
Calló durante unos segundos, como si esperara respuesta. Pero solo
consiguió silencio. Aun así, descubrió que le hacía sentirse bien sincerarse
ante la tumba de Rhona y por ello continuó hablando.
—No estoy segura de cuándo empecé a amarle, si fue amor a primera
vista o fue algo paulatino que comenzó a forjarse cuando luchamos juntos o
hicimos el amor la primera vez. Aunque lo más seguro es que sea un poco
de todo ello. Lo único que sé es que Deacon no es el hombre que
imaginaba. No es un bruto ni un hombre feroz y sin sentimientos, como
muchos aseguran que es.
Ishbell se arrodilló junto a la tumba y tocó la cruz, como si así pudiera
sentir que Rhona la escuchaba.
—Creo que es alguien que siente con pasión y por eso le dolió tanto
cuando te perdió. Antes de saber cuánto te amó, quise que él me amara, y
estaba dispuesta a todo para conseguirlo, pero ahora que sé la profundidad
de sus sentimientos por ti y que no puede olvidarte, no reclamo para mí esa
clase de amor tan profundo y bello, solo quiero que esté a mi lado y sienta
cierta clase de cariño. ¿Es eso posible?
Ishbell notó que las lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas y sintió
frío, a pesar de que el sol ya estaba en lo alto del cielo.
—¿Cómo puedo luchar contra tu recuerdo? ¿Cómo puedo hacer que
deje de amarte?
No consiguió respuestas a sus preguntas, ni tenía ni idea de qué podía
hacer para conquistar a Deacon.
Ahora sabía la verdad, que Rhona siempre iba a tener una parte de
Deacon que ella nunca tendría y que ella debía amarlo lo suficiente por los
dos.
Suspirando, Ishbell miró hacia los páramos, y por primera vez en su
vida se dejó vencer por la tristeza. Hoy lloraría por un amor sin futuro, pero
mañana… mañana buscaría la manera de seguir adelante y ganarse el
respeto y el cariño de Deacon.
Capítulo 12

T
ras pasar uno de los peores días de su vida, Ishbell se encontraba
sentada en el gran salón, tras lo que le parecía una larga cena.
Tanto ella como Deacon permanecieron callados y distantes,
como si sus mentes estuvieran a millas de ellos.
Pero ahora que la hora de dormir estaba próxima, Ishbell no soportaba la
idea de que su esposo se volviera a marchar y dejarla sola.
Esa noche no lo soportaría, pues estaba convencida de que se pasaría
toda la noche pensando en Rhona, en Deacon y en ella.
Sin nada que perder, Ishbell deslizó su mano alrededor del brazo
derecho de Deacon para llamar su atención.
—Esposo, quiero hacerte una petición. —Su mirada de color miel se
encontró con los ojos verdes de él, que la miraron curiosos—.
¿Considerarías quedarte en mi alcoba esta noche?
Parecía una petición extraña para una pareja de recién casados, pero
nada era normal en su matrimonio.
—¿Ocurre algo? —preguntó Deacon, no porque no deseara estar con
ella, pues desde su matrimonio se había despertado varias veces duro como
una piedra y había considerado ir a su cama, sino por temor a volver a
sentirse tan bien entre sus brazos.
—En realidad no pasa nada —mintió Ishbell, al no querer revelar la
necesidad de su amor y, esa noche, de su compañía—. Esta noche me siento
sola, quizá porque echo de menos a mi familia.
En el último instante, Ishbell decidió que utilizaría esa mentira para
contestarle, aunque, al decirlo, descubrió que en realidad era cierto.
Por su parte, Deacon se quedó pensativo, debatiéndose por su deseo de
quedarse con su esposa o su resolución de mantenerse apartado de ella y ser
solo un compañero sin pretensiones.
Pero al volver a mirar los ojos suplicantes de Ishbell, él supo que estaba
perdido. No sabía qué le hacía esa mujer, pero si no estaba atento, acabaría
como arcilla en sus manos.
—Está bien, en cuanto terminemos de cenar te acompañaré a tu alcoba.
La luz que apareció en los ojos de Ishbell estuvo a punto de dejarlo sin
aliento, hasta que Effie llegó con más comida y rompió el embrujo.
Deacon pensó que, sin duda, esa noche sería muy larga y, por cómo se
había endurecido su miembro, también muy dolorosa.

Un par de horas después, por petición de Ishbell, Deacon y ella se


encontraban frente a la puerta cerrada de la alcoba. Ante él podía ver a su
esposa cohibida, sin saber cómo proceder.
Una parte de él quería acercarse a ella y abrazarla con fuerza, queriendo
apartar el nerviosismo de su cuerpo. Pero cuando observó que ella se
mordía el labio inferior, notó que perdía buena parte de su control.
—Deacon. —Ishbell se acercó a él con precaución, como si midiera sus
pasos—. Gracias por aceptar pasar la noche conmigo.
—Aunque apenas nos conocemos, me importas mucho.
La respuesta de Deacon hizo que ella sonriera y, sin pensarlo, lo
abrazara. Desde que lo había visto postrado ante la tumba de su esposa,
había estado segura de que nunca tendría su amor. Quizá con el tiempo
tuviera su cariño y un matrimonio tranquilo. Por eso a Ishbell le había
complacido tanto escuchar que ella le importaba, porque le aseguraba que
por lo menos ella tendría un pequeño pedacito de su corazón.
Por el momento, a Ishbell le bastaba.
Por eso se sorprendió cuando, tras abrazarlo y apoyar la cabeza en el
pecho de su esposo, este la abrazó con fuerza y besó su coronilla.
—Eres un buen hombre, esposo —le dijo Ishbell, al saber que él estaba
siendo amable con ella para no herir su orgullo.
Darse cuenta de que su esposo pensaba en ella fue como un bálsamo
para su alma atribulada, haciéndola sentir como una mujer normal.
Al escucharla, Deacon se estremeció, pues no creía que ella lo fuera. Esa
mañana había necesitado visitar la tumba de su esposa, sentía que cuanto
más tiempo pasaba casado con Ishbell, más rememoraba su rostro en vez de
el de Rhona.
Era su aroma el que echaba de menos y ahora, con Ishbell entre sus
brazos, era a ella a la que deseaba.
Y eso lo atormentaba.
No quería olvidar a Rhona. No cuando había significado tanto para él y
había muerto al querer darle un hijo.
Sin embargo, era Ishbell la que temblaba junto a su cuerpo, la que le
hacía sentirse vivo y necesario. La que curaba sus heridas.
Una noche cualquiera habría escapado alejándose de ella, pero hoy
Ishbell le había pedido que permaneciera a su lado y él había aceptado.
Y ahora, con Ishbell entre sus brazos, sabía que le haría el amor. Aunque
por la mañana volviera a sentir que había defraudado el recuerdo de Rhona.
Con el deseo marcando sus pasos, Deacon colocó su dedo bajo la
barbilla de su esposa y se la alzó.
—Eres tú quien me hace ser un buen hombre. —La sonrisa de ella le
alegró el ánimo y Deacon continuó hablando—. No estoy seguro de
merecerte, pero no puedo negar que eres mi esposa, y como tal mereces
todo lo que pueda darte.
—¿Como esta noche? —le preguntó ella mirándolo a los ojos para saber
si sus palabras eran ciertas o simples mentiras para no dañarla.
Él se quedó pensativo y por último asintió, no quería prometerle nada
que no estuviera seguro de poder cumplir, pero sí podía asegurarle que le
daría esta noche.
—Esta noche soy todo tuyo.
Como si su hombría tuviera oídos, comenzó a endurecerse. Ishbell debió
de notar su excitación, porque se acercó aún más a él.
—Gracias, necesitaba escuchar eso —confesó Ishbell en un susurro para
asegurarle a Deacon que sería bien recibido, y después sus labios se
curvaron.
Un segundo después, sus bocas estaban unidas mientras ambos notaban
cómo crecía su deseo.
—Te deseo —se atrevió a decir ella, percibiendo que el eje endurecido
de él aumentaba.
Sin decir una sola palabra, Deacon tomó el mando y se retiró lo justo
para quitarle la ropa a Ishbell. Necesitaba estar dentro de ella, pero no
quería perderse ni un centímetro de su piel mientras la desnudaba.
—Eres preciosa —aseguró con admiración, e Ishbell se sonrojó, pero no
a causa de la vergüenza, sino del placer de saber que ella le gustaba.
Una vez la tuvo desnuda, Deacon la besó sin aliento, todo el tiempo con
su sexo presionado contra ella. La fricción de lo que él hacía hizo que su
necesidad fuera aún mayor, y se apartó de sus besos.
—Debo hacerte mía. —Sin más por decir, él la cogió en brazos, la dejó
sobre la cama y comenzó a desnudarse.
No tardó mucho en reunirse con ella en la cama, siendo recibido por el
abrazo de Ishbell, tanto de sus brazos como de sus piernas.
Para su deleite, él soltó las manos de ella para deslizar las suyas por
debajo de su trasero y así levantarla y dejarla preparada para él.
Ishbell se aferró a sus hombros, con las uñas clavadas en su carne
mientras él friccionaba su eje sobre su clítoris. Ella notó en el acto como a
cada segundo la pasión la invadía, hasta llegar a un punto de estar
perdiendo la cabeza.
—Oh. Yo…yo… —dijo una y otra vez, necesitando verbalizar, pero al
mismo tiempo incapaz de formar palabras coherentes.
La mirada de Deacon se encontró con la de Ishbell por un momento, y
ella se perdió en sus ojos. Fue en ese instante cuando él la penetró y ella
creyó enloquecer de placer.
El instinto se impuso y apoyó las palmas de las manos en el pecho de él,
sintiendo el latido acelerado de su corazón. Estaba latiendo por ella, y eso la
hizo sentir más feliz de lo que nunca antes había sido.
Poco después, Ishbell se estremeció con una liberación tan fuerte que la
hizo lanzar un fuerte grito.
Mientras ella temblaba por los efectos posteriores, Deacon la tomó por
las caderas y apresuró su ritmo hasta desfogarse. Todo su gran cuerpo se
agitó con tanta fuerza que Ishbell llegó al clímax una vez más.
—¿Crees que alguien nos ha oído? —susurró Ishbell cuando al fin pudo
hablar.
—Si no lo hicieron, es que están sordos —contestó Deacon, como si no
tuviera importancia.
Ishbell se incorporó alarmada, hasta que de pronto se echó a reír. Se
sentía demasiado dichosa para preocuparse por eso.
—Bueno, que escuchen todo lo que quieran, yo no me arrepiento de
haber gritado.
Deacon soltó una carcajada y la abrazó con fuerza.
—Sabía que mi mujercita era toda una guerrera. —Lo dijo con tanto
orgullo, que Ishbell respiró hondo, disfrutando de ese momento.
Y, al pensar en las palabras que acababa de decir Deacon, se dio cuenta
de que era cierto. Ella era una guerrera, y no dejaría de luchar, aunque su
adversario fuera el fantasma de Rhona y el corazón malherido de su esposo.

Esa misma noche, antes del amanecer, cuando la luz de la luna aún se
filtraba por la ventana abierta, Deacon permanecía tumbado y despierto
junto a su esposa.
Después de hacer el amor, ambos se habían quedado dormidos, aunque
Deacon no había tardado mucho en despertarse. Desde entonces se
encontraba pasando una mano por la espalda de Ishbell, perdido en sus
pensamientos y en las sensaciones que sentía.
Lo que más le llamaba la atención era que, en esta ocasión, no tenía
ganas de marcharse. Se encontraba a gusto al lado de su esposa y la
culpabilidad no era tan grande. Tal vez se debiera a lo mucho que en estos
días había luchado contra ello, y que por fin había entendido que no podía
seguir negando lo que sentía.
Tenía ante él una oportunidad de ser feliz y, si se centraba solo sus
sentimientos por Rhona, entonces podría perderlo todo.
—¿Deacon? —lo llamó Ishbell, y él se sobresaltó, al creer que dormía.
—¿Sí, esposa?
—¿Por qué no me hablaste de Rhona? —preguntó Ishbell con voz
suave, como si no quisiera perturbarle. Aun así, Deacon se puso rígido,
pues no deseaba en ese instante hablar de Rhona. No cuando intentaba por
todos los medios olvidarla.
—¿Quién te dijo su nombre? —Él quiso distraerla.
—Eso no importa.
Deacon sabía que Ishbell estaba en lo cierto, y lo necio que había sido al
no hablarle de su primera esposa o de su hijo. Como si al no hacerlo
mantuviera su pasado separado de su presente.
—¿Qué quieres saber de Rhona? —se atrevió a decir, para así no tener
que volver a hablar más de ella.
—La querías mucho. ¿Por eso no buscabas una esposa y te conformaste
con una compañera?
A Deacon le sorprendió que Ishbell comenzara asegurando que él amaba
a Rhona. Eso quería decir que ya le habían hablado de su amor por ella y,
seguramente, de cómo la había perdido. Prefirió dejar ese pensamiento a un
lado y centrarse en contestar su pregunta.
—No quería una nueva esposa porque no me sentía preparado para ello.
Ishbell estuvo tentada de preguntarle si ahora se sentía preparado, o por
el contrario creía que nunca lo estaría. En su lugar, prosiguió explicándole
que entendía que siempre amara a Rhona.
—No quiero reemplazarla a ella ni a tu hijo —dijo Ishbell después de
una pausa—. Sé que los querías mucho y que siempre tendrán un lugar en
tu corazón.
Deacon no esperaba que ella dijera esas cosas, sobre todo, porque no
debía de ser grato para ella hablar de la primera esposa. Pero ahora que la
había escuchado, Deacon se preguntó si podría tener espacio para ellas dos.
La idea le dio de lleno en la cara.
Ishbell le importaba, aunque él pasaba gran parte de su tiempo huyendo
de ella. Se dio cuenta de lo tonto que había sido y de lo generosa que era
Ishbell al no guardarle rencor por ello.
Ishbell era mucho más de lo que él merecía o esperaba. La emoción se le
atascó en la garganta y la abrazó, eligiendo no responder.
No podía hacerlo.
—¿Deacon? —volvió a llamarlo Ishbell.
—Sí.
—Espero que no te importe que yo sí empiece a amarte.
Se quedó paralizado al escucharla. ¿Ella lo amaba? Hacía poco de su
boda y él apenas le había prestado atención, ¿cómo era posible que lo
amara?
—Yo… —No sabía que decirle, pero al escuchar su respiración
profunda, Deacon supo que ya no tenía que responder nada. Ishbell se había
vuelto a quedar dormida entre sus brazos, evitándole así contestar.
Pero ¿qué sentía él realmente por ella?
Pensó en Rhona y en cuánto la había amado. Una lágrima surcó su
mejilla, que él se apresuró a limpiar, y la recordó sonriendo feliz ante él.
—Rhona, ¿cómo puedo seguir amándote y a la vez sentir esto por
Ishbell? —susurró confuso, sin esperar respuesta—. Ojalá estuvieras aquí
para aconsejarme.
Miró a través de la ventana, pero nada parecía perturbar el silencio.
Nunca tendría respuestas si esperaba que su esposa fallecida se las diera.
Las tendría que buscar en su interior, en lo que sentía cuando estaba con
Ishbell y en comprender que no tenía sentido mantener vivo el recuerdo y el
amor de Rhona.
Ella había muerto, por mucho que le doliera, pero Ishbell estaba viva y
entre sus brazos.
Fue entonces cuando se percató de que tenía la solución ante él.
Si seguía aferrándose a Rhona, sería como seguir anclado en el pasado.
Nunca avanzaría, nunca volvería a vivir. Pero si elegía a Ishbell, estaría
eligiendo el futuro. Un nuevo comienzo.
—¿Pero cómo podía dejarla marchar?
En ese preciso instante, Ishbell se revolvió y suspiró. Deacon tenía la
respuesta entre sus brazos.
Era hora de dejar ir a Rhona y con ella su dolor y soledad.
Suspirando, Deacon observó a Ishbell. Ella pensaba que él no podía
superar su pérdida y lo aceptaba tal como era. Pero eso no era del todo
cierto.
La culpabilidad que sentía cuando estaba con Ishbell se debía a que le
hacía olvidar y volver a sentir. Por eso se alejaba de ella, pero ya no lo haría
más. Era el momento de hacerse cargo de su vida y del clan, así como de
seguir adelante con su vida.
Con Ishbell.
Ishbell había deseado un acuerdo de negocios y él había aceptado, pero
su matrimonio ya se estaba convirtiendo en algo que distaba mucho de sus
conversaciones iniciales.
Deacon pasó el brazo por la cintura de Ishbell y sintió que ella se pegaba
más a él, acurrucando su cuerpo contra el suyo. Ya no iba a ignorar a su
mujer, ni iba a alejarse de ella.
Capítulo 13

Un mes más tarde

I
shbell se levantó sobresaltada y se incorporó en la cama. Lo primero
que notó es que su marido había abandonado su lecho y el sol llevaba
tiempo asomando. Se llevó la mano al estómago cuando este comenzó
a removerse y se preguntó si estaría enferma.
El ruido en el exterior era más intenso de lo normal y se imaginó que su
marido estaría fuera, ayudando al clan a tener preparado todo para cuando
llegara la noche.
Ese día parecía que el viento se había calmado y que el sol hacía acto de
presencia para favorecer la festividad del fuego de Beltane[2]. Ishbell
recordaba las hogueras y las comilonas en su clan, por lo que estaba
entusiasmada con vivirlo con los MacGill.
Recordar su casa ya no la entristecía, pues en la última misiva de sus
padres, estos le aseguraban que se verían pronto y que esperaban con
ilusión volver a verla.
Saber que los problemas con su familia pronto se solucionarían le
alegraba y le hacía sentirse contenta con su decisión de casarse con el laird
de los MacGill. Especialmente, desde que Deacon ya no se distanciaba de
ella y pasaba la noche a su lado.
Él no le había dicho que la amaba, y no estaba segura de si algún día lo
haría, pero ahora se le veía contento con su destino.
«Será mejor que me levante antes de que se haga más tarde», se dijo, y
estiró los brazos, notando que las náuseas regresaban de nuevo.
Con toda la rapidez que pudo, Ishbell se levantó de la cama, aliviando su
estómago del contenido de la cena. Se sentía como si estuviera a punto de
ponerse enferma.
«No tengo tiempo para esto», pensó al recordar todo lo que tenía que
hacer y, por la luz que entraba por la ventana, ya había perdido demasiado
tiempo durmiendo.
Esta noche la fiesta se extendería desde el pueblo hasta el torreón, donde
centenares de hogueras le darían la bienvenida tanto a las gentes del clan
como a los visitantes.
Desde la muerte de Rhona no se había vuelto a celebrar esta festividad,
por lo que todo el mundo estaba entusiasmado con volver a revivirla.
Sin poder esperar a que Else fuera a despertarla, Ishbell se vistió y dejó
la recámara para dirigirse a las cocinas.
—¡Quiero esos pollos bien pelados! —gritó una desesperada Aila, que
iba de un lado a otro sin cesar.
—¿Cómo va todo, Aila? —dijo Ishbell al entrar en la cocina.
—¡Oh! Señora. ¿No la habremos despertado con el ruido? El laird nos
ordenó que la dejáramos dormir —señaló Aila acercándose a ella.
Ishbell se percató de cómo algunas de las sirvientas sonreían y se
sonrojaban, al entender que esa noche el laird no la habría dejado dormir
mucho. Ahora, Ishbell entendía que Else no hubiera ido a despertarla.
—No se preocupe, Aila, ha sido la falta de sueño la causa de que me
despertara.
Aila le sonrió y dejó que Ishbell inspeccionara lo que ya estaba
preparado para cocinar en las hogueras que se encenderían en el exterior.
—Tenemos un par de cerdos ya preparados y me disponía a preparar el
relleno de las entrañas.
Al escucharlo, Ishbell sintió cómo la bilis se le subía a la garganta y solo
tuvo tiempo para coger una olla vacía para echar lo poco que le quedaba en
el estómago.
Al darse cuenta de lo que acababa de hacer, Ishbell se sintió
mortificada, pero al levantar la vista y ver cómo Aila le sonreía, se sintió
confusa. ¿Se alegraba de que hubiera vomitado en una de sus ollas?
—Lo siento —dijo Ishbell, aún con la cacerola en la mano.
—Me parece que esta noche vamos a tener mucho que celebrar —
afirmó Aila, cogiendo la cazuela de manos de Ishbell sin perder la sonrisa.
Entonces, esta se quedó paralizada.
—No puede ser… —susurró Ishbell mientras pensaba en la última vez
que había tenido su sangrado.
¡Oh, Dios!
Aila debió de percatarse de su turbación, pues cogió a Ishbell del brazo
y la sacó de la cocina.
—Será mejor que se siente.
Para alivio de Ishbell, Aila la llevó al gran salón, donde Else estaba
supervisando que todo estuviera perfecto.
—¿Qué sucede? —se apresuró a decir Else al ver la cara pálida de
Ishbell y la sonrisa de Aila—. ¿Se encuentra bien?
Los ojos de Else pasaron de una mujer a otra, hasta que Ishbell pudo por
fin articular palabra.
—Creo que estoy embarazada.
El grito de Else fue tan inesperado que Ishbell no pudo evitar dar un
brinco en la silla donde Aila la había dejado.
—¡Por Dios, Else, no le dé esos sustos a la señora! —le gritó Aila a
Else, y ambas mujeres comenzaron a hablar de lo que era más conveniente
para Ishbell.
Pero ella estaba más interesada en asumir su embarazo y poco a poco
comenzó a sonreír.
—Estoy embarazada… —susurró, y se llevó una mano temblorosa a su
vientre.
No había planeado tener un hijo. Por supuesto, era de esperar, dada la
cantidad de tiempo que pasaban en la cama explorando sus cuerpos y
satisfaciendo sus necesidades, pero no habían hablado de tener
descendencia.
Sobre todo, desde que Ishbell se enteró de la angustia de su marido por
la pérdida de su mujer y su hijo. ¿Deseaba él tener más hijos?
Ishbell había notado un cambio en su marido durante este último mes,
pero ¿estaría preparado para un hijo de ella?
Al pensar en Deacon, su pecho se hinchó como hacía cada vez que le
recordaba. Se daba cuenta de que sus sentimientos por Deacon eran más
fuertes de lo que hubiera podido imaginar, y que estos crecían día a día.
Había llegado a un punto de estar segura que no podría vivir sin él,
aunque él nunca consiguiera amarla.
Ishbell respiró hondo y una nueva pregunta le sacudió la cabeza. ¿Se lo
diría a su marido? Tendría que hacerlo, pero ¿cuándo sería el momento
adecuado? ¿Qué haría él?
Mordiéndose el labio, Ishbell miró la puerta de salida del torreón desde
donde se escuchaba un gran alboroto. De momento, guardaría su secreto,
aunque no podía callárselo mucho al saberlo buena parte de los sirvientes.
—Tenéis que prometerme que no se lo contaréis a nadie y, menos aún a
mi marido. —La petición de Ishbell dejó mudas a las dos mujeres.
—Pero todos en la cocina… —comenzó a decir Aila.
—Decidles que guarden silencio. Que debo ser yo quien se lo diga. No
sería apropiado que se enterara por un rumor de la servidumbre.
Aila asintió, al comprender que su señora tenía razón.
Por su parte, Else la miró con un profundo cariño en sus ojos y le sonrió.
—Por mí no se preocupe, seré como una tumba.
Las tres mujeres se miraron, sellando el acuerdo para después soltar una
carcajada y comenzar a hablar de lo contentos que estarían todos de que
volviera a haber un bebé en el torreón.

Más tarde, esa misma noche, Ishbell estaba junto a Deacon, recorriendo las
hogueras que se repartían rodeando el torreón. Los aldeanos reían, comían,
bebían y bailaban al compás de gaitas y palmas, notándose cómo la
felicidad inundaba sus corazones.
Ishbell sonreía a las familias con que se encontraba, ya que conocía a
muchas de ellas después de haber pasado el último mes ocupándose de que
estuvieran bien.
Los niños corrían de un lado a otro gritando y riendo, e Ishbell se
preguntó si su hijo también correría algún día entre las hogueras.
Estaba segura de que su parto no sería tan complicado como el de
Rhona, ya que era una mujer fuerte, y creía que a Deacon no le importaría
que su hijo se mezclara con los hijos de los miembros del clan. Aunque
estos solo fueran campesinos.
Los padres de Ishbell nunca le habían impedido jugar con los hijos de
los aldeanos, y estaba muy agradecida por ello, al haber tenido una infancia
muy feliz.
Ella también quería eso para su hijo, más aún cuando los veía ante ella
riendo y disfrutando de las festividades.
—¿Te diviertes, esposa?
—Sí. —Es lo único que fue capaz de decir, al notar que las lágrimas
querían brotar de sus ojos. Algo que últimamente ocurría con demasiada
frecuencia.
—Si te sientes abrumada podemos retirarnos —afirmó Deacon,
consiguiendo que ella le mirara.
—No, me encanta estar rodeada de tanta gente. Se les ven tan felices,
son todos tan amables que…
Fue interrumpida por un aldeano, que feliz al ver a su laird en persona,
se les acercó a ofrecerles una jarra de cerveza a cada uno.
—¡Un brindis por nuestro laird y su esposa! —gritó otro y, en el acto,
todas las jarras de cerveza se alzaron en un brindis.
Les costó un buen rato alejarse de esa hoguera, pero cuando Deacon vio
que en la siguiente ya les esperaban con otra jarra, se rio con ganas.
—Vaya. Debería sentirme celoso de que mi pueblo te quiera tanto.
Nunca me habían ofrecido tantas jarras.
Como respuesta, Ishbell le dio un pellizco en el brazo que hizo que
Deacon se riera aún con más intensidad.
—Deberías estar orgulloso de tu esposa —le aseveró ella.
—Y lo estoy.
Tras sus palabras, él la detuvo y la besó delante de todos, consiguiendo
que los gritos y las jarras se alzaran, estaba vez desde todas las hogueras.
—Esta noche tendré que compartirte con el clan, pero a partir de
mañana serás solo mía.
Sus palabras la estremecieron y, si no le hubiera fallado la voz, Ishbell le
habría asegurado que siempre sería suya.
La diversión continuó y ambos comieron, bebieron y bailaron, pero fue
la mirada siempre posada en ella de su esposo lo que ella jamás olvidaría.
—Gracias —le dijo una anciana a Ishbell mientras la cogía de la mano.
—¿Por qué? —le preguntó esta, risueña.
—Por haber hecho que este lugar sea feliz de nuevo.
Ishbell le dio una palmadita en la mano y miró a su marido. Conversaba
con algunos aldeanos sonriendo, dejando en el olvido al hombre taciturno y
solitario del que a Ishbell le habían hablado. Ella se sintió orgullosa de él,
de cómo a cada día se le veía más feliz.
Deseó acercarse a Deacon y abrazarlo, aunque no tuvo que hacerlo al no
tardar en notar que él la miraba y ,un par de segundos después, ya estaba
junto a ella, con una de sus manos en la cintura de Ishbell.
—¿Estás cansada, muchacha?
La verdad era que estaba agotada, pero era tan feliz en ese instante que
no quería marcharse. Aun así, no pudo evitar soltar un bostezo que apenas
pudo disimular con una mano.
—No se te ocurra decir que no lo estás —le dijo su marido, al conocerla
—. Apenas puedes tenerte en pie.
—Pero nadie se ha marchado todavía. No puedo irme, soy la...
—Estás cansada y nos vamos. —La voz firme de Deacon consiguió que
ella se enderezara.
—Solo se están retirando los niños y las viejas. Y yo no soy ni una cosa
ni lo otro —dijo Ishbell con firmeza, colocando los brazos cruzados sobre el
pecho.
—Puedo dar fe de que no lo eres, esposa, pero estás cansada y nos
marchamos.
Y, tras decirlo, Deacon la cogió en brazos y comenzó a dirigirse al
torreón.
—Bájame, bruto. ¿Qué va a pensar la gente?
—Que llevo a mi esposa a la cama. Y espero que sirva de ejemplo a
muchos. —Esto último lo dijo bien alto para todos lo escucharan, y las risas
no tardaron en resonar a sus espaldas.
Al darse cuenta Ishbell de que no podría zafarse del abrazo de su
esposo, y de que en realidad estaba muerta de sueño, se quedó quieta y
apoyó la cabeza en el fuerte pecho de su marido mientras este seguía
caminando.
—Ahora iban a contar historias y quería escucharlas —señaló ella,
dejándose llevar cada vez más cómoda en sus brazos.
—Yo te contaré las historias que quieras, las veces que quieras.
La voz de Deacon sonaba tierna y segura.
—¿Me las contarás frente al fuego cuando seamos ancianos? —le
preguntó Ishbell, con los ojos ya medio cerrados.
—Si tú lo quieres, así lo haré. —Le escuchó decir ella, y quiso creer que
sería cierto.
Cuando Deacon entró en la recámara que compartía con Ishbell, esta ya
dormía. Con cuidado de no despertarla, la dejó sobre la cama y la observó.
Esa noche su esposa había brillado encandilando a todo el mundo,
especialmente a él. Deacon había creído que junto a las hogueras volverían
los recuerdos y con ello la tristeza y la culpabilidad, pero no había sido así.
Solo había tenido ojos para su esposa, y a su lado había disfrutado como no
lo hacía en años.
Le estaba muy agradecido por lo que ella había conseguido esa noche.
Le había demostrado que su soledad no le había traído nada bueno, al
apartarlo del cariño de su clan.
Un clan que quería a Ishbell, la respetaba y la veía como una mujer
fuerte y capaz de devolverles la felicidad. Y él cada vez estaba más
convencido de ello. Incluso de quererla. Aunque no quería pensar en eso.
Capítulo 14

Unas semanas después

D
eacon apoyó las manos en los muslos mientras contemplaba la
aldea y la torre de vigilancia del pueblo, con el corazón
henchido de orgullo. La última vez que se había detenido a
admirar la vista, no era más que un laird hundido en el dolor.
Ahora, tenía una esposa que esperaba en casa el día de su regreso, y si lo
que se murmuraba en el clan era cierto, en unos meses le daría un hijo.
Al escuchar por primera vez los rumores de su embarazo, se había
asustado. No podía soportar la idea de que a Ishbell le ocurriera lo mismo
que a Rhona, y la idea casi le hace perder la cabeza.
Su primera intención había sido exigirle a Ishbell que le dijera si era
cierto, pero gracias a la intervención de Duncan y Ewan se contuvo, y
decidió esperar a que ella misma se lo comunicara.
Ahora que habían pasado unos días y había digerido la noticia, Deacon
seguía teniendo miedo, pero confiaba en que Ishbell fuera más fuerte que
Rhona y tuviese un buen parto.
—Señor —lo llamó Seamus, uno de los guerreros que siempre lo
acompañaba en las rondas que cada pocas semanas hacían por las cercanías
del castillo, el bosque y las aldeas más alejadas—. ¿Continuamos por el
bosque o regresamos?
Duncan observó el bosque que se extendía ante ellos. Normalmente se
adentrarían en él, alejándose aún más del castillo, pero no creía necesario
prolongar su partida cuando no habían encontrado ningún indicio de
peligro. Además, tanto él como los seis guerreros con los que había salido
estaban deseosos de regresar a sus hogares.
—Volvemos a casa —ordenó, sintiendo que, en efecto, quería estar junto
a la esposa que tanto había echado de menos.
En las largas caminatas había pensado mucho, dándose cuenta de que el
afecto que había empezado a sentir por Ishbell poco a poco se había
convertido en amor. Todo ello a pesar de haber jurado tras la muerte de
Rhona que no volvería a enamorarse de nuevo, y de que su esposa era una
mujer que había llegado a él de improviso y sin la que ahora no podía vivir.
Espoleó a su caballo, seguido por sus guerreros, y se dirigieron hacia el
castillo. No tardó mucho en llegar y en escuchar los gritos de bienvenida de
los aldeanos que se encontraban en el interior.
Sonriendo, entregó sus riendas en el establo y caminó el resto del
camino hasta el torreón, donde Duncan ya lo esperaba de pie en la puerta,
con una amplia sonrisa en el rostro.
—Me alegra que ya estés aquí —dijo Duncan.
—He decidido regresar, no había nada extraño en las cercanías.
Mientras hablaba entraron en el torreón, sin que Deacon dejara de mirar
a su alrededor.
—Me imagino que estás buscando a tu esposa —adivinó Duncan, sin
ninguna duda al respecto.
Deacon respiró el olor de los juncos frescos en el suelo y el alegre fuego
que ardía en la chimenea, a pesar de hacer una agradable temperatura en el
exterior. Se podía percibir el cambio en cada lugar donde miraba, ya que
Ishbell había quitado o añadido cosas a su gusto y se notaba su toque
femenino.
—Me ha extrañado que no viniera a saludarme —repuso Deacon un
poco decepcionado de que solo lo recibiera Duncan. De pronto, le vino una
idea a la cabeza que lo tensó—. ¿No estará enferma?
—No. Todo lo contrario. No ha parado de hacer cosas durante toda la
mañana. Es imposible seguirle el ritmo a esa muchacha.
Deacon sonrió, orgulloso de su esposa. Su mujer podía ser como un
huracán que vuelve tu mundo del revés, y a la vez una suave brisa que te
acaricia con amor el rostro haciéndote sonreír de felicidad.
—Eres un escocés afortunado por tener una esposa como ella —aseguró
Duncan—. Sentémonos a hablar antes de que se dé cuenta de tu regreso y te
acapare.
Ambos hombres se sentaron y pidieron que les trajeran whisky.
—Me he dado cuenta de que tus rondas son ahora menos largas —dijo
Duncan.
—Me gusta estar en casa. —Fue la única respuesta que Deacon pudo
darle.
Él esperaba que Duncan, como anciano del consejo, no quisiera tener
esta conversación en privado para reprocharle que ahora pasara menos
tiempo vigilando los límites de las fronteras.
—No debes preocuparte por la seguridad del clan. Aunque yo regreso
antes de las rondas, las fronteras y los caminos siguen vigilados.
—Lo sé. No estoy aquí para reprocharte nada. —La voz de Duncan era
serena y no había signo de enfado o queja en su rostro—. Solo quería
decirte, en nombre mío y en el del consejo, que estamos contentos con el
resultado de tu matrimonio y que te seguiremos apoyando en tus decisiones.
—¿Habéis escuchado los rumores, verdad?
Duncan asintió y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los
oyera.
—Nadie quiere confirmar lo del embarazo y el consejo me ha pedido
que te pregunte, pero… con sutileza.
Deacon soltó una carcajada.
—Mucho me temo que tampoco puedo afirmar o negar nada. Pero te
aseguro que serás de los primeros en saberlo cuando por fin mi esposa me
lo cuente.
Duncan negó con la cabeza y puso una mueca en su boca.
—Estas muchachas de hoy en día… ¿Qué esperan conseguir teniendo a
todo el mundo en vilo? —acusó Duncan.
—No creo que se dé cuenta de la expectación que está levantando.
Además, me imagino que tendrá un buen motivo para mantenerlo en secreto
—dijo Deacon para excusarla.
—Deberías hablar con ella.
—¿Para decirle qué? ¿Que en el clan se hacen las cosas de forma
diferente? —preguntó Deacon.
—Dile que no puede tener a todos a la espera, hasta que ella se decida a
hablar.
—No puedo hacer eso —aseguró Deacon, sin darle mucha importancia a
la indignación de Duncan—. Además, recuerda que ella es diferente a las
demás. No podemos exigirle que se comporte como las otras mujeres.
Duncan tomó un largo trago de su jarra de whisky y frunció el ceño.
—Ya sabía yo cuando ella te pidió tu mano, que este matrimonio no iba
a ser como los demás.
Deacon se quedó serio al recordar el día en que ella apareció y se
presentó como su esposa. Era cierto que en la intimidad de su cuarto más de
una vez él y Ishbell se habían reído al recordarlo, pero no le gustaba tanto a
Deacon recordarlo junto a otros.
Se sentía extraño al ser el único hombre en Escocia al que su esposa le
había pedido su mano, y no soportaba pensar en las burlas que vendrían
después si todo el mundo se enteraba.
—No debemos pensar en eso ahora. Lo hecho, hecho está. Ahora
tenemos que centrarnos en conseguir que las cosas funcionen como lo
hacían antes.
Al escucharle, Duncan recordó a Rhona y no pudo preguntar por ella.
Para ello suavizó su gesto y su voz.
—¿Has dejado atrás ya a Rhona?
La cara de Deacon se volvió un rictus serio y su mirada distante y triste.
—Jamás podré olvidarla. La quería como a nadie. —Deacon no le dijo
que recordarla ya no le dolía tanto y que estaba convencido de que amaba a
Ishbell. Ella le había devuelto la alegría a su vida y le había dado esperanza
para el futuro por primera vez en años—. Quizá, con un poco más de
tiempo, solo recordaré a Rhona con alegría.
—Es bueno escuchar eso —dijo Duncan—. Ella fue una buena esposa,
pero debes ocuparte del presente. Te lo dice un anciano que sabe sobre el
paso del tiempo y lo necesario que es centrarse en lo esencial en la vida.
Deacon asintió, al reconocer que era cierto. Rhona era su pasado e
Ishbell su presente. Y en su presente no había espacio para el amor de
Rhona.
—Bueno —dijo el anciano, dándole una palmada en el muslo—, estoy
seguro de que tu esposa sabrá de tu regreso y querrá verte. Búscala y dale
una bienvenida escocesa.
Deacon sonrió mientras se ponía de pie, agarrando el antebrazo del otro
hombre.
—Gracias.
—Te considero como mi propio hijo —afirmó Duncan con los ojos
empañados por la emoción—. Y estoy orgulloso de ti, Deacon. Espero que
lo sepas.
La conversación le acompañó mientras subía las escaleras que
conducían a los aposentos que compartía con su esposa, y los encontró
vacíos. Parecía que Ishbell aún no se había enterado de que había vuelto.
Sin darle importancia, Deacon decidió limpiarse mientras tanto el polvo
del camino con un baño y ponerse ropa limpia. Aun así, se extrañó de que
Ishbell tardara tanto en saber de su regreso y que no fuera a saludarlo.
Sonriendo, se dijo que con un poco de suerte lo sorprendería dándose su
baño y así él haría que ella lo compartiera. Quería demostrarle que era suya
y que lo sería para siempre.

Ishbell se encontraba cuidando la huerta con el pequeño Bruce cuando


escuchó los gritos de júbilo de los aldeanos. Sin lugar a dudas, su marido
acababa de regresar y ella estaba deseosa de verlo.
—El laird ha vuelto —soltó el niño mirando ilusionado a Ishbell.
—Corre, ve a recibirlo con los demás.
Bruce no perdió ni un segundo y salió corriendo dejando a una risueña
Ishbell. Ella también ansiaba ir a lanzarse a los brazos de su esposo, pero se
había propuesto ser menos impulsiva y comportarse como una dama de su
posición.
—Cuantas tonterías se hacen por amor —dijo sonriendo mientras se
acariciaba el vientre.
A esas alturas, Ishbell ya estaba segura de su embarazo y solo esperaba
el momento apropiado para comunicárselo a su esposo. El problema era que
sabía que él podía preocuparse por ella y hacerle recordar la muerte de
Rhona. Sabía que él no la había olvidado y, aunque se había jurado que
nunca le reprocharía este amor a su marido, no soportaba la idea de que el
hombre que amaba amara a otra mujer.
Queriendo dejar este pensamiento a un lado, Ishbell recogió los cestos
con los hierbajos para las gallinas y las dejó en las puertas exteriores de la
cocina. Sabía que cuando Bruce regresara de saludar a su laird se ocuparía
de ello, sin que ella tuviera que decirle nada.
Deseosa de ver a Deacon, entró por la cocina y, tras ofrecer una sonrisa
a las muchachas que estaban allí trabajando, salió y se dirigió al gran salón.
No tardó en escuchar las voces de Deacon y Duncan.
—Deberías hablar con ella —afirmó Duncan, y ella se detuvo en seco.
—¿Para decirle qué? ¿Que en el clan se hacen las cosas de forma
diferente? —Fue la respuesta de su esposo.
Ishbell no sabía muy bien qué hacer, pero algo le dijo que permaneciera
oculta y siguiera escuchando.
Por desgracia, eso fue lo que hizo y tuvo que oír cómo Duncan le
preguntaba a Deacon si había dejado atrás a Rhona y este contestaba que
jamás podría olvidarla. Que la quería como a nadie.
Después de escuchar eso, no pudo continuar y se marchó.
No sabía muy bien qué hacer o a dónde ir. Solo sabía que tenía que salir
de ese lugar que consideraba su hogar, pero que ahora se le hacía
insoportable.
Deacon seguía amando a Rhona. Ella lo sabía, pero fue demasiado
doloroso escucharlo de su boca. Especialmente, porque eso significaba que
él no la amaba a ella.
Era una tonta al pensar que Deacon podría amarla tanto como ella a él.
Estaba embarazada de su hijo, pero ni siquiera eso podía eclipsar su amor
por su primera esposa.
Ella nunca ocuparía una parte de su corazón.
Sus pasos la llevaron a los establos, donde se hizo con un caballo
dejando al mozo de cuadras con la boca abierta. Agradecía la luz del sol al
ser media tarde y así poder pasar más desapercibida entre los aldeanos. De
lo contrario, no estaba segura de que la guardia la hubiera dejado salir del
castillo.
Con decisión, condujo a su montura hacia los páramos mientras el
viento le rozaba la cara. Una vez que se alejaron del pueblo espoleó al
caballo para que echara una carrera vertiginosa, con el pelo revuelto detrás
de ella. Necesitaba correr, alejarse de ese lugar, sentirse libre.
Lo había dejado todo para venir aquí e intentar encontrar un hogar.
Había ofrecido un matrimonio de conveniencia, pero este no había durado
mucho, y había perdido su corazón en el proceso.
Algo que nunca podría recuperar.
Ishbell respiró con tortura, sintiendo las lágrimas rodar por sus mejillas
mientras corría por los páramos. No podía escapar de este dolor por mucho
que lo intentara, ni podía retroceder en el tiempo e impedir volver a elegir
este camino. Este era su futuro. Llevaba en su vientre al hijo del laird.
¿Qué haría él si ella nunca regresaba? ¿La buscaría, destrozaría el
torreón para encontrarla? Ishbell resopló. No, basándose en lo que había
oído a escondidas, tal vez se preocuparía por ella, sí, pero solo porque era
su esposa a los ojos de todos y le tenía cierto cariño. O por lo menos eso
pensaba ella.
Pronto tendría que dar la vuelta y enfrentarse a lo que iba a ser su vida.
No solo eso, sino que todavía tenía que decirle a Deacon que iba a ser
padre. Ahora la perspectiva de hacerlo no tenía el mismo atractivo. Sus
pensamientos sobre las reacciones de él iban desde la sorpresa hasta el
enfado, aunque lo realmente importante era que iba a tener su heredero.
Ishbell se estremeció cuando se dio cuenta de la pequeña colina que
tenía frente a ella. Sin saber cómo, se encontraba frente al lugar donde se
hallaban las tumbas de Rhona y de su hijo.
Detuvo al caballo y se quedó pensativa, hasta que decidió acercarse.
Después, sin desmontar, contempló las cruces que estaban ante ella.
—Puede que me casara con él, pero siempre será tuyo —dijo a la tumba
de Rhona.
El leve susurro del viento al pasar por su oído fue su única respuesta, e
Ishbell se rio. Estaba hablando con una tumba, pero lo sentía como algo
necesario para poder cerrar este capítulo de su vida.
—Le quiero —siguió diciendo—, sé que tú también le quieres, pero solo
puedes ofrecerle dolor. Él llora por ti, por lo que perdió cuando le dejaste,
pero no es bueno que siga así. Sufriendo por una mujer que nunca volverá a
tener.
Con voz suplicante y las mejillas mojadas por las lágrimas, Ishbell
continuó hablando.
—Deja que le ame. Permite que te olvide. Yo también voy a darle un
hijo y sé que puedo hacerlo feliz. —Sintiendo el pecho dolorido, prosiguió
—. Lo amaré por las dos, lo cuidaré y, quizá con el tiempo, podamos tener
un amor parecido al vuestro. Sé que tú querrías lo mismo si de verdad te
preocupas por él como yo lo hago.
Después de un rato, Ishbell miró al cielo, que seguía iluminado por el
sol, aunque empezaba a acercarse el crepúsculo.
—Cuidaré de él hasta el día en que dé mi último aliento —susurró
mirando por última vez su tumba—. Descansa en paz, Rhona.
Ishbell se limpió las lágrimas de los ojos e instó al caballo a avanzar. Iba
a regresar al torreón. No quería preocupar a nadie, solo había necesitado
algo de tiempo para ordenar sus sentimientos y lo había conseguido al
hablar con Rhona.
Ahora solo había una sola pregunta en su cabeza. ¿Podría seguir amando
a un hombre que no la amaba a ella? Si no era así, debería regresar a su
hogar de la infancia. La otra opción sería intentar ser feliz con lo que tenía y
dejar las cosas como estaban. Tenía un hogar, un clan que parecía aceptarla
como su señora, y un marido que podía llegar a quererla.
Una cosa era segura: ella podía amarlo lo suficiente por los dos.
Suspirando, Ishbell miró hacia los páramos y observó que el cielo
empezaba a oscurecerse a su alrededor.
Ante ella se extendían campos ondulados mientras el cielo se oscurecía
por momentos. Pero Ishbell no era una mujer que se alarmara con facilidad,
por lo que puso al galope al caballo sabiendo la dirección que tenía que
tomar. Puede que tuviera que ir más rápido de lo normal, pero no creía que
eso fuera un problema.
Hasta que el caballo encontró algo en su camino que lo asustó y toda la
seguridad de Ishbell se perdió en un segundo.
Ahora, todo estaba oscuro a su alrededor y su futuro era incierto.
Capítulo 15

U
na vez que Deacon terminó su baño, y extrañado porque su
esposa todavía no había acudido a su encuentro, decidió que iría
en su búsqueda. No estaba preocupado, al conocerla lo
suficiente como para saber que ella estaría en el bosque y no se
habría enterado de su llegada. Aun así, quedaba poco más de una hora de
sol y no quería arriesgarse a que ella llegara con la noche ya encima.
Decidido, bajó al gran salón, donde encontró a una preocupada Else que
hablaba con Duncan.
—¿Qué sucede? —se apresuró a decir Deacon, temiendo que tuviera
que ver con Ishbell.
—Es la señora —intervino Else, visiblemente alterada—. La estoy
buscando desde hace un buen rato, pero nadie la ha visto.
En el acto, el rostro de Deacon se tensó y se acercó un paso más a Else.
—¿Qué es eso de que nadie la ha visto? —El bramido que dio Deacon
solo consiguió que Else agachara la cabeza y comenzara a frotarse las
manos.
Duncan colocó una mano en el brazo de Deacon para advertirle que se
calmara.
—Tranquilo, Deacon. Le he pedido a Ewan que se encargue de
organizar a los hombres para que pregunten en el castillo y en el pueblo.
—Y el bosque, que también busquen allí —ordenó categórico Deacon
—. Y, Duncan, la próxima vez avísame de inmediato.
El anciano asintió mientras Deacon se dirigía a la puerta. Necesitaban
moverse con rapidez si no querían que la noche les alcanzara.
Sin ni siquiera detenerse, Deacon le habló a Duncan, que iba a su lado.
—Infórmate de en qué lugar la vieron por última vez.
—¿Yo qué hago, señor? —preguntó Else, que quería participar en la
búsqueda, aunque estaba demasiado nerviosa para pensar con claridad.
Pero Deacon no tuvo tiempo para responder, pues, en ese instante, la
puerta se abrió y entró Ewan. La mirada de sus ojos no presagiaba nada
bueno, como tampoco lo hacía el mozo de cuadras que lo seguía
visiblemente nervioso.
—Tienes que escuchar al muchacho —dijo Ewan deteniéndose frente a
Deacon y empujando al mozo hacia adelante—. Tiene algo que contarte.
Deacon arqueó una ceja y se quedó mirando al chico, que no se atrevía a
mirarle.
—Adelante, habla.
El muchacho se mordió el labio, con la cara y las manos sucias de
trabajar en el establo.
—Es la señora. Cogió su caballo poco después de que usted regresara y
no ha vuelto.
La respiración de Deacon se aceleró y se acercó al muchacho
agarrándolo de la túnica.
—¿Estás seguro de que era ella?
El muchacho asintió y Deacon apretó la mandíbula. Ahora entendía por
qué no la localizaban y no había ido a su encuentro. Pero había otra
pregunta que le inquietaba. ¿Por qué se había marchado sin decir nada a
nadie, y justo poco después de que él volviera?
No podía pensar ahora en eso, debía centrarse en encontrarla y una vez
en sus brazos hablaría con ella.
—Reúne a algunos guerreros —ordenó a Ewan, con el corazón
latiéndole en el pecho al temer que algo malo la había alterado y ahora
estaba en peligro. Ella podría estar en cualquier parte. Quizá herida.
—Estaremos listos para partir en cinco minutos —aseguró Ewan, que
salió al exterior con premura.
—Ensilla mi caballo —le dijo Deacon al muchacho, tratando de
mantener la voz uniforme. No era culpa del mozo que Ishbell se hubiera
marchado.
El niño asintió y salió del torreón mientras Else se acercaba a él,
retorciéndose las manos.
—Señor, ella está embarazada. —Else no quería romper su promesa,
pero creyó que era necesario que Deacon lo supiera para que tratara a
Ishbell con cuidado cuando la encontrara.
—Sí, lo sé —dijo él, consiguiendo con su afirmación que Else lo mirara
fijamente. Pero Deacon no podía detenerse para darle explicaciones, menos
aún cuando cada segundo era de suma importancia.
Pero Else temía demasiado por la seguridad de su señora para
mantenerse sin hacer o decir nada.
—Encuéntrela. Ella parece muy fuerte y decidida, pero se sentirá
asustada cuando caiga la noche.
Deacon conocía lo suficiente a su esposa como para saber que lo que
decía Else era cierto, por lo que la agarró de los brazos y, mirándola a los
ojos, afirmó:
—La encontraré. Lo juro.
—Gracias —repuso Else con lágrimas en los ojos—. No podría soportar
perderla.
«Y yo tampoco», pensó Deacon.
—Trae mantas y prepara una cena caliente. Volveremos antes de que
puedas parpadear y las necesitaremos.
—Así lo haré —aseguró Else mientras él se separaba de ella y se dirigía
a la puerta. Al ver como un sirviente le ofrecía su capa, se preguntó por
primera vez qué llevaría Ishbell. Estaban en junio, por lo que los días tenían
una temperatura agradable, pero por las noches en el páramo, el viento
dominaba y el frio seguía estremeciendo.
Tenía que encontrarla.
Si como él creía Ishbell había salido de forma apresurada, estaba seguro
de que no se habría puesto una capa ni nada que la resguardara del frío.
Con paso decidido, Deacon salió del torreón, notando cómo el pecho le
dolía cada vez más. No había protegido a Ishbell y había fracasado como su
marido y su laird. Se reprochaba no haberle dicho muchas cosas, como que
la amaba o que sabía de su embarazo. Solo esperaba que no fuera tarde
cuando la encontrara para abrirse a ella, como debía haberlo hecho hacía
tiempo.
En el establo, el mozo de cuadra esperaba con su caballo. Deacon
aprovechó para colocarse frente a él y hablarle, al darse cuenta de que si él
mismo tenía remordimientos, el muchacho también los tendría.
—No es culpa tuya, muchacho —aseguró—. Mi esposa es impulsiva y
tú no eres responsable de sus decisiones.
—Ella estaba llorando —tartamudeó el muchacho, haciendo que Deacon
se estremeciera—. Pensé que parecía demasiado triste para salir a cabalgar,
pero no le dije nada.
¿Llorando? Deacon asintió con fuerza y montó en su caballo. ¿Qué
había ocurrido para que Ishbell llorase? ¿Estaba descontenta con algo que
había sucedido en su ausencia?
—Estamos listos —indicó Ewan, ya montado y colocándose a su lado
—. ¿Por dónde quieres que empecemos?
—Por los páramos, —no dudó en afirmar Deacon—. Le encanta
cabalgar por allí y suele ser el primer lugar al que suele ir.
—¡Los páramos! —gritó Ewan al grupo de hombres que les
acompañarían, y todos se pusieron en marcha.
Deacon se colocó el primero instando a su caballo a correr, con el
corazón martilleándole en el pecho. No solo su esposa estaba ahí fuera, a la
intemperie, sino que también lo estaba su hijo nonato. Ishbell estaba
alterada y la noche estaba a punto de caer sobre ellos, con el viento
azotando cada vez con más intensidad.
Muy pocas veces había sentido miedo en su vida, y solo una vez lo
había experimentado con tanta fuerza como ahora.
Cuando murió Rhona.
Pero hoy no perdería a nadie. Ishbell era su vida, su futuro, y la
encontraría viva aunque tuviera que arrancarla de las garras de la muerte.
No podían ir muy rápido para no dejar atrás ningún detalle, y pronto el
grupo se dispersó para ampliar el perímetro de búsqueda.
Cabalgaron lo que le pareció horas, antes de divisar algo en la distancia.
Cuando al acercarse comprobó que era el caballo de su esposa, su corazón
estuvo a punto de detenerse.
Su caballo sin jinete.
Cuando Deacon llegó hasta el caballo, lo agarró de las crines y observó
que cojeaba.
—¿Dónde está tu ama…? —susurró para sí mirando a su alrededor.
Si ella se había caído, podía estar herida a unos pocos metros de él, o
quizá a millas.
Y el niño. No podía pensar en el niño ahora mismo.
—Debe de estar cerca —dijo Ewan tras bajarse y examinar las huellas
—. Nosotros miraremos más al sur.
—Yo revisaré esta zona por si está cerca e inconsciente. —Ewan le
dedicó una fuerte inclinación de cabeza y luego gritó las órdenes a los
hombres antes de marcharse.
Deacon recordó que su esposa era muy inteligente y buscaría algún
refugio. Solo tenía que mantener los ojos abiertos y a raya su temor.
Tragándose la emoción en la garganta, Deacon comenzó a gritar su
nombre, con la esperanza de que este se oyera a través del viento. Ella tenía
que estar ahí fuera, en algún lugar.
Siguió avanzando, con cuidado de no ir más allá de un trote rápido para
poder detenerse si lo necesitaba con urgencia. Finalmente, tras unos
minutos de búsqueda, divisó algo en la distancia. Era una especie de bulto
en el suelo. Inmóvil.
—¡Oh, Dios mío! —Deacon puso su caballo al galope al ver el cuerpo
de Ishbell yaciendo a unos metros. Tenía que ser ella—. ¡Ishbel! —gritó,
cuando al acercarse comprobó que era el cuerpo de una mujer.
Sin perder ni un segundo, Deacon bajó de su caballo y cayó de rodillas,
sin aire en los pulmones, con un grito atravesado en la garganta y el gesto
desencajado de dolor.
Con cuidado, la giró, encontrando el rostro de su esposa completamente
pálido. Su cuerpo estaba helado y manaba sangre de su cabeza. La sangre le
bajaba por el cuello manchando su vestido, anunciando que la herida debía
de ser grave.
—Ishbell —volvió a llamarla, mientras estiraba su mano para buscarle
el pulso. El miedo que sintió al no notarlo lo dejó paralizado, hasta que
pudo percibir un leve palpitar en su garganta—. Gracias a Dios.
Sin poder contener las lágrimas, Deacon tocó sus dedos helados y
comprobó con cuidado que no tuviera otra herida en su cuerpo. No podía
estar seguro, pero todo indicaba que su única herida estaba en la cabeza.
Improvisó un vendaje para tratar de parar el flujo de sangre y la cargó en
brazos. No podía perder más tiempo, debía llevarla cuanto antes al castillo y
llamar a la sanadora.
Su experiencia con esta clase de heridas en la cabeza le decía que estaba
muy grave y que cada minuto contaba.
—Te pondrás bien, muchacha —dijo para darse ánimos a sí mismo, pues
ella no podría escucharlo.
Con cuidado y mucha pericia, la subió a su caballo junto a él y se puso
en marcha.
—Te pondrás bien —repetía una y otra vez, con la noche ya sobre él y a
lo lejos las luces de las hogueras y las antorchas del torreón.
Capítulo 16

E
l caos y el dolor se impusieron en el interior del torreón cuando
Deacon apareció cargando el cuerpo inerte y ensangrentado de
Ishbell. La llevaba entre sus brazos, con una expresión en su
rostro de puro dolor y terror y una súplica de ayuda en sus ojos.
Sus brazos le dolían de apretarla con fuerza contra él, pero nadie podría
arrancarla de su lado. Sentía que, si la apartaba de sus brazos, ella ya nunca
más volvería a él, por lo que se negó a que otro de sus guerreros la cargara
cuando, exhausto, entró en el gran salón.
—¡Virgen Santísima! —gritó Else al verla, sin poder contener sus
lágrimas—. ¿Ella está… está…viva?
Todos los presentes quedaron en silencio, a la espera de las palabras de
Deacon.
—Sí, pero está muy grave y no sé cuánto aguantará.
Su voz se escuchó tan rota y devastada, que nadie quiso acercarse para
comprobar por ellos mismos la gravedad de la señora de los MacGill.
—Llamen a la curandera. —La voz enérgica de Duncan hizo que todos
volvieran en sí, y sirvientes, guerreros y espectadores se pusieron en
movimiento.
Deacon, sin querer perder más tiempo y con el cuerpo de su esposa aún
en brazos, se dirigió a las escaleras, sabiendo que tanto Else como Duncan
se ocuparían de todo lo necesario para atender a Ishbell.
Por su parte, Deacon se sentía devastado y con la mente saturada. Le
costaba serenarse, aunque lo agradecía al no querer pensar que había
llegado demasiado tarde e Ishbell estaba a las puertas de la muerte.
En cuanto entró en la recámara que ambos compartían, Else se puso al
mando, dando órdenes a las criadas. Había corrido tras Deacon mientras
este conducía a su señora a la planta de arriba, preguntándose que se
encontraría cuando por fin pudiera examinarla.
—Hay que quitarle la ropa manchada y, en cuanto traigan el agua,
limpiaremos toda la suciedad —ordenó nerviosa a nadie en concreto.
Deacon permaneció en silencio mientras depositaba a su esposa en la
cama y se sentaba a su lado.
—Cariño, abre los ojos. Mírame, muchacha —comenzó a decir, cada
vez más asustado.
Parecía más pálida que cuando la encontró, lo que significaba que la
pérdida de sangre había continuado durante el viaje a caballo. Su rostro
ahora estaba también manchado de sangre y todo su cuerpo parecía sin vida.
Else se negó a mirarla, al no poder soportar ver la sangre en su rostro, y
se centró en quitarle la ropa. No quería que ninguna sirvienta lo hiciera, y
sabía que su señor estaba absorto acariciando y observando a su esposa.
Como a la espera de que, en cualquier instante, ella abriera los ojos y le
sonriera.
Con las mejillas bañadas en lágrimas, Else miró a Deacon, que ahora
besaba la cara de su esposa.
—Creo que se le ha cortado la hemorragia.
Como respuesta, Deacon simplemente asintió. Una de las criadas llegó
con agua caliente y tras ella no tardó en aparecer la curandera.
—Debe dejarle espacio —avisó Else a Deacon, que parecía reacio a
apartarse de Ishbell.
Deacon miró a su alrededor, siendo consciente por primera vez de las
mujeres que lo rodeaban, antes de contemplar de nuevo a su esposa.
—Prométeme que harás todo lo que esté en tus manos para salvarla.
No hizo falta que dijera a quién iban dirigidas sus palabras, al ser
evidente que eran para la curandera.
—Le juro que haré lo que pueda.
Solo entonces Deacon se apartó del lado de Ishbell, aunque se resistió a
salir de la recámara hasta que la curandera le informara de cuál era su
estado.
Mientras esperaba a que a Ishbell le limpiaran la sangre a Ishbell y la
mujer la examinara, Deacon miró hacia la puerta y vio que acababa de
llegar Ewan. Al lado de este, Duncan observaba preocupado, sin que
ninguno de los dos quisiera entrometerse.
Media hora después, la curandera ya había revisado la herida de Ishbell
en la cabeza y algunas de las magulladuras producidas por la caída.
Ninguna de ellas era importante, aunque sí lo era la herida en la cabeza, que
no presagiaba nada bueno.
—La pérdida de sangre no ha sido tan grave como pensaba, pero el
golpe en la cabeza… Debió de darse con una piedra al caer del caballo, y no
sé cuál será el daño hasta que despierte. Si es que logra despertar…
—¡No! —gritó Deacon, encogiendo a los presentes—. Ella vivirá. No
puede morir. Me prometiste que no la dejarías morir.
La curandera agachó la cabeza, al no querer enfrentarse a la mirada
acusatoria de su laird.
—Le prometí que haría todo lo que pudiera, pero no puedo hacer nada
más por ella.
—¡Fuera! —gritó Deacon, quedando a solas en la recámara con Else.
—Vivirá —le aseguró esta mientras colocaba su mano sobre el brazo de
él para consolarlo.
—¿Cómo estás tan segura? —Quiso saber Deacon, sin apartar la mirada
del cuerpo inerte de su esposa sobre la cama.
—Porque es una auténtica cabezota y por eso nunca se rinde.
Deacon asintió y, en silencio, se acercó a la cama y se puso de rodillas,
rezando por que Else tuviera razón.
—No te rindas, muchacha —susurró mientras besaba su mano pálida y
fría.
Cuando una hora después la fiebre calentó el cuerpo de Ishbell y su
debilidad se hizo palpable, ya nadie estaba tan seguro de que sobreviviera.
La infección se había apoderado de su cuerpo y la inconsciencia
dificultaba que ingiriera la infusión para combatirla.
Durante toda la noche nadie fue capaz de apartar a Deacon de su esposa,
ni consiguieron que comiera o bebiera algo. Era como si se preparara para
irse con Ishbell, en caso de que esta falleciera.
A la mañana del segundo día, tras revisarla la sanadora, esta concluyó
que si Ishbell no mejoraba en las horas siguientes, no habría esperanzas.
Al escucharla, Deacon no dudó en echarla, esta vez del torreón, e
incluso impedirle el paso. No quería creerla, aunque podía ver por sí mismo
que su esposa no mejoraba.
Ewan se vio forzado a intervenir y se acercó a Deacon para colocarse a
su lado. Parecía cansado y con el semblante pálido, como todos en el
castillo, pero no dudó en actuar, pues temía por la salud física y mental de
su amigo y laird.
—Si no comes algo, no estarás en condiciones de atender a tu esposa
cuando despierte.
Al escuchar a su amigo, Deacon alzó la cabeza y le miró como si le
costara reconocerlo.
—Ven, comeremos algo, dormirás un rato y pensaremos en la forma de
solucionar esto.
—¿Crees que ella pueda salvarse?
Ewan lo ayudó a incorporarse y lo acompañó hasta la puerta.
—Es fuerte —contestó, pero fue suficiente para Deacon, al darle algo de
esperanza.
Tras hacer caso a Ewan y comer y beber algo, Deacon regresó junto al
lecho de su esposa y se volvió a arrodillar junto a su cabecera. Después, tras
comprobar que todo seguía igual, besó sus labios ardientes por la fiebre y le
tomó la mano.
Un sonido a sus espaldas hizo que Deacon volviera la cabeza y se
encontrara a una muchacha muy joven y asustada que había entrado en el
cuarto. Tras ella se encontraba Duncan, que parecía animarla a que hablara.
—Mi laird, yo… no soy curandera pero… a mi padre le pasó lo mismo
que a vuestra esposa cuando se cayó del caballo y… y….
—Adelante, muchacha. Cuéntaselo —la animó Duncan.
—Y… mi abuela, que sí era una curandera, le dio un brebaje y... y una
cataplasma que lo sanó.
Al escucharla, Deacon se incorporó y agradeció haber descansado para
entender con claridad lo que la muchacha le decía.
—¿Me estás diciendo que tu padre también estuvo a punto de morir por
unas fiebres tras un golpe en la cabeza y que tu abuela lo salvó?
La muchacha asintió, y Deacon se giró hacia Duncan.
—Es de una aldea cercana —explicó este—. Ha corrido la voz de lo que
le ha sucedido a la señora y ha venido a ayudar.
Sin poder contenerse, Deacon se abalanzó sobre la muchacha y la
abrazó con fuerza. Se había pasado días rezando por una señal, y Dios le
había traído un ángel con las ropas algo raídas y el rostro asustado.
—Si la salvas, te daré todo lo que me pidas —le aseguró tras soltarla y
ver el rostro sorprendido de la muchacha.
—Solo quiero ayudar. —Fue la respuesta de ella, sin que ahora Deacon
dudara que la habían enviado del Cielo.
—La dejo en tus manos —declaró, al albergar una pequeña esperanza
tras días sumido en el desconsuelo—. Y… está embarazada. —Por fin se
atrevió a decir, al no haberlo querido asumir hasta el momento.
No había podido pensar en ello desde que supo la posibilidad de que
muriera, puesto que ya era demasiado doloroso asumir su muerte. No se
sentía preparado para aceptar que además perdería a su hijo nonato. Por ese
motivo, se había centrado solo en Ishbell y en rezar por su recuperación.
Pero ahora, esa muchacha le decía que había una posibilidad, y se iba a
aferrar a ella, ya que era todo lo que le quedaba.
Capítulo 17

L
a llegada de la muchacha lo cambió todo. Se llamaba Callie, y era
la hija mediana de un granjero del clan. Era evidente que era
humilde, pero, sobre todo, enseguida destacó su buen corazón y
sus deseos de ayudar.
Aunque había más. El cuidado y cariño con que trataba a Ishbell al
ponerle la cataplasma o la paciencia para hacerla beber el brebaje, le
aseguraron a Deacon que su esposa tendría una posibilidad gracias a Callie.
Aun así, esta le había avisado a Deacon de que estuviera preparado, por
si sus cuidados habían llegado demasiado tarde. La noche volvía a caer
sobre ellos, solo que, esta vez, cada hora sería decisiva para saber si Ishbell
iba a vivir.
Horas después, Ishbell comenzó a delirar, pero Callie no pudo decir si
eso era algo bueno o malo. Sus delirios eran débiles, y Deacon quiso pensar
que era una mejoría. Por lo menos hablaba y movía la cabeza, lo que
indicaba que sus lesiones en la cabeza no eran tan graves. Aunque se negó a
admitir que el delirio significaba que su fiebre había empeorado.
Agotado y queriendo quedarse a solas con su esposa, Deacon ordenó a
todos que salieran del cuarto. Cuando le obedecieron, se arrodilló ante ella,
le cogió la mano y se la besó.
—Perdona que te quiera solo para mí, pero hay algo importante que
debo decirte y siento que el tiempo se me acaba. —Se quedó callado por
unos segundos mientras la observaba—. He sido un tonto y un cobarde al
no decírtelo antes, pero no quería asumir que era cierto.
Se levantó y se sentó a su lado en la cama para estar más cerca de ella.
Luego se inclinó, como si fuera a contarle un secreto que solo ella pudiera
oír.
—Te amo. Lo he sabido desde hace tiempo, pero no quería reconocerlo.
Sentía que, si te amaba, estaba despreciando el amor que había tenido con
Rhona, como si le quitara valor a los años que había compartido con ella.
Me costó entender que mi amor por ti nada tiene que ver con ella. Tú eres
mi presente y mi futuro y ella mi pasado.
Deacon rozó sus labios con los de ella, dejando que las lágrimas
recorrieran sus mejillas.
—Jamás olvidaré la primera vez que te vi ni lo que me hiciste sentir en
nuestra noche de bodas. Fue tan maravilloso y rotundo que me asustó. Por
eso me alejaba de ti. No puedes hacerte una idea de todo lo que tuve que
contenerme para mantenerte fuera de mi alcance. Pero nunca pude apartarte
de mis pensamientos. Te amo.
La volvió a besar y estuvo tentado a abrazarla, pero sabía que no debía
moverla, pues ignoraba si eso podría dañarla.
—Te amo —volvió a decir apenas sin voz—. Te amo y pienso decírtelo
cada día que me quede de vida. Pero tienes que despertar para que te lo
pueda decir. No puedes morir sin saber lo mucho que representas para mí.
Lo mucho que te amo.
Con cuidado, acarició su rostro y le volvió a coger la mano.
—Ishbell, te lo suplico, no me dejes. Si lo haces… ya no me quedará
nada por lo que merezca la pena vivir. Si no despiertas… te seguiré.
En ese instante, Duncan entró y no supo si retirarse, pero lo que tenía
que decir era importante, aunque doloroso.
—Mi señor, acaba de llegar el sacerdote y pide permiso para
administrarle el sacramento de la extremaunción a la señora.
—¡No! —gritó Deacon colérico, negándose a mirar a Duncan y mucho
menos a apartarse de Ishbell—. Ella vivirá.
—Pero, Deacon —prosiguió Duncan con voz cálida, acercándose a él—.
Sabes que existe la posibilidad de que no pase de esta noche. No puedes
negarle ir al Cielo.
—¡Maldito seas, Duncan! ¿Por qué te empeñas en atormentarme? Ella
vivirá, no puede morir. Y si lo hiciera, te puedo asegurar que ninguna otra
persona sobre la tierra se merece el Cielo más que ella.
Cabizbajo, Duncan retrocedió, apenado por no haber conseguido el
consuelo del alma de su señora y destrozado por el dolor que veía en
Deacon.
—Si me necesitas, muchacho, estaré ahí fuera con los demás —dijo,
sintiendo que era lo único que podía hacer por él.
A punto de cerrar la puerta de la recámara para darle intimidad a su
laird, Duncan escuchó la voz de Deacon. Le habló tan bajo y con un tono
tan lastimero que no estaba seguro de que se hubiera dirigido a él.
—Deja pasar al sacerdote.
Duncan asintió y salió de la alcoba santiguándose. Unos pocos minutos
después, el sacerdote entró y no se escuchó ningún grito por parte de
Deacon.
—¿Cómo está él? —preguntó Else a Duncan cuando este llegó al gran
salón.
—Está destrozado. No quiere que Ishbell muera, pero eso es algo que no
está en sus manos.
Todos los presentes asintieron al escucharlo y continuaron con sus
plegarias.

La madrugada llegó y con ella los primeros rayos de luz. La tensa espera,
así como el cansancio acumulado de los días anteriores, habían hecho mella
en Deacon, por lo que no pudo resistirse a dejarse vencer por el sueño.
Cuando por fin despertó se sentía mareado y con el cuello dolorido.
Había permanecido dormido en una silla con la cabeza inclinada hacia
adelante y ahora se resentía por ello.
Al otro lado del lecho de Ishbell se encontraba Else, que conversaba
entre susurros con Callie. No podía oír con claridad lo que decía, pero se
intranquilizó al creer que el estado de Ishbell había empeorado.
Sin pensarlo un segundo se puso en pie, asustando a las dos mujeres.
—¡Shhh! —soltó Else en el acto, llevándose un dedo a los labios—. No
la despierte.
Deacon se tensó ante lo que eso significaba, y miró a Ishbell de
inmediato. Dormía plácidamente, y su palidez ya no era tan acentuada.
Paralizado, al creer que sus ojos le estaban jugando una mala pasada, volvió
a mirar a Else, que ahora le mostraba una leve sonrisa.
—¡Dios Santo! —susurró Deacon, y cayó de rodillas al suelo llorando.
Solo Duncan y Ewan lo habían visto llorar una vez en toda su vida, y
fue cuando Rhona y su hijo nonato fallecieron. Ahora, preso de sus
emociones, a Deacon no le importaba si el clan entero lo veía llorar.
—Hace una hora comenzó a tranquilizarse y a tener más color —le dijo
Else tras acercarse a él, arrodillándose a su lado y poniéndole la mano sobre
su hombro. Le conmovió el desmoronamiento del laird, al tratarse de un
hombre fuerte e inquebrantable. Alguien acostumbrado a dominar y no a ser
dominado.
Como respuesta, Deacon la abrazó, ya que necesitaba desahogarse.
Había estado tan asustado por la idea de perderla, tan desamparado, que el
consuelo de un abrazo era para él más necesario que incluso alimentarse.
Cuando por fin logró serenarse, Deacon levantó la cabeza y miró a
Callie, como si le pidiera que verificara las palabras de Else. Esta asintió,
causando un júbilo tan grande a Deacon que este estuvo a punto de gritar.
Había esperanza.
Existía una posibilidad y, en ese instante, eso era para él algo inmenso.
—Iremos a preparar otra cataplasma y más brebaje. Ahora que sabemos
que funciona… conseguiremos que salga de esta —logró decir Else, ante la
emoción que sentía.
En realidad, su idea de Else era salir un rato fuera junto con Callie para
darle así intimidad a Deacon. Este lo había pasado muy mal y, ahora que la
esperanza se hacía más presente, Else intuía que él necesitaba un momento
de intimidad para asimilarlo. Y especialmente para estar a solas con Ishbell.
Cuando ambas mujeres le dejaron solo, Deacon rompió a llorar de
nuevo, aunque esta vez sobre el pecho de su esposa. Ella permanecía
tumbada e inmóvil sobre la cama, pero el sonido de sus latidos, ahora más
fuertes, tranquilizaban a Deacon.
—Estoy aquí, amor mío —le susurró—. Estaré aquí, siempre.

Ese mismo día, Ishbell recuperó la conciencia a primera hora de la tarde.


Estaba tan débil que apenas podía mantener los ojos abiertos y mucho
menos podía hablar. Pero no fue necesaria ninguna palabra.
Nada más ver a su esposo a su lado, ella sonrió, y eso le bastó a Deacon
para suspirar con alivio. Sabía que su estado todavía era grave y que
cualquier recaída podía ser mortal, pero la sonrisa de su esposa le dio el
impulso que necesitaba para apartar el dolor y el desconcierto a un lado.
—Has vuelto conmigo, esposa.
Ishbell amplió la sonrisa y Deacon le acarició el rostro.
—Recé para que lo hicieras. —Él se acercó y la miró a los ojos—.
Quería decirte que te amo y que no soportaba la idea de no poder decírtelo
nunca.
Ishbell intentó hablar, pero Deacon la calló con un beso.
—Tendremos todo el tiempo del mundo para hablar de lo que quieras.
Pero ahora debes descansar y reponerte.
Ella asintió y luego se colocó con mucho esfuerzo la mano en su vientre.
Deacon no tuvo ninguna duda de lo que ella quería decirle.
—El niño está bien —le explicó él—. Sigue creciendo fuerte en tu
vientre.
En realidad, nadie sabía cómo podía haber afectado al niño tanto el
golpe como la fiebre y los días de convalecencia, en los que Ishbell apenas
se había alimentado, pero tanto Deacon como Else y Callie habían acordado
que no la preocuparían por algo que estaba fuera de su alcance.
Tras la pequeña charla, Ishbell estaba exhausta y se quedó dormida,
siendo esta la tónica general de los siguientes días. Sus despertares eran
breves, aunque cada vez más frecuentes. Apenas logró decir alguna palabra
en los días siguientes, y siempre era Deacon quien estaba a su lado y le
hablaba.
Las visitas que recibió Ishbell fueron escasas y siempre supervisadas por
Deacon, quien insistió en que incluso los padres de ella no viajaran por el
momento hasta su castillo, para que así Ishbell pudiera descansar sin
alterarse. Estos aceptaron de mala gana y enviaron una misiva cargada de
peticiones y de consejos para el cuidado de su hija.
Después de una semana, la mejoría de Ishbell fue mucho más evidente,
así como el color que ahora asomaba a sus mejillas.
Aunque la preocupación de Deacon por su estado de salud también
disminuyó, el problema era que ahora Ishbell lo atosigaba para que Deacon
le permitiera dejar la cama, a lo que él se negaba en rotundo.
—Cualquiera diría que me quieres solo para ti —le dijo una mañana
Ishbell a Deacon cuando este se negó de nuevo a que ella se levantara.
—Me conoces bien, esposa —le contestó Deacon risueño, sentándose a
su lado en la cama.
—¿Acaso no tienes nada que hacer en algún sitio? —preguntó ella,
aunque le encantaba que él pasara todo el tiempo a su lado. Durante esas
semanas, Ishbell había aprendido muchas cosas de él, y ambos habían
compartido vivencias de su infancia que los había acercado aún más.
—No, he dejado al cargo a Ewan y le he advertido que si me molesta
por algo, lo despellejaré vivo.
Ishbell soltó una carcajada y Deacon disfrutó de lo feliz que se sentía
por hacerla reír.
—Pobre Ewan, no sé cómo sigue siendo tu amigo.
—Eso es fácil de responder. —Ishbell alzó una ceja, retándolo a que lo
hiciera—. Soy un hombre encantador.
Ishbell volvió a reír con ganas y Deacon aprovechó para acercase a ella.
—¿Te he dicho ya lo mucho que te quiero?
Ishbell asintió y pasó los brazos por el cuello de su marido.
—Sí, pero me encanta oírlo, así que puedes repetírmelo las veces que
quieras.
Deacon rio y la besó en los labios.
—Eres una brujilla. —Acto seguido, la besó con pasión, dejando claro
que sus palabras eran ciertas.
—Te amo, esposo —dijo Ishbell, casi sin respiración—. Y puesto que
no me dejas salir de la cama, ¿qué te parece si te metes tú en ella?
Deacon negó con la cabeza y comenzó a despojarse de la ropa.
—Lo dicho, esposa. Eres una brujilla.
Sin perder ni un segundo, Deacon se metió desnudo en la cama junto a
su mujer y, como era su costumbre cada vez que estaba cerca de Ishbell,
acarició el vientre hinchado de ella.
—Espero que si es una niña, no salga tan descarada como su madre.
—Y yo espero que si es un niño, no salga tan mandón como su padre.
—¿Vas a desafiarme siempre? —le preguntó Deacon, abrazándola y
pegando su cuerpo al suyo.
—Siempre —dijo Ishbell, encantada por tener para ella a su esposo.
—Entonces tendré una vida excitante y llena de sorpresas —indicó
Deacon con una sonrisa.
—Y llena de amor, mi highlander —le aseguró Ishbell, sellando su
amor con un beso.
Epílogo

Meses después

T
ras una noche sin apenas poder dormir por el dolor de su espalda,
Ishbell se vistió, deseosa de reunirse con sus padres en el gran
salón. Estos llevaban unas semanas en el castillo de Mhoil junto al
clan MacGill, no solo para hacer las paces con su hija y conocer a
su marido, sino también para asistir al parto de Ishbell.
Frotándose la espalda ante el continuo y molesto dolor, Ishbell bajó
despacio las escaleras para no tropezar. Desde que su vientre empezó a
crecer, Deacon insistía en que tuviera cuidado, volviéndose un hábito en él
ir a verla a cada hora para comprobar que todo estaba bien.
Ishbell no quería decirle que la estaba sobreprotegiendo y que eso la
asfixiaba, pues sabía que para Deacon era importante asegurarse de que no
le pasaba nada malo. Por la forma en que él la abrazaba por las noches y la
besaba, Ishbell estaba convencida de que Deacon temía perderla en el parto,
como había perdido a su primera esposa. Pero ella no era Rhona, y estaba
segura de que su parto sería diferente.
Al llegar al rellano, Ishbell se dirigió a la mesa y sonrió a su familia.
—Siéntate, cariño —dijo nada más verla Fiona, su madre, ofreciéndole
además una radiante sonrisa.
Ishbell le devolvió la sonrisa, aunque su madre no tardó en percibir algo
extraño en ella, y frunció el ceño. Por suerte, Deacon no se dio cuenta, al
estar ocupado colocándole la silla para que Ishbell se sentara entre él y su
madre.
—¿Qué tal has dormido? —preguntó Deacon mientras regresaba a su
asiento.
—Bien, esposo. —Ishbell trató de sonar convincente.
Fiona le cogió la mano y la miró a la cara, disimulando su escrutinio.
Nada más ver la cara cansada de su hija, supo que no había dormido mucho,
pero fue su forma de moverse y su mueca antes de sentarse lo que le indicó
que algo le ocurría. Aun así, si su hija había decidido no decir nada a su
marido, ella lo respetaría, aunque quería hacerle entender a Ishbell que ella
sabía que algo no iba bien.
—Pareces cansada —intervino su padre que, sentado frente a Ishbell,
alternaba su mirada entre esta y su esposa.
—Eso mismo pienso yo —indicó Deacon con el ceño fruncido, al notar
que le ocultaban algo.
—Dejemos de atosigarla —se apresuró a terciar Fiona—. En cuanto
coma algo, me ocuparé de que descanse.
Eso pareció tranquilizar a todos, por lo que continuaron con su
almuerzo.
Discretamente, mientras Ishbell dejaba su jarra de leche sobre la mesa,
Fiona se inclinó para que nadie más las oyera.
—¿Te duele?
Su hija asintió, ya que no pudo hablar debido al dolor que volvió a
atravesar su espalda, esta vez de forma más intensa. No era tonta, y sabía
que los dolores del parto ya habían comenzado, pero no quería que su
marido se preocupara por ella, cuando sabía por su madre que todos los
partos duraban horas.
Fiona no pareció muy convencida, pero se acomodó en su silla,
mirándola por el rabillo del ojo.
No pasó mucho tiempo hasta que otro dolor le recorriera la espalda, pero
en esta ocasión lo notó con más fuerza en el estómago. Intentando ignorar
el dolor, miró a sus padres, encantada de poder tenerlos con ella.
—¿Dónde está Willy? —preguntó Ishbell mientras miraba a su
alrededor en busca de su hermano pequeño.
—Está con Effie en la cocina. Se ha enterado de que la cocinera va a
hacer una tarta, y ahora se niega a salir de la cocina.
Después de una carcajada general, Ishbell se imaginó que, en menos de
una hora, todos en la cocina rezarían para que el niño se fuera y los dejara
trabajar. Aunque debía admitir que Willy era un niño encantador y que, con
tal de no perderse la tarta, se comportaría como un auténtico ángel.
—Espero que nos deje algo para nosotros —declaró Ishbell.
—No te preocupes. Me ocuparé personalmente de que te guarden el
trozo más grande —le aseguró su marido sonriéndole.
—Gracias, cariño —le dijo Ishbell con una sonrisa.
Esta notó que sus padres estaban tensos y callados, y temió que
estuvieran preocupados. Desde el fatídico día del accidente, cuando el
caballo se asustó, se desbocó y la tiró al suelo, con la mala suerte de que se
golpeara la cabeza con una piedra en la caída, todos temían por el bebé.
Ella se había recuperado con el paso de las semanas, y su bebé seguía
moviéndose en su vientre, pero nadie, ni siguiera Callie, podría asegurarle
que el niño estaba bien.
Podría haber sufrido alguna fractura o dañado la cabeza y nacer
demente. Podrían haberle afectado las fiebres, la falta de alimento o algún
otro sustento que necesitara para su desarrollo.
Había tantas cosas que podrían complicarlo todo, que nadie quería
hablar del asunto. Se temían, como buenos escoceses, que si hablaban de
ello podrían atraer la mala suerte, por lo que simplemente rezaban en
silencio para que todo saliera bien. Tanto para el niño, como para la madre.
Ishbell dedicó a sus padres una cálida sonrisa para darles confianza,
pero solo consiguió que se preocuparan más. Para tratar de apartar la
inquietud de ellos y especialmente para que Deacon no lo notara, decidió
actuar rápido.
—Padre, ¿te contó Deacon como gané su mano en una pelea?
Angus MacTavish levantó una ceja y miró extrañado a Deacon.
—Así es —afirmó este con orgullo, como si fuera todo un honor que
una mujer le ganara en una pelea, pues ya no le importaba que todo el
mundo lo supiera—. Vuestra hija me venció, aunque debo aclarar que con
trampas. —Alzó la mano para detener las palabras de enojo de su esposa—.
Pero tengo que admitir que me dejaría vencer mil veces siempre y cuando el
premio fuera mi maravillosa esposa.
Tanto Fiona como Angus volvieron sus rostros sonrientes, consiguiendo
que Ishbell suspirara con alivio.
—Sabía que esas lecciones se convertirían en algo bueno algún día —
dijo satisfecho Angus, ufano por su hija rebelde e impulsiva.
—¿Quién iba a pensar que conseguiría al mismísimo laird MacGill? —
continuó diciendo Fiona, emocionada al ver a su hija tan feliz con su
esposo.
—Soy yo el que más ganó con el matrimonio —afirmó Deacon—.
Conseguí a la más feroz de los MacTavish.
Todos rieron, aunque Ishbell no tenía muchas ganas de sonreír.
—Por suerte, también es la más generosa, amable, tierna y preciosa
mujer que haya conocido —añadió Deacon, con una tierna sonrisa en el
rostro.
Conmovida por sus palabras, Ishbell le dio una palmadita en el brazo y
luego se agarró a él cuando un dolor agudo la atravesó, mucho más intenso
que cualquiera de los anteriores.
—¿Qué te pasa? —preguntó Deacon de inmediato—. ¿Estás bien?
Ishbell sintió una humedad en su región inferior y se mordió el labio,
mirando primero a su madre y luego a su marido.
—Ha llegado el momento.

Horas más tarde, Ishbell estaba en la cama de su alcoba, recostada sobre las
almohadas y con la piel sudorosa por el esfuerzo.
—Lo está haciendo muy bien —le aseguró Callie quien, junto a Else y
Fiona, la acompañaba en el parto.
Ishbell había insistido en que Callie estuviera con ella, al fiarse de la
experiencia que esta tenía al haber ayudado a su madre a traer al mundo a
sus hermanos más pequeños. No le importaba que no fuera una curandera
experimentada o que fuera tan joven, solo sabía que una vez le había
salvado la vida y la quería a su lado durante el parto por si algo salía mal.
Tanto Deacon como los padres de Ishbell opinaban lo mismo, pues
también confiaban en la muchacha. Incluso le habían prohibido el paso al
torreón a la curandera que había asistido a Ishbell tras su accidente, y desde
entonces, Callie se había estado preparando para ser la nueva curandera del
clan.
Al parecer, su abuela había sido curandera hasta su muerte, pero la
madre de Callie decidió después de casarse no continuar con el legado
familiar, a petición de su marido. Aun así, la madre de Callie había
memorizado todos los conocimientos necesarios, y ahora se los estaba
ofreciendo a su hija.
—Ya viene otra —avisó Ishbell, al tiempo que Fiona le secaba el sudor
de la frente.
Callie asintió y se preparó para recibir al bebé. Sabía que le faltaba poco
para nacer, y había ordenado a Else que se mantuviera tras ella con una
manta de lana limpia para el bebé.
Al terminar la contracción, Callie sonrió. Todo indicaba que el final del
parto estaba llegando sin complicaciones.
—Descanse ahora antes de que llegue otra contracción —dijo Callie,
sabiendo que Ishbell estaba agotada después de varias horas de esfuerzo.
—Lo estás haciendo bien —le aseguró Fiona, acariciando su mano.
—¿Y Deacon? —preguntó Ishbell, preocupada por su marido y por lo
que él debía de estar pasando—. ¿Cómo está?
—Está nervioso —admitió Fiona, volviendo a secar el sudor de la frente
de su hija—, pero los hombres lo están distrayendo lo mejor que pueden.
Ishbell pensó en su padre, en Duncan y Ewan intentando calmar a
Deacon, y se apiadó de ellos. Incluso le extrañaba que todavía no hubiera
irrumpido en la recámara para saber si ella estaba bien, y se lo imaginó
amordazado en una silla como único medio de mantenerlo lejos de su lado.
A pesar de su cansancio, Ishbell sonrió y deseó que todo acabara lo
antes posible para que su marido dejara de preocuparse por ella y el bebé.
Ella sabía que su pequeño estaba bien, a pesar de todo por lo que había
pasado. Pensar que no fuera así hacía que se le partiera el corazón de pena,
por lo que había decidido negarse a pensar en ello.
Comenzó otro dolor e Ishbell rezó para que el parto no se prolongara
mucho. No estaba siendo tan malo, pero su cuerpo se estaba cansando y
deseaba desesperadamente dormir.
Anticipándose al dolor, agarró la mano de su madre y empujó con todas
sus fuerzas.
—Ya casi está —aseguró Callie—. Así, muy bien.
Terminada la contracción, Ishbell cayó de nuevo sobre la almohada con
un resoplido. No podía aguantar más. Estaba muy cansada y quería dormir,
pero tenía que continuar dándolo todo por su hijo y su marido.
De pronto, la puerta se abrió y las mujeres chillaron, primero asustadas
y luego indignadas. A pesar de su cansancio, Ishbell sonrió al ver en el
umbral de la puerta a Deacon. Tenía la cara pálida y una expresión
atormentada mientras la miraba.
—Ishbell —la llamó con voz ronca—. Muchacha, ¿estás bien?
Ella asintió, visiblemente cansada, pero con una sonrisa en sus labios.
—Empezaba a extrañarme que no irrumpieras en la alcoba —dijo
Ishbell, antes de invitarlo a entrar extendiendo una de sus manos hacía él.
Sin pensárselo dos veces, Deacon cruzó la habitación, cogió la mano de
Ishbell y la sostuvo contra su mejilla.
—No soportaba no saber qué estaba sucediendo —confesó él, con el
temor aún en sus ojos y un temblor en sus manos.
—Estoy bien, cariño. El parto terminará pronto. —Ishbell quiso darle
ánimos, aunque en su interior luchaba por no echarse sobre sus brazos y
pedirle que el dolor terminara.
Como si necesitara que confirmaran que era cierto, Deacon miró a
Callie. Esta estaba colocada entre las piernas abiertas de su esposa y le
sonrió.
—Ya puedo verle la coronilla —dijo Callie, para alegría de los
presentes.
—¿Has oído, mi amor? —preguntó Deacon—. Ya falta poco.
Pero Ishbell no pudo escucharle, pues estaba sufriendo otra contracción.
Gritó, y esta vez se aferró tanto a la mano de su madre como a la de
Deacon.
—Empuje una vez más, señora.
Apenas sin poder reponerse, Ishbell volvió a empujar a través del dolor.
Así continuaron unas contracciones más, hasta que fue recompensada con el
débil llanto de un bebé.
—Un niño —anunció Callie, feliz, entregando el bebé a Else, que lo
esperaba llorando y sosteniendo la mantita.
—Un niño —repitió Deacon, también llorando mientras besaba a Ishbell
en los labios—. Un hijo. Me has dado un hijo.
Ishbell miró cansada a su marido y luego observó el bulto que Else
sostenía entre sus brazos. Fiona no tardó en acercarse a Else, quien, gustosa,
le enseñó al pequeño.
—¡Dios mío, Ishbell! —exclamó Fiona al verlo, y no tardó en quitárselo
de los brazos a Else—. Es casi tan grande como su padre.
Tanto Deacon como Ishbell sonrieron y miraron expectantes a Fiona
para que esta les acercara al bebé.
—Lo has hecho bien, hija.
Con lágrimas en los ojos, Ishbell le sonrió, demasiado emocionada para
hablar. Estaba a punto de ver a su hijo junto a su marido.
Así, Ishbell extendió con ansias sus brazos, y se quedó maravillada al
contemplar al bebé. Se le veía robusto, enrojecido por el llanto y grande
como su padre.
—Es igualito a ti… —susurró Ishbell, sin poder apartar los ojos de su
pequeño.
Mientras, Deacon no podía dejar de contemplar a su esposa con su hijo.
Había deseado que llegara ese momento desde que supo de su embarazo,
pues sabía que solo cuando viera a su hijo en brazos de su esposa podría
dejar a un lado sus miedos.
Y todos demostraban estar tan felices que no le cupo ninguna duda de su
hijo estaba bien. Aun así, se aproximó un poco más y se asomó para verlo
bien de cerca.
Ante él se encontró a un bebé que cerraba con fuerza sus puños, como
retándolo mientras parecía complacido por estar en este mundo y entre los
brazos de su madre.
La emoción fue tan grande que Deacon se echó a reír.
—Puede que sea igual de grande que yo. Pero tiene el genio peleón de
su madre.
Todos rieron e Ishbell observó a su marido con un inmenso cariño. Tenía
a su alrededor todo lo que siempre había deseado y mucho más. Aun así,
como madre, quería estar segura de que su hijo estaba sano.
—Callie —la llamó, y todos callaron—. ¿Cómo crees que está el bebé?
¿Has visto algo que…? —No se atrevió a continuar.
—Es perfecto, mi señora —lo dijo Callie, con tanta convicción que
Ishbell estuvo segura de que así era. Dejó escapar el miedo que había
reprimido durante meses y comenzó a llorar.
—Está bien, Ishbell —dijo Deacon, quien la abrazó de inmediato—,
nuestro hijo está bien. No tienes por qué llorar.
Ishbell quería decirle que lloraba de alegría por saber que su hijo no
había sufrido ningún daño. Que por su culpa su hijo no iba a sufrir alguna
malformación o defecto. Esa culpa la había estado consumiendo en lo más
profundo de su ser, y solo ahora podía liberarse de ella.
—Nuestro hijo está bien —admitió mirando al niño, que observaba a su
madre con asombro, como si quisiera comprender lo que le estaba pasando.
Ishbell sonrió al ver en su hijo el mismo gesto que hacía su padre
cuando algo no salía como él quería, y le besó en la frente.
—Toma, esposo. Explícale a tu hijo que su madre está bien y que no
tiene que preocuparse.
Encantado de sostenerlo, Deacon cogió al pequeño, que lo parecía aún
más entre sus brazos, se levantó de su asiento junto a Ishbell y comenzó a
acunarlo.
—Ven, hijo. Tengo que contarte muchas cosas de tu madre. Lo primero
de todo, tienes que saber que nunca debes contradecirla.
Deacon siguió hablando con su hijo mirándolo fijamente, como si el
pequeño pudiera entenderle. Esto hizo que las mujeres sonrieran, y casi se
echaron a reír cuando Deacon insistió en que debía enseñárselo a los demás
para que vieran lo listo y guapo que era su hijo.
—Bueno, creo que tu esposo tardará un rato en venir —dijo Fiona,
divertida, mientras se acercaba a Ishbell y observaba a Callie y Else,
asegurándose de que todo estaba bien—. Ahora debes dormir.
Como respuesta, Ishbell bostezó y se recostó sobre las almohadas. En
cuestión de segundos se quedó profundamente dormida, soñando con su
hijo y con la mirada de asombro y después de felicidad de Deacon cuando
lo sostuvo en sus brazos.
Sería un recuerdo que quedaría grabado en su mente para el resto de sus
días, desterrando cualquier pensamiento de que el pasado se repitiera.
Ishbell no notó cuando las mujeres se marcharon y la dejaron sola, pero
sí percibió que, poco después, un cuerpo grande se tumbaba a su lado y que
unos brazos la rodeaban con cuidado.
—¿Deacon? —preguntó, somnolienta.
—Sí —respondió él—. ¿Quién más podría estar en tu cama, esposa?
Ella se rio suavemente y se acurrucó más en sus brazos. No había otro
hombre que deseara tener en su lugar.
—¿Dónde está el niño?
—Tu padre me lo quitó de los brazos en cuanto lo vio. Asegura que
tiene tus mismos ojos color miel y tu boca. Ewan dice que por suerte no
tiene mi ceño fruncido.
Ambos rieron y él la besó, sintiéndose más feliz que ningún otro día de
su vida.
—Va a costarnos que nos lo devuelva —susurró medio dormida Ishbell.
—Ya he mandado que los guerreros más fieros hagan guardia en las
puertas del castillo para que tus padres no se lo lleven a escondidas.
Ishbell rio, a pesar de su agotamiento.
—No serían capaces. Temen demasiado las represalias del orgulloso y
feroz laird MacGill.
—No olvides a la señora de los MacGill. Ningún escocés que se precie
osaría interponerse en su camino.
—Eso no lo dudes —dijo Ishbell, abrazándolo con más fuerza—. Y
ahora, mi feroz marido, quédate a mi lado hasta que me duerma.
—Me quedaré a tu lado para siempre —le aseguró él, y luego le besó en
la frente, sabiendo que su esposa había caído ya en un profundo sueño—.
Te quiero, Ishbell. Por darme una segunda oportunidad para ser feliz y por
ser toda una luchadora que siempre creyó en nosotros.
La rodeó con sus brazos y dejó que el sueño también lo venciera,
aunque no antes de que de sus labios volvieran a salir las palabras «te
quiero».
Notas
[1]
Equinoccio de Primavera, Festival de los Árboles) - 21 de marzo (21 de septiembre en el
hemisferio sur).
[2]
Para los celtas, la noche de Beltane, del 30 de abril al 1 de mayo, marcaba el fin de la
oscuridad y el comienzo del verano (el equivalente primaveral de la noche de Samhuinn).

You might also like